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HISTORIA
DE LA
LITERATURA ESPAÑOLA
ÉPOCA BARROCA
SEG U N D A ED ICIÓ N
EDITORIAL
£ GREDOS, S. A.
MADRID
© JUAN LUIS ALBORG, 1970.
EDITORIAL GREDOS, S. A.
Sánchez Pacheco, 83, Madrid. España.
pocresía y la falsificación que tenían atenazada y corrompida la vida del país; ésa es
la gloria de Cervantes, y de Quevedo, y de casi toda la picaresca, y de algunos escrito
res costumbristas, y hasta de muchos autores de entremeses, que entre burlas y zapatetas
desenmascaraban la farsa de muchas actitudes. Pero toda esta sátira ■ —indudable y mag
nífica— no producía una “ideología”, sino tan sólo una secuencia moral de escepticismo.
7 El hecho de que la mayor decadencia interna coincida con el momento más esplén
dido de nuestras letras y nuestras artes ha sorprendido siempre a todo observador, pero
no parece que ha recibido hasta el momento justificaciones convincentes; entre otras
muchas, es ésta una objeción muy grave contra quienes suponen al Barroco provocado
fundamentalmente por decadencias o corrientes religiosas. Otro aspecto debe ser men
cionado además. El Barroco, aunque sea un fenómeno de particular intensidad en nues
tro suelo porque encontraba tierra abonada —como tantas veces se ha dicho— en las
tradicionales condiciones del espíritu y el arte español, se extiende también, con mayor
o menor pujanza, por casi toda Europa, hasta en países cuyas circunstancias históricas
eran enteramente distintas, de las nuestras. La existencia incluso de un Barroco francés
—discutido, pero admitido ya— (véase luego la bibliografía), o de Barrocos protestantes
(Holanda, Alemania, Inglaterra), resta mucha autoridad a la argumentación a que venimos
aludiendo. El propio Hatzfeld enumera las distintas manifestaciones del Barroco europeo,
llegando a la conclusión de que fue un fenómeno general; cierto que lo supone produ
cido precisamente por la difusión del influjo español: “Nosotros creemos —dice— que
el barroco existe ciertamente como movimiento literario europeo, y que es el influjo que
el espíritu y estilo españoles ejercieron en todas partes, suplantando el carácter italiano
y clásico-antiguo de la literatura europea del siglo xvi” (“El predominio del espíritu es
pañol en la literatura europea del siglo xvn”, en Revista de Filología Hispánica, III,
1941, págs. 9-23; la cita es de la página 10). Pero, aun admitida esta hipótesis, no es
menos cierto que países sin decadencia ni Contrarreforma podían absorber a la perfec
ción todo género de barroquismo, literario o plástico.
dujeron un volumen de teatro y espectáculo escénico superior a todo el resto
de nuestra historia. El escaso número de sus obras portadoras de ideas trans
cendentes o de temas profundos equivoca a muchos acerca del carácter de esta
dramática; pero es preciso aclarar —admitiendo el riesgo de tan categórica
afirmación— que la inmensa mayoría de aquélla nació para diversión de un
pueblo hambriento de espectáculo y de placeres, para calmar la impaciencia
de los mosqueteros, como tenía que decir Lope. Asombra la casi absoluta au
sencia de alusiones a los angustiosos problemas del país en toda aquella ina
barcable producción de casi un siglo, atenta sólo a tramar conflictos novelescos
que encandilasen la atención del espectador ; cuando se alude a motivos patrió
ticos es sólo para lanzar orgullosas jactancias que no parecen tener noción de la
realidad que les acecha.
La literatura española del siglo x v i i podría, a nuestro entender, considerarse
un resultado de las condiciones políticas y sociales si hubiera llevado a cabo
lo contrario de lo que sucedió, es decir: sobreponerse, y estrangular incluso, a
toda aquella enorme eclosión de literatura frívola e imponer un tono de di-
dactismo y de severidad prosaica, como había de hacer —no importa ahora con
qué calidad y tono—· el siglo x v i i i .
Sería vano —y nada más lejos de nuestra intención, que quisiéramos fuera
bien entendida— negar los mil posibles influjos que las circunstancias del seis
cientos ejercieron sobre el arte literario en cualquiera de sus manifestaciones;
pensar lo contrario sería una necedad. Lo que queremos decir es que eso que
llamamos literatura barroca —teatro, lírica, prosa barroca— es, en sus líneas
esenciales, un hecho literario. No conseguimos comprender cómo la decaden
cia o la Contrarreforma pueden explicar el Polifemo o la poesía cultista en ge
neral o el conceptismo de la prosa de Gracián, porque lo que hace a éste ba
rroco no es lo que dice, sino su estilo8.
Sabemos bien que una multitud de investigadores no acepta este diagnós
tico, y supone que lo barroco literario no sólo afecta sustancialmente a los
problemas de expresión, sino que comporta toda una actitud peculiar, “una
forma mentis, una concepción del mundo” ; pero deseamos decir, sencillamente,
que esta interpretación no es la nuestra, aunque no podamos aquí dar a nuestras
razones otros apoyos que las leves ideas sugeridas. Alejandro Cioranescu, pro
fundo investigador del Barroco, nos resume muy ventajosamente la posición
que defendemos —que es contraria a la suya y que intenta luego rebatir, ex
plicando en qué podría consistir aquella forma mentís— , y podemos servirnos
de sus mismas palabras: “Lo que hasta ahora ha llamado más la atención en
8 En su momento oportuno habremos de ver cómo los dos grandes conceptistas, Que-
vedo y Gracián, se ejercitan en lo que alguien ha calificado con gran propiedad de
“furor ingenii” : un deseo desaforado de ostentar ingenio, una “voluntad de estilo”, que
muy frecuentemente se sobrepone a todo propósito de doctrina y busca su sola com
placencia en el deleite de la dificultad ·, en la que cifra también su superioridad y su
orgullo.
el Barroco literario —dice—, es sin duda la tendencia innovadora de su esti
lística, la abundancia de las metáforas exageradas, de sus frecuentes hipérboles
y conceptos, sus contrastes perseguidos hasta obtenerse el total agotamiento
de los efectos posibles, una lengua atormentada y artificiosa, que pretende huir
de la propiedad del lenguaje común, por medio de mil refinamientos retóricos...
Esta explicación se funda, en la mayoría de los casos, en la necesidad, evidente
para los escritores que venían después del Renacimiento, de hacer, en sus
obras, otra cosa que los que les habían precedido, es decir, en el natural deseo
de novedad y de originalidad. Los poetas, como los artistas plásticos, volvían
a repetir temas e ideas conocidos de siempre y dichos ya mil veces, antes de ellos.
Para evitar la monotonía, debían buscar el medio de crear la ilusión de una
novedad. El problema del poeta barroco es el de cómo ‘atraer la atención del
lector, del lector de principios del siglo X V II, ya hastiado de la repetición de
los mismos tópicos. Ésta es la razón secreta de la poesía de Góngora y de todo
el arte barroco' ” 9. La cita, hecha por Cioranescu, de unas palabras de Dáma
so Alonso —son las subrayadas—, nos evita a nosotros hacerla, pero son ellas
las que resumen nuestra interpretación,0.
Dijimos en cierta ocasión, con el punzante temor de formular intuitivamen
te un juicio demasiado absoluto, que ninguna época literaria había vivido, en
su conjunto —aceptamos las muy notables excepciones— tan alejada, o ajena,
a la realidad envolvente como el Barroco ; pero muchas lecturas posteriores nos
han acallado el temor. Entre las muy notables que han venido en nuestro so
corro podemos seleccionar estas palabras de Américo Castro, que definen ine
quívocamente la época que nos ocupa como un fenómeno caracterizadamente
estético: “Una dificultad para caracterizar lo barroco viene de que tras ese
tipo de estilo —por lo demás multiforme— no percibimos un bloque de cultura
fácilmente caracterizable, esencialmente articulado con aquél, un sistema de
ideas o de formas de vida, según acontece dentro de esas moles de la civiliza
ción europea que se llaman lo gótico, lo renacentista, lo neoclásico o lo ro
mántico. ¿Hay acaso un pensar delimitadamente barroco, una filosofía barroca?
¿No renuncia lo barroco a sus modos de ser cuando interviene la razón, que es
secuencia y es límite? El hombre medio encuentra difícil, por otra parte, ima
ginar fuera de la plástica temas ejemplares de barroquismo” 11 (nosotros aña
diríamos también “fuera de la literatura”, pues creemos que es evidente la in
tención de Castro —vamos a verlo enseguida— de referirse a todo el conjunto
de fenómenos estéticos). Dice casi inmediatamente: “Hasta las personas de
15 Sólo unos pocos títulos, entre la caudalosa literatura producida en todos los países
sobre el Barroco, nos es posible recoger aquí, además de los arriba mencionados : Be
nedetto Croce, Storia dell’età barocca in Italia. Pensiero, poesía e letteratura; vita morale,
Bari, 1929; 2.a éd., Bari, 1946. Antoine Adam, “Baroque et préciosité”, en Revue des
Sciences Humaines, diciembre 1929, págs. 208-223. G. Zonta, “Rinascimento, aristotelis-
mo e Barocco”, en Giornale storico délia letteratura italiana, CIV, 1934, págs. 1-63 y
Las dos tendencias extremas —cultismo y conceptismo— de que se habla
inevitablemente como formas expresivas del Barroco, pertenecen a los más ele
mentales conocimientos de técnica literaria y no parece que sea necesario defi
nirlos aquí. Debe advertirse, sin embargo, que su tradicional oposición o antí-.
185-240. Eugenio d’Ors, El Barroco, Madrid (varias ediciones). J. Mark, “The uses of the
term baroque”, en Modern Language Review, XXXIII, 1938, págs. 547-563. Guillermo
Díaz-Plaja, El espíritu del Barroco (Tres interpretaciones), Barcelona, 1940. Pierre Kohler,
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en Journal of Aesthetics and A rt Criticism, V, 1946, págs. 77-109. Emilio Orozco Diaz,
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'rroco, arte de la Contrarreforma, de Werner Weisbach, Madrid, 1948, Carl J. Friederich,
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Oxford, 1953. Franco Simone, “Attualità délia disputa sulla poesía francesa dell’età ba-
rocca”, en Messana, II, 1953, págs. 3-12. Delmismo, “I contributi europei all’identifica-
zione del barocco francese”, en Comparativeliterature,VI, 1954, págs. 1-25. S. Lupi,
“Barocco, problema aperto”, en Convivium, 1954, págs. 235-242, Lowry Nelson, “Gón
gora and Milton: toward a definition of the Baroque”, en Comparative literature, VI,
tesis está hoy en entredicho ; sus puntos de contacto, y aun sus coincidencias,
son muy numerosas, y los tradicionales conceptos sobre esta materia están en
estos momentos sujetos a revisión. El conceptismo, menos estudiado en su esen
cia y desarrollo que el cultismo, espera todavía una sistematización rigurosa
que permita llegar a conclusiones decisivas. Pero, de todos modos, es ya muy
claro el rumbo de las actuales investigaciones. Aunque se trata, probablemente
de una posición un tanto extrema, nos parece del mayor interés el análisis de
Alexander A. Parker, cuya orientación queda sintetizada en las líneas siguien
tes: “El culteranismo —dice— me parece ser un refinamiento del conceptis
mo, injiriendo en él la tradición latinizante. El conceptismo es la base del
gongorismo ; más todavía, es la base de todo el estilo barroco europeo. La
verdadera relación entre el barroco literario español y el inglés no ha de bus
carse, como tantas veces se ha dicho, en el estilo hinchado de los eufuistas,
sino en los poetas metafísicos, los cuales, siendo conceptistas por excelencia,
hubieran entusiasmado a Gracián. El conceptismo, pues, es el fenómeno pri
mario en el estilo literario del barroco” 16.
Hatzfeld, años hace, había ya rozado ligeramente el tema de la relación de
los poetas metafísicos ingleses con el barroco español, pero refiriéndose más a
la posible comunidad de ideas místico-religiosas que a semejanzas formales17.
También Menéndez Pidal, al comentar en breves páginas los caracteres de
conceptistas y culteranos, alude a sus puntos de coincidencia en sucinta pero
inequívoca afirmación: “Oscuridad, arcanidad, es principio que aparece como
1954, págs. 53-63. Jean Rousset, La littérature de l'art baroque en France, París,'1954. L.
Vincenti, “Interpretazione del barocco tedesco”, en Rivista di Studi Germanici, I, 1955,
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Homenaje ofrecido, a Dámaso Alonso, III, 1963, págs. 489-507. Joaquín de Entrambasa-
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co”, en Atlántida, II, 1964, págs. 488-512. A. Monner Sans de Heras, “Los poetas ‘meta-
físicos’ y el barroco”, en Revista de la Universidad del Litoral, Buenos Aires, 1964, nú
mero 59, págs. 155-162.
16 Alexander A. Parker, “La ‘agudeza’ en algunos sonetos de Quevedo. Contribución
al estudio del conceptismo”, en Estudios dedicados a Menéndez Pidal, III, Madrid, 1952,
págs, 345-360 (la cita es de las págs. 347-348).
17 “El predominio del espíritu español,..”, cit., págs. 21-22.
fundamental en la teoría del culteranismo y del conceptismo, estilos al fin y
al cabo hermanos” 18.
SU VIDA
1 La bibliografía sobre Cervantes, tanto respecto a su vida como a sus escritos, const!·
bi’e de 1547 en la iglesia parroquial de Santa María la Mayor. Su padre, R o
drigo de Cervantes, era médico cirujano ; de su madre, Leonor de Cortinas,
apenas se posee dato alguno. Tratando de mejorar en su profesión el médico
Rodrigo residió sucesivamente en Valladolid, Córdoba, Sevilla y Madrid, a
tuye una masa casi abrumadora. Tan sólo podremos recoger aquí algunas entre las obras
de mayor interés sobre cada uno de los aspectos. Para una información más completa
remitimos al lector a los repertorios bibliográficos que damos al final de estas páginas
sobre Cervantes. Cfr. Acerca de la vida: a) Biografías de conjunto: Vicente de los Ríos,
Vida de Miguel de Cervantes (al frente de la edición del Quijote de la Real Academia
Española en 1780). Juan Antonio Pellicer, Vida de Miguel de Cervantes Saavedra (al
frente de la edición Sancha del Quijote, Madrid, 1797-1798). M artín Fernández Nava-
rrete, Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, ed. de la Real Academia Española, M a
drid, 1819. Buenaventura Carlos Aribau, Vida de Miguel de Cervantes Saavedra (al frente
de las Obras de Cervantes en la BAE, vol. I, Madrid, varias ediciones). Jerónimo Morán,
Vida de Cervantes, Madrid, 1867. José María Asensio, Cervantes y sus obras, Sevilla,
2.a ed., 1902. R. Baumstark, Cervantes, Friburgo, 1875. H. H. Watts, Cervantes, his Ufe
and works, Londres, 1895. Lucien Biart, Cervantes, París, 1890. Emilio Cotarelo y Morí,
Efemérides Cervantinas; resumen cronológico de la vida de Miguel de Cervantes Saave
dra, Madrid, 1905. Francisco Navarro Ledesma, El Ingenioso Hidalgo Miguel de Cer
vantes Saavedra (biografía novelada), Madrid, 1905. Ramón León Máinez, Cervantes y
su época, Jerez, 1901-1903. Julio Cejador, Miguel de Cervantes Saavedra. (Biografía, bi
bliografía y crítica), Madrid, 1916. Joaquín López Barrera, Cervantes y su época, Madrid,
1916. André Suárez, Cervantes, París, 1916. Miguel Santos Oliver, Vida y semblanza de
Cervantes, nueva edición (ampliada por Givanel Mas), Barcelona, 1947. Jaime Fitzmau-
rice-Kelly, Miguel de Cervantes Saavedra. Reseña documentada de su vida, trad, española
(nueva ed. revisada y corregida por su autor), Buenos Aires, 1944. Ramón de Garciasol,
Vida heroica de Miguel de Cervantes, Madrid, 1944. M. Thomas, The Life ancj M isfor
tunes of Miguel de Cervantes, Nueva York, 1936. Miguel Herrero García, Vida de Cer
vantes, Madrid, 1948. Sebastián Juan Arbó, Cervantes, Barcelona, 3.' ed., 1956. Jean
Babelon, Cervantes, trad, española, Buenos Aires, 1947. Ricardo Rojas, Cervantes, Bue
nos Aires, 1948. Luis Astrana Marín, Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saa
vedra, 7 vols., Madrid, 1948-1958. W. J. Entwistle, Cervantes, Oxford, 1940. A. F. G. Bell,
Cervantes, Universidad de Oklahoma, 1947. Martín de Riquer, Cervantes y el Quijote,
Barcelona, 1960. Dámaso Alonso, artículo Cervantes de la Gran Enciclopedia del M un
do, vol. 5, Bilbao, 1962. b) Estudios sobre aspectos o problemas particulares: Luis Vidart,
Los biógrafos de Cervantes en el siglo X V III, Madrid, 1886. Del mismo, Los biógrafos
de Cervantes en el siglo X IX , Madrid, 1889. José M aría Asensio, El conde de Lemos
protector de Cervantes, Madrid, 1880. José de Armas y Cárdenas, Cervantes y el duque
de Sessa, La Habana, 1909. Ramón León Máinez, El conde de Lemos y el Arzobispo
Sandoval y Rojas, protectores de Cervantes, Jerez de la Frontera, 1901. A. Morel-Fatio,
"Cervantes et les Cardinaux Acquaviva et Colonna”, en Bulletin Hispanique, 1906. Cris
tóbal Pérez Pastor, Documentos cervantinos hasta ahora inéditos, Madrid, 1897-1902.
Francisco Rodríguez Marín, Nuevos documentos cervantinos, Madrid, 1941 (incluidos en
Estudios Cervantinos, Madrid, 1947, págs. 175-350). Emilio Cotarelo, Los puntos oscuros
de la vida de Cervantes, Madrid, 1916. Del mismo, Últimos estudios cervantinos, Madrid,
1920. N. González Aurioles, Cervantes en Córdoba, Madrid, 1914. Del mismo, Cervantes
y Sevilla, Sevilla, 1916, Francisco Rodríguez' Marín, “Cervantes en Andalucía", en Estu
dios Cervantinos, ed. cit., págs. 79-92. Del mismo, “Cervantes y la ciudad de Córdoba”,
en Estudios Cervantinos, cit., págs. 153-173. Del mismo, “El andalucismo y el cordobe-
donde le acompañó su hijo Miguel. Muy poco se conoce de estos años de
juventud del futuro escritor ni tampoco qué estudios hizo y en dónde. Se ha,
supuesto, por conjeturas deducidas de sus propias obras, pero sin pruebas
concluyentes, que estudió con los jesuítas de Córdoba o de Sevilla y probable
mente también en la Universidad de Salamanca. Lo único cierto es que fue
discípulo en el Estudio de Madrid del maestro Juan López de Hoyos, pues al
publicar éste en 1569 unas Exequias a la muerte de la reina Isabel de Valois,
incluyó unas composiciones de Cervantes a quien llama “nuestro caro y ama
do discípulo”.
El dicho año de 1569, cuando andaba por sus 22, marchó Cervantes a
Italia donde entró a formar parte del séquito del cardenal Giulio Acquaviva.
Se supone que esta salida de España estuvo relacionada con cierto lance del
que resultó herido un tal Antonio de Sigura. Una carta-orden dada por los
alcaldes de Madrid en el mes de septiembre de aquel año mandaba prender a
“un Miguel de Zerbantes”, a quien se condenaba a diez años de destierro y
pérdida de la mano derecha. No es segura la identidad del escritor con este
personaje, pero existen razones para pensar que sí. Al servicio del cardenal
recorrió Cervantes las principales ciudades de Italia: Milán, Florencia, Paler
mo, Venecia, Parma, Ferrara y, por supuesto, Roma. La Italia renacentista
dejó profunda huella en el alma de Cervantes y le encendió una admiración
que nunca había de extinguirse. De ella dejó numerosos testimonios esparcidos
por todas sus obras. “Admiráronle también —dice en El Licenciado Vidriera,
después de enumerar los variados vinos que había probado en una hostería de
Génova— los rubios cabellos de las ginovesas, y la gentileza y gallarda dis
posición de los hombres, la admirable belleza de la ciudad, que en aquellas
peñas parece que tiene las casas engastadas, como diamantes en oro”. “En
cinco días llegó a Florencia, haviendo visto primero a Luca, ciudad pequeña,
pero muy bien hecha, y en la que mejor que en otras partes de Italia son
bien vistos y agasajados los españoles. Contentóle Florencia en estremo, assí
por su agradable assiento, como, por su limpieza, sumptuosos edificios, fresco
río y apazibles calles. Estuvo en ella quatro días, y luego se partió a Roma,
reyna de las ciudades y señora del mundo. Visitó sus templos, adoró sus re
2 Novelas exemplares, edición de Rodolfo Schevill y Adolfo Bonilla, vol. II, Madrid,
1923, págs. 79, 80, 81 y 82-83. En todas las citas tomadas de la edición de las Obras
completas de Miguel dé Cervantes Saavedra de Schevill y Bonilla, para facilitar la lectu
ra colocamos los acentos correspondientes y sustituimos la grafía u por v, pero conserva
mos todas las restantes peculiaridades del texto.
3 Edición Schevill-Bonllla, cit., vol. I, pág, 21.
tando al autor de la continuación apócrifa, escribe con el mismo orgullo dé
soldado : “Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son
estimadas, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron;
que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga ; y es
esto en sí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible,
quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora
de mis heridas, sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en
el rostro y en los pechos estrellas son que guían a los demás al cielo de la
honra, y al de desear la justa alabanza...” 4. En la Epístola a Mateo Vázquez
había recordado ya con emoción profunda sus heridas y la gloria de la ba
talla en que intervino:
.. .y, en el dichoso día que, siniestro
tanto fue el hado a la enemiga armada,
quanto a la nuestra favorable y diestro,
de temor y de esffuerço acompañada,
presente estuvo mi persona al hecho,
más de spevança que de hierro armada.
Vi el formado esquadrón roto y deshecho
y de bárbara gente y de Christiana
roxo en mili partes de Neptuno el lecho...
...A esta dulçe sazón, yo, triste, estova
con la una mano de la espada assida,
y sangre de la otra derramava;
el pecho mío, de profunda herida
sentía llagado, y la siniestra mano
estava por mil partes ya rompida.
Pero el contento fue tan soberano,
q’a mi alma llegó, viendo vençido,
el crudo pueblo infiel por el christiano,
que no echava de ver si estava herido,
aunque era tan mortal mi sentimiento,
que a veces me quitó todo el sentido. . . 5.
Y una vez más, en el Viaje del Parnaso tenía que volver sobre los heroicos
sucesos de aquella venturosa ocasión:
Arrojóse mi vista a la campaña
Rasa del mar, que trujo a mi memoria
Del heroico don Juan la heroica hazaña.
4 Edición Rodríguez Marín, nueva edición crítica, tomo IV, Madrid, 1948, págs. 29-30.
5 Edición Schevill-Bonilla, “Poesías sueltas”, en el tomo VI de Comedias y entremeses,
Madrid, 1922, págs. 25-26.
Donde, eon alta de soldados gloria
Y con propio valor y airado pecho,
Tuve, aunque humilde, parte en la vitoria6.
Recuerdos que aún amplía luego en las palabras con que el dios Mercurio le
saluda, al tiempo que se extraña de su pobreza:
6 Edición crítica y anotada por Francisco Rodríguez Marín, Madrid, 1935, pág. 17.
7 Idem, id., pág. 19.
8 Edición Schevill-Bonilla, citada, pág. 76.
A lo largo de aquellos años de cautiverio en los famosos “baños” de Argel
—durante los cuales Cervantes “aprendió a tener paciencia en las adversida
des”— realizó cuatro tentativas de fuga para salvarse en unión de numerosos
compañeros de prisión ; una de ellas, en combinación con. su hermano Rodrigo
que había sido ya rescatado, fracasó —próxima ya a la costa la nave que ha
bía de recogerlos— por delación de un español, llamado “el Dorador” que
hacía allí de jardinero. Otro intento fue descubierto por denuncia también
de un español, el doctor Juan Blanco de Paz, que trató más tarde de dificultar
el rescate de Cervantes con todo género de insidias 9. Allí en su encierro escri
bió Cervantes su famosa —ya mencionada— epístola en tercetos a Mateo Váz
quez, secretario de Felipe II, refiriendo sus hazañas y sus desventuras, instando
al monarca a lanzarse a la empresa de libertar a los cristianos de Argel:
.. .Del amarga prisión triste y escura,
adonde mueren veinte mili christianos,
tienes la llave de su cerradura.
Todos, qual yo, de allá puestas las manos,
las rodillas por tierra, solloçando,
cercados de tormentos inhumanos,
valeroso señor, te están rogando
buelvas los ojos de misericordia
a los suyos, que están siempre llorando;
y, pues te dexa agora la discordia,
que hasta aquí te ha opprimido y fatigado,
y gozas de paçifica concordia,
haz, ¡oh buen rey!, que sea por ti acabado
lo que con tanta audaçia y valor tanto
fue por tu amado padre començado.
Sólo el pensar que vas pondrá un espanto
en la enemiga gente, que adevino
ya desde aquí su pérdida y quebranto... I0.
9 Cfr. : Francisco Rodríguez Marín, ‘.‘El Doctor Juan Blanco de Paz”, en Estudios Cer
vantinos, cit., págs. 397-420.
10 Edición Schevill-Bonilla, cit., pág.' 29.
agenciarse algún dinero; fueron aquéllas, cuatro comedias, representadas con
mediano éxito, y la Primera parte de la Galatea. Consecuencia de unos amo
res con la mujer de un cómico llamada Ana de Villafranca o de R ojas11 nació
por estos años una niña que se llamó Isabel de Saavedra; y poco más tarde
casó Cervantes con doña Catalina de Salazar y Palacio, vecina de Esquivias,
que le aportó una estimable dote. Tenía ya entonces Cervantes 37 años de
edad y sólo 19 doña Catalina.
El nombre de Cervantes comenzaba a sonar entre la gente de letras de la
corte ; pero como ni sus escritos ni la dote de su mujer le daban suficiente
para vivir, dejó Madrid y se trasladó a Sevilla con el cargo de comisario para
proveer de trigo a la Armada, luego llamada “la Invencible”, que se' prepara
ba contra Inglaterra. Comienzan entonces los años más ingratos y difíciles en
la vida del gran escritor. Tuvo que viajar de pueblo en pueblo, vióse envuelto
en procesos y cárceles por irregularidades de un subordinado, luego por quie
bra de la banca donde tenía depositados sus fondos para la Hacienda, y de
nuevo por demoras en sus cuentas que no pudo rendir puntualmente. Como
además .cobraba sus sueldos con retraso,, llegó a vivir momentos de verdadera
necesidad. En me d i o d e tantas dificultades y tan prosaicos trabajos escribió
algunas poesías y firmó un contrato para entregar seis comedias a un represen
tante ; pero su vida literaria parecía de momento interrumpida. :
Sin embargo, también a falta de otro provecho adquirió durante aquellos
años otra de sus mejores cosechas de experiencia, viviendo en aquella revuel
ta, complicada y pintoresca ciudad de Sevilla, lugar entonces de cita de toda
el hampa y la picardía españolas, y centro a la vez de la riqueza'y de las ar
tes. Por entonces, y durante alguna de sus repetidas estancias en prisión, pa
rece que concibió y comenzó a escribir el Quijote, cuya primera parte tenía ya
acabada cuando en 1604 dejó Sevilla y se trasladó a Valladolid, asiento enton
ces de la corte. En los primeros meses de 1605 se imprimía en Madrid esta
primera parte del Quijote, y poco después se halló Cervantes ' enredado de
nuevo en un proceso ruidoso. Una noche fue acuchillado misteriosamente a las
puertas de su casa el caballero navarro Gaspar de Ezpeleta, al parecer por un
asunto de amores ; y por haber sospechas sobre alguna de las mujeres de su
casa fueron encarceladas sus dos hermanas, una sobrina, su hija Isabel y el
propio escritor; aunque luego, por no encontrarse cargos concretos, fueron
puestos en libertad.
Éste fue el último acontecimiento desgraciado en la vida de Cervantes, aun
que las estrecheces económicas siguieron atormentándole hasta el final. Cuan
do en 1606 se trasladó la corte nuevamente a Madrid, la siguió Cervantes.
Fueron éstos los años de su mayor actividad literaria. En 1613 aparecieron
sus Novelas ejemplares·, en '1614 su Viaje del Parnaso; en 1615 las Ocho
comedias y 'ocho entremeses nuevos y la segunda parte del Quijote. En 1616
11 Cfr.: Vicente Férraz y Castán, A na Franca (Visión del Quijote), Madrid, 1940.
acabó Los trabajos de Persiles y Sigismunda. El día 19 de abril escribió la
dedicatoria de este libro al conde de Lemos sintiéndose ya muy enfermo, y el
23 le sorprendía la muerte. Fue enterrado en el convento de las monjas trini
tarias de la calle llamada hoy de Lope de Vega, en lugar que no ha podido
precisarse.
Existen varios retratos que se han supuesto de Cervantes, pero ninguno de
ellos se tiene hoy por auténtico. El último aparecido como tal —propiedad de
la Academia Española, cuyo salón preside— lo fue en 1910; se atribuía al
pintor y poeta Juan de Jáuregui y está fechado en 1600. En tomo a él se de
sató una ruidosa polémica, pero parece estar ya fuera de duda que se trata de
una falsificación12. A falta de un retrato legítimo, tenemos la descripción que
de sí mismo hizo el escritor en el prólogo de sus Novelas ejemplares: “Este
que veys aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembara-
çada, de alegres ojos y de nariz corba, aunque bien proporcionada, las barbas
de plata, que no ha veynte años que fueron de oro, los vigotes grandes, la boca
pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seys, y essos
mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos
con los otros; el cuerpo entre dos estremos, ni grande, ni pequeño, la color
viva, antes blanca que morena, algo cargado de espaldas y no muy ligero de
pies ; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de
la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César Ca
poral Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas, y, quizá, sin el
nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra...” I3.
LA POESÍA. DE CERVANTES
Algunos juicios críticos ofrecen particular interés, pero en general abundan los
elogios hiperbólicos y convencionales. En la serie de poetas aludidos figuran
los mayores del Siglo de Oro, como Lope y Góngora, junto a muchos de me
diana importancia y bastantes cuyos nombres han sido olvidados por entero.
A la Epístola a Mateo Vázquez, escrita durante los trágicos días del cau
tiverio, hemos aludido ya. Encierra fragmentos de notable calidad poética y
verdadera inspiración y toda ella está escrita con emoción honda y sincera.
Las numerosas referencias autobiográficas le añaden otro motivo de interés,
El Viaje del Parnaso, extenso poema en tercetos, de casi tres mil versos,
escrito por Cervantes en sus años de madurez, pertenece al mismo género que
el Canto de Calíope, y es su obra poética de mayor empeño. El escritor finge
un viaje a la residencia de las musas y asiste a una asamblea de poetas presi
dida por Apolo. Sus opiniones sobre escritores abundan también en lugares
comunes, pero mucho menos que en el Canto de Calíope ; aquí encontramos
ya muchos juicios individualizadores y precisos de notable agudeza. Pero lo
que diferencia sobre todo a ambos poemas es la intensidad que adquiere en
el segundo la nota satírica y el tono amargo y desengañado que distingue al
Cervantes de los años postreros, aunque —también como en sus grandes obras
en prosa— siempre entrañablemente suavizado por su incomparable y huma
nísimo humor. Los poetas toman rápidamente asiento en los escaños de ma
yor dignidad, mientras Cervantes queda en pie por no hallar ya acomodo. Ex
pone a Apolo la relación de sus escritos y aquél le contesta:
Mas si quieres salir Áe tu querella
Alegre, y no confuso, y consolado,
Dobla tu capa y siéntate sobre ella...
23 La Galaiea, edición de Rodolfo Schevill y Adolfo Bonilla, vol. II, Madrid, 1914,
página. 212.
24 Edición Rodríguez Marín, cit., pág. 53.
Quevedo: Mercurio pide que los poetas se apresuren, exigencia imposible
para los pies del gran satírico, pero el dios asegura que no saldrá sin él, porque
Es el flagelo de poetas memos
Y echará a puntillazos del Parnaso
Los malos que esperamos y tememos25
Entre los más notables episodios deben mencionarse : la despedida que el es
critor hace de M adrid; las pinturas de la Poesía y de la Vanagloria; la des
cripción, ingeniosísima, del bajel de Mercurio, en que viajan los poetas, todo
él construido de “sustancias” poéticas:
De la quilla a la gavia, ¡oh estraña cosa!,
Toda de versos era fabricada,
Sin que se entremetiese alguna prosa.
Las ballesteras eran de ensalada
De glosa, todas hechas a la boda
De la que se llamó Malmaridada.
Era la chusma de romances toda,
Gente atrevida, empero necesaria,
Pues a todas acciones se acomoda...
.. .Eran dos valentísimos tercetos
Los espalderes de la izquierda y diestra,
Para dar boga larga muy perfetos.
Hecha ser la crujía se me muestra
De una luenga y tristísima elegía,
Que no en cantar, sino en llorar es diestra...
.. .La racamenta, que es siempre parlera,
Toda la componían redondillas
Con que ella se mostraba más ligera.
bajo su fingida humildad” (Cervantes, cit., pág. 17). Rojas trata de demostrar que Cer
vantes tenía alto concepto de sus dotes poéticas y no le atormentaba la íntima inseguri
dad que se le supone. Valga como opinión.
36 Comedias y entremeses, edición Schevill-Bonilla, cit., vol. I, pág. 9.
37 Viaje del Parnaso, ed. cit., pág. XXV.
38 Agustín González de Amezúa y Mayo Cervantes, creador de la novela corta espa
ñola, vol. I, Madrid, 1956, pág. 14 (nota al pie núm. 3).
39 Viaje del Parnaso, ed. citada, pág. XLIII,
LA PRODUCCIÓN DRAMÁTICA DE CERVANTES
llardo español con el 14.4. En L a casa de los zelos no se encuentran más que 80 versos
de romance (2.9 %) y 84 (2.7 %) en El laberinto de amor. Aun en las obras que se su
ponen de la “segunda época”, Cervantes seguía prefiriendo las fórmulas de versificación
de los dramaturgos prelopistas, arrinconadas ya por el “nuevo arte” del Fénix (véase
“Introducción” cit., págs. 20-23, 74-78 y 159 y ss., con los esquemas métricos).
48 “Introducción”, cit., jpág. 11.
49 ídem, id., pág. 58.
cacia dramática, hasta el punto de representar en su teatro una valiosa apor
tación.
La preocupación, nunca extinguida, de Cervantes por el teatro y su ínti
mo convencimiento de haber fracasado en él se le convierten en tema casi ob
sesivo, que aparece una y otra vez en la mayoría de sus obras : en el tan re
cordado capítulo X L VIII de la primera parte del Quijote, en El coloquio de
los perros, en la Adjunta al Parnaso, en el prólogo de las Ocho comedias...,
en Pedro de Urdemalas, en El rufián dichoso... Del conjunto de las ideas ex
puestas por Cervantes en todos estos pasajes, los comentaristas cervantinos
—diríamos que todos, sin excepción— extraen dos consecuencias básicas : pri
mera, la escasa consistencia o densidad del pensamiento teórico de Cervantes
sobre el arte dramático, pensamiento dictado más por su resentimiento de
autor fracasado contra su triunfador rival, Lope de Vega, que por un coherente
sistema de principios; segunda, la falta de adecuación entre sus palabras y sus
obras, puesto que en sus propias comedias se sirve muchas veces de los mis
mos recursos que censuraba en los demás. Sin querer prejuzgar el valor abso
luto que encierran las obras dramáticas de Cervantes, creemos justo descargar
al inmortal novelista de ambas acusaciones. Sus palabras sobre el teatro, aquí
y allá esparcidas, no nos parecen tan banales o desafortunadas como se afir
ma. Claro que nunca constituyen una sistemática exposición, pero de esto no
era allí su lugar; en medio de una novela o comedia no hubiera sido perti
nente emparedar un pedantesco tratado; bastaba con que quedara de mani
fiesto el pensamiento del autor, y esto lo logra siempre. Si sus ideas no adquie
ren, de todos, modos, más rigurosa teorización, débese a que Cervantes no era
tampoco, en manera alguna, un. doctrinario del teatro. “El teatro de Cervan
tes —recuerda con mucha exactitud Alfredo Hermenegildo— con algunos pun
tos de contacto con el clasicismo, es el más romántico de los dramaturgos an
teriores a Lope. Cueva, Artieda y Virués son mucho más respetuosos con lo
antiguo que el autor del Quijote” 50.
Cierto que Cervantes no era, a pesar de todo, un escritor teatral de “ar
gumentos” ; no le importaba apenas la trama, es decir, el hilo anecdótico que
es el que suele encadenar el interés del público gregario, principal devorador
de entretenimiento escénico. Sus obras lo son esencialmente de caracteres, de
vida directamente observada, de pasiones con calor de verdad. Cierto, también,
que Cervantes se había educado en los principios de la comedia y la tragedia
clásicas y en el respeto a las famosas unidades que muchos acataban como
dogmas. Pero creemos que se exagera cuando se supone a Cervantes beatamen
te preocupado por la letra de estos principios, que él nunca invoca pidiendo
que se respeten de este modo. A Cervantes, el más humano de nuestros escri
tores, le interesaba por encima de todo la “verosimilitud esencial” de los he
chos que se llevaban a escena. Ni siquiera le “escandalizaban” las inverosimili-
Bien se ve que este “disparate”, de que Cervantes pide “disculpa”, puede so
brevenir por tales saltos de lugar, pero no por los saltos en sí mismos, sino
por la tentación de despachar en breves trazos hechos dramáticos que debían
ser tratados más detenidamente. Y la “Curiosidad” admite estas explicaciones,
con palabras que tienen toda la traza de una palinodia personal:
Aunque no lo quedo en todo,
quedo satisfecha en parte...
Cervantes, que había querido que las comedias fuesen “espejo de la vida
humana, ejemplo de las costumbres e imagen de la verdad”, admitía el hecho
de que el teatro no era exactamente la verdad, sino “teatro”, es decir, algo
con leyes y exigencias propias que tomaba pie.en la realidad, mas para mani
pularla libremente y dar de ella tan sólo fogonazos aislados que encendían
y mantenían el interés del espectador, móvil supremo.
Así se explica, decíamos, que Cervantes en el teatro de su segunda época,
a la zaga de la fórmula de Lope, tan contraria a su peculiar mentalidad, car
gada ■—como dice Américo Castro— de un “exceso de ironía y de crítica”,
se sirviera de complicaciones y enredos —frecuentemente desmedidos— para
hacer más entretenida y atrayente la gravedad de fondo de su obra ; combina
ción —o compromiso— en que muy fácilmente le fallaba la medida, porque
escribía así con íntima repugnancia: por lo que hería su más entrañable con
cepto del teatro, y porque carecía de la genial despreocupación de Lope —tam
bién, claro es, de su genial intuición poética y dramática— para saltarse, sin
54 Cervantes, que tanto distaba de estar satisfecho de sus condiciones de poeta, tenía
plena conciencia de su capacidad para la invención y no sentía empacho en proclamarlo.
En el capítulo I del Viaje del Parnaso hace que Mercurio le califique de raro inventor en
dos pasajes casi inmediatos (versos 218 y 223), y en el capítulo IV, versos 28-29 dice
él mismo de sí:
Y o soy aquél que en la invención excede
A muchos...
— ¿Cómo estáis?
— Como sin vida:
por vivir os vengo a ver” 55
La obsesión por Lope torció probablemente la vocación dramática de C er
vantes y frustró la posibilidad de que nos diera una obra de teatro lograda,
dentro de moldes racionales, antivulgares, transcendentalmente irónicos. Qui
zá fue así mejor, porque concentró todos sus esfuerzos en la prosa, donde es
taba el campo adecuado para el total despliegue de su genio.
«Y, sin embargo, no se piense que su teatro, tomado en conjunto, sea un
episodio perdido en la historia de nuestras letras. Aparte sus numerosos acier
tos y logros de detalle, que trataremos de señalar, la dramática de Cervantes
representa un eslabón irrenunciable en la evolución del teatro de su tiempo,
etapa de transición, de inevitables tanteos, desconciertos y rectificaciones. Sche
vill y Bonilla, que enjuician el teatro cervantino con notable rigor (“ni existe
criterio psicológico en el desarrollo de los caracteres, ni hay extraordinario arte
en el diálogo, ni están bien calculadas las entradas y salidas de los personajes.
Rara vez presenta el conjunto el aspecto de una construcción artística, cuyos
principios, medios y fines se correspondan en natural proporción, perfecta aun
en sus más pequeños detalles”) 56, admiten, en cambio, el avance que supone
sobre las “emociones violentas y exageradas”, cultivadas especialmente por los
seguidores de la dramática clasicista. Cervantes, dicen, se apartó de sus con
temporáneos en tales extremos “y sintió (merced al dominio sobre sí propio,
al equilibrio mental, a la sencillez de espíritu que sus primeras obras mues
tran) el anhelo de algo más noble y más humano. En ello estriba la influencia
que su labor dramática, con todos sus capitales defectos, pudo ejercer... Nues
tro interés por las comedias cervantinas no consiste, como algunos han creído,
en que sean del autor del Quixote, sino en representar un progreso respecto
del teatro anterior a él. Llévanle gran ventaja, en efecto, un Trato de Argel y
una Numancia, por la nobleza de los sentimientos, verdaderamente patrióti
cos o religiosos, por el conato de trasladar al arte dramático, de un modo más
verídico que se había hecho hasta entonces, la experiencia y los ideales de la
humanidad” 57. No nos parece poco.
55 El pensamiento de Cervantes, Madrid, 1925, pág. 50. Los versos citados pertenecen
a El Caballero de Olmedo.
58 “Introducción”, cit., pág. 24..
57 Idem, id., págs. 26-27.
bre de Saavedra, carácter autobiográfico que se acrecienta todavía con la in
clusión de un fragmento de la Epístola a Mateo Vázquez. La tragedia del cau
tiverio —suceso fundamental que parte la vida del escritor en dos mitades
perfectamente diferenciadas— era para Cervantes dolor muy próximo y vivo,
y toda la pieza declara su deseo de reflejar fielmente la verdad ambiental, así
en la exactitud de las cosas como en la historicidad de los personajes. Tan
sólo la leve trama amorosa, que engarza las diferentes escenas con no más
que mediana habilidad, es producto de la invención poética. Por esta falta de
fusión entre el fondo histórico y real (quizá tomado demasiado “en crudo”,
sin la necesaria decantación artística) y la acción amorosa superpuesta, la
obra tiene más calor emotivo que valor estrictamente literario. Sin embargo,
la dignidad de los sentimientos, la noble exaltación patriótica y la resignada
pero tenaz actitud contra la desgracia otorgan a Los tratos calidades notables.
En esta obra, que utiliza también como elemento dramático las intrigas y ten
taciones para hacer apostatar a los cautivos de su fe, creó Cervantes la “co
media de cautivos” que había de mejorar notablemente en su segunda época.
Muchos motivos típicamente cervantinos aparecen ya en esta obra, como
el elogio y nostalgia de la edad de oro, puesto en boca del cautivo Aurelio,
protagonista de la obra, y que éste acomoda a su peculiar situación:
Entonçes libertad dulçe reynava
y el nombre odioso de la servidumbre
en ningunos oydos resonaba.. . 58
Pero esta pasión patriótica no impide la visión —ni aun a este Cervantes
todavía optimista— de otros orgullos más vanos y nocivos, que el escritor re
gistra con amarga ironía en la siguiente escena :
Las galeras de christianos,
sabed, si no lo sabéis,
que tienen falta de pies
y que no les sobran manos ;
y esto lo causa que van
tan llenas de mercançias,
que, si bogasen dos días,
un pontón no tomarán.
Nosotros a la ligera,
listos, bivos como el fuego,
y, en dándonos caga, luego
pico al viento y ropa fuera,
las obras muertas abajo,
árbol y entena en crujía,
y así hagemos nuestra vía
contra el viento sin trabajo·,
y el soldado más lugido,
el más flaco y más menbrudo,
luego se muestra desnudo
y del vogabante asido.
Pero allá tiene la honrra
el christiano en tal estremo,
que asir en un trange el remo
le parege que es deshonrra·,
y mientras ellos alia
en sus trece están honrrados,
nosotros de ellos cargados,
venimos sin honrra acá60.
S acristán :
Señor, haga
que este puto iudío dé, siquiera,
el jornal que he perdido por andarme
tras él para robarlé este hideputa.
C a d í:
Bien dize, desembolse cuarenta ásperos,
y délos al pápaz, que los merece.
S a c r ist á n :
¿Oye, amigo iudío?
Al fin, los propios judíos de Argel acaban por pagar el rescate del sacristán,
para que los deje libres de sus burlas, que ríen también los mismos musulma
nes. Entre tan diversos elementos “siguen aquí vigentes —dice Ynduráin—
los nobilísimos ideales del Cervantes heroico, del soldado, del cristiano, del
español. El cautiverio como prueba de la solidez de esos ideales, ante el mar
tirio y la muerte, es el gran tema de la obra” Su versificación es siempre
muy feliz, y a sus mejores momentos pertenecen dos preciosos romances: “A
las orillas del m ar...” y “Salió el sol esta m añana...”. Otros motivos líricos
se enlazan también con la acción, provocando una emotividad tan dramática
como delicada; así, el cantar que el niño Francisco recuerda haber oído a su
madre y que le recita a su padre, cautivo también con él:
Ando enamorado,
no diré de quien... 77
Rana, en medio de las burlas del entremés, representa la voz del buen sen- .
tido y de la justicia:
Yo, señores, si acaso fuesse alcalde,
m i vara no sería tan delgada
como las que se usan de ordinario:
de una encina o de un roble la haría,
y gruessa de dos dedos, temeroso
que no me la encorvasse el dulce peso
de un bolsón de ducados, ni otras dádivas,
o ruegos, o promessas, o favores
que pessan como plomo, y no se sienten
hasta que os han brumado las costillas
del cuerpo y alma ; y, junto con aquesto,
sería bien criado y comedido,
parte severo y nada riguroso.
Nunca deshonraría al miserable
que ante mí le truxessen sus delitos:
que suele lastimar una palabra
de un juez arrojado, de afrentosa,
Resulta innecesario insistir en que, sea cualquiera el valor que haya de atri
buirse a Cervantes en el campo de la poesía y de la dramática, su lugar prin
cipal, indiscutible, lo tiene en el dominio de la novela; como novelista es
el maestro del género en la literatura moderna universal, creador de varias
de sus formas y autor, en el Quijote, de la más famosa, profunda y original
de sus manifestaciones.
Pero el camino hasta la cumbre de sus mejores libros no fue fácil ni rápido.
Como vimos en el capítulo anterior, Cervantes publicó la primera de sus no
velas, la Primera parte de la Galatea, en 1585, a poco de haberse instalado en
Madrid y cinco años después de su cautiverio. Los eruditos han discutido
sobre la fecha de su composición, que podría oscilar dentro de límites bas
tante amplios *. La obra podrá ser, pues, más o menos primeriza en relación
La Galatea, dividida en. seis libros, a la que Cervantes no tituló novela sino
“égloga” 2, pertenece al género pastoril que, como vimos, era lectura de gran
estima y difusión por aquel entonces3. Aunque la obra de Cervantes contiene
elementos que la diferencian, según diremos, cabe afirmar, como apreciación
de conjunto, que reúne todos los rasgos característicos de las novelas de esta
especie, expuestos en un capítulo anterior. L a acción principal es muy senci
lla. Elicio, pastor de las riberas del Tajo, está enamorado de la pastora Galatea,
tan notable por su belleza como por su discreción. Amelio, padre de la her
mosa, desea casarla con un rico pastor lusitano, Erastro, y desoye las preten
siones de Elicio. Cuando se anuncia que el rival forastero va a llegar en el
término de tres días, Elicio reúne a todos sus amigos, con el fin de pedir a
Aurelio que no consienta la marcha de Galatea, desterrando así “de aquellos
prados la sin par hermosura suya”. Ignoramos el resultado de esta embajada,
porque la parte publicada de la novela termina en este punto. Ahora bien:
junto a tan breve acción central, el escritor despliega multitud de acciones se
cundarias, protagonizadas por los pastores y pastoras amigos del enamorado
de Galatea ; acciones tan variadas y numerosas que en ocasiones llegan á cons
tituir una intrincada maraña. Para tejer estas historias el novelista acude a
todo género de recursos, más o menos verosímiles: hallazgos casuales, sor
prendentes encuentros, equívocos basados en el parecido de personajes ; y todo
7 N o v ela s exem plares, edición de Schevill y Bonilla, vol. III, Madrid, 1925,. pág. 164.
8 ídem, id., pág. 166. Emilio Carilla hace una aguda observación sobre la íntima acti
tud de Cervantes respecto al mundo eglógico: “Es curioso observar —dice— cómo Cer
vantes respeta de la ironía a personajes pastoriles. Naturalmente, no respeta sólo a ellos,
pero tal consideración es significativa” (“Cervantes, testimonio de épocas artísticas”, en
su libro E ¡dios d e L iteratura Española,. Rosario, Argentina, 1958, pág. 111).
9 “Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del Quijote”, en E studios
y discursos d e critica histórica y literaria, vol. I, ed. nacional, Santander, 1941, pági
nas 326-356. En realidad, Menéndez y Pelayo no hace esta afirmación concretamente m
propósito de L a G alatea, sino de todo el “género bucólico”, incluida la lírica. Al refe
rirse en particular a la novela pastoril de Cervantes hace una breve, pero comprensiva,
alusión, casi orientada en el sentido que muchos exégetas recientes tenían que ampliár:
“No era todo —dice— tributo pagado al gusto remante. La psicología del artista es
muy compleja, y no hay fórmula que nos dé íntegro su secreto” (pág. 334); palabras,
por cierto, que repite literalmente en sus Orígenes d e la n ovela al cerrar el estudio sobre
la pastoril (edición nacional, -2.a ed., Madrid, 1962, vol, II, pág. 342).
de poesías propias que inéditas guardaba” 10. Pero Américo Castro ha negado
explícitamente aquella interpretación, y tras de él algunos otros críticos re
cientes.
Para Castro la cuestión es mucho más compleja u. Cervantes —según deja
mos ya apuntado a propósito de su teatro y veremos todavía con atención ma
yor— sentía con intensidad pareja la atracción del ideal y la del mundo más
inmediato y tangible; en lo cual encamaba típicamente la doble aspiración
del hombre renacentista. Para Cervantes, educado en el pensamiento plató
nico, que, glosado bajo todos sus ángulos por preceptistas y filósofos, impreg
naba el sentir del hombre de su tiempo, existía una realidad ideal con tan agu
da vigencia como la realidad próxima y concreta. En ella se encerraba un orbe
de valores perfectos que, no por enfrentarse con la imperfección de lo con
tingente, tenía una existencia menos vivida, siquiera fuese en la aspiración y
deseos de quien la sustentaba. Este mundo ideal sólo hallaba cabida en los
dominios del arte y entrar en ellos suponía —en desgarradora disyuntiva— la
renuncia a la captura de la realidad del mundo ; de aquí nace la desengañada
posición irónica —tal la del mismo Cervantes— ante la ficción pastoril, sin
excluir la propia obra. Esta enorme y atormentadora antinomia entre lo ideal
y lo real la resuelve Cervantes genialmente en su Quijote ; en La Galatea, sin
embargo, como apunta López Estrada, da de manera apretada y densa, pura
diríamos, o sólo desde el plano de lo ideal, lo que en su gran creación nove
lesca se abraza y armoniza con su contrario. Profundamente dice Castro:
'“ ¿Pastor de zampoña? ¿Pastor de abarcas astrosas? ¿Yelmo? ¿Bacía de
Barbero? La única y esencial diferencia en el caso de lo pastoril es que el con-
20 Amezúa, C ervantes cre a d o r..., cit., vol. Γ, págs. 22-23. La existencia de estas dos
solas reimpresiones (Lisboa, 1590 y París, 1611) suelen aducirse, en efecto, como prueba
de la escasa aceptación que tuvo la novela pastoril de Cervantes, frente a la gran difu
sión y numerosas ediciones de la D ian a de Montemayor y de la D iá n a enam orada de
Gil Polo. Schevill y Bonilla que recuerdan esta circunstancia, hacen también memoria
de dos honrosas referencias hechas a L a G alatea por Lope de Vega —muy poco amigo
de su autor— en sus comedias L a dam a b o b a (acto III) y L a 'viuda valenciana (acto I);
y, además, de un curioso pasaje que, aun. siendo muy conocido, queremos reproducir
aquí. El licenciado Márquez Torres en su aprobación de la segunda parte del Q uijote
cuenta que, como acompañase al cardenal arzobispo de Toledo don Bernardo de Sandoval
y Rojas a devolver protocolariamente una visita al embajador de Francia, “muchos ca
balleros franceses de los que vinieron acompañando al Embajador^ tan corteses como
entendidos y amigos de buenas letras, se llegaron a mí y a otros capellanes del Car
denal mi señor, deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más válidos, y to
cando acaso en éste; que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel
de Cervantes> cuando se comenzaron a''hacer lenguas, encareciendo la estimación en
que así en Francia como en los reinos sus confinantes se tenían sus obras, L a Galatea,
que, alguno dellos {¡ene casi de memoria, la primera parte désta y las N o vela s. Fueron
tantos sus encarecimientos, que me ofrecí llevarles que viesen el autor dellas, que esti
maron con mil demostraciones de vivos déseos. Preguntáronme muy por menor su
edad, su profesión, calidad y cantidad. Halléme. obligado a decir que era viejo, soldado,
hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras : ‘Pues ¿a tal hombre no
le tiene España muy rico y sustentado del erario público?’ Acudió otro de aquellos
caballeros con este pensamiento, y con mucha agudeza, y dijo: ‘Si necesidad le ha de
obligar a escribir plega a Dios que nunca tenga abundancia,, para que con sus obras,
siendo él pobre, haga rico a todo el mundo’ ” (nueva edición crítica de F . ’Rodríguez
Marín, vol, IV, Madrid, 1948, págs. 15-16).
moldes retóricos, cuyos recursos y posibilidades ensaya Cervantes en amplí
sima variedad, la prosa de La Galatea se engalana profusamente con sonori
dades y armonías de delicada matización, con que se afinan los sentimientos
amorosos de los personajes; sin contar, además, el interés del libro para va
lorar la trayectoria intelectual y literaria, formación y sensibilidad de Cervan
tes como hombre de su tiempo.
27 ídem, id., pág. 201. No dejan de encerrar interés las siguientes palabras de Savj-
López sobre la posible herencia de la novela pastoril en la novela posterior, aún la
que más alejada puede parecer a los apresurados denostadores de las D ianas y G ala tea s ;
adviértase que las palabras del crítico italiano no constituyen una mera ingeniosidad
y que están estrechamente relacionadas con los juicios transcritos de Américo Castro en
su valoración del análisis psicológico llevado a cabo por la novela pastoril y su magis
terio sobre toda la novela siguiente: “Un aficionado a las paradojas literarias —dice
Savj-López— puede sostener que de la A rcadia deriva la novela moderna. Si la A rcadia
inspira la D ian a de Montemayor y de ésta deriva la A strée, de la Astrée, a través de
Prévost, Marivaux, Lesage, se llega a la novela inglesa de Richardson y de Fielding,
que no es ni más ni menos que la novela moderna, Y a lo lejos, al fondo, se destaca
gigantesca la sombra de Juan Boccaccio, que se eslabona en esta cadena de obras na
rrativas, no con la poderosa realidad humana del D ecam eron, sino con las pastoriles
visiones alegóricas del A m eto, el más cercano y directo progenitor de la Arcadia napo
litana” (Cervantes , cit.-, págs. 44-45).
Aparte las obras mencionadas en las notas anteriores, cfr. : Milton A. Buchanan,
“Sortie Italian ' Reminiscences in Cervantes”, en M odern Philology, octubre de 1907
(sobre posibles influencias de Dante en algunos pasajes de L a G alatea ). Hugo A. Ren
nert, The Spanish P astoral R om ances, Philadelphia, 1912. Francisco Ynduráin, “Relec
ción de L a G alatea" ,· en H om enaje a C ervantes (Cuadernos de ínsula), Madrid, 1947.
Samuel Gili Gaya, “Galatea, o el perfecto y verdadero amor”, en id., id. Juan Antonio
Tamayó, “Los pastores de Cervantes”, en R e vista d e F ilología Española, XXXII, 1948,
págs. 383-406. Arturo Farinelli, “Cervantes y su mundo idílico”, en ídem, id., págs. .1-24.
J. B. Avalle-Arce, L a n ovela pastoril española, Madrid, 1959. Rafael Osuna, “La crítica
y la erudición del siglo xx ante L a Galatea' de Cervantes”, en The R om anic R eview , LIV,
diciembre de 1963, págs, 241-251 (resumen de todo lo que concierne a L a Galatea).
jote no publicó Cervantes ninguna otra novela, compuso al menos varias de
sus Ejemplares. Por esto, aunque la necesidad de dedicar al Quijote un estu
dio aparte nos fuerza a trasladarlo al siguiente capítulo alterando el orden
de su aparición, tampoco está del todo fuera de lugar la consideración, en
este punto, de sus doce novelas cortas.
28 Para las ediciones de las N o v ela s ejem plares véanse las de las O bras C om pletas
de Cervantes, citadas en nuestra nota 14 del capítulo anterior; además, la de Rodríguez
Marín, en Clásicos Castellanos, también citada (comprende sólo siete novelas). Las edi
ciones particulares de cada novela serán indicadas en su lugar correspondiente.
Como estudios de conjunto, cfr. : Julián Apraiz, Las “N o v ela s ejem plares ” d e C ervan
tes, Vitoria, 1901. Luis Orellana y Rincón, E studio crítico sobre las “N o vela s ejem plares ”
de C ervantes con la bibliografía d e sus ediciones, Valencia, 1890. Francisco A. de Icaza,
Las “N o v ela s ejem plares” de Cervantes. Sus críticos. Sus m odelos literarios. Su s m odelos
vivos y su influencia en el arte, Madrid, 1928. Joaquín Casalduero, Sentido y form a d e
las “N o vela s ejem plares ”, Buenos Aires, 1943 (nueva ed., Madrid, 1962); y la citada obra
de Agustín González de Amezúa, C ervantes creador de la novela corta española, 2 vols.,
Madrid, 1956-1958, C. S. I. C. Véase además Guillermo Díaz-Plaja, “La técnica narrativa
de Cervantes (Algunas observaciones)”, eri R e vista de Filología Española, XXXII, 1948,
págs. 237-268.
29 Véanse las obras citabas en la nota anterior, en especial Amezúa, vol. I, cap. XI,
que recoge abundante bibliografía sobre estos problemas.
del Quijote, como tuvieron que serlo igualmente las otras dos artificiosamente
intercaladas en la primera parte de éste: El curioso impertinente y la Histo
ria del cautivo. Es. perfectamente posible que otras dos de las novelas fueran
anteriores también. Amezúa admite que La española inglesa pudo ser escrita
por los mismos años que el Rinconete y El celoso extremeño. Las otras pu
dieron ser posteriores; el mismo crítico supone que El Licenciado Vidriera,
El casamiento engañoso y el Coloquio de los perros debieron de ser compues
tas durante los años de Valladolid (1604-1606), y La ilustre fregona, y La Gi-
tanilla durante los años de Madrid que vinieron a continuación. Pero hasta el
momento no puede pasarse de hipótesis más o menos fundadas.
El orden y el título. Es manifiesto, sin embargo, que Cervantes no dis
puso sus novelas en la edición con el mismo orden en que habían sido com
puestas. ¿Qué criterio fue el suyo para dicha ordenación? Como en todos los
problemas cervantinos, los estudiosos han ideado soluciones que a veces se
quiebran de puro sutiles. Tenemos por mucho más sencilla y natural la razón
que aduce Amezúa: “Creo más bien —dice— que Cervantes fue componiendo
cada una de las suyas al paso que su inspiración se lo pedía, sin curarse para
nada de su carácter respectivo, ni mucho menos aún del orden en que poste
riormente aparecerían al imprimirse. Cuando las tuvo escritas, diólas la co
locación que juzgó habría de causar mejor efecto al futuro lector, mezclan
do los asuntos y temas para hacer más gustosa su lección, de modo que el
paladar de quien las tomase en sus manos pasase de unos platos a otros sin em
pacho ni desabor, buscando en la variedad de sus fábulas la amenidad y el de
leite literario, regla crítica muy conocida y arraigada en él” 30.
El mismo título de Novelas ejemplares que dioCervantes a estasobras
ha planteado agudos problemas. La palabra “novela”, de origen italiano, ha
bía sido utilizada hásta entonces en nuestra lengua con la acepción de “men
tira, burla o engaño”, y también con la de “suceso” o “acaecimiento”. Cuando
se tomaba en el sentido de relato literario de extensión breve, se hacía sinó
nima de “cuento”, género que, a su vez, se suponía “en bocas bajas y viles,
como truhanes, graciosos y chocarreros, gentecilla, en fin, mal mirada y ruin”.
Cuando —pensando en las creaciones italianas de esta índole— se utilizaba
la palabra “novela”, no faltaban los escritores españoles —Juan de Valdés,
Lope de Vega, Suárez de Figueroa—· que rechazaban el vocablo como neolo
gismo inútil, y proponían, como más castiza, la voz “cuento” ; con lo que
queda de manifiesto que no se había fijado todavía en nuestras letras la exac
ta diferencia entre novela y cuento, y que éste era objeto de muy escasa esti
ma literaria31.
Cervantes es el primero que usa en nuestra lengua la palabra “novela” con
el valor que había de tener a partir de entonces, y en el sentido en que la usa-
35 C ervantes c rea d o r..., cit., vol. I, págs. 460, 462, 463 y 464.
36 Edición Schevill-Bonilla, cit., vol. I, pág. 22.
37 ídem, id., págs. 22-23.
38 “La ejemplaridad de las novelas cervantinas”, en N u ev a R e vista de Filología H is
pánica, año II, núm. 4, 1948; reproducido en Sem blanzas y estudios españoles, Princeton,
N. J., i956, págs. 297-315, y también en H acia Cervantes, Madrid, 1957.
dos novelas incluidas en el códice de Porras fueron, en efecto, retocadas con
bastante cuidado y limpiadas de numerosas expresiones de mayor atrevimiento
cuando Cervantes las preparó para la imprenta en 1613. Muchas de estas co
rrecciones pudieron ser motivadas por razones literarias o explicables por la
natural evolución del novelista o por escrúpulos morales ; pero la nueva “ac
titud” del escritor, señalada por Castro, no parece menos evidente.
“Rinconete y Cortadillo” . Con esta novela logra Cervantes una de las crea
ciones más notables que salieron de su pluma ; de no haber escrito el Quijote,
tendría un especial puesto de honor en nuestras letras, tan sólo como autor del
Rinconete y C o r t a d i l l o Más todavía: aun reconociendo lo arriesgado de
juicio tan absoluto, nos atreveríamos a sostener que, después del Quijote,
esta novela es la obra más notable que dentro del género ha sido escrita en
nuestro idioma.
Su argumento es difícil de resumir, puesto que aquí no existe una acción
propiamente dicha que se desarrolle progresivamente; se trata más bien de
58 Menéndez y Pelayo alude con estas palabras a las posibles relaciones entre la pi
caresca y el mundo novelesco creado por Cervantes: “La novela picaresca es indepen
diente de él, se desarrolló antes que él, camina por' otros rombos : Cervantes no la imita
nunca, ni siquiera en R inconete y C ortadillo, que es un cuadro de género tomado direc
tamente del natural, no una idealización de la astucia famélica como L azarillo de T o r
mes, ni una profunda psicología de la vida extrasocial como G u zm án d e A lfarache.
Corre por las páginas de R inconete una intensa alegría, un regocijo luminoso, uúa espe
cie de indulgencia estética que depura todo lo que hay de feo y de criminal en el modelo,
y sin mengua de la moral, lo convierte en espectáculo divertido y chistoso. Y así como
es diverso el modo de contemplar la vida de la hampa, que Cervantes mira con ojos
de altísimo poeta y los demás autores con ojos penetrantes de satírico o moralista, así es
divergentísimo el estilo, tan bizarro y desenfadado en R inconete, tan secamente preciso,
tan aceradamente sobrio en el L azarillo, tan crudo y desgarrado, tan hondamente amar
go e a el tétrico y pesimista Mateo Alemán, uno de los escritores más originales y vigo
rosos de nuestra lengua·, pero tan diverso de Cervantes en fondo y forma, que no parece
contemporáneo suyo, ni prójimo siquiera” (Cultura literaria de M igu el d e C ervantes y
elaboración d el ‘Q uijote’, edición citada, págs. 398-399).
59 E l pensam iento d e Cervantes, citado, págs. 230-239, También Casalduero niega a
R inconete y C ortadillo la condición de novela picaresca, haciendo suya —aunque sin
mencionarla— la teoría adoptada por Chandler para establecer la división del género
picaresco, y que nosotros dejamos expuesta en su lugar correspondiente (vol. I, cap. XVII,
pág. 411). Así, dice Casalduero: “Parece que nos encontramos en el mundo de la pica
resca, pero observamos que Rincón y Cortado no son pacientes, sino agentes de la
acción. En la picaresca se nos presenta siempre al hombre en su choque con la vida,
adquiriendo una experiencia a costa de su dolor. Indefenso, en su salida al mundo, en
su nacer, la vida le enseña lo que es vivir: ir de dolor en dolor; la vida le despierta
y abre los ojos para que, echando una mirada a sú alrededor, contemple la bajeza y
villanía humanas” (Sentido y fo rm a .:., cit., págs. 103-104).
realidad consiste en reproducir los aspectos más innobles de la sociedad? Es
que a pesar de su fervor por la virtud, al poeta no le repugna el vicio. Más
que el significado inmoral, lo que ve es lo pintoresco, sin que turbe su vi
sión con análisis filosóficos ni sociales. La asociación de ladrones de Sevilla,
las bajas pasiones de la mala vida son para él, simplemente, una sucesión có
mica de deformidades humanas. No es un verdadero pesimista, porque su
pensamiento no se para a sacar conclusiones ni a juzgar. Mira, pinta, sonríe.
Su realismo rehuye el fondo angustioso, atormentado, de las conciencias re
movidas por la miseria o el mal: así, aun lo que en el mundo es más vil y
obscuro, puede aparecer en el arte transfigurado en una bondad ambigua e in
dulgente. Ésta es la gran diferencia que existe entre Rinconete y Cortadillo y
las novelas más propiamente picarescas, tales como el amarguísimo Lazarillo
de T ormes o el tétrico Guzmán de Alfar ache" 60.
Estos hechos hacen pensar de nuevo en la debatida “ejemplaridad” de las
novelas cervantinas. De tan regocijado escenario y de la perfecta impunidad
con que sus hombres y mujeres actúan hasta el fin, no parece que pueda de
ducirse ninguna enseñanza moral. 'Podía pensarse que Cervantes admite la
existencia de aquellas gentes con perfecta naturalidad casi cínica, como un he
cho normal, del que su bien curtida experiencia ·—curada de utopías— no
podía escandalizarse, y que le apasionaba como novelista.
Con todo, ni aun proclamando aquella maravillosa capacidad ennoblece-
dora de Cervantes, que tiene en estas páginas uno de sus más altos momen
tos, podemos admitir por entero que el retablo del Rinconete sea tan “desin
teresado” y “luminoso” como se supone. En el hecho de que lo parezca y no
lo sea, encontramos precisamente una de las mayores genialidades de Cer
vantes en esta novela y un nuevo dato a favor de los complejos y sagaces
procedimientos cervantinos a los que Américo Castro alude en tantas ocasio
nes. El Rinconete es una tremenda catapulta satírica enmascarada con el color
de lo pintoresco. Lo pintoresco son Monipodio y sus cofrades, que no tienen
precio como materia de novela ; pero, de entre el regocijado cuadro hampesco
salta la sátira implacable contra las altas clases de la sociedad; no contra
los matones que daban las cuchilladas de catorce puntos, sino contra los caba
lleros que las encargaban y pagaban; contra la justicia corrompida que com
partía las ganancias de los ladrones; contra la taifa venal de curiales,· cor
chetes y alguaciles, de los que Cervantes había tenido tan copiosa como
amarga experiencia; contra la redomada hipocresía de ofrecer velas y misas,
“sacando el estupendo para la limosna de quien las dice, de alguna parte de
lo que se garbea”, práctica que Monipodio no había inventado ni ejercitaba
con delicadeza mayor que otras gentes de más alto nombre y clase. Cervantes
pone indirectamente en la picota a toda aquella sociedad que hacía posible la
existencia de Monipodio como un producto inevitable de su propia corrup
“La española inglesa” . Este relato 61 ofrece una curiosa mezcla.de noveles
cas aventuras, de realidad y de viejos recuerdos personales del autor. En uno
de los saqueos de la ciudad de Cádiz por los ingleses, uno de los caballeros
asaltantes captura y lleva a Inglaterra una niña de siete años, Isabela, a la
que educa al lado de su esposa, católica como él. Pasa el tiempo y el hijo del
caballero, Ricaredo, enamorado de Isabela, la solicita en matrimonio ; la rei
na Isabel accede a la petición, pero antes envía a" Ricaredo en misión de guerra
por el Mediterráneo. En sus andanzas liberta a una nave portuguesa, apresada
por los turcos, en la cual iban los padres de Isabela. Los lleva consigo a Ingla
terra y allí reconocen y se reúnen con su hija. Una camarera de la reina, cuyo
hijo deseaba también casarse con Isabela, le administra a ésta una bebida que
la pone en trance de muerte y le hace perder su belleza. Isabela peregrina lue
go a Roma y regresa a España. Poco a poco recobra su belleza, y al fin rea
parece Ricaredo, con quien casa.
Este resumen de la acción da idea apenas de los abundantes sucesos con
los que aquélla se complica. Cervantes aprovecha una vez más la ocasión de
enhebrar episodios de su propia vida militar, que atribuye ahora al héroe de
su relato, tales como la lucha contra las galeras turcas, precisamente en el mis
mo paraje de “las tres Marías”, donde él había sido apresado, el posterior
cautiverio de Ricaredo en Argel, su liberación por los trinitarios y la procesión
ritual en Valencia. El novelista imagina con menos que mediano acierto la
parte de la acción localizada en Inglaterra, país que no le era conocido, y pisa
terreno firme cuando se sitúa en su país o en el escenario de sus pasadas
aventuras.
Un aspecto ha sido repetidamente notado en La española inglesa : la atrac
tiva semblanza que da Cervantes de la reina de Inglaterra, en contra de la
común opinión de todos los españoles de su tiempo, alimentada por la doble
hostilidad, política y religiosa; imagen favorable que se acrecienta con la
“El Licenciado Vidriera”. Nos encontramos ahora con una de las más ex
trañas y discutidas obras de Cervantes. La acción existe apenas en esta no
vela. Un estudiante de leyes en Salamanca, Tomás Rodaja, recorre varios paí
ses como soldado, y cuando retoma a su ciudad pierde el juicio a consecuen
cia de un “hechizo” de amor. Da entonces en la locura de creerse de vidrio, de
donde el nombre del personaje, y en la manía de espetar verdades a todo el
que se le aproxima : la más generosa demencia que puede imaginarse, la locu
ra de la verdad, según comenta Foulché-Delbosc.
El Licenciado Vidriera ha sido generalmente estimada por la mayoría de
los comentaristas como una de las más notables entre las “ejemplares” ; pero
discrepan sobre su condición como novela. Para Menéndez y Pelayo, Icaza,
Alonso Cortés, Cotarelo y Pfandl, entre otros, la trama novelesca es tan sólo
un pretexto, bastante tenue, para hilvanar una larga serie de apotegmas, senten
cias o agudezas del propio autor: no queriendo éste darlos en la forma, muy
frecuente en su tiempo, de mera colección, ideó la ligera fábula que le permi
tiera agruparlos.
La locura de Vidriera como ficción novelesca da también qué pensar. Es
probable que sólo a un loco se le tolerasen los atrevidos juicios que él se per
mite, o digamos más bien que el propio Cervantes se perínite por boca de su
personaje; y en tal caso su locura era un recurso inevitable para intensificar,
o hacer posible incluso, la mordacidad satírica. Puede también que Cervantes
quisiera esconder, tras la locura de su personaje, una intención mayor. Para
Amezúa parece abonar esta hipótesis la atención que Cervantes dedicó al fe
nómeno de la locura, comenzando por el loco mayor de todos, el propio Don
Quijote; preocupación advertida ya antes por Rodríguez M arín62. Amezúa
interpreta el caso de este modo: “Para mí, donde se encierra toda su sustan
cia novelística... es en la visión de aquel tremendo y desconsolador contraste
que se da en el Licenciado, a quien, mientras está loco y la insania se apodera
de él, las gentes todas le siguen y celebran, a pesar de las grandes y molestas
verdades que espeta a cuantos quieren oírle; nadie le contradice, todos le es
cuchan y danle crédito y autoridad; pero el día en que Tomás Rodaja reco
bra la razón... ya no le vale para nada; quiere trabajar y ganar honradamente
su sustento con las letras que aprendió, y no le dejan, condenándole ál ham
bre, y, al fin, vese obligado a emigrar y hacerse soldado para poder vivir;
tristísima conclusión de la vida del pobre Licenciado, de la que se desprende
lladolid, 1916. Cfr, : L e Licencié V idriera. N ou velle traduite en français avec une préface
et des n otes par R . F oulché-D elbosc, Paris, 1892. G. Hainsworth, “La source du Licen
ciado Vidriera”, en B ulletin H ispanique, XXXII, 1938, págs. 70-72. S. Rivera Manescau,
E l .m odelo d e l L icenciado Vidriera, Universidad de Valladolid, Valladolid, 1947. Ar
mand E. Singer, “The sources, meaning and use of the madness theme in Cervantes’ L i
cenciado V idriera ”, en W est Virginia University Bulletin, VI, 1949, págs. 31-53. Francisco
A. de Icáza, “Algo más sobre Έ1 Licenciado Vidriera’ ”, en R e vista d e A rchivos, B iblio
tecas y M useos, XXXIV,. 1916, págs. 38-44. Carlos Gutiérrez Noriega, “La contribución
de Miguel de Cervantes a la psiquiatría”, en Cuadernos A m ericanos, año III, vol. XV,
núm. 3, págs, 82-92. Ernesto Jiménez Caballero, “El Licenciado Vidriera, obra de plata”,
en F ilosofía y Letras, Madrid, núm. 20, 1918, págs. 5-7.
65 Edición de J. Givanel y Mas, en Publicaciones cervantinas patrocinadas por D .
J, Sedó Peris-Mencheta, Segunda serie, II, Barcelona, 1943, págs. X-XL.
de castigo del infame delito; sólo resaltan la moral del perdón general, y el
triste principio social de que la justicia ampara al fuerte y poderoso, y de que
ni la hermosura, ni la pobreza, ni la deshonra, sirven de nada cuando el con
trario es un joven de alta alcurnia, a quien favorecen la riqueza y el prestigio
de la sociedad en que vive” 66. Quizá, sin embargo, sea demasiado pedir, aun
a la mente de Cervantes, un concepto social que en sus días apenas hubiera
podido ser imaginado ; por lo que el comentario que precede, más que como
reproche debe ser admitido como simple constatación.
“El celoso extremeño” . Tiénese esta novela, sin discrepancia alguna, por
una de las obras maestras de Cervantes. Su argumento, referido en esquema, ofre
ce escasa novedad; con toda su gama de variantes había sido utilizado repe
tidamente en la literatura medieval y durante el Renacimiento, y el propio
Cervantes aborda un tema parecido en su entremés El viejo celoso ; las mis
mas costumbres de su tiempo debieron de ofrecerle también modelos innumera
bles. Pero esta novela “ejemplar” podría confirmar aquella sentencia del mis
mo Cervantes de que algunas obras no valen por su trama sino por la m a
nera de contarla. El protagonista de ésta es un indiano viejo y rico, Felipe de
Carrizales, que, vuelto a su patria, casa con una muchacha jovencísima, de
gran belleza, de la que se enamora con pasión senil, matrimonio que casi es
una venta. Apenas casado el viejo, “de golpe le embistió un tropel de rabiosos
celos”, y para sustraer a su esposa de toda posible tentación trata de incomu
nicarla por todos los medios del mundo exterior, reduciéndola a vivir en el solo
ámbito de su casa, cerrando las ventanas, impidiendo la entrada a toda gente
y escogiendo cuidadosamente la servidumbre. Para hacerle llevadero el en
cierro a su mujer, la colma de regalos y engalana profusamente su casa.
Pero las naturales consecuencias de tan absurda situación estallan al fin.
Un picaro sevillano, hijo holgazán de casa rica, “gente baldía, tildada y meli
flua”, llamado Loaysa, averigua lo que allí sucede y se propone llegar hasta la
mujer, cosa que logra con los manejos de la dueña Marialonso y la colabora
ción de las criadas de la casa, tan oficiosas como sexualmente excitadas por la
aventura. A Carrizales lo duermen con el auxilio de un oportuno ungüento.
En la primera versión de El celoso extremeño, recogida en el “Códice” de
Porras, el adulterio se consuma; pero en la nueva versión que preparó Cer
vantes para la imprenta en 1613 fue modificado el desenlace: después de va
nos forcejeos de Loaysa para vencer la resistencia de la mujer, los presuntos
amantes quedan dormidos uno en brazos de otro, pero sin daños mayores.
Así los sorprende Carrizales, que en un primer impulso trata de vengarse cruen
tamente, pero vencido por el dolor, del que muere al cabo, perdona a los cul
pables y aun aconseja en su testamento a su mujer que case con su galán;
pero ésta, arrepentida, entra en un convento.
dar al menos algunos de sus juicios , capitales. Hasta llegar al último lustro del siglo xvi
hay en Cervantes —dice— “confianza plena en el éxito de las empresas nacionales.,.
Es posible que Cervantes no simpatizara con las perspnas o procedimientos rectores de
la política nacional; ahora bien, si la había, esa aversión no llegaba a quebrantar su
fundamental adhesión a los ideales que habían impulsado el imperialismo hispano. La vida
había traído ya sinsabores a Cervantes; pero no .habían bastado a hacer mella en él
ni a mostrarle la contradictoria complejidad de las cosas,., [pero] para Cervantes la crisis
de la edad madura fue acompañada por amargas lecciones de la vida... L a decepción
personal hace que Cervantes perciba mejor el incipiente descenso de la potencia española.
Y entonces comprende que las cosas tienen haz y envés, y que el punto de vista con
que nos situemos ante ellas puede presentárnoslas con aspectos insospechados: el heroís
mo rectilíneo cobra tintes de locura, y en la búsqueda del ideal se adoptan frecuente
mente posturas ridiculas,.. H a hecho, pues, su aparición el sentido crítico cervantino, que
sondea el conflicto, fundamental para el espíritu barroco, entre apariencia y realidad,
ilusión y desengaño. Las creaciones de Cervantes en esta segunda etapa, serán cuadros vi
vos con seres complejos sobre cuyas fisonomías se proyectan repartidas las luces y las
sombras... E n 1580 ó 1588 la fe que aparecía en las creaciones cervantinas no acusaba
distensión espiritual: defender con la espada la cristiandad o la ortodoxia y mantenerse
fiel a ellas frente a los halagos, las amenazas o la muerte eran actos de voluntad sin lu
cha con la inteligencia o el sentimiento. A hora Cervantes se vigila, pone freno a su es
pontáneo sentir y pensar cuando advierte que no se ajustan al catolicismo tridentino,
o procura compensar las extralimitaciones insistiendo más que nunca en su conformidad
con la ortodoxia. A veces la tensión se afloja, y las tendencias reprimidas encuentran
expansión: así, El celoso extremeño es objeto de una nueva redacción para que el
adulterio de los protagonistas no aparezca consumado, según ocurría en la versión pri
mera; y, en cambio, se publica sin modificación El viejo celoso, entremés donde el
triunfo de los impulsos naturales ocurre desembozadamente. Pese a los momentos de
laxitud, la represión crece hasta culminar en el Persiles. A la contienda que se libra
en el espíritu del autor corresponde en sus creaciones una religiosidad que no comiste
ya en una afirmación en pugna con circunstancias exteriores, como en E l trato de A r
gel, sino en el vencimiento de sí mismo, en el triunfo del espíritu sobre la naturaleza. Por
otra parte, descargado de belicosidad, ■el catolicismo de Cervantes es ahora más com
prensivo que veinte años atrás” (págs. 370-377). Las contradicciones cervantinas, tal
como pueden ser interpretadas a través de estas palabras de Lapesa, claro está que no
excluyen las “precauciones”, más o menos hipócritas, de que nos habla Américo Castro,
pero tampoco anulan la sinceridad fundamental del gran novelista, no tan preocupado
por la necesidad de enmascarar —con fines útiles— sus propios pensamientos ante los
ojos de los demás, como por la angustia de enfrentar sus propias incertidumbres íntimas.
de sus momentos más altos ; ni un gesto, ni una palabra, ni un objeto están
aquí falseados o caprichosamente imaginados, sino directamente bebidos en
la más exacta y atenta observación70.
“La ilustre fregona”. He aquí otra novela “toledana” 71, en la que Cervan
tes se deja llevar de nuevo de su vena optimista, idealizadora y romántica, tan
genuina en su carácter —según venimos insistiendo— como su intensa propen
sión satírica y realista. En cierta manera guarda esta novela algunas semejanzas
con L a Gitanilla. Dos jóvenes castellanos, Tomás de Avendaño y Diego de
Carriazo, dejan sus hogares por el deseo de correr aventuras, y después de di
versos sucesos, enamorado Tomás de una moza de servicio del famoso “me
són del Sevillano” de Toledo, se queda allí de servidor en el mesón. Descú
brese al-final la calidad de la muchacha, que es de noble familia, y la novela
acaba en matrimonio. El realismo cervantino se alia una vez más con la fan
tasía novelesca para trazar bellas descripciones, como la de la pesca de atún en
las almadrabas y, sobre todo, de la animada vida del mesón y del ambiente todo
de Toledo, con su buena porción de notas pintorescas, cantos, bailes y diver
siones populares. Según la más admitida opinión, es esta vertiente de L a ilus
tre fregona la más excelente, humana y regocijada, y comparable en su con
junto a los mejores cuadros de costumbres trazados por Cervantes. “No es el
“Las dos doncellas” . No representa esta novela uno de los mayores aciertos
del autor, evidentemente. De nuevo toma Cervantes un asunto de pura inven
ción, con lo que queda declarada la filiación de este relato dentro del grupo
“italiano”. Dos muchachas vestidas de varón —recurso muy utilizado en las
novelas y el teatro de la época— buscan al seductor de una de ellas. Tras com
plicadas aventuras dan en Barcelona con él, y ia historia termina en doble boda,
ya que un hermano de la burlada casa con la muchacha acompañante. Ni
siquiera el entusiasmo cervantino de Amezúa encuentra muchos motivos de
alabanza en esta novela, a la que califica de “la menos verdadera y humana”
de las “ejemplares”.
“ los trabajos d e p e r s il e s y s ig is m u n d a ”
estoy, cual decir suelen, puesto a pique — para dar a la estampa al gran P ersiles —
Con que mi nombre y obras multiplique” ; sin contar con el esbozo que, sin nombrarla
esta vez, hace inequívocamente de su futura novela en el capítulo XLVII de la primera
parte del Q uijote.
85 Nueva edición crítica de F. Rodríguez Marín, vol. IV, Madrid, 1948, págs, 22-23.
87 Edición de Schevill y Bonilla, vol. I, Madrid, 1914, págs. LV-LVI.
88 P ara las ediciones del Persiles véanse las de las O bras C om pletas d e Cervantes,
citadas en la nota 14 del capítulo anterior. Cfr.: R. Schevill, “Persiles y Sigismunda” ,
en M o d ern L anguage N o tes, XXIII, 1908. P. de Novo y Chicharro, B osquejo p ara una
edición ■critica d e P ersiles y Sigism unda, Madrid, 1928. Arturo Farinelli, “El último sue
ño romántico de Cervantes”, en D ivagaciones hispánicas, vol. I, Barcelona, 1936, pági
nas 119-136. Carlos de Mesa, “Divagaciones en torno al ‘Persiles’ ”, en B olívar, núm. 33,
Bogotá, 1954, Joaquín Casalduero, Sentido y fo rm a d e L o s trabajos de Persiles y Sigis
m unda, Buenos Aires, 1947. R. Arco Garay, “Estética cervantina en el ‘Persiles’ ”, en
R evista de Ideas Estéticas, núms. 22-23, 1948. Manuel García Blanco, “Cervantes y el
‘Persiles’. U n aspecto de la difusión de esta novela”, en H om enaje a Cervantes, vol. II,
Valencia, 1950, págs. 89-114. Rafael Lapesa, “En torno a ‘La española inglesa’ y ΈΙ
Persiles’ ”, en íd,, id., págs. 367-388. Emilio Orozco Díaz, “Recuerdos y nostalgias en
escritor, que tenía puesta tanta ilusión en aquella novela, debía de pensar con
angustia en la posibilidad de morir sin darle remate, y trabajó con febril inten
sidad durante los -últimos meses de sti vida. El cuarto libro del Persiles consta
de sólo 14 capítulos, frente a los 23, 22 y 21 de las otras tres partes, y son ade
más mucho más cortos. Este dato y algunos descuidos de estilo en una obra
escrita con tan escrupulosa atención, dan a entender que Cervantes no pudo
dar a sus páginas la última mano que hubiera deseado.
El Persiles podría ser definido, con fácil fórmula, como novela de aventuras.
Los trabajos a que el título alude, no son sino los innumerables y variadísi
mos que viven los dos protagonistas, hijos, respectivamente, de la reina de
Tule y de la reina de Finlandia, países ambos situados en la linde de las zonas
polares. Después de recorrer todas las tierras nórdicas de Europa, los protago
nistas arriban a Lisboa, y luego a través de España se encaminan a Roma, en
donde, con la boda de aquéllos, concluyala novela. Toda ella es un denso te
jido de peripecias, peligros, navegaciones, naufragios, piraterías, luchas, rap
tos, desafíos, cautiverios y fugas; y no comoquiera, sino de índole las más
veces sorprendente y extraordinaria cuando no inverosímil; en conjunto, un
derroche de acción. Para complicar la ya abundante de los dos héroes princi
pales, aparecen numerosos personajes secundarios, que refieren o viven sus
propias historias, enredando el hilo principal con incontables episodios. Por
todo ello el Persiles ha sido ' generalmente calificado de “novela bizantina”
—género del que vendría a ser como una última, ya casi extemporánea, mani
festación— ; o incluso “de caballerías”, como sugiere Menéndez P id al89, muer
tas ya entonces también por obra, sobre todo, de la genial parodia del propio
Cervantes. Pero el Persiles representa en la obra creadora de Cervantes muchí
simo más, como veremos, que la.caprichosa insistencia en géneros agotados.
El emplazamiento de la primera mitad del Persiles en los países septentrio
nales de. Europa, que Cervantes no conocía por sí mismo, ha planteado desde
antiguo el problema de los conocimientos geográficos del autor. Cervantes
debió de conocer, evidentemente, bastantes textos de esta especie, más o menos
científicos, difundidos en su tiempo (como el relato del viaje de los hermanos
Zeno, a fines del siglo xiv, a los países árticos; los libros del arzobispo de
Upsala, Olao Magno, notable geógrafo renacentista; el Jardín de flores curió
Todo lo cual no quita para que el lector moderno —para quien los ideales
neoplatónicos están-muy lejos de sus vivencias o de su pensar— halle mucho
menos placer en las fantasías del Persiles que en las páginas realistas, humo
rísticas o satíricas de los otros libros cervantinos. Sin embargo, el Persiles con
serva intactos sus valores específicamente literarios. Hemos aludido al especial
cuidado, y lenta y meditada elaboración, con que Cervantes escribió esta no
vela. Su prosa es, en efecto, la más perfecta, la más armoniosa y densa de
todos sus escritos. Siendo aquélla a lo largo de toda la obra, de una gran ele
gancia y dignidad, destaca sobre las demás cualidades la propiedad con que se
amolda a las diversas circunstancias de la acción, logrando, en consecuencia,
El concepto esencial que tiene del Quijote el hombre medio lo define lla
namente como una parodia de los libros de caballerías; y aunque es incues
tionable que esta interpretación elemental del libro queda inmediatamente des
mentida por el jnás superficial examen, no es menos cierto que un resumen de
urgencia, que trate de dar sucinta idea de la novela de Cervantes, difícilmente
puede sustraerse a semejante definición : prueba inequívoca de que aquella in
tención paródica se encuentra, por lo menos, en la raíz última del libro. Puede
afirmarse que los contemporáneos de Cervantes no vieron al pronto en el Qui
jote sino el río de gracia y de comicidad que brota de las aventuras del hidalgo
y de su escudero. La popularidad inmensa de que gozaron enseguida amo y
criado y sus no menos famosas cabalgaduras, hasta el punto de ser frecuente
mente utilizados en fiestas públicas como motivo divertido, sólo se explica
por la ocasión de risa que aquellos personajes y sus andanzas procuraban.
E l mismo Cervantes, en la segunda parte de su libro, proclama esta condi
ción por boca de Sansón Carrasco, en el pasaje en que éste informa a don
Quijote de que anda ya impresa la historia de sus aventuras: “ ...los niños la
manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran ;
y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes,
4 Nueva edición crítica de F. Rodríguez Marín, parte II, cap. III, tomo IV, Madrid,
1948, págs. 95-97.
5 Edición Schevill-Bonilla, tomo I, Madrid, 1914, pág. LVIII.
6 Ed. Rodríguez Marín, cit., tomo I, pág. 41.
7 Idem, id., tomo VIII, pág. 269..
8 Idem, id., tomo I, pág. 81.
Rodríguez Marín aduce testimonios de contemporáneos de Cervantes que
reconocieron en el Quijote este solo propósito y alabaron su eficacia en con
seguirlo ; valga por todos, como más ilustre, el de Tirso de Molina que en sus
Cigarrales llamó a Cervantes “executor acérrimo de la expulsión de andantes
aventuras” 9. Menéndez Pidal, que acepta llanamente -—al menos como impul
so genético— la declarada pretensión cervantina de ridiculizar las novelas ca
ballerescas, y que afirma de esta literatura que “no se moría de vieja aun en
1602, cuando don Juan de Silva, señor de Cañadahermosa, imprimió su Cró
nica de don Policisne de Beocia" 10, sitúa al Quijote dentro 4e una línea lite
raria que había fundido lo cómico y lo heroico. Explica Menéndez Pidal que
el Renacimiento acentuó la manera paródica de tratar la poesía heroica, ya
iniciada en plena Edad Media. Los espíritus, dice, que se nutrían de la idea
de la antigüedad romana, no sentían la sencilla grandeza de la epopeya me
dieval, y no podían tomar' en serio “la materia poética carolíngia y bretona” ;
así comienzan, con Pulci y Boiardo, las versiones burlescas que culminan en
el gran poema de Ariosto, genial ridiculización del invencible paladín Roldán n.
Cervantes, que conocía y admiraba a Boiardo y al Ariosto, continúa un si
glo más tarde la burlesca versión de la aventura caballeresca; pero así como
en tiempo de aquél último dominaba el concepto del arte por el arte, Cer
vantes, bajo el influjo aristotélico y el arte de la verdad ejemplar, “asume una
nueva posición, la de corregir la ‘inverosimilitud’ de la aventura caballeresca,
es decir, su falta de verdad universal o moral” ; y, a diferencia también de los
poetas italianos, Cervantes, al trazar su sátira de las novelas de caballerías, no
escribe un poema, sino obra prosística, una novela, lo que le conduce natural
mente hacia una literatura más popular y llana. Menéndez Pidal recuerda asi
mismo la existencia de figuras cómicas, caricaturas de lo caballeresco en cuen
tos populares, ya desde el siglo xrv, como aquel personaje del italiano Sac-
chetti, “de exacta apariencia quijotesca”, en quien aparecen ya prefigurados
muchos de los rasgos del hidalgo manchego12.
El Quijote, pues, como parodia de un mundo, y más concretamente de un
género literario, nacía en perfecta coherencia con una corriente muy difundida
en su época y que había dado creaciones tan altas como las del Ariosto. Por
otra parte, aun admitiendo la natural dependencia, respecto de otras obras,
que toda parodia entraña, nada supone esta circunstancia contra el valor del
Quijote en cuanto a creación. La misma transcendencia a que se yergue el
libro de Cervantes demuestra la sorprendente eficacia literaria del recurso no
9 Citado por Rodríguez Marín en ídem, id., tomo VIII, pág. 269.
10 “Un aspecto en la elaboración del Q uijote", reproducido en M is páginas preferidas.
T em as literarios, Madrid, 1957, pág. 228.
>1 ídem, íd„ pág. 229.
12 ídem, id., págs; 230-232. Cfr.: Marco A. Garrone, “El O rlando F urioso considera
do como fuente del Q uijote", L a España M odern a, enero 1911, mira. 265, págs. 111-144.
velesco que le sirve de base ; un loco que proyecta en la realidad las quimeras
de su imaginación y que se enfrenta en sus andanzas con todo género de gen
tes y situaciones, daba ocasión para la inagotable riqueza humana, ideológica,
de vida y de humorismo que el genio de Cervantes era capaz de crear.
E l hallazgo de Cervantes fue, en efecto, genial, y es difícil imaginar otra,
técnica novelesca más adecuada para desarrollar el vasto panorama que él
pretende. Al final del capítulo XLVII de la primera parte, cuando el canóni
go maldice los libros de caballerías que tal han puesto a don Quijote, afirma,
sin embargo, que dichos libros tenían al menos una cosa buena, “que eran el
sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento pudiera mostrarse en ellos,
porque daban largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiera
correr la pluma, describiendo naufragios, tormentas, reencuentros y batallas” 13;
y líneas más adelante insiste : “porque la escritura desatada de estos libros da
lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas
aquéllas partes que encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la
poesía y de la oratoria; que la épica también puede escribirse en prosa como
en verso” 14. Trazando una parodia de los libros de caballerías y apropiándose
sus procedimientos (idea sobre la que hemos de volver después), Cervantes
disponía de aquel “espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiese
correr la pluma”, y se concedía la ilimitada posibilidad de “mostrarse épico,
lírico, trágico, cómico” ; con lo cual no sólo abría la puerta a sus plurales y
contradictorias apetencias, distendidas entre la .quimera y la realidad, sino
que era dueño también de perspectivas infinitas para sus más raras inven
ciones 15.
16 Véase el comentario de Rodríguez M arín sobre este punto, ed. cit., tomo I, pá
gina. 279.
17 Conocemos bien, sin embargo, alguna por lo menos de las opiniones —aparte las
mencionadas— que se oponen· a la que hemos hecho nuestra; véase, por ejemplo, la
cálida y magnífica exposición que hace Luis Rosales de este problema en su C ervantes y
la libertad. P ara Rosales hay un “primer Quijote” que se reduce a los seis primeros ca
pítulos de la novela; un segundo, que se prolonga hasta el final de la primera parte;
y un tercero que llena toda la segunda. A partir del capítulo VII “se amplía considera
blemente —dice—· la personalidad del protagonista. Cervantes se corrige en su trazado.
Es necesario. Precisa habilitar a D on Quijote para que llene el ámbito de una novela
extensa” (vol. II, pág. 291). Debemos advertir que la hipótesis de una primera concep
ción del Q u ijote como novela corta y su posterior dilatación material no exige inevita
blemente las inseguridades, evolución, madurez e incluso rectificaciones del novelista y
del personaje, a que luego nos vamos a referir : son distintos problemas.
Con razones muy parecidas a las de Rosales, y antes que él, Ricardo Rojas había
también sostenido que el Q u ijote fue inicialmente ideado como una novela ejemplar: “Al
principio de la obra —dice— las anécdotas son mediocres y superficiales [pero no po
demos admitir, en modo alguno, tales calificativos]; el protagonista sale sin escudero a
su primera aventura y no muestra aún el portentoso ingenio que descubrirá más adelante,
superándose en coraje para las aventuras y en sabiduría para los discursos” (C ervantes,
Buenos Aires, 1935, pág. 249). “En el capítulo V II —añade— el protagonista empieza a
tener vida y el poeta a enamorarse de él... Ya nadie, ni Cervantes mismo, podrá
detenerlo en su destino hasta que venga la muerte que tardará en venir” (ídem, id., p á
gina 250). Y escribe luego que quizá “la figura de Sancho, surgida en aquel punto del
relató, lo indujo a continuar la historia” (ídem, id., pág. 251), Digamos de pasada que
Rojas se contradice abiertamente, pues la supuesta “superficialidad” del comienzo es ne
gada luego de plano, y por cierto a muy escasas páginas de distancia: “dijérase —escri
be— que en aquellas primeras páginas, destinadas a presentar a su héroe, el'a u to r ha
volcado todo el concentrado amor de su creación y ha encuadrado en su marco al pro
tagonista, con la maestría con que Velázquez mismo lo habría hecho en sus telas” (ídem,
íd„ págs. 272-273).
También Helmut Hatzfeld, en su bello estudio E l Q uijote com o o bra d e arte d e l len
guaje (traducción española, Madrid, 1949), sostiene llanamente que los seis primeros ca
pítulos fueron primero ideados como una novela independiente; “pero de ello —añade
con prudente eclecticismo— apenas se nota nada en la obra terminada. Lo que ocurre
es que la primera salida (de prueba) de don Quijote, sin Sancho, se presenta como el
pórtico de un templo” (pág. 157). Más abajo destaca precisamente la unidad de compo
sición de la novela, y explica cómo muchos de los motivos que parecen surgir en la
novela como por casualidad, están perfectamente enlazados con otras cosas o reaparecen
después llenos de significado.
Que Cervantes no advirtiera desde el comienzo toda la hondura de su crea
ción, nada tiene de extraño y es harto posible ; al fin y al cabo, la idea en sí,
como en toda obra, podía ser una banaüdad o cristalizar en el libro genial
que es: todo iba a depender de cómo creciera y madurara bajo las manos de
su autor. A medida que el genio de Cervantes fue extrayendo de su intuición
inicial las inmensas posibilidades que atesoraba, caló mejor el novelista la
insondable riqueza de sus personajes, y con su amor por ellos creció su valo
ración de las criaturas a que estaba dando vida.
Unamuno, en su conocido comentario del Quijote — Vida de Don Quijote
y Sancho, 1905—, llevó al extremo la incomprensión hacia Cervantes en la
misma medida en que acentuaba la significación del personaje como “reali
dad” independiente de su autor. Claro está que las páginas de Unamuno tam
poco pueden ser entendidas en su sentido más literal; su postura, no sin
cierto afán paradójico, vino a reaccionar contra las beaterías de muchos cer
vantistas y a destacar el alto valor que como símbolo vital y estímulo de idea
lidad, como espíritu y norma de vida, se encerraba en el quijotismo, y pres
cindió de los problemas literarios y de creación en tomo a la novela y a su
autor. Pero tomadas a la letra sus palabras, resultaría que Cervantes no en
tendió, ni sospechó siquiera, el alcance de su propia obra, de la cual apenas
si fue instrumento secundario: poco más que amanuense, diríamos, de un
Quijote que se había escrito solo18.
31 Dámaso Alonso, “El hidalgo Camilote y el hidalgo Don Quijote”, en Del Siglo
de Oro a este siglo de siglas (notas y artículos a través de 350 años de letras españolas),
Madrid, 1962, págs. 20-28.
32 Curiosidades cervantinas, Madrid, 1899.
33 “Los modelos vivos del D on Quijote de la Mancha”,.en Estudios cervantinos, Má-
drid, 1947, págs. 441-452; y “E l modelo más probable del D on Quijote”,·e n ídem, id.,
págs. 561-571
34 Del Siglo de Ora, Madrid, 1910, pág. 167.
35 Vida ejemplar y heroica..., cit.
36 Cfr.: “Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del Quijote”, en Es
tudios y discursos de critica histórica y literaria, edición nacional, vol. I, Santander,
1941, pág. 350.
Existía, pues, un ambiente propicio al tema de la locura, o de la exalta
ción, provocada por los libros caballerescos, y dentro de él cualquier motivo
ocasional, fuese suceso difundido oralmente o anécdota leída, podía encender
la chispa primera en la mente del escritor, sin perjuicio de recibir después nue
va fecundación de fuentes literarias.
Aclaremos que, en general, los críticos del siglo xix, o sus epígonos, bajo
el influjo de conceptos positivistas, se muestran partidarios del modelo real,
mientras que la crítica más reciente concentra su atención en los modelos li
terarios. Menéndez Pidal ha mostrado además su inequívoca disconformidad
con aquellos criterios: “No se nos alcanza —dice— qué va a ganar.el cono
cimiento íntimo del Quijote el día grande en que se descubra, en un documento
de Esquivias, que un Quijada, Quesada o Quijano fue verdaderamente un loco
de remate conocido de Cervantes. Difícilmente esos documentos podrían des
cubrimos algo quijotesco de ese pobre loco” 37.
39 Cfr.: C. A. Soons, “Cide Hamete Benengeli: his significance for Don Quijote”, en
T he M o d e m L anguage R eview , London, U V , 1959, núm. 3, págs. 351-357.
40 “Cultura literaria...”, cit., pág. 327.
41 Helmut Hatzfeld hace notar agudamente que lo pastoril no entra sólo en el Q u i
jo te a través de los concretos episodios pastoriles intercalados, o en los versos, sino en
un cierto tono que afe.cta por igual al ritmo de la aventura y al mismo lenguaje, creando
momentos como de amortiguamiento o ensordinamiento, que contribuyen al fluir alter
nante del libro: “Mientras Cervantes en el lenguaje del Q uijote — dice Hatzfeld— p a
rodia la afectación ridicula, los horribles preciosismos arrítmicos del estilo caballeresco,
hace , entrar al propio tiempo, finalmente rimadas en el mejor sentido, expresiones cultísi
mas, frases secundarias y aposiciones en la lengua del hidalgo, que se buscarían en vano
en el A m adís, a pesar de su corte caballeresco. Por el contrario, se encuentran a cada
paso en L a Galatea, o también en la D ian a de Montemayor” (El Q u ijote■co m o abra d e
arte d e l lenguaje, traducción española, Madrid, 1949, pág. 335). Y aún añade luego:
“Pero el estilo pastoril de la mesura retórica y lenta no queda circunscrita al hidalgo.
Ciertamente se mantiene en la figura picaresca de Sancho, aunque en él se ironiza.· Tam
bién abarca el tono narrativo, mas no solamente en los episodios pastoriles, sino tam
bién como procedimiento que podríamos perseguir en otros medios estilísticos” (pá
gina 336).
Montemayor, imitando a Bandello, puso en su Diana; la novela psicológica
en El curioso impertinente ; la de aventuras contemporáneas en la historia del
cautivo ; sin contar las frecuentes reminiscencias de Boccaccio y del Ariosto, y
la de los .libros de caballerías que “penetran por todos lados la fábula, y le
sirven de punto de partida y de comentario perpetuo” 42.
De tales historias, acumuladas casi todas en la segunda mitad de la pri
mera parte (a partir del capítulo XXIV), algunas se enlazan bastante íntima
mente con el argumento de la obra ; así sucede con la encantadora Dorotea :
cuando el cura y el barbero tratan de reducir a don Quijote, el encuentro con
aquélla sirve a maravilla para sus propósitos, ya que la joven fingirá ser la prin
cesa Micomicona, desposeída de su reino, que pide auxilio al caballero. Luego,
al llegar a la venta, Dorotea y Cardenio, otro enloquecido de amor, se encuen
tran con los demás actores de su drama, Fernando y Luscinda, y todo se en
reda, y todo se acaba felizmente.
Otras historias apenas se ligan a la acción de don Quijote, y su sola rela
ción consiste en encontrarse éste presente y en sus ocasionales comentarios;
tal acontece, entre los varios sucesos de la venta, con la “historia del cautivo”
y con la hija del oidor y de su enamorado, el -disfrazado mozo de muías ; y
otro tanto, con el relato de la pastora Marcela y la muerte de Grisóstomo. En
cambio El curioso impertinente no se relaciona en absoluto ni con don Qui
jote ni con ningún otro personaje de la novela.
Todos estos episodios han sido objeto de diversas valoraciones, pero, en
general, aun reconociendo su interés y belleza como piezas aisladas, se les
suele tener por improcedentes, dado que interrumpen la acción principal y
distraen la atención del lector de las empresas del protagonista. Quienes admi
ten la inseguridad de Cervantes en el tratamiento de su héroe durante esta pri
mera parte del libro, ven en dichas acciones secundarias un subterfugio del
escritor que parece haber perdido el pulso de sus héroes. Así, comenta Mada
riaga: “Esta súbita ebullición de cuentos y episodios del final de la primera
parte no parece proceder de mera abundancia creadora. Antes bien, sugiere
cierta vacilación del autor en cuanto a su argumento central. Cervantes parece
aquí perder un momento el hilo de su verdadera historia y dejar de ver con
los ojos de la inspiración el desarrollo de sus dos personajes esenciales. La
rápida sucesión de episodios que aparece en este lugar se me antoja ‘relleno’
de autor cansado, alto en el camino de la creación, distracción y entreteni
miento de una imaginación fatigada que quiebra en tareas menores un es
fuerzo insuficiente para la tarea máxima. Recuérdese que éste es también el
momento en que Cervantes halla sazón para dar sus conferencias críticas so
color de diálogos entre el cura y el canónigo de Toledo en páginas que, aun
que llenas de interés para el literato y el erudito, son estéticamente innecesa
rias y un peso muerto en la obra. Se trata de un doble paréntesis —creador y
43 G uía del lector d e l ‘Q u ijote’. E nsayo psicológico sobre el ‘Q u ijote’, Madrid, 1926,
págs. 76-77. Cfr. : M. A. Buchanan, “Extraneous matter in the First Part of Cervantes’
‘D on Quixote’ ”, en E stu dios eruditos in m em oriam de A . B onilla y San M artin , Madrid,
1927. J. D. M. Ford, “Plot, tale and episode in Don Quixote”, en M élanges offerts à
M . A lfr e d Jeanroy, Paris, 1928. R. L. Pendley, “Unconventional behaviour in the N o v e
las intercaladas in D on Quixote”, L ib . Chron. U niv. Texas, III, 1948. Julián Marías, “L a
pertinencia del Curioso im pertinente ”, en R evista, Barcelona, 100, 1954. Sister M. T ho
mas, “Extraneous episodes in D on Quixote”, en H ispania, XXXVI, 1953. Edward C. Riley,
“Episodio, novela ÿ aventura en D o n Q u ijote”, en A nales Cervantinos, V, 1955-1956, p á
ginas 209-230. Raymond Immerwahr, “Structural Symmetry in the Episodic Narratives
of D on Quijote, P art One”, C om parative L iterature (Eugene, Oregon), Spring, 1958, X,
págs. 121-135. William J. Entwistle, Cervantes, nueva éd., Oxford, 1965.
44 Ed. Rodriguez Marin, cit., tomo VI, págs. 267-268.
verso todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas no por lo
que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir” 4S.
Adviértanse bien estas palabras últimas ; Cervantes si por un lado se mues
tra satisfecho en la segunda parte de ceñirse a sus dos protagonistas, sentidos
ya en toda su plenitud, “teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para
tratar del universo todo”, como dice con justo orgullo, sufre a la vez por la
riqueza episódica que se le viene a los puntos de la pluma y que tiene que
cercenar inmisericorde ; de aquí que pida alabanzas no por lo que escribe, sino
por lo que deja de escribirA6. Madariaga ha comentado sagazmente esta íntima
angustia, entre escoger y renunciar, del escritor: “En la segunda parte —-dice—
Cervantes ha recobrado su pleno dominio sobre el argumento central, y el im
pulso creador no vuelve a vacilar ya en su movimiento, fácil y suelto, pero
seguro, hacia su bello y emocionante final. Siéntese ya la fuerza que le hace
seguir adelante, dejando a un lado episodios y relatos auxiliares. Pero el sacri
ficio no deja de ser duro a su vanidad literaria... Y ¿cómo no compartir este
sentimiento con el inventor de tantos y tan ingeniosos cuentos? Cada paso de
don Quijote le sirve de pretexto y ocasión para satisfacer su maravillosa fer
tilidad, creando historias, episodios, esbozos biográficos. Hasta en la carta de
Teresa Panza a su ilustre marido el gobernador halla Cervantes ocasión para
dos novelas cortas aldeanas... L a aventura de los galeotes da pie para una se
rie de biografías que revelan la maravillosa penetración psicológica de Cer
vantes. Esta aventura es significativa, por poner de relieve el rasgo típico de
Cervantes como inventor de cuentos. Llévale a este género su vanidad, su pru
rito de demostrar habilidad en el tejido de argumentos e intrigas (actitud cul
ta y literaria) ; pero lo que en realidad manifiesta es un don más hondo y esti-
•jnado: el de la inspiración creadora nacida de la curiosidad y de la penetra
ción psicológica y del sentido de lo humano. Cervantes es, en efecto, el pro
totipo de la tendencia dominante en todo arte literario español, literario o
plástico, a saber : su interés en los hombres, vistos, no como símbolos o como
tipos genéricos, sino como individuos tan definidos, complejos y concretos que
es imposible hacer de ellos ideas o series” 47.
48 Cfr.: José Terrero, “Las rutas de las tres salidas de Don Quijote de la Mancha”,
en Anales Cervantinos, VIII, 1959-1960, págs. 1-49.
49 “Los prólogos al Quijote”, cit., pág. 209.
obra. Dámaso Alonso ha señalado la transcendencia literaria que alcanza el
diálogo en la gran novela cervantina: “Son escasas —dice—, en el Quijote,
las acotaciones del propio Cervantes, las veces en que el autor trata de comen
tar las reacciones psicológicas de sus personajes. Unid las escasas, mínimas e
indispensables indicaciones de la circunstancia que (en contraposición a sus
novelas breves) se dan en el Quijote. Toda la obra resulta así dramatizada,
concierto y oposición de almas que se nos hacen transparentes en el diálogo” 50.
Américo Castro destaca el significado no meramente literario sino de filosó
fica intencionalidad que tiene el diálogo en el Quijote ; lo cervantino —hemos
de insistir luego— no consiste en pretender la solución de los problemas ha
ciéndolos pasar a través de silogismos, “sino reflejándolos en pareceres huma
nos mediante la complicación de un diálogo” 51, que no intenta llegar a la cer
teza; de aquí la necesidad sustancial de hacer nacer a Sancho. Cuando Cer
vantes escribe el prólogo de la primera parte, inventa a un amigo con quien
dialogar para poder desdoblar la acción, es decir, crear la perspectiva. Pues
bien: este diálogo es en la segunda parte del Quijote donde alcanza toda su
plenitud; los comentarios del autor sobre las reacciones de los personajes son
en las dos partes igualmente infrecuentes, según indica Dámaso Alonso, pero
es, en cambio, mucho más amplia la parte que la narración ocupa en la pri
mera. Por el contrario, como concreta Américo Castro, “la tercera salida no
está narrada, sino entretejida en las mallas del diálogo” 52.
LA TÉCNICA NOVELESCA
61 Véase la interpretación que de la conducta de los duques con don Quijote hace
Luis Rosales en su libro (cuarta parte, volumen II, págs. 9 y ss.) con originales y bellas
razones, que plantean el problema despojado de todos los viejos tópicos.
62 Lo que queremos decir es que Cervantes en el Quijote supera todas las formas
precedentes, o contemporáneas, ya convertidas en moldes convencionales, y las armoniza
en síntesis personalísima, no sin antes haberlas destruido en particular, para erigir so
bre ellas la prodigiosa novedad del Quijote. Pedro Salinas h a señalado bellamente el
carácter “parcelario” que ofrecen todos los tipos de novela —aun lós más fértiles— que
preceden al Quijote·, todos ellos resultan ya insuficientes, limitados, en comparación
con la vastedad de la experiencia humana. Cervantes, en cambio, “crea la gran novela
inclusiva, suficiente, con capacidad bastante para contener en tom o a la figura equívoca
y misteriosa del caballero Don Quijote, todo un mundo de pastores y burgueses, donce
llas desgraciadas y picaros, cautivos de los moros y bachilleres de pueblo. El Quijote es
obra de afluencias y se le mira en su lugar histórico con el mismo asombro que un des
cubridor que no hubiese visto más que modestas comentes fluviales, ríos de menor cuan
tía, debió de sentir al encararse por vez primera con el Amazonas, suma de ríos, ejem
plo de afluencias” (“Don Quijote y la novela”, en Ensayos de literatura hispánica, M a
drid, 1961, pág. 107). El prodigio, sin embargo, no rechaza sino que supone precisa
mente la presencia de muy abundantes acreedores; muchos de los cuales, que pueden
equivaler a un índice de las “fuentes” cervantinas, quedan señalados en las siguientes
palabras de Hatzfeld : “Dicho grosso modo, el arte de Cervantes es una síntesis. Su
realismo idiomático procede en gran parte de La Celestina; su antítesis, del Caballero
Cifar ; su pintura y descripción de los personajes, de la Diana de Jorge de Montema-
yor; la descripción de las costumbres, de la novíla picaresca; el tono de su caballero
andante, del Amadís y del Palmerín. La forma rítmica de la frase construida ciceronia
namente, que conduce la complicada prosa narrativa en zig-zag, procede en último término
de Boccaccio. En este peculiar enlace de la más pura naturalidad castellana con la ampu
losa magnificencia de la latina y la italiana, se revela Cervantes como genuino inventor
de un arte renacentista. En los trozos oratorios de su novela (Discurso de la Edad de
Oro, de las Armas y de las Letras, sobre la Poesía y el Teatro) hay puntos de contacto
con Fr. Antonio de Guevara, con Pérez de Oliva, con Fr. Luis de Granada. U na in-
suponerse —y lo es en muchos aspectos técnicos— afín con la novela de Cer
vantes, nos enfrentamos con personajes casi arquetípicos, forzados a ineludi
bles decisiones que se derivan de su actitud vital —invariable, definida— y del
propósito para el que literariamente han sido creados. En el Quijote, por el
contrario, rebosa desde el primer instante la humanidad entrañable de sus
dos inseparables héroes; son dos hombres vivos, erguidos con sorprendente
realidad ante nosotros precisamente por lo que tienen de problemáticos y con
tradictorios. Nada más diverso de cualquier convencionalismo literario que
estos dos hombres que se imponen a nuestra atención con la fuerza de algo
real, como pertenecientes a nuestra propia experiencia vivida. Tan alejado está
don Quijote de todo esquema libresco que son, justamente, la misma vacilación
de su carácter, las fluctuaciones de su personalidad, las que acentúan su ver
dad humana ; no hay procederes obligados ; cada nueva aventura hace vibrar
inéditos registros en el espíritu del caballero, y la riqueza de sus posibilidades
aumenta y se complica con el fluir de la novela.
Al comentar Madariaga el influjo que el Entremés de los romances ejerce
sobre la mente de Cervantes en los primeros capítulos de su libro, advierte con
gran agudeza que aquella vacilación atribuida por Menéndez Pidal al pulso
creador del novelista, podría tomarse también como propia del alma del héroe
que va adquiriendo conciencia de sí misma : “la vacilación de Cervantes —di
ce— se adapta de suyo al ritmo vacilante de los comienzos de su héroe, y, a
no haber sido ahondado por el penetrante erudito español este detalle dé la
creación cervantina, lo que de hoy más vemos como error ·—pues error esté
tico es en rigor esta curiosa desviación del personaje—, nos habría parecido
quizá un acierto en la evolución de Don Quijote” 63.
La adhesión de Madariaga al parecer de Menéndez Pidal diríase más bien
de cortesía, y no cabe duda de que su salvedad es de gran peso, ¿por qué no
pensar que aquella indecisión inicial del caballero fue uno más de los acier
tos narrativos del novelista, dueño de infinitos saberes técnicos en cuya cuenta
no suele caerse?
tención crítica del falso lenguaje pomposo se comprueba en la creciente ironía para con
el mal estilo caballeresco. En el color del tono narrativo parecen entremezclarse los in
flujos del Lazarillo, del Guzmán de Alfarache, de las Guerras de Granada de Pérez de
Hita, y del Orlando Furioso del Ariosto. E l diálogo está emparentado con La Celestina,
con las obras dramáticas de Lope de Rueda, tan conocidas de Cervantes, y con el arte
coloquial de Alfonso de Valdés.' De La Celestina procede la abundancia de refranes; la
alacridad de las sentencias nos retrotrae al Arcipreste de Talayera. La inurbanidad de los
dichos de pastores, posaderos y labriegos ha sido utilizada por Cervantes como medio de
caracterización, y de ello no ha tenido empacho, como no lo tuvieron Rabelais ni Teó
filo Folengo” (El Quijote como obra de arte del lenguaje, cit., págs. 10-11).
63 Guia del l e c t o r cit., págs. 117-118.
64 El propio Menéndez Pidal reconoce la eficacia tanto estética como humana de
este desarrollo y perfeccionamiento del'carácter de don Quijote y hasta el placer que
semejante proceso puede provocar en el lector: “tales perfeccionamientos —dice— ;son
uno de los mayores encantos de la creación ' cervantina, trayendo consigo la progresiva
Decíamos arriba cuán inmediata y vigorosa es la sensación de vida que ema
na de las páginas del Quijote ; y quizá ninguna otra condición permita señalar
mejor la calidad de la novela. No es posible desconocer la sugestión que sobré
el lector de hoy puede ejercer el volumen de exégesis que nos tiene habituados
a ocupamos de don Quijote y de su escudero como de seres dotados de realidad
histórica; pero es incuestionable que ningún otro personaje literario se nos
impone con idéntica verdad. Con don Quijote nos sucede al revés de otra cual
quiera creación artística: hemos de reaccionar y evadimos como de un sueño,
si pretendemos pensar en el hidalgo manchego como figura literaria y no como
realidad vivida : tan alta ha sido su capacidad para independizarse de la mente
que le ha dado la existencia y para ser pensado con independencia de su au
tor. Sólo así puede comprenderse, en todo su alcance, la posición de Unamuno
cuando niega que don Quijote sea un ente de ficción, “como si fuera hace
dero —dice— a humana fantasía parir tan estupenda figura”. Y de aquí tam
bién la opinión que supone a Cervantes inferior a su personaje, al modo del
historiador de un hombre real, que está muy por debajo de su héroe.
Pero dejando aparte el sentido, indudablemente profundo, que late en la
interpretación unamunesca, es vano repetir que no existe una sola palabra
en el Quijote que sea ajena a la mano del autor, es decir, ajena al genio de
Cervantes. La asombrosa naturalidad con que el ambiente, los personajes se
cundarios, la trama de la acción, el mismo paisaje circundante brotan de los
personajes centrales, ha llevado a pensar en un proceso de elaboración casi
inconsciente —y así lo han creído muchos—, realizado poco menos que en
trance de intuición poética. Que el genio se deje conducir muchas veces por
semejantes adivinaciones, sin que se proponga razonar su propia creación,
ni quizá sepa hacerlo, es sobrado frecuente y no debe extrañamos que ocurra a
veces en Cervantes. Con todo, del mismo modo que hay que desterrar el an
terior prejuicio del “ingenio lego”, una atención más cuidadosa a los recursos
técnicos del escritor debe sustituir a la pueril creencia del novelista que acier
ta casualmente.
Alvaro Fernández Suárez, en un brillante comentario titulado Los mitos
del Quijote65, ha señalado algunos de estos saberes técnicos o secretos de ela
claridad que ilumina la figura del ingenioso hidalgo. El tipo quijotesco va gradualmente
descubriendo a nuestros ojos matices y profundidades, conforme avanzamos en la lec
tura; el héroe, a la vez que va concretándose a nuestra vista, va completando las líneas
que le definen. Si desde el comienzo Cervantes lo hubiera concebido tal como llega a
ser en la Segunda Parte, nos hubiera presentado un tipo poco inteligible al principio, y
monótono en su desarrollo por repetición íntegra. Pero no es así,.. A medida que el
loco va viviendo sus aventuras, va siendo conformado por ellas y va ganando riqueza
de carácter, complejidad y grandeza humana”. (“Cervantes y el ideal caballeresco”, en
M is páginas preferidas, cit., págs. 285-286). ¿Por qué, pues, insistimos, si este aspecto de
la creación cervantina conduce a resultados tan positivos, tiene que pensarse ya ni si
quiera en inconsciencia y casual acierto sino en todo un error de concepción?
« Madrid, 1953.
boración que han conducido a tan sorprendentes resultados, y sobre todo a
producir esa sensación de vida, ese prodigioso independizarse de las dos figu
ras centrales, que dejan de ser entes de ficción.
Digamos de una vez para todas que muchos de estos secretos han sido
contados frecuentemente entre los tan traídos olvidos o descuidos de Cer
vantes 66.
Ya en el capítulo primero —dice Fernández Suárez— nos coloca Cervantes
ante un personaje diseñado con un procedimiento inhabitual : resulta que Cer
vantes desconoce algo que ningún novelista suele ignorar; no sabe exactamen
te cuál es el nombre de su héroe: quizá fuera Quijada o Quesada, “aunque
por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quejana” 67; luego,
el labrador que recoge a don Quijote al término de la primera salida lo llama
Señor Quijana, “que así se debía de llamar cuando él tenía juicio” 68 ; afirma
ción que desmiente el propio caballero cuando se proclama descendiente de
un Gutierre Quijada69, y más aún el mismo escritor que, al final de su libro,
lo llama Alonso Quijano el Bueno ™, siguiendo el nombre que el propio hidal
go se da. (Algo semejante sucede con otros personajes de la novela, aun con
el mismo Sancho, y con su mujer a quien se llama sucesivamente Juana Gu
tiérrez, Mari Gutiérrez, Teresa Cascajo, Teresa Panza y Teresa Sancho).
¿A qué se deben estas dudas? Leo Spitzer trata de explicar tan sorprenden
te variedad por medio de su teoría del perspectivismo lingüístico. Pero Fer
nández Suárez la interpreta en otro sentido: el autor finge producir la içn-
presión de que se encuentra ante una grave penuria de documentos fidedignos ;
los informes son contradictorios y. a veces-las dificultades del historiador p a
recen insuperables. Al contradecirse, al equivocarse en cosa tan elemental· como
son los nombres de sus personajes, el autor da el primer paso —y bien eficaz,
por cierto— para persuadimos de que no nos relata una ficción (un novelista
que inventa, no puede ignorar realmente el nombre de sus personajes), sino
historia verdadera.
La misma dependencia respecto de las fuentes existe a cada paso en muchos
episodios y detalles de la novela, y sobre todo a partir de la aparición del his
toriador Cide Hamete Benengeli. Como es bien sabido, la lucha de don Qui
jote con el vizcaíno queda interrumpida, hasta que da Cervantes con los pape
les dél autor árabe. “Estos recursos —dice Fernández Suárez— son hoy co-
66 “La mayoría de los errores cervantinos —dice Luis Rosales— suelea ser perpe
trados por los críticos” (C ervantes y la libertad, cit., II, pág. 105). Cfr.: Raymond S.
Willis, T he Phantom C hapters o f the Q uijote, New York, Hispanic Institute, 1953. Harald
Weinrich, D a s Ingenium D o n . Q uijotes. E in B eitrag zu r j literarischen Charakterk.unde,
Miinster: Aschendorff, 1956.
67 Ed. Rodriguez Marin, cit., tomo I, pág. .80.
68 Idem, íd„ I, pág. 176.
» Idem, id., Ill, pág. 380.
70 Idem, id., VIII, pág. 263.
munes, pero en aquel tiempo eran nuevos, y se necesitaba el genio de Cer
vantes para manejarlos con tanta maestría, desde el primer instante, para dar
les un vigor irónico y a la vez persuasivo que no ha sido nunca superado” n.
Paralela a la incertidumbre de los nombres corre también la inseguridad
cronológica. Conocidas son las muy abundantes contradicciones que existen
en el Quijote a este respecto, y que tanto han dado que discutir a los comen
taristas ; es imposible seguirlas aquí en detalle, pero mencionaremos algunas de
ellas. Al comienzo del libro dice Cervantes que el hidalgo manchego vivía “no
ha mucho tiempo” ; pero la acción, evidentemente, se supone, en mayor o me
nor medida, remota. Hagamos un poco de memoria. Antes de hacer referencia
a la historia encontrada de Cide Hamete, afirma el novelista que halló los
datos de las primeras aventuras quijotescas investigando en los anales de la
Mancha. Al término de la primera parte asegura que el autor de la historia
no había podido hallar datos seguros de la tercera salida del caballero, y sólo
la fama había conservado en las memorias manchegas noticia de que había
estado en Zaragoza; tras de lo cual nos informa de que el hildalgo había
muerto; y su muerte quedaba ya distante a juzgar por las palabras que si
guen: “Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcan
zara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo médico que tenía
en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se había hallado en los ci
mientos derribados de una antigua ermita que se renovaba ; en la cual caja se
habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos
castellanos, que contenían muchas de sus hazañas y daban noticia de la her
mosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de
Sancho Panza, y de la sepultura del mesmo don Quijote, con diferentes epita
fios y elogios de su vida y costumbres” 72.
Quedan, pues, unos hechos ciertos: el Quijote salía a luz en 1605 y para
entonces' hacía tiempo que estaba muerto el hidalgo. Sin embargo, al comien
zo de la segunda parte el bachiller Sansón Carrasco le lleva al caballero la
estupenda nueva de que su historia andaba ya en libro y que se llevaban im
presos lo menos doce mil ejemplares en ediciones de Portugal, Barcelona y
Valencia. De donde resulta que don Quijote, al que se supone muerto al ser
publicada la parte primera, no era anterior sino contemporáneo a la edición
de su historia. La dificultad es aún mayor de lo que a primera vista parece.
Cuando Cervantes cuenta estos hechos, habían transcurrido diez años desde
la publicación de la primera parte; sabemos que fue cierto el éxito del li
bro y no nos sorprende el número de ejemplares que se aduce. Pero Cervantes
pone esta afirmación en boca de Sansón Carrasco, en la entrevista que tuvo,
con el hidalgo un mes después de haber éste regresado de su segunda salida.
¿Cómo pudo, pues, haber sido escrita la novela y alcanzado en cuatro semanas
tan asombrosa difusión?
71 Los mitos del Quijote, cit., pág. 30.
72 Ed. Rodríguez Marín, cit., tomo III, págs, 423-424,
A medida que aumentan,todos estos embrollos se confirma la opinión sos
tenida por Fernández Suárez: el personaje está cada vez más liberado de la
letra, más independiente del libro; no está en el libro, sino fuera de él. El
hidalgo obra, y el escritor relata sus hechos como puede, en la medida en que
los alcanza, como a cualquier historiador le sucede siempre con la materia que
investiga.
A conseguir esta misma independencia del personaje conducen otros mu
chos recursos técnicos. A lo largo de toda la segunda parte don Quijote se
encuentra con personas que han leído su historia y saben de él; ya no nece
sita presentarse ; son muchos los que lo reconocen a primera vista “tan pronto
como aparece su alta figura en el paisaje, acompañado por la de su ilustre es
cudero”. Un hecho de la mayor, importancia en este proceso tiene lugar en el
capítulo LIX cuando don Quijote conoce de boca de dos caballeros la exis
tencia de la novela de Avellaneda, y el hidalgo desmiente los hechos que el
nuevo cronista le atribuye: “Como se sabe, los dos caballeros invitaron a
Don Quijote o compartir su cena, y en la conversación quedó todo aclarado.
Había habido una suplantación de personalidad. Nótese bien lo sucedido:
Cervantes no ataca aquí a la falsa historia de Avellaneda, sino al falsario que
se hizo pasar por el héroe verdadero, al Don Quijote espurio y remedador.
Resulta, pues, que el debate no se polariza entre historiador e historiador, sino
entre personaje y personaje. El autor, Cervantes, no hace sino registrar este
debate, esta contienda, como registra todos los demás hechos que figuran en
la crónica” 73. Don Quijote entonces, para desmentir al falsario, es decir, al
otro Quijote, decide cambiar de ruta y no ir a Zaragoza74; pero al final de la
73 L o s m ito s..., cit., pág. 42, Rosales, que comenta también esta peculiaridad de la-
técnica de Cervantes, escribe: “La crítica cervantina del Quijote apócrifo no se refiere
a su valor artístico, sino a su exactitud; no afecta a su belleza, sino a su verdad, y en
fin de cuentas no denuncia sus defectos, sino sus errores. Burla burlando, Cervantes vuel
ve a las andadas y hace que Don Quijote y Sancho, de consuno, apliquen a la valoración
de la novela las leyes propias de la historia”. Y luego: “En la escena que comentamos,
las dos parejas de personajes: don Juan y don Jerónimo por un lado, y don Quijote y
Sancho por otro, conviven en un m undo que está constituido por diferentes planos de
realidad... Igual que Don Quijote y Sancho desdoblan su personalidad en dos imágenes:
una perteneciente a su naturaleza Activa y otra perteneciente a su naturaleza autobio
gráfica (esto es, a su naturaleza de personajes que viven por sí mismos, sin tutela de
autor), Cervantes desdobla la integridad del ámbito de su novela en dos planos distintos:
el primero que corresponde al plano de la ficción, donde ocurren las cosas igual que en
las novelas, y el segundo que corresponde al plano de la historia, don de ocurren las
cosas lo m ism o que en la vida.- Así, pues, el mundo novelesco se enriquece con Una
nueva dimensión y adquiere vida propia librando a la imagen artística de toda sujeción
a la realidad” (C ervantes y la libertad, cit., II, págs. 251-252).
74 Cfr.: José Terrero, “Itinerario del Q uijote de Avellaneda y su influencia en el cer
vantino”, en A n ales Cervantinos, Π, 1952, págs, 161-191.
primera parte el propio Cervantes había dicho que su héroe había asistido,
efectivamente, a unas justas en aquella ciudad. No importa: había sido error
del cronista. Y don Quijote rectifica a su historiador —lo que nunca hubiera
podido hacer en un relato imaginado, porque en éstos no hay error ni men
tira: todo es según dijo el autor que fue— como personaje vivo que es y,
como tal, tan dueño de su voluntad como de su pasado.
