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Tuve una experiencia muy interesante acerca de la educación en el Brasil.

Yo
estaba enseñando a un grupo de alumnos que casi seguro acabarían en la
enseñanza, pues en aquella época apenas había en Brasil oportunidades para
personas de alta formación científica. Estos estudiantes habían recibido ya
muchos cursos de física, y éste era el de nivel más avanzado en electricidad y
electromagnetismo, con ecuaciones de Maxwell y demás. La universidad estaba
repartida por toda la ciudad en diversos edificios de oficinas, y el curso que yo
impartía se daba en un edificio que miraba sobre la bahía.

Descubrí un fenómeno muy extraño. A veces hacía una pregunta que los
estudiantes eran capaces de contestar inmediatamente; pero la próxima vez que
volvía a hacer la misma pregunta —la misma materia, y en lo que a mí me
parecía, la misma pregunta— ¡no daban pie con bola! Por ejemplo, en una
ocasión estaba explicándoles la luz polarizada, y les di a todos unas tiras de
polaroide. El polaroide solamente deja pasar la luz cuyo vector de campo
eléctrico se
encuentre en una cierta orientación, por lo cual expliqué que se podía saber de
qué modo estaba polarizada la luz observando si el polaroide se veía oscuro o
claro.

Tomamos primero dos tiras de polaroide y las giramos hasta que dejaron pasar a
través de sí casi toda la luz. Por este procedimiento podíamos saber que las dos
tiras estaban ahora admitiendo luz polarizada en la misma dirección, pues la que
pasaba a través de una pasaba también a través de la otra. Pero entonces les
pregunté cómo podíamos averiguar la dirección de polarización absoluta
valiéndonos de una sola tira de polaroide.

No tenían ni idea.

Yo sabía que para ello hacía falta algo de ingenio, así que les di una pista:
«Mirad la luz que refleja hacia nosotros la bahía».

Nadie dijo esta boca es mía.


Entonces dije yo: «¿Habéis oído hablar del ángulo de Brewster?».
«¡Sí señor! El ángulo de Brewster es el ángulo para el cual la luz reflejada por
un medio que tenga índice de refracción mayor que uno queda totalmente
polarizada».
«¿Y de qué forma queda polarizada la luz al ser reflejada?».
«La luz queda polarizada perpendicularmente al plano de reflexión, señor.»

¡Incluso hoy, yo tengo que pensarlo primero! Ellos se lo sabían al dedillo.


Sabían incluso que la tangente del ángulo de Brewster es igual al índice de
refracción.

Yo dije: «¿Y bien?».

Todavía nada. Me acababan de decir que la luz reflejada por un medio con
índice de refracción mayor que uno, como el agua de la bahía, estaba
polarizada; me habían dicho incluso de qué modo estaba polarizada.

Yo les dije: «Mirad hacia la bahía a través del polaroide. Y después lo giráis».

«¡Ooh! —dijeron—. ¡Está polarizada!».

Después de mucha investigación acabé averiguando que los estudiantes se


habían aprendido todo de memoria, pero no sabían el significado de nada.
Cuando oían decir «la luz reflejada por un medio con índice de refracción
mayor que 1», no sabían que se estaba hablando de un medio material como el
agua, por ejemplo.

No sabían que «la dirección de la luz» es la dirección en la que se ve algo


cuando uno lo está mirando, y así sucesivamente. Todo había sido memorizado,
pero nada había quedado traducido en palabras con significado. Así, si yo
preguntaba: «¿Cuál es el ángulo de Brewster?», me estaba dirigiendo al banco
de datos del ordenador con las palabras clave precisas. Pero si decía: «¡Mirad el
agua!», no lograba efecto alguno, porque en el archivo «¡Mirad el agua!» no se
había efectuado registro alguno.

