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Memorias

“De los Presocráticos a Pessoa”

Cátedra abierta
Grandes temas de nuestro tiempo

Versión 2013

-Separata de la Revista Aleph-

Edición impresa a cargo de

Facultad de Ingeniería y Arquitectura

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Universidad Nacional de Colombia – Sede Manizales

“Cátedra abierta – Grandes temas de nuestro tiempo”


Versión 2013

Tema: “De los Presocráticos a Pessoa”

Convocó: Vicerrectoría de Sede,


con apoyo de las facultades de Ingeniería y Arquitectura,
Administración y Ciencias Exactas y Naturales

Director de la Cátedra GTNT: Carlos-Enrique Ruiz, profesor emérito UN

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La Cátedra abierta – Grandes temas de nuestro tiempo comenzó labores
en la UN-Manizales en 1990 y en su historia, un tanto oscilante (también
se tuvo en la Universidad de Caldas), ha permitido traer a más de 70
personalidades intelectuales, nacionales y extranjeras, en variados
campos del conocimiento. La versión que se ofreció hace parte de esa
significativa trayectoria académica, de convocatoria pública.

Personalidades invitadas para la versión 2013, en calidad de


conferenciantes:
Carlos Gaviria-Díaz, Eduardo Escobar, Beatriz-Helena Robledo,
Jerónimo Pizarro-Jaramillo.

   

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Programación  y  sinopsis  de  hojas  de  vida  
 
1.  
Agosto  15.    Carlos  Gaviria-­‐Díaz:  “Mito  o  logos–  Por  qué  sí  y  por  qué  
no  Platón”.    
Auditorio  principal  UN,  campus  Palogrande,  10:00  am.    

Carlos Gaviria-Díaz (n. 1937). Profesor universitario y conferencista


internacional. Magistrado de la Corte Constitucional (1993-2001), autor de
fundamentales y polémicas sentencias. Teórico del
derecho y la filosofía. Autor, entre otras, de las
siguientes obras: “Superación de los dualismos
jurídicos en Kelsen” (1962), “La
inconstitucionalidad de la constitución” (1972),
“¿Qué puede significar una expresión como: ‘la
conducta x es obligatoria’?” (1974), “Kelsen,
Wittgenstein y las fronteras del lenguaje” (1980), “La ética del ‘como si’ “ (1991),
“¿Son normas los usos sociales?” (1991), “Sieyès y el constitucionalismo
colombiano” (1992), “Temas de introducción al derecho” (1992), “Fundamentos
ético-jurídicos para despenalizar el consumo de drogas” (1994), “La tutela como
instrumento de paz” (1995), “Argumentos éticos y jurídicos para despenalizar la
eutanasia activa” (2000), “Sentencias, herejías constitucionales” (2002), “Mito o
logos – Hacia ‘La república’ de Platón” (2013).

2.
Septiembre   16.     Eduardo   Escobar   (n.   1943):     “Cuando   nada  
concuerda”  (Tema  motivado  por  su  más  reciente  libro;  además  hará  
lectura  de  poemas  suyos).    Apertura  de  la  “semana  universitaria”.  
Auditorio  principal  UN,  campus  Palogrande,  10:00  am.  

Eduardo Escobar (n. 1943). Poeta y ensayista, supérstite de la generación del


nadaísmo, columnista del diario “El Tiempo” (que le valió el Premio Simón
Bolívar en el 2000 como la mejor columna de opinión), publica ensayos y artículos
en diferentes medios (“Revista Universidad de Antioquia”, etc.). Autor de los

  4  
siguientes libros: “Invención de la uva” (1966), “Monólogo de Noé” (1967),
“Segunda persona” (1969), “Del embrión a la embriaguez”
(1969), “Cuac” (1970), “Buenos días, noche” (1973),
“Confesión mínima –antología-” (1975), “Cantar sin
motivo” (1976), “Antología poética” (1978),
“Correspondencia violada” (1980), “Escribano del agua”
(1986), “Vámonos de fracasos por el aire desnudo –poema
bolivariano- (1987), “Gonzalo Arango. Ensayo
biobibliográfico” (1989), “Nadaísmo crónico y demás
epidemias” (1993), “Antología de la poesía nadaísta” (1993),
“Manifiestos del nadaísmo” (1993), “Cucarachas en la
cabeza” (1993), “Las rosas de Damasco” (2001), “Ensayos e
intentos” (2001), “Prosa incompleta” (2003), “Poemas ilustrados” (2007), “Cuando
nada concuerda” (2013).

 
3.  
Octubre  10.    Beatriz-­‐Helena  Robledo:  “La  literatura,  un  mundo  
habitable”.      
Auditorio  Principal  UN,    campus  Palogrande,    10:00  am.  

Beatriz-Helena Robledo (n. 1958). Es narradora, ensayista y profesora. Desde


1997 dirige el Taller de Talleres, asociación que promueve la lectura, la escritura y
la literatura infantil y juvenil, y desde 2004 es profesora de
la cátedra de literatura infantil del Departamento de
Literatura de la Universidad Javeriana. Ha realizado una
intensa labor de investigación de la literatura infantil a la
que debemos, entre otros, los volúmenes: “Los mejores
relatos infantiles” (antología, 1997), “Literatura infantil o
una manera joven de leer literatura” (1998), “Literatura y
valores” (como investigadora principal, 2000), “Poesía
colombiana para jóvenes” (antología, 2001), “Poesía
colombiana para niños” (antología, 2001) y “Narraciones y
cuentos vueltitos. Tejidos por niñas y niños de Sahagún” (2005). También ha
realizado varios libros de carácter docente y los de ficción “Fígaro” (2007), “Un día
de aventuras: una historia con adivinanzas” (2006), “Siete cuentos maravillosos”
(2005), “Rafael Pombo, la vida de un poeta” (2005), “Un acto de magia” (2000),
“Flores blancas para papá” (2011), “Todos los danzantes: panorama histórico de la

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literatura infantil colombiana” (2012). Se desempeñó como subdirectora de la
Biblioteca Nacional de Colombia.

4.

Noviembre  14.    Jerónimo  Pizarro-­‐Jaramillo:  “Fernando  Pessoa,  el  


viajero  inmóvil”.      
Auditorio  Principal  UN,  campus  Palogrande,    10:00    am.  

Jerónimo Pizarro-Jaramillo (n. 1977). Profesor de la Universidad de los Andes y


titular de la Cátedra de estudios portugueses del Instituto Camões en Colombia.
Cursó un doctorado en la Universidad de
Lisboa (2006) y otro en la de Harvard (2008),
en Lingüística portuguesa y en Literaturas
hispánicas. En el marco de la Edición crítica
de las obras de Fernando Pessoa, publicadas
por la INCM, contribuyó ya con siete
volúmenes; el último fue la primera edición
crítica del "Livro do Desasocego". En 2010 la
editorial D. Quixote publicó "A biblioteca
particular de Fernando Pessoa", libro que
preparó con Patricio Ferrari y Antonio Cardiello, después de haber coordinado
juntos la digitalización de esa biblioteca, con el apoyo de la Casa Fernando Pessoa.
En 2011, la editorial Legenda publicó el libro "Portuguese Modernisms in
Literature and the Visual Arts", co-organizado con Steffen Dix, con quien ya había
co-editado, en 2008, un número especial de la revista "Portuguese Studies", y en
2007, un libro de ensayos, "A arca de Pessoa". Pizarro coordinó dos nuevas series
de la editorial Ática (1. Fernando Pessoa | Obras; 2. Fernando Pessoa | Ensaística).
En 2013, asumió funciones de "comissário" de la presencia portuguesa en la FILBo
– Feria Internacional del Libro de Bogotá – y fue distinguido con el “Premio
Ibérico Eduardo Lourenço” (2013). En este año se publicó su libro de ensayos
“Alias Pessoa” (Ed. Pre-textos, España).
 
 
 

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Carlos Gaviria-Díaz, con “Mito o logos…”
No hay que olvidar que los cimientos más profundos de la cultura occidental están
en la Grecia antigua, donde se sucedieron personajes y escuelas que exploraron por
el sentido de muchas cosas, con pies en la tierra, mirada al universo y condición
politeísta. Su método: el libre discernimiento y expresión en la poesía y en la
lógica argumentativa, con personalidades emblemáticas como Parménides, de la
escuela eleática, y Heráclito, de la escuela jónica, dos vertientes contrapuestas que
tuvieron efectos en pensadores como el eleático Spinoza (s. XVII), de fuerte apoyo
en la razón, y Hegel el jónico (s. XIX), con soporte en la teoría de los contrarios.
Allá se originaron la ciencia y el pensamiento, con aventuras de exploración celeste
y merodeos por el mundo de las realidades escurridizas. Los griegos construyeron
apreciaciones valederas sobre observaciones, bajo maneras de pensar desafiantes.
Los pasos serios de los que hoy se dispone, aun con las dudas y las timideces que
subsisten, tienen aquellos puntales para los nuevos desafíos, con una prolongada
historia.

Carlos Gaviria-Díaz es académico y pensador que ha tenido pasión por el estudio y


la reflexión sobre autores y obras de aquellos tiempos. Reconocido por ser
conciencia jurídica en momentos álgidos de la patria, paradigma de racionalidad
humanista, no exento de dosis justa de escepticismo intelectual y de audacia
heterodoxa. Es personalidad pública que ha sorteado riesgos, con firmeza en la
vocación por pensar en libertad y por exponer de viva voz sus meditaciones, como
socrático que es de la mejor estirpe. Obra amplia la suya, explícita en sabias
lecciones en los claustros universitarios, en textos escritos, en la Corte
Constitucional con sentencias históricas que todavía hoy son motivo de debate
nacional e internacional, y en la inesperada acción política que lo tuvo como
candidato a la presidencia de Colombia. Ha regresado a los ámbitos académicos,
con la escritura y las conferencias en universidades por el mundo.

Resultado de su trajín es el nuevo libro: “Mito o logos – Hacia La república de


Platón”, publicado este año por “Luna Libros”, editorial de la Universidad del
Rosario, en Bogotá. Obra que recoge, en cuatro capítulos, sus indagaciones en
tiempos de exilio, refugiado en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, “donde
Borges –nos dice- recibió el beneficio de la ceguera y el castigo de los libros”, en
especie de introducción al estudio de la principal obra de Platón, La república. Su
libro es el tema de la exposición a su cargo, incluso bajo la comprensión gráfica de
por qué sí y por qué no Platón.

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Esta conferencia es, en simultaneidad, apertura de nuestro semestre académico, y la
primera de la versión 2013 en la “Cátedra abierta - Grandes temas de nuestro
tiempo”, que cuenta con los auspicios del vicerrectorado y de las facultades en
nuestra sede.

Tenga la bondad, querido profesor Carlos Gaviria-Díaz, de tomar la palabra en este


escenario simbólico del estudiante de la mesa redonda.

Gracias.

Carlos-Enrique Ruiz

Manizales, UN, jueves 15 de agosto de 201 3

De izquierda a derecha: Carlos Gaviria-Díaz, Carlos-Enrique Ruiz, Germán-Albeiro Castaño

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Mito o logos – Hacia La república de Platón∗
Carlos Gaviria-Díaz

En primer lugar, muchas gracias a Carlos-Enrique Ruiz y a las directivas de la


Universidad Nacional – Sede Manizales por esta invitación tan amable que me han
hecho para reflexionar aquí, en voz alta con ustedes, acerca de un tema que para mí
es apasionante, y de una gran importancia para cualquier persona pensante, como
es el pensamiento de Platón.

Hace tiempo no preparo conferencias académicas, sino que reflexiono con el


público y, por lo tanto, los invito a que en cualquier momento me interrumpan, o
me pidan mayor claridad sobre uno de los temas que esté exponiendo o me pidan
información adicional. Lo que me gusta es esa especie de diálogo con el auditorio.
Hace mucho tiempo aprendí en Karl Popper que entre el expositor y el auditorio no
debe mediar una hoja de papel; no me gustan esas conferencias extensas, en las que
el conferencista lee, muchas veces incluso casi sin mirar al auditorio, y el auditorio
simplemente escucha; me encanta la exposición de viva voz. Generalmente es un
tanto más precaria, la forma lingüística más imperfecta, pero creo que todo queda
compensando en una exposición más viva y, por lo tanto, voy a empezar de una
manera bastante espontanea a plantearles algunos de los temas que me parecen
pertinentes en relación con esta pequeña obrita que se ha dado a publicidad, del ∗∗

por qué me interesé por Platón y por qué pienso que todas las personas, muy
especialmente los universitarios, pueden extraer gran utilidad de su lectura.

¿Por qué llegué a Platón? Para mí el problema fundamental de la persona humana


es el problema ético, y el problema ético es: ¿qué hacer con mi vida?, ¿cuál es el
patrón de comportamiento correcto?, ¿qué orientación le doy a mi existencia’?, y
¿de qué manera me relaciono con los demás? Es un problema del que podríamos
decir apasionante y decepcionante, en la medida que nos estamos refiriendo al
siglo V antes de Cristo. Y en el siglo V antes de Cristo se planteaban asuntos que
                                                                                                               
*   Este texto constituye una adaptación de la conferencia pronunciada, sin papel a mano alguno, por el Prof. Dr.

Carlos Gaviria-Díaz, el 14 de agosto de 2013, a oscuras, por apagón prolongado en el campus universitario y recurso
de velas para iluminación parcial del escenario. El cuidado estuvo a cargo de los profesores María-Dolores Jaramillo
y Heriberto Santacruz-Ibarra, a quienes expresamos gratitud.

La conferencia tuvo como base el libro: Carlos Gaviria-Díaz. Mito o logos: hacia La república de Platón. Luna
Libros, Editorial Universidad del Rosario, Bogotá 2013.

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siguen hoy vivos. Eso no ocurre en las ciencias positivas de la naturaleza; y en la
matemática es mucho lo que se ha progresado desde entonces hasta hoy. Si hay
algo inquietante en la lectura de Platón es de qué manera se platean preguntas y
problemas que siguen hoy en la misma situación.

¿Será acaso que quienes se han dedicado a pensar en este tipo de problemas
carecen del talento suficiente o del genio que han tenido los físicos o los biólogos o
los matemáticos? Yo no lo creo. Lo que sucede es que este tipo de problemas tiene
una estructura epistémica completamente distinta y eso los hace mucho más
apasionantes, porque el problema de la caída de los cuerpos nos lo resolvieron
Galileo hace mucho tiempo, y Newton con la ley de la gravitación universal. Pero
el problema de cuál es el comportamiento bueno, cuál es el comportamiento
correcto no nos lo ha resuelto nadie. Ese problemas lo tenemos que resolver
nosotros, y eso es lo que me parece a mí que hay de apasionante y de enriquecedor
en una lectura de Platón y en una lectura como ésta que quiero hacer con ustedes en
voz alta.

El primer diálogo de Platón que cayó en mis manos –estaba yo iniciando mi carrera
de derecho–, que leí ávidamente y que me planteó serios problemas, que siguen
siendo tales, fue Eutifrón – o de la piedad.

¿Y qué tiene ese diálogo de apasionante? Muchas cosas. La primera: mi personaje


–confesión personal que les hago– es Sócrates. No hay una persona en la historia de
la humanidad que yo admire como admiro a Sócrates. Lo insinúo en el cuarto
capítulo de esta pequeña obrita, cuando subrayo ¿qué era lo que Sócrates buscaba?
Sócrates buscaba claridad e integridad.

Para mí la claridad es esencial, no únicamente en el campo lógico, en el campo del


conocimiento, sino en el campo vital: ¿qué hacer con mi vida? Hay que tener claro
qué se va a hacer con la existencia, qué sentido le atribuyo a mi existencia. Y la
integridad, que es para mí una meta moral alta y altamente deseada, ¿en qué
consiste? Consiste en que yo amolde mis palabras a mis pensamientos y mi acción
a mis palabras, que la gente sepa con certeza que lo que digo es lo que pienso y lo
que pienso es lo que hago. Y eso es excepcional.

Y sí que es excepcional especialmente en el mundo del que vengo –así lo haya


transitado muy brevemente–, como es el mundo de la política. El mundo de la
política poco tiene que ver con el mundo de la integridad: es el mundo del engaño,
es el mundo de la impostación, es el mundo de la mentira; en cambio, Sócrates lo

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que se proponía era claridad e integridad, por eso es mi personaje. Y ese primer
diálogo que leí tiene mucho que ver con la personalidad de Sócrates.

En Eutifrón se ratifica el propósito socrático de buscar el conocimiento que él decía


no tener. Querofonte, un amigo de Sócrates, había preguntado a la pitonisa del
oráculo de Delfos: ¿Hay en Atenas un hombre más sabio que Sócrates? Sócrates
dice que a él le preocupó mucho la respuesta negativa, porque él era el primero en
confesar su ignorancia. Entonces empezó a hacer un ejercicio apasionante: ir donde
aquellos que se decían poseedores de un saber para ver en qué consistía ese saber.
Los diálogos aporéticos o problemáticos de Platón son aquéllos que preguntan por
la esencia de una virtud en particular, por ejemplo: ¿qué es la valentía?, ¿qué es la
sabiduría?; ¿cuál es la esencia de valentía?, ¿cuál es la esencia de la sabiduría? Y
en este caso ¿cuál es la esencia de la piedad?

Entonces Sócrates va donde alguien que tiene fama de saber en qué consiste la
piedad y de ser piadoso, y es un sacerdote ateniense: Eutifrón. La pregunta inicial
que le plantea Sócrates a su interlocutor es la siguiente: ¿tú sabes en que consiste la
piedad? Y él responde sin vacilación: “mejor que nadie”. ¿Y eres piadoso? “Como
ninguno en Atenas”. Ese es el hombre que Sócrates necesita para que le aclare en
qué consiste la piedad.

Y empieza a dialogar y a mostrarle a Eutifrón que dista mucho de saber en qué


consiste la piedad, y por lo tanto a dudar de si en realidad sí posee la virtud que él
mismo dice poseer: la piedad. Y la pregunta fundamental que le hace es esta:
“Eutifrón, ¿las cosas son buenas porque los dioses las quieren o los dioses las
quieren porque son buenas?” Y naturalmente la confusión de Eutifrón es bastante
grande.

Esa pregunta aparentemente inocua que le formula Sócrates a Eutifrón es tan rica
que da para una disputa escolástica en los siglos XII y XIII entre santo Tomás y
Duns Scoto, y aún hoy sigue viva. Pero les decía que a propósito de esto voy a
poner de relieve algo significativo de la personalidad de Sócrates.

Cuando Eutifrón se declara confundido frente a la pregunta que Sócrates le


formula, Sócrates le dice lo siguiente: lo malo es que el diálogo lo vamos a dejar
trunco, no podemos seguir adelante porque yo tengo ahora un compromiso. Y
cuando Eutifrón le pregunta: ¿cuál es el compromiso que debes cumplir? Sócrates
le dice que enseguida debe comparece frente al tribunal de los 500.

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Lo van a juzgar por impiedad, por corrupción de la juventud y por tantos otros
cargos –sobre lo que habría que volver, no obstante los análisis pormenorizados
que muchos autores ya han realizado. De momento, lo que quiero poner de presente
es esto: ante la respuesta de Sócrates Eutifrón se siente sobrecogido. Le dice: “¿tú
vas ahora a comparecer frente al tribunal de los 500, que te puede condenar a
muerte, y estás hablando conmigo sobre estas cosas que para tanta gente pueden ser
superfluas? ¿Por qué no estás más bien preparando tu defensa?” Y Sócrates le dice:
mi defensa no tengo que prepararla, para eso me he preparado toda la vida.

Está sereno, completamente tranquilo para dar cuenta ante el tribunal de los 500 de
lo que ha sido su conducta. Esa defensa tiene dos versiones: la jenofontina y la
platónica, que es, a mi juicio, especialmente la versión que hace Platón de ella –
porque Platón tiene una inspiración poética y un amor por Sócrates extraordinario–,
pero que en lo esencial coincide con lo que dice Jenofonte de lo que Sócrates dijo
ante el tribunal de los 500. Esa pieza, les digo, para mí es la pieza literaria más
hermosa. Si a mí me dicen: elija una pieza, una sola, que usted pueda mostrar como
ejemplo de belleza, de estética literaria, yo no dudo en elegir la Apología socrática,
una pieza que no fue escrita sino dicha verbalmente, y no para producir los efectos
que en realidad en personas como nosotros produce –hablo de mi experiencia
personal–, sino con un fin práctico: defenderse, exponer su vida. ¡Que pieza tan
hermosa!, dicha de viva voz, no escrita, y además no con el objeto de producir
efectos estéticos, sino con el objeto de producir un fin práctico: defenderse ante el
tribunal de los 500.

Esta circunstancia pone muy de presente cuál era el temple de Sócrates. Y Eutifrón
pone de presente la riqueza de los diálogos que yo prefiero de Platón, que son para
mí los típicamente socráticos, los llamados “problemáticos” o “aporéticos”. ¿Cuál
es la característica de esos diálogos? La característica de ellos es que terminan en
un interrogante sin respuesta.

Me referí también a Laques -o de la valentía. ¿Qué hace Sócrates en él? Va a


averiguar en qué consiste la valentía. Y ¿con quienes va a averiguar en qué consiste
la valentía? Con quienes dicen poseer esa virtud. Dialogará entonces con dos
generales atenienses: Nisas y Laques, y les preguntará en qué consiste la valentía; y
lo que les demuestra es que no saben en qué consiste. Y si no saben en qué consiste
la valentía es altamente dudoso que posean esa virtud. El diálogo termina más o
menos de esta manera: “es evidente que ustedes no saben en qué consiste el valor.
Yo tampoco. La conclusión es que unos y otros necesitamos un maestro”.

