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e n p o r ta d a

LA VENGANZA
DE DIOS
Cuando parecía que habíamos
expulsado por la puerta a unas
religiones de dudosa compatibilidad
con la buena democracia, se nos han
colado por la ventana unas políticas
de la identidad que reproducen
sus estrategias argumentales.

Fé l i x Ov e je ro Luc a s

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C
uando se estrenó La vida de Brian se armó la de Dios
es Cristo. En Irlanda y Noruega se prohibió su pro-
yección, en Estados Unidos rabinos, curas y monjas
se manifestaron ante las salas, en muchos países la
película fue mutilada por la censura, la sobrevalo-
rada BBC se negó a emitirla para no ofender a los
cristianos y no faltaron las amenazas creíbles para sus protagonistas. La
izquierda salió en su defensa. No toda. Muchos se echaron atrás cuando
el proyecto comenzaba a caminar y solo porque George Harrison, el
Beatle, se empeñó –en sentido literal–, la película se pudo realizar. Otros
prefirieron no complicarse la vida. No solo no se atrevían a defender las
ideas de la película, es que ni siquiera se atrevían a defender su condición
de posibilidad: la libertad de expresión.
Si hoy, cuarenta años después, la película se volviera a estrenar
me temo que no encontraría más facilidades. Es más, el progreso
técnico, en sus diversas variantes, propiciaría intervenciones más
desaforadas. Y al otro lado, defendiéndola, quedarían muy pocos.
Los curas, seguramente, estarían entre los detractores, pero no solo
ellos. Incluso, conjeturo, ocuparían los últimos lugares de la lista en
la hora de las protestas. A la cabeza encontraríamos a muchos de los
que en otro tiempo hubieran defendido la película. Sus argumentos
serían parecidos a los de los curas: la ofensa y el sentimiento; vamos, la
ausencia de argumentos. Recuerden algunas de las míticas secuencias
y anticipen los posibles agraviados: “qué han hecho los romanos por
nosotros” y las culturas tradicionales; Pijus Magnificus y las minorías;
el derecho a parir de Loreta y la teoría del género. Con todo, eso,
la descalificación de la película, me temo, solo sería el primer paso.
Lo más deprimente sería el siguiente, no menos previsible: impedir la
proyección. La peor reacción: la combinación de la estrategia “argu-
mental”, la apelación a los sentimientos, con la estrategia política, la
reclamación de prohibición, de vetar el debate.
Y es que en estos tiempos en los que las religiones –algunas, por ser
más precisos– andan a la defensiva y en retirada, parecen imponerse
los estilos intelectuales de la religión, en particular, su desprecio al

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debate racional. De grado o de fuerza, con convicción o resignación,
cuando habíamos expulsado por la puerta a unas religiones de dudosa
compatibilidad con la buena democracia, se nos han colado por la
ventana unas políticas de la identidad que reproducen sus estrategias
argumentales. Y en las peores condiciones: lo que salió por la puerta
como reaccionario se ha reintroducido por la ventana revestido como
progresista1. La venganza de Dios que, definitivamente, parece escribir
derecho con reglones torcidos.
En las líneas que siguen trataré de mostrar los problemas de com-
patibilidad entre una idea fuerte de religión y la buena democracia.
En muchos aspectos, son los problemas de las políticas de la identidad.

Las religiones y el debate democrático


Religiones hay muchas. O, por mejor decir, cosas muy distintas se
acostumbran a calificar como religiones. Pero no todo es lo mismo.
El budismo, por ejemplo, se podría encuadrar sin muchas torsiones
entre las teorías o técnicas (más o menos rudimentarias) psicológicas
entregadas a abordar el sufrimiento psicológico y, desde luego, se
despreocupa mucho de exigir un compromiso incondicional con la
veracidad de sus no demasiado numerosas afirmaciones históricas.
Poco que ver con las religiones monoteístas que tan bien conocemos y
padecemos. En estas coinciden, además de ideas acerca de cómo vivir,
estrategias específicas de fundamentación doctrinal y un fuerte com-
promiso con la distinción entre verdadero y falso referida a la doc-
trina y, consiguientemente, a la de bien. En palabras de Jan Assman:

“Es común a todas las nuevas religiones un concepto de verdad enfá-


tico. Todas ellas se basan en un distinción entre religiones verdade-
ras y falsas y predican sobre esa base una verdad que no es comple-
mentaria respecto de otras verdades sino que sitúa a todas las demás

1 Tenemos mucha resistencia a prescindir de Dios. Incluso entre ateos se muestra reticencia psicoló-
gica a aceptar avances científicos y tecnológicos en los territorios tradicionalmente asignados a la
jurisdicción divina, cf. A. Waytz, L. Young, “Aversion to playing God and moral condemnation of
technology and science” Philosophical Transactions of the Royal Society B: Biological Sciences, 2019.

