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HISTORIA DE ESTADOS UNIDOS


1607-1992

Maldwyn A. jones

CATEDRA
HISTORIA DE ESTADOS UNIDOS
1607-1992
Maldwyn A. Jones

HISTORIA DE ESTADOS UNIDOS


1607-1992

CÁTEDRA
HISTORIA. SERIE MAYOR
Titulo original de la obra:
7be Ltmits o/Ltberty. American Hislory 1607-1992

Traducción: Carmen Martínez Gimeno

Reservados todos Jos derechos. De conformidad con lo dispuesto


en el art. 534-bis del c.ódigo Penal vigente, podrán ser castigados
con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren
o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística
o científica fijada en cualquier tipo de soporte
sin la preceptiva autorización.

CJ Oxford University Press, 1983, 1995


This translation of 7be Ltmtts o/Ltberty origina.lly published in English
in 1995 is published by anangement with Oxford University Press
Esta traducción de 7be Ltmils o/Ltberty, originalmente publicada en inglés
en 1995, está publicada por acuerdo con Oxford University Press
Ediciones Cátedra, S. A., 1996
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
Depósito legal: M. 90-1996
I.S.B.N.: 84-376-1407-4
Prlnled tn Spain
Impreso en Gráficas Rógar, S. A.
Poi. Ind. Cobo Calleja. Fuenlabrada (Madrid)
Prólogo del autor

He tardado varios años en preparar este libro y han sido muchas las personas que
me han ayudado a terminarlo. Confio en que mi gran deuda con la obra de otros es·
tudiosos esté suficientemente reconocida en el ensayo bibliográfico, pero también
me gustaría agradecer la ayuda específica que me otorgaron con tanta generosidad di-
versos amigos y colegas. Me siento especialmente obligado con John Robcrts, editor
general de esta serie, que me honró con su invitación para escribir el libro y soportó
con paciencia su excesivo periodo de gestación. Leyó todo el manuscrito, me brindó
su saber y experiencia y me hizo valiosas sugerencias sobre el contenido y estilo. &-
. mond Wright, Melvyn Stokes y H. G. Nicholas leyeron partes del borrador y me hi-
cieron comentarios provechosos. &toy en deuda con Marcos Cunliffe y Walace
E. Davies, ya fallecido, por sus ideas e infunnación, así como con muchos historiado-
res de las universidades estadounidenses en las que he tenido la fortuna de ser profe-
sor visitante: Chicago, Pensilvania, Harvard, Princeton, Comell y Stanford. También
debo dar las gracias a Nazneen Razwi por su incansable labor de mecanografiar una
y otra vez los borradores sucesivos del libro y a Kathleen Edwards e Irene Leonessi
por participar en el mecanografiado de la versión final. Además debo agradecer a
lvon Asquith, de Oxford University Press, todas sus gentilezas y ánimos constantes,
y a Gill Wigglesworth su experta corrección, que mejoró mucho el manuscrito. Por
último, me gustarla dar las gracias a mi esposa por sus críticas sagaces -aunque no
siempre bien recibidas-, por su disposición para compartir la monotonía insepara-
ble a la preparación de un libro y por muchas cosas más.

M.AJ.
llniomity Col/ege, Londm, abril Je 1982

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CAftruw PRIMERO

Los cimientos coloniales, 1607-1760


Los Estados Unidos comenzaron como una extensión de Europa y en algunos as-
pectos importantes han continuado siéndolo. Su religión, derecho, educación, litera-
tura, filosofia, arte y ciencia -y, por supuesto, la lengua- llevan la marca de sus oó-
genes europeos. Mucho después de su independencia, los estadounidenses pennane-
áan en un estado de dependencia cultural (y en menor grado económica) de Europa:
leían sus libros, imitaban sus modas, utilizaban sus conocimientos tecnológicos y se
abastecían de fuerza laboral europea para labrar sus campos y desarrollar sus minas y
fábricas. No obstante, ni siquiera los primeros asentamientos coloniales fueron una
réplica exacta del Viejo Mundo. Desde sus mismos inicios, la sociedad y la cultura es-
tadounidenses divcigieron de sus modelos. El entorno americano tuvo efectos disol-
ventes: demandaba y alentaba nuevos modos de pensamiento y conducta, y forzó a
los colonos europeos a modificar las instituciones que llevaron consigo. El gran tama-
ño de América y su distancia de Europa, sus peculiaridades climáticas y topográficas,
sus oportunidades económicas aparentemente ilimitadas, las energías extraordinarias
que se .requerían para someter las tierras vúgenes, todos estos factores contribuyeron
a formar una sociedad fluida y móvil, y a generar un temperamento a la vez incansa-
ble, optimista, emprendedor, temerario y enemigo de limitaciones externas. El hecho
de que los estadounidenses no se basaran en una sola tradición europea sino en va-
rias fue una fuente más de divergencia. Aunque durante las décadas cruciales de la co-
lonización las influencias inglesas fueron primordiales, ya en 1760 había suficiente le-
vadura de otras procedencias para dar a la población un sabor característico. En el si-
glo XIX, América atrajo a un vasto número de inmigrantes de todos los países de
Europa y de otras partes del mundo. El rcsu.ltado fue una mezcla única de pueblos y
culturas. Los americanos siguieron estando en deuda con Europa, pero desarrollaron
una sociedad distinta, con unos valores y un idioma propios.

EL MEDIO ÁSICO
El asentamiento blanco de los Estados Unidos continentales, extensión que supo-
nía tres cuartas partes de Europa, requirió una adaptación continua durante un perio-
do de casi tres siglos a una sucesión de Rgiones fuiográficas desconocidas y muy di-
ÍC!'Cntes: bosques, praderas cubiertas de hierba, llanuras sin árboles, pantanos, desier-
tos, montañas, depresiones salinas y mesetas elevadas y semiáridas. El avance hacia el
oeste se vio dificultado por el hecho de que la disposición natural del continente nor-

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teamericano es longitudinal. Dos grandes sistemas montañosos de norte a sur hacen
de muralla al núcleo continental. En el este, los Apalaches, formados por una serie de
cadenas montañosas paralelas que bordean una llanura costera, se extienden miles de
kilómetros desde Terranova hasta Alabama. En el oeste, las cumbres elevadas y las
masas escarpadas de las Cordilleras, la enorme cadena montañosa que comprende las
Rocosas, las Cascadas y Sierra Nevada, recorren la espina dorsal del continente desde
Alaska hasta el centro de Nuevo México. Entre estas dos barreras montañosas se ex-
tiende una vasta llanura irregular, drenada por uno de los sistemas fluviales mayores
del mundo, el del Misisipí y sus afluentes, que corre hacia el sur y desemboca en el
Golfo de México.
Sin embargo, los primeros colonos tuvieron la suerte de que la parte del continen-
te que daba hacia Europa era más penetrable que la orientada hacia Asia. A lo largo
de la costa atlántica encontraron buenos y abundantes puertos, una llanura costera
bastante profunda, apta para la agricultura, y numerosos rios navegables que penni·
tían el acceso al interior. Pero aunque estos rasgos fisiográficos -ninguno ~do en
la costa padfica-- invitaban al asentamiento, los europeos recién llegados tuvieron
que soportar un clima más extremado del que estaban habituados: los veranos eran
más calurosos y húmedos; los inviernos (al menos al norte de Chesapeake), más lar-
gos y severos. También se enfrentaron con una densidad de bosques desconocida en
Europa desde hada siglos, que aunque era un obstáculo para los desplazamientos y
la agricultura, también resultó vital para su supervivencia. Proporcionó madera para
refugios y combustible, y su abundante fauna silvestre -sobre todo ciervos, osos, cas-
tores, tejones, pavos salvajes y paloma&-- constituyó una rica fuente de alimento y
vestido. También produjo apaRjos navales y pieles, de las que había demanda en Eu-
ropa. De valor apenas menor fueron los peces que abundaban en los ríos y lagos ame-
ricanos, en una variedad y profusión aún mayor en la platafonna continental, arreci-
fe que se adentra en el Atlántico. A excepción de Nueva Inglaterra, la llanura costera
atlántica (una vez despejados los árboles) estaba formada por tierra agrícola fértil,
muy favorable para el cultivo del maíz y el tabaco, las dos plantas más importantes
que Norteamérica ha dado al mundo. Sin embargo, los primeros colonos introduj~
ron diversas plantas y verduras comestibles europeas, y como el perro era el único
animal doméstico que entonces existía en América, también importaron caballos, ga-
nado vacuno y lanar, y cerdos.

Los INDIOS AMERICANOS

Cuando los primeros colonos llegaron a Norteamérica a comienzos del siglo xvm,
se encontraron una tierra sin explorar pero que de ninguna manera estaba deshabitada.
La mayoría de los estudiosos coinciden en que los mal llamados «indiOS» descienden de
los inmigrantes mongoloides que llegaron de Siberia por el &trecho de Bcring hace al
menos treinta mil años. Desde Alaska, se desplegaron lentamente a lo largo y ancho de
América. En 1600 había quizás un millón y medio de indios en lo que ahora se cono-
ce como Estados Unidos. Aunque compartían rasgos fisicos comunes -pelo negro,
pómulos pronunciados y piel tirando a cobriza-, sus culturas eran muy variadas. Al-
gunas tribus erm nómadas, otras, sedentarias; algunas eran paáficas;otras guerreras; al·
gunas vivían en wigwams de corteza, otras en tipis de piel y otras más en cuevas de ado-
be o piedra en los barrancos. Había más de seiscientas lenguas indias diferentes.

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En ciertas partes del centro y sur de América, algunos pueblos indios estaban muy
avanzados: sus exponentes eran las civilizaciones de los mayas y aztecas de México y
la de los incas de Perú. Pero las tribus de Norteamérica eran relativamente primitivas.
No conocían Ja rueda, el caballo, los utensilios de cocina metálicos o las annas de fue-
go. Así pues, tenían mucho que aprender del hombre blanco, pero también tenían
mucho que enseñarle a su vez: por ejemplo, cómo cultivar maíz o cómo cultivar, cu·
rar y utilizar el tabaco. A pesar de su dependencia mutua, las relaciones entre las ra-
zas pronto iban a seguir un modelo de hostilidad. Los hombres blancos no compren-
dían ni apreciaban una cultura politeísta (y por ello a sus ojos «pagana•) para la que
el concepto de propiedad privada de la tierra no era sólo ajeno sino repugnante. Las
diferencias culturales alimentaron la fricción, las escaramuzas y luego la guerra abier-
ta. Al final, los indios no pudieron competir con una tecnología muy superior a la
suya, mientras que los intrusos,_con todas sus intenciones declaradas de convertir a
los indios al cristianismo, veían a las tribus esencialmente como un obstáculo que ha-
bía que superar o hacer desaparecer, junto con otros peligros de las tierras vírgenes.
La mayor parte del relato del trato otoigado por el hombre blanco al indio es un tris-
te recuento de tratados no respetados, invasiones de sus terrenos de caza y el aplasta-
miento de quienes no se dejaron engatusar, sobornar o intimidar para renunciar a su
patrimonio. Durante un periodo de tres siglos de presión blanca implacable, las en-
fermedades y el alcohol del hombre blanco desmoralizarian a los indios, destruirían
su cultura y les robarian hasta el sentimiento de identidad. En 1900, cuando los blan-
cos se habían extendido por todo el continente, quedaban ya menos de 250.000 in-
dios en los &tados Unidos, la mayoría recogidos en resCIVas, crónicamente pobres,
enfermos y desorientados. El legado casi único de su presencia era el nombre de al-
gunos lugares: de los cincuenta estados actuales, cerca de la mitad tienen nombres de
origen indio.

INGLATERRA Y LA COIDNI7.ACIÓN

Entre los recién llegados al Nuevo Mundo, los ingleses fueron los últimos. Arries-
gados navegantes escandinavos de Islandia y Groenlandia habían alcanzado Terran~
va y El Labrador a comienzos del siglo XI y quizás incluso intentaran asentarse allí,
pero no nos ha llegado nada de sus ~· El primer viaje de descubrimiento de
Colón en 1492, emprendido con el convencimiento de que podía alcanzarse Asia na-
vegando hacia el oeste por el Atlántico, abrió la era de la colonización americana, que
produjo resultados inmediatos. &paña, ávida de las riquezas que se creía que guarda-
ba América, reclamó en un principio todo el Nuevo Mundo, pero en 1494 concluyó
con Portugal el Tratado de Tordesillas, que estableáa una línea de demarcación de
norte a sur que pasaba a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde: todo lo que se
encontrara al oeste de ella perteneáa a España, mientras que todo lo que se encontra-
ra al este pertenecía a Portugal. En consecuencia, en las primeras décadas del siglo XVI,
Portugal estableció una colonia en Brasil, mientras que España exploraba la mayor
parte del resto de Saramérica y el Caribe. Pronto algunos españoles se aventuraron
hacia el norte desde México en su búsqueda de metales preciosos. En las décadas
de 1530y1540 las expediciones encabezadas por Hernando de Soto y Francisco Vás-
quez Coronado' atravesaron extensos tramos del valle del Misisipí y las Grandes Pra-
deras pero, al no encontrar oro, concluyeron que la región tenía poco que ofrecer.

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Aparte de dejar un fuerte en San Agustín (Florida) y diversas misiones en el suroeste,
España volvió la espalda a la América situada al norte del Río Grande a finales del si·
glo XVI, aunque sin renunciar a sus derechos. Pero su aparente éxito hizo que Inglatc-
na, Francia, los Países Bajos y Suecia la desafiaran y plantaran colonias en la tierra fu.
me norteamericana
El interés inglés por el Nuevo Mundo se remontaba a 1497, cuando Enrique VII
envió a Juan Caboto -gcnovis como C:Olón- en busca de un paso al Oriente por
el oeste. Durante la mayor parte del siglo XVI Inglat.cna no desafió el dominio impe-
rial español, pero ya en 1580 la monaiqufa Tudor había consolidado su autoridad y
la estabilidad isabelina había logrado un equilibrio religioso. La derrota de la Arma-
da española en 1588 terminó dcspuis con la amenaza de invasión. Casi al mismo
tiempo, el crecimiento de sociedades anónimas mercantiles como la C:Ompañía Mos·
covita (1555), la C:Ompañía de Levante (1581) y la C:Ompañía de Berbcría (1585) fue
avivando un interés mayor por América como ruta hacia Oriente y proporcionó los
medios de reunir el capital necesario para la colonización. Mientras tanto, un aumen-
to pronunciado de la población en Inglaterra y los problemas de empleo rural que
surgieron al ceder el paso el cultivo de cereales a la cría de ganado lanar alimentaron
la impresión de que el país estaba sobrcpoblado. En 1584, Richard Halduyt, geógra·
fo de Oxford, publicó un folleto publicitario, A Particular Discotme Conaming Western
DiscorJeria, que exponía la tesis de la colonización. Decía que las colonias comprarían
las manufacturas inglesas, harían a Inglatena autosuficiente en productos ultramari-
nos, ofrccerlan hogar y tiena a su excedente de población, proporcionaría las bases
para atacar al imperio español y haría posible que se llevara el evangelio a los indios.
Los argumentos de Hakluyt, elaborados en obras posteriores, fueron bien recibidos.
Ya en 1583 uno de sus amigos, sir Humphrey Gilbert, con la aprobación de la reina,
había dirigido una expedición colonizadora a Terranova (se había perdido en el mar
en el viaje de regreso). Unos cuantos años dcspuis, su medio hennano, sir Walter Ra·
leigh, hizo una serie de intentos para fundar una colonia en la isla de Roanoke, fren·
te a lo que más tarde se convertirla en Carolina del Norte. Pero en 1591 una cxpedi·
ción de auxilio la encontró completamente desierta y nunca se descubrió qué pasó
con la «eolonia perdida•. No obstante, a pesar de los fracasos, estos esfuerzos demos-
traron dos cosas: que los recursos de un hombre no eran apropiados para financiar
estas empresas y la necesidad de mantener abastecidos a los colonos desde Inglatena.
Si ésta llegó a dominar la escena colonial fue porque aprendió estas lecciones.
Las trece colonias de tiena fume que iban a unirse para formar los Estados Uni·
dos de América fueron creaciones un tanto al azar. La unidad nacida por su hemtcia
inglesa común era pequeña y fue sutilmente reemplazada a medida que pasó el tiem·
po por otra diferente, moldeada por las experiencias y el entorno del Nuevo Mundo.
Fueron fundadas por aventureros privados sin conexión, cuyos propósitos iban de lo
utópico a lo mundano. Hicieron su aparición durante un periodo de un siglo y cuar-
to, y se extendieron a lo largo de 2.400 km de costa atlántica; se iban a desarrollar a
ritmos muy diferentes, con economías, fonnas de gobierno y credos religiosos distin-
tos, y atraerían poblaciones de diversas composiciones étnicas y raciales. La primera
de ellas se fundó por un deseo de lucro.
En 1606Jacobo1 concedió una cédula a dos grupos de comerciantes, la Compa-
ñía de Londres y la C:Ompañía de Plymouth, que les otorgaba el derecho a colonizar .·
Norteamérica entre los paralelos 34 y 45. Ningún grupo prneía un asentamiento agri·
cofa; -sino establecer factorías para reunir pieles, pescado y madera, brea, alquitrán,

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potasio y metales preciosos. La primera colonia de la C.Ompañía de Plymouth (en la
costa de Maine) duró sólo unos meses. La empresa de la O:nnpañí.a de Londres más
al sur tuvo éxito tras desastres y desengaños repetidos. En diciembre de 1606, la com-
pañía fletó tres barquitos, el SllS41I Omstanl, el GooJspt,td y el DÍsl:orlery, con 104 hom-
bres y jóvenes. Entraron en la Bahía de Chesapeake en mayo de 1607 y fundaron Ja-
mestown en el río James. Varios cientos de colonos más se les unieron durante los dos
años siguientes. Aunque apenas ninguno era noble de nacimiento, los primeros colo-
nos constituyeron una muestra representativa aproximada de la sociedad inglesa. La
mayoóa provenía de la clase terrateniente o eran agricultoRs acomodados o hijos de
comerciantes acaudalados. Buscaban una riqueza rápida.
La colonia tuvo problemas desde el comienzo y durante más de una década estu-
vo al borde de la extinción. Se ubicaba en una zona cenagosa. Pocos colonos poseían
inclinación para trabajar con dureza o tenían conocimientos agrícolas. Disputaban
entre ellos y malgastaban sus energias buscando oro en lugar de cultivar alimentos.
La mortandad fue pasmosa; durante el cperiodo de hambruna• de 1609 a 1610, ésta
y la enfennedad redujeron la población de 500 personas a 60. La colonia sobrevivió
sólo porque contó con una dirección capaz, primero de un meocenario pintoresco, el
capitán John Smith, y luego de sir Thomas Dale, un severo ordenancista que asumió
el control en 1611. Sin embargo, sus esfuerzos habrían sido vanos sin el apoyo cons-
tante de los promotores londinenses que, reorganizados en 1609 como la C.Ompañía
de Vuginia, continuaron enviando suministros y refuerzos. Para alistar colonos, la
compañía les ofiec:ió nuevos incentivos, como la participación en sus acciones y el
penniso para cultivar su propia tierra en lugar de trabajar de fonna comunal.
En 1618, un sistema de concesión de tierras por cabeza otorgó a cada persona que im-
portara a un poblador o sirviente a la colonia 20 hectáreas de tierra. Mientras tanto,
- se· había descubierto que el tabaco podía darse bien. &te cultivo alteró los objetivos
originales de la empresa y en seguida se convirtió en la base de la economía de Vugi-
nia; en 1618 se exportaron 22 toneladas y en 1626 más de seis veces esta cantidad. La
estabilización de la colonia se reflejó claramente en la decisión tomada por la compa-
ñía en 1619 de fletar cargamentos de mujeres cpor cuyo medio las mentes de los plan-
tadores se aten más fuerte a Vuginia por los lazos de esposas e hijos». Al mismo tiem-
po, se introdujo el autogobiemo, que iba a distinguir a todas las colonias inglesas de
las establecidas por las demás potencias europeas. En 1618 la C.Ompañía de Vuginia
había ordenado la convocatoria de una asamblea electiva que se reunió por vez pri·
mera en la iglesia de Jamestown el 30 de julio de 1619. Sin embargo, el futuro seguía
siendo incierto. En 1620 Vuginia tenía menos de doscientos pobladores y dos años
después casi fue barrida por el ataque indio. Pero en 1624 ya se había superado la cri-
sis. Luego se convirtió en una colonia real porque la compañía había caído en banca-
nota y la corona continuó de mala gana el derecho de representación.
Maryland difirió de Vuginia en ser la creación de un solo propietario y no de una
compañía. Georgc Calvert, lord Baltimore, se había convertido al catolicismo. Lleva-
ba mucho tiempo interesado en la colonización y en 1632 indujo a Carlos 1 a otor·
garle una vasta extensión de tierra al norte del río Potomac. La nueva colonia (llama-
da Maryland en honor de la reina, Enriqueta María) iba a ser a la vez un señorío feu-
dal, una fuente de ingresos para el propietario y un refugio para sus condigionarios.
C.Omo Calvert murió antes de que la cédula fuera emitida, en realidad se dirigió a su
hijo, Cccilius, segundo lord Baltimore, que a finales de 1633 fletó dos barcos con en·
tre doscientos y trescientos pasajeros para poblar la prmincia familiar. En la apedi-

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ción se incluyeron dos jesuitas y la mayoría de sus dirigentes fueron católicos, a pesar
de ser protestantes la mayor parte de sus miembros. Aprovechando la experiencia y
errores de Vuginia, Maryland evitó las penurias e infortunios de su vecina y, como
ella, basó su vida económica en d tabaco. La tierra se dividió en grandes feudos, pero
las reliquias del feudalismo desapmccieron pronto y aunque la cédula había hecho al
propietario la única autoridad política, sometida sólo al consejo y consentimiento de
los hombres libres, las cosas resultaron distintas en la práctica. En 1635 se reunió por
vez primera una asamblea, que de inmediato obtuvo el derecho de iniciar la legisla-
ción. La promulgación más celebrada fue la Ley de Tolerancia de 1649, aprobada por
insistencia de lord Baltimore para proteger la minoría católiea menguante de la colo-
nia. No marcó, como se ha declarado a menudo, una aceptación general del princi-
pio de tolerancia religiosa y se derogó en 1654.
Mientras tanto, otros ingleses se habían asentado a 965 kilómetros hacia el norte
en Nueva Inglaterra, una región explorada y bautizada por el capitán John Smith.
Este movimiento implicó a mucha más gente que las empresas de Chcsapeake y tuvo
a la religión como móvil principal. Los primeros fueron un pequeño grupo de sepa-
ratistas procedentes de Scrooby, Nottinghamshire; en 1608 se habían ido a Holanda
para escapar de la hostilidad eclesiástica y popular y, tras una década en d exilio, ha-
bían decidido buscar un refugio nuevo cruzando el Atlántico. Con la ayuda financie-
ra de un grupo de comerciantes londinenses, zaiparon de Inglaterra en el Mayj/IJ'lller
en septiembre de 1620. Aunque sólo eran un tercio de los 102 pasajeros del barco, los
separatistas -o peregrinos, como se denominaban a sí mismos- controlaron la em-
presa en la práctica. Ya fuera por accidente o por decisión propia, recalaron en el cabo
c.od y el 20 de diciembre de 1620 desembarcaron en lo que es ahora Plymouth. Al
hallarse fuera de la jurisdicción otorgada a Vuginia por Jacobo 1, los peregrinos tenían
dudas acerca de su posición legal. Por ello, antes de desembarcar ~n el céle-
bre «Pacto dd Mayflowcr», que ligaba a los fumantes a una forma de «entidad políti-
ca civil•, que iba a continuar siendo la base del gobierno a lo largo de la historia de
la colonia.
Al igual que los colonos de Jamestown, los peregrinos se enfrentaron a unas pe-
nurias pasmosas. Durante d primer invierno murió la mitad de ellos, incluidas casi
todas las mujeres. Pasaron varios años de escasez hasta que d desarrollo de la agricul-
tura y la pesca aseguró el futuro de la colonia. Pero incluso a partir de entonces,
Plymouth siguió creciendo lentamente y·permaneció aislada hasta que fue absorbida
por la colonia de la bahía de Massachusetts en 1691. Ésta fue una fundación mucho
más significativa. Los puritanos que poblaron la bahía de Massachusetts no sólo pu-
sieron un sello distintivo en Nueva Inglaterra, sino que iban a influir en gran medida
la vida y el pen5amiento estadounidenses. En un sentido estricto, no eran refugiados
rdigiosos, ni fueron a América para establecer d principio de la libertad de concien-
cia. Lejos de ser arrojados de su tiena natal, la dejaron voluntariamente y con la ben-
dición real, aunque por razones religiosas. Habían querido (a diferencia de los sepa-
ratistas) reformar la Iglesia de Inglaterra desde dentro, pero ese objetivo parecía inal-
canzable una vez que Carlos 1 había hecho a su principal adversario, William Laud.
de forma sucesiva, obispo de Londres (1628) y arzobispo de Canterbury (1633).
En 1629, Carlos 1otoigó una cédula a la Compañía de la Bahía de Massach11~
entidad que había caído bajo d control de un grupo de puritanos prominentes. F.n
una reunión celebrada en Cambridge, los accionistas decidieron traspasar la cédula y
la compañía a América. Como gobernador de la colonia propuesta digieron a Jo...

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Wmthrop, abogado y terrateniente de Suffolk y puritano ferviente que se iba a con-
vertir en la figura dominante de los comienzos de Massachusetts- También es cierto
que aunque los dirigentes puritanos disfrutaban de una posición acomodada, algunos
de ellos habían sufrido el alza inflacionaria de los precios, la depresión del comercio
textil y una sucesión de malas cosechas- No obstante, no cabe duda de que la religión
era la principal fuerza que los movía. ~crian trasladarse a Nueva Inglaterra para es-
tablecer una comunidad bíblica basada en las creencias puritanas bajo una forma de
gobierno eclesiástico y estatal que satisficiera sus aspiraciones y sirviera como mode-
lo para quienes dejaban tras de sí. Repudiaban sin ambages la tolerancia. Fueron a las
tierras vírgenes a practicar lo que consideraban que era la única forma verdadera de
culto y creían que sería un pecado permitir cualquier otra.
La gran migración puritana fue el mayor éxodo de la historia de la colonización
inglesa durante el siglo XVII. En 1630, diecisiete barcos llevaron a Wmthrop y casi mil
colonos a la bahía de Massachusetts. Durante los diez años posteriores, les siguieron
veinte mil más. Al principio procedían sobre todo de East Anglia y West Country,
dos de los baluartes más sólidos del puritanismo, pero después llegaron de toda In·
glaterra. En su mayor parte no eran acomodados ni tenían una buena educación y, a
diferencia de los primeros pobladores de la región de Chcsapcak.c, solieron llevar a
sus familias con ellos. A menudo también los acompañaban sus pastores, cuyas con-
gregaciones emigraban como una unidad.
Los fundadores de Massachusetts pusieron gran insistencia en que el poblamien-
to fuera ordenado y bien reglamentado. En 1630 establecieron Boston y media doce-
na más de ciudades a las orillas de la bahía de Massachusetts. Poco después plantaron
un círculo de asentamientos secundarios a 30 ó 40 km tierra adentro. En 1640 había
ya más de veinte ciudades que, aunque eran poco más que pequeñas aldeas, contras-
taban vivamente con las granjas y plantaciones dispersas de Vtrginia. Servían como
unidades políticas y administrativas, controlaban sus asuntos internos y regulaban la
distribución de la tima de forma que las personas que contaban con riqueza y posi-
ción social recibían concesiones mayores que el resto. Una vez superadas las habitua-
les penurias iniciales, los colonos empezaron a cultivar alimentos en la tima que los
indios habían despejado y abandonado, y pronto fueron autosuficientes. Massachu-
setts tenía un clima severo, un suelo ~ y ningún artículo básico que expor-
tar, pero contaba con otros recursos, en especial pescado y madera. La construcción
de barcos se inició ya desde 1631 y poco tiempo después se exportaban a las Indias
Occidentales y el sur de Europa madera, pescado y grano.
Los dirigentes de la bahía de Massachusetts creían que el pueblo llano no era
apropiado para gobernar. Pensaban que la autoridad debía ser ejercida por aquellos a
quienes Dios, en expresión de Wmthrop, había hecho «elevados y eminentes en ~
der y dignidad», en otras palabras, ellos mismos. Pero con excepción de los comien-
zos, el control oligárquico nunca fue absoluto, debido en parte al modo en que se ha-
bía adaptado la cédula de la compañía para que sirviera para constituir la colonia.
Esta cédula había conferido el control de la compañía a los hombres libres o accio-
nistas, pero en 1631, para perpetuar el carácter puritano de la empresa, se hizo depen-
der la participación política de la pertenencia a la Iglesia y no de la posesión de accio-
nes. Esa pertenencia se restringía a los «santos manifiestOS», .certificados por el clero
tras un examen riguroso, pero al menos durante los primeros años esto signfficó una
gran proporción de los varones adultos. Además, en seguida hubieron de hacerse más
concesiones para aplacar las quejas contra el gobierno autoritarió. En 1632, los hom-

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bres libres obtuvieron el poder de elegir de forma di.recta al gobernador; dos años más
tarde pudieron seleccionar los diputados que los representarían en la Corte General,
que actuaba como poder legislativo y poseía el derecho de recaudar impuestos. Final-
mente. en 1644. la Corte General se dividió en dos cámaras: la alta, formada por el
gobernador y sus casistcntcs». y la baja de los diputados. Se necesitaba el consenti-
miento de ambas cámaras para aprobar la legislación.
El gobierno representativo no debilitó el control pwitano ni el carácter religioso
de la comunidad bíblica. Massachusctts no era una teocracia en sentido estricto. pues-
to que el clero no ocupaba cargos sccularcs. aunque la Iglesia y el &tado estaban es·
trcchamcnte entrelazados. Los predicadores puritanos, como los únicos intérpretes
de las &crituras. tenían una inB.ucncia elevada: los dirigentes políticos consultaban
de forma regular con los teólogos principales. como John Cotton. «el mayor estudio-
so y apologista oficial del modo de vida de Nueva Inglaterra». Como en Europa, se
daba por sentado que el &lado tenía el deber de mantener y proteger la religión. Se
requería de cada ciudad que construyera una casa de reunión, se recaudaban impues-
tos para pagar el salario de los ministros y las leyes prescribían la asistencia a la Igle-
sia y restringían las actividades del día de descanso. Además, las autoridades civiles
trataban con dureza a los heterodoxos: cortaban las orejas a los blasfemos y azotaban,
multaban y expulsaban a baptistas y cuáqueros. Una vez, cuatro cuáqueros que regre-
saron a la colonia tras haber sido proscritos fueron ahorcados en los Comunes de
Boston.
La intolerancia de la bahía de Massachusetts alentó otros asentamientos en Nue-
va Inglaterra. Los fundadores de Rhode Island habían sido expulsados de Massachu-
setts por sus opiniones. Los más célebres de ellos fueron Roger Williams y Anne Hut·
chinson; el primero era un ministro, separatista y partidario de la igualdad, que ncga·
ha la validez de la cédula de Massachusctts basándose en que la tierra pertencáa a los
indios y cuestionaba los derechos de los magistrados civiles para controlar las con-
ciencias y creencias. Cuando las autoridades alarmadas le ordenaron abandonar Mas-
sachusctts, se fue a la bahía de Narragansctt y establcáó la ciudad de Providence en
la tierra que compró a los indios (1636). Poco después, Anne Hutchinson, esposa de
un comerciante de Boston, agitó la disensión religiosa. Desafió a la autoridad clerical
e insistió en que la fe era lo único necesario para la salvación. Juzgada por sedición y
herejía, se la sentenció al destierro (1638) y (con su familia) siguió a Wtlliams a la ha·
hía de Narragansctt. Tras poco tiempo, los exiliados se unieron para formar la colo-
nia de Rhode Island, que en 1644 obtuvo del Parlamento una cédula que estipulaba
la separación de la Iglesia y el &tado y la libertad absoluta de conciencia.
También Nueva Hampshire fue fundada en 1638 por los seguidores de Anne Hut·
chinson como refugio religioso. Pero las demás colonias esparcidas por la bahía de
Massachusetts fueron más bien el resultado de un deseo de mayores oportunidades
económicas. El reverendo Thomas Hooker, que encabezó un éxodo por tierra al va-
lle de Connccticut en 1636 y fundó la ciudad de Hartford, quizá tuviera diferencias
con las autoridades de Massachusetts, pero en general sus opiniones religiosas y polí·
ticas eran semejantes. La constitución que redactó para Connccticut, las Fundmnmtal
Oráers (órdenes Fundamentales), tomaron a Massachusetts como modelo. En cual-
quier caso, sus seguidores, como otros puritanos después en la década de 1630, se vie-
ron acuciados por la necesidad de una tierra más fértil. La colonia de Nueva Haven,
fundada en 1638 por otro grupo más procedente de Massachusetts, era quizás una co-
munidad bíblica aún más estricta que la misma colonia de la bahía. Fue la única en-

16
tre las puritanas que Rc:hazó el juicio con jwado porque no se mencionaba en las Es-
aituras. (Demasiado pequeña para existir independiente, Nueva Haven fue absorbi-
da por C.Onnccticut cuando la última obtuvo una cédula real en 1662.)
La guerra civil inglesa puso un fin temporal a la emigración en 1642. Para enton-
ces, un grupo de comunidades puritanas casi autónomas había cebado raíces finnes
en Nueva Inglaterra. Su independencia defaao aumentó durante el periodo del Pro-
tectorado, en el que los ingleses se enfrascaron en sus asuntos internos. La necesidad
de una defensa unida contra los indios, los holandeses y los franceses impulsó a Mas-
sac:husctts, C.Onnccticut, Nueva Haven y Plymouth a fonnar la C.Onfcdcración de
Nueva Inglaterra en 1643. Rhode Island, de quienes sus vecinas pensaban que era •
deshonrosamente liberal, fue excluida. La C.Onfcdcración sólo era una liga vaga, pero
fue el primer c:xpcrimento de federación en la historia estadounidense. Aunque debi-
litada por los celos entre las colonias, se mantuvo lo suficiente para librar la Guerra
del Rey Felipe (1675-1676), la guena india más devastadora del siglo, y no se disolvió
hasta 1684.
La restauración de Carlos 11 en 1660 abrió una nueva fase de colonización. En los
siguientes veinticinco años se establecieron asentamientos ingleses en la costa surat-
lántica y la región del Atlántico medio entre Nueva Inglaterra y Chcsapcake. A difc.
rcncia de Vtrginia y la bahía de Massachusctts, todas las colonias de la restauración se
parecieron a Maryland en que se basaron en concesiones reales a propietarios par-
ticulares o grupos de éstos. En cédulas de 1663 y 1665, Carlos concedió Carolina,
una vasta extensión de tierra inmediatamente al sur de Vuginia, a un grupo de ocho
propietarios, todos políticos prominentes. Uno de ellos, sir Anthony Ashlcy C.OOpcr,
después conde de Shaftesbwy, junto con su médico y consejero, el eminente filóso-
fo John Lo<ke, redactó las F1111Úmm11110mstÍ111tions (C.Onstituciones Fundamentales),
~ elaborada estructura de gobierno para la nueva colonia. Preveía una sociedad
muy estratificada, gobernada por una aristocracia hereditaria; también estipulaba la
tolerancia .rdigiosa y la esclavitud de los negros. Las dos últimas disposiciones se lle-
varon a la práctica, pero por lo demás las C.Onstituciones Fundamentales resultaron
inviables. El gobierno de la nueva colonia acabó pareciéndose al de otras semejantes
en que contó con un gobernador y un consejo nombrados, y una asamblea electiva.
Las partes norte y sur de la concesión de Carolina tenían unas características geográ-
ficas diferentes y la región septentrional que circundaba Albcmale Sound fue pronto
colonizada por un grupo de pobladores de Vuginia. En pocos años, se dedicaron con
provecho al cultivo del tabaco y a levantar almacenes de pertrechos navales. Más al
sur, el grueso de los primeros pobladores lo conformaron pequeños plantadores de
Barbados, desplazados por el cultivo extensivo del azúcar con mano de obra esclava.
En 1669, junto con algunos colonos de lnglatena, se establecieron en el interior so-
bre la orilla sur del río Ashlcy y una década después se trasladaron al lugar que ocu-
pa en la actualidad Charleston. Las esperanzas de producir seda quedaron en nada,
pero el arroz y el añil resultaron artículos valiosos y se desarrolló un comercio lucra-
tivo en cueros de ciCIVo y pieles con los indios. En 1712 los propietarios nombraron
gobernadores diferentes para Carolina del Norte y del Sur.
Nueva York, la primera colonia de propiedad en la región del Atlántico medio,
fue creada en 1664 cuando Carlos 11 otorgó el territorio comprendido entre los ríos
C.Onnccticut y Dclawarc a su hermano Jacobo, duque de York (después Jacobo 11). La
zona, aunque haáa mucho tiempo que había sido reclamada por Inglaterra, había es·
tado ocupada primero por los holandeses y era conocida como Nueva Holanda. Pero

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éstos estaban más interesados en el comercio de pieles que en la colonización y
en 1650 aún no había más que 3.000 personas allí. Los puritanos de C.Onnccticut ya
habían cruzado Long Island en busca de tierras y presionaban los asentamientos ho-
landeses dispersos. En la Segunda Guerra Anglo-Holandesa, las fuerzas del duque de
York tuvieron pocas dificultades para forzar la rendición de la débil colonia. Aparte
de rebautizar las ciudades -Nueva Amstcrdam se convirtió en Nueva York-, el nue-
vo gobierno propietario cambió pocas cosas y no molestó a los holandeses en su re-
ligión, privilegios comerciales y haciendas. De hecho, Jacobo continuó la práctica ho-
landesa de conceder vastas extensiones a unos cuantos favoritos y como los grandes
terratenientes, t.anto holandeses como ingleses, se negaban a vender la tierra y explo-
taban a sus arrendatarios, Nueva York atrajo relativamente pocos colonos. Jacobo
también estableció la libertad de conciencia, un código de leyes que incluían el juicio
por jurado e incluso una fonna limitada de autogobierno, pero no aceptó hasta 1683
la demanda de una asamblea electiva. Su primera actuación fue adoptar una Carta de
Libertades que Jacobo repudió. C.On su acceso al trono en 1685, Nueva York se trans-
fonnó en una colonia real.
Jacobo, casi t.an pronto como recibió la propiedad, entregó las tierras entre el
Hudson y el Delawarc, la parte más meridional de lo que había sido Nueva Holanda,
a dos de sus amigos, ambos propietarios de Carolina, lord Berkeley y sir George Car-
teret. La nueva colonia recibió el nombre de Nueva Jersey (como la isla del Canal en
la que había nacido Carteret). En 1674 los propietarios dividieron su concesión en
dos. Berkeley se quedó con la mitad occidental y Carteret con la oriental, y Berkeley,
a su vez, vendió su parte a los miembros de la Sociedad de Amigos. A finales de 1675
comenzó a ser colonizada por cuáqueros ingleses. Mientras t.anto, Jersey oriental se
había llenado de congrcgacionalistas y baptistas trasladados de Nueva Ingla~
atraídos por la promesa de libertad religiosa y un poder legislativo electo. Pronto se
pusieron a malas con los propietarios por los títulos sobre la tierra y las rentas. C.Omo
su animosidad hacia los cuáqueros no había disminuido, su descontento aumentó
aún más cuando en 1682 un potentado sindicato cuáquero encabezado por Wtlliam
Penn compró Jersey oriental a los herederos de Carteret. Finalmente, en 1702 se vol-
vieron a unir Jersey occidental y oriental en una colonia real, aunque las disputas por
la tierra iban a persistir hasta bien entrado el siglo xvm.
A pesar de que Nueva Jersey se convirtió así en un refugio para los cuáqueros, Wi-
lliam Penn quería una colonia propia para sus correligionarios. El cuaquerismo, a la
vez la más simple y la más mística de las sectas no ortodoxas que surgieron del purita-
nismo del siglo XVII, negaba la necesidad de un sacerdocio especial y de ritos externos,
y su idea central era la doctrina de la «luz interior», la inspiración que proviene del in-
terior de cada individuo. Se atrajo un odio casi universal en Inglaterra no sólo por re-
chazar las ideas prevalecientes sobre el ritual y el gobierno eclesiástico, sino también
por su desdén democrático hacia todas las fonnas de autoridad y una tendencia hacia
el desorden que contrastaba vivamente con sus manifestaciones pacíficas. Pcnn, hijo
de un almir.mte que había sido uno de los más sólidos defensores de Carlos 11, se ha-
bía convertido al cuaquerismo en 1667, pero había retenido su conexión con la corte.
En 1681, como pago de una deuda hacia el fallecido almir.mte, Carlos 11 le concedió
una vasta extensión de tierra pasado el Delaware. Iba a ser Pensilvania. Al año siguien-
te, Penn compró el que había sido un asentamiento sueco junto al Delaware al duque
de York; a estos «Tres C.Ondados BajOS» se les concedió una asamblea de representan-
tes en 1703 y se convirtieron en la colonia separada de Delawarc.

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Aunque el «Experimento Sagrado» de Penn era idealista y generoso, trató de que
Pensilvania produjera al mismo tiempo beneficios en forma de ventas de tierras y ren-
tas peq>etuas. Vendió grandes extensiones a ricos cuáqueros ingleses, galeses e irlan-
deses, y promovió la emigración de Europa continental con folletos en varias len-
guas. En 1685 la tolerancia religiosa y las fáciles condiciones para comprar tierra ya
habían atraído a 8.000 colonos de las islas británicas, Holanda y el Palatinado ale-
mán. El mismo Penn se embarcó hacia su colonia en 1682 para poner en práctica
unos cuidadosos planes sobre una ciudad capital, llamada de forma apropiada Fila-
delfia (en griego, «amor ttatemal•). Al año siguiente, un grupo de colonos alemanes
fundaron Germantown cerca de ésta. Como necesitaba el apoyo financiero de asocia-
dos cuáqueros acomodados, Pen tuvo que moderar su compromiso con el gobierno
popular; el Esquema de Gobierno de Pensilvania estipulaba una asamblea electiva,
pero dejaba el poder principalmente en manos de un gobernador y un consejo nom-
brados. Y aunque la elite cuáquera se iba a convertir pronto en una minoría, dominó
la política de la colonia hasta la Revolución Americana. Penn obtuvo poco provecho
de su propiedad; más bien estuvo cerca de la bancarrota. Pero Pensilvania prosperó.
Fue la última fundación del siglo XVII y proporcionó a Inglaterra una hilera conti-
nua de colonias litorales desde el Canadá fiancés hasta casi la Florida española El
asentamiento de Georgia en 1732 completó el trazado. El grupo de filántropos aco-
modados encabezados por el general James Oglethoq>e, a quien Jorge 11 concedió
una cédula por veintiún años en 1732, pretendía que fuera un asilo para los deudores
y esperaba desarrollar el comercio meridional de pieles. El gobierno británico, por su
parte, consideraba a Georgia un amortiguador contra el ataque español e indio. La
empresa también tenía una dimensión utópica: quería promover la virtud prohibien-
do la esclavitud y el ron, y limitando las posesiones de tierra a 200 Ha. OglethoipC se
convirtió en el primer gobernador. En 1740 los fideicomisarios ya habían envia-
do 1.500 colonos, de los cuales sólo unos cuantos eran deudores. Además de ingle-
ses, escoceses y suecos, se incluían entre ellos pietistas protestantes alemanes, llama-
dos salzburguescs. Las dos primeras décadas fueron difíciles. Los viñedos y las more-
ras no resultaron bien y los colonos se quejaron continuamente de las restricciones
que soportaban. Los fideicomisarios acabaron cediendo primero sobre el ron, luego
sobre la esclavitud y la política de tierras. Ello abrió el paso al cultivo del arroz y añil
a gran escala, pero Georgia siguió creciendo con lentitud hasta después incluso
de 1751, cuando se convirtió en una colonia real. En 1760 su población apenas alcan-
zaba las 6.000 personas.

LA ESJ'RUCIURA DEL GOBIERNO

Todas las colonias, ya fueran reales, de uno o varios propietarios o de una compa-
ñía, acabaron teniendo una estructura de gobierno más o menos idéntica, que consis-
tía en un gobernador, un consejo (que actuaba como la cámara alta del poder legisla-
tivo) y una asamblea legislativa. A excepción de Rhode Island y Connecticut, donde
era elegido por el poder legislativo, el gobernador era nombrado por la corona o el
propietario, y en teoría poseía vastos poderes. Como representante oficial del rey, era
la cabeza del gobierno, el pñmer magistrado y el jefe de las fuerzas armadas; podía
convocar y disolver la asamblea, vetar sus leyes y nombrar los cargos inferiores. Pero,
en la práctica, su autoridad era limitada. Se le solía considerar un extraño y también

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tenía que pugnar con las asambleas coloniales de las que dependía para las asignacio-
nes y, debido a la. negativa del Parlamento a conceder .dinero para ello, hasta para su
propio salario. En todas las colonias las asambleas eran electivas (y cabria añadir que
eran mucho más representativas que el Parlamento británico). Estaba tan extendido
ser propietario, que se ha estimado que entre el 50 y el 80 por 100 de los varones blan-
cos adultos tenían derecho a voto, aunque la proporción que realmente lo ejerda era
mucho menor. Además, las nociones prevalecientes sobre la deferencia aseguraban
que los elegidos fueran en general hombres de posición y propiedades sustanciosas.
Ello no hada que las asambleas fueran menos insistentes acerca del autogobiemo que
se estipulaba en las cartas coloniales y al que tenían derecho como ingleses. Siguien-
do el ejemplo de la Cámara de los Comunes en su lucha con los Estuardo, las asam-
bleas utilizaron su control del dinero para usurpar las prerrogativas de los gobernado-
res y a comienzos del siglo xvm ya habían logrado un elevado grado de autonomía en
los asuntos locales. En particular, disfiutaron del derecho de iniciar la legislación, re-
caudar impuestos y supenrisar los gastos. Las leyes coloniales necesitaban la aproba-
ción del Consejo Privado, pero cuando eran rechazadas -destino sufrido sólo por
el 5 por 100 de las 8.500 medidas enviadas a Londres entre 1691 y 1775-, los pode-
res legislativos coloniales solían volverlas a promulgar en una forma ligeramente en-
mendada.
Las estructuras institucionales del gobierno local reflejaban las condiciones socia-
les y económicas diferentes de las colonias. En Nueva Inglaterra, donde los asenta-
mientos eran relativamente compactos y muy organizados, la autoridad sobre los
asuntos locales recaía en las asambleas ciudadanas en las que todos los hombres libres
tenían derecho al voto; en ellas se fijaban los impuestos y se elegían los administrado-
res municipales. Cuando los habitantes de Nueva Inglaterra se trasladaron a otras co-
lonias, llevaron consigo su sistema de gobierno municipal, que incluso en la actuali-
dad proporciona un foro para decidir los asuntos locales en muchas partes de los Es-
tados Unidos. En las colonias más dispersas del sur, la unidad básica del gobierno
local era el condado. No se proveyeron de una democracia directa según el modelo
municipal de Nueva Inglaterra. El tribunal del condado, entidad administrativa y ju-
dicial, estaba formado por jueces de paz nombrados por el gobernador, que solían de-
sempeñar el cargo de por vida. También nombraba al sheriff. Como primer manda-
tario del condado (como su homólogo en la Inglaterra actual), estaba encargado de
mantener la paz y supervisar las elecciones, además de recaudar los impuestos.
Aunque los partidos eran desconocidos en las colonias, el sectarismo político era
endémico y la controversia, intensa. Las disputas más persistentes eran las sostenidas
entre acreedores y deudores sobre el papel moneda y entre los habitantes de la fron-
tera y las oligarquías del litoral sobre la tierra, la representación política y la defensa
fronteriza. En varias ocasiones, el conflicto de sectores y clases llevó a la violencia: un
primer y dramático ejemplo fue la Rebelión de Bacon en Vuginia el año 1676. Aun-
que se desató por un choque entre los habitantes de la frontera y los indios, expuso
las divisiones dentro de la sociedad blanca. Cuando el gobernador real. Wtlliam Ber-
keley, se negó a comienzos de 1676 a emprender una acción apropiada contra los in-
dios merodeadores, indignó a los habitantes de la frontera, ya exasperados por su ne-
gativa a abrir al asentamiento más tierra del oeste. Sospechaban que la simpatía que
mostraban hacia los indios Berkeley y sus asociados de la clase plantadora gobernan-
te provenía de un deseo egoísta de proteger sus intereses en el comercio de pieles.
Nathaniel Bacon, un joven y .próspero plantador recién llegado de Inglaterra, unió su

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suerte a la de los habit.antes de la frontera y habiendo levantado un ej&rito de volun·
tarios para luchar contra los indios, marchó sobre Jamestown y tomó el gobierno.
Pero cuando Bacon murió de paludismo, Berkeley recuperó el control y ejecutó a
treinta y siete rebeldes.

