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Materia: Estética
Cátedra: Schwarzböck
Carrera: Filosofía
Teórico: N° 15 (Último) – Miérc. 22 de noviembre de 2017
Profesora: Silvia Schwarzböck
Tema: Unidad IV: La crítica radical a la estética. De Nietzsche a Derrida. 3. La deconstrucción de la estética
como deconstrucción de la institución que pregunta por el arte. La relación arte-universidad-filosofía. El
parergon según Derrida. La deconstrucción de las estéticas de Kant, Hegel y Heidegger.

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Cerramos el curso 2017 de Estética, en esta última clase, retomando en clave deconstructiva el
Leitmotiv del programa: la relación entre estética y crítica cultural. ¿Cómo podría pensarse esta relación a
partir de aquello que no está ni en la obra (érgon) ni fuera de la obra, es decir, a partir del parergon? Este
concepto, dice Derrida, desmonta las oposiciones conceptuales más tranquilizadoras.
Ahora bien, ¿qué es lo que delimita la obra constituyéndose como su parergon? Derrida da una serie
de parerga posibles: el marco, el encuadre, el título, la firma, el museo, el archivo, el discurso, o el mercado.
Estos conceptos son los que legislan sobre la obra de arte marcándole su límite. Incluso el concepto de color
–dice- podría incluirse en la enumeración. Se trata –en el caso de cualquiera de estos conceptos- de una
inmediación o un entorno que delimita el objeto. Por eso, no se trata de pensar la deconstrucción como una
metodología, como algo separado del objeto -como si hubiera una cantidad indefinida de objetos a los cuales
pudiera ser aplicada- sino de ver cómo el objeto, al ser deconstruido, se convierte en un objeto que no era tal
hasta ese momento (hasta el momento de la deconstrucción).
No hay que confundir la deconstrucción con un método: el propio Derrida advertía sobre la posibilidad
de esa confusión, con lo cual, en algún punto, la temía. Si bien la fenomenología husserliana, en la cual se había
formado el joven Derrida, se pensaba a sí misma como un método, la deconstrucción nunca aspiró a ser un
método ni a pensarse a sí misma de ese modo.
La deconstrucción es una estrategia sin finalidad: de ahí que no pueda ser tomada por un método. Un
método siempre tiene un fin. La deconstrucción, en cambio, es un modo de fisurar desde adentro un discurso
tradicional: en el caso de “Párergon” (una parte del libro La verdad en pintura), ese discurso tradicional es el de
la estética. Esa fisura que la deconstrucción deja ver en un discurso como el estético es en realidad una carencia
de plenitud que aparece, de manera lenta pero irresistible, en los discursos que aspiran a la plenitud

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tranquilizadora de la presencia, que es propia de la metafísica. La estética, en este sentido, está atada a la
metafísica, como vimos en esta unidad 4 que se piensa, en términos de crítica radical, desde Nietzsche.
El término deconstrucción (décontruction) Derrida lo usa por primera vez en De la gramatología. Allí lo
presenta como la traducción del término Destruktion o Abbau que utiliza Heidegger, al comienzo de Ser y
tiempo, para hablar de la destrucción de la metafísica. De hecho, “Los seis hechos fundamentales de la historia
de la estética”, dentro del primer tomo del Nietzsche de Heidegger, es una forma de destrucción de la estética en
el sentido en que lo está planteando Derrida.
La deconstrucción se define como una estrategia y es una estrategia filosófica que opera en un terreno
que está ocupado por la metafísica. La metafísica es la tradición o, si se quiere, la tradición es siempre una
tradición metafísica. La estrategia deconstructiva tiene que servirse de los medios o herramientas conceptuales
de esa misma tradición para impugnarla, para mostrar los límites que esa tradición ha impuesto al pensamiento.
En un contexto intelectual como el de la década del cincuenta, en el que prima la idea del fin de la
filosofía junto con el fin de la metafísica y en el que la deconstrucción tiene que abrirse paso dentro de la escuela
fenomenológica para diferenciarse de ella, Derrida no discute las críticas más usuales contra la filosofía por ser
la “ideología de la etnia occidental” (dado que la filosofía postula una razón particular –la “occidental”- como
razón universal), sino que observa que esas críticas se redactan en el mismo lenguaje criticado: el lenguaje
universal de la filosofía. Se apela a la razón contra la razón. Y no puede ser de otro modo: no se puede protestar
contra la razón sino con ella, por lo tanto, la única posibilidad que ella deja es la de estratagema y la estrategia.
No hay revolución contra la razón, sino agitación en el interior de ella.
Como la razón es un Amo contra el cual no se puede ganar porque él pone las reglas, lo único que es
posible intentar para salir de su lógica es un rodeo, una artimaña: la estratagema y la estrategia. Para eso, hay que
jugar un doble juego, como lo haría un doble agente en una novela de espionaje: fingir obedecer a la regla
tiránica de la razón y, al mismo tiempo, tenderle trampas, proponiéndole casos que no sabe resolver.
En La escritura y la diferencia y en Márgenes de la filosofía, la deconstrucción aparece como la
estrategia que permite hablar en el preciso momento en que ya no queda nada (nuevo) para decir, porque el
discurso de la razón absoluta se ha realizado. La estratagema que encierra esta estrategia es la de una segunda
intención silenciosa: mientras se habla para la razón y el orden por ella impuesto, sólo se puede balbucear su
esencia arbitraria, pero, para eso, el estratega ha debido pensar para sí lo que no podía ni debía decir. En esa zona
silenciosa, mientras hablaba sin decir nada en la lengua del Amo (es decir, mientras fingía hablar la lengua del
Amo), el estratega (como rebelde) ha podido tramar su complot contra el Logos.
Ahora bien, si uno está frente a un chino –el ejemplo es de Derrida- la única manera de fingir que uno
habla en chino –es decir, de hablar en chino sin decir nada- es hablando en chino. La enunciación de la
simulación es una simulación de la simulación (para hacer “como si”, uno hace “de verdad”, por lo tanto, sólo ha

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fingido fingir). Pero en el caso de la razón, se finge hablar la lengua del Amo para matarlo. Si el estratega hace
como si asesinara al Amo, el crimen no tendría lugar, pero si finge fingir mata de verdad: tras el comediante se
escondía un asesino. Sólo la segunda intención silenciosa marca la diferencia entre la palabra fingida y la palabra
sincera. Esa “reserva mental” entre el sujeto hablante y la palabra dicha, ese silencio, es el espacio en el que se
teje el complot de la deconstrucción.
Para que el doble juego que implica la deconstrucción sea posible, hace falta que el lenguaje mismo esté
lleno de duplicidad. La deconstrucción no puede ser nunca un mero juego que juega el deconstructor en solitario.
La pretensión de univocidad que tiene el lenguaje de la filosofía es imposible: el lenguaje filosófico también es
equívoco. Es más, es irreductiblemente equívoco.
La lengua de la metafísica siempre es doble: se puede demostrar que las palabras tienen dos sentidos
irreductibles sin que esos sentidos sean opuestos (como para ser puestos en dialéctica). La lengua de la
metafísica es una lengua engañosa, que disimula su duplicidad.
De este modo, todos los conceptos de “Párergon” que enumeramos al inicio de la clase (marco,
encuadre, título, firma, museo, archivo, discurso, mercado) son las inmediaciones de una obra de arte, las que
delimitan lo que la obra de arte es, pero, por eso mismo, no están ni dentro de la obra ni afuera de la obra.
Cuando decimos inmediaciones hablamos lo que no pertenece a la obra y sin embargo, si no estuviera, la
obra no sería una obra de arte. La pregunta por la obra de arte, así, está justamente en ese límite. La obra de
arte es lo que esas inmediaciones demarcan: ella en sí misma no es nada, no tiene “esencia”. Sin embargo, el
discurso estético crea las condiciones para que aparezca la pregunta por ella, la pregunta por su esencia. La
pregunta por la obra de arte requiere de un marco (de un límite) que es también un marco (un límite)
institucional.
En este sentido, la pregunta por el arte –tal como la presenta Derrida- no es intuitiva. Esta pregunta se
inscribe en una institución: la universidad. Un seminario que trata del arte -dice Derrida- responde a un
programa y a una de sus grandes preguntas: ¿qué es una obra de arte? (que puede formularse de diversas
maneras: como la pregunta por el arte, como la pregunta por el origen de la obra de arte o como la pregunta
por el sentido de la historia del arte). Los problemas que se plantean en la filosofía no son problemas que
cayeron del cielo -dice él- sino que se constituyeron dentro de un marco: la historia de la filosofía como un
sistema, una lógica y una enciclopedia. La pregunta por el arte, antes que de la enciclopedia hegeliana, sale
del sistema de la formación docente, y de una institución, que es justamente la institución que forma a los
docentes: la universidad. La institución de la enseñanza de la filosofía es el marco de las preguntas de la
filosofía. Así, la pregunta por el arte está enmarcada en una institución: la que forma a los docentes de
filosofía, es decir, la universidad.
La parte del texto que puse en la bibliografía obligatoria del libro La verdad en pintura, Párergon,

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está constituida por los “desprendimientos” de un seminario de Derrida. Además, estos “desprendimientos” –
como él los llama- están enmarcados, es decir, tienen el dibujo de los marcos como si fueran los marcos de
un cuadro. Los textos están insertados dentro de marcos, y estos marcos los presentan como anotaciones con
intervalos entre sí, no como un discurso enteramente continuado, como si fuera un ensayo, un artículo, o un
capítulo de un libro. Todo profesor tiene sus apuntes, sus anotaciones, sus libros marcados. Derrida también.
Pero a esos apuntes, al convertirlos en partes de un libro, los deja con la forma que tienen originalmente. Por
ejemplo, hay un pasaje en el que el lector se encuentra con la siguiente anotación: “Leer la última parte de
“El origen de la obra de arte” de Heidegger…”. Esa anotación, dejada a propósito (sin que se copie el texto
heideggeriano), reproduce, en parte, la teatralidad de una clase a la que no asistimos. Por ese recurso, Derrida
le da al lector, irónicamente, la misma orden que a lxs estudiantes que asistieron, efectivamente, a su
seminario.
Para presentar la índole “institucional” que tuvo, originalmente “Párergon” (la de haber sido apuntes
para un seminario), antes de constituirse en la primera parte de La verdad en pintura, Derrida dice, a modo de
una “nota” que hace, a su vez, las veces de un parergon (en el capítulo 2 se va a ocupar de este concepto):

Fragmentos desprendidos, desencuadrados –por eso los encuadra- de una exposición en curso. Dicho de otra
manera: de un seminario. [Derrida, Jacques, “Párergon”, en: La verdad en pintura, trad. María Cecilia
González y Dardo Scavino, Buenos Aires, Paidós, 2010, p. 28]

Es decir, el seminario sería una parte en formación de La verdad en pintura. La primera edición
francesa del libro es de 1978. Por eso aclara:

Una primera versión más breve, muy abreviada, en los protocolos intitulados “Lemmata” apareció en
Diagraphe, 3 y 4 (1974). La cuarta sección, “Lo colosal”, es totalmente inédita. [Derrida, Jacques, “Párergon”,
en: La verdad en pintura, op. cit., p. 28]

Los apuntes terminaron enmarcados en el libro. O, si se quiere, el libro enmarca los apuntes del
seminario (porque cuando los publica el seminario ya ha sucedido).
El seminario convierte a la pregunta por el arte en una pregunta forzada por la institución: la pregunta
por el arte es una pregunta académica. Es decir, se hace en el marco de una institución. Nadie se pregunta
por el arte fuera de ese marco. Los que nos hacemos la pregunta por el arte nos la hacemos porque estamos
en una institución -les dice Derrida a sus alumnos- donde nos formamos los profesores de filosofía, es decir,
la institución docente de la filosofía, la universidad.
Este comienzo “violento” –como todos los comienzos- me parece importantísimo para cerrar un curso

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de Estética. Párergon permite volver a leer con Derrida –deconstructivamente- “El origen de la obra de arte”,
de Heidegger, la introducción de las Lecciones sobre la estética de Hegel, y la Crítica del Juicio de Kant. Por
eso el curso no se puede empezar con Derrida, porque condicionaría la lectura de todos los autores del
programa. Es la pregunta con la que se debería empezar, pero por eso mismo es la pregunta con la que se
debe terminar.
La pregunta por el arte –dice Derrida- antes que una pregunta de la Enciclopedia hegeliana, que sale
de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio, es una pregunta que sale del sistema de la
formación docente, y de una institución, la universidad. Hay relevos entre la pregunta de la enciclopedia o de
la gran lógica hegeliana y la pregunta por el arte que se hace el estudiante de filosofía que cursa el seminario
de Derrida. Victor Cousin, a quien menciona Derrida, un político y filósofo francés ecléctico y hegeliano –
Derrida dice: muy hegeliano- quiso transplantar a Francia la filosofía de Hegel. Dice Derrida: quiso que
Francia se embarazara de Hegel. Esta figura del embarazo remite al proyecto político institucional de
Cousin. Por eso, el nombre propio de Victor Cousin es lo que invoca, en La verdad en pintura, la necesidad
de una deconstrucción. Cousin representa la construcción de la universidad francesa y de su institución
filosófica. Deconstruir, entonces, es deconstruir la construcción de Cousin. No es que la pregunta ¿qué es el
arte? sale de la Gran lógica (no como el título del texto hegeliano sino como un modo de referir al
pensamiento de Hegel) o de la Enciclopedia sin que entre el lector de la Enciclopedia y la enciclopedia no
haya ningún relevo, ninguna sustitución; como si en algún momento la lectura de la Enciclopedia hubiera
sido una necesidad vital e intelectual de cualquier persona que quiere saber en qué lugar de la realidad está el
arte, y entonces busca, correspondientemente, cuál es su lugar en el sistema. No es el arte el que suscita la
pregunta por el arte ni el modo de responderla es leer un discurso estético que le da su lugar en la realidad.
La pregunta por el arte está absolutamente atravesada por las instituciones. Si lo pensamos en el
ámbito académico de la Argentina, habría que pensar en deconstruir la construcción hecha por Francisco
Romero, dado que se le debe a él -así como en Francia se le debe a Cousin- el haber introducido en la carrera
de filosofía buena parte de los textos de la tradición alemana y continental. En este sentido, Francisco
Romero habría embarazado a la Argentina –para seguir con la analogía- de la filosofía europeo-continental,
en tanto hizo que se leyeran los textos referenciales –y reverenciales- del espiritualismo y la gran tradición
idealista.
La figura de Cousin no es accesoria sino central, como un relevo de Hegel, en la pregunta qué es el
arte. La pregunta por el arte, dice Derrida -ya sea cuál es el origen de la obra de arte, qué es el arte o cuál es
el sentido de la historia del arte- es filosófica, y no se formula en el modo de una pregunta intuitiva sino en el
modo institucionalizado, academizada, impuesto por la universidad.
Ahora bien, la institución filosófica no es sólo su edificación interna –que es semántica y formal: los

