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HALLOWEEN

Era el año Mil Ochocientos Diez Del Señor.

La vida en el pantanoso y
turbulento Estado de Luisiana resultaba tan peligrosa y escurridiza como una
serpiente de río. En sus ciudades los marineros se emborrachaban y acudían a las
prostitutas y los comerciantes traficaban con esclavos de África y con armas que
vendían tanto a ingleses como a estadounidenses, y a los respectivos mercenarios de
uno y otro bando. Pierre Montaigne, John Foxworth y N

eal Lyndon pertenecían a la
última categoría de hombres mentada. Formaban a las órdenes del sanguinario pirata
Jean Lafitte, famoso por su total falta de escrúpulos y sus robos de oro,
mercaderías y esclavos a los cargueros del Golfo de N

uevo Méjico. También luchaba
Lafitte como soldado de fortuna, según quién le pagara más: al amparo de los
estadounidenses o de los casacas rojas. Pierre, John y N

eal habían dejado hacía
una semana Barataria, el principal emplazamiento de Lafitte. Quince días antes de
ello, participaron en un asalto a un carguero francés, apropiándose de especias y
telas cuyo destino era N

ueva Orleans. Por mandato de Lafitte, todos los pasajeros
fueron pasados a cuchillo. La caballerosidad y la nobleza de los saqueadores de las
aguas siempre fue y sería un infantil idealismo, producto de narradores de
historias sin ningún respeto por la cruda realidad. Los de Lafitte, en cualquier
caso, no tenían la costumbre de dejar testigos con vida, y así pues, Pierre, John y
N

eal -entre otros- hicieron el trabajo sucio, tomándose antes su tiempo con los
menores y la única mujer del barco, la esposa de un tratante de telas parisinas.
En el día de hoy, a comienzos de N

oviembre, los tres caminaban con el jornal
correspondiente a un mes de saqueo y un permiso de veinte días, con destino a N

ueva
Orleans. Allá, en la ciudad del carnaval, entumecerían aún más sus mentes y
conciencias mediante alcohol y la lujuria de las prostitutas hambrientas de monedas
y billetes. Marchaban a la ribera del gran Missisipi, siempre hacia el N

orte,
atravesando los oscuros pantanos. La niebla se arremolinaba en torno a sus lámparas
de gas como una red de sedosos y húmedos jirones. Los enormes árboles, tristes y
decadentes, tamizaban la escasa luz del anochecer. Las sombras se alargaban y era
entonces cuando los caimanes asomaban sus cabezas y observaban con sus ojos sin
pupilas el sombrío universo que habitaban. Los grillos chirriaban lejos y cerca,
los sapos croaban perezosamente. La pesadez se abatía sobre los caminantes como una
manta invisible. Andaban en silencio, cada uno portando su saco de dormir, armas y
un fardo con determinadas provisiones. En cabeza marchaba N

eal, quien, por
resistente y tenaz, marcaba el paso. Su nombre verdadero era Onkuani. Era alto y
corpulento y de piel negro-azulada. Fue arrebatado unos ocho años atrás de África
por los esclavistas portugueses. Tras muchas peripecias, y a golpes de coraje y
traición, había acabado convertido en pirata. Mas a N

eal no le gustaba recordar el
pasado. Sus gruesos labios permanecían casi de constante medio curvados en una
sonrisa cínica y despreciativa. La nariz se le achataba y aplastaba como una patata
y los ojos inexpresivos aparecían manchados de diminutos vasos rosados. Enarbolaba
un sólido machete y con él destrozaba los setos de maleza que le salían al paso. En
la zurda sostenía una lámpara que difícilmente apartaba la nebulosa oscuridad del
pantano. Tras él iba Pierre Montaigne. Procedente de Francia, a los quinceaños
marchó con su familia al nuevo continente. Sus padres probaron fortuna en el Canadá
francés, pero un grupo de indios aliados de los ingleses arrasaron sus tierras y el
único superviviente fue Pierre. Espoleado por el odio y las mentiras
propagandísticas, se unió al ejército del Canadá Inferior, peleando con un vigor y
una rabia nacidos más de la sed de venganza que del patriotismo. Sin embargo,
su vocación castrense se vino abajo a los veintiún años, cuando, en el transcurso
de una difícil escaramuza, prefirió salvar su pellejo a su honor. Tras la deserción
tuvo que huír del Canadá, realizando un confuso periplo hacia el Sur, durante el
cual ejerció los más dispares trabajos: cazador de pieles y cabelleras indias,
cowboy, forajido, cocinero en una fonda de paso, trampero, ladrón, buscador de oro
frustrado y, por fin, tras dos años de infortunado vagabundeo, pirata en el Golfo
de N

uevo Méjico. Era un tipo bajo, de anchos hombros y algo fondón, aunque fuertey
ágil. La barba y bigote negros ensombrecían sus facciones, pálidas por naturaleza.
La nariz se curvaba aguileña, los ojos castaños danzaban nerviosos e inquisitivos.
Era de esa clase de personas que rehuyen la vista al hablar y, como los pájaros, no
dejaban nunca la cabeza quieta. El último del trío, John Foxworth, procedía de
una humilde familia del N

orte. Huido de su casa a temprana edad, había ejercido,
exceptuando la prostitución, casi toda actividad ilegal: timador, tahúr, asaltador,
contrabandista, esclavista, matón a sueldo, mercenario y pirata. Alto y delgado,
sus miembros rocosos denotaban enorme fuerza física. Su cabello ralo y oscuro
parecía estar siempre mojado sobre el rostro delgado y anguloso. La nariz, recta e
inquisitiva, y la boca, de labios finos y cortantes, parecían propias de alguien
propenso a la discusión. Sus ojos verdoso-castaños proyectaban el mirar torvo y
peligroso de quienes no confían en nadie porque creen al resto del mundo tan
traicionero como ellos mismos. Los tres vestían parecidas prendas: chaquetones
baratos, camisas y chalecos de colores vulgares, pantalones ajustados, botas de
cuero y un cinto resistente del que colgaba un pesado machete y una o dos pistolas
cargadas. N

eal se había quitado la casaca y no llevaba sobre el torso más que una
basta camisa blancuzca con las mangas destrozadas a la altura de los codos.
Caminaba descalzo, con los pantalones recogidos hasta media pantorrilla. También
Pierre se salía de la norma al lucir un gran pañuelo rojo anudado al cuello. -
Lleva cuidado con los caimanes, N

eal -advirtió Pierre, con su extraña voz de pito-.
Cuando menos lo esperas te arrancan una pierna. El negro sonrió irónicamente. -
Tranquilo, francés. Sé por dónde piso. De donde yo procedo, los cocodrilos doblan
en tamaño a vuestros lagartitos. Éstos, para mí, no suponen ningún problema. - N

o
sé cómo no se le llenan de sanguijuelas los pies a ese negrodel demonio -gruñó John
desde atrás-. Ayer descubrí una que se me había subido hasta la entrepierna. Tuve
que quitármela a puñados de sal. - Mis pies son duros como el cuero curtido
-contestó N

eal con suprofunda voz. Sonrió de nuevo-. Y mis huevos también. -
N

egro tramposo... -murmuró John. - John, deberíamos haber tomado la carretera
principal, como toda persona civilizada -se quejó Pierre. - Si lo hubiéramos hecho
ahora colgaríamos del cadalso, estúpido -contestó el aludido-. ¿N

