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PEDRO BADRÁN
GRIJALBO, 2010
Reseña elaborada por Irene Vasco
Noviembre, 2010
Uno de los más conocidos títulos de este autor caribeño es Todos los futbolistas van al cielo
(Norma, 2002). Este relato transcurre en un pueblo de la costa Atlántica y, tanto personajes
como situaciones, dan cuenta de la vida en la región. El humor con que el autor se acerca a
una historia de fútbol ofrece un especial encanto a los jóvenes lectores, quienes esperan
nuevas obras dirigidas a ellos.
Otros títulos para públicos más formados, como Hotel Bellavista y otros cuentos del mar
(Norma, 2001) y El día de la mudanza (Babel, 2007), se destacan por la fluidez y
naturalidad con que están narrados. La novela Un cadáver en la mesa es mala educación
(Norma, 2002), demuestra la solidez literaria de Pedro Badrán.
El relato inicia con el indulto del criollo Zabaraín minutos antes de su ejecución. La
condena había sido por rebeldía. Entre alucinaciones y reminiscencias de un lejano
encuentro con Policarpa, el soldado patriota duda entre su deber de casarse con una
heredera de sangre limpia o su pasión por la fogosa patriota que jamás será aceptada por su
familia. El encuentro de La Pola y Zabaraín no se hace esperar. Sus mutuos delirios se ven
satisfechos de manera clandestina, con la complicidad de amigos, mientras las autoridades
sospechan de sus actividades políticas contrarias al rey de España. El final, es decir el
fusilamiento de Policarpa y de Zabaraín, muchas veces reconstruido por historiadores y
cronistas, es bellamente descrito por Badrán, quien no se limita a referir un hecho bien
conocido. Va mucho más allá, deteniéndose en detalles sobre la época en la que transcurren
los hechos, la Nueva Granada de principios del siglo XVIII, fielmente reflejada en la
novela: protocolos sociales, administrativos y militares, con el sabor de las maquinaciones
de los criollos. Estas referencias validan la verosimilitud del relato.
Unas pocas frases tomadas del relato dan muestra de la tonalidad de autor:
El oficial mojó la pluma en el tintero. Dejó que escurriera un poco. Estaba solo en el
cuarto de banderas y había extendido sobre la mesa los pliegos que contenían el
estado de fuerza de la Tercera División del Ejército Expedicionario. Ahora se
disponía a copiarlos. Había encendido una vela de sebo y recostado una silla contra
la puerta de dos hojas que carecía de cerrojo y que daba al pasillo del colegio. El
capitán Buenaventura Molinos y muchos otros oficiales del batallón del Tambo
sabían que el escribiente acostumbraba a trasnochar y sólo apagaba la candela con el
canto de los primeros gallos. Antes de dibujar la primera letra, Arcos se levantó del
escritorio y miró, a través de las rejillas de madera, el patio empedrado y casi
desierto del colegio.
Monólogos interiores, en una primera persona que sueña y reflexiona, contrastan con la
tercera persona que narra los sucesos. Este cambio de ritmo airea y ofrece un toque poético
a la obra.
La mula sale del río. Inclina su cabeza para olerme los pies. Me los huele, me los
lame, siento un cosquilleo húmedo en mis plantas. Más arriba, sobre mis muslos,
extraño las manos de Alejito. Comunera se aparta y empieza a trotar por los
caminos que se pierden en los cerros. El viento, siempre el viento, me acaricia el
rostro.
Comunera, oigo que dice mi padre, y la mula va galopando en el aire que trae el
olor de sus cerdas. Yo me acerco a la mula para ver la Z que mi padre le marcó. Y
allí está herrada la Z, la misma que aquella noche tocó Alejito.
Alejito, Alejito.
Tensión, intriga, deslealtad, se van entrelazando de manera tan eficaz que la trama no decae
a lo largo de las páginas. Personajes como Simón Bolívar, José Hilario López, Andrea
Ricaurte de Lozano, Antonio Nariño, Hermógenes Maza, entre muchos héroes y antihéroes
familiares a los colombianos hacen parte de las confabulaciones que llevaron a la
Independencia y que en este relato de Pedro Badrán adquieren vida propia, dejando de ser
datos y fechas. Los lectores pueden asomarse a su cotidianidad, a sus vidas íntimas a
medida que las acciones se suceden.
Había pensado que las calles estarían colmadas de patriotas o al menos de curiosos
y que tal vez podría descubrir entre el gentío, el rostro de María Ignacia Valencia,
como después del triunfo de Calibío cuando las tropas del ejército del sur entraron
victoriosas a Popayán. En esa ciudad, por arbitrio del general, permanecieron dos
meses. El coronel Cabal era partidario de continuar las operaciones hacia San Juan
de Pasto, desguarnecida de realistas. Don Antonio Nariño, sin embargo, se dedicó a
organizar el gobierno, a nombrar alcaldes y gobernadores interinos, desperdiciando
la ocasión de concluir la lucida campñana. Era cierto que la tropa no comía y las
enfermedades y el hambre causaban más bajas que el enemigo. Pero un último
esfuerzo habría bastado para tomar San Juan de Pasto. Si don Antonio Nariño
hubiera seguido el consejo del coronel, él no habría caído prisionero en la Cuchilla
del Tambo. Los oficiales se relajaron y fue entonces cuando José Hilario López los
convidó a casa de María Ignacia Valencia. Ahora la muchacha, su madre y su
hermana María Josefa vivían en Santafé y él las buscaba en algún recodo de la
plaza.