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Sermón 18.

Sometimiento de la Razón y sentimientos a la Palabra Revelada

“Sojuzguemos toda inteligencia por la obediencia de Cristo” (2 Cor 10, 5)

Se puede formular la pregunta, ¿cómo es posible vivir como si la venida de


Cristo no estuviese lejos, cuando nuestra razón nos dice que probablemente lo está? Se
puede objetar que no hay más motivos para esperarla ahora, que en los últimos 1800
años; que si su larga ausencia es un motivo para esperarla ahora, su promesa de un
retorno rápido era un motivo para esperarla en tiempos más antiguos. Y si esta razón ha
resultado insuficiente, también puede considerarse esta otra; que si, a pesar de su
promesa de ser rápido, ha tardado tanto, puede tardar más aún; que ningún signo de su
venida era tan grande como justo después de su ida; que, ciertamente, no hay tales
signos ahora; no mas que durante los primeros 700 años, y de nuevo en el año 1000; y
después ha habido muchos más signos de la venida de Cristo de los que hay ahora (más
problemas de países, más desesperación, más enfermedad, más terror, de modo que se
puede decir que no debemos tener esta esperanza, miedo, expectativa y espera).
Teniendo en cuenta todo lo anterior, debemos buscar razones para actuar así, ya que si
estamos persuadidos, con nuestro juicio deliberado, que la venida de Cristo no es
probable, no podemos hacernos sentir a nosotros mismos como si lo fuera.

Ahora, considerando esta objeción, quizá tenga la oportunidad de establecer un


gran principio que se obtiene para el deber cristiano, que es el sometimiento de toda la
mente a la ley de Dios.

1. Niego, entonces, que nuestros sentimientos y gustos se muevan de acuerdo a los


dictados de lo que comúnmente llamamos razón; antes bien, afirmo que nada es
más común que decir que la razón toma un camino y nuestros deseos otro. No
hay nada imposible, entonces, en aprender a mantenerse atento al día de la
venida de Cristo con más ganas que aquellas que sugiere su probabilidad según
un juicio de la razón. Igual que la razón puede ser una buen guía para nuestros
sentimientos y gustos para ir de un punto a otro, así también puede haber casos
en los que, por su debilidad, no es capaz de guiarnos. Así como no es imposible
que a hombres pecadores e irreligiosos les guste lo que su razón les dice aun
cuando no les debería gustar; tampoco es imposible que hombres religiosos
deseen, esperen y tengan esperanza en aquello que la razón no es capaz de
aprobar y aceptar. ¿No es muy común escuchar: “amo a una persona más de lo
que la respeto”? o ¿“le admiro más de lo que le quiero”? o también, que sencillo
es abrir la mente a la influencia de determinado sentimiento o emoción, y qué
difícil es evitar tal influencia; qué difícil es expulsar un pensamiento de la
mente, aun cuando la razón indique que debería ser expulsado y no obstante
vuelve, molestándonos una y otra vez; qué difícil refrenar el enfado, el miedo, u
otra pasión, aún cuando la razón nos indique que debe ser refrenada. Es entonces
posible tener sentimientos y pensamientos presentes con nosotros de un modo
desproporcionado, según el juicio de la razón. O tomemos otro ejemplo.
Sabemos cómo la mente, de forma no razonada, y a menudo errónea y peligrosa,
se explaya con una oportunidad cuya probabilidad es prácticamente imposible.
Cierto número de cosas pueden pasar, una quizá tan probable como la otra; y por
debilidad de la salud o emoción, a menudo ocurre que no podemos evitar pensar
de forma exagerada uno de estos posibles eventos y estar muy ansiosos
esperando que ocurra. Por ejemplo, si algo horrible ha sucedido, un fuego, o un
asesinato, o un accidente horrible, las personas se asustan, porque lo mismo les
puede suceder a ellos, en una medida que sobrepasa lo que un cálculo de
probabilidades garantiza. Su imaginación aumenta el peligro; no se pueden
convencer de mirar a las cosas con calma y siguiendo el curso general. Fijan sus
pensamientos en una posibilidad en concreto de un modo bastante contrario a lo
que la razón sugiere.
Por consiguiente, la regla no es que nuestros sentimientos se muevan de
acuerdo a las probabilidades estrictas de las cosas, sino más bien lo contrario. Lo
que Dios todopoderoso nos pide entonces es que hagamos a instancia de su
Honor aquello que comúnmente hacemos indulgentemente por nuestro capricho
y debilidad; que esperemos, temamos y añoremos la venida de Cristo confiando
más bien en él que en nuestra razón, porque más digna de fe que la razón es su
palabra. Tú dices que no es probable que Cristo venga en este tiempo y que por
ello no puedes esperarlo. Por el contrario, yo digo, puedes esperarlo. Tienes que
sentir que hay una posibilidad de que venga. Y entonces mantente en esa
posibilidad; abre tu menta a ella; trata esa posibilidad tal y como a menudo tratas
la posibilidad de fuego, o de peligro en el mar, o de peligro en la tierra, o de
ladrones. Nuestro Señor dice que vendrá como un ladrón en la noche. En este
sentido, si se sabe que ha habido un robo destacable, la gente se asusta mucho
más de lo que es proporcional a la posibilidad de que les roben a ellos. Están
perseguidos por la idea; puede ser que la probabilidad de que sus propias casas
sean robadas sea pequeña, pero la cosa misma es objeto de una gran aprensión
para ellos, y piensan más en el dolor que les sobrevendría si ocurriese que en el
hecho de que es mínima la posibilidad de que ocurra. El riesgo les mueve. Y de
manera parecida corresponde a la venida de Cristo; no digo que tengamos que
estar emocionados, o inquietos, o atrapados por el pensamiento, pero no
podemos dejar el que largo retraso nos convenza de no estar atentos. “Aunque
tarde, espéralo”. Si nos pide, como deber, que imprimamos la idea de su venida
en nuestra imaginación, no nos pide nada difícil; nada difícil, esto es, a la mente
que desea; y esto que podemos hacer, estamos obligados a hacerlo.