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En Cármides se propone averiguar en qué consiste la sabiduría. Busca a Cármides,
un joven que tiene fama de ser sabio y le pregunta: ¿tú eres sabio? “Lo soy”.
¿Sabes en qué consiste la sabiduría? “Desde luego”. Y el ejercicio dialéctico de
Sócrates con Cármides llega a la misma conclusión: que Cármides no sabe en qué
consiste la sabiduría, y Sócrates dice no saber tampoco en qué consiste.

A esta misma clase pertenece el primero de los diálogos socráticos que leí, y que
me apasionó y me introdujo en la lectura de Platón. ¿Por qué? Porque lo más
importante no es que a uno le resuelvan los problemas, sino ser consciente de los
problemas que hay, y del reto que implica para cada quien responder de manera
responsable y satisfactoria preguntas de esa clase. Son diálogos con un contenido
absolutamente moral y ético; apuntan a eso: cómo me planteo yo en el mundo, qué
orientación le doy a mi vida, qué sentido le atribuyo a mi existencia. Y en eso yo
soy insustituible.

Don José Ortega y Gasset tiene una distinción que me parece fascinante, como
muchas de las que él hace. Dice que en cada uno de nosotros conviven dos seres:
uno el trivial y otro el monástico. Y ¿en qué consiste el ser trivial? El ser trivial está
constituido por una serie de actividades que nosotros realizamos, que cumplimos
diariamente, pero en las cuales somos completamente sustituibles; por ejemplo
¿qué debo hacer yo hoy?; necesito una camisa, pero debo dedicar mi tiempo a otra
cosa. Entonces le digo a un amigo, a una amiga, a mi mujer, que me compren esa
camisa de tales y tales características, y cualquiera de ellos puede cumplir esa
función por mí. Otro ejemplo: la Universidad Nacional tuvo la amabilidad de que
tuviera con ustedes esta charla. Bien hubiera podido invitar a otro, a otro persona,
y, por lo tanto, para hacer una reflexión ante ustedes yo cumplo una función
completamente sustituible, eso pertenece a mi ser trivial. Sin embargo, lo que yo
les estoy diciendo no hubiera podido delegarlo en nadie. Decirle a una persona:
mira, voy a hablar en la Universidad Nacional de Colombia sede Manizales sobre
Sócrates, ¿por qué no preparas tú lo que voy a decir sobre Sócrates para yo decirlo?
¡Imposible! Eso pertenece a mi ser monástico. Nuestro ser monástico está
constituido por aquellas actividades que nosotros debemos cumplir estrictamente
nosotros mismos. Fíjense ustedes: el acto monástico por excelencia es la muerte; lo
tenemos que cumplir estrictamente solos, como lo subrayaba Don Miguel de
Unamuno. Aunque estemos acompañados por las personas más amorosas, más
afectuosas, que nos toman las manos y nos dicen “no te vayas, queremos que vivas
todavía”, etc., lo cumplimos nosotros absolutamente solos. Nadie puede ofrecerse a
morir por mí; y esa es una característica del sentido de la vida, que es un acto que
no pertenece al ser trivial sino que está anclado en la raíz del ser monástico. ¿Qué

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sentido le doy a mi vida? Yo no puedo ir donde un amigo a preguntarle ¿dime: qué
sentido le doy a mi vida?

Cito a menudo un episodio que me parece conmovedor, muy bello e ilustrativo


sobre este tema. Lo menciona Jean Paul Sartre en un librito muy hermoso que se
llama El existencialismo es un humanismo. Allí dice Sartre que cuando París estaba
ocupado por los ejércitos alemanes fue un estudiante donde él y le dijo: “maestro,
yo creo en usted, usted es una persona sabia y quiero que me diga qué debo hacer
yo en la circunstancia en la que me encuentro”. Y le dice Sartre: ¿cuál es la
circunstancia en la que usted se encuentra? “Es esta: yo soy hijo único y mi madre
está enferma. Si me voy a la guerra mi madre se va a morir, pero si yo no me
incorporo al ejército francés para defender a mi patria de los alemanes, me sentiré
un traidor a la patria”. Y Sartre le dice: ese problema no es mío, ese problema es
suyo; no me traiga usted a resolver un problema que sólo puede resolver usted,
porque usted tiene las cosas completamente claras. Sartre hacía allí una alusión a la
propuesta ética kantiana: usted sabe en qué consiste el imperativo categórico: obra
de tal modo que tus actos puedan convertirse en regla de comportamiento universal.
Usted sabe que puede convertirse en un hijo ejemplar y entonces decir “me
desentiendo de mi patria y cuido a mi madre” o en un patriota ejemplar y decir
“abandono a mi madre a su propia suerte, incluso puede morir, pero voy a defender
mi patria” ¿Y usted lo que quiere es que yo le diga si es más importante un patriota
que un buen hijo? ¡Ese problema no lo puede resolver sino usted!

Esa es la manera de remitir a una persona a que asuma las obligaciones de las que
no puede claudicar, obligaciones que no puede endosar. Y eso es, en eso consiste,
la raíz del problema ético: ¿cuál es el buen obrar?… voy a averiguarlo; voy a ver si
Spinoza me da luz –uno se puede ilustrar leyendo a Spinoza, leyendo a Kant, ahora
incluso leyendo a Habermas, leyendo a Russell, etc.; ellos le dan criterios, le
iluminan a uno la conciencia para que uno definitivamente decida lo que debe
decidir. Y como este no es un problema banal, intranscendente, sino un problema
fundamental, es el problema del que yo debo hacerme cargo.

Recuerden el planteamiento que les hacía al comienzo diciéndoles: ¿será que las
personas que han dedicado su vida a pensar en la ética y en la moral tienen un
genio recortado, un talento disminuido, no comparable al de Euclides, al de
Newton, al de Heisenberg, etc.? No; lo que pasa es que son problemas de otra
índole, y en la incertidumbre que plantean y en ese estar condenados a no ser nunca
resueltos de manera definitiva y satisfactoria radica su esencia, y es lo que más
atractivos los hace. Esto está íntimamente ligado con la afirmación que ahora les
hacía en el sentido de que mi personaje es Sócrates, porque Sócrates es el que se

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embelesa planteando preguntas de esta naturaleza y mostrándoles a los demás que
no las saben responder, pero que él tampoco las sabe responder. Es el ejercicio a mi
modo de ver más apasionante y más provechoso que una persona pueda hacer.

Lo hasta ahora dicho es un pequeño ejercicio introductorio al que yo considero el


libro más completo de Platón: La república. Aquí nos topamos con un problema
que han tratado los mayores helenistas y los mayores platonistas: el de que Sócrates
no escribió nada, excepto, quizás, un himno a Apolo. En cualquier caso, los
problemas que a él le apasionaban no los dejó por escrito. Quien los recogió fue
Platón.

Y en Platón hay también algo apasionante: él era un poeta y un escritor de obras de


teatro, y cuando conoció a Sócrates abandonó la poesía y el teatro porque Sócrates
lo apasionó y entonces se dio a recoger lo que Sócrates había dicho.

En la obra de Platón ustedes encuentran diálogos de muy distinta índole, pero que
podríamos reducirlos a estas dos categorías: unos donde lo que se hace es preguntar
y dejar el interrogante, no tienen respuesta; y otros donde se dan respuestas.

Aunque sé que es una temeridad, me atrevo a dar respuesta a preguntas que se


hacen todos los estudiosos de Platón: ¿Qué dijo en realidad Sócrates de lo que le
atribuye Platón? ¿Qué fue lo que Platón dijo de su propia cosecha y lo puso en
labios de Sócrates para darle más crédito? Sobre eso hay escuelas, por ejemplo la
Escuela escocesa de Burnet, que dice que todo lo que Platón le atribuye a Sócrates
en realidad lo dijo Sócrates y que, por lo tanto, entre el Sócrates platónico y el
Sócrates histórico no hay ninguna diferencia; que el Sócrates que nos muestra
Platón en sus diálogos corresponde rigurosamente al Sócrates histórico.

Pero un gran platonista y socrático, conocedor de la cultura helénica y


específicamente de la cultura de Sócrates y Platón, Hans Maier dice: es que
Sócrates no existió; no existió a la manera en que Platón nos lo presenta. Dice:
Sócrates fue un ciudadano, admirable, en realidad valeroso, que tomaba las armas
para defender a Atenas cuando había que hacerlo, cumplidor de la ley, etc. Pero no
era ese personaje excepcional que nos pinta Platón; ese personaje es una
construcción del poeta que era Platón. Ahí tienen ustedes dos tesis opuestas.

En cambio Edward Zeller, por ejemplo, dice: algunos de esos diálogos, algunas de
las cosas que Platón le atribuye a Sócrates las dijo Sócrates y otras no, ¿cuáles sí y
cuáles no? Y aquí es donde está mi osadía. Yo creo lo siguiente: que los diálogos
típicamente aporéticos, que terminan en una pregunta, son los típicamente

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socráticos. Sócrates no tenía solución para nada, o al menos no le gustaba dar
soluciones; lo que le encantaba era plantear preguntas, dejar interrogantes, dejar
perplejo al interlocutor y participar él de la perplejidad de su interlocutor, y, por lo
tanto, esos diálogos llamados aporéticos o problemáticos son los típicamente
socráticos. En cambio, hay diálogos, los llamados protrépticos o exhortativos,
donde se sostienen tesis; esos son típicamente de Platón. Y se puede rastrear
incluso las razones de esta afirmación: eran dos personas muy diferentes, incluso en
su extracción social. Sócrates era un hombre pobre –como él mismo lo dice en su
apología: “jamás le he pedido dinero a nadie ni ayuda a nadie, y pongo al mejor
testigo para que deponga a mi favor, aquí tienen a ese mejor testigo mi pobreza, yo
soy un hombre pobre”. No era un hombre paupérrimo, no. Se armó como hoplita y
eso necesitaba algún recurso económico; yo diría que era un hombre de clase
media. Mientras que Platón era un aristócrata y rico, y, por lo tanto, tenía un poco
la prepotencia que tienen quienes pertenecen a esa clase, que no se conforman
simplemente con formular preguntas sino que dan respuestas; no sólo formulan
hipótesis sino que sostienen tesis. Por lo tanto, esos diálogos protrépticos donde
hay respuestas son típicamente platónicos, donde hay elementos socráticos desde
luego, porque en todos ellos hay preguntas y las preguntas se desenvuelven, y al
darle desarrollo a las preguntas se van formulando respuestas.

La república es para mí el diálogo platónico por excelencia, el más bello, el más


completo y donde hay una propuesta política, la propuesta aristocrática. Ese
diálogo transcurre en la casa de Céfalo, un rico ateniense, y allí está Sócrates
rodeado de sofistas, están Claucón, Adimanto, Trasímaco, etc., y alguno de ellos le
pregunta: Sócrates, dinos: ¿quién es un hombre justo? Y Sócrates responde: “para
hacer esa averiguación más bien pongámosla en caracteres mayores y no
preguntemos quién es un hombre justo sino qué es un Estado justo, para luego
proyectar esos caracteres en minúscula y responder la pregunta.”

Me interesa eso porque es la primera propuesta de un Estado eminentemente


antropológico, en el sentido de que el Estado y la persona humana, que van a
constituir al Estado, se encuentran en reciprocidad de perspectivas, y lo que
encontramos en las personas lo encontramos en el Estado. Allí se postulan los tres
estratos que debe haber en cada Estado: la cabeza, el corazón y el abdomen.

En la cabeza va a estar el filósofo, que es entonces quien debe gobernar, aquél en


quien prevalece la razón porque ha dedicado toda su vida a la reflexión, ha
dedicado toda su vida al conocimiento y, para Sócrates y Platón, que son
intelectualistas sumos –especialmente Sócrates–, entonces no hay nada más
elevado que el pensamiento, no hay nada más elevado que la razón.

  16  
En segundo lugar –los griegos no conocían la voluntad, hay personas en quienes
prevalecen los instintos. Los superiores o irascibles, es decir, aquellos que
convocan o impulsan a la persona a actos que les darán la gloria, que los llevan a
batirse en el campo de batalla, a defender la patria, etc. Las personas en quienes
prevalecen esas tendencias son los guerreros, que van a ocupar también un puesto
importante dentro de la república platónica; pero no tan importantes como el
filósofo, que va a ser el gobernante.

Luego están las personas en quienes prevalecen los instintos inferiores: el instinto
de preservación natural, la necesidad de comer, el instinto de conservación de la
especie, el instinto sexual, la gratificación erótica, y, por lo tanto, esas personas
pertenecen a la categoría más baja. Para Platón, sin embargo, esas personas no se
van a sentir infelices en el estado, porque –y aquí tienen ustedes la primera
definición de justicia que se formula sistemáticamente– la justicia consiste en que
cada cual haga lo suyo: lo suyo del filósofo es gobernar, lo suyo del guerrero es
defender al estado-ciudad y lo suyo del trabajador es trabajar para que los otros
puedan dedicarse a gobernar y a defender su patria. Los trabajadores, dirá Platón en
esa propuesta, son también completamente felices dentro de esa sociedad porque
están haciendo lo suyo.

De la misma manera que el Estado justo es aquel en el cual los filósofos gobiernan,
los guerreros defienden la patria y los trabajadores producen para que los otros se
dediquen a lo suyo, en el hombre justo la razón prevalece sobre los instintos de
gloria, que son los instintos superiores, y sobre los instintos bajos, que son los
instintos sexuales. Pero a eso se llega después de hacer una reflexión acerca de lo
que es el Estado justo.

Retomemos ahora el tema del mito y el logos observando la simetría que hay entre
La república y el Timeo. ¿Qué es el Timeo? Si ustedes me ven leyendo un libro y
me preguntan “¿qué está leyendo?”, y yo les digo: estoy leyendo el Timeo de
Platón; y ustedes me dicen: “¡ah! está leyendo filosofía!” Les digo: no estoy
leyendo filosofía, eso es fantasía, eso es poesía, pero nada más.

¿Por qué? ¿Qué se plantea allí Platón? Se plantea este problema: ¿cómo se hizo el
mundo?, ¿quién lo hizo? y ¿cómo se hizo el hombre? (en el sentido antropológico
incluyendo hombre y mujer, la persona humana). Y entonces va a decir Platón –
para que vean que esto no es filosofía, es pura imaginación, pura fantasía, pura
ficción–: el Demiurgo. Los griegos nunca pusieron en tela de juicio la eternidad de
la materia y nunca se preguntaban ¿quién creo la materia?, sino ¿la materia eterna

  17  
que siempre ha existido quién la moldeo y cómo la moldeó? La moldeó el
Demiurgo, que es el supremo artesano.

Entonces ¿qué dispuso el Demiurgo en la persona humana? Dispuso lo siguiente:


que tiene tres almas (recuerden lo que acabamos de decir sobre el Estado): un alma
racional que se encuentra en la cabeza, entonces fíjense en la imaginación de Platón
tan coherente que lo lleva a postular que la caja craneana es la parte del cuerpo más
dura que tiene el hombre, porque allí radica el alma más valiosa, su alma racional.

Después de esa, ¿cuál es la parte más dura del cuerpo? Es el pecho, el tórax, que no
es tan dura como la caja craneana, pero es dura porque allí hay un alma valiosa: la
de los instintos superiores, que llevan al valor, a la valentía, a la gloria.

Y luego un alma que es la inferior –llamémosla “el alma mezquina”–, en donde


radican los instintos de supervivencia individual y de la especie, el deseo de comer
y la gratificación sexual y, por lo tanto, esa parte no merece ser protegida: si se
atenta contra ella nada se pierde, es el abdomen donde no hay huesos.

Fíjense ustedes en la imaginación de Platón… ¿será eso pensamiento racional?


¡Eso es fantasía, la fantasía del poeta!, porque Platón era un poeta, y su amor al
mito nunca lo abandonó. Lo que encontramos en el Timeo es un puro mito sobre la
creación del universo. Allí nos dice que el mundo es redondo, y uno se pregunta: ¿y
cómo lo supo, si durante tanto tiempo se dijo que la tierra era plana, y solamente en
una etapa posterior –en el renacimiento– se estableció que la tierra era redonda?

Platón se anticipó a decir que la tierra era redonda por una razón casual, la de haber
recibido un legado pitagórico. Pitágoras decía que el mundo era redondo, y esa
afirmación de Pitágoras ¿era una afirmación científica? De ninguna manera;
aunque casualmente acertada, era una afirmación mítica también. Él decía que la
figura perfecta por excelencia es la esfera, debido a su equilibrio: todos los puntos
equidistan de su centro. Y por eso el Demiurgo debió hacer la tierra perfecta, y por
ello la tierra es redonda. ¡Eso no puede ser un argumento para defender la redondez
de la tierra! Se trata de una imaginación poética coincidente con la realidad, pero
allí no hay un método que se haya seguido para hacer ese tipo de afirmación.

Con esto quiero decirles que cuando Platón plantea en el Timeo estas cosas, el mito,
que él decía haber abandonado a partir del conocimiento de Sócrates, nunca lo
abandonó. En efecto, Platón quiso ser un pensador racional y lo fue, pero no
abandonó nunca el mito. Cultivo el logos, desde luego, pero lo mezclaba con el

  18  
mito y lo mezclaba de una manera artificiosa, de tal manera que la persona que lo
escuchara no supiera dónde terminaba el mito y dónde empezaba el logos.

Muchos diálogos dan cuenta de esto. Por ejemplo, el Gorgias –o de los Sofistas– se
plantea un problema bello, una pregunta hermosa e inquietante: ¿por qué en las
asambleas populares, cuando se trata de la construcción de caminos solo son
escuchados los ingenieros, cuando se trata de la construcción de edificios los
arquitectos, si se trata de problemas de la salud los médicos, pero cuando se trata de
la justicia cualquier ciudadano puede opinar? Eso parece una paradoja: ¿es que el
de la justicia es un problema subalterno, mientras que los otros requieren
conocimiento técnico y especializado que determina que solo los especialistas
puedan responder, mientras que tratándose de la justicia cualquier ciudadano puede
hacerlo?

¿Y qué respuesta racional tiene? Sócrates no le da una respuesta racional, pero


Platón apela al mito, al mito de la creación del hombre, de la criatura humana. Una
vez que la criatura humana fue tal, el Demiurgo advirtió que la había dejado en
inferioridad de circunstancias que las demás especies, porque el hombre no es tan
fuerte como el león, tan veloz como la gacela ni puede volar como el águila.
Entonces Prometeo, que era un dios favorable a los hombres, les mandó a través de
Hermes, el dios del comercio, un regalito a los humanos: la sindéresis, la capacidad
de distinguir lo correcto de lo incorrecto, lo bueno de lo malo, y como la justicia es
un problema de esa estirpe ahí cualquiera puede opinar.

Naturalmente la respuesta que da es hermosa, imaginativa, fantástica, pero mítica,


eminentemente mitológica. Y eso Platón lo hace permanentemente, mezclar el
logos con el mito. ¿Por qué? ¡Porque nunca dejó de ser el poeta que quiso dejar de
ser! Siempre fue un poeta, siempre fue un dramaturgo, su destreza para los diálogos
justamente la empleó luego en la exposición de temas filosóficos. El diálogo ¡qué
manera tan didáctica, tan eficaz de atender problemas filosóficos y a veces de
responder! ¿Por qué Platón expulsa de la república a los poetas? Massimo Cacciari
–un filósofo político italiano, militante y alcalde varias veces de Venecia– tiene un
libro muy interesante que se llama Hombres póstumos. Allí nos da una respuesta
muy bella: ‘Platón los expulsa porque quiere que todo en la república sea logos y la
poiesis es remisa a someterse a la sabiduría del logos; el poeta no se somete a los
estados de la razón, y como no se somete a los estados de la razón hay que
excluirlo. Lo que hace Platón es reivindicar el logos, querer abandonar el mito,
pero nunca lo abandona. No hay un solo diálogo de los más célebres de Platón
donde el mito no esté vinculado con el logos.

  19  
Gorgias –o de la retórica– es un diálogo magnífico. A mí me gustan muchas cosas
de él, pero hay una que es la que más me gusta, y es que Gorgias era el mayor de
los retóricos, el sofista mejor orador y tal vez el mejor orador ateniense en su
momento. Allí Sócrates –quien se encuentra de manera casual con Gorgias, que
acababa de pronunciar un discurso muy extenso– les pregunta a los discípulos:
bueno ¿y qué es lo que Gorgias enseña? Y ellos le dicen que le pregunte
directamente a él. Entonces Sócrates va y le pregunta: ¿qué es lo que tú enseñas? Y
Gorgias le responde: “la más noble de las artes, la más alta”. Y Sócrates le dice: no
te estoy preguntando qué es, qué excelencia tiene sino en qué consiste. “Lo que yo
enseño es la retórica”. ¿Y en qué consiste la retórica? “En hablar bien, yo enseño a
hablar bien”. Y le dice Sócrates, ¿a hablar bien de qué?, porque de la salud habla
bien el médico, de la construcción de caminos el que habla bien es el ingeniero, de
la construcción de edificios el que habla bien es el arquitecto, entonces tú ¿enseñas
a hablar bien de qué? Ahí tienen ustedes una pregunta hermosa contra la retórica
vacua, contra esos discursos frondosos a través de los cuales no hay nada. Sócrates
prefería la dialéctica, la confrontación desnuda de mi argumento contra tu
argumento, de la pregunta que yo te formulo con la respuesta que tú me das, o
viceversa.

