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SOBRE LA ENSEÑANZA DE LA LITERATURA (O DE LAS TENSIONES ENTRE EL

QUEHACER DOCENTE Y EL QUEHACER LECTOR) F. CANO.

• Introducción

• I. El currículum escolar: el lugar de las decisiones y los acuerdos (o las


traiciones y desacuerdos)

• II. Los marcos teóricos o las grandes maquinarias de la lectura

• III. Manuales, libros de texto y antologías: una mirada sobre las consignas
de lectura

• IV. Las prácticas de lectura y de escritura: ¿qué hacemos con la literatura?

• A modo de conclusión (y de puente con el porvenir)

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INTRODUCCIÓN

Sin duda cada uno de nosotros posee unas ciertas ideas sobre la literatura, sobre qué es la
literatura y sobre qué hacer con ella. Los modos en que vivenciamos el momento de leer una
novela, una poesía, el placer de la lectura silenciosa o las voces y tonos que interpretamos en
la lectura en voz alta, las formas en que compartimos con otros esas lecturas, los comentarios,
hasta los subrayados y las notas marginales que cada lector escribe para sí, las reflexiones a
las que nos conduce una novela son sólo algunas de las experiencias y prácticas a las que
estamos habituados como lectores de literatura. El goce de la relectura, también. El conflicto
(que es también el problema que intentaremos abordar en esta clase) se presenta cuando
pensamos y intentamos acordar con otros qué hacer con la literatura en la escuela.

La literatura desborda el ámbito escolar. Como arte y experiencia estética. Como modo de
acercarnos a otra forma del saber, a temas que en el discurso literario emergen y se configuran
con una sintaxis, unas palabras y unos sentidos propios, particulares y distintivos. Ya se
considere desde la función estética o poética, ya desde su carácter ficcional, la literatura es un
exceso. Colocada en el ámbito escolar, la literatura parece requerir de unos discursos que la
controlen, que habiliten ciertas lecturas y no otras, ciertas prácticas y no otras, ciertos sentidos.

Es un conflicto, claramente; pero no es una problemática nueva. Analizarlo, desmenuzarlo,


meternos en él, implica distinguir una serie de aspectos que convergen cuando la literatura
entra en el ámbito escolar, aspectos necesariamente vinculados entre sí y donde nuestras
decisiones e intervenciones en uno u otro producen, sin duda, efectos, consecuencias,
habilitaciones o clausuras.

Por un lado existen políticas educativas que, desde las instituciones oficiales, determinan el
currículum de la literatura, establecen qué se lee en el ámbito escolar y cuáles son los
conocimientos que se pretende que un alumno conozca, conocimientos que, a su vez, suponen
la adhesión o el encuadramiento dentro de ciertos marcos teóricos. Sabemos, además, que
esos aspectos se ligan directamente con la elaboración de un canon literario escolar, más o
menos prescripto según las épocas.

Esas lecturas que se promueven, esos conocimientos que se intentan y esos marcos teóricos
implicados se ponen en juego en los materiales que rodean la enseñanza de la literatura y, a
través de los cuales, se tramita: manuales y libros de texto, antologías, cuadernillos y libros
destinados a la formación de docentes y de alumnos. Y el aula, con sus discusiones y
actividades, con ciertas prácticas de lectura y de escritura que intentan llevar adelante un
currículum, unos conocimientos, unos marcos teóricos, unos textos. Reconocer el modo en que
han sido construidas, diseñadas, debatidas y reformuladas las propias prácticas de enseñanza
nos permitirá, además, reflexionar con criterios más amplios, quizás, las decisiones y
elecciones en el día a día de la propia práctica.

Pero qué hacemos nosotros (lectores, docentes, profesionales, adultos) con la literatura. No
parece fácil unir ambos abordajes; y, sin embargo, esa escisión no hace más que mostrarnos
un quiebre imposible, una mirada estrábica que (y esto es probablemente lo grave) nos retira
de la discusión como sujetos que nos apasionamos con ese extraño objeto al que llamamos
literatura. Pareciera que la vida de quienes nos dedicamos a la enseñanza de la literatura casi
siempre deviene doble o, las más de las veces, nos encuentra tensionando nuestro hacer como
lectores y nuestro hacer como profesionales de la literatura.

Nuestras lecturas, nuestras experiencias como lectores están comprendidas dentro un marco
más amplio, el mundo de la cultura y del arte en general. Sin duda, nuestros alumnos también
recorren ese mismo universo, probablemente por caminos diferentes, guiados por sus
particulares elecciones y sus propias experiencias. Senderos marcados por las novelas, los
cuentos, las poesías y las canciones que prefieren. El encuentro tiene lugar en el aula, un
encuentro de experiencias diversas, de tensiones entre lo que se debe leer y lo que se desea
leer, entre modos de leer más íntimos y subjetivos y otros ajenos o desconocidos. De mi parte,
mientras escribo, intentaré no olvidar esas experiencias propias y esas tensiones en una

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práctica cotidiana que, a veces, hacen del encuentro un enfrentamiento. Quizás también
ustedes puedan intentar tenerlo presente mientras la leen. La literatura, en todo caso, es la
ocasión. E invita.

I. EL CURRÍCULUM ESCOLAR: EL LUGAR DE LAS DECISIONES Y LOS


ACUERDOS (O LAS TRAICIONES Y DESACUERDOS)

El currículum escolar es un lugar de decisiones y acuerdos. De decisiones que afectan, por un


lado, a qué se lee como literatura en el contexto escolar. Esa primera decisión, definir cuáles
serán los libros que serán leídos por nuestros alumnos, supone un acuerdo: recortar dentro del
campo de las producciones literarias qué libros están comprendidos dentro de lo que, a partir
de ese mismo recorte, se define como canon literario escolar.

El recorte, entonces, es una operación doble, porque a la vez que selecciona qué leer traza los
límites del campo, lo que supone (casi siempre de manera implícita) una definición sobre la
literatura. Una operación doble que, también, opera sobre un campo ya delimitado, pues el
canon escolar se construye sobre un canon literario más amplio, compuesto por las obras que
en cierta época y según ciertos criterios se consideran literarias.

La literatura desborda, ya lo habíamos dicho. Y el currículum intenta controlar ese desborde,


basándose en algunos criterios y, sobre todo, en una concepción sobre lo literario.

Pero la historia no es tan sencilla. Sabemos que el currículum, el canon escolar y la misma
literatura no son cuerpos inmutables. Entendidos como territorios flexibles están sujetos,
creatividad mediante, a las nuevas producciones, a las nuevas lecturas, a los
desacomodamientos y recolocaciones. Lo que aún no ha sido escrito ya está, de alguna forma,
incidiendo en la definición de sus límites. Entendidos como territorios a conquistar, suponen
zonas de conflicto, bandos en pugna y, necesariamente, desacuerdos y traiciones. Lo que ya
ha sido escrito puede funcionar como modelo a imitar y transformarse, de un currículum para
otro, en materia que se acuerda olvidar.

