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Introducción
Resultante de esta epidemia, el tema de las prácticas y las preferencias sexuales comenzaron a
llamar la atención de organizaciones multilaterales que buscaban, con denuedo, detener el avance
del VIH-SIDA, así como generar prácticas preventivas y hacer amplios esfuerzos para difundir las
formas de contagio que presentaba el letal y mutante virus.
En esta lamentable coyuntura —que dicho sea de paso afectaba al grueso de la población del
África Subsahariana (y continúa haciéndolo)— cobran mayor relieve tanto la etapa de la
adolescencia como la de la juventud.
No es que en el pasado más reciente hubiese estado lejos de las preocupaciones médicas el
desarrollo de la adolescencia y las posibles repercusiones en la salud sexual. Más bien se había
considerado que en la mayor parte de las sociedades industrializadas, la etapa de la adolescencia
había logrado levantar una muralla capaz de proteger la salud sexual de los núbiles. No obstante,
la contundencia de los casos de seropositivos dejaba en claro que a pesar de esa creencia,
1 Doctor en Comunicación. Profesor de tiempo completo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UAEM. Lidera
el Cuerpo Académico: Estudios interdisciplinarios sobre planeación, desarrollo y calidad de vida. Integrante del Sistema
Nacional de Investigadores. Autor de artículos y libros sobre comunicación, familia y uso de TIC.
2 Maestra en Comunicación. Profesora de tiempo completo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UAEM.
Integrante del Cuerpo Académico: Estudios interdisciplinarios sobre planeación, desarrollo y calidad de vida. Autora de
textos sobre comunicación, sexualidad adolescente y uso de TIC en jóvenes escolarizados.
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Investigadora asociada a la Red FAMECOM
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muchos jóvenes y adultos habían iniciado sus primeros contactos genitales en la región fronteriza
de la adolescencia y el comienzo de la juventud.
Paralelamente, los estudios realizados por organismos como el Banco Mundial y el Banco
Interamericano de Desarrollo (BID), acerca del impacto del embarazo adolescente, especialmente
en grupos altamente marginados, ponía de manifiesto que no sólo se reproducía el círculo de la
pobreza en el ámbito familiar y comunitario, sino que estaban asociados otros efectos no menos
importantes como la desnutrición de la madre y las deficiencias físicas y psicológicas en el nuevo
ser humano que nacía en estas condiciones. Es así como el tema de la adolescencia y la
sexualidad, nos parece, cobra especial relevancia y atención en una gran cantidad de países.
a) La Convención de los Derechos del Niño de 1989. Reunión en la que se define al infante,
ante la representación de 191 países, no muy afortunadamente por cierto: “Se entiende por
niño a todo ser humano menor de dieciocho años de edad” (Pilotti y Camacho, 2003).
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ampliar el conocimiento asociado a la vida de los jóvenes. Además, los gobiernos debían
—tal y como se recomendó en esa oportunidad— instrumentar políticas de salud explícitas;
traducirlas en planes de acción que promoviesen la participación de la juventud y fortalecer
los esfuerzos de colaboración en la materia entre organismos e instituciones (OMS, 1989,
en OPS, Kellogg, 1998).
Si bien en esos foros hubo consenso en torno al reconocimiento de la salud de los adolescentes y
jóvenes, no todos los resultados de dichas reuniones fueron de utilidad ni propiciaron reacciones
de optimismo entre los expertos.
En segundo lugar, tal y como Martha Burt advirtió en su momento en su obra ¿Por qué debemos
invertir en el adolescente? (1998), la atención que éste recibía normalmente se concentraba en
comportamientos problemáticos cuando éstos ya estaban bien arraigados. En efecto, como los
programas de prevención eran relativamente escasos, se desarrollaban programas de “atención
terciaria”, que intentaban enmendar algo que estaba demasiado estropeado (Burt, 1998).
Esas voces críticas encontraron respuesta en la OPS. Ante ello, en 1997 el mismo organismo
multilateral puso en marcha la Unidad para el Desarrollo y Salud Adolescente e instrumentó el
proyecto Apoyo al Desarrollo Integral de Jóvenes en América Latina y el Caribe. Las actividades
del proyecto, dirigido a los adolescentes urbanos de entre 10 y 19 años de edad, incluían la
promoción de un estilo de vida saludable siguiendo un enfoque integral: salud sexual y
reproductiva, salud mental, la prevención de la violencia y del abuso del tabaco, alcohol y drogas.
Con el diseño e instrumentación de tal enfoque se pudieron identificar distintas áreas prioritarias de
acción: a) desarrollo de políticas, legislación y capacidad de promoción, b) desarrollo de planes y
programas para la provisión de servicios, c) desarrollo de recursos humanos, d) incorporación de la
comunicación social para la promoción de la salud adolescente, y e) fortalecimiento de las redes
para difundir información (Pilotti y Camacho, 2003).
No obstante el creciente interés de distintos gobiernos del mundo por los adolescentes, su atención
efectiva ha sido lenta y regularmente episódica, y, desde otro ángulo, su problemática ha sido
deficientemente asociada a la influencia de los medios de comunicación. Esta situación, de
acuerdo con la Encuesta Nacional de Salud (ENSA, 2000), obedece quizás a que, por lo menos en
nuestro país, los adolescentes conforman el segmento poblacional más sano y con menos
defunciones. Pero aun así, no se toma en cuenta que es precisamente durante la adolescencia
cuando los jóvenes incursionan en conductas de riesgo, se inician en el consumo de alcohol y
tabaco, y, en menor medida, en prácticas coitales no protegidas (Celis de la Rosa, 2003).
Dentro del amplio espectro que implica la pregunta ¿cómo se caracteriza la sexualidad
adolescente?, una línea de investigación, entre otras más que abordaremos líneas adelante,
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incursiona en las peculiaridades del inicio de la vida sexual, indagando la edad en la cual se lleva a
cabo la primera relación sexual. Pero éste no es el único aspecto sobre el que se ha escrito,
debido al sinnúmero de objetos de estudio que se halla en torno a la sexualidad adolescente. Por
referir sólo algunos, citamos el papel que juegan las relaciones amorosas en las prácticas sexuales
o el uso de preservativos o anticonceptivos en la primera relación sexual; así como las razones por
la cuales se tuvo la primera relación sexual, siendo este último un subtema indicado en diversas y
extensas investigaciones. Por ejemplo, Rosario Román en su trabajo en torno a la sexualidad de
las adolescentes de la ciudad de Hermosillo, Sonora, en México (1993-1994), aclara que la
iniciación sexual y el embarazo no son actos socialmente esperados o deseados para los
adolescentes, aunque al respecto no señala una edad socialmente aceptable (Román et al., 1996).
