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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS


Teoría Literaria II

Cátedra: Ana María Zubieta/Martín Kohan


Docente de prácticos: Oscar Blanco
Comisión 4, Viernes de 17 a 19 hs
Alumna: Paloma Cáceres Urban – DNI: 37.710.004
Mail de referencia: paloc.urban@gmail.com

Fecha de entrega: 02-06-2017


PRIMERA EVALUACIÓN PARCIAL
Consigna de teóricos

2. La modernidad, la razón y las pasiones. El sujeto excepcional, el sujeto del


exceso: el criminal y el libertino. Sus relatos. Para realizar tal análisis considere los
siguientes textos: Foucault, M., "Clase del 15 de enero de 1975" en Los anormales;
Barthes, R. “El árbol del crimen”; Bodei, R. "El desorden de las pasiones" en Geometría
de las pasiones.

“Sade ha formulado de diez maneras la idea de que los más grandes excesos del hombre exigían el
secreto, la oscuridad del abismo, la soledad inviolable de una celda.”
M. Blanchot, La razón de Sade.

Podríamos caracterizar la Modernidad como un momento histórico signado por una


operación fundamental que otorga primacía a la razón como instrumento válido de
conocimiento y de fundamentación. Todo aquello acaecido bajo el manto de la razón puede
agruparse bajo un eje rector (el yo) que permite atribuir y anclar discurso y prácticas a
determinados sujetos. Lo que quedare por fuera de esta fundamentación racional era objeto
de un vacío discursivo, de un limbo de legibilidad que recibió, principalmente durante el
siglo XIX, la atención de diversas hermenéuticas que deseaban leer lo desconocido (Foucault,
1981: 187). Estos intentos de interpretación han tenido un doble propósito: por un lado, el
develamiento de un supuesto secreto en aquello que no se dice, y por el otro, una búsqueda
de la verdad (Foucault, 1987: 67).
Esta operación fue empatada en la pericia médico-judicial contemporánea (Foucault,
2000: 40), que ha configurado un mecanismo de “puerta giratoria” (Foucault, 2000: 40) para
que aquello que no cayera en el dominio del discurso judicial, caiga en el discurso médico
psiquiátrico, constituyendo una lógica de exclusión mutua. Cabe señalar que esta exclusión
limita las posibilidades del sujeto a, o bien ser considerado punible, o a ser considerado
insano; en ambos casos el camino parece ser el del encierro del sujeto en instituciones penales
u hospitalarias, según corresponda. Este continuum institucional (Foucault, 2000: 42)
demarca además un “dominio de la perversidad” (Foucault, 2000: 40) como un peligro
inminente (Foucault, 2000: 42) que es abordado desde categorías que, imbuidas de los tintes
del discurso jurídico-médico, no hacen sino rescatar el discurso moralizante del miedo: un

1
discurso cuya función será detectar el peligro y oponerse a él. Conviene recordar a Hobbes,
quien atribuía al miedo una misión civilizatoria, en tanto el temor constituye la previsión de
un mal futuro, es decir, activa en los sujetos una acción planificadora de defensa (Hobbes,
1966: 84) ante los crímenes cometidos por estos sujetos al discurso jurídico-médico. Pero,
¿qué es, al final, este peligro de la perversidad? Claramente no se trata de distinguir entre
enfermos y no enfermos (para eso bastaría el discurso médico) ni entre delincuentes e
inocentes (para eso alcanzaría con el aparato judicial): este híbrido institucional que se
epitomiza en la pericia médico-judicial está abocado a señalar (Barthes, 2008: 15) al campo
de gradación entre lo normal y lo anormal, o lisa y llanamente, a los anormales (Foucault,
2000: 49).
Es en este campo y en estos sujetos que la Modernidad se interroga a sí misma, son los
anormales quienes le arrojan, le indican las fallas de sus aparatos de lectura. La razón y los
saberes que a su luz se organizan se han probado insuficientes para legibilizar a estos sujetos
que podríamos llamar extraordinarios o excepcionales, si atendemos a la definición de
excepción que provee Giorgio Agamben (2005: 6) como el territorio que se encuentra
absolutamente fuera del alcance de la ley. Teniendo en cuenta esta carencia discursiva, es
esperable presenciar dos procesos simultáneos: uno, una voluntad tipificadora o
clasificadora, elaborar una taxonomía de esos sujetos que permitiera identificarlos; otro, un
intento de someter el comportamiento de los anormales a la lógica causal de la razón
occidental (cuál es la causa de su anormalidad).
Atendiendo a este último proceso, la llamada teoría de las pasiones fue una de las más
sintomáticas en torno a la explicación de la violencia criminal cometida por las subjetividades
extraordinarias. La pasión solía ser entendida hacia el siglo XIX, con ciertas connotaciones
negativas, como una suspensión de la razón, una privación del sujeto del aparato que le
permite templar o directamente humillar las pasiones. Las pasiones dejan al sujeto “fuera de
sí” (Bodei, 1995: 63), anulando el pacto social que delimita la interioridad y la manifestación
externa de cada sujeto (Espósito, 2011: 37). La “ceguera” que las pasiones imponen al sujeto
le impiden ostentar la templanza necesaria para saber y poder mirar (Bodei, 1995: 69) y es
este salto de inconsciencia temporal el que vuelve legible y más tolerable el crimen cometido
por una subjetividad excepcional. El sujeto criminal se tipifica entonces a partir de su
transgresión a un orden legal, ya sea biológico o jurídico, y sirve como categoría paraguas