La historia de la enseñanza de la literatura, en relación con la definición de un currículum y un


canon escolar puede narrarse como una historia de decisiones y traiciones. Y los conflictos, en
tal caso, no son la novedad pues estuvieron presentes ya en la fundación de la disciplina
misma.

Gustavo Bombini, quien desde hace años investiga en el campo de la didáctica de la literatura,
señala, para el caso argentino, ese acto fundacional en el diseño de los programas de 1884,
cuando la disciplina se constituye como tal y se perfilan ya los principales ejes de discusión en
torno a qué se enseña como literatura. Se trata de los primeros programas oficiales, escritos
por los intelectuales Calixto Oyuela y Ernesto Quesada.

Las materias son tres y se asignan a tercero, cuarto y quinto años. Y en un gesto
complementario de su fundación, se bautizan: "Literatura preceptiva", "Literatura española y de
los estados iberoamericanos" y "Estética y literaturas extranjeras".

Sin duda, los nombres del bautismo así como la distribución en los años correspondientes no
serán ajenos a las decisiones que venimos pensando. Si el programa de "Literatura preceptiva"
se destina al lenguaje, a la definición de literatura, a las reglas de composición literaria -
oratoria, historia, género didáctico, novela, poesía, versificación, poesía lírica, épica y
dramática y fábula-, el de "Literatura española y de los Estados hispanoamericanos" coloca a la
literatura española como antesala para el estudio de las literaturas iberoamericanas. Este lugar
de "antesala" concedido a la literatura española (así definido por Bombini en Los arrabales de
la literatura), como puerta de entrada a la literatura argentina y a la literatura latinoamericana
irá variando a lo largo del tiempo y nos permitirá ver qué posición se asigna a las producciones
locales en relación con el resto de las literaturas

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Sabemos, además, que este acto fundacional inaugura una tendencia a la nacionalización del
currículum: la literatura es útil para transmitir el ser nacional. La lengua (así ha sido en cada
acto de conquista) es el vehículo que permite disciplinar; de ahí que la selección de textos esté
supeditada a la norma del buen hablar y del buen escribir. Vayan como ejemplos de la literatura
gauchesca Bartolomé Hidalgo, Ascasubi y Estanislao del Campo, los aceptados; el Martín
Fierro de Hernández, no, tendrá que esperar.

Siguiendo la historia, hacia 1905, tiene lugar la reforma del entonces ministro de educación
Joaquín V. González. Y la reforma trae novedades. En el programa de "Castellano y Literatura",
que comprende esencialmente la lectura, se propone partir de la lectura de trozos
seleccionados en los primeros años hasta llegar a la lectura de textos más extensos en los
años siguientes. Se incluyen autores más modernos (Julio Verne viene a expandir el canon, por
ejemplo) y aparecen, en los últimos años, nociones de "historia literaria" y "género", a modo de
consideraciones generales. Otra novedad: se recomienda comenzar el desarrollo del programa
partiendo de elementos conocidos para los alumnos. Los órdenes se invierten: la literatura
argentina aparece en forma previa a la literatura española y las disputas de desatan. Las
posturas críticas de este diseño, argumentando en función de nociones tales como la "raza" y
el "idioma", sostienen que la literatura argentina continúa y depende de la española.

Teniendo en cuenta las modificaciones y los cambios significativos que se producen, un tercer
momento se sitúa durante las presidencias de Yrigoyen y Alvear, cuando Amado Alonso, Pedro
Henríquez Ureña y Gregorio Halperín (1936) impulsan una reorganización del campo
disciplinario que, en líneas generales, es la que se ha mantenido hasta épocas recientes. La
literatura castellana se desdobla en "Literatura Hispanoamericana y Argentina" y en "Literatura
Española", para cuarto y quinto año. Pero cuando las ubicaciones parecen haber sido fijadas
ya, la reforma de 1941 vuelve a invertir el orden: primero, la literatura "madre", la española.

Territorio flexible, habíamos dicho antes, sujeto a las nuevas producciones, a las nuevas
lecturas, la década del 60 impacta con el impacto del denominado "boom" latinoamericano. Se
sabe de los alcances de este fenómeno cultural, de las críticas que ha recibido incluso de
aquellos que lo leen como una simple operación de mercado. Ya sea como movimiento
genuino de autores (entre los que podríamos mencionar la literatura más política, que incluye
textos como El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, o Yo, el supremo, de Augusto Roa
Bastos) que discuten sobre la especificidad de lo literario, sobre los propósitos de sus novelas y
los vínculos entre las formas de producción artística y la realidad política, ya sea que se lo
considere como una maniobra de mercado editorial, este fenómeno tendrá sus efectos sobre
un canon escolar que, entonces, volverá a revisarse: así, ingresan García Márquez, Cortázar,
Neruda, Rulfo... (sabemos que la lista de autores que, con la etiqueta del realismo mágico,

La década del 80 trajo la reforma que incidió en relación con los conocimientos que se
pretendía que el alumno manejara sobre la literatura (como veremos en el próximo apartado).
Aquí, la mirada se centró en una suerte de aggiornamiento, en una actualización de
contenidos, una puesta al día que supuso una revisión de los programas de las disciplinas y
tuvo como efecto la renovación de los materiales vinculados con la enseñanza (desde
manuales y libros de texto hasta cartillas y módulos destinados al docente) y, durante la
década del noventa y con el objetivo de implementar las "actualizaciones" necesarias, la
profusión de cursos de capacitación docente (en una red continua que continúa).

lograron que la literatura argentina y latinoamericana alcanzara una difusión clara en Europa y
Estados Unidos es bastante más larga; pero sabemos también que, en términos del canon
escolar, la lista suele reiniciarse una y otra vez: García Márquez, Cortázar..., García Márquez,
Cortázar... Habría que investigar cuáles del resto de los autores pudieron leerse efectivamente
en las aulas).

