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Psicología y Comunicación – Cátedra Lutzky

Teórico 7 (Lunes 25/10/10) - Prof. Germán Serain

De la subjetividad en su cruce con la estética

Hoy quería charlar con ustedes sobre algunas cuestiones que tienen que ver con la
estética y el arte, y con dos conceptos cruzados que son poiesis y catarsis. Venir a
hablarles aquí de estética es, de alguna manera, acompañar la jugada políticamente
incorrecta que se ha planteado esta materia para este cuatrimestre al pretender trabajar
sobre el tema del amor. Porque en definitiva es tan poco académico hablar sobre el amor
como hablar sobre lo bello. Por lo general, cuando en las academias se estudian cosas
relativas al arte, lo que se ven son técnicas, o la adecuación de una obra a tales técnicas,
o bien se repasa una historia del arte, que después nos permite, por ejemplo, catalogar
tal o cual obra dentro de tal o cual período según sus características, pero por lo general
no se aborda la cuestión estética en sí misma. ¿Por qué digo que es políticamente
incorrecto trabajar sobre el arte, sobre la estética? Lo digo porque dentro de una línea de
pensamiento positivista, el arte, lo mismo que el amor, son cuestiones inmensurables,
que no se pueden medir, que no se pueden trabajar como una cosa física. Es complicado
objetivizarlo, es complicado hacerse preguntas tales como de qué cosas puede decirse
que sea arte y de qué cosa no. Como también es complicado hacerse preguntas como
para qué es el arte, para qué sirve. Si uno se plantea para qué el amor, en última
instancia siempre puede recurrir a argumentos que tengan que ver con la necesidad
reproductiva de una especie, si bien es cierto que todas las especies se reproducen y no
necesariamente existe algo parecido a un enamoramiento en todas ellas. Pero, ¿para qué
el arte? ¿Cuál es el sentido que tiene? Esta es una de las preguntas que vamos a
plantearnos hoy, a ver qué podemos hacer con ella.

Por empezar, hay una cuestión que tiene que ver claramente con nuestra materia. Fíjense
que si hablamos de estética, o en términos absolutamente simples de aquello que
consideramos lindo y de aquello que no, ya estoy involucrando en cierta manera el
gusto de cada uno. Si uno dice que algo es lindo o es desagradable, en verdad lo que
está diciendo es esto a mi me gusta o esto a mí me desagrada. Debemos preguntarnos si
la cuestión estética se define sobre las cosas en sí mismas o si, por el contrario, depende
de las personas que aprecian esas cosas. Yo puedo ver una obra de arte, La Gioconda, en
el museo del Louvre, por ejemplo; y todos saben que eso es una obra de arte. Pero si yo
voy al Louvre y a mí ese cuadro no me dice absolutamente nada, ¿desde dónde voy a
seguir diciendo entonces que ese cuadro es una obra de arte? Tal vez lo siga diciendo
desde el mero discurso social, pero a mi estéticamente ese cuadro no me produjo nada.
Entonces hay dos dimensiones distintas: en una hay un discurso determinado, armado
socialmente, que me dice que en tales épocas y en tales lugares cierto elemento, con
ciertas características, va a ser categorizado como bello; pero hay otra cuestión,
diferente de la primera, que tiene que ver con la propia sensibilidad. Solamente cada
uno de nosotros puede saber si algo le gusta o no le gusta. Y de aquí deviene lo
políticamente incorrecto: este modo de tratar el tema de la estética involucra una mirada
que es estrictamente subjetiva. No hay ningún enlace posible con una realidad objetiva,
mensurable, y por ende todo esto se aleja del pensamiento positivista.

1
Hay un ensayo muy interesante debido a Pierre Bourdieu1, que tiene mucho que ver con
esta cuestión del gusto. Y que tiene mucho que ver también con las identificaciones, que
es otra cuestión central en esta materia. En los prácticos ustedes seguramente estuvieron
trabajando el tema de la identidad, viendo cómo se constituye la identidad de una
persona, que en parte es determinada por la propia acción, a partir del libre albedrío,
pero también y fundamentalmente a través de la mirada del otro, que me objetiva, que
me asigna determinadas características con las cuales yo luego me identificaré o no.
Como dice Jean Paul Sartre, soy lo que hago con aquello que los demás hacen de mí,
porque siempre voy a actuar en cierta medida en función de la mirada del otro, y así es
como se va articulando una subjetividad. Muy bien, en relación al gusto sucede también
esto mismo. En alguna reunión anterior nos preguntábamos qué es el hombre. Y según
la definición que escogiéramos podíamos decir que el hombre es un animal que piensa,
o bien que es un animal social... ¿Recuerdan que había varias respuestas posibles?
También podríamos haber planteado al hombre como la única especie que maneja
criterios religiosos; o que tal vez sea el único animal que se enamora, pues aunque todos
los animales copulan el contenido propio del enamoramiento no parece evidente en
otras especies; o dentro del mismo esquema podríamos haber dicho que el hombre es el
único animal que posee criterios estéticos. Podemos decir que una calandria tiene un
bello canto, y que una urraca en cambio no. Pero eso no me dice nada de estos animales,
sino que me dice algo de mí mismo, en todo caso. Porque no se trata de que la calandria
tenga buen gusto ni de que la urraca no lo tenga, sino simplemente de que estas aves
están diseñadas para generar un sonido particular que a nosotros nos resultará agradable
o desagradable. Ahora bien, dentro de lo que es la problemática del gusto, lo que en
definitiva equivale a hablar también de la problemática de la sensibilidad, lo cierto es
que tendemos a identificarnos con aquellas cosas que nos gustan, del mismo modo en
que nos identificamos con nuestras creencias. Yo soy un poco lo que creo, y cuando
alguien viene a impugnar mis creencias, siento que de alguna manera me están
impugnando a mí mismo. Lo mismo pasa con la estética: cuando yo digo “a mí me
gusta tal cosa, tal director de cine, tal músico, tal comida, tal moda”, y viene alguien y
me dice “no, eso es un asco”, yo no siento que el disenso esté planteado al nivel de esas
cosas que me gustan, sino que en el fondo siento que me están impugnando a mí.
Porque un poco yo soy asimismo lo que me gusta. Y también es cierto que me gustan o
me desagradan ciertas cosas en función de quién soy. Algo que, por lo demás, también
está articulado íntimamente con mi relación con los demás.

Hace un par de años atrás hubo en Gran Bretaña una experiencia interesante: se abrió
una página en Internet, en la cual se pusieron a disposición una determinada cantidad de
canciones que era posible escuchar en línea y descargar de manera gratuita. Lo único
que tenía que hacer la gente a cambio era votar cada canción según su preferencia, a
partir de lo cual se fue armando una especie de ranking. Ahora bien: había dos tipos de
claves de acceso a la página, una clave A y una clave B, lo cual determinaba dos grupos
de seguimiento. Los usuarios que tenían la clave A podían entrar a la página, escuchar
los temas, descargarlos, tenían que votar y nada más. Los que tenían la clave B podían
hacer lo mismo, pero además podían visualizar en todo momento ese ranking que se iba
articulando a partir del voto de todos los usuarios que poseían su mismo tipo de clave de
acceso. Lo que se verificó fue interesante: la gente que tenía este último tipo de clave
polarizó casi de inmediato la preferencia por determinados contenidos, de manera que
hubo dos o tres canciones, entre esas quinientas o seiscientas que estaban disponibles,
que enseguida se destacaron del resto como las preferidas. Mientras tanto, en el otro
1
“La metamorfosis de los gustos”, en Sociología y cultura, París, 1984.

