tercera
mano.
Extractos
de
entrevistas
de
Adolfo
Couve
Paz
López
Texto
leído
el
25
de
octubre
en
la
presentación
de
La
tercera
mano.
Extractos
de
entrevistas
de
Adolfo
Couve
(Macarena
García
y
Catalina
Porzio
ed.,
Alquimia
ediciones,
2015)
“La
única
pasión
de
mi
vida
ha
sido
el
miedo”.
Hobbes
Mientras
leía
esta
cuidada
edición
de
entrevistas
a
Couve
realizada
por
Macarena
García
y
Catalina
Porzio,
no
podía
dejar
de
pensar
en
el
libro
que
Sebald
le
dedicó
al
“más
solitario
de
los
escritores
solitarios”,
y
me
alegraba
entonces
la
idea
de
que
entre
una
semblanza
y
otra,
Walser
y
Couve
aparecieran
unidos
por
un
hilo
delgado
pero
exacto
a
la
vez.
Escritores
apegados
al
mundo
de
manera
fugaz,
apartados
de
los
hombres,
sin
descendencia,
retraídos
de
sus
lectores
y
capaces
de
escribir
excluyendo
siempre
una
parte
de
sí
mismos,
ausentándose,
obliterando
así
el
miedo
a
la
vida
que
les
era
constitutivo.
Seres,
como
decía
Calasso,
que
trabajaron
arduamente
por
imitar
la
imagen
de
un
hombre
discreto
y
corriente.
La
fotografía
de
Walser
muerto
sobre
la
nieve
no
es
menos
dramática
en
su
soledad
que
la
de
Couve
recibiendo
al
cartero
a
través
de
la
reja
de
madera
de
su
casa
en
Cartagena
con
la
que
se
abre
este
libro.
Me
entusiasmaba,
decía,
la
idea
de
que
el
Couve
que
comenzaba
a
perfilarse
en
estas
páginas
estuviera
más
cerca
de
la
imagen
de
un
artista
tocado
por
una
pulsión
melancólica
que
de
aquella
adornada
por
la
crítica,
que
asimiló
muchas
veces
la
historia
de
su
vida
a
la
imagen
de
un
hombre
“reaccionario
y
pedestre”,
“temeroso
de
dios
y
de
la
virgen”,
“mimado
y
anticuado”.
Quizás
lo
era,
quizás
nunca
hizo
mayores
esfuerzos
por
empobrecer
ese
relato,
quizás
entre
aquello
y
su
talante
melancólico
no
existan
mayores
contrastes,
sin
embargo
esta
edición
de
sus
entrevistas
nos
permite
imaginar
a
un
Couve
más
próximo
a
ese
“gran
espectáculo
moderno”
hecho
de
hombres
hundidos
en
la
tristeza,
demasiado
atentos
a
su
finitud,
pero
que
supieron
convertir
ese
saber
sobre
la
muerte
en
un
artefacto
visual
y
textual
de
primer
orden.
Hombres
al
mismo
tiempo
paralizados,
enfermos,
que
no
cesaron
de
interrogar
incansablemente
el
lugar
del
arte
y
que
saborearon
frecuentemente
ese
plato
poco
apetitoso
de
su
imposibilidad:
“Al
terminar
El
pasaje
me
enfermé
seriamente.
Y
sufrí
tanto
con
eso
que
no
quise
saber
nada
más
de
la
escritura.
Lo
único
que
sabía
en
ese
momento
era
que
tenía
miedo.
Un
miedo
atroz,
paralizante”,
dice
el
escritor
en
una
entrevista
del
año
89.
En
Couve,
ese
ánimo
hastiado
es
proporcional
a
un
entusiasmo
casi
infantil
por
el
arte,
como
si
la
vida
fuera
ella
misma
una
lección
de
pintura,
hecha
de
luz
y
de
sombras.
Porque
para
Couve
la
pintura
no
es
otra
cosa
que
una
fórmula
entre
esas
dos
consistencias,
una
afinación
extrema
del
ojo
que
debe
declinar
en
“ecuaciones
de
perfección,
síntesis
y
economía
de
medios”
que
tengan
la
fuerza
de
sustraer
a
las
cosas
del
tiempo:
“Mucho
más
importante
que
hacer
cuadros
es
aprender
a
mirar
-‐dice.
Saber
que
la
sombra
es
una
cosa
infinita
hacia
adentro,
profunda,
que
no
tiene
cuerpo,
un
suceso
peligroso,
de
evasión,
de
oscuridad.
En
cambio
la
luz
tiene
cuerpo,
es
hacia
fuera,
es
un
acontecimiento
positivo”.