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filosofemas- sino su alojamiento exterior, sus condiciones de ejercicio intrínsecas. Las formas históricas de
su pedagogía, las estructuras sociales, económicas o políticas de esta institución pedagógica. Es decir, la
institución filosófica es a la vez una institución pedagógica. No están disociadas la institución filosófica y la
institución pedagógica.
Fundamentalmente, nuestro vínculo con la filosofía –el nuestro, el de Derrida, el de Heidegger, el de
Lacoue-Labarthe, el de Hegel, el de Schelling, el de Kant- es el de alguien que se formó para ser profesor de
filosofía -o si no, en el caso de la generación de los teólogos, para ser teólogo, cuya figura también es
profesoral-. Son todas figuras profesorales porque las instituciones que forman a los filósofos los forman para
enseñar la filosofía, para ser docentes de filosofía. Se enseña filosofía a los futuros enseñadores de la
filosofía. No es que se enseña filosofía, con rigor filosófico, fuera del marco de la institución pedagógica. El
lugar que en Nietzsche ocupa el “obrero científico de la filosofía” en Derrida lo ocupa el profesor de filosofía
(no es el grado cero sino el grado 1 de la filosofía).
Si una deconstrucción no se debe confundir nunca con un análisis o con una crítica es porque afecta
instituciones materiales, y no sólo discursos o representaciones significantes que tienen lugar dentro de estas
instituciones. Este momento materialista del texto es central para comprender el sentido de la deconstrucción.
El concepto mismo de institución, dice Derrida, un concepto absolutamente definitorio de lo que es arte y lo
que no lo es, debe recibir un tratamiento deconstructor. Y hay que hacerlo ya mismo, cuando se formula la
pregunta ¿qué es el arte? Al hacer la pregunta, uno tiene ya que deconstruir a la institución que enseña a
formularla.
A su vez, podríamos decir, los textos de Derrida son profundamente pedagógicos: enseñan a
deconstruir además de ser, ellos mismos, una deconstrucción. De la misma manera en que Hegel enseñaba la
filosofía bajo la forma de su sistema, es decir, enseñaba en realidad su sistema, Derrida también enseña la
filosofía (y su filosofía) bajo la forma de una deconstrucción. Podemos decir que un seminario de Derrida es,
fundamentalmente, una deconstrucción, sin que el objeto esté pre-dado.
En el contexto intelectual francés en el que él desarrolló la deconstrucción (los años 50) -dice Derrida en
el cap. 1 de Espectros de Marx-, se hablaba permanentemente de “finales” (el fin de la historia, el fin del
hombre, el fin de la filosofía). Él hace referencia, allí, a dos textos de Blanchot: el libro El último hombre (1957)
y el artículo “El fin de la filosofía” (1959). Y a dos ensayos posteriores, publicados en La risa de los dioses
(1971): “Para una aproximación al comunismo” y “Los tres discursos de Marx”. Es decir, esa insistencia en el
fin de la filosofía estaba unido –aunque estuviera en otra parte- al estalinismo pasado y al neoestalinismo
vigente en la URSS. Por eso dice que le parece “un fastidioso anacronismo” el alarde mediático que se hizo en
los años noventa con los discursos sobre el fin de la historia y el último hombre.

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En ese contexto prima la idea de que es necesario releer y reescribir la historia de la filosofía y, para eso,
hace falta re-unir una herencia. El problema es que no es posible re-unir una herencia. La herencia nunca es una
consigo misma; por eso siempre hay que elegir entre las varias posibilidades que la habitan. La herencia, por otra
parte, no es algo infinito sino finito. No se hereda lo infinito sino lo finito, dice Derrida. Al elegir, se sabe que se
está prescindiendo del todo. El problema de volver sobre el pasado es el de la exclusión: nunca se le hace justicia
a todo el pasado. Las preguntas de la filosofía –las preguntas que se les enseña a hacerse a quienes estudian
filosofía por parte de quienes la enseñan- siempre son preguntas que se formulan dentro de una determinada
tradición heredada. La pregunta por el arte ha enseñado a hacerla una institución –la universidad francesa- a la
que Cousin pretendió embarazarla de Hegel.
Con la pregunta aparecen los espectros, podría decirse. En el comienzo de Espectros de Marx, Derrida
piensa el Manifiesto comunista como una pieza teatral equivalente a Hamlet, de Shakespeare. El primer nombre
del Manifiesto es “espectro”. Por eso dice que la primera escena del primer acto la abre este nombre: Ein
Gespenst geht um in Europa –das Gespenst des Kommunismus- (la cita de Marx Derrida la transcribe en
alemán). Es decir: “un espectro asedia a Europa: el espectro del comunismo”. Se trataría del mismo comienzo de
Hamlet, el príncipe de un Estado corrompido: el asedio de un espectro, el espectro del padre, del rey asesinado.
En Párergon, los espectros que asedian son los de Hegel, Heidegger, y Kant:

¿En qué condiciones, si por lo menos fuera posible, exceder, desmontar o desplazar la herencia de las grandes
filosofías del arte que todavía dominan toda esta problemática, la de Kant sobre todo, la de Hegel y, en otro
sentido, la de Heidegger? [Derrida, Jacques, “Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 23]
Kant, Hegel y Heidegger no son “padres” asesinables (o asesinados) que descansen en paz, que no
“asedien” al presente en los momentos menos esperados. Sus presencias espectrales habitan el mundo de los
vivos –no el mundo de los muertos-. Y los mortales a los que estos espectros asedian son los que se hacen la
pregunta por el arte, instados por sus profesores de filosofía, en medio de las aulas académicas. Las “grandes
filosofías” no están muertas: ése es el problema. Ojalá Kant, Hegel y Heidegger fueran “momias egipcias” –en
sentido nietzscheano- y no “espectros” –en sentido derridiano-. Es hipócrita, de parte de los profesores de
filosofía, tratar a las “grandes filosofías” como si no tuvieran efectos sobre el presente, como si fueran letra
muerta.
Con la pregunta por el arte, tal como Derrida la presenta, de manera teatral, en “Párergon” (se trata de un
seminario ante alumnos de filosofía: las clases son siempre, de algún modo, eventos teatrales, puestas en escena
de un guión o una pieza escrita), tiene una forma onto-interrogativa que evoca los espectros de Hegel, de
Heidegger, y de Kant. Todos los cursos de Estética –también el nuestro, que cerramos hoy- evocan estos
espectros y son asediados por ellos. La pregunta por el arte –hace notar Derrida- nunca es inocente ni puede
serlo.

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El asedio es algo histórico, pero no data de ninguna fecha, no puede fecharse, de acuerdo con el
calendario, en la cadena de los presentes. Este asedio es lo que demarca la existencia misma de un objeto, en este
caso, el discurso estético, la Estética (como materia curricular, como disciplina de la modernidad filosófica,
como modo de interrogarse por el arte). En Espectros de Marx, Derrida juega con el sentido del verbo alemán
umgehen, al que lo traduce por “asediar” (hanter), y lo define como el modo de habitar (la realidad) propio de
los espectros. Es propio de una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones tener que ser-con-
los-espectros. El ser-con (Mitsein) heideggeriano lo amplía al ser-con-los-espectros: vivir junto con ellos, que
viven junto a nosotros en el modo del asedio (Derrida se refiere sobre todo a Europa, pero podría pensarse, en el
caso de Francia en particular, en los muertos de la guerra de Argelia, teniendo en cuenta, además, que él nace en
Argelia como francés).
Es por esta no contemporaneidad a sí que tiene el presente vivo, por estar siempre secretamente
desajustado, que tiene sentido volver a formularse las preguntas que quien estudia filosofía hereda de la
tradición. Pero al formularse la pregunta de nuevo, al repetirla, la pregunta no puede ser traída al presente como
una pregunta inocente, inicial, primera.
El presente es presente vivo (o presente viviente: el término proviene de Husserl) porque tiene una
diferencia consigo mismo que es irreductible: la diferencia (que no es lo mismo que la diferancia) hay que
entenderla como la no coincidencia del presente consigo mismo. Esta diferencia al interior del presente hace que
nada esté nunca del todo ausente o que el presente mismo nunca tenga lugar verdaderamente.
Ahora bien, la noción derridiana de presente viviente no es la misma de Husserl. Lo que Husserl llama
presente vivo implica que el presente nunca puede separarse del pasado (porque ese pasado está presente en el
presente en el modo de retenciones) ni del futuro (porque el futuro está anunciado en el presente en el modo de
protensiones).
En Introducción a El origen de la geometría, Derrida retoma esta noción husserliana no para hacer la
fenomenología de la historia que no pudo hacer Husserl, sino para mostrar que esa fenomenología de la historia
no puede hacerse.
La fenomenología de la historia buscar el origen de la verdad. La fenomenología husserliana encuentra
este origen de la verdad en una operación que la conciencia puede realizar en todo momento: la intuición de la
cosa presente “en carne y hueso”. Pero cuando se trata de la historia, el hecho (que sucede una sola vez) no es
equivalente a la cosa, que puede estar presente “en carne y hueso”. Hay una “diferencia originaria” (a la que
Derrida la llamará más adelante différance: diferancia) entre el hecho y el derecho a volver a encontrar su
origen, entre el ser y el sentido (por la cual la historia no puede ser la apacible transmisión de un sentido de
generación en generación).

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En La voz y el fenómeno. Introducción al problema del signo en la fenomenología de Husserl, Derrida
hace su crítica de la teoría del conocimiento husserliana pensándola como parte de la historia de la metafísica de
la presencia. E introduce, en capítulo VII (“El suplemento de origen”) las nociones clave que le permiten hacer
esta crítica desde un lugar que trasciende la fenomenología.
Para que el futuro se anuncie en el presente (en el modo de protensiones) y el pasado esté retenido en él
(en el modo de retenciones), es necesario que ese presente sea al mismo tiempo presente ya pasado y presente
por venir. Por lo tanto, el presente como pasado va a ser un presente que ya no es presente (un presente no-
presente) y el presente como futuro, un presente que nunca ha ocurrido (un presente todavía no-presente).
El presente no es idéntico consigo mismo (difiere de sí mismo): ése es el primer sentido del verbo diferir,
y el presente es siempre un presente diferido (siempre será mañana, más adelante, plenamente presente): ése es
el segundo sentido del verbo diferir. La diferencia originaria (o diferancia) implica estos dos sentidos del verbo
diferir. Esta diferancia es la que produce la historia: la historia implica desde el origen un “retraso originario”, un
retraso del presenta consigo mismo.
Por eso Derrida dice, en el “Exordio” de Espectros de Marx, que la pregunta por Whither: “¿Adónde va
el marxismo?”, “¿Adónde vamos nosotros con él?” es una pregunta que viene del porvenir. Pero lo que se
encuentra delante de la pregunta debe también precederla como origen suyo: está antes de ella.
Si la procedencia de la pregunta es el porvenir, esa procedencia, como toda procedencia, debe ser
“absoluta e irreversiblemente” pasado:

Experiencia del pasado como por venir, ambos absolutamente absolutos, más allá de toda modificación de
cualquier presente [Derrida, Jacques, Espectros de Marx. El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva
Internacional, trad. José M. Alarcón y Cristina de Peretti, Madrid, Trotta, 1995, p. 13]

A esta pregunta por Whither Derrida decide llamarla “justicia”, porque debe llevar más allá de la vida
presente, de la vida como mi vida o nuestra vida, más allá del presente vivo en general.
Dice Derrida, volviendo al inicio de “Párergon”, que cuando un filósofo repite estas preguntas: ¿qué
es el arte? ¿Cuál es el origen de la obra de arte? ¿Cuál es el sentido del arte o de la historia del arte? sin
destruirlas en su forma de pregunta –aquí está usando el término heideggeriano: destrucción (Destruktion)-,
en su estructura onto-interrogativa, ya ha sometido todo el espacio a las artes discursivas: a la voz y al logos.
Aquí aparecen –sin desarrollo explicativo- la voz y el logos, dos conceptos con los que Derrida establece su
diferencia con la filosofía de Husserl, la “herencia” –podríamos decir- dentro de la cual se ha formado.
En La voz y el fenómeno. Introducción al problema del signo en la fenomenología de Husserl, Derrida
explica cómo Husserl no saca las consecuencias correctas del hecho de que el lenguaje tenga para él un carácter
estructuralmente vacío. El caso extremo del carácter estructuralmente vacío del lenguaje es el pronombre “yo”:

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no es necesario que yo tenga una intuición actual de mí mismo para que “yo” exprese algo. La expresión “yo” no
necesita un “contenido impletivo”, no necesita plenificarse (sich erfüllen: llenarse) con intuiciones para
significar algo. El problema es que Husserl no puede pensar cuál es la radical paradoja de ese vacío del
lenguaje: el lenguaje tiene sentido sin una intuición, sin un conocimiento “en carne y hueso”, en el modo de la
presencia, del objeto mentado. De premisas correctas (el carácter vacío del lenguaje), Husserl saca
consecuencias indebidas (la necesidad de llenarlo, de plenificarlo, con intuiciones de los objetos mentados).
La consecuencia que debería sacar Husserl del carácter vacío del lenguaje es la autonomía del querer-
decir con respecto al conocimiento intuitivo. La intención del querer-decir (Bedeutungsintention) siempre puede
funcionar “en vacío”. Su cumplimiento (su plenificación, su “llenado”) por la intuición del objeto es “eventual”.
Husserl no se atreve a sacar consecuencias paradójicas de su teoría del lenguaje porque cree en la
presencia plena. Su imperativo intuicionista y su proyecto de un conocimiento con sentido unívoco lo inscriben
dentro de la historia de la metafísica de la presencia.

