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RECUERDO BODAS DE ORO DE FUNDACIÓN

MONASTERIO INMACULADA CONCEPCIÓN DE FACATATIVÁ


13 DE JUNIO 2019
ESTE LIBRO QUE ENVIAMOS COMO RECUERDO DE NUESTRO
MONASTERIO, NOS FUE COMPARTIDO POR NUESTRAS
HERMANAS CONCEPCIONISTAS DE MADRID A TRAVÉS DE
NUESTROS HERMANOS CONCEPCIONISTAS.

ESPERAMOS QUE SIRVA PARA QUE AUMENTE EN NOSOTROS


EL CONOCIMIENTO Y AMOR A LA AZUCENA PREDILECTA DE
LA INMACULADA, NUESTRA MADRE SANTA BEATRIZ DE
SILVA.
Florecillas de Santa Beatriz de Silva

José Antonio Merino


Índice

Presentación

I. Del azar al destino elegido


II. Gloria y decepción
III. La luz en el viaje
IV. Cómo percibir el lenguaje de la creación
V. ¿Por qué has venido aquí?
VI. ¡Oh Dios, dime quien eres!
VII. La Inmaculada Concepción de María como misión
VIII. La fuerza creadora reside dentro
IX. Fundadora de la Orden Concepcionista
X. El radiante canto del cisne
Presentación

La dama del rostro velado y

en su frente apareció una radiante estrella

Es posible, y muy probable, que a muchos o a casi todos los lectores les
sorprenda el título de este escrito y de su itinerario. Lo comprendo, pues en
estas narraciones no se trata de historias del “común de confesores”, en este
caso, del “común de confesoras”, es decir, de esas santas milagreras, santas
de alta mística, santas populares, santas escritoras, santas de sorprendentes
conversiones. Nada de eso. Nuestra santa no entra en el calendario cristiano
de mujeres populares y famosas pues vivió una vida muy lejos del espectáculo
impactante, de las movidas religiosas y del protagonismo de masas. No
obstante, en esa pretensión de oscuridad y de pasar desapercibida se ha
convertido en un personaje sorprendente de mujer misteriosa, pero evangélica
por su humildad, por su ocultamiento social y por su decir sin hablar. A pocas
personas se ha concedido el don y el arte del decir sin hablar y sin escribir.
Se podría definir a Beatriz de Silva como la santa de la Faz velada que irradia
oscuridad y luminosidad, silencio y misterio. Hace pensar y estimula muchas
preguntas esenciales que necesitamos afrontar y aclarar.

Si queremos comprender bien un paisaje geográfico necesitamos subir a


la cima. Y desde lo alto podemos percibir y descubrir las variedades múltiples
y contrastantes de ese paisaje. Lo mismo sucede cuando deseamos conocer
el paisaje espiritual de los santos. Necesitamos recurrir a las instancias
superiores de la Iglesia católica para descubrir su perspectiva y valoración. En
este caso, la cima es la Bula de la Canonización de Beatriz, que, además de
proclamarla santa, la presenta <<como insigne ejemplo de piedad e ilustre
testimonio de la más elevada humanidad no solo para sus hijas, sino para todo
el pueblo de Dios; más aún, para todos los hombres>>. La Bula propone a
Beatriz como ejemplo de piedad y testimonio de la más elevada humanidad.
Estas breves Florecillas pretenden sencillamente detectar y aclarar, con
temblor y rubor, esa piedad y esa elevada humanidad.

El agudo y perspicaz papa Pablo VI, en la Homilía de la canonización de


Beatriz de Silva, se lamenta de no poder comenzar con un elogio a la santa,
como suele acontecer en estos casos, por la falta de elementos biográficos
que patenticen la figura excelente de la nueva santa: <<Nos resulta imposible
entretejer el breve elogio de la nueva santa, que se acostumbra a hacer en el
momento de una canonización, y que parece proyectar los rasgos de una faz
gloriosa en nuestros ojos jubilosos, porque, de la misma manera que el rostro
extraordinariamente bello y puro de Beatriz de Silva permaneció oculto
durante largos años de su vida terrena hasta su bienaventurada muerte, así
también demasiados aspectos de su biografía solo han llegado hasta nosotros
de forma refleja, en la documentación histórica […] De hecho, ninguna palabra
de esta Santa ha llegado hasta nosotros en sus sílabas textuales y, por tanto,
ningún eco de su voz; y tampoco ningún escrito de su mano, ningún retrato
de su rostro, demasiado bella, según se decía, para que en sus años jóvenes
no fuera causa de turbación. Ni siquiera un estatuto definitivo de la Regla para
la familia religiosa que ella fundó, inaugurando con su muerte el nacimiento
de la misma>>.

El Papa cuestiona y se pregunta con afán de certezas: << ¿Será su vida


una leyenda? ¿Será su obra un mito? No, no. Beatriz de Silva, antes de estar
en el reino eterno del cielo fue ciudadana de la tierra>>. Y como prueba de
ello ahí está la familia religiosa, que ella fundó, las <<Monjas Concepcionistas
Franciscanas de la Santísima Concepción de María>>. Mujer vital y fecunda.
Con palabras del evangelio, debemos decir: el árbol se conoce por sus frutos.

En esta homilía de Pablo VI se ofrece la letra y el tono sobre la nueva


santa, a la que es necesario poner la música con una apropiada partitura. La
interpretación que se presenta en estas Florecillas pretende ofrecer algunas
notas para intuir y ofrecer una bella sinfonía en honor de esa espléndida dama
del rostro velado en su vida, pero al morir, en su frente, apareció una radiante
estrella. Sombras y luces, ese es el misterio o enigma de <<esta frágil figura
de mujer velada, a la que un cierto hálito de misterio hace más sugestiva>>,
como dice Pablo VI en su homilía.

El papa Montini, en la sugestiva y profunda homilía de la beatificación de


santa Beatriz de Silva, recuerda simbólicamente las palabras de Dante
cuando llega al paraíso y pregunta: <<¿Dónde está Beatriz?>>. También
nosotros, ante las diversas Vidas, Leyendas o Biografías de la santa,
podemos preguntarnos: ¿Dónde está Beatriz? Incluso es oportuno
preguntarse: ¿Quién es Beatriz? Y tal vez la respuesta más acertada y
convincente la encontramos cuando Dante entra en el Paraíso, y lleno de
admiración por lo que ve y oye allí, lo define como <<Luz intelectual llena de
amor>>. Sí. Luz intelectual como quedó sellada su frente, antes de morir, con
una radiante estrella. Llena de amor como lo demostró con la fundación de
una espléndida Orden religiosa con el nombre tan significativo de la
Inmaculada Concepción. Luz radiante envuelta en amor transformador. Si la
luz es el alma de la verdad, la verdad se fundamenta en el amor. Esas dos
realidades vitales, luz y amor, son las dos fuerzas fecundas y columnas
espirituales que animan, impulsan y vertebran la espiritualidad de la fundadora
de las monjas concepcionistas.

La verdad es sinfónica, pero se requiere encontrar todas esas tonalidades


de verdad que constituyen sinfonía. En la vida de Beatriz hay muchas zonas
y dimensiones ocultas y desconocidas que sería bello y atractivo el poder
conocer, aclarar y hacerlas visibles y audibles. La historia personal no narrada
aún y oculta de esa mujer enigmática nos sugiere intuir lo que pudo y, tal vez,
debió ser. Frecuentemente lo esencial y más bello en la biografía de un
personaje excepcional quedan en la sombra o en la penumbra. Lo exterior y
aparente llaman más la atención y es lo que impactan y deslumbran, pero el
misterio siempre está en lo secreto, en lo profundo.

Si Beethoven y Debussy hubieran conocido a Beatriz le habrían


compuesto un espléndido Claro de Luna. Sin duda que con esa música
hubiéramos profundizado mejor en su biografía vital que con algunas de sus
biografías convencionales, reiterativas y casi limitadas al contexto socio-
ambiental de su persona y de su circunstancia familiar, pero que no lograron
aclarar su íntima realidad humana y religiosa, su rico paisaje espiritual. Por
ello, hay que intentar descubrirla, desde los datos históricos garantizados
hasta las suposiciones razonables.

Se conoce bastante bien su entorno familiar y su ambiente social, los


escenarios en donde vivió, pero se ha escapado, o no se ha reflejado
suficientemente, la configuración de su profunda dimensión espiritual al
faltarnos sus gestos, sus palabras, sus mensajes, sus anécdotas y todo
aquello que define la persona en su ejemplaridad e identidad.

¡Cómo intentar dar voz a la que acalló su voz! ¡Cómo dar visibilidad a la
que se cubrió su rostro! ¡Cómo presentar visible al público a la que huyó del
espectáculo social! ¡Cómo dar presencia significativa a la que no quiso
significar! ¡Cómo sacar a la luz a la que decidió vivir en la oscuridad! La vida
humana y social de Beatriz es tan compleja que hasta sus mismas
contradicciones, que así pueden aparecer para nosotros, pero no para ella,
son capaces de aclarar en parte el enigma humano y las paradojas que se
encuentran en ella como suele suceder en los personajes excepcionales que
también tuvieron sus sombras y sus desconciertos.

Sí. La pluma se revela por la incapacidad de aclarar las dimensiones


ocultas de esa mujer llamada Beatriz. Pero también la oscuridad nos está
apuntando hacia esas zonas luminosas cuando han entrado en eclipse
existencial. Luz y sombras: esas son muestras de las dos mitades que
llevamos dentro, que nos configuran, nos envuelven y, a veces, nos
desconciertan. Beatriz de Silva fue sombra luminosa del sueño divino que la
creó. Fue una mujer luz, pues estaba iluminada por el Cristo resucitado, pero
pretendió aparecer como sombra de un sepulcro, de donde solo se puede salir
con la gracia y la fuerza del Resucitado. Ya en el mismo Jesús de Nazaret
encontramos las más profundas paradojas que confunden nuestra
racionalidad y desconciertan nuestra lógica excesivamente humana. En Cristo
se dan, y nos confunden, en síntesis desconcertantes y paradójicas, el ser
divino y el ser humano, el ser Dios y el ser hombre, el ser rico y el ser pobre,
la grandeza y la debilidad, el poseer la categoría divina y el revestirse de la
humildad.
Beatriz tenía clara conciencia de quién era y de cómo era, según lo
atestigua la Vida I y otras biografías y testimonios lo reiteran: <<Acordándose
de la hermosura que de Dios había recibido, determinó que ningún hombre ni
mujer le viese el rostro mientras viviese y lo cubrió con un velo>>. Otro
testimonio, que nos narra Juana de San Miguel, su vicaria, es sumamente
esclarecedor: <<Al tiempo de su muerte, como le quitaron del rostro el velo
para darle la unción, fue tanto el brillo que de su rostro salió, que todos fueron
espantados>>. A partir de estos dos testimonios contrastantes: encubrimiento
del rostro velado y aparición del brillo sorprendente al momento de la extrema
unción, se afrontan estas narraciones como un homenaje audaz y entrañable
que trata de correr y des-velar el velo que encubre su rostro humano y
espiritual para poder, al menos, descubrir al interior de él su penumbra
luminosa, su luz velada. También desde lo oscuro podemos adentrarnos en
lo claro y luminoso, pues la luz no puede por menos de dejarse ver entre
celajes.

Dudo de si estas Florecillas son osadía, atrevimiento, fantasía o error de


perspectiva del autor. Pero más allá de las opiniones y de los juicios de valor
de las hermanas concepcionistas que pueden hacer, y tienen todo el derecho
para ello, estas páginas son un gran ejercicio mental y gran impulso cordial
por aclarar y comprender a esa mujer sorprendente y genial, envuelta en
densas capas de claro-oscuros, que se llama Beatriz de Silva. Las luces, por
mucho que la oscuridad se empeñe en ocultarlas, siempre imponen la fuerza
de su luminosidad.

Antes de narrar cada Florecilla me gustaba recitar la oración de la


catedral de Chester:

Dadme, Señor, el sentido del humor.

Dadme la gracia de comprender una broma

para tener algo de felicidad en esta vida y poder transmitirla a los demás.
I. Del azar al destino elegido

La vida de Beatriz de Silva se enmarca entre 1436, año en el que nace, y


1491, año en el que fenece. Durante ese tramo de tiempo, que siempre es
gracia, se desarrolla su historia personal, que logró transformarla en historia
memorial, en biografía ejemplar y portadora de sentido.

Toda vida humana está condicionada por ese dúo inseparable: por el
espacio o lugar y por el tiempo, pues son el escenario obligado en el que se
desarrolla la existencia personal y son nuestra inevitable circunstancia. El
espacio o lugar y el tiempo suelen configurar nuestro paisaje interior y nos
acompañan siempre como hermanos inseparables. Hay que tener muy
presente que Beatriz de Silva, si queremos comprenderla, vivió en Portugal y
España (el dónde) y en el siglo XV (el cuándo), tan distante de nosotros en el
tiempo, en la mentalidad y en las costumbres.