EL MERCANilUSMO Y EL SISTEMA IMPERIAL

A diferencia de Francia y España, lnglatma fue lenta en desarrollar una política


general para supervisar las colonias o una maquinaria efectiva para ponerla en practi·
ca. Las luchas entre el Rey y el Parlamento desbancaron los asuntos coloniales y se
pennitió a las colonias seguir su propio camino. Pero al final de las Guerras Civiles,
su lugar en el esquema general del imperio requirió consideración y se empezaron a
hacer intentos de establecer un control más estrecho sobre ellas. El sistema imperial
que resultó se basaba, como los de las demás potencias europeas, en una filosofla eco-
nómica, después denominada mercantilismo, que sostenía que la autosajiciencia
económica era la clave de la riqueza y el poder de una nación. Los mercantilistas asu-
mían que las colonias existían sólo para servir los intereses de la madre patria, para
proporcionarle materias primas, absorber sus manufacturas y dar empleo a su flota.
Entre 1651y1673, el Parlamento puso estas ideas en una serie de Leyes de C.Omercio
y Navegación, concebidas para establecer el monopolio inglés sobre el transporte de
mercancías, el mercado colonial y ciertos productos coloniales de valor. Todos los fle-
tes hacia las colonias o desde éstas debían hacerse en barcos construidos en Inglate-
rra o las colonias y de propiedad inglesa o colonial, con una tripulación predominan-
temente inglesa. Además, ciertos artículos «enumeradOS» -azúcar, algodón, añil,
palo de tinte, jengibre y tabaar- sólo podían exportarse directamente de las colonias
a Inglaterra, aunque su último destino fuera otro lugar. Por último, los productos eu·
ropeos con destino a América, con pocas excepciones, tenían que desembarcar p~
mero en Inglatma y de allí ser reembarcados.
Durante los últimos años de Carlos 11, se pronunció la tendencia hacia el control
de Londres. En 1675 se estableció un comité especial del C.Onsejo Privado -los Lo-
res del C.Omercio y las Plantacione&- para supervisar los asuntos coloniales. En 1684
se privó de su carta a Massachusetts, que había violado de forma persistente las leyes
comerciales, y se la colocó bajo un gobernador real. Luego, en 1686, el proceso de
centralización alcanzó su clímax cuando Jacobo 11 combinó todas las colonias de
Nueva Inglaterra en una sola unidad, el Dominio de Nueva Inglaterra. Las asambleas
existentes fueron abolidas y se nombró un gobernador con poderes autocráticos. Más
tarde Nueva Jersey y Nueva York fueron añadidas al Dominio. La Revolución Glorio-
sa de 1688 terminó en seguida con este experimento. Cuando llegaron a Boston las
noticias de la caída de Jacobo 11, un levantamiento popular derrocó al nuevo régimen
y hubo hechos similares en otras colonias. En Maryland los insurgentes protest.antes
expulsaron a los represent.antes del propietario católico y eligieron una asamblea para
escoger un nuevo gobernador. En Nueva Yorlc, un comerciante alemán encabezó una
rebelión y tomó el gobierno; su renuencia a entregar el poder acabó dando por resul·
tado que fuera ahorcado por alta traición.
Bajo Guillermo y María se dio nueva vida a los poderes legislativos coloniales que
habían sido abolidos, pero siguieron los intentos de estrechar el control real. Median·
te una nueva carta de 1691, Massachusetts se convirtió en una colonia real con un go-

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bemador nombrado por la corona; lo mismo sucedió a Maryland durante un tiem·
po. A mediados del siglo XVIII ya sólo quedaban fuera del control directo de la coro-
na tres colonias de propiedad particular (Pensilvania, Maryland y Delaware) y dos co-
lonias de compañías (Connecticut y Rhode Island). Incluso éstas tenían su cuota de
autoridades reales. En 1696 se dio a una nueva entidad, la Junta de Comercio, am·
plios poderes sobre las colonias y una nueva maquinaria para asegurar su cumpli-
miento de las leyes de comercio. La política colonial inglesa continuó siendo estric·
tamente mercantilista. La lista de los artículos enumerados se fue extendiendo sin pa-
rar hasta que en 1763 incluyó prácticamente todo lo que las colonias producían,
excepto el pescado, el grano y la madera. También se aprobaron leyes para controlar
la manufactura colonial; la Ley de las Lanas de 1699 prohibía la exportación de ma-
dejas y telas de lana fuera de la colonia en la que se produdan y la Ley del Sombrero
de 1732, aprobada para responder a las quejas por la competencia colonial de los ar·
tesanos del fieltro londinenses, prohibió la exportación de sombreros de castor de las
colonias e instituyó un dilatado aprendizaje para los sombrereros coloniales. Median·
te la Ley del Hierro de 1750 se prohibieron además las máquinas para cortar metal o
las forjas de laminado y la exportación del hierro colonial fuera del imperio. Por últi-
mo, se pusieron restricciones a la emisión de moneda colonial al haberse alarmado
los comerciantes británicos por su inestabilidad y rápida depreciación.
Sin embargo, a pesar de lo elaborada que se hizo la estructura legal y administra·
tiva, las colonias nunca estuvieron de forma efectiva bajo el control imperial. En par·
te la culpable fue la distancia y la confusión administrativa complicó el problema. Las
colonias no eran administradas por un solo departamento gubernamental, sino por
varios. La Junta de Comercio compartía la respomabilidad con otros diversos depar-
tamentos y oiganismos, en especial Hacienda, el Almirantazgo y la Secretaría de &
tado para el Departamento Meridional. Tampoco siempre se calculaba que el carác·
ter de las autoridades que se enviaban a América promoviera los intereses imperiales.
Los principales puestos del servicio de aduanas colonial se convirtieron en sinecuras,
ocupadas por funcionarios que se quedaban en Inglaterra y mandaban delegados
para realizar sus obligaciones. Rara vez hombres hábiles e íntegros, a los pésimamen·
te mal pagados delegados se les hada dificil resistir los sobornos para hacer la vista
gorda ante las infracciones de las leyes de comercio. Otra razón de la laxitud del con-
trol era la «negligencia saludable• que acabó prevaleciendo durante el largo influjo de
Robert Walpole (1721-1742). Calculando que el estricto cumplimiento de las leyes de
comercio sólo limitarla las compras coloniales a Inglaterra, Walpole las relajó de for·
ma deliberada. Y aunque Halifax, como presidente de la Junta de Comercio en-
tre 1748 y 1761, intentó vacilantemente estrechar el control imperial, las colonias si·
guieron gobernándose en su mayor parte sin cohesión hasta después de 1763.

LA ECONOMíA COLONIAL

La política mercantilista británica afectó al desarrollo económico colonial menos


de lo que se ha pensado. No hubo quejas serias por parte de América sobre las regla-
mentaciones mercantilistas antes de que se reformara el sistema imperial en la déca·
da de 1760 e incluso entonces no hubo agravios cruciales. Sin duda, algunos aspectos
del sistema eran perjudiciales para las colonias. No se podían evadir con facilidad to-
das las estipulaciones de las Leyes de Comercio y Navegación. Sin embargo, deben

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sopesarse las cargas teniendo en cuenta los beneficios sustanciales que recibían los ha-
bitantes de las colonias como miembros del imperio británico. Los productos colo-
niales disfrutaban de un mercado protegido en Inglaterra. El Parlamento concedía ge-
nerosos subsidios (que alcanzaron las 300.000 libras esterlinas al año en la década
de 1760) a los productores de arúculos coloniales como pertrechos navales, añil y pro-
ductos de la madera. La industria astillera colonial se beneficiaba de la exclusión de
los barcos extranjeros del tráfico colonial. En tiempos de la Revolución, un tercio de
la marina mercante británica se había construido en las colonias, sobre todo en Nue-
va Inglaterra. Tampoco el conjunto de las leyes que regulaban la manufactura tuvie-
ron mucho impacto. Sólo la Ley del Sombrero pareció haber sido efectiva. La Ley de
las Lanas afectó a Irlanda más que a las colonias americanas, como en realidad se pre-
tendía. Las prohibiciones de la Ley del Hierro se desec:baron sin reparos: algunas
asambleas coloniales llevaron su desafio hasta el punto de subsidiar nuevas máquinas
de cortar metales. Además, esta ley tampoco era tan restrictiva. Aunque se había dis-
puesto para controlar la expansión de la industria de acabado del metal, pretendía
alentar la producción de hierro bruto y permitir que entrara en Inglaterra libre de im-
puestos. Debido en parte a ello, las colonias habían aventajado a Inglaterra en su pro-
ducción cuando llegó la Revolución. Pero dejando a un lado los efectos de medidas
particulares, el sistema mercantilista británico en su conjunto no fue tan restrictivo
como para inhibir el desarrollo de una economía colonial floreciente. Si se hace un
balance, quizás incluso resultó ventajoso para las colonias.
El auge de una floreciente industria del hierro no debe tomarse como una prue-
ba de complejidad económica. La mayoría de las máquinas cortadoras de metales, los
hornos y las forjas eran pequeños y empleaban sólo a un puñado de trabajadores. Lo
mismo pasaba en los astilleros. La mayor parte de las manufacturas coloniales -tex-
tijes, botas, zapatos y similares- eran productos de la industria interna. La agricultu-
ra persistía como la actividad económica dominante y empleaba quizás al 90 por 100
de la población activa. Las téaúcas agrícolas eran primitivas y poco previsoras, al me-
nos comparadas con la mejor práctica europea de la época. Sólo se utilizaban los ape-
ros más rudimentarios. La abundancia de tierra y la escasez de mano de obra disua-
dían del abonado y de la rotación de cultivos. A pesar de ello, el suelo virgen tenía
un alto rendimiento. La madurez de la agricultura colonial se reflejaba en su grado de
especialización. En el sur, el tabaco continuaba siendo el articulo de exportación más
importante y el soporte principal de la economía. Aunque su cultivo tendía a agotar
el suelo y algunos plantadores, sobre todo los que se fueron tierra adentro hasta el
picdemonte, se pasaron al trigo, las exportaciones de tabaco aumentaron de unas 600
toneladas en la década de 1760 a 4.500 toneladas un siglo después. El siglo XVIII tam-
bién contempló incrementos espectaculares en las exportaciones de arroz y añil sure-
ños. Las colonias centrales se convirtieron en un granero que aportaba trigo a otras
colonias de tierra fume, a las Indias Occidentales y a Europa meridional. Nueva In-
glaterra continuó siendo una tierra de pequeñas granjas de subsistencia, pero el «Cul-
tivo del mar» le proporcionó una alternativa provechosa. De los bancos de Terrano-
va y las costas de Nueva :&cocía, los pescadores yanquis traían grandes cantidades de
bacalao y caballa que se secaban y aportaban, junto con ganado y madera. Más de
la mitad del próspero comercio de aportación lo efectuaban con las Indias Occiden-
tales, que a cambio proporcionaban azúcar, melazas y otros productos tropicales. Las
destilerías de Nueva Inglaterra convertían las melazas en ron, la mayor parte para con-
sumo interno, ya que casi era un elemento de la dieta básica del colono. Pero se uti-

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lizaban también cantidades considerables como cargamento de salida en d famoso
tráfico triangular entre Nueva Inglaterra, África occidental y las Indias Occidentales.
Los barcos negreros de Nueva InglatcJTa llevaban ron y otros artículos de Boston o
Newport a la costa guineana, luego los de África, a las Indias Occidentales y, final.
mente, azúcar y melazas de estas últimas a sus puertos de origen. Es probable que d
comercio de Nueva Inglaterra y las Indias Occidentales se viera afectado, junto con
su industria productora de ron, por la Ley de Melazas de 1733. Aprobada en rcspues·
ta a las quejas por la competencia extranjera de los plantadores de azúcar de las Indias
Occidentales británicas, impuso tasas prohibitorias al azúcar y las melazas importadas
a las colonias de tierra firme desde las posesiones francesas, españolas y holandesas en
d Caribe. Pero la medida resultó letra muerta y d tráfico ilícito con las Indias Occi-
dentales extranjeras pcnistió.
Así, a pesar de todo su aparato de regulación y control, el sistema imperial britá·
nico era en la práctica de fácil trato. Ninguna otra nación colonizadora concedió a
sus súbditos de las colonias d grado de autonomía que disfiutaron los habitantes de
la América británica. Desde los mismos comienzos, se permitió a los colonos ingle-
ses gran libertad para tratar sus propios asuntos. El sistema imperial pretendía enri-
quecer a la madre patria, y sin duda lo hizo, pero diñcilmente puede llamárscle tirá-
nico cuando los colonos soportaban menos presión impositiva que los ingleses o
cuando eran tan prósperos o gobernados con tanta suavidad como ningún otro pue-
blo en d mundo.

24
CAPfruLo 11

La expansión provincial, 1700-1763

POBLACIÓN E INMIGllAClóN

Entre 1700 y 1763, una oleada de expansión transformó las colonias inglesas. El
área colonizada se duplicó y la población se multiplicó por ocho hasta alcanzar dos
millones, cerca de un tercio de la de Inglaterra y Gales. Mientras tanto, el carácter de
la inmigración cambió y con ello la composición étnica de la población. La expan-
sión trajo nuevos problemas y retos, pero al finalizar la Guerra de los Siete Años ya
había surgido una sociedad colonial segura de sí misma y característica, y la econo-
mía colonial se había convertido en una de las más ricas y productivas del mundo.
El asombroso crecimiento poblacional, mucho mayor que el de Europa en la mis-
ma época, se debió primordialmente a una caída significativa de la tasa de mortali·
dad. Esto, a la vez, era atribuible a la juventud relativa de la población, la ausencia de
hambrunas, epidemias y crisis demográficas similares y a la mejora de la dieta posibi-
litada por la mayor productividad de la agricultura americana. Una vez que pasaron
los primeros «tiempos de privación•, la tasa de mortalidad, sobre todo entre los ni-
ños, descendió de manera significativa -aunque más despacio en el entorno caluro-
so, húmedo y azotado por la malaria de las colonias de Chcsapcake que en Nueva In-
glatcmr-y aumentó la esperanza de vida. En Andover (Massachusctts), por ejemplo,
la edad media a la que murieron los primeros colonos varones fue de 71,8 años, es
decir, más alta que la de los hombres estadounidenses en la actualidad.
La afluencia constante de inmigrantes también ayudó a aumentar la población.
Hasta 1700, la gran mayoría eran ingleses, pero para entonces la opinión mercantilis-
ta de que la gente era una especie de riqueza, un recurso indispensable que debía
aprovecharse dentro y no mandarse al exterior, había obtenido el favor oficial. Por
ello, se desalentó la emigración, aunque nunca llegó a prohibirse, excepto en el caso
de los artesanos cuali6cados. Las autoridades sólo siguieron ansiosas por acelerar la
salida de los indeseables y embarcaron vagabundos, pobres y prisioneros políticos y
militattS, como los capturados tras las rebeliones jacobinas de 1715 y 1745, así como
malhechores convictos. La práctica se inició a comienzos del siglo XVII, pero alcanzó
su mayor intensidad desde 1717, cuando el Parlamento creó un nuevo castigo legal
de deportación. A pesar de las protestas coloniales, al menos 30.000 criminales fue-
ron deportados a América durante el siglo XVIII, la mayoría a Vuginia y M.arylmd.
Hacia finales de este siglo, las colonias comenzaron a recibir números significati-
vos de emigrantes no ingleses. Así empezó lo que se iba a convertir en un tema per-

25
sistente y sin duda distintivo del desarrollo americano: los contactos y conflictos en-
tre gente de grupos étnicos y razas diferentes. Entre los primeros se encontraron los
hugonotes fu.nceses, forzados a huir cuando Luis XIV los privó de la libertad de cul-
to al revocar el Edicto de Nantes en 1685. La mayoría artesanos, comerciantes o pro-
fesionales, tendieron a asentarse en ciudades portuarias como Charleston, Filadelfia, ·
Nueva York y Boston. De Alemania y de los cantones alemanes de Suiza llegaron mu-
chos más. Algunos pertenedan a sectas pietistas -menonitas, moravos, dtmhrs,
scbwmdrfe/Jers y amish-que buscaban refugio de la persecución religiosa, pero la ma-
yoria a comunidades luteranas o calvinistas alemanas expulsadas por la presión eco-
nómica y más en particular por la devastación del Palatinado durante las guerras de
Luis XIY. Los alemanes se asentaron en Carolina del Norte, Georgia y el norte de
Nueva York, pero su colonia favorita fue Pensilvania. En 1766, las oportunidades eco-
nómicas, una generosa política de tierras y la libertad religiosa ya había atraído a tan·
tos que, según Benjamin Franklin, constituían un tercio de su población. Tenían una
bien merecida reputación de gente impasible, pacífica y profundamente devota, y
eran muy admirados por lo bien que llevaban sus granjas y sus cuidadosos métodos
agrícolas. Los «alemanes de Pensilvania•, como se los solía conocer, mantuvieron su
lengua y costumbres propias, mientras que los sectarios, en especial los amish, lleva-
ron una existencia austera y aislada que sus descendientes siguen preservando.
El grupo mayor de los inmigrantes del siglo xvm fue el escocés-irlandés, descen-
dientes de los presbiterianos escoceses que se habían asentado en el Úlster a comien-
zos del siglo XVII. En 1776 ya había emigrado a las colonias un total de 250.000 esco-
ceses-irlandeses. Sus razones principales para dejar el Úlstcr eran económicas -des-
contento con el sistema de tierras, malas cosechas recurrentes y el declive del
comercio de lino--, aunque los impedimentos religiosos y políticos proporcionaron
un únpetu adicional. Primero se dirigieron a Nueva Inglaterra, pero al encontrarse
con una acogida poco amistosa, se trasladaron a Pensilvania Allí las autoridades pro-
vinciales los alentaron a instalarse en la frontera como una barrera contra el ataque
indio. Entraron a montones en el valle de Cumberland y en la región de Allegheny,
pasados los asentamientos alemanes, y luego se trasladaron hacia el sur hasta el oeste
de Maryland, el valle de Virginia y la parte posterior de Carolina. En la década
de 1750 ya existía una cadena continua de asentamientos fronterizos escoceses-irlan-
deses desde Pensilvania hasta Georgia. Muy religiosos e intolerantes, los cscoceses-ir-
landeses se merecen el mayor reconocimiento por haber establecido el presbiterianis-
mo en América. Sin embargo, eran manifiestamente indisciplinados, turbulentos e
inquietos. A diferencia de sus vecinos alemanes, con quienes tenían disputas frecuen-
tes, eran granjeros descuidados, quiW en parte porque tenían una repugnancia psi~
lógica a ICCluirse de forma permanente en una localidad particular.
Aunque la inmigración extranjera alteró drásticamente la composición étnica de
la mayoría de las colonias, Nueva Inglaterra fue una excepción. Al desalentar a los ex-
traños por miedo a poner en peligro el experimento puritano, pcnnancció tan homo-
génea en cuanto a la etnia como su nombre implicaba. Pero en el resto de las colo-
nias la población era cosmopolita en grados diferentes. Además de escocescs-irlandc-
ses, alemanes y hugonotes fumceses, había algunos puñados de escoceses, galeses,
irlandeses católicos, holandeses y judíos sefardíes. Pero, menos en las ciudades, se
mezclaban poco. Cada grupo étnico tendía a agruparse en zonas separadas y sus
miembros no se casaban fuera de él No sin razón el mapa poblacional de América
colonial ha sido comparado a un mosaico.

26
SERVIDUMBRE FSCRilURADA Y FSCLAvnuD NEGRA

Pocos inmigrantes cruzaron el Atlántico valiéndose de sus propios recursos. Ten-


dían a viajar en grupos, como parte de programas de oolonización o, más frecuente-
mente, bajo un sistema de servidwnbre temporal concebido para paliar la escasez cró-
nica de mano de obra. El sistema permitió a quienes tenían menos posibilidades eco-
nómicas obtener un pasaje gratis celebrando un contrato de servidwnbre que
empeñaba su trabajo durante un número cspcciñcado de años, habitualmente cuatro.
Durante el periodo colonial, se cree que entre la mitad y los dos tercios del total de
inmigrantes blancos ~to a Nueva Inglaterra-- lo hicieron así. A comienzos del
siglo XVIII, el tráfico de siervos csaiturados ya se había sistematizado y concentrado
especialmente en el norte de Irlanda y Holanda. Los comerciantes y los capitanes de
barco solían hacer viajes regulares al interior para conseguirlos, empleando una varie-
dad de métodos poco csaupulosos. A su llegada a las colonias, los siervos eran ofre-
cidos a la venta pública de un modo muy parecido a los esclavos negros. :&trecha-
mente relacionado con el comercio de siervos estaba el sistema de rescate, mediante
el cual se otorgaba a los pobres pasaje gratuito en el entendimiento de que al llegar a
América sus amigos o parientes los «rcscatarian•. De no hacerlo, eran vendidos como
siervos. La misma suerte corría el grupo heterogéneo -vagabundos y niños secues-
trados, convictos dcportadm-- que dejaban Inglaterra contra su voluntad. Sin em-
bargo, los convictos estaban en una catqoria especial: su periodo de servidwnbre so-
lía durar por lo general catorce años.
La mayoria de los siervos escriturados iban a trabajar a las colonias centrales, so-
b~ todo a Pensilvania, o, hasta 1700 aproximadamente, cuando empezaron a ser
reemplazados por los esclavos negros, a las colonias sureñas. Su suerte era en general
dura. El trabajo solía ser dificil y agotador, los castigos por descuidos o fccborias, se-
veros. Los siervos no podían casarse sin el consentimiento de su dueño, ni tampoco
acostarse tarde. No obstante, retenían todos sus derechos políticos y legales, salvo los
que excluyeran ezplícitamente las oondiciones de sus contratos. Por ejemplo, tenían
el derecho a recurrir a los tribunales. Cuando terminaba su periodo, eran libres de ele-
gir sus ocupaciones y debían recibir por costwnbrc o ley ciertos «derechos de liber-
tad•: ropa y, en la mayoria de los casos, hcrnunientas, semillas y provisiones. Pero
como la tierra no solía estar incluida, sólo una pequeña parte oonsiguió convertirse
en granjeros independientes. Unos pocos alcanzaron fama y fortuna, pero la mayoria
se hicieron jornaleros de granjas y plantaciones o vagaron por las ciudades o la fion·
tera. Incluso algunos volvieron a Europa.
Sin cmbaigo, ninguna de estas opciones estaba abierta a los esclavos negros. Los
primeros negros que alcanzaron las colonias de tierra fume llegaron a Vuginia
en 1619. Su número fue awnentando muy despacio al principio: en la década de 1670,
la población negra de Vuginia no excedía las 2.000 personas. Tampoco hubo al co-
mienzo una concentración geográfica: en la década de 1690, Nueva Yorlc tenía en
proporción los mismos negros que Vuginia. Su posición legal empezó siendo incier-
ta, aunque es probable que desde fecha muy temprana la costumbre les asignara una
posición cspccial e inRrior. Desde alrededor de 1660 la legislación comcnz6 a definir
su posición de forma más precisa, en particular diferenciándolos de los siervos blan-
cos. Vuginia y Maryland aprobaron leyes que los declararon esclavos de por vida, así

27
como a sus hijos y los de los mulatos. Leyes posteriores extendieron estas distinci~
nes y añadieron más. Así, se prohibió a los negros que poseyeran armas, se desacon-
sejaron o prohibieron las relaciones sexuales entre ellos y los blancos, y se hizo más
dificil la manumisión.
Hacia 1700 la importación de esclavos aumentó de prisa y la esclavitud se afian-
zó, en especial en las colonias de Chesapcake. El agotamiento dd sudo, d aumento
de la competencia y los márgenes de beneficios menguantes estaban obligando a los
plantadores de tabaco a buscar una fuerza de trabajo más estable, disciplinada y e~
nómica. Los dueños nunca habían encontrado la servidumbre escriturada plenamen-
te satisfactoria. Resultaba cara. ya que d periodo de servicio era relativamente corto;
no era raro que los siCIVos se ocultasen y no era fácil seguirlos. Los negros no tenían
ninguna de estas desventajas al ser esclavos de por vida e identificables con facilidad
por d color. Y aunque la inversión inicial era elevada, se autoprodudan y cuando se
utilizaban en cuadrilla eran una fuer.za de trabajo eficiente y económica. Un atracti-
vo más fue la caída de los precios desde 1697, cuando la Compañía Real Afiicana per-
dió d monopolio del tráfico de esclavos africanos y se unieron a él los comerciantes
ingleses y coloniales. Entonces este tráfico entró en su mejor época. La población ne-
gra de las coloriias aumentó de menos de 200.000 personas en 1700 a unas 350.000
en 1763. Iban a encontrarse esclavos negros en todas las colonias, aunque más de cua-
tro quintos de ellos estaban en las plantaciones de las colonias sureñas. En Vuginia.
en 1756 los negros constituían más del 40 por 100 de la población (120.000
de 293.000 habitantes), mientras que en Carolina del Sur, en 1751, superaban a los
blancos en casi dos a uno (40.000 negros contra 25.000 blancos). A pesar de su posi-
ción servil, fueron una potente influencia en d sur y su presencia se reflejó de diver-
sos modos: desde los africanismos dd habla sureña hasta los rasgos restrictivos ún,i-
cos de sus códigos legales.
El crecimiento poblacional fue acompañado de la expansión de la colonización,
ya explicada. En 1713, cuando el Tratado de Utrecht puso fin a un largo periodo de
guerra colonial con Francia, los asentamientos ingleses seguían confinados a una es-
trecha franja costera. La frontera no había avanzado más allá de la línea de descenso
de los ríos. Sin embargo, en d medio siglo siguiente se trasladó constantemente ha-
cia d oeste, a lugares a miles de kilómetros. Las tierras que aún no se habían coloni-
zado de regiones más antiguas también se llenaron y la zona ocupada se duplicó con
creces. En Nueva Inglaterra, los colonos avanzaron rlo Connccticut arriba hasta Nue-
va Hampshire y a lo largo de la costa hasta Maine. En d interior de Nueva York las
lenguas de asentamiento alcanzaron los valles del Hudson, el Mohawk y d Schoha-
rie antes de ser controladas por el ataque indio. Más al sur, la frontera avanzó con ma-
yor rapidez. En la región de lidewater de Vuginia y Maiyland, los plantadores em-
prmdeclores abandonaron las agotadas tierras del tabaco y se abrieron paso tierra
adentro hasta el piedcmonte, región situada entre el inicio de la meseta y las Monta-
ñas Azules. Mientras tanto, la corriente migratoria que se desplazaba hacia el oeste
por Pcnsilvania, en su mayoría furmada por alemanes y escoceses-irlandeses, había t~
pado con la barrera de los Apalaches y luego había girado hacia el sur a los grandes
valles interiores entre los Apalaches y las Montañas Azules. Este empuje hacia el sur
penetró en el valle de Vuginia en la década de 1730, en las Carolinas en las de 1740
y 1750, y en Georgia en la de 1760, y creó una región posterior, expuesta, relativamen-
te primitiva y diferente del este colonizado antes, con el que tuvo frecuentes enfren-
tamientos.

28
·Durante el periodo colonial sólo había cinco ciudades de cierto tamaño, todas
ellas puertos de mar: Boston, Ncwport, Nueva York, Filadelfia y Charlcston. Su nú-
mero de habitantes aumentó, pero más despacio que la población en su conjunto.
Todas juntas alcanzaban en 1720 cerca de las 36.000 personas, alrededor de un 7
por 100 del total; en 1760 era de 73.000 personas, sólo un 3,5 por 100 del total. Has-
ta 1700 Boston era con mucho la ciudad mayor de América, pero a partir de enton-
ces fue superada por Filadelfia y Nueva York. Cuando llegó la Revolución, Filadelfia
tenía 40.000 habitantes y era la segunda ciudad mayor dd imperio británico, aunque
no podía rivalizar con Londres, que presentaba una poblaáón de 750.000 personas.

SOCIEDAD Y CUll1JRA COLONIAIES

A mediados del siglo XVIU, las colonias ya habían obtenido un grado de madurez
y una cultura que era a la vez derivada y caractcristica. En todas partes estaban en alza
las instituciones, las ideas y la lengua inglesas, así como la gente de esa procedencia.
Las formas inglesas continuaban proporcionando el modelo en el derecho y la edu-
cación. Todavía no había aparecido una expresión americana caractcristica en litera-
tura, arte o arquitectura. No obstante, no todo lo que se había trasplantado de Ingla-
terra había sobrevivido el cruce del océano sin cambios. El entorno virgen había crea-
do una sociedad que no era inglesa en su variedad racial y étnica, su estructura
religiosa pluralist.a, su fluidez y su movilidad. Los americanos confiaban más en sí
mismos, eran más adaptables y cm.prendedores que los ingleses, más prácticos, más
conscientes de sus derechos y menos inclinados a aceptar la moral y los valores ~
les tradicionales.
En cuanto a la lengua, el proceso de americanización ya estaba en marcha. Unas
cuantas palabras como tobogáa, mot:llSÍll, C1111011 y f1IÍgllNllll se habían tomado de los in-
dios; los franceses habían contribuido con J10rl4&t, prairie, cho'flNltr y demás; los colo-
nos holandeses habían proporcionado otros préstamos: boss, cooltie, flJlljf/e.yanhe. Un
pequeño número de americanismos habían surgido de nuevas combinaciones de pa-
labras inglesas urualcs (bJf/iog, cll/birá. grrnwlhog. muttÍplmtJ). Otras palabras inglesas
habían adquirido un nuevo significado: bádfen el sentido de risco, lml1ul y melt. como
moyo, 1IHil como istmo. Pero aunque en 1756 el gran Imcógrafo Samuel }ohnson
creyó justificado rcfcrirsc a un cdialccto americano-, la mayoria de los visitantes a las
colonias durante el siglo XVIII señalaron no sólo la ausencia de dialectos regionales,
sino el correcto inglés que hablaban los americanos de todas las clases.
De hecho, los habitantes de las distintas colonias aún no habían comenzado a
considcranc un pueblo. La palabra «americano- era sobre todo una expresión geográ-
fica. La mayorla de los colonos se ju:zgahan ingleses. Había muchos celos entre las co-
lonias y constantes disputas sobre las fionteras y las rcdamaciones de tierras. Dentro
de las colonias, las litorales estaban en pugna con las del interior. No obstante, un
sentimiento de unidad y diferencia iba gestándose debido a un siglo y medio de ai&-
lamicnto y cambio.
Aunque la estructura y las funciones de la familia eran las mismas que en Europa,
las condiciones americanas tendieron a aflojar los vínculos y a socavar la autoridad
paternal. La facilidad de conseguir tierras animaba a los jóvenes a dejar el techo pater-
no para cstablcccrsc por su cuenta, al mismo tiempo que debilitaba la capacidad de
los padres para influir en sus elecciones matrimoniales reteniendo la herencia de los

29
hijos. Estas tendencias se vieron reforzadas en el sur por una tasa de mortalidad rela-
tivamente elevada que haáa dificil pasar de los cincuenta años. Otra influencia deses-
tabilizadora fue el desequilibrio entre los sexos como consecuencia del fuerte pmlo-
minio de varones entre los primeros colonos. En 1700 seguían habiendo tres hom-
bres por cada dos mujeres en Vuginia; incluso en Nueva Inglaterra (donde la
migración familiar había sido habitual desde haáa mucho tiempo) las mujeres conti-
nuaban siendo una minoría en esa misma fecha. Este desequilibrio explica por qué la
edad de matrimonio media para las mujeJCS era sustancialmente más baja que en Eu-
ropa. Según algunos historiadores, también ayudó a elevar su posición, pero parece
dudoso que en la realidad gozara de una más alta que en Europa. Sin tener en cuen-
ta su riqueza o condición, se les asignó un papel subordinado dentro de la familia y
se les negaron los derechos que disfrutaban los hombres.
A primera vista, la sociedad colonial recordaba la inglesa. Eran universales y preser-
vadas con celo las distinciones de rango y posición. Los hombres con propiedades y
reputación eran tratados de ccaballeroS» o cseñoICS», los bancos de la iglesia se asigna-
ban de acuerdo con la clase social, los estudiantes se ponían en lista según sus «digni-
dades». Hacia 1700, ya había aparecido en todas las colonias una elite acaudalada cuya
preeminencia era evidente por sus casas, posesiones y estilo de vida, además de su con-
trol oligárquico de la política. Los grandes plantadores de Vuginia-Fitzhughs, Byrds,
Carters, Lees, Randolphs- que constituían la clase más alta de la colonia tenían sus
homólogos en las familias terratenientes holandesas e inglesas del valle del Hudson
-Van Renssclacrs, Schuylers, Morrises, Van C.Ortlandts, Phillipses. En las ciudades
marítimas, el auge del comercio había propiciado una aristocracia mercantil: Browns,
Cabots, Hutchinsons y Belchers en Boston, cuáqueros como Edward Shippen e Isaac
Nonis en Filadelfia. En la ciudad de Nueva Yorlc. el 10 por 100 más rico de la pobla-
ción poseía en 1703 casi la mitad de las propiedades sujetas a impuestos. Mientras tan-
to, la indigencia se estaba convirtiendo en un problema crónico en los puertos de mar
y se necesitó la construcción de hospicios, la fundación de sociedades de caridad y la
adopción de un sistema de vigilancia. También en la parte interior del sur, en especial
en los limites de la colonización, había familias que vivían en la degradación y preca-
riedad. Por supuesto, la porción más baja de la estructura social la constituían siempre
los esclavos negros, casi un cuarto (23 por 100) de la población en 1760.
A pesar de todo, la América anglosajona era, en expresión de Richard Hofstadter,
«un mundo de clase media•. Los grupos que formaban, respectivamente, el vértice y
la base de la pirámide social inglesa -la nobleza y los indigentes-- apenas estaban
representados en América. La ausencia de puntales de un orden privilegiado como
una corte, corporaciones municipales corrompidas, una casta de dignatarios, una Igle-
sia arraigada y universidades exclusivistas ayudó aún más a socavar los intentos de
trasplantar la estructura de clase inglesa. También era dificil mantener las distinciones
sociales tradicionales cuando la lucha diaria por ganarse la vida con la agricultura
obligaba a dueños y siervos a vivir y trabajar codo con codo. La disponibilidad de tie-
rras también supuso que, a diferencia de Inglaterra, donde la regla era arrendar las
granjas, la gran mayoría de los granjeros coloniales --, por ello de la población
masculina- labraran la suya propia. En las ciudades, los artesanos capitalizaron su
escasez no sólo demandando (y logrando) altos salarios, sino rechazando aceptar una
posición subordinada. La pobreza, incluso en las ciudades, nunca fue el terrible mal
en que se convirtió en Inglaterra. Los mendigos eran raros y d número que necesita-
ba auxilio una diminuta &acción de la sociedad.

30
En cuanto a la clase alt.a colonial, no era realmente una aristocracia en el sentido
inglés: sus orígenes eran demasiado recientes, su posición demasiado insegura, su per-
tenencia demasiado oscilante, sus recursos demasiado limitados, sus conexiones con
hacer dinero demasiado estrechas, sus oportunidades de ocio demasiado restringidas
para poder ser tomada --<> reconocidt- como genuina. Tampoco podía distinguirse
a la elite colonial por su funna de hablar. En las colonias, el acento no era un símbo-
lo de clase, como lo era -o acabó siendcr- en Inglaterra. Espoleados por la ilusión
de tener sus origen.es entre los partidarios de Carlos 1, aunque en realidad la mayoría
descendía de comerciantes y agricultores acomodados, los grandes plant.adorcs de V1r-
ginia siguieron de funna consciente el modelo de la nobleza terrateniente inglesa. Se
sent.aban en lugares destacados en la iglesia, eran miembros de la junt.a parroquial y
jueces de paz, cai:aban con jaurías e incluso ostent.aban escudos de armas familiares.
No obst.ante, eran capitalistas muy trabajadores, intensamente absorbidos por necesi-
dad en la espcculación de la tierra y en los det.alles de cultivar y vender cosechas co-
merciales. Como su capital se hallaba muy ligado a la tierra y los esclavos, sus activos
líquidos no eran t.an impresionantes para los paiámctros europeos. De hecho, tenían
deudas const.antes. En gran parte por esta razón, ninguna mansión de las plantaciones
de Vuginia podía compararse con Chastsworth o Wobum Abbey o incluso con la casa
solariega del campo de un noble inglés. Ejemplos sobresalientes de la arquitectura
geoigiana como Westover, residencia de los Byrds sobre el rio James, no dejaban de ser
modestos edificios, aunque elegantes y dignos, a pesar de su rico mobiliario import.a-
do. mientras que Mount Vemon, de George Washington, sobre el Potomac, no sugie-
re nada mayor que una casa de labranza sencilla, sólida y espaciosa.
Las afirmaciones de que las líneas de clase eran fluidas y las oportunidades para el
ascenso social inigualables deben calibrarse. De hecho, un puñado de individuos al-
canzaron la riqueza y el poder desde humildes orígenes. Dos de los terratenientes más
acaudalados de Maryland, Daniel Dulay y Charles Canoll, comenzaron de poco o
nada; el padre de Benjamín Franklin era cerero y jabonero; sir Williams Phips, el pri-
mer gobernador real de Massachusetts, nació en la pob1CU. El gobernador Phips de-
bía su gran furtuna a la suerte: se casó con una viuda rica y descubrió un tesoro hun-
dido. Pero la mayor parte de la elite colonial provenía de familias acaudaladas. En
Maryland, hasta 1660, los siervos escriturados prosperaron con rapidez una vez libera-
dos, pero después las oportunidades menguaron hasta desaparecer casi por completo.
Estudios recientes han demostrado también que cuando las comunidades salían del
estadio de frontera, las tasas de movilidad ascendente declinaban. No obst.ante -y a
pesar de las pruebas de que las desigualdades aument.aron durante el siglo xvm-, la
sociedad colonial era extraordinariamente móvil para los parámetros europeos.

RELIGIÓN COIDNIAL

En contraste con lnglatena y otros países de Europa Occidental, no hubo una re-
ligión que dominase las colonias. La tendencia hacia el cisma, mm:ada en particular
en Nueva lnglatma, junto con la inmigración de sectarios de diferentes países, produ-
jo una multiplicidad de confmoncs, ninguna lo bast.ante numerosa como para domi-
nar al :resto. FJlo hizo que la tolerancia fuera una necesidad práctica, incluso cuando
la ley imponía la confunnidad religiosa. A excepción de Rhode Island, Pcnsilvania,
Ddaware y Nueva Jersey, donde no existía conexión entre Est.ado e Iglesia y donde

31
desde el principio hubo. un grado importante de libertad religiosa, las Iglesias estable-
cidas fueron la regla: la Iglesia de Inglaterra en todas las colonias sureñas y en cuatro
de los condados de Nueva York, la Iglesia Congrcgacionalista en Nueva Inglaterra, ex-
cepto en Rhode Island. Sin emhaigo, en Nueva Inglatena el control puritano comen·
z6 a quebrarse al final del siglo XVIII. En 1692, la histeria de la brujería en Salem (Mas·
sachusetts) llevó a cientos de detenciones y a diecinueve ejecuciones, que resultaron
ser las últimas convulsiones de la persecución. La carta revisada de Massachusetts
de 1691 había socavada la exclusividad religiosa al hacer que los derechos al voto se
determinaran por las propiedades y no por la pertenencia a la Iglesia. Hacia 1700 tan-
to Massachusetts como Connecticut habían concedido a·anglicanos, baptistas y cuá-
queros el derecho al culto público y en la década de 1720 les permitieron asignar fon-
dos de los impuestos eclesiásticos que pagaban para sostener sus iglesias. En cuanto a
las colonias en las que la Iglesia de Inglatcna estaba legalmente establecida, los angli-
canos eran demasiado pocos en casi todas partes para hacer que esto fuera una reali-
dad. Sólo en Vuginia podía imponer serios obstáculos a la disidencia e incluso allí no
pudo negarse la libertad de culto una vez que los sectarios escoceses-irlandeses y ale-
manes hubieron tomado posesión del interior de Vuginia. Sin embargo, la libertad re-
ligiosa formal no se lograrla allí o en el resto de las colonias hasta la Revolución.
La historia del anglicanismo de Vuginia pone de relieve que las instituciones tra-
dicionales no funcionaron o fueron sutil e inintencionadamente ~ormadas en el
Nuevo Mundo. El hecho de que la Iglesia de Inglatcna no lograra nombrar un obis-
po para las colonias no sólo significó que no pudieran consagrarse las iglesias o con-
firmarse a los feligreses. sino también que no se consiguiera hacer cumplir la discipli-
na clerical. Además, la ausencia de una autoridad eclesiástica central abrió el camino
a una especie de congregacionalismo anglicano. Los asuntos de la parroquia acabaron
controlados por seglares constituidos en una junta que, entre otras cosas, nombraban
y despedían al clero de un modo que recordaba al puritanismo de Nueva Inglaterra.
Los bajos salarios hadan dificil atraer personas de capacidad adecuada: muchos cléri-
gos estaban mal preparados y eran descuidados. Pero la misma extensión de las p~
quias de Vuginia, reflejo de su economía de plantación, militaba contra un cuidado
pastoral propiamente dicho. EJ aislamiento de las iglesias también hada que los ma·
trimonios y funerales se solieran celebrar en las casas, mientras que los muertos se en-
terraban en los jardines o huertos en lugar de en los cementerios.
A finales del siglo XVII estaba menguando ya el ardor religioso de los primeros co-
lonos, motivo en parte por el que la tolerancia ganó terreno. Con el avance de la co-
lonización, el aumento de la prosperidad material y la dispersión de las ideas ilustra-
das, se volvió predominante una perspectiva más secular y racionalista. En Nueva In-
glaterra, en particular, se fueron suavizando de forma progresiva las rigideces del
puritanismo. EJ proceso comenzó con el Pacto Parcial de 1662, cuando un sínodo de
ministros de Massachusetts decidió otorgar una pertenencia parcial a la iglesia a los
hijos de los miembros que no habían experimentado la conversión. Los juicios por
brujería de Salem fueron seguidos de una revulsión hacia la autoridad eclesiástica y
en 1699 sobrevino la primera separación definitiva de la ortodoxia con la fundación
en Boston de la Iglesia. de Brattle Strcct, que pRScindió del requerimiento de que sólo
se pudiera pertenecer a ella por elección divina. A mediados del siglo XVIII parte del
clero de Nueva Inglaterra había abandonado incluso la doctrina calvinista de la pre-
destinación y predicaban la salvación para todo el que aceptase las enseñanzas de
Cristo. En las colonias centrales, una perspectiva más humanista de la religión tam-

32
bién ganaba terreno en confesiones tan variadas como las Iglesias presbiteriana, lute-
rana y holandesa reformada, así como entre los cuáqueros. En las colonias del sur, la
religión había perdido gran parte de su espíritu interior y el carácter dominante era la-
titudinario y mundano.
Sin embargo, el calvinismo se vio revitalizado de repente por una ola de renova-
ción religiosa de tono evangélico y emocional. conocida como el Gran Despertar.
C.Omenzó en las colonias centrales en la década de 1720 con los sermones de Theo-
dore J. Frelinghuysen, un ministro alemán de la Iglesia reformada holandesa, y de Wi-
lliam Tennent, clérigo piabiteriano escocés-irlandés que en 1736 iba a fundar el céle-
bre Log C.Ollegc en la frontera de Pensilvania para formar ministros. Su mensaje, que
resaltaba la relación personal del individuo con Dios y la necesidad de salvarse me-
diante la conversión, fue emprendido con gran éxito en el sur por el presbiteriano Sa-
muel Davies y por un ejército de predicado.a metodist.as y baptistas. El fermento re-
ligioso se estimuló aún más por la llegada en 1739 de uno de los mayores evangcli~
dores ingleses, George Whitefield, cuya prédica arrastró enormes multitudes de
Georgia a Maine. Sin embargo, el intelectual más destacado del Gran Despertar y
quien más controversia religiosa produjo en la América colonial fue Jonathan Ed-
wards, ministro congrcgacionalista de Northampton (Massachusctts). En su defensa
del calvinismo tradiáonal ante los avances del racionalismo, aterrorizaba a las congre-
gaciones con sus gráficas descripciones del pecado, que pretendían demostrar la ne-
cesidad de confiar en la gracia divina.
c.i.ertamente, el Gran Despertar suscitó controversia y división. Surgieron conflic-
tos entre los laicos y el clero, entre diferentes confesiones y entre las organizaciones
religiosas existentes. A los conservadores de la •luz antigua•, junto con los exponen-
tes de la religión racionalista, les enfurecía las extravagancias del movimiento renova-
dor, ~us paroxismos plañideros, chillones y emocionales. Por su parte, los predicado-
res de la •Nueva LUZ» condenaban a los ministros que no se habían regenerado por
su falta de piedad y alentaban a las congregaciones a desafiar su autoridad. C.On no
poca frecuencia el resultado fue el cisma: los presbiterianos se dividieron entre faccio-
nes del bando antiguo y del nuevo; los congregacionalistas perdieron adeptos en fa-
vor de nuevas iglesias baptistas separadas de la Nueva Luz y también anglicanas. Los
principales beneficiarios de la excitación religiosa fueron las sectas disidentes más pe-
queñas, en especial las nuevas presbiterianas y las diferentes baptistas de libre albe-
drío, todas ellas volcadas sobre todo en los pobres e incultos, a quienes oficcian una
religión personal y con significado.
Algunos historiadores creen que el Gran Despertar suscitó un espíritu democráti-
co que contribuyó a la revolución, pero parece exagerado. Aunque tuvo implicacio-
nes igualitarias, su atractivo no se limitó a una sola clase y si tendió a socavar la posi-
ción del clero, no desarrolló un desafio general a las formas de autoridad tradiciona-
les. Las bases filosóficas de la Revolución Americana se disciernen con mayor
facilidad en el pensamiento de los racionalistas de Nueva Inglaterra como el reveren-
do Jonathan Mayhew, que se'situaron en el extremo opuesto del movimiento renova-
dor y que se constituyeron en sus aíticos más acérrimos. El sermón de Mayhew,
A Disanme Omaming UnlimiletJ Sulmtission (1750), de amplia circulación, rechazaba la
noción de obediencia absoluta a la autoridad y afirmaba el derecho a la resistencia
ante las imposiciones arbitrarias del poder absoluto. Sus ideas políticas se derivaban
de los escritos de un primer grupo de radicales y políticos 'l1lhig del siglo XVIII (véase ca-
pítulo IV), así como de los célebres conceptos lockcanos sobre los derechos naturales.

33
LA ILUSTRACIÓN AMERICANA
La rapidez con la que la política de los derechos naturales de Lockc se aceptó en
las colonias es una indicación entre otras muchas de la influencia de la Ilustración. Su
aecncia en la ley natural, su insistencia en la bondad innata del hombre, su fe supre-
ma en la ra7Í>n y perfectibilidad humanas obtuvieron muchos seguidores entre la elite
intelectual colonial y calaron en todas las ramas del pensamiento, de la religión a la
ciencia y de la economía a la literatura. Hasta un eminente puritano, teólogo y pilar de
la ortodoxia, Cotton Mather (1662-l 7ZT), resultó sorprendentemente m:eptivo a la
ciencia newtoniana, aunque debe añadirse que, como Jonathan Edwards después y el
mismo Newton, consideró los hallazgos de la ra7Í>n sólo una confirmación de la reve-
lación. Un espíritu científico más genuino mostraron hombres como el ast:IÓnomo y
fisico de Harvard John Wmthrop N (1714-1 T/9), descendiente del primer gobernador
de la bahía de Massachusetts, que popularizó las cxplicaciones científicas racionales de
fenómenos naturales tales como los eclipses y los terremotos, y el botánico John Bar-
tram (1699-1 TTT), que reunió y clasificó las plantas, arbustos y árboles americanos.
Bcnjamin Franklin (1706-1790), el producto más representativo y a la vez más cos-
mopolita de la colonización colonial, es quien mejor ejemplificó la Ilustración ame-
ricana. Fue un genio polifacético que destacó en todo lo que intentó: periodismo, ne-
gocios, ciencia, invención, política, diplomacia y amor (o «VenUS», como candorosa-
mente lo llamaba). Nacido en Boston y en gran medida autodidacto•. se trasladó de
joven a Filadelfia, donde prosperó como propietario de un negocio de imprenta y
como editor de la Pmmy/rNlllÚZ Gazeae. Publicó muchos folletos sobre política, econo-
mía, religión y otros temas, y se hizo aún más conocido por Poor Rühard's Almamic
(1732-1757), una compilación de máximas domésticas que ensalzaban la prudencia,
el sentido común y la honradez. Su pasión por aprender y el progreso cívico le lleva-
ron a desempeñar un papel dirigente en la fundación, entre otras cosas, de una libre-
ría de divulgación, un hospital municipal, la Sociedad Americana de Filosofla (1744)
y el Collcgc of Philadelphia. Fue elegido miembro de la Asamblea de Pensilvania, fue
administrador general de correos de las colonias (1753-1774) y representó a Pensilva-
nia y otras colonias en Londres (1757-1762 y 1766-1774). Mientras tanto, se había
vuelto famoso en América y Europa como resultado de sus inventos (que incluían el
pararrayos, un tipo especial de chimenea de hierro y los lentes bifocales) y aún más
por sus investigaciones científicas acerca de la naturaleza de la electricidad. En todas
sus empresas demostró escepticismo, fe en la razón y el progreso, pasión por la liber-
tad y wt humanismo característico de la Ilustración. Pero su configuración mental
utilitaria y pragmática y su relativa falta de interes por la ciencia pura o la especula-
ción filosófica abstracta lo señalan como americano típico.

