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El ensayo como género oscilante.

Apuntes en torno a la cercanía entre ensayo, autobiografía y memorias

Lo que diferencia a los géneros literarios, unos de otros, es la


necesidad de la vida que les ha dado origen. No se escribe
ciertamente por necesidades literarias, sino por necesidad que la
vida tiene de expresarse.
-María Zambrano

Se escribe para transmitir, pero también para encontrarse.


- Jesús Camarero

En el estudio de los géneros literarios, la delimitación inequívoca y exacta es,

probablemente, uno de los sueños utópicos más antiguos; tanto para escritores como para

críticos, una clasificación cerrada y determinante es, además de árida, innecesaria para la

comprensión del fenómeno literario. Podría decirse que la teoría literaria se origina a partir

de la tendencia cientificista de los siglos XVIII y XIX, alimentada por el surgimiento del

positivismo, cuya pretensión fue, entre otras, equiparar el quehacer humanístico con el

científico. En este intento, surgió la necesidad de establecer parámetros de comprensión y

clasificaciones similares a las taxonomías biológicas, con el propósito de dilucidar el

fenómeno literario y darle un estatuto “serio” y pseudocientífico; para esto se establecieron

los llamados géneros mayores (novela, cuento, poesía, teatro, discurso), considerados como

únicos representantes de las “bellas letras” y de este modo, se excluyó en el estudio formal

a otras formas escritas o textos que orbitaban alrededor de estas categorías fijas.

Hacia finales del siglo XIX y durante el XX, surgieron voces que problematizaron

este sistema y fomentaron el análisis de aquellos géneros que, si bien formaban parte de las

expresiones humanas desde hace siglos, no habían sido atendidos en dicha disposición

arbitraria. Entre estas prácticas de escritura podemos identificar los llamados “no

1
ficcionales”1 como la autobiografía, las memorias y el ensayo (entre otros, como los

testimonios, la crónica, los libros de viaje…)

En la conciencia de que el ensayo es un “género propio del movimiento” (Weinberg

2017, 452), cuya capacidad de relacionalidad establece conexiones con otros tipos de textos

literarios, pretendo analizar algunos vínculos que revelan la oscilación entre escritos tan

cercanos como los géneros autobiográficos y el ensayo y que posibilitan al estudioso el

cuestionamiento de las clasificaciones cerradas. Para Leonidas Morales, "los géneros no

constituyen universos de propiedades cerrados sobre sí mismos" (Morales T. 2013, 14), lo

que implica que pueden contaminarse2 (en el sentido más amplio y positivo de la palabra),

hibridarse y diluir sus fronteras hasta establecer relaciones oscilantes y fecundas.

Kurt Spang asegura que una de las dificultades del estudio de los géneros literarios

es que “algunos tienen varios siglos a sus espaldas y por tanto han ido modificándose y

adaptándose a las necesidades de cada época” (Spang 2000, 7). Esto implica que no pueden

ser concebidos como clasificaciones cerradas con propiedades delimitadas e inamovibles,

pues en realidad suelen cambiar con el paso del tiempo y el espacio: de un siglo a otro, de