En los hechos, esto se tradujo en un notable encogimiento de eso que llamamos literatura.
Convertida en una piel de zapa, el deseo de la reforma hizo hincapié en "otros" discursos
sociales a los que era necesario hacerles un lugar: la crónica periodística, la entrevista, los
artículos de opinión reprodujeron la estrella que acompañó el avance de los medios masivos.
La literatura, a la gatera

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Y para completar la historia, una historia que nos sirva de marco y nos permita ubicarnos en
relación con una enseñanza que ya lleva más de un siglo, deberíamos decir algo de la
situación actual. Ausencia y desconcierto no son ajenos a este panorama. El avance de las
producciones editoriales educativas, un gesto que ya desde los inicios de la reforma comenzó a
desarrollarse, parece haber tomado la posta en un camino que viene a guiar. Las currículas se
superponen, se desmienten unas a otras o, incluso, brillan por su ausencia. Los programas,
que en cada jurisdicción se organizan como pueden, navegan entre la literatura argentina, la
latinoamericana (nótese que la denominación ha variado para dejar la antesala atrás: de
literatura hispanoamericana a latinoamericana), intentando los ahora llamados "diálogos" con
las literaturas europea, norteamericana y española. La propuesta se basa en una lectura que
acierte en el señalamiento de vínculos posibles, ya sean temáticos o genéricos, entre una
novela argentina y una francesa.

Pero las decisiones quedan a cargo de los editores de manuales, de los autores, de los
docentes y el territorio de la enseñanza de la literatura se nos ha llenado de preguntas:
¿Empiezo por el Martín Fierro? Y si les gusta Coelho, ¿por qué no darlo? ¿Todos los años la
misma novela de García Marquez? Si tal vez sea la única vez en la vida que lean, ¿no habría
que dar Cervantes? (las preguntas siguen: sin duda, ustedes pueden agregar muchas más).

Quizás, una primera cuestión para comenzar a reflexionar en torno a nuestras selecciones de
textos sea pensar cuáles son los criterios que las sustentan, criterios que nos sirvan, también,
para ordenar algunas de las preguntas que antes mencionaba. En todo caso, los criterios no
suelen ser demasiados; más bien, son unos pocos frente a los cuales sí son posibles diversas
posturas o respuestas. Así, podemos seleccionar una obra según uno o más de los siguientes
criterios:

• Su pertenencia a un canon escolar histórico, esto es, lecturas que se consideran no


pueden obviarse o no pueden dejar de hacerse.

• Su actualidad, esto es, que se trate de textos contemporáneos, lo que significa que se
privilegia un lenguaje considerado más accesible.

• El destinatario de las lecturas, es decir, los alumnos, en cuyo caso serán los temas que
se consideran convocantes para los alumnos o que suelen resultar de particular interés
los que guiarán las decisiones.

• El privilegio de la propia experiencia de lectura.

Se trata, en todo caso, de acordar algunos criterios que nos permitan fundamentar nuestras
decisiones a la hora de diseñar las lecturas que daremos; acordarlo, claro, y confrontarlo con
otros.

La historia, entonces, comenzó desde una rígida sanción que, fundacionalmente hablando,
decidió que en aras del ser nacional había que leer ciertos textos y no otros. Hubo
ampliaciones del canon, flexibilizaciones, sobre todo a partir de la década del 60. Pero si las
decisiones o, incluso, las traiciones nos permiten adoptar una posición como docentes, ya sea
de aprobación o de enfrentamiento, la ausencia de decisiones en los últimos años nos deja
inermes. Y este sí, me parece, es un verdadero vacío frente al cual se vuelve cada vez más
necesario repensar qué textos elegimos para enseñar qué literatura. Esto no significa
reemplazar las decisiones políticas en relación con un currículum escolar, sino más bien
incorporar estas discusiones a un reclamo que, en tal caso, las integre en tanto los docentes
constituyen voces claves en los procesos de conformación del canon escolar.

Pensaba, mientras escribía este apartado, en nuestras prácticas lectoras, nuestro leer tendidos
en el sillón una novela que devoramos. ¿Qué podría pensarse como cercano, similar entre la
selección de un canon escolar, una serie de lecturas ordenadas del currículum, por un lado, y
nosotros como lectores? No puedo asegurar que la analogía que les voy a proponer sea
absolutamente válida, pero sí posible.

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Pensaba, entonces, en la biblioteca personal. Un mueble de madera, vieja o nueva, o una serie
de estantes. En principio, qué se guarda en esos estantes y qué no es ya un asunto a revisar.
Luego, qué libros destinados a qué rincones, porque no todos merecen siempre la misma
ubicación. Sin olvidar, cuál se conserva en la mesita de luz, apilado con otros. Y olvidando,
demás está decirlo, cuál se llena de polvo y está ahí, en un estar que sólo se reduce a ocupar
un espacio.

Un cierto orden bordea lo arbitrario de la colocación de los libros en la biblioteca de cada lector,
un orden personal, privado, que distribuye tomos según unos ciertos criterios: conozco
bibliotecas que respetan la serie alfabética; conozco las de estantes temáticos o por áreas. Por
allí, la literatura argentina y la latinoamericana, casi siempre cerca; por allá, la griega y la
romana, la francesa, la inglesa, la norteamericana. Naciones, otra vez. Pero ¿por el origen de
sus autores o por la lengua en que fueron escritos esos textos? Quién sabe.

La biblioteca no es fija, tampoco. Como el currículum, como el canon. Cada mudanza siempre
trae un nuevo ordenamiento, una recolocación. Los libros nuevos, los escritos más
recientemente, suelen acomodarse según los criterios ya previstos. Hasta que una nueva
lectura obliga a un nuevo reacomodamiento. A veces, sólo se trata de falta de espacio;
entonces, la mirada sobre los libros exige traslados. Este sale de acá y va a parar allá. No es
tan lejano, al fin; puede pensarse en la biblioteca mientras pensamos el currículum, del canon.

Porque, en definitiva, de nuestras decisiones sobre qué se lee como literatura en la escuela
depende qué biblioteca se va formando del otro lado, en un cuarto que empieza a ocultar la
decoración infantil para reemplazarla por una adolescencia que, deseamos, vaya creciendo con
la lectura

El currículum escolar es un lugar de decisiones y acuerdos. De decisiones que afectan, por un


lado, a qué se lee como literatura en el contexto escolar. Esa primera decisión, definir cuáles
serán los libros que serán leídos por nuestros alumnos, supone un acuerdo: recortar dentro del
campo de las producciones literarias qué libros están comprendidos dentro de lo que, a partir
de ese mismo recorte, se define como canon literario escolar.

El recorte, entonces, es una operación doble, porque a la vez que selecciona qué leer traza los
límites del campo, lo que supone (casi siempre de manera implícita) una definición sobre la
literatura. Una operación doble que, también, opera sobre un campo ya delimitado, pues el
canon escolar se construye sobre un canon literario más amplio, compuesto por las obras que
en cierta época y según ciertos criterios se consideran literarias.

Se trata, en todo caso, de acordar algunos criterios que nos permitan fundamentar nuestras
decisiones a la hora de diseñar las lecturas que daremos; acordarlo, claro, y confrontarlo con
otros.

