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El aborto no es un plan para acabar con la pobreza, es un plan para acabar con los

pobres

EL ÚLTIMO APAGA LA LUZ

LA ESTUPIDEZ NO TIENE IDEOLOGÍA NI PATRIA

Ciertas instituciones encargadas de formar profesionales sagaces, con capacidad


de criterio y lo suficientemente hábiles como para enfrentarse y discernir con facilidad
los problemas de la vida, se comportan como auténticas fábricas de estupidez humana. A
diario ocasionan daños colaterales en la mente del ser humano y dejan su veneno
infectado en la sociedad que a larga parece ser irreversible. Recuerdo, casi con nitidez, la
vez que fui castigado por mi profesor de literatura de quinto de media por atreverme a
hacer una modesta observación a su clase sobre “El quijote de la Mancha”. Él (mi
profesor) afirmaba que la “mancha”, adjetivo que aparece en la primera línea del más
célebre relato de Cervantes y de la literatura escrita en lengua española, hacía alusión a
que el Quijote, aquel ingenioso caballero andante “tenía una mancha en el rostro” y del
cual no quería ni acordarse. Cuando la verdad es que, pese a que se han hecho muchas
conjeturas sobre el lugar exacto de partida de aquel caballero de triste figura, la mancha,
es un lugar concreto, un espacio de donde posiblemente parte el personaje principal de la
obra de Cervantes. Y no como afirmaba mi profesor de literatura, que era una “mancha”
en el rostro del Quijote.
Ah pero este legado de estupidez, de ninguna manera, la vamos a estrellar contra
el rostro de los maestros. Más por el contrario, es nuestro deber defender y empoderar al
maestro como Jesús Osorio Pelayo que, por denunciar los errores ortográficos y de
concepto de los textos publicados por la editorial Norma, fue despedido de su centro de
trabajo de una manera arbitraria y tonta. Los maestros también son víctimas de una guerra
de sometimiento y dominación.
La estupidez es una enfermedad anacrónica que nace desde las vísceras mal
olientes de un sistema pútrido que busca –cada día– nuevas formas de cómo mantener a
las mazas entretenidas bajo su dominio. Pero este monstruo no opera sólo, tiene a su
servicio los medios de comunicación que cumplen, al pie de la letra, su rol de prostitutas
callejeras…
No soy un asiduo lector de Jaime Bayly, ni nunca lo he sido. Sin embargo,
motivado por los comentarios de desprestigio que recibe su obra por parte de algunos
lectores que conozco, he hecho el mayor esfuerzo para leer una parte considerable de sus
novelas. De esa forma, poder realizar un comentario que pueda acercarse a la verdad
objetiva de los hechos, sin dejarme influenciar por lo que otros digan, si no, por lo que yo
mismo pueda descubrir desde el ejercicio de la lectura de sus historias. Al principio, no
lo niego, sentí un cierto temor, un breve estremecimiento recorrió mi cuerpo de arriba
hacia abajo, como cuando te subes al bus equivocado y no sabes a dónde va ni a dónde
quieres ir.
La literatura de Bayly es marginal, propio de un desadaptado mental o de un
geniesillo disfrazado; y eso hace interesante lectura. Leer a Jaime Bayly es -en cierta
medida- leer a Charles Bukowsky o Myles. Esa literatura que se presenta ante el lector
con tal brutalidad y descarnada verdad que, para algunos moralistas, es objeto de escarnio.
Bayly ha sabido, con mucho ingenio, convertir sus fracasos y sus horrores en literatura.
Es por eso que sus obras son casi autobiográficas.

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