2
para leer todas las anomalías debido a esta doble naturaleza. En el fondo, se evidencia una
fuerte voluntad de saber y dar cuenta de la atrocidad de los crímenes que se colocan por fuera
del régimen de la ley, se intenta constituir saberes que permitan dimensionar el castigo que
corresponda a cada crimen. Se trata, ni más ni menos, de recuperar la voluntad de poder
nombrar lo indecible para enmarcarlo en alguna de las instituciones hospitalarias o penales.
Podemos afirmar que el abordaje de lo anormal y el crimen tiende hacia lo productivo, en
tanto apunta a generar un saber positivo sobre las subjetividades excepcionales y no
meramente su represión (Foucault, 2000: 53). Los crímenes a los que no se les puede atribuir
una motivación (ya sea pasional o de alguna otra índole) empiezan a constituirse como el
origen de amenazas al cuerpo social, como enfermedades que deben ser curadas o extirpadas
para la salud y el buen funcionamiento de ese cuerpo.
Sin embargo, como hemos mencionado anteriormente, los discursos fundados en la
razón se probaron insuficientes en su potencia dicendi. La literatura aparece, entonces, como
un protocolo de experiencia para aquello indecible: se constituye en el discurso de la infamia
(Foucault, 1993: 201) en tanto puede hacerse cargo y decir lo que no es posible decir
mediante otros discursos. Tomemos por caso una novela emblema de la sociedad victoriana,
El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde, de Robert Louis Stevenson: en ella puede
leerse cómo los valores represivos de la sociedad victoriana para el hombre de clase
acomodada generan, lisa y llanamente, un sujeto criminal. El personaje del doctor Jekyll es
paradigmático del sujeto urbano victoriano: es un profesional acomodado, varón, y de una
reputación impecable, además de gozar de amistades de buena sociedad. Sin embargo, su
“imperioso deseo de llevar la cabeza muy erguida y ostentar ante las gentes un continente
más que ordinariamente grave” (95)1 se hallaba en franca contradicción con su inclinación a
placeres no dignos de alguien respetable, empujándolo a llevar doble existencia, con el objeto
de ocultar de la mirada y el escarnio público sus actos menos favorecedores2. El “morboso
sentimiento de vergüenza” (96), que hace que Jekyll corrompa su honorabilidad de forma

1
Todas las citas consignadas únicamente con número de página corresponden a la edición de El extraño caso
del Dr. Jekyll y Mr. Hyde detallada en la Bibliografía, excepto indicación contraria.
2
Al respecto, Eagleton sugiere que "Dado que los ámbitos público y privado se encuentran rigurosamente
separados, las personas que conocemos en la esfera pública poseen vidas privadas que se hallan cerradas a
nuestro examen y que se nos aparecen envueltas en el misterio, de modo que se nos hace raro que lleguemos a
toparnos con ellas cuando salimos a dar una vuelta. Viene a ser como si cada cuerpo humano ocultase una zona
de experiencia que resultase totalmente impenetrable" (Eagleton, 2007: 189).