EDUCACIÓN

Los recursos educativos de las colonias variaron mucho, pero, en general, las del
centro y sur estaban mucho más retrasadas que en Nueva Inglaterra. Para los funda-
dores puritanos de esta colonia, la educación era vital sobre todo por motivos religio-
sos: para poder obtener el estado de gracia, un hombre debía ser capaz de leer la Bi-
blia. Las Leyes de la Bahía de Massachusetts de 1642 y 1647, que se convirtieron en
modelos para el resto de Nueva Inglaterra, determinaban la obligación de los padres

34
de asegurarse de que a sus hijos se les enseñaba a leer y requcrian el establecimiento
de escuelas elementales en las ciudades de más de cincuenta familias y de escuelas de
gramática latina en las de más de cien. Sin embargo, estas leyes no obligaban a los pa-
dres a mandar a sus hijos a la escuela, como sería el caso del sistema de enseñanza pú-
blica del siglo XIX; simplemente cstablcáan parámetros mínimos de alfabetización a
la vez que buscaban universalizar la educación formal a expensas de la comunidad.
Hacia 1700, la extensión de la colonización y la disminución de la intensidad espiri-
tual puritana ya habían producido cierto grado de relajación en la observancia de es-
tas leyes, pero no obstante los habitantes de esta colonia continuaron siendo un pue-
blo bien educado y altamente alfabetizado. En otros lugares el cuadro era sombrío.
Pensilvania y Nueva Yorlc sólo tenían un puñado de escuelas, la mayor parte mante-
nida por las iglesias. En las colonias del sur, donde la dispersión de la población au-
mentaba la dificultad de establecer escuelas, se consideraba la educación un asunto
familiar y no una responsabilidad de la comunidad. Los plantadores acaudalados ~
lian contratar tutores privados o enviar a sus hijos a Inglaterra para educarse.
La primen institución de instrucción superior en las colonias data de 1636, cuan-
do los puritanos de Masuc:husetts. temerosos de «dejar un ministerio inculto a las
iglesias cuando nuestros ministros actuales se conviertan en polva», fundaron la Uni-
versidad de Harvard. El hecho de que más de la mitad de sus alumnos del siglo XVII
entraran en el ministerio demuestra que cumplió las esperanzas de sus fundadores. La
segunda universidad colonial, Wtlliam and Mary, se estableció en 1693 como bastión
de la Iglesia anglicana en Vuginia, mientras que la fundación de Yale (1701) represen-
tó un intento de contrarrestar la heterodoxia enraizada en Harvard. Las cuatro nue-
vas universidades establecidas bajo auspicios confesionales a mediados del siglo XVIII
-Princeton (presbiteriana, 1746), Brown (baptista, 1764), Rutgcrs (holandesa refor-
mada, 1766) y Dartmouth (congregacionalista, 1769)-- se parecieron a sus ant~
ras en ser instituidas para producir ministros cultos. Pero el argumento de que fueron
producto del Gran Despertar es exagerado. Ninguna seguía un plan de estudios estric-
tamente scct.arío y sólo Princeton, fundada tras los resultados inmediatos de los mo-
vimientos renovadoICS, podía declarar ser el producto directo e inequívoco del celo
religioso. Al resto las impulsó la población y prosperidad en aumento, que también
llevó en Nueva Yorlc al establecimiento de King's Collcgc (1754) interconfesional. se-
guida por Columbia y el College of Philadelphia (1755), completamente seglar, que
se convirtió en la Universidad de Pensilvania. En su inicio, el plan de estudios de las
universidades coloniales recordaba los de Oxford y Cambridge al consistir funda-
mentalmente en los clásicos y la teología. pero en el curso del siglo XVIII, bajo la in-
fluencia de la Ilustración, se añadieron asignaturas como la lógica, las matemáticas y
las ciencias naturales. Las universidades americanas también divergian de sus mode-
los ingleses por el desarrollo de un sistema de propiedad y control externos. En lugar
de ser entidades co1p<>rativas autónomas de estudiantes y profesores, estaban gober-
nadas por grupos externo$ de laicos o fideicomisarios no residentes.

llvEs E INSTII1JCIONES I.EGAIBS


El desarrollo del derecho y las instituciones legales coloniales proporcionó una
demostración más de cómo las condiciones americanas desafiaron los esfuerzos por
reproducir las fonnas y la práctica inglesas. La divergencia era inevitable cuando ha-
bía pocos instruidos en el derecho, cuando hasta los jueces solian carecer de una for-

35
mación legal y escaseaban los libros de dercdio. C.On frecuencia, lo más que pudie-
ron hacer los primeros legisladores fue aplicar a los problemas americanos una com-
prensión lega medio olvidada del peculiar lenguaje técnico del sistema legal inglés,
que tampoco era muy uniforme. Durante largo tiempo, los casos no se publicaban,
los jueces no daban razones de sus decisiones y las diligencias legales se llevaban de
forma oral y no mediante el intercambio de alegaciones escritas. Tampoco hasta me-
diados del siglo XVIII se convirtió el ejercicio del derecho en una profesión e, incluso
entonces, no fue la profesión especializada, organizada y estratificada que continua-
ba siendo en Inglaterra. En ausencia de corporaciones que prepararan para el ejerci-
cio de la abogaáa como los Gremios de Ahogados del Tribunal de Londres, las dis-
tinciones entre abogados de tribunal inferior o superior, procuradores y escribanos
eran desconocidas y el conocimiento legal, en lugar de ser esotérico y monopolio de
la clase superior, se simplificó y se difundió ampliamente (aunque de forma poco pro-
funda). Los delitos se castigaban con menos rigor que en Inglaterra y se prescribía con
menor frecuencia la muerte o el encarcelamiento que el azote, la estigmatización con
hierro candente o el cepo, y en Nueva Inglaterra, donde «la amonestación» puritana
era tan importante como el castigo, su práctica solía ser más indulgente de lo que su-
geriría la misma ley.

LAs GUERRAS INDIAS Y LA DISPUTA POR EL IMPERIO

Con la breve excepción de los inicios de la colonización, la guerra estuvo siempre


presente en la vida colonial. Para asegurar su posición en el continente, los colonos
tuvieron que superar la resistencia de los indios, con frecuencia apoyados y organiza-
dos por los rivales coloniales de Inglaterra. Los primeros colonos fueron afortunados:
las tribus que se encontraron en la costa atlántica eran menos poderosas y guerreras
que las de zonas más interiores y sus relaciones comenzaron siendo amistosas. En
Plymouth, los wampanoag enseñaron a los peregrinos a valerse en las tierras salvajes
y pudieron sobrevivir. En Jamestown, el matrimonio de Pocahontas, hija del jefe
Powhatan, con uno de los principales colonos pareció ser un augurio de paz. Pero
cuando los blancos fueron invadiendo cada vez más los tradicionales territorios de
caza indios, los hombres de las tribus, alarmados, intentaron detener la marea cre-
ciente. En Vuginia, en 1622, el sucesor de Powathan, Opechancanough, cayó de im-
proviso sobre los asentamientos ingleses más adelantados y mató unas 350 personas.
Los blancos exigieron un castigo sangriento. Desde entonces las hostilidades siguie-
ron de forma intermitente hasta 1644, momento en el que los indios ya habían sido
desposeídos y casi barridos por completo. En Nueva Inglaterra, el choque de dos sis-
temas económicos incompatibles condujo a la Guerra Pequot de 1637, en cuyo trans-
curso la nación pequot fue aniquilada y el valle de Connecticut abierto a la coloniza-
ción. La falta de atención a los derechos y susceptibilidades indias agrió de forma gra-
dual las relaciones incluso con los wampanoag y acabó conduciendo a la Guerra del
Rey Felipe de 1675y1676. Una veintena de asentamientos de Nueva Inglaterra fueron
destruidos y más de mil blancos muertos antes de que terminara la guerra con el so-
metimiento de los indios, como acabarian saldándose todas las libradas entre indios y
blancos. Ello sucedió en la fiontera de Nueva York en la década de 1640 y en las Ca-
rolinas durante la guerra Tuscarora de 1711-1712 y la guerra Yamassee en 1715-1718.
Los blancos rivalizaron con los indios en salvajismo, quemando poblados y campos

36
de mltivo, masacrando poblaciones enteras y cortando las cabelleras como trofeo.
fdcticamente los únicos colonos que mostraron preocupación por los derechos
indios fueron los cuáqueros de Pensilvania. Un célebre tratado de paz entre Wi-
liam Penn y los indios delaware en 1682 marcó los comienzos de medio siglo de
mnonía. Penn y sus sucesores mantuvieron sus promesas, pero el influjo cscocés-
idandés en la región socavó su política tolerante. Compartiendo la convicción casi
mivcrsal de los habitantes de la frontera de que las tribus «paganas• no tenían dc-
mcho moral a ocupar la tierra ccuando los cristianos la necesitaban para cultivar su
pan•, los escoceses-irlandeses tardaron poco en expoliar a los delawarc de su patri-
monio.
A finales del siglo XVII, la lucha entte colonos e indios confluyó con un conflicto
intanacional mayor por el dominio del este de Norteamérica. Las colonias inglesas,
alineadas a lo largo de la costa atlántica, estaban comenzando a expandirse al interior
J a invadir los territorios reclamados por Inglaterra y los rivales coloniales. España,
mofinada a la península de Florida donde se había establecido débilmente, era un
obstáculo menor. La amenaza más importante provenía de Francia, que había esta-
blecido asentamientos en Port Royal en Acadia (Nueva &cocía) en 1605 y en Q!ic-
bcc en 1608, es·dccir, casi al mismo tiempo que los primeros colonos ingleses desem-
barcaron en Jamcstown. De modo gradual, los exploradores, misioneros y tratantes
en pieles franceses penetraron en la región de los Grandes Lagos y el valle del Misisi-
pí. En 1682, el explorador La Salle alcanzó el delta de este rio, tomó posesión del te-
nmo circundante en nombre de Luis XIV y lo llamó Luisiana. A comienzos del si-
glo XVIII, los colonos franceses se asentaron allf con fuerza, introdujeron esclavos ne-
gros y establecieron una economía de plantación. Alrededor de 1720 ya había un
gran arco de fuertes, factorías y asentamientos franceses que se extendían todo el tra-
~ desde Louisbowg en la isla de Cape Breton hasta Nueva Orlcans.
Entre 1689 y 1763, Inglaterra y Francia combatieron en guenas sucesivas: la gue-
rra de la Gran .Alianza (1689-1697), la guerra de Sucesión Española (1702-1713), la
guerra de Sucesión Austriaca (1744-1748) y la guerra de los Siete Años (1756-1 n63).
Las tres primeras comenzaron en Europa y después se extendieron al otro lado del At-
lintico. Fue evidente que los habitantes de las colonias las consideraron ajenas y que
se vieron envueltos en ellas como súbditos de la corona inglesa por los nombres que
las pusieron: guerra del Rey Guillermo, guerra de la Reina Ana y guerra del Rey Jor-
ge. Sin embargo, se afanaron en vencer a los vecinos que observaban con miedo y
mspicacia. El catolicismo de los franceses--¡ el de los españoles en este caso- era
un anatema para ellos. Se resentían de la competencia de los traficantes en pieles y
pescadores franceses. Sobre todo, se sentían amenazados por la alianza francesa con
las tribus guerreras del valle de Ohio.
Durante las guenas del Rey Guillermo y la Reina Ana, los franceses y sus aliados
indios efectuaron salvajes ataques sobre las fronteras de Nueva York y Nueva Inglate-
rra. Asentamientos como Schenectady de Nueva York y Dccrlield de Massachusctts
fueron incendiados y a sus habitantes les cortaron la cabellera, los torturaron o se los
hizo cautivos. Los colonos hicieron incursiones a los indios en represalia y atacaron
puestos franceses sobre el San Lorenzo. Gran Bretaña hada mucho tiempo que esta-
ba absorta en los escenarios bélicos europeos y en apariencias demasiado indiferente
ante el destino de los colonos para enviarles mucha ayuda, así que la mayor parte de
la lucha se dejó a las milicias coloniales y a todos los asistentes indios que pudieran
reunir. Los colonos ingleses superaban a los franceses en una proporción de cinco a

37
uno, pero las disputas y los celos intercoloniales compensaron en gran medida su
ventaja. A pesar de todo, obtuvieron algunas victorias notables. En 171O, las fuerzas
provinciales capturaron Port Royal y fueron de utilidad para convertir la Acadia fran·
cesa en la Nueva Escocia británica. Luego, en 1745, sobrevino un gran logro militar:
el asalto masivo de la fortaleza francesa de Louisbourg. &te raro esfuerzo de colabo-
ración de varias colonias también tuvo una cualidad improvisada que empezaba a re-
conocerse como propia de América: fue planeado y ejecutado por personas no pro-
fesionales y, según un contemporáneo, «tuvo a un abogado por autor, a un comer·
ciante por general y a granjeros, pescadores y artesanos por·soldadOS». Orgullosos de
su victoria, los colonos se sintieron mortificados con motivo cuando el Tratado de
Aix·Ja..Chapclle (1748) devolvió Louisbourg a Francia.
La paz no fue más que una tregua. Tan pronto como fue finnada, los colonos in·
glcscs y franceses provocaron una crisis cuando un grupo de prominentes plantado-
res de Vuginia, inclinados a la espeatlación de tierras, oiganizaron la Compañía de
Ohio y consiguieron del gobierno británico la concesión de unas 80.000 hectáreas en
la región pasado el Allegheny. Cuando los franceses comenzaron a levantar una ca·
dcna de fuertes entre el lago Erie y el río Allegheny, una fucna de Vuginia comanda·
da por un joven coronel de las milicias, Georgc Washington, fue enviada a impedir·
lo. Pero descubrió que los franceses ya poseían la llave del valle del Ohio, la bifurca.
ción del rio, donde se ocupaban en construir Fort Duquesne. En la batalla que siguió,
Washington se vio obligado a rendirse (4 de julio de 1754). De este mocJo, por prime-
ra vez en el largo duelo anglo-francés por el imperio, las hostilidades habían comen-
zado en América y no en Europa. La guerra no se había declarado aún, pero en 1755,
en respuesta a los llamamientos de ayuda de Vuginia, el gobierno británico despachó
al general Edward Braddock. a América con dos regimientos de regulares. Pero en su
camino a Fort Duquesne cayó en una emboscada francesa e india, fue muerto y su
ejército puesto en fuga (9 de julio de 1755). Este desastre hizo peligrar más de 600 ki·
lómetros de la frontera de Pensilvania y Vuginia, y durante los dos años siguientes las
partidas de guerra indias devastaron varias veintenas de asentamientos.
La denota de Bradock. se debió en parte a su desconocimiento de la guerra en el
bosque, pero sobre todo a carecer de asistentes indios. Ya en 1753 la Junta de Comer-
cio había reconocido que el apoyo indio sería vital en la lucha que comenzaba y de-
mandó a las colonias situadas hacia el norte a partir de Vuginia que enviaran delega·
dos a una reunión celebrada en Albany para concertar la política india. El Congreso
de Albany, reunido en junio de 1754, no logró una alianza con los iroqueses, la tribu
mejor dispuesta hacia los británicos, pero adoptó un esquema diseñado por Benja-
min Franklin para una confederación intercolonial permanente. El Plan de la Unión
de Franklin preveía un parlamento colonial electo o Gran Consejo, con autoridad
(sometida a la aprobación real) sobre los asuntos indios y la defensa, y con poder para
recaudar impuestos para sostener un ejército. El gobierno británico probablemente
habría vetado la propuesta, ya que iba mucho más lejos de lo que se había pretendi-
do, pero los particularismos locales evitaron el problema. Las asambleas coloniales re-
chazaron el Plan o no lo tuvieron en cuenta.
En 1756, dos años después de las escaramuzas iniciales en la bifurcación del
Ohio, Inglaterra declaró la guerra a Francia y comenzó la lucha decisiva por el impe-
rio. La Guerra de los Siete Años --<> la Francesa e India, como se la conoció en Amé-
rica- se convirtió en un conflicto mundial; se combatió en Europa, el Meditenánco_
las Indias Occidentales e India, además de en Norteamérica. En un primer momen-

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ID, las cosas les fueron mal a los ingleses. El general francés Montcalm capturó Fort
Oswcgo sobre el lago Ontario en 1756 y Fort Wtlliam Henry en la ribera sur del lago
Ceorge al año siguiente. Estos reveses reflejaron la incapacidad del nuevo comandan·
le en jefe inglés, lord Loudon, para lograr la unión de los colonos en su propia defen·
a A las mezquinas asambleas coloniales, dominadas por los representantes de la cos-
ta segura y próspera, no les perturbaba la amenaza en las fionteras remotas. A la ma·
JOIÍa de las colonias les resultaba indiferente lo que pasara más allá de sus límites: las
de más al sur de Pcnsilvania en particular no estaban dispuestas a ayudarse mutua·
mente o a auxiliar a Nueva York y Nueva Inglaterra uniéndose en un asalto general a
los franceses.
Sólo en 1757, cuando Jorge 11 hizo volver al poder a Wtlliam Pitt, comenzó a cam·
biar la suerte para Gran Bretaña. Pitt despachó una fuerza expedicionaria de 25.000
qulares, el mayor ejército jamás visto en Norteamérica, y pagó el reclutamiento de
25.000 provinciales americanos más. En 1758, las fuerzas británicas volvieron a cap-
turar la fortaleza de Louisbowg y luego cortaron los lazos entre Canadá y el valle del
Misisipí tomando Fort Frontenac sobre el lago Ontario. Ello supuso la caída de Fort
Duquesne, rebautizado Fort Pitt. El punto culminante de la gran estrategia de Pitt lle-
gó en 1759 con un asalto convergente y triple al Canadá francés desde la desemboca·
dura del San Lorenzo, d lago Ontario y el lago Charnplain. La derrota infligida por
Wolfc a Montcalm en las llanuras de Abraham (2 de septiembre de 1759) otorgó a los
ingleses ~ebcc y destruyó de forma efectiva el poder militar francés en Canadá.
En 1760, Arnherst tomó Montreal y la conquista de Canadá se completó. La lucha
mntinuó en otras partes del mundo, pero por los términos del Tratado de París (1763)
que puso fin a la guerra, Gran Bretaña recibió Canadá y todas las posesiones france-
sas al este del Misisipí; también adquirió Florida de España a cambio de la devolu·
ción de Cuba y las Filipinas, conquistadas en 1761; para compensar a España por la
pérdida de Florida, Francia le cedió Luisiana, es decir, toda la extensión del valle dd
Misisipí al oeste del río, así como Nueva Orleans en su orilla este.
Gran Bretaña swgió de la guerra como la primera potencia colonial y marítima
del mundo. El imperio norteamericano francés se había perdido por completo. No
obstante, el mismo carácter tan completo del triunfo británico preparó el terreno para
la Revolución Americana.

39
CAPtnn.o 111

Revolución e independencia, 1763-1783

LA REORGANIZACIÓN IMPERIAL Y LA PROTESTA COLONIAL

Al concluir la Guerra de los Siete Años en 1763, difkilmente algún colono ame-
ricano abrigaría sentimientos de independencia. A pesar de sus orígenes tan variados,
estaban muy ligados a Gran Bretaña por lazos de interés y afecto. Se sentían orgullo-
sos de pertenecer al imperio británico y se regocijaban de su gran triunfo sobre Fran-
cia. Apreciaban la tradición británica de libertad política y aunque les irritaban cier-
tos aspectos del sistema económico imperial, estaban razonablemente contentos con
él. No obstante, cuando los ministros de Jorge III trataron de afianzar el control ~
bre la vida económica y social de las colonias, hubo una resistencia inmediata y vigo-
rosa. Interpretando las nuevas jugadas británicas como un intento deliberado de sub-
vertir su libertad, los colonos comenzaron a reexaminar su posición en la estructura
imperial. Diez años de controversia culminaron en una revuelta armada. Finalmente,
en 1776, los colonos decidieron, como expresaba la Declaración de Independencia,
«asumir, entre tos poderes de la tierra, la condición separada e igual a la que las leyes
de la naturaleza y de la naturaleza de Dios les da derecho•.
A pesar de lo que pudiera haber parecido en América, al reformar el antiguo sis-
tema colonial, Gran Bretaña no pretendía establecer una tiranía, sino organizar los re-
sultados de la guerra. Los extensos territorios añadidos a su ya grande imperio ameri-
cano creaban nuevas dificultades. El gobierno debía ocuparse de 80.000 canadienses
franceses, de lengua y religión extranjera y desconocedores de las leyes y formas polí-
ticas inglesas. Se necesitaba una política occidental coherente para reconciliar las ne-
cesidades en conflicto de tierras para el asentamiento, el tráfico de pieles y los indios.
Sobre todo, la repentina transformación de lo que había sido un imperio comercial
en otro territorial necesitaba nuevas provisiones para su defensa.
No debiera haber sido dificil prever la reacción de los colonos ante una mayor in-
tromisión metropolitana en sus asuntos. Cuando los británicos habían intentado for-
talecer su control durante la guerra, habían swgido vehementes protestas y se había
cuestionado el principio constitucional. En 1761, el uso de mandamientos judiciales
de transferencia -órdenes de registro- para erradicar el contrabando y comen:io
con el enemigo fue denunciado por un joven abogado de Boston,James Otis. Soste-
nía que el Parlamento sólo poseía un poder limitado de legislación para las colonias;
todo acto como el que autorizaban los mandamientos judiciales, que violaba los de-
rechos naturales, era nulo de pleno derecho. En Vuginia, dos años después, en la

41
«causa de los pánocOS», Patric.k Heruy adelantó una doctrina constitucional aún más
radical. Atacando al Consejo Privado por haber rechazado una ley de Vuginia que es-
tablecía que el salario del clero anglicano, por costumbre pagado en tabaco, se hicie-
ra efectivo en dinero a razón de dos peniques la libra, declaraba que el rey había «de-
generado en tirano y había perdido todo derecho a la obediencia de sus súbditoS».
Sin embargo, George Grenville, primer ministro del rey en quien recayó la tarea
de la reorganización imperial, no tuvo en cuenta estas advertencias de problemas fu-
turos. El primer requerimiento era una nueva política fronteriza, necesidad demostra-
da casi de inmediato en la rebelión de Pontiac en mayo de 1763. Encolerizados por
los fraudes de los comerciantes británicos y temerosos de que se siguieran invadien-
do sus tierras, las tribus del valle del Ohio, encabezadas por el jefe ottawa Pontiac, se
alzaron en annas y destruyeron todos los puestos británicos situados al oeste del Niá-
gara, excepto Detroit En un esfuerzo por prevenir más problemas, un edicto real
del 7 de octubre de 1763 prohibió el asentamiento más allá de las Alleghenies, como
medida temporal para que diera tiempo a establecer una política general. Pero los
hombres de la frontera no iban a ser detenidos por edictos emitidos a más de 4.000 km,
así que desconocieron la restricción. En pocos años, el gobierno británico tuvo que
aceptar la ruptura de la Línea del Edicto.
La principal preocupación de Grenville era aumentar el ingreso colonial. La Gue-
rra de los Siete Años había duplicado la deuda nacional británica y llevado la tribu-
tación a unos niveles sin precedentes. El coste de la administración y la defensa co-
loniales había subido de 70.000 libras esterlinas en 1748 a 350.000 en 1763. Aún se
necesitarla más dinero porque se había decidido mantener un ejército permanente
de 10.000 soldados en las colonias como defensa contra un posible intento francés
de reconquista y para proporcionar protección contra los ataques indios. Parecía del
todo justo que los colonos, con pocos impuestos y sin duda prósperos, soportaran
parte de la carga ~ntre un tercio y la mitad- de su propia defensa. Y cuando no
contestaron de un modo constructivo a la invitación de Grenville para sugerir me-
dios alternativos de obtener el dineIOt se sintió doblemente justificado para gravar-
les más.
Su Ley del Azúcar, aprobada en abril de 1764, awnentó los derechos de varias im-
portaciones coloniales, mientras que reducía los de las melazas exteriores de seis pe-
niques el galón a tres peniques (impuestos por la Ley de las Melazas de 1733). Pero
mientras que la medida de 1733 había sido letra muerta, la Ley del Azúcar iba a ser
de cumplimiento obligado, como solían serlo las leyes de comercio. Grenville estaba
determinado a revitalizar el servicio de aduanas colonial, ineficiente y corrupto, que
recaudaba menos de un cuarto de lo que costaba su mantenimiento. Dio fin a la prác-
tica mediante la cual las autoridades aduaneras se quedaban en lnglatem y delegaban
sus responsabilidades en un representante colonial; quería controlar el contrabando
mediante certificados de despacho y procedimientos de almacenaje más estrictos, y
mediante el empleo de patrullas navales; para hacer frente a la lenidad notoria de los
jurados coloniales hacia los contrabandistas, transfirió la jurisdicción sobre los casos
de ingresos del erario a los tribunales del Vicealmirantado. Por último llegó la Ley de
la Moneda de 1764, que extendía a todas las colonias la prohibición sobre el papel
moneda de curso legal impuesta a Nueva Inglatem en 1751.
En América, el programa de Grenville no gustó, como resulta comprensible. La
pcrspcctiva de contar con un ejército permanente en medio despertó las suspicacias
coloniales, lo mismo que la negativa a que pudiera celebrarse un juicio por jurado en

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los casos de rentas públicas. Para una gente que ya sufiía una depresión posbélica, los
nuevos impuestos y los efectos deflacionarios de la Ley de la Moneda parecían signi·
ficar la ruina económica. Los comerciantes de Nueva Inglaterra se sintieron especial·
mente agraviados puesto que la Ley del Azúcar, al proscribir su intercambio con las
Indias Occidentales fiancesas y españolas, cortaría su mejor fuente de circulante. Los
nuevos controles eran todavía más inaceptables porque el descuido y las preocupa-
áones anteriores de Gran Bretaña habían pennitido a las comunidades americanas
una gran medida de libertad política y económica. También se veían desafortunada·
mente regulados en otros sentidos. Ahora que había desaparecido la amenaza fiance-
sa, los colonos se sentían menos dependientes de la protección británica. Y a pesar de
lo mucho que se quejara Londres de la carga que soportaban los contribuyentes bri-
tánicos y sostuviera que los colonos habían sido los mayores beneficiarios de la gue-
rra, eran conscientes de que habían ayudado de forma sustancial a ganarla. De hecho,
la guerra les había proporcionado nueva confianza en su pericia militar y su capaci·
dad para conducir sus propios asuntos. Desde el punto de vista ·psicológico, estaban
pieparados para un menor control imperial, no para más.
~ aún más importante para conformar la reacción colonial a la política bri-
tánica fuera la influencia de una tradición conspirativa y revolucionaria importada de
la misma Inglaterra. A partir de 1730, los colonos se habían imbuido cada vez más de
la ideología libertaria extremista propuesta por vez primera por los radicales del si-
glo XVII como Harrington y Sidncy, y después modernizada por la primera oposición
~del siglo XVIII. Los escri~ de los panflctistas 'llJbig, sobre todo las Otto's Ltltm
(1720) de John Trcnchard, dis&utaron de una amplia difusión en las colonias y ense-
ñaron a sus habitantes -como señaló Burke al afirmar el efecto que produjo sobre
dios el extendido estudio de la ley- «a olfatear la aproximación de la tiranía en toda
brisa contaminada•. Aprendieron que d gobierno era opresivo por naturaleza, que
sólo la vigilancia constante podía controlar su tendencia a invadir los derechos indi-
Yiduales y que en particular ciertos ministros corruptos estaban conspirando para su~
'Rrtir la libertad obtenida por la Revolución Gloriosa. Por ello, cuando Grenville y
sus sucesores dieron pasos que parecían confirmar ·su análisis, la conciencia de la tra-
dición disidente 1IJhig los llevó a responder de forma ~a.

LA CONIROVERSIA POR LA LEY DEL TIMBRE

Sin embargo, la oposición colonial continuó siendo local hasta que el Parlamen-
to aprobó la Ley del Tunbre en 1765. Esta medida determinaba que debían pegarse
unos timbres fiscales a los periódicos, almanaques, folle~. documen~ legales, fac-
wras comerciales, documentación de buques, pólizas de seguro, licencias de matri- ·
monio y bodega e incluso en las barajas de cartas y los dados. Se produjo una reac-
ción extendida y violenta. Mientras que la Ley del Azúcar había afectado sólo a los
mmerciantes de Nueva Inglatma. la Ley del Tnnbre era de aplicación universal y p~
.acó la hostilidad de otros grupos influyentes, abogados, impresores y taberneros en-
tre ellos. Era el primer impuesto directo que d Parlamento asignaba a las colonias y
fue condenado en consecuencia como una innovación peligrosa e injustificada. En la
Cámara de los Burgueses de Vuginia. Patrick Henry introdujo una serie de resolucio-
nes que afirmaban que los americanos poseían todos los derechos de los ingleses y pe-
día para la asamblea d único derecho a gravar a los virginianos. La Cámara no apo-

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yó sus resoluciones más extremistas, pero como se imprimieron y circularon en su in-
tegridad, la impresión resultante fue que lo había hecho.
Por todas las colonias empezaron a existir organizaciones secretas conocidas
como los Hijos de la Libertad para concertar la oposición. Poco tiempo después la
Ley del T1111bre había sido invalidada por la acción del populacho. Sus agentes, ate-
norizados, habían dimitido, se habían destruido las provisiones de timbre y saquea-
do las casas de las autoridades reales. En octubre de 1765, los representantes de nue-
ve colonias se congregaron en Nueva York en un Congreso sobre la Ley del T1111bre,
que fue la primera reunión espontánea intercolonial y un importante mojón en el ca-
mino a la independencia. Los delegados redactaron una Declaración de Derechos y
.Agravios, denunciando la Ley del T1111bre por tener •una tendencia manifiesta a sub-
vertir los derechos y libertades de las colonias» y declarando que sólo sus propios po-
deres legislativos podían constitucionalmente gravarles con impuestos.
La protesta y revuelta coloniales dejaron impasible al gobierno británico, pero las
sanciones económicas resultaron más persuasivas. La Ley del T1111bre dio un nuevo
impulso a la política de no importaáón -en la práctica, un boicot a los artículos bri-
tánicos- adoptada por los comerciantes coloniales tras la aprobación de la Ley del
Azúcar. La parálisis del comercio americano impulsó a los comerciantes británicos a
pedir la revocación de la Ley del T1111bre. En la primavera de 1766, el gabinete de Roc-
kingbam accedió. En América la noticia se recibió con entusiasmo y se abandonó de
inmediato la postura contra las importaciones. Pero, en su regocijo, los americanos
tendieron a pasar por alto que la revocación había sido acompaña~ por la aproba-
ción de una Ley Declarativa, que afumaba que el Parlamento tenía autoridad plena
para hacer leyes -que obligan a las colonias y al pueblo de América [•..J cualquier.a
que sea el caso».

loSDERECHOSDETOWNSHEND

En 1767, en un nuevo intento. por resolver los problemas fiscales, Charles Town-
shend, el dotado pero porfiado ministro de Hacienda del gabinete de Chatham, in-
trodujo nuevos derechos sobre las importaciones coloniales de vidrio, plomo, pin~
ra, papel y té. Durante la crisis de la Ley del T1111bre, los americanos habían cstablcQ.
do una distinción entre impuestos internos y externos, negando al Parlamento
autoridad para imponerles los primeros pero concediéndole el derecho a regular el
comercio, incluso si con ello se producía un ingreso. Como los nuevos dcrccbos de
Townshcnd eran incuestionablemente •externos-, razonó que por lógica los coloDOI
no podrían oponerse a ellos. Para afianzar aún más la maquinaria de la coacción ~
mercial, instituyó una Junta Americana de Comisionados de Aduanas que se instala-
ría en Boston. También tomó medidas para que se cumpliera la Ley de Motioa
de 1765, que pretendía remediar la escasez de alojamientos militares y requería de a.
asambleas coloniales que proporcionaran acuartelamiento y suministros a las tropm
británicas. La mayoría de ellas habían accedido de mala gana, pero Nueva York, cu.
tel general del ejército británico en América, se había negado. En consecuencia. •
- asamblea fue suspendida hasta que se obedeciera la ley.
Las medidas de Townshend reavivaron el tumulto. En sus Lettm ofa~
Farmer (1788), el abogado de Filadelfia John Dickinson abría un nuevo terreno a..,..
titucional al argumentar que incluso los derechos externos eran inconstituciomllll

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se imponían con la intención de recaudar un ingreso. También condenaba la Ley de
Motines por ser, entre otras cosas, un intento parlamentario de imposición directa y
atacaba la suspensión de la asamblea de Nueva York como un golpe a la libertad co-
lonial en general. En febrero de 1768, la asamblea de Massachusctts envió una «circu-
)ap redactada por Samuel Adams, el dirigente reconocido del radicalismo bostonia-
no desde la controversia suscitada por la Ley del Tunbre. Al llamar a una oposición
concertada, la circular denunciaba los dCICChos de Townshend por violar el principio
de que «no puede haber impuesto sin representación•. A pesar de los esfuerzos guber-
namentales por evitar que las asambleas apoyaran el documento, varias lo hicieron de
inmediato. La resistencia tomó una forma más práctica cuando en marzo de 1768 los
colonos organizaron otro boicot económico similar al que había parecido tan efccti- ·
vo contra la Ley del Tunbrc.
En Boston se desencadenaron serios desórdenes de los esfuerzos de la nueva Jun-
ta de Aduanas por hacer cumplir las leyes de tributación. Poco después el obstruccio-
nismo de la muchedumbre había hecho su tarea poco menos que impcmble. Luego,
en junio, hubo una revuelta cuando las autoridades aduaneras intentaron tomar el ba-
landro Liberty, que pertenecía al prominente radical John Hancock. El envío de tro-
pas a la ciudad para restablecer el orden sólo aumentó la fricción. El clímax llegó el 5
de marzo de 1770, cuando un destacamento de soldados británicos, aguijoneado por
la muchedumbre, abrió fuego y mató a cinco bostonianos. Se llevó a juicio a ocho de
los soldados; seis fueron absueltos y los otros dos fueron hallados culpables de homi-
cidio no premeditado, pero se los puso en libertad después de ser marcados en la
mano. Aunque los soldados habían disparado bajo una provocación extrema, Adams
y otros propagandistas quisieron dar la impresión de que l?-abfa sido una «masacre de
Boston•. Su versión del incidente fue aceptada por muchos americanos entonces, así
como por generaciones posteriores.
A pesar de todos los esfuerzos de hombres como Adams, la unidad colonial co-
menzó a disolverse pronto. Los conservadores estaban alarmados por el recurso cre-
ciente a la acción popular. También había resentimiento por el hecho de que no se
hubiera observado de forma uniforme el acuerdo de no importar. Por ello fue bien re-
cibida la rama de olivo tendida por el sucesor de Townshend, lord North. El mismo
día de la •masacre de Boston•, North consiguió la revocación de todos los derechos
de Townshend, excepto el del té, que se mantuvo •como marca de la supremaáa del
Parlamento-. Fue la señal para que Nueva York abandonara la política de no impor-
tación y, a pesar de la protesta radical, los puertos restantes imitaron su ejemplo de
inmediato.
Siguieron tres años de calma relativa, rota sólo por la quema del guardacostas Gas-
pee frente a Rhode Island en 1772 y un escarceo de alarma al reavivarse los rumores
de que la Iglesia de Inglaterra planeaba establecer un episcopado americano. Samuel
Adams continuaba despotricando y estableció una red de comités de corresponden-
cia en un esfuerzo por mantener viva la agitación. Pero obtuvo apoyo escaso. La pros-
peridad había vuelto tras la laiga depresión de posguerra y la mayoría de la gente pa-
reáa cansada de contiendas. Aunque no se había erradicado el contrabando, se prac-
ticaba con mayor discreción, mientras que la tributación impuesta por el Parlamento
era un hecho establecido.
Los colonos parecían más interesados en disputar entre ellos que con Gran Breta-
ña. Las peleas entre colonias por las fronteras y tierras culminaban a veces en derra-
mamientos de sangre. Aún más amenazadoras resultaban las tensiones existentes den-

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tro de detenninadas colonias. C.On la excepción de las revueltas contra los arrend.
mientos del valle de Hudson en 1766, no eran manifCstaciones de conflictos de cJa.
se, como algunos historiadores han declarado, sino de las divisiones existentes entR
las regiones costeras más antiguas y la frontera de asentamiento más reciente. De este
modo, los hombres de la frontera de Pcnsilvania, en su mayoría escoceses-irlandess,.
se quejaban de que la oligarquía cuáquera de Filadelfia les negaba una rcpresentacióa
adecuada en la asamblea, los gravaba demasiado y descuidaba su protección contr.a
los ataques indios. Alarmados por el levantamiento de Pontiac, seiscientos hombres
de la frontera, conocidos como los Paxton Boys, marcharon sobre Filadelfia en 1763
para demandar reparación. En Carolina del Norte, a finales de la década de 1760, b
granjeros del interior formaron una asociación conocida como los Reguladores que
utilizó la fuerza para contrarrestar la tiranía de las autoridades del litoral. Tras un ~
riodo de casi guerra civil, los Reguladores fueron aplastados en 1771 en la batalla de
Alamance por la milicia al mando del gobernador real. &ta lucha, como otras simi-
lares de otros lugares, iba a influir actitudes ante la independencia. Cuando sus 0.--
sores del litoral apoyaron la Revolución en 1776, muchos reguladores se hicieron rQo
listas.

LA. REUNióN DE T~ DE BosroN

Sin embargo, la aprobación de la Ley del Té en 1773 empujó una vez más a •
segundo plano las disputas internas. la ley era un intento de aliviar los problcnm
nancieros de la Compañía de la India al permitirle exportar té a las colonias da..
mente y venderlo al por menor. Lo habría abaratado para el consumidor, pero Com9
amenazaba a los comerciantes coloniales con el monopolio y a los circuitos de al9
trabando con su extinción, unió a estos dos poderosos intereses en su contra. Los
dicales también hallaron objetable en el terreno constitucional la retención del
puesto de importación sobre el té. la resistencia tomó formas diferentes. El té
do a Charleston fue desembarcado, pero la presión popular evitó que se o&ec:m
venta; el consignado a Nueva York y Filadelfia fue rechazado y devuelto a J.ngl*~
en Boston, el 16 de diciembre de 1773, un grupo de hombres disfrazados de ·
dirigidos por Sam Adams aboidó los barcos de té y arrojó sus cargamentos al
la Reunión de Té de Boston forzó el desenlace de la disputa con la mac:IR
Dos veces antes, en 1766 y en 1T/O, la protesta colonial había logrado el
miento de la política británica. Pero ahora, enfientado con el desafio colonial
cera vez, el gobierno británico dejó el apaciguamiento por la coerción. Se babia
hado convenciendo, como la opinión inglesa en general, de que enfrentaba
fundamental al sistema comercial imperial y constitucional, un reto que no
sarse por alto sin hacer peligrar la prosperidad y seguridad nacionales. Si iba a
se el control sobre América, como declararía el conde de Carlisle en mano de
Gran Bretaña se hundiría en la oscuridad y la insignificancia. Por ello, a
de 1774, el Parlamento aprobó una serie de Leyes c.ocrcitivas, llamadas l..cyiel
rabies en las colonias. e.erraban el puerto de Boston hasta que se hubiera
té destruido, revisaban la carta de Massachusetts para aumentar los podCJa del
tivo, estipulaban la transferencia a Inglatem de los juicios por asesinato m
de aplicación obligatoria de la ley e imponía una nueva ley de acuartelamme·. .
das las colonias.

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Lejos de aislar a Massac:husetts como habían pretendido, las Leyes Coercitivas
unieron a las colonias en su defensa. La propaganda radical, diseminada por los co-
mités de correspondencia. convenció a los colonos de la necesidad de una acción co-
mún. En mayo de 1774, la asamblea de Virginia envió una convocatoria para una reu-
nión intercolonial. El 5 de septiembre, doce colonias enviaron delegados a Filadelfia
al primer Qmgrcso Continental. Para entonces, las sensibilidades coloniales se ha-
bían inflamado aún más por la aprobación de la Ley de ~cbcc. &te intento propio
de un estadista pero inoportuno para resolver el problema de gobernar a los habitan-
tes de Canadá fue considerado por las colonias más antiguas una confirmación de los
inicuos designios británicos. El reconocimiento de la posición privilegiada en Cana-
dá de la Iglesia católica pareció, en especial para los habitantes de Nueva Inglaterra,
-oler mucho a papisme»>. La continuidad del sistema legal francés, que no establecía
el sistema de juicio por jurado, parecía presagiar la autocracia. Además, la extensión
de los límites de ~cbec al sur y el oeste hasta el Ohio y el Misisipí invalidaban to-
das las reclamaciones de tierras en esa región y parecía un intento deliberado de con-
bolar la expansión hacia el oeste.

EL CoNGRESO CoNTINENI'AL
Aunque los delegados que asistieron al Congreso Continental estuvieron de
acuerdo en la necesidad de una acción concertada. al principio se mostraron dividi-
dos en cuanto a sus formas. Los conservadores estaban a favor del esquema de una
fuleración imperial presentado por Joseph Galloway, de Pensilvania. Su Plan de
Unión habría ligado a las colonias mediante una constitución escrita y habría creado
UD poder legislativo continental (el «gran consejo•) que compartiría el poder con el
Parlamento sobre los asuntos coloniales. Pero el Congreso rechazó su propuesta por
un voto. Después apoyó las «.Resoluciones de Suffolk», adoptadas por una conven-
ción de condados de Massac:husetts, que había instado la resistencia a las Leyes Coer-
citivas, demandado la fonnación de un gobierno colonial rival que debería retener
los impuestos y establecer una milicia, y recomendado severas sanciones económicas
contra Gran Bretaña. Antes de clausurarse, el Congreso redactó una Declaración de
Derechos, pidió al Rey y al Parlamento reparación y suscribió una Asociación Conti-
nental consistente en los acuerdos de no importar, no exportar y no consumir que en·
traría en vigor el 1 de noviembre de 1774.
Durante el invierno de 1774-1775, la protesta colonial se convirtió en una rebe-
lión abierta, aunque aún no jurada. Se eligieron comités de inspección para asegurar
la estricta observancia de la Asociación y para castigar a los violadores. Los congre-
sos provinciales asumieron las funciones del gobierno e hicieron los preparativos
para la defensa. Debería haber resultado evidente que sólo unas concesiones sustan-
ciales por parte de Gran Bretaña podían resolver la disputa de forma pacífica. Pero
el Plan de Conciliación de North, del 20 de febrero de 1775, no produjo nada im-
portante. Sólo prometía que el Parlamento «renunciaría• a gravar con impuestos a
toda colonia que pagara el coste de su propia administración civil y que contribuye-
ra de forma satisfactoria a la defensa imperial. En cualquier caso, la oferta llegó de-
masiado tarde; para cuando alcanzó América, las hostilidades habían comenzado.
En abril de 1775, el general Thomas Gage, recién nombrado gobernador de Massa-
chusetts, envió una partida de 700 hombres desde Boston para hacerse con la pólvo-

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ra y las annas que los colonos habían estado reuniendo en Concord, a más de 900 km.
Pero el campo había sido levantado por Paul Revere y otros emisarios del Comité
de Seguridad de Boston. En Lexington, el 19 de abril, los británicos vieron su paso
impedido por un cueipo de la milicia de Massachusetts. Hubo disparos y comenzó
una escaramuza. Empujados hacia Concord, los británicos se encontraron con una
fuerza de milicia mayor y hubo un gran intercambio de disparos. Tras destruir los
almacenes militares, los británicos emprendieron la marcha de regreso a Boston
mientras eran asaltados por todas partes por las fuerzas americanas, que aumenta-
ban sin parar. Antes de que ganasen la ciudad, habían muerto o resultado heri-
dos 273 soldados británicos. Luego las fuerzas provinciales se reunieron y pusieron
sitio a Boston.
Los propagandistas radicales explotaron los acontecimientos de Lexington y Con-
cord para fomentar el sentimiento patriótico. De aquí que cuando el Segundo Con-
greso Continental se reunió en Filadelfia el 10 de mayo de 1ns, no hubo vacilación
en resolver que las colonias «Se pongan inmediatamente en un estado de defensa,.. Se
autorizó un ejército continental de 20.000 hombres y el 15 de junio Gemge Washing-
ton fue nombrado «general y comandante en jefe del ejército de las Colonias Uni-
dasit. Su nombramiento se debió más a la política que a su experiencia militar, que se
limitaba a haber servido (con distinción) como coronel de la milicia de Vuginia du-
rante las guerras Francesa e India. Se creía que colocar a un virginiano al mando de
un ejército que seguía siendo predominantemente de Nueva Inglaterra ayudarla a
consolidar la unidad colonial; además, la elección de un plantador conservador y
acaudalado mitigarla el temor al radicalismo. Aunque todos los delegados estaban de-
terminados a preservar los derechos americanos, una mayoría seguía esperando hacer-
lo dentro del Imperio. Aún quedaba un gran residuo de afecto por Gran Bretaña la y
creencia de que la causa americana disfiutaba de un amplio apoyo británico. Algunos
dirigentes coloniales temían también que si desaparecía la autoridad británica, quizás
perdieran el control político. Así, al adoptar una Declaración de las Causas y Necesi-
dades de Tomar las Armas (6 de julio), el Congreso proclamaba específicamente no
tener ninguna intención de «separarse de Gran Bretaña y formar estados indepcn-
dientesi.. También adoptó la Petición de la Rama de Olivo (5 de julio), que profesaba
adhesión a Jorge 111 y le suplicaba que evitara otras medidas hostiles para que pudie-
ra llevarse a cabo un plan de reconciliación.
Cuando Washington asumió el mando del Ejército Continental en Cambridge
(Massachusetts) a comienzos de julio, le encontró recobrándose de la que resultó ser
la más sangrienta de las batallas de la guerra revolucionaria. Conocida como la bata-
lla de Bunker Hill (17 de junio), en realidad el combate se libró en la cercana Breed's
Hill, que dominaba Boston desde la península de Charlestown. Los británicos, a las
órdenes del general William Howe, lograron su propósito de desalojar a los defen~
res americanos, pero sólo después de tres asaltos frontales y a un coste terrible. De
los 2.500 hombres de Howe, más de mil resultaron muertos; los americanos perdie-
ron menos de la mitad de ese número. Los castigados británicos no emprendieron
más movimientos ofensivos. Tampoco los sitiadores estaban en condiciones de ata-
car de inmediato. Washington tenía suficiente con remediar las deficiencias del Ejér-
cito Continental. Indisciplinado y desorganizado, tenía escasez de armas y pólvora.
En la primavera de 1n6, estas dificultades ya se habían superado en parte, pero
Howe había decidido abandonar Boston por otra base más favorable. El 17 de mar-
zo, su ejército, acompañado por más de mil realistas, se embarcó rumbo a Halifn.

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Así, los británicos renunciaron por el momento a su último punto de apoyo en las
trece colonias.
Mientras tanto, había sido rechazada una invasión americana de Canadá. Aunque
sólo contaba con una pequefta guarnición británica, las esperanzas americanas de que
los canadienses rccibirian con agrado a los invasores y se unirian a la rebelión resulta-
ron infundadas. La Ley de Q!iebcc había aplacado mucho su descontento, mientras
que el brote de anticatolicismo que había provocado en Nueva Inglaterra había ofen·
dido a la opinión canadiense. El ejército de Richard Montgomery avanzó por el ca-
nal de Champlain y capturó Montrcal (13 de noviembre); luego se reunió con las
fuerzas de Amold en un intento de tomar la gran fortaleza de Q!iebcc. El asalto ame-
ricano, efectuado durante una fuerte tormenta de nieve el 30 de diciembre, fue un
costoso fracaso. Montgomery resultó muerto y Amold, herido. Este último continuó
sitiando a Q!icbcc durante todo el invierno, pero la llegada de importantes refueIZOS
británicos en la primavera le forzaron a retirarse. También Montrcal tuvo que ser
abandonada y los americanos se iq>legaron de Canadá en desorden.
Durante más de un año después de la lucha en Laington y Concord, el Congre-
so permaneció reacio a romper con Gran Bretaña. Los delegados continuaban mani-
festando su lealtad a la corona y simulaban creer que la coerción era la política de un
•gabinete venal•, viviendo en la esperanza de un gesto real de conciliación. Pero de
forma gradual se fue haciendo evidente que Jorge 111, no menos que sus ministros, se
inclinab¡ por el sometimiento. No respondió a la Petición de la Rama de Olivo. Su
discwso al Parlamento de octubre ttafumaba la intención de utilizar la fuerza. La Ley
Prohibitoria del 1.2 de diciembre declaraba que todas las colonias rebeldes estaban
fuera de la protección de la corona y establecía un embatgo sobre el comercio colo-
nial. Para John Adams, sobrino relativamente conservador de Sam, la medida era
equivalente a expulsar a las colonias del imperio. Mientras tanto, varios meses de lu-
cha habían debilitado el apego a la madre patria; la noticia de que se iban a redu·
tar 30.000 mercenarios alemanes -los llamados ~ para suprimir la rebelión
ahondó el reschtimiento colonial. El folleto de Thomas Paine, Common Smse, expre-
só el talante que iba apareciendo y ayudó a convencer a los vacilantes de la necesidad
de separarse. Publicado en enero de 1776, vendió de inmediato 120.000 ejemplares.
Paine era un inmigrante reciente de Europa y atacaba salvaje y directamente al •bru·
to real• y el concepto general de monarquía, desmgaftando en d proceso a los ame-
ricanos de que pudieran acudir a Jorge 111 para conseguir rcpar.ación. Las únicas alter·
nativas, insistía, eran la sumisión o la independencia. Mientras tanto, había aumenta-
do la convicción de que era vital la ayuda extranjera a la causa americana, pero que
no era previsible mientras los americanos huyeran de la independencia.

