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Samuel Bacchiocchi
El infierno es una doctrina bíblica, pero ¿qué clase de infierno? ¿Un lugar donde los
pecadores impenitentes arden para siempre y sufren dolor conscientemente en un fuego
que nunca termina? ¿O un juicio penal mediante el cual Dios aniquila a los pecadores y el
pecado para siempre?
Tradicionalmente, a lo largo de los siglos, las iglesias y los predicadores han enseñado
categóricamente la idea de que el infierno es un tormento eterno. Pero en tiempos
recientes, raramente oímos los viejos sermones de “fuego y azufre”, aun por parte de
predicadores fundamentalistas, los que teóricamente todavía podrían estar
comprometidos con dicha creencia. Su reticencia en predicar sobre el tormento eterno
muy probablemente no se debe a la falta de integridad en proclamar una verdad
impopular, sino a su aversión a predicar una doctrina que encuentran difícil de creer.
Después de todo, ¿cómo es posible que el Dios que tanto amó al mundo que envió a su
Hijo unigénito para salvar a los pecadores pueda también ser un Dios que tortura a la
gente (aun al peor de los pecadores) para siempre, por el tiempo sin fin? ¿Cómo puede
Dios ser un Dios de amor y justicia y sin embargo atormentar a los pecadores para
siempre en un infierno ardiente?
Esta paradoja inaceptable ha inducido a eruditos bíblicos de todas las denominaciones a
reexaminar las enseñanzas bíblicas referentes al infierno y el castigo final.1
He aquí la cuestión fundamental: ¿El fuego del infierno atormenta a los perdidos
eternamente o los consume en forma permanente? Las respuestas a esta pregunta
varían. Dos interpretaciones recientes destinadas a hacer más humano el infierno
merecen una breve mención.
Billy Graham expresa este punto de vista metafórico cuando dice: “A menudo me he
preguntado si el infierno no es un terrible ardor dentro de nuestros corazones en busca de
Dios, para tener compañerismo con Dios, un fuego que nunca podemos extinguir”.3
El problema con esta imagen del infierno es que meramente desea reemplazar el
tormento físico con la angustia mental. Algunos pueden cuestionar si la angustia mental
eterna es realmente más humana que el tormento físico. Aun si eso fuera cierto, la
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reducción del cociente de dolor en un infierno no literal no cambia sustancialmente la
naturaleza del infierno, puesto que éste todavía continúa siendo un lugar de tormento sin
fin.
La solución ha de encontrarse no en una humanización o saneamiento del concepto
tradicional del infierno, de suerte que finalmente pueda ser un lugar más tolerable donde
los malvados pasen la eternidad, sino en una comprensión de la verdadera naturaleza del
castigo final, el cual, como veremos, es una aniquilación permanente y no un tormento
eterno.
Una perspectiva universalista del infierno. Una segunda revisión del infierno, más radical,
ha sido intentada por los universalistas, quienes reducen el infierno a una condición
temporaria de castigos escalonados que finalmente conducen al cielo. Los universalistas
creen que finalmente Dios triunfará en su propósito de conducir a todo ser humano a la
salvación y la vida eterna, de modo que nadie, en realidad, será condenado en el juicio
final ya sea al tormento eterno o a la aniquilación.5
Nadie puede negar el atractivo que el universalismo tiene para la conciencia del cristiano,
porque toda persona que ha sentido el amor de Dios anhela ver que él salve a todos. Sin
embargo, nuestro aprecio por el interés de los universalistas en promover el triunfo del
amor de Dios y en refutar el concepto antibíblico del sufrimiento eterno, no debe cegarnos
al hecho de que esta doctrina es una seria distorsión de la enseñanza bíblica. La
salvación universal no puede ser una idea correcta meramente porque la del sufrimiento
eterno esté equivocada. El alcance universal del propósito redentor de Dios no debe
confundirse con el hecho de que aquellos que rechacen su provisión de salvación
perecerán.
Si bien tanto el punto de vista metafórico como el universalista representan esfuerzos bien
intencionados para atenuar el concepto del sufrimiento eterno, fallan en hacer justicia a la
información bíblica y de ese modo, en última instancia, tergiversan la doctrina bíblica del
castigo final de los perdidos. La solución sensible a los problemas de la perspectiva
tradicional debe encontrarse, no reduciendo o eliminando la cuota de dolor de un infierno
literal, sino aceptando el infierno por lo que es: el castigo final y la aniquilación
permanente de los malvados. Como dice la Biblia: “El malo no existirá más” (Salmo
37:10)* porque “su fin será la perdición” (Filipenses 3:19).
