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BIBLIOTECA JURÍDICA VIRTUAL ARGENTINA

TÉCNICA LEGISLATIVA DEL CÓDIGO


CIVIL ARGENTINO
Al Maestro
FRANÇOIS GENY
ALFREDO COLMO
Ex Profesor titular de derecho civil en la Facultad de derecho de la. Universidad de
Buenos Aires Ex Miembro de la l' Cámara Civil de Apelaciones de Buenos Aires

TÉCNICA LEGISLATIVA
DEL CODIGO CIVIL ARGENTINO

SEGUNDA EDICIÓN

ABELEDO-PERROT
BUENOS AIRES
PROLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN

No deja de ser honrosa una segunda edición en obras, como la presente, de


contenido técnico. Nuestro medio se paga todavía de los comentarios y exégesis,
porque estima que eso es lo práctico. El conocimiento del Código en si mismo, esto
es, en su modo de formación, en el espíritu que lo ha inspirado y en el sentido más
cabal de sus diversas disposiciones, que darla la clave para la interpretación más
segura de un precepto dado, todavía no goza entre nosotros de mucho favor. Estamos
en el natural período del empirismo, y debemos esperar la acción espontánea de la
cultura y el tiempo.
Pero ya ha comenzado ésta. Lo probaría, entre otras circunstancias, la necesidad
de la presente edición, que con persistente diligencia me reclama el editor.
A propósito, esperaba disponer de tiempo para mejorar el trabajo, si no para,
rehacerlo, corrigiéndolo, poniéndolo al día y aun aumentándolo. Como no vislumbro
esa tregua en mis atenciones, me decido por fin a reimprimirlo casi tal cual está: con
sus imperfecciones y todo, sigue siendo útil, siquiera por ser obra única en su género
tanto en el país como en el extranjero. Apenas si a este último respecto cabe
descontar las excepciones bien recientes de las obras de Ray y de Ménard, que cito a
continuación.
Lo deploro no poco. Son muchas las mejoras que la obra reclama, y esto en
sentidos diversos. Y hubiera podido aprovechar al efecto no sólo la experiencia de
los años corridos desde la primera edición, sino también la bibliografía posterior a
la misma conocida después.
De esta última y sin contar trabajos que sólo de nombre tienen que ver con lo
propiamente técnico del derecho, según pasa con la-de F. de León y Olarrieta,
Metodología de la ciencia del derecho, y con la de E. Gil y Robles, Ensayos sobre
metodología jurídica, que son de carácter eminentemente didascálico, puedo citar:
(W: Pescatore, Lógica del diritto; Michon, L’initiative parlementaire et la réforme du
travail législatif; Kohler, Filosofía del derecho; Tourtollon, L'histoire du droit, etc.;
y de entre la posterior: Stammler, Génesis del Derecho; Picard, Les constantes du
droit; Pontes de Miranda, Systema de sciencia positiva do direito, 2 vols., Rio de
Janeiro, 1922; Société de Législation comparée, Les transformations du droit, 2
vols.; Cogliolo, Scritti varii di diritto privato, vol. III; Roguin, La science juridique
pure, 3 vols,; Perreau, Technique de la jurisprudence, 2 vols.; Bonnecase, L'école de
l'éxégese, 1919, y luego parte del tomo 1 de su Supplément al Traité de Baudry, en el
cual formula una crítica muy extensa y hasta severa de las concepciones de Geny y
de Perreau; Duguit, Traité de droit public; Davy, Le droit, l'idéalisme et
l'experience; G. Cornil, Le droit privé; Del Vecchio, Supuestos filosóficos de la
noción del derecho; G, Renard, Le droit, la logique et le bon sens, y Le droit, l'ordre
et la raison; J. Ray, Structure logique du Code civil français; A. Ménard, Technique
juridique en matière d'obligation; etc.
A ello cabe agregar el movimiento legislativo ocurrido en el mundo con
posterioridad a la primera edición: la adopción de los códigos soviéticos, los
tratados de derecho civil entre Francia e Italia, los nuevos códigos civiles de Turquía
y Austria, la reforma de todos los códigos en Italia, etc.
Se comprenderá, así, cuánto hay de aprovechable en todo ello. Y se alcanzará el
interés que para nosotros entraña el conjunto de tales factores, para hacer efectivas
las consiguientes enseñanzas en la reforma que estamos envías de efectuar de
nuestro código civil.

A. C.
Buenos Aires, julio de 1927.
PARTE GENERAL

OBJETIVOS DE LA TÉCNICA JURÍDICA


Y DEL PRESENTE TRABAJO
1.- DOS DIFICULTADES EN PUNTO A TÉCNICA
JURÍDICA

1.-Voy a comenzar un estudio, el de la técnica legislativa de nuestro código


fundamental de derecho privado, con el grave temor de no llevarlo a buen término.
Tengo que vencer al efecto dos órdenes primordiales de dificultades. Desde luego,
hay carencia de precedentes en estas cosas, pues no sé de ningún trabajo análogo, si
se prescinde de uno que otro esbozo y de esta o aquella alusión más o menos directa o
incidental. Además, suscita prevención en lo común de las mentes eso de la técnica; o
se la mira como una superchería, aduciéndose que la inteligencia de los códigos no
requiere tal quinta rueda, por lo mismo que basta, y sobra, con la cabal noción de sus
preceptos; o se la juzga como una rémora, en cuanto las reglas técnicas pueden trabar
el juego espontáneo y libre del legislador, y en cuanto la mayoría de los códigos del
mundo no han obedecido a cánones técnicos de ningún género y no se han
encontrado peor por eso.
Dejo de lado, por obvia, la dificultad de fondo de mis escasas aptitudes para
realizar la tarea, y pido permiso para un breve examen de esas dos cortapisas, pues la
mejor demostración del asunto deberá encontrársela en el mismo trabajo y en lo
educador y constructivo de su contenido, siempre que yo resulte capaz de hacerlo
sentir no va de hacerlo resaltar.

A.-2.- Lo relativo a la falta de antecedentes me es irremediable. Podrá serme útil


en el sentido de permitirme el desarrollo de mi personal punto de vista, ya que así no
impera en mi ninguna sugestión extraña; pero me coarta por eso mismo, por cuanto
no alcanzo a fecundar mi criterio con los horizontes y proyecciones que
necesariamente revela todo pensamiento ajeno.
Bastará un resumen de las obras que al respecto conozco pues las he citado ya en
una publicación anterior, La, técnica jurídica en la obra del Profesor Geny. (p. 10 y
ss.).
El maestro incomparable es, sin disputa, Ihering, quien en los tomos terceros y
cuarto de su admirable Esprit du droit romain nos ha dado, a propósito de la técnica
del derecho romano, los principios capitales de la técnica jurídica. Según él, tiene ésta
como objetivo fundamental la simplificación del derecho. Y ello en dos formas:
cuantitativa y cualitativamente. La primera se consigue mediante varios recursos: 1º,
el análisis, que nos dé los elementos el alfabeto como él dice del derecho; 2º, la
concentración lógica, que conduce a la reducción a normas o principios de toda esa
heterogeneidad de elementos, y se resuelve en lo que se llamaba leyes en el derecho
antiguo, o en lo que se denomina párrafos o artículos en los códigos del derecho
contemporáneo; 3º, el orden sistemático de la materia. que da pie para la formación
del árbol genealógico de los cuerpos del derecho, según las expresiones del maestro
de Goettingen, esto es, para la distribución y el plan metodológico de las instituciones
que abarca el derecho que se contemple; 4º, la terminología jurídica, en cuya virtud es
preciso echar mano de un lenguaje riguroso, que trasunte claramente, y en forma
invariable, las correspondientes ideas; 5º, la economía jurídica, que estriba en el
empleo del menor número posible de medios para obtener el mayor número de fines,
y debe de obligar, entre otras cosas, a que no se emplee “medios y principios nuevos
para producir lo que es dable realizar con la ayuda de medios y principios de que ya
se dispone”. La segunda forma, la simplificación cualitativa del derecho, tiene que
ver con el orden interno, la simetría y la unidad de los principios o normas y de las
instituciones, a fin de que “las partes del derecho, no obstante hallarse separadas y
limitadas, se reúnan armónicamente en una unidad”, a objeto de que “el pensamiento
pueda abrazar tan fácilmente la parte como el conjunto”.
No sólo ha tenido Ihering el gran mérito de ser quien primero ha desbrozado el
terreno, sino que, además, ha dado las pautas de fondo sobre la materia. Ningún
jurisconsulto posterior ha hecho adelantar mucho camino a las mismas, si se deja de
lado maneras de ver más o menos incidentales.
Ni siquiera puede decirse que sus predecesores se le habían adelantado en la
concepción. Cabe omitir las alusiones un tanto generales de Montesquieu. El mismo
Bentham, tan creador, se atuvo a los grandes principios de fondo en sus Tratados.
Rousset se limitó, en su Science nouvelle des lois, t. 1, pp. 17 y 327, a estudiar lo
relativo a la técnica legislativa externa de los códigos y leyes, así como a lo
concerniente al lenguaje de los mismos y al problema de las ulteriores revisiones de
los preceptos y obras legislativas. Y Savigny apenas si ha rozado la técnica legislativa
interna en su célebre trabajo antico¬dificador (Vocación de nuestro siglo para la
legislación y para la ciencia del derecho, pp. 27, 44, etc.), y en su Sistema, t. II.
párrafos XIX y XX, pues se redujo, en principio, al aspecto metodológico, según
puede verse en este mismo tomo, cap. I del libro II, particularmente en el párr. LVIII.
La faz ampliamente técnica del derecho ha sido estudiada sobre todo en Alemania.
Quien desee conocer una bibliografía abundante al respecto deberá consultar la obra
de Geny, Science et méthode en droit privé positif, t I, texto y notas de las pp. 104 y
105, etc. Yo me contraigo a citar las obras germánicas que directamente conozco, y
que son bien pocas: Zitelman indicó la necesidad y el contenido de la técnica
legislativa interna de los códigos, en una comunicación que dirigiera al Congreso
internacional de derecho comparado que se celebró en Paris en 1900, que figura en el
t. I de los respectivos Proces vervaux), p. 189 y ss.; y Stammler ha consagrado al
asunto buena parte de su Theorie des Rechtwissenschaft, y luego la ha aludido en su
Génesis del derecho. Pero uno y otro se han limitado a lo general o abstracto de la
técnica, pues no la han aplicado a código alguno, si se omite, con relación al segundo,
una que otra indicación ocasional.

3.-Fuera de Alemania conozco exceptuando expresiones limitadas como las de


Michoud con relación a las personas jurídicas, t. I, núm. 4. de su Théorie de la,
personnalité morale - el análisis, un poco sumario, que Saleilles ha hecho de la
técnica del Burgeruches Gesetzbuch, en el cap. XI de su Introduction á l'étude du
droit civil allemand. Demogue estudia ampliamente, en la segunda parte de su obra
Notions fondanentales de droit privé, tanto la técnica en general, como sus aspectos
legislativo, doctrinario y jurisprudencial, y las aplicaciones de los consiguientes
principios a tópicos diversos, como la clasificación y el contenido de los derechos, la
noción del sujeto del derecho y del patrimonio, la técnica de la voluntad jurídica, etc.
(v. su Traité des obligations, I, 147 Y ss., 11, 561, bis, etc.), Y la fuerte producción de
Geny, lo más completo y reciente de lo que hasta ahora se posee al respecto, después
de esbozada o presentida en trabajos previos (Méthode d'interprétation et sources en
droit privé positif. La technique législatve danis la codification civile moderne, Des
droits sur les lettres missives, la conferencia Procédés d'élaboration du droit civil
incluida en el tomo Les méthodes juridques. Su estudio, La concepcion générale du
droit et de sa méthode dans l'ocuvre de R. Saleilles) , se ha resuelto en la obra en
cuatro tomos, Scíence et technique en droit privé positit. Es menester agregar la
circunstancia de que Geny es como el padre en esta materia, con relación a los
juristas no germánicos. Todos los citados, salvo Saleilles, han escrito después de él.
Lo mismo cumple decir respecto de Brugi, el único autor italiano que ha reconocido
importancia al asunto. En su librito Introduzione alle science giuridiche e sociali, tan
hermosamente científico y filosófico, le ha consagrado todo el párr. 13 del cap. III, si
bien sin aportar nuevas luces: justifica la necesidad del tecnicismo jurídico, se
explaya sobre la dialéctica y el lenguaje, etc., y después de insistir sobre lo
sistemático del derecho concluye puntualizando las relaciones entre la ciencia y la
ley.
No es nada fácil encontrar análisis de la técnica de principio y de la técnica
legislativa. Aun en las publicaciones que acabo de citar, este segundo punto no
aparece casi nunca. Sólo Saleilles y Geny han procurado mostrarnos la técnica de los
códigos alemán y francés, respectivamente. El resto es lógica pura o predominante.
Lo que es relativamente común hallar son estudios más o menos sistemáticos de
lógica interpretativa, sobre todo a partir de la recordada obra de Geny, Méthode
d'interprétation et sources (ampliada a dos tomos en 1919), a la cual han seguido las
de Vander Eycken, Mallieux, Degni, H. de Page y otros que cito en mi recordado
trabajo “La técnica jurídica”, así como las citas y análisis de la doctrina de Geny en
tratados generales o introductivos (Planiolm Capitant, etc), o en estudios más o
menos especializados, como el de Lambert, La fonction du droit civil comparé, p. 30
y ss., o en enciclopedias o introducciones jurídicas, como las de Boguin, Picard,
Brugi, Filomusi-Guelfi, de la Grasserie, etc., que también he mencionado en mi
susodicho trabajo.
Y es aún más frecuente la contemplación de otro importante aspecto propiamente
técnico, el de la metodología (el plan, la estructura, la ordenación y clasificación de
las instituciones en los códigos y obras jurídicas). A las publicaciones que en mi
Técnica Jurídica he citado, cabe agregar entre muchas otras, claro está las siguientes:
Girard, Manual élémentaire de droit romain, pp. 7 y 8; Windscheid, Pandette
(traducción italiana), t. I. párr. 13; Polacco, Le obbligazioni nel diritto italino, n 9 2;
Zachariae-Orome, t. I, párr. 21; Huber, Eleposé des motifs, t. I, p. 17; etc.

4.-En el derecho americano, en cambio, es bastante raro encontrar algo a estos


respectos. Nos domina la letra de la ley, y nos creemos bastante felices si logramos
adosarle un comentario cualquiera de sempiterna exégesis: señalar una excepción,
una restricción, una ampliación o una contradicción (sobre todo esto último), nos
parece el sumumn del derecho y de su ciencia. Asi nadamos en lo empírico, en los
lugares comunes, en lo diminuto y en todo el consiguiente resto, que dice bien poco
de nuestro derecho y de nuestras aptitudes para galvanizarlo y hacerlo vivir, para
amoldarlo a su época y a su ambiente, para mejorarlo, para enseñarlo y difundirlo
hasta hacerlo popular, y para elevarlo a su natural categoría de disciplina social (y no
puramente legislativa), que, al dimanar de las condiciones generales de su medio -la
cultura, la economía, la política, la ética, etc.-, se convierte en el regulador de las
actividades más pragmáticas y educadoras del hombre en sociedad.
En cuanto yo sé, el único problema técnico que en rigor nos ha preocupado, y esto
en expresiones bien aisladas, ha sido el de la metodología. Quien primero lo estudió
directamente fué Freitas en las pp. XL Y ss. de su Cosolidaçao das leis civis, para
aplicarlo concretamente en esa misma obra legislativa, como luego hiciera en su
Esboço. Después de él nuestro Vélez Sarsfield se preocupó de lo mismo, según puede
verse en la nota con que remitió al Gobierno el primer libro de su ulterior proyecto.
De nuestros juristas, pocos han rozado el tópico: Segovia lo ha hecho sólo
incidentalmente, si bien más de una vez, en su Explicación y critica del código civil y
en su Explicación y crítica del nuevo código de comercio; Rivarola lo ha
contemplado en su faz más general en la Introducción de sus Instituciones del
derecho civil; y Salvat hace lo propio en los números 64 y 88 del t. I de su Tratado.
En cuanto a autores no argentinos, citaré a Bevilaqua, Código civil dos Estados
Unidos do Brazil, t. I, párr. XI. de los Preliminares, a Ferreira Coelho, Codigo Civil
dos Estados Unidos do Brazil, t. III, p. 245 y ss., así como a Álvarez, que en su obra
Nouvelle conception des études juridiques ha puntualizado lo atingente a los
supuestos técnicos de fondo de las codificaciones del porvenir, lo mismo que lo
relativo a la técnica interpretativa y a la externa de las mismas.
A mi me ha preocupado el asunto de mucho atrás. Desde 1909 - fecha a partir de
la cual figura en mi programa y en mi curso de derecho civil la materia de la
metodología del código- tengo en bosquejo una obra de mucho aliento sobre la lógica
del derecho civil, en la cual, y de conformidad con el plan que hasta ahora tengo
trazado, habré de analizar ese derecho en su lógica analítica (comprensión o
contenido, y extensión o divisiones del mismo), en su lógica metodológica, en su
lógica genética, en su lógica interpretativa, en su lógica estrictamente técnica
(elaboración legislativa, jurisprudencial y científica o doctrinaria) y en su lógica
didáctica. Asi, el presente libro viene a ser apenas un mero capitulo de esa obra.
Mientras tanto he dado a luz algunas publicaciones más o menos especializadas
sobre el tema. En 1913, Sobre didáctica del derecho civil; en 1915, en un articulo
Sobre metodología en la codificación civil, que apareció en el número de noviembre-
diciembre de ese mismo año de la Revista general de legislación y jurisprudencia,
editada por la casa Hijos de Reus, de Madrid; y en 1916, mi susomentado estudio La
técnica jurídica en la obra del Profesor Geny.
Como se ve, los precedentes de técnica legislativa son muy escasos, así en
cantidad como en calidad, pues no hay uno solo que ahonde el consiguiente análisis
de ningún código, y por mucho que en los supuestos más decisivos, los de Saleilles y
Geny, que antes he señalado, los respectivos trabajos se cobijen bajo el nombre de
positivas autoridades jurídicas.
La dificultad, de consiguiente me resulta irremediable Lo hago constar no para
cohonestar las deficiencias del presente estudio, por lo mismo que nadie tiene el
derecho de emprender una obra cualquiera sin estar en condiciones de poder
realizarla con medios suficientes y con relativa eficiencia, sino para hacer notar lo
pobre de nuestra producción en tal sentido, lo independiente de mi situación y lo
delicado del análisis.

B.-5. En lo que toca a la segunda dificultad, será tarea difícil la de vencer las
prevenciones que en general suscitan estas cosas de cualquier técnica,
particularmente en materia jurídica, donde no se está acostumbrado a ellas, y donde,
por lo mismo, se las mira con desconfianza, si no con desdén.
Muy lejos estoy de hallarme seguro de poder despejarlas en mi caso. Ihering,
primero, ha debido dedicar varias páginas del citado t. III de su Esprit du droit
Romain, para hacer resaltar la importancia de la materia y para enrostrar a sus colegas
el olvido en que la tenían. Y Geny, después, ha tenido que hacer lo propio en el
primer tomo de su Science et technique, hasta creerse obligado a justificar la misma
necesidad y conveniencia de la técnica jurídica. Cabe suponer, así, lo que el asunto
puede importar entre nosotros, que nos mantenemos tan ajenos a todo cuanto entrañe
disciplina no ya científica sino aun ética y hasta legislativa, que somos tan amigos de
lo que llamamos inspiración personal, que resultamos tan refractarios - pese a nuestro
aparente revolucionarismo- a lo que implique cambio de metro o innovación, y que
preferimos en esto como en todo las vías expeditivas y cómodas de lo ya conocido y
trillado.
Bien me consta lo que se ha abusado del preceptismo, con el cual se quiere
sinonimizar la técnica. Sé que las reglas de la gramática no sirven para enseñar a
hablar correctamente. Hay admirables retóricos, si el calificativo cabe en el caso, que
son incapaces de sentir propiamente la belleza, ni siquiera de escribir un buen soneto.
Son muchos los que saben decir cómo debe ser hecha una cosa, y que resultan
incapaces de llevarla a la práctica. En definitiva, abundan los cánones y faltan los
hechos, sobran las técnicas y carecemos de obras, menudean los andamios y los
edificios quedan por hacerse.
Más aun. La mayoría de las cosas, particularmente en asuntos psicológicos y de
vida colectiva, como la política, la legislación y el gobierno, se realizan sin técnica
alguna. Tal pasa, concretamente, con el código civil. Es que, se agrega, eso de la
técnica si no es una superchería es una cosa como instintiva, que no se aprende en los
libros, que se tiene inconscientemente, por efecto de la natural predisposición o por
virtud larvada de la general cultura.
De ahí que toda su armazón de normas y principios resulte por lo menos innecesaria.
Y no sólo es innecesaria. También es peligroso. Los cánones técnicos, como todos
los cánones del mundo, son cristalizaciones de criterio, son categorizaciones de
pensamiento y de acción. Y no hay nada más inconveniente, para no emplear el
concepto más fuerte que cuadraría, que eso de reducir a fórmulas invariables, a
rígidos lechos de Procusto, el criterio y la acción, que, debiendo como deben
subordinarse a la vida que han de interpretar y favorecer, y que es, hasta por
definición, cambio perpetuo, diferenciación progresiva y constante evolución,
requieren libertad y no esclavitud, elasticidad y no fijeza, vale decir, adaptación a las
circunstancias variables, y nunca lo inverso de la supeditación de la realidad a sus
preceptos tan fríos como falsos.

6.-La retahila no es corta. He querido limitarme a lo expuesto, porque, según creo,


es lo principal. Y advierto, desde luego, que no poco de ello es de la más pura verdad.
Es bien raro, por de pronto, que ninguna técnica pedagógica, militar o musical haya
contribuido a formar, no ya un Pestalozzi o un Horacio Mann, ni un Bolivar o un
Napoleón, ni un Bach o un Wagner, sino ni aun un maestro, un general o un músico
de condiciones más que medianas.
También es cierto que Diocleciano y Bonaparte eran perfectamente ignaros en
cualquier técnica política, lo que no ha impedido que resultasen genios de primera
agua en punto a gobierno de países. Lo mismo ha pasado en cosas legislativas: id a
buscar técnicas previas y sabias en el código civil francés, que logró expandirse por
casi las cinco partes del mundo, y, sobre todo, en el derecho romano,.que es la gran
luminaria que hasta hoy informa todos los cuerpos jurídicos de derecho privado al
través de dos mil años de vida humana!
Y es bien exacto lo de que las normas y categorías técnicas han resultado, en no
contados casos, restos incómodos que han coartado la expansión y, más que todo, la
innovación, contra las cuales han debido rebelarse los espíritus superiores y
creadores. Wagner ha sido la reacción contra las técnicas musicales. Hugo lo fué
contra las de la poesía, como luego lo ha sido, si bien en otra forma, Wal Whitman. Y
si fuéramos al fondo del asunto, hallaríamos también que Jesús es la protesta contra la
“técnica” del paganismo, como Lutero lo ha sido contra la del vaticanismo, o la
revolución francesa lo fué contra la del “antiguo régimen”, para recordar a Taine, y
nuestra propia emancipación, que no ha sido sino una revuelta contra la técnica
económico política de la madre patria.
No seré yo quien haya de desconocer todas esas verdades. Y tengo en alto precio
la libertad para ponerle cortapisas inútiles, así como guardo el más profundo respeto
por la vida para querer posponerla a fórmulas que, por el simple hecho de ser tales,
resultan siempre estrechas y esclavizadoras.

7.-Más conviene no exagerar las cosas. La libertad y la vida pueden quedar


intactas y en su lugar sin sentirse afectadas en lo mínimo por técnica alguna. Todo
estriba en que se haga de la técnica el uso que corresponde. Todo finca en que no se
abuse de ella. Lo que si es injusto es que por sus abusos se fulmine la misma técnica.
Con igual criterio habría que echar por tierra los libros, los viajes, el dinero, los
gobiernos y cualquier otra cosa en el mundo, por lo mismo que de nada se deja de
abusar.
El que abunde el preceptismo técnico en casi todo, y el que así tengamos muchos
más retóricos que constructores y creadores, es achaque natural del hombre. Para
modificarlo seria menester ante todo alterar la constitución humana.Y quisiera yo
saber de algún poder capaz de mostrarnos el cómo al efecto.
Cierto que ni el Ramayana, ni el De natura rerum, ni Shakespeare han conocido
los cánones de ninguna técnica literaria, lo que no impide que las obras aludidas
brillen perdurablemente en los más altos firmamentos. Pero ello prueba demasiado,
por donde así no prueba nada. Probará con respecto a esas obras, pero nada más. No
hay derecho de extender, mucho menos de generalizar, el argumento que entrañan.
De tal suerte se daría como inútiles todas las técnicas: ¿se concebirla, así, un albañil
sin aprendizaje, o un médico o un abogado que no hubiesen pasado por las
respectivas facultades universitarias?
Lo único cierto es que en los casos referidos, y en muchos otros análogos, el
elemento técnico pasa tan a segundo plano ante lo soberanamente bello de la
correspondiente creación, que prácticamente no tiene por qué contar. Y lo que en
general es igualmente cierto es que en todos esos supuestos ha habido siempre una
técnica, inintencionada, es cierto, pero no por eso menos real. Véase, si no, la técnica
del derecho romano que tan de relieve ha puesto Ihering. Es que, fatalmente,
quienquiera que haga una cosa, se traza, aun sin pensarlo ni quererlo, un conjunto de
normas de acción y una serie de procedimientos adecuados, que vienen a constituir su
arte o su técnica más o menos propia. Tan cierto es ello que en los casos iguales
siempre se echa mano de los mismos recursos, y que el total de éstos viene a tener
como un fondo de organismo y unidad que les imprime carácter y orientación
definidas. Y las distintas normas técnicas no son otra cosa que la condensación en
principios generales y superiores, fundamental y objetivamente iguales en cada orden
de disciplinas para todo el mundo, de esos procedimientos y de esas artes particulares
o individuales. Lo único malo es que ese contenido fundamentalmente igual tienda
a ser convertido en un principio uniforme, que no tenga en cuenta las modalidades y
circunstancias ocurrentes.
No puede caber duda. Ningún código, para limitar el asunto a lo que
inmediatamente interesa, puede dejar de adoptar un plan metodológico de sus
instituciones, dictar reglas concretas o abstractas, establecer presunciones, emplear un
lenguaje correcto y claro, etc. Todos los códigos necesariamente entrañan el
problema técnico de su respectiva elaboración, a efecto de que resulten obras
armónicas y eficientes, en las cuales el máximo de los fines pueda ser obtenido con el
mínimo de medios, lo que es una simple aplicación de una ley universal, la de la
economía de medios, la del menor esfuerzo, que tanto ha hecho resaltar Spencer en
sus First Principies para el dinamismo mundial, y que tan fuertemente ha patentizado
Ihering en materia jurídica.
Es acaso deseable librar el asunto al azar de las circunstancias y confiar en las
técnicas intuitivas de los codificadores, so pretexto de casos en que ello ha permitido
el mejor de los resultados, como ha acontecido en derecho romano, en el código civil
francés y en nuestro código civil? No tendría sentido. Tales casos son excepcionales,
aun suponiendo que los dos últimos puedan ser aducidos con toda la fuerza que se
quiere asignarles. Las mentalidades superiores no requieren técnica alguna, mas no
porque la técnica sea inútil, sino porque llevan en si mismos todo el gran capital
intelectual de su genio. Por eso tampoco requieren muchos conocimientos científicos:
por si solas son capaces de contemplar cualquier cosa en la integralidad de sus
aspectos, y tienen aptitud para 1a síntesis supremas de las creaciones más audaces y
de las ciencias más acabadas. Viceversa, las mentalidades inferiores jamás alcanzarán
nada, por mucho capital técnico y científico que posean: el elemento subjetivo, el
instrumento creador es tan deficiente que no cuenta con ningún poder organizador y
constructivo. Pero esos son los casos extremos. Y en esto, lo mismo que en derecho y
lo propio que en cualquier otro supuesto, ad ea potius debet adaptari jus quae et
frequenter et facile, non quae per raro eveniunt, lo que, en términos más breves, se
traduce en aquello de que las leyes, como todas las reglas, no se hacen para los casos
raros. Amoldando al caso la cita, puedo repetir lo que en otro trabajo -La encuesta
sobre educación secundaria - he dicho contra los que resisten la preparación didáctica
de los profesores: “La preparación profesional es tan necesaria como cualquier otra.
Se dirige al término medio, y así a la gran mayoría y de ese término medio están
naturalmente excluidos los dos extremos: los sin aptitud ni vocación, que ni con ella
serán nunca profesores; los predispuestos y consagrados, que sin ella lo serán
siempre”.
De otra manera se llegaría a positivas enormidades. Contemplemos lo común de
los hombres, esa parte de humanidad a que pertenecemos, lector, tú y yo, esa aurea
mediocritas que ya canonizara el viejo Horacio, y digamos si es posible que entre dos
individuos de allí sacados, y que estén naturalmente en condiciones iguales, es
posible que pueda dar más de sí el individuo no previamente educado que el que ha
pasado por una adecuada preparación. Análogamente, no es imaginable la suposición
de que entre dos códigos, uno de los cuales ha sido concebido y elaborado a la buena
de Dios, al paso que el otro ha sido fruto de una técnica madurada, el primero pueda
resultar superior al segundo. ¡Pero seria dar la razón a Quiroga y sus gauchos contra
Paz y sus escueleros”!. ¡Pero equivaldría a sostener que el código civil alemán no es
superior en mucho a cualquiera de los códigos hasta entonces existentes en el
mundo!. ¡Pero tanto importaría decir que la cirugía cafre está a la altura de la
teutónica!
En una palabra, la técnica instintiva puede ser mejorada y completada por la
técnica consciente. A menos que se pretenda que la inteligencia no corrige o suple e
integra las naturales deficiencias del instinto, lo que sería simplemente prodigioso. Y
a menos que se pretenda, con el bergsonismo contemporáneo, más o menos bien o
mal interpretado, que la intuición acierta siempre y está bien por encima de todos los
cánones y de cualquier disciplina intelectual. Aparte la enormidad que ello implicaría,
y para lo cual me remito a mi Técnico Jurídica, donde me he explayado acerca del
posible papel de la intuición en derecho (p. 61 y ss.), me bastará con decir que si ello
fuera así, lo menos que cuadraría seria dar por tierra con todas las escuelas, barrer con
todos los títulos y diplomas y quemar en efigie la razón y todas sus obras!
Seamos serios, y mantengamos el análisis dentro del buen sentido que le
corresponde. La técnica jurídica no tiene por qué ser mala, como no lo es ninguna
técnica. Si esa técnica inaprendida y como instintiva de que he hecho mérito poco
más arriba puede darnos códigos como el francés o el argentino, hay todo el derecho
del mundo para suponer y sostener que los respectivos codificadores habrían
producido obras mejores si hubieran sabido reducir a principios orgánicos -
racionales, coordinados, uniformes y generales la empírica balumba de sus técnicas
inconscientes, cuyas normas hesitantes, contradictorias o ausentes han dado pie a
planes metodológicos que pudieron ser mucho mejores, a disposiciones teóricas, a
preceptos contradichos, a reglas diminutas o excesivas, y a lo impreciso de un
lenguaje -sin mencionar su elegancia- que se resiente de una larga serie de
ambigüedades y de otra serie aun más larga de sinonimias, esto es, a un conjunto de
fallas que cabria haber salvado.

8.-Por lo demás, la técnica no reata ni coarta. Es cierto que cuando se abusa de


ella, se llega a cristalizar y a categorizar ne varietur sus normas. Pero eso no es la
técnica, sino la técnica de algunos. La buena técnica tiene que ser de moldes
flexibles, debe evolucionar, por lo mismo que responde a una fenomenología, como
la jurídica, en perpetuo devenir, y a la cual necesita amoldarse so pena de no
interpretarla y de resultar una mentira. Es lo que pasa con la misma ciencia del
derecho. Es lo que ocurre con cualquier ciencia o disciplina. Un buen día se le ocurre
a un espíritu un tanto dogmático y reaccionario proclamar “la bancarrota de la
ciencia”, so pretexto de que ésta, cargada de deficiencias y contradicciones, se había
mostrado impotente para satisfacer el espíritu humano en sus afanes de “más allá”, y
no había podido sustituir los valores psicológicos llenados por la religión que aquélla
acababa de destronar. Todo eso es fantasía. Es innegable que el mundo de
civilización y cultura que vivimos es producto eminente de la ciencia: así en higiene,
en salud y en mortalidad; así en alojamientos, en alimentación y en viajes; así en
comunicaciones, así en educación, así en riqueza y bienestar fisiológicos, así en
política y gobierno, así en filosofía como en religión y aun en arte; en una palabra, así
en todo cuanto concierne a mejora de condiciones de vida orgánica, intelectual y
afectiva, tanto en lo individual como en lo social y hasta en lo internacional.
La ciencia ha tenido sus lagunas y sus antinomias... Pero eso no es razón para
dudar de ella. Al fin y al cabo, la ciencia es obra humana, por donde le son inherentes
las naturales imperfecciones. ¿Hay derecho para ponerla en juicio por razón de diez -
¡de cien!- fallas o por virtud de diez - ¡de cien!-contradicciones?. Pero es que
entonces nada cuenta todo el ingente tesoro acumulado por obra de ella en verdades y
en obras perdurables desde que el mundo es mundo?. Pero entonces hay título para
renegar de nuestra misma inteligencia, y para aventurarnos al azar de la creencia y de
la fe ciegas? ¿Pero entonces la razón no cuenta en el mundo? …
Precisamente, el espíritu científico consiste en eso; en reconocer y confesar errores
y en procurar corregirlos y sustituirlos por las verdades que cuadren; en inclinarse
ante la relativa pobreza de nuestros medios y ante lo grandioso del espectáculo del
universo; en cambiar la hipótesis de ayer por la de hoy; en transmutar en verdad,
cuando ello es posible, la hipótesis provisional, o bien en abandonar las hipótesis no
fecundas o no comprobadas; en adaptarse a su época y circunstancias, en sufrir el
general curso de la evolución, y en hacer concordar siempre los principios con las
cosas, fenómenos o relaciones que trata de interpretar.
Por lo demás, es bueno no olvidar que ni aun en las más recientes concepciones
filosóficas, tan anti-intelectuales, tan anti-científicas, como el intuicionismo y el
pragmatismo, se ha llegado a las exageraciones a que son tan propensos los espíritus
fácilmente deslumbrables de los numerosos diletantes y habladores que pretenden
barrer con ella. Bergson ha dicho (en sus Données inmédiates y en su Introduction a
la métaphysique) que la ciencia no puede ser desalojada de sus dominios propios, el
análisis de la objetividad, donde alcanza lo absoluto, lo mismo que la intuición en el
campo de la conciencia; para concluir hermanando la ciencia con la intuición en una
reciproca conjunción, y para refundirlas en una superior unidad de fondo (cons.
Segond, L'intuition bergsonienne, pp. 95-6). Y el pragmatismo - para condensar los
17 pragmatismos que contara cierto filósofo norteamericano- jamás ha podido
desconocer lo "útil" de los resultados científicos y de la misma ciencia, por más que
James (Philasophie de l'expérienae, p. 137; The varieties of relilious experience, p.
491) haya inculpado a ésta. Como ya lo hiciera Dergson, la invasión ilegítima de los
horizontes metafísicos y religiosos.
Lo que debe quedar como indiscutible es que - y habría que repetir no poco de La
pensée et les nouvelles écoles antiintelectualistes de Fouillée, particularmente en su
Conclusión - la ciencia (la idea, el concepto), como expresión que es del pensamiento
y del espíritu, tiene también su fin, lo mismo que cualquier acción (pues ella lo es), y
no puede ser contrapuesta a la filosofía, por lo mismo que, al igual que la intuición,
forma parte de la vida y de la realidad que ésta entraña, que no puede ser separada o
dividida, que es única y que obra en lo orgánico de su plural y fecunda propulsión.
Podrá no aceptarse aquello de Remy die Gourmont (Promenades philosophiques, p.
133) de que “no hay más que una filosofía digna de este nombre: la filosofía de las
ciencias”; cabrá discrepar de Ostwald (Esquisse d'une philosophie des sciences,
Prefacio), que afirma que “el movimiento actual reviste más bien el carácter muy
nítido de una filosofía de las ciencias”; es concebible que no todo el mundo admita
los panegíricos de la ciencia que han hecho no pocos autores (y hasta poetas, como
Sully Prudhomme), que he citado en mi trabajo La cultura científica dado a luz en el
n9 de marzo de 1917 de la Revista de filosofía, y a los cuales se puede agregar Le
Dantec en cualquiera de sus producciones (particularmente en la última, Contre la
métaphysique, capítulos II y III), así como Pearson, The Grammar of Science.
Introduction); pero no es dable, ni remotamente, negar a la ciencia moderna, que
tanto ha contribuido a la eclosión de la filosofía, de la religión y del mismo arte, la
palabra primera, y última, en asuntos de orden fenoménico y positivo, jamás
trascendente, como los del hecho, y la consiguiente disciplina, del derecho. Sería, si
no, el mundo al revés: el gobierno de las cosas jurídicas por el subjetivismo
impresionista e individual de cada uno, la objetividad jurídica sujeta al personalismo
de los criterios. La reacción habría ido, así, demasiado lejos: so pretexto de
contenerse la ciencia en los limites que le son propios, se le hurtaría campo de acción
.al quererse sustituirla por ese esoterismo intuicionista de las modernas escuelas.
Tanto valdría proscribirla del todo.
Pero esto no me concierne sino incidentalmente. De ahí que remate el asunto
diciendo que ya he estudiado en otro trabajo (La técnica jurídica en la obra del Prof.
Gény, capítulos IX y X) el papel posible de la intuición en el derecho. Allí he dicho,
y me basta repetirlo, que la intuición como criterio, como método y como
verificación no tiene nada que hacer en materia jurídica; y que sólo es concebible, lo
mismo que en cualquier otra ciencia, como medio de invención o descubrimiento,
nunca como elemento de investigación y análisis.
Es posible que haya habido exageraciones científicas. Pero eso no es debido a la
ciencia, sino a otra cosa. La buena ciencia, la ciencia, nunca puede ser dogmática, ni
jamás pontifica ni categoriza. Lo que quiere decir que la ciencia no desconoce que
hay cosas en las cuales ella no lleva la primera palabra, como son las de arte y las de
religión. Lo que quiere decir que, así, ella se traza sus límites con relación a esas
disciplinas. Lo que quiere decir que, cabalmente, lo científico estriba, en tales
supuestos, en el examen integral del asunto, a efecto de que se dé a la razón y a la
lógica lo que les corresponde, de que se deje en el campo de la emoción lo que le es
propio, y de que no se invada el círculo de lo que es materia puramente intuitiva. De
ahí que no proceda sostener que la ciencia intente sustituir los ideales religiosos. Lo
único que hace es mostrar en las religiones sectarias y antropomórficas, lo diminuto,
lo degenerado, lo artificioso, lo grosero y lo formalista de sus respectivos cultos.
Jamás ha pretendido atacar el sentimiento mismo de lo religioso, que es connatural al
hombre y que existirá mientras éste siga siendo hombre…
Pero todo esto es excesivo para lo que aquí interesa. En mi obra Los países de la
América latina he consagrado al examen del asunto, en su faz general, bastante
desarrollo en el cap. V de la parte primera. Por eso me creo con derecho de remitirme
a lo que allí tengo expuesto, y limitar a lo dicho lo que toca al problema de fondo
con el cual se ligan el de la técnica general y el de la técnica jurídica.
Volviendo a la primera de éstas, para dar ya de mano al tópico, advertiré que
tampoco es una traba la técnica en cuanto pueda limitar la espontaneidad y el libre
vuelo de los espíritus superiores y creadores. Es precisamente en éstos donde la
técnica se hace más elástica y cuando amplifica sus cuadros, por lo mismo que ellos
le descubren nuevos horizontes, le allegan más medios y le afirman o cambian sus
conclusiones. Si hay algún espíritu que se sienta cohibido por las aparentes categorías
técnicas, es, sin duda alguna, porque se trata de un espíritu incapaz de elevarse y de
independizarse, es porque se trata de un espíritu inapto para destruir construyendo, es
porque se trata de un espíritu no creador y, de consiguiente, tampoco superior.
Y ahora en lo que hace especialmente a la técnica jurídica, me bastará apuntar la
siguiente consideración: hasta ahora, y salvo las ocasionales o incidentales
expresiones a que me he referido, la elaboración del derecho y de los códigos ha
quedado librada al juego incoordinado de la inconciencia. De ahí que haya imperado
en el terreno del derecho el empirismo más acentuado, vale decir, lo insistemático, lo
inorgánico y lo anticientifico. Y si el derecho, como disciplina que es, resulta una
ciencia, es inconcebible que no se lo trate con los miramientos que a cualquier ciencia
corresponden.
La tarea se hace, entonces, tanto más necesaria y hasta indispensable, no ya
conveniente, cuanto que es bien escaso el capital técnico de que hasta hoy se dispone.
Y en otro sentido complementario, la tarea es tanto más urgente cuanto que precisa
contribuir de inmediato al desarraigo de todo ese impresionismo que tiende,
fatalmente, a subjetivizar cosas, como las del derecho, que son tan objetivas y
naturales como las de cualquier fenomenología, a quitar al derecho su carácter y su
contenido científico, y a hacer mirar la disciplina jurídica como no sujeta a leyes,
como no subordinada al causalismo colectivo, y como ajena al dinamismo general de
su respectivo ambiente.
Es lo que yo procuraré hacer, dentro de mis medios y aptitudes, con relación a
nuestro código civil.

9.-De otro lado, se puede contemplar el asunto más positivamente todavía.


¿Qué es, al fin y al cabo, el derecho codificado?. Es toda una armazón de técnica
eminente, es toda una construcción de medios, es todo un edificio de andamiajes
técnicos.
Tómese la familia. La parte naturalmente jurídica se reduce a unos cuantos
principios: conservación de la especie, potestades marital y paterna, patrimonios
conyugales y filiares, etc. Gran número de los preceptos que la rigen (formalidades
del matrimonio, registro civil, venia marital, alimentos, tutela, curatela, etc.), se
constituyen con el mecanismo complicado que pone en juego a los indicados
principios. Lo mismo cabe decir en punto a las pruebas del nacimiento, de la
ausencia, de la defunción, de la demencia y sordomudez de las personas: lo jurídico
(científico. natural) es el simple hecho del nacimiento, de la demencia, etc., que se
reduce en cada caso a una regla única; lo grave es el resto, quiero decir, la serie de
normas indispensables para poner en movimiento esas reglas, para asegurarlas, etc,
en todo lo cual no hay otra cosa que artificios de técnica.
Mírese todo cuanto es precepto abstracto: obligaciones, hechos jurídicos,
personificación, objeto del derecho, etc., y dígase si en todo ello no hay
precipuamente un tecnicismo que salta a la vista, si en todo ello lo que dimana de la
naturaleza es bien remoto y pobre, por cuanto apenas si se contiene en la
circunstancia de que tales creaciones sean obra humana.
El aspecto formal, de solemnidad y de prueba, de los actos jurídicos, es una
creación técnica de primera agua. ¿Qué hay en el fondo de ello como perteneciente a
la vida concreta y positiva del mundo?
Lo mismo cabe decir de los registros de derechos reales: entrañan tecnicismo
puro, ya que los principios de fondo son bien contados (seguridad para terceros
adquirentes, o, lo que es casi igual, prevención de la mala fe o de los errores posibles
de los transmitentes).
Obsérvese la complicación técnica de las materias de la evicción y la redhibición,
ante lo sencillo de los supuestos naturales: asegurar al adquirente una posesión
pacífica o útil de lo que ha recibido.
El juego de las acciones reales (lo mismo que el de las acciones en general) es de
técnica rigurosa, pues lo único natural que contienen es el principio de que el
respectivo derecho puede ser invocado ante los tribunales.
No se variará de espectáculo en materia de sucesiones. Los correspondientes
supuestos (igualdad de los herederos, garantías de los acreedores de la herencia,
libertad relativa de testar, etc.), resultan poca cosa ante las formalidades
testamentarias el beneficio de inventario, la separación de los patrimonios, la
colación, la legitima, la partición hereditaria, etc., en todo lo cual el aspecto técnico
es simplemente preponderante y decisivo.
No puede caber duda. El código es expresión de la naturaleza jurídica del hombre,
es cierto. Pero también es trasunto de la organización, de la sistematización, de la
armónica coordinación entre medios y fines, vale decir, de ciencia jurídica. Y la
ciencia jurídica, lo propio que cualquier ciencia, es prístinamente una construcción
técnica, en cuya virtud analiza los distintos medios que sirvan para lograr los fines
deseables, hasta dar con la adaptación más eficiente, esto es, más firme, más
económico y más provechoso. Por lo demás, ya se lo verá concretamente en el-curso
del presente análisis, con relación a nuestro código.

II -DELIMITACIÓN DEL PRESENTE TRABAJO

10.- Pero antes de entrar en el consiguiente estudio, es conveniente que precise


más el objeto de este trabajo, delimitando algunos conceptos no bien definidos o
caracterizados, e indicando el contenido y el plan del mismo.
He hablado, más de una vez, de técnica jurídica, así en general. Otras he hablado
de técnica científica o doctrinaria, de técnica legislativa, de técnica jurisprudencial,
etcétera.
Es que la técnica jurídica es un género que entraña varias especies. La primera se
refiere a los medios y formas de la elaboración del derecho en general. Viene a ser,
así, como el arte del derecho. Las segundas contemplan los distintos aspectos
formales del derecho, o, si se prefiere, las diversas fuentes del derecho, o, todavía, las
doctrinas especies del derecho. Hay un derecho científico o doctrinario, elaborado por
los jurisconsultos; como hay un derecho legislativo, elaborado en los códigos y leyes
por los legisladores; y como hay un derecho jurisprudencial, elaborado por los
tribunales y contenido en las sentencias de los mismos.
Pues bien, y reduciendo a esas formas, fuentes o especies, las expresiones más
notorias del derecho, a cada una de ellas corresponde una técnica adecuada y propia,
por muchos que sean los puntos de contacto entre ellas (ya que el derecho es, en su
fondo, una disciplina única), y por numerosos que sean los arraigos comunes de todas
ellas en el núcleo unitario del derecho, pues que todas son derecho.
Y así, la técnica científica o doctrinaria concierne a la elaboración jurídica de los
jurisconsultos, para mostrarnos, entre otras cosas, cómo y porqué éstos analizan el
fenómeno jurídico en sus elementos; cómo, luego, combinan y recomponen esos
distintos elementos para darnos las normas y principios que gobiernan una serie de
fenómenos; cómo, después, se elevan a las construcciones jurídicas que implican la
creación de los consiguientes cuerpos o instituciones (el matrimonio, la tutela, el
sujeto del derecho, la obligación, etc.), hasta elevarse a lo más alto de la creación de
teorías generales, como las de los actos jurídicos, del abuso del derecho o de la
responsabilidad; etc., etc.
La técnica jurisprudencial estudia y reglamenta no pocas cosas: los criterios
interpretativos del derecho (en lo cual no hace sino amoldar los principios generales
de cualquier interpretación jurídica), del punto de vista de los casos a juzgar; su
tendencia a crear derecho, como los pretores romanos o como los modernos jueces de
Inglaterra y de varios estados de la Unión Norteamericana; su adaptación a las leyes
escritas o a las costumbres, o bien su amoldamiento a las circunstancias particulares
de cada hecho o contienda; el arte de confeccionar y dictar sentencias, separando o no
las cuestiones de hecho de las de derecho, dividiendo luego estas últimas, o no
dividiéndolas; etc. (cons. Demogue, Op. cit., p. 215 y ss.; Fabreguettes, La logique
juridique et l'art de juger, pasim, etc.).
Y la técnica legislativa, que es la única que habré de considerar en mi trabajo,
tiene por misión establecer los principios relativos a la expresada elaboración de los
códigos y leyes, desde su preparación y confección hasta su sanción por los poderes
correspondientes. En ello se contiene un conjunto de cosas de todo interés: quién
debe encargarse de su preparación y confección, si conviene coleccionar leyes y
códigos o dictar otros nuevos, si es preferible imitar o inspirarse en los factores
ambientes, cuál habrá de ser el plan metodológico, qué caracteres debe revestir la ley,
cómo deben ser concebidos los preceptos legales, cuáles son las normas a seguirse en
el estilo de las leyes o códigos, etc.
Como se ve, el asunto es complejo. Para introducir algún orden en él, se hace
indispensable una clasificación de todo ese contenido de la técnica.
La primera división toca a lo más amplio: la técnica legislativa en adelante hablaré
simplemente de la técnica, siquiera en obsequio a una brevedad que es siempre
encomiable, y ya que el asunto no puede prestarse en el caso a ninguna ambigüedad -
es externa o es interna. Es externa si se refiere a la tarea de la preparación y de la
sanción de las leyes o códigos: así, lo que toca al nombramiento de comisiones
especiales, parlamentarias o no, o de un jurisconsulto de reputación, para la
confección consiguiente, y lo que hace al voto de esos códigos o leyes, ya a libro
cerrado, ya con discusión, etc.
Y es interna en todo el resto, que en principio puede ser resumido en la
consiguiente concepción de las ideas jurídicas que en ellos recibirán la forma de
preceptos dispositivos. El respectivo pensamiento de fondo, reflejar el ambiente y
estimularlo, supone los elementos que lo hagan posible: los relativos a que se decida
la simple colección de leyes existentes, o la creación de leyes nuevas; a que se
codifique en todos los aspectos o formas del derecho, o sólo en materia civil,
comercial, etc; a que se consulten los diversos factores sociales; a que se adopte un
plan metodológico adecuado, etc. Dicho pensamiento implica también los elementos
propiamente técnicos, y menos amplios que los anteriores. Desde luego, los
concernientes al carácter general de la ley: en cuanto la regla deba ser escueta, o bien
ir acompañada de preámbulos o comentarios; en cuanto la disposición haya de ser
directa, o bien admita las referencias; en cuanto la norma tenga que ser concreta o
abstracta; y en cuanto el pensamiento jurídico que deba ser traducido en ley resulte
completo o integral y guarde la necesaria armonía y unidad fundamentales. En
seguida, los que corresponden a la concepción de los mismos preceptos legales: si
éstos han de ser teóricos o prácticos; si dispondrán imperativamente, o si tenderán a
suplir voluntades omisas o presuntas; si se empleará la definición para caracterizar las
instituciones; si será conveniente el recurso de las divisiones o enumeraciones; y si
las presunciones y las ficciones deberán desempeñar algún papel. Finalmente, lo que
cuadra en punto a estilo: la corrección, la claridad, la concisión y la misma relativa
elegancia, que muestren un lenguaje uniforme, un pensamiento bien expresado, y en
general, las virtudes de toda obra literaria, ya que un código lo es, pues, como dice
Alberdi –Obras Postumas, t. VII, p. 285, “un libro es u n código de ideas”, de donde
se infiere que un código es un libro de normas jurídicas; el consiguiente uso de
términos y giros o fórmulas que tengan fijeza y sentido invariable, a cuyo efecto será
menester que se eche mano de un solo término O giro para traducir la misma idea, y
viceversa, que cada término o giro no corresponda sino a una sola idea; y, por último,
el problema relativo a la calidad de fondo del estilo o lenguaje, en cuanto sea
preferible un lenguaje propio, esto es, de tecnicismo riguroso y más o menos
esotérico, o bien un lenguaje que en lo posible se aproxime al lenguaje corriente.
Tal es el contenido sumario del presente trabajo, que desarrollaré en el orden que
acabo de dejar esbozado.

III.-OBJETIVOS TÉCNICOS DE UN CÓDIGO

11.-Sólo me resta, antes de hacerlo, precisar un punto final. Es el que se


contiene en los objetivos primordiales que cabe perseguir en un código civil.
El más importante de todos es, sin duda alguna, el de la seguridad de los derechos
y de las situaciones jurídicas conexas. Como que el código no responde a otra
consideración: la reglamentación y prefijación de las relaciones de derecho, en sus
caracteres y en sus distintas proyecciones, habilita a todo el mundo -tal es por lo
menos la presunción- para conocer de antemano el alcance y las consecuencias de sus
actos jurídicos. De ahí que haya como amoldar la consiguiente conducta. De ahí que
proceda la previsión. De ahí que la actividad sea posible y de ahí que la expansión
pueda resultar eficiente.
En tal virtud se consolida una serie de situaciones de hecho (la posesión, la
tenencia de un titulo al portador, los actos del heredero aparente, etc.), que
contribuyen a las aludidas actividad y expansión, o que se refieren a circunstancias
que cualquiera tiene el derecho de considerar efectivas y jurídicas. En tal virtud se
organiza la publicidad de otras situaciones (disolución de las sociedades, régimen
hipotecario, etcétera), a efecto de que se esté en condiciones de conocerlas. En tal
virtud se protege a los terceros de buena fe (cosas muebles no robadas ni perdidas,
otorgantes de una escritura ante un funcionario que en realidad no sería competente,
contratantes con un mandatario que 'ha dejado de serlo, etc.), que han adquirido un
derecho en forma que sólo aparentemente era trasmisible. En tal virtud toda buena
jurisprudencia tiende a la fijeza de sus decisiones...; pero a este respecto es bueno
limitar los desenvolvimientos entre nosotros, ya que nuestra jurisprudencia, tan
relativamente inconstante, tendría que empezar por ser más científica y consciente
para poder llegar a la indicada fijeza. En tal virtud hay que hacer no pocas cosas más:
fulminar los efectos retroactivos ocultos, proscribir las traidoras suspensiones
escondidas de la prescripción..., en una palabra, tener en cuenta que el derecho
individual de quien pueda resultar perjudicado por un acto jurídico, debe ceder ante el
derecho social de la seguridad (que es actividad posible, que es expansión útil, que es
eficiente desarrollo, vale decir, confianza, riqueza y porvenir) que representa el
individuo que pretende el mantenimiento, y no la nulidad, del acto referido, siempre
que, claro está, se trate de un individuo de buena fe, y también, en la mayoría de los
casos, siempre que ese individuo sea un adquirente a titulo oneroso.
De otra parte, esa seguridad no debe llegar a la cristalización, a la fosilización de
los derechos y situaciones concomitantes. Un código es no sólo un instrumento de
seguridad, sino también un órgano propulsor de movimiento y un factor de previsora
y elástica evolución. Por eso, y en virtud de la misma razón de fondo que se tiene en
materia de seguridad, el bien colectivo, la seguridad individual debe ceder a la
evolución que reclaman las exigencias ambientes: el contrato de transporte no puede
ser regido de la misma manera cuando hay de por medio automóviles o aeroplanos en
vez de ferrocarriles; el propietario de un fundo está obligado a explotarlo (no en
nuestras leyes, bien entendido); los contratos colectivos o de adhesión, lo mismo que
la voluntad unilateral y los diversos casos de las promesas de deuda, no pueden ser
mirados a la luz de los principios del contrato individual del romanismo de nuestros
c6digos, etc. En suma, la evolución del mundo y la vida, determinada por una suma
de factores de todos los órdenes (económicos, éticos, políticos científicos y
culturales), tiene que acarrear una concomitante evolución en el derecho, so pena de
que éste no responda a su época ni a su medio, y de que, así, resulte una traba o una
rémora, en vez de ajustarse a las modalidades que debiera traducir, para no llegar a lo
más alto de las mejoras que deberla preparar y fomentar a fin de ser efectivamente un
órgano de previsión y de progreso.
Lo único que hay de difícil a estos respectos es un problema circunstancial; hasta
qué punto la evolución debe prevalecer sobre la seguridad, o viceversa, ya que ambas
tienen el mismo asidero de fondo, y ya que las dos resultan antinómicas en su
específica virtualidad.
Ahí de lo atinado de una jurisprudencia que pondere el doble interés en juego, y
que sepa aquilatar el que sea más decisivo según las circunstancias. Ahí de una
jurisprudencia prudentemente innovadora, que, sin renegar del pasado, procure
acomodarse al presente y preparar el porvenir, a objeto de dar pie, progresivamente, a
la ulterior legislación que haya de consagrar el derecho nuevo. Es así como cabe
explicar la función jurídicamente educadora de la jurisprudencia francesa, que tanto
se ha adelantado al código, al extremo de encontrarse prácticamente a la altura de los
códigos más recientes, como el alemán y el suizo. Es así como se justifican los
escasos amagos de igual carácter entre nosotros (fulminación de la usura, en nombre
de la moral, no obstante el articulo 621 del código civil; validez plena de los títulos
sobre inmuebles adquiridos por donación, malgrado lo reipersecutorio de la acción
que dimana de las donaciones inoficiosas, etcétera). Y es así cómo es posible en la
historia del derecho, aun prescindiendo del fecundo pretorianismo romano, la gradual
admisión de la subrogación consentida por el deudor, de los títulos a la orden y al
portador, del contrato de seguro, de las estipulaciones por terceros, etc, sin contar lo
más antiguo de la irreivindicabilidad de las cosas muebles, etc.
Por último, la universal ley del menor esfuerzo no podría dejar de tener su
expresión en el derecho. Se resuelve en la economía de tiempo, de actividad., de
medios y de todo cuanto implique simplificación. La pesantez del derecho civil es
poco menos que proverbial. La independencia del derecho comercial no es debida, en
principio, a otro factor. Hay en él todavía demasiado formalismo, aunque no sea éste
como el del derecho romano. El fetichismo de la propiedad inmueble, en esta época
de acciones y demás papeles al portador, es bastante anacrónico. La espiritualización
de esa propiedad, ya obtenida a medias en materia de hipoteca (divisible, movilizada
y hasta casi independizada), podría ser complementada en muchas otras formas.
Bastaría con apuntar lo relativo a lo lento y caro de una transmisión inmobiliaria, que
requiere tan largas escrituras y certificados. El sistema Torrens obviaría una porción
bien fuerte de esos inconvenientes.
Es cierto, sin embargo, que una exagerada economía puede redundar en daño de
toda seguridad, que es lo que primero corresponde tener en cuenta, ya que las
simulaciones y demás supercherías de la mala fe podrían ser muy facilitadas. Pero,
como siempre, se trata del uso y no del abuso, de la economía. Tiene que ser ella
gradual y moderada. Debe venir por evolución y no por revolución. Ha de obedecer a
las circunstancias ambientes, nunca a las preconcepciones teóricas de los
reformadores. Es evidente que de tal suerte se resuelve, también como siempre, en un
problema circunstancial, vale decir, en un asunto de prudente adecuación de medios a
fines. Y esto no es cosa del otro mundo, ya que no hay problema social, jurídico o
político, que no estribe en lo mismo.
PARTE ESPECIAL
LA TÉCNICA LEGISLATIVA DEL CÓDIGO
SECCIÓN PRIMERA

LA TÉCNICA EXTERNA
CAPÍTULO ÚNICO

l.- LA TÉCNICA ARGENTINA EN SI MISMA

12. -Como es sabido, el Dr. Vélez fue nombrado para proyectar el código, por
decreto de octubre 20 de 1864, suscrito por el General Mitre como Presidente y por el
Dr. E. Costa como Ministro de Justicia, en virtud de lo dispuesto en la ley nº 269, de
junio 9 de 1863, cuyo art. 19 autorizaba al P. E. para designar “comisiones
encargadas de redactar los proyectos de los códigos civil, penal, de minería y de las
ordenanzas del ejército".
La ley y el decreto, un tanto antinómicos, según se ve, tenían antecedentes.
Poco después de Caseros, Urquiza dictó un decreto, con fecha 2 de agosto de 1852,
en el cual se creaba una comisión codificadora para la confección de los códigos
civil, penal, comercial y de procedimientos.
Este decreto es bastante largo e interesante.
Se hace notar, en los respectivos considerandos, que estábamos regidos por leyes
recopiladas que constaban en “muchos voluminosos códigos”, por “leyes dispersas...
de dos y medio siglos, y que sin embargo son desconocidas del pueblo a quien
obligan”, por "leyes multiplicadas y aun contradictorias", "deficientes" e
"inaplicabIes", que dejan ancha puerta a los pleitos"; que los códigos entrañan una
“ordenación en plan ideológico y coherente”; etc.
De ahí que se concluyera organizando la aludida comisión que se dividía en cuatro
secciones (una para cada código), a objeto de que éstas trabajasen desde luego
particularmente, y a fin de que después se estudiara y controvirtiera las interferencias
y contactos necesarios entre los distintos códigos, en el seno de la comisión general.
Además se disponía que la Suprema Corte examinase los proyectos, una vez
adoptados por la comisión, y que los jueces auxiliasen a ésta en sus trabajos, a cuyo
efecto también se solicitaba la cooperación de “todos los habitantes del pais,
nacionales o extranjeros”. Como redactor del código civil se nombró a don Lorenzo
Torres; como consultores, a los doctores Alejo Villegas y Marcelo Gamboa. En
virtud de la renuncia del señor Torres, fué designado en su reemplazo el Dr. Vélez
(setiembre 3 del mismo año 1852).
El hermoso decreto, lo mismo que las comisiones, no se resolvió en nada práctico:
la revolución del 11 de septiembre dió por tierra con cualquier tarea legislativa de tal
género.
Dos años después se dictó, con fecha 2 de octubre, una ley por la cual se
autorizaba al P.E. para nombrar una comisión codificadora “en el número de
individuos que se estimase conveniente”. Es notable que no se haya impreso
organismo alguno a esa comisión, como se hiciera en el decreto de 1852, que tan bien
conciliaba, en lo relativo de las cosas, el doble aspecto fatal de tareas semejantes, vale
decir, la pluralidad y la unidad, el análisis y al síntesis, lo especial y lo general, en
una palabra, la coordinación armónica y superiormente única de los distintos códigos
particularmente de los de derecho privado. Nada me ha sido dable descubrir al
respecto en el pensamiento de los iniciadores de la ley. Sólo cabe apuntar que la
circunstancia de dejarse al P. E. la determinación de “número de individuos que se
estimase conveniente” en la constitución de la comisión, puede indicar que aquello se
dejaba a criterio del P.E., por donde se lo creía meramente reglamentario.
De todos modos, esa ley, lo mismo que el susodicho decreto, no pasó de un deseo
y de la simple expresión: jamás fué llevada a la práctica, al extremo de que ni siquiera
se designó por el P. E. la comisión aludida. Los conflictos entre la Confederación y
Buenos Aires, que culminaron en Cepeda, en el Pacto de San José de Flores, en la
Convención de 1860 y en Pavón, no permitieron ningún pensamiento de gobierno que
no fuese político o que no se refiriese a lo perentorio de las circunstancias. Y es
evidente que el pensamiento legislativo requiere tranquilidad y relativa
despreocupación, por lo mismo que se vincula con obra ponderada y con intereses
que no atañen directamente al problema de la organización.
De ahí que sea menester aguardar casi una decena de años para encontrar otra
manifestación gubernamental al respecto.
Fué en 1863 cuando se dictó la mencionada ley 269, con fecha 9 de junio, en cuya
virtud se autorizaba al P.E. para que nombrase comisiones encargadas de redactar los
códigos civil, penal, militar y de minería (ya se tenía el código comercial, pues por
ley de septiembre 12 de 1862, se había declarado código nacional el código de
comercio que entonces regía en la Provincia de Buenos Aires, desde octubre de 1859,
“redactado por los doctores Vélez Sársfield y E. Acevedo”, según rezaba el art. 19 de
la misma ley).
A esa ley se debió el decreto - posterior en más de un año- de octubre 20 de 1864, en
el cual se designaba al Dr. Vélez para que “redactase el proyecto de código civil”. En
la nota que dirigiera el Ministro al Dr. Vélez al comunicarle su nombramiento, le
recomendaba la conveniencia de indicar concordancias y citas legislativas, así como
la de formular notas explicativas de las disposiciones legales y del pensamiento que
las inspirase, y hasta le trazaba, en lineamientos bastantes sumarios y no siempre
correctos, ni aún con relación a la época, el sistema de fondo de las instituciones del
código.

13.-Tal es, en síntesis, el génesis de la designación del Dr. Vélez.


Dije, al comenzar, que ésta respondía, en el doble aspecto que presentan la ley y el
decreto respectivos, a precedentes nacionales. En la ley se habla de “comisiones”
redactoras, como se hiciera en el decreto de 1852 y en la ley de 1854. En el decreto se
convierte esas comisiones en individuos, según ya se había hecho en Buenos Aires
con el citado código de comercio, y según también lo había resuelto en la práctica el
mismo decreto de 1852.
El Dr. Vélez, alejado por entonces de toda función política, aceptó complacido el
cargo y se puso a la tarea inmediatamente.
Nadie sabe cómo trabajó, aunque es dable inducirlo de no pocas circunstancias,
exteriorizadas en muchas formas y oportunidades: cons. la biografía de Vélez por
Sarmiento (Obras, t. XXVII, p. 375); el prefacio que escribiera el Dr. Obarrio para la
obra Fuentes y concordancias del código de comercio del Dr. Alcorta; la nota
dirigida al gobierno por los doctores Plaza y Prado en 1871 (con motivo de la planilla
de correcciones de la edición del código hecha en Nueva York, que se les había
encomendado tan pronto como se recibió en el país esa edición) ; algunas de las
cartas que Sarmiento y el mismo Vélez dirigieran a nuestro Ministro en los Estados
Unidos, publicadas en La Nación de junio 5 de 1917 por un hijo del citado Ministro;
el trabajo que diera a luz el Dr. B. Otero Capdevila, a fines de mayo y a principios de
junio de ese mismo año, en el citado periódico, sobre una comparación de los
originales del código (depositados en la Universidad de Córdoba) con las diferentes
ediciones del mismo; las revelaciones hechas por algunos Senadores cuando se
discutió la ley de fe de erratas y correcciones del código (nº 1196, de setiembre 9 de
1882); y algunas obras especiales, como la del Dr. E. Martinez Paz, Dalmacio Vélez
Sarsfield y el código civil argentino (p. 144).

A lo que parece, trabajó solo. En verdad que no tenía grandes motivos para contar
con la opinión de nuestros juristas, entre los cuales no había un solo jurisconsulto.
Más aun, los pensamientos adversos contribuían a afirmarlo más en el propio.
Alguien le observó, en cierta ocasión, que algunos miembros de la Suprema Corte
encontraban malo tal o cual precepto legal. El Dr. Vélez no sólo no hizo caso alguno
de la observación, sino que, además, ante una insistencia formulada al respecto, llegó
a decir que no tendría inconveniente en poner entre las concordancias y citas de las
disposiciones criticadas: “en favor, Demolombe, Aubry y Rau, etc., en contra, Fulano
y Zutano; a ver si creen poder tener el derecho de figurar éstos al lado de los
jurisconsultos en quienes me inspiro”.
Es igualmente verdad que en la época no había nadie que estuviese en mejores
condiciones que el Dr. Vélez para una obra semejante. Se trataba, por de contado, de
un jurisconsulto, guardada la relatividad del concepto: había escrito y publicado más
de una obra (los comentarios sobre las Instituciones de Alvarez y sobre el Prontuario
de Castro, su Derecho público eclesiástico, su prólogo de la traducción castellana de
la obra de derecho constitucional de Curtis, etc.), había ejercido la profesión de
abogado patrocinando grandes causas, estaba bien versado en economía (su cátedra
en la Universidad de Buenos Aires, su fundación del Banco de la Provincia de
Buenos Aires, etc.), había sido legislador varias veces, fué Ministro otras más, tuvo
alguna participación en la confección del código de comercio de esa misma Provincia
(cosa que hoy niegan algunos descendientes del Dr. Acevedo), hasta tenia versación
literaria (su traducción de la Eneida, etc.) ; en suma, había realizado una tarea tan
compleja que fatalmente debía haberlo educado para alcanzar el derecho en la visión
suprema de los distintos arraigos, interferencias y proyecciones del mismo, lo que
tenía que resolverse en la medida relativa postulada en la sana y fecunda conjunción
última de la ciencia y la experiencia, de la teoría y la práctica, de los libros y el
mundo.
De ahí que sea difícil discutir su designación. Fué ella tan sabia como cualquier
designación que se haga en favor de una persona que es insustituible porque es única.
No creo que cupiera mayor elogio del Dr. Vélez. y bien complacido se lo tributo.
Por eso resulta disculpable su legitimo orgullo: todo aquel que vale es orgulloso,
sin que esto importe justificar la ostentación o la vanidad del orgullo.
Hay razón, pues, para que el Dr. Vélez trabajara solo, como indudablemente ha
hecho. Tal circunstancia explica la doble modalidad de su código: su fuerte valor de
fondo y sus numerosos traspiés de detalle.
Pero esto último se explica también por otra circunstancia. El código le insumió
poco más de cuatro años de labor, pues, según es sabido, en 1869 lo tuvo listo y lo
sometió a la consideración del gobierno, acaso debido a instancias de Sarmiento,
entonces Presidente (que tan alta opinión tenía del Dr. Vélez y de su obra, y que
estaba muy interesado en la urgente sanción del código), acaso porque el mismo
Vélez quería dar cima a su tarea por razón de lo relativamente avanzado de su edad
(estaba por frisar en los setenta años

14.-Sea de ello lo que fuere, el P. E. (Vélez era entonces Ministro de Sarmiento,


por donde resulta que lo último del código acaso fué confeccionado entre las
exigencias de las altas tareas oficiales) se apresuró a obtener la aludida sanción. Al
efecto lo envió a la Cámara de Diputados en agosto 25 de 1869, con un mensaje en
que solicitaba su aprobación a libro cerrado. Ello malgradó la circunstancia, que se
mencionaba en el mismo mensaje, de que el Colegio de Abogados - al cual se había
pedido opinión sobre el punto- había manifestado que era preferible la discusión
previa. Claro está que al P.E. tenía que parecerle inmejorable el proyecto para poder
sustentar aquella indicación. Efectivamente, en el susomentado mensaje el P. E. no es
muy parco en los elogios del código.
Debo advertir que lo que se sometió al Congreso fué el proyecto tal cual había
sido ya impreso. En 1865 se habla publicado por el mismo Dr. Vélez el primer libro,
por la imprenta de La Nación Argentina. Los tres libros restantes fueron editados por
la casa de Coni, en el mismo formato (aunque no en idéntico tipo) que el primero.
Esos cuatro tomos constituyeron el proyecto que el Congreso tuvo presente en sus
deliberaciones y sanción. Hago constar, de paso, que el primer libro fué acompañado,
de parte del Dr. Vélez, con una nota de remisión en que éste explica su pensamiento
de fondo, y puntualiza una serie de consideraciones (sobre fuentes, instituciones
contempladas u omitidas, método, etc.) a propósito de todo el código y del libro
citado. Los demás libros fueron remitidos al gobierno sin nota alguna. Debo agregar
que al pie de aquella nota de Vélez recayó un decreto (en julio 23 de 1865) en que se
ordenaba la publicación del libro en número bastante para ser distribuido a los
senadores y diputados, a los miembros de la Suprema Corte y de los demás tribunales
nacionales y provinciales, a los abogados y a los demás personas competentes, para
que lo estudiasen y se formasen opinión acerca de sus meritos y deficiencias.
Casi un mes después de haber enviado el P. E. el proyecto, se inició la discusión
del mismo en la Cámara recordada (p. 381 y ss. del Diario de sesiones de 1869).
El señor González Durand, en su carácter de miembro informante de la respectiva
comisión, aconsejó el aplazamiento de la discusión del proyecto, so pretexto de que
la comisión no había tenido tiempo de estudiarlo. El señor Cáceres sostuvo lo mismo,
si bien por otras razones de más fondo: quería la “revisión por la opinión pública” de
una ley tan importante. Se opuso el Ministro de Justicia a cualquier aplazamiento, y
solicitó su aprobación a libro cerrado, como se había pedido en el mensaje susodicho.
Así se resolvió, adoptándose un proyecto de ley cuyo art. 19 expresaba la aprobación
del proyecto de código, cuyo art. 29 mandaba que los tribunales diesen cuenta
anualmente de las dificultades y vacíos que notasen en la aplicación del código, y
cuyo art. 3 ordenaba recabar análogos informes de los tribunales provinciales (el art.
4°, que autorizaba al P. E. para que éste nombrase una comisión de abogados “de los
más competentes”, a fin de que en el término de cinco años, o antes de tal plazo,
aconsejasen las reformas y mejoras que creyesen oportunas, no fué sancionado).
No menos fulminea resultó la conducta del Senado. En vano el señor Oroño
arguyó con una serie de consideraciones de tinte bastante alberdiano. Los señores
Navarro y Colodrero manifestaron que optaban por la sanción inmediata y sin
discusión. Lo mismo expresó el General Mitre, apoyando al Ministro (Avellaneda).
En este sentido se pronunció la Cámara, y el proyecto fué sancionado tal como
viniera de la otra Cámara, por donde el código debía empezar a regir desde el 19 de
enero de 1871. Con fecha 25 de setiembre del mismo año, el proyecto quedó
convertido en ley (nº 340), por la promulgación del P.E.

15.-Vino luego la tarea de la publicación del código.


Dadas las preferencias de Sarmiento, no debe extrañarse la circunstancia de que se
mandase hacerla en Nueva York, no obstante las naturales dificultades del idioma. En
las cartas dadas a luz por el señor García Mansilla, y a que me he referido poco más
arriba, se verá la serie de instrucciones transmitidas por aquél al encargado de la
edición, nuestro Ministro en los Estados Unidos, Dr. Manuel R. García, tanto sobre la
estereotipía de la edición, como sobre correcciones de pruebas de imprenta y sobre la
puntuación y ortografía correspondientes.
Así se hizo. La impresión quedó lista bien pronto, y el código impreso llegó al
país a fines de 1870.
Inmediatamente se notó que había diferencias entre esta edición del código y el
proyecto que el Congreso sancionara en 1869. De ahí que se nombrase -por decreto
de diciembre 29 de 1870- una comisión, compuesta por los doctores Plaza y Prado,
para que la revisasen, comparándola con el proyecto, y para que informasen acerca de
las discrepancias que al respecto ofreciera.
El trabajo de esta comisión tenia que ser prolijo, por donde iba a requerir algún
tiempo. Por eso resultaba imposible que el código empezara a regir el 19 de enero de
1871, como estaba dispuesto en la ley citada.
Advierto, a propósito, que el proyecto Ocantos, presentado a la Cámara de
Diputados en 1870 (Diario de sesiones de tal año, p. 97 y ss.), aunque aprobado en
esa Cámara en junio 17 del año citado (p. 120 del susodicho Diario de sesiones) para
que el código rigiera desde el 19 de enero de 1872, no había logrado sanción
legislativa.
Tal fué la razón del decreto de enero 10 de 1871, en cuya virtud se disponía que
mientras se concluye el examen ordenado de la edición de Nueva York, se declaraba
oficial la edición del proyecto, que era la convertida en ley por el Congreso, tal como
éste había sido impreso en los cuatro tomos recordados, por las imprentas de La
Nación Argentina y de la casa Coní.
En verdad que este decreto entraña una anormalidad constitucional. No solamente
en cuanto importa una invasión de jurisdicción, por razón de que declaración
semejante sólo puede ser hecha por el Congreso; sino también porque no era
necesario, por lo mismo que no agregaba prácticamente nada a la ley nº 340, que
cabalmente contenía la sanción del proyecto, por donde era éste la ley civil del país.
Acaso por aquello de que lo que abunda no daña, el decreto no fué observado.

16.-Mientras tanto, la comisión de los doctores Plaza y Prado continuaba su tarea


de cotejo de la edición de Nueva York con la del proyecto adoptado. Parece que
exigió un estudio detenido, pues se tardó siete meses en dar el informe respectivo.
Efectivamente, el 31 de julio de 1871 se expidió aquélla. Acompañada por una
extensa nota explicativa del trabajo, iba una planilla de correcciones de diversos
órdenes: de fallas tipográficas, de errores evidentes, de ciertas alteraciones
gramaticales en tiempos de verbos y en giros fraseológicos, de aclaraciones de
preceptos formalmente oscuros, etc.
El P. E. remitió el informe y la planilla de correcciones al Senado, con fecha
setiembre 5 de 1871, pidiendo la aprobación de todas éstas. Contra la opinión del
senador Oroño, que persistía en su actitud contraria a la sanción del mismo código, el
proyecto fué votado.
En la Cámara de Diputados fué más viva y concreta la controversia. El Dr. José
M. Moreno hallaba en el código, tanto en la edición entonces oficial como en la de
Nueva York, una serie tan larga de alteraciones, de errores y de contradicciones, que
se hacia indispensable una obra de más fondo que la llevada a cabo por la comisión
de 1871. En tal virtud propuso la adopción de un proyecto según el cual quedaba
aprobada la edición de Nueva York como código oficial, con excepción de aquellas
disposiciones en que se contuviera “contradicciones y oscuridades notables”, a cuyo
respecto se preceptuaba la designación de una comisión de abogados para que las
estudiase y las señalase para el 19 de mayo de 1873 (Diario de sesiones, 1872, p. 82 y
ss.). El proyecto del Dr. Moreno fué adoptado en la Cámara, salvo en lo relativo a la
última palabra de las entrecomilladas.
Pero en el Senado (julio 16 del mismo año) se lo rechazó en lo que respecta al
nombramiento de la comisión de abogados (contenido en el art. 39 del proyecto). La
Cámara de Diputados insistió en su anterior voto (p. 387 del Diario de sesiones). El
Senado mantuvo el suyo, a su turno. Y la Cámara joven concluyó por plegarse al
criterio senatorial (pp. 425-6 de dicho Diario de sesiones).
En tal virtud quedó dictada la ley nº 527 de agosto 16 de 1872, por la cual se
declaraba auténtica la edición de Nueva York, con esa planilla de correcciones “que
se agregará como fe de erratas a dicha edición”. Tales correcciones suman dos
docenas.
Más de una de ellas es discutible. Y no faltan otras poco felices. Entre éstas
incluyo la del art. 521, que desvirtúa el precepto. Basta ver las fuentes del articulo,
basta compararlo con los supuestos concretos en que se lo hace jugar, para alcanzar el
principio de que el codificador distingue, en materia de indemnización de daños e
intereses, la doble situación de la simple culpa o del dolo del deudor, para hacer
cargar con una indemnización mayor al deudor doloso. Tal como queda literalmente
la disposición, no habría razón para obligar a éste a una indemnización distinta de la
que corresponderla contra el deudor meramente culpable. Es cierto que en los
criterios contemporáneos de la reparación integral, asi como en el de la
responsabilidad objetiva, determinada no por la imputabilidad personal del obligado
sino por el daño efectivamente producido, lo subjetivo de la responsabilidad
(culpable o dolosa) no puede jugar nada, desde que lo importante es el perjuicio
sufrido; pero ello nada tiene que hacer con el código, que ha seguido las aguas de la
tradición jurídica en estas cosas, de acuerdo con la cual la indemnización de daños es
no sólo una reparación pecuniaria sino también una pena.