LA DECLAitACIÓN DE INDEPENDENCIA

En consecuencia, en ta primavera de 1776, colonia tras colonia instruyeron a sus


delegados ante d Congreso Continental para que votaran por la separación. El 6 de
abril el C.OOgrao abrió las puertas de América a los buques de todas las naciones ex·
cepto Gran Bretafta. El 1Ode mayo, recomendó la formación de gobiernos estatales
independientes. Luego, el 2 de julio, aprobó por unanimidad la resolución de Ri·
chard Henry Lee de que «estas Colonias Unidas son, y por derecho deben ser, esta·
dos libres e independientes». Fue este voto, más que la adopción de la Declaración de

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Independencia el 4 de julio, el que proclamó formalmente el nacimiento de los :&ta-
dos Unidos. Así, durante doscientos años, los americanos han estado celebrando el
aniversario de su país en un día equivocado.
La Declaración de Independencia fue escrita por Thomas Jeffcnon. con alguna
ayuda de Benjamin Franklin y John Adams. Su propósito era proporcionar una justi-
ficación moral y legal para la rebelión. En gran medida consistía en una extensa enu·
meración de los agravios cometidos contra los colonos desde 1763, haciendo respon-
sable de todos ellos sin ambages, aunque algo injustamente. a Jorge 111, que era acu-
sado de buscar con deliberación establecer una «tiranía absoluta sobre estos estados-.
Pero la fama que obtuvo la Declaración se basó en su breve preámbulo, una exposi-
ción lúcida y elocuente de la filosoña política en la que fundamentaba la afirmación
de independencia de los colonos. Jeffcrson nunca pretendió que su obra fuera origi·
nal; dijo que aspiraba a ser sólo «una expresión de la mente americana•. Al proclamar
que ciertas verdades eran «autoevidentes-, se basaba en la filosofia de los derechos na·
turales que se remontaba a Aristóteles y Cicerón, y a la que había otorgado una for-
mulación clásica en 1690John Lodce en su Tralaáo sobre e/gobierno civil. Según ella, los
hombres poseían ciertos derechos naturales que Jcffcrson definía como «la vida, la
libertad y la búsqueda de la felicidad•. Los gobiernos se establecían para asegurar es·
tos derechos. derivaban sus poderes justos del consentimiento del gobernado y po·
dían ser derrocados legítimamente si subvertían los propósitos para los que fueron
creados.
Lo que Jefferson quiso decir con la célebre frase «todos los hombres son creados
iguales- sigue causando perplejidad a los historiadores. Algunos S<>Stienen que sólo
pensaba en la igualdad que los americanos compartían con los ingleses como súbdi·
tos de la misma monarquía. Sin duda, no podía haber descrito el estado actual de la
sociedad americana, con sus desigualdades palpables. Tampoco hay ninguna prueba
de que estuviera abogando por una igualdad en riqueza, posesiones o condición so-
cial. No obstante, es dificil que haya sido insensible a las implicaciones más amplias
del término. Puede que lo que tuviera sobre todo en mente fuera la igualdad de dere-
chos y oportunidades. La naturaleza, aunque ha dotado a los hombres con capacicfa.
des desiguales, sin embaigo ha otorgado a todos por igual los «derechos inalienables-
que Jefferson enumeró. Además. la sociedad ideal debe pretender asegurar que todo
individuo tenga la misma oportunidad de explotar al máximo los talentos que posea.
Lo que la frase quiere decir para este autor es, sin embargo, menos importante de lo
que¡ vino a significar para las generaciones americanas posteriores. Para ellas, «creados
iguales- ha sido una inspiración, un ideal, una •norma•, como Llncoln una vez seña·
ló, «Constantemente buscada, por la que constantemente se labora y aunque nunca
se consiga a la perfección, a la que constantemente nos aproximamos y, por ello. que
extiende y ahonda constantemente su influencia y aumenta la felicidad y el valor de
la vida».
Dejando a un lado su significado posterior, el efecto inmediato de la Declaración
fue crear disensión. Recibida con entusiasmo por quienes compartían la convicción
de Paine de que era tiempo de separarse. alejó a quienes no podían renunciar a las
lealtades tradicionales. Se ha debatido mucho hasta qué punto se dividió la opinión.
La mejor conjetura parece ser que al menos la mitad de la población estaba a favor
de la independencia, mientras que de la parte restante los neutrales sobrepasaban a
quienes permanecían leales a Jorge III. No obstante, el número de realistas activos no
fue insignificante. Podían encontrarse en todas las colonias. En Nueva York y Nueva

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Jersey probablemente eran mayoría. Sólo en Nueva Inglaterra, Vuginia y Maryland
-las colonias más antiguas- su número era pequeño. El realismo era proporcional-
mente mayor entre los comerciantes y los profesionales, entre quienes ocupaban un
puesto oficial y el clero anglicano. Pero lejos de ser un fenómeno de la clase alta,
como se aeyó hace tiempo, el realismo atrajo seguidores de todos los segmentos de
la sociedad. La Revolución Americana fue en esencia una guerra civil que dividió no
sólo a las clases sociales, sino también a las familias. Los realistas -llamados con bur·
la tmies por sus adversari09- fueron atropellados, encarcelados, arrojados de sus ca-
sas, privados de sus tierras y otras propiedades. Constituyeron una importante fuen-
te de provisiones y espionaje para el ejército británico; puede que unas 30.000 perso-
nas lucharan del lado británico. Tras la guerra, entre 80.000 y 100.000 personas
dejaron Estados Unidos rumbo a Canadá, Nueva Escocia, las Indias Occidentales e
Inglaterra.
La opinión británica también se dividió en cuanto a la guerra americana, aunque
no tanto como se había creído. A pesar de que unos pocos pero importantes cargos
militares y navales renunciaron a sus puestos antes de luchar en América, la lealtad de
las fuerzas armadas en su conjunto nunca estuvo en cuestión. En el Parlamento, la
política de la fuerza fue criticada en voz alta. Chatham era amigo de las colonias des-
de hada mucho tiempo; Burke predicó la conciliación con insistencia; Fox evidenció
sus simpatías americanas apareciendo vestido de amarillo y azul, los colores del Ejér-
cito Continental. Pero mucha de la crítica era sólo artificial. En el fondo, la oposición
no estaba más dispuesta que el gobierno a abandonar los derechos parlamentarios a
legislar para las colonias y menos aún a abrigar la noción de una América indcpcn·
diente. Una vez que el terna había sido estirado lo suficiente entre la coen:ión y la
condescendencia, sólo un puñado de radicales como Price y Cartwright continuaron
apoyando la causa americana. Como North declaro después, tanto el Parlamento
como el pueblo apoyaron sólidamente la guerra contra los americanos, al menos has-
ta que la rendición de Comwallis en Yorktown en 1781 demostró la imposibilidad de
la reconquista.·

LA GUERRA REVOWCIONARIA

Cuando la guerra comenzó, Gran Bretaña parecía invencible. Sobrepasaba a los


Estados Unidos en población por más de tres a uno, poseía una superioridad militar
y naval, y un potencial bélico infinitamente mayor. Los americanos no sólo carecían
de un ejército y una flota, sino incluso de un gobierno efectivo. Un localismo ami-
gado hizo que los artículos de la Confederación, adoptados por el Congreso Conti-
nental en 1m pero no ratificados por los estados hasta 1781, confirieran sólo pode-
res limitados al gobierno central. Aunque tenía poder para hacer la guerra, se le nega-
ron los medios para que fuera efectivo. Las requisitorias efectuadas a los estados para
conseguir hombres y dinero produjeron una respuesta tardía e inadecuada. Los par-
ticularismos estatales también limitaron la efectividad del Ejército Continental. Los
soldados tendían a rechazar a los jefes de otros estados y eran renuentes a luchar lejos
de sus hogares. También las tendencias igualitaristas creaban problemas disciplina-
rios. Los soldados disputaban sin cesar sobre el rango y la prioridad; los estados eran
reacios a establecer escalas de paga diferenciadoras para los oficiales; entre éstos y los
soldados existía una familiaridad poco militar. Otra fuente más de dificultad era la es-

51
cascz de alistamientos. producto de una extendida st.Upicacia hacia los ejércitos esta-
blecidos. Los militares se solían alistar sólo por tres meses, no pennanccían ni un mo-
mento más y con frecuencia volvían a su hogar antes de que hubiera terminado su
plazo. Incluso frente al enemigo, a Washington le atormentaba d pensamiento de
que su ejército se dispersara. Su número nunca superó los 20.000 hombres; la mayor
parte dd tiempo apenas tuvo 5.000 y en determinado momento sólo estuvo al man-
do de una banda menguante de 2.000. -
Sin embargo, las ventajas no estaban tan a favor de los británicos como parecían.
Transportar y mantener un ejército tan equipado cruzando más de 4.000 km de océa-
no y librar una gucm en un territorio hostil eran tareas formidables. El sudo ameri-
cano desconocido, las vastas distancias y las pobres comunicaciones no eran apropia-
dos para maniobras elaboradas, formaciones de tipo desfile y batallas elaboradas a las
que estaban acostumbrados los británicos. Gran parte de la lucha, en cspccial en d
sur, tomó la forma de guerrillas, a las que los militares americanos resultaron más
adeptos que los regulares británicos. Además, se había permitido la decadencia de la
Armada Real y d ejército británico estaba muy por debajo de sus fuerzas. Para empeo-
rar las cosas, sus generales fueron un sino desgraciado: Howe se pasaba de cauto, Bur-
goyne era desacertado, Clinton, dilatorio y Comwallis, precipitado. Sin embargo, en
lord Georgc Germain, d gabinete de North tenía un ministro de Guerra enérgico y
muy competente. Lejos de intentar dirigir la guerra desde Londres, como se alegó du-
rante; un tiempo, dejó a sus comandantes amplia libertad. Pero su fe excesiva en el
apoyo realista dio como resultado una dispersión de csfucnos dcbilitadora. Igual-
mente serio, el gobierno de North mostró confusión de propósitos; hasta muy avan-
zada la gucm no pudo decidir si apoyaba la reconciliación o la coerción. No obstan-
te, la principal dificultad británica fue que la ocupación dd territorio no supuso uila
ventaja duradera. Aunque todas las ciudades importantes de América cayeron ante
los británicos durante la guerra, no había tropas suficientes para guarncccrlas. En d
momento en que dejaban una región sometida, la rebelión estallaba a sus espaldas.
Así, si los americanos eran capaces tan sólo de mantener la voluntad de luchar y lo
hacían con cierta destreza, acabarían ganando sin remedio.

OPERACIONES MJIIrARES: DE l..oNG ISLAND A SAJWOGA

Después de marcharse a Ha1ifax, Howe plancó un asalto a la ciudad de Nueva


York, la clave de la ruta Hudson-Champlain a Canadá y el principal centro dd realis-
mo. El 2 de julio de 1T/6, su ejército, apoyado por una fuerza naval al mando de su
hermano mayor, d almirante lord Howc, desembarcó en la isla de Staten. Washing-
ton había concentrado sus fuerzas para proteger la ciudad, pero sus disposiciones fue-
ron defectuosas y en la batalla de Long lsland (1:1 de agosto) su Banco fue rebasado
y le derrotaron por completo. Sólo la lentitud demostrada por Howc en perseguirlo
le permitió escapar de un desastre completo. Tras un breve intetvalo durante d cual
los hermanos Howe ofrecieron en vano el perdón a los rebeldes dispuestos a jurar
lealtad a la corona, los británicos reanudaron la ofensiva y capturaron Nueva York
con facilidad, que permaneció en sus manos durante el resto de la guerra. A continua·
ción invadieron Nueva Jersey y persiguieron a los americanos cruzando el Delawarc.
Howe podía haber tomado Filadelfia, pero como seguía regido por las convenciones
bélicas europeas, decidió ponerse en cuarteles de invierno. Este respiro inesperado

52
dio a Washington la oportunidad de golpear las extensas lineas británicas. La noche
de Navidad de 1776, volvió a cruzar el Dclawarc y cayó sobre la desprevenida guarni-
ción htssian de Trenton, capturando más de 1.000 prisioneros. A continuación dio un
golpe similar en Princcton. Estos sonados contragolpes forzaron a los británicos a re-
nunciar a la mayor parte de sus logros recientes e insuflaron nuevo aliento a la causa
americana.
Con el letargo característico, Howc cspcr6 hasta julio de 1m para reanudar las
operaciones. Emban:ó la mayor parte de su ejército en Nueva York y puso rumbo a la
bahía de Chcsapcakc, con Filadelfia como objetivo. En Brandywine Creck, d 11 de
septiembre, volvió a traspasar los flancos de Washington y lo derrotó, y d 26 de sep-
tiembre capturó al capitán rebelde. Un sorpresivo contraataque americano en Gcr-
mantown (4 de octubre) no pudo desalojarlo y se preparó para pasar un cómodo in-
vierno en Filadelfia, mientras Washington se marchaba a la desolada meseta de Vallcy
Forge, unos 30 kilómetros al noroeste. Pero a pesar del aparente éxito de la campaña
contra Filadelfia, Howc había malgastado una segunda oportunidad para destruir el
ejército de Washington.
Mientras tanto, en los bosques de la parte septentrional de Nueva York, el desas-
tre había alcanzado a las armas británicas. El general John Bwgoyne, al mando del
entonces formidable ejército británico en Canadá, planeó una ofensiva hacia el sur
con el fin de controlar el valle de Hudson y aislar a Nueva Inglaterra. Aunque des-
pués declaró otra cosa, no contó con que las fuerzas de Howe en la ciudad de Nueva
York avanzaran Hudson arriba para encontraISe con él. Cuando dejó Canadá a me-
diados de junio de 1m. confiaba en que podía tener éxito sin depender de nadie.
Pero sobreestimó las dificultades de una campaña en timas salvajes. Embarazado por
una enorme cola de equipaje --se necesitaron treinta velúculos para transportar d
resplandeciente guardarropa del «gmJ/etNtn Johnny» y su provisión de champán-, a
su ejército le resultó cada vez más dificil moverse a lo largo de caminos bloqueados
y puentes destruidos. Para comienzos del otoño, la falta de provisiones y el aumento
de la oposición americana habían detenido su avance. Tras d fracaso de las fuerzas
británicas e indias procedentes del lago Ontario para reunirse con él, la situación de
Brugoyne se hizo aítica. Su ejército, debilitado por las deserciones de canadienses e
indios, sólo lo componían 5.000 hombres, apenas la mitad de su fucrza original; su
linea de aprovisionamiento se dilataba más de 300 km hasta Canadá. Por d este, se
estaban concentrando las milicias de Nueva Inglatcna; ante él se plantó d general
Horario Gates, con 12.000 miembros de las milicias y 5.000 continentales. Sólo una
retirada rápida podía salvar la expedición, pero Bwgoyne se aventuró a romper las Jí.
neas ameri~ para llegar a Albany, a sólo unos 30 km. Después de haber sido recha·
zados dos intentos con fuertes pérdidas, se encontró rodeado. En Saratoga, d 17 de
octubre, sus soldados exhaustos depusieron sus annas.

LA ALIANZA FRANCESA

Saratoga fue d momento crucial de la contienda. Francia entró en ella y, de este


modo, una rebelión local se convirtió en una guerra mundial. Vcrgennes, ministro de
Asuntos Exteriores francés, viendo en la rebelión americana una oportunidad para
cambiar d vczedicto de la Guerra de los Siete Años, ya había estado suministrando en
secreto a los americanos grandes cantidades de armas y pólvora, y proporcionando

53
sus instalaciones portuarias a sus corsarios. Pero se había guardado el reconocimien-
to formal de la independencia americana mientras el resultado de la guerra estuvo du·
doso. Saratoga puso fin a los temores franceses sobre el colapso americano y al inci-
tar a lord North a hacer nuevas concesiones con la esperanza de atraer a los america-
nos de vuelta al imperio, dio a Benjamín Franklin, jefe de la misión diplomática
americana en París, la oportunidad de obtener el reconocimiento francés.
Franklin disfrutó de una ~ordinaria popularidad en París. Su fama como cien·
tífico le había precedido; también fue agasajado como un sencillo sabio revoluciona-
rio. Entonces utilizó las Proposiciones C.Onciliatorias de North de febrero de 1ns
-que consentían todo lo que los americanos habían demandado tres años antes,
pero que el C.Ongrcso acabó mcnospttciandcr- para jugar con el miedo de VCigCD·
nes a una posible reconciliación anglo-americana. Los resultados del 6 de febrero
de 1ns fueron dos tratados &aneo-americanos, uno un acuerdo comercial y el otro
una alianza defensiva que entraría en vigor cuando Francia fuera a la guerra contra
Gran Bretaña. lo que sucedió en junio de 1ns. Por los términos de la alianza, Fran·
cia y los Estados Unidos se garantizaban mutuamente las posesiones del Nuevo Mun·
do, prometían librar la guerra hasta que la independencia americana estuviera «for·
mal o tácitamente asegurada• y se comprometían a no firmar la paz por separado.
En 1779, España entró en la guerra contra Gran Bretaña, aunque por razones pro-
pW y como aliada de Francia, no de los Estados Unidos. Al año siguiente, los holan-
deses siguieron el ejemplo, y la formación de la Liga de la Neutralidad Armada -IW·
sía, Suecia y Dinamarca- significó que casi la totalidad de Europa fuera hostil a
Gran Bretaña. Pero aunque sus enemigos europeos contribuyeron de forma indirecta
a la victoria final de los americanos, no estaban necesariamente bien dispuestos hacia
la joven rq>ública. España, considerándola una amenaza a su posición en el valle del
Misisipí, no tomó parte en la guerra americana, sino que se concentró en expulsar a
los británicos del Caribe y en recuperar Gibraltar. Incluso Francia actuó con lentitud
en enviar apoyo militar o naval. Había entrado en la guerra menos por lograr la inde-
pendencia americana que por golpear a su rival británico. Así, aunque un escuadrón
francés llegó a aguas americanas en 1ns, no consiguió nada tangible y partió pronto
hacia las Indias Occidentales, dispuesto a capturar las islas azucareras británicas. Ha-
bían de transcwrir tres años antes de que los franceses regresaran a la tierra firme ame-
ncana en gran número.
Aunque Saratoga levantó la moral americana, el invierno de 1m1ns fue de jui-
cio y disensión para los patriotas. El ejército victorioso de Gates se desintegró con el
regreso a casa de sus componentes; los continentales de Washington, harapientos y
mal comidos, soportaron grandes privaciones en su campamento de Valley Forge.
Hasta la posición de Washington parecía en peligro. No existen pruebas de una
conspiración organizada en su contra -aunque él y sus asistentes creyeron lo con·
traricr-, pero tanto dentro como fuera del C.Ongreso había una corriente soterrada
de criticas. Algunos temían que pudiera resultar una dictadura militar de lo que John
Adams había expresado con anterioridad «la veneración supersticiosa que a veces se
profesa al general Washington». Otros, mortificados por sus repetidos fracasos con·
tra Howe y en especial por la pérdida de Filadelfia, empezaron a cuestionar su capa·
cidad militar y a contrastar su desgraciada trayectoria con la de Gates. El asunto lle·
g6 a su punto culminante en noviembre de 1m con la publicación de una carta pri·
vada escrita a Gates por el general Thomas Conway, un oficial francés de origen
irlandés del Ejército C.Ontinental, que expresaba la esperanza de que el vencedor de

54
Saratoga •reemplazara al débil general•. Pero tan pronto como se hizo abierta la crí-
tica, expiró.
La contribución de Washington a la causa americana difkilmente puede exagerar-
se. No era un genio militar; de hecho, perdió más batallas que ganó. Pero era un gran
dirigente bélico. Creó un ejército con un material poco prometedor y lo mantuvo
contra grandes dificultades y una larga sucesión de días oscuros. Tampoco fueron la
constancia y el ingenio las únicas cualidades por las que su país tiene razón al estarle
agradecido. Aunque se vio con frecuencia impulsado a protestar por el descuido del
Congreso, siempre fue más que deferente con las autoridades civiles. Además, la rapi-
dez con la que abandonó el ejército en 1783 disipó el temor de que se convirtiera en
un «caudillo a caballo-.
En la primavera de 1778, la fortuna de los americanos ya había empezado a en-
mendarse. El Ejército Continental había aumentado y estaba mucho mejor equipa-
do. Su organización, disciplina y adiestramiento también habían mejorado, gracias
en parte al esfuerzo del barón Von Steuben. Era uno de los simpatizantes europeos,
algunos idealistas, otros mercenarios, que habían sido atraídos por la causa america-
na. Entre los más conocidos estaban Lafayette y Kosciuszko, que pennanecieron en
d ejército toda la guerra, y De Kalb y Pulaski, ambos muertos en combate.
Entretanto, la entrada de Francia había obligado a los británicos a ponerse a la de-
fensiva, al menos en d norte. A sir Heruy Clinton, sucesor de Howe como coman-
dante en jefe, le ordenaron evacuar Filadelfia y concentrar sus fuerzas en Nueva York.
Cuando se encaminó por tierra hacía allí a mediados de junio de 1778, fue seguido
de cerca por Washington. El 28 de junio, en Monmouth Court House (NuevaJersey),
fracasó un ataque a la retaguardia británica por la incompetencia del general Charles
Lec, antiguo oficial británico que sólo sabía vanagloriarse y que tenía grandes celos
de Washington. Pero si no hubiera sido por la llegada a tiempo de éste, podría haber
RSultado un serio revés para los americanos. Clinton alcanzó Nueva York sin mayor
contratiempo. Desde entonces no hubo más batallas importantes en el norte, aunque
los Rangers Tories y los auxiliares indios continuaron librando una salvaje guerra
fronteriza contra los colonos en Pensilvania y Nueva York.
Durante la primera mitad de la guerra, el dominio británico del mar no había sido
desafiado. Los americanos no contaban con una annada que mereciera ese nombre.
Unos cincuc:nta navíos acabaron siendo comisionados a la flota Continental y casi el
mismo número a las de los estados, pero no eran de alto bordo, sino barcos mercan-
tes transformados o cuando mucho pequeñas fragatas. El más conocido comandan-
te naval fue el ex exclavo de origen escocés John Paul Joncs. Intrépido y habilidoso
capitán de fragata, atacó a los barcos británicos en el Canal de la Mancha, clavó la ar-
tillería en Whitehaven y, en septiembre de 1779, en una acción bélica feroz frente a
Flamborough Head, capturó a la fragata inglesa Serapis de 50 cañones, aunque su pro-
pio barco se hundió y el convoy que era su objetivo principal escapó. Cuando se des-
pojan del encanto de la leyenda, sus proezas fueron de una significancia militar pe-
queña. Más importantes resultaron los corsarios, que a veces enrolaron más hombres
que el Ejército Continental. Se autorizaron más de 2.000 durante la guerra, la may~
ría en Nueva Inglaterra. Esta actividad resultaba muy provechosa a la vez que patrió-
tica; en ella se basó la fortuna de familias como los Cabots de Beverley y los Derbys
de Salem. Pero aunque ocasionaron un daño considerable, la amenaza que suponían
para las líneas de suministro transatlántico británicas ya se había contrarrestado de
forma efectiva en 1778 mediante la adopción de un eficiente sistema de convoy.

55
Sin embargo, la historia fue diferente cuando Francia se convirtió en beligerante.
La Armada Real se tuvo que aplicar de lleno a contener la nueva y poderosa flota
francesa. La entrada de &paña en la contienda añadió más esfuerzo. En 1779, Gran
Bretaña se libró de la invasión sólo porque una galerna en el Canal dispersó una ar-
mada ~ola. Gibraltar fue sitiado, había un escuadrón francés actuando en
el océano índico, habían perdido las islas de Dominica, San Vicente y Granada en las
Indias Occidentales, e incluso Jamaica estaba en grave peligro.

Los PROBIEMAS DE HACER LA GUERRA


Al principio, los americanos no tuvieron capacidad para beneficiarse de los apu-
ros británicos. Lejos de tomar la ofensiva, Washington experimentó renovadas difi-
cultades para mantener unido el ejército. La alianza francesa convenció a algunos sol-
dados de que podía dejarse la lucha a otros sin peligro. Muchos desertaron o se nega-
ron a volverse a alistar. Hasta oficiales de alta graduación como el general Philip
Schuyler creyeron que podían renunciar a sus cargos sin perder el honor; un patriota
devoto como el futuro presidente James Monroe abandonó su puesto como soldado
para estudiar derecho. Mucho más seria fue la aparición primero de la traición, des-
pués del amotinamiento. En 1780, Benedict Amold, resentido por menosprecios rea-
les e imaginarios a manos del Congreso, conspiró para devolver la furtaleza de West
Point a los británicos por 20.000 libras esterlinas. La conjura abortó cuando el emisa-
rio de Clinton, el mayor John Anclré, fue capturado con pruebas incriminatorias. Ano
clré fue ahorcado como espía, pero Amold escapó para luchar con los británicos, con
lo que su nombre se convirtió en sinónimo de traición. El motín de la Línea de Pen-
silvania en enero de 1781 fue el resultado de un descontento latente durante mucho
tiempo por las condiciones del servicio. La comida y la ropa eran inadecuadas; la
paga, magra desde un principio y habitualmente con meses de retraso, perdió valor a
medida que la moneda se depreció. Aunque despreciaron la invitación de Clintoa
para desertar, los amotinados se negaron a volver a sus puestos hasta que se les pn>
metiera un n:medio. Su éxito alentó a la Línea de Nueva Jersey a amotinarse a su vez.
pero Washington se plantó para cortar en flor este segundo alzamiento.
Los problemas con las pagas de los soldados sólo eran una indicación de que el
C.Ongreso tenía desesperados agobios financieros. No contaba con ingmcM fisald
propios, no logró inducir a los estados a cumplir sus requisitorias y no tenía espeim-
zas de poner en circulación empréstitos internos a largo plazo debido a la gran esca-
sez nacional de numerario, así que sólo podía financiar la guerra mediante emisa.
cada vez más frecuentes de papel moneda. Los estados eran aún más pródigos: V...
nía sola emitió más papel que el Congreso Continental. En 1719, el país estaba ya
pultado por el papel moneda, en su mayoria no garantizado. A medida que aumm:
taba su cantidad, su valor descendía y los precios crecían en proporción. Para coo-
lar la inflación, algunos estados experimentaron con los controles sobre los p
pero no pudieron hacerlos cumplir. En la primavera de 1780, el Congreso se vio
gado a devaluar y a fijar la relación del papel moneda continental con el num
en 40 a l. Un año más tarde, después de que una segunda devaluación había
la relación en 75 a l, los billetes perdieron todo valor (de ahí la expresión •no~
oontinental•). Sin embargo, el nombramiento en 1781 de Robert Morris, un
lado comerciante de Filadelfia, como superintendente de Finanzas disminuJ6 la

56
sis. Puso en circulación cartas de crédito respaldadas por su propia fortuna, presionó
a los estados para que conttibuycran con dinero en cfcctivo, negoció un crédito fran-
cés y estableció el Banco de Norteamérica para actuar como agente fucal del go-
bierno.

ÜPERACIONES MIUI'ARES: LA FASE SUREÑA

La última fase de la lucha se desarrolló en el sur. Incapaces de obtener una victo-


ria decisiva en otras partes, los británicos decidieron transferir sus esfuerzos a una re-
gión cuya extensa población esclava, sus hostiles vecinos indios y su reputado realis-
mo parecían ofrecer mejores perspectivas. Al principio todo fue bien. Después de que
Savannah cayera ante el ejército británico (29 de diciembre de 1778), Georgia fue in-
vadida de inmediato. Un año después, Clinton comenzó un asedio de cuatro meses
que terminó con la captura de Charleston y su guarnición de 5.000 hombres (12 de
mayo de 1780). Comwallis, que se había quedado al mando tras el retomo de Clin-
ton a Nueva York, siguió este ascenso venciendo totalmente a un ejército americano
reunido a la carrera en Camden (Carolina del Sur) el 16 de agosto. Así, en tres meses,
los británicos habían eliminado dos ejércitos del tamaño del que habían perdido en
Saratoga. Sin cmbaJgo, la suerte comenzó a darles la espalda. A pesar de las aparien-
cias, el sometimiento de Carolina distaba mucho de ser completo; la resistencia sólo
se había retirado. Tan pronto como Comwallis avanzó hacia el norte rumbo a Caro-
lina del Norte para aplastar, suponía, los últimos vestigios de la oposición sureña, los
campesinos se alzaron contra él. En la misma Carolina del Norte, una fuerza realista
fue barrida por fusileros rústicos en King's Mountain (1 de octubre). A continuación,
un nuevo ejército americano a las órdenes de Grccne puso en fuga a un destacamen-
to británico en Cowpcns (16 de enero de 1781) y aunque Comwallis infligió varias
derrotas a Grccne, no pudo batirlo de forma decisiva y sufüó tanto en estos comba-
tes del interior que puso camino a la costa. Así, cuando Comwallis marchó contra
Vuginia en abril, Grecne, con la ayuda de la guerrilla, pudo reducir uno por uno los
dispersos puestos de avanzada británicos. Para finales del verano, todas las conquistas
sureñas de Comwallis se habían desvanecido. Al sur de Virginia, lo único que aún
mantenían los británicos ahora era Charleston y Savannah.
Hasta el momento, los americanos habían estado algo desilusionados con la
alianza francesa. La fiustración surgida por el poco interés demostrado por D'F.staing
en las operaciones navales de 1778 se hizo más profunda cuando el ejército de Ro-
chambeau, que llegó a Newport (Rhode Island) en el verano de 1780, permaneció
prácticamente inactivo durante más de un año. Sus oficiales, aunque respetuosos con
Washington, no mejoraron las relaciones por su falta de consideración con sus com·
pañeros de armas o por sus atenciones hacia las mujeres americanas. Pero en mayo
de 1781, Washington supo que la escuadra del almirante De Grassc estaba en camino
para cooperar con él y Rochambeau. En un principio pretendió atacar Nueva York,
pero fue persuadido por Rochambeau para transferir sus operaciones conjuntas a Vir-
ginia y hacer del ejército de Comwallis su presa. En una operación ejecutada con ra-
pidez y perfectamente aonomctrada, los ejércitos franco-americanos al<:anZaron VU'-
ginia a comienzos de septiembre y de este modo se enfrentaron a Comwallis con una
fuerza que doblaba a la suya y lo atraparon en la península de Yorktown. De Grassc
ya había llegado a Chcsapcake con 4.000 soldados &anceses más para evitar una hui-

57
da por mar. El rechazo de una escuadra británica el 5 de septiembre otorgó a los fran..
ceses un dominio temporal pero vital sobre el mar; finalmente, el retraso en des¡»
char una expedición de auxilio desde Nueva York selló el destino de Comwallis.
El 19 de octubre se rindió con su ejército de 7.000 hombres.

LA PACIFICACIÓN, 1781-1783

La rendición de Yorktown casi puso fin a la guerra americana. La partida de De


Grasse y Rochambeau hacia las Indias Occidentales privó al Ejército Continental del
poder de actuar a la ofensiva. Gran Bretaña, por su parte, se contentaba con penna-
necer a la defensiva en América, aunque recobró el dominio del mar y en otras par-
tes del mundo obtuvo victorias tardías. Pero la opinión británica estaba ya preparada
para conceder la independencia americana. La guerra había debilitado el comercio y
su coste resultaba ruinoso. Irlanda, inspirada por el ejemplo americano, ardía en des-
contento; la posición británica en India era precaria; en Europa, Gran Bretaña se en-
contraba peligrosamente aislada. Convencida de la inutilidad de mayores esfuC17.01.t
la Cámara de los Comunes adoptó una moción en abril de 1782 para abandonar la
coetrión. North dimitió para ser sucedido primero por Rockingham y luego por Sil&
hume, ambos favorables a la paz con América. Jorge 111, mortificado, habló de mo-
mento de abdicar, pero acabó aceptando la decisión de enviar un emisario a París
para discutir los términos con Franklin.
Las negociaciones de paz pusieron en evidencia profundos resquebrajamientot ca
la alianza franco-americana. Al nombrar a Franklin, John Jay y John Adains comisie>
nados de paz, el Congreso les había dado instrucciones específicas de no hacer nada
sin el «eonocimiento y concurrencia• de Francia. Pero Jay, ahora el dirigente efu:tiwa
de la delegación americana, sospechaba -;:on buenas razones, como llegó a sabe.
se- que el propósito de Vergcnnes era asegurarse de que los Estados Unidos inde-
pendientes no fueran lo bastante fuertes como para prescindir de la ayuda frana:m
Vergennes estaba dispuesto incluso a apoyar la reclamación española de la región ~
sadas las Allegheny que los Estados Unidos ansiaban. Sin consultar a Franklin o a a
franceses, Jay decidió iniciar negociaciones separadas con Gran Bretaña. Shel~
viendo una oportunidad para abrir una cuña entre los aliados, respondió alentáml9-
las. Tras prolijas negociaciones, los comisionados americanos firmaron un tratado
paz preliminar con Gran Bretaña el 30 de noviembre de 1782. Vergennes los rcptollll
por actuar a sus espaldas, pero aceptó el resultado sin una protesta excesiva. Los
minos del tratado fueron confirmados con pequeños cambios mediante el a
definitivo del 3 de septiembre de 1783, que también suscribieron España, Francim
los Países Bajos. Gran Bretaña reconoció formalmente la independencia ameri
estuvo de acuerdo en que los límites de los Estados Unidos se extendieran por d
te hasta el río Misisipí, por el norte hasta los Grandes Lagos y hacia el sur hasta d
ralelo 31 (la frontera norte de Florida, que Gran Bretaña cedió a España). Gracias
fogosa defensa que efectuó John Adams de lcis intereses de Nueva Inglaterra, se
g6 a los americanos la •libertad•, aunque no el derecho, de pescar en los han
Terranova y de secar y salar el pescado en las costas no colonizadas de Nueva
y El Labrador. Por último, el tratado abordaba dos asuntos sobre los que había
do mucha disputa durante las negociaciones. Se acordaba que los comercianta
nicos no debían encontrar «impedimentos legales- al tratar de recobrar sus

58
americanas anteriores a la guerra y que el Congreso debía «rea>mendar seriamente• a
los estados la restauración de la propiedad confiscada a los realistas.
Los términos de la paz guardaban poca relación con la situación militar. Los
británicos seguían teniendo 30.000 soldados en Nueva York y mantenían Charleston
y Savannah. Especiahnente sorprendente fue su disposición a conceder la fiontera
del rio Misisipí. Aunque un osado virginiano, George Rogers Clarlc, había tomado di-
versos puestos ingleses en la región de Illinois, seguían controlando la mayor parte de
la zona pasados los Apalaches Occidentales. Pero Shelburne consideró que este y
otros sacrificios merecían la pena. Además, como queria apartar a los Estados Unidos
de Frmcia, alimentaba la esperanza de que una paz generosa pudiera establecer los ci-
mientos de una alianza comercial anglo-americana y, finalmente, incluso alguna for-
ma de reunión política. Casi todas las cláusulas del tratado de paz contenían ambi-
güedades, algunas de las cuales iban a endemoniar las relaciones anglo-americanas du-
rmte décadas. Pero, mientras tanto, los Estados Unidos habían obtenido un acuerdo
de paz muy ventajoso, que debía mucho a la postura intransigente de Franklin, Jay y
Adams, y a su habilidad para explotar sus oportunidades. No obstante, la diplomacia
no habría obtenido tal triunfo si la guerra por la independencia nacional no se hubie-
ra convertido en un conflicto general europeo. Rodeados de adversarios, los británi-
cos se habían visto obligados, como señaló Vergcnnes, no tanto a hacer la paz, sino
a comprarla.

59
CAPtruwIV

La transformación revolucionaria, 1776-1789

LA REvowcióN AMERICANA

Durante la lucha por la independencia y algunos años después, Jos americanos se


ocuparon en reordenar su sociedad de un modo que dio al periodo un significado re-
volucionario. Es cierto que a primera vista la Revolución Americana apenas se mere-
ce su nombre. No tuvo en absoluto las características cataclismicas asociadas, por
ejemplo, con lo que pasó en Francia en 1789 o en Rusia en 1917. Fue limitada, d~
rosa, incluso prosaica, con escaso levantamiento social o conflicto de clase, sin una
reorganización radical del gobierno o la economía, no se desafiaron las creencias re-
ligiosas existentes, no hubo multitudes sedientas de sangre, ni carnavales o pillajes,
no se descendió a la anarquía o a la dictadura y no reinó el terror. Fue encabezada,
no por visionarios fanáticos como Robcspicrrc, Lenin o Mao Tse-tung, sino por un
grupo de caballeros conservadores en su mayoria bien acomodados. Tampoco d~
ro a sus hijos. Los hombres que la hicieron no fueron a su vez derrocados, sino que
permanecieron controlando lo que habían creado y murieron a su debido tiempo,
cargados de años y honor. Por todo ello, seria perdonable que se concluyera, como
hizo Burlce en su tiempo, que no hubo una revolución real en América, sino simple-
mente una guerra de independencia exitosa que puso fin al gobierno británico, pero
que por lo demás dejó las cosas en gran medida tal y como habían sido.
No obstante, la Revolución Americana fue un verdadero acontecimiento revolu·
cionario. Como primera guerra de los tiempos modernos por la independencia nací~
nal con el resultado de la ruptura de una conexión imperial, iba a servir de inspU.
ción para otros pueblos coloniales. La guerra también produjo una nueva nación ba-
sada en un conjunto de ideas que cliferian de las del Viejo Mundo, repudiadas de
forma consciente. Esas ideas no sólo afectaron las creencias y actitudes contempor.i-
neas, sino que iban a actuar como levadura sobre las generaciones de americanos pos-
teriores.
Los cambios sociales q~e acompañaron la Revolución no fueron f.iciles de perci-
bir al principio. Aunque el Gran Sello de los Estados Unidos -como hoy los bille-
tes de dólar- llevaba el lema MfJllS oráo sedbntm, los dirigentes revolucionarios no
pretendían crear un nuevo orden social. Todos ellos, incluso Jeffcrson, aceptaban que
las distinciones de clase eran naturales e inevitables. No intentaron redistribuir la ri-
queza o promover la igualdad social. Es evidente que no les parecía que la institución
de la servidumbre esaiturada estuviera en desacuerdo con los ideales libertarios de la

61
nueva nación: en la década de 1780, Pensilvania y Nueva York llegaron a aprobar le-
yes para fomentarla. Se pensó alguna vez que la abolición de las rentas perpetuas y
otros vestigios feudales como la primogenitura y los vínculos habían producido un
modelo de propiedad de la tierra más fluido. (Según la primogenitura, todos los bie-
nes raíces de un terrateniente que moría intestado pasaban a su hijo mayor. El víncu-
lo era un instrumento legal para mantener unos bienes raíces juntos a perpetuidad.)
Pero aunque la difusión de la propiedad de la tierra era el propósito de Jeffcrson al li-
brar una larga y definitiva batalla en Vuginia contra la primogenitura y los vínculos,
no deben exagerarse sus resultados. Los vínculos no habían tenido un carácter univer-
sal ni siquiera en el litoral sureño y la primogenitura sólo podía aplicarse en los casos
relativamente raros de que no existiera testamento.
Tampoco la desaparición repentina de los realistas tuvo efectos igualitarios.
Como provenían de todas las clases sociales, no existió el problema de que se hubie-
ra decapitado la sociedad americana. Ahora había más espacio en el vértice y fue ocu-
pado de inmediato, pero no por los pobres, sino por los que ya estaban bien situa-
dos. De este modo, las prominentes familias de Boston como los Higginsons, los
Jadcsons y los Cabbots se colocaron en las vacantes creadas por la partida de las anti-
guas familias establecidas, como los Hutchinsons y los Olivers. Hay que admitir que
el éxodo realista y la confiscación de las tierras de la corona y de propietarios prod~
jo cambios sustanciales en la propiedad de bienes raíces. La hacienda de Huge se con-
fiscó, como la de sir John Johnson en el valle del Mohawk y la de. lord Fairfax en
Northem Neck (Vuginia). Pero con excepción de Nueva York, donde se dividieron J
remataron baratas grandes haciendas, las tierras confiscadas se vendieron por lo ge~
ral como una unidad a precios que los hombres ordinarios no podían afrontar. Así.
algunas grandes familias terratenientes, como los Livingnons y los Van Rensselam
del Valle del Hudson, que se habían situado en el bando apropiado durante la revo-
lución, pudieron expandir sus haciendas de modo sustancial. Lo mismo que el saga
especulador George Washington. Con excepción de sus componentes realistas, la m
tigua aristocracia colonial sobrevivió intacta a la Revolución. sobre todo en V11'gÍDill
En 1787, más de cuatro quintos del centenar de virginianos más acaudalados. tocb
en posesión de más de 1.600 Ha, habían heredado su riqueza.
Sin embargo, la Revolución aumentó la movilidad social, al menos dentro de
estratos medios de la sociedad. La gran aceleración del movimiento hacia el oeste,
racteástico del periodo revolucionario, fue una causa. La tierra del oeste era más
rata y más fácil de obtener que la del litoral. Los registros fiscales del condado de
nenberg (Vuginia), entonces en la frontera, muestran que unos dos tercios de los
no tenían tierra en 1764 ya la habían adquirido en 1782. Sin embargo, la mo · ·
social disminuyó una vez que tenninó la etapa de frontera y la sociedad se hiz.o
estable.
También la ideología republicana tuvo efectos sociales. Aunque los amenc·•
continuaban aceptando los principios de la estratificación social, no estaban p
dos para reconocer los que no se basaban en el mérito personal. El privilegio
tario en todas sus fomw, de la monarquía hacia abajo, era un tabú. Dos estados
hibieron la creación de títulos nobiliarios y lo mismo hizo la Constitución en
Muchas constituciones estatales prohibieron de forma explícita la ocupación
taria de cargos. Los intentos de los antiguos manélos militares en 1783 de fonna
sociedad hereditaria, la Sociedad de Cincinnati, encontró una fuerte condca9
idea -escribió un aític<r- de un hombre nacido [para ser] magistrado. l.egu· il l •
62
juez es absurda e innatural.• En consecuencia, la Sociedad abandonó el principio he-
reditario, al menos en el ámbito nacional. La autoridad se vio forzada a ponerse a la
defensiva y algunas de las marcas externas de la deferencia social desaparecieron. La
simplicidad republicana decretó menos ceremonia en los tribunales de justicia; los
jueces dejaron de llevar peluca y toga escarlata al estilo inglés. La práctica de sentarse
en la iglesia según el rango se hizo menos común. El aumento de los viajes, produc-
to de las carreteras y las diligencias, ayudó a acelerar la tendencia hacia costumbres so-
ciales más informales.
El periodo revolucionario también produjo un ascenso rápido del humanitaris-
mo. Los códigos penales se hicieron menos duros, hubo un intento de mejorar las
condiciones de las prisiones y aumentó la preocupación por el tratamiento de los lo-
cos. Sobre todo, la esclavitud, por primera vez, se vio sometida a un ataque extendi-
do. A muchos americanos les impactaba lo incongruente que resultaba reclamar liber-
tad para sí mismos mientras que mantenían a otros cautivos. No obstante, el anties-
clavismo revolucionario no fue sólo el producto del nuevo libertarismo. Aunque casi
todos los estados prohibieron el tráfico de esclavo5, la mayoría actuó por la convic-
ción de que inhibía la inmigración blanca. En todos los estados del norte, donde el
suelo y el clima habían sido desfavorables para el empleo de esclavos a gran escala, se
tomaron medidas para abolir por completo la esclavitud o para establecer una eman-
cipación gradual. En Nueva York y Nueva Jersey, los dos únicos estados norteños con
una población esclava considerable, la oposición fue lo bastante fuerte para retrasar
la aprobación de las leyes sobre la emancipación gradual hasta 1799 y 1804 respecti-
vamente e incluso entonces el proceso de emancipación tardó décadas en surtir efec-
tos. Además, la libertad no proporcionó igualdad a los negros del norte: estaban dis-
criminados en todos los aspectos concebibles.
~ el sur, donde la esclavitud era parte del tejido social y económico, la institu-
ción se vio menos afectada. En Vuginia y Maryland, con relativamente pocos escla-
vos y una agricultura deprimida, el liberalismo prevaleciente llevó a algunos propie-
tarios de esclavos, como Gcorge Washington y Robert Carter, a proporcionarles la
manumisi{m por escritura o voluntad expresa. Entre 1782 y 1810, el número de ne-
gros libres en Vuginia aumentó de 2.000 a 30.000. Pero otros virginianos, incluidos
Jcfferson y Patrick Henry, aunque reconocían que la esclavitud era un mal moral, no
actuaron contra ella, contentándose con la esperanza vaga de que la institución mo-
riría de muerte natural. Más al sur, donde la población esclava era mayor, la agitación
contra la esclavitud casi no tuvo impacto. A pesar de todo, la Revolución produjo un
efecto duradero sobre las actitudes hacia ella. Al revelar una contradicción fundamen-
tal en el credo americano entre los derechos humanos y los derechos de propiedad,
enfrentó a los propietarios de esclavos sureños con la necesidad de justificar la insti-
tución.
Otra consecuencia más del levantamiento revolucionario fue el fortalecimiento
de la libertad religiosa. El principio de una iglesia establecida, ya erosionado durante
el periodo colonial, se debilitó más durante la Revolución, en parte por el anliente
realismo del clero anglicano, pero mucho más por el escepticismo de la Ilustración.
No obstante, los americanos casi no demostraron el anticlericalismo o el sccularismo
militante característicos de la Revolución Francesa. No sólo continuaron siendo un
pueblo religioso, sino que insistieron en mantener una dimensión religiosa en su vida
nacional. Washington proclamó un día de Acción de Gracias por la promulgación de
la Constitución en 1789, otro por la supresión de la Rebelión del Whisky en 1793;

63
John Adams decretó ayunos durante las epidemias de fiebre amarilla de 1798 y 1799.
Oefferson no declaró ninguna observancia religiosa.) A pesar de todo, los dirigentes
americanos afirmaron su convicción de que las creencias religiosas, el culto y las aso-
ciaciones eran asuntos estrictamente privados.
Aunque se prohibió al Congreso en la Carta de Derechos (1791) aprobar leyes
«respecto al establecimiento de la religión o mediante las que se prohíba su libre cjer·
cicia», el triunfo de la libertad religiosa no fue fácil ni ocurrió a la vez en todas par·
tes. En Nueva Inglaterra, la Revolución no cambió en lo sustancial el orden religioso
existente. Todos sus estados excepto Rhode Island continuaron requiriendo de sus
contribuyentes que apoyaran el «culto público protestante•, aunque quienes no eran
congregacionistas podían insistir en que sus impuestos fueran a sus propias iglesias.
La Iglesia congregacionista no dejó de ser la confesión oficial hasta 1817 en Nueva
Hampshire, 1818 en Connecticut y 1833 en Massachusetts. La batalla más dura se li·
bró en Vugi.nia. el principal bastión del anglicanismo, y terminó con la aprobación
del Estatuto de Libertad Religiosa, redactado por Jefferson. No sólo eximía a los ciu·
dadanos de asistir y sostener los lugares de culto y les garantizaba la libertad de con·
ciencia, sino que también declaraba que sus opiniones religiosas no debían afectar sus
capacidades civiles. Era una doctrina revolucionaria: repudiaba el antiguo principio
europeo de que la pertenencia de un ciudadano a una religión determinaba su posi·
ción y función. La libertad religiosa también tuvo implicaciones sociales. En los días
de la colonia, el hecho de que una iglesia fuera f.tvorecida de forma oficial había ten·
dido a dividir la sociedad a lo largo de líneas religiosas; en Vuginia en especiaj. la per·
tenencia a la Iglesia anglicana había proporcionado a la gente bien nacida una iden·
tidad social. Pero una vez que todas las iglesias estuvieron desconectadas por igual del
Estado, los modelos existentes de asociación tendieron a desmoronarse.

l..As CONSTm.JCIONES ESTATAIBS

En política, como en la sociedad, la Revolución no produjo cambios repentinos


o sorprendentes. Cuando los gobernadores reales se marcharon con el estallido de la
guerra, los congresos provinciales tomaron el poder. Dar una base legal a estos gobier·
nos interinos pareció una necesidad urgente a los dirigentes revolucionarios, profun·
damente prcocupados porque la ley gobernara y temerosos de que se extendiera el d~
sorden civil. F.n consecuencia, incluso antes de que se adoptase la Declaración de In·
dependencia, el CongJCSO Continental recomendó a las colonias que establecieran
nuevos gobiernos «bajo la autoridad del puebla». Entre 1n6 y 1780, todos los esta·
dos menos dos adoptaron nuevas constituciones. Las excepciones fueron Rhode Is-
land y Connecticut, que sólo revisaron sus antiguas cartas coloniales para borrar toda
referencia a la autoridad real. La mayoría de las nuevas constituciones de los estados
fueron redactadas y puestas en vigor por sus poderes legislativos sin una autorización
espcáfica del electorado. Unas cuantas fueron labor de convenciones elegidas al efec·
to. Sin embargo, Massachusetts puso en funcionamiento un procedimiento elabora·
do y detallado para conseguir el consentimiento explícito de los gobernados: prim~
ro se eligió una convención con el propósito expreso de formular una constitución y
luego se envió al electorado para su escrutinio y aprobación. Más tarde, este método
se convirtió en la norma para redactar una constitución en los Estados Unidos.
La preferencia por constituciones escritas y formales no era sorprendente. La va-

64
guedad de la constitución inglesa no esaita había sido, después de todo, la responsa-
ble con mucho de la controversia con Gran Bretaña desde 1763. En cualquier caso,
los americanos estaban acostumbrados desde hacía mucho tiempo a vivir bajo un
conjunto de reglas no esaitas: las cartas coloniales, las comisiones de los gobernad~
res, las instrucciones de la Junta de Comercio. Las nuevas constituciones, aunque va-
riaban en el detalle, se parecían unas a otras en muchos aspectos. Establecían una es-
tructura de gobierno que claramente imitaba el antiguo modelo colonial. Aunque du-
rante un tiempo Pensilvania tuvo un poder ejecutivo plural y, junto con Georgia, un
poder legislativo unicameral, en general se estipuló una asamblea legislativa compues-
ta por dos cámaras y una única cabeza para el ejecutivo: el gobernador. En lugar de
ser nombrado por la corona, en adelante iba a ser elegido por la asamblea legislativa
o directamente por los votantes; además una cámara alta electa reemplazaba el con-
sejo nombrado por el gobernador. La profunda suspicacia hacia la autoridad del eje-
cutivo, que era uno de los legados del pasado colonial, hizo que se negara a los g~
bemadores estatales ---al menos inicialmente- muchos de los poderes que disfruta-
ron sus antecesores reales y propietarios. Sólo en Massachusetts y Nueva York se le
otorgó veto; en los demás estados sus poderes se restringieron al máximo. La expe-
riencia también había enseñado a quienes elaboraron las constituciones a recelar de
la idea de una judicatura independiente; en consecuencia, en la mayoría de los esta-
dos los jueces debían ser nombrados por el poder legislativo y sólo por periodos cor-
tos. Y aunque varias constituciones afumaron un principio que tuvo una gran impor-
tancia posterior ~ separación de poderes-. en la práctica la autoridad estaba en
gran medida concentrada en las asambleas legislativas y en especial en las cámaras ba-
jas. Pero el poder de las asambleas estaba limitado, primero, por el requerimiento de
convocar elecciones anuales y, segundo, por la inclusión de las cartas de derechos. La
Declaración de Derechos de Vuginia. redactada por George Mason en 1776, propor-
cionó el modelo. Enumeraba las libertades fundamentales inglesas que los america-
nos habían llegado a considerar como propias: libertad de expresión, culto y reunión,
el derecho a un juicio por jurado, protección contra los castigos crueles y desacostum-
brados y contra las órdenes de registro, y la subordinación del ejército al poder civil.
Lejos de ser democráticas, las nuevas constituciones reflejaban la creencia dicci~
chesca de que los derechos políticos debían limitarse a los propietarios. Un hombre
sin propiedad, se sostenía, no era lo bastante independiente para que se le confiase el
poder político o incluso la selección de quienes debían ejercerlo. Así, aunque casi t~
dos los estados redujeron las propiedades necesarias para tener derecho a voto, sólo
dos (Pensilvania y Georgia) las suprimieron e incluso limitaron el sufragio a los con-
tribuyentes. Las propiedades necesarias para ocupar un cargo solían sobrepasar en ge-
neral a las precisas.para votar, y a veces eran tantas que excluían a todos menos a los
muy acaudalados.
Sin embargo, la Revolución trajo cambios en la composición de los gobiernos es-
tatales. Las asambleas se hicieron mayores; se concedió a las ciudades y condados
fronterizos una mayor rep!Csentación. El resultado fue que los hombres de fortunas
relativamente modestas comenzaron a ser más prominentes en la vida pública. Antes
de la Revolución, los pequeños granjeros y artesanos sólo suponían el 20 por 100 de
las asambleas coloniales; después constituyeron una mayoria en algunas asambleas le-
gislativas del norte y una minoria considerable en el sur. Pero la tradición de lideraz-
go de las clases superiores no terminó en absoluto; incluso en los estados que avan-
zaron más en la liberalización de requisitos para votar y ocupar cargos, el orden poli-

65
tico continuó siendo muy deferente. Pero ya no se podría decir que hubiera correla-
ción entre la posición social elevada y la ocupación de un cargo público. Los prime-
ros gobernadores elegidos de Vuginia y Nueva York fueron ambos abogados de la
frontera: Patrick Henry y Gcorgc Clinton. Otra indicación más de que el poder políti-
co no se preservaba ya en exclusiva para la gente bien nacida del litoral fue la transfe-
rencia al interior de varias capitales de estado: de Wtlliamsburg a Richmond, de la ciu-
dad de Nueva York a Albany, de Filadelfia a Harrisburg, de Charleston a Columbia.

