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Algo parecido ocurrió con la Revolución Industrial: a mediados del siglo XVIII, la
economía del Antiguo Régimen seguía siendo fundamentalmente agrícola, y la
producción de bienes de consumo, artesanal. El trabajo artesanal apenas si había
variado desde la Baja Edad Media, mientras que la agricultura, cuyos
rudimentarios métodos no habían evolucionado en los últimos mil quinientos años,
proporcionaba a los campesinos los alimentos justos para la subsistencia y para
pagar tributos a la nobleza, dueña de las tierras. Pero en las décadas siguientes,
la aplicación de una serie de innovaciones técnicas (que sustituyeron el trabajo
manual por la máquina y la energía humana y animal por la inanimada) aumentó
considerablemente la capacidad de obtención y transformación de materias primas
y de fabricación de toda clase de productos a menor coste, y se implantó un nuevo
sistema de producción, la fábrica (frente al antiguo taller artesanal), responsable
de los grandes flujos migratorios del campo a la ciudad.
Máquina de vapor
Las máquinas y el nuevo tipo de energía exigían, y a la vez hicieron posible, una
organización distinta. La fábrica fue la respuesta a esta situación. La fábrica
industrial no solamente suponía un centro de trabajo mayor y más concentrado:
era un sistema de producción cualitativamente distinto. En los antiguos talleres
artesanales, los artesanos gozaban de la respetabilidad de quien conoce un oficio
y de una relativa independencia; desarrollaban una labor especializada y tenían el
control del proceso global de producción. La fábrica, en cambio, se caracterizó
desde el principio por la neta separación de funciones entre patronos y obreros. El
empresario aportaba los medios de producción, supervisaba la fábrica e imponía
una férrea disciplina; a los trabajadores, cumpliendo sus órdenes, se les asignaba
una fase del proceso de fabricación («división del trabajo»), que ejecutaban de
forma repetitiva y mecánica; reducidos a mano de obra no cualificada o a
prolongaciones deshumanizadas de la máquina, los obreros vendían sus fuerzas
en interminables y rutinarias jornadas.
Con cierto retraso respecto del subsector algodonero, también la siderurgia vivió
un gran desarrollo en esta etapa. Mejoras sucesivas en los procesos de
coquización, refinamiento e inyección permitieron, en una evolución que abarca
más de una centuria, abaratar notablemente los costos de producción del hierro
dulce; las sucesivas innovaciones posibilitaron un suministro constante a unos
precios cada vez más baratos sin necesidad de acudir a la importación de lingotes
de hierro sueco y ruso. Estimulada por la demanda de maquinaria y, a partir de
1830, por la eclosión del ferrocarril, la producción creció enormemente: de las
apenas 70.000 toneladas de hierro producidas hacia 1790, se pasó a 2,7 millones
en 1852.
Los dos sectores, el textil y el siderúrgico, fueron los pilares en que se asentó esta
primera fase de la Revolución Industrial. Sus efectos fueron tan trascendentes
como visibles. La estática sociedad agraria fue sustituida por una sociedad
industrial con rasgos modernos: crecimiento económico autoalimentado,
urbanización, nueva demografía; vapor, máquinas y fábricas; humos, ruidos y
hacinamiento. Tales eran los elementos que configuraban el paisaje de las
ciudades industriales de la época (tan vivamente descritas en las novelas
de Charles Dickens), en cuyo anárquico urbanismo podía leerse la nueva situación
social: insalubres y superpoblados suburbios obreros crecían junto a las fábricas,
mientras lujosos palacetes edificados en amplias y ajardinadas zonas
residenciales reflejaban el éxito y poder de la burguesía liberal.
A partir de 1830, y sobre todo desde 1840, empezaron a constatarse los primeros
signos de desarrollo industrial fuera de Gran Bretaña. En el continente, la
Revolución Industrial se extendió principalmente a tres naciones: Francia, Bélgica
y Alemania; en el resto del mundo, los Estados Unidos de América iniciaron por
esos años su despegue industrial. Sus respectivos procesos de industrialización
no podían ser, ni de hecho lo fueron, estrictamente los mismos que en el pionero
modelo inglés; pero, a pesar de las décadas iniciales de retraso, hacia 1870 era
evidente que las distancias se acortaban con rapidez. A la vez, en esos años se
observaba ya el agotamiento de las industrias que se habían modernizado más
tempranamente