o sabes que el
ejército custodia los caminos transitables y que primero dispara y luego pregunta?
Cuando nuestro excelso jefe Jean Lafitte haga tratos con el gobernador
estrecharemos la mano de los infantes de Luisiana. Hasta entonces, colgarán a todos
los Fuera de la Ley que encuentren. Estoy seguro de que antes de cuatro horas
avistaremos las luces de N

ueva Orleans. Estamos ya cerca del fuerte San León, sólo
debemos seguir el curso del Missisipi y daremos con la capital. Tenemos provisiones
de sobra. - Si nos faltan, puedo cazar algo para vosotros -intervino N

eal. - ¡N

o!
-exclamó Pierre- La última vez que acepté uno de tus bocados encontré entre mis
dientes un anillo de cobre y lo vomité todo. N

eal sonrió, mostrando sus dientes
amarillentos. - Uno no es perfecto.- ¡Dios nos libre! -musitó Pierre. Extrajo
su diminuta Biblia de un bolsillo en la casaca y la besó. Cada vez que algo le
escandalizaba o cometía una acción moralmente reprobable, Pierre sacaba su ajada
Biblia, la besaba y soltaba el ¡Dios nos libre!. Resultaba típico contemplar salir
a Pierre de un prostíbulo recitando la famosa frase, o momentos después de haber
llevado a cabo un asesinato o un robo. Cada hombre tenía su propia manía, secreta o
pública. Aquélla era la de Pierre Montaigne. - Debemos pasar la noche en las
cercanías -señaló N

eal-. Pronto laoscuridad cerrada nos impedirá seguir, aún con
las linternas encendidas. Buscaremos un claro y... Se escuchó un grito agudo.
Pierre había resbalado y caído al suelo estrepitosamente, resbalando hasta una
charca tapizada de plantas flotantes. Su linterna se apagó y el hombre chapoteó en
las sucias aguas. - ¡Agárralo, N

eal! -exclamó John, acercándose rápidamente al
borde de la poza. El negro cogió el antebrazo de Pierre con sus fuertes dedos y el
criollo surgió a la superficie farfullando y escupiendo agua estancada.- ¡Puedo
salir solo, no me hace falta ayuda! Apartó bruscamente a N

eal de su lado y se
encaramó sobre terreno seco. Bufaba como un toro. Exhaló una serie de maldiciones
estrepitosas en francés y revolvió su cabello y barba como un perro mojado. -
¡Míralo! ¡Parece un pollo mojado! Ante el burlón comentario de John, N

eal echó a
reír estrepitosamente. Pierre los miró de manera asesina y eso no hizo más que
acrecentar las carcajadas. - ¡Ahora sí debemos detenernos! -exclamó Pierre,
furiosísimo-¡Hay que encender un fuego, estoy empapado! - ¡Mírate bien las
pelotas, Pierre! -señaló John, encorvado por larisa- ¡Ahora tendrás nuevos
compañeros de viaje! Aquella broma provocó nuevos estallidos de hilaridad.
Pierre hubo de soportar estoicamente aquellas burlas, insultándolos y
maldiciéndolos a los dos en francés y voz baja. Continuaron la marcha. Por mucho
que buscaron no hallaron claro alguno donde poder asentarse. El terreno sobre el
que caminaban resultaba demasiado húmedo como para lograr una hoguera. La oscuridad
se había tornado negrura
total, era imposible ver más allá del largo del brazo, aún con las lámparas de gas
a plena potencia. - Estamos en problemas -aseveró N

eal-. Hay que encontrar un lugar
donde pasar la noche. El pantano está demasiado oscuro y es fácil que nos hundamos
en arenas movedizas o que los caimanes nos devoren antes inclusode poder verlos.
- Por una vez llevas razón -admitió John-. La oscuridad es el abrigo de las
alimañas. Debemos protegernos. Pierre no dijo nada, sumido en un malhumorado
silencio. A nadie le gustaría atravesar un pantano neblinoso calado de agua hasta
los huesos. Por si fuera poco, su lámpara se había mojado y resultaba inservible.
- ¡Eh! ¡Parad! -exclamó entonces John, el último de la fila, encorvado, como
si buscara algo en el suelo- Acabo de ver... Sí, ¡a mi derecha! Aquí, la hierba es
rala... N

eal y Pierre se volvieron y le descubrieron, rodeado de completa
negrura, indagando en el firme encharcado. La luz de la lámpara dibujaba extrañas
sombras en su rostro. -¡Es un camino! Parte de aquí y discurre de manera
perpendicular al río. Quizás antaño hubiera un embarcadero en este punto.
Llevando cuidado para no tropezar, los otros dos se le acercaron. -
Podemos seguirlo -propuso John-. Por alguna razón debe estar aquí, tiene que
conducir a algún lugar civilizado, tal vez una cabaña o una aldea. - Recuerda
que han puesto precio a nuestras cabezas... -advirtió N

eal.- ¿Y qué importa eso?
-protestó Pierre- ¿Prefieres quedarte aquí, muerto de asco, toda la noche? N

o
podemos acampar y la oscuridad hace muy peligroso continuar la caminata. - Yo,
por mi parte, me voy por este sendero -afirmó John-. Vosotros haced lo que os
plazca. El norteamericano se internó en el breve y casi indistinguible camino.
Los otros dos, en silencio, le siguieron. Caminaron por la pequeña senda
durante más de media hora, alejándose del río e internándose en las profundidades
del opaco bosque. Aunque dejaran atrás la orilla, pensaba John, por la mañana
podrían volver a ella desandando lo recorrido. Marchaban en silencio, un silencio
ominoso. Había una pesadez extraña en el aire. N

inguno de ellos sentía deseos de
hablar. John, ahora en la vanguardia, descubrió una mole frente a él, una
enorme sombra más densa que el resto de las tinieblas. El norteamericano se dijo
que aquéllo sin duda debía tratarse de una casa, probablemente una gran cabaña.
- ¿Estará abandonada? -susurró Pierre. Como respuesta, John le dirigió una
significativa mirada, desde un rostro en el que la luz de la lámpara y las sombras
se conjugaban tenebrosamente, y desenvainó el machete. Después amartilló la
pistola, soltó el botón que cerraba la funda y aflojó el arma dentro de ella.
- N

o me importa si está habitada o no -susurro el norteamericano-. Voy a
pasar la noche ahí dentro aunque no lo quieran sus dueños. En sus ojos había un
brillo siniestro. También las mirada de Pierre y N

eal se tiñeron de maldad y
decisión y prepararon sus armas. Apagaron las lámparas y fueron acercándose
lenta y cuidadosamente a la casa, de la que no surgía luz ninguna. La rodilla de
John topó con una losa vertical. El hombre la palpó. Era tosca piedra. Comprendió
que casi había tropezado con una tumba. Enseguida, sus dedos encontraron madera
húmeda. Al palparla descubrió una cruz. Al parecer, estaban atravesando un pequeño
cementerio. Celebró interiormente que el supersticioso Pierre no se hubiera
percatado de semejantes hallazgos. Se acercaron hasta la pared de la cabaña. Era
de madera sin cuidar, húmeda y algo corrupta. Palparon hasta hallar una puerta. La
abrieron sin dificultad y al entrar atravesaron una pegajosa cortina de telarañas.
Suspiraron aliviados, pensando que el lugar debería hallarse deshabitado. Aún
así, tomaron la precaución de separarse para inspeccionar lasdistintas salas y
habitaciones, trabajo que, en la pesada oscuridad, crispó todos sus nervios y agotó
sus organismos a causa de la ansiedad. Al cabo de once interminables minutos se
reunieron de nuevo y encendieron las dos linternas utilizables. Su luz de gas
iluminó un salóncon cuatro o cinco muebles decrépitos y una chimenea llena de
arañas. Coincidieron en hacer un segundo registro, ahora a la luz de las
lámparas. N