Esto es lo que primero se sugiere, pero abre el camino a más


pensamientos. ¿Qué es la fe sino aceptar lo que no se ve, por amor a ellas, más
allá de las determinaciones del cálculo y experiencia? la fe deja atrás a la
especulación. Si sólo hay una posibilidad justa de que la Biblia es verdad, que el
cielo es la recompensa por la obediencia, y el infierno del pecado consentido,
merece la pena, aunque Cristo nos dijera que vendiésemos todo lo que tenemos y
le sigamos, y pasar nuestro tiempo aquí en pobreza y contentos, merece la pena
hacerlo, insisto, mientras exista esa posibilidad. Esto, por tanto, es lo que se
quiere decir cuando parece que la fe va contra la razón; que no le importa la
medida de las probabilidades; no pregunta si algo tiene más o menos
posibilidades; sino que si hay una justa y clara posibilidad de lo que Dios quiere,
actúa por ella. Si la Escritura no fuera verdad, en el mundo venidero [los
creyentes] deberíamos estar exactamente como estamos; no deberíamos, en el
futuro, estar mucho peor de lo que estamos; ahora bien, si la Escritura es cierta,
entonces estarán infinitamente mucho peor aquellos que no creen que los que
tienen fe. Todos conocemos la contestación que el anciano santo dio en el
cuento, cuando un joven le recordó cómo habría malgastado su vida si no
hubiera un futuro estado de recompensa: “Es verdad, hijo mío”, contestó, “pero,
¡qué mucho peor malgasto es la tuya si hay!”.
La fe, por tanto, no tiene en cuenta grados de evidencia. Se podría poner
como regla, hablando según la razón, que deberíamos tener fe según la
evidencia; que cuanta más evidencia haya, más firme debería de ser la fe; y
cuanta menos evidencia, más débil se nos pedirá que fuera. Pero este no es el
caso de la fe religiosa, -que acepta la Palabra de Dios con la firmeza de una
evidencia que es tan firmemente atestiguada que vale el doble. De este modo
vemos que se razona en referencias a cuestiones terrenales; y que claramente lo
que aplicamos a la relación entre hombres, y por tanto podemos hacerlo también
para con Dios. Si alguien en quien confiamos y a quien veneramos nos dijese
cualquier noticia, que tiene medios para conocer perfectamente, le deberíamos
de creer; y no deberíamos creer en lo que nos dice más porque otro nos lo
confirme. De manera parecida, aunque es seguro que Dios Todopoderoso nos
podría haber dado una mayor evidencia de la que tenemos (y que Él nos entrega
en la Biblia); no obstante ya Él nos ha dado suficiente, y la fe no pide más, sino
que se conforma, y actúa sobre lo que es suficiente; mientras que la incredulidad
siempre pide signos, más y mayores, antes de rendirse a la Palabra Divina.

