Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
TÉCNICA LEGISLATIVA
DEL CODIGO CIVIL ARGENTINO
SEGUNDA EDICIÓN
ABELEDO-PERROT
BUENOS AIRES
PROLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN
A. C.
Buenos Aires, julio de 1927.
PARTE GENERAL
B.-5. En lo que toca a la segunda dificultad, será tarea difícil la de vencer las
prevenciones que en general suscitan estas cosas de cualquier técnica,
particularmente en materia jurídica, donde no se está acostumbrado a ellas, y donde,
por lo mismo, se las mira con desconfianza, si no con desdén.
Muy lejos estoy de hallarme seguro de poder despejarlas en mi caso. Ihering,
primero, ha debido dedicar varias páginas del citado t. III de su Esprit du droit
Romain, para hacer resaltar la importancia de la materia y para enrostrar a sus colegas
el olvido en que la tenían. Y Geny, después, ha tenido que hacer lo propio en el
primer tomo de su Science et technique, hasta creerse obligado a justificar la misma
necesidad y conveniencia de la técnica jurídica. Cabe suponer, así, lo que el asunto
puede importar entre nosotros, que nos mantenemos tan ajenos a todo cuanto entrañe
disciplina no ya científica sino aun ética y hasta legislativa, que somos tan amigos de
lo que llamamos inspiración personal, que resultamos tan refractarios - pese a nuestro
aparente revolucionarismo- a lo que implique cambio de metro o innovación, y que
preferimos en esto como en todo las vías expeditivas y cómodas de lo ya conocido y
trillado.
Bien me consta lo que se ha abusado del preceptismo, con el cual se quiere
sinonimizar la técnica. Sé que las reglas de la gramática no sirven para enseñar a
hablar correctamente. Hay admirables retóricos, si el calificativo cabe en el caso, que
son incapaces de sentir propiamente la belleza, ni siquiera de escribir un buen soneto.
Son muchos los que saben decir cómo debe ser hecha una cosa, y que resultan
incapaces de llevarla a la práctica. En definitiva, abundan los cánones y faltan los
hechos, sobran las técnicas y carecemos de obras, menudean los andamios y los
edificios quedan por hacerse.
Más aun. La mayoría de las cosas, particularmente en asuntos psicológicos y de
vida colectiva, como la política, la legislación y el gobierno, se realizan sin técnica
alguna. Tal pasa, concretamente, con el código civil. Es que, se agrega, eso de la
técnica si no es una superchería es una cosa como instintiva, que no se aprende en los
libros, que se tiene inconscientemente, por efecto de la natural predisposición o por
virtud larvada de la general cultura.
De ahí que toda su armazón de normas y principios resulte por lo menos innecesaria.
Y no sólo es innecesaria. También es peligroso. Los cánones técnicos, como todos
los cánones del mundo, son cristalizaciones de criterio, son categorizaciones de
pensamiento y de acción. Y no hay nada más inconveniente, para no emplear el
concepto más fuerte que cuadraría, que eso de reducir a fórmulas invariables, a
rígidos lechos de Procusto, el criterio y la acción, que, debiendo como deben
subordinarse a la vida que han de interpretar y favorecer, y que es, hasta por
definición, cambio perpetuo, diferenciación progresiva y constante evolución,
requieren libertad y no esclavitud, elasticidad y no fijeza, vale decir, adaptación a las
circunstancias variables, y nunca lo inverso de la supeditación de la realidad a sus
preceptos tan fríos como falsos.
LA TÉCNICA EXTERNA
CAPÍTULO ÚNICO
12. -Como es sabido, el Dr. Vélez fue nombrado para proyectar el código, por
decreto de octubre 20 de 1864, suscrito por el General Mitre como Presidente y por el
Dr. E. Costa como Ministro de Justicia, en virtud de lo dispuesto en la ley nº 269, de
junio 9 de 1863, cuyo art. 19 autorizaba al P. E. para designar “comisiones
encargadas de redactar los proyectos de los códigos civil, penal, de minería y de las
ordenanzas del ejército".
La ley y el decreto, un tanto antinómicos, según se ve, tenían antecedentes.
Poco después de Caseros, Urquiza dictó un decreto, con fecha 2 de agosto de 1852,
en el cual se creaba una comisión codificadora para la confección de los códigos
civil, penal, comercial y de procedimientos.
Este decreto es bastante largo e interesante.
Se hace notar, en los respectivos considerandos, que estábamos regidos por leyes
recopiladas que constaban en “muchos voluminosos códigos”, por “leyes dispersas...
de dos y medio siglos, y que sin embargo son desconocidas del pueblo a quien
obligan”, por "leyes multiplicadas y aun contradictorias", "deficientes" e
"inaplicabIes", que dejan ancha puerta a los pleitos"; que los códigos entrañan una
“ordenación en plan ideológico y coherente”; etc.
De ahí que se concluyera organizando la aludida comisión que se dividía en cuatro
secciones (una para cada código), a objeto de que éstas trabajasen desde luego
particularmente, y a fin de que después se estudiara y controvirtiera las interferencias
y contactos necesarios entre los distintos códigos, en el seno de la comisión general.
Además se disponía que la Suprema Corte examinase los proyectos, una vez
adoptados por la comisión, y que los jueces auxiliasen a ésta en sus trabajos, a cuyo
efecto también se solicitaba la cooperación de “todos los habitantes del pais,
nacionales o extranjeros”. Como redactor del código civil se nombró a don Lorenzo
Torres; como consultores, a los doctores Alejo Villegas y Marcelo Gamboa. En
virtud de la renuncia del señor Torres, fué designado en su reemplazo el Dr. Vélez
(setiembre 3 del mismo año 1852).
El hermoso decreto, lo mismo que las comisiones, no se resolvió en nada práctico:
la revolución del 11 de septiembre dió por tierra con cualquier tarea legislativa de tal
género.
Dos años después se dictó, con fecha 2 de octubre, una ley por la cual se
autorizaba al P.E. para nombrar una comisión codificadora “en el número de
individuos que se estimase conveniente”. Es notable que no se haya impreso
organismo alguno a esa comisión, como se hiciera en el decreto de 1852, que tan bien
conciliaba, en lo relativo de las cosas, el doble aspecto fatal de tareas semejantes, vale
decir, la pluralidad y la unidad, el análisis y al síntesis, lo especial y lo general, en
una palabra, la coordinación armónica y superiormente única de los distintos códigos
particularmente de los de derecho privado. Nada me ha sido dable descubrir al
respecto en el pensamiento de los iniciadores de la ley. Sólo cabe apuntar que la
circunstancia de dejarse al P. E. la determinación de “número de individuos que se
estimase conveniente” en la constitución de la comisión, puede indicar que aquello se
dejaba a criterio del P.E., por donde se lo creía meramente reglamentario.
De todos modos, esa ley, lo mismo que el susodicho decreto, no pasó de un deseo
y de la simple expresión: jamás fué llevada a la práctica, al extremo de que ni siquiera
se designó por el P. E. la comisión aludida. Los conflictos entre la Confederación y
Buenos Aires, que culminaron en Cepeda, en el Pacto de San José de Flores, en la
Convención de 1860 y en Pavón, no permitieron ningún pensamiento de gobierno que
no fuese político o que no se refiriese a lo perentorio de las circunstancias. Y es
evidente que el pensamiento legislativo requiere tranquilidad y relativa
despreocupación, por lo mismo que se vincula con obra ponderada y con intereses
que no atañen directamente al problema de la organización.
De ahí que sea menester aguardar casi una decena de años para encontrar otra
manifestación gubernamental al respecto.
Fué en 1863 cuando se dictó la mencionada ley 269, con fecha 9 de junio, en cuya
virtud se autorizaba al P.E. para que nombrase comisiones encargadas de redactar los
códigos civil, penal, militar y de minería (ya se tenía el código comercial, pues por
ley de septiembre 12 de 1862, se había declarado código nacional el código de
comercio que entonces regía en la Provincia de Buenos Aires, desde octubre de 1859,
“redactado por los doctores Vélez Sársfield y E. Acevedo”, según rezaba el art. 19 de
la misma ley).
A esa ley se debió el decreto - posterior en más de un año- de octubre 20 de 1864, en
el cual se designaba al Dr. Vélez para que “redactase el proyecto de código civil”. En
la nota que dirigiera el Ministro al Dr. Vélez al comunicarle su nombramiento, le
recomendaba la conveniencia de indicar concordancias y citas legislativas, así como
la de formular notas explicativas de las disposiciones legales y del pensamiento que
las inspirase, y hasta le trazaba, en lineamientos bastantes sumarios y no siempre
correctos, ni aún con relación a la época, el sistema de fondo de las instituciones del
código.
A lo que parece, trabajó solo. En verdad que no tenía grandes motivos para contar
con la opinión de nuestros juristas, entre los cuales no había un solo jurisconsulto.
Más aun, los pensamientos adversos contribuían a afirmarlo más en el propio.
Alguien le observó, en cierta ocasión, que algunos miembros de la Suprema Corte
encontraban malo tal o cual precepto legal. El Dr. Vélez no sólo no hizo caso alguno
de la observación, sino que, además, ante una insistencia formulada al respecto, llegó
a decir que no tendría inconveniente en poner entre las concordancias y citas de las
disposiciones criticadas: “en favor, Demolombe, Aubry y Rau, etc., en contra, Fulano
y Zutano; a ver si creen poder tener el derecho de figurar éstos al lado de los
jurisconsultos en quienes me inspiro”.
Es igualmente verdad que en la época no había nadie que estuviese en mejores
condiciones que el Dr. Vélez para una obra semejante. Se trataba, por de contado, de
un jurisconsulto, guardada la relatividad del concepto: había escrito y publicado más
de una obra (los comentarios sobre las Instituciones de Alvarez y sobre el Prontuario
de Castro, su Derecho público eclesiástico, su prólogo de la traducción castellana de
la obra de derecho constitucional de Curtis, etc.), había ejercido la profesión de
abogado patrocinando grandes causas, estaba bien versado en economía (su cátedra
en la Universidad de Buenos Aires, su fundación del Banco de la Provincia de
Buenos Aires, etc.), había sido legislador varias veces, fué Ministro otras más, tuvo
alguna participación en la confección del código de comercio de esa misma Provincia
(cosa que hoy niegan algunos descendientes del Dr. Acevedo), hasta tenia versación
literaria (su traducción de la Eneida, etc.) ; en suma, había realizado una tarea tan
compleja que fatalmente debía haberlo educado para alcanzar el derecho en la visión
suprema de los distintos arraigos, interferencias y proyecciones del mismo, lo que
tenía que resolverse en la medida relativa postulada en la sana y fecunda conjunción
última de la ciencia y la experiencia, de la teoría y la práctica, de los libros y el
mundo.
De ahí que sea difícil discutir su designación. Fué ella tan sabia como cualquier
designación que se haga en favor de una persona que es insustituible porque es única.
No creo que cupiera mayor elogio del Dr. Vélez. y bien complacido se lo tributo.
Por eso resulta disculpable su legitimo orgullo: todo aquel que vale es orgulloso,
sin que esto importe justificar la ostentación o la vanidad del orgullo.
Hay razón, pues, para que el Dr. Vélez trabajara solo, como indudablemente ha
hecho. Tal circunstancia explica la doble modalidad de su código: su fuerte valor de
fondo y sus numerosos traspiés de detalle.
Pero esto último se explica también por otra circunstancia. El código le insumió
poco más de cuatro años de labor, pues, según es sabido, en 1869 lo tuvo listo y lo
sometió a la consideración del gobierno, acaso debido a instancias de Sarmiento,
entonces Presidente (que tan alta opinión tenía del Dr. Vélez y de su obra, y que
estaba muy interesado en la urgente sanción del código), acaso porque el mismo
Vélez quería dar cima a su tarea por razón de lo relativamente avanzado de su edad
(estaba por frisar en los setenta años
18.-Se pretende que estamos viviendo bajo el régimen de un código apócrifo, por
razón de que las ediciones del mismo discuerdan con relación a los respectivos
originales. Y se arguye con la circunstancia de que muchos de los errores de tales
ediciones, así como gran parte de las erratas y correcciones de las dos leyes
susomentadas, respectivamente no se encuentran en los originales, o habrían sido
innecesarias porque en éstos el correspondiente texto es irreprochable.
Lo primero carece de cualquier asidero: no estamos gobernados por ningún código
apócrifo. Lo que se sancionó como ley por el Congreso en 1869 no fueron los
originales del código, sino el proyecto impreso en La Nación Argentina y en la casa
de Coni, pues lo que al efecto se remitió por el P. E. no fueron los originales
manuscritos sino los cuatro tomos impresos de las ediciones indicadas. Por lo demás,
la ley 527 quita cualquier duda: el código civil de la República se encuentra en la
edición hecha en Nueva York en 1870 así como en las correcciones fijadas en esa
misma ley. Más aún: el art. 29 de la ley 1196 ordenó una nueva edición oficial del
código, en que se incorporase la ley de correcciones, con el agregado de que ella seria
“la única considerada oficial”. Y es sabido que en tal virtud se procedió a la tarea con
la edición de La Pampa en 1888 (literalmente reproducida en la de 1889).
De consiguiente, la afirmación no tiene sentido jurídico ni legal. A lo sumo si cabe
aceptarla en cuanto científicamente hace resaltar las diferencias del código imperante
con respecto a los originales del mismo.
Aun en tal terreno, creo que no corresponde magnificar las cosas. Desde luego
observo que en la publicación del Dr. Otero Capdevila se acepta la circunstancia de
que en materia de contratos, dos tercios de las correcciones y erratas de las leyes
aludidas no figuran en los originales: de las 108 correcciones contenidas al respecto
en aquellas dos leyes, sólo 37 habrían resultado inútiles, por cuanto los originales no
les habrían dado pie.
En segundo lugar, cabe apuntar que el proyecto sancionado por el Congreso en
1869 fué impreso bajo la dirección y con las correcciones del mismo Dr. Vélez. Tal
circunstancia supone: 1º que la impresión debe haber sido realizada sobre originales
indiscutibles; 2º que la edición ha tenido la ventaja de la intervención personal del
autor del proyecto. Y es notoria la deficiencia gramatical y literaria de esta edición, al
extremo de que la misma edición de Nueva York, con todas sus fallas y deméritos de
expresión, lo es superior.
En tercer lugar, es de observarse que tales originales pueden distar de serlo. Se
trata de “borradores”, de “anotaciones” de "copias" en que se acusa lo que en la
técnica de los escritores se llama apuntes, bosquejos, esquemas y todo el resto afín de
la preparación, del estudio, del génesis, de la formación, etc., del consiguiente
pensamiento. ¿Qué es, pues, lo definitivo en ellos? ¿Dónde se encuentra el verdadero
pensamiento de su autor?
Más aun. Hay mucho en ellos que no es de puño y letra del codificador. ¿Hasta
qué punto, entonces, hay derecho para pensar que la intención de éste se halle
cristalizada en las meras copias o en la posible colaboración ajena?
Todavía más. Esos “originales” son varios, pues en algunos supuestos llegan hasta
siete distintos. ¿Cuál de ellos contiene la expresión última de la intención legislativa?
Por lo demás, observo que se trata de originales que cabria calificar de ex post
facto. Fueron donados a la Universidad cordobesa en 1892, mucho después de
sancionado el código y de fallecido el codificador. Quién sabe, por lo mismo, cuántas
modificaciones no fueron introducidas en ellos a posteriori. Quién sabe, igualmente,
cuántas ideas nuevas fueron agregadas, ni cuántas ideas primitivas fueron dejadas de
lado. De ahí que nadie tenga el derecho de poder afirmar que en ellos se encuentre el
pensamiento legislativo del código, sino, a lo sumo, el pensamiento del Dr. Vélez
como individuo, como jurista, vale decir, como persona privada y no como
codificador.
La conclusión que de ello surge es elemental. Los originales susodichos carecen
de cualquier valor legislativo, aun en el sentido de la mera interpretación del código,
pues no son ni pueden ser el antecedente obligado de éste. El único valor que tienen
es de carácter puramente psicológico, en cuanto muestran en la persona del Dr. Vélez
el flujo y reflujo de su pensamiento jurídico. Ello sin contar el valor bibliográfico e
histórico que naturalmente entrañan por cuanto se trata de papeles ligados a nuestro
código más fundamental de derecho privado, y por cuanto representan todo un
precioso legado intelectual de nuestro jurisconsulto más eminente.
19.-Es menester advertir que el código no quedó inalterado por mucho tiempo.
Sin contar una larga serie de leyes que lo rozan más o menos incidentalmente, hay
varias otras que son de acentuado y directo carácter civil.
Entre las primeras se tiene las leyes de correos y de telégrafos (contratos entre
ausentes, propiedad de cartas misivas, etc.), de ferrocarriles (locación de servicios,
contrato de transporte, oferta a personas indeterminadas, etc.), de papel sellado
(requisito contractual y testamentario, prescripción de las acciones correspondientes a
la violación de la ley, etc.), de moneda (obligaciones de dar sumas de dinero), de
caza, de pesca, de bosques, de aguas, de ríos, de mensuras, de aduanas, de warrants,
de patentes, de tierras, de colonización, etc., etc. Son tan importantes, del punto de
vista civil, como las de ferrocarriles y de correos y telégrafos, las de contribución (un
pago ulterior no hace presumir el pago anterior, prescripción de las respectivas
acciones, creación de un nuevo derecho real, etc.), de afirmados y de obras sanitarias,
que entrañan características análogas a la de contribución, etc. También cabe recordar
las leyes de lotería, de juego, de impuestos internos (sin contar entre éstas varias
leyes especiales sobre azúcares, vinos, alcoholes, etc.), y muchas más que, como las
precedentes, son ante todo de carácter administrativo, fiscal, etc., esto es, ligadas de
algún modo al derecho público y con proyecciones civiles en no contados supuestos.
Entre las segundas, y sin perjuicio de que también omita involuntariamente la
mención de más de una ley interesante, figuran las siguientes: nº 1196, sobre
correcciones del código civil (setiembre 9 de 1882) ; nº 1565, de octubre 31 de 1884,
sobre registro civil (de matrimonios, nacimientos y defunciones), ampliada por las
leyes 3703 y 3986, que extendieron el registro a los territorios nacionales; nº 1656
(modificada por las leyes 4206 y 6026), sobre loterías nº 1804, de setiembre 24 de
1886, reformada por la ley 8172, sobre el régimen del Banco Hipotecario, y que
entraña una buena alteración de la hipoteca legislada por el código, sobre todo en
cuanto espiritualiza el crédito hipotecario, y el derecho consiguiente, al movilizarlo y
al reconocerle en cierto limite y sentido un carácter de derecho independiente y no
accesorio, algo así como el del derecho análogo del código alemán; las leyes de 1888
y 1889 sobre el matrimonio civil, que secularizan la institución, antes sujeta a
disposiciones del derecho canónico, y que motivaron una controversia tan larga como
interesante en el Congreso, particularmente en la Cámara joven; nº 2797 y otras sobre
aguas; la ley orgánica de los tribunales, en que se crea el registro de los derechos
reales, lo que importa alterar, con relación a terceros, el sistema de la tradición del
código; los distintos tratados de derecho civil celebrados por el país, especialmente
los del Congreso de Montevideo (1889) ; nº 3683, de octubre 14 de 1899, según la
cual los acreedores de sumas procedentes de semillas vendidas o de trabajos de
cosecha pueden hacer efectivos sus privilegios sobre el importe de las primas
correspondientes a seguros agrícolas en favor del deudor de aquellas sumas; nº 3942,
de agosto 11 de 1900, que, de acuerdo con lo que es corriente en materia de
estipulaciones por terceros, reconoce como de propiedad directa del beneficiario, y no
derivada por sucesión, el seguro de vida constituido en favor del mismo, de tal suerte
que su importe no puede responder a las obligaciones del constituyente del seguro
(pero esto, no embargante su decidido carácter civil, pertenece entre nosotros al
derecho comercial), y a la cual dió una ubicación tan curiosa (allá en las sucesiones)
la comisión de la Facultad de derecho en el Proyecto de correcciones de que haré
mérito dentro de poco, cuando su lugar natural era entre los art. 1161 a 1163, que
cabalmente contemplan los contratos en favor de terceros; o nº 4097, de agosto 9 de
1902, sobre juegos de azar; nº 4124, de octubre 1 de ese mismo año, sobre redención
de capellanias; nº 7092, sobre propiedad literaria, científica y artística; nº 8875, de
diciembre 13 de 1912, sobre debentures, que incorpora a nuestro derecho la conocida
institución británica, en cuya virtud puede haber un derecho real de hipoteca sobre
bienes no especificamente determinados; nº 9151, que modifica los arts. 1032 y 1037
del código civil, en el doble sentido de que no es menester que las escrituras matrices
sean escritas por el mismo escribano, ni que se transcriba un documento habilitante,
que, aun cuando no haya sido otorgado por el escribano autorizante, haya sido al
menos incorporado a su registro con cualquier otro motivo; las distintas leyes sobre
contrato de trabajo (descanso dominical, trabajo de mujeres y niños, accidentes del
trabajo, etc.) ; la reciente ley de prenda agraria; etc., etc.
Creo que puedo prescindir del estudio particular de la técnica externa de cada una
de tales leyes. Todas han sido fruto directamente legislativo, por donde no han tenido
más elaboración que la común a nuestras leyes: su estudio por la respectiva comisión
de legisladores, su discusión en la Cámara originaria, su ulterior examen semejante
en la otra Cámara, etc. Por lo demás, no se ha suscitado con relación a ninguna de
ellas controversia alguna acerca del problema técnico.
20.-No aconteció lo mismo con la primera de las leyes citadas, la 1196, sobre
correcciones del código. Por eso considero que merece un análisis particular.
En 1878 se presentó un proyecto de ley en cuya virtud se proponía una serie de
enmiendas (sumaban 29) del código. Su autor, el senador Paz, insistió acerca de su
respeto por la obra del Dr. Vélez, asi como sobre la circunstancia de que se trataba
tan solo de simples errores tipográficos o evidentes, por donde su proyecto no
implicaba la reforma del código sino la edición de una simple fe de erratas.
La correspondiente comisión, compuesta por los doctores Cortés, Arias y Argento,
se expidió el año subsiguiente de 1879, aconsejando la adopción del proyecto de
correcciones tal como ella lo despachara, esto es, con 174 enmiendas.
En la sesión en que se trató ese despacho (17 de junio del año citado), Sarmiento
fué el primero que contestó el discurso del miembro informante (Cortés),
oponiéndose a la discusión del mismo. Con oratoria dominante, y hasta sarcástica,
estableció un distingo de lo más agresivo: había en el Senado abogados, pero no
jurisconsultos; de ahí que este Cuerpo no tuviera el derecho de tocar en forma alguna
la gran obra de Vélez, mucho más cuando las simples erratas del proyecto originario
habían degenerado en positivas correcciones, como las que entrañba el despacho de la
comisión. El Dr. Cortés se defendió con habilidad y sin intimidación alguna. Los
doctores del Valle y Pizarro acompañaron a Sarmiento. Y los senadores Torrent y
Vélez apoyaron a la comisión.
En una sesión ulterior, este último senador propuso la votación en general del
despacho. El senador Pizarro se opuso en un discurso lleno de ática malicia y de un
talento parlamentario de primer orden. Pero la mayoría estaba formada, y la votación
propuesta fué un hecho. Vino luego la discusión en particular de cada una de las 174
enmiendas, lo que tomó una serie de sesiones. En el curso de las mismas -
particularmente de las primeras, pues luego se impuso un silencio sistemático, ya que
nada le demostraba la necesidad de todas esas correcciones - se hizo más patente la
fuerte personalidad del Dr. Pizarro, asi como el sentido práctico de del Valle, y lo
generalmente subalterno de los conocimientos jurídicos de casi todos los senadores,
con excepción del Dr. Cortés. De cualquier manera, quien desee no formarse mala
opinión jurídica de nuestros senadores, debe no leer el conjunto de dicha discusión
(que corre impresa en tomo aparte: Discusión de la fe erratas y correcciones “al”
código civil”, Buenos Aires, Imprenta de La Nación, 1879).
En 1880 se pasó el proyecto sancionado a la Cámara joven. Puede verse en las
páginas 395, 504 y ss., 535 y ss. y 539 y ss. del respectivo Diario de sesiones, las
ulterioridades que en ésta tuvo el proyecto. La comisión (compuesta por los doctores
J. C. Paz, A. D. Rojas, R. Ruiz de los Llanos, B. Solveyra, l. M. Chavarria, C. L.
Marenco, L. Lagos García, M. Demaria y M. de Tezanos Pinto), aumentó las
correcciones a 314 (temo no haber contado bien). E informó en su nombre el Dr.
Rojas, quien dijo que las correcciones tendían a interpretar preceptos poco claros
mediante reformas gramaticales y lógicas, a concordarlos entre si suprimiendo
contradicciones, a cambiar términos vulgares por expresiones técnicas, etc. Se
levantó la sesión sin discutir. Lo mismo ocurrió en la siguiente. Por fin se entró en el
correspondiente estudio con fecha 25 de julio, concluyéndose por adoptar casi todas
las enmiendas propuestas por la comisión.
En el Senado se rechazó 28 modificaciones (casi todas contenidas en la sustitución
del vocablo locura por demencia, introducido en la Cámara de Diputados). Vuelto el
proyecto a esta rama del Congreso, no se insiste en la sanción primitiva, con
excepción de la del inc. 6º del actual art. 1791 (Diario de sesiones de 1882, p. 14).
Pero el Senado mantuvo su actitud que debió imponerse por razón de su privilegio de
Cámara iniciadora, y en virtud de que se llenó al efecto el requisito de los dos tercios,
por donde el proyecto quedó convertido en sanción definitiva, promulgada luego por
el P. E., con fecha 9 de setiembre del mismo año.
Como es sabido, las correcciones llegan a 285. La gran mayoría de ellas son
justificables: en principio responden a exigencias meramente gramaticales, a razones
de simple buen sentido y a necesarias correlaciones con otras del código o con el
espíritu de fondo del mismo. La verdad que en tales sentidos se pudo haber hecho
mucho más y mejor. Ya se lo verá cuando más adelante, en LA PARTE ESPECIAL,
cap. IV, de este trabajo, estudie la técnica literaria del código, en lo cual se contendrá
la de no pocas de las indicadas correcciones de la ley 1196: son numerosos los
defectos de expresión, son abundantes las superfetaciones y oscuridades, etc. Ya se lo
verá, igualmente, cuando haya de puntualizar las frecuentes contradicciones y las
múltiples repeticiones que en el mismo se tiene (núms. 69 y ss. y 75-6).
Por lo demás, entre las enmiendas adoptadas hay varias que son observables. La
del actual art. 325, sobre ser poco clara, resulta diminuta, pues, como ya observara el
Dr. del Valle en la discusión senatorial, se deja de lado el supuesto del hijo póstumo.
La del art. 572, relativa a la sustitución del vocablo quiebra por el de Insolvencia (que
motivó en el Senado una larga controversia: p. 363 y ss. del citado libro Discusión de
la fe de erratas correcciones al Código civil), además de no aclarar gran cosa el
concepto, es igualmente diminuta, ya que pudo ser extendida a otros supuestos
análogos o afines (art. 301, 962, 1397, 1464, 1714, etc.). Pudieron ser más felices las
de los arts. 1332 y 1405, que no delimitan cabalmente, con relación a los arts. 1404 y
1406, el contenido de lo aleatorio de una venta. La supresión del actual inc. 6º del art.
1791, aconsejada por la Cámara de Diputados, habría sido de toda obviedad.
De cualquier modo, con esa ley se hizo obra buena, sin que por eso haya lugar
para magnificársela, pues el valor científico que entraña es muy de detalle y casi
subalterno.
21.-Con esto puedo dar por terminado el estudio de la técnica externa del código.
Ha habido otras leyes civiles muy discutidas, sobre todo las de registro y de
matrimonios civiles (puede verse lo cálido de la controversia en la Cámara joven,
particularmente con relación a lo segundo, en los respectivos Diario de sesiones:
1884, t. II, p. 847 y ss.; 1888, t. II, pp. 373, 405, 422, 442, 456, 485, etc.), pero no en
materia de técnica legislativa. De ahí que no puedan interesar a tal respecto. Y de ahí
que tampoco seduzca ninguna otra ley civil, pues la técnica ha sido invariable. Sólo a
veces se ha recurrido por las comisiones correspondientes al asesoramiento de
entidades más o menos entendidas, si bien a propósito de proyectos que no han
llegado a ser ni siquiera sancionados, no ya convertidos en ley; tal aconteció, por
ejemplo, con el proyecto de adopción del sistema Torrens en materia de enajenación
de derechos reales, con el que establecía la indivisión hereditaria en las sucesiones de
cierta cuantía (creándose al efecto un derecho vitalicio de usufructo en favor del
cónyuge supérstite), etc.
Lo único digno de mención particular es el Proyecto de correcciones “al” código
civil (Buenos Aires, Imprenta de G. Kraft, 1908) pendiente de consideración. Nació
con motivo de un decreto de julio 28 de 1900, en el cual se dió comisión a dos
personas para que corriesen con la tarea de la nueva edición del código, que se
mandaba hacer y que debía ajustarse a estas bases: incorporación de la ley de
matrimonio, tomándose como modelo la edición de 1870 y las correcciones ulteriores
(de 1872 y de 1882); y salvedad de “los errores o incorrecciones o falta de armonía
de las distintas disposiciones correlativas del mismo código”.
La comisión se expidió a mediados de 1902 en un despacho en que se había
excedido de su cometido, si bien, a lo que parece, con asentimiento previo del
entonces Ministro de Justicia, pues no se limitó a la correlación y armonía de los
preceptos de la ley de matrimonio con los del código que resultasen rozados o
afectados, sino a una tarea más amplia de correcciones de forma y de fondo de todo el
código.
El Ministro pasó a informe de la Facultad de Derecho el trabajo de la comisión.
Los profesores que la Facultad designara al efecto hicieron notar la extralimitación, y
creyeron prudente solicitar, como se hizo, que el Ministro precisase el alcance del
decreto susodicho, a objeto de que ellas pudieran ajustar su conducta. Como parece
natural, el Ministro les dió amplias atribuciones para realizar “una labor más
completa y trascendental”.
En tal virtud, la comisión de la Facultad procedió al desempeño de su cometido.
Revisó las correcciones de la comisión anterior, si bien sin pronunciarse acerca de su
mérito, pues prefirió lo conservador de la tarea, que llama “mecánica”, de ajustarse a
lo originario del decreto de 1900, y no quiso aventurarse en la obra “completa y
trascendental” que también deseaba el nuevo Ministro.
Su trabajo consta en cinco planillas. En la primera se abarca 11 variantes de
expresión, que correspondía adoptar de acuerdo con las leyes de correcciones de 1872
y de 1882, y que no habían sido bien tomadas en la edición de 1883. En la segunda se
ajusta la ley de matrimonio al código, para lo cual, y como ya lo hiciera la primitiva
comisión, hubo que unificar varios artículos de aquélla, y se introdujo modificaciones
que tendían - a coordinar disposiciones de la ley o a suprimir lo transitorio de otros
preceptos de la misma. En la tercera figuran las correlaciones indispensables
entre la ley de matrimonio y el resto del código, ya que la desarmonía al respecto era
evidente en más de un supuesto. En la cuarta no se hace más que incorporar al código
las leyes 3863 y 3942 (sobre privilegio de los acreedores por semillas respecto de las
primas por seguros agrícolas, y sobre seguros de vida), siempre sin alterar la
numeración de los arts. del código. Finalmente, en la quinta se incluye los artículos
que se ha creído necesario proyectar para dar cabida a la transición operada con
motivo de las tres leyes incluidas en el texto del código.
La nueva comisión realizó un buen trabajo. Depuró el de la primitiva (agregando
correcciones, suprimiendo otras, modificando algunas, etc.), y señalo más firmeza
jurídica y legislativa en sus enmiendas y adaptaciones. Pero no se lanzó a lo
escabroso de una revisión general del código, como hubiera podido hacerlo según la
última nota ministerial. De suerte que a tal respecto las trescientas cincuenta páginas
de alteraciones contenidas en la respectiva publicación corresponden exclusivamente
a la comisión anterior.
Cabe advertir que estas alteraciones son, en su inmensa mayoría, de simple
expresión. De ahí que disten de representar la suma de mejoras que reclamarla el
código, si se entrase en la inoportuna aventura de su general reforma. Hay en el
código muchas contradicciones, incoherencias e inarmonías, que no se han tocado por
la comisión. Son todavía más numerosas las repeticiones que para nada se han tenido
en cuenta. Lo mismo digo del largo conjunto de preceptos meramente enunciativos,
completamente inútiles que pululan en el código. Eso que no me refiero sino a lo que
en él está expresado; que si fuésemos a sus comisiones y a su adaptación a lo
adelantado de la vida del derecho, las deficiencias subirían de punto, así en cantidad
como en calidad. Más aún: fuera de ese aspecto de fondo, en la misma faz de la
forma, del lenguaje, las aludidas alteraciones o enmiendas en bien poco tocan las
fallas lexicológicas y ortográficas, y menos todavía las que tienen que ver con las
frecuentes anfibologías de conceptos ambiguos y de sinonimias prodigadas al exceso,
ni las relativas a las construcciones defectuosas y al fraseo bastante zurdo de las
disposiciones legales, como se verá más adelante, cuando analice el lenguaje del
código (cap. IV de la PARTE ESPECIAL).
En cuanto a la labor de la segunda comisión, la de la Facultad, nada hay que decir,
pues ella es limitada, en razón de que no se ha querido, como indiqué, invadir el
dominio de todo el código, y se prefirió la tarea externa de la simple adaptación de las
tres leyes mencionadas.
Lo que es cierto es que todo ello acusa una tendencia, en el sentido de la reforma
integral del código, que no me toca examinar aquí. En cuanto en ella se trata de la
técnica externa de la obra, cabe apuntar la relativa mejora de la designación de
comisiones extraparlamentarias y constituidas por gente perita, encargadas de
elaborar los consiguientes proyectos.
26.-Es bastante más sumaria la técnica del código civil suizo, que en el fondo se
resuelve en la acción elaboratriz de Huber, el autor del respectivo anteproyecto.
Puede vérsela en la obra de Rossel y Mentha, Droit civil Suisse, t. 1, Introduction) de
la cual extraigo lo que al respecto paso a decir.
El eminente jurisconsulto recibió encargo en 1892 para prepararlo, en virtud de
estar resuelta constitucionalmente la correspondiente unificación del derecho civil de
todo el país, que hasta entonces era materia cantonal o local. De ahí una diversidad
más o menos intensa de puntos de vista, particularmente entre los cantones latinos y
los cantones germánicos, como puede verse en la obra de L. Henry Reymond, Etude
sur les institutions civiles de la suisse, sobre todo en el cap. III. Y de ahí la aspiración
progresivamente acentuada hacia un derecho orgánico y uniforme, según apunta el
mismo Reymond (p.223).
Huber se trazó al efecto un programa en forma de cuestionario que dirigió a cada
cantón, con el fin de auscultar las maneras de ver y las exigencias locales, y realizar
una tarea que se amoldase a las necesidades ambientes. En tal virtud le fueron
enviadas muchas observaciones, memorias y relaciones, tanto por las autoridades de
cada cantón como por las diversas instituciones (universitarias, forenses, industriales,
etc.) de los mismos, y que pudieran tener una palabra que decir al respecto. Con todo
ese material a la vista procedió a llenar su cometido. Terminado el trabajo, éste fué
destinado al estudio de distintas comisiones, una para cada libro, en todas las cuales
figuró el autor del anteproyecto. Luego se practicó una revisión general del proyecto
entero por otra comisión diferente, en que también tomó parte el mismo Huber.
Se llegó así al año 1901. Entonces se logró el voto del Consejo Federal, en el sentido
de discutir el proyecto revisado, sobre todo ante la circunstancia de que había otro
proyecto (de Stooss) que algunos auspiciaban y que distaba de tener el mérito ni de
gozar de la autoridad de aquél.
Para esa discusión se nombró una comisión numerosa en que estaban
representados los distintos intereses esenciales del país (jurídicos, políticos,
económicos, etc.), que en cuatro sesiones, celebradas en Lucerna, en Neuchatel, en
Zurich y en Ginebra (esta última en 1903), consiguió examinar la obra sobre la base
del Exposé de motifs que al efecto confeccionara el mismo Huber.
EI nuevo proyecto revisado pasó entonces al Parlamento, donde se lo estudió y
controvirtió por la respectiva comisión en el período de 1904 a 1907.
La redacción definitiva quedó a cargo de una nueva comisión en que igualmente
entró Huber. Y el trabajo resultante fué adoptado en diciembre 10 de 1907 por
unanimidad del Consejo Nacional y del Consejo de los Estados, como en “solemne
homenaje tributado al primitivo autor del proyecto”, según apuntan Rossel y Mentha
en la p. 47 de su citada obra.
Como es sabido, dicho código no empezó a regir sino el 1º de enero de 1912; vale
decir, cuatro años después de haber sido sancionado, sin contar la circunstancia del
titulo final del código, e independiente del mismo, en el cual se ha facilitado la
correspondiente transición jurídica mediante una larga serie de sesenta y tres
disposiciones.
27.-Antes de analizar la técnica del código brasileño, que es tan interesante, debo
decir algunas palabras acerca de la que corresponde al reciente código venezolano
(1916, que es una reforma del código de 1904, como éste a su turno lo era del código
de 1873).
La revisión se inició por decreto de julio de 1912, en cuya virtud se designó una
comisión de nueve miembros, entre los cuales figuraba por derecho propio el
Procurador general de la Nación. La comisi6n fué aumentada a trece por resolución
ministerial de noviembre de 1914.
En marzo del año subsiguiente, la comisión presentó su despacho al Ministro (de
Relaciones Interiores), quien acogió la mayoría de las reformas proyectadas por
aquélla, sin perjuicio de variar otras y de añadir algunas nuevas. El proyecto
resultante fué remitido al Senado, el cual, después de comenzada la segunda
discusión, lo pasó a una comisión de su seno para que lo estudiase (1916). Esta
comisión solicitó informes “a todos los abogados de la República”, según expresa el
Dr. Alejandro Pietri, hijo - uno de los miembros de la comisión originaria, y el
encargado de correr con la edición del primitivo proyecto de reformas - en su obra El
código civil de 1916, Litografía del Comercio, Caracas, 1916, p. IV. Con ellos dio
cima a su tarea, presentando despacho en el cual sólo se había insistido en
modificaciones incidentales y poco numerosas. El 21 de junio del mismo año, ese
proyecto quedó sancionado por las dos cámaras. Pocos días después fué promulgado
por el P. E.
Como se ve, no es muy importante la lección técnica que en todo ello se contiene.
Por lo demás, y de paso, las reformas adoptadas y dignas de especial
consideración no son muchas. Se refieren: a la facilitación del matrimonio (en
Venezuela se tiene la situación extraordinaria de que los hijos ilegitimas sean más del
doble que los legítimos, esto es, un 70 % de los nacimientos, al paso que entre
nosotros, por ejemplo, apenas si llegan a un quinto) ; a la admisión, en mayor grado
que antes, de la investigación de la paternidad natural, por más que la posesión de
estado queda bastante restringida (art. 230), y por más que los casos de esa admisión
no llegan a lo general de nuestro art. 325, según puede verse en el art. 242 del código
venezolano; a la responsabilidad del patrón por los accidentes de trabajo que pueda
sufrir el obrero, salvo el caso de culpa por parte de éste, lo que no es del todo
generoso o amplio, pues la tendencia está en el sentido de exceptuar tan sólo la culpa
grave del obrero; etc.
Finalmente, el nuevo código es, como sus precedentes, un trasiego del código
italiano. Tiene 2.064 artículos, contra 1.975 y 1.967 que tenían, respectivamente, los
de 1904 y 1873. Su metodología deja mucho que desear: en el libro I se discurre
sobre personas (en lo que se incluye la nacionalidad, el matrimonio y todo el derecho
de familia, así como el registro del estado civil) ; en el II, sobre los bienes y sus
modificaciones (Cosas, propiedad, usufructo y demás servidumbres, comunidad y
posesión) ; y en el III, sobre las maneras de adquirir la propiedad, en lo cual se
incluye la ocupación, las sucesiones, las obligaciones y contratos, los privilegios e
hipotecas, el registro de derechos reales, las ejecuciones, la cesión de bienes y la
prescripción. Esta balumba del libro III explica los 1.350 artículos del mismo, al lado
de los 300 del libro II y de los 500 del libro I. Y se ignora casi todo cuanto constituye
la expresión moderna del derecho civil : abuso del derecho, voluntad unilateral,
contratos por terceros, culpa in controhendo, sucesión en los bienes, hipoteca como
derecho independiente, responsabilidad objetiva, mayor socialización de los contratos
y de la misma propiedad raíz, consideración relativa de los hijos adulterinos e
incestuosos, voluntad unilateral, etc.
LA TÉCNICA INTERNA
CAPITULO PRIMERO
1
Mucho agradezco a mis amigos los doctores Emilio Reviriego (Entre Ríos), Juan G. Camiel (Santa
Fe), César Reyes (La Rioja), Pedro T. Lucero (Mendoza), Alfredo Arancibia Rodríguez (San Luís),
B. Otero Capdevida (Córdoba, D. González Pérez (Jujuy) y Juan B. Terán Tucumán), el gentil
concurso que han querido prestarme facilitándome el conocimiento de la legislaci6n de sus
respectivas provincias.
de la Primera Junta versasen predominantemente sobre gobierno, milicias, aduanas,
impuestos, edad militar (20 años para los oficiales, 14 años para los cadetes),
expropiaciones de armas (11 de agosto), confiscación de los libros pertenecientes a
los conspiradores de Córdoba en favor de la Biblioteca Pública de Buenos Aires (22
de agosto), administración, etc. Con todo, se encuentra más de una disposición
relativa a la cultura (escuelas, academias, bibliotecas, etc.), así como la de octubre 26
sobre fomento de la industria minera. En 1811, no he hallado más que la prohibición
dictada contra los extranjeros sobre importación y venta de mercaderías en el interior
(junio 21). En 1812: decreto de enero 13, en cuya virtud se manda que los que tengan
bienes o valores de individuos de España, Brasil, Montevideo, Virreinato del Perú y
territorios ocupados por Goyeneche, lo manifiesten al gobierno; adopción de un
código de procedimientos y organización judicial (23 del mismo mes); valor del oro y
la plata (setiembre 28); impuestos sobre herencias transversales (noviembre 30), etc.