1
Entiendo como género no ficcional aquel que postula un vínculo con la realidad extratextual implícita o
explícitamente, ese vínculo es aceptado por el lector y crea expectativas de lectura específicas (como que el
texto sea verosímil, con apego a acontecimientos comprobables o que surge a partir de una experiencia
personal de un autor comprometido éticamente). Este término ha sido discutido por un importante número de
autores. Sin embargo, considero que en los géneros no ficcionales existe un pacto de lectura contrario al pacto
de ficción, en el que el lector sabe que lo que se cuenta es una “creación” que no tiene un referente exacto ni
comprobable en el mundo fuera del texto y el lector es consciente de que los hechos presentados en el texto
no son, ni fueron “reales”.
2
Hay dos acepciones sugerentes en el Diccionario de la Real Academia Española sobre “contaminar”:
“Alterar nocivamente la pureza o las condiciones normales de una cosa o un medio por agentes químicos o
físicos” / “Alterar la forma de un vocablo o texto por la influencia de otro”. En la primera definición, se
presenta un valor negativo de la contaminación, pero también se da por sentado que existe un estado de
pureza o normalidad de lo existente en el mundo (esta valorización es cuestionable, ya que se conoce que
ningún ser, objeto o incluso pensamiento existe aisladamente); en la segunda, más fértil, se reconoce la
posibilidad de cambio (evolución tal vez) de un texto por influencia o contacto con otro. En ambas nociones,
es evidente que es necesaria la intervención de un elemento distinto al inicialmente dado, y que el resultado es
algo nuevo, diferente. Disponible en: https://dle.rae.es/?id=AU1m1dd [Última consulta: 24/05/2019].

2
una civilización a otra, tienen una función y una expresión diferentes: el contexto, las

expectativas de una sociedad determinan las formas literarias y les atribuyen expectativas

distintas.

Es posible observar una afinidad entre el ensayo y la autobiografía, acaso

procedente del origen del primero y los antecedentes de la segunda: los Ensayos de Michel

de Montaigne, debido a que el humanista francés inaugura una nueva forma de concebir e

interpretar el mundo:

Al crear el género ensayo, Montaigne crea también una forma de representar la


mirada del hombre moderno. No lo ficcionaliza, pero lo encarna, lo visibiliza, y
al hacerlo nos revela su verdadera naturaleza: al igual que la balanza es su
emblema, Montaigne nos muestra a un hombre en busca de un difícil equilibrio
entre dos formas de conocer el mundo: la razón y la experiencia, conocimiento
intelectivo y conocimiento sensible, actitud crítica y actitud creativa (Garzón
2017, 125).

El cambio decisivo de Montaigne se convierte en una nueva posibilidad de expresión en el

mundo: a partir de los ensayos, el hombre reconoce la posibilidad laica de escribir en torno

a las experiencias propias y explora la potencialidad de razonarlas críticamente con el

propósito de comprender el mundo en el que vive. Este primer acercamiento al “ser

humano” (en los dos sentidos en que “ser” debe comprenderse, es decir, como la

especificación de diferenciación de otros entes y como la búsqueda de sentido de la

circunstancia del ser-existir como humano) se reconoce como fundamental para lo que

posteriormente, a partir de las Confesiones de Jean Jaques Rousseau, iniciaría la historia de

la autobiografía moderna.

Así lo afirmaría Georges Gusdorf en el seminal ensayo “Condiciones y límites de la

autobiografía”:

El hombre renacentista se lanza al océano a la busca de nuevos continentes y de


hombres naturales. Montaigne descubre en sí un mundo nuevo, un hombre

3
natural, desnudo e ingenuo, y nos entrega en los Ensayos sus confesiones
impenitentes.
Los Ensayos serán uno de los evangelios de la espiritualidad moderna.
Desligado de toda obediencia doctrinal, en un mundo en vías de creciente
secularización, el hombre de la autobiografía se impone como tarea el sacar a la
luz las partes más recónditas de su ser. La nueva época practica la virtud de la
individualidad, particularmente apreciada por los grandes hombres del
Renacimiento, defensores de la libre empresa tanto en el arte como en la moral,
en las finanzas, la técnica o la filosofía (Gusdorf 1991, 12).

