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Introducción a la Ciencia Política

Trabajo Nº3 – julio de 2017 - Primer Cuatrimestre

Durante los últimos años el interés por estudiar a la cultura política ha aumentado y
con ello los trabajos sociales que abordan el tema. Los intentos por explicar la actividad
política a partir de factores culturales adquieren cada vez más significación, dadas las
contradicciones que aquejan a las sociedades contemporáneas y cuya solución se haya sujeta
de manera importante a las transformaciones estructurales incluyendo aquellas subjetividades
individuales.

La noción de cultura política es tan antigua como la reflexión misma sobre la vida
política de una comunidad. Para referirse a lo que hoy llamamos cultura política, se ha hablado
de personalidad, temperamento, costumbres, carácter nacional o conciencia colectiva,
abarcando siempre las dimensiones subjetivas de los fenómenos sociales y políticos. Dicho de
otra manera, desde los orígenes de la civilización occidental ha existido una preocupación por
comprender de qué forma la población organiza y procesa sus creencias, imágenes y
percepciones sobre su entorno político y de qué manera éstas influyen tanto en la construcción
de las instituciones y organizaciones políticas de una sociedad como en el mantenimiento de
las mismas y los procesos de cambio.

En la aceptación del orden político, como señala Lagroye, los gobernantes, los grupos
dirigentes y los miembros de un organismo de gobierno siempre andan en busca de apoyo. En
un sentido más amplio, se afanan por conformar el tipo de gobernante que se supone desea el
conjunto de los gobernados, o al menos algún sector del cual esperan obtener votos, la
eventual movilización, ayuda en momentos críticos o simplemente, la docilidad en todo
momento. Esta búsqueda de apoyo puede suponer que los dirigentes efectivamente
comparten las creencias de los grupos que dicen representar y aceptan los valores compartidos
por la mayoría de sus conciudadanos; y tanto más por cuanto son ellos quienes los producen o
aprovechan.

Desde este punto de vista, se puede caracterizar a cada comunidad política por lo que
se llamará, “su cultura política”: el conjunto de las creencias y los valores compartidos que
hacen a la vida en sociedad y al papel de las actividades políticas en la conservación y
orientación de la cohesión social; actitudes fundamentales que permiten el ajuste recíproco de
las conductas o la aceptación de actos autoritarios tendientes a imponer ese ajuste.

Los individuos adquieren esas creencias y actitudes a través de un proceso de


socialización cuya primera etapa es la educación familiar. Es un proceso complejo en la medida
que las diversas “agencias de socialización” (familia, grupos, escuela, empresa, medios)
difunden mensajes parcialmente contradictorios. De ahí la importancia que todo análisis en
términos de “sistema” atribuye a la “función” de socialización; es “el proceso mediante el cual
se forman, conservan y modifican las culturas políticas. Cada sistema político posee estructuras
que cumplen la función de socialización política, diseñan las actitudes políticas, inculcan los
valores políticos, distribuyen las orientaciones políticas de la ciudadanía y las elites”. (Lagroye,
“Sociologia Política”, capitulo 7; 1991).
Para los partidarios del análisis sistémico, afirma Lagroye, la cultura política garantiza la
cohesión y permanencia del sistema; al imponerse a todos, “afecta la conducta de los
individuos en sus roles políticos, el contenido de sus exigencias y sus actitudes ante las leyes”.
Incluye dimensiones afectivas y cognoscitivas que sólo se pueden distinguir por medio del
análisis, porque, al igual que muchos juicios sobre el régimen político, tienden a expresar
confianza (u hostilidad) en los dirigentes y una evaluación tanto de sus conductas como de esa
aptitud para gobernar.

En sus dimensiones afectivas, deriva de una experiencia de las relaciones entre grupos
y entre individuos, resulta de una percepción de las situaciones habituales en la vida familiar, la
escuela, la empresa, las transacciones. Según se experimente y perciba tales situaciones como
conducentes a la negociación y a la búsqueda de un acuerdo entre grupos sociales. En sus
dimensiones cognoscitivas, se la asimila a un conjunto de apreciaciones sobre “buena
conducción” de las acciones de gobierno, la aptitud de los dirigentes y organismos
especializados para satisfacer las esperanzas de los individuos y las posibilidades de mejorar el
sistema político. Desde este punto de vista, ser socializado significa adoptar las actitudes y
compartir las creencias que conforman la cultura política común del grupo: parte de una
cultura que abarca otros aspectos de la vida social.