En 1813: se faculta a los padres jesuitas para que puedan testar, ello “con la mira de
proteger el derecho natural” (marzo 8); se reglamenta las consignaciones comerciales
(marzo 3 y 9); se suprime el tributo en el trabajo de los indios (mita y yanaconazgo),
en marzo 12; se establece la matrícula para los comerciantes nacionales (abril 9);
abolición del fuero personal (mayo 21); abolición del juramento en contratos que
antes lo requerían (agosto 9) ; supresión de mayorazgos (aun en las simples mejoras
del tercio y del quinto), y de vinculaciones que no sean piadosas (ley de agosto 13) ;
prueba del fallecimiento de los militares (agosto 20) ; etc.
Estamos en plena Asamblea del año 13. Es demasiado conocida su obra patriótica
y eficiente en muchos sentidos. Mas, por las razones antes indicadas, su tarea en
punto a derecho privado se resiente siempre de lo incidental y secundario (puede
consultarse, entre las publicaciones corrientes, la obra del Dr. C. M. Urien, Asamblea
de 1813). He aquí las resoluciones dignas de mención, adoptadas en 1814: las
autoridades civiles y eclesiásticas deben tener en cuenta, para las dispensas
matrimoniales, “la necesidad del aumento de la población en que se halla la América”
(agosto 31); lo relativo a la defensa de los incapaces, incluido en el decreto de
organización judicial de octubre 13; etc.
El Directorio fué poco fecundo. En noviembre 22 de 1815 se dispone que todo
contrato de sociedad sea redactado ante el Consulado y por escritura pública. En
1816, no he encontrado sino el decreto de noviembre 11, en cuya virtud los
emigrados no serian perseguidos por deudas civiles anteriores a su emigración, hasta
que no mejorasen de fortuna. En 1817, aparte lo dispuesto en el Reglamento
constitucional (art. 10 del cap. III) en materia de juramento contractual (con lo cual se
revocaba la ley dictada por la Asamblea en agosto 9 de 1813), se tiene el decreto de
abril 11 (derogado por decreto de julio 3 de 1821), que exigía permiso especial para
el matrimonio de españoles con “americanas”, asi como el decreto de agosto 13 que
manda que el producido de los impuestos en materia de herencias transversales se
destine “a dotar a los maestros del Colegio antes San Carlos”. En 1818: además de
diversas leyes procesales, también dictadas en años precedentes, se resuelve que ese
producido de las herencias transversales se emplee en las provincias en la educación
“literaria” de la juventud (julio 14). En 1819, la ley de abril 18 sobre herencias de
españoles en favor de herederos transversales o extraños: quedan ellas gravadas con
un impuesto del 50 ,%, y los españoles no podrán ser tutores, curadores ni albaceas, a
menos que se trate de herencias deferidas por padres o ascendientes, pues entonces
“por derecho natural” pueden serlo.
Viene el caótico silencio del año 20. Sigue la vida local de 1821 a 1825. Renace la
Nación en 1826. La admirable iniciativa de Rivadavia, el estadista más eminente que
ha tenido el país en el período de su organización, se hace sentir con firmeza. La ley
de febrero 16 consolida la deuda anterior y afecta a su pago la tierra y demás bienes
públicos, que así no podrán ser enajenados sin autorización del Congreso; el decreto
de abril 15 dispone que los ocupantes de terrenos de propiedad pública deben
presentarse a obtenerlos en enfiteusis, bajo pena de conminárselos al pago y aun al
desalojo; otro decreto de igual fecha restablece la prohibición de los juegos de azar;
otro de abril 21 reglamenta las concesiones enfitéuticas; la gran ley de mayo 20
instituye la enfiteusis sobre bases que eran toda una previsión; un decreto de mayo 24
determina que las obligaciones en favor o en contra del Estado deben ser contraídas
sobre la base de su pago en billetes del Banco Nacional; otro de junio 30 instituye el
“Gran libro de la propiedad pública”; vienen después varias disposiciones
reglamentarias de las concesiones enfitéuticas (julio 6 y 28; agosto 5, octubre 26 y
27, así como las de mayo 8 y 10 de 1827, etc.), y las derogatorias que luego dictara
Rosas y a que me he referido anteriormente.
Pasemos en alto el espectro de la tiranía. La Nación - exceptuado lo atingente a las
relaciones internacionales - fué poco menos que una simple expresión durante todo su
periodo. De ahí que tengamos que llegar a 1852 para verla resurgida. Me basta
recordar los decretos de agosto 24 y setiembre 3, relativos a las comisiones
codificadoras y a la designación de Vélez para la comisión del código civil. En 1853
se tiene el “Estatuto de Hacienda y Crédito”, uno de cuyos capítulos reglamenta el
registro de propiedad territorial, hipotecas, capellanías y censos, instituyéndoselo
para la Capital Federal y para cada una de las provincias (octubre 17). En 1854, la ley
que autoriza al P. E. para el nombramiento de una comisión codificadora (octubre 2).
En 1855, la ley que fija el valor de las monedas extranjeras (setiembre 5), así como la
que legitimó los hijos naturales de Urquiza (nº 41), sin contar, como en años
precedentes y como en los subsiguientes, varias leyes y decretos relativos a aduanas,
a correos, etc. En 1862 - tanto duró la diferencia entre Buenos Aires y la
Confederación -se tiene la ley de setiembre 12, en cuya virtud se declara código
nacional el código de comercio que regia en la Provincia de Buenos Aires. En 1863,
las leyes de 13 y 30 de setiembre, que respectivamente reglamentan la intervención
de los cónsules extranjeros en las sucesiones intestadas de sujetos de la
correspondiente nacionalidad (siempre que no haya herederos nacionales) y la
materia de la expropiación. Advierto que la primera de estas dos leyes no hizo más
que traducir un decreto del año 1862 (noviembre 19), en el cual, generalizándose las
cláusulas de varios tratados, se preceptuaba en sentido fundamentalmente análogo.
No tengo porqué mencionar las ulteriores leyes que interesan, pues no son sino las
relativas al mismo código, y de las cuales he hecho mérito oportunamente (nº 19).
31.- Como se ve, pues, la legislación patria no podía llenar, ni con mucho, las
exigencias a que debla responder un código civil orgánico, propio y adelantado. La
multiplicidad, la incoordinación, la contradicción, la vetustez y la insuficiencia de las
mismas son saltantes.
Con mayor razón cabe decir lo propio acerca de la legislación colonial, que en el
fondo no era sino la de las Partidas, por mucho que en rigor fuesen éstas lo último de
lo que cuadraba en el orden legal establecido.
No tengo porqué entrar en el estudio detallado de toda esa legislación, pues no
cabria en los propósitos ni en los 1ímites de mi tarea.
Advertiré, de entrada, que el codificador no tenia al respecto una noción muy
cabal. Basta leer lo que dice al replicar a Alberdi (p. 254 del t. VII de las Obras
póstumas de éste) : “Aquí rige el código llamado Fuero Real, las doscientas y más
leyes de Estilo, el voluminoso cuerpo de las Leyes de partida: seis grandes volúmenes
de la Novísima Recopilación, y cuatro de a folio de las leyes de Indias: a más de todo
esto, multitud de cédulas reales para América comunicadas a las respectivas
audiencias que aun no se han recopilado” (conservo la puntuación y la ortografía del
modelo de que me sirvo).
Había más que todo eso, tanto en lo que concierne al orden de las leyes y
recopilaciones, como a la cantidad de las mismas. Desde luego, y a partir de fines del
siglo XVII, la Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, con nueve libros de
frondosa legislación, mal podía servirnos a aquel efecto: sobre que involucraba una
serie de cosas extrañas a todo derecho civil (derecho público, organización judicial,
régimen municipal, finanzas. religión, derecho administrativo, comercio
internacional, etc.), el derecho privado que encerraba era demasiado inorgánico,
excesivamente diminuto y muy anticuado. Por lo demás, y a propósito, el Nuevo
Código de Indias (fines del siglo XVIII), no alcanzó a imperar en el país.
Lo propio cabe decir, salvas las modalidades cuantitativas del asunto, con relación
a todo el resto de la legislación colonial, que, naturalmente, constituía el derecho
primario de estas tierras, por lo mismo que era el derecho específico y particular de
las mismas, por donde resultaba de aplicación preferente a la de la legislación
metropolitana. Para referirme a lo más reciente, citaré las cédulas ereccionales de la
Audiencia, del Virreinato y del Consulado, así como las diversas Ordenanzas de
Intendentes, sin contar toda una serie de reales órdenes y pragmáticas concernientes a
una multitud de aspectos de la vida institucional de la colonia.
El argumento se refuerza respecto de la aludida legislación metropolitana y
supletoria. He aquí su orden: la Nueva Recopilación (la Novísima no alcanzó a regir
entre nosotros: ni siquiera alcanzó a ser notificada en el Virreinato pues la
emancipación sobrevino bien poco después de su promulgación), las Leyes de Toro,
las Ordenanzas reales de Castilla, el Ordenamiento de Alcalá, los principales Fueros
y las Partidas.
Esa balumba incoordinada de leyes, esa heterogeneidad de antiguallas y esa
anticientífica colección legislativa, que correspondía a épocas muy diferentes, y a
consiguientes modos de vida de la madre patria, que apenas si salía del romanismo
imperial, que pecaba de una complejidad (civil, política, religiosa, criminal, etc.)
simplemente abismante, que estaba saturada de empirismo ingenuamente
leguleyesco; una legislación semejante, mal podía tener titulo para servir de código
de derecho privado de ningún país independiente y en el siglo XIX de la era.
32.- Habría bastado esto para justificar la necesidad del código.
Pero había razones todavía más decisivas al respecto.
Desde luego, la independencia política debía coronarse por todas las
independencias restantes, que son el fundamento positivo, aunque no histórico, de
aquélla: la independencia científica, ética, etc. De todas esas independencias, ninguna
más a mano que la legislativa, por lo mismo que no dependía sino de una tarea
científica y de un acto parlamentario. De ahí que, según se ha visto, se pensara bien
pronto en realizarla. Había que proclamar ante el mundo nuestro mayorazgo
internacional, había que recalcar nuestra soberanía y nuestra personalidad. Fuera de
ello, por encima de ello, era indispensable plasmar la fisonomía jurídica de nuestro
pueblo, resultaba perentorio consolidarla, imprimirle unidad y auspiciar su
expansibilidad y bienestar.
Después, estaba de por medio todo un precepto constitucional; el del arto 67, inciso
11º, según el cual “corresponde al Congreso dictar los Códigos civil, etc.”. Es
singular, a propósito, que no haya podido encontrar ningún antecedente concreto de
este precepto en los ensayos constitucionales de la primera época de nuestra
independencia. Pase que nada se diga al respecto en el Reglamento de la Junta de
1810, ni en el Estatuto Provisional del Primer Triunvirato (1811), ni en el
Reglamento de 1812; aparte lo improvisado de todo ello, es sabido que la idea de la
independencia no surgió con caracteres netos a partir de 1813, sobre todo con la
famosa Asamblea de tal año, pues hasta entonces los gobiernos que tuviéramos se
consideraron representantes de la soberanía de Fernando VII y obraron en nombre de
éste. Pero es ya fuerte que nada se encuentre en el segundo Estatuto provisional
(1815), ni en el Reglamento provisorio de 1817. Y lo es más todavía en las
importantes y relativamente acabadas constituciones de 1819 y 1826; los arts. XXXI
a XLV de la primera, relativos a las atribuciones del Congreso, nada dicen, ni aun
con referencia a la legislación en general; el arto 58 de la segunda siquiera consigna
que al .Congreso corresponde dictar “todas las demás leyes y ordenanzas de cualquier
naturaleza, que reclame el bien del Estado; modificar, interpretar y abrogar las
existentes”. Tampoco me ha sido dable hallar nada al respecto en ninguno de los
importantes tratados del Pilar, del Cuadrilátero y del Litoral, ni en la ley fundamental
de 1825.
Cierto que no ha faltado quien sostenga que lo dispuesto en el citado artículo 67,
inc. 11º, de la Constitución, sea una facultad y no un deber; que, no estableciéndose
término alguno al respecto, la obra podía haber sido realizada más tarde; y que en un
país federal como era el nuestro, sobre todo después de las reformas constitucionales
de 1860, que lo habían asimilado, según el pensamiento explicito de los
reformadores, al de los Estados Unidos, cuya constitución se tomaba por modelo; no
podía caber un código unitario, como no cabía en los Estados Unidos; etc.
Tal es la tesis que Alberdi ha sostenido con mucha energía en su folleto El
proyecto de código civil para la República Argentina, así como, luego, en la
contrarréplica que escribiera en 1868 (publicada en el tomo VII de sus Obras
póstumas, p. 249 y ss.), en la cual se hacía cargo de la respuesta que el autor del
proyecto, el Dr. Vélez, diera a su anterior folleto.
Para mi es evidente el error de semejante parecer. Sobre que la Constitución ya
había mostrado en su preámbulo que se trataba de “constituir la unión nacional,
afianzar la justicia... promover el bienestar general”, etc., en lo cual se veía objetivos
de toda importancia y necesidad legislativas; el art. 24 de la misma preceptuaba bien
imperativamente, lo que sigue: “El Congreso promoverá la reforma de la actual
legislación en todos sus ramas". No hay allí ambigüedad alguna: el Congreso tenía el
deber de dictar el código. Si cupiera una duda, bastaría observar que con igual criterio
era posible sostener que cada uno de los 28 incisos del recordado art. 67 entrañaba no
una obligación sino una potestad, por lo mismo que todos ellos están redactados
sobre tenor del 11º, lo que simplemente carecería de sentido.
33.- A todo ello cabe agregar una consideración complementaria. Casi todos los
países latinos del Viejo Mundo se habían dado un código civil, comúnmente sobre el
modelo del código francés: sobraría con citar dos países que por motivos diversos
estaban muy cerca del nuestro, como España e Italia. Aun en la misma América latina
(para no contar varios estados de la Unión norteamericana, como Luisiana, Nueva
York, etc.), había países que tenían ya de tiempo atrás su propio código civil: tal
acontecía en Bolivia, en el Perú y en Chile. El movimiento codificador se había
difundido no poco en el mundo. La tesis que Savigny sostuviera contra Thibaut no se
veía confirmada por la experiencia, y lo fué todavía menos con el andar del tiempo,
pues la misma Alemania ha llegado a darse todos sus códigos en la segunda mitad del
siglo pasado. Resultaba entonces conveniente ajustarse a ese movimiento, que ya
estaba siguiendo el Brasil: importaba no sólo una muestra de civilización y de espíritu
progresista, sino que también entrañaba lo educador y altamente práctico de la
creación de nuestro derecho y de la formación de nuestra propia conciencia jurídica.
Para mí es ello indudable. Y lo es también en otro sentido, que ya se habrá podido
colegir. El código era indispensable como código, esto es, como ley nueva, como
creación independiente y específicamente à soi. La mera coordinación de la
legislación civil existente - por mucho que se la hiciera de entre la española, la
colonial y la de la vida autonómica - jamás habría podido permitir un cuerpo
legislativo adecuadamente orgánico, científico y completo. Yo he indicado las
razones: toda esa legislación era demasiado atrasada, así como cuantitativa y
cualitativamente deficiente, lo que la hacía inapta para sedimentar y propulsar las
fuerzas del nuevo país en formación.
34.- Determinada la necesidad del código, de lo cual no fué sino eco la ley antes
recordada, que dio comisión al Dr. Vélez para que lo confeccionase, era menester
consultar los distintos factores sociales a que debía dar satisfacción y estimulo, a
objeto de que resultase adaptado a su ambiente, de que no se encontrase con ningún
aspecto del consiguiente dinamismo, y de que favoreciese su estabilidad, su auge y su
fecunda evolución.
Tales eran, refiriéndome a los que más juegan dentro del código civil, y con él, los
aspectos político, económico, estrictamente jurídico, y cultural.
En lo político debió responder, por de contado, al sistema federal de nuestro
gobierno, en cuya virtud las autonomías locales son soberanas no sólo en materia de
legislación procesal, y en la consiguiente aplicación de cualquier ley de fondo, como
el mismo código civil, sino, además, en lo tocante a los bienes y valores que existan
en sus respectivas jurisdicciones, cuya propiedad debe ser respetada por cualquier ley
nacional. No sólo eso: inspirándose en lo republicano y democrático de nuestras
instituciones, le era preciso tender a un régimen humanamente igualitario en la
constitución de la familia, de los sujetos del derecho, etc.; escuchando los dictados de
la ética colectiva, debió consagrar principios que garantiesen los derechos sociales
por encima de los individuales, y dentro de esa norma, proclamar la libertad siempre
que fuera posible.
En general - y esta observación cabe en casi todos los demás supuestos análogos -
el código ha sabido obtemperar a esas exigencias.
Hay más de una limitación en este juicio favorable, pero ello no dice contra el
fondo del mismo. En tal sentido, y ahora como siempre, deben ser entendidas las
excepciones que paso a señalar.
En cuanto a lo federal, debo apuntar, de entrada, que nuestro codificador no ha
tenido una visión completamente exacta del asunto.
En su réplica a Alberdi observa Vélez que “un código nacional, aunque tenga
ventajas incontestables (como las que él mismo antes indicara: incapacidad de las
provincias para un gobierno y una legislación regulares, lo diferente de nuestro
federalismo con relación al de los Estados Unidos, etc.), destruye en mucha parte la
soberanía de las provincias”. De ahí que, a su juicio, ello sea “sólo un mal temporal,
que otro día puede cesar sin que se altere la Constitución de la nación”. ¿Cuándo?
Tan pronto como “las provincias se hallen en estado de darse sus leyes civiles”.
Entonces “el Congreso puede retirar la sanción que hubiese dado al Código civil, y
quedarán los pueblos con capacidad legal para reformarlo o darse otras leyes civiles”.
Es simplemente extraordinario. Un jurista de la talla del Dr. Vélez sosteniendo que
constitucionalmente corresponde a las provincias la facultad de dictar el código civil,
en presencia de lo dispuesto en artículos de la carta fundamental tan categóricos
como los antes citados, es un fenómeno que sólo se puede explicar
circunstancialmente: o por un descuido, lo que es poco admisible; o por efecto de la
fuerte impresión que en tal sentido le produjera la critica de Alberdi, que sostenía la
tesis con muchas energías y con no menos sutilezas, lo que es probable, pues desde el
comienzo de su réplica nos muestra el interés que le inspiraba, aun antes de
conocerlo, el folleto de su “joven amigo".
Lo que es más grave es que Vélez fué uno de los convencionales de 1860, después
de haber sido miembro de la comisión revisora de la Constitución nacional de 1853,
que el “Estado” de Buenos Aires había designado a raíz del pacto de San José de
Flores por el cual se declaraba parte integrante de la Confederación. Eso lo habría
obligado a conocer sin reticencia alguna el pensamiento constitucional a que vengo
aludiendo. Eso le daba titulo para estar bien al cabo del consiguiente espíritu. Tales
circunstancias podrían hacer dudar al intérprete acerca de si no es él, y no Vélez,
quien no está en lo cierto. Pero los textos son tan categóricos, y nuestra vida
institucional se halla tan identificada en ese sentido, que no cabe la menor de las
hesitaciones. El código civil no puede ser, mientras nos rija la actual Constitución,
sino obra del parlamento nacional y ley exclusiva de la Nación Argentina, jamás obra
ni ley de ninguna de sus provincias.
Fuera de ello, cabe advertir que en el código civil se ha involucrado una serie de
cosas cuya constitucionalidad podría ser puesta, con alguna apariencia de verdad, en
tela de juicio. Me refiero, sobre todo, a varias materias en las cuales juegan tan íntima
e indisolublemente el fondo y la forma. Tales son, entre otras; los juicios de
presunción del fallecimiento, de demencia y de sordomudez, de alimentos, de
apertura y protocolización de testamentos, y muchas disposiciones relativas a los
juicios sucesorios, particularmente en materia de herencia intestada, de sucesiones
vacantes y de particiones hereditarias, etc.; de otra parte, algunas instituciones, como
las relativas a la forma y a la prueba de los actos jurídicos, las que versan sobre
régimen de ciertas acciones (las posesorias, las reales, las hereditarias, etc.), y los
registros (particularmente del de hipotecas).
Creo que en ninguno de estos casos seria sanamente jurídica la impugnación
constitucional. Se trata de cosas que pertenecen al dominio del código civil como lo
acreditan todos los códigos semejantes, cosa que nuestros constituyentes debieron
conocer. Aparte de ello, que me parece decisivo, es de observar que en la
imposibilidad de separar en tales supuestos el fondo de la forma, no resultaría
concebible que se sacrificase lo primero por lo segundo, ya que el fondo de cualquier
asunto es siempre lo importante y superior; de ahí que, en la necesidad de tomar
partido por lo uno o por lo otro en una solución unitaria, la resolución tenga que ser
en favor del contenido, lo que equivale a proclamar la supremacía del código civil
sobre las leyes de procedimientos, de lo nacional y único sobre lo local y múltiple.
Por lo demás, el razonamiento parece de toda obviedad: nadie, que yo sepa al menos,
ha puesto en duda la constitucionalidad del código en ninguno de aquellos aspectos
de su legislación, cabalmente porque las ventajas que de ello se siguen son tan fuertes
que obligan a dejar de lado cualquier escrúpulo leguleyesco, y concluyen por
uniformar el consiguiente criterio en el sentido de admitir el hecho como cosa
indubitable.
Lo dicho nada implica en contra de las autonomías locales. Es posible que en
algunos casos el código civil descienda a pormenores de pura forma, en vez de
limitarse a una simple referencia como ha hecho en punto a juicio de deslinde (art.
2754). Pero entonces cada provincia puede resolver el asunto en sus propias leyes
procesales, como hacen todos nuestros códigos locales de procedimientos, que no
omiten lo relativo a los interdictos posesorios, a los juicios de alimentos o de apertura
y protocolización de testamentos, etc., ya completando las naturales deficiencias de la
ley de fondo, ya llegando a modificarlas en los aspectos evidentemente y puramente
de forma. Son casos en que no hay antinomia entre la legislación nacional y la local,
sino armónica concurrencia entre ambas. Todo estribará en que cada una de ellas se
arrogue lo que le corresponda; cuando el elemento de fondo no pueda ser separado
del elemento formal, la ley nacional prevalece; cuando el elemento de forma sea
independizable del elemento formal, la ley nacional no tiene derecho de invadir las
soberanías provinciales.
Pero es una evidente inconsecuencia; en el código, la circunstancia de que para
ciertas relaciones jurídicas se instituyera el correspondiente registro como el aludido
para las hipotecas, y se lo omitiera con relación a otras más numerosas y más
perentorias y trascendentales. Dejando de lado los que conciernen a los derechos
reales, que tienen, por lo menos directamente, su lugar adecuado a propósito de los
factores económico y jurídico, limitaré aquí la observación a los que tocan al estado
civil de las personas.
Para mí no puede caber duda acerca de la constitucionalidad de tales registros,
instituídos con carácter general para todo el país. El estado civil de las personas es,
hasta por definición, materia civil y parte integrante de cualquier código de tal
calidad. Cierto es que su reglamentación es un asunto de forma. Pero es tan
inseparable el fondo de la forma, el estado de su prueba, que el fondo debe llevar
necesariamente el acento y la predominancia. Es exactamente lo que ocurre en
materia de hipotecas y lo que pasa en punto a derechos reales.
Admito lo controvertible de la tesis, como lo seria en cuanto a la hipoteca.
Concibo, pues, que el codificador haya podido llevar sus escrúpulos constitucionales
hasta allí. Así y todo, encuentro plena razón a Alberdi cuando sostiene que el código
civil “abdica su ministerio y traiciona su instituto” al abstenerse de secularizar el
matrimonio (sin perjuicio de su carácter religioso) y de dar al poder civil “la facultad
exclusiva de hacer constar el estado civil de las personas”, por lo menos en la esfera
de la jurisdicción nacional, como luego se hiciera en la ley 1565, de octubre 31 de
1884, que estableció el correspondiente registro para la Capital de la República,
extendido luego a los territorios nacionales por virtud de las leyes 3703 y 3986.
Voy todavía más lejos en estas concesiones. Tampoco me repugna el que se pueda
haber sustraído al código civil la parte de los matrimonios en esta materia. Me parece
que nuestro ambiente no estaba suficientemente preparado para su secularización.
Pudo afirmar Alberdi que tal omisión importaba “dejar a la República Argentina en
condición de colonia ultramontana”, pero tal no era la opinión ni el sentimiento
entonces predominante entre nosotros. La Iglesia contaba en su favor con una
tradición bien larga, y sostenía como uno de sus más firmes arraigos sociales el
gobierno legal del matrimonio, que era la gran llave de entrada para el gobierno de la
misma familia y para su obra de dominio de las conciencias y de afirmación
temporal.
Mas ello no excluía lo restante; el domicilio, las defunciones, tutelas, curatelas y,
sobre todo, los nacimientos. En nada de ello se hubiera afectado a la Iglesia, por lo
mismo que no se tocaba al eje familiar que constituye el matrimonio. Y con ello se
hubiera dado pie para la ulterior secularización del matrimonio mismo,
precipitándose una solución, como la de la ley 2393, de noviembre 2 de 1888, que la
consagra, encomiable y bien urgente.
36.- He aquí, ahora, otro aspecto del factor político: el de la socialidad de la ley,
en cuya virtud se tenga en cuenta al legislar que si el código tiende a consagrar los
derechos individuales, lo hace en cuanto los individuos son miembros de una
colectividad, dentro de la cual se desenvuelven y cuya expansión deben procurar en
todos los momentos, por lo mismo que ese auge es la condición del auge individua1
así como este último viene a ser previamente la base de aquél.
Lo que significa que si la sociedad no se concibe sin el individuo, tampoco el
individuo es imaginable fuera de la sociedad; por donde individuo y sociedad son
términos recíprocamente complementarios, que mutuamente se condicionan e
integran.
De ahí se sigue que los derechos individuales jamás pueden ser ilimitados, mucho
menos absolutos. Y de ahí se infiere que los derechos individuales, que son, sin duda,
lo eminente en cualquier codificación privada, juegan dentro de cierta órbita y en una
ponderación que contemple los derechos de la sociedad, vale decir, los derechos del
conjunto de los demás individuos.
Tal es la concepción que cuadra del derecho privado, del cual el derecho civil es el
tipo, al extremo de ser en el fondo el mismo derecho privado. Tal es la concepción de
autores no muy contemporáneos, como Cimbali (La riforma integrale della
legislacione civile, cap. IV, pár. VII), Gierke (La función social del derecho privado).
etc., para no llegar a otros más modernos, como Menger, Chironi e Abello.
Charmont, Salvioli, Saleilles, Hauriou, Duguit, etc., que he citado en la p. 27 de mi
trabajo La refonna de la legislación, y a los cuales cabe agregar entre otros, los
siguientes: Cosentini, La reforme de la législation civile, pp. 174 y ss, 218, etc;
Fournière, L’ideàlisme social, passim; y las obras Essai d’une philosophie de la
solidarité y Les applications sociales de la solidarité de la “Bilbliothèque gènérale des
sciences sociales”.
Lo que es cierto es que la plena afirmación del doble carácter individual y social
del derecho privado no era corriente en la época de la confección del código sino en
insinuaciones accesorias y nada sistemáticas. Por eso no será mucho lo que en éste
haya de encontrarse en contenido social. Es un código esencial y precípuamente
individualista, lo mismo que sus modelos más constantes, el Esboço de Freitas, las
Concordancias de Garda Goyena, el código civil francés, y, a través de esas
legislaciones, el derecho romano subyacente con caracteres acentuados en todas ellas.
He aquí una muestra de las cosas en que el código trasunta los derechos
colectivos: la irrenunciabilidad de los derechos de orden público (el estado civil, la
prescripción anticipada, etc.), la nulidad absoluta, todos los preceptos prohibitivos
(condiciones ilícitas, derechos reales no consagrados, inenajenabilidad de bienes,
afectaciones reales a plazos largos, sustituciones fideicomisarias, etc.), las
restricciones y límites del dominio, etc.
En cambio, se ha omitido más de una cosa que debió, aun en la época de
nacimiento del código, ocupar en éste algún lugar. Los plazos de prescripción, sobre
todo en algunos casos (arts. 4016, 20 y 21) pudieron reducirse, y el distingo de
presentes o ausentes no tiene hoy razón de ser, dada la enorme facilidad de
comunicaciones marítimas y terrestres y tanto para las personas como para el
pensamiento. El art. 1197 consagra una exagerada amplitud de la autonomía de la
voluntad privada: de ahí resulta que cualquier convención tiene fuerza de ley
mientras no ataque derechos irrenunciables, y mientras no sea posible hacerla anular
con arreglo a los principios estereotipados del error, del dolo o de la violencia. Por
eso quedaría completamente desarmado quien invocara el apremio, la necesidad, su
buena fe y su ignorancia. Ita, jus esto!, le diría el juez. Y hay, sin embargo, mucho
más de un supuesto en que las convenciones particulares comprometen exigencias
colectivas: tal acontece con los préstamos usurarios, explícitamente permitidos por
nuestra: ley civil (arts. 621 y 1197); con los contratos de trabajo celebrados en
condiciones desdorosas por obreros apremiados de hambre, que no hesitan en admitir
cláusulas de multas innobles, de retenciones arbitrarias de su salario, etc. La gran
regla del art. 138 del código civil alemán entraña la correcta solución del asunto, sin
prejuzgar en sentido alguno y dejando intacta en principio la fuerza de la voluntad
privada.
Advierto, con todo, que el defecto no es completamente legal. Una jurisprudencia
más inteligente y más dúctil, como la francesa, habría podido ajustar los principios de
fondo a las circunstancias ambientes, y fulminar, so pretexto de causa ilícita o de
inmoralidad, convenciones semejantes, como ya se ha hecho entre nosotros a
propósito de la usura. Por lo demás, puedo recordar que hace algún tiempo se
presentó un proyecto de ley a la Cámara de Diputados, en cuya virtud se establece
una tasa legal de intereses; y que el Congreso americano de ciencias sociales,
celebrado en Tucumán en 1916, se pronunció en contra de tal tendencia
especializada, decidiéndose por la regla más general y de circunstancial apreciación
del art. antes citado del código civil alemán.
Lo mismo cabe decir en materia de abuso del derecho. Nuestro código lo ignora.
Pero, como digo en mi referido trabajo La reforma de la legislación pp. 29 y 30, ello
pudo ser materia de jurisprudencia, según se ha hecho en Francia por los respectivos
tribunales, particularmente por obra del pretorianismo tan innovador y fecundo de la
Corte de Casación.
En materia sucesoria, me parece que se debió limitar el derecho en la línea
colateral, que alcanza al sexto grado, y que, según algún autor nacional, puede ser
indefinido, como en la línea recta, cuando quepa el derecho de representación. Ya no
puede decirse que están la unidad y el interés de la familia de por medio, cuando los
herederos vienen a ser primos en segundo grado, si en no contadas ocasiones los
mismos primos hermanos ni siquiera se conocen, por lo mismo que la familia se
disgrega ya con los hermanos que se casan, particularmente a partir de la
desaparición del padre común. El cuarto grado habría sobrado, de conformidad con lo
que en tal sentido proyectara un diputado hace más de una decena de años. Apuntaré,
de paso, que en el código civil suizo la herencia colateral no ya más allá del tercer
grado, esto es, de los tíos y sobrinos.
No existiendo, así, el derecho individual de la familia, que tanto tienen en
consideración los códigos, la sociedad debe sobreponerse. Y la herencia del de cujus,
hecha posible por virtud de los asideros sociales (riqueza, legislación, general
desenvolvimiento, etc., del ambiente), debe volver a la sociedad, que, por haber sido
su inspiradora y fautora, tiene que ser ahora su heredera y propietaria.
Pero la falla más importante de nuestro código en esto de lo escasamente social de
su carácter se encuentra en la plena omisión del contrato del trabajo. Si Tissier ha
podido sostener (Livre du Centenaire, p. 71 y ss.) que la sociedad francesa estaba
madura en 1804 para la contemplación del problema del trabajo, en cuanto el
capitalismo ya existía y en cuanto el industrialismo se hacía sentir con intensidad;
cabe suponer cuánto más exacto es ello para nuestro medio setenta años después.
Cierto que nuestro país no se hallaba en las generales condiciones de Francia: había
que atraer y favorecer el capital, ya que nuestras más fuertes exigencias eran las
materiales (ferrocarriles y demás vías de comunicación, materia prima de todos los
órdenes, maquinaria, obras públicas, etc.); el industrialismo no se manifestaba sino en
lo primitivo de las cosas rurales (ganadería y agricultura); la población propiamente
obrera no se encono traba en las ciudades, etc. Así y todo, es positivo que el problema
del trabajo era fatalmente conexo con el del capital, ya que ninguno de ambos
elementos puede subsistir, en principio, sin el concurso del otro, como lo hiciera
constar Alberdi más de una vez en su crítica del proyecto, pp. 13, 31, etc. Y por sobre
todo, como una obra legislativa, lo propio que cualquier gran obra de gobierno, es no
sólo obra actual sino también virtual, para emplear expresiones tan preferidas por
Hauriou, y no sólo no se reduce a considerar lo presente sino además a preparar el
porvenir; una elemental previsión debió conducir a la reglamentación de una materia
que dentro de poco habría de plantear, como ya ha sucedido, el espectro de una
situación apremiante y de una evidente e injusta omisión.
De más estará que advierta que en los códigos civiles contemporáneos, como el
alemán, el suizo y el brasileño (este último no con toda la amplitud y liberalidad que
habría cuadrado, según puede verse en el análisis que del mismo he hecho en la
Revista jurídica y de ciencias sociales, nº de abril a junio de 1916, p. 239 y ss.), el
contrato de trabajo figura con todo honor; y que entre nosotros se ha sancionado ya
más de una ley relativa al mismo (trabajo de mujeres y niños, descanso dominical,
accidentes del trabajo, etc.), si bien en forma demasiado fragmentaria e inconexa.
37. Paso ya a otro elemento del factor político: el de la libertad, que, como todos
los anteriores, y como cualesquiera otros, tiene sus naturales reatos y ponderaciones,
que obligan a saber interpretarlo y aplicarlo.
De entrada hago constar que en tesis general el código no peca por defecto de
liberalidad dentro de su fundamental característica individualista. El deudor la parte
comúnmente débil en las relaciones jurídicas no pocas veces es mirado con simpatía:
tiene el derecho de elección en las obligaciones alternativas o de género, puede
declarar a cuál de sus deudas debe imputarse el pago que realice, está favorecido por
la presunción de haber satisfecho los intereses cuando se le da recibo por el capital,
por la ley jamás está obligado solidariamente con relación a dos o más acreedores
comunes, etc.
En cambio, hay bastantes disposiciones que no se recomiendan por su excesiva
liberalidad. No me refiero a las que estatuyen una presunción de culpabilidad en
contra del deudor que no cumple una obligación contractual, pues eso es de derecho
común y tiene una explicación nada difícil (Planiol, t. II, n 873 y ss.). Aludo a otras
en que habría sido más jurídico ser menos riguroso contra el deudor, sin perjuicio
alguno para el acreedor y sin desmedro para la facilitación y expansión de la
actividad contractual y económica.
Tómese, por ejemplo, el art. 1557, según el cual el locatario de un predio rústico
no puede exigir reducción alguna en los alquileres cuando por caso fortuito ha
perdido sus cosechas. Quien sepa lo que es en la práctica un arrendamiento rural,
conocerá que, en principio, el locatario paga con el producido de su industria, al
extremo de que en no contados casos paga en especie, con una parte de ese
producido. Si, pues, una inundación, una granizada, un incendio, una helada o lo que
fuere, le mata sus ganados o le echa a perder sus cosechas, ¿de dónde y cómo habrá
de obtener medios de solventar su obligación para con el locador? No se concibe que
se lo mantenga obligado, pues ello equivale a hipotecarle su porvenir y a quitarle una
buena dosis de aliciente para un trabajo en favor de otros. Lo que es peor es que el
locador debe estar convencido de que, en regla general, tal sería la situación para
cualquier otro locatario; de tal suerte que tiene que estar resignado a los azares del
caso fortuito; por lo mismo que se trata de hechos muy posibles y bien fatales. Tan
cierto es ello que el locador no hace en tales casos sino ligar su suerte a la del
locatario, por donde comprende que el apremio de éste redunda en daño propio. Es
eso lo que explica que, por encima o fuera de las disposiciones legales, sea solución
asaz corriente la de que los locadores de predios rústicos se comidan a facilitar
arreglos de todo orden con sus locatarios en supuestos de aquel carácter, como ha
sucedido entre nosotros. Por lo demás, los códigos modernos se pronuncian en el
sentido que propicio, como puede verse en el art. 1412 del código civil brasileño, que
divide los riesgos, en el contrato de aparcería agrícola, entre el locador y el locatario,
si bien en el precepto más general del art. 1214, relativo al arrendamiento de predios
rústicos, dispone que el locador no puede pretender reducción en los alquileres en
caso de pérdida de la cosecha. El código federal suizo de las obligaciones es
explícito: según su art. 278, el locatario puede exigir una remisión proporcional del
alquiler, cuando, por efecto de accidentes o calamidades extraordinarias, el producido
del fundo ha disminuido notablemente; al extremo de que en su segundo inciso llega
a prohibir la renuncia anticipada de tal derecho, con las únicas limitaciones de que
dichos accidentes o calamidades hayan sido previstos, o de que el daño esté cubierto
por un seguro. Esta última circunstancia es lo que explica que el código civil alemán
no se pronuncie en sentido alguno y deje la situación sometida a los principios
comunes; el seguro está difundido a tal extremo en Alemania, que no se ha creído
necesario proveer sobre un punto que las partes tienen siempre resuelto de antemano;
y, por lo demás, el art. 584, que prescribe la obligación genérica de satisfacer el
alquiler anual, tiene, como se dice en los Motive, su remedio en el art. 585, que al
consagrar en favor del locador una ampliación de seguridad de su derecho sobre los
bienes introducidos en el predio por el locatario, entraña “el único medio de que el
locador pueda ser indulgente para con el locatario en años de cosecha deficiente o
mala”. Y el asunto, como se comprende, no es de derecho moderno ni
contemporáneo, pues en su fondo arranca del mismo derecho romano, cuyos
principios en materia de colonato parciario no han hecho sino repetir los arts. 1786 y
1648 de los códigos civiles francés e italiano, respectivamente.
He aquí otros preceptos del género. Según el art. 1995 del código, en la duda de
que el fiador se haya obligado por el mismo importe de la obligación principal o por
menos, se presume que se ha obligado en el primer sentido. Esto no sólo choca con
principios generales, como el del art. 874, según el cual la renuncia no se presume y
debe ser interpretada restrictivamente, sino que también va en contra de toda razón: la
fianza es como un lujo jurídico, por donde no puede haber motivo que obligue a
prodigarla. Advierto de paso que el subsiguiente artículo - que reduce a la cantidad
fijada la fianza por una obligación ilíquida y cuyo importe resulta luego superior al de
la fianza establecida - es más generoso, si bien no hay cómo suponer que pudo no
serlo. En cambio, el que subsigue a éste, el 1997, hace comprender en la fianza los
intereses de la obligación principal aunque no estén estipulados, lo que no es de
aprobarse. Lo mismo digo del precepto análogo del art. 1582, que hace involucrar en
la fianza no sólo el pago de los alquileres, sino, además, “todas las obligaciones del
contrato”, a menos que expresamente se haya limitado la obligación accesoria a los
primeros.
Tampoco es de aprobarse, en la amplitud de sus términos, lo dispuesto en el art.
3081: “la servidumbre de tránsito no se extingue aunque el paso llegue a no ser
necesario para el inmueble al cual se dirige, o aunque el dominante hubiese adquirido
otro terreno contiguo por donde pudiese pasar”. Es tanto más inexplicable el
contenido de tal regla, cuanto que, según derecho corriente, que el legislador
argentino no ha hecho más que consagrar en sus arts. 3011, 3078, etc., cualquier duda
en materia de servidumbres se interpretará en favor del propietario del fundo
sirviente; lo que lo ha conducido a sentar que la servidumbre concluye cuando no
tiene ninguna utilidad para el fundo dominante (art. 3050), y lo que lo ha llevado a
preceptuar en otros arts. (3064 y 3066) que el uso restringido de una servidumbre
durante diez años la extingue en los límites de su no ejercicio, y que lo mismo
acontece en el caso de que el uso restringido se deba a circunstancias objetivas.
Mas en general debo decir que no se sigue gran cosa contra el principio de la
liberalidad de nuestro código, del hecho de que limite las facultades dispositivas del
testador en obsequio de los herederos forzosos, ni tampoco del hecho de que
reconozca las servidumbres personales.
