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1. Nuestro cerebro no entiende sutilezas; entiende de hechos.

Traduce acciones y
modula sus reacciones siguiendo unos códigos muy precisos. Si nos reímos, nuestro
cerebro cree que estamos contentos y reacciona segregando endorfinas para
hacernos sentir bien. Si, por el contrario, lloramos interpreta que estamos tristes o
preocupados y disminuye en nuestro organismo la producción de noradrenalina. Lo
que nuestro cerebro no sabe hacer es distinguir si ese sentimiento de felicidad o de
abatimiento que le estamos transmitiendo con nuestra risa o nuestro llanto es real o
ficticio. En otras palabras, si fuéramos capaces de hacer como ese payaso triste que
ríe aunque esté roto por dentro, podríamos engañar a nuestro cerebro, y este
mandaría al torrente sanguíneo una buena dosis de endorfinas que nos animen.
Esta teoría forma parte del debate recurrente acerca de la supuesta incapacidad del
cerebro humano para distinguir entre aquello que es real de lo que no lo no
es. Ahora se sabe que se trata de una afirmación que sólo es cierta a medias. Por
ejemplo, cuando alguien ve una película de ciencia ficción el cerebro sabe que se
trata de una fantasía. Es decir, desde el punto de vista de la percepción biológica de
la realidad, sí sabe distinguir cuándo se encuentra en un entorno ficticio y cuándo
está en uno real. Es la respuesta cerebral a esos estímulos la que no es capaz de ver
la diferencia. Este descubrimiento tiene enormes implicaciones médicas, ya que
supone que dentro de no demasiado tiempo podríamos ser capaces de curar
trastornos como el autismo o patologías como ciertas atrofias musculares gracias a
la realidad virtual. La base de este potencial se encuentra en que, si bien nuestro
cerebro sabe que esa realidad que experimenta es ficticia desde el punto de vista de
la percepción, podemos “engañarle” igualmente haciéndole hacer cosas que no
haría sin ese recurso vivencial.
Hasta hace apenas un año se pensaba que las experiencias virtuales y las reales
provocaban exactamente el mismo tipo de reacciones cerebrales, que actuábamos
igual de un modo o de otro. El investigador de la Universidad de Los Ángeles,
Mayank Mehta, demostró que no es así gracias a un experimento realizado con
ratas de laboratorio. Mehta hizo recorrer a los animales dos laberintos idénticos en
todo salvo en una cosa. Mientras que uno de ellos era real, el otro era virtual.
Monitorizando la actividad cerebral de las ratas, comprobó que tenían las mismas
reacciones y hacían exactamente lo mismo en un caso y en otro. Se producía lo que
se llama un efecto imitado. Sin embargo, había una diferencia. La actividad en el
hipocampo - parte del cerebro que controla la memoria- variaba. Las ratas crearon
mapas cognitivos de recuerdo que quedaban impregnados en su memoria cuando
recorrían en laberinto real, pero no sucedía lo mismo cuando se embarcaban en el
recorrido virtual. Era la manera en que el cerebro de los animales se daba cuenta de
que no estaba inmerso en un ambiente natural.
Los trabajos de Mehta y su equipo y otras investigaciones están ayudando a definir
esas diferencias. Hoy sabemos que en los entornos virtuales podemos vivir
experiencias con la misma intensidad que el mundo real, pero que no dejan huella
en nosotros. No trazan una marca cognitiva tras de sí. ¿De qué sirve entonces la
realidad virtual si no va a dejar un poso de aprendizaje y mejora en nosotros? Lo
virtual solo tendrá plenamente sentido y podrá ayudar de muchas formas al ser
humano cuando consiga equipararse en nuestro cerebro a una experiencia humana
plena.

La manera de resolver este dilema es añadir a esa experiencia virtual nuevos


elementos que terminen de engañar a nuestro cerebro. Suministrar a esa
experiencia virtual percepciones adicionales que permitan dejar esa huella de
manera más o menos permanente. Se trata de trascender la percepción visual,
añadiéndole nuevos elementos sensoriales para terminar de convencer a nuestro
cerebro de que se trata de una experiencia real. Un simulador en el que hay sonido,
en el que se mueve el asiento, en el sopla el aire, caen gotas de lluvia o emanan
olores asociados a la actividad... Todos esos elementos adicionales convierten la
experiencia virtual en una vivencia de carne y hueso, aumentan nuestras
pulsaciones y nuestro cerebro empieza a generar esas marcas de recuerdo y esos
mapas mentales que son imprescindibles para el aprendizaje.

2. los científicos Anna Abraham e Yves von Cramon, del Instituto Max Planck de
Alemania han conseguido identificar en el cerebro humano los circuitos neuronales
que nos hacen distinguir la realidad de la ficción.

Según se explica en la revista Physorg, las investigaciones realizadas por Abraham y


Cramon apuntan a que somos capaces de distinguir entre personas reales, como
George Bush, y personajes de ficción, como Cenicienta, en parte gracias al grado de
relevancia que damos a uno u otro.