En un único y mismo movimiento, Husserl describe y borra la emancipación del discurso como no-saber. La
originalidad del querer-decir como enfoque es limitada por el telos de la visión [Derrida, Jacques, La voz y el
fenómeno. Introducción al problema del signo en la fenomenología de Husserl, trad. Patricio Peñalver, Valencia,
Pretextos, 1996, cap. VII: El suplemento de origen, p. 159]

Husserl piensa que el lenguaje es vacío para que pueda ser llenado con intuiciones, con conocimiento
unívoco. El criterio epistemológico de la relación con el objeto prima por sobre la libertad radical del lenguaje.
El logos de Husserl es todavía un logos apofantikós, una razón que muestra que una proposición no tiene
sentido si no se muestra (si no se trae a la presencia) el objeto al que ella refiere. La metafísica de la presencia
concibe la verdad como objetividad y el sentido, como univocidad. La intencionalidad husserliana (“toda
conciencia es conciencia de algo”) prescribe el sentido unívoco (en lugar del sentido equívoco) porque
presupone a priori un objeto. La intencionalidad implica de suyo una relación con un objeto.
Para Derrida, no todo discurso puede ni debe prometer un conocimiento. Pero no por no poder prometer
conocimiento los signos de ese discurso deben ser tildados de sin-sentido (Unsinn), de absurdo. El lenguaje
poético, no por transgredir las leyes de la gramática del conocimiento, debe ser reducido al sin-sentido. De
hecho, hay formas de significación no discursivas, como las de la música o la de las artes no literarias en general.
El sentido no se puede reducir al saber, ni el logos a la objetividad, ni el lenguaje a la razón.

En el interior de la metafísica de la presencia, de la filosofía como saber de la presencia del objeto, como ser-
junto-a-sí del saber en la conciencia, creemos muy sencillamente en el saber absoluto como clausura, si no como
fin de la historia. Creemos en esto literalmente. Y en que una tal clausura ha tenido lugar. La historia del ser como

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presencia, como presencia a sí en el saber absoluto, como conciencia (de) sí en la infinidad de la parousía, esta
historia está cerrada. La historia de la presencia está cerrada, pues “historia” jamás ha querido decir otra cosa
que esto: presentación (Gegenwärtigung) del ser, producción y recogimiento del ente en la presencia, como saber
y dominación. Puesto que la presencia plena tiene vocación de infinidad como presencia absoluta a sí misma en la
conciencia, el cumplimiento del saber absoluto es el fin de lo infinito, que no puede ser más que la unidad del
concepto, del logos y de la conciencia en una voz sin diferancia. La historia de la metafísica es el querer-oírse-
hablar absoluto. Esta historia está cerrada cuando este absoluto infinito se aparece como su propia muerte. Una
voz sin diferencia está a la vez absolutamente viva y absolutamente muerta [Derrida, Jacques, La voz y el
fenómeno. Introducción al problema del signo en la fenomenología de Husserl, op. cit., p. 165]

La metafísica cree en lo originario, que debe ser traído a la presencia para que exista lo verdadero. En el
origen habría estado presente, por primera vez, la identidad. Ahora bien, dice Derrida, si en el origen sólo
hubiera identidad, una identidad simple, nada saldría de ese origen. En el origen está la repetición, no la
identidad. En el origen está la re-presentación (Vergegenwärtigung) y no la presentación (Gegenwärtigung)
husserliana del ser. El origen hay que concebirlo como el ensayo de un estreno teatral: la primera representación
en público es en realidad una repetición. El ensayo es la repetición. Es la condición previa de la prioridad de la
primera vez. La segunda vez tiene una prioridad respecto de la primera vez. El original ya constituye una copia.
Mediante el principio del no-principio, Derrida deconstruye el “principio de los principios” husserliano.
Husserl distingue entre lo original (la intuición, que es “donadora originaria” de la cosa misma “en carne y
hueso”) y lo derivado (las intenciones de la conciencia en tanto no plenificadas, no “llenadas”, por una
intuición).
En el principio –otro modo de decirlo que tiene Derrida- está el signo. La conciencia nunca es anterior al
lenguaje. Lo presente sólo está presente a condición de referirse a lo ausente para distinguirse de él, como sucede
en el caso del signo. Ese ausente puede estar en el pasado o en el futuro.
La metafísica se caracterizaría por borrar esta huella de lo ausente por la cual el presente es el presente.
La huella de lo ausente es el signo: el signo hace presente una cosa ausente. Pero si todo lo presente lleva la
huella de algo ausente (como si fuera su fantasma), lo ausente delimita a lo presente. Lo ausente produce
(construye) lo presente, le permite ser lo que es.
Hay que pensar en una “huella originaria”, una huella presente de un pasado absoluto: un pasado que
nunca ha tenido lugar. En el origen no hay identidad, sino diferencia: esa diferencia originaria es la diferancia.
Este concepto lo volveremos a retomar más adelante.
El programa de Derrida, en relación a Husserl, es radicalizar la fenomenología, sacarla de los límites de
la metafísica de la presencia en los que está todavía retenida. El texto metafísico puede desdoblarse entre un
texto manifiesto y un texto latente (Derrida usa las categorías freudianas sobre el contenido del sueño). Y puede

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desdoblarse así por su misma duplicidad, no por la mera voluntad de la estrategia de la deconstrucción. Es decir:
la trasgresión está justificada por el exceso que es propio del texto manifiesto. En este sentido, la deconstrucción
derridiana se piensa a sí misma como un tiranicidio, además de cómo un juego. Es “lo uno y lo otro” o “ni lo uno
ni lo otro”. No se puede decidir. Como en Hamlet.
Todo texto saca a la luz un segundo texto, que es un simulacro del primero.
Esta introducción (hecha a modo de excurso) es importante, en relación a la estética, para entender la no
inocencia y la no originariedad de todas las preguntas filosóficas. Cuando alguien se pregunta –o, más
exactamente: cuando el profesor de filosofía le hace preguntarse al alumno de filosofía- qué es el arte (y formula
la pregunta por el origen de la obra de arte –la pregunta heideggeriana-, la pregunta por el sentido de la historia
del arte –hegelianamente- o la pregunta –kantiana- por el juicio estético, la pregunta por lo que hace posible
decir “esto es bello” o “esto es sublime”), trae al presente unos espectros y trae al presente una estructura onto-
interrogativa que viene unida a ellos. Pero en la pregunta repetida no puede haber expectativa de traer algo desde
el origen, de traer a la presencia algo originario.
En “Parergon”, Derrida va a demostrar, a través de El origen de la obra de arte de Heidegger, de la
Introducción a las Lecciones sobre la estética de Hegel, y de la “Analítica del juicio estético” de la Crítica
del Juicio de Kant, cómo la formulación de la pregunta, en tanto no destruye la estructura onto-interrogativa
que lleva implícita, establece de suyo una teleología y unas jerarquías entre las artes.
Es decir, la envoltura misma de estas tres preguntas (qué es el arte, cuál es el origen de la obra de arte,
cuál es el sentido de la historia del arte) determina una teleología y una jerarquía de las artes, que están
prescriptas, antes que por las preguntas mismas, por el modo de preguntar. Los discursos de Hegel y
Heidegger son diversos en todo: en objetivos, en orientación filosófica y en estilo. Pero tienen en común el
hecho de excluir. No lo que excluyen, sino el hecho mismo de excluir, es lo que termina por formarlos, es
decir, lo que los cierra, los bordea, tanto desde adentro como desde afuera, como si se tratara de un marco.
A partir de esta introducción, veremos ahora los distintos enmarcamientos y desmarcamientos que
hace Derrida, con ánimo deconstructivo, de los discursos estéticos de Hegel, Heidegger y Kant, de los cuales,
de todos modos, hice una selección –si no, es imposible de abordar, en una clase, los dos primeros capítulos
de Párergon: “Lemas” y “El parergon”, que son los que figuran en el Programa de la materia como
bibliografía obligatoria-. Igualmente, este no es un texto hermético sino muy llevadero.
En la página 34, Derrida explica que lo que tienen en común los discursos estéticos de Hegel y
Heidegger lo tienen por lo que excluyen:

Uno, el de Hegel, da su más amplio desarrollo a la teleología clásica y lleva a su culminación, como se dice un
poco rápidamente, la ontoteología -noten que el lenguaje que usa Derrida para leer a Hegel es heideggeriano-;
otro, el de Heidegger, intenta, dando un paso atrás, remontar más acá de todas las oposiciones que han

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dominado en la historia de la estética. Por ejemplo, dicho al pasar, la de forma y materia con todos sus
derivados. Dos discursos, entonces, tan diferentes como es posible, de un lado y de otro de una línea cuyo
trazado simple e indescomponible podemos imaginar. ¿Cómo es posible, sin embargo, que tengan esto en
común? No pueden ser más distintos, pero tienen esto en común: la subordinación de todas las artes a la
palabra –si no a la poesía, por lo menos al poema, a lo dicho, a la lengua, al habla, a la nominación (Sage,
“mito”; Dichtung, “poesía”; Sprache, “lengua”, Nennen, “nombrar” o “designación”). [Derrida, Jacques,
“Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 34]

Derrida no traduce estas palabras (Sage, Dichtung, Nennen): las pone directamente en alemán. Todo
el segundo capítulo de “Párergon” (titulado “El párergon” y dedicado a Kant) está traducido directamente por
Derrida del alemán. De ahí que todos los términos kantianos, hasta los adverbios, estén puestos en alemán
entre paréntesis. Derrida traduce a Kant derridianamente.
A continuación, como si se tratara de una transcripción textual de sus apuntes de clase para dictar el
seminario, aclara:
Releer aquí la tercera y última parte de El origen de la obra de arte, “La verdad y el arte”. [Derrida, Jacques,
“Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 34]

Él está enseñando y se pone el papel de profesor. Pero “Párergon”, tal como está incluido en La
verdad en pintura, no es una desgrabación de un seminario, sino la transcripción de la preparación de un
seminario (no obstante, no podemos saber cuánto se modificaron esos apuntes al convertirse en materia de un
libro). “Párergon” es un texto doblemente pedagógico, podríamos decir, porque pone en abismo –incluso en
términos teatrales- el acto de enseñar los discursos estéticos.
En esa tercera y última parte del texto de Heidegger, “La verdad y el arte”, aparece algo que también
a Lacoue-Labarthe (en “El antagonismo”, incluido en Tipografías II), le parece problemático del modo en
que Heidegger recupera en Hölderlin la imitación de los antiguos. En la última parte de El origen de la obra
de arte, donde aparece la pregunta ¿qué es el arte?, Heidegger dice: buscamos su esencia en la obra real, y se
pregunta en qué se diferencia una producción -o confección- de cualquier objeto (no artístico) de la
producción -o confección- de una obra de arte. Entonces, define la tekné exactamente igual que como la
define Heidegger en el seminario sobre Nietzsche: no es una práctica sino un saber. Teniendo en cuenta
todos estos elementos preliminares, veamos qué dice exactamente Heidegger en la parte que Derrida indica
para “leer”.
La verdad, como alumbramiento y ocultación del ente, acontece al poetizarse. Todo arte es como dejar
acontecer el advenimiento de la verdad del ente en cuanto tal. Y por lo mismo, es en esencia poesía.
Todo arte, por ser advenimiento de la verdad del ente en cuanto tal, es poesía. A esta relación entre
arte y poesía Derrida la piensa como una subordinación de todas las artes a las artes discursivas. En el

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preguntarse por el arte con la pregunta heideggeriana hay inscripta, en la estructura onto-interrogativa de esa
pregunta, una teleología y una jerarquía de las artes. En esta pregunta, la jerarquía de las artes implícita en
ella es la que se sigue de la supremacía de la poesía, que subordina al resto de las artes a ser lenguajes
“poéticos” (de hecho, en todas las artes se habla de “poética” para nombrar una lógica compositiva). Todo
arte es esencialmente discursivo, es esencialmente poesía, palabra o reductible a palabra. Todo arte sería
discursivo o susceptible de ser analizado como un discurso. Dice Heidegger:
La esencia poetizante del arte hace un lugar abierto en medio del ente, en cuya apertura es distinto que antes.
Es decir, la esencia poetizante del arte –todo arte es esencialmente poesía- está dada por su capacidad
de producir una apertura en medio del ente, una apertura que sólo él puede producir. Este privilegio
ontológico que tiene la obra de arte es el que tiene que ver con que su esencia sea poesía. Esta capacidad de
apertura –que es la esencia del arte por ser la esencia de la poesía- es la que justifica la subordinación de
todas las artes a las discursivas. Ahora bien, esa jerarquía entre las artes ya está implícita en la pregunta
heideggeriana. El hacerse heideggerianamente la pregunta por el arte implica aceptar esa jerarquía de las
artes que está implícita en la estructura onto-interrogativa de esa pregunta. Sigue diciendo Heidegger:
Pero la poesía no es ningún imaginar que fantasea al capricho ni es ningún flotar de la mera representación e
imaginación en lo irreal.
La poesía, tal como la piensa Heidegger, no es un género literario más, sino que es el arte en su
esencia. No es que él está pensando en un modo de discurrir del lenguaje que convertiría a la poesía en un
arte particular, como pueden serlo la escultura o la arquitectura. Esto es importante porque el traductor pone
“Poesía” así, con mayúscula, para traducir Dichtung. La poesía (Dichtung) es la esencia de todo arte, en tanto
en una obra de arte hay una apertura al ser y un alumbramiento del ser del ente. Esta es la esencia poética de
toda obra de arte.
Si todo arte es en esencia poesía, a ella debe reducirse entonces la arquitectura, la escultura, la música.
No es que Derrida esté sobreinterpretando a Heidegger al decir que en la pregunta heideggeriana por
el arte está implícita una jerarquía de las artes: Heidegger lo dice claramente. Esta subordinación parece una
pura arbitrariedad, mientras entendamos que las citadas artes son subespecies de la literatura. Es decir,
mientras malentendamos qué significa “poesía” para Heidegger. Si alguien cree que la arquitectura, la
escultura y la música son poesía y eso significa decir que son subespecies de la literatura no ha entendido por
qué son poesía. La poesía –heideggerianamente entendida- no es un arte particular más.
La lengua [Sprache] es la que lleva primero al ente como ente a lo manifiesto.
Hay una primacía de la poesía por sobre el resto de las artes en tanto lo que tiene toda obra de arte de
verdadero lo tiene porque su esencia es la esencia de la poesía, y esa esencia tiene que ver con poner de
manifiesto el ente como ente. Y aunque no podemos tomar el caso de los zapatos –porque Derrida mismo
dice, en un momento del seminario: no voy a hablar de los zapatos, que son dos y por qué son dos-, el ser del