Lo mismo se puede decir de un diálogo hermoso que se llama Protágoras –o de los


Sofistas–, diálogo que está clamado por una puesta en escena, porque desde el
comienzo hasta el fin uno quisiera verlo representado.

Fíjense ustedes, llega un adolescente, bastante niño todavía, muy temprano a la


casa de Sócrates y toca. Y le dice Sócrates: “¿qué te trae tan temprano a mi casa?”.
Y le dice el niño –Hipócrates, que no es el médico: es que Protágoras está en
Atenas. Y Sócrates le dice: “sí, yo he oído lo mismo”. Y me dicen que tú eres
amigo de Protágoras. “Sí, yo soy amigo de Protágoras”. Y quiero que tú me
presentes a Protágoras. “¿Y por qué quieres que te presente a Protágoras?”. Porque
quiero que Protágoras sea mi maestro. Entonces emprenden el camino hacia la casa
de Calias, el rico ateniense, donde se hospeda Protágoras, y en el camino le va
preguntando Sócrates al niño: “¿Y por qué quieres que Protágoras sea tu maestro?”.
Porque él tiene fama de ser el más importante de los maestros que hay en Grecia. Y
entonces le dice Sócrates: “debes tener mucho cuidado al elegir a tu educador,
porque si tú vas al mercado y compras unas barras de género y te engañan, tú las
puedes devolver, pero en materia de educación no puedes devolver lo que te dieron;
esa arcilla ya se plasmó de un determinado modo y no es susceptible de ser
reformada, mucho ojo al elegir al maestro”.

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Desde ese momento uno sabe que se van a enfrentar dos colosos: Sócrates y
Protágoras. Van camino de la casa de Calias. Sócrates va conversando con
Hipócrates y uno sabe a dónde van dirigidas las preguntas, y cuando llegan lo
encuentran en los jardines de esa mansión tan hermosa acompañado de Pródico de
Ceos –un lingüista, y de Hipias de Élide –un matemático. Todos los sofistas tenían
un conocimiento variado, eran eruditos; está pues acompañado de sus amigos
sofistas. Sócrates empieza a preguntarle esto: dime Protágoras: ¿la virtud es una o
las virtudes son varias? Y Protágoras dice: “Hay varias virtudes”. ¿De modo que la
belleza y la justicia son cosas distintas? “Son cosas distintas”. De modo que hay
cosas justas que son feas o cosas injustas que son bellas. Entonces empieza ese
razonamiento para mostrar que la pluralidad de virtudes es insostenible. Sócrates
hace permanentemente retroceder a Protágoras para preguntarle finalmente lo que
ya había preguntado en el diálogo el Menón –o de la virtud–: Tú dices que eres
maestro de la virtud ¿es que acaso la virtud se puede enseñar?

Y esa tesis o esa pregunta –que es apasionante, como les decía cuando empezaba
esta reflexión–, es actual, vigente. La podemos plantear de esta manera: ¿la ética se
puede enseñar?

Lo que le pregunta Menón a Sócrates es: “Sócrates, ¿la virtud se puede enseñar?” Y
como en los diálogos no sobra nada, todo tiene su sentido, las pullas contra los
sofistas están predispuestas. Entonces ¿quién es Menón? Menón es un militante del
partido democrático ateniense, y la democracia ateniense acababa de ser restaurada
en una guerra muy costosa en vidas, que es la guerra contra los 30 tiranos. Sócrates
le responde: Menón ¿por qué no procedemos lógicamente?; averigüemos primero
qué es la virtud para saber si se puede enseñar. Pero Menón, que no es filósofo sino
político, le dice: “Yo no tengo tiempo para esas tonterías, eso tú que estás tan viejo
y te sigues dedicando a esas fruslerías. Yo lo que quiero es que me des una
respuesta práctica: si quiero que mis hijos sean virtuosos ¿donde quién los mandó?”
Sócrates cede ante esa solicitud y dice –otra vez una pulla contra los sofistas, aquí
se enfrentan un filósofo y un político y los sofistas eran fundamentalmente
políticos–: Si tú me dices que tu hijo quiere ser un gran esgrimista, o que tú quieres
que tu hijo sea un gran jinete, conozco de buenos maestros del jinetear, pero yo no
conozco maestro de virtud (eso era en contra de los sofistas, que se consideraban
maestros de virtud) y por lo tanto no sé dónde quien mandarlo.

En el Protágoras se retoma el problema, pero el diálogo termina de una manera


sorprendente. ¿Por qué? Porque Sócrates cree que la virtud es racional, pero que no
se puede enseñar; en cambio Protágoras cree que la virtud sí se puede enseñar. Pero
con las preguntas que Sócrates le hace incurre a menudo en contradicciones: ¿La

  21  
virtud es una o las virtudes son múltiples? “¡Ah! son múltiples”, le hace decir
finalmente Sócrates. Y si son múltiples, lo son al modo como las partículas que
constituyen una barra de oro son múltiples, pero constituyen algo homogéneo como
una barra de oro, o al modo como las partes del rostro humano constituyen una
unidad aunque sean diferentes. Y naturalmente todas esas preguntas son problemas
que le va planteando Sócrates y que resultan insolubles para Protágoras, con el
propósito “malévolo” de mostrarles a los que se jactan de ser muy sabios que no
saben nada.

Recordemos la anécdota de Querofonte, quien va al santuario de Apolo en Delfos a


preguntarle si en Atenas hay alguien más sabio que Sócrates, y la pitonisa dice que
no hay nadie más sabio, por lo que Sócrates se sentía confundido, puesto que él
decía que era un ignorante. ¿Cómo podía ser el más sabio de Atenas? Cuando hizo
ese recorrido hizo quedar mal a todos los que presumían de saber en qué consiste la
piedad, en qué consiste la sabiduría, en qué consiste la valentía. A todos los hizo
quedar mal, y eso fue lo que le cobraron mediante las acusaciones de Anito y
Meleto, quienes lo acusaron frente al tribunal de los 500 de ser corruptor de la
juventud y de crear nuevos dioses. Concluyó, finalmente, que tal vez la pitonisa
tenía razón; que a lo mejor él era el más sabio porque conocía su ignorancia y los
demás no la conocían. Una cosa estremecedoramente hermosa, bella como son
todos los diálogos de Platón.

¿Qué hago yo aquí? Un ejercicio meramente introductorio, porque en el primer


capítulo me ocupo del tema del mito y el logos, que lo planteo de una manera
elemental. La persona humana es la persona condenada a ser libre –decía Sastre- y
condenada a saber; el saber es un gran bien. Y es que no podemos no saber, la
persona inicialmente comparte con las demás criaturas muchas cosas en común,
pero hay una que no comparte con ninguna otra, la de saber en qué medio se
mueve, por qué está allí, para dónde va, problemas todos inherentes a la condición
humana: siempre nos estamos planteando ese tipo de problemas.

Hans Vaihinger, un filósofo entre nosotros muy ignorado, en cuya obra más
importante, La filosofía del como si, escrita en 1911, dice que el conocimiento es
simplemente una facultad práctica, que nos sirve para adaptarnos al medio en que
nos encontramos o movemos, pero que nos gusta tanto la manera cómo funciona,
que entonces empezamos a averiguar otras cosas que no tienen que ver con nuestras
necesidades inmediatas, sino con otro tipo de necesidades. Empezamos a utilizar el
conocimiento para otras cosas.

  22  
De manera semejante, Spengler dice, en la Decadencia de Occidente, que el arte no
empieza con la casa, que la arquitectura no empieza con la construcción de la casa
sino del castillo, porque la casa hay que construirla incluso de una manera rústica y
tosca para satisfacer la necesidad de vivienda, cuando ya la tengo satisfecha puedo
embelesarme en construir no solamente una casa sino una casa bella.

De la misma manera –esta es la hipótesis que elabora Vaihinger–, el conocimiento


es una facultad práctica para adaptarnos en el mundo, pero una vez que ya hemos
agotado esa necesidad y ya sabemos adaptarnos en el medio en el que estamos,
empezamos a emplearla en otras cosas; por ejemplo, a preguntarnos por qué
estamos aquí, quién dispuso que estuviéramos aquí, y qué ocurre después de esta
vida, etc., entonces empezamos a realizar una actividad con la que originariamente
no se contaba, una actividad científica o una actividad filosófica.

Lo que me propongo en la segunda parte de esta reflexión – si es que llego a poner


en obra blanca lo que tengo en obra negra– es mirar problemas como los que les he
esbozado. Ahora trato el mito y el logos para mostrar que en Sócrates hay logos, en
Platón hay mito y logos. Sócrates es el prototipo del logos y Platón, que quiere
imitarlo, no puede abandonar su condición poética y por tanto continuará
mezclando razones con mitos.

En el segundo capítulo del libro planteo un problema muy lindo: la disputa entre
Heráclito y Parménides, que generalmente se ha planteado en estos términos:
Parménides, el primer ontólogo, el primer metafísico, sostenía que el ser es uno,
inmóvil, mientras que Heráclito va a decir que todo está en perfecto movimiento y
que nunca nos bañamos en el mismo río, porque ni el río es el mismo cuando
llegamos a él por segunda vez, ni nosotros somos los mismos porque también
estamos cambiando como el río –una de las obsesiones poéticas que Borges trabaja
muy bellamente.

En el tercer capítulo trato el problema de la sofística, que es apasionante por una


razón. Ahora les decía que Platón hace víctimas a los sofistas de sus pullas, más o
menos los construye a su manera, con el objeto de que en su disputa con Sócrates,
Sócrates resulte triunfante. Pero eran grandes los sofistas, como lo pone de
manifiesto Bertrand Russell en la Historia de la filosofía occidental. Eran tan
grandes que, a pesar de que se les conoce por su caricatura malévola, han pasado a
la historia; y a pesar de que las obras de ellos no se conservan.

Pero fíjense en estas dos circunstancias. Ellos se proclamaban maestros de virtud, y


eso los hace risibles, vanidosos, presuntuosos. Pero resulta que esa afirmación era

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revolucionaria y humanística ¿Por qué revolucionaria? Porque en la Grecia arcaica
la virtud era propia apenas de los hijos y descendientes de dioses o semidioses, los
demás hombres no descendientes de dioses o semidioses estaban condenados a no
ser virtuosos; era un don que se transmitía a través de la sangre, y si los sofistas
decían: “nosotros somos maestros de la virtud. Si la virtud se puede enseñar, es
porque la virtud se puede aprender, y si la virtud se puede aprender es porque no es
un don divino sino una conquista humana”. ¡Esa es una lección extraordinaria! De
la misma manera, en el fragmento que se conoce de Gorgias, el Elogio de
Palamedes, se muestra que Palamedes era un rey que advirtió varias cosas: una de
ellas que un lente, un vidrio que proyectaba la luz del sol de cierto modo, podía
quemar un leño, y que, por lo tanto el fuego no era un don divino que habían
regalado los dioses a través de Prometeo, sino un descubrimiento del ser humano.
Ese grupo de los sofistas tan mal tratado en los diálogos socráticos es un grupo de
humanistas y de demócratas, de ahí que el movimiento sofístico sea tan importante.

El cuarto capítulo lo dedico a tratar a Sócrates. Las dos cosas que más me
apasionan de él son: por una parte, la búsqueda de la claridad. Para muchos la
claridad es un medio, para mí la claridad es un fin en sí mismo, yo busco la claridad
por la claridad. Y eso se proponía Sócrates: buscar la claridad, pues sin claridad no
hay saber. Por otra parte, la integridad, que consiste en que yo sea capaz de
comportarme de acuerdo con lo que digo y que diga aquellas cosas que realmente
pienso, con las que realmente estoy de acuerdo. De modo que esa búsqueda
socrática de la claridad y de la integridad me parecen maravillosas, y todo lo que
muestro ahí –desde luego, una cosa muy precaria y en unos capítulos muy breves-,
es qué era lo que buscaba Sócrates, o al menos lo que yo pienso qué es lo que
buscaba Sócrates, y por qué me gusta Sócrates.

Presento disculpas porque me he excedido en el uso de la palabra y en realidad les


agradezco tanta atención y tanta paciencia.

  24  
Carlos Gaviria-Díaz en “Mito o logos”
Carlos-Enrique Ruiz

Siempre he creído que las ideas son parte fundamental de la vida


democrática. No puedo creer que podamos pensar los cambios que
reclama la nación sin replantearnos con vigor el sentido de nuestras metas
y aspiraciones colectivas. Tengo la convicción de que Colombia necesita
pensar la política de otra manera; ejercerla a través de los medios de
civilización y respeto que la humanidad entera busca anhelante. La ética,
o, para decirlo de otra manera, la decencia pública, no es un adorno o
sortilegio de la vida, sino que, por el contrario, expresa las realizaciones
de la virtud ciudadana y la fuerza de la democracia, viva, actuante y
participativa.
Carlos Gaviria-Díaz

Personalidad liberal en el más riguroso de los sentidos. Librepensador, formado en


las disciplinas del estudio y la reflexión, con acendrada vocación académica.
Pensador con erudición de fácil compartir. Sus más hondas preocupaciones: la
justicia y la libertad. Por circunstancias de su formación y profesionalismo fue a
dar a la Corte Constitucional donde lució sus condiciones de libre examen, con
liderazgo de sentencias históricas que todavía tienen pensando al mundo en temas
cruciales de la eutanasia, el consumo de drogas alucinantes, la libertad de
expresión, entre otros. Su libro: “Sentencias – Herejías constitucionales” recoge
esas contribuciones suyas (Ed. Fondo de Cultura Económica, Bogotá 2002; 453
pp.)

Sus criterios rectores como conciencia jurídica de la nación han sido, de manera
imperturbable, dos: “Nadie por encima de la ley” y “La igualdad es la base de la
justicia”.

Como defensor de los derechos humanos le tocó salir a duros años de exilio, y llega
a la política como formador de condiciones para la honradez, los comportamientos
decentes, la elaboración de principios para el ordenamiento de la sociedad con la
participación de la ciudadanía. Y llegó al Senado de la República, donde su voz de
sabia racionalidad no fue siempre debidamente oída. También su liderazgo de
conciencia ética y jurídica, con sentido social, lo conduce a ser candidato a la
presidencia de la República, por partido que contribuyó a integrar como alternativo
a lo perniciosamente dominante. Pero las condiciones en esos ámbitos le generaron
más desgaste que retribuciones alentadoras. Y ahora se encuentra de nuevo

  25  
dedicado a la academia, como es apenas natural por su vocación de estudio y
meditación, con llamados permanentes de universidades de Colombia y otros países
para nutrirse de su sabiduría.

Su pasión es Sócrates que ha asimilado con rigor, hasta distinguir en los Diálogos
de Platón aquellos en los que Sócrates es como es, por desarrollarse siempre en
términos de la duda, con interrogantes continuos, desmontando el saber
autoconvencido de autoridades atenienses. Su reciente libro: “Mito o logos – Hacia
La república de Platón” (Ed. Luna Libros, Universidad del Rosario, Bogotá 2013;
136 pp.), es un propio rescate de sus notas en el exilio, con anuncio de un segundo
volumen. Tuvo como antecedente la justificación de año sabático concedido por la
Universidad de Antioquia, en 1987, para desarrollar investigación sobre “Saber,
virtud y poder en Platón”. Proyecto interrumpido por el asesinato del doctor Héctor
Abad-Gómez, presidente del comité de derechos humanos de Antioquia, el 25 de
agosto, del cual Gaviria era su vicepresidente. Con urgencia va a Buenos Aires al
exilio y a pesar de las angustias y desasosiegos, se dedica a estudiar, concretando la
escritura de este libro concebido “para quienes se acercan al pensamiento filosófico
con espíritu lúdico y gozoso”. Libro que apenas ahora ve la luz, puesto que el autor
tuvo agitados paréntesis de magistrado, senador, candidato presidencial, con
ajetreos de la política que le dejaron inocultables desazones. En él rastrea los
pensadores y obras, con visión de camino, que en lo fundamental dan origen a la
obra de Platón.

Los títulos de los cuatro capítulos que lo integran son realmente seductores: 1.
¿Mito o logos? Primera encrucijada del espíritu; 2. Contemplación del ser o
esclarecimiento de su senda: ¿un dilema inexorable?; 3. Del cielo a la tierra, y 4.

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Claridad e integridad: una pasión y una meta. En el primero se pasea, en cuatro
apartados, con meditación, a partir de considerar la pregunta como anuncio del
espíritu, con la claridad en la urgencia que se tiene por comprender y explicar
tantas cosas que involucran al ser humano. En esta ambición nos vemos compelidos
a dos caminos: uno sin límites, y el otro el de la discreción o la mesura, con el
marco en verso de Hölderlin: “El hombre es un rey cuando sueña y un esclavo
cuando piensa”. De este modo aparecen como opuestos, pero no siempre, la
fantasía y la razón, el mito y el logos, incluso concibe el autor ocasiones en que se
encuentran fusionados. Se trata de la dicotomía de Platón manifiesta en el lenguaje.
En los comienzos del pensar, la poesía es la expresión, como antesala de la
filosofía. Acude a Hesíodo para recordarnos su intención de buscar la verdad,
descubriéndola, para mejorar la condición humana, hacia comportamientos de
dignidad y labor. Y se remonta a Homero, ubicado en el mito, como “esencia
perenne de la poesía”. Advierte que el paso del mito al logos se dio con la filosofía
milesia, por la manera como reivindican la razón a partir de observar con ahínco la
naturaleza. Pasan por sus consideraciones Diógenes Laercio, Tales de Mileto,
Anaximandro, Anaxímenes, Pitágoras… En Anaximandro encuentra el salto de la
poesía a la prosa, con anticipo venturoso en la relación lenguaje y pensamiento, que
le abre camino a la ciencia.

Con Pitágoras, influenciado por culturas orientales en especial de Egipto, se


inaugura el sentido riguroso de Escuela, el “pitagorismo”, con desarrollos en la
ética por medio de la purificación (ascesis), la gimnasia y la música, para
amortiguar la sensualidad y exaltar el espíritu. Influencia decisiva en Grecia, con
expresión inicial en Platón. Pitágoras adivinó, por azar, que la tierra es redonda, al
estimar que sería lo pensable puesto que la esfera es la forma más perfecta,
mientras que Tales y Anaxímenes la veían como un disco flotante y Anaximandro
como un cilindro o tambor.

Los pitagóricos se consagraron en la historia de la cultura por su dedicación a la


matemática, con base supersticiosa al estimar que el número es la base o esencia de
todas las cosas, al observar la armonía que debe reinar en el mundo, interpretable
con expresiones matemáticas, sobre bases en estudios de la música vinculados a la
moral.

Esas dos vertientes de mito y logos, vienen a dar en Platón, a quien Gaviria
identifica como “poeta sensitivo tan ávido de logos”, o como un “converso y duro
racionalista”, “nostálgico de la fantasía insumisa”.

En el capítulo segundo, con ocho apartados, Gaviria explora el tema del ser y de la

  27  
senda, con detenimiento en Parménides y en Heráclito de Éfeso. Destaca en ellos la
preocupación por el “saber riguroso”, guiados por la intuición, a través de tanteos,
confiados en la experiencia pero sin darse cuenta de lo que buscan ni a donde
llegar, por lo cual suelen desacertar, ubicándose más en la metafísica, a pesar de la
intención en lo físico. La actuación de Parménides, cabeza de la escuela eleática, le
parece singularmente memorable y al relacionarlo con los jonios usa una expresión
común que ubica en forma debida los respectivos campos: “a los jonios les
interesaban los árboles y a Parménides el bosque”. El tema de preocupación central
de Parménides es el Ser, que aborda con solemnidad y aproximación mística, con
recursos en la poesía, en conjunción expresiva de esta y del mito. El método usado
toma lo descubierto por la razón pero para convencer a los demás apela a los dioses
como portadores de la verdad. Gaviria recuerda que este proceder es dogmático,
por cuanto subordina la razón al mito. Aun cuando destaca que Parménides tuvo la
lucidez de concebir que para llegar a la verdad es indispensable elegir muy bien el
camino.

Karl Popper en su célebre conferencia sobre los Presocráticos (1958) atribuye a


Heráclito el haber anticipado a Parménides al distinguir entre realidad y apariencia.
Y le reconoce intuición extraordinaria al concebir que las cosas son procesos y que
las personas son llamas. Valora a Heráclito como el mayor y más audaz pensador
entre los Presocráticos.

Gaviria señala a Parménides como el primer pensador que asume el problema


fundamental de la lógica, pero que al identificar el pensar con el ser disuade la
lógica en ontología. Resalta que Parménides finalmente es consecuente, puesto que
procede acorde con su prédica, al saber que se consigue persuadir si la verdad es la
que se enseña. Y destaca la manera como anticipa la dicotomía platónica de mundo
sensible/ mundo inteligible. Es de recordar que la poesía en Parménides es un
recurso formal de cierto esplendor, pero carente de emoción, por cuanto lo
entretiene o distrae la lógica.