Esto último es una simple expresión que dice más que lo que contiene. Basta ver
el art. 2972, con sus respectivos concordantes, para observar que no hay allí la más
remota tendencia al mantenimiento de ninguna prerrogativa o privilegio. Se trata de
algo eminentemente económico (la servidumbre es personal cuando aprovecha a tal o
cual poseedor o propietario del fundo; es real cuando beneficia a cualquier poseedor o
propietario del mismo), que no establece la menor dependencia humana entre el
acreedor y el deudor de la servidumbre, o que, en todo caso, no establece más
dependencia que la que corresponde a cualquier otra obligación.
Y en lo que toca a la institución de la legítima hereditaria, no cabe ver otra cosa
que una restricción del derecho de propiedad, que, según se sabe, no es absoluto ni en
los códigos más recientes y generosos (arts. 903 y 641 de los códigos alemán y suizo,
respectivamente), si bien aquí tal restricción reviste un carácter mucho menos social
que las de los arts. 2611 y ss., por lo mismo que beneficia a ciertos herederos, los
forzosos, vale decir, a los que constituyen la familia del testador, ya que se considera
a la familia como uno de los pedestales de nuestra organización, y ya que se propende
a que esa familia - que representa un nombre, una tradición, un capital colectivo -
pueda, con los medios económicos que se ha juzgado indispensables por el legislador,
mantener, y aun intensificar, todo ese patrimonio y la fuerza social que el mismo
implica. Por lo demás, todas las legislaciones de nuestro tipo, aun las más
contemporáneas, se encuentran en esa corriente de ideas, según puede verse en el
código alemán (art. 2303), en el suizo (arts. 478-9) y en el brasileño (art. 1721).
38.- Es bien tiempo de que entre a estudiar el segundo de los grandes factores en
que debe inspirarse la legislación civil. He nombrado el elemento económico.
Nuestro codificador ha sabido responder en el fondo a la consiguiente exigencia.
Como es notorio, su versación económica y financiera pasaba de lo común. Aliado
esto a su sentido jurídico y a su comprensión de las necesidades de un país en
formación como el nuestro, particularmente cincuenta años atrás, se comprenderá que
debió tenerlo en cuenta en más de un supuesto.
40. Yendo a las que más directamente juegan en el caso - ya que es de rigor un
tanto de arbitrariedad en estas cosas, pues no siempre es dable separar lo jurídico de
lo económico, ni esto último de lo político, por donde son inevitables los roces y las
repeticiones - puedo decir que cabe clasificarlas en dos grandes especies: las que se
refieren a instituciones no contempladas, como el contrato de trabajo; y las que
atañen a la no suficiente protección de los terceros, que son la sociedad misma, el
interés supremo, por lo mismo que proteger los terceros (de buena fe, bien entendido)
equivale a dar seguridad y firmeza a los actos jurídicos que realicen, a inspirar
confianza y a facilitar las transacciones económicas, en lo último de lo cual se
contiene el primordial propósito de toda buena obra legislativa de derecho privado
(ínfra, nº 11).
Sin referirme, por supuesto, a algunas instituciones de carácter demasiado
contemporáneo, que así no pudieron entrar en las previsiones de ningún codificador
de la época del nuestro, como sucede con el abuso del derecho, la cesión de deudas,
la voluntad unilateral, los contratos colectivos y de adhesión, la responsabilidad
objetiva, la indemnizabilidad del daño moral contractual, las diversas promesas de
deuda (que nuestro código no conoce sino en punto a reconocimiento de obligaciones
y a promesas de recompensa, y aun así, en forma asaz deficiente), los contratos
abstractos, la hipoteca cono derecho independiente, la sucesión hereditaria en los
bienes, etc.; había buenos motivos para no haber dejado en el olvido a varias otras,
que eran por entonces bastante corrientes y que hubieran implicado un buen capital
de previsión y de soluciones adecuadas a nuestras exigencias.
Tal se tiene en la locación rural y en el colonato parciario (adaptado a nuestras
condiciones, claro está), que son como la piedra angular del derecho en lo que toca a
nuestras industrias más prominentes. Todo eso, que es derecho civil cabal, ha
quedado librado al dominio local de los códigos rurales, dentro de un empirismo y
una heterogeneidad legislativas que no pueden recomendarse como fautores jurídicos
de las exigencias que contemplan u que deben tutelar.
Lo mismo pasa, si bien en menor grado, con las fundaciones, ya tan conocidas en
el derecho germánico, y de las cuales se ocupara el mismo Savigny en el 2º tomo de
su Sistema, por mucho que se refiriese al derecho romano vigente en Alemania.
Lo propio sucede - y aquí e más imperdonable la deficiencia - con una serie de
contratos de locación de obras, que si no estaban legislados en los códigos corrientes,
eran de derecho común y de la más elemental previsión. He nombrado el contrato de
edición, así como los de representación teatral, de servicios profesionales, de avisos,
de agencias de colocaciones, etc.
No habría derecho para ser tan severo con el fetichismo que el codificador revela
en materia de propiedad inmueble, y con el consiguiente olvido en que tiene a la
propiedad mueble y semoviente. Puede consultarse entre nosotros la obra de A. B.
Martínez Les valeurs mobilières de la República Argentina, en la cual se patentiza el
auge enorme que esta última propiedad ha tenido entre nosotros, y en la cual se
confirma, con el ilevantable argumento de los hechos y los números, la opinión
dominante en derecho contemporáneo, particularmente en derecho comercial, de que
esta propiedad está igualando, y aun superando, a la propiedad inmueble, como puede
verse en Cimbali, Nuova Fase, nº 33 y 139 (aún en Baudry Lacantinerie y Chauveau,
t. V, nº 7; y en el mismo Demolombe, t. IX, nº 473), y como ya lo proclamara Alberdi
en su folleto sobre el código, p. 51; para no ir a tratadistas de derecho mercantil, que
son poco menos que unánimes: Vidari, t. 11, nº 1836 y ss.; Manara, nº 49 y ss. y 107
y ss. ; Lyon-Cael1 y Renault, t. I, nº 109 y ss.; Thaler, Traité éléntentaire, nº 23, etc.
Por lo demás, nuestro posterior código de Comercio no deja lugar a duda alguna en lo
que concierne a su campo de acción, del cual está excluida siempre por efecto de ese
fetichismo la comercialidad de los inmuebles.
41. Pero más importantes que estas omisiones son las fallas que conciernen a la
segunda de las dos especies antes indicadas: las de la insuficiente protección de los
terceros, en lo cual se contiene, a mi juicio, el defecto de fondo más capital de todo el
código.
Puede ello ser mirado en varios sentidos.
Desde luego, en el de la falta de publicidad de una serie de estados jurídicos cuyo
conocimiento es indispensable a los terceros. Puedo pasar por alto lo que toca a las
sociedades - conyugal y comunes - por no tener ella mayor influencia en la actividad
económica: el que contrata con un hombre o con una mujer casada como parte de la
sociedad conyugal, generalmente está al cabo de la situación de su contraparte; y el
que contrata con un administrador de una sociedad civil, toma sus precauciones
exigiendo la responsabilidad personal de alguien, sin contar con que para ciertas
relaciones el código prescribe la publicidad (como acontece en los supuestos de los
arts. 1742 inciso 5 y 9 y 1768), ni con la circunstancia de que son bien raras las
sociedades puramente civiles (Planiol, t. II, nº 1933), pues casi todas son comerciales
o adoptan formas comerciales.
Tampoco haré hincapié sobre la publicidad de las interdicciones por incapacidad
(dementes, etc.), siquiera en obsequio a lo relativamente raro y a lo difícil del asunto.
Donde la omisión se hace sentir con toda intensidad es en materia de derechos
reales. El codificador ha creído salvarla con “el gran principio de la tradición que la
sabiduría de los romanos estableció” (nota del art. 577), lo que no ha impedido que
luego pretendiera cohonestar la deficiencia con los pretextos que se pueden leer en la
nota puesta al final del Título de la hipoteca.
Es bueno hacer constar, de entrada, que la tradición no desempeñó en derecho
romano el papel de publicidad que nuestro codificador quiere reconocerle, según
puede verse en cualquier obra de derecho romano (Ihering, Esprit du droit romain, t.
III, pár. LII y t. IV, nº 11 del pár. LXVI; Girard, p. 293, etc.) ; que la tradición es
ambigua, pues resulta tan necesaria para transferir un derecho real como para
transmitir el uso al inquilino (art. 1514), al usufructuario (art. 2910), al usuario y al
mismo habitador (art. 2957), Y como para transferir la simple tenencia al depositario
o al acreedor prendario (arts. 3205 y 2190) ; que falta en no pocos casos (en la
sucesión, art. 3265 y sus numerosos concordantes; en la división del condominio, art.
2695; en la traditio brevi manu y en el constituto posesorio, arts. 2387 y 2462 inciso
31º) ; que evidentemente no implica publicidad alguna, por lo mismo que el acto de la
entrega de una cosa apenas si se verifica entre los interesados; que el codificador
creía seguir a Freitas en estas cosas, sin parar mientes en que éste hablaba de
tradición en el sentido de “inscripción o transcripción de los títulos respectivos en el
Registro conservatorio” (nota al art. 901 de su Esboço) ; que la crítica que el
codificador formula contra el código francés carece de todo sentido, pues el silencio
de éste en punto a tradición es en cuanto a las partes y no con relación a terceros, por
donde no hacía sino consagrar un principio - el “gran principio”, según lo califica
Demolombe, t. XXIV, p. 403 - que no entraña otra cosa que la espiritualización del
derecho moderno, contrapuesto a la primitiva materialización del derecho romano;
etc., etc.
Por lo demás, sus razones de la aludida nota son poco atendibles: “Las leyes de
registro son códigos complicados”, se dice, cuando habría sobrado con menos de un
centenar de preceptos, según lo ha comprobado nuestra ulterior ley sobre el tópico,
sin mencionar la circunstancia de que la expresión disonaba en labios de quien
proyectara un código de más de cuatro mil artículos. “Los registros atacan el derecho
de propiedad”, como si, en todo caso, no lo atacase el mismo código al reglamentarlo
y al declararlo extinguido por prescripción o por la simple posesión en punto a cosas
muebles. “No tenemos catastro”, como si los registros personales lo requiriesen, y
como si, en el peor de los supuestos, el catastro no resultase relativamente factible en
un país nuevo en que los inmuebles están poco divididos y cuentan con antecedentes
que cabrían en el hueco de las manos. “No hay en nuestro país personal capaz de
llevar registros”, lo que no le ha impedido contradecirse al establecerlo para las
hipotecas, y como si en ello no se tratase de una circunstancia general que se podría
invocar contra cualquier régimen más o menos técnico, sin contar con que esa
incapacidad, lo mismo que cualquiera otra de nuestro ambiente novicio, habría de
cesar progresivamente con la educación y la experiencia.
Por suerte que en estas cosas, el carácter concurrente de las mismas a que me he
referido antes (nº 34) ha permitido suplir tal omisión del código con leyes locales y
con la ley federal; si bien en cierta medida tan sólo, por cuanto esas leyes locales no
pueden, constitucionalmente, disponer en sentido distinto de el del código, y por
cuanto aun en el orden nacional, ese juego concurrente entraña complicaciones
bastante bizantinas (quien tenga la tradición es propietario entre las partes, quien haya
inscrito lo es con relación a terceros, etc.).
Quede, pues, como cierto que el codificador incurrió en una criticable omisión al
no establecer la publicidad de los derechos reales (dominio, servidumbre, usufructo y
afines, transmisión hereditaria, restricciones diversas del dominio, privilegios, etc.),
lo que ha conducido, en buena parte al menos, a cierta inseguridad y desconfianza en
las transacciones sobre inmuebles, como se trasunta en el hecho de que el tipo de los
intereses hipotecarios sea tan elevado, por mucho que a este respecto haya otros
factores explicativos del fenómeno.
Tan deficiente protección de los terceros tiene su coronamiento en lo inestable de
los derechos de éstos, al extremo de que nadie puede asegurar que posea un derecho
incontrovertible y firme.
Se nota ello en las nulidades ocultas, en las prescripciones subrepticiamente
suspendidas y en una serie de factores análogos que pueden tener eficacia contra
terceros de toda buena fe. Me bastará citar los artículos legales correspondientes:
563-9:3-8. 738-87, 1051, 1388, 14,87-8, 2602-3, 2765-9-77, 3125, 3266-9-70-5-7-8,
3885, 3923¬45-66-80, etc. Allí se verá cómo los principios del más rancio
romanismo (nem o plus juris...,resoluto jure dantis…,contra nom valentem agüere…,
quod mullunt est… y otros semejantes), han recibido aplicación; si, como es corriente
entre nosotros, se ha de interpretar las disposiciones legales por el espíritu de un
derecho de hace dos mil años y por la letra descarnada de talo cual precepto, en vez
de entendérselas dentro del armónico concierto que ellas deben guardar con otras
análogas del código (como las citadas en el nº 36 y ss. del presente trabajo) y con
subordinación al espíritu de fondo del mismo, a los intereses superiores que éste
quiere y debe tutelar, y a las exigencias ambientes que por sobre todo rec1aman
respeto de la buena fe ajena, seguridad en las transacciones y facilidad y expansión de
la actividad económica y jurídica, en lo cual se contiene los principios cardinales de
toda organización medianamente previsora y simplemente seria y consciente (infra)
nº 11).
Lo propio cabe decir con relación a una circunstancia que es apenas un aspecto del
aludido derecho de los terceros. Me refiero a los efectos retroactivos, tan menudeados
en el código. He aquí una lista de los arts. que tengo anotados: 47, 473, 543, 1050,
1065, 1352, 1847, 2669-70, 31,16-30-49. Se concibe ese efecto retroactivo entre las
partes, en cuanto se trate de interpretar la intención presunta de las mismas (aunque el
código alemán lo ha omitido en materia de condición), como se lo concibe cuando no
entraña perjuicio de terceros, según acontece en los casos de los arts. 319, 5J8 y ss.,
1936, 2304, 3415, etc. Pero en los otros supuestos es una perenne amenaza, que hiere
a mansalva y sin beneficio para las relaciones económicas del medio, pues que sólo
aprovecha a individuos determinados y satisface así intereses puramente privados, lo
que no puede ser norte de ninguna legislación que se precie de sensata, no ya de
admirablemente sabia. De ahí que, ante el temor de la posible generalización, por vía
interpretativa, de los casos de retroactividad contenidos en el código, haya habido
necesidad de puntualizar en algunos casos la no retroactividad: tal acontece en los
arts. 3, 4, 123-33-9, 548 y ss.-55 y ss. 63 y 2672, así como en el arto 61 de la ley de
matrimonio.
A.- 42.- Limita lo dicho el análisis del factor económico, y paso al estudio del
factor propiamente jurídico, pues cabe dejar de lado el factor religioso, que en general
no tiene mucho que hacer en un código civil, y que en el nuestro apenas si se hizo
sentir por razones a mi juicio entonces atendibles en punto a matrimonio y en materia
de prueba del estado civil de las personas (con bastante menos derecho, por cierto, en
esto último).
La verdad que, en rigor, todos los factores analizados son jurídicos. Como que no
puede ser buen jurista quien no tenga en consideración el juego complejo del
dinamismo colectivo en el determinismo jurídico, y quien, de consiguiente, no
conciba el derecho sometido a la acción integral de todas las fuerzas ambientes, desde
las más inorgánicas (clima, suelo, etc.), hasta las más super orgánicas (la educación,
la cultura, las diversas idealidades sociales), todo dentro del indivisible consensus
integral del ambiente. De ahí la necesidad, para cualquier jurista, de estar bien al cabo
de las condiciones políticas, económicas, científicas, etc., del medio respectivo. Y de
ahí lo indispensable de la contemplación del derecho como un mero aspecto
sociológico del país, y como propulsión que en interacción recíproca concurre con
muchas otras al desenvolvimiento de la entidad colectiva.
Pero como es necesario deslindar esas propulsiones, no para separarlas sino para
mostrarlas, siquiera a objeto de ofrecer alguna claridad en la exposición, me he creído
obligado a categorizarlas en cierta medida, analizándolas en sus fases más
específicamente saltantes. Hay en ello un poco de arbitrariedad, como la hay en
cualquier categorización, por lo mismo que la sociedad, exactamente como el
individuo, es, en cosas predominantemente espirituales como éstas, un ser único e
indescomponible, que se caracteriza cualitativamente mucho más que
cuantitativamente, y que resulta una multiplicidad “melódica”, de penetración y
fusión mutuas, según las expresiones de Bergson, una incesante “continuidad”, para
emplear el término de Fouillée, bien antes que una multiplicidad de yuxtaposición, de
acumulación y de mecánica suma, como se pretende en la psicología hasta hora
dominante.
Me doy cuenta cabal de la circunstancia. Pero he debido sacrificar el punto de
vista de fondo a las exigencias metodológicas de la claridad y el orden. Por lo demás,
ella juega poco prácticamente en el caso. Sobre que dejo sentada la correspondiente
advertencia, he procurado limitar las categorías, como se ha visto, reduciéndolas a
dos, y he incluido en cada una de ellas lo que más inmediata e intensamente reviste
carácter político o económico.
Aquí en lo jurídico me parece que puedo desenvolverme con más libertad, por lo
mismo que estoy en el terreno de mi trabajo. De ahí que las respectivas subcategorías
sean más numerosas. No serán muchas, sin embargo. Las condensaré en cuatro, que
versarán sobre las fuentes, la individualidad, ciertos caracteres de fondo y el plan del
código, si bien cada una de ellas, con excepción de la última, sufrirá a su turno una
nueva subdivisión que persiga el mismo propósito de orden y claridad a que he
aludido hace poco.
44. He querido contenerme, pues el asunto es bien largo. Lo dejo ya para ocuparme
de los precedentes nacionales del código.
Ha afirmado nuestro codificador en su réplica a Alberdi (p. 270 del t. VII de las
Obras póstumas de éste), que los ha tenido muy en cuenta: “la primera fuente de que
me valgo, dice, son las leyes que nos rigen; el mayor número de los artículos tienen la
nota de una ley de partida, o del fuero real o de una ley de las recopiladas”.
Cabe contestar en seguida que no es ello cierto. Bastaría al efecto con la
demostración que se contiene en la Introducción de la obra del Dr. Segovia sobre
nuestro código, donde se ha especializado el caudal de disposiciones que cada una de
las fuentes del código ha aportado, y cuya exactitud no ha sido puesta en duda por
nadie hasta ahora. Allí se dice que Freitas ha contribuído con unos mil trescientos
artículos de su Esboço; Zachariae, con setenta; Aubry y Rau, con setecientos; García
Goyena, con trescientos; los códigos de Chile y de Francia con ciento setenta y cinco
y ciento cuarenta y cinco respectivamente; y luego, en proporciones que varían entre
veinte y setenta, cada uno de los principales autores franceses (Demolombe,
Troplong, Marcadé y Chabot), los romanistas Maynz, Molitor y Savigny, Acevedo
(en su proyecto de código civil para la República Oriental), y los códigos de Luisiana,
de Nueva York y de Rusia. Súmese todo ello, y se tendrá casi agotados los cuatro mil
cincuenta y un artículos del código.
Se ve, así, que las principales fuentes de éste no han radicado en los precedentes
legislativos del país. Apenas si incidentalmente allá en la nota del art. 3410, que
instituye la posesión hereditaria aparecen como veneros primordiales esos
antecedentes y las leyes de Indias. De consiguiente, la afirmación del Dr. Segovia, de
que las principales fuentes del código son el Esboço de Freitas, Aubry y Rau, García
Goyena y los códigos chileno y francés, parece indiscutible. Y lo parece tanto más
cuanto que el mismo codificador la confirma, en general, al hacer constar, en su
mencionada réplica, que entre las varias fuentes de que se había servido figuran “las
doctrinas de los más clásicos autores”, pues, agrega, “yo me proponía que en mi
código apareciera el derecho científico ... , las doctrinas de los más acreditados
jurisconsultos, que en él se viese, si era posible, el estado actual de la ciencia”, razón
por la cual justifica “las resoluciones del código con los escritores más conocidos de
todas las naciones”. Por lo demás, en su nota con que remitía al gobierno el primer
libro del código, ya había consignado que sus “guías principales” habían sido “los
escritores alemanes Savigny y Zachariae, la grande obra de Savigny sobre el derecho
administrativo del Imperio Romano, y la obra de Story, Conflict of Laws”. Eso en
cuanto a “doctrinas jurídicas”. En lo que concierne a textos legislativos, había “tenido
presentes todos los códigos publicados en Europa y América..., principalmente el
Proyecto de Código Civil para España del Sr. Goyena, el Código de Chile..., y sobre
todo el proyecto del Código Civil que está trabajando para el Brasil el señor Freitas,
del cual había tomado muchísimos artículos”.
Los precedentes propiamente nacionales generales o locales no aparecen en parte
alguna. Bien al contrario. En esa misma nota estampaba el codificador que nos
faltaba “la ventaja que tuvo el pueblo romano de poseer una legislación original
nacida con la nación y que con ella crecía”, por donde tenía sobrado título para
“ocurrir al derecho científico, del cual pueden ser dignos representantes los autores
citados”.
Alberdi tenía entonces doble razón: se había hecho tabla rasa de la legislación
civil que hasta entonces nos había regido.
Con todo, será bueno entenderse. Por cierto que sea el hecho de la omisión
susomentada, falta saber si no fué intencional y si no respondió a motivos atendibles.
Hay que advertir, por de pronto, que en las notas del codificador hay muchas citas
de la legislación española que nos rigiera (y que no nos rigiera, por más que éste haya
afirmado lo contrario en su precitada réplica, según acontece con la Novísima
Recopilación). Sean ellas propias o no, y ocupen un lugar tan secundario como se
quiera, lo positivo es que existen, y que, ya directamente, ya por intermedio de
Goyena, resultan fuentes más o menos mediatas o remotas del código.
De otra parte, creo que el codificador ha procedido con tino al excluir la
legislación de la madre patria del carácter predominante de fuente primera. No sólo
era caótica, no sólo era anticuada, sino que también era inadaptable por razones
políticas. Desde 1uego, no debía revestir un gran valor científico ni jurídico, cuando
la misma península se había dado un código civil propio, que ya quería reformar.
Además, la afirmación de nuestra independencia constitucional reclamaba el
necesario complemento - yo diría fundamento - de las emancipaciones restantes,
entre las cuales la legislativa ocupa un lugar prominente.
Es verdad, a propósito, que la independencia legislativa no era incompatible con el
mantenimiento de nuestras tradiciones jurídicas, pues todo se reducía a conservar el
consiguiente espíritu dentro de los moldes y con arreglo a las formas y medios de
nuestras características nacionales. Así y todo, pienso que se hizo obra buena al
dictarse un código nuevo y propio. “Nuestras tradiciones jurídicas”: si cabían en el
hueco de una sola mano... Tan pocas eran, tan corta duración contaban y tan
escasamente se habían infiltrado en la conciencia del pueblo. Por lo demás, lo
conveniente no era mirar hacia atrás sino hacia adelante, no al pueblo con que
entonces se tenía sino al pueblo del porvenir, al pueblo que nos habría de aportar el
doble capital étnico de nuestro fuerte crecimiento vegetativo y del contingente
inmigratorio, al pueblo que, en una palabra, se habría de octuplicar en medio siglo de
vida y habría de revestir tonalidad y psicología sociales que distarían leguas de las
que eran peculiares al pueblo de 1870.
45. Lo que acabo de dejar expuesto me excusará de toda insistencia acerca de una
fuente muy afín con la de los precedentes: aludo a la de la costumbre, con sus
aspectos de los usos y prácticas.
El legislador no ha sido muy generoso con ella, pues la ha barrido en el art. 17 y
en los complementos del mismo, de entre los cuales son típicos los arts. 16 y 22 (que
no permiten resolver un asunto jurídico sino por las palabras o el espíritu de la ley,
por las leyes análogas y por los “principios generales del derecho”; y que abrogan
todas las disposiciones legales que imperaron hasta la vigencia del código, en el cual,
aun implícitamente, se hace contener todo cuanto interesa o atañe al derecho civil) .
En verdad que nuestras costumbres jurídicas, si se exceptúa las del comercio, eran
prácticamente de muy escaso monto. Nuestra misma vida económica había sido bien
limitada, por lo mismo que el comercio de exportación, y las consiguientes industrias,
había sido maniatado por el monopolio metropolitano que durara casi toda la época
colonial hasta 1776. Puede suponerse, así, la actividad civil subyacente y
concomitante, si ésta es en general mucho menos acentuada y vivaz que aquélla.
En otro sentido, no era recomendable la atribución de valor legislativo a la
costumbre. Un país que se da su legislación no puede menos que mirar de mal ojo a
lo que puede implicar el desmedro de ésta. Ni siquiera cabía el reconocimiento de la
costumbre praeter legem - no ya de la contra legem - por más de un motivo: en un
país en formación, la costumbre se diversifica en el tiempo y en el espacio, por lo
mismo que todo es un tanto inestable, por hallarse sujeto a las influencias cambiantes
de una población que crece y se educa con relativa violencia; de otra parte, el distingo
de las dos especies de costumbre no es siempre fácil, pues a menudo van juntas y se
fecundan mutuamente; finalmente, la prueba de la costumbre resultaría difícil,
cuando no contradictoria, lo que conduciría - en un pueblo no preparado, como
cualquier pueblo nuevo, y sin buenos sedimentos jurídicos - a desvirtuar uno de los
propósitos cardinales del legislador, cual es el de la fijeza y la estabilidad de las
relaciones de derecho, vale decir, la conciencia anticipada de la situación en cualquier
acto y la visión neta de todas sus consecuencias frente a las leyes.
Es posible que esto choque a los que sean partidarios de la escuela histórica. Pero
no veo cómo cambiarlo. Yo también tengo fundamentales simpatías por esta Escuela
jurídica, pero creo darme cuenta de su unilateralidad y de su consiguiente deficiencia.
La costumbre no es para mí la fuente única del derecho, ni siquiera la primordial en
ambientes como el nuestro, que se constituyen con elementos humanos de todos los
climas, que ya están civilizados jurídicamente (en buena medida al menos) y que
deben plasmarse dentro del concierto de los países más cultos del mundo, con los
cuales van a mantener sus relaciones más intensas, sin necesidad alguna de hacerles
repetir toda la ontogenia de los países primitivos y salvajes. Además, su relativa
ineducación exige una regla fuerte y unitaria en materia de derecho, lo que no se
consigue sin una ley o código adecuado.
Repito que, en mi concepto, el legislador ha hecho bien
al negar valor legislativo a la costumbre.
Pero también opino que pudo ser más liberal con relación a mucho más de un caso
particular. En vez de someterse al rigorismo esclavizador y uniforme de la ley la
solución de casos que dependen de las circunstancias, que son fruto espontáneo del
ambiente y que se resuelven en asuntos de apreciación y de hecho, lo mejor que
cuadra, lo único que corresponde es dejarlos librados a esas modalidades. Es lo que
ha hecho el codificador en varios supuestos, de los cuales puedo citar los de los arts.
450 inciso 5º, 1424-7, 1556-74-95, 1632, 2268, 2307, 2621-25-31, 3030, 3480, 3880
inciso 1º, etc.
Como se ve, la lista no es muy larga, por mucho que haya omitido yo al respecto.
De ahí que se haya dejado en olvido una serie enorme de relaciones jurídicas
evidentemente ambiguas del punto de vista de los textos legales, que se refieren a
circunstancias positivas, que, de consiguiente, no son materia de doctrina ni de
legislación comparada, y cuya estimación jurídica no podría ser hecha plenamente de
acuerdo con la ley, los principios ni las reglas generales del derecho, como quiere
nuestro art. 16, por lo mismo que son hijas de los hechos y por lo mismo que están
condicionadas por las consiguientes modalidades. Tal acontece, por ejemplo, con lo
que deba entenderse por accesorio de una cosa sujeta a entrega (art. 575), por actos de
administración (o de libre administración), por ratificación de un hecho jurídico, por
elección (en las obligaciones de prestación indeterminada, como las alternativas y las
de género), por actos posesorios (ya que la regla del art. 2384 debe quedar
subordinada a lo que sea de uso local en cada supuesto concreto), etc., etc.
No se habría perjudicado con eso el principio del art. 17. La relación jurídica - y
con mayor razón la institución -recibiría de la ley, y nada más que la ley, su
individualidad. Su aplicación circunstancial es lo único que, en cuanto no se tratase
de principios generales y de fondo, debiera amoldarse a las modalidades ambientes.
Fuera de ello, observo que en nuestro código no se hace el distingo adecuado entre
práctica, uso y costumbre. Esta última supone, según la sabía enseñanza de Gény -
que no hace más que seguir en esto a la ciencia alemana - dos grandes elementos: un
uso constante y un carácter de necesidad (una opinio necessitas) que impliquen todo
un sentimiento jurídico y el consiguiente convencimiento de una correspondiente
sanción. La práctica no es más que un uso limitado a cosas formales: de ahí las
prácticas de los escribanos, de los tribunales, etc. Y el uso, además de ser apenas uno
de los dos grandes elementos de la costumbre y el primer antecedente de la misma, es
una costumbre en pequeño, limitada a los lugares, diversificada y cambiante con
relación al país, y sin el arraigo de psicología que pueda darle, como a la costumbre,
esa fuerza espiritual que lo convierta en una necesidad. Así, en la mayoría de los
supuestos en que se refiere a la costumbre (arts. 1504-74, 1632, 2268, 2631, 2873;
3480 y 3880, inciso 1º), no contempla propiamente la costumbre, sino esa costumbre
primaria y local que es cabalmente el uso. Y eso después que en el art. 17 susodicho
ya había establecido el distingo adecuado, en cuya virtud la práctica, el uso y la
costumbre son cosas afines más no sinónimas.
46.- El último de los veneros del código de que debo ocuparme es, como se
recordará, el de la ciencia jurídica.
Advierto, desde luego, que es el último en mi estudio, pero no el último en
importancia. Ya se ha visto el papel relativamente decisivo que la doctrina ha tenido
en la confección del código, según las palabras del mismo legislador, expuestas en la
nota de remisión de su primer proyecto al gobierno y en su réplica a Alberdi. Y se
tendrá presente que Aubry y Rau le suministraron el caudal de 700 artículos, y que
Goyena y Freitas - que en rigor son fuentes doctrinarias - le aportaron entre ambos un
millar y medio de disposiciones, así como que Demolombe, Zachariae, Maynz,
Troplong y Savigny han contribuido con algunos centenares.
Hay, efectivamente, mucha ciencia jurídica en el código. Por suerte que ella es
generalmente buena. En su virtud el codificador ha sabido hacer desaparecer una
serie de dudas que contenía el código francés, como ha logrado llenar mucho más de
uno de los vacíos del mismo. Recuérdese, por ejemplo, lo del distingo entre
obligación y contrato, la de las personas jurídicas, lo de la paternidad natural, lo de
las hipotecas tácitas, lo de los hechos y actos jurídicos, lo de la facultad de aceptar o
repudiar una sucesión, lo que hoy llamaríamos culpa in contrahendo, etc., etc.
El único defecto de fondo que a mi ver cabe apuntar al respecto es el de que esa
ciencia se ha resuelto en no contados casos en un doctrinarismo demasiado outré para
un código, según se lo verá cuando más adelante (núms. 89 y 90) haya de explayarme
acerca de uno de los aspectos del carácter de la ley.
Por lo demás, el codificador ha tenido presentes los autores más conocidos y
reputados de su época, por mucho que se limitara a los franceses en principio, pues
apenas si figura un español y si aparecen dos americanos (Goyena, y Freitas y
Acevedo respectivamente), sin contar algunos otros demasiado incidentales, como
Story.
De los alemanes no conoció sino a Savigny, y eso con alguna limitación. Como se
sabe, el senador Vélez refirió en plena Cámara, cuando se discutió la ley llamada de
fe de erratas o de correcciones, un hecho a propósito: el codificador tenia redactada
toda la parte de las obligaciones antes de haber conocido, por obra de dicho senador,
el respectivo tratado del gran profesor germánico, lo que lo obligó a redactarla de
nuevo, pues tuvo que alterarla fundamentalmente (cons. el libro Discusión de la fe de
erratas, p. 85).
Pero ello es secundario, ante la circunstancia de principio o general de lo bueno y
relativamente completo de las fuentes científicas.
Lo que cabe hacer resaltar, al dar la mano a este punto, es que ese carácter
doctrinario del código - debido principalmente a Freitas, cuyo doctrinarismo es tan
palmario - quizás ha obedecido a una preconcepción del codificador. Como se sabe,
éste manifestó, en la nota de remisión de su primer libro, que las obras de enseñanza
del derecho civil debían seguir “de toda necesidad” el orden del código, pues era
indispensable, para no llegar a “innovaciones en las doctrinas”, que éste fuera la
“base” de las mismas.
Dejando de lado la pretensión de querer ver en el código una como cristalización
ne varietur del derecho, algo así como la palabra última en materia jurídica, que se
advierte en dichas expresiones; lo cierto es que aquél tuvo en mira, aunque no
principal, la faz didáctica y científica del asunto. Es así bien posible que el cúmulo de
definiciones, de preceptos puramente enunciativos y prácticamente inútiles de que
está bien poblado el código, según se verá adelante, haya respondido al aludido
pensamiento de que el código fuera como la matriz de la ciencia y de la enseñanza
del derecho en el país.
Hay allí un error indiscutible, cuya refutación no considero necesaria. Implicaría
eso negar no pocas cosas: que el derecho es producto de su medio, como una planta o
un sistema político; que el derecho evoluciona perennemente; que el derecho civil es
mucho más que el código civil, por aparentemente completo que éste sea, pues
también se lo contiene en la costumbre, en la doctrina, en la jurisprudencia, en la
legislación comparada, etc.; que un código no puede ser desnaturalizado al extremo
de que se lo convierta en un texto científico, por lo mismo que, según dice Alberdi en
su recordado folleto, p. 16, “la ciencia y la ley no van al mismo fin, ni su camino
puede ser el mismo, pues la ciencia investiga la verdad desconocida, la ley sabe la
verdad que le conviene”, por donde se colige que, malgrado los puntos de contacto
entre ambas, el contenido, la forma y el mismo espíritu de cada una de ellas tienen
que ofrecer desemejanzas fuertemente acentuadas. En una palabra, la leyes una de las
grandes expresiones del derecho, no el derecho. De ahí que la ley resulte una cosa
que debe ser explicada (o criticada), lo que no es posible sino mediante la ciencia y
en una acción didáctica en que ésta ocupa forzosamente el lugar primordial.
C.- 47.- El segundo aspecto del factor jurídico concierne, según se recordará, a la
individualidad del código. Y está individualidad se resuelve en el problema del
carácter y del contenido del código civil: ¿qué es éste? ¿qué parte del derecho abarca?
¿cuáles son las instituciones que debe legislar?.
Desde luego, corresponde trazar límites previos. Para nosotros, y por disposición
constitucional, el código civil debe ser distinguido de los códigos comercial, penal y
de minería. De suerte que todo cuanto haga a código único de obligaciones, a código
fundamental y común de derecho privado y al cariz minero del derecho industrial, se
encuentra fuera de cualquier discusión.
Como es notorio, eso del código único de obligaciones tiende, sobre el gran
ejemplo suizo (y en buena parte sobre la unidad civil y comercial del common law de
la Gran Bretaña y de no pocas leyes de estados de la Unión americana), a concentrar
y unificar en una sola ley toda la parte económica (llegándose a veces a los mismos
inmuebles) del derecho privado. Las opiniones están muy divididas: Bolaffio,
Vivante, Cimbali, D'Aguanno, Lyon Caen, Thaller, etc., convienen en esa
unificación, por lo menos en principio; Vidari, Manara y muchos otros se pronuncian
en sentido opuesto. Igual divergencia se tiene en nuestros autores: Álvarez (Une
nouvelle conception des études juridiques et de la codification du droit civil, p. 208),
está con los primeros, lo mismo que nuestro doctor Segovia; Bevilaqua (Código civil
dos Estados Unidos do Brazil, Preliminares, pár. IX), prefiere la tesis de los
segundos. Y Rossel (Manuel du droit federal des obligations, p. 7), no obstante
inclinarse a la separación de los dos códigos, reconoce que “el experimento (de la
unificación de las obligaciones en el código federal) no ha sido muy malo”. Por lo
demás, es sabido que la tendencia a la incorporación del código de las obligaciones
en el código civil no ha tenido éxito en Suiza (cons. Code fedéral des obligations, por
el Dr. H. Oser, p. VIII y ss.).
En cuanto al código fundamental de derecho privado, en el cual se contuviera todo
cuanto es común a las distintas ramas del derecho privado (civil, comercial,
industrial. etc.), el asunto no ha pasado hasta ahora del terreno de la ciencia, ni
siquiera del de las opiniones más o menos aisladas. Como se sabe, uno de los
primeros campeones de tal concepto ha sido Freitas. Y en la actualidad hay más de un
jurisconsulto que, por lo menos en lo que toca a la idea de fondo, la unidad nuclear
del derecho privado, se pronuncia en igual sentido. Tal acontece con los siguientes,
que cito muy al azar y sin ninguna busca previa ni sistemática: Álvarez, obra y página
antes citadas; Roguin, La règle du droit, p. 187; Van Bemmelen, Nociones
fundamentales del derecho civil, p. 111, Cimbali, Nuova fase del diritto civile, nº
236; etc.
La tercera de las mencionadas excepciones, el derecho de minería, tiene, hoy por
hoy, existencia autónoma en todas las legislaciones de los países civilizados.
48.- Pero esta delimitación dice bien poco con relación a lo positivo del tema. No
formarán parte del derecho (o del código) civil el derecho comercial ni el de minería.
Convenido. Más de ahí no se sigue qué es lo que en aquél ha de contenerse.
Efectivamente, se trata de un deslinde negativo, fundado o no, lo que está fuera de
controversia, que, como todo lo negativo, nada induce acerca de lo afirmativo que
interesa.
Como se comprenderá, el problema no me concierne sino incidentalmente. Por eso
no me creo con derecho para ahondarlo ni para insistir a su respecto.
Habrá que empezar por resolver, ante todo, un problema previo: el del carácter y
contenido del mismo derecho privado en sus relaciones con el derecho público, ya
que el derecho civil no es más que un derecho privado. Es fácil decir, a propósito, que
el derecho privado atañe a los individuos, y que el derecho público afecta al estado. Y
es todavía más fácil categorizar especies, y presentarnos el cuadro de los diversos
derechos públicos (penal, constitucional, administrativo, etc.), así como el de los
derechos privados (civil, comercial, industrial, etc.). Falta demostrar que ello es
fundado: que en el derecho privado no hay intereses colectivos, lo que es falso, según
se puede ver en el régimen de la propiedad inmueble, en el del matrimonio y la
familia, en las mismas sucesiones, etc.; y que en el derecho público no hay más de
una relaci6n de orden privado, como los distintos contratos administrativos
celebrados por el Estado o por cualquier otra entidad pública en su calidad de simple
persona jurídica, los delitos “privados” (adulterio, etc.), et sic de coeteris.
Tampoco se adelanta gran cosa con decir que es derecho público el que tenga
carácter necesario, y que es derecho privado el que revista carácter voluntario.
Estaríamos cabalmente en la misma situación: hay una serie de cosas necesarias en el
derecho privado (las buenas costumbres, el orden público, los herederos, todas las
disposiciones prohibitivas, etc.), como las hay voluntarias en derecho público, en
todos los casos aludidos en que el Estado contrata con terceros como puede hacerlo
cualquier persona jurídica, o en que se trata de la reparaci6n pecuniaria que emerge
de un delito criminal, etc.
Lo que es para mí cierto es que esa división del derecho en público y privado es
una cuestión de principio y no de categoría. De ahí que no sea posible la separación
ni sea imaginable ninguna línea divisoria, sea cual fuere el punto de vista desde el
cual se mire (el sujeto del derecho, el beneficiario del mismo, etc.). Ni siquiera es
admisible el distingo entre derecho público y principios de orden público. Esto es
teoría pura. Al fin y al cabo, todo es derecho público y todo es derecho privado: como
que el derecho público no es sino, en el fondo, la suma o el conjunto de los derechos
privados; y como que el derecho privado es, en definitiva, el único y verdadero
derecho, por lo mismo que todo el derecho público -y la consiguiente armazón del
Estado, del Gobierno, etc.- no sirve más que de medio para proteger y tutelar el
derecho privado, ya que, me figuro, lo que se quiere en cualquier conglomerado es la
expansión, el auge de cada uno de sus miembros; vale decir, que en un país
cualquiera lo que en última instancia interesa, del punto de vista jurídico, no es el
Estado sino el hombre, no es el organismo político sino el individuo, pues no es éste
quien existe para el primero sino al revés, desde que no se concibe la mejora
colectiva sin la mejora básica de cada uno de sus elementos.
Tan cierto es ello que la tendencia más acentuada del derecho contemporáneo es la
que estriba en hacer resaltar el lado solidario y social del derecho privado, como
puede verse en Bourgeois, en Salvioli, en Cosentini, en Gierke, en D'Aguanno, en
Cimbali, etc., y como resulta de la actividad legislativa de no contados países en los
cuales esa tendencia ha sido positivamente consagrada, según acontece en varias
colonias británicas, en los códigos civiles de Suiza y de Alemania y en las leyes
especiales que casi todo el mundo civilizado ha creído indispensable dictar en materia
de contrato de trabajo. Tan cierto es que hoy se mira a lo que se llamaba hasta ahora
derecho privado, como un derecho “privado social”, según la expresión adoptada al
efecto por los dos últimos jurisconsultos antes citados.