Más tarde asistí a una lección en la escuela de ingeniería. La lección decía más o
menos así: «Dos cuerpos… se consideran equivalentes… si iguales pares de
fuerzas… producen la misma aceleración. Dos cuerpos, se consideran
equivalentes, si iguales pares de fuerzas producen la misma aceleración». Los
estudiantes todos sentados escribiendo al dictado y cuando el profesor repetía
comprobaban que lo habían tomado correctamente. Después escribían la frase
siguiente, y así una y otra vez. Yo era el único que sabía que el profesor estaba
hablando de objetos con iguales momentos de inercia, y aun así me costaba
entenderlo. No se me alcanzaba cómo podrían llegar a aprender nada de ese
modo. Aquí estaba hablando de momentos de inercia, pero no había la menor
discusión de cuánto cuesta abrir una puerta si se le pone un peso grande por
fuera, ni si hay que hacer mayor o menor esfuerzo para abrirla al colocarlo cerca
de las bisagras, ¡nada!

Después de la lección hablé con uno de los estudiantes. «Después de haber


tomado ustedes todas esas notas, ¿qué hacen con ellas?».

«¡Oh!, nos las estudiamos —respondió—. Luego nos examinan».

«¿Cómo será el examen?».

«Muy fácil. Puedo decirle ya una de las preguntas». Consulta su cuaderno y


dice:

«¿Cuándo son equivalentes dos cuerpos?, y hay que contestar: Dos cuerpos se
consideran equivalentes cuando pares de fuerzas iguales producen aceleraciones
iguales». Así que ya ven, eran capaces de aprobar los exámenes y «aprender»
todo aquello, y no saber nada en absoluto, excepto lo que se habían aprendido
de memoria.

Después estuve en un examen para el ingreso en la escuela de ingenieros; era un


examen oral, y me permitieron presenciarlo. Uno de los estudiantes era
absolutamente súper: ¡Lo contestó todo a la perfección! Los examinadores le
preguntaron qué era el diamagnetismo, y él respondió impecablemente. Después
le preguntaron: «¿Qué le sucede a la luz cuando llega oblicuamente a una
lámina de material de un cierto espesor, y de índice de refracción N?».

«Sale paralelamente al rayo incidente, señor, pero desplazada».

«¿Y cuánto es el desplazamiento?».

«No lo sé, señor. Pero puedo calcularlo». Fue y lo calculó. Era muy bueno. Pero
para entonces yo ya tenía mis sospechas.
Después del examen me acerqué a aquel brillante joven, y le expliqué que venía
de los Estados Unidos y que deseaba hacerle algunas preguntas que no influirían
en modo alguno en el resultado de su examen. La primera pregunta que le hice
fue:

«¿Puede usted darme algún ejemplo de sustancia diamagnética?».

«No».

Después le pregunté: «Si este libro fuera de cristal, y yo estuviera mirando a


través de él un objeto situado sobre la mesa, ¿qué le sucedería a la imagen si yo
inclinase el cristal?».

«Quedaría deflectada, señor, en el doble del ángulo que hubiera usted girado el
libro».

«¿No se estará confundiendo con un espejo, tal vez?».

«¡No, señor!».

En el examen acababa de decirnos que la luz se desplazaría paralelamente a sí


misma, y por consiguiente la imagen debería desplazarse hacia un lado, pero no
tendría por qué ser girada ángulo ninguno. Más aun, él había calculado incluso
el valor de tal desplazamiento; sin embargo, no se había dado cuenta de que una
lámina de vidrio es un material que tiene índice de refracción, y que su cálculo
era válido en este caso, y respondería perfectamente a mi pregunta.

Estuve impartiendo un curso de métodos matemáticos para la física en la


escuela de ingeniería, durante el cual traté de enseñar a resolver problemas
mediante tanteos y aproximaciones sucesivas. Es cuestión que normalmente no
se enseña, y por eso, como ilustración del método comencé por algunos
sencillos ejemplos aritméticos. Vi con sorpresa que tan sólo 8 de los más o
menos 80 estudiantes que tenía me entregaron el primer trabajo que les
encargué. Así que les eché una buena reprimenda, explicándoles la necesidad de
esforzarse personalmente por hacerlo, y no quedarse sentados a esperar a que yo
lo resolviera.

