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Isabelino Siede
El autor, apuntan los editores de este libro, se propone analizar los
fundamentos y los propósitos de la formación ética y ciudadana,
entendidos como expresión curricular de la responsabilidad de la escuela
en la educación política de los estudiantes. Esto supone, entre otras
cuestiones, volver a abordar la relación entre el sistema educativo y el
contexto social, explorar las respuestas construidas antes de la
modernidad y que contribuyeron a dar forma y dirección a las matrices
institucionales.
HACE MÁS DE UNA década que trabajo los temas abordados en este texto y
siguen abiertas para mí muchas interrogantes que aparecieron en mis
primeros años como maestro de escuela. Valoro las preguntas, porque
suelen tender un puente entre el proceso de conocer y el de pensar. En este
caso, me dieron un territorio de problemas y me invitaron a explorar las
respuestas de otros autores, la experiencia de educadores, las
preocupaciones y los ensayos abiertos en las escuelas.
Sin preguntas, el conocimiento se vuelve insípido y pierde su rumbo o
bien se cristaliza y solidifica. Quizá eso explique la persistencia en las aulas
de representaciones rígidas en tiempos de liquidez. Algunas ideas que
ingresan al ámbito escolar tienen una circulación muy prolongada y
perviven en los discursos y en las prácticas, desgajadas de los marcos
teóricos en los cuales se fundaban inicialmente. De ese modo, perduran
creencias viejas y sus críticas, que también van cubriéndose de moho,
persisten frases lapidarias sobre lo que es y debe ser la educación, aunque
no pueden ya dar cuenta de lo que pasa en las aulas y lo que nos pasa en el
cuerpo. Pensar la educación política de nuestro tiempo es una invitación a
revisar esas creencias para recrear su vigencia o dejar que sigan su proceso
de disolución.
Todo gesto educativo es una intervención en el mundo, entendido
como el artificio humano que van construyendo las sucesivas generaciones.
La educación política atañe, más específicamente, a las prácticas
pedagógicas mediante las cuales una sociedad provee a las nuevas
generaciones de herramientas para actuar en el mundo, para transformarlo y
transformarse en él. Esas prácticas tienen sentidos, modalidades y
contenidos diferentes según las épocas y los actores sociales que las
propongan. Si cada sociedad tiene necesidad de construir, en sus miembros,
disposiciones y actitudes pertinentes para su gobierno, en este caso nos
interesa encarar la pregunta por la educación política existente y necesaria
en a sociedad argentina actual: ¿para qué y cómo educar a los estudiantes
en el ejercicio del poder?
Los dispositivos institucionales son una herramienta clave de la
formación de los estudiantes en el Estado de derecho. ¿Con qué criterios
podemos pensar las normas y el funcionamiento cotidiano de la escuela
para que orienten a los alumnos en el ejercicio de la ciudadanía?
Una de las cuestiones que inquietan inicial y recurrentemente a
cualquier educador es la relación entre su tarea y el contexto social, es
decir, la posibilidad de que la propia acción contribuya, al menos en parte, a
mejorar la sociedad. Es frecuente que muchos de quienes se inician en la
docencia tengan expectativas más o menos explícitas, más o menos claras,
de haber escogido una profesión que les permitirá mejorar el mundo. El
contenido y la dirección de la transformación que se espera lograr varían
notablemente entre generaciones o entre representantes de una misma
generación. Lo que guarda mayor permanencia es el optimismo inicial.
Pueden plantearse numerosas objeciones de ingenuidad o de soberbia
ante una aspiración tan altruista, pero también es interesante observar el
carácter político de esta idea. Puede tratarse de una politicidad muy vaga,
aunque instaurada claramente en un sujeto que se dice a sí mismo “no me
gusta este mundo y puedo hacer algo por cambiarlo”. Ese “algo” que
esperamos hacer en enseñar, educar, guiar a niñas y niños hacia un camino
mejor, etcétera.
Sin olvidar que la escuela es una herramienta de legitimación del orden
social vigente, podemos considerar que es también el ámbito donde ese
orden social se presta a ser discutido, recreado y reorientado. Guttman
propone el concepto de “reproducción social consciente” para dar cuenta
del proceso por el cual una sociedad somete a deliberación sus propias
bases de sustentación en la acción educativa, invitando a que los niños se
sumen a la empresa de construir la sociedad: “En una sociedad democrática
la “educación política” (el cultivo de las virtudes, el conocimiento y las
habilidades necesarias para la participación política) sí tiene primacía moral
sobre otros objetivos de la educación pública. La educación política prepara
a los ciudadanos para participar al reproducir de forma consciente su
sociedad, y la reproducción social consciente es el ideal no sólo de la
educación democrática, sino también de la política democrática”. En
definitiva la educación política es el punto donde una sociedad define cuán
democrática es o cómo concibe la democracia, pues allí se establece qué
juego invitamos a jugar a las nuevas generaciones.