La muerte como castigo del pecado. La aniquilación final de los pecadores impenitentes
se indica, primero de todo, por el principio bíblico fundamental de que el castigo final del
pecado es la muerte. “El que peque, ése morirá” (Ezequiel 18:4, 20). “Porque la paga del
pecado es la muerte” (Romanos 6:23). El castigo del pecado, por supuesto, abarca no
sólo la primera muerte, que todos experimentan como un resultado del pecado de Adán,
sino también lo que la Biblia llama la segunda muerte (Apocalipsis 20:14; 21:8), que es la
muerte final, irreversible, experimentada por los pecadores impenitentes. Esto significa
que la paga final del pecado no es el tormento eterno, sino la muerte permanente.
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La Biblia enseña que la muerte es la cesación de la vida. Si no fuera por la certeza de la
resurrección, la muerte que experimentamos sería la terminación de nuestra existencia (1
Corintios 15:17, 18). Es la resurrección lo que hace que la muerte, en vez de ser el fin
definitivo de la vida, se convierta en un sueño temporario. Pero no hay resurrección a
partir de la muerte segunda, porque aquellos que la experimentan son consumidos en “el
lago de fuego” (Apocalipsis 20:14). Esa será la aniquilación final.
Varios salmos, por ejemplo, describen la destrucción de los impíos con imágenes
dramáticas (Salmos 1:3-6; 2:9-12; 11:1-7; 34:8-22; 58:6-10; 69:22-28; 145:17, 20). En el
Salmo 37, por ejemplo, leemos que los malvados “como hierba serán pronto cortados”
(vers. 2); “serán exterminados”, “el malo no existirá más” (vers. 9-10); los impíos “se
disiparán como humo” (vers. 20), “serán exterminados juntos” (vers. 38). El Salmo 1
contrasta el camino de los justos con el de los malos. Del último se dice que “no se
levantarán los malos en el juicio” (vers. 5), que son “como la paja que arrebata el viento”
(vers. 4); y que “la senda de los malos perecerá” (vers. 6). En el Salmo 145, David afirma
que el Señor “guarda a todos los que lo aman, pero destruirá a todos los impíos” (vers.
20). Esta muestra de referencias bíblicas sobre la destrucción final de los impíos armoniza
completamente con la enseñanza del resto de las Escrituras.
Los profetas frecuentemente anuncian la destrucción final de los impíos en conjunción con
el día escatológico del Señor. Isaías proclama que “los rebeldes y pecadores serán
destruidos juntos. Y los que dejan al Eterno serán consumidos” (cap. 1:28). Se encuentran
descripciones similares en Sofonías (1:15, 17-18) y en Oseas (13:3).
La última página del Antiguo Testamento hace una descripción contrastante entre el
destino de los creyentes y el de los incrédulos. Sobre aquellos que temen al Señor,
“nacerá el Sol de Justicia, y en sus alas traerá sanidad” (Malaquías 4:2). Pero a los
incrédulos y soberbios, el día del Señor “los abrasará, y no quedará de ellos ni raíz ni
rama” (Malaquías 4:1).
El Nuevo Testamento sigue fielmente al Antiguo en la descripción del fin de los impíos, con
palabras e imágenes que denotan total aniquilación. Jesús comparó la completa
destrucción de los malos con cosas tales como la cizaña que es atada en manojos para
ser quemada (Mateo 13:30, 40); los peces malos que son tirados (Mateo 13:48); las
plantas dañinas que son desarraigadas (Mateo 15:13); los árboles infructíferos que son
cortados (Lucas 13:7); las ramas que se desechan para ser quemadas (Juan 15:6); los
labradores infieles que son destruidos (Lucas 20:16); el siervo malo que será castigado
(Mateo 24:51); los antediluvianos que fueron destruidos por el diluvio (Lucas 17:27); los
habitantes de Sodoma y Gomorra que fueron destruidos por el fuego (Lucas 17:29); y los
siervos rebeldes que fueron degollados al regreso de su amo (Lucas 19:14, 27).
La declaración de Cristo de que los impíos “irán al castigo eterno, y los justos a la vida
eterna” (Mateo 25:46) es considerada generalmente como una prueba del sufrimiento
eterno consciente de los malignos. Esta interpretación ignora la diferencia entre castigo
eterno y castigando eternamente. La palabra griega aionios (“eterno”) significa literalmente
“que dura por los siglos”, y a menudo se refiere a la permanencia del resultado antes que
a la continuación de un proceso. Por ejemplo, Judas 7 dice que Sodoma y Gomorra
“sufrieron el castigo del fuego eterno [aionios]”. Es evidente que el fuego que destruyó a
las dos ciudades fue eterno, no por su duración sino por sus resultados permanentes.