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verdades tradicionales o rivales en el ámbito de lo falso. Esa verdad
es lo auténticamente nuevo, y su carácter novedoso, exclusivo y exclu-
yente, se distingue también por la forma de su comunicación y codifi-
cación. Esa verdad, según se entiende a sí misma, ha sido revelada a la
humanidad; de ningún modo habrían podido los hombres llegar hasta
esta meta por sus propias fuerzas, mediante la experiencia acumulada
por generaciones; y ha sido fijada en un canon de escritos sagrados”2.

No cuesta reconocer mimbres comunes: pretensión de verdad, texto


revelado y vocación de universalidad. Vale la pena desgranar las diver-
sas dimensiones comprometidas. Se verá que, todas juntas, planten
problemas no menores para el debate democrático:

a) Una idea política, pública, de cómo vivir; esto es, la afirmación de


una trama de principios que aspiran a regir la vida colectiva. Desde el
punto de vista de quien está comprometido con la visión religiosa, no
solo se trata de que a él le parezca mal abortar, su aborto o la interven-
ción personal en un aborto, sino que le parece mal cualquier aborto. En
ese sentido, su compromiso es de naturaleza política. Aspira a que los
principios que rigen su vida encuentren traducción legal e institucio-
nal. Por supuesto, no todas las religiones son igualmente radicales en
ese compromiso. Algunas no pretenderán que todos vayamos a misa,
que todos cumplamos todos los preceptos y otras estarán dispuestas a
imponerlo por ley. Algunas se limitarán a amenazarnos con el chantaje
del infierno y otras se mostrarán dispuestas a acelerar el trámite del
acceso al otro mundo.

2 J. Assman, La distinción mosaica, Akal, Madrid, 2006, p. 10. Con “distinción mosaica” Assman se refie-
re al paso de las religiones primarias a secundarias: sustitución del politeísmo por el monoteísmo; de
la primacía de lo cultural ritual por el texto revelado; de un ámbito cultural particular a una vocación
universal. “No me parece a mí que la distinción más decisiva sea la distinción entre el dios único y los
muchos dioses, sino la distinción entre verdadero y falso en la religión, entre el dios verdadero y los
dioses falsos”, p. 9. Para muchos autores este hábito de “empaquetar” bajo la etiqueta de monoteísmo
a las “tres” religiones ignora importantes matices: la forma en qué reconocen al Dios único; el acceso a
Dios; la idea de la revelación divina; el papel de la figura de Abraham; la forma de referirse al Libro, cf.
R. Brague, Para acabar de una vez con los “tres monoteísmos”, Communio, 2007, 29.

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b) Una estrategia no política de fundamentación. Un texto doctrina-
rio oficia como apelación última, como aval de tesis políticas. Existe
una divinidad inspiradora de unos textos sagrados que operan como
criterios últimos de verdad. No hay propiamente una discusión moral,
filosófica o política; si acaso filológica: determinar lo que Dios “real-
mente” quiso decir. Por sí misma, la voluntad de Dios es la causa, razón
o fundamento de los valores. Las creencias religiosas (la verdades
reveladas por Dios) constituyen el punto de partida para asegurar
(la verdad de) las tesis morales. En ese sentido, la dificultad polí-
tica no radica en que los creyentes tengan ideas acerca de cómo vivir
todos, sino en que no están dispuestos a sostenerlas con argumentos
atendibles por todos. Y es aquí donde comienza la ruptura con la
democracia, al menos con la mejor idea de democracia (deliberativa),
que relaciona, con todas las cautelas que se quieran, el debate demo-
crático con algún imperativo de racionalidad y, por ende, de justicia:
vencen los mejores argumentos tasados por principios normativos,
de imparcialidad, universalidad, etcétera.

c) Una verdad totalizadora, en un doble sentido, porque rige la vida


completa del creyente y porque le proporciona una perspectiva de
interpretación y de valoración que afecta a todos los aspectos del
mundo. No admite tregua ni contempla terrenos vedados. No es una
suerte de “afición”, desvinculada del resto de prácticas o tratos sociales.
Dicho de otro modo: no se permiten adscripciones parciales, como
quien echa el día en sus empeños laborales y dedica las tardes a com-
pletar rompecabezas. El conjunto de la vida adquiere sentido a partir
de la afiliación doctrinal. Cada una de las acciones y actividades se
explica a partir de una dimensión, la más fundamental, a la que se
reducen todas las demás.

d) Una reclamación de blindaje y protección especial. Además, con una


particularidad: la protección apela a los sentimientos religiosos como
“argumento”. Y exige la institucionalización de ese “derecho”. Un trato