El filósofo francés, reconoce en Montaigne una sofisticación del pensamiento y una

conciencia de individualidad extraordinarias en su momento que fueron necesarias para la

configuración del hombre moderno, debido a que vincula la tradición occidental del

pensamiento con la circunstancia del hombre en el convulso siglo XVI. El cambio en el

paradigma del hombre en la Tierra y las nuevas formas de pensamiento ilustrado propician

también el origen del impulso autobiográfico3. Como afirma Liliana Weinberg:

El gesto inaugural de Montaigne implica, entre muchas otras cosas, la puesta en


prosa de un acto enunciativo e intelectivo: la inscripción de un estilo del pensar
y del decir; la adopción declarada de una perspectiva de mundo y el despliegue
de un complejo equilibrio en la dialéctica entre el yo y el nombre: el individuo
que es uno y muchos a la vez, que narra su experiencia e intenta interpretarla;
que mira la vida y se observa vivir, que lee y conversa, que pone en tensión
subjetividad y sujetividad” (Weinberg 2014, 17).

La posibilidad de escribir sobre la experiencia propia abre camino para la configuración del

yo autobiográfico, es decir, Montaigne inaugura, como un primer movimiento, el género

ensayo, y realiza también el segundo movimiento, en el que se permite hablar de sí mismo

en un tono de confianza y reflexión. Así se observa que muchos de los ensayos, de carácter

fundamentalmente intelectivo, surgen a partir de las vivencias y recuerdos y establecen

diálogos también con la vida del autor. Si lo comprendemos de esta manera, descubrimos

3
Entiendo el concepto de “acto autobiográfico” como el impulso personal por el conocimiento y
reconocimiento de la vida; es una acción reflexiva en la que el sujeto, consciente de su individualidad, decide
hacer una valoración de su trayecto vital apartada de la justificación o confesión religiosa para comprender su
lugar en el mundo con fines civiles o seculares.

4
un origen previo de las autobiografías modernas: los Ensayos fundan los géneros

referenciales, aquellas obras desvinculadas de la ficción, relacionadas de forma muy

cercana con una realidad externa y que, generalmente, se basan en experiencias personales.

En el siglo XX, Philippe Lejeune, uno de los más dedicados estudiosos de la teoría

autobiográfica, estableció algunas asociaciones entre los géneros literarios afines a la

autobiografía y propuso una definición basada en una serie de oposiciones entre los textos

en que advierte propiedades similares. Para el crítico francés, la autobiografía es un “Relato

retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis

en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad” (Lejeune 1991, 48).

En su propuesta, advierte en el ensayo un género vecino de la autobiografía, pues

comparte las siguientes características:

- El tema tratado parte de la vida individual, de la historia de una personalidad.

-Hay una correspondencia entre “la identidad del autor (cuyo nombre reenvía a una

persona real) y del narrador” (48)

-El narrador y el personaje principal se identifican como uno mismo.

Por otro lado, el ensayo se diferencia en su forma (no es una narración pero sí un

escrito en prosa) y su perspectiva temporal (generalmente se escribe a partir del presente,

mientras que la autobiografía es retrospectiva). Lejeune señala que las características

enunciadas no deben ser cumplidas en su totalidad necesariamente, por tanto, pueden darse

excepciones. Esta definición es mucho más abierta en comparación con las clasificaciones

tradicionales de los géneros, debido a su reconocimiento de no exhaustividad y a la

conciencia de posibles errores de interpretación. Asimismo, y esto es fundamental, se

observa la existencia de “zonas naturales de transición con otros géneros de la literatura

íntima (memorias, diario, ensayo), y el clasificador goza de cierta libertad a la hora de


5
examinar cada caso particular” (48). En otras palabras, los límites establecidos entre

géneros tan cercanos pueden ser de carácter subjetivo: en el entendido de que se trata de

tipos de escritura tan afines, que pueden acercarse o cruzarse.

A partir de la intuición de cruzamientos o contaminaciones entre géneros, se pueden

advertir segmentos de oscilación o nociones compartidas por uno o más tipos de texto, y

con esta comprensión, se evidencian los límites difusos entre, por ejemplo, el ensayo, la

autobiografía y las memorias. En primera instancia, los tres géneros tienen un génesis

racional, intelectivo, indagatorio e interpretativo; se originan en un proceso mental

complejo que establece interrelaciones entre experiencias vividas y reflexiones

cognoscitivas.

