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LOS “TEMAS SOMBRA” EN LA MÚSICA

ROMÁNTICA
Se avecina el Bicentenario de Chopin y Schumann, dos de los emblemas
insustituibles del Romanticismo y quizá de toda la cultura occidental. Con su
conmemoración tal vez emergerán los traumas, las exultaciones, los abismos, los
triunfos y las sombras de un movimiento que aspiró a descifrar el interior humano
hasta sus últimos confines. La psicología de Jung, demasiado subjetiva para los
analistas pero sumamente sugerente para los artistas, acuñó el concepto de
“sombra”, que rápidamente se aplicó a la investigación literaria –el “personaje
sombra”, como Frankenstein o Mr. Hyde-. Con el auge de la musicología
narrativista desde 1980, se abre la posibilidad de investigar los “temas sombra”
desde Mozart hasta Bartók.
Texto: Luis Ángel de Benito

EL CASO CHOPIN
Las descripciones de cómo componía Chopin, salvando lo que pueda existir
de mitología romántica, las encontramos en Carl Filtsch, Frederika Müller, George
Sand y muchos otros. Según estos testigos privilegiados, Chopin improvisaba,
incurría en una suerte de trance, perdía toda conexión con los seres vivientes y hacía
sonar su maravillosa música, aparentemente extraída de aquellas regiones sub-reales.
Tal era su enajenación que, cuando alguien le hacía “regresar”, gritaba durante un
instante. Y ya en este mundo, parece que vivía una intensa tortura al tener que
escribir aquellos sonidos en papel pautado.
Quizá debemos situar a Chopin compositor muy cerca de eso que se llama
“estados alterados” de la psique, y algo más lejos del planificador/estructuralista
clásico, aunque también –naturalmente- tuviese que cultivar esta faceta. Es decir, si
hay algún compositor que reprodujo sin trabas las misteriosas sintaxis emocionales
del hombre decimonónico (“sin trabas” en sentido de “sin cortapisas formales”), ese
fue Chopin.
En dos de sus formas sonata (primeros movimientos de sus sonatas op. 35 y
op. 58) la música comienza con una especie de melancolía en agitación, estado que se
desenvuelve durante un buen rato, hasta que se desvela un segundo tema apacible,
confortable como una dama de las Noches Florentinas, y redime toda la forma. Tras el
desarrollo, viene una reexposición en la que aparece otra vez ese tema sosegado, y la
música acaba en ese estado –podríamos decir- de dulce felicidad. En otras muchas
obras, la dama florentina aparece como tema central (recordemos algunos Estudios en
modo menor, los Scherzos, las Baladas…).
Chopin no inventa ese efecto: los temas “femeninos” (según los llamaba
Vögler) son un invento feliz de Haydn y sobre todo de Mozart, quien les otorgaba un
encanto operístico difícil de imitar. Pero los románticos llevaron al extremo el
contraste entre los temas “masculinos” (que podían ser rotundos, autoritarios,
heroicos, oscuros, malditos, agitados...) y los temas líricos o “femeninos”.
Y tampoco, evidentemente, Chopin inventa esta sintaxis tragedia-esperanza,
en la que el tema trágico o elegíaco (modo menor) llega al tema “feliz” o
“esperanzador” (generalmente en el tono del relativo mayor), lo cual es la base del
equilibrio clásico en las formas en modo menor. Es decir, desde Bach y antes, el
discurso en modo menor necesita atravesar su “contrario”, su contraste feliz, para
poner en perfecto relieve el afecto principal de la obra. Es lo que Eeero Tarasti y
Márta Grabócz llaman “el movimiento del cuadrado semiótico”. En este caso sería:
TRÁGICO  No Trágico (Transición)  FELIZ  No Feliz (Transición) 
TRÁGICO de nuevo.
Lo que convierte en especiales muchas construcciones de Chopin es que ese
tema lírico sea un “hermano secreto” del tema oscuro. Es decir, que ambos procedan
del mismo trazo melódico o armónico. En términos técnicos diríamos que el tema
lírico resulta ser UNA DERIVACIÓN del otro, o viceversa tal vez. En términos
narratológicos, el oscuro es una sombra del lírico. Es el procedimiento de la
“derivación contrastante” de Beethoven, pero Chopin aumenta la diferencia
psicológica entre ambos temas y la hace extrema.