Con tales condicionantes y según la Encuesta Nacional de Juventud, los jóvenes adolescentes
tienen su primera relación sexual en México, entre los 15 y los 17 años, segmento que en dicha
encuesta representa 43% de los encuestados (SEP-IMJ, 2008); este dato es equiparable a la edad
estimada por la OPS para el caso: la mitad de los adolescentes menores de 17 años son
sexualmente activos. Los datos estadísticos, sin embargo, no son concluyentes respecto a ciertos
hábitos y comportamientos de iniciación sexual por distintas razones. En primer término, debido a
la falta de estudios especializados que describan y expliquen las connotaciones de la primera
actividad sexual como rito crucial de paso en la vida de los jóvenes. En este sentido cabría
preguntarnos en qué medida ciertas encuestas están enfocadas, teórica y metodológicamente, con
la precisión que el caso exige. Apoyados en el artículo de Cecilia Gayet y Patricio Solís, Sexualidad
saludable de los adolescentes: la necesidad de políticas basadas en evidencias, se amplía la
argumentación al respecto.
La autora, quien estudia la iniciación sexual y las transformaciones de esa práctica en el tiempo
entre distintos sectores sociales en México, concluye que el debate actual sobre los programas de
educación sexual dirigidos a los adolescentes se basa primordialmente en ideas erróneas
provenientes del sentido común, del manejo incorrecto de indicadores o de una lectura apresurada
y no razonada de los resultados científicos. Por ejemplo, nos dice, es un error pensar que los
adolescentes inician su vida sexual a edades cada vez más tempranas o concluir que una
proporción importante de los adolescentes experimenta su primera relación sexual sin protección
preventiva.
Cierto es que en México la edad de inicio sexual no se ha adelantado, por el contrario, se advierte
cierta tendencia a su retraso tanto en hombres como en mujeres. Tal fenómeno no es resultado de
intervenciones específicas que demoren la iniciación sexual, sino del incremento de la escolaridad
de la población, entre otras causas. Además, en nuestro país, se reporta un aumento importante
del uso del condón en la primera relación sexual entre los adolescentes solteros, pasando de 6.8
(hombres) y 4.8% (mujeres) en 1985, a 50.9 y 22.9% respectivamente, durante el año 2000 (Gayet
y Solís, 2007).
Carlos Welti, apoyado en los resultados de la Encuesta de Salud Reproductiva 2003, menciona
que las distintas generaciones muestran una ligera tendencia a posponer la primera relación sexual
y, al compararlo con lo que se observa en otros países, confirma que las mujeres mexicanas inician
más tarde su vida sexual. Las diferencias, por ejemplo, con la población de Estados Unidos (OPS,
2002) son especialmente significativas, y lo mismo se detecta en relación con otros países de la
región, donde el inicio sexual es muy temprano (Welti, 2007).
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Ellas se enamoran, ellos viven atrapados por Eros
La edad en que se inician los adolescentes es, sin embargo, variable, y los porcentajes varían
sensiblemente de país a país. En un contexto distinto, el de Norteamérica, la investigadora Sharon
Thompson, a partir de un estudio realizado con 400 jóvenes (1995), concluyó que tres cuartas
partes de ellas tuvieron relaciones sexuales cuando eran adolescentes y que 25% había procreado
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en esa etapa (Thompson, 2001). La iniciación sexual de las adolescentes consideradas en el
estudio estaba precedida por una fase de enamoramiento, como condición primordial que abría la
puerta a la relación coital. De manera distinta a las chicas entrevistadas por Thompson se
expresaron sus parejas masculinas, quienes adujeron que no necesariamente debía prevalecer el
amor o el enamoramiento como condicionante de la primera relación coital. Esta perspectiva delata
evidentes diferencias emotivas y axiológicas entre hombres y mujeres, aunque, nos parece, éste
no es un rasgo exclusivo de la etapa adolescente.
4 Otro dato que aportó el estudio es que una décima parte de las entrevistadas se habían declarado lesbianas, y algunas más, aunque habían tenido
encuentros íntimos con otras chicas, no se identificaron como tales.
5 Se consultó el trabajo de Sharon Thompson en castellano, usando una traducción publicada por la revista Jóvenes. Por ello damos la referencia
correspondiente al año 2001.
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Debemos recordar que la epidemia del VIH-SIDA comenzó a ganar terreno a partir de la década de 1980, pero durante los primeros años,
equivocadamente, sólo se consideraron portadores del virus a homosexuales, bisexuales y trabajadoras sexuales.
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En el espacio del aprendizaje y la experimentación sexual adolescente, igual menciona a los jóvenes homosexuales, cuyos encuentros ocurrían con
mayor frecuencia en moteles y antros gay. Del estudio de la investigadora llama la atención la apertura de los jóvenes heterosexuales a considerar
posible la práctica de relaciones sexuales con personas de su mismo sexo (Rodríguez, 2006).
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estudios. Pero las razones no paran ahí, algunas otras chicas aseguraron —al desconocer el uso
del anticonceptivo y los métodos de sexo seguro— no tener relaciones por la irregularidad de su
periodo menstrual, temiendo más al embarazo no deseado que a contraer una infección sexual
(Mejía, 2003).
En otra investigación realizada por Gudelia Rangel et al. (2007) se halló que al preguntársele a una
muestra de personas de entre 15 y 49 años de edad acerca de las medidas preventivas para evitar
el contagio del VIH-SIDA, 65% reportó el uso de condón, 25.4% afirmó tener relaciones sexuales
sólo con su pareja, 12% dijo que no tener relaciones sexuales evitaría el contagio, 3.3% afirmó
pedirle fidelidad a su pareja, 3.2% no sabe de las ITS, y 7.6% expresó “otras medidas” (Rangel et
al., 2007).