En contraste con Parménides, Gaviria acude a Heráclito de Éfeso, un tanto críptico,


con predilección por el lenguaje que lleva a interpretar de una cierta manera la
convergencia entre filosofía y poesía. Aun cuando la forma de expresión de
Heráclito es la prosa, la emplea con emoción, dolor y gozo. Su talante es la del
esteta que utiliza el recurso sensible para convencer, no despojado de ironía,
desprecio y sátira, con el objetivo de moralizar. De recordar el generalizado
conocimiento en la expresión de Heráclito: “No es posible ingresar dos veces en el
mismo río”. En Parménides el movimiento es ilusión. Gaviria ubica a Parménides

  28  
como metafísico y a Heráclito de moralista. Heráclito llega al devenir, Parménides
al ser. En Heráclito el mundo es sensible y en Parménides el mundo es inteligible.
En Heráclito encuentra Gaviria cierta relación con Pitágoras, por cuanto desliga la
ética de lo divino y místico, actitud que luego es asumida por Platón en especial en
el diálogo “Eutifrón o de la piedad”. Y se asoma a Heidegger con esa
reminiscencia, citándolo: “los dioses de los griegos nada tienen que ver con la
religión”. Y a su vez Gaviria redondea la idea al decir: “La divinidad heraclítea es
demasiado fina para dejarse asimilar al mito y excesivamente racional para ser
religiosa.” Salta a recordar que en Platón ética y política no tienen separación
alguna (idea tan lejana a los aconteceres perniciosos de hoy), en quien se da un
gran aparato teórico para formular un propósito magno: un Estado justo donde
todos los seres humanos puedan ser felices.

Este estudio le sirve a Gaviria para atisbar en sus orígenes el “sentido ético de la
ley”, la “existencia de normas que prescriben conductas honestas”, con el ejercicio
de vida que lo ha identificado, al entender y ejercer la ética en tanto estética, dos
campos inseparables.

El tercer capítulo, “Del cielo a la tierra”, de diez apartados, comienza con epígrafe
de Protágoras de Abdera, quien asegura no poder saber acerca de la existencia de
los dioses, por lo oscuro del tema y por la brevedad de la vida. Recuerda Gaviria
que con Parménides se inicia la ontología y que Heráclito consigue articular con
racionalidad, como hazaña, el ser humano y el universo. Y deja establecida en la
cosmovisión pitagórica el ser humano como sujeto moral, sin dejar de lado lo
supersticioso.

Destaca el gran salto que fue el haber subordinado los sofistas el mito al logos, en
tanto lección asumida de los jonios. Identifica en los sofistas los temas centrales de
su trabajo: individuo y sociedad, lo político en la coexistencia, el pensamiento
como progreso, el poder implícito de la palabra, la educación como factor de
perfeccionamiento, la capacidad humana en la transformación de la polis. Gaviria
encuentra que Sócrates asume ese conjunto de factores enunciados por los sofistas,
pero cuestionando las respuestas que dieron. Cita a Cicerón para aseverar que
Sócrates hizo de la filosofía un bien terrestre, con ámbito en las ciudades, hasta
conseguir que fuese motivo de diálogo en las familias y elemento indispensable
para indagar sobre la vida y la moral, el bien y el mal.

Gaviria se ocupa de desentrañar quiénes eran los sofistas, a sabiendas que Platón
los trata de manera despectiva, no sin develar aspectos valederos en medio de la
manipulación. Antes de Platón aquella denominación aludía a personas instruidas y

  29  
prudentes. Platón identifica a los principales integrantes de los sofistas: Protágoras
de Abdera, Gorgias de Leontini, Hipias de Elis y Pródico de Ceos. Y nombra otros
de menor relieve, por la alusión que hacen de aquellos como maestros: Calicles,
Polo, Eutidemo y Trasímaco. Los sofistas tuvieron un objetivo común: enseñar la
virtud. Serio asunto que da pie a Platón para criticarlos de manera implacable (“no
siempre impecable”, anota Gaviria) y de esa manera aprovecha para hacer suya la
filosofía de Sócrates.

Gaviria se pregunta por el sentido y validez de enseñar la virtud. O, en otros


términos, qué es lo que hace mejores a las personas. Para dar respuesta alude a la
contraposición de las expresiones techné y areté. La primera, con el sentido de
conocimiento y habilidades en una profesión, que por su naturaleza son
practicables y transmisibles en la enseñanza. La segunda expresión, areté, es la
virtud, que Homero había usado para denotar la excelencia humana y la
superioridad de otros seres. El pensamiento arcaico atribuye la virtud como propia
de quienes descienden de los dioses, o de la divinidad y, por consiguiente, no
accesible a la gente del común. Acude a Protágoras quien trata de definir lo
enseñable en la areté: la prudencia y la perfección, que son virtudes, con lo cual se
cae en especie de círculo. Entonces para explorar qué es lo que puede enseñarse
como virtud, en la pretensión de los sofistas, Gaviria acude al Gorgias, diálogo en
el que Sócrates quiere saber qué es lo que saben y enseñan los sofistas, para
finalmente dar la respuesta: los que saben y enseñan es el arte oratorio. Y
contrapone las respuestas que le dieron a Sócrates tanto Polo como Gorgias, el
primero con evasión y ambigüedad, y el segundo con precisión.

Gaviria en este momento de su indagación establece como avance que “los


hombres son mejores cuando saben cómo tratar a las personas que de ellos
dependen y qué hacer con los bienes que están bajo su cuidado”.

Pasa Gaviria a dilucidar en un contexto democrático la manera de acceder al


desempeño de funciones públicas por medio de la persuasión, para asegurar el buen
destino de la polis que es el compromiso del estadista. Gorgias asegura que la
capacidad de persuadir mediante la palabra es el supremo bien. Y se llegará al
poder por consenso de los ciudadanos sólo en la democracia. Pero resulta que es
posible persuadir en lo que no sea verdad. Al ser los sofistas eruditos y no
científicos, la búsqueda de la verdad no es lo que los apasiona. Situación que
aprovecha Sócrates para afrontar como adversa la retórica.
De este modo se llega a precisar que lo enseñable como virtud por los sofistas es
más bien algo que obedece a las leyes de la retórica, que corresponde al campo de
la techné.

  30  
Gaviria valora a los sofistas por la racionalidad humanista, por la actitud
heterodoxa y el escepticismo intelectual que representan y por haber sido
“cosmopolitas y modernos”. Además les adjudica el haber tenido mucho que ver en
el origen de la idea occidental de cultura, justo al haberse proclamado maestros de
la virtud, y no de una techné cualquiera.

El capítulo cuatro y último, “Claridad e integridad: una pasión y una meta”, lo


dedica a la gran pasión de su vida: Sócrates, en diez apartados. De entrada cita a
Sócrates en su defensa: “¡Dichoso yo, si supiera lo que otros no vacilan en creer
que saben! Pero no sé nada, atenienses, y ante vosotros me presento desnudo y sin
los adornos de una mentirosa certeza.” Gaviria estima, con razón, que la vida de
Sócrates es un suceso estelar en la historia del espíritu. Se le condena a muerte
bebiendo la cicuta por dos acusaciones infamantes que los enemigos le hacen: por
no reconocer a los dioses oficiales, es decir, impío, y por corromper a la juventud.
Acusaciones que afronta con valentía y racionalidad, pero sin surtir el efecto
deseado de ser declarado inocente. Ante el “Tribunal de los 500” que lo juzgan,
Sócrates compareció con serenidad y humildad, al esgrimir su pobreza como
testigo. Jenofonte lo calificó como “el más sobrio y el más casto de los hombres”.
Bertrand Russell lo identifica de persona muy segura de sí misma, de elevada
inteligencia, indiferente al éxito mundano, persuadido de que la claridad de
pensamiento es requisito para vivir con rectitud.

La singularidad de Sócrates, dedicado por completo a pensar y hablar, lo hacía


reconocer como persona sabia pero al margen de las muchedumbres, muy diferente
al común de los mortales.

Sócrates fue devoto de los dioses de Atenas, en especial de Apolo, con lo cual se
aprecia la falsedad al acusarlo de impío. Además era profundamente respetuoso de
los demás en sus creencias y costumbres. Pero su condición reflexiva rompía el
sosiego de las mentes agraciadas con lo establecido. En su exaltación de los dioses
utilizaba alegorías o metáforas, lo que ocasionó endilgarle la creación de otros
dioses, tal los casos de sus alusiones al daimon, o al genio, o al trueno.

Gaviria acude a referenciar las dos versiones conocidas de la Defensa de Sócrates:


la de Platón y la de Jenofonte, distintas pero coincidentes en los aspectos
fundamentales. Asimismo identifica en Heráclito el antecedente de la idea socrática
de daimon, y recupera una línea entre ambos pensadores. Incluso acude al
testimonio de Diógenes Laercio, quien recoge lectura hecha por Sócrates de
Heráclito, con la apreciación de haber dicho que lo entendido por él es muy bueno.

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Hay un hecho que reivindica Gaviria: Sócrates es temible para la democracia en
Atenas por tratarse de pensador en extremo racional, siendo considerado de
mentalidad crítica, sin capacidad alguna para aceptar lo establecido sin el debido
discernimiento. El autor resalta, al concluir uno de los apartados: “Sócrates era un
gran hombre, pero los atenienses constituían un gran pueblo.”

Gaviria llama la atención sobre lo nefasto que ha sido en la humanidad remplazar el


saber por la creencia, es decir, el logos por el mito, que se dio incluso en Atenas. Y
llega a cuestionar “Las nubes” de Aristófanes, por haber hecho de Sócrates una
caricatura cruel, un contraventor de supuestas costumbres sanas, maestro de
majaderías, ducho en hacer triunfar malas causas, pero explica esa obra por tratarse
de una comedia que busca apoyo en la realidad para hacer sátira.

En últimas, Sócrates se hizo incómodo para el poder reinante por su método de


abordar los temas esenciales, con el diálogo de libre examen, con interlocutores de
toda condición, así fuesen transeúntes ocasionales o personalidades consagradas en
la sociedad. Ante afirmación categórica del interlocutor, Sócrates revertía con la
duda por medio de preguntas, y así sucesivamente hasta dejar al otro sin el
advertido sustento en seguridad de las expresiones y las ideas. Gaviria redondea su
comprensión de Sócrates al aceptar que la actitud racional de este fue de riesgo
para la democracia en Atenas, puesto que todo lo sometía al análisis de la razón,
incluso lo sagrado. Y asevera Gaviria, al término del libro, que Sócrates llevó a un
grado superior la actitud precursora de los sofistas, para dar mejor cimiento a la
democracia en tanto favorecedora del logos y su consecuencia, la virtud.

Popper en la referida conferencia establece que en la escuela jónica, y en general en


los Presocráticos, se inventó la tradición crítica o racionalista, la cual se perdió
durante dos o tres siglos, a partir de la doctrina de la episteme, de Aristóteles,
relativa al conocimiento cierto y demostrable, con la ventaja de haber brotado en el
Renacimiento, en especial gracias a Galileo Galilei, y en el siglo XX con Albert
Einstein.

“Mito o logos – Hacia La república de Platón” es bello y oportuno libro en estos


tiempos tan faltos de mirar la historia sin pasión ni ortodoxia, para recordar, en
especial, a los Presocráticos como creadores del pensamiento crítico, con intuición
y audacia, en libertad, a riesgo de la vida personal, soportes que fueron de lo más
valedero en la cultura de Occidente. / [Manizales, en Aleph, a 05.IX.2013]

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Eduardo Escobar en el laberinto de la vida y la
palabra

… la vida es hermosa porque es ardua, porque no es simple, porque


es enigmática, y que merece vivirse con defectos y todo,…
Eduardo Escobar

La poesía es la expresión primera desde antes de Homero, con Homero y en los


Presocráticos. Las culturas reconocidas como aborígenes la utilizan en la
preservación de tradiciones y en rituales, con la música del espíritu y repercusión
en la danza. Pero en el fondo el ritual mayor de su significado es creación,
elucubración, sentido del sinsentido, sinsentido de realidades en contraste,
búsqueda de símbolos, de los destellos para la alucinación y la sorpresa. Y el
mundo siguió en el despropósito de construir entelequias de la nada, hasta el fin de
los tiempos, en consonancia con armonía desarmónica del universo.

A finales de los años cincuenta, justo en 1958, un grupo de muchachos con


inquietudes de la lectura y la escritura levantaron bandera, agrupados bajo el mote
de “nadaísmo”, y revolcaron las páginas de los diarios, los noticieros de la radio,
los atrios parroquiales, las plazas públicas, con irreverencias y excentricidades a
montón, a la manera de arrebatados publicistas, declarándose geniales, locos y
peligrosos, pero no dejaban de ser mansas palomas. Fue una ebullición de rebeldía
creadora, con exageraciones escénicas que todavía hoy se recuerdan, pero en lo
sustantivo estuvo que esos muchachos tenían talento y expresión que fue
consolidándose en obra sólida, en algunos de ellos. Su jefe, el autodenominado
“monje loco”, fue Gonzalo Arango, poeta, narrador, periodista. Y en el trasfondo
estuvo la actitud intelectualmente distinta de un escritor notorio, Fernando
González, el “filósofo de Envigado”. Grupo que marcó la historia de las letras en
Colombia, con extensión de relumbre en otras comarcas. Su presencia ha quedado
salvaguardada en la expresión “movimiento nadaísta”, integrado por personas en
comunión de amistad, escándalo, contrarios al odio e identificados en los grandes
amores, en las obsesivas lecturas y en las escrituras desbordadas.

Su integrante más joven recoge en las siguientes palabras las ambiciones de ese
movimiento: “… intuíamos –dice- una revolución de las ideas y las costumbres, de
la mente y la cultura, urbana y campesina, fantástica y simple, social-sexual, del
arte y del lenguaje, de la vida total, de la física y la metafísica, patafísica,

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arrevesada, concreta, imprevisible, la Revolución de los Cielos Terrestres que
soñaron profetas y poetas, dementes y videntes… y que parece siempre tan lejana.”
De recordar los nombres: Gonzalo Arango, Amílcar Osorio (Amílcar U), Elmo
Valencia, Darío Lemos, Humberto Navarro, Jaime Jaramillo-Escobar (X-504),
Eduardo Escobar, Armando Romero, Jotamario Arbeláez, Pablus Gallinazo, Raquel
Jodorowski,… Y detrás y en los entornos de ellos un torrente de muchachos de
variopinta condición. Recorrieron el país y celebraron la vida a contracorriente.
Con la perspectiva de los años puede apreciarse la contribución del movimiento y
la obra significativa de sus protagonistas principales.

Eduardo Escobar tenía catorce años al surgir y vincularse al grupo, y su vida ha


sido de trajines y fascinaciones, siempre apegado a la literatura, como creador en
verso y prosa. Trashumante de seminarios, de reformatorios y del más variado
ejercicio de sobrevivencia. Lector voraz, con acceso a grandes autores de todas las
épocas y latitudes. Prolífica obra, con 24 libros publicados en poesía, novela, y
ensayo, pero hace falta todavía otra novela que rehace de continuo, bajo el título de
“Ejemplos de anamorfosis”, a la que dedicó unos primeros nueve años, con 500
páginas en 7 extensos párrafos, pero también de un solo párrafo en otra versión, en
monólogo de personaje que relata un fratricidio, con la historia de Querubín
Santamaría, el protagónico, y su hermano Anselmo. Columnista de prensa
galardonado, colaborador en revistas de prestigio nacional e internacional, y gestor
de programas en radio y televisión. Destaco en especial el rescate que hizo de la
valiosa correspondencia del “monje” mayor, recogida en volumen bajo el título:
“Gonzalo Arango, correspondencia violada” (1980, 2011), dos ediciones con el
sello de la Universidad de Antioquia, salvando de ese modo una preciosa
componente en la obra del significativo escritor. Asimismo, Eduardo ha escrito
páginas memorables en recuerdo del movimiento nadaísta y de sus integrantes,
como testimonio de una época de ruptura con lo acartonado, y en ocasiones
superfluo, de una tradición. Época que enlaza con la memorable y civilizadora
Revista Mito, que termina ediciones con un monográfico sobre el nadaísmo.

Es singular la autoformación de Eduardo, en campos de la poesía, el pensamiento,


la historia y la música, lo que le permite expresarse con fluidez al analizar obras,
épocas, circunstancias, al establecer conexiones en asuntos que por capacidad de
interpretación consigue con acierto. Su poesía tiene el encanto narrativo, y
sostenido ritmo, con referencias en lo experimental, lo circunstancial, hasta
alcanzar elaboración idiomática en tono y sentido. Su poema “Homenaje a un
anticuario muerto”, en memoria de su padre, es de antología mayor.
Sus ensayos que se imbrican con la crónica o el reportaje, ilustrados e ilustrativos,
están elaborados con soportes de paciente pesquisa y escritura juiciosa, prolongada.

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Singular siempre en la forma de expresión, incluso musicales, para una lectura
atrayente. Ahora se publica nueva colección de ellos bajo el título “Cuando nada
concuerda” (Siglo del Hombre Editores, Bogotá 2013; 304 pp.), con punto de
partida en “Los Buddenbrook”, novela de Thomas Mann que Escobar rememora
con frecuencia, en la que descubre cuál fue el libro que estremeció al protagonista
en sus deliquios sobre el tiempo, el ser, la muerte y la fe de la infancia, con
pensamientos sombríos desprendidos de la metafísica. Se trataba de “El mundo
como voluntad y representación”, de Arthur Schopenhauer.

Ensayo modélico es “Acerca de Habla, memoria”, la autobiografía de Vladimir


Nabokov. Estudio juicioso que lo lleva a discernir sobre la obra del autor, la que
califica de “un glorioso mecano de sombras y espectros”, con “libros llenos de
agudeza y gracia”, autor al que también aprecia como “uno de los poetas mayores
de la prosa del siglo XX”. Estudio que hace al superar pasajes laberínticos e
intrincados en ella, con alusión a la afición de integrantes del grupo o movimiento
al que perteneció en el nadaísmo por los autores conflictivos, combativos, críticos
de la sociedad. Autobiografía que considera de las más bellas escritas en el siglo
pasado. Destaca en Nabokov la ironía, como predilecta diversión, cualidad que
Eduardo califica de imprescindible cuando la inteligencia es verdadera, con
capacidad de superar cualquier golpe momentáneo de ingenio; de igual modo
considera la ironía como reveladora, consoladora, alada y comprensiva, con algo de
ácido en la conciencia de las cosas. La diferencia de manera rotunda del sarcasmo,
que hiede, y la acerca a la noción de la ternura en el reproche.

Ese estudio sobre Nabokov y su autobiografía lo remite a Nietzsche, a Borges, a


Joyce, a García-Márquez, a Proust, incluso a Rilke “para quien la única patria es la
infancia”. Autores que conoce y a los cuales alude con sentido de pertinencia e
interconexiones esclarecedoras.

Otro ensayo de destacar en el libro es el dedicado a Albert Camus (“Vigencia de


Albert Camus”), donde examina la cercanía y el alejamiento que tuvo el argelino
con Sartre, precedido con estimados sobre problemas en la historia, por irrupción
de la soberbia, el cinismo, la autocomplacencia del orgullo, la crueldad y su afín el
crimen justiciero, la tendencia preponderante a dudar de todo y a la revisión
compulsiva como manía del siglo XX; en general con puesta en evidencia del
malestar de la cultura. Pero subraya los efectos de la “Razón Ilustrada”, en la
generación de “pavores inesperados y desórdenes mortíferos”. Y llega en los
comienzos a una hipótesis sorpresiva: la libertad como refugio contra el desánimo,
pero a sabiendas que cada elección que hagamos conduce a una nueva mutilación y
cada descubrimiento a un nuevo enigma y a un nuevo peligro.

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Valora en Sartre sus contribuciones literarias, que califica con apelativos de
grandeza y vivacidad en la prosa, y de vigor y rigor en el pensamiento, pero
identifica falta de sinceridad en él. Critica su veleidad con filosofía política
extrema, y considera que Sartre “encarnó el fracaso de las obsesiones de una
época”. En contraste valora por encima a Camus, “a cuyas meditaciones es útil
volver”, dice, y destaca en este el nunca haber renunciado a la certeza de ser las
personas las que dan sentido a las cosas con los sueños, la amistad, el gusto por
tomar el sol y el apego a la vida.

En otro ensayo con el título de “La higuera estéril” asume el estudio de la obra del
Premio Nobel (1978) Isaac Bashevis Singer, con las premisas en las actitudes de
Kafka y Gonzalo Arango, al igual de otros nadaístas, por la simultaneidad de lo
deprimente y la ambición de cambiar el mundo con una literatura nueva. Se
remonta a señalar la influencia de Kierkegaard en Kafka, a quienes identifica como
almas gemelas, y señala a Marx, Freud y Nietzsche en la condición de tuteladores
en la vocación sustantiva de la modernidad a través de la duda. Entre líneas
Escobar medita sobre la esperanza, la que establece como “el cebo del instinto de
conservación que nos mantiene atados a la noria, agonizando”.

Esa introducción del ensayo le sirve para ubicar a Singer con alma emparentada
con Kafka, pero resaltando en aquel la pretensión de recrear al individuo y a la
historia por la acción política o por las quimeras de la fe, quizá por la tradición
hebrea que suele no distinguir entre el profeta y el poeta. En la obra de Singer
critica el uso inapropiado de la ternura que lo lleva –dice Eduardo- a caer en los
peores vicios de los escritores del naturalismo, a lo cual le agrega la falta de
capacidad para apreciar el lado bueno de la vida.