Karl Weintraub señala que “la autobiografía parte del supuesto de que es el propio

escritor el que está tratando de reflexionar sobre el ámbito de experiencias de su propia vida

interior, o sea, que el autor es alguien para quien la vida interior es importante” (Weintraub

1991, 19); por tanto, la autobiografía surge a partir una vida individual y se conduce en el

desarrollo de esa vida, busca la comprensión de la experiencia personal y, en muchos casos,

la justificación de ese paso por el mundo. Se trata de un yo que se narra a sí mismo para,

entre otros objetivos, llegar a la significación de sí mismo en el mundo, al sentido de la

experiencia personal en el devenir de la sociedad y tiempo en que se inscribe.

El ensayo brota de la perspectiva personal, que es una de las expresiones del yo,

para establecer un vínculo con el mundo:

Montaigne pretende dejar memoria de sus propias reflexiones y su forma de ser


a sus parientes y amigos, y se propone hacerlo de manera bien intencionada. En
ese primer esbozo del gran retrato de la vida de un personaje que se irá pintando
progresivamente a sí mismo como singular, como típico y como representativo
de la condición humana […] el ensayo representa y modela a través de la
escritura una experiencia del mundo, una lectura del mundo, un mundo de

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lecturas, un espacio de diálogo, y se constituye así como experiencia de
experiencias, escritura de lecturas y lectura de escrituras (Weinberg 2014, 27).

El énfasis en las reflexiones personales y en el reflejo de la personalidad a manera de

retrato del individuo, así como del proceso de pensamiento que deviene en meditación del

contexto histórico, geográfico y social, se entrelaza con algunas de las motivaciones del yo

autobiográfico. Sin embargo, para el ensayo el modo de pensar y de interpretar es más

importante que el retrato de la personalidad: si bien, se puede deducir el carácter, los

intereses, incluso los defectos y los temores del ensayista por medio del estudio riguroso de

sus textos, el yo no es el motivo de las reflexiones del escritor: no busca, de manera

“narcisista” exhibir su historia, sino comprender su condición humana y su relación con su

realidad.

En la época del Romanticismo, el espacio que tuvo el ensayo preeminentemente

para la reflexión del mundo se vuelca en torno a la individualidad del héroe romántico.

Como afirma Libertad Garzón, “contra todo pragmatismo y utilitarismo, contra la

cosificación del mundo y del hombre, los románticos viran la mirada hacia la vida interior

del sujeto, hacia su dimensión espiritual” (Garzón 2017, 126); no obstante, esto no implica

una pérdida del lugar del ensayo, sino una mayor vinculación en la época romántica con la

autobiografía. La puesta en escena de la perspectiva personal, de la experiencia individual y

única, también influye en la creación de ensayos durante la época y modifica el horizonte

de la escritura en ese momento.

Los trabajos de Montaigne son determinantes en este periodo, pues “más allá de las

disciplinas de la época clásica, la época romántica reinventará, en su exaltación del genio,

el gusto por la autobiografía. La virtud de la individualidad se completa con la virtud de la

sinceridad, que Rousseau retoma de Montaigne: el heroísmo de comprenderlo todo y de


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decirlo todo” (Gusdorf 1991, 12); pareciera que los valores de la Revolución Francesa,

libertad, igualdad y fraternidad, encuentran en la obra de Montaigne un antecedente

sincero, en el que el hombre se reconoce libre de pensamiento y con la posibilidad de

diálogo entre iguales.

Tanto la autobiografía como el ensayo son géneros en los que la presencia (implícita

en muchos casos) del lector es determinante. A partir de la teoría de la recepción, se ha

entendido la presencia de pactos o contratos de lectura textuales que se manifiestan en las

relaciones extratextuales de los individuos con la obra literaria. Para el ensayo, estos lazos

se evidencian en la estrecha relación existente entre el autor y sus posibles lectores:

El ensayo es también fundación de un nuevo espacio simbólico de encuentro


intelectual, puente entre el ámbito de lo íntimo y el ámbito de lo público: un
lugar tercero y propio para la reflexión, el diálogo, la interpretación, que
inciden incluso en la reconfiguración activa del papel y el lugar simbólico del
propio autor y sus lectores (Weinberg 2014, 21).