LA DERIVACIÓN CONTRASTANTE
Este parentesco “secreto” entre dos temas musicales de personalidad
visiblemente contraria se había venido haciendo desde el Barroco, pero de forma
discursiva, no narrativa. Es decir, cuando Bach en alguna fuga consigue que el tema
engendre un contrasujeto cuya procedencia nadie sino un técnico podría adivinar, lo
hace como recurso oratorio: derivar un argumento de otro, sostener el afecto
principal de su discurso. Eso sentido discursivo. Pero Chopin y los románticos –hasta
Mahler- lo hacen en sentido narrativo. Los temas ya no son ideas sino actores de una
trama humana o maravillosa.
Mozart ya tiene estos actores musicales tipo sombra. En la Sinfonía Júpiter,
primer movimiento, tras el segundo tema (lírico), se erige un gran motivo
descomunal y dramático, antes del tema tercero. Bien, pues este breve pero colosal
motivo no es sino una sombra agigantada del tema lírico, que se caracterizaba por un
cromatismo ascendente. Es decir, Mozart convierte en titánico y amenazador un
cromatismo simple, y nadie sabe que un tema es secretamente el otro. Eso mismo
hará Schubert en otra obra archiconocida: la Incompleta, primer movimiento, en el
mismo punto que Mozart: antes del final de la Exposición, cuando de repente, un
tutti amenazante y rotundo, con timbales, marcando un Sol-Do descendente y luego
un Sol-Re, irrumpe en el escenario. Ese gigante es hermano secreto del tema apacible,
porque su rasgo, su “rostro”, es la cuarta/quinta descendente. Es un perfecto “tema
sombra”. Incluso podríamos decir que es una sombra tipo “espectro de Brocken”,
como el tema de la Júpiter.

El “espectro de Brocken” es un fenómeno que conocen los alpinistas: cuando se encuentran


más altos que las nubes y el sol les da de lado, su sombra se proyecta a las nubes, agigantada,
deforme, como un gran monstruo que se mueve a la vez que ellos y que duplica sus formas
groseramente. No es difícil aplicar este fenómeno a la música sinfónica que se basa en el
desarrollo (aumentación, oscurecimiento, reducción, fragmentación, adición...) de temas.

Beethoven utiliza el “tema sombra” ocasionalmente, en la Sonata para


Violonchelo y Piano nº3, en la Fantasía para Piano, Coro y Orquesta, en la Appassionata, en
la Patética, etc. Ni siquiera los músicos sospechan la relación entre los dos temas,
hasta que un analista se la señala.

EL “PERSONAJE SOMBRA”
A primera vista, sería insensato asociar a Chopin con Mary Shelley,
Hawthorne, Emily Brontë, Dickens, Hoffmann, Maupassant o Stevenson, puesto que
ni los leyó ni le interesaron nunca los argumentos explícitos en su música.
Carl Jung asoció El Dr. Jekyll y Mr. Hyde con la duplicidad del ser humano, y le
llamó la atención saber que a Stevenson le vino la novela durante un sueño febril en
1885, mientras andaba buscando “un argumento que se adaptara a su fuerte
sensación del doble ser del hombre” (Carl JUNG, “Acercamiento al Inconsciente”, en
El hombre y sus símbolos. Caralt, Barcelona 1984).
Stevenson no fue el primero en soñar y crear “personajes sombra” o dobles
malditos. En realidad se había basado en Hoffmann y sus múltiples relatos de
sombras. En esos años 1820-1850 los espectros y los Doppelgänger acostumbraron a
caminar con los poetas y a aparecerse en los relatos y en las sinfonías. No sólo
Berlioz, Schumann o Chopin tuvieron visiones extrañas, sino poetas como Percy
Shelley o Maupassant aseguraron haber tenido visitaciones de sus respectivas
sombras.

Los elixires del diablo (1816) de E.T.A. Hoffmann, trata sobre el monje Medardo, quien sufre la
persecución de un Doble que es una parte desgajada de su propia alma (Hoffmann estudió la
literatura psiquiátrica de su época y visitó manicomios con esquizofrénicos). Hoffmann
escribe mucho sobre el asunto del doble: La historia del reflejo perdido (1815), Los dobles (1821),
El hombre de arena. También su contemporáneo Achim von Arnim escribió sobre el Doble: El
príncipe Ganzgott y el cantante Halbgott, 1818. El marido de Mary Shelley, Percy, aseguró haber
conocido a su Doppelgänger, que le presagió su muerte.