Los AmCULOs DE LA CoNFFDERACIÓN

La tarea de formular nuevas constituciones estatales se cumplió con mayor flui-


dez que la de crear un gobierno central para los estados en su conjunto. El 12 de ju-
nio de 1n6, el Congreso Continental nombró un Comité de los Trece (uno por cada
estado) para redactar una constitución. Tras un mes de debate, resultó un bonador:
los Artículos de la Confederación. En gran medida obra de John Dickinson, de Pen-
silvania, establecían un gobierno central con poderes limitados. Podía declarar la gue-
rra, concluir tratados y alianzas, repartir los gastos comunes entre los estados, acuñar
moneda, establecer el servicio de correos y regular los asuntos indios. Pero carecía de
dos de los atributos esenciales de la soberanía: la capacidad de recaudar impuestos y
la de regular el comercio. Todos los poderes que no otoigaba de forma específica a la
Confederación se reservaban a los estados que, insistían los Artículos, ·retenían su •so-
beranía, libertad e independencia•. No se estipulaba un poder ejecutivo o una judica:-
tura nacionales. Los poderes de la confederación sólo los debía ejcn:cr el Congrc~.
una asamblea legislativa unicameral en la que cada estado tenía un voto. Las medidas
importantes, como los tratados, necesitaban la aprobación de nueve estados al me-
nos, y los Artículos no podían enmendarse sin el consentimiento de los trece estados.
Así, la Confederación propuesta era poco más que lo que Dickson la llamó: «una fir-
me liga de amistad•.
Pero tal era la hostilidad hacia una autoridad centralizada, incluso de un tipo tan
limitado, que los artículos no obtuvieron la aprobación necesaria hasta noviembre
de 1m. Y debido a una prolija conttoversia sobre las reclamaciones de tierras del oes-
te, no se obtuvo el consentimiento unánime de los estados, necesario para que la
constitución fuera efectiva, hasta febrero de 1781, es decir, hasta que casi había fina-
lizado la guena revolucionaria. No obstante, durante todo el conflicto, el Congreso
Continental funcionó como un gobierno Jefacto.
Durante los ocho años que estuvieron en vigor los Artículos de la Confederación
(1781-1789), los Estados Unidos sólo tuvieron la apariencia de un gobierno nacional
y a veces ni siquiera eso. Una vez que se logró la independencia, los estados dieron
menos importancia a la unidad y se absorbieron en sus propios asuntos. Continua-
ron ejerciendo derechos a los que habían renunciado de forma espcdfu:a, respondie-
ron con retraso o no a todas las requisitorias del Congreso e improvisaron a la OO.
de nombrar sus delegados a éste, que como estaba en sesión intermitentemente, no
tenía residencia fija. Dejó Filadelfia en 1783 para escapar de los coléricos soldados
que demandaban su paga y cambió de forma sucesiva a Princeton, Annapolis y Tn:a-
ton antes de establecerse por un tiempo en Nueva York en 1785. La asistencia a las se-
siones era escasa e irregular; sólo con dificultad se pudo arañar un quórum para 1*
ficar el Tratado de París. Los poderes ejecutivos que poseía el Congreso se ejeim.

66
mediante comités especiales cuyos miembros estaban en cambio constante. Ni si-
quiera el nombramiento de tres secretarios (de guerra, asuntos exteriores y finanzas)
pudo proporcionar una continuidad. No es sorprendente que su prestigio declinara y
que resultara incapaz de resolver los nuevos problemas nacionales.
Sin embargo, la Confederación obtuvo un éxito sustancial para su reputación: la
regulación de la colonización del Oeste. El periodo revolucionario fue testigo de una
inundación sin precedentes de pioneros en la región pasados los Apalaches, en espe-
cial en Kentuc:ky y Tennessee. Entre 1775 y 1790 su población aumentó de sólo un
puñado a 120.000 personas, lo que hizo esencial una política bien definida sobre la
distribución de la tierra del Oeste y el gobierno territorial. Conllevaba dos problemas:
el de mediar en las reclamaciones de los colonos y especuladores y el de poner freno
a intentos prematuros de organización política como el del «estado de Franklin•, es-
tablecido en 1783 en lo que después sería Tennessee. Ya en 1779 el Congreso había
resuelto que el Oeste se organizara en dos nuevos estados que serían admitidos por
la Unión como iguales. Pero no podía hacerse nada hasta que los estados hubieran
abandonado sus reclamaciones sobre la región. Al sur del Ohio esto no sucedió has-
ta 1802; pero el territorio al norte del río pasó a la jurisdicción de los Estados Unidos
en 1784, cuando Virginia cedió por fin en sus reclamaciones.
El primer intento del Congreso por legislar para el territorio situado entre el Ohio
y los Grandes Lagos fue la Ordenanza de 1784, redactada en gran medida por Jeffer-
son. Estableció el autogobiemo desde los primeros estadios de la colonización, la di-
visión final del territorio en diez distritos o más (Jefferson sugirió nombres tan curio-
sos para ellos como Metropotamia y Assenisipia~ a cada uno de los cuales se le otor-
garía la calidad de estado cuando su población igualara la de uno de los originales.
A continuación vino la Ordenanza de Tierras de 1785, que estipulaba un sistema para
su venta. Los agrimensores gubernamentales debían dividir primero la tierra del Terri-
torio Noroeste en 36 secciones de 26 hectáreas cada una. Cuatro secciones de cada
municipalidad tenían que reservarse como gratificación para los ex soldados y una
para el manteriimiento de las escuelas. El resto de la tierra debía venderse en subasta
en lotes de 26 hectáreas a un precio no inferior a un dólar la hectárea.
La necesidad que tenía la Confederación de rendimientos rápidos explicaba por
qué los términos favoreáan a los especuladores acaudalados y no a los colonos rea-
les. Compañías dedicadas a la especulación de la tierra como la Ohio o la Scioto pu-
dieron persuadir al Congreso de que vendiera millones de hectáreas de tierra sin pe-
ritar a menos de 9 centavos la hectárea. Además, por requerimiento del representan-
te de las compañías, el reverendo Manasseh Cutler, el Congreso accedió a una forma
de gobierno territorial menos liberal de la que había previsto la Ordenanza de Jeffer-
son de 1784. La Ordenanza del Noroeste de 1787 estableáa que durante la fase ini-
cial de asentamiento, el territorio no se autogobemaría (como Jefferson había pro-
puesto), sino que tendría un gobernador y jueces nombrados por el Congreso. Cuan-
do el territorio tuviera 5.000 habitantes varones y adultos podría elegir una asamblea
legislativa con poderes limitados. Por último, cuando su población alcanzara 60.000
personas, el territorio podría convertirse en estado y se dividiría, no en los diez o más
estados de Jefferson, sino en no menos de tres y no más de cinco. (Al final se dividió
en cinco: Ohio, Indiana, Illinois, Michigan y WJSConsin.) La Ordenanza también
prohibía la esclavitud, aunque el Congreso después suavizó la disposición, insistien-
do en que su intención había sido sólo prohibir que se siguieran importando escla-
vos. Así pues, en la práctica, no fue la acción federal sino la estatal la que acabó abo-

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tiendo la esclavitud en d Territorio Noroeste. De todos modos, fue la primera vez que
el gobierno de los Estados Unidos actuó contra la esclavitud.
Aunque nacida de la codicia especulativa, la Ordenanza del Noroeste fue una me-
dida ilustrada que tuvo éxito. Pocas leyes han gozado de una influencia semejante. Es-
tablecía d principio de que d Oeste no se mantendría como un dominio colonial,
sino que era una parte integrante de la nación que acabaría siendo aceptada en igual-
dad plena con los estados originales. También establecía un conjunto de procedi-
mientos políticos ordenados que iban a servir como moddo para todo el territorio
que después adquiririan los Estados Unidos. Pero no se aplicaron todos de manera
unifurme o literal. A Ohio, d primer estado que surgió del Territorio Noroeste, se le
concederla la categoría de estado de forma prematura en 1803 debido a que una ma-
yoría del Congreso deseaba votos extra. Por el contrario, puesto que la poligamia no
agradaba al Congreso, a Utah, dominado por los mormones, se le negó la conversión
en estado durante décadas. Hasta la guerra civil, sin embargo, la necesidad de presel'"
var el equilibrio entte el norte y el sur dictó que se admitieran los estados y se crearan
los territorios por parejas. A partir de entonces, la necesidad de mantener d equilibrio
de los partidos, junto con la renuencia del Congreso a abandonar su influencia polí-
tica territorial, tendió a hacer más lenta la creación de nuevos estados. Pero aunque
modificado por los políticos, el sistema establecido en la Ordenanza del Noroeste se
mantuvo hasta que d último territorio que quedaba en los Estados Unidos continen-
tales fue admitido como el estado de Arizona en 1912.
Sin embargo, las esperanzas puestas por la Confu:leración en d Qcste era dificil
que se hicieran realidad puesto que Gran Bretaña y España negaban a los Estados
Unidos d control pleno de la región. A pesar de haber prometido en el tratado de paz
evacuar d suelo americano «con la velocidad adecuada•, Gran Bretaña seguía mante-
niendo una serie de puestos fronterizos al sur de los Grandes Lagos para salvaguardar
d comercio en pides y mantener contacto con las tribus indias del noroeste. Con-
fiando en que la unión americana se derrumbaría pronto, los británicos intentaban
acdcrar el proceso organizando la resistencia india a la expansión americana y alen-
tando las tendencias separatistas de Vcrmont, cuya conversión en estado había sido
denegada por el Congreso debido a que Nueva York reclamaba parte de su territorio.
Como pretexto para seguir ocupando los puestos fronterizos, Gran Bretaña aducía
que los americanos no habían observado las cláusulas del tratado de paz que aludían
al pago de las deudas anteriores a la guerra y la restauración de las propiedades a los
realistas. De hecho, d Congreso había pedido a los estados que no pusieran obstácu-
los para que se cobraran las deudas mencionadas, la mayoría de ellas contraídas por
plantadores sureños con comerciantes británicos, pero éstos no habían hecho caso.
Del mismo modo, habían hecho oídos sordos cuando el Congreso «recomendó hon-
radamente• la devolución de las propiedades realistas confiscadas. Un gobierno tan
impotente a las claras en los asuntos internos era dificil que pudiera demandar respe-
to en el exterior. Así, John Adams, enviado a Londres en 1785 con insttuccioncs de
pedir la evacuación de los puestos fronterizos y de buscar un tratado comercial, fue
rechazado dcsdeñosamente.
Mientras tanto, España mostraba una hostilidad parecida a la expansión amcri~
na. rortaleció sus lazos con los indios dd suroeste para crear un estado indio como
parachoques para proteger sus posesiones. Llegó a tomar Natchcz, en la orilla orie&
tal del Misisipí, y cerró d río a la navegación para los americanos, con lo que privó a
los colonos dd Oeste de una salida vital para sus mercancías. No obstante, en 1786,

68
John Jay, a quien el C.Ongrcso había nombrado secretario de Asuntos Exteriores, ini-
ció un tratado con España mediante el cual, como contrapartida a un acceso limita-
do a los mercados hispánicos, los Estados Unidos renunciaban durante veinticinco
años al derecho a utilizar el Misisipí. C.Omo era de esperar, el tratado no se logró; cin-
co estados del sur se opusieron y no consiguió ser ratificado por los nueve requeridos.
Pero los habitantes del Oeste estaban furiosos por la disposición mostrada por Jay a
sacrificar sus intereses en aras de los de los comcn::iantcs del Este y comenzaron a ha-
blar de establecer una república independiente con protección española. Algunos de
ellos, como el gcnenl James Wtlkinson, iniciaron conversaciones secretas con Espa-
ña y aceptaron sus pensiones. .
A pesar de lo vejatorios que eran los problemas de la &ontera y la diplomacia, la
debilidad de la C.Onfederación resultaba más evidente en las finanzas. C.Omo carecía
del poder de recaudar impuestos, el C.Ongrcso dependía de la disposición de los esta-
dos a responder a sus requisitorias. Pero éstos, muy endeudados, eran reacios a repar-
tir con él el poco numerario que poseían o a contribuir más que sus vecinos. En-
tre 1781 y 1786 sólo aproximadamente un sexto del dinero solicitado llegó a su poder.
No era suficiente para satisfacer los intcrcscs de la deuda pública, menos aún el prin-
cipal, o para cubrir los gastos ordinarios del gobierno. Sólo la destreza de Robert Mo-
nis, superintendente de Finanzas, evitó la bancarrota al conseguir nuevos préstamos
de Holanda. Pero cuando se hicieron esfuerzos por enmendar los Artículos de tal
modo que el C.Ongreso tuviera autoridad para recaudar un 5 por 100 de impuestos so-
bre las importaciones, resultó inalcanzable la unanimidad necesaria. En 1782 Rhode
lsland se negó a ello; al año siguiente le tocó a Nueva York oponerse. No es de extra-
ñar que en 1784 Morris dimitiera desesperado.
Amenazante por igual era el estado del dinero. Al final de la guerra, el papel emi-
tido por el C.Ongrcso -el llamado dinero continental- ya se había depreciado tan-
to que había dejado de circular. FJ papel de los estados también había perdido valor
de forma pronunciada. C.Omo habían salido de la guerra llenos de deudas, establecie-
ron altos impuestos para pagarlas, lo que suscitó las quejas de los deudores, en su ma·
yoria granjeros, que ya sufrían la deflación de posguerra. C.Omo en los días colonia-
les, los deudores pidieron un aumento del papel moneda. De los siete estados que ac-
cedieron, Rhode Island fue el que se atrevió a ir más lejos al no sólo hacer del papel
moneda una forma de pago legal, sino obligar incluso a los acreedores a aceptarlo. FJ
valor de su papel se depreció de forma abrupta y los acreedores huyeron del estado
para no tener que aceptarlo.
En el cercano Massachusctts, se rechazó la ~ción de papel moneda. Los acree-
dores que controlaban el gobierno decidieron pagar la deuda del estado mediante la
tributación, lo que significó una carga muy pesada para los granjeros pobres, debido
en especial a que los impuestos habían de pagarse con el numerario que escaseaba
tanto. Muchos que no pudieron pagar perdieron su tierra por ejecución de la hipote-
ca; algunos incluso fueron a la cárcel. En el verano de 1786, el oeste de Massachusetts
ya ardía en descontento. Cuando se clauswó la asamblea legislativa estatal sin aten-
der las demandas de los granjeros de papel moneda y de leyes que suspendieran la eje-
cución de las hipotecas por deudas no pagadas, muchedumbres levantadas vagaron
de un lugar a otro impidiendo a los tribunales ver los casos de deudas. En el otoño
los descontentos ya habían encontrado un dirigente en Daniel Shays, un granjero en
bancanota que había sido capitán en la guerra de la revolución. Shays dirigió una ban-
da armada de 1.200 hombres contra el arsenal federal de Springfield, pero en febrero

69
de 17~ los insurgentes ya habían sido dispersados por la milicia estatal. La rebelión
de Shay5 nunca fue una amenaza seria para el gobierno estatal, pero además de indu-
cir a la asamblea legislativa de Massachusetts a hacer concesiones a los deudores, alar-
mó a los conservadores de todo el país al conjurar el espectro de la revolución social.
Unida a los hechos de Rhode Island, la rebelión de Shays dio un ímpetu crucial al
movimiento ya latente para fortalecer el poder del gobierno central.
La insatisfacción con los Artículos de la C.Onfuderación había comenzado a desa-
rrollarse antes incluso de que se hubieran ratificado. Los comerciantes y armadores
creían que no podría haber una represalia efectiva contra las restricciones británicas
al comercio americano hasta que se otorgara al C.Ongreso el poder de regular el co-
mercio. Q!llenes poseían bonos depreciados se daban cuenta de las ventajas que les
supondría que el gobierno pudiera establecer un crédito nacional. Los especuladores
en tierras del Oeste estaban ansiosos por tener un gobierno capaz de enfrentarse a la
amenaza india, y los acreedores querían uno que frenara las emisiones inflacionarias
de papel moneda.
El nacionalismo emergente dio un ímpetu suplementario al movimiento encami-
nado a conseguir un gobierno nacional más fuerte. Debe admitirse que el nacionalis-
mo americano era aún una planta joven y tierna. La grandilocuente exclamación de
Patric:k Henry en 1n4 -Las distinciones entre virginianos, pensilvanos, neoyorqui-
nos y neoinglescs ya no existen- estaba lejos de la realidad. Los prejuicios locales
seguían vigentes en gran medida. Los americanos aún tendían a sentirse leales prime-
ro a sus estados. Solían referirse a los Estados Unidos en plural. No'obstante, había
signos claros de una creciente conciencia nacional. La Revolución, además de mez-
clar a los hombres de diferentes estados en el Ejército C.Ontinental y el C.Ongreso
C.Ontinental, produjo una rica cosecha de héroes nacionales (George Washington, Pa-
tric:k Henry, Samuel Adams, Thomas Jcfferson) y de santuarios nacionales (Salón de
la Independencia, Bunker Hill, Mount Vcmon). Los símbolos y lemas nacionales apa-
recían con profusión. El C.Ongreso C.Ontinental adoptó las estrellas y las barras como
bandera nacional en 1m. (No se sabe quién la diseño: la leyenda de que fue obra de
Bctsy Ross fue inventada por su nieto en 1~0.) El águila calva ocupó su lugar en el
Gran Sello de los Estados Unidos en 1782, así como en las medallas, moldes y mobi-
liario -aunque Franklin, que pensaba que el águila es «llll pájaro de mal carácter mo-
ral• y con frecuencia •muy despreciable-, hubiera preferido el pavo salvaje. Luego el
lema nacional E púnibus unum -de muchos, untr- iba a convertirse pronto, junto
con la diosa Libertad, en un rasgo permanente de las monedas nacionales.
Resultaba claro que el nacionalismo tocaba una cuerda sensible por la inmensa
popularidad disfrutada por los manuales de Noah Webster, después famoso por su
diccionario americano. En 1783, con objeto de establecer «Una lengua nacional•, pre>
dujo un silabario que recalcaba cómo la ortografla y pronunciación americanas ha-
bían divergido de las formas británieas. El espíritu nacional también impregnaba las
artes, en especial la obra del grupo literario bastante tedioso mal conocido como los
Ingenios de C.Onnecticut. Tunothy Dwight, después presidente de Yale, glorificaba a
la nación en Tbe ÚJN/lltSI ofCantum (1785), que se declaraba el primer poema épiall
americano. De vena semejante era otro autor épico, Jocl Barlow y su Vision of~
bus (1787). El pintor John Trumbull conmemoraba la guerra de la Revolución m
obras como The Ballk ofBunkm's HiO y The Surrmáer ofLord Cmnwa/ús at Yorktorn.
nacionalismo también insplló al pequeño grupo de dirigentes políticos que encabd
zaron el movimiento de la reforma constitucional. Hombres como Alexandcr H~

70
ton, Robert Morris, John Jay, Geoigc Washington y James Madison se sentían morti-
ficados por la falta de poder del Congreso. C'.ompartían el sentimiento de Hamilton
de que había «algo [...] despreciable en el panorama de un número de estados insig-
nificantes, sólo con apariencias de unidad, discrepantes, celosos y perversos[...] débi-
les e insignificantes a los ojos de las otras naciones». Creían que sólo la creación de
un g<:>bicmo central fuerte podía asegurar la independencia, prosperidad y prestigio
amencanos.
Los reformadores también sostenían que la debilidad de los Artículos amenazaba
con la desintegración y el caos inminentes. Durante mucho tiempo los historiadores
repitieron esta opinión, pero ahora se acepta que la década de 1780 no fue un perio-
do de abatimiento uniforme. El hundimiento de posguerra duró poco. Los comer-
ciantes americanos, liberados de las restricciones mercantilistas británicas, descubrie-
ron nuevos mercados en Europa continental y el Lejano Oriente. La agricultura era
boyante, la manufactura comenzó a expandirse y se fundaron los primeros bancos
americanos. Aunque se limitó la inmigración, la población aumentó un tercio en una
década y alcanzó los cuatro millones en 1790. Tampoco es justo culpar de todas las
dificultades de la época a la debilidad del gobierno central. La depresión de 1784
y 1785 se debió principalmente a la sobrcimportación de manufacturas británicas y a
la privación de numerario que siguió a la salida de los ejércitos británico y francés.
Del mismo modo, no era la forma de gobierno, sino la debilidad militar y económi-
ca de la nueva nación, la que explicaba su incapacidad para conseguir la salida de las
tropas extranjeras o lograr el respeto exterior.
Pero aunque quienes criticaban los Artículos exageraban los problemas del mo-
mento, sus quejas estaban bien fundadas. En septiembre de 1786, los representantes
de cinco estados reunidos en Annapolis (Maryland) para discutir problemas comer-
ciales propusieron que se convocara una convención de todos los estados en Filadel-
fia el año siguiente «para idear otras provisiones que les parezcan necesarias para ha-
cer adecuada la constitución del gobierno federal a las exigencias de la Unión•. Al
principio, el C.Ongreso no acogió bien la idea, pero tras el golpe de la rebelión de
Shays, pidió a los estados que enviaran delegados a la convención «con el propósito
único y expreso de revisar los Artículos de la Confederación•.

LA CONVENCIÓN FEDERAL

Se reunió en el edificio de la cámara legislativa de Filadelfia del 25 de mayo al 17 de


septiembre de 1787. Todos los estados estuvieron representados, menos Rhode lsland,
que declinó participar. Asistieron un total de cincuenta y cinco delegados, con una
media en cada sesión de unos treinta. Fue una reunión de hombres de talento, a pe-
sarde la ausencia de Thomas Jefferson y John Adarns, que entonces estaban de envia-
dos en Francia y Gran B~taña respectivamente. Los Padres Fundadores, cuya edad
media rondaba los cuarenta y cuatro años, era un grupo relativamente joven. Algu-
nos habían sido oficiales en la guerra de la Revolución y una gran mayoria había ocu-
pado un puesto en el Congreso o en las asambleas legislativas estatales. Sólo seis ha-
bían firmado la Declaración de Independencia.
Después de elegir presidente por unanimidad a Washington, los delegados toma-
ron dos decisiones cruciales. En primer lugar, resolvieron mantener secretas sus deli-
beraciones para aislar a la convención de las presiones externas y alentar una discu-

71
sión franca. En segundo lugar, aunque sólo terum autoridad para revisar los Artícu-
los de la C.Onfedcración, decidieron mlactar una constitución completamente nueva.
Casi todos los ddegados convinieron en la necesidad de fortalecer d gobierno
central, pero había poca disposición para centralizar el poder hasta d punto de abolir
toda la soberanía estatal. La propuesta de Hamilton de un solo gobierno consolidado
no obtuvo apoyo. También c:xi.stía un acuerdo general sobre la necesidad de un «go-
bierno equilibrad0». No se debía permitir a ninguna rama dd gobierno monopolizar
d poder, ni había de ser controlado de forma exclusiva por un único interés económi-
co. Del mismo modo, debía establecerse un equilibrio entre la propiedad y d núme-
ro. Por una parte, a los ddegados les preocupaba que la elite acaudalada oprimiera a
la masa dd pueblo, pero, por la otra, no confiaban en la democracia. Por dio, aunque
debía darse al pueblo voz en d gobierno, habfan de encontrarse algunos medios para
limitar su mayoría, no fuera a ser que condujera a la expoliación de los ricos.
A pesar de que hubo bastante acuerdo en los principios y en la estructura dd go-
bierno, no existió unanimidad en los detalles. Los ddegados diferían, por ejemplo, en
cómo debía degirse d ejecutivo, qué poderes poseería, cuánto tiempo estaría en d
poder, si la asamblea legislativa deberla consistir en una o dos cámaras. El tema más
contencioso fue la representación. (Debfan estar representados por igual todos los es-
tados en la asamblea legislativa federal, sin tener en cuenta su tamaño, como era el
caso según los Arúculos? (0 la representación debía basarse en la población, acuer-
do que otorgarla a Vuginia, con 749.000 habitantes, doce veces más representantes
que a Delawarc, que sólo tenía 60.000 habitantes?
El primer paso de la convención fue considerar un borrador de la constitución.
En buena parte obra de James Madison y presentado por su compañero de Vuginia
Edmund Randolph, el Plan de Vuginia establecía una asamblea legjslativa nacional
de dos cámaras, en cada una de las cuales la representación iba a ser proporcional a
la población. La asamblea legislativa iba a contar con amplios poderes: degiría tanto
al legjslativo como al judicial y tendría veto sobre la legislación estatal que infringie-
ra la constitución. Aunque a los estados mayores les agradó, este Plan se enfrentó a
una acerba oposición de los estados más pequeños, así como de los ddegados que
objetaban la cantidad de poder concentrado en d C.Ongreso. En un esfuerzo por ase-
gurar que los estados menores no serfan aplastados, William Paterson, de Nueva Jer-
sey, presentó un esquema alternativo que estableáa una cámara legislativa única en la
que cada estado tendría un voto. El Plan de Nueva Jersey sólo preveía la enmienda de
los Artículos de la C.Onfederación. Aunque el C.Ongreso iba a contar con mayores po-
daa, que inclufan la autoridad para gravar impuestos y regular el comercio, la sobe-
smía estatal se preservaría en gran medida. El desacuerdo acerca de la representación
nuó por un momento con hacer fracasar la convención, pero tras un mes de de-
se alcanzó un compromiso. Se otorgaba a los estados una representación igual
dmara alta (el Senado), mientras que se estableáa la representación proporcio-
la cámara baja (la Cámara de Representantes).
mnfticto entre los estados mayores y los más pequeños era poco real en buena
lllpoltaba menos que Vuginia fuera grande y Maryland pequeño que d hecho
~compartieran una economía de plantación común basada en la mano
.-bva. Las rivalidades entre los estados eran menos significativas en la reali-
dloque de regiones o sectores económicos, en especial el Norte y el Sur.
ale tipo surgió de la decisión de aportar escaños a la Cámara de Repre-
aaado con la población. Los estados sureños querfan que se incluye-
ran los esclavos en la población total cuando se trataba de repartir los escaños del
Congreso, pero excluirlos para determinar la responsabilidad en cuanto a la tributa·
áón directa. Los estados norteños querían excluir a los esclavos de la reprcscntaáón,
puesto que no eran áudadanos ni votantes, pero incluirlos en cuanto a la tributaáón,
ya que eran una especie de propiedad. El resultado fue un segundo compromiso, la
cláusula de los «tres quintOS», mediante la cual un esclavo contaba como tres quintos
de una persona tanto para la reprcscntaáón como para la tributaáón directa.
Un asunto que suscitó más divisiones regionales fue la proposiáón de una rcgu·
laáón federal del comercio. El Sur, dependiente de la cxportaáón de artículos bási·
cos, temía que se usara este poder para gravar las cxportaáones. También le p1COCU·
paba la posibilidad de la interfcrcnáa federal en el tráfico de esclavos. Para mitigar es·
tos temores, se prohibió al Congreso establecer impuestos a la cxportaáón o prohibir
el tráfico de esclavos al menos durante veinte años. Como una concesión más haáa
el Sur, se necesitarla el consentimiento de dos tercios del Senado para ratificar los tra·
tados, entonces en su mayoría de carácter comercial.
No pudo alcanzarse el acuerdo en algunos asuntos, como el papel prcáso de la
judicatura naáonal que se proponía. Por ello, los delegados se refugiaron en la eva·
sión. Se reconocía, según señaló Madison, que la ambigüedad era el precio de la una·
nimidad. Pero una vez que las confrontaciones más importantes se resolvieron, el bo-
rrador avanzó con rapidez. En su fonna final, la constituáón era una versión sustan-
áalmente modificada del Plan de Vuginia. Como los gobiernos de la Confederaáón,
el federal estaba autorizado a mantener un ejéráto y una flota, a acuñar y pedir pres-
tado dinero y a hacer tratados con potencias extranjeras. Pero se le otorgaron algunos
poderes adiáonales, los más importantes de ellos el de establecer impuestos y regular
el comercio. Además, en la famosa «cláusula elástica», se autorizaba al Congreso a
«hacer todas las leyes que sean necesarias y apropiadas» para ejecutar sus poderes. Se
privaba a los estados de algunos poderes que habían ejercido hasta entonces: no iban
a emitir dinero, hacer tratados o aprobar leyes fundamentales, «en menoscabo de la
obligaáón del <:onvcnio•. La Constituáón y todas las leyes y tratados efectuados a su
amparo se declararon la ley suprema de la tierra, superior a toda ley estatal. Así. el go-
bierno federal ya no dependería de la buena voluntad de los estados: podía actuar di-
rectamente, mediante sus propias autoridades, sobre los áudadanos individuales. Su
autoridad ejecutiva sería ejercida por una sola persona., el presidente, aunque se le uni-
ría el Senado para hacer los nombramientos importantes y concluir tratados. El pre-
sidente sería el comandante en jefe del ejército y la marina. Podía vetar las leyes del
Congreso si no contaban con dos tercios de los votos de ambas cámaras y sólo podía
ser separado de su cargo por impugnaáón y por la convicáón de haber cometido «al-
tos delitos y conductas incorrectas». Para finalizar, se faálitaba la enmienda de la
Constituáón en comparaáón al procedimiento seguido durante la Confcdcraáón,
aunque seguía siendo complicada.
A pesar de que los Padres Fundadores se aseguraron de que prevaleáera la volun·
tad del pueblo, querían controlar y retrasar su intervcnáón. De aquí que se adopta·
ran una variedad de procesos de elccáón. Los miembros de la Cámara debían ser ele-
gidos de fonna directa por los votantes por un periodo de dos años; los requisitos
para poder votar los detcnninaban los estados. Los senadores se elcgiríari de fonna in-
directa por las asambleas legislativas de los estados para un periodo de seis años. El
presidente, que ocuparía el cargo durante cuatro años, debía elegirse de un modo aún
más indirecto por un colegio electoral elegido minuáosamente. Se creía que por es·

73
tar situado en el vértice de la estructura constitucional serla menos susceptible a la in-
fluencia popular. Junto con este complicado sistema electivo iba una cuidadosa divi-
sión de la autoridad -entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial- que reflejaba la
fe de la convención en la teoría de la separación de los poderes. Pero el rasgo más dis-
tintivo de. la Constitución era su nueva e ingeniosa división de soberanía entre dos
gobiernos, el estatal y el federal. Con soberanía plena dentro de su esfera propia, cada
uno debía operar directamente dentro de la misma comunidad política. Sin embar-
go, no se intentó establecer la frontera entre el poder estatal y el federal o decidir
cómo debían resolverse los conflictos de jurisdicción. &tas cuestiones serían los
asuntos básicos del debate constitucional durante décadas y no se determinarían por
completo hasta la guerra civil.
Los Padres Fundadores quizás no fuesen lo que Jcfferson dijo de ellos, «una asam-
blea de semidioses», pero su inteligencia, buen sentido y realismo político resultan
evidentes del hecho de que la Constitución haya soportado la prueba del tiempo.
Con una enmienda relativamente pequeña, un documento ideado hace doscientos
años para una república pequeña y rural sigue siendo la ley fundamental para una po-
tencia industrial mundial. La Constitución federal, la más antigua constitución escri-
ta en vigor del mundo, no ha funcionado en la práctica exactamente como se espera-
ba. Algunas de sus provisiones, como el procedimiento del colegio electoral para ~
gir al presidente, han perdido el sentido. Otras, como las que otorgaban a la Cámara
el control sobre la emisión de moneda, no han resultado completamente efectivas.
Otras más, como la de que los tratados requerían la aprobación de dos tercios del ~
nado, han puesto impedimentos a la formulación y ejecución de una política exterior
coherente. Luego también a veces la Constitución ha supuesto un obstáculo para un
cambio muy necesario. No obstante, no es dificil comprobar por qué ha sido tan ve-
nerada por los americanos y tan admirada por otros. A pesar de su brevedad --sólo
contiene 6.000 palabras-, es un modelo de diseño: «una mezcla juiciosa ~ se-
ñaló James Bryce- de definición de principios con elasticidad en los detalles•. Su fle.
xibilidad ha sido vital para su éxito. Los Padres Fundadores no cometieron el error de
tratar de cubrir toda posible contingencia. Como ha resaltado un historiador, redac-
taron un esbozo, no un programa detallado. Ello ha permitido a las generaciones ¡x.
teriores reinterpretarla de acuerdo con las circunstancias cambiantes.

EL DEBATE DE RATIFICACIÓN

Una vez que la convención hubo terminado su labor, los estados tenían que~
tarla. Aunque los Artículos de la Confederación estipulaban que las enmiendas
querían la aprobación de los trece estados, la convención sabía que la unanimidad
inalcanzable y decidió que el nuevo documento serla operativo cuando fuera ra ·
do sólo por nueve. Además, los delegados se saltaron descaradamente las asam
legislativas estatales y recomendaron que se enviara la Constitución a unas con
ciones estatales elegidas especialmente al efecto. &e procedimiento le conferirla
posición de la que careáan todas las estatales con excepción de la de Massach
es decir, la de basarse directamente en el consentimiento popular.
En la lucha por la ratificación, los partidarios de la Constitución -los fed
tas, como de manera algo confusa se denominaban a sí mismos- fueron a
con más fuerza por los hombres de propiedades y posición: plantadores, graJJJlll

74
acomodados, comerciantes y abogados. Muchos de los oponentes antifederalistas
eran pequeños granjeros, sobre todo si tenían deudas. Pero como pasó después en
otras contiendas políticas, la opinión no se dividió de forma precisa a lo laigo de lí-
neas de clase o intereses económicos. Muchos hombres acaudalados, como los gran-
des terratenientes del valle del Hudson, se opusieron a la Constitución: muchos hom-
bres pobres, como los obreros, artesanos y tenderos de las ciudades, estuvieron a f.i-
vor de ella. El apoyo de los dos hombres más famosos de América, Washington y
Franklin, añadió lustre a la causa federalista; el de Madison, Hamilton y Jay le pro-
porcionó un liderazgo político enérgico. En el lado opuesto también había hombres
capaces: Patrick Henry, Richard Henry Lee y George Mason, de Vuginia; Samuel
Adams, de Massachusetts, y George Clinton, de Nueva York. Pero los federalistas po-
seían la iniciativa y contaban con la ventaja de un programa positivo. También eran
superiores en el manejo político y en la presentación de su causa. A pesar de todo,
quienes se oponían a la ratificación organizaron un ataque fonnidable. Además de
declarar que la nueva Constitución era ilegal y que no había necesidad de abandonar
los Artículos de la Confederación, suscitaron un sinnúmero de objeciones espeóficas
que reflejaban suspicacia hacia el poder centralizado: el nuevo poder impositivo del
gobierno federal podía resultar opresivo, el presidente tendría demasiada autoridad y
en la práctica podría ocupar el cargo de por vida, el Tribunal Supremo se convertiría
en un agente de la exaltación federal y la Cámara de Representantes (que inicialmen-
te sólo tenía sesenta y cinco miembros) sería demasiado pequeña para representar de
forma adecuada la variedad de intereses de un país tan grande. Pero la mayor objt.L
ción antifederalista era que la Constitución carecía de una Carta de Derechos que ga-
rantizara las libertades populares.
En algunos estados la ratificación se logró con facilidad. De los cinco primeros en
conseguirlo, Delawarc, Nueva Jersey y Georgia lo hicieron por unanimidad, Pensilva-
niá la aprobó por un margen cómodo (43-26) y Connecticut por uno aplastante (128-
40). Pero en Massachusetts hubo una contienda laiga y fogosa que terminó en una
apretada victoria de los federalistas por 187 votos contra 168. Después se dejaron con-
vencer Maryland (63-11) y Carolina del Sur (149-73) y en el mes de jwlio de 1788
Nueva Hampshire (5747) se convirtió en el noveno estado que la ratificó. Desde el
punto de vista técnico, la Constitución podía entrar en vigor, pero sin Vuginia y Nut.L
va York era dificil que lo lograra. En ambos estados el resultado era muy incierto. En
Vuginia, el estado mayor y más poblado, las fuerzas opositoras estaban muy equili-
bradas. Los elocuentes ataques a la Constitución de Patrick Heruy, secundados hábil-
mente por las úttm.from a Fetkral Farmer de Richard Henry Lee, tuvieron un efecto
profundo. Pero la defensa razonada de Madison y su promesa de trabajar para que se
enmendase e incluyera una Carta de Derechos cambió la suerte. El 25 de jwlio
de 1788, la convención de Vuginia la ratificó por 89 votos a 79. Cuando la conven-
ción de Nueva York se rewlió, se pensó que los antifederalistas eran mayoría. Pero
Hamilton, a pesar de todas sus resetvas hacia la Constitución, habló «eon frecuencia,
mucho y con gran vehemencia» en su defensa. Junto con Madison y Jay, usando el
seudónimo colectivo de Publius, escribió una serie de ochenta y cinco artículos para
la prensa neoyorquina explicando la Constitución y exhortando su adopción. Estos
ensayos, publicados después como Federafist Papen, se convirtieron en un clásico del
pensamiento político americano. Pero no parece que tuvieran una gran influencia en
la opinión contemporánea. Resultó más importante para suavizar la intransigencia de
los antifederalistas neoyorquinos la decisión de ratificar de Vuginia y el temor, culti-

75
vado con asiduidad por Hamilton, de que Ja ciudad de Nueva York se separaría si el
estado rechazaba la C.Onstitución. El 25 de julio de 1788 Ja convención de Nueva
York aprobó Ja ratificación por un estrecho margen de 30 a 'D. Carolina del Norte y
Rhode Island siguieron pmnaneciendo aparte con resentimiento. Pero el nuevo go-
bierno podía comenzar a funcionar. C.Omo su última ley, el C.Ongreso de la C.Onfcde-
ración ordenó elecciones nacionales para enero de 1789.

76
CAPfruLo V

El periodo federalista, 1789-1801

La Constitución de 17'Kl estipulaba que se debía efectuar un censo oficial cada


diez años. El primero se llevó a cabo en 1790 y reveló que los Estados Unidos tenían
una población que apenas alcanzaba los cuatro millones. Aproximadamente la mitad
vivía en los seis estados al sur de la línea Mason-Dixon -la fiontcra entre Pensilva-
nia y Maryland-, mientras que la mitad restante se dividía de forma equitativa entre
los tres estados centrales y los cuatro de Nueva Inglaterra. En el total se incluían más
de 750.000 negros, todos ellos esclavos menos 60.000,_ muy concentrados en los esta-
dos del sur, donde constituían tres octavos de la población. En el conjunto del país,
una de cada ocho personas había nacido en el extranjero, pero en la cosmopolita Pen-
silvania la proporción era una de cada tres. Vuginia era con mucho el estado más po-
blado: con un total de 747.61 Ohabitantes, tenía cen:a del doble de su rival más cerca-
no, Pensilvania. En el otro extremo se encontraba Rhode Island, con 68.825 habitan-
tes. El censo mostraba que el país seguía siendo predominantemente rural; sólo
un 3,3 por 100 de la población vivía en lugares de 8.000 habitantes o más. En con-
traste con el gran excedente de varones que había caracterizado a la población duran-
te la mayor parte del siglo xvn, los sexos se hallaban bastante equilibrados. Por últi-
mo, la población era extraordinariamente joven: cerca de la mitad tenía menos de
dieciséis años.

LA ORGANIZACIÓN DEL GOBIERNO FEDERAL

Las elecciones de 1789, las primeras bajo la Constitución, dieron a los federalistas
el control del nuevo gobierno. Hubo grandes mayorías federalistas tanto en el Sena-
do como en la Cámara de Representantes: de hecho, el grueso de los elegidos habían
apoyado la Constitución en la Convención Federal o en las estatales para su ratifica-
ción. Las elecciones tambi~ dieron como resultado, como habían anticipado los ar-
tífices de la Constitución, la elección de Gcorge Washington como primer presiden-
te. Aunque fue elegido por unanimidad, Washington dejó Mount Vemon para hacer·
se cargo de sus nuevas responsabilidades con la mayor renuencia, declarando que se
sentía como un hombre condenado que se dirigía al lugar de su ejecución. Sus apren·
siones eran comprensibles. La nación que se le había pedido que presidiera era débil
y no estaba unida; tenía una forma de gobierno experimental y una Constitución sin
probar; la deuda la aplastaba y estaba abierta a las incursiones indias y limitada por

77
los imperios de dos grandes potencias europeas. De hecho, las tropas británicas y es-
pañolas seguían ocupando partes del territorio nacional; los Estados Unidos no te-
nían annada y su ejército estaba fonnado por 840 mandos y soldados. Pero Washing-
ton nunca pasó por alto la llamada del deber. El 30 de abril de 1789 prestó juramen-
to al cargo en la ciudad de Nueva York, sede temporal del gobierno federal.
En la creencia de que era indispensable un ejecutivo fuerte para el éxito del nue-
vo gobierno, Washington estableció investir el cargo de presidente con un aura de
dignidad semejante a la que rodeaba a las monarquías europeas. Le facilitó la tarea su
personalidad austera y su pen:cpción del significado simbQlico de las fonnas y cere-
monias. Viajaba en una carroza amarilla decorada con ninfas y querubines dorados,
emblasonada con su propio escudo de annas. Las recepciones semanales de su espo-
sa eran protocolarias y fonnales: Washington se inclinaba ceremoniosamente ante los
presentes pero no estrechaba sus manos. Poco después de reunirse, el primer Congre-
so dedicó un mes a discutir un título apropiado para el presidente. El vicepresidente
John Adams, y probablemente el mismo Washington, estaba a favor de alguna desig-
nación altisonante como «SU alteza el presidente de los &tados Unidos y protector
de sus libertades». Pero el Congreso, considerándola demasiado monárquica, se incli-
nó por la simplicidad republicana de «presidente de los Estados Unidos».
La Constitución recién ratificada había proporcionado una estructura de gobier-
no general. La labor de rellenar sus huecos y clarificar las ambigüedades quedaba por
hacerse. Al asumir esta tatta, los federalistas establecieron una serie de precedentes
que influyeron el desarrollo constitucional americano de forma permanente, a veces
en direcciones que no habían pRVisto los Padres Fundadores.
Durante el debate sobre la Constitución se había criticado mucho la carencia de
garantías específicas de los derechos populares. En las convenciones de algunos esta~
dos, los federalistas casi habían tenido que prometer remediar la omisión para conse-
guir la ratificación. Así. el primer Congreso adoptó y envió a los estados diez erunien-
das constitucionales conocidas como la Carta de Derechos. Fueron debidamente ra-
tificadas y entraron en vigor en diciembre de 1791. Pretendían reconciliar a los
antifederalistas con la Constitución. Nueve de ellas trataban de los derechos del indi-
viduo. Garantizaban la libertad de religión, de expresión, de reunión y de prensa, el
derecho de súplica y de llevar annas y la inmunidad contra el registro y la detención
arbitrarios. También prohibían la fianza excesiva, castigos crueles o desacostumbra-
dos y el acuartelamiento de tropas en casas privadas. Las diez eruniendas reseIVaban
a los estados todos los poderes, menos los delegados de forma específica al gobierno
federal.
Algotambién necesario era llevar a efecto la cláusula de la Constitución, redacta-
da con bastante vaguedad, que autorizaba una judicatura nacional. La Ley Judicial
de 1789 estableció un sistema jerárquico de tribunales federales. En el vértice, el Tri-
buraal Supremo de los &tados Unidos estaría formado por un juez presidente y otros
ánco suplentes; por debajo habria tres tribunales de circuito (presididos por dos ma-
gistrados del Tribunal Supremo y un juez de distrito) y trece tribunales de distrito. La
ley también establecía que el Tribunal Supremo decidiría sobre la constitucionalidad
de las decisiones de los tribunales estatales y anularía las leyes estatales que violaran
la Constitución 'Federal. Si se mira hacia attás, puede considerarse que la primera reu-
nión del Tribunal Supremo, el 2 de febrero de 1790, fue un hito en la historia de la
jurisprudencia. No obstante, a Washington le resultó dificil nombrar hombres distin-
guidos para una entidad que parecía tener tan poca trascendencia.

78
Entre las cuestiones que la C.Onstitución no había tratado de responder con deta-
lle estaba la de la relación entre el poder ejecutivo y el legislativo. Pero los miembros
de la convención constitucional sin duda habían tenido la intención de que el Sena-
do (que al principio sólo tenía veintidós miembros) actuara como consejo consultivo
del presidente. Así, la C.Onstitución había establecido que el presidente debía nom-
brar los cargos elevados y hacer tratados «con el consejo y consentimiento del Sena-
do•. Pero cuando Washington apareció ante el Senado para pedir su consejo acerca
del borrador de un tratado indio, los senadores se negaron a discutir el asunto en su
pRsencia. A partir de entonces se convirtió en práctica habitual para los tratados su
envío al Senado una vez que se habían negociado y no antes.
C.Omo el Senado había insistido en su independencia, Washington se vio obliga-
do a buscar consejo en otra parte. En un primer momento contó mucho con James
Madison, entonces miembro de la Cámara de Representantes. Fue él quien le escri-
bió la mayor parte de su discurso de investidura---,,, la réplica del C.Ongreso-, redac-
tó la Carta de Derechos y presentó los primeros presupuestos del nuevo gobierno.
Pero su dominio terminó una vez que el C.Ongreso creó los departamentos ejecutivos.
Los departamentos de Estado, Hacienda y Guerra se establecieron en otoño de 1789,
junto con los despachos del fiscal general y el director general de C.Orreos. Hubo al-
guna sugerencia en el sentido de que se hicieran responsables ante el C.Ongreso a los
cargos máximos de los departamentos ejecutivos: de haber sido así podría haberse de-
sarrollado algo semejante al sistema parlamentario británico. Pero Madison, preocu-
pado por la independencia del ejecutivo, se aseguró de que sólo fueran responsables
ante el presidente. C.Omo secretario de Hacienda, Washington eligió a su secretario y
ayuda de campo durante la guerra, Alexander Hamilton, quien, al colaborar en la or-
ganización del Banco de Nueva York, había adquirido un buen conocimiento de las
finanzas públicas. Thomas Jefferson se convirtió en secretario de &tado: en ese mo-
mento era ministro ante Francia y no tomó posesión de su nuevo cargo hasta marzo
de 1790. En un principio, la práctica habitual de Washington era consultar con su fa-
milia oficial de forma individual sobre los asuntos políticos, pero al final de su segun-
do mandato los máximos responsables de los departamentos se habían convertido en
el gabinete, cuerpo no mencionado en la C.Onstitución. Se reunían regularmente,
emitían votos y llegaban a una especie de decisión colectiva.

