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cualquier extremo”
Antología de Cuentos
Antología De
Cuentos
Gabriel Zaid Cruz Huerta
Black Moon
Índice
Cuentos De Terror
El Demonio de la Perversidad………………………………………….5
La Máscara De La Muerte roja………………………………………..9
Cuentos Policiacos
El Inspector……………………………………………………………………13
Los asesinos de Hemingway……………………………16
Cuentos De Amor
El Corazón Perdido……………………………………..18
Amor Sobre ruedas……………………………………...19
Cuentos Infantiles
Los Tres Cochinitos………………………………………………………..21
Caperucita Roja…………………………………………………………….23
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El demonio de la perversidad
Edgar Allan Poe
En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana los
frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un
sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también
habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por
alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta
de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos ha ocurrido
pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera
necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos entender, es
decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí misma, no
podíamos entender de qué modo era capaz de actuar para mover las cosas humanas, ya
temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran medida toda la
metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el hombre que
piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictarle propósitos.
Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre
estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia de frenología, por
ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que entre
los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera. Asignamos, pues, a
éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual
la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido
que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la especie, descubrimos
inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos con la combatividad, la
idealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con todos los órganos que
representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en
este ordenamiento de los principios de la acción humana, los spurzheimistas, con razón o
sin ella, en parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos de sus
predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido del
hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.
Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación (puesto
que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que
siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios
pretende obligarle a hacer. Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo
lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no
podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus
tendencias esenciales y en las fases de la creación?
decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En
teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte.
Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan
seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción
cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su
prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis
o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo
sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo,
nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca
la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea.
La combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de
autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro
bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se
sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que
será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos
perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento
fuertemente antagónico.
Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que
acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las
preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más
incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo
haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con
circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de
agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso
lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera
de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa
cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El
impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia
incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las
consecuencias) es consentida.
Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la
demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces,
energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea,
y en la anticipación de su magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene que ser
emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué? No hay respuesta,
salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio.
El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber,
pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de
postergación realmente espantosa por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida
que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos
estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia
con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence,
luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo
es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos
libres. La antigua energía retorna. Trabajaremosahora. ¡Ay, es demasiado tarde!
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Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del
espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no
deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible, y podríamos
en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio si no
supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.
He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo
explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá por lo menos una débil
apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no
hubiera sido tan prolijo, o no me hubierais comprendido, o, como la chusma, me hubierais
considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas
del demonio de la perversidad.
Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación.
Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su
realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias
francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por
obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi
imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también
que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles
impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el
candelero de su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la
mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto
por la voluntad de Dios.»
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Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi
cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal.
No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme
sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía
en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo
me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que
las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le sucedió, por fin, una
época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse
en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella
por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el
machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El
martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el aria de ópera meritoria.
Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo
en voz baja la frase: «Estoy a salvo».
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón.
Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado
no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus
embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el
asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi
asesinado y me llamaba a la muerte.
Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa,
como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me
entregaban al verdugo y al infierno.
Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra
desmayado.
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Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre!
Pero, ¿dónde?
La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido
tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la
sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y
sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el
bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y
fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron
semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos
al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica
construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe.
Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una
vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos.
Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la
desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con
precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior
se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido
todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos;
había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba
la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles
estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más
insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los
salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de
los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles
puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad
de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del
príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la
visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco
recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared,
una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la
serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante
de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía
tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba
tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era
enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con
tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía
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A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los
techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no
estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y
opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos
rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada
estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero
en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de
sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente
siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que
pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del
poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un
resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la
hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y
resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos
de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para
escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un
momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los
tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más
edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa
meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en
la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad,
mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos
una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo
que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la
meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se
mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de
la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro
esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era
así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El
príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas
destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo
queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en
sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa
ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los
sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los
trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche
avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la
tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra,
brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír
las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un
movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los
bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de
disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se
atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo,
para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
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El inspector
Luis Ángel Vicente Carnicero
-Un vino excepcional-, apuntó el inspector mientras dejaba el catavinos encima de la mesa.
-Efectivamente, he de reconocer que el enólogo este año se ha superado-, asintió Martín
mientras servía otra generosa copa a su interlocutor.
