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13/3/2019 Para tirar el patriarcado

REVISTA
19 . 08 . 18

Para tirar el patriarcado


Tina Rossi
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13/3/2019 Para tirar el patriarcado

Para tirar el patriarcado


Tina Rossi
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Toda lectura de un libro tiene una conclusión. En


este caso ella se encuentra fuera del mismo. Y es que
en las movilizaciones de la marea verde que
conmueve Argentina se vuelve vital identificar en
qué consiste el “patriarcado” que hay que derribar y
qué vinculación tiene con un capitalismo que
también merece perecer.

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13/3/2019 Para tirar el patriarcado

Toda lectura de un libro tiene una conclusión. En este caso ella se encuentra
fuera del mismo. Y es que en las movilizaciones de la marea verde que
conmueve Argentina se vuelve vital identificar en qué consiste el “patriarcado”
que hay que derribar y qué vinculación tiene con un capitalismo que también
merece perecer. Entre las activistas también tenemos debates acerca de qué
articulación de fuerzas sociales es necesaria para conquistar nuestros derechos
y libertades y cómo en las calles se encuentran las posibilidades de constitución
de un feminismo de clase y anticapitalista. Las lectoras sabrán disculparme que
anteponga una conclusión tan coyuntural en este comentario de lectura, pero es
un vínculo que merece hacerse con el más que útil libro de Cinzia Arruzza –
activista feminista-socialista y profesora de filosofía de la New School of Social
Research de New York–. Reeditado en castellano en 2015 (en inglés lleva el
sugestivo título de Dangerous Liaisions- Amistades/ Relaciones peligrosas) es un
mapa útil de las prácticas históricas y los debates teóricos del feminismo a
través de los tan discutidos matrimonios y divorcios entre feminismo y
marxismo.

Matrimonio socialista y divorcio estalinista

La reposición histórica que realiza Arruzza sobre el devenir del feminismo y su


vinculación con el movimiento obrero repone las idas y vueltas de esta relación.
En los intersticios de la revolución burguesa el “matrimonio” tuvo lugar desde
las primeras décadas del siglo XIX, entre un feminismo de la igualdad y el
movimiento obrero socialista. Pronto el feminismo burgués constituyó un
primer desencuentro, mientras que en el movimiento obrero nació una

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tradición de unión con las mujeres y sus luchas. A través de los aportes de
Engels, Bebel, Clara Zetkin y tantas otras, tomó forma un feminismo socialista.
Un feminismo revolucionario en la experiencia de los primeros años del
gobierno bolchevique, que en 1920 legalizó el aborto e impulsó una amplia
batería de reformas para socializar el trabajo doméstico y promover la igualdad
contra la familia tradicional y la autoridad patriarcal. A pesar de las dificultades
objetivas del período se reponen los avanzados aportes teóricos de Alexandra
Kollontai o de León Trotski bajo la tesis de que en ningún otro momento
histórico se mostró de manera tan clara el lazo que une autoemancipación y
autoorganización de las mujeres y el movimiento obrero. La ruptura de ese lazo
la provocó, a los ojos de Arruzza (y también a los míos), el estalinismo con la
consolidación de la burocratización de la Revolución rusa, que disolvió los
organismos políticos de las mujeres en el partido y en el Estado y aplicó en los
años ‘30 medidas conservadoras (contra el aborto, la homosexualidad, etc.),
que consolidó una alianza duradera entre los partidos comunistas oficiales y la
familia patriarcal [1].

Del frío de la posguerra al calor del ‘68

La relación entre marxismo y feminismo en la segunda posguerra se configuró a


partir del conservadurismo congénito del comunismo oficial: el PC (italiano) de
Togliatti y el PC (francés) que se opusieron consuetudinariamente a todas las
demandas de las mujeres (en Italia se oponían especialmente al divorcio por su
alianza con los católicos). La segunda ola y el nuevo feminismo nacido del
ascenso del ‘68 mostró experiencias más interesantes. El libro ilustra cómo en

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los movimientos feministas de los años ‘70 no solo la relación con el estalinismo
resultó en divorcio, sino también que el vínculo con la Nueva Izquierda fue más
que accidentado.

Esta crítica a la Nueva Izquierda es muy atinada e infrecuente. En Estados


Unidos, es en la relación con el movimiento negro (y la interrelación entre la
opresión racial y la explotación de clase), que se constituyó el puente para la
emergencia de una nueva posibilidad de anudar el lazo entre feminismo y
marxismo. A través del análisis de la triple opresión que las mujeres negras
sufrían, nacieron muchos de los instrumentos conceptuales característicos del
nuevo feminismo, mientras una Nueva Izquierda militarista y populista las
rechazaba. En esta situación el centro de gravedad del feminismo se desplazó
mayoritariamente a las capas medias, retornando a los campus universitarios
en los que había nacido a mediados de los ‘60.