o podían obviar mirar en todos los rincones y escondrijos. Las linternas
quizás delataran algún peligro desapercibido u objetos de utilidad. Esta segunda
vez el trabajo resultó más relajado, aunque no cayeron en el exceso de confianza.
Descubrieron, además del salón principal, un sótano mohoso y cuatro habitaciones
vacías. Cuando se reunieron de nuevo, llegaron a la conclusión de que aquella
cabaña había pertenecido a una familia de tramperos o pescadores que la habían
abandonado tiempo ha. Movido por una rara precaución, John calló su descubrimiento
de las tumbas. N

o encontraron en la cabaña alimentos ni armas. Tan sólo la
maderade los muebles les sería de utilidad, si lograban hacerla arder. - ¡Ah, la
chimenea! -exclamó placenteramente Pierre, aún mojado y sucio- ¡Encendamos ya el
fuego! Costó trabajo, pero, partiendo en mil pedazos los muebles del lugar,
empleando como paja bolas de telaraña y haciendo un tenaz uso de la yesca y el
pedernal, al fin lograron que varios maderos prendieran en el hogar. El fulgor de
las llamas les llenó de infantil alegría, quizá semejante a la de sus lejanos
antepasados, los primeros hombres, arrojados a un mundo frío, oscuro y lleno de
peligros donde sólo el fuego les protegía de las bestias y los espectros. Con el
transcurso de los minutos, el ardor de la chimenea cobró suficiente carácter y
apagaron sus lámparas de gas. Los tres hombres, lasllamas dibujando en sus rostros
huidizas sombras, rodeados de espesa oscuridad, miraban fijamente el fuego, como
hipnotizados. El tiempo se desgranaba lentamente y el crujir de la hoguera se
mezclaba con los mil sonidos del bosque nocturno. Al fin, Pierre rompió la
pausa desvistiéndose hasta quedar completamente desnudo. Extendió la ropa cerca de
la chimenea para que se secara. Eran piratas y habían pasado meses juntos dentro
del mismo barco, por lo que ni N

eal ni John se escandalizaron o embarazaron lo más
mínimo. Pierre inspeccionó su cuerpo y se encontró una gorda sanguijuela en la
axila derecha -aquellas bestezuelas solían engarfiarse en lugares calientes y
recónditos del cuerpo humano-. El francés la separó de su piel con sal y después la
echó al fuego, donde se deshizo con un leve chisporroteo y un hilo de vapor.
Sacaron frugales viandas de sus macutos: durísimas galletas de trigo, pescado
y carne salados, cantimploras con agua y una botella a medio llenar de ron, y
cenaron tranquilamente, sin separarse ni un momento de sus armas, ni siquiera el
desnudo Pierre. Tras la cena, John lió un cigarrillo y N

eal encendió su pipa.
Pierre, con el tabaco mojado, hubo de conformarse masticando aquellos inexpugnables
trozos de galleta de trigo para matar el tiempo. Relajados, llegaba el momento de
charlar a la luz de las llamas. - Mañana, en cuanto lleguemos a N

ueva Orleans
-decía N

eal, sonriendo placenteramente-, me encerraré en una habitación con tres
mulatas. N

o me refiero a jovencitas de vientre plano, no... A mí me gustan las
señoras entradas en carnes, de enormes ubres y sonrisas gigantescas. - N

o tendrás
fuerzas ni para caminar después de esa batalla -soltóJohn-. Yo pienso duplicar mi
jornal, muchachos. Soy un hombre de negocios y he de buscar siempre el beneficio.
- ¡Vamos, hombre! -exclamó Pierre- La última vez te desplumó un pie tierno
del N

orte. Lo esperaste fuera del local y lo degollaste en un callejón. Hubiste de
pasar el fin de semana escondido en la misma habitación, con la misma puta, porque
te buscaban los agentes de la Ley. ¿Es esa forma de aumentar tus ganancias y la
prosperidad de tu negocio? - Ese pisaverde era más listo de lo que pensaba: hizo
trampas -declaró el aludido, hoscamente-. Me robó mi dinero. Hice lo justo. - Pues
yo... -Pierre sonrió placidamente- contrataré a la más bella moza de la ciudad. N

o
me importará si gasto todo lo que tengo en la primera noche, pero ha de ser con una
mujer bonita. N

o soporto a las furcias baratas y desdentadas. Un rostro angelical,
unos ojos brillantes, unos labios de fresa... - Que, tras el cobro, te dirán:
"Piérdete, idiota, me espera el siguiente" -apostilló N

eal, riendo a carcajadas su
gracia. - ¡Endemoniado negro! -bramó Pierre. Acto seguido, el francés abrió
mucho sus ojos- ¡Oh! N

o debo hablar en tales términos. ¡Dios nos libre!
Siguiendo la costumbre, buscó entre sus ropas la Biblia de bolsillo para
darle el beso de rigor. - Este francés cree que todo se soluciona con besar un
librito -se burló John. Pierre se volvió, con los ojos muy abiertos, hacia los dos.
- ¡Mi Biblia! ¿Dónde está? ¡N

o la encuentro! Reemprendió la búsqueda,
lleno de nerviosismo, revolviendo frenéticamente bolsillos y forros. Después pasó
al macuto, sacando todo lo que había en su interior y volviéndolo del revés. - ¡Eh,
tranquilo, hombre! -N

eal conocía desde hacía años a Pierre y nunca lo había visto
tan nervioso, ni siquiera en el transcurso de algún apurado combate- ¡Ya comprarás
otra al llegar a N

ueva Orleans! - ¿Dónde está? -farfullaba el criollo,
angustiado. N

eal y John le ayudaron en su búsqueda, que, aún entre los tres,
resultó infructuosa. - Se debió caer en la charca donde te hundiste -aventuró el
norteamericano-. Es lo más probable. Despídete de ese viejo librito. Como ha dicho
N

eal, mañana comprarás otro igual. La expresión de espanto en el rostro del
francés logró espeluznar a sus compañeros. - ¡Mañana! -exclamó, pasándose las
manos por la cabeza. Tenía la mirada de un loco- ¡Mañana! ¡Mañana puede ser tarde!
Pasó entre N

eal y John y buscó por toda la sala, apartando telarañas y
muebles decrépitos. - ¿Te has vuelto loco, Pierre Montaigne?
-bramó N

eal- ¡Vuelve aquí antes de que te traiga a rastras! N

o encontrarás el
libro, lo hemos buscado entre los tres y no está aquí. John tiene razón, tu
Biblia debe hallarse en el fondo de una de las miles de charcas del pantano, allá
afuera. ¿Tan importante es para ti? El francés pareció comprender al fin que no
encontraría el objeto buscado. Sus compañeros le contemplaron con sorpresa y
espanto. Parecía haber envejecido años durante los últimos minutos. Se sentó en
el suelo descuidadamente. Observaba las llamas como un demente. A ratos, le
temblaba todo el cuerpo. Un sudor frío bañaba su frente.N

eal y John intercambiaron
torvas miradas. - ¿Qué le ocurre? -susurró el negro- N

unca le había visto así...
- Sé tanto como tú. Bah, cuando quiera hablar, lo hará. Quizá le picó alguna
culebra y ahora sufre un mareo. Mientras no cometa ninguna locura, dejémosle en
paz. N

eal asintió, observando a Pierre, quien aún permanecía absorto en las
llamas. Quedaron en silencio durante largos minutos. - Las descubriste tú
también, ¿verdad? -dijo de pronto N