El dónde (espacio-lugar) y el cuándo (tiempo) configuran nuestro siendo


y el estar aquí y ahora, es decir, nuestro ser y nuestro comportamiento. Sin
embargo, la libertad personal, que brota y crece en nuestro interior, es la gran
protagonista de nuestro vivir en el mundo y en la sociedad, de nuestra
identidad y de nuestro actuar.

Desde hace más de cien años, el lugar del nacimiento de Beatriz es objeto
de discusión, pero los datos más fiables señalan que nació en Campo Mayor
(Portugal).

Escribe Juana de San Miguel que Beatriz <<fue del linaje de los reyes de
Portugal, hija del señor Ruy Gómez de Silva y de Meneses, señor de Campo
Mayor, hijo de Arias Gómez de Silva, alcalde mayor de Campo Mayor. Su
madre fue doña Isabel de Meneses, hija del conde de Viana don Pedro de
Meneses, primer capitán de Ceuta en África; y lo que se sabe es que nació en
Campo Mayor>>.

Como deja entrever el texto anterior, el árbol genealógico de Beatriz


está formado por distinguidos apellidos: el noble linaje de los Silva y de los
Meneses. Ruy Gómez, su padre, avezado caballero de las armas y de la
defensa de los territorios a él confiados. Isabel, su madre, provenía de los más
distinguidos linajes cortesanos, entroncados con las familias de Portugal y de
Castilla. Su abuelo, Pedro Meneses, era noble caballero y conde de Viana.

Es indudable que los hijos reciben la herencia genética de sus padres,


pero también es cierto que los hijos suelen heredar las cualidades mentales y
espirituales de ellos. Es verdad que los hijos no son copia de los padres, pero
sí son reflejo de ellos. Sin duda que la mejor dote para los hijos son las virtudes
de sus padres, sus rasgos espirituales.

No cabe duda de que en el espíritu de Beatriz cohabitaban el carácter


valiente e hidalgo de su padre y la gentileza y finura espiritual de su madre,
como apareció y se demostró en el itinerario de la vida personal y social de
esta mujer genial.

Beatriz estaba dotada de un talante aristocrático. Entiendo por talante el


modo peculiar de ser, de sentir, de expresarse y de relacionarse con los
demás, que, en Beatriz, lo podemos definir como exquisitez y simpatía. La
Vida II subraya que esta ilustre portuguesa era guapa y simpática. La simpatía,
además de ser un estado de ánimo, es un sentimiento afectivo de ternura y
de comprensión que se expresa en un comportamiento fraterno y amoroso.
Por esta simpatía innata, Beatriz fascinaba y seducía como persona y con sus
acciones y reacciones. Era muy humana y lograba humanizar. Cualidades
esenciales y ejemplares para nuestro tiempo, en donde se da gran crisis de
ternura.

El matrimonio Silva y Meneses fue también fecundo en su descendencia


pues tuvo once hijos. Lo que significa que Beatriz ya vivió desde su infancia
en una familia numerosa, con lo que ello conlleva de pertenencia y de
diferencia en el mismo grupo familiar, de cercanía afectiva y de diferencias
personales. A la familia Silva y Meneses podría aplicársele el dicho de
Confucio: <<Una casa será fuerte e indestructible cuando esté sostenida por
estas cuatro columnas: padre valiente, madre prudente, hijo obediente y
hermano complaciente>>.
Desconocemos la formación cultural que recibiría en su niñez y juventud,
pero es de suponer que sus padres le ofrecerían lo más selecto culturalmente
de entonces, como solía hacerse en las clases elevadas de aquel tiempo, y
dada la calidad humana de ellos y de su poder adquisitivo pues eran ricos.

Según los testimonios que nos han llegado, el ambiente religioso de esa
familia era de una vida cristiana practicante e interesada en los temas
religiosos. De hecho, uno de sus hijos, Juan, fue franciscano y llegó a ser
además beato con el nombre de Amadeo. Parece ser que los franciscanos
estaban muy presentes en esa familia. Y debido a ello, padres e hijos,
escucharían la espiritualidad franciscana en donde se hablaría de la
Inmaculada Concepción de María, cuestión doctrinal muy entrañable en los
franciscanos, que debió impresionar tanto a Beatriz, que en su vida posterior
fue uno de sus focos preferenciales. Los testigos en el Proceso de su
canonización declaran la gran devoción que ella tenía a la Inmaculada
Concepción de María desde su juventud.

Una de las cosas más bellas de la persona consiste en que su vida haya
tenido y transmitía sentido. Entiendo por sentido el colmo o la sensación de
plenitud de la persona humana. Las personas razonables y decididas buscan
cómo llenar de sentido su existencia. Y en ellas nunca hay aburrimiento, ni
hastío, ni desgana, pues sus vidas se desarrollan y se realizan en un proyecto
vital, creador y estimulador. A esto se opone el vacío existencial tan extendido
en nuestro tiempo como expresión del malestar del bienestar.

Vivir con sentido implica proyectar, crear. Un proyecto humano parte de


un azar, que se transforma en destino a través de opciones y elecciones
continuadas. Si la acción de la Providencia la asumimos y explicamos desde
la fe, el azar es lo que nos acontece en la vida sin que nosotros
intervengamos. Así, por ejemplo, no podemos elegir nuestros padres, ni los
hermanos, ni nuestros contemporáneos, ni el lugar, ni la cultura. Todo eso se
nos da de antemano y sin nuestro consentimiento. Ahora bien, el azar puede
transformarse en destino.

La palabra destino no significa fatalidad ni desgracia, sino el estado de


una convicción de la que uno puede decir: esto lo he elegido yo. A este destino
me adhiero y hacia él me dirijo. Hay que distinguir lo que es fruto del azar –el
lugar y el contexto de nacimiento- de lo que aquí llamamos destino, es decir,
adhesión a una persona, por ejemplo, Cristo al que uno se ha entregado por
amor. El destino de Beatriz, como adhesión a unas personas, es Jesucristo y
María en cuanto Inmaculada Concepción. Ella no eligió sus orígenes, pero sí
eligió sus finalidades.

Cuando digo azar no quiero significar fatalidad ni casualidad, sino los


acontecimientos que nos suceden y nos condicionan, pero que no dependen
de nuestras decisiones ni de nuestras intenciones. Ahí no interviene la
libertad. En tanto que el destino lo podemos formar y con-formar mediante
nuestras libres opciones y decisiones. Y en él es la libertad personal la que
decide. De este destino somos forjadores y responsables.

Es cierto que nosotros no podemos cambiar el viento ni las mareas, pero


también es cierto que podemos ajustar las velas para orientarnos según la
dirección del viento y avanzar hacia el destino deseado y buscado. Los
caminos podrán ser torcidos, pero nuestro espíritu logra encaminarnos en la
dirección escogida.

No tenemos alas como los pájaros, pero sí podemos volar muy alto con
nuestros pensamientos, que son más poderosos que las alas de las aves. De
hecho, a Beatriz le crecían alas en el espíritu y nunca dejaba de volar. Llevaba
la faz cubierta, pero su espíritu
era de claras alturas. Tenía
raíces en la tierra y alas para la
elevación. Por eso, puede ser
<<ilustre testimonio de la más
elevada humanidad>>, como la
propone la Bula de su
canonización. Qué contrastes
tiene la vida: ¡El espíritu redime
las paradojas de la carne! ¡La
gracia puede dar sentido y
orientación al azar!
II. Gloria y decepción

El matrimonio Silva y Meneses, por su destacado linaje social, gozaba del


privilegio de poder colocar a sus hijos en puestos relevantes de la sociedad.
La gran ocasión para su hija Beatriz se ofreció con motivo del casamiento, en
segundas nupcias, de don Juan II de Castilla con doña Isabel, princesa de
Portugal. Isabel escogió algunas distinguidas jóvenes para que la
acompañaran en el séquito real. Beatriz fue una de las agraciadas además de
otras tres. Es de suponer la gran alegría que esa elección supondría para
Beatriz que tan joven pudiera entrar en la corte real.

Aunque ella vivía en una señorial mansión en Campo Mayor, le haría


enorme ilusión trasladarse a la corte real en Tordesillas, cerca de Valladolid.
Entrar en ese círculo privilegiado y exclusivo suponía un gran salto social. Se
le iluminarían sus ojos y su fantasía imaginaría un mundo de hadas orientales,
tan ilusionante para cualquier persona joven. ¿Qué joven no sueña ante un
futuro halagador?

Siendo tan joven y adornada con excelentes cualidades naturales, de


privilegiada y lúcida mente, le sonreiría un futuro dorado, tal vez soñado, pues
como muy humana que era también le gustaría soñar. Beatriz, aunque soñara,
como es normal, nunca se perdió en la fantasía ni en los ensueños que tal
oportunidad le podría estimular. Claro, que para que se realice un sueño hay
que estar despiertos. En todas sus actuaciones y decisiones demostró que
era sensata, razonable y con gran sentido común.

Soñar no significa dar rienda suelta al imaginario personal, sino proyectar


con elevación de espíritu, pero siempre con sentido realista e incluso con buen
humor. Cuando estamos despiertos tenemos un mundo real frente a nosotros,
pero cuando soñamos nos abrimos a muchos mundos posibles. Hay sueños
creadores y hay sueños que deforman la realidad. A los soñadores ilusos
podemos aplicarles aquello que decía irónicamente Prometeo: <<Los
hombres caminan por este mundo como sombras de un sueño>>. Tener alas
mentales para elevarse sin olvidar las raíces de la tierra es una bella forma de
existir, de resistir y de consistir. A esta estirpe privilegiada de personas
pertenecía Beatriz. Elevación de espíritu, pero con los pies bien afianzados
en la tierra.

La vida de Beatriz se desenvolvía al principio, en el ambiente cortesano,


de un modo entusiasta y alegre, rodeada de finas atenciones, sorprendentes
delicadezas y de los dulces encantos de un ambiente festivo y lujoso, en
donde no faltaba nada de lo que una joven entusiasta puede pretender.

Beatriz era feliz y derrochaba simpatía formando parte del séquito real,
provocando gran admiración por su belleza y su compostura. Esa joven, que
tenía el don supremo de la simpatía instintiva, unida a una deslumbrante
belleza, llamaba la atención de todos sin pretenderlo ni buscarlo.

Como muchacha sagaz y muy observadora, pronto se percató de que en


aquel ambiente cortesano se enfrentaban grupos ambiciosos, intrigas y
rivalidades entre los nobles, que se debatían en dos bandos poderosos y bien
declarados. Ello la debió hacer cauta, reservada y prudente.

Posteriormente se sorprendió de que ella misma estaba en el centro de


muchas miradas sospechosas y de comentarios que la herían y la
perturbaban. Mirando, y observando a su alrededor, se dio cuenta de que ella
era objeto de deseo para hombres; objeto de envidia para mujeres y objeto de
crítica sospechosa para muchos. Ella, al observar y percatarse de aquellas
actitudes, se preguntaría, pero ¿qué he hecho yo? Ya no se trata de lo que tú
has hecho o has dejado de hacer, sino de lo que otros te atribuyen. Solemos
vivir más de las interpretaciones que de los hechos reales. Ahí comenzaría su
primera crisis personal.

¡Oh preclara y hermosa Beatriz, tú no has hecho nada extraño ni has


provocado, pero te hacen culpable de los desmanes de otros! Una mujer tan
privilegiada de dones físicos y de cualidades espirituales causa gran atención
y admiración, se convierte en el centro de pícaros y malintencionados
comentarios, como asimismo de irónicas y despiadadas envidias y de
malsanos celos.
Un conocido proverbio de Salomón reza que <<El amor es fuerte como la
muerte; los celos son crueles como la tumba>>. Según la sentencia del
famoso comediógrafo griego Antífanes (s. 3 a.C.): <<Hay dos cosas que el
hombre no puede ocultar: que está borracho y que está enamorado>>. La
historia nos enseña que las grandes bellezas provocan grandes pasiones (san
Agustín dixit). El hecho de que Beatriz posteriormente cubriera su rostro con
un velo, demuestra que había aprendido esa lección moralizante de la historia.

La situación se fue agravando hasta tal punto, que entró en acción


insospechada y furibunda la misma Reina. Si en los inicios, Beatriz era la
dama predilecta, amada y agasajada, por parte de la reina Isabel,
posteriormente las relaciones se enturbiaron y se creó casi un problema de
Estado. La causa fue el hecho de que se extendieron rumores e intrigas de
sospechosas relaciones amorosas entre la bella portuguesa y otros
cortesanos, incluso con el mismo Rey.

La Reina, airada y enfurecida por los comentarios y las suposiciones,


decidió eliminar a Beatriz de un modo rocambolesco. La Reina, y es de
suponer que con la ayuda de otras personas, la encerraron en un cofre, baúl
o arqueta durante tres días para quitarla del medio.

El hecho del baúl o cofre lo afirman bastantes biografías y testimonios.


Hay autores que lo niegan, aunque ese extraño encerramiento, al menos,
pudo ser verosímil. Es sabido que la reina Isabel, por aquel tiempo, sufría
enfermedades mentales, que la acompañaron durante el resto de su vida,
pudiendo haber encerrado a su doncella en un momento de fuerte crisis
emocional. Cuando se pierde la razón, se cae en el absurdo.