A pesar de ciertas afinidades de Singer y Kafka, subraya la incapacidad del primero


para reír, o siquiera sonreír, mientras que Kafka disfrutaba con la lectura de sus
relatos a los amigos. Utiliza el parangón para acudir de nuevo a la comprensión de
la ironía, con referencia en cita de Cesare Pavese, quien adjudica ser irónico al arte
moderno. Pero Escobar se pregunta si acaso la ironía será lujo y consuelo para
personas sin ilusiones.

El último de los ensayos en el libro, “En el punto muerto de la escritura”, lo dedica


a quienes llama “raros habitantes del severo callejón sin salida del habla humana”,
los desesperados de una escritura exclamativa, el silencio simbolista extremo y las
incursiones de los surrealistas, hasta desembocar en el Ulises de Joyce, y en autores
como Artaud, Beckett, Céline y Bernhardt. Destaco el recuerdo que dedica a las

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lecturas de Ferdinand Céline, al que señala como el más implacable de los
escritores franceses, acabando por sumergirse en el “deslumbramiento de su prosa
acezante”. Y en Bernhardt identifica la escritura fascinante que no se recrea en
veleidades románticas y facilistas, en quien celebra su negativa a dejarse manosear;
en especial resalta la idea de Bernhardt en lo urgente que es la “reeducación
sentimental en la lucidez, en la honradez”.

En ese capítulo final incorpora una muy bella apología del libro, en estos tiempos
de lo digital y del ciberespacio, al que aprecia como la sombra de algo inconsciente
que aspira a aparecer, siendo además manifestación de pánicos, neurosis y
desórdenes de algún personaje, con la señal de representar una época y hasta la
historia secreta de un tiempo. Eduardo se reconcilia a cada instante con el libro al
deleitarse con ellos en sus estantes, de la propia biblioteca, al detenerse en alguno
para recordar las circunstancias de su encuentro y de sus lecturas, con la
remembranza quizá del librero de gafas caídas que se lo recomendó, o que inmóvil
en el armario le susurraba para que lo llevase consigo.

El escritor total, de tiempo completo, que es Eduardo Escobar nos acompaña ahora
en esta “Cátedra abierta – Grandes temas de nuestro tiempo”.

Tenga la bondad de asumir, querido escritor, la palabra en este espacio simbólico


del estudiante de la mesa redonda.

Carlos-Enrique Ruiz

Manizales, Universidad Nacional de Colombia, 16 de septiembre de 2013

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Cuando nada concuerda
Eduardo Escobar

Muchas gracias a la universidad y a Carlos-Enrique por la invitación, primero que


todo. Sus palabras me dejan apabullado, en especial, porque el listado de cosas que
me atribuye, me deja la impresión de que yo ya debería, en justicia, ser rico o
glorioso, o ambas cosas, después de tantos oficios, de tantas dificultades, de tantos
reformatorios, tantos seminarios y tantos libros escritos y leídos…

Pero hoy se trata de hablar de Cuando nada concuerda, un libro, mi último libro
publicado, que me parece que encaja bien en los grandes temas de nuestro tiempo,
que es el nombre de este ciclo, por cuanto es una crónica del pensamiento del
siglo XX, que para mí empezó terminando el XIX, con la muerte de Nietzsche, si
hablamos de filosofía, y con las novelas de Gustave Flaubert, quien convirtió la
literatura, por primera vez, no en un medio para transmitir anecdotarios, para
divertir con un chisme y envanecerse, como habían hecho los prosistas anteriores
a él, sino en un sacerdocio de la palabra justa, con su descripción minuciosa de los
escenarios, y su rigor lingüístico, y por el modo como reconstruye el estado de
ánimo de sus personajes, de un modo, no por indirecto, menos minucioso.

Flaubert inicia para mí las formas de la escritura del siglo XX, que según trato de
decir en Cuando nada concuerda, desembocaron en los grandes nombres de,
digamos solo dos, Vladimir Nabokov, y Gabriel García-Márquez, a quien nosotros
los nadaístas descubrimos muy temprano, antes de que fuera valorado
universalmente. Gonzalo Arango reconoció la excelencia de García Márquez, sus
dotes de fabulista, desde sus primeros trabajos, en notas aparecidas en El
Colombiano de Medellín.

Yo descubrí, mientras escribía Cuando nada concuerda, porque en el libro, cada


ensayo formó parte en último término de una sola argumentación, que el escritor es
solo un medio a través del cual el habla se va manifestando, y que a partir de este
proceso que va de Flaubert a los escritores mayores del siglo XX, la literatura, o
mejor dicho el género novela, halló las grandes narraciones panorámicas como la
famosa de Proust y las de León Tolstoi y más cerca en el tiempo, como El cuarteto
de Alejandría de Lawrence Durrell, que es la gran novela de amor del siglo y que
fue un libro de culto entre los nadaístas antioqueños. Allí, en el Cuarteto, están
reseñadas todas las formas del amor, las más tiernas y las más perversas, el incesto,

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la pedofilia, y la homosexualidad de los hombres y las mujeres, con el fondo de los
conflictos sociales del mundo árabe esos tiempos cuando Durrell fue diplomático
de Su Majestad en esas tierras. Esas novelas panorámicas, contaron, más allá de los
acontecimientos, más allá de las peripecias de los agonistas, protagonistas y
antagonistas, el estado espiritual de una sociedad, el espíritu de un tiempo, con sus
contradicciones y sus esperanzas. Como si sus personajes, a veces encantadores en
su singularidad, pero al mismo tiempo como decía Sartre sin importancia colectiva
en apariencia, mientras envejecían, se transformaban, luchaban con ellos mismos y
entre sí, y se enamoraban y sufrían remordimientos, expresaran al mismo tiempo el
desarrollo del habla que desembocaría en lo que llamo en mi libro la escritura
exclamativa, uno de cuyos mayores exponentes fue Ferdinand Céline, un escritor
que descubrí cuando estaba terminando el libro y cuyo descubrimiento me obligó a
reescribir el último capítulo. Aunque los nadaístas habían leído y mencionaban con
frecuencia a Céline en sus charlas, yo lo había descuidado, y su descubrimiento
tardío, me pareció el summum de esta forma de literatura exclamativa, aunque ésta
deba remontarse al Rimbaud de Una temporada en el infierno. Rimbaud, profeta en
muchas cosas, inaugura esta angustia de la expresión, esta imposibilidad de decir
un mundo en una situación que en últimas solo puede expresarse por medio de los
puntos suspensivos, los signos de admiración y en frases acezantes, cortas y
punzantes, que se quedan empezadas, porque pretenden entenderse con una
realidad que nos supera.

Los libros de Céline, El viaje al fin de la noche, o Muerte a crédito, y los otros,
todos, son libros paradigmáticos de esta imposibilidad para explicarse de una
cultura que ha llegado a los extremos de sus posibilidades positivas y negativas en
su exploración inconsciente. Todas las sociedades se parecen en sus rasgos
mayores, pero ninguna en el pasado como la nuestra vivió los horrores de las dos
guerras mundiales, totalizadoras… y la serie de las pequeñas guerras focalizadas
que fueron las consecuencias de la paz de la primera, cuando todas las facultades
humanas, todos los descubrimientos humanos, todos los logros del esfuerzo
humano: los de la ciencia, la química, y la mecánica, y la radio y la retórica
política, fueron puestos al servicio de la destrucción y la muerte. Ustedes todos los
que están aquí recuerdan Irak, una guerra transmitida por televisión donde vimos
multitudes de niños calcinados por las bombas de la industria militar, del llamado
aparato industrial militar norteamericano, sin brazos, sin piernas, amontonados en
las clínicas, despellejados, achicharrados. Ninguna sociedad del pasado vio jamás
el horror como nosotros hemos sido condenados a padecerlo.

Cuando nada concuerda, narra el proceso por el cual la literatura es hoy como es, y
se apoya en cierto modo en las experiencias de lectores de un grupo de jovencitos

  39  
-cuando apareció el nadaísmo en Medellín el mayor era Gonzalo Arango con 25
años, o 26, y yo el menor, contaba apenas 14, casi todos salidos de los seminarios o
de familias religiosas, conservadoras y católicas- que decepcionados de la religión,
fuimos descubriendo el racionalismo y los filósofos mayores de nuestro tiempo, a
veces ilusionados con la esperanza de que el marxismo y las teorías sociales en
boga iban a reemplazar esos valores que habíamos heredado en la infancia y que
habían pelado el cobre, mostrándose monstruosos, andamiajes de la hipocresía y la
codicia. En mi libro, se explica, cómo, entonces, nos pusimos del lado de la
revolución, y escribimos poemas al Che Guevara, y defendimos el experimento
cubano, para darnos cuenta al final de que solo habíamos caído en otro ciclo del
terror, y de que la izquierda marxista era de cierta manera más que evidente otra
forma del pánico inquisitorial que habíamos denunciado en el cristianismo, una
forma inesperada de las viejas religiones semíticas, con sus dogmas, su parusía y
sus pecados. Su dogmatismo y sus violencias fueron dejando un inmenso vacío en
el espíritu. Ese vacío que llevó a Gonzalo Arango, al final de su vida, a dar marcha
atrás para retornar a los valores de la niñez, al cristianismo de doña Nena, su
madre, revestido con el misticismo jipi, influenciado por su última mujer,
Angelita, digna representante de las tribus de los niños de las flores y cuya madre, a
quien llamábamos la Lady, era la corista en una iglesia anglicana en los suburbios
en Londres, y estaba casada con un ordeñador de vacas y jardinero de la clase
media. La Lady, que vino a visitar a Gonzalo para ver con qué clase de hombre
andaba su hijita, se volvió pronto a su casa, al seno de la pérfida Albión, cuando en
Popayán vio la avispa en una finca caucana. El trópico la espantó.

Cuando nada concuerda, 300 páginas, es un texto de crítica literaria sin


perendengues estructuralistas ni alardes eruditos o la necias disquisiciones de
fastidiosa ética, que desdeñaba el gran poeta antioqueño, León de Greiff, y oculta
una perversidad. La de la vida cuando se muestra aciaga. Detrás del estilo
cuidadoso, me demoré 6 años escribiéndolo, puliendo cada frase, a fin de que
resultara más misteriosa y atractiva, hay una revelación perniciosa y siguiendo el
hilo de las lecturas primerizas de un grupo de poetas jóvenes que se aburrían en
Medellín y se empeñaban en reinventar la vida, hace una crítica de la civilización
de la Biblia cuya influencia califico de nefanda e inacabable, pues advertí,
tejiéndolo, la persistencia del pensamiento religioso en el occidente moderno, lo
mismo en la política y en las filosofías del sentido y en las del sin sentido, que en
los actos más pertinentes de la cotidianidad como comer o vestirse o en los de
aspectos más desvalidos como leer o más arrogantes como escribir para ser leído.
El libro reproduce el movimiento por el cual el orbe católico del mundo –incluido
el reformado puesto que tuvo su origen en un monasterio de agustinos-, hizo del
ejercicio literario un ejercicio demoníaco a veces, en Baudelaire por ejemplo, y

  40  
otras veces convirtió a sus letrados, al fin y al cabo descendientes directos del
reputado mester de clerecía, en arcángeles y profetas, de un modo tan enfático que
estos se creyeron el cuento. A partir de una relectura de los escritores más queridos
por aquellos muchachos de Medellín, como Kafka y Nabokov, y Sartre y Camus -
en el libro hago un paralelo entre las figuras de Sartre y Camus que fueron guías
fundamentales para mi generación, aunque también eran en sus similitudes muy
diferentes-, pruebo que el diablo sigue vivo y que las guerras de Dios no han
terminado, pues aunque Nietzsche asegura haber hallado su cadáver, su presencia
se sigue manifestando, de un modo al mismo tiempo abrupto y solapado.

En Una temporada en el infierno, Rimbaud, el poeta más querido por nosotros, por
razones obvias, pues era natural que nos identificáramos con el adolescente genial
que fue, dice: “el evangelio ha muerto, ¡ay, el evangelio!”. Y el correlato de mi
libro interpreta por caminos sesgados la misma desesperación, siguiendo el hilo
tenue de unos libros y de unas ideas. A medida que avanza, el libro revela su
carácter depravado, en el sentido episcopal, al describir en una prosa tranquila y
hasta esmerada las crisis de la fe que marcaron el siglo XX y le dieron el tono
cínico que paró en una profunda desconfianza en todo, en la religión de nuestros
padres en primer lugar y después en la política, e incluso en la literatura, que es el
asunto crucial de Cuando nada concuerda desde la primera página, hasta el profuso
índice onomástico.

El libro abre con una cándida evocación de un paterfamilias de la burguesía


alemana que lee un libro en un libro de Thomas Mann -ese juego del libro que vive
dentro de otro libro es un hermoso recurso retórico por lo menos desde el Quijote,
donde Cervantes pretende apoyarse en el inventado de Benengeli. Y este
paterfamilias de la burguesía alemana siente como este libro hace temblar sus
certezas, pero así mismo termina por apartarse de sus insinuaciones para sumirse en
su mala conciencia y seguir participando en la incubación del gran cataclismo
social que culminó en las bestiales miserias de las ideologías en el siglo XX, en los
dos holocaustos de las dos grandes guerras y en los campos de concentración del
nazismo y de los comunistas, tan aficionados a las alambradas, y cuyos terrores, en
fin, desprestigiaron para siempre la diosa razón y la idea de la revolución, su hija
bastarda.

Creo que nuestra generación se distinguió, entre otras cosas, por el repudio que
hicimos de la razón, pues como también dije antes, la vimos y la experimentamos
convertida en una máquina demoledora que destruyó a Europa y sembró sobre una
cultura que se reía invencible y lúcida, montones de cenizas y de polvo y la
perplejidad que paró en el dadaísmo y el surrealismo. La generación de los jipis,

  41  
que siguió a la nuestra, extremó el recelo, desdeñando incluso los libros, la cultura
libresca, las bibliotecas, las universidades. Me acuerdo que si uno le mencionaba a
un jipi a Platón, se limitaba a decir, retirando el porro de los labios: Platón es un
plato. Los libros que mantuvieron vigentes los jipis, fueron los libros
enigmáticos. Como el Tao Te Ching, uno de los pocos libros que merecieron el
honor de las mochilas de los niños de las flores, entre los cachos de marihuana y
los frascos de LSD y las diademas de margaritas. Otro, fue el principal de
Rimbaud, que a veces inspiró a los baladistas del hipismo. Y Blake, a veces… entre
los mejor educados.

Les estoy hablando del libro más no del autor, porque en este caso, el autor no
importa, pues como dije por una misteriosa casualidad el libro más allá de mis
decisiones conscientes arribó a sus propias conclusiones como un ciego, y mientras
lo escribía me enseñó y me reveló muchas cosas que no sabía. Lo di por terminado
por lo menos media docena de veces, pero me obligó a reescribirlo contra mi querer
una y otra vez, pues la propia dinámica del lenguaje se me impuso cuando creía que
ya estaba terminado, para volver al comienzo y redondear los filos y afinar la caída
de las plomadas.

Escribir a veces tiene la magia de llevarnos hacia donde no sabíamos. Hace tres
días, cuando me disponía a venir a Manizales, encontré en la feria del libro de
Medellín, un libro de Marx del cual no tenía noticia, El cuaderno Spinoza. Spinoza
es un autor que me interesa mucho. Este judío, escapado con su familia de la
Portugal de la inquisición, quiso ponerse a salvo en Holanda, donde los rabinos de
las sinagogas holandesas le condenaron al sicario. Pues, bien El cuaderno
Spinoza, de Marx, me hizo lamentar no haberlo conocido antes, pues quizás me
hubiera servido para redondear algunas ideas en mi trabajo, como el
descubrimiento de Céline. Pero ya es tarde. Algún día, quizás, haré hincapié en el
hecho de que Marx, a quien llamo en mi libro un profeta judío, asimilándolo a los
isaías y los jeremías bíblicos, haya empleado un buen tramo de su juventud
escribiendo estos cuadernos de reflexiones y consideraciones paralelas a su lectura
del sabio portugués.

A propósito, dicen los editores de El cuaderno Spinoza, que Marx escribió


montones de cuadernos parecidos, testimonios de sus lecturas, que después
destruía, lo cual lleva a pensar y el asunto concuerda con todo lo que estoy tratando
de decir, que no siempre la escritura es un sistema de comunicación, un modo de
acercarse a los otros, sino que también a través de la escritura el habla que nos
habla nos va revelando secretos y nos va dilucidando problemas o planteándolos.
Quién sabe si eso que llamamos la cultura más que encontrar soluciones es la

  42  
capacidad para plantearse problemas; de todos modos, el escribir a veces tiene la
magia de llevarnos hacia donde no querríamos, y de poner en evidencia las cosas
arrastrados por las lógicas secretas del lenguaje.

Para cerrar su parábola, Cuando nada concuerda quiere demostrar que en la


comunidad con los muertos, como nombró Sartre el mundo de fantasmas que
llamamos la literatura, el siglo XX, rebajó al escritor a simple apéndice de las
industrias del papel en su proceso aniquilador, convirtiéndolo en una estrella como
las de la farándula. Después de que el habla arribara al punto muerto del lenguaje,
a lo indecible de Wittgenstein, a través de hombres como Ferdinand Céline,
Thomas Bernhard y Samuel Beckett a quienes dediqué el último capítulo, al
parecer la literatura pasó a formar parte del show bussines. Así como las
estructuras religiosas y la metafísica antigua, fueron acaparadas por los políticos,
lobos vestidos de pastores. Y en consecuencia en las páginas de crítica literaria de
los periódicos los prosistas se encuentran mezclados con los romances de Shakira y
las menciones a la nueva edición de Aullido, de Ginsberg, con el último alarido de
la moda discográfica, a cargo de algún muchachito que hace delirar a las
muchachas. Y en consecuencia, también, las catedrales acabaron siendo
suplantadas por las iglesias de garaje.

No es la manera de recomendar un libro describirlo como un regalo negativo, pero


las cosas son como son. No obstante, siendo superfluo como todas las cosas,
Cuando nada concuerda me parece que merece ser leído. En Medellín lo presentó
una persona entrañable para mí, X-504, ex X-504, ahora llamado Jaime Jaramillo
Escobar, que en una lectura muy juiciosa del libro, como es él siempre juicioso,
puntilloso y riguroso, hizo una descripción de mi obra capítulo por capítulo. Donde
destacó el recuento de la historia del nadaísmo en Medellín, que allí hice, o que allí
se hizo, las pruebas que aporto sobre la persistencia de la idea de los dioses o de un
Dios totalizador, el ensayo sobre la literatura judía, mis reflexiones sobre el
demonio, un personaje que fue muy importante para nosotros, pues siempre andaba
persiguiéndonos con sus pedos y sus hálitos de magnolias vinagres a medida que
íbamos descubriendo la gran literatura y el pensamiento modernos, y rompiendo
tabúes, llama devastador el quinto ensayo sobre la mentira, y lo relaciona con el
sexto, donde me dedico a explorar las simbolizaciones que representan las modas y
los trajes, y con el séptimo, dedicado a la hipocresía que representa en el universo
católico del mundo, la exclusión de la sexualidad de los niños, y con ironía, se
refiere al último capítulo donde exploro el punto muerto de la escritura, que
califica de desolador, por concluir diciendo que vivimos una civilización malsana,
malvada, pervertida por las razones de la codicia, que devolvió con rigor
sistemático el canto a la ecolalia del principio, y la danza a las convulsiones

  43  
prehistóricas que parecían superadas en el tango, para poner un ejemplo arrastrado.
Pero reconoce Jaime que mi pesimismo no es gratuito, puesto que, dice, está
sustentado en extensas y documentadas reflexiones. Y al fin me felicita y me
agradece que haya escrito un libro tan erudito y amañador. Esto último es el mejor
elogio de mi libro. Si conseguí hacer amañador un análisis de problemas tan
álgidos, complejos y tristes, no perdí mi tiempo.

Antes de la conversación prevista como remate de estas palabras, Carlos Enrique


me pidió que leyera un poema. Pero no supe cuál elegir. Que sirva para
reemplazarlo, la promesa de uno que pienso escribir pronto. El poema, o el
proyecto de poema, me recuerda de alguna manera “La carroña”, de Baudelaire,
uno de los poemas emblemáticos del autor de Las flores del mal, y “El durmiente
del valle”, de Rimbaud, uno de los poemas más bellos que leí jamás, un poema que
habla de un soldado muerto sobre un montón de berros en la rivera de un arroyo
que la luz besa, pero en el cual el poeta, mientras se ocupa de la belleza del
entorno, nos retrasa la visión de la muerte de un muchacho reclinado en medio del
paisaje ideal. Solo en el último verso nos revela que tiene una herida en el costado
derecho. ‘Naturaleza, mécelo con calor, tiene frío’ dice Rimbaud. El poema de
cuando en cuando me vuelve a la memoria y me parece que es en el cuerpo de la
poesía del hijo de la señora Vitalie Cuif, una señora feroz y, en su obra desgarrada,
una joya.