La historia, entonces, comenzó desde una rígida sanción que, fundacionalmente hablando,
decidió que en aras del ser nacional había que leer ciertos textos y no otros. Hubo
ampliaciones del canon, flexibilizaciones, sobre todo a partir de la década del 60. Pero si las
decisiones o, incluso, las traiciones nos permiten adoptar una posición como docentes, ya sea
de aprobación o de enfrentamiento, la ausencia de decisiones en los últimos años nos deja
inermes. Y este sí, me parece, es un verdadero vacío frente al cual se vuelve cada vez más
necesario repensar qué textos elegimos para enseñar qué literatura. Esto no significa
reemplazar las decisiones políticas en relación con un currículum escolar, sino más bien
incorporar estas discusiones a un reclamo que, en tal caso, las integre en tanto los docentes
constituyen voces claves en los procesos de conformación del canon escolar.

II LOS MARCOS TEÓRICOS O LAS GRANDES MAQUINARIAS DE LA LECTURA

La selección de textos, la determinación de un canon escolar y el recorte de saberes que


supone un currículum implica, a su vez, la delimitación de ciertos conocimientos que se
consideran necesarios, pertinentes, adecuados, que un alumno conozca y maneje dentro de

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los límites de la disciplina. Al recorte de qué se lee se suma, ahora, qué se dice sobre lo que se
lee, qué es necesario que un alumno aprenda sobre literatura. En todo caso, y uniendo esta
preocupación con la que inicia este apartado, ¿qué es saber sobre literatura?

Genette, analiza el pasaje de una tradición en la enseñanza de la literatura basada en la


retórica, a comienzos del siglo XIX, a una modalidad historiográfica de enseñanza. Retórica e
historia de la literatura serán, cada una a su tiempo, los paradigmas teóricos hegemónicos que
dominarán el campo de la enseñanza.

Desde la perspectiva de la retórica, esto supone una selección de textos literarios, de autores
considerados “consagrados”, de textos “escogidos” propuestos como “modelos a imitar”. Esos
textos serán copiados por los alumnos, como la estrategia necesaria para apropiarse del modo
de escribir autorizado y serán analizados teniendo en cuenta las figuras que en ellos aparecen.
Cuando la retórica ingresa en lo escolar se reduce a la búsqueda de figuras en los textos, a las
metáforas que deben traducirse, siempre según el sentido que el autor ha utilizado en cada
caso (cuando dice “cabellera de sol”, léase “cabellos rubios”, nunca otra cosa).

La mirada retórica sirve, además, para justificar los usos “desviados”, incorrectos desde la
perspectiva de la gramática normativa, lo que no se puede decir pero lo dicen los grandes
autores. Así, mientras los alumnos, en su escritura, cometen “vicios”, los autores ilustres
producen metáforas, sinécdoques, hipérboles, en fin, las más bellas figuras.

En el pasaje antes señalado, el tratado de retórica será reemplazado por el manual de historia
literaria. Y el manual, dirá Barthes, construye la ilusión de que, en su interior, se encuentra toda
la literatura. Desde la perspectiva de la historia de la literatura, una sucesión de
individualidades, consideradas las más representativas, se presentan entonces a través de sus
biografías, una modalidad que hace a un lado, según Genette, el carácter histórico concreto de
las prácticas literarias. Así, los manuales construyen una antología, un canon que se pretende
fijo.

La literatura deja de ser aquí un modelo a imitar para transformarse en un objeto, agrega
Genette. Y el discurso literario se reemplaza por un discurso sobre la literatura, un discurso
metaliterario, que comprende básicamente en ese momento biografías, un saber descriptivo,
objetivo y transmisible con facilidad. Será, algunos años después, la teoría literaria la que
aporte algunos conceptos nuevos para hablar sobre la literatura.

Este pasaje de paradigmas teóricos que determinan cuáles son los conocimientos pertinentes
para hablar sobre la literatura (que Genette sitúa en el contexto de enseñanza francesa) es
similar al que se da en nuestra enseñanza. Gustavo Bombini señala cómo al mismo tiempo que
se discuten las reformas, se opera un pasaje de una enseñanza literaria basada en el
conocimiento normativo de las reglas de la retórica a otra cuyo conocimiento estructurador es
la historia literaria nacional. De la “Literatura preceptiva” de la retórica a “Literatura argentina” o
“Literatura española”, que organiza los temas en forma cronológica.

Retórica vs. historia de la literatura es aquí también el debate, dos grandes maquinarias de
lectura que permiten el ingreso a la literatura, dos llaves que posibilitan modos de leer un
cuento, una novela, una poesía, una obra de teatro. Aquí, saber sobre literatura es saber (y
sobre todo saber pensado como repetir) una serie de términos retóricos o una serie de datos
históricos.

En la medida en que la retórica se consideraba un mero saber ligado a las clasificaciones de


términos, un listado de ejercicios de estilo, cuando el paradigma histórico domina el campo de
la enseñanza, sólo se recuperan algunas nociones que, todavía, pueden considerarse útiles
para abordar, para leer literatura. Fundamentalmente, las nociones de una serie de figuras
retóricas (las más clásicas: metáforas, comparaciones, personificaciones, etc.), cuyo estudio se
limitará al género poético, y a las cuales se suman las nociones de versificación y rima.

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Devaluada ya la retórica, la historia de la literatura se consolida como contenido de la
enseñanza (hacia fines del siglo XIX y principios del siglo XX) en forma paralela al proceso de
nacionalización. La historia, aquí, permite contar el ser nacional, narrarlo casi como un proceso
natural. Fuera del ámbito escolar, se suceden también algunos acontecimientos que colaboran:
se funda la Facultad de Filosofía y Letras, se publica la Historia de la Literatura de Ricardo
Rojas y El payador de Lugones, en el centenario de la independencia, dirá que sí al Martín
Fierro.

Sin embargo, durante varias décadas del siglo XX, se mantendrá un rechazo a la organización
que suponen los conocimientos basados en la historia literaria; las críticas provendrán
enmarcadas en el enciclopedismo que se promueve a partir de la memorización de biografías,
por ejemplo. Saber sobre literatura será aquí saber cuándo nació y murió un autor, qué hizo
durante su vida y qué obras publicó.

Será un proceso lento el que permitirá el ingreso de algunas nociones provenientes del campo
de la teoría literaria; básicamente, a partir de las investigaciones y propuestas del formalismo
ruso y el estructuralismo francés. Ese campo, denominado habitualmente “teoría literaria”,
comprenderá una serie de marcos y conceptos que permiten pensar lo específico de la
literatura, lo que los formalistas llamarán la “literaturidad”. A partir de estos nuevos
paradigmas, ingresarán entre los conocimientos sobre la literatura algunas nociones nuevas
(sobre todo en relación a la narración: narración, perspectiva del narrador o punto de vista,
historia y discurso/relato, tiempo del relato, entre otros).