Importa todavía mencionar un episodio más. A su regreso de Barcelona,
en una venta, don Quijote oye llamar a un caballero con el nombre de Alvaro
Tarfe; recuerda entonces que leyó este nombre al hojear en una imprenta de
Barcelona los pliegos de la historia de Avellaneda, y comprueba que se trata
del mismo personaje (curioso encuentro del verdadero don Quijote con un
personaje del Quijote falso); “de este modo, la historia escrita por ‘un vecino
de Tordesillas’ gana realidad, se convierte realmente en historia, en crónica, a
la par que el mismo Don Quijote confirma su autonomía respecto a su texto.
Don Alvaro Tarfe queda así corroborado por Cervantes como personaje real,
y con esto se viene a decir que Avellaneda no mintió del todo. Si era real don
Alvaro Tarfe, ¿lo sería también el otro Don Quijote, el falsario? Debió de
serlo, porque don Alvaro Tarfe declara haberle conocido y tratado, así como
a un tal Sancho, si bien nada parecido al verdadero, presente a la plática” 7S.
Y viene entonces el dramático momento en que don Quijote pide a don Al
varo que haga declaración pública ante el alcalde del lugar de que no había
visto hasta entonces, en todos los días de su vida, al verdadero don Quijote
de la Mancha y a Sancho Panza su escudero; con lo cual quedaba fuera de
dudas que el otro don Quijote y el otro Sancho no eran sino unos embauca
dores.
El arte sutil con que Cervantes conduce la atención del lector por los mil
meandros de su historia, logrando a cada golpe de timón alzar más y más la
humana consistencia de sus personajes, no puede atribuirse a misteriosa ins
piración, sino a muy vigilante actitud, plenamente consciente de los problemas
novelescos y de la eficacia de los recursos narrativos; son demasiados acier
tos, y demasiado profundos, para pensar seriamente en atribuirlos a intuiciones
milagrosamente afortunadas. Nosotros diríamos que Cervantes no maneja ni
una sola pieza de su libro sin apuntar exactamente a una diana y calcular la
curva de cada, disparo. Lo que sucede es que muchas veces su verdadera inten
ción se enmascara tras de guiños irónicos, con frecuencia difíciles de descifrar,
y que precisamente por su misma riqueza potencial han provocado tan descon
certante multitud de interpretaciones.
Valga un ejemplo entre cientos. AI abrirse el libro, el autor nos oculta la
patria de su héroe: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero
acordarme...”. ¿Por qué no quiere acordarse el escritor? Las interpretaciones
han sido tan copiosas como variadas. Mas, ¿por qué no admitir que se trata
TRANSCENDENCIA Y HUMANIDAD
DE DON QUIJOTE Y DE SANCHO
cen de un intramundo. Cualquiera otra alta doncella, y cualquier otro mejor caballero
podrían en rigor hacer lo mismo que ellos, porque se trata de tipos y no de individuos
irreductibles... Lo que importa en el Amadís es la acción, no el ser y el estar de los
personajes” (“Los prólogos al Quijote", cit., pág. 226).
83 Unamuno fue, probablemente, el primero que reaccionó contra la simplista valora
ción del Quijote en dos planos absolutos —idealismo y realismo— respectivamente encar
nados por el hidalgo y su escudero. Unamuno advirtió sagazmente la profunda pene
tración que la idealidad quijotesca alcanza en el ánimo de Sancho. Madariaga, sobre
estos mismos pasos, ha profundizado en el tema o, cuando menos, h a señalado una nue
va faceta muy característica, que es la forma ondulante, de avances y retrocesos, de
afirmación y de negación, en que se produce la conquista quijotesca del materialismo san-
chopancista. Este fundamental carácter —que luego expondremos en el texto— h a sido tra
tado también, más recientemente, por Dámaso Alonso en su breve comentario “Sancho-
Quijote; Sancho-Sancho”, citado.
84 Guía del lector..., cit., pág. 118.
85 Idem, id., págs. 118-119.
86 Idem, id., pág. 119.
Sutilmente va tejiendo Cervantes este delicado fluir de incertidumbres, aun
que la resultante general es un ascenso de la confianza del hidalgo; el final
de la primera parte y el comienzo de la segunda representan el período cul
minante de esta fe íntima, aunque nunca limpia de dudas. Y a muy adentro de
la segunda parte, tan sólo bajo la evidencia de aquel solemne ceremonial con
que le reciben los duques, se siente plenamente seguro de sí mismo, según nos
revela Cervantes: “Y aquél fue el primer día que de todo en todo conoció y
creyó ser caballero andante verdadero, y no fantástico” 87.
Pero ya en e l 1momento de emprender su tercera salida, va don Quijote
dando muestras de su nueva tendencia “a pactar con las exigencias materiales” ;
viaja provisto de dinero y de provisiones y paga sus gastos en las ventas sin
hacer valer sus derechos de caballero andante. Su misma salida parece deci
dirse algo tibiamente, bajo la presión de ineludibles obligaciones : ha salido a
luz la historia escrita de sus primeras andanzas, convirtiéndole en un hombre
famoso ; Sansón Carrasco, con el propósito que conocemos, le incita a la aven
tura, y hasta el propio Sancho, embriagado por la idea de la fama, le estimula
también. Desde el momento en que Sancho encanta a Dulcinea, la dependen
cia de don Quijote respecto a su escudero aumenta sutil pero inflexiblemente.
Comienza ya a aceptar, y a dar, explicaciones; reconoce la realidad de mu
chas cosas '—como en el carro de las Cortes de la Muerte— después de ha
ber imaginado de primera intención que era “una grande aventura”. Cuando
en las bodas de Camacho oye decir que Quiteria es la más hermosa mujer dbl
mundo, no reacciona con la exaltación que hubiera mostrado en otras circuns
tancias, sino que comenta mansamente para sí: “Bien parece que éstos no han
visto" a mi Dulcinea del Toboso, que si la hubieran visto, ellos se fueran a la
mano en las alabanzas de su Quiteria” 88.
La aventura de la cueva de Montesinos señala un punto crítico en la evo
lución espiritual de don Quijote: la mezcla de ilusión y de realidad no es ya
tan completa como en otras ocasiones; diríase que la fe se ha debilitado;
don Quijote parece estar inventando parte al menos de lo que refiere; por
primera vez le oímos tomar a broma cosas que afectan a la caballería y decir
palabras irreverentes sobre el corazón de Durandarte y su envío a la señora
Belerma: “Henos aquí ya —dice Madariaga— en pleno realismo, en realismo
regocijado, revelador de los estragos que en el alma de don Quijote ha hecho
la resignación... Por este camino ha de llegar Don Quijote todavía más lejos
de su idealismo y de su pulcritud de antaño. Su descripción de Belerma da un
paso más hacia el realismo despiadado de la época (y de todas las épocas es
pañolas), y aun llega en ciertos detalles a bordear lo cínico” 89. La superioridad
Desde que el siglo xvm inició los estudios sobre el Quijote, la crítica cer
vantina se ha centrado con preferencia en torno a dos posiciones : de un lado,
la que ha escogido como finalidad la exégesis del texto, pretendiendo aclarar
sus pasajes oscuros, descifrar alusiones, descubrir fuentes; al par de esta ta
rea ha corrido la investigación sobre la vida del escritor y sus posibles reper
cusiones en la obra. Ambos trabajos se completan y se interfieren en buena
medida. Del otro lado están quienes dejando el cuidado de la letra y del do
cumento en manos de eruditos, como quehacer, en cierto sentido, subsidiario,
se han aplicado a la interpretación de índole digamos filosófica, pretendiendo
desentrañar el contenido ideológico de la gran novela, su intención final, el
significado de sus protagonistas, el valor de sus símbolos y sus mil posibles im
plicaciones con los más variados temas de la cultura. A este segundo grupo
n° “El equívoco del Q uijote’’, cit., pág. 216. Del Rió expone y glosa en todo este pro
blema de la verdad “cervantina”, “vital” o “existencial”, las ideas de Américo Castro,
pero integrándolas en el amplio concepto del perspectivismo que afecta a todos los
planos de lá novela. Dice así Américo Castro: “-Hace años intenté interpretar el Qui
jo te con criterios excesivamente occidentales, y creí que a Cervantes le interesaba en oca
siones determinar cuál fuera la realidad yacente bajo la flüCtuación de las apariencias.
Mas no es el problema de la verdad o del error lógicos lo que al autor preocupa, sino
hacer sentir cómo la realidad es siempre un aspecto de la experiencia de quien la está
viviendo. El vocablo “experiencia” no se refiere entonces a nada racional o científico.
Cervantes conocía sin duda (y. lo hice ver en E l pensam iento d e C ervantes ) la cuestión
debatida en las poéticas renacentistas acerca de la diferencia entre la verdad poética (uni
versal) y la verdad histórica (particular). Mas lo nuevo en el Quijote consistió en hacer
valer como verdadero lo auténticamente enlazado con una experiencia vital, y no lo
determinado por un proceso cognoscitivo. Verdadero sería lo implícito en el efectivo vi
vir de alguien (personaje o persona), o lo conexo con la intención creadora y bien articu
lada del poeta-novelista” (“La palabra escrita y el ‘Quijote’ ”, en H acia Cervantes, cit.,
pág. 291). Como se ve, la definición de la verdad que da Castro según la mente quijo-
tista, o cervantista, no difiere del “voluntarismo” unamunesco, formulado precisamente en
su comentario al Q u ijote y a propósito de él: “Toda creencia que lleve a obras de vida
—dice Unamuno— es creencia de verdad, y lo es dé mentira la que lleve a obras de
muerte. La vida es el criterio de la verdad y no la concordia lógica, que lo es sólo de la
razón. Si mi fe me lleva a crear o aumentar vida, ¿para qué queréis más prueba de mi
fe? Cuando las matemáticas matan, son mentira las matemáticas. Si caminando mori
bundo de sed ves una visión de eso que llamamos agua y te abalanzas a ella y bebes y
aplacándote la sed te resucita, aquella visión lo era verdadera y el agua de verdad”
(V ida de D o n Q u ijote y Sancho, 4.a ed., Madrid, 1928, pág. 118). De verdad eran, pues,
las visiones de don Quijote, pues creía en ellas y las afirmaba con toda la fuerza de su
voluntad, que, como dice Unamuno, es la que hacía y sostenía su mundo sin que le im
portara un bledo la verdad lógica. “El Qμijote —dice Américo Castro definiendo este
aspecto— está respaldado por la fe en los valores que el hombre crea, sostiene y difun
de con su misma .vida. Es un gran repertorio de temas axiológicos, siempre vividos en
máxima tensión; de ahí su fascinante belleza” (“La palabra escrita y el Q uijote”, cit.,
pág. 297).
Puesto en trance de muerte, don Quijote reniega de todas sus locuras y
desea acabar leyendo libros piadosos que den luz a su alma. El equívoco de
la novela parece haberse aclarado con esta especie de arrepentimiento final ;
y así se ha dicho muchas veces. Pero la solución no es tan sencilla. Del Río
descubre sagazmente cómo en esta coyuntura irrumpe “la otra mitad de don
Quijote, como representante del hombre cabal: su escudero, su hijo espiritual,
el cuerdo Sancho” m, que le dice a su amo : “No se muera vuesa merced,
señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años ; porque la mayor locura
que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin
que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía” m. Y
le insta a que se vistan de pastores, como tenían concertado, y se vayan al
campo, donde quizá “detrás de alguna mata hallaremos a la señora doña Dul
cinea desencantada, que no haya más que ver”. Don Quijote muere, “pero
con todo, comía la Sobrina, brindaba el Ama y se regocijaba Sancho Panza”.
Y añade nuestro comentarista: “Cae el telón, pero la vida, la representación,
el equívoco no se acaba y cada cual seguirá viviendo entre verdades y menti
ras según su naturaleza... Fidelidad al ser hasta la muerte, a través del sueño
equívoco que es la vida sin llegar nunca a la certeza, fuera de lo que constitu
ye nuestra persona. Hay que vivir dentro de la propia circunstancia y tan loco
es aquél que cree poseer el secreto del mundo como el que cree poder trans
formarlo a medida de sus delirios. Porque acaso la certeza es algo que no es
ni posible ni conveniente alcanzar para el hombre. No hay que buscarle tres
pies al gato o como dice don Quijote a la duquesa cuando ésta pone en duda
la existencia de Dulcinea: Έ η eso hay mucho que decir. Dios sabe si hay
Dulcinea o no en el mundo o si es fantástica o no es fantástica; y éstas,no
son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo’ ” 113.
La incertidumbre sigue hasta el fin, y el novelarla ha sido la gran empresa
de Cervantes : “lo que hace Cervantes, y por eso es el primer novelista moder
no, es llevar directamente a la obra, con el mínimo de abstracción, el equívoco
mismo que es la vida. En otras palabras, descubre la fórmula de poetizar la
radical incertidumbre de la existencia humana. Por eso quizá no sea exacto
hablar del equívoco del Quijote. En realidad jamás se ha escrito una obra de
arte más clara y natural. El equívoco no está en la novela, sino en la vida que
la novela refleja con toda fidelidad” U4.
Lo paradójico, y quizá lo más grande de la novela de Cervantes, es que ni
equívocos ni incertidumbres conducen a la pesimista inhibición, sino a pro
clamar la necesidad de vivir, de actuar, de aceptar la ficción como si fuera
111 “El equívoco..,”, cit., pág. 219. Cfr,: Juan Fernández Figueroa, “La culpa de Don
Quijote”, en Tres ensayos quijotescos, Madrid, 1957. Alberto Navarro González, “La
locura quijotesca”, en Anales Cervantinos, I, 1951..
112 Ed. Rodríguez Marín, cit., tomo VIII, pág. 257.
113 “El equívoco...”, cit., págs. 219-220.
114 ídem, id., pág. 215.
realidad auténtica, teniendo que someterse además a ciertas reglas que se pro
claman intangibles. Por añadidura, resulta que el escritor se burla:, se burla
del caballero que sueña con el ideal y del escudero que ambiciona ínsulas y
dinero y de los mismos burladores que se burlan de los demás : “que tiene para
sí ser tan locos los burladores como los burlados, y que no estaban los Duques
dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahinco ponían en burlarse de dos ton
tos” 115. Pero su risa —he aquí el gran secreto— “es el gran paliativo de la
angustia” ; no es la suya la risa sarcástica y caricaturesca de Quevedo, sino
la humana y comprensiva. Y gracias a ella “realiza el milagro de salvar todos
los valores de que se está riendo, entre ellos el más alto de todos, la dignidad
del hombre, y de convertir en paradigma de esa dignidad al pobre loco man-
chego, el héroe grotesco” 116.
El Quijote se convierte así en un insondable receptáculo de ideas, de
representaciones, de formas de vida y de arte de la más asombrosa variedad.
Esta riqueza y “el carácter contradictorio de la realidad que la obra refleja”,
explican sus múltiples virtualidades y, con ellas, los infinitos caminos inter
pretativos; no es, pues, de extrañar que cada época —cada lector incluso—■
haya visto el Quijote a su manera y, reflejadas en él, lo mismo las inquietudes
del espíritu que las formas de arte del momento ; en ningún libro, como en el
Quijote, cabe el hallazgo y la sorpresa a cada lectura m.
Hay un aspecto, entre los interrogantes propuesto por Del Río, tenazmen
te discutido y, como todo lo que a Cervantes toca, susceptible· de las inter
pretaciones más contradictorias, pero de interés tan particular que se hace
insoslayable: se trata de la lección de pesimismo o de optimismo que del
Quijote pueda extraerse. El tema, claro es, está ligado estrechamente nada
menos que con la última intención cervantina (lo que ya nos invita a desistir
de toda final solución): ¿pretendió Cervantes enaltecer o burlarse del ideal
caballeresco? —digamos, para mejor entendemos, del ideal genérico, sin ad
jetivos— ; porque, si no pretendió burlarse, ¿qué sentido encierran las ince
santes humillaciones que el novelista hace sufrir a don Quijote?
Aunque las respuestas han sido, inevitablemente, muy varias, predomina
la interpretación que da la preferencia al pesimismo. En el siglo pasado valió
por todos el parecer de don Juan Valera : “En ningún pueblo echó tan hondas
raíces como en el nuestro el espíritu caballeresco de la Edad Media; en nin
gún pecho más que en el de Cervantes se infundió ese espíritu con más pode
rosa llama ; nadie tampoco se burló de él más despiadadamente”. En nuestro
vantes coloca a sus personajes en esa atmósfera especial que Américo Castro ha llamado
‘la realidad oscilante’. En ella Don Quijote puede ser loco o sabio; la bacía, yelmo, o el
yelmo, bacía; se invita al lector constantemente a escoger, conforme a su conciencia. La
esencia de la libertad consiste en dejar al hombre que elija, y más aún, en que si no
se siente en verdad convencido, se abstenga de elegir. Cervantes siempre propone, nunca
impone. Y por eso; lectores, críticos, doctos e ignaros llevan siglos opinando que el
Quijote es esto o lo contrario, Es que leyéndolo se ejerce el gran privilegio del espí
ritu humano frente al espectáculo o el drama del mundo, discernir sus realidades dis
tintas, compararlas, y, por último, colocar sobre las de nuestra preferencia la seña de
nuestra libertad, la elección” (Don Quijote y la novela, cit., pág. 110). Cfr,: Leopoldo
Eulogio Palacios, “La significación doctrinal del Quijote", en Acta Cervantina, Madrid,
C. S. I. C., 1948, págs. 307-318.
118 “El equívoco,.,”, cit, pág. 220.
siglo, M aeztuu9, que recoge y se apoya en las palabras precedentes, ha sido
el teorizador más sobresaliente del pesimismo cervantino, tanto en lo que con
cierne al ánimo del escritor como en sus vastas implicaciones histórico-socia-
les; y sus juicios se repiten con notable frecuencia ; Cervantes, el soldado de
Lepanto, admirador de don Juan de Austria y orgulloso de haber participado
en la más alta ocasión que vieron los siglos, hombre del espíritu de la épüca
del Emperador, escribe el Quijote en ese momento de amargura en que Es
paña se siente ya arrastrada por su propio fracaso ; y si su libro no es un gri
to desesperado es porque le redime y salva el prodigio del humor cervantino
que comprende y endulza toda pesadumbre, y hermana el mundo heroico y
el bajo en el abrazo de sus dos inmortales figuras. Así, decía Maeztu: “No
comprendo que se pueda leer el Quijote sin saturarse de la melancolía que un
hombre y un pueblo sienten al desengañarse d e. su ideal ; y si se añade que
Cervantes la padecía al tiempo de escribirlo, y que también España, lo mismo
que su poeta necesitaba reírse de sí misma para no echarse a llorar, ¿qué
ceguera, ha sido ésta, por la que nos hemos negado a ver en la obra cervantina
la voz de una raza fatigada, que se recoge a descansar después de haber rea
lizado su obra en el mundo?” 120; “El Quijote es una parodia del espíritu
caballeresco y aventurero” 121; “Shakespeare y Cervantes escribieron el Ham
let y el Quijote contra Hamlet y contra Don Quijote” 122; “ ¿Nos imaginamos
a los soldados de los ejércitos españoles ‘muertos de hambre y desnudez’, leyen
do el Quijote en tierras de Flandes o de Italia? Cada uno de ellos podía sen
tirse Don Quijote, por lo idealista y por lo maltratado.... Aquellos soldados
hambrientos y desnudos tenían que percibir, a todo lo largo del cuerpo, los tem
blores de aquellas tierras, próximas a perderse para España. ¿Y qué impresión
les produciría la lectura de un libro cuyas páginas todas eran condenación de
la vida aventurera y heroica de los caballeros andantes?” 123; “Cervantes se
va haciendo poco a poco a las dificultades de su patria, y cuando las aguas de
la desilusión se le entran por la boca, se consuela, en vez de ahogarse, burlán
dose de Sus antiguas ilusiones” 124; “Los exégetas del Quijote se han pregun
tado muchas veces lo que se propuso el autor al escribirlo. No hace falta que
brarse los sesos para averiguarlo... Cervantes lo escribió para consolarse de
sus amarguras” 12S. Son suficientes testimonios.
Menéndez Pidal, en su estudio sobre Cervantes y el ideal caballeresco, ha
defendido, en cambio, la posición contraria. Pasa revista primeramente a los
escritores no españoles, que en el pasado siglo sostuvieron ideas parejas a las
119 Don Quijote, Don Juan y Ja Celestina, 2.a ed., Buenos Aires, 1939.
120 Idem, id., pág. 22.
121 Idem, id., pág. 24.
122 Idem, id., pág. 34.
123 ídem, id., pág. 46.
124 ídem, id., pág. 50.
125 ídem, íd„ pág. 55.
de Valera y Maeztu: lord Byron,. Eugenio Rosseuw-Saint-Hilaire, León Gau
tier. Pero presenta junto a ellos una lista mucho más larga de filósofos y lite
ratos de toda Europa, que encontraron en el Quijote la encamación del noble
ideal, no escarnecido sino respetado por el novelista. Digamos, sin embargo,
que las ideas de estos escritores, casi todos del período romántico —Hegel,
Gibson Lockhart, Wordsworth, Schelling, Louis Viardot, Paul de Saint-Victor,
Fume, Victor Hugo, Angelo de Gubernatis— no han ejercido, por lo que al
tema se refiere, excesivo influjo sobre el pensar de los españoles. Menéndez
Pidal, para apoyar aún su opinión contra quienes sostienen que el Quijote debe
ser estimado como un libro negativo y destructor de los ideales heroicos, adu
ce el testimonio del gran romanista Heinrich Morf, para quien “la literatura
universal ofrece pocos escritores que posean una tal fuerza formativa de hom
bres, y no ofrece ninguno que iguale a Cervantes en la cordial simpatía hacia
todos aquellos que batallan con las miserias de la vida, es decir, simpatía ha
cia los hombres todos” m .
Sobre las huellas de ambos maestros y de los escritores arriba mencionados,
Luis Rosales ha profundizado en el tema con tanta sagacidad como entusias
mo. Nos hace ver Rosales que don Quijote padeció humillaciones porque te
nía que padecerlas para ser don Quijote : “la humillación es el supuesto previo
de su heroísmo” m. Si don Quijote hubiera encontrado comprensión en lugar
de encontrar resistencia, 110 sería don Quijote ; “con episodios como el de Mar
cela, el de las bodas de Camacho o el encuentro con el caballero del Verde Ga
bán, se puede hacer una novela pastoril y evasiva, pero no un libro como el
Quijote, donde se enfrentan y aúnan idealidad y realidad” 128. No solamente la
burla es la aureola de la espiritualidad del noble hidalgo, sino que su heroísmo
consiste en arrostrarla. Don Quijote no es un héroe a la manera de Amadís,
vencedor en todas las lides; “es sólo un héroe psicológico, un héroe inten
cional; su intención le redime de sus hechos” 129. Lo que define a don Qui
jote no son sus aventuras, sino el espíritu con que. las afronta; “el heroísmo
del caballero —por ser quien es Don Quijote— se templa en la derrota, pues
indudablemente el valor victorioso no puede ser llamado quijotismo” I3°.
Por esto mismo, la serie interminable de fracasos, y humillaciones con que el
autor parece abrumar a su personaje, no solamente no le toman ridículo, sino
que aumentan —en un crescendo que va empapándose, saturándose, de admi
ración y de amor—, su talla heroica y humana, haciéndosenos a cada nuevo
sufrimiento más entrañablemente querido. Semejante sentimiento no puede
nunca conducimos al desprecio o a la irrisión del caballero, ni destruye, por
133 El humanismo de las armas en D on Quijote, Madrid, 1948, pág. 16. Cfr.: Ludo-
vik Osterc, El pensamiento nodal y político del “Quijote", México, 1963.
134 Idem, id., pág. 91.
Adviértase que existe una diferencia esencial respecto a la valoración de
los trabajos y humillaciones que sufre don Quijote, según las interpretaciones
de Maravall y de Rosales. Para éste último, las desventuras quijotescas —ya
lo hemos visto— pretenden provocar en el lector una reacción de culpabilidad
y, a través de ella, de piedad y admiración hacia el personaje ; para Maravall,
por el contrario, “Don Quijote soporta las adversidades, no para conmover y
excitar a los otros, sino como ascesis para su propio y personal mejoramien
to” 135. Pero ambos resultados se complementan sin contradecirse en un solo
punto; y ambos por igual confirman la intención positiva, creadora y heroica
de la inmortal novela cervantina. Don Quijote sabía que las desdichas forma
ban parte de su profesión y que nada representaban para la verdad que él de
fendía. Y así pudo decirle un día a su escudero sintiéndole llevado por la moral
del éxito: “Bien se parece, Sancho, que eres villano y de aquellos que dicen:
¡Viva quien vence!”.
EL “ QUIJOTE” y LA POSTERIDAD
136 En abril de 1959 la colección cervantina de Juan Sedó Peris-Mencheta poseía ejem
plares del Q uijote de 2.047 ediciones, pero el número de las existentes es mucho mayor.
Según el índice de dicha colección, España ocupa el primer lugar con 843 ediciones; sigue
Francia con 397, Inglaterra con 319, Alemania con 130, Italia con 84, etc. (Cfr. : Justo
García Soriano y Justo García Morales, edición del Quijote, cit., pág. 17). Manuel Hen-
rich, Iconografía de las ediciones d e l Q uijote, 3 vols., Barcelona, 1905.
137 Cfr.: E. Allison Peers, “Cervantes en Inglaterra” (estudio de las principales traduc
ciones inglesas del Q uijote), en H om enaje a Cervantes, II, Valencia, 1950, págs. 267-286.
Del mismo, “Aportación de los hispanistas extranjeros al estudio de Cervantes”, en R e
v ista d e F ilología Española, XXXII, 1948, págs. 151-188.
138 Cfr.: Esther J. Crooks, T he influence o f C ervantes in France in the Seventeenth
Century, Paris, 1931. Maurice Bardon, D o n Q u ichotte en France au X V I I e et au X V IIIe
siècles, .1605-1815, Paris, 1931. André Suares, D o n Q uijote en Francia (trad, española),
Madrid, 1916.
Cervantes recibió su mayor difusión de manos de Fielding, no sólo por sus
juicios sobre ella, sino por el visible influjo que ejercía sobre sus propios li
bros; su sátira de la novela sentimental de Richardson tiene no poco de la
sátira cervantina; y sus más famosas novelas —Joseph Andrews y Torn Jo
nes— extraen de Cervantes, en opinión de todos los críticos, su caudal de iro
nía y de hum or139. No poco influyó también en la popularidad del Quijote,
tanto en Inglaterra como en el continente, la obra de Smollet, traductor del
Gil Blas y del mismo Quijote, cuyo tema central imitó en su Lancelot Greaves.
Antes de Fielding y de Smollet había ya preparado la popularidad cervantina
en Inglaterra Laurence Steme, cuya novela más notable, Tristan Shandy, es
taba enteramente impregnada del novelista español. Más atrás todavía, en el
siglo XVII, el influjo de Don Quijote había comenzado a dejarse sentir en In
glaterra en el Hudibras, sátira religiosa de Samuel Butler ; Hudibras con su es
cudero Ralpho encaman una parodia heroico-cómica de los excesos puritanos,
que no pasa de ser una mala imitación de Cervantes 14°.
En alemán, a mediados del siglo xvni, el suizo Bodmer encarece el poder
de caracterización de Cervantes en el Quijote, y poco después comienza en
Alemania el gran movimiento de admiración y de estudio de la novela; el
romanticismo alemán inaugura la interpretación filosófica y simbólica del Qui
jote, fijando los conceptos que hasta ayer mismo han sido la base de toda in
vestigación y comentario: “Federico Schlegel —resume Schürr— fue el des
cubridor de un Quijote romántico y de un Cervantes artista consciente y crea
dor original, equiparable a Shakespeare y Goethe en la doctrina romántica.
De A. W. V. Schlegel procede la interpretación simbólica de la pareja antité
tica, Don Quijote y Sancho, como encamación de la poesía y prosa de la vida.
De Schelling, la de una antinomia entre ideal y realidad, o también espíritu
y materia, alma y cuerpo, sueño y vida ; interpretación que determinará la crí
tica posterior. De tal manera, el Quijote alcanzó la significación de un poema
que simboliza el destino del hombre en este mundo. Como realización simbó
lica de la eterna lucha del espíritu humano que aspira a lo infinito y se encuen
tra atada a lo finito, la gran novela de Cervantes fue considerada por Jean
Paul y los otros románticos como modelo de la obra romántica, su protago
nista como ejemplo del hombre romántico en este mundo y su autor como
corifeo del Romanticismo y representante de la ironía romántica. ‘No hay es
critor alemán (dice Farinelli en sus ensayos, 1925) desde Gerstenberg, Lessing,
Wieland y Herder, desde Goethe y Jean Paul Richter, Gottfried Keller y Paul
139 Cfr. : el trabajo de Alexander A. Parker, “Fielding and the Structure of D on Quijote”,
cit. en la nota 20.
140 Cfr.: José de Armas y Cárdenas, Cervantes en la literatura inglesa, Madrid, 1916.
E. M. Wilson, “Cervantes and English Literature of the Seventeenth Century”, en Bulle
tin Hispanique, L, 1948, págs. 27-52, Edwin B. Knowles, “Cervantes y la literatura ingle
sa”, en Realidad, año I, vol. II, núm. 5, págs. 268-297.
Heyse, que no deba parte de su educación literaria y de sus impresiones más
vivas al autor del Quijote’ ” U1.
A todos estos nombres mencionados por Farinelli y Schürr habría que aña
dir el de Enrique Heine, descubridor y ensalzador del valor sentimental del
Quijote, tan acorde con su generación; para prologar una edición alemana
del Quijote en 1837 Heine expuso, en unas páginas de gran interés para la
historia literaria, la impresión que la novela cervantina le había producido en
diversos momentos de su vida: emocionado sentimiento, pesimismo desconso
lado, para acabar advirtiendo la profunda intención satírica y humorista del
libro.
La gran novela del siglo xix que alcanza su plenitud con el triunfo del
realismo en toda Europa, se nutre esencialmente de la novela de Cervantes, y
no existe novelista de importancia en ningún país que sea ajeno a su influen
cia: Manzoni, Dickens, Stendhal, Flaubert, nuestro Galdós, los rusos Gogol,
Turguiénief, Dostoiewsky, Tolstoy142. En Rusia, donde el Quijote había sido
traducido por vez primera en Π69, la huella de la novela es especialmente
profunda, y Turguiénief le dedicó un excelente ensayo, Hamlet y Don Quijo
te 143, en que recoge gran parte de las ideas aún vigentes.
Es de advertir que todas aquellas interpretaciones más o menos filosóficas
que se hicieron del Quijote fuera de España, tuvieron escasa repercusión en
nuestro país, donde, en su mayoría, fueron apenas conocidas. Bajo su influjo
aparecieron, sin embargo, algunos escritos que trataron de encontrar en el
Quijote esotéricas significaciones, por lo común de muy escasa consistencia.
Deben mencionarse entre ellos los debidos a Nicolás Díaz de Benjumea (Co
EL “ QUIJOTE” DE AVELLANEDA
C ervantes y la libertad, II, pág. 67. Cfr. : F. C. Tarr, “Recents trends in Cervantes
studies”, en T he R o m a n ic R eview , XXXI, 1940, págs. 25 y ss. César Real de la Riva,
“Historia de la crítica e interpretación de 3a obra de Cervantes”, en R evista d e Filología
Española, XXXII, 1948, págs. 107-150. Marcel Bataillon, “Publications Cervantines
récentes”, en Bulletin H ispanique, LUI, 1951, págs. 157-175. Helmut Hatzfeld, “Results
from Quijote criticism since 1947”, en A n ales Cervantinos, II, 1952, págs, 131-157.
147 Recuérdese que la primera parte del Quijote apareció, en su primera edición, di
vidida en cuatro partes.
la continuación del Quijote· para granjear fácilmente fama y dinero favorecién
dose de la dilatada popularidad de la novela de Cervantes148; y como, a buen
seguro, pertenecía al círculo del Fénix, aprovechó la oportunidad para salir en
defensa .del maestro injuriando de paso a su rival.
Una alusión de Cervantes, dando a entender que el nombre de Avellaneda
era un seudónimo149, ha dado origen al más insoluble problema que quizá
conoce la historia de nuestra literatura, puesto que al cabo de tres siglos y
medio todavía no ha sido identificado el misterioso autor, a pesar de que la
bibliografía sobre el “caso Avellaneda” suma ya un total de casi ciento cin
cuenta títulos. Las atribuciones han sido variadísimas. Pellicer, Gallardo, La
Barrera, Cayetano Rosell y Aureliano Femández-Guerra sostuvieron que tras
el nombre de Avellaneda se ocultaba el confesor de Felipe III, fray Luis de
Aliaga: enemistado éste con Cervantes por no se sabe qué razones, se apo
deró de sus personajes y escribió la continuación de la novela con ánimo de
venganza. Menéndez y Pelayo rebatió esta hipótesis con más que sobradas
razones, de las cuales no es la menor que si aquel “iracundo y poderoso frai
le” hubiera deseado vengarse de Cervantes tenía a mano más rápidos y efica
ces medios que “continuar o parodiar con tanta flema la obra de su enemi
go” 15°. Díaz de Benjumea sostuvo primeramente que Avellaneda era el su
puesto o real autor de La picara Justina, fray Andrés Pérez ; pero lo identificó
después con el famoso enemigo de Cervantes, el doctor Juan Blanco de Paz,
su delator durante el cautiverio ; parecer también defendido por Ceán Bermú-
dez. León Máinez supuso que Avellaneda era el propio Lope. Adolfo de Cas
tro atribuyó el Quijote espúreo al dramaturgo Ruiz de Alarcón; doña Blanca
de los Ríos le otorgó la paternidad —no debe de extrañamos— a Tirso de
Molina ; el hispanista francés Paul Groussac, al notario valenciano Juan Martí,
autor de la segunda parte apócrifa del Guzmán de Alfarache, bajo el nombre
de Mateo Luján de Sayavedra ; Bonilla y San Martín, a Liñán de Riaza ; Cota-
relo y Morí, al dramaturgo valenciano Guillén de Castro ; Aurelio Baig Baños
y José Toribio Medina al dominico fray Alonso Fernández, es decir, entendie
ron —basándose en la afirmación de Tamayo de Vargas— que el nombre de
Avellaneda no era un seudónimo. Narciso Alonso Cortés piensa que Avella
148 Con el mismo dejo de vulgaridad que tanto había de prodigar a lo largo de todo
el libro, dice Avellaneda en su prólogo aludiendo a Cervantes: “Quéjese de mi trabajo
por la ganancia que le quito de su ‘Segunda parte’ ” (Colección Austral, 3.a ed., M a
drid, 1958, pág. 12).
149 En el prólogo de la segunda parte de su Quijote dice Cervantes: “la [modestia]
que debe de tener este señor sin duda es grande, pues no osa parecer a campo abierto y
al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo su patria, como si hubiera hecho alguna
traición de lesa majestad” (Ed. Rodríguez Marín, cit., tomo IV, págs. 32-33).
15° “El Quijote de Avellaneda”, introducción a la edición de Barcelona de 1905; re
producida en Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, edición nacional, vol. I,
Santander, 1941, págs. 357-420 (la cita es de la pág. 375).
neda pudo ser fray Cristóbal de Fonseca; Juan Millé y Giménez y Joaquín
Espín Rael pensaron en la posibilidad de identificarlo con Quevedo; y Justo
García Soriano y Justo García Morales han propuesto la “candidatura” del
novelista Alonso del Castillo Solórzano. No han faltado tampoco pintorescas
atribuciones, como la que supone que Avellaneda es el propio Cervantes. Me
néndez y Pelayo aventuró cautamente el nombre de un oscuro poeta aragonés
llamado Alfonso Lamberto, teoría que apenas desvela el misterio, dada la ab
soluta falta de noticias-que de Lamberto existe. Para comprender algunas de
las atribuciones mencionadas conviene tener presente que, según indicación
del propio Cervantes, Avellaneda era probablemente aragonés151; y que, desde
Pellicer y Clemencín, ha venido afirmándose que el misterioso continuador
debía de ser un fraile dominico, opinión todavía sostenida por algunos, como
Vaíbuena Prat, pero que ya Menéndez y Pelayo había rebatido, afirmando
que las razones en que se apoya son “de las más fútiles” 152.
151 En el capítulo LIX de la segunda parte, cuando don Quijote hojea el ejemplar
del falso Q u ijote que le muestran los dos caballeros de la venta, dice : “En esto poco que
he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión. La primera es algunas
palabras que he leído en el prólogo ; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez
escribe sin artículos...”, opinión esta última que ha dado mucho que discutir a los eru
ditos. (Ed. Rodríguez Marín, cit., tomo VIII, pág. 22). Cfr.: Juan Millé y Giménez,
“U na nueva interpretación acerca de los ‘artículos’ omitidos por Avellaneda en su ‘Quijo
te’ ”, en R e vista d e l A ten eo H ispano-A m ericano, Buenos Aires, nov.-dic., 1919, núm. 5.
152 “El Quijote de Avellaneda”, cit., pág. 371. Cfr.: Alfred-Leopold-Gabriel Germond
de Lavigne, L es deux D o n Q uichotte. É tude critique sur l’oeuvre de F ernández A v ella
neda, París, 1852. José de( Armas y Cárdenas, E l “Q uijote ” de A vellan eda y sus críticos,
La Habana, 1884. Del mismo, C ervantes y el D u qu e de Sessa. (N u evas observaciones so
bre el “Q u ijote” de A vellan eda y su autor), La Habana, 1917. Ximénez de Embún, A n
tecedentes que prepararon y causas históricas que produ jeron la publicación d e l “Qui
jote” d e A vellaneda, Zaragoza, 1905. Aurelio Baig Baños, ¿ Quién fue el licenciado
A lon so F ernández d e A v ella n e d a ? Ensayo sobre la estructura espiritual d e l falso “Q uijo
te", Madrid, 1915. Adolfo Bonilla y San Martín, “Cervantes y Avellaneda”, en D e crí
tica cervantina, Madrid, 1917. Emilio Cotarelo y Morí, S obre el “Q uijote” d e A vellaneda.
Segundo tom o de “E l Ingenioso H idalgo D o n Q uijote de la M an ch a”, Madrid, 1934. Joaquín
Espín Rael, Investigaciones sobre el “Q uijote” apócrifo, Madrid, 1942. Stephen Gilman,
“El falso ‘Quijote’, versión barroca del ‘Quijote’ de Cervantes”, en R e vista d e Filología
H ispánica, V, 1943, págs. 148-157. Del mismo, C ervantes y A vellaneda. E studio d e una
im itación, México, 1951. Juan Bautista. Sánchez Pérez, A vellaneda, Madrid, 2.a ed., 1951.
M. Criado de Val, A n álisis verbal d el estilo. ín d ices verbales de Cervantes, de A vellaneda
y del autor d e “L a tía fingida”, Madrid, 1953 (Anejo LVII de la R evista de Filología E spa
ñola). Paul Groussac, U ne énigm e littéraire: L e “D o n Q u ichotte” d ’A vellaneda, París, 1903.
José Nieto, C ervantes y el autor d e l falso “Q uijote” . N o ticia biográfica d el dom inicano
fra y L u is d e A liaga, “a u tor” d e l falso “Q u ijote”, Madrid, 1905. Ramón León Máinez,
L a obra d e l licenciado A lo n so F ernández d e A vellaneda. ¿Fue L ope d e V ega el autor
d e l falso “D o n Q u ijote ” ?, Jerez de la Frontera, 1901. Del mismo, Continúase exam inando
si L o p e de V ega fue el autor d e l falso “D o n Q u ijote”, Jerez de la Frontera, 1901. José
Enrique Serrano Morales, “El licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, ¿fue Juan
M artí?, en R evista d e A rch ivos, Madrid, 1904. Ricardo M. Unciti, A vellaneda es Cer-
Un dato particularmente precioso puede introducimos a la valoración lite
raria del Quijote de Avellaneda : ni un sólo escritor del siglo xvn lo menciona,
según noticia de Menéndez y Pelayo, “desde los días de Cervantes y Tamayo
de Vargas hasta los de Nicolás Antonio que cumpliendo su oficio de biblió
grafo tuvo que catalogarle” 153 ; y hay que llegar a 1732 para encontrar la se
gunda edición. Sólo otras dos completas se hicieron durante el siglo XIX, sien
do la cuarta de tal condición —y la sexta en total— la que en 1905 fue impre
sa en Barcelona con el citado estudio preliminar del gran polígrafo i54. Si este
desdén de los lectores puede tomarse como índice de valor, la apreciación glo
bal está ya formulada. De modo global también, podríamos aventurar por
nuestra parte que en este caso la opinión colectiva ha sido justa y ha pagado
en buena moneda la audacia del usurpador.
Algunas matizaciones son, sin embargo, necesarias. El juicio de Menéndez
y Pelayo nos sigue pareciendo muy ponderado, y si en algún aspecto hubiéra
mos de discrepar sería en situar la obra de Avellaneda algunos peldaños más
hacia abajo. El Quijote apócrifo no carece de habilidad narrativa, ni anda
falto de “episodios interesantes y bien imaginados”, y es innegable su fuerza
cómica en muchos pasajes; pero sus aciertos parciales quedan prácticamente
borrados por su total fracaso en el manejo de las dos figuras centrales. Su
más craso error lo representa don Quijote; Avellaneda no entendió nada del
delicado idealismo que había infundido Cervantes en el hidalgo, ni de su ator
mentada humanidad y generosa nobleza. El Quijote de Avellaneda es un bra-
vantes, Valladolid, 1915. Juan Millé y Giménez, Q uevedo y A vellaneda, algo sobre el
“Buscón” y el falso “Quijote", Buenos Aires, 1918. José Toribio Medina, E l disfrazado
autor d el “Quijote", im preso en Tarragona, fue fray A lon so Fernández. E studio crítico,
Santiago de Chile, 1918. Narciso Alonso Cortés, E l falso “Q uijote" y fray C ristóbal de
Fonseca, Valladolid, 1920. Francisco Martínez Martínez, D o n Guillén d e Castro n o pudo
ser el falso A lon so F ernández d e A vellaneda. ' R éplica a C otarelo, Valencia, 1935. D el
mismo, L o que d ebe leer detenidam en te el que intente descubrir al fa lso A lon so Fernán
d e z d e A vellaneda, Valencia, 1943. Francisco Vindel, L a verdad sobre el falso “ Q uijote”,
2 vol's., Barcelona, 1937. Del mismo, L a s treinta casualidades que hacen sea A lo n so d e
L edesm a el autor d el falso' “Quijote", Madrid, 1941. Justo García Soriano y Justo García
Morales, L o s dos “D o n Q u ijote”. Investigaciones acerca de la génesis de “E l Ingenioso
H idalgo” y d e quién pudo ser A vellaneda, Todelo, 1944. Juan Serra Vilaro, E l recto r de
Vallfogosa, Vicente García, autor d el “ Q uijote ” d e A vellaneda, Madrid, C. S. I. C., 1949.
F. Sánchez Castañer, “Quién no pudo ser Avellaneda. Nuevos datos acerca de Fray
Alonso Fernández”, en M editerráneo, Valencia, 1944, núm. 6. Rafael M.a de Hornedo,
“Fernández de Avellaneda y Castillo Solórzano”, en A nales Cervantinos, II, págs, 251-267.
F, Maldonado de Guevara, “El incidente Avellaneda”, en R evista d e Ideas Estéticas.,
núm. 31, julio-sept., 1950; reproducido en A n a les Cervantinos, V, págs. 41-62, Alberto
Sánchez, “ ¿Consiguió Cervantes identificar al falso Avellaneda?”, en A n a le s Cervantinos,
II, págs. 313-333.
153 “El Q uijote de Avellaneda”, cit., pág. 358.
154 Después de esta edición, el Q uijote de Avellaneda ha sido reeditado nuevamente
en Barcelona, 1916, y por la Colección Austral, tres reimpresiones: 1946, 1947 y 1958.
vucón de una plebeya ramplonería que hace llorar. El falsario, pese a sus
despectivas frases dél prólogo, sigue, sin despegarse, los pasos de Cervantes,
y copia situaciones, actitudes y hasta frases y palabras del caballero ; pero no
sólo es incapaz de hacer madurar su carácter, como había de conseguir Cer
vantes prodigiosamente en la segunda parte de su novela, sino que ni siquiera
sabe mantener al hidalgo en un tono de prudente dignidad; este falso Quijote
profiere insultos y amenazas incesantemente, como un desaforado gañán. La
caída es menos violenta con Sancho, porque la condición materialista y realis
ta del escudero dista menos de la índole basta y ramplona del escritor; con
todo, un abismo infranqueable separa también la graciosa socarronería del
verdadero Sancho entre ingenua y maliciosa, su natural y hondo saber, de la
insistente y vulgar glotonería con que Avellaneda adereza al suyo. Avellaneda
no ha visto de los dos personajes inmortales sino su silueta más chata y su
perficial, en la que —como dice Menéndez y Pelayo— “se encarniza, abultán
dola en caricatura grosera” 355.
Sin duda alguna, Cervantes no ha tenido jamás más eficaz panegirista de
su genio que la obra de su émulo, porque poniéndolas en parangón es como
puede advertirse en toda su magnitud la altura a que se yergue la creación
cervantina. Para comprender cómo la hondura de los personajes se le escapa
a Avellaneda bastaría pensar en la renuncia del caballero al amor de Dulcinea,
que tiene lugar a poco de comenzado el libro, a continuación de unas zafias
consideraciones antifeministas ; de ahí el nuevo título de Caballero Desamorado
con que se presenta en toda la novela. El auténtico don Quijote denuncia la
burda atribución del falsario, en la escena en que, de boca de dos caballeros,
conoce la existencia de la segunda parte de su historia: “Quienquiera que di
jese que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede olvidar, a Dulcinea
del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la
verdad ; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en
don Quijote puede caber olvido: su blasón es la firmeza, y su profesión, el
guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna” 156.
Destaca también Menéndez y Pelayo lo soez de muchas expresiones de
Avellaneda y la deleitación con que se revuelca en aspectos torpes y en las
funciones más ínfimas del organismo animal. Peor que el asunto, creemos, sin
embargo, que es el tono cargante y la repetición forzada con ánimo de produ
cir hilaridad, sin estar asistido del don alado de la gracia. También se com
place visiblemente Avellaneda en, ciertas situaciones escabrosas de las que-
trata asimismo de sacar partido cómico; y en esto, con desigual fortuna.
Piedra de toque también para comparar los dos Quijotes es la diferente
proporción en el diálogo, pues mientras la obra de Cervantes tiene en aquél,
como dijimos, una de sus mayores excelencias, en la novela de Avellaneda
157 Apuntes para la fijación de las estructuras esenciales en el Quijote, cit., pág. 159.
LOPE DE VEGA. SU VIDA. OBRA NO DRAMÁTICA
LOPE E N SU ÉPOCA
2 O bras no dram áticas de F rey L ope F élix d e V ega C arpió, ed. Cayetano Rosell,
BAE, vol. XXXVIII, Madrid, nueva ed. 1950, pág. 421.
3 Su título completo es: F am a p ostu m a a la v id a y muerte d e l doctor Frey Lope
F élix d e V ega C arpió, y elogios panegíricos a la in m ortalidad d e sil nombre, escritos por
los más esclarecidos ingenios, en C olección d e obras sueltas, así en prosa, como en verso,
de d o n Frey L ope F élix de V eg a C arpió, vol. XX, Madrid, Sancha, 1779, págs. 1-435.
Reedición de la F am a postum a, sin los “elogios panegíricos”, en F. C. Sainz de Robles,
O bras escogidas d e L o p e de Vega, vol. II, 3.a ed., Madrid, 1961, págs. 1539-1550.
4 Cfr. : Juan Millé y Giménez, “Lope, alumno de los jesuítas”, en Revue Hispanique,
LXXII, 1928, págs. 247 y ss.
5 Cfr.: R. M. de Hornedo, “Lope en la Universidad de Salamanca”, en Fénix. Re
vista del Tricentenario de Lope de Vega, I, Madrid, 1935, págs. 517-535.
para España la isla Terceira, única de las Azores que se negaba a reconocer
la obediencia de Felipe II después de la anexión de Portugal.
Al regresar de esta expedición, que sólo había durado dos meses, conoció
Lope y se enamoró perdidamente de Elena Osorio, comenzando así uno de los
más tormentosos episodios de su agitada vida. Elena era hija de un actor de
teatro llamado Jerónimo Velázquez. Lope, según norma que había de ser con
sustancial en él de convertir en literatura todos los sucesos de su vida, volcó
su amor en versos apasionados, dirigiéndole a Elena —bajo el nombre de
“Filis”— numerosas composiciones poéticas que constituyen un verdadero
cancionero amoroso. “Terco enamorado —dice Alfonso Reyes— amaba en
verso y en verso reñía con sus amantes”. Y añade: “Si roba una mujer o si
la abandona, si riñe, si huye, si le destierran o encarcelan, si le sirve de ter
cero al Duque de Sessa, comercia con los encantos de una pecadora o profana
los hábitos, parece que lo ha hecho para vivir la novela, el drama, el entremés,
el poema o los versos de arrepentimiento que al día siguiente ha de escribir” 6.
Años más tarde tenía que reconstruir el poeta, idealizándola en gran medida,
esta intensa pasión en una de sus creaciones más hermosas y perdurables,
La Dorotea. Pero, entre tanto, iba derramando irrefrenablemente su amor en
poesías, sirviéndole él mismo de vocero y dándole una publicidad que al fin
tenía que redundar en su propio daño. Elena estaba casada, pero su marido
—casi siempre ausente— apenas dio que hacer. La familia de Elena toleró
sus relaciones con Lope en tanto que éste seguía entregando comedias a Ve
lázquez y no obstaculizaba otras relaciones de la bella con amantes más pro
ductivos. Entre estos, sobresalió Francisco Perrenot de Granvela —sobrino del
famoso cardenal y político del mismo nombre— con quien Lope compartió
por algún tiempo los favores de Elena, y aun recibió de ésta, para su propia
ayuda, con poco digna actitud, alguno de los regalos del rumboso amante,
Lope llevó a su rival a las páginas de La Dorotea con el nombre de Don Bela,
y allí dejó bien detallada, con su habitual franqueza —mezcla de natural es
pontaneidad y cínico desenfado— el no muy airoso papel que desempeñaba
él mismo en aquel enredo. Al fin, las repetidas indiscreciones poéticas de Lope
y la presión de la familia de Elena, que deseaba alejar aquel moscón tan poco
provechoso, condujeron al rompimiento. Despechado Lope y muerto de celos,
compuso y difundió por Madrid unas composiciones altamente ofensivas contra
todos los Velázquez7; éstos se querellaron judicialmente por difamación, y
después de un proceso escandaloso que dio con Lope en la cárcel, lo conde
Una disposición del rey Felipe II, que cerró los teatros por algún tiempo,
dejó a Lope sin ingresos, y como la dote de su mujer no resolvía la necesidad,
tuvo el poeta que acomodarse nuevamente como secretario, esta vez del Mar
qués de Sarriá.
Entretanto, la pasión amorosa volvió a sacudir furiosamente a Lope en la
persona de Micaela de Luján. No se sabe cuándo comenzaron estos amores,
pero es seguro que antes del matrimonio con Juana de Guardo. Micaela de
Luján, comedianta de oficio, mujer bellísima aunque de escasa ilustración,
ocupa también amplio lugar en los versos de Lope bajo el nombre de “Camila
Lucinda”. Estaba ésta casada con el cómico Diego Díaz, que después de dar
le dos hijos se marchó al Perú. Lope le dio otros cinco vástagos (tres hijas y
dos hijos), y de hecho vivió maritalmente con ella, pues que le puso casa
propia y en ella pasaba largas temporadas, mientras Juana de Guardo, que
13 En Obras Completas de Luis de Góngora y Argoie, ed. Juan e Isabel Millé y Gi
ménez, 5.a ed. Madrid, 1961, pág. 534.
soportó pacientemente las extralimitaciones del poeta, quedaba retirada en
Toledo; lo que no impidió que Lope tuviera de ella dos hijas y un hijo:
Carlos Félix. Dos de los hijos, de Micaela, Marcela y Lope, llegaron a edad
adulta y más abajo los mencionaremos de nuevo.
L a popularidad, escandalosa por supuesto, que nuevamente alcanzaron es
tos amores de Lope, se debió en gran parte —como de costumbre— a los ver
sos del propio poeta que proclamaba en mil ocasiones su pasión, y que fácil
mente eran identificados por todos14. Este enlace constante de vida y literatu
ra tuvo esta vez derivaciones muy originales. Lope quiso fingir, que su amada
poseía altas dotes literarias, y compuso versos para que ella los firmara; más
todavía, hizo publicar algunos de ellos al frente de sus propios libros — La
hermosura de Angélica (donde Lope había escrito, a su vez, la más extensa
descripción de las excelencias de su amada), las Rimas, El peregrino en su
patria— ensalzando al autor, con lo que resultaba un autoelogio descarado.
Aquella gran pasión debió de enfriarse hacia 1608, pues a partir de esta fe
cha el nombre de “Camila Lucinda” desaparece de los versos y de la vida del
poeta. Al fin, en 1610 Lope, que venía residiendo temporalmente en Toledo y
Sevilla, se trasladó definitivamente a Madrid, y allí se llevó a su familia y es
posa legítima. En su nueva casa, que adquirió en la calle de Francos, y que
habitó el resto de sus días, gozó las etapas de mayor tranquilidad de su exis
tencia y compuso sus obras más importantes. Plantó un pequeño huerto, que
cuidaba amorosamente con su gran pasión por las flores, y reunió una selecta
biblioteca y algunas obras de arte : la madura serenidad parecía haber asentado,
al fin, su vida.
En 1613 fallecieron, con escaso intervalo, su hijo Carlos Félix, de siete años,
y su esposa Juana de Guardo, a la que cuidó con amorosa solicitud en los
largos achaques que precedieron a su muerte. Se trajo entonces a su casa
a los dos hijos menores de Micaela de Luján, Marcela y Lope Félix. Todos
estos disgustos familiares, también sus propias enfermedades y agobios de di
nero, provocaron en Lope honda crisis espiritual; había remontado ya la cin
cuentena. Y entonces fue cuando decidió ordenarse de sacerdote.
Debemos añadir ahora que desde 1605 Lope había contraído estrecha amis
tad con el duque de Sessa, veinte años menor que él, noble tronado y muy
poco inteligente, pero aficionado a las letras, en quien Lope encontró por fin
el mecenas que buscaba y al que sirvió mucho tiempo como secretario, o, por
mejor decir, como confidente y trujimán en sus incesantes trapisondas amoro
sas, parejas aunque más superficiales que las suyas. Con el de Sessa mantuvo
15 Publicada, com o dijimos arriba, por A gustín G onzález de A m ezúa (véase nota 1).
Cfr.: además, F. A . de Icaza, “Las cartas de Lope de V ega”, en R evista de O ccidente,
V , 1924, págs. 1-42.
16 Cfr. : Agustín G onzález de Am ezúa, “Am arilis (D oñ a M arta de Névares Santoyo)”,
en L o p e d e V ega en sus cartas, cit., vol. II, págs. 393-509. Pilar V ázquez Cuesta, “N u e
vos datos sobre doña M arta de N evares”, en R evista d e F ilología Española, X X X I, 1947,
L ope de Vega: vida, obra no dramática 205
20 O bras no dram áticas..., ed. cit., pág. 432. Agudam ente com enta V ossler esa fa
bulosa capacidad de creación de Lope, que pudo convertirlo a los ojos de sus contem
poráneos en un ser m ítico: “La naturaleza voluble de Lope, que no se pudo condensar
nunca en una personalidad de carácter firme, sólo en lina cosa es constante: en la acti
vidad artística. N o conoce este poeta la pausa, n i el atasco, ni la renuncia, ni la fatiga.
D iligencia n o es la palabra adecuada para su labor creadora, que transcurre sin es
fuerzo visible. Siempre lozana y fresca. A ntes podría hablarse de vicio literario y - de
una lujuria poética nunca saciada, si n o supiéramos cóm o h a influido en esta labor la
necesidad y la demanda apremiante de nuevas comedias, versos, panegíricos de perso
najes y exaltación de sucesos contem poráneos y la competencia y la m oda m ism a. Lope
suspiraba ante la carga siempre e n aum ento y estaba orgulloso de poder soportarla”
(L o p e de V ega y su tiem po, cit., pág. 101).
208 Historia de la literatura española
21 M enéndez Pidal apunta bellam ente a este íntim o sentir de Lope d e-V eg a que, en
obras y en am ores, pudo quizá creerse por encim a de las m edidas que lim itaban a los
demás m ortales: “L ope — dice— en su propio arte, llega ahora a decir que los ingenios
grandes no están sujetos a preceptos, y acaso pensaría de sí m ism o que la naturaleza, al
haberle form ado en am or con tan extraña y violenta m ezcla de ‘encontrados elem entos’,
le constituía en un pecador de excepción:
Pero lo claram ente perceptible ahora, lo m ism o que antes, es que Lope, si acaso no Ëega
a considerar legítim os los yerros por amor com o ‘naturales’, al m enos lo s sigue cubriendo
con la rom ántica absolución : ‘dignos son de perdonar’. Su m oral pública era siempre
la del Rom ancero. Cuando escucha sátiras e inculpaciones a causa de su irregular con
ducta; cuando por el escándalo recibe desaire en pretensiones que le traían m uy em pe
ñado, halla su ‘B oecio de C onsolación’ en el rom ance del conde Claros, trayendo a la
m emoria de sus murmurantes el caso del conde sentenciado a. muerte por haber gozado
lo s am ores de la infanta, y cuyo suplicio es para toda alm a apasionada más de envidiar
que de com padecer” (“Lope de V ega. E l ‘Arte N u ev o ’ y la ‘N u eva Biografía’ ”, reprodu
cido en M is páginas preferidas. T em as literarios, M adrid, 1957, pág. 323). Con penetran
te y hum anísim a generosidad José F. M ontesinos h a interpretado esa im petuosa persona
lidad de Lope, que desbordaba todos lo s cauces com unes; lo bello y justo de las pala
bras debe hacer perdonar lo extenso de la cita: “Se lia escrito m ucho sobre la inm ora
lidad de Lope, y se ha llam ado así a aquella vitalidad suya, rebelde a la conform ación
social com o la naturaleza virgen es rebelde a las pretensiones de la jardinería. Otros,
con pacata y sonriente incom prensión, llam arán amoralidad a la actitud vital de Lope.
Bueno sería, que poniendo térm ino a investigaciones ociosas sobre la vida de cierto v e
cino de M adrid, llam ado L ope de V ega, vida que en nada se diferenció de la de infini
tos contem poráneos, nos atuviéramos a lo diferencial de ella, a la ocupación continua y
virtuosa, la del poeta. E xaltem os la moral intachable del poeta L ope de V ega, la más
alta m oralidad española, que consiste en el cum plim iento exacto y gozoso de un destino.
M oral cuyo primer im perativo es la autenticidad; luego, la justificación de la vida en
la obra. La obra, justificante de la vida, la dignifica. Pero la Obra seria tiene que en-
raizarse hondam ente en una vida seria; la de L ope de V ega lo fue plenamente. Porque,
contra lo que puedan pensar algunos melindrosos Catones, que quizá cárecen de adecua
dos términos de referencia y contraste, la del poeta n o fu e una vida de com odidad y de
placer, sino de dolor y alegría. N a d a tan ajeno a L ope de V ega com o u n frívolo don
juanism o. E l donjuanismo n o se caracteriza por la frecuencia y muchedumbre de las
aventuras, sino por la índole de los apetitos. Las fuertes y sanas pasiones de Lope na
cen, natural y espontáneam ente, de su vitalidad increíble. Cada vez sil frenesí am oroso
saltó marcas y valladares, pero el propósito no fu e hacer la vida placentera; lo que im
pulsaba a L ope era un afán desapoderado de entregarse, de exponerse, de sacrificarse;
sólo una cotidiana inm olación de todo lo que él era y representaba le permitía aquella
plenitud de experiencia que necesitaba su arte. Por eso n o hay en su conducta de ena
m orado tem ores ni elusiones n i cautelas; n i se hurta a la responsabilidad n i apenas
disimula. L ope, a l revés de D o n Juan, es la capacidad de amar. A l hom bre m oderno,
L op e de Vega: vida, obra no dramática 209
Quizá ningún otro escritor, de cualquier tiempo o país, gozó en vida de tan
am plia y persistente popularidad como Lope de Vega. Es u n lugar común re
petir que su persona era adm irada como una maravilla de la corte; que p ara
ponderar cualquier obra de arte o hasta la mercancía m ás vulgar se decía que
era de Lope ; que la gente se paraba a su paso para verle ; y que la Inquisi
ción hubo de prohibir una parodia del Credo que comenzaba : “Creo en Lope
d e Vega, todopoderoso, poeta del cielo y de la tierra ...”. E l entusiasta M on
talbán asegura en su Fama postuma que los nobles y Jos prelados se lo dispu
taban para tratar con él y sentarlo a su mesa. Pero la admiración del discípulo
m entía, o se equivocaba, en esto. L a popularidad de Lope no descansaba en
Ja admiración de las clases elevadas sino en la del pueblo auténtico —enten
dido, sin embargo, en el más generaJ sentido—, en el pueblo, que se entusias
m aba ante el vértigo de sus comedias, y a quien él ofreció el regalo del prim er
gran espectáculo nacional que los tiempos modernos han conocido. Intentó
vanamente ganarse el favor del omnipotente Conde-Duque de Olivares, a quien
dedicó —colmándolo de elogios— varios poemas, pero no consiguió atraerse
su atención. E n el último año del reinado de Felipe II I pretendió el puesto de
C ronista Real, que había quedado vacánte, pero ni siquiera el ofrecimiento
que había hecho de volcarse en alabanzas al monarca, sirvió para que su p e
tición fuese considerada22. E n varias ocasiones fue requerido especialmente
/
en la medida que va perdiendo esta divina capacidad am orosa, le anonada unas veces,
otras le despista, e l hervor pasional del poeta, y, refiriéndolo a sí m ism o, halla en la
plural experiencia am orosa de Lope m otivos de suspicacia. Y sin embargo, la manera
có m o esas pasiones se suceden es un nuevo indicio de sinceridad. Todas las que Lope
concib e se van borrando o por obra de enojosos azares, de lo s que n o fu e siempre
causa su voluntad, o por la muerte de la amada. Por sus hijos sintió siempre la m ás
viva ternura. T oda esta plenitud de humanidad, m anifestación de un indom able im pulso
vital, es decantada por el m ás seguro entendimiento de arte que haya existido. Lope ar
tista es, primero, la conciencia insobornable de su propia experiencia, ‘dulce m al, dulce
b ien , dulce porfía’ ; luego u n a hoguera que se enciende en su intim idad m ás honda, y
•va quemando cuanto es impureza carnal y alquitarando esencias divinas” (“L ope de V ega,
poeta de circunstancias”, en E stu dios sobre L ope, M éxico, 1951, págs. 295-296).
22 Rennert y Castro en su V ida de L o p e de Vega, cit., pág. 273, n ota 1, recuerdan que
en 1618 L ope había y a pedido indirectamente el puesto de cronista en su com edia E l
triunfo de la hum ildad y soberbia abatida, donde el rey F ilipo de A lbania — bajo e l
cu al esconde el poeta a su propio m onarca F elipe III— dialoga con su lacayo Lope de
este m odo:
F il ipo .—Pues, L ope, ¿qué oficio quieres?
Pide, pide, y o soy rey.
M ucho F ilipo le debe.
'210 Historia de la literatura española
para escribir obras con destino a las fiestas de palacio o de los sitios reales;
cosa bien natural si se tiene en cuenta que Lope era el proveedor inigualable
de diversión pública y sólo su nombre era ya prom esa de u n espectáculo gus
toso. Pero en estos casos, no era objeto de m ayor consideración que la otor
gada a otros organizadores de festejos regios. Cierto tam bién que Lope obtuvo
esporádicas ayudas de algunos nobles a los que sirvió, y aun de algunos sin
ello, como el conde de Lemos, que le dio en ocasiones algún socorro. Pero en
el m undo de la corte no tuvo Lope, en general, demasiada aceptación; en lo
cual quizá pudo influir la escandalosa fam a de su vida privada 2K El m ás pro
longado favor que recibió del duque de Sessa, cuesta adm itir que fuera debido
a razones de pura generosidad, sin o 'al bajo interés que aquél tenía de asegu
rarse la colaboración celestinesca del poeta, y tam bién por el morboso gusto, a
que ya aludimos — caso indudable de perversión sexual—, de atesorar la nutri
dísima correspondencia am orosa de Lope con sus amantes, que el duque le
solicitaba u na y otra vez, y que Lope le entregaba como parte del predo con
que pagaba sus socorros24.
23 “Probablem ente — dice V ossler— n o se consideraba del todo apto para la corte
al popular facedor de com edias, al cura enam oradizo, al viejo que n o quería envejecer.
Se sabía de lo s continuos escándalos en su hogar” (L o p e d e V ega y su tiem po, cit.,
pág. 88). H abida cuenta de la pasión por el teatro que siempre tuvo F elipe IV , es más
de notar la falta de atención que m ereció L ope por parte de la corte. Rennert y Cas
tro (V id a ..., cit., pág. 368, nota 1) traen a cuento sobre esto una sugerente noticia: son
las palabras del D r. Quintana en su Serm ón fúnebre, dichas, según parece, para pon
derar la estim a que sentía el m onarca por el poeta; y com o es de suponer que el D r.
Quintana habla en serio, dicho se está que lo m ism o el D r. que el rey quedan definidos:
“N uestro m onarca F elipe IV , e l Grande, le honró con m uy continua m emoria de su
persona, que en tanta m ajestad n o tengo por pequeño honor tener noticia de un hom bre
particular y tratar en m uchas ocasiones de él” .
24 La protección y amistad de Sessa debió de tener, con todo, gran importancia para
el poeta, tanto o m ás que en lo económ ico y m aterial por lo que aquéllas suponían en
la vida social de entonces y de las que un hom bre com o Lope, enredado a cada paso
en todo género de irregularidades, habría de necesitar frecuentemente. Carlos V ossler enu
m era las diversas especies de esta ayuda: “E n realidad, obtuvo por gracia L ope de la
L ope de Vega: vida, obra no dramática 211
En 1629 Lope, algo cansado de su tarea sobrehumana, sostenida m uchas veces por
estricta necesidad económ ica, y preocupado también por el escaso éxito de dos com e
dias seguidas, acaricia la idea de dejar de escribir para el teatro; entonces escribe a
Sessa pidiéndole que le asigne “algún moderado salario” fijo, com o capellán suyo o se
cretario : “Las [mercedes] que V. ex.a m e hacía todos los años, m ayores son que lo que
puede señalarme; luego com odidad será reducirlo a número determinado, y que sepan
que V . ex.a es m i dueño, si algunos lo ignoran... A la grandeza de V . ex,a no aumenta
un capellán la costa de la casa ni la reform ación del estado presente, y y o , con la liber
tad del tiempo, le podré mejor emplear en servirle, sin que vayan n i vengan lo s cria
dos, pues estaré siempre a la vista” (citada por Rennert y Castro en ídem , id., pág. 317).
En estos constantes agobios económ icos de Lope, de que no anduvo libre ningún escri
tor de aquel tiem po, hubo también de influir su deficiente adm inistración; aun sin ser
excesivas, Lope debió de ganar estimables cantidades de dinero con su incesante pro
ducción teatral. M ontalbán en su P am a postum a justifica la pobreza de Lope ponde
rando su “encendida caridad”, pero asegura tam bién que era “ tan liberal que casi se
pasaba a pródigo” (ed. Sainz de Robles, cit., pág. 1.546); basta pensar en su tumultuosa
rueda de amores para advertir que no le faltaba ocasión de dar .salida a su dinero.
Cfr.: Santiago M ontoto, “Lope de Vega y la nobleza”, en B oletín de la R ea l A cadem ia
Española, X X II, 1935, págs. 651-665.
25 Citado por Rennert y Castro, en V ida de L o p e de Vega, cit., pág. 318, nota 2.
26 ídem , id.
Historia de la literatura española
P ara sostener su vida y la de los suyos tenía, pues, Lope que escribir m u
chas veces, con aquella su improvisación proverbial, comedias que vendía de
inm ediato a los representantes por cantidades bien escasas que no remediaban
sus apuros. L a gloria sólo, la admiración del pueblo entero que acudía a la
representación de sus comedias, fue su lucro mayor. El pueblo le devolvía
en popularidad lo que Lope estaba creando para él.
Lope, que adm iraba al gran culterano pero aborrecía al culteranismo, re
plicó en diversas ocasiones a las envenenadas pullas de Góngora, con singular
gracejo; así, en el famoso, y graciosísimo, soneto, que incluyó en El laurel
de A polo:
Boscán, tarde llegamos. ¿Hay posada?
— Llam ad desde la posta, Garcilaso.
•— ¿Quién es? ■— Dos caballeros del Parnaso.
— N o hay donde nocturnar palestra armada.
— N o entiendo lo que dice la criada.
—Madona, ¿qué decís? — Que afecten paso,
que ostenta limbos el mentido ocaso,
y el sol depinge la porción rosada.
E n toda esta polémica, es, sin embargo, necesario distinguir lo que había de
antipatía y encono personal de aquellos otros aspectos m ás sustanciales y
profundos, es decir: las burlas sobre las torres del escudo — que no son sino
pura anécdota— del juicio crítico, que apuntaba a condiciones de la poesía.
Cuando Góngora califica a la de Lope de llana y sencilla, es tan sincero como
justo (al menos en lo fundamental), porque así era en efecto ; de serlo se pre
ciaba Lope (menos cuando la tentación del mismo gongorismo le vencía).
Pero, al despreciarle por ello, juzgaba con su propio concepto de la poesía,
basada para él en otros moldes y otros ideales de belleza. Cuando este con
cepto del arte se aplicaba al teatro de Lope, las deficiencias de su casi siempre
atropellada improvisación resaltaban más intensamente. Muchas páginas —tam
bién lo sabía Lope— escritas para ser recitadas sobre las tablas, potenciadas
con todos los efectos de la representación, no resistían la lectura atenta ; ni es
taban hechas para eso. Góngora era severo, pero exacto, cuando decía de ellas :
“Los versos de Lope de Vega en sacándolos del teatro son como los buñuelos,
que en enfriándose no vuelven a tom ar la sazón que antes, aunque los vuelvan
a la sartén” 51.
Un interesante episodio de aquella guerra literaria promovida en torno a
la obra de Lope fue la publicación contra éste de un libelo titulado Spongia,
del que era autor Pedro Torres Rámila, lector de L atín en Alcalá de Henares,
instrumento a su vez de la enconada malevolencia de Suárez de Figueroa. En
la Spongia se recogían ataques de carácter personal — a los que la vida privada
de Lope ofrecía tan fácil blanco— y violentas críticas sobre su obra dramática,
basándose en los principios de la preceptiva aristotélica que el triunfo de Lope
había arrinconado. Toda la edición de la Spongia —nombre adoptado porque
se proponía borrar la obra de Lope— ha desaparecido, y sólo se conocen de
ella los fragmentos reproducidos por los amigos del Fénix, que replicaron con
otro libelo titulado Expostulatio Spongiae. En él colaboraron varios de aqué
llos, que defendieron a Lope briosamente y devolvieron a Rám ila quintuplica
dos los insultos, amén de algunas calumnias bien com prom etedoras52.
LA OBRA N O D R A M A T IC A D E LOPE
LA LÍRICA
Como llevamos dicho, la gran creación de Lope, la que tanto sus contem
poráneos como la posteridad estimaron en principal lugar, fue su obra dram á
tica. Así, la fam a que le envuelve como creador del gran teatro nacional espa
ñol oscurece la atención que debe merecemos el resto de sus escritos ; y más
ahora que en su tiempo. Prueba de ello es el corto número de estudios auténti
camente importantes sobre su producción poética y en prosa en comparación con
los dedicados a su teatro y a los sucesos de su vida íntim a o pública. L a misma
m asa de sus escritos dificulta la tarea de acercamiento: “la fecundidad de
Lope —escribe M ontesinos— aquella fecundidad que le hizo parecer un héroe
fabuloso y que tanto contribuyó a su popularidad, impide en gran m anera que
vuelva a ser popular” 53. Cierto que muchos de los géneros cultivados por L o
pe —géneros de moda, en los que él se plegaba al gusto de su época— han
envejecido sin remedio y con ello la gloria de su autor. E n cambio, como poeta
dad, vivida, reálísima” 56. Y aún más abajo : “E sta nota de frescura y verdad,
este estar, día a día, hora a hora, convirtiendo en m ateria de arte la sustancia
de su vida, es totalmente nuevo en poesía española y aun europea. No sólo es
nuevo, sino que es aislado. Sólo en el siglo x v i i lo podía hacer un gran tem pe
ramento desbordado como Lope, y no tiene continuación en el xvm . Lope —se
h a dicho varias veces— empalma en este sentido con el Romanticismo” 57.
Ese carácter, repetidamente proclamado, de la lírica lopista h a conducido a
destacar en ella dos rasgos que se repiten siempre con insistencia de lugar co
m ún: de un lado, su ceñido valor autobiográfico; de otro, su natural espon
taneidad sin afeites, que excluiría cualquier esfuerzo artificioso. Pero am bos
supuestos deben ser cuidadosamente matizados.
L a proyección autobiográfica ya aludida, que ha permitido seguir en tan
tos aspectos la andadura vital y sentimental del escritor a través de sus versos,
no excluye en modo alguno la transformación de la anécdota en libre crea
ción poética, la elevación de lo particular a forja de arte. E n manos del poeta,
lo inmediato y concreto se desnuda innumerables veces de su corteza de rea
lidad y se trasm uta en obra intemporal. Valga un caso curioso. Como m ás de
una vez ha sido notado, Lope dedicó a distintas amantes las mismas, o muy
parecidas, composiciones, sustituyendo escasas palabras o haciendo, a lo sumo,
variaciones sobre idéntico te m a 58. Semejante aprovechamiento ha podido ser
tachado de frivolidad : el versátil Lope jugaba, pues, con sus propias pasiones.
Y algo de ello puede haber. Pero Montesinos, en el citado estudio, ha señalado
cuán arriesgado resulta tom ar demasiado a la letra el contenido biográfico de
las poesías de Lope, con olvido de su perenne valor artístico. “Al tener en
cuenta —escribe— lo biográfico que la obra poética de Lope contiene no de
bemos extremar las consecuencias cronológicas. Lope, como poeta, transfigura
en motivo poético cualquier episodio trivial de su existencia, y lo. recrea, o lo
reproduce meramente, en momentos en que poesía y realidad no están ya en
necesaria conexión” 59. Y luego : “E n poder de una idea poética, sin referirse
ya a circunstancia alguna determinada, Lope la repitió cuanto le plugo” 60.
Podría, pues, hablarse de la capacidad de olvido de Lope como hombre,
pero quizá con m ayor motivo de su poder, como poeta, de literatizar u n he
cho real, apasionadamente vivido. “Si la biografía de Lope —escribe Montesi
nos— constituye el más atrayente capítulo de nuestra historia literaria clásica,
es justamente porque en todos sus momentos refleja una existencia de artista
— conversión del dato real en creación—·. No hay otro gran poeta español cuya
biografía nos revele de m odo tan instructivo este proceso de transformación
61 “N otas sobre algunas poesías de Lope de V ega”, eii E stu dios sobre L o p e de Vega,
citado, pág. 265.
62 ídem , id., págs. 264-265.
63 José P . M ontesinos, “Lope de V ega, poeta de circunstancias”, en E studios sobre
L ope de Vega, citado, M éxico, 1951, págs. 294-295.
64 L o p e d e V ega y su tiem po, cit., pág. 178.
222 Historia de la literatura española
65 ídem , íd., pág. 180. Cfr.: S. G risw old M orley, T h e pseu don ym s an d literary
disguises o f L ope d e V ega, U niversity o f C alifornia Publications in M o d e m P hilology,
Berkeley, 1951, vol. 38, núm . 5, págs. 421-484.
66 “Introducción”, citada, págs. IX -X .
67 ídem , íd., pág. XI.
Lope de Vega: vida, obra no dramática 223
Los sonetos. Lope tenía especial predilección por los sonetos; de ellos
compuso una cifra prodigiosa, superior con mucho a la de cualquier otro poe
ta, y entre los suyos 'se encuentran indudablemente algunos de los más perfec
tos y hermosos que se h an escrito en lengua castellana. Como hemos visto, el
“concepto” era para Lope componente esencial en toda poesía; y el soneto,
por su peculiar estructura,’ era el vaso ideal para encerrar un pensamiento en
forma ceñida y apretada, y permitía además ricas combinaciones de artificios
poéticos. Con su habitual agudeza, Dámaso Alonso ha estudiado los juegos
estilísticos de la lírica de Lope, basándose sobre todo en la arquitectura de sus
sonetos81. Lope suele distribuirlos en dos momentos: uno ascendente y otro
descendente, que comprenden respectivamente los cuartetos y los tercetos ; aun
que el poeta modifica este esquema básico con toda libertad.
E l prim er grupo de sonetos, en número de doscientos, apareció incluido en
las Rim as, publicadas en M adrid en 1602. H asta entonces Lope no había pu
blicado poesías específicamente líricas en libro, propio (ya conocemos la inclu
sión de muchos romances suyos en colecciones generales). Estos doscientos
sonetos aparecían encerrados entre otras dos obras: el poema de imitación
italiana, L a hermosura de Angélica, y L a Dragontea, poema épico que, apare
cido primeramente en 1598, se reeditaba entonces. (El volumen se titulaba exac
tamente L a hermosura de Angélica con otras diversas rimas).
M uchos de estos sonetos habían sido “salvados” por Lope de sus come
dias, con m ayor o menor retoque y acomodación ; otros muchos estaban dedi
cados a Micaela de Luján (uno de los m ás bellos —“Yo no quiero más bien
que sólo am aros...”— había sido tomado también de una comedia: Los Co
mendadores de Córdoba); otros varios versan sobre temas bíblicos, mitológi
cos o de historia antigua.
Lope había prodigado el soneto en su teatro. En su Arte N uevo de hacer
comedias en este tiempo (1609) tenía que decir:
Con los dedicados a M icaela de L ujáñ puede que Lope pretendiera formar
un Canzoniere ; en cualquier caso, con su trenzado de sutilezas amorosas, te
jidas con toda la gama de refinados artificios, está patente la huella de Petrar
ca, aunque no ya por directo influjo del maestro italiano sino a través de la
tradición petrarquista castellana que tenía invadida a nuestra lírica. Pero la
artificiosidad heredada se derrite como cera al calor humano de la pasión que
enciende el verso y da vida real a la inerte literatura. L a excelencia de esta
fusión la define perfectamente Montesinos: “Los doscientos sonetos de las
R im as humanas armonizan, como toda la obra de Lope, motivos literarios
que él recibía de dos o tres generaciones de poetas con sus personales experien
cias. E n este sentido son quizá su colección poética más característica” 82.
E n los sonetos que hemos reservado al tercer grupo Lope sigue también
la gran herencia renacentista de imitación clásica, que había utilizado tan in
sistentemente los mitos paganos, así en la poesía como en la pintura. Lope
sustituye ahora la pasión —ajena al tema— por un alarde de recargada orna
mentación, que aprieta sus galas en el férreo marco del soneto, logrando efec
tos de extraordinaria belleza, muy original. “Lo que sí era nuevo en las Rimas,
por lo menos en la forma suntuosa que le dio Lope, fueron los desarrollos de
tem as históricos o míticos con propósitos artísticos que, sin exageración, po
dríamos llamar parnasianos. E n estos sonetos Lope destaca fuertemente todo
elemento sensual con una rara finura de sensibilidad. A veces, como en algunos
parnasianos del pasado siglo, la influencia de las artes plásticas, la preocupa
ción por la línea escultórica o por el color son notables, y el soneto de Venus
y Palas está visto y sentido como un bajo-relieve, y el admirable A l triunfo de
Judit es como u n a gran pintura veneciana de refinada composición y colorido
caliente y rico” 83.
E n el otoño de 1614 publicó Lope las R im as sacras, libro misceláneo,
compuesto de cien sonetos seguidos de varias canciones y romances de asunto
religioso. L a orientación m ística dada por Lope de Vega a su poesía lírica
desde la publicación de sus cuatro Soliloquios de 1612, había sido continuada
en otras publicaciones de menor fortuna, pero alcanzaba su mayor sentimiento
religioso y más alta calidad literaria en las citadas R im as sacras. Sobre Lope
comenzaban a abatirse las amarguras: en pocos meses había fallecido su espo
sa Juana de Guardo y el hijo m ás entrañablemente amado, Carlos Félix. La
misma crisis de religiosidad que le condujo entonces a ordenarse de sacerdote,
inspiró la profunda emoción espiritual de aquellas composiciones. Los Solilo
quios (todos ellos en redondillas, estrofa que Lope estimó siempre como la
más apropiada para el lenguaje natural, caldeado por un afecto) habían sido
una efusión sencilla, desprovista de adorno, escrita — dice Vossler— “con
bienaventurada simplicidad” ; en las R im as sacras, p o r el contrario, el poeta
culto que jam ás desfallecía en Lope, afina con el mayor esmero su instru
mento poético y se atavía con todas las exigencias de un selecto artífice. Di
ríase que Lope siente entonces hasta la excelencia de su nuevo estado sacer
dotal y quiere mostrarse digno de él.
Por lo que a los sonetos se refiere, que ahora nos importan, algunos tratan
motivos ocasionales, como festividades y elogios de santos ; y su valor es re
ducido. Pero los m ás giran en tom o del Sacramento, la contrición, el arre
pentimiento y repudio de la vida pasada, el deseo de una vida espiritual; o
son tiernos coloquios con el Esposo. E n estas composiciones vacía el poeta
sus tormentos íntimos —dramáticamente sinceros, aunque las más horribles
caídas le aguarden al instante— , y dicho se está que en ellas brilla el genio poé
tico de Lope como en los mejores momentos de sus Rim as humanas. Menén
dez y Pelayo opinaba que algunos de estos sonetos debían contarse entre los más
inspirados que la poesía religiosa española había producido. Montesinos lo
reconoce igualmente, aunque puntualiza el sabor de m uy hum ana religiosidad
—eterno Lope— que hasta en sus versos más espirituales impregna todo,
“ ...los mejores momentos de las R im as sacras cuentan entre los mejores de
nuestra lírica y son obra de alta poesía, aunque no exponente de la m ás fina
religiosidad. Los sonetos de Lope, nacidos de sus crisis de conciencia... son
poesía de contrición y de atrición. Sin las tristezas de la carne, el hastío de las
pasiones o el terror del infierno, la Llam a de amor viva o la Noche oscura
seguirían siendo posibles en un espíritu tan sensible como el de San Juan de
la Cruz ; los sonetos de Lope no lo serían. Pero si esta poesía hum ana —tan
humana como la erótica de las Rimas, de la que es reverso— no se inspira en
emociones exquisitas de la conciencia religiosa, su acento pasional, su cafor,
su eficacia expresiva, le dan singular realce, y los sonetos sacros de Lope tam
bién se destacan de la lírica clásica como algo sin precedentes e insuperado” 84.
Vossler no enjuicia con demasiado entusiasmo la poesía sacra de Lope,
en cuyos sentimientos religiosos —dice—■son más fuertes los vínculos patrió
ticos y eclesiásticos que los personales. E l más auténtico lenguaje de piedad en
la obra lopista —y esto es indiscutible— hay que buscarlo cuando adopta el
tono popular: “en las quintillas de su Isidro, en las canciones de sus pastores
de Belén y en aquellas de sus comedias de santos donde se hace hablar a in
doctos héroes de la fe, pobres de espíritu, idiotas casi, y donde incorpora el
catolicismo vulgar español... Pero en lo que más se complace es en el juego, en
lo festivo, en contar leyendas y embriagarse en lo maravilloso de los milagros
y de las imágenes que adora. Como m ejor aplaca las inquietudes del propio
corazón es con estos ejercicios de piedad de la parroquia entera, por inmer
sión en la m asa de los creyentes, sin querer conservar nada propio” 85.
86 Lope de Vega. Poesía Urica, ed. Luis G uarner, cit., vol. T, pág. 184.
Lope de Vega: vida, obra no dramática- 231
E s adagio proverbial
que todas las cosas son
de Lope : extraño caudal ;
mas por la misma razón,
vuestras, con aplauso igual :
que yo siempre vuestro fui.
Pues ¿cuál es más en los dos,
si yo cuanto soy os di,
ser todas ellas de mí
o ser yo todo de vos?. . . 9ϋ.
Jorder, D ie F orm en des Son etts bei L ope de Vega, H alle, N iem eyer, 1936. A . A líschul,
“L ope de V ega ais Lyriker”, en Z eitschrift fü r rom anische Philologie, LI, 1931, pági
nas 76 y ss. M . R om era N avarro, “Lope y su defensa de la pureza de la lengua y estilo
poético”, en R evu e H ispanique, L X X V II, 1929. D e l m ism o, “Lope de V ega el m ayor lí
rico para sus contem poráneos” , en Bulletin H ispanique, X V , 1933. W . L. Fighter, “Recent
Research on Lope de V egas’ Sonnets”, en H ispanic R eview , V I, 1938, págs. 21-34.
90 Edición Luis Guarner, citada, vol. II, págs. 277-278.
Lope de Vega: vida, obra no dramática 233
91 Aunque m uchos de los conceptos que siguen hayan quedado expuestos con m a
yor o m enor am plitud en las páginas precedentes, creem os de interés reproducir algunas
opiniones de Rennert y Castro en que resumen a su vez (apéndice B de su V ida d e L ope
de Vega, cit.) los juicios form ulados a lo largo de su trabajo sobre la obra poética de
L op e: “U n a gran parte de la poesía de Lope está perdida para el gusto moderno mer
ced a los m ism os rasgos negativos que vician muchas de sus comedias. La facilidad, no
acom pañada de reflexión, llevaba la fantasía del poeta por los cauces de lo trivial, que
entonces residía en la difusión y en la am pulosidad... U n a consecuencia fatal de esta
excesiva facilidad es que la m ayoría de los poem as de Lope sólo se salvan por sus di
gresiones e incidencias. Y a ha visto el lector cóm o h a sido preciso rebuscar con aten
ción entre las páginas de muchas obras menospreciadas por lectores anteriores, para
que surjan pasajes de una indiscutible b elleza... Sospecham os que el autor, nacido en
un m edio m ás moderno, habría hallado rem edio a m uchas de sus im perfecciones. Lope
producía sin cesar; a veces debió esforzarse y dar más de lo que podía, im pulsado por
la nécesidad de vivir, por el afán de notoriedad y de encontrarse en primer término
en toda empresa literaria; pero no era raro que trabajase llevado tanto de una insacia
ble curiosidad intelectual com o de un irresistible im pulso, que le obligaba a objetivar
las creaciones de su fantasía o cualquier m ovim iento de su sensibilidad... Lo tremendo
es que todo ello hubiera de escribirse en verso. Si la época de Lope hubiera conocido
la revista y el diario, es seguro que buena parte de sus poesías se habrían resuelto en
crónicas y artículos volanderos; pero no fue así, sino que los géneros poéticos tuvieron
que aceptar cuanto brotaba de la pluma de Lope, m ucho de lo cual apenas tenía de
poético m ás que el m etro” (págs. 411-413). “L ope produce el efecto de un escritor ini-
cialm ente rom ántico, agudamente subjetivo, que no logró, sin em bargo, elevarse a una
intuición del m undo por no haber profundizado bastante en sí m ism o ni en el ideal
hum ano. Lo primero es evidente; basta acercarse un poco a la obra de Lope para notar
en seguida la acción de su personalidad, en form a de alusiones directas a su vida, com o
reflejo de su manera de pensar, en la intensidad especial que ideas y sentim ientos com u
nes adquieren en su pluma. Esa actitud ante el m undo, que lo mide y resuelve todo se
gún la propia sensibilidad, es, en últim o término, lo que llam am os rom anticism o; y es
m uy razonable la afirmación, ya trivial, de que la literatura romántica, que en otros
países se desenvuelve entre lo s siglos xvn y xix, se manifiesta ya en la España del
x v n ... N o obstante — y aquí viene la esencial diferencia que separa el romanticismo de
L ope del del siglo x ix — , Lope infringe las reglas, pero las reglas existen para é l y cree
en ellas. E l rom anticism o del siglo xix, en cam bio, llega a una solución unitaria y sub
jetiva de la vida, tom ando al yo com o centro del U niverso, tanto para el sentimiento
com o para la m oral y la ciencia. En Lope hay una postura romántica inicialmente, pero
no llega nunca a formar una filosofía basada en su corazón, ni a resolver en la unidad
del individuo su actitud ante la vida; en él se daba, al contrario, un intenso dualismo,
reflejo necesario de la concepción racionalista y teológica que inspiraba aquel siglo en
España. M iradas así la vida y la obra de Lope, nos aparecen com o un torrente que se
estrella contra un dique poderoso y que no encuentra casi nunca un cauce norm al y
Lope de Vega: vida, obra no dramática 235
los hechos están referidos con bastante objetividad, Lope, inevitablemente, re
carga las tintas contra el enemigo de su nación. Retórico, aun para el gusto de
la época, el poem a ha sido diversamente juzgado. Debido a su intención pro-
selitista patriótico-religiosa, es también natural que se haya tenido en cuenta
su contenido polémico y apunten las censuras preferentemente hacia su pre
sunta parcialidad; tal, la opinión de Ticknor, por ejemplo. Fitzmaurice-Kelly
admitía, sin embargo, que el sentimiento nacional por sí mismo era admirable
y hubiera podido salvar el poema si no hubiera fallado por otras causas; y
Vossler viene a confirmar esto mismo cuando dice: “E n conjunto, es el poe
ma más desmayado que fanático. Su más grave debilidad reside en un pro
saico vulgarismo y en una ausencia de ideas pobre de sentimientos, de modo
que Drake y su empresa sólo según la letra, pero no en nuestro ánimo, se con
vierten en Dragón y en peligro de universal estremecimiento para la Cristian
dad. Hasta qué punto intervienen escasamente aquí la verdadera pasión y la
emoción religiosa, puede verse en el hecho de que en las luchas, las expedi
ciones de rapiña y los asaltos llenos de vicisitudes, todo ocurre en medio de
las cosas más naturales y en parte banales y jocosas, quedando en último tér
mino lo maravilloso como algo accesorio e inerte” 93. En el poema sobresalen
algunos episodios, ajenos al hilo principal de la acción, que son los más
estimables del libro. Destacan asimismo algunas descripciones marineras, tra
zadas con vivo realismo, en las que Lope hace gala de un riquísimo vocabu
lario náutico. R ennert y Castro subrayan el interés de algunos pasajes aislados
de esta índole, que Lope consigue animar con calor de cosa vivida: “quizá lo
único notable que hallemos [en la obra] —dicen— sea esa visión de la Espa
ña colonial, de los hombres de acero, que en este poema, más bien que com
batir al inglés, nos parece que están trazando una página más de la epopeya
de los conquistadores. Y en este sentido L a Dragontea debe ser leída pensan
do en L a Araucana y en los cronistas de Indias” 94.
canta Lope. Dicho se está que esta parte es la más fluida y lozana, anim ada
por abundantes notas líricas y pasajes descriptivos; todo lo cual se aviene a
la perfección con el espíritu del poeta. N ada hay en esta obra de la preten
ciosa artificiosidad de sus restantes poemas cultos, en los que cedía al gusto
de su tiempo y pretendía em ular a los grandes épicos renacentistas italianos.
E l Isidro ni siquiera es propiam ente u n canto épico, sino casi una historia
familiar contada con desenvuelta naturalidad: paisaje castellano, vida cotidia
na, personajes sencillos. Y empapándolo todo, un sentimiento religioso humano
y popular, sin sutilezas ni complejidades. De esta religiosidad cordial, tan
arraigadamente española, y de la que tantas muestras podemos hallar en todo
el arte ·—plástico y literario— del siglo xvir, es E l Isidro una de sus manifes
taciones más genuinas ; lo divino y lo humano se mezclan y confunden, y el
prodigio se abraza con la realidad más llana y habitual. “M irando este aspec
to de E l Isidro —dicen Rennert y Castro— guarda su arte semejanza con el
de aquellos pintores españoles que hicieron de lo divino tem a usual de sus
cuadros; por ejemplo, Murillo, en el que cualquier objeto atrae nuestra m i
rada con el mismo aliciente que el pretendido motivo principal —en ‘L a cocina
de los ángeles’ en el Louvre, el almirez y las escudillas allí representados no
difieren en su técnica ni en su significación de las figuras angélicas, tem a ap a
rentemente primordial—” %. Todos los temas y motivos que encuentran eco en
el ánimo de Lope, tienen cabida a su vez en E l Isidro ; de aquí su unidad de
pulso lírico y su cambiante diversidad de paisaje literario. “Lope —dicen los
críticos citados— hizo aquí un alarde de poesía española, y dentro de lo eru
dito procuró acercarse lo más posible al popularismo, cuyo triunfo simboliza
ba el santo aldeano. Y así, aunque la preceptiva lo califique de poem a épico
erudito, hallamos en E l Isidro aspectos del romancero, de comedia de santos,
de auto sacramental y hasta de comedia profana ; obra de transición entre v a
rios géneros, las notas populares y realistas se rozan aquí con las concepciones
de una imaginación erudita y a veces ampulosa” 97.
Menéndez y Pelayo decía de E l Isidro que había en él mucho fárrago y
broza, pero que podían entresacarse fragmentos admirables. El poeta se deja,
efectivamente, llevar de su propia facilidad y, como embriagado p o r la misma
fluidez de sus “quintillas saltadoras”, las amontona con incontinente derroche ;
sobran versos por casi todas partes, y sobran también pasajes completos en
que Lope se entrega a exhibiciones pedantescas o a insoportables enumeracio
nes: en el Canto -X se suceden veinte quintillas con sólo nombres propios.
Pero cuando Lope desciende a la sencilla vulgaridad de cada día, al m undo
de las cosas familiares y cotidianas — aunque el milagro, no menos familiar
en sus manos, las invada—·, logra bellezas de insuperable poesía ; así, en este
fragmento del Canto V, cuando Isidro se levanta en la madrugada y se dispone
a m archar hacia el molino :
96 Vida de L ope de Vega, cit., págs. 141-142.
97 ídem , Id.,'págs. 136-137.
238· Historia de la literatura española
O el final del mismo Canto, cuando Isidro sirve a los pobres la comida mila
grosamente multiplicada:
Del éxito del poem a da idea el hecho de que fue reeditado ocho veces du
rante el siglo xvii.
pósito apetecido. E n esta línea hay que colocar L a Jerusalén de Lope, quien
recogiendo una legendaria tradición, según la cual Alfonso V III había
intervenido en las Cruzadas, trata de situar a España dentro de la gran gesta
colectiva de la Cristiandad m edieval; y así, empareja a Alfonso con Ricardo
Corazón de León en una empresa común, que el poeta desarrolla al modo de
una novela caballeresca. Lope escribió el poem a con un cuidado poco fre
cuente en él, y es bien visible su voluntad de estilo a la cual se deben muchas
de las bellezas aisladas del poema. Teníalo Lope en gran estima, según con
fiesa en carta al duque de Sessa: “ ...es cosa que he escrito en mi m ejor edad
y con estudio diferente que otras de m i juventud, donde tiene más poder el
apetito que la razón” m . Pero ni aún con semejante esfuerzo podía Lope
acomodar a tal empresa la índole de su ingenio, inadecuado p ara sostener en
trecho tan largo la solemnidad y dignidad de entonación que un poem a de
aquella especie requería ; y aquí sus desigualdades inevitables : “L a impresión
que deja la lectura de este largo p o e m a —dicen Rennert y Castro— es que en
él ha desperdiciado Lope tesoros de visión poética ; su error consistió en alar
gar desmesuradamente un poema, construido sobre base tan frágil como la inter
vención española en las Cruzadas; en cambio, continuamente encontraremos
otros temas secundarios que viven ahogados bajo la artificiosa pom pa del con
junto, pero que no por eso pierden el encanto que el alma sin orillas de Lope
supo poner en ellos” 103.
Lugar especial, entre las obras narrativas de Lope, merece el notable poe
m a burlesco, en siete silvas, L a Gatomaquia, incluido en las R im as divinas y
humanas del licenciado T om é de Burguillos (1634). L a obra es una espléndi
da y graciosísima parodia de la altisonante épica culta, tan cultivada por el
mismo Lope, que acaba al fin, casi a las puertas de su muerte, riéndose de
las desmesuras de aquel género. El poem a relata los agitados amores de Za-
paquilda y Micifuf, que pretende obstaculizar el rival Marramaquiz. Éste, con
los consejos del gato hechicero Garfiñante, trata de seducir a Zapaquilda, y
para darle celos corteja a otra gata, Micilda. Cuando van a celebrarse las bo
das, M arram aquiz, despechado, asalta el cortejo y rapta a la novia con quien
se encierra en un castillo. Micifuf, ayudado por sus amigos, cerca la fortaleza
con el m ayor aparato bélico. A l fin, el raptor es muerto y los gatos enamora
dos pueden vivir felices105.
L a época de Lope conoció en todas las lenguas europeas infinitas parodias
de la épica culta y de la literatura caballeresca en todas sus formas. También
España las tuvo: Villaviciosa con su poem a L a mosquea precedió a L a Ga
tomaquia en bastantes años, y en composiciones más breves son notables las
parodias de temas heroicos de Góngora y Quevedo, que quedan mencionadas
en su lugar. Pero, como señala Vossler, la sátira española se desenvolvía con
m ucha m ayor holgura — con m ucha m ayor pujanza, diríamos nosotros— en
el campo de la crítica social o el hum or realista, m ás graves y esenciales que
la parodia literaria. Ésta tuvo particular difusión entre los italianos, y de ita
lianizante califica Vossler el poema hasta por el empleo de la silva de forma
madrigalesca, con la que Lope hace “fluir su relato por modo gracioso, elás
tico, rítmico, pintoresco, bufonesco y elegante” . Pero admite a continuación
que L a Gatomaquia encierra caracteres que revelan a la vez el modo español
y la más genuina personalidad de L ope: “Ciertamente —dice— en las escenas
de celos y lucha entre los gatos enamorados, en la bizarría del atavío y el in
dumento, en lo altisonante de sus retos y alardes, en las perspectivas impetuo
sas referidas a heroicas figuras míticas, castellanas y moriscas, y sobre todo
en el halo rebosante de humor, de superioridad indulgente y amable que en
vuelve enamoramiento, celos y coquetería demasiado humanos, vibra y se im
pone, victorioso, el m odo popular español de Lope” 1M.
También es frecuente reprochar a L a Gatomaquia, como a los otros poe
mas del Fénix, su demasiada longitud y excesos verbales, pero creemos que
esta vez sin demasiado fundam ento; el poema se desliza con encantadora
frescura y ni siquiera en sus innegables amplificaciones llega a cansar.
105 Edición, con estudio preliminar, de F . R odríguez M arín, Madrid, 1935; ed, de
Agustín del Cam po, M adrid, 1948,
106 L o p e d e V ega y su tiem po, cit., pág. 166.
Lope de Vega: vida, obra no dramática 243
“ L a Aïcadia” . L a prim era de las obras extensas de Lope que salió a luz,
en 1598, fue L a Arcadia, novela pastoril escrita, según ya dijimos, durante
su estancia en la corte ducal de Alba. L o que a propósito de esté género, ine
quívocamente renacentista, dijimos con ocasión de sus mejores cultivadores en
España, Montemayor y Gil Polo, nos evita ahora mayores consideraciones de
índole general. L a novela pastoril —también .lo sabemos— gustaba de escon
der bajo el disfraz de sus ficciones sentimentales a personajes y hechos autén
ticos, cuya posible identificación era motivo de goce para el lector de la épo
ca. Siguiendo el uso, Lope llevó a L a Arcadia los amores de su señor, el duque
de Alba, a quien veló bajo el nombre del pastor “Anfriso”, mientras se reser
vaba para sí el ya utilizado de “Belardo” .· L a novela de Lope sobresale por
sus brillantes descripciones de la naturaleza, en las que el poeta acierta a fun
dir sus propias intuiciones personales —de gran amador del campo— con la
retórica habitual del género y del tiempo. Toda la gama de convencionalis
mos ineludibles y el artificio de una prosa rígidamente sometida a una “ento
nación” especial, no consiguen del todo apagar la directa m irada del escritor,
porque Lope de Vega —como declara Montesinos muy justamente— “es uno
de los pocos clásicos castellanos que tuvieron un vivo sentimiento de la natu
raleza” 108. Rennert y Castro, que insisten igualmefite en este aspecto, destacan
a su vez las calidades “pictóricas” de muchas descripciones de paisajes de la
tuna, la proyección personal del escritor caldea con auténtica tem peratura hu
m ana diversos pasajes de la obra: en esta ocasión es el eco de sus amores
con Micaela de Luján, que a veces se asoma incluso a la novela, y a la que
el poeta, levemente oçulto bajo el nombre de Jacinto, dirige la epístola “Serra
n a hermosa, que de nieve helada...”, una de las bellas joyas del libro.
Intercalados en él, y sin ninguna relación con su argumento, figuran cua
tro “autos” sacramentales, los primeros conocidos de Lope : E l viaje del alma,
Las bodas del alma y el amor divino, L a maya y E l hijo pródigo.
E l peregrino ofrece además otro aspecto del mayor interés para la histo
ria literaria; al término de la obra, el autor incluye una lista de las comedias
que hasta entonces llevaba escritas y que ascendían ya a doscientos diecinueve
títulos (lista considerablemente ampliada en la edición de 1618). A l mismo tiem
po, Lope expone uno de los primeros juicios que formuló sobre su propio
teatro, palabras de gran importancia, que en su momento habremos de comen
tar: “ ...adviertan los extranjeros, de camino, que las comedias en España no
guardan el arte, y que yo las proseguí en el estado que las hallé, sin atreverme
a guardar los preceptos, porque con aquel rigor, de ninguna m anera fueran
oídas de los españoles” 112.
“Es un niño lo que Lope canta, un niño que tiene ‘unos ojuelos tan bellos’
como los que dio M urillo a sus Bautistas y a sus Cristos infantiles. Un niño
que tiene frío y sueño, que ‘llora de am or’, pero con lágrimas de niño, y al
que Lope consuela y mece con canciones de cuna que hubiera podido cantar
a sus propios hijos... Lope toca realmente a Jesús, le acaricia. L a inmensa
ternura que sintió por la infancia consigue en estos versos de L os pastores su
más fina expresión poética. Lope prestó a M aría —madre, pero también ni
ña— palabras nacidas de sus propios sentimientos paternales. Muchas de estas
letrillas y villancicos podrían destacarse del libro y ser leídas ‘a lo hum ano’ ;
tan humanamente están sentidas” 11S.
Rennert y Castro sobre el abigarrado conjunto de L os pastores de Belén
destacan “tres notas literarias de valor esencial: la emoción ingenua y cando
rosa que Lope, con blandura de niño, sabía proyectar en forma tan exquisita ;
la representación visual de los objetos, llena de encanto pictórico, y en que,
junto a la prim orosa objetividad del “parnaso”, creemos adivinar la huella
cálida de la pintura veneciana, que tanto debió influir en L ope; en fin, aun
que atenuado, aparece aquí tam bién lo sensual, lo erótico, norte de nuestro
poeta, impulso que tan sin m edida le eleva para el arte y le hunde para la
moral”
Muchos de estos pasajes de tem a erótico son historias tom adas de la Bi
blia, tales como la de David y Bethsabé, Am nón y Tam ar, Susana y los jue
ces, que p o r ser ajenas al tem a principal y haber sido tratadas con m uy hu
m ana libertad despertaron las suspicacias de la Inquisición, que tachó abun
dantes fragm entos; aunque la censura debió de ser transitoria, pues las nue
vas ediciones volvieron a dar íntegro el texto. No es extraño que este regusto
casi diríase paganizante, fuese rechazado p o r un crítico tan habitualmente adus
to como Ticknor, que no pareció entender aquella religiosidad popular de
Lope, tan desenvuelta y humana. Sí la entendió perfectamente Vossler, quien
dice, sin embargo: “Para estos pastores se borran las fronteras críticas y el
ceñían algunos corales entre unas gruesas perlas de no vista grandeza. Éstos
eran sus trajes y éstos los reyes” U8.
U n detalle curioso que muestra otra faceta no menos hum ana de Lopé.
Impreso L o s pastores de Belén, le remitió un ejemplar el autor a su amigo el
duque de Sessa con esta picara aclaración: “ ...no era para el ingenio de
V. ex.a; podrá passarie como la vieja que rezaba, que en diciendo la prim era
Ave M aría, a todas las demás passaba con sólo decirles: como te dixe te
digo” ll9.
L os pastores de Belén conocieron un notable éxito; durante el siglo XVII
fueron reeditados una docena de veces.
está recitándoselos a su am ada como al oído, cual un enam orado galán que
mezcla con la historia sus propios desahogos amorosos. Vossler h a señalado
cómo este rasgo de las novelas, esta introducción tan completa de M arta en
el ámbito creador y espiritual del propio escritor, revela el especial carácter de
aquel último am or de Lope. Al ocuparnos de su vida vimos en qué medida se
había convertido M arta en una M usa auténtica del Fénix. Aquella —más
que dedicatoria— entrega de su obra “supone —dice Vossler— un anhelo
de comunión espiritual como no será frecuente entre hombres y mujeres en la
España de entonces” m .
largo que duró toda la vida literaria del gran Lope, puesto que com ienza con los brio
sos romances de Filis y Belardo, de Zaide y Zaida, y termina con L a G atom aquia. La
perfección de L a D o ro te a se explica mejor si tenem os en cuenta ese proceso” (Introduc
ción a su edición de L a D orotea, cit. luego, pág. 32). Recorre a continuación las distin
tas obras de Lope en que pueden rastrearse “antecedentes o pre-D oroteas”, prescindiendo
de los fam osos rom ances y sonetos, y m enciona : la com edia E l verdadero amante, la
primera conocida del F én ix; B elardo el furioso, la com edia aducida por M enéndez y
Pelayo, y más próxim a que otra alguna ■ — confirma Blecua— a L a D o r o te a ; el poem a
L a herm osura de Angélica, concretamente el canto X IX ; E l peregrino en su p a tria ; el
poem a L a Filom ena', las N o vela s a M arcia Leonardo·, el Isidro. “N o , no puede extra
ñarnos —com enta Blecua— que esa D orotea fuese tan querida, puesto que había crecido
dentro de Lope a lo largo de toda su vida literaria. Jamás en la literatura española se
ha dado un caso de creación tan lenta y, al mismo tiempo, tan fácil de seguir” (ídem,
id., pág. 41).
123 Ediciones: A m érico Castro, Madrid, 1913; E. Juliá M artínez, M adrid, 1935; J.
M allorquí Figuerola, Buenos Aires, 1944; José M anuel Blecua, M adrid, 1955; Edwin S.
M orby, Valencia, 1958 (todas ellas con estudio preliminar y notas). Cfr. : H . Petriconi,
“Trotaconventos, Celestina, Gerarda” , en N euere Sprachen, X X X II, 1924, págs. 232 y ss.
Agustín G . de A m ezúa, “En el tercer centenario de L a D o ro te a ”, en B oletín de la R ea l
A cadem ia Española, X IX , 1932, pág, 695 y ss. (reproducido en O púsculos histórico·
literarios, vol, II, M adrid, 1951, págs. 255-267). Leo Spitzer, D ie Literarisierung des Le-
bens in L o p e’s D orotea, Bonn, 1932. W. C. Atkinson, “La D orotea, acción en prosa” ,
en Bulletin o f Spanish Studies, X II, 1935, págs, 198-217. A . F. G . Bell, “Lope de V ega
as a Writer o f Prose”, en Bulletin o f Spanish Studies, X II, 1935, págs, 230-237. A lda
Croce, L a D o ro tea d i L o p e d e Vega, Bari, 1940. Edwin S. M orby, “A footn ote on Lope
de V ega’s barquillas”, en R om an ce Philology, VI, 1952-1953, págs. 289-293. D e l m ism o,
“Levinus Lemnius and Leo Suabius in L a D o ro tea ”, en H ispanic R eview , X X , 1952,
págs. 108-122, D e l m ism o, “Persistence and Change in the form ation o f L a D o ro te a ”,
en H ispanic R eview , X V III, 1950, págs. 108-125 y 195-217. D e l m ism o, “Proverbs in
La D o ro te a ”, en R om an ce Philology, VIII, 1954-1955, págs. 243-259. D e l m ism o, “Som e
observations on tragedia and tragicom edia in Lope”, en H ispanic R eview , X I, 1943,
págs. 185-209. José F. M ontesinos, “Lope, figura del donaire”, en E stu dios sobre L ope,
cit., págs. 71-89. A lan S, Trueblood, “The case o f an early D o r o te a : a reexam ina
tion”, en P M L A , L X X I, 1956, págs. 755-798. D el m ism o, “Espacio, tiem po y género en
L a D orotea", en N u eva R e vista de Filología H ispánica, X I, 1957, págs. 189-193. F élix
M onge, “La D o ro tea de L ope de V ega”, en V ox Rom anica, Zurich, 1957, págs. 60-145.
Lope de Vega: vida, obra no dramática 251
128 M orby, ed. cit., pág. 23, “N o es éste un libro de recuerdos — dicen Rennert y
Castro— , n i tam poco un libro de confesiones: es sencillam ente una ‘obra de vejez’,
en la que sin propósito ético determinado se funden los más vivos recuerdos de una
vida apasionada: sólo para los amores proscritos hay aquí atento recuerdo. Con des
nudez y brío actúan en L a D o ro te a los dos m óviles que gobernaron la vida del poeta:
la pasión por la mujer y el amor por la literatura. Es obra de recapitulación” (V ida de
L o p e de Vega, cit., pág. 44).
129 José F . M ontesinos, “Lope de V ega, poeta de circunstancias”, en E studios sobre
L ope, cit., pág. 297.
130 V ida de L ope d e Vega, cit., pág. 54.
254 Historia de la literatura española
la variedad, con el deseo de que salga herm osa...” 131. Pero es curioso, como
observa Blecua, que ninguno de estos poemas alude a sus amores con Elena
Osorio, puesto que casi todos están escritos para Amarilis. Estas composiciones
pueden clasificarse en varios grupos; uno de ellos está formado por los cinco
coros que cierran los distintos actos a modo de “resumen sentencioso de la
situación debatida o planteada en cada acto” , y son los de menor interés. Otro
lo constituyen romances que cantan diversos personajes, pero advirtiendo que
son de Lope o de un gentilhombre “a quien se ha muerto su dam a”. A este gru
po pertenecen los más bellos poemas: el romance “A mis soledades voy” y
las cuatro famosas barquillas, compuestas, en los días que siguieron a la m uer
te de Amarilis, a m anera de idilios piscatorios, elegías o endechas a la pérdida
de la amada. E n la primera, que comienza “ ¡Ay soledades tristes”, describe
en forma estilizada la belleza de Amarilis recordando los encantos de días
lejanos; la segunda, “Para que no te vayas”, da ya entrada a más hondas y
desengañadas reflexiones, nota que se acentúa aún más en la tercera, la más
famosa de todas, “Pobre barquilla m ía” ; mientras la cuarta, “Gigante crista
lino”, se desenvuelve en tono de mayor artificiosidad. L a perfección técnica de
las barquillas ha sido siempre ponderada ; junto a esta cualidad, Blecua desta
ca lo que vienen a representar en el camino lírico del poeta: “Frente a los
romances juveniles ■ —dice—·, tan llenos de frescura y bizarría, éstos acentúan
su perfección formal, pero tam bién se da en ellos el paso de la anécdota a la
introspección. Predom ina en ellos la nota íntima· y melancólica y no la narrati
va. El primero, ‘A mis soledades voy’, es quizá el más conocido y divulgado
y también el romance sentencioso más bello de toda nuestra literatura. Lope,
que ‘por venir de sí mismo’ no puede venir de más lejos, que es ‘todo alma’,
va dando un curso sentencioso, con cierto aire popular y sin pedantería” 132.
Otro grupo de estas composiciones lo forman diversos romances escritos
también para M arta de Nevares —“Zagala, así Dios te guarde” y “Unas dora
das chindas”—, muy preciosistas, en los que se combina el habitual senti
miento del poeta con un ágil virtuosismo y facilidad propios de su última eta
pa creadora. Merecen, finalmente, destacarse entre los sonetos los que comien
zan “Canta, pájaro amante, en la enram ada”, “Quejosas, Dorotea, están las
flores” , y el ya mencionado contra Góngora, “Pululando de culto, Claudio
am igo...”.
1 “E l enorme im pulso que recibió el drama español en el primer cuarto del siglo x v ii
y el verdadero diluvio de com edias que cayó sobre España durante los cincuenta años
siguientes ·— dicen Rennert y Castro— se debió por com pleto al genio de L ope de Vega.
T uvo sus predecesores, es verdad, y con algunos de ellos alcanzó el drama u n alto grado
de perfección; pero correspondió al genio de Lope dotarlo del espíritu de nacionalidad.
E l fue realmente el creador de ia llam ada com edia nueva. El com ienzo de este nuevo
período de poesía dramática inaugurado por Lope puede colocarse hacia 1587-1588,
época en que aquél era ya sin duda el mejor poeta dramático de Madrid. Prueba bas
tante es el afán con que solicitaban sus com edias los diversos autores de com pañías...
A l comenzar el siglo x v ii llevaba Lope escritas unas ciento cincuenta com edias: la c o
media nueva era ya un hecho ; el drama en España había recibido una dirección defini
da, una forma fija, que había de conservar durante siglo y m edio. Rápidamente sus
com edias comenzaron á difundirse por toda España, y surgieron en todas partes com
pañías de actores seguidas de una multitud de poetas dramáticos” ( V ida d e L ope d e
Vega, Madrid,· 1919, págs. 130-131),
256 Historia de la literatura española
de uvas y olla de b erzas...; están en los lugares cuatro o seis días, alquilan
para la mujer u na cama y el que tiene amistad con la huéspeda dale un costal
de paja, una m anta y duerme en la cocina, y en el invierno el pajar es su
habitación eterna... Compañía de garnacha son cinco o seis hombres, una m u
jer que hace la dam a prim era y un muchacho la segunda; llevan un arca con
dos sayos, una ropa, tres pellicos, barbas y cabelleras y algún vestido de la
mujer de tiritaña. Estos llevan cuatro comedias, tres autos y otros tantos en
trem eses; el arca en un pollino, la mujer en las ancas gruñendo y todos los
compañeros detrás arreando. Están ocho días en un pueblo, duermen en una
cama cuatro... E n la bojiganga van dos mujeres y un muchacho, seis o siete
compañeros y aun suelen ganar muy buenos disgustos, porque nunca falta un
hombre necio, un bravo, un m al sufrido, un porfiado, un tierno, un celoso ni
un enam orado; y habiendo cualquiera destos no pueden andar seguros, vivir
contentos ni aun tener muchos ducados. Éstos traen seis comedias, tres o cua
tro autos, cinco entremeses, dos arcas, una con hato de la comedia y otra de
las m ujeres... Suelen traer entre siete dos capas, y con éstas van· entrando
de dos en dos, como frailes. Y sucede muchas veces, llevándosela el mozo, de--
jarlos a todos en cuerpo... Este género de bojiganga es peligrosa, porque hay
entre ellos más mudanzas que en la luna y más peligros que en frontera...
Farándula es víspera de compañía ; traen tres mujeres, ocho y diez comedias,
dos arcas de hato, caminan en mulos de arrieros y otras veces' en carros, en
tran en buenos pueblos, comen apartados, tienen buenos vestidos, hacen fiestas
de Corpus a doscientos ducados... E n las compañías hay todo género de gu-
sarapas y baratijas... saben de mucha cortesía, hay gente m uy discreta, hom
bres m uy estimados, personas bien nacidas, y aun mujeres muy honradas (que
donde hay mucho, es fuerza que haya de todo), traen cincuenta comedias, tres
cientas arrobas de hato, diez y seis personas que representan, treinta que co
men, uno que cobra y Dios sabe el que hurta... Son sus trabajos excesivos,
p or ser los estudios tantos, los ensayos tan continuos y los gustos tan diver
sos...” 2.
L a cita es larga, pero la gracia y plasticidad de este aguafuerte picaresco
bien lo vale.
2 E dición M anuel Cañete, M adrid, 1901, págs. 149-154. E n el prólogo a sus Come-·
d ía s recuerda Cervantes lo s pobres recursos de que se servían los cóm icos en tiem po de
Lope de Rueda, siendo él m uchacho; y alude luego a las que ya debieron de parecerle
m aravillas de presentación en sus años m aduros: “N o avía en aquel tiempo — dice—
tramoyas, n i desafíos de moros y christianos, a pie ni a cavallo; n o avía figura que
saliesse o pareciesse salir del centro de la tierra por lo hueco del teatro, al qual com po
nían quatro bancos en quadro y quatro o seys tablas encima, con que se levantava del
suelo quatro palm os; n i m enos baxavan del cielo nubes con ángeles o con almas. El
adorno del teatro era una m anta vieja tirada con dos cordeles de una parte a otra, que
hazía lo que llam an vestuario, detrás de la qual estavan los m úsicos, cantando sin gui
tarra algún rom ance antiguo” (edición ScheviU-BoniUa, v o l. I, M adrid, 1915, pág. 6).
258 'Historia de la literatura española
taje rudim entario no podía proporcionar aún. Tam bién con el tiem po la esce
nografía se perfeccionó notablemente, hasta llegar a convertirse incluso en
un importante elemento de la representación; pero esto apenas si tuvo lugar
durante la época de Lope, y su manifestación corresponde al período del teatro
calderoniano, según direm os3.
Bulletin o f H ispanic Studies, X L , 1963, págs. 212-244. P aul K aufm an, “Spanish Players
.at Tangier: A N ew Chapter in Stage H istory”, en C om parative Literature, X II, 1960, pá
ginas 125-132. José Subirá, E l grem io d e representantes españoles y la C ofradía d e N u es
tra Señora de ¡a N oven a, M adrid, 1960. N o ë l Salom on, “Sur les representations théâtra
les dans les pu eblos des provinces de M adrid e t T oledo”, en B ulletin H ispanique, LXII,
1960, págs. 398-427. Joaquín M uñoz M orillejo, E scenografía española, M adrid, 1923. U n
buen resum en de todos estos problem as puede encontrarse en V ida d e L o p e d e Vega, de
H ugo A . Rennert y Am érico Castro, cit., cap. V I — “Los teatros de M adrid. Su origen”— ,
págs. 113-131; asim ism o, en el cap. X V II — “L a escena española”— del libro de V ossler
citado en la nota 5.
L ope de Vega: la creación del teatro nacional 261
Los temas. Cuando se oye proclamar a Lope creador del teatro nacional
español, no debe pensarse que los temas de su teatro respondan a ningún
género de estrecho nacionalism o; lo verdaderamente español, y lopesco, es
la fórmula de su teatro, con la cual acertó a proporcionar al español de su
tiempo el espectáculo dramático que apetecía y que era capaz de entender y
de gozar. Sin embargo, en cuanto a la “m ateria” con que el genial inventor
amasó sus innumerables producciones, reina la m ás inclasificable variedad.
Lope entró a saco, literalmente, en todos los campos de donde se pudiera ex
traer u n asunto de posible escenificación. Como tantas veces se h a dicho, er
Lope “está todo”, sin distinción dé edades ni países: el m undo religioso, del
que utilizó relatos bíblicos, vidas de santos, leyendas o tradiciones piadosas;
los hechos de la antigüedad, tom ados indistintamente de historiadores o de
poetas; los tem as pastoriles y caballerescos; las novelerías puestas de m oda
durante el Renacimiento, sobre todo por los narradores italianos; hechos y
Lope de Vega: la creación del teatro nacional 263
Y a represento m il cosas,
no en relación, com o d e antes,
sino en hecho, y assí es fuerça
que a y a de m udar lugares....
Tam bién la preceptiva clásica establecía la unidad m étrica para toda la obra ;
m ientras que Lope utiliza todas las variedades de versos de acuerdo con las
circunstancias de la acción o la índole del personaje.
C ontra Lope se desataron las censuras de los aristotélicos; y sobre todo
en los medios cultos y universitarios su comedia tuvo enconados detractores.
Lope se defendió de ellos y deslizó justificaciones de su teatro en numerosos
pasajes de sus comedias o de sus epístolas. Pero dedicó a dicho tem a un poe-
que atribuía a la com edia la posesión de un estilo inferior, e incluso grosero, adecuado
•lógicamente para gentes de baja condición. Se partía, pues, de un doble supuesto: la in·»
ferioridad de la com edia com o género dramático, y su ton o cóm ico-alegre c o a d e s
enlace feliz. E l siglo x v i asiste a l desarrollo de un doble objetivo: de un lado, la digni
ficación de la com edia por sí m ism a, apuntando incluso a su equiparación m ás o m e
nos com pleta co n la tragedia; de otro, a la fusión — o com binación— de lo trágico y
de lo cóm ico, por estim arlo m ás acorde con la realidad que su convencional separa
ción. Torres N aharro, en sus fam osas definiciones de que tratamos oportunamente, toda
v ía sigue atribuyendo a la com edia la exclusiva de lo s sucesos alegres, pero le otorga y a
caracteres — “artificio ingenioso”, “notables acontecim ientos”— que la redim en de su su
puesta inferioridad. H acia el final del siglo, el fam oso tratadista L ópez Pinciano, aunque'
frecuentem ente influido todavía por Aristóteles, atribuye y a a la com edia la facultad
— tradicionalmente concedida a la tragedia— de depurar e l ánim o “por m edio del deleite
y de la risa” . E n lo s com ienzos del siglo x v i i , c o n el triunfo arrollador de la dramática
lopista, se im pone la realidad de la fusión de todos los géneros poéticos en la com edia;
la polarización tragedia-comedia queda de hecho elim inada (con la sola oposición de
algunos preceptistas recalcitrantes) y se acepta el concepto de la com edia nueva com o
u n espectáculo para todos, justificado esencialm ente por producir en el pueblo indiscri^
m inado placer y distracción. La opinión gen eral. queda sintetizada por G uillén de C as
tro en su com edia E l curioso im pertin en te: un personaje, respondiendo a otro que llam a
imperfectas a las com edias porque contradicen las reglas del arte antiguo, dice:
(en O bras de D o n G u illén de C astro y Bellvis, edición Eduardo ' Julia, vol. II, M adrid,
1926, pág. 492). V éase una acertada exposición de estos problem as en M . R om era-N ava-
rro, “L ope y su autoridad frente a los antiguos”, en L a p recep tiva dram ática de L o p e ...,
cit., págs. 11-59. U n útil resumen puede encontrarse también en “A lgunas observaciones
introductivas a la teoría dramática de lo s siglos x v i y x v ii ” , de Alberto Porqueras M ayo,
al frente del libro — escrito en colaboración con F . Sánchez Escribano— P receptiva d ra
m ática española d el R enacim ien to y el Barroco, M adrid, 1965.
L o p e de Vega: la creación del teatro nacional 269
m a especial, en endecasílabos sueltos, publicado en 1609 con el título de
A rte nuevo de hacer comedias en este tiempo n . Como venía sucediendo con
su lírica, Lope posee m ucha m ás fuerza como creador que como teorizador de
sus propias creaciones, y así, esta defensa teórica no está a la altura, ni con
mucho, de su genial producción dramática. No obstante, su A rte nuevo h a
sido, con frecuencia, indebidamente estimado. Menéndez y Pelayo, el gran reva-
lorizador del teatro lopista, calificó el A rte-nuevo de “lamentable palinodia” 13,
en la que el poeta trataba de armonizar sus propias contradicciones íntimas ;
en Lope, según el gran polígrafo, coexisten dos personalidades encontradas : de
u n lado, el dramaturgo popular, de otro el poeta artístico de las rimas, églogas
y poem as cultos, envanecido de sus saberes latinos e italianos. Este segundo
Lope se avergonzaba del primero, que creaba su teatro nacional por necesidad-
irreprimible de su genio, pero se sentía al mismo tiempo molestamente seña
lado por el dedo de la doctrina literaria oficial; doctrina que estaba recha
zando de hecho, pero sin atreverse a hacerlo del todo en teoría.
Parece, en efecto, por lo que dice en varios pasajes de sus obras y más
especialmente en su A rte nuevo, que Lope m enospreciaba su obra dramática ;
pero ya hemos visto p o r las mismas palabras de Menéndez y Pelayo, aducidas
en nuestra nota, que, aun en el caso peor, no fue ésta la permanente posición
del Fénix. Es innegable que existe en Lope un íntimo torcedor ; si de una
parte estaba persuadido de la grandeza y legitimidad de su obra, le mordían
tam bién frecuentes inquietudes provocadas p o r sus detractores y la conciencia
de sus propias desigualdades y concesiones al gusto popular ; todo lo cual se
traducía en una fluctuante inquietud, de la que no puede decirse que el A rte
nuevo carezca totalmente. E n tal sentido es cierta la prim era parte del parecer
de M enéndez y Pelayo ; Lope de Vega no se atrevía a rechazar del todo aque
llos molestos fantasmas de los preceptos y sus dómines. E sta inseguridad pro
ducía tam bién su parte de modestia ; así lo reconoció Tirso de M olina cuan
do al sostener la autoridad de Lope para abolir los viejos preceptos y procla
m ar la superioridad de la comedia nueva sobre la antigua, escribe : “ Que si
él, en muchas partes de sus escritos, dice que el no guardar el arte antiguo
lo hace por conformarse con el gusto de la plebe (que nunca consintió el freno
de las leyes y preceptos), dícelo por su natural m odestia y porque no atribuya
la malicia ignorante a arrogancia lo que es política perfección” 14.
Pese a todo, creemos que en los versos del A rte nuevo se esconde una se
guridad mucho m ayor de lo que suele concederse, y que por debajo de la apa
riencia lo que discurre es una traviesa burla contra los santones del clasicis
mo, a quienes irritaba su te a tro 1S. Toda esa dram ática solemne que ustedes
pregonan —viene en sustancia a decir— calcada sobre los antiguos, envarada
y rígida, apuntalada p or todo género de preceptos, encierra cuantas excelen
cias se le deseen atribuir... menos la de atraer al espectador ; mis pretensiones
— sigue diciendo con socarrona ironía—, son mucho m ás modestas :
Palabras con las que venía a proclam ar el núcleo esencial de sus propósi
to s: hacer teatro para el recreo del pueblo, proporcionarle un espectáculo en
tretenido que estimulase y saciase su imaginación, aunque la estricta verosimi
litud quedase con frecuencia comprometida y las reglas de los retóricos tu
vieran que huir ruborizadas. Lope conocía a la perfección que su -teatro gus
taba al espectador precisamente porque buscaba los medios de interesarle sin
someterse a norm a alguna. Su público —lo sabía él muy bien— quería acción
y movimiento sobre la escena:
O en aquellos tan traídos y comentados versos sobre las comedias, que son ya
u n tópico de todo comentario sobre L ope:
Diríase que Lope, el hom bre que fue capaz de literatizar cada segundo de
su existencia, hacía realidad la m áxima que siglos m ás tarde tenía que form u
lar Ortega y que, bien entendida, es un evangelio teatral : “el teatro no es li
teratura”. A Lope no se le escapaba ni uno sólo de los variados componentes
—literarios o no— que aseguran el triunfo de una pieza dramática, ni de los
trucos escénicos que no son ciencia sino oficio, y que en la jerga de todos los
tiempos se llam a “carpintería teatral”. L a mezcla de lo trágico y de lo cómico,
tan denostada p or los preceptistas, sabía que para el hombre de su tiempo
era una fuente de placer:
.. .porque suele
el disfraz varonil agradar m ucho2S.
O a los versos adecuados para cada caso, en lo que hace defensa a su vez de
su característica polimetría:
28 Idem , íd., pág. 157. Sobre las form as m étricas utilizadas por L ope en su teatro,
cfr.: D iego M arín, U so y función d e la versificación dram ática en L o p e de Vega, Estu
dios de H ispanófila, 2, V alencia, 1962. V éase además Courtney Bruerton, “La versifica
ción dramática española en el período 1587-1610”, en N u e v a R evista d e F ilología H ispá
nica, X , 1956, págs. 337-364.
29 Idem , íd., pág. 157
30 “L ope de V ega. E l A rte nuevo y la N u e v a B iografía", en M is páginas preferi
das. T em as literarios, Madrid, 1957, págs. 298-369. (Reproducido en E spaña y su historia,
vol. II, M adrid, 1957, págs. 283-329).
31 íd em , íd., págs. 303-304.
32 Idem , íd., pág. 305.
Lope de Vega: la creación del teatro nacional 275
sino contrario a los tratadistas del teatro, que vivían aferrados a los preceptos
del A rte sacados de la poética aristotélica; y así el conflicto doctrinal en
que se desarrolla la actividad del dramaturgo español, en oposición a las doc
trinas corrientes, viene a ser u n confuso eco de la eterna disidencia de Platón
y de Aristóteles. Frente a dos caminos abiertos por el Renacimiento, Lope de
ja a u n lado el propio del teatro antiguo como vía m uerta p ara seguir el otro,
camino de vida p ara un nuevo dram a” 33. Teniendo en cuenta, sin embargo,
que el mismo Lope — como ya vimos— se esforzaba frecuentemente con toda
índole de artificios para encumbrar su poesía lírica, y que ésta jera considerada
en su tiempo como una ciencia suprema, el mismo Menéndez Pidal tiene buen
cuidado en aclarar que' “al decirse la comedia o el romance arte natural, no
implica renuncia a una abundante literatización, sino que ésta h a de surgir
de las condiciones naturales de la vida misma” 34.