Las mujeres adolescentes descritas en el trabajo de Mejía (2003), seguramente por vivir en un
medio distinto al trabajado por Zeida Rodríguez (2006), percibían la sexualidad como un “derecho
de los hombres”, entendiendo que las relaciones sexuales son exclusivas del placer masculino. En
el mismo sentido, algunas jóvenes adolescentes dijeron no desear las relaciones por considerar
que los hombres sólo buscan el placer sexual “sin compromiso ni responsabilidades”; mientras,
otras aceptaron tener relaciones sexuales como condición para obtener de su pareja recursos
económicos o bien como una forma de garantizarse regalos, paseos u otros satisfactores de índole
material.
Coincidiendo con los resultados de Sharon Thompson (2001), Alfonso Mejía (2005) asienta que la
mayoría de las adolescentes mexicanas con quienes trabajó aseguró que su iniciación sexual fue
inducida por el amor y el entendimiento con la pareja. Pocas adolescentes refirieron la atracción
física como causa de su primera relación sexual. Sin embargo, dadas las respuestas de algunas
otras chicas respecto a su primera relación sexual —un acto de irresponsabilidad disfrazado de
amor o la “calentura”— colocan a la libido y los deseos de experimentación como otros factores
que inducen a las adolescentes a iniciarse en la sexualidad. Pero este último caso, que pudiera
sugerir una iniciación voluntaria basada en una decisión individual, se corresponde con un
segmento menor de mujeres adolescentes encuestadas, y no con la mayoría que manifestó
sentirse presionada por su pareja para tener relaciones sexuales; circunstancia que, sin llegar al
coito, sorteaban mediante la práctica de caricias (Mejía, 2005).
El mismo equipo que conformó Carlos González encontró que cuando las relaciones coitales se
inician más tarde, cerca de la frontera que va de los 18 a los 19 años de edad, los adolescentes
toman más precauciones para evitar ITS o VIH-SIDA y tienen menores riesgos de que les
sorprenda un embarazo no deseado (González et al., 2005).
En términos generales el uso del condón se relaciona más con la anticoncepción que como método
de protección contra las ITS (CONAPO, 1988; Mejía, 2003; Stern et al., 2003). En este sentido
coincide Hakkert, quien concluye que en América Latina el mayor conocimiento de métodos
anticonceptivos se asocia con mujeres que desean evitar hijos no deseados. Dicho de otra manera,
las mujeres que desean más hijos tienen menor motivación para informarse sobre métodos
anticonceptivos, mientras que las que poseen mayor conocimiento están más motivadas y se crean
las mejores condiciones posibles para evitar embarazos no deseados (Hakkert, 2001).
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Pero ¿por qué los adolescentes dan el primer sitio al tema del embarazo y delegan el riesgo letal
de ser infectado por el VIH a un lugar secundario? Es posible que la concepción no planeada y
enclavada en la etapa de la adolescencia les represente un tema más tangible e inmediato por
cuanto les provocará un viraje o cambio de rumbo en cuanto a su estilo, proyecto de vida y efectos
dentro de su sistema familiar. Sin embargo, el embarazo en sí mismo, más allá de ese punto de
inflexión que modifica el rumbo de su devenir diario, a diferencia del VIH-SIDA, no compromete la
vida, es decir, la existencia del adolescente.
Así, los investigadores referidos constataron que las adolescentes sexualmente activas tienen en
promedio una probabilidad menor de usar métodos anticonceptivos efectivos en comparación con
sus contrapartes adultas. No obstante, el factor que más reduce el riesgo de ser madre
adolescente es ciertamente el uso de métodos anticonceptivos modernos, estando su uso
condicionado y potenciado por el medio socioeconómico de las adolescentes. En términos
generales, las adolescentes en las que Guzmán y sus colegas basaron su estudio conocían en
mayor medida las pastillas, las inyecciones y el condón masculino; siendo el condón y las pastillas,
en ese orden, los métodos más utiliza dos por ambos sexos en su primera relación. En el caso de
las chicas también recurrieron al método del ritmo (Guzmán et al., 2001). Los mismos
investigadores señalan que predomina el desconocimiento de las particularidades de las ITS/SIDA
entre los adolescentes de 15 a 19 años de edad, de América Latina y el Caribe, principalmente
respecto a sus síntomas y formas de prevención. Además, identificaron un alto porcentaje de
mujeres adolescentes que desconocía el ciclo total de sus periodos fértiles, siendo ésta quizá la
expresión más evidente de la carencia de un conocimiento acabado sobre la reproducción y la
sexualidad (Guzmán et al., 2001).
El grupo de chicas del estrato popular promediaba 16.1 años de edad y 20 sus parejas; cursaron
estudios básicos (alrededor de nueve años), habiéndose insertado en el mercado laboral a los 14
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años promedio. Una minoría del grupo consideró la posibilidad de interrumpir el embarazo. A
diferencia del grupo de las más pequeñas, transitaron sus embarazos con ayuda médica mixta, no
sistemática, plural y de diferentes niveles, pero considerando que sus médicos no tenían los
conocimientos suficientes para atenderlas. La mayoría tenía los suficientes conocimientos para
sospechar sus embarazos (relaciones coitales-suspensión de la menstruación-embarazo), o
saberlos ciertos por sus intenciones de quedar embarazadas como estrategia para retener al
compañero. De hecho, tal y como se detectó en este grupo, el embarazo en la adolescencia se
encuentra estrechamente relacionado con la unión conyugal y marital. Está asociado con un
proyecto de unión de pareja relacionado con la maternidad temprana (Menkes y Suárez, 2003).
Como rasgo cultural, las jóvenes aludieron a la fiesta de 15 años como el evento que antecede a la
unión en pareja, teniendo perfectamente clara la función de esa ceremonia de paso.
El grupo de muchachas adolescentes de nivel social medio promediaba los 17 años, mientras 22
años sus parejas; acusaban mayor escolaridad y la mayoría de las entrevistadas continuaba
estudiando. Precedió al embarazo una relación de noviazgo de más de dos años, siendo sus
embarazos intencionales, conscientemente decididos, aceptados y atendidos; mostraron un buen
manejo de información asociada al tema y una razonable experiencia respecto a los servicios de
salud y al manejo de las indicaciones hechas por los médicos (Salcedo, 2000).