17.-Ya teníamos, pues, el código en forma, si bien con el incómodo apéndice de


una fe de erratas. De consiguiente, la edición oficial era la de Nueva York. La del
proyecto sancionado en 1869 sólo podía serlo, como se preceptuaba en el art. 2 de la
ley 527, “en la parte que estuviera conforme con el texto de la edición de que habla el
artículo primero de esta ley”.
Poco después, en 1874, el P. E. solicitó del Congreso la autorización necesaria
para hacer una nueva edición del código. El Dr. Argento apoyó la iniciativa. El doctor
Moreno se pronunció en contra de la misma, e insistió en su proyecto de 1872: el
código contenía muchas deficiencias bien importantes, y requería el consiguiente
examen de parte de personas peritas. La Cámara de Diputados concluyó por conceder
la autorización pedida (pp. 61 y 129 y ss. del Diario de sesiones de 1874). Sin
embargo, el Senado no llegó a tratar el respectivo proyecto.
Es bueno que insista, a propósito de la edición oficial adoptada, que es todavía la
actual, pues las posteriores de 1883, 1889, 1901 y 1904 - del diario La Pampa las dos
primeras, y de la concesión Carril y Méndez las últimas - han sido calcadas (con
pequeñas diferencias simplemente ortográficas, entre las cuales no abundan las de
puntuación) sobre la de Nueva York, y se han limitado a incorporar al texto del
código el apéndice de las erratas y correcciones de la ley 1196 de que me ocuparé
dentro de poco; pues se ha complicado el asunto con las revelaciones a que me he
referido más arriba, sobre los originales del código depositados en la Universidad de
Córdoba.

18.-Se pretende que estamos viviendo bajo el régimen de un código apócrifo, por
razón de que las ediciones del mismo discuerdan con relación a los respectivos
originales. Y se arguye con la circunstancia de que muchos de los errores de tales
ediciones, así como gran parte de las erratas y correcciones de las dos leyes
susomentadas, respectivamente no se encuentran en los originales, o habrían sido
innecesarias porque en éstos el correspondiente texto es irreprochable.
Lo primero carece de cualquier asidero: no estamos gobernados por ningún código
apócrifo. Lo que se sancionó como ley por el Congreso en 1869 no fueron los
originales del código, sino el proyecto impreso en La Nación Argentina y en la casa
de Coni, pues lo que al efecto se remitió por el P. E. no fueron los originales
manuscritos sino los cuatro tomos impresos de las ediciones indicadas. Por lo demás,
la ley 527 quita cualquier duda: el código civil de la República se encuentra en la
edición hecha en Nueva York en 1870 así como en las correcciones fijadas en esa
misma ley. Más aún: el art. 29 de la ley 1196 ordenó una nueva edición oficial del
código, en que se incorporase la ley de correcciones, con el agregado de que ella seria
“la única considerada oficial”. Y es sabido que en tal virtud se procedió a la tarea con
la edición de La Pampa en 1888 (literalmente reproducida en la de 1889).
De consiguiente, la afirmación no tiene sentido jurídico ni legal. A lo sumo si cabe
aceptarla en cuanto científicamente hace resaltar las diferencias del código imperante
con respecto a los originales del mismo.
Aun en tal terreno, creo que no corresponde magnificar las cosas. Desde luego
observo que en la publicación del Dr. Otero Capdevila se acepta la circunstancia de
que en materia de contratos, dos tercios de las correcciones y erratas de las leyes
aludidas no figuran en los originales: de las 108 correcciones contenidas al respecto
en aquellas dos leyes, sólo 37 habrían resultado inútiles, por cuanto los originales no
les habrían dado pie.
En segundo lugar, cabe apuntar que el proyecto sancionado por el Congreso en
1869 fué impreso bajo la dirección y con las correcciones del mismo Dr. Vélez. Tal
circunstancia supone: 1º que la impresión debe haber sido realizada sobre originales
indiscutibles; 2º que la edición ha tenido la ventaja de la intervención personal del
autor del proyecto. Y es notoria la deficiencia gramatical y literaria de esta edición, al
extremo de que la misma edición de Nueva York, con todas sus fallas y deméritos de
expresión, lo es superior.
En tercer lugar, es de observarse que tales originales pueden distar de serlo. Se
trata de “borradores”, de “anotaciones” de "copias" en que se acusa lo que en la
técnica de los escritores se llama apuntes, bosquejos, esquemas y todo el resto afín de
la preparación, del estudio, del génesis, de la formación, etc., del consiguiente
pensamiento. ¿Qué es, pues, lo definitivo en ellos? ¿Dónde se encuentra el verdadero
pensamiento de su autor?
Más aun. Hay mucho en ellos que no es de puño y letra del codificador. ¿Hasta
qué punto, entonces, hay derecho para pensar que la intención de éste se halle
cristalizada en las meras copias o en la posible colaboración ajena?
Todavía más. Esos “originales” son varios, pues en algunos supuestos llegan hasta
siete distintos. ¿Cuál de ellos contiene la expresión última de la intención legislativa?
Por lo demás, observo que se trata de originales que cabria calificar de ex post
facto. Fueron donados a la Universidad cordobesa en 1892, mucho después de
sancionado el código y de fallecido el codificador. Quién sabe, por lo mismo, cuántas
modificaciones no fueron introducidas en ellos a posteriori. Quién sabe, igualmente,
cuántas ideas nuevas fueron agregadas, ni cuántas ideas primitivas fueron dejadas de
lado. De ahí que nadie tenga el derecho de poder afirmar que en ellos se encuentre el
pensamiento legislativo del código, sino, a lo sumo, el pensamiento del Dr. Vélez
como individuo, como jurista, vale decir, como persona privada y no como
codificador.
La conclusión que de ello surge es elemental. Los originales susodichos carecen
de cualquier valor legislativo, aun en el sentido de la mera interpretación del código,
pues no son ni pueden ser el antecedente obligado de éste. El único valor que tienen
es de carácter puramente psicológico, en cuanto muestran en la persona del Dr. Vélez
el flujo y reflujo de su pensamiento jurídico. Ello sin contar el valor bibliográfico e
histórico que naturalmente entrañan por cuanto se trata de papeles ligados a nuestro
código más fundamental de derecho privado, y por cuanto representan todo un
precioso legado intelectual de nuestro jurisconsulto más eminente.

19.-Es menester advertir que el código no quedó inalterado por mucho tiempo.
Sin contar una larga serie de leyes que lo rozan más o menos incidentalmente, hay
varias otras que son de acentuado y directo carácter civil.
Entre las primeras se tiene las leyes de correos y de telégrafos (contratos entre
ausentes, propiedad de cartas misivas, etc.), de ferrocarriles (locación de servicios,
contrato de transporte, oferta a personas indeterminadas, etc.), de papel sellado
(requisito contractual y testamentario, prescripción de las acciones correspondientes a
la violación de la ley, etc.), de moneda (obligaciones de dar sumas de dinero), de
caza, de pesca, de bosques, de aguas, de ríos, de mensuras, de aduanas, de warrants,
de patentes, de tierras, de colonización, etc., etc. Son tan importantes, del punto de
vista civil, como las de ferrocarriles y de correos y telégrafos, las de contribución (un
pago ulterior no hace presumir el pago anterior, prescripción de las respectivas
acciones, creación de un nuevo derecho real, etc.), de afirmados y de obras sanitarias,
que entrañan características análogas a la de contribución, etc. También cabe recordar
las leyes de lotería, de juego, de impuestos internos (sin contar entre éstas varias
leyes especiales sobre azúcares, vinos, alcoholes, etc.), y muchas más que, como las
precedentes, son ante todo de carácter administrativo, fiscal, etc., esto es, ligadas de
algún modo al derecho público y con proyecciones civiles en no contados supuestos.
Entre las segundas, y sin perjuicio de que también omita involuntariamente la
mención de más de una ley interesante, figuran las siguientes: nº 1196, sobre
correcciones del código civil (setiembre 9 de 1882) ; nº 1565, de octubre 31 de 1884,
sobre registro civil (de matrimonios, nacimientos y defunciones), ampliada por las
leyes 3703 y 3986, que extendieron el registro a los territorios nacionales; nº 1656
(modificada por las leyes 4206 y 6026), sobre loterías nº 1804, de setiembre 24 de
1886, reformada por la ley 8172, sobre el régimen del Banco Hipotecario, y que
entraña una buena alteración de la hipoteca legislada por el código, sobre todo en
cuanto espiritualiza el crédito hipotecario, y el derecho consiguiente, al movilizarlo y
al reconocerle en cierto limite y sentido un carácter de derecho independiente y no
accesorio, algo así como el del derecho análogo del código alemán; las leyes de 1888
y 1889 sobre el matrimonio civil, que secularizan la institución, antes sujeta a
disposiciones del derecho canónico, y que motivaron una controversia tan larga como
interesante en el Congreso, particularmente en la Cámara joven; nº 2797 y otras sobre
aguas; la ley orgánica de los tribunales, en que se crea el registro de los derechos
reales, lo que importa alterar, con relación a terceros, el sistema de la tradición del
código; los distintos tratados de derecho civil celebrados por el país, especialmente
los del Congreso de Montevideo (1889) ; nº 3683, de octubre 14 de 1899, según la
cual los acreedores de sumas procedentes de semillas vendidas o de trabajos de
cosecha pueden hacer efectivos sus privilegios sobre el importe de las primas
correspondientes a seguros agrícolas en favor del deudor de aquellas sumas; nº 3942,
de agosto 11 de 1900, que, de acuerdo con lo que es corriente en materia de
estipulaciones por terceros, reconoce como de propiedad directa del beneficiario, y no
derivada por sucesión, el seguro de vida constituido en favor del mismo, de tal suerte
que su importe no puede responder a las obligaciones del constituyente del seguro
(pero esto, no embargante su decidido carácter civil, pertenece entre nosotros al
derecho comercial), y a la cual dió una ubicación tan curiosa (allá en las sucesiones)
la comisión de la Facultad de derecho en el Proyecto de correcciones de que haré
mérito dentro de poco, cuando su lugar natural era entre los art. 1161 a 1163, que
cabalmente contemplan los contratos en favor de terceros; o nº 4097, de agosto 9 de
1902, sobre juegos de azar; nº 4124, de octubre 1 de ese mismo año, sobre redención
de capellanias; nº 7092, sobre propiedad literaria, científica y artística; nº 8875, de
diciembre 13 de 1912, sobre debentures, que incorpora a nuestro derecho la conocida
institución británica, en cuya virtud puede haber un derecho real de hipoteca sobre
bienes no especificamente determinados; nº 9151, que modifica los arts. 1032 y 1037
del código civil, en el doble sentido de que no es menester que las escrituras matrices
sean escritas por el mismo escribano, ni que se transcriba un documento habilitante,
que, aun cuando no haya sido otorgado por el escribano autorizante, haya sido al
menos incorporado a su registro con cualquier otro motivo; las distintas leyes sobre
contrato de trabajo (descanso dominical, trabajo de mujeres y niños, accidentes del
trabajo, etc.) ; la reciente ley de prenda agraria; etc., etc.
Creo que puedo prescindir del estudio particular de la técnica externa de cada una
de tales leyes. Todas han sido fruto directamente legislativo, por donde no han tenido
más elaboración que la común a nuestras leyes: su estudio por la respectiva comisión
de legisladores, su discusión en la Cámara originaria, su ulterior examen semejante
en la otra Cámara, etc. Por lo demás, no se ha suscitado con relación a ninguna de
ellas controversia alguna acerca del problema técnico.
20.-No aconteció lo mismo con la primera de las leyes citadas, la 1196, sobre
correcciones del código. Por eso considero que merece un análisis particular.
En 1878 se presentó un proyecto de ley en cuya virtud se proponía una serie de
enmiendas (sumaban 29) del código. Su autor, el senador Paz, insistió acerca de su
respeto por la obra del Dr. Vélez, asi como sobre la circunstancia de que se trataba
tan solo de simples errores tipográficos o evidentes, por donde su proyecto no
implicaba la reforma del código sino la edición de una simple fe de erratas.
La correspondiente comisión, compuesta por los doctores Cortés, Arias y Argento,
se expidió el año subsiguiente de 1879, aconsejando la adopción del proyecto de
correcciones tal como ella lo despachara, esto es, con 174 enmiendas.
En la sesión en que se trató ese despacho (17 de junio del año citado), Sarmiento
fué el primero que contestó el discurso del miembro informante (Cortés),
oponiéndose a la discusión del mismo. Con oratoria dominante, y hasta sarcástica,
estableció un distingo de lo más agresivo: había en el Senado abogados, pero no
jurisconsultos; de ahí que este Cuerpo no tuviera el derecho de tocar en forma alguna
la gran obra de Vélez, mucho más cuando las simples erratas del proyecto originario
habían degenerado en positivas correcciones, como las que entrañba el despacho de la
comisión. El Dr. Cortés se defendió con habilidad y sin intimidación alguna. Los
doctores del Valle y Pizarro acompañaron a Sarmiento. Y los senadores Torrent y
Vélez apoyaron a la comisión.
En una sesión ulterior, este último senador propuso la votación en general del
despacho. El senador Pizarro se opuso en un discurso lleno de ática malicia y de un
talento parlamentario de primer orden. Pero la mayoría estaba formada, y la votación
propuesta fué un hecho. Vino luego la discusión en particular de cada una de las 174
enmiendas, lo que tomó una serie de sesiones. En el curso de las mismas -
particularmente de las primeras, pues luego se impuso un silencio sistemático, ya que
nada le demostraba la necesidad de todas esas correcciones - se hizo más patente la
fuerte personalidad del Dr. Pizarro, asi como el sentido práctico de del Valle, y lo
generalmente subalterno de los conocimientos jurídicos de casi todos los senadores,
con excepción del Dr. Cortés. De cualquier manera, quien desee no formarse mala
opinión jurídica de nuestros senadores, debe no leer el conjunto de dicha discusión
(que corre impresa en tomo aparte: Discusión de la fe erratas y correcciones “al”
código civil”, Buenos Aires, Imprenta de La Nación, 1879).
En 1880 se pasó el proyecto sancionado a la Cámara joven. Puede verse en las
páginas 395, 504 y ss., 535 y ss. y 539 y ss. del respectivo Diario de sesiones, las
ulterioridades que en ésta tuvo el proyecto. La comisión (compuesta por los doctores
J. C. Paz, A. D. Rojas, R. Ruiz de los Llanos, B. Solveyra, l. M. Chavarria, C. L.
Marenco, L. Lagos García, M. Demaria y M. de Tezanos Pinto), aumentó las
correcciones a 314 (temo no haber contado bien). E informó en su nombre el Dr.
Rojas, quien dijo que las correcciones tendían a interpretar preceptos poco claros
mediante reformas gramaticales y lógicas, a concordarlos entre si suprimiendo
contradicciones, a cambiar términos vulgares por expresiones técnicas, etc. Se
levantó la sesión sin discutir. Lo mismo ocurrió en la siguiente. Por fin se entró en el
correspondiente estudio con fecha 25 de julio, concluyéndose por adoptar casi todas
las enmiendas propuestas por la comisión.
En el Senado se rechazó 28 modificaciones (casi todas contenidas en la sustitución
del vocablo locura por demencia, introducido en la Cámara de Diputados). Vuelto el
proyecto a esta rama del Congreso, no se insiste en la sanción primitiva, con
excepción de la del inc. 6º del actual art. 1791 (Diario de sesiones de 1882, p. 14).
Pero el Senado mantuvo su actitud que debió imponerse por razón de su privilegio de
Cámara iniciadora, y en virtud de que se llenó al efecto el requisito de los dos tercios,
por donde el proyecto quedó convertido en sanción definitiva, promulgada luego por
el P. E., con fecha 9 de setiembre del mismo año.
Como es sabido, las correcciones llegan a 285. La gran mayoría de ellas son
justificables: en principio responden a exigencias meramente gramaticales, a razones
de simple buen sentido y a necesarias correlaciones con otras del código o con el
espíritu de fondo del mismo. La verdad que en tales sentidos se pudo haber hecho
mucho más y mejor. Ya se lo verá cuando más adelante, en LA PARTE ESPECIAL,
cap. IV, de este trabajo, estudie la técnica literaria del código, en lo cual se contendrá
la de no pocas de las indicadas correcciones de la ley 1196: son numerosos los
defectos de expresión, son abundantes las superfetaciones y oscuridades, etc. Ya se lo
verá, igualmente, cuando haya de puntualizar las frecuentes contradicciones y las
múltiples repeticiones que en el mismo se tiene (núms. 69 y ss. y 75-6).
Por lo demás, entre las enmiendas adoptadas hay varias que son observables. La
del actual art. 325, sobre ser poco clara, resulta diminuta, pues, como ya observara el
Dr. del Valle en la discusión senatorial, se deja de lado el supuesto del hijo póstumo.
La del art. 572, relativa a la sustitución del vocablo quiebra por el de Insolvencia (que
motivó en el Senado una larga controversia: p. 363 y ss. del citado libro Discusión de
la fe de erratas correcciones al Código civil), además de no aclarar gran cosa el
concepto, es igualmente diminuta, ya que pudo ser extendida a otros supuestos
análogos o afines (art. 301, 962, 1397, 1464, 1714, etc.). Pudieron ser más felices las
de los arts. 1332 y 1405, que no delimitan cabalmente, con relación a los arts. 1404 y
1406, el contenido de lo aleatorio de una venta. La supresión del actual inc. 6º del art.
1791, aconsejada por la Cámara de Diputados, habría sido de toda obviedad.
De cualquier modo, con esa ley se hizo obra buena, sin que por eso haya lugar
para magnificársela, pues el valor científico que entraña es muy de detalle y casi
subalterno.

21.-Con esto puedo dar por terminado el estudio de la técnica externa del código.
Ha habido otras leyes civiles muy discutidas, sobre todo las de registro y de
matrimonios civiles (puede verse lo cálido de la controversia en la Cámara joven,
particularmente con relación a lo segundo, en los respectivos Diario de sesiones:
1884, t. II, p. 847 y ss.; 1888, t. II, pp. 373, 405, 422, 442, 456, 485, etc.), pero no en
materia de técnica legislativa. De ahí que no puedan interesar a tal respecto. Y de ahí
que tampoco seduzca ninguna otra ley civil, pues la técnica ha sido invariable. Sólo a
veces se ha recurrido por las comisiones correspondientes al asesoramiento de
entidades más o menos entendidas, si bien a propósito de proyectos que no han
llegado a ser ni siquiera sancionados, no ya convertidos en ley; tal aconteció, por
ejemplo, con el proyecto de adopción del sistema Torrens en materia de enajenación
de derechos reales, con el que establecía la indivisión hereditaria en las sucesiones de
cierta cuantía (creándose al efecto un derecho vitalicio de usufructo en favor del
cónyuge supérstite), etc.
Lo único digno de mención particular es el Proyecto de correcciones “al” código
civil (Buenos Aires, Imprenta de G. Kraft, 1908) pendiente de consideración. Nació
con motivo de un decreto de julio 28 de 1900, en el cual se dió comisión a dos
personas para que corriesen con la tarea de la nueva edición del código, que se
mandaba hacer y que debía ajustarse a estas bases: incorporación de la ley de
matrimonio, tomándose como modelo la edición de 1870 y las correcciones ulteriores
(de 1872 y de 1882); y salvedad de “los errores o incorrecciones o falta de armonía
de las distintas disposiciones correlativas del mismo código”.
La comisión se expidió a mediados de 1902 en un despacho en que se había
excedido de su cometido, si bien, a lo que parece, con asentimiento previo del
entonces Ministro de Justicia, pues no se limitó a la correlación y armonía de los
preceptos de la ley de matrimonio con los del código que resultasen rozados o
afectados, sino a una tarea más amplia de correcciones de forma y de fondo de todo el
código.
El Ministro pasó a informe de la Facultad de Derecho el trabajo de la comisión.
Los profesores que la Facultad designara al efecto hicieron notar la extralimitación, y
creyeron prudente solicitar, como se hizo, que el Ministro precisase el alcance del
decreto susodicho, a objeto de que ellas pudieran ajustar su conducta. Como parece
natural, el Ministro les dió amplias atribuciones para realizar “una labor más
completa y trascendental”.
En tal virtud, la comisión de la Facultad procedió al desempeño de su cometido.
Revisó las correcciones de la comisión anterior, si bien sin pronunciarse acerca de su
mérito, pues prefirió lo conservador de la tarea, que llama “mecánica”, de ajustarse a
lo originario del decreto de 1900, y no quiso aventurarse en la obra “completa y
trascendental” que también deseaba el nuevo Ministro.
Su trabajo consta en cinco planillas. En la primera se abarca 11 variantes de
expresión, que correspondía adoptar de acuerdo con las leyes de correcciones de 1872
y de 1882, y que no habían sido bien tomadas en la edición de 1883. En la segunda se
ajusta la ley de matrimonio al código, para lo cual, y como ya lo hiciera la primitiva
comisión, hubo que unificar varios artículos de aquélla, y se introdujo modificaciones
que tendían - a coordinar disposiciones de la ley o a suprimir lo transitorio de otros
preceptos de la misma. En la tercera figuran las correlaciones indispensables
entre la ley de matrimonio y el resto del código, ya que la desarmonía al respecto era
evidente en más de un supuesto. En la cuarta no se hace más que incorporar al código
las leyes 3863 y 3942 (sobre privilegio de los acreedores por semillas respecto de las
primas por seguros agrícolas, y sobre seguros de vida), siempre sin alterar la
numeración de los arts. del código. Finalmente, en la quinta se incluye los artículos
que se ha creído necesario proyectar para dar cabida a la transición operada con
motivo de las tres leyes incluidas en el texto del código.
La nueva comisión realizó un buen trabajo. Depuró el de la primitiva (agregando
correcciones, suprimiendo otras, modificando algunas, etc.), y señalo más firmeza
jurídica y legislativa en sus enmiendas y adaptaciones. Pero no se lanzó a lo
escabroso de una revisión general del código, como hubiera podido hacerlo según la
última nota ministerial. De suerte que a tal respecto las trescientas cincuenta páginas
de alteraciones contenidas en la respectiva publicación corresponden exclusivamente
a la comisión anterior.
Cabe advertir que estas alteraciones son, en su inmensa mayoría, de simple
expresión. De ahí que disten de representar la suma de mejoras que reclamarla el
código, si se entrase en la inoportuna aventura de su general reforma. Hay en el
código muchas contradicciones, incoherencias e inarmonías, que no se han tocado por
la comisión. Son todavía más numerosas las repeticiones que para nada se han tenido
en cuenta. Lo mismo digo del largo conjunto de preceptos meramente enunciativos,
completamente inútiles que pululan en el código. Eso que no me refiero sino a lo que
en él está expresado; que si fuésemos a sus comisiones y a su adaptación a lo
adelantado de la vida del derecho, las deficiencias subirían de punto, así en cantidad
como en calidad. Más aún: fuera de ese aspecto de fondo, en la misma faz de la
forma, del lenguaje, las aludidas alteraciones o enmiendas en bien poco tocan las
fallas lexicológicas y ortográficas, y menos todavía las que tienen que ver con las
frecuentes anfibologías de conceptos ambiguos y de sinonimias prodigadas al exceso,
ni las relativas a las construcciones defectuosas y al fraseo bastante zurdo de las
disposiciones legales, como se verá más adelante, cuando analice el lenguaje del
código (cap. IV de la PARTE ESPECIAL).
En cuanto a la labor de la segunda comisión, la de la Facultad, nada hay que decir,
pues ella es limitada, en razón de que no se ha querido, como indiqué, invadir el
dominio de todo el código, y se prefirió la tarea externa de la simple adaptación de las
tres leyes mencionadas.
Lo que es cierto es que todo ello acusa una tendencia, en el sentido de la reforma
integral del código, que no me toca examinar aquí. En cuanto en ella se trata de la
técnica externa de la obra, cabe apuntar la relativa mejora de la designación de
comisiones extraparlamentarias y constituidas por gente perita, encargadas de
elaborar los consiguientes proyectos.

II.-LA TÉCNICA ARGENTINA EN COMPARACIÓN


CON OTRAS

22.- Corresponde entonces, examinar esa técnica comparativamente, lo que se


resuelve en dos cosas primordiales: la elaboración de códigos por una persona
competente; la sanción de los mismos con discusión parlamentaria o sin ella.
Como se comprenderá, el asunto no puede ser analizado sino con relación a las
circunstancias. La controversia general y puramente científica si estas expresiones
cupieran - carece de cualquier sentido, ya que hoy nada más subordinado a las
contingencias circunstanciales qué las cosas de sociología, entre las cuales ocupan
lugar prominente las jurídicas y legales. De allí que no resulte del todo el argumento
de los precedentes extranjeros, por lo mismo que éstos responden a modalidades y
características locales. Claro está que ello no debe conducir al rechazo total de los
mismos, ya que en principio, fundamentalmente, los países civilizados del mundo se
encuentran en condiciones sociales y culturales más o menos semejantes.
De acuerdo con tal modo de ver, considero que la elaboración del código civil se
ajustó a la situación de la época y del medio. Repito, a propósito, lo que ya tengo
dicho: no había en el país ningún jurisconsulto de la talla del Dr. Vélez, que, por su
ciencia y su múltiple experiencia de ministro, de legislador, de profesor, de autor, de
economista, etc., entrañaba una buena suma de los asideros que dan a un hombre el
carácter complejo y superior de jurisconsulto. Evidentemente, el Dr. Vélez no
rayaba a la altura de un Pothier o un Savigny, ni aun de un Demolombe.
Evidentemente, el Dr. Vélez tenía bastante más de una falla. Con todo, ello nada dice
contra lo expuesto, pues yo contemplo al codificador en lo relativo de las cosas y en
lo limitado de nuestro ambiente.
No creo sostenible la posible observación de que la ley de 1863 debió ser
respetada, en el sentido de que, de conformidad con lo que en ella se disponía, el P.
E. hubiese designado una comisión, de que pudo formar parte el codificador, y no una
sola persona, para la preparación del código.
Se podría objetar que con ello no sólo se habría ganado la acción de éste, lo
mismo que en el caso de su designación única, sino también el concurso fecundo de
criterios encontrados, lo que podría haberse resuelto en una doble mejora del fondo y
de la forma del proyecto, ya que se habría aunado los dos ideales deseables, esto ee,
la tarea individual de cada uno de los miembros de la aludida comisión, y el trabajo
colectivo del conjunto de los mismos.
No dudo yo de que alguna mejora parcial hubiera sido posible. Pero sí dudo, y
mucho, de que en general se hubiese preparado un código superior al que por suerte
hemos tenido. Sé que no es raro que la sabiduría colectiva resulte poco recomendable
(cons. Spencer, Essays, así como casi todo el librito Man vs State; Sighele,
L'intelligenza, della folla; Le Bon, Psychologie des foules, cap. III; Rossi, L'anima
della folla, passim; Draghicesco, Du role de l'individu dans le determinisme social,
lib. II, cap. II; Palante, Combat pour l'individu; sin contar a Taine en sus diversas
obras, como puede verse en Lacombe, La Psychologie des individus et des sociétés
chez Taine, y sin recordar a Nordau, Paradoxes sociologiques, cap. III; etc.). El
término medio que dimana de ella suele ser de una timidez y de una indecisión que
no pueden fundamentar nada sólido ni previsor. Y ello es más acentuado cuando
entre una colectividad dada figure un individuo superior: el término medio resultante
llega a lo subalterno. De ahí que a lo sumo sea admisible con relación a supuestos en
que los miembros de la misma se equivalgan, pues sólo entonces ese término medio
puede ser estimable.
Fuera del aspecto intelectual del asunto, donde me parece que no cabe
controversia, por lo mismo que había distancia apreciable entre el Dr. Vélez y
cualesquiera otros miembros de la posible comisión, precisa tener en cuenta el lado
práctico de la acción. El codificador quedó alejado de la vida pública y de cualquier
otra atención, durante casi todo el tiempo de la elaboración del proyecto. Su trabajo
en común se habría resentido de esa unidad y persistencia de esfuerzos: alguno de los
eventuales miembros podía ser un tanto desidioso o abúlico; algún otro habría acaso
renunciado... De ahí que la labor, que duró poco más de cuatro años, fácilmente se
hubiera prolongado. Y quizá sí tanta dilación no habría concluido por privarnos de
la preciosa colaboración del Dr. Vélez, por virtud de su renuncia o de un contagioso
despego.
En una palabra, la obra individual del Dr. Vélez no sólo implica el tesoro inestimable
de lo unitario de toda obra individual, así en pensamiento como en actividad, sino que
además entraña un producto de un individuo superior en ambos sentidos. Por eso
considero imposible ventajas semejantes de parte de una comisión codificadora.
Esto nada dice con relación al momento actual. No creo que haya hoy en el país
ningún individuo que se encuentre en las circunstancias personales del Dr. Vélez. De
ahí que, si se pensara en la reforma del código, sostenga que ésta debe ser hecha por
una comisión. Los jurisconsultos no abundan, es cierto, pero están lejos de contarse
tan sumariamente como en la época de la codificación. Por lo demás, la cultura tiende
a ser igualitaria, por donde el aludido término medio difícilmente llegaría a un nivel
inferior. Lo mismo digo de la actividad elaboratriz: las funciones públicas no son
llenadas con jurisconsultos, y éstos no siempre están absorbidos por la profesión o los
negocios. En síntesis, los hombres superiores no nacen todos los días, lo que no deja
de ser una desgracia; por donde hoy sería menester echar mano de los juristas
comunes con que cuenta el país.
También estimo - y temo que se me tache de reaccionario por ello- que la sanción del
código a libro cerrado fué un acto de sabiduría de parte de nuestro Congreso. Aun en
países más cultos que el nuestro, aun en los ambientes civilizados de la vieja Europa,
los parlamentos han sido, y son todavía, pésimos legisladores. En primer término,
porque un parlamento es, en principio, un organismo político y de gobierno, por
donde se preocupa de lo actual e inmediato de los sistemas y actos electorales, de la
conducta de los ministerios y de casi todo lo ejecutivo, antes que de lo razonado, lo
metódico, lo relativamente frío, lo previsor y lo no directamente político de los
códigos de derecho privado, que no se prestan para la oratoria efectista, que no
representan capital de acción y que no reportan ventajas electorales o partidistas. No
soy yo quien lo dice, como he expresado en mi trabajo Reforma de la legislación (p.
7): lo confiesa Colin (en el prologo que ha escrito para la obra de Pascaud, Le code
civil et les reformes qu'il comporte), lo declara Planiol (p. 962 del Livre du
Centenaire), lo reconoce Larnaude (p. 919 de esta misma obra), lo hace constar
Moreau (p. 1047 de igual publicación), etc. En segundo término, porque
ordinariamente los parlamentos están compuestos por gente no perita ni técnica en
derecho, por mucho que entre sus miembros suelan figurar abogados y juristas, sino
por individuos que son como profesionales de la política y que no pueden tener la
preocupación ni el amor de las cosas jurídicas, máxime si éstas versan sobre asuntos
tan amplios como los de todo un código.
Cabe imaginar ante ello cuál es la situación entre nosotros: Los parlamentos
latinoamericanos no son legislaturas (hoc sensu), sino instrumentos de preponderante
politiquería, no ya de política, esto, de lo subalterno, de lo unilateral, de lo enconado
de las pasiones sectarias. Y dados nuestros regímenes electorales de hecho, en los
cuales faltan pueblos plenamente conscientes y superabundan las máquinas del
fraude, los ungidos están bien distantes de merecer la consagración por sus títulos de
cultura científica. Claro está que lo dicho no excluye más de una excepción
individual, pues se trata de una situación dominante y no absoluta. Como quiera, tales
excepciones no alcanzan a pesar, ni con mucho, de tal suerte que puedan dar a los
parlamentos ninguna predisposición para una labor tan desapasionada y tan
eminentemente técnica como la de un código.
Si esto es así en la época actual, a fortiori se debió tener algo más fuerte en la de la
confección del código. Recuérdese las cosas peregrinas que se dijo por algún
legislador (que hasta figuraba entre lo selecto de nuestra intelectualidad) acerca de la
situación del código ante nuestro derecho público, en cuanto se afirmó que aquél
podría ser modificado por las provincias. Téngase presente que el mismo Dr. Vélez,
según precisaré más adelante (nº 34), llegó a sostener que el código era
inconstitucional, por razón de que a su juicio el derecho de legislar sobre materia civil
correspondía a los estados locales y no a la Nación. Y no se olvide el reproche de
Sarmiento, a que antes me he referido, formulado en plena Cámara senatorial, en el
sentido de que en ésta había juristas pero no jurisconsultos.
De ahí que la discusión del código en las cámaras hubiera implicado no pocas
cosas: una fuerte demora, que habría dilatado la sanción del código por varios años;
soluciones transaccionales, debidas no al juego de criterios divergentes, sino a la
acción de criticas imperitas, de observaciones empíricas, de juicios incidentales, etc.,
que hubieran roto la armonía de fondo del sistema del código; etc.
Si, pues, el codificador era una persona digna de respeto como jurisconsulto, como en
efecto ocurría, lo menos que cuadraba era que se pasase por su palabra y su obra,
creyéndosela buena, en lo relativo de las circunstancias, y adoptándosela sin examen.
Bien me consta lo agraviante que tal solución resulta para el Congreso: implica
toda una capitis diminutio intelectual de éste, y entraña la privación de atribuciones
que le son primordialmente inherentes, como son las que se contienen en la discusión
previa de cualquier ley y en el voto consciente que al respecto debe subseguir.
No hay que exagerar las cosas, sin embargo. Había de por medio exigencias
imperativas: carecíamos de código, éste era indispensable ante la balumba
incoherente de tantas leyes españolas anticuadas y de las que nos habíamos dado
durante la vida independiente, resultaba indispensable ajustarse no tanto al precepto
constitucional que preceptuaba la facción del código, como al ritmo de la civilización
del mundo y a la afirmación de nuestra individualidad soberana en la reglamentación
y fijación de nuestro derecho privado, asi como en la consiguiente seguridad y auge
de nuestra expansión individual y social. La simple prerrogativa parlamentaria tenia
que ceder, como cedió sin mayor dificultad, ante lo perentorio y positivo de la
necesidad ambiente, sobre todo si se atiende a que cosas asi, de amor propio o de
vanidad formularia, carecen de todo sentido frente a realidades que conciernen al
país. De otra parte, el voto ha sido debidamente consciente, por más que esa
conciencia no haya sido inmediata: bastaba tener fe en la capacidad del codificador,
para adquirir, por intermedio de éste, una convicción tan irrefragable como la que
podía resultar del examen directo de su obra.

23.-No sostendría yo hoy lo propio en toda su plenitud: no sólo hemos adelantado


parlamentariamente, sino que tampoco nos encontraríamos ante una situación de
apremio como la de 1869. Me parece que en la actualidad cualquier obra codificadora
debe ser elaborada por una comisión extraparlamentaria de gente perita (abogados del
foro, jueces, profesores, autores, etc., seleccionados, si es posible, de entre individuos
que hayan tenido la experiencia de los asuntos públicos, ya en grandes empresas, ya
en funciones parlamentarias o de gobierno, ya en una probada acción científica y
didáctica, etc.), la cual deberá recabar previamente los informes de todas las
instituciones cuyos intereses jueguen en el código de que se trate, así como el juicio
de las corporaciones técnicas que puedan asesorarla en lo constructivo y orgánico del
mismo (cons. mi trabajo La reforma del código civil, conferencia dada en el “Instituto
Popular” de La Prensa, en setiembre 8 de 1917). El proyecto elaborado sería enviado
al P. E., donde, previo examen por una comisión ad hoc, se resolvería ya su envío
inmediato al Congreso, ya la ampliación o modificación previa que se estimase
conducente. La respectiva comisión parlamentaria, en que estuviesen representadas
todas las tendencias políticas, lo estudiaría sobre la base de los informes y pareceres
que hubiese creído necesario recabar. El despacho de la misma sería repartido a cada
uno de los miembros de la Cámara, a objeto de que en el plazo prudencial que fijase
la misma Cámara se indicase las reformas deseables, que serian luego convertidas y
votadas en el seno de la comisión. Después de ello se presentaría el proyecto
definitivo a la Cámara para que lo votase sin discutirlo, salvo en relación a los puntos
observados (y admitidos o no por la comisión), a cuyo respecto hasta se podría
señalar un limite máximo para los correspondientes discursos.
En tal forma cabría conciliar dos cosas: la intervención técnica (y .bien objetiva y
experimental), y la intervención parlamentaria. Lo único que sobre esta última se
modificaría sería lo de su reducción a un mínimo indispensable: la controversia en
plena Cámara, la oratoria frondosa y todo el resto de la natural desidia y de las
frecuentes postergaciones, son pésimos consejeros para un estudio meditado y
efectivo de ningún código. Basta con apuntar el caso de nuestros códigos comercial,
procesal y penal. La reforma del primero tardó 19 años en hacerse (de 1870 a 1889).
La de los dos últimos no se ha convertido en realidad todavía: la del código procesal
dura desde hace más de 30 años (aunque se haya adoptado más de una ley
modificativa, particularmente la nº 4128); y la del código penal. si bien no es tan
remota, pues data de 1890, se hace más saltante por razón de que ha merecido mayor
examen de parte de nuestros legisladores (despacho de 1898, ley 4189, despacho de
1906 y larga controversia subsiguiente, asi como los trabajos de la actual comisión
parlamentaria).
Es que en estos tres casos, si bien se ha echado mano del recurso de la preparación
previa por comisiones técnicas especiales, como aconteció con los códigos procesal y
penal (parcialmente también en punto al código comercial), se ha optado por lo
dilatorio de la discusión parlamentaria (particularmente en lo que toca al código
penal), y no se ha adoptado de parte de las respectivas comisiones parlamentarias,
ninguna regla de conducta que se resolviera en ganancia de tiempo y en supresión de
trabas innecesarias.
Por lo demás, en el esquema que he indicado me limito a amoldar un tanto
criterios que no son míos. Roguin es quien me ha sugerido lo de las comisiones
extraparlamentarias para la elaboración previa de los códigos (Observations sur la
codification des loís civiles, p. 98 y ss.). Y Moreau es quien me ha indicado la forma
de reducir a lo indispensable la intervención de los parlamentos en la discusión y
sanción de los códigos (cons. su estudio La Revision du Code civil et la Procédure
législative, publicado en el 2º tomo del recordado Livre du Centenaire, p. 1041 y ss.).
También advierto que Álvarez, Etudes juidiques, p. 203 y ss., no está lejos de
inclinarse en tal sentido.

24.-En cuanto a la enseñanza que pudiéramos derivar de la experiencia extranjera,


ya he dicho que no puede ser gran cosa. Las circunstancias son tan distintas, que no
hay adaptación posible.
He aquí las líneas más salientes de algunas codificaciones que por razones
diversas nos tocan más o menos de cerca.
El código civil francés, padre de la mayoría de los códigos del mundo, fué elaborado
por una comisión de cuatro redactores. Los distintos proyectos - es sabido que el
código no fué tal sino después de haberse dado organismo al conjunto de leyes
parciales dictadas sobre la materia civil- fueron sometidos al estudio de los tribunales.
Con los informes de éstos se procedió a una revisión del mismo por parte de la
sección legislativa del Consejo de Estado. Se lo discutió luego en el Tribunado.
Finalmente, se lo examinó y votó en el Congreso.
El código italiano fué de iniciativa oficial, como lo hablan sido los proyectos que
lo precedieron, el de Cassinis y el de Miglietti, si bien el primero de éstos fué
preparado por toda una comisión. Fué el Ministro de Justicia, Písanelli, quien lo
elaboró, con la consulta de varias comisiones especiales de Turín, Nápoles, Palermo,
Milán y Florencia. La comisión de once senadores designada por el cuerpo legislativo
al cual se sometiera el proyecto rehizo el proyecto Pisanelli casi por completo. No se
llegó a discutirlo, sin embargo. Ulteriormente, un nuevo Ministro de Justicia, en
cumplimiento de una ley de abril 2 de 1865, que ordenaba la coordinación de los
distintos códigos que exigía la unidad italiana, nombró una nueva comisión para la
confección del código civil, que modificó casi totalmente el proyecto de la anterior
comisión senatorial. El Ministro adoptó este proyecto, con ligeros agregados, y lo
envió al Congreso, donde se lo aprobó casi en seguida, de tal suerte que empezó a
regir desde el 19 de enero de 1866.
El vigente código español es fruto de una “ley de bases” dictada por el Congreso
en 1888. Esas bases son 27, y contienen los preceptos de fondo con arreglo a los
cuales se modificarla el proyecto de 1851. La consiguiente elaboración fué encargada
a una comisión parlamentaria, la “Comisión de códigos”, que dio cima a su labor en
unos cuantos meses. El correspondiente proyecto fué sometido a las Cortes, y votado
después de una larga discusión general (cons. Discusión parlamentaria del código
civil, Madrid, Góngora y Alvarez, 1889).

25.-Mucho más compleja es la elaboración del código alemán. En virtud de una


ley de 1874 (y prescindo de otros antecedentes, que se pueden ver en Saleilles,
Introduction a l'étude du droit civil allemand, cap. III), se instituyó una
"vorkcommission" de cinco miembros, que luego se aumentó a doce, y que se tomó
de entre los profesores y los magistrados. La comisión se subdividió el trabajo,
encargándose por separado la redacción de cada uno de los libros del código,
naturalmente que después de haber convenido el plan de fondo del mismo. Los
respectivos proyectos - en número de seis: parte general, obligaciones, cosas, familia,
sucesiones y conflicto de leyes -quedaron listos en 1880. Vino luego la deliberación
colectiva en el seno de la comisión entera, cosa que duró hasta 1887, en cuya virtud
se procedió a una revisión general y de conjunto de los proyectos. El proyecto final
fué remitido al Canciller imperial a fines de ese mismo año, y el Bundesrath lo hizo
publicar en seguida, a objeto de facilitar su examen por parte de todo el mundo. El
trabajo fué resistido: se le achacaba su excesivo doctrinarismo, su exagerado
tecnicismo, etc., en una palabra, su carácter poco accesible y popular. De ahí que en
1890 el Bundesrath nombrase una nueva comisión de 22 miembros, en la cual se
procuró dar representación a todos los intereses que pudieran estar comprometidos en
el código. Esta comisión se guardó bien de rechazar el proyecto primitivo. Bien al
contrario, lo tomó como base de estudio y se limitó a revisarlo y adaptarlo. Al efecto
auscultó la opinión pública, mediante una buena publicidad de cada una de las partes
del proyecto corregido. La labor quedó terminada en 1895, después de una revisión
integral del nuevo proyecto. El Bundesrath, previo informe de su comisión de
justicia, rechazó el libro VI (cuyo contenido se incluyó en la ley de introducción), y
sometió al Reichstag el proyecto definitivo por intermedio del Canciller imperial.
Aquí viene lo más interesante. Lo inadaptado del mecanismo legislativo para la
sanción de un código era evidente. De otra parte, no había como prescindir de la
correspondiente sanción parlamentaria, por lo mismo que se trataba de una ley. Entre
los dos extremos, el del voto a libro cerrado y el del voto en tres lecturas sucesivas, se
llegó a una solución transaccional: el mismo Reichstag designó una comisión de su
seno, compuesta de 21 miembros correspondientes a todos los grupos políticos,
dándole facultad para que examinase el proyecto con todo el detenimiento posible, y
para que por si y ante si eliminase o modificase cualquier disposición que
comprometiera algún interés político o religioso. Esta comisión se expidió al cabo de
53 sesiones y en 1896 sometió su proyecto a la deliberación del Reichstag. Por virtud
de un acuerdo tácito entre los diversos grupos parlamentarios, el voto de los artículos
se hizo en gran mayoría sin discusión y en conjunto. De ahi que la segunda lectura, la
más delicada y engorrosa de todas, pues se refiere a lo que entre nosotros se llama el
voto en particular, quedase terminada el 21 de junio. La tercera lectura - relativa a la
coordinación y armonía de los preceptos legales - exigió pocos días, y el 1º de julio se
votó el proyecto en su conjunto. El Bundesrath manifestó igual actividad y lo
sancionó el 14 de julio. El 18 de agosto fué promulgado por el emperador.

26.-Es bastante más sumaria la técnica del código civil suizo, que en el fondo se
resuelve en la acción elaboratriz de Huber, el autor del respectivo anteproyecto.
Puede vérsela en la obra de Rossel y Mentha, Droit civil Suisse, t. 1, Introduction) de
la cual extraigo lo que al respecto paso a decir.
El eminente jurisconsulto recibió encargo en 1892 para prepararlo, en virtud de
estar resuelta constitucionalmente la correspondiente unificación del derecho civil de
todo el país, que hasta entonces era materia cantonal o local. De ahí una diversidad
más o menos intensa de puntos de vista, particularmente entre los cantones latinos y
los cantones germánicos, como puede verse en la obra de L. Henry Reymond, Etude
sur les institutions civiles de la suisse, sobre todo en el cap. III. Y de ahí la aspiración
progresivamente acentuada hacia un derecho orgánico y uniforme, según apunta el
mismo Reymond (p.223).
Huber se trazó al efecto un programa en forma de cuestionario que dirigió a cada
cantón, con el fin de auscultar las maneras de ver y las exigencias locales, y realizar
una tarea que se amoldase a las necesidades ambientes. En tal virtud le fueron
enviadas muchas observaciones, memorias y relaciones, tanto por las autoridades de
cada cantón como por las diversas instituciones (universitarias, forenses, industriales,
etc.) de los mismos, y que pudieran tener una palabra que decir al respecto. Con todo
ese material a la vista procedió a llenar su cometido. Terminado el trabajo, éste fué
destinado al estudio de distintas comisiones, una para cada libro, en todas las cuales
figuró el autor del anteproyecto. Luego se practicó una revisión general del proyecto
entero por otra comisión diferente, en que también tomó parte el mismo Huber.
Se llegó así al año 1901. Entonces se logró el voto del Consejo Federal, en el sentido
de discutir el proyecto revisado, sobre todo ante la circunstancia de que había otro
proyecto (de Stooss) que algunos auspiciaban y que distaba de tener el mérito ni de
gozar de la autoridad de aquél.
Para esa discusión se nombró una comisión numerosa en que estaban
representados los distintos intereses esenciales del país (jurídicos, políticos,
económicos, etc.), que en cuatro sesiones, celebradas en Lucerna, en Neuchatel, en
Zurich y en Ginebra (esta última en 1903), consiguió examinar la obra sobre la base
del Exposé de motifs que al efecto confeccionara el mismo Huber.
EI nuevo proyecto revisado pasó entonces al Parlamento, donde se lo estudió y
controvirtió por la respectiva comisión en el período de 1904 a 1907.
La redacción definitiva quedó a cargo de una nueva comisión en que igualmente
entró Huber. Y el trabajo resultante fué adoptado en diciembre 10 de 1907 por
unanimidad del Consejo Nacional y del Consejo de los Estados, como en “solemne
homenaje tributado al primitivo autor del proyecto”, según apuntan Rossel y Mentha
en la p. 47 de su citada obra.
Como es sabido, dicho código no empezó a regir sino el 1º de enero de 1912; vale
decir, cuatro años después de haber sido sancionado, sin contar la circunstancia del
titulo final del código, e independiente del mismo, en el cual se ha facilitado la
correspondiente transición jurídica mediante una larga serie de sesenta y tres
disposiciones.

27.-Antes de analizar la técnica del código brasileño, que es tan interesante, debo
decir algunas palabras acerca de la que corresponde al reciente código venezolano
(1916, que es una reforma del código de 1904, como éste a su turno lo era del código
de 1873).
La revisión se inició por decreto de julio de 1912, en cuya virtud se designó una
comisión de nueve miembros, entre los cuales figuraba por derecho propio el
Procurador general de la Nación. La comisi6n fué aumentada a trece por resolución
ministerial de noviembre de 1914.
En marzo del año subsiguiente, la comisión presentó su despacho al Ministro (de
Relaciones Interiores), quien acogió la mayoría de las reformas proyectadas por
aquélla, sin perjuicio de variar otras y de añadir algunas nuevas. El proyecto
resultante fué remitido al Senado, el cual, después de comenzada la segunda
discusión, lo pasó a una comisión de su seno para que lo estudiase (1916). Esta
comisión solicitó informes “a todos los abogados de la República”, según expresa el
Dr. Alejandro Pietri, hijo - uno de los miembros de la comisión originaria, y el
encargado de correr con la edición del primitivo proyecto de reformas - en su obra El
código civil de 1916, Litografía del Comercio, Caracas, 1916, p. IV. Con ellos dio
cima a su tarea, presentando despacho en el cual sólo se había insistido en
modificaciones incidentales y poco numerosas. El 21 de junio del mismo año, ese
proyecto quedó sancionado por las dos cámaras. Pocos días después fué promulgado
por el P. E.
Como se ve, no es muy importante la lección técnica que en todo ello se contiene.
Por lo demás, y de paso, las reformas adoptadas y dignas de especial
consideración no son muchas. Se refieren: a la facilitación del matrimonio (en
Venezuela se tiene la situación extraordinaria de que los hijos ilegitimas sean más del
doble que los legítimos, esto es, un 70 % de los nacimientos, al paso que entre
nosotros, por ejemplo, apenas si llegan a un quinto) ; a la admisión, en mayor grado
que antes, de la investigación de la paternidad natural, por más que la posesión de
estado queda bastante restringida (art. 230), y por más que los casos de esa admisión
no llegan a lo general de nuestro art. 325, según puede verse en el art. 242 del código
venezolano; a la responsabilidad del patrón por los accidentes de trabajo que pueda
sufrir el obrero, salvo el caso de culpa por parte de éste, lo que no es del todo
generoso o amplio, pues la tendencia está en el sentido de exceptuar tan sólo la culpa
grave del obrero; etc.
Finalmente, el nuevo código es, como sus precedentes, un trasiego del código
italiano. Tiene 2.064 artículos, contra 1.975 y 1.967 que tenían, respectivamente, los
de 1904 y 1873. Su metodología deja mucho que desear: en el libro I se discurre
sobre personas (en lo que se incluye la nacionalidad, el matrimonio y todo el derecho
de familia, así como el registro del estado civil) ; en el II, sobre los bienes y sus
modificaciones (Cosas, propiedad, usufructo y demás servidumbres, comunidad y
posesión) ; y en el III, sobre las maneras de adquirir la propiedad, en lo cual se
incluye la ocupación, las sucesiones, las obligaciones y contratos, los privilegios e
hipotecas, el registro de derechos reales, las ejecuciones, la cesión de bienes y la
prescripción. Esta balumba del libro III explica los 1.350 artículos del mismo, al lado
de los 300 del libro II y de los 500 del libro I. Y se ignora casi todo cuanto constituye
la expresión moderna del derecho civil : abuso del derecho, voluntad unilateral,
contratos por terceros, culpa in controhendo, sucesión en los bienes, hipoteca como
derecho independiente, responsabilidad objetiva, mayor socialización de los contratos
y de la misma propiedad raíz, consideración relativa de los hijos adulterinos e
incestuosos, voluntad unilateral, etc.

28.-Es conocida la gestación del código brasileño, que ha entrado en vigor el 1º de


enero del año en curso (1917). En todo caso se la puede estudiar en el prólogo del Dr.
P. de Lacerda, escrito para la edición de dicho código hecha por Ribeiro dos Santos,
Río de Janeiro, 1916, así como, sobre todo, en la obra de uno de los autores del
último proyecto del mismo código, Clovis Belivaqua, Codigo civil dos Estados
Unidos do Brazil Comentado, Livraria Francisco Alves, Río de Janeiro, 1916, t. I,
Preliminares.
En 1859 se dio comisión a Freitas para que preparase el respectivo proyecto. La
parte del mismo que se tenia ya publicada para 1864, conocida con el nombre de
Esboço, fué destinada al examen de una comisión de 8 miembros, la cual apenas si
dedicó al asunto unas 17 sesiones, pues interrumpió su labor bien pronto.
En 1872 se rescindió el convenio que el gobierno había celebrado con el gran
jurisconsulto, por razón de que aquél no aceptaba la proposición de Freitas, en cuya
virtud éste sostenía la necesidad - bien sabia, por lo demás- de un código general (de
derecho privado) y de varios códigos especiales relativos a las materias propiamente
civiles, comerciales, etc., por más que Freitas sólo aludiera al distingo del código
general y del código especial en lo civil.
En su mérito se comisionó a Nabuco de Araujo, que prácticamente no hizo nada.
De ahí que a la muerte de aquél, acaecida en 1878, se nombrase a Felicio dos Santos.
El trabajo de éste, tan distinto del de Freitas, y muy inferior al mismo en mérito
científico, fué sometido al estudio de una comisión que nunca llegó a expedirse, y
que se disolvió en 1886.
Por eso se nombró un nuevo codificador, Coelho Rodrigues, que alcanzó a
elaborar un proyecto meritorio, sobre el plan de Freitas. El Congreso le fué esquivo,
con todo. Vino, casi en seguida, en 1899, un nuevo codificador, el mencionado
Bevilaqua, una de las autoridades jurídicas de esta parte del Continente, quien dió
término a su tarea en plazo relativamente reducido, ya que, aprovechando el proyecto
Rodrigues, presentó el suyo en noviembre del mismo año. Inmediatamente se lo pasó
a informe de una comisión numerosa, la cual en dos series de sesiones -para la
revisión del proyecto la primera, para su estudio ante el mismo codificador la
segunda- ultimó su tarea, presentando el resultado de las mismas al gobierno a fines
de 1900.
Se comenzó su estudio en la Cámara de Diputados, previa una reforma del
reglamento interno de la misma, relativa al procedimiento parlamentario especial que
se creyó indispensable en la discusión y el voto del código. Ante todo se publicó y
distribuyó el proyecto, y se recabó informes de los tribunales, las facultades de
derecho, los institutos de abogados, los juristas, etc., fijándose el plazo de seis meses
para la remisión de los mismos. Fueron bien numerosos estos informes, a muchos de
los cuales contestó el codificador. Se nombró luego una comisión numerosa (21
miembros) para que examinase el proyecto. Esa comisión, que se integró con una
serie de auxiliares, trabajó mucho, empleando 69 sesiones. Fué en el seno de ella
donde se quitó no poco de lo adelantado y liberal del proyecto, según apunta el
mismo Bevilaqua (Op. cit., nº 22 y ss.). A fines de enero de 1902 dicha comisión
presentó su despacho a la Cámara, la cual lo consideró y votó en breve tiempo, pues a
principios de abril del citado año envió el proyecto adoptado a la de senadores.
También en esta Cámara se modificó ad hoc, el respectivo reglamento, y se designó
una comisión de estudio. Ruy Barbosa, presidente de ella, produjo un extenso
parecer, en el cual examinó el proyecto en su conjunto y casi en cada uno de sus
preceptos, tanto en el fondo como en la forma. Tras la polémica “formidable”, como
la califica Lacerda, que siguió al juicio del eminente senador, y tras el nombramiento
de dos nuevas comisiones senatoriales, por disolución de las primeras, se inició el
estudio en plenario de la Cámara en setiembre del año 1912, libro por libro,
concluyéndose por adoptar, a fines del mismo año, nada menos que 1757 enmiendas.
La Cámara iniciadora, previo informe de una comisión especial, terminó por
rechazar tan sólo 94 de las expresadas enmiendas. A mediados de 1915, el Senado,
también sobre la base del dictamen de una comisión especial, resolvió mantener 24
enmiendas de las 94 rechazadas. Y la Cámara de Diputados concluyó por mantener 9
de sus rechazos. Finalmente, una comisión de diputados y senadores quedó encargada
de la redacción definitiva del proyecto, que fué promulgado por el P. E. el 1º de enero
de 1916.
Me he detenido un tanto en la exposición de la técnica externa del código
brasileño, por más de una razón: se trata de un código excelente en muchos sentidos
(por lo completo, lo relativamente liberal, lo bien redactado, lo esquemático de sus
cuadros y disposiciones, etc.); nos toca bien de cerca, no sólo porque pertenece a un
país vecino, sino también por el precedente de Freitas, de cuyo Esboço aquél viene a
ser como un descendiente intelectual; y nos muestra una adaptación del
procedimiento legislativo en la discusión y sanción consiguientes, que se aproxima al
del Reichstag, y que ha sido el modelo de la concepción de Moreau, a que me he
referido más arriba, asi como el de mi punto de vista antes expuesto (nº 23).
De ahí que debamos tenerlo en cuenta para cuando haya que pensar en la reforma
de nuestro código, mucho más si, como se insinúa, y como no lo creo correcto, esa
reforma debe ser acometida sin demora. Y de ahí que lo sumario de la técnica externa
del código suizo no pueda seducirnos. Careceríamos de una autoridad como el Prof.
Huber; no tendríamos la prolija información previa que requiriera el Consejo federal
de todas las autoridades jurídicas de Suiza (nuestros codificadores, como lo acredita
nuestra psicología y como lo ha justificado la experiencia más de una vez, se creen
aminorados. con la consulta, y resuelven, por si y ante sí, cualquier dificultad); no
auscultariamos la opinión pública, por lo demás nunca tan consciente y activa como
la de aquel país; ni poseeríamos un parlamento como el suizo, tan poco político, y.
tan relativamente lleno de personal entendido y técnico.
SECCIÓN SEGUNDA

LA TÉCNICA INTERNA
CAPITULO PRIMERO

PENSAMIENTOS DE FONDO A QUE DEBIÓ


RESPONDER EL CÓDIGO

1.- NECESIDAD DEL CÓDIGO


29.- EI código civil argentino responde, por de pronto, al pensamiento de fondo de
su necesidad. Era imposible que el país pudiera seguir rigiéndose, en lo tan capital y
frecuente de las relaciones de derecho privado, por la legislación que nos legara la
colonia ni por la ulterior de nuestra vida independiente.
Esta última puede ser descartada en seguida: o era local, pues correspondía a la
iniciativa y a la jurisdicción de algunas provincias; o, si revestía carácter nacional,
resultaba tan accidental e incompleta que en modo alguno podía ser considerada la
legislación civil del país.
Basta una rápida ojeada de una y otra, para adquirir la convicción inmediata de tal
afirmación.
De las provincias de Mendoza y San Luís no he podido conocer sino pocas leyes.
En la primera, la de octubre 19 de 1857, en cuya virtud se faculta la estipulación de
cualquier interés convencional, y se fija, para los casos de silencio, el del 8 % anual
(en los arts. 2º y 4º de la misma se alude a censos y a imposiciones capellánicas,
que, seguramente, como en el resto de las demás provincias, han de haber sido
materia de más de una ley especial); un decreto de mayo 13 de 1861, sobre cosas
perdidas con motivo del terremoto, para que se las deposite en poder de la comisión
designada al efecto; y una ley de octubre 16 de 1860, sobre propiedad, denuncia y
enajenación de tierras públicas, en cuya virtud correspondían a la provincia todos los
baldíos que no resultasen de pertenencia privada, lo mismo que las demasías poseídas
sin título por los particulares, a menos de mediar “prescripción inmemorial que no
baje de cien años”. En la segunda, la ley de octubre 20 del mismo año, sobre tutorías
y curatelas, a cuyo respecto se estatuye acerca de la fianza que deban dar los tutores y
curadores, el discernimiento del cargo, los deberes de los tutores y curadores, y los
honorarios y remociones de los mismos.
En la de Santa Fe (y prescindiendo de toda una serie de leyes relativas a tierras, a
monedas, a escribanos y abogados, etc., así como de disposiciones, a veces
municipales, sobre servicios y trabajos de obreros, etc.; en todo lo cual no ocurre
diversamente en las demás provincias), es raro que no se me haya dado ninguna ley
sobre censos, rentas, capellanías, enfiteusis y demás derechos reales de la legislación
anterior. He aquí las que conozco dignas de mención: adopción del código de.
comercio para los casos no determinados en las Ordenanzas de Bilbao (22-VIII-
1855); exclusión de los herederos colaterales por el cónyuge del difunto, y exclusión,
contra el cónyuge culpable, de toda sucesión entre cónyuge judicialmente separados
(ley de 27-VI-1862, tomada, como en otras provincias, de la ley análoga que poco
antes se diera en igual sentido la provincia de Buenos Aires); creación de un registro
general de títulos (30-VII-1862); prohibición de que los escribanos otorguen escritura
alguna sobre inmuebles no registrados en el Departamento Topográfico (17-n-1864);
matrimonio civil (26-IX-1867); decreto relativo a procedimientos en el matrimonio
civil (3-VII-1868); establecimiento de un registro en cada Departamento para las
escrituras de compraventa (18-XI-1868) ; etc.
En la de Entre Ríos, y dejando siempre de lado las concernientes a tierras y cosas
así: la de diciembre 9 de 1824 sobre escrituración y registro obligatorio (esto último
ante el alcalde del distrito) de cualquier inmueble; las de 28 de julio de 1826 y 19 de
agosto de 1830, acerca de los derechos de poseedores; la de febrero 6 de 1850, que
obligaba a la exhibición de títulos de propiedad extendidos fuera de la provincia y
relativos a inmuebles existentes en la misma, a efecto de ser visados y
protocolizados; la curiosa resolución de la Cámara Legislativa (18-1-1861), en cuya
virtud se autorizaba al gobierno para que nombrase una comisión que se encargara de
examinar el proyecto de código civil redactado por el doctor Acevedo para la R. O.
del Uruguay, e informase sobre la conveniencia de adoptarlo en la provincia; un
acuerdo del Superior Tribunal en que se disponía que los escribanos llevasen un libro
en el cual hicieran constar los discernimientos de los cargos de tutores y curadores
(1l-IX-1861); otro acuerdo del mismo en que se prescribía la manera de llevar los
protocolos de los escribanos, particularmente en materia de testamentos (15-XI-1861)
; la ley de 26 de abril de 1862 sobre formalidades de los contratos de alquileres y
arrendamientos; la de mayo 17 de 1862, en la cual se hace excluir a los herederos
colaterales por el cónyuge del premuerto, en falta de herederos forzosos, y se prohíbe
la sucesión contra el cónyuge que haya dado motivo a una separación conyugal
judicialmente declarada (lo mismo que en el caso de la citada ley de Santa Fe, y que
también debe haber sido inspirada por la ley análoga que antes se diera la provincia
de Buenos Aires); la de mayo de 1862, en cuya virtud se crea un registro general de
títulos; dos leyes de 1864 y 1865, así como un decreto de la Cámara Legislativa de
1866, que acuerdan habilitación de edad a menores; la ley de marzo 10 de 1866, que
ordena a todos los párrocos remitan trimestralmente un estado de los nacimientos,
defunciones y matrimonios; decreto de febrero 13 de 1837, que somete a la
jurisdicción ordinaria los inventarios de bienes dejados por los soldados, cabos y
sargentos de las milicias provinciales, y que sujeta al fuero militar las sucesiones de
viudas e hijos de militares (nacionales o provinciales), desde la clase de alférez
inclusive en adelante; ley de enero 18 de 1840, que reglamenta las concesiones
enfitéuticas de tierras del dominio provincial; decreto de agosto 9 de 1845, en cuya
virtud, y para cortar los “contratos usurarios” que se estilaba “con notable perjuicio
de la población y resentimiento de la misma humanidad”, prohíbe el pago de la
pensión llamada “obligación de servicio personal”, a menos que los arrendatarios
“graciosamente o de su espontánea voluntad” se allanen al cumplimiento de cualquier
condición usuraria; ley de enero 21 de 1851, que declara abolido todo fuero personal;
decreto de marzo 7 de 1857, según el cual quedan prohibidos los trabajos (de tomas,
reparos, etc.) en las playas de los ríos que bañan los costados de la Capital; decreto de
junio 30 de 1859, que reglamenta el trabajo obrero en los talleres y demás obras
análogas, en el cual se establece los derechos y obligaciones de los artesanos
(oficiales) y maestros o patrones respectivos; y ley de marzo 10 de 1810, que crea el
Registro de Hipotecas, cuyo arts. 1º establece que la validez de las hipotecas debe
ajustarse a lo que se disponga en el código “nacional”.
En la de Córdoba, y sin mencionar las resoluciones sobre tierras, confiscaciones,
procedimientos civiles, conchavos, etc.: las leyes 321 y 323, de 20 y 23 de abril de
1861, sobre redención y patronato de capellanías respectivamente; la ley 109, de
enero 14 de 1856, sobre loterías; las leyes de mayo 8 de 1827 y de junio 27 de 1856,
sobre concesiones enfitéuticas; la ley 206 de octubre 7 de 1857, sobre tutores y
curadores, en que se autoriza a los jueces para que los designen, y en que se
reglamenta las funciones, deberes y responsabilidades de unos y otros; etc.
En la de La Rioja (a partir del año 1854) : ley número 40, de setiembre 29 de
1856, que establece un fuerte impuesto en materia de herencias transversales, y que
prohíbe toda sucesión entre parientes que no estén dentro del 12º grado (leyes así han
sido dictadas en casi todas las provincias más importantes, creo que sobre el ejemplo
de la de Buenos Aires; si me limito a esta cita, es por razón de brevedad, y porque no
en todos los casos se tiene el segundo dispositivo de la mencionada prohibición
sucesoria entre parientes que no estén dentro del grado susodicho); ley nº 44, en que
se reglamenta otra ley del año anterior sobre registro de minas; ley nº 73, de marzo 10
de 1859, que declara de propiedad de la provincia los animales mayores de un año
que aparezcan sin marca (en otras provincias se hizo lo propio; más todavía, en
algunas se llegó a preceptuar que todos los terrenos cuyos títulos no fuesen inscritos
en los plazos y formas que se ordenaba, pertenecerían al dominio público); ley nº
130, de octubre 29 de 1866, que redime las capellanías laicas; etc.
En la de Tucumán: ley de monedas (no puedo citar con mucha precisión, pues los
datos son extraídos del libro Actas de la Sala de Representantes, en que no constan
sino las sesiones; de ahí que tenga que reducirme a decir que corresponde a las actas
nº 5 y 6 de febrero 12 y 13 de 1824; así como a la nº 15 de febrero 23 del mismo año;
también advierto que en dicha obra solo figuran las actas de los años 1823 a 1830, y
que las citas que van a seguir son tomadas de la Compilación ordenada de leyes,
decretos , etc., que arranca desde 1852); decreto de setiembre 13 de 1854, sobre cateo
de minas; ley de diciembre 11 de 1856, sobre denuncia y venta de baldíos,
modificada por ley de junio 3 de 1857; ley de igual fecha sobre lotería “por cartones”;
ley de setiembre 9 de 1858, que dispone que las mandas forzosas hechas en los
testamentos sean aplicadas al sostenimiento de los hospitales provinciales; ley nº 157,
de setiembre 19 de 1860, por la cual se faculta al P. E. para que habilite la edad a
efecto de administrar intereses propios; ley de marzo 9 de 1861, en cuya virtud se
ordena la publicación por la prensa de todas las hipotecas registradas o que hayan de
registrarse en adelante, así como la de las correspondientes cancelaciones (derogada
por la ley 242 de marzo 18 del año 1865); ley de noviembre 25 de 1864, que autoriza
al P. E. para que nombre una comisión encargada de reglamentar el servicio de los
jornaleros (por virtud de que es “un hecho frecuente la fuga de los peones de servicio
en los establecimientos de campo, adeudando a sus patrones el salario que reciben
adelantado”) ; etc.
No es nada fácil la tarea respecto de la provincia de Buenos Aires. La historia y la
vida de la misma se encuentran tan vinculadas con la historia y la vida dé la Nación,
que no siempre es dable desentrañar lo local de lo general.
En rigor, Buenos Aires como entidad autonómica y con alma propia, no existe
sino a partir del caos del año 20, cuando ya se había patentizado la tendencia
federativa en las distintas provincias, particularmente en las del litoral. Se inicia con
los gobiernos poco estables de Sarratea, de Ramos Mejía, etc., se afirma bastante con
el de Martín Rodríguez, que llega a cumplir los tres años de su periodo, así como con
el de Las Heras (en el cual tan obstinadamente se negó a colaborar Rivadavia, el
nervio del gobierno de Rodríguez), desaparece con la Constitución de 1826 y con las
presidencias de Rivadavia y de López, resurge poco después con Dorrego, Lavalle y
Viamonte, y se consolida con Rosas el año 29, para volver a esfumarse un tanto
después de Caseros, y establecerse definitivamente después de 1853, no obstante las
cosas de 1859 y 1860, y a pesar de la cuestión Capital, que se resolvió, parece que
para siempre, en 1880.
De ahí que todo cuanto corresponda a los gobiernos de las dos primeras Juntas, de
los dos Triunviratos, de la Asamblea del año 13, del Directorio, del régimen de la
constitución del año 19, etc., tenga que ser eminentemente nacional. Por eso será
menester no comulgar con las recopilaciones de leyes, decretos y todo el resto de
nuestra vida institucional, como las de de Angelis y de Prado y Rojas, que asignan a
la provincia porteña una multitud de resoluciones que son propias del Estado. Por
esto también, y en sentido inverso y complementario, las disposiciones
gubernamentales que figuran en el Registro Nacional (compilado por B. Mitre y
Vedia) no siempre revisten carácter general, pues se ha involucrado entre ellas
muchas del fecundo gobierno de Rodríguez, que son eminentemente locales.
En tal virtud, considero que cabe reconocer como locales, y propias de Buenos
Aires, las siguientes expresiones: en 1821, decreto de agosto 3 que revoca la
prohibición dictada en abril 4 de 1817, y en cuya virtud se permite el matrimonio
entre españoles e hijas del país, o viceversa, pues se considera indispensable el
“aumento de la población”; decreto de setiembre 29, en que se recomienda a los
párrocos que no celebren matrimonios ocultos o sin proclamas previas; ley de
noviembre 17, en que se reglamenta los servicios de peones; decreto de diciembre 19,
en el cual, a propósito de la reglamentación del entrerriano Miserere, se preceptúa
acerca del registro de las defunciones. En 1822: decreto sobre redención de censos
(setiembre 19 ), y otro sobre redención de capellanías (28 de noviembre),
complementado el año siguiente por otro de enero 8; así como una ley de diciembre
21 por la cual se suprime el fuero y los privilegios del clero. En 1823, aparte el
decreto antes citado: decreto de abril 4, que aplica el producido de las rentas
capellánicas correspondientes a casas suprimidas de regulares; ley de julio 7, en cuyo
mérito se suprime todo fuero personal (interpretándose y ampliándose el anterior
decreto de Rivadavia); decreto de setiembre 8 que reglamenta el trabajo de los peones
de campo; decreto de noviembre 3 que preceptúa sobre tutela de huérfanos; decreto
de 24 de diciembre, que establece un registro para las escrituras de los terrenos dados
en enfiteusis (aquí se muestra bien la tendencia de Rivadavia sobre un punto que fué
siempre de su predilección, y que había de hacer culminar luego en su Presidencia:
cons. las ulteriores resoluciones, decretos y leyes orgánicas que en materia de
enfiteusis se dictaron en noviembre 27 y 28 de 1824, las leyes de febrero 15 y mayo
18 de 1826, así como los decretos, etc., de noviembre 8 de 1832, mayo 16 de 1836, y
dos decretos de julio 27 de 1837, etc.) ; el decreto-ley de diciembre 30 sobre
propiedad literaria. En 1824; decreto de enero 22, según el cual quedarán sujetas a la
jurisdicción ordinaria las diferencias entre cónyuges; decreto de agosto 20 por el cual
se nombra una comisión encargada de redactar el código de comercio, por ser éste el
“más urgente”, no obstante la “necesidad de los códigos restantes” (la comisión se
componía de P. Somellera, M. Vidal, M. Sarratea y J. M. Rojas); otro de setiembre 19
que hace lo propio respecto del código militar; ley de noviembre 17, en cuya virtud se
autoriza al gobierno para que habilite la edad en favor de los mayores de 20 años. En
1825 no he hallado sino ley de agosto 26, sobre desalojo de inquilinatos (se acordaba
al efecto el plazo de 40 días).
La obra fecunda de Rivadavia, la acción educadora y de previsión del eminente
estadista se apaga por algún tiempo, hasta resurgir, en fulgente plenitud, allá en su
gran Presidencia. Las convulsiones gestadas en 1824 y culminadas en 1825, no
podían ser parte para lo sedentario y cultural de la legislación y las instituciones
privadas.
De ahí que sea patente el decrecimiento de nuestra vida jurídica en esos años. Y de
ahí que, ahogada la Provincia por la Nación que surgiera en 1826, sea menester llegar
al largo período de Rosas, iniciado a fines de 1829, para volver a encontrar algo
digno de atención, pues los gobiernos de Dorrego, de Lavalle y de Viamonte fueron
demasiado efímeros para que pudieran desprenderse de las preocupaciones militar y
política. Apenas si mis apuntes contienen la mención de una ley de octubre 19 de
1829, que prohibía los contratos a término o de agio (confirmada por ley de febrero 2
de 1846, y derogada por la obra demoledora de Caseros, según ley de diciembre 26
de 1853).
En 1830, decreto de marzo 8 sobre formalidades de escrituras. En los dos años
siguientes no hay nada que merezca la atención. En 1833: ley de marzo 26, por la
cual se autoriza al gobierno para que dispense el impedimento de matrimonio entre
protestantes y. católicos (cons. decreto del año siguiente, mayo 25); decreto de
diciembre 20 en que se reglamenta aquella ley (parece que se había abusado, pues se
disponía que los ministros religiosos no católicos acreditasen al efecto su carácter, se
exigía permiso previo del Presidente de la Cámara de Justicia, y se ordenaba la
creación de un registro de matrimonios disidentes). En 1834, además del decreto
antes citado, otro de marzo 10 que amplia el de diciembre 20 de 1833. Hasta 1838 no
se halla otra cosa: en julio 27 de este año se dictó un decreto que preceptuaba sobre
formalidades de los documentos públicos. En 1839 se dictó una ley (de junio 20) que
modifica el decreto de abril 18 de 1819, relativo a las sucesiones de españoles y
europeos, y que prohibía que éstos pudieran ser tutores, curadores o albaceas, y
sujetaba a impuestos fuertes las transacciones hereditarias de bienes locales en favor
de individuos no radicados en el país), en el sentido de que se lo aplique en todos los
casos en que se trate de herencias, legados o donaciones que procedan de españoles
europeos y beneficien a individuos no “americanos”.
Fuera de una ley de patentes de invención dictada en julio 17 de 1841, la densa y
oscura sombra de 1840 se proyecta por largo tiempo y en todos los aspectos de la
vida civil. El silencio de las compilaciones y registros que consulto es un mero
trasunto del silencio sepulcral de la cultura y de la vida de entonces.
Viene después Caseros, se cimenta la confederación, y la gran provincia muestra
sólo esporádicamente existencia autónoma en materia de derecho privado. El 11 de
setiembre, la navegación de los ríos, las tarifas diferenciales y todo el resto de
susceptibilidades y malquerencias, que, con suerte varia para las entidades en lucha y
con grave desmedro para el país, culmina y “hace” crisis en Cepeda y en Pavón, y se
resuelve en las convenciones constituyentes de 1860 y 1866, hasta liquidarse poco
menos que del todo en 1880, no pudo ser garantía muy firme para la obra
culturalmente educadora que entraña la legislación privada. Con todo, hay no poco de
interesante, y hasta curioso, en lo que se encuentra.
En 1853: resolución ministerial de agosto 28, que simplifica los trámites para los
matrimonios protestantes y ley de noviembre 12 sobre procedimientos a seguirse en
las testamentarías en los pueblos de campaña. En 1855, ley de junio 13 que deroga lo
resuelto en noviembre 30 de 1812 (sobre impuestos en materia de herencias
transversales). En 1856, resolución ministerial de marzo 28, en cuya virtud se manda
cerrar las casas de negocio en días domingos y feriados. En 1857, la importante ley
de mayo 27, que ha inspirado las de otras provincias, según la cual los cónyuges se
heredan recíprocamente en caso de no haber herederos forzosos, con preferencia a los
colaterales, a menos de separación judicial de los mismos, caso en el cual no tiene
titulo hereditario el cónyuge culpable. Advierto que a mi juicio (y deploro no haber
podido investigar nada al respecto), es en el segundo articulo de esta ley donde hay
que ir a buscar la raíz y la explicación del actual art. 3575 del código. Es sabido que
la suspicacia de no pocos creyó descubrir en este articulo - sin precedentes en las
codificaciones del mundo - un precepto circunstancial, inspirado al codificador por la
situación en que sobre el punto se encontraba un miembro de su familia, a quien trató
así de proteger (cons. Rodríguez Larreta, Derechos hereditarios de la mujer casada, p.
242). Para mi, el Dr. Vélez, que tanto actuara hasta 1860 en la provincia de Buenos
Aires, conoció la ley de 1857 (si todavía no intervino en su discusión y sanción), y no
hizo más que trasladarla, modalmente alterada, al código civil.
Debo agregar algunas leyes más de 1857: la de julio 16, sobre patronato de
capellanías o memorias piadosas; la de 23 del mismo mes, relativa al valor que se
asignaba a las monedas que se declaraba de curso legal; la de octubre 21, que
autorizaba al P. E. para invertir 500.000 pesos en la preparación de los códigos civil,
criminal, militar y procesal del “Estado” de Buenos Aires; así como una cuarta ley,
de 28 del susodicho mes, en cuya virtud se reglamentaba las formalidades que debla
llenarse en los libros parroquiales acerca de los registros de matrimonios, nacimientos
y defunciones (y que si no es debida al Dr. Vélez, mereció los respetos del mismo,
pues el codificador según afirma en su nota de remisión del libro I de su proyecto, y
según repite en su réplica a Alberdi, p. 267 del t. VII de las Obras Póstumas de éste
habla pensado incorporar a su trabajo codificado) .
Termino con las restantes, que no son muchas. En 1858, decreto de junio 10 sobre
redención de capellanías. En 1859: ley de setiembre 17 que determina el domicilio de
las personas que tengan establecimientos de campo; ley de octubre 10, en cuya virtud
se sanciona el código de comercio. En 1862, decreto de julio 18, que reconoce valor
de instrumentos públicos a los documentos privados, en que consten contratos
cualesquiera, ratificados ante los jueces de paz. En 1863, decreto de octubre 7 que
deroga el anterior. En 1865, decreto de julio 27, que declara pertenecer al dominio
público los terrenos bajos o de bañados no expresamente incluidos en los títulos
particulares y que existan en las riberas de los ríos. En 1867: decreto análogo de
enero 19, según el cual los sobrantes de tierras que resulten dentro de propiedades
privadas, serán del dominio público; ley de julio 29, que da validez de titulo a la
prescripción cuarentenaria. En 1868, ley de setiembre 30, que declara abolido el
retracto gentilicio. En 1870, ley de setiembre 22, por la cual se suprime las loterías y
rifas; etc.
Debo advertir que no he mencionado otras disposiciones que no son estrictamente
de derecho civil, o que no se vinculan con el mismo tan intensamente como algunas
de las citadas: tal acontece con las de tierras, aguas, etc., con las relativas a las faenas
en los saladeros, a los procedimientos civiles y a la organización judicial (defensores
de menores, etc.), con las de ferrocarriles, papel sellado, contribuciones, etc., con el
código rural, con las leyes orgánicas de los Bancos de la Provincia e Hipotecario
(particularmente en lo que toca al régimen hipotecario de los mismos), etc.. Menos
debo hacer hincapié acerca de las ulteriores leyes locales sobre asuntos que rozan al
derecho y al código civil (registros, etc.), según he puntualizado ya en ocasión
análoga. Sólo apuntaré, como de paso, que llama no poco la atención el que en 1877
(3 de noviembre) perdurase todavía en la provincia el espíritu “estadual” de 1853-
1860, al extremo de que en ésta se dictase todo un código penal propio (adoptado por
la Nación para la Capital Federal por ley de diciembre 15 de 1881, y para todo el país
por ley de diciembre 6 de 1886), como si no hubiese un texto expreso de la
Constitución Nacional que haga de ello una materia federal y no local.1

30.-También cabe prescindir de la legislación nacional, según podrá observarse


del extracto de la misma que va a seguir.
Es ella bastante escasa, así cuantitativa como cualitativamente, en los primeros
años de la era independiente. No solamente estábamos entonces en los balbuecos de
la vida institucional, no sólo había que pagar tributo a la inexperiencia, al tanteo, etc.,
sino que, por sobre todo, era menester concentrar la atención en lo más urgente: lo
militar, lo político y hasta lo policial de las exigencias. De ahí que las disposiciones

1
Mucho agradezco a mis amigos los doctores Emilio Reviriego (Entre Ríos), Juan G. Camiel (Santa
Fe), César Reyes (La Rioja), Pedro T. Lucero (Mendoza), Alfredo Arancibia Rodríguez (San Luís),
B. Otero Capdevida (Córdoba, D. González Pérez (Jujuy) y Juan B. Terán Tucumán), el gentil
concurso que han querido prestarme facilitándome el conocimiento de la legislaci6n de sus
respectivas provincias.
de la Primera Junta versasen predominantemente sobre gobierno, milicias, aduanas,
impuestos, edad militar (20 años para los oficiales, 14 años para los cadetes),
expropiaciones de armas (11 de agosto), confiscación de los libros pertenecientes a
los conspiradores de Córdoba en favor de la Biblioteca Pública de Buenos Aires (22
de agosto), administración, etc. Con todo, se encuentra más de una disposición
relativa a la cultura (escuelas, academias, bibliotecas, etc.), así como la de octubre 26
sobre fomento de la industria minera. En 1811, no he hallado más que la prohibición
dictada contra los extranjeros sobre importación y venta de mercaderías en el interior
(junio 21). En 1812: decreto de enero 13, en cuya virtud se manda que los que tengan
bienes o valores de individuos de España, Brasil, Montevideo, Virreinato del Perú y
territorios ocupados por Goyeneche, lo manifiesten al gobierno; adopción de un
código de procedimientos y organización judicial (23 del mismo mes); valor del oro y
la plata (setiembre 28); impuestos sobre herencias transversales (noviembre 30), etc.
En 1813: se faculta a los padres jesuitas para que puedan testar, ello “con la mira de
proteger el derecho natural” (marzo 8); se reglamenta las consignaciones comerciales
(marzo 3 y 9); se suprime el tributo en el trabajo de los indios (mita y yanaconazgo),
en marzo 12; se establece la matrícula para los comerciantes nacionales (abril 9);
abolición del fuero personal (mayo 21); abolición del juramento en contratos que
antes lo requerían (agosto 9) ; supresión de mayorazgos (aun en las simples mejoras
del tercio y del quinto), y de vinculaciones que no sean piadosas (ley de agosto 13) ;
prueba del fallecimiento de los militares (agosto 20) ; etc.
Estamos en plena Asamblea del año 13. Es demasiado conocida su obra patriótica
y eficiente en muchos sentidos. Mas, por las razones antes indicadas, su tarea en
punto a derecho privado se resiente siempre de lo incidental y secundario (puede
consultarse, entre las publicaciones corrientes, la obra del Dr. C. M. Urien, Asamblea
de 1813). He aquí las resoluciones dignas de mención, adoptadas en 1814: las
autoridades civiles y eclesiásticas deben tener en cuenta, para las dispensas
matrimoniales, “la necesidad del aumento de la población en que se halla la América”
(agosto 31); lo relativo a la defensa de los incapaces, incluido en el decreto de
organización judicial de octubre 13; etc.
El Directorio fué poco fecundo. En noviembre 22 de 1815 se dispone que todo
contrato de sociedad sea redactado ante el Consulado y por escritura pública. En
1816, no he encontrado sino el decreto de noviembre 11, en cuya virtud los
emigrados no serian perseguidos por deudas civiles anteriores a su emigración, hasta
que no mejorasen de fortuna. En 1817, aparte lo dispuesto en el Reglamento
constitucional (art. 10 del cap. III) en materia de juramento contractual (con lo cual se
revocaba la ley dictada por la Asamblea en agosto 9 de 1813), se tiene el decreto de
abril 11 (derogado por decreto de julio 3 de 1821), que exigía permiso especial para
el matrimonio de españoles con “americanas”, asi como el decreto de agosto 13 que
manda que el producido de los impuestos en materia de herencias transversales se
destine “a dotar a los maestros del Colegio antes San Carlos”. En 1818: además de
diversas leyes procesales, también dictadas en años precedentes, se resuelve que ese
producido de las herencias transversales se emplee en las provincias en la educación
“literaria” de la juventud (julio 14). En 1819, la ley de abril 18 sobre herencias de
españoles en favor de herederos transversales o extraños: quedan ellas gravadas con
un impuesto del 50 ,%, y los españoles no podrán ser tutores, curadores ni albaceas, a
menos que se trate de herencias deferidas por padres o ascendientes, pues entonces
“por derecho natural” pueden serlo.
Viene el caótico silencio del año 20. Sigue la vida local de 1821 a 1825. Renace la
Nación en 1826. La admirable iniciativa de Rivadavia, el estadista más eminente que
ha tenido el país en el período de su organización, se hace sentir con firmeza. La ley
de febrero 16 consolida la deuda anterior y afecta a su pago la tierra y demás bienes
públicos, que así no podrán ser enajenados sin autorización del Congreso; el decreto
de abril 15 dispone que los ocupantes de terrenos de propiedad pública deben
presentarse a obtenerlos en enfiteusis, bajo pena de conminárselos al pago y aun al
desalojo; otro decreto de igual fecha restablece la prohibición de los juegos de azar;
otro de abril 21 reglamenta las concesiones enfitéuticas; la gran ley de mayo 20
instituye la enfiteusis sobre bases que eran toda una previsión; un decreto de mayo 24
determina que las obligaciones en favor o en contra del Estado deben ser contraídas
sobre la base de su pago en billetes del Banco Nacional; otro de junio 30 instituye el
“Gran libro de la propiedad pública”; vienen después varias disposiciones
reglamentarias de las concesiones enfitéuticas (julio 6 y 28; agosto 5, octubre 26 y
27, así como las de mayo 8 y 10 de 1827, etc.), y las derogatorias que luego dictara
Rosas y a que me he referido anteriormente.
Pasemos en alto el espectro de la tiranía. La Nación - exceptuado lo atingente a las
relaciones internacionales - fué poco menos que una simple expresión durante todo su
periodo. De ahí que tengamos que llegar a 1852 para verla resurgida. Me basta
recordar los decretos de agosto 24 y setiembre 3, relativos a las comisiones
codificadoras y a la designación de Vélez para la comisión del código civil. En 1853
se tiene el “Estatuto de Hacienda y Crédito”, uno de cuyos capítulos reglamenta el
registro de propiedad territorial, hipotecas, capellanías y censos, instituyéndoselo
para la Capital Federal y para cada una de las provincias (octubre 17). En 1854, la ley
que autoriza al P. E. para el nombramiento de una comisión codificadora (octubre 2).
En 1855, la ley que fija el valor de las monedas extranjeras (setiembre 5), así como la
que legitimó los hijos naturales de Urquiza (nº 41), sin contar, como en años
precedentes y como en los subsiguientes, varias leyes y decretos relativos a aduanas,
a correos, etc. En 1862 - tanto duró la diferencia entre Buenos Aires y la
Confederación -se tiene la ley de setiembre 12, en cuya virtud se declara código
nacional el código de comercio que regia en la Provincia de Buenos Aires. En 1863,
las leyes de 13 y 30 de setiembre, que respectivamente reglamentan la intervención
de los cónsules extranjeros en las sucesiones intestadas de sujetos de la
correspondiente nacionalidad (siempre que no haya herederos nacionales) y la
materia de la expropiación. Advierto que la primera de estas dos leyes no hizo más
que traducir un decreto del año 1862 (noviembre 19), en el cual, generalizándose las
cláusulas de varios tratados, se preceptuaba en sentido fundamentalmente análogo.
No tengo porqué mencionar las ulteriores leyes que interesan, pues no son sino las
relativas al mismo código, y de las cuales he hecho mérito oportunamente (nº 19).