-¡¡Basta, basta!!-, indicó gesticulando el inspector, -que aunque el vino me guste, el asunto
que me ha traído hasta aquí es otro bien distinto-.
-ya supongo que es lo que le trae por nuestra bodega…..si no me equivoco vendrá por el
asunto de la desaparición de Andrés, el encargado de las cubas, ¿no?-, indicó mientras
alargaba la copa rellena al inspector. Este, aunque hizo un ligero amago de declinar la
invitación, al final tomó la copa y la apuró de un solo trago. Después y con el pensamiento
más centrado en el regusto del caldo ingerido que en la conversación, asintió lentamente con
la cabeza: -exacto-.
A continuación volvió a dejar la copa encima de la mesa de caoba del despacho y se inclinó
hacia delante en el sillón, con objeto de acercarse más a su interlocutor.
-¿podría hablar con alguna persona que trabajase con Andrés?..
-No hay problema-, indicó Martín levantándose del sillón e invitando al inspector a que le
acompañara hacia la puerta. –Hablaremos con su compañero Antonio. Es la persona que
trabaja con él- aclaró.
-¿Qué le ha sucedido en la cara?-, preguntó el inspector al observar de cerca de Martín.
-¿Cuál, esto?-, respondió señalándose su ojo derecho, que presentaba un pequeño moratón. –
El otro día, que me di un golpe con la puerta del tractor….pero no es nada grave-, respondió.
Mientras andaban por el pasillo en dirección a la bodega el inspector comenzó un sutil
interrogatorio:
-¿Cuándo echaron en falta a Andrés?.
Martín levantó la mirada hacia el techo, tratando de recordar: -veamos…yo marché a Madrid
el martes y cuando regresé el miércoles por la tarde me comentaron su ausencia…-, indicó.
-¿Y en qué consiste el trabajo de Andrés?
-Pues que quiere que le diga inspector, depende de la época del año pero ahora en septiembre
es cuando mas se intensifica la labor: hay que recibir la uva, descargar los remolques, preparar
los contenedores de fermentación, limpiar las barricas ,etc…..¡total! un follón…..y este
hombre nos ha dejado tirados precisamente ahora….-, se lamentó; -como no aparezca antes de
mañana voy a tener que sustituirle….y mire que lo siento porque el muchacho trabaja bien,
pero….-.
-¿sabe si tenía problemas o gente que le quisiera mal?-, siguió inquiriendo el inspector
-¿quién Andrés?-, respondió Martín sorprendido, -pero si es un trozo de pan…..no creo que
tenga enemigos-, confirmó mientras abría, no sin esfuerzo, el portón de la bodega.
Se trataba de una gran sala, con mas aspecto de aséptica nave industrial que de romántica y
añeja bodega. El suelo era de baldosa rústica, al que se quedaban adheridas las suelas de los
zapatos debido a los restos de mosto derramado. Distribuida regularmente se situaba una
hilera de diez inmensos contenedores de aluminio de los que emanaba un olor dulzón propio
de los vapores de la fermentación. Al fondo de la sala aparecía una cristalera a través de la
cual se distinguían las siluetas de dos personas que cacharreaban entre frascos y tubos de
ensayo.
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-ya., respondió el inspector mientras revisaba unas cajas de botellas apiladas…..¿pero nunca
le habéis pedido a Martín que os suba el sueldo?-, insistió.
Antonio se encogió de hombros: -yo no, pero Andrés si que ha tenido varias peloteras con el
jefe-, dijo sonriendo divertido.
-¿bueno, pero la cosa no habrá llegado a las manos?-, siguió insistiendo el inspector aunque
continuaba dándole la espalda y andando entre las cubas aparentemente distraido.
-¡qué va!-, contestó Antonio agitando su mano derecha; -precisamente el martes tuvieron una
bronca aquí mismo y Juan y yo tuvimos que separarles….-.
-¡Ah sí!-.
-Si señor-, asintió Antonio, -Andrés incluso llegó a golpear al señor Martín-.
El inspector se volvió súbitamente: -¿Y qué hizo Martín?-.
-El señor Martín se encaró con él y gritó: “Si no fuera por tu padre, hace tiempo que estarías
en la calle”-, respondió Antonio, -…luego se marchó-.