Una línea de investigación distinta en la materia que cobró importancia a partir de 2000 es la de
quienes se propusieron ahondar en las madres adolescentes con hijos deseados. De estos casos
emerge una reflexión que nos es interesante. Se afirma que en los países de América Latina, más
de 50% de los niños nacidos vivos e hijos de adolescentes son deseados y considerados
oportunos. Éstos son en su mayoría primogénitos de mujeres recién casadas o unidas libremente,
o que pese a embarazos no planeados, desean el nacimiento de sus hijos (Hakkert, 2001;
Guzmán, 2001). Estas cifras, de alcance regional, resultan controversiales al tomarse en cuenta
otros estudios con similares propósitos de investigación. Por ejemplo, Ehrenfield mediante un
estudio realizado en la Ciudad de México en el año de 1997, entre 150 jóvenes embarazadas
menores de 20 años (17 en promedio) que acudían a consulta prenatal, encontró que a 70.7% de
ellas les hubiera gustado posponer el embarazo, mientras que 17% lo habría interrumpido de haber
podido (Ehrenfield, 2000). De forma similar, pero reflejando porcentajes significativamente
menores, Rosa María Núñez encontró como resultado de una investigación desarrollada en
Morelos, México, en la cual participaron adolescentes embarazadas, que 22.73% del total muestral
no deseó su embarazo (Núñez, 2003). Una importante proporción de las madres adolescentes
afirma que el embarazo no fue planeado, y más de la mitad dijo que el nacimiento sí fue deseado;
por lo tanto, la mayor parte de las adolescentes acepta la maternidad sin importar que el embarazo
haya sido resultado de un “accidente” o “descuido” (Taracena, 2003).
Es difícil encontrar información sobre embarazo no deseado por dos razones: a) existe una
confusión entre no planeado y no deseado, y b) la mayoría de las mujeres cambia la condición de
su hijo para no dar un estatus de “no querido”. Durante la investigación realizada, el embarazo no
planeado se constituyó como una de las razones más importantes para contraer matrimonio. Pero
tampoco se podía afirmar que hubiera fallado algún método anticonceptivo y que esto hubiese
dado lugar a un embarazo no planeado. En muchos casos no se efectuó ninguna práctica
anticonceptiva. En ocasiones, los embarazos no deseados hacen que las familias obliguen a los
jóvenes a casarse o juntarse (Mejía, 2005).
El estudio de las condiciones que rodean a la maternidad adolescente es otra de las líneas de
investigación revisadas, habiéndose encontrado datos reveladores respecto a las secuelas
posreproductivas y familiares. Es el caso de Josefina Card, quien en 1981 trabajó con jovencitos
de 9º y 12º grado del este de los Estados Unidos. Ciertos rasgos de estos chicos, que tenían la
peculiaridad de ser hijos de padre o madre adolescentes, fueron comparados con características
específicas de sus compañeros de clase, hijos de padres adultos. Las diferencias halladas fueron
muchas considerando los antecedentes sociales y económicos de los dos grupos. Pese al control
de los factores antecedentes, los hijos de padres adolescentes, en comparación con el resto de los
estudiantes, tenían un aprovechamiento académico menor y su hábitat familiar era distinto a las
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pautas “convencionales”: mientras unos vivían con un sólo padre en casa otros lo hacían con sus
padrastros (Card, 1981).
A principios de los noventa, las complicaciones en los abortos ilegales fueron una de las
principales causas de mortalidad materna en los países subdesarrollados. El aborto ilegal en
países desarrollados causó la muerte de entre 50 y 100 mujeres por cien mil procedimientos, o
sea, uno por cada mil a dos mil intervenciones (García y Figueroa, 1992). Cerca del año 2000,
alrededor de 20 millones de mujeres en Latinoamérica recurrían a abortos inseguros cada año,
pero tal cifra es ciertamente tan sólo una aproximación, ya que por ser una práctica ilegal, su
cuantificación precisa es difícil. A excepción de Cuba y Guyana, países en los que los riesgos a la
salud de quienes lo practican se reducen, en la mayoría de los países latinoamericanos el aborto
está prohibido (Guzmán, 2001).
Las relaciones sexuales, los riesgos y su relación con la salud y ciertos padecimientos patológicos
son para las ciencias biomédicas y la sexología campos de un abordaje ya histórico, siendo objetos
de estudio amplios y longevos. Aun así, es indudable que a partir del surgimiento del VIH-SIDA,
identificado en los inicios de la década de 1980, el tema de las relaciones sexuales, la
promiscuidad y las diversas prácticas y preferencias sexuales dieron un nuevo giro al ser foco de
atención de casi la totalidad de los gobiernos del orbe.
De la atención inicial brindada a los adultos pronto se pasó al cuidado de los adolescentes. En
efecto, cuando se descubrió que el brote del síndrome de inmunodeficiencia era antecedido por un
largo proceso de “incubación”, de 6 a 12 años, los especialistas comenzaron a preocuparse por los
grupos y etapas del desarrollo del ser humano que precedían a la vida adulta.
Así quedó atrás la breve época en que se consideró que en la mayor parte de las sociedades
industrializadas, la etapa de la adolescencia había logrado levantar una muralla capaz de proteger
la salud sexual de los núbiles. De hecho, cada día que pasaba era más claro que muchos jóvenes
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El aborto inducido puede ser la causa de las siguientes complicaciones: hemorragias, septicemia, anemia, laceraciones vaginales, abscesos pélvicos,
perforaciones del útero y esterilidad secundaria.
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y adultos habían iniciado sus primeros contactos genitales en la frontera que une a la adolescencia
con la juventud.
Así, dado el importante número de personas en el rango de los 25 a los 34 años de edad a quienes
se les detectó VIH-SIDA, y que se presume debieron infectarse en la adolescencia, no es gratuito
que cuando se aborda el tema de la sexualidad adolescente y los riesgos que implican las
relaciones coitales sin protección usualmente se les asocie con las ITS. Es entonces un interés
secundario o instrumental, surgido por inquietudes relativas no a la sexualidad en sí misma, sino a
sus consecuencias (Pantelides, 1996, en Gogna, 2005: 34).