Sin embargo, la entrada en el ámbito escolar de esas nociones provenientes del campo de la
teoría literaria se produjo a la par de la reforma educativa que tuvo lugar en la década del 80.
Junto con ella, hizo su ingreso en el currículum escolar la lingüística textual y su consideración
de la literatura como “un discurso social más”. Más allá de los innumerables equívocos que
produjeron, una serie de nociones (si no aberrantes, al menos carentes de sentido)
comenzaron a circular en pos de buscar la “superestructura esquemática” de un cuento (que,
dicho sea de paso, nunca dijo nada demasiado alejado del principio / nudo / desenlace
aristotélico) o de la aplicación del famoso esquema comunicativo de Jakobson que habilitó
pensar al autor de las novelas como emisor y al lector como destinatario (para complejizarlo un
poco más cuando piensan el narrador y el narratario).

La teoría literaria, como sostiene Bombini, aún está en deuda con la enseñanza de la literatura.
Los docentes navegamos entre las metáforas que quedaron desparramadas de la retórica
cuando la poesía invita a la ocasión, las biografías y los intentos de abordar una novela
pensando en el contexto de producción en que fue escrito, las nociones de narrador y el tiempo
que nos acercan a hablar de los cuentos, de las leyendas, de los mitos, en fin, de las
narraciones literarias.

Si, como sostiene Chartier, la historia está hecha de continuidades y rupturas, en el caso de la
historia de la enseñanza de la literatura (quizás así suceda en la historia de la enseñanza en
general), es habitual que las rupturas se propongan como un corte definitivo con lo anterior,
como el sepultamiento de ciertos conocimientos que, a la luz de una nueva corriente, pasan a
considerarse obsoletos. El gesto es similar al que se hace cuando la lingüística textual sepulta
a la gramática estructural y aquel docente que ose hablar de sujeto y predicado podrá sentir
culpa o vergüenza. Parece que los saberes y conocimientos no pueden sumarse, lo que
resultaría un modo productivo de hacer avanzar el aprendizaje no sólo de los alumnos sino
también el de los docentes que, en cada clase, volvemos a considerar qué enseñar y cómo. En
este sentido, que la retórica haya sido dejada de lado como un saber vergonzante no deja de
ser sintomático. Lo mismo puede decirse de la historia literaria, cuyos saberes habrá que
olvidar y, entonces, leer “El matadero” de Esteban Echeverría, haciendo a un lado el interés de
Echeverría en la promoción de un ideal de país, olvidando el contexto político en el que ese
texto fue producido, el enfrentamiento entre unitarios y federales. Y sí, claro, también “el
matadero” es una metáfora y, también, una frase que de tan literal poco puede agregarse.

Quizás habría que pensar qué saberes de la retórica, de la historia literaria, de la teoría nos
resultan útiles para pensar sobre la literatura. Y sobre todo qué prácticas se promueven a partir

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de esos saberes. Porque de lo contrario, me parece, es fácil echarle la culpa a la metáfora, al
romanticismo y al narrador.

Vuelvo a la biblioteca, a mis libros, ordenados ya según algún criterio que, a esta altura no
tengo dudas, cambiará dentro de algunos años. Elijo uno, me tiendo, me preparo. Las grandes
maquinarias de lectura están presentes. Nos acompañan siempre que leemos. Pero también
hay instrumentos más pequeños: un lápiz, casi siempre; un block de notas o un cuaderno, a
veces.

Mientras leemos solemos practicar el hábito de escribir. Subrayamos una frase y nos dejamos
sorprender por la insólita unión de dos palabras que casi nunca aparecen juntas. (No debo
decir metáfora, estoy leyendo, en casa). Anotamos una idea, al margen, o la transcribimos en
el block. (¿Una idea pensada a partir de la literatura puede ser una idea sobre la literatura?).
Sigo leyendo y, mientras cocino, esa escena vuelve una y otra vez, ese personaje es adorable.
(¿Le habrá sucedido eso al autor? Lo sé, lo repito todos los días, en el aula, pero no lo
entienden: el autor no es el narrador. Pero ¿habrá conocido a alguien así?). Por la noche sigo,
en la cama. Las solapas dicen cosas del autor, de su vida (biografía, otra vez, historia de la
literatura).

A la mañana lo guardo, en el estante, ya leído. Tomo otro y esta historia de la lectura vuelve a
comenzar. Otras preguntas (sí, más preguntas), otros subrayados, otras ideas.

Tal vez el camino pueda ser inverso: tal vez, si pienso qué me sirve cuando pienso sobre la
literatura que leo, pueda definir qué enseñar sobre la literatura.

III.MANUALES, LIBROS DE TEXTO Y ANTOLOGÍAS: UNA MIRADA SOBRE LAS


CONSIGNAS DE LECTURA

En estrecha relación con los marcos teóricos ya mencionados en el apartado anterior, quizás
convenga hacer un alto en los materiales que rodean la enseñanza de la literatura: los
manuales, los libros de texto, las antologías. Producidos como textos con un destinatario
específico, para un uso también específico y acotado al ámbito escolar, explicitan en mayor o
menor grado varias de las cuestiones que venimos pensando.

En principio, y como ya se ha dicho, realizan una operación de selección de lecturas que puede
constatarse en los índices de manuales y libros de textos, por un lado, y en las largas series de
títulos de las colecciones literarias, por otro. En segundo lugar, despliegan con diverso grado
de extensión algunos contenidos en los libros de texto y a modo de introducción previa en cada
uno de los títulos de las colecciones, siempre adscribiendo a algún marco teórico, esto es,
leyendo esas selecciones literarias desde la retórica, la historia, los movimientos o la teoría
literaria.

En el caso de las antologías, y centrándonos en el caso argentino, circulan algunas más


conocidas y cuya difusión las ha instalado en el mercado editorial. La primera, la colección
"Grandes obras de la literatura universal", se inicia en 1953 bajo la dirección de María
Hortensia de Lacau. En cada volumen, luego de un resumen cronológico de la vida y obra del
autor, desarrolla el clásico "estudio preliminar". Algunos años después, durante la década del
setenta, comienza a publicarse la colección "Leer y crear", dirigida en este caso por Herminia
Petruzzi de Díaz. Al igual que la anterior, abre con la "Cronología" y la "Introducción", pero
agrega, luego del texto literario, "Propuestas de trabajo".

A partir de entonces, las antologías suelen respetar esa estructura, anteponiendo o


posponiendo el marco histórico, la biografía del autor, pero siempre agregando al final una
batería de actividades, consignas de lectura y de escritura que el docente puede realizar en el
aula. Algo similar ocurre con los libros de texto que, hacia fines de la década del setenta y
durante los ochenta, comienzan a ingresar consignas de trabajo acompañando la lectura de los
textos literarios.