2
grupo, donde los usuarios no podían ver lo que los demás iban votando, la preferencia
por las distintas canciones se mantuvo muy pareja y no hubo ninguna que sobresaliera
de un modo especial por sobre las demás. Vale decir que aquellos usuarios que podían
visualizar lo que los demás habían votado tendían a plegarse a una opinión nacida en
una subjetividad ajena, y terminaban votando aquello que le había gustado a otros, a
diferencia de lo que pasó con quienes no poseían acceso a ese marco de referencia.

De manera que la subjetividad está atravesada por los diferentes modos en que se genera
la identificación de los sujetos, lo que a su vez está en íntima relación con la cuestión
del gusto: me gusta lo que le gusta a ese otro con el cual yo pretendo de algún modo
identificarme. Y por el contrario: me genera desagrado aquello que le gusta a aquel otro
con el cual no quiero identificarme de ningún modo. También sucede, por otra parte,
que en general nos gustan las cosas conocidas, que uno puede asociar, consciente o
inconscientemente, con algo que ya tiene incorporado como experiencia. También aquí
hay un proceso de identificación, finalmente: lo familiar siempre es reconocido como
propio, como algo estable, que proporciona cierto sostén o refugio. Es por esto que las
canciones que más nos gustan son esas que nos hacen mover los pies con un ritmo que
nos resulta familiar, o esas que en cuanto uno se lo pone a pensar un poco resulta que
nos recuerdan algún otro tema que conocemos, o las que nos remiten a una época o
situación que nos han resultado particularmente gratas. “Escuchá: están tocando
nuestra canción”, le dice ella al oído, con tono sugerente, mientras se aprieta contra él.
¿Y de dónde sale eso de nuestra canción? Nadie la escribió para ellos. Pero hay una
apropiación que tiene que ver con ese proceso de identificarse con esa melodía, que
estuvo presente en algún momento especial, al cual la música nos remite una vez más.
Es debido a esa asociación que tal canción nos gusta. Porque no hay asociación ninguna,
es que el mismo tema a otros les resulta indiferente. Y por eso en los recitales, cuando
es necesario calentar el ambiente, los músicos tocan una que sepamos todos, para poder
cantar todos juntos. Después, si se animan, los voy a invitar a cantar.

Les comentaba antes que Pierre Bourdieu tiene un ensayo muy interesante sobre el tema
de los gustos, en el cual apunta particularmente al gusto propio de las élites. Al parecer
hay ciertas expresiones estéticas que son propias de una cultura alta, en tanto otras
manifestaciones quedan relegadas para ser consumidas solamente por los integrantes de
una cultura media o baja. Ya de por sí se impone una pregunta: ¿qué diablos es esto de
la cultura alta o baja? Pero bueno, para no irnos demasiado de tema admitamos el uso
de estas metáforas, que ya forman parte de nuestro lenguaje cotidiano, y convengamos
que el sentido de estos términos se ajustará a lo que habitualmente solemos comprender
por alta y baja cultura. El punto es que Pierre Bourdieu señala que muchas veces el
gusto tiene que ver, casi de manera exclusiva, con una cuestión identitaria relacionada
con un diferenciarse del otro. En el fondo se trata también de una identificación, sólo
que en este caso se da en sentido inverso: si todo el mundo escucha reggaeton, entonces
yo voy a escuchar Beethoven, por más de que en realidad a mí Beethoven nunca haya
terminado de gustarme. Pero esto será un detalle superfluo, porque a mí lo que me
interesa no es el disfrute estético, sino distinguirme; que nadie piense que pertenezco a
esa plebe que, en términos estéticos, se identifica a sí misma a través de esa otra música.
Mis consumos culturales son otros, bien diferentes; y además exclusivos, por supuesto.

Ahora bien, analizando esta cuestión Bourdieu llega a un punto interesante. Poníamos
recién el caso particular de Beethoven... Bueno, estoy seguro de que todos ustedes

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conocen por lo menos dos de las nueve sinfonías de Beethoven: la Novena por un lado,
porque es la que incluye en su último movimiento la famosísima Canción de la alegría,
y también la Quinta, que es la que arranca con lo que se conoce como la llamada del
destino; esto es: ta ta ta taaaaan... ta ta ta taaaaan... Pero cuando John Travolta hizo la
película Fiebre de sábado por la noche en 1978, en la banda de sonido se incluyó una
versión disco del primer movimiento de esta sinfonía. Y poco después apareció un
capítulo de La Pantera Rosa en el cual suena esa partecita: ta ta ta taaaaan... Entonces
esa obra que pertenecía a una cultura de élite de alguna manera se desplazó y empezó a
estar integrada a la cultura popular. Y lo que señala Bourdieu es que al tipo que le
gustaba esa sinfonía, y defendía sus valores estéticos, de repente se desentiende de ella y
actúa como si ya no le gustara más, mientras comienza a buscar otras nuevas
alternativas que lo sigan distinguiendo de la plebe a partir de ahora. Entonces, la Quinta
Sinfonía de Beethoven, ¿es arte o no es arte? ¿En qué medida es arte? Porque lo cierto
es que la sinfonía en sí misma no ha variado en absoluto. Pero lo que sí ha variado es el
uso simbólico que de pronto alguien hace de ella. El gusto no tiene que ver entonces con
la dimensión estética propia de la obra en sí misma, tanto como con lo que cada persona
que se acerca a la misma le asigna como contenido. Un contenido que deberíamos
nosotros preguntarnos hasta qué punto es realmente estético, y en qué medida no ha
pasado a constituir en cambio un mero valor simbólico.

Entonces tenemos aquí un punto de enganche que vincula la cuestión estética con los
contenidos propios de la materia relativos a la identidad. Yo soy lo que me gusta y me
gustan ciertas cosas en función de con quién me identifican y según de quién me
distinguen. Aquí también podríamos hacer referencia a las modas. Hoy, por lo general,
todo el mundo va detrás de una determinada movida, pero de repente alguien te dice:
“¡No, por favor!... ¡Eso está out!” ¿Y cuándo fue que pasó?, se pregunta entonces uno.
¿Cuando lo decretaron?... ¿Dónde lo publicaron?... ¿Cómo puede ser, así tan de repente,
de buenas a primeras, justo cuando todo el mundo estaba tan entusiasmado con eso?...
Bueno, estos procesos que son tan propios de la moda también tienen que ver con la
identificación, dentro de un proceso bastante similar a lo que veíamos recién con
Bourdieu. También hay cierto manejo mercantilista, por supuesto, que determina que el
recambio sea algo así como un mal necesario: como hay que vender, la necesidad es
lograr que toda moda sea efímera. Lo que hasta ayer me identificaba, hoy ya no me
representa más. Y hablo no solamente de la indumentaria, sino de las modas en general,
incluyendo en esto la canción del verano, el personaje mediático del momento o la
aparente necesidad de tener el modelo más reciente de auto, de televisor o de celular...
Hay claramente una cuestión elitista en esta carrera por estar a la moda. Porque se
valora a quien consigue seguir el tren de esta carrera de cambio constante. Se trata de
estar in o out, dentro o fuera de determinados círculos de identificación o pertenencia.
Claro que en este punto me vienen también a la mente los Sex Pistols y la estética punk,
que en su momento tenían el propósito declarado de escandalizar a los burgueses. Pero
vino un tipo llamado Malcom McLaren y dijo: “Es interesante esto de la estética punk;
vamos a hacer un negocio con esto.” Y de este modo todo eso que era pretendidamente
escandaloso se convirtió en una moda, en un valor de consumo que al final fue efímero.
Quien desee escandalizar, mejor que empiece a probar con otras cosas.

Bueno, tenemos entonces una línea posible para trabajar sobre la cuestión de los gustos.
Ahora bien, ¿para qué sirven el arte o los patrones estéticos, más allá de estos procesos

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que tienen que ver con ser parámetros para una identificación? ¿Para qué otra cosa se
les ocurre que podrían servir?

– El arte produce placeres, hay cierta fruición en todo eso.