Y aquí es donde reside el auténtico meollo del problema. Lope rom pe con
la tiranía de todas las poéticas para im itar directamente la naturaleza y la
vida de su tiempo, aceptando la mezcla de lo grave y de lo fantástico, de lo
noble y de lo plebeyo, tal como aparecen en la vida real, aunque las conven
ciones del arte antiguo los separen arbitrariam ente; copiar, en una palabra,
la vida, lo espontáneo y natural y no los fríos modelos académicos, que, si
en u n tiempo fueron vida a su vez, ya no lo son cuando la realidad que nos
circunda es de m uy otra manera. No por ser tan conocido hemos de prescin
dir aquí de repetir el pasaje del propio Lope en que define este principio (aun
que recurriendo a deliciosos anacronismos —no le im portaban apenas— en la
persona a quien le confía el formularlo). E n la comedia L o fingido verdadero
dialogan el emperador Diocleciano y el comediante Ginés:
E l esencial carácter popular del teatro de Lope, a que hemos venido alu
diendo, explica que en la m ayoría de sus comedias sea difícil hallar un ver
dadero protagonista que se encumbre por encima de los demás personajes o
destaque p or rasgos de carácter de universal proyección. Siendo, como es, uno
de los máximos genios del teatro de todos los tiempos y el más fecundo, in
comparablemente, de todos ellos, Lope no ha conseguido incorporar un solo
tipo, con nom bre propio, a la galería de las grandes creaciones humanas. No
quiere decirse que el papel de protagonista corra entonces a cargo de la co
lectividad, como en el caso —famosísimo y prácticamente único— de Fuente-
ovejuna ; sucede que a Lope se le diluye el hecho dramático en amplios círcu
los porque, como dijo muy certeramente Grillparzer, da la naturaleza “toda
entera, sin selección, tal como ella se manifiesta y procede y se desarrolla” 43.
Lope no esquematiza a sus personajes, resumiendo en tipos de excepción cate
gorías morales o psicológicas: ésta fue la tarea de Shakespeare (“Shakespeare
nos da la naturaleza en compendio”, decía Grillparzer), y la de Calderón, maes
tros en el arte de sintetizar las pasiones d é sus héroes. Abarcando la natura
leza “toda entera”, Lope fue el gran descubridor de asuntos y conflictos dra
m áticos; podría decirse que no existe situación teatral que no haya sido des
arrollada o, al menos, intuida por Lope: tam bién en este aspecto “ en Lope
está todo”. E n él tenían que entrar a saco no sólo los dramaturgos españoles
que le continuaron, sino numerosísimos en otras literaturas europeas, como
puntualiza Menéndez Pidal en el citado estudio sobre el A rte nuevo. Lope
desparramó m ultitud de gérmenes geniales, que otros autores convirtieron lue
go en aciertos definitivos, entre los que es inevitable citar como ejemplo so
bresaliente E l Alcalde de Zalamea de Calderón, con tem a y título idénticos a
los de Lope. También fue Grillparzer quien dijo que si Lope no tiene una sola-
obra consumada, como las de Shakespeare, apenas tiene ninguna donde no se
halle u n a escena comparable a las mejores de Shakespeare.
E l tem a del honor. Lope convirtió en uno de los más poderosos móviles
de su “comedia” los temas del honor, con plena conciencia de su eficacia dra
m ática:
L o s casos de la honra son mejores,
porque mueven con fuerza a toda gente...
dice en su A rte n u evo 41. Por mucho tiempo se ha venido atribuyendo a Cal
derón la paternidad o, al menos, la plenitud de esta tem ática; y aún no falta
hoy quien lo repita. Pero es, en verdad, en Lope en quien hallamos no sólo el
tem a sino su pleno desenvolvimiento. E n un estudio de 1916, titulado Algunas
46 Idem , íd., pág. 346. A dem ás de las obras m encionadas, cfr.: H . J. Chaytor, D ra
m atic T heory in Spain, Cambridge, University Press, 1925 (breve antología de textos
españoles de los siglos x v i y x v ii sobre preceptiva dramática). J. Fitzm aurice-Kelly, L o p e
de V ega and the Spanish D ram a, G lasgow , 1902. R u dolf Schevill, The D ram atic A r t o f
L o p e d e Vega. T ogether w ith L a da m a boba, Berkeley, U niversity o f California Press,
1918. M . R om era-N avarro, “Ideas de L ope de V ega sobre el lenguaje dramático”, en
L a p receptiva dram ática d e L o p e ..., cit., págs. 83-107. E. S. M orby, “Som e observations
on Tragedia and Tragicom edia in Lope”, en H ispanic R eview , 1943. Charles D avid Ley,
“Lope de V ega y. la tragedia”, en C lavileño, 1950, num. 4, págs. 9-12. M arvin T. Herrick,
C om ic T h eory in th e Sixteen C entury, U niversity o f Illinois Press, 1950. Ricardo del
A rco, “El A rte nu evo y la apología del teatro español”, en H istoria general de las
literaturas hispánicas, dirigida por G . Díaz-Plaja, vol. III, Barcelona, 1953, págs. 231 y ss.
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cas, V , 1944, págs. 79-100. A . A . Parker, “Reflections on a N e w D efinition o f Baroque
Dram a”, en B ulletin o f Spanish Studies, X X X , 1953, págs. 142-151. D e l m ism o, The
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“L’art nouveau de L ope de V ega”, en B ulletin H ispanique, X L V II, 1945, págs. ■71-78.
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Porqueras M ayo, E l p ro b le m a d e la verdad p o é tic a en e l Siglo d e O ro, Madrid, 1961.
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dram ática, Madrid, 1961. Sanford Shepard, E l Pinciano y las teorías literarias d e l Siglo
de Oro, M adrid, 1962. José F . M ontesinos, “La paradoja del A rte nu evo’’, en R e vista
d e Occidente, II, 1964, págs. 302-330. D iego M arín, L a intriga secundaria en e l teatro
d e L o p e de Vega, Toronto, 1958. S. G risw old M orley y Richard W. Tyler, L o s n om bres
de personajes en las com edias d e L o p e d e Vega, Parte I y II, Valencia, 1961.
47 E dición Guarner, cit., pág. 157.
Lope de Vega: la creación del teatro nacional 283
observaciones acerca del concepto del honor en los siglos X V I y X V I I 4S, Amé-
rico Castro expone sobre el problema puntos básicos (aunque conviene recor
dar que el propio , autor ha rechazado recientemente gran parte de las ideas
expuestas en dicho estudio). E n la “Introducción bibliográfica” recuerda C as
tro que, a comienzos de siglo, el ruso Petrof estudió el dram a del honor en
Lope, y a él “le corresponde el mérito de haber revisado seriamente, por p ri
mera vez, la teoría tradicional de que el honor sea calderoniano” 49. Menéndez
y Pelayo, no sin cierto partidism o lopesco, había ya apuntado a parecidas con
clusiones al estudiar la estrecha deuda de Calderón con Lope en el drama E l
médico de su honra. Castro examina a su vez los precedentes del tem a en el
teatro prelopista del siglo xvi (y hasta en legisladores y moralistas medievales),
donde el “código del honor” en sus líneas básicas aparece ya formulado. E n
éste, como en tantos otros casos, Lope descubre el germen en sus antecesores
y lo potencia y desarrolla llevándolo a plenitud. En lo que afecta a la equivo
cada atribución del tem a a Calderón, que ahora nos im porta, dice Castro:
“ Creemos que ha sobrevivido en este caso una vieja idea, nacida en la época
en que el romanticismo alemán m iraba a Calderón como punto central de
nuestra literatura dramática. Cambió esta orientación histórica: Lope fue con
siderado como el genuino representante de nuestro teatro ; pero se siguió h a
blando de honor calderoniano. También han influido otras razones... Calderón
ha esquematizado y, por otra parte, ha estilizado el concepto y el sentimiento
del honor, que recibió de sus predecesores; pero de que le corresponda un
momento especial en la evolución de un tema que anima la masa homogénea
de nuestra comedia, no se sigue que en el terreno de la precisión histórica ten
gamos que calificar el honor en el teatro con la nota de calderoniano” 50. Y
luego: “Ninguna de las características del concepto de honra es exclusiva de
Calderón, siendo así que ya aparecen todas en los dramáticos que le prece
dieron, y sobre todo en Lope. Y . esto no es extraño : siendo el honor un m o
tivo esencial de nuestro teatro, es natural que tenga plena vida en el autor
que creó las formas esenciales del dram a” 51.
No cumple aquí exponer con detalle las razones de índole histórica o social
que convirtieron el tema del honor en resorte primordial de nuestra dram á
tica áurea, estudiadas también por el propio Castro en uno de sus últimos
lib ro s52. Según en él se dice, dos son las direcciones capitales que el tema suele
adoptar en nuestros dram aturgos: una orientada hacia la inmanencia de la
hom bría; otra, hacia la transcendencia social de la opinión. E n este último
campo, los conflictos dramáticos giran con preferencia —no exclusivamente—
en torno al honor conyugal, y dentro de él se dan en Lope muy diversas com
binaciones y soluciones. E n algunas obras Lope preconiza la venganza secreta
para evitar la deshonra (aspecto que Calderón tenía que intensificar poderosa
mente), como en E l castigo sin venganza. Cuando el ofensor es persona de
sangre real, el sentimiento monárquico entra en conflicto, y entonces la ven
ganza del ofendido sólo recae sobre la adúltera, como en L a locura por la
honra, en que el m arido m ata a la mujer, pero no al amante por ser el here
dero del trono ; o en E l médico de su honra, donde por idéntico motivo se res
peta al infante don Enrique de T rastam ara53. A veces Lope hace derivar la
tragedia en motivo cómico, o aun caricaturesco, como en E l castigo del discre
to, donde no un adulterio consumado, sino su intención, es castigada por el
marido, oculto en la oscuridad, con una soberana p aliza54: E n Las ferias de
Madrid, ante la indecisión de un marido ultrajado, el padre de la mujer m ata
a su yerno para que aquella, viuda, pueda casarse con su amante y quede
honrada.
Cuando el honor no toca sólo a la opinión; sino a la “inmanencia de la
hom bría”, como dice Castro (y no importa que entonces se dé a la vez un m o
tivo de honor conyugal como causante del eonflicto, y que ambos queden in
volucrados), la acción dramática conduce entonces a las obras'm aestras que
se llaman Peribáñez y Fuenteovejuna: el “aspecto más democrático y humano
del teatro de honor”, como dice Valbuena. Los personajes de alto rango po
seían honra por su sangre, y ellos eran por derecho propio los héroes de los
dramas de honor tal como instintivamente los concebimos al estilo caldero
niano ; también para Lope, en muchos aspectos, la sangre aristocrática es si
nónimo de espíritu noble y a ella atribuye acciones e ideales aristocráticos y
caballerescos. Pero el proceso histórico-social del siglo xvi planteaba el pro
blema del hom bre español sobre nuevas bases. Con el triunfo definitivo sobre
los pueblos no cristianos en la propia península y las victorias por toda E uro
pa en guerras de religión y de gloria imperial, se afianza el concepto de que
“la honra y la hidalguía iban aunados con la ortodoxia, con la misma con
ciencia de ser español” 55, sin distinción de clase ; más aún, la de los labriegos,
61 íd em , id., págs. 153-154. M erece aclararse que el texto de Carranza que M enéndez
Pidal afirma aducir por primera vez, aparece citado por Castro — m ucho m ás am plia
m ente— en A lgunas observacion es..., al m enos en la edición que m anejam os (nota al
pie, pág. 346); aunque creemos que M enéndez Pidal extrae sus consecuencias con m a
yor sencillez y claridad.
62 C fr.: José F . M ontesinos, “A lgunas observaciones sobre la figura del donaire en
el teatro de L ope de V ega”, en E stu dios sobre L o p e, M éxico, 1951, págs. 17-18.
63 E l gracioso en e l teatro de la península, M adrid, 1954.
64 “G énesis de la figura del donaire”, en R e v ista de F ilología E spañ ola, X X V , 1941,
págs. 46-78.
288 Historia de la literatura española
que intervenga de alguna m anera la tradición artística para que la vida real
se incorpore a la literatura65.
De hecho, la complejidad y variedad con que se presenta la figura del
gracioso, debajo de su uniformidad aparente, hace verosímiles las m ás diversas
aportaciones para su alumbramiento. E l gracioso varía notablemente no sólo
de unos autores a otros, sino de una a otra comedia del mismo autor, oscila
entre las burlas chocarreras y la sal más gruesa y el humorismo de largo al
cance. De todos aquellos modelos y por descontado de la realidad inmediata
pudo, pues, y así lo aceptamos, tom ar el agua para su molino.
E n cualquier caso, hay en el gracioso mucho m ás de creación, y de artificio
literario que de realidad, aunque se nutra evidentemente de mil raíces hundi
das en la vida circundante. Ley ha señalado claramente este aspecto : “El gra
cioso, p o r regla general, m ás que un personaje es un tipo que aparece co
media tras comedia, no sólo en toda la obra de Lope, sino también en todo
el teatro español contemporáneo de él e inmediatamente,_posterior. Se trata
indudablemente de la repetición constante de una figura que había agradado
al público. L a novela de caballería y la novela picaresca tenían también sus
figuras tradicionales e imprescindibles, pero de una m anera menos rotunda,
porque no son obras teatrales; el teatro siempre tiende a la estilización. Hay
que añadir que tampoco se puede apartar a ninguna figura del donaire con
siderándola como quintaesencia de todas las demás, así como Amadís o el
Lazarillo concentran en sí lo caballeresco o lo picaresco” 66.
Otro aspecto de particular interés es la relación existente entre el gracioso
y el picaro. N o cabe duda de que se trata de dos mundos distintos, pero que
tienen, sin embargo, bastantes puntos de contacto. Ley advierte que los mis
mos términos de gracioso y donaire no son de·uso exclusivamente teatral. M a
teo Alem án refiere a veces ocurrencias de Guzmán, historias o chistes, muy
semejantes a los de cualquier gracioso de comedia, dado que, en fin de cuen
tas, Guzmán sirve en ocasiones de lacayo o criado, aunque en épocas de corta
duración; p or otra parte, Guzmán, aun como criado, es el protagonista, y
no un personaje secundario como sucede siempre con el criado-gracioso de
la comedia. Pero no creemos que esto baste para establecer una diferencia
esencial.
Montesinos insiste especialmente en la “nobleza de carácter” del gracioso,
y afirma: “E l gracioso tiene el buen hum or del picaro, su alegría de la vida,
aunque está animado, en general, de mejores propósitos morales” 67; observa
ción profunda, aunque incompleta y necesitada de matización. Entre el gra
cioso y el picaro existe, a nuestro entender, la diferencia que media entre el
teatro y la novela. A propósito del honor Menéndez Pidal nos ha advertido
que la protesta contra tales sentimientos era posible en el libro, pero apenas,
65 E l gracioso..., cit., pág. 36.
66 Idem, id., págs. 73-74.
67 “Algunas observacion es...”, cit.
L ope de Vega: la creación del teatro nocional 289
o nada, en el teatro, siempre m ás convencional y estilizado, sometido a cri
terios ideológicos de aceptación común. D el mismo modo, el picaro podía
ironizar sobre materias transcendentes en la página escrita sin tem or a ofre
cemos un precipitado de escepticismo y am argura ; no es que el picaro tenga
peores propósitos m orales; lo que sucede es que puede dam os descarnada
mente, con total sinceridad, el resultado de su experiencia, la m aldad o la
mentira de la vida. Pero el gracioso no podía amargarles la sesión a los es»
pectadores de la “comedia nueva”, en la que el gusto -—ya lo sabemos b i e n -
era el supremo norte del espectáculo; el gracioso podía m oralizar si venía
el caso y aventurar ironías de m ás o menos m onta, pero sin que nunca tor-
cieran su ocupación fundamental de divertir, Y esto no sólo si la comedia
acababa felizmente, com o sucedía p o r la común, sino en las obras trágicas,
en las que el gracioso había de aliviar las tensiones excesivas y aportar el
contrastó de su comicidad: era su papel. E l gracioso, pues, no podía mos
trar el gesto adusto, ni la amarga gravedad ni el desengaño resentido del pi
caro; en la escena sólo podía sufrir calamidades provisionales que acabasen
con bien. Su “nobleza de carácter” es convencional optimismo “de teatro” ,;
puede ser bueno y generoso porque al cabo todo es farsa sobre las tablas,
fantasmagoría, comedia.
El gracioso, como figura dramática, hubiera sido muy distinto si el crea
dor del teatro nacional no hubiera sido Lope sino Cervantes. Los personajes
que el gran novelista llevaba a su teatro como elemento cómico eran d e raíz
picaresca, y, en consecuencia, m ás que de gracia venían cargados de ironías;
eran, pues, menos divertidos, pero m ás profundos que los criados de Lope,
aunque es posible que divirtiesen menos al espectador. Quizá uno de los m o
tivos por los que el teatro de Cervantes falló ante el público fue p o r no habe'r
hallado esa insondable m ina de recursos del gracioso topista, noble, optimista,
superficial y generoso.
gracioso d e las com edias, Cádiz; s. a. S. E.' Leavitt, “N o tes o n the gracioso as a dramatic
critic”, en Stu dies in P h ilology, 1931, M . E . H eseler, Studien zu r Figur des G racioso b el
L o p e d e V ega un d Vorgângern, H ildesheim , 1933, J. H . Arjona, “L a introducción del
gracioso en e l teatro de L ope de V ega”, e n H ispanic R e view , V II, 1937, págs. 1-21,
Lucile K . D elan o, “L ope de V ega’s G racioso ridicules the Sonnet”, 'en H ispania, X X V II,
Í934, págs. 19-34. D e la misma, “T h e G racioso continues to ridicule the Sonnet”, en
H ispania, X X V III, 1935, págs. 383-400.
n Cfr. : E m ilio Cotarelo y M ori, “Sobre e l caudal dramático de L ope de V ega y sobre
su pérdida y desaparición”, en B oletín d e la R e a l A cadem ia Española, 1935. S. G risw old
M orley y Courtney Bruerton, “H ow m any ‘Com edias’ did L ope de V ega w rite?’’, en H is
pania, X IX , 1936, págs. 217-234.
w A lu d e L ope a las viciosas prácticas seguidas ordinariamente en su tiem po para
la edición de obras d e teatro. Editores p o c o escrupulosos daban con frecuencia textos
enteramente desfigurados, ÿ a t a autores m ediocres pon ían a nom bre de L op e sus co*
medias para asegurarse una buena acogida. Curiosos tam bién eran lo s m edios de que·
lo s impresores solían servirse para procurarse las com edias: por lo com ún, lo s autores
vendían sus obras a Jos representantes, que quedaban dueños de ellas y arreglaban el
texto, si les apetecía, según su gusto o necesidad; corrompidas de esta m anera, las ven
dían luego a otros cóm icos o a lo s editores para su im presión. Pero era tam bién fre
cuente que algunos profesionales tom asen de oído las com edias en la s representaciones
para venderlas luego, y hubo auténticos virtuosos de esta tarea, b ien conocida en anéc
dotas innumerables. Rennert y Castro refieren una m u y interesante, tom ada de la Plaza
U n iversal.,, de Suárez de Figueroa, que es com o sigué: “H állase en M adrid a l presente
e n m ancebo grandemente m em orioso; Llám ase Luis R em írez de A rellano, hijo de n o
L ope de Vega: la creación del teatro nocional m
mo las partes ÎX a X X ; su yerno Luis de Usátegui' hizo im primir hasta la
XXV. Algunos otros tomos, publicados fuera de esta serie, y de M adrid por
lo general, han recibido el nom bre de “extravagantes”. Bastantes otras come
dias nos han llegado en ediciones sueltas, por lo común con el texto lamenta
blemente m altratado, Heno de interpolaciones, supresiones y retoques. Se con
serva u n reducido número de manuscritos del propio Lope en las Bibliotecas
Nacional y Real de M adrid y algunas otras de Europa y de Estados Unidos-
T an gigantesca producción —a pesar de las pérdidas m ás gigantescas to
davía—· necesita ser ordenada de algún modo. De hecho, hoy p o r hoy, es impo
sible evadirse de la clasificación por temas seguida por Menéndez y Pelayo en
su monumental edición de la Academia, emprendida a fines del pasado siglo7S.
bles padres y natural de V illaescusa de H aro, Este tom a de m em oria una com edia ente
ra de tres veces que la oye, sin discrepar un punto en traza y versos. A p lica e l primer
día a la disposición; el segundo, a la variedad de la com posición, y el tercero, a Ja
puntualidad de las coplas. D e este m odo encom ienda a la m em oria las com edias que
quiere. E n particular tom ó así L a dam a boba, E l principe perfecto, y L a A rcadia, sin
otras. Estando y o oyen do la de E l galán d e la M em brillo, que representaba Sánchez/ c o
menzó este actor a cortar el argumento y a interrumpir el razonado tan al descubierto,
que obligó le preguntasen de qué procedía semejante aceleración y truncamiento, y res
pondió públicam ente que de estar delante (y señalóle) quien en tres días tom aba de m e
moria cualquier com edia, y que de tem or no le usurpase aquélla, la recitaba tan m al.
Alborotóse con esto el teatro, y pidieron todos hiciese pausa, y, en fin, hasta que se
salió de él Luis Rem írez n o hu bo rem edio de que se pasase adelante” (en V ida d e
L ope d e Vega, cit., pág. 232, n ota 2). Pero es de suponer que n i siquiera estos fenóm e
nos de la m em oria pudieran tom ar un texto sin corromperlo profundam ente; así lo de
clara, en efecto, L ope en el prólogo de la parte X III de sus com edias: “A esto se áfiadó
e l hurtar las comedias estos que llam a el vulgo al uno M em orilla y al otro G r a n /M e ·
m oría, los cuales con algunos versos que aprenden m ezclan infinitos suyos bárbaros,
con que ganan la vida, vendiéndolas a lo s pueblos y autores extram uros; gente vil sin
oficio y que m uchas veces han estado presos. Y o quisiera librarme de este cuidado do
darlas a lu z; pero n o puedo, porque las im prim en con m i nom bre, y son de lo s poetas
duendes que digo. R eciba, pues, e l lector esta parte lo m ejor que h a sido posible c o
rregirla, y con ella m i voluntad, pues só lo tiene por interés que lea estas com edias m e
nos erradas, y que no crea que h ay en e l m undo quien pueda tom ar de m em oria una
com edia viéndola representar, y que si le hubiera, y o le alabara y estimara p or único e a
esta potencia, aunque le faltara e l entendim iento...” (citado en ídem , id., págs. 266-267).
Rennert y Castro, al com entar tan notables costumbres en la transm isión de textos (que
explicari la pérdida — en otro sitio com entada— de tan gran núm ero de ellos), extraen
importantes consecuencias sobre la índole m ás aún que popular, auténticam ente colectí-·
va de nuestro teatro. C fr.! A . G onzález P alencia, “P leito entre L ope de V ega y un edi
tor de sus com edias”, e n B oletín d e la B iblioteca M en én d ez y P elayo, III, 1921, pági
nas 17-26.
73 Quince volúm enes, M adrid, 1890-1914. L os estudios preliminares de esta edición
han sido reunidos en seis volúm enes, bajo el título de E stu dios so b re e l teatro d e L o p e
de Vega, form ando parte de la Edición N acional de las O bras C om pletas d e M en én dez
y P elayo, Santander, 1949, Citaremos, com o m ás asequible, por esta última. L a pureza
de lo s textos de L ope dados en su m encionada edición por M enéndez y P elayo deja bas
tante que desear. E l gran polígrafo, que aplicó su portentoso saber y sagacidad crítica a
294 Historia de la literatura española
'ilustrar las obras de L ope con sus notabilísim os estudios, cuidó, en cam bio, bastante
m enos el texto de las obras del F én ix: parte por n o exigirlo el criterio científico de
su época, parte tam bién — en ocasiones— por estimar que bastaba reproducir las edi
ciones “teóricamente” vigiladas por L ope, para ofrecer u n texto correcto. Pero las cosas
fueron bastante m ás com plejas. O cupándose de este problem a en su edición de la co-
.inedia de L op e E l c o rd o b és valeroso, P edro C arbonero, incluida en la parte X IV , escri
b e M ontesinos: “D e las variantes que resultan de su com paración con los autógrafos
se saca la consecuencia de que si L ope tenía razón· en quejarse de lo s que sin respeto
n i esm ero im prim ían sus com edias, no era él m ism o un editor ejemplar n i m ucho m e n o s...
N uestra primera observación al comparar los textos es que el im preso n o reproduce los
autógrafos conocidos, sino que se basa en otros manuscritos, copias de teatro verosím il
m ente, y que e l poeta n o revisaba la im p resión ,.,” (Teatro A ntiguo Español, V II, M a
drid, 1929, pág. 140). Y refiriéndose después a las quejas de L ope por las ediciones
piratas de sus com edias, añade: “ ¿Cóm o interpretar esas palabras después de probarnos
un cotejo detenido que entre unas ediciones y otras apenas hay diferencia? Las impre
siones pirateadas eran, sin duda, pésim as; pero, sobre todo, eran ediciones pirateadas,
es decir, L ope no percibía por ellas dinero alguno. Tenía, pues, buenos m otivos para
quejarse. Pero si su actitud está determinada por el legítim o deseo de asegurar para sí
los productos de su trabajo, no h ay que suponer que mintiera a sabiendas, Probable
m ente creía que lo s textos p or él im presos eran mejores, aunque estos textos n o eran
sus propios m anuscritos, vendidos a los actores y no recuperados; eran copias, y aun
copias de copias. Lope fue un monstruo de la naturaleza; pero hubiera sido un mila
gro m ayor aún que sus dotes de invención y su fecundidad el que, después de casi
veinte años de escritas, recordara punto por punto sus im provisaciones. N o era posi
ble restituir e l texto, y n o se echa de ver que lo intentara siquiera. S i ley ó las copias,
lo hizo tan por encim a, que no reparó en las estrofas descabaladas n i en lo s versos
estragados. Si e l im presor introdujo enm iendas de su cosecha, L ope, que no leía segu
ramente pruebas ningunas, le dejó hacer. T al v ez corrigiera alg o ; pero esas correcciones,
perdidas entre una muchedum bre de variantes, n o pueden distinguirse y a ; y lo que es
m ás im portante: a l corregir la copia, L ope n o enm endaba su texto', p o í consiguiente
no es posible decir con M enéndez P elayo que lo s im presos dan la lección que e l poeta
tenía por definitiva; esto sólo podría afirmarse si L ope hubiera tenido a la vísta loe
verdaderos originales” (ídem , íd., págs. 159-161).
7á Basándose en las com binaciones métricas que predom inan en las com edias y en e l
hecho de que L ope m ostró predilecciones temporales a este respecto, S. G risw old M or
ley y Courtney Bruerton han llevado a cabo una laboriosa tarea para fijar la cron olo
gía del teatro del F én ix : T h e C hronology o f L o p e d e V ega’s Com edias, N u eva York,
1940 (edición española, en la Biblioteca Rom ánica H ispánica, M adrid, Gredos, 1967);
pero sus conclusiones, aunque de sorprendentes resultados, sólo pueden aceptarse
com o aproximadas. D e lo s m ism os: “Addenda to the C hronology o f Lope de V ega’s
Com edias”, en H ispanic R e view , X V , 1947, págs. 49-71. Cfr. adem ás: M ilton A . Bucha
nan, The C hronology o¡ L o p e d e V e g d s Plays, Toronto, 1922 (Buchanan introdujo
en este trabajo el m étodo seguido y perfeccionado luego por M orley y Bruerton). C.
Pitollet, “La chronologie des pièces de Lope de V ega”, en H ispania, París, V , 1922,
Lope de Vega: la creación del teatro nacional 295
ticas de estilo, o de la acción, o de la índole social de los personajes, o por ¿1
predominio del elemento épico o lírico, etc. Las comedias de Lope desbordan
todas las barreras y ofrecen revueltos los rasgos más dispares77.
H e aquí, pues, la clasificación por temas seguida por Menéndez y Pelayo,
a la que vamos a atenemos en.esta ojeada a la inconmensurable obra lopesca:
1 Autos sacramentales.
I. Piezas cortas: ] Autos del Nacimiento.
I
Coloquios, loas y entremeses.
II. Comedias :
í a) Asuntos del Antiguo Testamento.
_ .. . \ b) Asuntos del Nuevo Testamento.
Religiosas : ς) D e ^das de santos.
f d) Leyendas y tradiciones devotas.
k) Comedias de argumento
extraído de novelas:
1) Comedias de enredo.
11) D e “m alas” costumbres,
m) De costumbres urbanas o palatinas,
n) D e costumbres rurales.
religiosos, nacionales y sociales, P ero n o había de entenderse este triple aspecto desde
el punto de vista del asunto, pues ocurre a este irreflexivo poeta que se adentra en un
asunto religioso con el m ás alegre y profano hum or, con recogim iento devoto en un
asunto bélico y nacional, con patriótico entusiasm o en un asunto internacional y corte
sano, con galante adem án en u n asunto m onástico o imperialista, etc. A sí pueden sa
lir a la lu z híbridos engendros com o su Caballero d el Sacram ento (1610)” (L o p e d e
V ega y su tiem po, cit., pág. 346-347).
L o p e de Vega; la creación del teatro nacional 297
dice Valbuena» ‘‘a modo de parábolas de amor, en que los motivos sacros se
revisten de las galas de la prim avera y de las metáforas de bodas y celos,
inflamadas de pasión” 78. L a alegoría puede quedar en lo pintoresco, pero en
su constante fusión de lo divino y de lo humano Lope sabe expresarse con
la emoción más delicada.
P o r esto mismo, sus mejores “autos” puede decirse que son aquellos en
que m ás se aparta de la pretendida profundidad teológica, y acoge temas y
cantares populares y motivos de la lírica tradicional, en que se vuelca la religio
sidad sentimental y popular de su tiempo, que era exactamente la suya propia.
A sí acontece con singular fortuna, en L a maya, auto “en que la alegoría
eucarística está violentamente sacada de una costumbre popular, y que en el
presente caso es de origen gentílico” 79; en el A u to 'd e los cantares (“mosaico
rítmico”, lo llam a Menéndez y Pelayo), en L a siega, “composición admirable
y, a m i juicio 1— dice Menéndez y Pelayo— la m ás bella entre todos los autos
de Lope” 80, en L a adúltera perdonada y en L a venta de la Zarzuela, en que
“salvo el final eucarístíco, tiene m ás de profano que de sagrado” M. L a locura
por la honra dem uestra de qué m odo podía Lope aproxim ar la intención ale
górica religiosa a la estructura de auténticas comedias de amores y adulterios ;
así como E l hijo pródigo revela la predilección de Lope por las parábolas de
más intenso contenido humano. Especial interés encierra E l heredero del cielo,
que es la parábola de la viña “dram atizada del modo m ás bello que pueda
imaginarse” 82.. E l L abrador Celestial planta la viña y pone por guardianes a
dos figuras alegóricas, el “A m or divino” y el “Prójimo”, y la arrienda al “Sa
cerdocio” y al “Pueblo hebreo” ; pero éstos se emancipan de sus guardas y
se entregan a la disipación. E l Labrador Celestial envía sucesivamente a tres
pastores para recoger el fruto de la viña: Isaías, Jeremías y San Juan B au
tista. E l primero muere aserrado, el segundo apedreado y el tercero degollado.
Entretanto prosigue la orgía de los arrendatarios al son de u n canto popular :
A la viña, viñadores,
Que sus frutos amores son ;
A la viña tan galana,
Que sus frutos amores son ;
De color de oro y de grana,
Que sus frutos amores son...
78 H istoria d e la literatura española, vo l. II, 7.1 éd., Barcelona, 1964, pág. 341.
79 M enéndez y P elayo, ed. cit., vol. I, pág. 44. Cfr. : T . M aza Solano, “E l auto sa
cramental ‘La m aya’ de Lope de V ega y las fiestas populares del m ism o nom bre en la
m ontaña”, en B oletín d e la B iblioteca M en én dez y P elayo, X V II, 1935, págs. 369-387.
s0 Idem, íd., pág. 81.
81 Idem , íd., pág. 120.
82 Idem, íd., pág. 70.
298 Historia de la literatura española
Llega entonces el “Heredero del cielo”, pero tam bién es desoída su voz y m ue
re crucificado. M ientras se cubre de duelo la naturaleza y se rasga el velo
del Templo, truena la voz del Padre desde lo alto, anunciando la reprobación
de Israel y la vocación de los gentiles. “L a severa y terrible poesía de este
auto —dice M enéndez y Pelayo—, que es una de las m ás bellas muestras de
nuestro teatro religioso, contrasta con la dulzura habitual del arte de Lope,
pero está en íntim a arm onía con la m ajestad solemne del asunto. Siempre
que nuestros poetas encontraron ya creada la alegoría en las parábolas de la
Sagrada Escritura, anduvieron mucho m ás felizmente inspirados que cuando
la buscaron en combinaciones arbitrarias, profanas y fantásticas” 83.
De especial im portancia en estos “ autos” de Lope es la figura del demo
nio, de que se sirve frecuentemente, y que todavía conserva rasgos propios de
las farsas medievales, pero es a la vez un personaje lleno de orgullo y rebeldía,
auténtico “valor de raza”, según dice Valbuena, puesto que se expresa, en su
calidad de eterno antagonista, “con la soberbia de un aristócrata coetáneo de
Lope” 84, prodigando amenazas y desplantes.
87 A l estudiar las “com edias de santos” en la obra de L ope señala V ossler una ca
racterística que no sólo ha de darse en su teatro sino tam bién en toda la dramática de
la época áurea: se trata de su peculiar estructura biográfica, es decir, lo que vulgar
mente se llam a “vida y milagros”, copiosa sucesión de escenas que muestran el desfile
de toda una existencia hasta llegar a la muerte y apoteosis final. Aclara V ossler que
este esquem a biográfico utilizado en las “representaciones latinas, francesas e italianas de
santos y milagros de la Edad M edia”, se hizo insoportable en todas partes con la lle
gada del R enacim iento; se prefirió entonces en todas las literaturas de Europa com
primir “el fluir de la vida humana en el tiempo en breves y decisivos instantes, com o
D an te hizo y com o hizo luego e l clasicism o dramático en Francia, extrayendo de crisis
'y conflictos el sentido de la vida”. Los españoles, sin embargo, prosiguieron el cultivo de
aquella disposición dramática, “n o tanto — añade V ossler— porque la materia primá les
com placiese, com o por su afición a la biografía. N ingún otro pu eb lo latino ha sabido
ver el proceso vital del hom bre, de lo temporal a lo eterno, de m odo tan directamente
poético y religioso com o el pueblo españ ol... E n España, patria de la novela picaresca,
se siguió cultivando lo biográfico también en la época de las form as artísticas rígidas
y clásicas” (L o p e d e V ega y su tiem po, cit., pág. 352).
88 M enéndez y P elayo advierte los riesgos a que semejante religiosidad, dem asiado sen
timental y popular, podía conducir: “Esta com edia — dice— es del m ism o género que
El saber p o r no saber-, pero, com o escrita m ucho antes, parece m enos floja y am ane
rada. La santa simplicidad del protagonista raya en lo cóm ico y produce escenas agra
dables, si bien más propias del entremés que del dram a.religioso. H ay en todo el poem a
m ucho m ovim iento y alegría, pero el género de devoción a que pertenece tiene algo de
pueril y chocarrero. E n el teatro no se puede abusar de nada, y m enos que de nada
del tipo de un siervo de D ios, pero tonto de nacim iento, com o se pinta al herm ano Fran-
Lope de Vega: la creación del teatro nacional 301
.un simplicísimo lego, Francisco, contemporáneo de Lope, cuyos pintorescos y
muchas veces pueriles actos de piedad adm iraron a las gentes de entonces, co
menzando por los propios reyes, que lo trataron. D e parecida índole, aunque
inferior calidad, es E l saber por no saber y vida de San Julián de Alcalá de
Henares, lego también de “santas candideces”, Semejante por su popularismo
es la trilogía de comedias dedicada a san Isidro Labrador, patrono de M adrid,
de quien Lope fue siempre muy devoto : L a niñez de San Isidro, L a juventud
de San Isidro y San Isidro labrador de Madrid, Esta últim a parte fue, sin
embargo, la prim era escrita ; las dos restantes fueron compuestas en 1622 p ara
celebrar la canonización del santo, y representadas frente al Palacio Real con
todo el lujo que la m aquinaria teatral permitía entonces. L a parte tercera es
la m ejor; en ella construyó Lope los mismos cuadros idílicos que había tra
zado en su conocido poem a al Santo, “no con los falsos colores de la égloga,
sino con los genuinos de la vida rústica de Castilla en los primeros tiempos
de la Reconquista, tal como su alm a de poeta épico la reconstituía o adivina
b a” 8J, y hay abundantes escenas de regocijo popular con danzas y cantos rús
ticos y deliciosos cuadros villanescos, que son de lo m ejor creado por Lope
en este género,
L a buena guarda —m ás que comedia de santos, leyenda piadosa— “es la
joya del teatro religioso de Lope y una de las obras más bellas de su reper
torio” 90. E n ella se dram atiza el tema, de tan larga difusión en la literatura
marial de la E dad M edia, tam bién recogido por Alfonso el Sabio en sus
Cantigas, de la monja seducida que abandona el convento para seguir a su
galán, pero la Virgen, de quien la m onja continúa siendo m uy devota pese a
sus pecados, ocupa el puesto de la fugitiva, hasta que ésta, arrepentida, torna
al convento, sin que su ausencia haya sido notada. L a buena guarda es obra
deliciosa, perfectamente escrita, llena de intensa poesía, con la que salva Lope
las no escasas dificultades de su escenificación; no eran pequeñas las de d a r
verosimilitud a las entradas del seductor en el convento (Lope lo convierte en
el mayordomo) y el presentar las escenas de am or con el natural proceso
psicológico de la caída, ni tampoco la de dilatar la corta anécdota en tres
cisco, que en edad madura m ata a un hom bre sin darse cuenta de su acción, y llam a
Uñoso al diablo, y herm anos a lo s rábanos, a las berenjenas, a las zanahorias y al pere
jil, com o si quisiera parodiar la sublim e ingenuidad con que el Patriarca de A sís llam aba
frate al sol y a todas las obras del Creador, incluso a las bestias m ortíferas. L o que es
sublim e en la leyenda franciscana, parece aquí una interpretación grotesca. Pero de e s
to no tiene la m ayor culpa Lope, cuyo teatro era espejo fiel de cuanto creía y pensaba
su siglo, sino el m alo y torcido rum bo que com enzaba a tomar ya, por exceso de de
mocracia frailuna, la devoción española, inclinándose a la apoteosis de lo vulgar y de lo
sórdido, que pueden ser com patibles con la m ayor elevación espiritual, pero que n o
son elem entos indispensables de ella" (ed, citada, vol, II, págs, 92-93),
89 ídem , id,, vol. II, pág. 51.
se ídem , id., v o l, II, pág, 95, C fr.! R , G uiette, “L a légende de la Sacristine”, Parfe,
1927, A n tonio.G asp aretti, introducción a su edición d e L a buena guarda, Casabba, 1939.
302 Historia de la literatura española
92 C fr.: H . M . M artín, “T h e Perseus M yth in L ope and Calderón w ith som e refe
rences to their sources”, en P u blication s o f the M o d e m Language A ssociation, X L V I,
1931, págs. 450-460.
53 Trátase de la fiesta que, para celebrar el cum pleaños de F elipe IV , se celebró en
Aranjuez e l 15 de m ayo de 1622. A dem ás de la obra de L ope se representó L as g lo
rías d e N iq tie a del conde de Villam ediana, en la que tom ó parte la reina dofía Isabel
de Borbón con las dam as de su corte. T uvo entonces lugar el fam oso incendio, que se
h a querido relacionar con los supuestos am ores del conde y de la reina.
M C fr.; P ab lo Cabañas, E l m ito d e O rfeo en la literatura española, M adrid, 1948.
ss Cfr. : H . M . M artin, “T he A p o llo and D afn e M yth as treated b y L ope and Calde*
rón”, en H íspanlo R eview , I , 1933, págs, 149*160.
Lope de Vega: la creación del teatro nacional 305
95 Citado por Menéndez y Pelayo, ed. cit., vol. IV, pág. 19.
100 Idem, id., pág. 22.
308 Historia de la literatura española
M ás quiero yo a Peribáñez
con su capa la pardilla,
que no a vos, Comendador,
con la vuesa guarnecida...
Dente parabienes
el mayo garrido,
los cdegres campos,
las fuentes y ríos.
A lcen las cabezas
los verdes alisos,
y con frutos nuevos
almendros floridos.
Echen las mañanas,
después del rocío,
en espadas verdes
guarnición de lirios.
Suban los ganados
por el monte mismo
que cubrió la nieve,
a pacer tomillos.
Y a los nuevos desposados
eche Dios su bendición ;
parabién les den los prados
pues hoy para en uno son... m .
Quizá como ninguna otra comedia de tem a afín en nuestro Siglo de Oro,
Peribáñez es un dram a humano, perfectamente posible en cualquier tiempo y
lugar; se dramatiza el punto de honra, pero sin ninguna de las rebuscadas
sutilezas sobre su condición, ni se plantean aquellos convencionales dilemas en
tre el honor y el respeto al monarca. Éste —y de aquí lo atrayente de su in
tervención y el respeto que gana para la autoridad real— aprueba la trágica
acción de Peribáñez con hum ana y democrática ju sticia104. Pero todo parece
102 O bras escogidas d e L o p e F élix d e Vega Carpió, ed. F . C. Sáinz de R obles, tom o
I, 4.a ed., M adrid, 1964, págs. 754-755.
l°3 ídem , id., pág. 769.
104 Cfr.: estudios preliminares a las ediciones d e 'A . Bonilla y San M artín, Madrid,
1916; Ch. V . Aubrun y José F . M ontesinos, París, 1943; y José M anuel Blecua, Zarago
za, 1944 , A dem ás: O. H . Green, “The date o f Peribáñez", en M odern Language N o ies,
X LV I, 1931, págs. 163-166. S. G. M orley, “La fecha de P eribáñez”, en R evista de Filología
Española, X IX , 1932, pág. 156 y ss. C. P. W agner, “The date o f P eribáñ ez”, en H ispanic
R eview , X V , 1947, págs. 72-83." J. Loveluck, “La fecha de P eribáñez y el C om endador d e
310 Historia de la literatura española
Ocaña”, en A ten ea (Concepción), CX , 1953, págs. 418-424. N . Salom on, “Sim ple remarque
à propos du problèm e de la date de Peribáñez y el C om endador' de Ocaña”, en Bulletin
H ispanique, LXIII, 1961, págs. 251-258. Carolina Poiícet. “Consideraciones sobre e l epi
sodio de Belardo en la tragicomedia P eribáñ ez”, en R evista Cubana, X IV , 1940, págs. 78-
79. Joseph Silverman, “Peribáñez y V ellido D o lfo s”, en Bulletin H ispanique, LV, 1953,
págs. 378-380. A m érico Castro, D e la edad conflictiva, M adrid, 1961, págs. 205-207 y
214-218. E. M . W ilson, “Im ages et structure dans P eribáñez”, en B ulletin H ispanique,
LI, 1949, págs. 125-159. R oberto G . Sánchez, “E l contenido irónico-teatral en el Peri
b áñ ez de L ope”, en C lavileño, 29, 1954, págs. 17-24. Courtney Bruerton, “M ore on the
date o f P eribáñ ez”, en H ispanic R eview , X V II, 1949, págs. 35-46. D e l m ism o, “L a quinta
d e Florencia, fuente de P eribáñ ez”, en N u ev a R evista de F ilología H ispánica, IV , 1950,
págs. 25-39. G ustavo Correa, “E l doble aspecto de la honra en P eribáñez y el C om enda
d o r de Ocaña”, en H ispanic R eview , X X V I, 1958, págs. 188-199.
105 O bras escogidas..., cit., pág. 754,
Lope de Vega: la creación del teatro nacional 311
Pero ni aun esto parece bastarle a Lope para paliar la audacia de la situación,
y recurre a lo que no dudaríamos en calificar de estratagem a: el comendador,
con la intención de alejarlo del pueblo, designa a Peribáñez capitán de las
doso, que pone fin al acto primero, enfrentando con amenazas de muerte a
los dos protagonistas ; en la reunión de la plaza —a comienzos del segundo—
con los hombres del pueblo, a los que escarnece, después de pedirle al pro
pio padre de Laurencia que la ponga en sus manos ; cuando entrega a Jacinta
a los apetitos de la tropa:
dicen los hombres de Fuenteovejuna en la sala del concejo. Poco después llega
Laurencia, que h a logrado escapar de las manos del comendador, y los insulta
por su pasividad :
L a reacción del pueblo es inm ediata; y la escena tiene toda la violencia desen
frenada y espectacular que la historia de todos los tiempos nos ha ofrecido
tantas veces:
B a r r ild o . Descoge
un lienzo al viento en un palo,
y mueran estos inormes.
J u a n R o j o . ¿Qué orden pensáis tener?
M engo. Ir a matarle sin orden:
Juntad el pueblo a una voz ;
que todos están conformes
en que los tiranos mueran.
E ste b a n . Tom ad espadas, lanzones,
ballestas, chuzos y palos.
M engo. ¡Los reyes nuestros señores
vivan!
T od os. ¡Vivan muchos años!
M engo. ¡Mueran tiranos traidores!
T od os. ¡Traidores tiranos mueran!... m .
Aunque nada tan vibrante como el momento en que las mujeres se suman a
la rebelión:
L a u r e n c ia . ¿No veis cómo todos van
a matar a Fernán Gómez,
y hombres, m ozos y muchachos
furiosos, al hecho corren?
¿Será bien que sólo ellos
He aquí el momento en que los amotinados irrum pen en el aposento del co*
m endador:
Veamos brevemente algunas otras comedias entre las numerosas sobre his
toria o leyendas españolas.
E l último godo, según ya dijimos, desdice de la importancia del asunto.
E l sistema de dramatizar la historia (entiéndase lo mismo leyenda o novela)
en forma lineal, falla de nuevo ostensiblemente, puesto que se acumulan de
masiados hechos y se quiebra la intensidad de la acción, que el autor prolon
ga desde los amores de don Rodrigo con la Cava hasta la batalla de Covadonga.
Mucho mejor es Las famosas asturianas, sobre el tributo de las cien don
cellas. Cuando éstas son conducidas de camino hacia el reino musulmán, una
de ellas se desnuda totalmente y sólo se viste de nuevo al llegar a , tierra de
moros ; dando a entender así que no había hombres en su tierra de quienes se
tuviera que avergonzar. Afrentados con ello los guardianes, tornan a León y
se declara la guerra, que term ina con la victoria cristiana en Clavijo. L a come
dia, que tiene grandes aciertos dramáticos, está afeada por el empleo de una
“fabla” convencional, con la que Lope trataba de im itar el lenguaje de los
tiempos medios.
A l tema de Bernardo del Carpió dedicó Lope L as mocedades de Bernardo
y E l casamiento en la muerte, para las cuales comedias se sirvió de crónicas
y de romances y aún les añadió episodios de su imaginación. Con uno de éstos
de gran fuerza dramática, termina la segunda obra: cuando Bernardo encuen
tra muerto a su padre, junta, la mano de éste con la de su madre, casándolos
en la muerte —de donde el título de la obra— para legitimarse a sí mismo.
Los inevitables anacronismos de detalle no perjudican apenas la sombría gran
deza de primitivo sabor épico que poseen numerosas escenas.
L a leyenda de los infantes de L ara fue dramatizada por Lope en El bas
tardo Mudarra. Lope recoge en su obra la totalidad de la leyenda, utilizando
completo el texto de la Crónica, de la que acierta a tom ar “todos los rasgos
poéticos en ella conservados al par que la rapidez y fuerza narrativa de la
antigua prosa historial”, y .los romances viejos de los “ cuales adoptó el metro,
imitó su corte y sus giros en muchas escenas, y aun insertó algunos íntegros o
copió de otros bastante número de versos” m . L a maestría y fidelidad con que
Lope interpreta estos materiales le permite lograr una dramatización de pode
rosa robustez y sencillez épicas.
De cómo Lope era capaz de extraer su inspiración de un fragmento lírico
y combinar los elementos m ás diversos fundiéndolos en un poem a dramático,
da buena prueba E l vaquero dé Moraña. El título y la idea inicial los tomó
Lópe de la segunda serranilla del marqués de Santillana ; y una glosa anóni
m a a esta misma composición, de finales del siglo xv o comienzos del xvi, le
suministró otros elementos poéticos de la fábula. E l resto lo puso Lope de su
magín, sirviéndose de episodios de otras comedias y de situaciones también
repetidamente utilizadas. E l rey Bermudo (Lope no especifica cuál) encierra
en un convento a su herm ana para evitar sus amores con el conde de Saldaña.
E l conde huye a Castilla, temeroso del rey, y lo mismo hace la infanta. A m
bos se refugian en la casa de u n rico labrador de la sierra de Ávila, a quien
sirven, disfrazados respectivamente de vaquero y de segadora. U n día llega el
rey hasta allí cazando, y la infanta', después del reconocimiento, logra el per
dón p ara sí y para su enamorado.
E l ambiente rústico favorecía extraordinariamente la inclusión de escenas
populares; y, en efecto, las hay bellísimas, con trozos de poesía para cantar
de lo más perfecto de Lope : como el famoso canto de los segadores :
137 M enéndez y P elayo, ed. citada, vol. III, pág. 316. C fr.: R am ón M enéndez Pidal,
L a leyen da de los Infantes de Lara, 2.a ed„ M adrid, 1934, págs. 127-138. E va R . Price,
“T he ‘R om ancero’ in ‘E l bastardo Mudarra’ o f Lope de V ega”, en H ispania, X V III,
1935, págs, 301-310. J. M oore, The ‘R om ancero’ in the C hronicje-Legend P lays o f L o p e
de Vega, Filadelfia, University o f Pensylvania, 1940.
138 O bras de L ope d e Vega, ed. de la Academia, t. V II, pág. 569.
Lope de Vega: la creación del teatro nacional 325
Pero es muy posible que Lope no conociera sino este cantarcillo popular y
las escasas noticias, conservadas por la tradición, que lo completaban. Con ello
le bastó para urdir el nudo de su comedia. Tiene ésta como dos vertientes que
a la par se contraponen y complementan : en los dos primeros actos se teje la
fábula de am or del caballero entre deliciosas —y a veces cómicas— escenas de
costumbres, tercerías celestinescas (las imitaciones de la Celestina son frecuen
tes y deliberadas) y prácticas supersticiosas y de agüeros, muy propias de la
época de Juan II, cuya nota ambiental cuida Lope perfectamente. E n el acto II I
se precipita la tragedia, preparada por una atmósfera de presagios y presenti
mientos, a que se suma la misteriosa aparición de la sombra que canta en la
noche, mientras el caballero camina hacia Olmedo por el camino de la muerte.
No todos los críticos han estimado del mismo modo la relación entre la p ri
mera y la segunda parte de la com edia; Menéndez y Pelayo, en cambio, gran
admirador de esta obra, hace notar de qué sutil y poética m anera se viene pre
parando el desenlace dramático, conducido a su fin como por un inatajable
fatalismo.
Tam bién por esta intervención del misterio ofrece interés otra comedia de
Lope de discutible clasificación, El marqués de las Navas, combinación un
tanto extraña de dos mundos diversos. Los dos primeros actos pertenecen por
entero al grupo de comedias calificadas como de enredo o costumbres : escenas
de amor, aventuras románticas y maravillosas trenzadas sobre el foftdo desbor-
140 Citado por M enéndez y P elayo, ed. cit., vol. V , pág. 56, C fr.: José M . Blecua,
“N otas a ‘E l Caballero de O lm edo’ ”, en N u eva R e vista d e F ilología H ispánica, V III,
19S4. D e l m ism o, introducción a su edición de E l caballero d e O lm edo, 2.a ed., Zara
goza, 1943. E. Juliá M artínez, estudio preliminar a su edición de E l Caballero d e O lm e
do, anejo II de la R e v ista d e B ibliografía N acional, M adrid, 1944. F idel F ita, “E l caba
llero d e O lm edo y la Orden de Santiago”, en B oletín d e la A cadem ia de la H istoria,
X LV I, 1905, págs. 398-422. J. Serrailh, “L ’histoire dans Έ1 caballero de O lm edo’ de L ope
de V ega”, en Bulletin H ispanique, X X X V III, 1936, p á g s .. 337-352.
Lope de Vega: la creación del teatro nacional ■327
dante y alegre de la vida de M adrid, con sus paseos, fiestas y esplendores cor
tesanos. En el acto tercero, el milagro y la intervención del m ás allá tuercen
inesperadamente el' rumbo de la tram a : Leonardo, un personaje de la come
dia que llega, a M adrid para casarse después de abandonar a otra mujer, es
muerto en una pendencia por el marqués de las Navas, a quien luego se le ap a
rece el espíritu de Leonardo para pedirle que atienda a unos asuntos, dejados
sin resolver a causa de su muerte repentina ; y el marqués lleva a efecto el en
cargo del difunto.
Montesinos, que a propósito de esta comedia ha estudiado la intervención
de lo maravilloso en el teatro de Lope m , destaca la peculiaridad de E l mar
qués de las Navas. Como hemos indicado, son numerosas las comedias en las
que Lope hace intervenir el misterio en la vida real, pero, comúnmente, en
obras de carácter legendario o a lo menos alejadas en el tiempo, por lo que,
aun revistiendo color de verdad histórica, parece que admiten normalmente la
ingerencia de lo maravilloso. E n ésta, en cambio, el prodigio se sitúa en los
mismos días del poeta y como sucedido lo habían aceptado sus contemporá
neos; adopta, pues, como en ninguna otra ocasión, el carácter de hecho real,
poniendo de relieve aquella extraña facilidad con que el milagro, p ara la estima
ción colectiva, se insertaba en lo cotidiano. “Sería difícil —dice Montesinos—
encontrar en todo el repertorio lopesco una comedia de m ás interés como d o
cumento, un documento que nos da la medida del sentido de la realidad en la
España de los días del Fénix; esa confusión de planos..., ese confluir del cielo
y de la tierra en una sola oleada de vida, presta a la persona y a la' época de
Lope una luz extraña e inquietante a cuya claridad nos son comprensibles no
pocas cosas y sucesos” 142.
141 Lope de V ega, E l m arqués de las N avas, edición y estudio de José F . M ontesinos,
en Teatro Antiguo Español, V I, M adrid, 1925.
142 Idem, id., pág. 139. M ontesinos fija los diferentes grados de estas apariciones m a
ravillosas en el teatro lopesco, por lo com ún bajo la form a de som bras o de difuntos.
Las sombras — “encarnaciones, corporeizaciones del lúgubre ambiente que rodea a lo s
héroes en quienes la fatalidad se ceba” (págs, 141-142)— , en general de carácter agorero,
aparecen en L a im perial de O tón, en L a s paces d e los reyes y ju día de T oledo, en E l
caballero de O lm edo, en E l precio d e la herm osura, en C ontra v a lo r no hay desdicha·,
pero estos espectros n o intervienen en la acción generalmente, y su papel se lim ita a
advertir o amonestar al héroe. E n otras com edias son personas difuntas lo s aparecidos:
D io s se vale de las almas desencarnadas com o instrumentos para castigar o premiar a
los vivos, y aquellos cuyo destino en la tierra estuvo m ás unido al del héroe de la c o
m edia, son lo s que cumplen tal m isión. En ocasiones h ay una relación de destinos in d i
viduales, que se prolongan m ás allá de la muerte. D e esta índole son lo s aparecidos
de E l duque d e Viseo, D o n Juan d e Castro, E l infanzón de Illescas, D in eros son cali
dad. A ludiendo al carácter que en el m undo de Lope adopta esta irrupción del más a llá
en la vida real y. refiriéndose, com o ejemplo, a la últim a de las com edias m encionadas,
dice M ontesinos : “E l tono con que esa sombra se expresa n o puede ser ya m ás hum ano,
n i su actitud. Si é l rey se resiste a oírle, le acusa de cobarde com o pudiera hacerlo u n
galán que motejara a otro por rehuir un desafío. Y en .cu a n to al efecto teatral, ¿cabe
328 Historia de la literatura española
145 Sobre esta leyenda, cfr., R am ón M enéndez Pidal, “G aliene la Belle y lo s pala
cios de G aliana en T oled o”, en Poesía árabe y p o esía europea, 5.a ed., M adrid, 1963,
págs. 79-106.
146 Ed. citada, vol. V I, págs. 390 y 394.
147 Cfr.: Joseph G . F ucilla, R elaciones hispano-italianas, M adrid, 1953.
Lope de Vega: la creación del teatro nacional 331
148 C fr.: M aría G oyri de M enéndez Pidal, L a difunta pleiteada, M adrid, 1909. A .
Gasparetti, L as novelas de B andello com o fuentes del teatro de L o p e de Vega, Sala
manca, 1939.
149 C fr.: estudio preliminar a la edición de A , van D am , Groningen, 1928. Ram ón
M enéndez Pidal, “El castigo sin venganza. U n oscuro problem a de honor”, en E l P. L as
Casas y V itoria con otros tem as de los siglos X V I y X V II, Madrid, 1958, págs. 123-152.
A m ado A lonso, “Lope de V ega y sus fuentes” (se ocupa en especial de E l castigo sin
venganza), en Boletín del Instituto Caro y Cuervo, VIII, 1952, págs. 1-24 (reproducido en
E l teatro de L o p e -d e Vega. A rtícu lo s y estudios, selección de José Francisco Gatti, cit.,
págs. 193-218). H ugo A . Rennert, “Ü ber Lope de Vega’s E l castigo sin venganza”, en
Z eitschrift fiir R om anische Philologie, X X V , 1901, págs. 411-423. E. Gigas, “Études sur
quelques ‘com edias’ de Lope de Vega. III. E l castigo sin venganza”, en R evu e H ispani
que, LU I, 1921, págs, 589-604. Harri M eier, “E l castigo sin venganza de Lope de V ega”,
en E nsaios de F ilología R om anica, Lisboa, 1948, págs. 243-246. T. E. M ay, “Lope de
Vega’s E l castigo sin venganza: the idolatry o f the D u ke o f Ferrara”, en B ulletin o f H is
panic Studies, X X X V II, 1960, págs. 154-182.
332 Historia de la literatura española
150 Cfr. : F. O. Reeds, “Spanish U sages and Custom s in the 17h Century as noted
in the works o f Lope de V ega”, en Philological Q uarterly, 1922. Ricardo del A rco, L a
sociedad española en las obras dram áticas de L o p e d e Vega, M adrid, 1942. Á ngel V al-
buena Prat, L a vid a española en la E d a d de Oro, Barcelona, 1943.
L ope de Vega: la creación del teatro nacional 333
g u il Lé n de castro y el grupo v a l e n c ia n o
s u v id a , a s u n t o s y é po c a s d e s u obra teatral
Nació Guillén de Castro en Valencia en 15691 —era, pues, siete años más
joven que Lope— y con el nombre de “Secreto” figuró entre los asistentes a
la famosa “Academia de los. Nocturnos”, donde ingresó en 1592. Sirvió como
1 Cfr.: H enri M érim ée, “N otes sur G uillén de Castro”, en R evu e H ispanique, I, 1894.
D e l m ism o, “Pour la biographie de G uillén de Castro”, en R evu e d e s langues rom anes,
IV , 1907. D e l m ism o, L 'art dram atiqu e à Valencia, Toulouse, 1913. D e l m ism o, Specta
cles e t com édiens à Valencia (1580-1630), Toulouse-París, 1913. F . M artí Grajales, P oetas
valencianos, M adrid, 1927. D e l m ism o, “Bióbibliografía de G uillén de Castro”, en A n a
les del C entro d e C ultura V alenciana IV , 1931. Eduardo Juliá M artínez, “ Observaciones
preliminares” a su edición de las O bras d e D o n G uillén d e C astro y B ellvis (luego ci
tada), vol. I,
336 Historia de ia literatura española
T al concepto del hom bre obliga a Castro a inclinarse hacia tipos de leyen
da heroica, y a ello se debe que tanto se enamorase del Cid y otros caballeros
cual el Conde de Ribadeo, los doce Pares de Francia y aquellos que las leyen
das locales enaltecían como desfacedores de toda violencia y favorecidos de
la fortuna en cualquier combate. A hora bien, el héroe vence en la contienda,
pero sucumbe ante el amor, y Guillén de Castro se complace en ofrecérnoslo
enamorado” 7.
8 Historia de la literatura española, vol, II, 7.a ed., :Barcelona, 1964, pág. 373.
340 Historia âe la literatura española
Si la mujer puede así
borrar lo más celebrado
de un hombre, u aventaxado
hacerle, nunca un marido
se tenga por bien nacido
si no fuera bien casado,
u ídem, id.
u Ed. Juliá, cit., vol. I, págs. 12 ÿ 14.
14 ídeai, id,i pig. 173.
15 ídem, iâ„ pág; 3LXVH.
342 Historia de la literatura española
L O S D R A M A T U R G O S D E L G RU PO M A D R ILE Ñ O
No parece que fueran sólo razones literarias las que estimularon a Que
vedo contra la persona y la obra de Montalbán. El padre de' éste había lanzado
ediciones piratas de algunos escritos del gran satírico, y aunque éste había
conseguido la condena judicial del librero, no se sentía satisfecho aún y de
seaba aprovechar la baza que los libros del hijo le-ofrecían; así fue cómo
urdió L a Perinola, “la más truculenta diatriba personal —dice Amezúa—· que
conocen nuestras letras” ls.
Estos ataques de sus contemporáneos —que, a pesar de la modestia de
Montalbán, no dejaron de hacerle mella, y que quizá influyeron, incluso, en
su locura-— han ocasionado también en buena parte la desestimación literaria
de que en nuestros días se le viene haciendo objeto; desestimación, y casi
oscurecimiento, que como herencia irremediable recibe al cabo de los siglos.
Pero la verdadera importacia de Montalbán debe quedar a media distancia
entre la gloria excesiva que le otorgaron en su tiempo muchos de- sus lecto
res y el demasiado desprecio de que le hicieron víctima algunos. Directo dis
cípulo del Fénix (“retacillo de Lope” lo llamó, con gracia cruel, Quevedo) que
influyó muy de cerca en su formación y a quien- debió el poder estrenar una
comedia a- sus 17 años, trató de asimilarse las cualidades de su maestro con
tanto provecho a veces, que algunas obras suyas le fueron atribuidas a Lope.
Muy lejos, sin embargo, de su genio, pero igualmente apresurado, su versatili
dad y falta de madurez cuajó en una obra desigual, con momentos brillantes
y numerosos fallos que su muerte temprana le hizo imposible remediar.·
En 1624 publicó Montalbán el Orfeo en lengua castellana; poema en cua
tro" cantos, alabado por Lope a quien algunos· contemporáneos se lo atribuye
ron. Montalbán se defendió de este cargo en dedicatoria al propio Lope de una
de las novelas incluidas en su libro Sucesos y prodigios de amor. Con palabras
que no velan la amargura de quien se siente despiadada y alborozadamente
nerle a Montalbán, o recursos con que seducir al lector, para que semejante
éxito fuera posible: “El temperamento melifluo, suave y apacible de Montal
bán, y su fina sensibilidad, que a veces degenera también en cierta candorosa y
fiofía sensiblería, saben darlas un tono delicado y afectivo, muy raro en otros
cultivadores de este género. Menos brioso, y varonil que ellos, ganábales, en
cambio, eü delicadeza, ternura y pasión, cualidades siempre dignas de loa en
todo ingenio, y con las cuales suele llegarse más certeramente al corazón de
las muchedumbres que con otras prendas literarias'más brillantes y deslum
bradoras” 27.
En 1633 publicó Montalbán el libro ya citado Para todos. Exem plos mora
les, humanos y divinos, dividido en siete partes, una para cada día 'de la se
mana, en el que agrupó novelas, comedías, discursos sobre materias diversas
y donde cita hasta trescientos escritores al modo de E l Laurel de A polo de
Lope. El Para todos se sirve una vez más del tan utilizado marco del Deca
meron de Boccaccio ; el autor imagina que en una quinta a orillas del Man
zanares se .reúnen los hombres de mayor ingenio y las damas de más belleza
y gracia de la corte, y acuerdan que durante los días de una semana tratarán
sobre temas de erudición, acabando con la lectura de una comedia o novela.
El Para todos responde a un tipo de libros que gozaron por entonces de
gran predicamento; eran a modo de enciclopedias como hoy diríamos,' lla
madas entonces sumas, compendios o polianteas, donde se condensaban todo
género de historias, leyendas, opiniones, se contaban anécdotas ciertas o fan
tásticas, se exponían ejemplos y moralidades, erudiciones y pasatiempos. Allí
acudían lectores de toda condición en busca de variado y cómodo saber, y no
pocos conocimientos que escritores, dramaturgos, predicadores y maestros
exhibían, no tenían más honda fuente que estas enciclopedias. Montalbán de
bió de aprovechar cumplidamente los abundantes fondos de la librería paterna
y las bibliotecas de sus muchos amigos religiosos. Con todo ello amasó una
abigarrada, pedantesca y farragosa mixtura de saberes, como en cajón de sas
tre, donde se dabanJa.mano cosas ciertas con desatinos manifiestos, historias
con fábulas mitológicas y descabelladas supersticiones, gentiles con cristianos,
opiniones sensatas con los dislates más peregrinos. Montalbán agregó al final
de su obra dos listas de escritores madrileños y de dramaturgos .coetáneos de
los que hizo breves semblanzas, y es esto, sin duda, lo más valioso de su libro.
Entre tantas cosas reprobables y algunas buenas, merece también destacar
se el patriotismo del autor, que se vuelca en encendidos elogios a España y
particularmente a su ciudad natal, con frecuencia en un tono hiperbólico. Pero
esto no bastaba para hacer callar a los enemigos del “retacillo”, que aguarda
ban la oportunidad de poner en ridículo a su presa. Quevedo se llevó la palma
una vez más y arremetió no sólo contra la parte didáctica del libro, para- lo
cual le sobraba razón, sino contra las novelas que contenía —y en esto abulta
ba los defectos— y Contra las obras dramáticas, que son la parte mejor del
libro.
Pero todos estos escritos, con su innegable interés para el estudio de innu
merables facetas de la cultura y vida de la época, son, al cabo, historia lite
raria. Los aciertos mayores y más permanentes de Montalbán pertenecen al
teatro, aun con los grandes desniveles ya aludidos. Fue poco afortunado en
los “autos” ; en su Polifemo, incluido en el Para todos, trató sin éxito de lle
var el conocido mito del gigante al simbolismo religioso: “Esto no es alego
ría, sino algarabía”, dijo Quevedo. Mucho mejores son algunas de sus come
dias de santos o leyendas piadosas, como L a gitana de M enfis, Santa María
Egipciaca·, Escanderbech, sobre la conversión al cristianismo de Jorge Cas-
triota, llamado Iskanderberg por los. turcos; y, sobre todo, E l divino portugués,
San A ntonio de Padua, movido y pintoresco cuadro de religiosidad popular,
sentimental y colorista, con delicados aciertos poéticos, que emulan con for
tuna la veta lopista.
También cultivó Montalbán la comedia caballeresca — Palmerín d e Oliva,
D on Florisel de Niquea — ; la novelesca, escenificando L a Gitanilla de Cer
vantes, y el tema de origen bizantino L os hijos de la Fortuna, Teágenes y Cía -
riquea. En este último grupo puede incluirse L os amantes de Teruel —asunto
originariamente de Boccaccio, pero incorporado a las tradiciones nacionales—,
escenificado ya por Rey de Artieda y Tirso de Molina, y que Montalbán no
logra mejorar.
Con soltura mucho mayor se. mueve en las comedias de intriga o de capa
y espada, donde consigue dos bellas obras: L a toquera vizcaína, que recuerda
en muchos aspectos a L a villana de Vallecas de .Tirso, y L a doncella de labor.
Montalbán se esforzaba por trazar interesantes caracteres femeninos en com
petencia con Tirso y Lope ; sus mujeres, menos resueltas y agudas que las de
Tirso, no tienen tampoco la apasionada ternura de las del segundo, pero con
todo componen tipos de sugestiva feminidad.
En sus comedias sobre historia de España dramatizó la vida de persona
jes enérgicos, como E l señor don Juan de Austria, Diego García de Paredes y
L a monja alférez·, y en L a puerta macarena, en dos partes, abordó el tema
del rey don Pedro y de su esposa doña Blanca de Borbón. De la primera parte
dice Lomba y Pedraja que “más que otra alguna de las [comedias] que tratan
de D. Pedro, merece el nombre de histórica” 28. Está inspirada en la Crónica de
López de Ayala, a la que sigue con alguna libertad, intercalando tradiciones ad
mitidas ya por la poesía y por el pueblo. La segunda parte continúa la historia
del rey don Pedro, siguiendo también la Crónica del Canciller,' aunque más
libremente que en la parte primera. Pero su obra más notable de esta especie
es la Comedia famosa del gran Séneca de España, Felipe II, con su segunda
■< r t........................... ■ i,» . —
inspirados y Henos de la más bella poesía” 30. Por su parte, Am ezúa aventura
un juicio igualmente favorable sobre las posibilidades, sólo en pequeña parte
desarrolladas, que albergaba la dramática del fiel discípulo de L ope: “Si en
sus obras dramáticas sigue, de ordinario, dócil y reverente, los pasos de Lope,
su maestro, a veces acierta tam bién a volar por cuenta propia, con personalidad
original. Su prem atura muerte, que la locura anticipó para su inteligencia un
año y medio, hubo de malograr un ingenio que, acaso, con el transcurso del
tiempo, m ás experto y seguro de sí mismo, habría podido hombrearse con
u n Francisco de R ojas o u n Agustín Moreto, valiéndose de aquellas dos
facultades esenciales en todo dramaturgo, que holgadamente M ontalbán poseía
asimismo, a saber : la fantasía creadora y el arte de decir” M.
tantas veces atolondrada aventura galante de las obras de sus colegas. Pues
bien: aunque dentro de su peculiar estilo, el teatro de Alarcón no rechaza,
ni mucho menos, esa brillante fauna hum ana — sin la que apenas se concibe
teatral o novelesca peripecia— del galán portador de excelencias, belleza y
energía vital, que cumple en sus comedias como m andan los cánones m ás con
vencionales, hace u n a sola excepción: en L as paredes oyen el apuesto y rico
galán don M endo es vencido al fin en el am or de la dam a por un rival, don
Juan, feo y sin fortuna, porque sus condiciones morales lo hacen preferible.
E n ésta obra suele verse un desquite o desahogo del contrahecho Alarcón, y
sería vano negar la posible existencia de esta liberación psíquica. Pero como
argumento probatorio de u n permanente resentimiento es excesivo. Primero
porque, en la comedia, don Juan sufre su inicial fracaso amoroso con resigna
d a aceptación, sin réplicas biliosas o agresivas; en segundo lugar, porque
Alarcón, que gustaba de colocar en cada comedia su moraleja, bien pudo que
rer decir en una de ellas que u n galán provisto de las mejores dotes físicas po
día perfectamente ser un hom bre ruin, y que haría bien en rechazarlo cual
quier m ujer con dos a d a m e s de sentido.
Quevedo hablaba de lo “mosca y zalamero” que era Alarcón. Es m uy po
sible que el jorobado, que no podía mantener desplantes ni gestos agresivos
en la sociedad, tratara instintivamente, o concienzudamente, de compensar su
mengua con u na actitud de amabilidad y cortesía, de nobleza y bondad ; quién
sabe si, de haber poseído la majeza de un Vélez de Guevara, pongo por caso,
no hubiera sido otro hombre, y otra su obra. Sugerimos con esto que no pre
tendemos negar el influjo que sobre su espíritu pudo ejercer su circunstan
cia personal : joroba o lo que fuese. Lo que negamos es la existencia de un
esencial resentimiento en la obra escrita del poeta, que si fue capaz de sen
tirlo, lo supo sublimar hum ana y artísticamente.
Lo de “zalamero” , o lo de “ suave” o cortés se recuerda tam bién a propósito
de su “mejicanismo’V otra de las cosas que una erudición un tanto ociosa ha
sido capaz de descubrir en la obra de Alarcón. H ablar de “mejicanismo” en
los días del dramaturgo nos parece un anacronismo de bastante bulto. Pudo
sentirlo, todo lo vivo que se quiera —más bien oscuramente, diríamos— , la
m asa india, pero la conciencia de esa personalidad nacional nace a la historia
bastante tiem po después. E n todo caso, Alarcón no debió de sentirse demasia
do arraigado en la ancestral tradición y muchísimo menos en la sangre azteca,
que en m anera alguna llevaba, por lo que hablar de la “sinuosidad india” de
Alarcón nos parece ya u n grave exceso. Su nacimiento en Méjico fue poco
menos que ocasional ; residió pocos años en el país y ni una sola palabra en
toda su obra lo recuerda ; eran sus padres españoles, y de su nobleza y origen
se jactaba Alarcón, hasta el punto de que sus pujos nobiliarios dieron a sus
enemigos tanta ocasión de burla como sus jorobas. Si Alarcón era u n hom
bre educado y cortés, porque así era, no creemos necesario buscar raíces
£ β escuela dramática de Lope 355
en ningún mejicanismo que —y éste es el punto principal—· no está visible
en sus comedias33.
Alarcón.. es el encontram os con gentes que razonan sus actos de acuerdo con
criterios de vida ordinaria, de dignidad y de sensatez, de moderación y de
sentido com ún; no son fantásticas siluetas apresuradas — como hay tantísi
m as en el m undo lopesco— sino seres de sentimientos matizados, verosímiles
rasgos psicológicos y hum ano proceder. De donde resulta que lo que im porta
en las comedias de A larcón no es su intención m oralizadora, bien secundaria,
sino el cuidado desarrollo de los caracteres. É sta és su cualidad m ayor y el
rasgo inconfundible de su teatro.
Cualquiera de sus comedias está sembrada de sentencias y consideraciones
que no son precisamente “morales”, sino avisos de buen sentido, norm as de
prudencia y .sabiduría de vivir, que tienen m uy en cuenta las pasiones y de
bilidades de los hombres y tratan de bandearse entre sus escollos. E n Los
pechos privilegiados, p o r ejemplo, el rey Alfonso vuelve a su gracia a Rodrigo
después de haberse indispuesto gravemente con él y cuando todavía su ánimo
está calmado m ás en apariencia que de hecho; entonces, la nodriza de R o
drigo — esa campesina gigante y viriloide, creación asombrosa de Alarcón—
le aconseja que no regrese a la corte, por si acaso:
Sandio, Rodrigo, seredes
en atender confiado
nin la fe de un ofendido
nin la piedad de un contrario M.
harto complicada; y aunque es cierto que las “tapadas” y los disfraces son
poco gratos a Alarcón, son asimismo bien frecuentes las escenas de patente
inverosimilitud, de encuentros fortuitos, de personajes que averiguan propó
sitos, ocultos tras los árboles o al otro lado de una pared. No obstante, el
.autor procura con evidente cuidado suavizar la transición entre el fondo de
realismo costumbrista de la comedia y la aventura que vuela sobre ese paisaje
re a l; Alarcón matiza, mide, gradúa las situaciones. Esto y el tono —ya defi
nido— de los caracteres, permite una fusión .mucho m ás natural, u n paso más
fácil, entre lo cierto y lo fantástico, de lo que es habitual en el teatro de la
época.
E l estilo literario de Alarcón es. igualmente m atizado, ajustado ; ningún
autor dramático de su tiempo presenta un lenguaje de ta n sostenida perfec
ción, sin fallos, sin tropiezos, con rara sensación de fluidez, de adecuación
exacta a la situación e índole del personaje. Pero, visiblemente, estos resul
tados no proceden de una espontánea facilidad, sino de constante labor de lima
del poeta, que se esfuerza p o r conseguir la m ás perfecta naturalidad ; natura
lidad elaborada, sin duda, a la.q u e llega el autor al cabo de lenta depuración,
selección de vocablos, estudiada colocación de éstos en la frase y el verso.
A larcón evita cualquier ajuste imperfecto con no m enor cuidado que las fra
ses de hueca sonoridad, los confusos juegos de palabras o las metáforas des
lumbrantes. Su editor Núñez de A renas escribe que su lenguaje es “entre los
escritores dramáticos, como entre los prosistas el del Símbolo de la Fe”. Y
añade luego que fue “el que enseñó a sus personajes habla m ás sencilla,
despejada, correcta y popular” 35. Calificativo este último que — a nuestro ju i
cio— debe entenderse como sinónimo de sencillez, que en Alarcón quiere de
cir aristocrática llaneza.
Quizá· p o r esta falta de brillo aparente, o quizá tam bién de cierta “seque
dad”, nacida de la vigilancia cerebral del poeta, se h a dicho de su teatro que
estaba falto de lirismo. Pero éste se manifiesta en otros aspectos: en la deli
cada atención al dato pequeño y cotidiano, sobre todo de índole dom éstica;
en la finura descriptiva de incontables detalles ; en la m isma elegancia, lim
pia de excesos, de toda su construcción. Podría decirse, en conjunto, qué su
lirismo es más de sensibilidad profunda que de form a poética. E n cualquier
caso, su lenguaje nunca es prosaico3S-
las laicas aï alcance- de todas las alm as. Su m oral es razonable, elem ental y sencillá. L as
virtudes que exalta son las virtudes lógicas, asequibles a todo hom bre, nob le o villano,
rico o pob re: la generosidad, el perdón, el deber de cumplir las promesas, la cortesía, la
sinceridad, la lealtad, la gratitud, la discreción, la caridad. Estas ideas m orales form an
parte de la textura íntim a de la com edia y aparecen ya incorporadas al diálogo, ya cor-
porizadas en los personajes” (E l sentim iento dem ocrático en el teatro d e Juan R u iz d e
A larcón, cit. luego, pág. 91).
360 Historia de la literatura española
espagnole, París, 1943. D e l m ism o, “N otes sur M adrid dans le théâtre d’A larcón”, en
L e s L angues M odernes, París, X X X V II, 1939, págs. 248-253. Thom as Earle H am ilton, T h e
structure o f the A larconian com edy, Austin, T exas, 1940. D e l m ism o, “Spoken letters in.
the com edias o f Alarcón, Tirso and L ope”, en P M L A , 1947, págs. 62-75. D e l m ism o,
“Com edias attributed to A larcón exam ined in the light o f his know n epistolary practi
ces” , en H ispanic R eview , X X V II, abril, 1949, págs. 124-132. Guido M ancini, “M otivi e
personaggi del teatro alarconiano”, en Studi d i L etteratu ra Spagnola, I, R om a, 1953,
págs. 7-34. D e l m ism o, 11 teatro d i Juan R u iz d e A larcón, R om a, 1953. In oria P epe,
“A rti m agiche e superstizioni n ell’ opera di A larcón”, en S tu d i d i L etteratu ra Spagnola,
I, R om a, 1953, págs. 69-82. Lore Terracini, “U n m otivo stilistico: l ’uso delPiperbole galante
in A larcón”, en ídem, id., págs. 83-121. M iriam Virginia M elvin, Juan R u iz d e A larcón.
C lassical and Spanish influences, A im A rbor, M ichigan, 1942. Juan Granados, Juan R u iz
d e A larcón e il suo teatro, M ilán, 1954. B. B. A shcom , “V erbal and conceptual parallels
in the plays o f A larcón”, en H ispanic R eview , X X V , enero, 1957, págs. 26-49. G . E. Wade,
“M ythological and other classical allussions in the theatres o f Tirso, A larcón and V élez”,
e n Bulletin o f the Com ediantes, X , 1958, núm . 2. A lva V . Ebersole, “Supersticiones espa
ñolas y la obra de Juan R uiz de A larcón”, en H ispanófila, II, 1958, págs. 35-48, D e la
m ism a, E l am biente español, v isto p o r Juan R u iz d e A larcón, Valencia, 1959. Carmen
O lga Brenes, E l sentim iento dem ocrático en el teatro d e Juan R u iz d e A larcón, V alen
cia, 1960. A lice M . Paulin, “T he religious m otive in the plays o f Juan R uiz de Alarcón”,
en H ispanic R eview , X X IX , 1961, págs. '33-44. A ugusta M . Espantoso-Foley, “The Pro
blem o f A strology and its use in R uiz de A larcon’s E l dueño de la s estrellas", en H is
panic R eview , X X X II, 1964, págs. 1-11.
362 Historia de la literatura española
Y añade enseguida :
Señor,'
Tienen los pobres criados
Opinión de interesados,
D e poco peso y valor.
¡Pese a quien lo piensa! ¿midamos
D e cabeza los sirvientes?
¿Tienen almas diferentes
E n especie nuestros amos?
M uchos criados ¿no han sido
Tan nobles como sus dueños?
E l ser grandes o pequeños,
E l servir o ser servido,
E n más o menos riqueza
Consiste sin duda alguna,
Y es distancia de fortuna,
Que no de naturaleza.
Por esto m e cansa el ver
E n la comedia afrentados
Siempre a los pobres criados...
Siempre huir, siempre tem er...
— Y por Dios que ha visto Encinas
E n más de cuatro ocasiones,
M uchos criados leones
Y muchos amos gallinas.
D o n D ieg o .
Bien dices. Vete con Dios,
Y más peligro no esperes.
E n c in a s :
Adiós ; que donde murieres
Hemos de morir los dos.
Hoy han de ser restaurados
E n su opinión, por m i fe,
Los que sirven ; hoy seré
Un Pelayo de criados43.
Mendo no nos parece tan grave, y la que lanza contra su propia am ada doña
A na, m ás bien es prueba de amor, porque desea desviar de ella la atención
de un duque mujeriego á quien considera peligroso rival. E l hecho es muy h u
mano, y no creemos que fuera .de las tablas pudiera dar origen, tras larga serie
de derivaciones, al rompimiento de dos amantes tan perfectamente ensambla
dos. Pero el autor hace posible, con una escandalosa casualidad del más efec
tista “lopismo”, que sea la propia dam a quien, oculta tras su ventana, oiga
las improcedentes palabras de su galán ; y tras ello viene todo lo dem ás45.
Mudarse por mejorarse es una deliciosa comedia, de enredo y de costum
bres a ía vez, del m ás puro sabor. U n galán de corte deja a su amada, viuda
de muy buen ver, cuando se presenta una sobrina joven. Pero ésta lo .deja a su.
vez cuando encuentra u n pretendiente mejor. L a comedia tras complicada su
cesión de divertidas situaciones, acaba “demasiado bien” para la m oral alar-
coniana, puesto que el pretendiente aprovechado no queda corrido y solo,
como debiera, sino que puede volver a su prim era enamorada.
Parecida por lo gracioso de la peripecia y los ágiles y variados episodios
es El examen de maridos, especie de farsa o juguete cómico. U na dam a rica
y soltera convoca a m odo de un concurso de pretendientes para escoger esposo.
T an peregrina situación d a pie p a ra , sutiles discreteos, juegos de ingenio y
todo género de opiniones sobre el amor.
L a magia se junta a la comedia de carácter y a la confesada intención m o
ral en L a prueba de las. promesas, asunto inspirado en un cuento de El conde
Lucanor. Don Juan está enamorado de Blanca, hija del mago don Illán de
Toledo, pero éste la tiene prom etida a otro pretendiente,, don Enrique. Para
atraerse al padre de su amada, don Juan pide al mago que le enseñe las cien
cias ocultas a cambio de grandes ofrecimientos. Desde ese instante, don Juan
'asciende rápidamente en categoría y poder hasta llegar a presidente de Casti
lla. Entonces no sólo incumple sus promesas con don Illán, sino que rechaza
a Blanca, después de intentar conservarla como manceba. Don Illán deshace
entonces el conjuro, y resulta que todas las grandezas de don Juan han sido
tan sólo apariencias forjadas por el mago para probarle 46.
Como de “carácter” debe tam bién considerarse la comedia No hay mal
que por bien no venga, sin que modifique aquella condición la caprichosa cir
Atormentarse no más
¿Es medio de merecer?
¿No hay regalos? ¿No hay servicios?
¿No hay fiestas? ¿No hay galanteos?
'¿No merecen los deseos?
¿No obligan los beneficios?
¿Por fuerza he de trasnochar?
¿Qué m e hubiera a m í importado
Haber dos veces pagado
E sa casa, si el estar
A la vuestra tan cercana
N o ha de excusar que m e halle,
Com o decís, en la calle
Tantas veces la mañana? 47.
A pesar de regirse por tan positiva filosofía, don Domingo conoce también
las exigencias de la nobleza y la dignidad personal, y cuando llega el caso
necesario, da muestras de tal valentía y decisión que asombra a quienes no
le creerían capaz de ello. Es posible que ésta debiera de ser la moraleja de la
comedia, y no el refrancillo del título que le viene un tanto postizo.
Desesperado don Juan de las negativas del rico don Ramiro, decide ro
barle p ara empobrecerle y quitarle así las razones de su superioridad. Cuando
entra en la casa con el fin de ejecutar tan novelesco como pueril designio, en
cuentra a su rival don Domingo, que había sido raptado y encerrado en la
casa de don Ram iro (fautor de la conjura), para que no obstaculizara la re
belión del infante don García contra su padre el rey Alfonso. Dicho se está
que este descubrimiento —“no hay m al-que por bien no venga”— impide la
conjuración. Don Juan gana la simpatía m ás absoluta de don Ram iro hacién
dole creer al rey —cuando los mayores peligros se cernían sobre la cabeza del
avaro— que el propio don Ram iro había descubierto los manejos del príncipe.
Ÿ la comedia acaba con la correspondiente boda. Con dos bodas, m ejor dicho.
Porque si don Juan se lleva al fin a doña Leonor, don Domingo se apaña
con una prim a suya, de parecidas gracias, cuyo favor había cultivado por si
le hacía falta al final. Previsión que el desenlace de la comedia demuestra
estar muy.en su p u n to 48.
L a habilidad, el tino, la medida y ponderación con que logra el poeta
barajar tan caprichosos elementos y recursos tan convencionales con una sabia
madurez de experiencia y doctrina, para lograr un conjunto armónico de tanta
belleza y humanidad, esto —decimos— es lo que constituye el secreto del arte
dramático alarconiano.
LOS D R A M A T U R G O S A N D A L U C E S
obtuvo, y -allí vivió retirado, sin salir ya m ás de. la ciudad, hasta su muerte
ocurrida en 1644. M ira dejó recuerdo entre el cabildo p o r sus intemperancias
y malos modos, de los que había dado buenas muestras también en los corra
les de M adrid ; en cierta ocasión abofeteó al maestrescuela y hubo de ser m ul
tado y recluido temporalmente en la misma catedral. Rodríguez M aría nos des
cribe al poeta, por los años en que concluyó sus estudios, como “un mozo muy
corpulento, travieso, decidor y díscolo, cualidad esta últim a que había de aca
rrearle muchos riesgos y sinsabores” 49. A aquella corpulencia del dramaturgo
alude Lope de Vega en su Epístola dirigida a Francisco de Rioja con el título
de E l jardín de Lope, al referirse al retrato de M ira pintado por Heredia el
M udo:
E l divino pincel del m udo Heredia
(que entera no pudiera) al doctor M ira
de su figura retrató la m edia 50.
había aplaudido. Cotarelo señala que, cuando en 1635 m urió Lope de Vega,
fue M ira el único, entre quienes habían sido sus amigos, que no colaboró en
la Fama postuma. A su vez, cuando sobrevino su propia muerte, parece que
no se tuvo noticia de ella, pues nadie la consigna, ni siquiera aquellos gaceteros
de la época que, como Pellicer, daban cuenta de los más triviales sucesos.
E n estos últimos años de silencio y aislamiento se inició, sin duda, el olvido
en que fue cayendo la obra dramática de Amescua, con la consiguiente falta
de noticias sobre su vida y su misma producción, que sólo en nuestros días ha
comenzado a ser remediada. M ira —lo mismo que Vélez de Guevara— nunca
reunió sus obras en volumen, y sólo en las habituales colecciones de la época,
mezcladas con las de otros escritores, falsamente atribuidas a veces y con gran
frecuencia mutiladas y corregidas, fueron publicadas algunas. E n general, los
historiadores de nuestra literatura o de nuestra dramática han dedicado a M ira
escasa atención hasta tiempos muy recientes; y aunque algunos estudiosos
contemporáneos han editado pequeñas porciones de su producción dramática
y revalorizado en parte su personalidad, es mucho todavía lo que en tom o
a este escritor queda por hacer; gran parte d e.su s obras, sólo existentes en
copias manuscritas o en aquellas ediciones de la época, son prácticamente ina
sequibles para el lector.
Sin embargo, M ira gozó en su tiempo de dilatada estim a; Cervantes,.Agus
tín d e Rojas, Lope de Vega, Suárez de Figueroa, M ontalbán, Tamayo de V ar
gas, le dedicaron elogios. Cuando en 1602 visitó Lope Granada, parece que los
poetas de la ciudad le recibieron fríamente, con excepción de M ira, ya famoso
como lírico, que le dedicó sus versos, y a quien Lope, agradecido, dedicó un
soneto que imprimió en L a hermosura de Angélica. Rojas Villandrando, en su
Viaje entretenido, al escribir la L oa de la Comedia, destaca a M ira entre los
dramáticos de su tiem po; no se conocen, sin embargo, comedias de M ira an
teriores a la redacción del Viaje — 1603—, ya que la primera de que se tiene
noticia, dice Cotarelo, es L a rueda de la Fortuna, estrenada en Toledo en 1604.
E n todo caso, los años de mayor actividad dramática de M ira fueron los quin
ce que siguieron a su regreso de Nápoles en 1616. Durante este tiempo, Mira,
a pesar de sus singularidades de carácter, debió de mantener muy amplias re
laciones de amistad con numerosos literatos de la corte; quizá ningún otro
escritor de entonces haya escrito tantas aprobaciones de libros y, sobre todo,
de poesías en elogio de obras ajenas.52.
52 Cfr.: Bartolom é José Gallardo, E nsayo de una biblioteca española de libros raros
y curiosos, vol. III. C. Pérez Pastor, B ibliografía m adrileña, vol. III, M adrid, 1907. R .
M esonero R om anos, “E l teatro de M iradam escua”, en el Sem anario Pintoresco Español,
1852. Torcuata Tarrago, “E l D r. M ira de A m escua”, en L a Ilustración E spañola y
Am ericana, 1888, II. N . D ía z de Escobar, “Siluetas escénicas del pasado. Autores dra
m áticos granadinos del siglo x v n : el D octor M ira de A m escua”, e n R evista d e l C entro
d e E stu dios H istóricos de G ranada y su reino, 1911, vo l. I. Fructuoso Sanz, “E l Dr. A n
tonio M ira de A m escua: nuevos datos para su biografía”, en B oletín 4e la R ea l A cade-
374 Historia de la literatura española
parar las comedias de los autos. Valbuena Prat, qúe ha estudiado el teatro
de Amescua, señala que los autos de éste representan un estadio de transi
ción o puente entre los de Lope y los de Calderón. Amescua, dueño de una
m ayor cultura religiosa, puede ya rebasar la sencilla estructura, puramente
anecdótica, de los autos de Lope, y tratar de fundir más íntimamente el relato
dramático con la alegoría. “E l tipo de autos en M ira —dice el crítico mencio
nado;— es el que, en general, domina en la época de Lope. L a tram a es
sencilla, no hay absoluta compenetración del símbolo con lo representado, y
no responde el desarrollo de la acción a la magnitud de la idea. No se h a
sabido escoger, en los autos historiales, un hecho capital y en tom o a él
construir el dram a alegórico. Se am ontonan sucesos incidentales y no se llega
a una poderosa unidad” 55. “Con todo .— explica luego— comparando a Ames
cua con sus contemporáneos, vemos que hay en él una m ayor seguridad teo
lógica, un deseo p o r unir la alegoría con la historia, y hasta un cierto empleo
de algunas personificaciones que han de quedar en el auto tipo. Fijándonos en
los primeros autos de Calderón, veremos que ofrecen ciertas coincidencias con
los de M ira; así, por ejemplo, en E l divino Jasón” 56; lo que, evidentemen
te, otorga a los autos del guadijeño gran importancia histórica en la evolución
del género sacramental.
Amescua escribe autos que abarcan el ciclo de Navidad, sobre Nuestra Se
ñora, y sobre el tema propiamente eucarístico. E n los primeros, como el A u to
del Santo Nacimiento, intitulado L o s pastores de Belén, es, según precisa Val-
buena, donde está m ás cerca del estilo de L ope; pero aun en estas mismas
piezas de Navidad, la natural tendencia del ingenio de Amescua le lleva ya
“ al tipo escolástico del auto calderoniano”, como en el A u to famoso del N a
cimiento de Cristo Nuestro Señor y Sol de medianoche, en el que intervienen
figuras alegóricas como la Naturaleza Hum ana, la Avaricia, la Soberbia, etc. ;
el hecho de la adoración de los pastores se enlaza con el tem a teológico de la
esclavitud del hombre por la culpa. También en el auto de la Virgen D e
Nuestra Señora de los Rem edios intervienen figuras alegóricas como la Am
en Clásicos Castellanos, 2 vols., Madrid, nueva ed., 1960 y 1957; comprenden, respectiva
m ente, E l esclavo d el dem on io y P edro Telonario y L a F énix de Salam anca y E l ejem plo
m a yo r d e la desdicha. E l esclavo d e l dem on io, ed. de M ilton A . Buchanan, Baltim ore,
1905. E l arpa de D a vid , ed. de' C. E . A níbal, The Ohio State University Studies, 1925.
Cfr. : H ugo Á . Rennert, “M ira de A m escua et ‘La judía de T oled o’ ”, en R e v u e H ispa
nique, VII, 1900. A H . Krappe, “N otes on the ‘V oces del cielo’ de M ira de Am escua” ,
en R o m a n ic R eview , X V II, 1926. C. E. A nibal, “A nother N o te on the ‘V oces del cielo’
de M ira de Am escua”, en R om an ic R eview , X V III, 1927. Otis H ow ard Green, “M ira de
A m escua in Italy”/ en M o d e m Language N o te s, X L V , 1930. M argaret W ilson, “L a p ró s
pera fortuna de don A lvaro de L u n a : A n o u stan d m g w ork by M ira de A m escua”, en
Bulletin o f H ispanic Studies, X X X III, enero, 1956, págs. 25-36.
55 P rólogo a la edición citada, vol. I, pág. X X V III.
56 íd em , id., pág. X X IX .
376 Historia de la literatura española
bición, la Herejía y la Fe, con muchos momentos, dice Valbuena, que parecen
preludiar las form as calderonianas.
Dentro del género sacramental, la obra más notable de Amescua es el auto
titulado Pedro Telonario, inspirado en la leyenda hagiográfica del “rico de
Alejandría”. Consiste en la lucha que riñen la Caridad y la Avaricia por el
alma del rico Pedro, avaro empedernido ; triunfa al cabo la Caridad, y Pedro
llega a convertirse tan por entero, que entrega todas sus riquezas a los po
bres, y hasta se vende él mismo por esclavo para poder hacer una limosna más.
El auto, m uy dentro aún de la m anera lopista “es una obra de gran ternura e
ingenua devoción, con todo el primitivismo dé una m oralidad medieval” 57,
pero encierra ya, sobre todo en el diálogo entre la Caridad y la Avaricia y en
la alegórica visión del juicio del alma, elementos precalderonianos.
E n la comedia sacra —género que Amescua no cultivó con gran acierto—
destaca, en cambio, con valores propios E l arpa de David, sobre la historia
del rey poeta, con acertadas pinceladas sobre la lucha íntim a de David en
su pasión p o r Betsabé, su caída y su arrepentimiento. Encierra la obra gran
variedad de acción y numerosos episodios, dado que abarca de hecho la vida
entera de David : joven pastor en el acto primero, rivalidad con Saúl hasta la
sucesión al trono en el segundo, episodio de Betsabé, caída y arrepentimiento,
cantos y profecías en el tercero. Trátase, pues, a la m anera de Lope, de una
“crónica en acción” ; pero la figura del protagonista, bien matizada, da unidad
a la obra.
E n las “comedias de santos”, aparte El esclavo del demonio que veremos
luego, sobresale L a mesonera del cielo, tem a medieval dramatizado ya por la
m onja Hroswitha, pero que Amescua acerca a su tiempo para tejer una apasio
nante pieza, de contrastes y oposiciones —de índole muy barroca— entre el
am or sagrado y el profano. Abraham abandona a su esposa Lucrecia en el
mismo día de sus bodas, porque piensa que el matrimonio es un obstáculo
para su vida de piedad. E l ermitaño encuentra luego a su esposa herida en
la sëlva y se produce una conmovedora escena, que acaba nuevamente con el
triunfo del ascetismo. Paralelo a este asunto, y según norm a tan frecuente en
Amescua, corre otro tem a que da el título a la pieza. U na sobrina de A bra
ham, que había vivido piadosamente junto a éste largos años, es seducida
por otro ermitaño que la visita. Huye entonces, se entrega a la vida disoluta
y llega a vivir como ram era en un mesón, de donde al fin la rescata Abraham.
Con sus contrastes entre el m ayor realismo y la estilización, entre las figuras
piadosas y las jocosas, con sus aciertos de versificación, Valbuena califica a
L a mesonera del cielo de una de las más pintorescas, dramáticas y castizas
comedias de santos de la E dad de O ro: “conjunto desproporcionado y anár
ca: su pecado proviene, por una parte, de una íntim a desesperación al ver
perdido en un momento de debilidad el fruto de su anterior vida piadosa ; por
otro lado, lanzado ya al mal, se empecina en él por una mezcla de orgullo y
rebeldía, por resentimiento, diríamos, contra su fracasada santidad. Valbuena
h a visto con gran sagacidad los entresijos de este complejo carácter: “D on
Gil —dice— es un doctor Fausto “a lo divino”, el Fausto de la España del
siglo xvii. No está harto de ciencias, sino de ascetismo, devoción y teología.
Lo mismo el alemán que el castellano buscan sustituir el reposo por la acción ;
pero Fausto quiere placeres y don Gil quiere pecados... A don Gil le basta
sólo vivir. N ada de estudios, ciencias ni meditación. Lujuria, bandolerismo y
arrogancia es su divisa. Un principio de vanagloria le lleva al pecado. Aun des
pués de convertido, la soberbia española no le deja, pues efecto de ella es
el deseo de que asombre su penitencia” 59. Al lado de este Fausto español, el
autor introduce tam bién su Meñstófeles en la persona del diablo, personaje
con quien el espectador de la época áurea llegó a tener estrecha familiaridad,
y que en esta obra hace una de sus primeras apariciones ; aquí se llama An-
geüo: “Su vista —dice Valbuena— produce escalofrío y espanto. Pero es
muy español. H abla de mujeres hermosas, sabe el secreto de ‘las sevillanas,
las granadinas, las toledanas y aragonesas’. Conoce Francia e Italia, ‘la gran
deza de París’, las amplias calles florentinas, el puerto de Lisboa y los jardines
valencianos. También sabe escolastizar y hablar de la mezquindad de la vida.
E s vanaglorioso y matón. Le gusta asustar con apariciones terroríficas e impo
nerse a toda costa. No hay en él nada de la seriedad teológica de los demo
nios de Calderón ni de la ironía helada del Mefistófeles de Goethe. M ás bien
es un. ‘chulapo’ dom inador y con puntos de socarronería” 60.
Amescua introduce una variante más en la leyenda de don Gil: aquí no
es la Virgen la que liberta al pecador del pacto diabólico, sino el Ángel,
solución que, calculada o no por el autor, puede encerrar una intención: la
de que, siendo aquél figura m ás abstracta que María, viene a simbolizar la
gracia que ayuda a la voluntad del pecador, pero no la sustituye, pudiendo,
por tanto, actuar el libre albedrío plenamente.
E l esclavo del demonio, que tuvo gran éxito e influyó mucho en su tiem
po, fue imitado por Calderón en L a devoción de la Cruz y sobre todo en
E l mágico prodigioso, y además por Moreto en Caer para levantar.
Allá en Gargantalaolla,
en la Vera de Plasenzia,
salteóme una serrana
blanca, rubia, ojimorena.
Botín argentado calça,
media pagiza de seda,
alta vasquiña de grana
que descubre media pierna ;
sobre cuerpos de palmilla
suelto airosamente lleba
un capote de dos faldas
hecho de la misma mezcla ;
el cabello sobre el onbro
lleva partido en dos crenchas,
y una montera redonda
de plumas blancas y negras ;
de una pretina dorada,
Y dice la acotación, del dramaturgo : “ Agora vaia baxando por la sierra abaxo,
abriendo una cabaña que estará hecha arriba, Gila la serrana como la pinta
el romanze, sin hablar” 70. Su majestuoso descenso debía efe resultar impre
sionante para los impetuosos mosqueteros. Menéndez Pidal y M aría Goyri
lam entan esta debilidad del escritor, que echaba a perder la comedia buscan
do demasiadas ocasiones de lucimiento para la actriz: “JLa imaginación del
poeta —dicen— se complacía demasiado en las guapezas de su protagonista,
encantado con el gentil talle de hombre que sabía lucir la famosa actriz...,
y n i en las acotaciones de tales hom bradas puede contener su admiración
previa : ‘que lo hará muy bien la señora Jusepa’ ” 71 (verso 396, pág. 16 del
texto). Y añaden (porque el caso, naturalmente, no es único): “También
Lope, en su juventud, había escrito Las mocedades de Roldan ‘a devoción
del gallardo talle, en hábito de hombre, de la única representante Jusepa
Vaca” 72, para la cual compuso Lope también Las almenas de Toro.
Con L a serrana de la Vera, otras dos obras representan lo m ás notable
de la dramática de su autor : L a luna de 'la sierra y Reinar después Ue morir.
L a “luna de la sierra” es una aldeana bellísima de quien están enamorados el
maestre de Calatrava y el príncipe don Juan. Ella, que quiere al campesino
Antón, acude a la Reina Católica en demanda de auxilio contra sus importu
nos pretendientes, y la reina la entrega a su novio; pero éste se la devuelve,
junto con su dote, porque no desea enfrentarse con tan poderosos señores. L a
reina tom a en su mano la solución, que no se muestra en la obra, por lo que
bien puede cerrarse ésta, como al final se dice,
patible con la amistad. El hecho es que el propio Vélez se burla tam bién lin
damente de estas piezas aparatosas en E l diablo cojuelo, en donde traza una
grotesca caricatura de un poeta dramático, que componía obras históricas de
aquel jaez, como la llam ada Tragedia troyana, Astucias de Sinón, Caballo grie
go, A m antes adúlteros y R eyes endemoniados, y en la cual, para acompaña
miento de los reyes de Troya, habían de desfilar sobre las tablas “once m il
dueñas a caballo” 74.
L a aludida propensión de Vélez hacia lo heroico desmesurado explica tam
bién la abundancia en su obra de personajes femeninos de varonil carácter, a
veces incluso hom bruno (La serrana de la Vera sería un caso sobresaliente de
esto último), pero que Vélez acierta muchas veces a combinar con rasgos no
menos delicados y femeninos; todo lo cual cristaliza en atractivos y poderosos
tipos de mujer, para los que Vélez contaba, según vimos, con la asistencia hu
mana de las actrices que las habían de encamar. Así son, por ejemplo —aparte
la Serrana—, Pascuala, la “luna de la sierra”, que defiende su honor con la
propia espada del maestre que pretendía seducirla ;. doña Violante de Aragón
en A lo que obliga el ser rey, m ujer intrigante y com pleja; la apasionada y
tierna doña Inés de C astro; la Rosaura, traidora, vengativa y cruel de Celos,
amor y venganza; y otras muchas .
74 Ed. R odríguez M arín, luego cit., pág. 106. En sus “notas” a la m encionada edición
de L a niña de G ó m e z Arias, R ozzell hace algunas acotaciones de interés, que puntuali
zan estos rasgos de la dramática de V élez a que acabam os de referim os ; así, en la “nota”
a lo s versos 1433-1436 escribe: “La violencia es un rasgo dom inante en las com edias de
V élez, y el derramamiento de sangre constituye uno de sus aspectos. En varias piezas
hay indicaciones escénicas de que debe correr sangre p o r 'el escenario; baste un ejem plo:
‘...e l cuerpo sin cabeza, corriendo sangre’ (El catalán Serrallonga, BAE, LIV , p. 584c)” ;
nota al verso 1520: “m uchos personajes de V élez mueren arrojados de una pefia o de un
balcón. E s éste otro aspecto’ de’ su pasión por la violencia” ; nota al verso 2529 : “uno
de los rasgos característicos del teatro de V élez son las largas y complejas indicaciones
escénicas. A lgunas escenas ocupan todo el tablado y están m ontadas con gran aparato.
C f., por ejem plo, El am or en vizcaíno, f. 5 v.°; E l espejo d el m undo, f. 59 r.°; E l pleito
que tuvo el diablo, p. 214; L a serrana de la Vera, p. 10; E l águila d el agua, R A B M , X ,
319; M á s pesa el rey que la sangre, p. 108; E l cerco d e R om a, p. 26” ; nota al verso
2531 : “En cuatro com edias de V élez las indicaciones escénicas dicen de un persona
fem enino que “sale a caballo”. Se sabe que estas acotaciones todavía se seguían al pie de
la letra cuando, entre el 15 y el 20 de enero de 1787, se representó e n el Teatro
Príncipe E l alba y el so l de V élez”.
75 L uis V élez de G u eva ra ..., cit., IV , pág. 441, nota al pie núm . 2.
La escuela dramática de Lope 391
asunto de amor, que se complica porque la pasión del galán hacia la duquesa
Rosimunda entra en conflicto con otros deberes de amistad. Vélez lleva la
acción a las cortes de M ilán y Sicilia, con lo que la lejanía del escenario hace
las veces —para la libertad imaginativa del escritor— de la distancia histórica
en las comedias “de ruido”. Un criterio realista —que fue, seguramente, el de
Cotarelo—■ sería inaceptable para juzgar E l embuste acreditado, donde Vélez
echa mano de todas las licencias para, tejer una intriga divertid a, llena de tra
vesuras y de humor, un “juego escénico”, en suma, donde toda verosimilitud
cede el puesto al placer derivado del interés y movilidad de la trama.
Merlin, que es el “gracioso” de la obra, asegura poseer una redoma encan
tada, y en ella encerrado un “demonio” que puede hacer a su servicio cuanto
él le pida. Rosimunda muere de celos, porque su amado, huido a Sicilia, va a
casar con la hija de su rey, y Merlin le promete llevarla en un vuelo por las
esferas para que vea lo que allí sucede y reconquiste su amor. L a pueril credu
lidad de Rosimunda en magias y supersticiones hace posibles las inagotables
trapacerías de Merlin, que, de hecho, es el verdadero motor de la comedia.
Se ha notado la semejanza que el “vuelo” de Rosim unda guarda con el de
don Quijote en el Clavileño, así como otros posibles influjos de obras de Cer
vantes, en particular del entremés de L a cueva de Salamanca. Reichenberger
estudia la significación de M erlin y sugiere que Vélez quizá introduce con él
“una novedad cuando permite al previamente existente tipo listo del gracioso
tom ar tales proporciones que, en la intriga de El embuste, M erlin se convierte
en el real antagonista de Rosimunda, poniendo su ingenio e inteligencia en el
mismo plano que la pasión y deseo de venganza de esta última. Haciendo esto
se anticipa al gracioso de M oreto y crea un carácter casi comparable a F í
garo” 76.
78 Citado por Cotarelo, en Luis V élez de G u eva ra ..., cit., III, pág. 648.
79 Idem , id.
80 ídem , id., IV, pág. 441.
394 Historia de la literatura española
ficantes. Los caracteres cómicos son buenos, y es de lam entar que no hubiese
cultivado la comedia de costumbres comunes” 81.
P or su parte, Spencer y Schevill señalan que el interés de Vélez recae sobre
todo en el desarrollo de la acción más que en el perfecto trazado de los carac
teres; era incapaz, afirman, o por lo menos indiferente, del riguroso análisis
psicológico. Al ocuparse de su deuda con Lope subrayan que se le asemeja en la
agilidad de la acción, en la facilidad poética, en la rápida transición de escenas
y, sobre todo, en su intuición para conocer el gusto popular.
DRAMATURGOS MENORES
bién llam ada Fábula de Criselio y Cleón, y de una comedia devota, Santa
Margarita, todas ellas pertenecen al género que, con la amplitud de criterio
seguida por el teatro de la época, puede calificarse de “histórico”. M enor in
terés ofrece E l valiente sevillano, imaginación urdida sobre un personaje real,
Pedro Lobón, que, de simple soldado, llegó, merced a sus hazañas, a gobernador
de una ciudad y em bajador de Carlos V en Francia. Amores apasionados y pro
blemas de celos y honor constituyen la tram a de dos comedias colmadas de
novelescos episodios, L o s celos en el caballo y E l casamiento con celos y rey
áon Pedro de Aragón. E n E l Encubierto escenifica Enciso las andanzas de este
famoso personaje de las. Gemianías de Valencia, que se decía hijo postumo del
príncipe don" Juan, heredero de los Reyes Católicos. Enciso varía el desenlace
histórico, y hace que el Encubierto, al que dota de atrayentes cualidades, muera
reconciliado con el Em perador y perdonado por la Iglesia. E n Juan Latino,
curiosa y agradable comedia, el dramaturgo sevillano poetiza la historia del
que fue famoso esclavo negro del duque de Sessa, a quien apellidaron Latino
por su saber en esta lengua, y que llegó a ser catedrático de ella y a casar con
la noble y hermosa dam a granadina doña A na de Carloval.
M ás que en las dos últimas comedias citadas se aparta Enciso de la histo
ria en su dram a L os Médicis de Florencia; sin embargo, ha sido ésta una de
sus obras más conocidas, y no sin razón, porque se trata de un poderoso drama
en que se combinan las pasiones de amor con las políticas, p ara lograr una con
vincente reconstrucción de ambiente, ya que no de sucesos reales. E l nudo de
la obra lo constituye la traición de Lorensaccio contra Alejandro de Médicis, y
la muerte de aquél a m anos de su primo Cosme. Cotarelo destaca el acierto
—aunque se trata de una figura secundaria— del viejo republicano Cefio de
Pazzi, último vástago de aquella famosa familia de conspiradores, m ortal ene
migo de los Médicis y de toda tiranía dinástica, que, viejo e inútil, se rebela
contra el creciente poderío de Alejandro.
Pero las dos obras maestras de Enciso, por las que ha recibido los elogios
de que hemos dado cuenta, son.dos dramas de asunto español, cuya proximidad
pudo quizá ayudarle ai la profunda y acertada captura de ambiente y persona
jes, en la que radica el mérito principal de ambas producciones: L a mayor
hazaña de Carlos V y E l príncipe don Carlos. L a prim era trata del retiro a
Yuste del Emperador, pero esto, en la obra de Enciso, no es “la mayor haza
ñ a” ; es necesario además que se disponga a m orir como simple m ortal y
pecador. Carlos se somete a todo género de sufrimientos y obediencia, pero
lin fantasma que se le aparece en su propia figura, le advierte que todavía le
falta saber morir. Comenta Cotarelo que el escritor no se atrevió a llevar a
escena este supremo trance y lo sustituyó con un relato que hacen a Felipe II,
con. lo cual, el desenlace, como en otras obras de Enciso, resulta frío. Pero el
autor se propuso m ostrar en una serie de escenas la grandeza de alma del Em
L a escuela dramática de Lope 399
89 T extos en BAE, vol. X L V , cit. N oticias sobre sus entremeses, en E m ilio Cotarelo
y M ori, Colección d e entremeses, loas, bailes, jácaras y m ojigangas desde fines d el si
glo X V I, N B A E , vol. I, M adrid, 1911, pág. L X X X . Cfr.: W illiam A . Kincaird, “L ife
and works o f Luis Belm onte Bermúdez”, en R evu e H ispanique, L X X IV , 1928, págs. 1-260.
L. Rouanet, L e diable predicateu r d e L u is B elm onte Berm údez, París, 1901. N arciso A lon
so Cortés, “La renegada de V alladolid”, en M iscelánea vallisoletana, 5.a serie: Eduardo
Tuliá M artínez, R ectificaciones bibliográficas. L a renegada de V alladolid, M adrid, 1930.
L a escuela dramática de Lope 401
noche alumbra el sol, que acredita sus condiciones de brillante y hábil dram a
turgo ®°.
Es autor asimismo de una comedia hagiográfica, O el fraile ha de ser la
drón, o el ladrón ha de ser fraile, título que los escasos comentaristas de Godi
nez califican de “extraño”, pero que lo es bastante menos si se recuerda el
refrán, de que dicho título procede, tal como ha sido recogido por Gonzalo
Correas : “Ladrón con fraile, o el ladrón será fraile, o el fraile será ladrón, y
es lo más cierto, porque se pega m ás lo peor”. La comedia no escenifica exac
tamente, como suele también decirse, la vida de San Francisco, aunque sí in
terviene éste como personaje importante en la obra. Edward Glaser, que la ha
estudiado detenidamente, nos describe su asunto, basado en una anécdota de
las Florecillas, pero que Godínez modificó para darle la conveniente fuerza
dram ática ; en sustancia, se trata de la conversión de dos malhechores, ganados
por la generosidad y la humildad de los frailes franciscanos, entre los cuales
habían buscado refugio en una ocasión. Glaser destaca la m aestría con que
Godínez da cuerpo en su obra al mundo espiritual del “mensaje franciscano”,
y la verdad hum ana de uno de los malhechores, Bruno, personaje principal de
la comedia, perfectamente trazado en sus vacilaciones. Muy a tono con el espí
ritu que anima la obra la Godínez, la conversión de Bruno —dice Glaser— no
se produce como resultado de “abstrusas discusiones dogmáticas”, sino ven
cido paulatinamente el malhechor por el ejemplo de la vida del santo de Asís
y de sus hermanos. Afirma Glaser finalmente que no se encuentran en la co
media aspectos que permitan identificar al autor como “cristiano nuevo” ; para
el comentarista no existen en la obra más alusiones bíblicas que las ordinarias
en cualquier otro autor y en tema semejante; y descarga a Godínez, déspués.
de examinar los oportunos pasajes, de la acusación de irreverencia hacia el
estado eclesiástico que Menéndez y Pelayo había señalado como otra supuesta
manifestación de la heterodoxia del comediógrafo.
TIRSO D E M O LIN A
1 E l contenido de lo s num erosos trabajos publicados por doña Blanca de los R íos
sobre la vida y obras de Tirso de M olina h a sido incorporado íntegramente a su gran
edición del teatro de T irso: Tirso d e M olina. O bras dram áticas com pletas, 3 vols., M a
drid, vol. I, 1946; vol. II, 2.a éd., 1962; vol. I l l , 1958. Para m ayor com odidad, en toda
referencia a- sus juicios, nos remitiremos siempre a esta edición, que hace inriecesaria la
consulta de los trabajos anteriores. La opinión aludida puede verse ampliamente expuesta
en el vol. I, págs. 30-50.
Tirso de M olina 403
hallazgos limitados a meros atisbos geniales, donde anidaba el germen fecundo,
pero que había que m adurar y desarrollar. E n esta tarea colaboraron, en m a
yor o menor medida, pero con evidente eficacia, todos los dramaturgos que
deben llamarse sus discípulos y que se lanzaron a cultivar su propia porción
en el nuevo continente descubierto ; y cada uno de ellos, no siendo sino mero
continuador, aportó rasgos peculiares, y matizó o enriqueció los imperfectos
logros del maestro. E n nada empece la grandeza de Lope el que cada uno
de sus seguidores —amigos o enemigos— mejorara aspectos parciales de su
obra y le aventajara en esto o en aquello: Guillén de Castro, Vélez de Gue
vara, M ira de Amescua, Alarcón, hasta —en ciertos detalles— el modesto Mon-
talbán, efectuaron aportaciones que, al completar la obra de Lope, robuste
cían su consistencia y confirmaban su grandeza, porque, en fin de cuentas,
no hacían sino asegurar la definitiva creación de la dram ática de su tiempo.
E l propio Lope dicho se está que aprendió lecciones tam bién de sus discípu
los, y no pocos hallazgos de éstos contribuyeron a su propia madurez. Por
otra parte, la obra de Lope, si tan popular por un lado, tan com batida al mis
mo tiempo, hubiera encontrado mayores dificultades para su total aceptación
sin el coro de sus satélites, que al invadir con él la escena, dieron al nuevo
teatro popular el carácter de un fenómeno irrevocable y consumado. E n tal
aspecto todos los seguidores de su dram ática deben llamarse con idéntica pro
piedad colaboradores de la empresa lopista.
■No sólo Tirso, pues, como parece deducirse dé ciertos juicios demasiado
absolutos de doña Blanca de los R íos; aunque sí fue éste, sin posible discu
sión, quien aportó mayores y más decisivas conquistas para redondear la obra
de Lope (que “era el único dramaturgo digno de hombrearse con Lope" dijo
de él Menéndez y Pelayo). Por repetidas y conocidas puede anticiparse cuáles
fueron aquéllas : la creación de caracteres —algunos de ellos elevados al rango
de mitos universales— ; la fuerza cóm ica; la intención satírica; y el conte
nido intelectual. Para su papel de “consolidador” —por decirlo con palabra
de doña Blanca— no carece de peso su tam bién asombrosa fecundidad, muy
inferior a la de Lope, pero superior a la de todos los restantes. Y algo de gran
im portancia también, que fue su mayor agudeza crítica para medir, o al me
nos para acertar a destacar, la transcendencia de la revolución que Lope y Cos
suyos estaban llevando a cabo en la dramática. Lope, como sabemos, había
escrito en 1609 su tímida defensa del A rte nuevo, y solo en su vejez —según
recuerda doña Blanca— rompió abiertamente por la superioridad de su tea
tro en los prólogos de E l castigo sin venganza (1631) y de L a Dorotea (1632);
pero no fue sino diez años después de que Tirso escribiera en sus Cigarrales
de Toledo (1621) la más profunda y consciente afirmación de la dramática
lopista, que era la suya propia.
P ara doña Blanca de los Ríos, la década, aproximada, de 1605 a 1615,
correspondiente a lo. que llam a el “período toledano” de Tirso, coincidió con
la estancia casi seguida de Lope en la ciudad del Tajo, y a esta época de evi
404 Historia de la literatura española
dente contacto — según supone— entre los dos grandes dramaturgos, corres
ponde ciertamente el período de mayor plenitud de ambos. Lo que entraña un
argumento m ás p ara hablar de “colaboración” o “apoyo” tanto como de m a
gisterio. No obstante, las palabras definitivas sobre este problema nos siguen
pareciendo las que Menéndez y Pelayo escribió para prologar precisamente el
libro de doña Blanca, D el Siglo de Oro, en que iniciaba su gran reivindi
cación del maestro Téllez: “No es Tirso el·Príncipe del Teatro Español, por
que no lo representa él solo, como Calderón tampoco. Si en un gran naufra
gio histórico, como el que sepultó tanta parte de la cultura grecolatina, pere
ciese su repertorio, perderíamos u n tesoro de poesía y un buen número de
obras maestras ; pero la fórmula de nuestro dram a nacional podría estudiarse
íntegra en las comedias de Lope de Vega que hoy tenemos. Por el contrario,
si éstas sucumbiesen a los estragos del tiempo, y todas lás demás se salvaran,
la historia de nuestro Teatro resultaría m anca y sin sentido, por faltamos la
clave de sus evoluciones. Con ningún otro poeta es posible tal sustitución.
Pero al mismo tiempo es cierto que Lope no se halla, respecto de sus contem
poráneos españoles, en aquella relación de abrum adora superioridad en que
está Shakespeare respecto de Marlowe, Ben Jonson, Beaumont y Fletcher, y
demás ingenios del tiempo de la Reina Isabel. A quí la distancia es mucho
menor, y Tirso (para no hablar de otros) es tan genial como Lope en sus
mejores momentos. Y considerado meramente como escritor y hablista, es el
primero de todos. Alarcón, que es el que más se le acerca en estas condiciones,
parece frío y prosaico comparado con él. Pero Alarcón rara vez cae en los
extravíos de gusto que es tan fácil señalar en Tirso de Molina. Cada cual
tiene sus dotes propias, y hay algunas que recíprocamente se excluyen por
forzosa ley estética” 2.
2 R eproducido, bajo e l título de “Edad de Oro del Teatro”, en E stu dios y discursos
d e critica histórica y literaria, edición nacional, v o l, III, Santander, 1941; págs. 5-23 (la
cita es de la pág. 22).
Tirso de M olina 405
y otras ideas semejantes, que Tirso sostendría como quien defiende una cau
sa propia, “con el rubor oculto y desesperado del hijo sin nombre que se
siente afrentado en las veneradas fuentes de su vida y paga en rubor y en
menosprecios la culpa de haber nacido” 6. Dicha bastardía aclararía asimismo
3 Reproducido por doña Blanca, vol. I, págs. 84-85.
4 Reproducido, texto y fotocop ia, en ídem, id., págs. 83-84.
5 E l m elancólico, acto II, escena I, O b ra s..., cit., vol. I, pág. 234.
6 O b ra s,.., cit., vol. I, pág. 60.
406 Historia de la literatura española
las malévolas alusiones que doña Blanca cree haber rastreado en numerosos
textos de sus contemporáneos.
L a atribución de la famosa partida, y en consecúencia de la supuesta bas
tardía de Tirso, h a suscitado poderosos contradictores y dista mucho de estar
p ro b a d a7. P o r de pronto, se desconoce totalmente el verdadero nom bre en el
siglo de Tirso de M olina, ya que el de Gabriel es el que adoptó en religión,
pero se ignora si conservó su nombre propio o lo cambió, ya que ambas cosas
eran permitidas —e igualmente posibles—■ al profesar en su orden. Supo
niendo, pues, que el Gabriel del discutido documento sea, en efecto, hijo bas
tardo del duque de Osuna, lo que no puede afirmarse por el momento en
modo alguno, m ientras otros documentos no los relacionen, es que el merce
dario* y el problemático hijo de Téllez Girón sean la misma persona. E l
nombre de Gabriel era frecuentemente adoptado por frailes mercedarios, de
bido a la estrecha vinculación m añana de este arcángel, y el apellido Téllez
era en aquella época harto vulgar ; por otra parte, dada la absoluta anarquía
m antenida entonces en el uso de los apellidos, ni siquiera es seguro que fray
Gabriel Téllez tom ara el de su padre (sirvan, como analogía, entre miles, los
casos de Lope, Cervantes, Góngora y Quevedo). Los mencionados investiga
dores, Padres Ríos y Penedo, aducen a continuación una razón “canónica”
de mucho peso: los bastardos, de acuerdo con rigurosas prescripciones de la
Iglesia, no podían ser admitidos en las órdenes religiosas sin previa dispensa;
ni, en caso de serlo, podían luego ser promovidos a ninguna dignidad o car
go, sin nueva dispensa especial y renovada en cada ocasión. A hora bien: en
los numerosos documentos referentes a la vida de religión de Tirso, descu
biertos precisamente en su mayoría por doña Blanca de los Ríos, no se encuen
tra una sola alusión a su bastardía ni se aduce dispensa alguna; requisito
que no hubiera podido soslayarse por las graves penas con que se aseguraba.
En cuanto a “las buidas saetas de sus contemporáneos” a este respecto, son
en su mayoría tan problemáticas que lo único que demuestran es la asombrosa
capacidad que puede alcanzar u n erudito para extraer las deducciones más
sorprendentes.
Resta una consideración de orden moral, que nos fuerza a repetir alguna
de las ideas apuntadas a propósito de Alarcón. Imposible desconocer a estas
alturas el decisivo influjo que sobre el espíritu humano puede ejercer su en
voltura física, la herencia biológica, la educación, riqueza, medio social o geo
gráfico: la “circunstancia”, en suma. Pero, más admirados cada día ante ese
8 Aparte los estudios, rigurosamente docum entados, de doña Blanca de los Ríos en
la edición citada, cfr.: P . M anuel P enedo R ey, “Tirso de M olina. A portaciones biográ
ficas ”, en Estudios, núm. cit., págs. 19-122. A lexandre Cioranescu, “La biographie de
Tirso de M olina. Points de repère et points de vue”, en B ulletin H ispanique, LX IV ,
1962, 3-4. Gerald W ade, “T he year o f Tirso’s Birth”, en H ispanófila, 19, septiembre, 1963,
páginas 1-9.
9 Cfr. : Fr. Pedrç N olasco Pérez, O. de M ., “Tirso de M olina pasajero a Indias”, en
la revista Estudios, núm. extra, cit., págs. 185-197.
408 Historia de la literatura española
pio del reinado de Felipe IV , los motivos que provocaron la orden de destie
rro y la prohibición de escribir. Tirso gozaba de gran popularidad como autor
de comedias, y el peso de su personalidad poseía u n directo influjo sobre la
m ultitud; siendo, como era, religioso de observante conducta15, hacía intensa
vida literaria y cortesana, movíase activamente entre la gente representativa de
la corte —escritores, políticos, miembros de la nobleza— y representaba un
im portante factor de la opinión. L a muerte de Felipe III y el ascenso verti
ginoso del poder de Olivares con la sañuda persecución de todos los políti
cos preeminentes del anterior reinado, colocó a Tirso en enemiga abierta con
tra el nuevo estado de cosas; y no pudiendo darle cauce de otro modo, la
disolvía en .sus comedias con hábiles sugerencias, disfrazando frecuentemente
a gentes del momento bajo capa de viejos personajes históricos de parecidas
circunstancias, que los oyentes captaban de inmediato. Tirso llegó a conver
tirse en una voz molesta para la política reinante, y la hipocresía encontró
buen pretexto en el fraile autor de comedias para obligarle a callar. Si las
razones de m oralidad teatral hubieran sido auténticas, no se habrían esgri
mido tan sólo contra Tirso, como sostiene el padre Penedo y con razón, ya
que todos sus colegas se movían en las mismas aguas ; y muchos, si no frailes,
eran sacerdotes.
Después de un viaje a Sevilla, tras la decisión de la “Junta”, Tirso regresó
a la corte, todavía! en la prim avera de 1626; asistió al capítulo provincial de
Guadalajara y allí fue nombrado comendador del convento de Trujillo. No es
de suponer, sostiene el padre Penedo, que se tratara de un destierro, puesto
que iba como superior16. Acabado su mandato, debió de ser enviado al con
vento de Madrid. Durante su estancia en él fue sujeto de otro episodio impor
tante, no conocido hasta fechas recientes. A raíz de la visita canónica girada
por el padre Salmerón, Tirso fue confinado al convento de Cuenca, decisión
que le disgustó profundamente y contra la que recurrió con toda energía ante
el N u n cio 17. E n su descargo Tirso llegó a aducir, entre otras razones, la des
afección del visitador hacia su persona. No se conoce el resultado del recur
so, pero, en cambio, son de presumir las causas de la condena, que no fueron
otras sino las políticas ya mencionadas. E l padre Salmerón era conocido como
18 Cfr.: P. M anuel Penedo R ey, Tirso de M olina. A p o rta c io n es..., cit., cap. IV , “Tirso
Com endador de Soria. Definidor Provincial. Su muerte en A lm azán”, págs. 93 y ss. D e l
m ism o, “M uerte docum eñtada del Padre M aestro Fray G abriel T éllez en A lm azán y
otras referencias biográficas”, en la revista E studios, I, 1945, págs. 192-206. Florentino
Zamora Lucas, “E vocación de Tirso en sus conventos de Soria y A lm azán”, en Estudios,
núm. ext., cit., págs. 123-155.
Tirso de Molina 411
afirmación de doña Blanca de que en las obras del mercedario “casi no hay
intriga” , resulta difícil de probar. Tirso gustaba sobremanera del enredo tea
tral, aunque es cierto, como hemos dicho, qüe hay un proceso en el sentido de
la sobriedad argumentai y del predominio de los caracteres. El problema de la
verosimilitud en el teatro quedó ya apuntado a propósito de Lope y no es
posible tratarlo en estas páginas con el cuidado que sería menester. El teatro
del Siglo de Oro no se propuso ni por un solo instante ser realista; preten
día crear un espectáculo apuntado preferentemente al goce plástico y a la
im aginación; y en cuanto a la aventura y peripecia se refiere, tan sólo leve
mente y con la punta de un solo pie se apoyaba en la realidad inmediata. Las
mayores inverosimilitudes form aban parte de convencionalismos por todos
aceptados, y sólo se las juzgaba en razón de su propia coherencia interna o,
mejor, de la gracia, belleza y entretenimiento que proporcionaban. En este
terreno es donde hay que emplazar a Tirso ; y también aquí se le discute.
Vossler afirma que, dado que Tirso no había vivido los enredos de sus co
medias, tenía que inventarlos; de aquí, dice, se derivan ciertos descuidos y
faltas; ciertos excesos y desmesuras, quiere realmente decir. Y aduce en su
apoyo palabras de Agustín D urán: “Los vicios de que [Tirso] adolece princi
palmente consisten en la inverosimilitud y pobreza de sus invenciones, en la
m ala economía que usa para desenvolver sus fábulas... en la demasiada con
fianza que tiene en la fe de los espectadores...”. Y añade Vossler por su
cuenta: “N o hay duda, y lo saben los expertos, que la inverosimilitud de la
tram a y la confianza en la buena fe del público son característica general del
teatro español del siglo xvi. Pero hay diferencias de grado, y nuestro Tirso es
de los más incautos y confiados en m ateria de arquitectura y economía dra
máticas” 24. No nos parece, sin embargo, que peque Tirso de exceso de con
fianza o falta de cautela ; lo que hay en Tirso, que se picaba- de ingenioso, es
un desborde de travesura y desenfado para trazar enredos, lances, situacio
nes y desenlaces de lo más sorprendente y peregrino, como con manifiesta in
consecuencia reconoce Vossler en otro lugar afirmando la siempre proclamada
condición humorística, divertida, burlona y escurridiza del mercedario. La m a
yor “realidad” de Tirso —ya lo hemos dicho— queda del lado de lo hum a
no psicológico y m oral; cuando este propósito no entraba en juego —como
sucede, de preferencia, en las comedias “de enredo” o “de capa y espada”— ,
Tirso jugaba al teatro con m ayor desparpajo que ningún otro dramaturgo.
24 Kart Vossler, Lecciones sobre Tirso de Molina, Madrid, 1965, pág. 40.
416 Historia de la literatura española
Sus directrices. Parece a prim era vista que siendo Tirso el único de .nues
tros grandes dramaturgos que hizo de por vida profesión religiosa, habría
de abundar en él un teatro de devoción y sobre todo el “auto sacramental”,
tan representativo de la escena sacra de su tiempo. No es así, sin embargo.