3
subrepticia, lo lleva a separar mediante un procedimiento químico a una parte de su yo, Mr.
Hyde, que es “pura maldad” (102). Cabe destacar que Mr. Hyde no es un otro o extraño que
irrumpe o posee el cuerpo de Jekyll desde la exterioridad, sino que constituye una proyección
corpórea de una parte de Jekyll, que es tan él como su propia personalidad “respetable”: “No
era yo menos mi propio ser cuando dejaba a un lado todo freno y me hundía en la vergüenza,
que cuando trabajaba, a la luz del día, en el adelanto de la ciencia o en remediar ajenas
desdichas y dolores” (96). Asimismo, el lugar donde se produce esta transformación por vez
primera es en lo más recóndito de su casa, en su laboratorio privado, lugar donde
prácticamente sólo Jekyll podía acceder. De esta forma, Stevenson pone el acento en que el
sitio del que provienen las duplicidades y deformidades en la unidad del hombre es lo más
íntimo de la conciencia, lo más íntimo del hogar: cuando, al final de la novela, Utterson y
Poole irrumpen en el laboratorio y el gabinete, las escenas que los aguardan son de una
pasmosa cotidianeidad y urbanidad3 .
Mr. Hyde se convierte en la coartada del Dr. Jekyll para concretar sus placeres, pero,
pasado cierto tiempo, el equilibrio entre las partes se pierde, haciendo incapaz a Jekyll de
poder elegir en qué momento ocurrirán las metamorfosis, tomándolo éstas desprevenido.
Además, Hyde comete un asesinato que toma carácter público, carácter que impide al
personaje seguir circulando tan libremente como hasta entonces4 . Jekyll, ante esta coyuntura,
decide recluirse en su gabinete, se retrae hacia lo íntimo, pero este espacio ya no sirve como
refugio, ya que Hyde pugna constantemente por dominar y permanecer. Finalmente, Jekyll
se suicida, pero el cuerpo que queda en su lugar es el de Hyde: el doctor ya no está en posición
de sostener ninguna máscara, y su “vergüenza” queda al desnudo en el seno mismo de su
íntimo gabinete. Stevenson parece esgrimir una última advertencia: los “monstruos”, la
deformidad de lo bueno de los hombres, no provienen del afuera, de las calles de los bajos

3
La descripción que Stevenson hace del gabinete violentado no podría ser más elocuente a este respecto:
“Allí estaba el gabinete ante sus ojos, a la luz apacible de la lámpara, con un buen fuego resplandeciente que
chisporroteaba en la chimenea; el agua hervía en la tetera con un suave chirrido; uno o dos cajones abiertos; los
papeles, cuidadosamente ordenados en la mesa de trabajo, y cerca del fuego, preparadas las cosas para el té. Era
la habitación más tranquila y, a no ser por los armarios de cristales, llenos de productos químicos, se hubiera
podido decir también que la más vulgar de Londres”. (76)
4
Nótese que mientras Hyde no interactúa con “caballeros” y tiene trato con ellos, está a salvo de todo juicio
sobre su acción, constituyendo una coartada perfecta. Es la entrada de ese personaje en la civilidad lo que hace
que pierda su libertad y deba, nuevamente, ocultarse en la intimidad del resguardado hogar victoriano, donde
no puede ser objeto de esas miradas públicas. Para descubrir la cara oculta de Jekyll, sus amigos deben violentar
lo más privado de su intimidad (ingresar a su gabinete, leer su diario).

4
fondos londinenses, sino de lo más íntimo de un hogar respetable, donde las represiones
impiden el normal desarrollo de las pasiones del sujeto.
Tomando parte del planteo acerca de los espacios íntimos como reducto de la vida
privada del sujeto moderno, podemos traer a colación otro sujeto excepcional: el sujeto del
exceso o libertino. A diferencia del sujeto criminal, cuya transgresión suele enmarcarse en el
plano jurídico, el libertino del universo sadiano exhibe una clara transgresión, antes que nada,
a la ley biológica: si seguimos al pie de la letra las profusas listas de actividades y alimentos
que dan cuenta de la vida de los libertinos, nos hallamos ante un sujeto cuya existencia no es
humanamente posible. Las proezas sexuales y los excesos son tales que podrían ser realizados
solamente por un sujeto proteico (Barthes, 1968: 108). La experiencia Sade constituye,
entonces, en convertir esa imposibilidad biológica en posibilidades del discurso: en La
filosofía en el lagar, Roger destaca que “lo que ‘fundan’ Las ciento veinte jornadas… es una
nueva relación con el saber […]. Sade no impulsa al crimen ni al estupro; impulsa al texto”
(Le Brun, 2008: 79). Retomando el planteo de Barthes (1968: 107) acerca de la no mimesis
entre la obra y los actos del sujeto biográfico Sade, puede intentar esclarecerse su escritura a
partir de una estética del límite: de lo que puede ser dicho. En este sentido, podemos fundar
esa estética o decir sadiano en función del encierro, el secreto, la ley y la trasgresión.
En “El árbol del crimen” (1968) Barthes destaca un aspecto notable de la obra de Sade:
si bien en sus relatos puede haber viajes, el desplazamiento sadiano aplasta la geografía:

“…es siempre la misma geografía, la misma población, las mismas funciones. Lo que interesa
recorrer no son contingencias más o menos exóticas sino la repetición de una esencia, la del crimen.
Así, aunque el viaje sea variado, el lugar sadiano es único” (1968: 81).