Hay una fruición; y aquí está entonces de nuevo candente el tema de la subjetividad,
porque lo que te produce fruición a vos a mí no me produce nada, o viceversa. En todo
caso, tampoco hay modo de saberlo, de estar seguros. ¿En qué medida algo nos gusta?
Pasa en esto lo mismo que con el tema del amor. Uno dice te quiero. Pero, ¿me querés
cómo? ¿Y cuánto me querés? Lo cierto es que no hay una respuesta posible a ese cómo
y mucho menos a ese cuánto. Y cuando uno dice que una canción le gusta, ¿cuánto es
que le gusta? “Me gusta mucho”, podrá decir alguien. Pero no deja de ser una respuesta
vaga, porque no hay forma de medir ese gusto. Si hubiera una forma de medir sería
mucho más fácil: “Me gusta quince centigustos”, diría uno. “A mí me gustó más:
dieciocho”, diría algún otro. Pero me gusta mucho o me gusta poco es en cambio algo
absolutamente relativo. Es igual a te quiero mucho. ¿Mucho cuánto? Hubo una época
(aunque todavía hay defensores de esta postura) en que se pensaba que en el fondo de la
estética hay algo así como determinados parámetros formales que encierran en sí
mismos cierta perfección, con lo cual si yo respeto dichos parámetros obtendré
resultados natural y objetivamente bellos. Así sucedía por ejemplo con la llamada serie
de Fibonacci, o con lo que se conoce como la proporción aúrea. 2 Se suponía que si se
respetan determinados cánones o proporciones, ello garantizaría un resultado
equilibradamente armónico. Ahora bien, la pregunta es si los fractales, por ejemplo, que
están íntimamente relacionados con estas secuencias matemáticas, son bellos de por sí o
si es el observador quien encuentra belleza en esa aparente perfección.

Lo cierto es que hasta ahora no se ha podido demostrar la universalidad del valor de


estos parámetros, que dentro de determinadas culturas parecen funcionar, pero cuando
se los mueve a culturas diferentes de la occidental a veces no operan del mismo modo.
Por otro lado, si hubiera algo así como una especie de norma a seguir, por la cual yo
pudiera estar seguro de estar realizando algo bello, bastaría con seguir esa regla para
obtener un resultado óptimo, y ya no tendría sentido seguir experimentando en las artes.
¿Para qué deberíamos seguir experimentando si ya existe un parámetro previo
establecido? Respetemos a rajatabla ese parámetro y listo. Sin embargo, las cosas no
parecen darse de esta manera. Hay cosas que le gustan a uno y a otra persona no.
Seguimos hasta hoy sin poder objetivar la cuestión de la belleza, sin poder medirla y sin
poder mensurar tampoco lo que nos sucede como sujetos en nuestra interioridad en el
momento en el cual nos exponemos ante algo que nos produce un impacto sensible, ya
sea porque nos gusta o porque nos desagrada.

Ahora bien, hablar es esa fruición que mencionábamos hace un rato, nos lleva a plantear
esos dos conceptos que yo mencionaba al comienzo: la poiesis y la catarsis. Hay un
2
En matemáticas, la serie de Fibonacci es la sucesión de números naturales que se inicia con 0 y 1 y se
extiende luego de manera infinita, siendo cada elemento la suma de los dos inmediatamente anteriores
(0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144...). Vinculada con esta serie, la proporción áurea está
determinada por una relación dada por el número 1,61803, según la cual la suma de un segmento a y un
segmento b, dividida por el segmento a, equivale a la relación entre los segmentos a y b. En términos
matemáticos: (a + b) / a = a / b. Hay quienes le atribuyeron una condición estética especial a los objetos
que siguen la proporción áurea, dando por supuesto que los mismos serían naturalmente bellos e incluso
que tendrían cierta cualidad de orden místico.

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texto muy breve, una entrevista a Ernesto Sábato que salió publicada hace algunos
años3, que me gustaría compartir con ustedes. Esta entrevista comienza con una cita que
Sábato hace de Hölderlin, en el principio de Abbadón el exterminador, que dice:
"Somos Dioses cuando soñamos, y pordioseros al despertar”. Y me permito leerles la
entrevista en cuestión, porque es breve, pero además es muy ilustrativa. Para comenzar,
el periodista le dice a Sábato: “Alguna vez usted señaló que los escritores sueñan por
parte de toda la comunidad.” Y Sábato entonces comenta:

Hay muchas clases de sueños; algunos son superficiales y otros más profundos.
Estos últimos son los más verdaderos y significativos, también los más recurrentes.
Los sueños son un gran misterio y han despertado el interés de la humanidad desde
sus mismos orígenes. Los sueños son como rompecabezas. Y cuanto más profundos
son mayor es el número de interpretaciones que pueden hacerse de ellos. Ya se trate
de los sueños de José en la Biblia o de las interpretaciones freudianas o jungianas.
Y el que esas interpretaciones sean bien diferentes entre sí no significa que sean
falaces o erróneas.

Uno puede decir cualquier cosa acerca de un sueño, pero nunca podrá decir que un
sueño sea una mentira. Si acaso hay una verdad absoluta en el ser humano, ella se
encuentra en sus sueños. ... Todos sabemos que los sueños nos ayudan a vivir y nos
separan de las peores calamidades. Por ejemplo, de homicidios, incestos o robos.
Un empleado cualquiera de una oficina sueña una noche que asesina brutalmente a
su jefe con un cuchillo de cocina. Y eso lo alivia. Cuando despierta toma una ducha
(se trata de un hombre limpio), se afeita, se viste para ir a la oficina y cuando llega
saluda normalmente al hombre al que acaba de asesinar en su sueño.

Esto es lo que los pensadores griegos llamaban catarsis, una liberación durante la
noche de algo que de otro modo podría empujar, por ejemplo, al homicidio. Ahora
recordemos la enorme cantidad de casos de asesinato, incesto y perversión que
aparecen en la novela Los Hermanos Karamazov de Dostoievsky, por ejemplo. Si el
autor hubiese cometido una pizca de esos horrores en la vida real, hubiese
terminado en un asilo o en prisión. Sin embargo, la comunidad respeta a estos
escritores, les rinde honores y los premia y luego, cuando mueren, levantan estatuas
en su memoria y ponen su nombre a calles, avenidas y barrios. ¿No es asombroso?

El trabajo de la ficción, cuando es profundo, es una emanación del propio corazón


del poeta. Allí podemos encontrar, como dice la expresión, a Dios y el Diablo
contendiendo por el ser humano. Esta lucha, que es descripta en los grandes
trabajos de ficción, se aplica a cada lector, pues el conflicto último de la condición
humana es siempre el mismo: el amor y el odio, el rencor y la envidia, la ambición
de poder, el problema de si Dios existe o no, etcétera.

En el caso del oficinista que mencionamos antes, en el sueño mata a su aborrecible


jefe y haciéndolo evita cometer efectivamente ese crimen. De la misma manera,
cuando un lector toma contacto con el trabajo de un autor de ficción, con los
sueños más grandes de un escritor, se está ayudando a sobrevivir y a evitar sus

3
Esta entrevista, realizada inicialmente en francés, fue publicada en una edición del Buenos Aires Herald
(circa 1998) y de allí fue traducida al castellano, por el responsable de este teórico. Se reproducen sólo
las partes más significativas a los fines de la materia.

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peores intenciones. Es en este sentido que el escritor de estas historias extrañas
sueña por parte de toda la comunidad, convirtiéndose en su benefactor.

Un sueño es siempre poético. No en el sentido ordinario del término, que constituye


un grave error. Porque uno llama poesía a lo que está escrito en verso. Pero lo que
está escrito en verso no es necesariamente poesía. Happy birthday to you, por
ejemplo. Y contrariamente, hay poesía en las grandes novelas, puestas, música y
pintura. Deberíamos restaurar el antiguo sentido que los griegos le daban al
término poiesis.