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ente zapatos se pone de manifiesto en lo que tienen esos zapatos de identidad, que es el ser utensilios.
Estudiante: Eso hace de la pintura poesía.
Profesora: Esto hace, de esa pintura de Van Gogh, poesía, exacto. La esencia de los zapatos de Van
Gogh es poética, no pictórica. Esto es lo que a Derrida lo perturba: la pregunta prefigura esa jerarquía. Y
además de haber una jerarquía, hay una teleología: la verdad en el arte tiende a manifestarse como poesía. De
manera semejante, va a analizar en Hegel cómo se da también una circularidad en su discurso estético. Pero,
en principio, lo que Derrida remarca de Heidegger es que en su discurso estético hay una subordinación de
todas las artes a las artes discursivas.
La poesía es el decir de la desocultación del ente. El lenguaje, en este caso, es el acontecimiento de aquel
decir en el que nace históricamente el mundo de un pueblo y la tierra se conserva como lo oculto.
Recuerden la relación tierra-mundo que aparece en El origen de la obra de arte. En tanto está
vinculada con la desocultación del ente, está vinculada con la poesía. En tanto se desoculta el ente en una
obra pictórica o arquitectónica, se desoculta en un modo que expresa su esencia, y esta esencia es poesía
entendida como epos, porque es la poesía de un pueblo, no la de un individuo, ni la de la imaginación de un
individuo.
En tal decir se acuñan de antemano los conceptos de la esencia de un pueblo histórico –tampoco es cualquier
pueblo-, es decir, la pertenencia de éste a la historia universal.
El pueblo que se manifiesta en la esencia poética de la obra de arte es un pueblo en tanto ese pueblo
pertenece a la historia universal. Y si un pueblo pertenece a la historia universal es porque tiene un destino
(Geschick).
También tenemos en la obra de arte un manifestarse de la relación tierra-mundo de la esencia del arte,
que es la poética como la esencia de un pueblo particular pero universal, podemos decir: un pueblo que hace
la historia: los griegos, los romanos, los germanos.
Ahora bien, como la poesía está tomada aquí en un sentido que no es el sentido restringido (el de ser
una de las subespecies de la literatura) y está pensada, al mismo tiempo, en una unidad interna tan esencial
con el habla y la palabra, debe quedar abierta, en consecuencia, la cuestión de si el arte en todas sus especies,
desde la arquitectura hasta la poesía, agotan la esencia de la poesía. Es decir, esta esencia podría ser más
amplia que las artes particulares que la expresan. Habría que ver si todas las artes, desde la arquitectura hasta
la poesía entendida como una forma específica de hacer literatura, agotan la esencia de la poesía, que podría
ser más y mayor que lo que pueden expresar como poesía todas las artes.
Las otras artes, en este sentido, presuponen el habla que está articulada como tal en la poesía. El habla
–dice Heidegger- no es poesía porque sea la poesía primordial sino porque la poesía acontece en el habla, en
tanto ésta guarda la esencia originaria de la Poesía (Dichtung).
Hay una preeminencia del habla para la cual la poesía está jerárquicamente mejor posicionada para

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expresarla que cualquier otra de las artes. En cambio, dice, la arquitectura y la escultura siempre acontecen
ya -y sólo en- lo patente del decir y el nombrar. Son regidas y dirigidas por lo patente del decir y el nombrar.
Pero precisamente por esto son caminos y maneras peculiares de plasmarse la verdad en la obra. Son cada
una en un modo propio de poetizar dentro del alumbramiento del ente que ya ha acontecido en el habla
inadvertidamente. Y concluye: el arte, como poner en obra la verdad, es poesía.
Hasta aquí lo que quiero que analicemos de El origen de la obra de arte, siguiendo la indicación de
Derrida que cierra la página 34 de Párergon: leer aquí la tercera y última parte de “El origen de la obra de
arte” de Heidegger. No quiero detenerme mucho más, dado que el de Heidegger es un texto que ya lo
leyeron en la Unidad 3. La poesía, en tanto es la esencia del arte y en tanto ésta es una esencia poética,
instaura la verdad. Pero para hacerlo necesita una conexión con eso del habla que en la poesía permanece no
adulterado. La poesía es la que guarda aquello del habla que en el Dasein caído se convierte en Gerede, el
habla adulterada, la comunicación instrumental cotidiana, que a veces se traduce por “habladurías” o
“charlatanería”.
Así, la primacía de la poesía respecto del resto de las artes está dada por el modo como guarda –
cuida- la esencia del habla. Dentro de la situación caída del Dasein, se trataría de un arte que expresa la
esencia del arte. Y la esencia del arte es la esencia de la poesía, porque la poesía guarda el habla.
Hasta aquí los fragmentos que seleccioné de esa tercera parte de El origen de la obra de arte, que
busqué a propósito de mostrar lo que dice Derrida –con criterio pedagógico- y no para ponerlo, en este
momento, en duda. La pregunta por el arte que Heidegger se hace en El origen de la obra de arte, en su
estructura onto-interrogativa, lleva implícita una teleología y una jerarquía de las artes.
Decíamos, al comienzo de la clase, que la pregunta por el arte no es una pregunta intuitiva ni
inocente, porque presupone la institución filosófica. Esto no significa, desde ya, que la filosofía se reduzca,
para Derrida, a la institución filosófica. La institución filosófica es, precisamente, lo que tiene que ser
deconstruido: tanto en lo que tiene de discurso como en lo que tiene de edificio, de lugar material donde se
aprende y se enseña filosofía. En lugar de plantear que las preguntas filosóficas se originan en alguna actitud
natural (como podría pensar un fenomenólogo o un pragmatista), Derrida plantea que las preguntas que se
pretenden “naturales” tienen como condición la institución filosófica. Invierte el problema, podríamos decir.
De ahí que preguntarse “qué es el arte” presuponga una institucionalidad que ha sido invisibilizada en la
pregunta. El choque que produce este punto de partida de Párergon es que parece que la pregunta por el arte
fuera una pregunta de élite, una pregunta encerrada en los claustros académicos. Pero quizá sería bueno
preguntarse por qué el punto de partida de Derrida –muy provocativo, si se quiere, porque se trata de un
seminario y él mismo se prepara, con estos textos, para ponerse “teatralmente” frente a los alumnos- produce
ese choque entre quienes precisamente formamos parte de los claustros académicos (los estudiantes y los

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docentes). Uno podría seguirle el juego a Derrida y decir: de La verdad en pintura -de acuerdo con lo que
dice la primera página de la reimpresión argentina de Paidós de 2010 (la primera edición argentina era de
2009)- se tiraron 500 ejemplares. Es decir, se especula, comercialmente, que unas quinientas personas van a
leer el libro en la Argentina en el año 2010 y, quizá, en los años siguientes a 2010. El libro, además, se
publica –según esa misma primera página que estoy citando- con un subsidio público francés: el Programa de
Ayuda a la Publicación Victoria Ocampo, del Ministerio de Asuntos Extranjeros y del Servicio Cultural de la
Embajada de Francia en la Argentina. Los traductores –excelentes: María Cecilia González y Dardo Scavino-
son argentinos. Sigo jugando y levanto la apuesta: los profesores argentinos de Estética somos parte del
relativo “éxito” –editorial e intelectual- que tenga el libro una vez reimpreso. Aquí y ahora, en la institución
filosófica de Puán, lxs estudiantes de filosofía se deben estar preguntando si la pregunta por el arte que nos
hacemos leyendo a Derrida no excede la institución en la que nos la estamos haciendo. Quizá la verdad de La
verdad en pintura sea su no bestelleridad, ya prevista en la cantidad de ejemplares tirados, salvo que sea una
errata y al “500 ejemplares” haya que sumarle varios ceros. Siguiendo con la seriedad del juego les pregunto
yo a ustedes: ¿quién responde a esa pregunta más amplia por el arte que se harían las personas que no
estudian filosofía? En principio, somos nosotros, los profesores de filosofía y los futuros profesores de
filosofía (los estudiantes), los que les enseñamos a todos los que no estudiaron ni estudian ni estudiarán
filosofía cómo hacerse la pregunta por el arte. Y, como si fuera poco, les enseñamos que tienen que saber de
antemano que no van a poder respondérsela si no es dentro de alguna tradición. Es decir, que para poder
responderse la pregunta van a tener que elegir un filósofo o una filosofía que se las responda.
La pregunta por el arte desde ya que excede el ámbito de la universidad. Pero cuando alguien que se
relaciona con el arte por fuera de la universidad se hace la pregunta por el arte (sea un artista, un aspirante a
artista, un aficionado al arte o alguien que elige como salida, cuando conoce a una persona a la que quiere
seducir, ir a ver una muestra en un centro cultural sobre la que leyó en el diario que “no hay que perdérsela”),
busca que se la responda un libro -o un curso informal, no universitario- en el que el autor –o el profesor- le
va a exponer un discurso estético forjado a la sombra (o a la luz) de las instituciones universitarias.
En cuanto al modo en que Derrida habla de deconstruir el espacio físico de la institución (y no sólo el
discurso) que se hace la pregunta por el arte, ahí su planteo sí me parece muy francés, en el sentido de que las
instituciones, en Francia, tienen una presencia apabullante, incluso física, que no tienen, no sólo en nuestro
país, sino tampoco en el resto de la propia Europa. El lugar de la universidad es en Francia un lugar de
enunciación diferente del lugar de enunciación que es la universidad en la Argentina, y probablemente en
toda Latinoamérica.
Estudiante: La pregunta ¿qué es el arte?, en Argentina, no es sólo académica.
Profesora: Pero no se trata de que porque más personas se la hagan (dentro de la universidad y fuera

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de ella) sea una pregunta que no esté modelada –en su estructura onto-interrogativa- por los saberes
académicos, fundamentalmente por el de la filosofía. Cuando a un niño, en la escuela, lo vinculan con el arte
(a través de la música y a través de la plástica), no va a preguntarse “qué es el arte”. Pero puede que sus
maestros lo insten a hacerse esa pregunta como una pregunta (en su estructura onto-interrogativa) filosófica.
De hecho, cuando ese niño crezca y tenga clases de filosofía en la escuela secundaria, sus preguntas (incluida
la pregunta por el arte) se van a formular de un modo en el que la institución filosófica (en la que se formaron
sus profesores) está presente en ellas. Los saberes universitarios –para bien y para mal- atraviesan también la
escuela y la concepción de la infancia con que ella está organizada: las etapas, los “grados” (qué puede
preguntarse y qué puede responderse, según la edad). Incluso la “filosofía para niños” es una disciplina
universitaria (con grado de maestría, en algunas universidades). Las personas que se forman como artistas en
las distintas carreras de la UNA (Universidad Nacional de las Artes) y que obtienen el grado de la
licenciatura (o el profesorado: igual que en nuestra carrera), tienen clases de Estética, de Filosofía, de
Fundamentos teóricos de la producción artística, etc. (digo los nombres de algunas materias), con lo cual
también sus preguntas están “dirigidas” por el discurso estético de las “grandes filosofías” que Derrida
deconstruye. Aun cuando alguien sólo lea filósofos del siglo XX y XXI para responderse “qué es el arte”, lo
que va a descubrir es que cuanto más contemporáneo sea el filósofo más intertextual va a ser su filosofía,
más peso va a tener sobre ella la historia de la filosofía. El tema de la filosofía contemporánea, en gran parte,
es la propia historia de la filosofía. Fíjense que los autores más contemporáneos que hemos leído son los que
tienen por tema a la propia historia de la estética.
El propio Derrida reconoce, en Espectros de Marx, que la deconstrucción nace en un contexto
intelectual, el de la Francia de los años 50, en el que prima la idea del fin. Lo que él empieza a llamar, en la
década del 80, “el tono apocalíptico en la filosofía” era “el pan nuestro de cada día” en la década del 50: el fin
de la historia, el fin del marxismo, el fin de la filosofía, el fin del hombre, el último hombre.
La idea de que el fin de la historia equivale a la muerte del hombre pertenece a la lectura que Kojève
hace de Hegel. Apoyados en esta lectura, cada uno a su modo, Blanchot y Bataille describen en qué consistiría
esa “muerte del hombre” (esta “vida después de la muerte”) que adviene con el fin de la historia. Para Blanchot,
este hombre posthistórico, en cuanto hombre universal, es un hombre satisfecho. El único modo en que podría
trascender esa autosatisfacción en la que consiste la vida después de la muerte es en el modo de la experiencia-
límite. Esta experiencia-límite equivale al deseo del hombre sin deseo, a la insatisfacción del hombre satisfecho
en todo, a lo que queda por alcanzar cuando todo se ha alcanzado, a lo desconocido, cuando se ha conocido todo,
etc.
Para el Bataille lector de Kojève, el fin de la historia puede llegar por la vía de la conservación o de la
revolución. En ambos casos, la sociedad tiende a ser homogénea, a borrar las diferencias que hacen de los

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hombres individuos. El fin de la historia es el fin del hombre, porque el hombre se caracteriza por la
Negatividad, por la actividad creadora. Después del fin de la historia, si el hombre acepta la realidad tal como es
dada, sin una revuelta creadora, adquiere el carácter del animal. Los hombres, sin la revuelta, son como animales
domésticos.
Esos temas “del fin” aparecían en la filosofía francesa a través de las lecturas de Hegel, Marx, Nietzsche
y Heidegger que se hacían por la vía de Kojève. Blanchot y Bataille serían dos de los artífices principales de este
planteamiento cincuentista de la idea del fin. Por ejemplo, en el ensayo “Hegel, el hombre y la historia”, Bataille
dice, interpretando al Hegel kojeviano, que después del fin de la historia puede perfectamente haber guerras y
revoluciones, pero ellas no le agregan ningún capítulo nuevo a lo que el hombre ya vivió.