31.- Como se ve, pues, la legislación patria no podía llenar, ni con mucho, las
exigencias a que debla responder un código civil orgánico, propio y adelantado. La
multiplicidad, la incoordinación, la contradicción, la vetustez y la insuficiencia de las
mismas son saltantes.
Con mayor razón cabe decir lo propio acerca de la legislación colonial, que en el
fondo no era sino la de las Partidas, por mucho que en rigor fuesen éstas lo último de
lo que cuadraba en el orden legal establecido.
No tengo porqué entrar en el estudio detallado de toda esa legislación, pues no
cabria en los propósitos ni en los 1ímites de mi tarea.
Advertiré, de entrada, que el codificador no tenia al respecto una noción muy
cabal. Basta leer lo que dice al replicar a Alberdi (p. 254 del t. VII de las Obras
póstumas de éste) : “Aquí rige el código llamado Fuero Real, las doscientas y más
leyes de Estilo, el voluminoso cuerpo de las Leyes de partida: seis grandes volúmenes
de la Novísima Recopilación, y cuatro de a folio de las leyes de Indias: a más de todo
esto, multitud de cédulas reales para América comunicadas a las respectivas
audiencias que aun no se han recopilado” (conservo la puntuación y la ortografía del
modelo de que me sirvo).
Había más que todo eso, tanto en lo que concierne al orden de las leyes y
recopilaciones, como a la cantidad de las mismas. Desde luego, y a partir de fines del
siglo XVII, la Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, con nueve libros de
frondosa legislación, mal podía servirnos a aquel efecto: sobre que involucraba una
serie de cosas extrañas a todo derecho civil (derecho público, organización judicial,
régimen municipal, finanzas. religión, derecho administrativo, comercio
internacional, etc.), el derecho privado que encerraba era demasiado inorgánico,
excesivamente diminuto y muy anticuado. Por lo demás, y a propósito, el Nuevo
Código de Indias (fines del siglo XVIII), no alcanzó a imperar en el país.
Lo propio cabe decir, salvas las modalidades cuantitativas del asunto, con relación
a todo el resto de la legislación colonial, que, naturalmente, constituía el derecho
primario de estas tierras, por lo mismo que era el derecho específico y particular de
las mismas, por donde resultaba de aplicación preferente a la de la legislación
metropolitana. Para referirme a lo más reciente, citaré las cédulas ereccionales de la
Audiencia, del Virreinato y del Consulado, así como las diversas Ordenanzas de
Intendentes, sin contar toda una serie de reales órdenes y pragmáticas concernientes a
una multitud de aspectos de la vida institucional de la colonia.
El argumento se refuerza respecto de la aludida legislación metropolitana y
supletoria. He aquí su orden: la Nueva Recopilación (la Novísima no alcanzó a regir
entre nosotros: ni siquiera alcanzó a ser notificada en el Virreinato pues la
emancipación sobrevino bien poco después de su promulgación), las Leyes de Toro,
las Ordenanzas reales de Castilla, el Ordenamiento de Alcalá, los principales Fueros
y las Partidas.
Esa balumba incoordinada de leyes, esa heterogeneidad de antiguallas y esa
anticientífica colección legislativa, que correspondía a épocas muy diferentes, y a
consiguientes modos de vida de la madre patria, que apenas si salía del romanismo
imperial, que pecaba de una complejidad (civil, política, religiosa, criminal, etc.)
simplemente abismante, que estaba saturada de empirismo ingenuamente
leguleyesco; una legislación semejante, mal podía tener titulo para servir de código
de derecho privado de ningún país independiente y en el siglo XIX de la era.
32.- Habría bastado esto para justificar la necesidad del código.
Pero había razones todavía más decisivas al respecto.
Desde luego, la independencia política debía coronarse por todas las
independencias restantes, que son el fundamento positivo, aunque no histórico, de
aquélla: la independencia científica, ética, etc. De todas esas independencias, ninguna
más a mano que la legislativa, por lo mismo que no dependía sino de una tarea
científica y de un acto parlamentario. De ahí que, según se ha visto, se pensara bien
pronto en realizarla. Había que proclamar ante el mundo nuestro mayorazgo
internacional, había que recalcar nuestra soberanía y nuestra personalidad. Fuera de
ello, por encima de ello, era indispensable plasmar la fisonomía jurídica de nuestro
pueblo, resultaba perentorio consolidarla, imprimirle unidad y auspiciar su
expansibilidad y bienestar.
Después, estaba de por medio todo un precepto constitucional; el del arto 67, inciso
11º, según el cual “corresponde al Congreso dictar los Códigos civil, etc.”. Es
singular, a propósito, que no haya podido encontrar ningún antecedente concreto de
este precepto en los ensayos constitucionales de la primera época de nuestra
independencia. Pase que nada se diga al respecto en el Reglamento de la Junta de
1810, ni en el Estatuto Provisional del Primer Triunvirato (1811), ni en el
Reglamento de 1812; aparte lo improvisado de todo ello, es sabido que la idea de la
independencia no surgió con caracteres netos a partir de 1813, sobre todo con la
famosa Asamblea de tal año, pues hasta entonces los gobiernos que tuviéramos se
consideraron representantes de la soberanía de Fernando VII y obraron en nombre de
éste. Pero es ya fuerte que nada se encuentre en el segundo Estatuto provisional
(1815), ni en el Reglamento provisorio de 1817. Y lo es más todavía en las
importantes y relativamente acabadas constituciones de 1819 y 1826; los arts. XXXI
a XLV de la primera, relativos a las atribuciones del Congreso, nada dicen, ni aun
con referencia a la legislación en general; el arto 58 de la segunda siquiera consigna
que al .Congreso corresponde dictar “todas las demás leyes y ordenanzas de cualquier
naturaleza, que reclame el bien del Estado; modificar, interpretar y abrogar las
existentes”. Tampoco me ha sido dable hallar nada al respecto en ninguno de los
importantes tratados del Pilar, del Cuadrilátero y del Litoral, ni en la ley fundamental
de 1825.
Cierto que no ha faltado quien sostenga que lo dispuesto en el citado artículo 67,
inc. 11º, de la Constitución, sea una facultad y no un deber; que, no estableciéndose
término alguno al respecto, la obra podía haber sido realizada más tarde; y que en un
país federal como era el nuestro, sobre todo después de las reformas constitucionales
de 1860, que lo habían asimilado, según el pensamiento explicito de los
reformadores, al de los Estados Unidos, cuya constitución se tomaba por modelo; no
podía caber un código unitario, como no cabía en los Estados Unidos; etc.
Tal es la tesis que Alberdi ha sostenido con mucha energía en su folleto El
proyecto de código civil para la República Argentina, así como, luego, en la
contrarréplica que escribiera en 1868 (publicada en el tomo VII de sus Obras
póstumas, p. 249 y ss.), en la cual se hacía cargo de la respuesta que el autor del
proyecto, el Dr. Vélez, diera a su anterior folleto.
Para mi es evidente el error de semejante parecer. Sobre que la Constitución ya
había mostrado en su preámbulo que se trataba de “constituir la unión nacional,
afianzar la justicia... promover el bienestar general”, etc., en lo cual se veía objetivos
de toda importancia y necesidad legislativas; el art. 24 de la misma preceptuaba bien
imperativamente, lo que sigue: “El Congreso promoverá la reforma de la actual
legislación en todos sus ramas". No hay allí ambigüedad alguna: el Congreso tenía el
deber de dictar el código. Si cupiera una duda, bastaría observar que con igual criterio
era posible sostener que cada uno de los 28 incisos del recordado art. 67 entrañaba no
una obligación sino una potestad, por lo mismo que todos ellos están redactados
sobre tenor del 11º, lo que simplemente carecería de sentido.

33.- A todo ello cabe agregar una consideración complementaria. Casi todos los
países latinos del Viejo Mundo se habían dado un código civil, comúnmente sobre el
modelo del código francés: sobraría con citar dos países que por motivos diversos
estaban muy cerca del nuestro, como España e Italia. Aun en la misma América latina
(para no contar varios estados de la Unión norteamericana, como Luisiana, Nueva
York, etc.), había países que tenían ya de tiempo atrás su propio código civil: tal
acontecía en Bolivia, en el Perú y en Chile. El movimiento codificador se había
difundido no poco en el mundo. La tesis que Savigny sostuviera contra Thibaut no se
veía confirmada por la experiencia, y lo fué todavía menos con el andar del tiempo,
pues la misma Alemania ha llegado a darse todos sus códigos en la segunda mitad del
siglo pasado. Resultaba entonces conveniente ajustarse a ese movimiento, que ya
estaba siguiendo el Brasil: importaba no sólo una muestra de civilización y de espíritu
progresista, sino que también entrañaba lo educador y altamente práctico de la
creación de nuestro derecho y de la formación de nuestra propia conciencia jurídica.
Para mí es ello indudable. Y lo es también en otro sentido, que ya se habrá podido
colegir. El código era indispensable como código, esto es, como ley nueva, como
creación independiente y específicamente à soi. La mera coordinación de la
legislación civil existente - por mucho que se la hiciera de entre la española, la
colonial y la de la vida autonómica - jamás habría podido permitir un cuerpo
legislativo adecuadamente orgánico, científico y completo. Yo he indicado las
razones: toda esa legislación era demasiado atrasada, así como cuantitativa y
cualitativamente deficiente, lo que la hacía inapta para sedimentar y propulsar las
fuerzas del nuevo país en formación.

II.- EL FACTOR POLÍTICO

34.- Determinada la necesidad del código, de lo cual no fué sino eco la ley antes
recordada, que dio comisión al Dr. Vélez para que lo confeccionase, era menester
consultar los distintos factores sociales a que debía dar satisfacción y estimulo, a
objeto de que resultase adaptado a su ambiente, de que no se encontrase con ningún
aspecto del consiguiente dinamismo, y de que favoreciese su estabilidad, su auge y su
fecunda evolución.
Tales eran, refiriéndome a los que más juegan dentro del código civil, y con él, los
aspectos político, económico, estrictamente jurídico, y cultural.
En lo político debió responder, por de contado, al sistema federal de nuestro
gobierno, en cuya virtud las autonomías locales son soberanas no sólo en materia de
legislación procesal, y en la consiguiente aplicación de cualquier ley de fondo, como
el mismo código civil, sino, además, en lo tocante a los bienes y valores que existan
en sus respectivas jurisdicciones, cuya propiedad debe ser respetada por cualquier ley
nacional. No sólo eso: inspirándose en lo republicano y democrático de nuestras
instituciones, le era preciso tender a un régimen humanamente igualitario en la
constitución de la familia, de los sujetos del derecho, etc.; escuchando los dictados de
la ética colectiva, debió consagrar principios que garantiesen los derechos sociales
por encima de los individuales, y dentro de esa norma, proclamar la libertad siempre
que fuera posible.
En general - y esta observación cabe en casi todos los demás supuestos análogos -
el código ha sabido obtemperar a esas exigencias.
Hay más de una limitación en este juicio favorable, pero ello no dice contra el
fondo del mismo. En tal sentido, y ahora como siempre, deben ser entendidas las
excepciones que paso a señalar.
En cuanto a lo federal, debo apuntar, de entrada, que nuestro codificador no ha
tenido una visión completamente exacta del asunto.
En su réplica a Alberdi observa Vélez que “un código nacional, aunque tenga
ventajas incontestables (como las que él mismo antes indicara: incapacidad de las
provincias para un gobierno y una legislación regulares, lo diferente de nuestro
federalismo con relación al de los Estados Unidos, etc.), destruye en mucha parte la
soberanía de las provincias”. De ahí que, a su juicio, ello sea “sólo un mal temporal,
que otro día puede cesar sin que se altere la Constitución de la nación”. ¿Cuándo?
Tan pronto como “las provincias se hallen en estado de darse sus leyes civiles”.
Entonces “el Congreso puede retirar la sanción que hubiese dado al Código civil, y
quedarán los pueblos con capacidad legal para reformarlo o darse otras leyes civiles”.
Es simplemente extraordinario. Un jurista de la talla del Dr. Vélez sosteniendo que
constitucionalmente corresponde a las provincias la facultad de dictar el código civil,
en presencia de lo dispuesto en artículos de la carta fundamental tan categóricos
como los antes citados, es un fenómeno que sólo se puede explicar
circunstancialmente: o por un descuido, lo que es poco admisible; o por efecto de la
fuerte impresión que en tal sentido le produjera la critica de Alberdi, que sostenía la
tesis con muchas energías y con no menos sutilezas, lo que es probable, pues desde el
comienzo de su réplica nos muestra el interés que le inspiraba, aun antes de
conocerlo, el folleto de su “joven amigo".
Lo que es más grave es que Vélez fué uno de los convencionales de 1860, después
de haber sido miembro de la comisión revisora de la Constitución nacional de 1853,
que el “Estado” de Buenos Aires había designado a raíz del pacto de San José de
Flores por el cual se declaraba parte integrante de la Confederación. Eso lo habría
obligado a conocer sin reticencia alguna el pensamiento constitucional a que vengo
aludiendo. Eso le daba titulo para estar bien al cabo del consiguiente espíritu. Tales
circunstancias podrían hacer dudar al intérprete acerca de si no es él, y no Vélez,
quien no está en lo cierto. Pero los textos son tan categóricos, y nuestra vida
institucional se halla tan identificada en ese sentido, que no cabe la menor de las
hesitaciones. El código civil no puede ser, mientras nos rija la actual Constitución,
sino obra del parlamento nacional y ley exclusiva de la Nación Argentina, jamás obra
ni ley de ninguna de sus provincias.
Fuera de ello, cabe advertir que en el código civil se ha involucrado una serie de
cosas cuya constitucionalidad podría ser puesta, con alguna apariencia de verdad, en
tela de juicio. Me refiero, sobre todo, a varias materias en las cuales juegan tan íntima
e indisolublemente el fondo y la forma. Tales son, entre otras; los juicios de
presunción del fallecimiento, de demencia y de sordomudez, de alimentos, de
apertura y protocolización de testamentos, y muchas disposiciones relativas a los
juicios sucesorios, particularmente en materia de herencia intestada, de sucesiones
vacantes y de particiones hereditarias, etc.; de otra parte, algunas instituciones, como
las relativas a la forma y a la prueba de los actos jurídicos, las que versan sobre
régimen de ciertas acciones (las posesorias, las reales, las hereditarias, etc.), y los
registros (particularmente del de hipotecas).
Creo que en ninguno de estos casos seria sanamente jurídica la impugnación
constitucional. Se trata de cosas que pertenecen al dominio del código civil como lo
acreditan todos los códigos semejantes, cosa que nuestros constituyentes debieron
conocer. Aparte de ello, que me parece decisivo, es de observar que en la
imposibilidad de separar en tales supuestos el fondo de la forma, no resultaría
concebible que se sacrificase lo primero por lo segundo, ya que el fondo de cualquier
asunto es siempre lo importante y superior; de ahí que, en la necesidad de tomar
partido por lo uno o por lo otro en una solución unitaria, la resolución tenga que ser
en favor del contenido, lo que equivale a proclamar la supremacía del código civil
sobre las leyes de procedimientos, de lo nacional y único sobre lo local y múltiple.
Por lo demás, el razonamiento parece de toda obviedad: nadie, que yo sepa al menos,
ha puesto en duda la constitucionalidad del código en ninguno de aquellos aspectos
de su legislación, cabalmente porque las ventajas que de ello se siguen son tan fuertes
que obligan a dejar de lado cualquier escrúpulo leguleyesco, y concluyen por
uniformar el consiguiente criterio en el sentido de admitir el hecho como cosa
indubitable.
Lo dicho nada implica en contra de las autonomías locales. Es posible que en
algunos casos el código civil descienda a pormenores de pura forma, en vez de
limitarse a una simple referencia como ha hecho en punto a juicio de deslinde (art.
2754). Pero entonces cada provincia puede resolver el asunto en sus propias leyes
procesales, como hacen todos nuestros códigos locales de procedimientos, que no
omiten lo relativo a los interdictos posesorios, a los juicios de alimentos o de apertura
y protocolización de testamentos, etc., ya completando las naturales deficiencias de la
ley de fondo, ya llegando a modificarlas en los aspectos evidentemente y puramente
de forma. Son casos en que no hay antinomia entre la legislación nacional y la local,
sino armónica concurrencia entre ambas. Todo estribará en que cada una de ellas se
arrogue lo que le corresponda; cuando el elemento de fondo no pueda ser separado
del elemento formal, la ley nacional prevalece; cuando el elemento de forma sea
independizable del elemento formal, la ley nacional no tiene derecho de invadir las
soberanías provinciales.
Pero es una evidente inconsecuencia; en el código, la circunstancia de que para
ciertas relaciones jurídicas se instituyera el correspondiente registro como el aludido
para las hipotecas, y se lo omitiera con relación a otras más numerosas y más
perentorias y trascendentales. Dejando de lado los que conciernen a los derechos
reales, que tienen, por lo menos directamente, su lugar adecuado a propósito de los
factores económico y jurídico, limitaré aquí la observación a los que tocan al estado
civil de las personas.
Para mí no puede caber duda acerca de la constitucionalidad de tales registros,
instituídos con carácter general para todo el país. El estado civil de las personas es,
hasta por definición, materia civil y parte integrante de cualquier código de tal
calidad. Cierto es que su reglamentación es un asunto de forma. Pero es tan
inseparable el fondo de la forma, el estado de su prueba, que el fondo debe llevar
necesariamente el acento y la predominancia. Es exactamente lo que ocurre en
materia de hipotecas y lo que pasa en punto a derechos reales.
Admito lo controvertible de la tesis, como lo seria en cuanto a la hipoteca.
Concibo, pues, que el codificador haya podido llevar sus escrúpulos constitucionales
hasta allí. Así y todo, encuentro plena razón a Alberdi cuando sostiene que el código
civil “abdica su ministerio y traiciona su instituto” al abstenerse de secularizar el
matrimonio (sin perjuicio de su carácter religioso) y de dar al poder civil “la facultad
exclusiva de hacer constar el estado civil de las personas”, por lo menos en la esfera
de la jurisdicción nacional, como luego se hiciera en la ley 1565, de octubre 31 de
1884, que estableció el correspondiente registro para la Capital de la República,
extendido luego a los territorios nacionales por virtud de las leyes 3703 y 3986.
Voy todavía más lejos en estas concesiones. Tampoco me repugna el que se pueda
haber sustraído al código civil la parte de los matrimonios en esta materia. Me parece
que nuestro ambiente no estaba suficientemente preparado para su secularización.
Pudo afirmar Alberdi que tal omisión importaba “dejar a la República Argentina en
condición de colonia ultramontana”, pero tal no era la opinión ni el sentimiento
entonces predominante entre nosotros. La Iglesia contaba en su favor con una
tradición bien larga, y sostenía como uno de sus más firmes arraigos sociales el
gobierno legal del matrimonio, que era la gran llave de entrada para el gobierno de la
misma familia y para su obra de dominio de las conciencias y de afirmación
temporal.
Mas ello no excluía lo restante; el domicilio, las defunciones, tutelas, curatelas y,
sobre todo, los nacimientos. En nada de ello se hubiera afectado a la Iglesia, por lo
mismo que no se tocaba al eje familiar que constituye el matrimonio. Y con ello se
hubiera dado pie para la ulterior secularización del matrimonio mismo,
precipitándose una solución, como la de la ley 2393, de noviembre 2 de 1888, que la
consagra, encomiable y bien urgente.

35.-Lo democrático e igualitario de nuestra constitución civil tiene más de una


buena expresión.
En punto a los sujetos de derecho, las personas jurídicas tienen en principio la
misma capacidad e idénticas atribuciones, sean ellas privadas o públicas; arts. 33, 35,
41, 3951, etc. Los incapaces no gozan de los antiguos privilegios que les eran como
inherentes: art. 58. La mujer tiene un acento de personalidad que no era entonces
común en los códigos: le es indispensable al marido su consentimiento para enajenar
los bienes de ella; la madre viuda tiene la patria potestad - no ya la simple tutela - de
sus hijos menores, exactamente en los términos en que la tenia el padre, y posee en la
sociedad conyugal un derecho que en parte es igual al del marido; etc.
Parece, así, que el codificador tendió a hacer positiva esta afirmación suya, que se
encuentra en su réplica a Alberdi: “la mujer adelanta hacia la igualdad con el
hombre”. Verdad que hay no pocas cortapisas: en punto a tutela, en materia
testimonial, en asuntos de administración de la sociedad conyugal, etc. Pero todo ello
resulta tolerable, si se atiende a la época y demás circunstancias en que el código
viera la luz. Se pudo hacer más y mejor que lo que se hizo, es cierto; pero en rigor se
trata de detalles. Tan positivo es esto que ni las más adelantadas y recientes de las
codificaciones civiles -la alemana, la suiza y la brasileña, para limitar la cita a las que
nos resultan más interesantes, ya por sutoridad, ya por su afinidad internacional -han
llegado a proclamar el principio escueto de la igualdad civil de la mujer y el hombre,
y se han mantenido, por lo contrario, en el terreno de la relativa prevalencia del
elemento masculino, por mucho que hayan favorecido a la mujer con más
generosidad que la nuestra.
En cuanto al régimen de nuestra familia, sobra apuntar que es de cabal igualdad
con respecto a los hijos: ni hay mayorazgos, ni hay privilegio de sexto en sentido
alguno, salvo, claro está, lo que se refiere a la capacidad púber o a los principios
generales a que acabo de aludir. Lo mismo acontece en materia de sucesión: la
herencia se divide en partes iguales entre todos los herederos del mismo grado.
Y esto tiene otra virtud democrática: la de la división de la propiedad y la del
consiguiente obstáculo al mantenimiento del latifundio, cuyos inconvenientes
políticos (económicos, jurídicos y hasta éticos) no tengo porqué recordar. Cierto que
es posible que en algún supuesto esa división entrañe más desventajas que méritos.
Tal cabría sostener cuando la herencia está constituida por un solo bien sucesorio de
productividad apenas suficiente para la familia interesada: en tales supuestos, la
división puede acarrear la desvinculación familiar y la común miseria de los
herederos, por efecto de una partición obligatoria y debida a exigencias
concupiscentes de algún coheredero que ni por sospecha será capaz de pensar que con
la pitanza que actualmente recoja no habrá de resolver el problema económico de su
vida, y que con la división que provoca va a colocar a su madre y a sus hermanos
menores en la necesidad de tener que pagar un hogar mercenario, cuando no
mendigado. Es posible. Y la indivisión parecería allí de rigor, lo que se conseguiría
manteniéndosela hasta la mayor edad de todos los coherederos, con el usufructo en
favor del padre que sobreviviese. La consideración se refuerza ante la circunstancia
de que la mayoría de los casos hereditarios deben corresponder al supuesto por lo
mismo que no son legión los propietarios múltiples. Pero el asunto es tan complejo
que no puede ser resuelto sin maduro estudio, que estaría aquí fuera de lugar, pues me
llevaría demasiado lejos. Sólo advertiré que hace una decena de años se presentó un
proyecto legislativo en ese sentido, y que el informe de la Facultad de derecho -
solicitado por la correspondiente comisión parlamentaria - fué adverso a la iniciativa.
Y en lo que concierne a relaciones jurídicas, también cabe señalar algunas fallas,
que, como las anteriores, dejan de ser fundamentales. Anoto, desde luego, los
privilegios. Me parecen excesivos. Para comprobarlo basta ver las legislaciones, no
ya contemporáneas sino de la época de la nuestra, como la italiana. En verdad que eso
de privilegios, por mucho que revista carácter puramente jurídico económico, no se
concilia gran cosa con nada democrático e igualitario. E indico, después, la situación
favorable que en el código se crea, en materia de prescripción, en favor de los
incapaces, o, mejor de ciertos incapaces: ésta no corre contra los menores, lo que no
excluye que corra contra ellos en otros esos (arts. 3967-8), como corre contra una
sucesión vacante o concurso, no obstante que, tanto en uno como en otro de los dos
órdenes de supuestos, exista la misma imposibilidad de obrar.
Pero, repito, se trata de cosas relativamente secundarias. Sobra, por eso, con
apuntarlas, sin necesidad alguna de insistir a su respecto.

36.- He aquí, ahora, otro aspecto del factor político: el de la socialidad de la ley,
en cuya virtud se tenga en cuenta al legislar que si el código tiende a consagrar los
derechos individuales, lo hace en cuanto los individuos son miembros de una
colectividad, dentro de la cual se desenvuelven y cuya expansión deben procurar en
todos los momentos, por lo mismo que ese auge es la condición del auge individua1
así como este último viene a ser previamente la base de aquél.
Lo que significa que si la sociedad no se concibe sin el individuo, tampoco el
individuo es imaginable fuera de la sociedad; por donde individuo y sociedad son
términos recíprocamente complementarios, que mutuamente se condicionan e
integran.
De ahí se sigue que los derechos individuales jamás pueden ser ilimitados, mucho
menos absolutos. Y de ahí se infiere que los derechos individuales, que son, sin duda,
lo eminente en cualquier codificación privada, juegan dentro de cierta órbita y en una
ponderación que contemple los derechos de la sociedad, vale decir, los derechos del
conjunto de los demás individuos.
Tal es la concepción que cuadra del derecho privado, del cual el derecho civil es el
tipo, al extremo de ser en el fondo el mismo derecho privado. Tal es la concepción de
autores no muy contemporáneos, como Cimbali (La riforma integrale della
legislacione civile, cap. IV, pár. VII), Gierke (La función social del derecho privado).
etc., para no llegar a otros más modernos, como Menger, Chironi e Abello.
Charmont, Salvioli, Saleilles, Hauriou, Duguit, etc., que he citado en la p. 27 de mi
trabajo La refonna de la legislación, y a los cuales cabe agregar entre otros, los
siguientes: Cosentini, La reforme de la législation civile, pp. 174 y ss, 218, etc;
Fournière, L’ideàlisme social, passim; y las obras Essai d’une philosophie de la
solidarité y Les applications sociales de la solidarité de la “Bilbliothèque gènérale des
sciences sociales”.
Lo que es cierto es que la plena afirmación del doble carácter individual y social
del derecho privado no era corriente en la época de la confección del código sino en
insinuaciones accesorias y nada sistemáticas. Por eso no será mucho lo que en éste
haya de encontrarse en contenido social. Es un código esencial y precípuamente
individualista, lo mismo que sus modelos más constantes, el Esboço de Freitas, las
Concordancias de Garda Goyena, el código civil francés, y, a través de esas
legislaciones, el derecho romano subyacente con caracteres acentuados en todas ellas.
He aquí una muestra de las cosas en que el código trasunta los derechos
colectivos: la irrenunciabilidad de los derechos de orden público (el estado civil, la
prescripción anticipada, etc.), la nulidad absoluta, todos los preceptos prohibitivos
(condiciones ilícitas, derechos reales no consagrados, inenajenabilidad de bienes,
afectaciones reales a plazos largos, sustituciones fideicomisarias, etc.), las
restricciones y límites del dominio, etc.
En cambio, se ha omitido más de una cosa que debió, aun en la época de
nacimiento del código, ocupar en éste algún lugar. Los plazos de prescripción, sobre
todo en algunos casos (arts. 4016, 20 y 21) pudieron reducirse, y el distingo de
presentes o ausentes no tiene hoy razón de ser, dada la enorme facilidad de
comunicaciones marítimas y terrestres y tanto para las personas como para el
pensamiento. El art. 1197 consagra una exagerada amplitud de la autonomía de la
voluntad privada: de ahí resulta que cualquier convención tiene fuerza de ley
mientras no ataque derechos irrenunciables, y mientras no sea posible hacerla anular
con arreglo a los principios estereotipados del error, del dolo o de la violencia. Por
eso quedaría completamente desarmado quien invocara el apremio, la necesidad, su
buena fe y su ignorancia. Ita, jus esto!, le diría el juez. Y hay, sin embargo, mucho
más de un supuesto en que las convenciones particulares comprometen exigencias
colectivas: tal acontece con los préstamos usurarios, explícitamente permitidos por
nuestra: ley civil (arts. 621 y 1197); con los contratos de trabajo celebrados en
condiciones desdorosas por obreros apremiados de hambre, que no hesitan en admitir
cláusulas de multas innobles, de retenciones arbitrarias de su salario, etc. La gran
regla del art. 138 del código civil alemán entraña la correcta solución del asunto, sin
prejuzgar en sentido alguno y dejando intacta en principio la fuerza de la voluntad
privada.
Advierto, con todo, que el defecto no es completamente legal. Una jurisprudencia
más inteligente y más dúctil, como la francesa, habría podido ajustar los principios de
fondo a las circunstancias ambientes, y fulminar, so pretexto de causa ilícita o de
inmoralidad, convenciones semejantes, como ya se ha hecho entre nosotros a
propósito de la usura. Por lo demás, puedo recordar que hace algún tiempo se
presentó un proyecto de ley a la Cámara de Diputados, en cuya virtud se establece
una tasa legal de intereses; y que el Congreso americano de ciencias sociales,
celebrado en Tucumán en 1916, se pronunció en contra de tal tendencia
especializada, decidiéndose por la regla más general y de circunstancial apreciación
del art. antes citado del código civil alemán.
Lo mismo cabe decir en materia de abuso del derecho. Nuestro código lo ignora.
Pero, como digo en mi referido trabajo La reforma de la legislación pp. 29 y 30, ello
pudo ser materia de jurisprudencia, según se ha hecho en Francia por los respectivos
tribunales, particularmente por obra del pretorianismo tan innovador y fecundo de la
Corte de Casación.
En materia sucesoria, me parece que se debió limitar el derecho en la línea
colateral, que alcanza al sexto grado, y que, según algún autor nacional, puede ser
indefinido, como en la línea recta, cuando quepa el derecho de representación. Ya no
puede decirse que están la unidad y el interés de la familia de por medio, cuando los
herederos vienen a ser primos en segundo grado, si en no contadas ocasiones los
mismos primos hermanos ni siquiera se conocen, por lo mismo que la familia se
disgrega ya con los hermanos que se casan, particularmente a partir de la
desaparición del padre común. El cuarto grado habría sobrado, de conformidad con lo
que en tal sentido proyectara un diputado hace más de una decena de años. Apuntaré,
de paso, que en el código civil suizo la herencia colateral no ya más allá del tercer
grado, esto es, de los tíos y sobrinos.
No existiendo, así, el derecho individual de la familia, que tanto tienen en
consideración los códigos, la sociedad debe sobreponerse. Y la herencia del de cujus,
hecha posible por virtud de los asideros sociales (riqueza, legislación, general
desenvolvimiento, etc., del ambiente), debe volver a la sociedad, que, por haber sido
su inspiradora y fautora, tiene que ser ahora su heredera y propietaria.
Pero la falla más importante de nuestro código en esto de lo escasamente social de
su carácter se encuentra en la plena omisión del contrato del trabajo. Si Tissier ha
podido sostener (Livre du Centenaire, p. 71 y ss.) que la sociedad francesa estaba
madura en 1804 para la contemplación del problema del trabajo, en cuanto el
capitalismo ya existía y en cuanto el industrialismo se hacía sentir con intensidad;
cabe suponer cuánto más exacto es ello para nuestro medio setenta años después.
Cierto que nuestro país no se hallaba en las generales condiciones de Francia: había
que atraer y favorecer el capital, ya que nuestras más fuertes exigencias eran las
materiales (ferrocarriles y demás vías de comunicación, materia prima de todos los
órdenes, maquinaria, obras públicas, etc.); el industrialismo no se manifestaba sino en
lo primitivo de las cosas rurales (ganadería y agricultura); la población propiamente
obrera no se encono traba en las ciudades, etc. Así y todo, es positivo que el problema
del trabajo era fatalmente conexo con el del capital, ya que ninguno de ambos
elementos puede subsistir, en principio, sin el concurso del otro, como lo hiciera
constar Alberdi más de una vez en su crítica del proyecto, pp. 13, 31, etc. Y por sobre
todo, como una obra legislativa, lo propio que cualquier gran obra de gobierno, es no
sólo obra actual sino también virtual, para emplear expresiones tan preferidas por
Hauriou, y no sólo no se reduce a considerar lo presente sino además a preparar el
porvenir; una elemental previsión debió conducir a la reglamentación de una materia
que dentro de poco habría de plantear, como ya ha sucedido, el espectro de una
situación apremiante y de una evidente e injusta omisión.
De más estará que advierta que en los códigos civiles contemporáneos, como el
alemán, el suizo y el brasileño (este último no con toda la amplitud y liberalidad que
habría cuadrado, según puede verse en el análisis que del mismo he hecho en la
Revista jurídica y de ciencias sociales, nº de abril a junio de 1916, p. 239 y ss.), el
contrato de trabajo figura con todo honor; y que entre nosotros se ha sancionado ya
más de una ley relativa al mismo (trabajo de mujeres y niños, descanso dominical,
accidentes del trabajo, etc.), si bien en forma demasiado fragmentaria e inconexa.
37. Paso ya a otro elemento del factor político: el de la libertad, que, como todos
los anteriores, y como cualesquiera otros, tiene sus naturales reatos y ponderaciones,
que obligan a saber interpretarlo y aplicarlo.
De entrada hago constar que en tesis general el código no peca por defecto de
liberalidad dentro de su fundamental característica individualista. El deudor la parte
comúnmente débil en las relaciones jurídicas no pocas veces es mirado con simpatía:
tiene el derecho de elección en las obligaciones alternativas o de género, puede
declarar a cuál de sus deudas debe imputarse el pago que realice, está favorecido por
la presunción de haber satisfecho los intereses cuando se le da recibo por el capital,
por la ley jamás está obligado solidariamente con relación a dos o más acreedores
comunes, etc.
En cambio, hay bastantes disposiciones que no se recomiendan por su excesiva
liberalidad. No me refiero a las que estatuyen una presunción de culpabilidad en
contra del deudor que no cumple una obligación contractual, pues eso es de derecho
común y tiene una explicación nada difícil (Planiol, t. II, n 873 y ss.). Aludo a otras
en que habría sido más jurídico ser menos riguroso contra el deudor, sin perjuicio
alguno para el acreedor y sin desmedro para la facilitación y expansión de la
actividad contractual y económica.
Tómese, por ejemplo, el art. 1557, según el cual el locatario de un predio rústico
no puede exigir reducción alguna en los alquileres cuando por caso fortuito ha
perdido sus cosechas. Quien sepa lo que es en la práctica un arrendamiento rural,
conocerá que, en principio, el locatario paga con el producido de su industria, al
extremo de que en no contados casos paga en especie, con una parte de ese
producido. Si, pues, una inundación, una granizada, un incendio, una helada o lo que
fuere, le mata sus ganados o le echa a perder sus cosechas, ¿de dónde y cómo habrá
de obtener medios de solventar su obligación para con el locador? No se concibe que
se lo mantenga obligado, pues ello equivale a hipotecarle su porvenir y a quitarle una
buena dosis de aliciente para un trabajo en favor de otros. Lo que es peor es que el
locador debe estar convencido de que, en regla general, tal sería la situación para
cualquier otro locatario; de tal suerte que tiene que estar resignado a los azares del
caso fortuito; por lo mismo que se trata de hechos muy posibles y bien fatales. Tan
cierto es ello que el locador no hace en tales casos sino ligar su suerte a la del
locatario, por donde comprende que el apremio de éste redunda en daño propio. Es
eso lo que explica que, por encima o fuera de las disposiciones legales, sea solución
asaz corriente la de que los locadores de predios rústicos se comidan a facilitar
arreglos de todo orden con sus locatarios en supuestos de aquel carácter, como ha
sucedido entre nosotros. Por lo demás, los códigos modernos se pronuncian en el
sentido que propicio, como puede verse en el art. 1412 del código civil brasileño, que
divide los riesgos, en el contrato de aparcería agrícola, entre el locador y el locatario,
si bien en el precepto más general del art. 1214, relativo al arrendamiento de predios
rústicos, dispone que el locador no puede pretender reducción en los alquileres en
caso de pérdida de la cosecha. El código federal suizo de las obligaciones es
explícito: según su art. 278, el locatario puede exigir una remisión proporcional del
alquiler, cuando, por efecto de accidentes o calamidades extraordinarias, el producido
del fundo ha disminuido notablemente; al extremo de que en su segundo inciso llega
a prohibir la renuncia anticipada de tal derecho, con las únicas limitaciones de que
dichos accidentes o calamidades hayan sido previstos, o de que el daño esté cubierto
por un seguro. Esta última circunstancia es lo que explica que el código civil alemán
no se pronuncie en sentido alguno y deje la situación sometida a los principios
comunes; el seguro está difundido a tal extremo en Alemania, que no se ha creído
necesario proveer sobre un punto que las partes tienen siempre resuelto de antemano;
y, por lo demás, el art. 584, que prescribe la obligación genérica de satisfacer el
alquiler anual, tiene, como se dice en los Motive, su remedio en el art. 585, que al
consagrar en favor del locador una ampliación de seguridad de su derecho sobre los
bienes introducidos en el predio por el locatario, entraña “el único medio de que el
locador pueda ser indulgente para con el locatario en años de cosecha deficiente o
mala”. Y el asunto, como se comprende, no es de derecho moderno ni
contemporáneo, pues en su fondo arranca del mismo derecho romano, cuyos
principios en materia de colonato parciario no han hecho sino repetir los arts. 1786 y
1648 de los códigos civiles francés e italiano, respectivamente.
He aquí otros preceptos del género. Según el art. 1995 del código, en la duda de
que el fiador se haya obligado por el mismo importe de la obligación principal o por
menos, se presume que se ha obligado en el primer sentido. Esto no sólo choca con
principios generales, como el del art. 874, según el cual la renuncia no se presume y
debe ser interpretada restrictivamente, sino que también va en contra de toda razón: la
fianza es como un lujo jurídico, por donde no puede haber motivo que obligue a
prodigarla. Advierto de paso que el subsiguiente artículo - que reduce a la cantidad
fijada la fianza por una obligación ilíquida y cuyo importe resulta luego superior al de
la fianza establecida - es más generoso, si bien no hay cómo suponer que pudo no
serlo. En cambio, el que subsigue a éste, el 1997, hace comprender en la fianza los
intereses de la obligación principal aunque no estén estipulados, lo que no es de
aprobarse. Lo mismo digo del precepto análogo del art. 1582, que hace involucrar en
la fianza no sólo el pago de los alquileres, sino, además, “todas las obligaciones del
contrato”, a menos que expresamente se haya limitado la obligación accesoria a los
primeros.
Tampoco es de aprobarse, en la amplitud de sus términos, lo dispuesto en el art.
3081: “la servidumbre de tránsito no se extingue aunque el paso llegue a no ser
necesario para el inmueble al cual se dirige, o aunque el dominante hubiese adquirido
otro terreno contiguo por donde pudiese pasar”. Es tanto más inexplicable el
contenido de tal regla, cuanto que, según derecho corriente, que el legislador
argentino no ha hecho más que consagrar en sus arts. 3011, 3078, etc., cualquier duda
en materia de servidumbres se interpretará en favor del propietario del fundo
sirviente; lo que lo ha conducido a sentar que la servidumbre concluye cuando no
tiene ninguna utilidad para el fundo dominante (art. 3050), y lo que lo ha llevado a
preceptuar en otros arts. (3064 y 3066) que el uso restringido de una servidumbre
durante diez años la extingue en los límites de su no ejercicio, y que lo mismo
acontece en el caso de que el uso restringido se deba a circunstancias objetivas.
Mas en general debo decir que no se sigue gran cosa contra el principio de la
liberalidad de nuestro código, del hecho de que limite las facultades dispositivas del
testador en obsequio de los herederos forzosos, ni tampoco del hecho de que
reconozca las servidumbres personales.
Esto último es una simple expresión que dice más que lo que contiene. Basta ver
el art. 2972, con sus respectivos concordantes, para observar que no hay allí la más
remota tendencia al mantenimiento de ninguna prerrogativa o privilegio. Se trata de
algo eminentemente económico (la servidumbre es personal cuando aprovecha a tal o
cual poseedor o propietario del fundo; es real cuando beneficia a cualquier poseedor o
propietario del mismo), que no establece la menor dependencia humana entre el
acreedor y el deudor de la servidumbre, o que, en todo caso, no establece más
dependencia que la que corresponde a cualquier otra obligación.
Y en lo que toca a la institución de la legítima hereditaria, no cabe ver otra cosa
que una restricción del derecho de propiedad, que, según se sabe, no es absoluto ni en
los códigos más recientes y generosos (arts. 903 y 641 de los códigos alemán y suizo,
respectivamente), si bien aquí tal restricción reviste un carácter mucho menos social
que las de los arts. 2611 y ss., por lo mismo que beneficia a ciertos herederos, los
forzosos, vale decir, a los que constituyen la familia del testador, ya que se considera
a la familia como uno de los pedestales de nuestra organización, y ya que se propende
a que esa familia - que representa un nombre, una tradición, un capital colectivo -
pueda, con los medios económicos que se ha juzgado indispensables por el legislador,
mantener, y aun intensificar, todo ese patrimonio y la fuerza social que el mismo
implica. Por lo demás, todas las legislaciones de nuestro tipo, aun las más
contemporáneas, se encuentran en esa corriente de ideas, según puede verse en el
código alemán (art. 2303), en el suizo (arts. 478-9) y en el brasileño (art. 1721).

III.- EL FACTOR ECONÓMICO

38.- Es bien tiempo de que entre a estudiar el segundo de los grandes factores en
que debe inspirarse la legislación civil. He nombrado el elemento económico.
Nuestro codificador ha sabido responder en el fondo a la consiguiente exigencia.
Como es notorio, su versación económica y financiera pasaba de lo común. Aliado
esto a su sentido jurídico y a su comprensión de las necesidades de un país en
formación como el nuestro, particularmente cincuenta años atrás, se comprenderá que
debió tenerlo en cuenta en más de un supuesto.

39.- En términos generales, su espíritu en tal sentido se orientó hacia las


prohibiciones de todo aquello que implicase la afectación territorial por plazos más o
menos largos, y de todo cuanto entrañase la inalienabilidad de los derechos. En una
palabra, lo que se propuso fué que los valores circulasen con libertad y sin reatos,
esto es, que la actividad económica resultase favorecida y estimulada.
Tal acontece con las siguientes, que cito por vía de ejemplo, y sin pretensión
alguna de agotar la correspondiente lista: la limitación del arrendamiento a diez años;
la supresión de varios derechos reales que, como la superficie y la enfiteusis, o son
fuentes de conflictos, como el primero, o mantienen indecisa la situación de los
inmuebles y su consiguiente productividad. como los segundos; la prohibición de que
los particulares puedan establecer otros derechos reales que los reconocidos por el
código; la prohibición de la inenajenabilidad, al menos con relación a persona
indeterminada (arts. 2612 y 1384), contra el propietario y por actos entre vivos; la
análoga prohibición dictada contra los testadores o los donantes, quienes no pueden
imponer como condición la inalienabilidad de la cosa donada y legada sino por un
termino máximo de diez años; la restricción relativa a los derechos reales antes
aludidos, como los de enfiteusis, superficie, censos o rentas, que no pueden exceder
de cinco años; la prohibición de la división horizontal de los edificios; la supresión de
las hipotecas generales y tácitas, como la de la mujer sobre los bienes del marido, la
del pupilo o curado sobre los bienes del tutor o curador, etc.; la limitación a diez años
del derecho hipotecario admitido (quien desee dilucidar, a propósito, el problema
relativo a este punto, en el sentido de si es el derecho hipotecario o la simple
inscripción lo que se extingue a los diez años, tiene como hacer hincapié en ambos
sentidos, pues nuestro código no es en esto muy claro); la prohibición de las
sustituciones fideicomisarias; la reducción de la prescripción ordinaria en materia de
acciones personales, a diez años; la supresión de varias circunstancias que en otras
legislaciones importan una suspensión de la prescripción; etc.
Pero es preciso advertir que el codificador no se ha reducido a ese solo punto de
vista. También, por ejemplo, ha omitido lo concerniente al interés legal, porque, a su
juicio, el interés en las obligaciones de dar sumas de dinero varía con exceso entre
nosotros; de donde habría resultado una traba económica, ya para los acreedores si el
interés corriente era superior al legal, ya para los deudores en el supuesto contrario.
Igualmente, las garantías que por un lado ha creído indispensables en materia de
formas de los actos jurídicos (la cesión debe ser hecha por escrito, la notificación de
la misma ha de constar en instrumento público, las convenciones matrimoniales
deben ser hechas en escritura pública, etc.), para asegurar la efectividad, y la
consiguiente legalidad, de tales actos, y las que en otro sentido opuesto ha juzgado
oportunas para dar facilidad a las transacciones económicas y a la prueba de las
mismas (los principios de prueba escrita, la omisión de formalidades especiales para
una serie de convenciones como la fianza y la locación de servicios, la relativa
prodigalidad en lo que toca a testamentos especiales, etc.), atestiguan una finalidad o
un propósito de carácter eminentemente económicos. Lo mismo pasa con su afán de
protección de los terceros de buena fe, como puede verse en los siguientes artículos:
549-50-2¬92-4-7, 762, 875, 968-96, 1018-9-34-5-65, 1194-5, 1229-60, 1459-67,
1575, 1664, 1713-4-42, inciso 59-54-68, 1855 a 7166, 1936 a 8-43-4-64-7-8-90,
2130, 2310, 2412-3-22 y ss., 2568 y ss.-87 y ss.-94 y ss., 2671, 2767, 3149, 3217,
3348, 3429-30, 3894-5, 3902-7-8-27-32-67-8-78, etc.
La verdad es, con todo, que las fallas son en esta materia de grave importancia,
tanto por su cantidad como por su calidad, al extremo de llamar la atención en un
jurista y un economista como nuestro codificador.
Puede aducirse al respecto las explicaciones que se quiera: el fuerte romanismo de
que está impregnado el código, el doctrinarismo demasiado tradicional que lo inspira,
el exagerado individualismo que lo informa, etc. Con explicaciones y todo, las fallas
no dejan de ser tales. Más aun, pudieron no existir, por lo mismo que se trata de cosas
o relaciones que distaban de ser una novedad en la época de la confección del código.
Ya he señalado, si bien con otro motivo, la deficiencia intolerable de la completa
omisión en lo que hace al contrato del trabajo. No tengo, así, por qué volver sobre
ella. Lo mismo digo de las diversas causas que implican suspensiones de la
prescripción.

40. Yendo a las que más directamente juegan en el caso - ya que es de rigor un
tanto de arbitrariedad en estas cosas, pues no siempre es dable separar lo jurídico de
lo económico, ni esto último de lo político, por donde son inevitables los roces y las
repeticiones - puedo decir que cabe clasificarlas en dos grandes especies: las que se
refieren a instituciones no contempladas, como el contrato de trabajo; y las que
atañen a la no suficiente protección de los terceros, que son la sociedad misma, el
interés supremo, por lo mismo que proteger los terceros (de buena fe, bien entendido)
equivale a dar seguridad y firmeza a los actos jurídicos que realicen, a inspirar
confianza y a facilitar las transacciones económicas, en lo último de lo cual se
contiene el primordial propósito de toda buena obra legislativa de derecho privado
(ínfra, nº 11).
Sin referirme, por supuesto, a algunas instituciones de carácter demasiado
contemporáneo, que así no pudieron entrar en las previsiones de ningún codificador
de la época del nuestro, como sucede con el abuso del derecho, la cesión de deudas,
la voluntad unilateral, los contratos colectivos y de adhesión, la responsabilidad
objetiva, la indemnizabilidad del daño moral contractual, las diversas promesas de
deuda (que nuestro código no conoce sino en punto a reconocimiento de obligaciones
y a promesas de recompensa, y aun así, en forma asaz deficiente), los contratos
abstractos, la hipoteca cono derecho independiente, la sucesión hereditaria en los
bienes, etc.; había buenos motivos para no haber dejado en el olvido a varias otras,
que eran por entonces bastante corrientes y que hubieran implicado un buen capital
de previsión y de soluciones adecuadas a nuestras exigencias.
Tal se tiene en la locación rural y en el colonato parciario (adaptado a nuestras
condiciones, claro está), que son como la piedra angular del derecho en lo que toca a
nuestras industrias más prominentes. Todo eso, que es derecho civil cabal, ha
quedado librado al dominio local de los códigos rurales, dentro de un empirismo y
una heterogeneidad legislativas que no pueden recomendarse como fautores jurídicos
de las exigencias que contemplan u que deben tutelar.
Lo mismo pasa, si bien en menor grado, con las fundaciones, ya tan conocidas en
el derecho germánico, y de las cuales se ocupara el mismo Savigny en el 2º tomo de
su Sistema, por mucho que se refiriese al derecho romano vigente en Alemania.
Lo propio sucede - y aquí e más imperdonable la deficiencia - con una serie de
contratos de locación de obras, que si no estaban legislados en los códigos corrientes,
eran de derecho común y de la más elemental previsión. He nombrado el contrato de
edición, así como los de representación teatral, de servicios profesionales, de avisos,
de agencias de colocaciones, etc.
No habría derecho para ser tan severo con el fetichismo que el codificador revela
en materia de propiedad inmueble, y con el consiguiente olvido en que tiene a la
propiedad mueble y semoviente. Puede consultarse entre nosotros la obra de A. B.
Martínez Les valeurs mobilières de la República Argentina, en la cual se patentiza el
auge enorme que esta última propiedad ha tenido entre nosotros, y en la cual se
confirma, con el ilevantable argumento de los hechos y los números, la opinión
dominante en derecho contemporáneo, particularmente en derecho comercial, de que
esta propiedad está igualando, y aun superando, a la propiedad inmueble, como puede
verse en Cimbali, Nuova Fase, nº 33 y 139 (aún en Baudry Lacantinerie y Chauveau,
t. V, nº 7; y en el mismo Demolombe, t. IX, nº 473), y como ya lo proclamara Alberdi
en su folleto sobre el código, p. 51; para no ir a tratadistas de derecho mercantil, que
son poco menos que unánimes: Vidari, t. 11, nº 1836 y ss.; Manara, nº 49 y ss. y 107
y ss. ; Lyon-Cael1 y Renault, t. I, nº 109 y ss.; Thaler, Traité éléntentaire, nº 23, etc.
Por lo demás, nuestro posterior código de Comercio no deja lugar a duda alguna en lo
que concierne a su campo de acción, del cual está excluida siempre por efecto de ese
fetichismo la comercialidad de los inmuebles.

41. Pero más importantes que estas omisiones son las fallas que conciernen a la
segunda de las dos especies antes indicadas: las de la insuficiente protección de los
terceros, en lo cual se contiene, a mi juicio, el defecto de fondo más capital de todo el
código.
Puede ello ser mirado en varios sentidos.
Desde luego, en el de la falta de publicidad de una serie de estados jurídicos cuyo
conocimiento es indispensable a los terceros. Puedo pasar por alto lo que toca a las
sociedades - conyugal y comunes - por no tener ella mayor influencia en la actividad
económica: el que contrata con un hombre o con una mujer casada como parte de la
sociedad conyugal, generalmente está al cabo de la situación de su contraparte; y el
que contrata con un administrador de una sociedad civil, toma sus precauciones
exigiendo la responsabilidad personal de alguien, sin contar con que para ciertas
relaciones el código prescribe la publicidad (como acontece en los supuestos de los
arts. 1742 inciso 5 y 9 y 1768), ni con la circunstancia de que son bien raras las
sociedades puramente civiles (Planiol, t. II, nº 1933), pues casi todas son comerciales
o adoptan formas comerciales.
Tampoco haré hincapié sobre la publicidad de las interdicciones por incapacidad
(dementes, etc.), siquiera en obsequio a lo relativamente raro y a lo difícil del asunto.
Donde la omisión se hace sentir con toda intensidad es en materia de derechos
reales. El codificador ha creído salvarla con “el gran principio de la tradición que la
sabiduría de los romanos estableció” (nota del art. 577), lo que no ha impedido que
luego pretendiera cohonestar la deficiencia con los pretextos que se pueden leer en la
nota puesta al final del Título de la hipoteca.
Es bueno hacer constar, de entrada, que la tradición no desempeñó en derecho
romano el papel de publicidad que nuestro codificador quiere reconocerle, según
puede verse en cualquier obra de derecho romano (Ihering, Esprit du droit romain, t.
III, pár. LII y t. IV, nº 11 del pár. LXVI; Girard, p. 293, etc.) ; que la tradición es
ambigua, pues resulta tan necesaria para transferir un derecho real como para
transmitir el uso al inquilino (art. 1514), al usufructuario (art. 2910), al usuario y al
mismo habitador (art. 2957), Y como para transferir la simple tenencia al depositario
o al acreedor prendario (arts. 3205 y 2190) ; que falta en no pocos casos (en la
sucesión, art. 3265 y sus numerosos concordantes; en la división del condominio, art.
2695; en la traditio brevi manu y en el constituto posesorio, arts. 2387 y 2462 inciso
31º) ; que evidentemente no implica publicidad alguna, por lo mismo que el acto de la
entrega de una cosa apenas si se verifica entre los interesados; que el codificador
creía seguir a Freitas en estas cosas, sin parar mientes en que éste hablaba de
tradición en el sentido de “inscripción o transcripción de los títulos respectivos en el
Registro conservatorio” (nota al art. 901 de su Esboço) ; que la crítica que el
codificador formula contra el código francés carece de todo sentido, pues el silencio
de éste en punto a tradición es en cuanto a las partes y no con relación a terceros, por
donde no hacía sino consagrar un principio - el “gran principio”, según lo califica
Demolombe, t. XXIV, p. 403 - que no entraña otra cosa que la espiritualización del
derecho moderno, contrapuesto a la primitiva materialización del derecho romano;
etc., etc.
Por lo demás, sus razones de la aludida nota son poco atendibles: “Las leyes de
registro son códigos complicados”, se dice, cuando habría sobrado con menos de un
centenar de preceptos, según lo ha comprobado nuestra ulterior ley sobre el tópico,
sin mencionar la circunstancia de que la expresión disonaba en labios de quien
proyectara un código de más de cuatro mil artículos. “Los registros atacan el derecho
de propiedad”, como si, en todo caso, no lo atacase el mismo código al reglamentarlo
y al declararlo extinguido por prescripción o por la simple posesión en punto a cosas
muebles. “No tenemos catastro”, como si los registros personales lo requiriesen, y
como si, en el peor de los supuestos, el catastro no resultase relativamente factible en
un país nuevo en que los inmuebles están poco divididos y cuentan con antecedentes
que cabrían en el hueco de las manos. “No hay en nuestro país personal capaz de
llevar registros”, lo que no le ha impedido contradecirse al establecerlo para las
hipotecas, y como si en ello no se tratase de una circunstancia general que se podría
invocar contra cualquier régimen más o menos técnico, sin contar con que esa
incapacidad, lo mismo que cualquiera otra de nuestro ambiente novicio, habría de
cesar progresivamente con la educación y la experiencia.
Por suerte que en estas cosas, el carácter concurrente de las mismas a que me he
referido antes (nº 34) ha permitido suplir tal omisión del código con leyes locales y
con la ley federal; si bien en cierta medida tan sólo, por cuanto esas leyes locales no
pueden, constitucionalmente, disponer en sentido distinto de el del código, y por
cuanto aun en el orden nacional, ese juego concurrente entraña complicaciones
bastante bizantinas (quien tenga la tradición es propietario entre las partes, quien haya
inscrito lo es con relación a terceros, etc.).
Quede, pues, como cierto que el codificador incurrió en una criticable omisión al
no establecer la publicidad de los derechos reales (dominio, servidumbre, usufructo y
afines, transmisión hereditaria, restricciones diversas del dominio, privilegios, etc.),
lo que ha conducido, en buena parte al menos, a cierta inseguridad y desconfianza en
las transacciones sobre inmuebles, como se trasunta en el hecho de que el tipo de los
intereses hipotecarios sea tan elevado, por mucho que a este respecto haya otros
factores explicativos del fenómeno.
Tan deficiente protección de los terceros tiene su coronamiento en lo inestable de
los derechos de éstos, al extremo de que nadie puede asegurar que posea un derecho
incontrovertible y firme.
Se nota ello en las nulidades ocultas, en las prescripciones subrepticiamente
suspendidas y en una serie de factores análogos que pueden tener eficacia contra
terceros de toda buena fe. Me bastará citar los artículos legales correspondientes:
563-9:3-8. 738-87, 1051, 1388, 14,87-8, 2602-3, 2765-9-77, 3125, 3266-9-70-5-7-8,
3885, 3923¬45-66-80, etc. Allí se verá cómo los principios del más rancio
romanismo (nem o plus juris...,resoluto jure dantis…,contra nom valentem agüere…,
quod mullunt est… y otros semejantes), han recibido aplicación; si, como es corriente
entre nosotros, se ha de interpretar las disposiciones legales por el espíritu de un
derecho de hace dos mil años y por la letra descarnada de talo cual precepto, en vez
de entendérselas dentro del armónico concierto que ellas deben guardar con otras
análogas del código (como las citadas en el nº 36 y ss. del presente trabajo) y con
subordinación al espíritu de fondo del mismo, a los intereses superiores que éste
quiere y debe tutelar, y a las exigencias ambientes que por sobre todo rec1aman
respeto de la buena fe ajena, seguridad en las transacciones y facilidad y expansión de
la actividad económica y jurídica, en lo cual se contiene los principios cardinales de
toda organización medianamente previsora y simplemente seria y consciente (infra)
nº 11).
Lo propio cabe decir con relación a una circunstancia que es apenas un aspecto del
aludido derecho de los terceros. Me refiero a los efectos retroactivos, tan menudeados
en el código. He aquí una lista de los arts. que tengo anotados: 47, 473, 543, 1050,
1065, 1352, 1847, 2669-70, 31,16-30-49. Se concibe ese efecto retroactivo entre las
partes, en cuanto se trate de interpretar la intención presunta de las mismas (aunque el
código alemán lo ha omitido en materia de condición), como se lo concibe cuando no
entraña perjuicio de terceros, según acontece en los casos de los arts. 319, 5J8 y ss.,
1936, 2304, 3415, etc. Pero en los otros supuestos es una perenne amenaza, que hiere
a mansalva y sin beneficio para las relaciones económicas del medio, pues que sólo
aprovecha a individuos determinados y satisface así intereses puramente privados, lo
que no puede ser norte de ninguna legislación que se precie de sensata, no ya de
admirablemente sabia. De ahí que, ante el temor de la posible generalización, por vía
interpretativa, de los casos de retroactividad contenidos en el código, haya habido
necesidad de puntualizar en algunos casos la no retroactividad: tal acontece en los
arts. 3, 4, 123-33-9, 548 y ss.-55 y ss. 63 y 2672, así como en el arto 61 de la ley de
matrimonio.

IV. EL FACTOR JURÍDICO

A.- 42.- Limita lo dicho el análisis del factor económico, y paso al estudio del
factor propiamente jurídico, pues cabe dejar de lado el factor religioso, que en general
no tiene mucho que hacer en un código civil, y que en el nuestro apenas si se hizo
sentir por razones a mi juicio entonces atendibles en punto a matrimonio y en materia
de prueba del estado civil de las personas (con bastante menos derecho, por cierto, en
esto último).
La verdad que, en rigor, todos los factores analizados son jurídicos. Como que no
puede ser buen jurista quien no tenga en consideración el juego complejo del
dinamismo colectivo en el determinismo jurídico, y quien, de consiguiente, no
conciba el derecho sometido a la acción integral de todas las fuerzas ambientes, desde
las más inorgánicas (clima, suelo, etc.), hasta las más super orgánicas (la educación,
la cultura, las diversas idealidades sociales), todo dentro del indivisible consensus
integral del ambiente. De ahí la necesidad, para cualquier jurista, de estar bien al cabo
de las condiciones políticas, económicas, científicas, etc., del medio respectivo. Y de
ahí lo indispensable de la contemplación del derecho como un mero aspecto
sociológico del país, y como propulsión que en interacción recíproca concurre con
muchas otras al desenvolvimiento de la entidad colectiva.
Pero como es necesario deslindar esas propulsiones, no para separarlas sino para
mostrarlas, siquiera a objeto de ofrecer alguna claridad en la exposición, me he creído
obligado a categorizarlas en cierta medida, analizándolas en sus fases más
específicamente saltantes. Hay en ello un poco de arbitrariedad, como la hay en
cualquier categorización, por lo mismo que la sociedad, exactamente como el
individuo, es, en cosas predominantemente espirituales como éstas, un ser único e
indescomponible, que se caracteriza cualitativamente mucho más que
cuantitativamente, y que resulta una multiplicidad “melódica”, de penetración y
fusión mutuas, según las expresiones de Bergson, una incesante “continuidad”, para
emplear el término de Fouillée, bien antes que una multiplicidad de yuxtaposición, de
acumulación y de mecánica suma, como se pretende en la psicología hasta hora
dominante.
Me doy cuenta cabal de la circunstancia. Pero he debido sacrificar el punto de
vista de fondo a las exigencias metodológicas de la claridad y el orden. Por lo demás,
ella juega poco prácticamente en el caso. Sobre que dejo sentada la correspondiente
advertencia, he procurado limitar las categorías, como se ha visto, reduciéndolas a
dos, y he incluido en cada una de ellas lo que más inmediata e intensamente reviste
carácter político o económico.
Aquí en lo jurídico me parece que puedo desenvolverme con más libertad, por lo
mismo que estoy en el terreno de mi trabajo. De ahí que las respectivas subcategorías
sean más numerosas. No serán muchas, sin embargo. Las condensaré en cuatro, que
versarán sobre las fuentes, la individualidad, ciertos caracteres de fondo y el plan del
código, si bien cada una de ellas, con excepción de la última, sufrirá a su turno una
nueva subdivisión que persiga el mismo propósito de orden y claridad a que he
aludido hace poco.

B:-43.- Empiezo con las fuentes legislativas del código.


Las clasifico en cuatro principales: el derecho romano, los precedentes nacionales,
la costumbre (con los usos y prácticas) y la ciencia jurídica.
Eso del derecho romano cono fuente de un código civil es toda una obviedad. El
derecho civil romano es el derecho del hombre asociado, y no el derecho de los
romanos. Y ese hombre no ha cambiado fundamentalmente en, el decurso de las
últimas veinte centurias. Tan cierto es ello que el derecho civil de los países
civilizados en la época contemporánea tiene con él muchos, y bien primordiales,
puntos de contacto, al extremo de que no ha faltado un alto espíritu jurídico como el
de Lambert, en su fuerte Fonction du droit civil comparé, p. 917 y ss. (a quien se
puede agregar Del Vecchio, El concepto de la naturaleza y el principio del derecho, p.
116; así como más de un autor no propiamente jurista, según acontece con Ostwald,
Esquisse d’une philosophie des sciences, p. 182) que sobre tal precedente y en cuanto
cabe generalizarlo, sostenga el advenimiento futuro de un “derecho común
legislativo” para los diversos estados de la comunidad universal. Tan cierto es ello,
para limitarme a un caso concreto, que Saleilles no ha podido menos que decir, en su
Théorie générale de l'obligation, nº 2, que la principal fuente del código alemán sobre
tal materia ha sido, y debió ser, el derecho romano.
No hay que maravillarse, entonces, de que las citas de leyes romanas sean propias
de nuestro codificador o no resulten un tanto prodigadas en las notas con que éste ha
creído conveniente explicar los textos del código.
Es bueno, con todo, no exagerar ni deformar la circunstancia. El derecho romano
es una fuente indispensable, no hay duda. Pero lo es en principio. El hombre de
nuestros días tiene características que no conoció el romano, y viceversa: es más
social, es más industrial, es más culto. Por otra parte, es rara la institución que no se
haya modificado al través del tiempo y el espacio: la, patria potestad es un deber
antes que un derecho; el elemento objetivo predomina sobre el subjetivo en las
obligaciones, en las herencias, en la responsabilidad; etc. Además, hay en el derecho
romano cosas anticuadas e inaplicables en buena medida, como, al revés, existen hoy
cosas nuevas que ese derecho no ha conocido ni podido conocer, pues las exigencias
y consiguientes medios han sido, naturalmente, los propios de su época: el juramento,
la ausencia, los pequeños contratos llamados reales, el formalismo, etc., entran en lo
primero; la cesión de deudas, la hipoteca como derecho principal, los registros, etc.,
corresponden a lo segundo.
Era, pues, indispensable, saber amoldar las fuentes romanas a nuestra situación, a
efecto de que se conjugase la enseñanza del primero con las exigencias ambientes.
Y es lo que no se ha hecho, por lo menos en dosis asaz pronunciada. Hay excesivo
romanismo en nuestro código, y lo hay, consecuentemente, demasiado malo en más
de un supuesto, por lo mismo que no concuerda con las circunstancias ni con el
derecho moderno que de las mismas se ha originado.
Sin descender a detalles como el del art. 700, que incluye entre las fuentes de la
solidaridad pasiva a la decisión judicial o sentencia, lo que es científicamente un error
indudable cabe anotar las siguientes instituciones: la tradición (que ya fulminara
Alberdi en su folleto sobre el código, pp. 15, 16 y 31), de que ya me he ocupado a
propósito del factor económico, se encuentra a leguas de resultar un medio de
publicidad de los derechos reales ni una garantía para los terceros; la solidaridad se
extiende a casi todos los efectos accidentales de las obligaciones respectivas, lo que
dista mucho de ser la communis opinio en el derecho moderno, según puede verse,
sobre todo, en los códigos alemán y suizo, que no han hecho más que consagrar
soluciones corrientes de mucho atrás en la ciencia jurídica de los países germánicos
(aunque es cierto que Freitas navegó en las mismas aguas que nuestro codificador) ;
el juramento, como prueba de los contratos, es hoy poco menos que una concepción
infantil; la ausencia no tiene casi razón de ser en, nuestra época, dada la enorme
facilidad de comunicaciones en todos los sentidos, para el pensamiento y para las
mismas personas, y, en todo caso, jamás habría requerido plazos tan largos como los
estatuidos en el código; lo propio corresponde decir en materia de prescripción, por
mucho que se haya reducido algunos términos, particularmente el que concierne a la
prescripción ordinaria de las acciones personales; ese dominio “absoluto” y casi
intangible, esas nulidades, esos efectos retroactivos y esas acciones contra terceros de
buena fe, no son otra cosa que resabios romanistas, hoy completamente injustificados
y peligrosos, ya que el derecho es menos asunto de logismo que de expansión del
medio, sobre todo cuando ese logismo dimana de principios que han tenido su época;
la sociedad civil, que ha merecido el honor de 141 artículos en el código, es hoy una
superchería, según ya tengo advertido, lo mismo, en principio, que los contratos
denominados reales (depósito, mutuo y comodato), que insumen más de un centenar
de disposiciones legales, y lo mismo que la renta vitalicia, que ha sido sustituida en
buena parte por el seguro; casi todo el título del dominio, que absorbe también más
de un centenar de preceptos codificados, pudo ser condensado en menos de la tercera
parte de su extensión (lo propio cabe observar respecto del condominio),
particularmente si se hubiera asignado el lugar muy secundario que merecen a la
ocupación, la transformación y la adjunción, y si, por sobre todo, se hubiera limitado
a un precepto único lo que concierne a cada una de las pretéritas y ocasionales cosas
de la pesca y la caza, de los animales, de las abejas y del tesoro; el usufructo (que
insume la friolera de más de 150 artículos), lo mismo que la habitación, el uso y el
anticresis, son instituciones sumamente raras y no eran acreedoras a tanta
prodigalidad legislativa; el título preliminar del libro IV es todo un modelo de
romanismo inútil y pernicioso; la completa prohibición de los pactos sucesorios
permitidos en buena medida por el más antiguo derecho germánico, por donde el
código alemán no ha hecho sino consagrarlos en su art. 312, inciso 2º, completado
pro los arts. 1941 y 2274 y ss., así como por el art. 2346 dispuesta por nuestro art.
1175, no era recomendable; la posesión hereditaria tenía en Roma su explicación,
pues era indispensable un titular del derecho vacante, además de vincularse ello a
preconcepciones religiosas (Fustel de Coulanges, La cité antique.) lib. 11, cap. III)
que no son las nuestras, ya que el elemento persona es secundario en materia de
sucesiones, y ya que no sufrimos las pesadillas del formalismo romano que no
concebía ni admitía un derecho sin sujeto; la responsabilidad ultra vires del heredero
no tiene razón de ser, sino por virtud del romanismo del correspondiente principio;
etc., etc..