El arte comparte la misma raíz psicológica que los sueños: se trata de un mensaje
que proviene directamente del inconsciente, muchas veces de un inconsciente
colectivo. Es contradictorio, ambiguo, fragmentario, pero es siempre una enorme y
eterna verdad acerca del género humano. Es en este sentido que debe entenderse la
frase del Eclesiastés que afirma que no hay nada nuevo bajo el sol, significando
que el corazón humano es y será siempre el mismo. Por eso es que el arte no
progresa en la misma medida y sentido que las máquinas o las computadoras.

Cuando finalmente despertamos de un sueño, o cuando el poeta regresa a la tierra


(pues no podemos permanecer en el cielo, o en ese misterioso infierno, para
siempre), entonces piensa otra vez con su cabeza, y ya no con su corazón, y es
cuando muy a menudo se equivoca.

Hasta aquí esta entrevista a Don Ernesto Sábato. Y me detengo una vez más en la cita
inicial de Hölderlin: "Somos Dioses cuando soñamos, y pordioseros al despertar”.
Claro, porque en los sueños uno todo lo puede, no hay limitaciones, no hay ninguna
cosa que sea imposible; pero después uno despierta y ya todo es distinto. Y aquí lo
interesante es que Sábato identifica los sueños con el arte, y por eso pone al poeta en el
lugar de quien sueña en función de toda la humanidad. Ahora bien, seguro que no es la
primera vez que ustedes escuchan el término catarsis. ¿De qué se trata este concepto?

– Es como sacar algo que uno tiene adentro…

Hay que sacarlo todo afuera, como decía la canción. Y sí, tiene que ver con eso, con ese
sacar algo desde nuestro interior. Cuando nosotros decidimos, si es que acaso se trata de
una decisión, vivir en una comunidad, una de las condiciones para poder establecernos
de esta manera es reprimir ciertas pulsiones; hay cosas que no se pueden hacer, por más
que quieras; y no es que no se pueda, sino que no se debe. Esto genera una frustración
muy importante, porque yo quiero, y no es que no me dejan, sino que no me lo permito,
porque sé que hay cosas que no debo hacer. Aquí aparece la cuestión de la moral. Ahora,
psicológicamente hablando, esta represión no es sana. Pero por otro lado tampoco sería
sano que el tipo, con tal de no reprimirse, saliera por el mundo a hacer cosas que no
debe. Esa persona terminaría presa, o internada en un psiquiátrico. Toda la gente que
consideramos normal se reprime en alguna medida, lo cual genera cierta cuota de
frustración, pero por fortuna hay vías que permiten que uno descargue esas tensiones,
esas necesidades pulsionales, de una manera, podríamos decir, simbólica.

Los sueños constituyen una de estas vías de escape. Como decía Sábato en la entrevista
que leíamos recién, ese hombre que sueña que asesina a su jefe, porque en el fondo lo

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odia, en el sueño realiza una catarsis. Por supuesto, esto no debe entenderse como que
de no haber soñado esto efectivamente esa persona hubiese cometido el crimen del cual
estamos hablando. Pero psicológicamente, de alguna manera sí funciona de este modo.
Quiero decir que el hecho de soñar que yo hago algo que estando despierto no puedo o
no debo hacer, cumple de alguna manera la función de un hacer como sí, que da lugar a
un proceso de sustitución simbólica, como si fuese un juego o una metáfora que, por
más que uno desde la razón sepa que no debe interpretarse de manera literal, en algún
lugar de nuestra mente ocupa efectivamente el lugar de aquello que metafóricamente
suplanta. A través de estas sustituciones simbólicas yo libero esas pulsiones que de otra
manera seguiría teniendo dentro, cada vez más acuciantes, hasta que en determinado
momento no voy a tener más remedio que canalizarlas de alguna manera. Entonces
sucede que el tipo por ahí revienta de la peor manera y termina despanzurrando a un
vecino, o por ahí revienta de otro modo y se enferma, o sufre un ACV, o se pelea con
otra persona que no tiene nada que ver, o llega a su casa pateando la puerta y se pelea
con su pareja, simplemente porque tiene que descargarse de alguna manera.

¿Y qué tiene que ver todo esto de los sueños con la estética? Bueno, tiene que ver con
que el juego propio de la estética también cumple una función catárquica, muy similar a
la que ofrece el mecanismo del sueño. Del mismo modo podríamos mencionar el caso
del humor, que también nos sirve para hacer catarsis. Tiene que ver con cierta ausencia
de responsabilidad. Porque cuando uno sueña, no es responsable por lo que sueña; no
hay allí ningún tipo de culpa, no hay tampoco una ética, es pura pulsión eso que surge,
es puro deseo, y no hay nada que nos indique qué está bien y qué mal, además del hecho
de que en los sueños cualquier cosa es posible; no hay límites. Si se considera la
cuestión del humor, también aquí hay cierta cuota de irresponsabilidad, porque siempre
está el argumento de “no lo tomes a mal, que es nada más que un chiste”, por más que
en el fondo uno haya dicho a través de esa broma cosas terribles. La idea es que en el
humor no hay que tomar las cosas literalmente; pero por algo Sigmund Freud decía que
en el fondo de todo chiste hay una verdad. Es la verdad del inconsciente la que se está
manifestando. Lo mismo que sucede en los sueños, en la lógica del juego, en la
metáfora y también en la dimensión de lo artístico. O mejor dicho: de lo poiético. Como
se trata de subjetividad pura, el arte no puede ser interpretado de una manera literal.
¿Qué quieren decir esas manchas pintadas? ¿Qué quieren decir esas formas, esos
volúmenes, esos sonidos? Uno puede sentirse tentado a decir que en realidad ninguna de
estas cosas quiere decir nada. Pero lo cierto es que sí quieren decir, y de hecho dicen
muchas cosas, sólo que no pueden interpretarse de una manera literal. ¿Qué quiere decir
la Quinta sinfonía de Beethoven? Literalmente no dice nada, es pura expresión; pero al
mismo tiempo quiere decir muchas cosas. Y habría que ver si quiere decir lo mismo
para el compositor, para los intérpretes, para el director y para cada una de las personas
que escuchan esa música. Es muy probable que incluso esa obra quiera decir cosas
diferentes para una misma persona que se enfrente a ella en dos momentos diferentes de
su vida; por ejemplo, un mismo día a la mañana y durante la tarde. Lo que sí habrá
quizás en común en estas dos experiencias es que eventualmente podrá generarse en
ambas un efecto sensible que en ciertas ocasiones podrá traducirse como catarsis.

Supongo que alguna vez les habrá pasado de escuchar una melodía y terminar llorando
como un idiota. O cuando uno mira una película, y ya sabés que se trata de una ficción,
¿por qué te emocionás cuando él la abandona y ella se queda sola en el muelle mientras

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el sol parece ponerse sobre el horizonte? No llores, que es todo mentira. Ella no se va a
suicidar, son solamente actores. Pero bueno, uno juega, de algún modo voluntariamente,
con esa ilusión; se deja llevar y a través de ese hacer como si fuese cierto libera
pulsiones, y en cierta forma uno logra vivenciar ciertas cosas como si uno fuese el
propio personaje de esas ficciones. Ni qué decir cuando uno está enojado, molesto con
el mundo, y va a ver una película donde hay mucha violencia. ¿Se acuerdan de Un día
de furia? Uno iba a ver esa película y por momentos se sentía relajado, porque ¿quién
no soñó alguna vez entrar a un McDonalds y empezar a los tiros? No lo hago porque no
debo, porque no puedo... Pero uno salía más relajado del cine. A veces la interpretación
que se puede hacer de la catarsis es lineal, como en este caso. En otras ocasiones es
como más incierto lo que a mi me mueve o me genera esta emoción.