La población adolescente es ciertamente uno de los sectores etarios más vulnerables sobre todo
cuando no han adquirido una cultura de la autoprotección tal y como ha sucedido en algunos
países de África. Ya para el año 2001 se afirmaba que a cada minuto seis jóvenes menores de 25
años se infectaban con el virus de VIH a escala mundial. A finales de ese año más de 11.8
millones de jóvenes vivían con el VIH en todo el mundo, sobre todo en el África, al sur del Sahara.
En 2007 se registraron en el orbe 2.7 millones de nuevos casos de infección por el VIH y dos
millones de fallecimientos relacionados con el VIH-SIDA.
A este respecto, en América Latina las cifras son inexactas; tanto, que se ha tenido que referir
cantidades promedio o tendenciales, sin dejar de reconocer que, según se trate de la fuente,
dichos valores se mueven en un rango de amplitud considerable. Por ejemplo, para el año 2007, el
total estimado de nuevas infecciones por el VIH se estimó en 140,000, pero considerando que
dicha cifra podría moverse de 88,000 a 190,000. Para el número de personas que viven con VIH
(seropositivos) se reportaron 1.7 millones, con posibilidades de que dicha cifra haya variado entre
1.5 millones a 2.1 millones. Igualmente, según cálculos recientes, durante el pasado año,
aproximadamente 63,000 personas fallecieron a causa del SIDA. Pero pudo haber variaciones que
llevan a defunciones de entre 49,000 a 98,000 personas por dicha causa. En la región
latinoamericana se estima que las relaciones sexuales entre hombres, el comercio sexual, el uso
de drogas inyectables y el coito heterosexual son las principales vías de transmisión (ONUSIDA,
2008).
En nuestro país, Sánchez Alemán et al. (2006) alertan que el estudio de la epidemiología de las
ITS en adolescentes y adultos jóvenes es todavía escaso y que las cifras a la mano provienen
principalmente del Instituto Nacional de Salud Pública. Los estudios de esa institución, tomando
como referencia explicativa determinantes proximales, describen con detalle el peso que pudiera
tener la adquisición de ITS, tanto virales como bacterianas, sobre la salud de los jóvenes. De esta
manera, desde hace cinco años, la institución pública da cuenta de los resultados obtenidos en
torno a las ITS más comunes desde el punto de vista epidemiológico: virus herpes simple tipo 2,
treponema pallidum (sífilis), papiloma humano, hepatitis B y chlamydia trachomatis (Sánchez
Alemán et al., 2006). El mismo Sánchez Alemán, cuando refiere el caso particular de la
propagación del VIH-SIDA en nuestro país, ofrece algunos datos relevantes para situar el cuadro
epidemiológico de la enfermedad. Por ejemplo, concluye, a partir de su propia investigación
realizada durante 2001 con jóvenes de 18 a 22 años de edad, de la ciudad de Cuernavaca,
México, que la frecuencia de infección por virus de herpes simple tipo 2 (VHS-2) entre estudiantes
fue menor que en otras poblaciones mexicanas con conductas sexuales de alto riesgo (Sánchez-
Alemán et al., 2005). Un año después señaló que son las mujeres quienes tienen mayor
predisposición a adquirir ITS que los hombres (pese a ser estos últimos los principales portadores).
Entre otras razones, esa lamentable condición en el sector femenino se debe a que tienen su
primera relación sexual con hombres mayores que ellas, y son portadoras de características
biológicas y construcciones sociales basadas en normas culturales y de género que influyen sobre
la vida sexual y reproductiva (FPNU, 2003; Sánchez-Alemán et al., 2006).
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exposición a un alto número de relaciones sin protección, baja percepción de riesgo, acceso difícil
a la educación sexual y servicios de salud adecuados, tendencia a tener múltiples parejas o
parejas ocasionales y uso de alcohol y drogas (Lazcano-Ponce et al., 2003; Rassmusen, 2003;
Sánchez-Alemán et al., 2006; Villaseñor, 2006). De ese conjunto de riesgos y condiciones que les
desfavorecen —listado que bien pudiera ampliarse— se han realizado encuestas que señalan a los
adolescentes más jóvenes como el rango más vulnerable, condición que decrece en números
relativos conforme se avanza en edad.
Dado que el nivel informativo revela un conocimiento efectivo del riesgo que implica el contagio
para cualquier sujeto, independientemente de su grupo social de pertenencia o de su preferencia
sexual (Flores-Palacios, 2003), una gran diversidad de estudiosos ha seguido tal línea de
investigación. En ese tenor queremos comentar nuevamente el trabajo de Ramiro Caballero y
Alberto Villaseñor, pues aporta otros aspectos relevantes para la presente cuestión. Los autores
exploraron los conocimientos que tenían los chicos en torno al VIH-SIDA, sus formas de
transmisión y métodos para evitarlo, y finalmente, hallar la relación concomitante que guardaban
dichos conocimientos con fácticos o potenciales encuentros coitales y, digamos, las creencias que
tenían los adolescentes acerca de los medios que debían emplear para protegerse de la mortal
enfermedad (Caballero y Villaseñor, 2001).
Aun así, habitan en los adolescentes dudas considerables en torno a la “capacidad” o efectividad
que posee el látex para impedir la contaminación de VIH. Estas dudas en ellos (y quizás en otros
grupos etarios) posiblemente les conduzcan, lamentablemente, a no usar preservativos en sus
encuentros coitales. Se trata, nos parece, de una conducta en la que subyace una actitud de
derrota o resignación y que podría resumirse en la siguiente expresión: “Da lo mismo que uses
condón o no; de todas formas el virus pasará por el preservativo”. Indudablemente, falso. Éstas y
otras creencias erróneas también operan como barreras que impiden materializar las metas que se
han marcado los organismos de salud para aumentar el uso de preservativos como medio para
evitar que la epidemia del VIH-SIDA se propague más todavía.