Volviendo a mi tema principal, observo, de manera parecida, que lo que


es verdad de la fe es verdad de la esperanza. Se nos puede mandar tener mucha
esperanza, o esperar la venida de Cristo, en cierto sentido, contra razón. No es
inconsistente con los tratos generales de Dios con nosotros, el que Él nos pida
más que sintamos y actuemos como si su venida fuese próxima que seguir lo que
nos dice la experiencia, según la cual podríamos afirmar que su venida está aún
lejana. Si Él nos pide, ya sea la evidencia mayor o menor, que creamos en Él con
todo nuestro corazón ¿por qué no puede pedirnos que le esperemos con
perseverancia, aunque los signos de Su venida nos decepcionen, y la razón no
responda? en un tema como este, no podemos decir qué sea más probable una
cosa que otra; sólo podemos intentar hacer lo que nos dicen que hagamos. Y eso
sí podemos hacerlo: podemos dirigir y moldear nuestros sentimientos según Su
Palabra, y dejarle el resto a Él.

3. Aquí, entonces, debo hacer un comentario; que como es nuestro deber poner
algunas cosas ante nuestras mentes, y contemplarlas mucho más vivamente de
lo que la razón nos pediría, así, también, hay otras cosas que es nuestro deber
guardar de nosotros, no pensar en ellas y no entender, aunque se nos pongan
delante. Pero es evidente, que también hay personas que pueden objetar, y decir
que es imposible evitar ser movido e influenciado por lo que sabemos con
certeza, así como también es imposible creer y esperar lo que sabemos que no es
cierto.

Por ejemplo, sabemos que es nuestro deber no ser vanidosos ni


orgullosos de ninguna ventaja personal que podamos poseer. Pero un hombre
puede preguntar, ¿cómo es posible evitarlo? puede decir, “si unas personas
destacan en cualquier aspecto, tienen que saberlo; es absurdo suponer, como
regla, que no deberían saberlo; pero si lo saben, ¿cómo es posible que no les
guste su excelencia, y se admiren por ello? la admiración es la consecuencia ante
la excelencia: si las personas saben que destacan, no pueden evitar admirarse; y
si destacan, hablando de forma general, no pueden no saberlo; y esto, sea lo que
sea en lo que destacan, sea apariencia personal, o poder de palabra, o dones
mentales, o personalidad, o sea cualquier otra cosa”. Pero ahora, por otro lado,
supongo que está claro que la Escritura nos dice que no estemos orgullosos de
nosotros mismos de ninguna cosa que seamos, de ninguna cosa que hagamos;
esto es, no excusar esos sentimientos que, parece, son el resultado natural y
legítimo de nosotros al saber lo que sabemos. ¿Qué se dice ante esto? ¿Cómo se
reconcilian estos opuestos?

Una respuesta sería, por supuesto, esta: que hombres religiosos saben qué
defectuosas son, al fin y al cabo, todas sus mejores obras o sus mejores
cualidades de carácter; o saben cuánto más hacen otros; o conocen sus grandes
deficiencias en otros respectos; o saben qué poco importantes son algunos de
esos puntos en los que resulta que son superiores a otros. Pero esto no es una
respuesta suficiente; porque los puntos en cuestión son excelencias, sean
excelencias grandes o no, y haya o no haya otros mayores, o falte lo que les falte
en otros aspectos a los otros partidos. Y aquí está, pienso, la tentación que todas
las personas tienen con respecto a la autoestima, que en cierto sentido su juicio
sobre sí mismos no está equivocado; no que no sean deficientes en otras muchas
cosas, no actúan como si no supiesen esto, pero lo cierto es que tienen ciertas
excelencias, que en verdad son excelencias, y las sienten; y la pregunta es,
¿cómo pueden evitar sentirlas?