44. He querido contenerme, pues el asunto es bien largo. Lo dejo ya para ocuparme
de los precedentes nacionales del código.
Ha afirmado nuestro codificador en su réplica a Alberdi (p. 270 del t. VII de las
Obras póstumas de éste), que los ha tenido muy en cuenta: “la primera fuente de que
me valgo, dice, son las leyes que nos rigen; el mayor número de los artículos tienen la
nota de una ley de partida, o del fuero real o de una ley de las recopiladas”.
Cabe contestar en seguida que no es ello cierto. Bastaría al efecto con la
demostración que se contiene en la Introducción de la obra del Dr. Segovia sobre
nuestro código, donde se ha especializado el caudal de disposiciones que cada una de
las fuentes del código ha aportado, y cuya exactitud no ha sido puesta en duda por
nadie hasta ahora. Allí se dice que Freitas ha contribuído con unos mil trescientos
artículos de su Esboço; Zachariae, con setenta; Aubry y Rau, con setecientos; García
Goyena, con trescientos; los códigos de Chile y de Francia con ciento setenta y cinco
y ciento cuarenta y cinco respectivamente; y luego, en proporciones que varían entre
veinte y setenta, cada uno de los principales autores franceses (Demolombe,
Troplong, Marcadé y Chabot), los romanistas Maynz, Molitor y Savigny, Acevedo
(en su proyecto de código civil para la República Oriental), y los códigos de Luisiana,
de Nueva York y de Rusia. Súmese todo ello, y se tendrá casi agotados los cuatro mil
cincuenta y un artículos del código.
Se ve, así, que las principales fuentes de éste no han radicado en los precedentes
legislativos del país. Apenas si incidentalmente allá en la nota del art. 3410, que
instituye la posesión hereditaria aparecen como veneros primordiales esos
antecedentes y las leyes de Indias. De consiguiente, la afirmación del Dr. Segovia, de
que las principales fuentes del código son el Esboço de Freitas, Aubry y Rau, García
Goyena y los códigos chileno y francés, parece indiscutible. Y lo parece tanto más
cuanto que el mismo codificador la confirma, en general, al hacer constar, en su
mencionada réplica, que entre las varias fuentes de que se había servido figuran “las
doctrinas de los más clásicos autores”, pues, agrega, “yo me proponía que en mi
código apareciera el derecho científico ... , las doctrinas de los más acreditados
jurisconsultos, que en él se viese, si era posible, el estado actual de la ciencia”, razón
por la cual justifica “las resoluciones del código con los escritores más conocidos de
todas las naciones”. Por lo demás, en su nota con que remitía al gobierno el primer
libro del código, ya había consignado que sus “guías principales” habían sido “los
escritores alemanes Savigny y Zachariae, la grande obra de Savigny sobre el derecho
administrativo del Imperio Romano, y la obra de Story, Conflict of Laws”. Eso en
cuanto a “doctrinas jurídicas”. En lo que concierne a textos legislativos, había “tenido
presentes todos los códigos publicados en Europa y América..., principalmente el
Proyecto de Código Civil para España del Sr. Goyena, el Código de Chile..., y sobre
todo el proyecto del Código Civil que está trabajando para el Brasil el señor Freitas,
del cual había tomado muchísimos artículos”.
Los precedentes propiamente nacionales generales o locales no aparecen en parte
alguna. Bien al contrario. En esa misma nota estampaba el codificador que nos
faltaba “la ventaja que tuvo el pueblo romano de poseer una legislación original
nacida con la nación y que con ella crecía”, por donde tenía sobrado título para
“ocurrir al derecho científico, del cual pueden ser dignos representantes los autores
citados”.
Alberdi tenía entonces doble razón: se había hecho tabla rasa de la legislación
civil que hasta entonces nos había regido.
Con todo, será bueno entenderse. Por cierto que sea el hecho de la omisión
susomentada, falta saber si no fué intencional y si no respondió a motivos atendibles.
Hay que advertir, por de pronto, que en las notas del codificador hay muchas citas
de la legislación española que nos rigiera (y que no nos rigiera, por más que éste haya
afirmado lo contrario en su precitada réplica, según acontece con la Novísima
Recopilación). Sean ellas propias o no, y ocupen un lugar tan secundario como se
quiera, lo positivo es que existen, y que, ya directamente, ya por intermedio de
Goyena, resultan fuentes más o menos mediatas o remotas del código.
De otra parte, creo que el codificador ha procedido con tino al excluir la
legislación de la madre patria del carácter predominante de fuente primera. No sólo
era caótica, no sólo era anticuada, sino que también era inadaptable por razones
políticas. Desde 1uego, no debía revestir un gran valor científico ni jurídico, cuando
la misma península se había dado un código civil propio, que ya quería reformar.
Además, la afirmación de nuestra independencia constitucional reclamaba el
necesario complemento - yo diría fundamento - de las emancipaciones restantes,
entre las cuales la legislativa ocupa un lugar prominente.
Es verdad, a propósito, que la independencia legislativa no era incompatible con el
mantenimiento de nuestras tradiciones jurídicas, pues todo se reducía a conservar el
consiguiente espíritu dentro de los moldes y con arreglo a las formas y medios de
nuestras características nacionales. Así y todo, pienso que se hizo obra buena al
dictarse un código nuevo y propio. “Nuestras tradiciones jurídicas”: si cabían en el
hueco de una sola mano... Tan pocas eran, tan corta duración contaban y tan
escasamente se habían infiltrado en la conciencia del pueblo. Por lo demás, lo
conveniente no era mirar hacia atrás sino hacia adelante, no al pueblo con que
entonces se tenía sino al pueblo del porvenir, al pueblo que nos habría de aportar el
doble capital étnico de nuestro fuerte crecimiento vegetativo y del contingente
inmigratorio, al pueblo que, en una palabra, se habría de octuplicar en medio siglo de
vida y habría de revestir tonalidad y psicología sociales que distarían leguas de las
que eran peculiares al pueblo de 1870.

45. Lo que acabo de dejar expuesto me excusará de toda insistencia acerca de una
fuente muy afín con la de los precedentes: aludo a la de la costumbre, con sus
aspectos de los usos y prácticas.
El legislador no ha sido muy generoso con ella, pues la ha barrido en el art. 17 y
en los complementos del mismo, de entre los cuales son típicos los arts. 16 y 22 (que
no permiten resolver un asunto jurídico sino por las palabras o el espíritu de la ley,
por las leyes análogas y por los “principios generales del derecho”; y que abrogan
todas las disposiciones legales que imperaron hasta la vigencia del código, en el cual,
aun implícitamente, se hace contener todo cuanto interesa o atañe al derecho civil) .
En verdad que nuestras costumbres jurídicas, si se exceptúa las del comercio, eran
prácticamente de muy escaso monto. Nuestra misma vida económica había sido bien
limitada, por lo mismo que el comercio de exportación, y las consiguientes industrias,
había sido maniatado por el monopolio metropolitano que durara casi toda la época
colonial hasta 1776. Puede suponerse, así, la actividad civil subyacente y
concomitante, si ésta es en general mucho menos acentuada y vivaz que aquélla.
En otro sentido, no era recomendable la atribución de valor legislativo a la
costumbre. Un país que se da su legislación no puede menos que mirar de mal ojo a
lo que puede implicar el desmedro de ésta. Ni siquiera cabía el reconocimiento de la
costumbre praeter legem - no ya de la contra legem - por más de un motivo: en un
país en formación, la costumbre se diversifica en el tiempo y en el espacio, por lo
mismo que todo es un tanto inestable, por hallarse sujeto a las influencias cambiantes
de una población que crece y se educa con relativa violencia; de otra parte, el distingo
de las dos especies de costumbre no es siempre fácil, pues a menudo van juntas y se
fecundan mutuamente; finalmente, la prueba de la costumbre resultaría difícil,
cuando no contradictoria, lo que conduciría - en un pueblo no preparado, como
cualquier pueblo nuevo, y sin buenos sedimentos jurídicos - a desvirtuar uno de los
propósitos cardinales del legislador, cual es el de la fijeza y la estabilidad de las
relaciones de derecho, vale decir, la conciencia anticipada de la situación en cualquier
acto y la visión neta de todas sus consecuencias frente a las leyes.
Es posible que esto choque a los que sean partidarios de la escuela histórica. Pero
no veo cómo cambiarlo. Yo también tengo fundamentales simpatías por esta Escuela
jurídica, pero creo darme cuenta de su unilateralidad y de su consiguiente deficiencia.
La costumbre no es para mí la fuente única del derecho, ni siquiera la primordial en
ambientes como el nuestro, que se constituyen con elementos humanos de todos los
climas, que ya están civilizados jurídicamente (en buena medida al menos) y que
deben plasmarse dentro del concierto de los países más cultos del mundo, con los
cuales van a mantener sus relaciones más intensas, sin necesidad alguna de hacerles
repetir toda la ontogenia de los países primitivos y salvajes. Además, su relativa
ineducación exige una regla fuerte y unitaria en materia de derecho, lo que no se
consigue sin una ley o código adecuado.
Repito que, en mi concepto, el legislador ha hecho bien
al negar valor legislativo a la costumbre.
Pero también opino que pudo ser más liberal con relación a mucho más de un caso
particular. En vez de someterse al rigorismo esclavizador y uniforme de la ley la
solución de casos que dependen de las circunstancias, que son fruto espontáneo del
ambiente y que se resuelven en asuntos de apreciación y de hecho, lo mejor que
cuadra, lo único que corresponde es dejarlos librados a esas modalidades. Es lo que
ha hecho el codificador en varios supuestos, de los cuales puedo citar los de los arts.
450 inciso 5º, 1424-7, 1556-74-95, 1632, 2268, 2307, 2621-25-31, 3030, 3480, 3880
inciso 1º, etc.
Como se ve, la lista no es muy larga, por mucho que haya omitido yo al respecto.
De ahí que se haya dejado en olvido una serie enorme de relaciones jurídicas
evidentemente ambiguas del punto de vista de los textos legales, que se refieren a
circunstancias positivas, que, de consiguiente, no son materia de doctrina ni de
legislación comparada, y cuya estimación jurídica no podría ser hecha plenamente de
acuerdo con la ley, los principios ni las reglas generales del derecho, como quiere
nuestro art. 16, por lo mismo que son hijas de los hechos y por lo mismo que están
condicionadas por las consiguientes modalidades. Tal acontece, por ejemplo, con lo
que deba entenderse por accesorio de una cosa sujeta a entrega (art. 575), por actos de
administración (o de libre administración), por ratificación de un hecho jurídico, por
elección (en las obligaciones de prestación indeterminada, como las alternativas y las
de género), por actos posesorios (ya que la regla del art. 2384 debe quedar
subordinada a lo que sea de uso local en cada supuesto concreto), etc., etc.
No se habría perjudicado con eso el principio del art. 17. La relación jurídica - y
con mayor razón la institución -recibiría de la ley, y nada más que la ley, su
individualidad. Su aplicación circunstancial es lo único que, en cuanto no se tratase
de principios generales y de fondo, debiera amoldarse a las modalidades ambientes.
Fuera de ello, observo que en nuestro código no se hace el distingo adecuado entre
práctica, uso y costumbre. Esta última supone, según la sabía enseñanza de Gény -
que no hace más que seguir en esto a la ciencia alemana - dos grandes elementos: un
uso constante y un carácter de necesidad (una opinio necessitas) que impliquen todo
un sentimiento jurídico y el consiguiente convencimiento de una correspondiente
sanción. La práctica no es más que un uso limitado a cosas formales: de ahí las
prácticas de los escribanos, de los tribunales, etc. Y el uso, además de ser apenas uno
de los dos grandes elementos de la costumbre y el primer antecedente de la misma, es
una costumbre en pequeño, limitada a los lugares, diversificada y cambiante con
relación al país, y sin el arraigo de psicología que pueda darle, como a la costumbre,
esa fuerza espiritual que lo convierta en una necesidad. Así, en la mayoría de los
supuestos en que se refiere a la costumbre (arts. 1504-74, 1632, 2268, 2631, 2873;
3480 y 3880, inciso 1º), no contempla propiamente la costumbre, sino esa costumbre
primaria y local que es cabalmente el uso. Y eso después que en el art. 17 susodicho
ya había establecido el distingo adecuado, en cuya virtud la práctica, el uso y la
costumbre son cosas afines más no sinónimas.

46.- El último de los veneros del código de que debo ocuparme es, como se
recordará, el de la ciencia jurídica.
Advierto, desde luego, que es el último en mi estudio, pero no el último en
importancia. Ya se ha visto el papel relativamente decisivo que la doctrina ha tenido
en la confección del código, según las palabras del mismo legislador, expuestas en la
nota de remisión de su primer proyecto al gobierno y en su réplica a Alberdi. Y se
tendrá presente que Aubry y Rau le suministraron el caudal de 700 artículos, y que
Goyena y Freitas - que en rigor son fuentes doctrinarias - le aportaron entre ambos un
millar y medio de disposiciones, así como que Demolombe, Zachariae, Maynz,
Troplong y Savigny han contribuido con algunos centenares.
Hay, efectivamente, mucha ciencia jurídica en el código. Por suerte que ella es
generalmente buena. En su virtud el codificador ha sabido hacer desaparecer una
serie de dudas que contenía el código francés, como ha logrado llenar mucho más de
uno de los vacíos del mismo. Recuérdese, por ejemplo, lo del distingo entre
obligación y contrato, la de las personas jurídicas, lo de la paternidad natural, lo de
las hipotecas tácitas, lo de los hechos y actos jurídicos, lo de la facultad de aceptar o
repudiar una sucesión, lo que hoy llamaríamos culpa in contrahendo, etc., etc.
El único defecto de fondo que a mi ver cabe apuntar al respecto es el de que esa
ciencia se ha resuelto en no contados casos en un doctrinarismo demasiado outré para
un código, según se lo verá cuando más adelante (núms. 89 y 90) haya de explayarme
acerca de uno de los aspectos del carácter de la ley.
Por lo demás, el codificador ha tenido presentes los autores más conocidos y
reputados de su época, por mucho que se limitara a los franceses en principio, pues
apenas si figura un español y si aparecen dos americanos (Goyena, y Freitas y
Acevedo respectivamente), sin contar algunos otros demasiado incidentales, como
Story.
De los alemanes no conoció sino a Savigny, y eso con alguna limitación. Como se
sabe, el senador Vélez refirió en plena Cámara, cuando se discutió la ley llamada de
fe de erratas o de correcciones, un hecho a propósito: el codificador tenia redactada
toda la parte de las obligaciones antes de haber conocido, por obra de dicho senador,
el respectivo tratado del gran profesor germánico, lo que lo obligó a redactarla de
nuevo, pues tuvo que alterarla fundamentalmente (cons. el libro Discusión de la fe de
erratas, p. 85).
Pero ello es secundario, ante la circunstancia de principio o general de lo bueno y
relativamente completo de las fuentes científicas.
Lo que cabe hacer resaltar, al dar la mano a este punto, es que ese carácter
doctrinario del código - debido principalmente a Freitas, cuyo doctrinarismo es tan
palmario - quizás ha obedecido a una preconcepción del codificador. Como se sabe,
éste manifestó, en la nota de remisión de su primer libro, que las obras de enseñanza
del derecho civil debían seguir “de toda necesidad” el orden del código, pues era
indispensable, para no llegar a “innovaciones en las doctrinas”, que éste fuera la
“base” de las mismas.
Dejando de lado la pretensión de querer ver en el código una como cristalización
ne varietur del derecho, algo así como la palabra última en materia jurídica, que se
advierte en dichas expresiones; lo cierto es que aquél tuvo en mira, aunque no
principal, la faz didáctica y científica del asunto. Es así bien posible que el cúmulo de
definiciones, de preceptos puramente enunciativos y prácticamente inútiles de que
está bien poblado el código, según se verá adelante, haya respondido al aludido
pensamiento de que el código fuera como la matriz de la ciencia y de la enseñanza
del derecho en el país.
Hay allí un error indiscutible, cuya refutación no considero necesaria. Implicaría
eso negar no pocas cosas: que el derecho es producto de su medio, como una planta o
un sistema político; que el derecho evoluciona perennemente; que el derecho civil es
mucho más que el código civil, por aparentemente completo que éste sea, pues
también se lo contiene en la costumbre, en la doctrina, en la jurisprudencia, en la
legislación comparada, etc.; que un código no puede ser desnaturalizado al extremo
de que se lo convierta en un texto científico, por lo mismo que, según dice Alberdi en
su recordado folleto, p. 16, “la ciencia y la ley no van al mismo fin, ni su camino
puede ser el mismo, pues la ciencia investiga la verdad desconocida, la ley sabe la
verdad que le conviene”, por donde se colige que, malgrado los puntos de contacto
entre ambas, el contenido, la forma y el mismo espíritu de cada una de ellas tienen
que ofrecer desemejanzas fuertemente acentuadas. En una palabra, la leyes una de las
grandes expresiones del derecho, no el derecho. De ahí que la ley resulte una cosa
que debe ser explicada (o criticada), lo que no es posible sino mediante la ciencia y
en una acción didáctica en que ésta ocupa forzosamente el lugar primordial.
C.- 47.- El segundo aspecto del factor jurídico concierne, según se recordará, a la
individualidad del código. Y está individualidad se resuelve en el problema del
carácter y del contenido del código civil: ¿qué es éste? ¿qué parte del derecho abarca?
¿cuáles son las instituciones que debe legislar?.
Desde luego, corresponde trazar límites previos. Para nosotros, y por disposición
constitucional, el código civil debe ser distinguido de los códigos comercial, penal y
de minería. De suerte que todo cuanto haga a código único de obligaciones, a código
fundamental y común de derecho privado y al cariz minero del derecho industrial, se
encuentra fuera de cualquier discusión.
Como es notorio, eso del código único de obligaciones tiende, sobre el gran
ejemplo suizo (y en buena parte sobre la unidad civil y comercial del common law de
la Gran Bretaña y de no pocas leyes de estados de la Unión americana), a concentrar
y unificar en una sola ley toda la parte económica (llegándose a veces a los mismos
inmuebles) del derecho privado. Las opiniones están muy divididas: Bolaffio,
Vivante, Cimbali, D'Aguanno, Lyon Caen, Thaller, etc., convienen en esa
unificación, por lo menos en principio; Vidari, Manara y muchos otros se pronuncian
en sentido opuesto. Igual divergencia se tiene en nuestros autores: Álvarez (Une
nouvelle conception des études juridiques et de la codification du droit civil, p. 208),
está con los primeros, lo mismo que nuestro doctor Segovia; Bevilaqua (Código civil
dos Estados Unidos do Brazil, Preliminares, pár. IX), prefiere la tesis de los
segundos. Y Rossel (Manuel du droit federal des obligations, p. 7), no obstante
inclinarse a la separación de los dos códigos, reconoce que “el experimento (de la
unificación de las obligaciones en el código federal) no ha sido muy malo”. Por lo
demás, es sabido que la tendencia a la incorporación del código de las obligaciones
en el código civil no ha tenido éxito en Suiza (cons. Code fedéral des obligations, por
el Dr. H. Oser, p. VIII y ss.).
En cuanto al código fundamental de derecho privado, en el cual se contuviera todo
cuanto es común a las distintas ramas del derecho privado (civil, comercial,
industrial. etc.), el asunto no ha pasado hasta ahora del terreno de la ciencia, ni
siquiera del de las opiniones más o menos aisladas. Como se sabe, uno de los
primeros campeones de tal concepto ha sido Freitas. Y en la actualidad hay más de un
jurisconsulto que, por lo menos en lo que toca a la idea de fondo, la unidad nuclear
del derecho privado, se pronuncia en igual sentido. Tal acontece con los siguientes,
que cito muy al azar y sin ninguna busca previa ni sistemática: Álvarez, obra y página
antes citadas; Roguin, La règle du droit, p. 187; Van Bemmelen, Nociones
fundamentales del derecho civil, p. 111, Cimbali, Nuova fase del diritto civile, nº
236; etc.
La tercera de las mencionadas excepciones, el derecho de minería, tiene, hoy por
hoy, existencia autónoma en todas las legislaciones de los países civilizados.

48.- Pero esta delimitación dice bien poco con relación a lo positivo del tema. No
formarán parte del derecho (o del código) civil el derecho comercial ni el de minería.
Convenido. Más de ahí no se sigue qué es lo que en aquél ha de contenerse.
Efectivamente, se trata de un deslinde negativo, fundado o no, lo que está fuera de
controversia, que, como todo lo negativo, nada induce acerca de lo afirmativo que
interesa.
Como se comprenderá, el problema no me concierne sino incidentalmente. Por eso
no me creo con derecho para ahondarlo ni para insistir a su respecto.
Habrá que empezar por resolver, ante todo, un problema previo: el del carácter y
contenido del mismo derecho privado en sus relaciones con el derecho público, ya
que el derecho civil no es más que un derecho privado. Es fácil decir, a propósito, que
el derecho privado atañe a los individuos, y que el derecho público afecta al estado. Y
es todavía más fácil categorizar especies, y presentarnos el cuadro de los diversos
derechos públicos (penal, constitucional, administrativo, etc.), así como el de los
derechos privados (civil, comercial, industrial, etc.). Falta demostrar que ello es
fundado: que en el derecho privado no hay intereses colectivos, lo que es falso, según
se puede ver en el régimen de la propiedad inmueble, en el del matrimonio y la
familia, en las mismas sucesiones, etc.; y que en el derecho público no hay más de
una relaci6n de orden privado, como los distintos contratos administrativos
celebrados por el Estado o por cualquier otra entidad pública en su calidad de simple
persona jurídica, los delitos “privados” (adulterio, etc.), et sic de coeteris.
Tampoco se adelanta gran cosa con decir que es derecho público el que tenga
carácter necesario, y que es derecho privado el que revista carácter voluntario.
Estaríamos cabalmente en la misma situación: hay una serie de cosas necesarias en el
derecho privado (las buenas costumbres, el orden público, los herederos, todas las
disposiciones prohibitivas, etc.), como las hay voluntarias en derecho público, en
todos los casos aludidos en que el Estado contrata con terceros como puede hacerlo
cualquier persona jurídica, o en que se trata de la reparaci6n pecuniaria que emerge
de un delito criminal, etc.
Lo que es para mí cierto es que esa división del derecho en público y privado es
una cuestión de principio y no de categoría. De ahí que no sea posible la separación
ni sea imaginable ninguna línea divisoria, sea cual fuere el punto de vista desde el
cual se mire (el sujeto del derecho, el beneficiario del mismo, etc.). Ni siquiera es
admisible el distingo entre derecho público y principios de orden público. Esto es
teoría pura. Al fin y al cabo, todo es derecho público y todo es derecho privado: como
que el derecho público no es sino, en el fondo, la suma o el conjunto de los derechos
privados; y como que el derecho privado es, en definitiva, el único y verdadero
derecho, por lo mismo que todo el derecho público -y la consiguiente armazón del
Estado, del Gobierno, etc.- no sirve más que de medio para proteger y tutelar el
derecho privado, ya que, me figuro, lo que se quiere en cualquier conglomerado es la
expansión, el auge de cada uno de sus miembros; vale decir, que en un país
cualquiera lo que en última instancia interesa, del punto de vista jurídico, no es el
Estado sino el hombre, no es el organismo político sino el individuo, pues no es éste
quien existe para el primero sino al revés, desde que no se concibe la mejora
colectiva sin la mejora básica de cada uno de sus elementos.
Tan cierto es ello que la tendencia más acentuada del derecho contemporáneo es la
que estriba en hacer resaltar el lado solidario y social del derecho privado, como
puede verse en Bourgeois, en Salvioli, en Cosentini, en Gierke, en D'Aguanno, en
Cimbali, etc., y como resulta de la actividad legislativa de no contados países en los
cuales esa tendencia ha sido positivamente consagrada, según acontece en varias
colonias británicas, en los códigos civiles de Suiza y de Alemania y en las leyes
especiales que casi todo el mundo civilizado ha creído indispensable dictar en materia
de contrato de trabajo. Tan cierto es que hoy se mira a lo que se llamaba hasta ahora
derecho privado, como un derecho “privado social”, según la expresión adoptada al
efecto por los dos últimos jurisconsultos antes citados.
Debemos, pues, echar mano para la consiguiente caracterización, no ya de
criterios lógicos sino de elementos históricos, y considerar como derecho privado no
el derecho que se contrapone al derecho público, por cuanto esa contraposición esté
contradicha en numerosos y fuertes supuestos, sino al derecho que por costumbre asi
se denomina, por mucho que la expresión no trasunte con fidelidad el correspondiente
contenido. De todos modos esto último es secundario: así como no hay quien se
escandalice de oír hablar de una cuarentena que dure diez o cinco días, de una
herradura de plata, etc., del propio modo no hay motivo para no ver que en el derecho
romano la permuta era un contrato innominado a pesar de tener su nombre adecuado,
ni para dejar de admitir un derecho privado que tan frecuente e íntimamente se codea
con el llamado derecho público. Es que la historia - la tradición, la costumbre - tiene,
como el corazón, razones que la razón no comprende, diría un moderno Pascal del
derecho.
Es, entonces, derecho privado el derecho que concierne a la persona en sus
relaciones de familia y en sus relaciones sociales con los demás miembros de la
humanidad.
Digo persona, y no individuo ni hombre, para abarcar todo el campo de los sujetos
del derecho. Digo relaciones sociales, para excluir las relaciones antisociales del
derecho criminal; para no hablar de relaciones civiles, por cuanto no puedo postular
estas últimas, desde que no he llegado todavía a la caracterización del derecho civil, y
por cuanto, sobre todo, corresponde no limitar el asunto, por lo mismo que las
relaciones civiles son apenas un aspecto de las sociales; finalmente, para expresarme
con la debida amplitud, pues el concepto de relaciones patrimoniales es demasiado
estrecho, en razón de que no todo se resuelve en actividad económica ni pecuniaria,
como acontece, por ejemplo, en el mismo derecho civil, con el carácter no
patrimonial de la prestación obligatoria y con la indemnizabilidad del daño moral.

49.- Deslindado así el derecho privado, queda por precisar, dentro del mismo, el
derecho civil.
También nos encontraremos con criterios más o menos encontrados.
Roguin nos dirá en su Règle du droit, p. 187, que “comprende la reglamentación
de las relaciones del estado civil y la familia, las que derivan del uso de facultades
individuales, las del señorío sobre las cosas, las principales relaciones de obligación,
y las que son consecuencias o combinaciones directas de las precedentes”. Gény
enseña - Les méthodes juridiques, p. 181- que es “una disciplina de vida social
destinada a establecer y mantener el orden entre los intereses privados susceptibles de
ser garantidos por una sanción exterior”. Picard lo concibe, en su Droit pur, pár. 73,
como el derecho que regla la actividad sin especulación, con lo cual pretende
independizarlo del derecho comercial. Gabba – Quistioni di Diritto Civile, tI, p. 7 - lo
sinonimiza con el derecho privado, que ve como el conjunto de “pretensiones
reconocidas por la ley y radicadas en ésta, a utilidades humanas frente a cualquiera y
por ocasión de actos y hechos de toda especie, ya pertenezcan estos a la vida de los
particulares, ya correspondan a actos propios o políticos del Estado o de otras
personas públicas”. Lo mismo hacen Filomusi-Guelfi, Enciclopedia giuridica, pár.
43, y Brugi, 1ntroduzione enciclopedica alle scienze giuridiche e sociali, pár 19. Ni es
otro el criterio en Bevilaqua (Código civil dos Estados Unidos do Brazil, t. 1, nº 65 de
los Preliminares), quien estampa que el derecho civil es el derecho privado “común”,
y rige “las relaciones familiares y patrimoniales que se establecen en la vida social”.
No creo, en presencia de lo antes dicho a propósito del derecho privado, que sea
necesario, ni conveniente, analizar una por una las definiciones o caracterizaciones
transcritas. O son apenas aproximativas, como la de Roguin; o, lo que es más
frecuente, no sirven para distinguir el derecho civil del derecho privado, como pasa
en las de Gény y Gabba; o, lo que acontece en todas ellas, no permiten deslindar el
derecho civil de los demás derechos que le son afines (el comercial, el industrial, el
minero, etc.), y que con él constituyen esa masa jurídica unitaria que se llama el
derecho privado.
Diré que por derecho civil hay que entender esa rama de derecho privado que
reglamenta las relaciones comunes del individuo social. En esa expresión “comunes”
es donde arraiga lo propio y especifico del derecho civil, que viene a ser así el
derecho privado general, esto es el derecho que rige a cualquier persona en sus
actividades jurídicas. Todo cuanto implique una actividad especializada - mercantil,
industrial, obrera, minera, etc.- deja de ser civil. Fuera de tales actividades especiales,
cualquiera puede ser deudor o acreedor, miembro de una familia, heredero, etc., sin
necesidad alguna de ser por eso comerciante u obrero. De otra parte, cualquier
relación mercantil u obrera envuelve instituciones y situaciones (propiedad,
obligaciones, contratos, etc.), que son comunes a todas ellas y tienen un fondo que,
por consiguiente, reviste carácter análogo y hasta idéntico, y cuya centralización se
encuentra en la consiguiente disciplina general y unitaria del derecho civil.
Eso me parece que es el derecho civil: el derecho privado fundamental y común a
todos los derechos privados. De ahí que no haya cómo rebatir propiamente a los que
lo equiparan al derecho privado. En su fondo es el derecho privado. Lo que hay es
que, de conformidad con la ley evolutiva, su homogeneidad primitiva ha debido dar
paso a la ulterior y progresiva heterogeneización de varios derechos especializados,
que en buena parte pierden su filiación originaria y se le van hermanando, al extremo
de influir en él - como pasa sobre todo con el derecho comercial, que contiene la
diversificación más antigua e intensa, según puede verse, por ejemplo, en el trabajo
que con el titulo De l'influence du Droit commercial sur le Droit civil ha publicado
Lyon-Caen en el t. 1, p. 205 y ss. del Livre du Centenaire - y de obligarlo a
obtemperar a nuevas formas y a más modernas exigencias.

50.- Dentro de ello, cabe preguntar si nuestro código civil ha logrado afirmar su
individualidad.
La afirmativa no es dudosa, si uno se atiene a la época de su concepción y
confección, lo que excluye el achaque de la omisión de instituciones (la cesión de
deudas, el abuso del derecho, la socialidad de su contenido, etc.), que son fruto de la
vida contemporánea. Solo habría lugar para observaciones de detalle, y que ya he
formulado con otro propósito afín en los núms. 36, 37, 40, etc.: las fundaciones, los
registros del estado civil, el contrato de trabajo, la propiedad artística y literaria, los
contratos por terceros, la locación de obras, diversas locaciones de servicios, etc.,
merecían una consagración (o una sistematización, como ocurre con los tres últimos
órdenes) que resulta esquiva en el código, por lo mismo que se trataba de cosas
corrientes, si no en todos los códigos por lo menos en algunos y en casi toda la buena
ciencia que ningún codificador tenía el derecho de desconocer. Fuera de ello, es dable
afirmar que del punto de vista civil ha sido bastante completo y hasta previsor. Esto
último se lo tiene sobre todo, a mi juicio, en la contemplación de cierto orden jurídico
que hasta entonces se hallaba ignorado en todas las legislaciones, por lo menos con la
amplitud que tiene en el código. Me refiero a los arts. 1155-6-72-7 inciso
3º.8.9.329.31, etc., en los cuales se da forma positiva a lo que hoy se llama culpa in
contrahendo, bien antes de que Ihering nos diera al respecto su hermosa construcción,
que luego ha merecido el honor de toda una disposición expresa y general del código
alemán, cual es la del art. 307. Lo mismo cabe decir de la hermosa generalización de
los hechos. Nada dice en contrario la circunstancia de que en él no figuren ni
preceptos sobre ciudadanía, ni disposiciones sobre expropiación ni nada acerca de
prueba de las obligaciones, que se tiene en los códigos francés e italiano, así como en
los demás que han tomado al primero de ambos por modelo. Por razones
constitucionales harto conocidas, la prueba de las obligaciones si se prescinde al
efecto de disposiciones de fondo como las de los arts. 1190 a 4, no es de incumbencia
federal, por lo mismo que corresponde a las leyes adjetivas, y por lo mismo que éstas
son de resorte de las jurisdicciones locales. En cuanto a la ciudadanía, considero que
se trata de algo ajeno al derecho y al código civiles: el ciudadano es un ente político,
y pertenece por eso al derecho público (constitucional o como se quiera llamarlo). No
pienso igualmente en lo que toca a la expropiación: no hay razón lógica alguna para
considerarla fuera de la ley civil, pues se refiere a un asunto de derecho privado y
común. Tan cierto es ello que en el código se tiene el correspondiente principio (arts.
2511-2). De otra parte, no cabe aquí el argumento constitucional invocable en materia
de ciudadanía, como es el que dimana del art. 67 inciso 11º de la Carta fundamental,
en el cual se dispone que el Congreso dicte leyes sobre “naturalización y ciudadanía”,
después de haberse estatuido en el mismo inciso lo atingente a los códigos civil,
comercial, etc.; lo que está probando que para la Constitución ningún código
involucraba la ciudadanía. En cambio, no se encontrará una sola palabra en la
Constitución, ni aun en el art. 17 que consagra la inviolabilidad de la propiedad,
acerca de la expropiación ni de ninguna ley especial al respecto. Acaso el legislador
creyó que teniendo ya el país la ley general de expropiación (la de setiembre 13 de
1866, que lleva el nº 189), no era necesario insistir al respecto, ni consideró oportuno
incorporarla al código, por lo mismo que ya existía autonómicamente. De todos
modos, se trata de un defecto puramente formal y de menor cuantía.
Tampoco hallo razón a Alberdi, que en el capítulo III de su recordado folleto
pretendía ver un error en la omisión de los derechos llamados absolutos, y
sancionados por la Constitución en sus arts. 14 y ss., como había insistido también en
que el código legislase lo concerniente a nacionalidad (capítulo VIII del mismo
folleto). El codificador ya había explicado, en su nota susomentada, las razones de tal
omisión. Y motivo había tenido para ello. Tales derechos no revisten carácter civil,
pues son políticos, comerciales, etc. Cuando se refieren a cosas civiles (trabajar,
asociarse, usar y disponer de la propiedad, etc.), el código no ha sido omiso, pues los
ha reglamentado cumplidamente, siquiera en principio. Apenas si, a mi ver, cabe
imputarle la omisión de lo tocante al nombre y a la propiedad artística, a que he
aludido con anterioridad, así como las que conciernen a otras materias sueltas que
también he mencionado oportunamente, en nada de lo cual es dable descubrir la
flagrante violación de fondo, que Alberdi pretende.
Repito que del punto de vista civil no es mucho lo que se puede criticar en el
código. Lo mejor es que lo propio hay que decir con relación a los demás aspectos de
la individualidad del mismo.
En lo que respecta al derecho comercial, el código civil no le invade su campo en
momento alguno. Bien al contrario, se remite al mismo en más de un supuesto. Tal
acontece en los de los arts. 1624, 1777, 1940, etc., en los cuales deja al código
mercantil la materia de los transportes, así terrestres como marítimos, el régimen de
la liquidación de las sociedades y el del mandato semioculto de la comisión civil. Por
lo demás, lo ha hecho con sobrada razón a mi juicio. Los transportes ya figuraban en
el código de comercio de 1859 (declarado ley nacional en setiembre 12 de 1862) ; las
sociedades, lo propio que el susodicho mandato semioculto de la comisión, tenían en
el mismo código su expresión más directa e intensa, por donde lo menos que
correspondía era referirse al código de comercio, en el cual se contenía los principios
de fondo de tales relaciones jurídicas; y además, ambos órdenes de cosas tenían en
este último código su ubicación adecuada, por lo mismo que se trata de actividades
que envuelven evidente propósito de especulación, según lo acredita la circunstancia
de que en los códigos civiles modernos (como el alemán y el brasileño) no figuren los
transportes, y sin que pueda ser parte a convencer de lo contrario el precedente del
código civil francés, que responde a circunstancias de su época, según lo acredita el
hecho de que no haya sido seguido al respecto por el código civil italiano, como
tampoco lo fuera por Freitas ni en la Consolidaçao ni en el Esboço.
En parte, no corresponde el mismo juicio con relación al derecho penal. Más de
una vez el código civil ha invadido la jurisdicción de éste, estableciendo penas o
calificando de delitos a ciertos hechos, como puede verse en los arts. 1004, 1178-9,
2273-4, 2539, etc. Para ambas cosas el código civil carece de toda palabra, con la
agravante de, que en esos delitos (de hurto, de estelionato, etc.), bien puede ocurrir
que se trate de una calificación meramente teórica, pues si el código penal nada
estatuye al respecto, aquélla queda en el aire y sin sanción alguna.
Algo parecido cuadra apuntar en lo que hace al código de minería. Para limitarme
a lo más saltante y notorio, puedo señalar los arts. 2342 inciso 2º y 2518, que, además
de consagrar soluciones no del todo armónicas entre sí, usurpan títulos del respectivo
código, en cuanto pretenden legislar puntos (propiedad de las minas) que son la
definición misma del contenido del código de minería.

D.- 51- Es bien tiempo de que entre a analizar el tercero de los cuatro aspectos
antes anunciados del factor jurídico. Se trata, como se recordará, de determinar
“ciertos” caracteres de fondo del código.
Claro está que debo dejar de lado varios de ellos, que ya han sido apuntados con
otros motivos: tales son los de su romanismo y doctrinarismo relativamente
acentuados, el de su individualismo un tanto excesivo, y el de su contenido no del
todo completo ni siempre exclusivamente civil.
Aquí he de contemplar otros más inmediatamente generales, siquiera porque no he
sabido dónde estudiarlos, razón por la cual los he englobado en el presente capítulo.
Se trata, por de contado, de un código muy extenso. Sus 4051 artículos arredran
no poco. Hay de por medio no sólo aquello de que “quien mucho habla mucho
yerra”; sino también una serie de fallas más propiamente jurídicas: contradicciones,
repeticiones, casuismo, preceptos teóricos o meramente enunciativos, etc., según se
verá más adelante. No podría ser de otra suerte, si se atiende a que casi ninguno de
los códigos existentes en la época de la confección del nuestro llegaba a contar 2500
artículos. Más aun: los códigos más recientes, en los cuales se han incorporado varias
instituciones de derecho contemporáneo que el nuestro ignora (contratos de edición,
de trabajo, etc., voluntad unilateral, fundaciones, propiedad artística, locación rural,
prenda agrícola, etc.), tampoco alcanzan a ese doble millar y medio de disposiciones:
el código alemán - que contiene además varias otras materias (corretaje. obligaciones
al portador, etc.), que entre nosotros son de derecho comercial - no llega a 2400
artículos; el código brasileño apenas si pasa de 1800; y los dos códigos suizos, de las
obligaciones y civil, no suman juntos ni 1900.
Ya Alberdi había criticado el hecho en su folleto, p. 20. “Los códigos de libertad
deben ser cortos”, decía, inspirándose al efecto en Bentham, porque “cada artículo de
más es una libertad de menos”, por lo mismo que “para consagrar una libertad no se
necesita el articulo de un código”, pues ella siempre se presume, al paso que lo único
que debe ser expreso es la restricción de la misma.
No hay duda para mi de que nuestro codificador ha sido inducido al respecto por
el precedente de Freitas, que, según es sabido, había consagrado 4908 preceptos en su
Esboço, no obstante no haber agotado la materia, de los derechos reales ni haber
comenzado la de las sucesiones, lo que lo hubiera conducido fácilmente a más de
6000 artículos.
El defecto es para mi palmario por razones menos generales que las aducidas por
Alberdi. Eso de las restricciones de la libertad no puede ser apreciado por el número
de artículos del código. Al fin y al cabo, una sola disposición, que revista carácter
general, puede resultar más restrictiva y más esclavizadora que cincuenta o cien
preceptos que no contemplen sino situaciones particulares, ya que la primera es
siempre aplicable en toda la serie de casos análogos, por lo mismo que caben en la
esfera de su generalidad.
La principal razón que a mi juicio clama contra esa prodigalidad legislativa es la
que estriba en la siguiente regla de fondo: las leyes deben ser todo lo generales que
resulten posibles en cada orden de circunstancias, a efecto de que se abarque así el
mayor número de casos factibles, y con el fin de que sea dable adaptarlas al sin
número de las eventuales contingencias modales de cada hecho o relación ocurrente.
De donde se sigue que no deben consistir sino en principios condicionables, en
normas superiores amoldables a las diversas circunstancias de la realidad. Es sólo de
tal manera como cabe tener leyes suficientemente previsoras y humanamente
evolutivas, en cuanto difícilmente no habrán de acomodarse, en el tiempo y en el
espacio, a los cambios del ambiente.
Pero esto se lo verá mejor cuando, más adelante (n° 85 y ss.) me pronuncie acerca
del carácter general o particular de las disposiciones legales. Aquí me basta con
señalar el correspondiente pensamiento de fondo.

52.- Doy de mano al punto de estos caracteres de fondo, con lo relativo a los
errores del código.
Verdad que no deja de ser un tanto pretensioso de parte de quienquiera, esto de
aquilatar, no siempre favorablemente, la versación jurídica de nuestro codificador.
Estamos tan acostumbrados a los superlativos generosos; estamos tan infiltrados de
aquella anécdota, de que si el código fué hecho en cuatro años, su preparación había
exigido cuarenta; o de aquella otra afín, mencionada por el Dr. Obarrio (en el prólogo
que éste escribiera para la obra del Dr. Alcorta, Fuentes y concordancias del Código
de Comercio, p. XXX), relativa al código de comercio de la provincia de Buenos
Aires, en que el codificador tuvo alguna intervención (cons. Sarmiento, Obras, t.
XXVII, pp. 372 y ss. y 387 y ss., que así lo sostiene; C. A. Acevedo, Ensayo histórico
sobre la legislación comercial Argentina, passim, que lo niega); estamos tan
sugestionados por aquello de Jorque Manrique, de que “lo pasado fué mejor”; que
hasta resulta inconcebible para muchos no ya la crítica de la obra del Dr. Vélez, sino
la mera actitud de frío análisis frente a ella y a su autor, que, con más razón que
Homero, aliquando dormitabat, hasta equivocarse mucho más de una vez, y hasta
incurrir en olvidos patentes (como aquel del capítulo de la legitima hereditaria, que
fué preciso hacer incluir en la edición oficial de Nueva York, después de sancionado
por el Congreso el proyecto en que se lo había omitido, por simple decisión del P. E.,
según se hizo mérito por un senador en plena Cámara, como puede verse en el citado
libro Discusión de la fe de erratas, p. 48).
Ya he expuesto, en diversas incidencias, mi opinión de fondo sobre el código: con
relación a su época, atendido el breve lapso de su confección, tenida en cuenta la
circunstancia de que el codificador fue único padre y fautor, el código es no sólo
bueno, es hasta excelente, y tanto que aun hoy, si se prescinde del muy reciente
código brasileño, no hay ninguna legislación civil del Continente que supere sus
excelencias de conjunto. El codificador no sólo muestra versación jurídica, sino que
acusa un talento de primer orden, y revela admirablemente una condición que para
Alberdi era primordial en los funcionarios públicos (Bases, t. I, pp. 155-6) y en los
mismos codificadores (p. 5 de su folleto sobre el proyecto de Vélez), cual es la del
juicio, es decir, la del tino, la del sentido cabal de las cosas, que conduce a realizar
tarea amoldada, práctica, eficiente y duradera.
Pero, en esto como en todo, el codificador pudo, aun en lo relativo de las
circunstancias, estar a mayor altura y trasuntar una versación jurídica superior a la
que exterioriza. Sus principios no eran muy orgánicos y firmes, como se lo verá más
adelante a propósito de las numerosas repeticiones y contradicciones de los preceptos
legales, de metodología institucional, de disposiciones enunciativas (teóricas, inútiles,
entre las cuales la mayoría de las definiciones), etc.
Aquí habré de referirme a otro aspecto del asunto, siquiera para patentizar
concretamente la observación.
Aludo a los errores del código. Y me apresuro a dejar constancia de que no
contemplo errores de apreciación, pues en ello no cabe ver error alguno sino una
mera cuestión de punto de vista, como ocurriría con lo de la retroactividad de la
condición, el carácter personal (y no real) del derecho del locatario de cosas, la
posesión hereditaria, etc. Eso puede ser analizado y criticado, mas no como error sino
como doctrina o tendencia más o menos inconveniente. Contemplo, pues, errores de
pensamiento, errores objetivos, que pugnan contra realidades que el codificador debió
conocer mejor.
Así, entre nosotros no hay propiamente religión “de Estado” (art. 14, inc. 1°). El
“embargo de la persona”, de que habla el art. 301, es toda una irrealidad en nuestro
derecho, que ignora la prisión por deudas. Ninguna decisión judicial puede crear
solidaridad alguna, contra lo que se dice en el art. 700, por lo mismo que las
sentencias de los jueces son puramente declarativas y no creadoras de derechos
(Manresa y Reus, t. I, p. 198 a 205; Garsonnet, t. III, n° 117; Mattirolo, t. V, n° 3;
Alfredo Rocco, La sentenza civile, n| 44, 55 y 56; Alfredo Gatti, Del l'autorita del
giudicato civile, n° 187, etc.), por donde jamás podrían declarar que una obligación es
solidaria si la solidaridad no dimana de la misma ley o de una convención previa. Por
la misma razón hay error en el art. 759: la consignación impugnada no surte efectos
desde la sentencia que la declare válida, sino desde que fué hecha; y la consignación
retirada por el deudor no hace que la obligación “renazca”, como dice el art. 761, ya
que la obligación ha seguido y sigue existiendo como antes. El menor adulto no es un
incapaz por derecho, y no puede ser equiparado al respecto con la mujer casada que
lo es, según se hace en el inc. 1° del arto 515. No es cierto que las prestaciones que
tengan por objeto el cumplimiento de una condición sean indivisibles, y menos que lo
sean siempre, como se resuelve en el art. 534: lo que se debió expresar es que la
condición misma es la indivisible, como se dispone en el art. 535. Tampoco es exacto
que la obligación sea pura cuando no está sujeta a condición (art. 527): una
obligación con cargo, y aun una obligación a plazo, no son puras, pues están
afectadas por modalidades. También consagra un error el art. 648, en el cual sé obliga
al deudor facultativo por la prestación accesoria, siendo así que ésta nunca se
encuentra in obligatione. El donatario, por mucho que haya aceptado la donación,
jamás puede tener acción real contra el donante para obligar a éste a cumplirla (art.
1834). La evicción no puede ser nunca debida a una sentencia, como se estatuye en el
art. 2091, sino a la turbación de derecho que se contiene en la consiguiente pretensión
o demanda.
La lista seria bastante larga. Por eso me limitaré, y aun así sucintamente, a los
casos más saltantes.
No hay posesión de derechos (art. 2407), sino posesión de cosas (art. 2400). Igual
observación corresponde contra el art. 2410. El precepto del art. 2639, que obliga al
propietario de terrenos limítrofes con ríos o canales navegables a dejar una calle o
camino de 35 metros sobre el río o canal y a costa de su terreno “sin ninguna
indemnización”, es positivamente inconstitucional si se lo quiere entender como una
expropiación, según ya se ha resuelto más de una vez por la Suprema Corte: t. XCII,
p. 387; t. XCIX, p. III; t. CI, p. 263; así como en los importantes litigios del “Puerto
del Rosario” contra “Depósitos de Gomas”, contra “F. C. C. A.” y contra “Provincia
de Santa Fe”. La reivindicación es inconcebible contra el que por dolo dejó de poseer
la cosa, como se dispone en el art. 2785, siguiéndose una doctrina romana que en
derecho contemporáneo carece de sentido: lo único cierto es que ese demandado
doloso debe responder por todos los daños y perjuicios anexos a su delito civil (art.
1077 y sus concordantes). El que una cosa legada no admita división, no puede
importar que los herederos la deban solidariamente, como se preceptúa en el art.
3776; la solidaridad es una modalidad muy distinta de la indivisibilidad, lo que hace
que el juego de cada una de ellas sea excluyente (art. 668). Et sic decoeteris. Sólo
quiero apuntar, para concluir, la circunstancia de ciertos barbarismos jurídicos de
menor cuantía, como los de los arts. 2393 y 2838: los síndicos de las personas
jurídicas no tienen facultad administrativa alguna, pues son entidades fiscalizadoras,
y mal pueden adquirir por aquéllas la posesión de una cosa; es concebible el
usufructo sobre bienes que no sean cosas, pero tales bienes no pueden ser materia de
donaciones, ya que éstas (arts. 1789 y 1799) sólo pueden tener cosas por objeto.
Me parece que basta lo expuesto. Quien quiera conocer otros supuestos, deberá
recurrir a los autores nacionales, particularmente al Dr. Segovia, que han apuntado
muchos más de uno. Por lo demás, yo no he querido insistir acerca de aquellos
errores que son fruto de una simple expresión, como puede verse en los arts. 979 inc.
4° (“actas” por “actuaciones”), 1141 (donde se omite el requisito indispensable del
título), 1167 (donde se asimila actos jurídicos, obligaciones y prestaciones) ; 1168 y
ss., en los cuales se hace de la prestación obligatoria en un contrato el objeto del
contrato, siendo así que el objeto jurídico del contrato estriba cabalmente en esas
obligaciones, las cuales, a su turno, tienen por objeto propio las prestaciones aludidas;
1327, según el cual las cosas futuras pueden ser vendidas, cuando en realidad no hay
allí cosa alguna en sentido estricto y técnico, sino una esperanza o un derecho
eventual, como lo acredita la circunstancia de que en el mismo código ese contrato no
sea de compraventa sino de cesión (arts. 1446-7); 1841, en el cual se resuelve que la
reversión puede ser estipulada en favor del donante para el caso de que premueran los
“herederos” del mismo, lo que haría imposible cualquier reversión así, desde que
nadie puede morir ,sin dejar herederos (como el Fisco, que “nunca muere”) ; 2032,
según el cual el fiador de varios deudores solidarios puede repetir de “cada uno” de
éstos la totalidad de lo que él ha desembolsado, en vez de consignarse que tal derecho
de repetición es admisible contra “cualquiera” de los expresados deudores, por donde
procede una sola vez, y no tantas veces cuantos sean los deudores, lo que sería
sencillamente disparatado; etc.
E.- 53. - Ya he dicho que esto de la metodología legislativa no ha merecido hasta
ahora mayor consideración, ni en los códigos ni en la misma doctrina. Es que hay
más. También disuenan un poco para algunos juristas, sin excluir - bien al contrario -
a los nuestros, que hasta llegan a mirarla con disfavor, al extremo de considerarla
como una quinta rueda, como algo inútil, como una simple palabra vacía de sentido,
pues nuestros antepasados han prescindido de ella y no han sido menos jurisconsultos
que los que en la actualidad quieren convertirla en un caballo de batalla.
No tengo por qué repetir, a propósito, las consideraciones generales que en
materia de técnica jurídica he aducido en la parte liminar del presente trabajo. Por eso
habré de contraerme a la especial justificación de la metodología, siquiera en
nociones de fondo, ya que su interés tiene que resultar más positivamente del estudio
concreto que haré de la misma.
Tiene, desde luego, la virtud que entrañan cualquier plan y toda clasificación
sistemática de cosas afines: establece un orden, al subordinar las instituciones con
arreglo a sus caracteres más extensos y menos comprensivos; muestra la filiación de
las mismas, al hacer resaltar cuáles son géneros y cuáles son especies; patentiza las
afinidades y diferencias mutuas; da sentido orgánico e integral al conjunto de todas
las instituciones, en cuanto revela la unidad de fondo que implican y a que deben
responder; etc.
Seria simplemente extraordinario que la clasificación de los minerales, de las
plantas o de los animales fuese buena para la mineralogía, la botánica y la zoología, y
que la de las instituciones en derecho pudiera ser menospreciada.
Bastaría esa razón de carácter general para la aludida justificación.
Pero es menester concretarla, ya que las resistencias que hay que vencer en estas
cosas son mucho más fuertes que las que puede dominar cualquier razón general.
He aquí lo que me parece que podría decirse. La clasificación metodológica al
asignar una ubicación cualquiera a una institución, lo hace para caracterizarla en su
contenido o comprehensión, y al propio tiempo para determinar la esfera de su
aplicabilidad, vale decir, su extensión o su grado de generalidad. Así, nuestro art.
1196, al disponer que los acreedores pueden ejercer los derechos y acciones de su
deudor, entraña una fuerte deficiencia metodológica, sencillamente por razón de su
mala ubicación. En derecho de lo más corriente, los acreedores pueden ejercer
cualquier derecho de su deudor, nazca de un contrato o de otra fuente. Si nuestro
artículo fuera tomado del punto de vista de su comprehensión y extensión, tendría
que ser limitado a los derechos puramente contractuales, por lo mismo que figura en
el título de los contratos y en el capítulo de los efectos de éstos.
Concibo y admito que una buena interpretación conduzca igualmente a su
aplicación general, ya que, cabria decir, ese artículo no es sino una simple expresión
de todo un principio jurídico. Así y todo, considero que no es posible negar que hay
allí una falla: ni todos los jueces tienen criterios hermenéuticos tan amplios, ni se
evita las sutilezas literales de los litigantes, ni se deja de lado el hecho de que tal
ubicación implica un error científico en que ningún código tiene el derecho de
incurrir.
Lo mismo cabe decir en otros supuestos análogos.
El art. 3986 habla de la interrupción de la prescripción por demanda instaurada
contra el “poseedor”. En ninguna otra disposición legal se contiene tal principio.
Parecería así que la demanda sólo puede interrumpir la prescripción adquisitiva. Y no
habría error más grave, ya que no hay verdad más corriente que la del común efecto
interruptivo de la demanda, trátese de prescripción adquisitiva o liberatoria. Si, pues,
el codificador hubiera procedido con mejor método, habría distinguido primero lo
general de la prescripción, donde hubiera ubicado el principio del citado articulo,
entre otras cosas, para luego descender a lo particular o específico de cada
prescripción.
El art. 1197 estatuye que en materia de contratos los individuos son soberanos,
siempre que se trate de relaciones jurídicas que no comprometan intereses colectivos.
También otra desubicación. La voluntad privada es soberana en cualquier supuesto,
dentro de los 1ímites apuntados, haya de por medio un contrato o cualquier otro acto
jurídico. ¿Por qué, entonces, limitarla a los contratos, como se hace en el articulo
susodicho, que está colocado en el capítulo de los efectos de los contratos? Debió
figurar, así, en los actos jurídicos.
En nuestro código, la tenencia es considerada como uno de los aspectos o
modalidades de la posesión, desde que constituye uno de los seis capítulos del titulo
de la posesión. De consiguiente, la interpretación de sus preceptos debe ser hecha, si
se quiere respetar el carácter que la ley le asigna, dentro de los principios de fondo de
la posesión, que, por lo mismo, son los generales y dominantes. En cambio, Freitas
contempla la tenencia como obligación que nace de un hecho que no es un acto, y la
paraleliza con la evicción y los vicios redhibitorios. De ahí que en éste la
consiguiente interpretación deba inspirarse en las normas fundamentales que
gobiernen dicho género de obligaciones, y no en las de la posesión, que figura, como
entre nosotros, en el libro de los derechos reales y junto al dominio, del cual es
considerada como elemento.
En otros sentidos se tiene situaciones no menos enmarañadas e interesantes.
La condición, el plazo y el cargo son modalidades de cualquier acto jurídico: de
un contrato, de una convención (que, según es notorio, puede no siempre ser un
contrato, como ocurre en los “distratos” o disoluciones acordadas de contratos, y
como acontece en las renuncias y en todas las modalidades extintivas de las
obligaciones cuando dependen de la voluntad humana), de un testamento, etc. De ahí
que en Freitas, en toda la buena doctrina y en los códigos contemporáneos, ellas
figuren en los actos jurídicos. No pasa lo mismo en nuestro código, que las ha
involucrado en la materia de las obligaciones (contractuales, por supuesto, ya que
ellas son actos de voluntad y no pueden así concebirse en una obligación legal o
delictual). Tal circunstancia ha obligado al codificador a tener que repetirse más de
una vez, extendiendo esas modalidades a las servidumbres (art. 2988), a los
testamentos (arts. 3608 a 10), a los legados (art. 3802), etcétera.
Lo mismo se tiene en materia de evicción. Quienquiera que reciba de otro una
prestación onerosa, o quienquiera que divida con otro un bien común, tiene derecho
de ser garantido contra la desposesión de lo que se le entrega o de lo que le
corresponde. Puede recibirlo por contrato, pero no es ello forzoso. La prueba, desde
luego, la doble circunstancia de la partición del condominio y de la división
sucesoria. Y lo acredita la circunstancia de que en materia de derechos reales puede
también ser procedente, según acontece con el usufructo oneroso (art. 2915). Síguese
de ahí que la evicción tiene su lugar adecuado allá en los actos jurídicos, a efecto de
que abarque, en su generalidad, todos los supuestos posibles. Su ubicación en las
“obligaciones que nacen de los contratos” es evidentemente diminuta y mala. Es lo
que explica más de una cosa: que en el respectivo capítulo el codificador haya
mezclado disposiciones que nada tienen que ver con los contratos, como son las de
los arts. 2140 a 44 relativas a la división del condominio, y como son las de los arts.
2160 a 63 relativas a la partición hereditaria; que haya tenido luego que repetirse,
para poder ser completo, según se ha visto a propósito del usufructo, y según puede
verse por segunda vez con relación a la división sucesoria en los arts. 3505 a 13.
Finalmente - y quiero limitar esta ejemplificación, que va invadiendo el terreno
del estudio positivo del asunto - el art. 724 es también limitado en más de un
respecto. Las obligaciones se extinguen no sólo por el pago, la novación y los demás
seis modos que en él se contemplan. También pueden extinguirse por vencimiento del
término, por cumplimiento (o incumplimiento, según los casos) de la condición, por
incapacidad del deudor (según ocurre en las de hacer), por fallecimiento del obligado,
por prescripción, por nulidad del acto jurídico de que derivan, etc. No sólo eso. La
renuncia de los derechos del acreedor, lo mismo que la transacción, que se especifica
en dicho artículo, pueden extinguir algo más que obligaciones: se puede renunciar
una servidumbre o una herencia, como cabe transigir sobre dominio o privilegios, en
nada de lo cual hay obligación alguna de por medio. Más todavía. La remisión de la
deuda no es sino una forma de la renuncia, de donde se colige que uno de los dos
medios extintivos está de sobra, como pasa con la renuncia, ya que la remisión es,
cabalmente, la renuncia de un derecho creditorio. En resumen, ese art. incluye sin
derecho disposiciones generales que corresponden a los actos jurídicos, y que, por lo
mismo, no están bien caracterizadas.
En conclusión, pues, la metodología legislativa es no sólo un deber científico, es
también una exigencia de buen sentido que entraña varias virtualidades de orden bien
práctico: caracteriza una institución, o un precepto, al determinar el contenido y la
extensión de la misma, por donde se puede saber qué es lo general, o más o menos
general, y qué es lo particular; establece la filiación de las instituciones, y nos da a
conocer así cuáles son las subordinantes y cuáles las subordinadas, lo que permite la
aplicación de principios analógicos y generales, por lo mismo que se sabe cuáles son
las instituciones análogas, cuáles las diferentes, y cuáles las más extensas y
fundamentales; reduce a común denominador una serie de preceptos, ya que los
contempla en la faz general de su régimen, lo que evita el tener que repetir los que
conciernen a la condición o al plazo con relación a cada categoría de actos jurídicos,
y lo que conduce a una verdadera y positiva simplificación legislativa, uno de cuyos
ideales no puede ser sino el de su número progresivamente restringido, a cuyo efecto
es indispensable remontarse cuanto sea posible a lo general y extenso; etc.
Bien puedo limitar a lo dicho esto de la justificación de la metodología legislativa.
No será tarea fácil la de controvertir con éxito su necesidad, al menos si se lo quiere
hacer con argumentos y con ciencia, y no con desplantes que son la negación misma
de toda discusión y de cualquier ciencia.
54.- Sólo quiero hacerme cargo, al terminar estos preliminares, de una observación
que es bastante corriente. Se dice que por buena que sea la metodología en la
doctrina, de ello nada se puede inducir con relación a la de los códigos. Estos, se
agrega, son obras legislativas y prácticas, no tratados de enseñanza o de ciencia, por
donde toda esa disciplina que se quiere ver en la metodología está de más en ellos.
Hay en ello un error. Lo único cierto es que los códigos no son obras de enseñanza
ni de ciencia. Pero la conclusión que de ahí se saca es bien ilógica: la metodología
está de sobra en los códigos. No son los códigos obras de ciencia (para limitarme a la
comparación de más momento), pero son, o deben ser, expresiones de ciencia.
¿Qué es el código francés sino la condensación científica de Pothier? ¿Qué es el
código alemán sino la síntesis de la ciencia jurídica de los germánicos? ¿Acaso
nuestro código no es la expresión de la ciencia de su autor? ¿Por ventura los códigos
suizos resultan otra cosa que el trasunto científico de sus codificadores primarios,
Munzinger y Huber? Pero ¿dónde se ha visto la antinomia que se pretende entre los
códigos y la ciencia? Si la ciencia jurídica incluye en su contenido - y no podría ser
de otra suerte, por lo mismo que nada debe quedar, en materia intelectual, fuera del
ámbito de la ciencia, so pena de que ésta, al ser diminuta o unilateral, deje de ser
ciencia - el aspecto legislativo del derecho, junto con la costumbre, la jurisprudencia
y todo el resto de la disciplina jurídica, que es una en esencia y que no puede
diversificarse...
No, pues. Es concebible, y natural, que en un código se omita todo lo que hay de
observación, de análisis, de meramente enunciativo o doctrinario, etc., en la ciencia.
Como que todo ello no es sino un andamiaje que en la misma ciencia sirve de medio
y no de fin. Es fundado que en los códigos se haga caso omiso de las controversias,
demostraciones y de todo lo demás que atañe a la dialéctica. Pero en nada de ello
cabe ver la exclusión que se pretendería de lo sistemático del plan y de lo
subordinado de las instituciones legislativas en aquéllos. Es que, si se extrema un
poco las cosas, ni siquiera es imaginable esa pretensión: no sé yo a quién se le
ocurriría suprimir los principios generales, mezclar la tutela con la condición, o el
beneficio de inventario con la novación o el reconocimiento de deudas, o bien hacer
preceder la legislación de las personas por la de las herencias.
No puede abrigarse la menor duda: la metodología es tan indispensable en un
código como en una obra de ciencia. Lo que es más, en ambos supuestos llena los
mismos objetivos, aunque no responde a idénticos fines: en materia científica se trata
de una ordenación de ideas y conceptos, al paso que en materia jurídica se trata de
una ordenación de reglas. Pero en los dos casos se persigue un objeto común: se
quiere mostrar la coordinación sistemática y fundamentalmente unitaria de los
diversos elementos (nociones o normas) que constituyen, en trabazón en que todo es
fin y medio, en urdimbre en que nada es independiente y en que todo está en todo, lo
orgánico e integral de cada institución, de las diversas instituciones del derecho que
en el código se tengan en mira.
Por lo demás, no hay código que no tenga su plan y que no adopte una
metodología. Y el asunto se agrava ante la circunstancia de que en los códigos más
recientes, y los mejores del mundo, se ha acentuado la propensión hacia una
metodología consciente y bien científica, como acontece con los códigos alemán y
suizo, al extremo de que en este último se ha llevado la tendencia al mismo articulado
legal, cuyos preceptos se van sucediendo en una ordenación rigurosa que desciende
siempre de lo más general y abstracto a lo más particular y concreto.

55.-Vayamos ya, es bien tiempo, a la metodología de nuestro código, y veamos así


hasta qué punto es exacta la afirmación del codificador, consignada en la nota de
remisión de su primer libro, de que ella le había “exigido los mayores estudios”, pues
estaba convencido de que “un solo articulo de un código puede decidir de todo el
sistema que deba observarse en su composición, o hacer imposible guardar un orden
cualquiera”, a cuyo efecto debió proscribir, como “absolutamente defectuoso”, el
método de las Institutas y el del código de Chile, así como el del código francés y el
de los distintos códigos que lo tomaran por modelo, pues en ellos “no hay ni podría
haber método alguno”, por donde concluyó siguiendo a Freitas.
He aquí el plan más general del código: personas, derechos personales en las
relaciones civiles, derechos reales y derechos reales y personales; fuera de un titulo
preliminar sobre las leyes y sobre el modo de contar los plazos en derecho, y amén de
un titulo complementario, y transitorio, sobre aplicación de las leyes.
He aquí, ahora, las subdivisiones más amplias de cada una de tales cosas (que, es
sabido, corresponden a cada uno de los cuatro libros del código). El libro I abarca dos
secciones, la primera de las cuales se refiere a las personas en general, y la segunda
de las cuales contempla los derechos personales en las relaciones de familia
(matrimonio, patria potestad, hijos, parentesco, tutela y curatela; como la primera es
relativa a las personas naturales y jurídicas, al domicilio, al nacimiento y al fin de las
personas, a los ausentes, a los menores, a los dementes y a los sordo-mudos). El libro
II comprende tres secciones, de las cuales la primera (sin titulo especifico) se llena
con las obligaciones en general (naturaleza, modalidades, efectos y especies) y con la
extinción de las obligaciones (pago, novación, etc.), la segunda contiene los hechos y
actos jurídicos (manifestaciones de voluntad, simulación, fraude, formas, nulidad y
actos ilícitos), y la tercera y última legisla las obligaciones que nacen de los contratos
en general y en particular. El libro III no tiene subdivisiones fundamentales. El libro
IV, previo un titulo liminar sobre la transmisión de los derechos en general, se divide
en tres secciones relativas a las sucesiones, a los privilegios y a la prescripción.

56.- Precisa hacer constar, desde luego, que no es del todo exacto que el
codificador haya seguido a Freitas. El plan de la Consolidaçao de éste es el siguiente:
parte general, relativa a las personas y a las cosas; y parte especial con dos libros, de
los cuales el primero versa sobre derechos personales (en las relaciones de familia y
en las relaciones civiles), y el segundo atañe a varios derechos reales, a las sucesiones
y a la prescripción. El plan del Esboço, mucho más completo y sistemático que el de
la Consolidaçao es éste (exceptuando un título preliminar sobre el lugar y el tiempo
en las relaciones jurídicas) : una parte general con un solo libro, y una parte especial
que debió contener cuatro libros, ya que, como se sabe, la herencia no ha sido tocada
por Freitas, que ni siquiera terminó lo relativo a derechos reales; el libro de la parte
general se refiere a los elementos del derecho (personas, cosas y hechos) ; el libro
inicial de la parte especial, y II del Esboço discurre sobre derechos personales, en
general (obligaciones y extinción de las obligaciones), en las relaciones de familia
(matrimonio, paternidad, parentesco, adopción, tutela y curatela), y en las relaciones
civiles (contratos, actos lícitos que no son contratos, actos involuntarios, hechos que
no son actos y actos ilícitos) ; y el segundo, o III, legisla los derechos reales, en
general (naturaleza, posesión, efectos y extinción), sobre cosas propias (dominio y
condominio) y sobre cosas ajenas (usufructo, servidumbres, etc.).
No puede así decirse que el codificador lo haya seguido ni aun en líneas generales.
Ha suprimido esa parte general, relativa a lo común en cualquier relación jurídica,
como es lo de las personas, cosas y hechos, que centraliza, condensa y simplifica una
serie enorme de preceptos particulares. Libro I: las personas están incluidas en el
libro de la familia, como si no hubiera personas en las obligaciones, en los derechos
reales y en las sucesiones; los hechos son apenas una sección del libro de los
derechos personales en las relaciones civiles, y hasta vienen después de las
obligaciones, cuando hay muchos hechos que nada tienen que ver con los derechos
personales (la posesión, la accesión, la sucesión hereditaria, etc.), y cuando las
obligaciones son mucho menos generales que los hechos, desde que éstos producen,
como acaba de verse, muchas situaciones jurídicas que están bien lejos de resolverse
en derechos creditorios; las cosas están junto con los derechos reales, como si no
hubiera cosas en las obligaciones, en la familia y en las herencias. En el libro II ha
juntado las modalidades de los actos jurídicos (condición, cargo y plazo) con las
obligaciones, como si no pudiera haber una servidumbre o un derecho sucesorio
sujeto a ellas; ha incluido entre los contratos la evicción y los vicios redhibitorios,
que en Freitas figuran, lo dije más arriba, entre las obligaciones que dimanan de
hechos que no son actos; etc. En el libro III ha omitido lo de las tres secciones del
jurisconsulto brasileño; etc.
En principio, lo que ha tomado de Freitas en materia metodológica de fondo no ha
sido más que aquello de la separación de las obligaciones con respecto a los
contratos, así como varias denominaciones (derechos personales en las relaciones de
familia o en las relaciones civiles, fin de la existencia de las personas, obligaciones
con relación a su objeto o con relación a las personas, etc.). Y la verdad es que el plan
de Freitas, particularmente el del Esboço no sólo no ha sido seguido, sino que casi
siempre ha resultado desmejorado.
Es que no podría haber sido de otra manera. En la nota de remisión del primer
libro se lee lo que sigue: “En este libro (tercero) pueden contenerse los testamentos y
herencias, porque la sucesión comprende tanto los derechos reales, como los derechos
personales del muerto, y como medio de adquirir, se aplica a las obligaciones como a
la propiedad de las cosas. O puede ponerse separada en un cuarto libro la vasta
materia de las sucesiones”.
Como se ve, el codificador no tenia idea hecha del código antes de empezarlo, ni
siquiera después de terminado el primer libro del mismo, pues dudaba si la materia
sucesoria correspondía al libro de los derechos reales o debía ir aparte.
La falla es evidente. Nadie en el mundo tiene derecho de emprender ninguna obra
orgánica, sin estar al cabo de su contenido de fondo, del conjunto de principios
básicos que en la misma habrán de ser desarrollados y aplicados. Lo contrario
equivale a nadar a la aventura, sin guía ni orientación. El insistemático empirismo
que subsiga, la hesitación y las mismas contradicciones que fatalmente se originen,
tienen en principio su arraigo en esa inestabilidad, en la inexistencia de ideas
generales y dominantes.

57.- Es apenante decirlo, pero no cabe ocultarlo.


Lo que es cierto es que, con todas esas fallas, la metodología de nuestro código es
bien superior a la del código francés y a la de todos los códigos que hasta entonces
navegaron en sus aguas. El libro I de aquél (sin contar el título preliminar sobre
publicación y aplicación de las leyes en general), no merece, del punto de vista
metodológico, muchas más criticas que el nuestro. Lo mismo pasa con el libro II, que
corresponde a nuestro III (derechos reales). Pero el libro III es un perfecto mosaico de
las cosas más disparatadas, que resultan caracterizadas con los sentidos más
incorrectos en más de una situación. Se trata en él de los “medios de adquirir la
propiedad”. Entre ellos figuran las sucesiones, las donaciones y testamentos, las
obligaciones (sin excluir las que proceden de actos ilícitos), los contratos, la sociedad
conyugal, los privilegios, la expropiación forzosa, etc. En verdad que eso de que la
sucesión sea un medio de adquirir la propiedad es demasiado diminuto y
excesivamente material: la sucesión es, por sobre todo, la investidura de la
personalidad del de cujus en la del heredero, que lo sucede y que ocupa su lugar
jurídico; como consecuencia de ello viene, entre otras cosas (la responsabilidad por
las obligaciones del de cujus, etc.), lo de la adquisición de la propiedad. Lo propio
corresponde apuntar con relación a varios otros supuestos: las obligaciones jamás son
medios de nada, pues son el reverso de un derecho y entrañan el consiguiente
vinculo; el régimen de la sociedad conyugal es un simple apéndice de el del
matrimonio, y contiene el aspecto principalmente - no exclusivamente, pues, en él
hay que mirar las relaciones patrimoniales de los cónyuges para con los hijos -
económico de aquél, con el cual se liga tan de inmediato, sin contar que en muy
buena parte está bien lejos de implicar un medio adquisitivo de nada, ya que el
marido apenas si administra y usufructúa (y aun esto no siempre) los bienes de su
mujer; el préstamo, el depósito, la fianza, etc., no hacen jamás adquirir propiedad
alguna; et sic de coeteris. Cierto que varios de los códigos inspirados por el francés
han mejorado la metodología de este último. Tal acontece con el italiano, por
ejemplo, que pone las sucesiones testamentarias junto con las intestadas, en vez de
paralelizarlas con las donaciones; que no confunde las obligaciones con los contratos;
que clasifica admirablemente las fuentes de las obligaciones; etc. Pero en el fondo
todos han respetado la arquitectura del modelo, y ninguno alcanza las relativas
bondades metodológicas del nuestro.

58. - También es verdad que el nuestro pudo quedar mucho más mejorado. Freitas
y Savigny, para limitarme a las fuentes más sistemáticas de que se valió el
codificador al respecto, pudieron ser seguidos con más acierto y con mayor ciencia,
Ya se lo ha visto en lo antes dicho,
Pero es que hay bastantes observaciones que hacer todavía. Sin necesidad alguna
de insistir en detalles, como los relativos a la pésima ordenación del articulado legal
en materia de obligaciones del locador o del locatario, del mandante o del
mandatario, de los socios, del heredero beneficiario, etc, y en punto a extinción de la
locación, del mandato, del usufructo, etc, así como en lo que concierne a patria
potestad, a obligaciones de dar cantidades, a obligaciones solidarias, a legados, etc.,
donde se hace un péle-méle de lo más arbitrario y confuso; fuera de ello, repito, hay
no poco que apuntar,
He aquí desubicaciones de bulto. La general transmisión de los derechos (título
inicial del libro IV) tiene, evidentemente, su lugar adecuado en materia de derechos
en general, la cual, a su turno, forma parte de los hechos generadores de derechos;
por donde todo ello es asunto de derecho civil general, y debe figurar, por eso mismo,
en la parte también general del código. Lo propio cabe señalar respecto de la
prescripción y los privilegios, en lo que ambas instituciones tienen de fondo: la
naturaleza, el momento inicial, la oposición, los efectos, la irrenunciabilidad, la
suspensión y la interrupción de la prescripción, todo ello, debió formar parte de ese
libro general, pues se refiere a la extinción de los derechos; y los privilegios
reclamaban igual lugar, en cuanto son seguridades o refuerzos de los derechos. Claro
está que lo particular tenía ubicación adecuada en otras partes: la prescripción
adquisitiva, en los distintos medios de adquirir derechos reales por la posesión; los
diversos casos de prescripción liberatoria, al final de los correspondientes derechos o
acciones; cada orden de privilegios, junto con los derechos conexos; en el
enriquecimiento sin causa (que pudo figurar en la materia de los hechos), se habrían
colocado instituciones tan disimétricas en el Código, como el pago indebido, la
gestión, la actio in rem verso, el empleo útil, etc.; la cesión es algo más que un
contrato (pues dimana de fuentes diversas: subrogación, renuncia, actos de
liberalidad, etc.), y tenia lugar propio o en los hechos (si abarca derechos, y no
simplemente derechos creditorios) o en las obligaciones (si no se refiere más que a
los derechos de tal carácter); etc. Es lo que se ha hecho en los recientes códigos
alemán, suizo y brasileño, particularmente en materia de prescripción (ya que es
notorio lo reacios que son los citados códigos europeos en lo que toca a los
privilegios), si bien no del todo en el primero y en el tercero, que han legislado la
prescripción unitariamente, juntando los principios de fondo con las prescripciones
especiales de los diferentes derechos. Y lo mismo hay que observar con relación al
segundo capítulo del titulo preliminar, ya que el cómputo de los términos no puede
referirse sino a los derechos, habiéndose preferido el expediente de hacer de tal
materia un apéndice incoloro y heterogéneo del expresado título, simplemente porque
no se ha sabido dónde colocarla. Es verdad que Freitas no había procedido
diversamente. Pero es que el mérito habría consistido, cabalmente, en mejorar la obra
del jurisconsulto brasileño; mucho más si se tiene en cuenta que Savigny, en su
Sistema, tenía mostrada la buena pauta en más de uno de tales supuestos, como
acontecía con el cómputo de los términos y con la misma prescripción, por más que a
este segundo respecto el jurisconsulto alemán se refiriera al derecho procesal.
Los daños e intereses en materia de obligaciones debieron formar cuerpo con los
consiguientes factores de imputabilidad (dolo, culpa, mora), todo lo cual debió entrar
en los efectos (o en la inejecución) de aquéllas.
La cláusula penal (daños e intereses convencionales) corresponde a los contratos, no
a las obligaciones. Las obligaciones naturales pertenecen a la naturaleza o a los
efectos de las obligaciones. La indeterminación de las prestaciones obligatorias
abarca toda una gradación, que va desde la obligación facultativa a la de dar sumas de
dinero, a través de la alternativa, la de género limitado, la de género y la de dar
cantidades: en el código las tres del fin de la gradación preceden a las alternativas,
éstas anteceden a las facultativas, y las de género limitado (unum, o incertum, de
certis) , están como perdidas, allá en un articulejo relativo a la imposibilidad del pago
(893). El reconocimiento de las obligaciones no tiene nada que ver con la solidaridad
ni con las obligaciones miradas del punto de vista de los sujetos: el codificador ha
querido tomar - sin derecho, por lo mismo que se trata de algo adjetivo y que
corresponde así al derecho procesal, ya que no está de por medio lo que es de fondo
en las promesas de deuda del código alemán (v. Saleilles, Théorie de l'obligation, n°
264 y ss.) - aquello de los actes recognitifs del código francés, que se refiere a la
prueba de las obligaciones, y no ha sabido dónde ubicarlo.
En materia de contratos, la prenda y el anticresis figuran entre los derechos reales,
cuando en el art. 1142 había dispuesto otra cosa. El “capitulo” inicial de la locación
está de más: sus preceptos corresponden o a las obligaciones de las partes o a la
conclusión de la locación. Entre las obligaciones del locador hay derechos del mismo
(o correlativas obligaciones del locatario), y viceversa con relación a este último. Lo
mismo pasa en materia de mandato. Y lo mismo se tiene en sociedades: muchos de
los arts. relativos a las obligaciones de los socios entre si se refieren a las que tienen
para con la sociedad, como no pocas de las obligaciones de los socios respecto de
terceros (o viceversa) corresponden a relaciones jurídicas entre la sociedad y los
socios o entre la sociedad y los terceros. El mandato - y aquí se disponía del gran
precedente de Savigny en su Sistema - es mucho más que un contrato. Es una
modalidad del consentimiento en cualquier acto jurídico (la tutela y la curatela son
mandatos; el matrimonio y el reconocimiento de hijos naturales pueden ser hechos
por mandatarios; etc.). De ahí la necesidad del art. 1870, que habría sobrado si se
hubiera colocado la institución donde cuadraba.
En cuanto a derechos reales, me bastará con señalar la circunstancia más amplia,
cual es la de que entre las numerosas restricciones del dominio se haya involucrado
toda una serie de servidumbres, que habrían tenido su lugar adecuado en el titulo
respectivo.
Por lo demás, en las observaciones que preceden me he limitado, como se
comprenderá, a las materias contempladas en el código. Que si se fuera a las materias
no legisladas, particularmente a las de derecho contemporáneo, las fallas serian más
graves.. Pero esto, sobre todo lo último, es ajeno al carácter del presente trabajo,
razón por la cual debo omitirlo.