Una de las ideas que persisten en los propósitos, en las carteleras y en
los discursos oficiales es la relación entre escuela y ciudadanía o, más
específicamente, la convicción de que la escuela debe fomentar ciudadanos.
Esta persistencia de un enunciado global puede opacar la variedad
considerable de acepciones que se han asignado a esta formación, surgidas
desde el inicio mismo del sistema educativo formal y aun antes, cuando la
educación pública era poco más que quimera y proyecto. ¿Por qué y para
qué habrán de educarse los ciudadanos? Para interpretar las prácticas
actuales de educación política y tomar posición frente a ellas, necesitamos
realizar un somero recorrido por las representaciones que orientaron sus
primeros pasos, que nos permita detectar en qué medida y de qué manera
siguen vigentes en nuestras prácticas actuales.
Entre las expresiones que hoy cuentan con mayor prestigio en las
escuelas están los valores, la ética y la ciudadanía, frente a términos como
moral y política, que tienen menos posibilidades de figurar en las carteleras
o ser mencionados de modo elogioso en discursos de los actos escolares. Se
trata, sin embargo, de categorías que transitan un campo compartido de
cuestiones, donde se relacionan e imbrican mucho más de lo que puede
suponerse desde esa distribución de simpatías y rechazos.
Nuestro primer problema es discutir desde el aula las condiciones de
igualdad que nos llevan a considerarnos ciudadanos. Se trata de una tarea
contracultural en el contexto de una sociedad expulsora, pero no hay
democracia posible si no refundamos el lazo social en una igualdad
inclusiva. La escuela no puede cambiar el orden social en que se inscribe,
pero puede contribuir a generar cambios en las miradas, comenzando por la
propia mirada del maestro. Cuando un chico excluido, abandonado o
maltratado encuentra en la escuela un docente que ve en él un sujeto digno,
que cree en sus posibilidades de cambio y crecimiento, que le ofrece
herramientas para pensarse y pensar el mundo, que le abre oportunidades
para aprender a ejercer su propio poder, ascendemos el primer escalón en el
camino de la inclusión.
La primera responsabilidad de la escuela en la formación política de
los estudiantes es garantizar la continuidad de la vida social, es decir,
incluir a niños y jóvenes en las pautas comunes de la convivencia. Sin
embargo, esto no significa que la escuela abogue por la continuidad sin m ás
de las instituciones actuales, tal como han cobrado forma a través de la
historia. Una educación que aspire a ser emancipadora, tratará de recrear
críticamente en el aula los fundamentos normativos de la vida social, es
decir, los criterios y principios que dan sustento a las normas en una
comunidad política que intenta ser justa. Podemos llamar a esto dimensión
normativa de la formación ética y política, que recoge las cuestiones
vinculadas con la vida digna, que aborda el fundamento de os derechos y
responsabilidades de la vida social a fin de formar sujetos moralmente
autónomos, que puedan dar cuenta de sus acciones y argumentar acerca la
igualdad en la convivencia.
Asumir una responsabilidad implica leer las condiciones del contexto y
tomar posición en ellas. A mi modo de ver, en el horizonte en que
desarrollamos las prácticas educativas, se plantea el desafío de incorporar
tres virtudes básicas de la ciudadanía (criticidad, creatividad y
compromiso), como “virtudes” de un rol que tiende a disolvernos en
mandatos diversos y frecuentemente contradictorios. Con la intención d
posicionarnos con sujetos políticos:
Los docentes necesitamos desarrollar criticidad, para abrir la mirada
a un mundo social complejo y cambiante, generalmente difícil de
comprender, donde no es sencillo distinguir qué lugar ocupa cada uno y
cuáles son las implicaciones de los discursos que nos atraviesan y
constituyen, pues docentes críticos son quienes pueden analizar los
problemas y desafíos del presente.
Los docentes necesitamos crecer en creatividad, para encontrar
respuestas adecuadas a problemas viejos y nuevos, frente a las cuales las
respuestas anteriores resultan insuficientes, para formular nuevas
categorías explicativas y desarrollar nuevos proyectos colectivos, pues
los docentes creativos siempre se muestran interesados por encontrar
articulaciones nuevas y replantear las preguntas desde lugares
inexplorados hasta el momento.
Los docentes estamos convocados a dar muestras de nuestro
compromiso, para involucrarnos en la renovación de una sociedad que
dejó de creer en sí Islam, para vigilar que los poderosos, los interesados
y los necios no impidan la vida digna de los demás, no degraden su
búsqueda de felicidad. En los docentes comprometidos se ve la voluntad
de actuar en consonancia con lo que pensamos y deseamos individual y
colectivamente.
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La educación política. Ensayos sobre ética y ciudadanía en la escuela; Isabelino
Siede, Paidós, Buenos Aires, 2007. 250 páginas.
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