Mas como luego hemos de ver que sus dos obras capitales son precisamente
“dramas religiosos”, im porta precisar las directrices dramáticas de Tirso en
este sector de su teatro. Doña Blanca de los Ríos nos da de nuevo esta vez
I, fas. 4 (abril, 1948), págs. 293-313. M yron A . Peyton, “Som e Baroque Aspects o f Tirso
de M olina”, en R om an ic R eview , X X X V I, 1945, págs. 43-69. H ym en A lpern, “Jealousy
as a D ram atic M otive in the Spanish ‘com edia’ ”, en R om an ic R eview , X IV , 1923, pá
ginas 276-285. A lonso Zamor.a V icente, “A cercam iento a Tirso de M olina”, en Presencia
de los clásicos, Buenos Aires, 1951, págs. 33-74. F . G. H alstead, “The Attitude o f Tirso
de M olina toward A strology”, en H ispanic R eview , IX , 1941. M . G arcia Blanco, “Algu
nos' elem entos populares en el teatro de Tirso de M olina”, en B oletín d e la R e a l A ca
dem ia Española, X X IX , 1949. A . N ou gue, “Le thèm e de l ’aberration des sens dans le
théâtre de Tirso de M olina. U n e source possible”, en Bulletin H ispanique, LV III, 1956.
Fray G um ersindo Placer López, “Los lacayos de las comedias de Tirso de M olina”, en
la revista Estudios, II, núm. 4, 1946, págs. 59-115. Ricardo del A rco y G aray, “La sociedad
española en Tirso de M olina”, en R e vista Internacional de Sociología, VIII, 1944, pá
ginas 175-190, X , 1945, págs. 459-477, y X I-X II, 1945, págs. 335-359. D e l m ism o, “M ás
sobre Tirso y el medio social”, en B oletín d e la R e a l A cadem ia Española, X X X III, 1953.
A lice H untington Bushee, Three Centuries o f Tirso de M olina, University o f Pennsylva
nia Press, Philadelphia, 1939. P. A ngel López, O. de M ., E l cancionero popu lar en el
teatro d e Tirso de M olina, Madrid, 1958. Esm eralda Gijón, E l hum or en Tirso d e M o
lina, M adrid, 1959. A lda Croce, “Tirso de M olina e Italia”, en Bulletin H ispanique, LXV ,
1963, págs. 99-120. M . W ilson, “Tirso and pun donor : A N o te on El celoso pru den te”, en
Bulletin o f H ispanic Studies, X X X V III, enero, 1961, págs. 120-125.
20 T extos de las obras dramáticas de Tirso de M olina: C om edias escogidas de Tirso
d e M olina, edición de Juan Eugenio Hartzenbusch, volum en V de la B A E (contiene 36
com edias y estudio preliminar), Madrid, nueva ed., 1944. T eatro escogido de F ray G a
briel Téllez, edición J. E. Hartzenbusch, 12 volúm enes, M adrid, 1839-1842. C om edias
d e Tirso de M olina, edición E m ilio Cotarelo y M ori, 2 volúm enes, IV y IX de la N B A E
(contiene 45 comedias), M adrid, 1906-1907 (el seigundo de los volúm enes incluye un “Catá
logo razonado del teatro de Tirso de M olina”). T irso d e M olina. O bras dram áticas com ple
tas, edición Blanca de los R íos, 3 volúm enes (todo el teatro conocido), M adrid, vol. I, 1946,
vol. II, 2.a éd., 1962, vol. I ll, 1958. Las ediciones sueltas de obras de Tirso son num ero
sísim as; puede verse una relación m uy com pleta en Everett W . H esse, “Catálogo biblio
gráfico de Tirso de M olina (1648-1948)”, en la revista Estudios, núm. extraordinario, cit.,
págs. 781-889, y en los “Suplementos” al “Catálogo”, publicados en los núm eros siguientes.
418 Historia de la literatura española
Los “ autos” . Tirso, pues, ofrece escaso interés por sus “autos sacramen
tales”, que apenas si merecen tal nom bre; trátase m ás bien de breves piezas
en Un acto de asunto religioso, que por su estructura no suponen avance alguno
sobre los “autos” de Lope, a quien evidentemente sigue, y con quien guarda
en el cultivo de este género bastantes semejanzas; las mismas limitaciones,
idéntica incapacidad para el manejo de ideas abstractas y sobre todo para dar
les realidad sensible y, con ella, corporeidad dramática, impiden a los dos
profundizar y avanzar por las difíciles galerías del “auto sacramental”. Como
Vossler explica, lo misterioso, divino y demoníaco, todo lo que desborda el
plano de lo natural, reviste en la mente y el sentimiento de Tirso caracteres in
genuamente concretos, realísimos y hasta familiares. E l escritor no puede, en
consecuencia, sentirse cómodo cuando pierde contacto con el infinito espec
táculo de la inmediata vida hum ana; o, como dice Vossler tam bién; “M e
parece poder advertir en sus autos sacramentales cierta modestia y timidez,
humanamente muy simpática, pero poco favorable a la eficacia dramática y
sugestión teatral. No es que falten a Tirso el saber n i la preparación — ya que
había estudiado filosofía y teología en Alcalá—, es que no tiene afición, no
tiene am or a las ideas abstractas, no siente su m ajestad y poder lógico, no las
tom a en serio. No es intelectualista, ni profesor de filosofía, sino poeta. De
ahí que en sus Autos se le deslizan fácilmente chistes, juegos de palabras y
toda suerte de brom as” 30.
T an sólo cuatro “autos” (llámense así con más o menos propiedad), que
enumeramos a continuación, pueden atribuirse con plena seguridad a Tirso. EL
colmenero divino es probablemente la m ás antigua obra conocida de Tirso·,
aunque fue incluida por él tardíamente en su Deleitar aprovechando. Toda la
pieza está basada, como dice con gracia Vossler, “en metáforas de. apicultura
Pastorcico nuevo
de color de azor,
bueno sois, vida mía,
para labrador32.
siguen los caminos del alma desde la caída aí arrepentimiento y la unión con
el A m ad o 34.
Debe también mencionarse aquí otra pieza religiosa en. un acto, L a madri
na del cielo, no incluida por Tirso en ninguno de sus libros ni partes de sus
obras, pese a lo cual ofrece el interés de cierta analogía argumentai con E l
condenado por desconfiado. No es propiamente un “auto”, puesto que no se
refiere al Sacramento, sino a la glorificación del Rosario, y su intención es de
carácter moral, pero su forma dramática es parecida a la de las piezas euca-
rísticas.
36 Existe, sin embargo, una profunda diferencia entre el drama de Tirso y lo s dramas
calderonianos. Los maridos de Calderón — com puestos de cautela, orgullo y silogism os
son máquinas pensantes que actúan fríam ente de acuerdo con principios y convenciones
sociales, a las que se doblegan con inhum ana impasibilidad. E l H erodes de Tirso m ata
por celos, pero no por preocupaciones sociales sobre el honor, o , al m enos, en escasí
sim a m edida. Refiriéndose al drama conyugal de H erodes puntualiza Esmeralda G ijón:
■
“Este personaje representa el m atiz m ás acentuado de una constante tendencia en lo s
m aridos tirsianos, que les hace, a pesar de lo s m onólogos de rigor, más sensibles a la
pérdida de un afecto que a la s consecuencias sociales del caso”. Y añade lu eg o : “Otro
de los caracteres de los maridos de Tirso es que, aun satisfecha la venganza y lim pio e l
honor, el dolor continúa sobreponiéndose a la satisfacción de la h on ra... E n Tirso el
celoso y el m arido son siempre inseparables. N o se da e l marido sim plem ente marido,
sin ninguna otra aleación de hum anidad” (“C oncepto del h o n o r...”, cit., págs. 521 y 522).
37 Cfr. : Fr. A lfon so López, “La Sagrada Biblia en las obras de Tirso”, en la revista
E studios, núm. extr., cit., págs. 381-414 (estudia todas las obras de T irso de tem a bíblico).
J. C. J. M etford, “Tirso de M olina’s Old Testam ent Plays”, en B ulletin o f H ispanic S tu
dies, X X V II, 1950, págs. . 149-163.
424 Historia de la literatura española
y les d a prudentes consejos, en los que la voz generosa de Tirso no nos será
desconocida :
E l perro leal m e espanta
de ver que tanto amor cobre
al rico, que ladre al pobre ;
ésa es poca caridad,
que el pobre en la calidad
es oro, y el rico es cobre.
También en reñir m e fundo
los peces, que, cual los ricos,
los grandes tragan los chicos,
pegando esta peste al m undo. . . 39.
E n la tercera parte surge un nuevo burlador con el nom bre de don Luis,
más próximo todavía al don Juan definitivo, a quien el mismo Lillo sirve de
trujim án — convertido p or intercesión de la Santa el prim er señor— con un
casi espectacular cinismo. Lillo es una creación de prim er orden, que merece
ser destacado entre la fauna picaresca del mercedario. Y sobre todas estas p e
ripecias se cierne, entre prodigios y actos de piedad, la mano remediadora de
la Santa, hasta el momento mismo de su muerte.
L a N infa del cielo, cuyo título completa con Condesa bandolera y obli
gaciones de honor, prosigue aquella dramática del bandolerismo femenino, que
Lope había iniciado con L a serrana de la Vera y Vélez de Guevara llevó a
su m ejor momento con la tragedia del mismo nombre. También M ira de Ames-
cua con su Lizarda de E l esclavo del demonio había creado un ejemplar no
table de esta especie, si bien con bandolerismo transitorio y no esencial, como
es el caso de am bas “serranas”. Ninfa, la bandolera de Tirso, también es víc-
38 Parte II, acto III, escena I ; edición cit., vol. I, pág. 855.
39 Idem, id., págs. 856-857.
426 Historia de la literatura española
tim a de un seductor y por odio a los hombres se lanza a dicha vida ; mas luego»
de acuerdo con aquella intención moralizadora y ejemplar que Tirso pretendía
para su obra, la acción tom a otro rum bo: cuando Ninfa, desesperada, intenta
arrojarse al agua, la detiene el Ángel de su G uarda y la encamina hacia la
vida de piedad. También, pues, el de Ninfa, como el de Lizarda, es un bando
lerismo ocasional, etapa entre el pecado y el arrepentimiento ; y su escenifi
cación dram ática no es una tragedia de la venganza, sino u n ejemplo de pie
dad. A l final de la obra dice Tirso que Ludovico Blosio cuenta esta historia
en sus Ejemplos morales, afirmación inexacta en cuanto a lo anecdótico, puesto
que allí no se refiere semejante historia. De Blosio debió de tom ar Tirso sola
mente ideas hagiográficas de carácter general ; pero la N infa debió de ser crea
ción de su fantasía. Posteriormente Tirso, llevándola al plano de la alegoría,
transformó probablemente su comedia en el auto del mismo título.
Vossler afirma de este drama, en que se combinan y penetran tradiciones
profanas y místicas, que es muy fantástico y enteramente inverosímil, “pero
muy profundo, considerado como psicología mística e intuición poética”. Y tra
ta luego del lugar que esta pieza ocupa en la evolución dramática de Tirso,
en el camino, sobre todo, del m ayor dominio psicológico. “L a gran im por
tancia — dice— que en esta pieza tan ruidosa concede Tirso a la introspección
religiosa y psíquica se desprende ya de la frecuencia de los monólogos. Hay
nueve monólogos, de los que siete corresponden a la heroína, Ninfa. Añadien
do los diálogos que ella tiene que recitar, en parlamento con figuras simbólicas
y sobrehumanas como la Suerte, el Ángel, el Diablo, el Niño Jesús, o con una
gente cualquiera que la oye pasivamente, se acaba por descubrir una notable
preponderancia de la acción psíquica sobre el dram a exterior por espectacular
que éste sea” 40.
L a dama del Olivar fue compuesta probablemente durante el breve confina
miento de Tirso en el monasterio aragonés de Estercuel (últimos meses de 1614
y primeros de 1615). L a parte religiosa consiste en la aparición de la Virgen
y en el milagro que realiza en un pastor de dicho pueblo y que dio origen
a la fundación del monasterio mercedario del Olivar. Con esto se engarzan
las violencias y desafueros de don Guillén de M ontalbán, Comendador de San
tiago, que a punto de casarse con la hermana de don Gastón, señor de Ester
cuel, hace raptar a la pastora Laurencia, prom etida del pastor M orato. Esta
segunda tram a ofrece un doble motivo de interés. De u n lado, la condición
“tenoriesca” del Comendador —un Tenorio todavía “feudal”, m ás que “caba
lleril”, como los llam a con felicísimo neologismo doña Blanca—, emparentado
con los conocidos comendadores de Lope y los burladores tirsistas de L a Santa
Juana: nuevo precedente, por tanto, del Burlador sevillano en la obra del
propio Tirso. De otro lado, im porta la venganza colectiva que el pueblo de
Estercuel, arrastrado por la ira de la pastora atropellada, lleva a cabo pren
a lo que responde p ara sí don Juan, con palabras que ha de repetir muchas
veces con cínica tem eridad: “ ¡Qué largo me lo fiáis!”.
Cuando don Juan acude al convite del Comendador, cantan misteriosamen
te unas voces:
Y luego:
M ientras en el mundo viva,
no es justo que diga nadie:
¡Qué largo m e lo fiáis,
siendo tan breve el cobrarse!44.
Cuando cae muerto don Juan de la mano del Comendador, dice éste:
Honor
tengo y la palabra cumplo
porque caballero s o y 51.
52 H istoria de la literatura española, vol. II, Madrid, 7.a ed., 1964, pág. 404.
53 Arturo Farinelli, “D o n G iovanni: note critiche”, en G iornale Stórico delta L ette-
ratura Italiana, X X V II, 1896, págs. 1-77 y 254-326; “Cuatro palabras sobre D o n Juan
y la literatura donjuanesca del porvenir”, en H om enaje a M en én dez y P elayo, vol. I,
M adrid, 1899, págs. 205-222. C on el m ism o propósito de encontrar los orígenes de la
“leyenda” de D o n Juan escribió V íctor Said Arm esto su libro L a leyen da d e D o n Juan.
O rígenes po ético s d e “E l B urlador de Sevilla y C onvidado d e Piedra", M adrid, 1908 ; pero
frente a la opinión de Farinelli que pretendió arraigar en Italia .al m ítico personaje,
Said A rm esto buscó con preferencia las posibles fuentes y tradiciones españolas, sobre
tod o en lo referente a la “leyenda del C onvidado”. G . G endarme de Bévotte en su e x
tenso trabajo L a L égende d e D o n Juan. Son évolution dan s la L ittératu re d è s origines
au R om antism e, 2 vols., Paris, 1911 (tesis doctoral, considerablem ente am pliada luego),
ensanchó las investigaciones de F arinelli con parecida orientación.
432 Historia de la literatura española
cum entos para la biografía de D o n Juan”, en R evista de O ccidente, V II, 1925, págs. 359-
366. Benedetto Croce, “In torno a G iacinto Andrea G icognini e al ‘Convitato di Pietra’ ”,
en H om enaje a A . R u b ió i Lluch, Barcelona, 1936, vol. I, págs. 419-432. Leo Spitzer,
“E n lisant le ‘Burlador’ ”, en N euphilologische M itteilungen, X X X V I, 1935, págs. 282-
290. M ario Penna, D o n G iovanni e il m ito d i Tirso, Turin, 1958. Francisco L óp ez
Estrada, R e b eld ía y castigo d e l avisado D o n Juan. Una interpretación d e l 'Burlador',
Sevilla, 1951. Archim eda M arni, “D id Tirso em ploy counterpassion in his B urlador d e
Sevilla?, en H ispanic R eview , X X , 1952, págs. 123-133. Bruce W . Wardropper, “E l Bur
lador de Sevilla·, á tragedy o f errors” , en P hilological Q uarterly, X X X V I, 1957, págs. 61-
71. ,H . Bihler, “M ás detalles sobre ironía, simetría y sim bolism o en E l B urlador de Sevilla”,
en A c ta s d el Prim er C ongreso Internacional de H ispanistas, Oxford, 1964. C. B. M orris,
“M etaphor in E l B urlador d e Sevilla", en The R om anic R e view , LV , diciembre, 1964,
págs. 248-255. G uillerm o Diaz-Plaja, “D o n Juan, mito barroco”, en E nsayos elegidos,
M adrid, 1965, págs. 134-163.
La bibliografía sobre D o n Juan, bajo Sus más variados aspectos, es abrumadora. Puede
consultarse Everett W . H esse, C atálogo B ibliográfico de Tirso d e M olin a (1648-1948)"r
cit. (la sección V está dedicada expresamente al tem a de D o n Juan), V éase tam bién la
“Bibliografía” recogida sobre e l tem a por Blanca de los R íos, en O b ra s.,., cit., vol. II,
págs. 688-694.
58 O b ra s..., cit., vo l, II, pág. 558. Idénticas ideas expone sobre esta materia Carlos
V ossler: “D esde el principio hasta el fin del drama ·— dice— el ansia de vivir acucia al
protagonista, de aventura en aventura, con ciega fuerza y confianza en sí niism o. C om o
al pasar y sin detenerse, en un instante ofende, engaña, seduce y se burla de sus vícti
mas. N o puede ni quiere quedarse, porque n o tiene ningún rumbo fijo ni nada que le
detenga, y sólo en e l ím petu, en la rapidez con que se adelanta y engaña a los demás,
logra la confirm ación de Sü propio ser, la satisfacción de su soberbia y la realización
de su fe excesivam ente confiada. L o casual, pasajero e inconexo de sus apariciones e n
escena, lo impreciso en la caracterización de las figuras con las que e l protagonista se
encuentra y lo improvisado de todo ello corresponde aquí a la naturaleza de la visión
poética, pudiendo estas cosas sólo ser consideradas com o faltas o defectos por críticos
Tirso de M olina 435
poco entendidos. A ntes bien, lo que hay que admirar es la sobriedad que T irso se lia
im puesto al esbozar las figuras de los personajes fem eninos y en las escenas de amor, fes
decir, en lo mejor de sus recursos escénicos, que hubiera podido m ultiplicar indefinida
m ente en esta com edia” (“Tirso de M olina”, en Escritores y p oetas d e España, Madrid,
1944, págs. 43-65; la cita es de la pág, 64). E n otro lugar V ossler profundiza sobre el
tema con nuevos matices que nos invitan a reproducir también sus palabras: “Entre las
mujeres burladas por D o n Juan; Isabel, A na, T isbea y A m inta, n o hay m ás qu e una,
Tisbea, que tenga fisonom ía individualizada. Las otras dos quedan pálidas. Sólo Aminta,
co n su gran credulidad, tiene unos m odestos rasgos cóm icos. Y nótese que Tirso pasa por
un gran pintor de m ujeres y que el asunto del B urlador le ofrecía una magnífica ocasión
de inaugurar una copiosa galería de retratos de señoras, doncellas y m uchachas. Tirso
renunció, y sus imitadores aprovecharon lo que é l había dejado de explotar por razones
de una m ás alta econom ía artística. A él le im portaba la rapidez y variedad de la-acción ,
y a que la sentía necesaria e indispensable para explicar la fogosidad del temperamento
donjuanesco e ilustrar las desolaciones, destrozos y estragos que ese hom bre, ese m ons
truo erótico y caricatura del insaciable am or platónico causaba pon donde pasaba. Todos
los personajes secundarios del drama están com o eclipsados por D o n Juan. Tirso n o hizo
más que abocetarlos provisoriamente. Se puede decir que todo el drama, considerado
en su conjunto, tiene el aspecto de un esbozo o bosquejo gigantesco que, por la extra
vagancia de la figura central y lo colosal de sus dimensiones, n o pudo m enos de salir
irregular” {L eccion es.,., cit., págs. 101-102).
59 C fr.: Jacques A m avon , L e D o n Juan d e M olière, París, 1948. F . Fuá, D o n G io
vanni atíraverso le letteratu re spagnuola e italiana, Turin, 1921. M . Joubert, “D o n Juan
in Literature and M usic”, èn C ontem porary R eview , Londres, C X LIX, 1936, págs. 216-
222. R . M itjana, “D o n Juan en la m úsica”, en D iscantes y contrapuntos, V alencia, s; a.,
págs. 9-68. J. A . Oria, D o n Juan en el teatro francés, Instituto N acional de Estudios de
T eatro, Buenos Aires, IX , 1936, págs. 9-39. L. Costanzo, D o n G iovanni T enorio n el teatro
spagn olo e rom ano, N áp oles, 1938. C. A . M anning, “Russian versions o f D o n Juan” en
P M L A , X X X V III, 1923, págs. 479-493. Consúltense las dos bibliografías generales, men
cionadas en la nota 57.
436 Historia de la literatura española
60 Los trabajos respectivos en donde cada uno de los autores m encionados ha ex
puesto su parecer sobre la atribución a Tirso de E l condenado p o r desconfiado, son los
siguientes : M enéndez ,y P elayo, T irso d e M olina. Investigaciones biográficas y bibliográ
ficas, cit. Cotarelo y M ori, Tirso d e M olina. Investigaciones biobibliográficas, cit. y C om e
dias d e Tirso d e M olina, cit., introducción a l vol. I. M enéndez Pidal, E l condenado p o r
desconfiado d e Tirso d e M olina, cit. — de hecho, M enéndez Pidal apenas si se ocupa de
este problema, que prácticamente da por resuelto— . Am érico Castro, introducción a su
Tirso de Molina 437
El diablo, bajo forma de ángel, le dice que su suerte será la misma que la
de un hombre llamado Enrico, que vive en Nápoles. Paulo se encamina a la
ciudad, encuentra a Enrico y averigua que es un rufián, autor de crímenes y
robos. Pensando que el destino de aquel forajido no puede ser sino la eterna
condenación, considera inútiles sus sacrificios, deja los hábitos y se convierte
en un bandolero. Pero Enrico, en medio de sus maldades, había conservado,
como último rescoldo de bondad, un gran am or a su padre, por cuyas exhor
taciones —estando preso y condenado a muerte— se arrepiente y se salva;
mientras, que Paulo, hundido en la desesperación, reniega de Dios y se condena.
Menéndez y Pelayo definió E l condenado como el “m ayor dram a teológico
del m undo”. Los problemas teológicos que tienen expresión en la obra de
Tirso, venían siendo objeto por entonces de delicadas controversias, puesto
que atañían al tremendo problema de la predestinación. L a escuela de Báñez,
dominico, profesor de la Universidad de Salamanca, sostenía, con un sentido
m ás fatalista, el predominio de la “gracia eficiente”, que en gran medida con
dicionaba la voluntad del hom bre; para Molina, en cambio, jesuíta, profesor
de la Universidad de Coimbra, el libre albedrío, que puede actuar en todo
momento, lo mismo en estado de gracia que en pecado, es el único que en
último término decide nuestra salvación o condenación, sin que la presciencia
divina —condición que angustiaba de manera especial a Paulo— pueda influir
en ella. Como Paulo piensa que, por ser ya sabido de Dios, su destino se
cumplirá inexorablemente, desea conocerlo, para no proseguir en vano su vida
de piedad, si al cabo h a de condenarse : desconfianza en la misericordia divina
que provoca su castigo.
Acerca de cuál es la verdadera posición de Tirso en el desarrollo teológico
del drama, en relación con una u otra escuela, se han escrito trabajos incon
tables; pero la exposición de estas doctrinas no es tarea n u estra63. Creemos,
sin embargo, que cualquiera que sea la sutileza teológica acumulada en E l con
denado, hay en éste valores de tipo estrictamente humano y psicológico que con
sideramos al menos de equivalente, cuando no superior, profundidad. Atorm en
tado o no por presciencias y albedríos, lo que de m anera inequívoca se revela
en Paulo es un egoísmo m onstruoso; toda su vida de piedad desconoce la
caridad y el amor, vive en la soledad dej yermo para asegurar su bienaventu
ranza, ÿ pide a Dios seguridades de que el “negocio” de su salvación va por
del escritor, nunca son nada por sí mismos sin el genio de éste, que logra
encam arlos en m ito artístico perdurable. Todo el caudal tradicional, que Tirso
incorpora a E l condenado, existente desde muchos siglos atrás, está claro que
no había cristalizado en dram a alguno hasta que Tirso lo escribió. No obs
tante, este componente tradicional ofrece ahora para nosotros el interés de
hacer más visible lo que hemos considerado como lección fundamental del
drama.
H a sido en esta ocasión el maestro Menéndez Pidal quien ha fijado estas
fuentes tradicionales de la obra en su trabajo E l condenado por desconfiado
de Tirso de M o l i n a Menéndez Pidal ha seguido las transformaciones de un
relato que aparece p or vez prim era en el poema indio Mahabharata, pasa luego
a través de la literatura pelví a la persa sasánida, y de aquí a los árabes y ju
díos, que lo difunden por occidente, y tam bién a los cristianos griegos. El
hecho sustancial bajo todas estas versiones es la confrontación que h a de su
frir un. hom bre envanecido de sus virtudes y superioridad m oral ante otro
hombre de vida despreciable y que practica un ruin oficio. En la versión del
poema indio es un brahm án quien reconoce al cabo la excelencia de un caza
dor —profesión odiosa en aquel país— que cumple sencillamente su deber
proveyendo a todos de la carne necesaria, y vive además atento al servicio y
honra de sus padres, mientras que el brahm án había abandonado a los suyos
para buscar su propia solitaria perfección. De parecida manera, según la ver
sión árabe, Moisés ruega a Alá que le muestre cuál ha de ser su compañero
en el Paraíso,, y Alá le señala un humilde carnicero, cuya única excelencia es
también el am or a sus padres ; idéntica es la versión judía, salvo en el nombre
de los protagonistas. E n Egipto, cuna del monacato, es donde la leyenda sufre
una elaboración más activa, pero de todas sus versiones Menéndez Pidal tiene
por más interesante la de San Pafnucio. Este eremita de la Tebaida rogó al
Señor que le mostrase a cuál de los santos era semejante, y un ángel le
respondió que a cierto músico, que en la aldea se ganaba el pan tañendo.
Asombrado el santo, buscó al tañedor y vio que era un borracho y libertino
y que hacía poco había dejado la vida de ladrón ; difícilmente, a las preguntas
de Pafnucio, pudo recordar alguna acción honesta, aunque al cabo contó cómo
en cierta ocasión había redimido con su dinero de la cárcel a una familia.
Pafnucio reconoció, humillado, que él nunca había hecho tan to ; logró luego
llevar al tañedor a la vida de piedad, pues le había encontrado tan afecto a
Dios, y en la hora de su muerte decía humillándose : “A nadie en este mundo
se le debe despreciar, ora sea ladrón, ora comediante, ora labre la tierra, o
sea mercader, o viva ligado en m atrim onio; en todos los estados de la vida
hay almas agradables a Dios que tienen virtudes escondidas en que Él se
deleita”.
E sta versión recogida en las Vitae Patrum supone Menéndez Pidal que
influyó directamente en Tirso para inspirarle la comparación del ermitaño
Paulo con el rufián Enrico. Pero Paulo —y de aquí la enorme fuerza dram á
tica y profundidad, más que teológica, moral, de la obra de Tirso— no se hu
milla como el brahmán o como Pafnucio : “aparece rico en todas las virtudes
del ascetismo, pero falto de la serena calma del santo... el ansia de una ex
presa revelación de su destino y el orgulloso desprecio del pecador le arrastra
a la m ás infernal desesperación”. Con ello el drama, según Menéndez Pidal
añade luego, “por cima del aspecto dogmático ortodoxo o de tal o cual escuela
[adquiere] un valor moral universal”, y Paulo “es una figura real y viviente en
todas las edades” 67.
No es frecuente, en las interpretaciones de El condenado, que se subraye
de m anera especial ese carácter m oral y humano que nosotros preferimos en
contrar en él y que en cierta medida hemos podido apoyar en las aprecia
ciones de Menéndez Pidal arriba transcritas. Igualmente Vossler —aunque sin
insistir tampoco en el problema todo lo que el caso requiere— apunta a pare
cida interpretación. Hace ver que la idea teológica fundamental referente a
la intervención de la Gracia en el destino del hombre, que siempre se supone
eje del drama, “apenas la menciona nuestro poeta. No encuentro en todo el
dram a —dice Vossler— más que una sola y pálida alusión, allí donde el pas-
torcillo dice: ‘Voy con la triste nueva a mi mayoral, y cuando lo sepa —aun
que ya lo sabe— sentirá su mengua, no la ofensa suya...’ ”. “Es que Tirso
—añade a continuación—, poeta radicalmente humano, m ira al lado práctico,
ético y psicológico de la cuestión, abandonando las sagacidades especulativas a
los profesores de teología. Gracias a esta concentración íntimamente hum anís
tica, el dram a de E l condenado sobrepasa a la ocasión de la que brotó y aun
la doctrina que intentaba celebrar”. Y concluye afirmando que “el punto en que
Tirso hace hincapié con particular insistencia no es la divina, es la hum ana
67 ídem , Id., págs 48 y 55. Cfr.: G ordon H . G erould, “T he hermit and the saint”, en
P M L A , X X , 1905, págs. 529-545. U na variante de la leyenda exam inada tam bién en su
trabajo por M enéndez Pidal, fue la recogida por don Juan M anuel en el “enxem plo” III
de su C onde L ucanor : “D e l salto que fizo el rey Richarte de Inglaterra en la m ar coñtra
los m oros” . A dem ás de las obras m encionadas, consúltense: H ugo A . Rennert, “Tirso de
M olina. Έ1 condenado por desconfiado’ ”, en M odern Language N o tes, Baltimore, X V III,
1903, págs. 136-139. J. Pijoán, “Acerca de las fuentes populares de Έ1 condenado por
desconfiado’ ”, en H ispania, California, V I, 1923, págs. 109-114. E. H . Tem plin, ‘T h e
‘encom ienda’ in Έ1 condenado por desconfiado’ and other Spanish W orks”, en Hispania,
X V , 1932, págs. 465-482. Leo Spitzer, “U n a variante italiana del tem a de ‘E l condenado
por desconfiado’ ”, en R evista de F ilología H ispánica, I, 1939, págs. 361-368. Carlos V os
sler, “A lrededor de Έ1 condenado’ de Tirso de M olina”, en R evista Crítica, X IV , 1940,
págs. 19-37. Ch. V . Aubrun, “La com édie doctrínale et ses histoires de brigands. Έ1
condenado por desconfiado’ ”, en Bulletin H ispanique, L IX , 1957. T . E. M ay, “E l con
denado p o r d e sc o n fia d o : I. T he enigmas. 2. A nareto”, en Bulletin o f H ispanic Studies,
X X X V , julio, 1958, págs. 138-156.
442 Historia de la literatura española
dia de capa y espada, en la que Tirso fantaseó a su gusto sobre las andanzas
amorosas, militares y estudiantiles del protagonista. E n el acto II I se repre
senta (escena II), para m ostrar la sabiduría de Bruno, todo un acto académico,
bastante pedantesco, que refleja recuerdos universitarios del autor. Luego —todo
muy apresurado—■tiene lugar la fúnebre escena del maestro Dión, la fulmi
nante conversión de Bruno y su decisión de fundar la Cartuja. Pero hay un
punto importante, aunque insuficientemente desarrollado : mejor diríamos,
apuntado apenas ; un personaje, Roberto, explica las razones por las que Dión,
hombre de tan gran sabiduría y virtud, se ha condenado, y que no son otras
que el orgullo excesivo de su ciencia. No piensa Tirso, por descontado, que
ésta sea nociva p ara la salvación ; pero es inútil sin humildad y caridad, como
lo era la vida piadosa de E l condenado ·, intención moral en la que ambas
obras se hermanaban en la mente de Tirso.
COMEDIAS DE CARÁCTER
80 E n la edición de Said A rm esto, citada luego, págs, 125-128. Cfr.: Am érico C as
tro, introducción a su volum en del teatro de Tirso en Clásicos Castellanos, 3.a ed., M a
drid, 1932. A propósito del m undo fem enino que vive en tantas com edias de Tirso, pero
quizá de manera especial en E l vergonzoso, escribe Castro : “N ótese que estas damitas del
V ergonzoso tienen com o rasgo com ún proceder librem ente en el grave negocio de elegir
am ante y m arido, y se convierten en nuevo reflejo del tem a de la libertad de amar, que,
desde el Renacim iento, viene apareciendo en la literatura moderna. E stos atisbos de
una m oral fem enina com patible con la naturaleza hallarán m ayor eco en España que
en otra parte; y antes que M olière, Cervantes y nuestro popular teatro presentaron el
problem a: Cervantes con un alcance y profundidad m aravillosas; el teatro en form a
vivaz, disuelto en acciones com plicadas y brillantes, sin tesis n i razonam ientos m orali-
zadores. N o por esto ha de ser m enos notado y estim ado este aspecto tan renovador de
la com edia, y tan exportable y tan p oco lo ca l que en él tom an arranque L ’école d e s fe m
m es y U école d e s m aris de M olière” (págs. X V I-X V II). Cfr. tam bién: Joaquín C asal-
duero, “Sentido y form a de Έ1 vergonzoso en palacio’ ”, en E studios sobre el teatro
español, cit., págs. 83-112.
448 Historia de la literatura española
Y añade luego:
— A pocos poderosos
he oído celebrar por ingeniosos,
que en ellos, de honras llenos,
es el ingenio lo que vale menos;
y así siento, ofendido,
tener en menos lo que más ha sido,
pues creerá quien m e jura
que no es sabio quien tiene tal ventura, , . 83.
...D e un pastor
nací, pero no es ultraje;
que el más soberbio linaje,
que a mayor nobleza aspira,
si el principio suyo mira,
hará que el orgullo abaje.
E l río de más corriente
que hace ilustre su ribera, \
amansará su creciente
si el principio considera
que le da una humilde fuente.
L a fuente considerad
de vuestro linaje honroso,
y estimaréis m i humildad;
pues sois río caudaloso,
porque os veis en la mitad
de vuestro curso opulento;
que si yo, conforme intento,
no os igualo y menos soy
con ser río, es porque estoy
cerca de m i nacimiento. . . 85.
Otras muchas comedias que pueden, con m ayor o menor propiedad, ser
calificadas tam bién como “de carácter”, pertenecen a este extenso sector —Cómo
han de ser los amigos, Cautela contra cautela, E l privar contra su gusto—,
pero es imposible detenerse en cada una de ellas.
gracia. E sta figura del antitenorio es, junto con sus graciosos y graciosas, una
de las máximas creaciones del hum or de Tirso” 87.
Bella comedia es E l amor médico, protagonizada por otra mujer, muy a
lo Tirso, doña Jerónima, en la que encierra el autor u n a declarada defensa del
feminismo y de la libertad de la mujer, casi inconcebible en su tiempo :
TIRSO PROSISTA
89 Cfr. : Edw in S. M orby, “Portugal and G alicia in the Plays o f Tirso de M olina”, en
H ispanic R e view , IX , 1941, págs. 266-274. A lonso Zam ora V icente, “Portugal en el
teatro de Tirso de M olina”, en B iblos, Coimbra, X X IV , 1948, págs. 1-41. Fray Gum er
sindo Placer, O. de M ., “T irso y G alicia”, en revista E studios, núm . extraordinario, cit.,
págs. 415-478.
90 E dición V íctor Said Arm esto, con estudio preliminar, M adrid, 1913; edición “Es-
pasa-Calpe”, en C olección Universal, Madrid, 1928. C fr.: C. A . Soons, “P oetic elements
in the plots o f Tirso’s novels”, en B ulletin o f H ispanic Studies, X X X II, octubre, 1955, pá
ginas 194-203. M . W ilson, “S om e aspects o f Tirso de M olina’s Cigarrales d e T oledo and
D e ley ia r aprovech ando”, en H ispanic R eview , X X II, 1954, págs. 19-32. Fray M anuel Pe-
nedo Rey, “E l fraile m úsico de los Cigarrales d e T oledo de Tirso de M olina”, en la re
vista Estudios, III, septiembre-diciembre, 1947, págs. 383-390. A ndré N ou gué, L ’Oeuvre
en prose d e Tirso d e M olina, T oulouse, 1962. Gerald E. W ade, “Tirso’s Cigarrales de
T oledo : som e clarifications and identifications”, en H ispanic R eview , X X X III, 1965, pá
ginas 246-272.
Tirso de Molina 453
8 L a novela picaresca..., cit., págs. 18-19. Cfr.: Em ilio Carilla, “La novela picaresca
española (Introducción al L azarillo de T orm es)”, en sus E studios d e literatura española,
Rosario, República Argentina, 1958, págs. 55-71, donde se abordan con gran ponderación
éste y otros varios problemas. Sobre las relaciones de la picaresca con otros géneros lite
rarios véase M ariano Baquero G oyanes, “E l entremés y la novela picaresca” , en E studios
dedicados a M enéndez Pidal, VI, 1956, págs. 215-246.
9 Ediciones: Buenaventura Carlos Aribau, en BÀE, III, nueva ed., M adrid, 1944. Eu
genio de Ochoa, en Tesoro de N ovelistas Españoles, I, París, 1847. José Trelles G raíño,
M adrid, 1947. A . Valbuena Prat, en L a n ovela picaresca... cit. Cfr.: A . S. Sloan, “J. de
Luna’s L azarillo and the french translation o f 1660”, en M o d e m Language N o tes, X X X V I,
1921.
L a picaresca en el siglo X V II 461
m ina hasta su térm ino con el m ejor pie. H ay capítulos graciosísimos ; así, aquél
en que cuenta “cómo sirvió de escudero a siete mujeres juntas” , el de la juer
ga que acaba a palos y con la intervención de la justicia, tan m al parada;
cuando Lázaro se hizo erm itaño; y la burla de que es objeto cuando pre
tende casarse p o r segunda vez.
L a novela abunda en escenas escabrosas, y la sátira antieclesiástica —según
dejamos apuntado— es tan continua como desenfadada. Evidentemente, la
obra de L u n a no hubiera podido publicarse entonces en España, y el hecho
de que lo fuera en París explica sus abundantes libertades.
E l escudero del Lazarillo original reaparece, en los comienzos de la novela,
m ás derrotado y ro to ; su dramático, y casi conmovedor, orgullo se ha con
vertido en caricaturesca petulancia de valentón español, muy de la época:
“—Consoléla lo m ejor que pude, dándole esperanzas que si su enemigo esta
ba en el mundo, se tuviese por desagraviada... Viéndome burlado, comencé a
echar espumajos por la boca, diciéndole que si como era m ujer fuera hom
bre, la sacaría el alma de cuajo. U n soldadillo de los que allí estaban se llegó
a m í y m e hizo u n a mamona, no osando darme u n bofetón, que si me lo
hubiera dado, allí podían abrir la sepultura. Como vi aquel negocio m al enca
m inado, sin decir chus ni mus me fui más que de paso, p o r ver si me seguiría
algún soldado de talle para m atarm e con é l; porque si me pusiera con aquel
soldadejo y le m atara (como sin duda hiciera), ¿qué honra o qué fama gana
ría? M as si hubiera salido el capitán o algún valentón, les hubiera dado m ás
cuchilladas que arenas hay en el mar. Como vi que ninguno osaba seguirme,
fuíme muy contento...” 12.
L a estoica gravedad castellana del Lazarillo se h a transformado en las m a
nos de Luna en una picaresca desvergonzada, que gana en donaire y fxivolidad
lo que pierde en hum anidad y hondura. L a estam pa del escudero, que roba
después a Lázaro sus vestidos, señala profundamente la diferencia entre am
bas novelas. Del mismo Lázaro ha desaparecido también aquella conformidad
desengañada, que le daba toda su hum ana profundidad.
R om anica, Estrasburgo, 1913-1914. S. G ili G aya, en Clásicos Castellanos, vols. 73, 83,
90 y 93, M adrid, 1026-1929. A . V albuena Prat, en L a n ovela pica resca ,,., cit.
464 Historia de la literatura española
(1573) regresó a su ciudad, donde anduvo por algún tiempo metido en negocios
de varia índole. Pero Alem án era poco prudente en sus gastos y todavía menos
ordenado en las cuentas, por lo que en octubre de 1580 —tenía entonces 33
años— reclamado p or sus acreedores, dio con sus huesos en la cárcel sevi
llana, la m ism a que de niño frecuentaba ΐ ο η su padre, y donde pudo ahora
completar, con m ás despiertos ojos, su información. Puesto en libertad al cabo
de año y medio, volvió a sus negocios, y en. 1586 estaba nuevamente en M a
drid donde vivió de cualesquiera asuntos que le vinieran a las manos, con tal
que diesen algún dinero.
D urante estos años en la corte, M ateo Alemán fue cerniendo sus experien
cias, contrastando sus reflexiones y escribiendo su libro. H asta entonces tan
sólo unos pocos íntimos sospechaban que aquel hombre tan atareado pudiese
albergar u n escritor; tan sólo había escrito el prólogo a los Proverbios M ora
les de Alonso de Barros y traducido dos odas de Horacio. L a Primera parte
de Guzmán de A lfar ache estaba term inada en 1597, la aprobación fue firmada
el 13 de enero de 1598 y el privilegio de impresión el 16 de febrero de 1599 ;
unos meses m ás tarde aparecía impresa en M adrid. M ateo Alemán tenía en
tonces 52 años y de golpe escalaba la fama. E l éxito del libro fue extraordina
rio ; aquel mismo año se hicieron otras dos ediciones en Barcelona y una en
Zaragoza; al siguiente aparecieron dos en M adrid, una en Barcelona, y otras
en Bruselas, París, Coimbra y Lisboa. Numerosos escritores —H ernando de
Soto, Vicente Espinel, Lope de Vega— alabaron el libro con sincero entu
siasmo. Pero tan elevado número de ediciones no aliviaron los comprometidos
bolsillos del escritor, dado que varias de ellas fueron.fraudulentas. Medio en
tram pado, abandonó la corte a fines de 1600 y regresó a Sevilla donde prosi
guió sus viejas actividades comerciales, y, nuevamente, deudas que no pudo
satisfacer, le llevaron a la cárcel (1602). E sta vez estuvo pocos meses pues un
familiar suyo proporcionó el dinero para saldar las cuentas. Aquel mismo año
experimentó Alem án otro rudo golpe, que fue la aparición de la falsa Segunda
parte de su libro, editada a nombre de M ateo Luján de Sayavedra. E n 1604
publicó Alem án su V ida de San Antonio y marchó a Lisboa con ánimo de
venderla en el vecino país, donde existía gran devoción por este santo. Llevaba
tam bién consigo el manuscrito de la Segunda parte del Guzmán, que hizo im
prim ir en Lisboa a fines de aquel mismo año.
Vuelto a Sevilla y como sus andanzas mercantiles no anduvieron más prós
peras que de costumbre, decidió resucitar su antiguo proyecto de pasar a las
Indias, cosa que efectuó a mediados de 1608; se em barcaba con dos hijas,
habidas fuera de su mujer, y con una dama, doña Francisca Calderón, con
quien vivía m aritalmente desde hacía algún tiempo, y a quien hizo pasar en el
expediente para el embarque como una hija más.
Alemán se estableció en Méjico, donde su vida —había ya cumplido los
sesenta años— se fue apagando .rápidamente. Allí publicó su Ortografía que,
al menos en su m ayor parte, había compuesto en España, y los Sucesos de
L a picaresca en el siglo X V I I 465
fray García Guerra, arzobispo de Méjico (1613), tras lo cual perdemos el rastro
de su existencia, que ya no debió de prolongarse mucho M.
15 Ed. V albuena, cit., pág. 297. N o ignoram os que la actitud religiosa de M ateo A le
m án y su sinceridad frente a la Iglesia viene siendo objeto de discusión. M oreno B áez
(en su estudio citado luego) y V albuena Prat sostienen, en conjunto, la interpretación
que nosotros hem os acogido. P or el contrario, V an Praag en su com entario al G uzm án
(citado tam bién después) cree en un A lem án fundam entalm ente hipócrita — partiendo de
su origen judaico— y destaca una serie de pasajes para demostrar la posición burlona y
rencorosa del escritor frente a m uchas prácticas religiosas. E l asunto requeriría larga
exposición, que no podem os traer a este lugar. D igam os, sin embargo, que, según nuestro
entender, lo que em papa las páginas del G u zm án es una sátira im placable co n tra,la in
m ensa hipocresía que debía de tener atenazados a tantos españoles de su tiem po,, de toda
clase y condición, para acom odarse al bien parecer y hacer su agosto sin peligro; no es
lo religioso auténtico, sino su falsificación, lo que enciende el desprecio de este escéptico
avisado, que apenas podía creer en la sinceridad de nadie, desde el fraile hasta el último
picaro. N o es, pues, un problem a de principios, sino de realidades humanas. Es el .mismo
escepticism o que emana del cervantino patio de M onipodio y de tantas páginas de Q ue
vedo, aunque varíe el tono, claro está. ■Parécenos m uy arriesgado pretender alcanzar el
íntim o m eollo de la conciencia del escritor, pero creem os que solam ente una creencia
sincera puede alimentar sátiras tan amargas contra tanto farsante'. Es m uy posible que a
A lem án se las dictara su resentim iento judaico y, si se quiere, hasta una absoluta falta
de fe. Pero afirmamos que todos los pasajes espigados por V an Praag no lo demuestran;
lo m ism o podía haberlos inspirado la más entrañable y auténtica religiosidad; Insistimos :
lo que el novelista desenmascara es la hipocresía de las conductas, sean de clérigos o de
seglares. Por esto, quizá, cuando el personaje religioso tiene la significación, m ás genérica,
de una idea o una institución, el novelista respeta y alaba. A sí, creem os, puede com pa
ginarse su elogio a las instituciones y a lo s ministros dignos con la sátira despiadada con
tra lo fingido e inauténtico. Todas las citas de V an Praag son de esta últim a especie; ¿es
necesario ser judío para denunciarlo, o basta tener amor a la verdad y hom bría para
hacerlo? Tam poco diremos que éstas sean cualidades vulgares y que no precisen algún
resorte especial para ponerse en m ovim iento. E l ser judío o resentido puede sér uno de
ellos; los que ven la fiesta desde el balcón de hon or, nunca protestan.
468 Historia de la literatura española
Con tal criterio, se explica perfectamente no sólo que Alem án tom ara a su
picaro como cabeza en quien ejemplificar su amarga filosofía, sino la estrecha
fusión de picaresca y de doctrina, de novela y de lección m oral que pone en su
libro ; cuestión ésta, m uy debatida y diversamente juzgada. Repetidamente se h a
dicho que las largas disquisiciones moralizadoras del Guzmán representan un
elemento pegadizo y cansado, que embaraza la andadura de la novela. Américo
Gastro lo cree así (sus palabras fueron ya citadas a otro propósito): “Cuando
M ateo A lem án ha querido realzar el bajo nivel de su relato, h a tenido que
abandoharlo, y sobreponerle mecánicamente largas digresiones moralizadorás :
salvación artificiosa y estéticamente infecunda, desde el punto de vista del gé
nero novelesco” 16. Valbuena P rat ha insistido, por el contrario, en el valor, in
separable, de los dos planos del Guzmán: “M ateo Alem án —afirma— sabe
coordinar el doble sentido de su novela: vida de un picaro, como hilo de ac
ción, pero a la vez atalaya de toda la vida humana. U na amplia concepción
encaja la serie.de malicias, trapacerías y miserias de Guzmán en el dolor humano
de un íntimo fracaso para enseñanza y ejemplo..i Sería frívolo pensar en que
lo interesante está en las ‘picardías’ del libro, y que las sátiras o los sermones
morales son algo pegadizo y que sobra. E n alguna edición se han suprimido
los pasajes morales y ha quedado una obra manca y coja, en que no sólo se
resiente la belleza de estilo de los fragmentos que faltan, sino que se percibe
claramente un hueco: la explicación, la razón de ser de todos los hechos n a
rrados. Cada soliloquio de Guzmán es una m aravilla de pensar reconcentrado,
de meditación amarga o esperanzada, de desilusión hum ana y fe íntim a en Dios»
a pesar de sus pecados y sus malos ejemplos” 17.
19 Ed. V albuena, cit., pág; 529. C fr.: R . F oulch é-D elbosc, “Bibliographie de M ateo
A lem án”, en R e v u e H ispanique, X L II, 1918. M . García Blanco, M a teo A lem án y la
n ovela picaresca alem ana, M adrid, 1928. Enrique M oreno Báez, L ección y sentido del
‘G uzm án d e Alfarache', anejo X L de la R e vista d e Filología Española, M adrid, 1948.
Sherman E off, “The picaresque psichology o f G uzm án de A lfarache”, en H ispanic R e
view , X X I, 1953. Edw ard G lasser, “T w o antisemitic plays in the ‘G uzm án de A lfarache’ ”,
en M odern Language N o tes, L X IX , 1954. J. A , van Praag, “Sobre el sentido de G uzm án
de A lfarache”, en E stu dios dedicados a M enéndez P idal, V , M adrid, 1954. G onzalo Sobe-
jano, “D e la intención y valor del G u zm án d e A lfarache’’, en R om anische Forschungen,
L X X I, 1959, págs. 267-311. G iovanni Calabritto, I R o m a n zi Picareschi d i M a teo A lem án
e V icente Espinel, V alleta, 1929. V . T odesco, “N o te sulla cultura dell’Alem án, ricavata
del L ibro de San A n to n io d e P adua”, en A rch ivu m R om anicu m , X IX , 1935, págs. 397-
414. Arturo Capdevila, “ G uzm án de Alfarache o el picaro m oralista”, en B oletín d e l Ins
tituto d e Investigaciones Literarias, La Plata, III, 1949, págs. 9-27. F . Sánchez Escribano,
“La fórm ula del barroco literario presentida en un incidente del G uzm án d e A lfarache”,
en R evista d e Ideas E stéticas, X II, 1954, págs. 137-142. G . J. Geers, “M ateo A lem án y el
Barroco español”, en H om en aje a / . A . van Praag, Amsterdam, 1956, págs. 54-58. Edw ard
N agy, “La honra fam iliar e n e l G u zm án de M ateo A lem án”, en H ispanófila, núm , 8,
enero, 1960, págs. 39-45. C. A . Soon s, “E l paradigma herm ético y el carácter de G uzm án
de Alfarache” , en H ispanófila, núm . 12, m ayo, 1961, págs. 25-31. D on ald M cG rady,
“H eliodorus’ influence o n M ateo A lem án”, en H ispanic R eview , X X X IV , 1966, págs. 49-53.
20 Edición de E l C olegio de M éxico, M éxico, 1950; introducción de Tom ás N avarro.
L a picaresca en el siglo X V I I 471
L a última obra de Alemán fueron los Sucesos de fray García Guerra, arzo
bispo de M éjico11. E n ellos cuenta la llegada a América de este prelado, sus
hechos y vida ejemplar, su muerte y funerales, ÿ term ina con una Oración
fúnebre. E l libro puede estimarse como recopilación de toda la ideología pesi
m ista y desengañada de Alemán, y una nueva prueba, en su respeta y cariño a
la persona del Arzobispo, de cómo “el llamado escritor sin entrañas del Guz
mán poseía su honda y secreta fuente de emoción ante las personas que la
merecían”.
EL “ GUZMÁN” APÓCRIFO
Como vimos, en 1602 —el mismo año en que Alem án habitaba por segun
d a vez la cárcel sevillana-^- apareció la Segunda parte del Guzmán escrita por
un usurpador, que movido sin duda por el éxito de la novela, quisó aprove
ch arlo 22. L a obra fue editada en Valencia y se decía “compuesta por M ateo
L uján de Sayavedra natural y vecino de Sevilla”. Pero este nombre y patria eran
también una impostura. El autor era valenciano, llamábase Juan M artí y era
abogado de profesión. Se ha pretendido identificarle con M icer Juan José M ar
tí, doctor en cánones y miembro de la Academia de los Nocturnos con el
nombre de “Atrevimiento” ; pero tal atribución, que admitió Menéndez y Pe-
lay o 23, ha sido rechazada por Foulché-Delbosc24.
L a usurpación de M artí tuvo mayor gravedad de la que suele en estos ca
sos, porque le pisó además a Alem án buena porción del argumento de su li
han hecho suponer —opinión hoy en entredicho— que la novela nacía ya en
tonces con un marchamo de vejez.
Se discute su autor. Desde los días de Nicolás Antonio se aceptó la especie
de que lo era el dominico leonés fray Andrés Pérez, y que el nombre de López
de Übeda era sólo un seudónimo. Mayans siguió aquella opinión, y en los pri
meros años de este siglo la ratificó Menéndez y Pelayo 27. Poco después el
erudito Julio Puyol y Alonso tomó sobre sí la tarea de estudiar cuidadosa
mente este y otros problemas de La picara Justina, y al publicar su edición de
fendió igualmente la paternidad de fray Andrés, basándose sobre todo en que
el autor revela un conocimiento muy exacto de la tierra, ciudad y costumbres
de León, donde fray Andrés estaba radicado; éste además publicó varios li
bros piadosos, cuyo estilo parece tener afinidades con el de L a picara. Pero como
quiera que desde 1895 se había documentado la existencia en Toledo de un
médico llamado Francisco López de Übeda, como el autor a cuyo nombre
se publicó la novela28, Foulché-Delbosc había rechazado la mencionada atribu
ción a pesar de las razones que se aducían29. En nuestros días M arcel Batai
llon acepta decididamente la autoría de López de Úbeda, y hasta se pregunta
con asombro cómo ha sido posible la atribución a fray A n d rés30. Refirién
dose al pretendido carácter arcaizante de la novela, que se supuso escrita bas
tantes años antes que la novela de Alemán, se admira igualmente de que se
haya pensado “que esta quintaesencia del picarismo se destiló veinte años an
tea de Guzmán de Alfarache”. Acerca de este punto recuerda Bataillon unas
palabras de Mayans sobre el autor de L a picara ; el gran erudito del siglo xviil
advirtió ya que aquél no era un tardío im itador del amaneramiento de Guevara,
sino un audaz innovador barroco: “el primer español —dice M ayans—, que
dejando la propiedad y gravedad de nuestra lengua, abrió el nuevo camino de
inventar por capricho, no sólo vocablos, sino modos de hablar” 31.
Como construcción novelesca, y atendiendo a su interés humano, todos los
críticos han coincidido, en cambio, en condenar a L a picara Justina con los
m ás severos juicios, y le reprochan su absoluta falta de amenidad, su pobreza
de invención y lo absurdo y enrevesado de su estilo ; el mismo Puyol y Alonso,
pese a haberle dedicado su más escrupulosa atención, es quizá su censor más
implacable, y llega a calificar el libro —atendiendo a su prosa— de “ingente y
estrepitoso galimatías”. Menéndez y Pelayo recuerda que el autor de L a picara
Justina “es una de las rarísimas víctimas literarias que sin contemplaciones in
moló Cervantes ; uno de los pocos a quienes no alcanzó su inagotable benevo
lencia en el Viaje del Parnaso, donde el Licenciado Úbeda figura entre los
que capitaneaban el escuadrón de los poetas chirles” 32. Y comenta más abajo :
“El que escribió L a picara Justina era hombre de poca inventiva, de perverso
gusto y de ningún juicio, y en este concepto mereció la sátira de Cervantes, pero
poseía un caudal riquísimo de dicción picaresca, y una extraña originalidad de
estilo, en la cual cifraba todos sus conatos, esforzándose siempre por decir
las cosas del modo más revesado posible, con mucho lujo de colores chillones
y de abigarradas y grotescas asociaciones de ideas y de palabras, atento siem
pre a sorprender más que a deleitar, y más a lucir el ingenio propio que a in
teresar al lector con el insulso cuento de las aventuras de su heroína. De este
modo consiguió hacer un libro estrafalario, oscuro y fastidioso, que pasa por
muy libre entre los que no le han leído, aunque quizá no le haya más inofensi
vo en toda la galería de las novelas picarescas. En este monumento de mal
gusto todas las cosas están dichas por los más interminables rodeos; y las
descripciones, muy curiosas por otra parte, que el libro contiene, de la vida
popular en León y comarcas limítrofes, yacen ahogadas bajo tal profusión de
garambainas, paronomasias, retruécanos, idiotismos, proloquios familiares, alu
siones enmarañadas y pedanterías de todo género, que el libro se convierte
en un rompecabezas, y a ratos parece escrito en otra lengua diversa de la cas
tellana, no ciertamente porque el autor la ignorase, sino al revés, porque sa
biéndola demasiado (si en esto cabe exceso), pero careciendo de discreción y
gusto para emplearla, derram a a espuertas su diccionario, y quiere disimular
su indigencia de pensamiento con el tropel y la orgía de las palabras” 33.
Con Menéndez y Pelayo convienen todos los críticos en reconocer la im por
tancia de la novela por la abundancia y riqueza del idioma, cuyo caudal — so
bre todo en materia picaresca— es inagotable en las manos del autor.
Quizá a Menéndez y Pelayo le faltó añadir que cada capítulo del libro se
encabeza con unos versos que no pueden ser calificados sino de horrendos. Y
se termina con unos aprovechamientos que el autor pega allí sin venir casi
nunca a cuento con la acción que le precede. Valbuena Prat, al hacer su divi
sión de la picaresca en orden a la fusión de aquélla con la ética, dice que en
la novela de López de Úbeda “la mezcla no puede ser m ás burda” 34. “L a lec
tura, para el saboreo de detalles —dice en otro momento—, debe hacerse por
partes, y sin pensar en el asunto ni en la acción, que realmente son llevados
con torpeza. Es un libro de hablista, más que de estilista, y el mérito que le
corresponde, documental, como en los leonesismos de lenguaje, o detallista y
episódico, es, por tanto, exterior al sentido novelístico de su género” 35.
32 Introducción a la edición del Q uijote apócrifo, cit., págs. 376-377.
33 Idem, id., págs. 377-378.
34 L a novela picaresca..., cit., pág. 30.
35 Idem, id., págs. 58-59.
L a picaresca en el siglo X V I I 475
rillo. Sólo que a medio camino de la vida, cuando quedan todavía muchos
rum bos inciertos, y por supuesto su final. Espinel escribe su libro desde la
últim a vuelta del camino, jubilado diríamos, con la m irada tranquila del qué
descansa en seguro puerto, sin que le aguarden inciertas navegaciones. P or
otra parte la andadura toda de la novela, el peregrinar incesante del héroe, la
variedad de ambientes y personas, la sucesión de episodios, su construcción li
neal, no difieren en nada de la picaresca más ortodoxa.
Otros aspectos, en cambio, sí son muy peculiares del libro de Espinel y
constituyen su m ayor excelencia. E ra Espinel un espíritu delicado y selecto.
Valbuena destaca muy certeramente la emoción del autor frente a la naturale
za — sentimiento apenas imaginable en la literatura de su tiempo—, su gusto
por los perfumes de las flores, su repetido deleite ante la belleza del paisaje, al
que nos lleva hundiendo en él no sólo su mirada, sino exprimiendo el goce de
todos sus sentidos: y aún m ás notable es la intuición fresca y espontánea del
escritor, limpia de tópicos literarios, excitada sólo por su personal sensibilidad.
Aunque compuesta, como venimos diciendo, desde fuera, la- novela nos p ro
duce desde la prim era página una intensa impresión autobiográfica; enseguida
nos sentimos en directo contacto con la sensibilidad, los gustos, las ideas del
escritor. Muchos episodios habrán sido urdidos por la fantasía del novelista,
pero aun en ellos advertimos su emoción directamente vivida, cálida y humana,
ante los hechos.
vuesa paternidad las travesuras que por el camino hacían, y en las posadas el
buscar de las gallinas y el hurtarlas, haciéndome a m í encubridor de todos sus
delitos, y que yo las sacase del gallinero metidas en los gregüescos; el acos
tarse en la cama con espuelas y botas, no mirando el lodo que se les había
pegado por el camino. Un real se pagaba de cada uno y diez se le hacía de
daño al pobre, m esonero; y no se podía decir por nosotros que ganábamos
indiligencia plenaria hurtando al ladrón, porque verdaderamente era cargo de
conciencia lo que se hurtaba de cada posada” 44.
Los abusos de los soldados en sus alojamientos por los pueblos componen
un cuadro de época, al que el autor no rebaja las tintas de su gravedad, y por
boca de Alonso expone su compasión hacia los labradores, tan injustamente
tratados: “De allí adelante fui siempre el amparo y favorecedor de mis hués
pedes, corrigiendo a mis compañeros cuando veía hacer algún agravio a los
labradores: poníales delante el gran trabajo que pasaban desde su sementera
hasta el coger el trigo ; el rigor del erizado invierno, sus insufribles fríos, nie
ves y escarchas; el intolerable calor del sol; su poco regalo, pues contentos
con una cabeza de ajos o cebolla, y cuando mucho, con un poco de cecina
mal curada, se ponen a la inclemencia de los cielos, y con su continuo can
sancio sustentan el regalado rico, que en su cama blanda se vuelve del otro
lado cuando sale él a ver las resplandecientes estrellas” 45.
Es curioso que el donado, a propósito del médico al que sirve por algún
tiempo, se evada de las trilladísimas y tópicas malevolencias contra esta pro
fesión —repetidas con ramplona pesadez en todo escrito satírico del Siglo de
Oro— y escriba su defensa — ¿la única?— y ciertamente con muy oportunas
razones.
M uy interesantes son sus ideas, de amplia tolerancia, sobre las comedias.
Muy edificante es su descripción de la vida de las m onjas; en cambio, salen
algo peor parados los frailes, entre quienes era donado, que le expulsan con
tan pobres motivos. Para que nada falte en esta divertida sucesión de picar
días y aventuras, Alonso hace su viaje a las Indias y es también apresádo por
los piratas de Argel ; luego, al ser libertado, es cuando se convierte en ermitaño.
Su matrimonio con una viuda en Zaragoza le da ocasión para dar muestras
de su antifeminismo, no exagerado, porque nada lo es en el libro del doctor
Alcalá, pero innegable. Precisamente la clásica medida de su estilo sólo da
paso a ciertas deformaciones caricaturescas a propósito de temas femeninos;
así sucede en el retrato de la mujer —de grotesca traza— que casa con el ca
ballero toledano, y con el de la suya propia, también exagerado en su fealdad.
Algo menos, aunque también caricaturesco, es el episodio de la señora casada
que se llevó a su casa el retrato de la suegra, y el de la redomilla de agua que
sirvió para hacer callar a la mujer charlatana y pendenciera.
Entre los m ás interesantes novelistas del siglo xvii debe contarse a este es
critor, nacido en 1584 en Tordesillas, donde su padre era camarero del duque
de Alba. Fue Solórzano gentilhombre del marqués del Villar, y luego maes
tresala del marqués de los Vélez y de su hijo don Pedro, virrey de Aragón, ca
pitán general de Cataluña, embajador en R om a y virrey de Sicilia, y a todas
estas partes parece que le acompañó. Movióse mucho entre las academias li
terarias de M adrid, donde gozaba de general estima, siendo amigo de los más
notables ingenios de la corte. Murió hacia 1648.
Cultivó Solórzano la poesía jocoso-satírica (su producción de esta especie
fue reunida en Donaires del Parnaso y publicada en M adrid en 1624), la co
media, el entremés, el cuento y la novela, pero es en estos dos últimos géne
ros en los que sobresale. Con frecuencia ambos andan mezclados, pues gusta
de intercalar, narraciones cortas en sus novelas más largas, costumbre que si
gue también con sus entremeses. L a producción novelesca de Solórzano se
m uestra en dos campos principales : la novela de costumbres —calificada
por Amezúa de “novela cortesana”— y la picaresca. Aquella prim era se mani
fiesta sobre todo en los cuentos y relatos breves, de los que reunió varios vo
lúmenes: Tardes entretenidas (1625), Jornadas alegres (1626), Tiem po de re
gocijo y Carnestolendas de M adrid (1627) y Noches de placer (1631). Solór
zano tenía gran facilidad para este género literario, y se jactaba de que sus
cuentos no eran traducidos del italiano, sino nacidos de su ingenio. E n estos
libros que no tienen sólo su escenario en la corte sino en las más importantes
ciudades españolas, traza un retablo variadísimo de la bulliciosa vida ciuda
dana, con su diversidad de gentes, sus aventuras y placeres, fiestas, modas, dis
creteos de damas y galanes, ardides de toda ley. Solórzano es un maestro in
discutible, ameno, lleno de ingenio y gracia, dueño del secreto de interesar y
entretener. L a novela en sus manos se afina y urbaniza, convirtiéndose en recreo
cortesano.
L a picaresca en el siglo X V H 483
raos que Teresa sea tampoco un picaro hembra, sin más, a pesar de sus artes
para sacar provecho de los hombres que la cercan y de su escaso escrúpulo
para utilizarlas. Teresa es otra creación muy feliz en la que se encam a un
tipo de m ujer de todo tiempo y lugar; quizá con m ás acierto para darle un
nom bre solo y sugerente, y sin los requilorios de tan largo título, gozara Teresa
de mucho m ayor renombre en la historia literaria (y a fe que lo merece). Nacida
en la pobreza, esta m ujer tiene el deseo, nobilísimo, de evadirse de su condi
ción, y pone para ello cuantos medios están en su mano, honestos mientras
puede. Descubre el arte de hacer pelucas y postizos (parécenos estar leyendo
una situación de hoy mismo) y con ello gana dinero y se relaciona con gente
principal. No podía aspirar entonces a tanto como hoy lo haría una peluque
ra de m oda de la aristocracia, y Teresa aprovecha la ocasión para casar —co
tiza lo único que puede— con un viejo rico, de quien espera recibir honra y
cómoda situación ; a cambio de otras menguas. Teresa, que sabe lo que hace,
pero tiene —vive en su tiempo— plena conciencia de lo que van a pensar de
ella los demás, escribe unas palabras muy significativas, que definen su ca
rácter y explican toda su vida: “Veme aquí el señor lector mujer de casa y
familia, ÿ con un retum bante don añadido a la Teresa y un apellido de M anza
neado al Manzanares. No fui yo la primera que delinquió en esto, que m u
chas lo han hecho, y es virtud antes que delito, pues cada uno está obligado a
aspirar a valer m ás” 47. Sobre este “aspirar a valer m ás”, humanísimo y legíti
m o en que, como decíamos, se resume el mundo de Teresa, vuelve Solórzano
en varios pasajes de sus novelas, a fuer de agudo observador femenino; sólo
que, encerrado en los prejuicios de su tiempo, no vio el alcance de lo que
observaba y metió a Teresa a “picara”, sin advertir que aquella estupenda mu
jer estaba recorriendo, para salir de males, el único camino que le dejaba
abierto aquella sociedad. Cuando abandona Sevilla, viuda de su tercer m a
rido —un rico indiano a quien había ocultado, para poder casarse con él, sus
pasadas andanzas— escribe : “No soy la prim era que de esa estratagema se ha
valido, ni seré la postrera, pues se debe agradecer en cualquier persona el an
helar a ser m ás” 48. En E l bachiller Trapaza, en uno de los entremeses que se
incluyen, llamado de la Castañera, se alude a una moza de Écija, que es sacada
de vender castañas por un mercader rico, que se larga luego a las Indias pero
la deja bien acom odada; y la joven marcha entonces a M adrid dispuesta a
casar bien, “a valer m ás”. Dice la castañera:
Quiso gozo, estaféle, y no fue nada.
H em e vuelto a Madrid desconocida,
de castañera en dama convertida,
que por amores no soy la primera
que de baja subió a mayor esfera;
Teresa de M anzanares, casada con el viejo, que repite con ella el motivo
cervantino de E l celoso extremeño (tema muy insistido también por Solórzano),
sufre la acometida de su juventud, y-así comienza, fatalmente, con la admisión
de su prim er amante, el camino de sus irregularidades. E n sus andanzas llega
a prim era dama de una compañía de teatro —vida de picardía entonces—, lo
que le sirve al novelista para trazar un excelente cuadro del mundo de la fa
rándula.
P ara encontrar un panoram a de la vida española de aquel tiempo, m ás rico
y vario del que nos brinda el conjunto novelesco de Solórzano, habría que pen
sar —salvadas distancias de toda índole— en la obra cervantina. Su estilo es
fluido, sencillo y natural, perfectamente acomodado al ritm o de la narración;
recurre a veces a ciertos juegos conceptistas, sobre todo p ara lograr efectos
cómicos o agudezas satíricas, pero siempre con parquedad. Es, en cambio, cu
riosa su burla del culteranismo; para apostillar las ridiculas maneras de su
am o don Tomé, poeta famélico y culterano, dice T rapaza: “ ...parece que no
hay cosa como la claridad. E n los versos no digo yo que sean tan humildes
que no se levanten del suelo ; pero los que tienen las voces graves, significati
vas y bien colocadas, siempre son estimados, y éste no es uso sino una fulle
ría de jerigonza que han aprendido los mal oídos poetas para que el vulgo
los aplauda y celebre, que, como no lo entiende, hace misterio de lo que- no lo
es, celebra a ciegas lo que se escribió con ojos ciegos de la razón. N o acon
sejaría a vuesa merced que prosiguiese en este m odo de versificar, porque
sería echar a perder su buen n atural; los cultos, o incultos por m ejor decir,
escriban así, hablen frases bárbaras, hagan transposiciones, encajen una m etá
fora en otra como cesto sobre cesto, para que el mismo demonio no lo entien
da, y vuesa merced se ría de ellos dándose a la pura claridad, a lo grave y
bien colocado, haciendo la fuerza en el concepto y no en el exquisito modo de
decir” 50.
Prat, en L a n ovelá picaresca,.., cit. C fr.: Ernest G ossart, L es espagnols en Flandre. H is
toire et poésie, Bruselas, 1914. D e l m ism o, “Estevanille G onzález”, en R evu e d e Belgi
que, Bruselas, 1893. W illis K napp Jones, “Estebanillo G onzález”, en R evu e H ispanique,
L X X V II, 1929.
52 Ed. V albuena, cit., pág, 1.711.
L a picaresca en el siglo X V I I 487
los episodios de esta índole —muy numerosos— queda siempre patente la
grotesca distancia que m edia entre las conductas, la suya y las ajenas: “Ga
namos algunas villas, cuyos nombres no han llegado a mi noticia, porque yo
no las vi ni quise arriesgar m i salud ni poner en contingencia mi vida, pues
la tenía yo tan buena que mientras los soldados abrían trincheras, abría yo las
ganas de comer ; y en inter que hacían baterías, se las hacía yo a la olla, y los
asaltos que ellos daban a las murallas, los daba yo a los asadores. Y después
de ponerse mi amo a las inclemencias de las balas y de venir molido, me halla
ba a m í muy descansado y mejor bebido, y tenía a suerte comer quizá mis
desechos, y beber, sin quizá, mis sobras” 5í. A l final de este capítulo, el bufón
repite el mismo juego: “Encontré a mi amo, que lo traían m uy bien desahu
ciado y muy m al herido, el cual me dijo: —Bergante, ¿cómo no habéis acu
dido a lo que yo os mandé? Respondíle: —Señor, por no verme como vuesa
merced se ve... Lleváronlo a la villa, adonde, por no ser tan cuerdo como yo,
dio el alma a su C riador..,” 54.
Si a lo largo del libro hay cosas innumerables que provocan nuestro des
agrado y descubren raíces de nuestra decadencia y ruina, están allí sin que Es-
tebanillo las haya puesto para eso, y por las trazas ni lo ha pensado siquiera ;
lo más abyecto le parece excelente si le rinde provecho. Casi al final del libro,
cansado de correr y deseando tener oficio descansado, se llega a su M ajestad
—cosa no difícil para Estebanillo, porque por algo al rey Felipe IV le en
cantaban los bufones— y le pide “poder íéner una casa de conversación y jue
go de naipes en la ciudad de Nápoles”. A lo que accede el m onarca: “la cual
no solamente me dio por merced particular y provisión en forma, pero de m ás
a más carta para el almirante de Castilla, virrey de aquel reino, p ara que me
am parara y favoreciera...” . Y Estebanillo, agradecido, comenta el favor real
con este párrafo —portento de adulación y de m al gusto— que merece ser re
cordado: “Yo quedé tan ufano y tan agradecido de ver que un refulgente
Apolo y un león coronado se acordase de remunerar servicios tan útiles y he
chos p or tan humilde sabandija, que a no saber que mi m adre me había pari
do en Salvatierra de Galicia, reino que me h a honrado en poderme nom brar su
real vasallo, me hubiera, al mismo punto que recibí la merced, partido por la
posta a Roma, y sacado su esqueleto de la tum ba adonde yace, y trayéndolo
lleno de paja, como caimán indiano, en llegando con él al primer puerto de
cualquiera de sus reinos, lo vaciara y me zampara de nuevo en su vientre, aun
que estuviera en él en cuclillas, y la obligara a que me volviera a parir vasa
llo de tal deidad. Que si supieran bien los que lo son, el rey que tienen y las
mercedes y honras que cada instante les hace, le sirvieran de rodillas; pues
siempre las pregona la fama, las publican las historias y las envidian los rei
nos extranjeros” 53.
$3 ídem, id., pág. 1.764.
54 Idem, id., pág. 1.766.
53 ídem, id., pág. i . 828,
488 Historia de la literatura española
“La desordenada codicia de los bienes ajenos” del doctor Carlos García.
U n año antes de la Segunda parte del Lazarillo de Luna se publicó, también
en París (1619), una interesante novela picaresca escrita por el doctor Carlos
G arcía63. Desde Nicolás Antonio se venía suponiendo que no existió tal doctor
y que su nombre era sólo un seudónimo ; pero hoy se da por admitido que se
trata de un personaje real. El doctor García, por razones no bien conocidas, se
marchó a Francia. Otro emigrado español, contemporáneo suyo, M arcos F er
nández, que se titulaba “maestro de lenguas”, publicó en Amberes, en 1655,
un libro titulado Olla podrida a la española, compuesta y sazonada en la des
cripción de Munster en Westfalia, con salsa sarracena y africana, y a propósito
de otra obra de García habla de él en los términos m ás injuriosos, llamándole
entre otras lindezas “albeitar de matachines”. Hay que pensar, por el tono de
estos insultos, en la melevolencia de un compatriota rival; pero las palabras
citadas hacen tam bién suponer que el doctor García fue u n hombre aventurero,
relacionado con gente de dudoso vivir, de la que adquirió los saberes pica
rescos de su libro.
E l doctor García no habla como picaro en la novela ni en prim era persona,
sino que cede la palabra al ladrón Andrés, verdadero protagonista. Por razones
que no detalla, va a parar a la cárcel, y allí conoce a Andrés que le cuenta di
versos episodios de su vida. E n el capítulo prim ero el autor hace una des
cripción, por cuenta propia, de la cárcel. Cualesquiera que hubiesen sido sus
andanzas, adviértese enseguida que se trata de un hom bre de sensibilidad su
perior, caído allí por algún malaventurado azar. E l cuadro es dantesco en
muchas de sus p artes; el escritor desciende a los aspectos más repulsivos de
aquella tétrica existencia, que pinta con negras y vigorosas pinceladas.
A partir del capítulo II comienza el relato de Andrés con una apología de
la nobleza y excelencia del hurtar, hace historia de la profesión y trata luego
de su universalidad, que expone con muy graciosas ironías: “Este noble arte
de hurtar estuvo siempre tenido en grande consideración entre la gente m ás ca
lificada del mundo. Pero, como no hay género de virtud o nobleza que no sea
invidiada de la gente plebeya y vulgar, se hizo, andando los tiempos, tan co
m ún y ordinaria, que no había remendón ni ganapán que no quisiera im itar la
nobleza de ser ladrones. De donde y del poco recato y demasiada desenvoltu
ra que en esto había, vino a menos preciarse de tal suerte, que los que públi
camente la ejercitaban, eran castigados con penas muy afrentosas y tenidos por
infames. Pero como todas las cosas deste mundo tienen su contrapeso y decli
nación, ordenó el tiempo que este abuso se remediase, buscando un medio de
hurtar sin castigo, y de tal suerte disfrazado, que no solamente el hurto no
pareciese vicio, pero fuese estimado por rara y singular virtud. P ara este fin
inventaron muchos buenos entendimientos la variedad de oficios y cargos que
hoy se practican en la república, de los cuales cada uno se sirve para hacer
su agosto y enriquecerse con hacienda ajena...” 64. Y a continuación examina
en detalle cargos y profesiones.
E n el capítulo V II se ocupa “de la diferencia y variedad de los ladrones”,
para acabar con una divertida historieta de un robo de gallinas, que tiene sa
bor de fabliau medieval. Traza no muy distinta tiene el episodio de su fuga
de las galeras, el más extenso de todos y quizá el más divertido. E n el último
capítulo se ocupa de la organización de los ladrones, en forma que recuerda
el Rinconete y Cortadillo de Cervantes.
L a novela sabe a poco. El autor tiene gracia y soltura para contar, y los
lances son tan movidos como amenos y bien conjuntados; hay algunas dis
quisiciones teóricas, en que aquél exhibe sus conocimientos, pero quedan siem
pre sazonadas por la agudeza de su intención satírica.
E l doctor Carlos García es autor de otra obra (la aludida por M arcos F er
nández), titulada Oposición y conjunción de los dos grandes luminares de la
tierra, llam ada también Antipatía de los franceses y españoles, publicada en
París en 1617 y traducida luego al francés. El libro fue escrito con motivo del
matrim onio de Luis X III con A na de Austria, y expresa el deseo de que cunda
la comprensión y colaboración entre ambos países. E l doctor García escribe
tratando de complacer al rey de Francia, pero, al mismo tiempo, demuestra
gran am or a su patria, a la que exalta en páginas llenas de entusiasmo.
una alegoría de intención satírica. E l siglo pitagórico está escrito todo en ver
so, excepto las transmigraciones X I y X II, correspondientes a un arbitrista y
a un hidalgo, y un pequeño fragmento hacia el final ; tam bién la Vida de don
Gregorio Guadaña está compuesta en prosa, y por esto y por su extensión y
caracteres especiales se ve que es una obra independiente, intercalada con cier
ta arbitrariedad dentro del conjunto. De hecho ha sido publicada aparte va
rias veces y es el fragmento más notable del libro.
Guadaña no es novela picaresca exactamente, sino m ás bien de aventuras,
aunque no faltan los elementos de picardía; también el protagonista se dife
rencia del picaro habitual, pues es de mejor condición y sus andanzas son casi
siempre de tip o .erótico. Esto último le da a la novela un carácter de frivolidad
que establece su principal diferencia con las normas del género ; es ésta una
picaresca de aire francés, compuesta en la misma línea de Luna y el doctor
García, con una libertad y desenvoltura muy peculiares, y donde la ironía
amarga y desengañada, adusta y severa con frecuencia, del picaro español, se
convierte en picante desenfado. En el Guadaña hay episodios de notable atre
vimiento, como la ronda nocturna del juez en Carmona, que llena el capítulo IV.
E n la obra de Enriquez hay un visible influjo de Quevedo ; Menéndez y Pe-
layo afirmaba que el Guadaña estaba hecho de “residuos y desperdicios” del
Buscón, pero el juicio es exagerado, como señala Valbuena, porque las obras
son bien distintas de ambiente y de trama. Parécenos evidente, sin embargo,
que Enriquez trabaja su libro sobre modelos anteriores, y que —con todas sus
cualidades— es obra de imitación y, en múltiples aspectos, de segunda mano.
Así, por ejemplo, el capítulo V III copia, con muy escasas diferencias, un su
ceso del capítulo X V II de L a niña de los embustes de Castillo Solórzano : Gua
daña atrae a su habitación a una señora casada; inesperadamente se ve obli
gado a salir y deja encerrada a la mujer, creyendo que va a regresar ense
guida ; al no serle posible, le pide a un conocido, sin saber que es el esposo de
la dama, que vaya a abrirle para que aquélla pueda volver a su casa ; el esposa
—que en este caso es un alguacil, ridiculizado en lances anteriores, y de aquí
la degradación del tono trágico existente en la novela de Solórzano— apuñala a
la mujer.
Enriquez tiene gran afición a los juegos de palabras, al chiste y. al retrué
cano, en donde se advierte sobre todo la imitación quevedesca; a veces posee
auténtica sal, otras cae en vulgares gracias, pero apenas en alguna ocasión se
aproxima a la retorcida intensidad del modelo. También se deleita frecuente
mente en escenas de comicidad inverosímil, un tanto bufa, como la citada de
la ronda nocturna, o aquella en que convence a un letrado, en la venta de
Sierra M orena, de que una muía habla en griego.
Otras novelas del siglo X V I I 493
critor en prosa; sólo cuatro de ellas están escritas en esta forma, y en verso
las restantes. El uso de la loa estaba ya perfectamente establecido en los días
de Rojas y gozaba de general estimación; el escritor es un maestro en este
género, y por ello ha podido suponerse que el Viaje no fue sino u n pretexto
para intercalarlas y ponerlas así al alcance —defendiendo mejor, al mismo tiem
po, su paternidad— de los actores que podrían representarlas. L a hipótesis es
quizá arriesgada, porque el Viaje se justifica con creces p o r sí mismo ; pero,
en todo caso, es innegable que Rojas aprovechó cumplidamente la posibilidad
de encajar sus loas, y que en el mismo texto la acción y los diálogos de los
protagonistas conducen siempre ingeniosamente al recitado de dichas piezas.
Los temas de las loas son variadísimos : algunas se ocupan de lugares y ciuda
des por donde pasaban, y es de suponer que Rojas las utilizaría provechosa
mente ; otras tratan sobre las mujeres, la vida del soldado, el bien y el mal, la
oportunidad de las lágrimas en los hombres, las edades de la vida, el m atri
monio, los días de la semana (una loa para cada día), anécdotas y costumbres
de los cómicos andariegos, sucesos de la vida del autor... En realidad, las
loas completan el variado y sugestivo panoram a de la vida española que dibu
ja Rojas en su relato. Merece especial mención la. llamada L oa de. la Comedia,
en la que el escritor recorre la historia del teatro desde los orígenes hasta su
tiem po; y también, algo como un largo romance pastoril, repartido en tres
recitaciones en los libros II, I I I y IV , que parece preludiar la historia de C ár
denlo en la prim era parte del Quijote. Tan variadas como en sus asuntos son
las- loas de Rojas en cuanto al tono y la intención: históricas o biográficas,
sagradas o profanas, en unas y otras puede encontrarse realismo y fantasía,
delicado sentimiento poético o desgarradas crudezas. También varían mucho
en cuanto a la extensión, que oscila entre cien y cuatrocientos versos (la m ás
corta tiene 96, y 408 la más larga). También es diverso el número de actores
necesarios para representarlas : algunas son un monólogo, otras requieren gran
número de representantes. Estas últimas, que vienen a ser como pequeños en
tremeses, han sido repetidamente señaladas como un próximo precedente de
este género.
E l interés que ofrece Rojas no se limita, con ser tan grande, a su Viaje en
tretenido. E n 1611 publicó en Salamanca E l gran repúblico, libro que prohibió
y recogió la Inquisición. James White Crowell, que ha estudiado el ejemplar
que se conserva en la biblioteca del Escorial, supone que la prohibición fue
ocasionada por los muchos pasajes en que el autor se ocupa, con bastante cre
dulidad, de la astrologia. L a obra está escrita en forma de carta —de Rojas,
desde Zamora, a dos amigos suyos, Salustio y Delio, que viven en Sevilla— .
Según Crowell, el libro contiene muchos datos autobiográficos, pero, en su
conjunto, es una m asa heterogénea de temas en que se mezclan ideas morales
y políticas, religiosas y filosóficas, de escasa originalidad y a veces ridiculas.
El título proviene .del plan general de la obra, que trata de las buenas y las
malas formas de gobierno, las relaciones entre el príncipe y los gobernados,
496 Historia de la literatura española
que realizan juntos los cuatro desde M adrid a Barcelona, y desde ésta a Ita
lia. Para entretener las jom adas hablan de sus vidas, refieren anécdotas, hacen
comentarios, exponen opiniones sobre el amor, las mujeres, la milicia, etc. P or
descontado, las m ás interesantes, sobre todo en el orden ideológico, son las
del Doctor, y en particular las que tratan de temas literarios ; habla sobre los
caracteres de la poesía y de la prosa, sobre las comedias de su tiempo —lo
que aprovecha para exponer sus ideas sobre la dram ática y atacar el teatro
de Lope— y alude de modo m ás o menos extenso a gran número de escritores
contemporáneos. E l libro, escrito en excelente y sobria prosa, constituye un rico
muestrario de ideas y un sugestivo cuadro de la vida y costumbres de su tiempo.
En· cierto m odo viene a completarlo su otra obra, Plaza universal de todas
ciencias y artes, parte traducida del toscano y parte compuesta por... (M a
drid, 1615), adaptación de la Piazza Universale de Tom ás Gazzoni, aumentada
con ideas y observaciones de Figueroa sobre su propio país. Se extiende en
consideraciones sobre m uchas industrias y artes, y a propósito de ellas pro
porciona curiosos detalles sobre formas de vida, profesiones, modas, y alude
también a m uchos hom bres notables de las artes y la literatura.
L a novela corta: Zayas, Céspedes, Lozano. Entre los cultivadores del re
lato breve — cuento, novela corta— ocupa, sobresaliente lugar en esta época la
escritora doña M aría de Zayas y Sotomayor. De su vida no se conoce apenas
nada. Nació en M adrid en 1590 de familia noble. Formando parte de la casa
del conde de Lemos, el padre de doña M aría acompañó a éste a su virreinato
de Nápoles, y allí pasó sus años juveniles la futura escritora. L a estancia en
Italia le permitió familiarizarse coñ la literatura —sobre todo la novelesca—
compatible con todo el desenfado que se quiera, y las nóvelas de doña M aría
han sido, en efecto, calificadas muchas veces de desenvueltas y hasta subidas
de color; abundan, sin duda, las situaciones libres y hasta escabrosas. Doña
Em ilia Pardo Bazán decía —sin escandalizarse, por supuesto— que estas n o
velas constituían “una picaresca de la aristocracia” 7S. Sí se escandalizaba, en
cambio, Pfandl, al calificar las novelas de Zayas de “historias libertinas”, que
“degeneran unas veces en lo terrible y perverso, otras en obscena liviandad” 76 ;
y Ticknor, cuando afirma de esa nóvela deliciosísima que se titula E l preve
nido engañado que “aunque escrita por una señora de la corte, es de lo más
verde e inmodesto que recuerdo haber leído nunca en semejantes libros”, y de
la que dice también Pfandl que “es una libertina enumeración de diversas
aventuras de am or” 17. Con m ucha mayor comprensión dice Amezúa que nun
ca doña M aría “descendió [en dichas novelas] al pormenor salaz, al rasgo lú
brico y obsceno” 78 ; y fray Pío Vives, al estam par en 1648 su aprobación para
la parte segunda, escribió estas palabras, que después de lo que precede re
sultan asombrosas : “antes en él veo un asilo donde puede acogerse la femenil
flaqueza más acosada de importunidades lisonjeras, y un espejo de lo que más
necesita el hombre para la buena dirección de sus acciones. Y, así, le juzgo
m uy provechoso y digno de comunicarse al mundo por la estam pa” 79.
Problema capital es el del carácter realista y costumbrista que quepa atri
buir a las novelas de doña M aría de Zayas. Como vimos, ella reclama insis
tentemente para sus relatos la condición de auténticos sucedidos. No obstante,
resalta el hecho de que la misma pasión con que dota a sus heroínas la lleva
a exacerbar los incidentes de sus novelas, que pecan con frecuencia de in
verosímiles y truculentas ; en sus páginas se alia un realismo crudo y natura
lista a veces y un talento descriptivo de prim er orden —de gran valor costum
brista— para captar detalles con tanta gracia como propiedad, con una fuerte
tendencia a franquear los límites de lo posible y aun de lo creíble. “E sta inten
sidad de color —escribe Amezúa— , su ímpetu pasional y arrebatado estiló, con
el empleo mismo de recursos que a veces rayan en lo inverosímil y fantástico,
nos llevan a pensar que doña M aría no es sólo una escritora realista, sino que,
anticipándose a su época, siente y delira como una auténtica romántica, pues
por románticos puros pueden tenerse el episodio del marido que fuerza a be
ber a su esposa en la calavera de su pretendido amante ; los desmayos profun
dos en que caen a menudo damas y galanes ; la pasión de ánimo que los pos
tra en el lecho por causa de amores infaustos, poniéndolos a punto de m orir;
los disfraces o trueques de vestidos entre hombres y mujeres ya dichos, rasgos
Sin la finura de doña M aría de Zayas y por muy diferentes caminos de exa
geración cultivó tam bién el relato de sabor romántico un personaje, novelesco
él mismo, Gonzalo de Céspedes y Meneses (15857-1638). Nació en M adrid y
martes, como decía para justificar su m ala estrella. Estuvo preso y a punto
de ser ajusticiado por un lance amoroso, sufrió varios procesos, fue encarce
lado nuevamente en M adrid, se le conmutó por destierro u n a pena de ocho
años en galeras a que había sido condenado en Granada, acabó siendo cro
nista real, murió en casa de un duque y fue enterrado en una iglesia. Publicó
una Historia apologética sobre los sucesos de Aragón en tom o a Antonio P é
rez, y el libro fue recogido ; escribió una Historia de Felipe I V y, escarmentado
al fin, trató de prodigar los elogios y ocuparse lo menos posible de las perso
nas, aunque la obra, en general, es bastante objetiva. Para nuestro objeto ofre
cen interés sus relatos. E n Historias peregrinas y ejemplares84 (Zaragoza,
1623) agrupó seis episodios históricos, sucedidos en otras tantas ciudades, lo
que le da ocasión para tratar del origen, condiciones y excelencias de cada
una de ellas con sugestivas pinceladas. E n el Poema trágico del español Ge
rardo y desengaño del amor lascivo-S5 (Madrid, 1615) mezcla aventuras fan
tásticas con sucesos de su propia vida, y, aun sabiéndola,tan extraordinaria,
la historia deja un sabor de acumulación folletinesca. Su asunto, lo retorcido
de la prosa, y sobre todo el gusto del autor por las descripciones macabras,
lágrimas, terrores, sombras y misterios, hacen del libro una característica m a
nifestación de la novela barroca y hasta, a trechos, de delirios románticos que
no hubieran rechazado los novelistas de esta escuela en el siglo xix. Américo
Castro advirtió en el libro de Céspedes cierto sentido lírico y pictórico del
paisaje, que señala como otro rasgo genuinamente barroco del autor; pero
puntualicemos que es bastante leve. L a Fortuna varia del soldado Pindaro
(Lisboa, 1626) acentúa todavía m ás la deleitación en asuntos macabros, histo-,
rías de aparecidos, fantasmas y sucesos impresionantes; lo costumbrista se
evapora, en su m ayor parte, para ceder el campo a la aventura M.
E n esta misma línea prerrom ántica debe colocarse tam bién al escritor de
Hellín, Cristóbal Lozano (1609-1667), doctor en Teología, que desempeñó diver
sos cargos eclesiásticos hasta morir en Toledo de capellán de los Reyes N ue
vos. Escribió varias obras de historia novelada. En su David perseguido cuenta
la historia de este rey tom ada de la Biblia, pero intercala muchas digresiones
y anécdotas de la historia de España, así como sucesos varios, de que los
poetas románticos del xix tom aron motivos con frecuencia; así, Zorrilla, que
extrajo el tem a de dos de sus leyendas : Dos amigos generosos y El talismán,
y de un drama, E l excomulgado. En Reyes Nuevos de Toledo recoge asimismo
diversas leyendas españolas. M ayor interés ofrece el libro Soledades de la vida
y desengaños del mundo, colección de novelas cortas que escribe el autor con
propósitos moralizadores. A quí aparece la leyenda de Lisardo el estudiante,
que presencia su propio entierro: tema recogido por Espronceda en E l estu
diante de Salamanca y por Zorrilla en El capitán M ontoya ; la novela, contada
en la “.soledad” tercera, con el ajusticiamiento y entierro simulados pasó al
dram a de García Gutiérrez E l tesorero del rey. El carácter prerromántico de
estos relatos queda de manifiesto en la índole de sus asuntos, en el gusto por
lo macabro y en el sentido de desilusión y hastío ante la v id a 87.
GÓNGORA Y L A L ÍR IC A BARRO CA
L A L ÍR IC A N O GONGORINA
L A P O L É M IC A SO B R E G Ó N G O R A
debe advertirse que Menéndez y Pelayo, tan abierto a todas las estéticas, sen
tía en el campo de la lírica una preferencia profunda, arraigada en gustos y
convicciones muy íntimas, por la serena armonía de los clásicos, y nada podía
darse más distante de aquélla que el frenesí barroco de la poesía gongorina.
Góngora siguió, pues, siendo el poeta descalificado, autor de caprichosas e
indescifrables vaciedades.
L a tardía reivindicación se inició al cabo con los poetas simbolistas fran
ceses ; Paul Verlaine, que apenas sabía español y, a buen seguro, no compren
dió el alcance de la obra de Góngora, de la que sólo debió de conocer algunos
fragmentos, despertó el interés de su generación y Rubén Darío lo absorbió y
lo extendió a España. Con Verlaine compartía también su admiración por
Góngora —una admiración igualmente vaga y desprovista de sólidas raíces—·
otro poeta simbolista, Jean M oréas, que, según cuenta R ubén Darío, tenía la
costumbre de saludar a éste gritándole: “ ¡Viva don Luis de Góngora y A r
gote!”. A unque el impulso era, evidentemente, pueril, y tan superficial como
esnobista, los efectos fueron incalculables. Rubén Darío testimonió su home
naje a Góngora mediante los tres sonetos de su Trébol, incluidos en Cantos
de vida y esperanza, y que también acreditan la escasa profundidad de su gon-
gorismo. Pero, a pesar de todo, el hecho cierto es que en los medios literarios
españoles m ás sensibles a las nuevas inquietudes despertó la atención por el
poeta cordobés. Lo entendieran o no debidamente, para los simbolistas fran
ceses y modernistas españoles Góngora poseía la seducción del artista hermé
tico, raro, incomprensible, rechazado púr la crítica académica y oficial; era
un nuevo aliado poderoso en su ofensiva contra el realismo y en su propósito
de crear una poesía exquisita, aristocrática, de esforzada perfección, que sus
tituyera el mundo de las cosas por otro de representacionesi.
1 Cfr.: D ám aso A lon so, “G óngora y la literatura contem poránea”, en E stu dios y
ensayos gongorinos, 2.a ed., M adrid, 1960, págs, 540-588 (exposición fundam ental sobre
el proceso de la polém ica gongorina desde el siglo xvm , y sobre todo de la “vuelta a
G óngora”). D e l m ism o, “G óngora entre sus dos centenarios (1927-1961)”, en Cuatro p o e
tas españoles, M adrid, 1962, págs. 47-77. G uillermo de Torre, “G óngora entre dos cente
narios: 1927-1961”,· en L a difícil universalidad española, Madrid, 1965, págs. 76-109 (útil
resumen del problema). M . M enéndez y P elayo, H istoria de las ideas estéticas en España,
edición nacional, vol. II, 2.a ed., Santander, 1940, págs. 324 y ss. H . Petriconi, “G óngora
und D arío”, en D ie m u eren Sprachen, junio, 1927, págs. 261-272. G ino L. R izzo, “II ba-
rocco del G óngora nella crítica de M enéndez. y P elayo e di Benedetto Croce”, en Italica,
Chicago, 1957. Y . S. H ernández-Vista, “M enéndez P elayo ante la poesía de G óngora”,
en R evista de L iteratura, X IV , 1958, págs. 44-59. R, F oulch é-D elbosc, “Bibliographie de
G óngora”, en R evu e H ispanique, X V III, 1908, págs. 73-162. Lucien-Paul Thom as, “À
propos de la bibliographie de G óngora”, en Bulletin H ispanique, II, 1909, págs. 324-327.
A lfon so R eyes y M artín Luis G uzm án, “Contribuciones a la bibliografía de G óngora”,
en R evista de Filología Española, 3, 1916. E. D ie z Cañedo, M artín Luis G uzm án y A l
fonso R eyes, “Contribuciones a la bibliografía de G óngora”, en R e vista de Filología
Española, 4, 1917 (ambos trabajos reproducidos por A lfon so R eyes, en C uestiones gongo-
rinas, Madrid, 1927, págs. 90-132). Juan e Isabel M illé y G im énez, “Bibliografía gongo
rina”, en R evu e H ispanique, L X X X I, 2.a parte, 1933, págs. 130-176.
Góngora y la lírica en el siglo X V I I 507
nero de duda, los más rigurosos y profundos estudios sobre la lírica del gran
poeta cordobés5.
L a generación de escritores, poetas en su mayoría, que surge precisamente
en la fecha del centenario gongorino, fue atraída hacia el autor de las Soleda
des por causas muy diversas, pero que pueden sintetizarse en dos: el gusto
por un arte deshumanizado y antirrealista, y un exigente anhelo de intensa
perfección formal, de maestría técnica, de intenciones limpiamente estéticas,
en todo lo cual la obra de Góngora podía ejercer el más alto magisterio. El in
flujo directo sobre todo el grupo de escritores que aportó en aquellas circuns
tancias su fervor gongorino, puede afirmarse, sin embargo, que apenas si exis
tió ; lo que de Góngora recibieron no les vino por vía de imitación, sino de
estímulo y ejemplo, de donde fue posible la diversidad de rutas y personali
dades que se acogió bajo el signo de aquella poesía resucitada. Bien pronto
sobrevino incluso la reacción, traída por un deseo de temas más inmediatos
y reales y una m ayor sinceridad poética y humana. L a exposición de tales
movimientos literarios no es de este lugar y debe quedar diferida para su m o
mento oportuno. A hora nos interesaba solamente destacar de qué manera la
poesía de Góngora, proscrita durante tanto tiempo, blanco de cerradas incom
prensiones, se incorpora definitivamente a la literatura española como un alto
valor indiscutible6.
E L C A M IN O H A C IA GÓNGORA
LA ESCUELA ANTEQUERANO-GRANADINA
E n sus dos estudios sobre Luis Barahona de Soto y Pedro Espinosa, R odrí
guez M arín 7 destaca la gran importancia artístico-literaria que en la segunda
m itad del siglo xvi y primeros años del xvii alcanza la ciudad de Antequera,
nas o fluviales, etc. ; no trajeron, en cambio, una intensa voz personal : y ahí
se quedan, excelentes poetas de segundo orden” 9.
Estos juicios nos orientan suficientemente sobre la peculiar significación
del grupo antequerano-granadino : en sus manos, el mundo poético de H e
rrera atenúa su magnificencia y suntuosidad, y adquiere u n tono de refina
miento y delicadeza, un lujo de detalles suntuarios de tono menor, un gusto
ornamental, que conducen al barroquismo por el camino de la exquisitez de
corativa elegante y suave.
E l prim er momento de este paso del herrerismo al gongorismo lo representa
el poeta P e d r o E s p i n o s a (1578-1650), nacido muy probablemente en Anteque
ra, y su famosa antología titulada Flores de poetas ilustres10. Espinosa hizo es
tudios superiores en alguna Universidad. Enamorado de la poetisa doña Cristo-
balina Fernández de Alarcón, llam ada la “m usa de Antequera” , sufrió un gran
desengaño amoroso cuando aquélla, viuda de su prim er m arido, contrajo nue
vo matrimonio con u n rival. Esto le movió a retirarse a la vida de religión;
desde entonces adoptó el nom bre de Pedro de Jesús, con el que firmó todos
sus escritos. M ás tarde entró como capellán al servicio del conde de Niebla.
Según cuenta Rodríguez Marín, Espinosa había pretendido en u n principio
escribir una colección poética original en honor de doña Cristobalina. Como
el grupo de sus composiciones resultó escaso, pensó en utilizarlas como núcleo
de una colección de diversos poetas ; y así nació la idea de la antología. É sta
había de constar tan sólo de poetas de su tierra andaluza, pero algunos amigos
le aconsejaron que se extendiera a otros poetas y regiones. P ara procurarse el
m aterial de su libro, Espinosa realizó prolongados viajes y trabó amistad con
numerosos escritores. Acogió en las páginas de sus Flores a los m ás im por
tantes poetas de su tiempo (algunos ya muertos, como fray Luis de León, Ca-
moens y Barahona de Soto) ; cabe señalar la ausencia de algún poeta im por
tante y la inclusión de .algunos que la posteridad h a rechazado. Pero, en con
junto, las Flores de poetas ilustres es un trabajo admirable para su tiempo, y
aun para h oy; en opinión de Gallardo “constituye el mejor tesoro de poesía
que tenemos”, equivalente, para la E dad de Oro, a lo que fueron los Cancio
neros en el siglo xv. Como, al cabo, Espinosa dio amplia acogida a los poetas
de su tierra, las Flores representan, a la vez, el mejor índice de la poesía an-
tequerano-granadina. L a obra, publicada en Valladolid en 1605, constaba de
doscientas veintiocho composiciones, de las cuales diecinueve eran del propio
antologo.
Como poeta Espinosa es un lírico exquisito y elegante, de gran sensibilidad
para captar los más finos matices de lo amoroso y descriptivo, según los ras
gos del grupo literario a que estaba vinculado. Se siente atraído por el color,
por las imágenes grillantes, por la expresión lujosa de acento muy andaluz.
11 O bras de Pedro Espinosa, ed. fle F . Rodríguez M arín, segunda parte del E stu d io ...
cit., M adrid, 1909. P salm o d e pen iten cia ..., edición de F . R odríguez M arín, M adrid, 1909.
Soledad de P edro d e Jesús, edición de J. A . M uñoz Rojas y A lfon so Corrales, M álaga,
1950. Cfr.: P edro d e Jesús, N oticia, antología y bibliografía por José M .° de C ossío, en
C ru z y R aya, 1932, núm . 7, págs. 103-129.
12 Edición, en B oletín d e la A cadem ia de la H istoria, L X X X II, 1923.
13 E l bosqu e d e d o ñ a A n a ..., edición a costa del duque de T ’Serclaes, Sevilla, 1887.
C fr.: Pedro Henríquez-Ureña, “N otas sobre Pedro Espinosa”, en R e vista d e F ilología
Española, IV , 1917, págs. 289-292. J. P . Wickersham Crawford, “The notes adscribed to
G allardo on the sources o f Espinosa’s F lores d e p oetas ilustres”, en M o d e m Language
N otes, X L IV , 1929, págs. 101-103. Eunice J. G ates, “G óngora and Pedro Espinosa”, en
P hilological Q uarterly, X II, 1933, págs. 350-359. José M .a de C ossío, “U n ejem plo de
vitalidad poética. La F abula d e l G enil de Pedro Espinosa”, en C ru z y R aya, 1935, nú
m ero 33, págs. 43-66. E m ilio O rozco D íaz, “U n a pluma pincel. Sobre la poesía de Pedro
de Espinosa”, en T em as d e l B arroco, Granada, 1947, págs. 111-117. E. A llison Peers,
“The religious verse o f Pedro Espinosa”, en B oletín d e l In stitu to C aro y C uervo, Bogotá,
V , 1949, págs. 293-300. F . Requena, P edro Espinosa, p o e ta antequerano, Antequera, 1950.
J. Sanz y D íaz, “Espinosa y el grupo de Loja”, en Q uaderni Ibero-A m ericani, Turin, II,
1951. Francisco L ópez Estrada, “N u eva lu z sobre la poesía antequerana”, en A rch ivo
H ispalense, 1953. Audrey Lum sden, “Transitional poetic style in Pedro de Espinosa”, en
Bulletin o f H ispanic Studies¿ X X X ,' 1953, págs. 65-75. H om enaje a P edro Espinosa, U n i
versidad de Sevilla, con estudios de L ópez Estrada, M uñoz Rojas, Lumsden y R . M oli
na, Sevilla, 1953. Ferm ín Requena y José M." de C ossío, “L a F ábula d e l G enil de Pedro
Espinosa”, en Iliberis, Granada, III, 1954, págs. 62-74. A . F . Frías, “E n el centenario de
G óngora. Poetas cultistas: Pedro de Espinosa”, en R evista N acional d e Cultura, Caracas,
1961, núm. 49, págs. 205-227. Arthur Terry, “Pedro de Espinosa and the Praise o f Crea~
tíon”, en Bulletin o f H ispanic Studies, X X X V III, 1961, págs. 127-144.
Góngora y la lírica en el siglo X V I I 513
parte en 1611, pero no encontró editor y la obra permaneció inédita hasta que
Quirós y Rodríguez M arín la publicaron junto con las Flores de Espinosa. Cal
derón recoge tam bién composiciones de muchos poetas famosos junto a las de
otros hoy olvidados o apenas conocidos.
U na tercera colección fue preparada algunos años m ás tarde por Otro ante
querano, don Ignacio de Toledo y Godoy. También esta antología h a perma
necido inédita hasta que en nuestros días Dámaso Alonso y Rafael Ferreres
la han publicado con el título de Cancionero A ntequerano14,
E n buena medida, las dos colecciones precedentes se completan con esta
tercera, para dejar trazada la trayectoria de nuestra lírica en u n período cru
cial. H e aquí cómo Dámaso Alonso concreta la relación existente entre los
tres momentos y las tres antologías que los reflejan : “Tiene nuestro Cancio
nero bastantes puntos de contacto con las Flores de Espinosa y con las Flores
de Calderón. Todas son colecciones andaluzas, con u n a visión de la poesía
española desde Andalucía, y con predominante participación de la escuela ante-
querana. E s interesante la consideración de los tiem pos: Flores de Espinosa,
1605; Flores de Calderón, 1611; Cancionero de Toledo y Godoy, 1627-1628.
E n nuestro Cancionero están ya patentes los influjos del gongorismo, así como
las Flores de Espinosa representan el gusto de hacia 1600 y las de Calderón
las búsquedas expresivas de hacia 1610. E l interés comparativo de estas tres
antologías reside en que tienen perspectivas semejantes y representan tres esca
lones bien diferenciados en los avances del siglo xvn” 15.
14 Citado en la nota 8.
15 Cancionero A ntequerano, cit., pág, X X V .
16 L ib ro d e la erudición poética d e D o n L u is C arrillo y Sotom ayor, edición de M a
nuel Cardenal Iracheta, C. S. I. C., M adrid, 1946, págs. V II-VIII.
514 Historia de la literatura española
y Puerto de Santa M aría: las de aquélla debieron de facilitar su trato coa los
literatos murcianos del círculo de Cascales ; y las del Puerto, con el conde de
Niebla, capitán general de la costa de Andalucía y de las galeras del Océano,
a quien dedicó varias de sus composiciones. Tuvo amistad con otros varios es
critores famosos, según se colige dé los elogios recogidos en la edición postum a
de sus obras, pero ninguno tan notable como Quevedo, que contribuyó con un
epitafio latino y u na hermosa canción. E n el Puerto de Santa M aría conoció
Carrillo a Suárez de Figueroa, que, muerto ya don Luis, le dedicó un caluroso
elogio en E l Pasagero, ponderando sus cualidades como poeta y las virtudes
humanas que le adornaban, por las que era, dice, “amado de todos ternísima-
mente*” 17. M urió Carrillo en el Puerto de Santa M aría en enero de 1610, cuan
do sólo contaba veintisiete años de edad, y ya “dos años antes que muriese
—según dice su hermano don Alonso en la presentación de' sus obras—, todo
ocupado en maziza virtud de santidad, n i aun se daba a estos exercicios de
ingenio” 1S.
M uerto en tan tem prana edad, no pudo Carrillo dejar una obra lograda, y
aun las mismas composiciones que se conservan hubieran exigido la últim a
mano del autor, según ya advirtió Suárez de Figueroa. “Así y todo ■ —dice
Dámaso Alonso— hay en ella una pasión dulce, un anhelo, u n a vibración de
voz, que reveían con signos infalibles eso tan raro : un poeta auténtico. Y si
la muerte no hubiera arrebatado su delicada finísima mocedad, hubiera sido
uno de los mayores de nuestra lengua” 19.
Don Alonso, que sentía por su hermano veneración profunda, recogió todos
los escritos que pudo hallar de don Luis, y los dio a la im prenta; así salió
a luz en M adrid, en agosto de 1611, la prim era edición bajo el título de Obras
de Don L u is Carrillo y Sotomayor. M as don Alonso apenas hizo sino reunir
los “borradores” y “no pudo, como persona ocupada, atender a la im prenta”,
por lo que la edición resultó tan descuidada y llena de errores que dos años
m ás tarde la familia costeó una segunda impresión, con mejores originales y
cuidados, que remediaba en buena parte, aunque tampoco demasiado, las defi
ciencias de la primera. E n nuestros días Dámaso Alonso h a cuidado la bella
edición, citada, de las poesías completas de Carrillo. Comprenden éstas una
veintena de romances y composiciones en redondillas, cincuenta sonetos, dieci
séis canciones, dos églogas, la Fábula de A cis y Galatea, y unas glosas o co
mentarios al R em edio del Am or, de Ovidio, que el propio Carrillo .había tra
ducido.
L a obra del cuatralbo, olvidada durante siglos casi por entero, h a cobrado
el m ayor interés al producirse en nuestros días la “vuelta a Góngora”, y jus
tam ente p o r las posibles relaciones que pueden establecerse entre ambos escri
tores. Carrillo está inequívocamente en la línea del cultismo, aunque, en rigor,
no tanto p or los rasgos fórmale^ de su poesía como por “su espíritu de selec
ción y su apartamiento de lo yulgar”. D e hecho, la obra poética de Carrillo se
mueve entre la “m ayor facilidad y la m áxim a complicación”, entre las sueltas
redondillas y la fácil exuberancia al modo de Lope, los graciosos romances y
la desnuda sencillez tradicional de u n lado, y las composiciones impregnadas
de erudición grecolatina, brillantes, suntuosas y complicadas de otro.
Carrillo tenía, como pocos, plena conciencia de los problem as de su arte,
y p or eso no sólo los llevó al estudio teórico de su L ibro de erudición poética,
sino a sus propios versos; Dámaso Alonso nos invita a leer el bello romance
que comienza “Coronaban bellas rosas” —prim ero de la colección—, y vamos
a obedecerle. Venus se le aparece al autor y le da consejos sobre el tono poé
tico que debe emplear con sus am adas:
i
GÓNGORA
S U VIDA30
teca. Su m adre se llam aba doña Leonor de Góngora y, como su esposo, per
tenecía a ilustre familia cordobesa. E l escritor prefirió anteponer el apellido de
su m adre, quizá por más sonoro, y así vino a llamarse Luis de Góngora y A r
gote. M uy poco se conoce de su niñez y primeros estudios. A los quince años
fue enviado a estudiar a Salamanca,. U n hermano de su madre, don Francis
co de Góngora, racionero de la catedral de Córdoba, para ayudar en los es
tudios del muchacho le cedió los beneficios eclesiásticos que tenía en diversos
pueblos, y Góngora recibió, para poderlos disfrutar, las órdenes menores. Se
matriculó de Cánones en Salamanca en 1576 y siguió hasta el curso 79-80,
pero no consta que obtuviese título alguno. Debió de estudiar muy poco, pero
en aquellos años estudiantiles cuajó su vocación de poeta. D e 1580 —tenía
diecinueve años— . son sus primeras composiciones conocidas, y a dicha fecha
pertenecen tam bién sus prim eros versos impresos: u n a canción, toda en es
drújulos, que figura al frente de la traducción castellana de Os Lusíadas, hecha
por L uis de Tapia. L a fam a de Góngora como poeta debió de cundir rápida
m ente: en 1584 Ju an R ufo colocaba al frente de sii Austríada un soneto de
Góngora, y al año siguiente Cervantes hacía de él un gran elogio en el Canto
de Calíope incluido en L a Galatea.
Prosiguiendo en su protección, su tío don Francisco renunció en el joven
poeta su cargo de racionero, y Góngora recibió las órdenes mayores. No debía
de ser m uy celoso en el cumplimiento de sus deberes eclesiásticos, porque el
nuevo obispo llegado a Córdoba en 1587 le amonesta por su falta de asisten
cia al coro, y cuando acude — añade— “anda de acá para allá saliendo con
frecuencia de su silla” y habla m ucho durante los oficios ; en cambio, se le ve
con frecuencia en espectáculos profanos —toros, comedias— y en tertulias de
maldicientes, “vive como m uy mozo”, trata en cosas ligeras y escribe coplas
profanas. Góngora se defendió con mezcla de gracia y desenfado, diciendo que
en el coro no podía hablar mucho porque estaba entre un sordo y uno que
n o dejaba de cantar; y que no siendo viejo, no podía vivir sino como m ozo;
que a los toros n o había ido sino unas pocas veces; y que si en sus coplas
31 L os cargos del obispo así com o la respuesta escrita de G óngora pueden verse en
la s O bras com p leta s de G óngora, edicipn M illé (luego, citada), apéndice II, págs. 1.207-
1.209.
32 E dición M illé, pág. 148.
Góngora y la lírica en él siglo X V I I 521
33 D ám aso A lon so, G ón gora y e l ‘P o l i f e m o 3.® ed., M adrid, 1960, pág. 48. A juicio
de C am ón Aznar, el retrato de G óngora que se conserva en el m useo de B oston “n o
puede sostenerse que es obra de V elázquez” (G ón gora en la teoría d e los estilos, M a
drid, 1962, pág. 21); pero el detalle, aun en el caso de ser cierto, nada im porta para
la interpretación hum ana del poeta, que hem os transcrito. C fr.: E. R om ero de Torres,
“L os retratos de G óngora”, en B oletín d e la R e a l A cadem ia d e Ciencias, B ellas L etras y
N o b le s A rle s d e C órdoba, V I, 1927, págs. 17-32.
34 Jorge G uillén, “Lenguaje prosaico. G óngora”, en Lenguaje y poesía, M adrid, 1962,
págs. 85-87.
522 Historia de la literatura española
importancia literaria, L ope dé Vega y Quevedo. Con cada uno de ellos corrió
suerte distinta. Lope adm iraba a Góngora y dedicóle elogios en varias ocasiones ;
Góngora, en cambio, despreciaba profundamente a Lope y nunca perdió oca
sión de zaherirle, aprovechando incluso todos los motivos personales: las to
rres de su escudo, los am ores con M arta de Nevares, etc. Cuando Lope, pi
cado al fin p o r la insistencia de su rival, se decidía a contestarle, no atacaba
en realidad a Góngora, sino a sus malos imitadores, y cuando alguna vez apun
taba a él directamente, parecía tirar sin demasiada convicción, o escondiendo
la m ano, sin la desnuda agresividad de su enem igo3S. E n conjunto, puede de
cirse que en sus guerrillas contra Lope, Góngora dominó a su rival.
N o fue lo mismo con Quevedo ; la antipatía que éste, y Góngora se tenían
era profunda, personal, mucho m ás que nacida de causas literarias, aunque
tam bién pudiesen sumarse éstas. Ambos, tenían un temperamento agresivo y
retorcido, presto p a ra toda m ordacidad y hasta p ara el insulto, y ambos ejer
citaron su portentosa disposición en este menester —sin perdonar obscenida
des— p ara ofenderse implacablemente aún en los m ás personales aspectos,
incluso cuando podían dar origen a peligrosas suspicacias; así, aquel soneto
famoso en que Quevedo alude, a la supuesta ascendencia judía de Góngora:
I A OBRA LITERARIA
Góngora m urió sin haber llevado a cabo la edición de sus poesías, proyecto
que acariciaba en sus años últimos. Sus composiciones andaban manuscritas
de mano en mano, con frecuencia en form a m uy incorrecta y mezcladas con
otras que se le atribuían indebidamente. T an sólo unas pocas habían sido im
presas en colecciones : doce romances en la Flor de romances nuevos de Pedro
de Moncayo (Huesca, 1589), y varios sonetos y canciones — 37 composiciones
en total— en las Flores de poetas ilustres de Pedro Espinosa, aparecidas, como
sabemos, en 1605. A la m uerte de Góngora sus poesías fueron publicadas
inmediatamente por López de Vicuña (1627), y luego por Pellicer (1630), H o
ces (1633) y Salcedo Coronel (1644-1648), todos en M adrid. Pero la falta de
buenas ediciones se dejó sentir, dificultando no poco los estudios sobre el
poeta, hasta que en 1921 publicó la suya Foulché-Delbosc, basada en el lla
m ado “manuscrito Chacón” 39. D on Antonio Chacón, señor de Polvoranca,
gran amigo de Góngora, había reunido todas las poesías de éste en un m anus
crito, para regalárselo al conde-duque, precisando la fecha de cada composi
ción, para lo cual — según declara el colector— consultó con el propio poeta.
L a afirmación debe de ser cierta, puesto que la cronología del m anuscrito es,
en general, exacta o muy aproximada. Foulché, que intentó rectificarla, sólo
la pudo corregir en veintiocho composiciones, catorce de ellas — suma insiga
niñeante, dada la cantidad total— con error de menos de un año; L a autoridad
del “manuscrito Chacón” parece, pues, indiscutible, tanto en la datación como
38 Idem , id.
39 O bras poéticas d e D . L u is d e Góngora, 3 vols., H ispanic Society o f Am erica,
N u eva Y ork, 1921. V éase del m ism o, “Poésies attribuées à G óngora”, en R evu e H ispa
nique, X IV , 1906. Cfr.: A lfon so R eyes, “Los textos de G óngora (corrupción y altera
ciones)”, en B oletín d e la R e a l A cadem ia Española, III, 1916, págs. 257-271 y 510-525,
H om ero Serfs, “Las ediciones de G óngora de 1633”, en R e vista de F ilología Española,
X IV , 1927, págs. 438-442. I. Aguilera y Santiago, “U nas poesías inéditas en un códice
gongoririo”, en B oletín de la-B iblioteca M en én dez y P elayo, X , 1929, págs. 132-149. J. M illé
y G im énez, “U n im portante manuscrito gongorino”, en R e vista de F ilología Española,
X X , 1933, págs. 363-389. José M anuel Blecua, “U n nuevo códice' gongorino”, en Castilla,
Valladolid, 1941-1943, págs. '5-55. L u is de G óngora. O bras en V erso. E dición de V icuña
d e 1627,, edición facsím il con estudio preliminar de D ám aso A lon so, M adrid, 1963. Joa
quín de Entrambasaguas, Un m isterio desvelado en la bibliografía de G óngora, M adrid,
1962.
Góngora y la lírica en el siglo X V I I 525
eu la pureza del texto. Basándose en la edición Foulché, don Juan y doña Isa
bel Millé y Giménez han preparado una edición que pone las obras de Góngora
a l alcance del gran público40 ; figuran en ella,, junto al. texto Chacón, otras
setenta y siete composiciones que Foulché-Delbosc consideró asimismo como
auténticas, más otras veintidós añadidas por los Millé. Con estos dos últimos
grupos han formado el de las que califican de atribuibles. En dicha forma, las
obras completas de Góngora constan de: 94 romances auténticos y 18 atribui
bles ; 121 “letrillas y otras composiciones de arte menor” auténticas y 26 atri
buibles ; 167 sonetos auténticos y 53 atribuibles ; 33 composiciones diversas de
arte mayor, auténticas41 ; 3 largos poemas : la Fábula de Polifemo y Galatea,
las Soledades y el Panegírico al duque de Lerm a ; dos obras dramáticas : Las
firmezas de Isabela y E l doctor Carlino ; y 124 cartas42: tres de la época de
Córdoba, y las restantes escritas desde Madrid.
43 Cfr.: Lucien P aul Thom as, G ón gora e t le gongorism e considérés dans leurs rap'
p o rts avec le m arinism e, Paris, 1911 (el autor rechaza la hipótesis del influjo de M arino).
44 C fr.: Justo G arcía Soriano, “D . Luis Carrillo y Sotom ayor y los orígenes del
culteranism o”, cit, y el libro de Thom as citado en la nota anterior.
45 L e lyrism e et la préciosité cultistes en Espagne, Paris, 1909. L a posición definitiva
del gran hispanista belga, respecto de todos lo s problem as gongorinos, debe buscarse,
sin embargo, en su libro D o n L uis d e G ón gora y A rgote, introduction, traduction et
notes, Paris, 1931.
46 D ám aso A lon so, L a lengua p o ética d e G ón gora (Parte prim era), anejo X X de la
R e vista d e F ilología Española, M adrid, 1935.
47 L a lengua p o é tic a ..., cit., págs. 15-16.
Góngora y la lírica en el siglo X V I I 527
mación de noble poeta, que fuese fácil a todos y no tuviese encubierta mu-:
cha erudición, y si es alabado en los poetas latinos el uso y artificio de las
figuras, tam bién será en los nuestros, y acertado declararlas en éstos como en
aquéllos ; y si la novedad de ellas causare extrañeza en el lenguaje español, el
trato las hará domésticas y parecerán propias como son; y quien tuviere in
genio tan torpe que no conociere su belleza, tampoco sabrá conocer y estimar
lo que vale Garcilaso” ·60; o los conceptos expuestos por Carrillo de Sotoma
yor en su Libro de la erudición poética61.
Insistimos en estas ideas, ya anteriormente expuestas, para puntualizar el
hecho de que Góngora nace a la literatura en plena atmósfera culta, cuando
los gustos literarios avanzaban en el sentido de una intensificación creciente
del cultismo, dentro del cual, , y a lo largo de su vida, irá desarrollando los
rasgos que acumula al fin en el Polifemo y las Soledades. “El gongorismo es,
pues, una manifestación particular del cultismo literario prevalente y creciente
en España (y en Italia y en gran parte de Europa) en el siglo xvi y en el xvn”.
Góngora, en consecuencia, no es en manera alguna un fenómeno extraño que
se produzca en la literatura de su época como una excrecencia caprichosa, sin
sólidas razones y profundas raíces, sino como coronación de todo un proceso.
P or esto mismo, la “m ateria poética” digamos, con que Góngora forja sus
propios versos, no difiere en absoluto de la utilizada p o r los otros poetas que
forman la cadena hasta él; con ningún elemento sustancialmente nuevo vamos
a encontramos. Su personalidad está hecha de sumas, de acumulación, de in
tensificación, llevadas hasta la últim a sutileza: “poesía límite”, otra vez.
70 La lengua poética..., cit., págs. 133-134. Cfr.: G abriel Pradal-Rodríguez, “Im plica
ciones form ales de la frase larga en la poesía gongorina”, en Revista Hispánica Moderna,
X III, 1947, págs. 23-29.
Citado por D ám aso A lonso, en ídem, id., págs. 135-136 (nota al pie, núm. 1).
Góngora y la lírica en el siglo X V I I 535
75 íd em , íd., pág. 81. C fr.: C. M arcilly, “G óngora, poète de l ’espace et du tem ps”, en
Bulletin de la Faculté de Lettres de Strasbourg, X X IX , 1951, págs. 236-247.
76 íd em , íd., pág. 73.
77 Idem , id., págs. 73-74.
78 Góngora y el ‘Polifemo’, ed. cit., págs. 152-153,
Góngora y la lírica en el siglo X V I I 537
por otras palabras que la sugieran, pero palabras convertidas ya en puro ele
mento poético, dotado de especiales calidades estéticas ; y adviértase bien que
decimos sustituir, puesto que no se trata de sólo adornar las formas reales
con m era hojarasca decorativa. Jorge Guillén ha precisado cuál es el verda
dero papel que esta sustancia poética desempeña en la creación gongorina:
“Imágenes y metáforas, como si fuesen el propio lenguaje de la poesía, no
son ornatos sino la m ateria poemática, su mármol. No creamos decorativos los
elementos en realidad constructivos” 79. Semejante sustitución se verifica de
m anera completa en la metáfora especialmente y en todas las otras figuras
retóricas a que acabamos de aludir. Pero Góngora se sirve además de sustitu
ciones incompletas, que conservan en cierta medida la noción real, pero elu
den de todos modos la palabra correspondiente. Este procedimiento es la p e
rífrasis, que en Góngora conoce dos formas principales: una, que puede cali
ficarse de “eufemismo”, trata simplemente de esquivar u n a palabra —o el
objeto por ella significado— , que considera vulgar. Otras veces, la palabra, o
el objeto, podía ser poético de por sí, pero el escritor desea comunicarle una
especial plasticidad, un relieve o color que la palabra no posee en sí misma ;
el rodeo tiene entonces el valor de un procedimiento intensificativo, en el cual
a su vez, la imaginación puede colmar uno de los m ás genuinos goces estéticos,
que es el deleitarse en las bellas incidencias del circunloquio o en la misma
identificación del objeto propuesto.
Dicho se está —y ya quedó puntualizado— que todos estos recursos son del
dominio común de la poesía renacentista. Lo que representa el arte de Góngora
puede resumirse en dos puntos: 1.°, la potencia creadora personal, capaz de
encontrar nuevos matices, inéditas irisaciones a las fórmulas poéticas más gas
tad as; 2.°, aunque Góngora sigue la general com ente renacentista de m ostrar
una naturaleza estéticamente deformada, condensada en las más extremas esti
lizaciones, lo notable de lo llevado a cabo por Góngora consiste “en lo radical
y egregio de la deformación misma”, en el esfuerzo “rabiosamente anhelante
de superar perfecciones”. P or esto, según ha puntualizado insistentemente D á
maso Alonso, “ Góngora es el último término de una poética : resume y acaba ;
no principia” ^ Góngora está al cabo, como intensificación, como condensa
ción hiperbólicamente recargada de todos los elementos resucitados por la tra
dición clásica81,
79 “Lenguaje prosaico. G óngora”, cit., pág. 69. C fr.: Eunice Joiner G ates, The M eta
ph ors o f L uis de G óngora, Philadelphia, 1933. Carlos Alberto Pérez, “Juegos de palabras
y form as de engaño en la poesía de don Luis de G óngora”, en H ispanófila, núm. 20,
enero, 1964, págs. 5-47 y núm . 21, m ayo, 1964, págs. 41-72.
80 “Claridad y b elleza ...”, cit., pág. 72.
81 “Los gongoristas — dice G uillén— han dilucidado m uy bien la situación de G ó n
gora. E l poeta debe som eterse a u n canon y continuar un estilo. G óngora hace suyo ese
estilo agravando su m agia y acumulando sus primores. Pero ninguna m alicia de com po
sición despunta com o un estreno en el poem a gongorino. T odo tiene sus lejanos o próxi
m os antecedentes griegos, latinos, italianos, españoles. G óngora no es alba sino ocaso,
538 Historia de' la literatura española
102 G óngora y el *P olifem o ’, ed. cit., pág. 97. Cfr.: E. M . W ilson, “E l texto de la
F ábula d e P íram o y T isbe de G óngora”, en R evista d e F ilología Española, X X II, 1935,
págs. 291-298. A . Terry, “A n Interpretation o f G óngora’s F ábula d e P íram o”, en Bulletin
o f H ispanic Studies, IV , 1956, págs. 202-217. A . G alaz Vivar, “A nálisis estilístico de la
F ábula d e P íram o y T isbe de don Luis de G óngora y A rgote”, en M em oria de los Egre
sados, Santiago de Chile, II, 1958, vol. I, págs. 241-332. R. Jammes, “N o tes sur la F á
bula d e P íram o y T isbe de G óngora”, en L es Langues N éo-Latines, París, LV, 1961, pá
ginas 1-47. A . Rum eau, P íram o y Tisbe, con los com entarios de Salazar M ardones y Pelli-
cer, extractados y presentados p o r ..., París, 1961. F. Lázaro Carreter, “Situación de la
F ábula de P íram o y Tisbe", en N u ev a R evista de F ilología Hispánica, X V , 1961, pá
ginas 463-482. P. W aley, “E nfoque y m edios hum orísticos de la F abula de P íram o y
T isbe”, en R evista de F ilología Española, X LIV , 1961, págs. 385-398. D . Testa, “K inds
o f Obscurity in G óngora’s F ábula de P yram o y T isbe” , en M odern Language N otes,
L X X IX , 1964, págs. 153-168.
Góngora y la lírica en el siglo X V I I 545
Con especialísimo acierto cultivó Góngora un género de romances que go
zó en su tiempo de singular fortuna, hasta convertirse en uno de los m ás soco
rridos tópicos poéticos, pero en el que Góngora dejó joyas muy bellas de refi
nada perfección: los romances moriscos. “Son romances cultos — dice D á
maso Alonso— y aun, en momentos, muy cultos; la tradición del género h a
pesado, sin embargo, en Góngora; son sus obras más diáfanas: romances
que tienen mucho del encanto del género y mucho del arte, tan pictórico, del
poeta” 103. Son famosísimos entre los de este grupo “Entre los sueltos caba
llos...”, “Servía en O rán al rey...”,. “A m arrado al duro banco...” ; en plano
inferior, aunque son también muy bellos, deben mencionarse “Aquel rayo de
la guerra...”, “Famosos son en las armas — los moros de C anastel...” , “Según
vuelan por las aguas — tres galeotas de A rgel...” y “Por las faldas del Atlan
te ...”, acabado en delicadas coplas cantadas, a las que el romance descriptivo
parece servir de mero pretexto introductor.
E n el tema caballeresco produjo Góngora una de las m ás hermosas mues
tras del género, el romance llamado de Angélica y Medoro, inspirado: en u n
pasaje del Orlando de Ariosto, que comienza:
E n un pastoral albergue
que la guerra entre unos robres
lo dejó por escondido
o lo perdonó por pobre. . . 104
y que con sus 136 versos es un poem a en miniatura. E n él funde Góngora, con
perfección no igualada en composiciones semejantes, elementos populares, pero
muy finamente estilizados, con toda la gama de los elementos cultos que lue
go tenía que transportar, ampliándolos, a sus poemas mayores. Recuérdese
que es este romance el que Dámaso Alonso utiliza para demostrar la inexis
tencia de las supuestas “épocas” de Góngora. Todo el poema es, efectivamente,
un tejido de los más variados recursos de la poesía culta, una sucesión de tan
brillantes como delicadas metáforas, de conceptos, de antítesis, de contraposi
ciones y paralelismos :
...Las venas con poca sangre,
los ojos con mucha noche
le halló en el campo aquella
vida y muerte de los hombres...
.. .Enfrénanle de la bella
las tristes piadosas voces,
que los firmes troncos mueven
y las sordas piedras oyen...
103 G ón gora y el ‘P olifem o’, cit., pág. 93. Cfr.: Juan M illé y G im énez, S obre la gé
nesis d e l Quijote, Barcelona, 1930, caps. V I a XII, págs. 37-64.
104 Edición M illé, cit., pág. 142.
546 Historia de la literatura española
104bis Edición M illé, cit., págs. 144-145. C fr.: E. M . W ilson, “On G óngora’s A ngélica
y M e d o ro ”, en B ulletin o f H ispanic Studies, X X X , 1953, págs. 85-94.