Por su parte, de 1995 a 1996 Rasmussen trabajó en la misma ciudad del occidente de México, con
el propósito de indagar sobre el uso del condón y el grado de conocimientos objetivo y subjetivo
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Como está demostrado científicamente, el diámetro del virus del VIH mide 100 nanómetros, y los espacios intramoleculares en el látex del condón
apenas alcanzan los 25 nanómetros. Un espermatozoide tiene una medida aproximada de 3,000 nanómetros (para un abordaje dirigido a los
adolescentes y jóvenes, véase Reyes et al., 2004).
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sobre el VIH-SIDA, subyacentes en adolescentes de 15 a 19 años de los municipios de
Guadalajara y Zapopan y de cuatro estratos socioeconómicos, que por cierto manifestaron tener
una actividad sexual coital en aumento, cuestión que les encuadra en potenciales riesgos.
En primer lugar, de forma relevante, el investigador constató que las campañas de prevención del
SIDA en la región estaban efectivamente orientadas a incrementar el nivel de conocimiento
objetivo habido respecto a las formas de prevención —abstinencia, fidelidad o uso de condón— y
los modos de adquisición y transmisión del VIH y las manifestaciones clínicas del SIDA.
Respecto al conocimiento subjetivo sobre VIH-SIDA, dedujo que éste fue un factor determinante
para que los adolescentes de ambos géneros y de todos los estratos económicos recurrieran al
condón con frecuencia consistente. De manera distinta, el conocimiento objetivo del uso del
condón arrojó resultados diferenciales por género y estrato socioeconómico y no se asoció con el
uso frecuente del condón.
No obstante, a pesar de la cada vez más intensa divulgación de conocimientos relacionados con la
prevención y ciertos resultados de un sinnúmero de investigaciones que prevén escenarios
optimistas en los que declina el peligro de contagio de las ITS entre los adolescentes, hay autores
como Allaine Cerwonka y otros que describen el efecto de algunos factores psicosociales en el
desarrollo de prácticas sexuales protegidas en jóvenes de manera desalentadora, pero con un gran
toque de realismo: a) un mayor grado de conocimientos sobre VIH/SIDA no garantiza la reducción
de prácticas de riesgo; b) la percepción de las normas de los pares sobre la protección predice un
comportamiento equivalente y el grado de resistencia al cambio; c) la percepción de riesgo no
siempre conduce a la reducción de prácticas riesgosas, debido a que interactúa con factores
cognitivos y de desarrollo; y d) a mayor experiencia sexual y número de parejas decrece la
frecuencia de uso de condones (citada en Caballero y Villaseñor, 2001).
Un factor central en la prevención de las ITS es, sin duda, la percepción del riesgo, pues es a partir
de ahí que se pueden o no detonar conductas y actitudes favorables a la protección. Una postura
al respecto, la de Levinson, sugiere que es posible evitar situaciones de riesgo si los adolescentes
aceptan y reconocen la posibilidad de involucrarse en actividades sexuales; pueden hablar sobre
las relaciones sexuales y prepararse para ellas (citado por Vargas Trujillo, 2006). Sin embargo, de
la profundidad y del alcance que se dé al tratamiento de estos temas, consideramos, se pueden o
no inducir comportamientos que resulten alentadores en la lucha contra las ITS, sobre todo cuando
ciertas pautas culturales y psicológicas, y ciertas dinámicas sociales, detienen en los jóvenes la
práctica de una vida sexual saludable y libre de riesgos.
En efecto, Juan Manuel Contreras señala que aunque hay un conocimiento generalizado del
peligro mortal asociado al contagio del VIH-SIDA, tal peligro se percibe con cierta subestimación al
vinculársele eminentemente con la homosexualidad, la bisexualidad, la drogadicción y la
prostitución. De aquí puede derivarse con facilidad que quien piensa así supone que al no
pertenecer a cualquiera de estos grupos tiene cierta inmunidad a contraer alguna ITS (Contreras,
2001; Lozano et al., 2008).
13
Además de casos como el anterior, que se han convertido con el paso del tiempo en clichés o
10
lugares comunes, hay también una serie de creencias erróneas fundamentadas en ciertas
dinámicas sociales que propician la vulnerabilidad de los grupos de jóvenes adolescentes. Por
ejemplo, en Perú, mediante un estudio de las conductas sexual y reproductiva realizado en tres
provincias: Alto Mayo, San Martín y Nuevo Cajamarca, en adolescentes de 11 a 19 años en 2001,
se detectó que mientras algunas chicas de esas localidades pensaban que no podrían contagiar de
VIH-SIDA a sus parejas varones, pues no habían tenido vida sexual con ellos; los varones que sí
habían tenido sexo con otras mujeres fuera de la pareja, pensaban que no habían adquirido el
virus y mucho menos podrían contagiar a sus parejas. Este caso es ilustrativo de cuán ciega puede
ser la confianza entre los adolescentes, no sólo del Perú, que inhibe o hace impensable el uso de
algún recurso que proteja al uno del otro. Ciertamente, pensar en que uno de los miembros de la
pareja podría estar infectado con el virus se trata de un elemento de desconfianza difícil de
introducir (Ruiz, 2003).
Respecto a la percepción del riesgo, Fátima Flores llega a conclusiones similares en el mismo año
a partir de la investigación que efectúa con adolescentes de la Ciudad de México entre 1999 y
2000. Desde el punto de vista de la investigadora, la percepción de riesgo de infección entre los
adolescentes tiene un amplio gradiente que involucra la relación de identidad con los miembros de
un círculo próximo, es decir, con las personas con las que el joven o chica interactúan
cotidianamente en su barrio o localidad: “Lo vemos como algo muy lejano de nosotros, como que
eso no nos va a pasar ni a mí ni a mis amigas”. Sin embargo, esta percepción de bajo riesgo se
torna en peligro colectivo de contraer alguna enfermedad sexual si un miembro ajeno al círculo se
introduce en la cadena, de hecho “todas las personas estamos expuestas al contagio” (Flores,
2003).