Hoffmann recogía supersticiones populares y sobre todo efectuaba una


evolución del Doppelgänger que había acuñado Jean Paul en 1796 en su novela
Siebenkäs. El Romanticismo posterior (los escritores contemporáneos de Chopin)
tomó la figura de el doble como el lado oscuro del ser humano, cuyo mejor emblema
es el Frankenstein de Mary Shelley, un monstruo que representa el desdoblamiento de
su creador (ver Mario PRAZ: “El Doble”, en El pacto con la serpiente. México: Fondo
de Cultura Económica, 1988). También Andersen trata el doble en su relato La sombra
(1847); Poe, en William Wilson (1840); Hawthorne en La mascarada de Howe (1838);
Gauthier en El caballero doble (1840) y Avatar (1856); Dostoyevsky en El Doble (1846);
Maupassant, en ¿Él? (1883) y en El Horla (1887), y un largo etcétera que llega hasta
Borges y Saramago.
¿Hasta qué punto podemos aplicar este paralelismo en música romántica?
Habrá que esperar a que la Psicología del Proceso Compositivo se establezca y se
desarrolle como disciplina. Incluso los ultra-formalistas podrían decir que no ha
lugar a tales paralelismos, que esos temas supuestamente “sombra” en Chopin son
meras derivaciones interválicas y rítmicas, que Beethoven y Chopin componían como
stravinskyanos, por mera indagación sonora. Sin embargo, es demasiado evidente
que desde 1805 los temas musicales empiezan a ser narrativos: Beethoven y su
progenie vuelcan demasiado en ellos sus propios rasgos, muy lejos del incólume tema
barroco o tema neoclásico. Ahora el tema puede ser frágil, quebradizo, interrogativo,
encantador, desigual, impetuoso, incluso feo... Y los desarrollos dejan de ser
argumentarios para convertirse en peripecias dramáticas.
Además existe en la segunda generación romántica (Berlioz, Schumann,
Chopin, Liszt, Alkan…) un afán por escarbar en el abismo interior, por depositar en
algún rincón de la música todos los rasgos que nunca exhibirían en sociedad: el grito,
el horror, el estremecimiento, la alucinación (lo cual culminará en el Post-
Romanticismo y su ulterior Expresionismo). Son los rasgos prohibidos que para los
junguianos constituyen la sombra.

EL TEMA SOMBRA
Permítasenos sugerir que, basados en todos esos ejemplos de “personaje
sombra” en la literatura decimonónica, es posible establecer una “hipótesis del tema
sombra” en música, basada en los mismos supuestos: 1)Procede del tema principal;
2) Tiene el “rostro” del tema principal, pero desfigurado; 2) Tiene una psicología
opuesta al tema principal; 3) Es, como dice la teoría junguiana, una “figura oscura”
que aparece en nuestros sueños y que parece “necesitar algo” (VON FRANZ, “El
proceso de individuación”, en JUNG, El hombre y sus símbolos).
Sin entrar en semejanzas de contenido, con estos cuatro requisitos tendríamos
un modelo analítico para conceptuar el “tema sombra” en un discurso musical. Así,
encontramos que múltiples obras se expone un tema principal y después irrumpe un
tema secundario que se basa en la interválica del primero, pero distorsionado, como
una “figura oscura” que parece “necesitar algo”. O todo lo contrario: la obra empieza
con “la sombra”, y después viene un tema segundo –sereno, apacible, esperanzador-
que se revela como el “personaje” origen del primero. Esto es justamente lo que
sucede en la Segunda Sonata de Chopin, y lo que sucede en gran parte de su obra: el
Estudio opus 25 nº12, el Vals nº7, la Fantasía-Impromptu, el Nocturno en Sol menor, el
Nocturno en Fa menor (aunque en éste el tema primero es una elegía, y el tema
segundo es una especie de grito que se basa en los mismos parámetros –
ornamentados- que su predecesor), la Balada nº1 (donde ambos temas son un acorde
de trecena), incluso la Sonata opus 58 (cuya relación temática establece muy bien
Douglas Seaton), etc. etc.