Se puede sugerir, quizá, el recordar la humildad de hombres religiosos,


que cualquiera de los dones personales que puedan tener los han usado siempre,
y esto les guarda de pensar demasiado en ellos. Hay cierta verdad en este
comentario, por supuesto, pero no explica la razón por la cual ellos no volvieron
su pensamiento muchas veces sobre sus dones personales, viz. cuando a vista de
lo que fueron, parece que sus dones no fueron tan familiares a ellos como
parece, y si los consiguieron, podemos estar seguros de que los efectos de esta
forma de orgullo se mantendrá sobre ellos ahora que los dones han llegado a ser
habituales.

Otra razón mucho mejor de por qué personas religiosas no son orgullosas
es que les desagrada pensar en lo que es bueno en ellos, y dan la espalda a un
pensamiento si revela superioridad sobre otros en la mente o en el cuerpo, en el
poder intelectual o en el comportamiento moral. Pero hay, pienso, otra razón más
directa, y más conectada al tema presente.

Es ésta: aunque los hombres religiosos tienen dones, y aunque lo saben,


aún así no los entienden. No es necesario explicar aquí lo que se quiere decir con
la palabra “entendimiento”; todos comprendemos la palabra lo suficiente para mi
propósito presente, y todos confesamos que, por lo menos, hay un gran número
de asuntos que los hombres no entienden, a pesar de que deberíamos hacerlo.
Por ejemplo, ¡qué alto hablan los hombres de la brevedad de la vida, de su
vanidad y falta de beneficio, y de las llamadas de atención que el mundo
venidero pone sobre nosotros! esto es lo que oímos a diario, pero pocos actúan a
partir de las verdades que dicen, ¿y por qué? porque no comprenden lo que tan
rápidamente proclaman. No le ven a Él que es invisible, y Su reino eterno.
Así pues, ya que los hombres dejan de hacer cosas que deberían hacer,
parece que también pueden con seguridad dejar de hacer cosas que,
precisamente, no deben hacer. Hombres serios pueden ahora de hecho saber, si
es el caso, cuáles son sus excelencias, sean religiosas, morales, o de otro tipo,
pero no las sienten de esa forma viva que llamamos comprensión. No abren sus
corazones al conocimiento, para que sea fértil. El conocimiento estéril es una
cosa maldita, precisamente cuando el conocimiento debería conllevar fruto; pero
es una cosa buena, cuando de otra forma actuaría simplemente como una
tentación. Cuando los hombres se dan cuenta de una verdad, se convierte en un
principio influyente dentro de ellos, y lleva a un número de consecuencias que
repercuten tanto en su opinión como en su conducta. El caso es el mismo que el
comprender nuestros propios dones. Pero los hombres de mentes superiores
conocen sus dones sin entenderlos. Pueden saber que tienen ciertas excelencias,
si las tienen, pueden saber que tienen buenos puntos en el carácter, o habilidades,
o logros; pero es por el camino del conocimiento no productivo que deja la
mente tal y como la encontró. Y esto parece ser lo que le da una simplicidad tan
destacable al carácter de hombres santos, y sorprende tanto a otros que piensan
que es una paradoja o inconsistencia, o incluso un signo de insinceridad, el
hecho de que las mismas personas profesen que saben tanto de sí mismos y a la
vez tan poco, -que pueden oír tanto dicho sobre sí mismos, que pueden soportar
tanta alabanza, tanta popularidad, tanta deferencia de sí mismos en un tono tan
poco afectado, con tanta naturaleza, con tanta inocencia como la de los niños, y
con tan agraciada franqueza.