Esta concepción permite visualizar diversos tipos de cultura política. La combinación


entre las creencias sobre la imposibilidad de acuerdos entre grupos, por un lado, y las
apreciaciones sobre el valor del régimen y los gobernantes, por el otro, diseña tres grandes
“tipos” de cultura política: 1) una cultura que privilegia el apoyo al régimen y a los gobernantes
porque se los considera capaces de asegurar la negociación entre grupos o porque garantiza de
manera autoritaria el orden social perturbado por conflictos aparentemente insolubles; 2) una
cultura favorable a las reformas progresivas cuando el régimen y los gobernantes no satisfacen
plenamente, pero se considera posible un acuerdo entre grupos; 3) una cultura que conduce a
enfrentamientos revolucionarios cuando se considera imposible un acuerdo sobre la
transformación progresiva de un régimen desacreditado.

A partir de este enfoque, los autores generalmente contraponen dos tipos


predominantes de cultura política: una cultura “consensual” en la que la mayoría de los
miembros a la comunidad política comparte opiniones moderadas sobre reformas a
emprender, donde existe una fuerte creencia en la aptitud de los gobernantes y el régimen y se
valora la negociación entre grupos; y una cultura “polarizada” donde la mayoría de los
individuos adopta posiciones irreconciliables sobre los problemas sociales y políticos, no creen
en la posibilidad de un acuerdo y recela tanto de los dirigentes como de las instituciones.

Este enfoque pretende explicar las características generales de una cultura política
(consensual o polarizada), a la vez que la distribución habitual de opiniones entre “familias
políticas”: en última instancia, decir que los individuos se reparten entre familias de opinión
polarizadas y antagónicas equivale a afirmar que la cultura política es extraña a los acuerdos,
las negociaciones y el “consenso”, que se caracteriza por la desconfianza recíproca de todos los
grupos y de éstos hacia el gobernante, considerado portavoz del grupo antagónico más que
punto de confluencia de distintas opiniones.
Esta concepción de la cultura política, aunque muestra distintos matices entre los
autores que la elaboraron, merece severas críticas, señala Lagroye. Ante todo implica una
apreciación normativa demasiado elemental, en la medida que opone sistemas considerables
estables y susceptibles de reformarse – donde la cultura política es “consensual”- a sistemas
tildados de inestables, poco propicios a una “auténtica” vida democrática, donde la cultura está
“polarizada”; ésta podría ser una mera constatación si a tipología no destacara las opiniones
“centristas” y las posiciones consensuales.

Por otra parte, atribuye una importancia excesiva a las opiniones expresadas por los
individuos, tal como se las puede aprehender por medio de las encuestas. Nada permite
demostrar que la elección de posiciones “extremistas” por parte de una mayoría de individuos,
corresponde a sus verdaderas conductas habituales, en las que de hecho pueden prevalecer las
prácticas negociadoras, disimuladas por el radicalismo de sus expresiones y el vigor de sus
ataques. Aprehender la cultura política por los valores que los individuos dicen defender, los
sentimientos que expresan y las actitudes que muestran es correr el riesgo de confundir los
dichos con los hechos, las imágenes difundidas de la sociedad con las prácticas efectivamente
empleadas en las relaciones.

Por último, la mayor debilidad de esta clase de enfoque consiste en postular que en
definitiva todos los miembros de una sociedad política, más allá de sus opiniones divergentes,
comparten una misma cultura, una misma representación de la vida política, las relaciones
entre los grupos y la capacidad de los gobernantes; y que todos adoptan actitudes
fundamentales análogas. Desde este punto de vista, solamente los grupos minoritarios y
marginales escapan a la identificación con una presunta cultura común; sólo ellos parecen
desarrollar “contraculturas” extrañas a las creencias y las actitudes dominantes: contestatarios,
revoltosos, excluidos, aparecen como los productos de de una socialización frustrada, o de la
“aculturación” si son de origen extranjero.

Así, hablar de cultura política es condenarse a ignorar o minimizar los enfrentamientos


entre grupos sobre el modelo deseable de organización social y política; también es
desconocer que los miembros de una sociedad no tienen el mismo grado de relación
consciente con la política y que, en la mayoría de los casos, sólo una minoría está en
condiciones de utilizar correctamente las categorías que sirven para “definir” esa cultura. En
esas condiciones, se corre el riesgo de caer en estereotipos y sobre la “mentalidad”
característica de sus integrantes.

