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Cátedra abierta
Grandes temas de nuestro tiempo
Versión 2013
1
Universidad Nacional de Colombia – Sede Manizales
2
La Cátedra abierta – Grandes temas de nuestro tiempo comenzó labores
en la UN-Manizales en 1990 y en su historia, un tanto oscilante (también
se tuvo en la Universidad de Caldas), ha permitido traer a más de 70
personalidades intelectuales, nacionales y extranjeras, en variados
campos del conocimiento. La versión que se ofreció hace parte de esa
significativa trayectoria académica, de convocatoria pública.
3
Programación
y
sinopsis
de
hojas
de
vida
1.
Agosto
15.
Carlos
Gaviria-‐Díaz:
“Mito
o
logos–
Por
qué
sí
y
por
qué
no
Platón”.
Auditorio
principal
UN,
campus
Palogrande,
10:00
am.
2.
Septiembre
16.
Eduardo
Escobar
(n.
1943):
“Cuando
nada
concuerda”
(Tema
motivado
por
su
más
reciente
libro;
además
hará
lectura
de
poemas
suyos).
Apertura
de
la
“semana
universitaria”.
Auditorio
principal
UN,
campus
Palogrande,
10:00
am.
4
siguientes libros: “Invención de la uva” (1966), “Monólogo de Noé” (1967),
“Segunda persona” (1969), “Del embrión a la embriaguez”
(1969), “Cuac” (1970), “Buenos días, noche” (1973),
“Confesión mínima –antología-” (1975), “Cantar sin
motivo” (1976), “Antología poética” (1978),
“Correspondencia violada” (1980), “Escribano del agua”
(1986), “Vámonos de fracasos por el aire desnudo –poema
bolivariano- (1987), “Gonzalo Arango. Ensayo
biobibliográfico” (1989), “Nadaísmo crónico y demás
epidemias” (1993), “Antología de la poesía nadaísta” (1993),
“Manifiestos del nadaísmo” (1993), “Cucarachas en la
cabeza” (1993), “Las rosas de Damasco” (2001), “Ensayos e
intentos” (2001), “Prosa incompleta” (2003), “Poemas ilustrados” (2007), “Cuando
nada concuerda” (2013).
3.
Octubre
10.
Beatriz-‐Helena
Robledo:
“La
literatura,
un
mundo
habitable”.
Auditorio
Principal
UN,
campus
Palogrande,
10:00
am.
5
literatura infantil colombiana” (2012). Se desempeñó como subdirectora de la
Biblioteca Nacional de Colombia.
4.
6
Carlos Gaviria-Díaz, con “Mito o logos…”
No hay que olvidar que los cimientos más profundos de la cultura occidental están
en la Grecia antigua, donde se sucedieron personajes y escuelas que exploraron por
el sentido de muchas cosas, con pies en la tierra, mirada al universo y condición
politeísta. Su método: el libre discernimiento y expresión en la poesía y en la
lógica argumentativa, con personalidades emblemáticas como Parménides, de la
escuela eleática, y Heráclito, de la escuela jónica, dos vertientes contrapuestas que
tuvieron efectos en pensadores como el eleático Spinoza (s. XVII), de fuerte apoyo
en la razón, y Hegel el jónico (s. XIX), con soporte en la teoría de los contrarios.
Allá se originaron la ciencia y el pensamiento, con aventuras de exploración celeste
y merodeos por el mundo de las realidades escurridizas. Los griegos construyeron
apreciaciones valederas sobre observaciones, bajo maneras de pensar desafiantes.
Los pasos serios de los que hoy se dispone, aun con las dudas y las timideces que
subsisten, tienen aquellos puntales para los nuevos desafíos, con una prolongada
historia.
7
Esta conferencia es, en simultaneidad, apertura de nuestro semestre académico, y la
primera de la versión 2013 en la “Cátedra abierta - Grandes temas de nuestro
tiempo”, que cuenta con los auspicios del vicerrectorado y de las facultades en
nuestra sede.
Gracias.
Carlos-Enrique Ruiz
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Mito o logos – Hacia La república de Platón∗
Carlos Gaviria-Díaz
por qué me interesé por Platón y por qué pienso que todas las personas, muy
especialmente los universitarios, pueden extraer gran utilidad de su lectura.
Carlos Gaviria-Díaz, el 14 de agosto de 2013, a oscuras, por apagón prolongado en el campus universitario y recurso
de velas para iluminación parcial del escenario. El cuidado estuvo a cargo de los profesores María-Dolores Jaramillo
y Heriberto Santacruz-Ibarra, a quienes expresamos gratitud.
La conferencia tuvo como base el libro: Carlos Gaviria-Díaz. Mito o logos: hacia La república de Platón. Luna
Libros, Editorial Universidad del Rosario, Bogotá 2013.
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siguen hoy vivos. Eso no ocurre en las ciencias positivas de la naturaleza; y en la
matemática es mucho lo que se ha progresado desde entonces hasta hoy. Si hay
algo inquietante en la lectura de Platón es de qué manera se platean preguntas y
problemas que siguen hoy en la misma situación.
¿Será acaso que quienes se han dedicado a pensar en este tipo de problemas
carecen del talento suficiente o del genio que han tenido los físicos o los biólogos o
los matemáticos? Yo no lo creo. Lo que sucede es que este tipo de problemas tiene
una estructura epistémica completamente distinta y eso los hace mucho más
apasionantes, porque el problema de la caída de los cuerpos nos lo resolvieron
Galileo hace mucho tiempo, y Newton con la ley de la gravitación universal. Pero
el problema de cuál es el comportamiento bueno, cuál es el comportamiento
correcto no nos lo ha resuelto nadie. Ese problemas lo tenemos que resolver
nosotros, y eso es lo que me parece a mí que hay de apasionante y de enriquecedor
en una lectura de Platón y en una lectura como ésta que quiero hacer con ustedes en
voz alta.
El primer diálogo de Platón que cayó en mis manos –estaba yo iniciando mi carrera
de derecho–, que leí ávidamente y que me planteó serios problemas, que siguen
siendo tales, fue Eutifrón – o de la piedad.
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que se proponía era claridad e integridad, por eso es mi personaje. Y ese primer
diálogo que leí tiene mucho que ver con la personalidad de Sócrates.
Entonces Sócrates va donde alguien que tiene fama de saber en qué consiste la
piedad y de ser piadoso, y es un sacerdote ateniense: Eutifrón. La pregunta inicial
que le plantea Sócrates a su interlocutor es la siguiente: ¿tú sabes en que consiste la
piedad? Y él responde sin vacilación: “mejor que nadie”. ¿Y eres piadoso? “Como
ninguno en Atenas”. Ese es el hombre que Sócrates necesita para que le aclare en
qué consiste la piedad.
Esa pregunta aparentemente inocua que le formula Sócrates a Eutifrón es tan rica
que da para una disputa escolástica en los siglos XII y XIII entre santo Tomás y
Duns Scoto, y aún hoy sigue viva. Pero les decía que a propósito de esto voy a
poner de relieve algo significativo de la personalidad de Sócrates.
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Lo van a juzgar por impiedad, por corrupción de la juventud y por tantos otros
cargos –sobre lo que habría que volver, no obstante los análisis pormenorizados
que muchos autores ya han realizado. De momento, lo que quiero poner de presente
es esto: ante la respuesta de Sócrates Eutifrón se siente sobrecogido. Le dice: “¿tú
vas ahora a comparecer frente al tribunal de los 500, que te puede condenar a
muerte, y estás hablando conmigo sobre estas cosas que para tanta gente pueden ser
superfluas? ¿Por qué no estás más bien preparando tu defensa?” Y Sócrates le dice:
mi defensa no tengo que prepararla, para eso me he preparado toda la vida.
Está sereno, completamente tranquilo para dar cuenta ante el tribunal de los 500 de
lo que ha sido su conducta. Esa defensa tiene dos versiones: la jenofontina y la
platónica, que es, a mi juicio, especialmente la versión que hace Platón de ella –
porque Platón tiene una inspiración poética y un amor por Sócrates extraordinario–,
pero que en lo esencial coincide con lo que dice Jenofonte de lo que Sócrates dijo
ante el tribunal de los 500. Esa pieza, les digo, para mí es la pieza literaria más
hermosa. Si a mí me dicen: elija una pieza, una sola, que usted pueda mostrar como
ejemplo de belleza, de estética literaria, yo no dudo en elegir la Apología socrática,
una pieza que no fue escrita sino dicha verbalmente, y no para producir los efectos
que en realidad en personas como nosotros produce –hablo de mi experiencia
personal–, sino con un fin práctico: defenderse, exponer su vida. ¡Que pieza tan
hermosa!, dicha de viva voz, no escrita, y además no con el objeto de producir
efectos estéticos, sino con el objeto de producir un fin práctico: defenderse ante el
tribunal de los 500.
Esta circunstancia pone muy de presente cuál era el temple de Sócrates. Y Eutifrón
pone de presente la riqueza de los diálogos que yo prefiero de Platón, que son para
mí los típicamente socráticos, los llamados “problemáticos” o “aporéticos”. ¿Cuál
es la característica de esos diálogos? La característica de ellos es que terminan en
un interrogante sin respuesta.
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En Cármides se propone averiguar en qué consiste la sabiduría. Busca a Cármides,
un joven que tiene fama de ser sabio y le pregunta: ¿tú eres sabio? “Lo soy”.
¿Sabes en qué consiste la sabiduría? “Desde luego”. Y el ejercicio dialéctico de
Sócrates con Cármides llega a la misma conclusión: que Cármides no sabe en qué
consiste la sabiduría, y Sócrates dice no saber tampoco en qué consiste.
A esta misma clase pertenece el primero de los diálogos socráticos que leí, y que
me apasionó y me introdujo en la lectura de Platón. ¿Por qué? Porque lo más
importante no es que a uno le resuelvan los problemas, sino ser consciente de los
problemas que hay, y del reto que implica para cada quien responder de manera
responsable y satisfactoria preguntas de esa clase. Son diálogos con un contenido
absolutamente moral y ético; apuntan a eso: cómo me planteo yo en el mundo, qué
orientación le doy a mi vida, qué sentido le atribuyo a mi existencia. Y en eso yo
soy insustituible.
Don José Ortega y Gasset tiene una distinción que me parece fascinante, como
muchas de las que él hace. Dice que en cada uno de nosotros conviven dos seres:
uno el trivial y otro el monástico. Y ¿en qué consiste el ser trivial? El ser trivial está
constituido por una serie de actividades que nosotros realizamos, que cumplimos
diariamente, pero en las cuales somos completamente sustituibles; por ejemplo
¿qué debo hacer yo hoy?; necesito una camisa, pero debo dedicar mi tiempo a otra
cosa. Entonces le digo a un amigo, a una amiga, a mi mujer, que me compren esa
camisa de tales y tales características, y cualquiera de ellos puede cumplir esa
función por mí. Otro ejemplo: la Universidad Nacional tuvo la amabilidad de que
tuviera con ustedes esta charla. Bien hubiera podido invitar a otro, a otro persona,
y, por lo tanto, para hacer una reflexión ante ustedes yo cumplo una función
completamente sustituible, eso pertenece a mi ser trivial. Sin embargo, lo que yo
les estoy diciendo no hubiera podido delegarlo en nadie. Decirle a una persona:
mira, voy a hablar en la Universidad Nacional de Colombia sede Manizales sobre
Sócrates, ¿por qué no preparas tú lo que voy a decir sobre Sócrates para yo decirlo?
¡Imposible! Eso pertenece a mi ser monástico. Nuestro ser monástico está
constituido por aquellas actividades que nosotros debemos cumplir estrictamente
nosotros mismos. Fíjense ustedes: el acto monástico por excelencia es la muerte; lo
tenemos que cumplir estrictamente solos, como lo subrayaba Don Miguel de
Unamuno. Aunque estemos acompañados por las personas más amorosas, más
afectuosas, que nos toman las manos y nos dicen “no te vayas, queremos que vivas
todavía”, etc., lo cumplimos nosotros absolutamente solos. Nadie puede ofrecerse a
morir por mí; y esa es una característica del sentido de la vida, que es un acto que
no pertenece al ser trivial sino que está anclado en la raíz del ser monástico. ¿Qué
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sentido le doy a mi vida? Yo no puedo ir donde un amigo a preguntarle ¿dime: qué
sentido le doy a mi vida?
Esa es la manera de remitir a una persona a que asuma las obligaciones de las que
no puede claudicar, obligaciones que no puede endosar. Y eso es, en eso consiste,
la raíz del problema ético: ¿cuál es el buen obrar?… voy a averiguarlo; voy a ver si
Spinoza me da luz –uno se puede ilustrar leyendo a Spinoza, leyendo a Kant, ahora
incluso leyendo a Habermas, leyendo a Russell, etc.; ellos le dan criterios, le
iluminan a uno la conciencia para que uno definitivamente decida lo que debe
decidir. Y como este no es un problema banal, intranscendente, sino un problema
fundamental, es el problema del que yo debo hacerme cargo.
Recuerden el planteamiento que les hacía al comienzo diciéndoles: ¿será que las
personas que han dedicado su vida a pensar en la ética y en la moral tienen un
genio recortado, un talento disminuido, no comparable al de Euclides, al de
Newton, al de Heisenberg, etc.? No; lo que pasa es que son problemas de otra
índole, y en la incertidumbre que plantean y en ese estar condenados a no ser nunca
resueltos de manera definitiva y satisfactoria radica su esencia, y es lo que más
atractivos los hace. Esto está íntimamente ligado con la afirmación que ahora les
hacía en el sentido de que mi personaje es Sócrates, porque Sócrates es el que se
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embelesa planteando preguntas de esta naturaleza y mostrándoles a los demás que
no las saben responder, pero que él tampoco las sabe responder. Es el ejercicio a mi
modo de ver más apasionante y más provechoso que una persona pueda hacer.