Debemos, pues, echar mano para la consiguiente caracterización, no ya de
criterios lógicos sino de elementos históricos, y considerar como derecho privado no
el derecho que se contrapone al derecho público, por cuanto esa contraposición esté
contradicha en numerosos y fuertes supuestos, sino al derecho que por costumbre asi
se denomina, por mucho que la expresión no trasunte con fidelidad el correspondiente
contenido. De todos modos esto último es secundario: así como no hay quien se
escandalice de oír hablar de una cuarentena que dure diez o cinco días, de una
herradura de plata, etc., del propio modo no hay motivo para no ver que en el derecho
romano la permuta era un contrato innominado a pesar de tener su nombre adecuado,
ni para dejar de admitir un derecho privado que tan frecuente e íntimamente se codea
con el llamado derecho público. Es que la historia - la tradición, la costumbre - tiene,
como el corazón, razones que la razón no comprende, diría un moderno Pascal del
derecho.
Es, entonces, derecho privado el derecho que concierne a la persona en sus
relaciones de familia y en sus relaciones sociales con los demás miembros de la
humanidad.
Digo persona, y no individuo ni hombre, para abarcar todo el campo de los sujetos
del derecho. Digo relaciones sociales, para excluir las relaciones antisociales del
derecho criminal; para no hablar de relaciones civiles, por cuanto no puedo postular
estas últimas, desde que no he llegado todavía a la caracterización del derecho civil, y
por cuanto, sobre todo, corresponde no limitar el asunto, por lo mismo que las
relaciones civiles son apenas un aspecto de las sociales; finalmente, para expresarme
con la debida amplitud, pues el concepto de relaciones patrimoniales es demasiado
estrecho, en razón de que no todo se resuelve en actividad económica ni pecuniaria,
como acontece, por ejemplo, en el mismo derecho civil, con el carácter no
patrimonial de la prestación obligatoria y con la indemnizabilidad del daño moral.
49.- Deslindado así el derecho privado, queda por precisar, dentro del mismo, el
derecho civil.
También nos encontraremos con criterios más o menos encontrados.
Roguin nos dirá en su Règle du droit, p. 187, que “comprende la reglamentación
de las relaciones del estado civil y la familia, las que derivan del uso de facultades
individuales, las del señorío sobre las cosas, las principales relaciones de obligación,
y las que son consecuencias o combinaciones directas de las precedentes”. Gény
enseña - Les méthodes juridiques, p. 181- que es “una disciplina de vida social
destinada a establecer y mantener el orden entre los intereses privados susceptibles de
ser garantidos por una sanción exterior”. Picard lo concibe, en su Droit pur, pár. 73,
como el derecho que regla la actividad sin especulación, con lo cual pretende
independizarlo del derecho comercial. Gabba – Quistioni di Diritto Civile, tI, p. 7 - lo
sinonimiza con el derecho privado, que ve como el conjunto de “pretensiones
reconocidas por la ley y radicadas en ésta, a utilidades humanas frente a cualquiera y
por ocasión de actos y hechos de toda especie, ya pertenezcan estos a la vida de los
particulares, ya correspondan a actos propios o políticos del Estado o de otras
personas públicas”. Lo mismo hacen Filomusi-Guelfi, Enciclopedia giuridica, pár.
43, y Brugi, 1ntroduzione enciclopedica alle scienze giuridiche e sociali, pár 19. Ni es
otro el criterio en Bevilaqua (Código civil dos Estados Unidos do Brazil, t. 1, nº 65 de
los Preliminares), quien estampa que el derecho civil es el derecho privado “común”,
y rige “las relaciones familiares y patrimoniales que se establecen en la vida social”.
No creo, en presencia de lo antes dicho a propósito del derecho privado, que sea
necesario, ni conveniente, analizar una por una las definiciones o caracterizaciones
transcritas. O son apenas aproximativas, como la de Roguin; o, lo que es más
frecuente, no sirven para distinguir el derecho civil del derecho privado, como pasa
en las de Gény y Gabba; o, lo que acontece en todas ellas, no permiten deslindar el
derecho civil de los demás derechos que le son afines (el comercial, el industrial, el
minero, etc.), y que con él constituyen esa masa jurídica unitaria que se llama el
derecho privado.
Diré que por derecho civil hay que entender esa rama de derecho privado que
reglamenta las relaciones comunes del individuo social. En esa expresión “comunes”
es donde arraiga lo propio y especifico del derecho civil, que viene a ser así el
derecho privado general, esto es el derecho que rige a cualquier persona en sus
actividades jurídicas. Todo cuanto implique una actividad especializada - mercantil,
industrial, obrera, minera, etc.- deja de ser civil. Fuera de tales actividades especiales,
cualquiera puede ser deudor o acreedor, miembro de una familia, heredero, etc., sin
necesidad alguna de ser por eso comerciante u obrero. De otra parte, cualquier
relación mercantil u obrera envuelve instituciones y situaciones (propiedad,
obligaciones, contratos, etc.), que son comunes a todas ellas y tienen un fondo que,
por consiguiente, reviste carácter análogo y hasta idéntico, y cuya centralización se
encuentra en la consiguiente disciplina general y unitaria del derecho civil.
Eso me parece que es el derecho civil: el derecho privado fundamental y común a
todos los derechos privados. De ahí que no haya cómo rebatir propiamente a los que
lo equiparan al derecho privado. En su fondo es el derecho privado. Lo que hay es
que, de conformidad con la ley evolutiva, su homogeneidad primitiva ha debido dar
paso a la ulterior y progresiva heterogeneización de varios derechos especializados,
que en buena parte pierden su filiación originaria y se le van hermanando, al extremo
de influir en él - como pasa sobre todo con el derecho comercial, que contiene la
diversificación más antigua e intensa, según puede verse, por ejemplo, en el trabajo
que con el titulo De l'influence du Droit commercial sur le Droit civil ha publicado
Lyon-Caen en el t. 1, p. 205 y ss. del Livre du Centenaire - y de obligarlo a
obtemperar a nuevas formas y a más modernas exigencias.
50.- Dentro de ello, cabe preguntar si nuestro código civil ha logrado afirmar su
individualidad.
La afirmativa no es dudosa, si uno se atiene a la época de su concepción y
confección, lo que excluye el achaque de la omisión de instituciones (la cesión de
deudas, el abuso del derecho, la socialidad de su contenido, etc.), que son fruto de la
vida contemporánea. Solo habría lugar para observaciones de detalle, y que ya he
formulado con otro propósito afín en los núms. 36, 37, 40, etc.: las fundaciones, los
registros del estado civil, el contrato de trabajo, la propiedad artística y literaria, los
contratos por terceros, la locación de obras, diversas locaciones de servicios, etc.,
merecían una consagración (o una sistematización, como ocurre con los tres últimos
órdenes) que resulta esquiva en el código, por lo mismo que se trataba de cosas
corrientes, si no en todos los códigos por lo menos en algunos y en casi toda la buena
ciencia que ningún codificador tenía el derecho de desconocer. Fuera de ello, es dable
afirmar que del punto de vista civil ha sido bastante completo y hasta previsor. Esto
último se lo tiene sobre todo, a mi juicio, en la contemplación de cierto orden jurídico
que hasta entonces se hallaba ignorado en todas las legislaciones, por lo menos con la
amplitud que tiene en el código. Me refiero a los arts. 1155-6-72-7 inciso
3º.8.9.329.31, etc., en los cuales se da forma positiva a lo que hoy se llama culpa in
contrahendo, bien antes de que Ihering nos diera al respecto su hermosa construcción,
que luego ha merecido el honor de toda una disposición expresa y general del código
alemán, cual es la del art. 307. Lo mismo cabe decir de la hermosa generalización de
los hechos. Nada dice en contrario la circunstancia de que en él no figuren ni
preceptos sobre ciudadanía, ni disposiciones sobre expropiación ni nada acerca de
prueba de las obligaciones, que se tiene en los códigos francés e italiano, así como en
los demás que han tomado al primero de ambos por modelo. Por razones
constitucionales harto conocidas, la prueba de las obligaciones si se prescinde al
efecto de disposiciones de fondo como las de los arts. 1190 a 4, no es de incumbencia
federal, por lo mismo que corresponde a las leyes adjetivas, y por lo mismo que éstas
son de resorte de las jurisdicciones locales. En cuanto a la ciudadanía, considero que
se trata de algo ajeno al derecho y al código civiles: el ciudadano es un ente político,
y pertenece por eso al derecho público (constitucional o como se quiera llamarlo). No
pienso igualmente en lo que toca a la expropiación: no hay razón lógica alguna para
considerarla fuera de la ley civil, pues se refiere a un asunto de derecho privado y
común. Tan cierto es ello que en el código se tiene el correspondiente principio (arts.
2511-2). De otra parte, no cabe aquí el argumento constitucional invocable en materia
de ciudadanía, como es el que dimana del art. 67 inciso 11º de la Carta fundamental,
en el cual se dispone que el Congreso dicte leyes sobre “naturalización y ciudadanía”,
después de haberse estatuido en el mismo inciso lo atingente a los códigos civil,
comercial, etc.; lo que está probando que para la Constitución ningún código
involucraba la ciudadanía. En cambio, no se encontrará una sola palabra en la
Constitución, ni aun en el art. 17 que consagra la inviolabilidad de la propiedad,
acerca de la expropiación ni de ninguna ley especial al respecto. Acaso el legislador
creyó que teniendo ya el país la ley general de expropiación (la de setiembre 13 de
1866, que lleva el nº 189), no era necesario insistir al respecto, ni consideró oportuno
incorporarla al código, por lo mismo que ya existía autonómicamente. De todos
modos, se trata de un defecto puramente formal y de menor cuantía.
Tampoco hallo razón a Alberdi, que en el capítulo III de su recordado folleto
pretendía ver un error en la omisión de los derechos llamados absolutos, y
sancionados por la Constitución en sus arts. 14 y ss., como había insistido también en
que el código legislase lo concerniente a nacionalidad (capítulo VIII del mismo
folleto). El codificador ya había explicado, en su nota susomentada, las razones de tal
omisión. Y motivo había tenido para ello. Tales derechos no revisten carácter civil,
pues son políticos, comerciales, etc. Cuando se refieren a cosas civiles (trabajar,
asociarse, usar y disponer de la propiedad, etc.), el código no ha sido omiso, pues los
ha reglamentado cumplidamente, siquiera en principio. Apenas si, a mi ver, cabe
imputarle la omisión de lo tocante al nombre y a la propiedad artística, a que he
aludido con anterioridad, así como las que conciernen a otras materias sueltas que
también he mencionado oportunamente, en nada de lo cual es dable descubrir la
flagrante violación de fondo, que Alberdi pretende.
Repito que del punto de vista civil no es mucho lo que se puede criticar en el
código. Lo mejor es que lo propio hay que decir con relación a los demás aspectos de
la individualidad del mismo.
En lo que respecta al derecho comercial, el código civil no le invade su campo en
momento alguno. Bien al contrario, se remite al mismo en más de un supuesto. Tal
acontece en los de los arts. 1624, 1777, 1940, etc., en los cuales deja al código
mercantil la materia de los transportes, así terrestres como marítimos, el régimen de
la liquidación de las sociedades y el del mandato semioculto de la comisión civil. Por
lo demás, lo ha hecho con sobrada razón a mi juicio. Los transportes ya figuraban en
el código de comercio de 1859 (declarado ley nacional en setiembre 12 de 1862) ; las
sociedades, lo propio que el susodicho mandato semioculto de la comisión, tenían en
el mismo código su expresión más directa e intensa, por donde lo menos que
correspondía era referirse al código de comercio, en el cual se contenía los principios
de fondo de tales relaciones jurídicas; y además, ambos órdenes de cosas tenían en
este último código su ubicación adecuada, por lo mismo que se trata de actividades
que envuelven evidente propósito de especulación, según lo acredita la circunstancia
de que en los códigos civiles modernos (como el alemán y el brasileño) no figuren los
transportes, y sin que pueda ser parte a convencer de lo contrario el precedente del
código civil francés, que responde a circunstancias de su época, según lo acredita el
hecho de que no haya sido seguido al respecto por el código civil italiano, como
tampoco lo fuera por Freitas ni en la Consolidaçao ni en el Esboço.
En parte, no corresponde el mismo juicio con relación al derecho penal. Más de
una vez el código civil ha invadido la jurisdicción de éste, estableciendo penas o
calificando de delitos a ciertos hechos, como puede verse en los arts. 1004, 1178-9,
2273-4, 2539, etc. Para ambas cosas el código civil carece de toda palabra, con la
agravante de, que en esos delitos (de hurto, de estelionato, etc.), bien puede ocurrir
que se trate de una calificación meramente teórica, pues si el código penal nada
estatuye al respecto, aquélla queda en el aire y sin sanción alguna.
Algo parecido cuadra apuntar en lo que hace al código de minería. Para limitarme
a lo más saltante y notorio, puedo señalar los arts. 2342 inciso 2º y 2518, que, además
de consagrar soluciones no del todo armónicas entre sí, usurpan títulos del respectivo
código, en cuanto pretenden legislar puntos (propiedad de las minas) que son la
definición misma del contenido del código de minería.
D.- 51- Es bien tiempo de que entre a analizar el tercero de los cuatro aspectos
antes anunciados del factor jurídico. Se trata, como se recordará, de determinar
“ciertos” caracteres de fondo del código.
Claro está que debo dejar de lado varios de ellos, que ya han sido apuntados con
otros motivos: tales son los de su romanismo y doctrinarismo relativamente
acentuados, el de su individualismo un tanto excesivo, y el de su contenido no del
todo completo ni siempre exclusivamente civil.
Aquí he de contemplar otros más inmediatamente generales, siquiera porque no he
sabido dónde estudiarlos, razón por la cual los he englobado en el presente capítulo.
Se trata, por de contado, de un código muy extenso. Sus 4051 artículos arredran
no poco. Hay de por medio no sólo aquello de que “quien mucho habla mucho
yerra”; sino también una serie de fallas más propiamente jurídicas: contradicciones,
repeticiones, casuismo, preceptos teóricos o meramente enunciativos, etc., según se
verá más adelante. No podría ser de otra suerte, si se atiende a que casi ninguno de
los códigos existentes en la época de la confección del nuestro llegaba a contar 2500
artículos. Más aun: los códigos más recientes, en los cuales se han incorporado varias
instituciones de derecho contemporáneo que el nuestro ignora (contratos de edición,
de trabajo, etc., voluntad unilateral, fundaciones, propiedad artística, locación rural,
prenda agrícola, etc.), tampoco alcanzan a ese doble millar y medio de disposiciones:
el código alemán - que contiene además varias otras materias (corretaje. obligaciones
al portador, etc.), que entre nosotros son de derecho comercial - no llega a 2400
artículos; el código brasileño apenas si pasa de 1800; y los dos códigos suizos, de las
obligaciones y civil, no suman juntos ni 1900.
Ya Alberdi había criticado el hecho en su folleto, p. 20. “Los códigos de libertad
deben ser cortos”, decía, inspirándose al efecto en Bentham, porque “cada artículo de
más es una libertad de menos”, por lo mismo que “para consagrar una libertad no se
necesita el articulo de un código”, pues ella siempre se presume, al paso que lo único
que debe ser expreso es la restricción de la misma.
No hay duda para mi de que nuestro codificador ha sido inducido al respecto por
el precedente de Freitas, que, según es sabido, había consagrado 4908 preceptos en su
Esboço, no obstante no haber agotado la materia, de los derechos reales ni haber
comenzado la de las sucesiones, lo que lo hubiera conducido fácilmente a más de
6000 artículos.
El defecto es para mi palmario por razones menos generales que las aducidas por
Alberdi. Eso de las restricciones de la libertad no puede ser apreciado por el número
de artículos del código. Al fin y al cabo, una sola disposición, que revista carácter
general, puede resultar más restrictiva y más esclavizadora que cincuenta o cien
preceptos que no contemplen sino situaciones particulares, ya que la primera es
siempre aplicable en toda la serie de casos análogos, por lo mismo que caben en la
esfera de su generalidad.
La principal razón que a mi juicio clama contra esa prodigalidad legislativa es la
que estriba en la siguiente regla de fondo: las leyes deben ser todo lo generales que
resulten posibles en cada orden de circunstancias, a efecto de que se abarque así el
mayor número de casos factibles, y con el fin de que sea dable adaptarlas al sin
número de las eventuales contingencias modales de cada hecho o relación ocurrente.
De donde se sigue que no deben consistir sino en principios condicionables, en
normas superiores amoldables a las diversas circunstancias de la realidad. Es sólo de
tal manera como cabe tener leyes suficientemente previsoras y humanamente
evolutivas, en cuanto difícilmente no habrán de acomodarse, en el tiempo y en el
espacio, a los cambios del ambiente.
Pero esto se lo verá mejor cuando, más adelante (n° 85 y ss.) me pronuncie acerca
del carácter general o particular de las disposiciones legales. Aquí me basta con
señalar el correspondiente pensamiento de fondo.
52.- Doy de mano al punto de estos caracteres de fondo, con lo relativo a los
errores del código.
Verdad que no deja de ser un tanto pretensioso de parte de quienquiera, esto de
aquilatar, no siempre favorablemente, la versación jurídica de nuestro codificador.
Estamos tan acostumbrados a los superlativos generosos; estamos tan infiltrados de
aquella anécdota, de que si el código fué hecho en cuatro años, su preparación había
exigido cuarenta; o de aquella otra afín, mencionada por el Dr. Obarrio (en el prólogo
que éste escribiera para la obra del Dr. Alcorta, Fuentes y concordancias del Código
de Comercio, p. XXX), relativa al código de comercio de la provincia de Buenos
Aires, en que el codificador tuvo alguna intervención (cons. Sarmiento, Obras, t.
XXVII, pp. 372 y ss. y 387 y ss., que así lo sostiene; C. A. Acevedo, Ensayo histórico
sobre la legislación comercial Argentina, passim, que lo niega); estamos tan
sugestionados por aquello de Jorque Manrique, de que “lo pasado fué mejor”; que
hasta resulta inconcebible para muchos no ya la crítica de la obra del Dr. Vélez, sino
la mera actitud de frío análisis frente a ella y a su autor, que, con más razón que
Homero, aliquando dormitabat, hasta equivocarse mucho más de una vez, y hasta
incurrir en olvidos patentes (como aquel del capítulo de la legitima hereditaria, que
fué preciso hacer incluir en la edición oficial de Nueva York, después de sancionado
por el Congreso el proyecto en que se lo había omitido, por simple decisión del P. E.,
según se hizo mérito por un senador en plena Cámara, como puede verse en el citado
libro Discusión de la fe de erratas, p. 48).
Ya he expuesto, en diversas incidencias, mi opinión de fondo sobre el código: con
relación a su época, atendido el breve lapso de su confección, tenida en cuenta la
circunstancia de que el codificador fue único padre y fautor, el código es no sólo
bueno, es hasta excelente, y tanto que aun hoy, si se prescinde del muy reciente
código brasileño, no hay ninguna legislación civil del Continente que supere sus
excelencias de conjunto. El codificador no sólo muestra versación jurídica, sino que
acusa un talento de primer orden, y revela admirablemente una condición que para
Alberdi era primordial en los funcionarios públicos (Bases, t. I, pp. 155-6) y en los
mismos codificadores (p. 5 de su folleto sobre el proyecto de Vélez), cual es la del
juicio, es decir, la del tino, la del sentido cabal de las cosas, que conduce a realizar
tarea amoldada, práctica, eficiente y duradera.
Pero, en esto como en todo, el codificador pudo, aun en lo relativo de las
circunstancias, estar a mayor altura y trasuntar una versación jurídica superior a la
que exterioriza. Sus principios no eran muy orgánicos y firmes, como se lo verá más
adelante a propósito de las numerosas repeticiones y contradicciones de los preceptos
legales, de metodología institucional, de disposiciones enunciativas (teóricas, inútiles,
entre las cuales la mayoría de las definiciones), etc.
Aquí habré de referirme a otro aspecto del asunto, siquiera para patentizar
concretamente la observación.
Aludo a los errores del código. Y me apresuro a dejar constancia de que no
contemplo errores de apreciación, pues en ello no cabe ver error alguno sino una
mera cuestión de punto de vista, como ocurriría con lo de la retroactividad de la
condición, el carácter personal (y no real) del derecho del locatario de cosas, la
posesión hereditaria, etc. Eso puede ser analizado y criticado, mas no como error sino
como doctrina o tendencia más o menos inconveniente. Contemplo, pues, errores de
pensamiento, errores objetivos, que pugnan contra realidades que el codificador debió
conocer mejor.
Así, entre nosotros no hay propiamente religión “de Estado” (art. 14, inc. 1°). El
“embargo de la persona”, de que habla el art. 301, es toda una irrealidad en nuestro
derecho, que ignora la prisión por deudas. Ninguna decisión judicial puede crear
solidaridad alguna, contra lo que se dice en el art. 700, por lo mismo que las
sentencias de los jueces son puramente declarativas y no creadoras de derechos
(Manresa y Reus, t. I, p. 198 a 205; Garsonnet, t. III, n° 117; Mattirolo, t. V, n° 3;
Alfredo Rocco, La sentenza civile, n| 44, 55 y 56; Alfredo Gatti, Del l'autorita del
giudicato civile, n° 187, etc.), por donde jamás podrían declarar que una obligación es
solidaria si la solidaridad no dimana de la misma ley o de una convención previa. Por
la misma razón hay error en el art. 759: la consignación impugnada no surte efectos
desde la sentencia que la declare válida, sino desde que fué hecha; y la consignación
retirada por el deudor no hace que la obligación “renazca”, como dice el art. 761, ya
que la obligación ha seguido y sigue existiendo como antes. El menor adulto no es un
incapaz por derecho, y no puede ser equiparado al respecto con la mujer casada que
lo es, según se hace en el inc. 1° del arto 515. No es cierto que las prestaciones que
tengan por objeto el cumplimiento de una condición sean indivisibles, y menos que lo
sean siempre, como se resuelve en el art. 534: lo que se debió expresar es que la
condición misma es la indivisible, como se dispone en el art. 535. Tampoco es exacto
que la obligación sea pura cuando no está sujeta a condición (art. 527): una
obligación con cargo, y aun una obligación a plazo, no son puras, pues están
afectadas por modalidades. También consagra un error el art. 648, en el cual sé obliga
al deudor facultativo por la prestación accesoria, siendo así que ésta nunca se
encuentra in obligatione. El donatario, por mucho que haya aceptado la donación,
jamás puede tener acción real contra el donante para obligar a éste a cumplirla (art.
1834). La evicción no puede ser nunca debida a una sentencia, como se estatuye en el
art. 2091, sino a la turbación de derecho que se contiene en la consiguiente pretensión
o demanda.
La lista seria bastante larga. Por eso me limitaré, y aun así sucintamente, a los
casos más saltantes.
No hay posesión de derechos (art. 2407), sino posesión de cosas (art. 2400). Igual
observación corresponde contra el art. 2410. El precepto del art. 2639, que obliga al
propietario de terrenos limítrofes con ríos o canales navegables a dejar una calle o
camino de 35 metros sobre el río o canal y a costa de su terreno “sin ninguna
indemnización”, es positivamente inconstitucional si se lo quiere entender como una
expropiación, según ya se ha resuelto más de una vez por la Suprema Corte: t. XCII,
p. 387; t. XCIX, p. III; t. CI, p. 263; así como en los importantes litigios del “Puerto
del Rosario” contra “Depósitos de Gomas”, contra “F. C. C. A.” y contra “Provincia
de Santa Fe”. La reivindicación es inconcebible contra el que por dolo dejó de poseer
la cosa, como se dispone en el art. 2785, siguiéndose una doctrina romana que en
derecho contemporáneo carece de sentido: lo único cierto es que ese demandado
doloso debe responder por todos los daños y perjuicios anexos a su delito civil (art.
1077 y sus concordantes). El que una cosa legada no admita división, no puede
importar que los herederos la deban solidariamente, como se preceptúa en el art.
3776; la solidaridad es una modalidad muy distinta de la indivisibilidad, lo que hace
que el juego de cada una de ellas sea excluyente (art. 668). Et sic decoeteris. Sólo
quiero apuntar, para concluir, la circunstancia de ciertos barbarismos jurídicos de
menor cuantía, como los de los arts. 2393 y 2838: los síndicos de las personas
jurídicas no tienen facultad administrativa alguna, pues son entidades fiscalizadoras,
y mal pueden adquirir por aquéllas la posesión de una cosa; es concebible el
usufructo sobre bienes que no sean cosas, pero tales bienes no pueden ser materia de
donaciones, ya que éstas (arts. 1789 y 1799) sólo pueden tener cosas por objeto.
Me parece que basta lo expuesto. Quien quiera conocer otros supuestos, deberá
recurrir a los autores nacionales, particularmente al Dr. Segovia, que han apuntado
muchos más de uno. Por lo demás, yo no he querido insistir acerca de aquellos
errores que son fruto de una simple expresión, como puede verse en los arts. 979 inc.
4° (“actas” por “actuaciones”), 1141 (donde se omite el requisito indispensable del
título), 1167 (donde se asimila actos jurídicos, obligaciones y prestaciones) ; 1168 y
ss., en los cuales se hace de la prestación obligatoria en un contrato el objeto del
contrato, siendo así que el objeto jurídico del contrato estriba cabalmente en esas
obligaciones, las cuales, a su turno, tienen por objeto propio las prestaciones aludidas;
1327, según el cual las cosas futuras pueden ser vendidas, cuando en realidad no hay
allí cosa alguna en sentido estricto y técnico, sino una esperanza o un derecho
eventual, como lo acredita la circunstancia de que en el mismo código ese contrato no
sea de compraventa sino de cesión (arts. 1446-7); 1841, en el cual se resuelve que la
reversión puede ser estipulada en favor del donante para el caso de que premueran los
“herederos” del mismo, lo que haría imposible cualquier reversión así, desde que
nadie puede morir ,sin dejar herederos (como el Fisco, que “nunca muere”) ; 2032,
según el cual el fiador de varios deudores solidarios puede repetir de “cada uno” de
éstos la totalidad de lo que él ha desembolsado, en vez de consignarse que tal derecho
de repetición es admisible contra “cualquiera” de los expresados deudores, por donde
procede una sola vez, y no tantas veces cuantos sean los deudores, lo que sería
sencillamente disparatado; etc.
E.- 53. - Ya he dicho que esto de la metodología legislativa no ha merecido hasta
ahora mayor consideración, ni en los códigos ni en la misma doctrina. Es que hay
más. También disuenan un poco para algunos juristas, sin excluir - bien al contrario -
a los nuestros, que hasta llegan a mirarla con disfavor, al extremo de considerarla
como una quinta rueda, como algo inútil, como una simple palabra vacía de sentido,
pues nuestros antepasados han prescindido de ella y no han sido menos jurisconsultos
que los que en la actualidad quieren convertirla en un caballo de batalla.
No tengo por qué repetir, a propósito, las consideraciones generales que en
materia de técnica jurídica he aducido en la parte liminar del presente trabajo. Por eso
habré de contraerme a la especial justificación de la metodología, siquiera en
nociones de fondo, ya que su interés tiene que resultar más positivamente del estudio
concreto que haré de la misma.
Tiene, desde luego, la virtud que entrañan cualquier plan y toda clasificación
sistemática de cosas afines: establece un orden, al subordinar las instituciones con
arreglo a sus caracteres más extensos y menos comprensivos; muestra la filiación de
las mismas, al hacer resaltar cuáles son géneros y cuáles son especies; patentiza las
afinidades y diferencias mutuas; da sentido orgánico e integral al conjunto de todas
las instituciones, en cuanto revela la unidad de fondo que implican y a que deben
responder; etc.
Seria simplemente extraordinario que la clasificación de los minerales, de las
plantas o de los animales fuese buena para la mineralogía, la botánica y la zoología, y
que la de las instituciones en derecho pudiera ser menospreciada.
Bastaría esa razón de carácter general para la aludida justificación.
Pero es menester concretarla, ya que las resistencias que hay que vencer en estas
cosas son mucho más fuertes que las que puede dominar cualquier razón general.
He aquí lo que me parece que podría decirse. La clasificación metodológica al
asignar una ubicación cualquiera a una institución, lo hace para caracterizarla en su
contenido o comprehensión, y al propio tiempo para determinar la esfera de su
aplicabilidad, vale decir, su extensión o su grado de generalidad. Así, nuestro art.
1196, al disponer que los acreedores pueden ejercer los derechos y acciones de su
deudor, entraña una fuerte deficiencia metodológica, sencillamente por razón de su
mala ubicación. En derecho de lo más corriente, los acreedores pueden ejercer
cualquier derecho de su deudor, nazca de un contrato o de otra fuente. Si nuestro
artículo fuera tomado del punto de vista de su comprehensión y extensión, tendría
que ser limitado a los derechos puramente contractuales, por lo mismo que figura en
el título de los contratos y en el capítulo de los efectos de éstos.
Concibo y admito que una buena interpretación conduzca igualmente a su
aplicación general, ya que, cabria decir, ese artículo no es sino una simple expresión
de todo un principio jurídico. Así y todo, considero que no es posible negar que hay
allí una falla: ni todos los jueces tienen criterios hermenéuticos tan amplios, ni se
evita las sutilezas literales de los litigantes, ni se deja de lado el hecho de que tal
ubicación implica un error científico en que ningún código tiene el derecho de
incurrir.
Lo mismo cabe decir en otros supuestos análogos.
El art. 3986 habla de la interrupción de la prescripción por demanda instaurada
contra el “poseedor”. En ninguna otra disposición legal se contiene tal principio.
Parecería así que la demanda sólo puede interrumpir la prescripción adquisitiva. Y no
habría error más grave, ya que no hay verdad más corriente que la del común efecto
interruptivo de la demanda, trátese de prescripción adquisitiva o liberatoria. Si, pues,
el codificador hubiera procedido con mejor método, habría distinguido primero lo
general de la prescripción, donde hubiera ubicado el principio del citado articulo,
entre otras cosas, para luego descender a lo particular o específico de cada
prescripción.
El art. 1197 estatuye que en materia de contratos los individuos son soberanos,
siempre que se trate de relaciones jurídicas que no comprometan intereses colectivos.
También otra desubicación. La voluntad privada es soberana en cualquier supuesto,
dentro de los 1ímites apuntados, haya de por medio un contrato o cualquier otro acto
jurídico. ¿Por qué, entonces, limitarla a los contratos, como se hace en el articulo
susodicho, que está colocado en el capítulo de los efectos de los contratos? Debió
figurar, así, en los actos jurídicos.
En nuestro código, la tenencia es considerada como uno de los aspectos o
modalidades de la posesión, desde que constituye uno de los seis capítulos del titulo
de la posesión. De consiguiente, la interpretación de sus preceptos debe ser hecha, si
se quiere respetar el carácter que la ley le asigna, dentro de los principios de fondo de
la posesión, que, por lo mismo, son los generales y dominantes. En cambio, Freitas
contempla la tenencia como obligación que nace de un hecho que no es un acto, y la
paraleliza con la evicción y los vicios redhibitorios. De ahí que en éste la
consiguiente interpretación deba inspirarse en las normas fundamentales que
gobiernen dicho género de obligaciones, y no en las de la posesión, que figura, como
entre nosotros, en el libro de los derechos reales y junto al dominio, del cual es
considerada como elemento.
En otros sentidos se tiene situaciones no menos enmarañadas e interesantes.
La condición, el plazo y el cargo son modalidades de cualquier acto jurídico: de
un contrato, de una convención (que, según es notorio, puede no siempre ser un
contrato, como ocurre en los “distratos” o disoluciones acordadas de contratos, y
como acontece en las renuncias y en todas las modalidades extintivas de las
obligaciones cuando dependen de la voluntad humana), de un testamento, etc. De ahí
que en Freitas, en toda la buena doctrina y en los códigos contemporáneos, ellas
figuren en los actos jurídicos. No pasa lo mismo en nuestro código, que las ha
involucrado en la materia de las obligaciones (contractuales, por supuesto, ya que
ellas son actos de voluntad y no pueden así concebirse en una obligación legal o
delictual). Tal circunstancia ha obligado al codificador a tener que repetirse más de
una vez, extendiendo esas modalidades a las servidumbres (art. 2988), a los
testamentos (arts. 3608 a 10), a los legados (art. 3802), etcétera.
Lo mismo se tiene en materia de evicción. Quienquiera que reciba de otro una
prestación onerosa, o quienquiera que divida con otro un bien común, tiene derecho
de ser garantido contra la desposesión de lo que se le entrega o de lo que le
corresponde. Puede recibirlo por contrato, pero no es ello forzoso. La prueba, desde
luego, la doble circunstancia de la partición del condominio y de la división
sucesoria. Y lo acredita la circunstancia de que en materia de derechos reales puede
también ser procedente, según acontece con el usufructo oneroso (art. 2915). Síguese
de ahí que la evicción tiene su lugar adecuado allá en los actos jurídicos, a efecto de
que abarque, en su generalidad, todos los supuestos posibles. Su ubicación en las
“obligaciones que nacen de los contratos” es evidentemente diminuta y mala. Es lo
que explica más de una cosa: que en el respectivo capítulo el codificador haya
mezclado disposiciones que nada tienen que ver con los contratos, como son las de
los arts. 2140 a 44 relativas a la división del condominio, y como son las de los arts.
2160 a 63 relativas a la partición hereditaria; que haya tenido luego que repetirse,
para poder ser completo, según se ha visto a propósito del usufructo, y según puede
verse por segunda vez con relación a la división sucesoria en los arts. 3505 a 13.
Finalmente - y quiero limitar esta ejemplificación, que va invadiendo el terreno
del estudio positivo del asunto - el art. 724 es también limitado en más de un
respecto. Las obligaciones se extinguen no sólo por el pago, la novación y los demás
seis modos que en él se contemplan. También pueden extinguirse por vencimiento del
término, por cumplimiento (o incumplimiento, según los casos) de la condición, por
incapacidad del deudor (según ocurre en las de hacer), por fallecimiento del obligado,
por prescripción, por nulidad del acto jurídico de que derivan, etc. No sólo eso. La
renuncia de los derechos del acreedor, lo mismo que la transacción, que se especifica
en dicho artículo, pueden extinguir algo más que obligaciones: se puede renunciar
una servidumbre o una herencia, como cabe transigir sobre dominio o privilegios, en
nada de lo cual hay obligación alguna de por medio. Más todavía. La remisión de la
deuda no es sino una forma de la renuncia, de donde se colige que uno de los dos
medios extintivos está de sobra, como pasa con la renuncia, ya que la remisión es,
cabalmente, la renuncia de un derecho creditorio. En resumen, ese art. incluye sin
derecho disposiciones generales que corresponden a los actos jurídicos, y que, por lo
mismo, no están bien caracterizadas.
En conclusión, pues, la metodología legislativa es no sólo un deber científico, es
también una exigencia de buen sentido que entraña varias virtualidades de orden bien
práctico: caracteriza una institución, o un precepto, al determinar el contenido y la
extensión de la misma, por donde se puede saber qué es lo general, o más o menos
general, y qué es lo particular; establece la filiación de las instituciones, y nos da a
conocer así cuáles son las subordinantes y cuáles las subordinadas, lo que permite la
aplicación de principios analógicos y generales, por lo mismo que se sabe cuáles son
las instituciones análogas, cuáles las diferentes, y cuáles las más extensas y
fundamentales; reduce a común denominador una serie de preceptos, ya que los
contempla en la faz general de su régimen, lo que evita el tener que repetir los que
conciernen a la condición o al plazo con relación a cada categoría de actos jurídicos,
y lo que conduce a una verdadera y positiva simplificación legislativa, uno de cuyos
ideales no puede ser sino el de su número progresivamente restringido, a cuyo efecto
es indispensable remontarse cuanto sea posible a lo general y extenso; etc.
Bien puedo limitar a lo dicho esto de la justificación de la metodología legislativa.
No será tarea fácil la de controvertir con éxito su necesidad, al menos si se lo quiere
hacer con argumentos y con ciencia, y no con desplantes que son la negación misma
de toda discusión y de cualquier ciencia.
54.- Sólo quiero hacerme cargo, al terminar estos preliminares, de una observación
que es bastante corriente. Se dice que por buena que sea la metodología en la
doctrina, de ello nada se puede inducir con relación a la de los códigos. Estos, se
agrega, son obras legislativas y prácticas, no tratados de enseñanza o de ciencia, por
donde toda esa disciplina que se quiere ver en la metodología está de más en ellos.
Hay en ello un error. Lo único cierto es que los códigos no son obras de enseñanza
ni de ciencia. Pero la conclusión que de ahí se saca es bien ilógica: la metodología
está de sobra en los códigos. No son los códigos obras de ciencia (para limitarme a la
comparación de más momento), pero son, o deben ser, expresiones de ciencia.
¿Qué es el código francés sino la condensación científica de Pothier? ¿Qué es el
código alemán sino la síntesis de la ciencia jurídica de los germánicos? ¿Acaso
nuestro código no es la expresión de la ciencia de su autor? ¿Por ventura los códigos
suizos resultan otra cosa que el trasunto científico de sus codificadores primarios,
Munzinger y Huber? Pero ¿dónde se ha visto la antinomia que se pretende entre los
códigos y la ciencia? Si la ciencia jurídica incluye en su contenido - y no podría ser
de otra suerte, por lo mismo que nada debe quedar, en materia intelectual, fuera del
ámbito de la ciencia, so pena de que ésta, al ser diminuta o unilateral, deje de ser
ciencia - el aspecto legislativo del derecho, junto con la costumbre, la jurisprudencia
y todo el resto de la disciplina jurídica, que es una en esencia y que no puede
diversificarse...
No, pues. Es concebible, y natural, que en un código se omita todo lo que hay de
observación, de análisis, de meramente enunciativo o doctrinario, etc., en la ciencia.
Como que todo ello no es sino un andamiaje que en la misma ciencia sirve de medio
y no de fin. Es fundado que en los códigos se haga caso omiso de las controversias,
demostraciones y de todo lo demás que atañe a la dialéctica. Pero en nada de ello
cabe ver la exclusión que se pretendería de lo sistemático del plan y de lo
subordinado de las instituciones legislativas en aquéllos. Es que, si se extrema un
poco las cosas, ni siquiera es imaginable esa pretensión: no sé yo a quién se le
ocurriría suprimir los principios generales, mezclar la tutela con la condición, o el
beneficio de inventario con la novación o el reconocimiento de deudas, o bien hacer
preceder la legislación de las personas por la de las herencias.
No puede abrigarse la menor duda: la metodología es tan indispensable en un
código como en una obra de ciencia. Lo que es más, en ambos supuestos llena los
mismos objetivos, aunque no responde a idénticos fines: en materia científica se trata
de una ordenación de ideas y conceptos, al paso que en materia jurídica se trata de
una ordenación de reglas. Pero en los dos casos se persigue un objeto común: se
quiere mostrar la coordinación sistemática y fundamentalmente unitaria de los
diversos elementos (nociones o normas) que constituyen, en trabazón en que todo es
fin y medio, en urdimbre en que nada es independiente y en que todo está en todo, lo
orgánico e integral de cada institución, de las diversas instituciones del derecho que
en el código se tengan en mira.
Por lo demás, no hay código que no tenga su plan y que no adopte una
metodología. Y el asunto se agrava ante la circunstancia de que en los códigos más
recientes, y los mejores del mundo, se ha acentuado la propensión hacia una
metodología consciente y bien científica, como acontece con los códigos alemán y
suizo, al extremo de que en este último se ha llevado la tendencia al mismo articulado
legal, cuyos preceptos se van sucediendo en una ordenación rigurosa que desciende
siempre de lo más general y abstracto a lo más particular y concreto.
56.- Precisa hacer constar, desde luego, que no es del todo exacto que el
codificador haya seguido a Freitas. El plan de la Consolidaçao de éste es el siguiente:
parte general, relativa a las personas y a las cosas; y parte especial con dos libros, de
los cuales el primero versa sobre derechos personales (en las relaciones de familia y
en las relaciones civiles), y el segundo atañe a varios derechos reales, a las sucesiones
y a la prescripción. El plan del Esboço, mucho más completo y sistemático que el de
la Consolidaçao es éste (exceptuando un título preliminar sobre el lugar y el tiempo
en las relaciones jurídicas) : una parte general con un solo libro, y una parte especial
que debió contener cuatro libros, ya que, como se sabe, la herencia no ha sido tocada
por Freitas, que ni siquiera terminó lo relativo a derechos reales; el libro de la parte
general se refiere a los elementos del derecho (personas, cosas y hechos) ; el libro
inicial de la parte especial, y II del Esboço discurre sobre derechos personales, en
general (obligaciones y extinción de las obligaciones), en las relaciones de familia
(matrimonio, paternidad, parentesco, adopción, tutela y curatela), y en las relaciones
civiles (contratos, actos lícitos que no son contratos, actos involuntarios, hechos que
no son actos y actos ilícitos) ; y el segundo, o III, legisla los derechos reales, en
general (naturaleza, posesión, efectos y extinción), sobre cosas propias (dominio y
condominio) y sobre cosas ajenas (usufructo, servidumbres, etc.).
No puede así decirse que el codificador lo haya seguido ni aun en líneas generales.
Ha suprimido esa parte general, relativa a lo común en cualquier relación jurídica,
como es lo de las personas, cosas y hechos, que centraliza, condensa y simplifica una
serie enorme de preceptos particulares. Libro I: las personas están incluidas en el
libro de la familia, como si no hubiera personas en las obligaciones, en los derechos
reales y en las sucesiones; los hechos son apenas una sección del libro de los
derechos personales en las relaciones civiles, y hasta vienen después de las
obligaciones, cuando hay muchos hechos que nada tienen que ver con los derechos
personales (la posesión, la accesión, la sucesión hereditaria, etc.), y cuando las
obligaciones son mucho menos generales que los hechos, desde que éstos producen,
como acaba de verse, muchas situaciones jurídicas que están bien lejos de resolverse
en derechos creditorios; las cosas están junto con los derechos reales, como si no
hubiera cosas en las obligaciones, en la familia y en las herencias. En el libro II ha
juntado las modalidades de los actos jurídicos (condición, cargo y plazo) con las
obligaciones, como si no pudiera haber una servidumbre o un derecho sucesorio
sujeto a ellas; ha incluido entre los contratos la evicción y los vicios redhibitorios,
que en Freitas figuran, lo dije más arriba, entre las obligaciones que dimanan de
hechos que no son actos; etc. En el libro III ha omitido lo de las tres secciones del
jurisconsulto brasileño; etc.