Después de la clase vino a verme una pequeña delegación y me dijo que yo no


me daba cuenta de la formación previa que ya tenían, que ellos eran capaces de
estudiar sin hacer los problemas, que ya habían aprendido la aritmética, y que lo
que yo explicaba estaba, en realidad, por debajo de su nivel.

Continué pues impartiendo mi curso, y conforme progresaba en él iba tocando


cosas realmente avanzadas y superiores. Pero por muy complicado o superior
que fuera el trabajo, jamás me entregaron ni uno solo. Desde luego, yo sabía
muy bien por qué: ¡no sabían hacerlo!

Una de las cosas que jamás conseguí de aquellos alumnos es que me hicieran
preguntas. Finalmente, uno de los estudiantes me aclaró por qué: «si yo le hago
una pregunta en clase, al salir se me van a echar todos encima, diciendo: ¿Por
qué malgastas nuestro tiempo haciéndole preguntas? Estamos tratando de
aprender algo, y tú no haces más que interrumpirle con tus preguntas».

Era una especie de competencia por superar a los demás en la cual nadie sabe lo
que está pasando, y entonces cada cual se dedica a rebajar a los demás, haciendo
como si realmente él sí lo supiera. Todos fingen y hacen como que saben, y si
uno de los estudiantes, al hacer una pregunta, admite por un instante que algo le
resulta confuso, los demás adoptan una actitud altiva, como si para ellos aquello
fuera evidente y reprochándole al preguntón que les haga perder el tiempo.

Les expliqué lo útil que es trabajar con otros, lo fecunda que es la discusión de
las cuestiones, el repasarlas y volverlas a discutir. Pero tampoco estaban
dispuestos a hacer eso, porque sería un desdoro tener que preguntar a nadie.
¡Era lamentable!

Todo el trabajo que hacían aquellas personas inteligentes, pero que se


encontraban atrapadas en aquella curiosa situación mental, esta extraña y
autopropagante «educación», que carece de sentido, ¡qué carece por completo
de sentido!

Al finalizar el año académico, los estudiantes me pidieron que diera una charla
sobre mis experiencias educativas en Brasil. En esa charla no habría solamente
estudiantes, sino también profesores y funcionarios del Ministerio de
Educación, por lo cual les hice prometer que podría decir todo lo que quisiera.
Me aseguraron:

«¡Pues claro! ¡Éste es un país libre!».


Así que entré llevando el texto de física elemental que usaban en el primer curso
de la universidad. Este libro era tenido por especialmente bueno, porque tenía
distintos tipos de letra negrita para destacar lo que por ser más importante había
que aprender de memoria, letra menos cargada para las cosas de menor
importancia, y así sucesivamente.

Alguien me dijo enseguida: «No irá usted a decir nada malo del libro, ¿verdad?
El autor está aquí, y todo el mundo piensa que es un libro muy bueno».

«Me prometieron que podría decir lo que quisiera, fuera lo que fuese».

El salón de actos estaba totalmente lleno. Comencé definiendo la ciencia como


la comprensión del comportamiento de la naturaleza. Seguidamente pregunté:
«¿Qué razones serias hay para enseñar ciencia? Evidentemente, ninguna nación
puede considerarse civilizada a menos que… yak… yak… yak». Allí estaban
todos sentados y felices, afirmando con la cabeza, porque yo sabía que así era
como pensaban.

Entonces voy y digo: «Como es obvio, todo esto es absurdo, porque ¿qué
necesidad tenemos de compararnos con ningún otro país? Si es preciso enseñar
ciencias, tendrá que serlo por alguna buena razón, por una razón sensata, y no
solamente porque otros países lo hagan».

Hablé entonces de la utilidad de la ciencia, de su contribución al bienestar de la


humanidad, de todo eso. Realmente los estuve
pinchando un poquito.

Entonces añado: «¡El principal propósito de mi charla es poner de manifiesto


que en Brasil no se está enseñando ciencia!».