59.- Debo decir, para terminar con esto de la metodología del código, que el plan
ideal es para mi el de los pandectistas alemanes (que en el fondo no han hecho más
que copiar a Savigny), como puede verse en las obras de Dernburg y de Windscheid,
seguido a la letra, en sus líneas generales, en el código civil japonés, por mucho que
la redacción originaria de éste haya sido obra de un francés. A ella tienden las más
recientes obras francesas, según lo demuestran las de Capitant, de Planiol y de Colin
y Capitant, inspiradas en el nuevo plan de estudios que por el estilo del germánico se
ha implantado en Francia desde 1895. Y a ella responden casi todas las obras
italianas, de entre las cuales me bastará citar las de los autores más recientes:
Gianturco, Cimbali, Gabba, Giorgi, etc., especialmente el Trattato de Chironi y
Abello y las Istituzioni de Pacchioni y de Chironi (que son integrales, y no parciales,
como las de los anteriores), que han sacudido el yugo del código y el precedente
francés a que todavía quedaron sujetas las Istituzioni de Lomonaco y de Pacifici-
Mazzoni; así como varios tratados de fondo, de entre los cuales recuerdo los de Fiore,
Ricci, Bianchi, etc. Y también en ella se abreva el proyecto de código civil ruso, así
como, en buena parte, los códigos suizo y brasileño.
Es, como se sabe, la siguiente: parte general, en que se incluye los distintos
elementos del derecho, como las personas, las cosas y los hechos o actos jurídicos, así
como varias otras cosas, que en el código alemán se refieren a plazos y términos, a
prescripción, a seguridades y a ejercicios de derechos; y parte especial, en que
sucesivamente se legisla sobre derechos reales, derechos creditorios, derechos de
familia y derechos sucesorios.
He aquí las razones que me parecen justificar ese plan de fondo. La parte general
no puede ser objeto de duda, exceptuado, claro está, lo relativo a detalles, pues no
todos siguen al código alemán: Capitant, en su hermosa 1ntroduction a l'étude du
droit civil, incluye el derecho en general, los derechos subjetivos y la prueba, y
excluye las seguridades y el ejercicio de los derechos; Dernburg y Windscheid se
ajustan casi del todo al código germánico; la Introducción de Aubry y Rau, que
corresponde a la parte general de su preciada obra, se refiere a cosas, especies de
derechos, generalidades sobre adquisición de derechos, y posesión; Chironi y Abello
discurren sobre derecho objetivo y sus fuentes, etc. (lo mismo que Dernburg y
Windscheid), así como sobre transcripción y prueba; Freitas, lo propio que el código
brasileño, contempla lo escueto de las personas, las cosas y los hechos jurídicos; los
códigos suizos no contienen dicha parte, por razón evidente de su juego separado; el
proyecto de código civil ruso (a la vez civil y comercial) versa sobre personas,
bienes, adquisición, extinción y defensa de los derechos; las Insituzioni de Chironi
abarcan la ley, el derecho subjetivo, las pruebas del estado civil, la transcripción y los
actos ilícitos, además de lo común de las personas, las cosas y los hechos jurídicos;
Crome, en su obra Parte generale del diritto privato francese moderno, estudia el
expresado derecho, previos unos capítulos sobre derecho objetivo y subjetivo, con el
criterio de los pandectistas alemanes; etc.
Expuesto en la citada parte general todo cuanto concierne a los elementos y
efectos comunes de cualquier relación jurídica, es menester comenzar por la relación
jurídica más simple, cual es la del derecho real, que no supone más que el titular del
derecho y la cosa, y que está, o puede estar, implicada en las restantes. Viene en
seguida la relación más compleja del derecho creditorio, que supone, o puede
suponer, el sujeto activo y la cosa (o el hecho, positivo o negativo, que a ella equivale
jurídicamente), como en la del derecho real, y además el sujeto pasivo del
inmediatamente obligado, ya que el titular de un derecho real no lo tiene, y ya que el
sujeto pasivo de “todo el mundo” que corresponde a este derecho, según las
concepciones de Roguin y de Planiol, es común a cualquier derecho. Tienen que
seguir luego, no habiendo otras relaciones jurídicas elementales, los estados o
situaciones jurídicas en que hay concurrencia de las dos clases de derechos,
personales y reales, como son el de la familia y el de las sucesiones: en la familia hay
relaciones personales hoc sensu y patrimonios integrales; y en las sucesiones se trata,
en principio, de la sanción económica del derecho patrimonial de la familia, mediante
la adecuada repartición y liquidación de los bienes respectivos.

60.- Sé que cabe oponer más de un reparo al criterio esbozado. Se observaría,


desde luego, que el mismo código alemán contempla las obligaciones antes que los
derechos reales, y que en el código suizo la familia y las sucesiones preceden a los
derechos reales, así como en el código brasileño estos derechos vienen después de los
de familia y de los de obligación, lo propio que en el proyecto ruso, en el cual,
además, los derechos creditorios subsiguen a las sucesiones. Se me argumentaría con
la clasificación de Picard (Le droit pur, p. 92), que no ve más que derechos
estrictamente personales, de obligación, reales e intelectuales; con Roguin (La regle
du droit, n° 104 y ss.), que hace hincapié en sus derechos absolutos y relativos, y que
insiste en que un código no debe ser hecho para los peritos sino para el pueblo, por
donde no hay que seguir las clasificaciones fundadas en la naturaleza de las
relaciones jurídicas, sino las que estén de acuerdo con la “unidad relativa de cada
institución”, de tal suerte que a propósito de propiedad se contemple todo cuanto
concierna a ésta (derechos creditorios, etc.); con Huber, que en su fuerte Exposé de
motifs de l’avant projet du code civil suisse, p. 18, y concordando con Roguin en
buena parte, pretende una metodología no científica sino inspirada en las exigencias
populares, en cuya virtud se presente ante todo lo más fundamental de las personas, la
familia y las sucesiones; con Bevilaqua, que en su Código civil dos Estados Unidos
do Brazil, t. I, p. 80 y ss., se alista en la concepción de los jurisconsultos suizos, y ve
en la familia lo más fundamental y primario de las situaciones jurídicas, razón por la
cual debe ocupar el primer puesto en el orden metodológico del código; etc.
No hay duda acerca de lo bueno de tales puntos de vista, perfectamente
concebibles ante la circunstancia de que en derecho todo es “recíprocamente fin y
medio”, como diría Kant, pues todo constituye un conjunto orgánico en que hay
interferencias mutuas de relaciones jurídicas de cualquier género, y donde la
propiedad no es concebible sin obligaciones anexas al consiguiente derecho, ni la
obligación es imaginable fuera de su juego en materia de propiedad, etc. De ahí que
cualquier clasificación, como en los supuestos más firmes de las clasificaciones
zoológicas o botánicas, tenga que tropezar con el inevitable obstáculo de no poder ser
categórica, por lo mismo que sus “categorías” jamás serán susceptibles de una
delimitación cabal y plena.
Creo, con todo, que la metodología germánica, tan fielmente seguida por el código
japonés y por los más recientes tratadistas italianos, es la mejor, o, si se prefiere, la
menos expuesta a reatos críticos.
Concibo y admito que los códigos procuren interpretar la psicología popular, a
objeto de poder infiltrarse en la respectiva conciencia. Hasta acepto que se haga de
ello un dogma primordial. Pero no columbro estas dos cosas: ni que en obsequio al
pueblo se pueda hacer un código de vulgaridades jurídicas, ni que la ciencia resulte
antinómica respecto de la conciencia popular. Si extremásemos lo primero, sería
menester un código eminentemente casuista, ya que las ideas generales no resultan
fáciles para las mentes incultas, y correspondería así un articulado de muchos miles
de preceptos expuestos en la lengua rudimentaria consiguiente; cosa que no creo
entre en la intención de los juristas suizos y de Bevilaqua. De ahí que lo popular
tenga que ser sacrificado en parte, en obsequio al fondo necesariamente técnico de
cualquier obra de ciencia como un código, según acontece en los mismos tratados
doctrinarios y aun en literatura y en las demás artes. Y si se me replicase que la
limitación no tiene por qué llegar al extremo del plan de fondo de los códigos
contestaría - y aquí viene la respuesta al segundo de los dos puntos antes indicados -
que ninguna ciencia tiene el derecho de serlo mientras no se acomode a todas las
contingencias que condicionan los fenómenos respectivos, por donde la ciencia
jurídica - y los códigos que son fatal expresión de ella - que no tenga en cuenta la
mentalidad popular, donde se forma y donde vive el derecho, no merecería llamarse
tal. Pero la como antinomia que se quiere ver en materia metodológica no existe sino
en la medida común a cualquier otro aspecto del código, ya que no es dable una
concordancia plena entre el código y la conciencia del pueblo, por lo mismo que el
pueblo es una entidad que precisa educar y levantar, así en legislación como en
ciencia o en arte. Yo no dudo acerca de lo fundamental de la familia como institución
jurídica. Pero dudo sobre el alcance de ello. Cuando un individuo cualquiera se
encuentra en presencia de una situación de derecho, es muy discutible que la refiera a
la familia, pues bien puede tratarse de algo que es totalmente ajeno a ésta, como
pasaría en el cobro de una deuda, en un desalojo o en una reivindicación. La familia
es fundamental, sí, pero en su esfera: en las relaciones de los correspondientes
miembros, en las sucesiones, etc. En el resto no tiene ni puede tener voz alguna. Por
lo demás, quisiera yo saber qué se adelantaría con hacer adquirir al pueblo la noción
jurídica de la familia. ¿Se hallaría éste habilitado en nada para dominar el juego de la
compraventa, del alquiler o del “empeño”?. Más aun, las controversias de orden
familiar son relativamente escasas en el pueblo: los bienes, que son los grandes
disolventes de muchas familias, son tan reducidos que deciden poco o nada en
sentido alguno. De ahí que ni por ese lado se tendría gran cosa para hacer entrar en la
conciencia popular aquella noción, cuya importancia parece así, en lo común de la
actividad civil de los hombres, distar bastante de la magnificación aludida.
Yendo a lo más concreto y secundario de las observaciones antes sentadas, cabe
apuntar que la clasificación de Picard puede ser descartada sin más trámite por su
evidente insuficiencia; no incluye la familia (que supone, o puede suponer, los cuatro
órdenes de derechos del jurisconsulto belga), ni las sucesiones, que implican, o
pueden implicar, los tres últimos.
En cuanto a Roguin, no es mucho lo que es dable oponerme. Su plan no difiere del
que sostengo sino en lo que toca a la familia, que está en la base de lo que se puede
llamar la parte especial del mismo. Le siguen los derechos reales, vienen después los
de obligación, y lo terminan los sucesorios.
Ya es más acentuada la diferencia en el plan de Huber, que es el del código suizo,
pues si las obligaciones subsiguen a los derechos reales, ambos órdenes jurídicos van
precedidos por los derechos de familia y de sucesión. Repito que no lo hallo
justificable en lo último. Las razones de Huber no me parecen nada convincentes.
Admito que el período primario de la percepción psicológica sea total o sincrético, y
no parcial ni analítico, por donde los profanos en derecho no ven en una situación
jurídica dada los elementos que la constituyen sino la situación misma, como puede
pasar en las situaciones de la familia y de la herencia. No hay en ello sino una
aplicación de todo un principio, que han señalado hace mucho los psicólogos y los
educacionistas; el niño no habla analíticamente, por palabras, sino sintéticamente, por
frases; de igual modo - y recuerdo a propósito las observaciones que Spencer ha
desarrollado al respecto en su Education, p. 141 y ss.- dibuja no por líneas sino por
figuras; etc. Y así como las palabras y las líneas son lo abstracto y racional, al paso
que las frases y las figuras son lo concreto y empírico, esto es, lo inmediato; de igual
suerte, el derecho real o el derecho de obligación son lo elemental, lo abstracto, lo
remoto, mientras que la familia, un contrato, las sucesiones, etc., son lo directo, lo
experimental y lo que se ofrece diariamente a la percepción y a la consiguiente
consideración.
Por eso creo que en la enseñanza elemental del derecho sería menester empezar no
por las nociones más simples, por el alfabeto jurídico, como diría Ihering, sino por las
instituciones complejas, a efecto de mostrarlas en su sincrética unidad, y a fin de
aprovechar la natural predisposición del educando en tal sentido, que ya tiene una
como visión más o menos confusa de ella, y que no hace más que afirmar
concretamente los datos inorgánicos de su deficiente experiencia. Luego vendría lo
analítico e inductivo del asunto, vale decir, el estudio particularizado de cada uno de
los elementos institucionales. Por último se llegaría a la sintética y racional
recomposición de todos esos elementos, y, progresivamente, de las instituciones
parciales a la institución más amplia que constituyen (los contratos en el contrato, el
contrato y el delito en el derecho de obligación, el derecho de obligación y el
“derecho real en el derecho civil, el derecho civil y los derechos comercial, industrial,
etc., en el derecho privado, etc.), hasta la unidad de fondo de todo el derecho, y aun a
la orgánica centralización de éste y de las disciplinas sociales y la misma filosofía.
Pero, dijo, ello es así en la enseñanza. Y no creo que se pueda sostener que un
código es un tratado de enseñanza hoc sensu. Aun cuando se tome el concepto en
sentido amplio, esto es, en el de que el código es un libro que debe tender a ser
aprendido con facilidad, para lo cual se impone que en él se consulte la indicada
psicología, que reclama ante todo lo sincrético y total de la percepción; aun en esta
acepción se erraría. Lo sincrético de la percepción es un período meramente
preliminar y transitorio. El fondo de la percepción se resuelve en un análisis previo
que permita la síntesis ulterior. De ahí que en la misma enseñanza, aquellas nociones
sincréticas a que aludía en el párrafo precedente tengan que ser sumarias, y hasta
puedan ser postuladas - como acontece - en m{s de un supuesto en la enseñanza del
idioma, en que el educando ya conoce, siquiera por intuición, lo que es una frase, por
donde no es indispensable insistir al respecto para poder desentrañar los elementos de
la misma - en la explicación analítica que inmediatamente cuadra. De otra suerte
resultaría que pospondríamos lo importante a lo accesorio, lo permanente a lo
accidental y lo superior a lo secundario. No se olvide que el fondo de cualquier
ciencia, y de la consiguiente enseñanza, es un principio inductivo, lo que conduce a
que se vaya de lo simple a lo compuesto (habla Spencer por mi intermedio:
Education, p. 116 y ss.), de lo indefinido a lo definido, y del análisis a la síntesis, que
es el ideal de toda ciencia y del conocimiento mismo; ya que, según la expresión de
Kant (seguido por la más moderna psicología, como puede verse en las 1dées
générales de Ribot, en la Synthese mentale de Dwelshauvers, etc.), “la expresión
sintética del pensamiento es la ley suprema de la razón”, de lo cual se tiene muestras
acabadas en las obras de las intelectualidades más eminentes, como las de los
hombres geniales.
Asi, pues, el código, que es una expresión jurídica de la ciencia (como ésta no es
más que la resultante de los hechos consiguientes y de la intelectual disciplina de los
órganos humanos del derecho), no hace otra cosa que presentar la ciencia ya
concluida y hecha. Por eso, y como en cualquier obra análoga (un tratado de
matemáticas o un producto artístico o literario), debe ofrecer un resultado o un fin, no
un medio o un recurso. Y por eso se impone como un efecto, cuyas causas o factores
es menester desentrañar, cosa que no es factible sino en una tarea de análisis, de
observación y de abstracción inductivas, que es de rigor en cualquier disciplina.
Termino, por lo tanto, reafirmando mi punto de vista, y diciendo que la doctrina
de Huber y del código civil suizo no tiene en cuenta estas dos cosas: que el verdadero
estudio de los códigos y del derecho tiene que empezar por los respectivos elementos;
y que nada se adelanta con anteponer las instituciones fundamentales de la familia y
de las sucesiones a los expresados elementos, por lo mismo que del punto de vista de
la educación popular, el lugar que ocupe una institución es poco menos que
indiferente, pues siempre queda lo esencial de su explicación y de su asimilación,
para lo cual el susomentado análisis será siempre absolutamente indispensable.
Y remato el asunto advirtiendo que nunca me ha sido posible explicarme las
razones en cuya virtud el legislador alemán ha pospuesto los derechos reales a los de
obligación. No me lo han permitido ni la escasez de mis elementos de información al
respecto (Crome, Dernburg, Windscheid, Saleilles, Gény, etc.), que nada precisan ni
indican al respecto; ni, menos todavía, he podido inducirlo de motivo alguno. De
todos modos, lo he advertido ya, el criterio a que tal metodología responde no es el
que predomina en la ciencia jurídica alemana.

V.- EL FACTOR CULTURAL

61.-He aquí el último factor de que habré de ocuparme: el cultural.


Me he complacido en llamarlo así, porque su contenido corresponde a
circunstancias de cultura y a sociedades cultas.
Se trata de un orden de relaciones que va desenvolviendo la civilización allá en lo
superior y desinteresado de la vida, y que van reclamando la sanción legislativa al
mismo título que las relaciones más inmediatas de lo económico y pecuniario.
Incluyo en ellas el derecho al nombre individual, el bien de familia, la extensión de
las obligaciones naturales, el valor no patrimonial de la prestación obligatoria en los
contratos, la indemnizabilidad del daño moral contractual, la propiedad artística y
literaria, etc.
Ya preveo una observación, una doble observación. ¡Cómo!, se dirá, las cosas
morales pertenecen a la moral, no al código, que es eminentemente una ley
económica. iCómo!, se agregará, el codificador, en el mejor de los supuestos, no ha
podido ocuparse de relaciones semejantes, porque todas ellas son de derecho muy
reciente.
La primera observación dista mucho de ser fundada. El código civil no es una ley
económica. No hay nada de patrimonial o pecuniario en el matrimonio (adviértase
que digo matrimonio, y no sociedad conyugal), ni en el honor y los demás derechos
personales cuya violación obliga a una indemnización adecuada (art. 1075 y sus
concordantes), ni en las obligaciones naturales (que para el codificador nacen del
derecho natural y de la equidad, aunque es más cierto que son materia de deber de
conciencia o de exigencia moral, como se dice en los códigos contemporáneos), etc.
La patria potestad, la tutela y la curatela se refieren por sobre todo al gobierno de la
persona, y no de los bienes, del incapaz. La razón que milita para que la ley cree un
privilegio en favor de los créditos por gastos funerarios o por los de la última
enfermedad está lejos de ser económica. Los alimentos responden a circunstancias
nada pecuniarias. La misma sucesión involucra una cuestión de estado civil que está
por encima de lo patrimonial de la herencia consiguiente.
Todo ello prueba que el derecho civil no es propiamente un derecho económico,
según querría Van Bemmelen. Hasta llego a sostener que tampoco lo es en principio,
por lo menos en la generalidad de su acepción. Por importante que sea lo económico
en la actividad humana, ésta no se concilia con ninguna supeditación unilateral. El
hombre es un ser social, no una entidad económica, jurídica, política o lo que fuere. Y
ese carácter social de su individualidad exige el miramiento de todos y de cada uno
de sus diversos aspectos, no el de cualquiera de ellos en particular. Ni siquiera cabe
argumentar con que la actividad económica es la más inmediata e importante, por
donde viene como a dar la norma de todas las restantes; puesto que más inmediata, y
más general y decisiva, es la actividad sexual (el matrimonio y todo el resto de la
consiguiente familia), así como la bien amplia de la cooperación o concurso para
aunar esfuerzos en la protección individual y en la expansión de todos.
Lo único admisible es que en un país nuevo como el nuestro, la actividad
económica es una de las primordiales en la acción psicosocial de los hombres, por lo
mismo que es relativa a exigencias que, en tal campo, más directamente conciernen al
bienestar primario, subalterno y casi egoísta. De ahí que el código deba legislarla con
relativa preferencia, ya que sobre su base previa se asentará luego el edificio sólido
de las actividades ulteriores del desinterés y de la vida superior, como las de la
ciencia, el arte, la sociabilidad, la ética y la cultura.
Pero aun así, aun con relación a nosotros, no creo que haya derecho para olvidar
ese aspecto cultural. Toda ley, lo mismo que cualquier obra de gobierno, debe
entrañar un fondo de buena previsión, contemplando el presente sobre los asideros
del pasado, pero con mirada fija hacia el porvenir, procurando educar a su público y
adelantándose a soluciones que tarde o temprano harán necesarias realidades bien
positivas.
Es que la obra requiere armonía integral. El código civil no es un código
económico ni nada unilateral, por lo mismo que es un código humano. En la misma
Roma, el jus civile revestía tal carácter; si es cierto que sólo se aplicó al comienzo a
los ciudadanos, cives, en oposición al jus gentium, a lo que llamaríamos hoy derecho
natural, que era propio de los no ciudadanos, era porque en el concepto político-social
de los romanos los ciudadanos eran los únicos “hombres” del punto de vista de las
leyes. Tan exacto es ello que luego vino la unificación de los derechos citados, sobre
todo a partir de Caracalla, cuando se declaró ciudadanos a todos los habitantes del
Imperio. Y tan fundado resulta, que, según advertí más arriba (n° 49), por derecho
civil hoy no se entiende ningún derecho particularista, sino el derecho común de la
vida privada, el derecho que rige las relaciones ordinarias de los hombres asociados,
el derecho que concierne a cualquier hombre en sus actividades de la general vida
social. Y así como en las épocas primitivas el derecho civil fue una religión jurídica,
para ser luego una moral exigible y una economía política en acción; de igual suerte
cabe esperar que en adelante esa moral se amplíe (o se restrinja, o ambas cosas, de
conformidad con el correspondiente ritmo evolutivo), y esa economía vaya siendo
menos imperativa y más elevada, para que tengamos otras satisfacciones en la
sociabilidad jurídica, así como en el arte o la ciencia en acción, en la cultura exigible,
etc., de tal manera que se contemple al hombre, como cuadra, en lo orgánico y total
de su vida, bien lejos de cualquier especialismo, con el cual no se compadece lo
común y genérico del derecho civil.

62.-Es fácil columbrar; ante lo expuesto, cuál ha de ser mi punto de vista con
relación a la segunda de las dos observaciones antes indicadas. Es exacto que el
codificador no ha podido vislumbrar más de uno de los apuntados aspectos culturales
de la vida contemporánea y del consiguiente derecho. Hasta admito que ello es así en
la mayoría de tales supuestos, y que en algunos de los incorporados el código se ha
adelantado a los modelos, adoptando al efecto soluciones doctrinarias y
jurisprudenciales de toda bondad, especialmente aquella de la indemnizabilidad del
daño moral delictual, cuya teoría y aplicación es mucho más obra de los tribunales y
de los comentaristas franceses que del respectivo código.
Pero también es cierto que pudo ser más completo y previsor. De la citada
indemnizabilidad a la del daño moral contractual no había más que un paso, sobre
todo ante la circunstancia de que las razones para decidir habrían sido exactamente
las mismas: al fin y al cabo, hay violación de un derecho en ambos supuestos, así
como en cualquiera de ellos se lesiona o puede lesionarse un derecho moral (v.
Planiol, t. II, n 873 y ss.). En punto a obligaciones naturales, el criterio pudo ser más
fundado, si de conformidad con Pothier, Obligations, n° 173, con los códigos más
recientes (Alemán, art. 814; Suizo, de las obligaciones, art. 63 inc. 2°), y con la más
espiritualizada jurisprudencia (como la francesa, según puede verse en el hermoso
estudio de Perreau, Les obligations de conscience devant les tribunaux,, publicado en
la Revue trimestrielle de droit civil, 1913, p. 503 y ss.) - se hubiera hecho del asunto
una materia de conciencia y de deber moral y no un tópico de “derecho natural” o de
“equidad” ; como si el derecho civil (y las consiguientes obligaciones exigibles y
“civiles”) no fuese natural o fuera inequitativo. Con ello se habría dado mayor
margen a la apreciación judicial, permitiéndose la correspondiente ampliación de las
citadas obligaciones con relación a lo cambiante y evolutivo de los criterios morales,
que, al igual del derecho natural, están sujetos a las contingencias fatales del tiempo y
el espacio, lo que va conduciendo al abandono de las metafísicas de un derecho
natural absoluto, innato, etc., y a la adopción de puntos de vista más racionales y
reales, como el de Stammler sobre derecho natural “de contenido variable”, según
puede verse en el artículo que Saleilles publicara en la susodicha Revue trimestrielle
de droit civil, 1902, p. 80 y ss.. Y ya he expuesto mi juicio acerca de la escasa
socialidad de nuestro código (supra, n° 36), razón por la cual puedo omitir aquí
cualquier insistencia.
Por lo demás, todas las materias culturales que más arriba he especificado figuran
en los buenos códigos contemporáneos. Tal ocurre con el derecho al nombre
(Alemán, art. 12; Suizo, art. 29), con el homestead (consagrado también por el código
brasileño, arts. 70-3, que igualmente legisla sobre propiedad intelectual, artículos
649-73, sin contar lo relativo a contratos de edición y de representación dramática),
etc. Debo observar que el código brasileño no se recomienda en más de un supuesto
por su excesiva liberalidad ni por lo completamente moderno de sus tendencias: si
contempla lo dicho, así como el interés moral en las acciones y derechos (art. 76), en
cambio ignora el abuso del derecho (arts. 100, 160, etc.), nada dice sobre el nombre
ni sobre el carácter de la obligación natural (aunque hable de ésta, en el art. 970),
dejando a la ciencia la tarea de la correspondiente determinación, lo que no es muy
recomendable, por lo mismo que en la ley no se suministra base al efecto), etc.
También apuntaré que ya en el código civil portugués, adoptado en 1867, figuraba el
trabajo literario y artístico (parte segunda, tít. VV, cap. II).
Concluyo resumiéndome. El factor o elemento cultural jamás puede ser
descuidado en ningún código civil. Integra, dentro de lo común de las actividades
humanas, la vida del hombre, y prepara el advenimiento de morales, de socialidades y
de solidaridades que se van espiritualizando, elevando y afirmando progresivamente,
al extremo de reclamar la consiguiente sanción legislativa de las tendencias a que
responden y de las necesidades que llenan, y que antes se miraba como un simple lujo
o como asunto de mera conciencia. De ahí que nuestro futuro legislador esté obligado
a tenerlo muy en cuenta en el nuevo código o para las reformas del actual.
CAPÍTULO SEGUNDO

CARACTERES GENERALES DEL CÓDIGO

1.- UNIDAD DE PENSAMIENTO

A.-1º- 63.- Entro ya en el estudio más propiamente técnico de mi asunto, esto es,
en el de los elementos y procedimientos que constituyen inmediatamente el arte
legislativo.
Comienzo con el carácter general de la ley, que supone, fundamentalmente, estas
dos condiciones: unidad del respectivo pensamiento e integralidad del mismo.
La unidad del pensamiento, que estudiaré primero, no requiere justificación, pues
se resuelve poco menos que en la evidencia misma. Entraña no sólo un pensamiento
orgánico y consecuente, que excluya cualquier contradicción, sino también un
pensamiento fijo, que evite repeticiones innecesarias en supuestos iguales, y que
consulte, con la consiguiente reducción del articulado legal, la gran ley de la
economía del trabajo y de la simplicidad ideal de las reglas.
Como siempre, el código responde en principio a la exigencia. Pero las
transgresiones son aquí particularmente importantes, así cualitativa como, sobre todo,
cuantitativamente.

64.- He aquí un primer orden de transgresiones, que llamaré superfetaciones.


Estriban éstas en repeticiones parciales, en cuyo mérito se incluye en un precepto
cualquiera un concepto que sobra, porque se encuentra o en los principios generales o
en las disposiciones que directamente rigen el asunto.
Así, en el art. 8 sobra lo de “contratos”, pues se trata: de “actos” ya contemplados
en el mismo art. La frase final, “que reglan, etc.”, del mismo articulo es un pegadizo
innecesario ante lo que le precede. En el art. 10 se estatuye que los inmuebles son
siempre regidos por las leyes nacionales: de ahí que no agregue nada el inciso
terminal, según el cual el titulo de un inmueble sólo puede ser adquirido de acuerdo
con nuestras leyes. Las solemnidades no son nada distinto de las formas, por donde
sobran en el art. 12 y en casi todos sus concordantes. ¿Qué significa lo de que “en
general” las personas jurídicas tienen los mismos derechos que las de existencia
visible (art. 41), ante la circunstancia de que no tienen sino los derechos
explícitamente autorizados (arts. 31, 35 y 40)? “Disuelta o acabada”..., dice el art. 50:
con cualquiera de ambos conceptos habría bastado. Los parientes “en general” del no
nacido, dice el art. 66, pueden pedir el, reconocimiento del embarazo de la madre: lo
entrecomillado sobra, evidentemente, pues con tal criterio se podría permitir la acción
a un pariente de vigésimo o quincuagésimo grado, cuando la ley no puede referirse
sino a los parientes, que tengan interés en el ,acto, ya que “no hay acción sin interés”
(Mortara, Manuale de procedura civile, t. I, nº 38; Garsonnet, t. I, nº 296). En el art.
113 se pudo condensar lo de las personas que pueden pedir declaración del día del
fallecimiento presunto del ausente cónyuge, herederos, legatarios, etc.), en la frase
final: “los que tuviesen sobre sus bienes algún derecho subordinado a la condición de
su muerte”, pues de eso se trata. Lo mismo cabe decir respecto del art. 253: la frase
final hace inútil todo lo que le ha precedido, pues lo contiene en su generalidad. El
art. 275 pudo reducirse a una línea: los .hijos no pueden realizar acto jurídico alguno
sin autorización de sus padres. Fuera de ello, la “licencia o autorización” de que en
ese art. se habla entraña otra superfetación: basta con cualquiera de las dos cosas, por
cuanto para el caso son lo mismo. Casi toda la primera mitad del art. 297 repite
conceptos comunes que se pudo expresar así: los padres no pueden constituir o
transferir derechos reales relativos al patrimonio de los hijos, sin autorización del juez
respectivo. Si un acto es nulo, no puede producir efecto legal: lo segundo entra en el
contenido de lo primero, por donde tal repetición en el art. 299 no es de
recomendarse.
Pero esto va muy largo. Procuraré ser más breve. “Insolvencia y concurso de
acreedores”, se dice en el art. 301: la insolvencia legal (y de esto se trata) es lo mismo
que el concurso. “Preceptos, consejos o ejemplos inmorales” (art. 309) : habría
bastado con lo último. La frase final del art. 338 está ya expresada en lo que le
precede. Si el grado se forma por la generación (art. 347), la doble expresión “grados
o generaciones”, que se emplea en los arts. 350 y 351, entraña una superfetación,
pues basta con mencionar los grados. La responsabilidad del tutor es la
responsabilidad de cualquier mandatario (arts. 1870 inc. 1º y 1904), y aun la de
cualquier obligado (art. 511), aunque sea meramente legal (art. 1109), y no tenia por
qué ser mencionada especialmente (art. 413). Todo cesionario lo es, fatalmente, con
relación a derechos, por donde hay doble superfetación en aquello del art. 450 inc. 2º,
de que el tutor no puede ser cesionario “de créditos, derechos o acciones” contra el
pupilo. Se vuelve a encontrar lo de “actos y contratos” en el art. 494, cosa que ocurre
en varios otros: 1286, 1298, 1302 y 1303, así mismo en los arts. 56, 58 y 63 de la ley
de matrimonio.

65.- Más numerosas y fuertes son las superfetaciones del libro segundo, en cuyo
estudio voy a entrar.
“No hay obligación... que no sea derivada de, uno de los hechos o de uno de los
actos...”, reza el art. 499: bastaba con “hechos”, ya que los “actos” no son nada
distinto de ellos, pues no concibo que se quiera limitar los actos a los hechos
humanos. No habrá mora, dice el inc. 2º del art. 509, cuando “de la naturaleza y
circunstancias de la obligación, etc.”; entiendo que la naturaleza de la obligación
constituye una de las circunstancias, y bien primordial, de la misma, por donde no
había necesidad de especificarla entre éstas. “Garantes o fiadores”, dice el art. 524,
repitiendo un mismo concepto. El acontecimiento “incierto y futuro” necesariamente
“puede o no llegar”: esto último sobra, pues, en el art. 528. En el art. 546 se habla de
garantía de intereses y derechos: la ley no protege otra cosa que intereses, lo que hace
que no haya un derecho que no represente un interés. El art. 607 de las obligaciones
de dar cantidades manda que el deudor dé lo que adeuda “en lugar y tiempo propio”,
siendo así que más adelante se legisla (en los arts. 747 y ss. y 750 y ss.) lo relativo al
lugar y tiempo del pago de cualquier obligación. El hecho debido, dice el art. 626,
podrá ser ejecutado por otro que el deudor cuando éste no sea indispensable al efecto
“por su industria, arte o cualidades personales”: lo último contenía por si solo el
concepto cabal. La obligación facultativa se determina únicamente por la prestación
principal “que forma el objeto de ella”, reza el art. 644: es evidente la superfetación
del entrecomillado. Los arts. 652 y 655 hablan de “pena o multa”, al referirse a la
cláusula penal, en una sinonimia que por eso mismo es excluyente.
Bien puedo limitarme ya a simples indicaciones, con omisión de cualquier
comentario por breve que sea, pues el asunto es muy extenso y las superfetaciones me
parecen indiscutibles.
En el art. 743 lo de “y deberá hacerse el pago por el deudor”. En el art. 759 lo de
“por no tener todas las condiciones debidas”. Art. 784: “o cantidad”. Art. 786: “está
obligado, etc.”, hasta el punto, pues ello se contiene en la noción de fondo del pago
indebido (art. 784) y en la frase final ('”debe ser considerado como poseedor de buena
fe”). Art. 788: “debe restituir, etc.”, hasta el término de la frase. Art. 791 inc. 3º:
“vicio en la forma”; Art. 799: “clase y circunstancias”, lo que entraña una
superfetación de lo primero. Art. 803: “con sus accesorios y las obligaciones
accesorias” (arts. 523 y ss.). Arts. 805, 806 y 812: “en las obligaciones”, “de la
obligación”, “en la nueva convención”, respectivamente. Art. 819: “ambas exigibles,
etc”, hasta el final, pues está comprendido en lo que antecede. Art. 828: “y eran
exigibles y líquidas”; Art. 836: “declaran o reconocen” (con cualquiera de ambas
expresiones habría bastado, pues para el caso se equivalen). Arts. 864, 870, 872 y
873: “cuando el acreedor, etc.”, hasta el fin del artículo; “y se reglará por las leyes
sobre los legados”; “los cuales no son susceptibles, etc.”; “a excepción de los casos,
etc.”. Art. 898: “de que puede resultar, etc.” hasta el final (art. 896). Arts. 900, 902 y
904: “por sí”, “y pleno conocimiento de las cosas”, y “atención y conocimiento de la
cosa”, respectivamente. Arts. 926 y 931: “vicia la manifestación de voluntad” y “para
conseguir la ejecución de un acto”. Art. 979: “respecto de los actos jurídicos”. Arts.
1021, 1023, 1033 y 1041: “perfectamente” bilaterales (el adverbio es una redundancia
en los dos primeros arts.) ; “cotejo y comparación” (basta con lo uno o lo otro), “por
su dependencia de una representación necesaria” (art. 57). Arts. 1047 y 1050: “puede
y debe”, “al mismo o igual estado”. Art. 1053: el inciso final hace inútil a la parte
terminal del inciso primero. Art. 1068: “derechos o facultades” (sobra esto último, ya
que si las facultades no se resuelven en derechos, el código no las protege, por lo
mismo que es una ley de derechos). Art. 1133 inc. 7º: “si causaren perjuicio” (art.
1607). Arts.1141 y 1154: “para producir sus efectos propios” y “sólo”. Art. 1155;
“estando ya aceptada la oferta”. Art. 1219: “alterado o modificado”. Art. 1344 inc. 5º:
“y a tanto la medida”. Arts. 1558, 1564 y 1569: “guarnecida o provista”,
“correspondientes diligencias que fuesen necesarias”, “calidad, vicio o defecto”.
“Alquileres o rentas” se dice en los arts. 1574 a 1582, al extremo de que en este
último se emplea dos veces el doble concepto, además de la redundancia de “fianzas
o cauciones” (lo mismo pasa en el 1606). “Herederos, sucesores o representantes”,
rezan los arts. 1581 y 1583, incurriéndose en una doble superfetación: arts. 1195 y
1496. El art. 1607, repite inútilmente el concepto de la confusión. Art. 1697: “o
cualquiera de los socios, si la sociedad fuese administrada por todos” (art. 1676). Art.
1724: “y hacer las mismas diligencias”. Arts. 2002, 2018, 2029 y 2037: “a plazo o de
tracto sucesivo”, “omiso o negligente”, y “derechos, acciones, privilegios y
garantías” para los dos últimos. Arts. 2166, 2173 y 2185 inc. 4º: “siempre que no
haya dolo en el enajenante” (art. 931 y sus concordantes, particularmente el 1077),
“vicios o defectos” y “a los cuales se debe aplicar, etc.”. Art. 2220: “y no por partes”.

66.- He aquí ya las principales superfetaciones del libro tercero.


Art. 2454: “siendo persona capaz”. Art. 2550: “ocultado o enterrado”. Art. 2670:
“alquileres o arrendamientos”. Art. 2703: “o de sus legítimos representantes”. Art.
2811: “y puede, etc.”, hasta el fin del precepto. Art. 2821: “conjunta y
simultáneamente... y en fin”, pues la frase final, contiene en su amplitud todo cuanto
la precede. Arts. 2916 y 2943: “y ejercer, etc.”, “directo o inmediato”. Art. 2949:
“uso legal establecido por las leyes”. Art. 3027: “posesión del tiempo fijado por la
ley”. Art. 3034: “acciones y excepciones”. Art. 3053: “o lo hizo, etc.” de la frase
terminal. Art. 3112: “cada una de las casas hipotecadas, etc.”, hasta el fin del artículo.
Art. 3122: “y tendrá su pleno y entero efecto”. Art. 3162: “sea por título oneroso o
lucrativo”. Art. 3200: “o cuando el crédito fuere pagado”. Art. 3233: “El heredero del
deudor”, etc., hasta el fin del articulo.

67.- Y he aquí, también seleccionadas, las del libro cuarto y último.


Aceptación “pura y simple” de la herencia, dicen repetidos artículos (3317-9-29-
35-41-60-1-408-83, etc.), como si no bastase con cualquiera de las dos expresiones.
Art. 3360: “separada e individualmente”. Arts. 3396 y 3399: “acreedores
privilegiados o hipotecarios”, y oposiciones hechas por cada uno de los acreedores
“individualmente por su cuenta particular”. Art. 3412: “los cónyuges, los hijos y
padres naturales” (se trata de los demás herederos legítimos, que no son otros que
ellos). Arts. 3424 y 3451: “legítimo o testamentario” y “decisión y actos”. Arts. 3519
y 3555: “parte y porción” y “no probándose, etc.”. Arts. 3618 y 3619: “reciproca y
mutua”, y “este no puede...” hasta el final del inciso y articulo. Art. 3684: “antes de
desembarcar”. Arts. 3717 y 3770: “y que separadamente, etc.”, y “puede hacerse por
cartas, etc.”. Arts. 3881 y 3883: “acreedores privilegiados o hipotecarios” y
“alquileres y arrendamientos”. Todo el inciso 2 del art. 3901. Arts. 3905 y 3908:
“casa o heredad”. Art. 3919: “porque los inmuebles... no bastan para satisfacerlos”.
Art. 3924: “pero los administradores, etc.”, hasta el final del inciso y articulo. Art.
3955: “por comprender parte de la legitima del heredero”. Art. 3959: “por fuerza o
por violencia”. Art. 4050: “aunque no hay adopciones por as leyes nuevas”.
Como se comprenderá, en toda la larga lista que precede no abrigo la pretensión
de agotar las superfetaciones del código. Apunto las que tengo anotadas, y, aun
dentro de éstas, las que me parecen más típicas, sin insistir con relación a las que se
repiten. Por lo demás, ya se las verá en el curso del presente trabajo en muchas otras
formas, particularmente en materia de sinonimias, que son tan abundantes en el
código. Advierto, a propósito de éstas, que en lo que antecede hay algunas sinonimias
que acaso tengan lugar adecuado, o más adecuado, en el respectivo capitulo. No he
hesitado en consignarlas: primero, a titulo de muestra; después porque no siempre es
dable separar lo conceptual de lo verbal, el fondo del lenguaje, el pensamiento de la
palabra. De todos modos, lo más importante de las sinonimias será tratado donde
corresponde, vale decir, con motivo de la técnica del estilo legislativo.

68.- Aquí, para terminar con las superfetaciones, sólo me resta indicar otros dos
órdenes que se repiten con mucha frecuencia. El primero de ambos se refiere a la
circunstancia de que las distintas manifestaciones de voluntad (en los diversos
contratos, en los diferentes derechos reales y en las sucesiones), pueden ser expresas
o tácitas. No había necesidad alguna de puntualizar el asunto, ya que ello es de regla
general, que, por tanto, se aplicará siempre, con la única y natural excepción de los
supuestos en que el código la derogue. He aquí una muestra de preceptos en que
existen tales superfetaciones: arts. 720-68 inc. 3º, 1281, 1377, 1792-3, 2197, 2207-8,
3047, 3319 inc. 1º-21 a 3-30, 3538, 3818, 3902-89, etc..
Lo mismo hay que decir con relación: al gran principio del art. 1197, según el cual
las convenciones privadas son ley para las partes (bien entendido que dentro de la
esfera de la autonomía individual). No hay por qué repetirlo en cada caso, por lo
mismo que se trata de una disposición asaz general y que subyace en cada uno de los
supuestos concretos. “En el término convenido”, “si las partes no han dispuesto otra
cosa”, etc., son expresiones que están perfectamente de más. Tal pasa en los
siguientes artículos, que son los que tengo anotados: 289-94, 509 inc. 1º-37 inc. 2º,
674 in fine-89 inc. 1º-91 inc. 1º, 747 inc. º-71 inc. 2º, 1863-93-7, 1409 inc. 1º-10 inc.
1º-11 inc 1º-15-24 inc. 1º-32 in fine -75 in fine, 1504 inc. 1º-6-7-9-14-33-7-8-9
incisos 1ºy 2º-50 inc. 1º-4 inc. 1º-6 inc. 1º, 1604 inc. 1º-36 in fine, 1747 inc. 1º-78
inc. 1º-80 in fine, 1899, 1957 incisos 1º y 4º, 2013 inc. 1º, 2101 incisos 1º a 3º-5 inc.
2º-6 inc. 2º-46, 2527 inc. 2º-9, 2707-81, 2858 inc. 2º, 2947 inc. 2º-52-77 inc. 1º-8 inc.
1º, 3019 inc. 1º, 3199, 3257 in fine -68 in fine, 3798 in fine, 3819, etc.

2º- 69.- Esto me sirve de transición a las superfetaciones de fondo, esto es a la


repetición de preceptos. En aquéllas habla más bien duplicación de conceptos, vale
decir, repeticiones de carácter accidental o parcial. En éstas hay superfetación de
disposiciones que en diversos lugares, no siempre muy distantes, legislan dos o más
veces una misma situación o relación jurídica. Y se comprenderá que ello no habla
gran cosa en favor de un pensamiento orgánico y simple, que es el ideal a perseguirse
en legislación como en todo. Sobre importar una economía de esfuerzos (en labor, en
tiempo, en espacio, en cantidad, etc.), tal economía entraña una ventaja indirecta de
toda importancia: como una situación jurídica está contemplada y resuelta una sola
vez, el respectivo pensamiento es fijo, por donde resulta una seguridad, que es, lo he
dicho más de una vez, el mayor de los asideros de cualquier ley y la garantía más
sólida y firme para la actividad y la expansión, por lo mismo que todo el mundo sabe
a qué atenerse, y por lo mismo que así se tiene confianza, en razón de conocerse por
anticipado las consecuencias de cualquier vinculación o compromiso jurídicos. Claro
está que ello no puede ser bien consultado cuando haya más de un precepto legal
acerca de un mismo punto, ya que las correspondientes disposiciones no han de
concordar con exactitud, por donde surgen dificultades interpretativas respecto de las
antinomias que entrañen y de la conciliación que requieran.
Es evidente. De ahí que me limite a la enumeración de los artículos que tengo
apuntados.

70.-Comienzo con los del primer libro: 35-31 inc. 2º, 60 inc. 1º-73, 129-128, 263-
80 y ss., 229-18, 303-61,329-309, 359-319, 392-267, 380-377, 397-303, 398 inc. 1º-
54 (55), 398 inc. 3º-140 y ss., 398 inc. 14º-378, 399-388, 411 inc. 1º-380, 418-385,
450 inc. 7º-437, 469-54 incisos 3º y 4º, 470-144, 470-156, 471-148, 471-154, 493-
381, etc.

71.-Son mucho más numerosas las del libro segundo.


He aquí las relativas a las obligaciones: 516-515, 531 inc. 1º-97, 538-537, 545-
528, 553-528, 626-562, 630-505, 645-525, 650-525, 663-525, 665-525, 669-667,
670-667, 671¬667, 675-661 inc. 2º, 679-667, 680-667, 681-667, 683-667, 686-662,
691-674, 693-675, 694-677, 696-678, 698-661, 730-626, 790 inc. 1º-547, 790 inc. 2º-
740, 790 inc. 5º-741, 790 inc. 6º-693, 791-515, 791 inc.1º-571, 810-707, 820 inc.1º-
819, 822-819, 825-374, 830-707, 841 inc. 5º-465, 841 inc. 6º-443 inc. 5º, 841 inc. 7º-
135 inc. 6º, 844-833, 845-833, 846-833, 848-833, 849-833, 868-53, 872-19, 888 y ss.,
578 y ss., 892-789, 894-604.
Los que siguen corresponden a los hechos: 920-915, 944-719, 948-6, 948-7, 950-
12, 953-666, 953-844, 954-720, 958-957, 986-976, 997-979, 1040-52 y 53, 1043-18,
1045-857, 1045-924 a 7, 1045-931 y ss., 1045-941, 1045-954, 1061,918, 1063-918,
1071-939, 1074-1066, 1081-942, 1128 in fine -1111.
Van ahora las de los contratos; 1145-915, 1146-915, 1158-1049, 1159-1059,
1160-398 inc. 5º, 1160-398 inc. 16º, 1164-1047 a 9, 1167-953, 1168-849, 1169-1167,
1175-848, 1180-950, 1182-944, 1183-976, 1194-996, 1195 in fine-1161, 1199-1162,
1201-510, 1202-1189, 1205-8, 1206-14 inc. 1º, 1207-1206, 1208-953, 1212-747,
1213-748, 1220-1209. 1223¬1184 incisos 1º y 4º, 1238-87 de la ley de matrimonio,
1266-1247 inc. 2º, 1298-961 y ss., 1325-783, 1328-578 y 9, 1333-1170, 1357-1160,
1359-279, 1360-135 inc. 1º, 1361 inc. 1º-297, 1361 inc. 2º-450 inc. 1º, 1362-1047,
1370 inc. 1º-575, 1370 inc. 2º-575, 1370 inc. 3º-1053, 1371-553 y ss. y 584 y ss.,
1378-918, 1383-1053, 1385-584 y ss., 1407-1045, 1409-576, 1410-747 incisos 1º y
2º, 1411-749, 1416-578 y ss., 1418-1201, 1421-610 y ss., 1423-508 y ss., 1424
incisos 1º y 2º-747, 1439-1435, 1440-135 inc. 1º, 1441-1439, 1442-1441, 1443-1441,
1444-1168, 1445-1169, 1446 a 8-1168, 1450-1252, 1451-297, 1453 inc. 1º-374, 1453
inc. 2º-1396, 1466-24, 1474-826, 1492-1490, 1492-1491, 1496-1195, 1532-1525,
1537-1523, 1554-1504, 1561-1113, 1562 inc. 1º-513, 1568-513, 1575 inc. 3º-734,
1575 inc. 5º-736, 1575 inc. 6º-734, 1575 inc. 7º-1467, 1577-1539 inc. 6º, 1580-1546,
1586-1584, 1587-1584, 1590-1585. 1600-1585, 1601 inc. 3º-1595, 1604 inc. 3º-888,
1604 inc. 5º-1525, 1604 inc. 6º-513, 1609-566, 1610 inc. 2º-1509, 1611-757 inc. 1º,
1612-757 inc. 4º, 1618-1547, 1623-1493, 1626-953, 1641-626, 1655-944, 1656-502,
1658-794, 1659-795 inc. 2º, 1661-1081, 1706-584, 1723-1676, 1725-511, 1730-1674
1733-800 inc. 4º, 1738 inc. 2º-1686, 1738 inc. 2º-1687, 1741 inc. 3º-511, 1744-1743,
1745-686, 1746-1715, 1747 inc. 1º-701, 1748-1729, 1750-1747, 1753-1711, 1757-
1711, 1789 y ss., 1248-1791 (salvo el inc. 6º)-1789, 1802 inc. 2º-542, 1804-53, 1807
inc. 1º-1219, 1807 inc. 3º-297, 1807 incisos 4º a 6º-450 inc. 5º, 1810 inc. 1º-1184 inc.
1º, 1810 inc. 5º, 1184 inc. 5º, 1812-976, 1812-1191, 1814-1235, 1820-1217 a 9,
1836-579. 1853-1829, 1870 inc. 3º-1700, 1870 inc. 7º-1361 inc. 3º, 1873 y ss., 916 y
ss., 1873 inc. 2º-1145 inc. 2º, 1874-1146, 1875-917, 1876-918 y 9, 1881 inc. 3º-475,
1881 inc. 7º-1184 incisos 1º y 10º, 1889-953, 1891-502, 1893-1077, 1904-505 y ss.,
1912-502, 1913-1722, 1918-1361, 1920-701, 1922-511, 1934-1719, 1935-918 y 9,
1927-1926, 1939 inc. 1º-1003, 1941-701, 1947-1930, 1957 inc. 3º-1907, 1977-1681,
1994 inc. 1º-525, 1994 inc. 2º-525, 2009-1077, 2010-2009, 2011 incisos 2º,4º y 5º-
1881 inc. 14º, 2011 inc. 6º-1160, 2013 incisos 2º y 4º-2003, 2013 inc. 3º-2005, 2021-
1196, 2022-1196, 2024-674, 2029-767, 2030-768 inc. 2º, 2032-2029, 2039-2020,
2042-525, 2050-783, 2057 inc. 1º-819, 2063-515, 2064,-502, 2065-931, 2066-502,
2073-1160, 2082-1191, 2088-1204, 2102-1109, 2103-2091, 2105-2103, 2118 y ss.-
1414, 2132 y ss., 1700, 2146 inc. 2º-1077, 2146 inc. 5º-1109, 2148-932 inc. 4º, 2151
inc. 2º-768 inc. 4º, 2156-1436, 2157-1437, 2162-1077, 2165-2164, 2170-2164, 2173-
2164, 2173 y ss.-1414, 2176-1077, 2190-l142, 2191 in fine-2189, 2201-1193, 2203-
513, 2208-2191, 2227-2187, 2238-1192, 2242-1142, 2247-2164, 2256-1142, 2257-
1164, 2258-1164, 2259-1166, 2261-953, 2262-450 inc. 5º, 2266 inc. 2º-587, 2267-
581, 2269 inc. 1º-513, 2270-586, 2274 inc. 1º-585, 2286-2169, 2292-2291, 2293-701,
2299-701.

72.-Paso ya a las repeticiones del libro tercero, bajo la formal promesa de ser más
breve, pues esto va excesivamente largo y resulta demasiado fatigante aun para mi
mismo: 2332-2331, 2345-41, 2365-937, 2377 y 88-1417, 2398-2304, 2399-1897,
2424 inc. 3º-2330, 2427-589, 2433 inc. 2º-584, 2433-590, 2438-590, 2440 inc. 2º-
2436, 2441 inc. 2º-2430, 2459-953, 2466-589, 2513-2505, 2544-2527, 2546-2516,
2650-1272, 2601-1040, 2601 y ss.-1417, 2620 inc. 1º-2514, 2647-2637, 2653-2638,
2657-2514, 2666-1375 inc. 1º, 2667-1849 y ss., 2667-1858 y ss., 2668-555, 2668-
566, 2671¬2412 y 3, 2674-2673, 2682 inc. 2º-1512, 2695-2683, 2698-2697, 2708-
674, 2715-2692 inc. 2º, 2715-2693, 2715-2694, el art. 2758 se repite inútilmente en
los arts. 2759-62-3-5-75 y ss. (habiéndose dicho ya, en la regla general de dicho art.
2758, contra quién procede la reivindicación, no había necesidad alguna de repetirlo,
en los demás, pues bastaba con decir contra quién no procede, para que el
pensamiento legislativo quedase tan cabal), 2775-2414, 2784-1077, 2787-674, 2791-
594, 2796-2795, 2797-2795, 2801-2800, 2802-2800, 2806-2523, 2810-2807, 2813-
1139 inc. 1º, 2814-1139 inc. 2º, 2825-2824, 2864-583, 2868-2558 y 9, 2886-2883,
2910 inc. 1º-575, 2915 inc. 3º-2089, 2932-1184 inc. 1º, 2933-961, 2945-585, 2947
inc. 3º-1077, 2967-2957, 2985-2682, 2986-2683, 2999-2990, 3002-953, 3004-3003,
3006-2791, 3007-667, 3016 inc. 1º-2984, 3024-3006, 3044-3011, 3050 inc. 1º-3000,
3097-2650, 3118 inc. 1º-1040, 3118 inc. 2º-1059, 3120-3109, 3123-2678, 3142-1077,
3153-3116, 3157-2999, 3161-754, 3164 inc. 2º-572, 3180-1035, 3183-768 inc. 4º,
3188-3112, 3190-803, 3191-2048, 3192-759, 3194-555, 3205 inc. 2º-2089, 9211-
3204, 3213 inc. 2º-2781, 3214-2768, 3225-585, 3235-3233 inc. 1º, 3240-1184 inc. 1º.

73.-He aquí las del cuarto libro: 3266-2987, 3269-592, 3270-2603, 3271 y 2-2412,
3273-2475, 3288-41 y 52, 3290-70, 3302-3297, 3304-3299, 3310-962, 3311-3282,
3319-917 y 8, 3324-3323, 3330-1869, 3334-1285, 3336 a 8-1045, 3339-1196, 3340-
962, 3344-3341 in fine, 3345-874, 3350-1042 y 5, 3351-962, 3373-863, 3374-768
inc. 5º, 3402-1109, 3418-2475 inc. 1º, 3426-2431 y 5, 3432-3417, 3445-3433, 3450-
2676 y 9, 3485 y ss.-675, 3497, 676, 3503-2695, 3504-2678, 8505-2141, 3506 inc.
1º-2144, 3508-2142, 3509-2144, 3516 a 23-789 y ss., 3533-3532, 3533 inc. 2º-3505,
3545 inc. 2º-3544, 3562-3549, 3564-3482, 3566-3557, 3599 inc. 1º-1175, -3606 inc.
1º-53, 3610-3608, 3617-153, 3649-3628, 3696-53, 3699-1001, 3700-3663 inc. 2º,
3701-3564 y 5, 3705-129, 3706-990, 3707-990, 3711-3619, 3732-3724, 3733-52 y 3,
3734-41, 3741 inc. 1º-954 y 5, 3770-914, 3777-697, 3779-508, 3779-511, 3780 inc.
1º-2089, 3782 inc. 1º-877, 3784-881, 3785-880, 3799 inc. 1º-3771, 3802-3771, 3808-
1196, 3820-674, 3842-3774, 3898-3880, 3929-3508, 3963-1196, 3975-695, 3982-
3062, 3990-3984, 3994-713, 3996-688, 4004-3417 y 8, 4007-923, 4014-545 y 53,
4014-3957, etc.
He aquí, por último, las naturalmente escasas repeticiones que he hallado en la ley
de matrimonio; 62 inc. 2º, con el art. 918 del código; 74 inc. 2º y 1306; 83 inc. 2º y
83 inc. 1º (ambos de la misma ley), etc.

74.- Como se ve, tal cúmulo de repeticiones constituye un positivo defecto, no


sólo negativo, por la innecesidad de ellas, no sólo antiestético, por su desmesura, sino
tamo bien positivo y científico, por lo no concordante de las mismas (y se
comprenderá que no pienso insistir en demostraciones concretas al efecto, pues están
al alcance de la mano para cualquier jurista), y por lo poco firme y sistemático del
pensamiento a que han obedecido.
Por lo demás, las repeticiones no son siempre totales, según advertí al comienzo,
ni siempre directas. Ello no obsta, con todo, a que sean menos reales y perniciosas.
Como se habrá notado, las hay de todas las especies: en referencias inútiles, por
obvias; en reproducciones de normas concretas; en aplicaciones de principios
generales no derogados especialmente; etc. Las últimas de las especificadas son las
más frecuentes. Es eso lo que explica el que los grandes principios de la capacidad,
de la tutela, de la causa de las obligaciones, de la culpa, de la mora, del objeto licito,
de las obligaciones de dar, de las obligaciones principales y accesorias, de la no
presunción de la solidaridad, de las obligaciones divisibles e indivisibles, del
consentimiento tácito, de las acciones subrogatoria y pauliana, de la responsabilidad
extracontractual (o delictual), de la autonomía de la voluntad privada, de la evicción,
de la redhibición, etc., a todo lo cual corresponden los arts. 54, 135. 443, 450, 502,
511 a 13, 525, 578 y ss., 701, 918, 953, 961, 1077, 1109, 1196. 1197, 2089, etc., y sus
concordantes, se encuentren tan a menudo entre ellas.
Hago constar, de paso, que es concebible una cierta dosis de repetición, sobre todo
mediante referencias, por lo mismo que es de todo punto imposible la legislación de
una relación jurídica o de una institución sin rozar principios de muchas otras
relaciones o instituciones. Fuera de ello, y en cuanto se trate de la adaptación
particular al supuesto legislado de esos principios inmediatamente ajenos al mismo,
para eso están las reglas generales, para eso subyacen los preceptos de fondo, que,
por su carácter y amplitud, rigen en cualquier caso no explícitamente derogado. De
otra suerte, los principios generales resultan inútiles, y más valdría involucionar hacia
la legislación casuista y empírica de las épocas pasadas. En derecho, como en
cualquier ciencia, el ideal es el de Aristóteles: lo general. No hay ciencia de lo
particular: como dice Spencer, la ciencia es una reducción a la unidad (relativa) de
una serie de fenómenos, cosas o relaciones; como enseña Jevons, la ciencia no es sino
el descubrimiento (y el consiguiente establecimiento) de la identidad entre la
diversidad. Si el derecho ha de tener otras características que esas, no puede ser una
ciencia, no puede convertirse en una disciplina colectiva y no merece que se lo
cultive.

B.-75.- Pero todo ello es para mí poco menos que obvio. Puedo, entonces,
limitarme a lo expuesto, y pasar al segundo aspecto de la unidad intelectual del
código. Se recordará que se refiere a la coherencia o consecuencia del respectivo
pensamiento, así como el primero, que acabo de dejar de mano, es relativo a lo
orgánico del mismo. Y se resuelve no ya en repeticiones, como el estudiado, sino en
algo más grave: en contradicciones, que son fuentes inevitables de inseguridad y de
consiguiente arbitrariedad.
No son tantas, por suerte, como las repeticiones. Mas la cantidad se compensa,
desgraciadamente, con la calidad, pues si la repetición es un defecto estético y
científico, la contradicción es toda una falla de fondo, mucho más que una deficiencia
técnica.
He aquí las que tengo anotadas: 53-31 inc. 1º, 328-264, 850-836, 854-836, 884-
707, 889-631, 894-604, 909-902, 1063-517, 1075-1068, 1160-56, 1161-504, 1266,
1246, 1329-1177, 1342-609, 1443-1361 inc. 6º, 1471-1465, 1601 inc. 1º-1591, 1662-
1184 inc. 3º, 1809-543, 1881 inc. 9º-1807 inc. 6º, 1881 incisos 8º y 11º-1872 y 9,
2128-1489, 2219-824, 2223-824, 2311- nota del codificador al mismo art., 2347-2342
inc. 1º, 2407-2400, 2409-2400, 2410-2400, 2518-2342 inc. 2º, 2664-1050, 2689,682,
2761-2758 y 9, 2772-2758, 2785-2758 y 9, 2801-2796, 2888-2874 in fine, 2950-
2758, 3028-3007, 3029-3007, 3035-3007, 3112-2689, 3227-2758, 3364-450 inc. 4º,
3583-3582, 3776-668, etc.
Claro está que no todas son categóricas ni totales. Ello nada implica, sin embargo,
en favor de ninguna justificación. La contradicción, en la ley como en cualquier
asunto que suponga pensamiento, es un antídoto de la ciencia, de la legislación, de la
interpretación y de cualquier conveniencia.
Por lo demás, en la lista que acabo de consignar no pretendo agotar todas las
contradicciones del código. Para conocerlas en detalle seria menester un estudio
profundizado del mismo que yo no he realizado, y que no he querido realizar, por
cuanto me bastaba con tomar nota de las que sirvieran para comprobar, por vía
ejemplificativa, mis afirmaciones. Nuestros autores nacionales han señalado varias
otras. Y en el reciente Proyecto de correcciones “al” código civil, a que me he
referido al hablar de la técnica externa del código, y en el cual se continúa la tradición
que ha inspirado las análogas leyes de erratas y correcciones de 1872 y de 1882, se
encontrará toda una serie, que, con las de los comentarios nacionales, corroboran las
que he señalado.
Fuera de ellas, hay algunas otras de menor cuantía., diré así, en cuanto no entrañan
un peligro propiamente, por lo mismo que los respectivos preceptos contemplan
situaciones especiales, y en cuanto se reducen a una simple inconsecuencia de criterio
y al consiguiente defecto técnico. Son las que atañen a la suerte de las convenciones
incumplidas por una de las partes. Según el art. 1204, el contratante perjudicado no
tiene otro derecho que el de compeler a su contrario al cumplimiento de lo convenido.
De ahí que no pueda pedir la rescisión del correspondiente contrato o convenio. Lo
que quiere decir que el codificador tiende a mantener las situaciones creadas, procura
hacer efectivos los derechos surgidos. Es ello bastante injusto: el perjudicado puede
no tener interés alguno en el cumplimiento tardío de la convención, no obstante lo
cual, y contra todas las conveniencias y previsiones, se ve obligado a una solución
única y positivamente inconsulta. No se ha resuelto así, felizmente, en el código de
comercio, cuyo art. 216 acuerda al perjudicado un derecho alternativo (de rescisión o
de. cumplimiento) que le ofrece plena garantía. Tal es, igualmente, la solución del
modelo francés (art. 1184), aunque no la de Freitas (art. 1959 de su Esboço). Y tal es
la solución de los códigos alemán (art. 326) y suizo (arts. 83, 207 y ss., etc.).
La solución no será buena, pero es solución. Y lo peor es que se trata de una
solución general, de principio, aplicable a todos los contratos.
Pues bien, el codificador es de una inconsecuencia muy saltante al respecto. Ello
en dos sentidos: primero, repitiendo el principio de dicho art. 1204 en una serie de
disposiciones particulares que resultan innecesarias ante la regla de fondo del mismo;
después, contradiciéndolo en supuestos tan numerosos que lo convierten
prácticamente, en los contratos ordinarios, en una regla inaplicable.
He aquí, desde luego, las repeticiones (sin contar la relativa al matrimonio, que es
entre nosotros indisoluble en materia de divorcio, por cuanto obedece a, razones
especialisimas): 560-81, 631, la sociedad conyugal (que no se disuelve, salvo el caso
de muerte de uno de los de los cónyuges, sino en casos taxativos - arts. 1291 y 1306 -
y mediante acción judicial), 1421-2-8-98, 2988, 2848, 3230, 3839, etc.
Y he aquí las contradicciones: 580 y ss., 605-10 y ss., 1412-3-20-30, 1519 y ss.,
1604 y ss.- 86 y ss., 1710-35-59 y ss., 1849 y ss., los abundantes casos del mandato,
2087, 2125-31-74, 2919, 3838-41-2-3, etc.
Se me observará que tales contradicciones no revisten importancia jurídica ni
técnica, por cuanto es natural que un principio general - por lo mismo que es tal, y no
absoluto - no puede ser aplicado de igual manera en todas las circunstancias. La
premisa sería fundada, no así su conclusión. Es exacto que un principio general no
puede ser rígido. Lo que no es tolerable es que se lo desvirtúe a cada paso. Sólo
excepcionalmente debe ser derogado. De otra suerte deja de ser principio, para no ser
nada o para ser lo contrario de lo que se deseaba que fuera. Es lo que aquí acontece:
las derogaciones son tan frecuentes e importantes, que es dudoso que, en la realidad
de las cosas, dicho art. 1204 sea una norma general. Lo es por su carácter, en cuanto
se aplicará en todos los supuestos omitidos; no lo es por su función, en cuanto su
aplicación concreta difícilmente resultará más pronunciada que la de la norma
opuesta.

76.-Para terminar con el asunto, puedo anotar algo afín con las contradicciones.
Me refiero a ciertas inarmonías que chocan no sólo estéticamente, sino jurídica y
científicamente. Desde luego, algo que después apuntaré en materia de
enumeraciones incoherentes: la circunstancia de que en un mismo precepto legal se
legisle sobre dos cosas o relaciones distintas, según ocurre en los arts. 55 y 1677. En
seguida, la de que disposiciones que debieran ser homogéneas, por contemplar
situaciones semejantes, presenten soluciones tan divergentes como las que cabe. ver
en los artículos 1762 y ss. Finalmente - y en esto hay positiva contradicción - la de
que una misma relación jurídica tenga ciertos caracteres en casos dados, y no los
tenga en otros. He aquí el supuesto en forma abstracta: el crédito de A es preferido al
de B; el de B lo es al de C; pues bien, no por eso cabe asegurar que en el código el de
A sea preferido al de C. Concretamente: el locador (A) es preferido al conservador
(B), según el art. 3904; el conservador es preferido al acreedor por gastos de última
enfermedad (C), como se dispone en el art. 3901; sin embargo, A no es preferido a C
(art. 3904). Cosa análoga pasa si en la ejemplificación que precede se sustituye el
vendedor al conservador, según se verá en los arts. 3904 y
3908, o se lo cambia por el acreedor prendario (art. 3913) o por los obreros o
suministradores de materiales (3916). Más todavía: el posadero y el acarreador están
equiparados al locador (arts. 3886 y 3887), lo que ya no es cierto con relación a los
gastos de la última enfermedad (arts. 3904, 3910 y 3914). Et sic de coeteris.

II.-INTEGRALIDAD DE PENSAMIENTO

77.- La integralidad del pensamiento legislativo, segunda faz del carácter general
de la ley, que estoy analizando, puede referirse a dos cosas principales: a la
legislación de todas las instituciones que abarca el código, y a la legislación completa
de cada una de esas instituciones.
Puedo omitir lo primero, pues ya lo he indicado más de una vez, a propósito de los
factores político, económico y jurídico del código (núms. 34 y ss., 38 y ss., 42 y ss.).
De ahí que me contraiga a lo segundo, que también es dable resolver en dos
aspectos: el de fondo, de la institución misma; el de detalle, de los diversos preceptos
en que se la contempla, en cuanto expresen el sentido cabal, completo, de lo que se
deba hacerles decir.
En el primero de estos dos sentidos, hay muy poco que observar
desfavorablemente. Es bien rara la institución que no haya sido mirada en la plenitud
de su contenido y en cada una de las formas en que se manifiesta.
Por ejemplo, en materia de personas jurídicas, las fundaciones pudieron formar
cuerpo dentro de ellas. La tutela y la curatela carecen de órganos fiscalizadores
(jueces o tribunales especiales, el mismo consejo de familia), lo que conduce a una
liberalidad excesiva de que entre nosotros no se hace siempre buen uso. La
habilitación de edad, aunque no tan general ni indispensable como en la actividad
mercantil, habría consultado ventajas, como las generales que se puede columbrar
ante la circunstancia de que estén equiparados un sujeto absolutamente inculto, y otro
educado y hecho en la vida de los negocios, cuando no en posesión de un título
profesional (militar, agrícola, universitario, etc.) más o menos independizador de
cualquier tutela. Un registro de incapaces, en que se llevara nota de las interdicciones
y de los consiguientes representantes, no habría sobrado. Menos habría sobrado el
registro de estado civil (nacimientos, matrimonios, defunciones, etc.), según apunté
más arriba (nº 34).
En punto a obligaciones, se pudo incluir entre las naturales las derivadas del pago
con beneficio de competencia, así como las dimanadas de un concordato, para no
llegar a las más modernas de que ya he hablado (nº 62) ; la legislación de los danos e
intereses (arts. 520-1) debió ser más completa, de tal suerte que resaltara la diferencia
entre los supuestos de la culpa o del dolo; las promesas de contrahendo están
legisladas bien insuficientemente, a lo sumo a propósito de formas de los contratos y
en uno que otro caso particular (arts. 2244-56 inc. 2º, etc.) ; es elemental lo de la
omisión de la publicidad en materia de sociedades, que se contempla sólo en
supuestos dados (arts. 1742 inc. 5º-68) ; el mandato oculto -llamado comisión -
apenas ha merecido un art. incidental y descarnado (1929); la fianza no es mirada
sino con relación a una deuda de dinero, por donde surgen fuertes dificultades (como
puede verse en el fallo de una de las Cámaras civiles de esta Capital, transcrito y
comentado en el t. V, 2º parte, de los Anales de la Facultad de derecho y ciencias
sociales, p. 638 y ss.) cuando hay de por medio una obligación afianzada que sea dé
hacer, como la de un inquilino; las causas de nulidad del matrimonio son tan
restringidas que nuestros tribunales se han visto obligados, bajo la presión de las
circunstancias, a admitir otras, particularmente la de la impotencia anterior y relativa
del marido; las cosas muebles están protegidas deficientemente, ya que no hay razón
objetiva alguna para excluir de la presunción del art. 2412 las robadas o perdidas; los
contratos por terceros son diminutos en el código, aun para la época de la confección
del mismo, pues ya se había pronunciado la jurisprudencia francesa acerca de la
tendencia, que luego acentuara, sobre la extensión y validez de los mismos cuando el
tercero es beneficiario, como lo hacían resaltar los respectivos comentaristas; las
acciones reales son algo más que las tres contempladas en el art. 2757, aun con
relación a la propiedad, según se ha resuelto después por nuestra jurisprudencia en
punto a la de petición de herencia; esta misma acción, así como la de la posesión
hereditaria, eran acreedoras a mayores miramientos que los contenidos en los arts.
3421-4; etc.
78.- En lo que toca a los preceptos diminutos o insuficientes, ya habría más que
espigar. Como no quiero insistir en cosas secundarias ni hacer una demostración
acabada, seleccionaré los más notorios de entre los que tengo anotados.
Según el art. 57, parecería que los menores no tienen como primer representante legal
a su padre (o a su madre, en defecto del primero), bien antes que al tutor. El art. 122
deja en blanco la situación de un ausente que ya tiene ochenta años de edad en la
época de su desaparición, o que los cumple en el intervalo de los quince años que
autorizan la posesión definitiva de sus bienes. Se diría, ante el art. 267, que la
educación no entra en la obligación alimentaria de los padres (lo mismo cabe decir
respecto del art. 372, relativo a la obligación análoga de los parientes en general). La
ciencia, la industria, la milicia, etc., están proscritas del art. 412: un tutor, se dice en
él, debe destinar al pupilo a las letras, al comercio o a un oficio. Observación
semejante merece el art. 451: la décima de la remuneración del tutor debe ser
computada sobre lo que es netamente líquido en el patrimonio del pupilo, pues
corresponde deducir todas .las deudas pasivas del mismo, provengan de gafitos,
pensiones, contribuciones y cargas usufructuarias, como en el art. se expresa, o
procedan de obligaciones puramente personales (alimentos del pupilo,
indemnizaciones a que éste pueda estar sujeto, etc.).
Las obligaciones naturales tienen virtualidad civil y exigible no sólo con relación a
obligaciones accesorias como las mencionadas en el art. 518: no veo razón alguna
para que no se autorice el anticresis dado en seguridad y pago de una obligación
natural. El art. 638, con sus ulteriores concordantes, supone que en la obligación
alternativa no hay más que dos prestaciones, siendo así que puede haber tres, diez y
aun cincuenta, “siempre que sean independientes y distintas en el titulo” (art. 635).
En el art. 608, inc. 2º, se ha omitido lo de los perjuicios e intereses. El art. 747 prueba
con toda evidencia la omisión en que se ha incurrido en el art. 618. Las obligaciones
de dar no son divisibles tan sólo en los supuestos del art. 669: lo son en cualquier
caso en que sus respectivas prestaciones sean “susceptibles de cumplimiento parcial”
(art. 667), como ocurriría, por ejemplo, con una pieza de paño. Lo propio es dable,
apuntar con relación a la de hacer (art. 670): A encarga, a B un collar de 100 perlas,
que no tiene otro mérito que el número de éstas; fallece luego B y deja dos o más
herederos; no alcanzo por qué no se libre de la obligación cada uno de los herederos
entregando la parte proporcional de perlas, ya que la confección del collar entero es
una cosa mecánica e infinitesimalmente accesoria. El reconocimiento tácito (art. 721)
no resulta solamente de los, pagos que haga el deudor (arts. 918 y 1145-6). Las
obligaciones se extinguen no sólo en las formas del art. 724: la muerte (en las
obligaciones de hacer, en los derechos vitalicios, como la renta, el usufructo, etc.), la
incapacidad (en las de hacer), el término extintivo o resolutorio, la prescripción, la
nulidad, etc., también las extinguen. Ni siquiera es dable observar que dicho art. 724
se refiere a los medios especialmente extintivos de las obligaciones, y no a los de los
derechos en general: la confusión puede obrar en materia de derechos reales (arts.
2928 y ss. 3055 y ss., 3198, 3237, etc.), lo mismo que la renuncia; de otro lado, la
incapacidad se aplica estrictamente a las obligaciones, especialmente a las de hacer.
En el art. 725 se prescinde, sin razón, de las obligaciones de no hacer, que también
pueden ser pagadas. En el art. 707 se olvida la transacción. El art. 877 no define la
remisión, sino cierta remisión, la tácita, y aun de ésta uno de sus aspectos, por más
que sea el ordinario. El art. 1035 deja en claro varios supuestos: la pérdida de las
manos o la notoria incapacidad del firmante de un documento privado, el sellado de
un pagaré en una oficina, etc., dan tanta fecha cierta al documento como cualquiera
de las demás circunstancias enumeradas en el precepto legal.
Voy a los contratos.
La correspondencia telegráfica no podría servir, según el art. 1147, para expresar
el consentimiento entre ausentes. No veo por qué la obligación de no hacer no pueda
ser objeto de un contrato (art. 1168). Lo mismo digo con relación a la tenencia de una
cosa. Los telegramas, los fonogramas, la pericia, la fotografía, etc., no pueden ser
pruebas de contratos, de estarse al art. 1190. El art. 1349 tiene que ser integrado con
el arto 1353. El inc. 3º del art. 1375 deja intacto el punto de que el pedido de
resolución de la venta inhabilite o no al recurrente para luego solicitar, en vez de
aquélla, el pago del precio. El art. 1869 es insuficiente, al no abarcar el mandato
oculto del art. 1929. El art. 1831 demuestra lo reducido del art. 1832 inc. 1º. En el art.
1892 se ha omitido el mandato dado en interés del mandante, mandatario y terceros, y
aun el dado en interés del mandatario y de terceros. La incapacidad de que habla el
art. 1897 tiene que ser la de hecho, no la de derecho; y aun la de hecho tiene que
estribar en la relativa de los menores adultos, ya que los impúberes son
absolutamente incapaces, y mal pueden derivar consecuencias un sujeto de derecho y
un acto jurídico que no existen (art. 1047). La mala fe del mandatario que contrata
sobre algo en que interviene el mano dante puede no limitarse al caso en que de ello
lo haya prevenido el mismo mandante, pues el mandatario puede haber conocido la
circunstancia por otras fuentes y ser de tan mala fe como en el supuesto legal (atr.
1944). Lo mismo que en materia de consignación (arts. 818 y 819), la definición del
depósito tiene que ser integrada por otros preceptos para que resulte completa (arts.
2182 y 2191-220). Este mismo art. 2220 entraña una deficiencia; las cantidades se
caracterizan no sólo cuantitativamente sino también cualitativamente (art. 607). El
art. 2247 es fundado sólo cuando se trate de un mutuo oneroso (art. 2164).
Son menores las anotaciones que tengo sobre derechos reales y sucesorios.
Las artes y las letras no pueden producir frutos civiles, según el art. 2330. El art.
2392. que limita a los dementes, fatuos y menores de diez años las personas que no
pueden adquirir la posesión, es evidentemente diminuto; no sólo no enumera a varios
incapaces absolutos (personas por nacer, ausentes con presunción de fallecimiento,
etc.), sino que ni aun puede ser entendido en favor de los menores adultos, pues éstos
tampoco tienen “uso completo de razón”, por lo mismo que son incapaces de hecho,
y por lo mismo que un acto jurídico (salvo los casos especiales del testamento, del
reconocimiento de los hijos naturales, etc.) no puede ser realizado sino por quien
tenga capacidad al efecto (arts. 53, 129 y 1040). Los arts. 2513 a 15 omiten las
numerosas restricciones legales que tiene cualquier dominio. En el art. 2778 se calla
el supuesto de que se intente la reivindicación contra un adquirente a título oneroso y
de buena fe. “Los que no gocen de sus derechos, como los menores”, no pueden
establecer servidumbres, dice el art. 3012; ¿y los demás incapaces? Como en el
mandato y en el depósito, la definición del usufructo (art. 2807) es pequeña (arts.
2808 inc. 2º y 2811). Son saltantes las insuficiencias de los requisitos exigidos por el
art. 3131 en materia de escritura hipotecaria.
En punto a sucesiones, anotaré, desde luego, la circunstancia de que no se haya
establecido la legítima de ciertos herederos forzosos en más de una situación de
concurrencia de tales herederos: me limitaré a señalar el caso de que uno de los
cónyuges herede con hijos naturales del de cujus. El testamento puede contener más
que lo que se expresa en la respectiva definición del art. 3607 (reconocer hijos
naturales, nombrar tutor a los hijos menores del testador, etc.). No hay argucia
leguleyesca alguna que puede hacer admitir que el simple testamento ológrafo (no
reconocido ni protocolizado), que es un documento tan privado como cualquier otro,
pueda valer como acto público (art. 3650). Para nuestro legislador parece que no
hubiera sino dos religiones en el mundo: la católica y la protestante (arts. 3739-40). Y
extraña que la ley de erratas y correcciones de 1882, que corrigió deficiencias así en
otras partes (por ejemplo, la del antiguo art. 181, donde se sustituyó el vocablo
“protestantes” por el más generoso de “disidentes”), no haya hecho lo propio en un
caso tan importante como el indicado. Hay estrechez manifiesta en el art. 3896, según
el cual el privilegio del vendedor puede hacerse efectivo sobre la cosa vendida
siempre que sea posible identificarla a pesar de sus cambios: no es necesaria tal
identificación, pues bastaría demostrar la subrogación real operada (en una permuta,
etc.), para poder hacer efectivo el privilegio sobre, lo subrogado, como acontece en el
caso del arto 3893, que lo mantiene sobre el precio de la cosa que el comprador
hubiera vendido a un tercero.