Esa
pasión
por
la
luz
y
la
sombra,
por
lo
profundo
y
lo
superficial,
por
lo
infinito
y
lo
caduco
se
convierte
en
una
declaración
de
principios,
en
una
disposición
vital:
la
ilusoria
eternidad
del
arte
le
devolvería
al
hombre
la
verdad
de
su
propia
duración,
como
si
a
mayor
perfección
del
objeto
artístico,
mayor
sensación
de
desgaste
experimentara
el
hombre.
Y
Couve
no
quiso
que
esa
certeza
lo
madrugara:
“Aquí
voy
a
poner
mi
quiosco,
decía,
para
que
me
lo
sople
el
lobo,
la
muerte”.
Que
la
lección
más
grande
del
arte
sea
para
Couve
aprender
a
“contentarse
con
la
medida
del
hombre”,
y
que
aquello
se
haya
instalado
en
el
corazón
de
su
pensamiento
estético,
no
puede
hacernos
olvidar
las
diferencias
que
afanosamente
expuso
entre
pintura
y
literatura.
Si
bien
a
ambas
les
exigía
una
contracción
del
tema
en
favor
del
propio
lenguaje
pictórico
o
literario
o
por
lo
menos
su
equilibrio
total
–Couve
era
un
modernista
obstinado–,
parecía
aplicar
allí
la
famosa
distinción
barthesiana
entre
texto
de
goce
y
texto
de
placer:
“Me
cuesta
mucho
menos
pintar
que
escribir.
Cuando
pinto
estoy
feliz,
pero
no
estoy
creando.
Se
crea
en
el
dolor
nomás.
La
felicidad
va
en
contra
del
talento.
El
talento
es
dificultad”.
Pintar
es
traducir,
escribir
es
pensar,
parece
decirnos
Couve,
para
quien
la
pintura
no
dejaba
de
ser
un
asunto
meramente
retiniano,
confortable
y
cuya
tarea
no
consistía
en
“dar
vuelta
el
calcetín”
de
la
realidad
sino
más
bien
en
plasmar
su
apariencia
en
un
soporte
sensible.
La
escritura,
en
cambio,
estaba
para
Couve
más
cerca
de
una
pasión
o
ética
amorosa,
hecha
de
inadecuaciones
y
misterios,
de
una
puesta
en
crisis
del
lenguaje.
Admirador
de
Eliot,
Pound,
de
la
antipoesía
de
Parra,
del
Neruda
de
las
Residencias,
de
Juan
Luis
Martínez
y
Lihn,
encontraba
sobre
todo
en
la
poesía
–su
pasión
frustrada–
un
lugar
donde
el
lenguaje
literario
no
abandonaba
las
palabras
comunes
sino
que
producía
con
ellas
la
ilusión
de
una
lengua
privada
o
íntima.
Una
lengua
y
no
un
tema,
pues
la
literatura
que
se
dedicaba
a
“destapar
los
techos
del
vecindario
y
contar
lo
que
le
ha
pasado
a
los
demás”
le
parecía
de
un
mal
gusto
total.
Entonces,
su
poética
es
la
del
procedimiento
y
la
forma,
y
no
una
del
contenido.
Así
también,
dice
Pauls,
es
la
poética
del
sentimental,
hecha
de
siluetas,
límites
y
encuadres,
nunca
de
un
sujeto
concreto
del
deseo.
Y
justamente
la
literatura,
mucho
más
que
la
pintura,
es
para
Couve
el
lugar
donde
el
amor
–“las
historias
del
corazón”
–
encuentra
la
posibilidad
de
exponerse
en
su
contrariedad,
en
su
hiperactividad
significante:
“Tal
vez
el
amor
no
sea
más
que
un
encargo
del
recuerdo.
Esa
frase
no
está
en
ningún
cuadro
del
mundo”.
Enigmática
frase
del
señor
Balande
que
Couve
retoma
para
remarcar
el
goce
de
la
escritura,
para
señalar
también
por
qué
es
posible
ser
un
vanguardista
en
literatura
y
un
conservador
en
pintura,
actitud
que
estaría
condicionada
sobre
todo
por
los
propios
valores
formales
de
cada
género.
En
este
libro,
la
muerte,
el
amor
y
la
infancia
aparecen
hilando
sutilmente
el
trabajo
del
arte,
como
si
allí
se
consumara
un
principio
de
comunidad
basado
en
una
ética
de
la
compasión
primordial:
una
conciencia
de
la
criaturidad
de
la
vida,
de
la
hermandad
del
miedo,
de
la
exactitud
de
nuestra
ignorancia.
Por
eso
Couve
aparece
a
veces
como
una
especie
de
miniaturista,
“que
promulga
las
reivindicaciones
de
lo
antiheróico,
lo
ilimitado,
lo
humilde,
lo
pequeño”,
como
si
respondiera
punzantemente
a
su
sentimiento
por
lo
fugaz:
“No
hay
nada
que
admire
más
que
las
personas
que
no
pretenden
nada
(…)
admiro
profundamente
la
modestia.