Ese hecho del encerramiento causó a la joven portuguesa un gran impacto


psicológico y espiritual. Experiencia tan traumatizante que, por contraste,
dada su riqueza espiritual, se convirtió en inspiradora e iluminadora de un
nuevo camino personal. También de lo cerrado y de lo oscuro puede surgir la
luz y la claridad. ¿Qué sentiría? ¿Qué vería? ¿Qué pensaría? ¿Qué decisión
debía tomar? Sin duda que su futuro podrá iluminar y aclarar estas preguntas.
El futuro aclara las oscuridades y perplejidades del pasado.
La experiencia dramática del encerramiento supuso para Beatriz un antes
y un después en la corte real. El golpe debió ser terrible. Infinita decepción.
Derrumbe personal. Pero ¿a quién consultar? Tendría personas allegadas y
fiables allí con las que poder desahogarse. Recurriría también a su familia.

Es de presumir e incluso obvio que, en esa situación traumática, fuera al


convento de las clarisas de Tordesillas, que solía frecuentar y en donde parece
ser que tenía buena relación con las religiosas, pero de modo especial con sor
Gaudencia, monja destacada en aquel convento. Las clarisas, con sentido
religioso y espiritual, le hablarían de los conflictos de Jesús de Nazaret con sus
contemporáneos y de los grandes silencios de María Inmaculada. Le contarían
también de la complicada conversión de Francisco de Asís y de la vida ejemplar
de san Antonio de Padua. Temas que le eran muy familiares desde su niñez y
que habían configurado el paisaje espiritual de su persona.

Siendo ella una joven madura, buena y religiosa, no quiso vender su alma
al diablo, ni quiso perder su libertad, ni su dignidad, ni el sentido espiritual de su
vida. Armada espiritualmente con las enseñanzas de los modelos del evangelio,
decidió abandonar la corte real pues esa no era lugar adecuado para ella ni
respondía a sus exigencias personales.

Ante la lacerante crisis humana y espiritual,


como recurso de su espiritualidad, se dirigió a
Jesús de Nazaret y a su Madre Santísima pidiendo
luz y asistencia. En esas circunstancias oscuras,
con profunda fe y gran unción, Beatriz rezaría una
oración parecida a la que san Francisco hizo ante
el Cristo de san Damián, en los momentos de su
conversión: <<Oh alto y glorioso Dios, ilumina las
tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza
cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento,
Señor, para cumplir tu santo y verdadero
mandamiento>>.
III. La luz en el viaje

No fue fácil para Beatriz emprender un viaje hacia lo desconocido, tanto en lo


que se refiere al lugar como en lo referente a su proyecto futuro de vida. Ese
viaje era huida ciertamente del dónde ha estado, pero ¿estaba segura de su
futuro el hacia dónde? Es de suponer que en su interior se enfrentaran
pensamientos y sentimientos encontrados que necesitaba aclarar y canalizar.
Beatriz era una mujer de seguridades y en su espíritu tuvo que sufrir el drama
de la escisión entre un pasado inmediato desagradable y un futuro
desconocido. En su largo viaje de Tordesillas hasta Toledo, 250 km., tuvo
mucho tiempo para reflexionar y, ¡cómo no!, para rezar.

El viaje de la doncella cortesana no debió ser sereno y tranquilo, sino todo


lo contrario por su situación psicológica. Suponemos que viajaría en andas o
montada en una mula o en un carruaje. La acompañaban algunos familiares,
asistentes, mozos de mulas, otros sirvientes y escoltada por la guardia de la
Reina. Sí. La compañía del viaje era bien nutrida y ella estaba bien protegida.
Lo que le rodeaba era bello y tal vez ruidoso, que contrastaba con su soledad
interior. Con sus heridas y laceraciones interiores difíciles de cicatrizar. En su
intimidad le acompañaba y habitaba una gran soledad que solo ella podía
afrontar y asumir. Los que la acompañan le pueden aconsejar y mitigar la
dureza del viaje, pero en la amarga procesión, que llevaba por dentro, nadie
la podía acompañar. Soledad personal en la nutrida y generosa comitiva que
la rodeaba.

Cuando alguien emprende un camino hacia lo desconocido, suele pensar


o rezar implorando luz y asistencia de lo alto para no equivocarse en la nueva
andadura. Beatriz, profunda creyente, invocaría al Altísimo, como desde
pequeña solía hacerlo. Jesús de Nazaret y su madre María Inmaculada eran
sus estrellas. Y bajo la luz de estas estrellas siempre se empeñó en caminar.
A nuestra Santa no se le podrían aplicar los versos de Antonio Machado:
<<Caminante, no hay camino, se hace camino al andar>>, pues su camino
seguro y certero era Cristo, no una idea sino una persona. Su camino estaba
seguro, el Evangelio. Las dudas eran el modo y las formas de seguir ese
Camino.

En este mundo no hay espacio de reposo absoluto para nadie, ni siquiera


para los buenos y los santos. El espíritu humano es un abismo en su
capacidad de sufrir y de gozar. Mientras iba acompañada por el séquito hacia
Toledo, Beatriz iba triste y pensativa, pero con esperanza de futuro.
Reflexionaba sobre lo acontecido en la Corte, su decepción, y se preguntaba
cual sería su futuro.

Repasando personajes de la Biblia, le vendría a la mente la conversión de


san Pablo en su caída del caballo por el camino de Damasco y los vaivenes
de los discípulos de Jesús. Y reflexionando en los primeros pasos de la
humanidad, se recordaría de aquella pregunta que Dios hizo al primer hombre:
<<¿Dónde estás?>>. Pregunta que se hace a todos los hombres y en todos
los momentos de su existencia. Adán se escondió porque tenía vergüenza.
Otros se hacen sordos, otros no quieren responder porque tienen miedo, otros
rehúyen la pregunta porque piensan que la respuesta está en ellos mismos.
Beatriz no se escondió, sino que salió al descampado para encaminarse en la
dirección que la llamada de Dios le hacía.

Dios nos creó por amor. Y si seguimos viviendo es que Dios sigue
recreándonos. Dios no abandona nunca al hombre en las vergüenzas de su
desnudez, aunque se esconda como Adán, sino que lo arropa con su mirada
amorosa y su protección paternal. La mirada amorosa también arropa. Dios
no puede alejarse de los seres que había creado. Les ofrece vestidos para
que puedan vivir y sobrevivir. Les ha revestido de inteligencia, voluntad y
sentimientos para que puedan crear su propio mundo humano. Dios viste a
cada ser humano con ropajes especiales según su providencia y su sabiduría.
Dios nunca desnuda sino que arropa.

En el cielo raso y a la temperie inclemente del abandono divino, los seres


humanos se morirían de frío, pero el buen Dios les cubre con ropajes
protectores. Dios cubre a los humanos con sonrisa divina para que los
mortales podamos sonreír a todos los ciudadanos de nuestro entorno. Este
convencimiento del Dios amor y protector fue la gran fuerza espiritual que
animó a Beatriz en aquella estancia de desamparo de la Corte real.

Los santos son los héroes del espíritu y guías no siempre comprendidos
y siempre difíciles de imitar, aunque cada persona lleva en su interior el ser
imagen de Dios, que difícilmente puede borrar aun cuando se lo proponga.
Como hay una genética biológica, hay también una genética espiritual que
proviene de quien le creó.

En ese viaje largo y cansado, Beatriz sintió en su intimidad la vertiginosa


proximidad de Dios. Sin que nadie de la comitiva lo oyera ni lo percibiera, ella
gritaría en su interior: ¡Oh Espíritu divino, cómo te siento! Cada día de su
andadura pensaba que se ponía en camino hacia una nueva búsqueda,
aunque su alma, desasosegada, imploraba un descanso pues ni el frescor de
la noche ni la dulce luz del día aplacaban su inquietud. Día y noche, un fuego
divino le instaba a seguir buscando para encontrar respuesta a sus profundas
inquietudes.

¡Oh Señor, qué grande e inmenso es tu amor al querer hacernos eternos!


Has hecho de cada uno de nosotros una parcela de eternidad. Esa es la razón
por la que nuestros deseos sean infinitos. Y, por ello, todo lo temporal nos resulta
estrecho, limitado y nos produce insatisfacción. Inmensa insatisfacción.
Insatisfacción que nos aguijonea y nos convierte en eternos buscadores. ¡Qué
fuerza misteriosa contiene el deseo de Infinito!

Beatriz llevaba en su espíritu la irreprimible pasión por el Dios eterno; y


todo lo temporal le limitaba sus alas de expansión eterna. Sentía en su espíritu
una inquietud divina que se transformaba en ilimitada búsqueda de encuentros
inacabados y de nuevos comienzos. Cada instante de su vida le lanzaba a lo aún
no logrado y, por ello, la pasión por su Señor le impulsa a ir siempre más allá. El
ojo de su espíritu le lanzaba hacia nuevos horizontes que le iluminaban y le
atraen. Mejor aún, el impulso del amor le empujaba a ir siempre más allá, a lo
inexplorado. Lo Infinito le habita y, por ello, el Espíritu la impulsa a salir a lo
abierto como aquella esperanza creadora que puso en camino al padre Abrahán.
Beatriz era intuitiva, decidida y comprometida con sus creencias y
decisiones. Tenía un fuerte sentido y sentimiento de Dios como Presencia y
acción activas en ella. Su fe era presencia y silencio luminoso y, por ello, trató
hacer de Jesús de Nazaret y de su Madre, la Inmaculada Concepción,
contemporáneos suyos, como intimidad de su ser más íntimo.

La plegaria sincera
de cada día se
convertía en silencio
sonoro y en espacio
luminoso de
encuentros
reiterativos. Por ello,
la joven portuguesa
gozaba de nuevos
comienzos y de
iniciativas
inexploradas. Las
cosas esenciales de
la vida solo las
descubre el corazón.
Pero es el amor el
que logra penetrar en
el misterio. El
misterio es la
grandeza divina que
nos habita y que
Beatriz de Silva logró
descubrir y ponerlo en circulación con ejemplar comportamiento religioso y
humano.

Por ello, sigue siendo una de nuestras contemporáneas.


IV. Cómo percibir el lenguaje de la creación

La comitiva hizo un largo descanso en una verde pradera, junto a una fuente
de abundante agua fresca y gozando de un bello paisaje. Beatriz se separó
del grupo y paseaba sola por la campiña. Necesitaba soledad y encontrarse
con su propia interioridad, bastante agitada y como balanceándose entre el
ayer decepcionante y el mañana desconocido.

No podía por menos de comparar lo que dejó atrás y lo que estaba viendo,
viviendo e imaginando en ese viaje tan extraño y sorprendente. En la corte
real había suaves alfombras, luminosas lámparas y espléndidos cuadros de
arte. Pero en la naturaleza descubría que el verde césped de los prados era
más suave que las alfombras, que ninguna lámpara del palacio era tan bella
y brillaba tanto como el sol, la luna y las estrellas, que ningún techo decorado
es tan fascinante como el firmamento azul, que ningún florero era tan florido
como los rosales del campo, ni tan alto como los árboles en los que anidan y
cantan libres los pájaros.

Contemplaba las montañas como si estuviera trepando por ellas con la


mirada. Es que el sentimiento de la existencia aumenta inmensamente cuando
se contemplan las alturas. Las alturas suelen inspirar al espíritu profundo
silencio y que hacen pensar. Si la llanura produce el sentimiento que nos
engrandece, las alturas producen el sentimiento que nos empequeñecen.
Somos insignificantes ante la inmensidad del universo, pero ilimitados gracias
al pensamiento y al sentimiento. La alegría de poder mirar y de ver, de admirar
y de llenarse de estupor, es uno de los más hermosos sentimientos que la
naturaleza puede conceder a las personas.

Una de las bellas formas de existir consiste en invadirse de estupor. Si no


logramos descubrir el misterio del mundo es porque no sabemos invadirnos
de estupor. Extasiarse es una profunda experiencia vital que rebasa la razón
y, por ello, no tiene respuesta alguna.
El mundo es maravilloso y contemplarlo en el silencio meditativo es una
especie de inmersión en el misterio que nos rodea. Y en lo ancho y profundo
del universo se percibe el aliento y el soplo divinos. Beatriz se sentía inundada
y llena de admiración por dos motivos: En lo alto, la maravilla del cielo
estrellado e inmenso; en su interior, la presencia luminosa del Espíritu. Por
eso, su psicología y fuerza interiores sintonizaban con la ecología exterior, en
lo grande y en lo pequeño.

Al principio fue el asombro y al final será el estupor, pues la vida es


misterio y nunca deja de sorprender a quien mira con ojos de agradecimiento
y es capaz de admirar. Para Beatriz, la creación le llevaba al creador, más
aún, a la Trinidad Creadora y a Jesucristo por quien, en quien y para quien
todo ha sido hecho. Por eso, Beatriz miraba y contemplaba la naturaleza como
un sacramento. ¡Qué bello es poder vincular el sacramente de la eucaristía
con el sacramente de la creación! ¡Todo es gracia!