Montaigne abre la posibilidad de diálogo entre el autor y sus lectores desde las primeras

páginas de sus Ensayos: “El autor al lector. Este es un libro de buena fe, lector […] Así,

lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que

emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladi” (Montaigne 1912, LXV-LXVI). La

relación entre el escritor francés y sus lectores llega a ser tan íntima que el lector pasa a ser

un comprobador de la veracidad y la sinceridad con que el autor desarrollará su texto, a

punto tal, que apelará directamente al interés del primero para su mayor comprensión.

En los géneros no ficcionales, la presencia del “otro” se ratifica con mayor fuerza

ante la constante presencia de un yo. Debido a la propuesta de Lejeune, comprendemos que

“el pronombre personal yo remite al enunciador del discurso en el que figura el yo; pero

este enunciador es él mismo susceptible de ser designado por un nombre (se trate de un

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nombre común, determinado de maneras diferentes, o de un nombre propio)” (Lejeune

1991, 51). Así pues, al corresponder el nombre del autor con el del narrador, la expectativa

del lector se sitúa en la confianza de que el discurso presentado es verdadero, o apegado a

la verdad conocida por el escritor.

El nombre propio se transforma en una manifestación de responsabilidad y portador

de significados en el texto mismo; para Juan Eduardo Tesone, “nuestro nombre propio es

inseparable de nosotros mismos, es la esencia de la persona” (Tesone 2016, 25), por esto, el

escrito firmado con el nombre propio del autor se corresponde con el narrador y con el

personaje y adquiere, de esta manera, una doble dimensión: como expresión escrita (como

fragmento fundamental de la narración) y como referente del yo que enuncia.

En la advertencia al lector, Montaigne “se coloca como garante de la buena fe de la

propia escritura y del propio libro, de su integridad y de su autenticidad, así como de la

correspondencia entre él mismo y su obra y, sobre todo, de la trasparencia y sinceridad de

sus palabras. El ensayista se presenta como el aval del proceso de reflexión que se está

llevando a cabo” (Weinberg 2014, 26); el autor enlaza su proceso de escritura con la

experiencia cognitiva personal del pensamiento, por medio de la utilización de su nombre,

que conlleva una historia familiar, social y, fundamentalmente, escritural: concatena este

escrito literario con los otros (muchos o pocos) resultados de su quehacer creativo y con la

garantía jurídica de que su nombre pertenece a un ser con existencia real y legal en su

contexto.

Para Ángel G. Loureiro4, el sujeto que firma su autobiografía realiza un “gesto

ético- político que supone una doble responsabilidad: al firmar, el yo responde de sí mismo

ante el otro, y esa misma lógica de alteridad implica que el texto firmado es también un

4
Citado por Celia Fernández Prieto en “¿De qué hablamos cuando hablamos de autobiografía?”.

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legado al otro que no se limita a recibirlo, sino que debe confirmarlo y asumir su parte de

responsabilidad” (21). El propio narrador rememora el transcurso de su vida, lo configura

en su escritura y compone un relato con un sentido para sí mismo, pero que también

implica a un lector a quien dirige su narración; ese segundo participante dialogará de forma

crítica en el proceso de interpretación los hechos narrados a lo largo de la obra. De esta

forma, el lector sigue el camino de escritura plasmado por el autor en su autobiografía para

realizar a su lado la búsqueda de su identidad en el momento de recepción (lectura) del

texto.