-¿Qué quería decir con esa frase?-, siguió preguntando el inspector, cada vez mas interesado.
Antonio bajó el tono de su voz y se acercó al inspector: -Al parecer el padre de Andrés y el
señor Martín se criaron juntos aquí en la finca y desde entonces son muy buenos amigos; por
eso aceptó contratar a Andrés a pesar de sus vicios…-, concluyó Antonio.
En ese momento apareció Martín por la puerta:
-espero que pueda acompañarnos en la comida inspector, porque he avisado que seríamos dos
mas a comer-.
-Se lo agradezco-, respondió éste, -ya es un poco tarde para bajar a comer al pueblo-.
-Además Juan me ha dicho que tiene lista la primera prueba de vino del año y que nos llevará
una jarra para catarlo durante la comida-, puntualizó Martín.
-si, si,…..-, asintió el enólogo gesticulando con los brazos, -me recuerda a cuando era
pequeño; mi padre hacía vino y para que le diera sabor lo que hacía era sumergir un jamón
dentro de la barrica-.
-¿cómo?-, preguntó extrañado el inspector ante tal ocurrencia.
-sí-, aclaró Martín dirigiéndose al inspector, -hay gente que mete jamones enteros en las cubas
durante el proceso de fermentación; el jamón se disuelve por completo y algunos creen que el
sabor se transmite al vino…pero eso no son mas que sandeces-, finalizó sonriendo.
Entonces el inspector abrió unos ojos como platos, pareció estar meditando durante unos
segundos y a continuación se volvió hacia Juan:
-¿Dime que no es cierto que cuando sumerges un jamón aumenta la temperatura de la cuba?.
Juan miró extrañado a Martín y a continuación se volvió hacia el inspector para responder:
-pues si, aumenta unos cuantos grados la fermentación, ¿por qué?-.
El inspector palideció. Se levantó enérgicamente de la silla y apoyando ambas manos en la
mesa, le preguntó:
-¿este vino es de la última cuba?-.
El enólogo aún mas extrañado asintió mientras se encogía de hombros. En ese instante el
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Dos hombres entraron a la casa, y esperaron en silencio a que los ojos se les acostumbraran
a la oscuridad. Hemingway dormía al fondo, y afuera una fina lluvia empañaba los
cristales. Acariciaban en sus manos revólveres, y al cabo de un rato pudieron caminar por
entre los muebles, en la penumbra. Oían como un rumor los ronquidos del viejo Hem.
En las ventanas la lluvia aumentaba, se escuchaban truenos y podían ver las sombras de los
árboles al viento, que opacaban la luz de los faroles. Caminaron hacia una habitación que
parecía ser una oficina, en la que había una mesita repleta de libros, una máquina de
escribir, hojas blancas y una botella de whisky con un vaso a medio usar al lado. Revisaron
en las gavetas. No encontraron nada.
Pasaron a un cuarto amplio, acomodado con dos camas, donde también habían libros y
colgaderas de animales. Vestían ropas negras apretadas, capuchas que solo dejaban ver sus
ojos, y aunque sus estaturas eran diferentes al igual que su complexión física, en medio de
la noche parecían hermanos vestidos igual para la misma ocasión.
De repente oyeron que el ronquido de Hemingway cesaba, y el susurrar cada vez más
cercano de unas pantuflas afelpadas. Se escondieron bajo las camas, y divisaron las piernas
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del viejo que se dirigían al baño. Oyeron el largo chorro que soltaba Hemingway, y el
sonido de descargar el inodoro. Otra vez se acercaron las pantuflas, que sin sospecha se
detuvieron en la puerta del cuarto, y ellos apretaron por instinto los revólveres. Pero
Hemingway siguió camino hasta su habitación, y en breve volvieron a sentir sus ronquidos.
La búsqueda no prosperaba. A la poca luz de los relámpagos solo podían distinguir las
cabezas muertas en las paredes, que parecían vigilantes silenciosos de ojos cristalinos, y los
papeles se les perdían en la oscuridad.
Se movieron por toda la casa, evitando el cuarto del viejo. Abrían libros, levantaban
almohadas y sábanas viejas, colchones húmedos, pero no aparecía lo que los había llevado
allí. Comenzaron a sudar, a pesar del frío que entraba por las ventanas.