Frecuentemente las bellezas de la naturaleza no se valoran lo suficiente


porque no se paga para disfrutar de ellas. Solemos valorar lo que nos cuesta
económicamente, pero lo gratuito tratamos de minimizarlo o no considerarlo.
Sin embargo, cuánto esfuerzo personal necesitamos hacer para descubrir y
celebrar la belleza de la creación.

Cuando se descubre que la naturaleza es la más bella de nuestras casas,


entonces nos percatamos del gran misterio que nos rodea. La naturaleza nos
enseña que es creación del Dios amor. Ella también nos ofrece sabias
lecciones de cómo vivir y habitar en el mundo. Ante el bello espectáculo de le
creación, Beatriz sentía que su espíritu se ensanchaba y se iba sintiendo más
libre. Percibía en su interior un cambio impensado porque la naturaleza le
alargaba su alma y se expansionaba más que en el recinto decorado de la
Corte real.

Todos aquellos que más embellecen la tierra están cerca del cielo. Por
eso, la tierra necesita de las personas que más logran mirar al cielo. No porque
ellas se olvidan de la tierra, sino porque señalan el sendero del buen caminar
siempre en salida. La técnica ha encorvado a los hombres hacia abajo, pero la
mística les endereza hacia arriba. En la vida, lo más alto puede transformarse en
lo más profundo.

El sacramento maravilloso de la creación inundaba el alma de Beatriz, que


quedaba anonadada al contemplar en lo alto el cielo claro y profundo como un
abismo de luz. Contemplándolo se estremecía de deseos divinos. Se lanzaba a
la altura porque allí residía su profundidad. Altura y profundidad se encuentran
ensambladas y entrelazadas en el interior de Beatriz y, por ello, pudo cantar en
silencio desde su soledad sonora. El canto es un vuelo del espíritu hacia Dios y
con ello se redime la persona de sus hostilidades, pesadumbres y
contradicciones.

Continuaba paseando por los verdes campos, cuando, junto a los árboles
de una colina, se le aparecieron dos personajes que le produjeron gran miedo,
malos augurios y no poco temor. Las Vidas I, II y III explicitan que esos
personajes eran san Francisco de Asís y san Antonio de Lisboa. Pero Beatriz,
invadida de miedo, lloraba pensando que la devolverían a la Corte por orden de
la Reina.

Los frailes le hablan en portugués y la tranquilizan. Le dicen que no tenga


miedo. Incluso le anuncian que ella será una de las mujeres más importantes de
España y que sus hijas serán conocidas en todo el mundo. La Vida II aclara que
esas hijas serán las monjas concepcionistas.

Beatriz quedó reconfortada con la presencia y las palabras de esos


santos, de los que ya había oído hablar en Portugal estando con su familia. San
Francisco le era familiar por las Florecillas, que conocía desde su niñez, y san
Antonio era famoso por sus milagros. Aquella presencia tan reconfortante le llenó
el espíritu de confianza, de alegría y de esperanza. Fue una gran luz en el camino
de tantas oscuridades.

Después del encuentro luminoso y gozoso con los dos personajes


franciscanos, Beatriz comenzó a reflexionar y a comparar lo que la vida de la
Corte real le ofrecía y lo que ofrecía el mensaje de san Francisco y de san
Antonio, dos personajes universales y evangélicos. Entonces se concentró en sí
misma y se puso a reflexionar sobre la verdadera felicidad de las personas. En
sus paseos, por la verde campiña, entre sobresaltos y alegría, pensaba para sí
en qué consiste la felicidad inspirada en la vida de esos santos que se le
aparecieron.

- Felices aquellos que logran descubrir y vivir los prodigios que cada día nos
ofrece la vida, desde la mañana hasta el ocaso.
- Felices aquellos que logran despojarse de todo aquello que les ata para
ser libres.
- Felices aquellos que cultivan el niño que llevan dentro desde su niñez y no
pierden su inocencia en el cotidiano bregar.
- Felices aquellos que descubren la auténtica amistad y nunca traicionan a
sus amigos.
- Felices aquellos que saben llorar frente a las desgracias de los demás y
son capaces de acompañarles cuando los necesitan.
- Felices quienes descubren en sus vidas lo que es necesario para vivir y
logran desprenderse de lo superfluo.
- Felices quienes se detienen en el camino de la vida para mirar con
sinceridad lo que les rodea y son capaces de llevar el fardo de los otros.
- Felices quienes cada día dedican tiempo suficiente para escuchar su
silencio interior.
- Felices quienes no se envalentonan por sus éxitos ni se abaten por sus
problemas cotidianos.
- Felices quienes logran vivir con esperanza a pesar de los problemas y
angustias que les rodean.
- Felices quienes logran descubrir en los otros lo positivo que tienen y
disculpan con generosidad sus errores.
- Felices quienes logran ser originales y dedican sus vidas a los otros con
amor y generosidad.
- Felices quienes trabajan en su vida por la paz y luchan al mismo tiempo
por la justicia entre los hombres.
- Felices quienes logran descubrir y contemplar el paso de Dios por sus
vidas y se dejan invadir por la fuerza creadora del Espíritu.

Beatriz de Silva dejó a su futura fraternidad concepcionista, no


explícitamente de palabra sino implícitamente de obra, una gran lección de vida
para saber habitar en este mundo: Cómo vivir la inmanencia (en la creación),
cómo aspirar a la trascendencia (a Dios creador) y cómo manifestarse en la
transparencia (en la sencillez).

Después de esa parada larga y relajante, la comitiva continuó el viaje para


Toledo, pero el ánimo de Beatriz era muy distinto de cuando salió de Tordesillas.
Se sentía serena, más lúcida e iluminada porque estaba entrando en el misterio
de Dios y, desde ahí, en su propio misterio. Ella deseaba ser santa, pero uno no
nace santo sino que se hace santo. La santidad es un largo y arduo proceso de
luces y de sombras, de aciertos y desaciertos, de verdades y de errores. Esa es
la gran cuestión y la asignatura siempre pendiente que no caduca nunca. Solo el
futuro lo aclara.
V. ¿Por qué has venido aquí?

Toledo, la Ciudad Imperial, en el siglo XV, era atractiva y rica en ofertas políticas,
culturales, artísticas y religiosas, pues en ella había un alto empuje social y
religioso con bastantes conventos de religiosas. Esa ciudad era un centro
privilegiado en donde tantas personas deseaban estar y vivir por las muchas y
variadas oportunidades que ofrecía.

En la Ciudad Imperial, Beatriz podía haberse alojado en un espléndido


palacio o en alguna rica mansión, pero lo rehuyó. El mal recuerdo de la Corte
real de Tordesillas le dejó una profunda cicatriz sangrante en su espíritu. Prefirió
alojarse en el monasterio de Santo Domingo el Real de las religiosas dominicas.
Este monasterio fue para ella una especie de casita de Nazaret. Le encantó
aquel lugar pues decidió vivir allí alrededor de treinta años, llevando vida austera
y conventual. Estaba en ese convento como una señora seglar, libre y autónoma,
viviendo en paz e integrada en su comunidad de mujeres y niñas, monjas y
demás personal, compartiendo sus tareas humanas y sus inquietudes religiosas.

Beatriz encontraba en el monasterio de las religiosas dominicas silencio,


paz y belleza. Tres ofertas esenciales que colmaban su espíritu aristocrático y
exigente. Y con las que deseaba y necesita encontrarse como exigencia y guía
de su estado de ánimo personal y comportamiento social.

En el largo y pesado viaje desde Tordesillas a Toledo, Beatriz pasó por


diversos y complicados estados de ánimo, además del cansancio corporal y
anímico que todo ello conllevaba. Llegar a una casa religiosa para poder
descansar era una necesidad, al mismo tiempo que allí iniciaba una nueva
andadura en su vida. Entonces le asaltaron las preguntas: ¿En dónde estoy?
¿Por qué y para qué estoy aquí? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar?
Preguntas esenciales que tardó bastante tiempo en clarificar una a una. Si en la
Corte real tenía todo bien programado y asegurado, ahora comienza una nueva
etapa en su vida totalmente inesperada, que debe afrontar y tiene que inventar.

Por lo que nos dicen las Vidas o Biografías de la santa, podemos afirmar
que Beatriz gozaba de una excelente fantasía creadora y muy capaz para
emprender caminos insospechados. Mujer audaz, pero sensata. Valiente, pero
prudente. De gran fantasía, pero razonable. Sabía estar y afrontar las situaciones
más complicadas con audacia y con la fuerza del espíritu que le caracterizaba.
Practicaba con tesón esa rara virtud llamada magnanimidad, es decir, grandeza
de alma.

En su habitación había un libro que narraba la historia de personajes


bíblicos que le interesó sobremanera. Después de un repaso por algunos de
ellos, le llamó la atención el profeta Elías por su vida y por su misión
sorprendentes y bastante misteriosas y atrevidas. Según se narra en el libro de
los Reyes (I, cc. 18 y 19) Elías apostó su propia vida contra la vida de
cuatrocientos cincuenta profetas del dios Baal. Ganó la extraña apuesta y como
resultado degollaron a los varios centenares del dios Baal.

Pero a veces, en donde aparece el triunfo, emerge la amenaza, que no


tardó en llagar con la venganza de Jezabel contra el profeta triunfador. Ante la
seria amenaza de ser eliminado, Elías tuvo miedo y huyó al desierto en donde
se deseó la muerte. También los héroes suelen ser frágiles y se desean
desaparecer de la tierra porque no soportan el peso de la existencia. En el
caluroso desierto se tumbó bajo una retama y le invadió el sueño. Pero allí donde
aparece el fracaso, salta lo que salva. Una fuerza divina le conforta y le anima
para que siga el camino y suba al monte Horeb o monte Sinaí.

En una cueva de aquel monte, en donde se refugió, oyó una voz que le
preguntaba: <<Elías, ¿quién te ha traído aquí?>>. Y el profeta respondió: <<La
pasión por mi Dios>>. Esta apasionada respuesta del profeta conmovió a Beatriz:
la pasión por mi Dios. Esa era su fuerza y su energía por la que estaba en ese
monasterio. Sí, la pasión por Dios. Solo el amor eterniza y da pleno sentido a la
existencia. Uno se convierte y se identifica con lo que ama. Según lo que se ame
así quedará uno transformado: en persona, en cosa, en tiempo o en eternidad.
Dios es en cada uno lo que cada uno le permite ser. Lo que uno ama le convierte
en su Dios o en su ídolo. Por eso, en el mundo más que ateos hay politeístas
que adoran muchos y variados ídolos. El problema no es la ausencia de Dios,
sino la multitud de ídolos a los que se recurre y se adora. Beatriz, en su pasión
por Dios, deseó y pretendió convertirse en esponja empapada de la presencia
divina para que al exprimirse, ella se transformara en surtidor de gracia para los
demás.

A Beatriz podríamos aplicarlo aquello del salmista: <<A ti solo te conviene


el silencio a modo de alabanza>> (Sal. 65). El silencio de Dios fecunda el espíritu
de la persona, estimula el pensamiento para que se clarifique en la palabra y en
la acción. Muy acertadamente se recoge y se ordena en la Regla (n. 42) de las
hermanas concepcionistas: <<Amarán el silencio>>. No se dice que guarden el
silencio. Es mucho más determinante al ordenar que amen el silencio. A las
personas contemplativas se les podrá impedir el silencio, pero jamás se les podrá
quitar la soledad sonora. El amor solo se mantiene y se potencia con el ejercicio
de la plegaria y la plegaria con el ejercicio del silencio.

El silencio buscado, la reflexión profunda y la meditación reposada son


recursos necesarios para lograr una vida libre y liberada. Una existencia con
sentido. Si el lenguaje es un camino para comunicarse entre las personas, la
meditación es ponerse en camino del retorno. Ese retorno no es otra cosa que
volver al mismo principio del que se parte, es decir, al propio territorio interior,
del que frecuentemente uno es fugitivo y prófugo.

El Dios cristiano se revela como el Dios que habla desde el horizonte del
silencio. Pero ese silencio es eterna comunicación, es apertura trinitaria que, a
través del amor, engendra la palabra, el Logos. Desde toda la eternidad, ese
silencio es coloquio trinitario y comunicador. Los profetas bíblicos fueron
campeones del silencio y educados para la escucha de una palabra que les
trascendía. No se puede ser verdadero profeta sin la experiencia del silente
desierto y sin educar al espíritu para la escucha. Dios insiste: <<Escucha
Israel>>.

El silencio constituye el paisaje de la Biblia. Es el campo sonoro de la


palabra revelada. La forma configuradora del universo. Y si la Biblia identifica el
infinito cósmico con el silencio, lo hace porque sabe que ese infinito no es otra
cosa que el velo de otro Infinito, el del Creador. La Biblia nos demuestra que
frente a los silencios infinitos de Dios aparece el silencio finito del hombre. Para
aclarar el sentido de la palabra hablada hay que recurrir a la complicidad del
silencio pues es éste el que esclarece las oscuridades del lenguaje.
Si recurrimos al Nuevo Testamento, vemos que en la encarnación de
Jesús de Nazaret, la Palabra, que estaba en el Padre desde el principio, viene a
este mundo y se reviste de temporalidad siguiendo la dinámica creadora y
reveladora del silencio. Jesús no pone fin al silencio de Dios, sino que, siendo su
Palabra, manifiesta su misterio, su voluntad y su mensaje. Toda la vida de Jesús
está llena de silencios. Su nacimiento y su sepulcro. Sus treinta años en lo
apartado de Nazaret. Su experiencia del desierto, su retirada a la soledad de la
montaña, el monte Tabor, la oración a solas. Incluso la misma resurrección fue
la apoteosis silenciosa de la tragedia ruidosa y clamorosa de su pasión y muerte.