79.- Y ahora la inversa de las situaciones estudiadas, no ya las deficiencias sino


los excesos legislativos, que también pugnan contra la integralidad del respectivo
pensamiento, ya que, según la frase consagrada con relación a la verdad (toda la
verdad, pero nada más que la verdad), precisa contemplar todo lo necesario, pero
nada más que lo necesario.
En lo fundamental, ya he indicado que hay más de una institución que sobra en
nuestro código (Nº 77 y ss.). De ahí que no tenga porqué repetirme. Son más
abundantes las instituciones superabundantemente legisladas.
Sin contar las frondosas repeticiones de preceptos, que más arriba he mencionado,
habría bastante que apuntar al respecto. Aun en lo genérico de las obligaciones, hay
demasiada prolijidad en las de dar (cuyos arts. 579 a 588 pudieron ser condensados
en dos o tres), así como en las de dar cantidades, en las divisibles (que pudieron
reducirse a los arts. 667, 673 y 675), en las indivisibles (y en forma análoga a la
precedente), en las mancomunadas (que no son otra cosa que las divisibles e
indivisibles), en la repetición del pago (legislable en pocos arts.: 784, 785, 792 a 4 y
796), en las transacciones (cuyos 30 arts. podrían ser contados con los dedos: 835,
836 Y 858), etc. En materia de contratos, las abundantes minucias de los pacta
adjecta a la compraventa, de las obligaciones del locador (sobre todo a partir del art.
1539, cada uno de cuyos incisos se repite luego en artículos bien generosos) y del
locatario, de la conclusión de la locación (cuyos 18 preceptos, si no son repeticiones
de otros, se contienen casi en totalidad en el art. 1604), de la cesión del
arrendamiento y de la locación (para lo cual habría poco menos que bastado con los
arts. 1599 y 1600), de las obligaciones del mandante y del mandatario y de la
conclusión del mandato, etc. ; casi toda esa proliferación legislativa pudo contenerse
en mucho menos que la mitad de las disposiciones dictadas.
Análogas observaciones en lo atingente a derechos reales. El detallismo de los
modos de adquirir, el dominio (apropiación - ocupación, caza, pesca, tesoros, etc.,
especificación, aluvión, avulsión, edificación, plantación, secesión y no sé qué más),
que insume cerca de 80 artículos, es perfectamente reductible a una veintena de
disposiciones, como se podría demostrar bien concretamente si ello no exigiera un
tiempo y un espacio de que no dispongo, bastando al efecto con el ejemplo positivo
de los códigos alemán, suizo y brasileño. Lo mismo cabe decir de toda la
aparatosidad de las restricciones y limites del dominio (donde se llega a cosas
edilicias y subalternas, como las del espesor de muros, en los arts. 2622 y ss.), de las
obligaciones del usufructuario y del nudo propietario, y de la extinción del usufructo,
tan poco práctica y aplicada como la semejante casuística de las servidumbres y del
anticresis.
Por último, en punto a sucesiones no nos encontraremos en mejor terreno, pues
aquí el romanismo brilla en casi todo su esplendor, hasta llegarse a pequeñeces y
obviedades como la del inciso 2º del art. 3385. El largo título de la aceptación y
repudiación de la herencia contiene un fuerte número de preceptos de derecho común
(renuncia, acción subrogatoria, acción pauliana, manifestaciones tácitas de voluntad,
etc.). Los sesenta artículos del beneficio de inventario, lo propio que los diecinueve
de la separación de patrimonios, son condensables en menos de un tercio. Ya he
dicho, en una ocasión afín (nº 69 y ss.), que la materia de la división de los créditos
activos y pasivos es puro derecho ordinario en su fondo. Algo parecido cabe decir
respecto del largo titulo de los legados, que se resuelven en actos gratuitos, en
obligaciones de dar, etc. Y en privilegios, así como en prescripción, el casuismo es
tan acentuado que la respectiva inteligencia, particularmente en lo que toca a los
privilegios, exige aptitudes superiores a las humanas.

80.- En cuanto a preceptos excesivos, de contenido más amplio que el que


cuadraba, sería un tanto prolijo el enumerarlos particularmente, ante lo ya dicho. Sólo
quiero anotar aquí unas disposiciones algo raras y de carácter afín con el de los
preceptos excesivos. Me refiero a las que incluyen un “etc.” en la enumeración que
especifican. Tales son las de los arts. siguientes: 39, 45, 95, 114-7, 352, 701, 823 inc.
1º, 989-94, 1133 inc. 3º, 1272 inc. 2º, 1529, 1817, 2043, 2185, 2319-76-88, 2507, 21-
7-78, 2650, 2719, 2808-13, 2912, 3029-71, 4035 inc. 1º, etc.
Y se trata de saber qué sentido corresponde dar a esa expresión “etc.”, en el
supuesto de que haya derecho de emplearla. Creo que en el caso no es de mala
técnica su uso, ya que, fuera de interpretaciones interesadas o leguleyescas, la
expresión entraña una acepción definida y clara: no puede significar sino la
abreviatura de la enunciación del conjunto de cosas (o relaciones, o lo que fuere) que
no se quiere mencionar por razón de economía y en virtud de su obviedad. De ahí que
tales cosas o relaciones deban ser “análogas”, “semejantes”, “parecidas”,
“fundamentalmente iguales” a las expresadas. Tan cierto es que en supuestos afines,
el legislador ha echado mano de otra forma elocutiva, refiriéndose explícitamente a la
analogía o a la semejanza. Tal acontece en los arts. 778, 1534, 1735 inc. 4º, 2055,
2187, 2233, etc.
Ahora, en lo que toca al problema de que el legislador no emplee recursos tan
vidriosos y sustituya la expresión con una fórmula más genérica y amplia, cosa que
me parece fundada, ello tiene su lugar en otra parte, en lo que atañe a la concepción
de los preceptos legales, a donde me remito (nº 85 y ss.).
CAPÍTULO TERCERO

CONCEPCION DE LOS PRECEPTOS LEGALES

l.- SI SON ELLOS DE REGLA PURA

81.- Desciendo ya de lo general de la ley - donde, bien lo deploro, más de una vez
he invadido terrenos extraños - para consagrarme a lo más particular de los mismos
preceptos legales.
Nuestro código, como los modernos, procede por reglas puras, sin preámbulos ni
comentarios, tan abundosos en el Digesto y en la legislación hispánica de las edades
media y moderna, lo mismo, por lo demás, que en todas las codificaciones primitivas.
Es esa, evidentemente, la forma última de toda legislación. El legislador no tiene
por qué razonar, por cuanto no está obligado a “hacer'” ciencia ni a demostrar nada.
Se limita a ordenar, reglamentando y previendo situaciones dadas. Y la orden lleva en
sí misma todos sus móviles y justificaciones.
Es verdad que es muy útil conocer el pensamiento legislativo, a efecto de poder
interpretar, de acuerdo con el mismo, las disposiciones correspondientes; De ahí los
“considerandos” de los decretos y demás ordenanzas de la administración. De ahí los
“motivos” del código civil alemán, por ejemplo. No hay duda: si las disposiciones
reglamentarias más subalternas tienden a explicar sus propósitos, a fortiori
corresponde hacer lo mismo en un código, sobre todo en el código fundamental de la
vida privada, que rige asuntos de toda importancia. En este sentido Alberdi tenia
razón, cuando en su contrarréplica al codificador (p. 286 del t. VII de sus Obras
póstumas) sentaba lo siguiente: “Se motivan hoy las menores sentencias, es decir,
todas las aplicaciones de la ley, y se dejaría sin aplicación lo que vale más que eso, la
ley misma!”.
Pero tales motivos no tienen por qué formar parte de la ley, según ocurría
antiguamente, por lo mismo que no son la ley sino la razón de la misma. Tan positivo
es ello que puede haber muchos otros factores y razones (el espíritu ambiente, las
costumbres imperantes, el estado de la ciencia jurídica, la legislación comparada,
etc.) que no se ha tenido la prolijidad de incluir en los “motivos” y que no serian
menos concluyentes.

82.- Es lo que pasa en nuestro caso con las notas del codificador, incorporadas en
todas las ediciones oficiales del código. Pueden servir de antecedente científico -
psicológico y hasta jurídico -, pero jamás pueden tener fuerza de ley. “Ante la
fórmula auténtica de la ley - dice Gény (Méthode d'interprétation et sources en droit
privé positif, nº 104), si bien refiriéndose al conjunto de los “trabajos preliminares”
de un código -, que es lo que únicamente contiene la voluntad del legislador, es
menester ser bien parco en la admisión de inducciones derivadas de las
conversaciones, opiniones o meros caprichos que han podido servir en la elaboración
del pensamiento legislativo".
El fondo de la conclusión de Gény es plenamente aplicable en el supuesto que
contemplo, por lo mismo que, también en el fondo, las notas son precedentes
legislativos. Y lo es con tanta mayor razón cuanto que en nuestro caso dichas notas
son, en su inmensa mayoría, mera reproducción de opiniones ajenas, y no obra
personal del codificador. Lo mismo cabe decir de las citas legislativas y doctrinarias,
a propósito de lo cual ya ha observado el Dr. Segovia que las leyes romanas y, sobre
todo, las españolas, son de Goyena.
Esa doble circunstancia - de tratarse de simples notas y de tratarse de notas no
propias - implica una muy buena razón para condenar la inclusión de las mismas en
las ediciones oficiales del código. El código está en lo que es ley. Y la ley está en el
texto de los correspondientes artículos. Tan fundado es este modo de ver que cuenta
en su apoyo con el hecho experimental de que ninguno de los buenos códigos del
mundo contiene otra cosa que la, ley pura. Los “motivos” y demás antecedentes
pueden constar en publicaciones oficiales, pero no en la del código, sino separadas e
independientes.

83.- Es menester, pues, contraerse al texto legal. El de nuestro código se limita, en


principio, a la simple fórmula, fuera de todo preámbulo, según he dejado dicho. En
ese sentido es de regla pura. Pero no lo es en otros, dos sentidos, en mucho más de
una ocasión. Desde luego, hay bastantes disposiciones ejemplificativas, en las cuales
se explaya el precepto de fondo con, ilustraciones concretas. Tal pasa con las de los
siguientes artículos: 9, 25-7, 78, 287 inc. 3º, 352-3-63, 499, 515 incisos 3º y 5º-24-
670-3 701-78-96, 812-23 inc.1º-,946-7-73-89-94, 1095, 1458, 1534, 1870 inc. 4º,
2044-60-80, 2187, 2314-9-76 2403-51-62 incisos 1º 2º y 4º 2507-18-21-7-58-78-83,
2650, 2719-62-4-77-8, 2808-13-44-60, 2912-54-75-6, 3012-28-9-39-40-60-5-71,
3122-35,3284 inc. 3º 3422, 3579-81, 3628, 3763-93, etc.; ley de matrimonio, art. 56.
Considero impropia la ejemplificación legal. No es esa la misión de las leyes. La
norma de la fórmula debe llevar en sí misma la claridad necesaria para su debida
comprensión. Si así no ocurre, es porque la fórmula está mal concebida. La leyes una
orden o una reglamentación, en nada de lo cual cabe el ejemplo ilustrativo de su
precepto. A lo sumo si éste es admisible en las notas del codificador, que vienen a
equivaler en nuestro caso - por razón de no haber existido discusión alguna del
código, ni en el seno de comisiones ni en el parlamento - a los correspondientes
“motivos”. En el cuerpo de la misma ley está evidentemente desubicado.

84.- Después, hay varias disposiciones, ya no tan numerosas, en que se da en la


ley la razón de la misma. Aquí viene como de molde aquello de Alberdi (p. 16 de su
folleto): “La ciencia investiga la verdad desconocida, la ley sabe la verdad que le
conviene, y la promulga para que se observe, no para que se discuta”. En otros
términos más concretos y amoldados al caso, la ley lleva in se la respectiva razón
(advierto que aquí no postulo nada del punto de vista filosófico, pues me limito a
estudiar el código con arreglo a los principios de su confección). De ahí que cuando
manda, poco importa la razón en cuya virtud lo hace, ya que esa razón no va a
desvirtuar la orden. Es claro que la razón de la leyes es una de las grandes palancas
de la consiguiente interpretación. Pero yo no me refiero a eso. Lo que digo es que la
razón de la ley - lo mismo que la nota del codificador - no es la ley, por donde no
tiene en el texto de la misma su lugar adecuado.
He aquí los pocos artículos que tengo anotados al respecto: 515 inc. 5º, 1053, 1405
y 2363 inc. 2º.

II.- SI DEBEN SER GENERALES O PARTICULARES

85.- Lo de la regla pura no es el único carácter de la fórmula. Puede ésta ser


mirada en varios otros sentidos: si ha de ser general o particular, concreta o abstracta,
directa o indirecta, imperativa o no.
Comienzo con lo primero, y digo que, en principio, el ideal de cualquier
legislación debe ser el de la fórmula tan general como resulte posible. Se consulta con
ello no pocas ventajas: se reduce a una fórmula única, aun denominador común, una
serie de normas particulares; se da a la norma, con su menor comprehensión, la
mayor extensión, por donde quedan incluidos en ella todos los supuestos del género;
se limita el artículo legal; se simplifica el contenido de la norma; se hace posible la
adaptación de la misma a las contingencias posibles de las innumerables
circunstancias de cada caso, en cuanto se consagra las excepciones más notorias, y en
cuanto se la condiciona con otras normas que puedan atemperarla según el juego -
concurrente, alternante, subordinado, etc.- de ellas en las reciprocas interferencias
que supone siempre lo complejo y orgánico del determinismo jurídico; etc.
No desconozco que hay inconvenientes en toda legislación genérica. La
generalización puede ser debida, por ejemplo, a una ilógica y falsa inducción, en cuya
virtud se vaya al género partiéndose de unas cuantas especies, sin tenerse en cuenta
todas las especies restantes, que bien pueden ofrecer más diferencias que semejanzas,
por donde la fórmula resulta inaplicable y mala en la mayoría de los supuestos que ha
querido mirar.
Pero es que en derecho, como en todo, siempre hay que decidirse entre dos males,
por cuanto la consiguiente disciplina no entraña ninguna certidumbre matemática. De
ahí que deba uno pronunciarse por las reglas generales, ya que las particulares son
mucho más inconvenientes. Si no hay ciencia de lo particular, mal puede haber un
derecho de casos; éstos son infinitos, imprevisibles, por donde jamás se acabaría de
dictar preceptos. Calcúlese así a dónde puede conducir un código, jamás terminado,
de 10 ó de 50 mil. Artículos….
Claro está que esto no puede seducir a los que, aun entre nosotros, pretenden que
las leyes deben ser muy abundosas, a efecto de que se legisle todas las situaciones
posibles y con el fin de que no se deje nada a: lo arbitrario e inconsistente de las
apreciaciones individuales. Considero que hay en ello una ingenuidad simplemente
ejemplar. No hay mente humana capaz de prever todos los casos, por lo mismo que
éstos son incontables, desde que jamás un caso es idéntico a otro. Cada caso es
perfectamente individual, pues se condiciona según modalidades propias. Es factible
que en más de un supuesto haya circunstancias comunes entre dos casos. Pero, es
imposible que todas las modalidades resulten iguales. Y es cabalmente en ese juego
de conjunto de las circunstancias donde se encuentra lo individual de cada caso, y
donde es menester inspirarse para resolver, por cuanto - y deploro tener que insistir
sobre elementalidades jurídicas como las presentes - no es imaginable la solución de
ningún asunto que no tenga en cuenta el complexo integral y orgánico de todas sus
características.
Para mi no hay duda. Y menos la abrigo cuando observo los hechos de las
codificaciones más contemporáneas, cuya generalidad va siendo cada vez más
acentuada. Ya se lo ha visto en materia de metodología, pues no sólo se legisla con
artículos sino también con planes lógicos, en los cuales el sentido de las instituciones
en conjunto, aisladas y en detalle es bien cabal y completo. Me refiero, como
siempre, a los códigos alemán, suizo y brasileño.

86.- Nuestro código responde, más que el francés y todas las demás imitaciones
del mismo, a tan buena regla: técnica, ya que su plan es mejor, y ya que así el sentido
de sus disposiciones es más ajustado a la amplitud de las cosas y relaciones
contempladas. En los hechos jurídicos se ha generalizado - de conformidad con
Freitas, con Ortolán y con Savigny - todas las manifestaciones jurídicas, entre ellas
las que derivan de la voluntad humana, llámense contratos, testamentos, actos
unilaterales, etc., sin perjuicio de que luego se desenvuelva lo específicamente propio
de cada orden de manifestaciones volitivas. Lo mismo se ha hecho en materia de
obligaciones, con relación a las fuentes diversas de que puedan emanar. En forma
menos extensa, también se lo ha hecho en la legislación de las diferentes
instituciones: el codificador ha preferido no contemplar una situación especial, sino
lo indeterminado de una clase de situaciones, a efecto de sintetizarlas y unificarlas en
una norma común. Es fácil probar esto último con mil y un ejemplos, razón por la
cual me creo exento de la tarea.
Pero no son pocas las fallas. Me remito, por de contado, a lo que he expuesto en
punto a metodología: allí se verá que son bastante más generales que lo que de tales
tienen en el código, muchas relaciones e instituciones, como las modalidades
obligatorias, las personas, las cosas y los mismos hechos jurídicos. el reconocimiento
de las obligaciones, la transacción y la renuncia de derechos, la autonomía de la
voluntad privada, la acción subrogatoria u oblicua, la representación, la cesión de
derechos, la evicción y la redhibición, el pago indebido y la gestión de negocios
(meros aspectos del enriquecimiento sin causa), la prescripción, la retención, los
privilegios, etc.
De otro lado, hay en el código un casuismo que es simplemente excesivo. Pero a
tal respecto no haría sino repetir lo que ya he dicho a propósito de lo muy afín de las
instituciones superabundantemente legisladas. Sólo quiero recordar aquellas palabras
magistrales que Portalis pronunciara en su Discours préliminaire, que son una verdad
de todos los tiempos civilizados: “l’office de la loi est de fixer, par de grandes vues,
les maximes générales du droit, d'établir des principes féconds en conséquences, et
non de descendre dans le détail des questions qui peuvent naítre sur chaque matière”.
De ahi su conclusión: “c'est. au magistrar et au jurisconsulte, pénétrés de l'esprit
général des lois, a en diriger l'application”. Todo ese casuismo, de consiguiente, es
extralegal - casi digo antilegal - y debe quedar sujeto a la acción jurisprudencial bien
auxiliada por una buena ciencia, por lo mismo que son los tribunales, no las leyes,
quienes se encuentran frente a frente con la realidad y en presencia de las necesidades
ambientes en cada caso.

87.-En otro sentido, bien conexo con el que precede, cabe apuntar que el código es
demasiado legislador, excesivamente reglamentarista, al extremo de querer sujetarlo
todo de antemano a reglas catalogadas, que están o pueden estar en pugna con los
hechos y que no dejan margen al juez para una apreciación circunstancial que seria
mucho más justa, esto es, efectivamente reparadora y adecuadamente humana.
Como se sabe, tal es el criterio que ha predominado en la confección de los
códigos suizos, particularmente en el código civil, cuyas reglas son flexibles, amplias
y sin limitación alguna, y cuya aplicación, de consiguiente, varia de acuerdo con las
modalidades de cada situación. Más todavía: esa potestad de apreciación judicial ha
sido llevada a tal extremo que en el art. 19 de este último código se acuerda facultad
al juez para que se convierta en positivo legislador, ya que debe inspirarse, en el
supuesto de que falte disposición legal al efecto, en las “reglas que él establecería si
fuera legislador”. Por lo demás, es esa función pretoriana la que, como es notorio, ha
hecho la grandeza del derecho romano, y la que ha llevado y continúa llevando a la
justicia británica al ápice de la equidad, del respeto y de la autoridad.
Pocas son las disposiciones de nuestro código que acuerdan tal potestad al juez.
Prescindiendo de aquéllas que se refieren directamente a la estimación
circunstancial de un hecho, como las de los arts. 301-7-29, 414, 38, 533-41-2, 799,
1682, 1759-71, 1800, 2095, 2137, 3085-6-95, 3133, 3406, etc., en las cuales - lo
mismo que en todas las que tienen que ver con el error, el dolo, la violencia o la
capacidad de hecho en materia de actos jurídicos - esa estimación es necesaria e
ineludible, los preceptos que reconocen facultad. creadora, diré así, a los jueces, para
que éstos digan cuál es el derecho, no ya la prueba, que en el supuesto corresponda,
no son muy extensos, ni cualitativa ni cuantitativamente. Los que tengo anotados son
los siguientes: 391, 561, 618-20-60, 2056, 2755, 3074, 3368, etc. Comúnmente se
refieren a la elección de una persona para un cargo, a la fijación de un plazo y a cosas
así. Sólo en dos supuestos, no muy corrientes ni importantes, nuestro código se
aproxima a la gran regla del art. 343 del código civil alemán, según el cual los jueces
pueden moderar las cláusulas con relación al daño efectivamente sufrido: tal acontece
en materia de deudas de juego y de cláusula penal, pero esto último sólo en el caso de
que el deudor haya cumplido en parte la obligación y el acreedor haya aceptado ese
pago parcial, lo que en rigor excluye toda función judicial de aquel carácter.
Es bueno que haga constar, a propósito, que no pretendo el pretorianismo romano
- de que van dando tan abundantes muestras los tribunales franceses, según puede
verse en Saleilles, en Gény, en Vander Eycken, en Cruet, en Mallieux, en Perreau y
en los demás autores que al respecto he citado en mi trabajo La reforma de la
legislación, p. 11 -, ni que tampoco propendo a las tendencias demasiado
revolucionarias de Magnaud o de Mornet, según las cuales cabría dejar de lado las
leyes más explicitas cuando hubiera de por medio circunstancias ambientes que así lo
exigiesen. Esas maneras de concebir y aplicar la ley pueden ser admitidas en países
muy cultos, en los cuales es posible estar seguro de que en la gran mayoría de los
supuestos los jueces sabrán de inspirarse en motivos de orden superior y objetivo al
fundamentar sus decisiones. Hay allí dos clases de garantías al efecto: jueces que son
realmente tales, porque dominan el derecho en su esencia y en sus arraigos y
proyecciones, lo que hará que no lo desvirtúen, y que, al contrario, lo afirmen al
hacerlo evolucionar y al mejorarlo adaptándolo a las circunstancias, además de que
representan, por su integridad y sus virtudes morales, todo un titulo de honestidad y
de respetable autoridad; y, de otra parte, un medio capaz de comprender, de juzgar y
de contralorear, por la fuerza de la opinión pública casi siempre consciente, la acción
judicial, lo mismo que cualquiera otra acción dirigente.
Entre nosotros, las cosas no presentan aspectos así. Son raros los jueces que vayan
más allá del conocimiento ocasional de las leyes que correspondan a cada caso, y que
interpretan en la literalidad subalterna de la concepción que ellos se forman. De ahí lo
difícil de hallar en nuestra jurisprudencia decisiones que respondan a principios
jurídicos de calibre sociológico y filosófico, en las cuales jueguen las diversas series
de intereses (económicos, morales, políticos, etc.) comprometidos en una situación
cualquiera. Todo lo que sea salirse de los principios escritos de las leyes (reforzados,
si a mano viene, con citas doctrinarias y jurisprudenciales, esto último sobre todo),
deja de ser derecho para nuestros jueces, y se resuelve en fantasía pura, o en otra cosa
cuya calificación es mucho más despectiva. En rigor, nuestros jueces no saben
derecho, si se ha de atender a lo que así ocurre en principio bastante general. A lo
sumo si conocen códigos y leyes. De donde cabe inferir lo empírico de nuestras
soluciones jurisprudenciales, tan hesitantes y contradictorias, por lo mismo que no
hay nada en la base intelectual de las consiguientes concepciones, por lo mismo que
hasta ni hay concepción alguna en el fondo de sus construcciones, y por lo mismo
que todo queda librado al azar del impresionismo más subjetivo y consecuentemente
cambiante.
No hay, en verdad, garantías intelectuales de parte de nuestros jueces para
interpretaciones más generosas y amplias que las que nos son habituales. Si no las
hay ni aun en estas últimas, en las cuales el rigorismo del precepto legal estrecho y
esclavizador obligaría a una relativa fijeza jurisprudencial, cabe suponer lo que
sucedería en aquel otro supuesto de una interpretación flexible, elevadamente
jurídica, en la cual se requiere una fuerte dosis de integral intelectualismo, a efecto de
poner en actividad eso que Gény llama la libre investigación científica, a efecto de
que los tribunales sean capaces de completar y aun de corregir las leyes (como han
hecho los tribunales franceses en materia de “contraintes”, de abuso del derecho, de
la fulminación de contratos usurarios, de validez de los actos del heredero aparente,
etc.), y a efecto de que se esté en condiciones de cimentar un fallo en fundamentos
como los de la admirable nota que escribiera Saleilles (Siry, 1900, II, pp. 121-5) con
respecto a la sentencia recaída en el “affaire” Lecoq. Hay en ésta, a propósito, una
buena serie de preciosuras: observación de las tendencias sociales acerca de los
derechos intelectuales y artísticos, examen del derecho individual para abdicar
aquellos derechos, contemplación de los derechos individuales frente a los de la
sociedad conyugal y a los de la sociedad en general, función patrimonial de los
derechos intelectuales, motivos jurisprudenciales...: en suma, todo un tesoro de
derecho fecundantemente superior y de la más refinada sociología y filosofía
jurídicas.
No, repito, nuestros jueces no ofrecerían garantía alguna en cosas que vuelan
tanto. Esa apreciación circunstancial se resolvería en una perfecta arbitrariedad,
máxime si se tiene en cuenta que no siempre es dable esperar una resolución
plenamente objetiva, y que el contralor de nuestro medio no se hace sentir en criticas
levantadas y firmes ni en acción educadora y morigeradora de ningún género.
Por eso no puedo referirme a tales cosas. Lo que contemplo es lo relativo a
disposiciones legales explicitas, que se refieren a hechos y que pretenden
reglamentarIos de antemano y con uniforme rigidez. Eso no es propio de ninguna
legislación medianamente buena. Los preceptos legales deben ser en tal caso de toda
ductilidad, a fin de que sean acomodables a lo contingente de las situaciones
concretas. De tal suerte se deja a la discreción judicial no ya la interpretación de un
texto codificado, sino simplemente su aplicación al caso, no ya la inteligencia ni el
sentido del artículo legal, sino su mera acomodación modal a las circunstancias. Es lo
que se ha hecho en los códigos contemporáneos, como el alemán, el suizo y el
brasileño, según puede verse para el primero en Saleilles (Théorie de l'obigation, n|
295, texto y notas; Declaratíon de volonté, pp. 197 y ss., 251 y ss., etc.), para el
segundo en el Livre du Centenaire, t. 11, p. 981, y para el tercero en la circunstancia
de que se haya inspirado por sobre todo en los códigos suizos. Y es lo que no ha
hecho nuestro código sino en los pocos arts. que antes he citado, que pudo extender a
muchos otros supuestos análogos a los que en ellos contemplara. Tal ocurre en los
casos de los arts. 1782 y ss. (ya citados con motivo afín al presente), que son
inarmónicos, que son injustos y que son innecesarios, pues una buena jurisprudencia
hubiera suplido fácilmente la respectiva omisión, ante el texto general de preceptos
inequívocos (art. 1778 o arto 1781). y lo mismo acontece con disposiciones como las
de los arts. 2622 y ss., que hasta revisten carácter edilicio, que no pueden ser
uniformes en el tiempo ni en el espacio, y que son indignas de una reglamentación de
fondo como la civil.

88.- Quiero señalar ahora otra deficiencia, que afortunadamente no reviste el


relieve de la anterior. Me refiero a la de la justicia privada, a la cual el código alemán
ha consagrado todo un capitulo, aunque breve, de su libro inicial, sin perjuicio de una
serie de disposiciones sueltas (arts. 229, 383 y ss., etc.).
En nuestro código no hay sino unos cuantos preceptos dislocados, que no parecen
responder a ningún pensamiento de fondo: tales son los de los arts. 911, 2215-19,
2467-70; sin contar otros relativos a ejecuciones privadas, como la de la autorización
judicial para hacer cumplir por terceros la obligación del deudor renitente (arts. 505
inc. 2|, 626, etc.), el derecho de retención, tan generalizado en el código (art. 3940 y
sus concordantes), la ecceptio non adimpleti contractus (arts. 510 y 1201), etc., que
también contienen, en cierta forma o medida, casos de justicia privada.
Es preciso advertir, en descargo del codificador, que en la época de la confección
del código, aquel concepto no contaba con asideros fuertes, pues es más bien de
derecho reciente. Con todo, el consiguiente principio le constaba por lo mismo que lo
ha aplicado en más de un caso.
Lo único observable es que en los supuestos de los arts. 2215-79 es discutible el
derecho del individuo para fijar él un término al dueño de una cosa, depositada o
prestada por un tercero, a efecto de que la reclame en forma ante quien corresponda.
Podría ello conducir a abusos. Los jueces harán bien en apreciar en cada caso si el
término acordado es suficiente o no, y si, por tanto, el depositario o comodatario ha
obrado en los limites de su derecho.
Y cabe señalar el auge progresivo de la institución. Así, en materia comercial se
puede convenir sobre la venta particular de la prenda (art. 585), lo que está prohibido
en derecho civil (art. 3222). En derecho criminal, la legitima defensa es todo un
dogma, al extremo de que se ha llegado a legalizar verdaderas imprudencias (como la
de aquel sujeto que colocó un revólver automático en la puerta de su casa, para herir a
los que pretendieran forzarla); y al extremo de que en tribunales europeos se deja
indemne el robo de la cosa propia, verificado contra quien lo retiene sin derecho.
Se puede abusar de ella, es cierto. Pero eso nada implica, pues no hay cosa alguna
de la que no sea posible abusar. Su uso consulta ventajas positivas: es un medio fácil,
económico y rápido de resolver situaciones que ante los jueces exigirían mucho
tiempo y gastos. Todo estribará en saber reglamentarla convenientemente, no
prodigándosela desde luego, y sujetándosela después a requisitos que contemplen los
casos en que sea factible y que prefijen las condiciones de su ejercicio.
Por lo demás, no tengo por qué recordar que en materia de autonomía volitiva (art.
1197), las partes pueden recurrir a la justicia particular siempre que les parezca, claro
está que dentro del campo de la voluntad privada. Tal pasa con la fijación de precio
en materia de compraventa (art. 1349), etc., así como con el compromiso arbitral, y
con las demás formas análogas que menciona Demogue en su citada obra Notions
fondamentales de droit privé, pp. 622 y ss. y 638 y ss.
III.-SI LOS PRECEPTOS HAN DE SER CONCRETOS O
ABSTRACTOS

89.- 0tro de los caracteres de la norma legal es el de su concreción o abstracción,


que tan íntimamente se vincula con el que acabo de dejar de mano. La fórmula
concreta supone situaciones de hecho y más o menos particulares. La fórmula
abstracta, por el contrario, hace caso omiso de tales situaciones, y tiende a
aproximarse a lo común y superior de las mismas. Así, el código alemán, con ser tan
general como el suizo, es menos concreto que éste, en el cual se subordina a las
condiciones particulares de la realidad la aplicación de la norma, cuando no se la deja
a la apreciación judicial. La norma del código alemán es más abstracta y rígida.
Las dos tendencias tienen ventajas e inconvenientes. La del código alemán
consulta más la seguridad general que la arbitrariedad posible. Al revés el código
suizo. En lo que a nosotros respecta, yo aceptaría la tendencia suiza, como más
elástica y humana, si estuviera seguro de que contásemos con jueces capaces de
comprender la ley en la plenitud de sus funciones y proyecciones: es que el código
suizo implica jueces “legisladores” (recuérdese la fórmula interpretativa de su art.
19), por donde reclama la necesidad de jueces que sean un relativo dechado de
ciencia y una columna de criterios firmemente, serenamente objetivos.
Prescindiendo de los supuestos en que nuestro código contempla situaciones
concretas (todos aquellos de un exagerado casuismo), las normas del mismo se
orientan hacia la rígida abstracción, cosa que, ante lo dicho, y ante la circunstancia de
nuestra común, educación, me parece lo más adecuado, por fuertes que sean los
deméritos que ello entrañe.

90.- Hay más. Nuestro código contiene toda una larga serie de disposiciones
absolutamente abstractas, doctrinarias, teóricas e inútiles, que no sólo resultan
inaplicables, porque no se refieren a nada concreto, sino que ni siquiera llenan
funciones explicativas o aclarativas de nada. Las califico de enunciativas.
He aquí la lista: 31 inc. 1°, 46, 52 inc. 1°-6,337-46-60 inc.1°-82-9, 495, 515 inc.
1°-24-7-36-9-40-67 inc. 1°,719-24-67 incisos 2° y 3|, 864-97 inc. 1°-8 inc. 1°, 914-5-
20-2-45-6 inc. 1°-56-78, 1039-40-58-61 inc. 1°-73, 1138 inc. 1°-9 inc. 1°-40 inc. 1°-
2-5 inc. 1°-57-67, 1291, 1324-39 inc. 1°-44-63, 1414-84-97, 1604 inc. 1°-9 inc. 1°-90
inc. 2°, 1998 inc. 1°, 2093, 2187 inc. 1°-8 inc. 1°, 2243, 2313-37 acápite-9-47-55 inc.
2°.6 inc. 1°-63 in fine, 2434-46, 2505-8-9-13 inc. 29-5.24, 2675, 2757, 2808 inc. 1°-
12-5-6-7-26.7, 2918-26-34-47 in fine-75 inc. 1°-6 inc. 1°-88-9.91-8, 3082 in fine-45-
6-7 inc. 1°, 3205 inc. 2°, 3333 inc. 2°, 3427, 3545-8, 3622-87, 3723-58, 3844-78
incisos 1° y 2°, 3947 inc. 1°, etc.
Todas ellas se limitan a la enunciación de un concepto jurídico que no se resuelve
prácticamente en nada: las personas son ideales o naturales, las personas son capaces
de adquirir derechos, los hijos naturales tienen un derecho de sucesión que se
determinará oportunamente, las obligaciones son de dar o de hacer, las obligaciones
son civiles o naturales, la conjunción copulativa indica unión (art. 536), el plazo
puede ser cierto o incierto, la subrogación es convencional o legal, el consentimiento
puede ser expreso o tácito, el mandato puede ser general o especial, la evicción puede
ser total o parcial, etc., etc. Se trata de preceptos de toda obviedad, o bien de
preceptos que están enunciados y precisados en la legislación positiva del asunto. etc.
Se los concibe en la ciencia y en la misma didáctica, que requieren premisas
demostrativas o deductivas; pero en una ley, donde se procede por ordenes y donde
no es menester demostración alguna, están completamente fuera de lugar, por lo
mismo que en ella no puede caber otra cosa que normas que impliquen una regla de
conducta.
Cierto es que Freitas dió el ejemplo a nuestro codificador y que en el jurisconsulto
brasileño ese doctrinarismo alcanza una intensidad que supera a la de nuestro código.
Pero falta demostrar que había motivos para seguir la tendencia. En los mismos
códigos modelos (francés, italiano, etc.), la tendencia era bien otra. Y esta orientación
práctica es aun más acentuada en los códigos contemporáneos, de entre los cuales el
brasileño, para tomar algo que nos es más afín, la contiene en forma hasta excesiva a
veces.

IV.- SI LOS PRECEPTOS HAN DE SER DIRECTOS O


NO

91.- En cuanto a lo directo o indirecto de la norma legal, nuestro código no puede


menos que seguir la corriente común: la fórmula es directa. Pero ello es así en
principio: cabe la legislación incidental y por referencias, lo mismo que la inducida o
por eliminación.
Es sabido el uso que hizo Freitas en su Esboço del sistema de las referencias. Y
donde se ha llevado el asunto a sus expresiones más acabadas es en el código alemán,
cuyo articulado es un tejido de disposiciones que recíprocamente se condicionan, se
integran, se restringen, se amplían y se modifican en mil sentidos. Es que la
referencia tiene esa virtud, impuesta por la misma fuerza de las cosas: ponderar en un
juego mutuamente orgánico la función y vida de los preceptos legales, que jamás
pueden tener sentido aislado sino dentro del sistema que constituyen todos los que
reglan una situación cualquiera. por lo mismo que tales situaciones comprometen
siempre una suma de principios diversos que en sus reciprocas interacciones le
imprimen unidad e individualidad. Ya lo han mostrado Savigny e Ihering: el primero
con el concepto de la relación jurídica (Sistema) t. I, p. 25), que tiene una “naturaleza
orgánica que se manifiesta ya por el conjunto de sus partes constitutivas que se
equilibran y limitan mutuamente, ya por sus desenvolvimientos sucesivos, su origen y
sus descensos”; y el segundo con el concepto psicológico y viviente del derecho
(Esprit du droit romain, t. I, párrafos III y V), así como con lo que llama el alfabeto
jurídico, en cuya virtud el derecho se constituye no mediante una suma de elementos,
sino mediante la compleja combinación de los mismos, para poder actuar y vivir. De
ahí que sobre con apuntar que así como en el lenguaje ordinario las palabras aisladas
carecen de cualquier sentido (Benot, Arquitectura de las lenguas, t. I, pp. 33 y ss., 86
y ss., etc.), pues pueden variarlo en cada frase; de igual suerte, en derecho un
concepto jurídico cambia de acepción y alcance de acuerdo con el sentido de fondo
de la individualidad jurídica (relación, situación. institución, etc.) de que forma parte
y en la cual se condiciona y vive. En ello estriba la razón fundamental para dar
preferencia a la legislación concreta, pues así es como resulta dable al juez aplicar el
derecho a lo especialísimo - a lo individual y único - de cada caso. Es eso lo que da
tanto mérito a disposiciones como la de nuestro art. 512, que subordina a las diversas
contingencias de personas, de tiempo, de lugar, etc., la determinación de la culpa, Y
es eso lo que debiera establecerse en toda buena legislación para apreciar la
capacidad, la nulidad, la responsabilidad, etc., ya que todo se resuelve, en definitiva,
en una aplicación circunstancial de principios, en la acomodación del derecho a los
hechos, y no viceversa, según acontece con las legislaciones fijas y abstractamente
rígidas, sobre todo si caen en manos poco capaces de distinguir lo que es principio de
lo que es norma inflexible y absoluta, y no siempre aptas para comprender que el
derecho no es una disciplina matemática ni que las leyes puedan querer la
estagnación o el retroceso, so pretexto de grandes palabras sin sentido y con muchas
mayúsculas como Justicia, Derecho, Equidad y otras así.
Tal es la virtud de las referencias, porque tal es la esencia de las cosas y del
derecho que quiere reglamentarlas.
Nuestro código no las ha empleado con abundancia. Los artículos que al respecto
tengo anotados son los siguientes: 324, 563-85-7, 600-16-32-81, 717-45-51-2-69-80-
1, 869 a 71-6-90, 935-48-50-2, 1092, 1108-99, 1230-2-9-48-62-77, 1306-7-11 a 13-
25, 1416-23-35 y ss., 1529, 1623, 1708-51-88, 1807 inc. 4°-30-5-70, 2024-68-9,
2114-56-7-80, 2252 a 4-64, 2345-99, 2418, 2501, 2611-97, 2754, 2816-7-34-5, 2966-
7, 3289,3427-79, 3507-30-44-66-92 a 4, 3609-10, 3758-74, 3842-98,3987; ley de
matrimonio, arts. 2, 21, 37, 59, 74 inc. 2°.
Advierto, desde luego, que en el art. 1311 hay una referencia falsa. Se dice en él
que cuando la mujer opte por la disolución de la sociedad conyugal, en caso de
divorcio, los bienes comunes serán divididos de conformidad con lo que en el libro
IV se dispone acerca de la sucesión provisional. Lo errado de la referencia estriba en
la circunstancia de que en dicho libro cuarto no hay sucesión provisional alguna.
Después hago constar que la gran mayoría de esas referencias no son propiamente
tales. La referencia, lo he dicho ya, sirve no para repetir una disposición, sino para
integrar (restringiendo, ampliando o modificando de cualquier modo) la del precepto
en el cual se la hace. Pues bien, comúnmente las referencias del código implican
repeticiones puras, esto es, innecesarias superfetaciones legislativas (arts. 745-51-2,
948-50, 1199, 1230-2-9-77, 1306-12-3, 1416-23, etc., etc.).
Apunto, por último, que no son pocas las referencias de toda obviedad, que por
eso se pudo omitir sin el menor de los inconvenientes: tal pasa con las de los arts.
1435 y ss., 1623, 1708-88, 2024, 2156-7, 2252 a 4, 2501, 2698, 3289, etc., etc.

92.- La legislación por eliminación es la propiamente indirecta, por lo mismo que


es más o menos implícita. De ahí sus peligros: la mente legislativa puede no resultar
con toda la claridad deseable. Y de ahí que corresponda ser bastante parco en el
empleo de la misma.
Son pocas las disposiciones de nuestro código que revisten ese carácter: arts. 32-5,
53, 62, 324, 2336, etc.

V.- LA TONALIDAD DE LAS FÓRMULAS LEGALES

93.- He aquí el último carácter de que hablaré: el del tono, diré así, de los
preceptos legales.
Siendo una ley - en la concepción tradicional - un mandato o una orden, el tono
imperativo parece ser el que naturalmente le corresponde.
Efectivamente es así, pero en cierto sentido: en el del modo, no siempre - ni la
mayoría de las veces - en el del contenido. La ley manda, la ley resuelve, la ley
estatuye, la ley impera, más sólo en cuanto de tal suerte procura interpretar las
intenciones de los interesados, en cuanto se sustituye a la voluntad presunta de las
partes. Tan cierto es ello que éstas pueden dejarla sin efecto en la inmensa mayoría de
los supuestos (art. 1197).
De manera que, en el fondo, la ley no es sino una disposición meramente
reglamentaria e interpretativa de los deseos y necesidades de los individuos. Tal es, a
estos respectos, su carácter eminente.
Los preceptos realmente imperativos son relativamente escasos, y se resuelven en
prohibiciones para todos los casos, en que haya de por medio intereses que a los ojos
del legislador aparezcan como colectivos o de orden público. Es lo que pasa con el
régimen de la familia (patria potestad, matrimonio, sociedad conyugal, divorcio,
alimentos, etc.). Y es lo que acontece en materia de capacidad de derecho (para
comprar o vender, para ceder, etc.), en punto a arrendamiento (que no puede durar
más de diez años), a derechos reales (que las partes no pueden crear), a afectaciones e
inalienabilidades (retroventa, pacto de mejor comprador, sustituciones
fideicomisarias, etc.), al régimen sucesorio, a la capacidad de los testadores (legítima,
etc.), a la renuncia de la prescripción, al establecimiento de privilegios, etc.

94.- Todo el resto, el enorme resto, se encuentra regido por disposiciones


simplemente supletorias de voluntades omisas.
Dentro de ellas cabe distinguir dos órdenes especiales: las interpretativas hoc
sensu, vale decir, las que consagran reglas de estricta interpretación de ciertas
instituciones; y las que contienen normas puramente declarativas, esto es,
precisamente reglamentarias. Las primeras son contadas. Puedo apuntar, así de
memoria, las de los arts. 835 y 874, y sus respectivos concordantes, en materia de
transacción y de renuncia de derechos.
Las segundas son abundantes. En principio corresponden a los preceptos
genéricos: personas, cosas, hechos jurídicos, obligaciones (excepto lo relativo a la
extinción de las mismas), buena parte de la evicción y la redhibición, las
generalidades de los privilegios, etc.
Es conveniente observar que estas disposiciones presentan una apariencia que
puede inducir en error. No se diría que son de tono reglamentario, porque no
trasuntan inmediatamente ninguna regla de conducta. No hay, sin embargo, nada que
sea más disciplinario. No se resuelven, es cierto, en una regla de conducta concreta,
pero orientan la conducta de todo el mundo, por lo mismo que delimitan campos y
formas de acción. Por lo demás, su necesidad es tan evidente como es de
evidentemente necesario todo cuanto, en una disciplina cualquiera, condensa y
unifica una serie de reglas particulares.

VI.-SANCIÓN DE LOS PRECEPTOR LEGALES

95.- Como aspecto final de este asunto de la concepción de los preceptos legales,
corresponde apuntar el de la sanción de los mismos.
Toda ley supone, por el hecho de ser tal, la fuerza y el imperio que hagan posible
y efectiva su aplicación. De ahí que las leyes sean coercibles o coactivas. Cierto que
las buenas leyes no requieren sanción en la vida práctica, por lo mismo que la cultura
del pueblo ha procurado la gradual y completa adaptación de la general actividad a
los dictados que ellas contienen. Y es también verdad, por fatal correlación, que las
leyes que tienen que mostrar los dientes de la coerción a cada paso, son leyes que
acusan resistencia, que no se acomodan a las exigencias ambientes y que están
destinadas a desaparecer. Lo que quiere decir, y ello es bien evidente, que la
autoridad de las leyes, lo propio que la, de los gobiernos, es mucho más moral que
física, arraiga en su sabiduría y su justicia bien antes que en su fuerza.
Con todo, la ley implica siempre una sanción potencial. De otro modo se
resolvería en un precepto moral, o bien en una regla prácticamente inútil.
En nuestro código, como en todos los códigos civilizados, hay tres formas
fundamentales de sanción: la nulidad del acto realizado, los daños y perjuicios, y la
misma pena para quien viole un precepto legal.
Lo primero y lo último ocurren cuando no hay otra cosa comprometida que la ley:
arts. 18, 1004, etc. Lo segundo se tiene en los supuestos en que se lesione derechos
ajenos. También puede ocurrir la doble sanción de la nulidad y la responsabilidad
(pecuniaria de los daños y perjuicios, o criminal de las penas), cuando a la vez se
atente contra la ley y contra los derechos de terceros.
El principio de la nulidad como sanción no puede ser puesto en duda. Si la ley no
quiere un acto dado, es evidente que no puede quererlo menos después de efectuado
que antes de practicárselo.
Donde es concebible alguna discrepancia es en lo que atañe a la responsabilidad
para con terceros. En un código civil, la responsabilidad no debe ser sino civil. Y la
responsabilidad civil se resuelve en la pecuniaria de la indemnización de los daños
causados. Será eso demasiado prosaico y material. Pero hoy por hoy no existe otro
denominador común de valores que el económico del dinero. El mismo agravio moral
no podría resolverse, civilmente hablando, en otra forma que en una indemnización
en dinero, ya que la reparación in natura es comúnmente imposible (seducción,
pérdida de un brazo, etc.). Esto último lo ha demostrado Ihering en su hermosa Lutte
pour le droit, cap. final, y sobre todo en su soberbio estudio De l’intérét dans les
contras (Oeuvres choises, t. II, p. 141 y ss.), en forma tan concluyente y acabada que
nadie ha agregado nada a las respectivas premisas y conclusiones (cons. Demogue,
Notions fondamentales de droit privé, p. 183 y ss.).
Por eso cabe observar que el distingo de indemnización y de pena en materia de
responsabilidad carece de sentido en derecho civil. La pena civil no es otra que la
indemnización. Si hay lugar, además, a una verdadera pena, ello corresponde al
derecho criminal, ya que no existe razón alguna que excluya el juego concurrente de
ambos derechos con relación a un mismo hecho.
De ahí que las calificaciones criminosas del código civil (arts. 1178-9, 2273-4 y
2539) estén desubicadas, según ya advertí anteriormente (n° 50).
No me decido, sin embargo, a decir lo propio con respecto a disposiciones que
establecen la simple pena de multa (arts. 1004 y 107 de la ley de matrimonio).
Primero, porque se trata de una indemnización (hacia el Estado), ya que la pena
consiste en el pago de una suma de dinero. Después, porque se está, en supuestos así,
en el campo como neutral o común con relación a los derechos y códigos, civil y
penal, por donde es concebible el titulo de cualquiera de ambos para contemplar y
legislar un hecho que participa del doble carácter indicado.

96.- Pero es de anotar la circunstancia de que la sanción tiene que ser positiva y no
lírica. Esto último acontece en el caso del art. 234, que prohíbe al padre, que reconoce
un hijo natural, la revelación del nombre de la persona “en quien o de quien se tuvo el
hijo”. Tal prohibición podrá dar lugar a una responsabilidad cuándo se la viole, que
será la de derecho común (de los daños y perjuicios: art. 1109), mas no la particular
que en el caso habría correspondido, ya que no me parece aplicable la muy fuerte
sanción de la nulidad del art. 18, por lo mismo que la transgresión es puramente
incidental, lo que hace que la nulidad, en todo caso, debiera pronunciarse contra la
mención (si cupiera), no contra el reconocimiento.
Por lo demás, cuando hablo de responsabilidad por indemnización en dinero,
aludo a la solución más expeditiva, y por eso más corriente. No es ella, sin embargo,
la más inmediata. El código quiere, en principio, la reparación en especie (arts. 505,
579 y ss., 604, 610 y ss., 629 y ss., 638 y ss. 648, 658, 750 y ss., 1203 y 4 y sus
respectivos concordantes, etc.). Es notable la energía del art. 631, que comprueba
fehacientemente el espíritu del código: la solución de los daños y perjuicios, por fácil
y común que sea, es sólo subsidiaria, y procede cuando la reparación in natura - por
el mismo obligado o por un tercero - es objetivamente imposible. De ahí la
irracionalidad de disposiciones que aparentemente disponen lo contrario, como las de
los arts. 889, 1189 y 1202, que nuestros jueces, particularmente en los dos últimos
supuestos, han tomado ciegamente a la letra, con grave daño de la economía general
del código, de toda ciencia y de cualquier buen sentido. También el art. 648 consagra
un error, si bien en otra forma, en cuanto convierte en alternativa una obligación,
como la facultativa, que no lo es.
Tales son las sanciones de la ley. Es ésta precipuamente económica, y en tal
sentido orienta sus soluciones. Lo de las “astreintes” de la jurisprudencia francesa no
ha entrado en nuestro derecho. Y lo de la prisión por deudas, es un simple recuerdo
histórico, que nuestro derecho ha conocido mucho menos que otros derechos muy
civilizados como el francés. En lo que toca al concurso de acreedores, se
comprenderá lo fatal y relativamente raro del mismo, para que no me detenga en esta
exposición de principios de fondo.
Agregaré, para terminar, que lo atingente a la forma y al monto de la
determinación de las indemnizaciones ordinarias en dinero (responsabilidad objetiva
o subjetiva, reparación integral o no), es propiamente extraño a mi tema de la técnica
de fondo del código, razón por la cual me creo excusado de su análisis.

VII - RECURSOS TÉCNICOS TRADICIONALES

A.- 97.- Entro ya en el estudio de los recursos técnicos más tradicionales. He


nombrado las definiciones, las enumeraciones o clasificaciones, las presunciones y
las ficciones.
Es fácilmente alcanzable el papel de las primeras. Una definición contiene el
principio de fondo, y más característico, de una institución, ya que no tiene por qué
diferir de las definiciones ordinarias, en cuya virtud la enunciación del género
próximo y de la diferencia especifica tipifica, y hasta “individualiza”, el consiguiente
concepto, cuyo contenido o comprehensión queda plenamente delimitado. Como
principio de fondo, pues, entraña la idea central, la noción madre de toda la
institución. De ahí que sea como el punto de partida y la meta terminal de todas las
demás disposiciones que la reglamentan, que deben como nacer de ella y que deben
concurrir a darle sustentáculo y confirmación.
No creo, contra lo que afirma nuestro codificador en su nota sobre el art. 495, que
“las definiciones son impropias de un código de leyes”. Las definiciones puramente
científicas o didácticas son las únicas que no pueden tener cabida en un cuerpo legal,
que no es un trabajo de ciencia ni un instrumento didáctico, y que, por lo mismo, no
tiene por qué andar basamentando y escalonando las ideas que contenga. Pero no se
puede tratar de tales definiciones sino de las que convienen al código, de las
definiciones legislativas, que cristalizan en una norma fundamental la esencia de una
institución, y a la cual habrán de subordinarse las demás normas parciales que
contemplen los diversos aspectos de la misma.
Así lo reconoce el codificador en esa misma nota. ”En un trabajo legislativo, dice,
sólo pueden admitirse aquellas definiciones que estrictamente contengan una regla de
conducta, o por la inmediata aplicación de sus vocablos, o por su influencia en las
disposiciones de una materia especial”. De ahí que considere aceptable la definición
“legislativa”, vale decir, la que tiene “por objeto restringir la significación del
término de que se sirva a las ideas que reúnan exactamente todas las condiciones
establecidas por la ley”.
Y tan cierto es todo ello, que no se citará el ejemplo de una sola legislación civil,
sin excluir las más adelantadas y recientes, que no contenga una serie de definiciones
legislativas.
Es que en ellas vive el principio más general y unitario de la correspondiente
situación o institución jurídica. Es que en ellas se tiene, por lo mismo, el relativo
ideal de la legislación por principios, esto es, de la legislación condensada y
simplificadora, lo que se resuelve en el otro gran ideal de la economía de esfuerzos
(en ideas, en tiempo, en espacio, en trabajo, etc.).

98.- Pero hay que observar que nuestro codificador ha distado bastante de
mantenerse en la actitud que parecía mostrar en la nota referida, al extremo de
invertirla. Ha prodigado las definiciones en el código, con la agravante de que ha
echado mano de definiciones que no tienen nada de legislativo, que son puramente
doctrinarias y totalmente inútiles. También es cierto que no ha dejado de dar
definiciones más o menos prácticas y propiamente legislativas.
He aquí la lista de las primeras: arts. 24, 30-2, 51, 63, 264 345-7-8-50-1-60-1-77,
496-8 502-14-5-9-23-4 incisos 2° y 39-7-45-53-66.7.8-74-92 inc. 2°, 606-35-43-52-
69-70-80-90-9, 718-25-56-67-9-70-9, 801-18-62-77-96-8 inc. 2°, 901-31-44-5 a 7-55,
1038-59-63, 1137 y ss.-92 inc. 1°, 1323-32-9-40-65 a 9. 1434-85-93, 1544 inc. 1°,
1648, 1819-30-69, 1986, 2051 a 3-65-70 2182-7 2227-40-55, 2324 a 8-37-8-55-6-65-
9-72-7 inc 2°, 2424 2506-7-25-6-40-67-72-90, 2661 a 3-73 2756-95, 2800-7-8 incisos
l° y 2°, 2948-70 a 6-8 inc. 2°, 3029-82 inc. 2°, 3108, 3204-39-62-3-79-80-1, 3549-91,
3607, 3714, 3811-75, 3939-47 a 9, 4006-10; ley de matrimonio, arts. 64 y 91.
Como podrá verse, o se trata de definiciones sin ninguna virtualidad práctica, y
que a lo sumo cuadrarían en un tratado científico o didáctico; o bien, lo que es más
frecuente, se trata de definiciones que el mismo codificador se ha encargado de
volver inútiles, en cuanto las ha repetido, con mucha más precisión, en las
disposiciones particulares mediante las cuales ha legislado, a continuación de
aquéllas, las instituciones respectivas.
Sólo por rara excepción se encontrará nada de parecido en las codificaciones
recientes, sobre todo en la alemana y en la suiza, ya que en el mismo código
brasileño, no obstante el intencional designio de limitarse a lo puramente legislativo,
se ha rendido bastante más de un homenaje a la sirena del teorismo. En el código
alemán, a propósito, no se hallará ninguna definición que no entrañe un propósito
prácticamente legislativo. Más aun, se ha llevado el prurito al extremo de disfrazar las
mismas definiciones legislativas en forma de artículos tan normativos y
reglamentarios como los restantes. Es esa una de las características más originales del
expresado código. Con razón ha podido Saleilles (Introduction a l'étude du droit civil
allemand, p. 110) señalarla con insistencia.

99.- Las definiciones legales de nuestro código son casi siempre directas, si bien
las indirectas no llegan a ser nada raras. Las que he anotado son las de los arts.
siguientes: 89, 90, 110-26-7-41-53, 246-67, 311-24-38-9-66-72, 468-86-99 512-28
600-9-67, 793-4, 814-32-88-97 inc 2° 916-7-8-21-2-61, 1056-66-8, 1192, inc. 2°,
1203-43-63, 1334, 1404 a 6, 1607-60-7-8 inc. 1°-82-94 inc. 2°, 1711-5-38-40-
89,1954, 2164-74, 2288, 2306-11 y ss.-36-40 inc. 4°-51-64,74, 2461-96, 2511 inc.
2°-51-71-83-97, 2618, 2746-66, 2855, 2953 inc. 2°, 3047 inc. 4°,6°, 3428 inc. 1°,
3539.
Debo advertir que existen otras definiciones más o menos escondidas. Se
contienen en el seno de una disposición, y se resuelven en definiciones incidentales
de términos empleados en aquélla. Tal pasa con las de los siguientes arts.: 319-54-5-
6-8, 1944-80, 2260-85, 2695, 2705, 2928, 3063, 3586, etc. En las mismas
definiciones antes indicadas, hay más de una que podría ser mirada a buen titulo en
análogo sentido: obsérvese, las de los arts. 499, 1203, 1404 a 6, 1607-60-8, etc.

100.- Por lo demás, es elemental que el rigorismo lógico debe imponerse en las
definiciones jurídicas como en cualesquiera otras. De ahí que no sea de recomendar
la violación del principio de que lo definido no debe entrar en la definición, cometida
en los casos de los arts. 566, 643, 916-44, 1192 inc. 2°, 2052-70, 2187, 2326, 2540,
2663, 2710-5-58, 2975, etc.
Finalmente - y sin contar otras deficiencias lógicas: omni definito et soli definito,
la claridad, etc., pues que eso lIevaría muy lejos -, ya he apuntado, a propósito de las
fórmulas por eliminación, algunos artículos en que se contienen definiciones de tal
carácter. Puede verse las de los arts. 32 y 2336, entre otras que no he procurado
buscar.

101.- En cambio, y vaya por el contraste, hay una fuerte suma de instituciones, de
situaciones y de relaciones jurídicas que carecen de cualquier definición.
Tal pasa con la incapacidad, con el derecho en expectativa, con la posesión de
estado, y con muchas otras que me limitaré a enunciar: los derechos personales, los
derechos reales, la obligación, la renuncia de derechos, los accesorios de las
obligaciones (arts. 524 inc. 3- y 575, que no hay que confundir con las cosas
accesorias), los hechos libres, las personas interpuestas, la nulidad, el fraude, la
colusión, la acción, la excepción, el juramento, la presunción, la evicción, el
saneamiento, la gestión de negocios, el despojo, la buena fe (salvo en algunas
situaciones particulares: en matrimonio, en prescripción, etc., y en los casos de los
arts. 592 inc. 2°, 1660, 2146 inc. 2°, 2568-9-90), la licitación (vide en condominio el
art. 3467) , los bienes vacantes o mostrencos, el valor locativo, el valor venal, las
vistas oblicuas, las servidumbres de tránsito y de recibir o sacar aguas, el beneficio de
inventario, la separación de patrimonios, la posesión hereditaria, la petición de
herencia, la estirpe, la rama, la acción de reducción, la mejora, la colación, los
testamentos (ológrafo, cerrado y por acto público), la preterición de herederos, la
manda, el albacea, la suspensión de la prescripción, la interrupción de la misma, etc.
Y eso que en la lista que precede, y que no pretende ser completa, no incluyo una
larga serie de conceptos ambiguos de que haré mérito más adelante, cuando haya de
contemplar la técnica elocutiva del código (n° 122-3).
Pues bien, varias de las expresiones mencionadas habrían requerido una
caracterización adecuada, una definición legal y práctica. Así ocurre con los derechos
personales y reales, con la posesión de estado, con la posesión hereditaria, etc. Es que
en tales casos se trata o de asuntos de apreciación que requieren una base positiva en
la ley (la posesión de estado, por ejemplo), o de cosas tan fundamentales (la posesión
hereditaria, los derechos personales y reales) que por lo mismo no pueden quedar
libradas a lo azaroso de los criterios individuales y del subjetivismo.
Fuera de ello, en la mayoría de los supuestos el código no se encuentra en peor
situación que en aquellos en que tiene definiciones bien explicitas. Primero, porque el
concepto respectivo ha quedado bien delimitado en el juego de las disposiciones que
le corresponden (testamentos, capacidad, hechos libres, suspensión e interrupción de
la prescripción, etc., etc.). Después, porque se trata de ideas de toda obviedad, como
acontece con las de fraude, colusión, estirpe, rama, etc., etc..
He aquí, entonces, la contraprueba de la afirmación antes hecha: las definiciones
son innecesarias en un código, pues las correspondientes relaciones de derecho deben
quedar caracterizadas en el conjunto de preceptos que las rigen y las hacen vivir. Sólo
en los casos en que se desee precisar un concepto cualquiera, puede echarse mano de
ellas, con el propósito práctico de fijar y delimitar la respectiva relación jurídica, y
mediante definiciones propiamente legislativas.

B.-102.- El recurso técnico de las divisiones (enumeraciones y clasificaciones) es


de valor secundario. De ahí que no tenga por qué consagrarle muchas palabras.
En principio, las divisiones deben limitarse en un código al desarrollo positivo de
una idea de fondo, en cuanto se trate de concretarla y precisarla, no en cuanto se trate
de derivar meras consecuencias de la idea nuclear. Esto último es muy bueno para la
ciencia y la enseñanza. Un código puede pasarse de ello, por lo mismo que no es obra
científica ni didáctica. De ahí que en el código los distintos miembros de la división o
clasificación deban trasuntar, menos que ideas filiales de la central, normas de
conducta positiva, ya que la regla de la idea fundamental bien puede no ser extensiva
a todas esas ideas lógicas y científicamente derivables, como es notorio en materia de
excepciones, que es preciso establecer mucho más de una vez con relación a
principios generales y básicos.
De ahí los peligros de las divisiones legislativas: a veces son insuficientes (como
las de los arts. 306, 515, 669-70, 724, 1168-90, 1291, 1604-65, 1892, etc.), otras
resultan inútiles (tales las de los arts. 495, 791, etc.), y otras llegan a no ofrecer la
debida homogeneidad (como las de los arts. 90, 1184., 1272, etc.). El más fuerte de
todos ellos es el primero: nada fácil es prever los varios supuestos, ni alcanzar cada
una de las ideas o consecuencias de la idea o de la regla fundamental. De ahí que,
como siempre, convenga el enunciado general, que es lo que permite la consiguiente
obtemperación a las circunstancias; a menos que se concluya, como en el caso del art.
113, con una disposición general que resuma todo lo no contemplado especialmente,
lo que hace inútil a la enumeración; o a menos que, como en el supuesto del art.
1104, se quiera cristalizar el pensamiento legislativo en dos o más miembros
excluyentes de otros, única forma en que, a mi juicio, y según dije al comienzo, debe
ser admitida la clasificación enumerativa de una ley.
C.-103.- En punto a presunciones, se tiene un recurso técnico insustituible y de
positivo valor. Hay situaciones de hecho que acusan por sí solas un estado jurídico.
Lo menos que corresponde hacer es derivar de tales situaciones la norma de derecho
que implican. Es que se impone al efecto el criterio lógico más cerrado: cabe inducir,
cabe suponer, cabe concluir de un conjunto de circunstancias que trasuntan una
voluntad y una intención, que expresan un derecho. No sólo se dicta allí una norma
jurídica, sino que también se soluciona todo un problema y se da una pauta que
entraña el gran ideal de toda legislación, cual es el de la fijeza y seguridad
reglamentarias.
Es verdad que esa como clínica jurídica puede resultar, lo mismo que la médica y
lo mismo que cualquiera otra que juzgue por indicios no siempre categóricos, más o
menos cierta o equivocada. Pero hay entonces el arbitrio de que la conclusión legal
no sea definitiva, y de que se admita en su contra la prueba directa de la verdad
opuesta. Ello a no ser que se trate de una situación en que estén comprometidos
intereses generales, que no deban, por lo mismo, quedar a la discreción de los
individuos. Es tan elemental esto que el consiguiente distingo de las presunciones de
hecho y de derecho, que respectivamente pueden ser o no contraprobadas, es de lo
más tradicional.
Nuestro código no ha hecho más que seguir tal criterio, como todos los códigos.

104.- Las presunciones de hecho son bastante numerosas, mucho más que lo que
supone la opinión corriente entre los mismos jurisconsultos. No sólo se las tiene en
todos aquellos artículos en que se emplea el término técnico “se presume”, sino en
repetidos supuestos en que no se echa mano de la expresión consagrada y típica. Esto
último acontece en formas bien variadas. Las locuciones más usuales son: “se
reputa”, “se entiende”, “se considera”, “se supone”, “se estima”, “se juzga”, etc.,
según se verá, concreta y más completamente, cuando estudie las sinonimias
elocutivas del código (n° 125).
Aquí habré de contraerme a las disposiciones que contienen el término más
técnico de la presunción. Son las de los arts. 73-5, 86, 109-10 y ss., 245-6-60-83, 558
inc. 2°-70-1, 651, 746, 878-86-7, 915-20; 69, 1146, 1336-54-72-3-4-7-98, 1506 a 8,
14 inc. 2°, 1616-28, 1716-9, 1818-71-3 inc. 1°-7-8, 1995, 2206-21-48-71, 2353-62,
2403, 2519-23-30-65, 2708-18-43-5, 2819-48, 3003, 3616, 3804-35, 4003-8-9; ley de
matrimonio, art. 56.
Las presunciones de derecho - y refiriéndome, como en las precedentes, a los
preceptos que las legislan inequívocamente - son menos. La explicación es de toda
obviedad: en principio, el código es una ley de derechos privados, subordinados a los
intereses e intenciones de los individuos. De ahí que los supuestos contratos tengan
que ser relativamente excepcionales, así en presunciones como en todo. Los artículos
que tengo apuntados son los siguientes: 76-7, 90, 240 a 44, 962 inc. 1°-9, 1224-97,
1575,
1814, 2412, 3631, 3741 inc. 2°, 4009; ley de matrimonio, art. 71.
Hago constar que en más de un supuesto la intención legislativa no resulta muy
clara acerca del carácter de las presunciones. De ahí que sea menester analizar cada
caso de conformidad con los motivos y razones del precepto legal, a objeto de
descubrir si hay de por medio intereses privados o colectivos, y si, de consiguiente, es
o no admisible la prueba en contra de la presunción legal. De ahí también la
posibilidad de criterios encontrados, ya que se trata en el fondo de asuntos de
apreciación. Así, por ejemplo, hay quien sostiene que las disposiciones de los
artículos 1224-97 y 2412, sobre todo la de este último, no contienen presunciones de
derecho, Yo me permito opinar lo contrario. Deploro no poder detenerme en la
demostración de mi punto de vista, por cuanto la incidencia llevaría lejos y me
exigiría tiempo y espacio de que no dispongo. Lo que sí admito es que la presunción
de derecho sólo debe ser aceptada en los casos más saltantes; es excepcional, y la
consiguiente interpretación debe ser restrictiva.

105.- Ahora la inversa. La fijeza y seguridad de que hice mérito en materia de


presunciones puede existir en sentido opuesto. Una situación dada puede entrañar una
conclusión legislativa y la consiguiente presunción. La misma situación de fondo
puede implicar la presunción contraria, por razón de modalidades especiales que así
lo autorizan. Es lo que pasa en los supuestos del art. 1818 antes citado: la donación
no se presume, como regla general; la donación se presume, como regla particular,
cuando se trate de cosas dadas a parientes, a pobres o a individuos a quienes se deba
beneficiar.
Por lo demás, las no presunciones resultan, como casi todo lo que es negativo
(Stuart Mill, Systeme de Logique, t. I, p. 42; Demolombe, t. XXV, n° 284),
verdaderas presunciones. La solidaridad no se presume, dice el art. 701: quiere decir
que lo que se presume es la simple mancomunación. Lo propio corresponde sostener
en materia de novación (art. 812): se presume que la obligación anterior subsiste. La
no presunción de la renuncia (art. 874), supone la presunción de la conservación del
correspondiente derecho. Y así con los demás supuestos: el del citado arto 1818 y los
de los artículos restantes, 2521-30, 2719-70, 3320-8-45-63 inc. 1°, 3448, 3538, 3696,
etc.

D.-106.- Remato el capítulo con el último de los recursos técnicos antes


mencionados: las ficciones.
Se alcanza, desde luego, la fuerte afinidad que tienen con las presunciones, sobre
todo con las de derecho. En el fondo ambas se resuelven en la fijación de una norma
de voluntad inducida: la voluntad presunta y la verdad ficta resultan dos términos que
envuelven el mismo concepto.
Con ello se levanta el cargo que se formula contra las ficciones, en cuanto, según
se dice, éstas no tienen título justificativo alguno, puesto que la ficción es una
negación de la realidad, y porque así el derecho que no se ajuste a la realidad, que
debe trasuntar y a cuyo remolque va siempre, no es derecho, no puede ser derecho ni
nada, desde que empieza por ser una mentira.
Se va un poco lejos en la observación. Precisamente, las ficciones han respondido
a ese deseo de acomodar los preceptos legales a las contingencias ambientes, por lo
menos en muchos supuestos. Tómese el ejemplo del pago con subrogación: todo pago
extingue la respectiva obligación; la subsistencia de ésta en favor del que hace el
pago por el deudor queda justificada por la ficción que conduce a mantenerla con
vida, no obstante la extinción operada en la cabeza del que ha pagado. La acción
publiciana en el derecho romano -tan fecundo en ficciones, por obra del
pretorianismo que procuraba interpretar las exigencias positivas, dándoles soluciones
para las cuales no se prestaba el derecho quiritario (cons. Ihering, Esprit du droit
romain, párrafo LXVIII) - dimanaba de lo mismo: se fingió que el reivindicante habla
prescrito instantáneamente la propiedad de la cosa, y se le admitió derecho para la
consiguiente acción. La representación hereditaria no es otra cosa que una ficción en
cuya virtud se tiende a interpretar la voluntad del causante.
Lo que me parece fundado contra las ficciones no es tanto el contenido ni la
expresión misma, como el abuso que de ellas se hace. La ficción es un expediente de
que se echa mano para justificar una solución que no encuadra en los principios
generales, o, si se prefiere, en los principios tradicionales del derecho. Ahí es donde
se tiene el abuso. Se juzga que esos principios tradicionales son el derecho, cuando
no son sino un derecho, el derecho de un momento y de un pueblo dados. El mero
hecho de que sea preciso legislar en contra de tales principios está probando que éstos
no son todo lo generales ni sólidos que corresponderla para que pudiesen responder a
la realidad de las cosas. El simple hecho de que se recurra a soluciones divergentes
con relación a los susomentados principios está demostrando que es en el principio de
dichas soluciones donde está el verdadero y buen derecho.

107.- Así, pues, llama la atención el que jurisconsultos de tanto fuste como
Demolombe (t. XXVII, n° 315), como Baudry-Lacantinerie y Barde (t. 11 de las
Obligations, n° 1518), como Giorgi (t. VII, pp. 156-7), o tan recientes como Colin y
Capitant (Cours élémentaire de droit civil, t. II, p. 91), consideren que el pago con
subrogación es una ficción (una operación híbrida, dicen Colin y Capitant), por razón
de que no encaja en el concepto de la obligación que nos han legado los romanos. Lo
peor es que todos esos autores reconocen las ventajas y la misma necesidad de la
institución subrogatoria, y le dan como asideros decisivos dichas circunstancias.
Lo menos que debieron decir es que la concepción romana del derecho obligatorio
respondía a tales y cuales caracteres, que se puede resumir en lo personal del
correspondiente vínculo, en cuya virtud el cambio de cualquiera de los sujetos de la
obligación tenía que implicar la extinción de ésta. Y lo menos que en el aspecto
positivo del asunto era de rigor expresar tenía que referirse al cambio conceptual de
la institución o relación jurídica, más o menos esbozado y progresivo, en cuyo mérito
el elemento objetivo de la prestación, no ya el subjetivo del acreedor o deudor, es el
característico y decisivo, de tal suerte que la obligación no viene a ser - como todavía
sentara Savigny, Le droit des obligations, t. I, pp. 11 y 13 y ss. -, una restricción de la
libertad del deudor, sino una limitación del matrimonio del mismo, un elemento
económico y no personal, un valor antes que una potestad. Es eso lo que en el fondo
explica la cesión de créditos, que ya habían admitido los romanos (después de las
ficciones de cedendarum actiones y de procuratio in rem suam) en favor del
cesionario, lo mismo que el pago subrogatorio, lo mismo que la modernísima cesión
de deudas, etc.
Tal es el criterio contemporáneo, según puede verse aun en los autores que quieren
ver una ficción en el pago con subrogación; Giorgi, t. I, p.3 y ss.; Colín y Capitant,
op. cit., p. 164 y ss.; y hasta los mismos. Baudry-Lacantinerie y Barde, op. cit., t. III,
n° 1758 y ss. En cuanto a la doctrina más reciente, el asunto no ofrece duda alguna;
Planiol, t. II, n° 393 y ss.; Saleilles, Théorie de l'obligation, n° 80 y ss.; Carboni,
Delia obbligazione nel diritto odierno, n° 14 y ss.; Polacco, Le obbligazioni nel diritto
civile italiano, n° 15 y ss.; Bevilaqua, Direito das obrigaçes, párrafo 2°; etc.
Pretender, pues, mirar como ficción la realidad que se va imponiendo es dar razón
completa a los que achacan al legislador criterios equivocados. Resistirse a la
innovación en derecho, es esquivar lo innovador de las cosas, del mundo y de la vida.
Atarse a las preconcepciones tradicionales, es mostrar espíritu poco científico, ya que
no es concebible una ciencia que se encastille en el pasado, que se ensimisme y se
considere como definitiva.
Son esos abusos, esos malos abusos, si se prefiere, lo que precisa desarraigar.
Mucho más cuando se procura extenderlos, según pasa en nuestro código en varios
supuestos. Tal ocurre con la retroactividad de la condición. No hay razón valedera
alguna para erigir en principio el de ese efecto. Tan cierto es que el mismo código lo
deroga en la mayoría de los supuestos: en actos conservatorios (art. 546), entre los
cuales encuadran los de administración, en materia de frutos (arts. 548-57-83), en
punto a los riesgos (pérdida, deterioros, mejoras y aumentos), según puede verse en
los arts. 548-56-78-80, y aun en lo que toca a los actos de disposición, cuando hay de
por medio terceros de buena fe (arts. 549 a 52). De manera que la retroactividad del
art. 543 viene a: quedar reducida: poco menos que a un mito: apenas si en lo que
atañe a actos de disposición podrá ser aplicable entre las partes, y si surtirá efecto en
lo que corresponde a la capacidad de las mismas, que deberá ser juzgada no con
relación al momento en que la condición se cumpla, sino con referencia al momento
en que se contrajo la obligación condicional o en que se dio nacimiento al acto
jurídico sujeto a la condición.
Pero es que ni aun en estos dos supuestos resulta menester de la ficción
retroactiva. Para lo primero bastan los principios generales de la culpa o del dolo en
punto a efectos de la obligación. Para lo segundo sobra con advertir que en el acto
jurídico sujeto a la modalidad condicional no deja de haber un acto jurídico; de donde
se infiere la necesidad de que los interventores tengan la capacidad indispensable,
como en cualquier acto jurídico. Por lo demás, y a este último respecto, así acontecía
en el mismo derecho romano, según puede comprobarse en Baudry-Lacantinerie y
Barde, Obligations, t. II, n° 830, y estará de más que advierta que en los buenos
códigos contemporáneos ese efecto retroactivo de la condición es ignorado, sin
excluir del juicio al mismo código brasileño, que es entre ellos el que más
conservador se muestra. Lo mismo digo de la doctrina: me bastará citar el artículo de
A. Leloutre, Étude sur la retroactivité de la condition, publicado en la Revue
trimestrielle de droit civil, 1907, p. 753 y ss.
Igual observación de fondo procede contra otra ficción, la del efecto declarativo
de la división de todo condominio, hereditario o no. En verdad que las disposiciones
simétricas y de escolástico logismo, como ésa, jamás podrán ser recomendadas en
buen derecho. Un condómino hipoteca o enajena su parte indivisa; se arregla después
con los condóminos para que no le toque nada en la partición, y el adquirente o
acreedor hipotecario se queda sin derecho alguno (fuera del personal contra el
condómino que con él contratara). Exagerándose un poco el principio, se llega a
consecuencias que claman contra cualquier buen sentido: el acreedor hipotecario o
adquirente puede haber notificado a los demás condóminos su situación, no obstante
lo cual la partición podría hacerse sin miramiento alguno para con él, ya que la ley no
establece distingo. No se ha legislado así en códigos recientes: arts. 648-53 del
código civil suizo; art. 633 del código civil brasileño; etc. Y la “Gesammte Hand” del
derecho germánico (cons. el estudio que le ha consagrado Josserand en el Livre du
Centenaire, t. I, p. 357 y ss.) excluye, por la personificación colectiva y única de los
consiguientes titulares, cualquier acto de disposición individual, cosa que también
ocurre en la copropiedad ordinaria, por razón de la restricción del art. 1010 del
respectivo código. En la misma Francia se ha hesitado, llegándose hasta la reacción,
en la aplicación del arto 883 del código civil, .según puede verse en el documentado
estudio que Wahl ha publicado en el citado Livre du Centenaire t. I, p. 443 y ss.
Hay otros abusos, pero no puedo detenerme en todos. De ahí que me limite a
señalar los demás casos en que es dable ver el empleo de una ficción en el código y
con relación a lo que tengo anotado. Fuera de los susodichos (retroactividad de la
condición, efecto declarativo de las particiones de condominio (herencias incluidas),
representación sucesoria en favor de los hijos de un heredero premuerto y pago con
subrogación), se la tendría (según los criterios) en la personificación jurídica, en la
retroactividad de la elección en las obligaciones de prestación indeterminada
(alternativas, de género y de cantidad), en ciertas manifestaciones de voluntad
contractual (cons. Savigny, Sistema, t. I, párrafo CXXXIII), etc., para no llegar a
casos no propiamente civiles como el de la cosa juzgada.
Observo, para terminar ya, pues me he extendido con exceso sobre el tópico: que
en cualquiera de tales supuestos la ficción es discutible, particularmente en materia de
personificación jurídica (el criterio que en tal sentido fundamentara Savigny es hoy
desechado por casi todo el mundo: cons. Michoud, Théorie de la. personne morale, t.
I, n° 6 y ss.; Hauriou, Précis de droit public, cap. XIV); que se llama ficción a una
solución excepcional, que en lo común de los casos tiende a generalizarse; que el
empleo de la ficción debe ser restringido y puramente transitorio, si llega a ser
indispensable, pues corresponde investigar qué rodajes jurídicos no se ajustan al
dinamismo de la realidad, a efecto de acomodarlos y de prescindir de toda ficción,
que entraña como quiera una antinomia entre el derecho y los hechos, entre la
fórmula y la vida.
CAPÍTULO CUARTO

EL LENGUAJE DEL CÓDIGO

l.- GENERALIDADES

108.- Será este el último capitulo del presente trabajo.


