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La no tan nueva corrupción

latinoamericana
Baja la exposición a sobornos, pero sube la percepción de élites
políticas corruptas: ¿una oportunidad para el control ciudadano?
JORGE GALINDO
29 SEP 2019 - 03:19 CEST

Una manifestación contra la corrupción en México, en 2016. D. CÁRDENAS GETTY

La corrupción no es un fenómeno fácil de delimitar ni de medir. Es, por


naturaleza, un hecho oculto. Pero también ampliamente percibido por la
sociedad. Al menos así lo afirman más de la mitad de los latinoamericanos,
que consideran que la mayoría o todos sus principales políticos son
corruptos. A nadie sorprenderá que Venezuela encabece esta particular
clasificación extraída del informe anual de Transparencia Internacional,
pero la práctica totalidad de los países analizados arrojan niveles
alarmantes.

Sorprendentemente, son muchas menos las personas que declaran


experiencias directas con la corrupción en una de sus maneras más
palpables: el porcentaje que afirma haber sido sometido a peticiones de
soborno es sistemáticamente inferior. De hecho, en los últimos dos años ha
subido la percepción al tiempo que bajaba la experiencia de corrupción. ¿Por
qué esta divergencia? Si el encuentro directo con la corrupción es menor hoy
en casi toda la región (con la importante salvedad de la policía), ¿qué empuja
la percepción empeorada? Una posibilidad es que la lenta e irregular, nunca
definitiva y quizás parcial, remisión de una forma de corrupción esté
dejando espacio a otra.

Comencemos por las buenas noticias. Efectivamente, las experiencias de la


ciudadanía han descendido desde 2017 en casi todos los países y en casi
todas las áreas: sanidad, educación, registro de cédulas... con la salvedad
importante de la interacción con la policía, que observa aumentos de
sobornos en una mayoría de países. En tanto que primera línea del
monopolio de la violencia y de la ley de cualquier estado, la generalización
de esta cifra es altamente preocupante. Como también lo es el caso
venezolano, el único país en el que la exposición a soborno ha aumentado en
todos los frentes. Pero, quitando estas excepciones, la impresión general es
de mejora. Sin embargo, las percepciones de corrupción en casi todos los
frentes del sector público — desde las presidencias hasta la judicatura,
desde la policía hasta los congresistas— ha picado al alza en una mayoría de
países.

Este dato es particularmente sensible a la difusión pública (no


necesariamente a la incidencia material) de un tipo particular de
corrupción: aquel que se registra en las altas esferas. Odebrecht, Lava Jato,
Ruta del Sol —en Colombia—, la Casa Blanca —la del expresidente
mexicano Enrique Peña Nieto, no la de Donald Trump— son conceptos que
han pasado a formar parte del vocabulario habitual del conjunto de la
ciudadanía latinoamericana. Estos y otros se refieren a casos en los cuales
una parte de la élite política y empresarial se ha enriquecido a costa de las
arcas públicas.


Los historiadores de la región nos dicen que nada de esto es nuevo, por
supuesto. La capacidad de estas élites de capturar y extraer recursos del
Estado es casi un rasgo definitorio de la política latinoamericana, hereditario
tanto en el sentido figurado como en el literal. Lo que sí ha cambiado en las
últimas décadas es el grado de atención y difusión hacia este tipo de
situaciones, así como el uso político y mediático de las mismas.


Así, por ejemplo, el aumento de experiencias de soborno apenas
correlaciona con el consiguiente incremento país a país de la percepción de
corrupción en las altas esferas. Ni siquiera entre los funcionarios rasos,
como la policía. Pero sí lo hace, al menos hasta cierto punto, el mero tamaño
de un caso tan paradigmático como Odebrecht.

¿Hay que leer, pues, este empeoramiento de los datos de percepción de


corrupción como una buena noticia? No tan rápido: esto dependa
exclusivamente de su resultado final. El problema de la corrupción
generalizada (o percibida como tal) es que erosiona la confianza en el
sistema: en la democracia y en sus instituciones. Ofrece así una ventana de
oportunidad para discursos de corte nacional-populista, plataformas
presentadas a sí mismas como antiestablishment cuyo objetivo es la
implantación de un orden que se presenta a sí mismo como virtuoso, pero
que precisamente en su maniqueísmo alberga la sustitución de un régimen
elitista por otro: tal cosa sucedió en Venezuela, estuvo cerca de pasar en la
Colombia de Álvaro Uribe, y un aroma de ese mismo riesgo que se olfatea en
los discursos de Nayib Bukele, Jair Bolsonaroo Andrés Manuel López
Obrador, encaminados desde rutas ideológicas opuestas hacia un mismo
punto de concentración del poder estatal con la excusa de terminar con los
malos. En estos casos, una preocupación fundamentada de la ciudadanía por
la corrupción puede terminar siendo la excusa para desmontar algunas de
las instituciones que realmente podían ejercer un control parejo sobre las
élites.

Sin embargo, resultaría cínico censurar la preocupación por la corrupción (si


está basada en hechos reales) solo porque pueda darse esta posibilidad
autoritaria. Sería como admitir que más vale malo y corrupto conocido que
incógnita de cambio por conocer. Y la verdad es que los datos sugieren que,
por ahora, la alternancia en el poder está funcionando como freno a la
percepción de corrupción: en los países que en los que se ha producido un
relevo en el Ejecutivo o en el Legislativo, el incremento medio de dicha
percepción entre 2017 y 2019 ha sido notablemente menor. El voto (y la
dimisión en el caso de Perú) funciona.

Ahora, lo fundamental es que la ciudadanía se mantenga vigilante ante los


nuevos llegados. Asumiendo que esa nueva visión sobre la alta corrupción es
tanto un derecho como un deber. Porque el trabajo no termina en elegir a los
buenos contra los malos, sino que apenas comienza ahí: lo que queda
después es la construcción de mecanismos permanentes de control
ciudadano. A los que se someterán todos: los de antes, los de ahora y los que
quedan por llegar. Porque la corrupción, en el largo plazo, rara vez es una
cuestión de vicio o virtud, sino más bien de quién detenta el poder. Y de
quién dispone de las oportunidades para ser corrupto.

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