En la obra de Platón ustedes encuentran diálogos de muy distinta índole, pero que
podríamos reducirlos a estas dos categorías: unos donde lo que se hace es preguntar
y dejar el interrogante, no tienen respuesta; y otros donde se dan respuestas.
En cambio Edward Zeller, por ejemplo, dice: algunos de esos diálogos, algunas de
las cosas que Platón le atribuye a Sócrates las dijo Sócrates y otras no, ¿cuáles sí y
cuáles no? Y aquí es donde está mi osadía. Yo creo lo siguiente: que los diálogos
típicamente aporéticos, que terminan en una pregunta, son los típicamente
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socráticos. Sócrates no tenía solución para nada, o al menos no le gustaba dar
soluciones; lo que le encantaba era plantear preguntas, dejar interrogantes, dejar
perplejo al interlocutor y participar él de la perplejidad de su interlocutor, y, por lo
tanto, esos diálogos llamados aporéticos o problemáticos son los típicamente
socráticos. En cambio, hay diálogos, los llamados protrépticos o exhortativos,
donde se sostienen tesis; esos son típicamente de Platón. Y se puede rastrear
incluso las razones de esta afirmación: eran dos personas muy diferentes, incluso en
su extracción social. Sócrates era un hombre pobre –como él mismo lo dice en su
apología: “jamás le he pedido dinero a nadie ni ayuda a nadie, y pongo al mejor
testigo para que deponga a mi favor, aquí tienen a ese mejor testigo mi pobreza, yo
soy un hombre pobre”. No era un hombre paupérrimo, no. Se armó como hoplita y
eso necesitaba algún recurso económico; yo diría que era un hombre de clase
media. Mientras que Platón era un aristócrata y rico, y, por lo tanto, tenía un poco
la prepotencia que tienen quienes pertenecen a esa clase, que no se conforman
simplemente con formular preguntas sino que dan respuestas; no sólo formulan
hipótesis sino que sostienen tesis. Por lo tanto, esos diálogos protrépticos donde
hay respuestas son típicamente platónicos, donde hay elementos socráticos desde
luego, porque en todos ellos hay preguntas y las preguntas se desenvuelven, y al
darle desarrollo a las preguntas se van formulando respuestas.
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En segundo lugar –los griegos no conocían la voluntad, hay personas en quienes
prevalecen los instintos. Los superiores o irascibles, es decir, aquellos que
convocan o impulsan a la persona a actos que les darán la gloria, que los llevan a
batirse en el campo de batalla, a defender la patria, etc. Las personas en quienes
prevalecen esas tendencias son los guerreros, que van a ocupar también un puesto
importante dentro de la república platónica; pero no tan importantes como el
filósofo, que va a ser el gobernante.
Luego están las personas en quienes prevalecen los instintos inferiores: el instinto
de preservación natural, la necesidad de comer, el instinto de conservación de la
especie, el instinto sexual, la gratificación erótica, y, por lo tanto, esas personas
pertenecen a la categoría más baja. Para Platón, sin embargo, esas personas no se
van a sentir infelices en el estado, porque –y aquí tienen ustedes la primera
definición de justicia que se formula sistemáticamente– la justicia consiste en que
cada cual haga lo suyo: lo suyo del filósofo es gobernar, lo suyo del guerrero es
defender al estado-ciudad y lo suyo del trabajador es trabajar para que los otros
puedan dedicarse a gobernar y a defender su patria. Los trabajadores, dirá Platón en
esa propuesta, son también completamente felices dentro de esa sociedad porque
están haciendo lo suyo.
De la misma manera que el Estado justo es aquel en el cual los filósofos gobiernan,
los guerreros defienden la patria y los trabajadores producen para que los otros se
dediquen a lo suyo, en el hombre justo la razón prevalece sobre los instintos de
gloria, que son los instintos superiores, y sobre los instintos bajos, que son los
instintos sexuales. Pero a eso se llega después de hacer una reflexión acerca de lo
que es el Estado justo.
Retomemos ahora el tema del mito y el logos observando la simetría que hay entre
La república y el Timeo. ¿Qué es el Timeo? Si ustedes me ven leyendo un libro y
me preguntan “¿qué está leyendo?”, y yo les digo: estoy leyendo el Timeo de
Platón; y ustedes me dicen: “¡ah! está leyendo filosofía!” Les digo: no estoy
leyendo filosofía, eso es fantasía, eso es poesía, pero nada más.
¿Por qué? ¿Qué se plantea allí Platón? Se plantea este problema: ¿cómo se hizo el
mundo?, ¿quién lo hizo? y ¿cómo se hizo el hombre? (en el sentido antropológico
incluyendo hombre y mujer, la persona humana). Y entonces va a decir Platón –
para que vean que esto no es filosofía, es pura imaginación, pura fantasía, pura
ficción–: el Demiurgo. Los griegos nunca pusieron en tela de juicio la eternidad de
la materia y nunca se preguntaban ¿quién creo la materia?, sino ¿la materia eterna
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que siempre ha existido quién la moldeo y cómo la moldeó? La moldeó el
Demiurgo, que es el supremo artesano.
Después de esa, ¿cuál es la parte más dura del cuerpo? Es el pecho, el tórax, que no
es tan dura como la caja craneana, pero es dura porque allí hay un alma valiosa: la
de los instintos superiores, que llevan al valor, a la valentía, a la gloria.
Platón se anticipó a decir que la tierra era redonda por una razón casual, la de haber
recibido un legado pitagórico. Pitágoras decía que el mundo era redondo, y esa
afirmación de Pitágoras ¿era una afirmación científica? De ninguna manera;
aunque casualmente acertada, era una afirmación mítica también. Él decía que la
figura perfecta por excelencia es la esfera, debido a su equilibrio: todos los puntos
equidistan de su centro. Y por eso el Demiurgo debió hacer la tierra perfecta, y por
ello la tierra es redonda. ¡Eso no puede ser un argumento para defender la redondez
de la tierra! Se trata de una imaginación poética coincidente con la realidad, pero
allí no hay un método que se haya seguido para hacer ese tipo de afirmación.
Con esto quiero decirles que cuando Platón plantea en el Timeo estas cosas, el mito,
que él decía haber abandonado a partir del conocimiento de Sócrates, nunca lo
abandonó. En efecto, Platón quiso ser un pensador racional y lo fue, pero no
abandonó nunca el mito. Cultivo el logos, desde luego, pero lo mezclaba con el
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mito y lo mezclaba de una manera artificiosa, de tal manera que la persona que lo
escuchara no supiera dónde terminaba el mito y dónde empezaba el logos.
Muchos diálogos dan cuenta de esto. Por ejemplo, el Gorgias –o de los Sofistas– se
plantea un problema bello, una pregunta hermosa e inquietante: ¿por qué en las
asambleas populares, cuando se trata de la construcción de caminos solo son
escuchados los ingenieros, cuando se trata de la construcción de edificios los
arquitectos, si se trata de problemas de la salud los médicos, pero cuando se trata de
la justicia cualquier ciudadano puede opinar? Eso parece una paradoja: ¿es que el
de la justicia es un problema subalterno, mientras que los otros requieren
conocimiento técnico y especializado que determina que solo los especialistas
puedan responder, mientras que tratándose de la justicia cualquier ciudadano puede
hacerlo?
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Gorgias –o de la retórica– es un diálogo magnífico. A mí me gustan muchas cosas
de él, pero hay una que es la que más me gusta, y es que Gorgias era el mayor de
los retóricos, el sofista mejor orador y tal vez el mejor orador ateniense en su
momento. Allí Sócrates –quien se encuentra de manera casual con Gorgias, que
acababa de pronunciar un discurso muy extenso– les pregunta a los discípulos:
bueno ¿y qué es lo que Gorgias enseña? Y ellos le dicen que le pregunte
directamente a él. Entonces Sócrates va y le pregunta: ¿qué es lo que tú enseñas? Y
Gorgias le responde: “la más noble de las artes, la más alta”. Y Sócrates le dice: no
te estoy preguntando qué es, qué excelencia tiene sino en qué consiste. “Lo que yo
enseño es la retórica”. ¿Y en qué consiste la retórica? “En hablar bien, yo enseño a
hablar bien”. Y le dice Sócrates, ¿a hablar bien de qué?, porque de la salud habla
bien el médico, de la construcción de caminos el que habla bien es el ingeniero, de
la construcción de edificios el que habla bien es el arquitecto, entonces tú ¿enseñas
a hablar bien de qué? Ahí tienen ustedes una pregunta hermosa contra la retórica
vacua, contra esos discursos frondosos a través de los cuales no hay nada. Sócrates
prefería la dialéctica, la confrontación desnuda de mi argumento contra tu
argumento, de la pregunta que yo te formulo con la respuesta que tú me das, o
viceversa.
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Desde ese momento uno sabe que se van a enfrentar dos colosos: Sócrates y
Protágoras. Van camino de la casa de Calias. Sócrates va conversando con
Hipócrates y uno sabe a dónde van dirigidas las preguntas, y cuando llegan lo
encuentran en los jardines de esa mansión tan hermosa acompañado de Pródico de
Ceos –un lingüista, y de Hipias de Élide –un matemático. Todos los sofistas tenían
un conocimiento variado, eran eruditos; está pues acompañado de sus amigos
sofistas. Sócrates empieza a preguntarle esto: dime Protágoras: ¿la virtud es una o
las virtudes son varias? Y Protágoras dice: “Hay varias virtudes”. ¿De modo que la
belleza y la justicia son cosas distintas? “Son cosas distintas”. De modo que hay
cosas justas que son feas o cosas injustas que son bellas. Entonces empieza ese
razonamiento para mostrar que la pluralidad de virtudes es insostenible. Sócrates
hace permanentemente retroceder a Protágoras para preguntarle finalmente lo que
ya había preguntado en el diálogo el Menón –o de la virtud–: Tú dices que eres
maestro de la virtud ¿es que acaso la virtud se puede enseñar?
Y esa tesis o esa pregunta –que es apasionante, como les decía cuando empezaba
esta reflexión–, es actual, vigente. La podemos plantear de esta manera: ¿la ética se
puede enseñar?
Lo que le pregunta Menón a Sócrates es: “Sócrates, ¿la virtud se puede enseñar?” Y
como en los diálogos no sobra nada, todo tiene su sentido, las pullas contra los
sofistas están predispuestas. Entonces ¿quién es Menón? Menón es un militante del
partido democrático ateniense, y la democracia ateniense acababa de ser restaurada
en una guerra muy costosa en vidas, que es la guerra contra los 30 tiranos. Sócrates
le responde: Menón ¿por qué no procedemos lógicamente?; averigüemos primero
qué es la virtud para saber si se puede enseñar. Pero Menón, que no es filósofo sino
político, le dice: “Yo no tengo tiempo para esas tonterías, eso tú que estás tan viejo
y te sigues dedicando a esas fruslerías. Yo lo que quiero es que me des una
respuesta práctica: si quiero que mis hijos sean virtuosos ¿donde quién los mandó?”
Sócrates cede ante esa solicitud y dice –otra vez una pulla contra los sofistas, aquí
se enfrentan un filósofo y un político y los sofistas eran fundamentalmente
políticos–: Si tú me dices que tu hijo quiere ser un gran esgrimista, o que tú quieres
que tu hijo sea un gran jinete, conozco de buenos maestros del jinetear, pero yo no
conozco maestro de virtud (eso era en contra de los sofistas, que se consideraban
maestros de virtud) y por lo tanto no sé dónde quien mandarlo.
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virtud es una o las virtudes son múltiples? “¡Ah! son múltiples”, le hace decir
finalmente Sócrates. Y si son múltiples, lo son al modo como las partículas que
constituyen una barra de oro son múltiples, pero constituyen algo homogéneo como
una barra de oro, o al modo como las partes del rostro humano constituyen una
unidad aunque sean diferentes. Y naturalmente todas esas preguntas son problemas
que le va planteando Sócrates y que resultan insolubles para Protágoras, con el
propósito “malévolo” de mostrarles a los que se jactan de ser muy sabios que no
saben nada.
Hans Vaihinger, un filósofo entre nosotros muy ignorado, en cuya obra más
importante, La filosofía del como si, escrita en 1911, dice que el conocimiento es
simplemente una facultad práctica, que nos sirve para adaptarnos al medio en que
nos encontramos o movemos, pero que nos gusta tanto la manera cómo funciona,
que entonces empezamos a averiguar otras cosas que no tienen que ver con nuestras
necesidades inmediatas, sino con otro tipo de necesidades. Empezamos a utilizar el
conocimiento para otras cosas.
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De manera semejante, Spengler dice, en la Decadencia de Occidente, que el arte no
empieza con la casa, que la arquitectura no empieza con la construcción de la casa
sino del castillo, porque la casa hay que construirla incluso de una manera rústica y
tosca para satisfacer la necesidad de vivienda, cuando ya la tengo satisfecha puedo
embelesarme en construir no solamente una casa sino una casa bella.
En el segundo capítulo del libro planteo un problema muy lindo: la disputa entre
Heráclito y Parménides, que generalmente se ha planteado en estos términos:
Parménides, el primer ontólogo, el primer metafísico, sostenía que el ser es uno,
inmóvil, mientras que Heráclito va a decir que todo está en perfecto movimiento y
que nunca nos bañamos en el mismo río, porque ni el río es el mismo cuando
llegamos a él por segunda vez, ni nosotros somos los mismos porque también
estamos cambiando como el río –una de las obsesiones poéticas que Borges trabaja
muy bellamente.