En la soledad de aquel monasterio escogido, Beatriz meditaba en los


profundos misterios de la fe como asimismo en las oscuridades de su espíritu.
Luces y sombras golpeaban su espíritu. Meditaba sobre todo en la vida de Jesús
de Nazaret y en la vida oculta y ejemplar de María. Desde esos dos personajes
entrañables iba aclarando la propia vida e iluminado su espíritu para la misión
que Dios le tenía encomendada. Beatriz pertenece a la estirpe de los grandes
campeones del espíritu que saben esperar y madurar en el silencio y en la
reflexión profunda que ponen en camino a los grandes creadores.

<<Oculta tu secreto hasta al amigo más seguro; aprende a callar>>,


escribió Beethoven. Y desde el silencio atormentador de su sordera logró
componer inmensas sinfonías de plenitudes sonoras. Desde el fecundo y
reservado silencio del monasterio, Beatriz recompuso su gran personalidad y
compuso la gran Orden de la Inmaculada Concepción como apoteosis de su vida
ejemplar.
VI. ¡Oh Dios, dime quién eres!

Cada cual tiene su propia imagen de Dios. Por esa razón, existen incontables y
variadísimas imágenes de la divinidad. Para entender bien al Dios de Beatriz de
Silva conviene recordar cómo suele aparecer la imagen de Dios en el común de
los mortales y, de ese modo, lograr penetrar en la concepción religiosa de
nuestra santa y descubrir los caminos por donde ella transitó.

Alguien preguntó una vez, con cierto desaire y desenfado: <<¿Dónde está
Dios?>>. Y se le respondió sonriendo, pero sin ironía: <<Allí donde se le deja
entrar>>. Acertada respuesta, pues solo podemos entrar en donde se nos abren
las puertas. No es que Dios se ausente de nosotros. Somos nosotros los que
espantamos a Dios o no le dejamos entrar, porque cuando entra en nuestra casa
no nos deja indiferentes y, frecuentemente, nos molesta y nos contradice. Dios
no es una idea inofensiva y caprichosa, sino una presencia preocupante e
inquietante. En una ocasión decía un personaje político, con pretendidos aires
de intelectual: <<A mí no me interesa para nada si Dios existe o no. Eso es
cuestión suya>>. ¡Qué simplicidad o qué discapacidad mental!

Para muchas personas, Dios es una presencia activa y luminosa. Para


otras, se presenta como una ausencia o como un problema. Pero esa cuestión
religiosa no es un problema cualquiera, planteado sencillamente por curiosidad
intelectual o cultural. La presencia o la ausencia de Dios afecta a lo profundo de
la persona humana, es decir, su existencia o no existencia no puede reducirse a
simple y pura cuestión caprichosa y arbitraria. Puede decirse que la existencia
de Dios incide en la profunda y radical intimidad de la persona. Con palabras
sencillas, la cuestión de Dios es ciertamente la gran cuestión humana, pues la
presencia divina afecta a la misma existencia personal. Hay que subrayar que la
esfera divina repercute inevitablemente en la esfera humana. Y quienes mejor lo
pueden demostrar son los santos y, en este campo, Beatriz de Silva logró
compaginar y armonizar a Dios y a sus exigencias personales. Para ella, Dios
era luz y vida, camino y promesa.
Beatriz, profunda creyente, se sentía habitada por Dios aunque no se
propuso demostrarlo con evidencias. A ella le interesaba mostrar la fuerza de
Dios, no demostrarla. Por ello, se le pueden aplicar los versos del antiguo Veda:

<<Aquello que ve, no puede ser visto.

Aquello que escucha, no puede ser escuchado.

Aquello que piensa, no puede ser pensado>>.

Dios es inmensa creatividad, pero es también inmensa serenidad. Cuando


Dios visita a una persona, ya no la deja tranquila hasta plasmar en ella la imagen
de su Hijo Jesús. La insistencia de Dios es la consistencia divina frente a la
resistencia de la persona. Beatriz, en lugar de ser una fugitiva de lo divino, se
dejó atrapar y habitar por Dios respondiendo con delicada y silenciosa sumisión.

En Beatriz, la presencia de Dios late como fuerza irresistible de vida y de


plenitud. Lo siente como presencia amorosa y gozosa. Para comprender a Dios
no basta la luz de la razón, sino que es necesaria la fuerza del amor, pues a Dios
hay que buscarle y acercarse a Él con el instinto del amor. Beatriz, en su interior,
gozaba de una iluminación especial porque había sido mirada por Dios con
mirada electiva y de complacencia desde toda la eternidad. Esa mirada amorosa
de Dios estaba tan profundamente penetrada en su espíritu que toda ella tendía
hacia Él.

El evangelista san Juan dice que nadie ha visto a Dios. Por tanto, si
deseamos saber algo de Él, necesitamos recurrir a donde Él se manifiesta y se
le puede descubrir. Y la revelación privilegiada de Dios está en Jesús de Nazaret,
que para nuestra santa consistía en la gran preocupación y ocupación. Su vida,
su pensar, su razón de ser y de actuar.

Para la fundadora de la Orden de la Inmaculada Concepción, Jesús de


Nazaret era su pasión y meditaba constantemente su vida, su mensaje y sus
gestos. Quedaba anonadada reviviendo el nacimiento del Hijo de Dios, el lugar
en donde nació y la gran pobreza que le rodeó. ¡Inmensa lección de humildad!
No había en la tierra un puesto adecuado para recibir a ese Niño. Más aún, fue
perseguido y se hizo emigrante en tierra extranjera. Siendo quien era, vivió una
larga vida silenciosa y en un pueblo insignificante. ¡Qué misterio! Predica el gran
mensaje de salvación y se le desoye. Incluso los considerados buenos le
persiguen y le rechazan. Terminó su vida en un patíbulo vergonzoso. ¡Inmenso
amor por los hombres!

Esas reflexiones iban transformando el espíritu de la joven portuguesa y


la iban distanciando más de todo lo que había vivido en la Corte real. Pero en la
vida de Jesús lo que más le impresionaban y abismaban eran dos hechos
sorprendentes y ejemplares: La humildad en Belén y el inmenso amor en la cruz.
Esas dos virtudes, humildad y amor, fueron las fuerzas humanas y las energías
espirituales que la pusieron en camino y que trató de imprimir después en la gran
comunidad de religiosas que de ella nacería.

Beatriz, mujer intuitiva y muy observadora, se imaginaba ser y hacerse


coetánea de Jesús de Nazaret. Trataba de presenciarlo y revivirlo. Le iba bien
representarse como observadora de escenas y de encuentros de Jesús con
algunas personas, que se describen en los evangelios, como si ella estuviera
presente y fuera una espectadora. Con ello, nos da una gran lección de cómo
podemos actualizar y revivir la vida y las acciones de Jesús, el Maestro. La
enseñanza del evangelio la actualizamos cuando la reproducimos. Cuando
nosotros entramos en escena.

Una escena de la vida cotidiana, aparentemente normal, que le impactó


fue el encuentro de Jesús con las hermanas Marta y María en Betania (Lc. 10,
38-41). Dos hermanas, pero qué distintas en sus actitudes frente al amigo que
las visitaba. Las dos hermanas aman al huésped y se desviven por estar con él
y contentarle. La dinámica Marta se deshace por agasajar al amigo con los
mejores servicios. María prefiere contemplar a Jesús mirándole y escuchando
sus palabras. Beatriz se fija en los comportamientos de las dos hermanas y a las
dos admira, pero prefiere la actitud de María porque ante la privilegiada visita del
gran personaje, Jesús, prefiere estar atenta a sus palabras, a sus gestos, a sus
miradas, a sus ademanes, incluso a sus silencios, que distrayéndose con
servicios interesantes, sí, pero que se pueden relegar a un segundo plano. Por
eso, Beatriz prefirió reproducir en su persona el papel de María para transmitirlo
más tarde a sus hijas.
Otra escena, en la que trataba de estar como espectadora y muy observadora,
se refiere a la comida que un fariseo invitó a Jesús. Todo se organizó según los
ritos exigentes de las normas tradicionales, desde los ritos religiosos hasta el
lavado de las manos. Pero dentro de aquel orden establecido, intervino una
mujer que sorprendió a los comensales. Se trataba de una mujer reconocida
como pecadora. Pero ella, con mucho respeto y miramiento, se acerca a Jesús,
le unge los pies con buen perfume, se los riega con lágrimas y se los besa. Ante
esos gestos poco ortodoxos en aquel ambiente, el fariseo se escandaliza y
cuestiona la misma persona del invitado. Pero Jesús la defiende, la mira con
ternura y, con ello, ofrece los presupuestos humanos para tratar más
humanamente a todas las personas, incluidas aquellas que pueden ofrecer una
imagen social no recomendable.

Ante esta escena tan significativa en un banquete tradicional y riguroso,


Beatriz descubre en Jesús un personaje especial y un hombre singular que, con
su delicadeza y misericordia, juzga a las personas por su sinceridad y su fe.
Sinceridad y fe que ella acumula en el repertorio de su vida personal como guías
y pautas para su futuro.

En el silencio del monasterio y en sus largas meditaciones, Beatriz trataba de


presencializar la figura humana de Jesús de Nazaret y ver cómo traducirlas en
comportamientos personales y sociales. Encarnar a Jesús significa imitar y
reproducir sus acciones, gestos y reacciones.

Una de las cosas que más impresionaban a Beatriz era la mirada de Jesús,
tan importante y decisivo en sus encuentros con las personas. Miradas de
acogida, de ternura, de piedad, de misericordia y a veces también de
recriminación y de acusa. Jesús lograba tocar, acariciar y comunicarse con la
mirada. En la mirada, Jesús manifestaba su forma de ver, interpreta y de
relacionarse con los otros.

Nuestra santa no solo se fijaba en la mirada de Jesús, sino también en sus


manos, en sus oídos y en sus pies pues la grandeza divina se traslucía y se
comunicaba a través de los sentidos corporales, que eran como las puertas por
las que la divinidad se comunicaba con la humanidad. Lo divino, si no se encarna
y expresa en lo humano, puede quedar volatilizado y nosotros no alcanzamos a
descubrir el mensaje salvador y mucho menos a encarnarlo. Beatriz aprendió y
bebió en el evangelio lo que en su vida trató de encarnar y de transmitir a su
familia religiosa.

Beatriz, partiendo de
su fe vivida y de la
persona de Jesús de
Nazaret, descubre que
el amor es el modo de
ser, de estar y de actuar
de Dios. Y, desde este
convencimiento, saca
todas las conclusiones
para su vida personal y
social. Si el amor es la
causa activa y operativa
del Dios trinitario, es
también la causa del ser
y del actuar cuando se
procura tener el máximo
bien y la máxima
felicidad. Gracias a la
presencia del Espíritu
Santo, que actuaba en
su interior como el ojo de
la divinidad, logró nuestra santa vivir y transmitir el mensaje de Jesús que ofrece
nueva existencia a quienes lo toman en serio.
VII. La Inmaculada Concepción de María como misión

Beatriz era como una esfera incandescente que giraba en torno a su centro vital
y radiante para, desde ahí, desplazarse después a otras realidades inmediatas
y complementarias. Ese centro era Jesucristo, al que deseaba conocer
profundamente e imitarle vitalmente.

La joven portuguesa quedaba ensimismada ante la inmensidad de Dios.


Pero esa inmensidad y grandeza divinas se manifiestan y se encarnan en Jesús
de Nazaret, abismo de amor y de luz. Dios y hombre: bisagra misteriosa entre
divinidad y humanidad. Ahora bien, su entrada en el mundo depende de una
madre y esa madre agraciada es María. A partir del prodigio divino-humano de
Jesús de Nazaret es como Beatriz llega a María, en la que ve la mujer privilegiada
escogida por Dios para su plan de redención en el mundo. María era la
seleccionada y la llena de gracia (Lc. 1, 26-38).

Beatriz tenía profunda fe, ciertamente, pero jamás renunció a pensar por
sí misma. Necesitaba de certezas y se preguntaba: ¿Quién fue María? ¿Cómo
fue? ¿Por qué y para qué fue? Nuestra santa no era una filósofa que hiciera
preguntas para encontrar respuestas racionales. No. Era una profunda creyente
que, desde su fe ardiente, se hace preguntas esenciales que le brotan desde su
espíritu inquieto y buscador porque no era una mujer fácilmente sumisa.
Preguntar es ponerse ya en el camino del encuentro de lo que se desea aclarar.
Sí, Beatriz era una buscadora por naturaleza y por instinto. Solo el que busca
encontrará lo impensado.