Por consiguiente, el estudio no debe detenerse en la dimensión política de la cultura


común, sino que debe indagar en las creencias y actitudes que prevalecen en el conjunto de las
relaciones sociales, aunque se preste atención especial a las que afectan las conductas
políticas. También se trata de descubrir las creencias y actitudes propias de cada grupo social
relativas a la vida en sociedad y su “traducción” en creencias y actitudes políticas. Así se
analizan las conductas políticas como ajustes, individuales y colectivos, entre los sistemas de
creencias y actitudes de cada grupo y el sistema común al conjunto de grupos que resulta de
una interacción a lo largo de un periodo prolongado. El fundamento de las representaciones
dominantes de la vida política se encontrará en la orientación general de las reglas de la vida
social, que funcionan como un “universo de significaciones”.
Por consiguiente, se puede concebir la cultura política de una nación como el resultado
de múltiples interacciones entre grupos sociales a lo largo de su historia, que constituye una
“suerte de ideología central vinculada con el lenguaje común y, por tanto, con el grupo
lingüístico o la sociedad global”; si bien es verdad que se enfrentan las concepciones sociales
de las distintas clases, en cierto modo proletarios y capitalistas europeos hablan la misma
“lengua” aprendida, “caso contrario no podrían confrontar sus ideas, y, en general, tiene en
común mucho más de lo que se cree, en comparación, digamos, con un hindú.

Lo que el individuo adquiere por medio de la socialización en cuanto a creencias y


actitudes sobre la vida social y política es el producto siempre amenazado y sujeto a revisión de
una memoria social construida en el tiempo; la cultura política, considerada el resultado de
una historia común de enfrentamientos y conflictos, pero también de negociaciones y
concesiones, “forja la identidad colectiva, que, a su vez, pone su impronta en todos los
sistemas de actitudes individuales por medio de la socialización o acumulación.

La cultura propia de cada grupo social, que condiciona en parte las conductas,
actitudes y creencias de sus miembros, es producto del modo de vida las relaciones entre
individuos y entre grupos, las “claves de interpretación” de los hechos sociales, tanto se
adquieran esos modos de representación por transmisión familiar como por obra de las
organizaciones que encuadran a los individuos colocados en situaciones análogas.

Pero, ¿Cuáles son y cómo funcionan los “transmisores de cultura”? ¿De dónde
aprenden los individuos? Las respuestas a estas preguntas dieron lugar, a nuevas dimensiones
de la investigación en cultura política. ¿Cómo se transmite ese poder simbólico? ¿Qué recursos
tiene la sociedad para transferir esos símbolos, esos conceptos compartidos de una generación
a otra?

No debemos imaginar la cultura política como un ente inmóvil, o una “causa” que
“determina” la vida política de un país. Es una variable que mantiene relaciones complejas de
interacción con la economía, la estructura social y la esfera político-institucional, aunque
dentro de ese sistema de influencias se puedan discernir direcciones causales predominantes.

Por otro lado, los medios de comunicación social poseen también ese “poder
simbólico” porque tienen esa capacidad de intervenir e influir en el curso de los
acontecimientos. Los medios de comunicación influyen en las acciones cotidianas porque son
instrumentos técnicos que difunden un contenido, Eso, sumado al hecho de que son el
principal canal de difusión de la información política hace que los medios de comunicación
tengan, en la actualidad, un gran poder.

Giovanni Sartori por ejemplo, describe la relación entre los medios de comunicación y
la cultura política de manera apocalíptica. Ve una sociedad teledirigida y dominada por la
imagen, ya no por la palabra, o por la lectura. Según él, la vivencia política de los individuos se
ve limitada por la televisión que simplifica conceptos e inhibe la capacidad de abstracción -y,
por lo tanto, de razonamiento- de los ciudadanos.

El "video-niño", como él lo denomina, es incapaz de manejar conceptos que no hayan


sido visualizados. El homo sapiens ha dado lugar al homo videns, un hombre mucho más
limitado. El ciudadano ya no opina acerca de qué temas tratar o cómo debe tratárselos, el
pueblo ya no define los issues sino que se limita a elegir quién decidirá basándose en las
imágenes que transmiten los medios: es lo que Sartori llama "videopolítica".

Aunque otros autores se le oponen, sostiene que la cultura política es un elemento


clave para comprender cómo funcionan las instituciones públicas, y, por tanto, cómo se trata
un asunto público en los medios de comunicación. Tiene en cuenta y considera relevante esta
relación entre la cultura política de un país y sus medios de comunicación porque entienden
que éstos son "gestores" de la comunicación social, de sus símbolos y de sus mensajes.