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revolucionaria y humanística ¿Por qué revolucionaria? Porque en la Grecia arcaica
la virtud era propia apenas de los hijos y descendientes de dioses o semidioses, los
demás hombres no descendientes de dioses o semidioses estaban condenados a no
ser virtuosos; era un don que se transmitía a través de la sangre, y si los sofistas
decían: “nosotros somos maestros de la virtud. Si la virtud se puede enseñar, es
porque la virtud se puede aprender, y si la virtud se puede aprender es porque no es
un don divino sino una conquista humana”. ¡Esa es una lección extraordinaria! De
la misma manera, en el fragmento que se conoce de Gorgias, el Elogio de
Palamedes, se muestra que Palamedes era un rey que advirtió varias cosas: una de
ellas que un lente, un vidrio que proyectaba la luz del sol de cierto modo, podía
quemar un leño, y que, por lo tanto el fuego no era un don divino que habían
regalado los dioses a través de Prometeo, sino un descubrimiento del ser humano.
Ese grupo de los sofistas tan mal tratado en los diálogos socráticos es un grupo de
humanistas y de demócratas, de ahí que el movimiento sofístico sea tan importante.
El cuarto capítulo lo dedico a tratar a Sócrates. Las dos cosas que más me
apasionan de él son: por una parte, la búsqueda de la claridad. Para muchos la
claridad es un medio, para mí la claridad es un fin en sí mismo, yo busco la claridad
por la claridad. Y eso se proponía Sócrates: buscar la claridad, pues sin claridad no
hay saber. Por otra parte, la integridad, que consiste en que yo sea capaz de
comportarme de acuerdo con lo que digo y que diga aquellas cosas que realmente
pienso, con las que realmente estoy de acuerdo. De modo que esa búsqueda
socrática de la claridad y de la integridad me parecen maravillosas, y todo lo que
muestro ahí –desde luego, una cosa muy precaria y en unos capítulos muy breves-,
es qué era lo que buscaba Sócrates, o al menos lo que yo pienso qué es lo que
buscaba Sócrates, y por qué me gusta Sócrates.
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Carlos Gaviria-Díaz en “Mito o logos”
Carlos-Enrique Ruiz
Sus criterios rectores como conciencia jurídica de la nación han sido, de manera
imperturbable, dos: “Nadie por encima de la ley” y “La igualdad es la base de la
justicia”.
Como defensor de los derechos humanos le tocó salir a duros años de exilio, y llega
a la política como formador de condiciones para la honradez, los comportamientos
decentes, la elaboración de principios para el ordenamiento de la sociedad con la
participación de la ciudadanía. Y llegó al Senado de la República, donde su voz de
sabia racionalidad no fue siempre debidamente oída. También su liderazgo de
conciencia ética y jurídica, con sentido social, lo conduce a ser candidato a la
presidencia de la República, por partido que contribuyó a integrar como alternativo
a lo perniciosamente dominante. Pero las condiciones en esos ámbitos le generaron
más desgaste que retribuciones alentadoras. Y ahora se encuentra de nuevo
25
dedicado a la academia, como es apenas natural por su vocación de estudio y
meditación, con llamados permanentes de universidades de Colombia y otros países
para nutrirse de su sabiduría.
Su pasión es Sócrates que ha asimilado con rigor, hasta distinguir en los Diálogos
de Platón aquellos en los que Sócrates es como es, por desarrollarse siempre en
términos de la duda, con interrogantes continuos, desmontando el saber
autoconvencido de autoridades atenienses. Su reciente libro: “Mito o logos – Hacia
La república de Platón” (Ed. Luna Libros, Universidad del Rosario, Bogotá 2013;
136 pp.), es un propio rescate de sus notas en el exilio, con anuncio de un segundo
volumen. Tuvo como antecedente la justificación de año sabático concedido por la
Universidad de Antioquia, en 1987, para desarrollar investigación sobre “Saber,
virtud y poder en Platón”. Proyecto interrumpido por el asesinato del doctor Héctor
Abad-Gómez, presidente del comité de derechos humanos de Antioquia, el 25 de
agosto, del cual Gaviria era su vicepresidente. Con urgencia va a Buenos Aires al
exilio y a pesar de las angustias y desasosiegos, se dedica a estudiar, concretando la
escritura de este libro concebido “para quienes se acercan al pensamiento filosófico
con espíritu lúdico y gozoso”. Libro que apenas ahora ve la luz, puesto que el autor
tuvo agitados paréntesis de magistrado, senador, candidato presidencial, con
ajetreos de la política que le dejaron inocultables desazones. En él rastrea los
pensadores y obras, con visión de camino, que en lo fundamental dan origen a la
obra de Platón.
Los títulos de los cuatro capítulos que lo integran son realmente seductores: 1.
¿Mito o logos? Primera encrucijada del espíritu; 2. Contemplación del ser o
esclarecimiento de su senda: ¿un dilema inexorable?; 3. Del cielo a la tierra, y 4.
26
Claridad e integridad: una pasión y una meta. En el primero se pasea, en cuatro
apartados, con meditación, a partir de considerar la pregunta como anuncio del
espíritu, con la claridad en la urgencia que se tiene por comprender y explicar
tantas cosas que involucran al ser humano. En esta ambición nos vemos compelidos
a dos caminos: uno sin límites, y el otro el de la discreción o la mesura, con el
marco en verso de Hölderlin: “El hombre es un rey cuando sueña y un esclavo
cuando piensa”. De este modo aparecen como opuestos, pero no siempre, la
fantasía y la razón, el mito y el logos, incluso concibe el autor ocasiones en que se
encuentran fusionados. Se trata de la dicotomía de Platón manifiesta en el lenguaje.
En los comienzos del pensar, la poesía es la expresión, como antesala de la
filosofía. Acude a Hesíodo para recordarnos su intención de buscar la verdad,
descubriéndola, para mejorar la condición humana, hacia comportamientos de
dignidad y labor. Y se remonta a Homero, ubicado en el mito, como “esencia
perenne de la poesía”. Advierte que el paso del mito al logos se dio con la filosofía
milesia, por la manera como reivindican la razón a partir de observar con ahínco la
naturaleza. Pasan por sus consideraciones Diógenes Laercio, Tales de Mileto,
Anaximandro, Anaxímenes, Pitágoras… En Anaximandro encuentra el salto de la
poesía a la prosa, con anticipo venturoso en la relación lenguaje y pensamiento, que
le abre camino a la ciencia.
Esas dos vertientes de mito y logos, vienen a dar en Platón, a quien Gaviria
identifica como “poeta sensitivo tan ávido de logos”, o como un “converso y duro
racionalista”, “nostálgico de la fantasía insumisa”.
En el capítulo segundo, con ocho apartados, Gaviria explora el tema del ser y de la
27
senda, con detenimiento en Parménides y en Heráclito de Éfeso. Destaca en ellos la
preocupación por el “saber riguroso”, guiados por la intuición, a través de tanteos,
confiados en la experiencia pero sin darse cuenta de lo que buscan ni a donde
llegar, por lo cual suelen desacertar, ubicándose más en la metafísica, a pesar de la
intención en lo físico. La actuación de Parménides, cabeza de la escuela eleática, le
parece singularmente memorable y al relacionarlo con los jonios usa una expresión
común que ubica en forma debida los respectivos campos: “a los jonios les
interesaban los árboles y a Parménides el bosque”. El tema de preocupación central
de Parménides es el Ser, que aborda con solemnidad y aproximación mística, con
recursos en la poesía, en conjunción expresiva de esta y del mito. El método usado
toma lo descubierto por la razón pero para convencer a los demás apela a los dioses
como portadores de la verdad. Gaviria recuerda que este proceder es dogmático,
por cuanto subordina la razón al mito. Aun cuando destaca que Parménides tuvo la
lucidez de concebir que para llegar a la verdad es indispensable elegir muy bien el
camino.
28
como metafísico y a Heráclito de moralista. Heráclito llega al devenir, Parménides
al ser. En Heráclito el mundo es sensible y en Parménides el mundo es inteligible.
En Heráclito encuentra Gaviria cierta relación con Pitágoras, por cuanto desliga la
ética de lo divino y místico, actitud que luego es asumida por Platón en especial en
el diálogo “Eutifrón o de la piedad”. Y se asoma a Heidegger con esa
reminiscencia, citándolo: “los dioses de los griegos nada tienen que ver con la
religión”. Y a su vez Gaviria redondea la idea al decir: “La divinidad heraclítea es
demasiado fina para dejarse asimilar al mito y excesivamente racional para ser
religiosa.” Salta a recordar que en Platón ética y política no tienen separación
alguna (idea tan lejana a los aconteceres perniciosos de hoy), en quien se da un
gran aparato teórico para formular un propósito magno: un Estado justo donde
todos los seres humanos puedan ser felices.
Este estudio le sirve a Gaviria para atisbar en sus orígenes el “sentido ético de la
ley”, la “existencia de normas que prescriben conductas honestas”, con el ejercicio
de vida que lo ha identificado, al entender y ejercer la ética en tanto estética, dos
campos inseparables.
El tercer capítulo, “Del cielo a la tierra”, de diez apartados, comienza con epígrafe
de Protágoras de Abdera, quien asegura no poder saber acerca de la existencia de
los dioses, por lo oscuro del tema y por la brevedad de la vida. Recuerda Gaviria
que con Parménides se inicia la ontología y que Heráclito consigue articular con
racionalidad, como hazaña, el ser humano y el universo. Y deja establecida en la
cosmovisión pitagórica el ser humano como sujeto moral, sin dejar de lado lo
supersticioso.
Destaca el gran salto que fue el haber subordinado los sofistas el mito al logos, en
tanto lección asumida de los jonios. Identifica en los sofistas los temas centrales de
su trabajo: individuo y sociedad, lo político en la coexistencia, el pensamiento
como progreso, el poder implícito de la palabra, la educación como factor de
perfeccionamiento, la capacidad humana en la transformación de la polis. Gaviria
encuentra que Sócrates asume ese conjunto de factores enunciados por los sofistas,
pero cuestionando las respuestas que dieron. Cita a Cicerón para aseverar que
Sócrates hizo de la filosofía un bien terrestre, con ámbito en las ciudades, hasta
conseguir que fuese motivo de diálogo en las familias y elemento indispensable
para indagar sobre la vida y la moral, el bien y el mal.
Gaviria se ocupa de desentrañar quiénes eran los sofistas, a sabiendas que Platón
los trata de manera despectiva, no sin develar aspectos valederos en medio de la
manipulación. Antes de Platón aquella denominación aludía a personas instruidas y
29
prudentes. Platón identifica a los principales integrantes de los sofistas: Protágoras
de Abdera, Gorgias de Leontini, Hipias de Elis y Pródico de Ceos. Y nombra otros
de menor relieve, por la alusión que hacen de aquellos como maestros: Calicles,
Polo, Eutidemo y Trasímaco. Los sofistas tuvieron un objetivo común: enseñar la
virtud. Serio asunto que da pie a Platón para criticarlos de manera implacable (“no
siempre impecable”, anota Gaviria) y de esa manera aprovecha para hacer suya la
filosofía de Sócrates.
30
Gaviria valora a los sofistas por la racionalidad humanista, por la actitud
heterodoxa y el escepticismo intelectual que representan y por haber sido
“cosmopolitas y modernos”. Además les adjudica el haber tenido mucho que ver en
el origen de la idea occidental de cultura, justo al haberse proclamado maestros de
la virtud, y no de una techné cualquiera.
Sócrates fue devoto de los dioses de Atenas, en especial de Apolo, con lo cual se
aprecia la falsedad al acusarlo de impío. Además era profundamente respetuoso de
los demás en sus creencias y costumbres. Pero su condición reflexiva rompía el
sosiego de las mentes agraciadas con lo establecido. En su exaltación de los dioses
utilizaba alegorías o metáforas, lo que ocasionó endilgarle la creación de otros
dioses, tal los casos de sus alusiones al daimon, o al genio, o al trueno.
31
Hay un hecho que reivindica Gaviria: Sócrates es temible para la democracia en
Atenas por tratarse de pensador en extremo racional, siendo considerado de
mentalidad crítica, sin capacidad alguna para aceptar lo establecido sin el debido
discernimiento. El autor resalta, al concluir uno de los apartados: “Sócrates era un
gran hombre, pero los atenienses constituían un gran pueblo.”
32
Eduardo Escobar en el laberinto de la vida y la
palabra
Su integrante más joven recoge en las siguientes palabras las ambiciones de ese
movimiento: “… intuíamos –dice- una revolución de las ideas y las costumbres, de
la mente y la cultura, urbana y campesina, fantástica y simple, social-sexual, del
arte y del lenguaje, de la vida total, de la física y la metafísica, patafísica,
33
arrevesada, concreta, imprevisible, la Revolución de los Cielos Terrestres que
soñaron profetas y poetas, dementes y videntes… y que parece siempre tan lejana.”
De recordar los nombres: Gonzalo Arango, Amílcar Osorio (Amílcar U), Elmo
Valencia, Darío Lemos, Humberto Navarro, Jaime Jaramillo-Escobar (X-504),
Eduardo Escobar, Armando Romero, Jotamario Arbeláez, Pablus Gallinazo, Raquel
Jodorowski,… Y detrás y en los entornos de ellos un torrente de muchachos de
variopinta condición. Recorrieron el país y celebraron la vida a contracorriente.
Con la perspectiva de los años puede apreciarse la contribución del movimiento y
la obra significativa de sus protagonistas principales.