105 Edición M illé, cit., pág. 149.
ios Idem , íd., págs. 244-245.
Góngora y la lírica en el siglo X V H 547
107 ídem , íd., pág. §0. .Además de las ediciones m encionadas para las poesías de G ón
gora, cfr. los R om an ces editados por José M .a de Cossío, M adrid, 1927.
108 íd em , íd„ pág, 447.
548 Historia de la literatura española
D e gran belleza es asimismo el compuesto “E n la muerte de una señora
que murió moza en Córdoba”, y el muy conocido que comienza:
Ajeno a estos temas, en este prim er período, tenemos una verdadera obra
m aestra en el soneto “A Córdoba” , la am ada patria del poeta:
por encima de todos, si es suyo, el dirigido “A una dam a muy blanca vestida
de verde”, que d a Millé como atribuible ; merece ser reproducido entero :
112 íd em , Id., pág. 534. C fr.: A . García B oiza, “Salam anca y el poeta don Luis
de G óngora. E l soneto ‘M uerto m e lloró e l Torm es en su orilla’ ”, en L a Basílica T ere-
siana, Salamanca, IV , 1918, págs. 129-135. J. M ille y G im énez, “Com entarios a dos so
netos de G óngora”, en H um anidades, La Plata, X V III, 1928, págs. 93-102. O. Frattoni,
E nsayo para una historia d e l son eto e n G óngora, Facultad de F ilosofía y Letras, B ue
nos Aires, 1948. A . A .. Parker, “A m biguity in a G óngora’s sonnet”, e n H om enaje a J. A .
Van Praag, Amsterdam, 1956, págs. 89-96. H . E. Ciocchini, “U n aspecto de lo s sonetos
gongorinos”, en Revista de Educación, III,1 9 5 8 , págs. 359-361.
552 Historia de la literatura española
A partir de 1605 predom inan las canciones cortesanas, dedicadas a los reyes o
grandes señoíes. E s de gran interés la larga composición en tercetos, en la
que el poeta, con aguda ironía, declara su desengaño de la corte y su hora-
ciano deseo de to m ar al provinciano rincón :
¡Mal haya el que en señores idolatra
y en M adrid desperdicia sus dineros. . . 114.
117 ídem , id., pág. 316. Com parando también la enérgica desmesura que imprim e G ón
gora a su héroe, con la blanda ternura que com unica Carrillo al suyo, escribe Pabst:
“N o tenemos más rem edio que admirar la energía de G óngora cuando com paramos su
canto con el de Carrillo. Por el P olifem o de Carrillo sentimos cierta com pasión; ninguna
por el de G óngora, a pesar de que se presenta precisamente para sugerirnos ese tipo de
hom bre que la mujer rechaza por su fealdad física, tragedia que acaso sólo un sacerdote
sediento de vida com o G óngora podía expresar con precisión. ‘G óngora era duro’. E n
ninguna otra ocasión es más evidente que aquí. La lam entación del gigante no provoca
ni una lágrima en nadie. E l cíclope de G óngora sigue siendo en su dolor titánico un
titán, mientras que el P olifem o de Carrillo se transforma al sufrir en un hom bre lloroso
que se hunde en el polvo tras su declaración. E l titán de G óngora desde un alto escollo
escribe en el cielo sus desdichas con e l dedo:
118 “M onstruosidad y b elleza ...”; cit., pág. 317. Cfr.: A ntonio V ilanova, L a s fuentes
d el 'Polifem o' d e G óngora, 2 vols., M adrid, 1957. A lfonso R eyes, “L a estrofa reacia d el
Polifem o", en N u eva R e vista d e F ilología H ispánica, V III, 1954, págs. 295-306. F . G on
zález O llé, “ ‘Tantos jazmines cuanta yerba esconde / la nieve de sus m iem bros da a una
fuente’. Interpretación de los versos 179-180 del P olifem o”, en R e v ista de Literatura,
X V I, 1959, págs. 134-146. O. Frattoni, “La form a en G óngora. Estudio sobre la dedica
toria del P olifem o”, en L a form a en G ón gora’ y otros ensayos, R osario, 1961, págs. 5-16,
E. L. Rivers, “E l conceptism o del P olifem o”, en A tenea, Concepción, 1961, núm . 393,
págs. 102-109. C. C. Sm ith, “La musicalidad del P olifem o”, en R evista de Filología E s
pañola, X L IV , 1961, págs. 139-166. A dem ás de las ediciones del P olifem o m encionadas,
cfr. la de A lfon so R eyes, en Biblioteca Indice, M adrid, 1923.
119 “Claridad y b e lle z a ...”, cit., págs. 66-67. La edición fundam ental de las Soledades es
la de D ám aso A lo n so : 1.a ed., Revista de Occidente, M adrid, 1927; 2.a ed., Cruz y
Raya, Madrid, 1936; 3.a ed., Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1956.
556 Historia de la literatura española
i20 Citados por Dámaso Alonso, en Góngora y el ‘Polifemo’, cit., pág. 111.
Góngora y la lírica en el siglo X V I I 557
relato épico, y son tan sólo valores líricos los que hay que buscar en el poema.
T al como están, las Soledades son tan sólo una sucesión de escenas pastoriles,
de pesca y caza, unas bodas rurales, cantos y bailes campesinos, unido apenas
todo ello p or la presencia del peregrino a quien aflige una desventura amoro
sa. Lo que el poeta retiene de todo ello, es la naturaleza en su form a más
elemental: cabreros, aldeanos y pescadores; animales y plantas; flores y fru
tas. De todo el poema brota una exaltación de las fuerzas naturales, u n menos
precio de la vida de corte y alabanza de la vida campesina y sencilla. Y, sin
embargo, nada más distante de la visión emocionada ante la naturaleza, a la
m anera romántica, o —dado que tales sentimientos no podían entonces siquiera
imaginarse— semejante al menos a lo que habían sentido ante el paisaje Gar-
cilaso o fray Luis de León. L a naturaleza de Góngora está rabiosamente tro
cada en literatura, radicalmente estilizada, convertida en metáforas espléndi
das tomadas siempre de la más genuina tradición literaria grecolatina, actuali
zada por el Renacimiento a través de la corriente petrarquista. L a novedad de
Góngora —ya quedó dicho—· está en “lo radical y egregio de la deformación
m isma” a la que llega en virtud de su peculiar lengua poética.
Pedro Salinas en su luminoso comentario a Góngora, que ha subtitulado
muy significativamente “L a exaltación de la realidad”, afirma que “el tema de
las Soledades no es otro que el mundo, sus formas externas, su realidad” 121 ; y
después de aclarar que en ningún otro poem a español ocupan los seres m a
teriales, los animales, las cosas, papel tan esencial y predominante, insiste:
“Las Soledades son el gran poema de la realidad, de la realidad exterior, de
la realidad sensual. Góngora era un andaluz sensual y el mundo no se le pre
senta en ideas, valores morales, sino en volúmenes y formas, en apariencias
seductoras” 122 El comentarista se pregunta cómo, si la realidad es el princi
pio y fin de su poesía, ha podido parecer ésta oscura e ininteligible ; y es que,
aunque la realidad es el tem a de Góngora, su poesía nada tiene de realista;
las cosas, para él, en su ser normal, en sus dimensiones y líneas normales, no
son suficientemente poéticas, y la tarea del poeta consiste en magnificarlas y
exaltarlas, resultado que obtiene mediante los procedimientos estéticos que he
mos visto y que aplica con un rigor nunca superado. “L a operación de la fan
tasía —dice Salinas— se aplica a lo real, y exprime, saca de ello, toda una
serie de sugestiones, de evocaciones, que lo rodean de riqueza y de esplendor,
que lo exaltan en suma a realidad estética, a la realidad poética, desde su
simple nivel de realidad material. Ése es el constante procedimiento gongori-
no aplicado a todo lo que el mundo ofrece de visible” 123. Y luego : “Los ob
jetos reales quedan completamente sumergidos en el. m ar de metáforas e im á
genes que provocan en el poeta. E n ese juego de sustituciones Góngora va
poco a poco alejándose de su base material, del tem a real, y tanto se eleva que
ya lo real queda como olvidado, desconocido, se pierde de vista... L a reali
dad, a fuerza de ser exaltada, ascendida a valor estético, desaparece, se pulve
riza, se. pierde. Góngora, de tanto am ar la realidad, de tanto ver en ella cosas
hermosas, la suprime, la aniquila. ¿Para qué? P ara entregamos otra realidad,
creada poéticamente con la verdadera” 124.
También Jorge Guillén h a penetrado sutilmente en ese entusiasmo gongo-
lino por io d o el orbe m aterial, por todo lo que ofrece una resistencia cor
pórea que debe ser gozosamente conquistada ; incluso lo que no es objeto cor
póreo será tan sólo recogido en sus aspectos —o posibles alusiones— m ateria
les. Así, señala Guillén, en las composiciones fúnebres apenas se habla de la
muerte, y del m uerto; sí, en cambio, de la envoltura monumental, bronces y
m árm oles: hay m ás túm ulo o sepultura que finado. E l reposo predomina
siempre en Góngora sobre las imágenes de movimiento, y esto porque la quie
tud permite concretarse en la robusta estabilidad de las cosas físicas. E l obje
to, con su “resplandeciente materialidad suntuosa” , dom ina en toda la poesía
del cordobés. Guillén h a destacado con poética sensibilidad diversos pasajes
en que Góngora emplea la palabra pisar aplicándola a términos luminosos:
H ay un pisar celeste:
gora”, en Bulletin o f H ispanic Studies, X X X V I, 1959, págs. 193-209. M aría R osa Lida,
“E l hilo narrativo de las Soledades”, en B oletín de la A cadem ia A rgentina de Letras,
X X V I, 1961, págs. 349-360. G. L. M uñoz, “Estructura de las Soledades”, en A tenea, C on
cepción, 1961, núm . 393, págs. 179-201. R oyston O. Jones, “N eoplatonism and the Sole
dades”, en Bulletin o f H ispanic Studies, X L, 1962, págs. 1-16. Em ilio Orozco, “Espíritu
y vida en la creación de las Soledades gongorinas”, en P apeles de Son A rm adans, X X IX ,
1963, núm. 87, págs. 227-252.
128 G ón gora y el ‘P olifem o’, cit., pág. 513.
Adem ás de las obras anteriormente citadas, cfr. sobre aspectos diversos de la obra y
personalidad de G óngora: Bernardo Alem any y Selfa, Vocabulario de las obras d e don
Luis de G óngora y A rgote, Madrid, 1930. H elm ut H atzfeld, “T he baroque o f Cervantes
and the baroque o f G óngora”, en A n ales Cervantinos, III, 1953. D e l m ism o, “E l Barroco
de Cervantes y el M anierismo de G óngora”, en E studios sobre el Barroco, M adrid, 1964,
págs. 271-306. E m ilio O rozco D íaz, “E logio y censura del gongorism o. U n ‘parecer’ iné
dito del A bad de Rute sobre las ‘Soledades’ ”, en Clavileño, 1951. D e l m ism o, Góngora,
Góngora y la lírica en el siglo X V I I 561
L A H U E L L A D E G Ó N G O R A . S E G U ID O R E S Y A D V E R S A R IO S
dem ia Española, X X X III, 1953. M iguel Herrero García, “G óngora”, en E stim aciones
literarias d e l siglo X V II, M adrid, 1930, cap. IV , págs. 139-352. Eunice Joiner G ates, “N ew
light on the A n tid o to ” , en P M L A , X L V I, 1951, págs. 746-764. D e la misma, D ocu m en tos
gongorinos. L o s discursos apologéticos de P edro D ía z de R ivas. E l ‘A n tíd o to ’ d e Juan
d e Jáuregui, E l C olegio de M éxico, 1960. D e la m ism a, “Los C om entarios de Salcedo
Coronel a la luz de una crítica de Ustarroz”, en N u ev a R evista d e F ilología H ispánica,
X V , 1961, págs. 217-228. E m ilio O rozco, “L a polém ica de las Soledades a la luz de
nuevos textos. Las A dverten cias de Alm ansa y M endoza”, en R evista d e F ilología E spa
ñola, X L IV , 1961, págs. 29-62. D e l m ism o, “A sp ecto s desconocidos de la polém ica de las
Soledades. U n a carta inédita de don A ntonio de los Lujantes, am igo de G óngora”, en
M iscellanea d i studi ispanici, Pisa, 1962, págs. 105-135. D e l m ism o, “Las Soledades y
Lope de V ega. A spectos desconocidos de una polém ica y nuevo índice de textos inéditos”,
en Insula, núm . 190, 1962, pág. 1. D e l m ism o. “L os com ienzos de la polém ica de las
S oledades de G óngora. Com entarios y conclusiones ante textos desconocidos”, en R om a-
nisches Jahrbuch, X III, 1962, págs. 277-291. R obert James, “U A n tíd o to de Jáuregui anno
té par les amis de G óngora”, en B ulletin H ispanique, LX IV , 1962, págs. 193-215. C. C.
Sm ith, “Pedro de Valencia’s letter to G óngora (1613)”, en Bulletin o f H ispanic Studies,
X X X IX , 1962, págs. 90-91.
Góngora y la lírica en el siglo X V I I 563
Menéndez y Pelayo dijo de este libro que era “la mejor y más ingeniosa poética
culterana”, y Dámaso Alonso afirma que su libro, “aunque tardío”, es de los
m ejores130.
Aparte estos libros, otros varios comentarios quedaron inéditos, como el
a m b a mencionado de Pedro Díaz de Rivas. Deben citarse entre ellos los dedi
cados al Polifemo y la censura a las Lecciones Solemnes de Pellicer, de Andrés
Cuesta, profesor de griego en Salamanca, y los de Manuel Serrano de Paz, que
los comenzó en Salamanca siendo estudiante, entre 1618 y 1625, y continuaba
trabajando en ellos, cuando, ya viejo, era catedrático de la Universidad de
Oviedo.
E n la literatura española de su época, a lo largo de todo el siglo xvn y
en parte del xvm, Góngora ejerció un influjo tan decisivo que llegó a crear
todo u n ambiente literario (en términos ya un tanto inactuales podría decirse
que creó una escuela, aunque él rechazaba ese tipo de magisterio). A propó
sito de Lope vimos como éste, en su rivalidad con Góngora, distinguía entre
él y la caterva de sus seguidores, que exageraban y corrompían las brillantes
audacias del maestro.
L a influencia de Góngora se dejó sentir hasta en sus mismos enemigos.
Dámaso Alonso asegura que no sería difícil probarlo incluso en Quevedo ; y
en la obra de Lope se acusó visiblemente el desconcierto que produjo la apa
rición de los grandes poemas de su rival, de los que recibió no escaso contagio
y a los que trató tímidamente de emular. E l propio Jáuregui, el más diligente
impugnador del nuevo estilo, acogió después en su poem a Orfeo muchos de
los cultismos y complicaciones sintácticas que censuraba en Góngora ; inconse
cuencia que éste mismo pudo reprocharle.
Como fenómeno general cabe decir que el gongorismo (o, si se quiere, el
culteranismo, palabra que se usaba con intención peyorativa) produjo en la
literatura inmediatamente posterior consecuencias inequívocamente desastrosas.
Después de Góngora no cabía sino retroceder, o hundirse en el más estéril de
los manierismos ; esa condición de “poesía límite” (denominación afortunadí
sima, que varias veces hemos necesitado repetir) a que había llegado Góngora,
no admitía continuadores, como no los admiten las audacias que se arriesgan
al borde mismo del exceso. Los que vinieron detrás de Góngora, con excep
ciones contadísimas, no hicieron, pues, sino despeñar el gusto literario (pues
el culteranismo invadió, sin excepción, todos los géneros, sin perdonar el teatro
ni la oratoria) en la más vacía afectación.
L a huella de Góngora fue, en cambio, muy distinta en el campo del len
guaje. Asombra, cuando se leen, por ejemplo, las burlas de Quevedo, en las
que recoge listas de palabras usadas por Góngora y que Quevedo aduce como
ridiculas novedades, comprobar cómo la casi totalidad de esos vocablos for-
130 H a sido publicado por V . García Calderón, en R evu e H ispanique, tom o LXV,
núm. 148.
564 Historia de la literatura española
m an hoy parte del léxico más común. Gracias a Góngora nuestro idioma expe
rimentó uno de los m ás densos enriquecimientos que h a conocido a lo largo
de su historia. Dámaso Alonso ha definido exactamente la existencia y las
consecuencias de ese fenómeno: “Si Góngora —dice— hubiera sido un es
critor normal, si nó hubiera desencadenado a su alrededor las m ás vehementes
admiraciones, y, sobre todo, si no hubieran dado sus contemporáneos en imi
tarle hasta la copia m ás servil, probablemente esta influencia habría sido nula.
Pero el léxico de Góngora llena el vacío de originalidad de la mayor parte de
los escritores del siglo xvii... de este modo, la lengua literaria del siglo xvii
se sobresatura de cultismos, y cuando se retiran las aguas, cuando en el si
glo xvm cambia el gusto, el milagro está ya hecho: la lengua vulgar h a sufri
do las infiltraciones del torrente erudito, y las palabras que escandalizaban a
Quevedo han adquirido ya carta innegable de ciudadanía castellana. Así, Gón
gora actúa como un intermediario que colabora en la salvación del olvido de
una buena parte del caudal culto del léxico del Renacimiento ; él lo entrega a
sus discípulos y admiradores, éstos lo popularizan, el vulgo lo acepta. Y por
este procedimiento indirecto el Diccionario de la Lengua Española, aun el más
académico, debe no pequeña parte de su esplendor, no pequeño número d
sus páginas, al antes proscrito poeta de las Soledades” m .
Sería un error, no obstante, suponer que los efectos positivos de la obra
de Góngora son solamente incuestionables en el campo de la lingüística; es
igualmente manifiesta la cosecha estética, aunque el efecto pernicioso del aludi
do amaneramiento acarreado por los malos imitadores h a tenido la fatal vir
tud de ocultárnosla por mucho tiempo. Gerardo Diego hace notar que el
ejemplo de Góngora vino a atenuar la descomposición y enriquecer la lírica
al sustituir la ya exhausta armonía clásica del prim er Renacimiento por otro
sistema de equilibrio que concentraba en la expresión el esfuerzo que antes
se ejercía en el llamado fondo o contenido. Y juzgando, en valoración global,
la riqueza dejada en herencia a la posteridad por la lírica de Góngora, escri
be: “Si suprimimos mentalmente a Góngora de nuestra historia, e intentamos
reconstruir hipotéticamente la evolución sin él de nuestra poesía, nos será per
mitido conjeturar que el hastío de los tópicos renacentistas y el desgaste re
sobado del lenguaje poético habrían precipitado a la poesía por un plano
inclinado de irremediable decadencia. Los escasos ensayos de purismo y tradi
cionalismo que de la época conocemos no dejan lugar a dudas sobre la limi
tación de los resultados posibles. El ingenioso y frío conceptismo, el prosaísmo
holgazán, y un cierto género de exceso verbal, de fallida retórica figurada —sin
la brújula de Góngora— se hubiera sobrado para ahogar y dificultar la autén
tica melodía poética. Esto sucedió en otros países donde faltó un ángel, un
lucifer como nuestro escarnecido Príncipe; y España no habría de ser más
afortunada. Pero el hecho es que Góngora existió y que esos excesos —y defec-
132 Gerardo D iego, A n to lo g ía p oética en hon or d e Góngora, M adrid, 1927, págs. 55-
56 (citado por W alther Pabst, L a creación gon gorin a..., cit., pág. 137).
133 Ediciones: Poesías, en P oetas líricos de los siglos X V I y X V II, Π, BA E, X L II,
nueva ed., Madrid, 1950; A n tología poética, edición de Luis Rosales, M adrid, 1944. Cfr.:
Em ilio Cotarelo y M orí, E l conde d e Villam ediana, Madrid, 1886. N arciso A lonso Cortés,
L a m uerte d e l C onde d e Villam ediana, V alladolid, 1928. Juan Chabás, “Juan de Tassis” ,
en R evista de Occidente, 1928. Gregorio M arañón, “Gloria y miseria del Conde de V i
llam ediana”, en D o n Juan, 4.a ed., Buenos Aires, 1946, págs. 65-110. Joseph G . Fucilla,
“G . B. M arino and the Conde de Villam ediana”, en The R om anic R eview , abril de 1941.
Luis Rosales, “N otas a las Cartas de Juan de Tassis”, en Escorial, abril de 1949. D e l
m ism o, “La poesía cortesana” , en Studia Philologica. H om enaje ofrecido a D ám aso
566 ¡Historia de la literatura española
A lon so, vol. III, M adrid, 1963, págs. 287-335. E l conde d e Villam ediana. B ibliografía por
Juan M anuel R ozas, Cuadernos Bibliográficos, núm . 11, C. S. I. C., M adrid.
134 Obras, edición de A . G allego M orell, Madrid, 1950. C fr.: F. Rodríguez M arín,
“D ocum entos sobre Pedro S oto de R ojas”, en B oletín d e la R e a l A cadem ia Española, V ,
1918, pág. 199. A . G allego Burín, Un po eta gongorino. D o n P edro S o to de R ojas, Gra
nada, 1927. R afael de Balbín Lucas, “P a P oética de Soto de R ojas”, en R e vista d e Ideas
Estéticas, 1944, págs. 91-100. A . G allego M orell, “Pedro Soto de Rojas”, en B oletín d e
la U niversidad de Granada, X X , 1948. D e l m ism o, “N u evos docum entos para la biogra
fía de Soto de R ojas”, en B oletín d e la R ea l A cadem ia Española, XXIX,· 1949, pági
nas 511-516.
135 O bras d e G abriel d e Bocángel y Unzueta, edición de R afael Benítez Claros, M a
drid, 1946. T extos dispersos d e Bocángel, edición de J. Sim ón D íaz, en R evista de L ite
ratura, X V , 1959, págs. 112-121. C fr.: J. M . A lda Tesán, “Bocángel ÿ la F ábula d e H ero
y Leandro", en Escorial, X V III, 1945, págs. 89-133. D e l m ism o, “Bocángel y su obra:
poética", en B oletín d e la B iblioteca M en én dez y P elayo, X X III, 1947, págs. 5-28. Rafael-
Benítez Claros, “E l cortesano discreto de don G abriel Bocángel”, en R evista d e B iblio
grafía N acional, V I, 1945, págs. 211-226. D e l m ism o, V ida y poesía d e Bocángel, anejo
núm , 3 de C uadernos d e Literatura, Madrid, 1950,
Góngora y la lírica en el siglo X V I I 567
136 Poesías, en P oetas líricos d e los siglos X V I y X V II, II, B A E , XLII, nueva ed.,
M adrid, 1950. Obras, edición de A . G onzález Palencia, Madrid, 1944. O bras escogidas
d e Salvador Jacinto P olo de M edina, edición de José M .a de C ossío, en L os Clásicos
O lvidados, Madrid, 1931. Cfr.: M ariano Baquero G oyanes, Salvador Jacinto P olo d e
M edina, M urcia, 1953.
137 Poesías, en P oetas líricos d e lo s siglos X V I y X V II, II, BA E, X LII, nueva ed.,
M adrid, 1950. Obras, edición de A . G allego M orell, M adrid, 1951. C fr.: E m ilio Orozco
D íaz, “U n poem a de Trillo Figueroa desconocido”, en B oletín de la U niversidad de Gra
nada, X II, 1940. A . G allego M orell, Francisco y Juan d e T rillo y Figueroa, Publica
ciones de la Universidad de Granada, 1950. D e l m ism o, “U n rom ance de T rillo Figue
roa y otro romance contra Trillo Figueroa”, en B oletín d e la R eal A cadem ia Española,
X X X II, 1952. Robert James, “L ’im itation poétique chez Francisco de Trillo y Figueroa” ,
en Bulletin H ispanique, LVIII, 1956.
568 Historia de la literatura española
poesías sagradas merecen citarse algunas paráfrasis de salm os; y entre las
profanas la canción “E l Silencio” y “Acaecimiento amoroso” . Hizo también
algunas traducciones de Horacio y de Marcial. Jáuregui trajo asimismo de Ita
lia el gusto p o r el verso suelto, cultivado antes con escasa fortuna por algunos
poetas españoles: amante de la forma purísima —dice Menéndez y Pelayo—
y sin velo de la poesía antigua, se indignaba contra las rudas orejas “que
pierden la paciencia si no sienten a ciertas distancias el porrazo del consonante”.
E n su aproximación al gongorismo influyó muy probablemente la lectura
de Lucano, cuya Farsalia tradujo magistralmente en brillantes y vigorosas estro
fas, pletóricas de color y movimiento. Jáuregui caló a la perfección el carácter
del estilo de Lucano, que sólo podía transportarse con fidelidad al español a
través' de la suntuosidad barroca que antes había despreciado y que ahora em
pleaba. E l poem a Orfeo (M adrid, 1624), según dejamos dicho, responde ple
namente a su nueva estética. O tra muestra de su evolución fue la Apología
por la verdad, escrita en defensa de Paravicino, el gran amigo de Góngora y
principal representante de la oratoria b arro ca138.
No pertenece a este lugar el tratar del gran influjo que la poesía gongorina
ejerció en la vecina P o rtu g al139, aunque la inmensa m ayoría de estos segui
dores escribieron en lengua castellana, ni podemos tampoco detenemos en la di
fusión del influjo de Góngora por tierras de América. Por su especial im por
tancia vamos tan sólo a mencionar a una extraordinaria escritora, Sor Juana
Inés de la Cruz, nacida en 1651 en una alquería próxima a la ciudad de
Méjico. Fue esta mujer un asombroso caso de precocidad, de afán de saber
y de autodidactismo. A los catorce años era ya tan famosa por su saber' y
por sus poesías así como por su belleza, que la m arquesa de Mancera, esposa
del virrey, la invitó a vivir en palacio como dama de corte. A los dieciséis in
gresó de novicia en la orden carmelitana, pero la severidad de la regla la hizo
regresar al palacio de los virreyes. Un año m ás tarde entró en la orden jeró-
nima, cuya vida conventual no suponía una reclusión excesiva. Gozó de ex
traordinaria consideración y la visitaban y consultaban hasta los personajes
más importantes. A l cumplir los cuarenta años Sor Juana abandonó los estu
138 Poesías, en P oetas líricos de los siglos X V I y X V II, II, BAE, X LIÏ, nueva ed.,
M adrid, 1950. O rfeo, edición de P ablo Cabañas, Madrid, 1948. T ex to s dispersos d e Jáu
regui, edición de J. Sim ón D íaz, en R evista d e Literatura, X V II, 1960, págs. 133-142.
C fr.: A . Lasso de la V ega, “A m in ta, fábula pastoril (Tasso y Jáuregui)”, en R e
v ista C ontem poránea, X C V III,’ 1895. Francisco L ópez Estrada, “U n inmediato com en
tario de las R im a s de Jáuregui”, en A rch ivo H ispalense, X X II, 1955. D e l m ism o, “Las
R im as de Jáuregui com entadas en M adrid el año de su aparición”, en A rchivum , IV ,
1954. Juan M illé y G im énez, “Jáuregui y Lope” , en B oletín de la B iblioteca M enéndez
y P elayo, 1926, núm. 2. P ablo Cabañas, E l m ito de O rfeo en la literatura española, anejo
núm. 1 de Cuadernos d e Literatura, M adrid, 1950.
139 Cfr. : José Ares M ontes, G óngora y la poesía portuguesa d el siglo X V II, M adrid,
1956.
Góngora y la lírica en el siglo X V I I 569
dios que tanto le apasionaban (se le había llegado a prohibir la lectura de sus
libros por considerar aquella dedicación excesiva para una m ujer; aunque
sólo fue por breve tiempo) y se entregó de lleno a la oración y a la caridad.
Vendió su biblioteca de 4.000 volúmenes y sus instrumentos científicos y mu
sicales para ayudar a los pobres. Se declaró una peste en su ciudad, y cuidando
a sus hermanas de religión contrajo el mal, del que murió en 1694.
Escribió Sor Juana dos comedias al estilo de Calderón: A m ar es más la
berinto, en colaboración con un primo suyo, y L os empeños de una casa, y
autos sacramentales, como Divino Narciso. Pero su producción de mayor in
terés pertenece a la lírica. Su obra de más empeño es un largo poem a —casi
un millar de versos— titulado Primero sueño, a la manera de las Soledades
de Góngora, ponderado con entusiasmo por Vossler. Es obra ésta de enre
vesado, y a veces oscuro, pensamiento ; describe la noche y el sueño durante
el cual el espíritu se purifica y eleva hasta la contemplación del Universo y
trata de penetrar sus leyes ; pero llega al alba sin conseguirlo en este “prim er”
sueño, cuya solución quedaba probablemente confiada a otro· “segundo”, que
no fue escrito. Otras poesías compuso tam bién inspiradas en motivos intelec
tuales o en temas mitológicos, pero su voz más personal se encuentra en los
poemas amorosos de su juventud, o en los que analiza su vocación religiosa o
sus sentimientos desilusionados ante la vanidad de la vida. Su preocupación
intelectual y su cuidada elaboración formal, en cuyos artificios se encuentran
tantas reminiscencias de la lírica gongorina, no ahogan su hum ano y hondo
sentimiento delicadamente femenino, su sincera ternura. E n sus composicio
nes religiosas hay ecos de nuestros grandes místicos, en especial de San Juan
de la Cruz, con su mezcla sutil de misticismo y sensualidad. Cultivó Sor Ju a
na gran variedad de combinaciones métricas, pero destacó en la canción y
sobre todo en el soneto. Escribió asimismo deliciosos villancicos, para los cua
les se supone que también compuso la m úsicalw.
L A LÍR IC A NO GO NG ORINA
EL GRUPO SEVILLANO
Poseen todos los poetas de este grupo ciertas notas comunes. E n cuanto
a los temas se echa de ver a modo de un cansancio vital, un sostenido senti
miento de desengaño ante la vida, que enraíza con la vieja herencia de Séneca
y la insistente nota ascética de los escritores religiosos del quinientos, pero que
se presenta a la vez con rasgos nuevos. E l pesimismo y el desaliento son
barrocos también, y por esta vertiente son hombres de sus días ; mas diríase
que su pesimismo lo es de elaboración literaria, o al menos se basa en m oti
vos de esta índole. Resulta curioso que casi todos estos poetas m uestran una
especial sensibilidad ante las ruinas, que cantan con nostalgia de poetas, pero
que examinan con curiosidad de arqueólogos ; y de esta visión, propia de
eruditos, extraen el germen de lo que no sería muy inexacto calificar de melan
colía romántica. Asimismo el paisaje y las bellezas de la naturaleza les brindan
otros motivos de contraste para cantar la caducidad de lo terreno.
Por lo que respecta al estilo, domina en todos ellos una equilibrada sere
nidad del mejor corte clásico, pero pulida y abrillantada por mesurados esplen
dores de tradición sevillana, en los que fácilmente se rastrea la huella de He-
Góngora y la lírica en el siglo X V I I 571
riera, aunque sin la altivez de su pompa, que no podía avenirse con su tem á
tica. Carácter común es la exigente lima a que someten sus versos, rigurosa
mente trabajados, sin sombra de im provisación141,
141 C fr.: Francisco L ópez Estrada, “D atos para la poesía sevillana”, en Archivo His-
palense, X X II, 1955.
142 Poesías, en Poetas líricos de los siglos X V I y X V II, I, B A E , X X X II, nueva ed.,
M adrid, 1950. Cfr.: S. M ontoto, “Las capellanías del poeta Francisco de Rioja”, en
Boletín de la Real Academia Española, X X X I, 1951. P. Rubio Lem us, “U n a obra ’in é
dita de Francisco de Rioja”, en Boletín de la Real Academia Española, X X V , 1946.
José M .a de Cossío, “Cuatro poetas ante las flores (Rioja, P olo de M edina, C. Coronado
y A m ós de Escalante)”, en Finisterre, núm. 42, 1948. Blanca G onzález de Escandón,
Los temas del ‘carpe diem’ y la brevedad de la vida en la poesía española, Barcelona,
1938. Pedro H enríquez-Ureña, “Rioja y el sentimiento de las flores”, en Plenitud de
España, Buenos Aires, 1940. Alberto Sánchez, Poesía sevillana en la Edad de O ro,
M adrid, 1948.
143 Ed. Poetas líricos..., cit., pág. 379.
572 Historia de la literatura española
Con m ayor maestría que el soneto m aneja Rioja, sin embargo, la silva.
Son notables la dirigida A l verano, en que invita a aprovechar el tiempo en el
trabajo, y le ruega que se detenga para dem orar la llegada de otras estaciones,
unidas a la destrucción y el dolor; A l juego, A la riqueza. Pero ninguna tan
justamente famosa como las silvas A la rosa, A l clavel, A la rosa amarilla, A l
jazmín, A la arrebolera, por las cuales ha merecido R ioja ser llamado el “poe
ta de las flores”. De acuerdo con su propósito moral, el poeta aprovecha la
fugacidad de su hermosura para elevarla a símbolo de lo caduco de la vida
y de la gloria humanas. Quizá ninguna de estas composiciones tan conocida,
ni tan bella, como la de “la rosa” :
Pura, encendida rosa,
Ém ula de la llama,
Que sale con el día,
¿Cómo naces tan llena de alegría,
Si sabes que la edad que te da el cielo
E s apenas un breve y veloz vuelo?
Y ni valdrán las puntas de tu rama
N i tu púrpura hermosa
A detener un punto
L a ejecución del hado presurosa.
De su invencible gente
sólo quedan memorias funerales,
donde erraron ya sombras de alto ejemplo.
Este llano fue plaza, allí fue templo;
de todo apenas quedan las señales.
Del gimnasio y las termas regaladas
leves vuelan cenizas desdichadas.
Las torres que desprecio al aire fueron
a su gran pesadumbre se rindieron w .
148 D ám aso A lonso, Dos españoles del siglo de oro... El Fabio de la 'Epístola M o
ral’, M adrid, 1960. U n excelente resum en del problem a, hasta las investigaciones de D á
m aso A lonso, puede verse en la citada “selección” de Blanco Suárez, págs. 307-315. Cfr.
adem ás: Luis Cerauda, “Tres poetas m etafísicos (M anrique, Aldana y e l autor de la
‘E pístola M oral’)”, en Insula, núm . 38, 1948. A rnold H . W eis, “M etáfora e im agen en
la ‘E pístola M oral a ,F a b io ’ ”, en Clavileño, núm. 13, 1952. D ám aso A lonso y Stephen
Reckert, “La Epístola Moral (de Andrés Fernández de Andrada) y M edrano”, en Vida
y obra de Medrano, II, M adrid, 1958, págs. 372-384.
576 Historia de la literatura española
Arguijo, que era excelente músico, dedicó una bella y sentida canción “A la
vihuela” 150.
Pedro de Quirós, nacido a fines del siglo xvi y fallecido en M adrid en
1667, pertenece, en cambio, al momento m ás joven de su grupo. Fue poeta
bastante fecundo y cultivó las formas más variadas, pero destaca como sone
tista. También le tentaron las ruinas y dedicó el ya inevitable soneto “A Itá
lica” —“Itálica ¿do estás? ¡T u lozanía / rendida yace al golpe de los
años...” — . Tiene algunas bellas composiciones religiosas y traducciones de
himnos eclesiásticos1S1.
LA ESCUELA ARAGONESA
150 Poesías, en P oetas líricos d e los siglos X V I y X V II, II, BA E, X L II, nueva ed.,
M adrid, 1950. Cfr.: José M .a A sensio, “D o n Juan de Arguijo. Estudio biográfico”, en
R evista de España, I, 1883. Cayetano A . de la Barrera, “N oticias biográficas de don Juan
de Arguijo”, en R evista de España, III y IV.
151 Poesías divinas y humanas, edición de la Sociedad del A rchivo H ispalense,
Sevilla, 1887. Poesías, en P oetas líricos de los siglos X V I y X V II, I, BAE, X X X II, nueva
edición, M adrid, 1950. Cfr.:. M . M enéndez y P elayo, estudio preliminar a la edición cita
da de Poesías divinas y humanas', reproducido en E studios y discursos de critica histórica
y literaria, edición nacional, vol. II, págs. 197-224.
152 Son palabras de la “aprobación” de Lope de V ega a la edición de las. R im a s de
am bos A rgensola; pueden verse en la edición Blecua (luego citada), vol. I, pág. 7.
Góngora y la lírica en el siglo X V II 579
153 C fr.: Otis H ow ard Green, Vida y Obras de Lupercio Leonardo de Argensola,
Zaragoza, 1945. José M anuel Blecua, Rimas de Lupercio y Bartolomé L. de Argensola,
edición, prólogo y notas, 2 vols., Zaragoza, 1950-1951. D uque de Villaherm osa, Vida y
estudio de los dos hermanos Argensola, discurso de recepción en la R eal Academ ia Espa
ñ ola, M adrid, 1884. Conde de la Vifiaza, Obras sueltas de Lupercio y Bartolomé Leo
nardo de Argensola, M adrid, 1889. D e l m ism o, Los cronistas de Aragón, M adrid, 1904.
154 Vida y Obras..,, cit., 191.
155 ...abrasó sus poéticos escritos
nuestro Lupercio, i defraudó el desseo
universal de ingenios exquisitos...
D e la epístola en tercetos Respuesta de Bartolomé Leonardo a la tam bién epístola en ter
cetos de D . Fernando de Á vila y Sotom ayor, que trataba de persuadirle que consintiera
en la im presión de sus versos (ed. Blecua, cit., v. 130-132, vol. II, pág. '394).
J56 “V ivió m uy lejos del ánim o del C anónigo Leonardo — dice el cronista — imprimí»
sus obras, porque le parecía que andando retiradas sería m ayor su aprecio y que por 1ε
imprenta se harían com unes. C on todo eso no fue tan severo com o su herm ano Luper
ció, que entregó m uchos de sus números a las llamas, sólo por persuadirse que no que
daban en la perfección que él quisiera” (citado por Blecua, vol. I, pág. X X IX ).
157 Rimas, ed., Blecua, cit., vol. I, pág. 25..
580 Historia de la literatura española
dido nuevos hallazgos los posteriores editores. Debe tenerse, pues, en cuenta,
para juzgar su personalidad, esta pérdida de muchos de los escritos de Luper-
cio, aunque es dudoso que los desconocidos fuesen muy distintos de los con
servados.
Lupercio Leonardo de Argensola, al igual que su hermano, es u n repre
sentante genuino de la poesía académica y clasicista del Renacimiento, y aun
que en algunas ocasiones se permite pequeñas libertades de tem a o de expre
sión, “la im presión final — como afirma Blecua— es siempre la de haber leído
una obra llena de gravedad y resonancias clásicas” 15δ. Valores morales y mode
los clásicos constituyen el objetivo del poeta, que lim a sus versos con el mis
mo especial cuidado con que evita que se desborden en el lujo metafórico de
la lírica de su tiempo. Consigue así una poesía de severa corrección, digna y
elegante, aunque carente casi siempre de valor emocional: “N ada hay en sus
versos amatorios —dice Otis H. Green— que pueda compararse con el lamento
de Garcilaso por Elisa” m . A falta de este calor cordial, es extraordinaria la
perfección del verso : “A l revés que un Lope —dice Blecua—, los dos Argen
sola saben atirantar la rienda y no decir más de lo que se han propuesto. E n
ellos los consonantes rio obligan a lo que el hombre no piensa. Nadie les gana
en el arte de encajar el pensamiento en el verso” 160.
Menéndez y Pelayo había estimado que el severo clasicismo de los Argen
sola no se avenía con el metafisiqueo y las sutilezas petrarquistas ; opinión que
sigue Blecua cuando afirma que, si en los versos de Lupercio aparecen algunos
tópicos retóricos del petrarquismo, tendencia a la que el poeta se opuso obsti
nadamente, son las adherencias inevitables en una época impregnada de italia-
nismo. Green sostiene* por el contrario, que “la inspiración de los Argensola
es clásica y petrarquista, juntam ente”, y no duda en calificar a Lupercio de
“petrarquista tardío” 161 ; parecer que defiende también F u cillaI62. Lo que sí
parece incuestionable es su completo alejamiento de la poesía de tipo tradicio
nal, tan revalorizada por los poetas de su tiempo ; y así, no conservamos de
él ni un solo romance que sea suyo con seguridad.
Lupercio Leonardo destacó sobre todo en el cultivo del soneto (113 de las
153 composiciones poéticas conservadas —incluidas las tragedias— lo son),
aunque lo m aneja con alguna desigualdad. L a mayor parte de estos sonetos
actitud que también se aprecia, añade Blecua, en el desdén por los afeites:
Pero los sonetos más famosos, y mejores, son los de total inspiración clá
sica y horaciana; así los que comienzan:
y sobre todo:
L levó tras sí los pámpanos otubre,
i con las grandes lluvias insolente,
no sufre Ibero márgenes ni puente,
mas antes los vecinos campos cubre . . . 171
Aplácase m uy presto
el temor im portuno... m .
También el que sigue puede aducirse como ejemplo del sabroso sensualis
m o de Bartolomé:
Su cabello en holanda generosa
Fili enxugó, imitando al real decoro
con que orna su tocado, persa o moro,
bárbara infanta o preferida esposa.
N otando'm i atención la inculta hermosa,
libró de lino el húmedo tesoro,
i suelto en crespas ondas cubrió el oro
la cerviz tersa que estendió la rosa,
1 el pecho, en que de pura leche iguales
forman sus dos relieves parayso,
donde benigna honestidad se anida.
Y o no sé si premiar o matar quiso:
que ambos objetos dan veneno i vida,
avaros de su gloria y liberales180.
Numerosos son igualmente los sonetos que encierran una intención moral,
aspecto tam bién característico de Bartolomé, aunque lo ejerce con m ayor va
riedad y vivacidad que su hermano. Algunas de estas composiciones deben con
siderarse como de las m ás perfectas del poeta, y son sin duda las más conoci
das. Sobresalen entre ellas:
Dime, Padre común, pues eres justo . . . 185
y el popularísimo
Y o os quiero confesar, don Juan, primero . . . 188
Debe finalmente mencionarse el que para Blecua “es sin disputa el soneto
m ás fino y encantador de toda nuestra literatura, rebosante de gracia poética
y lleno de delicadeza ” 189:
Bartolomé Leonardo gozó fam a entre sus contemporáneos de hom bre m or
daz y dado a la sátira, y, efectivamente, cultivó este género con fortuna. E l
propio poeta reconoció el influjo que sobre él habían ejercido cuatro grandes
satíricos : Horacio, Juvenal, Persio y M arcial. Esto h a dado ocasión para soste
ner que las sátiras del segundo de los Argensola eran reminiscencias de sus
modelos, vaguedades o lugares comunes. N ada menos cierto, según h a demos
trado Blecua en su estudio, puesto que Bartolomé apuntó insistentemente a te
ínas, tipos y corruptelas muy concretos, en particular de la vida cortesana es
pañola, que nada podían deber a sus modelos clásicos. Su sátira no tiene nunca,
sin embargo, la agresividad de u n Quevedo ni conoce el ataque personal: “en
el cuadro de la sátira española del siglo xvn —dice Blecua—, la figura de B ar
tolomé Leonardo destaca p o r su gravedad y delicadeza. Censor severo de las
costum bres de su época, rara vez se deja llevar por sus antipatías personales” 191.
Las m ás notables composiciones de esta especie son las epístolas —en perfec
tos tercetos—■ “A don Fem ando de Borja, virrey de Aragón”, “A Ñuño de
Mendoza” y “A don Francisco de Eraso” , a las que sólo cabe reprocharles las
innecesarias digresiones que embotan — al diluirla— la deseable agudeza de
la sátira.
Destaca tam bién Bartolomé en la poesía religiosa; a algunos bellos sonetos
que tienen este carácter deben añadirse sus canciones sacras —“A San L o
renzo”, “A Santa M aría Magdalena”, “A San Miguel”— , movidas por el mismo
entusiasmo que sus composiciones patrióticas, en que acoge los principales su
cesos políticos del momento, que afectaban a la católica m onarquía de España.
Como historiador, Bartolomé continuó los Anales de Jerónimo de Zurita,
compuso las Alteraciones populares de Zaragoza en 1591, las Advertencias a
la historia de Felipe I I por Cabrera de Córdoba, y la Conquista de las islas
Molucas, escrita a instancias del conde de Lemos, presidente del Consejo de
Indias en la época de su descubrimiento ; para lo cual reunió las “relaciones”
enviadas p or los conquistadores.
Y o vi sobre un tomillo
quejarse un pajarillo,
viendo su nido amado,
de quien era caudillo,
de un labrador robado . . . 193
Fracasó, con todo, en la adaptación del metro elegiaco —en que alternan
hexámetros y pentámetros— ; el hexámetro en particular lo intentó en una
“Égloga” im itada de Virgilio 197.
Las poesías de Villegas, que preludiaban el espíritu del siglo XVIII, fueron
muy admiradas e im itadas en dicha centuria.
197 Cfr. : E . D ie z Echarri, Teorías: métricas del Siglo de Oro, M adrid, 1949. A . García
C alvo, “U nas notas sobre adaptación de metros clásicos por don Esteban de V illegas”,
en Boletín de la Biblioteca Menéndez y Pelayo, 1950.
CAPÍTULO XI
QUEVEDO
Española, X L , 1956, págs. 234-235. James O. Crosby, “N oticias y docum entos de Q uevedo,
1616-1621”, en Hispanófila, 1958, núm . 4, págs. 3-22. D e l m ism o, “N u evos docum entos
para la biografía de Q uevedo, 1617-1621”, en Boletín de la Biblioteca Menéndez y Pelayo,
X X X IV , 1958, págs. 229-261. D e l mismo, “Quevedo and the Court o f P hilip III: neglected
satirical letters and new biographical data”, en PMLA, LX X I, 1956, págs. 1117-1126. M a
nuel Cardenal, “A lgunos rasgos estéticos y m orales de Q uevedo”, en Revista de Ideas
Estéticas, V , 1947, págs. 31-52. Francisco Ynduráin, El pensamiento dé Quevedo, Zara
goza, 1954. A m édée M as, La caricature de la femme, du mariage et de l’amour dans
l’oeuvre de Quevedo, Paris, 1957. Aportaciones a la bibliografía de Quevedo. Homenaje
del Instituto Nacional del Libro Español en el III Centenario de su muerte, M adrid, 1945.
Quevedo 593
latoria —dice M arañón— que más valiera a su fama no haber escrito jamás” 4.
Llegó Quevedo a gozar de gran amistad con el valido, y así ya en 1623 inter
vino, con otros poetas, en los festejos oficiales para solemnizar la estancia en
M adrid del príncipe de Gales (futuro Carlos II Estuardo); en 1624 acompa
ñó al cortejo real a las costas de Andalucía, llegando a hospedar al monarca
una noche en su casa de la Torre ; y en 1626 acompañó nuevamente al rey en
su viaje a Aragón. P ara complacer al conde-duque (no es muy injusto decir
que a sueldo suyo) y defender su política económica, muy atacada ya por en
tonces, escribió Quevedo un libelo, El chitón de las Taravillas, publicado en
1630. En 1632 fue nombrado el poeta secretario del rey, título más honorífico
que activo, pues se negó a aceptar más directas responsabilidades. Todavía de
1636 hay indicios de la buena amistad con el valido y del favor real; por
otra parte, entre 1635 y 1639 vivió Quevedo casi seguido en la Torre, entregado
a su tarea literaria y a sus pleitos.
Resulta, pues, difícil de enlazar lo precedente con el repentino cambio de
situación. Estando Quevedo ocasionalmente en M adrid, hospedado en la casa
del duque de Medinaceli, en la noche del 7 de diciembre de 1639 fue detenido
—tan de repente, que ni siquiera le dieron tiempo de vestirse del todo— y,
conducido a León, encerrado en el convento de San Marcos, en oscuro y húme
do calabozo, donde sufrió graves penalidades y se destruyó su salud en los casi
cinco años que estuvo preso. Y aquí corresponden los discutidos hechos. Se ha
venido diciendo desde los mismos días de Quevedo, y es versión tradicional
mente aceptada, que el rey encontró debajo de su servilleta el famoso memorial
que comienza “Católica, sacra, real M ajestad...” (otros, en cambio, sostienen
que fue E l Padre Nuestro glosado, “Filipo, que el mundo aclam a...”), y que el
enfado regio decidió la persecución. Quevedo había escrito otras varias compo
siciones satíricas, que circulaban manuscritas, y en muchas de sus obras de los
años últimos podían espigarse ataques más o menos disimulados contra la polí
tica del valido.
Según aquella aludida interpretación, que encaja perfectamente con las más
nobles vertientes del gran satírico, Quevedo, ante el creciente desgobierno y
la senda de ineptitudes por que se conducía al país, se había apartado heroica
mente de su trabajada amistad con Olivares y entregado a la arriesgada tarea
de la oposición ; Quevedo se había convertido en una voz demasiado incómoda
y los versos de la servilleta colmaban la medida. No obstante, la contradictoria
personalidad del poeta —hombre de enconados rencores, de sañudos resenti
mientos, de grandes pasiones alimentadas precisamente por su propia genia
lidad, no exento de lunares, por tanto— ha conducido en nuestros días a poner
en entredicho la silueta tradicional del mártir, vejado por la arbitrariedad del
conde-duque. M arañón inició este criterio5, compartido luego por otros comen
taristas ; concretamente se ha puesto en duda la anécdota del “memorial”, que
M arañón califica de “chiquillada” y de “travesura” —im propia de Quevedo,
dice, e innecesaria además—, así como tam bién considera inverosímiles tan
“terribles represalias de la autoridad” ; supone, en cambio, otras razones de
alta política, que, de ser ciertas, no redundarían, al menos por su intención, en
desdoro de Quevedo. Creemos que es en este campo, y con documentos fe
hacientes, donde debe combatirse la existencia y efectos del “memorial” ; en
tretanto, las razones que aduce M arañón p ara negarlo nos parecen débiles. La
“travesura” en sí mismo no nos suena como del todo im propia del peregrino
espíritu de Quevedo ; si se dio, no estimamos inverosímil el que una testa coro
nada, que gobernaba —o desgobernaba— por la gracia de Dios, castigase in
clemente unos versos insultantes, y más si llovía sobre m ojado; que Quevedo
en sus cartas, desde la prisión, al rey y a su valido, no mencionase la causa
de su encierro, nos parece lógico, pues sus carceleros no precisaban que se les
explicara: lo necio hubiera sido recordarla, sobre todo por tratarse de cosa
que lindaba con lo grotesco.
Es bien posible, en cambio, que el discutido “memorial” no fuese de Que
vedo ; pero merecía serlo, y al cabo, después de escribir muchos versos de aquel
jaez, quizá vino a pagar por los únicos que no había compuesto. Quevedo re
pite en sus cartas —sin aludir al asunto, ¿para qué?— que había sido acusado
falsam ente; pero su propia historia hacía verosímil la calumnia. Así lo dice
claramente en carta al conde-duque : “Yo protesto en Dios nuestro Señor, que
en todo lo que de mí se ha dicho no tengo otra culpa sino es haber vivido con
tan poco ejemplo, que pudiesen achacar a mis locuras tantas abominaciones” 6.
A l dedicarle a Don Juan Chumacero, presidente de Castilla, la Vida de San
Pablo que había compuesto en la prisión, afirma: “Escribíla el cuarto año de
mi prisión, para consolar mi cárcel, en que cobré el estipendio de otros pe
cados” 7.
L o único cierto es que Quevedo no fue sacado de la prisión hasta junio
de 1643, cinco meses después de la caída de Olivares ; Chumacero pidió la
libertad del poeta, pero el m onarca la negó, y el presidente hubo de insistir
hasta vencer la resistencia regia. L a irritación contra el poeta parecía, pues,
cosa más del m onarca que del valido. Quevedo fue libertado sin que nunca se
le hubiese abierto proceso ni tomado declaración alguna; así lo proclama él
mismo en la mencionada dedicatoria de la Vida de San Pablo : “nunca se me
hizo cargo ni tomó confesión, ni después, al tiempo de mi soltura, se halló al-
Sin embargo, en 1634 —tenía ya, pues, 54 años— cedió a las propuestas de
otro casamentero, el duque de Medinaceli, y contrajo matrimonio con doña
Esperanza de Aragón, señora de Cetina, viuda, entrada en años y con tres
hijos. L a inconsecuencia de Quevedo fue muy breve, porque a los pocos meses,
después de muchos disgustos, se separó de ella, y definitivamente en 1636 n .
a) obras en prosa :
b) obras en verso :
OBRAS EN PROSA
Obras festivas. Estas obras, de las que Astrana ha reunido 22 títulos, re
presentan uno de los aspectos más característicos (pero, ¿cuál en Quevedo
no lo es?) y por descontado el más popular. Quevedo ha quedado en la apre
ciación del bajo vulgo como autor de chistes procaces y desenvolturas de toda
laya. Si se examina la extensión que ocupan estos escritos en el conjunto de
su producción, advertiremos que es bien exigua: sesenta páginas escasas en
las citadas Obras completas de la edición de Astrana. Aun sumándoles —pues
son afines en muchos puntos— las obras satíricas y el Buscón y hasta las
mismas fantasías morales, nos quedaríamos apenas con la sexta parte de su
producción en prosa; y todavía es menor la proporción en sus obras en ver
so. Cabe, pues, preguntarse en qué medida es justo el renombre del Quevedo
chistoso y procaz. Evidentemente es ésta la faceta más adecuada para popula
rizarse ; pero advirtamos también que, si no la extensión, la cualidad de muchas
de estas páginas es adecuada para dar razón a la fama. Por otra parte, la
portentosa fuerza expresiva de Quevedo, su dominio del lenguaje, parece re
forzar y multiplicar lo que dicho por otro parecería mucho m ás leve ; sus p a
labras quedan como atornilladas, remachadas. Una frase cualquiera es buen
ejemplo. En las Capitulaciones matrimoniales expone las condiciones que el
firmante desea en la novia: “ ...y apetece más una cara sin sainetes, que no
los lunares de tinta, con que tal vez saldrá esclavo entrando libre; y más
unas manos morenas que una sobrevaina de sebillo ; y unas cejas blancas, que
negras a fuerza de betunes; y más quiere una pantorrilla menos, que topar
con un patrón de calcetero” 20.
Es bien posible que buena parte de los escritos de esta índole no fuera
nunca impresa y se haya perdido. En 1631 publicó Quevedo una colección de
19 Ediciones de las obras de Quevedo : Obras (en prosa), ed. de Aureliano Fernán
dez-Guerra, volúm enes X X III y X LV III de la BAE, nueva ed., M adrid, 1946 y 1951.
Poesías, ed. de F lorencio Janer, en ídem, id., vol. L X IX , nueva ed., Madrid, 1953. Ed.
M enéndez y P elayo en B ibliófilos Andaluces; 3 vols, publicados, 1897-1907. Ed. Astra
na M arín, 2 vols., uno de Prosa y otro de Verso, Madrid, 1932. Obras satíricas y festivas,
edición de lo s é M .a Salaverría, en Clásicos Castellanos, LVI. Los Sueños, ed. de Julio
Cejador, en Clásicos Castellanos, X X X I y X X X IV . José M anuel Blecua, Poesías de
Quevedo, Barcelona, 1963. Benito Sánchez A lonso, “Las poesías inéditas e inciertas de
Q uevedo”, en Revista del Ayuntamiento de Madrid, IV, 1927. E m ilio O rozco, “Sonetos
inéditos de Q uevedo”, en Boletín de la Universidad de Granada, X IV , 1942. Lágrimas de
Hieremías castellanas, ed. de Edward M . W ilson y José M anuel Blecua, Madrid, 1953,
anejo L V de la Revista de Filología Española. Epistolario completo, edición de L, Astra
na M arín, Madrid, 1946. Para las ediciones del Buscón véase luego.
20 Ed. Astrana, cit., Prosa, pág. 21.
602 Historia de la literatura española
Los “ Sueños” . Como arriba dijimos, los Sueños, compuestos mucho antes,
no fueron publicados hasta 1627. Al reimprimirse en los Juguetes de la niñez
no solamente fue retocado el texto y suprimidas las alusiones a la Sagrada
Escritura, que se estimaron irreverentes, sustituyéndolas por alegorías mitoló
gicas, sino que se cambiaron hasta algunos títulos. Quevedo en el prólogo de
dicha edición cantó la palinodia, en forma que permite dudar de su sinceri
dad: “Yo escribí con ingenio facinoroso en los hervores de la niñez, m ás ha
de veinte y cuatro años, los que llamaron Sueños míos, y precipitado, les puse
nombres más escandalosos que propios. Admítaseme por disculpa que la sa
zón de mi vida era por entonces más propia del ímpetu que de la considera
ción” 21; echa luego a los impresores la culpa de muchos atrevimientos con
que los libros fueron publicados, y afirma que al imprimirlos nuevamente “he
desagraviado mi opinión, y sacado estas manchas a mis escritos, para darlos
bien corregidos, no con menos gracia, sino con gracia más decente, pues qui
tar lo que ofende, no es disminuir, sino desembarazar lo que agrada” 22. El
celo de los censores debió de servir de poco, porque las enmiendas eran trans
parentes, y casi siempre desdichadas; adviértase, para descargo del autor, que
éste no las hizo por sí, sino que encargó la tarea a un amigo. (La m oderna edi
ción de Astrana parece que ha restituido en su integridad el texto primitivo).
E n el Sueño del juicio final (llamado Sueño de las calaveras en los Juguetes
de la niñez) todos los muertos se levantan para acudir al último juicio. L a re
vuelta asamblea se inicia con una pincelada muy de época : un angelote de
altar barroco da la señal: “Parecióme, pues, que vía un mancebo que, dis
curriendo por el aire, daba voz de su aliento a una trompeta, afeando en
parte con la fuerza su hermosura” 23. Quevedo hace desfilar un buen puñado,
más que de tipos, de categorías o clases sociales. Este sueño, pese a lo pro
metedor del título, es el más corto ; diríase que es el preludio de la sinfonía,
donde se sugieren los motivos que luego, en los distintos movimientos, se van
a desarrollar.
E n El alguacil endemoniado {El alguacil alguacilado en los Juguetes), un
diablo, metido en el cuerpo de un alguacil, concede una breve tregua a su
víctima y le cuenta al autor y al licenciado Calabrés cómo les va por el in
fierno a sus clientes. Reaparecen casi las mismas gentes que en el sueño ante
rior: avaros, médicos, poetas, enamorados, damas honestas o no, comerciantes,
pasteleros y vinateros, administradores de la justicia, cornudos...; clases todas
por las que Quevedo siente especial predilección como blancos de su sátira. El
ingenio de Quevedo se retuerce y afila para pinchar una y otra vez en el
cuerpo de sus grotescos muñecos, que vuelcan el serrín de sus hipocresías. Los
cuadros crecen en audacia, en intención. El licenciado Calabrés, confesor del
autor del sueño, era “clérigo de bonete de tres altos hecho a modo de medio
celemín ; orillo por ceñidor, y no muy apretado ; ojos de espulgo, vivos y bulli
ciosos; puños de Corinto, asomo de camisa por cuello, rosario en mano, dis
ciplina en cinto, zapato grande y de ramplón, y oreja sorda, mangas en escara
muza y calados de rasgones, los brazos en jarra y las manos en garfio ; habla
entre penitente y disciplinante, derribado el cuello al hombro, como el buen
tirador que apunta al blanco...” 24. “Yo — añade luego—·, que había comenzado
a gustar de las sutilezas del diablo, le pedí que, pues estábamos solos, y él, como
mi confesor, sabía mis cosas secretas, y yo, como amigo, las suyas, que le d e
jase hablar, apremiándole sólo a que no maltratase el cuerpo del alguacil...” 25.
Al ocuparse de los enamorados trata de un género muy particular, que le atrae
otras muchas veces: “Son de ver los amantes de monjas, con las bocas abier
tas y las manos extendidas, condenados por hablar sin tocar pieza, hechos b u
fones de los otros, metiendo y sacando los dedos por unas rejas, siempre en
vísperas del contento, sin ver jamás el día, y con sólo el título de pretendien
tes de Anticristo. E stán luego a su lado los que han querido doncellas y se
han condenado por el beso como Judas, brujuleando siempre los gustos sin
poderlos descubrir. Detrás destos en una mazmorra están los adúlteros: éstos
son los que mejor viven y peor lo pasan, pues otros les sustentan la cabalga
dura y ellos la gozan” 26. U na vez más tom a sobre los mercaderes : “Hombres
destos ha habido en el infierno, que viendo la leña y fuego que se gasta, han
querido hacer estanco de la lumbre ; y otro quiso arrendar los tormentos, pa-
reciéndole que ganaría con ellos mucho. Estos tenemos allá junto a los jueces
que acá los permitieron” 27. Hay un pasaje de especial interés, que podría ser
útil para medir los puntos que en ciertas materias calzaba el escepticismo de
Quevedo : “M as dejando esto —habla el diablo—, os quiero decir que estamos
muy sentidos de los potajes que hacéis de nosotros, pintándonos con garras
sin ser avechuchos : con colas, habiendo diablos rabones ; con cuernos, no
siendo casados ; y m al barbados siempre, habiendo diablos de nosotros que
podemos ser ermitaños y corregidores. Remediad esto, que poco ha que fue
Jerónimo Bosco allá, y preguntándole por qué había hecho tantos guisados de
nosotros en sus sueños, dijo que porque no había creído nunca que había de
monios de veras” 2S.
El sueño del infierno (Las zahúrdas de Plutón en los Juguetes) prosigue
el itinerario. E l escritor, no contento con el Sueño primero ni con las descrip
ciones del diablo en el segundó, quiere conocer por sí mismo las mansiones
infernales. E l panoram a crece ahora en extensión, pero apenas varían los m oti
vos. Quevedo puede, sin embargo, zamarrear a los mismos títeres de las más
originales maneras, exprimirle a cada tema su últim a gota, sacar de él los
más insospechados registros. Con todo, el escepticismo de Quevedo se acre
cienta y extiende a nuevos aspectos : “Toda la sangre, hidalguillo, es colorada :
señalaos en las costumbres, y entonces creeré que descendéis del docto cuando
lo fuéredes o procuráredes serlo; y si no, vuestra nobleza será mentira breve
en cuanto durare la vida ; que en la chancillería del infierno arrúgase el perga
mino y consúmense las letras” 29. Y siguen luego las consideraciones sobre la
honra: ¡cuán lejos su descam ada interpretación de este problema de las con
vencionales idealizaciones de poetas y dramaturgos coetáneos! : “— ¿Pues qué
diré de la honra? Que m ás tiranías hace en el mundo y más daños, y la que
más gustos estorba. M uere de hambre un caballero pobre, no tiene con qué
vestirse, ándase roto y remendado, y da en ladrón ; y no lo pide, porque
dice que tiene honra, ni quiere servir porque dice que es deshonra. Todo cuan-
to se busca y afana dicen los hombres que es por sustentar honra. ¡ O h lo que
gasta la honra! Y llegado a ver lo que es la honra, no es nada. Por la honra
no come el que tiene gana donde le sabría bien. Por la honra se muere la viu
da entre dos paredes. Por la honra, sin saber qué es hombre ni qué es gusto, se
pasa la doncella treinta años casada consigo misma. Por la honra la casada
se quita a su deseo cuanto pide. Por la honra pasan los hombres el mar. Por
la honra m ata un hombre a otro. Por la honra gastan todos más de lo que
tienen. Y es la honra, según esto, una necedad del cuerpo y alma, pues al uno
quita los gustos y al otro el descanso. Y porque veáis cuáles sois los hombres
de desgraciados y cuán a peligro tenéis lo que m ás estimáis, hase de advertir
que las cosas de más valor en vosotros son la honra, la vida y la hacienda ; y
la honra está junto al culo de las mujeres, la vida en las manos de los dotores
y la hacienda en las plumas de los escribanos” 30.
E n E l mundo por de dentro Quevedo se sale al fin del infierno, para darse
un paseo por la tierra, que tiene poco que envidiarle. Conducido por un viejo
que es el Desengaño, encuentra de nuevo sus tipos preferidos por la calle de
la Hipocresía. E n E l sueño de la muerte {La visita de los chistes en los Jugue
tes) prosigue la excursión terrestre guiado ahora por la Muerte. L a técnica
alegórica, dominante en todos los Sueños, todavía se acrecienta m ás en éste;
Quevedo hace dialogar a figuras simbólicas que encam an frases o refranes: el
Rey que rabió, M ateo Pico, Pero Grullo, la Dueña Quintañona, con cuya in
tervención trata el autor de dar variedad a sus fantasías satíricas.
30 Idem , id.
31 A zorín, A l margen de los clásicos, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes,
M adrid, 1915, págs. 152-153.
606 Historia de la literatura española
satírico ; el hecho, sin embargo, es que la sátira de los Sueños pesa menos por
la densidad de su contenido que por la sugestión de intensidad, de fuerza,
de dureza en que la envuelve la portentosa palabra de Quevedo, Muchas de
las cosas que él dice serían trivialidades sin la fiebre y la vibración que reci
ben de su envoltura verbal. Por esto creemos que los Sueños valen sobre todo
como ejercicio literario, como índice de la potencia que atesora Quevedo como
escritor. Pese a todo, su hum ana actitud global de agresiva inconformidad
tiene un valor incuestionable; el propio Azorín lo adm ite: “Quevedo, por
encima de todo, en virtud de estas síntesis que el tiempo forma, representa
un gesto de protesta, de rebelión. Ese solo gesto nos basta” 32.
Las “ fantasías morales” . De técnica muy semejante a los Sueños son las
dos llamadas fantasías morales : Discurso de todos los diablos o infierno emen
dado y L a hora de todos y la fortuna con seso.
El Discurso fue escrito en 1627 y publicado por vez prim era en Gerona
(1628) junto con el Cuento de cuentos. Quiso Quevedo reeditarlo en M adrid
al año siguiente, pero la censura del padre Diego Niseno, provincial de los
Basilios, extensa y pormenorizada, fue absolutamente condenatoria: al padre
Niseno no le hacían ninguna gracia las chanzas de Quevedo con las mansiones
infernales. Véanse algunos puntos de su informe, que permiten conocer el tono
general : “Resma de infiernos, impropiedad burladora” ; “Algunos trataron de
huirse del infierno. Es dar a entender a los ignorantes que puede ser. Es contra
la fe” ; “Dice que van contentas al infierno las mujeres. Si lo dice de veras es
error ; si por donaire, irrisión de las penas, engaño de los ignorantes ” 33 (cierto
que al diablo no parecía Quevedo tenerle en el Discurso mucho respeto:
“ ...Decía que mirase por sí Satanás: que había conjura para quitarle el dia-
blazgo...” ; “ ...Óigame vuestra diablencia...” ; “ ...Éste es tonto y no sabe lo
que se d iabla...”).
Entonces fue cuando Quevedo preparó la edición de sus Juguetes, donde el
Discurso apareció bajo el título de El Entremetido, la Dueña y el Soplón, tres
32 Idem, id., pág. 155. Cfr.: J. A . T am ayo, “Cinco notas a ‘Los Sueños’ ” , en Home
naje a Quevedo en su centenario (1645-1945), Valencia, M editerráneo, 1946, págs. 143-
160. L eo Spitzer, “U n passage de Q uevedo”, en Revista de Filología Española, X X IV ,
1937, págs. 223-225. Sergio E. Fernández, Ideas sociales y políticas en el ‘Infierno’ de
Dante y en los ‘Sueños" de Quevedo, M éjico, 1950. Margarita M orreale, “Q uevedo y el
Bosco. U n a apostilla a los Sueños ”, en Clavileño, núm. 40, 1956, pág. 40. D e la misma,
“La censura de la geom ancia y de la herejía en Las zahúrdas de Plutón de Q uevedo” , en
Boletín de la Real Academia Española, X X X V III, 1958, págs. 409-419. R. M . Price, “Que-
vedo’s Satire on the U se o f Words in the Sueños", en Modern Language Notes, L X X IX ,
1964, págs. 169-180. James O. Crosby, “T h e poet Claudian in Francisco de Q uevedo’s
Sueño del juicio final”, en Papers of the Bibliographical Society o f America, N ueva
Y ork, LV , 1961, págs. 183-191.
33 Ed. Astrana, cit., Prosa, págs. 199-200.
Quevedo 607
personajes que, al ser soltados en el infierno, abren la función y van luego te
jiendo hilos con que anudar las distintas partes.
E l Discurso tiene menor unidad y es menos compacto que los Sueños. L a
m ayoría de los episodios podían pertenecer en todo a cualquiera de aquéllos ;
pero el autor va intercalando discursos más graves, que pone en boca de per
sonajes históricos: políticos o escritores —César, Alejandro—·, alguno de los
cuales es algo extraño verlo metido en el infierno, como es el caso de Séneca.
L a sátira se hace en estos parlamentos más profunda y el autor parece alzarse
a mayores atrevimientos ; pero su tono y color diverge del resto, como en dos
barajas mezcladas. H abla Clito, privado y víctima de A lejandro: “Para ver
cuán poco caso hacen los dioses de las monarquías de la tierra, basta ver a
quien se las dan” ; y luego: “De suerte ¡oh Lucifer!, que el delito es ser pri
vado, no ser malo ni bueno... —¿A hora sabes —dijo Satanás— que la pri
vanza es tropezón y todo príncipe zancadilla?...”. Se disculpa Juliano el Após
tata (y adviértase la som a del autor): “ ¿...podrá uno ser monarca y tenerlo
todo sin quitárselo a muchos? ¿Podrá ser superior y soberano, y subordinarse
a consejo? ¿Podrá ser todopoderoso, y no vengar su enojo, no llenar su co
dicia, ni satisfacer su lujuria?... ¿Podrá premiar los méritos quien en ellos tiene
su acusación y su tem o r?...” 34. A veces la irritación del padre Niseno parece
justificarse: asen a un diablo, y al preguntarle “cómo dormía sueño de cor
nudo”, responde: “Tres días ha que me acosté. Yo soy el diablo de las M on
jas, y quedan eligiendo abadesa. Y, en tratándose deso, no hay sino descuidar,
que todas son diablos; y en el torno se hilan, y en las redes se ciernen: y
antes estorbara yo, porque las ambiciosas tienen por punto de honra que el
diablo presuma en este tiempo de hábil. Cuando acá falte desorden y alboroto
y parcialidades y bando, „y si la paz se aventurare alguna vez a asomarse acá,
no hay sino arrim ar al infierno una elección de superiora, y no nos conoceremos
todos” 35.
Merecerían detenido estudio las opiniones de Quevedo sobre la paz y la
guerra, expuestas ya en el Sueño de la muerte, y que aquí se amplían con el
llamamiento del diablo a la “diabla Prosperidad”, pasaje interesantísimo de
aguda sátira y larga intención.
Hay en el Discurso un episodio de inigualable fuerza, que quizá no tenga
semejante en toda nuestra literatura como expresión de un pesimismo sin
límites, casi nihilista. Un grupo de condenados se lamenta de su imprevisión :
“Si yo volviera a n acer...”. Hartos de oírlos, los diablos les conceden que vuel
van a la vida. Pero uno de aquéllos se opone a la propuesta y les dirige el
parlamento a que aludimos, que por su extensión y el tono de algunas frases
no es posible reproducir aquí ; basten unas pocas como botón de muestra : “Si
me han de engendrar bastardo, hay pecado y concierto y paga y alcagüeta y
Comparada con las demás novelas picarescas, podría decirse que el Bus
cón encierra un mundo aparte ; tan aparte, como la obra quevedesca, en con
junto, lo está de la de otro escritor cualquiera. Esta singularidad no se la da
al Buscón ni el tema, ni la m ateria del relato, ni ninguna experiencia peculiar
allí recogida, ni siquiera su particular sentido o propósito ; es, simplemente, una
cuestión de estilo, es decir, de estricta creación literaria.
Los precedentes del Lazarillo y del Guzmán dejaban ya fijado aquel mundo
novelesco; con ambas novelas, a su vez, quedaban abiertas también las dos
rutas capitales del género : la de la picaresca pura y la de la picaresca morali
zante. Ni el tem a ni el propósito suponen, pues, nada nuevo en la novela de
Quevedo. Su radical originalidad consiste, en cambio, en que en ella vuelca
el escritor —a raudales, sin contención, en medida no igualada ni en los Sue
ños, ni en las “fantasías morales”, ni en sus obras satíricas o festivas— su
capacidad de caricaturizar, de retorcer hasta el frenesí, de am ontonar rasgos
grotescos, de estirar y contorsionar a sus peleles humanos, con un desborde de
ingenio en el que el autor encuentra su complacencia, diríase que sin fines ul
teriores. E n un agudo estudio sobre el Buscón, Fernando Lázaro Carreter su
braya este último aspecto con palabras que habremos de glosar luego: “Es el
suyo —dice— un deseo casi demoníaco de ostentar ingenio, y lo proclama
constantemente. Ni moralidad ni pesimismo parecen rondar por esta cabeza
todavía...” 42.
Ninguna medida hum ana sirve para la fauna quevedesca que puebla el
Buscón. A un siendo tan conocida, es forzoso reproducir la estampa del dómine
Cabra como paradigm a: “El era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle,
una cabeza pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir para quien sabe
el refrán), los ojos avecinados en el cogote, que parecía que m iraba por cué-
vanos ; tan hundidos y escuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de mer
caderes; la nariz, entre Rom a y Francia, porque se le había comido de unas
búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero ; las bar
bas descoloridas de miedo de la boca vecina, que, de pura hambre parecía
que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso
que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado ; el gaznate, largo
como de avestruz, con una nuez tan salida, que parecía se iba a buscar de co
mer, forzada de la necesidad; los brazos secos, las manos como un manojo
de sarmientos cada una. M irado de medio abajo, parecía tenedor o compás,
con dos piernas largas y flacas; su andar muy espacioso; si se descomponía
algo, le sonaban los güesos como tablillas de San Lázaro ; la habla hética ; la
barba grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y él decía que era tanto
el asco que le daba ver las manos del barbero por su cara, que antes se deja
ría m atar que tal permitiese; cortábale los cabellos un muchacho de nosotros.
Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras y guarniciones de
grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos en caspa. L a sotana, según
decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, vién
dola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana ; otros decían que era ilusión ;
desde cerca parecía negra, y desde lejos entre azul. Llevábala sin ceñidor; no
traía cuello ni puños. Parecía, con los cabellos largos y la sotana mísera y
corta, hcayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser tum ba de un filisteo.
Pues su aposento, aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones, de miedo
que no le royesen algunos mendrugos que guardaba. L a cama tenía en el sue
lo, y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, él era archi-
pobre y protom iseria” 43. Pablos y don Diego vuelven a casa de su señor, des
pués de salir de las garras del licenciado : “Entram os en casa de don Alonso,
y echáronnos en dos camas con mucho tiento, porque no se nos desparramasen
los güesos de puro roídos de la hambre. Trajeron esploradores que nos bus
casen los ojos por toda la cara, y a mí, como había sido mi trabajo m ayor y
la hambre imperial, que al fin me trataban como a criado, en buen rato no
me los hallaron. Trajeron médicos y mandaron que nos limpiasen con zorras
el polvo de las bocas, como a retablos, y bien lo éramos de duelos... M anda
ron los doctores que, por nueve días, no hablase nadie recio en nuestro apo
sento porque, como estaban güecos los estómagos, sonaba en ellos el eco de
cualquier palabra” 44. Véase la estampa del soldado, que encuentra Pablos en
el camino de M adrid a Segovia : “Enseñóme una cuchillada de a palmo en las
ingles, que así era de incordio como el sol es claro. Luego en los calcañares,
me enseñó otras dos señales, y dijo que eran balas ; y yo saqué, por otras dos
mías que tengo, que habían sido sabañones. Quitóse el sombrero y mostróme
el rostro ; calzaba diez y seis puntos de cara, que tantos tenía en una cuchilla
da que le partía las narices. Tenía otros tres chirlos, que se la volvían m apa a
puras líneas...” 45. Hacia el final del libro, Pablos cena en Sevilla con cuatro
valentones, y he aquí la estam pa: “Estando en esto, y yo con lo bebido ato
londrado, entraron cuatro dellos, con cuatro zapatos de gotoso por caras, an
dando a lo columpio, no cubiertos con las capas sino fajados por los lomos;
los sombreros empinados sobre la frente, altas las faldillas de delante, que pa
recían diadem as; un par de herrerías enteras por guarniciones de dagas y es
padas; las conteras, en conversación con el calcañar derecho; los ojos derri
bados, la vista fuerte; bigotes buidos a lo cuerno, y barbas turcas, como ca
ballos... Sentáronse; y para preguntar quién era yo, no hablaron palabra,
sino el uno miró a M atorrales, y, abriendo la boca y empujando hacia mí el
labio de abajo, me señaló. A lo cual mi maestro de novicios satisfizo empu
ñando la barba y mirando hacia abajo. Y con esto, se levantaron todos y me
46 Idem , id., pág. 276. Cfr. : R. F oulché-D elbosc, “N otes sur le B uscón”, en R evu e
H ispanique, X LI, 1916, págs. 265-291. N . A lonso Cortés, “Sobre el Buscón”, en R evu e
H ispanique, X LIII, 1918, págs. 26-37. Leo Spitzer, “Zur K unst Q uevedos in seinem Bus
cón ”, en A rchivum R om anicum , X I, 1927, págs. 511-580. M iguel Herrero, “Im itación de
Q uevedo” , en R evista de la Biblioteca, A rch ivo y M u seo de M adrid, V , 1928. Raim undo
Lida, “Estilística. U n estudio sobre Q uevedo”, en Sur, Buenos Aires, núm. 4, 1931, pági
nas 163-172. G . LaG rone, “Q uevedo and Salas Barbadillo”, en H ispanic R eview , X , 1942,
págs. 223-243. E m ilio Alarcos, E l dinero en la obra de Q uevedo, Valladolid, 1942. D e l
m ism o, “Q uevedo y la parodia idiom ática”, en A rchivum , V , 1955, págs. 3-38. José V ila
Selm a, “H um anism o en el Buscón (notas para su estudio)”, en H om enaje a Q u ev ed o ...,
cit., págs. 161-171. A lexander A . Parker, “The Psychology o f the Picaro in E l Buscón” ,
en M o d e m Language R eview , X LII, 1947, págs. 58-69. P. N . D unn, “E l individuo y la
sociedad en la V ida d e l B uscón”, en Bulletin H ispanique, LU, 1950, págs. 375-396. F.
Lázaro Carreter, Tres historias de España (L ázaro de Torm es, G u zm án de A lfarache y
P ablos de Segovia), Salam anca, 1960. H erm an Iventosch, “O nom astic invention in the
B uscón”, en H ispanic R eview , X X IX , 1961, págs. 15-32. D e l m ism o, “Q uevedo and the
D efen se o f the Slandered”, en H ispanic R eview , X X X , 1962, págs. 94-115 y 173-193.
D . B. Randall, “T he Classical Ending o f Q uevedo’s Buscón”, en H ispanic R eview , X X X II,
1964, págs. 101-108.
614 Historia de la literatura española
humano tuviese algo que ver. “Todo el hombre es mentira por cualquier parte
que lo examines —dice en E l mundo por de dentro— , si no es que, ignorante
como tú, crea las apariencias” 50. Precisamente este escepticismo es el que h a
cía posible la glacial deshumanización —literaria y moral— que en el Buscón
hemos constatado, y que tom ara a risa, transformándolo en literatura, lo que
a otras mentes, que tenían más fe en el hombre, les provocaba dolorosa irri
tación y prurito de moralizar. Quevedo, en cambio, pensaba que no valía la
pena. En este sentido sí que parece cierta la afirmación de Lázaro Carreter
de que el Buscón carece de propósito: “dardo sin meta”. Pero la denuncia
satírica está allí, con todo el peso enorme y acusador de los propios hechos,
que no necesitan comentario. Lo malo de Quevedo es que, como dijimos a
propósito de los Sueños, la emprende muchas veces con gentes y cosas que
carecen de toda importancia (esos pasteleros, sastres, barberos, vinateros, poe
tas, tan insistentemente aporreados). Pero en el Buscón da plaza a otras cues
tiones : todas esas farsas de devoción, que cubrían el país de una apestosa capa
de hipocresía; la venalidad de la justicia, pormenorizada en hechos muy con
cretos; la miseria y vergüenza del ham pa organizada, que explota además la
credulidad —una credulidad tristemente pueril— de gentes bien necias; la
proliferación de valentones; el mismo episodio de los galanes de m onjas... ¿qué
mayor protesta que el simple hecho de echárselos a los ojos del lector, destri
pando aquel tinglado social donde resultaban posibles semejantes seres? L a
m era denuncia de la maldad o de la farsa moraliza por la sola virtud de po
ner al descubierto el daño o la m entira; y Quevedo no lo hace comoquiera,
sino con plena conciencia de su actitud. Aunque lo afirma de su poesía, son
irrecusables también sobre su prosa las palabras de Dámaso Alonso: hasta
“en el Quevedo más chocarrero hay algo del m oralista..., por lo menos el
ceño” 51.
Lázaro Carreter enfrenta varias situaciones semejantes en el Guzmán y en
el Buscón para subrayar sus diferencias, y se detiene en el tipo del soldado,
que M ateo Alemán trata dramáticamente y que Quevedo, dice, “transforma en
espantajo”. Su silueta, en efecto, es una de las más desconyuntadas caricaturas
de la novela. Pero aquí de la cuestión: Alemán creía en el heroísmo del sol
dado, al que podía traicionar vilmente la burocracia cortesana; Quevedo ni
siquiera llega a creer que aquel soldado fuese o valiese como tal, porque el
heroísmo de que gallea es una farsa, y las heridas que muestra en los zancajos
no son de balas sino de sabañones, y los diez y seis puntos de la cara no se
los hicieron sirviendo al rey sino en pendencias de taberna. E n el soldado de
Quevedo es la milicia entera la que se pone en solfa, porque sus supuestas ha-
53 Ed. Astrana, cit., Prosa, pág, 273. Cfr.: R. S. R ose, “The Patriotism o f Q uevedo” ,
en The M odern Language Journal, IX , 1925, págs. 227-236. R. Lida, “La España defen
dida y la síntesis pagano-cristiana”, en L etras hispánicas, M éjico, 1958, págs. 142-148.
54 ídem , id.
618 Historia de la literatura española
escritor, y sobre todo el conceptista sutil, dueño de los más rebuscados matices.
E n su aprobación de la prim era edición de Madrid, el padre Gabriel de Cas
tilla decía muy exactamente: “ ...lo menor, con ser escogido..., es el lenguaje... :
lo más es un cierto modo raro y delgado de levantar sutiles y nuevos pensa
m ientos... Y hay muy pocos en el oficio y arte de predicar que lo puedan al
canzar; porque no consiste en continuo estudio de Escritura, ni perpetua lec
ción de santos y dotores, sino en viveza de ingenio...” 57.
N o es posible dudar que al tom ar el Evangelio como guía del príncipe, pen
saba Quevedo en erigir el arquetipo del gobernante cristiano con toda su p o
sible perfección, pero de la cautela de Quevedo puede esperarse todo género
de sutiles precauciones; al escritor le interesaba sobre todo la política de
su país, su rey y sus ministros y los validos omnipotentes y la rueda de logre
ros de la administración pública, pero no cabía pensar en enfrentarlos abierta
mente, y ni siquiera en el terreno de la pura abstracción teórica hubiera podido
aludirles con doctrina de su minerva. Por eso toma posiciones tras de trinche
ras bien acreditadas como el Evangelio, que no podían ser rehusadas por la
“Sacra, católica, real M ajestad” ni por los hombres que la suplantaban. Tras
la ideal abstracción, Quevedo apuntaba a la realidad de su momento, y los
lectores debían de andar muy solícitos en descubrir la clave bajo la malla de
las palabras ; y no debía de ser ésta la causa menor del éxito del libro : “Sólo
es buen ministro quien derechamente m ira a los necesitados. Quien da al pode
roso, compra y no da ; mercader es, no dadivoso ; logro es el suyo, no servi
cio; más pide dando que pidiendo, porque pide obligando a que le den.
Quien pide para el que manda, toma para sí: cautela es, no caridad” 58. “Al
ministro que tiene a cargo el suplir la falta de su príncipe, sola le puede con
servar la arte con que hiciere que se entienda siempre que obra su señor sin
dependencia; porque el día que se descubriere el defecto... ese día sigue al
uno el desprecio, y al otro el peligro manifiesto y merecido ; y cada uno presu
me de apoderarse de aquella voluntad, y nadie echa al otro sino por acomo
darse ; y por esto unos serán persecución de otros, y nunca se tratará del
remedio ; y será la variedad, si no peor en los efectos, más escandalosa y aven
turada” 59. Fray Gabriel de Castilla, en la aludida aprobación, escribe muy sig
nificativamente : “Abstrayendo de que pase o no en este tiempo lo que di
ce...” 60. En las palabras preliminares al lector, en la segunda parte, dirigidas
“A quien lee serenamente”, desliza Quevedo una advertencia, que en su pluma
más bien que excusa es llamada de atención: “Imprimiéronse algunos capítu
los desta obra, atendiendo yo en ellos a la vida de Cristo, y no de alguno.
Aconteció que la leyó cada mal intencionado contra las personas que aborre
cía. Estos preceptos generales habían en lenguaje de los mandamientos, con
todos los que los quebrantaren y no cumplieren ; y miran con igual entereza a
todos tiempos, y señalan las vidas, no los hombres” 61.
Se habla a veces del sentido católico de la política que propone Quevedo en
su Política de Dios, y no lo negamos. Creemos, sin embargo, que en las pági
nas del Evangelio, y por aquellas razones dichas, el escritor buscaba sobre todo
medicina para el desgobierno de su país, y no principios doctrinales que oponer
al maquiavelismo de la política europea, ya entronizado como directriz general.
El avisadísimo Quevedo no podía suponer inocentemente que la dura reali
dad del m undo pudiera manejarse con normas tan bellas e ideales. Luego vere
mos un pasaje muy significativo.
61 ídem , id., pág. 354. Cfr. : P. Pérez Clotet, L a “Política de D io s" de Q uevedo. Su
contenido ético-jurídico, M adrid, 1928. D . W. Bleznick “La P olítica de D io s de Q uevedo
y el pensam iento político del Siglo de Oro”, en N u ev a R e vista de Filología Hispánica,
IX , 1955, págs. 385-394. James O. Crosby, The sources o f the text o f Q u evedo’s “P olítica
de D io s", M od em Language A ssociation, N u eva Y ork, 1959. Μ . Z. Hafter, “Sobre la
singularidad de la P olítica de D ios" , en N u eva R e vista de Filología H ispánica, X III, 1959,
págs. 101-104. O. Lira, “La M onarquía de Q uevedo” , en R evista de E studios P olíticos,
X V , 1946, págs. 1-46.
62 ídem , id., págs. 529-530.
Quevedo 621
63 Idem , id., pág. 471. Cfr.: A . Huarte, “Observaciones a los G randes anales d e quince
días. N otas sobre un libro” , en R evista de Bibliografía N acional, VI, 1945, págs. 179-194.
64 Idem , id., pág. 478.
65 ídem , id., pág. 478.
66 ídem , id., pág. 478.
622 Historia de la literatura española
en las palabras que siguen; y éste es el pasaje que arriba prometimos: Que
vedo —nadie iba a dudarlo— no podía pensar en que se rigiera un estado con
utópicos idealismos, sino con ciencia de la realidad y bien avisada cautela:
“Decir que tiene dependencia la confesión y el Consejo de Estado, no es cosa
platicable, pues lo uno se gobierna por sumas, y lo otro por aforismos y leyes y
conveniencias: lo uno quiere dotores, lo otro experim entados; aquella profe
sión es de teólogos, ésta de prevenidos y astutos. Y cuando fuera así que la
lección y los estudios arribaran a esta cumbre, ¿qué noticia que no sea pobre,
qué experiencia que no sea mendigada de la relación, podrá tener un religioso,
si ya no presumiesen de monarcas los superiores, y nos quisiesen contar los con
ventos por provincias?... Y no acierta la virtud ni la humildad a concertarse
con la m entira acreditada que tienen por alma las razones de estado, que m a
ñosamente se visten de la hipocresía que el interés las ordena o la necesidad
persuade. Y estos padres, cuyo cuidado es poner en nuestras almas asco de
las ofensas de Dios, poseídos de piedad embarazan y no resuelven; y por
ostentar suficiencia, hacen cuestión las cosas que piden más remedio que
disputa” 67.
todos los escritos doctrinales de Quevedo, cualquiera que sea su género, que
apenas se justifica la consideración aparte de este grupo.
E n De los remedios de cualquier fortuna traduce Quevedo la obra sle Séne
ca de dicho título, y a los comentarios del escritor latino que siguen a cada
una de las “ desdichas” que consuela, añade los propios, y como queriendo en
trar en porfía con aquél, condensa y apura los conceptos hasta las últimas po
sibilidades. E n su opúsculo Nombre, origen, intento, recomendación y descen
dencia de la doctrina estoica estudia Quevedo los diversos aspectos que el tí
tulo indica, pero tratando de extenderse no sólo a los estoicos propiamente di
chos, sino a todos aquellos filósofos o escritores que, aun sin llamarse, parti
ciparon de dicha doctrina: “Por esto —dice—, con Séneca, que fue estoico,
nombro a Sócrates, que lo fue antes que tuviesen el nom bre” 72. Y atrae ade
más a esta común denominación a los cínicos —a los “limpios y aliñados”,
aclara— y a los epicúreos, con la defensa de cuyo jefe cierra su trabajo:
“Epicuro puso la felicidad en el deleite, y el deleite en la virtud ; doctrina tan
estoica, que el carecer deste nombre no la desconoce” 73.
E l editor de Quevedo, A strana Marín, publica por prim era vez una colec
ción de Sentencias, en número de más de mil doscientas.
E n el grupo de las obras ascéticas, junto a varios opúsculos religiosos de
menos interés, varios títulos merecen destacarse. L a cuna y la sepultura es un
bello tratado donde el autor condensa, en su habitual prosa apretada y sen
tenciosa, toda la ciencia del desengaño aprendida en sus autores favoritos y
cosechada en su propia experiencia. Como conjunto de doctrina quizá no quepa
hallar ninguna exposición original; el saber que aquí m aneja Quevedo es tan
antiguo como el hombre, y lo mismo los libros sapienciales de la Biblia que
los filósofos estoicos lo habían desarrollado en todos los tonos im aginables;
sin contar con la tradición del pensamiento cristiano, que la inabarcable lite
ratura ascética de la época había glosado hasta la saturación. Quevedo, pues,
aporta aquí tan sólo los recursos —inagotables— de su prosa, con los que siem
pre puede arrancar destellos inéditos de los más exhaustos filones. Para la
comprensión de su personalidad quizás encierren m ayor interés algunos pasa
jes, que subrayan su escepticismo en toda m ateria que no comprometa el
dogma religioso; así, por ejemplo, su actitud ante la filosofía de índole no
estrictamente m oral anticipa inequívocamente la posición negativa de los filó
sofos de los siglos siguientes, aunque Quevedo no la formule con sistemático
rigor, sino con sugerencias aisladas: “Quién te ve fatigar en silogismos y de
mostraciones, no pudiendo, si no eres matemático, hacer alguna...” n . En estas
palabras, que sólo en las ciencias matemáticas admiten la certeza, ¿no está
no cultas y adereza el remanente pajizo” 77. Para las segundas no cabe sino re
mitir al lector al propio texto.
E n el Cuento de cuentos trata Quevedo, por el contrario, de barrer del len
guaje muletillas y frases hechas, de índole más bien plebeya que popular, que
apelmazaban y emperezaban el habla cotidiana. Para ello, traza el autor una
breve, pero bien retorcida, historia, en la que enjareta las frases apetecidas.
L a anécdota, que carece, en realidad, de trabazón, se enreda con cosas y gen
tes de la Iglesia; por ello, fray Juan Ponce de León tronó contra la obrita
en una censura que decidió a la Inquisición a retirarla.
L a Perinola es un ataque contra M ontalbán con ocasión de su libro Para
todos. Quevedo zahiere también a otros muchos escritores, rivales y censores
de sus libros. M uchos pasajes son oscuros por las alusiones a hombres y libros,
cuya clave sería fácil de descifrar entonces, mas no para el lector de hoy.
A strana incluye también en este grupo de escritos la respuesta polémica
de Quevedo al padre Pineda, contestando a su censura de la Política de Dios',
y Su espada por Santiago. Este último “memorial” fue dirigido a Felipe IV
cuando se propuso que Santa Teresa compartiese con Santiago el patronato de
España, a lo que Quevedo se opuso en tono tal, que le atrajo no pocos ene
migos, y hasta un destierro de la corte.
104 D ám aso A lonso, G óngora y el “P olifem o", 3.a ed., Madrid, 1960, pág. 78.
105 Ed. Astrana, cit., Prosa, pág. 594. Cfr. : P. Penzol, “Comentario al estilo de don
Francisco de Q uevedo”, en Bulletin o f Spanish Studies, V III, 1931, págs. 76-88. D e l mis
m o, “El estilo de don Francisco de Q uevedo” , en E rudición Ibero-U ltram arina, Madrid,
II, 1931, págs. 76-86. Eduardo Juliá, “U na nota sobre cuestiones estilísticas en las obras
de Q uevedo” , en M editerráneo, Valencia, núm. 13-15, 1946, págs. 100-107. M anuel Durán,
“Algunos neologism os en Q uevedo”, en M odern Language N otes, LXX , 1955, págs. 117-
119. Z. M ilner, “Le cultism e et le conceptism e dans l’oeuvre de Q uevedo” , en L es Lan
gues N éo'L atines, París, LIV, I960, págs. 19-35. - ' · ··· ■,··■- ·
Quevedo 631
LA POESÍA DE QUEVEDO
volumen de lo obtenido, publicó por separado las seis primeras “M usas” con
el nombre de E l Parnaso Español, que vio la luz en 1648. González de Salas
no sólo excluyó las poesías que, por su tono, no le parecían dignas del autor,
sino que corrigió, pulió y atildó de su minerva frases y palabras que, a su jui
cio, estaban necesitadas “de refingirse a forma nueva”. Así, ofreció una edi
ción en la que resultaba imposible determinar lo que era de mano de Quevedo
y lo que fue arreglo de Salas. Éste murió sin publicar las “M usas” restantes,
tarea que realizó en 1670 el sobrino y heredero de Quevedo, don Pedro Alde
rete, bajo el título de Las tres musas últimas castellanas. Alderete, que carecía
por completo de formación y criterio literario, mezcló con las de su tío com
posiciones de otros autores y alteró las originales.
El poeta no tuvo mejor edición de sus versos (Janer se había limitado a
reproducir los textos de González de Salas y de Alderete) hasta fines del pa
sado siglo, cuando Menéndez y Pelayo publicó en la Sociedad de Bibliófilos
Andaluces parte de aquéllos, aunque con grandes imperfecciones todavía. As
trana M arín ha editado la primera colección de las “poesías completas” de
Quevedo tras ingente esfuerzo para lograr los textos más legítimos; pero de
jaba todavía pendientes problemas cronológicos y atribuciones discutidas, que
la reciente edición de Blecua 106 ha contribuido a esclarecer.
L a división de las poesías seguida por Salas, y que quizá había ideado el
mismo Quevedo, es muy imprecisa, no tanto por la diversidad de atribuciones de
cada musa como por el cruce de géneros y la combinación o lucha de contra
rios que innumerables composiciones, como propias de Quevedo, ofrecen. A s
trana adopta la división que dimos en páginas precedentes, pero que ofrece,
a su vez, idénticas dificultades. Así, por ejemplo, en el grupo de los romances,
que el editor reúne aparte por haber sido Quevedo inimitable y fecundo culti
vador, los hay de todas las especies, y por su carácter y contenido podrían
incluirse en cualquiera de los otros apartados. Con la misma razón podría ha
cerse uno de sonetos, ya que Quevedo fue un sonetista impar, y en ellos en-
106 José M anuel Blecua, Poesías de Quevedo, Barcelona, 1963, cit. Em ilio Carilla, gran
conocedor de Q uevedo, no cree que las injerencias de G onzález de Salas en las poesías
del gran satírico fuesen tantas ni tan im portantes com o pretende Astrana. Concretamente,
en lo que concierne a las “peculiaridades cultistas” que se observan en bastantes com po
siciones de Q uevedo, sobre todo de sus últim os años, supone Carilla que n o deben atri
buirse siempre, necesariamente, a la m ano de su editor; Quevedo — según advierte el
propio Salas— gustaba de volver sobre sus obras para rehacerlas y limarlas, y en sus
años postreros fue permeable a form as gongoristas que antes había com batido; diversas
variantes de una m ism a poesía pueden, pues — concluye Carilla— , mostrar rasgos cultis
tas que sean de m ano del propio Q uevedo (“Q uevedo y El Parnaso Español”, en Estudios
de Literatura Española, R osario, República Argentina, 1958, pág. 147 y ss.). Cfr.: Benito
Sánchez A lonso, “Las poesías inéditas e inciertas de Q uevedo”, en Revista de la Biblio
teca, Archivo y Museo del Ayuntamiento de Madrid, IV , 1927, págs. 387-431. Em ilio
O rozco D íaz, “Sonetos inéditos de Q uevedo” , en Boletín de la Universidad de Granada,
X IV , 1942, págs. 3-7. Joseph G. F ucilla, “Intorno ad alcune poesie attribuite a Q uevedo”,
en Quaderni Ibero-Americani, Turin, III, 1957, págs. 364-365.
Quevedo 633
contrariamos desde la sátira más grosera hasta la sutileza amorosa y los altos
consejos morales. Puesto que alguna clasificación es imprescindible adoptar,
puede seguirse la de Astrana, aunque sólo para poner algún orden en la exposi
ción o, casi mejor, por mera comodidad.
Porque el carácter más notable que la poesía de Quevedo ofrece es el es
trecho abrazo de las vertientes más contrarias: la invasión del mundo real en
las ficciones ideales, el asalto de la palabra extrapoética a las delicadezas del
petrarquismo, la fusión del plano noble con el plebeyo, la degradación de lo
bello hasta la vulgaridad o, por el contrario, la conversión en poesía de la
realidad más baja. En su penetrante estudio sobre el poeta, Dámaso Alonso
ha definido espléndidamente este carácter: “El alma de Quevedo —dice—
era violenta y apasionada. Transplantada la violencia a su arte, en él se quie
bran los tabiques de separación de los dos grandes mundos estéticos del Siglo
de Oro, esa polarización a la que caprichosamente he llamado una vez Escila
y Caribdis de la literatura española. Quevedo, para la m irada más exterior,
aparece aún fuertemente dividido por esa doble atracción: mundo suprahuma-
no, mundo infrahumano. Pero, cuando nos acercamos, vemos que en las sacu
didas de su apasionada alma se quiebran las barreras. Hemos llamado ‘desga
rrón afectivo’ a esa penetración de temas, de giros sintácticos, de léxico, que
desde el plano plebeyo, conversacional y diario, se deslizan o trasvasan al
plano elevado, de la poesía burlesca a la más alta lírica, del mundo de la
realidad al depurado recinto estético de la tradición renacentista. Sí, ese mundo
apasionado y vulgar es como una inmensa reserva afectiva que lanza emana
ciones penetrantes hasta la poesía más alta. Lo plebeyo y lo hombre se funden
en Quevedo en una explosión de afectividad, en una llam arada de pasión que
todo lo vivifica, mientras mucho destruye o abrasa (valores sintácticos, léxi
cos, etc.). Y ese mundo apasionado —que trae la vida— irrumpe ahora victo
rioso en el recinto convencional de perlas = dientes y oro = cabello. Expre
sémoslo de otro m odo: en la amargura, en la pasión, en la ira, en el odio,
en el amor, en la ternura, Quevedo es un poeta indivisible que sólo unitaria
mente puede ser entendido” 107. Casi lo más que puede, pues, intentarse, es
agrupar sus poesías por el predominio de una u otra condición.
107 D ám aso A lonso, “El desgarrón afectivo en la poesía de Q uevedo”, cit., págs. 573-
574. Cfr. : Pedro Lain Entralgo, “La vida del hombre en la poesía de Q uevedo”, en
C uadernos H ispanoam ericanos, 1948.
634 Historia de la literatura española
que sus chispazos llegan a ser deslumbradores. Esos chispazos, en Quevedo,
son sonetos. Y esto nos explica la paradoja de que no sea Lope, sino Que
vedo, el más alto poeta de amor de la literatura española. Digo el más alto
y no el más fértil, o el más vario o el más brillantemente vital. Sí, ya sé que
esto no se suele decir. Para mí, es evidente. Bastaría el famosísimo soneto del
estremecedor final polvo serán, mas polvo enamorado, para probarlo” 108.
E n las composiciones primerizas —dejando siempre a salvo la inseguridad
de la cronología—, escritas ya a partir de sus años más mozos, hay, inevita
blemente, en Quevedo un poeta amoroso, caminante por los más trillados sen
deros de la tradición petrarquista ; esta veta se manifiesta en la constante uti
lización de contrarios, en las dualidades conceptuales “que frecuentemente fra
guan en versos bimembres, sobre todo en los finales de estrofa” 109, y de modo
especial en el convencionalismo de los temas, utilizados hasta el tedio desde
los días del Canzoniere\ rebuscamientos conceptuosos que difícilmente pueden
hacernos creer en la sinceridad pasional del escritor no. El poeta increpa al río
Henares, a cuya orilla está vertiendo lágrimas por su am ada:
Otro día canta en el más delicioso conceptismo la belleza del retrato de Lisi,
que el poeta tenía en una sortija:
Pero ningún soneto tan hermoso, como aquel en que promete a Lisi su amor
más allá de la m uerte; soneto que Dámaso Alonso califica de "el mejor de
Quevedo, probablemente el m ejor de la literatura española” 118 :
119 Ed. cit., Verso, pág. 63. Cfr.: A m ado A lonso, “Sentim iento e intuición en la líri
ca”, en La Nación, Buenos Aires, 3 de m arzo de 1940.
120 Cfr.: Benito Sánchez A lonso, “Los satíricos latinos y la sátira de Q uevedo”, en
Revista de Filología Española, X I, 1924. A nthony A . G iulian, Martial and the Epigram
in Spain in the X V Ith and X V IIth Centuries, Filadelfia, 1930.
638 Historia de la literatura española
su realidad. Quevedo hace ambas cosas, ninguna de las cuales está muy en
armonía con una actitud religiosa clara y transparente” m . Pero es imposible
detenemos aquí en este problema que requeriría un minucioso estudio.
Queda la cuestión de la originalidad del poeta, pues que su deuda es tan
crecida respecto de las fuentes que hemos dicho. E n tales materias no cabe
ya —ni cabía en los días de Quevedo— originalidad conceptual. Pero Que
vedo es original hasta cuando im ita: a veces más entonces que nunca, pues
que se ve cómo en virtud de su portentosa personalidad hasta el lugar común
sale de sus manos fresco y luciente como moneda recién batida. “La novedad
del poeta —dice Dámaso Alonso— es la forma, colaboradora del pensamiento
en cuanto que lo fija, lo adensa, resalta partes en sombra, le da perfiles nuevos.
M ás aún: muchas veces es sólo la troquelación de la forma exterior, la con
densación y vivificación del pensamiento en lenguaje rítmico, lo que es, estricta
mente, creación del poeta. No, no pensemos que cada uno de esos pensamien
tos, tan ceñidos, que a través del verso de Quevedo penetran casi como m ateria
sólida, compacta, en nuestra inteligencia, deben al poeta su interna estructura
formal. Aun esta misma procede muchas veces ya de Séneca, ya de Juvenal
o de Persio, ya de M arcial, ya de Epicuro o Demetrio (a través de Séneca), etc.
A veces hasta la misma forma exterior, hasta el moldeamiento sintáctico estaba
fraguado ya... Entonces, la originalidad de Quevedo está ante todo en la fija
ción en castellano, en la repartición de m ateria en el verso, en la intuitiva tro
quelación en unidades rítmicas de las partes de más interna cohesión del pen
samiento mismo, de tal modo que ritmo exterior resalte cohesión interna. Pero
su más profunda originalidad consiste en la incorporación de los elementos
allegadizos al sistema de su poderosa expresión afectiva; por esta razón nada
toca que no quede resellado como suyo” m . De esa potente originalidad forma
parte principalísima lo compacto del pensamiento, lo que llam a Dámaso Alon
so “capacidad de condensación” : “Un soneto de Quevedo —ya en la veta bur
lesca, ya en la moralizante— suele ser una poderosa concentración de materia
lingüística hispánica... L a unidad del endecasílabo se realza en Quevedo con
una totalidad de sentido : parece como si en su verso cupiera más materia, de
condensada y trabada que allí está” m .
Esta capacidad quevedesca de concentración puede encontrar cien modos
para expresar su pesimismo desolado. Véase este soneto sobrecogedor, que deja
al fin resonando, como un eco, la original llamada del verso prim ero:
124 Ed. cit., Verso, págs. 423-424. Cfr.: J. Lanza Esteban, “Q uevedo y la tradición
literaria de la M uerte”, en Revista de Literatura, IV , 1953, págs. 367-380. R afael Alberti,
“D o n Francisco de Q uevedo, poeta de la M uerte”, en Revista Nacional de Cultura, Cara
cas, X X II, 1960, núm. 140-141, págs. 6-23. M anuel Durán, “El sentido del tiempo en
Q uevedo” , en Cuadernos Americanos, M éxico, LX X III, 1954, págs. 273-288.
125 Idem, id., pág. 412.
640 Historia de la literatura española
satíricos, donde su fuerza expresiva puede extraer del lenguaje registros y to
nos que no tuvieron precedentes ni luego han conocido imitador. Todas las
características del estilo de Quevedo, que pueden observarse más o menos
esparcidas en sus otras cuerdas poéticas, se dan en lo satírico-burlesco con una
densidad que hace quebrar todos los moldes. “Estas dos condiciones —dice
Dámaso Alonso aludiendo a su constante capacidad de condensación y a su
virulencia afectiva— saltan enseguida a los ojos en lo burlesco. Pero ya aquí
la condensación, preñada de humores, rompe el equilibrio idiomático: todo
se prensa, se estruja. Y del estrujón quevedesco, las funciones arquitectónicas
resultan transform adas: tal voz anocheció sustantivo que al encontronazo se
despierta adjetivo (“él era un hombre cerbatana”, es decir, acerbatanado, largo
como una cerbatana), o, con un tipo de sufijación que no le corresponde (“érase
un naricísimo”, un hombre de nariz grandísima). Dejémonos de dengues y de
buen gusto y admitamos todo lo que nos proyecte este brutal espoleador de
la realidad” 126.
Los medios de que se vale Quevedo para ese estrujón son variadísimos, y
no los utiliza separadamente sino fundiéndolos y acumulándolos ; a más de esa
constante rotura sintáctica, el poeta baraja en revoltijo los planos más dispa
res, hinca en sus versos todo género de palabras extrapoéticas, incrusta giros
del habla vulgar, destruye con cínico sarcasmo toda jerarquización de mundos
y de temas, y como en un desafío a toda medida amontona hipérbole sobre hi
pérbole, sacudiendo al lector en cada nuevo exceso, pues siempre parece que
no puede llegarse más allá. “Esta extraordinaria potencia transm utadora de los
valores, esta increíble agilidad con que el lenguaje va a impetuosos barqui
nazos y trancos que reflejan fidelísimamente los del vertiginoso concepto, esta
capacidad asociativa, por vínculo de metáforas, de realidades muy apartadas
(pedrería de diamantes y gigote, nariz chata y persona en cuclillas, etc.); esa
superación de todas las trabas que opone el verso castellano... a la reducción
de los materiales fonéticos que conllevan pensam iento; esa increíble alacridad
victoriosa para em butir en once sílabas un mundo de complejas relaciones
mentales, donde tienen su cúspide, donde han de estudiarse en sus caracteres
extremos, es en la poesía burlesca” 127. Quevedo salta la valla de todas las
convenciones poéticas y arrastra hacia su propio recinto toda la realidad que
encuentra a mano, como el novio de la parábola que invita a toda la canalla
al convite de sus bodas. “Quevedo intenta rtna brutal plasmación de la vida
bullente, y su troquelación en palabras” 128.
126 “E l desgarrón a fe ctiv o ...” , cit., pág. 529. C fr.: Ernesto Veres D ’O cón, L a anáfora en
la lírica d e Q uevedo, C astellón de la Plana, 1949. D e l m ism o, “N otas sobre la enum e
ración descriptiva en Q uevedo”, en Saitabi, año IX , mims. 31-32. E m ilio O rozco D íaz,
“El sentido pictórico del color en la poesía barroca”, en Tem as d el barroco, Granada,
1947.
127 “El desgarrón a fe c tiv o ...”, cit., pág. 537.
128 ídem , id., pág. 553 (nota al pie).
Quevedo 641
129 C fr.: Em ilio A larcos, “El poem a heroico De las necedades y locuras de Orlando
el enamorado ”, en Homenaje a Quevedo..., cit., págs. 25-63. G . Caravaggi, “II poem a
eroico De las necedades y locuras de Orlando el enamorado di Francisco de Quevedo y
V illegas”, en Letterature Moderne, M ilán, X I, 1961, págs. 325-343 y 461-474. C. Pitollet,
“À propos d’un romance de Q uevedo”, en Bulletin Hispanique, VI, 1904, págs. 332-346.
D e l m ism o, “U n éch o oublié du romance de Q uevedo Orfeo ”, en Bulletin Hispanique,
V III, 1906, pág. 392. M . A . Buchanan, “A neglected version o f Q uevedo’s Romance on
Orpheus”, en Modern Language Notes, X X , 1905, págs. 116-118.
642 Historia de la literatura española
Grupo aparte, y del m ayor interés, forman las sátiras contra Góngora, al
gunas de las cuales fueron ya mencionadas al ocupamos de este poeta. La
terrible mordacidad de Quevedo se ensaña inmisericorde con su rival, y sus
palabras se retuercen para plasm ar los más originales, los más hirientes dicte
rios. Sobresalen entre todas estas composiciones el soneto “Yo te untaré mis
versos con tocino...”, el romance “Poeta de ¡Oh, qué lindico!, - verdugo de
los vocablos...”, el soneto “Ten vergüenza, purpúrate, don Luis”, que acaba:
Próximas, aunque todavía más allá que las poesías burlescas, quedan las
dieciséis jácaras, en forma de romances para ser cantados, en los que pinta
el poeta gente del hampa y sus andanzas. En estas composiciones anda trenza
do lo más soez por el asunto y la expresión, con todo su léxico de germanía,
con delicadas pinceladas, que poetizan claroscuros en el cuadro tremebundo
y avinagrado:
Fue tabernero en Sevilla;
las sedes se lo perdonen,
pues midió lluvias morenas
con apellido de aloque... m .
Pero después de estos tercetos, la epístola vaga por lugares comunes, que ni
siquiera pueden concretarse en circunstancias del propio país; Quevedo hace
la apología de pretéritas edades, cuando resplandecía la virtud —una virtud
de tópicos— perdida en su tiempo. Tan sólo un fragmento, que casi desentona
en la trivialidad dominante, alude a realidades concretas de la nación: es a
propósito de la fiesta de toros, costoso y vano deporte entonces del mundo
aristocrático, que provoca en Quevedo palabras irritadas:
“U na jácara de Q uevedo”, en R evu e H ispanique, LXX II, 1928, págs. 493-503. Ruth L.
K ennedy “E scarram án and G lim pses o f the Spanish Court in 1637-1638” , en H ispanic
R eview , IX , 1941, págs. 110-136.
143 Ed cit., Verso, págs. 135-136.
Quevedo 647
Por lo demás, la epístola no es una censura contra Olivares, sino amistoso con
sejo para su buen gobierno.
De muy distinto tono es el famoso Memorial, “Católica, sacra, real M a
jestad”, al que se atribuye la desgracia y prisión del poeta. Se ha dicho a ve
ces que es composición de escaso mérito, pero no lo creemos así; en verso
—otra cosa hubiera sido en un detallado informe político sobre la situación
del país— difícilmente podía decirse más ni más concreto:
apunta sobre todo a los daños que en el propio país causaban los ejércitos,
alzados para la guerra contra Cataluña y Portugal:
A España se ha trasladado
de Italia y Flandes la guerra,
siendo señor de la tierra
el atrevido soldado;
la campaña y el poblado
roba su cudicia impía
con militar osadía;
que es la guerra, en conclusión,
para muchos perdición,
para pocos granjeria.
Al aludir a la campaña portuguesa del conde de Monterrey, acaba con dos ver
sos que resumen la situación con trágica ironía:
a Portugal amenaza
y castiga a Extrem adura146.
145 ídem , id., págs. 143-144. Cfr.: José M anuel Blecua, “U n ejemplo de dificultades:
el memorial ‘Católica, sacra, real M ajestad’ ”, en Nueva Revista de Filología Hispánica,
VIII, 1954, págs. 156-173. James O. Crosby, The text tradition o f the Memorial “Católica,
sacra, real Majestad”, Lawrence, University o f K ansas Press, 1958.
146 ídem , id., págs. 147-148.
Quevedo 649
Quevedo endilga un romance a los temas más sorprendentes : basta con que
le den leve pretexto para burla o chacota ; así, el que le dirige a Adán, felici
tándole porque no conoció suegra; o el muy divulgado que enumera burlesca
mente sus supuestas desgracias y que comienza “Parióme adrede mi madre —
¡ ojalá no me pariera !” ; o el titulado “Varios linajes de calvas” :
Alguaciles y alfileres
prenden todo cuanto agarran;
leváníanse fácilmente
los testimonios y faldas... 152.
Tardóse en parirme
m i madre, pues vengo
cuando ya está el mundo
muy cascado y viejo.
N o vendrá a sobrarme
la vida, si puedo;
ni cuando me muera
sobrarán dineros.
Después de yo muerto,
ni viña ni güerto;
y para que viva,
el güerto y la viña 153.
EL TEATRO DE QUEVEDO
Para que apenas le quedara a Quevedo campo sin arar, cultivó también el
teatro. Es posible que escribiera algunas comedias que no han llegado hasta
nosotros ; al menos Tarsia alude a ello. Sólo poseemos una comedia completa,
Cómo ha de ser el privado, que ya fue mencionada. Aparte esta obra, cuanto
de Quevedo se conserva pertenece al llamado “teatro m enor” : diálogos, bai
les, loas y entremeses.
Los diálogos, en número de cinco, son rápidos apuntes, de mucha gracia,
en que baraja motivos de sátira contra la mujer, tem a eterno en la pluma de
Quevedo. E n los bailes —romances para ser cantados— reaparecen idénticos
motivos y desfilan además personajes que no le son menos familiares: busco
nas, valentones, sopones de Salamanca, sonsaconas, borrachos; Escarramán y
la Méndez asoman en un baile empedrado de abstrusas alusiones a cofradías
o sociedades burlescas de la época, cuya parte final es una virtuosista exposi
ción, muy quevedesca, de los diversos géneros de cosquillas. El titulado Boda
de pordioseros es una m uestra formidable del poder de Quevedo para trazar
tipos hampones y raídos, con tanta intención como despiadada crueldad. El ti
tulado Los nadadores tiene en su airoso ritmo de romancillo una movida gra
cia lírica de muy subido encanto ; pero caben en él también las habituales m or
dacidades de Quevedo contra la codicia femenina, que aquí desarrolla en va
riaciones de metáforas sobre el agua y los nadadores. Su longitud nos veda
reproducirlo completo:
A l agua, nadadores,
nadadores, al agua;
alto a guardar la ropa,
que en eso está la gala.
En el mar de la Corte,
en los golfos de chanzas,
donde tocas y cintas
disimulan escamas,
el estilo de Quevedo (análisis del rom ance ‘Visita de Alejandro a D iógenes Cínico’)”, en el
H om en aje..., cit., págs. 108-142.
Quevedo 653
Ballenas gordiviejas,
corto cuello y gran panza,
muchachuelos sardinas
de ciento en ciento tragan.
Guárdese todo el mundo,
porque quien no se guarda,
se le comen pescados
con verdugado y sayas.
De las seis loas conservadas nos parece de mayor interés la Sátira a los
coches, llena de gracejo, que podría ser escrita en nuestros días por su condición
de instrumentos para la fácil seducción. Así dice uno de ellos:
Junto a ésta la loa titulada Da señas de sí una dama recién venida, y refiere sus
condiciones, en la que una buscona, con el mayor desparpajo, después de ja
lear sus gracias, acaba con estas palabras :
Para los que no son capaces de pensar en el teatro de nuestro Siglo de Oro
más que como una representación de sólo valores literarios, debe constituir
una sorpresa esta loa de Quevedo, cuyo efecto estaba confiado a la presencia,
garbo y meneos de la mujer que la recitase, sin que las galas literarias tuvie
ran en todo ello demasiado que ver.
158 Itinerario del entremés. Desde Lope de Rueda a Quiñones de Benavente. Con cinco
entremeses inéditos de D. Francisco de Quevedo, Madrid, 1965. Cfr.: D e l m ism o, “H a
llazgo de Diego Moreno, entremés de Q uevedo, y vida de un tipo literario”, en Hispanic
Review, X X V II, 1959, págs. 397-412.
159 Itinerario..., cit., pág. 197. “La fam a de Quevedo —insiste A sensio un poco m ás
abajo— ha sido perjudicada por la tendencia a hacer de Quiñones de Benavente un
Lope de V ega del entremés, aureolado con todas las invenciones y primacías. M ientras
que, en pura objetividad, cabe asentar que las piezas insertas en la Jocoseria, su m ayor
timbre de gloria, son todas sin excepción posteriores a 1625, tal vez a 1629” (ídem, id.,
pág. 198).
656 Historia de la literatura española
asegurarse que Quevedo señaló caminos nuevos no sólo desde la cantera pri
m aria de sus creaciones satíricas, sino desde el mismo palenque de sus pie
zas entremesistas. “Quevedo fertilizó el entremés, directa o indirectamente —dice
Asensio— de tres maneras diferentes : con sus piezas originales ; con el al
macén de tipos y figuras, de situaciones y ocurrencias que puso a disposición
de los cómicos; y últimamente con la ejemplar técnica literaria que aplicó a
la pintura del hom bre” 160.
En los veinte primeros años del siglo xvn, según puntualiza Asensio en
su estudio, el entremés evoluciona hacia nuevas form as; mientras Lope de
Rueda se había concentrado en “la visión cómica de un personaje en acción”
tratando de armonizar su carácter con los sucesos que provoca, y Cervantes
le había inyectado al entremés, con genialidad no imitada, temas y técnicas
de la novela proponiendo personajes vistos a la luz de su hum ana y optimista
ironía, se tiende ahora a describir y clasificar la fauna social convirtiendo la
pieza de teatro en un desfile satírico de entes ridículos, que el crítico citado
califica, con terminología de la época, de “entremés de figuras” ; éste posee
apenas nudo argumentai, “ya que su encanto reside en la variedad de tipos
caricaturizados y no en la progresión de la fábula. Es como una procesión de
deformidades sociales, de extravagacias morales o intelectuales. Las figuras
comparecen ante el satírico o encamación de la sátira —juez, examinador, mé
dico, casamentero, vendedor de fantásticas mercadurías, o cualquier otra pro
fesión que brinde un pretexto para el constante desfile—, gesticulan un m o
mento, alzan la voz, replican a la ironía o acusación del personaje central que
glosa y comenta: luego desaparecen para dejar el puesto a otra nueva figura
que viene pisándoles los talones. El movimiento cada vez más acelerado suele
desembocar sin violencia en la danza” ,61. Definiendo luego lo que venía a
designarse con el dicho vocablo de figura, escribe: “Figura designaba prim a
riamente una apariencia estrambótica, una exterioridad provocante a risa. Pero
su campo semántico se dilataba a la esfera moral y social abarcando desde el
vicio a la monomanía, desde el amaneramiento hasta la aberración, desde la
exageración de las modas en el lenguaje y el vestido hasta el rasgo especial de
carácter arraigado en el humor dominante. Propendía a subrayar el aspecto
cómico de las pretensiones y vanidades que impulsan a los hombres a tom ar
actitudes falsas, a simular realidades vacías. El énfasis sobre un exceso o exor
bitancia más que sobre una complejidad personal, que no cabía en las estre
chas márgenes del entremés, inclinaba la pintura hacia la simplificación, hacia
la caricatura” 162. Y luego : “Se mezcló con el entremés de acción, insertando
en él figuras, un modo de visión de las flaquezas sociales en que los hombres,
D o ña B e r n a r d a .
A q u í traigo, m i bien, un present illo.
D on C o nstanzo .
No, no, no tengo yo de recibillo.
D o ña B e r n a r d a .
¿Por qué lo excusas?
D on C o nstanzo .
N o quiero obligarme.
D o ña B er n a r d a .
¿Por qué no tomarás
lienzos y guantes, y randados cuellos?
D on C o nstanzo .
Porque no es bien que tomen los doncellos;
que suelen sucederles m il desgracias.
Que uno conozco yo que apenas vía,
no digo el sol, pero la luz del día,
y porque recibió un cierto presente
de una mujer, en pretendelle loca,
está con la barriga hasta la boca.
¡Desdichado de mí! . . . 165.
166 ídem , id., págs. 555-556. Cfr. : N arciso A lonso Cortés, Quevedo en el teatro, V a
lladolid, 1920. Arm ando Cotarelo, El teatro de Quevedo, M adrid, 1945 (tirada aparte
del Boletín de la Real Academia Española, tom o X X IV , cuaderno CXIV). G. M an
cini, Gli entremeses nell’arte di Quevedo, Pisa, 1955.
CAPÍTULO XII
LA D R A M Á T IC A BARROCA
Suele decirse que nada más diferente de la vida azarosa de Lope que la
reconcentrada, solitaria y estudiosa de Calderón. No conoció éste, en efecto,
la variedad de lances de aquél, pero no carece tampoco de casi ninguno de los
más peculiares del hombre de su tiempo *. Nació Calderón en Madrid, el 17
viajes a la corte y seguía componiendo obras de teatro para las fiestas del pa
lacio real. Se le censuró por escribir comedias profanas siendo sacerdote, pero
como al mismo tiempo los reyes le pedían que lo hiciera y el propio Patriarca
de las Indias, que se había distinguido en las censuras, le encargase componer
los “autos” para las fiestas del Corpus de Toledo, le escribió una carta al di
cho Patriarca con aquella conocida frase: “o es malo o es bueno: si es bue
no, no me obste, y si es malo no se me mande”. El incidente quedó resuelto,
aunque parece que Calderón decidió no escribir más comedias para el pú
blico sino sólo para palacio ; de todos modos, se sabe que algunas de las
obras allí estrenadas pasaron luego a representarse en los corrales.
Durante su estancia en Toledo, inspirado por la inscripción “Psalle et sile”
—canta y calla— de la reja del coro de su catedral, compuso con aquel título
un poema de 525 versos, uno de sus contados escritos en que pueden vislum
brarse ciertos aspectos de su carácter e intim idad3.
E n 1663 fue nombrado capellán de honor de Su M ajestad y se estableció
de nuevo en la corte, donde seguía dirigiendo la representación de los “autos”
y piezas teatrales, en especial zarzuelas y obras de gran aparato, para los rea
les sitios. No obstante, durante esta última etapa de su vida se entregó con
preferencia a componer “autos sacramentales”. Ingresó en la Congregación de
Sacerdotes Naturales de M adrid, de la que fue capellán mayor.
E n 1665 falleció Felipe IV, el gran protector de Calderón, pero el poeta
siguió gozando de idéntico favor por parte de su heredero. El 20 de mayo de
1681 redactó Calderón su testamento, “hallándome —dice— sin más cercano
peligro de la vida que la misma vida, y en mi entero y cabal juicio” ; allí pe
día ser enterrado con la mayor sencillez y que le llevasen descubierto “por si
mereciese satisfacer en parte las públicas vanidades de mi mal gastada vida con
públicos desengaños de mi muerte” . Cinco días más tarde moría Calderón en
Madrid, cerrando el período de nuestra mayor grandeza literaria.
Aunque, como hemos visto, no faltaron en los años de juventud de Cal
derón lances y aventuras, era el poeta hombre de ánimo reconcentrado, amigo
de la soledad y nada propicio a las confidencias. Son contadísimas las noticias
que se poseen de su vida privada. De su altivo carácter da idea una de las
pocas anécdotas, que el escritor confiaba en su vejez a un íntimo amigo: re
cordando los años de su niñez decía que “no sentía tanto los azotes del maes
tro, como que los muchachos le llamasen el Perantón, por llamarse Pedro y
haber nacido el día de San Antón”. El vacío que existe en torno al episodio de
sus amores y de su hijo natural, siendo, como él era, hombre de fama tan
dilatada, es significativo. A diferencia de Lope que volcaba tumultuosamente
su vida entera no sólo en su obra lírica sino en su mismo teatro, es de hecho
4 Historia de la literatura española, vol. II, 7.a ed., Barcelona, 1964, pág. 483.
5 Citado por Valbuena en ídem, id.
6 “Calderón y su teatro” : Conferencia Primera: “Calderón y sus críticos”, en Estu
dios y discursos de crítica histórica y literaria, ed. nacional, vol. I ll, Santander, 1941,
página 90.
666 Historia de la literatura española
glo xvn, puesto que, nacido en 1600, era ya aplaudido en 1620 a par de Lope
y M ontalbán, y poco antes de morir, en 1680, aún componía autos sacramenta
les. Pocas vidas literarias ha habido tan largas, felices y bien aprovechadas” 7.
E n vida de Calderón se habían impreso cuatro “partes” de sus comedias,
es decir, cuatro volúmenes de doce comedias cada uno, según era costumbre
entonces ; estas cuatro partes merecieron más o menos implícitamente la apro
bación del autor. Como venía sucediendo invariablemente hasta entonces con
todos los ingenios que escribían para el teatro, se habían publicado sueltas —o
formando parte de colecciones varias con obras de distintos autores— nume
rosas comedias de Calderón impresas por mercaderes sin escrúpulos, sin res
peto ninguno al texto original, basándose en los manuscritos estropeados o
mutilados por los cómicos, o tomados de oído en las representaciones por aque
llos famosos “memorillas” de la época. Para remediar este daño, el hermano
del poeta, José, emprendió la publicación de las citadas partes y dio a la im
prenta las dos primeras, aunque no es seguro tampoco que dispusiera de los
textos autógrafos, que quizá el mismo Calderón no poseía (por regla general
los autores entregaban el original a los cómicos y muy frecuentemente no se
quedaban copia); así pues, las ediciones de José, aunque mejoraron mucho
las anteriores, distan también de ser perfectas. L a muerte de José y los trá
gicos acontecimientos del país interrumpieron la publicación, y sólo 27 años
más tarde (trece llevaba ya Calderón de sacerdote), en 1664, apareció la “ter
cera” parte, preparada por el amigo del poeta don Sebastián Ventura de Ver-
gara. En 1672 salió la “cuarta” con un prólogo del propio Calderón de gran
interés, porque rechazaba expresamente la paternidad de una larga lista de
comedias ajenas, que se habían impreso a su nombre. En 1677 fue editada la
“quinta” parte sin conocimiento de Calderón y con tantos errores y adultera
ciones que desató las iras del escritor y la total desautorización del libro. Ya
no aparecieron más “partes” en vida del autor, aunque todavía éste, en aquel
mismo año, publicó un volumen con doce “ autos sacramentales” .
Poco antes de su muerte, el duque de Veragua pidió a Calderón la lista
exacta de sus obras, que el poeta le remitió, incluyendo en ella 110 títulos.
Basándose en ellos, Juan de Vera Tassis y Villarroel que se decía, sin serlo,
amigo de Calderón, emprendió la publicación de sus comedias, haciendo im
primir hasta una “novena parte” . Esta edición ha sido muy discutida y, en
su conjunto, desautorizada, aunque ha servido por mucho tiempo como base
de todas las reimpresiones. Los modernos investigadores han tenido que afron
tar larga tarea para fijar los textos de las obras dramáticas de Calderón. Al
gunos eruditos —M orel-Fatio, Buchanan, Northup, Rosemberg, Parker— han
editado obras sueltas con gran esmero. Beneméritos esfuerzos para editar el
conjunto de la obra calderoniana han sido realizados en nuestros días por Luis
8 Cfr.: M iguel de Toro y G isberí, “ ¿Conocem os el texto verdadero de las com edias
de C alderón?”, en Boletín de la Real Academia Española, V , 1918, págs. 401-421 y 531-
549; VI, 1919, págs. 3-12 y 307-331. M. A . Buchanan, “N otes on C alderón: The V era
Tassis edition; The text o f La Vida es sueño”, en M odem Language Notes, X X II, 1907,
págs. 148-150. Arturo Farinelli, “D ivagaciones bibliográficas calderonianas”, en Cultura
Española, Madrid, VI, 1907, págs. 505-544. Everett W. H esse, The Vera Tassis text of
Calderon’s plays, M éxico, 1941. D e l m ism o, “The publication of Calderón’s plays in the
17th century”, en Philological Quarterly, X X V II, 1948, págs. 37-51. D el m ism o, “The
first et second editions o f Calderón’s Cuarta Parte”, en Hispanic Review, X V I, 1948, p á
ginas 209-237. N . D . Shergold, “Calderón and Vera Tassis”, en Hispanic Review, X X III,
1955, págs. 212-218. H . C. H eaton, “On the Segunda Parte of Calderón”, en Hispanic
Review, V , 1937, págs. 208-222. M . Oppenheimer,“Addenda on the Segunda Parte o f
Calderón”, en Hispanic Review, X V I, 1948, págs. 335-340. S. E. Leavitt, “A rare edi
tion o f plays attributed to Calderón”, en Hispanic Review, X V , 1947, págs. 216-218. E. M .
W ilson, “Som e calderonian ‘P liegos Sueltos’ ”, en Homenaje a Van Praag, Amsterdam,
1956, págs. 140-144. D el m ism o, “N otas sobre algunos manuscritos calderonianos en
M adrid y T oled o”, en Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, LX V III, 1960, pági
nas 477-488. H . W. H ilborn, A chronology of the plays of don Pedro Calderón de la
Barca, The University o f T oronto Press, 1938.
Ediciones m odernas: Teatro selecto de don Pedro Calderón de la Barca, ed. de M .
