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Durante los últimos años el interés por estudiar a la cultura política ha aumentado y
con ello los trabajos sociales que abordan el tema. Los intentos por explicar la actividad
política a partir de factores culturales adquieren cada vez más significación, dadas las
contradicciones que aquejan a las sociedades contemporáneas y cuya solución se haya sujeta
de manera importante a las transformaciones estructurales incluyendo aquellas subjetividades
individuales.
La noción de cultura política es tan antigua como la reflexión misma sobre la vida
política de una comunidad. Para referirse a lo que hoy llamamos cultura política, se ha hablado
de personalidad, temperamento, costumbres, carácter nacional o conciencia colectiva,
abarcando siempre las dimensiones subjetivas de los fenómenos sociales y políticos. Dicho de
otra manera, desde los orígenes de la civilización occidental ha existido una preocupación por
comprender de qué forma la población organiza y procesa sus creencias, imágenes y
percepciones sobre su entorno político y de qué manera éstas influyen tanto en la construcción
de las instituciones y organizaciones políticas de una sociedad como en el mantenimiento de
las mismas y los procesos de cambio.
En la aceptación del orden político, como señala Lagroye, los gobernantes, los grupos
dirigentes y los miembros de un organismo de gobierno siempre andan en busca de apoyo. En
un sentido más amplio, se afanan por conformar el tipo de gobernante que se supone desea el
conjunto de los gobernados, o al menos algún sector del cual esperan obtener votos, la
eventual movilización, ayuda en momentos críticos o simplemente, la docilidad en todo
momento. Esta búsqueda de apoyo puede suponer que los dirigentes efectivamente
comparten las creencias de los grupos que dicen representar y aceptan los valores compartidos
por la mayoría de sus conciudadanos; y tanto más por cuanto son ellos quienes los producen o
aprovechan.
Desde este punto de vista, se puede caracterizar a cada comunidad política por lo que
se llamará, “su cultura política”: el conjunto de las creencias y los valores compartidos que
hacen a la vida en sociedad y al papel de las actividades políticas en la conservación y
orientación de la cohesión social; actitudes fundamentales que permiten el ajuste recíproco de
las conductas o la aceptación de actos autoritarios tendientes a imponer ese ajuste.
En sus dimensiones afectivas, deriva de una experiencia de las relaciones entre grupos
y entre individuos, resulta de una percepción de las situaciones habituales en la vida familiar, la
escuela, la empresa, las transacciones. Según se experimente y perciba tales situaciones como
conducentes a la negociación y a la búsqueda de un acuerdo entre grupos sociales. En sus
dimensiones cognoscitivas, se la asimila a un conjunto de apreciaciones sobre “buena
conducción” de las acciones de gobierno, la aptitud de los dirigentes y organismos
especializados para satisfacer las esperanzas de los individuos y las posibilidades de mejorar el
sistema político. Desde este punto de vista, ser socializado significa adoptar las actitudes y
compartir las creencias que conforman la cultura política común del grupo: parte de una
cultura que abarca otros aspectos de la vida social.
Este enfoque pretende explicar las características generales de una cultura política
(consensual o polarizada), a la vez que la distribución habitual de opiniones entre “familias
políticas”: en última instancia, decir que los individuos se reparten entre familias de opinión
polarizadas y antagónicas equivale a afirmar que la cultura política es extraña a los acuerdos,
las negociaciones y el “consenso”, que se caracteriza por la desconfianza recíproca de todos los
grupos y de éstos hacia el gobernante, considerado portavoz del grupo antagónico más que
punto de confluencia de distintas opiniones.
Esta concepción de la cultura política, aunque muestra distintos matices entre los
autores que la elaboraron, merece severas críticas, señala Lagroye. Ante todo implica una
apreciación normativa demasiado elemental, en la medida que opone sistemas considerables
estables y susceptibles de reformarse – donde la cultura política es “consensual”- a sistemas
tildados de inestables, poco propicios a una “auténtica” vida democrática, donde la cultura está
“polarizada”; ésta podría ser una mera constatación si a tipología no destacara las opiniones
“centristas” y las posiciones consensuales.
Por otra parte, atribuye una importancia excesiva a las opiniones expresadas por los
individuos, tal como se las puede aprehender por medio de las encuestas. Nada permite
demostrar que la elección de posiciones “extremistas” por parte de una mayoría de individuos,
corresponde a sus verdaderas conductas habituales, en las que de hecho pueden prevalecer las
prácticas negociadoras, disimuladas por el radicalismo de sus expresiones y el vigor de sus
ataques. Aprehender la cultura política por los valores que los individuos dicen defender, los
sentimientos que expresan y las actitudes que muestran es correr el riesgo de confundir los
dichos con los hechos, las imágenes difundidas de la sociedad con las prácticas efectivamente
empleadas en las relaciones.