34
Singular siempre en la forma de expresión, incluso musicales, para una lectura
atrayente. Ahora se publica nueva colección de ellos bajo el título “Cuando nada
concuerda” (Siglo del Hombre Editores, Bogotá 2013; 304 pp.), con punto de
partida en “Los Buddenbrook”, novela de Thomas Mann que Escobar rememora
con frecuencia, en la que descubre cuál fue el libro que estremeció al protagonista
en sus deliquios sobre el tiempo, el ser, la muerte y la fe de la infancia, con
pensamientos sombríos desprendidos de la metafísica. Se trataba de “El mundo
como voluntad y representación”, de Arthur Schopenhauer.
35
Valora en Sartre sus contribuciones literarias, que califica con apelativos de
grandeza y vivacidad en la prosa, y de vigor y rigor en el pensamiento, pero
identifica falta de sinceridad en él. Critica su veleidad con filosofía política
extrema, y considera que Sartre “encarnó el fracaso de las obsesiones de una
época”. En contraste valora por encima a Camus, “a cuyas meditaciones es útil
volver”, dice, y destaca en este el nunca haber renunciado a la certeza de ser las
personas las que dan sentido a las cosas con los sueños, la amistad, el gusto por
tomar el sol y el apego a la vida.
En otro ensayo con el título de “La higuera estéril” asume el estudio de la obra del
Premio Nobel (1978) Isaac Bashevis Singer, con las premisas en las actitudes de
Kafka y Gonzalo Arango, al igual de otros nadaístas, por la simultaneidad de lo
deprimente y la ambición de cambiar el mundo con una literatura nueva. Se
remonta a señalar la influencia de Kierkegaard en Kafka, a quienes identifica como
almas gemelas, y señala a Marx, Freud y Nietzsche en la condición de tuteladores
en la vocación sustantiva de la modernidad a través de la duda. Entre líneas
Escobar medita sobre la esperanza, la que establece como “el cebo del instinto de
conservación que nos mantiene atados a la noria, agonizando”.
Esa introducción del ensayo le sirve para ubicar a Singer con alma emparentada
con Kafka, pero resaltando en aquel la pretensión de recrear al individuo y a la
historia por la acción política o por las quimeras de la fe, quizá por la tradición
hebrea que suele no distinguir entre el profeta y el poeta. En la obra de Singer
critica el uso inapropiado de la ternura que lo lleva –dice Eduardo- a caer en los
peores vicios de los escritores del naturalismo, a lo cual le agrega la falta de
capacidad para apreciar el lado bueno de la vida.
36
lecturas de Ferdinand Céline, al que señala como el más implacable de los
escritores franceses, acabando por sumergirse en el “deslumbramiento de su prosa
acezante”. Y en Bernhardt identifica la escritura fascinante que no se recrea en
veleidades románticas y facilistas, en quien celebra su negativa a dejarse manosear;
en especial resalta la idea de Bernhardt en lo urgente que es la “reeducación
sentimental en la lucidez, en la honradez”.
En ese capítulo final incorpora una muy bella apología del libro, en estos tiempos
de lo digital y del ciberespacio, al que aprecia como la sombra de algo inconsciente
que aspira a aparecer, siendo además manifestación de pánicos, neurosis y
desórdenes de algún personaje, con la señal de representar una época y hasta la
historia secreta de un tiempo. Eduardo se reconcilia a cada instante con el libro al
deleitarse con ellos en sus estantes, de la propia biblioteca, al detenerse en alguno
para recordar las circunstancias de su encuentro y de sus lecturas, con la
remembranza quizá del librero de gafas caídas que se lo recomendó, o que inmóvil
en el armario le susurraba para que lo llevase consigo.
El escritor total, de tiempo completo, que es Eduardo Escobar nos acompaña ahora
en esta “Cátedra abierta – Grandes temas de nuestro tiempo”.
Carlos-Enrique Ruiz
37
Cuando nada concuerda
Eduardo Escobar
Pero hoy se trata de hablar de Cuando nada concuerda, un libro, mi último libro
publicado, que me parece que encaja bien en los grandes temas de nuestro tiempo,
que es el nombre de este ciclo, por cuanto es una crónica del pensamiento del
siglo XX, que para mí empezó terminando el XIX, con la muerte de Nietzsche, si
hablamos de filosofía, y con las novelas de Gustave Flaubert, quien convirtió la
literatura, por primera vez, no en un medio para transmitir anecdotarios, para
divertir con un chisme y envanecerse, como habían hecho los prosistas anteriores
a él, sino en un sacerdocio de la palabra justa, con su descripción minuciosa de los
escenarios, y su rigor lingüístico, y por el modo como reconstruye el estado de
ánimo de sus personajes, de un modo, no por indirecto, menos minucioso.
Flaubert inicia para mí las formas de la escritura del siglo XX, que según trato de
decir en Cuando nada concuerda, desembocaron en los grandes nombres de,
digamos solo dos, Vladimir Nabokov, y Gabriel García-Márquez, a quien nosotros
los nadaístas descubrimos muy temprano, antes de que fuera valorado
universalmente. Gonzalo Arango reconoció la excelencia de García Márquez, sus
dotes de fabulista, desde sus primeros trabajos, en notas aparecidas en El
Colombiano de Medellín.
38
la pedofilia, y la homosexualidad de los hombres y las mujeres, con el fondo de los
conflictos sociales del mundo árabe esos tiempos cuando Durrell fue diplomático
de Su Majestad en esas tierras. Esas novelas panorámicas, contaron, más allá de los
acontecimientos, más allá de las peripecias de los agonistas, protagonistas y
antagonistas, el estado espiritual de una sociedad, el espíritu de un tiempo, con sus
contradicciones y sus esperanzas. Como si sus personajes, a veces encantadores en
su singularidad, pero al mismo tiempo como decía Sartre sin importancia colectiva
en apariencia, mientras envejecían, se transformaban, luchaban con ellos mismos y
entre sí, y se enamoraban y sufrían remordimientos, expresaran al mismo tiempo el
desarrollo del habla que desembocaría en lo que llamo en mi libro la escritura
exclamativa, uno de cuyos mayores exponentes fue Ferdinand Céline, un escritor
que descubrí cuando estaba terminando el libro y cuyo descubrimiento me obligó a
reescribir el último capítulo. Aunque los nadaístas habían leído y mencionaban con
frecuencia a Céline en sus charlas, yo lo había descuidado, y su descubrimiento
tardío, me pareció el summum de esta forma de literatura exclamativa, aunque ésta
deba remontarse al Rimbaud de Una temporada en el infierno. Rimbaud, profeta en
muchas cosas, inaugura esta angustia de la expresión, esta imposibilidad de decir
un mundo en una situación que en últimas solo puede expresarse por medio de los
puntos suspensivos, los signos de admiración y en frases acezantes, cortas y
punzantes, que se quedan empezadas, porque pretenden entenderse con una
realidad que nos supera.
Los libros de Céline, El viaje al fin de la noche, o Muerte a crédito, y los otros,
todos, son libros paradigmáticos de esta imposibilidad para explicarse de una
cultura que ha llegado a los extremos de sus posibilidades positivas y negativas en
su exploración inconsciente. Todas las sociedades se parecen en sus rasgos
mayores, pero ninguna en el pasado como la nuestra vivió los horrores de las dos
guerras mundiales, totalizadoras… y la serie de las pequeñas guerras focalizadas
que fueron las consecuencias de la paz de la primera, cuando todas las facultades
humanas, todos los descubrimientos humanos, todos los logros del esfuerzo
humano: los de la ciencia, la química, y la mecánica, y la radio y la retórica
política, fueron puestos al servicio de la destrucción y la muerte. Ustedes todos los
que están aquí recuerdan Irak, una guerra transmitida por televisión donde vimos
multitudes de niños calcinados por las bombas de la industria militar, del llamado
aparato industrial militar norteamericano, sin brazos, sin piernas, amontonados en
las clínicas, despellejados, achicharrados. Ninguna sociedad del pasado vio jamás
el horror como nosotros hemos sido condenados a padecerlo.
Cuando nada concuerda, narra el proceso por el cual la literatura es hoy como es, y
se apoya en cierto modo en las experiencias de lectores de un grupo de jovencitos
39
-cuando apareció el nadaísmo en Medellín el mayor era Gonzalo Arango con 25
años, o 26, y yo el menor, contaba apenas 14, casi todos salidos de los seminarios o
de familias religiosas, conservadoras y católicas- que decepcionados de la religión,
fuimos descubriendo el racionalismo y los filósofos mayores de nuestro tiempo, a
veces ilusionados con la esperanza de que el marxismo y las teorías sociales en
boga iban a reemplazar esos valores que habíamos heredado en la infancia y que
habían pelado el cobre, mostrándose monstruosos, andamiajes de la hipocresía y la
codicia. En mi libro, se explica, cómo, entonces, nos pusimos del lado de la
revolución, y escribimos poemas al Che Guevara, y defendimos el experimento
cubano, para darnos cuenta al final de que solo habíamos caído en otro ciclo del
terror, y de que la izquierda marxista era de cierta manera más que evidente otra
forma del pánico inquisitorial que habíamos denunciado en el cristianismo, una
forma inesperada de las viejas religiones semíticas, con sus dogmas, su parusía y
sus pecados. Su dogmatismo y sus violencias fueron dejando un inmenso vacío en
el espíritu. Ese vacío que llevó a Gonzalo Arango, al final de su vida, a dar marcha
atrás para retornar a los valores de la niñez, al cristianismo de doña Nena, su
madre, revestido con el misticismo jipi, influenciado por su última mujer,
Angelita, digna representante de las tribus de los niños de las flores y cuya madre, a
quien llamábamos la Lady, era la corista en una iglesia anglicana en los suburbios
en Londres, y estaba casada con un ordeñador de vacas y jardinero de la clase
media. La Lady, que vino a visitar a Gonzalo para ver con qué clase de hombre
andaba su hijita, se volvió pronto a su casa, al seno de la pérfida Albión, cuando en
Popayán vio la avispa en una finca caucana. El trópico la espantó.
40
otras veces convirtió a sus letrados, al fin y al cabo descendientes directos del
reputado mester de clerecía, en arcángeles y profetas, de un modo tan enfático que
estos se creyeron el cuento. A partir de una relectura de los escritores más queridos
por aquellos muchachos de Medellín, como Kafka y Nabokov, y Sartre y Camus -
en el libro hago un paralelo entre las figuras de Sartre y Camus que fueron guías
fundamentales para mi generación, aunque también eran en sus similitudes muy
diferentes-, pruebo que el diablo sigue vivo y que las guerras de Dios no han
terminado, pues aunque Nietzsche asegura haber hallado su cadáver, su presencia
se sigue manifestando, de un modo al mismo tiempo abrupto y solapado.
En Una temporada en el infierno, Rimbaud, el poeta más querido por nosotros, por
razones obvias, pues era natural que nos identificáramos con el adolescente genial
que fue, dice: “el evangelio ha muerto, ¡ay, el evangelio!”. Y el correlato de mi
libro interpreta por caminos sesgados la misma desesperación, siguiendo el hilo
tenue de unos libros y de unas ideas. A medida que avanza, el libro revela su
carácter depravado, en el sentido episcopal, al describir en una prosa tranquila y
hasta esmerada las crisis de la fe que marcaron el siglo XX y le dieron el tono
cínico que paró en una profunda desconfianza en todo, en la religión de nuestros
padres en primer lugar y después en la política, e incluso en la literatura, que es el
asunto crucial de Cuando nada concuerda desde la primera página, hasta el profuso
índice onomástico.
Creo que nuestra generación se distinguió, entre otras cosas, por el repudio que
hicimos de la razón, pues como también dije antes, la vimos y la experimentamos
convertida en una máquina demoledora que destruyó a Europa y sembró sobre una
cultura que se reía invencible y lúcida, montones de cenizas y de polvo y la
perplejidad que paró en el dadaísmo y el surrealismo. La generación de los jipis,
41
que siguió a la nuestra, extremó el recelo, desdeñando incluso los libros, la cultura
libresca, las bibliotecas, las universidades. Me acuerdo que si uno le mencionaba a
un jipi a Platón, se limitaba a decir, retirando el porro de los labios: Platón es un
plato. Los libros que mantuvieron vigentes los jipis, fueron los libros
enigmáticos. Como el Tao Te Ching, uno de los pocos libros que merecieron el
honor de las mochilas de los niños de las flores, entre los cachos de marihuana y
los frascos de LSD y las diademas de margaritas. Otro, fue el principal de
Rimbaud, que a veces inspiró a los baladistas del hipismo. Y Blake, a veces… entre
los mejor educados.
Les estoy hablando del libro más no del autor, porque en este caso, el autor no
importa, pues como dije por una misteriosa casualidad el libro más allá de mis
decisiones conscientes arribó a sus propias conclusiones como un ciego, y mientras
lo escribía me enseñó y me reveló muchas cosas que no sabía. Lo di por terminado
por lo menos media docena de veces, pero me obligó a reescribirlo contra mi querer
una y otra vez, pues la propia dinámica del lenguaje se me impuso cuando creía que
ya estaba terminado, para volver al comienzo y redondear los filos y afinar la caída
de las plomadas.