Los medios no pueden por sí solos determinar el rumbo político de una sociedad, ni
pueden modificar sus pautas de convivencia, ni sus valores. El contexto político tampoco puede
amoldar los medios de comunicación a sus conveniencias de turno. No obstante, negar la
imbricación existente entre estos dos ámbitos de legitimidad social sería negar la naturaleza de
la cultura.

La cultura política Francesa y la Argentina tienen varias similitudes y diferencias.

En relación a las elecciones, el sistema de balotaje permite en una primera vuelta la


elección “sincera” del elector entre todos los postulantes y, en caso de que ninguno logre las
mayorías necesarias, una segunda vuelta donde solo compiten los dos candidatos más votados.
Además, de activar un voto estratégico, una segunda preferencia o definir el grado de afinidad
entre los candidatos más representativos, en general el balotaje se lo toma como un
mecanismo para evitar un ejecutivo con altos grados de rechazo.

Francia tiene una larga historia de balotajes a diferencia de nuestro país, siempre
hablando a nivel nacional. Mientras que Argentina “estrenó” el sistema en la definición entre
Macri y Scioli (pudo haberlo utilizado en 2003, pero Menem no participaría del mismo ante la
expectativa de una fuerte derrota en las urnas), en Francia desde 1965 los presidentes se
eligen en segunda vuelta, 10 elecciones consecutivas.

Este año los postulantes sobre los cuales se elegía el próximo presidente francés eran,
por un lado, Marine Le Pen, representante del partido de ultra derecha Frente Nacional,
fundado por su padre Jean Marie Le Pen en 1972; por el otro, su contrincante era Emmanuel
Macron, quien había sido asesor económico del presidente Hollande.

En relación a los debates presidenciales, tanto para la primera vuelta como para la
segunda en Francia un hito bisagra en la campaña, es la realización del debate presidencial
entre los candidatos. Con el de este año, el país francés ya cuenta con una experiencia de 43
años de debates entre candidatos a presidente. El primer debate en la historia de las
presidenciales francesas tuvo lugar el 10 de mayo de 1974, entre Valéry Gircard D’Estaing y
François Mitterand.

Argentina por su parte también tendría su debut en 2015, tanto para la primera vuelta
como la segunda, esta última previo al ballotage entre los candidatos presidenciales Mauricio
Macri (Cambiemos) y Daniel Scioli (FPV). La importancia del evento fue tal que un año después
el Congreso los institucionalizaría a partir de la Ley 27.337.
En cuanto a las diferencias, el sistema francés desde la base presenta muchas
diferencias, para empezar, es un semipresidencialismo, donde el Primer Ministro depende del
apoyo del parlamento para mantener su cargo.

Yendo al procedimiento de votación, si bien, al igual que Argentina, Francia sigue


utilizando la boleta múltiple impresa en papel; la misma es provista por el Estado; se encuentra
a disposición de los electores en mesas abiertas fuera de las cabinas de votación y sólo llevan el
nombre del candidato. Los electores toman boletas de varios candidatos para evitar que se
sepa cuál será su voto, pasan a la cabina de votación e introducen en un sobre la de su
preferencia y descartan las restantes, luego se acercan a su mesa de votación e introducen su
voto en urnas transparentes. Claramente tampoco es eficiente desde el punto de vista
económico o sustentable, pero evita la posibilidad del robo de boletas.

Como se puede apreciar algunas prácticas pueden ser positivas y deberían plantearse
ser adoptadas a nivel nacional en caso de mantener el instrumento actual de votación, pero
otras parecen muy lejanas de la idiosincrasia de los electores y partidos argentinos,
particularmente por los bajos niveles de confianza entre los actores.

Por último, la obligatoriedad del voto. El nivel de participación no se modifica


demasiado respecto a los promedios registrados para ambos países. Argentina registra valores
estáticos desde el regreso de la democracia en el año 1983, rondando el 80% de la
participación.

En Francia, en cambio, donde el ejercicio del voto no es obligatorio, el nivel de


participación tiende también a ser estático pero habiendo menor participación en los turnos
electorales legislativos (28%), y mayor participación en los turnos electorales presidenciales
(30%). En términos concretos, en Argentina donde el voto es obligatorio se registran mayores
índices de participación electoral que en Francia donde el ejercicio del voto no es obligatorio.

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