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A diferencia de las consignas de escritura, que pueden clasificarse teniendo en cuenta su
origen (en surrealistas, oulipianas o rodarianas) o bien el procedimiento que trabajan (de
invención, restricción, binomio o extrañamiento), podríamos pensar las consignas de lectura
que suelen proponerse a partir, justamente, del modo de leer que promueven. Así, podemos
distinguir entre consignas que ponen en juego la comprensión, el análisis o la interpretación.

Las consignas que privilegian la comprensión suelen ser las primeras que aparecen
inmediatamente después del texto literario: se trata, por lo general, de explorar el vocabulario
utilizado, de reconocer la historia que se narra en un cuento, o el tema de una poesía.
Fácilmente evaluables, estas consignas tienen como objetivo una primera constatación de
lectura: algo así como ponernos de acuerdo en qué leímos y si leímos lo mismo. Y si bien son
las que predominan en el nivel primario, continúan en el nivel medio como una instancia previa
al análisis y a la interpretación.

Por ejemplo, luego de la lectura de la leyenda santiagueña "La Telesita" y de la chacarera


homónima de Agustín Carabajal, se proponen las siguientes consignas destinadas a alumnos
de 7mo.

1. Después de leer los textos, resuelvan estas preguntas:

a. Según la leyenda, ¿cuál es el primer cambio que sufre la Telesita en su


vida?

b. ¿Por qué la Telesita empieza a cantar y bailar?

c. La Telesita no baila igual que las demás personas del pueblo. ¿Por qué?
¿Qué tiene de diferente su forma de danzar? Apoyen sus respuestas con
citas del relato y de la chacarera.

2. Subrayen las afirmaciones con las que están de acuerdo:

• La Telesita sufre porque es pobre


• La Telesita baila para olvidar su sufrimiento.
• Desde que se hace muchacha, la Telesita es un personaje casi mágico.
• Cuando ella desparece, el pueblo busca a la Telesita porque había sido
buena y les había regalado cosas.
• La gente comienza a pedirle cosas y a hacerle promesas porque la
Telesita murió quemada.

Organizadas como cuestionarios o listados de afirmaciones, estas


consignas tenderán al agregado de categorías propias del análisis a
medida que avanzamos en los niveles de enseñanza. Así, se pregunta por
las características del "protagonista", o por la historia que cuenta el
"narrador", o por el tema de una "estrofa", pero sin dejar de apuntar a la
comprensión del texto.

Las consignas de análisis, que proponen el reconocimiento de los procedimientos y los


recursos utilizados, presuponen siempre algún marco teórico. Y, desde su enunciación, nos
permiten identificar qué maquinaria de lectura se ha puesto en funcionamiento para leer tal o
cual cuento. Así, las diferencias entre las dos consignas siguientes saltan a la vista:

I. Luego de la lectura de "El matadero" de Esteban Echeverría, se propone:

1. Completar la superestructura narrativa.

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2. Detectar la evaluación señalando en el texto las marcas lingüísticas que
indican la presencia del emisor. Encerrar con llave los segmentos
comentativos.

II. A propósito de la lectura de "Final para un cuento fantástico" de Ireland,


en el marco de un trabajo con ese género literario, las actividades son:

1. En este brevísimo cuento, los lectores se enteran de lo que sucede:

* por lo que cuenta el narrador;

* por lo que dicen los personajes en el diálogo;

* de ambas maneras.

2. ¿En qué persona está narrado "Final para un cuento fantástico"?

3. ¿Qué personaje parece saber más que el otro personaje y que el


narrador?

4. ¿Hay en este relato indicaciones relativas al espacio y al tiempo?

5. ¿Cuál es el elemento inexplicable que hace que este cuento sea


fantástico?

Si el paradigma de la lingüística textual es el marco desde el cual se lee el primer cuento, el de


la narratología estructuralista es el segundo. Aquí, en tanto maquinarias de lectura, cada uno
nos permitirá leer a su modo los cuentos.

Finalmente, y así como las consignas de comprensión van tendiendo al análisis, también
podríamos decir que ambas pueden apuntar a la interpretación en la medida en que
promueven la búsqueda de sentido en un texto, la elaboración de una lectura a partir de un
cuento.

Otras propuestas vinculadas a la interpretación suponen la lectura comparativa de textos que


trabajan un mismo tema en diferentes épocas o abordado por diversos autores de literaturas de
distintas nacionalidades. O bien, se promueve la comparación de textos literarios diversos
dentro de un mismo género o entre géneros diversos. Al vincular literaturas de distintas
nacionalidades, comparar versiones de un mismo texto en géneros diversos o variaciones
sobre un mismo tema también entre géneros diferentes, se promueve tanto el análisis de los
diversos abordajes de un mismo tema, de una "historia", como la interpretación de lecturas
dentro de un universo de la cultura, entendido en un sentido más amplio. Y al mismo tiempo se
hace a un lado el recorrido cronológico o histórico casi siempre fijo o cristalizado. La lectura,
podríamos decir, adquiere movimiento, flexibilidad, de una manera más parecida a como
nosotros, simplemente lectores, nos acercamos a los textos.

Las posibles lecturas, entrecruzamientos, son sin duda numerosas. Sólo a modo de ejemplo,
mencionaré una que vincula el relato de Ulises y Penélope con la famosa canción de Joan
Manuel Serrat:

1. Ulises era un viajero, ¿cómo aparece en la canción?


2. Penélope conserva el nombre, pero ¿qué teje?
3. ¿Cuántos años estuvieron separados Ulises y Penélope?
4. ¿Reconoce a su esposo la Penélope del mito? ¿Qué ocurre con la de la canción?
¿Por qué?

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Ciertamente, más allá de los géneros, de los recursos, de los procedimientos, e incluso de las
literaturas de origen y de sus autores, este tipo de lecturas parecen decirnos que desde
siempre la literatura se ocupó de algunos cuantos temas y que la lista, en tal caso, no es tan
extensa: el amor, la muerte, la soledad...y algunos más.

IV LAS PRÁCTICAS DE LECTURA Y DE ESCRITURA: ¿QUÉ HACEMOS CON LA


LITERATURA?

En “Literatura/ escuela”, frente a la pregunta sobre si se puede enseñar la literatura,


Roland Barthes, provocador como siempre, responde: “A esta pregunta que recibo de
frente contestaré también de frente diciendo que sólo hay que enseñar eso”.

Sólo hay que enseñar eso. Es excesivo, claro. Pero la literatura también lo es. El asunto es
cómo, qué se intenta lograr: enseñar literatura, ¿es aprender un saber sobre la literatura? ¿Es
formar lectores de literatura? ¿Es iniciar a los alumnos-lectores en la escritura literaria?