CUANDO LA SOMBRA SE HACE PAISAJE


Tanto en literatura como en música como en pintura, uno de los hallazgos
románticos más asombrosos es la relación del individuo con el paisaje, bien el
individuo proyectándose en el paisaje, o bien el paisaje engendrando al individuo. Es
decir, los rasgos del individuo se prolongan hasta las montañas a su alrededor, las
nubes, los lagos o los bosques. Frecuentemente el paisaje romántico nos revela cómo
se siente el protagonista: si su interior está angustiado, el bosque será lúgubre; si su
interior está exultante el bosque cantará eufórico con las montañas y los ríos.
Suele considerarse Cumbres Borrascosas de Emily Brontë, en 1847, como
ejemplo supremo de esta comunión entre hombres y paisaje. Realmente no sabemos
si el protagonista es Heathcliff, Catharine, la desdicha, o las brumas malditas de
aquellos páramos (“El infierno allí tiene nombres ingleses”, decía Borges).
Sin embargo deberíamos recordar a su hermana Charlotte, en Jane Eyre, por
haber tratado más sutilmente el profundo vínculo entre el corazón de Jane y su
paisaje. Las metáforas aquí son intensas, y todo el paisaje se convierte en un libro de
símbolos. Por ejemplo, Jane desde su soledad se fija en un pajarito famélico. Ese
pajarito es claramente el corazón famélico de Jane (capítulo 4). Después pernocta en
una sala “baja de techo y sombría” (cap. 5), la cual es su propio interior. Cuando llega
a la mansión de Rochester, su nueva alcoba con suelo alfombrado, con papel en las
paredes, (cap. 11) es un retrato del “amanecer” en el alma de Jane. El propio habano
humeante de Rochester, que “se elevó en el aire frío de aquel día sin sol”, es lo que
empieza a derretir el hielo en el corazón de Jane (cap. 15). Otros estados de ánimo
más sutiles en Jane serían imposibles de describir si no fuera por el paisaje. En el
capítulo 20 el disco luminoso de la luna le produjo un efecto muy bello, pero “en
exceso solemne”. En el 22 Jane es una emisaria del crepúsculo, o un ángel de la
muerte. En el 23 el paisaje/corazón de Jane es de “un cielo tan puro y un sol tan
radiante, que se diría que una bandada de días italianos, a la manera de magníficos
pájaros, hubiese venido desde el sur hasta Inglaterra”. En el 14 ya la relación entre
ella y Rochester era un rayo que quiebra un castaño, estado que se explicará en el 37.
Más tarde el corazón de Jane es un manzano con manzanas caídas, un camino
solitario, una luna teñida en sangre (cap. 25). Todo esto no lo dice la novela. Lo
adivina fácilmente el lector. Podemos decir que hay un continuo paisaje-metonimia.
Entonces, se admite en literatura que el espacio o paisaje tiene tres
modalidades, según García Peinado ( Ver Hacia una teoría general de la novela): 1) El
espacio es creado por el personaje: no tiene vida propia. Ejemplo: la habitación de
Goriot, prolongación de su alma, en Papá Goriot de Balzac. 2) El espacio es un
antagonista, un “personaje” más, hostil al protagonista. Ejemplo: la sórdida mina en
Germinal de Balzac, la ciudad de París en muchas novelas de Balzac, la ciudad de
Madrid en Galdós... 3) El espacio crea al personaje. El espacio lo proyecta, lo “posee”
y determina su conducta. Ejemplo: la mencionada Cumbres Borrascosas, pero también
ese cuento asombroso, La caída de la casa Usher, de Poe. En esta novela Usher y
Madeline viven en un caserón-destino, que se refleja en un estanque mortecino, como
augurio siniestro. El estanque revela que la casa va a ser derruida, así como el alma
de Usher.
A esta división de García Peinado podríamos añadir una cuarta modalidad: el
paisaje clásico, indiferente, como un decorado independiente del personaje y de su
drama.
Vamos a la música. Desde que Schenker comparó los temas musicales a los
personajes teatrales en 1909, se ha desarrollado mucho la musicología narrativista
(Tarasti, Hatten, Grabócz, Monelle…). Si el tema musical es un “actor”, entonces se
movería en un entorno, un espacio dramático, que incluye un “paisaje de fondo”.
Los románticos practicaron muchísimo un tipo de acompañamiento
(“paisaje”) que recogiese rasgos melódicos del tema. Pensemos en el
acompañamiento/paisaje del tormentosísimo Estudio Revolucionario de Chopin,
basado en Do-Re-Mi bemol, como la melodía/actor principal. Las tres notas pueblan
frenéticamente todo el Estudio, en el tema y en el acompañamiento ¿Quién engendró
a quién? La misma pregunta que nos hacemos con Cumbres Borrascosas.
Múltiples ejemplos de música romántica contienen ese vínculo entre tema y
acompañamiento: Preludios en Sol mayor y Mi menor de Chopin; el inicio de la
Fantasía en Do mayor de Schumann; La Gruta de Fingall de Mendelssohn, la Sonata en
Si menor de Liszt, Sonatas para violín y piano nº 2 y 3 de Brahms, Cuarta Sinfonía de
Brahms, “Wenn dein Mütterlein” de Mahler, Sinfonía 5ª de Shostakovich... Podríamos
adivinar que estos autores pretendían multiplicar los rasgos del tema por medio de
sus mil reflejos en “el lago” del acompañamiento. Hay un pasaje en La letra roja de
Hawthorne (1850), en la que Pearl, la preciosa niña de la humillada e infeliz Hester,
se detiene a la orilla de un arroyo. La visión de la niña y su reflejo es una ráfaga de
felicidad para la quebrantada mujer (capítulo 19): “Mientras tanto, Pearl había
llegado a la orilla del arroyo [...]. En el preciso momento en que se detuvo, el arroyo
formaba un embalse tan terso y tranquilo que reflejaba la imagen perfecta de su
figurita, con toda la pintoresca brillantez de su belleza en su adorno de flores y
follaje, pero más refinada y espiritualizada que la realidad. Esta imagen, casi tan
idéntica a la viviente Pearl, parecía comunicar algo de su cualidad vaga e intangible a
la propia niña [...] glorificada por un rayo de sol. En el arroyo que se hallaba a sus
pies, había otra niña, otra y la misma, también con su rayo de luz dorada.”
Tenemos algo de esa visión feliz, esperanzadora, duplicando la imagen real
con un reflejo encantado en el final del Scherzo en Do sostenido menor de Chopin,
cuando suena el coral como un rayo de felicidad, y el acompañamiento recoge su
imagen.