En el ascenso del ‘68 europeo emergieron nuevas prácticas. Es el caso de Gran


Bretaña donde esta experiencia tuvo la posibilidad de vincularse de cerca a las
luchas obreras a través de demandas en torno a la producción y reproducción
social, en un movimiento de trabajadores, usuarios de servicios públicos y
feministas con demandas progresivas hacia el “Estado de Bienestar” y
tendiendo a cuestionar la división sexual del trabajo. También enfrentando una
serie de ataques al derecho legal al aborto (básicamente restricciones al plazo
permitido) donde se logró que la Confederación Sindical convocara
masivamente a enfrentarlos a instancias de la Conferencia de Mujeres del
sindicato. Tanto en Francia, Italia y otras latitudes el rechazo conjunto del

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estalinismo y la Nueva Izquierda (maoísta, guevarista, obrerista, etc.) llevó a


sectores del movimiento feminista a alejarse de las mejores tradiciones del
movimiento obrero. El divorcio tuvo lugar con agudos conflictos. En Italia desde
la segunda mitad de los años ‘60 y fines de los ‘70 (cuando llega a su ocaso el
“Mayo rampante”) un nuevo proletariado se conjugaba con las luchas feministas
por el derecho al divorcio, el aborto legal y un crecimiento veloz del empleo
femenino. Pero entre el movimiento feminista y el obrerismo italiano se llegó al
punto del enfrentamiento físico en 1975 en una marcha por el derecho al aborto
en la que sectariamente las separatistas pretendían que fuera no-mixta y los
autonomistas recurrieron al servicio de orden para imponerse. El divorcio no
podía ser más escandaloso.

La gramática histórica del patriarcado

Las pensadoras feministas ofrecieron respuestas muy diferentes a esta relación


entre género y clase, y teorizaron también de manera muy distinta la relación
específica entre patriarcado y capitalismo.

Contra el estructuralismo y el post-estructuralismo, Arruzza propone retomar el


enfoque histórico de Engels para pensar el patriarcado, explorando en la
evolución del nexo entre instituciones matrimoniales y producción. Para ello
retoma los estudios antropológicos actuales de Stephanie Coontz en los que
afirma que, en las sociedades de linaje, antes de la aparición de la propiedad
privada y el Estado (y por lo tanto antes que las clases), ya se produce el inicio
de la dominación masculina. Allí, las relaciones de parentesco cumplen el rol de

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organizar la producción y se habría operado un pasaje de la “matrilocalidad” a


la “patrilocalidad”. Si en el caso de las primeras es el linaje de la mujer y su
residencia el que organiza la producción, en las segundas, son los linajes
masculinos los que tienen prioridad en la residencia y por lo tanto los que
permiten a los hombres apropiarse del trabajo excedente producido por las
mujeres. Es una hipótesis que apunta a subsanar la apelación a un instinto de
dominación masculina y explicar el origen histórico de la constitución de la
herencia como modo de acumulación. Era la dependencia de los hombres del
tipo de trabajo realizado por las mujeres y la apropiación de su excedente, loque
había dado origen a la opresión de las mujeres. De más está decir que allí
opresión económica y opresión sexual se superponían. Esta explicación
histórica refuta cualquier apelación a la “debilidad” biológica de la mujer e
incluso corrige el mito del matriarcado originario (mito que entendiblemente
cumple un rol de autoafirmación en los movimientos feministas). Arruzza
pregunta si este punto de vista, llamémoslo materialista e histórico, implica
necesariamente hacer de la opresión de género una cuestión secundaria, o
jerárquicamente subordinada a la explotación de clase, o incluso ¿disolverla en
la opresión de clase? La respuesta es no.

Ciertamente el peligro de la clase sin el género estuvo presente de distintos


modos en las polémicas entre marxismo y feminismo. El optimismo de que el
ingreso de la mujer en la producción era la llave de su emancipación se
demostró ilusorio en la medida en que no hay ningún automatismo en este
sentido. Los desarrollos desiguales de esta proletarización, las relaciones de
dependencia que conlleva, la persistencia de la familia y la imbricación entre

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patriarcado/capitalismo se presentan como los problemas que una perspectiva


revolucionaria debe afrontar. Actualmente una más extendida feminización del
trabajo obliga a pensar a la clase obrera en femenino, a riesgo de entender de
modo parcial cómo funciona el capitalismo, qué es la clase obrera hoy y cuáles
son las formas de la interconexión recíproca de opresión de género y
explotación de clase [2].