Durante días habían ido a vigilar al escritor, atisbando por entre las ventanas y las
veladoras, disfrazados de extranjeros. Verificaron los horarios de apertura y cierre del
museo, el movimiento de las personas, la estructura de la casa, sus alrededores, la rutina de
Hemingway y los cambios de guardia de los custodios. Ahora sentían que todo el esfuerzo
se podía ir a la mierda, si no encontraban algo. Empezaron a desesperarse, pero decidieron
mantener la calma.
Ya estaban en el interior, sólo tenían que buscar. En sus ojos se dibujaba una impaciencia,
un deseo inaudito de no ser sorprendidos.
Después de una última mirada confusa, se dirigieron hacia el fondo de la casa, más allá del
comedor. Chequearon los revólveres, y en una fracción de segundo pudieron ver en los
cristales el rápido desplazamiento de las nubes. Afuera las luces se habían apagado ya
definitivamente.
Hemingway dormía boca arriba, acurrucado con sobrecamas rojos y bufando el aire de los
pulmones. Los hombres lo miraban con terror, y sin decirlo agradecieron que la más plena
oscuridad los cobijara. Se miraron sin saber que hacer.
-Haz algo.
-No sé qué.
Con sigilo examinaron el cuarto, abriendo pequeñas gavetas y el escaparate de espejos. Les
impresionó ver su propia imagen reflejada con total exactitud.
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Cerraron las puertas asqueados de tanta lluvia y silencio, de no encontrar nada, y con las
manos señalaron los revólveres. No había otra solución.
El disparo sonó en medio de la madrugada, disimulado por un trueno que estremeció los
cristales.
El Corazón Perdido
Anónimo
Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto rojo;
me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí cuidadosamente. «Debe de habérsele
perdido a alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la tierna víscera,
que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese dentro del pecho de su dueño. Lo
envolví con esmero dentro de un blanco paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi ropa, y me
dediqué a averiguar quién era la mujer que había perdido el corazón en la calle. Para
indagar mejor, adquirí unos maravillosos anteojos que permitían ver, al través del corpiño,
de la ropa interior, de la carne y de las costillas -como por esos relicarios que son el busto
de una santa y tienen en el pecho una ventanita de cristal-, el lugar que ocupa el corazón.
Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente a la primera mujer
que pasaba, y ¡oh asombro!, la mujer no tenía corazón. Ella debía de ser, sin duda, la
propietaria de mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo cómo había encontrado su corazón
y lo conservaba a sus órdenes de si gustaba recogerlo, la mujer, indignada, juró y perjuró
que no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo sentía
perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de la mujer, la
dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho
vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco
ésta tenía corazón! Y cuando le ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos
aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba
el corazón, o era tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública sin que lo
advirtiese.
niña, en vez de rechazarme como las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en
mi fatiga, iba a dejar otra vez caído sobre los guijarros.
Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida aún: las
emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta la médula; los afectos
vibraban en ella con cruel intensidad; la amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el
amor, los celos, todo era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse a
suprimir uno de sus dos corazones, o los dos a un tiempo, diríase que se complacía en vivir
doble vida espiritual, queriendo, gozando y sufriendo por duplicado, sumando impresiones
de esas que bastan para extinguir la vida. La criatura era como vela encendida por los dos
cabos, que se consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su lecho
de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un pajarillo, vinieron los médicos
y aseguraron que lo que la arrebataba de este mundo era la rotura de un aneurisma.
Ninguno (¡son tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se
había muerto por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho a un corazón perdido en
la calle.
Amanece un frígido día de invierno en Ottawa, capital de Canadá, ciudad elegida para que
en ella se desarrolle el Quinto Concurso Mundial de Patinaje sobre Hielo.
La ciudad ha acogido cariñosamente a los participantes de los dieciséis países que han
venido a competir, quienes reciben constantemente acogedoras muestras de afecto, las
pocas veces que se les ve; ya que por su gran responsabilidad apenas salen de la villa donde
se encuentran hospedados y en la que tienen una gran pista de patinaje que les permite
ensayar diariamente sus rutinas.
El ambiente en la villa es el de una gran familia, reina la camaradería, factor imprescindible
para que los participantes puedan rendir sus máximas perfomances en estas presentaciones.
Los grandes favoritos son Steve Kerry de los Estados Unidos y Elke Wontiky de Noruega.