EL PAISAJE MONSTRUO
En el citado relato La caída de la Casa Usher de Poe (1840), la mansión, e incluso
el estanque, extiende un círculo maldito en torno a los protagonistas. El equivalente
en música es quizá más asombroso. Lo tenemos en escasas obras, pero siempre,
escuchadas bajo esta estética de la desfiguración, la experiencia es nueva e
impresionante.
Conocemos sobradamente el Estudio op. 10 nº3 de Chopin (el popularmente
llamado Tristesse), en el que la más amable de las melodías se canta sobre un fondo
apacible de lentas semicorcheas, una continua oscilación de terceras. Cuando acaba la
apacible melodía, viene una sección primero danzable, con algo de polonés, pero
donde la oscilación de semicorcheas se hace tema scherzante. Y todo esto evoluciona
terriblemente hasta el clímax de la pieza: una vociferante y alucinante cascada de
semicorcheas en séptimas disminuidas. El paisaje se monstruifica y se hace
protagonista.
En la Sonata para Violonchelo y Piano nº2, primer movimiento, de Brahms
encontramos uno de los más fascinantes casos en que el nudo de la tragedia no lo
lleva el protagonista/tema principal, ni ningún tema secundario: lo lleva el paisaje. La
sonata empieza con un tema pletórico sobre un acompañamiento peculiar, un paisaje
eufórico, un trémolo de semicorcheas. Pero tras ello, en el Desarrollo, después de un
leve enunciado del tema, el paisaje se hace muy sombrío, muy angustioso incluso, y
se queda solo, sin “personajes”, llenando toda la atmósfera de un estado de
“tormenta sin fin” durante un buen rato.
Pero el ejemplo más notable de esta relación lo tenemos en Bartók. Eugenio
Trías, en El Canto de las Sirenas, relaciona elocuentemente la casa Usher con El Castillo
de Barba Azul de Bartók. Habla de ese “inexorable augurio que vaticina, de manera
muda, un derrumbamiento que no puede ser aplazado, a modo de Doppelgänger
plasmado, como siniestro reflejo, en la superficie torva de esas aguas estancadas”.
Tanto la casa Usher como ese castillo son seres provistos de siniestra humanidad,
donde la corrupción de los muros afecta a sus habitantes.
Es una dilatada puesta en escena de ese inquietante y centenario mito
romántico, cuya perpetración, como el laberinto de Asterión para Borges, acaso sea
un esbozo del mundo mismo.

PUBLICADO EN AUDIOCLÁSICA en Noviembre de 2011

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