Para saber quién y cómo era María solo se podrá dar respuesta desde su
Hijo Jesús, que la eligió y la preparó con el amor y la potencia del Dios Infinito.
María era una mujer, sí. Pero para ser madre del Redentor era necesario que no
fuera una mujer cualquiera, sino seleccionada y mimada por la Trinidad santa.

Durante bastantes siglos, incluidos los tiempos en los que vivió nuestra
protagonista, se discutía vivamente sobre el hecho de si María había contraído
o no el pecado original. Los teólogos se dividían entre los maculistas y los
inmaculistas. La doctrina maculista era considerada por la mayoría de los
teólogos como doctrina cierta. Incluso destacados santos la defendían. A la tesis
inmaculista se la tildaba de doctrina falsa, errónea e, incluso, herética. Beatriz,
ya de pequeña, en la casa familiar, había oído de los franciscanos la defensa
apasionada de la Inmaculada Concepción de María, cosa que la debió impactar.
Es decir, María fue concebida sin pecado original.

Los teólogos que iban contra la Inmaculada Concepción se apoyaban en


teorías físicas, filosóficas y teológicas, que, por razones de brevedad, aquí solo
nos interesan las razones teológicas. La teoría maculista se apoya en el principio
teológico de la redención universal para todos los hombres por parte de Cristo.
Si Cristo es el redentor para todo el género humano, nadie puede escaparse a
este principio universal. Y si María no hubiera tenido el pecado original, Cristo no
la habría redimido. Lo que significa rebajar la dignidad redentora del Hijo.

Beatriz había oído desde pequeña la tesis de los franciscanos, propuesta


por el teólogo Juan Duns Escoto, que defiende teológicamente la Inmaculada
Concepción de María argumentando del modo siguiente: La suma perfección del
Redentor se extiende no solo a curar, sino también a prevenir la herida. Un
Redentor es perfectísimo porque tiene la capacidad y el poder más perfectos
posibles, que consisten no solo en liberar y curar a una persona del mal contraído
(redención liberadora), sino el de impedir que se contraiga el mal, en este caso,
el pecado original. Un médico es buen médico cuando cura la enfermedad, pero
es excelente cuando la evita. Es un beneficio mayor preservar a alguien del mal
que permitir que caiga y después liberarlo. El grado más perfecto de redención,
Cristo la empleó para su Madre. Por tanto, la preservó del pecado original. Si
Dios podía hacerlo, y era conveniente que lo hiciera, así lo hizo.

La Concepción Inmaculada de María no disminuye ni resta el poder


universal de Cristo redentor, sino que lo incrementa por razón de que María tuvo
así más necesidad de Cristo para ser preservada del pecado original, que no
para liberarla después de haberlo contraído. La historia posterior dará la razón a
esta tesis inmaculista cuando el papa Pío IX, en 1854, definía el dogma de la
Inmaculada Concepción de María.

La historia de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción


de María ha sido un largo y arduo proceso de reflexión teológica, de apoyo del
pueblo cristiano y de decisiones audaces. Decisión audaz y profética, no fácil de
comprender, fue la clarividencia y el convencimiento de Beatriz de Silva al fundar
la Orden de la Inmaculada Concepción en tiempos de controversias teológicas y
de resistencias de destacados teólogos. La fe es el ojo iluminado del espíritu que
guía y aclara a la razón. Desde ese ojo iluminado, Beatriz logró penetrar en el
misterio y mirar hacia el futuro con acierto. Pero lo que entonces era futuro y una
bella intuición de nuestra santa, después de ella se ha hecho fecunda realidad
su genial intuición de fundar la Orden de la Inmaculada Concepción. De este
modo, Beatriz se convirtió en la resistente cariátide de la gran verdad inmaculista.

La profunda experiencia espiritual de Beatriz se centra y concentra en la


persona y vida de Jesús de Nazaret y en su madre, María, la Inmaculada
Concepción. En ese centrarse y concentrase en torno a Jesús y a su Madre, le
viene el impulso de ser comunidad eclesial y de ser responsable de la sociedad
en la que vive. Su fe activa y comprometida le rompe el blindaje del yo aislado
para transformarse en nosotros, para hacerse universal.

María es la mujer elegida para ser la madre del Verbo encarnado, madre
del Cristo salvador. Esta es la raíz y el motivo de todos sus privilegios. La
maternidad de María es la base y el fundamento de todos los títulos y de las
prerrogativas que le acompañaban y revestían.

María, a través de su Hijo, nos ha manifestado el rostro amable y luminoso


de Dios. Pero lo mismo que su Hijo, también ella nos ofrece la más alta
ejemplaridad humana. Su misión de Madre de Dios no la hizo orgullosa, sino
humilde y servidora. Y, en cuanto mujer elegida y privilegiada, también supo ser
modelo de vida humana y evangélica.

Beatriz trató de encarnar e imitar los ejemplos de María y no simplemente


de expresar actitudes devocionales. Procuró imitar el comportamiento humilde,
la actitud de fe y de servicio de la Madre del Señor, que con su Fiat se convirtió
en el modelo de fidelidad a la llamada de Dios a través del Espíritu Santo. De
ese modo, María se presenta como modelo y ejemplo de vida personal y
religiosa, al mismo tiempo que es camino y guía en el seguimiento de su Hijo.
A María se la puede admirar y honrar en sus privilegios divinos, todos ellos
gratuitos y, por ello, singulares e inalcanzables. Normalmente nos fijamos en los
grandes privilegios de la madre de Dios y nos olvidamos de su ejemplar
dimensión humana y de creyente. Sin embargo necesitamos imitar la humanidad
de María y sus virtudes de humildad, de servicio y de entrega generosa a su
vocación.

No fue fácil para ella, que recibió el mensaje de ser Madre de Dios, el ver
que su Hijo nació en la gran humildad y en silencio. No le resultó muy
comprensible el tener que huir y marcharse a Egipto como una emigrante. ¡Qué
prueba tan dura saber que su Hijo ha venido al mundo para redimirlo, y
experimentar su vida oculta y silenciosa en Nazaret durante treinta años! ¡Qué
dolor y laceración de su corazón al ver que el mensaje de su Hijo es rechazado
precisamente por los que se tenían por buenos y eran representantes de la
religión oficial! ¡Qué fuerza sobrehumana tuvo que soportar en la pasión de su
Hijo! Qué desgarro infinito sentiría cuando escuchó el grito lacerante de su Hijo
en la cruz ante el abandono de Dios. Incluso ella se sentiría abandonada y en la
más trágica confusión. Allí sentiría el misterio del mal en su soledad y dureza
más radical. Allí, precisamente allí, junto a la cruz, sentiría profunda crisis de fe,
tentada en la esperanza y dolorida en su amor.

Beatriz de Silva reflexionaba, meditaba y asimilaba la grandeza de Jesús


y de su Madre, pero también sus dramas íntimos y sus laceraciones espirituales.
Todo ello le llevaba a la comprensión de la propia vida y en cómo orientarla hacia
una meta que aún no veía clara, pero que sentía en su interior como una misión
y una respuesta a una llamada que le impulsaba a seguir buscando. Desde ese
ojo de su espíritu iluminado entraba en el misterio de Dios y en mirar el futuro de
su vida con la esperanza que no defrauda.
VIII. La fuerza creadora reside dentro

Es necesario convencerse de que el mundo lo llevamos dentro. Y ese mundo


interior configura el mundo exterior, que viene a ser reflejo del interior. Habitamos
en el mundo, como en nuestra casa común, pero esa morada debe estar
amueblada con nuestros valores íntimos y con nuestra estética interior, con
nuestra ternura y con nuestro cuidado materno y fraterno.

Cómo poder penetrar en el mundo interior de una persona y, sobre todo


si esa persona es excepcional, resulta un cometido audaz y arriesgado. Casi
imposible, pero es necesario intentarlo aunque fracasemos en el intento. Es
como sondear el fondo de la tierra para poder encontrar un tesoro escondido.
Dime lo que piensas, lo que sientes, lo que deseas y te diré quién eres y lo que
vales. Pero el problema está en descubrirlo.

De la vida personal e íntima de nuestra protagonista conocemos muy poco


y tenemos que acercarnos a ella con respeto y admiración, como a tientas y
sondeando su territorio interior para descubrirlo y comprenderlo.

Lo que sí sabemos ciertamente es que el mundo interior de Beatriz de


Silva estaba habitado y animado por la radiante y luminosa presencia de Jesús
de Nazaret y de María Inmaculada que la sostenían, la inspiraban y la
impulsaban a ser y actuar de forma singular y privilegiada. Y desde ese mundo
interior, habitado por lo sagrado, brotaban actitudes y comportamientos que se
traducían en virtudes específicas, que la caracterizaban en su vida y que, a su
vez, son también ejemplares para el creyente activo en el evangelio.

Podemos definir a Beatriz como la mujer de la gran esperanza, pues su


alma estaba tejida de esa bella materia. La esperanza es uno de los impulsos
espirituales que definen y constituyen la vida humana y, sobre todo, la
experiencia religiosa. Podemos afirmar que somos lo que esperamos, ya que la
vida humana se desarrolla y se realiza en relación a lo que se atiende y se aspira.

Es sabido que la esperanza cristiana pertenece esencialmente al núcleo


de lo que no se ve, pero se cree. Ya lo decía claramente san Pedro: <<Vivid
siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza>> (1Pe. 3, 15). Pero dar
razones de la propia esperanza se puede hacer con el discurso, con la palabra,
pero mucho más eficaz se responde con la vida y con la acción cotidiana. Quien
logre ofrecer legítimas esperanzas contribuirá a rejuvenecer y a humanizar a sus
contemporáneos.

En la vida de Beatriz se puede seguir secretamente una especie de hilo


conductor desde su infancia hasta su final, pasando por los diversos estadios
intermedios de su vida. Ese hilo conductor es la guía del Espíritu Santo, el gran
Ojo interior, que le va dando coherencia y continuidad en los diversos estadios
por los que iba pasando. Se observa en ella una actitud determinante, basada
en la esperanza tanto humana como religiosa. Poseía la esperanza como estado
de ánimo, como actitud vital y como comportamiento social.

La esperanza no es un acto, ni siquiera la define un conjunto de actos,


sino que es una actitud, una orientación y un modo de ser que se detecta por la
capacidad que la persona tiene en afrontar la vida en perspectivas de
descubrimiento y de futuro.

La esperanza en Beatriz se presenta y se comprende en constante


relación con la fe y la caridad. Porque creía y amaba, tuvo una ilimitada confianza
en Dios, en sus acciones, en sus dones y en sus promesas. La vida de nuestra
santa estuvo animada por la esperanza que se traducía en ver la vida con
optimismo y en avanzar siempre hacia adelante aun en la gran oscuridad que, a
veces, la envolvía.

Para ella, la esperanza era el áncora de todas sus decisiones y


reacciones. La mantenía en sus propósitos y la proyectaba hacia el futuro a pesar
y más allá de las incertidumbres que le acompañaban. La esperanza infunde un
desear y crea una expectación hacia la promesa de Dios y hacia la orientación
de la vida en nuestro futuro. La esperanza teologal es esperanza de resurrección
religiosa ciertamente, pero es también expectación y participación en nuestro
presente, que desemboca en ese futuro que deseamos y nos proponemos vivir.

La esperanza no solo tiene una fundamentación teológica, que se


manifiesta en el anhelo de infinito, sino también humana y que la persona
descubre en su territorio interior como fuerza impulsora. Siendo la persona
imagen de Dios, tiene una capacidad de deseo infinito. Y solo el Infinito puede
saciarla completamente y le abre también camino en el itinerario existencial.

Pero la esperanza teologal nunca se la podrá comprender fuera de la fe


cristiana, que implica una experiencia religiosa. La fe es gracia, libre y razonable,
pero es primordialmente experiencia que envuelve al creyente sincero. Cuando
la fe se vive en intensidad, como se dio en Beatriz de Silva, llega a constituir una
especie de fuerza vital y de misterio envolvente que hasta se llega a dudar si es
Beatriz quien tiene esa fe, o es esa fe la que posee a Beatriz. La fe no es una
opción, es más bien una recepción, un don, una gracia que nos alcanza y nos
envuelve. En este sentido, podemos decir que nuestra religiosa protagonista más
que tener fe, era la fe la que la tenía, la retenía, la detenía, la entretenía y la
sostenía. No es esto un galimatías ni un juego de palabras. Es una realidad
dinámica, envolvente y configuradora.

La fe es la que pone en marcha al creyente hacia la tierra prometida, pero es


la esperanza la que le fortalece en su recorrido existencial, a veces oscuro e
incluso dramático. La esperanza es la otra cara del amor, porque el que ama
sinceramente a un ser, espera de él lo imprevisible. Solo el que espera
sinceramente puede celebrar porque entonces su vida entera se ha convertido
en una historia llena de sentido.

Solo los que esperan podrán dar con lo inesperado. Pero solo los que oran
sinceramente darán con la esperanza, ya que la plegaria es la que sustenta a los
que esperan. <<La zona de la esperanza es también la zona de la plegaria>>,
en bella expresión de san Agustín.