M enéndez y Pelayo, 4 vols., Madrid, 1881. Comedias de don Pedro Calderón de la Bar
ca, ed. de J. E. Hartzenbusch, en BAE, vols. VII, IX , X II y X IV , nueva ed., M adrid,
1944-1945. Pedro Calderón de la Barca, Obras Completas. Dramas, ed. de L. Astrana
M arín, 2.a ed., M adrid, 1941. Pedro Calderón de la Barca, Obras Completas. Comedias,
ed. de Ángel Valbuena Briones, 2.a ed., Madrid,1960. Las ediciones de obras sueltas
son innum erables; cfr. la bibliografía reunida en los siguientes libros: E. Frutos Cortés,
Calderón de la Barca, Barcelona, 1949. Albert E. Slom an, The dramatic craftsmanship o f
Calderón. His use of earlier plays, Oxford, 1958. Angel V albuena Briones, Perspectiva crí
tica de los dramas de Calderón, M adrid, 1965. J. A. M olinar, J. H. Parker y Evelyn R ugy,
Bibliography of the Buchanan’s Collection of ‘comedias sueltas’, The University o f Toronto
Press, 1959.
668 Historia de la literatura española
9 C alderón. Su personalidad, su arte dram ático, su estilo y sus obras, Barcelona, 1941,
página 18.
1(1 tdem, id., pág. 17.
11 Idem, id., pág. 20.
Calderón 669
gas; Lope prefiere moverse libremente en un campo vario, que ahincar en un
solo personaje. Pero advirtamos que también Calderón se sirve con gran fre
cuencia de una plural intriga dramática. Hay una diferencia sin embargo.
En Lope la atención puede dispersarse entre dos o tres personajes, ninguno
de los cuales se yergue como inequívoco protagonista. En Calderón, los dife
rentes personajes se estructuran de acuerdo con una jerarquía o, mejor, con
un esquema de paralelismos que hacen pensar en una fórmula matemática,
en una técnica muy precisa, rigurosamente calculada (y también, digamos, in
sistentemente repetida). Valbuena habla del “dialéctico paralelismo” entre anta
gonista y protagonista y del “perfecto equilibrio en el contraste de dos opues
tas figuras”, y recuerda la “desmedida simetría” atribuida a Calderón por uno
de sus discípulos; pero quizá no insiste demasiado en ello. Dámaso Alonso
ha dedicado, en cambio, todo un ensayo a estudiar La correlación en la es
tructura del teatro calderoniano ; se ocupa preferentemente de las correla
ciones estilísticas, innumerables, en la obra de Calderón, pero trata también de
la estricta correlación dramática. Siendo imposible seguirle aquí en su estudio,
limitémonos a reproducir alguna de sus conclusiones: “Basta —dice— estu
diar un poco el teatro de Calderón para convencerse de que él procuró romper
esa total bimembración de los finales, de la que estaban ya ahitos público y
poetas. Pero eso era un modo de disimular. Porque la dualidad fundamental
del nudo dramático no sólo fue conservada, sino fortalecida, matematizada,
en el teatro calderoniano...” 12. Y luego: “Muchas veces se ha repetido que el
mundo de Calderón es una estilización de la realidad. Es necesario añadir que
es una estilización plurimembre” 13. Baste esto para hacer resaltar el estudiado
sistema que sirve de férreo soporte a la dramática de Calderón, y aclarar con
ello lo que quiere decirse al calificarlo de ordenador y perfeccionado!· del tea
tro de Lope de Vega.
E l segundo punto que debe ser aclarado se refiere a la índole de los p er
sonajes creados por Calderón. L a estilización y sujeción a fórmulas tan preci
sas y la tendencia al simbolismo conducen inevitablemente a la repetición de
tipos humanos muy semejantes y, por otro lado, de dudosa consistencia y pro
fundidad. De lo primero es difícil eximir a Calderón, sobre todo en las co
medias de capa y espada, cuyos lances maneja con estudiada y hábil técnica :
de ello le acusaba ya Luzán, y el mismo Goethe tan entusiasta, por lo demás,
de su teatro. L a consistencia hum ana de los caracteres puede, en cambio, ser
discutida según el punto de m ira bajo el que se enfoque el problema. El cri
terio más general sostiene que la verdadera creación se logra cuando los perso
najes, a fuerza de vida y de potente individualidad, acaban por encam ar una
pasión o modo de ser universales, el alma de un pueblo o de una época : tales
Valbuena Prat resume así las líneas generales de su lenguaje literario, que
habíamos dejado ya apuntadas : “Calderón, por sus características, por su esti
lo, llena toda una generación, como antes había ocurrido con Lope. Las formas
poéticas con que se reviste la tram a teatral revelan a cada poeta, y son resul
tado de su temperamento y de su formación. Lope está embebido de emoción,
de afectivismo, mientras que Calderón ordena su estilo en las formas del b a
rroco : gongorismo y conceptismo” 17. L a utilización de estos elementos poéti
cos dentro de los cauces barrocos no tiene lugar como quiera, sino con la más
derram ada profusión; envuelven por igual diálogos y descripciones, solilo
quios y relatos de sucesos. Cualquier escena de una comedia cualquiera puede
servir de ejemplo. E n E l médico de su honra doña Mencía acaba de contem
plar desde la torre de su quinta el accidente de un jinete, derribado por su
caballo ; y se lo cuenta a su criada Jacinta de esta singular manera :
........... Venía
un bizarro caballero
en un bruto tan ligero,
que en el viento parecía
un pájaro que volaba;
y es razón que lo presumas,
porque un penacho de plumas
matices al aire daba.
E l campo y el sol en ellas
compitieron resplandores;
que el campo le dio sus flores,
y el sol le dio sus estrellas;
porque cambiaban de modo,
y de modo relucían,
que en todo al sol parecían,
y a la primavera en todo.
Corrió, pues, y tropezó
el caballo, de manera
que lo que ave entonces era,
cuando en la tierra cayó
fue rosa; y así en rigor
imitó su lucimiento
en sol, cielo, tierra y viento,
ave, bruto, estrella y flo r 18.
Diríase que Calderón ignora la existencia del lenguaje natural, del que no
se sirve ni en los más llanos pasajes. L a capacidad retórica de Calderón es
ilim itada; enlaza, amontonándolas, retorciéndolas, las más variadas figuras, y
ya dejamos indicado el incesante flujo de esas correlaciones y paralelismos in
numerables, rigurosamente estudiados por Dámaso Alonso. Con frecuencia, la
acción dramática queda como asfixiada por esta yedra decorativa, que puede
llegar a usurpar su papel al movimiento escénico ; pero regala, en cambio, be
llezas incontables de detalle, de incomparable seducción. La actual valoración
del barroco se goza en todas estas variaciones poéticas; pero se comprende
muy bien que la crítica antibarroca censurara estos rasgos como reprobables
excesos.
Por lo demás, Calderón posee como pocos el sentido de la sonoridad del
verso, que sabe comunicar lo mismo a los metros cortos 20 que a los de arte
m ayor: “Su endecasílabo —dice Valbuena— con algunos matices aprendidos
del de Góngora, posee rotundidad y retorcido movimiento. Riqueza verbal,
no por abundante menos precisa, rotundidad expresiva, efectos vibrantes, apa
recen en este artífice de la estrofa acabada, y del verso elaborado con todo
detalle” 21. Alude luego a su habilidad para lograr los más varios efectos, ta
les como el “tono fúnebre” en que habla la Muerte en algunas octavas de
La cena de Baltasar·.
vencionales de estos temas. Sin desconocer lo que han influido otros factores
para poner en circulación el tópico del “honor calderoniano”, creemos que nin
guno tan decisivo como la peculiar desmesura con que Calderón ha construido
a sus héroes. Y junto a la violencia y retorsión, el contraste y el claroscuro que
afecta también, del mismo modo, al ornato verbal y a la contraposición de ca
racteres y juegos de escenas.
Quizá debamos ahora advertir que estos contrastes que tan profusamente
muestra por todos sus ángulos la obra calderoniana, poseen una común tona
lidad, están —diríamos— en una misma escala o, lo que es lo mismo, no se
producen sino entre seres o situaciones afectados por idéntica idealización.
Porque el potente barroquismo de Calderón desconoce una de las vertientes
m ás genuinas del barroco, que es el contraste entre la belleza y la fealdad; y
esto se debe al peculiar carácter idealista del dramaturgo. Menéndez y Pelayo
definió perfectamente este rasgo, y sería vano tratar de sustituir sus palabras:
“Calderón —dice— tenía repugnancia instintiva a presentar en las tablas nin
guno de los aspectos feos, prosaicos o menos nobles de la naturaleza humana,
y esto no solamente le privó de una infinidad de caracteres, sino que hizo que
los pocos que presentó le saliesen casi siempre de una sola pieza, nada com
plejos, poco ricos de interés y fáciles de reducir a fórmula. No sólo excluyó
del teatro los rufianes, las celestinas, etc., que Lope todavía había conservado,
sino que no se atrevió a presentar jamás aquella situación doméstica, tan fre
cuente en Tirso, de la rivalidad entre dos herm anas... Todo género de interés
secundario, toda la parte m ás o menos vulgar que se mezcla siempre en la na
turaleza hum ana con los impulsos nobles y más poéticos, quedan excluidos:
todo elemento realista está fuera del arte de Calderón, no cabe en su manera
de entenderle. De aquí que gran parte de las relaciones sociales queden fuera
de la jurisdicción del poeta”
Hemos venido repitiendo cómo el carácter esquematizador y razonador de
Calderón condiciona la disposición general de su teatro como una organizada
estructura, de matemático entramado. Añadamos ahora que su mentalidad es
colástica puede descender a detalles tales como dar forma y nombre de “argu
m ento” a un diálogo cualquiera, incluso de am or; y apenas hay comedia
suya donde no puedan hallarse ejemplos. Veamos éstos tomados al azar entre
los innumerables anotados. En L a niña de Gómez Arias Ginés reprocha a
Gómez su volubilidad amorosa e indaga sus razones ; y surge este diálogo :
Como era usual entre los dramaturgos de la época, Calderón cultivó todos
los géneros. Su teatro podría, pues, clasificarse, a semejanza del de cualquier
otro escritor, en razón de sus temas. No obstante, si semejante división es
aceptable respecto a sus comedias, resulta problemática en sus piezas dram á
ticas por la peculiar índole de éstas. La denominación de “comedias de cos
tumbres” está bastante clara cuando se atribuye a las “de capa y espada” o
“de enredo” : pero no vemos bien en qué medida puede incluirse en el teatro
costumbrista E l alcalde de Zalamea, como hace Valbuena Prat. El término
“costumbres” es vocablo de mucho tonelaje, y, como tal, de enorme impreci
sión, pero ni aun así vemos que pueda embarcarse en él el dram a de Pedro
Crespo. Menos aún calificarlo de “dram a histórico” por el hecho de que apa
rezca durante treinta segundos la persona de Felipe II. Lo mismo cabe decir,
por ejemplo, de L a niña de Gómez Arias, denominada asimismo “histórica”
por algunos tratadistas, debido igualmente a la presencia de la reina Isabel
—también unos minutos apenas— al final de la obra. El especial tratamiento
que da Calderón a “lo histórico”, hace muy problemática esta denominación,
lo mismo si se aplica a sus obras de tema nacional que a las de asunto extran
jero. ¿Dónde incluir entonces esos dramas —agrupados cómodamente por al
gunos como “de celos”— tales como El médico de su honra, en que intervienen
ampliamente el rey don Pedro y el infante don Enrique, o A secreto agravio,
secreta venganza, en que aparece el rey don Sebastián de Portugal, o E l ma
yor monstruo del mundo, protagonizado por personaje tan histórico como el
tetrarca Herodes? ¿Por qué no se les llama “históricos” también?
A l cabo, y sin que dejemos de reconocer su demasiada amplitud, nos pa
rece muy conveniente tom ar al viejo criterio de Menéndez y Pelayo de dividir la
porción dram ática de la obra calderoniana en dramas religiosos, filosóficos y
trágicos ; señalando en cada uno de ellos los matices oportunos.
28 Jornada primera, ed. Astrana, cit., pág. 140. Cfr.: José M .a de C ossío, “R aciona
lism o del arte dramático en Calderón”, en N o ta s y estudios de crítica literaria, M adrid,
1939.
Calderón 679
jeres, La sibila del Oriente, L os cabellos de Absalón, Judas Macabeo, Las ca
denas del demonio, La aurora en Copacabana, La exaltación de la Cruz, E l
gran príncipe de Fez y L a margarita preciosa, en colaboración con Cáncer y
Zavaleta.
Valbuena Prat distingue en estos dramas tres momentos o estilos: al pri
mero pertenece típicamente La devoción de la Cruz, obra de juventud de Cal
derón, caracterizada por el ímpetu rebelde y arrebatado de su protagonista E u
sebio, que apasionó en consecuencia a los románticos de la pasada centuria.
“Individualismo indisciplinado en los personajes —dice Valbuena—·, acciones
violentas, aun con el sello de la excepción y del escándalo, se distinguen clara
mente del resto de la producción reposada, serena y ejemplar del Calderón m a
duro. Igualmente hay en el grupo juvenil un predominio pasional, impetuoso,
a diferencia del sentido intelectual y armónico del más típico Calderón” 29.
Eusebio, en La devoción de la Cruz, se enamora violentamente de Julia
sin sospechar que es su herm ana; ambos habían nacido de un mismo parto
en circunstancias dramáticas, pero mientras el padre recogió a la hija, Eusebio
fue salvado y criado por un pastor. El padre y otro hermano, Lisardo, se
oponen a dichos amores, y Eusebio m ata a Lisardo, mientras el padre recluye
a Julia en un convento. Eusebio, que se ha lanzado al campo como bando
lero para escapar a la justicia, asalta una noche el convento de Julia y llega a
su misma celda con intención de raptarla ; pero descubre impresa en su pecho
una cruz, idéntica a la que él lleva, y huye aterrorizado dejando a Julia frus
trada en su pasión. Esta misteriosa cruz había provocado en Eusebio su devo
ción casi supersticiosa por el sagrado símbolo y le había apartado de muchas
maldades. Julia escapa del convento y se une a la partida de Eusebio, pero
éste es muerto por sus perseguidores. L a devoción por la cruz salva su alma
hasta el extremo de que resucita los instantes precisos para poder confesar
con un sacerdote a quien había perdonado la vida en cierta ocasión y que lla
mado por Eusebio en el último trance, se presenta oportunamente.
El dram a abunda en episodios de los que el más exaltado romanticismo po
dría apetecer, sin que falte incluso “el típico sacrilegio romántico” del asalto
al convento. No sólo Eusebio, sino la misma Julia es un carácter de apasionada
rebeldía, que el poeta traza con propiedad; aunque se excede lastimosamente
al atribuirle innecesarios crímenes en su corta vida de “bandolera”. Al fin de
la segunda jom ada, cuando, acosada por la difícil situación en que queda des
pués del asalto de Eusebio, decide huir del convento, pronuncia palabras que
parecen preludiar la rebelión del Tenorio zorrillesco: “Llamé al cielo y no me
oyó — y pues sus puertas me cierra...”. Dice así Julia:
de mujer desesperada
darán asombros al cielo,
darán espantos al mundo,
admiración a los tiempos,
horror al mismo pecado
y terror al mismo injierno30.
El más largo episodio de este relato lo ocupa otro romántico “asalto sa
crilego” a un convento de donde rapta a una religiosa, de cuyas gracias intenta
luego vivir al acabársele el dinero. Este pasaje, como recuerda Valbuena, fue
suprimido por el censor para la representación, pero se permitió al imprimirse
la o b ra 35.
G oethe44. Menéndez y Pelayo, sin mucho entusiasmo por este drama, sostiene
que la semejanza “es a todas luces gratuita” 45 ; sólo convienen en que los pro
tagonistas de ambas obras hacen un pacto con el diablo, pero Cipriano, el
“mágico”, tan sólo para gozar a una mujer, mientras que Fausto, en su deseo
de juventud, ciencia y poder, alimenta mucho más amplias ambiciones. “Los
caracteres — añade— son de todo punto distintos. Fausto es un viejo escép
tico y descreído de la ciencia hum ana y del poder divino, y Cipriano un m an
cebo fogoso y apasionado que, distraído con los estudios, no se ha acordado
del amor hasta que vio a Justina” 46. Tampoco en lo que concierne a calida
des literarias admite Menéndez y Pelayo la comparación entre el dram a caldero
niano y la obra del gran poeta alemán.
Por lo demás, el pacto diabólico estaba en una larga serie de tradiciones y
leyendas de los primeros siglos cristianos y de la Edad M edia y había inspirado
en toda Europa numerosas obras literarias. El dram a se abre con una escena
en que a Cipriano, leyendo un pasaje de Plinio en un bosque de Alejandría, se
le despiertan dudas sobre el panteísmo y comienza a pensar en la unidad de
Dios. El diablo se le aparece para confundirle, y entablan una disputa teoló
gica con todas las trazas de una controversia escolástica. En esto, llegan al
bosque Lelio y Floro con ánimo de batirse por rivalidad sobre una mujer, Jus
tina, pero resultan ser amigos de Cipriano, que los separa y promete resolver
pacíficamente la cuestión hablando con la dama. Cipriano, en su primera en
trevista, se enamora tan perdidamente de Justina que se le declara a su vez.
pero al negarse ésta, solicita el auxilio del diablo, que le ofrece la posesión de
la mujer a cambio de su alma. Las palabras con que Cipriano descubre al dia
blo su pasión son inequívocamente calderonianas:
El diablo trata por todos los medios de inclinar el ánimo de Justina; su
ceden entonces las famosas escenas “de la tentación”, que son lo más hermoso
de la obra. El diablo convoca a todas las bellezas de la naturaleza que puedan
hablar de amor :
plantea aquí, realmente, este gran problema? ¿O se trata tan sólo de una le
yenda piadosa, colmada —por la asombrosa capacidad teatral de Calderón—
con todas las incidencias capaces de seducir al espectador y embellecida por
su inagotable potencia lírica?
En E l José de las mujeres una mujer esta vez, Eugenia, famosa por su sabi
duría, llega a la fe cristiana por la lectura de la epístola de San Pablo a los
Corintios. M ientras se retira al yermo de la Tebaida, el pueblo de Alejandría,
creyéndola muerta, le levanta estatuas y la diviniza; pero Eugenia regresa a
la ciudad, destruye sus propios ídolos y es llevada al martirio.
Los otros dramas religiosos son de importancia mucho menor. Entre los
de asunto bíblico es el más notable Los cabellos de Absalón, refundición de
La venganza de Tamar de Tirso de M o lin a51.
dern Language R eview , X L, 1945, págs. 180-189. Albert E. Slom an, “E l m ágico prodi
gioso : Calderón D efended against the charge o f theft”, en H ispanic R eview , X X , 1952,
págs. 212-222. Joseph G . Fucilla, “U n a im itazione dell'A m in/a nel M ágico P rodigioso di
Calderón”, en Superbi C olli e altri saggi, Rom a, 1963, págs. 181-185. M ario N . Pavia,
D ram a o f the Siglo d e Oro. A stu dy o f magic, w itchraft and other occult beliefs, H is
panic Institute, N u eva York, 1959. T. E. M ay, “T he sym bolism o f E l m ágico prodigioso",
en The R om an ic R eview , LIV, abril 1963, págs. 95-112.
51 Cfr.: com o estudios de conjunto sobre este grupo de dramas, L. Rouanet, L es
dram es théologiques d e Calderón, Paris, 1898. E. Gorra, “Il dramma religioso di Calde
rón”, en Fra dram m i e poem i, M ilán, 1900. J. B. Trend, “Calderón and the Spanish reli
gious theatre o f the seventeenth century”, en Seventeenth C entury Studies presented to
Sir H erbert G rierson, Oxford, 1938. R am ón Silva, “T he religious dramas o f Calderón”, en
B ulletin o f Spanish Studies, X V , 1938, págs. 172-194; segunda época, 1946, págs. 119-
194. Lucy Elisabeth Weir, “The ideas em bodied in the religious drama o f Calderón”, en
Studies in Language, L iterature and Criticism , núm. 18, The University o f Nebraska,
688 Historia de la literatura española
Lincoln, 1940. Ángel V albuena Prat, D e la imaginería sacra de L ope a la teología siste
m ática d e C alderón: d o s m om en tos del teatro nacional, Universidad de M urcia, Murcia,
1945. A . A . Parker, The T heology o f the D e v il in the D ram a o f Calderón, Londres,
1958. Charles V . Aubrun, “Le Déterm inism e naturel et la causalité surnaturelle chez Cal
derón”, en L e Théâtre tragique, Éditions du Centre N ational de la Recherche Scientifi
que, 1962, págs. 199-209.
52 Jom ada segunda, ed. Astrana, cit., pág. 188.
Calderón 689
....... si sé
que es el gusto llama hermosa,
que la convierte en cenizas
cualquiera viento que sopla,
acudamos a lo eterno,
que es la fama vividora,
donde ni duermen las dichas
ni las grandezas reposan57.
Se dice siempre que en L a vida es sueño sobra —o, más aún, molesta— la
intriga secundaria, y que Astolfo, Estrella y Rosaura distraen de la acción prin
cipal. Pero, sobre que no hubiera sido posible prescindir por entero de esta
tram a para hacer viable la obra sobre la escena, adviértase que son también
numerosas las reacciones de Segismundo que se apoyan sobre estos personajes,
definiéndose con ello su carácter58. Rosaura, en particular, ha merecido los
desdenes m ayores; pudo eliminarse, sin duda, toda la novelería de su perdido
honor y amores con Astolfo. Sin embargo, su presencia provoca uno de los
más bellos momentos de la obra, de los más delicadamente hum anos: Segis
mundo, de vuelta a la prisión, vive la evidencia de su desengaño y admite que
su breve reinado ha sido sólo un sueño ; pero algo le cosquillea en el corazón,
algo que no se marcha de allí y que le hace dudar de todo aquel suceso: es
el am or que se le ha encendido por R osaura :
E n esta misma escena final, momentos antes, todavía el rey Basilio, “grande
estrellero” como le llama Menéndez y Pelayo, proclama la omnipotencia de los
astros : “de lo que éstos han decidido no podrás escaparte ; para ello no existe
camino”. Pero Clotaldo le replica:
Al lado de L a vida es sueño hay que situar como drama filosófico, pero de
importancia muchísimo menor, En esta vida todo es verdad y todo es mentira,
obra protagonizada por personajes históricos —los emperadores bizantinos Fo
cas y Heraclio— , aunque su carencia de valor histórico quede fuera de toda
duda. Menéndez y Pelayo advertía que el prim er acto de esta obra planteaba
una situación de gran valor dramático, cuando Heraclio y Leonido, criados sel
váticamente por el criado Astolfo, pretenden a una ser hijos del asesinado em
perador M auricio; Astolfo, requerido por Focas, se niega a declarar cuál de
ellos es realmente el hijo de Mauricio y cuál el de Focas. Los otros dos actos,
con técnica muy propia de Calderón, derivan en una comedia de magia y en
redo, que place a Valbuena, pero que Menéndez y Pelayo consideraba como una
errónea desviación en que se echa a perder el germen dramático planteado en
el primer acto: Focas, para averiguar quién es su hijo, acude a un mago,
que hace de las suyas. Heraclio y Leonido son llevados temporalmente a pala
cio, donde —a semejanza de Segismundo— se les hace creer por algún tiem
po que son reyes.
64 Calderón..., cit., pág. 140. C fr.: del m ism o, “El orden del barroco en ‘La vida
es sueño’ ” , en Escorial, V I, 1942, págs. 167-192. M . A . Buchanan, “Culteranismo in C al
derón’s ‘La vida es sueño’ ”, en Homenaje a Menéndez Vidal, vol. I, Madrid, 1925, pá
ginas 545-555. B. M orales San M artín, “El teatro griego y el teatro español: Esquilo
y Calderón, Prom eteo y Segism undo”, en Revista Quincenal, V I, 1918, págs. 260-275 y
342-359. A lbert E. Slom an, “T h e Structure of Calderóh’s La vida es sueño", en Modern
Language Review, X LV III, 1953. Paul M . Arriola, “T w o Baroque H eroes: Segismundo
and H am let”, en Hispania, X LIII, núm. 4, 1960, págs 537-540.
Calderón 695
C a p it á n : Y o os apercibo
que soy un capitán vivo.
C respo : ¿Soy yo acaso alcalde muerto?
con las palabras de trágico humor y dolor de padre ofendido que ponen fin
a la escena:
Pero ninguna escena tan justamente famosa como la que precede al momento
anterior, cuando Pedro Crespo, dejando a un lado la vara y prescindiendo de
su autoridad de alcalde, suplica de rodillas al capitán que repare el honor de
su hija ; las palabras de Pedro Crespo definiéndose a sí mismo, ofreciendo toda
su hacienda y hasta su misma persona en servicio, a los pies de don Alvaro
que le escucha con su impertinente altanería, son de una dolorosa humanidad,
insuperables como expresión dramática.
L a jom ada tercera se abre con un largo monólogo de Isabel, abandonada
en el monte, y un parlamento tres veces más extenso, que dirige a su padre, a
quien encuentra poco después atado a un árbol entre la maleza. Menéndez
y Pelayo consideraba esta escena, con su desbordante exceso verbal, como el
único fallo del dram a; Valbuena la cree, en cambio, “de bello lirismo y fuer
za patética”, y piensa que, en la representación, “la matización y los gestos de
la actriz” pueden salvar la situación. Estimamos que Menéndez y Pelayo estaba
en lo cierto ; la belleza lírica y el patetismo existen, en efecto, si se lee la esce
na con independencia de la acción, pero emplazada en ella es insostenible. Pase
aun el soliloquio inicial, tan calderoniano ; pero no cabe imaginar que Isabel,
antes de correr a desatar a su padre, le dirija casi doscientos versos, lamentán
dose y contándole cosas que Pedro Crespo ya conoce. Diríase que Calderón,
que había refrenado prodigiosamente durante todo el dram a su natural ten
dencia amplificadora, necesitaba urgentemente concederse un desahogo, antes
de andar la última jo m a d a 70.
G . Junemann, “G losas críticas. Los dos ‘Alcaldes de Zalam ea’ ”, en Revista Católica de San
tiago de Chile, X X X V I, 1919, págs. 131-135, y 194-202. V. M allarino, “El alcalde de Za
lamea y Fuenteovejuna frente al derecho penal” , en Revista de las Indias, Bogotá, X IV ,
1942, págs. 358-367. H . Krasza, “El alcalde de Zalamea : estudio psicológico-penal”, en
Anales de la Universidad de Guayaquil, I, 1949, págs. 280-292. A . E. Slom an, “Scene
division in Calderón’s El Alcalde de Zalamea”, en Hispanic Review, X IX , 1951, págs, 66-
71. W. Ktichler, “Calderón’s Com edia El alcalde de Zalamea ais Dram a der Persônlich-
keit” , en Archiv fur das Studium der Neueren Sprachen und Literature», Braunschweig,
Berlín, CXC, 1954, págs. 306-313. C. A. Jones, “Honor in El alcalde de Zalamea”, en
Modern Language Review, Cambridge, L, 1955, págs. 444-449.
71 Cfr.: Ram ón Rozzell, “The song and legend o f G óm ez Arias” , en Hispanic R e
view, X X , 1952, págs. 91-107.
700 Historia de la literatura española
poeta queda como el artista que da las formas definitivas a lo antes establecido
en sus líneas generales”. Y luego, curándose en salud ante los reparos que va
a provocar el tema, su devoción calderoniana añade: “L a responsabilidad del
concepto no es suya ; el mérito de haber realizado con ello un grupo de obras
maestras le pertenece de lleno” 72.
El honor y los celos no informan sólo los cuatro dramas dé Calderón de que
vamos a tratar ahora, sino muchas también de sus comedias costumbristas. La
diferencia estriba en que en los primeros el conflicto se plantea en tom o a una
m ujer casada y el desenlace —por ser imposible la reparación— es trágico ;
en las comedias la guarda de la mujer soltera queda a cargo de los padres y
hermanos, no menos proclives a las soluciones sangrientas, pero el matrimonio
reparador puede poner remedio en la escena final a los mayores desaguisados.
Se habla siempre, a propósito de tales dramas, del problema moral. El si
glo XIX, sobre todo, se escandalizó de estas venganzas terribles, que consideraba
inhumanas y anticristianas. Valbuena, con mucha razón, nos pone en guardia
—como vimos también respecto de la novela picaresca— ante el peligro de in
volucrar cuestiones de ética con valores artísticos. Pero no se trata tampoco
de justificar un arte inm oral; nosotros no creemos que los dramas de honor
calderonianos sean m ás inmorales, en razón de su asunto, que El príncipe cons
tante, por ejemplo. Calderón no parece que da sus dramas como tesis en ningún
caso ; jamás dice que el asesinato de la mujer desleal sea una bella acción.
Menéndez y Pelayo, que se ocupó del tema, dejó bien claro, con textos, que los
maridos vengativos de Calderón protestan con amargura de los principios del
honor que les fuerzan a tales soluciones 73 ; y Valbuena ha subrayado varios pa
sajes más, que amplían la dem ostración74. M ás aún: ha precisado un dato
—no tenido en cuenta anteriormente— de notable interés. Calderón convirtió
en alegoría sacramental el mundo del honor y de los celos —al igual que
Lope— en L a locura por la honra y La adúltera perdonada, y escribió un
auto, El pintor de su deshonra, del mismo título que el drama ; en éste último,
el Pintor —Dios— perdona a la Naturaleza Humana — su Esposa— con pala
bras que definen, sin duda posible, el pensamiento de Calderón sobre este tema :
Parece cierto, pues, como opinaba Menéndez y Pelayo, que Calderón “pro
testando contra esta ceguedad moral, la pone en escena porque encuentra en
ella poesía y ventajas estéticas para hacer un dram a trágico. Procede en todo
ello con verdadero desinterés de artista ” 75 ; escenifica, en suma, los celos y
sus venganzas como otra pasión cualquiera (y sin ellas no hay teatro posible ;
ya se sabe). Su violencia dram ática encierra un evidente interés para el espec
tador ; y nada habrá que explicarle al de nuestros días, que se bebe las nove
las y películas “policíacas”, colmadas de truculencias, con la más perfecta natu
ralidad. Téngase presente además el concepto de la época sobre tales materias :
en pleno siglo x v i i , no sólo en España, sino en cualquier país de Europa, un
dram a en que el marido engañado perdonara a su mujer infiel, hubiera sido
rechazado ruidosamente, y semejante conducta —humana y cristianísima— ca
lificada con los peores dicterios. Finalmente, adviértase que, para muchos con
temporáneos del poeta —Valbuena recuerda la opinión de Bances Candamo—
la solución sangrienta, aunque criminal, valía incluso como ejemplar lección
contra el adulterio ; los maridos demasiado “generosos” habrían servido de in
centivo, como lo sería el criminal de hoy que dejara burlado al policía al aca
barse la película76.
Pero el asunto no carece de complejidad. Para muchos es arduo adm itir que
Calderón pudiese dar cauce dramático a los sentimientos de honor en un senti
do que, al parecer, repugnaba a sus convicciones. Porque, a pesar de todas las
salvedades dichas, el desenlace de la venganza sangrienta es el que se ofrece en
definitiva a la consideración del espectador, cuya adhesión se espera recibir. El
hecho de que el marido vengador proteste previamente de que sólo el respeto
social le obliga a decisiones que no desea, puede ser tanto un recurso dram á
tico como cautelosa habilidad del escritor. Si lo primero, se trataba de intensi
ficar la lucha interior del personaje, dramáticamente desgarrado entre opues
tos sentimientos ; pero si lo segundo, el autor pretendía dejar a salvo su posi
ción moral, mientras ofrecía la solución espectacular que era grata a su público,
y en tal caso parece insoslayable la acusación de insinceridad.
era la escena el lugar más a propósito para ello y sería arriesgado esperarlo.
Menéndez Pidal recuerda también que frente a la doctrina de que el honor
depende de manera eminente de la opinión ajena —fama u honor social, dra
matizado por Calderón— existe ya desde la Edad Media una corriente de opi
nión individualista “ que cifra el honor exclusivamente en la conducta honrosa
con desprecio de la fama” 81. Y a hicimos mención de la particular ideología
de Cervantes a este respecto, seguida antes de él por Mateo Alemán ; el mismo
Lope, creador, como sabemos, del dram a de honor, al escribir una novela, La
más prudente venganza, aunque no prescinde del desenlace sanguinario, “no
sólo protesta contra él muy por largo, sino que declara haberlo reprobado toda
su vida” 82; afirmación bien sorprendente, por cierto. Menéndez Pidal concluye
que, aparte las ideas particulares de cada escritor, es de la mayor importancia
el vehículo literario en que se expresan: “creo —dice— que esa discrepancia
depende también del distinto género literario en que el conflicto se desarrolla.
L a novela destinada a la lectura privada invitaba a la reflexión condenatoria
de una venganza sangrienta, mientras el teatro exigía entregarse a los senti
mientos de mayor efectismo... L a novela, pues, y no el teatro es campo apro
piado para protestas contra la venganza de honor” 83. (Lo cual nos lleva una
vez más a nuestro firme convencimiento de que en la escena áurea intervinie
ron numerosos componentes, los más variados, que la despojaron de toda la
“pureza” literaria que habitualmente se le supone; sólo admitiendo las com
plejas razones que hacían del teatro un espectáculo de placer para las gentes
más diversas, puede comprenderse su absoluta aceptación popular, que ni ra
zones literarias ni contenidos doctrinales podrían explicar nunca). Aun dentro
del teatro es necesario distinguir los diferentes géneros dramáticos para enten
der las distintas soluciones a los casos de honor, que pueden oscilar desde las
venganzas heroicas hasta los desenlaces cómicos, y hasta burlescos (recuérdese
lo dicho a propósito de Lope de Vega): “Sentada la existencia —dice M enén
dez Pidal— de varios géneros teatrales diversos por la distinta región en que
para cada uno se sitúa el poeta en su modo de considerar la vida, nada extraño
nos puede parecer que el concepto del honor sea cambiante también, no sólo
en la novela respecto a la comedia, sino también que sea una cosa en la trage
dia y otra en la comedia hidalga, y otra muy distinta en la comedia llana o
vulgar, al estilo de Plauto y Terencio. Cada género literario sirve para expre
sar giros diversos del pensamiento del autor respecto a la reparación de la
honra agraviada” 84.
Reduciéndonos ahora al plano artístico, importa una consideración inicial
que afecta a todos los dramas del grupo. Se ha reprochado a Calderón, y el re
proche parece innegable, que sus m aridos celosos —aparte la fuerza dramática
pare con tanto estudio la venganza; un marido burlado puede darle muchas
vueltas en su cerebro a la situación y disponer con el mayor cuidado su crimen :
¿no hay casos a millones? Ahora bien : en ninguno de estos dramas calderonia
nos existe realmente el adulterio ; la moral de la época no hubiera permitido lle
var a escena, directa y flagrante, una violación del lazo m atrim onial; no hay
m ás que sospechas, nacidas además de casualidades o equívocos, a veces ridícu
los, preparados con mano de prestidigitador por el dramaturgo, para poner
en pie el conflicto. Falta, pues, la causa dramática suficiente para disponer el
ánimo del espectador a todo lo que venga. Por otra parte, la preocupación
moral y cristiana del escritor le impide también —como hemos visto— adm i
tir el punto de honra como razón para un asesinato, y por esto, aunque se lleve
a cabo, pone en boca del parricida palabras que lo condenan, y dejan por tanto
a salvo la moralidad de los principios. De donde resulta que, no habiendo
auténticos motivos que puedan encender los celos, ni tampoco razones —ínti
m as o sociales— bastante poderosas para justificar el crimen, todo se esfuma
en nubes de retórica.
Quizá resulte útil una confrontación. En El alcalde de Zalamea contem
plamos sobre la misma escena la repugnante violencia del capitán que arranca
de su casa a la hija de Crespo para satisfacer un momentáneo capricho.
Cuando luego el alcalde castiga inexorable el desacato —no im porta que sea
como alcalde y con procedimientos más o menos legales; pudo hacerlo por
sí mismo de una estocada—, el espectador aplaude arrebatado. Y nos pregun
tamos si el autor que supo trazar tan humanamente este drama, no pudo ha
llar en los celos fuerza suficiente. Veamos ahora E l médico de su honra, por
ejemplo. El marido don Gutierre comienza por venir en sospecha de su esposa
merced a una casualidad pueril; al infante don Enrique se le cae la daga en
la propia casa de Gutierre cuando va a visitar a doña Mencía, y Gutierre pue
de averiguar cúya es, porque advierte la identidad del repujado en la espada
del infante; pero esto pase todavía. Don Gutierre duda, regresa inesperada
mente en la noche, sorprende a su esposa que duerme en el jardín (era absurdo
dormirse allí tras la sorpresa de la noche anterior; ni el más necio lo hubiera
hecho), apaga la luz próxima y le habla al oído; doña Mencía, medio dormida
aún, le confunde con el infante, es decir, no reconoce la voz de su marido, aun
que éste le habla varias veces, ni le distingue en la oscuridad, que debía de ser
muy completa ; y don Gutierre queda con ello cerciorado de su desgracia. Des
pués de esta escena —con todas sus bellísimas frases, su delicado lirismo, “su
extraordinario encanto y misterio” y todas las excelencias que se quiera ima
ginar— nos preguntamos si cabe seguir tomando en serio aquella situación;
cuanto sucede luego, montado sobre tan débil artilugio, no puede ya conmo
vemos hum anam ente: aunque las galas literarias sigan arrullándonos los oídos.
médico de su honra —imitado éste último muy de cerca de la obra del mismo
título de Lope— giran aún en tom o al ambiente costumbrista, como la deuda
con Lope hace presumir claramente. El tem a del honor se volatiliza ya en gran
parte “entre joyas, metáforas y melancólico lirismo” en A secreto agravio,
secreta venganza, para llegar al “ambiente más lírico y extrarrealista” en El
mayor monstruo del mundo, leyenda del tetrarca Herodes y de su esposa M a
rlene.
En E l pintor de su deshonra la causa de los celos está mejor fundada que
en los restantes dramas. E l pintor catalán Juan Roca casa con doña Serafina,
enamorada anteriormente de otro caballero, don Alvaro, a quien se supone
muerto en un naufragio. Pero don Alvaro aparece, descubre a su amada y la
asedia de nuevo. E n doña Serafina subsiste el viejo amor, pero resiste por
deber. Don Alvaro va a buscarla a Barcelona, donde vive, y debido a una
circunstancia de increíble puerilidad —uno de esos recursos con que Calderón
desluce tantas veces las mejores situaciones— consigue raptarla en la playa y
llevarla consigo a Nápoles. Disfrazado y en hábito de pintor, les sigue Juan
Roca, que merced a otra casualidad inefable llega hasta su esposa y la mata,
en unión de su amante, de un pistoletazo. El doble asesinato se produce en
presencia de los padres de ambos amantes, pero a don Juan se le permite es
capar porque, como dice el padre del propio don Alvaro, muerto a sus pies,
“quien venga su honor, no ofende” . M ayor idealismo y conformidad no puede
imaginarse.
E l fundamento de los celos existe aquí —decíamos— y más que sobrado.
No consta con exactitud sí el adulterio se consuma, porque el idealismo de
Calderón nos puede ofrecer las cosas más sorprendentes ; a juzgar por las pala
bras que se oyen, diríamos que no, pero basta sólo pensar que ambos aman
tes, recíprocamente enamorados, viven unidos desde el momento del rapto de
Barcelona. E l desenlace sangriento es, pues, perfectamente natural y humano,
mucho más que en los dram as restantes *, pero Calderón, que tenía esta vez en
las manos un celoso de buena ley, y justificado, no ahonda en él, y toda la
obra se vuelca en el torrente de las puras anécdotas86.
Calderón utiliza repetidamente el recurso de que los presuntos culpables hu
biesen estado enamorados antes del matrimonio de la mujer, con lo que queda
a salvo la dignidad de ésta, y se justifica sin desdoro su inclinación por el
amante, con quien no pudo unirse por algún azar. Esto, que sucede en E l pintor
de su deshonra, se repite en E l médico de su honra: el infante don Enrique,
hermano de don Pedro el Cruel, había pretendido a doña Mencía, pero ésta,
consciente de que es “para dam a m ás — lo que para esposa menos”, domina
su am or hacia el infante y casa con don Gutierre. U n encuentro casual hace
renacer el deseo de don Enrique y le mueve a reanudar sus pretensiones; ya
vimos de qué modo surgen luego las sospechas del marido. Éste, no pudiendo
atentar contra el amante por su condición de infante, m ata sólo a su esposa,
totalmente inocente ; para ello recurre a un procedimiento bien poco artístico :
llam a a u n cirujano, le ordena sangrar a su mujer y deja que ésta se desangre.
Instantes después, estando aún doña Mencía m uerta en su cama, en uno de
esos finales galopantes y absurdos de nuestro teatro, don Gutierre da la mano
de esposo a doña Leonor, antigua am ada suya, a quien había dejado para
casar con doña Mencía.
E l drama, aun con todos estos excesos, tiene muchos momentos de interés.
Su acción, dice Menéndez y Pelayo, “está perfectamente conducida, es de una
sencillez sobria y severa, sin nada pegadizo ni extraño, con caracteres hermosí
simos, aunque no profundos, y con una expresión a las veces sencilla y natural”.
No diríamos nosotros que la expresión sea sencilla y natural, si entendemos esto
en el sentido de E l alcalde de Zalamea, porque el dram a rebosa de lirismo;
pero en él encontramos sus mayores bellezas. Los caracteres son, en efecto,
atrayentes, y no sólo los protagonistas, sino otros muchos secundarios, particu
larmente el de don Pedro, que conserva en el dram a su silueta tradicional87.
De nuevo unos amores anteriores dan ocasión para el dram a de celos en
A secreto agravio, secreta venganza. El vengador es ahora u n caballero por
tugués, don Lope de A lm eida; y un español, don Luis, quien provoca la tra
gedia. Don Lope asesina esta vez al pretendiente y a su propia esposa: al
primero dándole de puñaladas y arrojándole al Tajo, y a la segunda pren
diendo fuego a su casa y haciendo que m uera en el incendio. El procedimiento
estaba bien estudiado, porque como la ofensa —la supuesta ofensa, dado que
no hubo tampoco tal adulterio— había sido “ secreta”, “secreto” igualmente ha
bía de ser el castigo, para que éste no publicase el deshonor. De todos los dra
mas del grupo es éste donde los monólogos —a veces larguísimos— y las re
flexiones del protagonista ocupan mayor espacio ; don Lope, más que un ca
rácter, es una representación simbólica del principio del honor, por el que vive
atormentado, con lo que el dram a más que de celos propiamente lo es “de
honra” 8S.
Los celos, en cambio, unos celos auténticos, provocan la tragedia del te-
trarca Herodes en E l mayor monstruo del mundo. L a obra ha sido juzgada
muy diversamente y no falta quien ha calificado de inverosímil e inhum ana la
pasión del tetrarca. No lo creemos así. Herodes está enamorado de manera
arrebatada y profunda de su bellísima esposa M ariene; en las guerras civiles
entre Octavio y Antonio tom a partido por éste, y cuando conoce su derrota,
ordena a un servidor que, en el caso de que él muera, mate a Mariene para
evitar que caiga en poder de Octavio. El amor por su esposa es de tal fuerza,
que tiene “celos del aire”, no puede soportar la idea de que, muerto él, pueda
ser presa de otro, y mucho más cuando averigua que su rival y vencedor, Octa
vio, se ha enamorado tam bién de Mariene. Creemos que es ésta una de las
contadas ocasiones en que Calderón tiene una auténtica pasión entre las ma
nos; pero la echa a perder lastimosamente. Bastaba con desarrollar este ca
rácter y esta pasión, pero el genio de Calderón estaba mal dotado para tales
empresas. Creemos que Calderón no llegó a entender el verdadero sentido de
la “fatalidad”, tal como la encam a el dram a moderno, es decir, en la forma
que constituye la gloria de Shakespeare: una “fatalidad” que emana del ca
rácter y que conduce inexorablemente a un desenlace. Para Calderón, en cam
bio, la fatalidad es un hecho externo, una especie de misteriosa, y gratuita,
maldición lanzada por los astros o los hados : una maldición al modo rom án
tico, a la m anera del “sino” de don Alvaro, que es algo así como “tener la
negra” sin saber por qué. Calderón, aunque no creyese en ellos, tenía gran afi
ción por los hados y las estrellas, y basta ver las veces que los usa como con
dimento dramático ; en vez de servirse de la “fatalidad” de los caracteres, que
pocas veces acertó a crear, se vale de la “fatalidad” de los agüeros para dar a
sus obras un misterioso halo de expectante tragedia, y de aquí la importancia
primordialísima que tiene siempre en sus obras la casualidad. E n E l mayor
monstruo es ésta, una vez más, la que dice la últim a palabra. Un agüero, en
efecto, había vaticinado que Mariene moriría a manos del “mayor monstruo del
m undo”, los celos. Temiendo que su puñal pudiese ser el instrumento de tan
fatal pronóstico, intenta Herodes deshacerse de él, pero tom a siempre a sus
manos por los más extraños modos, algunos bien grotescos. Al fin, en la pos
trera escena, Herodes m ata a Mariene con su propio puñal..., pero sin querer,
con lo que la tragedia pierde todo sentido: queriendo m atar a Octavio, a
quien sorprende requiriendo a Mariene, apuñala a ésta porque se apagan en
ese instante las luces — ¿cuántas veces se apagan las luces en el teatro de Cal
derón?—- y se confunde de persona89.
98 Cfr.: Ángel Valbuena Prat, “La escenografía de una com edia de Calderón”, en
Archivo Español de Arte y Arqueología, núm. 16, Madrid, 1930, págs. 1-16. José Subirá,
La participación musical en el antiguo teatro español, Barcelona, 1930. G ilbert Chase,
“Calderón as opera librettist”, en The music of Spain, 2.a éd., N u eva York, 1959, pá
ginas 99-102. W. G. Chapman, “Las com edias m itológicas de Calderón”, en Revista de
Literatura, V , Madrid, 1954, págs. 35-67. Pierre Paris, “La M ythologie de Calderón:
‘A p olo y Clim ene’, Έ1 hijo del sol, F aetón’ ”, en Homenaje a Menéndez Pidal, I, M a
drid, 1925, págs. 557-570. N . D . Shergold, “The first performance o f Calderón’s ‘El
mayor encanto, amor”, en Bulletin of Hispanic Studies, Liverpool, X X X V , 1958, pági
nas 24-27. Henry M . Martin, “Corneille’s ‘A ndrom ède’ and Calderón’s ‘l a s fortunas de
P erseo’ ”, en M odem Philology, X X X III, 1925-1926, págs. 407-415. D el m ism o, “The
Perseus M yth in Lope and Calderón with som e references to their sources”, en PMLA,
X LV I, 1931, págs. 450-460. D el m ism o, “The A p ollo and Daphne M yth as treated by
Lope de V ega and Calderón” , en Hispanic Review, I, 1933, págs. 149-160. Everett W.
H esse, “The ‘terrible mother’ im age in Calderón’s ‘Eco y N arciso’ ” , en Romance Notes,
vol. I, núm. 2, 1960, págs. 133-136. D el m ism o, “Estructura e interpretación de una c o
m edia de Calderón : ‘E co y N arciso’ ”, en Boletín de la Biblioteca Menéndez y Pelayo,
X X X IV , 1963, págs. 57-72. E. M . W ilson, “The text o f Calderón’s ‘La púrpura de Ja
rosa’ ”, en M odern Language Review, LIV, 1959, págs. 29-44. P. G roult, “Sur Eco y
Narciso de Calderón”, en Les Lettres Romanes, X V I, III, 1962, págs. 103-113. Edm ond
Cros, “Paganisme et Christianisme dans ‘Eco y N arciso’ de Calderón”, en Revue des lan
gues romanes, L X X V , 1962, págs. 39-74. Joseph G. Fucilla, “Etapas en el desarrollo del
mito de ícaro en el Renacim iento y en el Siglo de Oro” , en Hispanófila, V III, 1960,
págs. 1-34. . ......................
714 Historia de la literatura española
Alexander Parker, uno de los más calificados estudiosos de los autos sacra
mentales, hace notar las diferencias de criterio existentes acerca del contenido
de estas obras; así, Bonilla y Fitzmaurice-Kelly afirman que el tema de los
autos es exclusivamente el dogma de la presencia eucarística ; el padre Aícardo
asegura que la materia eucarística no era esencial al auto ni lo fue nunca en
ninguna época de su historia ; por su parte, Valbuena Prat, en actitud ecléctica,
sostiene que el auto se refiere generalmente a la comunión. Parker aclara que
la confusión sólo puede resolverse distinguiendo entre la concepción caldero
niana del auto y la de sus predecesores E n su Loa entre un villano y una la
bradora Lope nos da una definición del auto sacramental:
104 El teatro de Calderón, cit., “Conferencia tercera. A utos sacramentales”, pág. 134.
105 Ludwig Pfandl, Historia de la Literatura Nacional Española en la Edad de Oro,
Barcelona, 1933, pág. 471.
106 “Los dramas alegóricos.,.” , cit., págs. 172-173.
Calderón 717
108 Sobre la escenografía de los autos es fundam ental la obra de E. Schm idt, El auto
sacramental y su importancia en el arte escénico de la época, M adrid, 1930. Cfr. adem ás:
M . Latorre y Badillo, “R epresentación de los autos sacramentales en el período de su
mayor florecim iento”, en Revista de Archivos, X V , 1911. R onald B. W illiams, The Sta
ging of Plays in the Spanish Peninsula Prior to 1555, Iow a City, 1935. José Yxart, El
arte escénico en España, 2 vols., Barcelona, 1894-1896. H ugo A . Rennert, The Spanish
Stage in the Time of Lope de Vega, N u eva York, 1909.
109 El teatro de Calderón, cit., pág. 133.
110 E n un estudio, verdaderamente lum inoso, sobre el “auto sacramental”, M arcel Ba
taillon se ocupa de varios aspectos generalmente om itidos por todos los tratadistas. Con
testimonios y razones de gran solidez, examina Bataillon la parte importantísima que
tuvo el “auto” com o mera diversión popular — aparte los m otivos religiosos que origi
nariamente lo prom ovieron— . C on ello —aunque apenas roza este aspecto— apoya nues
tro convencim iento sobre la sugestión enorme que todo aquel aparato, entonces prodi
gioso, tenía que ejercer sobre el espectador. P odían muy bien soportarse largas expo
siciones teológicas, sin entenderlas demasiado, a cam bio de contemplar cóm o se abrían,
sucesivam ente, cuatro globos colocados en otros tantos carros m ulticolores, y salía de
ellos “una mujer, caballera en un león corpóreo”, otra “caballera en una salamandra”,
una tercera “en un delfín” y una cuarta “en un águila”, igualm ente corpóreos (véase la
“M em oria de las apariencias” que Calderón antepone, com o instrucciones escenográficas,
a su “auto” La vida es sueño. Edición V albuena, citada, I, pág. 126). Bataillon se ex
tiende, en cam bio, en otros dos aspectos de parejo interés: uno, la organización econ ó
m ica que regía y favorecía la celebración de los “autos” ; otro, la sim biosis de orden téc
nico, profesional y , por descontado, tam bién económ ico, que existía entre la farándula
profana y las representaciones sacramentales. T odo lo cual no invalida, naturalmente,
la significación y valor artístico dé los “autos” , aunque la consideración de aquellos as
Calderón 719
Por otra parte, sería igualmente vano negar, o ni siquiera disminuir, la más
genuina significación religiosa de los autos, al menos para una minoría —aun
que para gran parte del vulgo no fueran sino una fiesta bulliciosa—, y sobre
todo en relación con el espíritu que les dio origen e hizo posible su existencia.
“No sé —escribe Pfandl— si sería mejor hablar en este caso de una forma de
culto que no de un dram a” m . Y glosando, probablemente, este mismo con
cepto, escribe Parker: “Los temas de los autos son ‘cuestiones de la Sacra Teo
logía’ ; su propósito es ‘el aplauso de este día’. Son una parte de la pública
celebración de la fiesta, pero no una parte desconectada. No celebran la fiesta
a la manera que pudieran hacerlo los estudiantes de una Universidad, repre
sentando una comedia de Séneca con motivo de una visita regia. Son una par
te integral de las festividades religiosas, teniendo en su asunto una íntima re
lación con la fiesta, y siendo, como así lo eran, una contribución al oficio li
túrgico de la Iglesia. Su propósito específico es el ‘aplauso’ del Sacramento. Son,
por lo tanto, y en prim er lugar, litúrgicos o semi-litúrgicos en un grado que no
alcanzaron nunca las comedias del Corpus de la Inglaterra medieval o de
cualquier otro país. Aunque no directamente, una forma de adoración era la
contribución del pueblo a las celebraciones litúrgicas, pudiendo ser considera
dos como u na forma paralela a la del culto oficial de la Iglesia. De ahí un
detalle de la escenificación que llamaba la atención de los visitantes extranjeros :
los cirios encendidos en la escena o detrás de ella, aunque los autos se repre
sentasen a plena luz del día. De ahí tam bién la suntuosidad de los atuendos, la
música, la total nota de ‘regocijo’ en la que Calderón hace hincapié con tanta
insistencia” 112. Y luego: “Todo esto debe ser recordado cuando se leen los
autos. Es necesario, no solamente reconstruir con la imaginación, como nos
pide Calderón, el artificio completo de la producción —‘lo sonoro de la músi
ca’ y ‘lo aparatoso de las tram oyas’— , sino también recrear la atmósfera li
túrgica, de la que los autos formaban parte. No son solamente teología dram a
tizada, son también obras de devoción. A menos de comprender y sentir este.,
una gran parte de la fuerza compulsiva de los autos se perderá” 113.
pectos estremece en igual medida a la erudición literaria y a la “espiritual” . Bataillon
nos previene contra e llo : “U n amante de la poesía — dice— seguirá sensible a la gran
deza de un auto calderoniano incluso cuando se ha preguntado sobre las condiciones
que llevaron a Calderón a escribirlo” . El trabajo de Bataillon, “E nsayo de explicación
del ‘auto sacramental’ ”, publicado originalmente en Bulletin H ispanique, XLII, 1940,
págs. 193-212, h a sido reproducido, vertido al español, en su libro de m iscelánea, Varía
lección d e clásicos españoles, M adrid, 1964, págs. 183-205 (citam os por esta edición).
Sobre el “pueblo teólogo”, cfr.: J. M . Aicardo, “Autos anteriores a Lope de V ega”, en
R azón y Fe, V -V II, 1903 ; y Arturo M . Cayuela, “Los autos sacramentales de Lope de
V ega, reflejo de la cultura religiosa del poeta y de su tiem po”, en id., id., CVIII, 1935.
111 H isto ria ..., cit., pág. 471.
112 “Los dramas alegóricos...”, cit., págs. 169-170.
113 Idem, id., págs. 171-172. Cfr.: Francisco de Paula Canalejas, D iscurso sobre los
autos sacram entales de Calderón, Madrid, 1871 (estudio de interés porque introduce el
concepto de los autos cotilo culto).
720 Historia de la literatura española
117 “E nsayo de exp licación ...”, cit., pág. 197. Sobre la institución y evolución de la
festividad del Corpus, sus ceremonias religiosas, procesión, etc., y las representaciones,
danzas y demás diversiones públicas que tenían lugar en dicho día, cfr.: Sister Loretta
M cGarry, The Holy Eucharist, W ashington, 1936. M arie J. G aoquet, La Fête-Dieu, Pa
ris, 1932. H enri M érim ée, L ’A rt dramatique à Valencia, Toulouse, 1913. H erm enegildo
Corbató, Los misterios del Corpus de Valencia, Berkeley, 1932. V icente B oix, Fiestas
reales (descripción de la Cabalgata y de la procesión del Corpus), Valencia, 1858. M a
nuel Carboneres, Relación y explicación histórica de la solemne procesión del Corpus,
que anualmente celebra la ciudad de Valencia, Valencia, 1873. Julio M onreal, “El día
de Corpus y sus autos sacramentales”, en su libro Cuadros viejos, Madrid, 1876. José
Sánchez Arjona, El teatro en Sevilla en los siglos X V I y X V II, Sevilla, 1887. A . Aragonés,
Estudio del teatro de Toledo durante los siglos X V I y X V II, T oledo, 1907. Julio M i-
lego, El teatro en Toledo durante los siglos X V I y X V II, Valencia, 1909. N arciso D íaz
de Escovar, El teatro en Málaga, M álaga, 1896. J. G estoso y Pérez, La fiesta del Corpus
Christi en Sevilla, Sevilla, 1910. R. Ram írez de A rellano, El teatro en Córdoba, Ciudad
Real, 1912. Bernardino M artín M ínguez, “Los autos sacramentales en la fiesta del san
tísimo Corpus Christi en Carrión de los Condes, siglos xvi y x v n ”, en La Ilustración Es
pañola y Americana, 1904, parte 1.a, págs. 338 y ss. Celestino L ópez M artínez, Teatros
y comediantes sevillanos del siglo X V I, Sevilla, 1940. José D eleito y Piñuela, “La vida
madrileña en tiempo de Felipe IV ”, en la Revista de la Biblioteca, Archivo y Museo del
Ayuntamiento de Madrid, IV , 1927 (recoge num erosos detalles sobre las costumbres de
las fiestas del Corpus). Louis D um ont, La Tarasque, París, 1951. J. E. Varey y N . D .
Shergold, “La Tarasca de Madrid. U n aspecto de la procesión del Corpus durante los
siglos x v n y x v m ”, en Clavileño, marzo-abril 1953, núm. 20, págs. 18-25. N . D . Shergold
y J. E. Varey, Los autos sacramentales en Madrid en la época de Calderón (1637-1681).
Estudio y documentos, M adrid, 1961.
U8 Bruce W. Wardropper, Introducción al teatro religioso del siglo de oro (Evolución
del Auto Sacramental: 1500-1548), Madrid, 1953, págs. 113-114.
722 Historia de la literatura española
120 Cfr.: Alexander A . Parker, “N otes on the Religious Dram a in M edieval Spain” ,
en M o d e m Language R eview , X X X , 1935, págs. 170-182. Sobre el drama medieval en
Europa pueden consultarse las obras de carácter general, que ya se han hecho clásicas,
de Edm und K . Chambers, The M ed ieva l Stage, 2 vols., Oxford, 1903, y Karl Young,
The D ram a o f the M edieval Church, 2 vols., Oxford, 1933.
121 ídem , íd„ pág. 160.
724 Historia de la literatura española
128 Wardropper, que establece esta diferencia al ocuparse de las piezas alegóricas del
Códice, señala los rasgos que las distinguen: “Entre las dos calificaciones aparentemente
sinónim as hay una diferencia insospechada. La distinción parece fundarse en el grado
de la relación entre el drama y la Eucaristía y, por consiguiente, entre el drama y la
alegoría. U n a v ez m ás nos dam os cuenta de lo estrecha que es la conexión entre la
técnica alegórica y el mundo sacramental. Podrem os decir, pues, que las ‘farsas del Sa
cram ento’ son com posiciones en que se habla de la Eucaristía, mientras que las ‘farsas
sacramentales’ son ya eucarísticas, es decir, presentan un m undo distinto, el m undo ale-
górico-sacramental. La ‘farsa del Sacramento’ debía de ser la form a transicional en la
evolución de la pieza navideña hacia la farsa sacramental” (ídem , id., págs. 217-218).
129 ídem , id., pág. 204.
130 H an sido publicadas por A lice Bow doin Kem p, Three Autos Sacramentales of
1590, Toronto, 1936; y Vera H elen Buck, Four Autos Sacramentales o f 1590, Iow a City,
1937. Cfr. adem ás: Carl A . Tyre, Religious Plays of 1590, Iow a City, 1938.
Calderón 727
131 “Introducción al teatro religioso” , cit., págs. 262-263. Sobre las relaciones entre T i
m oneda y los arzobispos de Valencia, véase — además del artículo de Bataillon, citado—
M ariano Arigita y Lassa, El ilustrísim o y reverendísim o d o cto r don Francisco de Navarra,
Pam plona, 1899,
>32 ídem , id,, pág. 198.
728 Historia de la literatura española
Calderón” 133. Por obra de éste queda, pues, constituido el auto tipo, carac
terizado inequívocamente por el empleo de la alegoría y el símbolo y por el
perfecto ajuste de éstos con el tem a sacramental ; la Teología deja de ser ob
jeto de explicaciones teóricas, como venía sucediendo, en mayor o menor grado,
desde Encina a Timoneda, para convertirse en eje esencial de la obra y ser
objeto de directa dramatización. Concebido de esta manera el auto sacramental
como dram a simbólico se emancipa “así de las tradiciones del teatro profano
como de la trabazón y estructura de las comedias devotas y de santos” 134.
Larga serie de condiciones convirtieron a Calderón en el ingenio más apto
para el cultivo de este género ; “su extraordinario poder sintético le hacía, des
de el prim er momento, captar las ideas generales que tan bien se acomodaban
a la naturaleza alegórica del género, para estrecharlas, escénicamente, en tom o
a una estricta unidad” 13s. “La formación teológica de Calderón —añade luego
Valbuena—, viva y bullente en su juventud, eco todavía de los debates de Bá-
ñez y Molina, sesuda y detallista en su vejez, en que se rodeó de libros de los
grandes maestros del pensamiento católico, cristalizó en esta Sum m a teatral,
en que todo el pensamiento católico se halla en síntesis, en que el dogma se
ha expresado en todas sus líneas fundamentales revestido de magnífica y retor
cida pom pa poética” 136. Hemos visto insistentemente cómo el “ segundo estilo”
de Calderón le lleva cada vez m ás hacia un teatro de predominio ideológico, de
estilización y alejamiento del costumbrismo realista, que cuaja en las comedias
religiosofilosóficas, en las mitológicas y aún más especialmente en los autos,
donde la libertad imaginativa del escritor podía correr sin barreras. “Si el autor
—dice Valbuena— tropezaba con la dificultad de un tem a obligado, se veía li
bre, en cambio, de las sujeciones técnicas de la comedia intangible. El gracioso
se reduce a la menor expresión ; la acción es una ; cabe todo : simbolismo, pen
sar hondo, poesía, música, y, además, todo lo dramático hum ano: caracteres,
pasión, vida, pues ‘alegoría e historia no se embarazan’. Por eso el auto sólo es
un valor, casi constantemente definitivo, en Calderón. Se necesitaba para ello
un genio reflexivo, pleno de vida interna, teólogo y escolástico” 137.
Tampoco debe olvidarse la extensa parte que en la obra de Calderón como
autor de autos tienen las peculiaridades de su estilo, síntesis —o, mejor, diná
mico equilibrio— de las dos corrientes barrocas, la culta y la conceptista ; pues
si la primera le llevó a derram ar la pompa de su ornato, la segunda le permitió
sutilizar conceptos y apurar alegorías, cosas ambas —consustanciales a los
autos— que el conceptismo estaba llevando a perfección.
138 A u to s sacram entales, ed. cit., I, pág. X X X II y ss. M enéndez y Pelayo no traza
propiamente una división, pero habla de los diversos temas o m otivos de que se sirve
el poeta; con lo que viene, de hecho, a coincidir la clasificación de Valbuena. Prescinde,
en cam bio, del “auto mariano” , y form a un apartado con los derivados de comedias
profanas, bajo el nom bre — un tanto extraño— de “parodias” (C alderón y su teatro, cit.,
pág. 144 y ss.).
730 Historia de la literatura española
hasta los más abstrusos misterios de la religión. Con noble retórica pudo de
cir Menéndez y Pelayo de esta enseñanza plástica de los “autos” : “del arte
español dramático y pictórico del siglo xvii podemos decir, salvando todos los
respetos debidos a los grandes teólogos y apologistas, que puso al alcance de
la muchedumbre lo más práctico y asequible, lo más afectivo y profundo de
la literatura ascética, y sentó a la Teología en el hogar del menestral, y abrió
al más cuitado la visión espléndida de los cielos...” 14''.
144 “Los autos com o enseñanza teológica popular”, en Estudios y discursos de critica
histórica y literaria, ed. cit., vol. III, págs. 367-376 (la cita es de la última página). Cfr.:
Ángel Valbuena Prat, “Los autos sacramentales de Calderón; clasificación y análisis”, en
Revue Hispanique, LX I, 1924, págs. 1-302. D e l m ism o, “Los autos sacramentales en
el am biente teológico español”, en Clavileño, 1952. D e l m ism o, “U na representación de
Έ1 gran teatro del m undo’. La fuente de este auto”, en Revista de Archivos, Bibliotecas
y Museos, V , Madrid, 1928. E. G onzález Pedroso, Los autos sacramentales desde su
origen hasta fines del siglo X V II, introducción al volum en LVII1 de la BAE, Madrid,
nueva ed., 1952. M . Latorre y Badillo, “Representación de los autos sacramentales en el
período de su mayor florecim iento”, en Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1911-
1912. W illy Kaspers, “Calderons M etaphysik nach den A utos Sacramentales”, en Philoso-
phisches Jahrbuch der Gorresgesellschaft, 1917. A lexander A . Parker, “Calderón, el
dramaturgo de la escolástica”, en Revista de Estudios Hispánicos, 1935, núms. 3 y 4.
Jenaro A lenda, “Catálogo de A utos Sacramentales historiales y alegóricos”, en Boletín de
la Real Academia Española, vols. I l l a X , 1916-1923. M edel del Castillo, “índ ice de los
autos sacramentales alegórycos, y al nacim iento de N uestro Señor”, en Revue Hispani
que, L X X V , 1929, págs. 144-369. J. Baeza, Calderón: su vida y sus más famosos autos
sacramentales, Barcelona, 1929. Eugenio G onzález, “Los autos marianos de Calderón” ,
en Religión y Cultura, 1936. Sister Frances de Sales M acGarry, The Allegorical and M e
taphorical Language in the Autos Sacramentales o f Calderón, W ashington, 1937. Everett
W. H esse, “La dialéctica y el casuism o en Calderón”, en la revista Estudios, 1954. José
M .a de Osma, El verdadero Dios, Pan, edición y estudio, University o f K ansas Publica
tions, 1949. N . D . Shergold, “A utos Sacramentales in Madrid, 1644”, en Hispanic
Review, X V I, 1958. G eorge Cirot, “El gran teatro del m undo”, en Bulletin Hispanique,
XLIII, 1941. W illiam J. Entwistle, La controversia en los autos de Calderón, M éjico,
1948, E ugenio Frutos, “La voluntad y el libre albedrío en los A u tos Sacramentales de
Calderón”, en Revista de la Universidad de Zaragoza, X X V , enero-m arzo, 1948. D el
m ism o, La filosofía de Calderón en sus Autos Sacramentales, Zaragoza, 1952. D el mismo,
Bañecismo y molinismo en Calderón, Zaragoza, 1952. P. G roult, “La loa de Έ1 verda
dero D ios, Pan’ de Calderón”, en Hispania, X X X IX , 1956. L. E. Weir, The Ideas embo
died in the Religious Drama of Calderón, Lincoln, N ebraska, 1940.
Ediciones de los autos: además de los dos volúm enes citados de V albuena y de la
colección de G onzález Pedroso: Ángel V albuena Prat, A utos Sacramentales de Calderón,
vol. III de las Obras Completas, M adrid, 1952. N icolás G onzález Ruiz, Teatro teológico
español: Autos sacramentales y comedias, 2 vols., en Biblioteca de Autores Cristianos,
M adrid, 1946.
734 Historia de la literatura española
longo todavía hasta bien entrado el siglo xvm. El triunfo del neoclasicismo
representó, sin embargo, el ocaso de Calderón y el comienzo de las censuras;
con su pom pa barroca, su sentido católico y tradicional, la obra calderoniana
contrastaba con las nuevas corrientes, sostenidas en lo estético por los princi
pios del clasicismo e inspiradas en la ideología afrancesada y europeizante. Lu-
zán, en su Poética de 1737, efectuó un duro examen de la obra de Calderón y,
aunque injusto a veces, puntualizó defectos indudables y aun tuvo compren
sión para el género que menos podríamos im aginar: los “autos”. Los críticos
siguientes, M ontiano, Nasarre y Velázquez, ya en pleno momento neoclásico,
llevaron sus censuras hasta los límites de una absoluta injusticia e incompren
sión —bien servidas por un desconocimiento casi total de nuestro teatro— ; y
el movimiento culminó en la orden real de 1765, que prohibió la representa
ción de los “autos sacramentales”. Moratín, padre, y Clavijo influyeron decisi
vamente, con sus críticas, en la promulgación de tal medida 14S. Fuera de Espa
ña el gusto francés dominante fue igualmente contrario a Calderón, y Voltaire,
aunque los adm iraba en no pocos aspectos, envolvió en unos mismos ataques
a Shakespeare y a Calderón.
El Romanticismo alemán, triunfante a fines del siglo xvm, restauró, en
cambio, la gloria de Calderón, y lo exaltó precisamente por las mismas razones
por las que el neoclasicismo lo había denostado: su condición de poeta cató
lico y nacional, y hasta lo antepuso al mismo Shakespeare. En esta dirección se
145 M erece aclararse — aunque cedam os provisionalm ente a la opinión más com ún, ante
la im posibilidad de ocuparnos aquí, con la extensión precisa, del problema— que la
prohibición oficial de los “autos” no fue debida a m otivos de hostilidad religiosa y pre
juicio antinacional, y m ucho m enos a mera fobia literaria anticalderoniana: razón esta
última que difícilm ente hubiera provocado un decreto real. M ás bien fue éste inspirado
por todo lo contrario. M arcel Bataillon, en su estudio citado — E nsayo de explicación del
auto sacram ental, pág. 203— , escribe que “las objeciones del puritanismo m oral pesaron
más todavía que las del puritanismo literario neoclásico” en la campaña contra los
“autos”. Éstos ·— perdido cada vez más su original sentido religioso— habían degenerado
en una mojiganga populachera, que sólo interesaba com o diversión espectacular (re
cuérdese nuestro criterio sobre este punto, aun en los días de su más religioso esplen
dor) y donde el respeto debido al tema sacramental corría todos los riesgos. Puede adm i
tirse que la representación de los “autos” en las calles se había divorciado por entero
de su valor p iad oso; si se nos permite una com paración extrema, diríamos que tenían
ya tanto que ver con el espíritu del Corpus com o el “encierro” pam plónica de los toros
tiene que ver con San Fermín. El m ism o M enéndez y P elayo adm ite: '‘com o las creen
cias se habían entibiado, y el espíritu religioso había venido a m enos, quizá sea cierto,
lo que am argamente consignan, lo mism o M oratín que Clavijo y Fajardo, esto es, que
entre los espectadores de los autos sacramentales, pocos había que los viesen con espí
ritu cristiano, y que no convirtiesen en materia de risa muchas cosas que, en el sentido
del autor, eran de gran ejem plo y enseñanza” (C alderón y su teatro, cit., “Conferencia
primera. Calderón y sus críticos”, pág. 97).
El tema es para tratado con más detenimiento. Y casi es vano aclarar que, aun
aceptada nuestra sugerencia sobre la “prohibición”, la hostilidad anticalderoniana era
un hecho en el mundo literario, por todas las razones conocidas.
Calderón 735
medias, por lo tanto, pero que no por eso pierde su lado aprovechable. Embe
bido luego en su m agna tarea sobre el teatro de Lope, Menéndez y Pelayo dejó
de escribir el libro sobre Calderón.
L a rehabilitación del Barroco en estas últimas décadas ha traído al fin la
comprensiva valoración de la dramática calderoniana, a la par de otros escri
tores, pintores, escultores y arquitectos de aquella centuria. Coincidiendo con la
“vuelta a Góngora” producida en los días de su centenario, Valbuena Prat, que
ya en sus primeros trabajos había encaminado hacia Calderón su tarea crítica,
proclamó también, en 1927, la vuelta al gran dramaturgo. Este movimiento ha
corrido paralelo en casi todos los países cultos, produciendo calderonistas emi
nentes y multiplicando los trabajos de gran seriedad crítica (los citados en nues
tras notas bibliográficas dan idea de ello). Asimismo se han multiplicado sus
ediciones y efectuado en todos los países representaciones de sus obras con
exigente perfección. E l concepto novecentista del arte dramático, liberado de
los prejuicios realistas y naturalistas del pasado siglo, abierto, en cambio, a las
más arriesgadas concepciones poéticas y de juego escénico, h a favorecido igual
mente la justa estima de Calderón, puesto hoy, unánimemente, por la crítica de
todos los países a la par de las mayores cumbres de la dramática universal146.
rée, X , 1930, págs. 733-746. J. Sofer, Die Weltíheaíer Hugo von Hofmannsthals und ihre
Voraussetzungen bei Heraklit und Calderón, Viena, 1934. Eunice Joiner G ates, “Shelley
and Calderón”, en Philological Quarterly, X V I, 1937, págs. 49-58. M . M alkiew ics, “U n
remaniement français de La vie est un songe”, en Revue de Littérature Comparée, XIII,
1939, págs. 429-444. L. B. Turkevich, “Calderón en Rusia”, en Revista de Filología His
pánica, I, 1939, págs. 139-158. M . Oppenheimer, “Supplementary data on the French and
English adaptations o f Calderón’s El astrólogo fingido”, en Revue de Littérature Com
parée, X X II, 1948, págs. 547-560. J. U . Rundle, “M ore about Calderón, Boursault and
Ravenscroft”, en M odem Language Notes, LXII, 1947, págs. 382-383. D e l m ism o, “W y
cherley and Calderón: a source for Loove in a Wood”, en PMLA, L X IV , 1949, pági
nas 701-707. H . C. Lancaster, “Still m ore about Calderón, Boursault and Ravenscroft”,
en Modern Language Notes, LXII, 1947, págs. 385-389. E, R. Curtius, “G eorge, H ofm an
nsthal und Calderón”, en Kritische Enssays zur europaischen Literatur, Berna, 1950, pá
ginas 172-201. Alexander Cioranescu, “Calderón y el teatro clásico francés”, en Estudios
de literatura española y comparada, La Laguna, 1954, págs. 137-195. C. H eselhaus, “Cal
derón und H ofm annsthal”, en Archiv fiir das Studium der Neueren Sprachen und Litera-
turen, Braunschweig, Berlín, CXCI, 1954, págs. 3-30. Everett W. H esse, “Calderón’s popu
larity in the Spanish Indies”, en Hispanic Review, X X III, 1955, págs. 12-27.
CAPÍTULO XIII
DATOS BIOGRÁFICOS
en los escenarios de los Reales Sitios: Donde hay agravios no hay celos, El
más impropio verdugo y El robo de las sabinas, en colaboración con ambos
Coello ; sin contar otras intervenciones en espectáculos literarios, sobre todo en
los vejámenes satíricos, tan del gusto de entonces.
O tra ilustre visitante, la famosa duquesa de Chevreuse, hizo encender de
nuevo las luminarias de la corte española con ostentosas fiestas, en las que no
podían faltar comedias y vejámenes. Por cierto que uno de éstos, que había sido
encargado primeramente a otros poetas, fue luego otorgado a Rojas por particu
lar voluntad del rey. Algo sucedió entonces, todavía no bien aclarado en la
biografía del dramaturgo : posiblemente las burlas de Rojas molestaron a algu
nos escritores y personajes de la corte, y el 24 de abril fue objeto de un aten
tado. Unos avisos, de que da noticia C otarelo3, afirman que Rojas murió en
esta ocasión; pero, claro está que no fue así, aunque necesitó varios meses
para convalecer de las heridas.
De cómo la atención real siguió favoreciendo al poeta da idea el hecho
—aparte la representación de varios autos suyos en distintas ocasiones— de ha
berse escogido su comedia L os bandos de Verona, para inaugurar, el 4 de fe
brero de 1640, el Coliseo construido para espectáculos teatrales en los jardines
del Buen Retiro.
Aquel mismo año publicó Rojas la primera parte de sus comedias ; y a co
mienzos del siguiente contrajo matrimonio con doña Catalina Yáñez Trillo de
Figueroa, de una familia de Guadalajara bastante distinguida. Rojas, cuyas
andanzas en la Corte y entre las gentes de la farándula no es de esperar que
fueran muy edificantes, había tenido en cierta M aría de Escobedo, mujer de
un cómico de escaso renombre llamado también Francisco de Rojas, una hija,
que andando el tiempo había de llegar a ser la famosa cómica Francisca Bezón,
o la Bezona.
En agosto de 1643 el rey concedió a Rojas el hábito de Santiago, pero los
jueces encargados de la información recibieron declaraciones en Toledo, según
las cuales los Rojas no sólo procedían de moriscos sino de judaizantes quema
dos por el Santo Oficio. L a m ala voluntad hacia Rojas de uno de los jueces y
de varios de los informantes fue manifiesta, pero de todos modos parece que
sus afirmaciones no carecían de base. Las diligencias fueron interrumpidas y
Rojas protestó de ello en un escrito al Consejo. Entonces fue designado don
Francisco de Quevedo para proseguir la información y todos los obstáculos
fueron allanados ; además, el padre de Rojas había sido escribano al retirarse
de la milicia y fue necesaria la dispensa papal para eximirle de este defecto.
A mediados de 1646 Rojas pudo, por fin, vestir el hábito de Santiago. Un año
antes había publicado la segunda parte de sus comedias.
L as últimas noticias que se poseen del dramaturgo —bastante escasas en
esta parte de su vida— coinciden con una de las frecuentes interrupciones de
ENJUICIAMIENTO DE SU OBRA
del Castañar, cuya popularidad recibió nuevo impulso a comienzos del xix
debido a las interpretaciones de Isidoro Máiquez.
Mesonero Romanos, que preparó el volumen de las obras de Rojas para
la Biblioteca de Autores Españoles1 y Emilio Cotarelo en su estudio mencio
nado, han recogido, con más o menos extensión, buena parte de los juicios
que el teatro de Rojas mereció a los críticos de los siglos xvm y xix y tales
opiniones, que reflejan, naturalmente, gustos de época —y casi diríamos que
precisamente por esto mismo— , son del mayor interés para ponemos en camino
hacia una valoración del arte dramático del toledano. En realidad, el siglo x v iii
no le dedicó una atención crítica equivalente al favor popular que seguía go
zando sobre la escena; el mayor interés, bien que por lo común para denos
tarle a tenor demias preceptivas neoclásicas, se lo llevaron Lope y Calderón, y,
en menor medida, Alarcón y Tirso. Mientras tanto, el teatro francés, como en
tantos otros predios de la literatura española, entró a saco en la obra dram á
tica de Rojas ; el segundo Corneille, Scarron, Rotrou, tradujeron, adaptaron e
imitaron varias de sus obras, y hasta Lesage ■—según recuerda Mesonero—
ingirió en su Gil Blas, convertido en novela, el drama de Rojas Casarse por ven
garse.
En el siglo xix, con la llegada del Romanticismo, y al tiempo que se efec
tuaba la restauración de Calderón y crecía el interés por los otros dramaturgos
del Siglo de Oro, la obra de Rojas comenzó a ser estudiada con alguna mayor
am plitud: M artínez de la Rosa, Agustín Durán, Dionisio Solís y Alberto Lista
hicieron ya a Rojas un importante lugar junto a los grandes nombres de nues
tro teatro, aunque, en lo que concierne al volumen de su comentario, muy a
la zaga de ellos.
La innegable supremacía que en toda la producción de Rojas tiene su dram a
García del Castañar, justifica que el interés preferente de la crítica del ocho
cientos recayera sobre sus piezas dramáticas y trágicas ; esta porción de su
obra fue estimada, generalmente, como la más im portante en intensidad y vo
lumen, y, en consecuencia, como la más característica: Rojas ha venido sien
do calificado desde entonces como el poeta trágico por excelencia de nuestro
teatro. Resulta curioso, sin embargo, que al mismo tiempo que se le investía
de esta peculiar definición, se le oponían los más graves reparos ; de modo un
tanto pintoresco podríamos resumir el concepto ochocentista sobre Rojas di
ciendo que era un “gran” escritor dramático, pero “m alo”, o, al menos, con
excepción del García, dotado de altas condiciones para el cultivo de esta m o
dalidad teatral, pero contrarrestadas por fallos no menos notables.
M artínez de la Rosa decía que si alguien, movido por la fama de Rojas
como poeta dramático, se acercara a sus obras, “ ¡cuán burlado se quedaría si
la casualidad hiciese que topase con algunas de ellas! H asta sospecharía que
habían querido hacerle una pesada burla. Ni fuera fácil form ar otro concepto
al leer el inmoral y desatinado plan de N o hay ser padre siendo rey, o la hin
chazón ridicula de L os áspides de Cleopatra, o las necedades de El falso profeta
M ahoma y de Los celos de Rodamonte, o los absurdos de Santa Isabel, reina
de Portugal, y otras composiciones de esa laya, las cuales, lejos de descubrir
ni aun visos de un poeta ingenioso y ameno, parecen únicamente sueños de
un delirante. Hállanse en ellas, en vez de pensamientos oportunos, conceptos
falsos y alam bicados; en lugar de dignidad, hinchazón; juguetes pueriles en
cambio de agudeza y metáforas ridiculas y frases huecas y estilo escabroso y
todos los defectos juntos que pueden afear las composiciones dramáticas” 8.
Eugenio de Ochoa, a vuelta de no escasos elogios, califica de “monstruosa” la
obra N o hay ser padre siendo rey, “que sólo puede compararse en lo absurda
y necia a la de Los áspides de Cleopatra” 9. Alberto Lista, uno de los críticos
que dedicó por entonces al teatro de Rojas m ás inteligentes comentarios, cali
fica también con gran dureza algunos de sus dramas, en particular L o s áspides
de Cleopatra. El conde Schack, cuya profunda y certera visión de nuestro tea
tro áureo es sobradamente conocida, pondera asimismo las altas dotes dram á
ticas de Rojas, con las que compuso obras maestras, dignas de figurar al
lado de las más notables de Calderón, pero señala a continuación los mismos
fallos que habían sido blanco de los críticos precedentes: “Con esas grandes
cualidades —dice— tenía nuestro poeta cierta afición a lo raro y exagerado,
que se observa, ya en el caprichoso arreglo de sus piezas, ya en las extravagan
cias de sus detalles. Cuando se abandona a esta propensión engendra verdade
ros monstruos, dignos de una imaginación calenturienta, inventando los más
locos caprichos y ofreciendo caracteres tan repugnantes como poco naturales” 10.
Cotarelo recoge los juicios de Adolfo Schaeffer sobre el teatro de Rojas y los
resume de esta m anera: “ Rojas poseía un genio eminentemente dramático y
condujo la acción en muchos casos hasta una catástrofe trágica; pero no es
un poeta trágico. En su fuerza creadora puede compararse con algunos prede
cesores y coetáneos de Shakespeare ; pero le falta la medida y tacto estético
que caracteriza a Calderón. Su poesía se desborda y produce situaciones forza
das y efectos inverosímiles. Traspasa con frecuencia el decoro y las convenien
cias artísticas. E s más original que Calderón, mérito grande en un dramático
del segundo período. E n resumen, Rojas poseía un genio dramático inmenso
y hubiera llegado a lo más encumbrado del arte si no fuera su invencible ten
dencia a lo raro y excepcional. Así y todo debe colocarse entre los seis dra
máticos de primer orden” n .
M esonero Romanos, después de aducir las opiniones de mayor interés sobre
Rojas —que son casi las mismas que luego había de mencionar Cotarelo— ,
aventura su propio parecer sobre la obra dram ática del autor del García del
Castañar. Por lo común, estos juicios de Mesonero Romanos suelen tenerse en
poco, pero quizá no sean tan vanos como generalmente se afirm a; son, por
lo menos, muy significativos y pueden hacem os luz para mejor entender algu
nos aspectos del problema. Mesonero nos advierte cuidadosamente que no le
ofende —acostumbrado como estaba al trato del antiguo teatro español— la
constante fusión de lo trágico y de lo cómico, que tanto había escandalizado a
los neoclásicos, obtusamente cerrados ante esta consustancial característica de
la comedia española. Pero afirma, a renglón seguido, que en estas combinacio
nes de lo sublime y lo ridículo “pocos, aun los de segundo orden de nuestro tea
tro, lleva tan allá como R ojas la indisciplina, el desentono, la degradación, en
fin, de su magnífico ingenio” 12. Y cita, como ejemplo, algunas de las piezas antes
mencionadas, además de los autos sacramentales. Líneas m ás arriba, Mesone
ro apunta las causas —no por repetidas y vulgares, menos graves— que pu
dieron, quizá, descarriar tan frecuentemente el innegable talento de R ojas: la
menta que quien pudo en ocasiones alzarse a tan inmensa altura, “ya fuese
por complacer y halagar el gusto del vulgo, ya por capricho propio, extrava
gante y veleidoso, se rebajara en otras (por desgracia harto frecuentes) a haci
nar como de intento despropósitos y vaciedades que rayan en el absurdo, y que
contra sus propias convicciones (consignadas con el ejemplo y con la palabra)
viniese a hacerse el eco delirante de aquellas demasías que un público estragado
apetecía o ensalzaba...” 13. El resultado a que llega Mesonero después de su exa
men es negar la supuesta preeminencia de Rojas en el campo del dram a y de
la tragedia, y afirmar, en cambio, su excelencia en el género cómico: “Con la
sola y única excepción —dice— de García del Castañar (admirable creación fue
ra de línea y con la que ninguna otra del mismo Rojas puede ser comparada),
¿qué es lo que hallamos en sus dramas trágicos que suponga su especialidad en
este punto, ni autorice por consiguiente la superioridad que ha querido asignár
sele sobre los otros autores que cultivaron ambos como él?” 14. Y pasa revista
luego, para com parar con ellos los de Rojas, a los dramas trágicos más sobre
salientes de Lope, Tirso, Alarcón y Calderón.
A cambio de desposeerle de su, diríamos, tradicional renombre de genio
trágico, Mesonero reclama para Rojas, como autor cómico, uno de los prime
ros puestos entre nuestros m ás grandes autores: “L a discreta e ingeniosa co
media de enredo o de capa y espada, de caracteres y costum bres... no tiene
seguramente, después de Calderón y Moreto, representante más digno, intér
prete más propio y adecuado que don Francisco de R ojas... Sin la malignidad
picaresca de Tirso, es punzante, incisivo y cáustico; sin la afectada hipérbole
de Calderón, es tierno y apasionado ; discreto y agudo como Moreto ; más es-
tudioso y detenido en sus planes que Lope, y a veces tan filosófico en la for
m a y correcto en la frase como Ruiz de Alarcón” 1S.
Emilio Cotarelo no hace, por su parte, demasiado hincapié acerca de las
cualidades del teatro de Rojas, después de haber acogido, como hemos visto,
ajenos pareceres. Al exponer, en forma bastante concisa, su propio juicio sobre
la obra del toledano, parece rehuir el problema. Refiriéndose a la “invención”
afirma que es su cualidad principal; y añade: “Voluntariamente quiso apar
tarse de la pauta normal de nuestro teatro, buscando nuevos problemas morales
y lances en que el choque de las pasiones humanas revistiese formas inusitadas
en nuestra escena. Su atrevimiento le condujo a idear situaciones ultratrágicas
(fratricidios, filicidios, violaciones) y a presentar conflictos de honor muy poco
comunes en nuestro antiguo teatro (Cada cual lo que le toca, La traición busca
el castigo, L a prudencia en el castigo)” 16. Hubiera sido del mayor interés una
opinión respecto al modo como trata Rojas esas “situaciones ultratrágicas” ,
pues la insinuada ponderación del crítico nos pone sobre alerta. Al ocuparse
de la “técnica artística” Cotarelo concede a Rojas “maestría en la concepción
y desarrollo del plan de sus dramas. Casi siempre se justifica todo cambio de
situación de los personajes. Están bien preparados y logrados los efectos dra
máticos. El desenlace, escollo común a casi todos los mejores autores del tiem
po, es artístico y en general acertado y lógico” . En relación con los “caracte
res” afirma que “son vigorosos y precisos, aunque a veces recargados y tendien
do a lo inverosímil... Los femeninos son muy reales. En este punto Rojas se
da mucho más lá mano con Lope que con Calderón. Las mujeres de Rojas,
sin ser, ni mucho menos, perfectas en lo moral, tienen un grado de perfección
artística, a mi ver superior a algunas, a muchas, de las de Téllez. Poseyó Rojas
especialidad en fantasear caracteres ridículos, en lo que sobrepujó a los demás
dramáticos” 17.
relación con Rojas véase la com pletísim a bibliografía del m encionado crítico, Francisco
d e R ojas Z orrilla. B ibliografía crítica, num. X V III de Cuadernos Bibliográficos, Madrid,
1965. Las afirmaciones de M acCurdy, que recogem os en el texto se encuentran en el pró
logo a su edición de M o rir pensando m atar y L a vida en el ataúd, Clásicos Castellanos,
núm. 153, M adrid, 1961, pág. IX ; y en el prefacio a su edición de Lucrecia y Tarquino,
edited w ith an Introduction and N o te s b y ..., The University of N e w M exico Press, A l
buquerque, 1963, pág. IX .
19 Juan H urtado y Á ngel G onzález Palencia, H istoria de la literatura española, 3.a éd.,
M adrid, 1932, págs. 690 y 688.
20 Ángel V albuena Prat, H istoria de la literatura española, vol. II, 6.a ed., Madrid,
1960, pág. 576.
21 Ludwig Pfandl, H istoria de la Literatura N acional E spañola en la E dad de Oro,
Barcelona, 1933, pág. 466.
22 R aym ond R. M acCurdy, Francisco de R o ja s Z orrilla and the Tragedy, The U n i
versity o f N ew M exico Press, Albuquerque, 1958.
El ciclo de Calderón. El entremés 747
23 En L o p e de V ega y su tiem po, Madrid, 1933, págs. 315 y 317; citado por M ac
Curdy en pág. 136.
24 M acCurdy, Francisco de R o ja s... and the Tragedy, cit., pág. 137.
748 Historia de la literatura española
físicas tales como efusión de sangre, cabezas cortadas, caídas en fosos y preci
picios, etc., son aspectos que olvidan siempre quienes se obstinan en considerar
el teatro del Siglo de Oro como un fenómeno de pura literatura. Pero distaba
mucho de ser eso tan sólo. L a presentación —recordemos nuevamente a Vé
lez— de mujeres enérgicas, vengadoras sangrientas de su propio honor y bra
vas defensoras de sus derechos, que hemos de hallar en la obra de Rojas, po
día apuntar hacia idénticas metas ; tales caracteres y situaciones resultaban de
perlas para el lucimiento de las exuberantes actrices que habían de vivirlas so
bre las tablas. Sería absurdo pretender justificar el feminismo de un dramaturgo
como Rojas por esta sola intención; pero desconocer su posible influjo sería
igualmente equivocado.
Decíamos que abundan en sus obras las hembras de independiente carácter
y acabamos de escribir la palabra feminismo. Valbuena P rat dice que el ver
dadero Rojas hay que adivinarle en torno a dos ideas capitales, una de las
cuales es “la emancipación de la m ujer” 26 ; pero la palabra nos parece excesiva.
Américo Castro, mucho más moderado, al estudiar el dram a de Rojas Cada
cual lo que le toca, destaca este aspecto de la obra del toledano y escribe ; “Tal
concepción del honor en la m ujer casada no la he encontrado en otros autores.
Y prescindiendo de que se trate de algo exclusivo o no de Rojas, es manifiesto
que dentro de su teatro hemos encontrado bastantes elementos para afirmar
que la idea de la importancia del papel de la mujer en el matrimonio le era
muy grata” 27; deducción que, en su cauta matización, nos parece exacta. En
Cada cual lo que le toca, Isabel es obligada por su padre a contraer m atrim o
nio con don Luis ; éste averigua luego que su mujer había sido seducida, antes
del matrimonio, por otro hombre, y duda, según las habituales normas de
honor, entre m atar a su esposa o perdonarla. El seductor, Fernando, trata de
utilizar la amistad con el marido para acercarse a doña Isabel y gozar de nue
vo sus favores, pero ella, m ás enérgica que su esposo, m ata al seductor, deci
sión aprobada por el marido, que perdona a su esposa. También en Progne y
Filomena es nuevamente la mujer quien se convierte en médico de su honor.
El rey Tereo, casado con Progne, desea ardientemente a su cuñada Filomena y
la viola cuando se entera de que ésta ha decidido unirse con Hipólito, hermano
a su vez de Tereo. Juntas las dos hermanas asesinan entonces al seductor.
Señala Castro, y tam bién MacCurdy, que la originalidad de Rojas no consiste
en el mero hecho del desenlace sangriento —existente ya en Ovidio— sino en
el expreso razonamiento de las dos mujeres para hacer constar no sólo su de
recho sino el deber que tienen de castigar la infidelidad del esposo (y, por des
contado, en llevar a término el desenlace trágico, frente a la solución de Gui-
llén de Castro que todavía reconcilia a Tereo con su mujer). He aquí la escena
de Rojas:
Pero esto es lo que, en sustancia, habían venido a decir los críticos del si
glo XIX, cuando denunciaban la falta de medida y tacto estético del toledano ;
sólo que, en su incomprensión hacia el Barroco, desconocían las innumerables
bellezas parciales sembradas en sus dramas, aunque no andaban equivocados al
señalar con cuánta frecuencia una innegable desmesura —en la palabra, en la
situación, en ambas a la vez— torcía y violentaba la verdad hum ana de los ca
racteres. MacCurdy, que pretende dejar a salvo, diríamos, la integridad “de
los principios”, tiene buen cuidado en advertir que los excesos de Rojas no
son atribuibles al Barroco —del que ha de ser considerado como representante
genuino—, sino tan sólo a sus propias cualidades, y concluye que aquellos ex
cesos deben ser calificados de “m al barroco” 31. Lo cual entraña el reconoci
miento —y M acCurdy no puede menos de admitirlo así— de las evidentes de
masías de Rojas, que casi siempre parecen tener su fuente en el propósito, no
muy literario, de sobrecoger al espectador32.
Seis de las tragedias de Rojas tratan asuntos tom ados de la mitología o de
la historia antigua: Numancia destruida, Lucrecia y Turquino, L os encantos
de Medea, Los áspides de Cleopatra, Morir pensando matar y Progne y Filo
mena. Pero mucho más que el motivo anecdótico im porta el tema. De hecho,
las obras dramáticas de Rojas —excluidas las dos prim eras de las menciona
das y alguna otra, que diremos— se reparten en dos grupos principales : trage
dias de honor y tragedias de venganza.
Morir pensando matar dram atiza la historia de Rosimunda, reina de los
lombardos, que es obligada a casar con Alboíno, vencedor y m atador de su
padre. Para vengarse de su marido, que le hace beber en una copa tallada en
el cráneo de su padre, Rosim unda busca la ayuda de su enamorado, el duque
Leoncio, y ella misma con el puñal de su amante asesina a Alboíno —en es
cena esta vez— . L a hermana del rey muerto, Albisinda, y su prometido, el
duque Flabio, tratan a su vez de eliminar a los asesinos. Pero Rosim unda enve
nena por error a su amante con la bebida que había preparado para aquéllos,
y Leoncio, creyendo que Rosim unda pretendía asesinarle, obliga a ésta a beber
el resto del veneno. Flabio que sorprende la escena, impide que sus acompa
ñantes apuñalen a los m oribundos; y el gracioso Polo, dirigiéndose a los es
pectadores y m uy en su papel de ironizar sobre la situación dramática dice es
tos versos que sugieren lo que debía de pensar el propio Rojas sobre las peri
pecias que ofrecía al público :
Los áspides de Cleopatra provocaron, como hemos visto, los juicios más
duros de la crítica ochocentista, pero la actual ha rechazado aquellas opiniones.
Valbuena P rat declara que no considera “irreverente llam ar shakespeariano al
ambiente de L os áspides de Cleopatra”, y añade que “Rojas ha llegado en esta
obra a una original suntuosidad trágica ” 35 ; recordemos también las palabras
de H urtado y González Palencia. Pero ninguno de dichos críticos se detiene
apenas para razonar su opinión. MacCurdy ha dedicado, en cambio, largas pá
ginas al estudio de este drama. Su asunto es la conocida historia de los am o
res de Antonio con la seductora reina de Egipto y los conflictos políticos que
se derivan, decisivos para la historia del mundo romano. Los dos triunviros,
Lépido y Octavio, han sido derrotados por Cleopatra por m ar y tierra respec
tivamente. Octavio ha prometido la mano de su hermana Irene a quien consi
ga someter a la reina egipcia, de quien está dramáticamente enamorado :
Y o vi a Cleopatra divina
(Como te dije primero),
Y mis ojos navegaron
Las ondas de su cabello. . . 36.
lo prudente y lo entendido,
lo airoso y lo recatado,
lo desenvuelto y lo lindo,
está en ella tan conforme,
vive con tanto artificio,
que se abrazan los extremos
cuando más están distintos41.
Y o defiendo la razón.
Sexto. Contra m i vida es crueldad.
L uc r e c ia . La virtud es acto amable.
S ex to . Todo rigor es culpable.
L u c r e c ia . Toda defensa es piedad.
Se x to . Pues, ¿qué he de hacer si me pierdo?
L uc r e c ia . Aprender a ser señor.
Se x t o . ¿En qué escuela?
L uc r e c ia . En la de honor.
Lucrecia y Tarquino carece casi por entero de los intermedios cómicos que
suelen censurársele a R ojas; de hecho, existe una sola escena de esta índole,
y en este caso diríamos que queda perfectamente encajada en la acción y es
absolutamente necesaria: se trata de la fiesta en que los maridos encuentran
entretenidas a sus esposas, y que consiste en un pequeño juguete o “comedia
de repente” sobre el juicio de Paris. L a escena es divertida ; el bufón de Paris
hace jocosos comentarios sobre los defectos físicos de las tres diosas, y como
la comedia se interrumpe por la llegada de los maridos, uno de los presentes
hace este comentario que no nos sorprende en la pluma de Rojas :
Malogróse la comedia.
L o que siento es que se queden
sin desnudar las tres diosas;
que fuera un paso excelente43.
Señala MacCurdy que Rojas, en Lucrecia y Tarquino, fue uno de los conta
dos dramaturgos de su tiempo capaz de comprender los profundos resultados
que podían obtenerse de que un héroe trágico poseyera las m ás excelsas cualida
des y que fueran éstas precisamente las que condujeran los hechos hacia el resul
tado catastrófico. Porque, si de una parte, es la concupiscente pasión de Tar
quino la que provoca la tragedia, ésta se alimenta de la propia virtud de la
protagonista, que se exhibe casi como una corona de m artirio en una comedia
de santos, perfección también capaz de estimular la jactancia culpable de su
esposo. Idea, añade MacCurdy, que debía de chocar con los conceptos de la
moral convencional en una sociedad acostumbrada a encontrar siempre en las
obras literarias recompensada la virtud y no castigada.
Como juicio de conjunto, MacCurdy afirma que Lucrecia y Tarquino es
un perfecto ejemplo de dram a barroco español aplicado a un asunto de la anti
güedad clásica, y lo califica de una de las más poéticas obras de Rojas en el
sentido de la perfecta adecuación entre el lenguaje y el fluir dramático.
A nuestro entender, Lucrecia y Tarquino se encuentra limpia de los defec
tos que con mayor frecuencia es necesario reconocerle a Rojas : hasta el mismo
momento trágico está resuelto con ejemplar sobriedad, sin retóricas truculen
cias; la demasiada longitud de los parlamentos y relatos no se produce aquí,
ni tampoco la torrencial abundancia lírica; los caracteres están trazados con
acierto, el proceso de la acción bien graduado ; y una prudente sentenciosidad,
muy endeudada con Séneca, enriquece y da gravedad a numerosos pasajes.
Lucrecia y Tarquino no es propiamente una tragedia de venganza, aunque
en la concepción global del dramaturgo lo era tam bién; Rojas cierra la obra
anunciando una continuación de esta naturaleza, por boca de Bruto, curioso
personaje que, en su fingida locura, va derramando audaces ironías y comen
tarios sobre las cosas, a modo de un original y extraño coro antiguo :
Existen tres obras dramáticas de Rojas —N o hay ser padre siendo rey. El
Caín de Cataluña y E l más impropio verdugo por la más justa venganza— que
M acCurdy califica como “tragedias sobre el tema de Caín y Abel”, en las que
también se encuentra implicado el llamado “conflicto entre generaciones” o
entre padres e hijos. El nudo central es muy semejante en las tres obras:
un padre tiene dos hijos, uno de los cuales —el cainita— siente m ortal envidia
por su hermano, al paso que éste es un dechado de perfección. Empujado por
una rivalidad amorosa, el primero asesina al segundo, forzando a su padre al
trágico dilema de perdonar o castigar al hijo asesino. En estos dram as es donde
encuentra Valbuena la segunda idea capital en torno a la cual hay que adivi
nar a R ojas: “en la humanización de los problemas —dice— entre el deber
de rey y el amor de padre” 45.
E n N o hay ser padre siendo rey el cainismo del hijo malvado no es tan
evidente, o está muy atenuado por lo menos. Rojas tomó el asunto de esta
tragedia del dram a de Guillén de Castro L a piedad en la justicia, pero aunque
conservó también el desenlace, modificó ciertos rasgos del carácter del prota
gonista. La acción transcurre en Polonia, cuyo rey tiene dos hijos, Alejandro
y Rugero. Éste envidia y aborrece a su hermano, pero, a diferencia del héroe
de Guillén de Castro, que es un malvado sin atenuantes, su odio es más ap a
rente que real, y lo proclama sobre todo para hacer ostentación de su fiereza y
arrogancia. Ambos hermanos están enamorados de la misma mujer, la duquesa
Casandra, con la que Alejandro casa en secreto por razones perfectamente ab-
surdas, pero que así convienen al autor para tejer su drama. A quien verda
deramente aborrece Rugero es al duque Federico, privado o ministro del rey,
y creyendo —por una serie de equívocos y de casualidades, muy del caso— que
el duque es el amante de Casandra, intenta asesinarlo mientras ésta yace en
el lecho con él; pero a quien mata es a su propio hermano, que acude de
noche a los brazos de su esposa. Su odio, repetidamente declarado, le acusa,
y Casandra y el pueblo todo piden el castigo del crimen ; nadie, sin embargo,
lo lamenta más que el propio asesino, que ha matado “por error”. El rey resuel
ve el trágico conflicto entre sus deberes de monarca y el am or de padre, con
una solución de gran efecto: renuncia al trono, y pone la corona en la cabeza
de Rugero:
Tu seas rey, yo seré padre;
Siendo sólo padre, es fuerza
Como padre perdonarte,
Y siendo rey, no pudiera;
Pues siendo tú rey ahora,
E s preciso que no puedas
Castigarte tú a ti mismo;
Y ansí, de aquesta manera,
Siendo yo padre, tú rey,
Partimos la diferencia;
Y o no te castigaré;
La plebe queda contenta:
Y o quedaré siendo padre,
Y tú siendo rey te quedas46.
47 ídem , id., pág. 405. Cfr. : H. C. Lancaster, “The ultímate source o f R otrou’s Ven
cestas and Rojas Zorrilla’s N o hay padre siendo re y ”, en M odern Philology, X V , 1918-19,
págs. 435-440.
762 Historia de la literatura española
convence esta vez. Alejandro no pasa de ser un gran fantoche de folletín, sin
hondura ni humanidad. Los excesos verbales, derrochados por toda la pieza,
son tales, que nos hacen perdonar muchos de los intransigentes juicios que la
crítica neoclásica dedicó a este género de obras.
49 Francisco d e R o ja s... and the Tragedy, cit., pág. 61. Las palabras de MacCurdy
son éstas exactamente : “Alejandro is Rojas’ m ost Freudian creation and one o f the greatest
social rebels born o f the Baroque, one w ho let neither reason not fear curb the urges
of his over-charged lib id o”.
50 Citado por Cotarelo en D o n Francisco de R o ja s..., cit., pág. 146.
764 Historia de la literatura española
Blanca, por su parte, ofrece esta deliciosa enumeración de los manjares que
va a ofrecer, cuando el rey y los nobles le preguntan con qué les puede obse
quiar :
¿Para qué saberlo quieren?
Comerán lo que les dieren,
Pues que no lo han de pagar,
O quedaránse en ayunas;
M as nunca faltan, señores,
E n casa de labradores
Queso, arrope y aceitunas;
Y blanco pan les prometo,
Que amasamos yo y Teresa,
Que pan blanco y limpia mesa
Abren las ganas a un muerto;
También hay de las tempranas
Uvas de un majuelo mío,
Y en blanca miel de rocío
Berenjenas toledanas;
Perdices en escabeche,
Y de un jabalí, aunque fea,
Una cabeza en jalea,
Porque toda se aproveche;
Cocido en vino un jamón,
Y un chorizo que provoque
A que con el vino aloque
Hagan todos la razón;
Dos ánades, y cecinas
Cuantas los montes ofrecen,
Cuyas hebras me parecen
Deshojadas clevellinas,
Que cuando vienen a estar
Cada una de por sí,
Como seda carmesí
Se pueden al torno hilarss.
57 Idem , id., pág. 4. (En éste, com o en otros pasajes tom ados de la edición de M eso
nero, corregimos en ocasiones la puntuación por parecem os incorrecta.)
58 Idem, id., pág. 5.
El ciclo de Calderón. El entremés 769
Famosísimos han sido siempre los dos sonetos en que esposo y esposa se
dicen sus mutuas ternezas:
y
N o quieren más las flores al rocío
que en los fragantes vasos el sol bebe. . . 59.
García del Castañar está construido con el mayor acierto. En el acto pri
mero se definen los caracteres y se ponen en movimiento todos los componentes
del dram a; el segundo gira en torno de la pretendida seducción de Blanca
por don Mendo ; en el tercero se produce el desenlace trágico, como consecuen
cia insoslayable de todas las premisas dadas: caracteres, ideología de los per
sonajes y circunstancias en que se ven envueltos. Las intervenciones del gra
cioso son parcas y oportunas. H ay frecuentes pinceladas de sabor gongorino
—a veces con evidente reminiscencia del poeta de las Soledades— y toques
conceptistas, pero sin exceso ; la barroca opulencia casi nunca va más allá de
lo necesario para dar a la obra la entonación de poesía trágica que la ennoble
ce. Sólo en contadas ocasiones cede el poeta a su proclividad amplificadora;
cuando el conde de Orgaz informa al rey de la fortuna y prendas de García,
hace su elogio en una larga tirada de ochenta y cuatro versos, de excesivo en
tusiasmo lírico, impropios de la ocasión; igualmente son demasiados los dos
cientos versos con que García se justifica ante el rey cuando acaba de apuña
lar a don M endo: la tensión del instante exigía una concisión más rotunda.
Pero, en su conjunto, el García es el dram a más apretado y denso de toda
la producción de R o ja s60.
ROJAS, COMEDIÓGRAFO
Hemos visto que hasta los críticos que más resueltamente han negado el
valor de Rojas como poeta trágico, le conceden un puesto de primer orden
en el cultivo de la comedia. Como juicio de conjunto puede decirse que Rojas
viene a representar en el ciclo de Calderón algo semejante a lo que Tirso entre
los más inmediatos seguidores de Lope. Sus comedias destacan por la inten
sidad cómica, la segura caracterización de los personajes, la movilidad de la
acción, libertad en la intriga, variedad de ambientes y situaciones, frecuente
utilización de tipos picarescos y acusada tendencia a la caricatura y el sarcasmo.
Rojas hace suyas todas las libertades consustanciales al espectáculo dramático
de su tiempo, y se mueve en él con una soltura y desparpajo que no conoce
límites. E n las comedias ya no podemos, en manera alguna, denunciar la in
verosimilitud de ninguna situación, porque sabemos que el autor está movien
do sus figuras como en un juego, cuyas reglas y convenciones se aceptan de
antem ano; así, nunca podrá escandalizarnos que dos personajes que acaban
de salir de la escena, vuelvan a ella ocultándose tras las sillas en que están
sentados los demás, y se enteren de toda la conversación para intervenir cuan
do llegue el caso. E n la m ayoría de las ocasiones las comedias de Rojas son sai
netes burlescos, a veces muy modernos, en los que sólo im porta la ingeniosidad
del recurso y la gracia de la situación; lo cual no es óbice para el realismo
de innumerables detalles, la intención satírica y la exacta caracterización psico
lógica que se oculta bajo el rasgo abultado de la caricatura.
Ahora bien : reconociéndole a Rojas la habilidad mayor para el juego escé
nico que se propone, nos atrevemos a decir que, puesta en parangón eon los
grandes creadores de nuestra dramática, la comedia de Rojas adolece de falta
de personalidad; nada hallamos en ella que pueda compararse con lo que su
pone el original acento de Tirso, o con el peculiar teatro urbano de Alarcón, o
con el nuevo tono inconfundible de la comedia de Moreto. En las de Rojas
apenas existe situación o personaje que no nos recuerde algo. Rojas es un epí
gono ; un epígono de alta calidad, conocedor como el primero del m undo del
teatro, habilísimo m anipulador, que zurce y combina los más variados elemen
tos de probada eficacia teatral, acreditados por los otros ingenios. No queremos
decir que Rojas se apropie asuntos ya tratados; sabemos cuán extendida es
in Spanish Literature, second series, Institute o f H ispanic Studies, 1946, págs. 89-101. R ay
m ond R . M acCurdy, “M ore on ‘The gracioso takes the audience into his confidence’ : the
case o f Rojas Zorrilla”, en Bulletin o f the com ediantes, V III, 1956, págs. 15-16. D el
m ism o, “T he bathing nude in G olden A ge drama”, en R om an ce N o te s (Chapel H ill), II,
1959, págs. 1-4. D e l m ism o, “T he N um antia plays o f Cervantes and Rojas Zorrilla: The
shift from collective to personal tragedy”, en S ym posiu m (Syracuse), X IV , 1960, pági
nas 100-120. Erm anno Caldera, “Solitudine dei personaggi di R ojas”, en S ludi lspan ici
(Studi di F ilología M oderna. U niversité degli Studi di Pisa), I, 1962, págs, 37-60.
El ciclo de Calderón, El entremés 771
taba entonces esta práctica, que nada dice contra la propia “ originalidad” , so
bre la cual se tenía entonces concepto muy diferente al nuestro. Lo de Rojas
es otra cosa; quizás él sea quien se sirvió de menos argumentos ajenos com
pletos, pero creemos que nadie como él para aprovecharlos por partes: una
comedia de Rojas es, casi siempre, un collage. Claro está que sobre estas
hábiles combinaciones Rojas imprime una voz propia; pero es un aderezo
exterior más que una sustancia; más bien una manera, influida por las pecu
liaridades estilísticas del Barroco imperante, que un auténtico estilo, en ese
sentido profundo que consideramos consustancial con la verdadera personali
dad. Creemos, pues, que existe su buena porción de tópico cuando se extiende
a la comedia de Rojas la originalidad renovadora que debe concedérsele a
muchos aspectos de sus dramas ; Rojas resume y compendia, no innova. Lo cual
no obsta para la excelencia de conjunto de su teatro cómico y sobre todo para
lo divertido y ágil de sus piezas; cosa que explica la general aceptación de
que gozó en su tiempo, sobre todo en los medios cortesanos.
Entre bobos anda el juego y don Lucas del Cigarral ha sido generalmente
tenida p or una de las mejores comedias de Rojas. Dice Schack que es de las
más originales del teatro español, afirmación —a nuestro juicio— exagerada.
La originalidad de la pieza debe verse no tanto en su tram a como en la índole
del protagonista ; pertenece a la especie que ha venido llamándose “ comedia de
figurón” por la traza grotesca del personaje, creado con propósito de carica
tura. No sabemos hasta qué punto los rasgos de este tipo representan una au
téntica novedad; más bien creemos que se trata de una ampliación a ritmo
de comedia de un tipo ya muy familiar en las piezas cortas, particularmente
en los entremeses, de gran aceptación en aquel momento.
D on Lucas es un palurdo avaro y miserable, pedante y vanidoso, que con
cierta su matrimonio con una joven pobre ; para recogerla, envía a un primo
suyo ·—un perfecto galán de comedia— que enamora y se queda con la novia.
Hay un enredo complicadísimo con otras damas y pretendientes, que hacen
posible la acumulación de falsas situaciones, equívocos, confusiones, etc., so
bre todo en unas escenas nocturnas en un mesón, con algunos momentos vode-
vilescos y dos o tres salidas de damas “medio desnudas”. Al comienzo de la
comedia el gracioso Cabellera dibuja una pintoresca estampa de su amo don
Lucas, enumerando sus “partes” físicas y morales, aunque con no poco de
clisé cóm ico61.
En Obligados y ofendidos y Gorrón de Salamanca dos nobles, el conde de
Belflor y el estudiante don Pedro, están enamorados cada uno de la hermana
del otro ; una compleja serie de circunstancias les enfrentan en repetidas oca
siones, de las que salen siempre ofendidos pero, a la vez, obligados a servirse
por caballerescos motivos de honor que se explican en sutiles razonamientos.
61 Cfr.: Edwin B. Place, “N otes on the grotesque: the com edia d e figurón”, en Publi
cations o f the M odern Language Association, LTV, 1939, págs. 412-421.
772 Historia de la literatura española
62 Edición M esonero, cit., pág. 77. C fr.: edición de R aym ond R. M acCurdy, Salam an
ca, 1963.
El ciclo de Calderón. El entremés 773
75 Edición de C ada cual lo que le to ca ..., cit., pág. 193. Aducido por Glaser, en estu
dio cit., págs. 184-185.
76 Est. cit., pág. 220.
77 ídem , id., pág. 218.
780 Historia de la literatura española
A G U S T IN M O R E T O
Es un lugar común, pero indiscutible, situar a Moreto entre los seis más
grandes dramaturgos de nuestra escena áurea, y es bien sabido que en sus días
PROBLEMAS BIBLIOGRÁFICOS
84 Ruth Lee K ennedy, The dram atic art o f M oreto, Smith College Studies in M odern
Languages, vol. X III, niims. 1-4, oct. 1931-julio 1932, N ortham pton, M assachusetts, pá
gina 4.
85 Citado por K ennedy, ídem, id., pág. 5.
El ciclo de Calderón. El entremés 783
todavía en nuestros días serias dificultades para acercarse con provecho al co
nocimiento de su teatro.
E n cuanto a la cronología, según Ruth Kennedy tan sólo doce de las come
dias de M oreto pueden ser fechadas con seguridad, lo que hace muy arriesga
do cualquier intento de establecer la evolución de su arte dramático. No obs
tante, el mencionado crítico cree poder fijar algunas directrices. Seguramente,
Moreto comenzó su carrera literaria escribiendo comedias de argumento nove
lesco o de intriga, tales como Las travesuras de Pantoja o E l Caballero. Los
dramas de índole histórica fueron compuestos alrededor de 1650, aunque algu
nos se alejan de esta fecha, como El valiente justiciero, que parece ser de 1656,
y Cómo se vengan los nobles de 1667. Las piezas religiosas fueron escritas a
lo largo de toda su vida, aunque las específicamente hagiográficas parecen co
rresponder al último período. Las comedias de carácter debieron de ser com
puestas a partir de 1650, y las obras maestras de este grupo pertenecen proba
blemente a los años postreros del autor. Como se ve por las fechas citadas,
R uth Kennedy no admite, como venía afirmándose, que M oreto dejase de es
cribir para el teatro al encargarse como capellán del hospital de los pobres. Es
posible, sin embargo, que M oreto no escribiera ya entonces con destino a los
corrales públicos, sino tan sólo para los teatros de los Reales Sitios 87 bis.
E n lo que concierne a la división del teatro moretiano, R uth Kennedy re
chaza la establecida por Fernández-Guerra y propone la siguiente : teatro reli
gioso y teatro profano; y subdivide este último en comedias de argumento
—que subdivide a su vez en comedias de interés novelesco y de intriga— y co
medias de carácter o ideas. Entre las religiosas, o más concretamente hagiográ
ficas, deben destacarse El m ás ilustre francés, San Franco de Sena y L a vida
de San Alejo ; entre las novelescas, A m or y obligación y Las travesuras de
Pantoja ; a las de intriga hay que asignar E l Caballero, El parecido en la corte
y Trampa adelante-, finalmente, a las de carácter e ideas pertenecen las más
famosas entre las obras de M oreto: E l desdén con el desdén, El lindo don
Diego, Industrias contra finezas, No puede ser, y algunas otras clasificadas ruti-
87 bis Ruth £ e e K ennedy ha com pletado su estudio básico sobre M oreto con otros tra
bajos posteriores en los que ha tratado de esclarecer diversos problem as referentes a la
atribución de algunas obras en particular ; véanse los siguientes : “Concerning seven
manuscripts linked with M oreto’s name", en H ispanic R eview , III, 1935, págs. 295-316.
“M anuscripts attributed to M oreto in the Biblioteca N acional”, en H ispanic R eview , IV,
1936, págs. 312-332. Respecto a la fecha en que M oreto dejó de escribir para el teatro,
K ennedy ha vuelto de nuevo sobre la cuestión en su artículo “M oreto’s span o f dramatic
activity”, en H ispanic R eview , V , 1937, págs. 170-172. En este trabajo reafirma su opinión
de que M oreto siguió escribiendo obras dramáticas después de retirarse a T oledo en 1657,
pero duda de que lo hiciera después de la muerte de Felipe IV en 1665; desde esta fecha
hasta 1667 estuvieron cerrados los teatros, y en los últim os años de su vida parece que
M oreto estuvo m uy delicado de salud y no es probable que prosiguiera ya entonces su
tarea literaria.
El ciclo de Calderón. El entremés 785
89 “A certain dilettantism that found it easier to take the plots o f others than to create
them for him self”, The dramatic art..., cit., pág. 75.
E l ciclo de Calderón. E l entremés 787
Los filones se agotaban al fin, pero la demanda de espectáculo seguía más acu
ciante cada vez. H abía llegado, consecuentemente, el momento de rehacer y
revisar, de retom ar los viejos asuntos quizá indebidamente aprovechados, y
someterlos a nuevo tratamiento : ordenarlos, aderezarlos con otro sabor, susti
tuir los motivos inútiles o gastados, condensar la anécdota para robustecer la
pasión y potencia hum ana del héroe central, exagerar los efectos escénicos en
busca de una renovada eficacia, multiplicar la escenografía... ; es, simplemente,
el barroquismo llevado al género dramático.
E l “diletantismo”, a que alude Kennedy, que encuentra m ás cómodo tomar
lo ajeno que inventar cosas nuevas, no nos parece recusable ; al menos en m u
chas ocasiones. El plagio —por decirlo brevemente con la palabra más cruda—
era una necesidad a que apremiaban mil circunstancias. El dramaturgo, desde
Calderón al más adocenado, trabajaba de encargo infinitas veces; no es un
problema, entiéndase, de codicia o de cuquería, sino que había que atender
demandas irrecusables, con frecuencia del mismo monarca, o de políticos emi
nentes, o de hermandades o corporaciones que precisaban un “auto” o una
comedia para determinada festividad; y entonces quedaba escaso tiempo para
exigirle novedades al propio genio : allí estaba el caudal dramático derrochado
precipitadamente por muchas docenas de colegas. Tales urgencias explican
igualmente la frecuentísima costumbre de las colaboraciones, que iba en au
mento cada día: repartiéndose los actos —a veces, parte sólo de ellos— va
rios ingenios reunidos podían salir bastante fácilmente de un apuro. Dentro de
estas condiciones del teatro de su tiempo, el peculiar talento de Moreto, mi
nucioso y ordenador, y su instinto de perfección pueden explicar los caracteres
de su dramática, que veremos luego.
R uth Kennedy ha tratado, pese a todo, de ver lo que hay de cierto en la
acusación de plagiarismo sostenida contra Moreto, y examina con minuciosidad
cada una de sus comedias de atribución segura ; tarea en la que el propio Cota
relo le había preparado el camino. De las treinta y dos obras analizadas, aparte
otras dieciséis escritas en colaboración, deduce Kennedy los siguientes resulta
dos: en ocho de sus comedias el autor tom a prestados a los modelos que se
le atribuyen, diálogos, situaciones y a veces hasta el orden mismo de los suce
sos ; en tres de ellas se apropia, además de lo dicho, de tantos versos comple
tos, que es imposible negar el plagio ; en unas pocas —entre las que cuentan
obras importantes como Industrias contra finezas, E l licenciado Vidriera, El
más ilustre francés y San Franco de Sena— debe tan poco a las fuentes seña
ladas, que no es justo hacerlo objeto de censura ; en once ocasiones, entre las
que se incluyen sus obras maestras —De fuera vendrá, El desdén con el des
dén, E l lindo don Diego, N o puede ser, E l parecido en la corte— Moreto toma
de sus modelos el plan general de la comedia y muchos rasgos esenciales de
los personajes, pero el resultado obtenido con la nueva elaboración es tan ex
celente, que el robo cometido es acción no sólo disculpable sino meritoria ; en
788 Historia de la literatura española
90 V éase ídem, id., el apartado 4 del capítulo I com o visión de conjunto, y el extenso
Apéndice (págs. 123-201) donde, a la vez que estudia los problem as de autenticidad de
cada com edia, se ocupa en detalle de lo referente a sus fuentes.
El ciclo de Calderón. El entremés 789
94 Ángel Valbuena Prat, H istoria del Teatro Español, Barcelona, 1956, pág. 248.
95 Idem, id., pág. 249.
El ciclo de Calderón. El entremés 791
la posterior evolución y conversión del pecador que en otras comedias seme
jantes.
También ofrece interés, aun siendo de menor mérito, La vida de San Alejo,
que recuerda la tram a inicial de L a mesonera del cielo de M ira de Amescua.
Alejo deja a su prom etida el mismo día de la boda para apartarse del mundo
y hacer vida de piedad. Hay en la comedia frecuentes intervenciones sobrena
turales, con participación del diablo y escenas de magia, aunque, de nuevo, los
mejores momentos están en el análisis del protagonista con las dudas y tenta
ciones que consigue vencer.
96 K ennedy, según vim os, al clasificar el teatro de M oreto no establece apartado algu
no para las llamadas com edias “históricas”, a las que incluye en su totalidad entre las
“de carácter” o de ideas; el personaje “histórico” no le interesa, efectivam ente, en su
condición de tal, sino tan sólo com o pretexto para el desarrollo de caracteres o de con
flictos psicológicos.
97 The dram atic a rt..., cit., pág. 122.
792 Historia de la literatura española
Y o, prima, no sé de cultos;
Porque a Góngora no entiendo
N i le he entendido en m i vida...96.
D o ña I n é s : Y ¿sabes tú si yo quiero?
D on P edro : Pues queriendo yo, ¿no es llano
Que has de querer tú también?
D oña I n é s : No, que soy yo quien me caso.
Si tú hubieras de vivir
Con mi marido a tu lado,
Bastaba que tú quisieses;
Pero habiendo yo de estarlo,
E s menester que. yo quiera
El marido, y no tú, hermano;
Que no ha de ser la elección
De quien no ha de ser el daño 10°.
pasión amorosa y rechaza a todos sus pretendientes, bien por no perder su li
bertad o por cierta caprichosa altivez, aunque acepta gustosamente sus obse
quios. Carlos, conde de Urgel, enamorado de Diana, siguiendo los consejos de
su criado Polilla, finge también desdén por la hermosa, a la que logra así vencer
y enamorar.
A esta comedia se le ha señalado mayor número de fuentes que a ninguna
otra de Moreto. Μ. M. Harían, que ha estudiado el problema, ha reunido has
ta veinte posibles acreedores, aducidos por distintos críticos104. De toda esta
cifra, con sólo cuatro tiene la obra de Moreto estrechas concomitancias: Los
milagros del desprecio, L a vengadora de las mujeres y L a hermosa fea de Lope
de Vega, y Celos con celos se curan de Tirso de Molina. Femández-Guerra
había ya señalado que Moreto, satisfecho del tema de El desdén con el desdén,
lo ensayó primeramente en otras comedias, opinión en la que ha insistido R uth
Kennedy; según ésta, se trata de Hacer remedio el dolor y El poder de la
amistad, que, a su juicio, son precedentes más directos de E l desdén que cual
quiera otra de las obras que se señalan ; pero estas comedias, a su vez, tienen
estrecha deuda con la primera de las mencionadas comedias de Lope, que sería
en tal caso fuente mediata, a través de los primeros ensayos del propio a u to r10S.
De todos modos, y en medida mayor que en otras ocasiones, Moreto venció
a todos sus modelos, y si tomó de ellos detalles y situaciones de la acción, con
siguió una creación original en lo que concierne a su desarrollo, y sobre todo
en la matización psicológica, la verdad de los caracteres, la delicadeza y primor
con que están urdidas las escenas, es decir, en todos aquellos puntos en que ra
dica su habitual maestría, llevada aquí a su punto de perfección. En El desdén
con el desdén pueden encontrarse los rasgos que m ás genuinamente definen su
teatro. A diferencia de otras muchas de sus comedias, la tram a es muy leve en
realidad, y el lector -—o el espectador— puede adivinar desde las primeras es
cenas, ayudado por el título, el desenlace del conflicto que allí se plantea ;
podemos asegurar que no hay sorpresas ; todo el interés reside, pues, en el pro
ceso de los personajes.
E l medio cortesano en que la acción se desenvuelve permite a M oreto com
poner numerosas escenas de su predilección, entre fiestas, saraos, galanterías,
torneos amorosos, con acompañamientos musicales y fondo de elegantes salo
nes o frondas de jardín. Seguramente ninguna otra obra de M oreto está ya tan
cerca de ese m undo galante y refinado que de modo quizá convencional, pero
exacto en el fondo, calificamos de “versallesco”. En realidad, podría afirmarse
que El desdén con el desdén es una opereta de espectáculo, con una leve tram a
argumentai, que la experta mano del autor redime de la banalidad por su cer
tero estudio de los caracteres. Una lectura al paso de las acotaciones de la obra
104 Μ . M . Harlan, The Relationship of Moreto's “El desdén con el desdén’ to Sugges
ted Sources, Indiana University Studies, junio, 1924.
105 The dramatic art..., cit., págs. 160-169.
798 Historia de la literatura española
106 M oreto, T eatro (El lindo don D iego y E l desdén con el desdén), ed. de Narciso
A lonso C ortés, Clásicos Castellanos, Madrid, 1916; págs. 171-172. C fr .: Bruce W. War-
dropper, “M oreto’s El desdén con el desdén: T he Com edia secularized” en Bulletin o f
H ispanic Studies, X X X IV , 1957, págs. 1-9,
El ciclo de Calderón. El entremés 799
M as si veis la perfección
que Dios me dio sin tramoya,
¿queréis que trate esta joya
con menos estimación?...
A l mirarme todo entero,
tan bien labrado y pulido,
mil veces he presumido
que era m i padre tornero.
La dama bizarra y bella
que rinde el que más regala,
la arrastro yo con m i gala;
pues dejadme cuidar della... 10s.
Las constantes ironías de Mosquito son graciosísimas, sin que don Diego se
percate nunca de ellas.
R uth Kennedy admite la evidente superioridad de estos dos personajes cen
trales —el lindo y el gracioso— , mucho mejor trazados que en la comedia de
Castro ; M oreto los ha dotado de rasgos más intensos y les ha concedido —aña
dimos nosotros— una participación tan amplia, que señorean la acción y dan
el tono a la comedia. Como el propósito del autor consiste en llevar a primer
plano la caricatura de este tipo y subordina a este fin los demás personajes y
anécdotas de la obra, dicho se está que la deuda parcial con la comedia del
valenciano no rebaja la suya como creación, y puesto que le excede en los ti
pos centrales que subraya, la ventaja queda de su parte. Kennedy sostiene, en
cambio, que en los personajes restantes la superioridad cae del lado de Gui-
llén de Castro: don Pedro, el Marqués, doña Brianda, don Gonzalo, trazados
—dice— con mucho m ás vigor, aunque a veces con menos consistencia, encie
rran notables actitudes humanas, que no merecen la atención de M o reto n0.
111 C fr.: E m ilio Cotarelo y M orí, Estudios sobre la historia del arte escénico en Es
paña: María Ladvenant y Quirante, Madrid, 1896. D e l m ism o, Isidoro Máiquez y el
teatro de su tiempo, M adrid, 1902.
802 Historia de la literatura española
114 E m ilio Cotarelo y M orí, Colección de entremeses, loas, bailes, jácaras y m ojigan
gas desde fines del siglo X V I a m ediados d e l siglo X V III, N u eva Biblioteca de Autores
Españoles, 2 vols., M adrid, 1911.
115 Idem , id., vol. I, pág. XCI.
804 Historia de la literatura española
D R AM A TU R G O S M ENO RES
116 Cfr. : R afael de Balbín Lucas, “Tres piezas menores de M oreto inéditas”, en Re
vista de Bibliografía Nacional, M adrid, III, 1942, págs. 103-108. D e l m ism o, “N otas so
bre el teatro m enor de M oreto”, en Homenaje a F. Kriiger, M endoza, 1952-1954, II, pá
ginas 601-612. Baile de Lucrecia y Tarquino de M oreto, edición de Raym ond M acCurdy,
en Francisco de Rojas Zorrilla. Lucrecia y Tarquino, cit., págs. 142-148.
Sobre otros aspectos de M oreto n o m encionados en nuestro texto, cfr.: Everett W.
H esse, “M oreto en el N u evo M undo”, en Clavileño, 1954, núm . 27, págs. 15-18. Em ilio
O rozco D íaz, “M oreto y la poesía taurina. Com entario a un rom ance inédito”, en Studia
Philologica. Homenaje a Dámaso Alonso, II, 1961, págs. 541-555.
117 E m ilio Cotarelo y M ori, “D ram áticos españoles del siglo xvn. Alvaro Cubillo de
A ragón”, en Boletín de la Real Academia Española, V , 1918, págs. 3-23 y 241-280.
118 Edición Rodríguez M arín, Clásicos Castellanos, M adrid, 1918, pág. 244.
El ciclo de Calderón. El entremés 805
pues M ontalbán en su Para todos dice de él: “Alvaro Cubillo, bizarro poeta,
hace excelentes comedias, como lo fueron en esta corte y en toda España las
dos de M udarra” m .