EL PROGRAMA FINANCIERO DE liAMnroN


Hamilton se convirtió en la principal fuerza conductora del gobierno debido a
una combinación de factores: su energía y ambición, la convicción de Washington de
que no era función del presidente iniciar la legislación, el retraso de Jefferson en re-
gresar a la escena interna, la importancia crucial de las finanzas, el hecho de que el se-
cretario de Hacienda ocupara un puesto especial entre los jefes del ejecutivo y que se
le requiriera informar directamente al C.Ongrcso. Hamilton había nacido en las Indias
Occidentales en 1755, hijo ilegítimo de un padre escocés y una madre hugonota fran-
cesa. Enviado de muchacho a Nueva York, se arrojó a la causa patriótica cuando aún
era estudiante del King's C.Ollege (después Columbia) y prosiguió hasta convertirse en
un brillante oficial del &tado Mayor en la guerra de la Revolución. Después el joven
y prometedor aventurero se ligó mediante matrimonio con una gran familia terrate-
niente del valle del Hudson, los Schuyiers, abrió un bufete en Nueva York y se con-

79
virtió en uno de los dirigentes del movimiento para lograr un gobierno central más
fuerte. Su personalidad tenía múltiples facetas. Encantador, de palabra fácil, ingenio-
so, extraordinariamente capaz y honesto (aunque tuvo varios amigos poco éticos),
podía también ser vano, mezquino, obstinado y combativo. A pesar de su ascenso
meteórico, nunca se sintió completamente a gusto en su país de adopción. Desprecia-
ba la dcmoaaáa, reverenciaba la riqueza y creía que el gobierno era el coto de los «ri-
cos y bien nacidOS». Convencido también de que a los hombres los gobernaba la
«ambición y el interés», el principal objetivo de su política financiera -aparte, por su-
puesto, de restaurar el aédito nacional- era ligar a las clases adineradas al nuevo go-
bierno. ·
Su programa financiero se apuso en una serie de informes en 1790 y 1791 que
trataban, 1cspcctivamentc, del aédito público, un banco nacional y las manufu:turas.
En el dedicado al crédito público (enero de 1790), recomendaba, primero, la conso-
lidación a la par de toda la deuda interna y externa en que había incurrido el gobiCl'-
no de la Confederación y que ascendía a unos 56 millones de dólares; en segundo lu-
gar, la asunción federal de las deudas revolucionarias de los estados, que sumaban
unos 21 millones de dólares. Casi no hubo oposición al reintegro de la deuda extCI"
na al valor nominal y no al precio devaluado del mercado; era obvio que ese paso re-
sultaba esencial para afianzar la posición financiera del nuevo gobierno. Pero la pn>
puesta de hacer lo mismo con la deuda interna fue muy atacada, en cspccial por las
gentes del sur. Casi toda la deuda estaba en manos de cspcculadorcs, en su mayada
del norte, que la habían comprado con un descuento excesivo cuando.los tiempos di-
ficiles habían obligado a los acreedores originales a venderla. Protestando que la me-
dida enriquecería a una pequeña minoría a expensas públicas, Madison sugirió un
plan alternativo que disaiminaba entre los tenedores originales y los compraclallil
posteriores. No obstante, la medida de Hamilton se llevó a efecto.
Aún hubo mayor oposición, mucha de ella regional, al proyecto de asumir la cm
da estatal. Los estados del sur, excepto Carolina del Sur, se habían ocupado del n9
tegro de sus deudas y ponían objeciones a compartir las grandes deudas de Massacilt
setts y otros estados de Nueva Inglaterra. También temían que la asunción ·
el poder federal a expensas del de los estados. Madi.son, que ahora era un a.dvcn.111
franco del gobierno, persuadió al Congreso en abril de 1790 para que rechamm
propuesta. Pero en agosto una serie de negociaciones políticas con Madison y.Jdl•
son ya habían permitido a Hamilton cambiar el veredicto. A cambio de los votm
sur, prometió hacer generosas asignaciones a los estados que ya habían saldado la
yor parte de sus deudas y también aceptó que la capital permanente de la nacm
tuviera en el sur. Después de una década en Filadelfia. la sede del gobierno se
daría a un lugar sobre el río Potomac que elegiría el presidente Washington.
guicnte objetivo de Hamilton fue la creación de un banco nacional. 11n1·•11
modelo del Banco de Inglaterra, el Banco de los Estados Unidos que propOlllll
1

dría un capital de 1Omillones de dólares, un quinto susaito por el gobierno,


ría para diversos objetivos: actuaría como depositario de los fondos guberrumlllll
facilitarla la recaudación de impuestos, estimularía el comercio y la industria
que, lo que es significativo, no la agricult11ra- mediante préstamos, enútidl
moneda y controlaría las emisiones excesivas de billetes de los bancos estatalm.
do el proyecto de constitución del banco llegó ante el Congreso, Madison
jcciones constitucionales. Insistió en que la Constitución no había conferida
grcso el poder de constituir compañías, así que no existía. El CongJCSO

80
bando la ley, pero cuando llegó a Washington para ser firmada, los argumentos de
Madison le habían prcocupado lo bastante como para que consultara a Jefferson y
Hamilton la cuestión de su constitucionalidad. Jeffcrson apoyó a Madison, sostenien-
do una intciprctación estricta de la Constitución y alegando que el Congreso no de-
bía permitirse poderes que no se le hubieran delegado de forma expresa. Como répli-
ca, Hamilton adelantó la doctrina de los «poderes implícitoS»: aunque no se había au-
torizado un banco central con palabras específicas, era el medio «necesario y
adecuado• de ejercer poderes constitucionales otorgados explícitamente como el de
recaudar impuestos y regular la moneda y el comercio. Washington, aunque no ple-
namente persuadido por la interpretación amplia de Hamilton, fumó el proyecto
para convertirlo en ley. El Banco de los Estados Unidos, con permiso legal para vein-
te años, empezó a operar en Filadelfia en diciembre de 1791.
El último documento de estado de Hamilton, el Informe sobre las Manufacturas
(diciembre de 1791), revela su parte más brillante y visionaria. Establece un amplio
plan para la industrialización mediante un sistema de aranceles, subvenciones y sub-
sidios proteccionistas. El objetivo era aunar la economía del país y hacerlo autosufi-
ciente. Pero el Congreso, que carecía de la imaginación elevada de Hamilton, no es-
taba preparado para una planificación económica tan atrevida. El Informe fue dese-
chado y aunque el Congreso aprobó una nueva ley arancelaria en 1792, fue más por
ingresos que por protección.
Para hacer frente al elevado costo de su programa de reservas y la asunción de la
deuda, Hamilton necesitaba encontrar más ingresos de los que los derechos de im-
portación producían. Por ello propuso una ley de impuestos al consumo que, entre
sus provisiones, gravaba los licores destilados. La medida, aprobada por el Congreso
en marzo de 1791, pesó con fuerza en los granjeros de la fiontcra. Como carecían de
medios adecuados de transporte, les resultaba dificil disponer de sus excedentes de
maíz y centeno hasta que su volwnen era reducido por destilación en whisky. En el
oeste de Pcnsilvania el descontento por este impuesto rebosó en 1794 en resistencia
annada. Las muchedwnbres aterrorizaron a los agentes federales e impidieron el fun-
cionamiento de los tribunales. A petición de Hamilton, Washington convocó a la mi-
licia de tres estados. Se envió a la zona problemática una fuerza de 13.000 hombres
y de inmediato suprimió la denominada Insurrección del Whisky. De este modo, el
nuevo gobierno mostró que, a diferencia de la Confederación, tenía poder para im-
poner la obediencia a sus leyes.
El programa financiero de Hamilton restauró el crédito público y aseguró el éxi-
to del nuevo gobierno. Pero lejos de cimentar la Unión, como había esperado, sirvió
para agudizar las divisiones y para darles forma política. Los hombres que habían he-
cho la Constitución habían considerado a los partidos políticos egoístas, venales y
destructores, y habían esperado que los Estados Unidos prescindieran de dlos. ~e
a pesar de todo surgieran de inmediato se debió a los violentos conflictos engendra-
dos por el sistema hamiltoniano. Su flagrante atracción por los elementos comercia-
les del norte suscitaron celos regionales en el sur y el oeste, y distanciaron deudores
por doquier. Sus esfuerzos por centralizar el poder en el gobierno federal provocó te-
mor a Ja tiranía. Su admiración por la forma de gobierno británica alimentó las sos-
pechas de que planeara volver a introducir la monarquía. Su papel en la Rebelión del
Whisky conjuró los espectros del ejército permanente y la dictadura militar.
La oposición, en un principio, se congregó alrededor de Madison. Pero una vez
que Jefferson se convenció -en 1791- de que los principios de Hamilton eran

81
«Contrarios a la libertad•, fue al secretario de Estado hacia quien se dirigieron los re-
publicanos --<:orno ahora se llamaban a sí mismos los opuestos a Hamilton- en
busca de liderazgo. Desde un punto de vista ideológico, Hamilton y Jefferson no es-
taban tan distanciados como la tradición partidista posterior --¡ la mayoria de los
historiadores- nos harían creer. Pero no puede discutirse que tenía visiones muy di-
ferentes del futuro americano: mientras que Hamilton favorecía la industrialización
y esperaba una sociedad estratificada según el modelo inglés, Jefferson creía en una
república de granjeros resueltos e independientes. Tampoco puede negarse que sus di-
ferencias se fueron haciendo más acerbas y personales. Aunque seguían siendo com-
pañeros de gabinete -al menos hasta la renuncia de Jefferson en diciembre
de 1793-, cada uno intentó socavar al otro y organizar a sus seguidores en el Con-
greso y el país. Para contrarrestar la influencia de John Fenno, editor de la United Sta-
tes Gazette, pro Hamilton, Jefferson trajo al poeta Philip Freneau a Filadelfia para edi-
tar un periódico rival, la National GtULtk. Luego, en el curso de una «expedición ~
tánica• Hudson arriba en el verano de 1791, Jefferson y Madison llegaron a un
entendimiento con algunos de los rivales políticos de Hamilton en Nueva York: el go-
bernador George Ointon, Robert R. Living.non y Aaron Burr. A pesar de haber for-
jado la alianza Nueva York-Virginia, los republicanos no eran aún un partido nací~
nal en el sentido moderno; tampoco lo eran sus adversarios federalistas. Pero en las
elecciones de 1792, en las que de nuevo Washington no tuvo oponente, los republi-
canos estaban lo bastante bien organizados para elegir a Clinton como su candidato
vicepresidencial. Recibió 50 votos electorales contra los n de Adams:

Los ASUNIOS EXTERIORES

Durante el segundo gobierno de Washington, los problemas surgidos de la Rev~


lución Francesa y el estallido de la guerra en Europa agudizaron las diferencias parti-
distas. El estallido de la Revolución Francesa había encontrado la aprobación general
de Estados Unidos, pero la ejecución de Luis XVI y el reino del terror jacobino pola-
rizó el sentimiento público. Los federalistas interpretaron los acontecimientos de
Francia como una confirmación de su creencia en que el gobierno popular tendía a
degenerar en el dominio de la plebe. Los republicanos, por su parté, continuaron sim-
patizando con los revolucionarios, sosteniendo con Jefferson que «el áibol de la liber-
tad debía revitalizarse de vez en cuando con la sangre de patriotas y tiranos-. La de-
claración de guerra de Francia a Gran Bretaña en febrero de 1793 exacerbó el conflic-
to de opinión. Hamilton y sus seguidores consideraban a Gran Bretaña el baluarte del
orden, la propiedad y la religión, pero Jefferson, viéndola más bien como enemiga de
la libertad, estaba dispuesto a contemplar •la mitad de la tierra devastada• para asegu-
rar la «libertad del conjunto».
La guerra europea también suscitó la cuestión de las obligaciones americanas ha-
cia Francia. Según el tratado de alianza de 1ns, los Estados Unidos estaban obliga-
dos en caso de guerra a ayudar a defender las Indias Occidentales francesas. Pero
cuando Washington refirió el asunto a su gabinete, Hamilton adujo que el derroca-
miento de la monarquía francesa había invalidado el tratado de forma automática. El
secretario de Hacienda estaba determinado a la neutralidad no sólo debido a sus sim-
patías pro británicas, sino también porque las importaciones de este país eran la prin-
cipal fuente de los ingresos arancelarios de que dependía su programa financiero. Jef-

82
ferson no quería tampoco la guerra, pero sostuvo que si los Estados Unidos no iban
a respetar las obligaciones que les imponía el tratado, los británicos debían hacer con-
cesiones compensatorias. También creía que la autoridad para proclamar la neutrali-
dad sólo la tenía el Congreso. Pero Washington, siguiendo de nuevo el consejo de
Hamilton, emitió una proclamación presidencial de neutralidad (abril de 1793).
Mientras tanto, las relaciones anglo-americanas se ib~ inflamando por los acon-
tecimientos sucedidos en la fiontera occidental y en alta mar. A los americanos les en-
furecía que los británicos no hubieran respetado su tratado de paz de 1783 y siguie-
ran manteniendo sus puestos militares al sur de los Grandes Lagos. No les resultaba
menos irritante que Gran Bretaña desechara los derechos marítimos de los neutrales.
El comercio americano había logrado un gran ímpetu gracias a las necesidades de los
bdigenntes y en especial a la decisión francesa de abrir el comercio a los neutrales
con sus Indias Occidentales. Pero Gran Bretaña, poco dispuesta a tolerar un intento
tan obvio de eludir su bloqueo, emitió una orden del Consejo en noviembre de 1793
que invocaba la «norma de 1756•, que sostenía que un tráfico ilegal en tiempos de
paz lo seguía siendo en tiempos de guerra. El cumplimiento de esta orden llevó a la
incautación de unos 250 navíos americanos que transportaban artículos de las Indias
Occidentales francesas a Francia y al apresamiento de sus tripulaciones.
La incautación provocó una airada reacción americana y en la primavera de 1794
los Estados Unidos y Gran Bretaña ya se hallaban próximos a la guerra. Pero Was-
hington, consciente de que la paz era la mayor necesidad de la joven república, deci-
dió enviar al presidente del Tribunal Supremo, John Jay, a Londres para tratar de ne-
gociar un acuerdo. Los británicos no se hallaban en un talante negociador, en parte
porque Hamilton les había informado en secreto de que Estados Unidos no se uni-
ría a una proyectada Liga de Neutralidad Armada. El tratado de Jay, firmado en no-
viembre de 1794, cumplía mucho menos de lo que se le había instruido pedir. La úni-
ca concesión británica significativa era un promesa -que esta vez se mantuvo- de
evacuar los puestos del noroeste antes de 1796. También aceptaban enviar a arl>itraje
las reclamaciones de compensación americanas por la incautación de los barcos y
otorgaban a su comercio un limitado acceso a las Indias Occidentales británicas. Pero
como contrapartida Jay tuvo que aceptar someter las deudas prerrevolucionarias y las
cuestiones de las fionteras norestes a comisiones mixtas. No consiguió el esperado
tratado comercial o la compensación por los esclavos que los británicos se habían lle-
vado en 1783. Sobre todo, se vio forzado a aceptar tácitamente la posición británica
sobre los derechos marítimos de los neutrales.
El tratado de Jay produjo un levantamiento en los Estados Unidos. Q!lemaron su
figura y se pidió su dimisión. Los republicanos denunciaron el acuerdo como una
rendición de base, los del sur pusieron objeciones en particular a las provisiones so-
bre las deudas prebélicas (la mayor parte de los deudores eran plantadores de Vugi-
nia). Hasta los federalistas se sintieron preocupados por algunas de las provisiones del
tratado. Sólo tras un largo debate y por el más estrecho de los márgenes, el Senado ra-
tificó el documento. Washington vaciló durante dos meses antes de firmarlo, pero al
final lo hizo porque no veía otra alternativa que la guerra.
Al crear la impresión de que británicos y americanos se acercaban y quizás estu-
vieran contemplando una acción conjunta contra Luisiana, el tratado de Jay indujo
al gobierno español a suavizar su actitud hacia los Estados Unidos. Thomas Pinckney,
mandado a Madrid como enviado especial, pudo concluir en octubre de 1795 un tra-
tado que otorgaba a los Estados Unidos el uso libre del Misisipí y el derecho a dcpo-

83
sitar bienes en Nueva Orleans. &paña también aceptaba la rttlamación americana de
que el paralelo 31 fuera el límite de Florida y prometía contener los ataques de los in-
dios a los asentamientos de la frontera. El tratado de Pindcney puso fin a una década
de intriga española y complots secesionistas del Oeste: la confederación separada de
e.sta región perdió la razón de ser una vez que el Misisipí fue abierto al tráfico ame-
ncano.
Agotado por el peso de la presidencia y herido por los insultos que le prodigaron
sus partidarios por haber sancionado el tratado de Jay, Washington rechazó presentar-
se a la reelección en 1796. Su decisión estableció una tradición de dos mandatos pre-
sidenciales que todos sus sucesores, excepto Franklin D. Roosevelt, iban a seguir. Al
abandonar la vida pública, emitió un discurso de despedida. Por una parte, advertía
a los americanos que «evitaran las alianzas permanentes con naciones extranjeras»;
por el otro, los prevenía contra «los funestos cfu:tos del espíritu partidista•, en ~
cial las divisiones partidistas a lo largo de las líneas geográficas.

El ASCENSO DE LOS PAIOlDOS POÚTICOS

La rivalidad partidista que Washington desaprobaba se volvió más intensa con su


retiro. En 1796 la presidencia se convirtió por primera vez en una cuestión de parti-
do. Los republicanos eligieron como candidato a Jcffcrson. Los federalistas, desgana-
dos por rivalidades sectarias, acabaron conviniendo en nombrar a John Adarns. Ha-
milton, a quien le desagradaba la moderación y la independencia de Adarns, espera·
ba manipular la maquinaria electoral para conseguir que la presidencia fuera a parar
al candidato federalista a la vicepresidencia, Thomas Pindcncy. Como entonces la
Constitución no rcquerla una votación separada para el presidente y el vicepresiden-
te, cada elector emitía dos votos sin especificar qué candidato prefería para presiden-
te. El que obtuviera una votación más alta (siempre que fuera una mayoría del núme-
ro total de electores) serla el presidente y el sobrepasado el vicepresidente. Hamilton
esperaba poder persuadir a numerosos republicanos del sur, cuyos primeros votos
irían a Jcffcrson, de que eligieran en segundo lugar a otro sureño, Pinckncy. Pero al-
gunos de los partidarios de Adams intuyeron el plan y dejaron de votar como segun-
da elección a Pinc.kney. De este modo, Adams se convirtió en presidente con 71 vo-
tos, pero la vicepresidencia recayó en Jcfferson, cuyos 68 votos excedieron a los de
Pinckney. Fue la única ocasión en la historia americana en la que fueron elegidos pre-
sidente y vicepresidente candidatos de diferentes partidos. Además de demostrar las
deficiencias del sistema electoral, el resultado también puso en evidencia que los te-
mores de Washington acerca de las divisiones geográficas estaban bien fundados. Los
votos de Adams provenían casi por completo de los estados situados al norte de Pen-
silvania; Jefferson contaba casi con todo el sur más dos nuevos estados occidentales,
Kentuclcy y Tennessce. Resultaba irónico que Nueva Inglaterra, que antes había sido
la parte más demócrata de Estados Unidos, se hubiera convertido en el bastión prin-
cipal del federalismo, mientras que Vuginia, donde la sociedad había estado - f se-
guía estando- más estratificada se convirtió en el más republicano.
Sin embargo, los dos partidos no eran completamente regionales. Aunque el fe.
deralismo lograba su principal apoyo de Nueva Inglaterra y en menor grado de los es·
tados centrales, también tenía seguidores en el sur, en especial en Vuginia y Carolina
del Sur. A la inversa, aunque el republicanismo tenía un caracteristico tinte del sur y

84
el oeste, había en 1800 considerables minorías republicanas en el norte, en cspccial
en Nueva York e incluso en Nueva Inglatena. Tampoco se dividían los partidos a lo ·
largo de líneas socioeconómicas estrictas. En general, los comerciantes, banqueros, ar·
madores e industriales eran federalistas, mientras que los granjeros y plantadores eran
republicanos. Pero como los granjeros constituían el 90 por 100 de la población, los
comerciantes e industriales eran demasiado pocos para explicar todos los votos que
los candidatos federalistas recibían. De hecho, ambos partidos tenían un claro grupo
de votantes granjeros. Su composición no es del todo precisa, pero se ha sugerido que
mientras que los granjeros a pequeña escala tendían a apoyar a los republicanos, los
granjeros comerciales mayores, cuyas cosechas se producían para el men:ado, eran en
general federalistas. Los contemporáneos, de cualquier matiz de opinión, se
inclinaban a creer que la gente de «mejor clase• era federalista y los de «clases inferio-
res», jdfcrsonianos. Los resultados electorales prestaban apoyo a esta teoría, pues aun·
que había riqueza en ambos bandos, la federalista solía ser más antigua. Sin duda, los
federalistas no eran un partido todo de caballeros. Sus candidatos a la asamblea legis-
lativa de Nueva York en 1800 incluían a un banquero, un portero, un insolvente y un
albañil. Muchos artesanos urbanos votaban por costumbre a los federalistas, al me-
nos hasta 1800. También los negros libres del norte tenían fuertes simpatías hacia el
federalismo, lo que no es sorprendente puesto que el Partido Republicano apoyaba el
mantenimiento de la esclavitud y eminentes federalistas como Hamilton y Jay se ha-
bían puesto a la cabeza en demandar su abolición.
Diversos factores influían la lealtad partidista. Las rivalidades estatales y el apego
local eran importantes, al igual que los conflictos familiares. Algunos votaban a los
federalistas por veneración a Geo¡ge Washington, otros simplemente seguían la direc-
ción de un magnate local. La religión también desempeñaba un papel importante.
Los congregacionalistas eran abrumadoramcnte federalistas y poco menos los episco-
palistas y los cuáqueros. Los baptistas, metodistas y presbiterianos, por otra parte, ten·
dían al republicanismo. Sin cmbaigo, ninguno de estos factores explica por qué mu-
cha gente votaba como lo hada: cada factor interactuaba con los otros y los modi·
ficaba.

El. GOBIERNO DE AoAMS

De todos los Padres Fundadores, John Adams fue el pensador político más origi·
nal. Conservador por temperamento, no confiaba en la democracia. En sus escritos
políticos había sostenido que la mejor fonna de gobierno era aquella en la que un eje-
cutivo fuerte mantenía el equilibrio entre dos cámaras legislativas que representaran
a los pobres y a los ricos respectivamente. Cuando se convirtió en presidente, había
acumulado una experiencia variada en la política y la diplomacia. Había sido un di-
rigente del movimiento revolucionario en Massachusetts y el autor de la tan admira-
da Constitución de ese estado en 1780. Ayudó a negociar el tratado de paz de 1783
y, antes de regresar a Estados Unidos en 1788 para convertirse en vicepresidente de
Washington, había representado a la joven república de forma sucesiva en Francia,
Holanda e Inglaterra.
Capaz, valeroso y honrado, carecía sin embaigo de habilidad política, en cspccial
del tipo que se necesitaba por el surgimiento reciente de los partidos. Como a Was-
hington, tampoco le gustaba el espíritu partidista y no pudo percibir que el ejecutivo

85
fuerte que apoyaba seria imposible si el presidente no era un dirigente indiscutible de
un partido. Por ello, cometió el error de retener el gabinete de Washington, la may~
ria de cuyos miembros reconocían a Hamilton como su dirigente y continuaban re-
curriendo a él para recibir consejo. Aunque ya no ocupaba ningún cargo -dejó Ha-
cienda en enero de 1795 para regresar a su bufete de abogado de Nueva Yorlc-, era
el poder real detrás del gobierno de Adams. Y aunque el presidente se dio cuenta
pronto de las intrigas que existían contra él, tardó mucho en ejercer su autoridad o
formar su propio grupo de seguidores.
El problema más urgente que enfrentaba su gobierno era el deterioro de las rela-
ciones con Francia. Los Estados Unidos, según pensaban los franceses, al aceptar de
forma tácita la opinión británica sobre los derechos de los neutrales en el tratado de
Jay, se habían convertido virtualmente en un aliado de Gran Bretaña. El Directorio
que ocupaba el poder en París se desquitó negándose a recibir al recién nombrado re-
presentante americano, Charles C.Otesworth Pinckney, y ordenando la incautación de
los navíos americanos que transportaban mercancías británicas. En junio de 1797 ya
habían sido capturados más de trescientos barcos mercantes americanos. En un in-
tento de evitar la guerra, Adams envió una misión especial a Francia. Pero cuando
llegó a París fue recibida por tres subordinados de Talleyrand (después identificados
en los despachos de los enviados sólo como X, Y y Z) con la noticia de que antes de
que pudieran iniciarse las negociaciones los Estados Unidos debían pagar un soborno
de 250.000 dólares a las autoridades francesas y aceptar prestar a Francia 12 millones.
Aunque el cohecho era un lugar común en la diplomacia del siglo XVIII, Adams se
sintió ultrajado por el trato humillante que recibieron sus emisarios; al igual que el
país, cuando envió la correspondencia de XYZ al C.Ongreso en marzo de 1798. La fie-
bre de la guerra se elevó incluso entre los republicanos y el C.Ongreso derogó el trata-
do de alianza con Francia de 1778, creó un departamento de Marina y aprobó fon-
dos para el aumento del ejército y la flota. Se nombró a Washington comandante ge-
neral del ejército recién ampliado, pero éste aceptó sólo con la condición de que se
designara a Hamilton segundo en el mando y se le diera el control efectivo hasta que
comenzara la guerra. Nunca sucedió formalmente, pero entre 1798 y 1800 los Esta-
dos Unidos y Francia libraron una guerra naval limitada y no declarada. La inexperta
flota de los Estados Unidos hizo mucho más que mantener su terreno en una serie
de enfrentamientos de un solo barco y capturó más de ochenta corsarios franceses.
La histeria de la guerra dio a los federalistas la oportunidad de golpear a la vez a
una influencia extranjera y a sus adversarios internos. Les sublevaba el hecho de que
muchos refugiados políticos recientes -jacobinos franceses, rebeldes irlandeses y ra-
dicales ingleses y galeses- se hubieran convertido en francos partidarios del Partido
Republicano. Por ello, en el verano de 1798 apresuraron una serie de medidas, con~
cidas colectivamente como las Leyes de Extranjeros y Sediciosos. La Ley de Naturali-
zación, diseñada para privar a los republicanos de los votos de los inmigrantes, au-
mentaba la residencia requerida para la ciudadanía de cinco años a catorce. Una Ley
de Extranjería, aprobada en la creencia de que el país estaba atestado de espías extran-
jeros, dio al presidente el poder de deportar a todo extranjero que considerara «peli-
groso para la paz y la seguridad de los Estados UnidoS». La más represiva de todas era
la Ley de Sedición, que pretendía silenciar no sólo a la «partida de escritorzuelos im-
portadoS» que habían prestado sus plumas a los republicanos, sino también a los di-
sidentes nacionales; prescribía fuertes multas y el encarcelamiento a las peISOnas con-
victas de publicar -cualquier escrito faJso, escandaloso o malicioso» que atentara con-

86
tra la reputación del gobierno, el Congreso o el presidente de los Estados Unidos.
Para su mérito, Adams no sancionó esta ley, aunque el temor que suscitó hizo salir
del país varios cargamentos de extranjeros. Pero por la Ley de Sedición fueron dete-
nidas unas veinticinco personas, incluidos algunos prominentes editores republica-
nos, y diez fueron declarados culpables.
Los republicanos denunciaron las Leyes de Extranjeros y Sediciosos como una ex-
tensión arbitraria del poder federal y una violación de la Carta de Derechos. En 1798-
1799 las asambleas legislativas de Vuginia y Kentucky adoptaron resoluciones de pro-
testa, redactadas respectivamente por Madison y Jefferson. Manteniendo que estas le-
yes eran incomtitucionales, invocaban la teoría de que la Constitución era un pacto
común de los estados que habían delegado ciertos poderes específicos al gobierno fe.
deral, reteniendo la soberanía última. Continuaban afirmando el derecho de un esta-
do a juzgar cuándo habían existido infracciones a la Constitución y a anular aquellas
leyes que considerara inconstitucionales. Sin embargo, tanto Vuginia como Kentucky
afumaban su apego a la Unión y no tomaron medidas para obstruir la ejecución de
las leyes transgresoras.
Mientras tanto, la alta facción federalista dominada por Hamilton estaba ávida de
una declaración de guena &.mea a Francia. Creían que este paso uniría al país tras sus
dirigentes y fortalecería el gobierno central. También abriría paso a la aventura exte-
rior. Hamilton, soñando con emular a su héroe Julio César, se veía a la cabeza de una
expedición para tomar Luisiana y Florida de España, aliada de Francia, y luego, con
la ayuda británica, liberando Sudamérica. Pero Adams seguía confiando en una solu-
ción pacífica. Le disgustaba el militarismo que había infestado su partido y sospecha-
ba que Hamilton aspiraba al papel del «eaudillo a caball0». Así pues, a comienzos
de 1799, en respuesta a las insinuaciones de Talleyrand, decidió reabrir las negociacio-
nes con Francia. Cuando sus comisionados llegaron a ese país, se encontraron a Na·
polcón, entonces primer cónsul, de un talante conciliador. El tratado resultante, co-
nocido comúnmente como la Convención de 1800, saldó las principales diferencias
entre los dos países y liberó formalmente a &tados Unidos de la alianza defensiva
con Francia de 1778.

LAs EIBCCIONES DE 1800

La insistencia de Adams en la paz creó una fisura dentro de su partido, que se am-
plió por su modo de tratar la «insurrección» de Fries de 1799. Cuando un grupo de
granjeros de Pensilvania, encabezados por el capitán John Fries, se levantó en protes-
ta contra el impuesto directo a la propiedad que el gobierno federal había estableci-
do en anticipación a la guena con Francia, Adams utilizó las tropas para restaurar el
orden, pero, a los ojos de los altos federalistas, mostró debilidad al perdonar a Fries a
pesar de su convicción d~ que había cometido alta traición. Por último, en la prima-
vera de 1800 ya no pudo seguirse ocultando el cisma del Partido Federalista, cuando
el presidente, enfrentando tarde las intrigas con firmeza, despidió a dos importantes
partidarios de Hamilton de su gabinete: el secretario de Estado, Tunothy Pic:kering, y
el secretario de Guena, James McHenry. Cuando Adams se presentó a la reelección
en 1800, no le apoyó casi ningún dirigente federalista. Hamilton esaibió un folleto
declarándole inadecuado para la presidencia y, adoptando la misma táctica que
en 1796, esperó derrotarlo apoyando al candidato federalista a la vicepresidencia,

87
Charles Cotesworth Pindmey. Los republicanos volvieron a nombrar a Jcffcrson y
Aaron Burr. Siguió una campaña llena de vituperaciones. Los republicanos se centra-
ron en las Leyes de Extranjeros y Sediciosos y condenaron la subida de impuestos
para pagar el aumento del ejército y la flota. También acusaron a Adams de tenden-
cias monárquicas. Los federalistas, por su parte, describieron a Jcffcrson como jacobi-
no, ateo y libertino. El resultado de las decciones fue una estrecha victoria republica-
na: Jeffcrson y Burr consiguieron cada uno 73 votos; Adams y Pindmey, 64. La derro-
ta de Adams se debió a su negativa a subordinar los intereses nacionales a los fines
partidistas. Percibiendo que la paz era esencial para la seguridad y estabilidad de la jo-
ven república, se opuso al clamor beligerante de importantes elementos de su parti-
do y, al alejarlos, sacrificó sus posibilidades de reelección. Además de la división en
las filas federalistas, el factor clave fue la superior organización y campaña dectoral
de los republicanos. Mientras sus advmarios habían continuado siendo una asocia-
ción relativamente suelta de aficionados de ideas semejantes que seguían equiparan-
do partido con facción y no intentaban mucho ganar d apoyo popular, los jdferso-
nianos habían estado construyendo ~a maquinaria nacional permanente, eficiente
y muy disciplinada, cdebrando reuniones populares, recolectando fondos para la
campaña y fundando periódicos del partido. Trabajaron sin descanso sobre todo en
Nueva York para hacerse con todos los votantes cualificados y los votos de esta ciu-
dad demostraron ser cruciales.
Aunque Adams había resultado claramente derrotado, la identidad del presiden-
te que le sucedería siguió en duda por algún tiempo. Todos sabían que los republica-
nos habían elegido a Jeffcrson como presidente, pero él y Burr habíati obtenido los
mismos votos. La Constitución establecía que en d caso de un empate, la elección re-
caía en la Cámara de Represcntmtcs, en la que la delegación de cada estado tendría
derecho a emitir un voto único. Como los federalistas eran mayoría en la Cámara, la
decisión dependería de ellos. En el invicmo de 1800-1801 se siguió una votación a
otra sin resultados. Algunos federalistas intransigentes estaban dispuestos a hacer pre-
sidente ~ Burr, paso que éste, cuidadosamente, no sancionaría ni impediría. Pero Ha-
rnilton pensaba de él, su eterno rival en el derecho y la política de Nueva York, que
carecía de principios y era peligroso. Temía a Burr más de lo que desconfiaba de Jef..
ferson. Sus consideraciones influyeron lo suficiente a los miembros del Congreso
para que Jcffcrson resultara degido en la votación treinta y seis. Para evitar otra crisis
semejante en el futuro, la Duodécima Enmienda a la Constitución, adoptada en 1804,
requería votaciones separadas para el presidente y el vicepresidente.
Durante los doce años que habían ocupado el augo, los federalistas habían logra-
do muchas cosas. Habían lanzado con éxito una nueva Constitución, habían construi-
do una estructura fiscal que salvaguardaba d crédito de la nación, y habían evitado
guerras que podrían haber originado la separación del país. Pero en 1800 el Partido Fe-
deralista ya había perdido la vitalidad y d atractivo. La muerte de Washington en di-
ciembre de 1799 le privó de su símbolo más efectivo. Algunos de sus más importantes
respaldos financieros estaban prisioneros de las deudas como resultado de especulacio-
nes desastrosas. Otros dirigentes del partido se habían cansado de la agitación política
y la habían abandonado por la judicatura (como Theodore Sedgwick) o por d servicio
diplomático (como Rufus King). Además, se había abierto un abismo entre los dirigen-
tes federalistas y la gente común. Aunque los federalistas se habían creído por encima
de la oiganización política, sus medidas habían dado como resultado que se les asocia·
ra ampliamente con d militarismo, la represión y los altos impuestos.

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CAPfruLo VI

El republicanismo jeffersoniano, 1801-1824

}EFFERSON EN EL PODER

Nadie podria haber sido más diferente del irascible, ánico y pomposo John
Adams que d cortés plantador de Vuginia que le sucedió como presidente. Animado
por el optimismo de la Ilustración e inflamado por una curiosidad intelectual omní-
vora, Thom.as Jefferson mosttó una gama mayor de talentos que ningún otro presi-
dente. Además de político y diplomático, era filósofo, naturalista, arquitecto, granje-
ro científico e inventor; coleccionaba cuadros y era devoto de la música; en su vejez.
no sólo fundó la Universidad de Vuginia, sino que también diseñó los edificios y
confeccionó el plan de estudios. Entre los hombres de estado estadounidenses, sólo
Llncoln ha rivalizado con Jeffcrson en su capacidad para expresar con elocuencia las
ideas, al menos sobre d papel. ya que no era orador. No obstante~ también tenía li-
mitaciones que una posteridad admiradora ha preferido ignorar. Era muy susceptible
a las criticas y, como otros grandes hombres, tenía una gran capacidad de autoenga-
ño. Tuvo esclavris durante toda su vida y su elocuente afirmación de la igualdad hu-
mana coexistió con la creencia en la inferioridad de los negros y, por supuesto, de los
indios. Su inclinación igualitaria no se extendía a la elevación dd hombre común a
los altos caigos públicos. Aunque sostenía que la educación era la única salvaguarda
de la libertad republicana, también tenía algunas ideas muy sdectivas acen:a de la es-
colarización pasado el nivd primario. Y aunque en 1798 expresó ira por los intentos
federalistas de silenciar a los editores republicanos, su respuesta a las críticas que le de-
dicó la prensa en 1803 fue sugerir que «unos cuantos procesamientos de los transgre-
sores más prominentes tendrían el efecto más saludable para restaurar la integridad de
las prensas».
La sencillez e informalidad que iban a caracterizar su estilo presidencial concor-
daron bien con la tosquedad de la nueva capital nacional a orillas del Potomac, don-
de se había trasladado el gobierno federal a finales de 1800. El Capitolio, donde Jcf.
ferson prestó juramento dd cargo, estaba a medio construir y así pennaneció duran-
te décadas. El mismo Washington no era mucho más que una aldea fionteriza llena
de barro. C.On el propósito de deshacerse de todo lo que oliera a ceremonia real, Jcf.
ferson se negó a utilizar un carruaje, y fue y volvió andando de la toma de posesión.
En lugar de dirigirse al C.Ongreso en persona, empleaba mensajes escritos, pr.ictica
que perduró hasta los tiempos de Woodrow Wtlson. También dio mucha importan-
cia a vestir con sencillez, incluso en las ocasiones formales. Abolió las recepciones

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protocolarias celebradas una vez a la semana, se hizo accesible a todos los que solici-
taran verlo y en las comidas de estado dejó de lado precedencia y protocolo, introdu-
ciendo el principio de que cada invitado se sentara donde hubiera sitio.
Comenzó su mandato presidencial con una petición de annonía: «Todos somos
republicanos, todos somos federalistas», declaró en su alocución primera. En concor-
dancia con su deseo de evitar las divisiones, rehusó acceder a las demandas de sus se-
guidores de purgar de fonna drástica e inmediata a los federalistas de los cargos pú·
blicos. No obstante, no fue ajeno al uso político del clicntdaje. Cuando quedaron
puestos vacantes, aprovechó la oportunidad para cambiar la naturaleza de lo que ha-
bía sido una burocracia federalista aplastante. Cuando dejó la presidencia, ya prácti-
camente todos los empleados federales eran republicanos.
Aunque en los años posteriores a Jeffcrson le gustaba referirse a su elección como
la «reVolución de 1800», no fue tanto. Los republicanos cambiaron de fonna sistemá-
tica diversas medidas federalistas. Revocaron la Ley de Naturalización de 1798 y res·
tauraron el requerimiento de cinco años de residencia para obtener la ciudadanía. De-
jaron expirar las Leyes de Extranjeros y Sediciosos y Jdferson perdonó a quienes se-
guían en la cárcel por violarlas. No sólo abolieron el impuesto al consumo sobre el
whisky, sino todo el sistema de imposición interna. De hecho, en la política fiscal Jef..
ferson y su secretario de Hacienda, el suizo Albert Gallatin, se separaron abruptamen·
te de la teoría y práctica hamiltonianas. Debe admitirse que retuvieron e incluso uti-
lizaron los coronamientos del mercantilismo federalista, el Banco de los Estados Uni·
dos, a la vez que el pensamiento de negar la deuda consolidada de Hamilton nunca
entró en sus mentes. Pero, a diferencia de Hamilton, Jefferson consideraba la deuda
nacional como una «gangrena moral•. Gallatin ideó un esquema para eliminarla por
completo y cuando Jefferson abandonó el cargo, ya había logrado reducirla de 83 mi-
llones a 45 millones de dólares. Además, en cumplimiento del compromiso inicial de
Jefferson de mantener un gobierno limitado y económico, Gallatin redujo severa-
mente su gasto. Los recortes mayores se produjeron en el gasto militar y naval: el ejér-
cito regular se redujo de 4.000 hombres a 2.500 y se vendieron o desannaron varios
barcos de guerra. Estos pasos no se tomaron sólo debido a la pasión por la economía
de Jefferson, sino también por su convicción de que los ejércitos pennanentes eran
una amenaza para la libertad. Creía que las milicias estatales y un puñado de cañone-
ros era todo lo que se necesitaba para la defensa de un país «separado por la natura-
leza y un ancho océano del estrago exterm.inaclor» del Viejo Mundo. Resulta irónico
que su gobierno fuera responsable de fundar la .Academia Militar de los Estados Uni-
dos en West Point en 1802, aunque durante la primera década sólo licenciara a seten·
ta cadetes. Además, para defender las embarcaciones estadounidenses en el mar Me-
diterráneo de los ataques de los piratas berberiscos, Jefferson se vio obligado pronto
a volver a autorizar varias fragatas.
La diferencia más aguda del federalismo llegó con el asalto republicano de los tri-
bunales federales. Aunque las elecciones de 1800 dieron a los republicanos el control
del Congreso y de la presidencia, los federalistas se las habían arreglado para atrinche-
rarse en el poder judicial. Su Ley Judicial de 1801 estableció tribunales de distrito adi-
cionales en los nuevos estados del Oeste y erigió seis nuevos tribunales de circuito
que serian presididos por dieciséis jueces federales. Estas reformas eran muy necesa-
rias, pero las prisas con las que el Congreso federalista saliente las acometió se debían
al deseo de que Adams pudiera hacer los nombramientos antes de dejar el cargo. Lo
hizo así, cubriendo los puestos recién creados con federalistas devotos en una serie de

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«11ombramientos de medianoche-, así llamados porque al párecer el presidente em-
pleó las últimas horas de su gobierno en firmar misiones judiciales. Al mismo tiem-
po, nombró a su secretario de Estado saliente, John Marshall, presidente del Tribunal
Supremo. Pariente lejano de Jeffcrson, que le detestaba a él y a su política, la carrera
de Marshall en este puesto continuaría hasta 1835, un cuarto de siglo después de que
el primero se retirara de la vida pública. En consecuencia, aunque el Partido Federa-
lista no volvió a ganar otras elecciones nacionales, sus principios constitucionales
continuaron enunciándose en el Tribunal Supremo durante un periodo que abarcó
el gobierno de cinco presidentes. Además, Marshall iba a resultar una influencia vital
para el desarrollo del derecho constitucional estadounidense. Aunque su conoci-
miento legal no era impresionante y no contaba con una experiencia previa en ese
campo, se convirtió en el más grande de los presidentes del Tribunal Supremo. Me-
diante una mezcla de valentía y destreza, extendió mucho su jwUdicción y de este
modo transformó una institución incipiente y no muy considerada en algo más que
una marca armónica del gobierno. Al mismo tiempo extendió el poder federal a ex-
pensas del de los estados.
Aunque apenas pudieran haberse previsto en 1801 las implicaciones a largo plazo
del nombramiento de Marshall, los republicanos ya habían elegido el poder judicial
federal como blanco. Consideraban los tribunales federales unos peligrosos mecanis-
mos de centralización. También tenían fresca en sus mentes la fiagante participación
de los jueces federalistas en casos basados en la Ley de Sedición. Además, los nom-
bramientos de medianoche les parecían un intento de fiustrar la voluntad popular.
Por ello revocaron de inmediato la Ley Judicial de 1801, con lo que acabaron con los
recién creados tribunales de circuito, al menos a los ojos federalistas, y violaron la dis-
posición de la Constitución que garantizaba el ejercicio de los jueces federales mien-
tras su conducta fuera la adecuada.
La guerra sobre el poder judicial entró en una nueva fase con el célebre juicio se-
guido por Marbury contra Madison (1803). Surgió por la negativa del secretario de
Estado de Jeffetson, James Madison, a enviar el nombramiento para el cargo a Wi-
lliam Marbury, uno de los últimos efectuados por Adams. Marbury se dirigió de in-
mediato al Tribunal Supremo para pedir un mandamiento judicial que obligara al
cumplimiento de la ley. Marshall f.illó que, aunque Madison no tenía derecho a ne-
gar el nombramiento, la cláusula de la Ley Judicial de 1789 por la que había deman-
dado Marbury era contraria a la Constitución y por ello inválida. Demostró gran sa-
gacidad al elegir su fundamentación. Al sacrificar a Marbury y renunciar a promulgar
un mandamiento judicial, evitó un ch.oque directo con el gobierno. No obstante, al
afirmar el poder del Tribunal Supremo para declarar inconstitucionales leyes del Con-
greso, hizo evidente que había límites a la acción de su mayoría. Aunque su doctrina
sobre la revisión judicial estaba destinada a convertirse en el rasgo más característico
del sistema constitucional estadounidense, tuvo poco efecto inmediato: durante más
de un siglo, el juicio de Marbury contra Madison fue el único caso en el que el Tri-
bunal Supremo declaró inconstitucional una ley del Congreso.
Mientras tanto, Jeffcrson y sus seguidores se habían propuesto purgar el poder ju-
dicial mediante procesos de inhabilitación. Tuvieron éxito al emplearlo en 1803 para
desplazar a un juez de distrito de Nueva Hampshire que se había vuelto loco y pro-
siguieron con una pieza mayor: el juez del Tribunal Supremo Samuel Chase, rabiosa-
mente partidista. Aunque su conducta no había sido la apropiada, era dudoso que
cumpliera los requisitos constitucionales para el proceso de inhabilitación: la comí-

91
sión de altos delitos y faltas. De todos modos, ruando Chase fue llevado a juicio a co-
mienzos de 1805, el gobierno no logró reunir los dos tercios de mayoría para su con-
dena. La inhabilitación de Chase puso fin al asalto republicano a la judicatura. Am-
bos bandos podían declarar victoria: los tribunales habían conservado su indepen-
dencia, pero los jueces aprendieron a mostrar una mayor contención en los
pronunciamientos públicos.

LA COMPRA DE LulsIANA
El mayor triunfo de Jdfcrson como presidente, la compra de Luisiana, conllevó
cierto compromiso del principio político. En 1800, como primera medida para reavi-
var el imperio francés norteamericano, Napoleón había concluido con España un tra-
tado que establecía la devolución a Francia de Luisiana, el vasto territorio que se ex-
tendía hacia el oeste desde el río Misisipí hasta las Montañas Rocosas y al norte has-
ta Canadá, pero que incluía también Nueva Orleans en la parte oriental del río, cen:a
de su desembocadura. El tratado se mantuvo en secreto y España continuó adminis-
trando el territorio. Pero pronto se filtraron noticias de sus provisiones. Aunque Jef-
ferson fue francófilo durante toda su vida, le preocupó la perspectiva de que le reem-
plazaran como vecina a la debilitada &pafia por la poderosa y agresiva Francia. En
abril de 1802 escribió que aunque los &tados Unidos habían considerado hasta en-
tonces a Francia su «amiga natural•, había en el globo «Un solo lugar--cuyo poseedor
era «Duestro enemigo natural y habitual•. El lugar era Nueva Orleans, la salida de los
productos de casi la mitad del tenitorio de los &tados Unidos. •El día que Francia
tome posesión de Nueva Orleans [...] ~nduía-debemos unirnos a la flota y na-
ción británicas.• En octubre de 1802 se alarmó todavía más ruando, despreciando las
garantías del tratado de Pindmey de 1795, el intendente español de Nueva Orleans
cerró el Misisipí al comercio estadounidense. Enficntado a una clamorosa petición
de acción por parte del Oeste, Jdfcrson envió a James Monroe a París para ayudar a
Robert Living.uon, representante estadounidense. Se le había instruido que ofrecie-
ra 10 millones de dólares por Nueva Orlcans y Florida occidental (la fianja costera
que se extiende hacia el este desde la desembocadura del Misisipí hasta el Perdido) o,
si los franceses se negaban a vender, que presionara para obtener la garantía perpetua
del uso del Misisipí. Si fallaban ambas cosas, Monroe debía acercarse a Inglaterra para
pactar una alianza defensiva.
Las instrucciones condicionales resultaron innecesarias. Para ruando Monroe lle-
go a París, Napoleón ya había abandonado sus designios en el Nuevo Mundo. Como
preliminar para reasumir el control sobre Luisiana, había despachado un gran ejérci-
to bajo el mando de su cuñado, el general Leclcrc. para restablecer la autoridad fran-
cesa sobre Haití, donde a la rebelión esclavista encabezada por Toussaint l'Ouverture
había seguido la funnación de una república negra. Pero cuando Leclerc y la mayor
parte de su tropa sucumbieron a la fiebre amarilla, Napoleón decidió abruptamente
ofrecer a los estadounidenses no sólo Nueva Orlcans, sino también toda Luisiana.
Monroe y Livingston no tenían autoridad para hacer una compra semejante pero, te-
miendo que retirara la oferta si se retrasaban, decidieron excederse de sus instruccio-
nes. El 30 de abril de 1803 fumaron un tratado por el cual los &tados Unidos adqui-
rían toda Luisiana por 15 millones de dólares.
Los negociadores estadounidenses habían hecho lo que Talleyrand describiría con

92
acierto como un «magnifico trat0». La compra de Luisiana proporcionó a los Estados
Unidos una extensión de más de dos millones de kilómetros cuadrados a menos de
tres centavos la media hectárea y duplicó con creces d territorio nacional. Pero d tra-
tado avergonzó a Jeffcrson: gastar 15 millones, una suma casi d doble dd gasto nor-
mal anual dd gobierno federal, era diñcilmente compatible con su compromiso an-
terior con la economía. Más preocupantes aún eran los aspectos constitucionales. Se-
gún su propia doctrina de interpretación estricta, d gobierno federal no tenía poder
para adquirir un territorio adicional o prometer la plena ciudadanía estadounidense
a sus habitantes (como establecía d tratado). Su primer pensamiento fue que sería ne-
cesaria una enmienda a la Constituáón para legitimar la transacáón, pero sería un
procedimiento dilatado e incierto y mientras tanto Napoleón podía cambiar de opi-
nión. En consecuencia, d presidente se tragó sus esaúpulos constitucionales y envió
d tratado al Senado. En el debate de ratificaáón los federalistas mostraron una dis-
posiáón igual para desdecirse en cuestiones de interpretación de la Constitución. Se
opusieron a la adquisición de un inmenso territorio que fortalecería los intereses agrí-
colas representados por d Partido Republicano y los antes exponentes de una inter-
pretación amplia denunciaron a Jeffcrson por su posiáón de «poderes implícitOS».
Pero d Senado aprobó de forma aplastante d tratado y en diciembre de 1803 el terri-
torio de Luisiana pasó a formar parte de los &tados Unidos.
Haáa mucho tiempo que Jcfferson estaba interesado en explorar la mitad occi:-
dental del continente norteamericano y había estado planeando una expedición
transcontinental incluso antes de que Napoleón ofreciera vender Lnisiaoa. En 1803
indujo al Congreso a hacer una asignación secreta para llevarla a cabo. La expedición,
al mando dd secretario de la Presidencia, d capitán Meriwether Lewis, y otro hom-
bre de frontera experimentado, William Clark, partió de San Luis en d mes de mayo
de.1804. Tras seguir d río Misuri hasta su cabccaa, cruzó las Montañas Rocosas y lue-
go descendió por los ríos Snake y Columbia para llegar a las costas dd Pacífico. Tras
un viaje épico de más de 6.000 km. los aplorado~ regresa.ron a San Luis a finales
de 1806 con una gran recopilación de mapas, dibujos y espeámenes botánicos y geo-
lógicos, y una masa de datos sobre las costumbres inc:IW. Además de contribuir al co-
noámiento científico, la expedición fortaleáó la reclamación estadounidense sobre
el territorio de Orcgón y acabó estimulando d comercio en pieles y la colonización
dd Oeste. ·
Desde e.así todos los puntos de vista, d primer mandato presidencial de Jeffcrson
había sido un inmenso éxito. Su moderada política interna había aplacado a muchos
de sus adversarios federalistas; la compra de Luisiana había aumentado mucho su po-
pularidad. Así, cuando se presentó a la redección en 1804, ganó en todos los estados
de la Unión, acepto en Connecticut y Ddawarc. Los republicanos también obtuvie-
ron mayorías aplastantes en ambas cámaras dd Congreso. Durante los cuatro años si-
guientes, sin embargo, Jcfferson iba a experimentar una serie de problemas. La armo-
nía dd Partido Republicano se hiro añicos, los federalistas lograron una cierta recu-
peración, los movimient:Os separatistas amenazaron a la Unión y, por último, la
~erra europea, reanudada en 1803, ocasionó serias dificultades con los países cxtran-
Jeros.
Su conducta durante su primer mandato no había agradado a todos sus seguido-
res, en especial al grupo de republicanos de Vuginia que seguían la doctrina de los de-
rechos de los estados, encabezados por d dotado pero enático John Randolph de
Roanolce (una de sus plantaciones se llamaba con propiedad Bizarre [extravagante]).