La esperanza es una virtud esencial tanto en tiempos trágicos y oscuros como


en tiempos claros y serenos. Debiera ser el estado de ánimo de todos los tiempos
y de todas las situaciones pues es una actitud fundamental en el camino de
nuestro peregrinar. Es también una antorcha en la oscuridad y una gran fuerza
en la debilidad. La esperanza connota una actitud ante la vida que se traduce en
audacia, en espíritu de creatividad, en voluntad de riesgo, en talante optimista y
en la gran fidelidad a las propias convicciones personales.
Exige paciencia, pero con el tiempo desemboca en compromisos
concretos, a veces osados. Al poseer y vivir la esperanza, la compartimos con
los que nos rodean y, con ello, ya somos creadores y promotores de humanidad.
La esperanza osada y creadora es una presencia de gracia para nuestros
conciudadanos.

La esperanza, apoyada y
animada en el amor, es
tenaz y, cuanto más tenaz,
es más lúcida y
comprometida. En el amor
hay una clarividencia
especial y una capacidad
sorprendente para entrever
lo que está oculto como
asimismo para comprender
lo que aún está por suceder.
Es un poder creativo que nos
pone en camino y abre
espacios cerrados a la
razón, pero abiertos al futuro
con la compañía de la gracia
iluminadora. Beatriz es un
gran modelo para nuestro
tiempo de la gran
Esperanza, que anima,
sostiene y acompaña al creyente en su itinerario existencial, siempre
haciéndose, y conviviendo pacíficamente en comunidad.
IX. Fundadora de la Orden Concepcionista

El tiempo clarifica las cosas y madura a las personas. Los treinta años de
silencio, meditación y reflexión, que Beatriz pasó en el monasterio de santo
Domingo el Real, sirvieron para madurar largamente su vida y para pensar en su
futuro ideado y que llevaba en sí desde hacía tiempo. Las grandes ideas
maduran en el silencio antes de realizarse en la acción. La vida es movimiento y
los cambios son una consecuencia del proyecto programado.

Llegó definitivamente el momento del cambio de lugar para comenzar una


nueva experiencia, que había sido meditada durante tanto tiempo. Beatriz con
su sobrina Felipa de Silva y otras once muchachas jóvenes, calificadas como
“devotas mujeres” se instalaron en Santa Fe cerca de los Palacios de Galiana.
Tanto su sobrina Felipa como las jóvenes doncellas admiraban a Beatriz, a la
que se unieron con la intención de consagrarse al Señor en esta nueva sede,
que acomodaron para su morada, como casa religiosa e imitaba en todo la vida
de monjas de clausura, tanto en la programación interior de la comunidad como
en las relaciones sociales con el exterior. Al principio, Beatriz y sus compañeras
llevaban vida monacal, sin ser monjas, pero guardaban clausura como si lo
fueran.

La vida del nuevo grupo de mujeres de Santa Fe alternaba oración, vida


frugal, labores manuales y tiempos de encuentros comunitarios. Al interior de
Santa Fe se desarrollaba la vida religiosa según las pautas de Beatriz con la
asistencia y ayuda espiritual de competentes formadores, normalmente
franciscanos. Siendo siempre Beatriz la guía y el modelo de vida de ese grupo
de mujeres pues tenía el instinto natural de líder.

Por la trayectoria personal y social, que conocemos de Beatriz de Silva,


se puede concluir que esta excelente mujer gozaba de una gran capacidad de
observación y de acumulación de experiencias. Observación aguda de la
realidad, con gran juicio de discernimiento, para asumir lo positivo y huir de lo
negativo que la rodeaba. Acumulación porque interiorizaba las diversas y
variadas experiencias por las que tuvo que pasar. Era una mujer receptora de
valores humanos y religiosos, pero refractaria a todo aquello que no entraba en
su jerarquía de valores. Mujer sincera y coherente y, por ello, ejemplar.

Nuestra santa era una persona que pasó elegantemente por fuertes y
complicadas experiencias personales y sociales. Aprendió de la vida cotidiana y
de sus variadas y contrastantes manifestaciones. Revivía los años dulces de su
niñez cuando estaba en su casa paterna. Rememoraba interiormente los
encuentros en su infancia con los franciscanos y lo que en su vida significaban
las vidas ejemplares de san Francisco de Asís y san Antonio de Lisboa.
Reflexionaba sobre los conflictos que le tocó vivir en la Corte real de Tordesillas.
Rebobinaba el duro viaje hacia Toledo como camino de rupturas y de
incertidumbres.

Su larga estancia, silenciosa y meditativa, en el monasterio de santo


Domingo el Real la había dedicado a la oración, ciertamente, pero también a
descubrir el sentido y la finalidad de su vida. ¿Vivir para qué y cómo? Aquellas
profundas reflexiones sobre su vida pasada le fueron forjando y configurando su
espíritu y sus opciones decisivas para el futuro que tenía que inventar. No podía
quedarse quieta, pues su espíritu inquieto y creador le impulsaba hacia nuevos
comienzos, hacia metas insospechadas.

Mujer observadora, perspicaz y audaz. Profundamente religiosa y muy


cortés humanamente. Le encantaba el silencio profundo y durante tantos años
se dedicaba a la meditación y a la contemplación de los hechos y dichos de
Jesús de Nazaret, como asimismo a la reflexión de los grandes servicios y
silencios de María.

Podía haberse hecho religiosa ingresando en alguno de los tantos


monasterios de las diversas comunidades religiosas de su tiempo. No optó por
ello. Era muy original y quiso abrir un camino distinto, fundando una nueva familia
religiosa. ¿Por qué y para qué? En su estancia en Tordesillas conoció a las
clarisas. En Toledo residió en un convento de dominicas, pero ella prefiere algo
que se ajustara a su psicología y forma personal de ver, de interpretar y de vivir
la vida de Jesús y siguiendo los ejemplos de María.
Por motivos muy personales se lanzó a la fundación de una nueva Orden
religiosa. Para ello necesitaba aclarar el cómo y bajo qué advocación, como
suelen hacer todas las fundadoras. Con sorpresa y con audacia, funda la Orden
de la Inmaculada Concepción. En esa elección y decisión ¿fue audaz, ingenua
o inspirada por las luces de lo alto? Sin duda que fue por inspiración divina y
porque desde su complejo pasado siempre llevaba en su espíritu la gran
admiración y la devoción hacia la Inmaculada Concepción de María. Fundar una
Orden bajo la advocación de la Inmaculada Concepción en aquellos tiempos
podrá parecer que era un desafío y una provocación a egregias mentes que lo
negaban. Pero era el convencimiento absoluto y una decisión arriesgada de una
santa que después la historia le dará la razón. ¡Qué sabiduría la de los humildes
y sencillos que confunden a los sabios y entendidos!

Beatriz no quiso ir en solitario hacia Dios, sino en comunidad. Decidió abrir


un nuevo camino evangélico dentro de la Iglesia, la gran comunidad de creyentes
en Jesucristo. Para ello fundó la Orden de la Inmaculada Concepción,
íntegramente contemplativa con mirada amorosa, que conduce a la percepción
y contemplación de los misterios de Jesucristo y a las actitudes de su Madre
santísima como, por ejemplo, la oración, la oblación, el silencio, el ocultamiento
y la disponibilidad. Todo ello como reconocimiento obediencial y alabanza a Dios
mediante la experiencia religiosa y la cercanía amorosa.

Se propuso ser coamante con Cristo a imitación de su madre María


Inmaculada. Tuvo como meta espiritual el vivir la práctica de la contemplación
de los misterios de Jesucristo. Viendo en Él el resplandor de su Madre, la
Inmaculada Concepción, y así dejarse invadir de la gracia transformadora del
Dios Trino, mediante la fuerza del Espíritu Santo.

Dios es comunidad, eso que se llama Trinidad, y al mismo tiempo es


comunión recíproca en el amor. Modelo del ser y del estar en la convivencia
religiosa y humana. El ser de Dios, en cuanto unidad trinitaria, consiste en estar
en comunidad y en expresarse en mutua relación recíproca. El amor divino no
es avasallamiento ni aniquilación de las diferencias personales, pues asume y
respeta todas las diferencias y peculiaridades personales asumiéndolas en una
comunidad compartida, armónica y siempre abierta. Cualidades y
comportamientos ejemplares; y, por ello, la Trinidad debe ser el gran modelo
comunitario para la familia concepcionista.

Espejeándose en la comunidad trinitaria, se impulsaron algunas


categorías o actitudes que deben sustentar la vida comunitaria concepcionista
para fomentar una espiritualidad personalista y de características evangélicas.

* La presencia. Para la creación de una comunidad fraterna es necesario


potenciar la categoría de presencia porque todo en el grupo es relación vivida:
presencia frente a Dios, presencia frente a las hermanas, presencia frente a la
Iglesia, presencia frente a las demás personas de fuera de la casa, presencia
frente a la naturaleza y frente a los seres que en ella habitan. Esta actitud de
presencia supera el anonimato y la indiferencia personal tan negativas en los
grupos.

* El encuentro. Somos relación y nuestra dimensión relacional humana se


descubre y se manifiesta en infinidad de encuentros. Todos los días nos topamos
con personas, cosas, acontecimientos, amores, odios, sospechas e
indiferencias. Uno de los acontecimientos más sorprendentes y repetitivos es el
encuentro, sobre todo el que sucede entre personas y de manera especial el
encuentro con Dios. La riqueza espiritual y humana de una comunidad depende
de la calidad de encuentros cotidianos. Los profundos encuentros se manifiestan
en la cortesía, en el respeto y en el servicio.

* Asumir lo negativo. La vida cotidiana está poblada de comportamientos


positivos y negativos, porque cada persona lleva consigo aciertos y desaciertos,
salud y enfermedad, verdades y mentiras, simpatías y antipatías, luces y
sombras. Lo negativo de la vida no puede ser aparcado ni olvidado, sino asumido
y superado. Todo aquello que no se asume no se redime. Cómo vivir alegres en
comunidad con aquello que no podemos cambiar es una forma bella de existir y
de vivir evangélicamente.

* La mirada. La mirada juega un papel importante en las relaciones


humanas. La mirada constantemente nos encubre y nos descubre, nos abre
y nos oculta, nos acerca y nos separa. Tiene un poder extraordinario de
acercamiento o de rechazo. Cada uno es lo que mira y ve lo que le interesa.
Toda mirada es proyección del yo. Hay miradas que matan y hay miradas que
vivifican, miradas aniquiladoras y miradas creadoras, miradas que envenenan
y miradas que purifican. Hay que ver y mirar el mundo con la mirada de Dios.
Desde que Dios nos miró con mirada amorosa, la raíz de nuestro mirar ha sido
transformada. Y desde la mirada purificada y transformada podemos entablar
sanas relaciones comunitarias y fraternas.

* La escucha. El saber escuchar es sumamente importante en las


relaciones personales y comunitarias. No es fácil escuchar pues para ello se
requiere un cierto desplazamiento de las voces interiores y de los prejuicios
exteriores. Escuchar es dar crédito al otro y tomarlo en serio. Cuando se logra el
espacio interior del silencio, se escucha a Dios, a los otros, incluso a los seres
animados e inanimados de la creación. La escucha es una actitud en marcha al
encuentro de presencias y de resonancias de los que nos rodean.

* La alegría. La alegría pertenece plenamente al campo religioso porque


es una realidad profundamente humana. Se presenta como el resultado de una
cierta plenitud vital y afectiva del ser humano. Pero la alegría, que tanto se
necesita, está siempre amenazada y, por ello, se debe defender y proteger. La
auténtica alegría colorea todos nuestros comportamientos de una cierta
luminosidad y gracia. Es en la alegría en donde percibimos el sentimiento
llamado felicidad. Los privilegiados, que saben gozarla, son los humildes y puros
de corazón. La alegría en la vida religiosa es expresión de la presencia del Dios
fiesta que nos invita a la celebración litúrgica de la vida. La vida religiosa
comienza a transmitir espíritu y a contagiar simpatía cuando es capaz de
comunicar profunda y sana alegría.

* El trabajo. El lema benedictino, tan popular, de ora et labora, reza y


trabaja, se asume en la vida religiosa como dos actividades complementarias.
La oración sin trabajo es coja y el trabajo sin oración es ciego. Esta enseñanza
vale para los quehaceres más ordinarios que se realizan en la vida cotidiana. El
trabajo es una gracia y expresión de colaborar con Dios en la misma obra de la
creación. Es don y un medio necesario para el sustento personal. A través del
trabajo, la hermana se hace solidaria de la comunidad. Si de la comunidad lo
recibe todo, ella debe estar dispuesta a darlo todo por la comunidad con espíritu
alegre y agradecido. El trabajo es una participación en la creación divina y una
colaboración en la recreación de Jesucristo. Es además fuente de alegría y sirve
de ejemplo para la comunidad. El trabajo significa, pues, pobreza, fraternidad,
sacrificio y caridad.
X. El radiante canto del cisne

Señor, vengo de ti y por ti retorno a ti

(S. Buenaventura)

La vida, como la flecha, se orienta inexorablemente hacia su meta. El círculo


biológico y biográfico de Beatriz se iba cerrando al mismo tiempo que ese círculo
se iba concentrando en torno a personas e ideas seleccionadas para la gran
obra. Hay una concentración en lo esencial de su vida para que el círculo de su
obra sea fecundo y se vaya expandiendo. Su vida era un recorrido concéntrico
en valores, dinámico en espíritu y contagioso en expansión. Comenzó su vida
como un original experimento que lo fue desarrollando a lo largo de sus días para
concluirlo al final de la existencia como un proyecto humano y evangélico.