Las amistades incipientes crecen y se vuelven más cálidas a medida que pasan los días,
siendo apenas rozadas por levísimos destellos humanos de sana envidia en los jóvenes
muchachos que aspiran a ser campeones.
Steve y Elke se conocen un día en la pista de ensayo, surge una buena amistad y luego el
amor que no está exento de una buena dosis de
admiración al haber sido testigos de lo buenos que eran en este deporte; que tiene tanto de
arte, al exigir a quienes lo practican, seguridad y precisión en la ejecución, como oído
musical para sentir la melodía y dejarse arrastrar armoniosamente por la misma.
Un día, Elke no se presentó al entrenamiento y al indagar la causa Steve se enteró que
estaba indispuesta; pero al pasar dos días más, y no aparecer, averiguó con los miembros de
su equipo, incluyendo un médico joven que había sido particularmente amable con él; más
ninguno supo darle una explicación lógica de su intempestiva e inesperada desaparición.
Steve sobreponiéndose a su dolor, logró para su país, la medalla dorada; y el campeonato
femenino lo logró, en ausencia de Elke, la representante de Rusia.
Terminada la competencia y antes de regresar a su país, Steve se dirigió a Oslo, ciudad de
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Había una vez tres cerditos que eran hermanos, y se fueron por el mundo a buscar fortuna.
A los tres cerditos les gustaba la música y cada uno de ellos tocaba un instrumento. El más
pequeño tocaba la flauta, el mediano el violín y el mayor tocaba el piano.
Su vida podría ser tranquila y feliz, de no ser por el lobo feroz, que siempre que tenía
hambre intentaba comérselos.
- Construiremos una casa, así podremos meternos dentro cuando venga el lobo y estaremos
a salvo de sus fauces. - dijo el mayor de ellos.
A los otros dos les pareció una buena idea, y se pusieran manos a la obra, cada uno
construyendo su casita.
- La mía será de paja - dijo el más pequeño-, la paja es blanda y se puede sujetar con
facilidad . Terminaré muy pronto y podré ir a jugar.
El hermano mediano decidió que su casa sería de madera:
- Puedo encontrar un montón de madera por los alrededores, - explicó a sus hermanos, -
Construiré mi casa en un santiamén con todos estos troncos y me iré también a jugar.
El mayor decidió construir su casa con ladrillos. - Aunque me cueste mucho esfuerzo, será
muy fuerte y resistente, y dentro estaré a salvo del lobo. Le pondré una chimenea para asar
las bellotas y hacer caldo de zanahorias.
Cuando las tres casitas estuvieron terminadas, los cerditos cantaban y bailaban en la puerta,
felices por haber acabado con el problema:
-¡No nos comerá el Lobo Feroz!
- ¡En casa no puede entrar el Lobo Feroz!
De detrás de un árbol grande surgió el lobo, rugiendo de hambre y gritando:
- Cerditos, ¡os voy a comer!
Cada uno se escondió en su casa, pensando que estaban a salvo, pero el Lobo Feroz se
encaminó a la casita de paja del hermano pequeño y en la puerta aulló:
- ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré! Y sopló con todas sus fuerzas: sopló y sopló y la
casita de paja se vino abajo.
El cerdito pequeño corrió lo más rápido que pudo y entró en la casa de madera del hermano
mediano.
- ¡No nos comerá el Lobo Feroz!
- ¡En casa no puede entrar el Lobo Feroz! - cantaban desde dentro los cerditos.
De nuevo el Lobo, más enfurecido que antes al sentirse engañado, se colocó delante de la
puerta y comenzó a soplar y soplar gruñendo:
- ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré! La madera crujió, y las paredes cayeron y los dos
cerditos corrieron a refugiarse en la casa de ladrillo del mayor.
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Caperucita Roja
Anónimo
Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la
muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita
Roja.
Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al
otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues
cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el
lobo.
Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña
tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba
miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las
ardillas...
De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella.
- ¿A dónde vas, niña?- le preguntó el lobo con su voz ronca.
- A casa de mi Abuelita- le dijo Caperucita.
- No está lejos- pensó el lobo para sí, dándose media vuelta.
Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: - El lobo
se ha ido -pensó-, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta
cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles.
Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la
puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba
por allí había observado la llegada del lobo.
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