Leonor Arfuch observa algunas similitudes entre el papel del lector de

autobiografías y el biógrafo, que es:

lo que Bajtín llamó valor biográfico: aquello que en cada relato, en cada puesta
en forma de la vida –de lo verbal al audiovisual– interpela tanto al narrador
como al narratario respecto de su propia existencia en términos éticos, estéticos
y hasta podríamos decir, políticos. Es esa comunión fugaz, esa virtual sintonía,
lo que seguramente alimenta el deseo sin pausa de asomarnos a las “vidas
reales”, aunque sepamos de lo vano del intento, de lo inasible de esa realidad,
del carácter inevitablemente ficcional de todo relato (Arfuch 2013, 51)

Es decir, para la estudiosa argentina la función del lector va más allá de la verificación de

datos o una lectura pasiva en que la persona observa lo plasmado en el texto; para este

participante, está implicado también un impulso vital de conocimiento y reconocimiento en

los recuerdos consignados en la autobiografía. De una forma similar, en el ensayo, el lector

tiene un papel activo de diálogo y reconocimiento del proceso de pensamiento, incluso una

invitación a acompañar y disentir con ese proceso de pensamiento: una propuesta de

reflexión en el ensayo y más allá de él.

Como los géneros del yo forman parte de las narrativas “donde el yo se enuncia

para y por otro –de maneras diversas, también elípticas, enmascaradas–, y al hacerlo pone

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en forma –y, por ende, en sentido– esa incierta vida que todos llevamos, cuya unidad, como

tal no existe por fuera del relato” (Arfuch 2013, 75); algunas de las estrategias empleadas

por el autor para dar un grado de confiabilidad a su texto, evidencian una relación diferente

entre los géneros autobiográficos y la ficción. En este tipo de textos no se establecen pactos

de semejanza o diferencia con la realidad, sino pactos de lectura y ética extratextuales que

se realizan entre el autor y el lector.

Del mismo modo, en el ensayo siempre está presente lo que llamaría Liliana

Weinberg, “una exigencia ética de buscar la verdad” (Weinberg 2014, 23): no se trata de

una “verdad trascendente” o filosófica, sino de una “verdad en construcción, que busca una

nueva forma de garantía en el propio despliegue del acto enunciativo” (23). La fiabilidad de

lo dicho es un acto muy cercano a la sinceridad establecida en el acto autobiográfico, donde

se generan expectativas de comprobabilidad y veracidad de lo dicho entre el autor y los

posibles lectores. Se vincula, asimismo, con la promesa de “buena fe” que declara el

escritor, la cual:

tiene alcances muy amplios, ya que actúa como garantía de autenticidad de lo


dicho tanto como del acto mismo del decirlo y de predicar sobre el mundo […]
La preocupación por la trasparencia apunta a la exigencia de decir la verdad
sobre sí mismo, a la correspondencia entre vida y escritura, a la propiedad en el
empleo del lenguaje y a la versión de la experiencia en palabras (Weinberg
2014, 27)

En el ensayo, pues, es primordial el compromiso adquirido por el ensayista, que implica la

exploración de una forma de sinceridad más allá de una verdad científica. En esta búsqueda

se relacionan en contigüidad su pensamiento y su compromiso personal por garantizar la

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confianza del lector a quien dirige sus reflexiones, para garantizar la carencia de “engaños”,

“dolo” o “mala fe” en su texto.

Para Gusdorf,

la significación de la autobiografía hay que buscarla más allá de la verdad y la


falsedad, tal como las concibe el sentido común. La autobiografía es, sin duda
alguna, un documento sobre una vida, y el historiador tiene perfecto derecho a
comprobar ese testimonio, de verificar su exactitud. Pero se trata también de
una obra de arte, y el aficionado a la literatura, por su parte, es sensible a la
armonía del estilo, a la belleza de las imágenes (Gusdorf 1991, 15-16).