"Last but no least", podría decir al comenzarlo, no para postular que la forma el
lenguaje, el estilo, la tecnología o lo que se quiera pueda tener en derecho, ni en nada,
mayor importancia que lo íntimo del fondo o del pensamiento, sino para hacer resaltar la
importancia del asunto.
No es común que se la reconozca, particularmente entre nosotros, que somos tan
descuidados en estas cosas, al extremo de que es raro que un jurista nuestro posea no ya
un estilo literario, sino ni aun un estilo medianamente correcto. Bastaría aducir en
prueba de ello el mismo código, contra cuyo autor se han dicho tantas y graves cosas.
“No creo que él (el Dr. Vélez) sea fuerte en cuestiones gramaticales”, escribía Sarmiento
a nuestro Ministro en los Estados Unidos, en carta de noviembre 12 de l869, al
recomendarle direcciones para la edición oficial del código. De ahí que le indicase, en
carta de 13 de dicho mes y año, la adopción de todo “un sistema de puntuación,
acentuación y ortografía”. Y en carta de mayo 31 de 1871, dirigida al mismo, hacia notar
las excelencias literarias del código civil chileno, así como el “desprecio” con que son
miradas fuera del país “las negligencias de lenguaje, de que nos hemos habituado
nosotros”. En la discusión de la ley fe erratas y correcciones (de 1882, n° 1196), fueron
hasta violentas las inculpaciones formuladas contra el lenguaje del codificador: puede
verse las páginas 74 y 80 del libro Discusión de la fe de erratas (en que se contiene toda
la discusión habida en el Senado), particularmente la última, donde se llega a afirmar
que “más de mil correcciones tuvo que hacer el señor García en Nueva York, para que al
menos quedase el código escrito en castellano”. Y es notoria la virulencia de los ataques
del Dr. V. F. López, quien en uno de sus artículos, publicado en la Revista de Buenos
Aires (setiembre de 1869), estampaba, así simplemente, que el codificador “no sabía la
lengua”. Por lo demás, las numerosas correcciones efectuadas por el Dr. García al
imprimirse la primera edición oficial del código, y las no menos abundantes
observaciones formuladas por nuestros autores nacionales (sobre todo por el Dr.
Segovia, único comentarista que domina el idioma entre nosotros), están atestiguando
que del punto de vista de la forma, el código es merecedor de criticas nada obsequiosas.
También podría aducir la aludida circunstancia de que sólo uno de los cuatro
principales exegetas del código posee un estilo jurídico y está al cabo de los secretos -
nada recónditos, nada abstrusos por cierto - del idioma castellano y de sus principios de
corrección, de precisión, de soltura y aun de elegancia. Al revés, y en sentido
complementario, haría notar el arte, hasta refinado, de los autores extranjeros,
especialmente de los franceses Aubry y Rau son una maravilla de pensamiento
condensado y de estilo conciso. Demolombe es todo un artífice del lenguaje. Y Planiol
es un modelo de justeza y de ática precisión. Todos ellos, acaso sin quererlo, no han
hecho más que seguir a Ihering, el espíritu más filosófico, más científico, más artístico -
más jurídico, para decirlo en una palabra - que el mundo ha tenido. Además de lo
efectivo de sus obras, cada una de las cuales es un tesoro en los sentidos indicados, su
ley estética, su “ley de la belleza jurídica” (Esprit du droit romain, t. III, párrafo XLVI,
n° 3), me da pie decisivo para el punto de vista que sostengo. La elegantia juris, que ya
reclamara Gayo, se resuelve para el ilustre Maestro en no pocas cosas: en el carácter
natural, transparente, sencillo y claro de las construcciones jurídicas, que se contrapone
a lo poco natural o violento de otras; en lo plástico del estilo, o viceversa; en la
vivacidad de las imágenes sacadas del lenguaje; etc.
Bastante lejos estamos nosotros de ese aspecto superior del derecho. Es que los
juristas de estos países tropezamos con varias dificultades en materia de lenguaje.
Carecemos de una adecuada cultura gramatical y literaria, y nos barbarizamos luego con
el estilo incultisimo del foro, así como con lo negativo de una educación que a lo sumo
hace saber de leyes empíricamente, pues no se resuelve en pensamiento, ni, menos
todavía, se remonta a lo constructivo de los principios y de los criterios filosóficos (cons.
mi obra La cultura jurídica, n° 10 y 71, así como mis artículos La filosofía en la
educación oficial, publicado en el número de julio de 1915 de la Revista de Filosofia, y
Sobre cultura jurídica, dado a luz en el número 90 de la Revista Nosotros). Por cierto
que la forma no es en modo alguno de nuestra predilección.
Y es indudable el error que ello entraña. Las relaciones recíprocas entre el
pensamiento (jurídico o lo que fuere) y el lenguaje que deba expresarlo son tan íntimas
que no hay propiamente pensamiento sin lenguaje, así como no hay lenguaje que no
corresponda a un pensamiento. De ahí que el buen pensamiento determine, hasta sin
querérselo, un correlativo buen lenguaje, y que el lenguaje flexible y rico contribuya a la
misma formación, no tan sólo a la intensificación y expansión, del pensamiento. Fuera
de ello, y yendo a lo más externo del asunto, a la parte estética y estrictamente literaria
del lenguaje, no hay razón alguna para establecer antinomia entre lo severo del
pensamiento científico y lo sonriente de la forma elegante. Lo uno se complementa con
lo otro. Una verdad que además de serlo resulte bella, viene a ser como una doble
verdad, en cuanto interesa dos veces. Al fin y al cabo, el lenguaje de un código, que es
una expresión hondamente científica, no tiene por qué diferir del lenguaje de la ciencia
jurídica, y carece de cualquier derecho para reducirse a una expresión vulgarmente
pedestre. La misma circunstancia de que el idioma castellano no sea el idioma de la
ciencia, ni en derecho ni en nada, debiera obligarnos a ser más cautos en materia
literaria, siquiera a efecto de suplir la cantidad de las palabras y giros con la calidad bien
expresiva de las palabras y giros que nos resulten obligatorios.
Tan importante es ello, aun en lo restringido del fondo del asunto, que hay disciplinas
que deben su auge en gran parte al lenguaje propio que han adoptado. Calcúlese la
diferencia entre las matemáticas de los romanos con las de los signos arábigos. Téngase
en cuenta los prodigios de cálculo que resultan posibles con los diez signos (de cero a
nueve) de todo el “idioma” matemático. Ni se olvide lo simple, lo universal, etc., de un
lenguaje así, accesible a todo el mundo. Y no se prescinda de la ulterior generalización
de los signos algebraicos.
Lo mismo, si bien en menor grado, pasa en otras disciplinas. Sólo siete signos (dejo
de lado las llaves y el resto, para atenerme a lo capital) pueden autorizar construcciones
tan estupendas como La sinfonía heroica o El crepúsculo de los dioses. Y la química ha
sido poco menos que revolucionada, sobre todo del punto de vista técnico y didáctico, a
partir del lenguaje de sus fórmulas.
Claro está que en derecho no es posible crear, al menos hoy por hoy y por mucho
tiempo todavía, un lenguaje propio como los indicados. Un concepto jurídico cualquiera
es demasiado complejo para que pueda ser simbolizado con un signo especial: sería
imposible hacer caber en éste lo múltiple de su connotación.
Pero no se tratarla de eso. Las pretensiones serian más modestas. Bastarla con que se
tuviera una nomenclatura adecuada, por mucho que se la hiciera con palabras del
lenguaje ordinario, en la cual se contuviera el conjunto de los diversos conceptos
primarios y fundamentales, que viniesen así a constituir como el “alfabeto” jurídico a
que se refiriera Ihering en uno de los tomos de su Esprit du droit romain, si bien en
forma mucho más simple que la indicada por el Maestro de Gottingen, que veía cada
uno de los “signos” de tal alfabeto no precisamente en términos sencillos sino en frases
más o menos complejas.
No dudo acerca de la posibilidad de tal cosa. Si la zoología y la botánica tienen su
nomenclatura propia, y si por tanto están en condiciones de hacer entrar en cualquiera de
sus clases, géneros, etc., una especie nueva, no alcanzo la razón en cuya virtud no
cupiera hacer lo mismo en materia jurídica. Para entonces quedarían reservados
progresos que ahora ni podemos sospechar. Lo que hoy es dable afirmar es algo que
Stuart Mill (Systeme de Logique, t. II, p. 248 y ss.) ha expresado acerca de la
mineralogía (por comparación con las ciencias naturales antes indicadas): si el derecho
ha realizado tan escasos adelantos en el curso de veinte siglos, en buena parte es por
razón de carecer de un lenguaje apropiado, de una buena nomenclatura de sus
elementos.
Pero esto es demasiado, y debo detenerme. Quien desee comprobar mis afirmaciones
con citas de autoridad, tendrá que recurrir a los tratados correspondientes. Yo haría notar
la preocupación de ciertos filósofos, como Spencer en varios de sus Essays y en su
última obra Facts and comments, que por el hecho de serlo contemplan el asunto en lo
integral de todas sus proyecciones, acerca de la gramática y del estilo; citaría las obras
sobre el lenguaje de Renan (particularmente el cap. III de L'origine du langage, de Max
Müller, de Benot, de Regnaud y no sé cuantos otros; invocaría el apoyo de psicólogos
como Wundt (Compendio, traducción italiana, p. 242 y ss.), James (Principles, t. I, cap.
del Streem, ot thought), Höffding (Bosquejo, traducción española, p. 270 y ss.).
Ebbinghaus (Précis, p. 173 y ss.), así como no pocas obras de lógica y de filosofía,
bastándome con las de Ostwald, que no son propiamente nada de ello, Energétique et
civilisation, cap. IX, y Esquisse d'une philosophie des sciences, p. 85y ss.
Sobra con anotar, en resumen, que el lenguaje es no sólo signo de idea sino que
puede ser la idea misma, si de tal puede hablarse en esos estados mentales tan oscuros de
lo que se llama idea general o idea abstracta, en cuanto ideas así son prácticamente
imposibles sin el lenguaje, al extremo de que no ha faltado quien, en un nominalismo
decidido, llegue a sostener que no hay en tales casos idea alguna sino un simple nombre
(lo que me parece contradictorio, ya que no concibo se dé nombre a un estado mental
que no exista).
Por lo demás, las invectivas de Bergson - a que se ha plegado luego James en su
segunda manera intuicionista, particularmente en su libro Philosophie de l’experience,
cap. VI y nota de la pág. 239) – contra lo cristalizador y falseado de los conceptos, deja
intacto el valor del lenguaje en materia científica, ya que el filósofo de la “durée” alude
alllí (cons. Segond, L'intuition bergsonienne, pp. 31 y 103) a las deficiencias del
lenguaje concreto y espacial, que, según él, no puede ser trasunto de lo viviente y
complejo de la intuición.
De cualquier modo, y en lo más positivo y terreno de las cosas, jamás se podrá negar
las ventajas de un lenguaje preciso y claro, por lo menos eso, en cuya virtud sea posible
alcanzar el pensamiento legislativo. El lenguaje, lo propio que el pensamiento, entraña
un contenido de ideas. Y las ideas están sujetas, mientras el mundo y el hombre que se
lo representa o crea sean lo que han sido y son, a procesos lógicos. De ahí lo
indispensable del dominio lógico de las ideas (y la sintaxis gramatical no es otra cosa
que una lógica elemental del lenguaje), para poder determinar las funciones de los
términos y locuciones que tratan de expresarlas. Cuando, pues, una puntuación
equivocada, un vocablo ambiguo, etc., dejan indeciso el sentido de una frase legislativa,
no cabe dudar acerca de los inconvenientes que de ello resultan: dificultades
interpretativas, apreciaciones subjetivas, criterios contradictorios, la plena inseguridad
del derecho y de su regla. Un código que implica fallas semejantes, desmerece en mucho
el valor de su contenido de fondo.
Tal es el caso del nuestro. Un buen código del punto de vista de su general
concepción, que pierde mucho por efecto de sus deficiencias formales. Jamás alcanza la
concisión del código francés. Y está siempre por debajo del código chileno en materia
literaria, por mucho que con relación a ambos el nuestro sea bastante superior en
pensamiento.
Con todo, es bueno que no se exagere sus fallas tecnológicas. Por numerosas y graves
que sean, como lo son, sus títulos positivos aun en estas cosas les resultan superiores. La
expresión no es concisa ni fija, pero ordinariamente acusa pensamiento definido, por
más que en los detalles dé margen a ambigüedades incómodas. Lo que es cierto es que
no hay derecho para sostener que el código “no está escrito en castellano”, ni que su
autor “no conoce la lengua”. Estas hipérboles son buenas como criticas, son excelentes
como medios y recursos para, provocar las naturales mejoras; pero resultan afirmaciones
que no se podrían demostrar, más aún, que pueden ser desvirtuadas.

109.- Dejo ya estas generalidades, que hasta sobrarían en una obra especial como la
presente, si no hubiera que reafirmar puntos de partida no siempre reconocidos por
todos, y paso al estudio de algunas otras que, aun cuando no revistan la amplitud de la
precedente, son indispensables para jalonar el camino que conduce al análisis directo del
estilo del código.
He aquí una de toda importancia: el lenguaje del código ¿debe ser técnico o debe ser
popular? Tal es el problema que preocupa a no escasos autores. Sin llegar a los de
épocas pasadas, como Montesquieu, cuyo Integro libro XXIX del Esprit des loís discurre
sobre “la maniére de Composer les lois”, o como Bentham, que se explaya sobre lo
mismo en el cap. XXXIII de su obra Vues générales d'un carps complet de législation;
cabe citar entre los contemporáneos a Rousset, que ha consagrado al estilo de las leyes
(cuya redacción entraña “ce qu'il y a de plus important a considérer aprés leur
conception”) dos capítulos enteros (Science nouvelle des lois, t. 1, segunda parte, título
1, capítulos I y II), a Roguin, que en sus Observations sur la codification des lois civiles,
p. 133, llega a sostener que las leyes deben ser tan “completas y claras que resulten
susceptibles de ser comprendidas sin el auxilio de ideas jurídicas”, a Álvarez, que ha
rozado el asunto más de una vez en su obra Nouvelle conception des études juridiques et
de la codification du droit civil, particularmente en la parte cuarta y última de la misma,
a Gény, que en su estudio La technique législative (Livre du Centenaire, t. II, pp. 989 y
ss.), no sólo analiza directamente el tópico, sino que también lo contempla con relación
a las codificaciones más recientes de Alemania y de Suiza, etc.
Creo que el problema es más discutido que discutible, y que en el fondo hay acuerdo
entre las tendencias opuestas, que se puede centralizar en las citadas codificaciones
civiles, alemanas y suizas. En principio, todo el mundo quiere que los códigos se presten
a ser conocidos por el pueblo, a cuyo efecto es indispensable un lenguaje que huya de lo
cerrado y esotérico. Y en principio todos convenimos en que hay términos y giros
técnicos que son simplemente insustituibles, por cuanto representan con claridad y
precisión la respectiva idea, implican economía de palabras, etc. Tal pasa, por ejemplo,
con las expresiones solidaridad, resolución, prescripción, posesión de estado,
legitimación, hijo natural, derechos inherentes a la persona, obligación de dar,
reivindicación, indignidad hereditaria, legítima, heredero forzoso, etc. Es verdad que en
algunos casos dichas expresiones suelen resultar poco menos que bárbaras para los
profanos (beneficio de excusión, acción de reducción, sustitución fideicomisaria, etc.).
Pero con ello no se tendría razón bastante para fulminar el conjunto de las
denominaciones técnicas, que son, y van siéndolo cada vez más, accesibles y de sentido
bien aproximado al corriente y usual. Tan cierto es que mucho más de una expresión
técnica ha entrado en el torrente circulatorio del lenguaje ordinario: no hay persona
medianamente culta que, por profana que sea en derecho, no tenga alguna idea de la
solidaridad (cuando tanto se habla de solidaridad social, etc.), de la legitima hereditaria,
de la prescripción, del mandato, del condominio, etc., siquiera por virtud de lo frecuente
de las relaciones jurídicas que dichos términos envuelven, y por lo relativamente común
del empleo de tales locuciones en las conversaciones y lecturas de cualquier orden.
De ahí que, a mi juicio, si corresponde ser parco en el empleo de expresiones muy
técnicas (como las antes citadas y como estas otras: evicción, redhibición, acción
confesoria, etc.), y si hasta es admisible que se barra con algunas de ellas, que tienen
perfectos equivalentes más asimilables (sinalagmático, subrogación, pignorar, arras,
porción viril, heredad, consolidación, especificación, etc.) ; también cuadra que no se
limite ni proscriba el de muchas (mora, condición, cargo, caso fortuito, dolo, actos
conservatorios, insolvencia, abuso del derecho, retroventa, sucesión intestada, albacea,
etc.), que son poco menos que vulgares y que no seria fácil sustituir por otras tan
sencillas. En síntesis, el derecho, lo propio que cualquier disciplina, tiene, debe tener, su
lenguaje propio, por lo mismo que contempla fenómenos y relaciones propias, y por lo
mismo que lo hace científicamente. De ahí que el lenguaje de la ciencia no tenga por qué
ni cómo ser el lenguaje del vulgo. Y de ahí que, teniéndose siempre en cuenta la
circunstancia de que el derecho de los códigos debe infiltrarse en la conciencia popular,
para lo cual es indispensable un lenguaje accesible y llano, deba hacerse cuanto esté a la
mano para que sus expresiones y locuciones trasciendan al pueblo, lleguen a ser
asimiladas por éste, y se conviertan poco a poco en expresiones usuales, como ya
acontece con todas las últimamente citadas y con muchas otras (divorcio,
administración, ratificación, titulo, personas interpuestas, despojo, valor locativo, etc.,
etc.).
De consiguiente, el problema de lo técnico o vulgar del estilo del código no está bien
planteado en los términos generales y amplios en que se lo formula. No es cuestión de
que el código deba o no ser popular. Lo único que debe estar en tela de juicio es esto
otro: hasta qué punto y en qué forma un código puede abandonar lo técnico de las
expresiones jurídicas, para acomodarse, en tal medida y forma, a lo usual del lenguaje
ordinario. Por donde, y como se ve, el problema es menos de esencia que de cantidad, ya
que es simplemente inconcebible ningún código que prescinda totalmente, ni siquiera en
la mayoría de los supuestos, del tecnicismo elocutivo, como lo acredita el mismo código
suizo - y con mayor razón el brasileño -que es, hoy por hoy, el código con menos
pretensiones técnicas de tal jaez, y, correlativamente, el código que más ha querido
aproximarse al lenguaje sencillo de la multitud.
Nuestro código no tiene el rigorismo técnico del germánico (cons. a propósito de éste
a Saleilles, Inrtroduction a l'étude du droit civil allemand, p. 110 y ss., así como a Gény
en el estudio antes citado, cap. III, párrafo 2), pero no por eso resulta más accesible. Es
que en el código alemán ese rigorismo está templado por dos circunstancias que
mutuamente se complementan: desde luego, las fórmulas escogidas no son numerosas,
lo que facilita su aprendizaje; después, el sentido de tales fórmulas es invariable, lo que
implica que basta conocerlas una vez por todas. Nuestro código carece en principio de
fórmulas esteriotipadas, pero en eso está cabalmente el mal: sus fórmulas tienen sentidos
tan variados que resultan imprecisas, por donde se dificulta el conocimiento de ellas, que
se vuelven inaccesibles en cierta medida, no ya para el público profano, sino para los
mismos técnicos y especialistas del derecho.
Pero me detengo, pues invadiría terreno extraño. La dilucidación concreta del punto
queda reservada para más adelante, cuando discurra acerca de las ambigüedades y
sinonimias legales. Por ahora basta con apuntar en general la deficiencia.

110.- Para terminar con estas generalidades y entrar en el anunciado estudio directo
de la tecnología del código, señalaré algunas circunstancias muy externas acerca del
estilo del mismo.
Ante todo, la numeración corrida de sus artículos es una ventaja de simplificación.
Como se sabe, el proyecto sancionado por el Congreso, lo mismo que la primera edición
oficial del código, sólo numeraban de tal suerte los artículos de cada capitulo; por donde
la cita de cualquier texto exigía también la de los correspondientes títulos y capítulos,
sin contar la de las secciones, partes y libros. La cita se hacía, pues, muy compleja y
confusa. La numeración corrida, que autoriza citas expeditivas y cristalinas, entraña
evidentes ventajas de claridad y de economía de labor y tiempo. Por lo demás, tal es la
tendencia que predomina en todos los códigos modernos y contemporáneos. El mismo
Dr. Vélez opinaba en igual sentido: en su nota de remisión del primer libro del proyecto,
nos dice, en efecto, que “previendo que puede haber supresiones o adiciones en los
artículos del primer libro, cada titulo lleva una numeración particular, y así las que se
hicieren no alterarán sino la numeración en cada título y no e' toda la obra”; de donde
cabe inferir lo provisional de semejante numeración, por razón de lo provisional del
mismo proyecto.
Luego, en lo común de los casos se ha tenido el cuidado de numerar los distintos
incisos de cada artículo que contiene alguna enumeración más o menos elocutiva o
jurídicamente compleja. Son raros los artículos en los cuales no se ha seguido ese
criterio: 135, 724, 1044-5, 1119-90, 1272, 1349, 1442-3, 2909, 3383, etc. La falla es
demasiado secundaria para que merezca consideración alguna.

111.- Finalmente, el empleo del subrayado tampoco es común. Se lo tiene en pocos


artículos, particularmente en los dos primeros libros: 319-58, 498, 600, 701-45-69-80-1,
901-47, 1069-72, 1157-73, 1230-77, 1306-12-25-65 a 9-73, 1416-23-93, 1623-78, 1835,
2311-2, 3061, 3289, 3566, 3791, 4000-6. Pase el subrayado en los supuestos en que se
cita literalmente algún capítulo o titulo del código con su correspondiente epígrafe, ya
que eso es corriente. También puede tolerárselo en aquellos casos en que se emplea
locuciones latinas (in solidum, pro indiviso, ab intestato, etc.), porque también es usual;
si bien es muy discutible el derecho de un codificador para recurrir a ello en una
legislación positiva, mucho más cuando hay expresiones castellanas que pueden
sustituirlas sin el menor inconveniente (indivisiblemente, intestada, etc.). Pero los
subrayados restantes no admiten a mi juicio justificación alguna. Sin insistir sobre el
punto, pues carece de virtualidad práctica, me limito a decir que ese subrayado, que
responde al deseo de hacer resaltar un término (como ocurre en la mayoría de los citados
artículos: 319-58, 498, 780-1, 901-47, 1069-72, 1173, 1365 a 9-73, 1423-93, 1678,
2311-2, 3061), es conveniente en la doctrina, en la enseñanza y en la controversia, vale
decir, siempre que haya que convencer. Y esto no ocurre en una ley. Leges non debent
esse dísputantes sed jubentes, había ya dicho Bacon, contra las antiguas leyes romanas y
medievales que procuraban sincerarse y convencer, incorporando al texto dispositivo
una serie de razones que eran totalmente impropias, ya que con ellas o sin ellas las leyes
tenían que ser obedecidas lo mismo.

H.-TÉRMINOS

A.-112.- El anunciado estudio directo del lenguaje del código supone la admisión
previa de una premisa o postulado básico. Un código es, en tal sentido, una obra
literaria, por lo mismo que entraña un conjunto de ideas expresadas en palabras. Por eso
no tiene por qué diferir de una novela o de un tratado científico cualquiera. Y por eso
hay derecho de exigirle el lleno de todas las condiciones de fondo que se pide a una obra
literaria, vale decir, unidad, claridad, concisión, precisión, propiedad y hasta elegancia.
Pero esto último puede ser omitido, ya que no entraña virtualidad práctica alguna.
Pueden no contener arte una frase o un período cualesquiera, sin que por eso resulten de
sentido ambiguo o impreciso. Y yo deseo mantenerme en el terreno positivo del asunto.
Por igual razón no haré mayor hincapié en las deficiencias ortográficas. Dejo a otros
la fácil tarea de la consiguiente expurgación y crítica. El vocablo extranjero podrá llevar
s en vez de z y hasta g en lugar de j, sin que de allí se pueda seguir nada contra la
prístina claridad del sentido conceptual. Claro está que sería mejor una redacción
castiza. No seré yo quien lo desconozca. Lo que digo es que no hay importancia alguna
en el tópico, por virtud de que el respectivo pensamiento no pierde nada en meridiana
lucidez.
Por lo demás, esto de los errores ortográficos es una superchería. Les atribuimos una
enorme importancia que no tienen. Todo el mundo se escandaliza de ver que tal palabra
lleva s en vez de z, o que tal otra tiene una h de más, etc. Sin embargo, nadie dice nada
contra las anfibologías conceptuales, ni contra las atrocidades sintácticas, que tanto
abundan en los mismos escritores, en cuya virtud, y por efecto de un régimen ambiguo,
de una construcción claudicante, etc., no se puede determinar el sujeto o el complemento
de la frase, ni, en resumen, es dable precisar el sentido cabal de la misma.
Y es bueno hacer notar que así como en el lenguaje se requiere la condición de la
univocidad, de tal suerte que no haya más de un término para un concepto ni más de un
concepto para un término, según diré dentro de poco (n° 123); de igual manera, en
asuntos de ortografía sería menester un solo signo para cada sonido, y recíprocamente.
Cuando, pues, es posible incurrir en defectos de ortografía, es porque se trata de un
lenguaje que en estas cosas resulta equívoco y malo. Es lo que pasa, por ejemplo, con la
circunstancia de que tengamos en castellano dos o más signos con un sonido (c, s y z; o,
q y k; g y j; etc.), un solo signo con varios sonidos (o, g, etc.), y aun signos sin sonido
alguno (la h). De ahí que la falla sea más propia del idioma que de las personas.
Dentro de lo expuesto, veremos hasta qué punto se ha dado satisfacción a los cánones
de la gramática (analógica, sintáctica y ortográficamente) y de la retórica más
elementales.
Ya he dicho, y no tengo inconveniente en repetirlo, que, en esto como en todo, el
código dista de ser muy criticable en principio. Lo único cierto es que se manifiesta, en
materia de forma elocutiva, asaz inferior a lo que habría cuadrado, y que sus fallas al
respecto son más acentuadas que en cualquiera de los supuestos técnicos de fondo. Las
observaciones que van a seguir deben ser tomadas, entonces, en su carácter aislado y de
detalle, por mucho que sean numerosas y por mucho que en no pocos casos excedan de
los limites de lo incidental.
Distinguiré los términos de las frases, por más que tal reparación resulte arbitraria en
no contadas ocasiones, por cuanto no siempre es dable centralizar la deficiencia en un
vocablo, en razón de que ,el sentido del mismo depende del juego que tiene dentro de la
proposición, por donde viene a quedar subordinado al sentido de la proposición misma.
Comenzando por los términos, apuntaré algunas observaciones ortográficas (muy
sumarias, por razón de lo dicho poco más arriba) relativas a la acentuación, a las
mayúsculas y a la ortografía (hoc sensu), para luego seguir con lo más importante de los
barbarismos analógicos y del contenido anfibológico (ambiguo, sinónimo, etc.) de los
vocablos.
Hago constar, finalmente, que habré de referirme a la edición oficial de 1883. La de
1870, de Nueva York, sobre estar agotada, no contiene las correcciones de las leyes 527
y 1196. Las de 1901 y 1904 (incluidas en la colección de Códigos de la República
Argentina, y en las cuales si bien se ha mejorado en parte la ortografía del código, se ha
dejado poco menos que intacta su acentuación, y no se ha tocado para nada - no podía
ser de otra suerte - lo concerniente a los barbarismos y a las anfibologías lexicológicas),
no son tan corrientes como aquélla, acaso por ofrecer el inconveniente de estar junto con
otros códigos y leyes, lo que las hace menos manuales o accesibles. También presentan
el demérito de que tales correcciones no han sido autorizadas por nadie, y son la obra
personal de los encargados de las ediciones. En cambio, la de 1883, además de estar
repetida a la letra en la de 1889, está casi calcada sobre la de 1870, la edición primaria y
matriz del código, y la que así contiene el pensamiento legislativo en su más prístina
plenitud. Debo agregar que la edición del proyecto del codificador no es susceptible de
los mismos reparos ortográficos que cabe formular contra las ediciones de 1870 y de
1883-9; pero (fuera de que merecería muchos otros y más graves reparos) ello es así en
pequeña escala, y en principio casi absoluto con relación a la ortografía tan sólo. Por lo
demás, ese proyecto no es el código, pues si fué el sancionado no contiene la edición
oficial, ya que legalmente no hay más ediciones oficiales que las citadas de 1870 y 1883.

B.-113.- Las acentuaciones indebidas son bastante frecuentes. Los monosílabos van
comúnmente sin acento. Los que lo llevan erróneamente (con la salvedad de que en
muchos otros supuestos no lo tienen) son los siguientes: no (art. 1292), fe (arts. 1944,
2123, etc.), da (arts. 56, 382, 517, 605-43, 814-6-54, 2470, 2814, 3205-6-32, 3423,
3524, 3717, 3886-9, etc.), dan (arts. 2165, 2620, etc.), y algún otro. En los polisílabos,
hay la tendencia a acentuar los graves terminados en vocales diptongadas, así como los
graves terminados en consonante que sea n o s. De lo primero hay ejemplos variados:
perpetuo (2970, 3755), hacia. (2070•2, 2507, 3303, 3505-33, etc.), mutuo (1648, 2832,
3618), odio (1517), previo (285, 1162, 2338, 2511, 3100, ley de matrimonio art. 41),
copia. (81); serie (347¬50-1), contiguo (3110), oblicuo (2659-60), estatua (2844),
continuo (2975-57, 3017-59-78-83, 3104, 3999, etc.). He aquí muestras de lo segundo:
antes (66 inc. 1°, 70-2-4), margen (1030, y art. 32 inc. 2° de la ley de matrimonio),
origen (89•312•3-48, 2095, 2358-70, 3439-40,3547), crimen (963), orden (340-67-86-
90-1,2388, 3146-82-92-6, 3210, 3396, 3545¬92, 3640, 3834-70, 3919), examen (142-
50), gravamen (1184 inc. 1°, 1253, 3006-30-3, 3146, 3598), volumen (2642, 3088),
anticresis (2566, 3239 y ss.), caracteres (1813-59), etc. La palabra intervalo lleva acento
esdrújulo en los. arts. 24, 141, 921, 1304, 2470, 2623, 3415, 3615-67. Y el vocablo sino
está acentuado agudamente en los arts. 2, 13, 2074 y 2608.
Debo advertir varias cosas: 1° que en las citas de artículos que acabo de hacer, lo
mismo que en todas las del presente trabajo, no pretendo agotar la lista de las posibles
sino limitarme a dar lo que tengo anotado y a titulo de muestra; 2° que en no pocas
ocasiones dichos términos están acentuados (o no acentuados) correctamente; 3° que
menciono el término elemental, y que va sobrentendida la extensión a los derivados (p.
ej., de previo, previa, previos o previas, previamente, etc.) ; 4° que la acentuación aguda
de la voz sino me parece correcta, aunque otra cosa digan las gramáticas, ya que la
palabra es prosódicamente aguda, y ya que es, de regla acentuar los polisilabos agudos
terminados en vocal.

114.- Ahora la inversa. Se ha omitido el acento ortográfico en muchas oportunidades


en que correspondía. Tal acontece con los agudos terminados en consonante. Entre ellos
se encuentran los muy numerosos en sion o cion., razón por la cual omito cualquier cita.
Van unas muestras de varios: común (33 inc. 5°, 43, 397 inc. 5°, 435, 1941-5-82...,
3697,3870 inc.1°-9 inc. 1°, etc.), razón. (398 inc.. 3°, 627, etc.), según (...3642-97, 3819-
25-72-4-80 inc. 1°), interés. (258, 321-30-5, 424-43 inc. 11 °, etc), después (154,
250, 303 3720-62, 3843), recién (249….), también, (249-89,321-59..., 3883 inc.
2°,3928-53-71; 4015-31), demás (446, 713..., 3002, 3668-82-3, 3762), ningún (577...),
además (1084-90... ), etc.
También se lo ha omitido en casi todas las palabras graves cuyas dos últimas silabas
se forman con vocales no diptongadas, particularmente en los supuestos en que no háy
consonante entre dichas vocales: día (23 y ss...., 2425, 3642-7 inc. 1°-66. etc.), río
(2340, 2527-8), compañía (33 inc. 5°,90 inc. 4°, etc.), los copretéritos (tema 125,
competía-3713, etc.), los pospretéritos (podría-3713; tendría-3786, valdría-3830, etc.),
los participios como detraído (3605), instituida (3629), poseído (3641) , leído (3658),
contraído (3783-96), destituido (3632), etc., sustantivos como raíces .(424-38, 1211,
2614-29, etc.), el adverbio de cantidad más (252, 417-38 inc..4°, 42, 50 inc. 1°..., 1279,
1344 inc. 6|-53, 2340 inc. 4°-59, 3680, 3789), el adverbio sólo (condensación de
solamente: 90 inc.. 4°, 131-7-50-1, 265,83, 314..., 3185-3206-13-65, 3309-17-56. 3476,
3501-9-11-36 inc. 2°-60-78-91-1, 3600-13-33-8-56-7, 3716-8-22-4-53-4-60-2-77-82-6-
93, 3815-54-62-78-83 inc. 2°4-94, 3971, 4000-46-44-6), etc.
No tengo por qué repetir que hay supuestos bien plurales en que se adopta la
acentuación (o no acentuación.) que procede. Tal pasa, p. ej., con las voces compañía,
raíces, etc..

115.-La misma diversidad de criterios existe en materia de mayúsculas iniciales. Se


las adopta en no pocos casos en que no corresponde, y se deja de adoptarlas en otros en
que cuadrarían, con la agravante de que aun con relación a palabras en que se las ha
empleado, se deja de usarlas en mucho más de una ocasión.
Sin hacer comentario alguno, ya que esto es demasiado elemental, me reduciré a citar
las palabras con mayúsculas y sin ellas.
La llevan las siguientes: república (1, 6, 7, 8, 10-4 inc. 1°-80-4, 107-10-2-38, 284,
312-3-5-98 inc 4°,401-2-9-10-31-83, 617, 1205-7 a 11-5-620, 1679-80; 2026 inc. 4°,
2340-2, 3129, 3411-70, 3588, 3634 a 8-72-9-81-5, 3825, y arts. 3,7, 82, 104 y 6 de la ley
de matrimonio), capital de la república (2, 2014, 3637), capital de la provincia (2),
código (6, 13, 14 incisos 2° y 4°, 22, 31-3-5, 52-8, 62-8-9, 131-8 a 40-51, 274, 312-58-
62-5-85, 409-98, 791 inc. 5°, 896, 901-47-9-74, 1037-43-66-9-72; 1138-9,1220, 1311-3,
1493, 1502-78, 1623-4-49 inc. 3|-, 1788, 1830-90, 2186, 2311-41-3-55-75-8, 2502-5,
2630-97, 2796, 2853-51, 2948, etc., así como los arts. 9; 20, 54-9, 60-4-8, 73 y 113-4 de
la ley de matrimonio), estado (14 inc. 1°, 33 incisos 1º y 5º, 823 incisos 1º y 3º, 912,
1206-7-9-11-5, 1361 inc 5º, 2339-40-1-2-4-7, 2415, 2572-5, 2645-6, 2750, 2839-56,
3470, 3589, 3636-88, 3825, 2415, 2572-5, 2645-6, 2750; 2839-56, 3470, 3589, 3636-88,
3852, 4048), calendario gregoriano (23), gobierno (28, 45-8 inc. 1-9, 90 inc. 3º..., 3636),
iglesia (33 inc. 4º, 2345), provincias (34, 1190. 1361 inc. 7º), estados (34, 2339-40-1-2-
4-7, 2415, 2839, 3589), cuerpo legislativo (50), ministerio de menorea (59, 66 inc. 3º,
144 inc. 4º-7-50, 272, 381, 414-59-70-93-4, 841 inc. 6º, 1164, 3173), gobierno nacional
(80), gobiernos de provincia (80), juez (87, 2211, 2417-83 ... , y arts. 42 inc. 5º, 65-7 inc.
5º de la ley de matrimonio), ministerio de la guerra (105, 3677), ministerio fiscal (113),
cónsul (113-44 inc. 4º, 284, 3636-7), defensor de menores (134, 1293), ejército (398 inc.
15º), marina (mismo art. e inciso), provincia (432, 2002-14, 2645-6, 3134, 3694), título
(833-76, 1107-12, 1230-62-76-7, 1306-12-25, 1416-35 a 8-92, 1700-88, 1870, 2054-89,
2165-85, 2252 a 4, 2399, 2418, 2816-34-5, 3115, 3222, 8530-65-6-7-92-8, 3731-44-5,
3825-89, 4006), ministerio público (841 inc. 1º, 1047-8 [en estos dos artículos, público
va con p minúscula], y arts. 21 inc. 4º y 34 de la ley de matrimonio, municipalidades
(841 inc. 1º, 2839, 3879-80, 3901), código de comercio (979 inc. 3º, 1456, 1624, 1777,
1940, 2388), tesoro público (979 inc. 6º), código de procedimientos (1190, 1952, 3987),
capítulo (1306-12, 2232-52 a 4, 2399, 3507-30), libro (1311, 1788, 1830, 2418, 2835),
ministro de gobierno (1361 inc. 7º ), ministros secretarios de los gobiernos de provincia
(1361 inc. 7º), ministros de estado (1443), gobernadores de provincias (1443), nación
(1443, 2339, 3638), poder legislativo (2094), poder ejecutivo (mismo articulo),
tribunales (3962, y art. 34 de la ley de matrimonio), registro civil (arts. 36-7-40 y 114 de
dicha ley), juez letrado de lo civil (arts. 41-5-6-8 de la misma ley, en la cual además se
emplea la mayúscula en los arts. 50 para código penal, 100 y 106 para registro de estado
civil, 105 para registro, 108 para registro civil, etc.;), constitución nacional (2339),
municipalidad (2575, 2645-6, 3655), municipio (2575, 3655), fiscal (3540), gobierno
provincial (3544), fisco (3588-9, 3978-80, 3901), legación (3636-7), consulado (mismos
arts.) , ministro plenipotenciario (3636), encargado de negocios (mismo art.) , jefe de
legación y ministro de relaciones exteriores (3637), juez de paz (3655), estado mayor
(3677), ministro (mismo art.), departamento (mismo art.), ministro de marina y
ministerio de marina (3681), estado general y estado provincial (3951), etc.
Claro está que en varios de los casos que anteceden, el empleo de las mayúsculas es
correcto. Si los he citado es para que se pueda establecer en muchas ocasiones la aludida
diversidad de criterio, con relación a aquéllos en que se ha usado de minúsculas.
Son los siguientes: título, sección y libro, 2024; libro, 2817; jueces, 15, 29, 309-29-
92-7-9; municipios, 34; municipalidades, 80; parroquias, 80; juez, 115 y ss.-35-48, 282-
4-97, 325-75-82-8-91-9 y ss., 417-22 y ss.-59-61-71, 618-23-60, 766, 838-41 incisos 4º
y 5º, 979 inc. 4º, 1007-7-42-7-8, 2846 y ss., 3285, 3411, 3540, 3637-43-91-2-5, 3964, y
los arts. 11, 19 inc. 2º, 50, 69, 76-9, 105 de la ley de matrimonio; registros públicos, 80,
979, inc. 10º; registro de hipotecas, 3135 y ss.; registros consulares, 82; registros
parroquiales, 317, 979 inc. 10º; registros, 84, 107, 998 y ss.; leyes de procedimientos,
979 inc. 4º, 2754; gobierno, 979 inc. 5º; defensor de menores, 491-2; hacienda nacional
o provincial, 2013 inc. 9º-29; tribunales, arts. 32 y 60 de la ley de matrimonio, en la cual
además se tiene con minúscula registro civil en los arts. 14 y 17, y juez letrado en el art.
31; administración (pública), 2619; provincia, 3411; juez de paz, 3690; oficial
municipal, 3690; capital (de la Nación), 3677; agente diplomático, 3681; cónsul, 3681-5;
etcétera.
116.-La ortografía de los vocablos no ofrece, tampoco, ninguna importancia capital.
Sobre que es comúnmente correcta, resulta sistemática, aun en sus desviaciones, por
donde se nota lo intencional de la misma. Cabe reducirla a tres principios: al trastrueque
de la g por la j, y viceversa; a la sustitución de la x por la s; y a la supresión de la n en
los términos en cuya composición entra la partícula trans.
Lo primero no es frecuente: protejer, 58; dirijir, 968; rejir, 1120, 3842; ajente, 1516;
engenar, 121, 297, 410-38 inc. 3º-9, 749; lejamo, 125, 1275 inc. 1º, 1805, 2953 inc. 2º;
sugetar 135 inc. 6º; extrangero, 284, 3129, 3588, 3634; exijible, 3434; orijcn, 2565.
Es preciso hacer notar que en la mayoría de esos supuestos, se trata de errores
incidentales, pues ordinariamente las mismas palabras van bien escritas. Las
excepciones más saltantes son las que se refieren al vocablo enagenar, (o enajenar, para
emplearlo correctamente), y al término extranjero
De paso quiero apuntar una circunstancia que no constituye propiamente un error
entre nosotros: el empleo del verbo en plural en las oraciones impersonales, de las cuales
se puede tomar como tipo la del art. 141 (“se declaran dementes los individuos de uno y
otro sexo...”). A mí me parece mala esa pluralización, en cuya virtud se hace concordar
el verbo con el complemento, en vez de hacérselo concordar con el sujeto, según es de
regla elemental. El sujeto es el pronombre indefinido se, y no otra cosa. Y tal sujeto
abstracto corresponde a una entidad que es dable mirar como singular: en el caso del art.
141 es la ley; en estos otros “se dice muchas cosas de Fulano”, “se requiere elementos
de acción”, “se publicó las leyes sociales”, etc. serían, respectivamente, la gente o el
público, el partido o el país (o lo que fuere), el editor (o el gobierno), etc. Convengo en
que, dado lo acentuado de la tendencia contraria, se resista la como innovación, sobre
todo en casos como el último de los tres citados. Bien sé que la lógica no tiene la palabra
decisiva en asuntos de lenguaje (como no la tiene en nada que sea expresión de hechos
humanos, tal el derecho, por ejemplo), si por lógica ha de entenderse la cristalizada de
los manuales escolares. También estoy al cabo de la circunstancia correlativa: las
construcciones y regímenes gramaticales son materia de uso y no de reglas. Con todo, a
mí me resulta violento eso de “se declaran dementes”, “se promulgan las leyes”, “se
admiten depósitos”, “se temían desgracias”, etc., como si las leyes se publicasen a si
mismas, como si los dementes fuesen quienes se declaran tales a si propios, etc. Por lo
demás, hago constar que Benot, Arquitectura de las lenguas, t. II, lecciones XII y XIII,
no está siempre de acuerdo con el punto de vista que sostengo; en cambio, Bello,
Gramática castellana, pp. 237 y 243, no está lejos de admitirlo. En el fondo, y para
terminar con este pequeño tiquis miquis, yo diría que el se de tales oraciones equivale a
uno - el on francés -, y que si como las frases que empiezan por uno deben ser
concordadas singularmente, lo mismo corresponde hacer con las que comienzan con se:
“uno admite depósitos”, “uno teme desgracias”, etc.
La sustitución dé la s por la ¿ ocurre en los vocablos (salvo excepciones) en que entra
la partícula ex; esceptuar, espresar, estender, escavar, escluir, espropiar, esceder,
estinguir, esplicar, esponer, esplotar, estraer, esterior, estema, estraordinario,
estrajudicial, estranjero, estraño, escusar, espensas, espediente, espirar, espedir, estremo,
sesto, protesto, esplícito, escitar, estraviar, estrinseco, espedito, escutir, escoger, etc.
Hago gracia de dos cosas; de las citas legales, que serian poco menos que inacabables, y
de los derivados de la casi totalidad de esos términos (p. e., de espresar, espreso,
espresamente, espresada, etc.; de estinguir, estinción y el resto; de esceptuar, escepción,
esceptuado, etc.).
Y la omisión de la n en las palabras compuestas con el prefijo trans, figura en los
siguientes casos: trasmitir, trasportar, trasferir, trasgredir, traspasar, trasformar,
trascribir, trascurrir, etc., así como en sus respectivos derivados, que omitiré, como
omitiré las citas de los correspondientes artículos, que también serian muy numerosas,
pues no es nada común la excepción en tales casos.

C.-117.- Es eso todo cuanto debe decirse en materia estrictamente ortográfica de los
términos. Paso ya a lo más importante de los barbarismos lexicológicos y, sobre todo, de
las anfibologías lingüísticas.
Sin la pretensión de formular una clasificación metódica y acabada de tales
barbarismos, y limitándome a mis apuntes, los distinguiré como sigue: 1º pequeños
barbarismos ortográficos que omití anteriormente; 2º varios pleonasmos; 3º la muletilla
del verbo formar; 4º la análoga muletilla del verbo hacer; 5º el mal empleo del verbo ser;
6º el mal empleo de preposiciones, omitidas, trocadas o superfluas; 7º la locución
prepositiva, respecto a, o respecto de; 8º el empleo de una palabra por otra; 9º varios
francesismos; 10º cambio o mal uso de conjunciones; 11º cambio o mal uso de
adverbios; 12º trueques en tiempos de verbos.

118.-Estudiaré juntamente los primeros puntos, pues no son de grave importancia.


He aquí los pequeños barbarismos ortográficos: antidatar (1961), por antedatar;
hayan habido (2109), por haya habido; múltiple (669), por múltiplo (se trata del
sustantivo, no del adjetivo), etc.
Los pleonasmos puramente gramaticales, entre los cuales no caben las
superfetaciones de que he hablado antes (nº 63 y ss.), ni las sinonimias de que haré
mérito dentro de poco, no son cosa grave: pagar... pagar, 1619; se convinieren, 1634
(sobra el reflexivo o reciproco prenominal) ; sí se obligaron, 1716; actos que el
mandante le ha encargado hacer (el último verbo o infinitivo está de más), 1884; se
llaman cosas en este código (superabundan las tres últimas palabras), 2311; el que ha
adquirido una cosa que el propietario la hubiera difícilmente recuperado (sobra el
pronombre la), 2422; la acción de despojo dura sólo un año (sobra el adverbio), 2493; lo
mismo hay que decir del adverbio solamente en el caso del art. 2662; y …, y, 2851, etc.
La muletilla del verbo formar es tan abusiva como inestética: formar escrituras, 990,
1020; formar pretensiones, 2091; formar demanda, 3325-83, 3456; formar oposición,
3401; formar testamento, 3648-98; etc. Basta, con decir, respectivamente, demandar,
oponerse, testar, etc., para que el sentido quede cabal. Si la construcción de la frase
exige el empleo del sustantivo precedido del verbo, entonces hay expresiones mucho
más castizas: entablar demanda, formular escrituras, deducir pretensiones u oposiciones,
etc.
La muletilla del verbo hacer se la tiene en muchas expresiones: hacer cosa juzgada,
151; hacer transacción., 135 inc. 7º, 443 inc. 5º, 838 y ss., etc.; hacer novación, remisión,
renuncia, oposición, particiones, contratos, ganancias, remate, prueba, concurso, injuria,
adquisición, ejecución, etc. (arts. 42, 255, 448-50 incisos 3º y 6º, 707-54, 805 y ss. 17-68
y ss. 80 y ss., 1086, 1294, 2792, 3350 inc. 3º, 3843 inc. 3º, etc.). Lo más grave es aquello
de hacer actos: 81-922, 1108, 1473, 1515, 3323-59, etc. Pase en expresiones más o
menos consagradas: hacer pagos (448, 726 y ss., etc.), hacer testamento, etc.; pero en las
anteriores es de toda inelegancia, particularmente si se tiene en cuenta que es más fácil
el empleo del término novar, renunciar, oponerse, etc.
El verbo ser, ordinariamente bien empleado, suele ser confundido con los verbos
estar o quedar: ser libre, 454; ser sin efecto, 1465; ser comprendido, 1112; ser exento,
1117; la prescripción es suspendida, 3970; etc.

119.-He aquí lo relativo a preposiciones.


Proposiciones omitidas: con la excepción que (395), con la calidad que (1599 inc. 1º),
con la condición que (300), en todas las cuales falta la preposición de antes del que final;
en el caso que (330, 823 inc. 3º 60-91, 92070, 1234, 1844, 2108, 2363, 2728-31-5, 3156,
3340-77, y art. 40 inc. 4º de la ley de matrimonio), donde falta la preposición en antes
del que final; consentir algo (763, 3193), (como si el verbo fuese activo y tuviese
régimen directo; al tiempo que (757 inc. 2º, 2301) ; dar fe que, 1002; exceder a algo,
414, 2715, 2884, 3250, 3355 (como si el verbo fuese activo) ; ventajas que gozaban,
2620; dispensar a alguien una obligación, 2850; con la modificación que, 2969; por la
circunstancia que, 3126; sin necesidad que, 3185; gozar la facultad, 3419; el día que, 25,
802, 3934-60; por el hecho que, 3949; etc. Preposiciones superfluas: presidir a obras,
3860. Preposiciones trocadas: a (por en) proporción, 1728; a pretexto, 1576; ser a
povecho, 1699; por (en lugar de en) garantía, 1995; ser responsable a la evicción, 2138;
en proporción de (por a), 661..., 2141-9, 2582, 2685-90, 2704-7, 2865-97-8, 3485, 3501;
constar de (por en), 106, 885, 1211-29, 1454, 2753; constar por, 3217; al (por en el)
momento, 338,757 inc. 2º, 1587; a falta (por en falta), 57 incisos l º y 3º, 108, 263, 369,
1427, 1632-5, 3567-9-88; conforme a, 131, 265 .., 3466 (hago constar, a propósito, que
sé lo corriente de la expresión; pero la circunstancia, para mi decisiva, de la preposición
inicial de la palabra conforme, que exige una correlativa y semejante, prueba lo
irracional del abuso) ; en conformidad a, 979 inc. 8º-99, 1000, 2345-6-55, 3397, y art. 82
de la ley de matrimonio; derecho a (por de), 608-33, 736-98, 1057-60-89, 1430-1, 1702,
y arts. 22 y 51 de la citada ley; en consideración de (por a), 793; someter en árbitros,
3388 inc. 5º-90; acreedor a la herencia, 3544; responder (la fianza) del valor de 1os
bienes (por al valor), 2855; por (en vez de para), 3522; bajo de (por bajo), 3857; deuda
exigible a (por de o contra). 3164; al tiempo (por en el), 973, 1027, 3602-25, y arts. 85
inc 2º de la ley de matrimonio; a favor (por en)..., 3560, 3664; restricción a un derecho,
3824 (otra corruptela, bastante generalizada: restringir, verbo, pide a; restricción,
sustantivo, exige de; lo mismo pasa en muchos otros supuestos parecidos, tales como
dirigir y dirección, enseñar y enseñanza, intervenir e intervención, etc.; acaso porque en
la construcción corriente se sobrentiende en la locución la restricción a este derecho es
nula, como se dice en dicho art., la palabra hecha entre el sustantivo y la preposición) ;
deudor a una sucesión, 3975; etc.
Quiero considerar aparte la locución prepositiva respecto a o a respecto de. El código
emplea las dos. La primera forma se la tiene en los siguientes artículos: 4, 10, 154, 327,
452-6-7 inc. 3°, 603-76-8, 812-33-64-81, 927-48-50¬80, 1120, 1214-20-38, 1306-31,
1589, 1624-98, 1794, 1809-29-42-7-97, 1923-52, 2044-56, 2115-25-8-31-58, 2415-
2590, 2688. 2799, 2966-94, 3008-88, 3136-68, 3265, 3318-43-5, 3401-27-30-40-61-98,
3511, 3610-81, 3772, 3842, 3940-71-5-95, 4015, y art. 88 de la ley de matrimonio. La
segunda forma no es menos abundantemente empleada: 8, 36, 41, 55, 105, 402-7, 505-
49-50-1-63, 684-96-7, 700-5-6-14-6-69, 800 inc. 3º-3-35, 973-9,95, 1018-24-5-79,
1117-9, 1546, 1746,1845-7, 2019, 2206-33-4, 2368, 2495, 2561, 2676, 2738-44-50,
2883, 2947, 3135-69-96, 3261, 3361, 3498, 3535-91, 3713, 3852-74, 3976-93.
Creo yo que la más correcta de las dos es la segunda, si bien reconozco que hay
excelentes escritores, nada singulares, que echan mano de la primera. Sólo exceptúo los
supuestos en que la locución vaya precedida de la partícula con (con respecto a), como
acontece en la expresión con relación a. De todos modos, es un asunto de arbitrio y de
uso, y que no tiene por qué preocupar mayormente.

120.- El empleo de una palabra por otra no es nada raro. Garantizar (por garantir),
928, 1177, 2167, 4023; privar (por impedir), 1696, 2294; cada (por cualquiera), 2032;
éste (por aquél), 2039; mancomunación (por solidaridad), 39; demandar (por pedir,
reclamar, exigir), 1180, 556, 699, 711, 961, 1057-82, 1186, 1829-75 incisos 1º y 3º,
1430, 1579, 1618, 1882-50-2-64, 2087, 2306-10, 2468, 2927-88, 3058, 3159-61-4-88,
8233, 3304 y ss.140 y ss.-50-1-67, 3433 a 6-8- 48-4-6-7-58-64-83, 3535, 3780, y arts.
84-5 de la ley de matrimonio (otra corruptela bastante generalizada, cosa que
reconozco); “no puede haber cesión a los administradores...”, dice el art. 1442 (“no se
puede hacer cesión”, debiera decirse en todo caso, aunque la locución correcta sería ésta
“no se puede ceder...”); un bien que “se halle en ser en la masa social”, dice el art. 1702,
por “un bien que se halle en especie”; cometer una culpa (incurrir en culpa, cometer un
hecho culpable) , 1927; transar (por transigir, empleado otras veces), 83-9, 1882, 3324,
8388 inc. 5º; provisorio (por provisional), 118 y ss., 147 a 9, 250-1, 375, etc.; en cuyo
caso (caso en el cual), 816, 676, 794, 992, 1101, 2923, y art. 93 de la ley de matrimonio;
temporal (por temporario: también es correcto lo primero, pero no tanto como lo
segundo, que evita la ambigüedad de otras acepciones de temporal, como la que tiene en
poder temporal), 867, 2943, 3980; cualquiera (por ninguno) , 8368; sometido a soportar
(obligado a soportar) , 8387; y (por ni), 8890; sobre que (sobre el cual), 2727; acordare
(ponerse de acuerdo, acordar, convenir), 8465 inc. 3º; bienes afectos a un privilegio (por
afectados), 8904; gozar de preferencia (ser preferido), 8904; oficio (francesismo que se
quiere hacer valer por oficina), 3129-34-7-8-43; etc.
Incluyo en este punto, por lo análogo del contenido de fondo, lo relativo a galicismos.
Verdad que no son muy comunes, sin que por eso resulten raros. Ya se ha visto
algunos: demandar, oficio, etc. He aquí los que tengo anotados: tener lugar (prodigado
despiadadamente en muchas ocasiones, y sin necesidad alguna, ya que se lo puede
sustituir por verificarse, acontecer, etc.), 78, 103-31-50-4-7, 326-89-95, 696, 757-67-8-
9,818-20-75-955,1065,1126-34,1317,1532,1623-8, 1862-9, 2010-52, 2111-67, 3219-21,
3460, 3520-5-6-51-8-9-73, 3819-4-20, 3953, y art. 42 inc. 1º de la ley de matrimonio;
venir en conocimiento, 3133; secuestro (por depósito judicial, a veces por embargo),
2786, 2856, 3230 (advierto que la palabra es académicamente castiza, lo mismo que
provisorio y alguna otra que examino; pero hago constar que no es de uso entre nosotros,
donde carece de todo sentido; tener lugar de (hacer las veces de, equivaler a), 2977; ser
admitido a probar (se le admite probar), 3837 ; ser admitido a excepcionar, 3166; etc.

121.- En la lista que antecede no van las preposiciones trocadas, que ya he


mencionado más arriba. Tampoco van otros tres órdenes de cambios especiales de
adverbios, conjunciones y tiempos verbales, de que paso a ocuparme en seguida.
Las conjunciones trocadas son pocas: ya cité el cambio de y por ni, 3390; porque (por
que, por el cual), 1960, 3662 (bien visto, no se trata en el caso de conjunción alguna,
pues el porque del código lo es sólo en apariencia, y la locución que le corresponde no
es conjuntiva, según enseña Bello, Gramática castellana, p. 363, que la mira como
adverbio relativo); no, por si no, 115, 622 inc. 3º- 34-89 incisos 2º y 3º, 723-31 inc. 1º-
51, 953-92, 1085-8, 1107, 1271, 1398, 1537, etc. Observo, a propósito de esta partícula,
que en las gramáticas corrientes ella figura como conjunción: Gramática de la Academia
(p. 207), lo propio que en Salvá (p. 97), en Díaz Rubio (t. I, p. 453), en Avendaño (p.
193), en Salleras (p. 105) y en el mismo Bello (p. 366). Para mi tiene un significado
adverbial cuantitativamente limitativo muy acentuado, como resulta de la circunstancia
de que suprimido el no correlativo, la frase en que entre puede ser construida con el
adverbio solamente (o sólo): no estudia sinó matemáticas, no va sinó en coche, etc.,
pueden ser sustituidas por sólo estudia matemáticas, sólo va en coche, etc. De cualquier
manera, sinó es una cosa, y si no otra bien distinta: la primera forma indica una
excepción, limitación o contraposición; la segunda entraña, desde luego, dos cosas y no
una sola, y además supone una negación subordinada a una condición.
Tampoco son frecuentes los trueques adverbiales: como (por así como), 291 inc. 4º;
tanto... tanto, 1624 (por tanta... como o cuanto); etc.
Los tiempos equivocados de verbos son muy numerosos. Y eso que la comisión que
designara el P. E. en 1871 para cotejar la edición de Nueva York con el proyecto
sancionado por el Congreso, se explayó abundantemente sobre correcciones en esta
materia. Comúnmente estriba el asunto en trabucar el pretérito de subjuntivo común
(fuese, hubiese, ordenara, etc.), con el tiempo simple del subjuntivo hipotético (fuere,
hubiere, ordenare, etc.), y viceversa; en establecer correlaciones de tiempos asaz
inarmónicas (pretéritos con presentes, y al revés); etc. La verdad que el distingo no es
siempre claro, y es concebible alguna tolerancia al respecto, particularmente entre
nosotros. En el código, la confusión es tan natural, diré así, que no es nada raro que las
dos formas estén empleadas en el mismo artículo. He aquí las disposiciones, entre
muchas otras, que tengo anotadas sobre el punto: 43-4, 116, 397, 427-8-9-45, 513-88-9-
98-9, 648, 757-60-84, 856- 67, 904, 1006-11,1177..., 1794, 1924-35-9-67-81,2111-2-8-
32-3-5-6-8, 2301, 2499, 2539, 2696. 2902, 3042-3, 3360, 3908-17, etc., y los arts. 79,
80-5 incisos 1º y 2º, 90 de la ley de matrimonio.

D.-122.- Las anfibologías lexicológicas de nuestro código se resuelven en dos


órdenes: en las ambigüedades y en las sinonimias.
Comienzo con las primeras, que son las menos frecuentes, lo que no quiere decir que
sean contadas ni sin importancia.
La palabra ley o leyes se refiere a veces a cualquier ley privada (civil, comercial, etc.)
y aun a las leyes administrativas, lo mismo que al código: 1, 4 a 22-8-9,138-9, 240-4-5-
64, 313-5-77-82,493, 909-11-2 y ss.-23-47 y ss., 1098, 1205 y ss., 1449, 1998, 2502,
2816,8, 3262, 3875-6, 3948, 4017-44 a 51, y arts. 2 a 8 de la ley de matrimonio. En el
art. 1098 es evidente la equivalencia de su concepto con el de código. ¿Qué se entiende
por leyes especiales (art. 974)?
Análogas ambigüedades se tiene a propósito de derechos adquiridos (3, 5), derechos
(30), derecho (100, 515 inc. 1º), derecho civil (22) Y principios generales del derecho
(16).
El vocablo parientes tiene acepción precisa en los arts. 3457 y 3791, más no en los
arts. 66 inc. 1º, 272, 470, etc. La significación de familia es cabal en el art. 2953, no en
el art. 365. ¿Quién es hijo de familia (373)?
Yo no sé qué se entiende por remate público (297,441-2-50 inc. 1º, 3196, 3224,
3393), a menos que se lo derive por comparación con los supuestos en que se habla de
subasta pública, de venta forzada, de remate judicial, etc., a cuyo respecto citaré las
disposiciones legales cuando discurra acerca de las sinonimias.
Las acciones en la filiación legítima (de legitimidad, de denegación de paternidad y
de contestación de estado), ofrecen no pocas ambigüedades en los arts. 246-7-9-53-4-
6¬8-9-60-2-3, o 250-1-2-5-8, o 257-8-61, que parecen referirse a ellas en el orden
expuesto.
La trabucación del género por la especie en materia de cosa puede vérsela en los arts.
496, 641-7-8,740, 1173, 1327, 1447, 2330-9.
El vocablo actos significa más de una cosa: hecho, acta (o título, con lo cual se
incurre en un evidente galicismo), y en pocas ocasiones momento. En los artículos 81,
980-2 a 8-91-2, 1016 y ss., 1467, 2993, 3319, 3627-9-32-48, tiene la acepción de acta,
titulo, instrumento, etc. En los artículos 6, 8, 29, 61-2, 374-7, 448-88-93-4-9, 832-98,
918-9-21 y ss.-94-5-9, 1001-14, 1184 inc. 10º, 1285-6, 1302-3, 1691-3-8-9, 3003, 3145,
3202, 3320-3, 3535, 3667, 4032 inc. 4º, así como en los artículos 56-8 y 63 de la ley de
matrimonio, entraña otras acepciones.
También es ambigua la palabra administración: 460-5-72-88, 1282, 1510, 1676-81-
2-4-6 a 94-6 a 8, 1700-15-6-20 y ss,-8-59-53, 1880-94, 3382 a 6. Lo mismo digo de la
voz libre administración: 320, 448, 731 inc. 1º, 3333-88.
Ignoro en absoluto qué puede significar legalmente el concepto de fatuos (art. 2392).
Tampoco puedo precisar el sentido de estas palabras: derechos inherentes a la persona
(498, 1195-6, 1445), miembros (de una sociedad: 2360), nulidad absoluta (1047, y art.
84 de la ley de matrimonio), nulidad relativa. (1047-58), incapacidad absoluta (54,
1041,1160), incapacidad relativa (55,1042-3, 1160), simple posesión (1095), etc.
No creo que haya nada más ambiguo que el concepto de causa de las obligaciones:
499 a 502, 722-92 a 5, 802-2-8, 926, 1266-7, 1821, 1993..., 3832-41, etc.: tan pronto es
la fuente de las obligaciones, como el motivo final del contrato, como la razón jurídica
de la obligación contractual, etc.
Yo ignoro en qué consiste cabalmente la ratificación (407, 733, 1161-2, 1330, 1717,
1930-1-2-5 a 7, 2301-2-4-5-98..., 3118, etc., y art. 62 de la ley de matrimonio), ni en qué
difiere exactamente de la confirmación en más de un caso, como el del art. 3118.
Lo mismo digo de la elección en materia de obligaciones con prestación
relativamente indeterminada (601-35-7-41, 766-74-90 inc. 4º, 820..., 2389,3756-7), con
relación a sí misma y con relación a la opción de que hablan, entre otros, los arts. 640 y
672.
Hay muchos otros conceptos ambiguos. Como no deseo alargar desmesuradamente la
lista, me limitaré a dos últimos.
La condición, desde luego, puede significar en el código condición (hoc sensu),
cargo, requisito y calidad, según cabe ver en los arts. 8, 527-33, 987, 1001-12, 1372,
1849-51..., 3598, 3609, 3729, 3882 inc. 2º-6, etc.
El título entraña la acepción de fuente jurídica (un testamento, una compraventa, una
dación, etc., son títulos de adquisición del dominio), la calidad o forma de la adquisición
(a titulo gratuito u oneroso), el documento o instrumento que acredita el derecho, etc. A
esto último se refieren los arts. 635-76-89 inc. 1º-91,2,9, 731 inc. 6º-57 inc. 6º-85-91 inc.
3º-8, 827-58, 1434-55 a 8-67, 1815. 1911, 2390, 2721-51-87 a 92, 2830, 2993-4, 3017-
9-21-65, 3447-71 a 3, 3883, 3956, 4003-12, etc. Lo de oneroso o lucrativo del titulo se
lo tiene en los arts. 967-8-70, 1139, 1267-77, 1439, 1827, 2089-91-6, 2130-54-64, 2422,
2837, 3310, etc. Los siguientes artículos contemplan el titulo en su aspecto de fuente
jurídica: 10, 420-53, 836-63, 1258-68-72, 1444¬2092,2353-5-7-63, 2411-68-74-5,2509-
25-36,2602-63-4,3237. 81, 3411, 3768, 3999. Los que siguen son de acepción muy
ambigua: 4010-1-3 a 7-26. En el art. 3953 se habla de lo que se puede reclamar en
calidad (a titulo) de heredero.

123.-Nadie puede negar los inconvenientes de ambigüedades semejantes. El derecho


es ya de por si, lo mismo que cualquier disciplina sociológica, bastante impreciso. Lo
complejo de su contenido hace que no siempre se mire lo integral de los conceptos
correspondientes, ni que tampoco se tenga el cuidado de usar un término en la acepción
invariable que le pertenecería. Es lo que pasa con casi todos esos nombres generales o
demasiado singulares, cuyas respectivas extensiones o connotaciones ofrecen tanta
amplitud que cada uno toma de ellas lo que le parece. Así acontece con la mayoría de los
citados y con muchos otros semejantes: justicia, derecho natural, prueba, documento,
garantía, etc. De ahí que la tarea del jurisconsulto (autor, codificador o lo que fuere) se
haga más difícil, en cuanto debe suplir esa imprecisión forzosa con una precisión
convencional que aleje toda ambigüedad y desarraigue cualquier duda. Es ese, como se
sabe, uno de los grandes méritos del código alemán.
El asunto se reduce, entonces, a seguir el consejo de Stuart Mill (Systeme de
Logique, t. II, pp. 254 y ss.), y a tender hacia un lenguaje que sea fijo y completo, de tal
suerte que cada término tenga una acepción determinada y única, y viceversa, que cada
acepción (noción, idea) corresponda a un término invariable; y de tal manera que no
haya término sin contenido propio, ni, recíprocamente, ninguna idea que no resulte
expresada por un término.
Como es notorio, en el lenguaje usual lucha contra esos dos requisitos una serie de
circunstancias que cabe centralizar en dos principales: la generalización, en cuya virtud
se extiende una acepción restringida (lo que no me parece ser lo más común), como
ocurre en sal, aceite, jabón, contrato, prenda, etc., así como en buena parte de los tropos
literarios; y la especialización, que tiende a lo contrario, esto es, a limitar una acepción
general (colorado es algo más especifico que color, mayor - grado militar - es bastante
menos amplio que más grande, etc. ; lo mismo pasa en casi todos los sustantivos, como
pagano, soldado, salario, etc., y en los apellidos, que son antiguos, apodos, etc.).
Consúltese al efecto La vie des mots de Darmesteter, L'origine des idées éclairée par la
science du langage y el Précis de logiqué evolutionniste de R. Regnaud, la Psicologia
della lingua de Ravizza, para no ir a lo más alto de Les langues et les races de Lefèvre
(tercera parte, cap. II), o a las Lectures on the science of Language de Max Müller,
particularmente en la lección relativa al origen de éste (t. 1, lección IXª).
Por eso es imposible ninguna precisión en numerosos supuestos. Pero en derecho
positivo y codificado, la acción innovadora del uso puede ser contenida dentro de límites
prudenciales, ya que el legislador puede fijar, más o menos arbitrariamente, las
significaciones de cada término, y adoptar así una acepción convencional susceptible de
generalizarse por la misma fuerza obligatoria de la ley. Calcúlese, de consiguiente, si el
codificador puede tener titulo para ser quien primero introduzca en la misma ley lo
disolvente y anticientífico de las ambigüedades, según pasa entre nosotros. Eso no puede
ser tolerado en ningún buen derecho. Y por lo mismo, la revisión que algún día se
efectúe de nuestro código, deberá tener en bien seria consideración lo del lenguaje
respectivo, para que se haga con ello obra sana y educadora. Esta circunstancia, advierto
de paso, bastaría para dar por tierra con la pretensión, ya exteriorizada en altas esferas
directivas del país, de que esa revisión sea hecha por una sola persona, por un abogado:
no se olvide que entre nosotros casi nadie, los abogados sobre todo, es buen hablista ni
está en condiciones de realizar el ideal horaciano del utile dulci, esto es, de unir a una
buena ciencia jurídica una no menos buena “ciencia” del lenguaje.
124.- Estas consideraciones generales sirven también para fulminar las sinonimias del
código. Y deben servir con mayor fuerza, porque tales sinonimias son atrozmente
abundantes, enfermantemente complejas (a veces hay sinonimias triples, cuádruples y
aun séptuples, no ya simplemente dobles, sin contar algunos casos en que llegan a la
docena y a la misma quincena), por donde la aludida anfibología se hace más y más
intensa.
En las que paso a enunciar, que no son, seguramente, todas que el código contiene,
no he de adoptar el orden riguroso en que aparecen en éste, ya que ello no tendría
importancia práctica, y me limitaré a seguir el de mis apuntes, que en general no se
apartan gran cosa del de aquél.
Comienzo con las del libro primero, que son bien escasas, relativamente, en mis
apuntes.
Las sinonimias de orden público son muy plurales. Se dice orden público en estos
arts. : 5, 21, 502, 794, 872, etc. He aquí sus diversos sinónimos: intereses públicos, 48
inc. 2º, 1206; moral, 14 inc. 1º, 564, 1047, 1206, 1501; ley, 502-3(0-64, 794, 953, 1047,
1207-8, 2261; buenas costumbres, 14 inc. 1º, 21, 530, 792-5, 953, 1501, 2261, 3608;
bien común, 33 inc. 5º, 1501, 2261; conveniencia del pueblo, 33 inc. 1º. Nótese que en
mucho más de un caso - lo que también ocurre, bien frecuentemente, en otras sinonimias
– el código contiene distintas sinonimias en un mismo artículo: el inc. 1º del art. 14
entraña la de moral y buenas costumbres; el art. 21 admite el doble concepto del orden
público y las buenas costumbres; el art. 502, el de la ley y el orden público; el arto. 530,
lo mismo que el art. 953, el de la ley y las buenas costumbres; el art. 564, el de la ley y
la moral; etc.
Domicilio legal, dice el art. 90: los arts. 91 y 100 hablan de domicilio de derecho.
Curatela, se dice en el art. 484; los arts. 475-8-90 y 1289 hablan de curaduría. Los
hermanos bilaterales del art. 360, son hermanos de ambos lados en el inc. 4º del art. 390,
hermanos enteros en el art. 3587, y hermanos de padre y madre en los arts. 3560 y 3586.
Avalúo, rezan los arts. 408, 589, 1549 y 3917, lo que no impide que los arts. 408-42-
9, 3392, 3466-7, 3510-5-89, hablen de tasación, ni que los arts. 454 y 3159 se refieran a
la estimación, ni que los arts. 449 y 2596 respectivamente discurran sobre regulación y
avaloración.
Ya se ha visto antes los arts. que hablan de remate público (297, 441-2-50, 3196,
3224 y 3393). El concepto afín (o estrictamente sinónimo) se lo tiene en otras cinco
formas: subasta pública, dicen los arts. 136 y 1184 inc. 1º; ventas forzadas, reza el art.
2122; remate judicial, estampan los arts. 2171-80; ejecución judicial, dice el art. 1324
inc. 4º; licitación, se lee en el art. 1324 inc. 3º. Y conste que si se quiere extremar las
cosas, éstas no resultan así sencillas: el art. 136 no dice subasta pública como el inc. 1º
del art. 1184, sinó pública subasta; el art. 2171 habla alternativamente de remate o
adjudicación judicial; y el art. 2180 no se refiere al remate o adjudicación judicial, sinó
al remate o adjudicación en virtud de sentencia.
Para el codificador, la costumbre, el uso y la práctica no parecen ser cosas distintas:
habla de constumbre en los arts. 17, 1504-74, 1627-32, 2631, etc.; de uso en los arts. 17,
450 inc. 5º, 1424-7, 1556-95, 2307, etc.; y de práctica en el art. 17. Advierto, y valga
esto para supuestos análogos, que bien sé que el uso de que se hace mérito en el art. 450
no es el uso jurídico a que se refieren los arts. 1424 ó 1595. Si lo cito, pues, no es para
hacer creer que hay sinonimia entre uno y otro, sinó para mostrar, en la amplitud
posible, la anfibología de cada término dentro de las sinonimias ordinarias.
En el curso de bien pocos arts. el codificador habla de autoridad local (278), de juez
del lugar (284), de juez del territorio (285) y de juez del domicilio (297), para referirse al
mismo funcionario.