E n 1641 Cubillo adquirió por compra un cargo de escribano en Madrid, y
allí se inscribió como tal en la Sala de Alcaldes de Casa y Corte. Cubillo h a
bía casado en Granada con doña Inés de la Mar, de la que tuvo once hijos, y
el sostener tan dilatada prole constituyó la gran tragedia de su vida. Ni su cargo
ni sus comedias le daban para vivir, y sus apuros económicos fueron tan con
tinuados como acuciantes. E n él encontramos un nuevo caso, y quizá de los
más extremos, del escritor que ha de ejercer la “mendicidad poética”, con un
descaro a veces que nos llenaría de asombro si no supiéramos que semejante
proceder entraba por mucho en las costumbres de la época. M uchas de sus
composiciones adulatorias, con expresas demandas de dinero a los magnates o
al propio rey, fueron incluidas por el propio Cubillo en el volumen antológico
de su producción, poética y dramática, que publicó en M adrid en 1654 bajo el
título de E l enano de las musas.
Cuando el duque de Granmont llegó a M adrid como embajador extraordi
nario de Francia para firmar la paz de los Pirineos, Cubillo fue encargado de
escribir la relación de su entrada y de las fiestas que se le hicieron 120. Falleció
el poeta en M adrid el 21 de octubre de 1661. En un romance biográfico, que
puso al frente de E l enano... afirma haber escrito cien comedias, de las cuales
apenas una tercera parte ha llegado hasta nosotros. Sólo diez fueron seleccio
nadas por el autor para la mencionada antología.
A Valbuena P rat debemos el prim er intento de sistematizar y valorar con
criterio moderno la producción dramática de Cubillo m , pues el trabajo de Co-
tarelo es m ás biobibliográfico que crítico.
Dejando aparte sus comedias religiosas, de menor interés porque su emo
ción devota parece siempre fría y hasta, a las veces, insincera, cultivó Cubillo,
como todo dramaturgo de su tiempo, el teatro heroico y la comedia de costum
bres. Según norm a común entre los escritores del segundo ciclo dramático, C u
billo se sirvió frecuentemente para sus piezas heroicas de asuntos ya tratados
por Lope o sus discípulos, lo que movió a Cotarelo a situar al granadino entre
los seguidores o imitadores de aquél. Valbuena, que en sus estudios sobre el
teatro barroco ha señalado tantas veces los rasgos que caracterizan a la época
de Calderón, hace ver que no son los temas, y sus fuentes, los que permiten
Y sigue luego :
¿Qué linaje de gusto se halla en esto,
si aun a los mismos brutos es molesto,
y vuelves a tu casa
con la pena de ver lo que allí pasa,
que por torpe e injusto
aunque representado da disgusto?
Tengo por m uy poco hombre y por menguado
el que va a la comedia muy preciado
de oir cosas de seso,
que el tablado no se hizo para eso...
Si gustas de las veras, aquel rato
vete a oir un sermón, que es más barato;
si gustas de lo grave, y por ventura
has estudiado, lee la Escritura...
Mas la comedia búscala graciosa,
entretenida, alegre, caprichosa...
Y breve, que no es bien, faltando el tiempo,
que gaste mucho tiempo el pasatiempo... m .
pensar, de nuevo, en la cuna del poeta, en la G ranada del siglo xvii” 127. Cota
relo pondera lo original de la estructura de la obra y lo hermoso y bien traza
do de los caracteres, en especial el de la protagonista, que califica de “primor
psicológico” m .
Perderse por no perderse, localizada en una convencional corte napolitana,
conserva mucho todavía de la comedia palatina a la m anera de Lope, o más
aún de M ira y de Vélez, pero precisamente en la mayor regularidad de la in
triga, en la delicadeza de la protagonista —que quizá supera todavía a la an
terior— y en la ternura y nobleza de sentimientos se echa de ver la peculiar
sensibilidad que aporta el arte dramático de Cubillo.
Las muñecas de Marcela representa, por este camino, lo más personal de
nuestro autor. L a comedia posee el enredo propio de las de “capa y espada” .
Marcela, apenas salida de la niñez, se enamora de Carlos que penetra por su
balcón huyendo de una venganza de honor, y lo esconde en el cuarto de sus
muñecas, que todavía conserva como ilusionado recuerdo de aquella edad. H ay
escenas de intriga, a la m anera calderoniana, pero lo que se impone sobre ellas
es la atrayente figura de la niña-mujer, que hace triunfar su juvenil pasión so
bre todas las dificultades y obtiene al cabo de los vengadores el perdón para
su enamorado. “Casi puede asegurarse —dice Valbuena— que los verdaderos
personajes ideales, los que levantan la comedia de intriga a un reino de deli
cioso encanto, son aquellos muñecos del “estrado con barandillas”, en cuya h a
bitación, destinada a los juegos de niña, se ocultan el galán y su criado. F al
taba para llegar Cubillo a su propio ambiente, sobrepasar el último escaño de
su escala de vidrios y porcelanas. El penúltimo era la esposa idealizada y lím
pida : Estefanía ; el último, la niña, el juguete : M arcela” 12S\ Destaca igualmen
te el crítico el sentido de perdón y de generosidad que campea en toda la obra ;
son los viejos quienes defienden arcaicas intransigencias de honor mientras los
jóvenes mantienen un criterio de condescendencia y reconciliación, que se acer
ca al sentir de nuestros tiem pos: “Difícil —dice— es encontrar en comedias
del siglo x v ii ideas más netamente cristianas sobre el perdón” 13°.
E l señor de Noches-Buenas es una excelente comedia, superior, en nuestro
juicio, a todas las anteriores. Desarrolla el tema —ya tratado por Lope, según
recuerda Cotarelo, en Las flores de don Juan— de la oposición entre dos her
m anos: el mayorazgo, heredero rico, y marqués, pero necio y vanidoso, que
desprecia al hermano menor, privado de fortuna pero noble y discreto ; ambos
se enfrentan además al pretender a la misma mujer. Como en el caso de Las
muñecas de Marcela, existe aquí una intriga “de capa y espada” como base
del enredo dram ático; Porcia, la protagonista, habla una noche a la reja con
el hermano menor y creyendo que es el mayorazgo le concede a éste su afecto,
OTROS DRAMATURGOS
131 A dem ás de las obras m encionadas, cfr.: J. B. A valle-A rce, “Lope y Alvaro Cubi
llo de Aragón” , en N u eva R evista de F ilología H ispánica, V II, 1953, págs. 429-432. E.
Glaser, “Alvaro Cubillo de A ragón’s L o s desagravios de C risto”, en H ispanic R eview ,
X X IV , 1956, págs. 306-321.
El ciclo de Calderón. El entremés 811
cilmente podemos hallar en ellas nada de veras esencial para la vida del teatro,
que los grandes autores no hubieran exprimido ya.
hebra los lances se burla de los tópicos literarios sobre el amor y de otras
muchas convenciones dramáticas, en especial del punto de honra.
138 E m ilio Cotarelo y M orí, C olección de entremeses, loas, b a ile s..., cit., vol. I, pá
ginas L X X X IV -L X X X V III.
139 Citado por Cotarelo en ídem , id,, pág. L X X X V .
814 Historia de la literatura española
més, que no libro, como algunos afirman— E l libro de ¿qué quieres boca?, en
que ridiculiza algunas m odas y se burla de la pobreza general:
140 Citado por ídem, id., pág. L X X X V III. Poesías de Cáncer en BAE, X LII, cit. Vejá
menes literarios por Jerónimo de Cáncer y Velasco y Anastasio Pantaleón de Ribera (si
glo XVII). Anotados y precedidos de una advertencia histórico-crítica por el Bachiller
Mantuano (seudónim o de A . Bonilla y San Martín), Madrid, 1909. Cfr.: N . D ía z de
Escovar, “D o n Jerónim o de Cáncer y V elasco”, en Revista Contemporánea, Madrid, C X X I,
1901, págs. 399-409.
141 C fr.: E m ilio Cotarelo y M ori, “Dram áticos del siglo xvn. D o n A ntonio C oello y
Ochoa”, en Boletín de la Real Academia Española, V , 1918, págs. 550-600.
142 Edición de Eduardo Juliá, M adrid, 1930.
143 Cotarelo, estudio cit., pág. 583.
El ciclo de Calderón. El entremés 815
144 Cfr.: E m ilio Cotarelo y M ori, “D o n Juan Bautista Diam ante y sus com edias”, en
B oletín de la R e a l A cadem ia Española, III, 1916, págs. 272-297 y 454-497.
145 Idem, id., pág. 295.
816 Historia de la literatura española
!50 Refiriéndose a esta costumbre y ponderando la parte que en el éxito de una com e
dia podían tener los entremeses de que se acom pañaba, escribe el prologuista de la Joco
seria, aludiendo por descontado a los de Benavente: “La mejor com edia tiene hoy el
peligro de los desaires que padece entre jornada y jornada... de m odo que el autor que
tenía una mala com edia, con ponerle dos entremeses deste ingenio le daba m uletas para
que n o cayese, y el que tenía una buena le ponía alas para que se rem ontase; con que
todas las com edias le debían: la buena, el ser m ejor; la mala, el no parecerlo” (cit. por
Cotarelo — véase nota siguiente— , vol. I, pág. LXXVI1). P érez de M ontalbán, en su
Para todos, m enciona a Benavente y dice: “E l licenciado Luis de Benavente no ha escrito
com edias; pero ha hecho tantos bailes y entremeses para ellas, que podem os decir segu-
rísimam ente que a él se le debe la protección y el logro de m uchas y el aliño y adorno
de to d a s...” (ídem, id., pág. LX X V I).
151 La bibliografía sobre Luis Q uiñones de Benavente es m uy poco abundante, pero
de gran interés. Cayetano R osell dedicó, en la serie Libros de antaño, dos volúm enes a
la obra del entremesista, M adrid, 1872 y 1874. E l primero reproduce com pleta la Jocose
ria, y el segundo recoge 34 piezas sacadas de diferentes colecciones antiguas y de manus
critos. E m ilio Cotarelo y M orí en su Colección de entremeses, loas, bailes..., cit., dedica
extenso comentario a la obra de Benavente e incluye — reproduciendo entera la colec
ción de R osell— 142 obras del autor, entre entremeses y piezas m enores. La colección
reunida por Cotarelo es inapreciable y, por el m om ento, indispensable cantera para el
conocim iento del escritor, pero deja planteados difíciles interrogantes de atribución y de
cronología. En nuestros días, la investigadora norteamericana H annah E. Bergman ha
dedicado a su esclarecimiento un erudito y am plio estudio: Luis Quiñones de Benavente
y sus entremeses. Con un catálogo biográfico de los actores citados en sus obras, Madrid,
1965. Eugenio A sensio en su libro Itinerario del entremés. Desde Lope de Rueda a Quiño
818 Historia de la literatura española
—i-------------------- ---------------------------------------------------- —----------------------------------------------------
Apenas nada se sabe de la vida de tan famoso escritor. Nació en Toledo,
usaba el título de Licenciado, y murió en M adrid el 25 de agosto de 1651. Se
ha supuesto sin fundamento que pertenecía a la familia de los condes de Be-
navente, y también se h a pretendido identificarle con el actor Luis de Quiñones,
que representaba por la prim era década del siglo. Parece evidente su forma
ción universitaria, aunque su nombre no se encuentra en las actas de Salamanca
ni de Alcalá. Lo m ás probable es que hubiera estudiado Derecho, pero tam
poco consta que ejerciera nunca la abogacía o la judicatura. En su partida de
defunción, descubierta por Cotarelo, se le llama Presbítero, lo que demuestra
que en los últimos años de su vida, como tantos otros escritores de su tiempo,
se había hecho clérigo.
H annah E. Bergman subraya que la fama de Benavente, entre sus contem
poráneos, no se fundaba tan sólo en sus dotes poéticas, sino tam bién en su ta
lento musical, como compositor y como ejecutante a la vez ; muchas de sus
piezas eran en parte o por entero cantadas, y fue el propio Benavente quien
compuso las melodías. De todos modos, parece que ni el escribir entremeses ni
el ejecutar su música fue para Benavente ocupación profesional, y Bergman
sugiere ¡que debió de ganar su vida como funcionario público o quizá como
secretario de algún noble.
L o que consta; en cambio, es que fue muy querido por sus colegas, cuyas
envidias y ataques — siempre enconados en nuestro m undo literario— no se
cebaron en él; muy al contrario, recibió frecuentes elogios, algunos calurosos,
aunque ninguno tan entusiasta como el que escribió Tirso en L os cigarrales y
también — si alude 1 efectivamente a Benavente— en su comedia Jarcio es lo
de más como lo de m e n o s152.
tuyen, según dice Bergman, “una verdadera m ina de datos curiosos sobre la
vida detrás de las candilejas” 154. También las jácaras de Benavente tienden a
complicar el movimiento escénico con participación de varios cómicos, apro
ximándose asimismo a los entremeses cantados, excepto dos de ellas que son
simples romances cantados por una sola persona.
Dos problemas fundamentales se presentan en torno a la obra de Benaven
te : la atribución y la cronología. Como hemos dicho, la producción de nuestro
autor debió de ser abundantísima, aunque, con toda seguridad, ha sido muy
exagerada “por la tendencia —según dice Asensio— a hacer de Quiñones de
Benavente un Lope de Vega del entremés, aureolado con todas las invenciones
y primacías ” 155 ; y tam bién con la cantidad, hemos de a ñ a d ir156. No sólo
—como en el caso de Lope, en efecto— han debido de perderse a buen seguro
multitud de piezas del famoso entremesista, sino que también otras muchas
le han sido atribuidas falsamente. La tarea de hacer luz en esta densa selva
de atribuciones ha sido emprendida con gran rigor por la mencionada inves
tigadora H annah Bergman, quien consciente de su enorme dificultad llega a
esta conclusión : “Casi me inclino a tener por auténticas únicamente las 48 pie
zas de la Jocoseria m ás unas cuantas otras que se atribuyen a nuestro poeta en,
al menos, dos textos antiguos” 157.
El segundo problem a es el cronológico. Desde Cayetano A. de la Barrera
se venía afirmando que ya en 1609 había compuesto Benavente su entremés
titulado Las civilidades·, pero Bergman ha refutado inequívocamente esta opi
nión 15S. Como en el caso de tantos otros dramaturgos del Siglo de Oro, apenas
existen datos para fechar las piezas de Benavente. En los primeros años de este
siglo el erudito italiano Antonio Restori consiguió resultados muy estimables
confrontando los entremeses con los documentos histrionicos publicados por
otros investigadores del teatro (Sánchez Arjona, Pérez P asto r)159. Sucede que,
Juan R uiz de A larcón en su com edia La culpa busca la pena, hablando de una reprea
sentación de la com pañía de V allejo, escribe:
La comedia, felizmente,
aplaudida al puerto llega,
que era de Lope de Vega,
y el baile, de Benavente.
(I, pág. LXX V),
162 Obra cit., pág. 81.
163 Estudio cit., pág. 140.
El ciclo de Calderón. El entremés 823
dose a la totalidad de la Jocoseria, pero con palabras que deben aplicarse muy
especialmente a las piezas fantásticas, escribe Asensio: “poseen notas comu
nes : brillantez y esmero literario, elegancia moral, estilización de lo cómicp no
por vías naturalistas, sino gracias al simbolismo, propensión a la mascarada y
aun a la arlequinada. Surge así un género donde, sin volver la espalda a. la
pintura de costumbres y sátira de modas, se sitúa la acción en un plano des
realizado al que confluyen los recursos de la poesía, el canto y la coreogra
fía” 164. Y en otro pasaje : “El entremesista toledano se complace en saltar el
cerco mágico del escenario, convirtiendo el patio en tablado, los espectadores
en confidentes o cómplices de la ficción. No conoce la cárcel de tres paredes
impuesta por un realismo sin imaginación, sino que obliga al público a partici
par en el juego,, le enseña las cartas, ya confiándole el nombre de los actoi-és,
ya discutiendo si tal o cual pasajé encaja en un entremés” 165. ( ,
Es notable, en efecto, la frecuencia con que el entremés, como entidad dra
mática, habla de sí mismo para definir sus límites y su función;, su técnica y
sus cótíveñciones, todo ló cuál sè èncamina a un último propósito : darnos a
entender que lo que allí cóptempla el espectador no es realidad reproducida
sino teatro. Este guiño irónico sobré sus propias ficciones lo había hecho la
comedia infinitas veces, pero nunca coii él desenfado y la libertad del entremés.
Dé semejante libertad se vale sobre todo para disparar el mecanismo de la risa,
que es su fin prímordial al fin y, al cabo, pero también para ensanchar su cam
po por el camino dé lo fantástico o lo alegórico y, de rechazo, potencial: las
mismas referencias al mundo real y dar mayor cabida a la intención móraliza-
dora y satírica aunque frecuentemente se disfrace cómicamente dé caricatura.
Porque en la obra de Benavente es necesario advertir también esta constan
te intención moral, que muchos han negado, o subestimado. Bergman insiste
en ella, y recuerda qué queda ya afirmada en el título mismo de la colección:
Jocoseria. Burlas verás, o reprehensión moral y festiva de los desórdenes públi
cos... Aduce además el testimonio de los varios aprobantes del libro y de casi
todos los autores que escribieron para él versos laudatorios. Un aspecto de par
ticular interés destaca Bergman: “L a crítica —dice— que Benavente dirige
contra la sociedád de su tiempo va por el mismo camino que recorrió Quevedo :
la condena sin tregua a toda clase de falsificación. Un sin fin de reminiscencias
textuales señala las huellas del gran m oralista en las obras del poeta toledano,
pero es en su visión fundamental del mundo donde Benavente muestra con
mayor claridad la consonancia córi sü ilustre contemporáneo. A las personali
dades tan diversas de los dos escritores se debe la diferencia de tono hasta al
tratar la misma m ateria: la hipérbole violenta del feroz Quevedo se sustituye
por la sátira benévola del manso Benavente...” ; pero —añade luego—, “Bena
vente nunca deja de atacar a los falsificadores de valores morales y sociales” l66.
164 ídem , id., págs. 131-132.
165 ídem , id., pág. 144.
166 Obra cit., págs. 73-74.
824 Historia de la literatura española
167 C fr.: H annah E. Bergman, “El Rom ancero en Q uiñones de Benavente”, en N u eva
R evista de F ilología H ispánica, X V , 1961, págs. 229-246.
El ciclo de Calderón. El entremés 825
B A L T A SA R g r a c iá n
BIOGRAFÍA DE GRACIÁN
1 Los copiosísim os estudios acerca de Gracián com ponen uno de los más nutridos
capítulos de nuestra bibliografía literaria. Entre los repertorios bibliográficos sobre Gracián
deben consultarse: M . R om era-N avarro, “Bibliografía graciana”, en Hispanic Review, IV,
1936, págs. 11-40. Arturo del H oyo, “Bibliografía. Ediciones, traducciones, estudios”, en
su edición de las Obras Completas, 2.a' ed., M adrid, 1960, págs. CCXLII-CCLXXI. Ë.
Correa Calderón, “Bibliografía de G raciáil”, en Baltasar Gracián. Su vida y su obra, M a
drid, 1961, págs. 319-402. K laus Heger, Baltasar Gracián. Estilo y doctrina, Zaragoza, i960,
págs. 223-228. Cfr. tam bién: A . M orel-Fatio, “N otes bibliographiques sur G racián”, en
Bulletin Hispanique, X I, 1909, págs. 450 y ss. D e l m ism o, “Liste chronologique des let
tres de G racián”, en Bulletin Hispanique, XII, 1910, págs. 204 y ss.
2 En la partida de bautism o de G racián figura su apellido transcrito en la forma de
Galacián, form a frecuentemente confundida en Aragón. G. Díaz-Plaja en su libro El
Espíritu del Barroco. Tres interpretaciones — Barcelona, 1940— sugiere qüe ésta segunda
form a pudo ser una deform ación consciente de un apellido sospechoso de judaismo, hip ó
tesis utilizada por el comentarista para apoyar su tesis sobre la relación entre el judaís*
m o y el barroco. Dejando aparte la consideración — aquí im posible— de esta teoría, etl
lo que se refiere al caso Gracián ha sido demostrada su lim pieza de sangre por el fam oso
gracianista Padre Batllori en su “Vida alternante” (luego citada). La opinión de Díaz-Plaja
provocó com entarios eii desacuerdo; véase, R. M . de H ornedo, “ ¿H acia una desvalorización
del Barroco?”, en Razón y Fe, C X X V , 1942, y los trabajos de Batllori y Correa Cal-
Gracián. Saavedra Fajardo 827
derón, luego citados. Díaz-Plaja ha vuelto sobre el tema en D efensa de la crítica, Barce
lona, 1953, págs. 9Í-1Í7.
Para la vida de Gracián en su conjunto o en aspectos parciales, cfr.: N arciso Liñáh
de H eredia, Baltasar Gracián. 1601-1658, Zaragoza, 1902. A dolphe Coster, Baltasar G ra
cián, traducción española de Ricardo del A rco Garay, Zaragoza, 1947 (la edición original
francesa es de 1913; R evu e H ispanique, X X IX , págs. 347-752). Aubrey F. G. Bell, Balta
sar Gracián, H ispanic N otes and M onographs, III, O xford University Press, 1921. Cons
tancio Eguia Ruiz, “La form ación escolar y religiosa de G racián” , en Cervantes, C alde
rón, L ope, Gracián. N u evo s tem as crítico-bibliográficos, Madrid, 1951, págs. 143-158.
P. M iguel Batllori, S. I., “La vida alternante de Baltasar G racián en la Compañía de Jesús” ,
en A rch ivu m H istoricum Societatis Iesu, R om a, X V III, 1949, págs. 3-50; reproducido en
sil libro, Gracián y el Barroco, Rótna, 1958. D el mism o, en colaboración con el Padre
C efeíino Peralta, “Indice cronológico de la biografía de Baltasar G racián”, en Archivum
H istoricum Societatis Iesu, 1958, págs. 327-338. Arturo del H oyo, “Vida y obra de G ra
cián”, introducción a su edición de las O bras C om pletas, cit. E. Correa Calderón, Balta
sar Gracián. Su vida y su obra, cit. V éase adem ás: José M aría López-Landa, “Gracián
y Su biógrafo Coster”, en Baltasar Gracián, escritor aragonés d el siglo X V II. Curso m ono
gráfico celebrado en la U niversidad L iteraria de Zaragoza, Zaragoza, 1926, págs. 1-28.
Pedro Blanco Trías, C atálogo d e los docum en tos y m anuscritos pretenecientes a la anti
gua provincia d e A ragón, d e la C om pañía de Jesús, que se conservan en el A rch ivo H is
tórico N acional, Valencia, 1943. D e l mismo, C atálogo de los docum en tos y m anuscritos
pertenecientes a la antigua provincia de Aragón, de la C om pañía de Jesús, que se con
servan en el A rch ivo G eneral d e l R ein o de Valencia, Valencia, 1943.
3 Cfr.: Francisco A lm ela y V ives, L a poca sustancia de los valencianos, tirada aparte
de la revista Valencia atracción, Valencia, enero-febrero, 1952.
828 Historia de la literatura española
4 Cfr. : Ricardo del A rco Garay, Dos grandes coleccionistas aragoneses de antaño:
Lastanosa y Carderera, M adrid, 1910. D e l mismo, “D on Vincencio Juan de Lastanosa.
Apuntes biobibliográficos”, en Boletín de la Real Academia de la Historia, LVI, 1910,
págs. 301 y ss. ; reimpresión, H uesca, 1911. D e l m ism o, “M ás datos sobre don V incencio
Juan de Lastanosa” , en Linajes de Aragón, Zaragoza, III, 1912, págs. 142 y ss. D el m is
mo, “N oticias inéditas acerca de la fam osa biblioteca de don Vincencio Juan de Las
tanosa”, en Boletín de la Real Academia de la Historia, LX V , 1914, págs. 316-342. D el
mismo, “M ás noticias acerca de la fam osa biblioteca de don Vincencio Juan de Lastanosa” ,
en Linajes de Aragón, V II, 1916, págs. 8-20. D el m ism o, “Los am igos de Lastanosa. Cartas
interesantes de varios eruditos del siglo x v i i ” , en Revista histórica, Valladolid, 1918. D el
mism o, Gracián y su colaborador y mecenas, Zaragoza, 1926. Todos estos trabajos han
sido refundidos en su m ayor parte en La erudición aragonesa en el siglo X V II en torno
a Lastanosa, Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, Madrid,
1934. D e l m ism o, La erudición española en el siglo X V II y el cronista de Aragón Andrés
de Ustarroz, 2 vols. Madrid, 1950.
Gracián. Saavedra Fajardo 829
5 V ida y obra de Gracián, cit., pág. X X X III. Cfr.: E. Correa Calderón, “Lastanosa
y G racián” , en H om enaje a Gracián, Zaragoza, 1958.
830 Historia de la literatura española
6 Cfr.: Benedetto Croce, “Il duca di N ocera Francesco Carafa e Baltasar G racián” ,
en A n e d d o íi d i varia letteratura, II, N ap oli, 1942, págs. 18-37. P. M iguel Batllori, S. I.,
“G racián entre la Corte y Cataluña en armas, 1640-1646”, en R evista de E studios P olíti
cos, Madrid, núm. 100, agosto 1958, págs. 167-193.
Gracián. Saavedra Fajardo 831
a Tarragona como vicerrector, vivió el asedio de la ciudad puesto por los fran
ceses en 1644, y, levantado el cerco, fue destinado a Valencia. Allí le sucedió un
desagradable incidente que pudo contribuir a avivar su antigua animosidad con
tra los valencianos. En un sermón anunció Gracián a sus oyentes que había re
cibido una carta del infierno y que la leería en el sermón siguiente que había
de predicar. El recurso, que hoy nos parece pueril y hasta ridículo, era muy
propio de las costumbres de la época en materia de oratoria sagrada ; los pre
dicadores se habían dejado llevar, exagerándolas grotescamente, de las modas
literarias del momento, y además de acumular en sus sermones todo género de
bambolla retórica, acudían a cualesquiera estímulos —aun los más vanos— que
pudieran despertar la curiosidad o el placer de los oyentes. Gracián, predicador
de fama, teorizador y cultivador incansable de la agudeza, acuciado —como
Quevedo— por un irrestañable “furor de ingenio”, puesto que en ello consiste
lo más peculiar de su personalidad, cedía fácilmente a tales tentaciones. Lo
cierto· es que sus superiores de Valencia le obligaron a retractarse desde el púl-
pito de la prometida comunicación infernal. Aunque el incidente debió de esco
cerle vivamente a Gracián, es muy posible que también le sirviera de revulsivo ;
Correa Calderón así lo admite, y aun afirma que “se produce a partir de en
tonces una manifiesta reacción en su espíritu”, según se advierte en un pasaje
de la tercera parte del Criticón que el mencionado comentarista aduce7.
Hacia mediados de 1646 aparecía un nuevo libro de Gracián, E l Discreto,
publicado en Huesca, de nuevo bajo la protección de Lastanosa y de su grupo,
que se encargó de extender las aprobaciones y preparar la edición ; la obra iba
firmada, como de costumbre, por Lorenzo Gracián. “El Discreto ■ —dice Del
Hoyo— es un tributo a la amistad, una preciosa evocación, desde la hostil V a
lencia, del culto y favorable ambiente que Gracián tenía en Huesca : evocación
en forma- de cartas y diálogos (y composiciones académicas) con sus amigos ara
goneses: Lastanosa, Ustarroz, Juán Orencio de Lastanosa, Salinas, Morianes.
Desde Huescá, Lastanosa, ' patrocinando la edición de El Discreto, Salinas y
Ustarroz aprobándolo cancilleresca y religiosamente, respondían con amistad al
ausente, orgullosos de que fuera uno de los suyos” 8.
Al frente de E l Discreto, uno de los conspicuos del grupo, el canónigo don
Manuel de Salinas, estampó un soneto acróstico en el que daba el verdadero
nombre del autor. Si para nadie debía de ser ya Un- secreto, G racián'había guar
dado al ñienos las apariencias hasta entóricés, pero los 'acrósticos de Salinas
daban carácter público al hecho de que Gracián habíá publicado varios libros
sin las aprobaciones requeridas.
L a delicada situación quedó soslayada esta vez por un hecho de guerra. Los
franceses habían sitiado Lérida, y el marqués de Leganés, enviado en su soco
rro, pidió ál patriarca de Valencia varios religiosos para la' campaña ; Gracián
fue uno de los designados, quizá porque en aquel posible riesgo se encerraba
una cierta forma de castigo. Gracián, que quedó como único sacerdote de aque
lla tropa por haber sido capturados o enfermado los demás, tuvo una destacada
actuación prestando sus servicios espirituales en el mismo campo de batalla y
enardeciendo a los soldados ; llegó a alcanzar gran popularidad entre éstos, que
le llamaban “el padre de la victoria”. Gracián describió los incidentes de la
lucha en larga carta “a un jesuíta de M adrid”, escrita no sin cierta vanidad he
roica de testigo y p artícipe9.
L a recompensa a tales trabajos fue el retorno a su amada Huesca donde vol
vió a encontrarse con sus amigos del círculo de Lastanosa. Gracián se ocupaba
por entonces en reunir materiales para su Agudeza, nueva versión del A rte de
ingenio, y solicitaba de sus amigos y corresponsales libros de autores contempo
ráneos. Entretanto —marzo de 1647— apareció el Oráculo Manual y Arte de
Prudencia, editado por Lastanosa e impreso por Juan Nogués. El Oráculo se
decía “ sacado de los aforismos que se discurren en las obras de Lorenzo G ra
cián”, con lo que Lastanosa parecía presentarse no sólo como editor sino como
colector. Podría, pues, pensarse en una antología de pensamientos de Gracián,
pero se trata, en realidad, de un “ideario” reelaborado por el propio autor, como
luego veremos ; la intervención “oficial” de Lastanosa sólo trataba de eludir una
vez más —pues que salía sin él— el problema del permiso de la Compañía. Con
escaso intervalo fue publicada la Agudeza y arte de ingenio a cargo de Lasta
nosa y en las prensas de Nogués ; y, por descontado, sin autorización de los je
suítas y a nombre de Lorenzo Gracián.
Desde entonces trabajó intensamente en la redacción de la prim era parte de
El Criticón, su obra de más ambición y empeño, que salió de la imprenta de
Nogués a mediados de 1651. La obra ofrecía dos variantes sobre las normas ya
habituales en G racián: en prim er lugar, no se acogía al mecenazgo y nombre
de Lastanosa, sino al de don Pablo de Parada, general de artillería y gobernadoi
entonces de Tortosa, vencedor de los franceses en Tarragona y en Lérida, y a
cuyo lado había intervenido Gracián en esta última cam paña; diríase que el
escritor traía a cuento las glorias de aquel esforzado militar para poder recor
darle, a quien cumpliera, sus propios heroísmos en aquellas jom adas de peligro.
L a segunda novedad fue el cambio de seudónim o; esta vez firma con el de
García de Mariones, anagrama imperfecto de sus dos apellidos verdaderos :
Gracián y Morales. Tampoco se engañaba a nadie con aquella nueva pantalla,
pero Gracián seguía cubriendo las apariencias.
Para el curso siguiente Gracián fue nombrado profesor de Escritura en el
colegio de Zaragoza, cátedra ambicionada por muchos, y cuya posesión debió
de granjearle nuevos enemigos. Pero Gracián, que los tenía muy enconados,
disponía tam bién dentro de la orden de protectores que le favorecían, gracias a
los cuales se iba demorando el momento de la crisis. E n febrero de 1652 el
i° Correa Calderón — Baltasar Gracián. Su vida y su obra, cit., pág. 65 y ss.— atri
buye la Crítica al padre Rajas, pero Rom era-N avarro lo impugna, sosteniendo la atri
bución a M atheu y Sanz; véase su trabajo “E l autor de la Crítica de reflección. Cues
tiones gracianas”, en Estudios dedicados a Menéndez Pidal, vol. I, Madrid, 1950, pági
nas 359-372 (reproducido en Estudios sobre Gracián, University o f T exas H ispanic Stu
dies, vol. II, Austin (Texas), 1950).
834 Historia de la literatura española
LA PERSONALIDAD DE GRACIÁN
Difícil como pocas se nos ofrece la personalidad de este escritor. Con excep
ción de sus breves intervenciones militares —vulgares en el fondo, de no haber
sido protagonizadas por persona que ya nos tiene ganado el interés— la vida
de Gracián carece de todo relieve externo, de toda anécdota curiosa que merez
ca ser historiada; su biografía se reduce y encoge —aunque con la tremenda
tensión de un resorte comprimido— a sus desazones íntimas, de las que el con
flicto con su orden no es sino la espuma visible que las delata n .
Es frecuente presentar a Gracián como una víctima de la intransigencia e
incomprensión de la Compañía. Creemos, sin embargo, considerada la cuestión
con toda la ecuanimidad posible y desde dentro de los supuestos en que se
plantea el problema, que si la Compañía pecó de algo en el “caso Gracián” fue
de lenidad. Las reglas ignacianas, libremente aceptadas y solemnemente jura
das por Gracián, eran terminantes en la m ateria que provocó la fricción ; si la
Orden le exigía someter sus escritos al dictamen de sus superiores, de nada
podía quejarse ni sorprenderse. Con todo, cualesquiera que fuesen las cicate
rías de toda índole que hubo de soportar, existe un hecho cierto: desde 1637
(primera edición de E l Héroe), hasta 1657 (tercera parte de El Criticón), es de
cir, durante veinte años exactos, Gracián publicó cuantos libros fue capaz de es
cribir, sin someterlos a la censura de su orden, infringiendo con ello las normas
a que se había sometido ; pese a lo cual, no fue objeto de ninguna sanción hasta
después de publicada la tercera parte de E l Criticón, cuando su reiterada des
obediencia de veinte años coincidía con las recientes órdenes del padre Nickel,
que instaban al cumplimiento de las constituciones. Lo que obliga a pensar que
la habilidad de Gracián, aliada con muchos colegas de su orden que le favore
cían, apoyado además por la adhesión de importantes personajes y en no peque
ña parte también por el prestigio del mismo círculo lastanosiano, encontró el
camino para eludir sin mayores riesgos la tajante prohibición que hubiera po
dido serle impuesta la primera vez. Se dice asimismo que los superiores de
Gracián incomprendieron el valor o la intención de sus libros; pero también
en ello se parte de un supuesto que falsea el problema. Luego veremos por
qué razones las ideas de Gracián, y su mismo carácter, podían atraerle repulsas ;
pero nada de ello afectó en absoluto a la publicación de sus obras, que sus su
periores iban conociendo tan sólo cuando andaban ya en letras de imprenta.
M uy distinto sería el caso si Gracián hubiera sometido sus escritos a la previa
censura, y la mencionada incomprensión los hubiera mutilado, o prohibido o
destruido, anulando así la obra literaria de Gracián.
Pero nada de esto ocurrió. Y hasta es bien posible que, llevada la cosa a sus
justas proporciones, toda la lucha de Gracián deba quedar reducida al mezqui
no desfile de envidias y ruindades de que hasta el más modesto escritor —todo
hombre, al cabo— tiene larga experiencia ; y que en el seno de una comunidad
adquieren siempre particular exacerbación 13.
Gracián —cada palabra suya lo delata— no era un escritor fácil, ni mucho
menos precoz. No se sabe cuándo se despertó su vocación literaria ni cuándo
emborronó sus primeras páginas; pero es muy probable que sólo descubriera
su inexorable camino bajo el estímulo de Lastanosa y de los suyos, cuando ya
sus votos le ligaban a la Compañía para siempre. Al sentirse escritor y tener
conciencia de su talento, surgió la crisis a que le empujaban con igual fuerza
los rasgos de su agrio carácter. Sus colegas no debieron de merecerle particular
estima, y se resistió a someter su superioridad al parecer de aquéllos, sobre todo
en materias de carácter no religioso, que era el campo de sus escritos. Y cada
nueva resistencia enconaba su rebelión. El examen de los documentos y cartas
demuestra que nunca se plantearon cuestiones de doctrina ; todo el conflicto re
viste caracteres de inequívoco acento personal, y lo que entraba en litigio no era
sino un problema de disciplina y de obediencia. Quizá en el fondo no había
otra cosa que orgullo clerical, que se debatía entre sus propias redes y luchaba
con cuñas de la misma madera.
E l carácter de Gracián debía de poseer aristas de particulir aspereza, sobre
todo para aquellos a quienes él no concedía su estima intelectual. Los informes
13 Cfr.: Louis Stinglhamber, S. I., “Baltasar Gracián et la Com pagnie de Jésus”, en
Hispanic Review, X X II, 1954, págs. 195-207. G. Ortiz, La Compañía de Jesús en la vida
y en las obras de Baltasar Gracián, G ainesville, Florida, State University, 1960.
836 Historia de la literatura española
anuales que hacía la Compañía sobre todos sus miembros hablan siempre del
carácter colérico, bilioso, propenso a la melancolía, descontentadizo de nuestro
escritor; su poderosa inteligencia acrecentaba lógicamente su capacidad crítica,
pero es lo cierto que Gracián parece vivir en un estado de permanente irrita
ción, que llega a ser en él como una segunda naturaleza.
Estas peculiaridades temperamentales fueron reforzadas por las condiciones
que rodearon su vida y que su hipertrofiada sensibilidad potenciaba superlativa
mente. Apostillando las deducciones de Batllori, el editor de Gracián, Del Hoyo,
llega a conclusiones que tenemos por acertadas. Gracián vive encastillado en
un aragonesismo rabioso, que va mucho m ás allá del mero sentimentalismo re
gional, y que es la consecuencia de un fracaso. Recuérdense las dedicatorias de
sus primeros libros : E l Héroe a Su Majestad Felipe IV, y E l Discreto y el Arte
de ingenio al príncipe Baltasar Carlos. Estos primeros años, como dice Del
Hoyo, “nos lo revelan pendiente del meridiano cortesano. Sus libros, como solía
confesar, eran aspirantes al museo real, a las estanterías de palacio”. Durante su
prim era estancia en M adrid, su mayor gozo fue, efectivamente, descubrir un
ejemplar de su Héroe en la biblioteca real, y en carta a Lastanosa le hizo saber
que le constaba que era allí leído y que tenía acogimiento. Es harto probable
que no fuera del todo desinteresada la estrecha amistad, entonces contraída, con
el poeta y dramaturgo Antonio H urtado de Mendoza, secretario íntimo del rey,
a quien llam aban “el discreto de Palacio”, y a quien Gracián elogia repetida
mente en su A g u d eza 14.
Su nombramiento como confesor de Nocera debió de iluminar sus ambiciones
áulicas ; pero después del trágico fracaso de su señor, Gracián quedó irremedia
blemente confinado, hasta el fin de sus días, al estrecho reducto de su región, en
el ámbito provinciano de los colegios de la Compañía, sin otra puerta al mundo
que los temporales contactos con la casa de Lastanosa. “Fracasadas sus aspira
ciones áulicas y predicatorias —dice Del Hoyo—, el regionalismo no fue para él,
como puede haber sido para otros, culto entretenimiento. Su regionalismo —-no
me refiero al simple orgullo regional ni al sentimiento de patria chica— fue,
sobre todo, producto de una sentida repulsa a sus aspiraciones, un confinamien
to obligado, Una separación. Así las cosas, la única forma posible de quebrantar
las puertas cerradas de la corte — ¡cuántas veces aparecen en Gracián tales
puertas cerradas!— habría sido la del disimulo y el entremetimiento. ‘Casa sin
puertas’ llam a a la corte. Y cuántas veces alude a los cortesanos como entreme
tidos. Fracaso en sus aspiraciones áulicas ; fracaso como escritor político ; fra
caso como predicador cortesano” 15. Y añade luego : “Hubo, pues, un suceso en
la vida de Gracián que afectó profundamente a su actitud ante la existencia:
el fracaso de sus aspiraciones en la sociedad. Si ese suceso no afectó a su enten
14 Para las relaciones entre G racián y A ntonio Hurtado de M endoza, cfr. R afael Be
nitez Claros, estudio preliminar a su edición de las O bras poéticas del segundo, Madrid,
1947-1948, Biblioteca Selecta de Clásicos Españoles, vols. V -V II.
ls Vida y obra..., cit., pág. C X V I.
Gracián. Saavedra Fajardo 837
todo lo llevo con paciencia y no pierdo la gana de comer, cenar, dormir, etc.”.
Trasládense estas palabras al castellano familiar y no será difícil imaginarse el
tono, la altanería con que Gracián daría pie para irritar a sus colegas. Es ine
xacta además su afirmación de que le impedían publicar; se limitaban a que
darse con las ganas. Es ciertamente extraña, además, la imagen de un m ártir que
se le escabulle veinte veces de las manos al verdugo.
que son para todo el mundo sinónimos de listeza y habilidad; lo que sucede
es que la gente que las pone en práctica no las escribe, mientras que Gracián
se ha entretenido en codificarlas. Los ejemplos, tan numerosos como sus frases,
pueden ir desde los consejos dirigidos al héroe o al discreto hasta los asuntos
más triviales. “ Gran treta es ostentarse al conocimiento, pero no a la compre
hensión ; cebar la expectación, pero nunca desengañarla del todo. Prometa más
lo mucho, y la mejor acción deje siempre esperanzas de mayores. Excuse a
todos el varón culto sondarle el fondo a su caudal, si quiere que le veneren
todos. Formidable fue un río hasta que se le halló vado, y venerado un varón
hasta que se le conoció término a la capacidad ; porque ignorada y presumida
profundidad siempre mantuvo, con el recelo, el crédito” 19. “Más es la mitad
que el todo. Porque una m itad en alarde y otra en empeño más es que un
todo declarado” 20. “ ¡ Oh, varón candidato de la fama ! Tú, que aspiras a la
grandeza, alerta al primor : Todos te conozcan, ninguno te abarque ; que con
esta treta, lo moderado parecerá mucho, y lo mucho, infinito, y lo infinito,
más” 21. “Atienda, pues, el varón excelente, primero a violentar sus pasiones ;
cuando menos, a solaparlas con tal destreza, que ninguna contratreta acierte a
descifrar su voluntad” 22. “La mejor treta del juego es saberse descartar” 23.
“Tanto importa una bella retirada como una bizarra acometida; un poner en
cobro las hazañas' cuando fueren bastantes, cuando muchas. Continuada feli
cidad fue siempre sospechosa: más segura es la interpolada y que tenga algo
de agridulce aun para la fruición” 24. “Haya retén de amigos y de agradecidos,
que algún día hará aprecio de lo que ahora no hace caso” 23. “Nunca el atento
se dé por entendido ni descubra su mal, o personal o heredado, que hasta la
fortuna se deleita a veces de lastimar donde más ha de doler; siempre m orti
fica en lo vivo. Por esto no se ha de descubrir, ni lo que mortifica, ni lo que
vivifica : uno para que se acabe, otro para que dure” 26. “Saber declinar a otro
los males: tener escudos contra la malevolencia, gran treta de los que gobier
nan. No nace de la incapacidad, como la malicia piensa, sí de industria supe
rior, tener en quien recaiga la censura de los desaciertos y el castigo común
de la murmuración. No todo puede salir bien, ni a todos se puede contentar.
Haya, pues, un testa de yerro, terrero de infelicidades a costa de su misma
ambición” 27. “Nunca acompañarse con quien le pueda deslucir : tanto por más
cuanto por menos. Lo que excede en perfección excede en estimación.
mente práctica, que procura que no le den. Cuando aconseja con cínicas senten
cias, no lo hace sino desde el fondo de su sarcasmo desesperado: no propone
positivamente, como algunos afirman —lo que equivale a no entender a G ra
cián—, una moral de hipocresía y egoísmo; su aparente cinismo envuelve la
más agresiva denuncia contra todo, una denuncia por antítesis u oposición de
contrarios, diríamos. Ningún reproche más injusto —creemos— puede hacérsele
a Gracián que el de hipocresía; Gracián juega con cartas descubiertas, enseña
las armas. No propone ingenuos idealismos, ni pacientes virtudes, ni utópicas
mejoras (¡cuán infinitos son los que cacarean ideales sobre el papel y hacen
luego su juego!), porque no cree en absoluto que el hombre pueda m ejorar;
su pesimismo, como el de Quevedo, no conoce resquicio. Vale la pena recordar
este revelador pasaje de E l C riticón; habla Critilo: “ ...Advierte que vamos
subiendo por la escalera de la vida, y las gradas de los días, que dejamos atrás,
al mismo tiempo que movemos el pie, desaparecen. No hay por donde volver
a bajar, ni otro remedio que pasar adelante. — ¿Pues cómo hemos de poder
vivir en un mundo como éste? —porfiaba, afligiéndose, Andrenio— . Y más
para mi condición, si no me mudo, que no puedo sufrir cosas mal hechas. Yo
habré de reventar sin duda. — ¡Eh, que te harás a ello en cuatro días —dijo
Quirón—, y serás tal como los otros! — ¡Eso no! ¿Yo loco, yo necio, yo vul
gar? —Ven acá —dijo Critilo— . ¿No podrás tú pasar por donde tantos sa
bios pasaron, aunque sea tragando saliva? —Debía estar de otra data el mundo.
—El mismo fue siempre que es. Así lo hallaron todos y así le dejaron... —Pues
¿cómo hacen para poder vivir, siendo tan cuerdos? — ¿Cómo? Ver, oir y callar.
—Yo no diría desa suerte, sino ver, oir y reventar. —No dijera más Heráclito.
—A hora dime, ¿nunca se ha tratado de adobar el mundo? —Sí. Cada día lo
tratan los necios. — ¿Por qué necios? —Porque es tan imposible como concertar
a Castilla y descomponer a A ragón...” 34.
Podrá aducirse que este criterio es poco religioso (de aquí, insistimos, pu
dieron provenirle graves suspicacias) y esperanzador ; pero ingenuo no lo es,
ni tampoco es hipócrita su actitud pues que la declara. Por lo demás, la posi
ción religiosa de Gracián queda a salvo desde el momento en que, si la vida es
viaje detestable, proclama como puerto y m eta codiciada de esta peregrinación
la vida futura, en que Dios es el premio de la virtud. Cierto que no insiste en
ello demasiado, o, al menos, en el ánimo del lector este género de considera
ciones queda ahogado por el dramático caminar entre las insidias de la tierra ;
Gracián es, por esencia, un escritor humano : por demasiado humano, incapaz
de poderlos amar, detesta a sus semejantes.
Bajo el título de “La moral de Gracián” 35, José Luis L. Aranguren ha tra
zado una aguda semblanza del escritor aragonés, y a la luz de sus resultados
centenario 1658-1958, en Revista de la Universidad de Madrid , vol. V II, núm, 27, pági
nas 331-354.
36 Se limita, dice exactamente Aranguren, y respetam os la palabra, pero no creemos que
sea éste el térm ino adecuado; G racián propone positiva y enérgicamente un conjunto
de reglas que estima eficaces para el éxito que pretende. La actitud del escritor es, pues,
en este plano activa y denodada; nunca, por tanto, puede afirmarse que se Umita. La pa
labra es, en cam bio, exacta en el plano de El Criticón ; aquí sí se limita a pintar el paisaje
de la miseria humana, sin proponer rem edio porque no cree en él: algo así com o un m é
dico, que no teniendo esperanza alguna en la curación del enferm o, se limitara a form u
lar un diagnóstico fatal, sin sugerir siquiera un tratamiento..
37 “La m o r a l...”, cit., pág. 333.
Gracián. Saavedra Fajardo 843
dad de vencer en la lucha de todos contra todos. Pero una duda nos asalta in
mediatamente : conocida la irremediable ruindad del hombre y el no valor del
mundo, ¿a qué esforzarse por triunfar de ambos? ¿qué sentido tendría esa vic
toria? Las doctrinas cristianas —acabamos de recordarlo— nos habían mostra
do que la maldad de esta vida era una palestra para ejercitar la virtud y con
quistar la bienaventuranza del más allá ; pero Gracián se refiere inequívocamen
te al triunfo práctico, utilitario, en este m undo: un esfuerzo, pues, despropor
cionado con el logro posible. Aranguren no se plantea las razones por las que
Gracián desea vencer en una sociedad tan despreciable ; le basta el hecho. M on
tesinos sí se había formulado la pregunta, aunque tampoco indagó el problema
con demasiado ahínco ; dio, sin embargo, una respuesta al paso, pero que puede
quizá entregamos la clave de los móviles gracianescos : “Sujetar al prójimo
—dice— es hacerse libre, y sólo el que se ahorra de los demás tiene posibili
dades de perfección” 38.
Adm itida la necesidad del triunfo, Gracián nos ofrece el arma más eficaz
que es la prudencia-, pero no la prudencia “en el sentido plenario de esta vir
tud”, como dice Aranguren, sino una prudencia humana, que nada tiene que
ver con los motivos religiosos: “ ¿cuál es la idea de la prudencia que, con an
tecedentes ciertos en el orden de la moral política, formula Gracián antes que
nadie en el orden de la moral personal? Es una deformación de la idea clá
sica de la prudencia que, conservando, sin duda, ciertas notas de esta virtud,
es entendida fundamentalmente como ‘industria’, astucia, cautela, reserva, si
mulación y dolo” 39. Todo lo cual se resume en una sola fórmula, que es el
arte de vivir, el cual requiere a su vez saberse a sí mismo y ser capaz de pe
netrar, de descrifrar a los demás. Respecto a lo primero ya conocemos algunas
de las astucias de Gracián: tener pesado el propio caudal para saber hasta
dónde se puede emprender ; no darnos nunca a conocer por entero ; “cebar la
expectación pero nunca desengañarla del todo” ; tener virtudes ocultas para
sorprender cuando llegue la ocasión; esconder parte de lo que se es y repre
sentar y parecer lo que tal vez no se es. “E l barroco Gracián entiende la vida
y la prudencia, virtud o arte que la gobierna, como teatro, como ‘representa
ción’. Teatro de m í mismo que ha de representar unas veces menos, otras más
de lo que soy, según convenga ; y teatro también de los demás, de los rivales,
cuya representación he de ‘descifrar’. La prudencia mundana es, a un mismo
tiempo, enmascaramiento de sí mismo y desenmascaramiento del otro. Hay
que saber ‘penetrar toda voluntad ajena’, ser descrifrador de ‘la más recatada
intimidad’ y ‘saber por dónde entrarle a cada uno’, para lo cual nada mejor
que descubrirle sus afectos, pues ‘sabidos los afectos, son sabidas las entradas
y salidas de una voluntad’ ” 40.
Esta prudencia gracianesca se confunde bien pronto, en boca de los m ora
listas ingleses posteriores a Gracián, con la palabra egoísmo', y es Gracián,
según dice Aranguren, “el artífice de este giro de la prudencia, de esta su de
formación” ; “en su obra —añade— se encuentran máximas abundantes de
un crudo egoísmo, como por ejemplo la de que conviene ‘conocer los afortu
nados, para la elección, y los desdichados, para la fuga’, o la de que hay que
‘saber declinar a otro los males’ ” 41.
¿Cómo se las compone Gracián para cohonestar ante los demás y ante sí
mismo esta doctrina de la prudencia? “Por paradójico que esto parezca, su
solución consiste en deformar todavía más la prudencia, en otra dirección. Con
Gracián la prudencia comienza a ser, como él mismo la llama, arte de pruden
cia, esto es, conjunto de reglas para la manipulación práctica de la realidad”,
algo de carácter puramente técnico, meramente instrumental, moralmente neu
tral, que puede utilizarse para lo bueno como para lo malo ; son, al cabo,
“medios de legítima defensa en medio de un mundo hostil” 42.
Subraya Aranguren a continuación cómo Gracián no consigue realizar una
síntesis satisfactoria de los diversos elementos —el triunfo mundano, el des
engaño, el plano religioso— que componen su pensamiento. Y es que Gracián
vive ese período de crisis, inicio de los tiempos modernos, en que el cristianis
mo se enfrenta con la progresiva mundanización. Y Gracián es ya un hombre
típicamente moderno, es decir, un “hombre que, siendo aun personalmente
religioso y aun viviendo dentro del estado religioso, no nutre su obra de espí
ritu religioso, sino de la experiencia intram undana” 43. O, como dice en otro
lugar: “Gracián, como todos los grandes de estos dos primeros siglos de la
época moderna, fue personalmente cristiano, aunque el cristianismo no haya
inspirado esencialmente su obra, y aun cuando la conjugación de ese cris
tianismo con su predicada actitud práctica por un lado y con su actitud propia
mente filosófica por otro plantee graves problemas” 44.
E l paso, o salto, de aquel primer plano gracianesco en que había lugar para
el pesimismo heroico, es decir, para desear —a pesar de todo— el triunfo del
héroe y del discreto sobre una sociedad despreciable, al plano segundo repre
sentado por E l Criticón puede suponerse verificado en el momento en que el
propio Gracián se hace a sí mismo la pregunta a que hemos aludido: ¿para
qué vencer?, ¿im porta de verdad el triunfo o se trata tan sólo de un esfuerzo
pueril? Gracián da entonces una respuesta negativa a estas cuestiones. El pesi
trazado. Quiere decirse, pues, que si algo debe negársele a Gracián en el orden
del pensamiento es la novedad (y, consecuentemente, la responsabilidad —en
detalle— de su amargo sentido de la vida; pocas cosas sostenidas por él no
habían sido ya dichas). Pero, como Quevedo en tantos aspectos, lo que Gra
cián pone inequívocamente de suyo es la capacidad de potenciar, la implaca
ble acumulación y la eficacia de su prosa incisiva, de su retorcida energía en el
decir. Tan abundante herencia no niega, en modo alguno, la sustantiva origi
nalidad del escritor, ni su inconfundible personalidad para infundirle nueva
vida a una nueva síntesis. En repetidas ocasiones —al hablar de Quevedo, por
ejemplo— hemos tratado el problema de la originalidad literaria, que no lo era,
entonces, de m ateria sino de interpretación y de expresión.
E l caso de los préstamos de Gracián, que han estudiado en pormenor
diversos investigadores, está bien resumido por Correa Calderón en uno de sus
capítulos. Correa, siguiendo a Romera-Navarro y otros gracianistas, procla
ma la sin g u la r capacidad de Gracián para hacer suyo todo cuanto somete a
su presión literaria ; pero tiene, necesariamente, que enum erar los autores pues
tos p o r él a contribución, y la lista resulta asombrosamente larga : textos bíbli
cos —innumerables— ; autores griegos —Luciano de Samosata y, especialmente
Plutarco—■; escritores latinos —prácticamente todos, sin excepción, en particu
lar los moralistas, didácticos e historiadores, y sobre todo Cicerón y los hispa-
no-romanos con Séneca a la cabeza— ; italianos —numerosísimos, con espe-
cialísima atención a los tratadistas políticos, historiadores, biógrafos de varo
nes ilustres, coleccionistas de sentencias ; es curioso que los influjos más nota
bles los reciba de los autores que menos cita, o de los que le merecen las m a
yores censuras, como Maquiavelo— ; menor es el influjo recibido de los es
critores franceses —parece importante el de Nicolás Faret— . L a deuda con
escritores españoles es extraordinaria; de ella dice Correa: “Bastante intrin
cado se nos presenta el estudio de las fuentes españolas de Gracián. Algunas
aparecen aclaradas explícitamente ; otras, parece haberlas velado con toda
intención. Autores hay cuyo eco se percibe claram ente; otros, quizá los más
citados, los admira aunque no los imite” 47. Los préstamos se extienden desde
los escritores medievales, como don Juan Manuel, hasta sus propios contem
poráneos ; de fray Antonio de Guevara, al que nunca cita, utiliza el Menospre
cio y las Epístolas “ sin escrúpulo —según dice Correa—, trasladando concep
tos y expresiones del franciscano” 48; aprovecha igualmente, en gran medida,
la Introducción al símbolo de la Fe, de Granada, sin citarlo nunca tampoco,
y, sobre todo, los “tratadistas y biógrafos políticos españoles anteriores a él o
coetáneos”. Pero, lo que de modo m ás intenso utiliza Gracián es lo que llama
Correa “literatura menor” ; epigramáticos, creadores de emblemas, jeroglíficos
y empresas, coleccionistas de adagios y refranes, autores de apólogos, y todas
EL ESTILO DE GRACIÁN
LA OBRA DE GRACIÁN
69 Citado por Coster, obra cit., pág. 266, nota 3. Cfr.: Benito Sánchez A lonso, “Sobre
Baltasar G racián (N otas linguoestilísticas)”, en R evista de F ilología Española, X L V , 1962,
págs. 161-225.
Gracián. Saavedra Fajardo 853
80 ídem , id., pág. 124. C fr.: Francisco de Paula Ferrer, “El D iscreto”, en Baltasar G ra
cián ... Curso m on o g rá fico ..., cit., págs. 82-107.
Gracián. Saavedra Fajardo 857
Acerca del carácter y propósito del Oráculo cabe sólo añadir algunos leves
detalles a lo que ya anteriormente quedó dicho. La estructura del libro con
siste en trescientos aforismos seguidos de su correspondiente glosa. Sólo éstas,
como afirma Del Hoyo, parecen mitigar la descarnada sequedad de los afo
rism os: y, sin embargo, añade, “dentro de las mismas glosas, como espontá
nea propagación y aumento del aforismo germinal, bullen otros aforismos, a
veces de no menor importancia. De ahí que se produzca en el lector del Oráculo
una especie de ahogo y monotonía aforismáticos” 89.
“ El Criticón” . Las tres partes que componen E l Criticón ■—la obra maes
tra de Gracián— vieron la luz respectivamente en Zaragoza (1651), Huesca
(1653) y M adrid (1657). La primera parte iba a nombre de García de Mariones ;
las otras dos con el habitual de Lorenzo Gracián, pero, a diferencia de sus
otros libros, no salieron bajo el amparo de Lastanosa. Los años de publica
ción de El Criticón fueron los más difíciles de la vida de Gracián, no sólo
porque el problema de la edición de sus libros iba enconándose, sino por la
hostilidad que provocaron muchas de las amargas críticas del libro. Al lector
de hoy, aun ayudándose de todos los auxilios eruditos, se le escapa gran parte
de las intenciones inmediatas y concretas que movían al escritor; Coster, al
ponderar la dificultad que entraña la lectura de El Criticón, aún para los mis
mos españoles, en razón de una lengua prodigiosamente sutil, menciona ade-
punto de contacto consiste en un personaje del texto árabe que, criado sólo
entre animales en una isla desierta, adquiere por sí mismo, mediante el ejer
cicio de su sola razón, las más altas verdades metafísicas. Como este relato
árabe fue publicado por prim era vez, junto con su versión latina, en 1671,
se ha dudado que Gracián pudiese tener conocimiento de él. Emilio García
Gómez ha descubierto la existencia de un cuento morisco, de grandes seme
janzas con E l filósofo autodidacto, que parece tuvo gran difusión entre los
moriscos aragoneses, y que a juicio de nuestro gran arabista pudo servir de
fuente común a Abentofail y a G racián96. Se titula este cuento Historia de
Dulcarnaim Abmaratsid el Himyarí y Cuento del ídolo y del rey y de su hija ;
la Historia de Dulcarnaim, que es el nombre arábigo de Alejandro Magno,
sirve de introducción al Cuento, en el que también un niño criado en una isla
desierta reflexiona por su sola luz natural sobre las grandes verdades religio
sas (hacemos gracia de las fantásticas aventuras que preparan y envuelven
este núcleo esencial).
Si existe dependencia en E l Criticón respecto de esta fábula, hay que reco
nocer que sólo es en el aspecto anecdótico, y limitado además al episodio ini
cial del libro que introduce, o prepara, novelescamente la aventura de los dos
protagonistas. José Antonio M aravall ha puntualizado, en cambio, que fuera
de esta semejanza no existe punto alguno de contacto entre ambos escritores 91.
Nos hemos referido anteriormente al paralelo que podría trazarse entre El
Criticón y la novela picaresca. Correa Calderón, que examina estos posibles
enlaces y admite no pocos puntos de contacto, aduce luego otros originales
puntos de vista, que merecen ser atendidos: “La alegoría de Gracián tiene de
común con las novelas picarescas la vaga anécdota de su estructura, pero sus
dos peregrinos de la vida, más que en los picaros andariegos pueden hacernos
pensar en los caballeros andantes que caminan tras un ideal propuesto o en los
místicos que se esfuerzan en vencer los obstáculos de su camino de perfec
ción. Si el picaro, mozo de muchos amos, ha de reducir su visión a un aspec
to parcial y desde abajo, desde su miseria, y su lucha por la vida será mez
quina, limitada a subvenir a su precaria subsistencia, los caballeros han de
verse precisados a vencer en singular batalla monstruos y endriagos, y los
místicos deberán luchar denodadamente contra las tentaciones hermosísimas,
del mismo modo que Critilo y Andrenio habrán de combatir hasta la muerte
con unos y otras. Su victoria, la de los caballeros y la de los místicos, significa
el vencimiento de lo abstracto sobre lo concreto, de lo general sobre lo par
ticular, de la M oral sobre la vida, de lo ideal sobre lo real, justamente lo
contrario de las limitadas aspiraciones que sostienen las andanzas del
picaro” 9S.
Hemos aludido arriba a ciertos puntos de contacto con el Quijote que pue
den advertirse en E l Criticón. Gracián nunca menciona a Cervantes, y, sin
embargo, “hay una línea cervantina” en Gracián. E n algunos pasajes de sus
libros alude manifiestamente al Quijote —siempre sin nombrarlo— en tono
despectivo ; para él, en las andanzas del caballero no había sino “ridicula
hazañería”, pese a lo cual, según piensa Aranguren, o precisamente por ello, le
em ula ahincadamente y trata de vencerle, restableciendo el ideal del héroe en
el sentido plenario de la expresión, es decir, del Caballero que triunfa real
mente, en contraste con don Quijote, que no es héroe de auténticas hazañas,
sino objeto de burlas; quiere decirse que Gracián no comprendió en absoluto
que el heroísmo de don Quijote radica en su interioridad, en su ánimo esfor
zado. Y semejante incomprensión señala la distancia que separa a Cervantes
de Gracián, aun con toda la grandeza de éste.
Gracián —sigue diciendo Aranguren— se propuso “hacer a sus persona
jes, el Discreto, el Héroe, el Político, Critilo, discretos y no locos, como don
Quijote, y también m ás ingeniosos que quien, por antonomasia y desde el títu
lo mismo, fue llamado el ingenioso hidalgo” 102, en busca siempre de un símbolo
absoluto de la vida toda del hombre. Pero “estos dos personajes, don Quijote
y Sancho, empiezan por ser reales y, por eso mismo, pueden llegar a ser sim
bólicos. Pero los dos personajes de Gracián, Andrenio y Critilo, empiezan y
term inan siendo nada más que descarnadas alegorías que ni viven, ni de ver
dad se mueven ni mucho menos conmueven. Gracián intentó de una manera
propositiva, deliberada, racionalista, escribir una novela simbólica y, natural
mente, no lo consiguió. La gran obra de arte ha de tener siempre un sentido
pero no puede tener nunca un fin” 103. Con sus procedimientos de esquematiza-
dor cerebralismo y su radical desengaño de todo lo existente, Gracián suprime
uno de los dos planos fundamentales del Quijote, el de la realidad, “para emi
tir urgentemente un juicio negativo de valor sobre él” y demostrarnos que la
realidad no es sino ilusión, engaño, nada; “empobrece así los hombres y las
cosas, reduce su estatura, empequeñece lo real, lo corroe y nihilifica. No, G ra
cián, aunque lo haya pretendido, no es un émulo de Cervantes” 104.
Así se llega a esa luminosa, brillante, pero árida y polar alegorización que
representa la obra de Gracián, una obra de la que todo lirismo está excluido
“No es sólo —dice Aranguren— que no haya ninguna poesía incluida en sus
libros; es que —y esto es mucho más grave— no hay ninguna poesía en su
prosa. Las descripciones gracianas carecen de intuición y la apoyatura figura
tiva que su prosa requiere es proporcionada por los barrocos emblemas y las
barrocas empresas. Sus relatos nunca son vistos por el lector, ni menos vivi
dos, sino meramente contados por el autor” 105. “No veía Gracián el mundo,
lisa y llanamente —dice por su parte Correa Calderón— , como un novelista,
sino cerebralmente, a través del cristal esmerilado de su raciocinio. El mismo
paisaje pierde sus calidades naturales para ser un fondo espectral de sus espe
culaciones, y alegoría él mismo. Apenas hay en sus obras alusión alguna a la
naturaleza vivida, vista cuando menos, si no es como símbolo, asociado a una
idea” 106.
Es probable que este esquematismo, cerebralismo y frialdad del munao li
terario gracianesco no sea aún lo más cuestionable de su obra, sino la sospe
cha de que no fue más que literario. “Su filosofía es en la elaboración con
creta —dice taxativamente Aranguren— mera filosofía de acepciones, de jue
gos de palabras” 107 ; y en otro pasaje : “su actitud personal fue fundamental
mente literaria” 10S. Con idéntica precisión se expresa Vossler : “La desdicha
terrena es, para él, más que un problema filosófico un tema literario, y las mi
serias y vicios de su época y de su pueblo apenas si le mueven a formular
verdaderos proyectos de reforma, sino que los estima, más bien, como una ex
celente ocasión para desparram ar sobre todo ello la sal de su agudeza, de sus
ocurrencias y metáforas. Cuando, por ejemplo, exclama: ‘¿Cuál puede ser
una vida que comienza entre los gritos de la madre que la da, y los lloros del
hijo que la recibe?’, todo oído con experiencia estilística percibe enseguida la
contraposición de ‘gritos’ y ‘lloros’, ‘m adre’ e ‘hijo’, ‘dar’ y ‘recibir’, y uno ape
nas si puede resistir la impresión de que aquí la tendencia a jugar con las
palabras es más fuerte que la melancolía” 109.
que venía a proclam ar no sin descaro lo que iba a negar inmediatamente des
pués (parece que no puede discutirse que era hombre de mucha trastienda
este Gracián); sin embargo, sus superiores no tomaron providencia alguna ni
le tacharon aquel enredo con el que, de hecho, estaba haciéndoles burla. Di
gamos finalmente que, en la dedicatoria mencionada, le dice a la marquesa
que al ofrecerle el libro a ella, camarera de Su Majestad, “facilítase también la
felicidad de pasar inmediatamente de manos de V. Exc. a los ojos reales...” m ,
confesión que confirma las pretensiones áulicas de Gracián, no adormecidas ni
por el tiempo ni por los fracasos.
Consiste E l Comulgatorio en un breve devocionario, compuesto de cincuen
ta meditaciones para prepararse, comulgar y dar gracias. Cada una de aqué
llas está dividida en cuatro puntos, destinados el primero a la preparación,
el segundo a la Comunión, el tercero a sacar provecho de ella y el cuarto a
dar las gracias. A su vez, cada uno de estos puntos se divide en dos partes:
una, que expone el ejemplo bíblico escogido, y otra para las deducciones
ascéticas de los hechos expuestos. Todo, como se ve, rigurosamente estructu
rado, como debido a escritor de férrea disciplina intelectual.
“E l estilo es el que pide el tiempo”, dice el autor en las palabras “Al
letor”, lo que quiere decir que no anda desprovisto de agudezas, aunque es
cierto que moderadas. Gracián sabía que la Compañía estaba en contra de
todo conceptismo, preocupada siempre por una predicación “fructuosa”. G ra
cián, como recuerda Del Hoyo, no estaba en contra de esta “fructuosidad”,
puesto que todas sus obras, aunque conceptistas, buscaban el provecho inte
lectual con su apretada condensación de doctrina. Pero tememos que aquí se
juega un poco con las palabras. Quienes pedían que las obras de piedad fue
sen “fructuosas” querían dar a entender que habían de ser asequibles a todo
fiel, aun al menos letrado, y la excelencia de la forma nunca debía dificultar
su comprensión; Gracián deseaba comunicar su experiencia, ciertamente, pero
¡sólo al hombre selecto, como dice cien veces en sus obras. Su conceptismo,
'“fructuoso” en cuanto a rico en doctrina, no hubiera sido nunca adecuado para
la predicación; de aquí que, tratando de evitar dificultades para la aproba
ción que deseaba, lo modere.
Romera-Navarro sugiere la posibilidad de que El Comulgatorio hubiera
sido formado por trozos selectos de sermones predicados por Gracián, a juz
gar, dice, por la diferencia existente entre éste y sus restantes libros. En El
Comulgatorio, el estilo concede bastante, tanto como al conceptismo, a las ga
las ampulosas, floridas y culteranas de los predicadores de la época.
E l Comulgatorio gozó de gran estima dentro y fuera de España durante
mucho tiempo. Correa Calderón anota 24 ediciones entre originales y traduci
das, sólo hasta finales del pasado siglo m .
GRACIÁN Y LA POSTERIDAD
zoso desterrar. Hay que aguardar, por tanto, un nuevo giro del péndulo lite
rario para que pueda producirse el movimiento reivindicador, que comienza
efectivamente a mediados del siglo xix y, como en tantas otras ocasiones, gra
cias al entusiasmo provocado en países extranjeros. Los famosos filósofos ale
manes Schopenhauer y Nietzsche son en este caso los modernos descubridores
de Gracián ; la atención que le prestan los hombres del 98 dispone el ambiente,
y en los primeros años de este siglo comienzan los estudios de los grandes his
panistas —Farinelli, Croce, Coster, Morel-Fatio— , a los que vienen a sumarse
m ás tarde notables gracianistas españoles —Ricardo del Arco, Ferrari, el pa
dre Batllori, Romera-Navarro, Correa Calderón, Arturo del Hoyo y otros m u
chos—, todos ellos repetidamente citados en las páginas precedentes.
E l aludido período de oscuridad o de controversia no fue obstáculo, sin
embargo, para que Gracián llevara a cabo la aventura de su penetración en los
países europeos. E n 1655 un viajero flamenco, Aarsens de Sommerdyck, que
firmaba con el seudónimo de Antoine de Brunei, al llegar a Calatayud recuer
da —y lo consigna en el relato de su viaje— que aquélla es la patria de G ra
cián, de cuyas obras esboza un elogioso juicio. El interés que entonces provo
caba en toda Europa la política española, durante la coyuntura de la Guerra
de los Treinta Años y la rebelión de Cataluña, unida temporalmente a F ran
cia, favorecía la atención hacia los escritores españoles, especialmente políticos
y moralistas, como es el caso de Gracián. Y a en 1645 aparece en París la tra
ducción de E l Héroe, hecha por Nicolás Gervaise —médico de la guarnición
de Perpignan— , que distrae así sus largos ocios; y aunque la versión resultó
muy imperfecta, sirvió para iniciar la difusión de Gracián fuera de España.
E n 1684, tam bién en París, se publicó la primera traducción francesa del
Oráculo manual y arte de prudencia, con el título de L ’H om m e de Cour debi
da a Nicolás Amelot de Houssaie, diplomático y escritor político. Esta tra
ducción obtuvo un éxito extraordinario y contribuyó decididamente al conoci
miento de Gracián por toda Europa, proponiéndole como un profundo pensador
político y un clásico de la prosa. Amelot de la Houssaie no solamente fue
traductor de Gracián sino que se asimiló su estilo e ideas, que llevó sobre todo
a los comentarios de su versión de Tácito.
E l influjo de Gracián fue particularmente profundo en los grandes m ora
listas franceses de la segunda m itad del siglo xvn: M adame de Sablé, La R o
chefoucauld y L a B ruyère; en particular las M áximas de la primera son en
muchas ocasiones meras traducciones o imitaciones de aforismos de Gracián.
Otros moralistas menores acusan igualmente la huella de Gracián, tales como
el autor de los Conseils au Comte de Saint-Alban, el caballero de Méré y Le
M aître de Claville.
Las mismas discusiones surgidas en Francia en torno a las modalidades
estilísticas de Gracián favorecieron al cabo su renombre. Claude Lancelot, que
publicó en 1660 un nuevo método para el estudio del español, consideraba a
Gracián como representante de una modernidad estilística censurable; y lo
Gracián. Saavedra Fajardo 873
122 Cfr. : G. Lanson, “Études sur les rapports de la littérature française et de la littéra
ture espagnole au X V IIe siècle”, I, en R evu e d ’H isloire d e la L ittérature de la France,
III, 1896. José María de A costa, “Traductores franceses de G racián”, en E l Consultor
B ibliográfico, Barcelona, año II, num. 9, abril, 1926, págs. 281-286. Jean Sarrailh, “N ote
sur G racián en France”, en Bulletin H ispanique, X X X IX , 1937, págs. 246-252. Pierre M es-
nard, “Balthazar Gracián devant la conscience française”, en Baltasar Gracián en su tercer
cen tenario..., cit., págs. 355-378.
123 C fr.: Benedetto Croce, l trattatisti italian i..., cit.
874 Historia de la literatura española
SA A V E D R A FAJARDO
DATOS BIOGRÁFICOS
126 Ludwig Pfandl, Historia de ¡a literatura nacional..., cit., págs. 613-614 (citado por
Correa, Baltasar Gracián..., cit., pág. 313). Cfr. : Karl Borinski, Gracián und die H of litera-
tur in Deutschland, H alle, 1894. Arturo Farinelli, “G racián y la literatura de corte en
A lem ania”, en Ensayos y discursos de crítica literaria hispano-europea, vol. II, Rom a,
1925, págs. 443 y ss. A . M orel-Fatio, “Gracián interprété par Schopenhauer”, en Bulletin
Hispanique, X II, 1910, págs. 377-407. Adalbert H am el, “Arturo Schopenhauer y la litera
tura española”, en Anales de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Gra
nada, vol. II, 1925. V éase además el trabajo de K laus Heger, “G enio e in g e n io ...”, cit. en
la nota 91.
127 Baltasar Gracián..., cit., pág. 316. Cfr.: Victor Bouillier, “ Baltasar Gracián et
N ietzsche”, en Revue de Littérature Comparée, París, VI, nüm. 3, julio-septiembre, 1926,
págs. 381-401. E. M ele, “Baltasar Gracián ed il N ietzsche”, en Nuova Cultura, VII, 1928,
págs. 206 y ss. Andrés Rouveyre, El español Baltasar Gracián y Federico Nietzsche, con
dos Apéndices de Victor Bouillier, M adrid, s. a. Para la difusión de Gracián en otros
países, cfr.: F. Oliver Brachfeld, “N ote sur la fortune de Gracián en H ongrie”, en Bulle
tin Hispanique, X X X III, 1931, núm. 4, págs. 3 3 1-335. Sandor Baumgartem, “Baltasar G ra
cián en H ongrie”, en Revue de Littérature Comparée, enero-m arzo, 1936, págs. 40-44.
J. A . van Praag, “Bibliografía de las traducciones neerlandesas de las obras de Baltasar
G racián”, en Hispanic Review, V II, 1939, págs. 237-241. Carlos Clavería, “N ota sobre
Gracián en Suecia”, en Hispanic Review, X IX , 1951, págs. 341-343. Para un estudio de
conjunto sobre la influencia de Gracián en las literaturas europeas, véase e! libro de A n
gel Ferrari, cit., Fernando el Católico en Baltasar Gracián, Madrid, 1945; y los capítulos
correspondientes de las obras, repetidamente citadas, de Correa Calderón y Arturo del
H oyo.
876 Historia de la literatura española
ción con aquellas dos, pero también considerablemente valiosa: la del diplo
mático murciano don Diego de Saavedra Fajardo. Su producción no demasiado
extensa ni abundante en títulos le sitúa entre los escritores políticos doblados
de hombres de letras, condición a la que le conduce su cultura vastísima y su
actividad como diplomático.
De familia ilustre y acaudalada, nació Saavedra Fajardo en la hacienda
familiar próxima a Algezares, provincia de M urcia, y fue bautizado el seis de
mayo de 1584. No se poseen noticias sobre su niñez y primeros estudios ; se
sabe, en cambio, que cursó Jurisprudencia y Cánones en la Universidad de Sa
lamanca y que se graduó de Bachiller en abril de 1606 ; en diferentes documen
tos se le da el título de Licenciado, y Cascales lo llama Doctor, pero se desco
noce en qué Universidad obtuvo tales títulos y aun si llegó a poseerlos realmente.
A los veintidós años — 1606— fue Saavedra a Roma en calidad de familiar
y notario de la cifra del cardenal don Gaspar de Borja, embajador de España
en la corte pontificia, cargo que le permitió conocer a importantes personajes
y penetrar tempranamente en los secretos de la diplomacia. Parece que en 1607,
no cumplidos aún los veintitrés años, obtuvo Saavedra el hábito de Santiago,
pero el hecho ha sido discutido, ya que la expedición de documentos y el acta
de cruzamiento son de 1640. En julio de 1617 fue nombrado Saavedra canó
nigo de Santiago, aunque es casi seguro que nunca recibió órdenes mayores.
Como el cargo de Rom a le impedía ocupar su canonjía, obtuvo sucesivas dispen
sas prevalido de sus influencias en la curia, pero al cabo, ante las repetidas pro
testas del cabildo santiagués, hubo de renunciar al puesto. H asta 1623 estuvo
ocupado en los negocios de la em bajada de Roma, y temporalmente en los del
virreinato de Nápoles y Sicilia. En 1621 y 1623 asistió a los cónclaves en que fue
ron elegidos papas Gregorio X V y Urbano V III ; y a fines de este último año
fue nombrado procurador y solicitador de Su Majestad en la corte romana. Se
guía prestando estos servicios cuando en 1633 se le ordenó trasladarse a Milán
para recoger sus credenciales de enviado a la corte de Alemania ; dos años des
pués se le otorgó el título de Consejero de Indias, cargo que no pudo ocupar
hasta más tarde por hallarse entonces en Baviera. Actuó sucesivamente como M i
nistro de España en Ratisbona, donde asistió a la elección del emperador Fer>
nando III como rey de romanos (1636), en una misión diplomática en M u
nich (1637), otra al condado de Borgoña (1638), al Franco Condado, a los Can
tones Esguízaros, y nuevamente a Ratisbona para asistir a la Dieta general del
Imperio. En 1640 se encontraba en Viena, y en 1643 estaba de regreso en Espa
ña, donde tomó posesión de su puesto de Consejero de Indias. En junio de dicho
año fue designado para el puesto de mayor relieve y trascendencia de su carrera
diplomática, al ser escogido como uno de los plenipotenciarios que debían tratar
en M ünster de la paz general que pusiera término a la guerra llamada de los
Treinta Años. Tres permaneció Saavedra en el Imperio ocupado en estas ne
gociaciones, hasta que, cansado de tan largas y enojosas tareas y disgustado
por la lentitud de los negocios y los recelos provocados contra él por sus ému
Gracián. Saavedra Fajardo 877
128 Sobre la vida y actividad diplom ática de Saavedra Fajardo, cfr. : Francisco G ar
cía Prieto, estudio preliminar a su edición de la República Literaria, M adrid, 1788. Conde
de R oche y José P ío Tejera, Saavedra Fajardo, sus pensamientos, sus poesías, sus opúscu
los, precedidos de un discurso preliminar crítico, biográfico y bibliográfico sobre la vida
y obras del autor e ilustrados con notas, introducciones y una genealogía de la casa de
Saavedra, M adrid, 1884. Fernando Corradi, Juicio acerca de Saavedra Fajardo y de sus
obras. Discurso leído en la Real Academia de la Historia, Madrid 1876. José M aría Ibá-
ñez García, Saavedra Fajardo. Estudio sobre su vida y sus obras. Murcia, 1884. M a
nuel Fraga Iribarne, Don Diego Saavedra Fajardo y la diplomacia de su época, M ur
cia, 1956. Pastor D óm ine, Biografía popular de don Diego Saavedra Fajardo, M urcia,
1956. F. A lem án Sáinz, Saavedra Fajardo y otras vidas de Murcia, M urcia, 1949. Otis H .
Green, “D ocum entos y datos sobre la estancia de Saavedra Fajardo en Italia” , en Bulletin
Hispanique, X X X IX , 1937, págs. 367-374. Luis Quer y Boule, La embajada de Saavedra
Fajardo en Suiza: apuntes históricos, 1639-1642, Madrid, 1931. Ángel G onzález Palencia,
“Estudio preliminar” a su edición de las Obras Completas de Saavedra Fajardo, Madrid,
1946. Puede hallarse un útil resumen en Vicente García de D iego, “ Biografía” preliminar
a su edición de la República Literaria, Clásicos Castellanos, Madrid, 1922; también en
John C. D ow ling, El pensamiento político-filosófico de Saavedra Fajardo. Posturas del
siglo X V II ante la decadencia y conservación de Monarquías, M urcia, 1957, cap. primero.
ι878 Historia de la literatura española
de que no emprendiera con las páginas de la República una reforma más pro
funda, cuando cargado de experiencia podía haberle dado un tono de mucha
mayor profundidad, lo declara suficientemente.
No obstante su levedad, el valor literario de la República Literaria ha sido
siempre reconocido. García de Diego recuerda los elogiosos juicios de García
Prieto y de M ayans y Sisear, editor y panegirista de Saavedra, de quien orgu-
llosamente se declara discípulo; Azorín, que ha gustado de interpretar a Saa
vedra Fajardo con criterio muy noventayochista 133, encuentra en su República
el índice de la cultura literaria de un hombre de su tiempo. De particular inte
rés es el juicio, muy difundido, de Menéndez y Pelayo; para éste, que ape
nas gustaba de los otros libros de Saavedra debido sobre todo a lo que él cali
ficaba de vicios conceptistas, la República era una ingeniosa y deleitable fic
ción: “El sueño filológico de la República Literaria, exento de los vicios de
afectación que desdoran otros escritos suyos, es, a mi entender, joya de mucho
más precio que sus celebradas Empresas, gran repertorio de lugares comunes
de política y moral harto difícil de leer íntegros. Muy distinta cosa es la R epú
blica Literaria, uno de los desenfados más ingeniosos y apacibles de nuestra
literatura del siglo x v i i , una también de las últimas obras en que la lengua lite
raria está pura de toda afectación y contagio. Todo es en esta República
ameno, risueño y fácil, hasta el espíritu escéptico, o más bien sofístico, de
detracción de las ciencias... Una fantasía viva y pintoresca, alegre y serena, baña
de luz las ficciones y alegorías de este libro, que sería uno de los pocos verda
deramente áticos que tenemos en castellano, si se le quitasen algunas máximas
y epifonemas pueriles que entre sus muchas agudezas y discreciones tiene. En
lo que más se aventajó Saavedra, y es, a mi modo de ver, prueba indudable de
que hubiera descollado mucho m ás en las obras de pura inventiva que en el
magisterio público (ocupación cándida de muchos ilustres varones de enton
ces), es en la fuerza plástica que logra dar a sus ficciones...” 134.
133 O piniones de A zorín sobre Saavedra Fajardo pueden encontrarse en: “Là decaden
cia de España”, en Clásicos y modernos·, “Saavedra Fajardo”, en De Granada a Caste-
lar; “Saavedra Fajardo” , en Lecturas españolas-, El Político (diversas ediciones de todas
ellas).
134 Historia de las ideas estéticas en España, edición nacional, vol. II, 3.a ed., M adrid,
1962, pág. 271. A l estudiar las fuentes de la República Literaria, García de D iego apunta
la posible filiación de la obra de Saavedra con la Veritas fucata... de Luis V ives: “Para
el que haya leído — dice— la Vertías fucata, sive de licentia poetica, quantum poetis li
ceat a veritate abscedere, de Luis Vives, la evocación es obvia. N o sería sin embargo
exacto decir que se trata de una im itación, n i su lectura fue tal vez la ocasión de la
inspiración de Fajardo; pero sí es innegable que la tuvo presente en su com posición.
N o está la República Literaria orientada en el m ism o sentido crítico, pero coincide en cierta
manera de factura y de jocosidad. En nuestra obra las síntesis y apreciaciones de la filoso
fía antigua parecen proceder en una m ínima parte de la lectura directa, en m ayor parte
de las síntesis hechas y triviales; n o costaría m ucho probar que algunos de estos grandes
trazos se habían sacado del libro de V ives. Lo que resulta de cualquier m odo indudable
es que la form a dramática o de acción de la ficción del filósofo valenciano fue tenida
Gracián. Saavedra Fajardo 881
Emblem as moralizadas (Madrid, 1599) se mantuvo más cerca del carácter hu
mano y literario de Alciato.
L a mayor originalidad de Saavedra en el uso de las empresas consistía en
apartarse del propósito de m oralidad general, propio de sus cultivadores, y
aplicarlas a la educación del príncipe 136. De todos modos, tam bién en esto te
nía un precedente en los Emblemata politica que su autor, el alemán Jacobo
Bruck Angermunt, dedicó al emperador M atías (Colonia, 1618). Parece seguro
que Saavedra conoció esta obra y aun que debió servirle de inspiración para
su propósito general; además, muchos de los emblemas del alemán han sido
imitados por Saavedra, y algunos —dice García de Diego— “estrictamente
copiados” .
El uso del emblema se hallaba muy dentro del gusto literario de la época ;
según Dowling advierte, “hasta llegó a considerarse como un género literario
tan permanente como la novela y el drama, y como tal ya tenía sus historia
dores y sus preceptistas” 137. Todo el Barroco está densamente impregnado de
una fuerte corriente de simbolismo, que afecta por igual a todos los géneros
literarios, aunque tenga su campo más fértil en la poesía. El uso de emblemas,
aplicado al tratado teórico, permitía dar plasticidad a la doctrina, hacerla más
atrayente y producir una impresión más duradera en el lector; “querían estos
escritores educar la voluntad por medio de los sentidos ; y hallaron la solución
en el emblema, a la vez atractivo y concreto” 138. Con los nuevos gustos lite
rarios, los secos y severos tratados doctrinales, cultivados hasta entonces, bus
caban el camino del embellecimiento artístico exigido por la época. El emblema
permitía además, por medio de la glosa que le acompañaba, dividir las expo
siciones en conceptos aislados, en lugar de seguir el desarrollo sistemático de
la materia. “Si quisiéramos relacionar estas obras con el concepto del barroco
—dice Dowling— podríamos insistir en este punto. El pensamiento no sigue
una línea continua. Recibe su impulso inicial de un motivo concreto aislado.
La línea se rompe o desaparece en el esfuerzo de dar mayor sentido de vivaci
dad. Esto no indica, ciertamente, que un autor no tenga líneas básicas en su
pensamiento. Sólo quiere decir que hay que buscarlas por toda su obra y unir
las... Lo difícil, por supuesto, es que el autor puede dejar sin desarrollar alguna
136 Aunque las Empresas de Saavedra se suceden sin división en partes o capítulos,
la materia está estructurada de acuerdo con un plan temático que da a la obra perfecta
coherencia; las partes fundam entales — según G onzález Palencia ha puntualizado— son
las siguientes: “educación del Príncipe; cóm o se ha de haber el Príncipe en sus acciones;
cóm o se ha de haber con los súbditos y extranjeros; con sus m inistros; en el gobierno
de sus estados; en los males internos y externos de sus estados; en las victorias y tra
tados de la paz, y en la vejez” (Introducción a la edición de Obras Completas, cit., pá
gina 146).
137 El pensamiento político-filosófico.. ., cit., pág. 61.
138 ídem , id., pág. 64. Cfr. : Karl Ludwig Selig, “La teoría dell’em blem a in Ispagna:
i testi fondam ental!”, en Convivium, X X III, 1955, págs. 409-421. Warren T. M cCready,
“Empresas in Lope de V ega’s W orks”, en Hispanic Review, X X V , 1957, págs. 79-104.
884 Historia de la literatura española
144 El pensamiento político-filosófico..., cit., pág. 288. Adem ás de las obras m encio
nadas, cfr.: L. de Benito, Juicio crítico de las “Empresas políticas”. Examen de su doc
trina jurídica, Zaragoza, 1904. F. Cortines, Ideas jurídicas de Saavedra Fajardo, Sevilla,
1907. Javier M árquez. “E l m ercantilism o de Saavedra Fajardo”, en El trimestre eco
nómico, M éxico, X , núm. 2, 1943, págs. 247-286. III Centenario de Don Diego Saavedra
Fajardo conmemorado por el Instituto de España, con discursos de D . W enceslao G onzá
lez Oliveros y D . E loy Bullón Fernández, Madrid, 1950. Á ngel G onzález Palencia, “Las
Empresas Políticas de don D iego Saavedra Fajardo”, en Del Lazarillo a Quevedo, Madrid,
1946. M ariano Baquero G oyanes, “El tema del G ran Teatro del M undo en las Empresas
políticas de Saavedra Fajardo” , en Monteagudo, Murcia, mim. 1, 1953. D e l m ism o, “D iego
de Saavedra Fajardo”, en Monteagudo, núm. 12, 1956. F. M aldonado de Guevara, “E m
blemática y política. La obra de Saavedra y Fajardo”, en Cinco salvaciones, Madrid,
1953. M onroe Z. H after, “D eviousness in Saavedra Fajardo’s Idea de un príncipe”, en
The Romanic Review, X LIX , oct., 1958, págs. 161-167.
888 Historia de la literatura española
conveniente que el mismo hecho de una Historia mostrase claramente los de
rechos legítimos en que se fundó el Reino y M onarquía de España y los que
tiene a diversas provincias, los cuales consisten más en la verdad de la H is
toria que en la sutileza de las leyes” 145.
A parte estos fines que podríam os llam ar de propaganda nacional y actuali
dad política, Saavedra concibió su obra como una continuación de las Em pre
sas, según declara en las primeras palabras de su dedicatoria al Rey: “E n la
Idea de un principe politico cristiano representé a V. A. la teoría de la razón
de estado, y agora ofrezco la práctica, advertida en las vidas de los señores
reyes godos de España y de los que sucedieron a ellos en Asturias, León y en
C astilla...” 146. Saavedra comienza cada capítulo con alguna consideración ge
neral de carácter filosófico, m oral o político ; luego trata de hallarlo realizado
en los hechos del monarca que estudia a continuación. De este modo, según el
clásico concepto pragmático, se sirve de la Historia con propósitos de educa
ción político-moral, pero —de aquí el valor de la Corona como continuación
de las Empresas— pensando de preferencia en educar al soberano : “Con esto
en pocas horas podrá V. A. leer lo que obraron en muchos siglos y aprender
en sus experiencias y acciones, retratadas tan libremente por el pincel de la
pluma, que ni al vicio ha puesto sombras, ni luces a la virtud, para que sea
más segura la enseñanza... En ellos se ha de m irar V. A. para el conocimiento
cierto de sí mismo y para el desengaño de los errores propios ; presuponiendo
que movió el dedo índice mi pluma, señalando en lo que fue lo que agora es.
Sírvase, pues, V. A. de notar con atención las cosas que hicieron amados y glo
riosos a estos reyes, y, al contrario, las que les quitaron la reputación, el cep-
tro y la vida ; y luego vuelva los ojos V. A. a sus acciones propias y considere
si acaso peligran en los mismos inconvenientes, porque solamente con este
examen podrá V. A. conocer si en ellas corresponde o falta a las obligaciones
de príncipe...” 147.
E n treinta capítulos refiere Saavedra los reinados de treinta y seis monarcas
visigodos, comenzando por Alarico y terminando en don Rodrigo. Sus fuentes
son num erosísim as; cita más de cuatrocientos autores, españoles y extranjeros,
de todas las épocas, reproduciendo al margen los textos con que se autoriza
y la referencia de la obra. Las fuentes son de valor muy desigual ; admite le
yendas, como la de don Rodrigo, y da cabida a las viejas historias y los falsos
cronicones ; pero m aneja al mismo tiempo las obras más autorizadas, las cró
nicas coetáneas, textos de concilios y los estudios monográficos con que histo
riadores del siglo XVI — Gonzalo de Illescas, Pedro de Alcocer, Salazar de M en
doza— habían emprendido la renovación científica de la Historia. En general,
Saavedra compuso su Corona gótica con gran cuidado y todo el rigor que era
posible en su tiempo ; si se sirve todavía, por una parte, de medios anticuados,
145 Ed. G onzález Palencia, en Obras Completas, cit., pág. 709.
Idem , id., pág. 705.
147 Idem , id.
Gracián. Saavedra Fajardo 889
se anticipa por otra a la escuela erudita que había de comenzar a florecer casi
medio siglo más tarde.
E l concepto pragmático que tiene Saavedra de la Historia no le impide, sin
embargo, aderezarla con todos los recursos literarios a la manera clásica, tra
tando de hacer dramáticamente atractivos sus relatos ; así, imagina discursos y
cartas, alguna tan curiosa como la que envía Florinda a su padre don Julián.
A estas libertades de literato y a las bellezas de su cuidado estilo se debe
que la Corona gótica, omitida toda preocupación por el rigor histórico, pueda
leerse en nuestros días como un placentero regalo.
L a Corona gótica, castellana y austríaca fue continuada por el cronista de
Su M ajestad, Alonso Núñez de Castro, aprovechando algunos materiales reu
nidos por Saavedra. La segunda parte, que llega hasta 1216, apareció en 1671 ;
la tercera, que no tiene nada ya de Saavedra, fue publicada en 1677.
Otras obras. Saavedra Fajardo escribió otras obras menores que no modi
fican la personalidad definida en las anteriores, pero que no carecen de interés.
En 1630, después de la República Literaria y antes de las Empresas, compuso
Saavedra un breve tratado bajo el título de Introducción a la política y razón
de estado del R ey Católico don Fernando. L a obrita permaneció inédita hasta
que fue incluida en las obras de Saavedra publicadas en la Biblioteca de A u to
res Españoles.
L a primera parte, en dos libros, sintetiza las ideas políticas de Aristóteles
y de Santo Tomás en su De regimine principum, siguiendo una exposición
doctrinal muy repetida por todos los tratadistas de la época. En la segunda
parte presenta a Fem ando el Católico como espejo de príncipes, según tenden
cia que iba también haciéndose popular y a la que Gracián había de d ar mayor
relieve en su Política. El opúsculo de Saavedra viene a ser como una anticipa
ción de la Idea de un príncipe político cristiano, pero sin el empleo de empresas.
El autor expone un hecho del Rey Católico y lo comenta a continuación, adu
ciendo también otros ejemplos sacados de la Historia. Esta segunda parte fue
dedicada a Felipe IV , y en las palabras de la dedicatoria declara Saavedra el
motivo que le indujo a escribir su obra: “Muchos escribieron la vida de un
príncipe, no como fue, sino como debía ser. Intento que les salió vano, porque
mal se pueden acreditar las doctrinas morales y políticas con acciones y sucesos
imaginados. L a verdad sola del caso es la que mueve y enseña. Yo, pues, que
buscaba un príncipe en cuyas partes y gobierno se viesen practicados los pre
ceptos de mis Introducciones a la política, lo hallé en el rey don Fem ando el
Católico, cuarto abuelo de Vuestra M ajestad Católica...” 148.
Mientras estaba en M ünster —probablemente en 1643— escribió Saavedra
un folleto titulado Locuras de Europa, que quedó también inédito por mucho
tiem po; la primera edición conocida es de 1748. Es un diálogo a la manera
LA L IT E R A T U R A DIDÁCTICA
L A C IE N C IA L IT E R A R IA
EL PINCIANO
Alonso López Pinciano nació en Valladolid hacia 1547. Del antiguo nom
bre latino de su ciudad —Pincia— tomó el segundo de sus apellidos con el
que generalmente se le conoce. Se sabe muy poco de su vida. Era médico
de profesión y asistió durante más de veinte años a doña M aría —hermana
del rey Prudente y esposa del emperador alemán M aximiliano II— , que, al
quedar viuda, ingresó en la comunidad de las Descalzas Reales de Madrid.
No se conoce la fecha de su muerte, pero se sabe que en 1627 vivía todavía.
Como tantos otros médicos de su tiempo, Pinciano fue un polígrafo. Era
un helenista eminente, que tradujo los Pronósticos de Hipócrates y el episodio
de la peste de Atenas del Libro II de Tucídides. Mediano poeta, según M e
néndez y Pelayo en su largo poema épico Pelayo —escrito, según parece,
en su juventud, pero editado en 1605—, debe toda su gloria a su Philosophia
Antigua Poética, publicada en M adrid en 1596, aunque escrita probablemente
algunos años an tes2.
La Philosophia está dividida en trece epístolas dialogadas, dirigidas a un
amigo imaginario, don G abriel; los interlocutores son tres: el Pinciano y dos
vecinos suyos, Fadrique y Hugo, médico igualmente. Al fin de cada uno de
los diálogos, don Gabriel resume y destaca los puntos capitales de la epístola.
A diferencia de los tratadistas anteriores, que se habían ocupado exclusi
vamente de problemas retóricos, gramaticales o de métrica, Pinciano se pro
pone estudiar los fundamentos estéticos de la creación literaria; es, pues, su
obra, ciencia literaria, investigación de los principios en que se asienta la
poesía. Al comienzo de su libro dice el autor que justamente la falta en su
patria —“tan florecida en todas las demás disciplinas”— de estudios de esta
índole le estimuló a escribir el suyo, para colmar lo que él estimaba una
laguna.
L a Philosophia es, en sustancia, un comentario a las teorías literarias de
Aristóteles, pero el Pinciano las enriquece con tal cantidad de ideas nuevas,
extraídas de su extensa cultura literaria y de su propia observación, que
elabora un conjunto de poderosa originalidad: el más completo y profundo
producido en nuestro Siglo de Oro. Menéndez y Pelayo dice del Pinciano,
que “es el único de los humanistas del siglo xvi que presenta lo que podemos
llam ar un sistema literario completo, cuyas líneas generales pueden restau·
y responde: “Paréceme que sí. ¿Qué resta? Que pues no puede ser de otra
m anera y la acción es deleytosa, la tal fábula no sea condenada, ni el autor
tenido en menos. Y como generalmente las faltas suelen estar en los artífices
y no en las artes, al contrario, algunas vezes suele estar la obra con alguna
imperfección, no por falta del poeta, sino de la misma arte ; la cual, assí como
todas las demás, tiene sus fragilidades y impotencias” 19.
Esta apelación a lo deleitoso para estim ar la calidad o mérito de una
obra teatral es la misma de Lope ; la agilidad mental del Pinciano saltaba por
encima del aristotelismo al uso y venía a justificar, sin pretenderlo, las liber
tades dramáticas del Fénix. El Pinciano no lo hace porque su obra había
sido escrita antes de producirse el gran momento de la revolución escénica
nacional, pero tam bién porque su obra iba encaminada a sistematizar la
“filosofía antigua poética”, no la contem poránea; nunca se refiere a escritores
de su tiempo. En cualquier caso, la empresa de fundir las teorías antiguas
con las nuevas planteaba problemas de muy difícil solución, y es ya mucho
que el Pinciano consiguiera evadirse de la tiránica presión de autoridades
sacrosantas y señalara direcciones de renovadora libertad artística; hacer con
sistir la verosimilitud en la coherencia interna de la obra y perm itir las licen
cias que el mundo escénico exigía, son premisas sobre las que puede erigirse
cualquier género de audacias.
E n otros aspectos concretos del arte dramático, el Pinciano sigue de cerca
los pasos del Estagirita, tales como la separación entre tragedia y comedia y
la atribución a cada una de gentes de diferente condición social. Por otra
parte, el estudio de la comedia es mucho menos sólido, parte porque todavía no
tenía en su tiempo suficientes modelos que pudieran alertar su pensamiento,
parte porque en las mismas páginas del maestro es este punto el más deficiente.
Sin embargo, señala —y es bien notable el hecho—, aunque sea muy de pasa
da, la existencia de una katharsis cómica: “comedia —dice— es imitación
activa hecha para limpiar el ánimo de las passiones por medio del deleyte
y risa ” 20; y en otro pasaje : “toda buena fábula deve perturbar y alborotar el
ánimo por dos m aneras: por espanto y conmiseración, como las épicas y trá
gicas ; por alegría y risa, como las cómicas y ditirámbicas” 21.
E n el problem a de las unidades acepta el Pinciano el criterio de Aristó
teles en lo que concierne a la unidad de acción; única, como oportunamente
vim os22, de que se ocupó el Estagirita, ya que las otras dos se le atribuyen
falsamente. L a de lugar —creación de la preceptiva renacentista— nunca la
menciona el Pinciano; en cuanto al tiempo, acepta la sugerencia aristotélica
de que la obra trágica “no debe tener más término que un día” 23, y lo mismo
24 ídem , id.
25 ídem , id., vol. I, pág. 244.
Literatura didáctica 899
tica aludía el Pinciano a las demasías del culteranismo, pensando sobre todo en
los imitadores gregarios del gran cordobés. Pero no creemos que el Pinciano
pudiera referirse a un movimiento no existente aún y que, en todo caso,
apuntaba deliberada y conscientemente a la creación de una oscuridad culta
para una m inoría culta.
FRANCISCO CASCALES
dejó los libros por las armas y hacia 1585 se alistó en el ejército de Flandes.
Antes de salir de España visitó Barcelona, asistió luego a la conquista de
León de Saoní, en Borgoña, y permaneció varios años en Francia y en Flan-
des. Pasó luego a Italia y residió en Nápoles, donde trató al virrey, conde de
Miranda, y trabó amistad con varios poetas españoles. Posiblemente prosiguió
sus estudios humanísticos en alguna de las universidades italianas. H acia
1592 regresó a España y conoció y acompañó a don Luis H urtado de M en
doza, marqués de M ondéjar y conde de Tendilla, que estaba preso en el cas
tillo de Chinchilla, lo que hace suponer que también Cascales estuvo encar
celado. Buscando medio de vivir de sus estudios y no hallándolo en Murcia,
marchó como preceptor de Gramática a Cartagena, donde conoció al poeta
Carrillo y Sotomayor. En 1601 ganó por oposición la plaza de preceptor en
el colegio de San Fulgencio de Murcia, donde ya residió de asiento hasta su
muerte, ocurrida en 1642, entregado a su profesión y a sus tareas literarias.
Casó tres veces, pero sólo logró sucesión —cuatro hijas— del tercero de sus
matrimonios. Desde su retiro provinciano, Cascales conquistó cierta resonancia
y sus ideas ejercieron considerable influjo a propósito sobre todo de su inter
vención en la polémica antigongorina. Estuvo en correspondencia con escritores
y personalidades notables, por muchos de los cuales fue públicamente elo
giado ; Lope de Vega lo encomió en su Laurel de Apolo, y Cascales envió
un soneto de mejor intención que calidad para la Fama postuma.
Luis de Góngora” . E n ella recoge los conocidos juicios sobre la “nueva poe
sía”, que el autor había ya expuesto esencialmente en las Tablas al ocuparse
de la oscuridad. L a carta obtuvo gran difusión en los círculos literarios de
toda España y contribuyó poderosamente a la polémica encrespada en tom o
a la obra del famoso cordobés. E n la carta X contesta Cascales a don F ran
cisco del Villar, que había salido en defensa de Góngora; a ella pertenece
la conocida definición, tantas veces citada, de “príncipe de la luz” y “príncipe
de las tinieblas” , que aduce después de reprochar a don Luis que abandonara
“la magnificencia de su prim er estilo”.
Notable interés ofrece tam bién la Carta III de la segunda década, escrita
en defensa de las representaciones y dirigida a Lope con este título: “Al
Apolo de España, Lope de Vega Carpió. En defensa de las comedias y repre
sentación de ellas”. E n M urcia se habían ido prohibiendo las comedias perió
dicamente, como en todo el país, pero quizá con más rigor, o por lo menos
las autoridades locales habían añadido algunas prohibiciones por su cuenta.
Cascales en su epístola traza una breve historia de las representaciones dra
máticas desde la antigüedad, para demostrar que las viejas inmoralidades
nada tenían que ver con el teatro de su tiempo, y que éste no sólo era digno
y limpio, sino de gran provecho como lección de vida y espejo de costumbres.
Cascales nada dice en la carta que desmienta en teoría lo que había sostenido
en las Tablas sobre la comedia contemporánea, pero demuestra su personal
contradicción entre su práctica y sus ideas ; contradicción que no ha de escan
dalizamos demasiado porque en aquellos días debía de ser muy común. Los
estudiosos podían aplicar su pedante saber a poner de relieve los delitos de
la comedia contra la imitación, la verosimilitud y los preceptos de los anti
guos, pero vibraban humanamente ante aquel espectáculo con su conjunto
de bellezas literarias, emoción, intriga, actrices y actores, música, color y
fantasía, que pocas veces quizá sería lógico y real, pero siempre era apasio
nante. Muchos insignes eruditos tratarían de esconder con una hipócrita son
risa de desdén el placer real que sentían en los corrales. Cuando Cascales le
dice a Lope en su epístola que era él quien más había “ilustrado la poesía
cómica en España, dándole la gracia, la elegancia, la valentía y ser que hoy
tiene” 38, reconoce de hecho la existencia de un teatro vivo, que a él mismo le
encantaba, a despecho de todas las preceptivas, que eran letra muerta. Estos
eruditos ignoraban además una verdad fundamental: que aquel teatro de los
antiguos, que ellos consideraban con la mayor gravedad como creaciones altí
simas, habían sido en su tiempo sencilla fuente de placer como en sus días
lo era el suyo, sólo que con los siglos y las costumbres habían variado los
estímulos y forma de deleite.
JIMÉNEZ PATÓN
48 A pesar de todo, según recuerdan Rozas y Quílis — artículo citado, nota al pie,
núm. 35— , Patón figura entre los Autores ilustres y célebres que han comentado, apoyado,
loado y citado las poesías de don Luis de Góngora, lista recogida por Artigas en su
libro Don Luis de Góngora y Argote, Madrid, 1925. Probablem ente, los amigos de G ón
gora trataban de aprovechar en su defensa la autoridad de Patón, de m odo parecido a
com o Lope había cultivado la amistad del aristotélico Cascales.
49 A ntonio Quilis y Juan M anuel Rozas, “La originalidad de Jiménez Patón y su
huella en el Arte de la lengua del maestro Correas”, en Revista de Filología Española,
X L VI, 1963, págs. 81-95.
Literatura didáctica 909
ve que todas omiten una larga serie de rasgos propios a la lengua castellana ;
por ello, una de las principales miras que lleva al redactar sus Instituciones
de la gramática española es añadir lo que, siendo característico del español,
falta en las otras gramáticas” 50.
T an excelentes resultados no le impidieron, sin embargo, a Patón defender
el dislate, sostenido por el doctor Gregorio López Madera, de que la lengua
castellana había sido la primitiva de España y muy anterior, por tanto, al
latín ; y ello mucho después de haberse publicado el estudio de Bernardo
de Alderete sobre los orígenes del castellano. Es evidente que al culto precep
tor de Villanueva le cegaba el apasionado amor a la lengua de su país, de la
que fue en toda ocasión celoso apologista. Diríase que cerraba sus oídos
voluntariamente, con actitud poco científica esta vez, a toda razón que con
tradijera sus sentimientos; en realidad, él mismo lo confiesa; al explicar poi
qué no acepta la tesis latinista de Alderete, escribe estas palabras bien revela
doras: “dende que vi la del Doctor Madera, me quadró de suerte que no la
puedo dexar; y bien podrá ser que en esto obre el piadoso afecto que a la
patria devo, porque con afición miro las cosas que hacen en su favor”.
50 Idem, id., pág. 94. Adem ás de los estudios m encionados, cfr. para los cuatro auto
res precedentes: E. D ie z Echarri, Teorías métricas del Siglo de Oro. Apuntes para la
historia del verso español, anejo 47 de la Revista de Filología Española, M adrid, 1949.
Juana de José Prades, La teoría literaria, M adrid, 1954. A . Terry, “T he continuity o f
Renaissance Criticism. P oetic Theory in Spain between 1535 and 1650”, en Bulletin o f
Hispanic Studies, X X X I, 1954, págs. 27-36.
51 A ngel G onzález Palencia, “D atos biográficos del Licenciado Sebastián de Covarru
bias y H orozco”, en Boletín de la Real Academia Española, XII, 1925, págs. 39-72, 217-
245, 376-396 y 498-514. Cfr. tam bién: N . A lonso Cortés, “A cervo biográfico. D o n Sebas
tián de Covarrubias O rozco”, en Boletín de la Real Academia Española, X X X , 1950, p á
ginas 11-13.
910 Historia de la literatura española
57 ídem , id., pág. IX . M ayáns y Sisear, que aduce tam bién, por cierto, las palabras
de Quevedo citadas por Riquer, no parece mostrarse muy entusiasmado en lo que con
cierne al caudal de palabras reunidas por Covarrubias. A ludiendo a un escritor extranjero
que preparaba un diccionario español y lam entando que gran parte de nuestro léxico
estuviera todavía sin registrar, escribe: “A l Thesoro que descubrió el licenciado D o n Se
bastián de Covarrubias O rozco, maestrescuela y canónigo de la santa iglesia de Cuenca,
en alguna manera le conviene el adagio latino Thesauri Carbones, Por eso D o n Francisco
de Q uevedo Villegas, que sabía muy bien la gran extensión de nuestra lengua, dijo en su
Cuento de Cuentos: también se ha hecho Tesoro de la Lengua española, donde el papel
es más que la razón, obra grande y de erudición desaliñada, aunque n o puede negarse
que Covarrubias, siendo un hom bre solo, hizo m ucho” (Orígenes de la Lengua Española,
reim presión de Eduardo de M ier, M adrid, 1873, págs. 455). Por su parte Eduardo de M ier
añade en nota al pie: “El Tesoro de Covarrubias, impreso en 1611, es una obra curiosa
y llena de erudición, notable a veces en la parte etim ológica; pero en general absurda
en su fond o, y poco filosófica y acertada en sus definiciones” .
58 Ed. Riquer, pág. 18.
59 Idem , id., pág. VIII.
•Literatura didáctica 913
En 1674 se publicó una nueva edición del Tesoro con adiciones del padre
Benito Remigio Noydens, que encierran muy escaso interés; son m ás abun
dantes en la segunda mitad del libro, donde, como sabemos, Covarrubias había
abreviado por temor de no concluir su obra. Noydens repite muchas veces
conceptos que ya había expuesto Covarrubias; escribe además con mucha
m enor vivacidad y gracia que el autor, pero con bastante más pedantería60.
GONZALO CORREAS
60 La edición de Riquer incluye las adiciones de N oydens. Cfr. : John M. H ill, Index
verborum de Covarrubias Orozco: Tesoro de la Lengua Castellana o Española. Madrid,
1611-1674, Indiana University Studies, vol. V III, núm . 48, m arzo 1921. Ignacio Errando-
nea, “E l gran diccionario de Covarrubias”, en Razón y Fe, C X X IX , 1944, págs. 188-193.
Louis Cooper, “Sebastián de Covarrubias: una de las fuentes principales del Tesoro dé
las dos lenguas francesa y española (1616) de César Oudin”, en Bulletin Hispanique, LXI í*
1960, págs. 365-397.
61 E m ilio A larcos, “D atos para una biografía de G onzalo Correas”, en Boletín de Id
Real Academia Española, V I, 1919, págs. 524-551 y VII, 1920, págs. 47-81 y 198-233:
914 Historia de la literatura española
sivamente una cátedra de griego “de dos lecciones”, una de lengua hebrea
en propiedad y, al fin, la cátedra principal de griego, en propiedad asimismo,
que simultaneó con la anterior. Desde 1601 era sacerdote y sirvió una de las
capellanías del H ospital del Estudio. En 1630 pidió la jubilación de su cátedra
y murió hacia mediados del siguiente año.
E n su testamento Correas legó sus libros al Trilingüe, y gracias al inven
tario de su biblioteca podemos conocer el ámbito de su curiosidad intelectual,
que se extendía tanto a las letras divinas como a las humanas, lo mismo a las
literaturas y lenguas hebrea, griega y latina que a los escolásticos medievales,
a los humanistas renacientes, a escritores modernos de otros países y a casi
todos los de su propia lengua, así prosistas como poetas.
Correas escribió y publicó algunas obras menores, de carácter filológico,
dedicadas al comentario o estudio de las materias que enseñaba, entre las
cuales ofrecen mayor interés el Trilingüe de tres artes de las tres lenguas
Castellana, Latina y Griega (Salamanca, 1627) y la Ortografía Kastellana,
nueva y perfecta (Salamanca, 1630). El Trilingüe está inspirado por la idea
de que todas las lenguas coinciden en los fundamentos generales y en la
mayor parte de su gramática, y sólo son diferentes “sus frases y vocablos”,
por lo que es posible estudiar conjuntamente y bajo el mismo plan el caste
llano, el griego y el latín, a lo que todavía pensó añadir el hebreo, aunque
desistió p o r falta de caracteres en la imprenta. La Ortografía se propone sus
tituir la existente en español por otra puramente fonética, en la forma que
diremos luego.
Pero la importancia de Correas está ligada esencialmente a dos obras que
quedaron manuscritas y que sólo en tiempos recientes han sido publicadas:
el Vokabulario de Refranes y Frases Proverbiales y otras fórmulas comunes
de la lengua kastellana y el A rte de la Lengua Española Castellana,
E l Vokabulario, cuyo contenido revela claramente el título, fue publicado
por prim era vez en 1906, en edición de la Academia, sustituyendo la peculiar
ortografía de Correas por la oficial ; y nuevamente, en 1924, también por la
Academia, modificando asimismo la ortografía y además el orden establecido
por el autor. El A rte de la lengua fue publicado en 1903 por el conde de la
Viñaza, sobre un manuscrito incompleto, y por Emilio Alarcos García en
1954, sobre el manuscrito original62.
Como puntualiza Emilio Alarcos, Correas no se mueve por el afán de hacer
ciencia lingüística, sino por un propósito exclusivamente pedagógico, es decir,
para facilitar el estudio del griego y del latín y el del castellano a los extran
jeros, y aun a los mismos españoles, pues, aunque éstos lo hablen natural
mente, tendrán conciencia más clara de él si lo estudian según la doctrina. De
acuerdo con el principio que hemos señalado, el gramático, para Correas,
grandísimo embarazo i dificultad para los que deprenden á leer. Porque siendo
cosa de quinze ó veinte días en xuizios algo capaces, ó de un mes, i a lo
sumo de dos en los niños más tiernos, si uviese buena ortografía, vemos que
gastan en ello mucho m ás tiempo” 65. “Que el curioso —dice en otra parte—
procure saber pronunziar todas las variedades, i conbinaziones de las letras
que fueren posibles para estar ávil para otra qualquiera lengua: pero que en
la Castellana no mezcle letras baldías, ni ortografías Latinas, i estrañas, porque
los libros se escriven para todos, chicos i grandes, i no para solos los onbres
de letras : i unos i otros m ás gustan de la llaneza i lusura que de la afetazión,
que es cansada” 66. E insiste todavía un poco después: “Basten estos adver
timientos para aviso que se vaian á la mano los imitadores del Latín, i no
mezclen en el Castellano letras que son axenas de nuestra pronunziazión, por
que no las pueden, ni saben pronunziar los que no an estudiado, porque no
tienen uso, i no los an de obligar a más de lo que pide su lengua. No digo
que el Castellano no las podrá pronunziar, antes es zierto que es dispuesto
á pronunziar todas las lenguas del mundo, si quiere tener cuidado ; m as hallar,
i hazer mezclas en la suia de letras estrañas, i oziosas dale pesadunbre, i
querer oservarlas sería prozeder en infinito, como queda dicho, i vendríamos
a escrivir nuestra lengua peor que la Franzesa, i Tudesca, i otras vulgares,
que es cosa de que huien todos los cuerdos, i que los destas mismas naziones
desean enmendarlo” 67.
E sta doctrina ortográfica había sido ya propuesta por Nebrija y otros
gramáticos, pero se habían limitado a señalar el daño sin pasar más allá.
Correas, le reprocha a Nebrija el no haber usado de su autoridad para impo
ner la reform a: “Ansí lo sintieron antes muchos onbres de letras, i lo sienten
oi día todos los prudentes, en especial nuestro mui docto maestro el Antonio
de Nebrixa, en la A rte Castellana que hizo, lo dize, i rrepite largamente. El
qual quisiera io que ansí como lo sintió, lo pusiera por obra, pues pudiera salir
con ello con su m ucha autoridad, i con el favor que tuvo de los Rreies Cató
licos, i del ilustrísimo de Toledo fr. Francisco Ximénez, mandando sus Maxes-
tades inprimir, i enseñar los niños con las letras que él diera” 6S. Pero Correas
se dispone a afrontar los riesgos de la novedad y emprender la reforma : “lo
deseo ponerlo por obra en efeto i comenzar con favor de Dios, i de los
discretos, supuesto que a faltado quien lo hiziese, i que alguno á de comenzar,
si á de tener enmienda cosa tan inportante, i no me correr á mí menos obli-
gazion por Español y Castellano, sino antes más que a otros, que profeso el
estudio, y enseñanza de las lenguas...” 69. Y efectivamente; aunque ya en los
primeros capítulos de su A rte había empleado muchas de las novedades que
propugna, a partir del capítulo X II, estudiadas ya todas las letras, sílabas,
diptongos, acentos y puntuación, y expuesta su teoría, comienza a escribir el
texto con la totalidad de sus innovaciones70.
E n lo que se refiere a las normas del lenguaje, Correas defiende igual
mente la superioridad de la lengua popular, “la de la xente de mediana i
menor talla, en quien más se conserva la lengua i propiedad...” 71. Correas
señala y aprueba las diferencias de lenguaje existentes entre las diversas re
giones y también entre las varias edades, calidades y estados; acepta que
“al cortesano no le está m al escoxer lo que pareze mexor á su propósito como
en el traxe” 72; “mas no por eso —añade— se á de entender que su estilo
particular es toda la lengua entera, i xeneral, sino una parte, porque muchas
cosas que él desecha, son mui buenas i elegantes para el istoriador, anziano,
i predicador, i los otros” 73.
Como Jiménez Patón, también Correas admitió la teoría del doctor M adera
sobre la mayor antigüedad del castellano respecto del la tín 74; mas, como en
el caso de Patón, no por desconocimiento del libro de Alderete, pues lo rechaza
expresamente en varios pasajes oponiéndole sus razones al tiempo que defiende
las ideas de M adera. Pocos apologistas de nuestra lengua, ni aun los m ás
destacados como tales, aventajan a Correas en su pasión por el castellano,
y en este amor, capaz de cegarle, hay que buscar la auténtica raíz de que
sostuviera su falso origen. El A rte se cierra —capítulo XCVI— con una “Com-
parazión de las dos lenguas latina i castellana”, páginas de un entusiasmo
conmovedor, en las que el maestro afirma la ventaja de la nuestra sobre la
latina. Correas, profundo conocedor de las lenguas clásicas y maestro de ellas,
aborrecía la pedantería de los dómines, y en un estupendo párrafo denuncia
la petulancia de quienes, por dar valor a su saber, venían sosteniendo la
superior excelencia del latín; “L a causa —dice— de su tan ziega credulidad
es averies costado mucho trabaxo y afán estudiar la Latina, i decorar sus
prezetos, vocablos, i frases, i ver en ella muchas palavras nuestras vulgares;
i ninguno la propia en que nazieron i se criaron, ni aver puesto en ella ningún
cuidado, ni hecho algún discurso de sus eleganzias i copia; antes les pareze
pobrísima. I ansí como cosa que no costó nada, casi en nada la estiman, i á
la otra en mucho, por lo que les costó: porque como dice el rrefrán, Tanto
te quiero, quanto me cuestas” 15.
70 N o siempre, sin em bargo, cum ple Correas con los preceptos propios que acaba de
establecer; bien sea por descuido u olvido, es frecuente que Correas ceda a la presión de
la costumbre ortográfica y se le escapen algunas de las grafías que reprocha; no deben
sorprendernos las contradicciones que fácilm ente pueden advertirse en los textos trans
critos.
71 Ed. Alarcos, cit., pág. 144.
72 ídem , id.
73 ídem , id.
74 Cfr.: Em ilio A larcos, Una teoría acerca d el origen d el castellano, Madrid, 1934.
75 Ed. Alarcos, cit., pág. 481. Cfr., adem ás: Conde de la Vinaza, “D os libros inédi-
918 Historia de la literatura española
tos del M aestro G onzalo Correas”, en Homenaje a Menéndez y Pelayo, I, Madrid, 1899,
págs. 601-614; y el artículo de A . Quilis y J. M . R ozas, “La originalidad de Jim énez
P a tó n ...”, cit.
76 Cfr. : R afael Ram írez de A rellano, “Bernardo José de Alderete”, en Ensayo de un
catálogo biográfico de escritores de Córdoba, tom o II, 1922, págs. 48-60. R odríguez M a
rín recogió una curiosa noticia sobre el carácter de Alderete, aunque m ás bien parece,
por su tono, que se trata de una chism osa m aledicencia: el licenciado H urtado de la
Puente en carta a Rodrigo Caro desde M adrid a 22 de octubre de 1641 escribe: “M ucho
m e pesa de la muerte de Alderete, porque era hom bre doto, aunque inútil, y terrible
enem igo de hacer bien a nadie: dicen que tenía mandados sus libros a los Padres de la
C om pañía, que son los herederos com unes de todos los libros y Estudios de España. Tam
bién tenía m onedas: n o sé lo que habrá hecho D ios dellas. La gente de aquella ciudad
no se lleva por los rum bos que los demás hom bres; en todo son extraordinarios” (“N u e
vos datos para las biografías de algunos escritores españoles de los siglos xvi y x v n ”, en
Boletín de la Real Academia Española, V , 1919, págs. 619-620).
Literatura didáctica 919
L A H IST O R IA
jante licencia que m e pidió don Juan Suárez, y no pude obtenerla del cardenal Barbe-
rin o ... C on todo esto, procuraré, cuando hubiere ocasión de hablar en ello a tiem po, de
no perderla” (en ídem, id., pág. 585).
Literatura didáctica 921
de valor. Quedan, sin embargo, todavía algunas obras de alta calidad que
emulan y hasta aventajan los mejores trabajos del siglo precedente. Sin la
desproporción —añadiríamos nosotros— entre la enorme m asa de lo escrito
y las obras auténticamente señeras, la historia del barroco podría enorgu
llecerse de sus resultados; éstos son excelentes en el campo de las que suelen
denominarse “historias de sucesos particulares”. E l propio Sánchez Alonso
afirma que los mejores cultivadores de este género superan ahora incluso a
los de la época renacentista, porque “aciertan —dice— a aunar la exposición
de hechos reales con el encanto de una prosa del más subido valor” 79.
Tres escritores merecen ser especialmente señalados.
FRANCISCO DE MONCADA
19 Benito Sánchez A lonso, “La literatura histórica en el siglo xvn ” , en H istoria G ene
ral d e las Literaturas H ispánicas dirigida por G uillermo Díaz-Plaja, vol. III, Barcelona,
1953, pág. 334.
922 Historia de la literatura española
80 Ed. Sam uel G ili G aya, en Clásicos Castellanos, Madrid, 1924; ed. Cayetano R e
sell, en H istoriadores de sucesos particulares, t. I, BAE, X X I, nueva ed., Madrid, 1946.
Cfr. : el estudio preliminar de ambas ediciones, especialm ente el de la primera. Para los
estudios históricos relacionados con el libro de M oneada véanse las notas de G ili G aya
en la m encionada introducción. M oneada escribió una primera versión de su obra con
el título de E m presas y victorias alcançadas p o r el valor de p o c o s catalanes y aragoneses
contra los im perios de turcos y griegos, que se conserva manuscrita en la biblioteca de
la R eal A cadem ia de Buenas Letras de Barcelona y que fue publicada por F oulché-D el-
bosc, en R evu e H ispanique, X L V , 1919, págs. 349-509. El cotejo de ambas redacciones
“convence — dice G ili G aya en su introducción citada, págs. 28-29— del esm ero con
que M oneada corrigió su obra antes de decidirse a imprimirla. La edición no es sólo una
ampliación ordenada del manuscrito, sino que, además, representa un esfuerzo por el
em bellecim iento del estilo, en busca del giro m ás elegante, de la palabra más precisa,
casi siempre logrados” . Las correcciones de M oneada a su primera redacción son más
num erosas y cuidadas al com ienzo del libro, pero van siendo menores cada vez, hasta
llegar a ser ambas versiones casi iguales en los últim os capítulos.
Literatura didáctica 923
de Boecio debió de ser escrita durante sus años de gobierno en Flandes, donde
alcanzó gran difusión entre los círculos doctos, m ientras que en España ni
siquiera es mencionada la edición hasta muchos años más tarde. L a Vida,
dice el crítico, “no es obra de juventud, sino de madurez, densa, conceptuosa ;
tiene un aire desengañado, ligeramente escéptico, que hay que colocar a bas
tantes años de distancia de aquellos días en que Moneada narraba las hazañas
de sus paisanos en el decadente Imperio bizantino” 82. Moneada, que no vivió,
evidentemente, a gusto entre los esplendores cortesanos, quizá albergaba en
su interior un cierto desdén por sus propias dignidades y hasta por la misma
Majestad R eal a la que había servido tan cumplidamente. Por esto, sin duda,
sentía afinidad con el espíritu del filósofo latino, al menos según la imagen
que de él se había formado en sus lecturas; Moneada, dice Gili Gaya, “ve
en Boecio más que su fe su sentido de la justicia, la rectitud inquebrantable
del hombre que busca en el ejercicio del pensamiento un consuelo contra la
fortuna mudable. Es el momento en que en nuestras letras dominan los temas
morales y el estoicismo” 83.
ANTONIO DE SOLÍS
más diversos escenarios sin recargar nunca el detalle ni perder jamás el armo
nioso ritmo de su prosa. Nicolás Antonio ponderó sin regateos la obra de
Solís, y Mayáns la encareció con tan subidas frases que Rosell las estima
excesivas, aunque añade a continuación que la Historia de la conquista de
M éjico es “uno de los trabajos históricos más bellos y acabados de nuestra
lengua” 94. No creemos exagerado afirmar que difícilmente puede hallarse en
nuestros clásicos, ni aun en los m ás altos, páginas de tan sostenida armonía
como las de la Historia de Solís, ni tan sencillamente elegantes, ni de palabra
tan atinada y justa. Un pasaje cualquiera puede servir de ejemplo, aunque es
en el prodigio de su continuidad donde mejor puede medirse su importancia.
He aquí la descripción de una de las plazas de Méjico, donde se celebraba
m ercado: “E ra entre todas la de Tlatelulco de admirable capacidad y concur
so, a cuyas ferias acudían ciertos días en el año todos los mercaderes y comer
ciantes del reino con lo m ás precioso de sus frutos y manufacturas, y solían
concurrir tantos, que siendo esta plaza, según dice Antonio de Herrera, una
de las mayores del mundo, se llenaba de tiendas puestas en hileras y tan apre
tadas, que apenas dejaban calle a los compradores. Conocían todos su puesto,
y arm aban su oficina de bastidores portátiles, cubiertos de algodón basto,
capaz de resistir al agua y al sol. No acaban de ponderar nuestros escritores
el orden, la variedad y la riqueza de estos mercados. Había hileras de plateros
donde se vendían joyas y cadenas extraordinarias, diversas hechuras de ani
males y vasos de oro y plata, labrados con tanto primor, que algunos de ellos
dieron que discurrir a nuestros artífices, particularmente unas calderillas de
asas movibles, que salían así de la fundición, y otras piezas del mismo género
donde se hallaban m olduras y relieves, sin que se conociese impulso de m ar
tillo ni golpe de cincel... Venían también a este mercado cuantos géneros
de telas se fabrican en todo el reino para diferentes usos, hechas de algodón
y pelo de conejo, que hilaban delicadamente las mujeres, enemigas en aquella
tierra de la ociosidad, y aplicadas al ingenio de las manos. Eran muy de
reparar los búcaros y hechuras exquisitas de finísimo barro que traían a
vender, diverso en el color y en la fragancia, de que labraban con primor
extraordinario cuantas piezas y vasijas son necesarias para el servicio y el
adorno de una casa, porque no usaban de oro ni de plata en sus bajillas:
profusión que sólo era permitida en la mesa real, y esto en días muy seña
lados. Hallábanse con la misma distribución y abundancia los mantenimientos,
las frutas, los pescados y, finalmente, cuantas cosas hizo venales el deleite y la
necesidad” 95.
Particularmente bellas son las descripciones de los palacios, casas, fábricas
y jardines de M octezum a; véase este fragmento de su arm ería: “No se cono
cía menos la grandeza de M otezuma en otras dos casas que ocupaba su ar-
L A L IT E R A T U R A R E L IG IO S A
96 Idem , id., pág. 287. Cfr.: E. L ópez Lira, “La H istoria de la conquista de M éjico de
don A ntonio de Solís”, en E stu dios de historiografía de la N u eva España, M éxico, 1945,
págs. 263-292. L. Arocena, A n ton io de Solís, cronista indiano. E studio sobre las form as
historiográficas d e l Barroco, Buenos Aires, 1963. Francisco Esteve Barba, H istoriografía
indiana, M adrid, 1964, págs. 125-129.
Literatura didáctica 931
como una disposición de ánimo de la época, ya no es m ás que un remoto
pasado” 97. E l caudal ideológico y religioso y la riqueza literaria atesorados en
la torrencial producción ascético-mística del siglo precedente siguen vigentes
de m anera difusa, pero cierta, en la literatura del Barroco, y sus autores —no
siempre a veces los de mejor calidad- - continúan gozando de la general aten
ción, como lo prueban sus frecuentes reimpresiones. No obstante, la mística
y la ascética como actividades religiosas manifestadas en nuevas obras lite
rarias desaparecen casi por entero, y sólo como excepción, como supervivencia
de un floreciente género anterior, encontraremos en el siglo x v ii escritores de
interés. Uno de ellos, el padre Nieremberg, lo tiene en sumo grado; los res
tantes, más como curiosidad o por lo nuevo de su actitud heterodoxa, van a
tener cabida en estas páginas.
98 O bras escogidas d el Κ . P. Juan E usebio N ierem berg, ed. y estudio de Eduardo Ze
peda H enríquez, en BA E, tom os CIII y CIV, M adrid, 1957.
99 Prólogo a su edición del E pistolario, luego cit., págs. 14-15, nota al pie.
100 H isto ria ..., cit., pág. 580.
101 Introducción a su ed. cit., CIII, pág. X IX .
Literatura didáctica 933
faltas la ruina de su pueblo que elevar un imperio con sus virtudes: Nierem-
berg aduce el ejemplo de muchos monarcas de su patria desde don Pelayo
hasta Felipe II. Pero piensa, a la vez, que no sólo el príncipe es el responsable
de la suerte de la nación, sino también los ciudadanos; está persuadido de
que los males de la república no proceden sino de los pecados de los hom
bres, y quiere, por lo tanto, llevar la perfección a todas las clases y estados
sociales.