Otro ejemplo de este gran don de saber sin conocer es manifiesto en


relación con temas a los que aludiré. Los hombres que excusan sus pasiones
tienen un conocimiento de tipo diferente al de aquellos que se han abstenido de
tal indulgencia; y cuando hablan de temas conectados con esas pasiones, las
comprenden de una forma distinta a los otros. De este modo, aquello que puede
ser dicho y pensado por los inocentes sin ninguna desesperación, causa
vergüenza y confusión en aquellos cuyas propias ideas están excusadas por su
indulgencia. Los Ángeles pueden observar el pecado con simple aborrecimiento
y admirándose, sin humillación ni emociones secretas; un poco de simplicidad es
la recompensa de los castos y santos; y eso ante la gran sorpresa de los no-
limpios, que no pueden entender el estado mental de uno así, o cómo pueden
articular o aguantar pensamientos que para ellos mismos están llenos de miseria
y culpabilidad. Y de esto se sigue que a veces se encuentren hombres en estos
días en los cuales la voluntad del hombre natural es indultada por completo, y
que toman las escrituras de los hombres santos que han vivido en desiertos o
conventos, o que han reinado sobre el rebaño de Cristo con un corazón de Ángel,
y roto el pan de la vida con manos santas, y viendo sus palabras en su propia
sucia atmósfera, y tras compararlas con su propia asquerosidad resulta que
critican las palabras de la Sagrada Escritura, que son las de Dios, y las palabras
de la Iglesia, como si el sagrado misterio de la Encarnación no hubiese
introducido mil nuevas y maravillosas asociaciones en este mundo de pecado.

Y de esta forma, de nuevo, encontraréis hombres auto-indulgentes


incapaces de comprender que pueda existir verdaderamente la santidad y la
severidad de mente en ninguna persona. Piensan que todas las personas deben
estar llenas de pensamientos y sentimientos desgraciados que les atormentan.
Piensan que ninguno puede evitarlo, por la naturaleza del caso; de lo que resulta
que ciertas personas consiguen esconder lo que corre en sus corazones, y, por
consecuencia, los llaman fingidores e hipócritas.

Esto, también, es lo que dicen en cuanto al primer ejemplo que mostré,


-el conocimiento de un hombre sobre sus dones. Piensan que los hombres que
parecen que creen poco de sí mismos son orgullosos por dentro, y eso que se
llama modestia es, para ellos, afectación.

Puedo hacer el mismo comentario también sobre la ausencia de


resentimiento por herida o insulto, que caracteriza a un hombre religioso. A
menudo, de hecho, un hombre religioso siente agudamente lo hecho en su
contra, aunque reprime el asentimiento como deber; pero es un estado mental
aún mayor cuando no se siente, esto es, cuando no se da uno cuenta que se le ha
hecho una injusticia; así que si habla de ello, será de forma rara, irreal y (como
decir) forzada y no-natural. A esto los fingidores de religión lo califican de
alegría religiosa y consuelo espiritual, porque el hombre religioso encuentra tan
poco gusto en estar enfadado o con deseos de venganza como los hipócritas al
cuando piensan en el cielo.

De nuevo; podemos darnos cuenta de que tanto una vida de virtud, como
el actuar por motivos prudentes y no por sentido de la obligación, son cosas
favorables a nosotros. Y en este sentido, aunque sea nuestra obligación inquirir y
buscar por nosotros mismos la verdad en temas religiosos, podemos llegar a
jactarnos en tal punto en nuestro juicio privado, y hacer tal mérito de su
ejercicio, que nuestra búsqueda se convierta casi en pecado.

Hay un gran número de casos que pueden ilustrar esta única e idéntica
verdad: que el carácter del Cristiano está formado por una regla mayor que el
cálculo y la razón, y que consiste en un principio Divino o vida, que trasciende
las anticipaciones y críticas de hombres ordinarios. Juzgando por simple razón
mundana, el Cristiano debería ser orgulloso, porque tiene dones; debería
entender el mal, porque lo ve y habla de ello; debería sentir resentimiento,
porque es consciente de que se le hiere; debería actuar por su propio interés,
porque sabe que lo que es correcto es también conveniente; debería ser
consciente y le deberían gustar los ejercicios del juicio privado, porque se
compromete en ellos; puede ser mayor de lo que es; debería no tener expectación
por la venida de Cristo, porque Cristo se ha retrasado tanto tiempo; y sin
embargo nada de esto es así: su mente y corazón están formados a partir de otro
molde. En estas, y mil otras formas, está abierto a las desaprensiones del mundo,
que ni tienen sus sentimientos ni pueden entrar en ellos. Ni tampoco puede
explicarlos ni defenderlos considerando que todos los hombres, buenos y malos,
pudieran entender. Funciona con una ley que otros no conocen; no su propia
sabiduría y juicio, sino con la sabiduría de Cristo y el juicio del Espíritu, que se
le imparte por esa inferior e incomunicable percepción de la verdad y el deber,
que es la regla de su razón, afecciones, deseos, gustos, y de todo lo que está
dentro de él, y que es el resultado de la obediencia perseverante. Esto es lo que
le da un carácter tan poco mundano a toda su vida y conversación, que está
“escondida con Cristo en Dios”, él ha ascendido con Cristo a lo alto, y ahí
“habita en corazón y mente”, y está obligado, en consecuencia, a poner un velo
sobre su cara, y es misterioso en el juicio del mundo, y “se convierte como si
fuera un monstruo hasta muchos”, aunque sea “más sabio que los mayores”, y
tenga más entendimiento que sus maestros, porque sigue los mandamientos de
Dios”. Así, “él, que es espiritual juzga todas las cosas, mas él mismo no es
juzgado por ningún hombre”, y con él “es algo mínimo ser juzgado por el juicio
de un hombre”, porque “el que le juzga es el Señor” (1 Cor 2, 15; 4, 3-4).