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especial que –salvo en el caso de los sistemas totalitarios– no reciben las
ideas políticas, objetos habituales de bromas y desprecios. Lo sucedido
con la famosa película de los Monty Python o, más seriamente, con
las viñetas de Mahoma, no es concebible que pueda suceder con una
obra de teatro sobre un político o sobre una ideología. Basta con que
los creyentes se sientan ofendidos para acallar –y hasta penalizar—al
ofensor. De ahí que se contemplen delitos como la blasfemia o que una
acusación de “islamofobia”, sin más trámite, oficie como descalificación.
Las ideologías políticas no pueden reclamar una protección equivalente
ni, aún menos, en nombre de sentimientos ofendidos.
Revisen ahora la composición del cuadro. Unas concepciones del
mundo con afán totalizador, políticas, que apelan a una fundamen-
tación o racionalidad especial, inaccesible para los que no participan
de la doctrina, y que, a la vez, reclaman una protección frente a las
críticas que se descalifican por ofensivas respecto a unos sentimientos
cuyo último juez son los propios ofendidos. Esto es, una política que
no admite la crítica política. Con un remate especial: la invocación al
sentimiento para acallar cualquier crítica al cuerpo doctrinal.
No resulta irrelevante esto último: el maltrato sentimental queda
“demostrado” invocando la palabra de los ofendidos, sus estados men-
tales. Los hechos resultan irrelevantes3. No cuenta si una injusticia o
agravio es real, sino el que alguien lo percibe como tal. Con ese criterio
consideraríamos conveniente eliminar los impuestos porque los ricos
se sienten injustamente tratados por el sistema fiscal y daríamos como
buena la discriminación a las que se ven sometidas las mujeres de la
India que no se muestran descontentas con su situación.
La descripción anterior es una versión idealizada, en sus trazos más
duros, de las religiones del libro. Obviamente, la realidad es mucho

3 Un proceder que contamina la política hasta la locura y que la aleja de cualquier afán de verdad.
Así el ayuntamiento de Santa Coloma de Gramanet “ha recuperado la figura del sereno para
frenar la inseguridad” (El Periódico 16/01/2019). En el cuerpo de la noticia se precisa que se está
combatiendo una sensación, no una realidad: “A pesar de que, según explica la alcaldesa socia-
lista, los índices de delincuencia no han subido este último año en Santa Coloma; si lo ha hecho
la percepción de inseguridad, magnificada a través de las redes sociales –continúa– cosa que nos
preocupa porque se genera una desconfianza que rompe lazos entre vecinos”.

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más rica en sus matices. Algunas religiones, con más o menos conven-
cimiento, han acabado por debilitar su compromiso con una o varias
de las anteriores dimensiones. Así, no es infrecuente que algunos
cristianos defiendan su religión como un “asunto privado”, íntimo,
que rige su vida y solo la suya. Los practicantes se verían a sí mismos
como los trekkies, esos fans de Star Trek que se reúnen periódicamente,
ataviados con los uniformes de los protagonistas de la famosa serie,
comparten algunos rituales y hasta disponen de una lengua propia,
pero que ni aspiran a que los demás nos comportemos como ellos
ni son trekkies a tiempo completo. En el caso del Islam la versión
idealizada resulta bastante poco idealizada.

La identidad al relevo de Dios


Y para terminar, los deberes. Propongo al lector que dedique unos
minutos a comprobar cómo el guion descrito, cuya incompatibi-
lidad con la buena democracia parece indiscutible, se repite en las
políticas de la identidad. No le costaría encontrar reproducidas, una
a una, las dimensiones inventariadas. Para animarlo, le doy alguna
pista: reparen en las apelaciones a un modo particular de percibir
el mundo asociado a cada lengua, el clásico –e insostenible– argu-
mento herderiano de los nacionalistas, que no anda tan lejos de
ciertos usos feministas de la noción de “perspectiva de género” que
asumen un singular acceso a la realidad inaccesible a los varones,
y que, ciertamente, no se ven desmentidas cuando vetan la partici-
pación –y hasta la defensa de sus propuestas– en manifestaciones
y actos políticos a aquellos que juzgan incapacitados para adquirir
el lote completo de sus tesis4.
La invocación a la identidad resulta especialmente patológica
para la democracia. Pues si, por una parte, fragmenta la comunidad
y conduce a abandonar el afán universalista asociado al ideal de
ciudadanía, a la vez, se convierte en una clave omnicomprensiva de
la política, en una concepción del mundo que no solo atañe a unas
4 De hecho, se llega al absurdo de lamentar que prosperen en el seno de las comunidades políticas
las ideas por las que se lucha y con las que se aspira a regir la vida de todos.

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reivindicaciones precisas de un colectivo (más o menos desfavore-
cido) sino que pretende abarcar todas las dimensiones de la vida
colectiva5. El ciudadano, el “yo plural y de una sola sombra” (Borges),
queda reducido a una de sus dimensiones (a una identidad específica,
mujer, “raza”, etcétera) que explicaría y dotaría de fundamento moral
y político todas sus acciones, privadas y públicas. Un fundamento
que resultaría incompatible –cuando no ininteligible– para los
demás. El final de la ciudadanía. La nueva guerra de religiones.  •

Felix Ovejero Lucas es profesor de la Universidad de Barcelona.


Autor de El compromiso del creador. Ética de la estética y La deriva
reaccionaria de la izquierda.

5 Basta con ver el manifiesto del pasado 8 de marzo: repleto de tesis (de discutible solvencia) sobre
los más variados aspectos de la vida colectiva.

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