El hecho de ser asimilables el arte y el sueño en el efecto de catarsis que ambos


favorecen, es lo que nos permite decir que cuando un artista expresa poniendo fuera de
sí sus sentimientos más íntimos a través de una obra estética, lo que está haciendo es
ofrecer su arte a toda la comunidad; toda la comunidad puede hacer catarsis a través de
ese sueño que en principio era suyo, y que ahora está a disposición de todos. Tal vez
aquí es donde debamos ubicar el sentido de la palabra poiesis. Porque Sábato habla del
poeta, pero se encarga de aclararnos que la poiesis es algo que supera los límites de la
poesía entendida como un género dentro de la literatura. En español podríamos usar la
palabra poética. La poética no tiene que ver sólo con la literatura, sino que hay poética
en las artes plásticas, en la música o en cualquier manifestación de orden estético que de
alguna manera sirva para cumplir esta condición de un poner afuera algo que
originalmente forma parte del interior del artista. En el caso del artista será poner afuera
su sensibilidad, a través de esa obra que se plasma en el mundo; y en el caso del
espectador será apropiarse de eso que, estando en principio afuera, podrá sentirlo como
si formase parte de su propia sensibilidad. Es lo que sucede cuando uno escucha una
música que lo conmueve: esos sonidos, que en principio están afuera del cuerpo, tienen
un efecto de interioridad. ¿En qué me baso para decir que los sonidos están dentro o
fuera de mi cuerpo, si de hecho producen esta sensación en mí? Es una pregunta
interesante. Pero por ahora dejemos este punto aquí, y digamos que una función posible
del arte sería concretar manifestaciones estéticas o poéticas que me permiten realizar
una catarsis, ya sea que se trate de una manifestación propia, vale decir que yo elabore
una determinada obra, o que la manifestación esté originada en otra persona y que yo
sea un espectador de esa obra, de esa expresión poética.

Vuelvo ahora un momento sobre el tema de la fruición. Y me detengo en esto: por lo


general cuando uno habla de arte piensa en términos de belleza. Nosotros mismos
hablábamos hace un rato sobre esta cuestión. Pero el arte, a diferencia de la estética, no
siempre tiene una ligazón directa con la belleza. Por ejemplo, uno puede hablar de la
existencia de un teatro del dolor, o de un teatro del absurdo. En todo caso, la poiesis,
más que estar vinculada a una cuestión de belleza nos remite a la idea de una cierta
indecible conmoción. No sé si la poiesis me enfrenta con algo que me gusta, pero sí con
algo que de alguna manea me sacude, que me transforma y que pone en juego un
contenido de mi subjetividad. Un contenido que además es doblemente íntimo, porque
por un lado nadie más que yo puede sentirlo, pero además no siempre queda bien
manifestar estas sensaciones abiertamente en público. Alejandro Dolina, por ejemplo,
reclamaba en su momento la habilitación de lacrimatorios públicos, para que las
personas pudieran llorar cuando tuviesen la necesidad de hacerlo sin tener que estar
atentos a si alguien los ve o no, porque llorar en público, por alguna razón que no

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tenemos del todo clara, está como mal visto. Será tal vez nuestra herencia positivista:
debemos ser razonables, pero es como que nos da vergüenza hacer notar que en el fondo
somos además seres sensibles. Otro ejemplo: todo el mundo canta en algún momento,
canta en la ducha, canta cuando está solo, canturrea bajito a veces cuando anda
caminando por ahí... Pero son pocos los que se animan a cantar en público. En un ratito
me gustaría invitarlos, a ver si alguien se anima a cantar algo acá. Pero ahora les
pregunto: si tuvieran que elegir una canción, ¿cuál elegirían?

– Yo elegiría “Aprender a volar”, de Patricia Sosa.

– ¿Podrías decir por qué?

– Porque la tuve que cantar una vez para unos chicos, con otra gente, algunas
maestras, y fue un momento muy lindo muy emocionante.

– Buenísimo. Vos pudiste generar una ligazón entre un momento determinado y esa
canción, que en ese momento causó un efecto especial. Es lo mismo que cuando una
pareja dice “esta es nuestra canción”. ¿Qué quiere decir eso? ¿Por qué aseguran que es
de ellos? ¿A quién se la compraron? Bueno, ellos la sienten propia porque los remite a
un determinado momento, cuando se conocieron, cuando eran tan felices... Vamos a ver,
capaz que en algún otro momento de sus vidas van a escuchar esa misma canción para
pensar “qué canción de mierda”, o “qué recuerdos horribles me trae”. Pero por ahora
dejemos que lo aprovechen, mientras les dure el idilio… ¿Quién más?

– “Positiva”, de Erica García.

– Muy bien. ¿Y por qué te gusta?

– Porque hay una frase que está buena: “no existe el problema, solo existe el ser”,
dice; y para mí todo se reduce a eso.

– Bien, aquí también hay una identificación, sólo que en este caso se dio con una idea,
que es propia del contenido de la canción. Aquí el arte sí dice algo más o menos literal,
más allá de que también en este caso cada quien interpretará esta frase a su manera, y
también a partir de su propia historia. ¿Quién más?

– A mí me gusta un tema que se llama “Viveza”, de Fernando Cabrera. Pero mientras


vos hablabas yo pensaba que, si bien ese tema me gusta, da la casualidad que lo vine
escuchando en el subte. Entonces uno a veces tiene una serie de canciones que le están
dando vuelta en la cabeza, que son producto de un recorrido; sin ir más lejos el de
haber venido hasta acá, por ejemplo, y que ponen como cierta fuerza a la hora de
pensar en algo que tenga una especie de sentido, que me represente. Vos decís cuál es
esa canción que a mí me gusta, con la cual yo me represento, y me sale esa pequeña
comparsa de Fernando Cabrera, que está muy buena. Pero si yo tuviera que elegir una
que me represente plenamente, y tuviese tiempo de pensarlo dos veces, capaz que no
sería precisamente esa. Es decir que a veces uno busca un sentido, y otras veces tiene el
contexto rondándole, una inmediatez que también juega.

– ¿Y te animás…?

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– …¿A cantarla? Yo me animaría. Lo que pasa es que yo soy malo con las letras;
entonces puedo cantar tres palabras y después naufrago.

– No hay ningún problema.

– Si quieren yo canto un pedacito de “Aprender a volar”…

– Dale, me gustaría escucharte.

– [canta con voz fuerte y bien entonada]


“Puedes creer, puedes soñar, / abre tus alas, aquí está tu libertad,
y no pierdas tiempo, escucha el viento / canta por lo que vendrá
no es tan difícil, / que aprendas a volar” [aplausos]

– Muy linda voz. Y muchas gracias por haberte animado. La verdad es que pensé que
nadie se iba a animar. ¿Alguien más se atreve?...

– Ahora hay un doble motivo para no cantar.