Esta implicación del estilo también abre la puerta a la posibilidad de que los recuerdos

narrados en la autobiografía sean o no verificables, estén relacionados con la historia o con

la ficción. Es decir, en la autobiografía, y también en el ensayo, cabe la posibilidad de que

nos encontremos ante dichos que no se apegan completamente a los hechos establecidos

históricamente, pero que nos hablan de la perspectiva y comprensión personal de su autor.

El hombre maduro o ya envejecido que convierte su vida en narración, cree


ofrecer testimonio de que no ha vivido en balde; no elige la revuelta, sino la
reconciliación, y la lleva a cabo en el acto mismo de reunir los elementos
dispersos de un destino que le parece que ha valido la pena vivir. La obra
literaria en la que él se ofrece como ejemplo es el medio de perfeccionar ese
destino, de llevarlo a buen fin (Gusdorf 1991, 14).

En la autobiografía el hombre se busca a sí mismo, indaga en el abismo de sus recuerdos

con el propósito de encontrar en su obra una justificación personal; en este sentido, dista

mucho de la actitud “objetiva y desinteresada” del historiador o del ensayista.

Cabría preguntarse si el ensayo, en el marco de literatura “no ficcional” está más

íntimamente relacionado con el género de las memorias que con la autobiografía.

Generalmente, las memorias tienen una “función documental, una vinculación con la vida

pública y social, con los acontecimientos y personajes históricos de una época […] el

elemento más significativo y al que más importancia atribuyen críticos y estudiosos, es al

hecho de estar referidas a acontecimientos externos al escritor que los ha vivido, con
12
trascendencia en otras personas (Puertas Moya 2003, 32). El punto de vista del

memorialista se centra en una mirada hacia el otro, no tanto hacia el yo.

De acuerdo con la propuesta de Carlos Castilla del Pino de su ensayo “Teoría de la

intimidad” (1996), donde analiza los niveles de relación del sujeto con su entorno,

podríamos asegurar que el sujeto autobiográfico contempla su espacio íntimo (aunque no

llega a acceder completamente a él por medio del vehículo de la escritura), y se ubica en su

espacio privado (el entorno más cercano al individuo, la familia), mientras que el sujeto

memorialista se vuelca al espacio público, en el que tiene múltiples relaciones de cercanía o

distancia con otras personas.

Al tratarse de textos que surgen de la subjetividad, y gracias a su elaboración

literaria es posible ver el pasado desde una perspectiva más humana, como lo propone

Ortega y Gasset: “el encanto de las Memorias radica precisamente en que veamos la

historia otra vez desecha en su puro material de vida menuda […]. En las Memorias vemos

descomponerse la nebulosa histórica en los infinitos e irisados asteriscos de las vidas

privadas.” (Ortega y Gasset 1966, 590). La presencia del individuo se desdibuja en el

marco de las reflexiones abocadas en el entorno, tal como sucede en la formulación del

ensayo. Se establece un diálogo en el que el yo, inmerso en el mundo, envía el proceso de

pensamiento hacia ese mundo y el exterior le regresa el pensamiento transformado y

enriquecido: en ambos casos —en el ensayo y en las memorias— queda el testimonio de la

cavilaciones del autor también como testamento para la historia (con minúscula, no oficial,

incompleta, cuestionable, que invita al diálogo) y como invitación para los posibles

lectores.

En tanto que discurso profundamente vinculado con la sociedad, el ensayista y el

memorialista comparten algunos intereses comunes: “El hombre que emprende la escritura
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de sus memorias se figura, con total buena fe, que está haciendo tarea de historiador, y que

las dificultades, si encuentra algunas, podrán ser vencidas gracias a las virtudes de la crítica

objetiva y de la imparcialidad” (Gusdorf 1991, 14). Así como el historiador, el

memorialista, el ensayista también, recurren a fuentes fiables, a la tradición, a los maestros

y experiencias que formaron su pensamiento y su historia personal, con el fin de dar mayor

certidumbre a su texto: regresamos a los actos de buena fe, en que el escritor hace un

esfuerzo comprometido por ser fiel a lo sucedido, por no mentir intencionadamente.