Ahora bien, ¿cuál es la topología del texto en Sade? En este punto, Barthes es
conclusivo: “una clausura, se viaja tanto solamente para recluirse” (1968: 81). De este
modo, el modelo del lugar sadiano es Silling –el castillo en que los cuatro libertinos
de Las 120 jornadas se encierran durante tres meses–; pero, ¿cuál es la función de esta
reclusión? En primer lugar, aísla y protege la lujuria, aunque no se trata de una
protección práctica, sino de una afirmación voluptuosa de la soledad. Por esta vía, el
retiro sadiano instituye una lógica del secreto:

5
“A excepción del secreto religioso de Saint-Fond, el secreto sadiano es sólo la forma teatral de la
soledad: des-socializa el crimen por un momento. Es un mundo profundamente penetrado de
palabra, realiza una rara paradoja: la de un acto mudo” (Barthes, 1968: 82).

De este modo, el secreto es la condición de la palabra y el motor de la narración, más


allá de la pregunta por el sentido, instaura un “hueco” (reflejado en cuevas, criptas, etc.) en
el que resuena el decir sadiano. Parece ser que esta aproximación al decir de Sade, en función
de su escritura y no de su referente, proporciona claves más precisas para entender por qué
no es posible establecer una identidad entre Sade autor y su obra (Sollers, 1968: 53). La causa
de la obra de Sade no es un sistema filosófico, sino una relación con la letra. Dicho de otra
forma, Sade no condescendió a disfrazar la escritura con la voz de la conciencia (Sollers,
1968: 54) y por ende, resulta inhallable en sus escritos. La prueba tangible de qué tan
equivocadamente fue leído Sade radica en la censura de la que fue objeto: ese discurso
radicalmente rupturista necesitaba ser penalizado. A pesar de todas las marcas que ubicarían
a Sade en su escritura y no detrás de su obra, las instituciones reclamaron un centro
hermenéutico autor al cual responsabilizar (Bataille, 1992: 248).
En su “Prefacio a la trasgresión” (1963) Foucault sostiene que es en este silencio y
espacio recluido en cual se recorta el aspecto singular de la sexualidad moderna no radica
tanto en haber encontrado su lenguaje propio, sino en haber desnaturalizado su presunto
carácter natural. Esta operación se realizaría a través de la consecución de un lenguaje del
límite, que puede ser entendido en tres sentidos: un límite de la conciencia, ya que la
sexualidad pasaría a dictar su punto ciego a través de la noción de inconsciente; un límite de
la ley, en la medida en que se trata del único contenido universal de prohibición y un límite
del lenguaje, pues indica la bisagra entre lo dicho y lo no dicho, de lo que se dice de forma
articulada con la intención de callar. De esta manera, la sexualidad no establece un punto de
contacto entre el hombre y los animales –no se trata de “ese costado instintivo”–; sino más
bien de una hiancia en el interior del hombre mismo, ese punto en el que éste se constituye a
través de una falta:

“Tal vez se podría decir que ella reconstituye, en un mundo donde ya no hay objetos ni seres
ni espacios que profanar, el único reparto que sea aún posible. No porque ofrezca nuevos contenidos
a gestos milenarios, sino porque autoriza una profanación sin objeto, una profanación vacía
(Foucault, 1993: 123)