En principio, lo que ha tomado de Freitas en materia metodológica de fondo no ha
sido más que aquello de la separación de las obligaciones con respecto a los
contratos, así como varias denominaciones (derechos personales en las relaciones de
familia o en las relaciones civiles, fin de la existencia de las personas, obligaciones
con relación a su objeto o con relación a las personas, etc.). Y la verdad es que el plan
de Freitas, particularmente el del Esboço no sólo no ha sido seguido, sino que casi
siempre ha resultado desmejorado.
Es que no podría haber sido de otra manera. En la nota de remisión del primer
libro se lee lo que sigue: “En este libro (tercero) pueden contenerse los testamentos y
herencias, porque la sucesión comprende tanto los derechos reales, como los derechos
personales del muerto, y como medio de adquirir, se aplica a las obligaciones como a
la propiedad de las cosas. O puede ponerse separada en un cuarto libro la vasta
materia de las sucesiones”.
Como se ve, el codificador no tenia idea hecha del código antes de empezarlo, ni
siquiera después de terminado el primer libro del mismo, pues dudaba si la materia
sucesoria correspondía al libro de los derechos reales o debía ir aparte.
La falla es evidente. Nadie en el mundo tiene derecho de emprender ninguna obra
orgánica, sin estar al cabo de su contenido de fondo, del conjunto de principios
básicos que en la misma habrán de ser desarrollados y aplicados. Lo contrario
equivale a nadar a la aventura, sin guía ni orientación. El insistemático empirismo
que subsiga, la hesitación y las mismas contradicciones que fatalmente se originen,
tienen en principio su arraigo en esa inestabilidad, en la inexistencia de ideas
generales y dominantes.
58. - También es verdad que el nuestro pudo quedar mucho más mejorado. Freitas
y Savigny, para limitarme a las fuentes más sistemáticas de que se valió el
codificador al respecto, pudieron ser seguidos con más acierto y con mayor ciencia,
Ya se lo ha visto en lo antes dicho,
Pero es que hay bastantes observaciones que hacer todavía. Sin necesidad alguna
de insistir en detalles, como los relativos a la pésima ordenación del articulado legal
en materia de obligaciones del locador o del locatario, del mandante o del
mandatario, de los socios, del heredero beneficiario, etc, y en punto a extinción de la
locación, del mandato, del usufructo, etc, así como en lo que concierne a patria
potestad, a obligaciones de dar cantidades, a obligaciones solidarias, a legados, etc.,
donde se hace un péle-méle de lo más arbitrario y confuso; fuera de ello, repito, hay
no poco que apuntar,
He aquí desubicaciones de bulto. La general transmisión de los derechos (título
inicial del libro IV) tiene, evidentemente, su lugar adecuado en materia de derechos
en general, la cual, a su turno, forma parte de los hechos generadores de derechos;
por donde todo ello es asunto de derecho civil general, y debe figurar, por eso mismo,
en la parte también general del código. Lo propio cabe señalar respecto de la
prescripción y los privilegios, en lo que ambas instituciones tienen de fondo: la
naturaleza, el momento inicial, la oposición, los efectos, la irrenunciabilidad, la
suspensión y la interrupción de la prescripción, todo ello, debió formar parte de ese
libro general, pues se refiere a la extinción de los derechos; y los privilegios
reclamaban igual lugar, en cuanto son seguridades o refuerzos de los derechos. Claro
está que lo particular tenía ubicación adecuada en otras partes: la prescripción
adquisitiva, en los distintos medios de adquirir derechos reales por la posesión; los
diversos casos de prescripción liberatoria, al final de los correspondientes derechos o
acciones; cada orden de privilegios, junto con los derechos conexos; en el
enriquecimiento sin causa (que pudo figurar en la materia de los hechos), se habrían
colocado instituciones tan disimétricas en el Código, como el pago indebido, la
gestión, la actio in rem verso, el empleo útil, etc.; la cesión es algo más que un
contrato (pues dimana de fuentes diversas: subrogación, renuncia, actos de
liberalidad, etc.), y tenia lugar propio o en los hechos (si abarca derechos, y no
simplemente derechos creditorios) o en las obligaciones (si no se refiere más que a
los derechos de tal carácter); etc. Es lo que se ha hecho en los recientes códigos
alemán, suizo y brasileño, particularmente en materia de prescripción (ya que es
notorio lo reacios que son los citados códigos europeos en lo que toca a los
privilegios), si bien no del todo en el primero y en el tercero, que han legislado la
prescripción unitariamente, juntando los principios de fondo con las prescripciones
especiales de los diferentes derechos. Y lo mismo hay que observar con relación al
segundo capítulo del titulo preliminar, ya que el cómputo de los términos no puede
referirse sino a los derechos, habiéndose preferido el expediente de hacer de tal
materia un apéndice incoloro y heterogéneo del expresado título, simplemente porque
no se ha sabido dónde colocarla. Es verdad que Freitas no había procedido
diversamente. Pero es que el mérito habría consistido, cabalmente, en mejorar la obra
del jurisconsulto brasileño; mucho más si se tiene en cuenta que Savigny, en su
Sistema, tenía mostrada la buena pauta en más de uno de tales supuestos, como
acontecía con el cómputo de los términos y con la misma prescripción, por más que a
este segundo respecto el jurisconsulto alemán se refiriera al derecho procesal.
Los daños e intereses en materia de obligaciones debieron formar cuerpo con los
consiguientes factores de imputabilidad (dolo, culpa, mora), todo lo cual debió entrar
en los efectos (o en la inejecución) de aquéllas.
La cláusula penal (daños e intereses convencionales) corresponde a los contratos, no
a las obligaciones. Las obligaciones naturales pertenecen a la naturaleza o a los
efectos de las obligaciones. La indeterminación de las prestaciones obligatorias
abarca toda una gradación, que va desde la obligación facultativa a la de dar sumas de
dinero, a través de la alternativa, la de género limitado, la de género y la de dar
cantidades: en el código las tres del fin de la gradación preceden a las alternativas,
éstas anteceden a las facultativas, y las de género limitado (unum, o incertum, de
certis) , están como perdidas, allá en un articulejo relativo a la imposibilidad del pago
(893). El reconocimiento de las obligaciones no tiene nada que ver con la solidaridad
ni con las obligaciones miradas del punto de vista de los sujetos: el codificador ha
querido tomar - sin derecho, por lo mismo que se trata de algo adjetivo y que
corresponde así al derecho procesal, ya que no está de por medio lo que es de fondo
en las promesas de deuda del código alemán (v. Saleilles, Théorie de l'obligation, n°
264 y ss.) - aquello de los actes recognitifs del código francés, que se refiere a la
prueba de las obligaciones, y no ha sabido dónde ubicarlo.
En materia de contratos, la prenda y el anticresis figuran entre los derechos reales,
cuando en el art. 1142 había dispuesto otra cosa. El “capitulo” inicial de la locación
está de más: sus preceptos corresponden o a las obligaciones de las partes o a la
conclusión de la locación. Entre las obligaciones del locador hay derechos del mismo
(o correlativas obligaciones del locatario), y viceversa con relación a este último. Lo
mismo pasa en materia de mandato. Y lo mismo se tiene en sociedades: muchos de
los arts. relativos a las obligaciones de los socios entre si se refieren a las que tienen
para con la sociedad, como no pocas de las obligaciones de los socios respecto de
terceros (o viceversa) corresponden a relaciones jurídicas entre la sociedad y los
socios o entre la sociedad y los terceros. El mandato - y aquí se disponía del gran
precedente de Savigny en su Sistema - es mucho más que un contrato. Es una
modalidad del consentimiento en cualquier acto jurídico (la tutela y la curatela son
mandatos; el matrimonio y el reconocimiento de hijos naturales pueden ser hechos
por mandatarios; etc.). De ahí la necesidad del art. 1870, que habría sobrado si se
hubiera colocado la institución donde cuadraba.
En cuanto a derechos reales, me bastará con señalar la circunstancia más amplia,
cual es la de que entre las numerosas restricciones del dominio se haya involucrado
toda una serie de servidumbres, que habrían tenido su lugar adecuado en el titulo
respectivo.
Por lo demás, en las observaciones que preceden me he limitado, como se
comprenderá, a las materias contempladas en el código. Que si se fuera a las materias
no legisladas, particularmente a las de derecho contemporáneo, las fallas serian más
graves.. Pero esto, sobre todo lo último, es ajeno al carácter del presente trabajo,
razón por la cual debo omitirlo.
59.- Debo decir, para terminar con esto de la metodología del código, que el plan
ideal es para mi el de los pandectistas alemanes (que en el fondo no han hecho más
que copiar a Savigny), como puede verse en las obras de Dernburg y de Windscheid,
seguido a la letra, en sus líneas generales, en el código civil japonés, por mucho que
la redacción originaria de éste haya sido obra de un francés. A ella tienden las más
recientes obras francesas, según lo demuestran las de Capitant, de Planiol y de Colin
y Capitant, inspiradas en el nuevo plan de estudios que por el estilo del germánico se
ha implantado en Francia desde 1895. Y a ella responden casi todas las obras
italianas, de entre las cuales me bastará citar las de los autores más recientes:
Gianturco, Cimbali, Gabba, Giorgi, etc., especialmente el Trattato de Chironi y
Abello y las Istituzioni de Pacchioni y de Chironi (que son integrales, y no parciales,
como las de los anteriores), que han sacudido el yugo del código y el precedente
francés a que todavía quedaron sujetas las Istituzioni de Lomonaco y de Pacifici-
Mazzoni; así como varios tratados de fondo, de entre los cuales recuerdo los de Fiore,
Ricci, Bianchi, etc. Y también en ella se abreva el proyecto de código civil ruso, así
como, en buena parte, los códigos suizo y brasileño.
Es, como se sabe, la siguiente: parte general, en que se incluye los distintos
elementos del derecho, como las personas, las cosas y los hechos o actos jurídicos, así
como varias otras cosas, que en el código alemán se refieren a plazos y términos, a
prescripción, a seguridades y a ejercicios de derechos; y parte especial, en que
sucesivamente se legisla sobre derechos reales, derechos creditorios, derechos de
familia y derechos sucesorios.
He aquí las razones que me parecen justificar ese plan de fondo. La parte general
no puede ser objeto de duda, exceptuado, claro está, lo relativo a detalles, pues no
todos siguen al código alemán: Capitant, en su hermosa 1ntroduction a l'étude du
droit civil, incluye el derecho en general, los derechos subjetivos y la prueba, y
excluye las seguridades y el ejercicio de los derechos; Dernburg y Windscheid se
ajustan casi del todo al código germánico; la Introducción de Aubry y Rau, que
corresponde a la parte general de su preciada obra, se refiere a cosas, especies de
derechos, generalidades sobre adquisición de derechos, y posesión; Chironi y Abello
discurren sobre derecho objetivo y sus fuentes, etc. (lo mismo que Dernburg y
Windscheid), así como sobre transcripción y prueba; Freitas, lo propio que el código
brasileño, contempla lo escueto de las personas, las cosas y los hechos jurídicos; los
códigos suizos no contienen dicha parte, por razón evidente de su juego separado; el
proyecto de código civil ruso (a la vez civil y comercial) versa sobre personas,
bienes, adquisición, extinción y defensa de los derechos; las Insituzioni de Chironi
abarcan la ley, el derecho subjetivo, las pruebas del estado civil, la transcripción y los
actos ilícitos, además de lo común de las personas, las cosas y los hechos jurídicos;
Crome, en su obra Parte generale del diritto privato francese moderno, estudia el
expresado derecho, previos unos capítulos sobre derecho objetivo y subjetivo, con el
criterio de los pandectistas alemanes; etc.
Expuesto en la citada parte general todo cuanto concierne a los elementos y
efectos comunes de cualquier relación jurídica, es menester comenzar por la relación
jurídica más simple, cual es la del derecho real, que no supone más que el titular del
derecho y la cosa, y que está, o puede estar, implicada en las restantes. Viene en
seguida la relación más compleja del derecho creditorio, que supone, o puede
suponer, el sujeto activo y la cosa (o el hecho, positivo o negativo, que a ella equivale
jurídicamente), como en la del derecho real, y además el sujeto pasivo del
inmediatamente obligado, ya que el titular de un derecho real no lo tiene, y ya que el
sujeto pasivo de “todo el mundo” que corresponde a este derecho, según las
concepciones de Roguin y de Planiol, es común a cualquier derecho. Tienen que
seguir luego, no habiendo otras relaciones jurídicas elementales, los estados o
situaciones jurídicas en que hay concurrencia de las dos clases de derechos,
personales y reales, como son el de la familia y el de las sucesiones: en la familia hay
relaciones personales hoc sensu y patrimonios integrales; y en las sucesiones se trata,
en principio, de la sanción económica del derecho patrimonial de la familia, mediante
la adecuada repartición y liquidación de los bienes respectivos.
62.-Es fácil columbrar; ante lo expuesto, cuál ha de ser mi punto de vista con
relación a la segunda de las dos observaciones antes indicadas. Es exacto que el
codificador no ha podido vislumbrar más de uno de los apuntados aspectos culturales
de la vida contemporánea y del consiguiente derecho. Hasta admito que ello es así en
la mayoría de tales supuestos, y que en algunos de los incorporados el código se ha
adelantado a los modelos, adoptando al efecto soluciones doctrinarias y
jurisprudenciales de toda bondad, especialmente aquella de la indemnizabilidad del
daño moral delictual, cuya teoría y aplicación es mucho más obra de los tribunales y
de los comentaristas franceses que del respectivo código.
Pero también es cierto que pudo ser más completo y previsor. De la citada
indemnizabilidad a la del daño moral contractual no había más que un paso, sobre
todo ante la circunstancia de que las razones para decidir habrían sido exactamente
las mismas: al fin y al cabo, hay violación de un derecho en ambos supuestos, así
como en cualquiera de ellos se lesiona o puede lesionarse un derecho moral (v.
Planiol, t. II, n 873 y ss.). En punto a obligaciones naturales, el criterio pudo ser más
fundado, si de conformidad con Pothier, Obligations, n° 173, con los códigos más
recientes (Alemán, art. 814; Suizo, de las obligaciones, art. 63 inc. 2°), y con la más
espiritualizada jurisprudencia (como la francesa, según puede verse en el hermoso
estudio de Perreau, Les obligations de conscience devant les tribunaux,, publicado en
la Revue trimestrielle de droit civil, 1913, p. 503 y ss.) - se hubiera hecho del asunto
una materia de conciencia y de deber moral y no un tópico de “derecho natural” o de
“equidad” ; como si el derecho civil (y las consiguientes obligaciones exigibles y
“civiles”) no fuese natural o fuera inequitativo. Con ello se habría dado mayor
margen a la apreciación judicial, permitiéndose la correspondiente ampliación de las
citadas obligaciones con relación a lo cambiante y evolutivo de los criterios morales,
que, al igual del derecho natural, están sujetos a las contingencias fatales del tiempo y
el espacio, lo que va conduciendo al abandono de las metafísicas de un derecho
natural absoluto, innato, etc., y a la adopción de puntos de vista más racionales y
reales, como el de Stammler sobre derecho natural “de contenido variable”, según
puede verse en el artículo que Saleilles publicara en la susodicha Revue trimestrielle
de droit civil, 1902, p. 80 y ss.. Y ya he expuesto mi juicio acerca de la escasa
socialidad de nuestro código (supra, n° 36), razón por la cual puedo omitir aquí
cualquier insistencia.
Por lo demás, todas las materias culturales que más arriba he especificado figuran
en los buenos códigos contemporáneos. Tal ocurre con el derecho al nombre
(Alemán, art. 12; Suizo, art. 29), con el homestead (consagrado también por el código
brasileño, arts. 70-3, que igualmente legisla sobre propiedad intelectual, artículos
649-73, sin contar lo relativo a contratos de edición y de representación dramática),
etc. Debo observar que el código brasileño no se recomienda en más de un supuesto
por su excesiva liberalidad ni por lo completamente moderno de sus tendencias: si
contempla lo dicho, así como el interés moral en las acciones y derechos (art. 76), en
cambio ignora el abuso del derecho (arts. 100, 160, etc.), nada dice sobre el nombre
ni sobre el carácter de la obligación natural (aunque hable de ésta, en el art. 970),
dejando a la ciencia la tarea de la correspondiente determinación, lo que no es muy
recomendable, por lo mismo que en la ley no se suministra base al efecto), etc.
También apuntaré que ya en el código civil portugués, adoptado en 1867, figuraba el
trabajo literario y artístico (parte segunda, tít. VV, cap. II).
Concluyo resumiéndome. El factor o elemento cultural jamás puede ser
descuidado en ningún código civil. Integra, dentro de lo común de las actividades
humanas, la vida del hombre, y prepara el advenimiento de morales, de socialidades y
de solidaridades que se van espiritualizando, elevando y afirmando progresivamente,
al extremo de reclamar la consiguiente sanción legislativa de las tendencias a que
responden y de las necesidades que llenan, y que antes se miraba como un simple lujo
o como asunto de mera conciencia. De ahí que nuestro futuro legislador esté obligado
a tenerlo muy en cuenta en el nuevo código o para las reformas del actual.
CAPÍTULO SEGUNDO
A.-1º- 63.- Entro ya en el estudio más propiamente técnico de mi asunto, esto es,
en el de los elementos y procedimientos que constituyen inmediatamente el arte
legislativo.
Comienzo con el carácter general de la ley, que supone, fundamentalmente, estas
dos condiciones: unidad del respectivo pensamiento e integralidad del mismo.
La unidad del pensamiento, que estudiaré primero, no requiere justificación, pues
se resuelve poco menos que en la evidencia misma. Entraña no sólo un pensamiento
orgánico y consecuente, que excluya cualquier contradicción, sino también un
pensamiento fijo, que evite repeticiones innecesarias en supuestos iguales, y que
consulte, con la consiguiente reducción del articulado legal, la gran ley de la
economía del trabajo y de la simplicidad ideal de las reglas.
Como siempre, el código responde en principio a la exigencia. Pero las
transgresiones son aquí particularmente importantes, así cualitativa como, sobre todo,
cuantitativamente.
65.- Más numerosas y fuertes son las superfetaciones del libro segundo, en cuyo
estudio voy a entrar.
“No hay obligación... que no sea derivada de, uno de los hechos o de uno de los
actos...”, reza el art. 499: bastaba con “hechos”, ya que los “actos” no son nada
distinto de ellos, pues no concibo que se quiera limitar los actos a los hechos
humanos. No habrá mora, dice el inc. 2º del art. 509, cuando “de la naturaleza y
circunstancias de la obligación, etc.”; entiendo que la naturaleza de la obligación
constituye una de las circunstancias, y bien primordial, de la misma, por donde no
había necesidad de especificarla entre éstas. “Garantes o fiadores”, dice el art. 524,
repitiendo un mismo concepto. El acontecimiento “incierto y futuro” necesariamente
“puede o no llegar”: esto último sobra, pues, en el art. 528. En el art. 546 se habla de
garantía de intereses y derechos: la ley no protege otra cosa que intereses, lo que hace
que no haya un derecho que no represente un interés. El art. 607 de las obligaciones
de dar cantidades manda que el deudor dé lo que adeuda “en lugar y tiempo propio”,
siendo así que más adelante se legisla (en los arts. 747 y ss. y 750 y ss.) lo relativo al
lugar y tiempo del pago de cualquier obligación. El hecho debido, dice el art. 626,
podrá ser ejecutado por otro que el deudor cuando éste no sea indispensable al efecto
“por su industria, arte o cualidades personales”: lo último contenía por si solo el
concepto cabal. La obligación facultativa se determina únicamente por la prestación
principal “que forma el objeto de ella”, reza el art. 644: es evidente la superfetación
del entrecomillado. Los arts. 652 y 655 hablan de “pena o multa”, al referirse a la
cláusula penal, en una sinonimia que por eso mismo es excluyente.
Bien puedo limitarme ya a simples indicaciones, con omisión de cualquier
comentario por breve que sea, pues el asunto es muy extenso y las superfetaciones me
parecen indiscutibles.
En el art. 743 lo de “y deberá hacerse el pago por el deudor”. En el art. 759 lo de
“por no tener todas las condiciones debidas”. Art. 784: “o cantidad”. Art. 786: “está
obligado, etc.”, hasta el punto, pues ello se contiene en la noción de fondo del pago
indebido (art. 784) y en la frase final ('”debe ser considerado como poseedor de buena
fe”). Art. 788: “debe restituir, etc.”, hasta el término de la frase. Art. 791 inc. 3º:
“vicio en la forma”; Art. 799: “clase y circunstancias”, lo que entraña una
superfetación de lo primero. Art. 803: “con sus accesorios y las obligaciones
accesorias” (arts. 523 y ss.). Arts. 805, 806 y 812: “en las obligaciones”, “de la
obligación”, “en la nueva convención”, respectivamente. Art. 819: “ambas exigibles,
etc”, hasta el final, pues está comprendido en lo que antecede. Art. 828: “y eran
exigibles y líquidas”; Art. 836: “declaran o reconocen” (con cualquiera de ambas
expresiones habría bastado, pues para el caso se equivalen). Arts. 864, 870, 872 y
873: “cuando el acreedor, etc.”, hasta el fin del artículo; “y se reglará por las leyes
sobre los legados”; “los cuales no son susceptibles, etc.”; “a excepción de los casos,
etc.”. Art. 898: “de que puede resultar, etc.” hasta el final (art. 896). Arts. 900, 902 y
904: “por sí”, “y pleno conocimiento de las cosas”, y “atención y conocimiento de la
cosa”, respectivamente. Arts. 926 y 931: “vicia la manifestación de voluntad” y “para
conseguir la ejecución de un acto”. Art. 979: “respecto de los actos jurídicos”. Arts.
1021, 1023, 1033 y 1041: “perfectamente” bilaterales (el adverbio es una redundancia
en los dos primeros arts.) ; “cotejo y comparación” (basta con lo uno o lo otro), “por
su dependencia de una representación necesaria” (art. 57). Arts. 1047 y 1050: “puede
y debe”, “al mismo o igual estado”. Art. 1053: el inciso final hace inútil a la parte
terminal del inciso primero. Art. 1068: “derechos o facultades” (sobra esto último, ya
que si las facultades no se resuelven en derechos, el código no las protege, por lo
mismo que es una ley de derechos). Art. 1133 inc. 7º: “si causaren perjuicio” (art.
1607). Arts.1141 y 1154: “para producir sus efectos propios” y “sólo”. Art. 1155;
“estando ya aceptada la oferta”. Art. 1219: “alterado o modificado”. Art. 1344 inc. 5º:
“y a tanto la medida”. Arts. 1558, 1564 y 1569: “guarnecida o provista”,
“correspondientes diligencias que fuesen necesarias”, “calidad, vicio o defecto”.
“Alquileres o rentas” se dice en los arts. 1574 a 1582, al extremo de que en este
último se emplea dos veces el doble concepto, además de la redundancia de “fianzas
o cauciones” (lo mismo pasa en el 1606). “Herederos, sucesores o representantes”,
rezan los arts. 1581 y 1583, incurriéndose en una doble superfetación: arts. 1195 y
1496. El art. 1607, repite inútilmente el concepto de la confusión. Art. 1697: “o
cualquiera de los socios, si la sociedad fuese administrada por todos” (art. 1676). Art.
1724: “y hacer las mismas diligencias”. Arts. 2002, 2018, 2029 y 2037: “a plazo o de
tracto sucesivo”, “omiso o negligente”, y “derechos, acciones, privilegios y
garantías” para los dos últimos. Arts. 2166, 2173 y 2185 inc. 4º: “siempre que no
haya dolo en el enajenante” (art. 931 y sus concordantes, particularmente el 1077),
“vicios o defectos” y “a los cuales se debe aplicar, etc.”. Art. 2220: “y no por partes”.
68.- Aquí, para terminar con las superfetaciones, sólo me resta indicar otros dos
órdenes que se repiten con mucha frecuencia. El primero de ambos se refiere a la
circunstancia de que las distintas manifestaciones de voluntad (en los diversos
contratos, en los diferentes derechos reales y en las sucesiones), pueden ser expresas
o tácitas. No había necesidad alguna de puntualizar el asunto, ya que ello es de regla
general, que, por tanto, se aplicará siempre, con la única y natural excepción de los
supuestos en que el código la derogue. He aquí una muestra de preceptos en que
existen tales superfetaciones: arts. 720-68 inc. 3º, 1281, 1377, 1792-3, 2197, 2207-8,
3047, 3319 inc. 1º-21 a 3-30, 3538, 3818, 3902-89, etc..
Lo mismo hay que decir con relación: al gran principio del art. 1197, según el cual
las convenciones privadas son ley para las partes (bien entendido que dentro de la
esfera de la autonomía individual). No hay por qué repetirlo en cada caso, por lo
mismo que se trata de una disposición asaz general y que subyace en cada uno de los
supuestos concretos. “En el término convenido”, “si las partes no han dispuesto otra
cosa”, etc., son expresiones que están perfectamente de más. Tal pasa en los
siguientes artículos, que son los que tengo anotados: 289-94, 509 inc. 1º-37 inc. 2º,
674 in fine-89 inc. 1º-91 inc. 1º, 747 inc. º-71 inc. 2º, 1863-93-7, 1409 inc. 1º-10 inc.
1º-11 inc 1º-15-24 inc. 1º-32 in fine -75 in fine, 1504 inc. 1º-6-7-9-14-33-7-8-9
incisos 1ºy 2º-50 inc. 1º-4 inc. 1º-6 inc. 1º, 1604 inc. 1º-36 in fine, 1747 inc. 1º-78
inc. 1º-80 in fine, 1899, 1957 incisos 1º y 4º, 2013 inc. 1º, 2101 incisos 1º a 3º-5 inc.
2º-6 inc. 2º-46, 2527 inc. 2º-9, 2707-81, 2858 inc. 2º, 2947 inc. 2º-52-77 inc. 1º-8 inc.
1º, 3019 inc. 1º, 3199, 3257 in fine -68 in fine, 3798 in fine, 3819, etc.
70.-Comienzo con los del primer libro: 35-31 inc. 2º, 60 inc. 1º-73, 129-128, 263-
80 y ss., 229-18, 303-61,329-309, 359-319, 392-267, 380-377, 397-303, 398 inc. 1º-
54 (55), 398 inc. 3º-140 y ss., 398 inc. 14º-378, 399-388, 411 inc. 1º-380, 418-385,
450 inc. 7º-437, 469-54 incisos 3º y 4º, 470-144, 470-156, 471-148, 471-154, 493-
381, etc.
72.-Paso ya a las repeticiones del libro tercero, bajo la formal promesa de ser más
breve, pues esto va excesivamente largo y resulta demasiado fatigante aun para mi
mismo: 2332-2331, 2345-41, 2365-937, 2377 y 88-1417, 2398-2304, 2399-1897,
2424 inc. 3º-2330, 2427-589, 2433 inc. 2º-584, 2433-590, 2438-590, 2440 inc. 2º-
2436, 2441 inc. 2º-2430, 2459-953, 2466-589, 2513-2505, 2544-2527, 2546-2516,
2650-1272, 2601-1040, 2601 y ss.-1417, 2620 inc. 1º-2514, 2647-2637, 2653-2638,
2657-2514, 2666-1375 inc. 1º, 2667-1849 y ss., 2667-1858 y ss., 2668-555, 2668-
566, 2671¬2412 y 3, 2674-2673, 2682 inc. 2º-1512, 2695-2683, 2698-2697, 2708-
674, 2715-2692 inc. 2º, 2715-2693, 2715-2694, el art. 2758 se repite inútilmente en
los arts. 2759-62-3-5-75 y ss. (habiéndose dicho ya, en la regla general de dicho art.
2758, contra quién procede la reivindicación, no había necesidad alguna de repetirlo,
en los demás, pues bastaba con decir contra quién no procede, para que el
pensamiento legislativo quedase tan cabal), 2775-2414, 2784-1077, 2787-674, 2791-
594, 2796-2795, 2797-2795, 2801-2800, 2802-2800, 2806-2523, 2810-2807, 2813-
1139 inc. 1º, 2814-1139 inc. 2º, 2825-2824, 2864-583, 2868-2558 y 9, 2886-2883,
2910 inc. 1º-575, 2915 inc. 3º-2089, 2932-1184 inc. 1º, 2933-961, 2945-585, 2947
inc. 3º-1077, 2967-2957, 2985-2682, 2986-2683, 2999-2990, 3002-953, 3004-3003,
3006-2791, 3007-667, 3016 inc. 1º-2984, 3024-3006, 3044-3011, 3050 inc. 1º-3000,
3097-2650, 3118 inc. 1º-1040, 3118 inc. 2º-1059, 3120-3109, 3123-2678, 3142-1077,
3153-3116, 3157-2999, 3161-754, 3164 inc. 2º-572, 3180-1035, 3183-768 inc. 4º,
3188-3112, 3190-803, 3191-2048, 3192-759, 3194-555, 3205 inc. 2º-2089, 9211-
3204, 3213 inc. 2º-2781, 3214-2768, 3225-585, 3235-3233 inc. 1º, 3240-1184 inc. 1º.
73.-He aquí las del cuarto libro: 3266-2987, 3269-592, 3270-2603, 3271 y 2-2412,
3273-2475, 3288-41 y 52, 3290-70, 3302-3297, 3304-3299, 3310-962, 3311-3282,
3319-917 y 8, 3324-3323, 3330-1869, 3334-1285, 3336 a 8-1045, 3339-1196, 3340-
962, 3344-3341 in fine, 3345-874, 3350-1042 y 5, 3351-962, 3373-863, 3374-768
inc. 5º, 3402-1109, 3418-2475 inc. 1º, 3426-2431 y 5, 3432-3417, 3445-3433, 3450-
2676 y 9, 3485 y ss.-675, 3497, 676, 3503-2695, 3504-2678, 8505-2141, 3506 inc.
1º-2144, 3508-2142, 3509-2144, 3516 a 23-789 y ss., 3533-3532, 3533 inc. 2º-3505,
3545 inc. 2º-3544, 3562-3549, 3564-3482, 3566-3557, 3599 inc. 1º-1175, -3606 inc.
1º-53, 3610-3608, 3617-153, 3649-3628, 3696-53, 3699-1001, 3700-3663 inc. 2º,
3701-3564 y 5, 3705-129, 3706-990, 3707-990, 3711-3619, 3732-3724, 3733-52 y 3,
3734-41, 3741 inc. 1º-954 y 5, 3770-914, 3777-697, 3779-508, 3779-511, 3780 inc.
1º-2089, 3782 inc. 1º-877, 3784-881, 3785-880, 3799 inc. 1º-3771, 3802-3771, 3808-
1196, 3820-674, 3842-3774, 3898-3880, 3929-3508, 3963-1196, 3975-695, 3982-
3062, 3990-3984, 3994-713, 3996-688, 4004-3417 y 8, 4007-923, 4014-545 y 53,
4014-3957, etc.
He aquí, por último, las naturalmente escasas repeticiones que he hallado en la ley
de matrimonio; 62 inc. 2º, con el art. 918 del código; 74 inc. 2º y 1306; 83 inc. 2º y
83 inc. 1º (ambos de la misma ley), etc.
B.-75.- Pero todo ello es para mí poco menos que obvio. Puedo, entonces,
limitarme a lo expuesto, y pasar al segundo aspecto de la unidad intelectual del
código. Se recordará que se refiere a la coherencia o consecuencia del respectivo
pensamiento, así como el primero, que acabo de dejar de mano, es relativo a lo
orgánico del mismo. Y se resuelve no ya en repeticiones, como el estudiado, sino en
algo más grave: en contradicciones, que son fuentes inevitables de inseguridad y de
consiguiente arbitrariedad.
No son tantas, por suerte, como las repeticiones. Mas la cantidad se compensa,
desgraciadamente, con la calidad, pues si la repetición es un defecto estético y
científico, la contradicción es toda una falla de fondo, mucho más que una deficiencia
técnica.
He aquí las que tengo anotadas: 53-31 inc. 1º, 328-264, 850-836, 854-836, 884-
707, 889-631, 894-604, 909-902, 1063-517, 1075-1068, 1160-56, 1161-504, 1266,
1246, 1329-1177, 1342-609, 1443-1361 inc. 6º, 1471-1465, 1601 inc. 1º-1591, 1662-
1184 inc. 3º, 1809-543, 1881 inc. 9º-1807 inc. 6º, 1881 incisos 8º y 11º-1872 y 9,
2128-1489, 2219-824, 2223-824, 2311- nota del codificador al mismo art., 2347-2342
inc. 1º, 2407-2400, 2409-2400, 2410-2400, 2518-2342 inc. 2º, 2664-1050, 2689,682,
2761-2758 y 9, 2772-2758, 2785-2758 y 9, 2801-2796, 2888-2874 in fine, 2950-
2758, 3028-3007, 3029-3007, 3035-3007, 3112-2689, 3227-2758, 3364-450 inc. 4º,
3583-3582, 3776-668, etc.
Claro está que no todas son categóricas ni totales. Ello nada implica, sin embargo,
en favor de ninguna justificación. La contradicción, en la ley como en cualquier
asunto que suponga pensamiento, es un antídoto de la ciencia, de la legislación, de la
interpretación y de cualquier conveniencia.
Por lo demás, en la lista que acabo de consignar no pretendo agotar todas las
contradicciones del código. Para conocerlas en detalle seria menester un estudio
profundizado del mismo que yo no he realizado, y que no he querido realizar, por
cuanto me bastaba con tomar nota de las que sirvieran para comprobar, por vía
ejemplificativa, mis afirmaciones. Nuestros autores nacionales han señalado varias
otras. Y en el reciente Proyecto de correcciones “al” código civil, a que me he
referido al hablar de la técnica externa del código, y en el cual se continúa la tradición
que ha inspirado las análogas leyes de erratas y correcciones de 1872 y de 1882, se
encontrará toda una serie, que, con las de los comentarios nacionales, corroboran las
que he señalado.
Fuera de ellas, hay algunas otras de menor cuantía., diré así, en cuanto no entrañan
un peligro propiamente, por lo mismo que los respectivos preceptos contemplan
situaciones especiales, y en cuanto se reducen a una simple inconsecuencia de criterio
y al consiguiente defecto técnico. Son las que atañen a la suerte de las convenciones
incumplidas por una de las partes. Según el art. 1204, el contratante perjudicado no
tiene otro derecho que el de compeler a su contrario al cumplimiento de lo convenido.
De ahí que no pueda pedir la rescisión del correspondiente contrato o convenio. Lo
que quiere decir que el codificador tiende a mantener las situaciones creadas, procura
hacer efectivos los derechos surgidos. Es ello bastante injusto: el perjudicado puede
no tener interés alguno en el cumplimiento tardío de la convención, no obstante lo
cual, y contra todas las conveniencias y previsiones, se ve obligado a una solución
única y positivamente inconsulta. No se ha resuelto así, felizmente, en el código de
comercio, cuyo art. 216 acuerda al perjudicado un derecho alternativo (de rescisión o
de. cumplimiento) que le ofrece plena garantía. Tal es, igualmente, la solución del
modelo francés (art. 1184), aunque no la de Freitas (art. 1959 de su Esboço). Y tal es
la solución de los códigos alemán (art. 326) y suizo (arts. 83, 207 y ss., etc.).
La solución no será buena, pero es solución. Y lo peor es que se trata de una
solución general, de principio, aplicable a todos los contratos.
Pues bien, el codificador es de una inconsecuencia muy saltante al respecto. Ello
en dos sentidos: primero, repitiendo el principio de dicho art. 1204 en una serie de
disposiciones particulares que resultan innecesarias ante la regla de fondo del mismo;
después, contradiciéndolo en supuestos tan numerosos que lo convierten
prácticamente, en los contratos ordinarios, en una regla inaplicable.
He aquí, desde luego, las repeticiones (sin contar la relativa al matrimonio, que es
entre nosotros indisoluble en materia de divorcio, por cuanto obedece a, razones
especialisimas): 560-81, 631, la sociedad conyugal (que no se disuelve, salvo el caso
de muerte de uno de los de los cónyuges, sino en casos taxativos - arts. 1291 y 1306 -
y mediante acción judicial), 1421-2-8-98, 2988, 2848, 3230, 3839, etc.
Y he aquí las contradicciones: 580 y ss., 605-10 y ss., 1412-3-20-30, 1519 y ss.,
1604 y ss.- 86 y ss., 1710-35-59 y ss., 1849 y ss., los abundantes casos del mandato,
2087, 2125-31-74, 2919, 3838-41-2-3, etc.
Se me observará que tales contradicciones no revisten importancia jurídica ni
técnica, por cuanto es natural que un principio general - por lo mismo que es tal, y no
absoluto - no puede ser aplicado de igual manera en todas las circunstancias. La
premisa sería fundada, no así su conclusión. Es exacto que un principio general no
puede ser rígido. Lo que no es tolerable es que se lo desvirtúe a cada paso. Sólo
excepcionalmente debe ser derogado. De otra suerte deja de ser principio, para no ser
nada o para ser lo contrario de lo que se deseaba que fuera. Es lo que aquí acontece:
las derogaciones son tan frecuentes e importantes, que es dudoso que, en la realidad
de las cosas, dicho art. 1204 sea una norma general. Lo es por su carácter, en cuanto
se aplicará en todos los supuestos omitidos; no lo es por su función, en cuanto su
aplicación concreta difícilmente resultará más pronunciada que la de la norma
opuesta.
76.-Para terminar con el asunto, puedo anotar algo afín con las contradicciones.
Me refiero a ciertas inarmonías que chocan no sólo estéticamente, sino jurídica y
científicamente. Desde luego, algo que después apuntaré en materia de
enumeraciones incoherentes: la circunstancia de que en un mismo precepto legal se
legisle sobre dos cosas o relaciones distintas, según ocurre en los arts. 55 y 1677. En
seguida, la de que disposiciones que debieran ser homogéneas, por contemplar
situaciones semejantes, presenten soluciones tan divergentes como las que cabe. ver
en los artículos 1762 y ss. Finalmente - y en esto hay positiva contradicción - la de
que una misma relación jurídica tenga ciertos caracteres en casos dados, y no los
tenga en otros. He aquí el supuesto en forma abstracta: el crédito de A es preferido al
de B; el de B lo es al de C; pues bien, no por eso cabe asegurar que en el código el de
A sea preferido al de C. Concretamente: el locador (A) es preferido al conservador
(B), según el art. 3904; el conservador es preferido al acreedor por gastos de última
enfermedad (C), como se dispone en el art. 3901; sin embargo, A no es preferido a C
(art. 3904). Cosa análoga pasa si en la ejemplificación que precede se sustituye el
vendedor al conservador, según se verá en los arts. 3904 y
3908, o se lo cambia por el acreedor prendario (art. 3913) o por los obreros o
suministradores de materiales (3916). Más todavía: el posadero y el acarreador están
equiparados al locador (arts. 3886 y 3887), lo que ya no es cierto con relación a los
gastos de la última enfermedad (arts. 3904, 3910 y 3914). Et sic de coeteris.
II.-INTEGRALIDAD DE PENSAMIENTO
77.- La integralidad del pensamiento legislativo, segunda faz del carácter general
de la ley, que estoy analizando, puede referirse a dos cosas principales: a la
legislación de todas las instituciones que abarca el código, y a la legislación completa
de cada una de esas instituciones.
Puedo omitir lo primero, pues ya lo he indicado más de una vez, a propósito de los
factores político, económico y jurídico del código (núms. 34 y ss., 38 y ss., 42 y ss.).
De ahí que me contraiga a lo segundo, que también es dable resolver en dos
aspectos: el de fondo, de la institución misma; el de detalle, de los diversos preceptos
en que se la contempla, en cuanto expresen el sentido cabal, completo, de lo que se
deba hacerles decir.
En el primero de estos dos sentidos, hay muy poco que observar
desfavorablemente. Es bien rara la institución que no haya sido mirada en la plenitud
de su contenido y en cada una de las formas en que se manifiesta.
Por ejemplo, en materia de personas jurídicas, las fundaciones pudieron formar
cuerpo dentro de ellas. La tutela y la curatela carecen de órganos fiscalizadores
(jueces o tribunales especiales, el mismo consejo de familia), lo que conduce a una
liberalidad excesiva de que entre nosotros no se hace siempre buen uso. La
habilitación de edad, aunque no tan general ni indispensable como en la actividad
mercantil, habría consultado ventajas, como las generales que se puede columbrar
ante la circunstancia de que estén equiparados un sujeto absolutamente inculto, y otro
educado y hecho en la vida de los negocios, cuando no en posesión de un título
profesional (militar, agrícola, universitario, etc.) más o menos independizador de
cualquier tutela. Un registro de incapaces, en que se llevara nota de las interdicciones
y de los consiguientes representantes, no habría sobrado. Menos habría sobrado el
registro de estado civil (nacimientos, matrimonios, defunciones, etc.), según apunté
más arriba (nº 34).