Esas
personas
que
pasan
por
la
vida
nomás
(…)
Lo
que
no
dejó
huella
es
lo
que
más
huellas
deja
en
mí”,
anota.
Y
el
realismo,
que
tanto
defendió,
no
era
otra
cosa
que
la
afirmación
de
ese
filo
casi
indiscernible:
“Los
personajes
del
realismo
son
siempre
personas
anónimas,
una
espalda,
los
zapatos
de
una
persona
(…),
un
humor
triste”.
Un
amor
hacia
lo
cotidiano
y
lo
nimio
que
bien
podría
poner
a
Couve
en
esa
larga
lista
de
escritores
del
“no”
que
Vila-‐Matas
pone
a
desfilar
en
Bartleby
y
compañía,
“retratos
de
la
conciencia
de
paseo
por
el
mundo,
saboreando
su
bocado
de
vida,
radiantes
en
su
desesperación”.
Macarena
García,
en
ese
texto
inteligente
y
fresco
que
escribe
como
introducción
a
La
tercera
mano,
repara
en
el
carácter
contradictorio
de
Couve,
de
sus
afirmaciones
y
premisas.
La
contradicción
–“viejo
reproche
de
la
policía
ideológica”
–
es
aquí
una
potencia
menos
que
un
déficit,
un
principio
de
libertad
total.
Brecht
reconocía
en
los
exiliados,
en
la
extraterritorialidad
que
los
constituye,
un
buen
ojo
para
las
contradicciones.
Y
Cartagena
era
para
Couve
su
lugar
de
exilio,
su
huída
de
Chile,
la
abreviatura
de
toda
paradoja,
hecha
de
calles
americanas,
de
casas
europeas
destartaladas
con
vista
al
mar
y
a
un
par
de
vacas
sentadas.
En
la
contradicción
radica
también
para
Couve
la
potencia
de
Latinoamérica,
una
que
el
boom,
en
su
afán
por
“vender
una
América
fácil”
a
europeos
ignorantes,
convirtió
en
un
vodevil
romántico.
“Su
sutileza
nos
queda
grande”,
se
queja,
y
recuperar
su
mezcla
de
tradiciones
y
disciplinas,
sus
referencias
cruzadas
y
distantes
entre
sí
es
para
Couve
un
atajo
hacia
una
poética
americana
todavía
en
suspenso.
Y
si
de
contradicciones
se
trata,
la
melancolía
parece
ser
la
disposición
vital
que
más
fichas
apuesta
a
ese
método
o
fuerza
de
la
discordancia.
Y
es
que
ese
Couve
envuelto
muchas
veces
en
las
sombras,
no
dejaba
al
mismo
tiempo
de
esparcir
humoradas
por
todas
partes,
quizás
por
desesperación
o
por
un
anacrónico
ademán
de
clase.
De
sus
representaciones
de
la
fealdad,
que
siempre
están
hechas
de
una
potencia
visual
estimulante,
destellan
las
más
bellas
imágenes:
mujeres
elegantísimas
que
hervían
coliflores
y
se
bañaban
en
la
misma
olla,
viejas
con
moños
y
zapatitos
insufribles,
fachadas
de
color
verde
baño,
un
hotel
en
Francia
ubicado
en
una
calle
parecida
a
San
Diego,
casas
pasadas
a
fritanga
con
una
radio
que
no
deja
de
sonar,
periodistas
con
imaginación,
un
pintor
de
cincuenta
años
sentado
delante
de
un
caballete
pintando
paisajes.
Horripilante,
atroz,
espantoso,
son
las
palabras
con
que
Couve
tilda
cada
una
de
esas
imágenes.
“La
gran
literatura
es
fragmento
nomás.
Uno
debería
ser
tan
valiente
como
para
publicar
solo
fragmentos”.
La
tercera
mano
no
es
una
novela,
tampoco
una
biografía,
son
precisamente
fragmentos
de
entrevistas
que
tienen
una
valiosa
singularidad:
cada
uno
de
ellos,
portando
todavía
la
huella
de
su
oralidad,
la
gracilidad
y
la
urgencia
de
una
respuesta,
forman
en
conjunto
un
libro
penetrante,
en
el
que
cada
una
de
sus
partes
exige
al
lector
detenerse
allí
pacientemente,
hilarlas
con
cuidada
atención,
y
lo
que
nace
de
allí
es
un
Couve
mucho
menos
tenue
que
el
que
tiempo
y
la
desidia
nos
ha
regalado.
“No
hay
nada
más
grande
que
transmitir
entusiasmo”,
decía,
y
debo
confesar
que
con
ese
mismo
entusiasmo
leí
el
libro
que
acabo
aquí
de
comentarles
brevemente.