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Género como clase


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Pensar el género como clase ha sido el tema de los feminismos materialistas y


del feminismo obrerista que emergieron en la década del ‘70, centrados
especialmente en los debates en torno al trabajo doméstico. Christine Delphy en
Francia y las italianas Mariarosa Della Costa, Alicia del Re y la norteamericana
Selma James comparten la tesis que considera el trabajo doméstico como
trabajo productivo y, por lo tanto, como explotado. La analogía termina ahí,
derivan distintas teorías y distintas políticas de este hecho. Para Delphy y Diana
Leonard este modo de producción doméstico es anterior al capitalismo y,
aunque empírica e históricamente está vinculado al modo de producción
capitalista, conserva una lógica sistémica propia. Por lo tanto, para ellas, la
denuncia de un modo de producción patriarcal que tiene lugar en el ámbito
doméstico es lo esencial. El beneficiario de esta explotación es el género
masculino y pensar en una condición de clase común frente al capital sería un
“obstáculoepistemológico” patriarcal. La conclusión para las feministas
materialistas, como señalaba sin ambages el título de uno de los libros de
Delphy, es que el “enemigo principal” es el patriarcado y por lo tanto los
antagonismos entre mujeres y hombres. Pero la tesis de que todas las mujeres
participan del mismo modo en un modo de producción doméstico, ya sea una
mujer trabajadora o una mujer burguesa, tiene problemas empíricos insalvables
y lleva a pensar que la opresión femenina adopta la misma forma
independientemente de la clase a la que se pertenezca. Y más aún a
indiferenciar sus estrategias para luchar contra la opresión, desconociendo la
condición de clase común de las trabajadoras con los trabajadores varones y
rompiendo la solidaridad entre ambos. El punto de vista de las obreristas es
muy distinto. Para ellas el capitalismo, al negar a la familia como unidad

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productiva, relega a la mujer a un rol de reproducción de la fuerza de trabajo


invisibilizado. Una esclavitud no asalariada en función de reproducir la
esclavitud asalariada. Como el trabajo doméstico es productivo, aunque no
pago –ya que el salario solo cubre los valores de uso puestos en la producción
doméstica pero no el tiempo de trabajo que tiene lugar allí–, la denuncia del
mismo constituye una denuncia del capitalismo, y la exigencia de un salario
para el trabajo doméstico una lucha común de la familia obrera [3]. A pesar de
que señalan lagunas en las teorizaciones marxistas sobre el trabajo
reproductivo, para Arruzza ambas teorías caen en confusiones analíticas. Para
desarrollar este punto ella retoma la teoría del valor de Marx (inspirada en los
argumentos que en los ‘70 se expusieron en la revista trotskista Critique
Communiste) sosteniendo que el trabajo reproductivo de la fuerza de trabajo
contribuye indirectamente a la valorización de las mercancías, dado que se
realiza bajo una relación de dependencia personal (históricamente codificada,
jurídica y simbólicamente, en el matrimonio), precisamente porque el
capitalismo sustrajo a la familia del mercado. Esto nos lleva al debate sobre los
vínculos entre patriarcado y capitalismo a partir de la famosa contribución que
Heide Hartmann realizó en 1979 (El matrimonio infeliz de marxismo y feminismo),
según la cual no puede hablarse de un patriarcado “puro” porque éste siempre
se encuentra enraizado en el seno de determinadas relaciones de producción.
Es preciso distinguir el patriarcado esclavista, del feudal y del capitalista. Las
estructuras patriarcales no están sostenidas ahistóricamente en una estructura
psicológicao cultural. Sin embargo, para Hartmann, a pesar de su imbricación,
ambas funcionan según leyes específicas y lógicas internas diferenciales,
conformando dos sistemas. De ahí que haya sido criticada por Iris Young, entre

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otras, quien señaló que su historización es insuficiente para pensar la


especificidad del capitalismo. Una opresión milenaria no puede encontrar su
fundamento inicial en el modo de producción capitalista, pero otras
características del capitalismo también comparten esta condición sin constituir
por eso un sistema separado. La división del trabajo y la explotación (en tanto
extracción de trabajo excedente) son previas al modo de producción capitalista:
¿significa eso que conservan al interior del capitalismo un sistema propio?, se
interroga Young. Si es así, el análisis del capital corresponde a los seguidores de
Marx (utilizando categorías “ciegas al sexo”) y el feminismo tiene exclusividad en
la crítica cultural de la lógica patriarcal.