6
Por esta vía, Foucault plantea que la sexualidad implica una forma discursiva que de por
sí instituye la profanación como referente; o mejor dicho, el objeto profanado es indiferente
al acto mismo de la trasgresión que, en tanto tal, a su vez lo consagra. Dicho de otro modo,
la sexualidad no es un “contenido” sino la recomposición de una ausencia a través de una
instancia de lenguaje. De acuerdo con Foucault, Sade tiene un lugar privilegiado en la
enunciación de la sexualidad, porque su incidencia ha sido la de establecer una forma: en la
obra sadiana se consuma la muerte de la garantía divina a través de los gestos que vacían
aquello de lo que se habla para dar lugar a un modo de hablar (Foucault, 1993: 124). La
escritura sadiana es, por tanto, el nacimiento de la sexualidad moderna; la muerte de Dios
quita a la experiencia el límite de lo ilimitado (en un fundamento exterior) y la reconduce a
su propia finitud, esto es, a lo ilimitado del límite. De este modo, la sexualidad es experiencia
de lo imposible de enunciar, un decir cuyo rasgo capital es la resistencia a ser dicho. En este
punto, la obra de Sade dota a la transgresión de un propósito que escapa tanto al relativismo
cultural como a una supuesta esencialización del hombre; en su afán por decirlo todo
(Barthes, 1968: 101), la obra sadiana confronta esa experiencia constitutiva del límite, que
demuestra que el ser del hombre es un vacío fundamental. La frase sadiana, por lo tanto,
consiste en la afirmación de valores inaceptables. Sin embargo, esta formulación paradójica
no es anormal. En todo caso, Sade contribuyó a la explicitación de la “anomalía” –donde lo
“anómalo” (como figura de lo irregular) no se define por su extravío de una norma; es decir,
donde lo distinto no es una variación de un promedio, y lo excepcional es único– intrínseca
a la conciencia.
Si bien las configuraciones de sujetos excepcionales abarcan también otras categorías
que exceden este análisis, podemos concluir que la Modernidad ha generado, en su afán por
diseñar lecturas que permitan desencadenar mecanismos punitivos, sus propios monstruos.
Tanto Sade como Stevenson proponen un arraigo de lo pasional y lo irracional enclavado
profundamente en lo más recóndito del sujeto (el estudio más íntimo, la habitación más
resguardada), y, en el caso del primero, es esta necesariedad del secreto la que activa las
posibilidades de la imaginación entendida como un modo de decir: si no fuera por ese marco,
bajo esas estrictas normas, lo allí consignado no podría decirse sin temer las represalias de
los aparatos punitivos. La falta y la imposibilidad del control racional sobre la así denominada

7
perversión hace naufragar la pretensión de instaurar a la razón como instrumento supremo y
único de conocimiento. Vale citar por caso a Spinoza, quien advertía desde sus planteos en
la Ética, que la imaginación y las pasiones no eran una forma de conocimiento inferior que
concluiría en la ratio, sino que ésta debía ser superada por una “ciencia intuitiva” en la que
se abandonan las “actitudes hiperdefensivas de la razón” y además persisten “contenidos
característicos de la imaginación” (Bodei, 1995: 69). El empecinamiento en encumbrar la
razón por sobre otras formas de conocimiento no hace sino estancar, detener y mutilar el
conocimiento del sujeto, y, con él, su libertad.
https://hiringroom.com/jobs/get_vacancy/5923059603c264a2d93d4f81/candidates/new?sou
rce=indeed

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Bibliografía correspondiente a la consigna de Teóricos (en orden alfabético)
 Agamben, Giorgio. Estado de excepción. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora,
2005.
 Barthes, Roland, “El árbol del crimen” en Sade. Filósofo de la perversión, Uruguay:
Garfio, 1968.
 Bataille, Georges, “Sade y el hombre normal” en El erotismo, Barcelona: Tusquets,
1992.
 Blanchot, Maurice. “La razón de Sade" en Lautréamont y Sade. Traducción de.
Enrique Lombera Pallares. México: FCE, 1990.
 Bodei, Remo. “El desorden de las pasiones” en Geometría de las pasiones, México:
FCE, 1995.
 Eagleton, Terry. La novela inglesa. Madrid: Akal, 2007.
 Espósito, Roberto. “Biopolítica y filosofía de lo impersonal” en El dispositivo de la
persona, Buenos Aires: Amorrortu, 2011.
 Foucault, Michel. “Scientia sexualis” en Historia de la sexualidad, México: Siglo
XXI, 1987.
 Foucault, Michel. La vida de los hombres infames, Buenos Aires: Altamira, 1993.
 Foucault, Michel. Prefacio a la transgresión, Buenos Aires: Trivial, 1993.
 Foucault, Michel, "Clase del 15 de enero de 1975" en Los anormales, Buenos Aires:
FCE, 2000.
 Foucault, Michel. “Clase del 13 de mayo de 1981” en Obrar mal, decir la verdad,
Buenos Aires: Siglo XXI, 2014.
 Hobbes, Thomas. “The Questions Concerning Liberty, Necessity and Change” en
English Works, Aalen: Scientia Verlag, 1966.
 Roger, Ph., citado por A. Le Brun en Sade. De pronto un bloque de abismo…,
Buenos Aires: El cuenco de plata, 2008.
 Sollers, Philippe, “Sade en el texto” en Sade. Filósofo de la perversión, Uruguay:
Garfio, 1968.
 Stevenson, Robert Louis. El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Buenos Aires:
Centro Editor de Cultura, 2003.