eal, con la mirada fija en la chimenea. - ¿A
qué te refieres? -preguntó John. El negro clavó sus profundos ojos en el
norteamericano. - A lo que había ahí fuera. Junto a la casa. Yo las toqué. Seguro
que tú también.John comprendió que hablaba de las tumbas. Sintió de pronto un
espeso nudo en la garganta. Sin saber por qué, desvió la vista Su voz casi se
quebró al decir:- N

o sé a qué te refieres. N

o vi nada extraño en los alrededores de
la casa. N

eal lo contempló durante unos segundos. Después, volvió la vista hacia
Pierre, quien permanecía aún sumido en su nervioso silencio.- Esta noche es N

oche
de Difuntos -dijo el africano, casualmente, como para empezar una conversación-.
Los del N

orte la llaman Halloween. - Sí, lo sé -contestó John-. En N

ueva Orleans
hay tugurios donde la gente viste mórbidos disfraces. Es una fiesta más. N

eal
entrecerró un ojo y musitó: - He oído que, en esta noche, los muertos se levantan
de sus tumbas y piden cuentas por sus pecados a los vivos... John se volvió
hacia N

eal. - Bah, creo en esos cuentos tanto como tú, negro endiablado. Sin
embargo, a pesar de su sonrisa irónica, John parecía intranquilo. N

o pudo evitar
recordar el tacto frío y húmedo de la losa funeraria contra sus dedos. Sintió unas
histéricas ganas de reír, pues, tal como rezaba el dicho, literalmente había pisado
sobre la tumba de alguien. Quizá el muerto se agitara, molesto, dentro del ataúd.
Revolvió la cabeza y lanzó un pedazo de madera del hato de leña a su lado a
las llamas de la chimenea. El objeto levantó chispas incandescentes al chocar
contra el fondo del hogar. - Habéis de prometerme algo. John pegó un respingo.
Se volvió hacia Pierre. El hombre los miraba fijamente desde el fondo de unas
cuencas demenciales. Medio rostro estaba iluminado por la resbaladiza luz del
fuego. La otra mitad permanecía en la negrura. El francés continuó hablando de
manera monótona, tan lúgubremente que N

eal y John se apartaron levemente de él:- N

o
podéis permitir que muera esta noche. N

o hasta que consiga otra Biblia. Debéis
guardar mis espaldas. Os daré todo cuanto poseo e incluso la paga de los dos
próximos años. Os pagaré lo que queráis, incluso podréis hacer de mí cuanto os
plazca, pero, por favor, no permitáis que muera antes de tener entre mis manos otra
Biblia. Durante unos instantes tanto N

eal como John quedaron en silencio,
estupefactos. Fue el africano quien rompió la pausa: - ¿Por qué? -preguntó. Pierre
miró hacia el suelo. - N

o os lo puedo decir. Es un secreto que no conoce nadie.
John sintió que el diablo de la curiosidad le picaba con vehemencia. Su
mirada ganó maldad. - N

os vas a decir la razón. Si no lo haces ahora mismo te
mataremos y entonces sí morirás sin tu querida Biblia. Pierre le contempló con
genuino espanto.- ¡N

o te atreverías...! John sonrió siniestramente. - He matado
a muchos, Pierre. Uno más... ¿qué importa? N

eal se encaró alarmado con el
estadounidense. - ¿Te has vuelto loco? Olvida el asunto, es una tontería del
francés. Intentad dormid los dos, yo haré la guardia. - N

ada de eso -John seguía
clavando su mirada en Pierre-. N

o me iré de aquí, y mucho menos dormiré, hasta que
Pierre nos dé una explicación. El aludido agitó negativamente su aterrorizada
cabeza. John sacó rápidamente su pistola, ya cargada, del cinto. Apuntó a Pierre a
la cabeza. Sus ojos se entrecerraron. Chispeaban malignamente cuando el dedo pulgar
hizo recular lentamente el percutor. N

eal no se atrevía a hablar. Pierre
miraba, lleno de espanto, el cañón del arma que le apuntaba. Gruesas gotas de sudor
perlaban su frente. - N

os vas a desvelar tu gran secreto -dijo John- o te irás
al Otro Mundo sin ninguna Biblia entre las manos. - ¡John, por favor, aparta el
arma! -suplicó N

eal. - N

o te metas en esto. Si intentas quitarme la pistola
dispararé y verás volar sesos criollos por toda la sala. Contaré hasta tres y luego
lo haré. Uno... Pierre tragó saliva ruidosamente. El sonido fue engullido por el
crepitar furioso de las llamas. - Dos... El dedo asesino reculó ligeramente
y el gatillo comenzó a crujir. - La Biblia protege mi alma -dijo, al fin,
Pierre. - Ajá -sonrió John, triunfante. Apartó la pistola, colocando de nuevo
el percutor en lugar seguro. - ¿De qué demonios protege tu alma? -preguntó N

eal.
Pierre tenía la vista fija en el suelo. Respiraba con dificultad. - De
eso mismo. Del Demonio. Tú lo has dicho. John y N

eal callaron durante más de diez
segundos. De pronto, el norteamericano exhaló una gran carcajada, que resonó en la
enorme y oscura sala. - ¡Vamos! ¡En el caso de que exista ese ser, tu alma ya
está tan cargada de pecados que se hundirá en el Infierno tan rápidamente como el
ancla en mar abierto! ¿Crees que un simple librito te salvaría? Pierre miró a su
compañero con rabia mal contenida. - ¡Sí! ¡Es la Biblia, El Arma del Señor, es Su
Palabra! Aún a pesar de todos mis pecados, si la conservo encima estoy salvado,
tengo junto a mí la Voz del Señor y Él va conmigo donde yo voy. Satanás no se
atrevería a tocarme mientras aún me hallara al amparo de Dios. Pero... -sus ojos se
ensombrecieron- si mi alma dejara este cuerpo sin Su protección, el Demonio se la
llevaría y sufriría tormento eterno. John tenía la boca abierta. Habíase
quedado mudo de asombro. Parpadeó varias veces y luego dijo: - He oído sandeces
gigantescas, pero tu locura se lleva el premio. ¿Qué te parece, N

eal? Tenemos aquí
a un santurrón demente que se cree a salvo de Belcebú por llevar encima un librito
con una cruz en su lomo, y eso a pesar de que roba, mata y viola un día sí y otro
también. Esto es... - Cállate. La voz de N

eal sonó cortante. John obedeció
involuntariamente. Elnegro tenía la profunda mirada clavada en Pierre. Su mente
africana daba gran importancia a las supersticiones. - En mi tierra natal se dice
que no debe burlarse uno de las creencias ajenas, pues quizás llegue el día en que
habrás de tragarte la risa. John no atinó a contestar, aún sorprendido. -
Cuéntame, Pierre, cómo adquiriste esa creencia -pidió N

eal, convoz respetuosa.
El criollo tragó saliva. - Fue de niño. Me la inculcó mi padre y el
párroco de mi pueblecito natal. Creo que ha sido lo único en que siempre les he
obedecido. - ¡Esto es absurdo! -explotó John- ¡Una conversación de locos! ¡De
existir el Infierno ya estás condenado, Pierre, por mucho que te aferres a una
esperanza sin sentido! El francés lo miró rabiosamente. - ¿Y tú? ¿Tú estás
condenado también? ¿En qué crees tú? ¿Crees enalgo? Quizás tus pecados sean mayores
que los míos... El norteamericano calló de pronto, sin saber qué contestar. Ante
las preguntas del francés se sentía como al borde de un abismo. Sabía queera
peligroso bucear en estas cuestiones. N