La baja percepción del riesgo no es, sin embargo, un problema que flote en la superficie de ciertas
realidades sociales y sí un factor que se hunde en las profundidades de la psicología adolescente,
sensible a las normas del entorno de pertenencia. En este supuesto hallamos razones de género
que no precisamente condicionan la aparición de una baja percepción de riesgo, sino más bien la
inhibición de medidas de protección para evitar el peligro. En efecto, algunas normas de género
podrían estar obstaculizando el acogimiento de medidas de prevención entre las chicas
adolescentes. Ejemplo de ello, nos dice Esperanza Navarro, sería la ambivalencia del papel de la
sexualidad femenina en las relaciones interpersonales y el éxito social. Por un lado se premia y
alienta el atractivo sexual. Por otro, se inhibe la actividad sexual, pues se espera que sean las
chicas quienes decidan hasta dónde se puede llegar sexualmente dentro de una pareja, al tiempo
que el desarrollo de la sexualidad femenina mantiene unas normas que las conduce a un estado
de dependencia erótica de sus compañeros varones. Esta paradoja permitiría comprender mejor
por qué muchas chicas bien informadas sobre los riesgos de la sexualidad no llevan a la práctica
aquello que saben para prevenirse a sí mismas de un potencial riesgo para su salud, a partir de su
comportamiento sexual (Navarro, 2003).
El caso anterior, que bien se inscribe en una “cultura de la sexualidad” —y en el entendido de que
hay muchas de ellas— es sintomático de cuánto la cultura es normativa del comportamiento sexual
y actitudes implícitas, particularmente de las concepciones asociadas a los roles de género, que
por tradicionales y estar ancladas en la psicología profunda de los sujetos, son difíciles de
modificar a favor de la prevención de enfermedades sexuales. Veamos el caso proporcionado por
Claudio Stern (2003), quien hablando de la masculinidad y salud sexual reproductiva, sostiene que
el condón se relaciona más con la anticoncepción que con la protección contra las ITS. Que la
paternidad es considerada como constitutiva de la masculinidad y que el uso del condón está
determinado por la demanda de la pareja. El modelo tradicional de masculinidad que predomina en
los sectores sociales bajos tiene como resultado, por una parte, que haya poca comunicación
sobre la sexualidad en las relaciones de pareja y, consecuentemente, que la adopción de medidas
de protección se dé en muy raras ocasiones, exponiendo a los jóvenes a ITS y al riesgo de
transformarse en padres sin ser aún adultos. Por otra parte, las condiciones económicas en las
10
Estudios internacionales que regularmente efectúan organismos como ONUSIDA han encontrado que muchos masculinos de distintos países y
culturas creen que tener relacionescoitales con una mujer virgen puede curar el VIH-SIDA (Kiragu et al., 2001).
14
cuales viven los adolescentes dificultan que lleven a la práctica elementos centrales de su propio
concepto de masculinidad, como el ser trabajador, proveedor, responsable, lo que pudiera
traducirse en frustración, agresividad y en violencia intrafamiliar (Stern, 2003).
En los países con mayor incidencia de casos de ITS y VIH-SIDA se han desarrollado programas
masivos de comunicación y otros programas para motivar, entre otras medidas, el uso del condón
en la prevención de estas enfermedades. En este caso particular, como en los campos de la salud
sexual y reproductiva adolescente en general, es razonable suponer que la información al alcance
de los jóvenes y las respectivas fuentes de consulta son determinantes en la calidad del
autocuidado que se procuran y las medidas preventivas a las cuales recurren. Esta información, sin
embargo, hasta hace poco tiempo no provenía de un porcentaje importante de los medios de
comunicación, sino de otras fuentes. Al respecto, Román atribuía como fuentes de información de
las adolescentes de 15 a 19 años de Hermosillo, Sonora, a la escuela, los maestros, las amigas, la
pareja o los medios de comunicación (Román et al., 1996). Con tal apreciación coinciden Lara y
Mateos, pues de una encuesta aplicada a adolescentes de 12 a 19 años de las comunidades de
Oaxaca, Tuxtepec, Choapan, Villa Alta y Mixes en 1998, concluyen que las principales fuentes
informativas acerca de cambios fisiológicos en la adolescencia, concepción, relaciones sexuales y
embarazo eran los maestros del plantel (56%), padres de familia (22%), y los amigos, las revistas y
la televisión (22%) (Lara y Mateos, 1999). Pautas relacionales y tendencias similares en dichas
fuentes que sirven a los adolescentes encontraron Guadarrama y Valero (2007), Guadarrama et al.
(2006) y Guadarrama y cols. (2002).
Desde Colombia, Fernando Barrera y Elvia Vargas emprendieron una investigación que trató de
arrojar luces en torno a aquellas cualidades afectivas que dinamizan las relaciones entre padres e
hijos adolescentes escolarizados de 13 a 18 años de edad. Los estudiosos identificaron que
cuando:
Con base en las aportaciones de José Ramiro Caballero, estudios específicos efectuados para
conocer las fuentes de información de adolescentes y jóvenes en materia de sexualidad, ITS y
VIH-SIDA —en contextos rurales, urbanos e indígenas— demuestran un patrón que se mantiene
constante en el tiempo: la escuela, los padres o tutores, los pares o amigos y medios masivos
(Caballero, 2006: 67). Sin embargo, el acceso a estas fuentes no es uniforme y es diferencial de
acuerdo al estrato socioeconómico, al sexo y experiencia sexual coital de los y las adolescentes y
jóvenes.
¿Qué información asociada a su sexualidad utilizan los jóvenes? No es una pregunta nueva y ha
sido punto de partida de diversas investigaciones con distintos enfoques. Tal cuestionamiento fue
el objetivo de la investigación consumada por Guzmán y su equipo en 2001 y que formó parte del
diagnóstico promovido por el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) respecto a la
situación de la salud sexual y reproductiva de los y las adolescentes en América Latina y el Caribe.
La mencionada investigación se fundamentó en las Encuestas Demográficas y de Salud (DHS, por
sus siglas en inglés), las encuestas de Salud Reproductiva apoyadas por el Centers for Disease
Control and Prevention (CDC) y en encuestas específicas realizadas de cada país de la región.