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Consigna de clases prácticas

3. Analice las dinámicas del secreto, la confesión y la sexualidad en relación con el poder
y sus resistencias relacionando -al menos- tres de los textos teóricos vistos en clases
prácticas.

Todo está por construir. Deberás construir la lengua que habitarás y deberás encontrar los antepasados que te
hagan más libre. Deberás edificar la casa donde ya no vivirás sola. Y deberás escribir la nueva educación
sentimental mediante la que amarás de nuevo. Y todo esto lo harás contra la hostilidad general, porque
quienes despiertan son la pesadilla de quienes aún duermen.

Tiqqun, "La guerra recién ha comenzado", Llamamiento. Folia. Buenos Aires, 2010

Si pudiera nombrarse una sola palabra fundamental para caracterizar los procesos que
configuraron al llamado sujeto del régimen disciplinario (Preciado, 2008: 64) probablemente
fuera acumulación (Foucault, 1989: 76). Acumulación de riquezas, acumulación de saberes,
acumulación de experiencias. Estas principales acumulaciones precisaban, para desarrollarse
y sostenerse, de fuertes dispositivos y “agentes de control y modelización de la vida”
(Preciado, 2008: 58) de los sujetos. La Revolución Francesa que se ocupó de poner en primer
plano la hegemonía política de la clase burguesa también se ocupó de sembrar aprensiones
en lo tocante a cambio cultural y social (Gay, 1992: 426), aprensiones que la obligaron a
desplegar defensas nuevas o reelaborar antiguas en pos de defender su nueva posición de
poder.

La primera de estas acumulaciones originarias fundamenta el sistema capitalista burgués; la


segunda, la justificación de las ciencias y la tercera, la sumisión de la experiencia a categorías
que pudieran ser inteligidas por esa anteriormente mencionada ciencia. Sin perder de vista la
ligazón indisoluble entre saber y poder (Foucault, 1989: 91), podemos adelantar que tal
superposición entre la experiencia y el discurso científico está motivada por la voluntad de
saber (Foucault, 1989: 70): suponer que de la experiencia puede extraerse, de algún modo,
una verdad que debe, por fuerza, ser recolectada y puesta a la luz (¿no es ese, acaso, el
proyecto del positivismo?) de un discurso que puede no sólo interpretar hermenéuticamente
(Foucault, 1989: 83) la experiencia sino también organizarla y clasificarla. Este afán
positivista implica la puesta en marcha de un dispositivo complejo, andamiado en parte en la
confesión cristiana (en tanto tecnología para extraer verdad) y en parte en la escucha médica

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(en tanto interpretación que permite “reinscribir el procedimiento de la confesión en un
campo de observaciones científicamente aceptables” (Foucault, 1989: 82). La presunción del
carácter pecaminoso de aquello confesado y las dimensiones de lo pensado por el sujeto al
cometer los actos confieren a lo confesado un aura (Benjamin, 2003: 46) de secreto, un halo
de culpa que ha de ser redimida por efecto de la confesión (Foucault, 1989: 85). Este halo de
secretismo tuvo como principal objeto las cuestiones relativas al sexo, a “eso” (Foucault,
1989: 70) que aún siendo discursivamente elusivo fue esencializado en términos de verdad y
falsedad. El secreto, entonces, no proviene de la naturaleza de aquello confesado sino que es
un combustible del dispositivo: presuponer una latencia en lo sexual hace que se vuelva
imperativo arrancar la confesión, justifica la exhaustividad y la necesidad de que la confesión
se produzca.