– Claro, porque encima ahora tienen un punto de comparación bien alto. Pero bueno,
de mi parte, si yo tuviese que cantar algo, elegiría un madrigal español medieval que me
viene dando vueltas en la cabeza desde hace unos cuantos días, que más o menos dice:

[canta de manera pausada, con voz de barítono]


“Profundos son mis males, / profundos son mis males...
pues pudieran ser dicha / los tormentos que ocasionan / tus crueldades”

Linda letra, ¿no? Me quedaba pensando quién habrá escrito eso, allá por el sigo XV, y
por qué será que a mí particularmente me gusta. ¿Tendrá que ver con una cuestión de
identificación con el personaje? Por empezar, yo me hago una historia: me imagino a un
hombre enamorado, reprochándole a ella, cruel e indiferente, el no querer saber nada
con sus reclamos amorosos; él llorando en un rincón y ella nada, dándole vuelta la cara
o incluso burlándose de su dolor. Así los imagino, a él y a ella. Aunque también las
cosas podrían ser distintas. Puede tratarse de una pareja que se ha separado, y tal vez
ella lo amaba, pero él la maltrataba, le pegaba, no se lavaba las patas, con lo cual,
pobrecita ella, sufriente, finalmente decide dejarlo muy a su pesar, porque ya no podía
remontar más la situación. En realidad ninguna canción nos dice con claridad cuál es la
historia real qué se esconde detrás. Lo que sí nos puede revelar, en todo caso, es cual es
la historia propia que cada uno enlaza allí. Que en algunos casos será clara, y en otros
casos tendrá una ligazón misteriosa, que uno mismo desconoce. Porque lo que uno hace
es apropiarse de un sentido, de un determinado momento en el cual esa canción cerró
cierto sentido para uno. Este es el problema de la estética, que está atravesada
absolutamente por la subjetividad: en esta dimensión no puedo salirme nunca del campo
de la subjetividad. Lo que significa para mí esa historia, probablemente para otros
signifique otra cosa diferente. Y está muy bien que así sea.

– Es como la canción “Y cómo es él”, que Perales escribió para su hija, aunque todos
piensan que es para una mujer que amaba.

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– Claro, y con el Tema del Nayla de David Lebón pasa exactamente lo mismo; entonces,
esta es la parte de este encuentro en que empezamos a tirar temas, y así nos terminamos
quedando hasta cualquier hora. Pero en serio: incluso en el caso de que nosotros
sepamos cuál fue el objetivo del artista, en el momento de crear una determinada obra,
sea una canción, un cuadro, un poema o lo que fuera, el problema subsistiría. Si yo me
pregunto cuál habrá sido el objetivo de un artista ya muerto, a quien no podemos
preguntarle por qué escribió tal poema o tal canción, o por qué plasmó tal cuadro, serían
puras especulaciones, y para cada persona que se enfrente a esa manifestación
seguramente va a significar algo diferente. ¿Estaba Van Gohg realmente loco? ¿Qué
quieren decir sus girasoles? ¿Por qué se cortó parte de una oreja? No lo sabemos. De
todas maneras, incluso si pudiéramos preguntarle, lo cierto es que un artista cuando
puso fuera de sí esa manifestación que es su arte, esa expresión de lo que en definitiva
es indecible, la liberó al sentido de quien se enfrente a su obra, porque eso forma parte
de las reglas mismas de la expresión estética, que tiene mucho en común con las reglas
de la expresión onírica. En los sueños tampoco hay reglas claras que a uno le permitan
hacer una interpretación literal. Siempre las interpretaciones posibles, tanto en el arte,
en los sueños o en cualquier manifestación del inconsciente, se ubicarán dentro de un
rango muy amplio de posibilidades que encajen con cierto sentido. Con la estética pasa
lo mismo. Si un artista quiso decir una cosa, y a mí su obra me produce otra cosa
diferente, el propio autor no tiene ninguna autoridad para venir a decirme a mí que su
obra no debería generarme esto que me genera. A mí tu obra me despierta estas
sensaciones, ¿qué querés que le haga? Vos lo habrás escrito para tu hija o para quien
quieras, pero para mí es una canción de amor y al escucharla pienso en la mujer a la
que deseo, y punto. Aquí está de nuevo el tema de la subjetividad. Como también está
esta misma subjetividad en el extraño hecho de que cuando uno se enamora de repente
tiende a hacer cosas estúpidas, y por ejemplo a uno se le da por intentar escribir poemas,
o escribir canciones, hacer esa clase de cosas que nunca antes se le habían ocurrido.
¿Por qué sucede esto? Es que también en uno está la necesidad de sacar afuera ciertos
contenidos, ciertas pasiones que de otra manera quedarían inexpresadas. Así que me
enamoro y se me da por escribirle un poema a la persona de la cual me enamoré, con el
riesgo de que piense que soy un tarado, porque la verdad es que no tengo el menor
talento poético. ¿Cuál es la necesidad? La necesidad es de hacer catarsis, en el sentido
de sacar dentro de mí algo que no logro expresar de otra manera, porque escapa por
completo a las reglas del positivismo, a las reglas de aquello que es perfectamente
explicable, mensurable, razonable. Aquí las reglas son definitivamente otras.

De manera que en la estética hay indudablemente siempre cierta cualidad comunicativa,


cierto enlace entre el artista y quien se enfrenta a su obra. Como también hay un proceso
vinculado a un sentido que tiene lugar en el interior de la persona que produce esa
manifestación estética. En cualquier caso podremos hablar de un proceso de catarsis.
Ahora bien, esta comunicación es esquiva, desde el momento en que no es literal, y no
es posible calibrar en qué medida el otro ha llegado a interpretar más o menos lo mismo
que aquello que el artista quiso manifestar cuando compuso esa canción, escribió ese
poema o pintó ese cuadro.

No quiero extenderme mucho más. Pero otra de las cuestiones importantes que tienen
que ver con estos temas que estamos tratando es que, por lo general, cuando se piensa
en términos de arte o de estética, uno se detiene en un imaginario que nos indica que las
expresiones estéticas son algo que no tiene que ver con la realidad, sino que en todo

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caso son siempre proyecciones, producto de sensibilidades, de subjetividades, pero que
nunca están vinculadas de un modo directo con la realidad. La ausencia de una
literalidad en el sentido del arte nos lleva a considerar las cosas de este modo. El arte es
arte; la realidad es otra cosa. ¿Concuerdan ustedes con esto? Porque el punto es que si
yo digo que el arte a mí me sirve para realizar una catarsis, la expresión estética podrá
ser del orden de lo imaginario o de lo proyectivo, pero la catarsis es del orden de lo real.
¿Se entiende esto? ¿A qué llamo real y a qué llamo imaginario? Recordemos una vez
más a René Descartes, cuando dice que alguien tiene una pesadilla, y reconoce que
aquello que describe la pesadilla es irreal, pero el miedo del soñante es en cambio real.
Con la catarsis sucede lo mismo. ¿Desde qué lugar yo voy a decir que la sensibilidad de
una persona es algo que no se corresponde con la realidad? No se corresponde con una
realidad física, sin duda; pero hay ahí una realidad sensible que es absolutamente cierta.
Si a mí me pisan un pie, o si me duele una muela, el dolor es real, no me joroben; no es
algo que yo me lo esté imaginando, sino que es algo muy cierto y real; lo que pasa,
claro, es que estoy hablando de una realidad interior, y nadie más que yo puede sentir el
dolor de ese pisotón, o de esa muela que está mala, así como nadie más que yo puede
sentir el dolor de que mi amante me haya dejado. Si para curar de alguna manera ese
dolor yo compongo una canción, o escribo un poema, entonces esa manifestación
estética sí estará cubriendo una función bien real, bien concreta: se trata del dolor que
yo siento, y que otro no lo pueda sentir no implica que ese dolor no pertenezca al orden
de lo real. Decir lo contrario equivaldría a negar nuestra naturaleza de seres sensibles.
Entonces, hay una realidad en el arte, en la poiesis, en la catarsis. La dificultad a la que
me enfrento, en todo caso, es a cómo comunico todo ese contenido, cómo hago para que
haya una adecuación entre esa realidad que es lo que yo manifiesto a través de esa
expresión estética, y la realidad que esa misma expresión estética es para otro. Pero esto
sólo supone un problema si damos por sentado que toda comunicación debe basarse
necesariamente en una correspondencia del contenido que se emite y aquello que se
recepciona. Y cabe la posibilidad de que no siempre las cosas deban darse de este modo.