o se lo podía permitir, ninguno de ellos
podía permitírselo. - ¿Y tú, N

eal? -atacó Pierre nuevamente- ¿Qué es lo peor
que has hecho en toda tu vida? El negro desvió la vista y sus ojos parpadearon
rápidamente. Le oyeron tragar saliva. - ¿Lo peor que he hecho? -repitió,
temblándole la voz. - Vamos, no somos corderitos -terció John, sonriendo
cínicamente-. N

o creo que tus hazañas logren escandalizarnos. Somos la escoria de
la civilización, la gente honrada nos teme y aborrece, estamos cargados de culpas y
no habrá perdón para nosotros. N

eal alzó la mirada. - Está bien... Os lo
contaré. Mi mayor falta fue traicionar a mishermanos de raza. Hizo una tensa
pausa. Los otros dos le miraron intensamente, esperando. N

eal, con la vista clavada
en el suelo, prosiguió: - Yo era un muchacho más de mi pueblo. Vivía feliz con los
míos. Había peleado contra otras tribus y cazado junto a mis mayores. Estaban
orgullosos de mí. Yo también estaba orgulloso de mí mismo. "La vida siguió así
hasta mis veinticinco años. Por ese entonces, aún no había tomado esposa, me
consideraba un guerrero y un cazador, libre de esas responsabilidades. "Fue ahí
cuando llegaron los portugueses. N

unca habíamos sabido de hombres blancos, pues
nuestro pueblo vivía muy al sur de las costas Mediterráneas. Invadieron nuestra
aldea amparados por la noche. Empleaban a guerreros negros de otras tribus y a
hombres de tez oscura y nariz aguileña, mercenarios musulmanes. Los hombres a sus
órdenes sabían cuándo y cómo atacar y nos cogieron por sorpresa. Tras un rápido y
violento asalto, en el que redujeron brutalmente a nuestros soñolientos luchadores,
fuimos llevados, en una larga hilera de hombres, mujeres y niños encadenados, a
través de la jungla nocturna. "A golpes de látigo y porra, aterrorizados sobre todo
por el tronar de sus para nosotros desconocidas armas de fuego, llegamos hasta un
gigantesco campamento de esclavos, muy al N

orte de nuestras tierras. Allí,
descubrimos a otros cientos de hombres arrebatados a la jungla.
Al contemplar sus rostros, comprendí que desde ese momento nuestras vidas
cambiarían de manera brutal e irreversible. "Y N

os obligaron a continuar hacia
el N

orte, siempre hacia el N

orte... "Atravesamos llanuras, sabanas y desiertos.
Muchos murieron por el camino, sobre todo los ancianos y los niños. A los
esclavistas tal hecho no les importaba, pues necesitaban sobre todo varones fuertes
y mujeres en edad de procrear. "Llegamos a los países Mediterráneos. Los
portuguesas vendieron muchos de los nuestros a compradores islámicos y a europeos:
holandeses, franceses, ingleses y alemanes, afincados Marruecos. "Yo caí en manos
de un terrateniente holandés que comerciaba con marfil. Como era un joven fuerte y
ágil me empleaba en luchas contra otros negros, a veces a muerte, en las cuales los
blancos apostaban mucho dinero. Ganaba siempre y por ello se me dio un trato de
favor respecto a otros esclavos: no realizaba trabajos pesados y tenía derecho al
pequeño harén de mujeres negras de mi amo. Sin embargo, me exigían un entrenamiento
brutal con objeto de estar dispuesto para la siguiente pelea. Así transcurrió un
año, relativamente feliz en comparación con la vida de mis congéneres secuestrados.
Pronto comprendí que no había manera de escapar. Sería un esclavo durante el resto
de mi existencia. Al fin, llegué a la conclusión de que de nada servía lamentarse;
debía pensar con frialdad y sacar el mayor provecho de la situación. "Así pues,
me convertí en capataz de mis propios congéneres. Propinaba palizas a quienes no
obedecían o trabajaban poco y perseguía cual perro de presa a los huidos y los
traía de vuelta, vivos o muertos, a mi amo. "Él me recompensaba con creces.
Ahora yo gozaba de un verdadero trato de favor. Ya no tenía que pelear para
sobrevivir y había olvidado la caricia del látigo. Aún así, debía ahogar los
remordimientos, segundo a segundo. "Un día, mi dueño me encomendó una nueva
misión: rastrear y conseguirle más esclavos. Se trataba de conducir expediciones al
interior de África y apresar hombres libres. "Yo había visto a otros esclavos
recibir semejante mandato y negarse: eligieron perecer entre horribles suplicios
antes que aceptar tal tarea. N

adie estaba dispuesto a enviar al cautiverio a sus
compañeros de raza. Envidié a aquellos héroes que, a pesar de las torturas y la
muerte, no traicionaban a su pueblo. Mas yo no estaba hecho de esa pasta, así que
di a los blancos lo que querían. "Durante los dos años siguientes más de
quinientos negros libres fueron arrancados a la fuerza de sus tribus y esclavizados
gracias a las expediciones que yo planificaba y comandaba... Jamás lograré olvidar
sus rostros, el odio y la rabia en sus ojos cuando me miraban. "Ahogaba la culpa
en vino, mujeres y extrañas drogas. Trataba cruelmente a mis subordinados y
víctimas. Pero el remordimiento no se marchaba. A veces, en la soledad de mi
tienda, rompía a llorar amargamente. En muchas ocasiones deseé huír: libertar a
todos esos esclavos y después correr hasta que los fusiles me acribillaran. De esta
manera, al menos moriría como un hombre, no como una bestia domesticada. "Pero
nunca lo hice. Mi espíritu y mi voluntad habían sido quebrados por completo... O
quizá, simplemente, me faltaba el valor."Al cabo de tres años, mi amo holandés
murió y me vendieron a un inglés. Pasé a ser uno de sus guardaespaldas. Viajé con
él hasta N

orteamérica. Me vendió a su vez al ejército de los casacas rojas y peleé
contra los americanos del N

orte."Entonces, descubrí algo que me sorprendió
profundamente: un ejército de negros. Los norteamericanos empleaban negros
liberados en sus batallas. Rápidamente, huí de los casacas rojas y me ofrecí
voluntario en aquellos regimientos de color."N

aturalmente, me admitieron. Pasé dos
años con ellos, luchando junto mis hermanos de raza, aunque, como siempre, para
favorecer los intereses de los blancos."Sin embargo, acabé desertando. "Me
convertí en un Fuera de la Ley y acabé en una banda de forajidos de Arizona durante
un tiempo. Después, la vida me trajo hasta N

uevo Méjico. Oí que Jean Lafitte
reclutaba hombres de acción sin escrúpulos y me enrolé como pirata.N

eal guardó
silencio, sin apartar la mirada del suelo. El resto también callaban, con la vista
fija en él. El africano, después de varios minutos, volvió a hablar:- N

o sé qué hay
más allá de la muerte. Hace tiempo que dejé de creer en los ritos de mi tierra
natal. Pero una cosa que sí comprendo es la siguiente: si uno debe pagar sus culpas
en el Otro Mundo, mi castigo será ejemplar. A la luz de las llamas, N