En punto a obligaciones, se pudo incluir entre las naturales las derivadas del pago
con beneficio de competencia, así como las dimanadas de un concordato, para no
llegar a las más modernas de que ya he hablado (nº 62) ; la legislación de los danos e
intereses (arts. 520-1) debió ser más completa, de tal suerte que resaltara la diferencia
entre los supuestos de la culpa o del dolo; las promesas de contrahendo están
legisladas bien insuficientemente, a lo sumo a propósito de formas de los contratos y
en uno que otro caso particular (arts. 2244-56 inc. 2º, etc.) ; es elemental lo de la
omisión de la publicidad en materia de sociedades, que se contempla sólo en
supuestos dados (arts. 1742 inc. 5º-68) ; el mandato oculto -llamado comisión -
apenas ha merecido un art. incidental y descarnado (1929); la fianza no es mirada
sino con relación a una deuda de dinero, por donde surgen fuertes dificultades (como
puede verse en el fallo de una de las Cámaras civiles de esta Capital, transcrito y
comentado en el t. V, 2º parte, de los Anales de la Facultad de derecho y ciencias
sociales, p. 638 y ss.) cuando hay de por medio una obligación afianzada que sea dé
hacer, como la de un inquilino; las causas de nulidad del matrimonio son tan
restringidas que nuestros tribunales se han visto obligados, bajo la presión de las
circunstancias, a admitir otras, particularmente la de la impotencia anterior y relativa
del marido; las cosas muebles están protegidas deficientemente, ya que no hay razón
objetiva alguna para excluir de la presunción del art. 2412 las robadas o perdidas; los
contratos por terceros son diminutos en el código, aun para la época de la confección
del mismo, pues ya se había pronunciado la jurisprudencia francesa acerca de la
tendencia, que luego acentuara, sobre la extensión y validez de los mismos cuando el
tercero es beneficiario, como lo hacían resaltar los respectivos comentaristas; las
acciones reales son algo más que las tres contempladas en el art. 2757, aun con
relación a la propiedad, según se ha resuelto después por nuestra jurisprudencia en
punto a la de petición de herencia; esta misma acción, así como la de la posesión
hereditaria, eran acreedoras a mayores miramientos que los contenidos en los arts.
3421-4; etc.
78.- En lo que toca a los preceptos diminutos o insuficientes, ya habría más que
espigar. Como no quiero insistir en cosas secundarias ni hacer una demostración
acabada, seleccionaré los más notorios de entre los que tengo anotados.
Según el art. 57, parecería que los menores no tienen como primer representante legal
a su padre (o a su madre, en defecto del primero), bien antes que al tutor. El art. 122
deja en blanco la situación de un ausente que ya tiene ochenta años de edad en la
época de su desaparición, o que los cumple en el intervalo de los quince años que
autorizan la posesión definitiva de sus bienes. Se diría, ante el art. 267, que la
educación no entra en la obligación alimentaria de los padres (lo mismo cabe decir
respecto del art. 372, relativo a la obligación análoga de los parientes en general). La
ciencia, la industria, la milicia, etc., están proscritas del art. 412: un tutor, se dice en
él, debe destinar al pupilo a las letras, al comercio o a un oficio. Observación
semejante merece el art. 451: la décima de la remuneración del tutor debe ser
computada sobre lo que es netamente líquido en el patrimonio del pupilo, pues
corresponde deducir todas .las deudas pasivas del mismo, provengan de gafitos,
pensiones, contribuciones y cargas usufructuarias, como en el art. se expresa, o
procedan de obligaciones puramente personales (alimentos del pupilo,
indemnizaciones a que éste pueda estar sujeto, etc.).
Las obligaciones naturales tienen virtualidad civil y exigible no sólo con relación a
obligaciones accesorias como las mencionadas en el art. 518: no veo razón alguna
para que no se autorice el anticresis dado en seguridad y pago de una obligación
natural. El art. 638, con sus ulteriores concordantes, supone que en la obligación
alternativa no hay más que dos prestaciones, siendo así que puede haber tres, diez y
aun cincuenta, “siempre que sean independientes y distintas en el titulo” (art. 635).
En el art. 608, inc. 2º, se ha omitido lo de los perjuicios e intereses. El art. 747 prueba
con toda evidencia la omisión en que se ha incurrido en el art. 618. Las obligaciones
de dar no son divisibles tan sólo en los supuestos del art. 669: lo son en cualquier
caso en que sus respectivas prestaciones sean “susceptibles de cumplimiento parcial”
(art. 667), como ocurriría, por ejemplo, con una pieza de paño. Lo propio es dable,
apuntar con relación a la de hacer (art. 670): A encarga, a B un collar de 100 perlas,
que no tiene otro mérito que el número de éstas; fallece luego B y deja dos o más
herederos; no alcanzo por qué no se libre de la obligación cada uno de los herederos
entregando la parte proporcional de perlas, ya que la confección del collar entero es
una cosa mecánica e infinitesimalmente accesoria. El reconocimiento tácito (art. 721)
no resulta solamente de los, pagos que haga el deudor (arts. 918 y 1145-6). Las
obligaciones se extinguen no sólo en las formas del art. 724: la muerte (en las
obligaciones de hacer, en los derechos vitalicios, como la renta, el usufructo, etc.), la
incapacidad (en las de hacer), el término extintivo o resolutorio, la prescripción, la
nulidad, etc., también las extinguen. Ni siquiera es dable observar que dicho art. 724
se refiere a los medios especialmente extintivos de las obligaciones, y no a los de los
derechos en general: la confusión puede obrar en materia de derechos reales (arts.
2928 y ss. 3055 y ss., 3198, 3237, etc.), lo mismo que la renuncia; de otro lado, la
incapacidad se aplica estrictamente a las obligaciones, especialmente a las de hacer.
En el art. 725 se prescinde, sin razón, de las obligaciones de no hacer, que también
pueden ser pagadas. En el art. 707 se olvida la transacción. El art. 877 no define la
remisión, sino cierta remisión, la tácita, y aun de ésta uno de sus aspectos, por más
que sea el ordinario. El art. 1035 deja en claro varios supuestos: la pérdida de las
manos o la notoria incapacidad del firmante de un documento privado, el sellado de
un pagaré en una oficina, etc., dan tanta fecha cierta al documento como cualquiera
de las demás circunstancias enumeradas en el precepto legal.
Voy a los contratos.
La correspondencia telegráfica no podría servir, según el art. 1147, para expresar
el consentimiento entre ausentes. No veo por qué la obligación de no hacer no pueda
ser objeto de un contrato (art. 1168). Lo mismo digo con relación a la tenencia de una
cosa. Los telegramas, los fonogramas, la pericia, la fotografía, etc., no pueden ser
pruebas de contratos, de estarse al art. 1190. El art. 1349 tiene que ser integrado con
el arto 1353. El inc. 3º del art. 1375 deja intacto el punto de que el pedido de
resolución de la venta inhabilite o no al recurrente para luego solicitar, en vez de
aquélla, el pago del precio. El art. 1869 es insuficiente, al no abarcar el mandato
oculto del art. 1929. El art. 1831 demuestra lo reducido del art. 1832 inc. 1º. En el art.
1892 se ha omitido el mandato dado en interés del mandante, mandatario y terceros, y
aun el dado en interés del mandatario y de terceros. La incapacidad de que habla el
art. 1897 tiene que ser la de hecho, no la de derecho; y aun la de hecho tiene que
estribar en la relativa de los menores adultos, ya que los impúberes son
absolutamente incapaces, y mal pueden derivar consecuencias un sujeto de derecho y
un acto jurídico que no existen (art. 1047). La mala fe del mandatario que contrata
sobre algo en que interviene el mano dante puede no limitarse al caso en que de ello
lo haya prevenido el mismo mandante, pues el mandatario puede haber conocido la
circunstancia por otras fuentes y ser de tan mala fe como en el supuesto legal (atr.
1944). Lo mismo que en materia de consignación (arts. 818 y 819), la definición del
depósito tiene que ser integrada por otros preceptos para que resulte completa (arts.
2182 y 2191-220). Este mismo art. 2220 entraña una deficiencia; las cantidades se
caracterizan no sólo cuantitativamente sino también cualitativamente (art. 607). El
art. 2247 es fundado sólo cuando se trate de un mutuo oneroso (art. 2164).
Son menores las anotaciones que tengo sobre derechos reales y sucesorios.
Las artes y las letras no pueden producir frutos civiles, según el art. 2330. El art.
2392. que limita a los dementes, fatuos y menores de diez años las personas que no
pueden adquirir la posesión, es evidentemente diminuto; no sólo no enumera a varios
incapaces absolutos (personas por nacer, ausentes con presunción de fallecimiento,
etc.), sino que ni aun puede ser entendido en favor de los menores adultos, pues éstos
tampoco tienen “uso completo de razón”, por lo mismo que son incapaces de hecho,
y por lo mismo que un acto jurídico (salvo los casos especiales del testamento, del
reconocimiento de los hijos naturales, etc.) no puede ser realizado sino por quien
tenga capacidad al efecto (arts. 53, 129 y 1040). Los arts. 2513 a 15 omiten las
numerosas restricciones legales que tiene cualquier dominio. En el art. 2778 se calla
el supuesto de que se intente la reivindicación contra un adquirente a título oneroso y
de buena fe. “Los que no gocen de sus derechos, como los menores”, no pueden
establecer servidumbres, dice el art. 3012; ¿y los demás incapaces? Como en el
mandato y en el depósito, la definición del usufructo (art. 2807) es pequeña (arts.
2808 inc. 2º y 2811). Son saltantes las insuficiencias de los requisitos exigidos por el
art. 3131 en materia de escritura hipotecaria.
En punto a sucesiones, anotaré, desde luego, la circunstancia de que no se haya
establecido la legítima de ciertos herederos forzosos en más de una situación de
concurrencia de tales herederos: me limitaré a señalar el caso de que uno de los
cónyuges herede con hijos naturales del de cujus. El testamento puede contener más
que lo que se expresa en la respectiva definición del art. 3607 (reconocer hijos
naturales, nombrar tutor a los hijos menores del testador, etc.). No hay argucia
leguleyesca alguna que puede hacer admitir que el simple testamento ológrafo (no
reconocido ni protocolizado), que es un documento tan privado como cualquier otro,
pueda valer como acto público (art. 3650). Para nuestro legislador parece que no
hubiera sino dos religiones en el mundo: la católica y la protestante (arts. 3739-40). Y
extraña que la ley de erratas y correcciones de 1882, que corrigió deficiencias así en
otras partes (por ejemplo, la del antiguo art. 181, donde se sustituyó el vocablo
“protestantes” por el más generoso de “disidentes”), no haya hecho lo propio en un
caso tan importante como el indicado. Hay estrechez manifiesta en el art. 3896, según
el cual el privilegio del vendedor puede hacerse efectivo sobre la cosa vendida
siempre que sea posible identificarla a pesar de sus cambios: no es necesaria tal
identificación, pues bastaría demostrar la subrogación real operada (en una permuta,
etc.), para poder hacer efectivo el privilegio sobre, lo subrogado, como acontece en el
caso del arto 3893, que lo mantiene sobre el precio de la cosa que el comprador
hubiera vendido a un tercero.
81.- Desciendo ya de lo general de la ley - donde, bien lo deploro, más de una vez
he invadido terrenos extraños - para consagrarme a lo más particular de los mismos
preceptos legales.
Nuestro código, como los modernos, procede por reglas puras, sin preámbulos ni
comentarios, tan abundosos en el Digesto y en la legislación hispánica de las edades
media y moderna, lo mismo, por lo demás, que en todas las codificaciones primitivas.
Es esa, evidentemente, la forma última de toda legislación. El legislador no tiene
por qué razonar, por cuanto no está obligado a “hacer'” ciencia ni a demostrar nada.
Se limita a ordenar, reglamentando y previendo situaciones dadas. Y la orden lleva en
sí misma todos sus móviles y justificaciones.
Es verdad que es muy útil conocer el pensamiento legislativo, a efecto de poder
interpretar, de acuerdo con el mismo, las disposiciones correspondientes; De ahí los
“considerandos” de los decretos y demás ordenanzas de la administración. De ahí los
“motivos” del código civil alemán, por ejemplo. No hay duda: si las disposiciones
reglamentarias más subalternas tienden a explicar sus propósitos, a fortiori
corresponde hacer lo mismo en un código, sobre todo en el código fundamental de la
vida privada, que rige asuntos de toda importancia. En este sentido Alberdi tenia
razón, cuando en su contrarréplica al codificador (p. 286 del t. VII de sus Obras
póstumas) sentaba lo siguiente: “Se motivan hoy las menores sentencias, es decir,
todas las aplicaciones de la ley, y se dejaría sin aplicación lo que vale más que eso, la
ley misma!”.
Pero tales motivos no tienen por qué formar parte de la ley, según ocurría
antiguamente, por lo mismo que no son la ley sino la razón de la misma. Tan positivo
es ello que puede haber muchos otros factores y razones (el espíritu ambiente, las
costumbres imperantes, el estado de la ciencia jurídica, la legislación comparada,
etc.) que no se ha tenido la prolijidad de incluir en los “motivos” y que no serian
menos concluyentes.
82.- Es lo que pasa en nuestro caso con las notas del codificador, incorporadas en
todas las ediciones oficiales del código. Pueden servir de antecedente científico -
psicológico y hasta jurídico -, pero jamás pueden tener fuerza de ley. “Ante la
fórmula auténtica de la ley - dice Gény (Méthode d'interprétation et sources en droit
privé positif, nº 104), si bien refiriéndose al conjunto de los “trabajos preliminares”
de un código -, que es lo que únicamente contiene la voluntad del legislador, es
menester ser bien parco en la admisión de inducciones derivadas de las
conversaciones, opiniones o meros caprichos que han podido servir en la elaboración
del pensamiento legislativo".
El fondo de la conclusión de Gény es plenamente aplicable en el supuesto que
contemplo, por lo mismo que, también en el fondo, las notas son precedentes
legislativos. Y lo es con tanta mayor razón cuanto que en nuestro caso dichas notas
son, en su inmensa mayoría, mera reproducción de opiniones ajenas, y no obra
personal del codificador. Lo mismo cabe decir de las citas legislativas y doctrinarias,
a propósito de lo cual ya ha observado el Dr. Segovia que las leyes romanas y, sobre
todo, las españolas, son de Goyena.
Esa doble circunstancia - de tratarse de simples notas y de tratarse de notas no
propias - implica una muy buena razón para condenar la inclusión de las mismas en
las ediciones oficiales del código. El código está en lo que es ley. Y la ley está en el
texto de los correspondientes artículos. Tan fundado es este modo de ver que cuenta
en su apoyo con el hecho experimental de que ninguno de los buenos códigos del
mundo contiene otra cosa que la, ley pura. Los “motivos” y demás antecedentes
pueden constar en publicaciones oficiales, pero no en la del código, sino separadas e
independientes.
86.- Nuestro código responde, más que el francés y todas las demás imitaciones
del mismo, a tan buena regla: técnica, ya que su plan es mejor, y ya que así el sentido
de sus disposiciones es más ajustado a la amplitud de las cosas y relaciones
contempladas. En los hechos jurídicos se ha generalizado - de conformidad con
Freitas, con Ortolán y con Savigny - todas las manifestaciones jurídicas, entre ellas
las que derivan de la voluntad humana, llámense contratos, testamentos, actos
unilaterales, etc., sin perjuicio de que luego se desenvuelva lo específicamente propio
de cada orden de manifestaciones volitivas. Lo mismo se ha hecho en materia de
obligaciones, con relación a las fuentes diversas de que puedan emanar. En forma
menos extensa, también se lo ha hecho en la legislación de las diferentes
instituciones: el codificador ha preferido no contemplar una situación especial, sino
lo indeterminado de una clase de situaciones, a efecto de sintetizarlas y unificarlas en
una norma común. Es fácil probar esto último con mil y un ejemplos, razón por la
cual me creo exento de la tarea.
Pero no son pocas las fallas. Me remito, por de contado, a lo que he expuesto en
punto a metodología: allí se verá que son bastante más generales que lo que de tales
tienen en el código, muchas relaciones e instituciones, como las modalidades
obligatorias, las personas, las cosas y los mismos hechos jurídicos. el reconocimiento
de las obligaciones, la transacción y la renuncia de derechos, la autonomía de la
voluntad privada, la acción subrogatoria u oblicua, la representación, la cesión de
derechos, la evicción y la redhibición, el pago indebido y la gestión de negocios
(meros aspectos del enriquecimiento sin causa), la prescripción, la retención, los
privilegios, etc.
De otro lado, hay en el código un casuismo que es simplemente excesivo. Pero a
tal respecto no haría sino repetir lo que ya he dicho a propósito de lo muy afín de las
instituciones superabundantemente legisladas. Sólo quiero recordar aquellas palabras
magistrales que Portalis pronunciara en su Discours préliminaire, que son una verdad
de todos los tiempos civilizados: “l’office de la loi est de fixer, par de grandes vues,
les maximes générales du droit, d'établir des principes féconds en conséquences, et
non de descendre dans le détail des questions qui peuvent naítre sur chaque matière”.
De ahi su conclusión: “c'est. au magistrar et au jurisconsulte, pénétrés de l'esprit
général des lois, a en diriger l'application”. Todo ese casuismo, de consiguiente, es
extralegal - casi digo antilegal - y debe quedar sujeto a la acción jurisprudencial bien
auxiliada por una buena ciencia, por lo mismo que son los tribunales, no las leyes,
quienes se encuentran frente a frente con la realidad y en presencia de las necesidades
ambientes en cada caso.
87.-En otro sentido, bien conexo con el que precede, cabe apuntar que el código es
demasiado legislador, excesivamente reglamentarista, al extremo de querer sujetarlo
todo de antemano a reglas catalogadas, que están o pueden estar en pugna con los
hechos y que no dejan margen al juez para una apreciación circunstancial que seria
mucho más justa, esto es, efectivamente reparadora y adecuadamente humana.
Como se sabe, tal es el criterio que ha predominado en la confección de los
códigos suizos, particularmente en el código civil, cuyas reglas son flexibles, amplias
y sin limitación alguna, y cuya aplicación, de consiguiente, varia de acuerdo con las
modalidades de cada situación. Más todavía: esa potestad de apreciación judicial ha
sido llevada a tal extremo que en el art. 19 de este último código se acuerda facultad
al juez para que se convierta en positivo legislador, ya que debe inspirarse, en el
supuesto de que falte disposición legal al efecto, en las “reglas que él establecería si
fuera legislador”. Por lo demás, es esa función pretoriana la que, como es notorio, ha
hecho la grandeza del derecho romano, y la que ha llevado y continúa llevando a la
justicia británica al ápice de la equidad, del respeto y de la autoridad.
Pocas son las disposiciones de nuestro código que acuerdan tal potestad al juez.
Prescindiendo de aquéllas que se refieren directamente a la estimación
circunstancial de un hecho, como las de los arts. 301-7-29, 414, 38, 533-41-2, 799,
1682, 1759-71, 1800, 2095, 2137, 3085-6-95, 3133, 3406, etc., en las cuales - lo
mismo que en todas las que tienen que ver con el error, el dolo, la violencia o la
capacidad de hecho en materia de actos jurídicos - esa estimación es necesaria e
ineludible, los preceptos que reconocen facultad. creadora, diré así, a los jueces, para
que éstos digan cuál es el derecho, no ya la prueba, que en el supuesto corresponda,
no son muy extensos, ni cualitativa ni cuantitativamente. Los que tengo anotados son
los siguientes: 391, 561, 618-20-60, 2056, 2755, 3074, 3368, etc. Comúnmente se
refieren a la elección de una persona para un cargo, a la fijación de un plazo y a cosas
así. Sólo en dos supuestos, no muy corrientes ni importantes, nuestro código se
aproxima a la gran regla del art. 343 del código civil alemán, según el cual los jueces
pueden moderar las cláusulas con relación al daño efectivamente sufrido: tal acontece
en materia de deudas de juego y de cláusula penal, pero esto último sólo en el caso de
que el deudor haya cumplido en parte la obligación y el acreedor haya aceptado ese
pago parcial, lo que en rigor excluye toda función judicial de aquel carácter.
Es bueno que haga constar, a propósito, que no pretendo el pretorianismo romano
- de que van dando tan abundantes muestras los tribunales franceses, según puede
verse en Saleilles, en Gény, en Vander Eycken, en Cruet, en Mallieux, en Perreau y
en los demás autores que al respecto he citado en mi trabajo La reforma de la
legislación, p. 11 -, ni que tampoco propendo a las tendencias demasiado
revolucionarias de Magnaud o de Mornet, según las cuales cabría dejar de lado las
leyes más explicitas cuando hubiera de por medio circunstancias ambientes que así lo
exigiesen. Esas maneras de concebir y aplicar la ley pueden ser admitidas en países
muy cultos, en los cuales es posible estar seguro de que en la gran mayoría de los
supuestos los jueces sabrán de inspirarse en motivos de orden superior y objetivo al
fundamentar sus decisiones. Hay allí dos clases de garantías al efecto: jueces que son
realmente tales, porque dominan el derecho en su esencia y en sus arraigos y
proyecciones, lo que hará que no lo desvirtúen, y que, al contrario, lo afirmen al
hacerlo evolucionar y al mejorarlo adaptándolo a las circunstancias, además de que
representan, por su integridad y sus virtudes morales, todo un titulo de honestidad y
de respetable autoridad; y, de otra parte, un medio capaz de comprender, de juzgar y
de contralorear, por la fuerza de la opinión pública casi siempre consciente, la acción
judicial, lo mismo que cualquiera otra acción dirigente.
Entre nosotros, las cosas no presentan aspectos así. Son raros los jueces que vayan
más allá del conocimiento ocasional de las leyes que correspondan a cada caso, y que
interpretan en la literalidad subalterna de la concepción que ellos se forman. De ahí lo
difícil de hallar en nuestra jurisprudencia decisiones que respondan a principios
jurídicos de calibre sociológico y filosófico, en las cuales jueguen las diversas series
de intereses (económicos, morales, políticos, etc.) comprometidos en una situación
cualquiera. Todo lo que sea salirse de los principios escritos de las leyes (reforzados,
si a mano viene, con citas doctrinarias y jurisprudenciales, esto último sobre todo),
deja de ser derecho para nuestros jueces, y se resuelve en fantasía pura, o en otra cosa
cuya calificación es mucho más despectiva. En rigor, nuestros jueces no saben
derecho, si se ha de atender a lo que así ocurre en principio bastante general. A lo
sumo si conocen códigos y leyes. De donde cabe inferir lo empírico de nuestras
soluciones jurisprudenciales, tan hesitantes y contradictorias, por lo mismo que no
hay nada en la base intelectual de las consiguientes concepciones, por lo mismo que
hasta ni hay concepción alguna en el fondo de sus construcciones, y por lo mismo
que todo queda librado al azar del impresionismo más subjetivo y consecuentemente
cambiante.
No hay, en verdad, garantías intelectuales de parte de nuestros jueces para
interpretaciones más generosas y amplias que las que nos son habituales. Si no las
hay ni aun en estas últimas, en las cuales el rigorismo del precepto legal estrecho y
esclavizador obligaría a una relativa fijeza jurisprudencial, cabe suponer lo que
sucedería en aquel otro supuesto de una interpretación flexible, elevadamente
jurídica, en la cual se requiere una fuerte dosis de integral intelectualismo, a efecto de
poner en actividad eso que Gény llama la libre investigación científica, a efecto de
que los tribunales sean capaces de completar y aun de corregir las leyes (como han
hecho los tribunales franceses en materia de “contraintes”, de abuso del derecho, de
la fulminación de contratos usurarios, de validez de los actos del heredero aparente,
etc.), y a efecto de que se esté en condiciones de cimentar un fallo en fundamentos
como los de la admirable nota que escribiera Saleilles (Siry, 1900, II, pp. 121-5) con
respecto a la sentencia recaída en el “affaire” Lecoq. Hay en ésta, a propósito, una
buena serie de preciosuras: observación de las tendencias sociales acerca de los
derechos intelectuales y artísticos, examen del derecho individual para abdicar
aquellos derechos, contemplación de los derechos individuales frente a los de la
sociedad conyugal y a los de la sociedad en general, función patrimonial de los
derechos intelectuales, motivos jurisprudenciales...: en suma, todo un tesoro de
derecho fecundantemente superior y de la más refinada sociología y filosofía
jurídicas.
No, repito, nuestros jueces no ofrecerían garantía alguna en cosas que vuelan
tanto. Esa apreciación circunstancial se resolvería en una perfecta arbitrariedad,
máxime si se tiene en cuenta que no siempre es dable esperar una resolución
plenamente objetiva, y que el contralor de nuestro medio no se hace sentir en criticas
levantadas y firmes ni en acción educadora y morigeradora de ningún género.
Por eso no puedo referirme a tales cosas. Lo que contemplo es lo relativo a
disposiciones legales explicitas, que se refieren a hechos y que pretenden
reglamentarIos de antemano y con uniforme rigidez. Eso no es propio de ninguna
legislación medianamente buena. Los preceptos legales deben ser en tal caso de toda
ductilidad, a fin de que sean acomodables a lo contingente de las situaciones
concretas. De tal suerte se deja a la discreción judicial no ya la interpretación de un
texto codificado, sino simplemente su aplicación al caso, no ya la inteligencia ni el
sentido del artículo legal, sino su mera acomodación modal a las circunstancias. Es lo
que se ha hecho en los códigos contemporáneos, como el alemán, el suizo y el
brasileño, según puede verse para el primero en Saleilles (Théorie de l'obigation, n|
295, texto y notas; Declaratíon de volonté, pp. 197 y ss., 251 y ss., etc.), para el
segundo en el Livre du Centenaire, t. 11, p. 981, y para el tercero en la circunstancia
de que se haya inspirado por sobre todo en los códigos suizos. Y es lo que no ha
hecho nuestro código sino en los pocos arts. que antes he citado, que pudo extender a
muchos otros supuestos análogos a los que en ellos contemplara. Tal ocurre en los
casos de los arts. 1782 y ss. (ya citados con motivo afín al presente), que son
inarmónicos, que son injustos y que son innecesarios, pues una buena jurisprudencia
hubiera suplido fácilmente la respectiva omisión, ante el texto general de preceptos
inequívocos (art. 1778 o arto 1781). y lo mismo acontece con disposiciones como las
de los arts. 2622 y ss., que hasta revisten carácter edilicio, que no pueden ser
uniformes en el tiempo ni en el espacio, y que son indignas de una reglamentación de
fondo como la civil.
90.- Hay más. Nuestro código contiene toda una larga serie de disposiciones
absolutamente abstractas, doctrinarias, teóricas e inútiles, que no sólo resultan
inaplicables, porque no se refieren a nada concreto, sino que ni siquiera llenan
funciones explicativas o aclarativas de nada. Las califico de enunciativas.
He aquí la lista: 31 inc. 1°, 46, 52 inc. 1°-6,337-46-60 inc.1°-82-9, 495, 515 inc.
1°-24-7-36-9-40-67 inc. 1°,719-24-67 incisos 2° y 3|, 864-97 inc. 1°-8 inc. 1°, 914-5-
20-2-45-6 inc. 1°-56-78, 1039-40-58-61 inc. 1°-73, 1138 inc. 1°-9 inc. 1°-40 inc. 1°-
2-5 inc. 1°-57-67, 1291, 1324-39 inc. 1°-44-63, 1414-84-97, 1604 inc. 1°-9 inc. 1°-90
inc. 2°, 1998 inc. 1°, 2093, 2187 inc. 1°-8 inc. 1°, 2243, 2313-37 acápite-9-47-55 inc.
2°.6 inc. 1°-63 in fine, 2434-46, 2505-8-9-13 inc. 29-5.24, 2675, 2757, 2808 inc. 1°-
12-5-6-7-26.7, 2918-26-34-47 in fine-75 inc. 1°-6 inc. 1°-88-9.91-8, 3082 in fine-45-
6-7 inc. 1°, 3205 inc. 2°, 3333 inc. 2°, 3427, 3545-8, 3622-87, 3723-58, 3844-78
incisos 1° y 2°, 3947 inc. 1°, etc.
Todas ellas se limitan a la enunciación de un concepto jurídico que no se resuelve
prácticamente en nada: las personas son ideales o naturales, las personas son capaces
de adquirir derechos, los hijos naturales tienen un derecho de sucesión que se
determinará oportunamente, las obligaciones son de dar o de hacer, las obligaciones
son civiles o naturales, la conjunción copulativa indica unión (art. 536), el plazo
puede ser cierto o incierto, la subrogación es convencional o legal, el consentimiento
puede ser expreso o tácito, el mandato puede ser general o especial, la evicción puede
ser total o parcial, etc., etc. Se trata de preceptos de toda obviedad, o bien de
preceptos que están enunciados y precisados en la legislación positiva del asunto. etc.
Se los concibe en la ciencia y en la misma didáctica, que requieren premisas
demostrativas o deductivas; pero en una ley, donde se procede por ordenes y donde
no es menester demostración alguna, están completamente fuera de lugar, por lo
mismo que en ella no puede caber otra cosa que normas que impliquen una regla de
conducta.
Cierto es que Freitas dió el ejemplo a nuestro codificador y que en el jurisconsulto
brasileño ese doctrinarismo alcanza una intensidad que supera a la de nuestro código.
Pero falta demostrar que había motivos para seguir la tendencia. En los mismos
códigos modelos (francés, italiano, etc.), la tendencia era bien otra. Y esta orientación
práctica es aun más acentuada en los códigos contemporáneos, de entre los cuales el
brasileño, para tomar algo que nos es más afín, la contiene en forma hasta excesiva a
veces.
93.- He aquí el último carácter de que hablaré: el del tono, diré así, de los
preceptos legales.
Siendo una ley - en la concepción tradicional - un mandato o una orden, el tono
imperativo parece ser el que naturalmente le corresponde.
Efectivamente es así, pero en cierto sentido: en el del modo, no siempre - ni la
mayoría de las veces - en el del contenido. La ley manda, la ley resuelve, la ley
estatuye, la ley impera, más sólo en cuanto de tal suerte procura interpretar las
intenciones de los interesados, en cuanto se sustituye a la voluntad presunta de las
partes. Tan cierto es ello que éstas pueden dejarla sin efecto en la inmensa mayoría de
los supuestos (art. 1197).
De manera que, en el fondo, la ley no es sino una disposición meramente
reglamentaria e interpretativa de los deseos y necesidades de los individuos. Tal es, a
estos respectos, su carácter eminente.
Los preceptos realmente imperativos son relativamente escasos, y se resuelven en
prohibiciones para todos los casos, en que haya de por medio intereses que a los ojos
del legislador aparezcan como colectivos o de orden público. Es lo que pasa con el
régimen de la familia (patria potestad, matrimonio, sociedad conyugal, divorcio,
alimentos, etc.). Y es lo que acontece en materia de capacidad de derecho (para
comprar o vender, para ceder, etc.), en punto a arrendamiento (que no puede durar
más de diez años), a derechos reales (que las partes no pueden crear), a afectaciones e
inalienabilidades (retroventa, pacto de mejor comprador, sustituciones
fideicomisarias, etc.), al régimen sucesorio, a la capacidad de los testadores (legítima,
etc.), a la renuncia de la prescripción, al establecimiento de privilegios, etc.
95.- Como aspecto final de este asunto de la concepción de los preceptos legales,
corresponde apuntar el de la sanción de los mismos.
Toda ley supone, por el hecho de ser tal, la fuerza y el imperio que hagan posible
y efectiva su aplicación. De ahí que las leyes sean coercibles o coactivas. Cierto que
las buenas leyes no requieren sanción en la vida práctica, por lo mismo que la cultura
del pueblo ha procurado la gradual y completa adaptación de la general actividad a
los dictados que ellas contienen. Y es también verdad, por fatal correlación, que las
leyes que tienen que mostrar los dientes de la coerción a cada paso, son leyes que
acusan resistencia, que no se acomodan a las exigencias ambientes y que están
destinadas a desaparecer. Lo que quiere decir, y ello es bien evidente, que la
autoridad de las leyes, lo propio que la, de los gobiernos, es mucho más moral que
física, arraiga en su sabiduría y su justicia bien antes que en su fuerza.
Con todo, la ley implica siempre una sanción potencial. De otro modo se
resolvería en un precepto moral, o bien en una regla prácticamente inútil.
En nuestro código, como en todos los códigos civilizados, hay tres formas
fundamentales de sanción: la nulidad del acto realizado, los daños y perjuicios, y la
misma pena para quien viole un precepto legal.
Lo primero y lo último ocurren cuando no hay otra cosa comprometida que la ley:
arts. 18, 1004, etc. Lo segundo se tiene en los supuestos en que se lesione derechos
ajenos. También puede ocurrir la doble sanción de la nulidad y la responsabilidad
(pecuniaria de los daños y perjuicios, o criminal de las penas), cuando a la vez se
atente contra la ley y contra los derechos de terceros.
El principio de la nulidad como sanción no puede ser puesto en duda. Si la ley no
quiere un acto dado, es evidente que no puede quererlo menos después de efectuado
que antes de practicárselo.
Donde es concebible alguna discrepancia es en lo que atañe a la responsabilidad
para con terceros. En un código civil, la responsabilidad no debe ser sino civil. Y la
responsabilidad civil se resuelve en la pecuniaria de la indemnización de los daños
causados. Será eso demasiado prosaico y material. Pero hoy por hoy no existe otro
denominador común de valores que el económico del dinero. El mismo agravio moral
no podría resolverse, civilmente hablando, en otra forma que en una indemnización
en dinero, ya que la reparación in natura es comúnmente imposible (seducción,
pérdida de un brazo, etc.). Esto último lo ha demostrado Ihering en su hermosa Lutte
pour le droit, cap. final, y sobre todo en su soberbio estudio De l’intérét dans les
contras (Oeuvres choises, t. II, p. 141 y ss.), en forma tan concluyente y acabada que
nadie ha agregado nada a las respectivas premisas y conclusiones (cons. Demogue,
Notions fondamentales de droit privé, p. 183 y ss.).
Por eso cabe observar que el distingo de indemnización y de pena en materia de
responsabilidad carece de sentido en derecho civil. La pena civil no es otra que la
indemnización. Si hay lugar, además, a una verdadera pena, ello corresponde al
derecho criminal, ya que no existe razón alguna que excluya el juego concurrente de
ambos derechos con relación a un mismo hecho.
De ahí que las calificaciones criminosas del código civil (arts. 1178-9, 2273-4 y
2539) estén desubicadas, según ya advertí anteriormente (n° 50).
No me decido, sin embargo, a decir lo propio con respecto a disposiciones que
establecen la simple pena de multa (arts. 1004 y 107 de la ley de matrimonio).
Primero, porque se trata de una indemnización (hacia el Estado), ya que la pena
consiste en el pago de una suma de dinero. Después, porque se está, en supuestos así,
en el campo como neutral o común con relación a los derechos y códigos, civil y
penal, por donde es concebible el titulo de cualquiera de ambos para contemplar y
legislar un hecho que participa del doble carácter indicado.
96.- Pero es de anotar la circunstancia de que la sanción tiene que ser positiva y no
lírica. Esto último acontece en el caso del art. 234, que prohíbe al padre, que reconoce
un hijo natural, la revelación del nombre de la persona “en quien o de quien se tuvo el
hijo”. Tal prohibición podrá dar lugar a una responsabilidad cuándo se la viole, que
será la de derecho común (de los daños y perjuicios: art. 1109), mas no la particular
que en el caso habría correspondido, ya que no me parece aplicable la muy fuerte
sanción de la nulidad del art. 18, por lo mismo que la transgresión es puramente
incidental, lo que hace que la nulidad, en todo caso, debiera pronunciarse contra la
mención (si cupiera), no contra el reconocimiento.
Por lo demás, cuando hablo de responsabilidad por indemnización en dinero,
aludo a la solución más expeditiva, y por eso más corriente. No es ella, sin embargo,
la más inmediata. El código quiere, en principio, la reparación en especie (arts. 505,
579 y ss., 604, 610 y ss., 629 y ss., 638 y ss. 648, 658, 750 y ss., 1203 y 4 y sus
respectivos concordantes, etc.). Es notable la energía del art. 631, que comprueba
fehacientemente el espíritu del código: la solución de los daños y perjuicios, por fácil
y común que sea, es sólo subsidiaria, y procede cuando la reparación in natura - por
el mismo obligado o por un tercero - es objetivamente imposible. De ahí la
irracionalidad de disposiciones que aparentemente disponen lo contrario, como las de
los arts. 889, 1189 y 1202, que nuestros jueces, particularmente en los dos últimos
supuestos, han tomado ciegamente a la letra, con grave daño de la economía general
del código, de toda ciencia y de cualquier buen sentido. También el art. 648 consagra
un error, si bien en otra forma, en cuanto convierte en alternativa una obligación,
como la facultativa, que no lo es.
Tales son las sanciones de la ley. Es ésta precipuamente económica, y en tal
sentido orienta sus soluciones. Lo de las “astreintes” de la jurisprudencia francesa no
ha entrado en nuestro derecho. Y lo de la prisión por deudas, es un simple recuerdo
histórico, que nuestro derecho ha conocido mucho menos que otros derechos muy
civilizados como el francés. En lo que toca al concurso de acreedores, se
comprenderá lo fatal y relativamente raro del mismo, para que no me detenga en esta
exposición de principios de fondo.
Agregaré, para terminar, que lo atingente a la forma y al monto de la
determinación de las indemnizaciones ordinarias en dinero (responsabilidad objetiva
o subjetiva, reparación integral o no), es propiamente extraño a mi tema de la técnica
de fondo del código, razón por la cual me creo excusado de su análisis.
98.- Pero hay que observar que nuestro codificador ha distado bastante de
mantenerse en la actitud que parecía mostrar en la nota referida, al extremo de
invertirla. Ha prodigado las definiciones en el código, con la agravante de que ha
echado mano de definiciones que no tienen nada de legislativo, que son puramente
doctrinarias y totalmente inútiles. También es cierto que no ha dejado de dar
definiciones más o menos prácticas y propiamente legislativas.
He aquí la lista de las primeras: arts. 24, 30-2, 51, 63, 264 345-7-8-50-1-60-1-77,
496-8 502-14-5-9-23-4 incisos 2° y 39-7-45-53-66.7.8-74-92 inc. 2°, 606-35-43-52-
69-70-80-90-9, 718-25-56-67-9-70-9, 801-18-62-77-96-8 inc. 2°, 901-31-44-5 a 7-55,
1038-59-63, 1137 y ss.-92 inc. 1°, 1323-32-9-40-65 a 9. 1434-85-93, 1544 inc. 1°,
1648, 1819-30-69, 1986, 2051 a 3-65-70 2182-7 2227-40-55, 2324 a 8-37-8-55-6-65-
9-72-7 inc 2°, 2424 2506-7-25-6-40-67-72-90, 2661 a 3-73 2756-95, 2800-7-8 incisos
l° y 2°, 2948-70 a 6-8 inc. 2°, 3029-82 inc. 2°, 3108, 3204-39-62-3-79-80-1, 3549-91,
3607, 3714, 3811-75, 3939-47 a 9, 4006-10; ley de matrimonio, arts. 64 y 91.
Como podrá verse, o se trata de definiciones sin ninguna virtualidad práctica, y
que a lo sumo cuadrarían en un tratado científico o didáctico; o bien, lo que es más
frecuente, se trata de definiciones que el mismo codificador se ha encargado de
volver inútiles, en cuanto las ha repetido, con mucha más precisión, en las
disposiciones particulares mediante las cuales ha legislado, a continuación de
aquéllas, las instituciones respectivas.
Sólo por rara excepción se encontrará nada de parecido en las codificaciones
recientes, sobre todo en la alemana y en la suiza, ya que en el mismo código
brasileño, no obstante el intencional designio de limitarse a lo puramente legislativo,
se ha rendido bastante más de un homenaje a la sirena del teorismo. En el código
alemán, a propósito, no se hallará ninguna definición que no entrañe un propósito
prácticamente legislativo. Más aun, se ha llevado el prurito al extremo de disfrazar las
mismas definiciones legislativas en forma de artículos tan normativos y
reglamentarios como los restantes. Es esa una de las características más originales del
expresado código. Con razón ha podido Saleilles (Introduction a l'étude du droit civil
allemand, p. 110) señalarla con insistencia.
99.- Las definiciones legales de nuestro código son casi siempre directas, si bien
las indirectas no llegan a ser nada raras. Las que he anotado son las de los arts.
siguientes: 89, 90, 110-26-7-41-53, 246-67, 311-24-38-9-66-72, 468-86-99 512-28
600-9-67, 793-4, 814-32-88-97 inc 2° 916-7-8-21-2-61, 1056-66-8, 1192, inc. 2°,
1203-43-63, 1334, 1404 a 6, 1607-60-7-8 inc. 1°-82-94 inc. 2°, 1711-5-38-40-
89,1954, 2164-74, 2288, 2306-11 y ss.-36-40 inc. 4°-51-64,74, 2461-96, 2511 inc.
2°-51-71-83-97, 2618, 2746-66, 2855, 2953 inc. 2°, 3047 inc. 4°,6°, 3428 inc. 1°,
3539.
Debo advertir que existen otras definiciones más o menos escondidas. Se
contienen en el seno de una disposición, y se resuelven en definiciones incidentales
de términos empleados en aquélla. Tal pasa con las de los siguientes arts.: 319-54-5-
6-8, 1944-80, 2260-85, 2695, 2705, 2928, 3063, 3586, etc. En las mismas
definiciones antes indicadas, hay más de una que podría ser mirada a buen titulo en
análogo sentido: obsérvese, las de los arts. 499, 1203, 1404 a 6, 1607-60-8, etc.
100.- Por lo demás, es elemental que el rigorismo lógico debe imponerse en las
definiciones jurídicas como en cualesquiera otras. De ahí que no sea de recomendar
la violación del principio de que lo definido no debe entrar en la definición, cometida
en los casos de los arts. 566, 643, 916-44, 1192 inc. 2°, 2052-70, 2187, 2326, 2540,
2663, 2710-5-58, 2975, etc.