Escribir a veces tiene la magia de llevarnos hacia donde no sabíamos. Hace tres
días, cuando me disponía a venir a Manizales, encontré en la feria del libro de
Medellín, un libro de Marx del cual no tenía noticia, El cuaderno Spinoza. Spinoza
es un autor que me interesa mucho. Este judío, escapado con su familia de la
Portugal de la inquisición, quiso ponerse a salvo en Holanda, donde los rabinos de
las sinagogas holandesas le condenaron al sicario. Pues, bien El cuaderno
Spinoza, de Marx, me hizo lamentar no haberlo conocido antes, pues quizás me
hubiera servido para redondear algunas ideas en mi trabajo, como el
descubrimiento de Céline. Pero ya es tarde. Algún día, quizás, haré hincapié en el
hecho de que Marx, a quien llamo en mi libro un profeta judío, asimilándolo a los
isaías y los jeremías bíblicos, haya empleado un buen tramo de su juventud
escribiendo estos cuadernos de reflexiones y consideraciones paralelas a su lectura
del sabio portugués.
42
capacidad para plantearse problemas; de todos modos, el escribir a veces tiene la
magia de llevarnos hacia donde no querríamos, y de poner en evidencia las cosas
arrastrados por las lógicas secretas del lenguaje.
43
prehistóricas que parecían superadas en el tango, para poner un ejemplo arrastrado.
Pero reconoce Jaime que mi pesimismo no es gratuito, puesto que, dice, está
sustentado en extensas y documentadas reflexiones. Y al fin me felicita y me
agradece que haya escrito un libro tan erudito y amañador. Esto último es el mejor
elogio de mi libro. Si conseguí hacer amañador un análisis de problemas tan
álgidos, complejos y tristes, no perdí mi tiempo.
44
cuáles paraísos y qué significaba en este mundo, en nuestra civilización técnica, en
medio de nuestro afamado progreso, esa sonrisa tan bella a pesar de sus
amontonados dientes rotos y de la mugre y los parásitos. Quizás, había llegado a
ser un hombre muy rico, que disfrutaba de sus pérdidas, de su derrota que vengaba
nuestros triunfos. Y me prometí que le escribiría un poema. Se los quedo debiendo.
Muchas gracias.
Ahora, podemos pasar a la charla que forma parte del programa. Ustedes, como yo,
deben estar llenos de inquietudes, pues estamos reunidos aquí para debatir sobre los
grandes temas de nuestro tiempo. Tan nuestro y tan ajeno a pesar de todo.
45
Beatriz-Helena Robledo y la vocación por
motivar la lectoescritura
Esta es la tercera conferencia del ciclo 2013 de la “Cátedra abierta – Grandes temas
de nuestro tiempo”, y corresponde a la intervención de una personalidad de
nosotros, formada y fogueada en ámbitos nacionales e internacionales, con el reto
mayor de crear y compartir para despertar y motivar vocaciones por la lectura y la
creación. Desde muy temprano esa ha sido su dedicación, influida en la infancia
con las lecturas selectas y bien entonadas de su recordado padre, el ingeniero
Alfredo Robledo-Isaza, profesor eminente que fue en esta institución, con
destacados desempeños profesionales, tempranamente ido.
46
el deleite, en la búsqueda metafórica, con exploración libre en sentidos, en especial
a los niños. Su libro en colaboración “Por una escuela que lea y escriba” es prueba
fehaciente de lo que puede lograrse con maestros comprometidos en el aula, trabajo
cumplido en doce escuelas de Bogotá, habiendo tenido como resultado un modelo
flexible de programa de promoción de la lectura, de acoger por el Ministerio de
Educación y de replicar en ciudades, pueblos y campos.
47
Tenga la bondad, admirada y querida profesora/escritora Beatriz-Helena Robledo
de asumir la palabra con su conferencia: “La literatura, un mundo habitable”, en
este escenario simbólico del estudiante de la mesa redonda,
Gracias.
Carlos-Enrique Ruiz
48
La
literatura,
un
espacio
habitable
Beatriz-‐Helena
Robledo
El
sin
par
borracho
Antón
cayendo
de
un
tropezón
gritó
con
todo
su
aliento:
¿quién
se
cayó?
Y
en
la
pared
de
un
convento
el
eco
le
contestó:
¡yo!
-‐Mientes
pícaro
yo
fui
y
si
el
casco
me
rompí
lo
taparé
con
pelucas.
¡Lucas!
-‐¿Me
conoces
tú
tunante?
Pues
aguárdate
un
instante
conocerás
mi
navaja.
¡Baja!
-‐Bajaré
con
sumo
gusto
¿te
figuras
que
me
asusto?
Al
contrario,
más
me
exalto.
¡Alto!
-‐Alto
a
mi
piensa
el
bandido
que
al
callarme
estoy
marchito.
¡Chito!
-‐¿Qué
calle
yo
miserable?
¡Hable!
Y
en
ese
punto
intenso
de
la
escena
se
trunca
el
recuerdo
de
lo
que
fue
la
primera
pieza
de
tradición
oral
que
quedó
guardada
en
mi
memoria.
La
voz
dulce
y
profunda
de
mi
padre,
y
la
fascinación
que
ejercía
en
mí
el
poder
jugar
al
eco
con
un
personaje
que
sólo
a
través
de
su
palabra
yo
lograba
imaginarme:
un
verdadero
truhán,
borracho,
pendenciero
y
mal
hablado
y
que
tenía
además,
la
valentía
de
encararse
frente
a
frente
con
el
Eco.
Sólo
la
fuerza
creadora
del
lenguaje
y
mi
asombrada
imaginación
de
niña
pueden
explicar
la
riqueza
visual
de
la
escena
de
esta
retahíla
con
regusto
a
picaresca
española:
puedo
jurar
ahora
en
este
ejercicio
de
la
memoria
que
yo
escuchaba
el
rugido
del
viento,
el
retumbar
sonoro
y
profundo
del
eco,
y
veía
a
Antón
tropezándose
con
la
pared
de
ese
convento
enclavado
en
un
risco
montañoso.
Este
texto
de
la
tradición
oral
española
me
lo
entregó
mi
padre
cuando
era
muy
pequeña
y
no
lo
hizo
en
una
sola
entrega.
Fue
necesario
que
papá
recreara
al
borracho
Antón
de
múltiples
maneras,
en
diversos
lugares,
con
risa
algunas
veces,
con
entusiasmo
otras,
para
que
el
borracho
Antón
se
quedara
49
conmigo
y
pudiera
viajar
por
el
tiempo
y
el
espacio
y
tener
el
honor
de
acompañarnos
hoy,
más
de
cuarenta
años
después.
¿Qué
hace
que
el
borracho
Antón
se
haya
quedado
conmigo
y
me
acompañe
a
donde
vaya?
¿Qué
hace
que
ese
texto
anónimo
y
desconocido
haya
viajado
desde
un
remoto
pueblo
del
medioevo
español
a
una
fría
montaña
colombiana
a
más
de
2000
metros
de
altura
y
se
haya
metido
en
el
corazón
de
una
niña
de
ocho
años,
y
se
haya
quedado
a
vivir
con
ella,
la
haya
adoptado
como
lectora
y
la
haya
acompañado
toda
la
vida?
No
lo
sabemos,
o
quizás
si…No
sabemos
qué
profundos
significados
le
entregó
Antón
a
esa
niña
educada
en
un
ambiente
monacal
y
solitario,
no
sabemos
qué
mensajes
le
trajo
el
eco,
qué
cadencias,
qué
revelaciones
le
hizo…Sí
sabemos,
como
promotores
o
mediadores
de
lectura,
que
el
afecto
y
la
alegría
de
su
padre
tuvieron
mucho
que
ver
en
este
encuentro;
sabemos
además
que
el
juego
repetido
con
Antón
hasta
lograr
que
la
niña
se
aprendiera
la
retahíla
y
la
recordara
con
gusto
y
con
placer,
también
tienen
mucho
que
ver.
Así
de
misteriosos
son
los
textos
y
así
de
prometedores.
Cada
uno
de
ustedes,
si
busca
en
su
interior,
encontrará
ese
texto
fundacional
que
viajó
quién
sabe
desde
qué
remoto
lugar,
atravesando
ríos,
mares
y
montañas
hasta
llegar
a
habitarlos
durante
toda
la
vida.
Y
es
aquí
desde
donde
me
quiero
detener
hoy
e
invitarlos
a
que
pensemos
en
la
figura
del
mediador
de
lectura,
no
únicamente
como
un
buscador
de
lectores,
sino
como
un
explorador
de
textos.
Los
textos
buscan
lectores,
y
yo
mediador,
promotor,
intérprete
de
la
cultura
escrita,
busco
textos
para
ofrecer
a
los
lectores,
pero
textos
cargados
de
sentidos.
En
este
doble
juego
ocurren
las
epifanías.
Y
es
que
el
lector
se
transforma
cuando
un
texto
le
dice
algo.
Y
no
estamos
hablando
de
los
significados
funcionales
de
la
cultura
escrita.
Esos
hay
que
enseñarlos
y
son
necesarios
o
se
aprenden
por
necesidad
de
manera
empírica:
para
qué
sirve
una
flecha
o
una
señal
de
prohibición,
cómo
leer
el
cartel
del
autobús
para
no
perderse
en
la
gran
ciudad,
cómo
descifrar
las
instrucciones
de
un
manual
para
activar
el
electrodoméstico,
cómo
escribir
un
correo
electrónico,
cómo
chatear,
cómo
participar
en
un
blog;
cómo
buscar
la
información
en
internet
para
una
tarea
escolar
o
para
una
investigación
y
cómo
reconocer
la
fuente
confiable,
cómo
50
leer
un
contrato,
cómo
buscar
una
noticia
en
internet
que
fue
publicada
la
semana
pasada.
Tampoco
se
trata
de
detenernos
en
el
soporte
de
los
textos.
Los
textos
viajan
en
tren
o
en
coche,
a
través
de
la
oralidad
o
de
la
escritura,
en
papel
o
en
autopistas
virtuales.
No
es
eso
lo
que
hace
la
diferencia.
En
este
sentido
es
muy
lúcida
Margaret
Meek
cuando
dice:
“poder
leer
y
ser
un
lector
no
son
exactamente
lo
mismo.
La
habilidad
de
leer
para
fines
prácticos,
por
muy
importante
que
sea,
difiere
de
la
lectura
que
complace
a
los
que
son
lectores,
la
que
los
vuelve
adictos
a
leer…”
(Meek:
2004,
p.
60)
Más
adelante
dice:
“Los
grandes
secretos
de
la
lectura
residen
en
la
ficción”
(Meek:
2004,
p.
63)
Y
son
esos
textos
literarios
los
que
tienen
el
poder
de
viajar
a
través
del
tiempo,
de
los
lugares
y
de
las
diversas
culturas
y
encontrar
a
los
lectores.
Textos
que
hablan
con
voz
propia
al
interior
de
los
lectores,
textos
que
provocan
encuentros,
encuentros
furtivos
y
azarosos
como
los
de
la
vida.
Encuentros
inesperados
que
me
revelan,
me
descubren,
me
confrontan,
me
permiten
mirarme
a
mí
mismo.
Quizás
lo
que
los
lectores
tengamos
que
hacer
es
escuchar,
con
el
oído
interno,
las
voces
de
los
textos.
De
nuevo
Margert
Meek
nos
dice:
“Los
lectores
experimentados
saben
que
la
vida
se
prolonga
en
la
literatura”
(Meek:
2004,
pag.
63)
Y
aquí
quiero
contar
algunas
historias
de
lectores,-‐
tomadas
de
experiencias
vividas
en
diferentes
proyectos,
-‐
a
quienes
el
encuentro
con
los
textos
transformó,
o
quizás
historias
de
textos
que
encontraron
a
sus
lectores
en
el
preciso
momento
en
que
iban
a
cruzar
la
calle.
Una
es
la
historia
de
Angélica
María,
una
joven
de
15
años
que
vive
en
un
hogar
de
protección
y
para
quien
La
hija
del
Espantapájaros
de
Maria
Gripe
le
habló
a
su
ser
más
profundo,
escuchémosla:
“En
los
días
que
leían
los
cuentos
yo
no
estaba,
pero
sí
leí
uno
que
se
llama
La
hija
del
espantapájaros,
y
me
gustó
muchísimo
porque
de
una
u
otra
razón
se
ha
identificado
con
algunos
de
nosotros,
porque
como
la
hija
del
espantapájaros
permanecemos
solas
sin
ninguna
compañía.
Pero
así
y
todo
podemos
salir
adelante
y
demostrarle
a
la
gente
que
sí
podemos.
Que
a
pesar
51
de
lo
que
la
mucha
gente
piensa
de
nosotros
somos
personas
que
valemos
la
pena
y
sabemos
luchar
por
lo
que
queremos.”
Angélica
María
Peña.
Angélica
María
se
leyó
tres
veces
La
hija
del
Espantapájaros
de
Maria
Gripe.
La
primera
vez
lo
escuchó
de
“viva
voz”
en
las
sesiones
nocturnas
de
lectura
en
los
dormitorios
del
hogar.
Cuántas
noches,
Angélica
María
se
sintió
acompañada
por
una
niña
igual
a
ella,
a
quien
sus
padres
también
habían
abandonado,
como
a
ella.
Cuántas
veces
Angélica
María
se
miró
a
sí
misma
a
través
de
los
sentimientos
y
aventuras
de
la
hija
del
espantapájaros.
Angélica
María
necesitó
volver
al
libro
varias
veces
buscando
quién
sabe
qué
misteriosas
relaciones,
qué
secreta
esperanza
de
sentirse
amada
y
respetada.
Otra
historia
surge
de
una
sesión
de
lectura
con
jóvenes
desvinculados
del
conflicto
armado
en
Colombia,
centrada
en
la
recuperación
de
su
memoria
individual
y
colectiva,
y
en
el
reconocimiento
de
sí
mismos
a
través
de
la
palabra
del
otro
y
la
he
denominado:
Lo
que
logró
un
niño
de
cuatro
nombres,
que
ni
siquiera
era
muy
grande
Entonces
Guillermo
Jorge
se
sentó
con
la
señorita
Ana
y
le
fue
entregando
cada
cosa,
una
por
una.