Distinguir fantasía de realidad

La mayoría de la gente puede diferenciar de forma inmediata la realidad de la fantasía.


Por ejemplo, sabemos que los personajes de las películas son ficticios, mientras
comprendemos que los personajes históricos existieron alguna vez, aunque jamás los
hayamos visto.
Por muy obvia que nos parezca la distinción, hasta ahora se sabía muy poco de los
mecanismos cerebrales responsables de esta capacidad humana que, tal y como
explican los científicos en un artículo aparecido en la revista PLOSone, tenemos desde
muy pronto. De hecho, a los cinco años de edad, los niños ya poseen una intrincada
comprensión de la diferencia entre ficción y realidad.

Recientemente, explican los investigadores, el primer estudio con neuroimágenes


sobre este tema reveló que la mera exposición a contextos en los que había implicadas
entidades reales, comparada con la exposición a contextos con personajes ficticios,
propiciaba la activación de determinadas regiones del cerebro, concretamente, la
corteza prefrontal media y la corteza cingulada posterior.

Ya se sabía, además, que estas dos áreas del cerebro están implicadas en la
recuperación de recuerdos autobiográficos y en el pensamiento auto-referencial, por
lo que Abraham y Cramon lanzaron la hipótesis de que las entidades reales podrían ser
codificadas conceptualmente como más personalmente revelantes para el observador,
que los personajes de ficción.

Grados de relevancia personal

Para probar su hipótesis de que la relevancia personal es un factor clave en la


diferenciación entre realidad y fantasía, los científicos reunieron a 19 voluntarios (10
mujeres y 9 hombres de 25 años de edad media) a los que se les pidió en primer lugar
que hicieran una lista de nombres de sus familiares y amigos más cercanos, y también
que leyeran una lista de personas famosas o de personajes de ficción, para confirmar
que los conocían a todos.

Posteriormente, durante los experimentos, los participantes vieron los nombres de sus
familiares y amigos (relevancia personal alta para ellos), de las personas famosas que
conocían (relevancia personal media) o de personajes de ficción (relevancia personal
baja). Los voluntarios fueron contestando, al mismo tiempo, a algunas preguntas,
como si era posible para alguien hablar con las personas o los personajes presentados
(las interacciones entre la gente real y los personajes de ficción fueron considerados
imposibles).

Mientras tanto, su actividad cerebral fue registrada con la tecnología de exploración


magnética funcional (fMRI), que consiste en un escáner que mide la respuesta
hemodinámica (de los flujos de sangre del cerebro), relacionada con la actividad
neuronal.

Con esta tecnología, se pudo comparar la respuesta del cerebro en el procesamiento


de la información acerca de los personajes reales y los de ficción. Sus resultados, según
declaraciones de Abraham en Physorg, “nos han permitido acercarnos un poco más a
la comprensión de cómo nos percatamos de la “autenticidad” de nuestras
percepciones”.

Tal y como habían predicho los científicos, estos resultados demostraron que cuando
los participantes respondían cuestiones sobre sus amigos o sus familiares, se producía
una activación más potente en las áreas del cerebro antes mencionadas - la corteza
prefrontal media y la corteza cingulada posterior-, en comparación con la activación
que se producía cuando se les preguntaba por personajes ficticios o famosos.

Reacciones cerebral ante personajes conocidos. PLoS.

Reacciones cerebrales ante personajes conocidos. PLoS.

Distinción flexible

Según apunta Abraham, aunque ha quedado claro gracias a esta investigación que la
relevancia personal de los individuos que observamos determina el grado de activación
de nuestros cerebros en determinadas áreas, y que esto tiene una relación con nuestra
capacidad de distinguir la ficción de la realidad, de estos resultados también surgen
nuevas preguntas.

Por ejemplo, cómo puede ser que me parezca menos real George Bush que mi madre?
Se supone que ambos tienen una existencia objetiva, ¿se debe esta diferenciación sólo
a que nunca he interactuado con él? ¿Será porque conozco menos de él que de mi
madre? ¿Cómo puedo saber entonces que George Bush es más real que Cenicienta?

Es decir, que a pesar de que gracias a este descubrimiento entendemos que uno de los
factores de nuestra percepción de la realidad viene modulado por la relevancia que
personalmente tienen para cada individuo las personas que lo rodean, también nos
enfrentamos a la cuestión sobre qué definimos como realidad.

Por otro lado, los investigadores señalan que la relevancia personal no siempre está
relacionada con lo que es real, dado que hay personas que experimentan este tipo de
relevancia en ciertos ámbitos ficticios, como los jugadores compulsivos de videojuegos.

Así, para un jugador crónico, un personaje de ficción de uno de sus videojuegos puede
activar con más fuerza su corteza prefrontal media y su corteza cingulada posterior
que una persona real con la que tenga una baja implicación emocional.

Según Abraham, por eso aún queda mucho trabajo por hacer para determinar toda la
complejidad de estas conexiones y para establecer, por ejemplo, hasta qué punto la
distinción entre realidad y ficción es flexible.

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