Por último, la mayor debilidad de esta clase de enfoque consiste en postular que en
definitiva todos los miembros de una sociedad política, más allá de sus opiniones divergentes,
comparten una misma cultura, una misma representación de la vida política, las relaciones
entre los grupos y la capacidad de los gobernantes; y que todos adoptan actitudes
fundamentales análogas. Desde este punto de vista, solamente los grupos minoritarios y
marginales escapan a la identificación con una presunta cultura común; sólo ellos parecen
desarrollar “contraculturas” extrañas a las creencias y las actitudes dominantes: contestatarios,
revoltosos, excluidos, aparecen como los productos de de una socialización frustrada, o de la
“aculturación” si son de origen extranjero.
La cultura propia de cada grupo social, que condiciona en parte las conductas,
actitudes y creencias de sus miembros, es producto del modo de vida las relaciones entre
individuos y entre grupos, las “claves de interpretación” de los hechos sociales, tanto se
adquieran esos modos de representación por transmisión familiar como por obra de las
organizaciones que encuadran a los individuos colocados en situaciones análogas.
Pero, ¿Cuáles son y cómo funcionan los “transmisores de cultura”? ¿De dónde
aprenden los individuos? Las respuestas a estas preguntas dieron lugar, a nuevas dimensiones
de la investigación en cultura política. ¿Cómo se transmite ese poder simbólico? ¿Qué recursos
tiene la sociedad para transferir esos símbolos, esos conceptos compartidos de una generación
a otra?
No debemos imaginar la cultura política como un ente inmóvil, o una “causa” que
“determina” la vida política de un país. Es una variable que mantiene relaciones complejas de
interacción con la economía, la estructura social y la esfera político-institucional, aunque
dentro de ese sistema de influencias se puedan discernir direcciones causales predominantes.
Por otro lado, los medios de comunicación social poseen también ese “poder
simbólico” porque tienen esa capacidad de intervenir e influir en el curso de los
acontecimientos. Los medios de comunicación influyen en las acciones cotidianas porque son
instrumentos técnicos que difunden un contenido, Eso, sumado al hecho de que son el
principal canal de difusión de la información política hace que los medios de comunicación
tengan, en la actualidad, un gran poder.
Giovanni Sartori por ejemplo, describe la relación entre los medios de comunicación y
la cultura política de manera apocalíptica. Ve una sociedad teledirigida y dominada por la
imagen, ya no por la palabra, o por la lectura. Según él, la vivencia política de los individuos se
ve limitada por la televisión que simplifica conceptos e inhibe la capacidad de abstracción -y,
por lo tanto, de razonamiento- de los ciudadanos.
Los medios no pueden por sí solos determinar el rumbo político de una sociedad, ni
pueden modificar sus pautas de convivencia, ni sus valores. El contexto político tampoco puede
amoldar los medios de comunicación a sus conveniencias de turno. No obstante, negar la
imbricación existente entre estos dos ámbitos de legitimidad social sería negar la naturaleza de
la cultura.
Francia tiene una larga historia de balotajes a diferencia de nuestro país, siempre
hablando a nivel nacional. Mientras que Argentina “estrenó” el sistema en la definición entre
Macri y Scioli (pudo haberlo utilizado en 2003, pero Menem no participaría del mismo ante la
expectativa de una fuerte derrota en las urnas), en Francia desde 1965 los presidentes se
eligen en segunda vuelta, 10 elecciones consecutivas.
Este año los postulantes sobre los cuales se elegía el próximo presidente francés eran,
por un lado, Marine Le Pen, representante del partido de ultra derecha Frente Nacional,
fundado por su padre Jean Marie Le Pen en 1972; por el otro, su contrincante era Emmanuel
Macron, quien había sido asesor económico del presidente Hollande.
En relación a los debates presidenciales, tanto para la primera vuelta como para la
segunda en Francia un hito bisagra en la campaña, es la realización del debate presidencial
entre los candidatos. Con el de este año, el país francés ya cuenta con una experiencia de 43
años de debates entre candidatos a presidente. El primer debate en la historia de las
presidenciales francesas tuvo lugar el 10 de mayo de 1974, entre Valéry Gircard D’Estaing y
François Mitterand.
Argentina por su parte también tendría su debut en 2015, tanto para la primera vuelta
como la segunda, esta última previo al ballotage entre los candidatos presidenciales Mauricio
Macri (Cambiemos) y Daniel Scioli (FPV). La importancia del evento fue tal que un año después
el Congreso los institucionalizaría a partir de la Ley 27.337.
En cuanto a las diferencias, el sistema francés desde la base presenta muchas
diferencias, para empezar, es un semipresidencialismo, donde el Primer Ministro depende del
apoyo del parlamento para mantener su cargo.
Como se puede apreciar algunas prácticas pueden ser positivas y deberían plantearse
ser adoptadas a nivel nacional en caso de mantener el instrumento actual de votación, pero
otras parecen muy lejanas de la idiosincrasia de los electores y partidos argentinos,
particularmente por los bajos niveles de confianza entre los actores.