Los resultados no fueron ciertamente alentadores en muchos sentidos. En primer término, José
Miguel Guzmán y sus colegas encontraron que un elevado número de mujeres adolescentes de
América Latina no poseían conocimientos suficientes en el campo de la salud reproductiva, o éstos
eran escasos e incorrectos, colocándose en una situación de vulnerabilidad. Es el caso de algunas
15
creencias no fundamentadas que afectan la salud sexual de los adolescentes: la idea de que una
mujer no puede quedar embarazada la primera vez que tiene relaciones o que las pastillas
anticonceptivas causan infertilidad definitiva (Guzmán et al., 2001).
El lamentable desconocimiento del cúmulo de elementos que pudieran favorecer una vida sexual
plena y protegida se extiende por una gran porción de Latinoamérica. Por ejemplo, un estudio
efectuado en Chile señaló que 948 estudiantes de escuelas públicas de las comunidades más
pobres de Santiago, 57% de hombres y 59% de mujeres, dijeron que los condones podían volverse
a usar (Ruiz Santillán, 2003).
Además, en un escenario por demás sombrío poco o nada se sabe del manejo que dan los
varones a la cultura reproductiva, pues no logramos localizar encuestas, entrevistas u otros
métodos de investigación que respecto al tema se hayan aplicado a varones adolescentes.
Seguramente tal ausencia de información se explica por la representación social existente y
dominante en torno a la reproducción, según la cual no se considera al varón responsable de la
decisión reproductiva que por ahora es exclusiva de la mujer.
Como sea, a pesar de ciertos vacíos informativos, son alentadores los programas de educación
sexual que en América Latina, a pesar de haber enfrentado serias dificultades al ser
instrumentados en distintos ámbitos nacionales, permiten a los adolescentes de ambos sexos
adquirir conocimientos básicos en torno a la sexualidad y la reproducción. Dichos programas, sin
embargo, hacia el año 2000 eran limitados en varios sentidos; por ejemplo, se circunscribían al
ámbito escolar o de manera informal a las restringidas coberturas de las ONG’s, incorporando a
cantidades reducidas de adolescentes externos a esos círculos; y sus contenidos, la mayor de las
veces, se limitaban a aspectos biológicos en menoscabo de un enfoque integral (Guzmán et al.,
2001).
Resultado del anterior estudio comparativo se estableció que los noticieros eran la principal fuente
emisora de mensajes asociados a la salud y dirigidos a jóvenes y adultos mayores: las notas de la
pantalla chica se diversificaban primordialmente en las temáticas de servicios de salud, salud
ambiental, violencia y accidentes, y, con una frecuencia notablemente baja, en medidas de
autocuidado y prevención del VIHSIDA. Una tendencia mediática que, en el último caso, pudo
deberse a tabúes culturales. Dado el esquema de apelación o de persuasión empleado en el
diseño de esos mensajes de salud, los medios de comunicación y sus patrocinadores apostaban a
la apelación cognitiva, capaz de persuadir —si acaso— a largo plazo (Alcalay et al., 2000).
En el caso del VIH-SIDA, la emisión de mensajes en medios ha tenido una evolución particular, de
la cual ofrecemos algunos comentarios. Sepúlveda, quien evaluó el impacto cognoscitivo, afectivo
y conductual en varones, producido por la Campaña Nacional para la Prevención del SIDA en
México, y desplegada a través de los medios masivos entre el último tercio de 1987 y el primero de
1988, encontró que la mayoría de los jóvenes habían adquirido conocimientos adecuados respecto
a la transmisión del VIH. Sin embargo, del total que sirvió de muestra, 20% siguió creyendo en
11
El estudio constituye el antecedente más inmediato y cercano al trabajo que desarrollamos con la OPS y que dio como resultado el amplio reporte
titulado: Medios y salud pública: La voz de los adolescentes.
16
mecanismos imaginarios de transmisión e identificando a homosexuales, sexoservidoras y
drogadictos como principales grupos de riesgo (Sepúlveda, 1989).
A pesar de la reconocida utilidad de los medios en la prevención de las ITS, cuando se evalúa por
separado la eficacia de los mensajes en distintos países de la región latinoamericana, se observan
resultados desiguales y no siempre bien logrados. En el caso de El Salvador, los mensajes con
contenidos sanitarios transmitidos en los medios de comunicación no motivan eficazmente la
práctica entre los jóvenes adolescentes de las distintas medidas de autocuidado promovidas. Por
el contrario, el segmento adolescente es más susceptible a responder a la invitación publicitaria
para consumir alcohol o drogas. La dinámica de la estructura social, podemos deducir, tiene mayor
peso en los modos de transmisión de información que los medios masivos, pues la población
adolescente es altamente permeable a la información sobre salud que recibe de modo
interpersonal (Rivas, 2002).
Resultados como el descrito por Sepúlveda o por el proyecto COMSALUD en El Salvador, orillaron
a la realización de distintas investigaciones en torno a la eficacia de los mensajes en medios, en
las que, a manera de conclusiones, se recomendó lo siguiente. Por un lado, enriquecer los
mensajes para la prevención de la infección del VIH-SIDA con algunos aspectos que influyeran en
12
el conocimiento subjetivo de los receptores. Por otro, emitir dichos mensajes de manera
diferencial, según los perfiles de los distintos estratos socioeconómicos (Villaseñor et al., 2003).
Pero los casos anteriores no son ciertamente preponderantes y el comportamiento de los medios
no sigue un patrón homogéneo en América Latina cuando de emisión de mensajes saludables se
trata. De forma más alentadora podemos ver el caso de Perú, donde en telenovelas, noticieros y
mensajes comerciales, los temas predominantes y que despiertan mayor interés en los
adolecentes son: sexualidad (relacionada principalmente con el VIH-SIDA y las ITS) (38.3%),
drogas (14.4%) y alcoholismo y violencia en grupos de alto riesgo. Respecto al estudio en este
país, debemos señalar que tal información, aunque no proviene de campañas o programas de
salud pública en medios, los adolescentes peruanos aceptan que los mensajes promueven
prácticas preventivas saludables (Roeder, 2002).
Bibliografía
12
El conocimiento subjetivo fue evaluado mediante una pregunta ordinal: ¿qué tanto crees saber sobre el VIH-SIDA?, con las siguientes opciones de
respuesta: mucho, algo, un poco, nada.
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