-‐
Qué
niño
tan
querido
y
extraño
que
me
trae
todas
estas
cosas
maravillosas,
pensó
la
señorita
Ana.
Y
comenzó
a
recordar...
(Tomado
de:
Guillermo
Jorge
Manuel
José.
Mem
Fox.
Ediciones
Ekaré.
Caracas,
1988)
De
la
misma
manera
que
la
señorita
Ana
pudo
recuperar
su
memoria
a
partir
de
algunos
objetos
cargados
de
sentido,
así
lo
hicieron
Leslie,
María,
Juan,
Julio,
quienes
convivían
resguardados
en
casas
de
protección,
mientras
se
reubicaban
e
intentaban
darle
otro
sentido
a
su
vida
diferente
al
de
la
guerra.
Después
de
escuchar
a
Guillermo
Jorge
sentados
en
círculo,
Leslie
sale
al
centro,
se
cubre
los
ojos
con
un
pañuelo
cual
si
fuera
la
Gallina
Ciega,
y
de
una
cesta
como
la
del
cuento,
busca
con
el
tacto
un
objeto
que
le
diga
algo,
un
objeto
con
significado.
Para
sorpresa
de
todos,
Leslie
saca
una
carta
de
juego,
el
as
de
oros,
aunque
ella
no
sabe
que
es
el
as,
y
eso
ahora
no
importa.
Con
la
carta
en
las
manos
y
los
ojos
vendados,
Leslie
comienza:
“magia,
magia
blanca,
magia
negra,
magia
verde,
magia
azul”.
Leslie
aprendió
de
su
padre,
quien
hizo
un
curso
de
brujería
allá
en
el
Putumayo
en
un
caserío
cerca
de
Mocoa.
Su
padre
sabía
leer
las
cartas
y
predecir
el
futuro.
Pero
él
no
le
hacía
mal
a
nadie,
ni
usaba
la
magia
para
otros,
lo
hacía
para
sí
mismo,
para
saber
lo
que
iba
a
pasar.
El
le
52
enseñó
todos
los
secretos,
pero
también
le
advirtió
que
debía
tener
cuidado
con
eso.
Él
sabía
magia
negra
pero
no
para
hacerle
daño
a
nadie,
sino
porque
necesitaba
conocer
el
mal
para
poder
contrarrestarlo,
es
decir,
aplicar
una
“contra”.
Leslie
había
aprendido
mucho
de
su
papá.
Por
ejemplo,
sabía
cómo
enamorar
a
un
hombre,
pero
eso
era
magia
negra,
no
es
bueno
enamorar
a
un
hombre
por
la
fuerza.
Ella
conocía
la
manera
de
llenarle
el
cuerpo
de
llagas
a
alguien,
pero
nunca
lo
había
aplicado
porque
eso
se
le
devuelve
a
uno.
Leslie
sabía
cómo
hacerse
invisible
y
eso,
pensó,
le
podría
ser
útil
en
las
filas,
pero
nunca
quiso
aplicarlo
por
miedo
a
no
volver
a
aparecer.
Para
Ángela,
en
cambio,
el
cuento
de
Guillermo
Jorge
tomó
forma
de
muñeca,
muñeca
morena
y
hermosa
como
ella,
que
le
había
regalado
su
tía
el
día
del
cumpleaños.
Lala,
se
llamaba
la
muñeca
y
con
ella
jugaba
a
la
mamá,
le
quitaba
y
ponía
la
ropa,
la
alimentaba
de
verdad
con
un
gotero.
Le
abrió
un
rotico
en
la
boca
y
por
allí
le
echaba
agua
y
jugo
de
frutas
y
para
que
Lala
pudiera
orinar
le
quitaba
una
pierna.
Ángela
se
sumergió
gustosa
en
su
recuerdo
hasta
el
momento
en
que
la
voz
que
la
guiaba
hacia
ese
remoto
pero
temprano
pasado
preguntó:
-‐¿Cuándo
fue
la
última
vez
que
tuviste
a
Lala
en
las
manos?
Ángela,
cambiando
la
alegría
de
niña
por
una
tristeza
adulta
y
profunda
dijo:
-‐
El
4
de
mayo
de
1997,
el
día
en
que
mataron
a
mi
papá
-‐...”
Otra
fue
la
historia
de
Julio.
Estábamos
contando
mitos
y
leyendas
ante
un
mapa
de
Colombia
que
tenía
ubicados
los
diferentes
grupos
indígenas
que
pueblan
nuestro
país.
Nunca
imaginamos
que
un
mapa
pudiera
significar
tanto...Verlo,
tenerlo
allí
presente
mientras
escuchaban
los
cuentos
y
las
leyendas,
les
fue
configurando
sus
propias
historias,
pero
también
su
propia
geografía.
A
medida
que
leíamos
y
señalábamos
la
procedencia
del
mito
o
de
la
leyenda,
ellos
iban
recordando:
lugares,
ríos,
pueblos,
por
los
que
habían
pasado.
De
pronto,
como
un
“abra
cadabra”,
al
hablar
de
La
Llorona,
La
Madremonte,
El
Mohán,
la
palabra
de
estos
jóvenes,
represada
hacía
tantos
años
por
la
guerra,
reemplazada
por
el
ruido
sordo
de
los
fusiles,
empezó
a
fluir
y
comenzaron
a
contar.
Se
sabían
leyendas
de
La
Muelona,
de
La
Llorona,
de
los
duendes
y
de
acuerdo
con
la
región
de
donde
provenían
iban
surgiendo
historias.
Dos
muchachos
del
53
Tolima
recordaron
al
Mohán.
Cómo
El
Mohán
se
llevaba
a
las
lavanderas
jóvenes
y
las
seducía;
un
joven
paisa
habló
de
los
duendes
que
se
aparecían
en
el
camino...De
un
momento
a
otro
Julio,
moreno,
alto,
delgado,
con
un
ojo
extraviado,
a
quien
no
le
habíamos
escuchado
aún
la
voz,
se
puso
de
pie
y
con
decisión
dijo
“-‐
yo
puedo
contarles
mucho.
Yo
sé
todo
sobre
el
Casanare.”
Buscó
en
el
mapa
el
río
Meta
y
con
el
dedo
fue
señalando
la
zona
que
había
recorrido.
“yo
me
crié
en
un
pueblo
del
Casanare,
llamado
Villahermosa,
y
yo
por
allí
conozco
todo.
Allí
hay
muchas
leyendas
de
la
Patasola,
y
de
la
Bola
de
Fuego.
Yo
trabajaba
desde
pequeño
recogiendo
pepa
de
la
palma
de
aceite,
todo
lo
que
tenga
que
ver
con
la
tierra
me
gusta.
Después
me
fui
a
las
filas.
Nosotros
caminábamos
todo
eso
por
allí,
andábamos
de
día
y
de
noche
dormíamos
en
casas
de
la
gente.
A
mí
esa
vida
en
las
filas
me
gusta,
porque
allá
a
uno
le
pagan,
y
yo
esa
plata
se
la
mandaba
a
mi
mamá.
A
veces
los
enfrentamientos
eran
muy
cerca,
como
de
aquí
a
allá,
le
veía
uno
hasta
la
cara
al
enemigo.
Y
eso
es
mejor
pelear
así,
porque
no
se
le
pierde
a
uno
la
bala;
porque
es
que
uno
ahí
en
las
filas
si
no
mata,
lo
matan.
¿Miedo?
No,
a
mi
no
me
daba
miedo,
uno
se
acostumbra.
A
mí
me
hirieron.
Una
bala
entró
por
el
hombro
y
salió
por
la
espalda,
mire...
(y
se
levantó
la
camisa
para
mostrarnos
la
cicatriz).
Y
ahí
fue
cuando
me
capturaron
y
aquí
estoy...
Aquí
yo
no
hablo
con
nadie
pues
yo
soy
de
un
grupo
diferente
y
a
uno
le
enseñaron
allí
que
no
hay
que
hablar
con
nadie
y
menos
con
un
civil”...
¿Qué
significan
los
cuentos,
las
leyendas,
las
historias,
la
palabra,
para
estos
niños
que
han
cambiado
el
trompo,
la
cometa
y
la
muñeca
por
el
fusil;
que
han
cambiado,
sin
mucha
conciencia
de
ello,
el
juego
por
la
guerra?
La
experiencia
vivida
no
hace
más
que
confirmar
los
supuestos
teóricos
y
las
reflexiones
de
quienes
desde
diferentes
disciplinas
afirman
cómo
la
lectura,
y
en
especial
la
literatura,
es
un
espacio
habitable.
Un
mundo
lleno
de
sentido
que
nos
permite
construirnos
y
reconstruirnos.
Mirarnos
a
medida
que
miramos
al
otro
que
vive,
siente,
calla,
grita,
allí
en
la
historia
que
el
libro
nos
cuenta.
Es
además,
la
posibilidad
de
tomar
la
palabra,
como
lo
hizo
Julio.
Las
leyendas
leídas
le
recordaron
sus
propias
leyendas,
y
el
mapa,
texto,
territorio
y
piso,
le
permitió
ubicarse
y
leerse
a
sí
mismo.
Frente
al
texto-‐leyenda,
frente
al
texto-‐mapa,
Julio
obtuvo
la
fuerza
necesaria,
el
impulso
vital
suficiente
para
ponerse
de
pie
y
apropiarse
del
lenguaje,
de
su
palabra
que
le
fue
dando
forma
y
sentido
a
su
propia
experiencia
vital.
Julio
-‐a
pesar
de
lo
doloroso
de
su
testimonio
-‐
habló
ese
día
lo
que
no
había
hablado
en
años.
54
Estas
vivencias
confirman
además
los
hallazgos
y
las
reflexiones
de
Michel
Petit
en
su
libro
Nuevos
acercamientos
a
los
jóvenes
y
la
lectura,
sobre
todo
en
lo
que
puede
empezar
a
significar
el
uso
del
lenguaje,
precisamente
en
estos
jóvenes
que
vienen
de
condiciones
en
las
cuales
la
palabra
está
ausente
y
en
los
que
se
ha
coartado
su
capacidad
de
simbolización.
Dice
Petit:
Cuando
carece
uno
de
palabra
para
pensarse
a
sí
mismo,
para
expresar
su
angustia,
su
coraje,
sus
esperanzas,
no
queda
más
que
el
cuerpo
para
hablar:
ya
sea
el
cuerpo
que
grita
con
todos
sus
síntomas,
ya
sea
el
enfrentamiento
violento
de
un
cuerpo
con
otro,
la
traducción
en
actos
violentos
(Petit,
1999,
p.
74)
Estos
jóvenes
se
encuentran
en
un
grado
de
marginalidad
mucho
más
grave,
quizás,
que
lo
que
genera
un
desplazamiento
forzoso
o
la
pérdida
de
seres
cercanos
por
un
desastre
natural,
en
la
medida
en
que
su
infancia
ha
sido
cercenada,
el
espacio
del
juego
ha
sido
reemplazado
por
la
guerra,
sus
procesos
de
formación
cognitiva
y
social
se
han
visto
interrumpidos,
generando
un
desajuste
en
su
desarrollo
que
los
hace
especialmente
susceptibles
a
cualquier
grado
de
manipulación.
De
allí
que
la
experiencia
literaria
tenga
para
ellos
un
impacto
mayor,
así
necesite
de
más
tiempo
y
dedicación
para
que
dé
los
frutos
deseados.
En
el
aspecto
emocional
el
camino
que
fuimos
encontrando
estaba
relacionado
con
lo
que
significaba
para
estos
niños
y
jóvenes
hablar
sobre
sí
mismos
y
sobre
sus
vivencias
y
experiencias.
Al
principio
fue
difícil
porque
nos
dimos
cuenta
que
venían
de
un
medio
en
el
cual
la
palabra
está
ausente.
La
disciplina
militar
en
tiempos
de
guerra
y
en
condiciones
adversas
es
implacable,
sobre
todo
cuando
perteneces
al
rango
más
bajo.
Estos
niños
estaban
acostumbrados
a
cumplir
órdenes
sin
ninguna
posibilidad
de
refutar
o
disentir,
acostumbrados
a
callar,
en
un
medio
en
el
que
demostrar
o
recibir
afecto
está
prohibido;
alejados
totalmente
del
universo
del
conocimiento,
en
donde
la
información
que
necesitas
es
inmediata,
relacionada
directamente
con
la
necesidad
de
sobrevivir.
Sus
niveles
de
lectura
y
escritura
son
precarios,
pues
muchos
se
referían
a
su
paso
por
la
escuela
como
a
algo
lejano
y
desagradable.
Recuerdo
a
John,
un
grandote
de
16
años,
cuando
cogió
una
crayola
y
dijo
-‐
yo
no
sé
dibujar,
no
sé
escribir.
-‐Pero
puedes
echar
color-‐
y
comenzó
con
la
felicidad
de
un
niño
pequeño
y
el
miedo
a
no
ser
capaz,
a
llenar
un
pliego
completo
de
papel
con
amarillo
chillón.
O
a
Stella,
cuando
estábamos
elaborando
máscaras
que
luego
ellos
personificarían
para
hacer
una
película,
55
quien
se
quedó
una
tarde
entera
fascinada
rasgando
las
tiras
de
periódico,
mientras
sus
compañeros
las
pegaban
untadas
de
engrudo
sobre
una
bomba
inflada.