eal parecía
cansado y viejo, como si un peso enorme e invisible encorvara sus anchas espaldas.
Aquel tipo jamás podría escapar de su propia conciencia.Pierre se volvió hacia
John.- ¿Y tú? ¿Cuál ha sido tu peor y mas execrable acción? El norteamericano miró
hacia las llamas de la chimenea. Quiso soltar el lastre que durante años, como una
negra sanguijuela, se había engarfiado en su alma. Recordó a su padre, trabajador y
honrado, quien siempre se esforzó por darle lo mejor al golfillo de su hijo. Y la
espesa culpa llenó de bilis su mente.- ¡Bah! -exclamó, quitándole importancia al
asunto con una mano- He robado, asaltado y matado y no creo que exista nada después
de la muerte. Iremos al ataúd, a la fosa y al estómago de los gusanos. N

o creo en
Dios ni en el Diablo. N

unca lo he hecho.- ¿Realmente piensas así? -preguntó el
francés con voz inquisitiva.John se mordió los labios. Súbitamente, se levantó y
cogió la lámpara de gas.- Voy a pasear un rato. Quiero echar un vistazo alrededor
de la casa. Tal vez descubra algo de utilidad. Además... ¡estoy harto de vuestras
estúpidas conversaciones!Encendió la linterna y salió de la cabaña, cerrando con un
portazo. Pierre y N

eal se miraron. Después, desviaron la vista hacia el perenne
fuego de la chimenea. Un silencio pesado cayó sobre la sala tenebrosa. Los
pensamientos de los hombres, aun mas sombríos que el ambiente general, divagaron
sin dirección alguna, llevados por la marea de sus emociones.Al fin, tras muchos
minutos, N

eal se levantó y estiró sus piernas. Agarró la linterna y se dirigió
hacia la puerta.- Yo también voy a salir. N

o soporto esta atmósfera. Siento como...
como si dos manos invisibles me oprimieran las sienes.- ¿Te vas? -exclamó Pierre,
alarmado- ¿Y yo? ¿Qué haré aquí? ¡Debéis protegerme! ¡Lo prometisteis!N

eal le
dirigió una mirada hastiada y salió de la cabaña.El africano se internó en la
negrura exterior. Las voces de los grillos, las ranas, los pájaros y el resto de
criaturas del pantano golpeó sus tímpanos de forma atronadora. Encendió la luz de
la linterna y un halo amarillento se esparció en torno a él. Las moscas zumbaban
furiosas alrededor de la lámpara, fascinadas por la luz, consiguiendo tan sólo
estamparse contra el cristal.Cerró la puerta de la cabaña y bajó los mugrientos
escalones. La niebla húmeda entró por sus orificios nasales. El hombre suspiró
tristemente y echó a andar, bordeando los muros de madera de la cabaña.Los
recuerdos se le agolpaban, hirientes, en la cabeza. Había abierto la vieja costra y
ahora su conciencia volvía a sangrar.Distinguió un bulto difuso entre la profunda
oscuridad. Al acercarse, la luz enfermiza lo describió como un gran tocón de
madera, en el cual los antiguos moradores de la casa debieron cortar la leña.
Ahora, estaba tapizado de mugre y hongos. Aún así, N

eal se sentó sobre él y dejó el
farol junto a sus pies.La pena y la culpa lo asaltaron con tanta fuerza que el
hombre volvió a llorar como desde años atrás no lo hacía, temblando, jadeando y
gimiendo amargamente.Escuchó un leve tintineo. Todo su cuerpo se envaró. El leve y
agudo sonido se tornó más agudo. Pasos. Se le acercaban. Eran muchos. Venían de
todas direcciones. Estaba rodeado. N

eal sintió su pensamiento paralizado por el
terror. N

unca había rehuido el combate, pero ahora, inexplicablemente, una mancha
negra se extendía sobre su mente y paralizaba su cuerpo, aunque con todo su ser
deseara moverse, gritar. Vio las figuras... Siluetas de opacidad más espesa que la
negrura general. El tintineo sonaba cada vez más cercano. Arrastraban los pies
sobre el fango. ¿Cuántos eran? Al menos quince. Altos o bajos, masculinos o
femeninos, delgados o corpulentos. Tenían las cabezas y hombros caídos. Se leía en
su porte un desánimo fatal, una tristeza sin límite. El primer rostro llegó al
alcance de la luz del farol. Era un hombre adulto, de piel azulada y oscura. Los
labios, gruesos y morados, manchados de baba seca que formaba costras. Los ojos, de
un blanco sucio y lechoso, pues sus pupilas ascendían hasta desaparecer bajo los
párpados.Tras el hombre apareció un niño. También poseía ojos demenciales y estaba
cubierto sólo por un taparrabos. Su oscura piel lucía fantásticamente a la luz del
farol. Una mujer joven de ánimo y pechos caídos se acercó a N

eal por la espalda. Un
anciano llegó desde su derecha. Él los conocía a todos.Onkuani... Ven con
nosotros...El ciego espanto inmovilizaba a N

eal. Sus dientes castañeteaban
ruidosamente, el vello corporal se le había encrespado, emitía una voz
ininteligible, una especie de gemido infantil, agudo y tembloroso. Onkuani...
Vuelve con tu pueblo...Un joven guerrero hizo tintinear sus eslabones al acercarse
a N

eal, quien otra vez deseó gritar. Mas de pronto el pánico se volvió tan intenso
que lo venció y quebró, destruyó su memoria y su identidad: sólo era un amasijo de
carne y huesos, unos ojos, unos oídos y una piel desligados de cualquier voluntad,
una cosa aterrada que lloraba en silencio, cuya orina y heces manchaban sus
piernas. El guerrero llevaba en sus manos una cadena y unos grilletes. Los colocó
en los inmóviles tobillos y muñecas de N

eal. Después, enrolló el enlace metálico
alrededor de su cuello y tiró
de él. Los corroídos eslabones de acero se clavaron en la yugular, cortándole la
respiración. N

eal cayó al suelo tosiendo y jadeando, pero ni aún así logró
reaccionar de manera coherente. Se limitaba a mantener clavados sus alucinados ojos
en el guerrero y sufrir periódicos espasmos. La cadena se aflojó. Se la quitaron
y le colocaron un aro de metal en el cuello, unido por otra cuerda de acero a las
manos de un cazador adulto.Ven con nosotros, Onkuani... Camina...El aludido asintió
débilmente y se levantó. Alguien tiró de su cadena y comenzó a andar. De pronto,
adquirió una extraña lucidez, la suficiente como para comprender que todo aquello
no resultaba ninguna alucinación o pesadilla y por tanto no iba a despertar jamás.
Entendió que su vida, como la había conocido hasta ahora, no era más que una
ilusión, una falsedad, y que la auténtica realidad, oculta y al acecho tras el velo
de lo conocido y cognoscible, empezaba ahora a manifestarse con toda su ineludible
contundencia. Sollozante y sumiso, se dejó llevar por sus captores. Y todos juntos
se alejaron lentamente, hasta desaparecer, engullidos por la frondosa oscuridad del
pantano.Junto al tocón de madera quedaba la lámpara de gas, muda y solitaria, sobre
cuyo cristal se agolpaban y estrellaban los mosquitos.John no se había alejado
mucho de la cabaña. Entre los enormes y negros árboles y la vegetación húmeda y
tristona, experimentó deseos de golpear y destrozar, de encontrar alguien sobre
quien descargar sus nudillos. Aquélla sería la única manera de alejar los
recuerdos...Porque una y otra vez se le aparecía el afable rostro de su padre,
quien, sentado en un viejo taburete, arreglaba el zapato roto que descansaba en el
delantal de su regazo. Innumerables pilas de calzados le esperaban, sumidos en los
rincones de un humilde establecimiento. Él debería coserlos, remacharlos y sacarles
brillo. Un duro y paciente trabajo que daba pocas ganancias, empleadas en su único
hijo.Has de ser un hombre de provecho, Johnny. Se está forjando una nación... Debes
estudiar. Quizás algún día llegues a ser gobernador o banquero. Y éso te lo darán
los conocimientos que adquieras en tu juventud. Los conocimientos lo son todo...
Pero el chico hacía novillos y se enzarzaba en trifulcas de pandillas. Era un
golfillo que aprendió muy pronto a robar y poner pies en polvorosa. Un ladronzuelo
sin escrúpulos deseoso de dinero fácil.John asestó un machetazo a la pared de la
cabaña. De nuevo los recuerdos lo habían vencido. ¿Es que nunca podría derrotar a
su propia mente? ¿Por qué el negro y el francés habían tenido que hablar de
aquellos temas? Él no deseaba pensar, tan sólo emborracharse, fornicar y luchar.
Así, mantendría el ánimo ocupado en asuntos que requerían su más inmediata
atención, sumergiendo en el olvido todos aquellos recuerdos que le eran
intolerables.Escuchó un sollozo lejano.- ¿N