Las brumas industriales de la noche bogotana de verano sobre nosotros reflejaban


el incendio titilante de las luces de la ciudad adormeciéndose a esa hora, y sobre el
parpadeo de los semáforos, en un desgarramiento de la nube venenosa del smog, un
puñado de estrellas vencía la fealdad urbana con un fulgor suficiente para poner un
poquito de felicidad en nosotros. Junto al portal de una casa inglesa, junto a la alta
puerta entre columnas, de vidrios esmerilados, había un montón de trapos
podridos. Una insolencia. Una chaqueta de montañista, dos zapatos de colores
distintos arruinados hace años, unos calzones anchos de rayas, de payaso,
inmóviles, indiferentes a la belleza de la noche incipiente, llenos de desgarrones. Al
acercarme vi que ese rollo de trapos, ese montón de basuras de marca, contenía
unos tobillos hirviendo en larvas como tesoros vivos, como en el poema de
Baudelaire, a quien recordé. Debía estar muerto, me dije. La mano derecha puesta
sobre el sexo bajo el pantalón tenía la muñeca cortada. Y la otra servía de
almohada a la maraña de pelos que semejaba un nido de pájaros, proliferante de
piojos. La cosa hedía, y la camisa abierta, sin botones, dejaba ver el pecho hirsuto
enmazorcado de virulencias. ¿Debía llamar a la policía? Pensé. Y me aproximé con
cautela. Y entonces esa piltrafa de un hombre me sonrió de un modo tan bello que
me obligó a preguntarme qué cosas tan dulces estaría soñando ese muchacho, en

  44  
cuáles paraísos y qué significaba en este mundo, en nuestra civilización técnica, en
medio de nuestro afamado progreso, esa sonrisa tan bella a pesar de sus
amontonados dientes rotos y de la mugre y los parásitos. Quizás, había llegado a
ser un hombre muy rico, que disfrutaba de sus pérdidas, de su derrota que vengaba
nuestros triunfos. Y me prometí que le escribiría un poema. Se los quedo debiendo.

Muchas gracias.

Ahora, podemos pasar a la charla que forma parte del programa. Ustedes, como yo,
deben estar llenos de inquietudes, pues estamos reunidos aquí para debatir sobre los
grandes temas de nuestro tiempo. Tan nuestro y tan ajeno a pesar de todo.    

  45  
Beatriz-Helena Robledo y la vocación por
motivar la lectoescritura

Esta es la tercera conferencia del ciclo 2013 de la “Cátedra abierta – Grandes temas
de nuestro tiempo”, y corresponde a la intervención de una personalidad de
nosotros, formada y fogueada en ámbitos nacionales e internacionales, con el reto
mayor de crear y compartir para despertar y motivar vocaciones por la lectura y la
creación. Desde muy temprano esa ha sido su dedicación, influida en la infancia
con las lecturas selectas y bien entonadas de su recordado padre, el ingeniero
Alfredo Robledo-Isaza, profesor eminente que fue en esta institución, con
destacados desempeños profesionales, tempranamente ido.

Leer es asomarse a otros mundos, a espacios de sorpresa, de innovación, incluso de


susto y sobrecogimiento, por medio de la palabra escrita, o la palabra compartida
de viva voz. Y con mayor provecho de la mano de personas con capacidad
motivadora, que seduzcan a los niños, jóvenes y adultos para incursionar en
referentes de vida, con el acercamiento a tradiciones y la valoración de autores
consagrados en las dimensiones distintas de época y geografía.

Beatriz-Helena Robledo tiene un asombroso expediente de ejercicio de vida, desde


muy temprano. Vocación docente para entusiasmar a personas por el trabajo con la
palabra, condición de investigadora, que le ha llevado a los lugares más extraños y
distantes de nuestro país, y promotora solidaria; viajera por otras naciones y
culturas, con el sentido de integrar saberes que comparte en sus obras, y en vivo en
el aula y en los talleres. Innegable disposición de calificada escritora en narrativa,
ensayo, biografía, y en la poesía que todavía no se decide a publicar. Decir que se
conocen quince o veinte libros suyos editados, no es nada frente a su apasionada
labor con las personas, de todas las edades, en especial de los niños y jóvenes. Se
inventó un “Taller de talleres” como método para acercar la palabra en la
fraternidad del diálogo. Suma y multiplica, sin contención alguna. Ha sido
protagonista de alta efectividad en campañas de lectura con el auspicio de
instituciones, públicas y privadas, en especial de la Biblioteca Luis Ángel Arango.
Me haría extenso al presentar así sea un abreviado panorama de su obra, pero si
quiero resaltar el rescate que ha hecho de la literatura para niños y jóvenes, con
aprovechadas antologías, que incorpora incluso volúmenes sobre la poesía, en
afirmación del sentido de la palabra ligado a cualidades de fortalecer en el
desempeño de las personas, en especial del recurso de la lectoescritura para el
mejoramiento académico. Estima la poesía como acertado medio para conquistar en

  46  
el deleite, en la búsqueda metafórica, con exploración libre en sentidos, en especial
a los niños. Su libro en colaboración “Por una escuela que lea y escriba” es prueba
fehaciente de lo que puede lograrse con maestros comprometidos en el aula, trabajo
cumplido en doce escuelas de Bogotá, habiendo tenido como resultado un modelo
flexible de programa de promoción de la lectura, de acoger por el Ministerio de
Educación y de replicar en ciudades, pueblos y campos.

Su biografía de Rafael Pombo, dedicada a su padre, es magna obra, porque muestra


su capacidad de investigar al detalle, sin perder visión integradora, con incursión en
amplia bibliografía y en archivos, hasta tejer un relato palpitante sobre ese
personaje que sigue gravitando en los aprendizajes de los colombianos, estimado
alguna vez como el “poeta nacional”, pero todavía no suficientemente difundido en
las facetas que examina la autora, desde poeta romántico juguetón, costumbrista,
hasta el autor trascendente y angustiado, de profundidades conceptuales,
imaginativo y solitario. Y nos lo ubica con acceso a autores grandes y a lenguas,
con sentido de universalidad, que le permitieron ser, además, traductor calificado
de autores como Horacio, Byron, Víctor Hugo, Lamartine, Bryant, Musset,
Longfellow, Shakespeare, Goethe… Beatriz-Helena reconoce en Pombo a un
innovador de la lengua, con atrevimientos de acierto.

“Fígaro” es una especie de bella noveleta de Beatriz-Helena, ilustrada con gracia


por Olga Cuéllar y dedicado a sus hijas, con la historia de un gato que pasa las de
sanquintín, con sufrimientos y gozos, desde la soledad hasta la alianza con
congéneres de la calle, pertenecientes a la cofradía de “el parche de la casa
abandonada”, y participa de la aventura de encontrar, víctima de un secuestro, a
una princesa felina. A Fígaro lo salva su vocación lectora y dialogante.

Otro libro muy singular de Beatriz-Helena es el titulado “Así somos – Tradiciones


de Colombia”, dedicado a la mamá, bellamente ilustrado por Alekos, en edición
conmemorativa del bicentenario de la independencia, en el cual reúne con
impecable y agraciada escritura, además de gran poder de síntesis, tradiciones de la
pluralidad en nuestra cultura, con orígenes multiétnicos y sentido de provechoso
mestizaje. En ella se recogen carnavales y fiestas, juegos y juguetes, personajes
populares, creencias, hasta los agüeros relacionados con salud, futuro y amor.

Es decir, la literatura es una estrategia pedagógica de aprovechar en todos los


escenarios, para la conciliación, la creatividad o innovación, y para la recreación
infaltable. Ahora con la aventura de mostrar maneras reales de construir o
reconstruir país con la literatura y el arte, incluso en zonas de conflicto.

  47  
Tenga la bondad, admirada y querida profesora/escritora Beatriz-Helena Robledo
de asumir la palabra con su conferencia: “La literatura, un mundo habitable”, en
este escenario simbólico del estudiante de la mesa redonda,

Gracias.

Carlos-Enrique Ruiz

Manizales, Universidad Nacional de Colombia, a 10 de octubre de 2013

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La  literatura,  un  espacio  habitable  
 
Beatriz-­‐Helena  Robledo  
 
 
 
El   sin   par   borracho   Antón   cayendo   de   un   tropezón   gritó   con   todo   su  
aliento:   ¿quién   se   cayó?   Y   en   la   pared   de   un   convento   el   eco   le   contestó:  
¡yo!  
-­‐Mientes  pícaro  yo  fui  y  si  el  casco  me  rompí  lo  taparé  con  pelucas.  
¡Lucas!  
-­‐¿Me  conoces  tú  tunante?  Pues  aguárdate  un  instante  conocerás  mi  navaja.  
¡Baja!  
-­‐Bajaré   con   sumo   gusto   ¿te   figuras   que   me   asusto?   Al   contrario,   más   me  
exalto.  
¡Alto!  
-­‐Alto  a  mi  piensa  el  bandido  que  al  callarme  estoy  marchito.  
¡Chito!  
-­‐¿Qué  calle  yo  miserable?  
¡Hable!  
 
Y   en   ese   punto   intenso   de   la   escena   se   trunca   el   recuerdo   de   lo   que   fue   la  
primera   pieza   de   tradición   oral   que   quedó   guardada   en   mi   memoria.   La   voz  
dulce   y   profunda   de   mi   padre,   y   la   fascinación   que   ejercía   en   mí   el   poder   jugar  
al   eco   con   un   personaje   que   sólo   a   través   de   su   palabra   yo   lograba  
imaginarme:  un  verdadero  truhán,  borracho,  pendenciero  y  mal  hablado  y  que  
tenía   además,   la   valentía   de   encararse   frente   a   frente   con   el   Eco.   Sólo   la   fuerza  
creadora  del  lenguaje  y  mi  asombrada  imaginación  de  niña  pueden  explicar  la  
riqueza  visual  de  la  escena  de  esta  retahíla  con  regusto  a  picaresca  española:  
puedo  jurar  ahora  en  este  ejercicio  de  la  memoria  que  yo  escuchaba  el  rugido  
del  viento,  el  retumbar  sonoro  y  profundo  del  eco,  y  veía  a  Antón  tropezándose  
con  la  pared  de  ese  convento  enclavado  en  un  risco  montañoso.  
 
Este   texto   de   la   tradición   oral   española   me   lo   entregó   mi   padre   cuando   era  
muy   pequeña   y   no   lo   hizo   en   una   sola   entrega.   Fue   necesario   que   papá  
recreara  al  borracho  Antón  de  múltiples  maneras,  en  diversos  lugares,  con  risa  
algunas   veces,   con   entusiasmo   otras,   para   que   el   borracho   Antón   se   quedara  

  49  
conmigo   y   pudiera   viajar   por   el   tiempo   y   el   espacio   y   tener   el   honor   de  
acompañarnos  hoy,  más  de  cuarenta  años  después.      
 
¿Qué  hace  que  el  borracho  Antón  se  haya  quedado  conmigo  y  me  acompañe  a  
donde   vaya?   ¿Qué   hace   que   ese   texto   anónimo   y   desconocido   haya   viajado  
desde  un  remoto  pueblo  del  medioevo  español  a  una  fría  montaña  colombiana  
a  más  de  2000  metros  de  altura  y  se  haya  metido  en  el  corazón  de  una  niña  de  
ocho   años,   y   se   haya   quedado   a   vivir   con   ella,   la   haya   adoptado   como   lectora   y  
la  haya  acompañado  toda  la  vida?  
 
No   lo   sabemos,   o   quizás   si…No   sabemos   qué   profundos   significados   le   entregó  
Antón  a  esa  niña  educada  en  un  ambiente  monacal  y  solitario,  no  sabemos  qué  
mensajes  le  trajo  el  eco,  qué  cadencias,  qué  revelaciones  le  hizo…Sí  sabemos,  
como   promotores   o   mediadores   de   lectura,   que     el   afecto   y   la   alegría   de   su  
padre   tuvieron   mucho   que   ver   en   este   encuentro;   sabemos   además   que   el  
juego  repetido  con  Antón  hasta  lograr  que  la  niña  se  aprendiera  la  retahíla  y  la  
recordara  con  gusto  y  con  placer,  también  tienen  mucho  que  ver.  
 
Así  de  misteriosos  son  los  textos  y  así  de  prometedores.  
 
Cada  uno  de  ustedes,  si  busca  en  su  interior,  encontrará  ese  texto  fundacional  
que   viajó   quién   sabe   desde   qué   remoto   lugar,   atravesando   ríos,   mares   y  
montañas  hasta  llegar  a  habitarlos  durante  toda  la  vida.      
 
Y  es  aquí  desde  donde  me  quiero  detener  hoy  e  invitarlos  a  que  pensemos  en  
la   figura   del   mediador   de   lectura,   no   únicamente   como   un   buscador   de  
lectores,   sino   como   un   explorador   de   textos.   Los   textos   buscan   lectores,   y   yo  
mediador,  promotor,  intérprete  de  la  cultura  escrita,  busco  textos  para  ofrecer  
a  los  lectores,  pero  textos  cargados  de  sentidos.  
 
En   este   doble   juego   ocurren   las   epifanías.   Y   es   que   el   lector   se   transforma  
cuando   un   texto   le   dice   algo.   Y   no   estamos   hablando   de   los   significados  
funcionales  de  la  cultura  escrita.  Esos  hay  que  enseñarlos  y  son  necesarios  o  se  
aprenden  por  necesidad  de  manera  empírica:  para  qué  sirve  una  flecha  o  una  
señal   de   prohibición,   cómo   leer   el   cartel   del   autobús   para   no   perderse   en   la  
gran   ciudad,   cómo   descifrar   las   instrucciones   de   un   manual   para   activar   el  
electrodoméstico,   cómo   escribir   un   correo   electrónico,   cómo   chatear,   cómo  
participar  en  un  blog;  cómo  buscar  la  información  en  internet  para  una  tarea  
escolar   o   para   una   investigación   y   cómo   reconocer   la   fuente   confiable,   cómo  

  50  
leer   un   contrato,   cómo   buscar   una   noticia   en   internet   que   fue   publicada   la  
semana   pasada.   Tampoco   se   trata   de   detenernos   en   el   soporte   de   los   textos.  
Los  textos  viajan  en  tren  o  en  coche,  a  través  de  la  oralidad  o  de  la  escritura,  en  
papel  o  en  autopistas  virtuales.    No  es  eso  lo  que  hace  la  diferencia.    
 
En  este  sentido  es  muy  lúcida    Margaret  Meek  cuando  dice:  “poder  leer  y  ser  
un   lector   no   son   exactamente   lo   mismo.   La   habilidad   de   leer   para   fines  
prácticos,  por  muy  importante  que  sea,  difiere  de  la  lectura  que  complace  a  los  
que  son  lectores,  la  que  los  vuelve  adictos  a  leer…”  (Meek:  2004,    p.  60)      
 
Más   adelante   dice:   “Los   grandes   secretos   de   la   lectura   residen   en   la   ficción”    
(Meek:  2004,    p.  63)  
 
Y   son   esos   textos   literarios   los   que   tienen   el   poder   de   viajar   a   través   del  
tiempo,   de   los   lugares   y   de   las   diversas   culturas   y   encontrar   a   los   lectores.  
Textos   que     hablan   con     voz   propia   al   interior   de   los   lectores,   textos   que  
provocan   encuentros,   encuentros   furtivos   y   azarosos   como   los   de   la   vida.  
Encuentros   inesperados   que   me   revelan,   me   descubren,   me   confrontan,   me  
permiten  mirarme  a  mí  mismo.  
 
Quizás  lo  que  los  lectores  tengamos  que  hacer  es  escuchar,  con  el  oído  interno,  
las   voces   de   los   textos.   De   nuevo   Margert   Meek   nos   dice:   “Los   lectores  
experimentados  saben  que  la  vida  se  prolonga  en  la  literatura”      (Meek:  2004,  
pag.  63)  
 
Y   aquí   quiero   contar   algunas   historias   de   lectores,-­‐   tomadas   de   experiencias  
vividas   en   diferentes   proyectos,   -­‐   a   quienes   el   encuentro   con   los   textos  
transformó,   o   quizás   historias   de   textos   que   encontraron   a   sus  lectores   en   el  
preciso  momento  en  que  iban  a  cruzar  la  calle.    
 
Una   es   la   historia   de   Angélica   María,   una   joven   de   15   años   que   vive   en   un  
hogar  de  protección  y  para  quien  La   hija   del   Espantapájaros  de  Maria  Gripe  le  
habló  a  su  ser  más  profundo,  escuchémosla:  
 
“En   los   días   que   leían   los   cuentos   yo   no   estaba,   pero   sí   leí   uno   que   se   llama   La  
hija   del   espantapájaros,  y  me  gustó  muchísimo  porque  de  una  u  otra  razón  se  
ha   identificado   con   algunos   de   nosotros,   porque   como   la   hija   del  
espantapájaros   permanecemos   solas   sin   ninguna   compañía.   Pero   así   y   todo  
podemos  salir  adelante  y  demostrarle  a  la  gente  que  sí  podemos.  Que  a  pesar  

  51  
de  lo  que  la  mucha  gente  piensa  de  nosotros  somos  personas  que  valemos  la  
pena  y  sabemos  luchar  por  lo  que  queremos.”  Angélica  María  Peña.    
 
Angélica   María   se   leyó   tres   veces   La  hija  del  Espantapájaros   de   Maria   Gripe.   La  
primera  vez  lo  escuchó  de  “viva  voz”  en  las  sesiones  nocturnas  de  lectura  en  
los   dormitorios   del   hogar.   Cuántas   noches,   Angélica   María   se   sintió  
acompañada   por   una   niña   igual   a   ella,   a   quien   sus   padres   también   habían  
abandonado,  como  a  ella.  Cuántas  veces  Angélica  María  se  miró  a  sí  misma  a  
través  de  los  sentimientos  y  aventuras  de  la  hija  del  espantapájaros.  Angélica  
María   necesitó   volver   al   libro   varias   veces   buscando   quién   sabe   qué  
misteriosas  relaciones,    qué  secreta  esperanza  de  sentirse  amada  y  respetada.    
 
Otra   historia   surge   de   una   sesión   de   lectura   con   jóvenes   desvinculados   del  
conflicto   armado   en   Colombia,   centrada   en   la   recuperación   de   su   memoria  
individual   y   colectiva,   y   en   el   reconocimiento   de   sí   mismos   a   través   de   la  
palabra  del  otro  y  la  he  denominado:  Lo  que  logró  un  niño  de  cuatro  nombres,  
que  ni  siquiera  era  muy  grande    
 
Entonces  Guillermo  Jorge  se  sentó  con  la  señorita  Ana  y  le  fue  entregando  cada  
cosa,   una   por   una.   -­‐   Qué   niño   tan   querido   y   extraño   que   me   trae   todas   estas  
cosas  maravillosas,  pensó  la  señorita  Ana.  Y  comenzó  a  recordar...  (Tomado  de:  
Guillermo  Jorge  Manuel  José.    Mem  Fox.  Ediciones  Ekaré.  Caracas,  1988)  
 
De  la  misma  manera  que  la  señorita  Ana  pudo  recuperar  su  memoria  a  partir  
de  algunos  objetos  cargados  de  sentido,  así  lo  hicieron  Leslie,  María,  Juan,  Julio,  
quienes   convivían     resguardados   en   casas   de   protección,   mientras   se  
reubicaban  e  intentaban  darle  otro  sentido  a  su  vida  diferente  al  de  la  guerra.  
 
Después   de   escuchar   a   Guillermo   Jorge   sentados   en   círculo,   Leslie   sale   al  
centro,  se  cubre  los  ojos  con  un  pañuelo  cual  si  fuera    la  Gallina  Ciega,  y  de  una  
cesta   como   la   del   cuento,   busca   con   el   tacto   un   objeto   que   le   diga   algo,   un  
objeto  con  significado.  
 
Para   sorpresa   de   todos,   Leslie   saca   una   carta   de   juego,   el   as   de   oros,   aunque  
ella  no  sabe  que  es  el  as,  y  eso  ahora  no  importa.  Con  la  carta  en  las  manos  y  
los  ojos  vendados,  Leslie  comienza:  “magia,  magia  blanca,  magia  negra,  magia  
verde,   magia   azul”.   Leslie   aprendió   de   su   padre,   quien   hizo   un   curso   de  
brujería  allá  en  el  Putumayo  en  un  caserío  cerca  de  Mocoa.  Su  padre  sabía  leer  
las   cartas   y     predecir   el   futuro.   Pero   él   no   le   hacía   mal   a   nadie,   ni   usaba   la  
magia   para   otros,   lo   hacía   para   sí   mismo,   para   saber   lo   que   iba   a   pasar.   El   le  

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enseñó   todos   los   secretos,   pero   también   le   advirtió   que   debía   tener   cuidado  
con  eso.  Él  sabía  magia  negra  pero  no  para  hacerle  daño  a  nadie,  sino  porque  
necesitaba   conocer   el   mal   para   poder   contrarrestarlo,   es   decir,   aplicar   una  
“contra”.   Leslie   había   aprendido   mucho   de   su   papá.   Por   ejemplo,   sabía   cómo  
enamorar   a   un   hombre,   pero   eso   era   magia   negra,   no   es   bueno   enamorar   a   un  
hombre  por  la  fuerza.  
 
Ella  conocía  la  manera  de    llenarle  el  cuerpo  de  llagas  a  alguien,  pero  nunca  lo  
había   aplicado   porque   eso   se   le   devuelve   a   uno.   Leslie   sabía   cómo   hacerse  
invisible   y   eso,   pensó,   le   podría   ser   útil     en   las   filas,   pero   nunca   quiso   aplicarlo  
por  miedo  a  no  volver  a  aparecer.  
 