Las resonancias de este debate sobre la teoría unitaria aparecen actualmente en


los desarrollos marxistas de la Teoría de la Reproducción Social, que retoman la
unidad indisoluble que señalaba Marx entre producción y reproducción. Tanto
contra las teorías del sistema dual (o trial al incorporar la cuestión de la
opresión racial como hace Sylvia Walby en Teorizando el patriarcado), como
contra quienes sostienen un capitalismo “indiferente”, que mantendría una
relación simplemente instrumental con la opresión de género y racial y cuyos
fundamentos estarían en remanentes pre-capitalistas que conservarían su
propia lógica [4]. Al contrario, la “teoría unitaria” del feminismo marxista
sostiene que la opresión de género y racial no son sistemas autónomos sino una
parte integral de una sociedad capitalista que se desarrolla de manera desigual,
en un largo proceso histórico que ha disuelto las anteriores formas de vida
social, y combinadamente, introduciendo las opresiones en el seno del dominio
del capital.

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Género sin clase

La crítica a las posiciones que Arruzza denomina el género sin la clase agrupan
tanto al feminismo radical y los debates sobre el psicoanálisis y el feminismo de
la diferencia, como también a aquellas que cuestionan el binarismo y los
planteos de performatividad. Con el reflujo del ascenso del ‘68 el nuevo
feminismo tendió a naufragar. Mucha literatura del período preanunciaba este
divorcio: desde el provocador Escupamos sobre Hegel de Carla Lonzi, pasando
por los textos del feminismo radical norteamericano, francés y británico. Pero la
crítica a los enfoques posmodernos es realizada en el libro de manera sutil y
efectiva. De este conjunto de discusiones adquiere importancia el planteo de
Judith Butler de la heterosexualidad como un imperativo obligatorio del
capitalismo. La familia nuclear y la norma heterosexual juegan un papel central
en el proceso de reproducción de la fuerza de trabajo. No estamos, por lo tanto,
ante una cuestión “meramente cultural”, sino ante un hecho material. Para
Nancy Fraser, en su crítica a Butler, el hecho de que el imperativo heterosexual
sea material no implica que sea económico. Fraser se detiene ahí, sin señalar
que el marxismo precisamente pone en cuestión qué es “lo económico” contra
el fetichismo de la mercancía. Para Arruzza (siguiendo en este punto a Daniel
Bensaïd) precisamente ahí empieza el problema, ya que en Marx el capital
articula procesos de producción, circulación (y distribución) y reproducción de
manera dinámica y simultáneamente. Así, Arruzza interpela a Butler desde otro
ángulo, preguntando ¿qué hace que el género sea continuamente performado,
en qué consiste y sobre qué se apoya esta coercitividad de la norma? Eso

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implica volver a repensar su vinculación con la organización capitalista de las


relaciones sociales [5].

Y ahora que estamos juntas…

Para concluir, el mapa propuesto por el libro permite pensar algunas


conclusiones útiles acerca del patriarcado que queremos derribar. Si como
forma de producción el patriarcado cesó hace tiempo, y sus relaciones de poder,
la ideología patriarcal, el machismo y la heterosexualidad obligatoria no
constituyen un sistema social en sí mismo, sino que están imbricadas de
manera estructural en el capitalismo, derribarlo requiere de una alianza
estratégica entre el feminismo y la clase obrera si queremos acabar con todas
sus miserias.

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NOTAS AL PIE
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[1] Para profundizar en el feminismo socialista y en este período no se puede


dejar de leer La mujer, el estado y la revolución de Wendy Goldman y Pan y Rosas
de Andrea D’Atri, ambos de Ediciones IPSCEIP León Trotsky.

[2] Ver en este dossier “Con los ojos de las mujeres. Apuntes para repensar la
clase obrera” de Paula Varela.

[3] Para una polémica ver “Nosotras, el proletariado” de Andrea D’Atri y Celeste


Murillo en semanario IdZ del 22/07/2018.

[4] Ver en este dossier entrevista a Tithi Bhattacharya.

[5] Ver Arruzza, C., “El género como temporalidad social: Butler (y Marx)”,
disponible en www.intersecciones.com.ar.

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RESEÑAS
Tina Rossi

Licenciada en Filosofía de la UBA.

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Fabricio Gonzalez
Gracias!
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