eal? -preguntó.Casi agradeció aquella
nueva preocupación. Sus instintos de conservación se pusieron en marcha. Extrajo
cuidadosamente la pistola del cinto y reculó el percutor.Escuchó tintinear de acero
y pasos arrastrados, todo ello muy lejano. Apagó la linterna y cerró sus ojos
durante medio minuto, atento a cualquier otro sonido. Siempre era más espesa la
oscuridad bajo los párpados que la producida por la ausencia del Sol. Cuando los
abrió, distinguía mejor las sombras y sus figuras, aunque la niebla lo confundiera
todo.Comenzó a caminar hacia el tintineo metálico haciendo el menor ruido posible.
Aquellos sonidos provenían del otro lado de la cabaña. Debía rodearla, lo que le
llevaría, calculó, unos cuatro o cinco minutos si andaba con el necesario cuidado,
atento a cualquier señal de peligro.Cada tres pasos paraba y escudriñaba con la
vista la negrura a su alrededor. Había tantas sombras que resultaría prácticamente
imposible descubrir un enemigo agazapado. Aún así, todas las precauciones eran
pocas cuando estaba en juego el pellejo.El tintineo se hizo más y más leve, hasta
desaparecer. Entonces, John descubrió de pronto una figura humana ante él. Era un
hombre de mediana estatura. Le daba la espalda. Sentado en el suelo, parecía
ocupado en alguna extraña tarea. De vez en cuando levantaba el brazo derecho y lo
dejaba caer. Tenía en la diestra un objeto largo y contundente, un martillo.
¿Estaría clavando algo?, se preguntó John.El norteamericano apuntó la pistola hacia
el desconocido, quien no daba muestras de notar su presencia. Se acercó a la figura
en completo silencio, con los nervios en tensión. El hombre continuaba clavando
algo que tenía entre sus dos rodillas.Cuando se hallaba a metro y medio de la
sombra sentada, John se detuvo y advirtió, con voz helada:- Deje lo que esté
haciendo, y muy despacio, si no quiere que le vuele la cabeza.¿Me matarás otra vez,
hijo?La pistola de John cayo de su mano. Los ojos se le abrieron desmesuradamente,
la boca se le secó por completo. Un terror brutal devastó su mente. N

o podía pensar
ni moverse. Reconocía aquella voz. El hombre se levantó y se volvió lentamente,
hasta encararse con él. En la negrura del rostro había dos ojos tenebrosos, llenos
de una demencia repugnante e hipnótica. El tipo tenía un zapato en su mano derecha
y el martillo en la izquierda.Fue con este mismo martillo, Johnny, ¿lo recuerdas?La
voz de John adquirió un tono infantil y suplicante:- Lo siento, papá... Perdóname,
por favor...Yo te di la educación. Pero tú nunca me obedeciste. N

o querías ser
honrado. Agarraste los ahorros de años de trabajo y penurias y te fuiste de casa.
John quiso hablar, pero un espeso y rasposo nudo en la garganta se lo impedía. De
ser sólo eso, Johnny, yo te hubiera perdonado. Pero fuiste un auténtico mal hijo.
N

o te contentaste con robarme, sino que me golpeaste en la cabeza muchas veces,
mientras dormía... Hasta el final.Los labios de John temblaban de forma
incontrolada. Se había encogido, medio agachándose, desamparado, como un niño que
recibiera una reprimenda de la que no puede escapar.- Perdóname, papá, por favor...
A partir de ahora seré bueno... Estudiaré mucho... Por favor, papá, por favor,
perdóname, por favor...N

o, Johnny. Esta vez no voy a perdonarte. Debes recibir un
serio correctivo.- N

o... ¡Silencio! ¿Ves ese agujero de ahí? Métete en él. Y sin
rechistar. ¡Obedece a tu padre!John distinguió una lápida grisácea y, ante ella,
una gran fosa. Reposaba en su fondo un ataúd abierto y vacío que hedía a
putrefacción.Entra en la caja y ciérrala, Johnny. Después, no la abras, ¿entendido?
Te vas a quedar ahí, quietecito. Por una vez en tu vida me obedecerás.- Sí, papá.
John se introdujo en el ataúd. De pronto, experimentó una gran felicidad. Tras
tantos años, iba a pagar la deuda y su padre y él quedarían, por fin, en paz. Cerró
el ataúd y sonrió, sumido en la impenetrable y pestilente oscuridad. Había tierra
bajo él, fría y húmeda, pero no le importaba. Ahora, todo estaba bien, iba a
obedecer a su papá, como un buen chico. Un gusano le subió por el antebrazo y lo
apartó distraídamente con los dedos.Escuchó un crujido sobre el techo del ataúd.
Otro. Y otro. Oía la pala llenarse con la tierra que después su padre arrojaba
sobre la fosa. Comprendió que iba a ser enterrado vivo. Más tarde, quizá le
pareciera un destino horrendo hasta la chillona locura. Pero ahora no le
importaba. Obedecería a su padre. Pagaría la deuda. Una paz enorme invadía su ser.
Su conciencia, tras tantos años de guerra interior, estaba tranquila. Aspiró una
profunda bocanada de aire, mientras sobre él seguían cayendo las paletadas de
tierra. Pierre continuaba sentado en el suelo de la cabaña, sumido en un nervioso
silencio. Preso de sus creencias, no osaba salir al exterior a pesar de la
alarmante tardanza de sus dos compañeros. Se había puesto el pantalón, aún no del
todo seco, pues sufría una aguda sensación de peligro y prefería afrontar cualquier
riesgo vestido, aunque levemente, a hacerlo desnudo. También se había armado con su
pesado y letal machete. La pistola, todavía mojada, resultaba inservible.Aguardaba
con los nervios en de punta, todo lo cerca de las llamas que el calor se lo
permitía, y susurraba apresurados rezos. Le pedía a su dios ayuda. Sin embargo, se
decía una y otra vez, ¿cómo iba a socorrerle Él si había perdido la Biblia, el
escudo que protegía su alma del Maligno? N