Para  Ángela,  en  cambio,  el  cuento  de  Guillermo  Jorge  tomó  forma  de  muñeca,  
muñeca   morena   y   hermosa   como   ella,   que   le   había   regalado   su   tía   el   día   del    
cumpleaños.  Lala,  se  llamaba  la  muñeca  y  con  ella  jugaba  a  la  mamá,  le  quitaba  
y  ponía  la  ropa,  la  alimentaba  de  verdad  con  un  gotero.  Le  abrió  un  rotico  en  la  
boca  y  por  allí  le  echaba  agua  y  jugo  de  frutas  y  para  que  Lala  pudiera  orinar  le  
quitaba   una   pierna.   Ángela   se   sumergió   gustosa   en   su   recuerdo   hasta   el  
momento   en   que   la   voz   que   la   guiaba   hacia   ese   remoto   pero   temprano   pasado  
preguntó:   -­‐¿Cuándo   fue   la   última   vez   que   tuviste   a   Lala   en   las   manos?     Ángela,  
cambiando   la   alegría   de   niña     por   una   tristeza   adulta   y   profunda   dijo:   -­‐   El   4   de  
mayo  de  1997,  el  día  en  que  mataron  a  mi  papá  -­‐...”  
 
Otra   fue   la   historia   de   Julio.   Estábamos   contando   mitos   y   leyendas   ante   un  
mapa   de   Colombia   que   tenía   ubicados   los   diferentes   grupos   indígenas   que  
pueblan   nuestro   país.   Nunca   imaginamos   que   un   mapa   pudiera   significar  
tanto...Verlo,   tenerlo   allí   presente   mientras   escuchaban   los   cuentos   y   las  
leyendas,   les   fue   configurando   sus   propias   historias,   pero   también   su   propia  
geografía.  A  medida  que  leíamos  y  señalábamos  la  procedencia  del  mito  o  de  la  
leyenda,   ellos   iban   recordando:   lugares,   ríos,   pueblos,   por   los   que   habían  
pasado.  
 
De  pronto,  como  un  “abra  cadabra”,  al  hablar  de  La  Llorona,  La  Madremonte,  
El   Mohán,   la   palabra   de   estos   jóvenes,   represada   hacía   tantos   años   por   la  
guerra,   reemplazada   por   el   ruido   sordo   de   los   fusiles,   empezó   a   fluir   y  
comenzaron  a  contar.  
 
Se   sabían   leyendas   de   La   Muelona,   de   La   Llorona,   de   los   duendes   y   de   acuerdo  
con  la  región  de  donde  provenían  iban  surgiendo  historias.  Dos  muchachos  del  

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Tolima   recordaron   al   Mohán.   Cómo   El   Mohán   se   llevaba   a   las   lavanderas  
jóvenes  y  las  seducía;  un  joven  paisa  habló  de  los  duendes  que  se  aparecían  en  
el   camino...De   un   momento   a   otro   Julio,   moreno,   alto,   delgado,   con   un   ojo  
extraviado,  a  quien  no  le  habíamos  escuchado  aún  la  voz,  se  puso  de  pie  y  con  
decisión   dijo     “-­‐   yo   puedo   contarles   mucho.   Yo   sé   todo   sobre   el   Casanare.”  
Buscó   en   el   mapa   el   río   Meta   y   con   el   dedo   fue   señalando   la   zona   que   había  
recorrido.  “yo  me  crié  en  un  pueblo  del  Casanare,  llamado  Villahermosa,  y  yo  
por  allí  conozco  todo.  Allí  hay  muchas  leyendas  de  la  Patasola,  y  de  la  Bola  de  
Fuego.   Yo   trabajaba   desde   pequeño   recogiendo   pepa   de   la   palma   de   aceite,  
todo   lo   que   tenga   que   ver   con   la   tierra   me   gusta.   Después   me   fui   a   las   filas.  
Nosotros   caminábamos   todo   eso   por   allí,   andábamos   de   día   y   de   noche  
dormíamos  en  casas  de  la  gente.  A  mí  esa  vida  en  las  filas  me  gusta,  porque  allá  
a   uno   le   pagan,   y   yo   esa   plata   se   la   mandaba   a   mi   mamá.     A   veces   los  
enfrentamientos   eran   muy   cerca,   como   de   aquí   a   allá,   le   veía   uno   hasta   la   cara  
al   enemigo.   Y   eso   es   mejor   pelear   así,   porque   no   se   le   pierde   a   uno   la   bala;  
porque  es  que  uno  ahí  en  las  filas  si  no  mata,  lo  matan.  ¿Miedo?  No,  a  mi  no  me  
daba   miedo,   uno   se   acostumbra.   A   mí   me   hirieron.   Una   bala   entró   por   el  
hombro  y  salió  por  la  espalda,  mire...  (y  se  levantó  la  camisa  para  mostrarnos  
la  cicatriz).  Y  ahí  fue  cuando  me  capturaron  y  aquí  estoy...  Aquí  yo  no  hablo  con  
nadie  pues  yo  soy  de  un  grupo  diferente  y  a  uno  le  enseñaron  allí  que  no  hay  
que  hablar  con  nadie  y  menos  con  un  civil”...    
 
¿Qué   significan   los   cuentos,   las   leyendas,   las   historias,   la   palabra,     para   estos  
niños  que  han  cambiado  el  trompo,  la  cometa  y  la  muñeca  por  el  fusil;  que  han  
cambiado,  sin  mucha  conciencia  de  ello,  el  juego  por  la  guerra?    
 
La  experiencia  vivida  no  hace  más  que  confirmar  los  supuestos  teóricos  y  las  
reflexiones  de  quienes  desde  diferentes  disciplinas  afirman  cómo  la  lectura,  y  
en   especial   la   literatura,   es   un   espacio   habitable.   Un   mundo   lleno   de   sentido  
que   nos   permite   construirnos   y   reconstruirnos.   Mirarnos   a   medida   que  
miramos  al  otro  que  vive,  siente,  calla,  grita,  allí  en  la  historia  que  el  libro  nos  
cuenta.  Es  además,  la  posibilidad  de  tomar  la  palabra,  como  lo  hizo  Julio.  Las  
leyendas   leídas   le   recordaron   sus   propias   leyendas,   y   el   mapa,   texto,   territorio  
y   piso,   le   permitió   ubicarse   y   leerse   a   sí   mismo.   Frente   al   texto-­‐leyenda,   frente  
al   texto-­‐mapa,   Julio   obtuvo   la   fuerza   necesaria,   el   impulso   vital   suficiente   para  
ponerse  de  pie  y  apropiarse  del  lenguaje,  de  su  palabra  que  le  fue  dando  forma  
y   sentido   a   su   propia   experiencia   vital.   Julio   -­‐a   pesar   de   lo   doloroso   de   su  
testimonio  -­‐      habló  ese  día  lo  que  no  había  hablado  en  años.  
 

  54  
Estas   vivencias   confirman   además     los   hallazgos   y   las   reflexiones   de   Michel  
Petit  en  su  libro  Nuevos   acercamientos   a   los   jóvenes   y   la   lectura,   sobre  todo  en  
lo   que   puede   empezar   a   significar   el   uso   del   lenguaje,   precisamente   en   estos  
jóvenes   que   vienen   de   condiciones   en   las   cuales   la   palabra   está   ausente   y   en  
los  que  se  ha  coartado  su  capacidad  de  simbolización.        
 
Dice  Petit:    
 
Cuando  carece  uno  de  palabra  para  pensarse  a  sí  mismo,    para  expresar  su  angustia,  su  
coraje,  sus  esperanzas,  no  queda  más  que  el  cuerpo  para  hablar:  ya  sea  el  cuerpo  que  
grita  con  todos  sus  síntomas,  ya  sea  el  enfrentamiento  violento  de  un  cuerpo  con  otro,  
la  traducción  en  actos  violentos    (Petit,  1999,    p.  74)    
 
Estos   jóvenes   se   encuentran   en   un   grado   de   marginalidad   mucho   más   grave,  
quizás,   que   lo   que   genera   un   desplazamiento   forzoso   o   la   pérdida   de   seres  
cercanos   por   un   desastre   natural,   en   la   medida   en   que   su   infancia   ha   sido  
cercenada,   el   espacio   del   juego   ha   sido   reemplazado   por   la   guerra,   sus  
procesos   de   formación   cognitiva   y   social   se   han   visto   interrumpidos,  
generando   un   desajuste   en   su   desarrollo   que   los   hace   especialmente  
susceptibles   a   cualquier   grado   de   manipulación.     De   allí   que   la   experiencia  
literaria   tenga   para   ellos   un   impacto   mayor,   así   necesite   de   más   tiempo   y  
dedicación  para  que  dé  los  frutos  deseados.      
 
En  el  aspecto  emocional  el  camino  que  fuimos  encontrando  estaba  relacionado  
con     lo   que   significaba   para   estos   niños   y   jóvenes   hablar   sobre   sí   mismos   y  
sobre   sus   vivencias   y   experiencias.   Al   principio   fue   difícil   porque   nos   dimos  
cuenta  que  venían  de  un  medio  en  el  cual  la  palabra  está  ausente.  La  disciplina  
militar   en   tiempos   de   guerra   y   en   condiciones   adversas   es   implacable,   sobre  
todo  cuando  perteneces  al  rango  más  bajo.  Estos  niños  estaban  acostumbrados  
a   cumplir   órdenes   sin   ninguna   posibilidad   de   refutar   o   disentir,  
acostumbrados  a  callar,  en  un  medio  en  el  que  demostrar  o  recibir  afecto  está  
prohibido;   alejados   totalmente   del   universo   del   conocimiento,   en   donde   la  
información   que   necesitas   es   inmediata,   relacionada   directamente   con   la  
necesidad  de  sobrevivir.  Sus  niveles  de  lectura  y  escritura  son  precarios,  pues  
muchos  se  referían  a  su  paso  por  la  escuela  como  a  algo  lejano  y  desagradable.    
Recuerdo  a  John,    un  grandote  de  16  años,  cuando  cogió  una  crayola  y  dijo  -­‐  yo  
no   sé   dibujar,   no   sé   escribir.   -­‐Pero   puedes   echar   color-­‐   y   comenzó   con   la  
felicidad   de   un   niño   pequeño   y   el   miedo   a   no   ser   capaz,   a   llenar   un   pliego  
completo   de   papel   con   amarillo   chillón.   O   a   Stella,   cuando   estábamos  
elaborando  máscaras  que  luego  ellos  personificarían  para  hacer  una  película,  

  55  
quien   se   quedó   una   tarde   entera   fascinada   rasgando   las   tiras   de   periódico,  
mientras   sus   compañeros   las   pegaban   untadas   de   engrudo   sobre   una   bomba  
inflada.   O   Juan,   en   una   propuesta   de   creación   de   personajes   a   partir   de   su  
propia   silueta   dibujada   en   papel   craft,   quien   empieza   caracterizando   a   un  
deportista   nadador:   le   pinta   su   pantaloneta   de   baño,   prepara   el   color   para   la  
piel,  pero  no  le  sale  el  rosado  que  esperaba  sino  un  morado  que  asocia  con  la  
muerte.  Decide  ahogar  al  nadador.  O  Viviana,  quien  se  pinta  a  ella  misma  como  
personaje  y  está  feliz  porque  la  silueta  dibujada,  copia  de  su  pequeño  cuerpo,  
salió  más  grande.  La  Viviana  creada  por  ella  es  más  grande  que  ella.    
 
Todo   esto   que   cuento,   no   es   más   que   la   experiencia   literaria   de   estos   niños,  
son   sus   reacciones   a   la   lectura   de   cuentos   e   historias   que   los   tocaron,   los  
volcaron   hacia   sí   mismos,   después   de   haber   mirado   por   un   instante   el  
horizonte.     Los   personajes,   las   escenas,   las   relaciones   de   los   cuentos   que  
leímos  con  ellos  los  movieron:  movieron  su  territorio  emocional,  reprimido    y  
confuso,  pero  también  movieron  la  posibilidad  de  imaginar  y  de  crear.    Ellos,  
tan   atropellados,   vivieron   esta   experiencia   de   manera   precaria.   Para   muchos  
era   la   primera   vez   que   escuchaban   un   cuento   leído   en   voz   alta,     para   otros   era  
una  ventana  para  escapar  de  un  lugar  en  el  que  se  sentían  prisioneros.      
 
A   través   de   la   lectura   de   obras   de   ficción   de   calidad   los   niños   y   jóvenes  
desarrollan  procesos  de  identificación  con  los  personajes  de  los  libros  que  les  
ayudan   a   conocerse   mejor,   a   aceptarse   y   a   confrontarse   con   diversas  
situaciones  similares  a  las  que  ellos  pueden  estar  viviendo.  De  igual  manera,  se  
da  entrada  al  universo  de  lo  posible,  ensanchando  las  fronteras  de  la  realidad  y  
permitiendo  así  proyectarse  y  ampliar  sus  referentes.    
 
No   es   cualquier   lectura   ni   es   cualquier   texto.   Retomo   aquí   el   concepto  
desarrollado  por  George  Steiner,  que  él  llama  la  capacidad  literaria  humana.  Es  
consciente   que   la   literatura   de   por   sí   no   hace   mejores   seres   humanos:   algunos  
de   los   hombres   que   concibieron   y   administraron   Auschwitz   habían   sido  
educados  para  leer  a  Shakespeare  y  a  Goethe,  y  no  dejaron  de  leerlos.    
 
Pero  lo  que  sí  nos  ofrece  la  literatura  es  conocimiento  de  la  condición    humana.  
Dice  Steiner:    
 
Ningún   descubrimiento   de   la   genética   sobrepasa   lo   que   Proust   sabía     acerca   del  
hechizo  y  las  obsesiones  parentales;  cada  vez  que  Otelo  nos  recuerda  el  orín  del  rocío  

  56  
en  la  espada  brillante,  experimentamos    más  de  la  realidad  sensitiva,  transitoria,  en  la  
que  nuestras  vidas  deben  transcurrir,de  lo  que  pueden  transmitirnos  el  contenido  o  la  
ambición   de   la   física.   Ninguna   sociometría   de   los   motivos   o   las   tácticas   políticas  
pueden  competir  con  Stendhal.  (Steiner:  2003,    p.  22).      
 
Las   palabras   de   Steiner   nos   explican   las   escenas   con   los   muchachos,   con   la  
diferencia   que   él   cita   textos   para   un   lector   experimentado   y   nosotros  
estábamos   apenas   iniciando.   Pero   el   sentido   vale   para   ambas   situaciones:    
para  Steiner  la  lectura  es  un  modo  de  acción.  “Conjuramos  la  presencia,  la  voz  
del   libro.   Le   permitimos   la   entrada,   aunque   no   sin   cautela,   a   nuestra   más  
honda   intimidad.   Un   gran   poema,   una   novela   clásica   nos   asedian;   asaltan   y  
ocupan  las  fortalezas    de  nuestra  conciencia.  Ejercen  un  extraño  y  contundente  
señorío   sobre   nuestra   imaginación   y   nuestros   deseos,   sobre   nuestras  
ambiciones  y  nuestros  sueños  más  secretos.  Los  hombres  que  queman  libros  
saben  lo  que  hacen.”  
 
…Leer   bien   significa   arriesgarse   mucho.   Es   dejar   vulnerable   nuestra   identidad,   nuestra  
posesión   de   nosotros   mismos…   quien   haya   leído   la   metamorfosis     de   Kafka   y   pueda  
mirarse  impávido  al  espejo  será  capaz,  técnicamente,  de  leer  la  letra  impresa,  pero  es  
un  analfabeta  en  el  único  sentido  que  cuenta.    (Steiner:  2003,    p.  22)  
 
Ante  la  crisis  de  valores  actual,  Steiner  le  propone  algo  a  los  críticos,  que  bien  
vale   para   los   mediadores   de   lectura:   reconstruir   el   arte   de   la   lectura,   la  
verdadera   capacidad   literaria,   esa   manera   de   leer   como   seres   humanos  
íntegros.    
 
Quizás   lo   que   Steiner   propone   no   sea   fácil,   pero   creo   que   es   precisamente   el  
territorio   propicio   para   ejercer   la   mediación   entre   los   lectores   que   se   inician   y  
los  textos.  Es  en  ese  espacio  de  diálogos  posibles  entre  el  lector  y  el  texto,  de  
vínculos   entre   el   texto   y   la   vida   del   lector,     donde   el   mediador   de   lectura   tiene  
todo   por   hacer.   De   allí   mi   propuesta   inicial:   sumerjámonos   en   los   textos,  
explorémoslos   sin   prisa,   con   paciencia   de   relojero   y   agudeza   de   explorador,  
para  encontrar  las  pistas  que  nos  permitan  re-­‐crear  la  experiencia  propuesta  
por   el   texto,   para   habitarlo   y   dejarse   habitar,   para   ir   a   ese   lugar   al   que   el   texto  
nos  lleva  y  volver  diferentes.    
 
Finalizo  con    unas  palabras  de  Margaret  Meek  que  sintetizan  nuestra  reflexión:    
 
Ser   usuario   de   la   cultura   escrita     es   el   resultado   de   conocer   los   beneficios   de   la   lectura,  
de   entregarnos   a   ella   de   tal   modo   que   podamos   ensanchar   nuestra   comprensión   no  

  57  
sólo  de  los  libros  y  de  los  textos,  de  qué  tratan  y  cómo  están  escritos,  sino  también  de  
nosotros  mismos.  (Meek:  2004,    p.  64)    
 
 
 
Bibliografía  
 
1.  Steiner,  George.  Lenguaje  y  silencio.  Editorial  Gedisa,  Barcelona:  2003  
2.  Meek,  Margaret.  En  torno  a  la  cultura  escrita.  Fondo  de  Cultura  Económica.  México:  2004  
3.  Petit,  Michel.  Nuevos  acercamientos  a  los  jóvenes  y  a  la  lectura.  México:  1999  
 
   

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Jerónimo Pizarro, con el viajero inmóvil

Con esta cuarta conferencia termina el ciclo 2013 de la “Cátedra abierta – Grandes
temas de nuestro tiempo”, espacio de extensión académica que sostenemos, con
naturales altibajos, desde 1990. En esta oportunidad la intervención está a cargo de
joven académico, especialista en la obra de Fernando Pessoa (1888-1935), aquel
casi mítico personaje lusitano, creador de heterónimos en la literatura, quien
publicó poco en vida y pasadas décadas de su muerte su obra ha surgido como de
las cenizas, a nivel internacional. Sus dos baúles repletos de escrituras innovadoras,
sabias y enigmáticas, al cuidado de la Biblioteca Nacional en Lisboa, han dado
ocasión a expertos para publicar obras suyas, múltiples, de sorprendente acogida en
el mundo de las letras. Y Jerónimo Pizarro es uno de ellos, quien ha tenido a su
cargo la publicación de más de veinte obras de y sobre Pessoa.

Como hemos difundido en boletines de convocatoria para esta ocasión, Jerónimo es


doctor en Lingüística portuguesa de la Universidad de Lisboa y doctor en
Literaturas hispanoamericanas de la Universidad de Harvard, profesor/investigador
de la Universidad de los Andes y titular de la cátedra de estudios portugueses en el
Instituto Camôes en Bogotá. Su obra es significativa y ha merecido
reconocimientos internacionales como el reciente “Premio Eduardo Lourenço”,
conferido por el Centro de Estudios Ibéricos. Premio que Jerónimo recogió
generándole expectativas para sus futuros trabajos, como partícipe investigador del
“nuevo boom de estudios pessoanos” comenzado en 2006, heredero de estudiosos y
traductores de la talla de Ángel Crespo, Antonio Tabucchi, Octavio Paz, Rodolfo
Alonso…

Su oficio ha sido el de investigar, con asidero en archivos, hacer clases, editar,


organizar eventos, traducir, escribir. En la pasada feria internacional del libro, en
Bogotá, Portugal fue el país invitado, y Jerónimo fue protagónico en su
organización, promoviendo libros y autores, con montaje de bella y aleccionadora
exposición sobre Fernando Pessoa, la que hoy hemos tratado de difundir por
medios digitales. Ocasión que motivó un más amplio conocimiento de la cultura
portuguesa en Colombia. Experiencia que le dejó la idea de llevar a cabo, con cierta
frecuencia, festivales literarios luso-colombianos, con la esperanza que Manizales
pueda ser receptora de uno de ellos.

Gracias a Pessoa y sus intérpretes/editores podemos apreciar esa obra maravillosa y


extraña, como la de sus personajes creados, los heterónimos, en especial Alberto

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Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. El mismo Jerónimo registra que el
nombre de Pessoa se confunde con Portugal y en especial con Lisboa, de manera
análoga como lo fueron Joyce para Dublín, Musil para Viena, Kafka para Praga,
Cavafis para Alejandría…

Tenga la bondad, apreciado profesor Dr. Jerónimo Pizarro-Jaramillo, de asumir la


palabra en este escenario simbólico del estudiante de la mesa redonda, con su
conferencia “Fernando Pessoa, el viajero inmóvil”.

Gracias.

Carlos-Enrique Ruiz

Manizales, Universidad Nacional de Colombia, Nov. 14 de 2013

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Fernando Pessoa, el viajero inmóvil...1

Jerónimo Pizarro-Jaramillo

OooooOoooo (sonido de un tren)

En un conocido poema, publicado en vida, Fernando Pessoa remata su texto de esta


manera: «¿Sentir? ¡Sienta quien lea!» (Presença, n.º 38, abril de 1933, p.7). Si
cambiamos ese verbo por otro, el verso tal vez pudiera ser este: «¿Viajar? ¡Viaje
quien lea!» Finalmente, como habrá dicho Álvaro de Campos – el poema no tiene
atribución de autoría, pero ésta parece indudable – «la mejor manera de viajar es
sentir». Cito el sugestivo fragmento lírico en el que Campos lo afirma:

Al final, la mejor manera de viajar es sentir.