El fin de la historia es la muerte del hombre propiamente dicho. Después de esa muerte quedan: 1) cuerpos
vivientes que tienen forma humana pero están privados de Espíritu, es decir, de Tiempo o de potencia creadora; y
2) un Espíritu que existe-empíricamente, aunque bajo la forma de una realidad inorgánica no viviente, en tanto
que Libro, que al no ser siquiera una vida animal ya no tiene nada que ver con el Tiempo. La relación entre el
Sabio y su Libro es por lo tanto rigurosamente análoga a la del Hombre y su muerte. Mi muerte es
verdaderamente mía, no es la muerte de otro. Pero sólo es mía en el futuro, puesto que se puede decir ‘voy a
morir’, pero no ‘estoy muerto’ (…) La filosofía de Hegel es la filosofía de la muerte [Bataille, Georges, “Hegel, el
hombre y la historia”, en: La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961, traducción, selección y
prólogo de Silvio Mattoni, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 3ª. ed., 2008, pp. 327-328]

El Hegel con el que se encuentra Derrida –en el contexto francés de los años 50- es el “filósofo de la
muerte” que ha enseñado a leer Kojève, primero, y Bataille y Blanchot, después. El espíritu, tras el fin de la
historia, no es más que el Libro escrito por el Sabio, una vez que se ha separado de él después de su muerte y
queda allí, eterno e inhumano. De ahí que Derrida se pregunte constantemente, en los dos primeros capítulos de
Párergon, por su propio libro.
En el comienzo del libro, Derrida dice que la verdad en pintura es una frase que él toma de Cézanne y
la convierte en título, pero que en algún momento pensó que el título del libro podría haber sido: Sobre el
derecho a la verdad en pintura, para enfatizar la cuestión del marco. Y en otro momento, cuando vuelve a
preguntarse por la cuestión del título, dice que podría haber sido El círculo y el abismo. Todo el tiempo, cada
vez que cambia el eje de la pregunta por el arte, se pregunta por el título de su libro (que antes fue un
seminario y antes, los apuntes de un seminario) y de qué manera el título, una vez decidido, le exigiría a él
algo. De la misma manera que la pregunta por el arte tiene una estructura onto-interrogativa (puede ser la
heideggeriana, pero también la hegeliana o la kantiana), el título también tiene una manera de dirigir el texto.
Por ejemplo, este último título (El círculo y el abismo) le exigiría a Derrida que defina qué es un abismo y

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qué es un círculo; el libro –si ese es su título- va a tener que ser un abismo y un círculo o va a tener que ser la
puesta en abismo del círculo.
El libro, ya con el título La verdad en pintura, se presenta a sí mismo como un conjunto de textos
desencuadrados, provenientes de un seminario, que fueron reencuadrados en una revista y ahora son
reencuadrados en un libro, y que están recuadrados a su vez y tienen un marco para separarlos unos de otros.
En estos textos, la pregunta está formulada de la misma manera en que se la deconstruye.
Dentro de este libro, la pregunta por el arte no es una pregunta de los artistas, ni una pregunta de los
receptores, ni es una pregunta que se hace cualquier persona frente a la sobreestetización de la sociedad, sino
una pregunta que está inserta en un dispositivo filosófico-educativo: el de las instituciones que forman a los
docentes, donde hay una formación para formadores. En estas instituciones, la pregunta por el arte es una
pregunta que se formula dentro de los dispositivos onto-interrogativos de las “grandes filosofías”: Heidegger,
Hegel, Kant. Estas figuras (las de los “grandes filósofos”) son las que asedian, como espectros, al discurso
estético contemporáneo. Ahora bien, lo que cierra sobre sí a esas filosofías es lo que excluyen. Y, en este
sentido, dos filosofías que se pretenden opuestas (la de Heidegger, como la filosofía de lo anti-absoluto, y la
de Hegel, como la filosofía de lo absoluto) pueden tener algo en común. Lo que tienen en común es,
precisamente, lo que excluyen.

En el encuadre siguiente a la indicación sobre lo común entre Hegel y Heidegger, Derrida dice:
Ambos parten de una figura del círculo. (…) Se mantienen en ella incluso si su residencia en el círculo no
tiene el mismo estatuto en apariencia. [Derrida, Jacques, “Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 35]

En relación con cómo el filósofo se incluye a sí mismo dentro del círculo, Hegel es el filósofo del
espíritu absoluto, el que se pone en la posición del “nosotros” y desde ese “nosotros” interpela al lector: el
lector también debe ponerse en la posición del filósofo, es decir, en la posición del espíritu absoluto, si es que
quiere entender lo que el filósofo quiere explicarle. En el caso de Heidegger, desde su programa anti-
absoluto, su posición como filósofo –desde la que interpela al lector- es diametralmente opuesta a la de
Hegel: no hay absoluto desde el cual él pueda hacer una “revelación”. Ahora bien, en las posiciones
diametralmente opuestas en las que se encuentran Hegel y Heidegger como filósofos, la forma en la cual
construyen su propia filosofía, pensando en el lector, es igualmente circular. Lo que hace Derrida es
comparar cómo son los círculos que construye cada uno. El círculo y el abismo: este sería el título que –se le
ocurre cuando habla del círculo- podría haberle puesto a su libro La verdad en pintura. En el momento en
que plantea que ése hubiera sido un título posible para lo que finalmente se llamó La verdad en pintura,
formula la pregunta por el topos del título: ¿Tiene lugar? ¿Y dónde, en lo que a la obra se refiere? ¿En el
borde, fuera de borda, en el reborde interno? Es decir, ¿qué le obligaría a hacer este título (El círculo y el

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abismo) como diferente de lo que le obliga a hacer el que finalmente pone (La verdad en pintura)? Cuando
estaba escribiendo los textos, a modo de “apuntes”, para el seminario sobre el párergon, todavía no existía el
libro llamado La verdad en pintura sino el seminario en el cual se partía de la pregunta por el arte, y se
realizaba la deconstrucción de esa pregunta como deconstrucción de la institución filosófico-pedagógica de la
filosofía. Pero cuando el seminario se convierte en parte de un libro, Derrida aclara que los tres primeros
capítulos de Párergon están “desprendidos” de “una exposición en curso, es decir, de un seminario”. El
seminario ya fue dado cuando Párergon se convierte en parte de La verdad en pintura. Si el título fuera El
círculo y el abismo, veamos qué estaría obligado a hacer Derrida:

Si digo, por ejemplo, que El Círculo y el abismo serán el título de la obra que represento hoy –noten que la
clase es también una representación, un evento teatral con su respectivo “aquí y ahora”- como introducción,
¿qué hago y qué pasa? ¿El círculo y el abismo serán el objeto de mi discurso? [Derrida, Jacques, “Párergon”,
en: La verdad en pintura, op. cit., p. 35]

En la medida en que él representa lo que está diciendo –porque lo está diciendo en una situación
escénica: la clase- el problema de la introducción es fundamental. En la introducción, el filósofo se corre del
lugar de filósofo: en tanto expositor de su propia clase, se pone en un lugar de pedagogo. Hace el juego de
ponerse en el lugar del alumno -que luego, en la medida en que la clase se convierte en un texto publicado,
será el lector-, es decir, en el lugar de aquél que no sabe lo que se le va a decir, y por lo tanto tiene que ser
introducido a lo dicho. Además, lo que analiza Derrida para encontrar lo común entre Hegel y Heidegger es
la Introducción de las Lecciones sobre la estética. Y las introducciones, en todas las clases hegelianas, son
introducciones al sistema. Cualquiera sea el tema de las clases de Hegel, siempre se entra a él por el sistema.
Al arte se ingresa por el sistema. Pero entrar por el sistema implica -como hemos dicho varias veces- la
posibilidad de poder entrar por cualquier lugar a la filosofía. Es decir, el sistema es lo que permite que se
pueda entrar a él por cualquier lugar. Recordemos las potencias schellinguianas: la historia, el arte o la
naturaleza –cualquiera sea la potencia- exponen el sistema. Esto mismo podemos decirlo de la
deconstrucción: se entra a la deconstrucción cuando ya se está dentro de ella, cuando se está deconstruyendo
algo. No es un método que preexista a la deconstrucción misma. Siempre se entra al objeto por la
deconstrucción, sólo que –a diferencia de lo que sucede con el sistema- la deconstrucción no ingresa por la
“vía principal”, sino por una vía marginal, podríamos decir, una vía “suplementaria”. A la Crítica del Juicio
de Kant Derrida va a ingresar por el #14: “Explicación por medio de ejemplos”.

Alguien podría pensar que cometo un abuso al encarnizarme con dos o tres ejemplos, quizá fortuitos, en un
subcapítulo secundario; y que sería mejor dirigirse a lugares menos marginales de la obra [la Crítica del

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Juicio de Kant], más cercanos del centro y el fondo. Desde luego. La objeción supone que ya se sepa cuál es el
centro y cuál es el fondo de la tercera Crítica [como se sabe, podríamos agregar, en el caso del sistema
hegeliano], que ya se haya encuadrado su marco y el límite de su campo. Ahora bien, […] no sé lo que es
esencial y accesorio en una obra [en parte, “Párergon” intenta redefinir estos criterios] [Derrida, Jacques,
“Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 74]

En el caso de Hegel y Heidegger, al haber “circularidad”, al haber “círculo”, la cuestión de lo


principal y lo secundario, de lo esencial y lo accesorio, está definido por las exclusiones que hacen de
antemano sus filosofías. En el caso de Kant en la Crítica del Juicio (no en la Crítica de la razón pura), qué es
lo esencial y lo accesorio son parte del problema de la propia obra: de hecho, el concepto de párergon –
vamos a ver en el segundo capítulo- Derrida lo toma de la Crítica del Juicio de Kant, del #14. De todos
modos, a pesar de que el capítulo 2 introduce el problema del párergon a partir del # 14 de la Crítica del
Juicio, la pedagogía es tirana aún con los deconstructores: antes de analizar el #14, Derrida hace una
introducción a la Crítica del Juicio empezando por la Introducción que Kant escribe a la obra.
Así, el problema de la introducción es pedagógico-filosófico: cómo se hace entrar al círculo (a la
filosofía como círculo) al alumno o al lector –que para el caso serían lo mismo, porque también al lector de
filosofía se le está enseñando algo-. La idea de la introducción, entonces, es la idea de entrar al círculo. Y la
figura del círculo es la de la filosofía. Él la encuentra en Heidegger, que aborrece el sistema, que aborrece lo
hegeliano, lo absoluto, la historia de la metafísica -aunque reconoce la importancia capital de las Lecciones
sobre la estética de Hegel en el Epílogo de “El origen de la obra de arte- tanto como en Hegel, que piensa
circularmente su sistema. En el primero de los seminarios sobre Nietzsche (Nietzsche, tomo 1), Heidegger
dice de Hegel, considerándolo uno de los seis hechos fundamentales de la historia de la estética, que había
logrado no tanto tematizar el gran arte sino convertir la ausencia del gran arte en el tema de la filosofía
especulativa, y darle un sentido a la historia del arte gracias a la ausencia de gran arte.
Hegel construye la circularidad de su filosofía –es decir: delimita el círculo hegeliano- a través de una
exclusión: la exclusión de la belleza natural. Hegel ya ha empezado la filosofía cuando empieza la estética y,
así, sabe que tiene que empezar por una exclusión. Su sistema ya lo obliga a excluir algo. La decisión estaba
tomada en un momento del cual quien presencia sus lecciones no ha participado: el momento de la
construcción del sistema. No obstante, las lecciones introducen al sistema a los estudiantes (o a los lectores) a
través de la ubicación en él del arte. Las Lecciones, en su introducción, comienzan diciendo, antes que nada,
qué es lo que excluyen: la belleza natural. No hay belleza natural. El télos -o esencia final- de lo bello
aparece en el arte, y no en la naturaleza en cuanto tal. Esta es la exclusión que le da comienzo a la estética
hegeliana.
Derrida explica ahora lo que anticipó dos encuadres antes: el porqué de la introducción, qué relación

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tiene la introducción con la filosofía y con la circularidad de la filosofía:

Cuando las ciencias se refieren a los productos del espíritu, la necesidad de una introducción o de un prefacio
se hace sentir. Como el objeto de estas ciencias fue producido por el espíritu, por lo que conoce, éste debería
internarse en un conocimiento de sí, en el conocimiento de lo que produce, del producto de su propia
producción. [Derrida, Jacques, “Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 37]

Es decir, dado que el arte es un producto del espíritu, es necesario que el espíritu, en tanto
conocimiento y, a la vez, autoconocimiento, exponga cuál es el lugar dentro suyo del producto de su propia
producción.
En la ciencia de lo bello el espíritu se presupone, anticipa, precipita. La cabeza primero. Todo aquello por lo
que comienza ya es un resultado, una obra, un efecto del salto del espíritu. Todo fundamento, toda justificación
(Begründung) habría sido un resultado. [Derrida, Jacques, “Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 37]