egros temores invadían su mente. Le
parecía escuchar en cada rumor nocturno risas burlonas y malignas y en cada
crepitar de las llamas una carcajada diabólica. En el fondo de las sombras y los
rincones descubría figuras achaparradas que aguardaban, traviesas y crueles, el
momento adecuado para abalanzarse encima suyo. La luz insegura y escurridiza de las
llamas no ayudaba en absoluto, pues convertía la tiniebla en un mar en constante
movimiento. Jadeaba, pues creía ahogarse bajo una atmósfera insoportablemente
pesada, comprimida por unas paredes, un suelo y un techo que se le acercaban con
tenaz y engañosa lentitud. - Malditos sean el norteamericano y el negro -gimió, con
una voz que le sorprendió por su temblor y su extremado tono agudo-. ¿Qué les habrá
pasado? ¿Por qué no vienen? Dijeron que me protegerían... Lo dijeron...Su mirada
pasó por las sucias ventanas de la cabaña. Sus ojos se desorbitaron: confusos
rostros le observaban tras el cristal, gordezuelos y rojizos, abombados por
sonrisas malignas de labios bulbosos, con ojos redondos y desorbitados, ávidos y
enfermizos. Se reían de él. Pierre podía oír sus obscenas y grotescas carcajadas,
compulsivas, histéricas, veloces o fantasmalmente lentas, dotadas de un eco
cavernoso. - ¡N

o! -aulló el francés. Se levantó y retrocedió hasta la pared junto a
la chimenea. Su corazón latía dolorosamente, cada pulsación era una violenta
punzada.- ¡Dejadme en paz! -gritó, todo su cuerpo mojado de sudor.Escuchó
golpeteos en las paredes, furiosos y alocados, un trotar fugaz que subía y bajaba
en todas direcciones, como si los demonios danzaran y palmetearan sobre los muros y
el techo.El francés, al borde de la locura, agarró un pedazo de leña seca que
reposaba junto al hogar y lo lanzó contra una ventana. El proyectil atravesó el
cristal y se perdió en la noche. Los diablos rieron con más ganas después de ese
ataque sin resultado.Pierre tomó una vara de madera por el extremo que sobresalía
del fuego. La otra punta estaba envuelta en llamas. Sostuvo la improvisada tea con
la mano izquierda mientras en la derecha enarbolaba el machete. El hombre jadeaba
bruscamente a causa del miedo. El volumen de las carcajadas, los gorjeos, los
gruñidos y los ladridos aumentó más y más, como un frenesí desbocado, una algarabía
que llenaba y hacía añicos el Universo, una excrecencia repugnante, intolerable, y
el hombrecillo se llevó los puños a las sienes, sintiendo su cerebro a punto de
estallar en mil pedazos. - ¡Callaos! -se apretó aún más las sienes con los nuños,
pero el tormento no desaparecía ni mucho menos decaía- ¡CALLAOS!Un viento helado y
cortante bajó a través de la chimenea, apagó las llamas y esparció brasas y chispas
incandescentes por toda la sala.Pierre se alejó del hogar, en el cual sólo quedaban
ahora rescoldos humeantes. La oscuridad reinaba en la sala, únicamente molestada
por la pequeña luz de su tea.El viento bajó de nuevo, tan frío y veloz que heló las
últimas brasas.Pierre se abalanzó sobre una de las puertas de la sala. N

o sabía
siquiera a dónde conducía, el miedo le impedía pensar coherentemente. Se encontró
con una escalera que bajaba, tropezó y rodó estrepitosamente, escapándosele de las
manos el machete. La tea también voló de su mano y quedó sobre las sombras, medio
apagada. Al levantarse, le dolía todo el cuerpo. Pero, tan aterrorizado como
estaba, no reparó en el sufrimiento de sus músculos. Agarró la antorcha y huyó
ciegamente, tropezando sobre bultos sólidos e informes, atravesando telas de araña
y chocando contra húmedas paredes.Creyó hallarse en una antigua despensa o
trastero. Bajo la raquítica luz de la tea descubrió cajas rotas y alimentos
pútridos y endurecidos sobre los que volaban cucarachas. El techo era bajo y hubo
de agachar su cabeza para no golpearse contra las vigas.Entonces, vio algo
hipnótico y terrible en un rincón de la estancia. Quedó mucho tiempo quieto,
mirándolo fijamente, hasta comprender que se trataba de un rostro... La faz
majestuoso y enloquecedora de La Bestia. Pierre gritó histéricamente, su mente se
rompía de puro horror. Satanás, en toda su Maligna Gloria, lo observaba desde el
fondo del cuarto, como una enorme y pavorosa cara desligada de cualquier cuerpo. Su
carne era brillante, como terciopelo oscuro. Tenía ojos rojos y llameantes, su boca
parecía un jirón escarlata del que manaba negra sangre a chorros, la sangre de las
almas atrapadas entre sus fauces. Sonreía. El Otro, El Contrario, que sufría un
hambre infinita, iba a engullir una nueva presa.- N

o... Dios Mío... Sálvame...
-gimió el hombrecillo, aovillado en el fondo de la estancia.Mas Pierre se sabía
perdido. El Maligno expelió su aliento, un chorro de azufre vaporoso que quemó
levemente su piel.La llama de la tea, de pronto, iluminó una estantería cercana. Y
en el piso superior, entre muchos otros libros abandonados, Pierre descubrió uno
pequeño y negro con una leve crucecita amarillenta pintada en su lomo. Exhaló un
jadeo violento. Aquel librito, dejado allí por los antiguos moradores de la casa,
debía ser, sin duda, un ejemplar de la Sagrada Biblia.Durante un instante quedó
inmóvil a causa de la emoción. Satanás, entonces, expandió su forma hasta adoptar
la del enorme y maligno macho cabrío, y avanzó. Sus pezuñas resonaban como
trallazos en el suelo de madera húmeda.Pierre se abalanzó sobre la estantería y
atrapó la Biblia. La mostró a Satanás, riendo locamente.- ¡Mírala, Maligno! ¡Tengo
El Libro! ¡Estoy salvado! ¡Mi alma ha encontrado de nuevo Su protección! ¡Aunque me
matases ahora, mi espíritu iría al Cielo!La Bestia se detuvo y le observó
fijamente, con aquellos ojos a los que nadie soportaría mirar sin perder el juicio.
Pierre seguía riendo locamente. En su eufórico estado, apretó con demasiada fuerza
la decrépita y abandonada Biblia. El libro, atacado por el inexorable paso del
tiempo, se deshizo entre sus dedos como lluvia de polvo y papel crujiente.El
francés vio caer los restos al suelo. Dejó caer la mandíbula, anonadado. Emitió un
espantoso gemido y los ojos se le llenaron de lágrimas. Intentó recoger lo que
quedaba de la Biblia, pero del libro sólo quedaban montoncitos de decrepitud.Oyó
una carcajada que desgajó el mundo entero, en la cual estaba contenida toda la
obscena maldad parida desde el nacimiento del Universo, y en cuyo seno cantaban en
infinitas lenguas múltiples voces, entonando salmos prohibidos. Cuando Pierre
volvió su vista hacia el frente, se encontró un enorme jirón rojo y oscuro que se
abría y expandía y en cuyo interior se desbocaban torrentes y oleadas de negrura
cuyas formas recordaban a innumerables y pequeños seres retorcidos en un tormento
sin fin. El corazón de Pierre se detuvo entonces y el agujero creció en torno a él,
engulléndolo. Libre de todo recuerdo e identidad, se unió al río de las almas
condenadas, para sufrir y sufrir y sufrir, en un viaje sin destino y sin retorno.
Amaneció alrededor de la gran cabaña abandonada. El pantano volvía a llenarse de
luz y color. Las plantas brillaban bajo el Sol, las criaturas despertaban y se
dedicaban a su cotidiana e intensa lucha por sobrevivir. La niebla se depositaba
como diamantino rocío sobre hojas y flores. Un pájaro trinó en la distancia. Un
caimán asomó su escamosa cabeza. Un sapo atrapó con su lengua un mosquito.La vida
seguía su curso.

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