Quisiera detenerme en los supracitados efectos de la confesión como clave para entender una
posible propuesta de resistencia al régimen disciplinario montado sobre la zona de
confluencia (Deleuze, 1998: 275) del discurso científico y la confesión penitente. Foucault
advierte sobre la internalización de la idea de que la verdad anclada en lo más profundo de
la intimidad del sujeto pugna por salir, internalización tan efectiva que el sujeto no percibe
su sujeción como “efecto de un poder que [nos] constriñe” (Foucault, 1989: 76). La libertad,
entonces, parecería residir en el acto de confesión, acto de habla (Searle, 2001: 31) productor
de libertad. Sin embargo, aceptar esta idea supondría otorgar poder a las voces que exigen
que el sujeto se autoidentifique mediante la construcción de un relato de sí. Si fuera posible
suspender la predicación filosófica de verdad y falsedad respecto de lo confesado, el sujeto
se vería desanclado de su rol de centro hermenéutico al cual se atan como tensas sogas las
significaciones de lo confesado. No conviene perder de vista que una confesión implica una
hermenéutica por parte del confesor (Foucault, 1989: 84): los signos de la sexualidad a ser
interpretados no generarían un discurso verdadero, sino uno ficticio. El ingreso del relato de
sí de cada sujeto en el terreno de la ficción podría ser fructífero para invalidar las
intervenciones de las instituciones clínicas, religiosas y estatales sobre un discurso
presuntamente empleado para producir la sujeción de los hombres (constituirlos como
sujetos). Construir al relato de sí como una puesta en abismo de la categoría de sujeto también
podría tener como efecto el dislate eterno de “eso que hay detrás” de ese relato. “Eso” sería
puesto en una estantería eternamente inalcanzable para el confesor (posiblemente devenido

11
ya lector), cuyo placer se dislocaría constantemente en la persecución del sentido o en la
captación de glimpses de ese sentido, en palabras de Barthes “allí donde la vestimenta se
abre” (Barthes, 2014: 18). La scientia sexualis predicada por Foucault entonces podría
funcionar como un ars erotica del “placer específico en el discurso sobre el placer” (Foucault,
1989: 89), el placer del análisis y de la producción textual. A este respecto, vale citar la
experiencia burguesa victoriana de la escritura de diarios y cartas privadas de índole
sentimental y sexual como síntoma de productividad discursiva cuya condición de
posibilidad estaba en la propia restricción ejercida por las instituciones de control, las cuales
“en el mejor de los casos, […] no actuarán para frustrar sino para fomentar las satisfacciones”
(Gay, 1992: 426) (aunque esa posibilidad planteada como “lo mejor” fuese rara y asequible
sólo entre los burgueses bien colocado). Esta experiencia escrituraria es ejemplo, además,
del compromiso burgués entre la necesidad de reserva y la capacidad de emoción (Gay, 1992:
418): el diario era instrumento de experiencia y de registro a la vez que permitía mantener
esas cuestiones fuera de los límites de toda persona no autorizada. De todas maneras, del
contenido de dichos diarios y cartas puede colegirse que, pese al “refugio” que parecía ofrecer
el diario a los burgueses regidos por el imperativo del autocontrol y la sublimación, la
experiencia escrituraria se ve reterritorializada (Deleuze, 1998: 11) vía la línea molar
institucional ya que reproduce al interior del discurso los tabúes, las barreras y los
imperativos morales que comandaban la vida de los sujetos en su existencia pública: se
sostiene igualmente el decoro, especialmente el femenino, se erige al matrimonio
heterosexual como máxime del goce (“la forma milagrosa, el instrumento maravilloso para
los fines del corazón, los goces del Paraíso, cuyas verdaderas posibilidades sólo puede revelar
el matrimonio, era la cópula legítima y afectuosa”, Gay, 1992: 424). Estos dispositivos
escriturarios se refuncionalizan e incluso pueden leerse como un instrumento necesario para
el sostenimiento de la subjetividad burguesa, ya que fundamentaban una domesticación de
los placeres sensuales por el Eros civilizador (“la lujuria dominada por el amor”, Gay, 1992:
426).

Por otra parte, puede leerse también una resistencia a las esencializaciones que enraízan el
régimen disciplinario en el trabajo de Preciado, pero esta vez en ataque directo a la
producción política del bio-sexo como natural, inmutable, trascendental (Preciado, 2008: 64).
La insistencia en la constitución de un discurso de tipo científico para enmarcar y normalizar