El espíritu, en la ciencia de lo bello, tiene que anteponerse. Primero está el espíritu y, como está
primero (primero la cabeza), hay que explicar la presencia de esa cabeza, del espíritu, en el resultado. El
resultado es suyo. Podemos decir: dado que el espíritu está primero, hay que introducir al alumno/lector al
espíritu a través de uno de sus resultados, mostrándole cómo ha sido producido por él. El espíritu se muestra
a través de sus obras. Todo es él. Entonces, se puede empezar por cualquier lugar. Si el sistema es lo absoluto
en conceptos, se puede empezar por la naturaleza, por el arte, por la historia. Pero siempre lo que se va a
exponer es lo mismo, con mayor o menor cercanía de lo expuesto respecto del espíritu absoluto. Ahora bien,
esta mayor o menor cercanía -o mayor o menor lejanía- hace pensar en un sistema de círculos concéntricos.
Son círculos dentro de círculos. En el sistema siempre hay círculos y cada uno está dentro de otro:

El espíritu sólo es lo que es, sólo dice lo que quiere decir, volviendo sobre sus pasos y en círculos. Pero el arte
sólo forma uno de sus círculos, en el gran círculo del Geist o del espectro. Este visitante puede llamarse Gast o
Ghost, guest o Gespenst [“huésped” o “fantasma”] El fin del arte y su verdad es la religión, otro círculo cuyo
fin, la verdad, habrá sido la filosofía, etc. [Derrida, Jacques, “Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p.
38]

Geist es la palabra hegeliana para espíritu, y Gespenst es la palabra (del alemán coloquial) para
espectro. Esta última palabra tiene un desarrollo importante en Espectros de Marx, un libro posterior de
Derrida, donde aparece la figura del fantasma del padre de Hamlet, y se analiza la relación entre esta figura
con la del fantasma del comunismo en Europa.
Estudiante: ¿No tiene que ver con la frase de Marx con la que comienza el Manifiesto Comunista?

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Profesora: Sí, claro. Pero también se trata del espectro del propio Marx. Y también sucede que en la
tradición anglosajona la palabra hegeliana Geist suele aparecer traducida al inglés como mind, que no está
mal (muestra cómo se lee a un idealista alemán en otro contexto intelectual), pero es otra cosa. Técnicamente,
la palara espíritu (Geist), en Hegel, no se refiere a lo mismo que mind. El espíritu siempre mira para atrás –
como el búho de Minerva-, siempre vuelve sobre sus pasos, siempre conoce, es decir, se autoconoce, dentro
de círculos.
En el capítulo 1 de Espectros de Marx, Derrida dice que el espíritu y el espectro no son lo mismo. Pero
que hay que afinar la diferencia entre ambos viendo qué es lo que tienen en común: no se sabe lo que es. Y no se
sabe no por ignorancia, sino porque ese no-objeto, ese presente no-presente, ese ser ahí de un ausente o de un
desaparecido no depende ya del saber.
Lo que distingue al espectro del espíritu es su fenomenalidad sobrenatural y paradójica. Este algún otro
espectral (un re-aparecido) nos mira y nos sentimos mirados por él fuera de toda sincronía. El espectro está
desincronizado respecto de nosotros, de nuestro presente. Es anacrónico. La desincronización nos remite a la
anacronía. Esa anacronía es la que dicta la ley.
Esa Cosa que no es una cosa, esa Cosa invisible, que no es vista “en carne y hueso” cuando re-aparece,
nos mira y nos ve no verla. Existe una espectral disimetría entre el espectro y nosotros: nosotros no lo vemos y él
nos mira y nos ve no verlo. A este efecto, Derrida lo llama efecto visera: no vemos a quien nos mira (la figura la
toma del modo en que aparece el espectro del padre en Hamlet: él mira y ve no ser visto desde atrás del yelmo de
una armadura).
Desde que heredamos la ley, el efecto visera consiste en sentirnos vistos por una mirada con la que
siempre será imposible cruzar la nuestra. La sumisión a la ley es ciega porque es la sumisión a su origen secreto,
al secreto de su origen.
La figura del espectro no es una metáfora. Derrida no la usa para explicar o nombrar otra cosa. La
“cuestión del fantasma” es la cuestión del acontecimiento y la repetición, que debería plantearse, en realidad, al
revés: repetición y acontecimiento, repetición y primera vez. Para que haya “primera vez” tiene que haber
“segunda vez”, es decir, repetición.
¿Qué es lo que hace de “acontecimiento”, de “primera vez” en el caso del fantasma? ¿Hay ahí una
oposición entre la cosa misma y su simulacro?
La repetición implica “primera vez” y “última vez”. La singularidad de la primera vez hace de ella
también una última vez. El acontecimiento es al mismo tiempo una primera vez y una última vez.
Completamente distinta. Se trata de una puesta en escena para el fin de la historia a la que Derrida la llama
fantología (hantologie, neologismo que hace alusión a hanter: asediar como la actividad propia de los
fantasmas). Los fantasmas asedian a los vivos. Los fantasmas desincronizan el presente. Lo anacronizan. “Ponen

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el tiempo fuera de quicio” (The time is out of joint, se dice en Hamlet). La cuestión de la repetición es la cuestión
del espectro. El espectro empieza por regresar. Es siempre un re-aparecido.

Estudiamos el arte desde su fin [por eso les mencionaba al búho de Minerva], su ser pasado y su verdad [no
estudiamos su presente y su no verdad]. La filosofía del arte es entonces un círculo en el círculo de círculo: un
anillo, dice Hegel, en el todo de la filosofía. Gira sobre sí mismo y anulándose se encadena a otros anillos.
Esta concatenación anular forma el círculo de los círculos de la enciclopedia filosófica, en la que el arte
recorta una circunscripción o a la cual quita una circunvolución: se cerca. [Derrida, Jacques, “Párergon”, en:
La verdad en pintura, op. cit., p. 38]

La operación del espíritu para autoconocerse es la de cercarse, la de construir los círculos hacia
adentro, y no salirse de sí –porque ya lo ha hecho- sino volver sobre sí: el espíritu se absolutiza por la vía de
la negación, por lo tanto, conoce hacia adentro, no hacia afuera. Autoconocerse implica un movimiento hacia
adentro. La dialéctica hegeliana, por la vía negativa, traza círculos, convirtiendo al conocimiento que el
espíritu absoluto obtiene de sí mismo en conocimiento anular.
A veces se habla de la fenomenología del espíritu como un conocimiento que traza la forma de una
espiral. Aquí, en el caso del sistema, no hay espiral sino anillos: un anilllo dentro de otro anillo. Este
conocimiento anular, como dice Derrida, es el conocimiento que el espíritu tiene de sí mismo, y al que el
filósofo, para poder explicarlo, tiene que introducir al lector. Introducir al lector a este conocimiento anular
equivale a hacerlo entrar dentro del círculo, para lo cual el círculo tiene que estar trazado de antemano. El
problema de la introducción es precisamente ese: cómo se introduce al círculo a quien todavía no sabe cómo
está estructurado ese sistema de círculos concéntricos. Por eso las introducciones hegelianas se dedican a
exponer el sistema en relación a un tema particular: en el caso de las Lecciones sobre la estética, el tema es el
arte.
El todo de la filosofía, el corpus enciclopédico, es descripto como un organismo vivo o como una obra de arte.
[Derrida, Jacques, “Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 39]

Derrida va a usar el mismo criterio, en el cap. 2 de “Párergon”, para la Crítica del Juicio: pensarla
como una obra de arte, como una obra arquitectónica, incluso.
La obra de arte, en el caso de Hegel, es el corpus de la filosofía, es decir, el corpus de su filosofía, el
sistema. Esta estética con forma de círculo, de la que habla Derrida, es, precisamente, la que presupone la
Enciclopedia de las ciencias filosóficas (la obra en la que Hegel expone el Sistema completo), además de la
Fenomenología del espíritu. El lugar del arte en el círculo de los círculos ya está consolidado (en la
Enciclopedia de las ciencias filosóficas) en relación a la religión (el círculo que niega, incluye y supera al

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arte) y a la filosofía (el círculo que niega, incluye y supera a la religión, que ya tiene al arte dentro suyo
negado, incluido y superado). En las Lecciones sobre la estética Hegel no necesita explicar cómo llega un
sujeto individual al saber absoluto, como en la Fenomenología, sino cuál es el lugar del arte dentro del saber
absoluto (que está determinado en el sistema que se despliega en la Enciclopedia).
Si la filosofía del arte es un anillo, un círculo dentro de otros dos círculos (la religión y la filosofía,
que lo incluyen), esto nos lleva a pensar que la obra de arte, en verdad, es el todo de la filosofía, el corpus
enciclopédico en lo que tiene de organismo vivo -como dice Derrida en la cita-. Recordemos que también
Schelling toma ese punto de partida en la Filosofía del arte: el todo es lo bello. La belleza, en el sistema,
aparece como un atributo de lo que la piensa, es decir, de lo absoluto. Belleza es verdad puesta en el modo de
la verdad reflejada (en Schelling) o puesta en el modo de la manifestación sensible (en Hegel). Lo que es
bello lo es por su relación con el todo.
A continuación, Derrida introduce la figura de la corona. Ya tuvimos el círculo, el anillo, la cabeza
(primero) y, ahora, la corona.

En la corona de esta necesidad científica, cada parte representa un círculo que vuelve sobre sí mismo y que
mantiene con los otros un lazo de solidaridad, un entrelazamiento necesario y simultáneo. Se ve animado por
un movimiento retrógrado (ein Rückwärts) y por un movimiento progresivo (Vorwärts) 1, a través del cual se
desarrolla y se reproduce en otro de manera fecunda. Así, para nosotros, el concepto de lo bello y del arte es
una presuposición dada por el sistema de la filosofía. La pregunta ¿qué es lo bello? sólo la filosofía puede
plantearla y responder: lo bello es una producción del arte, es decir, del espíritu. [Derrida, Jacques,
“Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 39]

Hasta aquí desarrolla Derrida la circularidad hegeliana: el cierre es la corona. Con la figura de la
corona queda claro por qué la pregunta ¿qué es el arte? aparece dentro de un círculo. Es decir, no es una
pregunta que exceda la circularidad de los círculos concéntricos de la filosofía. De ahí que él haya empezado
con Cousin y la forma en que embarazó de Hegel a Francia, embarazando de Hegel a la universidad francesa:
la deconstrucción es a la vez la deconstrucción de la institución que contiene el círculo para la pregunta por el
arte. El círculo del arte es también el círculo de la pregunta por el arte; el círculo del arte es el círculo de la
filosofía del arte que se enseña en el círculo de los saberes institucionalizados, los saberes universitarios y
universales (el más universal de todos sería la filosofía). Y el círculo de la pregunta por el arte empieza a ser
trazado cuando la filosofía del arte decide qué es lo que queda afuera de ese círculo: la naturaleza. Lo mismo
que vale para Hegel vale para Heidegger: por medio de una exclusión siempre se traza una circularidad.
Desde la página 40 hasta la 42, Derrida plantea por qué Heidegger, teniendo con Hegel tantas

1
Ambas palabras: Vorwärts y Rückwärts se usan en realidad como adverbios, pero aquí están sustantivadas.

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diferencias de estilo y de orientación filosófica, gira en un círculo análogo al de él. Dice:

No es por cierto insignificante que más de un siglo después una meditación sobre el arte comience por girar en
un círculo análogo mientras que pretende dar un paso más allá o más acá del todo de la metafísica. [Derrida,
Jacques, “Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 40]

Ahora bien, ¿por qué quedaría encerrado Heidegger en el mismo círculo de Hegel, cuando lo que
pretende es salirse explícita, voluntaria y programáticamente de ese tipo de circularidad? Derrida señala
cuatro indicios.
El primer indicio de circularidad es que en El origen de la obra de arte Heidegger reescribe los
conceptos de la estética hegeliana: forma y materia. Si recuerdan, vimos en la clase pasada, a través de los
“Seis hechos fundamentales de la historia de la estética”, la importancia que tiene para Heidegger la
diferencia entre materia (hyle) y forma (morphé). Así, la relación entre materia y forma que hay en Hegel -la
forma simbólica, la forma clásica y la forma romántica- sólo es reescrita en Heidegger, sin ser abandonada.
El segundo indicio tiene que ver con el Postfacio de El origen de la obra de arte. Este es el momento
de más explícita relación entre la ontología del arte heideggeriana y la estética hegeliana.

Como indica el Postfacio, el arte se deja interrogar aquí a partir de la posibilidad de su muerte. [Derrida,
Jacques, “Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 41]

También Heidegger -una vez que vez que se ha leído El origen de la obra de arte desde la perspectiva
del Postfacio- tiene a la muerte del arte como punto de partida de la pregunta por el arte. El arte –tanto para
Hegel como para Heidegger- es algo del pasado.
El tercer indicio, evocado en el Postfacio, es la relación del belleza (que sólo es belleza artística) con
la verdad (no con el gusto): lo bello no es relativo al placer o al gustar (Gefallen), como en Kant. Esta idea de
que una estética no trata del gusto también emparienta a El origen de la obra de arte con la estética
hegeliana.
El cuarto indicio es que Heidegger coloca al arte occidental en el centro de su meditación. Occidental
es lo que podríamos llamar nosotros eurocéntrico –por supuesto, un europeo no diría eurocéntrico; es una
palabra de alguien que está descentrado respecto de Europa-. El arte occidental es ese presunto continuum
que empieza con los griegos y termina con el arte romántico, para Heidegger, es decir, con Hölderlin.