Si volvemos por un instante al tema de las concepciones orientales del mundo, a la


filosofía zen., por ejemplo, una de las particularidades que podemos encontrar es que a
diferencia de lo que son las formas de pensamiento en occidente, aquí no se descarta la
estética como una manera de acceder a una cierta verdad. Por el contrario, el zen se
aleja de la razón, porque entiende que lo analítico siempre nos aleja de la verdad del
mundo, pero se acerca en cambio a la introspección, a la mística, y también a la estética.
Para el zen, por ejemplo, un ideograma puede constituir una forma de arte. Lo curioso
es que ese ideograma es el mismo para cualquiera que lo vaya a dibujar. En occidente, a
partir del siglo XIX, el arte empieza a ser cada vez más del orden de lo subjetivo. Esto
es algo que tiene que ver con el ideal propio del romanticismo, donde el artista es un ser
que sufre, y de hecho el romanticismo prácticamente no concibe que haya arte por fuera
del dolor; alguien que no conoce el dolor difícilmente podrá expresarse artísticamente.
Tal vez esta idea se explique en que en el dolor está la necesidad de decir cosas que no
pueden ser dichas a través de la palabra convencional. Y como ese dolor es siempre
subjetivo, es siempre personal, es siempre del orden del individuo, el arte empieza a ser
cada vez más personalista, a diferencia de lo que había sucedido, inclusive en occidente,
en épocas anteriores, en las que el formalismo determina que todas las obras respondan
a un mismo modelo, a una misma pauta, que cada tanto va cambiando, tras lo cual todos
se acomodan al nuevo canon. A partir del romanticismo este respeto por las formas se
resquebraja y empieza a ponerse mayor énfasis en la particularidad de cada artista, y así
es como cada obra empieza a ser un mundo subjetivo distinto que expresa una

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subjetividad propia. Más adelante vendrá la industria cultural, que es como una máquina
de hacer chorizos, pero esa es otra cuestión. En occidente todavía tenemos en cierto
punto vigente el preconcepto de que el arte verdadero tiene como uno de sus valores
primordiales la originalidad. Aquellas manifestaciones estéticas que son originales
tienen una mayor posibilidad de ser valoradas. Con lo cual el arte del siglo XX se
constituyó como un arte de reacción, dentro del cual el artista, con tal de ser original,
genera cosas que no tienen ningún sentido, ni pies ni cabeza. Se trata de una
competencia por ver quién hace algo más raro que todos los demás. Entonces entra en
crisis el concepto de poiesis. Esto empieza a principios del siglo XX con el dadaísmo,
con Tristán Tzara, por ejemplo, que agarraba palabras recortadas en papeles, las tiraba al
aire y después las iba anotando en una hoja en el orden que las iba levantando del piso,
y de esa manera construía lo que para él era un poema, un cadáver exquisito. ¿Dónde
está ahí el contenido poiético? O pensemos en Marcel Duchamp, en el famoso
mingitorio que lleva a la galería de arte y que expone como una obra. Pero cuando
Duchamp hace esto, lo artístico es su discurso, es decir precisamente “no todo es arte,
por más que acá haya un grupo de críticos, que son todos idiotas, dispuestos a creer que
cualquier cosa que uno ponga en un museo es arte, y entonces yo pongo un mingitorio, a
ver qué dicen”. Lo malo fue que se lo interpretó al revés: Duchamp va a lamentar que la
gente haya terminado apreciando las supuestas bellas líneas de un mingitorio, y no era
eso lo que él pretendía. Hoy un tipo pone un tiburón en una pecera de acrílico llena de
formol y dice que es una obra de arte; otro tipo que se dice artista enfrasca sus heces en
unas botellitas numeradas y esa es su obra de arte, que llama “Mierda de artista”, y
como las botellitas en cuestión están firmadas por él, hay gente que paga varios miles de
dólares por tener uno de esos frasquitos. Acá en Argentina tuvimos a un Federico
Peralta Ramos, que en algún momento ganó la beca Guggenheim, de promoción a las
artes, y el tipo, que no tenía un mango, a pesar de que venía de una buena familia,
agarró el dinero de la beca y se lo gastó en una cena con amigos; cuando la Fundación
Guggeheim le pidió explicaciones, él les dijo: “Evidentemente no entendieron nada;
Leonardo pintó la última cena, y yo en cambio la ofrecí”. Es obvio que me fui por las
ramas, pero me gusta esta anécdota y quería contarla.

A lo que iba es que en oriente el concepto de originalidad está mal visto, a diferencia de
lo que sucede en occidente. Les recuerdo que lo que pretenden las filosofías orientales
es romper esa distinción que se establece cotidianamente entre el ego y aquellas otras
cosas del mundo que se presentan como diferentes, al menos en un principio, a ese yo.
En definitiva, se trata de la búsqueda de una disolución identitaria. Entonces es claro
que si yo realizo una obra de arte intentando ser ante todo original, lo que estoy
haciendo es reafirmar mi ego. Por el contrario, la idea en oriente sería compenetrarme
con una expresión del orden de lo estético, que me aleje de mi pensamiento racional,
pero sin generar una manifestación yoica. Por eso una solución posible es dibujar un
ideograma que viene siendo realizado desde hace siglos y siglos siempre igual, siempre
el mismo, pero a la vez siempre diferente, porque de lo que se trata es que ese
ideograma vibre en la misma sintonía en que vibro yo, que lo estoy dibujando. Llegado
a ese punto estaré exteriorizando algo que forma parte de mi interior: yo me convierto
en ese ideograma. Y es en este punto donde esta concepción del arte o de la estética o de
la poiesis se ubica a un paso de convertirse en una forma de comunicación. Porque si yo
veo ese ideograma mil años después de que un artista lo plasmó en una tela, y de alguna
manera logro vibrar en la misma sintonía que ese ideograma, estaré generando una
confluencia con aquél que transmitió esa vibración en el ideograma, habrá una especie
de ligazón, una conexión, una disolución del yo en favor de una integración con un otro

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a quien no he conocido, a quien jamás voy a conocer, y a quien sin embargo conozco de
algún modo a través de esa confluencia. Se trata, por supuesto, de una experiencia de
orden místico, lo cual no quiere decir que no sea una experiencia del orden de lo real.
Simplemente se trata de una realidad diferente, distinta de la realidad objetiva o
mensurable. Ante el problema de cómo logro yo saber si realmente estoy
comprendiendo lo mismo que comprendió esa persona que pintó ese ideograma en el
momento de tomar contacto con él, lo cierto es que no hay manera ninguna de saberlo.
Pero precisamente sucede que aquí no hace falta saber nada, pues en el zen no hay
explicaciones, sino que es pura sensibilidad puesta en juego. En todo caso, yo sé porque
siento que es así, y de hecho no soy yo quien sabe, porque mi identidad está disuelta en
esa manifestación que vendría a ser descripta como un proceso de iluminación, que por
otra parte se da apenas en un instante, y es nada más que un instante. Pero en ese
instante hay un contacto, que podríamos entender como una comunicación
absolutamente real, incluso más una comunión que una comunicación. Estas dos
palabras, comunicación y comunión, tienen una misma raíz etimológica, que alude a
esta idea de generar una unidad.