Las memorias, al igual que el ensayo, surgen a partir de la propia experiencia,

buscan ofrecer la experiencia en el curso de la historia y el tiempo. En ambos casos, se trata

de discursos cívicos que contemplan al conjunto de la colectividad, a partir de la cual, surge

la voz individual para dar constancia de una perspectiva distinta a los discursos establecidos

por la Historia (con mayúscula). En este sentido, son fuentes alternativas de conocimiento

que, en lugar de centrarse únicamente en el yo como centro del discurso, se abren al espacio

público y a los acontecimientos relevantes de una sociedad, para, a partir del uno mirar al

todo. Con Montaigne, el ensayo adquiere una dimensión mayor a la individual en la que

“logra vincular una larga herencia cultural albergada en sus lecturas con una nueva

operación de escritura que inscribe la palabra en el tiempo y en la reflexión moral: de ahí en

más se dedicará no tanto a la confirmación de la jerarquía de saberes ya establecida como a

la búsqueda abierta de nuevos órdenes del conocimiento y del sentido” (Weinberg 2014, 9).

Esto no significa que en el ensayo se pierda la trascendencia de la enunciación y el

estilo individual, ni que se vea amenazada la importancia de la personalidad en el texto; al

igual que en las memorias, el yo es necesario, pues, en muchos casos, impulsa el discurso y

lo atraviesa como hilo conductor. Sin embargo, para Anna Caballé “la autobiografía viene

alimentada, en su origen, por esa fuerza testimonial de quien quiere comunicar a otros la
14
singularidad de una experiencia tan propia como expresable” (Caballé 2004, 11), es decir,

hace de la individualidad el motivo de su escritura; por otro lado, “en las memorias, el

hecho externo se traduce en experiencia consciente, la mirada del escritor se dirige más

hacia el ámbito de los hechos externos que al de los interiores. Así, el interés del escritor de

memorias se sitúa en el mundo de los acontecimientos externos y busca dejar constancia de

los recuerdos más significativos” (Weintraub 1991, 19). Esta oposición, interior-exterior,

individuo-sociedad, representa también algunos de los principales intereses del ensayista:

oscilar entre el acontecimiento público y la experiencia privada, razonar la trascendencia de

las experiencias en tanto que humanas y dar sentido al espacio del yo en el contexto de la

sociedad.

Para Weinberg, “en el ensayo entran en contrapunto el estudio de sí y de los otros,

la pulsión de biblioteca y la tentación de aire libre, la exploración de la intimidad y la

apertura al espacio público” (Weinberg 2017, 453). Este género tiene la capacidad de

establecer conexiones con otros tipos de textos, para enriquecer tanto su propio discurso

como el de los otros, es un género en constante movimiento que permite observar el

carácter camaleónico de la literatura.

Probablemente, debido a que pertenecen a los textos referenciales, tanto el ensayo,

como la autobiografía y las memorias apelan a nuestra humanidad, nos hacen sentir atraídos

a conocer las vidas de los escritores, pues compartimos con ellos “la conciencia de finitud y

el deseo de trascender” (Amaro, 23), de algún modo apelan también a nuestro conocimiento

del mundo, a nuestra experiencia vital y a lo que hemos experimentado a partir de otras

perspectivas; de ahí surge el interés que despierta en nosotros seguir el desarrollo de

pensamiento de autores como Montaigne en sus Ensayos, aún después de transcurridos

varios siglos desde su aparición. El ensayo, género oscilante y en movimiento, nos hace la
15
invitación de adaptar nuestra vida también y de expresarla de una forma enriquecida para

trascender en el tiempo y dejar huella más allá de la muerte.

Paniela Eloisa Plata Alvarez


Número de cuenta: 304257597
Maestría en Letras (Letras Mexicanas)
Semestre 2019-2

Bibliografía
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