Ateniéndose a estos indicios preliminares, el texto heideggeriano aparece como la repetición no idéntica,
desfasada, descolgada, de la repetición hegeliana en las Lecciones de estética. [Derrida, Jacques, “Párergon”,

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en: La verdad en pintura, op. cit., p. 42]

Por estos cuatro indicios, la estética heideggeriana es una repetición -sobre todo por su Postfacio- del
planteo del problema de la muerte del arte tal como aparece en la Introducción de las Lecciones sobre la
estética. En este sentido, el texto heideggeriano es una repetición no idéntica del texto hegeliano. De ahí que
la circularidad también esté en el acto de repetir el texto.
En la siguiente página Derrida se pregunta: ¿Por qué un círculo? Aquí llegamos al momento en que
Derrida repite la repetición heideggeriana de la repetición hegeliana, y al igual que Heidegger, hace una
repetición no idéntica. Porque lo que hace Heidegger permanentemente, en El origen de la obra de arte, es
ese tipo de preguntas que llevan a preguntarse por la pregunta: por ejemplo, ¿qué es la obra de arte?, ¿qué es
obra?, ¿qué es preguntarse por el qué?, ¿qué es preguntar?, ¿estoy realmente preguntando? Derrida lleva este
procedimiento, sobre todo en el cap. 2 de “Párergon”, al paroxismo, casi hasta la locura, si no fuera un
deconstructor. El hacerse la pregunta de la pregunta de la pregunta (el círculo al revés), tendría una condición
estructuralmente enfermiza -digo, pensando en cómo Lacoue-Labarthe habla de la imitación de los antiguos:
también hay una imitación de los antiguos en el modo de preguntarse, como si la pregunta no fuera, al fin y al
cabo, una pregunta enmarcada por la institución-, si no fuera porque ya se nos ha dicho –Derrida lo dijo al
comienzo del comienzo- que es una práctica académica. Es decir, la pregunta aparece como ontológica o,
incluso, existencial, no como una pregunta institucionalizada. Derrida se pregunta: ¿Por qué es un círculo? Y
responde así:
Esquema del argumento: buscar el origen de una cosa es buscar aquello a partir de lo cual y por dónde es lo
que es; es buscar su procedencia esencial, que no es su origen empírico. La obra de arte proviene del artista,
se dice [tal como lo dice Heidegger]; el origen del artista es la obra de arte. [Derrida, Jacques, “Párergon”, en:
La verdad en pintura, op. cit., p. 43]

Así es como Derrida circulariza el argumento. Si leyeron le texto, recodarán que la pregunta se
circulariza a sí misma: de dónde proviene la obra de arte: del artista. De dónde proviene el artista: de la obra
de arte. Entonces el círculo es una manera de hacerse la pregunta por el origen de la obra de arte. No es un
círculo vicioso, un círculo que se produzca a expensas del texto, como si se pudiera acusar de circularidad al
texto, sino que es la estructura onto-interrogativa de la pregunta por el arte es la propia del círculo
hermenéutico.
Ahora bien, el lugar de Hegel en relación a Heidegger –o, mejor dicho, el lugar que Heidegger le
reconoce a Hegel en el Postfacio de “El origen de la obra de arte”- sólo es posible por la Crítica del Juicio,
por el modo en que Kant configura el discurso estético a partir de esa obra.
Y el lugar que el origen de la obra de arte le reconoce a las Lecciones de estética (“la meditación más

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comprensiva de Occidente sobre la esencia del arte”) sólo puede ser determinado en cierta topografía
histórica a partir de la Crítica de la facultad de juzgar. [Derrida, Jacques, “Párergon”, en: La verdad en
pintura, op. cit., p. 46]

Igual que para Deleuze en Kant y el tiempo, para Derrida hay un antes y un después de la Crítica del
Juicio en los discursos sobre el arte. Las Lecciones sobre la estética sólo pueden ser uno de los “seis hechos
fundamentales de la historia de la estética” en la medida en que la Crítica de la facultad de juzgar es un libro
de estética que funda un modo de interrogarse por el arte. De nuevo tenemos la relación de la pregunta con la
institución.
La tercera crítica supo identificar en el arte (en general) uno de los términos medios (Mitten) para resolver
(auflösen) la oposición entre el espíritu y la naturaleza, los fenómenos internos y los fenómenos externos, el
adentro y el afuera, etc. Pero adolecería aún [de] una laguna, una falta (Mangel): seguiría siendo una teoría
de la subjetividad y del juicio, reserva de principio análoga en El origen de la obra de arte. [Derrida, Jacques,
“Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 46]

Kant no pretende que la Crítica del Juicio sea un tratado de Estética: el arte no es su problema. Él no
parte de la pregunta académica ¿qué es el arte? Su problema es el de la articulación, el de la mediación, entre
términos que su propia filosofía, de no escribir la tercera Crítica, dejaba escindidos. El juicio (Urteil) es lo
que media, aunque etimológicamente (Derrida hace de esta etimología “un mundo”) la palabra Ur-teil
significa “la parte originaria”: Ur: originario; y Teil: parte. La tercera Crítica hace las veces del puente
(Brücke) entre las dos Críticas anteriores. Se promete en ella una reconciliación entre lo teórico y lo práctico,
entre la necesidad y la libertad, que sólo puede formularse en el modo del deber (Sollen). Para explicarlo,
Derrida toma del § 22 de la Crítica del Juicio un concepto de los más problemáticos que presenta la obra: el
de sentido común.
Por un lado, Kant declara no querer ni poder examinar si el sentido común, representado aquí como norma
indeterminada, no conceptual y no intelectual, existe como principio constitutivo de la posibilidad de la
experiencia estética o bien si, a título regulador, la razón nos ordena producirlo con fines más elevados. Este
sentido común no cesa de ser presupuesto por la Crítica, que se abstiene sin embargo, de analizarlo. Se podría
mostrar que este suspenso garantiza la complicidad de un discurso moral y de un culturalismo empírico.
Necesidad permanente.
Por otro lado, recordando la división de la filosofía y todas las oposiciones irreductibles que habían
determinado las dos primeras Críticas, Kant proyecta el plan de una obra que podría reducir el enigma del
juicio estético y colmar un falla, un clivaje, un abismo (Kluft): “Si entonces un abismo cuyo fin no se divisa
(unübersehbare Kluft), se establece entre el dominio del concepto de la naturaleza, es decir, lo sensible, y el
dominio del concepto de libertad, es decir, lo suprasensible, de manera que ningún pasaje (Übergang) sea

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posible del uno al otro, por medio entonces del uso teórico de la razón, como entre mundos tan diferentes que
el primero no puede tener ninguna influencia (Einfluss) sobre el segundo, éste debe, sin embargo (soll doch)
tener una influencia sobre aquél. Por consiguiente, tiene que (muss es) haber un fundamento de la unidad
(Grund der Einheit). [Derrida, Jacques, “Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 46-47]

Esta es una cita de Kant que hace Derrida, pero no tiene ninguna indicación a pie de página de la
edición ni ningún otro dato (más adelante va a aclarar que él mismo traduce el texto de Kant a medida que lo
expone).
El sentido común, justamente, aparece cuando Kant tiene que decir que no hay apodicticidad, que el
juicio estético no es necesario, ni objetivo, pero que no puede formularse, sin embargo, como si fuera
subjetivo. En cierto sentido, que introduzca el término sentido común causa más confusión que
esclarecimiento. Uno en seguida piensa que se refiere al sentido común de la época, el de una clase social, el
de la pertenencia a un género, o algún tipo de gusto preestablecido. Y sin embargo, no es nada de eso: el
sentido común es el efecto del carácter no apodíctico del juicio.
Ahora bien, este carácter no apodíctico hace que, yendo a la última parte de la cita que hace Derrida,
deba querer compartirlo. Yo tengo que tener la obligación, aunque nadie pueda obligarme, de hacer que mi
juicio aspire a la universalidad. Ahora bien, nadie puede obligarse a hacer que el juicio no sea egoísta. En
realidad, es el juicio el que, por ser un juicio estético, tiene esa aspiración. Y en este sentido, el sensus
communis no es la facultad de un sujeto individual, algo a lo que el sujeto individual se adscribe, sino algo
que es producido por el juicio.
Para redondear la primera parte, sigue diciendo:

Más abajo, metáforas o analogías vecinas. Se trata nuevamente del inmenso abismo que separa los dos
mundos, y de la imposibilidad aparente de tender un puente (Brüke) entre una y otra orilla. Llamar a esto
analogía no quiere decir nada, todavía. El puente no es una analogía. El recurso a la analogía, el concepto y
el efecto de analogía son o constituyen el puente mismo, tanto en la Crítica como en toda la potente tradición a
la cual ésta aún pertenece. La analogía del abismo y del puente por encima del abismo es una analogía para
decir que tiene que haber efectivamente una analogía entre dos mundos absolutamente heterogéneos, un
tercero para pasar el abismo, cicatrizar la apertura y pensar la diferencia; en síntesis, un símbolo. El puente
es un símbolo: pasa de una orilla a la otra, y el símbolo es un puente. [Derrida, Jacques, “Párergon”, en: La
verdad en pintura, op. cit., p. 47]

Derrida presenta la figura del puente como aquello que une las dos orillas. Recuerden la cita de Kant:
“si entonces un abismo cuyo fin no se divisa se establece entre el dominio del concepto de la naturaleza, es
decir lo sensible, y el dominio del concepto de libertad, es decir lo suprasensible, de manera que ningún

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pasaje sea posible del uno al otro, por medio entonces del uso teórico de la razón, como entre mundos tan
diferentes que el primero no puede tener ninguna influencia, sobre el segundo, éste debe, sin embargo, tener
una influencia sobre aquél. Por consiguiente, tiene que haber un fundamento de la unidad”. Lo sensible y lo
suprasensible aparecen como mundos desconectados, mundos entre los cuales todo puente que se pueda
tender no puede ser sino en el modo de la analogía.
Lo que dice Derrida que hace Kant es convertir al puente que tiene que haber entre los dos mundos –y
podríamos agregar: y no lo hay, desde el punto de vista empírico- en un símbolo. El puente entre los dos
mundos que no tienen conexión empírica entre sí es un símbolo: el puente es la analogía misma. Entre el
reino de la libertad y reino de la necesidad, la Crítica del Juicio es el puente.
De nuevo tenemos el círculo: la Crítica del Juicio es el círculo dentro del cual tiene lugar ese puente
entre lo sensible y lo suprasensible. Pero tiene lugar, insisto, en el modo de la analogía. No se trata de
encontrar una reconciliación real entre lo sensible y lo suprasensible sino de tender el puente como un
símbolo. El juicio estético, y el juicio en general (porque el juicio teleológico también lo es) es un modo de
tender un puente entre lo que no tiene contacto entre sí. Este es el análogon, la analogía.
No es que Kant soluciona con la Crítica del Juicio el abismo entre los mundos de las dos Críticas
anteriores, entre lo sensible y lo suprasensible -a Derrida le gusta la figura del abismo citada por Kant porque
es una figura propia-, o que reconcilia los mundos irreconciliables, sino que tiende el puente, y el puente no
es más que un símbolo. Esta es la “solución” kantiana. Auflösen es “solucionar”, “resolver”, una palabra que
tiene la raíz lösen, “disolver”. No es que Kant disuelva la separación, sino que crea un símbolo (un análogon)
para expresar de qué tipo es la relación entre lo que no tiene relación pero debe tener relación. Podríamos
decirlo de este modo: deja todo en su lugar, deja el abismo en su lugar, y se preocupa por crear el símbolo de
la relación que debería haber entre lo no relacionado: el puente. Pero el puente es un símbolo. El juicio es ese
puente; la facultad de juzgar hace posible pasar de un mundo al otro sin cruzar, por decirlo de alguna forma.
Estudiante: Deleuze dice algo así también en un artículo: que la Crítica del Juicio no cierra las otras
dos críticas sino que es algo independiente. No hay una comunicación entre las otras dos, sino que es un
símbolo.
Profesora: Es que el propio Kant dice –incluso en la cita que elige Derrida- que en lo que él piensa
con la facultad de juzgar es en una mediación, en una facultad mediadora. Justamente, si Kant ya ha
explicado el conocimiento y ya ha explicado el deber, lo que va a explicar ahora tiene que ver con cierto tipo
de juicios en los cuales hay libertad, y el elemento que hace que esos juicios no sean objetivos,
determinantes, es justamente esa libertad.
Estudiante: Cuando Kant está tratando de explicar lo sublime matemático, hace un juego permanente
entre lo sensible y lo suprasensible. Si él hubiera encontrado una solución, no haría ese juego.