Como conclusión es necesario un comentario adicional, en referencia al


tema con el que empecé: el deber de esperar la venida de Nuestro Señor. No se
debe suponer, pues, que esto implique una negligencia en cuanto a nuestras
obligaciones en este mundo. Igual que es posible estar atento a Cristo, a pesar de
que nuestros razonamientos mundanos que nos dicen lo contrario, también es
posible comprometerse con obligaciones mundanas, a pesar de nuestra
vigilancia. Cristo nos ha dicho, que cuando Él venga, estarán dos hombres en el
campo, dos mujeres en el molino, “el uno será llevado, y el otro dejado”. Veis
que los buenos y los malos están comprometidos del mismo modo; y por tanto
no debe dificultar a nadie el tener su corazón firmemente fijo en Dios, y a la vez
estar comprometido en empresas de este mundo con aquellos cuyos corazones
están sobre el mundo. Podemos elaborar grandes planes, podemos ocuparnos de
nuevas empresas, podemos comenzar grandes trabajos aún cuando no podamos
más que empezarlos; podemos hacer provisiones para el futuro, y anticipar en
nuestros actos la certeza de los siglos que vendrán, y aún así estar atentos a
Cristo. De hecho, así estamos obligados a actuar, y dejar “el tiempo y las
estaciones al poder de Su Padre”. Cuando Él venga, terminará las cosas; y, por lo
que sabemos, nuestros esfuerzos y comienzos, aunque no son nada más que eso,
son, a la vez, tan necesarios en el curso de Su Providencia como podrían ser los
logros más exitosos. Con seguridad, Él terminará el mundo de golpe, en el
momento en el que Él venga; Él separará los designios y labores que Él diga,
sean lo que sean, y dará a los hombres lo que su ansiedad llena de deber
pretende, aunque no a través de estos trabajos. Y así como creó el mundo de
repente, así lo terminará; de golpe dio lugar al mundo que vemos, no a partir de
sus primeras semillas y elementos, sino que creó de golpe la hierba y el árbol
frutal, “cuya semilla está en sí mismo”, no una formación gradual, sino un
trabajo completo. Y con mayor brusquedad desplegó sus milagros cuando vino e
hizo nuevas todas las cosas, creando pan, no maíz, para abastecer a 5000, y
convirtiendo el agua, no en algo más simple, aunque líquido preciado, sino en
vino. Y tal y como comenzó sin comienzo, acabará sin fin; o mejor, todo lo que
hacemos (hagamos lo que hagamos), tanto si tenemos más o menos tiempo,
incluidos nuestros trabajos, acabados o no, serán aceptables si fueron hechos
para Él. No hay inconsistencia alguna, entonces, en trabajar de este modo,
porque podemos trabajar sin poner nuestros corazones en nuestro trabajo.
Nuestro pecado será si idolatramos el trabajo de nuestras manos; si lo queremos
tanto que no soportaríamos separarnos de él. La prueba de nuestra fe está en
poder fallar sin desilusionarnos.

Oremos a Dios para que reine en nuestros corazones en todo momento;


para que “cuando aparezca en su Venida, tengamos confianza, y no vergüenza
ante Él”.

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