Dentro de los paradigmas que venimos analizando, además de seleccionar unos textos, de
configurar un currículum y un canon escolar, de determinar unos saberes sobre la literatura, se
promueven ciertas prácticas de lectura y de escritura que, en cada caso, darán sus respuestas
a las preguntas anteriores.

Cuando el marco de referencia es la retórica, la práctica de escritura resulta ser la copia de


fragmentos escogidos, de esos trozos selectos que se proponen como modelos a imitar: se
copia para escribir a la manera de los escritores consagrados. Cuando el marco de referencia
es la historia de la literatura, la copia se desplaza por la disertación o el comentario de textos.
Se trata, en este caso, de un ejercicio descriptivo basado en el eje biográfico. Si la selva está
presente en los cuentos de Quiroga, los años en los que él vivió allí sirven para explicar esa
presencia. Si la muerte es tema en un cuento, habrá que justificarlo con las muertes que lo
rodean. En ambos casos, se promueve la memorización, tanto de las figuras como de las
mismas biografías. En ambos casos, también, se pide a los alumnos que repitan algo que ya se
sabe de antemano: la traducción siempre fija de una metáfora; la constatación de algunos
hechos de la vida del escritor.

El contacto directo que los alumnos, como lectores, tienen con la literatura está reducido por la
selección, casi siempre fragmentada, de algunos textos canónicos que siempre se ubican en
un segundo plano: primero, las biografías, las descripciones disciplinares; después, algún
fragmento literario. Esta será, incluso, la distribución en los manuales o libros de texto que,
recién en las últimas décadas, invierten ese orden para abrir, cada capítulo, con la lectura de
un cuento o una serie de poemas.

Hasta aquí, se ha privilegiado un saber sobre la literatura que, lejos de formar lectores y menos
aún escritores, determina qué debe saberse sobre la literatura. Si bien hasta bastante entrado
el siglo XX se mantendrán esos marcos de referencia y esas prácticas, las críticas que esos
abordajes recibieron fueron numerosas y condujeron al desarrollo de otras experiencias en las
que se privilegia un contacto con la literatura en tanto experiencia estética y cultural.

Hoy en día (creo) nadie duda de que difícilmente se pueda aprender algo de literatura sin leer
literatura, esto es, sin la lectura concreta y directa de algunos textos, una aclaración obvia que
(nunca se sabe) conviene hacer. En la década del 30, Henríquez Ureña todavía necesitaba
aclararlo y sostenía que para adquirir el hábito era necesario leer literatura. Pero una vez
dirimida esta cuestión, y si pensamos la escuela como un escenario donde el intercambio de
lecturas es posible, surgen otras prácticas de lectura posibles, basadas en una concepción del
docente como mediador entre los textos literarios y los alumnos. Incluso, otras prácticas de
escritura, centradas en la metodología del taller de escritura y haciendo hincapié en la
invención y la creatividad (invención que, dicho sea de paso, recupera el sentido original de la
“inventio”, una de las etapas que la retórica entendía como búsqueda de ideas).

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Seguramente, y más allá de las críticas que los modelos anteriores recibían en forma genuina
por parte de muchos actores del ámbito escolar, fue necesario que se modificaran ciertas
concepciones de las prácticas mismas para que algunos cambios fueran posibles, que se
modificaran los conceptos mismos de autor, de lector y de la escritura misma. Los paradigmas
teóricos de la retórica y de la historiografía se vinculan directamente con una concepción
romántica de la literatura: el autor es el “creador” de la “obra”. Es quien “da el sentido” a cada
frase, a cada texto. Al lector le resta “develarlo”. Por su parte, las propuestas que promueven el
contacto directo con los textos literarios están emparentadas con una nueva concepción de
lector, entendido como un sujeto activo, capaz de leer otros sentidos, no un sentido único, en
los textos.

A partir, entonces, de una nueva concepción del texto, de la lectura y de la escritura, es posible
pensar otras propuestas que son, a la vez, una respuesta al qué hacer con la literatura que
planteábamos al inicio y que, tiendo a pensar, permiten ligar nuestro hacer como docentes y
nuestro hacer como lectores, la escisión que observábamos en la introducción a esta clase. Se
trata de experiencias que proponen la formación de lectores y que inician a los alumnos en
una práctica de la escritura literaria.

Tanto en la formación de lectores como en la práctica de la escritura literaria se suele hacer


hincapié en el desarrollo de hábitos de lectura, de estrategias de lectura y escritura, en la
formación del gusto por las obras literarias, en el goce y en el disfrute de la literatura. Pocas
cosas tan genuinas como éstas, lo sabemos como lectores y escritores; pero en la experiencia
concreta del aula, a veces, desaparecen, y de tan obvias se escurren con facilidad.

Por eso me gustaría proponerles pensar ambas prácticas en relación con nuestras propias
prácticas. Formar lectores sin olvidar lo que a nosotros nos pasa cuando leemos. Iniciar a la
escritura literaria sin perder de vista lo que nosotros experimentamos cuando escribimos. Esto
supone un ejercicio no necesariamente difícil pero al que, probablemente, no estemos
acostumbrados; porque precisa vincular nuestros saberes sobre esas prácticas con lo que no
sabemos, con lo que vendrá.

No importa qué edad tenga el lector, a casi todos nos sigue gustando la lectura en voz alta, la
voz narradora ahí, tan presente como en la antigüedad. ¿Cuántos cuentos leemos en voz alta
en el aula? ¿En cuántas ocasiones nos permitimos asistir a ese momento mágico cuando el
silencio se construye de a poco y, al fin, es tan intenso que permite medir las ganas de saber
cómo terminará la historia, qué pasará?

Hábitos de escritura. Algún texto literario como punto de partida, varias consignas lúdicas.
Sabemos que lleva tiempo, lo sabemos como escritores que, a veces, intentamos una
consigna. ¿Cuántas veces se lo destinamos? Hay mucho que hacer, la hora no alcanza para
todo. ¿Pero no es un modo de aprovechar el encuentro en el aula más significativo?

Si acordamos en que el objetivo de enseñar literatura es formar lectores e iniciar a los alumnos
en la escritura, quizás habría que hacerle un lugar a un genuino desarrollo de las tan mentadas
estrategias de lectura y de escritura, que no son otras que aquellas que nosotros mismos
manejamos, las que ponemos en práctica como lectores y como escritores. Y construirlas con
nuestros alumnos, construir esos saberes con ellos, ponerlos en juego aunque no siempre
sepamos qué va a suceder, qué vendrá luego.