Finalmente - y sin contar otras deficiencias lógicas: omni definito et soli definito,
la claridad, etc., pues que eso lIevaría muy lejos -, ya he apuntado, a propósito de las
fórmulas por eliminación, algunos artículos en que se contienen definiciones de tal
carácter. Puede verse las de los arts. 32 y 2336, entre otras que no he procurado
buscar.
101.- En cambio, y vaya por el contraste, hay una fuerte suma de instituciones, de
situaciones y de relaciones jurídicas que carecen de cualquier definición.
Tal pasa con la incapacidad, con el derecho en expectativa, con la posesión de
estado, y con muchas otras que me limitaré a enunciar: los derechos personales, los
derechos reales, la obligación, la renuncia de derechos, los accesorios de las
obligaciones (arts. 524 inc. 3- y 575, que no hay que confundir con las cosas
accesorias), los hechos libres, las personas interpuestas, la nulidad, el fraude, la
colusión, la acción, la excepción, el juramento, la presunción, la evicción, el
saneamiento, la gestión de negocios, el despojo, la buena fe (salvo en algunas
situaciones particulares: en matrimonio, en prescripción, etc., y en los casos de los
arts. 592 inc. 2°, 1660, 2146 inc. 2°, 2568-9-90), la licitación (vide en condominio el
art. 3467) , los bienes vacantes o mostrencos, el valor locativo, el valor venal, las
vistas oblicuas, las servidumbres de tránsito y de recibir o sacar aguas, el beneficio de
inventario, la separación de patrimonios, la posesión hereditaria, la petición de
herencia, la estirpe, la rama, la acción de reducción, la mejora, la colación, los
testamentos (ológrafo, cerrado y por acto público), la preterición de herederos, la
manda, el albacea, la suspensión de la prescripción, la interrupción de la misma, etc.
Y eso que en la lista que precede, y que no pretende ser completa, no incluyo una
larga serie de conceptos ambiguos de que haré mérito más adelante, cuando haya de
contemplar la técnica elocutiva del código (n° 122-3).
Pues bien, varias de las expresiones mencionadas habrían requerido una
caracterización adecuada, una definición legal y práctica. Así ocurre con los derechos
personales y reales, con la posesión de estado, con la posesión hereditaria, etc. Es que
en tales casos se trata o de asuntos de apreciación que requieren una base positiva en
la ley (la posesión de estado, por ejemplo), o de cosas tan fundamentales (la posesión
hereditaria, los derechos personales y reales) que por lo mismo no pueden quedar
libradas a lo azaroso de los criterios individuales y del subjetivismo.
Fuera de ello, en la mayoría de los supuestos el código no se encuentra en peor
situación que en aquellos en que tiene definiciones bien explicitas. Primero, porque el
concepto respectivo ha quedado bien delimitado en el juego de las disposiciones que
le corresponden (testamentos, capacidad, hechos libres, suspensión e interrupción de
la prescripción, etc., etc.). Después, porque se trata de ideas de toda obviedad, como
acontece con las de fraude, colusión, estirpe, rama, etc., etc..
He aquí, entonces, la contraprueba de la afirmación antes hecha: las definiciones
son innecesarias en un código, pues las correspondientes relaciones de derecho deben
quedar caracterizadas en el conjunto de preceptos que las rigen y las hacen vivir. Sólo
en los casos en que se desee precisar un concepto cualquiera, puede echarse mano de
ellas, con el propósito práctico de fijar y delimitar la respectiva relación jurídica, y
mediante definiciones propiamente legislativas.
104.- Las presunciones de hecho son bastante numerosas, mucho más que lo que
supone la opinión corriente entre los mismos jurisconsultos. No sólo se las tiene en
todos aquellos artículos en que se emplea el término técnico “se presume”, sino en
repetidos supuestos en que no se echa mano de la expresión consagrada y típica. Esto
último acontece en formas bien variadas. Las locuciones más usuales son: “se
reputa”, “se entiende”, “se considera”, “se supone”, “se estima”, “se juzga”, etc.,
según se verá, concreta y más completamente, cuando estudie las sinonimias
elocutivas del código (n° 125).
Aquí habré de contraerme a las disposiciones que contienen el término más
técnico de la presunción. Son las de los arts. 73-5, 86, 109-10 y ss., 245-6-60-83, 558
inc. 2°-70-1, 651, 746, 878-86-7, 915-20; 69, 1146, 1336-54-72-3-4-7-98, 1506 a 8,
14 inc. 2°, 1616-28, 1716-9, 1818-71-3 inc. 1°-7-8, 1995, 2206-21-48-71, 2353-62,
2403, 2519-23-30-65, 2708-18-43-5, 2819-48, 3003, 3616, 3804-35, 4003-8-9; ley de
matrimonio, art. 56.
Las presunciones de derecho - y refiriéndome, como en las precedentes, a los
preceptos que las legislan inequívocamente - son menos. La explicación es de toda
obviedad: en principio, el código es una ley de derechos privados, subordinados a los
intereses e intenciones de los individuos. De ahí que los supuestos contratos tengan
que ser relativamente excepcionales, así en presunciones como en todo. Los artículos
que tengo apuntados son los siguientes: 76-7, 90, 240 a 44, 962 inc. 1°-9, 1224-97,
1575,
1814, 2412, 3631, 3741 inc. 2°, 4009; ley de matrimonio, art. 71.
Hago constar que en más de un supuesto la intención legislativa no resulta muy
clara acerca del carácter de las presunciones. De ahí que sea menester analizar cada
caso de conformidad con los motivos y razones del precepto legal, a objeto de
descubrir si hay de por medio intereses privados o colectivos, y si, de consiguiente, es
o no admisible la prueba en contra de la presunción legal. De ahí también la
posibilidad de criterios encontrados, ya que se trata en el fondo de asuntos de
apreciación. Así, por ejemplo, hay quien sostiene que las disposiciones de los
artículos 1224-97 y 2412, sobre todo la de este último, no contienen presunciones de
derecho, Yo me permito opinar lo contrario. Deploro no poder detenerme en la
demostración de mi punto de vista, por cuanto la incidencia llevaría lejos y me
exigiría tiempo y espacio de que no dispongo. Lo que sí admito es que la presunción
de derecho sólo debe ser aceptada en los casos más saltantes; es excepcional, y la
consiguiente interpretación debe ser restrictiva.
107.- Así, pues, llama la atención el que jurisconsultos de tanto fuste como
Demolombe (t. XXVII, n° 315), como Baudry-Lacantinerie y Barde (t. 11 de las
Obligations, n° 1518), como Giorgi (t. VII, pp. 156-7), o tan recientes como Colin y
Capitant (Cours élémentaire de droit civil, t. II, p. 91), consideren que el pago con
subrogación es una ficción (una operación híbrida, dicen Colin y Capitant), por razón
de que no encaja en el concepto de la obligación que nos han legado los romanos. Lo
peor es que todos esos autores reconocen las ventajas y la misma necesidad de la
institución subrogatoria, y le dan como asideros decisivos dichas circunstancias.
Lo menos que debieron decir es que la concepción romana del derecho obligatorio
respondía a tales y cuales caracteres, que se puede resumir en lo personal del
correspondiente vínculo, en cuya virtud el cambio de cualquiera de los sujetos de la
obligación tenía que implicar la extinción de ésta. Y lo menos que en el aspecto
positivo del asunto era de rigor expresar tenía que referirse al cambio conceptual de
la institución o relación jurídica, más o menos esbozado y progresivo, en cuyo mérito
el elemento objetivo de la prestación, no ya el subjetivo del acreedor o deudor, es el
característico y decisivo, de tal suerte que la obligación no viene a ser - como todavía
sentara Savigny, Le droit des obligations, t. I, pp. 11 y 13 y ss. -, una restricción de la
libertad del deudor, sino una limitación del matrimonio del mismo, un elemento
económico y no personal, un valor antes que una potestad. Es eso lo que en el fondo
explica la cesión de créditos, que ya habían admitido los romanos (después de las
ficciones de cedendarum actiones y de procuratio in rem suam) en favor del
cesionario, lo mismo que el pago subrogatorio, lo mismo que la modernísima cesión
de deudas, etc.
Tal es el criterio contemporáneo, según puede verse aun en los autores que quieren
ver una ficción en el pago con subrogación; Giorgi, t. I, p.3 y ss.; Colín y Capitant,
op. cit., p. 164 y ss.; y hasta los mismos. Baudry-Lacantinerie y Barde, op. cit., t. III,
n° 1758 y ss. En cuanto a la doctrina más reciente, el asunto no ofrece duda alguna;
Planiol, t. II, n° 393 y ss.; Saleilles, Théorie de l'obligation, n° 80 y ss.; Carboni,
Delia obbligazione nel diritto odierno, n° 14 y ss.; Polacco, Le obbligazioni nel diritto
civile italiano, n° 15 y ss.; Bevilaqua, Direito das obrigaçes, párrafo 2°; etc.
Pretender, pues, mirar como ficción la realidad que se va imponiendo es dar razón
completa a los que achacan al legislador criterios equivocados. Resistirse a la
innovación en derecho, es esquivar lo innovador de las cosas, del mundo y de la vida.
Atarse a las preconcepciones tradicionales, es mostrar espíritu poco científico, ya que
no es concebible una ciencia que se encastille en el pasado, que se ensimisme y se
considere como definitiva.
Son esos abusos, esos malos abusos, si se prefiere, lo que precisa desarraigar.
Mucho más cuando se procura extenderlos, según pasa en nuestro código en varios
supuestos. Tal ocurre con la retroactividad de la condición. No hay razón valedera
alguna para erigir en principio el de ese efecto. Tan cierto es que el mismo código lo
deroga en la mayoría de los supuestos: en actos conservatorios (art. 546), entre los
cuales encuadran los de administración, en materia de frutos (arts. 548-57-83), en
punto a los riesgos (pérdida, deterioros, mejoras y aumentos), según puede verse en
los arts. 548-56-78-80, y aun en lo que toca a los actos de disposición, cuando hay de
por medio terceros de buena fe (arts. 549 a 52). De manera que la retroactividad del
art. 543 viene a: quedar reducida: poco menos que a un mito: apenas si en lo que
atañe a actos de disposición podrá ser aplicable entre las partes, y si surtirá efecto en
lo que corresponde a la capacidad de las mismas, que deberá ser juzgada no con
relación al momento en que la condición se cumpla, sino con referencia al momento
en que se contrajo la obligación condicional o en que se dio nacimiento al acto
jurídico sujeto a la condición.
Pero es que ni aun en estos dos supuestos resulta menester de la ficción
retroactiva. Para lo primero bastan los principios generales de la culpa o del dolo en
punto a efectos de la obligación. Para lo segundo sobra con advertir que en el acto
jurídico sujeto a la modalidad condicional no deja de haber un acto jurídico; de donde
se infiere la necesidad de que los interventores tengan la capacidad indispensable,
como en cualquier acto jurídico. Por lo demás, y a este último respecto, así acontecía
en el mismo derecho romano, según puede comprobarse en Baudry-Lacantinerie y
Barde, Obligations, t. II, n° 830, y estará de más que advierta que en los buenos
códigos contemporáneos ese efecto retroactivo de la condición es ignorado, sin
excluir del juicio al mismo código brasileño, que es entre ellos el que más
conservador se muestra. Lo mismo digo de la doctrina: me bastará citar el artículo de
A. Leloutre, Étude sur la retroactivité de la condition, publicado en la Revue
trimestrielle de droit civil, 1907, p. 753 y ss.
Igual observación de fondo procede contra otra ficción, la del efecto declarativo
de la división de todo condominio, hereditario o no. En verdad que las disposiciones
simétricas y de escolástico logismo, como ésa, jamás podrán ser recomendadas en
buen derecho. Un condómino hipoteca o enajena su parte indivisa; se arregla después
con los condóminos para que no le toque nada en la partición, y el adquirente o
acreedor hipotecario se queda sin derecho alguno (fuera del personal contra el
condómino que con él contratara). Exagerándose un poco el principio, se llega a
consecuencias que claman contra cualquier buen sentido: el acreedor hipotecario o
adquirente puede haber notificado a los demás condóminos su situación, no obstante
lo cual la partición podría hacerse sin miramiento alguno para con él, ya que la ley no
establece distingo. No se ha legislado así en códigos recientes: arts. 648-53 del
código civil suizo; art. 633 del código civil brasileño; etc. Y la “Gesammte Hand” del
derecho germánico (cons. el estudio que le ha consagrado Josserand en el Livre du
Centenaire, t. I, p. 357 y ss.) excluye, por la personificación colectiva y única de los
consiguientes titulares, cualquier acto de disposición individual, cosa que también
ocurre en la copropiedad ordinaria, por razón de la restricción del art. 1010 del
respectivo código. En la misma Francia se ha hesitado, llegándose hasta la reacción,
en la aplicación del arto 883 del código civil, .según puede verse en el documentado
estudio que Wahl ha publicado en el citado Livre du Centenaire t. I, p. 443 y ss.
Hay otros abusos, pero no puedo detenerme en todos. De ahí que me limite a
señalar los demás casos en que es dable ver el empleo de una ficción en el código y
con relación a lo que tengo anotado. Fuera de los susodichos (retroactividad de la
condición, efecto declarativo de las particiones de condominio (herencias incluidas),
representación sucesoria en favor de los hijos de un heredero premuerto y pago con
subrogación), se la tendría (según los criterios) en la personificación jurídica, en la
retroactividad de la elección en las obligaciones de prestación indeterminada
(alternativas, de género y de cantidad), en ciertas manifestaciones de voluntad
contractual (cons. Savigny, Sistema, t. I, párrafo CXXXIII), etc., para no llegar a
casos no propiamente civiles como el de la cosa juzgada.
Observo, para terminar ya, pues me he extendido con exceso sobre el tópico: que
en cualquiera de tales supuestos la ficción es discutible, particularmente en materia de
personificación jurídica (el criterio que en tal sentido fundamentara Savigny es hoy
desechado por casi todo el mundo: cons. Michoud, Théorie de la. personne morale, t.
I, n° 6 y ss.; Hauriou, Précis de droit public, cap. XIV); que se llama ficción a una
solución excepcional, que en lo común de los casos tiende a generalizarse; que el
empleo de la ficción debe ser restringido y puramente transitorio, si llega a ser
indispensable, pues corresponde investigar qué rodajes jurídicos no se ajustan al
dinamismo de la realidad, a efecto de acomodarlos y de prescindir de toda ficción,
que entraña como quiera una antinomia entre el derecho y los hechos, entre la
fórmula y la vida.
CAPÍTULO CUARTO
l.- GENERALIDADES
109.- Dejo ya estas generalidades, que hasta sobrarían en una obra especial como la
presente, si no hubiera que reafirmar puntos de partida no siempre reconocidos por
todos, y paso al estudio de algunas otras que, aun cuando no revistan la amplitud de la
precedente, son indispensables para jalonar el camino que conduce al análisis directo del
estilo del código.
He aquí una de toda importancia: el lenguaje del código ¿debe ser técnico o debe ser
popular? Tal es el problema que preocupa a no escasos autores. Sin llegar a los de
épocas pasadas, como Montesquieu, cuyo Integro libro XXIX del Esprit des loís discurre
sobre “la maniére de Composer les lois”, o como Bentham, que se explaya sobre lo
mismo en el cap. XXXIII de su obra Vues générales d'un carps complet de législation;
cabe citar entre los contemporáneos a Rousset, que ha consagrado al estilo de las leyes
(cuya redacción entraña “ce qu'il y a de plus important a considérer aprés leur
conception”) dos capítulos enteros (Science nouvelle des lois, t. 1, segunda parte, título
1, capítulos I y II), a Roguin, que en sus Observations sur la codification des lois civiles,
p. 133, llega a sostener que las leyes deben ser tan “completas y claras que resulten
susceptibles de ser comprendidas sin el auxilio de ideas jurídicas”, a Álvarez, que ha
rozado el asunto más de una vez en su obra Nouvelle conception des études juridiques et
de la codification du droit civil, particularmente en la parte cuarta y última de la misma,
a Gény, que en su estudio La technique législative (Livre du Centenaire, t. II, pp. 989 y
ss.), no sólo analiza directamente el tópico, sino que también lo contempla con relación
a las codificaciones más recientes de Alemania y de Suiza, etc.
Creo que el problema es más discutido que discutible, y que en el fondo hay acuerdo
entre las tendencias opuestas, que se puede centralizar en las citadas codificaciones
civiles, alemanas y suizas. En principio, todo el mundo quiere que los códigos se presten
a ser conocidos por el pueblo, a cuyo efecto es indispensable un lenguaje que huya de lo
cerrado y esotérico. Y en principio todos convenimos en que hay términos y giros
técnicos que son simplemente insustituibles, por cuanto representan con claridad y
precisión la respectiva idea, implican economía de palabras, etc. Tal pasa, por ejemplo,
con las expresiones solidaridad, resolución, prescripción, posesión de estado,
legitimación, hijo natural, derechos inherentes a la persona, obligación de dar,
reivindicación, indignidad hereditaria, legítima, heredero forzoso, etc. Es verdad que en
algunos casos dichas expresiones suelen resultar poco menos que bárbaras para los
profanos (beneficio de excusión, acción de reducción, sustitución fideicomisaria, etc.).
Pero con ello no se tendría razón bastante para fulminar el conjunto de las
denominaciones técnicas, que son, y van siéndolo cada vez más, accesibles y de sentido
bien aproximado al corriente y usual. Tan cierto es que mucho más de una expresión
técnica ha entrado en el torrente circulatorio del lenguaje ordinario: no hay persona
medianamente culta que, por profana que sea en derecho, no tenga alguna idea de la
solidaridad (cuando tanto se habla de solidaridad social, etc.), de la legitima hereditaria,
de la prescripción, del mandato, del condominio, etc., siquiera por virtud de lo frecuente
de las relaciones jurídicas que dichos términos envuelven, y por lo relativamente común
del empleo de tales locuciones en las conversaciones y lecturas de cualquier orden.
De ahí que, a mi juicio, si corresponde ser parco en el empleo de expresiones muy
técnicas (como las antes citadas y como estas otras: evicción, redhibición, acción
confesoria, etc.), y si hasta es admisible que se barra con algunas de ellas, que tienen
perfectos equivalentes más asimilables (sinalagmático, subrogación, pignorar, arras,
porción viril, heredad, consolidación, especificación, etc.) ; también cuadra que no se
limite ni proscriba el de muchas (mora, condición, cargo, caso fortuito, dolo, actos
conservatorios, insolvencia, abuso del derecho, retroventa, sucesión intestada, albacea,
etc.), que son poco menos que vulgares y que no seria fácil sustituir por otras tan
sencillas. En síntesis, el derecho, lo propio que cualquier disciplina, tiene, debe tener, su
lenguaje propio, por lo mismo que contempla fenómenos y relaciones propias, y por lo
mismo que lo hace científicamente. De ahí que el lenguaje de la ciencia no tenga por qué
ni cómo ser el lenguaje del vulgo. Y de ahí que, teniéndose siempre en cuenta la
circunstancia de que el derecho de los códigos debe infiltrarse en la conciencia popular,
para lo cual es indispensable un lenguaje accesible y llano, deba hacerse cuanto esté a la
mano para que sus expresiones y locuciones trasciendan al pueblo, lleguen a ser
asimiladas por éste, y se conviertan poco a poco en expresiones usuales, como ya
acontece con todas las últimamente citadas y con muchas otras (divorcio,
administración, ratificación, titulo, personas interpuestas, despojo, valor locativo, etc.,
etc.).
De consiguiente, el problema de lo técnico o vulgar del estilo del código no está bien
planteado en los términos generales y amplios en que se lo formula. No es cuestión de
que el código deba o no ser popular. Lo único que debe estar en tela de juicio es esto
otro: hasta qué punto y en qué forma un código puede abandonar lo técnico de las
expresiones jurídicas, para acomodarse, en tal medida y forma, a lo usual del lenguaje
ordinario. Por donde, y como se ve, el problema es menos de esencia que de cantidad, ya
que es simplemente inconcebible ningún código que prescinda totalmente, ni siquiera en
la mayoría de los supuestos, del tecnicismo elocutivo, como lo acredita el mismo código
suizo - y con mayor razón el brasileño -que es, hoy por hoy, el código con menos
pretensiones técnicas de tal jaez, y, correlativamente, el código que más ha querido
aproximarse al lenguaje sencillo de la multitud.
Nuestro código no tiene el rigorismo técnico del germánico (cons. a propósito de éste
a Saleilles, Inrtroduction a l'étude du droit civil allemand, p. 110 y ss., así como a Gény
en el estudio antes citado, cap. III, párrafo 2), pero no por eso resulta más accesible. Es
que en el código alemán ese rigorismo está templado por dos circunstancias que
mutuamente se complementan: desde luego, las fórmulas escogidas no son numerosas,
lo que facilita su aprendizaje; después, el sentido de tales fórmulas es invariable, lo que
implica que basta conocerlas una vez por todas. Nuestro código carece en principio de
fórmulas esteriotipadas, pero en eso está cabalmente el mal: sus fórmulas tienen sentidos
tan variados que resultan imprecisas, por donde se dificulta el conocimiento de ellas, que
se vuelven inaccesibles en cierta medida, no ya para el público profano, sino para los
mismos técnicos y especialistas del derecho.
Pero me detengo, pues invadiría terreno extraño. La dilucidación concreta del punto
queda reservada para más adelante, cuando discurra acerca de las ambigüedades y
sinonimias legales. Por ahora basta con apuntar en general la deficiencia.
110.- Para terminar con estas generalidades y entrar en el anunciado estudio directo
de la tecnología del código, señalaré algunas circunstancias muy externas acerca del
estilo del mismo.
Ante todo, la numeración corrida de sus artículos es una ventaja de simplificación.
Como se sabe, el proyecto sancionado por el Congreso, lo mismo que la primera edición
oficial del código, sólo numeraban de tal suerte los artículos de cada capitulo; por donde
la cita de cualquier texto exigía también la de los correspondientes títulos y capítulos,
sin contar la de las secciones, partes y libros. La cita se hacía, pues, muy compleja y
confusa. La numeración corrida, que autoriza citas expeditivas y cristalinas, entraña
evidentes ventajas de claridad y de economía de labor y tiempo. Por lo demás, tal es la
tendencia que predomina en todos los códigos modernos y contemporáneos. El mismo
Dr. Vélez opinaba en igual sentido: en su nota de remisión del primer libro del proyecto,
nos dice, en efecto, que “previendo que puede haber supresiones o adiciones en los
artículos del primer libro, cada titulo lleva una numeración particular, y así las que se
hicieren no alterarán sino la numeración en cada título y no e' toda la obra”; de donde
cabe inferir lo provisional de semejante numeración, por razón de lo provisional del
mismo proyecto.
Luego, en lo común de los casos se ha tenido el cuidado de numerar los distintos
incisos de cada artículo que contiene alguna enumeración más o menos elocutiva o
jurídicamente compleja. Son raros los artículos en los cuales no se ha seguido ese
criterio: 135, 724, 1044-5, 1119-90, 1272, 1349, 1442-3, 2909, 3383, etc. La falla es
demasiado secundaria para que merezca consideración alguna.
H.-TÉRMINOS
A.-112.- El anunciado estudio directo del lenguaje del código supone la admisión
previa de una premisa o postulado básico. Un código es, en tal sentido, una obra
literaria, por lo mismo que entraña un conjunto de ideas expresadas en palabras. Por eso
no tiene por qué diferir de una novela o de un tratado científico cualquiera. Y por eso
hay derecho de exigirle el lleno de todas las condiciones de fondo que se pide a una obra
literaria, vale decir, unidad, claridad, concisión, precisión, propiedad y hasta elegancia.
Pero esto último puede ser omitido, ya que no entraña virtualidad práctica alguna.
Pueden no contener arte una frase o un período cualesquiera, sin que por eso resulten de
sentido ambiguo o impreciso. Y yo deseo mantenerme en el terreno positivo del asunto.
Por igual razón no haré mayor hincapié en las deficiencias ortográficas. Dejo a otros
la fácil tarea de la consiguiente expurgación y crítica. El vocablo extranjero podrá llevar
s en vez de z y hasta g en lugar de j, sin que de allí se pueda seguir nada contra la
prístina claridad del sentido conceptual. Claro está que sería mejor una redacción
castiza. No seré yo quien lo desconozca. Lo que digo es que no hay importancia alguna
en el tópico, por virtud de que el respectivo pensamiento no pierde nada en meridiana
lucidez.
Por lo demás, esto de los errores ortográficos es una superchería. Les atribuimos una
enorme importancia que no tienen. Todo el mundo se escandaliza de ver que tal palabra
lleva s en vez de z, o que tal otra tiene una h de más, etc. Sin embargo, nadie dice nada
contra las anfibologías conceptuales, ni contra las atrocidades sintácticas, que tanto
abundan en los mismos escritores, en cuya virtud, y por efecto de un régimen ambiguo,
de una construcción claudicante, etc., no se puede determinar el sujeto o el complemento
de la frase, ni, en resumen, es dable precisar el sentido cabal de la misma.
Y es bueno hacer notar que así como en el lenguaje se requiere la condición de la
univocidad, de tal suerte que no haya más de un término para un concepto ni más de un
concepto para un término, según diré dentro de poco (n° 123); de igual manera, en
asuntos de ortografía sería menester un solo signo para cada sonido, y recíprocamente.
Cuando, pues, es posible incurrir en defectos de ortografía, es porque se trata de un
lenguaje que en estas cosas resulta equívoco y malo. Es lo que pasa, por ejemplo, con la
circunstancia de que tengamos en castellano dos o más signos con un sonido (c, s y z; o,
q y k; g y j; etc.), un solo signo con varios sonidos (o, g, etc.), y aun signos sin sonido
alguno (la h). De ahí que la falla sea más propia del idioma que de las personas.
Dentro de lo expuesto, veremos hasta qué punto se ha dado satisfacción a los cánones
de la gramática (analógica, sintáctica y ortográficamente) y de la retórica más
elementales.
Ya he dicho, y no tengo inconveniente en repetirlo, que, en esto como en todo, el
código dista de ser muy criticable en principio. Lo único cierto es que se manifiesta, en
materia de forma elocutiva, asaz inferior a lo que habría cuadrado, y que sus fallas al
respecto son más acentuadas que en cualquiera de los supuestos técnicos de fondo. Las
observaciones que van a seguir deben ser tomadas, entonces, en su carácter aislado y de
detalle, por mucho que sean numerosas y por mucho que en no pocos casos excedan de
los limites de lo incidental.
Distinguiré los términos de las frases, por más que tal reparación resulte arbitraria en
no contadas ocasiones, por cuanto no siempre es dable centralizar la deficiencia en un
vocablo, en razón de que ,el sentido del mismo depende del juego que tiene dentro de la
proposición, por donde viene a quedar subordinado al sentido de la proposición misma.
Comenzando por los términos, apuntaré algunas observaciones ortográficas (muy
sumarias, por razón de lo dicho poco más arriba) relativas a la acentuación, a las
mayúsculas y a la ortografía (hoc sensu), para luego seguir con lo más importante de los
barbarismos analógicos y del contenido anfibológico (ambiguo, sinónimo, etc.) de los
vocablos.
Hago constar, finalmente, que habré de referirme a la edición oficial de 1883. La de
1870, de Nueva York, sobre estar agotada, no contiene las correcciones de las leyes 527
y 1196. Las de 1901 y 1904 (incluidas en la colección de Códigos de la República
Argentina, y en las cuales si bien se ha mejorado en parte la ortografía del código, se ha
dejado poco menos que intacta su acentuación, y no se ha tocado para nada - no podía
ser de otra suerte - lo concerniente a los barbarismos y a las anfibologías lexicológicas),
no son tan corrientes como aquélla, acaso por ofrecer el inconveniente de estar junto con
otros códigos y leyes, lo que las hace menos manuales o accesibles. También presentan
el demérito de que tales correcciones no han sido autorizadas por nadie, y son la obra
personal de los encargados de las ediciones. En cambio, la de 1883, además de estar
repetida a la letra en la de 1889, está casi calcada sobre la de 1870, la edición primaria y
matriz del código, y la que así contiene el pensamiento legislativo en su más prístina
plenitud. Debo agregar que la edición del proyecto del codificador no es susceptible de
los mismos reparos ortográficos que cabe formular contra las ediciones de 1870 y de
1883-9; pero (fuera de que merecería muchos otros y más graves reparos) ello es así en
pequeña escala, y en principio casi absoluto con relación a la ortografía tan sólo. Por lo
demás, ese proyecto no es el código, pues si fué el sancionado no contiene la edición
oficial, ya que legalmente no hay más ediciones oficiales que las citadas de 1870 y 1883.
B.-113.- Las acentuaciones indebidas son bastante frecuentes. Los monosílabos van
comúnmente sin acento. Los que lo llevan erróneamente (con la salvedad de que en
muchos otros supuestos no lo tienen) son los siguientes: no (art. 1292), fe (arts. 1944,
2123, etc.), da (arts. 56, 382, 517, 605-43, 814-6-54, 2470, 2814, 3205-6-32, 3423,
3524, 3717, 3886-9, etc.), dan (arts. 2165, 2620, etc.), y algún otro. En los polisílabos,
hay la tendencia a acentuar los graves terminados en vocales diptongadas, así como los
graves terminados en consonante que sea n o s. De lo primero hay ejemplos variados:
perpetuo (2970, 3755), hacia. (2070•2, 2507, 3303, 3505-33, etc.), mutuo (1648, 2832,
3618), odio (1517), previo (285, 1162, 2338, 2511, 3100, ley de matrimonio art. 41),
copia. (81); serie (347¬50-1), contiguo (3110), oblicuo (2659-60), estatua (2844),
continuo (2975-57, 3017-59-78-83, 3104, 3999, etc.). He aquí muestras de lo segundo:
antes (66 inc. 1°, 70-2-4), margen (1030, y art. 32 inc. 2° de la ley de matrimonio),
origen (89•312•3-48, 2095, 2358-70, 3439-40,3547), crimen (963), orden (340-67-86-
90-1,2388, 3146-82-92-6, 3210, 3396, 3545¬92, 3640, 3834-70, 3919), examen (142-
50), gravamen (1184 inc. 1°, 1253, 3006-30-3, 3146, 3598), volumen (2642, 3088),
anticresis (2566, 3239 y ss.), caracteres (1813-59), etc. La palabra intervalo lleva acento
esdrújulo en los. arts. 24, 141, 921, 1304, 2470, 2623, 3415, 3615-67. Y el vocablo sino
está acentuado agudamente en los arts. 2, 13, 2074 y 2608.
Debo advertir varias cosas: 1° que en las citas de artículos que acabo de hacer, lo
mismo que en todas las del presente trabajo, no pretendo agotar la lista de las posibles
sino limitarme a dar lo que tengo anotado y a titulo de muestra; 2° que en no pocas
ocasiones dichos términos están acentuados (o no acentuados) correctamente; 3° que
menciono el término elemental, y que va sobrentendida la extensión a los derivados (p.
ej., de previo, previa, previos o previas, previamente, etc.) ; 4° que la acentuación aguda
de la voz sino me parece correcta, aunque otra cosa digan las gramáticas, ya que la
palabra es prosódicamente aguda, y ya que es, de regla acentuar los polisilabos agudos
terminados en vocal.
C.-117.- Es eso todo cuanto debe decirse en materia estrictamente ortográfica de los
términos. Paso ya a lo más importante de los barbarismos lexicológicos y, sobre todo, de
las anfibologías lingüísticas.
Sin la pretensión de formular una clasificación metódica y acabada de tales
barbarismos, y limitándome a mis apuntes, los distinguiré como sigue: 1º pequeños
barbarismos ortográficos que omití anteriormente; 2º varios pleonasmos; 3º la muletilla
del verbo formar; 4º la análoga muletilla del verbo hacer; 5º el mal empleo del verbo ser;
6º el mal empleo de preposiciones, omitidas, trocadas o superfluas; 7º la locución
prepositiva, respecto a, o respecto de; 8º el empleo de una palabra por otra; 9º varios
francesismos; 10º cambio o mal uso de conjunciones; 11º cambio o mal uso de
adverbios; 12º trueques en tiempos de verbos.
120.- El empleo de una palabra por otra no es nada raro. Garantizar (por garantir),
928, 1177, 2167, 4023; privar (por impedir), 1696, 2294; cada (por cualquiera), 2032;
éste (por aquél), 2039; mancomunación (por solidaridad), 39; demandar (por pedir,
reclamar, exigir), 1180, 556, 699, 711, 961, 1057-82, 1186, 1829-75 incisos 1º y 3º,
1430, 1579, 1618, 1882-50-2-64, 2087, 2306-10, 2468, 2927-88, 3058, 3159-61-4-88,
8233, 3304 y ss.140 y ss.-50-1-67, 3433 a 6-8- 48-4-6-7-58-64-83, 3535, 3780, y arts.
84-5 de la ley de matrimonio (otra corruptela bastante generalizada, cosa que
reconozco); “no puede haber cesión a los administradores...”, dice el art. 1442 (“no se
puede hacer cesión”, debiera decirse en todo caso, aunque la locución correcta sería ésta
“no se puede ceder...”); un bien que “se halle en ser en la masa social”, dice el art. 1702,
por “un bien que se halle en especie”; cometer una culpa (incurrir en culpa, cometer un
hecho culpable) , 1927; transar (por transigir, empleado otras veces), 83-9, 1882, 3324,
8388 inc. 5º; provisorio (por provisional), 118 y ss., 147 a 9, 250-1, 375, etc.; en cuyo
caso (caso en el cual), 816, 676, 794, 992, 1101, 2923, y art. 93 de la ley de matrimonio;
temporal (por temporario: también es correcto lo primero, pero no tanto como lo
segundo, que evita la ambigüedad de otras acepciones de temporal, como la que tiene en
poder temporal), 867, 2943, 3980; cualquiera (por ninguno) , 8368; sometido a soportar
(obligado a soportar) , 8387; y (por ni), 8890; sobre que (sobre el cual), 2727; acordare
(ponerse de acuerdo, acordar, convenir), 8465 inc. 3º; bienes afectos a un privilegio (por
afectados), 8904; gozar de preferencia (ser preferido), 8904; oficio (francesismo que se
quiere hacer valer por oficina), 3129-34-7-8-43; etc.
Incluyo en este punto, por lo análogo del contenido de fondo, lo relativo a galicismos.
Verdad que no son muy comunes, sin que por eso resulten raros. Ya se ha visto
algunos: demandar, oficio, etc. He aquí los que tengo anotados: tener lugar (prodigado
despiadadamente en muchas ocasiones, y sin necesidad alguna, ya que se lo puede
sustituir por verificarse, acontecer, etc.), 78, 103-31-50-4-7, 326-89-95, 696, 757-67-8-
9,818-20-75-955,1065,1126-34,1317,1532,1623-8, 1862-9, 2010-52, 2111-67, 3219-21,
3460, 3520-5-6-51-8-9-73, 3819-4-20, 3953, y art. 42 inc. 1º de la ley de matrimonio;
venir en conocimiento, 3133; secuestro (por depósito judicial, a veces por embargo),
2786, 2856, 3230 (advierto que la palabra es académicamente castiza, lo mismo que
provisorio y alguna otra que examino; pero hago constar que no es de uso entre nosotros,
donde carece de todo sentido; tener lugar de (hacer las veces de, equivaler a), 2977; ser
admitido a probar (se le admite probar), 3837 ; ser admitido a excepcionar, 3166; etc.
125.- Son mucho más numerosas las del libro segundo. Las expondré en tres
secciones que correspondan, poco más o menos, a las del código, esto es, a las
obligaciones, a los hechos jurídicos y a los contratos.
Empiezo con las que cabe mirar como más propias de 1as obligaciones.
Cargo es sinónimo de carga, de condición, de obligación, de gravamen y aun de
servidumbre. El término cargo está empleado en los siguientes artículos: 558 y ss., 765-
99, 879, 1810 inc. 3º-26 y ss.-37-8-49-54, 2146 inc. 3º-9, 2821, 3604, 3762, 3807. El
término carga figura en estos otros: 292, 451, 1847-52-5-67, 2103-4-25, 2895-7, 2968,
3005-7, 3259, 3358, 3474, 3522, 3608-9, 3729-55-74-96, 3821-2-42-61, 3925-30. El
vocablo condición (en sinonimia con el de cargo), en los siguientes: 1849-51, 3598,
3609, 3729. En los arts. 1184 inc. 1º, 1850-7, 2093, 2146 inc. 5º, 3266-72, 3902, etc., se
habla de obligación. Y en los arts. 1184 inc. 1º, 2894 y 3598, de gravamen; así como en
el art. 4040, de servidumbre.
Elección, dicen los arts. antes citados: 601-35-7-41, 766-74-90 inc. 4º, 820, 2389,
3756-7. Los arts. 640-72 y 3603 hablan de opción. El art. 773 alude a la facultad de
declarar, y el art. 775 se refiere a la potestad de escoger.
El concepto contenido en las sinonimias que van a seguir provocó toda una grave
discusión en el Senado, cuando se trató la ley de erratas y correcciones del código: la
insolvencia de los arts. 301, 572, 753, 962 inc. 1º, 1419-76 y 2001, es concurso en los
arts. 301,753 y 1397, quiebra en los arts. 1464 y 1714, y falencia en el inc.1º del art.
962.
Ya hice notar (nº 119) la acepción que se da al vocablo demandar, en el sentido de
pedir, que es el término ordinariamente empleado. También se echa mano al respecto de
estos otros: exigir o reclamar, según está escrito, entre muchos preceptos legales, en el
art. 705.
En el art. 39 se sinonimiza la mancomunación y la fianza. Lo mismo pasa con los
conceptos renuncia, remisión y quita en los arts. 1881 inc. 4º y 1888.
He aquí sinonimias difíciles: disolver, resolver, rescindir y extinguir (ello sin contar
otras afines, como anular, etc., que en el código se confunde con ellas en no contadas
oportunidades). El uso corriente, en el buen tecnicismo jurídico, establece que se
disuelve un vinculo, que se resuelve un derecho, que se rescinde un contrato y que se
extingue una situación jurídica (la locación, la hipoteca, el dominio, una acción, o lo que
fuere). Consúltese, a propósito, las acepciones más o menos encontradas que se hallará
en Baudry-Lacantinerie, t. V, nº 111, y t. XIII, nº 1937 y ss.; Giorgi, t. IV, nº 204 y ss., y
VIII, nº 141 y ss.; Planiol, t. II, nº 1302 y ss. y 1328 y ss., así como el t. I, nº 326 y ss.;
Colin y Capitant, t. I, 73 y ss., y t. II, pp. 133 y ss. y 140 y ss.; etc. El péle-méle del
código es aquí poco menos que desconcertante, aunque en más de un caso no se resuelva
ello. Hay conceptos afines con los precedentes, entre los en consecuencias prácticas, ya
que en el fondo no va diferencia entre tales conceptos, pues todos entrañan la conclusión
o el acabamiento de una relación de derecho. Pero como en la disolución hay
inexistencia desde ab initio, cosa que no ocurre en la rescisión, por ejemplo, se tiene que
cuando en aquél se trabuca un concepto por otro, no ha de resultar fácil establecer el
verdadero pensamiento legislativo, y se ha de dar amplio margen a las sutilezas y al
impresionismo.
He aquí los arts. que hablan de disolución: 50, 133, 240-1 a 3, 578-82-4, 605-10 a 2-
5, 1204-91. 1308-11-2-47, 1420, 1519-63-4, 1686-7,1702-6-9-58-9-69-70-3 a 6, y arts.
81 a 3 y 93 de la ley de matrimonio. Los siguientes arts. hablan de resolución: 894,
1375-9-82, 1412-29-30-2, 1550-2-66-7-79, 1606 a 8-11-39-40-2 a 4, 1958-81, 2088,
2225, 2413, 2947, 3045-56, 3194. La rescisión está escrita en estos otros: 858-9-60-1,
1497, 1521-2-5-31-59-76, 1602, 2022, 2125-7-76, 2413, 2664, 3045-56, 3536, 4049. Y
en los siguientes se estampa la extinción: 624-7-32-42-7-59-65,706-9-24-7-35, 802 y
ss.-18 y ss.-32 y ss.-50 y ss.-62 y ss.-68-88 y ss.-96-8-9, 1100, 1299, 2042 y ss., 2604-
68, 2864-72, 2912-18-20-1 y ss.-34, 3004-16-45 y ss.-81, 3110-66-87 y ss., 3236 a 8-57,
3308-42-73, 3494, 3794, 3894, 3943, etc.
Hay conceptos afines con los precedentes, entre los cuales existen sinonimias análogas,
que se llega a extender a aquéllos. Tales son: revocar, 954-61 y ss., 1200-34-6-40, 1855-
6, 1958-63 inc. 1º, 2661-3-4 a 6-8 a 72, 3824 y ss.; aniquilar, 944; deshacer, 1365-9. Es
admisible la sinonimia de los dos últimos con algunos de los anteriores, particularmente
con el de la disolución; pero no lo es la de la revocación, que además de tener una
acepción propia (en lo que toca a la privación de un beneficio, como una donación o un
legado; y en lo que respecta a cualquier acto unilateral, como un testamento), implica la
significación específica que se contiene en la noción de la acción pauliana.
Lo mismo hay que decir con respecto a la nulidad de los actos jurídicos. No sólo
reviste una sinonimia compleja (de seis acepciones principales), sinó que también se la
proyecta hasta hacerla equivaler a la mayoría de los dos órdenes de conceptos que
anteceden.