125.- Son mucho más numerosas las del libro segundo. Las expondré en tres
secciones que correspondan, poco más o menos, a las del código, esto es, a las
obligaciones, a los hechos jurídicos y a los contratos.
Empiezo con las que cabe mirar como más propias de 1as obligaciones.
Cargo es sinónimo de carga, de condición, de obligación, de gravamen y aun de
servidumbre. El término cargo está empleado en los siguientes artículos: 558 y ss., 765-
99, 879, 1810 inc. 3º-26 y ss.-37-8-49-54, 2146 inc. 3º-9, 2821, 3604, 3762, 3807. El
término carga figura en estos otros: 292, 451, 1847-52-5-67, 2103-4-25, 2895-7, 2968,
3005-7, 3259, 3358, 3474, 3522, 3608-9, 3729-55-74-96, 3821-2-42-61, 3925-30. El
vocablo condición (en sinonimia con el de cargo), en los siguientes: 1849-51, 3598,
3609, 3729. En los arts. 1184 inc. 1º, 1850-7, 2093, 2146 inc. 5º, 3266-72, 3902, etc., se
habla de obligación. Y en los arts. 1184 inc. 1º, 2894 y 3598, de gravamen; así como en
el art. 4040, de servidumbre.
Elección, dicen los arts. antes citados: 601-35-7-41, 766-74-90 inc. 4º, 820, 2389,
3756-7. Los arts. 640-72 y 3603 hablan de opción. El art. 773 alude a la facultad de
declarar, y el art. 775 se refiere a la potestad de escoger.
El concepto contenido en las sinonimias que van a seguir provocó toda una grave
discusión en el Senado, cuando se trató la ley de erratas y correcciones del código: la
insolvencia de los arts. 301, 572, 753, 962 inc. 1º, 1419-76 y 2001, es concurso en los
arts. 301,753 y 1397, quiebra en los arts. 1464 y 1714, y falencia en el inc.1º del art.
962.
Ya hice notar (nº 119) la acepción que se da al vocablo demandar, en el sentido de
pedir, que es el término ordinariamente empleado. También se echa mano al respecto de
estos otros: exigir o reclamar, según está escrito, entre muchos preceptos legales, en el
art. 705.
En el art. 39 se sinonimiza la mancomunación y la fianza. Lo mismo pasa con los
conceptos renuncia, remisión y quita en los arts. 1881 inc. 4º y 1888.
He aquí sinonimias difíciles: disolver, resolver, rescindir y extinguir (ello sin contar
otras afines, como anular, etc., que en el código se confunde con ellas en no contadas
oportunidades). El uso corriente, en el buen tecnicismo jurídico, establece que se
disuelve un vinculo, que se resuelve un derecho, que se rescinde un contrato y que se
extingue una situación jurídica (la locación, la hipoteca, el dominio, una acción, o lo que
fuere). Consúltese, a propósito, las acepciones más o menos encontradas que se hallará
en Baudry-Lacantinerie, t. V, nº 111, y t. XIII, nº 1937 y ss.; Giorgi, t. IV, nº 204 y ss., y
VIII, nº 141 y ss.; Planiol, t. II, nº 1302 y ss. y 1328 y ss., así como el t. I, nº 326 y ss.;
Colin y Capitant, t. I, 73 y ss., y t. II, pp. 133 y ss. y 140 y ss.; etc. El péle-méle del
código es aquí poco menos que desconcertante, aunque en más de un caso no se resuelva
ello. Hay conceptos afines con los precedentes, entre los en consecuencias prácticas, ya
que en el fondo no va diferencia entre tales conceptos, pues todos entrañan la conclusión
o el acabamiento de una relación de derecho. Pero como en la disolución hay
inexistencia desde ab initio, cosa que no ocurre en la rescisión, por ejemplo, se tiene que
cuando en aquél se trabuca un concepto por otro, no ha de resultar fácil establecer el
verdadero pensamiento legislativo, y se ha de dar amplio margen a las sutilezas y al
impresionismo.
He aquí los arts. que hablan de disolución: 50, 133, 240-1 a 3, 578-82-4, 605-10 a 2-
5, 1204-91. 1308-11-2-47, 1420, 1519-63-4, 1686-7,1702-6-9-58-9-69-70-3 a 6, y arts.
81 a 3 y 93 de la ley de matrimonio. Los siguientes arts. hablan de resolución: 894,
1375-9-82, 1412-29-30-2, 1550-2-66-7-79, 1606 a 8-11-39-40-2 a 4, 1958-81, 2088,
2225, 2413, 2947, 3045-56, 3194. La rescisión está escrita en estos otros: 858-9-60-1,
1497, 1521-2-5-31-59-76, 1602, 2022, 2125-7-76, 2413, 2664, 3045-56, 3536, 4049. Y
en los siguientes se estampa la extinción: 624-7-32-42-7-59-65,706-9-24-7-35, 802 y
ss.-18 y ss.-32 y ss.-50 y ss.-62 y ss.-68-88 y ss.-96-8-9, 1100, 1299, 2042 y ss., 2604-
68, 2864-72, 2912-18-20-1 y ss.-34, 3004-16-45 y ss.-81, 3110-66-87 y ss., 3236 a 8-57,
3308-42-73, 3494, 3794, 3894, 3943, etc.
Hay conceptos afines con los precedentes, entre los cuales existen sinonimias análogas,
que se llega a extender a aquéllos. Tales son: revocar, 954-61 y ss., 1200-34-6-40, 1855-
6, 1958-63 inc. 1º, 2661-3-4 a 6-8 a 72, 3824 y ss.; aniquilar, 944; deshacer, 1365-9. Es
admisible la sinonimia de los dos últimos con algunos de los anteriores, particularmente
con el de la disolución; pero no lo es la de la revocación, que además de tener una
acepción propia (en lo que toca a la privación de un beneficio, como una donación o un
legado; y en lo que respecta a cualquier acto unilateral, como un testamento), implica la
significación específica que se contiene en la noción de la acción pauliana.
Lo mismo hay que decir con respecto a la nulidad de los actos jurídicos. No sólo
reviste una sinonimia compleja (de seis acepciones principales), sinó que también se la
proyecta hasta hacerla equivaler a la mayoría de los dos órdenes de conceptos que
anteceden.
Anular: 299, 494, 857 y ss., 924 a 9-32-41-8-76-89-91, 1004-5-18-23-37 y ss -59 y
ss., 1164-5-72-6-84, 1329-30-62, 1486-7, 1651-2, 1855-6-98, 1931, 2071-5-99, 2413,
2664, 3045-56, 3529-31-3828, y arts. 84-5-6 y 93 de la ley de matrimonio. Sin efecto:
21, 132, 299, 407, 502-30-6-42-62, 926-75-96, 1208, 1328-31-45-50-93, 1465, 1796,
2078, 2174, 2678, 2932, 3152, 3528, 3745-50, 3824-32, y arts. 14 y 89 inc. 2º de la ley
de matrimonio. Sin valor: 18, 465-72, 526, 736, 847, 983-5-88,98, 1051, 1161, 1207-18,
1503, 1847, 3000, 3275, 3511-24-99, 3632-59-60, 3732-41-60, 3832. Invalidar: 854,
928, 3529, 4046. No valer: 564, 3711. Viciar: 926, 3628, etc., lo propio que en el art. 16
de la ley de matrimonio.
Lo peor es que, tanto en estos supuestos como en los dos anteriores, la ley no sólo
establece esas anfibologías de sentido para cada concepto, sinó que a veces llega a otras
dos cosas: como podrá verse en varios arts. citados, en ciertas ocasiones se menciona la
nulidad, la rescisión y la resolución, por ejemplo, en un mismo precepto legal, lo que da
a entender que tales conceptos no son equivalentes; y en otras se los emplea
indiferentemente, en decidida promiscuidad, como si fuesen la misma cosa.
Quedan todavía varios conceptos afines con los enunciados. La extinción de una
relación jurídica tiene sinonimias diversas. Los correspondientes conceptos, sin
mencionar el específico de la extinción, suman algo más de media docena.
Son los siguientes: acabar, perderse, concluir, terminar, poner fin, cesar y fin.
Acabar: 50, 300-6-93, 455-60-90, 945, 1609-11-4-37, 1963, 2226, 2605, 2937, 3187.
Perderse: 2451 a 9, 2606-7-9-10, 2924, etc. Concluir: 300, 1505, 1604-13-5-22, 1767-8-
71-2, 2296, 2887, 2922, 3050, 3366. Terminar: 48-9, 1622, 1764, 1984, 2903-44, 3366.
Poner fin: 1980. Cesar: 484, 785, 1127-8, 1304, 1606-7, 1960-2-4 y ss., 2018, 2110-2-3,
2271, 2943, 3052, 3404 y ss., 3511. Fin: 2870, 2900.
Además de la sinonimia de renuncia, remisión y quita, de que ya hice mérito a
propósito de la respectiva ambigüedad (arts. 1881 inc. 4º y 1888), se tiene las sinonimias
afines de la renuncia (964), la abdicación (mismo art.) , la repudiación (320,443 inc. 4º,
1184 inc. 6º, 3804-5-7-8) y el abandono (240, así como las distintas disposiciones, que
no tengo anotadas, que al respecto se encontrará en las donaciones y legados con cargo,
en la hipoteca, etc.).
Transigir, dicen correctamente los arts. 839 y ss., 1881 inc. 3º y 2115. Transar, rezan
estos otros: 839, 1882,3324, 3383 inc. 5º.
Para mi hay sinonimia conceptual entre la gestión de negocios del art. 2288 y el
mandato tácito del art. 1874.
En materia de mora, puede verse las sinonimias de requerimiento e interpelación en
los arts. 509 y 3493, así como las de más fondo de la misma mora (509-10-3, 605-47-55-
97, 710, 889-92, 1322, 1423, 1833-49-50, 1913, 2203-22-48, etc.), de la morosidad
(508, 1630), del retardo (652-9) y del francesismo demora (1429-32).
Nueve son las formas que se tiene en el código sobre daños e intereses. Esta misma
en los arts. 506-8-11-3-9-21, 824-90-2, 1927-92, 2100, 2616, 2787, 3111, 3970. Es la
originaria y fundamental, pero no la que prevalece. En el lenguaje corriente es más
común la de daños y perjuicios, que se tiene en los arts. 963-72, 1530-1, 1725, 1833,
1904, 2119-21-8-76, 2587, 2620, 3038, 3142, 3309-64, 3671, 3925, y art. 91 de la ley de
matrimonio. Es bien usual en el código la de pérdidas e intereses: 552, 711, 855-94, 942-
3, 1057-69-78-98-100, 1155-6-63-77-8-9-87-9, 1329, art. 109 de la ley de matrimonio.
El vocablo daño es también muy empleado: 934, 1068-79-81 a 3-9, 1110-3-4-6 y ss.-24
y ss.-33-4-6-72, 1647, 2009, 2230-86, 2553, 2627-44-52-91, 3098, 3426, etc. Lo mismo
digo del término perjuicio: 656, 10747, 1109-32, 1969-77, 2218-24-47-68-73, 2619-20-
50-1, 2715-84, 2803, 3068-78-88, etc. Perjuicios e intereses, se dice en los arts. 576-9-
81-95, 605-8-10-2-3-5-28 a 31-4-55, 1331, etc., etc. Acepciones menores, y un poco
raras, son las siguientes: indemnizaciones y perjuicios, 2163; gastos y perjuicios, 2162;
daños o pérdida, 2330; etc.
Los hechos en general presentan varias sinonimias.
Desde luego, la misma noción de los hechos.
Este vocablo es el común: 499, 898 y ss., 995, 2505, etc. La expresión equivalente de
actos está empleada en los arts. 499, 898, 918-9-21 a 30-95, 2505. etc., así como en los
arts. 56-8 y 63 de la ley de matrimonio. En igual sentido de fondo se habla de contratos
en los arts. 8, 283, 494, J286, 1302,3, en promiscuidad con los actos (lo mismo que en
los arts. 56 y 63 de la citada ley de matrimonio, cuyo art. 58 le sinonimiza además el de
obligaciones). Y los arts. 1678-9-94-6-7-9, 1725-40-1-2-62, 1878 inc. 2º-92, 1905-45-
60-71-2-81, 2288 y ss., entre muchos otros, le equiparan el de negocios.
La culpa de los arts. 511-2-65-78 a 81-4 a 7, 610 a 5-27-8-32-3-9-41-2-7-8-97...,
2438, 2870-80-, 2938, 3225-58, etc., es negligencia en los arts 929, 2433, 2870-93,
3225-58, etc., sin contar los casos en que ambos vocablos van juntos, como es dable
observar en varios de los arts. citados.
Los hechos voluntarios del art. 898 y sus concordantes, parecen ser la misma cosa
que los hechos libres del art. 903 y sus respectivos concordantes.
El hecho ilícito de los arts. 898, 953, 1107 y ss., etc., corresponde al acto ilícito de los
arts. 923-30-60, 1056, 1066 y ss., 1891, etc., así como al hecho prohibido del art. 953 y
al hecho reprobado del art. 906.
El daño moral del art. 1083 y del art. 109 de la ley de matrimonio, es el agravio moral
de los arts. 1078-99.
Más de una vez hay estrecha afinidad entre dolo, fraude y mala fe: dolo, 928-31 y
ss...., 3142; fraude, 549, 737, 961 y ss., 1045, 2064, 3142, etc.; mala fe, 550-92-7, 788-9,
2009-64.
Formas y solemnidades, se expresa en los arts. 12, 950-73, etc. He aquí los
sinónimos: forma, 973 y ss., 1044, 1180 a 2; formas, 986; formalidades, 837, 916-87,
1004; solemnidades, 515 inc. 3º, 973; forma instrumental, 951, 1044-5; forma exterior,
873; etc.
Ya dije, cuando hablaba de presunciones, que éstas resultan mucho más numerosas
que las que se contienen en los arts. en que la palabra técnica está empleada. Sus
sinonimias son tan abundantes que llegan a una quincena. Claro está que, como en los
casos anteriores, e igualmente en los que van a seguir, la sinonimia no es siempre
rigurosa, y en no pocos casos se resuelve en una mera afinidad, esto es, en una sinonimia
de fondo o más o menos parcial o incidental, sobre todo ante la circunstancia de que se
establece sinonimia entre el concepto técnico y el concepto A, por ejemplo, para luego
establecérsela entre este concepto A y el concepto B, entre este otro y uno nuevo, y así
de seguida, por donde la ramificación llega a ser tan frondosa que la filiación originaria
de tales conceptos viene a quedar casi perdida.
He aquí las sinonimias y afinidades menos frecuentes e importantes: estimar, 144;
constituir, 3119; inducir, 2399; resultar, 1878; haber, 140-53; traer, 3067, 3342, 3625,
etc.; suponer, 240, 571, 802, 2248, 2389-94, 4009; ser, 93-4, 870, 1356, 1542 inc. 2º,
1705-7 inc. 2º-80, 2334, 2984, 3104; causar, 92, 110, 663, 886, 1821-46, 3800-1-38-9;
importar, 407, 558, 1152-3, 1846, 2105, 2408, 2631, 3048-9, 3321-2-4-5-8-41-79, 3538,
3717-20-2-3, 3833-6.
Las más fuertes son cinco: reputar, entender, juzgar, considerar, tener por.
Reputar: 36, 52, 68, 73, 112-39, 249, 921-2, 1038 inc. 2º- 46 inc. 1º-70, 1111, 1273-97,
1372 a 4-7,98, 1506-42 inc. 2º- 4-72-1620-68-76-94, 1711, 1830-42, 1954, 2007, 2307-
35-70, 2554-79, 2101-18-46,91, 3083-93, 3104, 3464, 3539, 3685, 3741-88, 3813-6.7-
9., y arts. 83 inc 2º y 89 inc. 1º de la ley de matrimonio.
Entender: 569, 659-89 inc. 3º, 891, 1097, 1535-6-41, 1627-34-5, 1779, 1805-99,
1902-95, 2024-84, 2376, 2425, 2504-11-45•90 inc. 2º, 2822, 3018-73, 3107, 3458, 3524,
3728-63-82-91, Y arts. 56 inc 1º de la ley de matrimonio.
Juzgar (nótese la acepción que suele tener de pronunciamiento judicial, cosa que nada
tiene que ver con la de fondo de que me ocupa: tal acontece en los casos de los arts.
6,1,315,449-71,760-80-1, 948 a 50-74, 1435 a 7, 1502, 1600-24, 1802-9-12-3-80, 2054,
2137-60, 2475-94-7-8, 2501, 2708, 2806, 2954-94, 3612, etc.) : 402, 537,58, 897, 1097,
1151-92, 1224, 1384-75 inc. 4º, 1506 a 8-58, 1603-22-69, 1703-37-46-68, 1823-4-94,
1934, 2151-90, 2378-83-90-1, 2425-45-71, 2664, 3009-56-60-78, 3208, 3320-53, 3415-
48, 3503, 3765, etc.
Considerar: 39, 46, 74, 88, 138, 475, 548, 617-73-91 inc. 2 º12, 793, 812, 917-9, 1198,
1286, 1707, 1824-5, 2618, 2759, 3003-29-69-70, 3135, 3329-31, 3408, 3633-43-97,
3772, 4001, y arts. 87 inc. 3º de la ley de matrimonio.
Tener por: 333-85, 450 inc. 1º-9, 538-41, 625-51, 838, 981, 1038-46 inc. 2º-76-97,
1224, 1337-53, 2334, 2850, 3317-32, 3598, 3633-84 inc. 2º, 3712-6-8-81-9, 3987, y art.
66 de la ley de matrimonio.
En punto a contratos, las sinonimias son aun más abundantes.
Contrato es la expresión común que sirve para designar el acto jurídico realizado
entre dos o más partes para crear obligaciones: art. 1137 y ss. Se la emplea como
sinónimo de convención en el art. 817. En cambio, el vocablo convenciones suele
equivalerle, como puede implicar la convención (hoc sensu) , lo mismo que la simple
cláusula especial de un convenio cualquiera: 21, 515 inc. 5º, 794, 812-44, 975-94, 1019-
24, 1171-84 inc. 4º-97, 1217 y ss., 1324 inc. 2º-44 inc. 6º, 1448-60, 1522-56, 1688,
1707, 2097-9, 2248-68, 2753, 2858-62, 2994-5, 3006-9, 3251, 4025 inc. 2º.
Significaciones semejantes tiene el término pacto: 1203-4, 1367 a 9-75 y ss., 1778,
1914, 2232.
El contrato sinalagmático es bilateral en los arts. 946, 1024-5-53, 1138, 1201, etc., y
perfectamente bilateral en el art. 1021.
Área, dicen los arts. 1344 a 6-8; superficie, se expresa en el art. 1345.
La permuta es tal en los arts. 1356 y 2180; permutación, en el art. 1436; cambio, en el
art. 1356; y trueque, en el art. 1485.
Transferir (1434) es sinónimo de transpasar (1459-62-70 a 2), transmitir (1459, 2381-
95, etc.), trasladar (2399), etc., así como de hacer tradición (2377 y ss.).
En nada difieren las partes iguales de los arts. 689 inc. 3º, 1750, 2688 y 3485 y ss., de
las porciones viriles de los arts. 1747 y 1923.
Casi siempre se habla de evicción en el código. A veces se dice garantía: 2091, 2146
inc.1º, 2915, 3957, etc. Otras, saneamiento: 1414, 2109-11 y 3957.
Consentimiento (que es la expresión común), suele ser sinónimo de asentimiento
(1846).
La oferta de los arts. 1144-9-50 a 3-5 y 6, no es otra cosa que la promesa del 1148, o
la propuesta de los arts. 1144-51. Hago constar que la expresión usual que corresponde a
quien la formula es la de proponente, si bien a veces se recurre a la de ofertante.
He aquí una sinonimia puramente literal: el dote, 1243-63; la dote, 1228-9-65, 1319-
21, etc.
Pignorar es sinónimo de empeñar: art. 736 y arts. 2076, 3210-37-8, 3755,
respectivamente. Lo mismo pasa con acreedor prendario (que es la expresión usual), y
con acreedor pignoraticio: art. 3909 para lo primero, y arts. 2671, 3220, 3894, 3902-7-13
para lo segundo. Las arras del art. 1189 se llaman señal en el art. 1202. La obligación
pura del art. 527, es perfecta en el art. 536. Calidad, se dice en los arts. 602 y ss.-7 y ss.,
862-7, 928, 2167 y 2475; cualidad, se escribe en los arts. 926, 2354, 3624 y 4046. Los
arts. 2682-3-99, 2702, 3883 y 3911, hablan promiscuamente de arrendamiento o
alquiler, como antes lo hicieran los arts. 1493 y 2670; ello sin contar la sinonimia de
ambos conceptos con el de locación, según puede verse en el art. 1493, y sin insistir
acerca de la circunstancia de que en varias otras disposiciones legales se hable
simplemente de arrendamiento (135, 300, 443 incisos 8º y 10º, 278, 1501-2-6 y ss., 1881
inc. 10º, etc.), de alquiler (2209, 2682, etc.; por más que esta expresión corresponda
ordinariamente a la acepción de precio de la locación, de renta, con la cual se la
sinonimiza y con la cual va casi siempre junta, de la cosa dada en locación), y aun de
arriendo (2870). Sinonimias análogas en materia de locatario, arrendatario e inquilino,
como se puede ver en los arts. 1493 y ss.
He aquí las que tengo en materia de mandato. El respectivo instrumento se llama
mandato en los arts. 1884-5; procuración, en los arts. 1878 inc. 1º, 1938-75-6; poder, en
los arts. 1877-8 inc. 2º-8-2-3-5. a 8. El apoderado es comúnmente mandatario, razón por
la cual no resulta necesaria la cita de las disposiciones legales respectivas; a veces es
representante, 2395; otras, agente (1151 y 2366). El instituyente es casi siempre
mandante: es comitente en los arts. 2394-5, y representado en el art. 2395. El mandatario
exhibe cuentas en el art. 459; las da en los arts. 385, 460-1-3, 1909 y 3690; y las rinde en
los arts. 462 y 1910.
Van, finalmente, las relativas a la gestión de negocios: se la llama gestión en los arts.
2288 y ss. (es la expresión común) ; agencia, en el art. 2290; y administración., en el art.
2296. El sujeto activo de la gestión figura como gestor en los arts. 2291 a 5-8, 2300 a 2-
4 y 5; como gerente, en los arts. 2289-90-6; y como agente, en el art. 1916. Se emprende
la gestión en los arts. 2301-2 y 4, se la atiende en el art. 2297, y se la administra en el
art. 2297. En los arts. 2289 y 2303, el gestor hace negocios; en el art. 2288, se encarga
de ellos.
126.- Es bien tiempo de que pase a las del libro tercero. El dominio imperfecto de los
arts. 2507 y 2661, es menos pleno en el art. 2507.
La especificación del art. 2567, es igual a la transformación de los arts. 2567-8 a 70-97 y
2606. Lo mismo corresponde sentar en cuanto a la confusión, que es tal en los arts.
2599-600 (donde se la equipara con la mezcla), y respecto de la unión del art. 2599 (que
también va junto con la mezcla).
Uso y goce son igualmente sinónimos, si bien no siempre, pues a veces hay simple
afinidad entre ambos. Se habla de uso en los arts. 574, 600, 1497, 1503-4-25-59, 2183-8-
9, 2208-10-55-65-8-10-70-83 a 5, 2330, 271.2-4, 2851-78-9, 2958-9-60, 3021-40-60-3 a
6-85, etc. Se dice goce en los siguientes:... 1504-15-59-60, 2091, 2813 a 5-7-46-69¬83-
94-9, 2914-43-50-7, 3013-36-61. También se emplea tales vocablos promiscua y
alternativamente. Se dice uso y goce en los arts. 1603-22, 2341-9-50, 2513, 2807-60-3-
92, 2925, etc. Y se habla de uso o goce en estos otros: 1493, 1518-9-22-6 a 8-30-54-5,
1601 inc. 4º-2.54 inc. 5º, 1703-5-6, 2108,64; 2330-48, 2516, 2699, 2910, 3464, etc.
Más de una docena de sinonimias tiene el concepto de inmueble. Se dice inmueble en
los arts. 434-5-8 incisos 3º a 79-41-2-3 inc. 6º-50 inc. 1º…, 1253-66, 1320, 1422-31-2,
1578, etc. Es la expresión más corriente, sobre todo en materia de derechos reales, y
especialmente en hipoteca: 2970, 2, 80-2 a 4-90-8, 3000 y ss., 3108, etc.
En otros arts. se habla de bien raíz: 10, 121-35, 424-38-48 incisos 8º y 10º…, 1211-
46-9-51-2-4-8-85-7, 1360, 1499, 1787, 1807 inc. 2º-81 inc. 7º, 2614, etc.
Predio, rezan los siguientes arts.:... 1278..., 2552-3-6-60-1-3, 2631-58, 2748, 3015-
25-9-37-40-51-5-6-60-71-3-4-6-85-6-93-4, 3762, etc.
Se ve que es preferido en materia de servidumbres. También es predilecto en la
misma materia el término heredad: los arts. 1132-3 inc. 6º, 3905-8-11 y 4000, son
preceptos legales en que se lo emplea fuera del titulo de las servidumbres.
Y es igualmente usual el vocablo fundo en éstas: 2550-62, 2615, 2985-93, 3006-11-28-
55-8-60-74-5-97-8, 3103-60, etc.
Las formas que siguen no son tan frecuentes: terreno, 2746-7-9 a 55, 3097-8, 3100,
etc.; bienes, 3002; casa, 2550; fundo de tierra, 3072; heredad o predio (así
promiscuamente), 2973-4; predio o terreno, 2517; finca, 2655, 3131, 4027 inc. 2º.
Allá en el titulo de las restricciones y límites del dominio, al hablarse de medianería
se dice comúnmente pared: muro, se tiene en los arts. 2734, etc.; pared o muro, en los
arts. 2718-9-22-8-30-6-44.
El usufructo perfecto de los arts. 2808-10, equivale al usufructo puro y simple del art.
2809. Casi siempre se habla de usufructuario, para nombrar al titular del respectivo
derecho: el art. 2946 lo llama fructuario). La consolidación del usufructo (1270, 2928-9
y 3818), es sinónima de la confusión de que hacen mérito los arts. 1607, 3057-8 y 3181.
He aquí otras dos notas en punto a servidumbres: los huertos del art. 3102 se llaman
huertas en los arts. 3084- 99. Hay predios que están exceptuados de ciertas servidumbres
(3102), como hay otros que al respecto quedan libres (3099) o no están sujetos (3084).
Olvidé hacer constar que en materia de condominio se puede tener bienes en común
(435) o en comunidad (436-8 inc. 5º); y que cada uno de los titulares del consiguiente
derecho puede llamarse comunero (2677-96 y 2986), condómino (2676-7-86, 2986,
3123) o copropietario (2489, 2676-86, 2987, 3124).
Para terminar con los derechos reales, apuntaré que en anticresis se tiene algo
idéntico a lo ya visto en dote: la forma femenina en el art. 2842, la masculina (que es la
habitual) en los arts. 3239 y ss.

127.- Van ya las no abundantes sinonimias que tengo anotadas en punto a sucesiones
y al resto del libro cuarto. Incurro aquí, a propósito, en un defecto que se habrá
observado en lo demás del presente trabajo: los dos primeros libros del código han sido
analizados con mayor minuciosidad que los demás. Es que una segunda lectura y
anotación de esos dos primeros libros me permitió ser más completo, tanto que mis
apuntes son más numerosos en la segunda lectura que en la primera, pues ya el criterio
se había afirmado, con lo cual los puntos de vista resultaron más precisos y los
horizontes se volvieron más amplios y altos. Tal circunstancia debió obligarme a
terminar la lectura del código. Pero me faltó tiempo, pues no creo que haya nada más
engorroso y largo que una lectura así, ya que debía comenzar la redacción de la obra, en
razón de que fué escrita con la intención originaria de darla a luz en una publicación
periódica del país, y por virtud de que ésta no podía fatalmente admitir ninguna espera.
Sírvame la circunstancia no para cohonestar las deficiencias del trabajo, sinó para
disimular lo relativamente inorgánico e incompleto del mismo, en obsequio a un
apremio que no me ha permitido otra cosa.
Desde luego, el concepto mismo de la Sucesión es trabucado con el de la herencia, y
viceversa, sin perjuicio de que en no pocos casos se emplee juntamente los dos términos.
La sucesión es la transmisión de la herencia. La herencia no es más que el patrimonio
transmitido. De ahí que la sucesión sea causa, y que la herencia sea efecto. De ahí
también que la sucesión sea un hecho y la herencia resulte una cosa (latu sensu). Dejo de
lado los casos, poco numerosos, en que se echa mano de otros sinónimos (testamentaria,
por ejemplo, en el art. 3390), y me limito a citar los arts. que corresponden a las
situaciones antes indicadas. Se dice sucesión en vez de herencia en los arts. 3279 inc. 2º-
87-8-9, 3315-8-23-9-40-55-60-1-2-77 inc. 2º-87 inc. 2º, etc. Al revés, herencia por
sucesión, en los siguientes: 3303-4-36-43-52-83 acápite 19, 3422-42, etc. Van
simultáneamente empleados, y en acepción adecuada, en los siguientes: 3279 inc. 1º,
3311-3-21-4 a 7-41-4-8-54-7-64-6-7-71-3-86-9-90, 3410-1-2-4-5-7-20-3, etc. Es
correcto el término sucesión en los que siguen: 3281 a 4 (acápite) - 6-7-90 a 2-9, 3301-
7-9-32-54-64-72-6-7 inc. 1º-8-9 inc. 1º-80-2-3 acápite 2998-91-8, 3406-7-9-16-34, etc.
Lo mismo pasa con el de herencia en estos otros: 3284 incisos 1º y 4º-5-98, 3300-5-6-
14-7-9-20-8-31-4-5-42-5-59-65, 3419-21-2-4 a 6-9-30, etc.
Los arts. 3615-6 hablan de demencia como ya se hiciera antes en los arts. 140 y ss.,
468 y ss., 1076, etc.; los arts. 9 inc. 7º y 59 de la ley de matrimonio, rezan locura. Hago
constar que cuando la discusión de la ley de erratas y correcciones del código, la Cámara
de Diputados había sustituido este vocablo al anterior en todos los casos en que el
código mencionaba la demencia, y que el Senado rechazó tales enmiendas, cosa que
finalmente se aceptó por la Cámara joven.
Autor de la sucesión, dicen los arts. 3282-6-92, 3420-39-86, 3565, etc. Las
sinonimias son varias: autor, 3416-21; aquél de cuya sucesión se trate, 3291, 3357,
3551-, etc.; aquél a quien se trate de heredar, 3302; difunto, 3283-4-5-93 a 7, 3371-2-5-
9-87-93, 3409-15-7 a 9-22-30 a 2-5-6-41-6, 3502-3-45-56-7-8-61-8-9-77-87-8-95, etc.
La expresión heredero es la usual para designar al beneficiario de una sucesión: los
arts. 3283, 3316-58-9-65, 3422-92, etc., hablan de sucesor; los arts. 1195 y 3284 inc. 1º,
de heredero y sucesor; y los arts. 731inc. 4º y 3535, de heredero o sucesor.
Heredero forzoso es la denominación más corriente de los herederos con legitima:
3476, 3591-9, 3600-1, 3714-4-5-44-97-8, 3852, etc. También se emplea otras dos
formas: heredero necesario, 1085, 1831; heredero legítimo, 1800, 3483, 3603-5.
El acto de heredero se llama acto de adición de herencia, en el art. 3327. La perfecta
razón, del arto 3615, no ha de diferir gran cosa de la completa razón, del arto 3616.
La legítima de los herederos forzosos se llama: legitima en los arts. 3531-91-4 a 7-9,
3600 a 2, 3744-9-97-8, 3852; parte legitima en los arts. 3354 y 3479; y porción legitima,
en los arts. 3591 a 3-8 y 3604.
El testamento queda revocado en los arts. 3824 a 7-30-3-6, caduco en los arts. 3629-
76 y 3743, y nulo en los arts. 3629-30-40 y 3828.
Análoga circunstancia se tiene en punto a legados. Los arts. que hablan de caducidad
de los mismos son los siguientes: 3799 a 3804 y 3809; los que hablan de revocación son
estos otros: 3838 a 3843.
El ejecutor testamentario se llama tal cual en los arts. 3845-8-9-50-66-7. La
expresión más empleada al respecto es la de albacea: 3846-7-52 a 9-61-3-5-8 a 74. Ello
sin perjuicio de que se recurra a las dos denominaciones en más de un caso: 3849-51-67.
Gastos de justicia es la expresión técnica que indica los créditos devengados en la
gestión judicial de un asunto. De ahí que sea la frecuente en el código: 3879 inc. 1º,
3900-8-16. Pero tiene sinónimos incómodamente largos: gastos hechos para la
conservación de cosas conservadas, 3901; gastos de inventario y conservación de la cosa
depositada, 3906; gastos de venta de los muebles afectados al privilegio del locador,
3904; gastos de venta de la cosa tenida en prenda, 3913; gastos de venta de la cosa
transportada, 3910; costas judiciales, 3937.
Finalmente, la prescripción se suspende en los arts. 3970-6, y no corre en los arts.
3966 a 9-71 a 3-5-7 a 9; así como el coparticipe (en toda división de condominio) se
llama simplemente partícipe en el art. 4028.

128.- Para terminar con esto de los términos anfibológicos, puedo apuntar algunas
expresiones sibilinas, que por fortuna no son abundantes. La obligación de entregar del
art. 681 no es ni de dar, ni de hacer ni de no hacer (art. 495) ; la servidumbre predial no
puede corresponder a una obligación, por más que así lo diga el art. 683, ya que no hay
obligación que corresponda a un derecho real (art. 497). El poseedor imperfecto de los
arts. 2552-8-9 y 2760, es un sujeto que no tiene caracterización en el código (por cuanto
la analogía del propietario imperfecto del art. 2507 no puede venir en ayuda, por lo
mismo que no hay semejanza entre la propiedad y la posesión). Ignoro qué pueda
entenderse por cosas reales (art. 3982).

III.- FRASES

A.-129.-Basta ya. Es tiempo sobrado de que pase al estudio de las frases.


Apuntaré, de entrada, lo relativo a la puntuación. Malgrado los esmeros del corrector de
pruebas de la edición de Nueva York, no obstante la tarea de la comisión nombrada para
revisar esa edición, y a pesar de la ley de erratas y correcciones, la puntuación es
bastante mala. Tendría para rato si hubiera de precisar casos y razones. Por lo demás, el
asunto es fácil. De ahí que pueda limitarme a la cita de los preceptos mal puntuados.
Sólo advertiré que ordinariamente el defecto es relativo al empleo de la coma:
generalmente sobra, a veces falta. La trabucación de un signo de puntuación por otro no
es común: dentro de ello, lo más frecuente es que se eche mano del punto y coma por la
simple coma, y viceversa. Es raro que se trueque los signos restantes.
He aquí los arts. aludidos (que, como siempre, distan de ser todos los observables) :
16; 27-9, 30-2-3, 41-3,67,71, 87-9, 91, 100-10-26-34-6-45, 262-9-83-90-6-7, 304-19-27-
32-5- 43-5-7-68-75-83-4-5-97, 400-2-6 a 8-17-21-5-31-8 incisos 2º a 4º y 6º-47-50-8-9-
62-72 a 4-7, 500-6-13-5 inc. 3º-9-37-55-7-69-70-2 a 6-85-6, 604-15-20-1-47-50-4-65-
71-98, 738-47-53-9-60-7-71 inc. 2º-9-91, 800-7-8-16-8-22-7 a 9-38-61-85-92, 901-0-7-
23-5-7-9-42-3-4-60-2 inc.3º-4-8-70-4-80-2-96, 101-4-7-10-21- 2-9-43-55-71-9-84-7-8,
1100-4-23-6-7-38-9-45-60-1-3-8-70-5-85- 91, 1217-234-38-41-73-5 inc. 1º-6-7-84-93-
4-7, 1302-8-11-30- 41-2-57-64-89-94-7, 1402-24-8-55-71-4-8-90 a 2, 1503-10-2-54-72-
3-5 inc. 2º-88-9, 1601 inc. 4º-15-26-40-53 inc. 4º-63-71- 5-8-91-4-9 1705-7-26-40-68-
71-80 1800-1-6-11-2-3-29-31-8-44-7-8-50-82-3-6 a 9-90-5, 2002-15-7-25-35-57-81-97,
2120-1-3-7-8-67-71-7-81-2-90, 2200-7-12-6-8-24-5-60-8-82-99, 2356-60-5-6-9-72-3-8-
90 incisos 2º y 3º-1, 2400-2-5-11-23-30-4-47-55-7-77-84-6, 2507-10 inc. 2º-3-36-7-62-
7-77-96.6, 2616-21-5-6-9-32-3-7-40-1-2-4-8-51-3-6-65-73-96-9, 2702-3-5-7-11-3-4-20
a 2-40-5-54-5-8-68-70-6-89, 2817-20-50-1-6 incisos 2º a 4º-8-61-2-74-87-92-9 inc. 3º,
2906-9 inc. 2º-19-29-35-50-3-4-7-9-64-91-3, 3006-13-4-7-8-18-9-22-3-4-6-41-53-6-61-
70-4-7-94 3121-34-5-9-90-95,4-6-7-77-9-83 a 5-8-93 , 3209-62-3-81-2-3, 3301-5¬7-8-
20-70-95, 3404-6-11-2-20-5-8-30-5-9-41-4-5-9-50-2-7 a 9-62- 70 a 3-8-83-4, 3509-20-
4-36-44-6-70-90-2 3600-38-41-5-7¬61-91-7, 3714-5-7-31-2-6-50-64-7-71-3-8-84-94,
3806-11-3-41- 51-2-8-63-76-80 incisos 1º y 5°-1-4-7-9-93-5, 3900-13-4-7-23-7-38-40-7
a 9-51-3-5-60-5-7-76-84-6-7-91-9, 4005 a 7-10-19 inc. 4º-36-8-45-7-8-51.
También puedo citar los siguientes arts. de la ley de matrimonio: 28, 32-9, 42-8-9,
52, 88 inc. 3º, 95, 103-7.
Creo conveniente advertir que en las citas que preceden no van aquellos arts. en que
hay evidente incorrección tipográfica. En ellas aludo a supuestos en los cuales la
puntuación debe haber sido intencional.

130.- En segundo lugar, cabe señalar una falla que no es frecuente: la de lo poco
condensado del lenguaje. La enumeración del art. 41 pudo ser reducida a la frase inicial.
La análoga enumeración del art. 90 inc. 3° pudo ser sustituida por la expresión personas
jurídicas, pues de éstas se trata. Lo mismo es observable con relación a la del art. 113:
toda ella está en la frase terminal de la misma. La del art. 1911 está contenida en el
principio del art. 1909, y habría sido reductible a la proposición final. El art. 2446 no
significa más que esto: la posesión se conserva por mandatario (cosa que, por lo demás,
habría sido inútil decir, por ser de derecho común). El inciso terminal del art. 2808 (en el
supuesto de que la disposición resultase necesaria, particularmente ante lo dicho en el
inc. 2º del mismo art.), pudo ser redactado así: “el cuasi usufructo, es relativo a las cosas
consumibles o fungibles”. Es notable el art. 2821, que he citado ya en otra oportunidad
afín: las dos líneas extremas del mismo contienen todo el pensamiento de los cuatro
renglones intermedios. El rubro del cap. II, tito X, lib. III, hace innecesaria la repetición
de sus expresiones en los arts. 2846-51, etc. “Acto revestido de las formas
testamentarias”, dice el art. 3632: mucho más breve habría sido decir “testamento”. Et
sic de coeteris.
El caso de dos o más disposiciones reductibles a una sola, por condensación del
contenido de cada una de ellas, y fuera de los supuestos de las repeticiones legales a que
antes me he referido, es bien plural. Citaré para muestra los capítulos de los dementes y
los sordomudos, que bien pudieron formar uno solo; los arts. 312 y 314, perfectamente
refundibles; y los arts. 740-1, 819-20, 975 a 7, 1168-9-74, 1267 a 1270, 1469-74, 2089-
90-1-4-103-4, 2118-9-20, 2194-5, 2392-3, 2473-8-9-80-1, 2622-3, etc., que
respectivamente se encuentran en la misma situación. Los distintos incisos de los arts.
1184 y 2188 son fácilmente condensables, sobre todo los del primero de ambos. Lo
mismo cabe decir de los incisos 2º y 5º del art. 791. Los arts. 3883 a 97 debieran formar
cuerpo con los arts. 3898 a 922.
La inversa es rara. Los arts. descomponibles, por contener disposiciones diferentes en
su seno (55, 1677, etc.), no habrían condecido con la habitual prodigalidad literaria del
codificador.

131.- Hay frases sibilinas, como en los términos, si bien, y por suerte, no muy graves
ni repetidas. Tal acontece con la terminal del art. 906, con la del “motivo que tenga su
origen en los socios” del art. 1774, con la final del 2416 (repetida en el 2420), con todo
el art. 2785, con el arto 2809 (por mucho que las fuentes del mismo aclaren su sentido),
con los arts. 3266 a 8 (que tienen significación en Zacharie, pero que tal como figuran en
el código son un simple rompecabezas), con el 3276 (y por razones y en forma análoga a
las precedentes), con el art. 4036 (que desvirtúa el criterio del código en materia de
interrupción de la prescripción, sobre todo cuando en él no se ha adoptado las
prescripciones presuntivas del código francés, como puede verse en lo dispuesto por el
art. 4018; por donde no es concebible la necesidad de que la interrupción se limite al
reconocimiento escrito y a la demanda judicial, con lo cual se proscribe sin razón
alguna, el reconocimiento verbal, y aun el tácito, autorizados por el art. 3989, así como
las interpelaciones extrajudiciales), etc.

B.- 132.- Para muestra basta con lo dicho.


Remato el capítulo con los defectos de construcción gramatical de las frases. Son
demasiado numerosos, aunque no lleguen a importar la regla en el código, para que se
los silencie. Como, por eso, llevaría demasiado lejos el análisis de los mismos, me
limitaré a enunciarlos.
Comienzo con los del libro primero.
Art. 42: “Las personas jurídicas pueden ser demandadas por acciones civiles, y puede
hacerse ejecución en sus bienes”. La construcción correcta seria, entre otras, la
siguiente: “las personas jurídicas pueden ser demandadas por acciones civiles, y son
pasibles de ejecuciones” (o bien, con respecto a la frase final, “y sus bienes son
ejecutables”, si no se prefiriera suprimirla por inútil, ya que su sentido dimana
fatalmente del de la frase inicial). y como esto mismo es largo, en adelante me limitaré a
dar la construcción que cuadraría, omitiendo la del código.
Art. 48 inc. 2º: “Por: disolución en virtud de la ley, cuando se haya abusado de las
condiciones o cláusulas de la autorización legal, o resulte imposible el cumplimiento de
sus estatutos, o la disolución sea necesaria o conveniente para los intereses públicos”.
Art. 57 inc. 1º: “Son representantes de los incapaces: 1º De las personas por nacer, el
respectivo padre; en defecto legal de éste, la madre; en defecto legal de esta última
(demencia, etc.), el curador que se nombre”.
Art. 59: “Los incapaces tienen como representante, además de los necesarios, al
Ministerio de Menores, etc.” ; si no se opta, como cuadra, por la omisión de todo lo que
corresponda al etc., por lo mismo que se lo dice con más oportunidad allá en el titulo en
que se establece dicho órgano legal (arts. 491-4).
Art. 71: “En el nacimiento con vida no se distinguirá, etc.”.
Art. 77: “Se presume que el máximo de tiempo del embarazo es de trescientos días,
etc.”.
Art. 84: “De los hijos de militares, etc., como se determine en los reglamentos
militares”.
Art. 85: “No habiendo registros públicos, o faltando en ellos el respectivo asiento, o
no estando los asientos en debida forma, puede probarse, etc.”.
Art. 86: “Se presume la verdad de los certificados en debida forma que correspondan
a los registros mencionados, salvo el derecho de los interesados para impugnar, etc.”.
Art. 88: “Si nace más de un hijo vivo en un solo parto, se considerará que los nacidos
tienen la misma edad e iguales derechos, etc.”.
Art. 90 inc. 4º: “Las compañías que tengan más de un establecimiento o sucursal,
tienen domicilio especial en el lugar de cada establecimiento o sucursal para la ejecución
de las obligaciones allí contraídas por los respectivos agentes locales”.
Art. 131: “Si alguna cosa fuese debida al menor con cláusula de poder haberla sólo
cuando, etc.”.
Art. 253: “El marido no podrá desconocer, etc., o si de otro modo hubiera
reconocido, etc.”.
Art. 255: “Ninguna declaración o confesión de la madre acerca de la paternidad del
marido, servirá de prueba en sentido alguno”.
Art. 283: “Cuando los hijos adultos de familia ejercieren algún empleo público, etc.,
se presumirá que están autorizados por sus padres, etc.”.
Art. 332: “El reconocimiento que hagan los padres de sus hijos naturales, etc., no
admite condiciones, etc., ni requiere notificación alguna, ni tampoco la aceptación del
hijo”.
Art. 374: “…ni el derecho a los alimentos, etc., o por muerte del acreedor o del
deudor de los alimentos, ni cederse a terceros, ni ser dado en garantía de obligación
alguna, ni ser embargado por ninguna deuda”.
Art. 383: “El padre, mayor o menor de edad, o, en su defecto, la madre que no ha
pasado a segundas nupcias, puede nombrar, etc.”.
Art. 442: '”El juez puede dispensar la exigencia del remate público para los muebles,
cuando a su juicio la venta extrajudicial sea más ventajosa por alguna circunstancia
extraordinaria, con tal que el precio que se ofrezca, etc.”.

133.- Dejo de lado otras disposiciones observables, siquiera en obsequio al apremio


con que escribo, y paso a las numerosas construcciones malas del libro segundo.
Art. 500: “Se presume que toda obligación tiene causa, aunque no se la exprese,
mientras el deudor no pruebe lo contrario”.
Art. 510: “Se presume que el plazo existe en favor de ambas partes, etc.".
Art. 571: “Si el deudor paga antes del vencimiento del plazo, se presumirá que
conocía el término; pero si lo ha hecho, etc.”.
Art. 612: “Si se perdiese, etc., el acreedor tendrá derecho para exigir la entrega de la
cantidad restante o no deteriorada y lo correspondiente a la que faltase o estuviese
deteriorada, con los perjuicios e intereses; o para disolver la obligación, etc.”.
Art. 615: “Si se perdiese, etc., el acreedor tendrá derecho para exigir la entrega de la
cantidad restante o no deteriorada y lo correspondiente a la que .faltase o estuviese
deteriorada, con los perjuicios e intereses; o paria exigir, etc.; o para disolver, etc.”.
Art. 636: “El obligado alternativamente deberá pagar con una de las prestaciones
íntegramente, sean cuales fueren la naturaleza de las prestaciones, el lugar, el tiempo y
cualquier otra modalidad del pago”.
Art. 651: “En caso de duda acerca de la naturaleza alternativa o facultativa de una
obligación, se presumirá lo primero, salvo la prueba en contrario”.
Art. 661: “Sea divisible o indivisible la obligación principal, cada uno de los
deudores incurrirá en la pena sólo en proporción de su parte, etc.”.
Art. 691 inc. 2º: “Se presume que las partes de los diversos acreedores o deudores
constituyen, etc.”.
Art. 696: “La suspensión de la prescripción en favor de uno de los acreedores, etc.; y
recíprocamente, la suspensión de la prescripción en favor de uno de los deudores
solidarios, no puede ser opuesta por los demás deudores”.
Art. 728: “...El que lo hubiere verificado sólo tendrá derecho para cobrar al deudor el
importe del beneficio que le hubiere procurado”.
Art. 731 inc. 2º: “A cualquiera de los acreedores, si la obligación fuese indivisible o
solidaria, siempre que el deudor no estuviese ya demandado por otro acreedor”.
Art. 735: “Es nulo el pago hecho al acreedor incapaz de recibirlo, siempre que el
deudor que ha pagado haya conocido, o podido conocer, la incapacidad de aquél”.
Art. 743: “Si la deuda fuese líquida sólo en parte, el acreedor podrá exigir el pago de
la parte liquida, aun antes de que pueda pedir el pago de la que no lo sea” (esto último
podría ser perfectamente omitido).
Art. 800 inc. 1º: “A sus ascendientes o descendientes, siempre que no hayan inferido
al acreedor alguna de las ofensas clasificadas, etc.”.
Art. 800 inc. 2º: “A su cónyuge, siempre que no medie divorcio por culpa de éste”.
Art. 855: “La parte que hubiere transferido a la otra alguna cosa como propia en la
transacción, deberá pérdidas e intereses al poseedor de ella que fuere vencido en juicio.
La evicción sucedida, etc.”.
Art. 856: “La transacción no impedirá el ejercicio del derecho nuevo que pueda
adquirir una de las partes sobre la cosa o derecho materia de la transacción, cuya
propiedad o posesión se haya reconocido por ésta en favor de la otra”.
Art. 891: “Sólo se entenderá perdida la cosa que debía darse, cuando se haya
destruido completamente, o haya sido puesta fuera del comercio, o haya desaparecido de
modo que no se sepa de su existencia”.
Art. 908: “Quedan a salvo los derechos de los perjudicados para hacer efectiva la
responsabilidad de los que tienen a su cargo, etc.”.
Art. 921: “Se presumirá que no hay discernimiento cuando se trate de actos ilícitos,
etc.; o cuando se trate de actos realizados por dementes fuera de un intervalo lúcido, o
por individuos que, por cualquier accidente, estén sin uso de razón”.
Art. 922: “Se presumirá la falta de intención cuando se trate de actos debidos a la
ignorancia, al error, a la intimidación o a la fuerza”.
Art. 937: “Habrá intimidación cuando se inspire; etc., en su persona, libertad; honra o
bienes, o en la persona, libertad, honra o bienes de su cónyuge o de sus descendientes o
ascendientes legítimos o ilegítimos”.
Art. 962 inc. 2º: “Que el perjuicio de los acreedores resulte del acto mismo del
deudor, a menos que éste se encuentre ya insolvente”.
Art. 962 inc. 3º: “Que el crédito en cuya virtud se intenta la acción sea de fecha
anterior a la del acto del deudor”.
Art. 964: “Cuando el deudor sólo haya renunciado facultades cuyo ejercicio, etc.”.
Art. 965: “La revocación de los actos del deudor será pronunciada sólo en el interés
de los acreedores que la hubieren pedido y en la medida de sus derechos”.
Art. 970: “La acción de los acreedores sólo será admisible contra los terceros
adquirentes de los derechos habidos de aquellos que los recibieron del deudor, cuando la
adquisición dimane de un acto a titulo gratuito, etc.”.
Art. 971: “Cuando la acción revocatoria proceda contra terceros adquirentes de
propiedades, éstas deberían ser devueltas, etc.”.
Art. 973: “... tales son: la escritura del acto, la presencia de testigos y la intervención
del escribano o del oficial público que haga sus veces en los casos en que la ley lo
autoriza”.
Art. 982: “La carencia por el oficial público de las condiciones necesarias para su
nombramiento y funciones, no quita a sus actos, etc.”.
Art. 987: “El acto emanado de un oficial público incompetente, o que no tenga las
formas debidas, etc.”.
Art. 1045: “Son anulables, etc.; o cuando su validez dependiere de la forma
instrumental, y fueren anulables, etc.”.
Art. 1054: “Si una sola de las prestaciones obligatorias del acto bilateral consistiese
en una suma de dinero o en una cosa productiva de frutos, etc.”.
Art. 1062; “La forma del instrumento de confirmación debe ser la misma que la que
habría correspondido al acto confirmado”.
Art. 1088 inc. 2º: “Esta misma disposición es aplicable al caso en que el delito, etc.”.
Art. 1121: “Cuando el hotel o casa pública, etc., o cuando el buque, etc., o cuando
fueren dos o más los padres de familia o inquilinos, la responsabilidad no será solidaria.
Si se probase que el hecho fué ocasionado por culpa, etc.”.
Art. 1139: “Los contratos son a titulo oneroso cuando hay prestaciones reciprocas
entre las partes; son a titulo gratuito en caso contrario”.
Art. 1175: “No puede ser objeto, etc. Tampoco pueden serlo los derechos, etc.”.
Art. 1227: “Los donantes o testadores que beneficien a una mujer casada, pueden
imponer la condición de que los respectivos bienes no sean recibidos ni administrados
por el marido. En tal caso, la mujer podrá administrarlos con licencia de éste, o con la
,del juez, etc.”.
Art. 1233: “Los muebles o inmuebles que los esposos se donaren para después del
fallecimiento de cualquiera de ambos, no podrán ser enajenados, etc.”.
Art. 1266: “Los bienes adquiridos por permuta con otros bienes de uno de los
cónyuges, o el inmueble comprado con dinero de uno de ellos, o los aumentos
materiales, etc., pertenecen al cónyuge propietario de los bienes permutados, del dinero
o del bien aumentado”.
Art. 1460: “La notificación de la cesión será válida siempre que por lo menos se haga
saber al deudor la sustancia de la cesión”.
Art. 1502: “Los arrendamientos de bienes nacionales, provinciales o municipales, lo
mismo que los de corporaciones y establecimientos de utilidad pública, etc.”.
Art. 1507: “EI arrendamiento de casas o de piezas amuebladas se juzgará hecho, en
defecto de estipulación, por el tiempo fijado al precio”.
Art. 1518: “Cuando el locador no hiciere o retardare las reparaciones o trabajos que
le incumben, el locatario podrá retener la parte del precio que corresponda al valor, etc.,
y si éstos fuesen urgentes, etc.”.
Art. 1520: “El locatario tendrá los derechos del articulo anterior, cuando por trabajos
del vecino en la pared divisoria se inutilice por algún tiempo parte de la cosa arrendada”.
Art. 1630 inc. 2º: “Si el material resultase inadecuado para su destino, el obrero será
responsable del daño que ocurra en la obra por tal causa, siempre que no haya advertido
en tiempo aquella circunstancia al propietario”.
Art. 1643: “El contrato puede ser resuelto por el locatario, cuando el empresario
desaparezca o caiga en falencia”.
Art. 1652: “Será nula la sociedad que dé todos los beneficios a uno solo de los socios,
o , que liberte a cualquier socio de toda prestación de capital o de contribución en las
pérdidas, o que niegue a un socio participación en los beneficios”.
Art. 1737: “No se juzgará incapaz a la mujer socia que contrajere matrimonio, si
fuese autorizada, etc.”.
Art. 1759: “La sociedad puede disolverse, exigiéndolo algún socio, si muere, etc.,
cuya falta, etc.”.
Art. 1859: “Se considerará que el donatario, ha atentado, etc.”.
Art. 1914: “El mandatario puede, etc. En tal caso serán de su cuenta, etc.”.
Art. 1961: “El mandante, etc., siendo de su cargo en tal caso la prueba, etc.”.
Art. 2107: “La obligación que produce la evicción, etc.; pero la condenación
pronunciada contra los herederos, etc.”.
Art. 2194: “El depositante capaz sólo tendrá acción contra el depositario incapaz para
reivindicar, etc., así como el derecho de cobrar al incapaz, etc.”.
.
134.- Basta ya. Puedo pasar a las construcciones defectuosas del libro tercero, que
estudiaré, como hasta ahora, con relación a las más importantes, y sin emitir juicio
alguno respecto de la oportunidad, la necesidad y todo el resto de fondo de los
respectivos preceptos, por lo mismo que no es esto lo que está en juego.
Art. 2353 inc. 3º: “Se presume que quien ha comenzado a poseer por otro continúa
poseyendo en igual carácter, mientras no se pruebe lo contrario”.
Art. 2419 inc. 2º: “…; lo mismo que las cargas, etc.”.
Art. 2445 inc. 2º: “Se juzga (“se presume”, estaría mejor) que la voluntad de
conservar la posesión, etc.”.
Art. 2519: “Se presume que todas las construcciones, etc., son hechas por el
propietario, etc.”.
Art. 2522: “... así como los emolumentos pecuniarios, etc., salvo los derechos del que
tenga titulo para gozar de la cosa o del que sea poseedor de buena fe”.
Art. 2544: “Nadie puede tomar ni cazar un animal domesticado que recobre su
libertad, mientras su dueño lo vaya persiguiendo”.
Art. 2545: “Se entenderá que las abejas que huyen de la colmena y se posan en árbol
(¿por qué no en otro objeto cualquiera?) que no sea del propietario de aquéllas, vuelven
a su libertad natural, etc.!”.
Art. 2559: “Corresponderá la mitad del tesoro al tercero que no sea poseedor
imperfecto y que lo descubra. La otra mitad corresponderá al propietario”.
Art. 2600: “Cuando la confusión o mezcla resulte de un hecho casual, si las cosas no
fuesen separables o no hubiese especie principal, cada propietario adquirirá en el todo,
etc.”.
Art. 2601: “Para que la tradición, etc., se requiere que sea hecha por el propietario,
etc., y que el que la reciba, etc.”.
Art. 2615: “El propietario de un fundo no puede hacer en éste excavaciones, etc., que
puedan producir desmoronamientos de tierra ni ruinas de edificios o plantaciones que
existan en el fundo vecino”.
Art. 2717: “Un muro es medianero cuando los vecinos de dos heredades contiguas lo
han hecho construir, etc.”.
Art. 2718: “Se presume que el muro que separa dos edificios es medianero en toda su
altura, etc.”.
Art. 2743: “Se presume que es medianero cualquier cerramiento que separa dos
propiedades rurales, etc.”.
Art. 2745: “Se presume que son también medianeros los árboles que existan en
zanjas o cercos medianeros, etc.”.
Art. 2746: “Se reputa (presume) condómino a quien posea terrenos cuyos límites
estén confundidos; etc. En tal caso, cualquiera de los condóminos tiene derecho, etc.”.
Art. 2843: “El usufructo puede ser establecido por un condómino sobre su parte
indivisa”.
Art. 2851: “El usufructuario, etc., debe dar fianza de que gozará de ellas y las
conservará de conformidad con las leyes, así como de que llenará, etc.”.
Art. 2897: “En todos los casos en que el usufructuario, etc., lo hará en proporción al
valor de los bienes sujetos al usufructo y al de los que queden al heredero del
propietario”.
Art. 2932: “La forma de la enajenación del usufructo sobre un inmueble, lo mismo
que la del usufructo que contenga algún inmueble, será, etc.”.
Art. 2968: “El que tiene derecho de habitación de una casa, debe contribuir al pago
de las respectivas cargas, contribuciones y reparaciones de conservación, a prorrata,
etc.”.
Art. 2971: “Servidumbre real es el derecho establecido en favor de una heredad sobre
otra heredad ajena, para utilidad de la primera”. .
Art. 3001: “La servidumbre puede ser constituida en beneficio de un inmueble futuro,
o con relación a una utilidad futura, como la de llevar agua, etc.”.
Art. 3033: “... pero en las relaciones reciprocas de los propietarios se considerará
como única la servidumbre, y aun en las relaciones de éstos con el propietario del fundo
sirviente, se evitará, en cuanto sea posible, el mayor gravamen de este predio”.
Art. 3035: “Sea la servidumbre divisible o indivisible, las acciones del articulo
anterior pueden ser ejercidas por cualquiera de los dominantes o por todos éstos en
común. La sentencia que se dicte en uno u otro de tales supuestos, aprovecha o perjudica
a los demás condóminos”. .
Art. 3066: “Cuando el ejercicio parcial de la servidumbre se deba a la imposibilidad
de su uso total, ya por cambio en el estado material de los lugares, ya por oposición del
propietario de la heredad sirviente, etc.”.
Art. 3206: “Los derechos, etc., sólo subsisten mientras la prenda esté en posesión del
deudor o de un tercero convenido, etc.”.
Art. 3218: “Si el deudor prendario estuviese obligado para con el mismo acreedor por
otra deuda contraída posteriormente y que viniese a ser exigible antes que la prendaria,
al acreedor, etc.”.
Art. 3227: “Si el acreedor pierde la tenencia de la cosa, puede recobrarla contra
cualquiera que la tenga en su poder, sin exceptuar al mismo deudor”.

135.- Van ahora las construcciones defectuosas del libro cuarto, a cuyo respecto
procuraré ser aun más breve.
Art. 3353: “Se juzga que el renunciante nunca ha sido heredero, y la sucesión se
defiere, etc.”.
Art. 3381: “Pagados los acreedores y legatarios, los bienes restantes deberán ser
devueltos, etc.”.
Art. 3383, incisos 2º a 4º: “... pagar las deudas y cargas legitimas...”, “... es el único
representante de la sucesión”, “no puede someter a árbitros ni transigir los asuntos, etc.”.
Art. 3415: “La posesión judicial de la herencia, una vez dada, tiene, etc.” (La verdad
que todo el segundo inciso podría ser suprimido sin inconveniente).
Art. 3426: “El tenedor de buena fe de la herencia no debe ninguna indemnización por
la pérdida o el deterioro, que le fuesen imputables, de las cosas hereditarias, a menos,
etc., caso en el cual responderá en la medida de su provecho...; también está obligado a
responder de la pérdida o deterioro, aun fortuitos, de los objetos hereditarios, a no ser,
etc.”.
Art. 3455: “Cuando varios incapaces tengan intereses opuestos en la partición y estén
representados por un tutor o curador común, se nombrará para cada incapaz un
representante especial a ese sólo efecto”.
Art. 3534 inc. 2º: “Si éste, etc., el heredero perjudicado tendrá derecho de garantía
por los objetos, etc.”.
Art. 3539: “La sucesión será juzgada vacante cuando no se presente pretendiente
alguno después de citados por edictos durante treinta días los que se crean con derecho a
ella, o cuando haya transcurrido inútilmente el término para el inventario y la
deliberación, o cuando la sucesión haya sido repudiada por el heredero”.
Art. 3553: “No se puede representar al autor de la sucesión de que se haya sido
excluido como indigno o en la cual se haya sido desheredado”.
Art. 3603: “... tendrán opción entre ejecutar la disposición testamentaria o entregar,
etc.”.
Art. 3620: “Será de ningún valor cualquier disposición, etc.,”.
Art. 3642: “No es indispensable que las indicaciones, etc.”.
Art. 3667: “La entrega y la suscrición del testamento deben ser hechas en un solo
acto, etc.”.
Art. 3692: “El juez procederá a abrir el testamento ológrafo, si estuviese cerrado, y a
examinar a los testigos, etc.”.
Art. 3717: “… y aunque el usufructo haya sido dado separadamente a otra persona”.
Art. 3728: “Se entiende que el sustituto del sustituto, lo es también del heredero
nombrado, etc.”.
Art. 3829: “El testador no puede confirmar las disposiciones contenidas en un
testamento nulo por su forma, sino reproduciéndolas, aunque el testamento nuevo esté
revestido de todas las formalidades necesarias”.
Art. 3854: “Cuando no haya herederos y las disposiciones del testador sólo tengan
por objeto hacer legados, la posesión de la herencia corresponderá al albacea”.
Art. 3908: “... y así cuando cada conservador haya efectuado una conservación
distinta, los créditos de los últimos serán preferidos a los primeros..,” (observo, de paso,
que la ejemplificación del inciso es totalmente inútil, pues no agrega ni ilustra
positivamente nada con relación a lo dicho en el inciso primero del articulo).
Art. 3915: “Si los muebles del deudor, etc., se tomará la diferencia de los inmuebles
del mismo deudor”.
Art. 3966: "La prescripción no corre, etc., aunque haya comenzado contra una
persona mayor de edad a quien aquéllos hubieren sucedido”.
Art. 3986: “La prescripción se interrumpe por demanda, aunque ésta sea interpuesta
ante juez incompetente, aunque sea nula por defecto de forma y aunque el demandante
sea incapaz para presentarse en juicio”.
Art. 3988: “El compromiso, constante en escritura pública, en que se sujete la
cuestión jurídica a juicio de árbitros, interrumpe la prescripción”.
Art. 4010; “Es justo titulo para la prescripción cualquier acto jurídico que tenga por
objeto la transmisión de un derecho de propiedad, siempre que sea susceptible de
producir esa transmisión, y siempre que el respectivo instrumento esté revestido de las
solemnidades exigidas, etc.”.
Art. 4022: “La posesión de un seto o cercado durante treinta años, confiere la
propiedad exclusiva de los mismos al vecino poseedor”.
He aquí, finalmente, dos casos de construcciones viciosas de la ley de matrimonio:
Art. 19 inc. 3º: “Dos testigos que conozcan a las partes y declaren acerca de la
habilidad para casarse y de la identidad de las mismas”.
Art. 59: “Bastará, etc., lo mismo que en los casos del articulo 135 de este código”.
CONCLUSIÓN

136.- ¿Cuáles son las inducciones que es dable formular en presencia de todo lo
dicho?
Pueden ser varias. Pero, siquiera en obsequio al apremio con que escribo, me
parece que cabe reducirlas a dos principales: la relativa al valor o mérito del código, y
la concerniente a su ulterioridad.
Comienzo con la primera.
Ya se ha visto el juicio de Alberdi, lo mismo que el de V. F. López. Y son notorias
las opiniones de los comentadores nacionales.
Pero yo me he limitado no poco en apreciaciones de tal carácter, por lo mismo que
en esta obra no he hecho más que examinar la técnica del código, y no el contenido
del mismo. De ahí que los indicados pareceres no puedan ser tomados en cuenta en
toda su amplitud, sinó en cuanto pueden abarcar el aspecto que acabo de dejar
estudiado.
Creo que Alberdi y López se equivocaron. El primero de ambos profetizó una vida
efímera al código (p. 42. de su recordado folleto), después de haber zaherido al
codificador con aquello de que la confección de un código no era titulo para ninguna
gloria (p. 5 del mismo folleto).
Creo que también se equivocan, no sé si de buena fe, los que en la actualidad
adoptan una actitud de intransigente hostilidad contra la obra del Dr. Vélez, en la cual
jamás encuentran nada bueno y a la cual achacan todos los defectos posibles; al
extremo de que han llegado a labrarse una reputación de civilistas sólo por razón de
sus críticas, sistemáticas, acaso aprovechando la psicología ambiente, tan simplista
que se deslumbra ante palabras gruesas, tan perezosa que se amolda a criterios ajenos
sin mayor examen, y tan propensa a admitir todo cuanto implique negación y hasta,
destrucción.
Creo yo que el código es bueno, hasta excelente, como he dicho más de una vez en
el curso de este trabajo, al extremo de, que aun hoy puede resistir el parangón, con
cualquiera de los códigos civiles del mundo, si se exceptúa los códigos suizo y,
alemán, y en menor dosis el código brasileño. Bastaría paralelizar sus méritos y sus
deficiencias, sin unilateralidad alguna, para descubrir - con bien poco trabajo por
cierto - que el saldo resultante le es favorable.
Su misma técnica, con ser puramente intuitiva e inintencional, y malgrado la suma
de fallas que entraña, se resuelve (sobre todo en materia de adaptación al ambiente,
de metodología y de ciencia) en una construcción sólida y encomiable.
Ni siquiera es admisible, hablando otra vez en general, la observación alberdiana
de que un código es un asunto de simple selección, y de que ésta queda muy
facilitada con las colecciones legislativas existentes. Al fin y al cabo, no hay
diferencia esencial alguna entre un codificador y un inventor de mecanismos o un
autor científico o artístico cualesquiera, Unos y otros se aprovechan del
correspondiente capital atesorado por la humanidad. Unos y otros no hacen más que
combinar los elementos existentes en el campo de sus respectivas actividades,
eligiéndolos previamente, dándoles formas nuevas, amoldándolos a las modalidades
peculiares del medio (del momento, del lugar, de las condiciones sociales, etc.), y
agregándoles - cierto que no siempre - lo intuitivo o inspirado de sus personales
creaciones. Unos y otros, en suma, son meros órganos de la ciencia o del arte
colectivos, ya que según las enseñanzas de Tarde (La logique sociale) y de toda la
sociología contemporánea (Groppali, La genesi sociale del fenomeno scientifico;
Guyau, L'art au point de vue sociologique; Tolstoi, What is Art?; Gaultier, Le sens de
l'art; mi América latina, pp. 317 y ss. y 458 y ss.), que no ha hecho otra cosa que
extender el pensamiento de Taine (Philosophie de l'art, Histoire de la littérature
anglaise, etc.), no hay obra humana, así en ciencia como en el arte (y hasta en
religión) que no sea fruto de su medio, que no resulte expresión de su ambiente. De
ahí que un codificador no deje de realizar obra “propia” por razón de que su aporte
personal se reduzca a seleccionar y a amoldar, por cuanto en el fondo no hacen cosa
diversa los inventores de máquinas, por ejemplo, que se limitan a cambiar un rodaje,
o bien a adaptar un mecanismo particular; etc.
Cabalmente, es en esa tarea selectiva, es en esa aptitud combinadora donde está la
novedad, es en esa aludida disposición particular de los elementos donde radica el
mérito y donde se tiene el titulo. Y ese mérito y titulo no pueden ser negados al
codificador: en método, en espíritu conductor, en amoldamiento a nuestras
exigencias, en riqueza de instituciones y preceptos, etc., nuestro código no tenia igual
- ni lo tuvo después durante bastantes años - en el mundo, y se distinguía de
cualesquiera otros en la mayoría de los sentidos. El mismo Esboço de Freitas, que es
todo un monumento jurídico - recuérdese que siempre tengo en cuenta lo relativo de
las cosas - en nuestros países, no puede ser puesto al lado del código: sobre que es
incompleto, es de una profusión y de un doctrinarismo tan saltantes, que habrían
menguado en mucho su valor legislativo.
Lo que es también positivo es que el código pudo ser mejor, aun con relación a su
época, en cualquiera de los aspectos del mismo: en el plan ha llegado a ser inferior a
Freitas en varias ocasiones bien importantes (hechos jurídicos, todas las
generalidades del libro primero del Esboço, obligaciones, etc.), su liberalidad pudo
ser más acentuada, su socialidad debió hacerse sentir con mayor eficacia, sus
repeticiones y contradicciones son excesivas, su doctrinarismo debió desaparecer, su
estilo habría tenido que ser no ya más correcto y literario, sino más conciso y, sobre
todo, más claro, etc. Todo ello, con revestir alcances pronunciados, a mi ver no quita
al fondo del asunto. Y en este sentido - único que a mi juicio cuadra en la apreciación
crítica de cualquier obra; en lo que no estoy de acuerdo, como se ve, con aquellos que
se complacen en imputaciones de detalle, y que por una simple incidencia, a veces
nimia, llegan a despreciar todo un conjunto estimable - cabe afirmar que nuestro
código es, como tengo dicho, una buena obra, una excelente obra.

137.- El error más grande de Alberdi ha estribado en lo de la vida efímera del


código. No sólo ha perdurado éste, sino que, además, está destinado a perdurar por
mucho tiempo todavía.
Hay tantas cosas buenas en él, que sus defectos no dan pie para una reforma
integral del mismo.
Es verdad que se ha insinuado por algunos la necesidad de tal reforma. También
es verdad que no ha faltado algún legislador que haya presentado un proyecto en ese
sentido. Y es igualmente verdad que en una institución jurídica del país - el Colegio
de Abogados de la Capital Federal - se ha consagrado más de una “conversación” al
examen del asunto.
Fuera de ello no hay sino manifestaciones individuales (proyecto del Dr. Zeballos,
presentado a la Academia de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos
Aires), o tentativas parciales, como las contenidas en la doble decena de proyectos
sometidos al Congreso, y como la del último congreso notarial celebrado en la
Metrópoli, respecto de escrituras y testamentos.
Ya me he pronunciado al respecto en mi trabajo La reforma de la legislación en
los países americanos, en el cual, si bien con relación a los distintos estados de la
comunidad continental, y con mira hacia lo más amplio de la legislación (o
codificación) privada de los mismos, he contemplado principalmente el tópico desde
el punto de vista civil. En él he arribado a estas dos conclusiones: “1ª Que no hay
motivo alguno en nuestros países que reclame la revisión integral de los códigos de
derecho privado. 2ª Que los defectos de omisión o de criterio que éstos encierran,
pueden ser salvados, ya por una jurisprudencia que sepa interpretar con espíritu actual
los principios generales del mismo, ya, cuando esos principios básicos falten,
mediante leyes especiales”.
Como se comprenderá, tales conclusiones son a fortiori aplicables a la Argentina,
particularmente en lo que toca al derecho civil: su legislación privada es
relativamente buena, y su código civil es, con el del Brasil, lo mejor que se tiene en
toda América.
Advierto, a propósito, que el Congreso americano de ciencias sociales reunido en
Tucumán en julio de 1916, al cual fuera presentado dicho trabajo, aprobó plenamente
las conclusiones citadas, en la siguiente forma: “1ª No existe razón alguna para la
reforma integral de los códigos de derecho privado. 2ª Los errores u omisiones que se
noten en la legislación vigente, pueden ser subsanados, sea por los tribunales, que con
criterio actual interpreten los principios básicos de aquélla, sea mediante leyes
especiales cuando tales normas faltaren. 3ª A objeto de llevar a la práctica los
propósitos de la conclusión anterior, se aconseja: a) el fomento de comentarios a las
leyes vigentes, que con el criterio expresado interpreten sus preceptos; b) la
preparación de repertorios oficiales de jurisprudencia, organizados científicamente; c)
la especificación de las modificaciones de la misma jurisprudencia dentro de cada
país”.
Bien me consta el poco caso que se hace de las resoluciones de congresos
semejantes. Entre nosotros no hay, en materia legislativa y de gobierno, otros
criterios que los circunstanciales, ni más autoridad que la impresión personal, ni otra
ciencia que el empirismo, ni más norma de acción que el subjetivismo. Lo objetivo,
lo sociológico y lo superior de cualquier disciplina, es poco menos que desconocido
en nuestras prácticas.
Es lamentable que ello pueda ser así. Pero convengamos en que es también fatal.
Nuestros funcionarios y congresales no son reclutados, a buen seguro, sinó por
excepción, entre la gente entendida: los profesionales de la política son políticos -
“politiqueros” seria más exacto - y no otra cosa. Lo que es peor, tienen toda la razón
del mundo: los trajines electorales no se compadecen con lo austero de la cultura,
pues ésta fatalmente enfriarla más de un entusiasmo subalterno o poco recomendable;
de otra parte, y es esto lo más importante, la propaganda y la acción de los comités
supone, mucho menos que razones y convicción, un “ismo” cualquiera, la dialéctica
de la calle, la palabra gruesa o sonante, y todo el resto de la pura persuasión, de la
inconsciente sugestión, y del gregarismo determinado por la necesidad, o, a lo sumo,
por la pasión tan unilateral como absorbente.
Cabe, pues, calcular lo educador de una vida y de un medio semejantes. Cabe
suponer, de consiguiente, lo que es dable esperar, en lo que atañe a gestiones
técnicas, de individuos que se desarrollan en condiciones así, y que han empezado
por tener la predisposición al efecto. Cabe imaginar, por último, si Nietzsche tenia
razón cuando escribía que “la política es el campo de acción de los cerebros
mediocres”, que la preocupación política es “una grande y ridícula demencia”, en
cuanto al efecto se subordina la actividad individual a “fines inferiores y de ninguna
manera indispensables”, y en cuanto se la malgasta “en lo que hay de más precioso:
el esprit”.
No habría nada que extrañar, entonces, si mañana mismo se votase un proyecto
que ordenara la reforma integral del código, encargándose al efecto la tarea a un
jurista de los más o menos consagrados.
Felizmente, la despreocupación de las cámaras por cualquier asunto técnico,
máxime si entraña la magnitud de aquél, habría de aportar el necesario elemento del
tiempo, lo que redundarla en mayor tino y juicio, por lo mismo que se tardaría
bastante en la discusión legislativa que correspondiese. Recuérdese los precedentes
que en tal sentido he mencionado en los núms. 24 y ss.
Por lo demás, y para el caso de que se llegara a esa situación, sería menester que
se tuviese en cuenta más da una circunstancia que paso a enunciar, sin forjarme
ilusión alguna acerca de su efectiva aplicación, por justo que sea el respectivo
contenido. Me limitaré, al efecto, a. sintetizar lo pertinente de una conferencia que
sobre la reforma del código di en el “Instituto popular”, y que in extenso corre
publicada en La Prensa de setiembre 8 de 1917.
Desde luego, hoy por hoy no existe en el país ningún jurisconsulto en condiciones
de realizar la tarea por si solo. El código civil es un instrumento político y
sociológico de primer orden, por lo mismo que es la ley de la vida privada: de ahí sus
correlaciones con todos los demás códigos y con muchas leyes administrativas
(contabilidad, moneda, ferrocarriles, etc.); de ahí sus arraigos constitucionales; de ahí
sus numerosos y fuertes postulados (biológicos, psicológicos, económicos, éticos y
ampliamente sociales), sin contar la alta dosis de ciencia jurídica hoc sensu que
supone, y sin mencionar lo atingente a las formas gramaticales y a las virtudes
literarias del respectivo lenguaje. Es prácticamente imposible que un solo hombre
pueda abarcar tan vastos horizontes.
Bien me consta que no falta quien se crea con títulos al respecto. Más también me
resulta palmario lo de que la naturaleza es menos pródiga en genios de lo que muchos
juzgan. Menos que esto, no siempre se dispone de un Vélez Sarsfield para preparar
un código civil: el codificador tenía, por de pronto, un hermoso talento (aunque no la
debida versación); se había educado en el gran libro experimental de la vida y en las
más complejas y elevadas funciones de la actividad (profesor, legislador, ministro,
constituyente, abogado, hombre de letras, autor, economista, etc.); y se adornaba con
aquella cualidad que tanto canonizara Alberdi (no con respecto a Vélez, sinó en
general), cual era la del tino, la del juicio, que le permitía la apreciación integral de
las circunstancias, de las exigencias y de la adaptabilidad.
De consiguiente, esa elaboración del correspondiente proyecto tendría que ser
encomendada a una comisión cabalmente representativa de los principales intereses
que juegan en el código, como sería la que he indicado en el nº 23, y nunca a una sola
persona. Y de ahí todo el resto: plan fundamental de la tarea, ulterior división del
trabajo, informes diversos (científicos, jurisprudenciales, económicos, políticos, etc.),
abundante publicidad, y finales deliberaciones plenarias.
Fuera de ello, el Parlamento tendría que inspirarse, del punto de vista técnico, que
es el que propiamente interesa en este trabajo, en los precedentes extranjeros .(alemán
y brasileño, para limitar la cita a lo típico).
Por eso, la controversia legislativa debiera ajustarse a cánones como los que ya he
señalado. a objeto de que se pudiera arribar a una obra eficiente y digna: la respectiva
comisión parlamentaria (y no insisto acerca de su composición, ni respecto de la
obviedad de su asesoramiento y de una generosa publicidad), debiera avocarse el
estudio detenido y pleno del proyecto, en deliberaciones de toda amplitud, para
concluir aceptando o rechazando, por mayoría, las correspondientes soluciones; y la
discusión en las cámaras tendría que ser reformada, para quitarle lo pesado y lento de
la tramitación común, sobre la base primordial de que la controversia se ha hecho ya,
o debió hacerse, en el seno de las comisiones (de diputados, de senadores, y luego de
diputados y senadores reunidos).
Pero repito, esa reforma es hoy innecesaria. Por eso concluyo que lo menos que
debemos hacer es rendir homenaje a nuestro codificador, que con medios reducidos
ha sabido dar al país un código que lo honra y que nos honra.

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