12
lo sexual sirvió para demarcar lo desviado, aquello que no se atenía a la norma. Como bien
señala Preciado (2008: 59), en un régimen disciplinario la norma no está dada por la función
sino por una identidad establecida entre el género y la presencia de determinados órganos
sexuales. El discurso biológico positivista como producción de verdad acerca del sexo
favoreció la impresión de que el cuerpo y, con él, el sexo, son algo dado y, por ende,
modificar su “naturaleza” se encuentra fuera del alcance y la voluntad del sujeto. Estos
dispositivos externos, ortopédicos, se ven modificados, según Preciado, a partir de la
Segunda Guerra Mundial, período en el cual hacen aparición nuevas tecnologías del cuerpo
y de la representación (Preciado, 2008: 66), llamadas blandas, cuyo régimen de
implementación es tomar la forma del cuerpo, incorporarse a él. No se trata ya de darle forma
desde afuera, de constreñirlo, sino de “transformarse en cuerpo, hasta volverse inseparables
e indistinguibles de él, devenir subjetividad” (Preciado, 2008: 67). Aunque bajo esta nueva
perspectiva el cuerpo esté habitado en su misma constitución por los lugares disciplinarios,
puede ser en esta toma de consciencia sobre el carácter no dado del cuerpo que se halle una
línea de fuga: organizar voluntariamente una intervención directa sobre el cuerpo
entendiéndolo ahora como artefacto, convertir al propio cuerpo en protocolo de experiencia.
No es a nivel discursivo el plano en el que puede mostrarse la disidencia, sino desafiando las
constricciones que armaron la identificación genitalidad-sexo. Sin embargo, se advierte
desde el vamos que los riesgos de obturar esta línea de fuga (Deleuze, 1998: 10) son múltiples
ya que los límites entre cuerpo y poder se ven diluidos por la forma sofisticada de control
líquido que ejercen las nuevas tecnologías del cuerpo y no pueden ya espacializarse de forma
clara.

A modo de conclusión, acotaremos que estas líneas de resistencia posible, fisuras en los
dispositivos de control somatopolítico, pueden efectuarse mediante la ruptura radical con las
esencializaciones forzosas que fundamentan el régimen disciplinario y posdisciplinario: que
el relato de sí es identificable con el sujeto que confiesa y susceptible de predicársele verdad
o falsedad y la esencialización biopolítica del cuerpo producido como natural, inmutable,
trascendental. El sostenimiento de estas esencializaciones obtura la posibilidad de criticar e
imaginar alternativas a lo impuesto por las instituciones de control y favorece el efecto
discursivo de naturaleza innata e inmutabilidad de sus dispositivos. Retomo lo planteado en
el primer párrafo en relación a las acumulaciones originarias: el uso del adjetivo “originario”

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no es arbitrario, sino que refiere a su carácter fundacional mítico (en tanto al mito no se le
exige justificación lógica y produce la sensación de que lo originado siempre ha estado ahí,
igual a sí mismo: impide siquiera la posibilidad de pensar que las acumulaciones y los
dispositivos que las sostienen fueron estructurados gradualmente y a través de procesos
instrumentados por instituciones) y, por ende, incuestionable, no susceptible de ser
modificado. A la vez, el mito fundacional acumulatorio de la sociedad burguesa funciona
como relato identitario unificador para todos sus sujetos, los obliga a confesar quiénes son,
qué hacen y qué piensan a cada momento. Parece ser que la resistencia posible podría
encontrarse en la búsqueda permanente de desidentificación, tanto en el plano discursivo
como en el corporal.

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Bibliografía correspondiente a la consigna de Prácticos (en orden alfabético)

 Barthes, Roland. “El placer del texto” en El placer del texto y Lección inaugural de
la cátedra de Semiología Literaria del Collège de France. Buenos Aires, Siglo XXI
Editores: 2014.
 Benjamin, Walter. “La destrucción del aura” en La obra de arte en la época de la
reproductibilidad técnica. México, Ítaca: 2003.
 Deleuze, “Devenir-intenso, devenir-animal, devenir-imperceptible…” en Mil
mesetas. Valencia, Pretextos: 1998.
 Gay, Peter. (1984). “La experiencia privada”, en La experiencia burguesa de Victoria
a Freud. Tomo 1. La educación de los sentidos, México, Fondo de Cultura
Económica: 1992.
 Foucault, Michel. (1976). “Scientia sexualis”, en Historia de la sexualidad. Tomo 1.
La voluntad de saber. México, Siglo Veintiuno Editores: 1989.
 Preciado, Paul. "Historia de la Tecnosexualidad", en Testo Yonqui, Madrid, Espasa-
Calpe: 2008.
 Searle, John R. (1986). Actos de habla. Madrid, Ediciones Cátedra: 2001.
 Tiqqun. "La guerra recién ha comenzado" en Llamamiento. Buenos Aires, Folia:
2010.

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