93
Los disidentes rezongaban por el fracaso de Jefferson de barrer por completo a todos
los federalistas que ocupaban cargos y pensaron que se había aproximado demasiado
al federalismo. Además, Randolph culpaba del fracaso de la impugnación de Chase
a la falta de apoyo de Jetfcrson. Pero hasta 1805 no rompió con el gobierno. De los
dos asuntos responsables, ambos relacionados con el empleo de fondos federales, el
primero surgió por el tristemente famoso escándalo de tierras de Yazoo. Randolph
denunció como un compromiso con el fraude la disposición de Jcfferson a indemni-
zar a los especuladores que de buena fe habían comprado tierras cedidas de forma co-
mtpta por la asamblea de Georgia y que las habían perdido cuando se rescindió la ce-
sión. El otro asunto fue el plan algo tortuoso de Jefferson para adquirir el oeste de
Florida. Con los dos millones que solicitó del Congreso, el presidente esperaba per-
suadir a Napoleón para que presionara a España a que pasara la colonia a los Estados
Unidos. Para Randolph, la propuesta era •una postración rastrera de la entereza na-
cional•. La docena aproximada de republicanos que se opusieron con él fueron apo-
dados por su líder.los Tertium Qftds (en latín, «una tercera cosa•), pero aunque con-
tinuaron acosando a Jefferson, no llegaron a constituir un tercer partido.
Mientras tanto, un pequeño grupo de federalistas intransigentes de Nueva Ingla-
terra, encabezados por Tunothy Pickering. habían estado conspirando en favor de la
desunión. La compra de Luisiana, con su enorme potencial de expansión hacia el oes-
te, parecía condenar a su partido y su región a ser una minoría permanente. En los
primeros meses de 1804, comenzaron a acariciar la idea de una Confederación del
Norte Separada, formada por Nueva Inglaterra y Nueva York. Hamilton no tendría
nada que ver con el plan, pero su compañero neoyorquino, el viccpiesidente Aaron
Burr, sería más receptivo. Repudiado por los republicanos por su conducta después
de las elecciones de 1800 y desechado como compañero de Jcfferson en las de 1804,
Burr trató de salvar su carrera política cortejando el apoyo federalista en su campaña
como gobernador de Nueva York. Pero, como en 1801, la oposición de Hamilton
frustró su ambición y, además, detuvo la proyectada Confederación del Norte. Burr
retó a duelo a su antiguo rival y en el encuentro que siguió el 11 de julio de 1804, Ha-
milton cayó herido de muerte.
Tras completar su periodo de vicepresidente, Burr se fue al Oeste y participó en
una especie de conspiración descabellada para 1;é1 que buscó apoyo sin éxito primero
de Gran Bretaña y luego de España. Puede que hubiera planeado separar el valle del
Misisipí de la Unión o que como alternativa hubiera intentado una expedición fili-
bustera contra España en México. Fuera cual fuese el plan, se derrumbó a finales
de 1806, cuando otro conspirador, el general James Wtlkinson, temiendo por su pe-
llejo, decidió advertir a Jefferson de lo que estaba preparándose. Burr fue detenido y
acusado de traición ante Marshall, presidente del Tribunal Supremo. Jeffcrson, por
venganza, quería ahorcarlo, pero tras un pintoresco juicio que creó un precedente
para el derecho estadounidense sobre la traición, Marshall volvió a frustrar al presi-
dente. Considerando la Constitución de una forma literal desacostumbrada, el presi-
dente del Tribunal Supremo absolvió a Burr porque, a su juicio, el gobierno no había
cumplido el requerimiento constitucional de que no debía condenarse por traición si
no era mediante el «testimonio de dos testigos de dicho acto manifiesto-.
Acostumbra a creerse que una vez que Jcfferson llegó al poder, el Partido Federalis-
ta se vio reducido a una «eompañía rezongona de caballeros pasados de moda• y se
desintegró rápidamente. En realidad, su declive fue muy gradual y no completo hasta
la década de 1820. Aunque la vieja guardia del partido, que detestaba la democracia en

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todas sus formas, no estaba preparada para pretender el favor popular, los dirigentes jó-
venes hicieron un intento fogoso y no del todo fracasado para vencer a los rcpublica·
nos con sus propias armas. Crearon organizaciones locales de base popular, patrocina·
ron periódicos del partido y sociedades políticas secretas, y tomaron prestadas las téc·
nicas, la retórica y los temas jeffersonianos. Nunca lograron desplazar la impresión de
que el federalismo apoyaba el privilegio y la represión pero, capitalizando la impopu-
laridad del embargo, tuvieron una presencia mucho mejor en las elecciones presiden-
ciales de 1808 que en las de 1804. FJ sucesor de Jdfcrson en la dinastía de Vuginia, su
secretario de Estado James Madison, fue elegido con desahogo para la presidencia,
pero los federalistas recobraron casi toda Nueva Inglaterra e incluso ganaron algunos
votos en el Sur. También obtuvieron logros sustanciales en el Congreso. Una conse-
cuencia accesoria de la aguda competencia entre los partidos fue el extraordinario cre-
cimiento de la proporción de votantes que acudían a las urnas: en Massachusetts, por
ejemplo, la proporción de la población masculina blanca y adulta que votó para elegir
gobernador ascendió del 31 por 100 en 1800 al 64 por 100 en 1809.

LA CONI"ROVERSIA SOBRE LOS DERECHOS DE LOS NEUTRAIBS

Durante su segundo mandato, }effCISOn se preoCupó cada vez más por la defensa
de los derechos de los neutrales estadounidenses en el mar. En 1805, dos años des-
pués de renovar sus hostilidades, Gran Bretaña y Francia ya habían llegado a un pun-
to muerto. Como no podían golpearse una a la otra, las dos beligerantes intentaron
impedir el comercio contrario. Como principal transportista neutral, era dificil que
los Estados Unidos pudieran evitar implicarse.
. El primer golpe a los embarques estadounidenses llegó cuando los tribunales de
presas británicos endurecieron las reglas que gobernaban el tráfico neutral entre las
Indias Occidentales francesas y la Europa controlada por los franceses. Desde 1880,
los ingleses lo habían tolerado siempre que no fuera directo. En consecuencia, los na-
víos estadounidenses habían podido desarrollar un comercio de «ttCXpOrtación• muy
rentable, embarcando primero la mercanáa de las Indias Occidentales a los Estados
Unidos y luego volviéndolo a hacer hacia Europa. Pero en la decisión de Essex
de 1805, un tribunal británico lo puso prácticamente fuera de la ley al establecer que
debía considerarse que los buques que haáan viajes ininterrumpidos entre dos puer-
tos enemigos participaban en un viaje continuo. A partir de entonces, los barcos de
guerra británicos establecieron un bloqueo casi total de la costa estadounidense y se
incautaron de un gran número de sus navíos que transportaban mercancías de las In-
dias Occidentales.
Los armadores estadounidenses estaban indignados, pero pronto tuvieron mucho
más por qué quejarse. El Decreto de Berlín de Napoleón (1806) proclamó el bloqueo
de las islas británicas y cerró el continente a los barcos neutrales que hubieran hecho
escala en un puerto británico. Los británicos respondieron con las órdenes del Con-
sejo que extendían el bloqueo a los puertos controlados por los franceses y excluían
de ellos a todos los barcos neutrales que no se detuvieran primero en un puerto bri-
tánico para obtener una licencia y pagar los derechos de aduanas. Atrapados entre el
bloqueo y el contrabloqueo, a los comerciantes estadounidenses les resultó imposi·
ble llevar adelante el tráfico exterior sin correr el riesgo de ser tomados y confiscados
por uno u otro de los beligerantes.

95
En su desprecio de los derechos estadounidenses había pocas diferencias entre
Francia y Gran Bretaña. Entre 1803 y 1812 ambas confiscaron cientos de sus bar-
cos mercantes. Pero los estadounidenses eran más sensibles a los daños infligidos
por la antigua madre patria que por la aliada revolucionaria. Además, Gran Breta·
ña afrentaba el honor nacional más profundamente. Mientras los &anccscs sólo po-
dían incautarse las naves estadounidenses en puertos europeos, la potencia maríti-
ma de Gran Bretaña le permitía interferir en el comercio estadounidense en cual·
quier punto de alta mar, incluso con la costa americana a la vista. En la práctica de
requisa británica había implícito un reto aún más profundo a la soberanía estadou·
nidcnse. Como siempre les faltaban manos y conocían la alta proporción de mari-
neros nacidos en Gran Bretaña que trabajaban en la marina mercante estadouni-
dense, los capitanes de la Armada Real interceptaban en el mar sus barcos, pasaban
revista a sus tripulaciones y enrolaban a todos los sospechosos de ser británicos.
Sólo entre 1803 y 1812 se llevaron entre 5.000 y 9.000 marineros. Si hubiera sido
indiscutible que eran ingleses, es probable que los Estados Unidos hubieran protes-
tado con menor vehemencia. Pero algunos, aunque nacidos británicos, se habían
naturalizado como estadounidenses, o al menos así lo declaraban. Sin embargo, los
británicos no reconocían la naturalizacion, manteniendo la teoría de la fidelidad
irrevocable. En todo caso, los capitanes británicos tendían a desestimar las reclama·
clones de ciudadanía estadounidense, ya que era evidente que los marineros lleva·
han documentos falsos.
Jefferson, indignado, trató primero de defender los derechos estadounidenses me-
diante la diplomacia. En 1806 envió a Londres a un abogado de Maryland, Wtlliam
Pinkncy, para reforzar los esfuCIZOS de su representante, James Monroc, para pcrsua·
dir a los británicos de renunciar a las requisas, modificar la decisión de Esscx y pagar
una indemnización por los barcos estadounidenses confiscados. Para proporcionarles
un arma para negociar, el~ aprobó la Ley de No Importación (1806) que
amenazaba con excluir manufacturas británicas específicas si no se lograba un acuer·
do. Pero el tratado Monroc-Pinkncy de diciembre de 1806 sólo contenía concesiones
insignificantes sobre el tráfico de las Indias Occidentales y ninguna sobre las requisas.
En consecuencia, Jefferson ni siquiera se molestó en enviarlo al Senado.
En junio de 1807, la controversia sobre las requisas alcanzó el clímax en un dra·
mático incidente frente a las costas de Vuginia. La fiagata británica Leopllrd disparó
contra la estadounidense Chesapea/te para obligarla a detenerse, la abordó y requisó a
cuatro supuestos desertores. Como la Chesapea/te era un barco de guerra y no uno
mercante, fue el remate de la indignidad. Cuando regresó a puerto a duras penas
con 21 personas entre muertos y heridos, el país pidió la guerra, pero Jcffcrson se
negó a dejarse influir por el clamor popular. Cifraba sus esperanzas en la •coerción
paáfica», es decir, el uso de la presión económica como una alternativa a la guerra.
Creía que si se negaban a los beligerantes los mercados y provisiones de alimentos es·
tadounidcnscs, se verían obligados a respetar sus derechos. Así, se invocó la Ley de
No Importación contra Inglaterra y en diciembre de 1807 el Congreso aprobó una ex·
tensa Ley de Embaigo que suspendía el comercio con el resto del mundo, ya fuera en
buques estadounidenses o extranjeros.
La •coerción» pacífica resultó un desastre. Aunque el embargo causó daño a In·
glaterra, hirió mucho más a los Estados Unidos. La supresión del comercio exterior
causó el estancamiento de los puertos marítimos y deprimió la economía estadouni·
dense en general: los precios agrícolas cayeron, se multiplicaron las bancarro~, des·

96
ccndió el valor de la tierra. El Sur, que dependía de los mercados exteriores para el ta·
baco y otros artículos, resultó muy golpeado, pero debido a su lealtad a Jeffcrson lo
sufrió en un silencio relativo. Sin embargo, en la mercantil Nueva Inglaterra la opo-
sición no tuvo frenos. Sus comerciantes y annadores se habían sentido exasperados
cuando sus barcos habían sido detenidos, revisados y confiscados; también habían
compartido la indignación general por las levas, pero se habían mostrado dispuestos
a aceptar los riesgos del tráfico neutral debido a sus ingentes beneficios. Sin embargo,
ahora, con sus barcos inactivos en los muelles, denunciaron amargamente el embar·
go de Jeffcrson. Sentían que sacrificaba sus intereses por un objetivo utópico y, ade-
más, creían que era inconstitucional. La Constitución, observó el joven Daniel Webs·
ter de Nueva Hampshire, había oto¡gado al Congreso el poder de regular el comer·
cio, no el de destruirlo. El descontento de Nueva Inglaterra aumentó aún más
cuando Jeffcrson, enfrentado a una extendida evasión del embargo, recurrió a pode-
res arbitrarios para hacerlo cumplir.
La impopularidad del embargo no sólo contribuyó al resurgimiento federalista en
las elecciones de 1808, sino que también produjo rumores de descontento dentro del
Partido Republicano. En consecuencia, en marzo de 1809, unos pocos días antes de
que Jcffcrson abandonase el cargo, el Congreso votó reemplazarlo con una Ley de
Prohibición de Relaciones Comerciales, que vedaba el comercio sólo con Inglaterra
y Francia a la vez que lo reabría para los demás países. También autorizaba al prcsi·
dente a restablecer el comercio con cualquiera de los beligerantes que aceptara respe-
tar los derechos estadounidenses.
Resultó dificil hacer cumplir la Prohibición de Relaciones Comerciales, por lo
que se adoptó una medida sustitutoria en mayo de 1810, el proyecto de ley núme-
ro 2 de Macon, que reabría el comercio con Gran Bretaña y Francia, pero les plan·
teaba un soborno: si cualquiera de ellas eliminaba sus restricciones al transporte es·
tadounidense, la Prohibición de Relaciones Comerciales se volvería a aplicar contra
la restante. Napoleón vio de inmediato la posibilidad de dirigir toda la ira estadou·
nidensc contra lós británicos: en agosto de 1810 anunció la anulación de sus decre·
tos en lo que afectara al comercio estadounidense. En lugar de esperar a considerar
si se trataba de un auténtico cambio de política -que no lo era-, el presidente Ma·
dison invocó precipitadamente la Prohibición de Relaciones Comerciales contra
Gran Bretaña.

Los INDIOS Y LOS HOMBRES DE l.A FRONTERA

Mientras tanto, el sentimiento antibritánico iba aumentando en el Sur y en el


Oeste pasados los Apalaches. Aunque sus habitantes no eran annadores, no conside-
raban la cuestión de la libertad de los mares como una mera especulación académi·
ca. Culpaban a las restricciones británicas sobre el comercio neutral de la pérdida de
sus mercados europeos y de la severa represión agrícola que siguió. Los hombres de
la frontera también sostenían que los ingleses eran responsables de sus continuos pro-
blemas con los indios. Era cierto que algunos oficiales británicos habían mantenido
contacto con las tribus del Territorio Noroeste incluso a partir de 1783. Preocupados
por el comercio en pieles y atraídos por el concepto de un estado indio como para·
choques, habían alentado a los indios a unirse para resistir la expansión estadounidcn·
se y les habían suministrado annas. No obstante, las causas reales del desasosiego in·

97
dio eran la insaciable codicia de los hombres de la frontera y la incapacidad o falta de
disposición del gobierno para proteger los derechos indios. Aunque la Ordenanza del
Noroeste había prometido que las tiems y propiedades indias •nunca les serían arre
hatadas sin su consentimiente»>, en la práctica, los Estados Unidos habían aprovecha-
do cualquier oportunidad para extinguir sus derechos. Siempre que los indios se des-
quitaban contra los colonos y especuladores invasores, se enviaban tropas federales
para suprimirlos. En noviembre de 1791, los indios del Ohio infligieron un asombro-
so revés a las fuerzas del gobernador Arthur St. Oair, pero una segunda expedición
punitiva estadounidense, bajo el mando del general Anthony Wayne, los derrotó de
forma decisiva en la batalla de Fallen Tunbers (20 de agosto de 1794) y por el tratado
de Greenville tuvieron que ceder a los Estados Unidos la mayor pane.de lo que des-
pués se convertiría en el estado de Ohio.
Pronto los hombres de las fronteras, hambrientos de tima, se desparramaron por
Indiana y se presionó a los jefes para que hicieran más concesiones. El proceso de des-
posesión se aceleró en la etapa de Jefferson, que compartía la creencia popular de que
debían quitarse los indios para dar paso a la colonización blanca. Tras la compra de
Luisiana comenzó una ofensiva para persuadir a las tribus de cambiar sus tierras al
este del Misisipí por otras más al oeste. Su representante en este proceso, William
Henry Harrison, gobernador del Territorio de Indiana, empleó una mezcla de tram·
pas, soborno e intimidación para inducir a los indios del noroeste a firmar la cesión
de millones de hectáreas de tierras tribales. Estos métodos fueron igualmente efecti-
vos al sur del Ohio. Durante el tiempo que España había ocupado Luisiana, había ar·
mado y proporcionado asistencia a las tribus del sur, pero a partir de 1804 había ce-
sado su apoyo.
Sin embargo, unos cuantos años después swgió un notable dirigente indio, el
gran jefe shawnee Tecumseh. Determinado a detener más incursiones estadouniden-
ses y en la creencia de que podía contar con la ayuda británica, comenzó a organizar
una gran confederación de todas las tribus del valle del Misisipí. Sus esfuerzos se vie-
ron reforzados por los de su hermano, un curandero conocido como el Profeta, que
inspiró una nueva religión que resaltaba el orgullo racial indio y consiguió muchos
adeptos fanáticos. Harrison decidió que debía cortar en flor este movimiento de re-
sistencia alarmante. Aprovechándose de la ausencia de Tecumsehen en el sur, destruyó
su cuartel general de Indiana en la batalla de Tippecanoe (7 de noviembre de 1811).
Los indios derrotados dejaron en el campo de batalla rifles de reciente manufactura
inglesa. Su descubrimiento confirmó la convicción largo tiempo sostenida por los
hombres de la frontera de que la única manera de que el Oeste fuera seguro era ex·
pulsar a los ingleses de Norteamérica.
Mientras los habitantes del noroeste clamaban por la conquista de Canadá, los
hombres de la frontera del sur estaban ansiosos por quitarle la Florida a España, débil
aliada de Gran Bretaña. Florida poseía un gran valor estratégico y era el refugio de
los negros esclavos huidos y una base para los indios merodeadores. Los esfucizos de
Jefferson por comprar el territorio se habían rechazado, pero en 1810 los colonos esta·
dounidenses de Florida occidental se aprovecharon de que España se hallaba ocupa·
da con una invasión francesa Hicieron una revuelta, proclamaron una república y pi-
dieron la anexión a los Estados Unidos. En menos de un mes Madison había accedi-
do. En 1811, una revuelta similar en Florida oriental fracasó a pesar del apoyo moral
y material estadounidense. Pero la guerra con Gran Bretaña, según razonaban los ex·
pansionistas, podría proporcionar una oportunidad mejor para la anexión.

98
LA GUERRA DE 1812

Cuando el Duodécúno Congreso se reunió en noviembre de 1811 -tres días


antes de la batalla de lippecanoe-, un grupo de jóvenes republicanos, apodados
los Halcones de la Guerra por sus adversarios, tomaron la iniciativa. Provenían en
su mayoría de los estados occidentales o de las regiones fronterizas del bajo Sur y
eran ardientes nacionalistas que creían que los Estados Unidos no podrían conside-
rarse una nación independiente puesto que habían aceptado de forma pasiva que se
interfiriera en su comercio. Su dirigente era Henry Clay, de Kentudcy. Elegido presi-
dente de la Cámara de Representantes, llenó los comités clave con compañeros de
los Halcones de la Guerra como John C. Calhoun, de Carolina del Sur, y Felix
Gru.ndy, de Tennessee, y utilizó su influencia en otros sentidos para impulsar al país
a la guerra.
Madison no era un Halcón de la Guerra, pero desesperaba por un cambio en la
política británica. Puede que también temiera que la falta de disposición para ir a la
guerra con el fin de afirmar los derechos estadounidenses diera como resultado que
se le negara ser elegido candidato por el partido para las elecciones de 1812. De ~e
modo, el 1 de junio de 1812, envió un mensaje de guerra al Congreso enumerando
varias violaciones británicas. Comenzaba con las levas y seguía citando el acoso a los
transportes tiente a las costas estadounidenses, el uso de «supuestos bloqueos- y las
extensas restricciones de las órdenes del Consejo. Por último, alegaba que los británi-
cos habían incitado a Ja guerra fionteriza con los indios. El Congreso respondió con
· una declaración de guerra el 18 de junio. Dos días antes, Castlcreagh había anuncia-
dQ la intención del gobierno británico de revocar las órdenes del Consejo. Esperaba
que la reapertura del mercado americano aliviarla la depresión que afectaba a la in-
dustria británica. A veces se ha sostenido que si hubiera habido un cable atlántico
para transmitir estas noticias con rapidez a Washington, podría haberse evitado la
guerra. Pero la revocación de las órdenes del Consejo no habría sido suficieitte para
preservar la paz; el gobierno de Madison también habría insistido en que acabaran las
levas, a lo que sin duda se habrían negado los ingleses.
El voto del Congreso sobre la resolución de guerra, 19 a 13 en el Senado y 79 a
49 en la Cámara, mosttó que la opinión americana estaba muy dividida, tanto por
partidos como por regiones. Casi todos los republicanos apoyaban la guerra, pero ni
un solo federalista. Fl Sur y el Oeste apoyaron la declaración de forma aplastante;
Nueva York. Nueva Jersey y la mayor parte de Nueva Inglaterra se opusieron en masa.
Algo similar se reveló en las elecciones presidenciales de 1812. Fl rival de Madison
fue un «pacifista• republicano, De Witt Clinton, de Nueva York. que recibió el apo-
yo federalista. Aunque el presidente fue reelegido, la candidatura «pacifista• habría
triunfado si Clinton hubiera ganado en Pensilvania.
Cuando las noticias de la declaración de la guerra llegaron a Boston, las banderas
ondearon a media asta y el gobernador de Massachusetts proclamó ayuno público.
Los neoingleses temían que la guerra arruinara su comercio aún más que el embaigo.
También deploraban el hecho de que los Estados Unidos estuvieran, al menos nomi-
nalmente, de parte de la autocracia napoleónica. Hombres como Clay y Calhoun,
por otro lado, creían de veras que no era Napoleón quien amenazaba la república,
sino el «monarquismo- federalista y la hostilidad británica hacia el autogobiemo po-

99
pular. Sin duda, consideraban que una segunda lucha con Gran Bretaña era necesaria
para confirmar los logros de la primera.
A pesar de la valiente oratoria de los Halcones de la Gucm, los Estados Unidos
no estaban preparados para el conflicto. La tacañería republicana había recortado los
servicios armados al máximo. El ejército regular, reducido a 6.700 hombres, estaba
mal equipado y al mando de viejos veteranos de la guerra de la Revolución. Las mili·
cias estatales, con una falta de entrenamiento y disciplina notoria, eran un activo mi-
litar dudoso. La marina no tenía navíos de alto bordo y sólo contaba con media do-
cena de &agatas. El Tesoro estaba casi vado gracias al declive de los ingresos aduane-
ros resultante del embargo y de la prohibición de relaciones comerciales. Además, la
negativa de la mayoría republicana del Congreso a volver a autorizar el Banco de los
Estados Unidos en 1811 había privado al gobierno de una entidad fiscal invalorable.
Y cuando llegó la guerra, éste resultó incapaz de librarla con efectividad.
Aun así, la invasión de Canadá parecía estar dentro de las capacidades estadouni-
denses. Su extensa frontera estaba defendida sólo por 4.500 soldados y a Gran Breta-
ña no le resultaba fácil deshacerse de refuerzos puesto que tenía atadas las manos por
la lucha contra Napoleón. Con una población de sólo medio millón, comparados
con los siete y medio de Estados Unidos, Canadá tenía escasas reservas de fuerza hu-
mana. Además, la lealtad de su población estaba en duda: en la parte inferior del país,
dos tercios de los habitantes eran de descendencia francesa y en la superior había mu-
chos emigrantes estadounidenses recientes. Su vulnerabilidad era tan evidente que
para Jcffcrson su conquista parecía «SÓio un desfile-. .
Pese a ello, dos invasiones sucesivas acabaron en el fracaso. La primera, en 1812,
fue un fiasco completo; los estadounidenses no sólo fueron expulsados de Canadá,
sino que también rindieron Detroit y otros puestos fronterizos a sus pcncguidores.
Una segunda invasión en 1813 no consiguió nada tangible. Tras capturar York (foron-
to), entonces capital de Canadá, los invasores incitaron la animosidad canadiense
al prender fuego al Parlamento y a otros diversos edificios públicos antes de partir
cruzando el lago Ontario. Los últimos meses de 1813 vieron iluminarse las perspec-
tivas estadounidenses. La victoria del comodoro Oliver H. Perry en la batalla del
lago Erie otorgó a los Estados Unidos el mando de los Grandes Lagos, y el general
Wtlliam Henry Harrison volvió a tomar Dctroit y venció a los ingleses en la Bata-
lla del Thames (5 de octubre), en la que Tecumsch murió. Pero estas victorias llega-
ron demasiado tarde para que los estadounidenses recuperaran por completo la fo~
tuna. Cuando la guerra contra Napoleón terminó en 1814, los británicos envia-
ron 20.000 soldados como refuerzo a Canadá, con lo que pusieron fin a sus sueños
de conquista.
La única satisfacción que obtuvieron los estadounidenses durante los dos prime-
ros años de lucha fue en el mar. Aunque su diminuta marina no estaba en posición
de retar a la supremaáa naval británica, sus fragatas, con mayor capacidad de manio-
bra y armamento que sus adversarias británicas, lograron victo~ cspectaculares en
enfrentamientos singulares. Al igual que en la guerra de la Revolución, enjambres de
coJSarios estadounidenses causaron muchas pérdidas y capturaron 1.300 navíos ingle-
ses. Pero aunque todo ello fue una fuente de orgullo comprensible para los america-
nos y de desconcierto para los británicos, no tuvo mayor significado estratégico.
En 1814, la Armada Real ya había contenido a la mayor parte de los barcos de guerra
estadounidenses e impuesto un bloqueo tan estrecho que impedía el transporte co-
mercial exterior y el costero.

100
Una vez que los británicos se vieron libres para prestar toda su atención a la gue-
rra americana, los papeles de los beligerantes cambiaron. A finales del verano
de 1814, los Estados Unidos ya estaban a la defensiva en todos los frentes. los britá-
nicos ocupaban gran parte de la costa de Maine, habían desembarcado una gran ex-
pedición en la Bahía de Chesapcake, habían barrido la resistencia estadounidense y
habían entrado en Washington (24 de agosto), poniendo en fuga a Madison y su go-
bierno. En venganza por haber incendiado York, prendieron fuego al Capitolio, la
Casa Blanca y otros edificios públicos. Tras infligir esta humillación suprema, los in-
cursores lanzaron un fallido ataque sobre Baltimorc y luego se marcharon. Mientras
tanto, una ofensiva británica desde Canadá sufiió una prueba &tal. La destrucción de
la flotilla británica en la batalla de Plattsbwg (11 de septiembre) otorgó a los estadou-
nidenses el mando del lago Champlain y aseguró sus límites septentrionales. Pero
otro ejército invasor británico, compuesto por veteranos de las guerras peninsulares a
las órdenes del cuñado de Wellington, sir Edward Pakenham, estaba preparado para
el asalto en Nueva Orlcans. Si tenía éxito, los Estados Unidos se enfrentaban a per-
der el Territorio de Luisiana.
Cuando 1814 se acercaba a su final, el gobierno de Madison se encontraba en
grandes aprietos. La situación militar era aitica y el país estaba al borde de la banca-
rrota. Para financiar la guena, Gallatin había recwrido primero a la tributación. En
buena parte contra su voluntad, el Congreso había sido persuadido para que recobra·
ra el odiado impuesto al consumo federalista, junto con otros tributos internos. Pero
debido a la evasión extendida, estas medidas sólo recaudaron una parte de los ingre-
sos esperados. Entonces Gallatin pasó a pedir prestado, pero con igual falta de éxito.
Nueva Inglaterra, que controlaba la mayoóa del capital del país, se negó a dejar dine-
ro. Además, como el Banco de los Estados Unidos se había extinguido en 1811, _no
~ una maquinaria financiera centralizada para reunir préstamos. Aunque el Teso-
ro emitió bonos con un valor nominal de 80 millones, su venta produjo menos de la
mitad de esa suma.
A la crisis·se añadían los renovados rumores de secesión provenientes de Nueva
Inglaterra. Resentidos por el cambio de poder político que se había producido des-
de 1800, los federalistas de Nueva Inglaterra consideraron la guerra como un intento
deliberado de arruinarlos. Durante todo el conflicto desafiaron al gobierno, llevando
a veces su oposición al borde de la traición. Alentaron que no se alistaran sus gentes
y se negaron a poner sus milicias estatales bajo el poder federal o permitirles tomar
parte en la invasión de Canadá. No sólo boicotearon los préstamos federales, sino
que también prestaron dinero libremente a Gran Bretaña. Y hasta que el bloqueo in-
glés no se extendió hasta Nueva Inglaterra al final de la guena, los comerciantes yan-
quis engordaron traficando con el enemigo, llegando a suministrar la mayor parte del
alimento del ejército británico de Canadá.
La desafección federalista llegó a su clímax en diciembre de 1814, cuando los de-
legados de los estados de Nueva Inglaterra se reunieron en Hartford (Connccticut)
para considerar •una refunna radical del pacto nacional•. Algunos de los federalistas
más radicales habían venido instando a la secesión, pero la Convención de Hartford
estuvo dominada por los moderados, quienes en realidad la habían convocado. Por
cllo se limitó a afumar el derecho a la anulación (en un lenguaje reminisc.cnte de las
RSOluciones de Vuginia y Kentuc:ky) y a proponer una serie de enmiendas constitu-
cionales. Éstas, entre otras cosas, habóan abolido la cláusula de los tres quintoS (con
lo que se rcducióa el poder de los estados esclavistas), habóan requerido dos tercios

101
del voto de ambas cámaras del C.Ongreso para admitir a un nuevo estado o declarar
la guerra, habrían prohibido los embargos que duraran más de seis días, habrían limi-
tado el mandato presidencial a un solo periodo y habrlan prohibido la elección de un
presidente del mismo estado que su antecesor inmediato. Si estas enmiendas eran re-
chazadas y la guerra proseguía, se reuniría una segunda convención en Boston, en un
plazo de seis meses. Los comisionados elegidos por la C.Onvención para ir a Washing-
ton esperaban imponer sus términos a un gobierno a punto de derrumbarse. Pero
cuando llegaron a la capital, fueron recibidos por las noticias de que las fuerzas esta-
dounidenses habían logrado una victoria resonante en Nueva Orleans y que se había
fumado un tratado de paz. No les quedó otra cosa que hacer sino retirarse en silen-
cio a Nueva Inglaterra.
La batalla de Nueva Orleans (8 de junio de 1815) demostró que los Estados Uni-
dos no tenían el monopolio de los generales incompetentes. La lentitud de Paken-
ham entregó a su ejército en manos de un genio militar hecho a sí mismo, Andrew
Jadcson. Su milicia de Tennessee derrotó a los británicos y los expulsó hasta sus bar-
cos con grandes pérdidas. La batalla le hizo un héroe nacional, pero no tuvo efectos
en el resultado de la guerra. La paz se había firmado en Gante dos semanas antes
(24 de diciembre de 1814), pero esta noticia aún no había cruzado el Atlántico. Am-
bas partes habían penf.ido el deseo de continuar una guerra que parecía indecisiva y
estaban ávidos por ponerle fin. Además, como la guerra en Europa había terminado,
la cuestión de los derechos de los neutrales se habían convertido en un asunto pura-
mente especulativo. El tratado de paz no haáa referencia a las levas, bloqueos u otros
temas marítimos y dejaba otras cuestiones disputadas para el futuro. Además de esta·
blecer la devolución del territorio conquistado, hacía poco más que proclamar que la
guerra había terminado. .
No obstante, la guerra de 1812 tuvo consecuencias importantes. Otorgó un gran
estímulo a las manufacturas de Nueva Inglaterra. La muerte de Tecumseh y la de~
ta que infligió Jackson a los creeks en la batalla de Horseshoe Bend (27 de marzo
de 1814) debilitaron el poder indio al este del Misisipí y facilitaron la colonización
occidental. La guerra inspiró un gran desbordamiento de sentimiento nacional en
una Unión que todavía era endeble. Añadió un sustancial grupo de héroes, sobre
todo Jadcson, al panteón estadounidense y proporcionó a los Estados Unidos un
himno nacional -el Star-Spangltd Banner (Bandera centelleante de estrellas) que un
prominente abogado de Washington, Francis Scott .Key, se había sentido inspirado a
escribir mientras observaba el bombardeo británico de Baltimore- y un símbolo na-
cional, el Tío Sam.
Para una Inglaterra atrapada en la gran batalla contra Napoleón, las escaramuzas
en las tierras vírgenes americanas eran una acción secundaria, si bien irritante, que de-
bía olvidarse pronto. Pero para los Estados Unidos la guerra de 1812 fue un aconte-
cimiento verdaderamente significativo. Mucho más que la Revolución, implantó una
anglofobia duradera en la conciencia política nacional: después de todo, era la única
vez desde que habían logrado la independencia que los Estados Unidos habían expe-
rimentado la humillación de una invasión extranjera, pero, paradójicamente, emer·
gieron de la guerra triunfantes desde un punto de vista psicológico. Lo que se recor-
dó no fueron las derrotas y decepciones, sino las victorias navales y, sobre todo, el
gran triunfo de Jackson en Nueva Orleans. Por ello, la guerra de 1812 en su conjun-
to merece el título de •segunda guerra de la independencia•. Es cierto que nunca se
barajó la reimposición del gobierno británico, pero la joven república había demos-

102
trado que tenía la voluntad y capacidad de defender sus intereses nacionales sin ayu-
das contra la potencia más fuerte del mundo. La guerra también marcó el final de la
dependencia estadounidense del sistema estatal europeo. Hasta entonces, los Estados
Unidos no habían podido evitar la participación en las guerras europeas y, por ello,
sus preocupaciones fundamentales habían sido los asuntos exteriores y la defensa.
Pero en 1815 Europa entró en un largo periodo de paz y los Estados Unidos, que ha-
bían logrado una posición dominante en Norteamérica, pudieron retirarse al aisla-
miento diplomático y concentrarse en los asuntos internos.

LA TRANSICIÓN POúnCA Y EL NACIONAIJSMO DE POSGUERRA


En la década que siguió a 1815 las divisiones políticas se enturbiaron y el sistema
de partidos dejó de operar. Los federalistas, desacreditados por su intento cercano a la
traición de obtener ventajas partidistas y regionales de las dificultades nacionales, caye-
ron en un rápido descenso. Los republicanos adoptaron con entusiasmo la política
que antes había caracterizado a los federalistas y disfrutaron de un control político casi
indisputable. En las elecciones presidenciales de 1816, el candidato republicano,James
Momoe, obtuvo una fácil victoria sobre su rival federalista. En 1820 el Partido Federa-
lista ya había desaparecido y Monroe fue reelegido sin oposición. Era el tercer virginia-
no seguido que se convertía en presidente y trató de promover la unidad nacional y
aplacar el resentimiento del Norte ante la «dinastía de Vuginia• nombrando a John
Q!Uncy Adams de Massachusetts secretario de Estado y haciendo un viaje de buena
voluntad nacional que incluyó una visita a la Nueva Inglaterra federalista. Un comen-
tario de un periódico de Boston durante su visita de que había llegado una «era de bue-
nos sentimientOS» ha proporcionado a los historiadores una etiqueta apropiada para
los ocho años de su gobierno. Pero la descripción es engañosa porque, pese a la ausen-
cia de divisiones partidistas, la lucha de facciones era endémica en el Partido Republi-
cano y en 1820 también se habían reavivado las rivalidades regionales.
Los años inmediatos de posguerra contemplaron la finalización del proceso, sote-
rrado desde 1800, por el cual el Partido Republicano abandonó su tradicional hosti-
lidad jeffeISOniana hacia los ejércitos permanentes, el poder centralizado y la interpre-
tación amplia. A instancias de Madison, el C.Ongreso aceptó en 1816 duplicar la fuer-
za naval y cuadruplicar el tamaño del ejército en tiempos de paz. Una nueva
generación de dirigentes del partido, enseñados por las experiencias de la guerra, se
presentó con un programa de nacionalismo económico, concebido para promover la
prosperidad nacional uniendo más las diferentes regiones del país y haciendo su eco-
nomía autosuficiente. Los rasgos fundamentales del programa, que su principal expo-
nente, Henry Clay, después bautizó como el «Sistema Americana», eran la protec-
ción arancelaria para sus industrias incipientes, la recreación de un banco nacional y
la ayuda federal para mejorar el transporte. Aunque recordaba mucho el programa
que antes había defendido Hamilton, el Sistema Americano no debe considerarse
una renovación del hamiltonianismo. No buscaba, como lo había hecho aquél, me-
jorar los intereses de los comerciantes e industriales a expensas de los expresados por
los granjeros. Tampoco intentaba el nuevo banco cimentar una alianza entre el go-
bierno federal y los intereses monetarios. Y lejos de predicar un comercio y lazos fi-
nancieros estrechos con Gran Bretaña, su propósito era liberar a los Estados Unidos
de la dependencia económica extranjera.

103
En 1816, Clay y sus compañeros nacionalistas persuadieron al Congreso para que
aprobara medidas que en cierto modo se encaminaban a poner en práctica d Sistema
Americano. Primero llegó una ley arancelaria, que abrió un nuevo terreno al preten-
der proporcionar protección y no ingresos. Era una medida relativamente modesta,
diseñada sobre todo para fomentar las industrias (textiles y hierro) que habían creci-
do durante la guerra y que ahora estaban amenazadas por la competencia desleal bri-
tánica. Hubo una considerable oposición por parte de los intereses de los armadores
de Nueva Inglaterra, que temían que unas tasas más elevadas impidieran el comercio
exterior, así como el de los plantadores de algodón del Sur. Pero Calhoun apoyó con
fuerza la medida, lo que resulta irónico si se considera su posterior hostilidad hacia el
proteccionismo. En este punto de su carrera era un nacionalista obstinado y espera-
ba que la protección estimulara la industria sureña.
En 1811, cuando expiró la autorización del primer Banco de los Estados Unidos,
los republicanos se habían negado a renovarla. Esta decisión contribuyó mucho a las
dificultades financieras de la administración durante la guerra de 1812: se la dejó sin
un depositario seguro para sus fondos o una maquinaria apropiada para recaudar
préstamos. Aún peor, su desaparición precipitó la moneda al caos. Liberados de su in-
fluencia restrictora, gran número de bancos estatales recién establecidos inundaron d
país con papel moneda de valor fluctuante. Clay, que se había opuesto a la nueva au-
torización en 1811 basándose en la Constitución, proclamó ahora que un banco cen-
tral era una necesidad nacional. Con idea sobre todo de restablecer una moneda es-
table y uniforme, el Congreso otorgó una autorización de veinte años a un segundo
Banco de los Estados Unidos en 1816. Iba a contar con una estructura y funciones
similares a las del banco de Hamilton, aunque se aumentó su capital de 10 millones
de dólares a 25 millones y se le otorgaron poderes más amplios sobre los bancos es-
tatales.
La necesidad de mejorar d sistema de transportes interno se había demostrado
cuando el bloqueo maritimo británico durante la guerra había detenido prácticamen-
te el tráfico costero. Las malas comunicaciones también resultaban un obstáculo para
el movimiento hacia el oeste y el comercio interestatal. Calhoum fue quien mejor ex-
puso la necesidad de «1J1ejoras internas»: ayuda federal para proyectos de carreteras,
canales y vías fluviales. Señalando el peligro de la desunión si persistían las barreras a
la comunicación, declaro en 1817: «luego unamos a la república con un sistema per-
fecto de carreteras y canales.• El Congreso aprobó a duras penas su «proyecto de ley
sobre los pluses» que reservaba para la mejora interna el millón y medio pagado por
el Banco de los Estados Unidos por su autorización, pero en su último día en el car-
go, Madison lo vetó basándose en una interpretación estricta de la Constitución. Es-
aúpulos similares condujeron a Monroe a vetar también los proyectos de ley de me-
jora interna. De este modo, aunque el Congreso continuó votando fondos para un
proyecto nacional incontestable -la construcción de la Carretera de Cumberland o
Nacional que corría hacia el oeste, del Potomac al Ohio-, dejó la construcción de
las carreteras y canales locales a los gobiernos estatales y la empresa privada.
El nacionalismo imperioso que inspiró el Sistema Americano fue afirmado de for-
ma aún más sorprendente por el Tribunal Supremo. En una serie de decisiones de lar-
go alcance, su presidente, Marshall, discrepó de quienes sostenían que el poder fede-
ral estaba estrictamente limitado. El juicio más célebre fue el seguido por McCu-
lloch contra Maryland (1819), que implicaba la constitucionalidad dd segundo Ban-
co de los Estados Unidos. Al fallar sobre el intento de Maryland de impedir las o~

104
raciones del banco mediante un gravamen prohibitorio, Marshall adujo la teoría de
los cpodercs implicitOS» de la C.Onstitución sostenida por Hamilton e insistió tam·
bién en que el gobierno nacional tenía plena soberanía en su esfera propia y no era
sólo una creación de los estados. Determinó que el establecimiento de un banco,
aunque no estaba autorizado de forma explícita por la C.Onstitución, quedaba sin em·
bargo implícito en la concesión de poderes fiscales al C.00.greso. Además, en el ejerci·
cio de sus poderes constitucionales, éste podía adoptar cualquier medio apropiado
que no estuviera prohibido de forma expresa por la C.Onstitución. Los estados no te-
nían derecho a entorpecer al gobierno federal en el ejercicio de sus poderes constitu·
cionales. De aquí que el Banco, como organismo federal legítimo, no estuviera suje-
to a las regulaciones estatales.
Aunque Marshall era un nacionalista obcecado, también le preocupaba por igual
mantener los derechos a la propiedad privada. Lo hizo por primera vez en el juicio
seguido por Fletcher contra Pedc (1810), que surgió del escándalo sobre tierras de Ya·
zoo e implicaba el ttquerimiento constitucional de que los estados no pueden me-
noscabar las obligaciones de un contrato. A pesar de la co1TUpción que rodeaba el
asunto, Marshall sostuvo que la concesión de tierras de Yazoo era un contrato legal
que la asamblea de Georgia no podía invalidar según la C.Onstitución. De forma ac·
cidental, fue la primera ocasión en que el Tribunal Supremo había declarado incons·
titucional una ley estatal. Del mismo modo, el aBn por la inviolabilidad de los con·
tratos configuró su decisión en el f.unoso juicio seguido por Dartmouth C.Ollege con·
tra Wooclward (1819). Se suscitó cuando la nueva asamblea de Nueva Hampshire
enmendó de modo arbitrario los estatutos del Dartmouth C.Ollege con vistas a poner
a la institución bajo el control estatal. Daniel Webster, licenciado por este centro, sos·
tuvo ante el Tribunal que unos estatutos de constitución eran un contrato qentro del
significado constitucional y, por ello, inviolables. Al respaldar esta doctrina, Marshall
no sólo extendió la protección constitucional a las donaciones privadas, sino que, lo
que es más significativo, también otorgó la inmunidad a las sociedades comerciales
frente a la interferencia legislativa estatal.
El nacionalismo de posguerra recibió su expresión más plena en la política exte-
rior. Aunque Monroe sostenía los derechos estatales en los asuntos internos, era un
nacionalista ardiente en cuanto a los países extranjeros, pero menos agresivo que su
secretario de Estado, John ~cy Adams. Nadie podía haber estado mejor prepara·
do para la diplomacia que Adams. Hijo primogmito del segundo presidente, John
Adams, había actuado como secretario de su pad.R durante las negociaciones de paz
de 1783, había representado a su país de forma sucesiva en La Haya, Berlín y San Pe-
tersbwgo, había ayudado a negociar el tratado de Gante y había sido representante
de los Estados Unidos en Lond.Rs. Expansionista cabal, fue uno de los primeros en
expresar la ~ncia en que la Providencia quería que los Estados Unidos poseyeran
todo el continente norteamericano y consideraba la diplomacia sobre todo un medio
para acelerar ese fin.
Su primer paso fue saldar algunas disputas anglo-americanas. El acuerdo Rush-Ba·
got de 1817, producto de su iniciativa, limitó los barcos de guerra británicos y esta·
dounidenses en los Grandes Lagos a los requeridos para hacer cumplir los reglamen·
tos aduaneros. Ello evitó una carrera armamentista y sentó un precedente en las rela-
ciones internacionales para el desarme naval recíproco. Un segundo acuerdo, la
Ü>nvención de 1818, reconoció los derechos pesqueros estadounidenses frente a las
costas de Temmova y El Labrador, estableció el paralelo 49 como la frontera norte de

105
la compra de Luisiana, desde el lago Woods hasta las Montañas Rocosas, y la ocupa·
ción conjunta por un periodo de diez años del disputado territorio de Orcgón, acuer·
do que después se amplió hasta 1846.
Un logro más importante fue la adquisición de las Aoridas. Entre 1810 y 1813,
los Estados Unidos había engullido la mayor parte de Aorida occidental, la franja
costera que se extendía hacia el este desde Nueva Orleans hasta Mobile, pero un res·
to de la colonia, junto con toda Aorida oriental (la península), seguían bajo dominio
español. Como España era ahora demasiado débil para mantener un control efect:i.
vo, Aorida oriental se convirtió en un refugio para los proscritos blancos y los negros
huidos, y una base desde la que los indios semínolas hacíaD incursiones en los asen·
tarnientos fronterizos estadounidenses. A finales de 1817, el gobierno de Monroe or·
denó al general Andrew Jackson castigar a los seminolas, persiguiéndolos hasta el te-
rritorio español si era necesario. Aprovechándose de la vaguedad de sus instrucciones,
Jackson invadió de inmediato Florida oriental, tomó varios fuertes españoles, depuso
al gobernador español y capturó y ejecutó a dos ingleses por una supuesta incitación
a los indios contra los blancos. Aunque la conducta de mano dura de Jackson se ganó
la aclamación popular, sus enemigos políticos, encabezados por Calhoun y Oay, pi·
dieron que fuera depuesto. Pero el general encontró un protector en Adams, que con·
venció a Monroe para que no lo castigara. De hecho, Adams convirtió el incidente
en una ventaja diplomática. Al rechazar las protestas españolas, sostuvo que la incur·
sión de Jackson estaba plenamente justificada e insistió en que España debía gober·
nar Florida con mayor efectividad o cederla a los Estados Unidos. El ,gobierno espa·
ñol, que ya se estaba enfrentando a revueltas en sus colonias suramericanas, reconoció
que no tenía elección. El tratado Adams-Orús de 1819 estableció la cesión de ambas
Floridas a los Estados Unidos. A su vez, éstos asumían las reclamaciones de sus ciuda·
danos contra el gobierno español, que ascendían a unos cinco millones de dólares. El
tratado también defuúa la frontera entre el México español y la compra de Luisiana:
se extendía desde el río Sabine en Texas oriental hasta el paralelo 42 -los límites
actuales de California- y de ahí hacia el oeste hasta el Pacífico. Ello significaba que
los Estados Unidos renunciaban a su inconsistente reclamación de Texas, mientras
que España hada lo mismo con la suya del territorio de Oregón.
La revuelta de las colonias españolas de América del Sur y la posibilidad de la in-
tervención europea para restaurar el statu '/"" proporcionó el incentivo principal para
la doctrina Monroe, destinada después a convertirse en un principio cardinal de la
política exterior estadounidense. Aunque la opinión pública simpatizaba con los co-
lonos rebeldes, el gobierno de Monroe se mostró reacio a enemistarse con España
puesto que la cuestión de Aorida seguía sin resolverse y no reconoció a los nuevos
gobiernos independientes hasta 1822. Para entonces, Rusia, Prusia, Austria y Francia
habían formado una ..Santa Alianza• para suprimir el liberalismo y mantener la mo-
narquía. Después que la alianza hubiera sofocado levantamientos en Italia y España
(1821-1823), hubo rumores de que estaba planeando ayudar a España a recobrar su
imperio suramericano. Ello alarmó a los Estados Unidos, tanto por razones de segu·
ridad como porque esperaba extender las instituciones republicanas. El gobierno de
Monroe también se vio afectado por un edicto ruso de 1821 que extendía los límites
de Alaska hacia el sur metiéndose en el territorio de Oregón y reclamando la costa oc·
cidental de Norteamérica como un terreno posible para su colonización. Ambos he-
chos persuadieron a Monroc y Adams de la necesidad de presentar una clara oposi·
ción estadounidense a la intervención europea en el hemisferio occidental.