O
Juan,
en
una
propuesta
de
creación
de
personajes
a
partir
de
su
propia
silueta
dibujada
en
papel
craft,
quien
empieza
caracterizando
a
un
deportista
nadador:
le
pinta
su
pantaloneta
de
baño,
prepara
el
color
para
la
piel,
pero
no
le
sale
el
rosado
que
esperaba
sino
un
morado
que
asocia
con
la
muerte.
Decide
ahogar
al
nadador.
O
Viviana,
quien
se
pinta
a
ella
misma
como
personaje
y
está
feliz
porque
la
silueta
dibujada,
copia
de
su
pequeño
cuerpo,
salió
más
grande.
La
Viviana
creada
por
ella
es
más
grande
que
ella.
Todo
esto
que
cuento,
no
es
más
que
la
experiencia
literaria
de
estos
niños,
son
sus
reacciones
a
la
lectura
de
cuentos
e
historias
que
los
tocaron,
los
volcaron
hacia
sí
mismos,
después
de
haber
mirado
por
un
instante
el
horizonte.
Los
personajes,
las
escenas,
las
relaciones
de
los
cuentos
que
leímos
con
ellos
los
movieron:
movieron
su
territorio
emocional,
reprimido
y
confuso,
pero
también
movieron
la
posibilidad
de
imaginar
y
de
crear.
Ellos,
tan
atropellados,
vivieron
esta
experiencia
de
manera
precaria.
Para
muchos
era
la
primera
vez
que
escuchaban
un
cuento
leído
en
voz
alta,
para
otros
era
una
ventana
para
escapar
de
un
lugar
en
el
que
se
sentían
prisioneros.
A
través
de
la
lectura
de
obras
de
ficción
de
calidad
los
niños
y
jóvenes
desarrollan
procesos
de
identificación
con
los
personajes
de
los
libros
que
les
ayudan
a
conocerse
mejor,
a
aceptarse
y
a
confrontarse
con
diversas
situaciones
similares
a
las
que
ellos
pueden
estar
viviendo.
De
igual
manera,
se
da
entrada
al
universo
de
lo
posible,
ensanchando
las
fronteras
de
la
realidad
y
permitiendo
así
proyectarse
y
ampliar
sus
referentes.
No
es
cualquier
lectura
ni
es
cualquier
texto.
Retomo
aquí
el
concepto
desarrollado
por
George
Steiner,
que
él
llama
la
capacidad
literaria
humana.
Es
consciente
que
la
literatura
de
por
sí
no
hace
mejores
seres
humanos:
algunos
de
los
hombres
que
concibieron
y
administraron
Auschwitz
habían
sido
educados
para
leer
a
Shakespeare
y
a
Goethe,
y
no
dejaron
de
leerlos.
Pero
lo
que
sí
nos
ofrece
la
literatura
es
conocimiento
de
la
condición
humana.
Dice
Steiner:
Ningún
descubrimiento
de
la
genética
sobrepasa
lo
que
Proust
sabía
acerca
del
hechizo
y
las
obsesiones
parentales;
cada
vez
que
Otelo
nos
recuerda
el
orín
del
rocío
56
en
la
espada
brillante,
experimentamos
más
de
la
realidad
sensitiva,
transitoria,
en
la
que
nuestras
vidas
deben
transcurrir,de
lo
que
pueden
transmitirnos
el
contenido
o
la
ambición
de
la
física.
Ninguna
sociometría
de
los
motivos
o
las
tácticas
políticas
pueden
competir
con
Stendhal.
(Steiner:
2003,
p.
22).
Las
palabras
de
Steiner
nos
explican
las
escenas
con
los
muchachos,
con
la
diferencia
que
él
cita
textos
para
un
lector
experimentado
y
nosotros
estábamos
apenas
iniciando.
Pero
el
sentido
vale
para
ambas
situaciones:
para
Steiner
la
lectura
es
un
modo
de
acción.
“Conjuramos
la
presencia,
la
voz
del
libro.
Le
permitimos
la
entrada,
aunque
no
sin
cautela,
a
nuestra
más
honda
intimidad.
Un
gran
poema,
una
novela
clásica
nos
asedian;
asaltan
y
ocupan
las
fortalezas
de
nuestra
conciencia.
Ejercen
un
extraño
y
contundente
señorío
sobre
nuestra
imaginación
y
nuestros
deseos,
sobre
nuestras
ambiciones
y
nuestros
sueños
más
secretos.
Los
hombres
que
queman
libros
saben
lo
que
hacen.”
…Leer
bien
significa
arriesgarse
mucho.
Es
dejar
vulnerable
nuestra
identidad,
nuestra
posesión
de
nosotros
mismos…
quien
haya
leído
la
metamorfosis
de
Kafka
y
pueda
mirarse
impávido
al
espejo
será
capaz,
técnicamente,
de
leer
la
letra
impresa,
pero
es
un
analfabeta
en
el
único
sentido
que
cuenta.
(Steiner:
2003,
p.
22)
Ante
la
crisis
de
valores
actual,
Steiner
le
propone
algo
a
los
críticos,
que
bien
vale
para
los
mediadores
de
lectura:
reconstruir
el
arte
de
la
lectura,
la
verdadera
capacidad
literaria,
esa
manera
de
leer
como
seres
humanos
íntegros.
Quizás
lo
que
Steiner
propone
no
sea
fácil,
pero
creo
que
es
precisamente
el
territorio
propicio
para
ejercer
la
mediación
entre
los
lectores
que
se
inician
y
los
textos.
Es
en
ese
espacio
de
diálogos
posibles
entre
el
lector
y
el
texto,
de
vínculos
entre
el
texto
y
la
vida
del
lector,
donde
el
mediador
de
lectura
tiene
todo
por
hacer.
De
allí
mi
propuesta
inicial:
sumerjámonos
en
los
textos,
explorémoslos
sin
prisa,
con
paciencia
de
relojero
y
agudeza
de
explorador,
para
encontrar
las
pistas
que
nos
permitan
re-‐crear
la
experiencia
propuesta
por
el
texto,
para
habitarlo
y
dejarse
habitar,
para
ir
a
ese
lugar
al
que
el
texto
nos
lleva
y
volver
diferentes.
Finalizo
con
unas
palabras
de
Margaret
Meek
que
sintetizan
nuestra
reflexión:
Ser
usuario
de
la
cultura
escrita
es
el
resultado
de
conocer
los
beneficios
de
la
lectura,
de
entregarnos
a
ella
de
tal
modo
que
podamos
ensanchar
nuestra
comprensión
no
57
sólo
de
los
libros
y
de
los
textos,
de
qué
tratan
y
cómo
están
escritos,
sino
también
de
nosotros
mismos.
(Meek:
2004,
p.
64)
Bibliografía
1.
Steiner,
George.
Lenguaje
y
silencio.
Editorial
Gedisa,
Barcelona:
2003
2.
Meek,
Margaret.
En
torno
a
la
cultura
escrita.
Fondo
de
Cultura
Económica.
México:
2004
3.
Petit,
Michel.
Nuevos
acercamientos
a
los
jóvenes
y
a
la
lectura.
México:
1999
58
Jerónimo Pizarro, con el viajero inmóvil
Con esta cuarta conferencia termina el ciclo 2013 de la “Cátedra abierta – Grandes
temas de nuestro tiempo”, espacio de extensión académica que sostenemos, con
naturales altibajos, desde 1990. En esta oportunidad la intervención está a cargo de
joven académico, especialista en la obra de Fernando Pessoa (1888-1935), aquel
casi mítico personaje lusitano, creador de heterónimos en la literatura, quien
publicó poco en vida y pasadas décadas de su muerte su obra ha surgido como de
las cenizas, a nivel internacional. Sus dos baúles repletos de escrituras innovadoras,
sabias y enigmáticas, al cuidado de la Biblioteca Nacional en Lisboa, han dado
ocasión a expertos para publicar obras suyas, múltiples, de sorprendente acogida en
el mundo de las letras. Y Jerónimo Pizarro es uno de ellos, quien ha tenido a su
cargo la publicación de más de veinte obras de y sobre Pessoa.
59
Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. El mismo Jerónimo registra que el
nombre de Pessoa se confunde con Portugal y en especial con Lisboa, de manera
análoga como lo fueron Joyce para Dublín, Musil para Viena, Kafka para Praga,
Cavafis para Alejandría…
Gracias.
Carlos-Enrique Ruiz
60
Fernando Pessoa, el viajero inmóvil...1
Jerónimo Pizarro-Jaramillo
61
Cada alma es un pasillo-Universo hacia Dios,
Cada alma es un río corriendo por márgenes del Exterior
Hacia Dios y en Dios con un susurro taciturno.
(Pessoa, 1990, p. 263; signatura 69-44)
62
Para poseer «la existencia total del universo», Pessoa propone que se sienta y que
se sienta «como varias personas», siendo que cada una de esas personas sería un
mundo y «un corredor-Universo para Dios». Viajar, viajar físicamente, fue algo
que, de hecho, hizo – fue y volvió de África del sur – y que simultáneamente
cultivó como un sueño y un objetivo lejano – cambiar de país e irse a Inglaterra –,
pero que, a pesar de todo, nunca buscó de forma activa, como una forma de
conocer nuevos mundos y acceder a nuevas experiencias de vida. Incluso en
Portugal, Pessoa habría viajado poco y no sabemos si llegó siquiera a visitar
Oporto, por ejemplo. Mientras Camilo Pessanha viajaba entre China y Portugal4,
mientras Mário de Sá-Carneiro sentía las «ansias» de París o de Barcelona,
mientras António Ferro preparaba su Viaje alrededor de las dictaduras – título de
un conjunto de entrevistas publicado en 1927 –, Fernando Pessoa «viajaba» a
Oriente a través del opiómano Álvaro de Campo (cf. «Opiario»), «viajaba» por
Europa de la mano de Sá-Carneiro, y «viajaba» infinitamente en el perímetro de su
propio cuarto, de su oficina y de su ciudad, primero bajo la máscara de Vicente
Guedes y, más tarde, bajo el nombre de Bernardo Soares. En uno de los textos más
fragmentarios del Libro del desasosiego, el autor declara:
El Ganges también pasa por la calle de los Douradores. Todas las épocas están en este
cuarto estrecho – la mezcla
la sucesión multicolor de las maneras,
las diferencias de los pueblos,
y la vasta variedad de las naciones
(Pessoa, 2013, p. 248; signatura 1141-18v)
Esta frase siempre me impresionó: «El Ganges también pasa por la calle de los
Douradores». Pessoa, a quien me habría gustado ver en otro tipo de fotografías – en
trajes exóticos, o en traje de baño o caminando bajo la nieve, nunca recorrió la
planicie del Ganges, ni los 2500 km de extensión de ese río de la India, pero en esa
frase a modo de haiku, hace que el Ganges coincida con la calle que él universalizó
en el Libro del desasosiego. Verdad o no – y la verdad no interesa mucho en
literatura –, lo cierto es que ese pasaje nos despierta la imaginación, ya que
podemos imaginar, por ejemplo, que la calle es un río, y que en los márgenes de la
calle de los Douradores, como en los márgenes del Ganges, también crece y florece
una civilización, aunque la de Lisboa sea más urbana. Sentimos y viajamos.
Leemos y viajamos, aunque no abandonemos nuestro lugar de lectura. Siente quien
lee. Viaja quien lee. Entonces, ¿por qué viajar físicamente si la propia literatura nos
4
Ver una memorable fotografía de Camilo Pessanha en traje de mandarín – fecha del original: ca. 1894-1896 – en la
página web de la Biblioteca Nacional Digital: http://purl.pt/14714.
63
hace viajar, parece preguntarnos Pessoa, lanzándonos un desafio? Por qué hacerlo,
si tanto viajamos peregrinando o leyendo la Peregrinación de Fernão Mendes
Pinto, deambulando o leyendo las deambulaciones de Stephen Dedalus en Ulisses
de James Joyce?
***
64
Antes de volver a Fernando Pessoa y a un tipo de viajero más sedentario, siempre
en el muelle sin querer partir, siempre en el apeadero sin querer proseguir, me
gustaría evocar a otro escritor portugués que admiro: Dinis Machado. Machado
escribió una epopeya del Barrio Alto de Lisboa, tal como Joyce la de ciertos barrios
de Dublín. En una entrevista dirigida por Sara Belo Luís para la revista Ler (otoño
de 2002), la periodista le preguntó al escritor: «¿Qué viajes hizo?»; y esta fue la
respuesta del autor de Lo que dice Molero:
No hice prácticamente ningún viaje. Y los que hice estuvieron casi siempre relacionados
con el fútbol. Una vez fui a Londres, mientras trabajaba en el Diario Ilustrado, a cubrir un
partido entre las selecciones militares de Portugal e Inglaterra. También fui a Madrid, a
causa de un Sporting-León, a Munich y a Barcelona, una ciudad fulgurante de cuya fuerza
quedé admirado. Pero yo soy sedentario, no me gusta viajar. Mis viajes son todos como
los de Céline, por la imaginación. Por lo demás, no necesito ir a los sitios: tengo
fotografías, relatos, novelas, películas, mapas... Me hago una idea de cómo son las cosas,
de dónde están y cómo funcionan. Conozco, por ejemplo, las calles de Nueva York
porque recuerdo el cine de Raoul Walsh, y de Howard Hawks. Claro que, como los
archivos nunca están completos, sólo entiendo lo que es posible entender. Pero, a fin de
cuentas, todo en la vida es un poco arbitrario y nadie puede tener la biblioteca total y
saberlo todo. Una vez, le preguntaron a Borges sobre su tarea con la literatura. «Mi tarea»
dijo él, «no sería particularmente difícil, sólo necesitaría ser inmortal para realizarla»
(en Luís, 2008, pp. 56-57)
Dinis Machado evoca de forma sintomática a Borges, que en 1984, dos años antes
de morir y ya ciego, publicó un libro intitulado Atlas, cuya carátula muestra, dentro
de un globo, al autor argentino acompañado por María Kodama. Pero Borges es
menos celebrados por ese Atlas que por los libros que escribió después de su
regreso definitivo a Buenos Aires, donde viajó, como Dinis Machado, a través de
«fotografías, relatos, novelas, películas, mapas...» y diversas enciclopedias. Franz
Kafka, Jorge Luis Borges, Dinis Machado, Alexandre O’Neill y muchos otros
escritores que conocieron el «modo funcionario de vivir» (O’Neill, 2000, p.52) – el
modo de vivir de un funcionario de oficina – y que no lograron, o no desearon vivir
lejos de la patria, viajaron menos por la inmensidad física del orbe, que a través de
la imaginación.