Puedo verlos removerse, inquietos, pensando: «¿Pero qué dice? ¿Qué no se


enseña ciencia? ¡Eso es una solemne majadería! ¿Pues qué son todos los cursos
que damos?».

A continuación les digo que una de las primeras cosas que me chocaron al llegar
a Brasil fue ver a niños de escuela elemental comprando libros de física en las
librerías.
Hay en Brasil tantísimos niños pequeños estudiando física, niños que comienzan
mucho antes que los de los Estados Unidos, que es sorprendente no encontrar
apenas físicos en Brasil; ¿a qué se debe eso? Hay muchísimos niños estudiando
física, y trabajando duro, pero no se ven los frutos.

Después les hice una parábola. Imaginen un helenista, un enamorado del griego,
que sabe que en su país apenas si hay niños estudiando griego. Este hombre
viaja a otro país, donde observa encantado que todo el mundo estudia griego,
incluso los niños pequeños de la escuela elemental. Asiste al examen de un
estudiante que aspira a graduarse en griego, y le pregunta: «¿Qué ideas tenía
Sócrates acerca de la relación entre Verdad y Belleza?».

El estudiante no sabe qué responder. Pero cuando le pregunta: «¿Qué le dijo


Sócrates a Platón en el Tercer Simposio?», al estudiante se le ilumina el rostro y
arranca, «Brrrrrrrrup» y le suelta entero, palabra por palabra, en un griego
maravilloso, todo lo que Sócrates dijo.

¡Pero de lo que Sócrates hablaba en el Tercer Simposio era de la relación entre


Verdad y Belleza!

Lo que este helenista descubre es que los estudiantes de este otro país aprenden
griego a base de aprender a pronunciar las letras, después, las palabras, y
después, frases y párrafos. Son capaces de recitar, palabra por palabra, todo lo
que Sócrates dijo, sin darse cuenta de que esas palabras en realidad significan
algo. Para el estudiante no son más que sonidos artificiales. Nadie las ha
traducido en palabras que los estudiantes puedan comprender.

Alcé entonces el libro de física elemental que estaban utilizando. «En ningún
lugar de este libro se hace mención alguna de los resultados experimentales,
excepto en un lugar en el cual se habla de una bola que desciende rodando por
un plano inclinado, y en el cual se dice cuánto ha recorrido la bola al cabo de un
segundo, de dos segundos, de tres segundos, y así sucesivamente. Los números
tienen “errores” es decir, si uno los mira, piensa que está viendo resultados
experimentales, dado que sus valores son algo mayores o algo menores que los
teóricos. El libro habla incluso de la necesidad de tener que corregir los errores
experimentales. Espléndido hasta aquí. Lo malo es que cuando se calcula el
valor de la constante de aceleración a partir de esos valores se obtiene el
resultado correcto. Pero una bola que descienda rodando por un plano inclinado,
si el experimento realmente se lleva a cabo, presenta una inercia al giro, y si se
hace el experimento, producirá un valor que es cinco séptimos del correcto, a
causa de la energía extra que es necesario aportar para hacer girar la bola.
Así pues, incluso en este único ejemplo donde se dan “resultados
experimentales”, éstos han sido obtenidos de un falso experimento.

¡Nadie hizo rodar la bola mencionada, pues jamás hubiera podido obtener tales
resultados!».

«He descubierto algo más —proseguí—. Si abrimos el libro al azar, y leemos las
frases de esa página, podré hacerles ver lo que pasa, a saber, que no es ciencia,
sino memorismo, en todos los casos. Así pues, soy lo bastante osado como para
hojear el libro, abrirlo al azar delante de ustedes, señalar un párrafo cualquiera,
leerlo y hacerles ver lo que digo».

Así lo hice. Brrrrrrrp metí el dedo, abrí el libro y comencé a leer:


«Triboluminiscencia. Triboluminiscencia es la luz que emiten los cristales al ser
comprimidos o triturados…».