Sentir todo de todas las maneras.
Sentir todo excesivamente,
Porque todas las cosas son, en verdad, excesivas
Y toda la realidad2 es un exceso, una violencia,
Una alucinación extraordinariamente nítida
Que vivimos todos en común con la furia de las almas,
El centro hacia el cual tienden las extrañas fuerzas centrífugas
Que son las psiques humanas en su acuerdo sensorial.
Cuanto más sienta, cuanto más sienta como varias personas,
Cuanto más personalidades tenga,
Cuanto más intensamente, agudamente las tenga,
Cuanto más simultáneamente sienta con todas ellas,
Cuanto más unificadamente diverso, dispersamente atento
Esté, sienta, viva, sea3,
Más poseeré la existencia total del universo,
Más completo seré por el espacio entero.
Más análogo seré a Dios, sea él quien sea,
Porque, sea él quien sea, con certeza es Todo,
Y fuera de Él sólo existe Él, y Todo para Él es poco.

Cada alma es una escalera hacia Dios,


                                                                                                               
1
Presenté la primera versión de este texto en Matosinhos, el 24 de mayo del 2013, en la conferencia inaugural del
fetival Lev – Literatura em Viagem. Todas las traducciones son mías.
2
En el original, por lapso, «relaidade».
3
Con un fragmento rayado: «Estiver, viver, ser, sentir, viver, fôr» / «Esté, viva, sea, sienta, viva, sea».

  61  
Cada alma es un pasillo-Universo hacia Dios,
Cada alma es un río corriendo por márgenes del Exterior
Hacia Dios y en Dios con un susurro taciturno.
(Pessoa, 1990, p. 263; signatura 69-44)

Afinal, a melhor maneira de viajar é sentir (signatura 69-44).

  62  
Para poseer «la existencia total del universo», Pessoa propone que se sienta y que
se sienta «como varias personas», siendo que cada una de esas personas sería un
mundo y «un corredor-Universo para Dios». Viajar, viajar físicamente, fue algo
que, de hecho, hizo – fue y volvió de África del sur – y que simultáneamente
cultivó como un sueño y un objetivo lejano – cambiar de país e irse a Inglaterra –,
pero que, a pesar de todo, nunca buscó de forma activa, como una forma de
conocer nuevos mundos y acceder a nuevas experiencias de vida. Incluso en
Portugal, Pessoa habría viajado poco y no sabemos si llegó siquiera a visitar
Oporto, por ejemplo. Mientras Camilo Pessanha viajaba entre China y Portugal4,
mientras Mário de Sá-Carneiro sentía las «ansias» de París o de Barcelona,
mientras António Ferro preparaba su Viaje alrededor de las dictaduras – título de
un conjunto de entrevistas publicado en 1927 –, Fernando Pessoa «viajaba» a
Oriente a través del opiómano Álvaro de Campo (cf. «Opiario»), «viajaba» por
Europa de la mano de Sá-Carneiro, y «viajaba» infinitamente en el perímetro de su
propio cuarto, de su oficina y de su ciudad, primero bajo la máscara de Vicente
Guedes y, más tarde, bajo el nombre de Bernardo Soares. En uno de los textos más
fragmentarios del Libro del desasosiego, el autor declara:
El Ganges también pasa por la calle de los Douradores. Todas las épocas están en este
cuarto estrecho – la mezcla
la sucesión multicolor de las maneras,
las diferencias de los pueblos,
y la vasta variedad de las naciones
(Pessoa, 2013, p. 248; signatura 1141-18v)

Esta frase siempre me impresionó: «El Ganges también pasa por la calle de los
Douradores». Pessoa, a quien me habría gustado ver en otro tipo de fotografías – en
trajes exóticos, o en traje de baño o caminando bajo la nieve, nunca recorrió la
planicie del Ganges, ni los 2500 km de extensión de ese río de la India, pero en esa
frase a modo de haiku, hace que el Ganges coincida con la calle que él universalizó
en el Libro del desasosiego. Verdad o no – y la verdad no interesa mucho en
literatura –, lo cierto es que ese pasaje nos despierta la imaginación, ya que
podemos imaginar, por ejemplo, que la calle es un río, y que en los márgenes de la
calle de los Douradores, como en los márgenes del Ganges, también crece y florece
una civilización, aunque la de Lisboa sea más urbana. Sentimos y viajamos.
Leemos y viajamos, aunque no abandonemos nuestro lugar de lectura. Siente quien
lee. Viaja quien lee. Entonces, ¿por qué viajar físicamente si la propia literatura nos
                                                                                                               
4
Ver una memorable fotografía de Camilo Pessanha en traje de mandarín – fecha del original: ca. 1894-1896 – en la
página web de la Biblioteca Nacional Digital: http://purl.pt/14714.

  63  
hace viajar, parece preguntarnos Pessoa, lanzándonos un desafio? Por qué hacerlo,
si tanto viajamos peregrinando o leyendo la Peregrinación de Fernão Mendes
Pinto, deambulando o leyendo las deambulaciones de Stephen Dedalus en Ulisses
de James Joyce?

***

Fotografía de Camillo Pessanha.

  64  
Antes de volver a Fernando Pessoa y a un tipo de viajero más sedentario, siempre
en el muelle sin querer partir, siempre en el apeadero sin querer proseguir, me
gustaría evocar a otro escritor portugués que admiro: Dinis Machado. Machado
escribió una epopeya del Barrio Alto de Lisboa, tal como Joyce la de ciertos barrios
de Dublín. En una entrevista dirigida por Sara Belo Luís para la revista Ler (otoño
de 2002), la periodista le preguntó al escritor: «¿Qué viajes hizo?»; y esta fue la
respuesta del autor de Lo que dice Molero:

No hice prácticamente ningún viaje. Y los que hice estuvieron casi siempre relacionados
con el fútbol. Una vez fui a Londres, mientras trabajaba en el Diario Ilustrado, a cubrir un
partido entre las selecciones militares de Portugal e Inglaterra. También fui a Madrid, a
causa de un Sporting-León, a Munich y a Barcelona, una ciudad fulgurante de cuya fuerza
quedé admirado. Pero yo soy sedentario, no me gusta viajar. Mis viajes son todos como
los de Céline, por la imaginación. Por lo demás, no necesito ir a los sitios: tengo
fotografías, relatos, novelas, películas, mapas... Me hago una idea de cómo son las cosas,
de dónde están y cómo funcionan. Conozco, por ejemplo, las calles de Nueva York
porque recuerdo el cine de Raoul Walsh, y de Howard Hawks. Claro que, como los
archivos nunca están completos, sólo entiendo lo que es posible entender. Pero, a fin de
cuentas, todo en la vida es un poco arbitrario y nadie puede tener la biblioteca total y
saberlo todo. Una vez, le preguntaron a Borges sobre su tarea con la literatura. «Mi tarea»
dijo él, «no sería particularmente difícil, sólo necesitaría ser inmortal para realizarla»
(en Luís, 2008, pp. 56-57)

Dinis Machado evoca de forma sintomática a Borges, que en 1984, dos años antes
de morir y ya ciego, publicó un libro intitulado Atlas, cuya carátula muestra, dentro
de un globo, al autor argentino acompañado por María Kodama. Pero Borges es
menos celebrados por ese Atlas que por los libros que escribió después de su
regreso definitivo a Buenos Aires, donde viajó, como Dinis Machado, a través de
«fotografías, relatos, novelas, películas, mapas...» y diversas enciclopedias. Franz
Kafka, Jorge Luis Borges, Dinis Machado, Alexandre O’Neill y muchos otros
escritores que conocieron el «modo funcionario de vivir» (O’Neill, 2000, p.52) – el
modo de vivir de un funcionario de oficina – y que no lograron, o no desearon vivir
lejos de la patria, viajaron menos por la inmensidad física del orbe, que a través de
la imaginación.

Tal vez por ello el muchacho sobre el cual escribe Molero en su informe, en el libro
Lo que dice Molero, después de trazar un retrato del artista adolescente, anda y
anda hasta encontrar la última frontera, tal como había predicho Sara, la gitana, un
día en el Barrio Alto. Así, en la novela, el muchacho utiliza tres camellos para

  65  
atravesar el desierto del Sahara, duerme en los iglús de los esquimales a lo largo de
los seis meses de noche en el Polo Norte, se enamora de una «negrita de ébano»
(Machado, [1977] 2007, p.141) en la Patagonia, mata en defensa personal un
cocodrilo en África, se hace callos en la manos en Pequín y aprende a decir «mi
amor» en chino, persigue búfalos en un caballo blanco – oferta de tres cow-boys en
una pradera de Texas –, reencuentra a un compañero del Barrio Alto en una calle
de Estambul y termina en un burdel, aprende a bailar tango en Buenos Aires –
donde le hablan de «un tal Jorge Luis Borges» (p.145) –, sigue al Pacífico y allí
parte cocos, se pierde en Mato Grosso y reaparece en Monte Carlo, pasa a ser, entre
muchas otras cosas, portero de bar nocturno [boîte], actor de fotonovelas, fijador de
afiches callejeros, aprendiz de faquir, mendigo y donador de sangre, tiene «su cuota
de accidentes de tránsito, terremotos, naufragios y volcanes en erupción» (p.150), y
regresa finalmente al Barrio Alto «en una cierta noche de luna llena» (p.151). Y
sólo al final de esa circunnavegación, el muchacho afirma: «la tierra entera es este
barrio y este sueño» (p.152), tal como había dicho Bernardo Soares: «A veces
pienso que nunca saldré de la calle de los Douradores. Y esto escrito me parece
entonces la eternidad» (Pessoa, 2013, p.361; signatura 2-67).

Dinis Machado no viajó mucho, pero creó este personaje errabundo que se volvió
el «nómada de los nómadas» (Machado, 2007, p.156); su vida fue discreta – Lo que
dice Molero es un libro que esconde «la discreta y despreciada soledad de los
viejos gatos pardos llenos de heridas» (p.140) –, pero la prosa de su obra-prima es
todo menos moderada, circunspecta o recatada. En Lo que dice Molero las palabras
rompen diques, atraviesan fronteras, saltan como un chorro. En la novela, las
deambulaciones por el espacio más «real» (el Barrio Alto) se conjugan con los
viajes por los espacios imaginarios (todos los continentes) y, tal como en toda la
narrativa portuguesa posterior al Libro del desasosiego, lo físico y lo metafísico, el
interior y el exterior, lo individual y lo colectivo se entrelazan, se corresponden.

***

Ahora sí volvamos a Pessoa y a sus desafíos implícitos y llenos de provocación. En


el Libro del desasosiego, donde imaginaba un «Viaje nunca hecho» y un «Viaje en
la cabeza», encontramos un pasaje que comienza así:

¿Viajar? Para viajar basta con existir. Voy de día en día, como de estación en estación,
adentro del tren de mi cuerpo, o de mi destino, fijándome en las calles y las plazas, en los
gestos y los rostros, siempre iguales y siempre diferentes, como todos los paisajes son al
fin y al cabo.
Si imagino, veo. ¿Qué más hago si viajo? Sólo la debilidad extrema de la imaginación
justifica que haya que desplazarse para sentir.

  66  
«Cualquier carretera, incluso ésta de Entepfuhl, te llevará hasta el fin del mundo». Pero el
fin del mundo, desde que el mundo se agotó una vez le dimos la vuelta, es el mismo
Entepfuhl de donde partimos. En realidad, el fin del mundo, como el principio, es nuestro
concepto del mundo. Es en nosotros donde los paisajes tienen paisaje. Por eso, si los
imagino, los creo; si los creo, existen; si existen, los veo como a los otros. ¿Para qué
viajar? En Madrid, en Berlín, en Persia, en la China, en ambos Polos, ¿dónde estaría yo
sino en mí mismo, y en el tipo y género de mis sensaciones?
La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que
vemos, sino lo que somos.
(Pessoa, 2013, p.445; signatura 2-51)

Se podrían evocar muchos otros textos en los cuales Pessoa cuestiona la pertinencia
del acto de viajar. Otro muy célebre, comentado por Eduardo Lourenço, es aquél en
el cual el poeta exclama: «¡Viajar! Perder países!» (Pessoa, 2004, p.148; signatura
118-24). Entonces, «para qué viajar», si reiteramos la pregunta táctica de Pessoa? A
mi modo de ver, porque el universo no cabe en un libro, aunque cada libro busque
ser (o sea de hecho) un microcosmos. Fernando Pessoa, Dinis Machado, António
Lobo Antunes nos dan a conocer Lisboa, por ejemplo, pero uno nos muestra la
zona de la Baixa, otro el Barrio Alto y otro el barrio de Benfica. ¿Y si yo quisiera
conocer Madrid, Berlín, lo que fuese Persia, China o ambos Polos? Además, si yo
ya vivo, si yo ya siento, si yo ya leo, ¿por qué no habría de viajar también? Existir,
como dice Pessoa, ya es una especie de viaje, pero de cada uno de nosotros
depende redimensionar ese viaje. Hay viajes más intensivos, como los de Pessoa; y
viajes más extensivos, como las de Fernão Mendes Pinto. E incluso algunos
viajeros frecuentes, como Pablo Neruda, ya fueron llamados viajeros «inmóviles»
por sus biógrafos (Rodríguez Monegal, 1966), porque es posible viajar quieto, sea
la inmovilidad física o espiritual. En este sentido, podríamos afirmar,
simplificando, que Pessoa no se mueve, pero viaja; mientras que Neruda viaja, pero
no se mueve. Pero todo viaje, sea de orientación estática, o de orientación dinámica
cambia al viajero, lo transforma. Y sólo raras personas viven muchas vidas en una
sola vida...

Ahora bien, aunque Pessoa hubiera viajado y no hubiera encontrado sino lo que ya
era (cf. «Lo que vemos [es] lo que somos»), yo confieso que me hubiera gustado
ubicar en su archivo un diario tardío que se titulara, por ejemplo, «Durban
Revisited», o haber podido leer las impresiones que un hipotético viaje a Nueva
York hubiera dejado en Álvaro Campo, su heterónimo más anglómano. Eduardo
Lourenço considera que en el imaginario de Pessoa tal vez «el desinterés por el
acto de viajar y por el viaje fuera el resultado de las múltiples formas de desgano

  67  
vital que le definió infancia»5. Es posible. Yo tiendo a creer que Pessoa vivió el
viaje de regreso a Portugal, en 1905, como una enorme pérdida – atrás quedaban su
casa y su madre –, así como muchos retornados sienten el vacío del «regreso», y
que, después de ese año, Pessoa nunca quiso dejar Lisboa, con temor a perder la
ciudad (o a perderse a sí mismo) después de haberse habituado a las calles de
Lisboa. Pero habría, sin duda, sido fascinante si Pessoa hubiera viajado unos años
por el mundo, como el muchacho de Lo que dice Molero, hasta encontrar la última
frontera, y que nos llegaran fotografías de Pessoa y de sus heterónimos dentro un
globo o sentado en el dorso de un elefante. De hecho, siempre que veo las pocas
fotografías existentes de Pessoa, imagino las que me gustarían ver, es decir, las que
me «faltan». Alguien todavía tendrá, un día, que escribir un libro llamado Los
viajes nunca hechos de Fernando Pessoa, que tal vez haya sido esbozado por
Saramago cuando escribió El año de la muerte de Ricardo Reis.

***

En una crónica de Viajes por mi Era (alusión a Viajes por mi tierra), Onésimo
Almeida escribe: «No me hacen falta las islas Azores porque no me acuerdo de
haber salido de allá. Como ya escribí en alguna parte, no se regresa al lugar del que
nunca se partió» (Almeida, 2001, p.160). Allí tenemos al «viajero inmóvil», es
decir, el viajero que viaja con su tierra natal siempre dentro de sí. Abro una vez
más un libro de Alexandra Lucas Coelho, Viva México – que integra la colección
de literatura de viajes, dirigida por Carlos Vaz Marques en Tinta-da-china –, y releo
la constatación final de la autora: « […] a lo largo de tres semanas de viaje por
México, del desierto de Chihuahua a la selva de Yucatán, vi como soy del Viejo
Mundo» (Coelho, 2010, p. 361). México fue «desarmante» para la autora – la
desarmó –, pero también sirvió, por contraste, para que ella reencontrara su
identidad. Hasta cierto punto, Viva México parece validar las palabras de Fernando
Pessoa: «En realidad, el fin del mundo, como el principio, es nuestro concepto de
mundo».

«¿Para qué viajar?», vuelvo y pregunto. Me gusta la respuesta implícita que Carlos
Vaz Marques nos da, en la contracubierta de Viva México, citando a Agostinho de
Hipona: «El mundo es un libro enorme del cual solamente leen una página aquellos
                                                                                                               
5
Cf. «“Viajar, perder países” [léase: “Viajar! Perder paizes!”] es uno de los versos en los cuales Pessoa revela una
actitud completamente opuesta a la de Cesário Verde, para quien viajar significaba ganar países. Tal vez en el
imaginario de Pessoa, el desinterés por el acto de viajar y por el viaje fue el resultado de las múltiples formas de
desgano vital que le definió la infancia. Todo y cualquier esfuerzo serio en el sentido de volverse otro o diferente
mediante el mero cambio de escenario le parecía una pérdida del ser, aquello que más tarde expresaría recurriendo a
una imagen célebre: la del cansancio invencible que le impidiría tomar el tranvía»(Lourenço, [1989] 2004, p. 149).

  68  
que nunca salen de la casa ». A lo que uno de nuestros viajeros inmóviles podría
replicar: si el mundo ya es un libro, ¿para qué salir de los libros, o abandonar el
sueño de cifrar toda la existencia en un libro? Para mí, Viva México, es tanto una
serie de crónicas, como una maleta de lecturas, algunas de las cuales yo mismo ya
había leído: Roberto Bolaño, Frida Kahlo, J.M.G Le Clézio, Malcolm Lowry,
Carlos Monsiváis, Octavio Paz y Juan Rulfo, entre otros. Y entonces, me pregunto
– yo que viví en México – ¿por qué ir nuevamente a ese México que la autora
relata? Tal vez para poder sentirlo una vez más, pero entonces algo de razón tenía
Pessoa cuando decía: «Solo la debilidad extrema de la imaginación justifica que
haya que dislocarse para sentir».

Pienso que el motivo para viajar es otro. Viajar, para mí, es menos una cuestión de
salir o no de la casa – esa es una cuestión más temporal que espacial, y sobre todo
hoy en día, con acceso a internet –, es menos una cuestión de viajar dentro o fuera
de mí – esa es una cuestión de carácter –, que una posibilidad de construir mi
propio mundo y afinar mi visión del Otro. Y para construir ese mundo y afinar esa
visión, necesitaré siempre de innúmeros libros, de ficción o testimonio, y de
innúmeros viajes, reales o imaginarios. Por ello siento con intensidad, como Dinis
Machado, la frase de Jorge Luis Borges: «Mi tarea no sería particularmente difícil,
sólo necesitaría ser inmortal para realizarla ».

¿Para un buen imaginario, medio viaje basta…? ¿«Cuando se siente en exceso, el


Tajo es Atlántico sin número, y Cacilhas, otro continente, e incluso otro universo»
(Pessoa, 2013, p.445)? Sin duda. Pero para expandir nuestro mundo y nuestras
fronteras, para tener más patrias que una sola y pensar en varias lenguas, medio
viaje parece no bastar, aunque ese medio viaje intensamente sentido permita intuir
realidades más grandes, «e incluso otro universo».

Bibliografia

ALMEIDA, Onésimo Teotónio (2001). Viagens na Minha Era (dia-crónicas). Lisboa: Temas &
Debates.
COELHO, Alexandra Lucas (2010). Viva México. Lisboa: Tinta-da-china.
LOURENÇO, Eduardo ([1989] 2004). «Pessoa ou as trêsviagens», en O Lugar do Anjo. Ensaios
Pessoanos. Lisboa: Gradiva, pp. 147-160. Publicado inicialmente en la Revista de
Occidente, n.º 94, marzo de 1989, pp. 27-42.
LUÍS, Sara Belo (2008), «Só quis escrever um livro» (entrevista a Dinis Machado, otoño de
2002), en revista Ler, noviembre, pp. 54-57.

  69  
MACHADO, Dinis ([1977] 2007). O Que Diz Molero. Ilustraciones de António Jorge Gonçalves.
Lisboa: Bertrand. 21.a edición. Existe traducción española de Ángel Crespo, el primer
traductor de el Livro del desasosiego.
RODRÍGUEZ-MONEGAL, Emir (1966). El viajero inmóvil: introducción a Pablo Neruda.
Buenos Aires: Losada.
PESSOA, Fernando (2013). Livro do Desassossego. Edición de Jerónimo Pizarro. Rio de Janeiro
& Lisboa: Tinta-da-china.
_____ (2004). Poemas de Fernando Pessoa, 1931-1933. Edición de Ivo Castro. Lisboa: INCM.
_____ (1990). Poemas de Álvaro de Campos. Edición de Cleonice Berardinelli. Lisboa: INCM.
_____ (1933). «Isto», en Presença – Folha de Arte e Critica, n.º 38, año séptimo, volumen
segundo, abril, p. 7.

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