E sta preocupación práctica de la mejor tradición en la literatura religiosa
española orienta principalmente los libros de Nieremberg hacia el camino de
la literatura ascética; y en la misma medida parece alejarse de las elevadas
experiencias místicas: Nieremberg no es un místico, suele decirse. Zepeda ha
señalado, sin embargo, el “vuelo místico”, las encendidas efusiones de amor
divino que llenan muchas de sus páginas 102, en particular las del bello tratado
De la hermosura de Dios y su amabilidad ; apreciación que podría extenderse
—pensamos— a la cálida y enamorada prosa del breve opúsculo titulado
Ejercicio de afectuoso amor de Dios por los gozos y complacencias de sus
divinas perfecciones. Por su parte, el propio Pfandl, que niega a Nieremberg
la condición de escritor místico, concede luego que su libro Vida divina y
camino real “es el que más se aproxima a la especulación mística” ItB.
De especial popularidad ha gozado siempre entre los escritos del jesuíta
su tratado De la diferencia entre lo temporal y lo eterno 104, libro genuinamente
ascético, que Pfandl califica de “modelo de claridad de pensamiento y de
transparente agrupación de las ideas” 10S. Lo temporal es sólo un medio y
camino para lo eterno; el escritor estudia en el primer libro qué es la eter
nidad, siguiendo las doctrinas de diversos padres y filósofos ; expone luego
en el segundo el seguro fin de todo lo creado; en el tercero trata de la m u
dable y vil condición de las cosas naturales, que las hace dignas de desprecio ;
pondera en el cuarto la magnitud de las cosas eternas, tanto en el premio como
en el castigo; para deducir, finalmente, la diferencia entre lo eterno y lo tem
poral, y cómo por la brevedad de esto último, ni aun suponiéndolo deseable,
no debemos poner en riesgo la vida que no ha de tener fin.
Compuso también el padre Nieremberg dos biografías: la de San Ignacio,
de menor importancia, que no iguala a las precedentes sobre el mismo
asunto, y la de San Francisco de Borja, calificada, en cambio, como modelo
del género. Escribió tam bién buen número de C artas106, que cuentan entre lo
más notable de su producción. No son, al parecer, auténticas cartas enviadas
a personas reales, sino pequeños tratados dirigidos a personas imaginarias, con
el fin de servirse de una form a literaria más íntima y familiar. Tratan sobre
los temas más diversos, siempre distintos en cada carta, lo que revela el artificio
de que se sirve : “A un señor de título, amigo de su gusto”, “A un prebendado
mozo”, “A un religioso descalzo que quería pasarse a otra religión”, “A un
caballero desafiado. Repruébase la ley del duelo”, “A uno que pretendía ser
obispo”, “A un juez”, “A una casada que pretendía divorcio”, “A una señora
rica” , “A uno que quería dar de palos a otro. Declárase cómo la verdadera
honra es servir a Dios, cuya imagen se ha de respetar en el prójimo”, “A un
ambicioso que hacía novenas para alcanzar un puesto muy honroso” , etc.
Las Cartas revelan la gran preocupación del autor por los temas sociales, y,
aparte el interés de su contenido doctrinal, son inapreciables también para
conocer muchos aspectos de las costumbres e ideas de su tiempo.
Recordemos, finalmente, que Nieremberg tradujo el Kem pis de manera
tan acertada que su versión se reproduce siempre en nuestra lengua como si
se tratara del propio texto original.
El padre Nieremberg es un prosista de prim er orden; Menéndez y Pelayo
lo considera como uno de los cinco o seis mayores del siglo xvn y pondera
particularmente en él “la claridad y el orden lúcido de las ideas” 107. Nierem
berg, en efecto, se mantiene completamente exento de los excesos culteranos
o conceptistas de la época y m aneja un estilo de sorprendente elegancia y
belleza, armonioso y fluido, donde no se advierte ningún rebuscamiento ni
afectación. Su gran fecundidad apenas nos permite suponer que el escritor
llegara a esta prosa trasparente, limpia de artificios, tras algún género de es
fuerzos —tal como, por ejemplo, el caso de Solís— ; hay que admitir, más
bien, que Nieremberg poseía el don de la facilidad para el manejo del len
guaje, y que la palabra justa y necesaria, expresiva y sonora, acudía dócil
mente a su plum a al servicio de adoctrinar y persuadir al lector.
Menéndez y Pelayo señalaba, en cambio, en la prosa del jesuíta algo así
como una demasiada exuberancia, una “acumulación de frases, que no ha de
confundirse —dice— con la riqueza real y positiva” 108. Efectivamente, Nie
remberg multiplica con frecuencia las frases de idéntico significado y acumula
muchas veces sinónimos, que en una exposición científica serían peso inútil.
Pero en las páginas de Nieremberg tienen valor distinto. Primeramente, hay
en esta caudalosa abundancia un componente de belleza ; el lector se goza
repetidamente en el dominio verbal del escritor, capaz de arrancar destellos
106 Nierem berg, E pistolario, ed. de N arciso A lonso Cortés, Clásicos Castellanos,
Madrid, 1915.
107 M . M enéndez y P elayo, H istoria de las ideas estéticas en España, ed. cit., vol. II,
página 104.
108 Idem , id., pág. 105.
Literatura didáctica 935
109 Adem ás de las obras m encionadas, cfr. : José Sim ón D íaz, “N otas sobre el padre
N ierem berg”, en A portación docum en tal para la erudición española, CSIC, 2.a serie,
M adrid, 1947, págs. 4-6. I. Iparraguirre, “U n escritor ascético olvidado: el Padre Juan
Eusebio Nierem berg, 1595-1658” , en E studios Eclesiásticos, M adrid, X X X II, 1958, pág'·
ñas 427-448.
936 Historia de la literatura española
110 V ida d e la Virgen, ed. de Em ilia Pardo Bazán, Barcelona, 1899. M ística C iudad
d e D ios, ed. del Obispo O zcoidi y U dave, con biografía, Barcelona, 1914.
111 Pfandl, Historia..., cit., pág. 584.
Literatura didáctica 937
MIGUEL DE MOLINOS
LA O RATO R IA SA G R A D A : PARAVIC1NO
116 Cfr. : C. E. Scharling, Michael de Molinos, ein Bild aus der Kirchengeschichte des
17. Jahrhunderís, G otha, 1855. M . M enéndez y P elayo, Historia de los heterodoxos es
pañoles, ed. nacional, vol. II. H . Ch. Lea, “M olinos and the Italian M ystícs”, en The
American Historical Review, X I, 1906, págs. 243 y ss. P. Ά . Martin Robles, “D el episto
lario de M olinos”, en Escuela española de arqueología e historia en Roma. Cuadernos de
trabajo, vol. I, Madrid, 1912, págs. 61 y ss. P. D udon, Le quiétiste espagnol Miguel de
Molinos, París, 1921.
117 M erecen destacarse entre estos investigadores: M iguel Herrero García, Sermonario
clásico. Con un ensayo histórico sobre la Oratoria sagrada en España del siglo X V I al
XVII, Madrid, 1942. P. F élix G . O lm edo, “Decadencia de la oratoria sagrada en el si
glo xvii”, en Razón y Fe, X L V I, 1916, págs. 310-321 y 494-507. D el mismo, Fray Dio
nisio Vázquez, O. S. A . (1479-1539). Sermones, Clásicos Castellanos, M adrid, 1943 (en la
primera parte de su notable estudio preliminar alude el P. Olmedo al estado de las inves
tigaciones y publicaciones sobre oratoria sagrada). D e l m ism o, Don Francisco Terrones
del Caño. Instrucción de predicadores, Clásicos Castellanos, Madrid, 1946.
940 Historia de la literatura española
y adquirió tal prestigio entre el público cortesano que en 1617 fue nombrado
predicador de Su M ajestad. Durante muchos años fue el orador de moda, y
los más famosos escritores, como Quevedo, Lope y Gracián, le elogiaron
sin reservas ; fue amigo íntimo de Góngora y le cupo el honor de ser retratado
por el Greco. Pronunció numerosísimos sermones en festividades religiosas,
días de cuaresma, exequias fúnebres de personas reales, etc., de los que sólo
hizo imprimir una pequeña parte; pero después de su muerte en 1633 sus
hermanos de religión recogieron sus textos, escritos a veces en forma de im
perfectos borradores, y los editaron bajo el título de Oraciones evangélicas o
discursos panegíricos y morales (1638) y Obras postumas divinas y humanas
(1641), que fueron reimpresas posteriormente en versiones m ás cuidadas. Com
prenden, en conjunto, más de un centenar de sermones.
Paravicino representa la cumbre de la oratoria sagrada del Barroco ; con
ceptismo y culteranismo se dan la mano en su obra, según acertó a definir
Gracián con fórmula muy suya: “juntó lo ingenioso del pensar con lo biza
rro del decir” 118; pero con mayor inclinación hacia lo segundo. En su juven
tud compuso poesías religiosas de claro gusto gongorino 119 y cuatro sonetos
al Greco. Los puntos de contacto con la lírica de Góngora no sólo en estas
poesías, de menor interés, sino en el tono general de su oratoria, ha planteado
el problema de si Paravicino influyó en el estilo culto de Góngora o fue, por
el contrario, el ejemplo de éste el que animó al trinitario a llevar el cultera
nismo a la cátedra sagrada. Emilio Alarcos, que ha estudiado el problema
sobre bases cronológicas, llega a una conclusión que lo deja resuelto al pare
cer: “Paravicino —dice— debió formarse su peculiar estilo —mezcla de
conceptismo y culteranismo— con independencia del influjo de Góngora, y
quizá antes de la aparición de la oda A la toma de Larache, del Polifemo y
de las Soledades. Indudablemente, tampoco hay motivo para señalar influencia
alguna del famoso Fr. Hortensio sobre el magnífico poeta cordobés. Ambos
realizan su obra impulsados por la tendencia de la literatura de la época
hacia las complicaciones del barroquismo y de acuerdo con su propio genio.
Esto no obstante, en algunos sermones de Paravicino posteriores a 1616 cabe
señalar la presencia de ciertos elementos formales de procedencia gongorina” 120.
Hemos aludido a la inmensa popularidad de que gozó Paravicino en su
tiempo ; aunque no le faltaron detractores y burlas —como la conocida alu
sión de Calderón al “emponomio horténsico”, y una Censura anónima que
rebatió Jáuregui—, los elogios fueron, de hecho, unánimes, destacando entre
118 Agudeza y arte de ingenio, Discurso LXII, ed. Arturo del H oyo, Madrid, 1960,
pág. 510.
119 Cfr. : José M anuel Blecua, “Poem as juveniles de Paravicino”, en Revista de Filo
logía Española, X X X III, 1949, págs. 388-399. Eunice Joiner Gates, “Paravicino, the G on-
goristic P oet”, en Modern Language Review, X X X III, 1938, págs, 540-546.
120 Em ilio Alarcos, “Paravicino y G óngora” , en Revista de Filología Española, X X IV ,
1937, págs. 83-88 (la cita es de las págs. 87-88).
Literatura didáctica 941
todos los que le dedicó Pellicer de Salas y Tovar, que llegan a veces hasta
lo grotesco 121. No es de extrañar, por tanto, que al producirse la reacción
antibarroca del siglo xvui, Paravicino fuese rechazado en la misma propor
ción; con mayores razones, porque la oratoria, en medida muy superior a la
lírica y al drama, había degenerado hasta aquellos ridículos excesos que habían
de provocar al fin la famosa sátira del Fray Gerundio, tan bien dirigida como
eficaz. Y como quiera que Paravicino, como figura máxima de la oratoria
barroca, venía a ser el patriarca de toda aquella prole, en él se ejemplificó
el mal y se concentró la repulsa de los críticos del siglo xvm. En sus Exequias
de la lengua castellana, Forner dedica a Paravicino una página implacable ;
después de llamarle “padre de la corrupción”, refiriéndose, por supuesto, a la
que había introducido en la oratoria sagrada, enumera todas las extravagan
cias de su estilo, y termina : “todos éstos, en fin, fueron defectos en Hortensio,
que, aumentados con furiosa m onstruosidad en los desatinados émulos de su
estilo, produjeron la bárbara y desastrada vanilocuencia que leemos con risa
cuando no con abominación” m .
Este concepto de la personalidad y obra de Paravicino, acuñado por el
siglo xvm , es el que ha perdurado hasta nuestros días, repetido por todos
los tratadistas de historia literaria; al cabo, ha corrido la misma suerte que
la mayoría de nuestros grandes autores barrocos, en especial Calderón y
Góngora, con cuyo estilo se le asociaba esencialmente; el mismo Forner
afirmaba que Paravicino había subido “al púlpito las destempladas novedades
de Góngora” I23.
Consecuentemente también, la hora de la reivindicación tenía que llegarle
a Paravicino de la mano de Góngora y Calderón, y así ha sucedido, en
efecto; el encargado de esta tarea ha sido Emilio Alarcos, quien en 1937
publicó en la Revista de Filología Española un largo trabajo titulado “Los
sermones de Paravicino” 124. Obsérvese que sólo dos años antes había publicado
Dámaso Alonso su estudio fundamental La lengua poética de Góngora, sin el
cual el trabajo de Alarcos no hubiera podido ser escrito ; el propio Alarcos
lo reconoce así en nota al p i e 12s. Efectivamente, Alarcos sigue punto por
punto los pasos de Dámaso Alonso en su propósito reivindicador ; examina
detenidamente las peculiaridades estilísticas de los sermones del trinitario,
para dem ostrar —siempre en la línea de Dámaso Alonso— que su estilo ora
para conseguirlo” 13°. Mas aún queda de manifiesto la actitud del predicador
en el siguiente párrafo : “Lo primero que salta a la vista en estos sermones es
que han sido compuestos con la preocupación de producir en el auditorio im
presión de novedad. Hortensio no sólo procura a todo trance ser novedoso
en las citas e interpretación de textos, en las deducciones y reflexiones, en la
disposición y adorno de la materia, o en el modo de expresarse, sino que,
reiteradamente, llama la atención de su público para que no pasen inadverti
das las novedades que le ofrece” 131.
Paravicino —esto nos parece evidente— se daba en espectáculo con inequí
voca actitud de actor; apenas hay sermón en que no haga frecuentes digre
siones sobre sí mismo, sobre sus gustos, ideas o estilo. Alardeaba de sensible,
y llegaron a hacerse famosas sus constantes alusiones a sus achaques de salud,
producidos, naturalmente, por tantos estudios y predicaciones m .
Paravicino encarna de manera evidente los caracteres más genuinos de la
oratoria sagrada de su tiempo. Es natural que las tendencias estilísticas que
definen su época se incorporaran a su oratoria; éste es un hecho irrecusable
de nuestra historia literaria, y quien se ocupe en la tarea de escribirla tiene
que registrarlo con la m ayor objetividad; hay que entender al escritor como
un producto de su tiempo y ver en su obra las peculiaridades que le caracte
rizan. Pero en el caso de Paravicino creemos que lo barroco se produce en una
dimensión viciosa, por la razón primordialísima de haber llevado a un género
literario direcciones que no podían serle propias y que habían de conducirlo
irremediablemente a su degeneración. Si se censura al siglo xvin el haberse
servido de las formas líricas para cantar las excelencias de la vacuna, es im
posible justificar el empleo de la estilística gongorina en un género literario
específicamente docente. L a reacción antibarroca del siglo x v x ii , injusta en
tantas ocasiones, lo fue bastante menos — según nuestro entender— con los
sermones de fray Hortensio. Vale la pena, evidentemente, reproducir unas
palabras —habrían de ser páginas enteras— de la Instrucción de predicadores
de Terrones del Caño, impresa en 1617, por los mismos días en que los
sermones de Paravicino entretenían a los ociosos cortesanos de M adrid: “De
lo dicho queda condenada para el púlpito la elocuencia poética y de los tabla
dos: L a hierba verde y aljofarada, matizada con la roja sangre que la cruda
mano, que la sobrehumana ninfa derramó, etc. Esto mejor es para farsa que
para sermón. El sustancial lenguaje del púlpito es el que dijo arriba Quinti
liano : propria verba. Y en otra parte dice que han de ser ex sellectissimis voca
bulis vulgi. De manera que el lenguaje no ha de ser curioso, poético, profano,
afectado, muy compuesto y numeroso, sino, de los vocablos del vulgo, los
mejores y más propios ; pero, al fin, del vulgo, pues los ha de entender el
vulgo” 133.
133 Ed. F élix G. Olmedo, cit., pág. 130. Adem ás de las obras m encionadas, cfr. : José
Sim ón D íaz, “Textos dispersos de clásicos españoles. Paravicino”, en R evista de L itera
tura, X IX , 1960, págs. 273-285. P. G. M illán, “Paravicino y el G reco”, en Castilla, V alla
dolid, I, 1940-1941, págs. 139-142. N arciso A lonso Cortés, “A cervo biográfico. Fray H or
tensio Paravicino”, en B oletín de la R eal A cadem ia Española, X X X , 1950, págs. 219-
220. En el artículo citado de A lfonso Reyes, “Las dolencias de Paravicino” — nota al pie
num. 1, págs. 294-295— puede verse una extensa bibliografía sobre el trinitario, de inte
rés sobre todo para sus relaciones con el G reco, G óngora y otros escritores de su tiempo.
IND ICE D E NOM BRES Y OBRAS
D elacroix, P., 624 η., 638 n. Durán, Agustín, 404, 413, 415, 436, 735,
D elano, Lucile Κ ., 231 η., 292 η. 742.
D eleito y Piñuela, José, 721 n. Durán, M anuel, 630 η., 639 η.
D elgado Varela, J. M ., 438 n.
D elphy, G ., 363 n.
D em etrio, 638. Eberling, Frances, 368 η.
D enis, Serge, 360 η., 363 η.
Ebersole, A lva V ., 361 n.
D erla, Luigi, 680 η. Eclesiastés, 866 n.
Descartes, R ené, 683.
Eguia Ruiz, C onstancio, 661 n., 827 n.
D esclot, Bernât, 922.
Eguren, J. M ., 489 n.
D esonay, Fernand, 22 n.
Encina, Juan del, 201, 266, 723, 724, 728,
Desportes, Philippe, 508 n.
907.
D evoto, D ., 519 n.
Enero [Henero], Juana, 463.
Diam ante, Juan Bautista, 815-816.
Enrique II de Trastamara, 284, 325, 678.
Hotirador de su padre, El, 816. Enrique III el D oliente, 307, 443.
Judía de Toledo, La, 816. Enrique de V alois, 828.
Valor no tiene edad, El, 816. Enriquez de Paz, Enrique, vid, Enriquez
D íaz, D iego, 202.
G óm ez, A ntonio.
D ía z de Benjumea, N icolás, 187, 188, 191.
Enriquez G óm ez, A ntonio, 491-492.
D ía z del Castillo, Bernal, 927.
Academias Morales de las Musas, 491.
D ía z de Escobar, N arciso, 259 n., 373 n.,
Sansón Nazareno, 491.
491 n., 721 n., 811 n., 814 n.
Siglo pitagórico, El, 491, 492.
D ía z de Rivas, Pedro, 556, 562 y n., 563.
Vida de don Gregorio Guadaña, La, 491-
Anotaciones, 562. 492.
D íaz M orente, Pedro, 738.
Entenza, Berenguer de, 922, 923.
Díaz-Plaja, G uillerm o, 22 n., 91 n., 282 n.,
Memorias, 922.
434 n., 531 n., 826 n., 827 n., 921 n.
Entrambasaguas, Joaquín de, 23 n., 197 n.,
Diccionario de Autoridades, 912, 918.
199 n., 206 n„ 218 n., 231 n„ 240 n.,
D ickens, Charles, 187.
266 n„ 334 n., 477 n„ 497 n., 504 n.,
D iego, Gerardo, 35 n .( 540 y n., 541, 561
519 n., 522 n., 524 n., 664 n., 753 n.,
n„ 564, 565 n.
781 n„ 907 n.
D ie z Cañedo, E., 506 n.
D iez Echarri, E., 590 n., 909 n. Entremés de los romances, 138, 139, 140 y
Disciplina Clericalis, 881. n., 155, 227 n., 497.
D ixon , V ictor, 345 η., 350 η. Entwistle, W illiam J., 27 n., 35 n., 145 n.,
D óm ine, Pastor, 877 η. 559 n., 671 n„ 680 n„ 683 n„ 686 n.,
D oncel, G uillerm o, 20 η. 733 n.
D on ne, John, 508 η. E off, Sherman, 470 n., 708 n.
D ostoiew sky, Fedor M ikailovich, 187 y η. Epicuro, 638.
D ’Ouville, Μ ., 502 η. Equícola, M ario, 89.
D ow ling, John C., 497 n., 877 n., 879, 881 Erasmo, 183, 750, 882.
y n., 882, 883, 887. Institutio Principis Christiani, 882,
Doze comedias famosas, 336. Eraso, Francisco de, 587.
D u bou m ial, 185. Ercilla, A lonso de, 907.
D udon, P., 939 n. Araucana, La, 236.
Drake, Francisco, 235, 236. Erizzo, 94.
Dum as, Alejandro, 435, 502. Errandonea, Ignacio, 913 n.
Dum ont, Louis, 721 n. Escalante, A m ós de, 571 n.
D unn, Peter N .( 231 n., 483 n., 613 n., Escaligero [Scaligero], 617, 625.
693 n. Escipión, 55.
D uque de M aura, vid. M aura y G am azo, Escobedo, M aría de, 740.
G abriel. Espantoso-Foley, Augusta Μ ., 361 η.
índice de nombres y obras 959
Espinel, Vicente, 198, 213, 464, 470 n., 476- 648, 663, 664, 721 n., 739, 741 y n.,
479, 908. 778, 784 n„ 814, 829, 830, 836, 852,
R im as, 477. 856, 889, 921, 924, 937 y n., 943 n.
V ida d el escudero M arcos de O bregón, Felipe Próspero, príncipe, 804.
198, 213, 456, 458, 476-479. Fénelon, F. de Salignae de la M othe, 874,
Espinosa, Catalina de, 463. 939.
Espinosa, Pedro de, 372 n., 374 n., 509 y A ven tu ras d e Telém aco, Las, 874.
n„ 510, 511-512, 520, 524, 592. Feria, duque de, 549.
B osque de D oñ a A na, El, 512. Fernández, A lonso, 191, 193 n.
E spejo de cristal, 512. Fernández, Lucas, 266, 723.
F ábula d el Genil, 512 y n. Fernández, M arcos, 489.
F lores d e poetas ilustres, 511, 512 n., O lla podrida a la española, com puesta y
513, 520, 524, 592. sazonada en la descripción de M unster
P anegírico a la ciudad de A ntequera, 512. en W estfalia, con salsa sarracena y
P erro y la calentura, El, 512. africana, 489.
P salm o d e penitencia, 512 n. Fernández, Sergio E., 606 n.
S oledad de P edro d e Jesús, 512 n. Fernández de Alarcón, Cristobalina, 511.
Espinosa M aeso, R., 519 n. Fernández de Andrada, Andrés, 574-577.
Espinosa M edrano, Juan de, 562. E pístola M oral a F abio, 571, 574-577.
A p o lo g ético en F avor d e don L uis de Fernández de Avellaneda, A lonso, vid. A v e
G óngora, 562. llaneda, A lon so Fernández de.
Espín R ael, Joaquín, 192 y n. Fernández de Córdoba, Francisco, 560 n.,
Espronceda, José de, 299, 504. 561.
Estudiante d e Salamanca, El, 299, 504. Exam en d el “A n tíd o to ”, 561.
Esquilo, 56, 57, 694 n. Fernández de Navarrete, Martín, 27 n., 119,
Persas, Los, 57. 188, 350 n.
Siete sobre Tebas, L os, 56. Fernández de Quirós, 400.
Estala, Pedro, 575. Fernández de Ribera, Rodrigo, 458.
E stebanillo G on zález, vid. V ida y hechos A n to jo s de m ejor vista, Los, 458.
d e E stebanillo G on zález, ■■ Fernández Figueroa, Juan, 177 n.
E steve Barba, Francisco, 930 n. Fernández Flores, Francisca, 197.
Estrabón, 122. Fernández G aliano, M ., 583 n.
Estrées, César d’, 938. Fernández-Guerra, A ureliano, 119, 188, 191,
Eurípides, 756. 573, 591 n„ 601 n„ 610 n.
E xpostu latio Spongiae, 218, 275, 908. Fernández-Guerra y Orbe, Luis, 351 n., 781
Ezpeleta, G aspar de, 33. y n., 783, 784, 785 y n„ 786, 789, 792
n„ 797, 802.
F abo, P., 937 n. Fernández M acG regor, G enaro, 355 n.
Faret, N icolás, 846, 854. Fernández Ramírez, Salvador, 245 n.
Faría y Sousa, M anuel de, 562. Fernández Suárez, A lvaro, 156-157, 159,
Farinelli, Arturo, 90 n., 120 n., 186, 187 n., 170.
431 y n„ 432, 433, 667 n., 689 y n„ F em ando, cardenal-infante, 371.
736 n„ 847, 859 n„ 862, 872, 875 n. Fernando III de Austria, 739, 876.
Farnesio, Alejandro, 476. Fernando IV el Em plazado, 443.
Felipe II, 14, 32, 36, 197, 199, 200, 202, Fernando V el C atólico, 469, 853, 854 y n.,
260, 261, 349, 350, 398, 454, 455, 466, 875 n., 889, vid. tam bién R eyes Católi
592, 678, 882, 933. cos.
Felipe III, 191, 209, 261, 409, 422, 472, Ferrari, Ángel, 854 n., 872, 875 n.
513, 520, 549, 560, 592 n„ 617, 621, Ferraz y Castán, Vicente, 33 n.
910. Ferreira, J., 927 n.
F elipe IV , 210 n., 304 n., 329, 409, 444, Ferreira de V asconcelos, Jorge, 431.
487, 497, 512, 565, 594, 618, 620, 627, Eufrosina, 251, 431.
960 Historia de la literatura española
Ferrer, Francisco de Paula, 853 η,, 854 η., Frideric, Andrew, 882.
856 η., 868 η. E m blem as, 882.
Ferreres, R afael, 510 η., 513. Friederich, Cari J., 22 n.
Fichier, W. L., 128 η., 232 η., 284 η., Friedrich, H ugo, 671 n.
295 η. Froldi, R., 736 n.
Fielding, Henry, 90 η., 186. Fruela de León, 380.
Figueroa, Lope de, 31. Frutos Cortés, Eugenio, 667 η., 671 η.,
Fita, Fidel, 326 η. 733 η.
Figueroa, Francisco de, 82 η., 233. Fucilla, Joseph G ., 223 η., 330 η., 565 η.,
F iloxeno de Citera, 553. 580 y η., 632 η„ 634 η., 687 η., 713 η.,
Fitz-Gerald, John, 248 n. 769 η.
Fitzm aurice-Kelly, Jaime, 27 n., 102, 109, Fuentes, conde de, 381.
236, 282 n., 350 n., 714 y n. Fuentes, A lonso, 141.
F laccom io, R., 187 n. Su m m a de philosoph ia natural, 141.
Flaubert, G ustave, 187 y n. Furne, 181, 185.
B ouvard et Pécuchet, 187 n.
Fleres, U ., 698 n.
Fletcher, John, 404. Gabriel de Castilla, Fray, 619.
Florecillas de San Francisco de Asís, 401. G alaz Vivar, A ., 544 n.
Florian, Jean Pierre Claris de, 185. G aldós, Benito Pérez, 187.
Focilides, 618. G alilei, G alileo, 583 η.
Foerster, W., 337 n. Galvarriato de A lonso, Eulalia, 519 n.
F olengo, T eófilo, 155 n. G álvez de M ontalvo, Luis, 84 n., 553.
Fonseca, arzobispo, 424. Gallardo, Bartolom é José, 119, 191, 373 n.,
Fonseca, Cristóbal de, 192, 193 η. 511, 783.
F ontefrida, 384. G allego Burín, A ., 566 n.
F ont i Solsona, Josep, 259 n. G allego M orell, A., 566 n., 567 n.
Ford, J. D . M ., 128 n., 145 n. G am ba, Bartolom eo, 185.
Forner, Juan P ablo, 941. G anivet, Ángel, 188.
E xequias de la lengua castellana, 941. G aoquet, M arie J., 721 n.
F oulché-D elbosc, R . [Cronan, Urban], 108, García, Carlos, 489-491, 492.
110 n., 119 n., 328 n., 465 n., 470 n„ D esorden ada codicia de los bienes aje-
471, 473 y n„ 506 n., 508, 524,525, nos, La, 489-490.
526, 580 n., 610 n., 613 n., 922 n. O posición y conjunción de los d o s gran
Fournie, E., 802 n. des lum inares de la tierra, o A n tip a
F ox, A . M ., 295 n. tía de los franceses y españoles, 491.
F o x M orcillo, Sebastián, 882. Garcerán, G aspar de, 141.
D e regno e t regis institutione, 882. G arcés, Jesús Juan, 569 n.
Fradejas Lebrero, José, 477 n. García, rey de León, 359.
Fraga Iribarne, M anuel, 877 n. García, M anuel José, 43 n.
Franca, A na, 33 η. G arcía, Vicente, 193 n.
Franciosini, 185. García Arroyo, V ., 867 n.
Francisco de A sís, San, 300, 401. García Bellido, A ntonio, 573 n.
Francisco de Sales, San, 600. García Blanco, M anuel, 43 n., 120 n., 417
Introducción a la vid a devota, 600. n., 470 n.
Franco, 834. García Boiza, A ., 551 n.
Frattoni, O., 551 n., 555 n. García Calderón, V., 563 n.
Fray G erundio de C am pazas (Francisco García Calvo, A ., 590 n.
José de Isla), 941. García Chico, Esteban, 259 n.
Freyre, Juana, 662. García de Castrojeriz, Juan, 881 y n.
Frías, duque de, 662. García de D iego, Vicente, 877 n., 878 y n.,
Frías, A . F., 512 n. 879, 880 y n„ 883, 884, 885.
índice de nombres y obras 961
García de la Huerta, Vicente, 57. Obra de Geraçam humana, 724.
García de Paredes, D iego, 400, 816. Don Duardos, 141.
García G óm ez, E., 483 n., 863 y n. G im énez Caballero, Ernesto, 110 n.
García Gutiérrez, A ntonio, 504. Gim énez-Soler, Andrés, 259 n.
Tesorero del rey, El, 504. G irón de Rebolledo, M arquesa, 336.
G arcía Lorca, Federico, 557 n. Giulian, A nthony A „ 637 n., 869 n.
García M orales, Justo, 129 n., 185 n., 192, G ivanel y M as, J., 27 n., 34 n., 35 n.,
193 n., 493 n. 45 n„ 103 n„ 110 n„ 114 n., 128 n.
García Prieto, Francisco, 877 n., 880. G laser, E., 345 n., 401 y n,, 470 n., 778 y
García Solalinde, A ., 350 n., 681 n. n., 779 y n., 810 n.
García Soriano, Justo, 129 n., 185 n., 192, G oded y Mur, A ., 837 n.
193 n., 517, 526 9 ., 900 n., 901 n., G odínez, Felipe, 400-401.
903 y n. Am án y Mardoqueo o la horca para su
G arcía Villada, Zacarías, 236 n. dueño , 400.
G arciasol, R am ón de, 27 n. Aun de noche alumbra el sol, 400.
Garcilaso de la V ega, 35 y n., 201, 224, Judit y Holofernes, 400.
233, 527, 530, 535, 557, 565, 580, 618, Lágrimas de David, Las, 400.
907. Mejor espigadera, La, 400.
G arcilaso de la V ega, el Inca, 122 n. O el fraile ha de ser ladrón, o el ladrón
Garrone, A ., 114 n. ha de ser fraile, 401 y n.
G arrone, M arco A., 131 n. Trabajos de Job, Los, 400.
Gasparetti, A ntonio, 301 n., 331 n., 812 n. G odínez de Battle, Ada, 350 n.
G ates, Eunice Joiner, 512 η., 537 η., 561 η., G oethe, J. W ., 58, 151, 171, 186, 235 n„
562 η., 671 η., 737, 940 η. 378, 669, 684 y n., 735, 874.
Gatti, José Francisco, 318 η., 331 η., 334 η. Fausto, 136 n., 151, 187 n., 683-684 y n.
Gautier, León, 181, 862. G ogol, N ikolai V asilievich, 187.
G azzoni, Tom ás, 498, 862. G oldoni, Cario, 363, 435.
Piazza Universale, 498, 862. G óm ez, P., 438 n.
Geers, G. J., 23 n., 470 n. G óm ez de las Cortinas, José Frutos, 368 n.
Gelder, Francisca, 519 n. G óm ez de Quevedo, Pedro, 591.
G eorge, Stefan, 737. G óm ez Ocerín, J., 383 n., 384 n.
Gerhardt, M ia I., 136 n. G onçalves Rodrigues, A ntonio, 927 n.
G erm ond de Lavigne, A . L. G., 192 n. G óngora, Francisco de, 519.
G erould, G ordon H ., 441 n. G óngora, L eonor de, 519.
Gervaise, N icolás, 872. G óngora y Argote, Luis de, 19 y n., 20,
Gerstenberg, 186. 22 n., 36, 38, 64, 140 n„ 184, 202,
G estoso y Pérez, J., 465 n., 721 n. 211 n., 214, 215, 216, 217, 223, 224,
G ide, André, 712. 226, 227 n„ 242, 243, 254, 281, 352, 374,
Prometeo mal encadenado, 712. 395, 406, 505-517, 518-560, 561-569,
Gigas, E., 331 n. 570, 578, 584, 592, 599, 626, 627, 641,
G ijón, Esmeralda, 416, 417 η., 418, 423 η., 642, 649, 661, 668 , 671 n„ 682, 717,
450. 735, 769, 775, 812, 849 y n„ 862, 867 n„
G il, Juan, 32. 871, 899, 904, 907, 908 y n., 912, 919
n., 940, 941, 942, 943, 945 n.
G ili G aya, Samuel, 90 n., 463 n., 477 n.,
479 n., 922 y n., 923 , 924 y n„ 937 n.
A la toma de Larache, 526, 552, 562,
940.
Gilm an, Stephen, 22 η., 192 η.
A los apasionados por Lope de Vega,
G il P olo, Gaspar, 87 n., 88 , 243. 216 n.
Diana enamorada, 87 n., 8 8 . Angélica y Medoro, 527, 545-546.
G il Vicente, 47, 141, 266, 723. Doctor Carlino, El, 525, 812.
Auto da Sibila Casandra, 724. Fábula de Píramo y Tisbe, 526-527, 544,
Auto de San Martinho, 723. 562, 641.
962 Historia de la literatura española
Fábula de Polifemo y Galatea, 18, 517 Gracián, Baltasar, 17, 18 y n., 23, 163,
y n., 520, 523, 525, 526, 527, 530, 532, 416, 469, 717, 826-875, 906, 930, 940.
539, 544, 552-555, 559, 560, 561, 562, Agudeza y arte de ingenio, 832, 836, 847,
563, 903, 940, 942. 850 n., 869-871, 873, 906, 940 n.
Firmezas de Isabela, Las, 525. Arte de ingenio, 830, 832, 836, 869.
“Letrillas y rom ances”, 542-547. Avisos al varón atento, 856.
Panegírico al duque de Lerma, 521, 525, Comulgatorio, El, 833, 842, 847, 867-868.
526, 555, 560, 562. Criticón, El, 163, 717, 831, 832, 833, 834,
Soledades, Las, 395, 507, 508, 517 n., 835, 837, 840, 841, 842 y n„ 844, 845,
520, 523, 525, 526, 527, 528, 530, 532, 848, 856, 859-866, 873, 874, 930.
534, 535 n„ 539 540, 544, 551, 555- Discreto, El, 831, 836, 842, 847, 854-856,
559, 560 y n„ 561, 562 y n., 566, 569, 859, 860, 864, 867, 869.
862, 903, 912, 940, 942. Galante, El, 856, 857.
“Sonetos”, 547-551. Héroe, El, 829, 830, 834, 836, 839 n.,
Gonthier, D enys A ., 173 n. 842, 849, 852-853, 855, 860, 864, 867,
G onzález, Eugenio, 733 n. 872.
G onzález A urioles, N orberto, 27 n., 107 n. Oráculo manual y arte de prudencia, 832,
G onzález Casanova, P ablo, 871 n. 839 n„ 842, 848 y n., 850 n., 856-859,
G onzález de A m ezúa y M ayo, Agustín, 860, 867, 872, 873, 874.
28 n,, 42 y n., 80 n., 83, 84 n., 87 y n., Político don Fernando el Católico, El,
89 n., 91 n., 92 y n., 93 n., 94, 96, 108, 830, 847, 853-854, 856.
112 y n., 115 y n., 116, 117, 118 n., Gracián, Francisco, 827.
124 y n„ 185, 197 n., 204 n„ 206 n„ G racián, Lorenzo, vid. Gracián, Baltasar.
250 n., 345 n„ 346 n., 347 n., 351, Granada, Luis de, vid. Luis de Granada.
482, 499 n., 500, 501 y n., 502, 591 n., G ranados, Juan, 361 n.
707 n. G ran Capitán, 567.
G onzález de Escandón, Blanca, 571 n. G ranm ont, duque de, 805.
G onzález de Salas, Jusepe A ntonio, 631, Grau, M ariano, 259 n.
632 y n„ 900, 905-906. G reco, El, 549, 668 , 940, 943, 945 n.
Nueva idea de la tragedia antigua, o ilus Green, Otis H oward, 309 η., 355 η., 375 η.,
tración última al libro singular de 445 η., 579 y η., 580, 581, 583 y η.,
poética de Aristóteles Stagirita, 905- 634 η., 867 η., 877 η.
906. Gregoras, 922.
G onzález Llubera, I., 363 n. G regorio X III, 910.
G onzález Oliveros, W enceslao, 887 n. Gregorio X V , 876,
G onzález Ollé, F., 555 n. Grillparzer, Franz, 68 , 280 y η., 735.
G onzález Palencia, Á ngel, 103 n., 114 n., Grismer, R aym ond L., 128 n.
293 n., 397 n., 408 n., 567 n., 593 y G roult, P., 713 n., 733 n.
n„ 597 n., 746 y n„ 754, 877 n., 878 n„ G roussac, Paul, 191, 192 n.
883, 887 n„ 888 n„ 889 n., 909 y n. G uardo, Juana de, 202, 203, 205.
G onzález Pedroso, E., 298 n., 720, 723, Guarner, Luis, 201 n., 226 n., 228, 230 n.,
733 n. 232 n., 269 n., 270 n., 282 n.
G onzález Ruiz, N icolás, 298 n., 720, 733 n. Gubernatis, A ngelo de, 181.
Gorra, E., 687 n. Guerrieri Crocetti, Camilo, 269 n.
Gossart, E m est, 486 n. Guevara, A ntonio de, 154 n., 846, 882.
G ouldson, K athleen, 769 n. Epístolas, 846.
G ourm ont, R em y de, 507. Menosprecio de corte y alabanza de al
G ouzy, J. J., 43 n. dea, 846.
G oyri de M enéndez Pidal, M aría, 227 n., Relox de príncipes, 882.
331 n., 384 n., 385, 387. G uiette, R., 301 n.
G ozzi, Carlos, 802 y n. Guignard, R ., 736 n.
Principessa filosofa, La, 802 y n. G uillén, Claudio, 465 n.
Indice de nombres y obras 963
G uillén, Jorge, 521 y n., 527 n., 531 n., Hermesianax de C olofón, 553.
533, 537 y n., 538 y n., 539, 558, 559. Hernández, R oque, 204.
G uillén Buzarán, Juan, 781 n. H ernández de A yala, A lonso, 463.
G uirarte, Clotilde Evelia, 360 n. H em ández-V ista, V . S., 506 n.
G ulsoy, Y ., 683 n. H erodes Antipas, 678.
Gulliver (J. Swift), 865. H erodoto, 304.
Günther, A ., 736 n. Herrera, A ntonio de, 882, 929.
G utiérrez N oriega, Carlos, 110 n. Herrera, Fernando de, 224, 505, 510, 511,
G uzm án, M artin Luis, 606. 527 n., 529, 535, 551, 570-571, 573,
G uzm án el Bueno, 388, 392. 908.
Anotaciones a Garcilaso, 510.
H ann, F. de, 303 n. Herrera, Juan de, 625.
Hafter, M onroe Z., 887 n. Herrera M aldonado, Francisco, 233.
Hainsworth, G ., 110 n. Herrero García, M iguel, 27 n., 45 n., 128
H aley, G eorge, 477 n. n., 213 n., 218 n., 287, 476 n., 562 n.,
Halstead, F. G ., 417 n. 613 n., 693 n., 939 n.
H am el, Adalbert, 363 n., 875 n. Herrich, M arvin T., 282 η.
H am ilton, T hom as Earle, 361 n. Heseler, Μ . E., 292 η.
Hardy, Alejandro, 102, Heselhaus, C., 737 n.
H arlan, M abel Μ ., 432 η., 433 η., 779 y η. H esse, Everett W., 334 n., 417 n., 434 n.,
H aro, Luis de, 565. 667 n., 692 n„ 709 n., 713 n., 733 n.,
Hartm ann, K . A . Μ ., 875. 737, 804 n.
H artzenbusch, Juan Eugenio, 213, 277 η., H eyse, Paul, 186-187.
360 η., 404, 417 η., 418, 436, 667 η., H ilborn, H . W., 667 n., 671 n.
735. H ill, John M ., 328 n., 384 n., 432 n., 433
H atzfeld, H elm ut, 11 y η., 17 η., 22 η„ n., 645 n., 913 n.
23, 134 η., 143 η., 154 η., 162 y η., H inard, D am as, 307.
190 y η., 559 η., 560 η., 859 η. Hipócrates, 892.
H auvette, Henri, 802 η. Pronósticos, 892.
H ayes, F. C., 416 η. Histoire de Floire et de Blanceflor, 114 n.
H ayvood, Charles, 114 n. Historia de Dulcarnaim, 863.
H azañas y la Rúa, Joaquín, 43 n. H oces y Córdoba, G onzalo de, 524.
H azard, Paul, 136 n., 802 n. H ocke, G ustav René, 23 n.
H eaton, H. C., 284 n., 667 n., 686 n. H offm ann, Ernst T heodor A m adeus, 435.
H ebreo, León, 89, 124. H ofm annsthal, H ugo von, 737.
Diálogos de amor, 89, 124. H olle, P., 462 n., 475 n.
H egel, G . W. F., 181. H om ero, 161, 171, 625.
H eger, K laus, 826 n., 845, 859 n., 863 n., Iliada, 240.
875 n. Odisea, 241, 553.
H eine, Enrique, 187.
H onig, Edwin, 680 n., 708 n.
H eliodoro, 123, 124 y n„ 125, 899.
H oock, H elga, 318 n.
Historia etiópica de los amores de Teá-
H oracio, 233, 267 n„ 464, 576, 579, 583,
genes y Clariclea, 123 y n., 124, 889.
587, 589, 618, 894, 895, 902, 903.
H enao, A na M aria, 662.
Beatus ille, 233, 583.
Hendrix, W. S., 174 n.
Quis multa gracilis, 583.
H enrich, M anuel, 185 n.
H enríquez-Ureña, Pedro, 355 n., 363 n., H ornedo, R afael M .a de, 34 n., 193 n.,
198 n., 438 n., 483 n., 826 n.
512 n., 569 n., 571 n.
Herder, Johann G ottfried, 186. H orozco, Sebastián de, 174 n.
Herm enegildo, San, 552. Cancionero, 909.
H erm enegildo, A lfredo, 43 η., 48, 56 y η., Representación de la famosa historia de
57, 58. Ruth, 174 n.
964 Historia de la literatura española
H ough, Graydon, 859 η,, 940 η. Jammes, R., 544 η., 919 η.
H oyo, Arturo del, 236 η., 826 η., 827 η., Janer, Florencio, 601 η., 632.
829, 831, 832 η., 836, 837, 839 η., Jardim de V ilhena, Joâo, 927 n.
848 η., 850 η., 855, 856, 857, 858, 864, Jarvis, 185.
865, 867 η., 8 68 , 869, 871 y η., 872, Jáuregui, Juan de, 34 y n., 211, 534, 551,
873, 874 η., 875 η. 561, 562 n., 563, 566, 567-568, 940.
H roswitha, 376. A n tíd o to contra las “Soledades", 561,,
Huarte, A ., 621 π. 562 n.
Huarte de San Juan, Juan, 893, 894. A p o lo g ía p o r la verdad, 568.
H ugo, Victor, 103, 181. D iscurso poético, 561.
N u estra Señora de Paris, 103. Orfeo, 551, 563, 568.
R im as, 567.
H untington, A . M ., 269 n., 384 n.
Traducciones: A m in ta, de Tasso, 567;
Hurtado, Juan, 397 n., 746 y n., 754.
Farsalia, de Lucano, 568; H oracio y
Hurtado de la Puente, 918 n.
M arcial, 568.
Hurtado de M endoza, A ntonio, 201, 822 n.,
Jeanroy, A lfred, 145 n., 477 n.
836 y n.
Jerónimo de A lcalá, vid. A lcalá, Jerónimo
M iser P alom o, 822 n.
de.
Hurtado de M endoza, D iego, 233, 907.
Jiménez, Juan Ram ón, 508.
H urtado de M en doza, Luis, 901.
Jim énez de A renós, 923.
Huszar, G ., 363 n., 802 n.
Jiménez de Cisneros, Francisco, 916.
Jim énez de Enciso, D iego, 396-399.
C asam iento con celos y rey don P edro
Ibáñez García, José M .a, 877 n. de A ragón, 398.
Icaza, Francisco A . de, 28 n., 91 n., 108, C elos en el caballo, Los, 398.
110 y n., 119 y n., 187 n„ 197 n., 204 Encubierto, El, 397 n., 398.
n., 249 n., 465 n., 4 7 6 'n., 561 n. F ábula de C riselio y Cleón, vid. Júpiter
Ignacio de L oyola, 15-16. vengado.
E jercicios espirituales, 16. Juan L atino, 397 n., 398.
Illescas, G onzalo de, 8 8 8 . Júpiter vengado, 396, 397.
Immerwahr, R aym ond, 145 n. M a y o r hazaña d e C arlos V, L a, 397,
Infantado, duque del, 623, 398-399.
Inocencio X , papa, 925. M édicis de Florencia, L os, 397 n., 398.
Iparraguirre, I., 935 n. Principe don Carlos, El, 397, 399.
Isabel I de Inglaterra, 404. Santa M argarita, 398.
Isabel Clara Eugenia, 592, 921. V aliente sevillano, El, 398.
Isabel de Borbón, 304 n., 565, 741. Jim énez Patón, Bartolom é, 597, 906-909,
Isabel de Portugal, Santa, 393. 917, 918.
Isabel de V alois, 28. Eloquencia española en arte, 906-908.
Isabel la Católica, 678, vid. tam bién Reyes E loquencia rom ana, 906 y n.
Católicos. Eloquencia sacra, 906 y n.
Isidoro de Sevilla, San, 573, 910. Instituciones de la gram ática española,
E tim ologías latinas, 910. 906 n., 907, 908-909.
M ercurius trimegistus, 906, 908.
Iventosch, Herm an, 613 n.
Jiménez Rueda, Julio, 352 n., 363 n.,
569 n.
Johnson, Samuel, 185.
Jack, W. S., 811 n. Jones, C. A ., 699 n.
Jaime e l Conquistador, 828, 881. Jones, R oyston O., 559 n., 560 n.
L ibro de la saviesa, 881. Jones, W illis Knapp, 486 η.
Jameson, Κ ., 235 η. Jonson, Ben, 404.
James, Robert, 562 η., 567 η. Jordán de Urríes, José, 561 n.
índice de nombres y obras 965
Jôrder, Otto, 231-232. Kincaird, W illiam A ., 400 n.
Josefo, F lavio, 422. Kirkpatrich, F. A., 109 n.
José Prades, Juana de, 197 η., 282 η., 295 K lein, J. L., 58.
η., 322 η., 334 η., 909 η. K nowles, Edwin B., 186 n.
Joubert, Μ ., 435 η. Kohler, Pierre, 22 n.
Joufroy, Η . de, 802. K osoff, A . D „ 707 n.
D o n n a Diana, 802. Krappe, A . H ., 375 n.
Juan, príncipe don, 398. Krasza, H ., 699 n.
Juan II de Aragón, 881. Krauss, Werner, 433 n.
Juan II de Castilla, 326, 445. Kriiger, F ., 804 n.
Juan de Austria, 180, 833. Krynen, J., 23 n.
Juan de la Cruz, San, 224, '2 2 9 , 243, 527 Kiichler, W., 699 n.
n„ 569. K uhn, E., 303 n.
L lam a de am or viva, 229.
N o ch e oscura, 229.
Juan de Valladolid, 813.
La Barrera, Cayetano Alberto de, 188, 191,
Juan M anuel, 76, 353, 441 n., 457, 846,
197 n., 578 n„ 783, 820.
881, 894.
Catálogo del teatro antiguo español, 783.
C onde Lucanor, 76 y n., 93, 287, 368,
441 n., 881. La Bruyère, Jean de, 872.
Lacoste, M aurice, 859 n.
Juana Inés de la Cruz, Sor, 568-569.
Lacroix, E., 337 n.
A m a r es m ás laberinto, 569.
Lafuente, M odesto, 887.
D ivin o N arciso, 569.
Lafuente Ferrari, E., 22 n., 34 n., 197 n.
E m peñ os de una casa, Los, 569.
Lagrone, G . G., 476 n., 613 n.
P rim ero sueño, 569.
Juderías, Julián, 591 n. Lain Entralgo, Pedro, 633 n.
Lainez, Pedro, 82 n.
Tuliá M artínez, Eduardo, 43 n., 213 n.,
250 n„ 259 n., 268 n„ 326 n„ 335 n„ Luis, 259 n.
Lamarca,
336 n.,337 n., 338 y n„ 341 y n„ 343, Lambert, Andrés, 114 n.
363 n., 397 n., 400 n„ 582 n„Lamberto,
630 n„ A lfonso, 192.
662 n., 663 n., 812 n., 814 n.,Lampillas,
919 n. F . X ., 57.
Juliana, Gracia, 406. Lancaster, H . C., 737, 761 n.
Junco, A lfonso, 569 n. Lancelot, Claude, 872.
Junemann, G., 695 n., 699 n. Lancelot, N icolás, 503 η.
Junio, Hadriano, 882. N ou velles, Les, 503 n.
E m blem ata, 882. Lansing, Ruth, 128 η.
Justino, 445. Lanson, G ., 873 n.
H istoria Universalis, 445. lianza Esteban, J., 639 n.
Juvenal, 579, 584, 587, 637, 638. Lapesa, R afael, 107 n., 112 n., 113 n., 120
n., 240 n.
Lara, Μ . V ., 499 n.
Kaspers, W illy, 733 η. La Rochefoucauld, François de, 872.
K aufm an, Paul, 260 n. Lascaris Com neno, C., 624 n.
K ayser, W olfgang, 683 n. Las Casas, Bartolom é, 331 n.
K eller, G ottfried, 186. Lasso de la V ega, A ., 568 n.
Keller, John E., 295 n. Lasso de la Vega, M ., 591 n.
K em p, A lice Bowdoin, 726 n. Lastanosa, Juan Orencio de, 831.
K em pis, 838, 934. Lastanosa, V icencio Juan de, 583 n., 828-
Kennedy, Ruth Lee, 355 n., 416 n., 444 n,, 829, 830, 831, 832, 835, 836, 837, 854,
646 n„ 781-782 y n., 783, 784 y n., 856, 858, 869.
786, 787, 789 y n., 790, 791, 793, 797, M useo d e las m edallas desconocidas es
799, 800, 801. pañolas, 828.
966 Historia de la literatura española
Tratado d e la m on eda jaquesa y de Lipsio, Justo, 592.
otras d e oro y plata d e l reino d e A ra Lira, O., 620 n.
gón, 828. Lisoni, A ., 802 n.
Latorre Badillo, M ., 718 n,, 733 n. Lista, A lberto, 57 n., 365, 742, 743.
Latour, A ntonio de, 397 y n., 816. Livio, Tito, 623, 756, 923, 928.
Lavigne, A . G erm ond de, 937 n. D écadas, 756.
Lazarillo d e Torm es, 103 n., 104, 105 n., Lobatón, A ntonio M aría, 363 n.
106, 149 n., 155 n., 166 n„ 288, 454, L obón, Pedro, 398.
455-456, 457, 460, 461, 462, 478-479, Lockhart, G ibson, 181.
611, 613 n„ 616, 618, 873, 874, 887 n. Loftis, J., 802 η.
Lázaro Carreter, F em ando, 43 n,, 544 n., Lohm ann Villena, G uillerm o, 322 n., 445 n.
610 n„ 611, 612 n„ 613 n., 614, 616 Lom ba y Pedraja, José R., 349 y η., 433
n,, 629 n., 867 n. η., 707 η.
Lea, H . Ch., 939 n. L ongfellow , H enry W adsworth, 103.
Leavitt, S. E., 292 n., 328 n., 667 n. Lope de Rueda, 44, 49, 69 n„ 70, 71, 73,
Ledesm a, A lon so de, 193 n. 75, 155 η., 257 η., 259 η., 266, 655 η.,
Leech, Clifford, 746. 656.
Leganés, marqués de, 831. L ope de V ega, 18, 21, 38, 41, 42, 43, 45,
L e M aître de C laville, 872. 46, 47 η., 48, 49, 50, 51, 52, 53, 57,
Lem os, conde de, 27 n., 34, 69, 95, 120, 58, 61, 63, 65, 87 η., 92, 127, 140 η.,
147, 210 n„ 371, 476, 498, 521, 579, 150, 162 η., 174 η., 184, 190, 191,
583 y n., 584, 588, 592. 192 η„ 196-334, 336, 344, 345, 346 η.,
Lenau, N ikolau s N iem bsch von Strehlenau, 348, 349, 350, 351, 352, 353, 356, 361
431. η., 367, 372, 373, 374, 375, 376, 378,
Lenormand, H enri-René, 431. 380, 381, 382, 383, 384, 385, 391, 392,
Lenz, A nita, 710 n. 393, 394, 396, 399, 400, 402, 403, 404,
León, Luis de, vid. Luis de León. 406, 410, 411, 412, 414, 415, 416, 419,
Leonard, Irving A ., 465 η., 561 η. 420, 423, 432, 436, 443, 452, 464, 470,
L eón Pinelo, A ntonio de, 812. 496, 497, 498, 505, 510, 515, 522 y η.,
Leora, A ., 248 η. 527 η., 531 η., 542, 544, 547, 551, 553,
Lerma, duque de, 422, 520, 521, 560. 562 η., 563, 566, 568 η., 570, 578 y η.,
Lerma, duquesa de, 548, 592. 580, 584, 634, 649, 655, 660, 661, 663,
Lesage, A lain-R ené, 90 n., 742, 781, 802. 664, 665, 66 6 , 667, 668 , 670, 671 y η.,
Bachiller d e Salam anca, El, 802. 675, 676, 680, 683, 686, 694, 695 y η.,
H istoria d e G il B las d e Santillana, 186, 696, 697, 699, 700, 701 η., 702, 703,
742, 781. 706, 708 η., 709, 710, 713 η., 714, 719
Lessing, G otthold Ephraim, 186. η„ 725, 726, 727, 729, 735, 736, 742,
Levi, E zio, 397 y η., 399. 744, 745, 747, 748, 753, 765, 766, 770,
Ley, Charles D avid, 282 n., 287, 288. 785, 786, 793, 797, 805, 806, 809, 810 y
L ibro d e A p o lo n io , 102. η., 811, 813, 816, 820, 827 η„ 883, 897,
L ibro d el C aballero Cifar, 154 n., 174 n., 898, 901, 903, 904, 907 y η., 908 y η.,
287, 881. 940.
L ibro d e los d oce sabios, 881. A cero de M adrid, El, 333.
Lida, R aim undo, 595 n., 613 n., 617 n. A d o n is y Venus, 304.
Lida de M alkiel, M .a R osa, 432 n., 433 n., A dú ltera perdonada, La, 297.
560 n., 634 n. A lcalde d e Zalam ea, El, 430.
Lily, John, 508 n. A lm en as d e T oro, Las, 306, 328, 336,
Linares García, E., 525 n. 387.
Liflán de H eredia, N arciso, 827 n. A l triunfo d e Judit, 228.
Liñán de R iaza, Pedro, 191, 816. Am arilis, 233.
Liflán y Verdugo, A ntonio, 498, 908. A m a r sin saber a quién, 215.
G uia y avisos d e forasteros, 498. A m o r enam orado, El, 304.
Indice de nombres y obras 967
A n dróm eda, La, 241. E pístola a Am arilis, 197.
A ngélica en el C atay, 330. E sclavo d e R om a, El, 305.
A rcadia, La, 201, 202, 233, 243-244, 248, E strella d e Sevilla, La, 328 y n.
263 η., 293 η„ 329, 551. Fam osas asturianas, Las, 323.
A rte n u evo de hacer com edias en este Ferias de M adrid, Las, 284.
tiem po, 227, 242, 269-277, 280, 282, F ianza satisfecha, La, 302, 432, 680.
403. Filis, 233.
A udiencias d e l rey don Pedro, 325. Filom ena, La, 215 n., 233, 241, 248,
A u to d e los cantares, 297. 250 n.
Baño de D iana, El, 243. Fingido verdadero, L o, 275, 813.
Barlaán y Josafat, 302-303. F lores de don Juan, Las, 809.
B elardo el furioso, 249 n., 250 n., 329. F ortunas de Diana, Las, vid. N o vela s a
Bella A urora, La, 304. M arcia Leonarda.
B astardo M udarra, El, 323-324, 806. Fuenteovejuna, 57, 280, 284, 306, 312-
Bizarrías de Belisa, Las, 334. 314, 317-323, 424, 427, 430, 696,
B odas d e l alm a y el am or divino, Las, 699 n.
245. Galán d e la M em brillo, El, 293 n.
Buena guarda, La, 301-302. G atom aquia, La, 205, 242, 250 n.
Caballero d e l Sacram ento, El, 296 n. G randezas d e A lejandro, Las, 305.
Caballero d e O lm edo, El, 53 n., 326, G ran duqu e de M osco via y E m perador
327 n. perseguido, El, 305.
Carbonera, La, 325. G uzm án el Bravo, vid. N o v ela s a M arcia
Cam pana de A ragón, La, 328. Leonarda.
Casam iento en la muerte, El, 323, 806. H alcón d e Federico, El, 330.
C astigo del discreto, El, 284 y n. H eredero d e l cielo, El, 297.
Castigo sin venganza, El, 269 n., 284, H erm osa Esther, La, 298, 299.
331, 403, 422. H erm osa fea, La, 797.
Circe, La, 231, 233, 241, 248. H erm osura d e A ngélica, La, 201, 203,
C om en dadores de C órdoba, Los, 227, 227, 240, 250 n„ 373.
328, 422. H ijo pródigo, El, 245, 297.
C ontien da de D iego G arcía de Paredes, H istoria de Tobías, 298, 299.
816. H on rado herm ano, El, 305.
C ontra valor no hay desdicha, 304-305, Im perial d e Otón, La, 305, 327 n.
327 n. Infanzón d e lllescas, El, 325, 327 n.
C ordobés valeroso, El, 294 n., 316 n. Isidro, El, 236-240, 250 n., 433.
Creación del m undo y prim era culpa del Jardín de L ope, El, 233, 372.
hom bre, La, 298-299. Jerusalén conquistada, La, 240-241.
C uerdo loco, El, 316 n. Juventud d e San Isidro, La, 301.
D a m a boba, La, 87 n., 293 n. L aberinto d e Creta, El, 304.
D esdichada Estefanía, La, 328. L aurel d e A p o lo , El, 216, 243, 348, 901.
D esdicha p o r la honra, La, vid. N ovelas L o a entre un villano y una labradora,
a M arcia Leonarda. 714.
D ifu n ta pleiteada, La, 330-331. L ocura p o r la honra, La, 284, 286, 297.
D in eros son calidad, 327 n. M adre de la m ejor, La, 299.
D iv in o africano, El, 300. M arido m ás firm e, El, 304, 346 n.
D ó m in e Lucas, El, 201. M arqués d e las N avas, El, 326-327,
D o n Juan de Castro, 327 n. 328 n.
D orotea, La, 199, 217, 226, 244, 249- M arqu és d e M antua, El, 329.
254, 269 n., 329, 403. M aya, La, 245, 297.
D ragontea, La, 216, 227, 234-236, 551. M édico d e su honra, El, 284, 706.
D u qu e d e Viseo, El, 327 n. M ejo r alcalde, el R e y , El, 306-307, 313,
Égloga a Claudio, 207, 211, 233, 269 n. 314-315, 317, 424, 696.
968 Historia de la literatura española
M ilagros del desprecio, Los, 797. Serafín hum ano, El, 300.
M o ced a d de R oldán, La, 330, 387. Serrana de la Vera, La, 425.
M ocedades de Bernardo, Las, 323, 806. Siega, La, 297.
M o za de cántaro, La, 334. Soliloquios, 228, 230, 296.
M ujeres sin hom bres, Las, 304. T rabajos de Jacob, L os, 298, 299.
N arciso, 243. Triunfo d e la hum ildad y soberbia aba
N iñ e z d e San Isidro, La, 301. tida, El, 209 n.
N iño inocente de la Guarda, El, 302. Ü ltim o godo, El, 306, 323.
N o v ela s a M arcia L eonardo, L as (D e s Ursón y Valentín, 330.
dicha p o r la honra·, F ortunas de D ia Vaquero de M oraña, El, 324-325.
na, L as; G uzm án el B ravo ; Prudente V aso de elección, San P ablo, El, 299.
Venganza, La), 248-249, 250 n. V ega del Parnaso, La, 224, 233.
N o v io s d e H ornachuelos, L os, 307. V ellocino de oro, El, 304.
N u evo m undo descubierto por C ristóbal V engadora de las m ujeres, La, 797.
Colón, 306. Venta de la Zarzuela, La, 297.
Paces d e los reyes y judía de Toledo, Verdadero am ante, El, 250 n., 329. 1
Las, 327 n., 328 y n., 380. Viaje del alma, El, 245.
Palacios de Galiana, L os, 330. V illana de G etafe, La, 334.
Pastoral de Jacinto, La, 329. Villano en su rincón, El, 334, 765.
P astores d e Belén, L os, 245-248. V iuda Valenciana, La, 87 n.
Pedro C arbonero, 294 n., 316 n. López, A lfonso, 423 n.
Peregrino en su patria, El, 203, 233, 244- López, Ángel, 417 n.
245, 248, 250 n. López Barbadillo, J., 475 n.
Peribáñez, 284, 306-312, 313, 315-316, L ópez Barrera, Joaquín, 27 n., 489 n.
317, 422, 424, 430, 696. López de A yala, Pero, 325, 349, 881.
Perro d el hortelano, El, 333. Crónica, 349.
Perseo, 304. R im a d o de palacio, 881.
Porfiar hasta m orir, 307, 328, 811. López de G óm ara, Francisco, 445, 927.
Precio de la herm osura, El, 327 n. López de H aro, A lon so, 326.
Príncipe perfecto, El, 293 n. N obiliario, 326.
Prodigio de Etiopía, 65. López de H oyos, Juan, 28 y n.
Prudente Venganza, L a (vid. N o v ela s a Exequias, 28.
M arcia Leonardo), 703. López de Sedaño, Juan José, 477 n., 573-
Quinta de Florencia, La, 310 n. 574, 575.
R a m írez d e A rellano, L os, 325. L ópez de Ü beda, Francisco, 472-474.
R ein a Juana de N ápoles, La, 305. L ib ro de entretenim iento de la picara
R e y don P edro en M adrid, El, 325. Justina, 39, 191, 456, 457 , 458, 472-
R im as divinas y hum anas d e l licenciado 474, 475, 930.
T om é de Burguillos, 231, 242. López de Vicuña, Juan, 524 y n., 562.
R im as humanas, 228, 229. L ópez de Yanguas, Hernán, 47 n., 724.
R im as sacras, 227, 228, 229, 231 n., 233, 727.
296. Farsa sacram ental, 724.
R o b o de D ina, El, 298, 299. L ópez Estrada, Francisco, 43 n., 80 n.,
R o m a abrasada, 305. 71 n., 82, 84, 86 , 88 , 93 n„ 123 n.,
R om ancero espiritual, 226. 263 y n„ 312, 317 n„ 322, 323 n„
R o sa blanca, La, 241. 434 n„ 512 n„ 568 n„ 571 n.
R ústico d e l cielo, El, 300, 303 n. López-Landa, José M .a, 827 n.
Saber p o r no saber y vida de San Julián L ópez Lira, E., 930 n.
de A lcalá d e H enares, 300 n., 301. L ópez M adera, Gregorio, 909, 917.
San Isidro labrador de M adrid, 301. L ópez M artínez, Celestino, 259 n., 721 n.
Santiago el V erde, 332, 333. L ópez Pinciano, A lonso, vid. Pinciano,
Selva sin am or, La, 329. A lonso López.
indice de nombres y obras 969
López Prudencio, José, 725 η. 753 y n„ 754, 755, 756, 757 n., 758,
López Tascón, José, 436, 437 n. 759, 762, 763 n., 765 y n„ 770 n„ 772
Lorenz, Erika, 693 η. n„ 777, 780, 804 n.
Loti, Cosm e, 329, 396, 663. M acGarry, Frances de Sales, 733 n.
L oyola, Ignacio de, vid. Ignacio de L o M achado, A ntonio, 553.
yola. M adariaga, Salvador de, 144, 146, 151, 155,
Loveluck, J., 309 n. 163 n., 164 y n„ 166, 168, 169, 189
L ozano, Cristóbal, 503-504. M aeztu, Ramiro de, 180, 181, 188, 189,
David perseguido, 503-504. 433 n.
Dos amigos generosos, 504. M aggi, 266 n.
Excomulgado, El, 504. M aggioni, M ary Julia, 22 n.
Reyes nuevos de Toledo, 504. Mahabharata, 440.
Soledades de la vida y desengaños del M áinez, R am ón León, 27 n., 73, 188, 192 n.
mundo, 504. M aintenon, Françoise d’Aubigné, 939.
Talismán, El, 504. M áiquez, Isidoro, 742, 801 n.
Lubac, A ., 121 n. M aldonado de Guevara, Francisco, 22 n.,
Lucano, 568. 136 n„ 163 n„ 193 n„ 195, 867 n.,
Luciano de Samosata, 132 n., 638 n., 846, 871 n„ 874 y n., 887 n.
879, 890. M alespini, 94.
Lucie-Lary, J., 240 n. M alherbe, François de, 561 η.
Luis XIII, 491. M al-Lara, Juan de, 463, 573.
Luis de Granada, 154 n., 846, 880 n., 908. M alkiewics, Μ ., 737 η.
Introducción al símbolo de la Fe, 846. M allaríno, V ., 699 η.
Luis de L eón, Fray, 224, 511, 527 n., 535, M allarmé, Stéphane, 507 y n., 538 n.
557, 576, 617, 907, 908. M allorquí Figuerola, J., 250 n.
Luján, M icaela, 202, 203 y n., 206, 227, M ancera, marquesa de, 568.
228, 240, 245, 305. M ancini, G uido, 361 η., 659 η., 736 η.
Luján de Sayavedra, M ateo, vid. M artí, M ander, Óscar, 136 η.
Juan. M anning, C. A ., 435 η.
Lujantes, A ntonio de los, 562 n. Manrique, Jerónimo, 198 η.
Lulio, Raim undo, 862. M anrique, Jorge, 575 n., 618.
Blanquerna, 862. Coplas, 618.
Llibre appel-lat Felix de les maravelles M antua, duque de, 261 n.
del mon, 862. M antuano, vid. Bonilla y San Martín,
Lumsden, Audrey, 512 n. A dolfo.
Luna, conde de, 813. M anzoni, Alejandro, 187.
Luna, H . [Juan] de, 460-462, 492. M aflach, J., 43 n.
Segunda parte de Lazarillo de Tormes, M anara, M iguel de, 432.
460-462, 467, 489. M aquiavelo, 846, 853, 854.
Luna, Juan de, 460. M ar, Inés de la, 805.
Diálogos familiares, 460. M arafión, Gregorio, 235 n., 436, 565 n.,
Lund, H ., 662 n. 595 y n., 596.
Lupi, S., 22 n. M arasso, A ., 35 n., 530 n.
Luzán, Ignacio de, 525, 542, 669, 715, 734. M aravall, José A ntonio, 183, 184, 863, 882,
Poética, 734. 885 n„ 887.
M arcial, 568, 584, 587, 637 n., 638, 869,
Llórente, cronista, 583. 871.
M arcilly, C., 536 n.
M acri, Oreste, 23 ή.
M arco A ntonio, 708.
M acCready, W. T., 805 n.
M acCurdy, R aym ond R., 745 y n., 746 y M arcos Rodríguez, F., 662 n.
n„ 747 y n., 748, 749, 750, 751, 752, M archena y R uiz de Cueto, José, 605.
970 Historia de la literatura española
Margarita de Austria, 261, 472, 560, 877. C rítica d e reflección y censura de las
M aría, A ntón, 937 n. censuras, 833 y n., 852, 861.
M aría, princesa, 592. M atos Fragoso, Juan de, 790.
M aría de Austria, 579, 583, 892, 931. M aura y G am azo, G abriel [Duque de M au
M aría de Borbón, 739. ra], 591 n.
María de M olina, 412, 413, 443-444. M axim iliano II, 592, 892, 931.
M aría y Cam pos, Arm ando de, 43 n. M ay, T. E., 331 n., 441 n., 687 n., 871 n.
Mariana, Juan de, 443, 882, 920. M ayáns y Sisear, G regorio, 188, 473, 880,
D e rege e t regis institutione, 882. 906, 912 n., 920, 929.
H istoria, 443, 920. R etórica, 906.
M ariana de Austria, 741, 804. M ayberry, R obert J., 432 η., 433 η.
Marías, Julián, 145 n. M ayenne, duque de, 185.
M arín, D iego, 241 n., 274 n., 282 n. M azarino, 925.
M arino, G . B., 508 n., 526 y n., 553, M aza Solano, T., 297 η.
565 n., 867 n. M cClelland, I. L., 416 η.
M arivaux, Pierre Carlet de Cham blain de, McCrary, W. C., 318 η.
90 n. M cCready, W. T., 883 n.
Mark, J., 22 n. M cD onald, Inez, 318 n.
M arlowe, Christopher, 404. M cGarry, Loretta, 721 n.
M arni, Archim eda, 434 n. M e G hee, D orothy, 866 n.
M arqués de Careaga, Gutierre, 877. M cG rady, D onald, 465 n., 470 n.
D esengaño d e Fortuna, 877. M edel del Castillo, Francisco, 733 n.
M árquez, Javier, 887 n. M edina, duque de, 36.
M árquez Torres, 87 n. M edina, Francisco de, 510.
M árquez Villanueva, Francisco, 174 n. M edina, José T oribio, 119 y n., 187 n., 191,
Marrast, Robert, 43 n. 193 n.
Martí, Juan, 191, 192 n., 471-472. M edina, L., 582 n.
Segunda parte d el G uzm án de A l ja ro M edinaceli, duque de, 595, 597.
che, 191, 471-472. M edinilla, Baltasar Elisio de, 781 y n.
M artí, Juan José, 471. M edrano, Francisco de, 213, 574-575 y n.
M artí, M anuel, 920. F avores de las musas, 213.
M artí Grajales, F., 335 n. M eier, Harri, 331 n.
Martin, H enry M ., 304 n., 713 n., 736 n. M ejores com edias, Las, 381.
Martín, Luis, 510. M ele, Eugenio, 114 η., 187 η., 477 η., 583
M artín G am ero, A ntonio, 114 n. η., 875 η.
M artín M ínguez, Bernardino, 721 n. M eli, G ., 187 η.
Martín R ío y R ico, G abriel, 128 n. D o n C hisciotte, 187 η.
Martín R obles, P. A ., 939 n. M elo, Francisco M anuel de, 41, 924-927,
M artinenche, Ernest, 241 n., 433 n., 802 n. 928.
M artínez, Bartolom é, 510. A rte de Fur tar, 927 η.
M artínez Bara, J. A ., 519 n. A vista das Fontes, 927 η.
M artínez de la Rosa, Francisco, 742. C artas fam iliares, 927 η.
M artínez de M eneses, A ntonio, 400, 813. H istoria d e los m ovim ientos, separación
R enegada de V alladolid, La, 400. y guerra de Cátaluña, 925-927.
M artínez M artínez, Francisco, 193 n. H ospital de las letras, El, 925.
M artínez Sierra, Gregorio, 508. O bras m étricas, 925.
M artínez Valencia, F., 337 n. O bras M orales, 925.
Mártir R izo, Juan P ablo, 882. Tres musas, Las, 925.
M arzot, G ., 22 n. M elvin, M iriam Virginia, 361 n.
M as, A m édée, 114 n., 592 n., 645 n. M ena, Juan de, 618, 882, 899, 907.
M ateo, San, 423. L aberin to d e Fortuna, 882.
M atheu y Sanz, Lorenzo, 833 y n., 861. M enandro, 276.
índice de nombres y obras 971
M éndez de H aro, Luis, 856, 858. M exía, Pero, 122, 305, 573.
M endoza, A ntonio de, 352. H istoria Im perial y Cesárea, 305.
M endoza, Ñ uño de, 587. Silva de varia lección, 122.
M enéndez Pidal, Ram ón, 23 y n., 43 n., 82 M ichaëlis, Carolina, 337 n.
n„ 107 n„ 121, 131, 138, 139, 140 y n., M ichels, W ilhelm , 671 η.
141, 142, 152, 154, 155 y n„ 174 n., M iddleton, Thom as, 102.
180, 181, 208 n., 229 n„ 274, 275, 276, M ier, Eduardo de, 912 n.
278, 280 y n., 281, 285, 286, 287 n., M iquel i Planas, R., 433 n.
288, 314, 318 n., 324 n., 330 n„ 331 n., M ilá y Fontanals, M anuel, 683 n.
345 n., 350 n., 384 n., 385 y n., 387, M ilego, Julio, 259 n., 721 n.
393, 433, 434, 436 y n., 440, 441 y n., M ilner, Zdislas, 507 y n., 630 n.
460 n., 497, 559 n„ 702, 703, 704, 713 M ilton, John, 22 n.
n., 722, 833 n., 874 n. M il y una noches, Las, 689.
M enéndez y P elayo, M arcelino, 35 n., 41, M illán, P. G., 945 n.
56, 58, 83 y n., 8 8 , 93 n., 102, 104-105, M illares Cario, Agustín, 360 n.
108, 123, 141, 143, 174 n., 188, 191, M illé y G im énez, Isabel, 202 n., 216 n.,
192, 193, 194, 197 fi,, 212, 222, 229, 506 n., 525 y n.
235 n., 237, 249 n., 250 n., 269 y n., M illé y G im énez, Juan, 140 n., 192 y n.,
270 y n., 280 n„ 283, 286, 293 y n., 193 n„ 198 n„ 201 n., 202 n„ 215 n.,
294 y n., 295, 296, 297 y n„ 298 y n., 216 n., 224 n., 225 n., 226, 227 n.,
299 y n., 300 n., 305, 307 y n., 308, 450 n., 477 n., 485 n., 506 n., 520 n„
312 y n., 313, 317 n., 318 y n„ 322, 524 n., 525 y n., 531 n., 543 n,, 545
323, 324 n., 325, 326, 329, 330, 350, n., 546 n., 550, 551 n., 568 n.
346 n., 349 n., 356, 360 n., 401 y n„ M iomandre, Francis de, 507.
403, 404, 410, 411, 429, 431 n., 436 y M ira de Am escua, A n tonio, 65, 371-380,
n., 438, 443, 460, 471, 473, 474, 491 y 403, 425, 432, 436, 680, 686 y n., 727,
n„ 492, 493 n., 497 n., 505, 506 y n., 790, 791, 806, 809, 816.
525, 542, 561 n„ 563, 568, 573 n„ 575, A dú ltera virtuosa, La, 379.
578 n„ 580, 601 n„ 632, 665, 667 n., A m or, ingenio y m ujer, 379.
670, 676, 678, 680, 681, 682, 684, 686 , A rp a de D a vid , El, 375 n., 376.
6 8 8 , 690, 692, 693 , 694, 695, 696, 698 A u to del Santo N acim iento, intitulado
y n„ 700, 701, 702, 707, 709, 711, 712, L o s pastores de Belén, 375.
715, 718, 720, 723, 728 n., 729 y n., A u to fam oso d el N acim iento d e C risto
731, 733, 734 n„ 735, 736, 747, 786, N u estro Señor y S o l de m edianoche,
806, 862, 870, 880, 884, 885 n„ 892 375.
y n., 893 n., 896, 900, 902 y n., 905 y Canción real a lina m udanza, 374.
n., 906, 907, 908, 934 y n., 939 n. C arboneros de Francia, Los, 379.
M eneses, M anuel de, 924. C onde A larcos, El, 380.
M ercator, 617. Confusión d e H ungría, La, 379.
M éré, A ntoine G om baud, 872. D e N u estra Señora d e los R em edios, 375.
M eredith, Joseph A ., 725 η. D esdichada R aquel, La, 380, 816.
M érim ée, Henri, 259 η., 335 η., 337 η., 435, D esgracias d e l rey d o n A lfo n so el C as
591 η., 721 η. to, 380.
M esa, Carlos de, 120 η. E jem plo m a yo r de la desdicha y capitán
M esa, Cristóbal de, 214. Belisario, El, 375 n., 379.
M esnard, Pierre, 873 η. E sclavo d e l dem onio, El, 65, 375 n., 376,
M esonero R om anos, R., 213 n., 337 n., 350 377-378, 425, 432, 680, 681, 68 6 , 790,
y n„ 373 n„ 374 n„ 383 n., 742, 743 y 806.
n., 744, 750, 760 n., 768 n., 772 n., Exam inarse d e R ey, 379.
781, 811 y n„ 812 n. F ábula de A c te ó n y Diana, 374.
M etford, J. C. J., 409 n., 423 n. F énix de Salam anca, La, 375 n., 380, 806.
M eunnig, Elisabeth, 671 n. H ija de C arlos V, La, 380.
972 Historia de la literatura española
Lises de Francia, Las, 379. M ontalbán, Juan Pérez de, vid. Pérez de
Lo que es no casarse a gusto, 380. M ontalbán, Juan.
Lo que puede el oír misa, 380. M ontem ayor, Jorge de, 87 n., 88 , 89, 90 n.,
Lo que toca al valor y el Príncipe de 125, 143 n., 144, 154 n., 243.
Orange, 379. Diana, 87 n., 8 8 , 90 y n., 125, 143 n.,
Mesonera del cielo, La, 376, 791. 144, 154 n.
N o hay burlas con las mujeres, o casarse M onterde, Francisco, 363 n.
y vengarse, 380. M ontero D íaz, Santiago, 187 n., 710 n.
No hay reinar como vivir, 379. M onterrey, conde de, 648.
Pedro Telonario, 375 n., 376. M ontesinos, José F., 200 n., 208 n., 218,
Primer conde de Flandes, El, 379 n. 220, 221 n., 222, 223 n,, 224 n., 225 n.,
Próspera fortuna de don Alvaro de Luna, 226 y n., 228, 229, 243, 244, 246 n.,
375 n. 250 n., 253 n., 282 n., 287 n., 288, 289
Rueda de la Fortuna, La, 373, 379. n., 290, 291, 294 n., 302 n., 303 n„
Tercera de sí misma, La, 380. 309 n., 316 n., 327 y n., 328 n., 843 n.
Miranda, conde de, 593, 901. M onteverdi, A ., 689 n.
Miranda, Luis de, 432. M ontiano y Luyando, Agustín de, 734,
Comedia pródiga, La, 432. M ontojo, A ntolín, 592.
M iró Quesada Sosa, A urelio, 445 n. M ontoliu, M anuel, 561 n.
M itjana, R., 435 n. M ontoto, Santiago, 211 n., 571 n., 573 n.
M oldenhauer, G ., 303 n. M oore, J., 324 n.
M olière, Jean-Baptiste Poquelin, 356, 431, M ora, Cristóbal de, 548.
433 n., 435 y n., 447 y n., 476 n., 670, M ora, Juan de, 510.
802 y n. M orales, contador, 561.
École des femmes, L ’, 447 n. M orales, M ., 573 n.
École des maris, L ’, 447 n. M orales San M artín, B., 694 n.
Hipócrita, El, 447. M orán, Jerónimo, 27 n., 188.
Princese d'Elide, 802. M oratín, Leandro Fernández de, 57, 447,
791, 799.
M olina, R., 512 n.
M olinaro, J. A ., 667 n., 805 n.
Mojigata, La, 447.
M oratín, N icolás Fernández de, 734 y n.
M olinos, M iguel de, 937-939.
M orby, Edwin S., 217 η., 249 η., 250 y η.,
Guía espiritual, 938-939.
251 y η., 253 y η., 282 η., 452 η.
M oller, Federico, 102.
M oréas, Jean, 506.
M oneada, Catalina de, 921.
M orel-Fatio, A ., 27 η., 269 η., 416 η., 444
M oneada, Francisco de, 921-924, 926.
η., 666 , 826 η., 872, 875 η.
Expedición de los catalanes y aragoneses
M oreno, Francisco, 901 η.
contra turcos y griegos, 922-923.
M oreno Báez, Enrique, 135 η., 136 η., 467
Vida de Severino Boecio, 923-924.
η., 470 η., 867 η.
M oneada, G astón de, 921. M oreto, Agustín, 781.
M oncayo, Pedro de, 524. M oreto y Cavana, Agustín, 350, 351, 356,
Flor de romances nuevos, 524. 360 η., 391, 400, 744, 770, 780- 804,
M ondéjar, marqués de, vid. H urtado de 808, 813, 817, 825.
M endoza, Luis, 901. Aguador, El, 804.
M onge, F élix, 250 n. Alcolea, vid. Entremés para la noche de
M onguió, L., 22 n. San Juan.
M onner Sans, R., 352 n. Alcalde de Alcorcón, El, 804.
M onner Sans de Heras, A., 23 n. A m or y obligación, 784.
M onreal, Julio, 721 n. Antíoco y Seleuco, 791.
M onroy, Cristóbal de, 312 n., 322. Baile de Lucrecia y Tarquino, 804 n.
Fuenteovejuna, 312 n., 322. Bruto de Babilonia, El, 789.
M ontaigne, M ichel de, 23 n., 865. Caballero, El, 784.
índice de nombres y obras 973
Caer para levantar, 378, 790. M ozart, W olfgang Am adeus, 431, 808.
C onfusión de un jardín, La, 802. M ulert, W., 681 η.
C óm o se vengan los nobles, 784, 791. M untaner, Ram ón, 922.
Cortacaras, El, 803. M uñoz Cortés, M anuel, 24 n., 241 n., 384
D efen sor de su agravio, El, 792. n., 394 n,, 651 n.
D e fuera vendrá, 787. M uñoz, G. L., 560 n.
D esdén con el desdén, El, 784, 787, 796- M uñoz, M atilde, 569 n.
798, 802 y n., 808. M uñoz M orillejo, Joaquín, 260 n.
D o ñ a Esquina, 803. M uñoz Rojas, J. A., 512 n.
E ntrem és para la noche de San Juan Muret, Ernest, 477 η.
[A lcolea], 803. M urillo, Bartolomé Esteban, 237, 246.
F iestas de Palacio, Las, 804.
Fuerza de la ley, La, 791, 792.
F uerza del natural, La, 802. N agy, Edward, 470 n.
H acer rem edio el dolor, 797. N apoleón, 57 n.
H ijo d el vecino, El, 803. Nasarre, Bias A ntonio, 70, 734.
Industrias contra finezas, 784, 787, 796. N auta, G. A ., 328 n.
Jueces de Castilla, L os, 791. Navarro G onzález, A lberto, 172 n., 177 n.
Licenciado Vidriera, El, 787, 801. Navarro Ledesma, Francisco, 27 n., 150,
L in do d o n D iego, El, 781, 784, 787, 792, 456.
793, 796, 798-800, 802. Navarro Tom ás, Tom ás, 470 η.
L o a de Juan Rana, La, 804. N avas, José, 477 η.
L o que puede la aprensión, 802. Nebrija, E lio A ntonio de, 531, 573 η., 908,
M á s ilustre francés, El, 784, 787. 915, 916.
N o puede ser, 784, 787, 792, 794-795, N elson, Lowry, 22 n.
802. N erón, 305.
N u estra Señora d el Pilar, 789. N evares Santoyo, M arta de, 204 y η., 205,
Parecido en la corte, El, 784, 787, 795. 206, 231, 233 , 248, 250, 254, 522.
P oder de la am istad, El, 797. N ew ells, Margarete, 282 n.
R eliquia, La, 803. N ickel, G oswin, 833, 834.
P rim ero es la honra, 792, 802. N iebla, conde de, 511, 514, 517.
R enegada d e V alladolid, La, 400. Nierem berg, G ottfried, 931.
San Franco de Sena, 784, 787, 790. Nieremberg, Juan Eusebio, 882, 931-935.
Santa R o sa d el Perú, 789. Causa y rem edio de los m ales públicos,
T ram pa adelante, 784, 794. 932.
T ravesuras de Pantoja, Las, 784, 795-796, C orona virtuosa y virtu d coronada, 932.
802. D e la diferencia entre lo tem poral y lo
V aliente justiciero, El, 784, 791. eterno, 933, 935.
V ida de San A lejo, 184, 789, 791. D e la herm osura de D io s y su am abili
M orf, Heinrich, 133 n., 181. dad, 933 y n.
M orinigo, M. A., 306 n. D ictám enes, 932.
M orlanes, 831. Ejercicio de afectuoso am or de D io s por
M orley, S. Griswold, 43 n., 45 n., lo s gozos y com placencias de sus divi
222 n.,
282 n., 292 n., 294 n., 295 n„ 309 n., nas perfecciones, 933.
318 n., 328 n., 360 n., 416 n., 436, Epistolario, 932 n., 934.
437 n., 783 y n„ 802 n. O bras y días, manual de señores y prín
M orreale, Margarita, 606 n., 638 n., 853 n. cipes, 882, 932.
Vida de San Francisco de Borja, 933-934.
Morris, C. B., 434 n.
V ida de San Ignacio, 933.
M oscoso, Baltasar de, 782.
V ida divina y camino real, 933.
M otteux, 185. Traducción del K em p is, 934.
Mourges, Odette de, 22 n. N ieto, José, 192 n.
974 Historia de la literatura española
Nietzsche, Federico, 872, 875 y η. Ortiz, G,, 835 n.
Zaratustra, 875. Ortiz, Peter A ., 368 n.
N iñ o de Guevara, Fernando, 91, 548. Ortúzar, M artín, 438 n.
N iseno, D iego, 606, 607. Osma, José M aría de, 733 n.
N ocera, duque de, vid. Carafa, Francisco. Osorio, Elena, 199, 200, 206, 224, 233, 249,
N ogués, Juan, 829, 832. 250, 251, 252, 254.
N orthup, G eorge Tyler, 666 η. Osorio, Inés, 252.
N ougué, André, 417 η., 452 η. Osterc, Ludovik, 183 n.
N o v o y Chicharro, P. de, 120 η. Osuna, duque de, 322, 336, 405, 406, 593-
N oydens, Benito Rem igio, 913 y η. 594, 620, 621.
N ú ñez de Arenas, Isaac, 285 n., 357, 360 Osuna, Rafael, 90 n.
n., 362 n., 364. Ottavi, M ., 802 n.
N ú ñez de Castro, A lon so, 889. Ottin, Regina, 931.
N ú ñez de R einoso, A lon so, 123. Oudin, César, 185, 913 n.
H istoria d e los am ores d e C lareo y Flo- T esoro de las d o s lenguas francesa y es
risea, 123. pañola, 913 n.
O vidio, 304, 514, 517, 518 n., 553, 749, 911.
P onto, 518 n.
Ochoa, Eugenio de, 350 n., 381, 460 n.,
R em edio del A m o r, 514.
462 n., 472 n., 476 n„ 479 n., 499 n.,
T ransform aciones, 518 n., 553.
743, 812 n., 919 n. Tristes, 518 n.
Oelschlager, V . R. B., 128 n.
Owen, Arthur L., 363 η.
O fficium Pastorum , 723, 724.
O zcoidi y U dave, obispo, 936 η.
O lao M agno, 121.
Olid, Cristóbal de, 928. P ablo, San, 596, 600, 625.
Olivares, conde-duque de, 206, 209, 241,
Pabst, Walther, 517, 538 y n„ 539, 540,
396, 409 y n., 520, 521, 524, 571,594,
554 n., 565 n.
595 y n„ 596, 597, 609, 646, 647,663,
Pacheco, Isabel, 258.
856, 924. P acheco de N arváez, Luis, 593.
Oliver, A ntonio, 118 n. Pachymeres, 922.
Oliver, M iguel Santos, 27 n.
P afnucio, San, 440, 441.
Oliver A sín, Jaim e, 114 n., 127.
Palacios, L eopoldo Eulogio, 179 n., 692 n.
O lm edo, A lon so de, 808 n. Palet, J., 531.
O lm edo, F élix G ., 689 y n„ 939 n., 945 n.
Palm erin d e O liva, 141, 154 n.
Olmsted, R . H ., 384 n. P alom o Roberto, J., 123.
Oppenheimer, M ax, 667 n., 671 n., 710 n.,
P antaleón de Ribera, Anastasio, 814 n.
737. Parada, P ablo de, 832.
Oppenheimer, R. A ., 332, 333 n.
Paravicino y Arteaga, H ortensio F élix, 521,
Ordaz, D iego de, 928. 568, 663, 939-945.
Orellana y R incón, Luis, 91 n.
O bras postum as divinas y humanas, 940.
Oria, J. A ., 435 n. O raciones evangélicas o dicursos pane
Ormsby, 185. gíricos y morales, 940.
Oropesa, conde de, 812. Pardo Bazán, Em ilia, 499 n., 501, 936 n.
O rozco D íaz, Em ilio, 22 n., 120 n., 512 n.,
Parducci, A ., 477 n.
560 n„ 562 n., 567 n., 601 n„ 632 n„
Paredes, V icente, 385 n.
640 n., 804 n. Parga y Pondal, S., 869 n.
Orozco y Covarrubias, Juan de, 882.
Paris, Pierre, 713 η.
E m blem as m orales, 882. Parker, A lexander A ., 23 y η., 136 η., 173
Ors, Eugenio d’, 22 n., 627 y n. η., 186 η„ 190, 282 η., 378 η., 551 η.,
Ortega y G asset, José, 137, 171, 189, 272. 613 η., 634 η., 671 η„ 680 η., 68 8 ,
M editaciones, 171, 189. 706 η., 714 y η., 715 η., 716, 719, 721,
Ortigosa, Carlos, 751, 769 n. 722, 723 y η„ 733 η.
Indice de nombres y obras 975
Parker, J. H ., 295 n., 350 n., 666 , 667 n., Pérez de M ontalbán, Juan, 102, 198, 201,
683 n., 812 n. 206, 207, 209, 211 n., 213, 244-351,
Paulin, A lice M ., 361 n. 373,382, 400, 403, 551, 627, 666 , 739,
Pavia, M ario N ., 687 n. 805,806, 814, 817 n.
P az y M elià, A ntonio, 381, 383 n., 384 n., Amantes de Teruel, Los, 349.
497 n., 518 n. Auto de Polifemo, 345 n., 349.
Pedro, don, virrey de Aragon, 482. Comedia famosa del gran Séneca de Es
Pedro I, 325, 349 y n., 363, 388, 678, 828. paña, Felipe II, 349-350.
Pedro A lfonso, 477 n. Diego García de Paredes, 349.
Pedro Arm engol, San, 453. Divino portugués, El, 349.
Pedro de Valencia, 561 n., 562 n. Doncella de labor, La, 349.
Peers, Edgar A llison, 107 n., 185 n,, 229 n., Don Florisel de Niquea, 349.
512 n. Escanderbech, 349.
Peiper, T., 736 n. Fama postuma, 197, 207, 209, 211 n.,
P elayo, don, 933. 344, 373, 400, 901.
Pellegrini, M atteo, 869. Gitana de Menfis, La, 349.
Delle Acutezze, 869. Gitanilla, La, 349.
I fonti dell’ingegno, 869. Hijos de la Fortuna, Los, 349.
Pellicer, Casiano, 259 n. Mayor confusión, La, 346 n.
Pellicer, Juan A ntonio, 27 n., 188, 191, 192. Monja alférez, La, 349-350 n.
Pellicer de Ossau y Tovar, José, 373, 524, Orfeo en lengua castellana, 345, 346.
544 n., 555, 562, 739, 777, 941. Palmerín de Oliva, 349.
Lecciones Solemnes a las obras de don Para todos, 345 y n., 347, 348, 627, 739,
Luis de Góngora, 562, 563. 805, 817 n.
Pem án, José M aria, 569 n. Puerta macarena, La, 349.
PendeUy, R . L., 145 n. San Antonio de Padua, 349.
Penedo Rey, M anuel, 406 y n., 407 n., Santa María Egipciaca, 349.
408 y n., 409 y n., 410 n., 452 n. Segundo Séneca de España, El, 399.
Penna, M ario, 434 n. Señor don Juan de Austria, El, 349.
Penzol, P., 630 n., 812 n. Sucesos y prodigios de amor, 345, 346-
Pefiaflel, marqués de, 382. 347.
Pepe, Inoria, 361 n., 736 n. Teágenes y Clariquea, 349.
Peralta, Ceferino, 827 n. Toquera vizcaína, La, 349.
Percival(e), Richard, 531. Pérez de Oliva, Fernán, 154 n.
Pereda y Salgado, A ntonio de, 717. Pérez de Rojas, Francisco, 738.
Pérez, A lonso, 344. Pérez G onzález, Felipe, 381, 383 n., 393,
Pérez, Andrés, 191, 473 y η. 394 n.
Pérez, A ntonio, 503, 882. Pérez G óm ez, A ., 561 n.
Norte de príncipes, privados, presidentes Pérez M ínguez, F., 28 n.
y embajadores, 882. Pérez Pastor, Cristóbal, 27 n., 188, 197 n.,
Pérez, Carlos A lberto, 537 n. 200 n., 259 n., 336 n., 373 n., 381,
Pérez, Elisa, 360 n. 383 n„ 465 n„ 473 n., 661 n., 811 n„
Pérez, Luis C., 282 n. 820.
Pérez, Pedro N olasco, 407 n. Pérez Salazar, Francisco, 352 n.
Pérez Bayer, Francisco, 920. Pérez Sigler, 553.
Pérez Clotet, P., 620 n. Perrenot de Granvela, Francisco, 199, 206,
Pérez de A yala, Ram ón, 436, 508. 252.
Pérez de G uzm án, Juan, 477 n. Persio, 587, 637, 638.
Pérez de G uzm án y G allo, S., 34 n. Petit de Murat, U ., 812 n.
Pérez de H ita, G inés, 155 n. Petrarca, 228, 529.
Historia de las guerras civiles de Grana Canzoniere, 634.
da, 155 ή. Petriconi, H ., 250 n., 506 n.
976 Historia de la literatura española
Petrof, D . Κ., 283 y n. H ospital de incurables, viaje de este mun
Peyton, M yron A ., 417 η. d o al otro, 567.
Pfandl, Ludwig, 11 y η., 12, 16, 45 η., O cios del Jardín, 567.
108, 489 η., 501, 502, 716 y η., 717,
Pom peyo, 630.
719, 722, 746 y η., 747, 855 y η., 874, Ponce de León, Elvira, marquesa de Val-
875 η., 930, 931 η., 932, 933, 936. dueza, 867.
Philips, 185. Ponce de León, Juan, 627.
Picatoste, F., 661 η. Poncet, Carolina, 310 n.
Piccolom ini, O ctavio, 486. Pons, Joseph S., 282 η.
Picón, Jacinto O ctavio, 925 n. P oridad d e Poridades, 881.
Pierce, F ., 240 n. Porqueras M ayo, A lberto, 187 n., 268 n.,
Piero, R. A . del, 345 n. 282 n.
Pietschmann, K . R., 736 n, Porras, M atías, 233.
Pijoán, J., 441 n. Porras de la Cámara, Francisco, 91, 96,
Pinciano, A lonso López, 268 n., 282 n., 891, 111, 119.
892-900, 901, 902. C om pilación de curiosidades españolas,
P elayo, 892. 91.
Philosophia A ntigua P oética, 892-900, Porrefio, Baltasar, 399.
901, 902. D ich os y hechos d el señor R ey don Feli
Pindaro, 584. p e Segundo el prudente, 399.
Pineda, Juan de, 600, 627. Porres, Gaspar de, 201.
Pinta Llórente, M iguel de la, 919 η. Portugal, Francisco de, 141.
Piquer, 833, 834. A rte de Galantería, 141.
Pirandello, L., 187 n. Pou, Bartolom é, 862.
Pitágoras, 618. P oyo, D am ián Salustio del, 383 n.
Pitollet, Cam ille, 43 n., 294 n., 641 n., 736 Praag, J. A . van, 467 n., 470 n., 483 n.,
n., 853 n. 499 n„ 551 n„ 690 n., 736 n., 802 n„
P i y M argall, Francisco, 337 n. 875 n., 933 n.
Pi y M olist, E m ilio, 188. Pradal-López, G., 508 n.
Pizarro, Francisco, 445 y n., 446. Pradal-Rodríguez, G abriel, 534 n.
Pizarro, G onzalo, 445 y n. Prado, N orberto del, 438 n.
Pizarro, H ernando, 445. Predmore, Richard L., 173 n.
Pizarro, Juan Hernando, 445. Prestage, Edgar, 927 n.
Place, E. B., 476 n., 499 n., 503 n., 771 n. Prévost d’Exiles, A ntoine-François, 90 n.
Placer López, G um ersindo, 409 η., 417 η., Price, E va R., 324 n.
452 η. Price, R. M ., 606 n.
Platón, 275, 625, 879, 893, 894. Prim aleón, 141.
R epública, La, 879. Propercio, 588, 618.
Proust, M arcel, 253 η.
Plauto, 287, 360 η., 420, 703.
Prudencio, 862.
M eneem os, 420.
Pulci, L., 131.
Plaza Escudero, Luis M ., 128 n. Puschkin, Aleksandr Sergeevich, 435.
Plinio, 122. Pujol y Camps, C., 927 n.
Plutarco, 623, 846. P uyol y A lonso, J., 34 n., 472 n., 473.
V ida de M arco Bruto, 623.
P oehl, Gertrud von , 305 η.
P oem a de M ío Cid, 166 n., 557 n., 641. Querol G avalda, M iguel, 44 n.
Poesse, Walter, 360 n. Quer y Boule, Luis, 877 n.
Poggio-Lando, 94. Q uevedo y Villegas, Francisco de, 17 y n.,
P olo de M edina, Salvador Jacinto, 566-567, 18 n., 20, 23 n„ 39, 69 n., 70, 73, 162
571 n. n., 166 n., 178, 192, 213, 214, 242, 344,
A cadem ias d el Jardín, 566. 345 y n., 347, 348, 349, 352, 354, 394,
índice de nombres y obras 977
406, 408 η., 41 6, 445, 458, 460, 467 n., E pístola satírica, 594.
469, 476 η., 492, 502, 510, 514, 522 y Epitafios, 600.
η., 523, 527 η., 544, 547, 551, 563, 564, E pítom e a la historia de la v id a ejem
567, 587, 591-6S9, 740, 775, 818, 821, plar y gloriosa m uerte del bienaventu
823, 824, 826, 831, 837, 838, 841, 846, rado F. T hom ás d e Villanueva, 593,
847, 852, 861, 867 η., 875, 882, 887 η., 600, 625-626.
890, 905, 908, 911, 912 y η., 940, 943 η. España defendida, y lo s tiem pos de aho
A gu ja d e navegar cultos. Con la receta ra, de las calum nias de los noveleros
para hacer “Soledades" en un día, 600, y sediciosos, 600, 617-618, 890.
626. Figuras de corte, 657.
A lguacil alguacilado, El, vid. Alguacil en F lores de corte, 657.
dem on iado, El. G enealogía d e los m odorros, 600.
A lguacil endem oniado [Alguacil alguacila- G randes anales de quince días. H istoria
do], El, 592, 600, 603-604, 628 n. de m uchos siglos que pasaron en un
A l m al gobierno de F elipe IV , 648. mes, 600, 620-622.
Bárbara, 655. H istoria de la vida d e l Buscón, llam ado
B oda de pordioseros, 652. don Pablos, 445, 458, 460, 469, 492,
Burla de los eruditos de em beleco que 600, 601, 609-617, 628 n„ 630, 657,
enam oran a las feas cultas, 650-651. 873, 930.
C aballero de la tenaza, El, 600, 602, 650, H ora de todos y la fortun a con seso, La,
657. 600, 606, 608-609.
Capitulaciones m atrim oniales, 600, 601. H ospital de los m al casados, El, 655.
C arta consolatoria, 344. Isla de los m onopantos, La, 608, 609.
C óm o ha de ser el privado, 594, 652. Juguetes de la niñez y travesuras del in
C onstancia y paciencia d el Santo Job, genio, 602, 603, 604, 605, 606, 628 n.
L a, 600, 625. L ágrim as d e H ierem ías castellanas, 601 n.
Cuento de cuentos, 600, 606, 627, 821, L aurel de A p o lo , El, 213.
911, 912 n. Lince de Italia u zah ori español, 600,
C ulta latiniparla, L a, Catecism o d e v o 620.
cablos para instruir a las m ujeres cul M arión, El, 657-658.
tas y hem brilatinas, 523 , 600, 626-627, M édico, El, 655.
628 n. M em orial, 647, 648.
Cuna y la sepultura, La, 600, 624-625. M em orial p o r el patronato d e Santiago,
C hitón de las taravillas, El, 595, 600. 600.
D a señas de sí una dam a recién venida, M u ndo caduco y desvarios de la edad,
y refiere sus condiciones, 654. 600, 620.
D e los rem edios d e cualquier fortuna, M u ndo p o r de dentro, El, 592, 600, 605,
600, 624. 615.
D estreza, La, 655. N adadores, L os, 652.
D iego M oreno, 655 y n. N ecedades de Orlando, 641.
D iscurso de todos los diablos o infierno N om bre, origen, intento, recom endación
em endado [El entrem etido, la D ueña y descendencia de la doctrina estoica,
y el Soplón], 600, 606-608, 628 n. 600, 624.
E ntrem és de la venta, 658-659. Orfeo, 641 n.
Entrem és de Pan durico, 655. Origen y definiciones d e la necedad, 600.
Entrem etido, la D u eñ a y el Soplón, El, Padre N u estro glosado, El, 595, 648.
vid. D iscurso de todos los diablos o in Parnaso Español, E l 632 y n.
fierno em endado. Perinola al d o to r Juan P érez d e M on tai-
Escarramán, 646 y n. bán, 345 y n., 600, 627.
E scritos varios, 600. P oem a a Lisi, 634 n.
Epistolario, 600. Poesías, 601 n.
E pístola censoria, 646. P olilla de M adrid, La, 655,
978 Historia de la literatura española
P olítica de D io s, gobierno d e C risto y Z ahúrdas de Plutón, I ms , vid. Sueño del
tiranía d e Satanás, 594, 600, 618-620, infierno.
623, 627, 628 n., 882. Traducciones: Introducción a la v id a d e
Prem ática d e las cotorreras, 600, 628 n. vota, de San Francisco de Sales, 600;
Prem ática y reform ación de este año de Epístolas, de Séneca, 600.
1620, 600. Quilis, A ntonio, 907 y n., 908 y n., 918 n.
Prem áticas y aranceles generales, 600. Quintana, M anuel, 41, 210 n., 542.
Providencia de D ios, 600, 625. Serm ón fúnebre, 210 n.
R efranes d e l viejo celoso, L os, 655. Quintiliano, 944.
R espuesta de d o n Francisco de Q uevedo Q uiñones, Luis de, 818.
Villegas al padre Juan de P in eda de la Q uiñones de Benavente, Luis, 69 n., 655 y
C om pañía de Jesús, 600. n. 803, 813, 817-825.
R espuesta de la M én dez, 646. A badejillo, El, 822.
R iesgos del m atrim onio en los ruines ca Aceitunero, El, 822.
sados, 641-642. A lcaldes, Los, 821.
R om ance burlesco, 651. A m olador, El, 822.
Borracho, El, 822.
Sátira a los coches, 654.
B oticario, El, 824.
Sentencias, 600, 624.
C asquillos y la volandera, 822.
Siglo d e l cuerno, El. C arta de un cornu
C ivilidades, Las, 820 y n., 824.
d o jubilado a otro cornicantano, 600,
Coches, L os, 822.
602.
C ondes fingidos, L os, 804, 822.
Sobre el estado de la m onarquía, 648.
C uatro galanes, L os, 822.
Sueño d e la m uerte, El, [La visita d e los
Enam oradizo, El, 822, 824.
chistes], 600, 605, 607, 628 n.
G allos, L os, 822.
Sueño de las calaveras, vid. Sueño del
G origori, El, 824.
juicio final.
Guardainfante, El, 824.
Sueño d e l infierno [Las zahúrdas de Plu
Jocoseria, 655 n., 817 n., 819-820, 821,
tori], 592, 600, 604-605, 606 n., 609,
822, 823.
628 n.
Juan Rana, 824.
Sueño d e l juicio final [Sueño de las ca
Juan Francés, 822.
laveras], 592, 600, 603.
M alcontenta, La, 822.
Sueños, 567, 592, 601 n., 602-606, 607,
M an os y Cuajares, Las, 822.
608, 610, 611, 615, 616, 617, 629, 630,
M aya, La, 822.
641, 657, 847.
M u estra de los carros, La, 822.
Su espada p o r Santiago, so lo y único
M urm urador, El, 822.
P atrón de las Españas, 600, 627.
N ueces, Las, 822.
Testam ento, El, 646. Talego-niño, El, 822, 824.
Tres m usas últim as castellanas, Las, 632. Toros, L os, 822.
V ida d e la corte y oficios entretenidos Quirós, Pedro de, 578.
de ella, 600, 602, 657. Quirós de los R íos, J., 511 n.
V ida de M arco Bruto, 600, 622-623, 630.
V ida de San P ablo A p ó sto l, 596, 600,
625. Rabelais, François, 136, 155 η.
V ida poltrona, La, 651. Racine, Jean, 712, 802 n.
V ida y m ilagros de M on tilla, 645 n. Rades y Andrada, 312 y n.
Vieja M uñatones, La, 655. Crónica de las tres Ó rdenes m ilitares, 312.
V irtu d m ilitante contra las cuatro pestes Rajas, Paulo de, 833 y n.
del m undo: invidia, ingratitud, sober Ram írez de A rellano, Rafael, 114 η., 259
bia, avaricia, 600, 625. η., 318 η., 721 η., 918 η.
V isita d e los chistes, La, vid. Sueño de Ramiro el M onje, 328.
la m uerte. R am ón Berenguer, 761.
índice de nombres y obras 979
R am ón y Cajal, Santiago, 188. Rio, Angel del, 171, 172, 173, 175, 176 n„
R am os, Pedro de, 625. 177, 179.
Randall, D . B., 613 n. Rioja, Francisco de, 233, 571-572, 573 y η.,
R angel, N icolás, 351 n., 360 n. 575.
Rank, Otto, 680 η. A la arrebolera, 572.
Rauhut, Franz, 103 n. A la riqueza, 572.
Ravenscroft, 737. A la rosa, 572.
Ray, J. A., 235 n. A la rosa amarilla, 572.
R aym ond, M arcel, 22 n. A l clavel, 572.
R eal de la Riva, César, 190 η. A l fuego, 572.
Reckert, Stephen, 575 n. A l jazmín, 572.
Reed, Frank Otis, 368 n., 384 n. A l verano, 572, 575.
Reed, Otis, 673 n. R íos, Blanca de los, 28 n., 80 n., 141, 191,
Reeds, F. O., 332 n. 212 n., 402 y n., 403, 404, 405 y n.,
Reglá, J., 591 n. 406 y n., 407 y n., 409 n., 410, 411,
Reichenberger, Arnold G., 384 n., 390, 391, 413 y n., 414, 415, 416, 417 y n., 420
683 n., 769 n. y n., 421, 422, 424, 426, 427, 428, 429
Rem irez de Arellano, Luis, 292 n., 293 n. y n., 430, 431, 432 y n., 433 n,, 434 y
Rem ón, A lonso, 436, 437 n., 498. n„ 436, 437 n., 439, 443, 444 n., 445,
Rennert, H ugo Albert, 90 n., 197 n., 205 n., 448, 453 , 692 n„ 735.
209 n., 210 n., 211 n., 234 n., 236, R íos, M iguel L., 406 y n.
237, 241 y n., 243, 246, 252 n„ 253 y R íos, V icente de los, 27 n., 188.
n., 255 n„ 259 n., 260 n„ 261n.,Riquer,
292 M artín de, 27 n., 910 y n., 911, 912
n„ 293 n., 295 n„ 331n., 337 n.,375 y n., 913 n.
n„ 441 n„ 497 n„ 718 n. Ríus, L eopoldo, 128 n.
Requena, Ferm ín, 512 n. Rivas, duque de, 735.
Restori, A ., 231 n., 298 n., 350 n., 820 y n. R ivas Sacconi, José M anuel, 573 n.
R evilla, M anuel de la, 432 n., 436. Rivera M anescau, S., 110 n.
Rey, A ., 489 n. R ivero, A ntonio M aría, 188.
R ey de Artieda, Andrés, 47, 48, 213, 349. Rivers, E. L., 555 n.
Amantes, Los, 47. R izzo, G ino L., 506 n.
Reyes, A lfonso, 199, 355 η., 357 η., 360 η., Roaten, D . H ., 282 n.
363 η., 506 η., 508 η.,509 η.,524Robinson
η., Crusoe (D efoe), 865.
555 η., 692 η., 944 η.,945 η. R obles, Francisco de, 127.
R eyes C atólicos, 302, 313, 322, 326, 398, R obles Pazos, J., 318 n.
916, vid, también Fernando e Isabel.R ocafort, 923.
Reynold, G onzague de, 22 n. R oche, Conde de, 877 n.
Ribadeneira, Pedro de, 882. Rodrigo, don, 8 8 8 .
Flos Sanctorum, 788. Rodrigues Lapa, M ., 927 n.
Tratado del príncipe cristiano, 882. Rodríguez, M iguel Santiago, 128 n.
Ribbans, G eoffrey W ., 318 n. Rodríguez Jurado, A., 28 n.
Ribeiro, J., 43 n. Rodríguez M arín, Francisco, 27 n., 28 n.,
Ricard, Robert, 197 η., 683 η. 30 n., 31 n., 32 n., 34 n„ 35 n., 36 n.,
Riccardi, R., 43 η. 38 n., 41 y n., 42, 4 4 n., 45 n., 65 n.,
Ricardo Corazón de León, 241. 80 n., 87 n„ 91 n., 96, 103 n„ 108,
Ricart, D om ingo, 701 n. 114 n., 119, 120 n„ 130 n., 131 y n.,
Richardson, Samuel, 90 n., 186. 132 n„ 133, 134 n., 141, 145 n., 153 n.,
Joseph Andrews, 186. 157 n„ 158 n„ 161 n„ 165 n., 167 n„
Tom Jones, 186. 169 n., 170 n., 177 n„ 178 n., 188,
Richelieu, 922. 191 n„ 192 n., 194 n„ 203 n., 213 n.,
Richter, Jean Paul, 186. 242 n., 259 n., 351 n„ 372 y n., 374 n.,
R iley, Edward C., 145 n,, 363 n. 381, 382 y n., 383 n,, 390 n., 465 n.,
980 Historia de la literatura española
497 η., 509, 511 y η., 512 η., 514 η., Lo que quería ver el Marqués de VHie
566 η., 804 η., 918 η. na, 777.
Rodríguez-M oñino, A ntonio, 114 η., 465 η., Lo que son mujeres, 775-777.
497 η., 610 η. Lucrecia y Tarquino, 746, 752, 756-759,
Roger de Flor, 923. 804 n.
Rogers, D aniel, 432 n., 433 n. M ás impropio verdugo por la más justa
Rogers, P. P., 802 n. venganza, El, 740, 751, 759, 762-763,
Rojas, A na de, vid. V illafranca, A na de. 764,
Rojas, Fernando de, 149 n., 291. Mejor amigo, el muerto, El, 739.
Celestina, La, 154 n., 155 n., 166 n., 174 Monstruo de la fortuna, Felipa Catanea,
n., 249, 250, 251, 326, 433 n., 618, o la lavandera de Nápoles, El, 739.
627, 670. Morir pensando matar, 746 n., 748 n.,
Rojas, Francisco de, cóm ico, 740. 751 n., 752-753, 777 n.
Rojas, Ricardo, 27 n., 35 n., 41 y n., 42 n., N o hay amigo para amigo, 739, 772-774.
84 n., 134 n. N o hay ser padre siendo rey, 739, 743,
759-761.
Rojas Villandrando, Agustín de, 256, 373,
493-497.
Numancia destruida, 752, 769 n.
Obligados y ofendidos y Gorrón de Sa
Gran repúblico, El, 495,
lamanca, 739, 751, 771-772.
Loa de la Comedia, 373, 495.
Peligrar en los remedios, 739.
Natural desdichado, El, 496.
Persiles y Segismundo, 739.
Viaje entretenido, 493-495, 496, 497 y n.
Rojas Zorrilla, Francisco de, 213, 351, 392,
Progne y Filomena, 739, 741, 749, 751,
752.
738-780, 781, 793, 801, 804 n., 808 n.,
Prudencia en el castigo, La, 745.
811, 813, 814.
Robo de Elena y la destrucción de Tro
Abre [abrir] el ojo, 775.
ya, El, 778.
Acreedores del hombre, Los, 778.
Robo de las sabinas, El, 740.
Áspides de Cleopatra, Los, 743, 746, 752,
Santa Isabel, reina de Portugal, 739, 743,
754-755.
778-780.
Bandos de Verona, Los, 740.
Traición busca el castigo, La, 745.
Caballero de Febo, El, 778.
Vida en el ataúd, La, 746 n., 780.
Cada cual lo que le toca, 745, 749 y n.,
Villano, gran señor, El, 739.
763, 779 n., 811.
Viña de Nabot, La, 749 n., 778.
Caín de Cataluña, El, 759, 761-762.
Romancero General, 140 n., 225, 226, 227
Casarse por vengarse, 741, 742, 751, 763,
n„ 274, 342.
764.
Rom era Navarro, M iguel, 232 n., 261 n.,
Catalán Serrallonga, El, 739.
266 n., 267 n., 268 n„ 279, 282 n., 826
Celos de Rodamonte, Los, 743.
n., 834 n., 846, 847, 853 n., 856, 857
Del rey abajo ninguno, y labrador más y n., 858 y n„ 859, 864 n„ 867 n.,
honrado García del Castañar, 741, 742, 868 , 907 n.
744, 745, 746, 763, 764-769.
Rom ero, Em ilia, 128 n.
Desafío de Carlos V, El, 739. R om ero M uñoz, Vicente, 919 n.
Donde hay agravios no hay celos, 740, Rom ero de Torres, E., 521 n.
777. Ronsard, Pierre de, 136.
Don Diego de noche, 777. Roques, M ario, 477 n.
Encantos de Medea, Los, 752, 756. R osales, Luis, 44 n., 132 n., 134 n., 152 n.,
Entre bobos anda el juego y don Lucas 153 n., 154 n„ 157 n„ 172, 181, 182,
del Cigarral, 745, 769 n., 771. 184, 190, 565 n.
Falso profeta Mahoma, El, 739, 743. R ose, R. Selden, 497 n., 610 n., 617 n.
Gran patio de Palacio, El, 777 y n., 778. R osell, Cayetano, 191, 198 n., 244 n., 248
Hércules, El, 777. n., 477 n., 479 n., 817 n., 922 n„ 923,
Jardín de Falerina, El, 739, 741 n. 925 y n„ 926 n., 927 n., 928 n„ 929.
índice de nombres y obras 981
R osem berg, 6 66 . Ruiz M orcuende, F., 483 n., 769 n.
Rosenblat, A ., 136 n. Rum eau, A., 544 n.
Rosenkranz, Carlos, 683. Rundle, J. U ., 737 n., 777 n.
R ósete N iñ o, Pedro, 813. Rute, abad de, vid. Fernández de Córdoba,
R osim ond, 435. Francisco.
R osset, 185. Ryan, H ew son A ., 561 n.
Rosseuw-Saint-Hilaire, Eugenio, 181. Rycaut, Paul, 862, 873.
Rossi, G . C., 736 n.
Rotrou, Jean de, 23 n., 742, 761 n.
Venceslas, 761 n. Saavedra, Ángel, duque de Rivas, vid. R i
Rouanet, L., 400 n., 687 n., 720. vas, duque de.
R ousseau, Jean Jacques, 874. Saavedra, Isabel de, 33.
R ousset, Jean, 23 η. Saavedra Fajardo, D iego de, 17, 21, 213,
R ouveyre, Andrés, 875 η. 734 n„ 875-890.
R ow ley, W illiam, 102. C oron a gótica, castellana y austríaca,
Rozas, Juan M anuel, 566 n., 907 y n., 908 887-889.
y n., 918 n. E m presas Políticas, 878, 880, 881-887,
R ozzell, Ram ón, 384 n., 388, 389, 390 n., 888 , 889.
699 n. Idea de un príncipe político cristiano,
Rubens, Pedro Pablo, 717. 887 n., 889.
Rubens, Erwin Félix, 318 n. Introducción a la p o lítica y razón de es
Rubio Lemus, P., 571 n. tado d el R e y C atólico don Fernando,
R ubió y Lluch, A ntonio, 285, 434 η., 701 η. 889.
Rueda, Lope de, vid. Lope de Rueda. Juicio de artes y sciencias, 213, vid. R e
Rüegg, Auguste, 161 n. pú blica Literaria.
R ufo, Juan, 225 n., 519, 549, 907 L ocuras de Europa, 889.
A potegm as, 225 n. R epú blica Literaria, 213, 877 n., 878-880,
A ustríada, 519, 549. 884, 889.
Ruggieri, J., 344 n. Sablé, madam e de, 859 η., 872.
Rugy, Evelyn, 667 n. M axim es, 859 η., 872.
Ruiz, Juan, Arcipreste de Hita, 149 n., 166 Saboya, príncipe de, 739.
n„ 287. Sacchetti, Franco, 131-140.
R uiz de Alarcón, Juan, 191, 214, 258, 285 Sáenz de Aguirre, José, 920.
n., 351-371, 397, 403, 404, 406, 436, Sage, J. W., 671 n.
599, 742, 744, 745, 770, 788, 791, 793, Said Arm esto, Víctor, 212 n., 270 n., 337
810, 822 n. n., 431 n., 447 n„ 452 n.
A nticristo, El, 214, 352. Saint-Barthélemy, 874.
Crueldad p o r el honor, La, 359. A ven tu ras d el joven Anacarsis, 874.
C ulpa busca ¡a pena, La, 822 n. Saint-Évremond, Charles de, 185.
Exam en de m aridos, El, 368. Saint-Victor, P aul de, 181.
G anar am igos, 353, 359, 363-365. Sainz de R obles, F. C., 198 n., 211 n., 215
M udarse p o r m ejorarse, 368. n., 236 n., 238 n., 240 n., 244 n„ 245
N o hay m al que p o r bien no venga, 359, n., 246 n., 248 n., 275 n., 309 n.
368-371. Sáinz Rodríguez, P., 941 n.
P aredes oyen, Las, 354, 367-368. Salas Barbadillo, A lonso Jerónimo de, 213,
Pechos privilegiados, L os, 356, 359, 366- 382, 475-476, 502, 613 n„ 908.
367. C aballero puntual, El, 475, 476 n.
P rueba d e las prom esas, La, 368. Casa d el placer honesto, La, 475, 476 n.
T ejedor de Segovia, El, 353, 359, 365- C oronas d el Parnaso, 213.
366. C orrección d e vicios, 476 n.
V erdad Sospechosa, La, 358 n., 361-363, C ortesano descortés, El, 476 n.
367. Curioso y sabio A lexandro, El, 476 n.
982 Historia de la literatura española
Don Diego de noche, 476. Sánchez de Badajoz, Garci, 618, 907.
Hija de la Celestina, La, 475. Sánchez de Badajoz, D iego, 47, 724-725,
Necio bien afortunado, El, 476 n. 726, 727.
Peregrinación sabia, La, 213, 476 n. Farsa del juego de cañas, 725.
Prodigios de amor, 476 n. Farsa militar, 725.
Sabia Flora Malsabidilla, La, 476 n. Farsa moral, 725.
Sagaz Estado, marido examinado, El, Farsa racional del libre albedrío, 725.
475-476 y n. Recopilación en metro, 725.
Sutil cordobés Pedro de Urdemalas, El, Sánchez de Viana, 553.
476. Sánchez Escribano, Federico, 268 n., 282 n.,
Salaverría, José M aría, 601 n. 470 n., 477 n.
Salazar, A d olfo, 55 n., 114 n. Sánchez M oguel, A ., 337 n., 684 n.
Salazar, M aría Concepción, 197 n. Sánchez Pérez, Juan Bautista, 192 n.
Salazar de M endoza, Pedro, 443, 8 8 8 . Sánchez Toca, J., 937 n.
Origen de las dignidades de Castilla y Sánchez y Sánchez-Castañer, A ., 573 n.
León, 443. Sancho IV , 443, 881.
Salazar M ardones, Cristóbal de, 544 n., 562. Castigos e documentos, 881.
Ilustración y defensa de la Fábula de Pí- Sand, Jorge, 502.
ramo y Tisbe, 562. Sandoval, G onzalo de, 928.
Salazar y Palacio, Catalina de, 33. Sandoval y Rojas, Bernardo, arzobispo, 27
Salcedo Coronel, García de, 524, 562 y n. n., 87 n., 95.
A notaciones a las Soledades, Sonetos y San Lúcar, duque de, 878.
Panegírico al duque de Lerma, de G ón Sannazaro, Jacopo, 88 , 89, 202, 244, 547.
gora, 562. Arcadia, La, 88 , 90 n., 244.
Polifemo comentado, 562. San Rom án, Francisco de B., 259 n.
Saldafia, conde de, 382. Santa Cruz, marqués de, 197 n., 548, 921.
Salgado, Ángela, 336. Santibáñez, M aría de, 592.
Salinas, conde de, 548. Santillana, marqués de, 324, 457, 882, 894.
Salinas, M anuel de, 831, 854, 864 n., 869. Doctrinal de privados, 882.
Salinas, Pedro, 154 n., 178 n., 557 y n. Santullano, Luis, 363 n.
Salm erón, Padre, 409. Sanvisenti, B., 559 n.
Salom on, N o ë l, 260 η., 310 η. Sanz, Fructuoso, 373 n.
Salustio, 623, 923, 926. Sanz y D íaz, J., 512 n.
Salvá y Pérez, Vicente, 783. Sarmiento, Edward, 854 n., 866 n., 871 n.
Salvador, A ., 692 n. Sarrailh, Jean, 326 n., 873 n.
Salley, W. C., 683 n. Sarriá, marqués de, 202.
Sam aniego, 355. Savj-López, P aolo, 84 n., 85, 90 n., 97, 98,
Sam oná, Carmelo, 355 n., 736 n. 99, 105, 115, 126.
Sancha, A ntonio, 27 n., 57, 227 n., 240 n., Sbarbi, J. M ., 489 n.
243 n., 244 n„ 245 n., 269 n. Scarron, Paul, 476 n„ 499 n„ 502, 742, 802,
Sánchez, A lberto, 121 n., 128 n., 193 n., 812.
571 n. Am our à la mode, L’, 812.
Sánchez, A lfon so, 275, 276 n. Don Japhet d’Arménie, 802.
Sánchez, Francisco, vid. Brócense, el. Roman comique, 802.
Sánchez, G ., 701 n. Sciacca, M ichele Federico, 692 n.
Sánchez, M iguel, 908. Schack, conde, 397 y n„ 413, 735, 743, 771,
Sánchez, Roberto G ., 310 n. 806, 816.
Sánchez A lonso, Benito, 601 n., 632 n., Schaeffer, A d olfo, 384 η., 397 y η., 743.
637 n„ 852 n„ 920, 921 y n. Scharling, C. E., 939 n.
Sánchez-Arjona, José, 259 n., 721 n., 820. Scheler, M ax, 352.
Sánchez-Castañer, Francisco, 43 n., 57 n., Schelling, Friedrich W ilhelm Joseph, 181,
107 n„ 193 n. 186.
índice de nombres y obras 983
Schevill, R od olfo, 29 η., 30 η., 31 η., 32 η., Serrano de Paz, M anuel, 563.
34 η., 35 η., 36 η., 37 η., 38 η., 42 n., Serrano M orales, José Enrique, 192 n.,
43 η., 45 η., 46,47, 50 η,, 53, 54 η., 471 n.
56 η., 59 y η., 60 y η., 61, 62 η., 63, Serrano Poncela, Segundo, 499 n., 591 n.,
64, 65 η., 66 , 67 η., 68 η., 69 η., 70, 598, 599 n.
72 η., 74, 77 η., 79 η., 80 η., 81 η., Serrano y Sanz, M anuel, 337 n., 499 n.,
82 η., 83 η., 87 η., 88 y η., 93 η., 811 n., 878 n.; 937 n.
95 η., 98 y η., 99 y η., 101, 102 η., Serratosa, Ram ón, 409 n.
109, 110, 115, 116, 119, 120 η., 122 y Sessa, duque de, 27 n., 192 n., 199, 200,
η., 123 y η., 126, 130 η., 214 η., 215 203, 204, 205, 206, 210 n.-211 n., 241,
η., 257 η., 282 η., 381, 383, 384 η., 248, 263, 398.
388, 389,' 392, 394, 397 y η. Shakespeare, W illiam, 180, 186, 265, 280,
Schiller, Johann Christoph Friedrich, 399. 307, 313, 328, 404, 427, 431, 670, 671
Schlegel, A . W. von, 186. n., 695, 696, 704, 708, 734, 743.
Schlegel, Federico, 58, 186, 735. Hamlet, 180, 187, 692 n., 751.
Schlegel, G uillermo, 58, 735. Macbeth, 751.
Schmidt, E., 718 n. Otelo, 328.
Schmidt, Valentin, 735. Tempestad, La, 330, 695.
Schons, D orothy, 352 n., 355 n., 569 n. Shaw, George Bernard, 431, 436.
Schopenhauer, Arthur, 58, 859 n., 872, 874, Shelley, Percy Bysshe, 737.
875 y n. Shepard, Sanford, 282 n., 893 y n., 894,
Schramm, E., 736 n. 895, 896, 899 y n., 900, 902 y n., 905
Schrek, J. R., 710 n. y n., 906.
Schroder, 802. Shergold, N . D ., 259 n., 432 n., 433 n.,
Schulte-Herbrüggen, H ., 282 n. 662 n„ 667 n., 713 n., 721 n., 733 n„
Schtirr, F., 186, 187 y n. 777 n.
Sebastián de Portugal, 678. Sigura, A ntonio de, 28.
Seco Serrano, Carlos, 937 y n. Silva, Juan de, 131.
Sedaño, Juan José L ópez de, vid. L ópez de Crónica de don Policisne de Beocia, 131.
Sedaño, Juan José.
Silva, Ramón, 687 η.
Sedó Peris-M encheta, Juan, 110 n., 114 n., Silvela, Eugenio, 35 η., 41.
185 n. Silvela, F., 937 η.
Segall, J. B., 363 n. Silverman, Joseph H., 310 n., 366 n.
Segni, 266 n. Sim ón D íaz, José, 128 η., 197 η., 206 η.,
Selig, K. L., 583 n... 883 n. 295 η„ 334 η., 566 η., 568 η., 935 η„
Selva-Costo, 94. 945 η.
Sempere y G uarinos, Juan, 887.
Simone, Franco, 22 η.
Senabre Sempere, Ricardo, 499 n.
Singer, Armand E., 110 η.
Séneca, Lucio A nneo, 570, 600, 607, 623,
Singleton, M ack, 107 n., 121 n.
624 y n„ 638 y n„ 719, 748, 750, 756,
Siruela, librero, 919 n.
759, 846.
Sixto V , papa, 448-449.
D e Remediis, 624.
Sloan, A . S., 460 n.
Epístolas, 600.
Slom an, Albert E., 432 n., 433 n., 667 n.,
Séneca, M arco A nneo, 623. 681 n., 687 n„ 694 n„ 699 n., 707 n.
Suasoria septima, 623. Smith, C. C., 555 n., 562 n.
Sentenach, N ., 34 n. Smollett, T., 185, 186.
Sepúlveda, G inés de, 882. Lancelot Graeves, 186.
De regno et regis officio, 882. Sobejano, G onzalo, 470 n.
Sepúlveda, Ricardo, 259 n. Socorro, M anuel, 103 n.
Serís, H om ero, 128 n., 524 n. Sócrates, 625.
Serra V ilaró, J., 193 n. Sofer, J„ 737.
984 Historia de la literatura española
L o p e en su é p o c a .............................................................................................................. 196
L a vida y la aventura de L o p e ............................................................................ 197
F am a y popularidad de L o p e .............................................................................. 209
L ope de V ega y sus co n tem p o r á n e o s............................................................... 212
C apítulo V I.— L ope de Vega: La creación del teatro nacional ... 255
L a escena española en tiem po de L o p e .......................................................... 256
Caracteres del teatro de L o p e .............................................................................. 262
Los temas. — El “arte nuevo” de Lope. — El tema del honor. — El
“gracioso”.
Págs.
G ó n g o r a .................................................................................................................................. 518
Su v i d a ............................................................................................................................ 518
L a obra literaria .......................................................................................................... 524
L as llam adas “dos ép ocas” de G ó n g o r a ......................................................... 525
E l estilo poético d e Góngora ............................................................................... 529
Cultismo y Gongorismo. — Los cultismos. — Valor expresivo del cultis
mo. — La sintaxis gongorina. — Léxico suntuario y colorista. — Uso de
figuras retóricas. — Culto a la belleza.
Págs.
Págs.