En tiempos distintos y en circunstancias diversas, Beatriz y sus doce


compañeras profesaron en la nueva Orden de la Inmaculada Concepción. Ella
emitió los votos religiosos en el momento de su muerte y sus compañeras
profesaron ocho días después del fallecimiento de la fundadora de la Orden.

Juana de San Miguel refiere la presencia de frailes Menores en aquellas


circunstancias de la muerte de la Santa. La Vida II informa más detalladamente
que en el momento del tránsito estaban los frailes de san Francisco y a petición
de la moribunda <<le dieron el hábito de la Concepción, la profesión y el velo>>
al mismo tiempo que se encomendaba a ellos. A requerimiento de la propia
Santa, le dieron el hábito de la Concepción e hizo su profesión religiosa al morir,
in articulo mortis, con gran serenidad de ánimo y buen estado de lucidez mental.
De este modo, Beatriz se convertía en la primera monja de la Orden de la
Inmaculada Concepción.

En el momento de la muerte de Beatriz se clarificaron aspectos ocultos en


su viva. Según Juana de San Miguel <<se dieron dos cosas maravillosas. La
una, al quitarle el velo para la unción brillaba su rostro. La otra, que en la mitad
de la frente vieron una estrella que estuvo allí hasta que suspiró, que daba gran
luz y resplandor como la luna cuando más luce>>. La estrella y la luz reflejan la
santidad de Beatriz, manifestación de su experiencia mística y de su profunda
entrega religiosa. Expresiones luminosas y radiantes que percibieron
ostensiblemente las hermanas que la acompañaban.

Si queremos comprender una vida, lo mismo que si deseamos tener una


amplia visión de un paisaje, es necesario escoger un buen punto de vista; y no
existe ninguno mejor que la cima. Esta cima es la muerte. Desde esa cima
tenemos que examinar el conjunto de los acontecimientos que han llevado a ella.
La experiencia confirma que los agonizantes ven en el último momento aparecer
todos los sucesos de su vida y ese momento terminal les da un sentido definitivo.
Así como hay muchas formas de vivir, también hay muchas formas de morir.
Beatriz fue original en la forma de morir como fue original en el vivir. Logró
armonizar en ella el arte de vivir y el arte de morir.

El Señor le concedió vivir la propia muerte que llevaba en sí. La muerte


que cada uno lleva en sí es el principio vital alrededor del cual todo se realiza.
Beatriz supo conjugar armónicamente la vida y la muerte. Y, por ello, muerta
antes de morir, vive después de muerta. Se transforma su rostro radiante porque
ya participaba de la luz del Resucitado. Si durante su vida, ella era La dama del
rostro velado, en el momento de la muerte en su frente apareció una radiante
estrella. La luz fue el ropaje envolvente de esa misteriosa y excelente persona,
llamada Beatriz, al apagarse la luz de sus ojos mortales.

Una joven y piadosa hermana de la comunidad, allí presente,


contemplaba detenidamente a Beatriz en aquel momento singular del tránsito al
paraíso. Admirando su rostro sereno y radiante, musitaba en voz baja la siguiente
petición: Oh Dios, te pido un solo don, uno solo, un regalo celeste que no es otro
que el arte suprema de la sonrisa. Y Beatriz, como si hubiera oído esa petición
tan espontánea, con la estrella radiante en su frente, se despidió de los
asistentes con una larga y luminosa sonrisa, como si fuera una caricia divina a
los presentes.

La sonrisa del rostro iluminado de Beatriz ofrecía paz y ternura a los que
la contemplaban. Uno puede encontrarse a sí mismo en la vida a través de una
sonrisa luminosa y transparente. Beatriz expresaba sonriente su amor callado y
contenido a Jesucristo y a su Madre. Por ello, su sonrisa fue contagiosa y una
herencia para sus hijas. Sin duda que una buena sonrisa es un gran arte y la
gran herencia que podemos recibir y transmitir. En toda sonrisa sincera y
espontánea hay un reflejo de la transparencia de Dios y es portadora de
humanidad y de profunda paz.

Beatriz de Silva supo mirar la vida con ojos transparentes y logró oír las
mismas voces del elocuente silencio. Bellos testigos son los ojos y los oídos para
quien tiene un alma fina. Nuestra santa, con su alma fina, fue grande en su
sencillez y su sencillez fue grande. Con la sencillez de su grandeza y con la
grandeza de su sencillez dejó a su Orden un camino apasionado de imitar a
Jesús de Nazaret y a su Madre María. Presentó a la iglesia la propuesta de un
evangelio atractivo a través de su Orden; y a la sociedad dio el ejemplo de la
fuerza transformadora de la humildad y del amor, compartidos en fraternidad.

Beatriz de Silva fue una persona real, de carne y hueso, que vivió su
propia historia de forma compleja y misteriosa. No obstante, se ha convertido en
símbolo de humanidad y religiosidad. Si los símbolos dan que pensar, el rostro
oculto de Beatriz y la estrella radiante en su frente hacen pensar en una serie de
significados tan necesitados en nuestro tiempo como, por ejemplo: claridad,
sencillez, autenticidad.

Beatriz de Silva es el icono de la dama del rostro velado. Icono de la


máscara facial que remite a los diversos rostros humanos con sus luces y
sombras. Pero nuestro interés, más que curiosidad, consiste en descorrer ese
velo, en des-velar, y así poder vislumbrar su verdad y su humanidad ejemplar.
Claro, que su pudor jamás nos permitirá desvelar el secreto profundo que le
habitaba. Sí, con su velo oculta su secreto velado y vedado porque en él aparece
su luminosidad y su fascinación. Y ahí reside su secreto.

En la nueva y apiñada comunidad de Santa Fe, Beatriz y sus compañeras


formaban un grupo femenino que compartían un mismo espíritu humano y
evangélico, animadas por la fuerza del ideal y la luz del evangelio. Durante varios
años vivieron su proyecto evangélico y forma de vida, siendo Beatriz la gran guía
e inspiradora de iniciativas comunitarias. Allí, como testimonia la Vida II, Beatriz,
en comunión con sus compañeras, articuló la Regla y la manera de vivir que
quería para que luego fuera aprobada en Roma.

Después de la muerte de Beatriz se solicitó la aprobación de la Regla, que


la gestionaron la abadesa y su comunidad según el espíritu y la voluntad de la
Fundadora. Pero el recorrido de su aprobación fue bastante complicado por las
leyes canónicas vigentes desde el siglo XIII. El concilio Lateranense IV (1215)
prohibía Reglas nuevas para Congregaciones nuevas. Es decir, una Orden
nueva tenía que aceptar una Regla de las antiguas como cobertura canónica. A
la nueva Orden Concepcionista se le adjudicó la Regla de san Benito u Orden
del Císter y posteriormente la Regla de santa Clara hasta la confirmación de la
propia Regla de Julio II en 1511.

La Regla antigua no ofrece espiritualidad a la Orden nueva, sino que la


cobija jurídicamente, hasta lograr que sean vigentes las propias directrices de la
Regla y Constituciones y, con ello, los principios y ordenanzas inspiracionales de
la propia espiritualidad. Aquí podemos aplicar aquello del evangelio: a vino
nuevo, odres nuevos. La propia espiritualidad concepcionista no podía estar bajo
la cobertura de otra espiritualidad distinta. El espíritu crea la norma y no la norma
el espíritu.

La Regla de las Concepcionistas es breve y sencilla, pero lo


suficientemente precisa para marcar el camino evangélico y monacal de la nueva
Orden. Como ejemplo, basta señalar algunas pautas y directrices sencillas, pero
muy significativas:

a. Que las candidatas sean inspiradas y llamadas por Dios para


desposarse con Cristo a honra de la Inmaculada Concepción de María (R.
n. 1). Sin llamada de Dios no hay vocación. La llamada de Dios se orienta
hacia una específica espiritualidad como se marca en la Regla.

b. Teniendo presente que las llamadas e inspiradas por Dios


formarán comunidad dentro de la Iglesia, se exige a las candidatas que
sean católicas y fieles cristianas, ajenas a toda sospecha de error (R. n.
2). A veces hay candidatos/as a la vida religiosa cuya ortodoxia es
bastante discutible y, por ello, desaconsejables para una Orden religiosa.
c. En cuanto personas humanas, que sean sanas de mente y
cuerpo, de voluntad bien dispuesta (R. n. 2). Es necesario ser persona
normal según el clásico principio pedagógico de mente sana en cuerpo
sano y de motivada y sincera voluntad.

d. En sus formas de comportarse, que sean verdaderas imitadoras


de la humildad y mansedumbre de nuestro Redentor y de su dulcísima
Madre, en el hablar, en el andar y en los ademanes (R. n. 44). La
espiritualidad concepcionista debe colorear los comportamientos y gestos
de la persona consagrada. Un espíritu fino se contradice con gestos y
actitudes poco humanos. La verdadera religión debe ir acompañada de la
bella estética. No hay buen espíritu sin estética ni buena estética sin fino
espíritu religioso.

e. Se dice que el hábito no hace al monje, pero sí lo configura


externamente. La forma peculiar del hábito de la concepcionista no la
define, pero sí la caracteriza y la personaliza. <<La túnica y el hábito con
el escapulario sean de color blanco, para que la blancura exterior de este
vestido dé testimonio de la pureza virginal del alma y del cuerpo […]
Llevarán en el manto y en el escapulario la imagen de nuestra Señora
rodeada de estrellas>> (R. ns. 6-7). Con estas normas en el vestir se está
indicando que la concepcionista debe ofrece una imagen exterior de su
espíritu interior como imitación y encarnación de la persona de María
Inmaculada.

La concepcionista debe ser espejo en el espíritu de oración y en los


modales de su ser y actuar en la vida cotidiana. La monja concepcionista tiene
que afinar su espíritu frente a Dios y ser ejemplar en sus comportamientos
humanos frente a las demás hermanas y frente al mundo. La experiencia
religiosa necesita espejearse en el comportamiento correcto y traducirse en
acciones de bella convivencia.

Beatriz, la concepcionista fundadora y ejemplar, representa la apoteosis


del ocultamiento y del silencio. La fuerza iluminadora en la oscuridad y la
escucha del silencio sonoro que transmiten significado. Sus secretos son sus
mensajes. Ante el vasallaje de la propaganda actual, su rostro velado invita a
superar la máscara de la mentira. Y ante la estrella radiante de su frente,
podemos pensar en la necesidad de la lucidez de la racionalidad tantas veces
sometida a la oscuridad de las pasiones y de los interese de personas y de
grupos.

Nuestra santa ha logrado transformar su persona en personaje universal


y ejemplar. Velada en el rostro, pero radiante en su frente. Se ha convertido en
una figura bifronte en su seductora humanidad y en su profunda religiosidad.

Mujer de grandes paradojas y campo singular de encuentro entre el cielo


y la tierra, lo alto y lo bajo, entre la gloria mundana y el secreto oculto de lo divino.
Atractiva mujer humana y sencilla discípula de Jesús de Nazaret. Apasionada
admiradora de la Inmaculada Concepción, bajo cuya protección y advocación
tuvo la osadía de fundar una Orden que lleva su nombre.

Los sabios son lumbreras de la inteligencia y estrellas fugaces que el


espíritu divino ha lanzado al mundo. Pero los santos son presencias encarnadas
que el amor divino ha sembrado en este mundo para que sean luceros y guías
de humanidad. Si los sabios son luz intelectual, los santos son personajes llenos
de amor. Nuestra sociedad agradece a las lumbreras de la inteligencia, pero
agradece mucho más a las personas que nos aclaran el misterio de la vida con
su humanidad ejemplar.

La vida de Beatriz fue una bella sinfonía que comenzó a resonar desde su
infancia y concluyó con la apoteosis de su muerte. También desde la muerte
podemos clarificar la vida. Y esa es una de las grandes lecciones vitales de esa
egregia religiosa que logró crear una fecunda Orden religiosa con gran espíritu
evangélico y bella sensibilidad humana a lo largo de la historia. Hoy, la familia
concepcionista es continuación de aquel glorioso ayer, que lo comenzó Beatriz
de Silva animada por la gran Esperanza, que nunca defrauda y siempre es
fecunda.
Los hermanos de la Inmaculada Concepción y Santa
Beatriz de Silva tienen como forma de vida el
seguimiento de Cristo pobre, humilde y crucificado
por medio de la vivencia fraterna, en el servicio, la
contemplación y celebración del Misterio de María en
su Concepción Inmaculada

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