Anular: 299, 494, 857 y ss., 924 a 9-32-41-8-76-89-91, 1004-5-18-23-37 y ss -59 y
ss., 1164-5-72-6-84, 1329-30-62, 1486-7, 1651-2, 1855-6-98, 1931, 2071-5-99, 2413,
2664, 3045-56, 3529-31-3828, y arts. 84-5-6 y 93 de la ley de matrimonio. Sin efecto:
21, 132, 299, 407, 502-30-6-42-62, 926-75-96, 1208, 1328-31-45-50-93, 1465, 1796,
2078, 2174, 2678, 2932, 3152, 3528, 3745-50, 3824-32, y arts. 14 y 89 inc. 2º de la ley
de matrimonio. Sin valor: 18, 465-72, 526, 736, 847, 983-5-88,98, 1051, 1161, 1207-18,
1503, 1847, 3000, 3275, 3511-24-99, 3632-59-60, 3732-41-60, 3832. Invalidar: 854,
928, 3529, 4046. No valer: 564, 3711. Viciar: 926, 3628, etc., lo propio que en el art. 16
de la ley de matrimonio.
Lo peor es que, tanto en estos supuestos como en los dos anteriores, la ley no sólo
establece esas anfibologías de sentido para cada concepto, sinó que a veces llega a otras
dos cosas: como podrá verse en varios arts. citados, en ciertas ocasiones se menciona la
nulidad, la rescisión y la resolución, por ejemplo, en un mismo precepto legal, lo que da
a entender que tales conceptos no son equivalentes; y en otras se los emplea
indiferentemente, en decidida promiscuidad, como si fuesen la misma cosa.
Quedan todavía varios conceptos afines con los enunciados. La extinción de una
relación jurídica tiene sinonimias diversas. Los correspondientes conceptos, sin
mencionar el específico de la extinción, suman algo más de media docena.
Son los siguientes: acabar, perderse, concluir, terminar, poner fin, cesar y fin.
Acabar: 50, 300-6-93, 455-60-90, 945, 1609-11-4-37, 1963, 2226, 2605, 2937, 3187.
Perderse: 2451 a 9, 2606-7-9-10, 2924, etc. Concluir: 300, 1505, 1604-13-5-22, 1767-8-
71-2, 2296, 2887, 2922, 3050, 3366. Terminar: 48-9, 1622, 1764, 1984, 2903-44, 3366.
Poner fin: 1980. Cesar: 484, 785, 1127-8, 1304, 1606-7, 1960-2-4 y ss., 2018, 2110-2-3,
2271, 2943, 3052, 3404 y ss., 3511. Fin: 2870, 2900.
Además de la sinonimia de renuncia, remisión y quita, de que ya hice mérito a
propósito de la respectiva ambigüedad (arts. 1881 inc. 4º y 1888), se tiene las sinonimias
afines de la renuncia (964), la abdicación (mismo art.) , la repudiación (320,443 inc. 4º,
1184 inc. 6º, 3804-5-7-8) y el abandono (240, así como las distintas disposiciones, que
no tengo anotadas, que al respecto se encontrará en las donaciones y legados con cargo,
en la hipoteca, etc.).
Transigir, dicen correctamente los arts. 839 y ss., 1881 inc. 3º y 2115. Transar, rezan
estos otros: 839, 1882,3324, 3383 inc. 5º.
Para mi hay sinonimia conceptual entre la gestión de negocios del art. 2288 y el
mandato tácito del art. 1874.
En materia de mora, puede verse las sinonimias de requerimiento e interpelación en
los arts. 509 y 3493, así como las de más fondo de la misma mora (509-10-3, 605-47-55-
97, 710, 889-92, 1322, 1423, 1833-49-50, 1913, 2203-22-48, etc.), de la morosidad
(508, 1630), del retardo (652-9) y del francesismo demora (1429-32).
Nueve son las formas que se tiene en el código sobre daños e intereses. Esta misma
en los arts. 506-8-11-3-9-21, 824-90-2, 1927-92, 2100, 2616, 2787, 3111, 3970. Es la
originaria y fundamental, pero no la que prevalece. En el lenguaje corriente es más
común la de daños y perjuicios, que se tiene en los arts. 963-72, 1530-1, 1725, 1833,
1904, 2119-21-8-76, 2587, 2620, 3038, 3142, 3309-64, 3671, 3925, y art. 91 de la ley de
matrimonio. Es bien usual en el código la de pérdidas e intereses: 552, 711, 855-94, 942-
3, 1057-69-78-98-100, 1155-6-63-77-8-9-87-9, 1329, art. 109 de la ley de matrimonio.
El vocablo daño es también muy empleado: 934, 1068-79-81 a 3-9, 1110-3-4-6 y ss.-24
y ss.-33-4-6-72, 1647, 2009, 2230-86, 2553, 2627-44-52-91, 3098, 3426, etc. Lo mismo
digo del término perjuicio: 656, 10747, 1109-32, 1969-77, 2218-24-47-68-73, 2619-20-
50-1, 2715-84, 2803, 3068-78-88, etc. Perjuicios e intereses, se dice en los arts. 576-9-
81-95, 605-8-10-2-3-5-28 a 31-4-55, 1331, etc., etc. Acepciones menores, y un poco
raras, son las siguientes: indemnizaciones y perjuicios, 2163; gastos y perjuicios, 2162;
daños o pérdida, 2330; etc.
Los hechos en general presentan varias sinonimias.
Desde luego, la misma noción de los hechos.
Este vocablo es el común: 499, 898 y ss., 995, 2505, etc. La expresión equivalente de
actos está empleada en los arts. 499, 898, 918-9-21 a 30-95, 2505. etc., así como en los
arts. 56-8 y 63 de la ley de matrimonio. En igual sentido de fondo se habla de contratos
en los arts. 8, 283, 494, J286, 1302,3, en promiscuidad con los actos (lo mismo que en
los arts. 56 y 63 de la citada ley de matrimonio, cuyo art. 58 le sinonimiza además el de
obligaciones). Y los arts. 1678-9-94-6-7-9, 1725-40-1-2-62, 1878 inc. 2º-92, 1905-45-
60-71-2-81, 2288 y ss., entre muchos otros, le equiparan el de negocios.
La culpa de los arts. 511-2-65-78 a 81-4 a 7, 610 a 5-27-8-32-3-9-41-2-7-8-97...,
2438, 2870-80-, 2938, 3225-58, etc., es negligencia en los arts 929, 2433, 2870-93,
3225-58, etc., sin contar los casos en que ambos vocablos van juntos, como es dable
observar en varios de los arts. citados.
Los hechos voluntarios del art. 898 y sus concordantes, parecen ser la misma cosa
que los hechos libres del art. 903 y sus respectivos concordantes.
El hecho ilícito de los arts. 898, 953, 1107 y ss., etc., corresponde al acto ilícito de los
arts. 923-30-60, 1056, 1066 y ss., 1891, etc., así como al hecho prohibido del art. 953 y
al hecho reprobado del art. 906.
El daño moral del art. 1083 y del art. 109 de la ley de matrimonio, es el agravio moral
de los arts. 1078-99.
Más de una vez hay estrecha afinidad entre dolo, fraude y mala fe: dolo, 928-31 y
ss...., 3142; fraude, 549, 737, 961 y ss., 1045, 2064, 3142, etc.; mala fe, 550-92-7, 788-9,
2009-64.
Formas y solemnidades, se expresa en los arts. 12, 950-73, etc. He aquí los
sinónimos: forma, 973 y ss., 1044, 1180 a 2; formas, 986; formalidades, 837, 916-87,
1004; solemnidades, 515 inc. 3º, 973; forma instrumental, 951, 1044-5; forma exterior,
873; etc.
Ya dije, cuando hablaba de presunciones, que éstas resultan mucho más numerosas
que las que se contienen en los arts. en que la palabra técnica está empleada. Sus
sinonimias son tan abundantes que llegan a una quincena. Claro está que, como en los
casos anteriores, e igualmente en los que van a seguir, la sinonimia no es siempre
rigurosa, y en no pocos casos se resuelve en una mera afinidad, esto es, en una sinonimia
de fondo o más o menos parcial o incidental, sobre todo ante la circunstancia de que se
establece sinonimia entre el concepto técnico y el concepto A, por ejemplo, para luego
establecérsela entre este concepto A y el concepto B, entre este otro y uno nuevo, y así
de seguida, por donde la ramificación llega a ser tan frondosa que la filiación originaria
de tales conceptos viene a quedar casi perdida.
He aquí las sinonimias y afinidades menos frecuentes e importantes: estimar, 144;
constituir, 3119; inducir, 2399; resultar, 1878; haber, 140-53; traer, 3067, 3342, 3625,
etc.; suponer, 240, 571, 802, 2248, 2389-94, 4009; ser, 93-4, 870, 1356, 1542 inc. 2º,
1705-7 inc. 2º-80, 2334, 2984, 3104; causar, 92, 110, 663, 886, 1821-46, 3800-1-38-9;
importar, 407, 558, 1152-3, 1846, 2105, 2408, 2631, 3048-9, 3321-2-4-5-8-41-79, 3538,
3717-20-2-3, 3833-6.
Las más fuertes son cinco: reputar, entender, juzgar, considerar, tener por.
Reputar: 36, 52, 68, 73, 112-39, 249, 921-2, 1038 inc. 2º- 46 inc. 1º-70, 1111, 1273-97,
1372 a 4-7,98, 1506-42 inc. 2º- 4-72-1620-68-76-94, 1711, 1830-42, 1954, 2007, 2307-
35-70, 2554-79, 2101-18-46,91, 3083-93, 3104, 3464, 3539, 3685, 3741-88, 3813-6.7-
9., y arts. 83 inc 2º y 89 inc. 1º de la ley de matrimonio.
Entender: 569, 659-89 inc. 3º, 891, 1097, 1535-6-41, 1627-34-5, 1779, 1805-99,
1902-95, 2024-84, 2376, 2425, 2504-11-45•90 inc. 2º, 2822, 3018-73, 3107, 3458, 3524,
3728-63-82-91, Y arts. 56 inc 1º de la ley de matrimonio.
Juzgar (nótese la acepción que suele tener de pronunciamiento judicial, cosa que nada
tiene que ver con la de fondo de que me ocupa: tal acontece en los casos de los arts.
6,1,315,449-71,760-80-1, 948 a 50-74, 1435 a 7, 1502, 1600-24, 1802-9-12-3-80, 2054,
2137-60, 2475-94-7-8, 2501, 2708, 2806, 2954-94, 3612, etc.) : 402, 537,58, 897, 1097,
1151-92, 1224, 1384-75 inc. 4º, 1506 a 8-58, 1603-22-69, 1703-37-46-68, 1823-4-94,
1934, 2151-90, 2378-83-90-1, 2425-45-71, 2664, 3009-56-60-78, 3208, 3320-53, 3415-
48, 3503, 3765, etc.
Considerar: 39, 46, 74, 88, 138, 475, 548, 617-73-91 inc. 2 º12, 793, 812, 917-9, 1198,
1286, 1707, 1824-5, 2618, 2759, 3003-29-69-70, 3135, 3329-31, 3408, 3633-43-97,
3772, 4001, y arts. 87 inc. 3º de la ley de matrimonio.
Tener por: 333-85, 450 inc. 1º-9, 538-41, 625-51, 838, 981, 1038-46 inc. 2º-76-97,
1224, 1337-53, 2334, 2850, 3317-32, 3598, 3633-84 inc. 2º, 3712-6-8-81-9, 3987, y art.
66 de la ley de matrimonio.
En punto a contratos, las sinonimias son aun más abundantes.
Contrato es la expresión común que sirve para designar el acto jurídico realizado
entre dos o más partes para crear obligaciones: art. 1137 y ss. Se la emplea como
sinónimo de convención en el art. 817. En cambio, el vocablo convenciones suele
equivalerle, como puede implicar la convención (hoc sensu) , lo mismo que la simple
cláusula especial de un convenio cualquiera: 21, 515 inc. 5º, 794, 812-44, 975-94, 1019-
24, 1171-84 inc. 4º-97, 1217 y ss., 1324 inc. 2º-44 inc. 6º, 1448-60, 1522-56, 1688,
1707, 2097-9, 2248-68, 2753, 2858-62, 2994-5, 3006-9, 3251, 4025 inc. 2º.
Significaciones semejantes tiene el término pacto: 1203-4, 1367 a 9-75 y ss., 1778,
1914, 2232.
El contrato sinalagmático es bilateral en los arts. 946, 1024-5-53, 1138, 1201, etc., y
perfectamente bilateral en el art. 1021.
Área, dicen los arts. 1344 a 6-8; superficie, se expresa en el art. 1345.
La permuta es tal en los arts. 1356 y 2180; permutación, en el art. 1436; cambio, en el
art. 1356; y trueque, en el art. 1485.
Transferir (1434) es sinónimo de transpasar (1459-62-70 a 2), transmitir (1459, 2381-
95, etc.), trasladar (2399), etc., así como de hacer tradición (2377 y ss.).
En nada difieren las partes iguales de los arts. 689 inc. 3º, 1750, 2688 y 3485 y ss., de
las porciones viriles de los arts. 1747 y 1923.
Casi siempre se habla de evicción en el código. A veces se dice garantía: 2091, 2146
inc.1º, 2915, 3957, etc. Otras, saneamiento: 1414, 2109-11 y 3957.
Consentimiento (que es la expresión común), suele ser sinónimo de asentimiento
(1846).
La oferta de los arts. 1144-9-50 a 3-5 y 6, no es otra cosa que la promesa del 1148, o
la propuesta de los arts. 1144-51. Hago constar que la expresión usual que corresponde a
quien la formula es la de proponente, si bien a veces se recurre a la de ofertante.
He aquí una sinonimia puramente literal: el dote, 1243-63; la dote, 1228-9-65, 1319-
21, etc.
Pignorar es sinónimo de empeñar: art. 736 y arts. 2076, 3210-37-8, 3755,
respectivamente. Lo mismo pasa con acreedor prendario (que es la expresión usual), y
con acreedor pignoraticio: art. 3909 para lo primero, y arts. 2671, 3220, 3894, 3902-7-13
para lo segundo. Las arras del art. 1189 se llaman señal en el art. 1202. La obligación
pura del art. 527, es perfecta en el art. 536. Calidad, se dice en los arts. 602 y ss.-7 y ss.,
862-7, 928, 2167 y 2475; cualidad, se escribe en los arts. 926, 2354, 3624 y 4046. Los
arts. 2682-3-99, 2702, 3883 y 3911, hablan promiscuamente de arrendamiento o
alquiler, como antes lo hicieran los arts. 1493 y 2670; ello sin contar la sinonimia de
ambos conceptos con el de locación, según puede verse en el art. 1493, y sin insistir
acerca de la circunstancia de que en varias otras disposiciones legales se hable
simplemente de arrendamiento (135, 300, 443 incisos 8º y 10º, 278, 1501-2-6 y ss., 1881
inc. 10º, etc.), de alquiler (2209, 2682, etc.; por más que esta expresión corresponda
ordinariamente a la acepción de precio de la locación, de renta, con la cual se la
sinonimiza y con la cual va casi siempre junta, de la cosa dada en locación), y aun de
arriendo (2870). Sinonimias análogas en materia de locatario, arrendatario e inquilino,
como se puede ver en los arts. 1493 y ss.
He aquí las que tengo en materia de mandato. El respectivo instrumento se llama
mandato en los arts. 1884-5; procuración, en los arts. 1878 inc. 1º, 1938-75-6; poder, en
los arts. 1877-8 inc. 2º-8-2-3-5. a 8. El apoderado es comúnmente mandatario, razón por
la cual no resulta necesaria la cita de las disposiciones legales respectivas; a veces es
representante, 2395; otras, agente (1151 y 2366). El instituyente es casi siempre
mandante: es comitente en los arts. 2394-5, y representado en el art. 2395. El mandatario
exhibe cuentas en el art. 459; las da en los arts. 385, 460-1-3, 1909 y 3690; y las rinde en
los arts. 462 y 1910.
Van, finalmente, las relativas a la gestión de negocios: se la llama gestión en los arts.
2288 y ss. (es la expresión común) ; agencia, en el art. 2290; y administración., en el art.
2296. El sujeto activo de la gestión figura como gestor en los arts. 2291 a 5-8, 2300 a 2-
4 y 5; como gerente, en los arts. 2289-90-6; y como agente, en el art. 1916. Se emprende
la gestión en los arts. 2301-2 y 4, se la atiende en el art. 2297, y se la administra en el
art. 2297. En los arts. 2289 y 2303, el gestor hace negocios; en el art. 2288, se encarga
de ellos.
126.- Es bien tiempo de que pase a las del libro tercero. El dominio imperfecto de los
arts. 2507 y 2661, es menos pleno en el art. 2507.
La especificación del art. 2567, es igual a la transformación de los arts. 2567-8 a 70-97 y
2606. Lo mismo corresponde sentar en cuanto a la confusión, que es tal en los arts.
2599-600 (donde se la equipara con la mezcla), y respecto de la unión del art. 2599 (que
también va junto con la mezcla).
Uso y goce son igualmente sinónimos, si bien no siempre, pues a veces hay simple
afinidad entre ambos. Se habla de uso en los arts. 574, 600, 1497, 1503-4-25-59, 2183-8-
9, 2208-10-55-65-8-10-70-83 a 5, 2330, 271.2-4, 2851-78-9, 2958-9-60, 3021-40-60-3 a
6-85, etc. Se dice goce en los siguientes:... 1504-15-59-60, 2091, 2813 a 5-7-46-69¬83-
94-9, 2914-43-50-7, 3013-36-61. También se emplea tales vocablos promiscua y
alternativamente. Se dice uso y goce en los arts. 1603-22, 2341-9-50, 2513, 2807-60-3-
92, 2925, etc. Y se habla de uso o goce en estos otros: 1493, 1518-9-22-6 a 8-30-54-5,
1601 inc. 4º-2.54 inc. 5º, 1703-5-6, 2108,64; 2330-48, 2516, 2699, 2910, 3464, etc.
Más de una docena de sinonimias tiene el concepto de inmueble. Se dice inmueble en
los arts. 434-5-8 incisos 3º a 79-41-2-3 inc. 6º-50 inc. 1º…, 1253-66, 1320, 1422-31-2,
1578, etc. Es la expresión más corriente, sobre todo en materia de derechos reales, y
especialmente en hipoteca: 2970, 2, 80-2 a 4-90-8, 3000 y ss., 3108, etc.
En otros arts. se habla de bien raíz: 10, 121-35, 424-38-48 incisos 8º y 10º…, 1211-
46-9-51-2-4-8-85-7, 1360, 1499, 1787, 1807 inc. 2º-81 inc. 7º, 2614, etc.
Predio, rezan los siguientes arts.:... 1278..., 2552-3-6-60-1-3, 2631-58, 2748, 3015-
25-9-37-40-51-5-6-60-71-3-4-6-85-6-93-4, 3762, etc.
Se ve que es preferido en materia de servidumbres. También es predilecto en la
misma materia el término heredad: los arts. 1132-3 inc. 6º, 3905-8-11 y 4000, son
preceptos legales en que se lo emplea fuera del titulo de las servidumbres.
Y es igualmente usual el vocablo fundo en éstas: 2550-62, 2615, 2985-93, 3006-11-28-
55-8-60-74-5-97-8, 3103-60, etc.
Las formas que siguen no son tan frecuentes: terreno, 2746-7-9 a 55, 3097-8, 3100,
etc.; bienes, 3002; casa, 2550; fundo de tierra, 3072; heredad o predio (así
promiscuamente), 2973-4; predio o terreno, 2517; finca, 2655, 3131, 4027 inc. 2º.
Allá en el titulo de las restricciones y límites del dominio, al hablarse de medianería
se dice comúnmente pared: muro, se tiene en los arts. 2734, etc.; pared o muro, en los
arts. 2718-9-22-8-30-6-44.
El usufructo perfecto de los arts. 2808-10, equivale al usufructo puro y simple del art.
2809. Casi siempre se habla de usufructuario, para nombrar al titular del respectivo
derecho: el art. 2946 lo llama fructuario). La consolidación del usufructo (1270, 2928-9
y 3818), es sinónima de la confusión de que hacen mérito los arts. 1607, 3057-8 y 3181.
He aquí otras dos notas en punto a servidumbres: los huertos del art. 3102 se llaman
huertas en los arts. 3084- 99. Hay predios que están exceptuados de ciertas servidumbres
(3102), como hay otros que al respecto quedan libres (3099) o no están sujetos (3084).
Olvidé hacer constar que en materia de condominio se puede tener bienes en común
(435) o en comunidad (436-8 inc. 5º); y que cada uno de los titulares del consiguiente
derecho puede llamarse comunero (2677-96 y 2986), condómino (2676-7-86, 2986,
3123) o copropietario (2489, 2676-86, 2987, 3124).
Para terminar con los derechos reales, apuntaré que en anticresis se tiene algo
idéntico a lo ya visto en dote: la forma femenina en el art. 2842, la masculina (que es la
habitual) en los arts. 3239 y ss.
127.- Van ya las no abundantes sinonimias que tengo anotadas en punto a sucesiones
y al resto del libro cuarto. Incurro aquí, a propósito, en un defecto que se habrá
observado en lo demás del presente trabajo: los dos primeros libros del código han sido
analizados con mayor minuciosidad que los demás. Es que una segunda lectura y
anotación de esos dos primeros libros me permitió ser más completo, tanto que mis
apuntes son más numerosos en la segunda lectura que en la primera, pues ya el criterio
se había afirmado, con lo cual los puntos de vista resultaron más precisos y los
horizontes se volvieron más amplios y altos. Tal circunstancia debió obligarme a
terminar la lectura del código. Pero me faltó tiempo, pues no creo que haya nada más
engorroso y largo que una lectura así, ya que debía comenzar la redacción de la obra, en
razón de que fué escrita con la intención originaria de darla a luz en una publicación
periódica del país, y por virtud de que ésta no podía fatalmente admitir ninguna espera.
Sírvame la circunstancia no para cohonestar las deficiencias del trabajo, sinó para
disimular lo relativamente inorgánico e incompleto del mismo, en obsequio a un
apremio que no me ha permitido otra cosa.
Desde luego, el concepto mismo de la Sucesión es trabucado con el de la herencia, y
viceversa, sin perjuicio de que en no pocos casos se emplee juntamente los dos términos.
La sucesión es la transmisión de la herencia. La herencia no es más que el patrimonio
transmitido. De ahí que la sucesión sea causa, y que la herencia sea efecto. De ahí
también que la sucesión sea un hecho y la herencia resulte una cosa (latu sensu). Dejo de
lado los casos, poco numerosos, en que se echa mano de otros sinónimos (testamentaria,
por ejemplo, en el art. 3390), y me limito a citar los arts. que corresponden a las
situaciones antes indicadas. Se dice sucesión en vez de herencia en los arts. 3279 inc. 2º-
87-8-9, 3315-8-23-9-40-55-60-1-2-77 inc. 2º-87 inc. 2º, etc. Al revés, herencia por
sucesión, en los siguientes: 3303-4-36-43-52-83 acápite 19, 3422-42, etc. Van
simultáneamente empleados, y en acepción adecuada, en los siguientes: 3279 inc. 1º,
3311-3-21-4 a 7-41-4-8-54-7-64-6-7-71-3-86-9-90, 3410-1-2-4-5-7-20-3, etc. Es
correcto el término sucesión en los que siguen: 3281 a 4 (acápite) - 6-7-90 a 2-9, 3301-
7-9-32-54-64-72-6-7 inc. 1º-8-9 inc. 1º-80-2-3 acápite 2998-91-8, 3406-7-9-16-34, etc.
Lo mismo pasa con el de herencia en estos otros: 3284 incisos 1º y 4º-5-98, 3300-5-6-
14-7-9-20-8-31-4-5-42-5-59-65, 3419-21-2-4 a 6-9-30, etc.
Los arts. 3615-6 hablan de demencia como ya se hiciera antes en los arts. 140 y ss.,
468 y ss., 1076, etc.; los arts. 9 inc. 7º y 59 de la ley de matrimonio, rezan locura. Hago
constar que cuando la discusión de la ley de erratas y correcciones del código, la Cámara
de Diputados había sustituido este vocablo al anterior en todos los casos en que el
código mencionaba la demencia, y que el Senado rechazó tales enmiendas, cosa que
finalmente se aceptó por la Cámara joven.
Autor de la sucesión, dicen los arts. 3282-6-92, 3420-39-86, 3565, etc. Las
sinonimias son varias: autor, 3416-21; aquél de cuya sucesión se trate, 3291, 3357,
3551-, etc.; aquél a quien se trate de heredar, 3302; difunto, 3283-4-5-93 a 7, 3371-2-5-
9-87-93, 3409-15-7 a 9-22-30 a 2-5-6-41-6, 3502-3-45-56-7-8-61-8-9-77-87-8-95, etc.
La expresión heredero es la usual para designar al beneficiario de una sucesión: los
arts. 3283, 3316-58-9-65, 3422-92, etc., hablan de sucesor; los arts. 1195 y 3284 inc. 1º,
de heredero y sucesor; y los arts. 731inc. 4º y 3535, de heredero o sucesor.
Heredero forzoso es la denominación más corriente de los herederos con legitima:
3476, 3591-9, 3600-1, 3714-4-5-44-97-8, 3852, etc. También se emplea otras dos
formas: heredero necesario, 1085, 1831; heredero legítimo, 1800, 3483, 3603-5.
El acto de heredero se llama acto de adición de herencia, en el art. 3327. La perfecta
razón, del arto 3615, no ha de diferir gran cosa de la completa razón, del arto 3616.
La legítima de los herederos forzosos se llama: legitima en los arts. 3531-91-4 a 7-9,
3600 a 2, 3744-9-97-8, 3852; parte legitima en los arts. 3354 y 3479; y porción legitima,
en los arts. 3591 a 3-8 y 3604.
El testamento queda revocado en los arts. 3824 a 7-30-3-6, caduco en los arts. 3629-
76 y 3743, y nulo en los arts. 3629-30-40 y 3828.
Análoga circunstancia se tiene en punto a legados. Los arts. que hablan de caducidad
de los mismos son los siguientes: 3799 a 3804 y 3809; los que hablan de revocación son
estos otros: 3838 a 3843.
El ejecutor testamentario se llama tal cual en los arts. 3845-8-9-50-66-7. La
expresión más empleada al respecto es la de albacea: 3846-7-52 a 9-61-3-5-8 a 74. Ello
sin perjuicio de que se recurra a las dos denominaciones en más de un caso: 3849-51-67.
Gastos de justicia es la expresión técnica que indica los créditos devengados en la
gestión judicial de un asunto. De ahí que sea la frecuente en el código: 3879 inc. 1º,
3900-8-16. Pero tiene sinónimos incómodamente largos: gastos hechos para la
conservación de cosas conservadas, 3901; gastos de inventario y conservación de la cosa
depositada, 3906; gastos de venta de los muebles afectados al privilegio del locador,
3904; gastos de venta de la cosa tenida en prenda, 3913; gastos de venta de la cosa
transportada, 3910; costas judiciales, 3937.
Finalmente, la prescripción se suspende en los arts. 3970-6, y no corre en los arts.
3966 a 9-71 a 3-5-7 a 9; así como el coparticipe (en toda división de condominio) se
llama simplemente partícipe en el art. 4028.
128.- Para terminar con esto de los términos anfibológicos, puedo apuntar algunas
expresiones sibilinas, que por fortuna no son abundantes. La obligación de entregar del
art. 681 no es ni de dar, ni de hacer ni de no hacer (art. 495) ; la servidumbre predial no
puede corresponder a una obligación, por más que así lo diga el art. 683, ya que no hay
obligación que corresponda a un derecho real (art. 497). El poseedor imperfecto de los
arts. 2552-8-9 y 2760, es un sujeto que no tiene caracterización en el código (por cuanto
la analogía del propietario imperfecto del art. 2507 no puede venir en ayuda, por lo
mismo que no hay semejanza entre la propiedad y la posesión). Ignoro qué pueda
entenderse por cosas reales (art. 3982).
III.- FRASES
130.- En segundo lugar, cabe señalar una falla que no es frecuente: la de lo poco
condensado del lenguaje. La enumeración del art. 41 pudo ser reducida a la frase inicial.
La análoga enumeración del art. 90 inc. 3° pudo ser sustituida por la expresión personas
jurídicas, pues de éstas se trata. Lo mismo es observable con relación a la del art. 113:
toda ella está en la frase terminal de la misma. La del art. 1911 está contenida en el
principio del art. 1909, y habría sido reductible a la proposición final. El art. 2446 no
significa más que esto: la posesión se conserva por mandatario (cosa que, por lo demás,
habría sido inútil decir, por ser de derecho común). El inciso terminal del art. 2808 (en el
supuesto de que la disposición resultase necesaria, particularmente ante lo dicho en el
inc. 2º del mismo art.), pudo ser redactado así: “el cuasi usufructo, es relativo a las cosas
consumibles o fungibles”. Es notable el art. 2821, que he citado ya en otra oportunidad
afín: las dos líneas extremas del mismo contienen todo el pensamiento de los cuatro
renglones intermedios. El rubro del cap. II, tito X, lib. III, hace innecesaria la repetición
de sus expresiones en los arts. 2846-51, etc. “Acto revestido de las formas
testamentarias”, dice el art. 3632: mucho más breve habría sido decir “testamento”. Et
sic de coeteris.
El caso de dos o más disposiciones reductibles a una sola, por condensación del
contenido de cada una de ellas, y fuera de los supuestos de las repeticiones legales a que
antes me he referido, es bien plural. Citaré para muestra los capítulos de los dementes y
los sordomudos, que bien pudieron formar uno solo; los arts. 312 y 314, perfectamente
refundibles; y los arts. 740-1, 819-20, 975 a 7, 1168-9-74, 1267 a 1270, 1469-74, 2089-
90-1-4-103-4, 2118-9-20, 2194-5, 2392-3, 2473-8-9-80-1, 2622-3, etc., que
respectivamente se encuentran en la misma situación. Los distintos incisos de los arts.
1184 y 2188 son fácilmente condensables, sobre todo los del primero de ambos. Lo
mismo cabe decir de los incisos 2º y 5º del art. 791. Los arts. 3883 a 97 debieran formar
cuerpo con los arts. 3898 a 922.
La inversa es rara. Los arts. descomponibles, por contener disposiciones diferentes en
su seno (55, 1677, etc.), no habrían condecido con la habitual prodigalidad literaria del
codificador.
131.- Hay frases sibilinas, como en los términos, si bien, y por suerte, no muy graves
ni repetidas. Tal acontece con la terminal del art. 906, con la del “motivo que tenga su
origen en los socios” del art. 1774, con la final del 2416 (repetida en el 2420), con todo
el art. 2785, con el arto 2809 (por mucho que las fuentes del mismo aclaren su sentido),
con los arts. 3266 a 8 (que tienen significación en Zacharie, pero que tal como figuran en
el código son un simple rompecabezas), con el 3276 (y por razones y en forma análoga a
las precedentes), con el art. 4036 (que desvirtúa el criterio del código en materia de
interrupción de la prescripción, sobre todo cuando en él no se ha adoptado las
prescripciones presuntivas del código francés, como puede verse en lo dispuesto por el
art. 4018; por donde no es concebible la necesidad de que la interrupción se limite al
reconocimiento escrito y a la demanda judicial, con lo cual se proscribe sin razón
alguna, el reconocimiento verbal, y aun el tácito, autorizados por el art. 3989, así como
las interpelaciones extrajudiciales), etc.
135.- Van ahora las construcciones defectuosas del libro cuarto, a cuyo respecto
procuraré ser aun más breve.
Art. 3353: “Se juzga que el renunciante nunca ha sido heredero, y la sucesión se
defiere, etc.”.
Art. 3381: “Pagados los acreedores y legatarios, los bienes restantes deberán ser
devueltos, etc.”.
Art. 3383, incisos 2º a 4º: “... pagar las deudas y cargas legitimas...”, “... es el único
representante de la sucesión”, “no puede someter a árbitros ni transigir los asuntos, etc.”.
Art. 3415: “La posesión judicial de la herencia, una vez dada, tiene, etc.” (La verdad
que todo el segundo inciso podría ser suprimido sin inconveniente).
Art. 3426: “El tenedor de buena fe de la herencia no debe ninguna indemnización por
la pérdida o el deterioro, que le fuesen imputables, de las cosas hereditarias, a menos,
etc., caso en el cual responderá en la medida de su provecho...; también está obligado a
responder de la pérdida o deterioro, aun fortuitos, de los objetos hereditarios, a no ser,
etc.”.
Art. 3455: “Cuando varios incapaces tengan intereses opuestos en la partición y estén
representados por un tutor o curador común, se nombrará para cada incapaz un
representante especial a ese sólo efecto”.
Art. 3534 inc. 2º: “Si éste, etc., el heredero perjudicado tendrá derecho de garantía
por los objetos, etc.”.
Art. 3539: “La sucesión será juzgada vacante cuando no se presente pretendiente
alguno después de citados por edictos durante treinta días los que se crean con derecho a
ella, o cuando haya transcurrido inútilmente el término para el inventario y la
deliberación, o cuando la sucesión haya sido repudiada por el heredero”.
Art. 3553: “No se puede representar al autor de la sucesión de que se haya sido
excluido como indigno o en la cual se haya sido desheredado”.
Art. 3603: “... tendrán opción entre ejecutar la disposición testamentaria o entregar,
etc.”.
Art. 3620: “Será de ningún valor cualquier disposición, etc.,”.
Art. 3642: “No es indispensable que las indicaciones, etc.”.
Art. 3667: “La entrega y la suscrición del testamento deben ser hechas en un solo
acto, etc.”.
Art. 3692: “El juez procederá a abrir el testamento ológrafo, si estuviese cerrado, y a
examinar a los testigos, etc.”.
Art. 3717: “… y aunque el usufructo haya sido dado separadamente a otra persona”.
Art. 3728: “Se entiende que el sustituto del sustituto, lo es también del heredero
nombrado, etc.”.
Art. 3829: “El testador no puede confirmar las disposiciones contenidas en un
testamento nulo por su forma, sino reproduciéndolas, aunque el testamento nuevo esté
revestido de todas las formalidades necesarias”.
Art. 3854: “Cuando no haya herederos y las disposiciones del testador sólo tengan
por objeto hacer legados, la posesión de la herencia corresponderá al albacea”.
Art. 3908: “... y así cuando cada conservador haya efectuado una conservación
distinta, los créditos de los últimos serán preferidos a los primeros..,” (observo, de paso,
que la ejemplificación del inciso es totalmente inútil, pues no agrega ni ilustra
positivamente nada con relación a lo dicho en el inciso primero del articulo).
Art. 3915: “Si los muebles del deudor, etc., se tomará la diferencia de los inmuebles
del mismo deudor”.
Art. 3966: "La prescripción no corre, etc., aunque haya comenzado contra una
persona mayor de edad a quien aquéllos hubieren sucedido”.
Art. 3986: “La prescripción se interrumpe por demanda, aunque ésta sea interpuesta
ante juez incompetente, aunque sea nula por defecto de forma y aunque el demandante
sea incapaz para presentarse en juicio”.
Art. 3988: “El compromiso, constante en escritura pública, en que se sujete la
cuestión jurídica a juicio de árbitros, interrumpe la prescripción”.
Art. 4010; “Es justo titulo para la prescripción cualquier acto jurídico que tenga por
objeto la transmisión de un derecho de propiedad, siempre que sea susceptible de
producir esa transmisión, y siempre que el respectivo instrumento esté revestido de las
solemnidades exigidas, etc.”.
Art. 4022: “La posesión de un seto o cercado durante treinta años, confiere la
propiedad exclusiva de los mismos al vecino poseedor”.
He aquí, finalmente, dos casos de construcciones viciosas de la ley de matrimonio:
Art. 19 inc. 3º: “Dos testigos que conozcan a las partes y declaren acerca de la
habilidad para casarse y de la identidad de las mismas”.
Art. 59: “Bastará, etc., lo mismo que en los casos del articulo 135 de este código”.
CONCLUSIÓN
136.- ¿Cuáles son las inducciones que es dable formular en presencia de todo lo
dicho?
Pueden ser varias. Pero, siquiera en obsequio al apremio con que escribo, me
parece que cabe reducirlas a dos principales: la relativa al valor o mérito del código, y
la concerniente a su ulterioridad.
Comienzo con la primera.
Ya se ha visto el juicio de Alberdi, lo mismo que el de V. F. López. Y son notorias
las opiniones de los comentadores nacionales.
Pero yo me he limitado no poco en apreciaciones de tal carácter, por lo mismo que
en esta obra no he hecho más que examinar la técnica del código, y no el contenido
del mismo. De ahí que los indicados pareceres no puedan ser tomados en cuenta en
toda su amplitud, sinó en cuanto pueden abarcar el aspecto que acabo de dejar
estudiado.
Creo que Alberdi y López se equivocaron. El primero de ambos profetizó una vida
efímera al código (p. 42. de su recordado folleto), después de haber zaherido al
codificador con aquello de que la confección de un código no era titulo para ninguna
gloria (p. 5 del mismo folleto).
Creo que también se equivocan, no sé si de buena fe, los que en la actualidad
adoptan una actitud de intransigente hostilidad contra la obra del Dr. Vélez, en la cual
jamás encuentran nada bueno y a la cual achacan todos los defectos posibles; al
extremo de que han llegado a labrarse una reputación de civilistas sólo por razón de
sus críticas, sistemáticas, acaso aprovechando la psicología ambiente, tan simplista
que se deslumbra ante palabras gruesas, tan perezosa que se amolda a criterios ajenos
sin mayor examen, y tan propensa a admitir todo cuanto implique negación y hasta,
destrucción.
Creo yo que el código es bueno, hasta excelente, como he dicho más de una vez en
el curso de este trabajo, al extremo de, que aun hoy puede resistir el parangón, con
cualquiera de los códigos civiles del mundo, si se exceptúa los códigos suizo y,
alemán, y en menor dosis el código brasileño. Bastaría paralelizar sus méritos y sus
deficiencias, sin unilateralidad alguna, para descubrir - con bien poco trabajo por
cierto - que el saldo resultante le es favorable.
Su misma técnica, con ser puramente intuitiva e inintencional, y malgrado la suma
de fallas que entraña, se resuelve (sobre todo en materia de adaptación al ambiente,
de metodología y de ciencia) en una construcción sólida y encomiable.
Ni siquiera es admisible, hablando otra vez en general, la observación alberdiana
de que un código es un asunto de simple selección, y de que ésta queda muy
facilitada con las colecciones legislativas existentes. Al fin y al cabo, no hay
diferencia esencial alguna entre un codificador y un inventor de mecanismos o un
autor científico o artístico cualesquiera, Unos y otros se aprovechan del
correspondiente capital atesorado por la humanidad. Unos y otros no hacen más que
combinar los elementos existentes en el campo de sus respectivas actividades,
eligiéndolos previamente, dándoles formas nuevas, amoldándolos a las modalidades
peculiares del medio (del momento, del lugar, de las condiciones sociales, etc.), y
agregándoles - cierto que no siempre - lo intuitivo o inspirado de sus personales
creaciones. Unos y otros, en suma, son meros órganos de la ciencia o del arte
colectivos, ya que según las enseñanzas de Tarde (La logique sociale) y de toda la
sociología contemporánea (Groppali, La genesi sociale del fenomeno scientifico;
Guyau, L'art au point de vue sociologique; Tolstoi, What is Art?; Gaultier, Le sens de
l'art; mi América latina, pp. 317 y ss. y 458 y ss.), que no ha hecho otra cosa que
extender el pensamiento de Taine (Philosophie de l'art, Histoire de la littérature
anglaise, etc.), no hay obra humana, así en ciencia como en el arte (y hasta en
religión) que no sea fruto de su medio, que no resulte expresión de su ambiente. De
ahí que un codificador no deje de realizar obra “propia” por razón de que su aporte
personal se reduzca a seleccionar y a amoldar, por cuanto en el fondo no hacen cosa
diversa los inventores de máquinas, por ejemplo, que se limitan a cambiar un rodaje,
o bien a adaptar un mecanismo particular; etc.
Cabalmente, es en esa tarea selectiva, es en esa aptitud combinadora donde está la
novedad, es en esa aludida disposición particular de los elementos donde radica el
mérito y donde se tiene el titulo. Y ese mérito y titulo no pueden ser negados al
codificador: en método, en espíritu conductor, en amoldamiento a nuestras
exigencias, en riqueza de instituciones y preceptos, etc., nuestro código no tenia igual
- ni lo tuvo después durante bastantes años - en el mundo, y se distinguía de
cualesquiera otros en la mayoría de los sentidos. El mismo Esboço de Freitas, que es
todo un monumento jurídico - recuérdese que siempre tengo en cuenta lo relativo de
las cosas - en nuestros países, no puede ser puesto al lado del código: sobre que es
incompleto, es de una profusión y de un doctrinarismo tan saltantes, que habrían
menguado en mucho su valor legislativo.
Lo que es también positivo es que el código pudo ser mejor, aun con relación a su
época, en cualquiera de los aspectos del mismo: en el plan ha llegado a ser inferior a
Freitas en varias ocasiones bien importantes (hechos jurídicos, todas las
generalidades del libro primero del Esboço, obligaciones, etc.), su liberalidad pudo
ser más acentuada, su socialidad debió hacerse sentir con mayor eficacia, sus
repeticiones y contradicciones son excesivas, su doctrinarismo debió desaparecer, su
estilo habría tenido que ser no ya más correcto y literario, sino más conciso y, sobre
todo, más claro, etc. Todo ello, con revestir alcances pronunciados, a mi ver no quita
al fondo del asunto. Y en este sentido - único que a mi juicio cuadra en la apreciación
crítica de cualquier obra; en lo que no estoy de acuerdo, como se ve, con aquellos que
se complacen en imputaciones de detalle, y que por una simple incidencia, a veces
nimia, llegan a despreciar todo un conjunto estimable - cabe afirmar que nuestro
código es, como tengo dicho, una buena obra, una excelente obra.