Dije: «¿Tenemos ciencia aquí? ¡No! Lo único que tenemos es la explicación del
significado de una palabra por medio de otras palabras. Nada se ha dicho acerca
de la naturaleza, ni cuáles son los cristales que producen luz al comprimirlos, ni
por qué producen luz. ¿Han visto ustedes a algún estudiante ir a casa y
comprobarlo? No
puede».

«En cambio, si se hubiera escrito: Si tomamos un terrón de azúcar y lo


trituramos con unos alicates en la oscuridad, se puede ver un destello azulado.
Algunos otros cristales manifiestan el mismo efecto. Nadie sabe por qué. Este
fenómeno se denomina “triboluminiscencia”. Seguramente alguien intente
comprobarlo en cuanto vuelva a casa. Entonces aprenderá algo sobre la
naturaleza por experiencia».

Recurrí a tal ejemplo para hacerles comprender mi punto de vista, pero no


hubiera importado nada por dónde abriera el libro; era igual por todas partes.
Finalmente dije que no alcanzaba a ver cómo podía ser nadie educado en este
sistema autopropagante, en el cual la gente aprueba exámenes y enseña a otros a
aprobar exámenes, pero en el que nadie sabe nada. «Sin embargo, —añadí—,
tengo que estar equivocado. Había en mi clase dos estudiantes que lograron
muy buenos resultados, y uno de los físicos que conozco se ha formado
enteramente en Brasil. Así pues, tiene que haber gente capaz de abrirse paso a
través del sistema, a pesar de lo malo que es».

Bueno, después de mi charla, el director del departamento de educación


científica se levantó y dijo: «El Sr. Feynman nos ha dicho algunas cosas que nos
han resultado muy duras de oír, pero estoy convencido de que ama la ciencia, y
de que sus críticas son sinceras. Así pues, me parece que deberíamos escucharle.
Cuando vine aquí sabía que nuestro sistema de educación científica padecía
alguna enfermedad; acabamos de enterarnos de que tenemos un cáncer». Y se
sentó.

Esas palabras dieron a otras personas libertad de hablar, y se produjo un gran


revuelo. Todo el mundo pedía la palabra y hacía sugerencias. Los estudiantes
formaron una comisión encargada de multicopiar por adelantado las lecciones, y
organizaron otras comisiones para hacer esto y aquello.

Entonces ocurrió algo que para mí fue totalmente inesperado. Uno de los
estudiantes se levantó y dijo: «Yo soy uno de los dos estudiantes a quienes
aludió el Sr. Feynman al final de su charla. Yo no me he educado en Brasil; yo
me he educado en Alemania, y acabo de llegar a Brasil este año».

El otro estudiante que había logrado buenos resultados en mi clase tenía algo
parecido que decir. Y el profesor que yo había mencionado se levantó y dijo:
«Me eduqué aquí en Brasil durante la guerra, cuando afortunadamente todos los
profesores se habían ido de la universidad, así que todo lo que aprendí fue
estudiándomelo yo solo. En consecuencia, en realidad no se puede decir que me
haya formado en el sistema brasileño».

No me esperaba eso. Sabía que el sistema era malo, pero el 100 por 100 de
fallos… ¡Era una cosa terrible!

Dado que había ido a Brasil en virtud de un programa patrocinado por el


Gobierno de los Estados Unidos, el Departamento de Estado me pidió que
presentara un informe relativo a mis experiencias en Brasil, en el cual expuse la
esencia del discurso que acababa de dar. Posteriormente averigüé merced a una
confidencia que la reacción de un determinado funcionario del Departamento de
Estado fue: «Esto demuestra lo muy peligroso que es enviar a Brasil a personas
tan ingenuas. ¡Qué tío más bobo; lo único que puede hacer es daño! No entendió
los problemas.» ¡Muy al contrario! Mi opinión es que esta persona del
Departamento de Estado era lo bastante ingenua como para pensar que porque
vio una universidad con una lista de cursos aquello lo era.

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