Tal vez por ello el muchacho sobre el cual escribe Molero en su informe, en el libro
Lo que dice Molero, después de trazar un retrato del artista adolescente, anda y
anda hasta encontrar la última frontera, tal como había predicho Sara, la gitana, un
día en el Barrio Alto. Así, en la novela, el muchacho utiliza tres camellos para
65
atravesar el desierto del Sahara, duerme en los iglús de los esquimales a lo largo de
los seis meses de noche en el Polo Norte, se enamora de una «negrita de ébano»
(Machado, [1977] 2007, p.141) en la Patagonia, mata en defensa personal un
cocodrilo en África, se hace callos en la manos en Pequín y aprende a decir «mi
amor» en chino, persigue búfalos en un caballo blanco – oferta de tres cow-boys en
una pradera de Texas –, reencuentra a un compañero del Barrio Alto en una calle
de Estambul y termina en un burdel, aprende a bailar tango en Buenos Aires –
donde le hablan de «un tal Jorge Luis Borges» (p.145) –, sigue al Pacífico y allí
parte cocos, se pierde en Mato Grosso y reaparece en Monte Carlo, pasa a ser, entre
muchas otras cosas, portero de bar nocturno [boîte], actor de fotonovelas, fijador de
afiches callejeros, aprendiz de faquir, mendigo y donador de sangre, tiene «su cuota
de accidentes de tránsito, terremotos, naufragios y volcanes en erupción» (p.150), y
regresa finalmente al Barrio Alto «en una cierta noche de luna llena» (p.151). Y
sólo al final de esa circunnavegación, el muchacho afirma: «la tierra entera es este
barrio y este sueño» (p.152), tal como había dicho Bernardo Soares: «A veces
pienso que nunca saldré de la calle de los Douradores. Y esto escrito me parece
entonces la eternidad» (Pessoa, 2013, p.361; signatura 2-67).
Dinis Machado no viajó mucho, pero creó este personaje errabundo que se volvió
el «nómada de los nómadas» (Machado, 2007, p.156); su vida fue discreta – Lo que
dice Molero es un libro que esconde «la discreta y despreciada soledad de los
viejos gatos pardos llenos de heridas» (p.140) –, pero la prosa de su obra-prima es
todo menos moderada, circunspecta o recatada. En Lo que dice Molero las palabras
rompen diques, atraviesan fronteras, saltan como un chorro. En la novela, las
deambulaciones por el espacio más «real» (el Barrio Alto) se conjugan con los
viajes por los espacios imaginarios (todos los continentes) y, tal como en toda la
narrativa portuguesa posterior al Libro del desasosiego, lo físico y lo metafísico, el
interior y el exterior, lo individual y lo colectivo se entrelazan, se corresponden.
***
¿Viajar? Para viajar basta con existir. Voy de día en día, como de estación en estación,
adentro del tren de mi cuerpo, o de mi destino, fijándome en las calles y las plazas, en los
gestos y los rostros, siempre iguales y siempre diferentes, como todos los paisajes son al
fin y al cabo.
Si imagino, veo. ¿Qué más hago si viajo? Sólo la debilidad extrema de la imaginación
justifica que haya que desplazarse para sentir.
66
«Cualquier carretera, incluso ésta de Entepfuhl, te llevará hasta el fin del mundo». Pero el
fin del mundo, desde que el mundo se agotó una vez le dimos la vuelta, es el mismo
Entepfuhl de donde partimos. En realidad, el fin del mundo, como el principio, es nuestro
concepto del mundo. Es en nosotros donde los paisajes tienen paisaje. Por eso, si los
imagino, los creo; si los creo, existen; si existen, los veo como a los otros. ¿Para qué
viajar? En Madrid, en Berlín, en Persia, en la China, en ambos Polos, ¿dónde estaría yo
sino en mí mismo, y en el tipo y género de mis sensaciones?
La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que
vemos, sino lo que somos.
(Pessoa, 2013, p.445; signatura 2-51)
Se podrían evocar muchos otros textos en los cuales Pessoa cuestiona la pertinencia
del acto de viajar. Otro muy célebre, comentado por Eduardo Lourenço, es aquél en
el cual el poeta exclama: «¡Viajar! Perder países!» (Pessoa, 2004, p.148; signatura
118-24). Entonces, «para qué viajar», si reiteramos la pregunta táctica de Pessoa? A
mi modo de ver, porque el universo no cabe en un libro, aunque cada libro busque
ser (o sea de hecho) un microcosmos. Fernando Pessoa, Dinis Machado, António
Lobo Antunes nos dan a conocer Lisboa, por ejemplo, pero uno nos muestra la
zona de la Baixa, otro el Barrio Alto y otro el barrio de Benfica. ¿Y si yo quisiera
conocer Madrid, Berlín, lo que fuese Persia, China o ambos Polos? Además, si yo
ya vivo, si yo ya siento, si yo ya leo, ¿por qué no habría de viajar también? Existir,
como dice Pessoa, ya es una especie de viaje, pero de cada uno de nosotros
depende redimensionar ese viaje. Hay viajes más intensivos, como los de Pessoa; y
viajes más extensivos, como las de Fernão Mendes Pinto. E incluso algunos
viajeros frecuentes, como Pablo Neruda, ya fueron llamados viajeros «inmóviles»
por sus biógrafos (Rodríguez Monegal, 1966), porque es posible viajar quieto, sea
la inmovilidad física o espiritual. En este sentido, podríamos afirmar,
simplificando, que Pessoa no se mueve, pero viaja; mientras que Neruda viaja, pero
no se mueve. Pero todo viaje, sea de orientación estática, o de orientación dinámica
cambia al viajero, lo transforma. Y sólo raras personas viven muchas vidas en una
sola vida...
Ahora bien, aunque Pessoa hubiera viajado y no hubiera encontrado sino lo que ya
era (cf. «Lo que vemos [es] lo que somos»), yo confieso que me hubiera gustado
ubicar en su archivo un diario tardío que se titulara, por ejemplo, «Durban
Revisited», o haber podido leer las impresiones que un hipotético viaje a Nueva
York hubiera dejado en Álvaro Campo, su heterónimo más anglómano. Eduardo
Lourenço considera que en el imaginario de Pessoa tal vez «el desinterés por el
acto de viajar y por el viaje fuera el resultado de las múltiples formas de desgano
67
vital que le definió infancia»5. Es posible. Yo tiendo a creer que Pessoa vivió el
viaje de regreso a Portugal, en 1905, como una enorme pérdida – atrás quedaban su
casa y su madre –, así como muchos retornados sienten el vacío del «regreso», y
que, después de ese año, Pessoa nunca quiso dejar Lisboa, con temor a perder la
ciudad (o a perderse a sí mismo) después de haberse habituado a las calles de
Lisboa. Pero habría, sin duda, sido fascinante si Pessoa hubiera viajado unos años
por el mundo, como el muchacho de Lo que dice Molero, hasta encontrar la última
frontera, y que nos llegaran fotografías de Pessoa y de sus heterónimos dentro un
globo o sentado en el dorso de un elefante. De hecho, siempre que veo las pocas
fotografías existentes de Pessoa, imagino las que me gustarían ver, es decir, las que
me «faltan». Alguien todavía tendrá, un día, que escribir un libro llamado Los
viajes nunca hechos de Fernando Pessoa, que tal vez haya sido esbozado por
Saramago cuando escribió El año de la muerte de Ricardo Reis.
***
En una crónica de Viajes por mi Era (alusión a Viajes por mi tierra), Onésimo
Almeida escribe: «No me hacen falta las islas Azores porque no me acuerdo de
haber salido de allá. Como ya escribí en alguna parte, no se regresa al lugar del que
nunca se partió» (Almeida, 2001, p.160). Allí tenemos al «viajero inmóvil», es
decir, el viajero que viaja con su tierra natal siempre dentro de sí. Abro una vez
más un libro de Alexandra Lucas Coelho, Viva México – que integra la colección
de literatura de viajes, dirigida por Carlos Vaz Marques en Tinta-da-china –, y releo
la constatación final de la autora: « […] a lo largo de tres semanas de viaje por
México, del desierto de Chihuahua a la selva de Yucatán, vi como soy del Viejo
Mundo» (Coelho, 2010, p. 361). México fue «desarmante» para la autora – la
desarmó –, pero también sirvió, por contraste, para que ella reencontrara su
identidad. Hasta cierto punto, Viva México parece validar las palabras de Fernando
Pessoa: «En realidad, el fin del mundo, como el principio, es nuestro concepto de
mundo».
«¿Para qué viajar?», vuelvo y pregunto. Me gusta la respuesta implícita que Carlos
Vaz Marques nos da, en la contracubierta de Viva México, citando a Agostinho de
Hipona: «El mundo es un libro enorme del cual solamente leen una página aquellos
5
Cf. «“Viajar, perder países” [léase: “Viajar! Perder paizes!”] es uno de los versos en los cuales Pessoa revela una
actitud completamente opuesta a la de Cesário Verde, para quien viajar significaba ganar países. Tal vez en el
imaginario de Pessoa, el desinterés por el acto de viajar y por el viaje fue el resultado de las múltiples formas de
desgano vital que le definió la infancia. Todo y cualquier esfuerzo serio en el sentido de volverse otro o diferente
mediante el mero cambio de escenario le parecía una pérdida del ser, aquello que más tarde expresaría recurriendo a
una imagen célebre: la del cansancio invencible que le impidiría tomar el tranvía»(Lourenço, [1989] 2004, p. 149).
68
que nunca salen de la casa ». A lo que uno de nuestros viajeros inmóviles podría
replicar: si el mundo ya es un libro, ¿para qué salir de los libros, o abandonar el
sueño de cifrar toda la existencia en un libro? Para mí, Viva México, es tanto una
serie de crónicas, como una maleta de lecturas, algunas de las cuales yo mismo ya
había leído: Roberto Bolaño, Frida Kahlo, J.M.G Le Clézio, Malcolm Lowry,
Carlos Monsiváis, Octavio Paz y Juan Rulfo, entre otros. Y entonces, me pregunto
– yo que viví en México – ¿por qué ir nuevamente a ese México que la autora
relata? Tal vez para poder sentirlo una vez más, pero entonces algo de razón tenía
Pessoa cuando decía: «Solo la debilidad extrema de la imaginación justifica que
haya que dislocarse para sentir».
Pienso que el motivo para viajar es otro. Viajar, para mí, es menos una cuestión de
salir o no de la casa – esa es una cuestión más temporal que espacial, y sobre todo
hoy en día, con acceso a internet –, es menos una cuestión de viajar dentro o fuera
de mí – esa es una cuestión de carácter –, que una posibilidad de construir mi
propio mundo y afinar mi visión del Otro. Y para construir ese mundo y afinar esa
visión, necesitaré siempre de innúmeros libros, de ficción o testimonio, y de
innúmeros viajes, reales o imaginarios. Por ello siento con intensidad, como Dinis
Machado, la frase de Jorge Luis Borges: «Mi tarea no sería particularmente difícil,
sólo necesitaría ser inmortal para realizarla ».
Bibliografia
ALMEIDA, Onésimo Teotónio (2001). Viagens na Minha Era (dia-crónicas). Lisboa: Temas &
Debates.
COELHO, Alexandra Lucas (2010). Viva México. Lisboa: Tinta-da-china.
LOURENÇO, Eduardo ([1989] 2004). «Pessoa ou as trêsviagens», en O Lugar do Anjo. Ensaios
Pessoanos. Lisboa: Gradiva, pp. 147-160. Publicado inicialmente en la Revista de
Occidente, n.º 94, marzo de 1989, pp. 27-42.
LUÍS, Sara Belo (2008), «Só quis escrever um livro» (entrevista a Dinis Machado, otoño de
2002), en revista Ler, noviembre, pp. 54-57.
69
MACHADO, Dinis ([1977] 2007). O Que Diz Molero. Ilustraciones de António Jorge Gonçalves.
Lisboa: Bertrand. 21.a edición. Existe traducción española de Ángel Crespo, el primer
traductor de el Livro del desasosiego.
RODRÍGUEZ-MONEGAL, Emir (1966). El viajero inmóvil: introducción a Pablo Neruda.
Buenos Aires: Losada.
PESSOA, Fernando (2013). Livro do Desassossego. Edición de Jerónimo Pizarro. Rio de Janeiro
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_____ (2004). Poemas de Fernando Pessoa, 1931-1933. Edición de Ivo Castro. Lisboa: INCM.
_____ (1990). Poemas de Álvaro de Campos. Edición de Cleonice Berardinelli. Lisboa: INCM.
_____ (1933). «Isto», en Presença – Folha de Arte e Critica, n.º 38, año séptimo, volumen
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70