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3. Aquí, entonces, debo hacer un comentario; que como es nuestro deber poner
algunas cosas ante nuestras mentes, y contemplarlas mucho más vivamente de
lo que la razón nos pediría, así, también, hay otras cosas que es nuestro deber
guardar de nosotros, no pensar en ellas y no entender, aunque se nos pongan
delante. Pero es evidente, que también hay personas que pueden objetar, y decir
que es imposible evitar ser movido e influenciado por lo que sabemos con
certeza, así como también es imposible creer y esperar lo que sabemos que no es
cierto.
Una respuesta sería, por supuesto, esta: que hombres religiosos saben qué
defectuosas son, al fin y al cabo, todas sus mejores obras o sus mejores
cualidades de carácter; o saben cuánto más hacen otros; o conocen sus grandes
deficiencias en otros respectos; o saben qué poco importantes son algunos de
esos puntos en los que resulta que son superiores a otros. Pero esto no es una
respuesta suficiente; porque los puntos en cuestión son excelencias, sean
excelencias grandes o no, y haya o no haya otros mayores, o falte lo que les falte
en otros aspectos a los otros partidos. Y aquí está, pienso, la tentación que todas
las personas tienen con respecto a la autoestima, que en cierto sentido su juicio
sobre sí mismos no está equivocado; no que no sean deficientes en otras muchas
cosas, no actúan como si no supiesen esto, pero lo cierto es que tienen ciertas
excelencias, que en verdad son excelencias, y las sienten; y la pregunta es,
¿cómo pueden evitar sentirlas?
Otra razón mucho mejor de por qué personas religiosas no son orgullosas
es que les desagrada pensar en lo que es bueno en ellos, y dan la espalda a un
pensamiento si revela superioridad sobre otros en la mente o en el cuerpo, en el
poder intelectual o en el comportamiento moral. Pero hay, pienso, otra razón más
directa, y más conectada al tema presente.
De nuevo; podemos darnos cuenta de que tanto una vida de virtud, como
el actuar por motivos prudentes y no por sentido de la obligación, son cosas
favorables a nosotros. Y en este sentido, aunque sea nuestra obligación inquirir y
buscar por nosotros mismos la verdad en temas religiosos, podemos llegar a
jactarnos en tal punto en nuestro juicio privado, y hacer tal mérito de su
ejercicio, que nuestra búsqueda se convierta casi en pecado.
Hay un gran número de casos que pueden ilustrar esta única e idéntica
verdad: que el carácter del Cristiano está formado por una regla mayor que el
cálculo y la razón, y que consiste en un principio Divino o vida, que trasciende
las anticipaciones y críticas de hombres ordinarios. Juzgando por simple razón
mundana, el Cristiano debería ser orgulloso, porque tiene dones; debería
entender el mal, porque lo ve y habla de ello; debería sentir resentimiento,
porque es consciente de que se le hiere; debería actuar por su propio interés,
porque sabe que lo que es correcto es también conveniente; debería ser
consciente y le deberían gustar los ejercicios del juicio privado, porque se
compromete en ellos; puede ser mayor de lo que es; debería no tener expectación
por la venida de Cristo, porque Cristo se ha retrasado tanto tiempo; y sin
embargo nada de esto es así: su mente y corazón están formados a partir de otro
molde. En estas, y mil otras formas, está abierto a las desaprensiones del mundo,
que ni tienen sus sentimientos ni pueden entrar en ellos. Ni tampoco puede
explicarlos ni defenderlos considerando que todos los hombres, buenos y malos,
pudieran entender. Funciona con una ley que otros no conocen; no su propia
sabiduría y juicio, sino con la sabiduría de Cristo y el juicio del Espíritu, que se
le imparte por esa inferior e incomunicable percepción de la verdad y el deber,
que es la regla de su razón, afecciones, deseos, gustos, y de todo lo que está
dentro de él, y que es el resultado de la obediencia perseverante. Esto es lo que
le da un carácter tan poco mundano a toda su vida y conversación, que está
“escondida con Cristo en Dios”, él ha ascendido con Cristo a lo alto, y ahí
“habita en corazón y mente”, y está obligado, en consecuencia, a poner un velo
sobre su cara, y es misterioso en el juicio del mundo, y “se convierte como si
fuera un monstruo hasta muchos”, aunque sea “más sabio que los mayores”, y
tenga más entendimiento que sus maestros, porque sigue los mandamientos de
Dios”. Así, “él, que es espiritual juzga todas las cosas, mas él mismo no es
juzgado por ningún hombre”, y con él “es algo mínimo ser juzgado por el juicio
de un hombre”, porque “el que le juzga es el Señor” (1 Cor 2, 15; 4, 3-4).