Entonces tenemos aquí una manera alternativa de ver estos conceptos en los cuales
estuvimos trabajando hoy -la estética, la poiesis- que nos permite rescatarlos para lo que
es nuestra disciplina, la comunicación, y esto tiene que ver con el pleno reconocimiento
de la alteridad, de ese otro que de repente se ha manifestado a través de una determinada
expresión, y con quien yo entro en contacto a través de esa manifestación, que por otra
parte me lleva a lograr descubrirme a mí mismo a través de la catarsis. Es el rescate de
una forma de realidad que ha sido desestimada en occidente por culpa de este particular
oscurantismo que ha hecho hincapié exclusivamente en la razón positiva, excluyendo
cualquier otro tipo de manifestación que venga al rescate de lo humano. De más está
decir que nadie pretende que se deje de lado la razón. Como dicen Bateson, finalmente
somos sujetos forjados en occidente, dentro de este molde positivista, y no podemos
desvincularnos alegremente de él. Por otro lado también es cierto que naturalmente
somos seres racionales. El punto es, sin embargo, que además de ser seres racionales
tenemos otras cualidades que también son intrínsecamente humanas: lo afectivo, por
ejemplo, es asimismo parte de nuestra naturaleza. Y del mismo modo somos asimismo
seres atravesados por una condición poiética, por una condición estética que también
nos determina. Este cuatrimestre decidimos hablar de la problemática del amor, de la
constitución de una cultura amorosa, pero perfectamente podríamos haber hablado, en el
mismo sentido, de una problemática de la cultura estética, que también nos determina;
porque es como decíamos al comienzo: somos lo que nos gusta, y nos gustan ciertas
cosas en función de lo que somos. Está todo relacionado.

– Hay un momento en la Ética de Spinoza, donde él se pregunta por qué Dios no nos
hizo solamente racionales, por qué no nos hizo de manera tal que pudiéramos
manejarnos únicamente a través de la razón. Y el propio Spinoza responde que Dios no

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tenía ningún motivo para no usarlo todo en nuestra creación, para no usar todas las
dimensiones que componen este mundo y que exceden lo racional.4

Es el tema de la totalidad. Dice Spinoza que Dios no tuvo motivo para usar una parte
cuando podía usar todo. Nosotros, los hombres, realizamos precisamente la operación
contraria: nos vinculamos con el mundo a través de procesos que se basan en recortes,
priorizando siempre determinados aspectos en desmedro de otros. El hombre no dice
que no exista un orden moral, por ejemplo, ni reniega abiertamente de la estética, ni de
la sensibilidad, ni de las emociones, pero en definitiva los criterios que dan sustento a lo
que comprendemos como la verdad se validan pura y exclusivamente, desde Kant hasta
nuestros días, por la razón lógica. Lo demás existe, pero es algo subsidiario, secundario,
sin que se le reconozca ninguna adecuación respecto de la verdad. Y la cuestión es
precisamente ésta, que las dimensiones que son propias de la subjetividad sí tienen una
correlación con la verdad; por ahí no con la verdad de esas cosas del mundo que uno lee
habitualmente como una exterioridad, pero sí con la verdad relativa a quiénes somos
nosotros los seres humanos, a cuál es nuestra verdadera naturaleza, pues somos seres
afectivos, somos seres sensibles, con una capacidad de manejar una expresión estética.
Entonces el recupero de esa mirada integradora de lo que es el ser humano es lo único
que nos puede llevar a una buena conclusión a la hora de posicionarnos como cientistas
de la comunicación.

Quiero insistir especialmente en esto: no podemos ser cientistas de la comunicación si


no llegamos a evaluar adecuadamente quién es y cómo es ese hombre que se comunica.
Si vamos a partir de una definición falsa de qué es el hombre, incluyendo en ella
algunas cosas pero dejando de lado aquellas otras que nos resulten incómodas, por el
hecho de que no son mensurables, o porque nos enseñaron que son dimensiones
superfluas, estaré desvirtuando mi objeto de estudio y las conclusiones a las cuales
llegue seguramente no serán adecuadas. Por otro lado, las manifestaciones estéticas son
una de las formas más antiguas y generosas que tiene el hombre para comunicarse.
Tanto es así que desde las cavernas de Altamira venimos haciendo uso de este recurso, y
cada vez que no encontramos palabras suficientes para poder expresar con claridad
positiva un determinado contenido, lo que hacemos es ceder a los discursos estéticos,
metafóricos, no literales, para tratar de expresarnos así de otra manera. No podemos
desconocer la existencia de esa dimensión sensible y poética de lo humano, porque de lo
contrario estaríamos desvirtuando nuestra propia naturaleza. Esta sería en definitiva la
idea central de la clase que traté de hilvanar hoy en este recorrido.

En cuanto a la pregunta de qué es el arte, la única respuesta fehaciente deberá provenir


inevitablemente de cada uno de nosotros, siempre que tengamos presente que hay una
diferencia radical entre las cosas que a uno le resultan meramente agradables y lo que a
uno en cambio lo conmueve. ¿Se acuerdan de Immanuel Kant y su tratado sobre Lo
bello y lo sublime? Allí Kant dice que hay cosas que son bellas, en el sentido de ser ellas
solamente bonitas o agradables, y hay cosas que son en cambio sublimes. Para Kant la
condición de estas últimas cosas, no meramente bonitas, sino sublimes, estaba no en
quien promovía su reconocimiento, sino en las cosas en sí mismas; hoy uno estaría más
predispuesto tal vez a decir que esta condición necesariamente reside en la capacidad de
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“Y a quienes preguntan por qué Dios no ha creado a todos los hombres de manera que se gobiernen por
la sola guía de la razón, respondo sencillamente: porque no le ha faltado materia para crearlo todo, desde
el más alto al más bajo grado de perfección; o hablando con más propiedad, porque las leyes de la
naturaleza han sido lo bastante amplias como para producir todo lo que puede ser concebido por un
entendimiento infinito.” (Baruch Spinoza; Ética, Terramar, La Plata, 2005).

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reconocimiento de un observador, sin el cual ninguna categoría que tenga relación con
lo estético, con lo emocional o con lo sensible tiene sentido alguno. La belleza no
radicaría entonces en el objeto, sino en una adecuación que se da entre el objeto y lo que
el hombre reconoce allí como contenido. En cierto punto hay aquí algo bastante
parecido, si me permiten la traspolación, a lo que Michel Henry distingue en el concepto
de praxis: el valor del objeto material no está en el objeto en sí, y tampoco está en el
mercado; está en la relación que el hombre establece con ese objeto que él transforma.
Bueno, algo muy parecido a esto pasa con la expresión estética. En esa relación que yo
tengo con la manifestación estética, que produzco y/o asimilo, está su verdadero valor.

Finalmente quisiera hacer una muy breve referencia a un texto de Wassily Kandinsky,
De lo espiritual en el arte, que es además interesante porque es uno de los pocos casos
en los que un artista plástico teoriza sobre el arte. En este libro Kandinsky señala algo
que cabe tener presente: dice que cada época tiene una sensibilidad que le resulta
propia. La sensibilidad sería así un producto de su propio tiempo, y aunque siempre es
posible imitar los cánones artísticos de otras épocas, esa mimesis estaría vaciada de
sentido, pues se alejaría de la auténtica sensibilidad de la propia época. Ahora bien, si
uno se pregunta cuál será la sensibilidad característica de nuestro tiempo, este tiempo
que algunos llaman posmodernidad, un poco estaría caracterizada seguramente por ser
una especie de palimpsesto donde todo se mezcla, donde todo tiene un registro que deja
una huella en nosotros. Hoy yo canté una estrofa de un madrigal español... ¿Qué tengo
que ver yo con un madrigal compuesto en el siglo XV, siendo que vivo en el siglo XIX?
Bueno, nosotros somos el resultado de una gran globalización, no sólo geográfica, sino
también histórica, pues poseemos una mirada que sobrevuela muy distintas épocas,
apreciamos el arte que se hace hoy tanto como podemos hablar del romanticismo, del
período clásico, del período barroco o de la edad media. En todo caso, la única regla que
puede aplicarse para referirnos a estas cuestiones será la que dicte la experiencia
sensible de cada uno de nosotros. Podemos pensar en términos de pertenencia a una u
otra determinada cultura, así como podemos pensar en términos de una pertenencia a
una clase social; pero la sensibilidad siempre será individual y el ejercicio para terminar
de comprender de un modo cabal todo esto que hemos estado trabajando hoy será
necesariamente introspectivo.

Desgrabado por Javier Yanantuoni


Editado por Germán A. Serain

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