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Profesora: Claro. Porque en realidad, no es que él soluciona el problema, sino que tiende el puente.
Pero el abismo lo deja ahí, debajo del puente. El abismo queda, aunque exista el símbolo para expresar la
relación que debería haber entre los dos extremos que el puente uniría (en potencial). Ahora bien, yo decía
recién que se puede pasar de un reino al otro sin cruzar el puente porque en realidad, el puente es un símbolo.
No se cruza. No es que se tiene acceso a lo suprasensible. Ni es que se tiene acceso a la cosa en sí. No hay tal
acceso. Hay analogía, pero no conocimiento.
En el segundo capítulo de Párergon, que se llama, justamente, “El Parérgon”, Derrida se pregunta
cuál es el objeto de la tercera Crítica. El objeto de la Crítica del Juicio se definiría por lo que excluye la
Crítica de la razón pura: el afecto (entendido como placer/displacer o como poder de desear) y por la razón
(la facultad que se extralimita en el conocimiento). Los temas que excluye la Crítica de la razón pura son,
entonces, la razón y el deseo: la razón del deseo y el deseo de la razón. Aquí empiezan, con más fervor, los
juegos de palabras invertidas que tanto le gustan a Derrida.
Entre las dos facultades (el entendimiento y la razón) entra en juego una tercera facultad. Este
miembro intermediario (Mittelglied) es el juicio (Urteil). Con el juicio nos internamos en un lugar que no es
teórico ni práctico o, más bien –dice Derrida-, que es teórico y práctico a la vez. Se trata de un lugar “privado
de lugar” (p. 50), que no tiene un dominio de objetos –o un campo- propios.
Es necesario construir una teoría del juicio, para lo cual Kant encuentra –dice en la Introducción a la
Crítica del Juicio- “grandes dificultades”. La facultad de juzgar se sirve de conceptos a priori, los aplica,
pero no tiene conceptos que le pertenezcan específicamente a ella. Por eso la mayor dificultad que presenta,
en términos de fundamentación, esta ajenidad de los conceptos a priori (que provienen del entendimiento) es
la que corresponde a los juicios estéticos, en los que aparece una relación entre el conocimiento y el placer.
Ese placer, en el seno de un juicio, es “totalmente enigmático”.
La cuestión del deseo, en la Crítica del Juicio, aparece como la cuestión del desapego: el desapego –
la actitud desinteresada- es la esencia de la experiencia estética. Kant descubre la relación entre placer y
mandato: no hay placer sin estrictura (el neologismo es derridiano). El placer es un desvío del mandato y,
como tal, reconoce el mandato. Derrida aplica este criterio a su propia lectura de la Crítica del Juicio: si en el
placer se reconoce y se desvía un mandato, lo que puede hacerse es 1) seguir al objeto y 2) seducirlo. El
capítulo 2 de “Párergon” hace eso: 1) sigue el libro de Kant; 2) lo seduce. Derrida lo dice en primera persona:

Lo sigo: el enigma del placer pone todo el libro en movimiento. Lo seduzco: al tratar la tercera Crítica como
una obra de arte u objeto bello, lo que no estaba destinada simplemente a ser, hago como si la existencia del
libro me fuera indiferente (lo que, nos explica Kant, es un requisito para cualquier experiencia estética) y
pudiera considerarse con un imperturbable desapego. [Derrida, Jacques, “Párergon”, en: La verdad en pintura,
op. cit., pp. 55-56].

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El capítulo, entonces, se divide en estas dos partes: 1) La sigo [a la Crítica del Juicio Kant] (pp. 56-
60); 2) la seduzco (pp. 60-91). Como pueden ver, la seducción es más larga (y más ardua) que el apego a la
letra de Kant.
Cuando lo sigue a Kant en su letra, Derrida se hace las “preguntas de la pregunta” kantiana. ¿Por qué
los juicios de gusto se llaman estéticos? Porque el gustar (Wohlgefallen, lo que García Morente traduce por
satisfacción) que determina el juicio estético debe ser desinteresado. El objeto me interesa cuando me
importa su existencia. El placer puro y desinteresado que postula Kant no es indiferente al objeto
(simplemente lo deja ser), sólo que no se deja determinar por su existencia. Pero tampoco se deja determinar
por la existencia del sujeto. Ni la empiricidad del objeto ni la empiricidad del sujeto determinan el placer
estético.
En el gustar (Wohlgefallen) no me intereso en mí, en tanto existo, me complazco en. No en algo que existe, en
tal o cual cosa. Me complazco-en-complacerme-en- lo que es bello. En tanto que no existe. [Derrida, Jacques,
“Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 59]

Se trata de una hetero-afección pura (en lugar de una auto-afección pura). Lo completamente-otro me
afecta con un placer puro privándome a la vez de concepto y de goce. Si aquello a lo que atribuyo mi placer
(al decir “esto es bello”, al “esto”) no fuera completamente-otro, no habría exigencia (auto-exigencia) de
universalizar (subjetivamente: a todos los sujetos existentes y por existir) el juicio estético.
El placer estético no lo experimento fenomenalmente, empíricamente: me doy a ese placer –dice
Derrida- pero aquello que me lo provoca me resulta inaccesible: “yo, sujeto existente, nunca accedo a lo bello
en cuanto tal. Nunca tengo placer puro en tanto que existo” (p. 60).

Hasta aquí Derrida “sigue” a la Crítica del Juicio de Kant. A partir de ahora, la seduce. Para eso, trata
a la Crítica del Juicio como una obra de arte. Si va a tratarla como una obra de arte, tiene para eso que
encriptar su existencia. La idealidad de la Crítica del Juicio no es pura: es un libro. Eso es lo que le permite
seducirla, leerla a su manera, a la manera derridiana.
La Crítica del Juicio no es una Crítica más. Su objeto tiene la forma del juicio reflexionante, por lo
tanto, trabaja sobre el ejemplo: el ejemplo precede. Eso lo autoriza a Derrida (él se auto-autoriza) a empezar
a leer este libro a partir del #14 “Aclaración por medio de ejemplos”. Ahora bien –recordemos que se trata de
la puesta en escena “teatral” propio de un seminario dictado en la universidad-, les dice a sus estudiantes que
“da por sentada” (p. 63) la lectura, de parte de ellos, de la Crítica del Juicio. Es decir, todos –el profesor y los
estudiantes- tienen que tener previamente leída la obra que van a deconstruir.
La cita de Kant de la cual Derrida extrae el concepto de parergon es la siguiente (la cito citada por
Derrida, para seguir el juego que él propone):

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Incluso los llamados ornamentos [Zierate: decoración, adorno, paramenta (Párerga)], es decir, lo que no
pertenece intrínsecamente a la representación total del objeto como parte integrante sino solamente como
aditivo exterior y aumenta el placer del gusto, lo hacen, sin embargo, sólo mediante su forma: como los
marcos de los cuadros, los vestidos de las estatuas o las columnas en torno de los edificios suntuosos. Pero si
el ornamento mismo no consiste en la forma bella, si es como el marco dorado simplemente aplicado para
provocar, por su atractivo, nuestro asentimiento, se lo llama entonces ornato [Schmuck] y daña la belleza
auténtica. [Derrida, Jacques, “Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 64]

El discurso filosófico siempre estuvo en contra del parergon. Sin embargo, Kant lo introduce en
algunas sus obras y, en la Crítica del Juicio, lo tematiza. De todos modos, no es un concepto, para él, sino un
cuasi-concepto filosófico: el suplemento que no está ni fuera ni dentro de la obra, como las “notas” (no las
notas al pie, sino lo que que Kant llama “Nota general a …”, una especie de nota agregada). En La religión
dentro de los límites de la mera razón, Kant introduce cuatro notas a modo de párerga: 1) Sobre los efectos
de la gracia; 2) Sobre los milagros; 3) Sobre los misterios; 4) Sobre los medios de la gracia. Se trata de los
párerga de la religión en los límites de la razón pura. La razón, consciente de su impotencia para satisfacer su
necesidad moral, se extiende hasta estas ideas trascendentes, que podrían colmar su falta, pero sin
apropiárselas. Los párerga encierran siempre un peligro (son peligros, también). En tanto párerga, estas
cuatro extensiones o agregados de la religión (los milagros, los misterios, los efectos y los medios de la
gracia) intervienen en tanto al discurso religioso le falta algo y la razón es impotente ante esta falta. El riesgo
que conllevan estos “aditamentos” es reemplazar a lo que vienen a completar. Pero el problema es que no son
elementos secundarios respecto de algo principal, sino elementos que se dan con lo principal. Se trata de algo
marginal sin lo cual el discurso religioso deja en evidencia su falta.
Las cuatro Notas generales de La religión dentro de los límites de la mera razón le sirven a Derrida
para ensayar una definición de parergon en Kant:

Lo que no es interior o intrínseco, como una parte integrante a la representación total del objeto sino que sólo
le pertenece de manera extrínseca como un excedente, una adición, una adjunción, un suplemento. [Derrida,
Jacques, “Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 67]

En la pág. 69 de La verdad en pintura está reproducida una pintura de Lucas Cranach: Lucrecia
(1533). Al cuerpo desnudo de la mujer sólo lo cubre un velo transparente a la altura del pubis. Pero en la
mano derecha lleva un puñal que lo dirige contra su cuerpo a la altura del centro de los pechos. Y en el cuello
tiene un collar de perlas. Derrida se pregunta ¿cuál es el parergon?

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Si todo parergon sólo se agrega, lo hemos verificado en La religión dentro de los límites de la mera razón,
gracias a una falta interior en el sistema al que se agrega, ¿qué es lo que falta en la representación del cuerpo
para que el vestido venga a suplirla? ¿Y qué tendría que ver el arte con todo esto? ¿Qué es lo que haría ver?
¿Haría ver? ¿Dejaría ver? ¿Dejaría hacer ver? ¿O hacerse ver? [Derrida, Jacques, “Párergon”, en: La verdad
en pintura, op. cit., p. 68]

Lo que constituye en párerga a los vestidos de las estatuas, a las columnas exteriores de los edificios
suntuosos, y a los marcos de los cuadros
… no es simplemente su exterioridad de excedente, sino el lazo estructural interno que los fija a la falta en el
interior del ergon. Y esta falta sería constitutiva de la unidad misma del ergon. Sin esta falta, el ergon no
necesitaría párergon. [Derrida, Jacques, “Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 70]

A partir de esta definición de lo parergonal, Derrida aclara que él no sabe qué es parergonal y qué no
lo es dentro de una obra. No sabe tampoco si el lugar de la Crítica del Juicio en el que Kant define el
parergon (el #14) es parergonal o no. Para eso se necesita saber qué es un párergon. De ahí que la lectura de
la obra de Kant lo lleve a pensar el parergon para saber qué es. Lo importante es que Kant no excluye el
párergon. Reconoce que el párergon puede aumentar el placer del gusto. Y lo diferencia del ornato: el dorado
del marco de los cuadros sería un ornato. El ornato es algo que extravía por su fuerza atrayente, algo que
extravía la mirada respecto de la forma de la representación.
Derrida analiza cuál es el marco (un marco no dorado, podríamos agregar) de la Crítica del Juicio: los
cuatro momentos del juicio de gusto. ¿De dónde viene ese cuadro?, se pregunta. De la Analítica de los
conceptos de la Crítica de la razón pura. El cuadro de los cuatro momentos del juicio (según la cualidad,
cantidad, relación y modalidad) Kant lo exporta de otra obra. Ese trasplante del marco de una obra a otra
implica una violencia: primero, encierra la teoría de la estética en una teoría del gusto y, después, encierra la
teoría del gusto en una teoría del juicio. Enmarca doblemente. Se trata de una delimitación externa: Kant dice
que las funciones lógicas del juicio le han servido de “guía”. El marco de los cuatro momentos del juicio le
hace comenzar su exposición por el momento de la cualidad. Y es en el primer parágrafo del momento de la
cualidad, en el comienzo mismo de la obra, en el que Kant introduce el parergon:

Para distinguir si una cosa es bella o no, no remitimos la representación al objeto por medio del entendimiento
con vistas a un conocimiento, sino al sujeto y su sentimiento de placer o displacer por medio de la imaginación
(unida tal vez al entendimiento, vielleicht mit dem Verstande verbunden) [Derrida, Jacques, “Párergon”, en:
La verdad en pintura, op. cit., p. 82]

Entre paréntesis y presentada con un “tal vez” aparece la relación con el entendimiento en la que se

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sostiene la posibilidad de Kant de aplicar, como marco de su obra, la tabla de los juicios de la Crítica de la
razón pura.
La relación con el entendimiento, que no es segura ni esencial, provee entonces todo el marco de este discurso;
y, en él, del discurso sobre el marco. (…) Todo el marco de la Analítica de lo bello funciona, con respecto a
ello cuyo contenido o cuya estructura interna se trata de determinar, como un párergon. [Derrida, Jacques,
“Párergon”, en: La verdad en pintura, op. cit., p. 82]

Este marco o párergon, trazado por el propio Kant y leído como tal por Derrida, es lo que habilita a
leer la Crítica del Juicio como una obra de arte. Ahora bien, un marco no es una estructura férrea, sino una
estructura frágil. Ésta sería la “verdad” del marco. Pero esta “verdad” (de ahí las comillas) ya no puede ser
una verdad, porque no define la trascendentalidad sino la accidentalidad del marco, su parergonalidad. El
marco define lo que una filosofía tiene de “ficción teórica”, de construcción para un lector. Pero no hay que
olvidar –recuerda Derrida al final del cap. 2 de “Párergon”- que si bien ningún marco es un marco natural
(todos son ficticios), el contenido –el objeto- de la ficción teórica de Kant es la metafísica, la ontoteología
misma. La práctica de la ficción debe cuidarse de no dejar pasar la verdad metafísica bajo la etiqueta de la
ficción –dice Derrida en la pág. 91, la última del capítulo-. En la ficción teórica de Kant hay ángulos: el
marco de Hegel, en cambio, es plenamente redondo.
Con el problema del párergon Derrida introduce a su modo la relación arte-política: hay una política
del texto (en el texto) que la introduce su marco. Decir que no hay marcos naturales para la filosofía (o que
ningún marco es natural) equivale a decir que ninguna escritura filosófica es inocente. Delimitar es siempre
una tarea política. Toda filosofía es al mismo tiempo una ficción teórica por el solo hecho de que tiene lector.
Mucho más si es un libro y antes, algún tipo de texto. El seminario del que se desprende “Párergon” (el texto
del que leímos los dos primeros capítulos” es un texto teatral, además de una ficción teórica. Que Derrida
“dibuje” los marcos de su texto no debería ser leído como una provocación hacia el lector o como una
excentricidad de divo. Debería pensarse como una explicitación de su práctica de escritura: le muestra al
lector que él está presente en el texto. Y que él está escrito también dentro del texto.
La filosofía, pensada por Derrida como una práctica institucionalizada, no es practicada por él de esa
misma manera. El devenir burocrática de la escritura filosófica (la obligación de publicar los textos para
engrosar un currículum) no hace de suyo desaparecer la filosofía. Pero el contexto institucional en que la
filosofía es practicada le imprime un marco a los textos. Enmarcar los textos en relación a sus lectores y
espectadores (cuando son enseñados) y elegirles un marco (que no sea el prescrito por la institución
pedagógica que es la institución académica) es de algún modo la práctica política contemporánea de la
filosofía (por lo menos cuando no se piensa en ella como “cosa del pasado”, bajo la idea de “fin”).

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