Volvamos un poco atrás. Si la escuela es un escenario donde leer literatura y escribir literatura
es posible, si se propician ciertos encuentros entre los libros y los lectores cuyo propósito es la
formación, si el docente se posiciona como el mediador de ese encuentro, la literatura en la
escuela es posible. No debe entenderse, como en ocasiones ocurre, que en esos encuentros
sólo se lee, o sólo se escribe, como quien deja en libertad a los alumnos para que jueguen un
rato. Un recreo, digamos.

Por el contrario, si en esos encuentros se lee y se escribe, bienvenido sea. Y qué pase con eso
que se lee y se escribe, sabemos, es responsabilidad de los docentes. Comentar un cuento
que acaba de ser leído siempre significa poner en juego conocimientos y saberes sobre ese

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cuento. Y entonces sí hablaremos del narrador si viene al caso, de los personajes si nos
llamaron la atención, del miedo si era el tema del relato. Y si un alumno pregunta quién lo
escribió, hablaremos del autor, de s u biografía. Los conocimientos y los saberes, en tal caso,
no están ausentes ni se dejan a un lado. La consigna de escritura elegida, sin duda, privilegiará
algunos de esos saberes, los pondrá en juego de nuevo. Y en ambos casos, en los
comentarios sobre lo que leemos y sobre lo que escribimos, también se tratará de hacer
espacio para lo que no sabemos que va a suceder, las ideas sobre un cuento que no habíamos
pensado antes, las formas de resolver una consigna que no estaban previstas. Eso es también
trabajar con lo que pasa en el encuentro con la literatura. De lo contrario, me parece, asistimos
al mismo vacío al que hacía referencia al final del apartado anterior. Promover otras prácticas,
incentivar la formación de lectores no significa olvidar que los saberes existen, que la literatura
misma los pone en juego. Trabajar con esos saberes, discutirlos y construirlos, investigarlos y
disfrutarlos también no implica, necesariamente, masticar una manzana primero, como quien
sabe de antemano qué va a suceder.

El narrador de cuentos

Estaba el narrador de cuentos relatando una historia. La voz fluía. Había gestos, silencios.
Todos estaban pendientes en el atardecer.

Cuando terminó, nadie dijo nada por un rato. Sólo un largo suspiro. Por fin, un muchacho
comentó:

- Narrador, siempre contás hermosos cuentos pero sin explicarnos lo que quieren decir.

El narrador, mientras jugaba con un palito, le contestó:

- ¿Qué dirías si alguien te ofrece una manzana y la mastica antes de dártela?

Devetach, Laura (1995) El hombre que soñó. Buenos Aires, Colihue.

Cuando las dudas sobre las propias prácticas, elecciones o decisiones aparecen, suele ser
productivo pensar por qué uno se encuentra haciendo lo que está haciendo. En tal caso, qué
fue lo que a uno lo condujo al lugar donde está.

De algún momento pasado, sólo conservo dos manuales: “Literatura española” y “Literatura
argentina e hispanoamericana”. El autor, Carlos Loprete. Mucha biografía, mucho contexto,
pocos textos literarios, ninguna actividad. La profesora, una viejadeliteratura. Ninguno de esos
datos puede explicar mis elecciones, salvo uno: la profesora se apasionaba cuando hablaba.
Creo que nadie la escuchaba, ni siquiera yo, que sólo atendía al tono de su voz, no a lo que
decía.Esa pasión por la lectura se desata más de una vez y en muchos lugares. También en
nuestras casas cuando, luego de leer, discutimos si la magia es posible, si no somos todos un
poco Jekyll, si Alicia pudo haber soñado lo que dice haber soñado. Allí también se ponen en
juego, se discuten y circulan saberes sobre la literatura. Allí también se desarrolla una práctica.
Y, nadie puede dudarlo, allí también formamos lectores.

A MODO DE CONCLUSIÓN (Y DE PUENTE CON EL PORVENIR)

Sin duda, la literatura pone en juego una serie de saberes y conocimientos propios y
particulares de cada época. Expone, con ese particular modo de entramar las palabras, una
serie de temas y los hace trabajar. El amor, la muerte, la soledad, la envidia, el narcisismo, el
holocausto, la hermandad… La literatura tiene esa virtud de hablar de todos esos temas;
incluso cuando no existe otro modo de referirse a esos temas, la literatura siempre puede
hacerlo. Cuando la censura se aplica, sólo el discurso literario es capaz de continuar hablando
de lo que está prohibido. Por eso la literatura es peligrosa. Por eso hay que vigilarla, cercar
unos contenidos que se consideren apropiados y callar otros.

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Entonces, desde nuestros espacios, dejemos que la literatura circule, que abra sentidos que
escaparán a nuestro control, que siga su camino la palabra, la frase, el poema. Porque las
aperturas siempre traen aire nuevo, palabras nuevas, experiencias, sentidos y, también,
saberes nuevos.

En relación con eso nuevo que pasa, Jorge Larrosa, desde la perspectiva de pensar la
experiencia de la lectura como una experiencia de formación, analiza las metáforas con las
cuales se piensa la lectura: “la metáfora de la sustancia que permea el alma, la metáfora del
juego y la metáfora del viaje”. Y agrega: “En esas tres metaforizaciones básicas, los libros
pueden ser peligrosos: como sustancia que permea el alma pueden fortalecerla o bien
disolverla; como viaje, puede ser provechosos pero también pueden conducir a que el lector se
descarríe; y como juego, los libros pueden ser causa de perdición. Justamente por esa
ambigüedad, la pedagogía ha tratado siempre de controlar la biblioteca y de tutelar la relación
con los libros. A veces, condenándolos sin paliativos; en muchas ocasiones mediante
operaciones de exclusión o censura; a veces, de forma más sutil, tratando de dirigir la lectura
misma hacia finalidades edificantes o sensatas”.

Lo que vendrá, entonces, puede ser provechoso o peligroso. La aventura, también, puede
resultar como imaginábamos o no. Pero siempre, creo firmemente, hay aprendizaje, hay goce y
hay disfrute. En todo caso, por temor a lo que vendrá, por temor a la ambigüedad que Larrosa
señala, no repitamos el gesto de condena, control, exclusión o censura. Más bien, debiera
decir, por el deseo de lo que vendrá, abramos un nuevo libro y empecemos a escribir otra vez.
El cambio de letra no es, en absoluto, azaroso. Se trata de tender puentes genuinos entre
nuestro hacer como lectores y escritores y nuestro hacer como docentes. Sabiendo que todos
los libros no nos gustarán siempre. Sabiendo que todos los textos no siempre terminarán de
escribirse. Pero sabiendo, también, que cada vez que abrimos un nuevo libro y cada vez que
empezamos un nuevo relato una aventura comienza y esperamos, simplemente, algo por venir.

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