106
En esta coyuntura, Gran Bretaña buscó la cooperación estadounidense. Había es-
tablecido un próspero comercio con las antiguas colonias hispanas y no deseaba el
restablecimiento del dominio español. Así pues, en agosto de 1823, Canning propu-
so una protesta conjunta anglo-americana contra la inteIVención europea. En un pri-
mer momento Monroe estuvo dispuesto a aceptar la oferta de lo que podría conver-
tirse en una alianza informal. También Jdfcrson y Madison, pese a haber sostenido
antes la posición de mantenerse al margen, apoyaron la idea con entusiasmo. Pero
John Adams ~cy no quiso ni oír hablar de ello. Como sabía que los británicos se
opondrían a la inteJVención de todos modos, sostuvo que sería más «justo y decoro-
so• para los Estados Unidos actuar de forma unilateral que parecer «llegar como una
chalupa en la estela del buque de guerra británic0». Su postura prevaleció y en su
mensaje anual al Congreso el 2 de diciembre de 1823, Monroe expuso la política que
después se conocería como su doctrina. Era una declaración esencialmente naciona-
lista que daba cuerpo al concepto de dos hemisferios separados. Por una parte, esta-
blecía que el continente americano no debía considerarse una zona de colonización
futura para las potencias europeas y que sus intervenciones en los asuntos del Nuevo
Mundo serían consideradas una manifestación de enemistad hacia los Estados Uni-
dos. Por otra parte, aseguraba a las potencias europeas que los Estados Unidos no par-
ticiparían en sus asuntos internos o interferirían en las colonias ya existentes del Nue-
vo Mundo. En Estados Unidos, la doctrina Monroe acabó simbolizando la hostili-
dad hacia el despotismo y se convirtió en algo tan sagrado como la misma
Constitución; no obstante, en América Latina acabó asociándose con la dominación
estadounidense. Pero no tuvo efectos inmediatos. Las potencias europeas, dándose
buena cuenta de que los Estados Unidos carecían del poder para apoyar sus grandes
pretensiones, desecharon la declaración como una bravata arrogante. En realidad, no
fue·la doctrina Monroe, sino la diplomacia inglesa, respaldada por la fuerza de la Ar-
mada Real, la que disuadió a la Santa Alianza de inteJVcnir en América Latina. Inclu-
so en los Estados Unidos esta doctrina atrajo relativamente poca atención y fue poco
menos que olvidada durante una generación.

LAs TENSIONES REGIONAIBS

A pesar del florecimiento nacionalista de posguerra, las rivalidades regionales per-


sistieron. Ya resultaron evidentes en los debates del Congreso de 1816 sobre el ban-
co, los aranceles y las mejoras internas, pero se hicieron más intensas cuando la na-
ción creció y la economía de las diferentes regiones se hizo más divergente. Hubo
enfrentamientos especialmente exasperados sobre los aranceles. El Sur, decepciona-
do cuando el arancel de 1816 no estimuló sus industrias incipientes, llegó a pensar
que era explotado en beneficio de las manufacturas del Norte. Cuando el proteccio-
nismo logró elevar los aranceles en 1824, fue en contra de una oposición sureña casi
compacta.
La expansión hacia el oeste creó tensiones adicionales. Entre 1810 y 1819 lapo-
blación de la región pasados los Apalaches se duplicó con creces y entraron en la
Unión cinco nuevos estados. El influjo hacia el Oeste fue acompañado --en realidad
fue posible- por un auge especulativo. Los altos precios de las granjas fomentó las
compras especulativas de tierra pública, en general con papel moneda inflado.
En 1819, la burbuja especulativa estalló. Los precios de los bienes y el valor de la tierra

107
se desplomaron, los negocios se dcmunbaron y muchos bancos estatales fracasaron.
La depresión económica duró hasta 1823 y, aunque afectó a todo el país, golpeó es·
pecialmente a los habitantes del Oeste. Como ignoraban las causas reales del desas·
tre, culparon a las políticas deflacionarias del Banco de los Estados Unidos, que
en 1818 había comenzado, con algo de retraso, a hacer cumplir prácticas bancarias de
saneamiento y a contratar crédito mediante la denuncia de préstamos y presentando
al cobro los billetes de los bancos que los emitían sin respaldo. Estos pasos, aunque
saludables desde el punto de vista fiscal, precipitaron la depresión económica y gene-
raron una intensa hostilidad del Oeste hacia el banco, que pasó a ser conocido como
cel monstruo•. Y como el pánico de 1819 coincidió con la sentencia MacCulloch
que 6ustraba los intentos estatales de paralizarlo, el odio que sentían los habitantes
del Oeste hacia la «potencia monetaria• del Este se extendió al Tribunal Supremo.
Aún hubo más peligro de división en la controversia que se desató sobre la peti-
ción de admisión en la Unión de Misuri. Este tenitorio, situado dentro de la compra
de Luisiana, había sido colonizado sobre todo por gente del Sur y cerca de 6.000 de
sus 66.000 pobladores en 1820 eran esclavos negros. Por ello, la constitución del es·
tado propuesto reconocía y protegfa la esclavitud. Pero cuando el proyecto de ley
para admitirlo llegó ante el Congreso en febrero de 1819, el representante de Nueva
York propuso una enmienda que requería su abolición gradual como una condición
para su admisión. La enmienda fue aprobada por la Cámara con un voto regional
muy marcado, pero fue derrotada en el Senado. El tema se debatió con furia en todo
el país. Los del Norte atacaban encarnizadamente la esclavitud como un mal que no
debía dejarse extender; los del Sur la defendían con igual pasión. Pero los aspectos
morales o humanitarios de la cuestión eran menos importantes que los políticos.
Como el Norte sobrepasaba ahora al Sur en población, tenía una considerable maya.
ría en la Cámara, pero con once estados esclavistas y once abolicionistas en el Sena·
do, existía un equilibrio. De que la esclavitud se permitiera en Misuri y el resto de la
compra de Luisiana dependía qué región iba a gobernar en el futuro. Por el momen·
to, el tema se saldó con el Compromiso de Misuri de 1820, del que Oay fue el prin-
cipal artífice. Misuri sería aceptado como un estado esclavista, mientras que Maine,
hasta entonces parte de Massachusetts, iba a convertirse en un estado abolicionista
para preservar el equilibrio regional. Además, se prohibía la esclavitud al norte de la
línea 36°30', excepto en el mismo Misuri. Una nueva dificultad surgió cuando éste in·
cluyó en su constitución una provisión que prohibía entrar en el estado a negros y
mulatos libres, pero Clay, una vez más, ideó un compromiso aceptable que le penni-
tió convertirse en estado en 1821.
Esta crisis convenció a los dirigentes estadounidenses de las alarmantes potencia-
lidades de las disputas regionales sobre la esclavitud. Jefferson declaró: •esta grave
cuestión, como la campana de incendios en la noche, me desvela y me llena de te-
rror». John ~cy Adams confió a su diario que «la cuestión presente es un mero
preámbulo, el título de un apartado, de un volumen grande y trágico•. Aunque estas
aprensiones acabaron confinnándose, el peligro para la Unión era menos inmediato
de lo que ambos imaginaron. El Compromiso de Misuri hizo reposar la cuestión de
la extensión de la esclavitud durante un cuarto de siglo.

108
CArtruw VII
La expansión de la Unión, 1815-1860

Entre 1815 y 1860 los Estados Unidos cambiaron más de prisa y completamente
que en los dos siglos anteriores o en cualquier otro periodo posterior. La población
continuó doblándose más o menos cada veinticinco años y en 1860 pasaba de los
treinta y un millones y era superior a la del Reino Unido. Los lúnites del país se a-
tendieron hasta el Paáfico, el área colonizada se duplicó y el número de estados au-
mentó de dieciocho a treinta y tres. Al mismo tiempo, una economía capitalista y co-
mercial en rápido desarrollo reemplazó a la sociedad agraria más simplista de los
tiempos de Jdfcrson. Hubo imponentes mejoras en el transporte y la comunicación,
floreció el comercio exterior, las ciudades progresaron y la inmigración llegó a cotas
nunca soñadas. Este crecimiento también ocasionó el desarrollo de las tres principa-
les regiones del país en líneas muy diferentes. Se creó un nuevo Oeste agrario; la in-
núgración masiva y la Revolución Industrial transformaron el Noreste, y una nueva
escala de producción algodonera proporcionó al Sur esclavista un carácter más espe-
cial que nunca. En 1850 estas divergencias ya habían per6lado antagonismos hasta el
punto de amenazar a la misma Unión.

LA REVOWCIÓN DEL TRANSPOIITE

Las mejores comunicaciones sustentaron el crecimiento económico. Primero le


tocó el tumo a las carreteras. La primera carretera de fume duro del país, los 96 km
de peaje que conectaban Filadel6a y Lancaster, se abrieron en 1794. Resultó tan ren-
table que se construyeron más de 6.000 km de carreteras similares en los treinta años
siguientes, la mayor parte en los estados de Nueva Inglaterra y del Atlántico medio.
Casi todas fueron realizadas por compañías privadas creadas al efecto y sostenidas
por los peajes. Pero el estado y los gobiernos locales solieron contribuir invirtiendo
en ellas y el gobierno federal financió la más famosa de todas, la Carretera Nacional
(o Cumberland), que criJzaba los Apalaches desde Cumberland (Maryland) hasta
Wheeling {Vtrginia) en 1818 y en 1850 ya había llegado a Vandalia (Illinois). Se con-
virtió en el gran camino rápido para la emigración: cientos de familias pioneras reco-
rrían anualmente sus 1.354 km a caballo, en diligencia o en carretas, acompañadas
por rebaños de vacas, ovejas y cerdos. Pero las ttabas constitucionales y .Jos celos re-
gionales y estatales pusieron fin a la construcción federal de carreteras. En todo caso,
su fiebre se aplac6 a partir de 1835 aproximadamente y se abandonaron cientos de

109
miles de kilómetros. Los costes de reparación eran elevados, se generalizó la evasión
del pago de peajes y, sobre todo, los costes de los fletes por vía terrestre eran exorbi-
tantes. También parte de culpa tuvo la competencia de otros medios de transporte.
Uno de ellos se derivó de la aplicación del vapor a los transportes lacustres y flu-
viales. Ya en 17'irl John Fitch había probado con éxito un vapor de ruedas en el río
Delaware, pero fue el pintor e ingeniero civil Robert Fulton quien hizo que se logra·
rala navegación comercial a vapor. En 1807 su vapor Clemwnt navegó Hudson arri-
ba de Nueva York a Albany, una distancia de 240 km, en treinta y dos horas. Con su
asociado comercial, obtuvo de inmediato el monopolio de las aguas del estado de
Nueva York, concesión que retrasó la navegación a vapor hasta que el Tribunal Supre-
mo declaró en 1824, en el juicio seguido por Gibbons contra Ogden, que tales mo-
nopolios eran inconstitucionales.
Los vapores tuvieron su mayor impacto más al oeste. En 1811 apareció el prime-
ro de ellos en el Ohio e hizo un recorrido de prueba hasta Nueva Orleans. En 1830
ya había cerca de 200 surcando el Misisipí y sus afluentes, y en 1855 más de 700. Los
costes de flete y pasaje cayeron a plomo y el tráfico fluvial se incrementó. San Luis,
una aldea fionteriza en.1804, ascendió con ligereza hasta convertirse en el eje comer·
cial del valle del Misisipí. Nueva Orlcans, la salida natural para la harina, el maíz, la
carne, el tabaco y la madera del Oeste, creció con mayor rapidez que cualquier otra
ciudad del país. Las dos décadas anteriores a la guerra civil fueron las de mayor a¡»
geo para los vapores fluviales. Los característicos del Misisipí tenían una altura de dos
o tres cubiertas, una longitud de 250 ó 300 pies y suficiente potencia para remontar
la corriente más rápida y sin embargo un calado tan poco profundo que podían «na·
vegar en un rocío fuerte». Sobre todo eran prácticos y muy bonitos. No había una vis-
ta más pintoresca en todo el panorama del Oeste que uno de esos cpalacios flotantes»
con su salón suntuosamente amueblado, su estructura superior dorada y sus dos chi-
meneas esparciendo humo negro. Sin embargo, el viaje por río siguió siendo peligro-
so. Ríos mal iluminados o cartografiados, rocas sumergidas, bancos de arena, tocones
de árboles, naufragios, incendios y explosiones de las calderas se cobraron muchas
· víctimas. Más de un 30 por 100 de todos los vapores del Oeste construidos antes
de 1849 se perdieron en accidentes de una clase u otra. En 1852 se puso en vigor un
código de seguridad, pero sólo en 1858 se hundieron en esa región 47 vapores, 19 ar·
dieron y 9 explotaron, con la pérdida de 259 vidas.
Aunque los sistemas de los ríos Misisipí y Ohio se usaron mucho hasta la guerra
civil, los canales y los ferrocarriles permitieron a los puertos del Atlántico sobrepasar
de fonna gradual a Nueva Orleans en la competencia por el comercio del Oeste.
En 1816 sólo había algo más de 1.000 km de canales en todo el país. Pero el Canal del
Erie (construido entre 1817 y 1825) abrió una nueva era. En buena parte creación del
gobernador De Witt Clinton, de Nueva York, unía a Albany, sobre el Hudson, con
Buffalo, sobre el lago Erie; de este modo, la ciudad de Nueva Yo.de se conectaba por
agua con el Viejo Noroeste. El canal tenía 581 km, contaba con 83esclusasy18 acue-
ductos, y fue un éxito inmediato. En 1826, 19.000 botes y balsas usaron la «gran ace-
quia» de Clinton; en nueve años se había amortizado. Los precios del flete de Buffa-
lo a Nueva York cayeron de 100 dólares la tonelada a 50 y la duración del viaje, de
veinte días a ocho. Todo ello galvanizó la economía del Viejo Noroeste y ayudó a la
ciudad de Nueva Yo.de a aventajar a los puertos rivales de Boston, Filadelfia y Baltimo-
re. En 1850 la mitad del comercio exterior de los Estados Unidos ya pasaba por ella.
Su éxito cspcc:tacular llevó a un entusiasmo general por la construcción de cana·

110
les. En 1840 ya se habían realizado un total de 5.322 km de canales a un coste de
unos 125 núllones. El capital privado no podía recaudar tales sumas y las objeciones
constitucionales limitaban el monto de la ayuda federal; por ello, fueron los estados
los que proporcionaron la mayor parte del dinero, en gran medida mediante pRsta·
mos de invCISOres británicos. Pero tras un pánico desencadenado en 1837, resultado
en parte del gasto excesivo en este rubro, que llevó a los estados casi a la bancarrota,
se acabó su auge. Se habían emprendido muchos proyectos ignorando las dificulta·
des y el gasto, e incluso sin la competencia en aumento de los fcrrocarriles, los fuer-
tes costes de mantenimiento, la pérdida de ingresos por sequías, inundaciones y hie-
lo y la gerencia inadecuada estaban abocados a producir una cosecha de ~. Du-
rante las décadas de 1840 y 1850, siguieron gastándose sumas sustanciales para
aumentarlos y mejorarlos, pero hubo pocos canales nuevos e incluso los más utiliza-
dos pronto cayeron en desuso. Sin embargo, habían resultado cruciales para la expan-
sión del comercio hacia el interior y para hacer accesible el Oeste.
Pero el futuro pertenecía a otro medio de transporte. La era del ferrocarril había
comenzado incluso antes de que la construcción de canales alcanzara su apogeo. El
primero de los estadounidenses -como algo diferente a los rieles privadot- fue el
de Baltirnore y Ohio, establecido por la ciudad de Baltirnore en 1827. La primera pa-
lada de tierra para su trayecto fue extraída el 4 de julio de 1828 por el último supervi-
viente de los firmantes de la Declaración de Independencia. En mayo de 1830 empe-
zó a operar un tramo de 20 km y en pocos meses las locomotoras de vapor habían
reemplazado a los caballos que al principio tiraban de los vagones. La lucha por los
men:ados del Oeste, que había impulsado a Baltirnore, llevó a otras ciudades a auto-
rizar la construcción de fcrrocarriles y en 1840 los Estados Unidos ya contaban
con 5.325 km de recorrido, aunque poco aún al oeste de los Apalaches.
Era tal el entusiasmo popular por los fcrrocarriles, que el capital privado llegó de
inmediato: se invirtieron más de 1.250 núllones de dólares entre 1830 y 1860. El es-
tado y los gobiernos locales también ayudaron con privilegios monopolistas, exencio-
nes tributarias y préstamos sustanciosos. Unos cuantos estados, Georgia y Vuginia en-
tre ellos, llegaron a construir y manejar los ferrocarriles por sí mismos. Los escrúpu-
los constitucionales retrasaron la ayuda federal durante un tiempo, pero en 1850, en
respuesta a la presión procedente del Sur y el Oeste, el Congreso hizo una concesión
de 1.494.400 hectáreas de terreno público para ayudar a financiar la construcción del
Ferrocarril Central de Illinois, que iba de Chicago a Nueva Orlcans. Durante la déca-
da siguiente se efectuaron concesiones de tierra federal por más de 7.200 núllones de
hectáreas para fomentar la construcción de vías férreas.
Los kilómetros de 1840 casi se triplicaron en los diez años siguientes. Luego, en
la década de 1850, vino una aceleración aún más asombrosa: en 1860 el recorrido na-
cional en kilómetros era de 49.000, tres veces superior al de Gran Bretaña. El creci-
miento más impresionante se dio en el Oeste, en especial en Ohio, Indiana e Illinois.
En 1860 todas las principales ciudades norteñas ya estaban conectadas por ferrocarril;
cuatro grandes líneas troncales -la Nueva York Central, la del Erie, la de Pensilva-
nia y la de Baltirnore y Ohio- unían la costa atlántica con el Medio Oeste, no me-
nos de once ferrocarriles partían desde Chicago y era posible viajar por tren hacia el
oeste hasta San José (Misuri). Hasta se hablaba de un ferrocarril transcontinental.
A pesar de todo, los Estados Unidos aún no tenían una red de ferrocarriles integrada.
Las líneas férreas aún no habían atravesado ríos importantes como el Ohio o el Poto-
mac y la diversidad de medidas entorpecía el servicio. Tampoco el viaje en tren era se-

111
guro todavía. C.On las prisas por aumentar el recorrido, se prestaba poca atención al
mantenimiento o a medidas de seguridad elementales. Sólo en 1853 hubo más de
cien accidentes serios en los que murieron más de 234 pasajeros y 496 resultaron he-
ridos. Pero, pese a ello, eran evidentes sus vastos beneficios. Triunfando sobre todos
sus rivales, había resuelto el problema de trasladar por poco dinero mercancía y per-
sonas a grandes distancias, había abierto el camino para la manufactura a gran escala
y había creado lUl mercado único interdependiente. Casi a la par, al haber facilitado
su operación, el tdégrafo había forjado nuevos vínculos a lo largo de la nación. Sa-
muel F. B. Morse había demostrado su viabilidad en 1844 mandando mensajes por
alambre de Baltimore a Washington; el país ya tenía más de 80.000 km de telégrafo
en 1861, cuando se hizo posible enviar por este medio un mensaje de Nueva York a
San Francisco.

CoMEllCIO Y NAVEGACIÓN EXI'ERIORES

Cuando la economía interna se expandió, el comercio eXt:erior se incrementó. Las


exportaciones, que seguían siendo en su mayoria de algodón, tabaco, trigo y otros
productos agrícolas, aumentaron en valor de los 67 millones de dólares en 1825 a 333
millones en 1860; las importaciones, en gran medida artículos manufacturados, cre-
cieron aún más de prisa. Gran parte de este tráfico externo se efectuaba en buques es-
tadounidenses. Entre 1820 y 1860, el tonelaje total registrado casi se ~plicó: de
unas 636.000 Tm pasó a 2.300.000 Tm. De los astilleros de Nueva York y Nueva In·
glatcrra salían naves que eran superiores en velocidad, fuerza y duración a cualquier
otra cosa flotante, además de ser baratas. También eran tripuladas con mayor pericia.
En consecuencia, los paquebotes y cargueros regulares estadounidenses dominaron el
enlace atlántico de Livcrpool y El Havre; la bandera estadounidense se convirtió en
una, vista familiar en los fondeaderos de Calcuta, Cantón, Esmima y Río de Janeiro;
cerca de tres cuartos de la flota ballenera mundial era estadounidense. Sin embargo,
el mayor logro de los astilleros estadounidenses fue el desarrollo del clíper. Sus lineas
afiladas y expeditas y la enorme dispersión del velamen le otorgaban la velocidad ne-
cesaria para hacer recorridos que rompían todo récord: el Ffying Oollli, construido en
Boston en 1851 por el más famoso de sus artífices, Donald McKay, navegó en su pri-
mera travesía de Nueva York a California vía Cabo de Hornos en ochenta y nueve
días, haciendo 374 millas en un día. La velocidad otorgaba a este tipo de barcos un
empleo rentable en el tráfico de oro de California y Australia y, tras la retirada de las
Leyes de Navegación británicas en 1849, en el tráfico de té de China a Inglaterra.
Pero la edad dorada de la navegación estadounidense no iba a durar. La madera y
las velas iban dando paso al hierro y el vapor. Ya en 1840 lUl vapor de la compañía
británica C\Ulard inaugwó el primer servicio transatlántico regular entre Liverpool y
Boston. Pronto los barcos de vapor británicos, franceses y alemanes monopolizaton
el transporte de correo, pasajeros y fletes delicados. En 1850 un armador de Nueva
York intentó recobrar la fortuna estadounidense con una flota de vapores de palas de
madera, pero las potentes máquinas de esos años requerían cascos de hierro que los
astilleros estadounidenses no podían construir y fracasó en pocos años. El golpe final
a la navegación estadounidense -<le la que realmente nunca se rccu~ fueron
las pérdidas infligidas a los mercantes por los buques corsarios durante la gucm civil.
Pero ello sólo aceleró el declive.

112
EL MOVIMIENTO HACIA EL ÜESI'E
Además de expandir los mercados y en general unir a la nación, la revolución
de los transportes facilitó los viajes y la colonización. Sin duda, los estadouniden-
ses se habían ido introduciendo en el oeste durante más de dos siglos, pero al final
de la guerra de 1812 la frontera no había avanzado por ninguna parte más que has-
ta la mitad del continente. La zona colonizada de los Estados Unidos se restringía
casi por completo a un triángulo que apuntaba hacia el oeste, cuya base era el At-
lántico y su vértice se encontraba en la confluencia de los ríos Ohio y Misisipí.
Flanqueándolo se extendían dos inmensas provincias vadas, una hacia el norte has-
ta los Grandes Lagos y la otra hacia el sur hasta el Golfo de México. En el cuarto
de siglo siguiente, se fueron desparramando por ambas regiones colonos hambrien-
tos de tierras, que transformaron los bosques primitivos y las praderas ondulantes
en granjas y plantaciones. En 1850 la vanguardia fronteriza ya pasaba con creces el
Misisipí y existian varios puestos de avanzada en la costa pacífica. El centro de gra-
vedad de la nación se había trasladado hacia el oeste varios cientos de kilómetros.
Sólo un estadounidense de cada siete vivía al oeste de los Apalaches en 1810, pero
en 1850 ya lo hada uno de cada dos. También se transformó la geografia política.
En 1815 sólo cuatro de los dieciocho estados de la Unión se encontraban más allá
de los Apalaches. En 1850 quince de los treinta estaban al oeste de las montañas.
El Oeste tenía un carácter distintivo: era más innovador, confiaba más en sí mismo
y era democrático de una forma más enérgica que el Este. También había deman-
das que le eran características: supresión de los indios, ayuda federal para la mejo-
ra. interna y política de tierras liberal. Pero nunca fue una región completamente
unificada: su parte meridional era esclavista, mientras que su parte septentrional era
suelo libre.
La colonización blanca significó la eliminación de los indios. La guerra de 1812
había debilitado su capacidad de resistencia. Después de ella, mediante una combina-
ción de sobornos y engaños, la mayoría de las tribus fueron persuadidas para que fu-
maran la cesión de sus tierras ancestrales. Pero alguruu resultaron obstinadas y tuvie-
ron que ser expulsadas por la fuerza. La guerra de Halcón Negro de 1832, en la que
Abraham Lincoln sirvió como soldado raso en la milicia de Illinois, no requiri6 más
que una serie de escaramuzas contra los sacs y foxes confederados. Pero la de los sc-
mínolas de 1835-1842 conllevó operaciones a gran escala en los pantanos de Florida
y costó a los Estados Unidos 1.500 hombres y 50 millones de dólares. El peor ejem-
plo de crueldad fue la expulsión de los cherokecs cometida por el estado de Georgia
(véase capítulo VIII). La saña e injusticia de la política de eliminación fue muy con-
denada por las entidades religiosas que apoyaban a las misiones indias y por intelec-
tuales de Nueva Inglaterra como Ralph Waldo Emerson. Pero la mayoría de los esta-
dounidenses aceptaban que los indios eran un obstáculo para el progreso y una ame-
naza para la seguridad de los blancos.
Los cambios en la política del suelo público también ayudaron a la coloniza-
ción del Oeste. La Ley de Tierras de 1796 favoreció a las compañías inmobiliarias a
expensas de los colonos, al establecer que el suelo público se vendiera en subasta en
parcelas de 256 hectáreas a un mínimo de cuatro dólares la hectárea. Durante el pe-
riodo jcffmoniano se redujo la unidad mínima de venta, primero a 128 hectáreas y

113
luego a 64, y además se permitió a los compradores que pagaran en varios años. Sin
embargo, el sistema de crédito fomentó la especulación y en 1820 el Congreso le
puso fin, aunque a la vez redujo aún más la compra mínima a 32 hectáreas y reba·
jó el precio mínimo a 1,25 dólares la hectárea. En la Ley de Prioridad de 1841 se
hizo una concesión más a la presión del Oeste, al otorgar a los ocupantes ilegales el
derecho prioritario a comprar las tierras en las que se hubieran asentado. Pero aun·
que las leyes del suelo se liberalizaron de fomia progresiva, no proporcionaron -al
menos hasta la Ley de Residencia de 1862- ese fácil acceso al dominio público que
Jdfcrson había considerado los cimientos de la democracia política y económica.
No había lúnites de compra ni era necesario que los compradores se asentaran en
sus tierras. Ello fomentó la especulación y en algunos lugares la acumulación de
grandes latifundios. Además, como al colono medio le resultaba la tierra gubema·
mental demasiado cara para comprarla al contado y se veía forzado a pedir presta·
do a altas tasas de interés, los tiempos duros tendieron a obligarlos al arrendamien·
to. Pero, en general, puede decirse que el Oeste fue colonizado por hombres que la-
braron su propio suelo, aunque el modelo de propiedad no fuera completamente
democrático.
Cada nueva granja del Oeste, cada nuevo kilómetro de camino, canal o ferroca.
rril que unía la costa con el interior haáa más dificil arrancar el sustento del suelo es·
téril y rocoso de Nueva Inglaterra. El resultado fue la migración, aunque el crecimien-
to de la industria y las ciudades proporcionó a algunos granjeros un mercado local
para cultivos especializados. ~enes vivían cerca de las ciudades en expansión se in·
clinaron hacia la producción de verduras y al negocio de lechería. muchos del valle
de Connecticut, al cultivo del tabaco, y los de regiones escarpadas, a la cría de ovejas.
El •furor de la oveja• que barrió Massachusetts, Connecticut y Vermont a finales de
la década de 1820 fue una importante causa de despoblación, al igual que en las tie-
rras altas escocesas. La competencia del Oeste produjo resultados menos dramáticos
en los estados del Atlántico medio, pero allí también hubo cierta zozobra agrícola y
alteración de la población rural. En el Sur el agotamiento del suelo intensificó los
problemas causados por el ascenso del Oeste. Los métodos de cultivo derrochadores
habían dejado un legado de cosechas en declive y campos agostados, primero en los
estados tabaqueros d~ V~. Maryland y Carolina del Norte, luego por las regio-
nes productoras de algddón y las Carolinas y Georgia. Los reformistas agrícolas abo-
garon por la adopción de métodos científicos, pero convencieron a pocos cuando les
hicieron señas las ricas tierras vírgenes de Alabama y Misisipí. Como Jdferson había
señalado, los estadounidenses encontraron más barato comprar nuevas hectáreas que
abonar las viejas.
Hablando en general, los pioneros tendieron a emigrar a lo largo de líneas lati-
tudinales. No obstante, dentro de este amplio patrón de flujo, hubo muchas corrien·
tes cruzadas. La familia del futuro presidente confederado, Jefferson Davis, se dirigi6
hacia el suroeste, desde Kentucky hasta Luisiana. justo antes de la guerra de 1812,
pero a continuación retomaron para asentarse en Misisipí. Además, durante los pe-
riodos de depresión, muchos colonos desilusionados volvieron al Este. Pocos colo-
nos del valle del Misisipí viajaron grandes distancias hasta sus nuevos hogares: en ge-
neral solían provenir de los territorios inmediatamente adyacentes. Tampoco se que-
daban quietos por mucho tiempo. Una familia de frontera migrante típica fue la de
Abraham Lincoln. El padre del futuro presidente, Thomas Lincoln, nació en el inte-
rior de Vuginia en 1718. Cuatro años después le llevaron a Kentucky, donde en 1809

114
nació Abraham. En 1816 los Llncolns ya habían pasado a Indiana, donde ocuparon
unas tierras dwante un año en una choza de tres paredes, hasta trasladarse a una típi-
ca cabaña de troncos con suelo de tierra, sin ventanas ni puertas, y un sobrado, don-
de el joven Abe se haáa la cama sobre un montón de hojas. Esta modesta morada
fue su único hogar durante quince años antes de que se volvieran a trasladar, esta vez
a Illinois. C.Omo sugiere la experiencia de los Llncolns, soledad, pobreza y una exis-
tencia casi primitiva fueron la suerte de muchos hombres de la frontera, al menos du-
rante los primeros estadios de la colonización. Pero el avance constante fue la regla,
aunque -al contrario de lo que sostiene el tan citado modelo esquemático de Frede-
rick Jackson Turner- la sociedad fronteriza no pasó de fonna consecutiva por fases
bien definidas. En lugar de existir sucesivas oleadas de colonos especializados (como
cree Turner), cada cual más comprometida con la permanencia que la anterior, era
igual de probable que fueran pioneros los «hombres de empresa y capital• que se pro-
ponían echar raíces, que los individuos de paso.
C.On el avance de la colonización, el noroeste desplazó a la costa atlántica como
principal fuente de maíz, ttigo y ganado vacuno, lanar y porcino. Era una tierra de
pequeñas granjas familiares. A medida que se fue industrializando y urbanizando, sus
cultivos se hicieron más comerciales y especializados. El enorme crecimiento de su
producción agrícola, sobre todo entre 1840 y 1860, no se debió sólo a la riqueza del
suelo, sino también al avance de la temología agrícola. Sus granjeros prestaron poca
atención a quienes en el Este abogaban por la agricultura científica y predicaban las
· virtudes de la rotación de cosechas y del uso de fertilizantes comerciales: la abundan-
cia de tierras alentaba los métodos derrochadores. Pero fueron rápidos en abandonar
los métodos tradicionales en favor de los mejores aperos y los instrumentos que aho-
rraban trabajo, ahora disponibles. En 1837, un herrero de Baltimore, John Deere, fa-
bricó un arado de acero capaz de penetrar y roturar la compacta tierra de las prade-
ras. Diez años después, Deere estableció una fábrica de arados en Moline (lllinois) y
en 1858 ya produáa 13.000 unidades al año. Aún más importante para la producción
de grano a gran·escala fue la segadora mecánica inventada en 1831 por Cyrus H. Mc-
C.Onnick, de Vuginia. Su perspicacia al trasladar su fábrica en 1847 a Chicago, en el
centro de la banda cerealera, junto con sus métodos comerciales superiores, le permi-
tieron triunfar sobre un rival que había perfeccionado de forma independiente un
aparato similar. En 1860 MCC.Onnick produáa ya 20.000 segadoras al año. Surgieron
al mismo tiempo mejoras comparables en la trilla, la más importante de todas la má-
quina trilladora y aventadora, inventada por John y Hiram A Pitts en 1834. Estos
avances, junto con la introducción de las sembradoras mecánicas y varios tipos de
cultivadores, hicieron posible que los granjeros del Norte mantuvieran e incluso au·
mentaran la producción cerealera dwante la guerra civil, a pesar de las grandes de-
mandas de hombres del ejército unionista.
Muchos de los que fueron al Oeste lo hicieron atraídos por las oportunidades que
acompañaban al crecimiento de los pueblos. De hecho, los habitantes urbanos so-
lían preceder en la frontera a los granjeros. Pueblos como Pittsburg, Cincinnati, Lc-
xington, Louisville y San Luis, erigidos a finales del siglo XVIII como fuertes o facto-
rías, estaban situados muy por delante de la linea de asentamiento y seIVÍan de llna-
nes para la población en avance. No todos los poblados fronterizos prosperaron del
modo que habían esperado sus fundadores. Muchos nunca sobrepasaron el estadio
de planificación y otros florecieron brevemente y luego dejaron de crecer o desapare-
cieron. Pero algunos se desarrollaron de fonna espectacular, en especial a partir

115
de 1830; Roc:hester, Buffalo, Ocveland, Detroit y Milwaukee duplicaron su pobla-
ción en dos décadas sucesivas, mientras que Chicago aumentó de sólo 40 habitantes
en 1830 a 60.000 en 1855 y 109.000 en 1860.
En ausencia de reglamentación del C.Ongrcso, las asambleas estatales o C.Omos,
los pioneros del Oeste tuvieron libertad durante las primeras décadas del siglo XIX
para idear los nombres de los nuevos asentamientos que habitaban. La duplicación y
los cambios fueron una fuente constante de confusión. No obstante, la mezcolanza
de nombres era a la vez un tributo a la inventiva de los colonos y una expresión de
su cultura. Los pueblos podían tener un nombre puramente descriptivo (Grand Ra-
pids, South Bend), sintético (Zanesville, Parkersbwg) o exótico (Pekín, Calcutta). Los
colonos conmemoraban sus orígenes europeos, los descubrimientos de minerales y
los ataques indios. C.On &ecuencia honraban a los dirigentes nacionales, en especial a
Washington, Franlclin, Jeffuson, Madison y Jac:kson. Nombres como Si01ix Falls,
Ornaba y Kansas City eran prestamos de los indios y otros como Des Moines, Terre
Haute y Baton Rouge recordaban la presencia francesa. La proliferación de nombres
como Athens, Rome, Troy, Ithaca y Syracuse, coincidiendo con el renacimiento grie-
go en la arquitectura de principios del siglo XIX, testificaba a la vez influencias clásicas
y aspir.ación a una grandeza futura. Las invenciones románticas produjeron alguna to-
ponimia rara. Había falsos nombres griegos como Minneapolis, falsos nombres espa-
ñoles como Pasadena, nombres indios sin significado como C.Onestoga. Y algunos
nombres de lugares franceses se transformaron como por encanto de magia: de este
modo, Pwgatoire se convirtió en Pic:ketwire.

CRECIMIENI'O URBANO

Aunque los pueblos del Oeste fueron los que más rápido crecieron, la mayoría
del resto también lo hizo deprisa. El 7). por 100 de los estadounidenses vivían en co-
munidades de 2.500 habitantes en 1820 y el 19,8 por 100 en 1860. En la década
de 1840, la población urbana total pasó de 1.843.500 a 3.548.000, un incremento
del 92 por 100, mayor que en cualquier otra década anterior o posterior. La región
más urbanizada era el Noroeste, donde más de un tercio de la población vivía en pue-
blos y ciudades en 1860; en Massachusetts y Rhode Island la proporción sobrepasa-
ba con creces la mitad. En el Sur, menos del 1Opor 100 de la población eran residen-
tes urbanos; los pueblos eran escasos y, con la excepción de Nueva Orleans y Balti-
more, comparativamente pequeños. En 1815, sólo dos ciudades estadounidenses
(Nueva York y Filadelfia) tenían más de 100.000 habitantes, pero en 1860 ya había
ocho con más de 150.000. (Inglaterra por entonces sólo tenía siete.) Nueva York en
ese momento se destacó de sus rivales para convertirse con facilidad en la ciudad ma·
yor y más importante de los Estados Unidos. Ello se debió no sólo a sus ventajas na-
turales -su excelente puerto libre de hielos y la navegación de gran calado hasta el
· interior que proporcionaba el Hudson- o ni siquiera a la construcción del Canal del
Erie. Igual en importancia era el carácter emprendedor de sus comerciantes. En 1817
establecieron un valioso sistema de subastas que aseguraba una rápida rotación; al
año siguiente inauguraron el primer servicio regular con horario de paquebotes tran-
satlánticos; a finales de la década de 1820, ya habían desarrollado un «triángulo del
algodón» con los puertos del Sur y de Europa, que les proporcionó el control casi
completo del comercio sureño.

116
LA ESCU.vmJD Y EL REINO DEL ALGODóN

El Sur se transformó por la expansión de la producáón algodonera y el conse-


cuente renacimiento de la esclavitud. El ascenso de la industria textil en Inglaterra y
después en Nueva Inglaterra creó una enorme demanda de algodón. Sin embargo,
en un primer momento, la única variedad cultivada en los Estados Unidos era la
sea-islll1lti, que necesita las condiáones climáticas especiales de la costa de Georgia y
Carolina del Sur. Luego, en 1793, apareció la despepitadora de Eli Whitney, que re-
solvió el problema de separar las semillas de las fibras dd algodón de altura o de he-
bra corta e hizo posible su cultivo en casi cualquier sudo de regiones con un régimen
de preápitaáones adecuado y dosáentos días seguidos sin hdadas. Su producción se
extendió primero a las zonas de piedcmonte de Carolina del Sur y Georgia, luego a
las ricas tierras del cintwón negro de Alabarna-Misisipí y al delta del Misisipí, y por
último a Texas. Alrededor de 1840 el Reino dd Algodón ya se extendía más de 1.600
km de este a oeste y subía unos 800 km por d valle del Misisipí. La producáón se de-
vó de modo formidable: de 3.000 balas (de 225 kilos cada una) en 1790 se disparó
a 100.000 en 1801, 400.000 en 1820 y casi cuatro millones en 1860. A medida que se
extendió el cultivo del algodón, el centro de producción se trasladó más al oeste;
en 1860 Misisipí ya era d prinápal estado algodonero y casi un tercio del algodón es-
tadounidense provenía dd oeste del río Misisipí.
En tiempos de la R.evoluáón, la esclavitud había parecido moribunda, pero la
dcspepitadora y la dispersión del cultivo dd algodón la revitalizaron. Ello tuvo im-
portantes consccuenáas para los alineamientos regionales. Los estados del golfo
-Alabama, Misisipí y Luisiana- acabaron identificándose no con los otros estados
del Oeste como Ohio, Indiana e Illinois, que habían sido colonizados más reciente-
mente, sino con los estados esclavistas de la costa atlántica.
Entre las sociedades esclavistas del Nuevo Mundo, la del Viejo Sur era la única
que no necesitaba mantenerse mediante nuevas importaáones de A.frica. Aunque el
tráfico esclavista con el continente africano terminó legalmente en 1808, el número
de esclavos del Sur continuó duplicándose cada treinta años, con lo que aumentó
de 857.000 en 1800 a casi cuatro millones en 1860. Algunas importaciones clandesti-
nas continuaron incluso después de 1808 -un estudioso ha establecido el total en-
tre entonces y 1860 en 250.000-pero la mayor parte de los esclavos de los estados
algodoneros reáén abiertos del Suroeste no provenían del exterior, sino de las tierras
agotadas de la parte superior del Sur, en especial de Vuginia y Maiyland. A veces los
esclavos acompañaban a sus dueños que migraban, pero con mayor frccuenáa eran
enviados por tierra o mar por tratantes de esclavos profesionales a los centros de su-
basta como Nueva Orleans, Natchez y Galveston. :&te tráfico interno era un nego-
áo lucrativo y bien organizado; en vísperas de la guerra ávil, participaban en él
unos 80.000 esclavos valorados en 60 millones de dólares. Tras la cancelaáón del trá-
fico exterior, sus preáos subieron de forma constante. El valor de un «bracero de pri-
mera» aumentó de 500 dólares a 1.800 a finales de la década de 1850.
La distribuáón de los esclavos en el Viejo Sur era muy diferente a la del resto de
las Américas. Mientras que en Brasil, Cuba y Jamaica sobrepasaban a los blancos, allí
no constituían más de un tercio de la poblaáón total en 1860. Sólo en tres estados
-carolina del Sur, Misisipí y Luisiana- había una mayoría esclava y en ninguno de .

117
ellos su proporción excedía del 60 por 100. El Viejo Sur también se distinguía de
otras sociedades esclavistas en que los propiet.arios del Brasil y el Caribe solían tener
más de 100 esclavos cada uno, mientras que menos de un 1 por 100 de los cstadouni·
denses poseía esa cantidad. (Menos de una docena tenían 500 o más.) En 1860, casi
tres cuartos de los propietarios sureños tenían menos de 10. Muchos pequeños gran·
jcros supervisaban a sus esclavos personalmente y a menudo trabajaban codo con
codo junto a ellos. Sin embargo, la mayor parte de los esclavos se poseían en grupos
de veinte o más y se encontraban en grandes granjas o plantaciones.
No todos se empleaban en el cultivo del algodón o la agricultura. Las plantacio-
nes necesitaban muchos artesanos esclavos ---aipinteros, albañiles, ladrilleros, tone-
leros y demás-, por no mencionar los sirvientes de las casas. Puede que vivieran en
las ciudades y los pueblos unos 500.000 en vísperas de la guerra civil. Trabajaban en
las minas de carbón y las fábricas textiles, así como en casi todos los comercios y tra·
bajos manuales, en los aserraderos y en los vapores, a veces junto a los blancos. En
Ric:bmond, Vuginia, la Tredegar hon Works (Fundición de Hierro de Trcdcgar) -la
mayor del SW'- se basaba fundamentalmente en el trabajo esclavo.
Los estados sureños regularon las condiciones de la esclavitud por ley. Las diferen·
tes leyes o códigos que se le dedicaron reflejaban la anomalía característica de la ins·
titución. Por una parte, se definía a los esclavos como una propiedad mueble que po-
día ser comprada, vendida, heredada, donada, hipotecada o alquilada. Por otra, se re-
conocía su naturaleza humana: se admitía su capacidad de rebelarse, huir y cometer
serios delitos, y se les sometía a castigo por tales acciones. En teoría, ~vfan bajo un
sistema siempre duro y represivo. Se les prohibía tener propiedades, llevar armas de
fuego, reunirse con otros excepto en la iglesia, abandonar las instalaciones de sus due-
ños sin pcnniso o proporcionar pruebas contra un blanco en un juzgado. Legalmen·
te no podían casarse o aprender a leer y escribir. Sin embargo, en la práctica, las pro-
visiones de los códigos sobre la esclavitud no se tenían muy en cuenta. Además, los
juzgados moderaron algunos de sus rasgos más draconianos.
Aunque la severidad de los códigos reflejaban los miedos sureños a la insurrcc·
ción, era rara la resistencia esclava oiganizada. Se descubrió un complot en Ric:b·
monden 1801 y se aplastó antes de su desenlace. Lo mismo sucedió con la conspira-
ción organizada en 1822 por un negro libre de Charleston. Pero en agosto de 1831
ocurrió una historia diferente, cuando un predicador negro, Nat Tumer, que había
desarrollado tendencias místicas, encabezó una insurrección en el condado de Sout·
ham.pton (Vuginia). Murieron cincuenta y siete blancos antes de que se cazara a
Tumer y sus seguidores, y fueran ejecutados. Aunque después de ello el Sur no se vio
trastornado por rebeliones esclavistas reales, los rumores de alzamientos inminentes
continuaron creando alanna. Los códigos sobre la esclavitud se endurecieron, se for-
maron patrullas nocturnas y se hizo más dificil para los esclavos conseguir la libertad.
Además, se establecieron grandes restricciones para los negros libres, de los que ha·
bía 250.000 en los estados esclavistas en 1860.
Resulta dificil hacer generalizaciones acerca de la vida esclava. Dependía de la re-
gión en la que los esclavos vivieran, la época del año y el carácter del dueño. Los sir-
vientes de las casas tenían una vida más fácil que quienes trabajaban en los campos,
aunque el sistema de arriendo tendió a aumentar en todas partes sus privilegios. Cul·
tivar arroz en los pantanos insalubres de la costa de Carolina del Sur era más arduo
que cultivar algodón; lo mismo pasaba con el trabajo en las plantaciones azucareras
de Luisiana durante la época de molienda. La tradición de que eran tratados de for-

118
ma más humana en las pequeñas plantaciones que en las grandes tiene elementos de
verdad pero es exagerada. al igual que el estereotipo que representa las condiciones
del Sur Profundo como mucho peores que las de la zona más al norte. Del mismo
modo, la correlación entre crueldad y ausencia del dueño sugerida por los abolicio-
nistas no era cierta de forma universal, aunque los capataces eran responsables del
maltrato en una medida muy importante.
En lo que respecta a las condiciones puramente materiales, la vida de los esclavos
estadounidenses sale favorecida en la comparación con la de los de otros lugares y la
de las clases obreras de Europa. En general, eran alimentados, vestidos y alojados de
una forma adecuada aunque simple. Su dieta de maíz, cerdo, melazas y hortalizas era
burda y careáa de variedad, pero era mejor que la de muchos jornaleros del campo
ingleses e infinitamente superior a la de los campesinos rusos o irlandeses. De forma
similar, la larga jornada laboral de un esclavo no era mayor que la de muchos traba-
jadores industriales o agrícolas del Norte. Donde se empleaba el «Sistema de tareas-,
los esclavos terúan libre el resto del día una vez que terminaban el trabajo que se les
había asignado. Además, los dueños solían concederles medio día libre los sábados,
así como todo el domingo. Algunos poseían pequeños terrenos y se les alentaba a
que cultivaran hortalizas para su uso o la venta. No hay pruebas que apoyen la acu-
sación abolicionista de que el rápido aumento del número de esclavos se debió a una
cría sistemática. La práctica habitual era pcnnitir -o cuando mucho fomentar- a
los esclavos que se emparejaran y dejar que la naturaleza siguiera su curso. Los due-
ños se daban buena cuenta de las ventajas que les proporcionaban sus «matrimo-
nios-: además de producir descendencia, reduáan las probabilidades de huidas.
No obstante, en el fondo la esclavitud era un sistema basado en el temor. Aunque
la brutalidad y crueldad no eran la norma, ni el interés propio o la opinión pública
podían siempre impedir la violencia a la que quizás sucumbieran hasta los dueños
mejores. Menos aún podían restringir los excesos de uno borracho o sádico. Aunque
los azotes eran el castigo más común, no eran sin duda alguna el más severo. Los abo-
licionistas no tuvieron necesidad de inventar historias sobre marcado con hierros can-
dentes, mutilaciones, ahorcamientos, inanición deliberada y torturas; sólo las copia-
ron de los periódicos sureños. A pesar de ello, la degradación real de la esclavitud no
era fisica sino psicológica: engendraba sentimientos de dependencia y desamparo, y
socavaba el sentido de la propia valía Pero los esclavos no eran completamente dóci-
les y menos aún estaban «infantilizados». Aunque reconocieron que la resistencia a
su condición rara vez podía ser violenta o abierta, idearon una serie de mecanismos
para modificarla y subvertirla: actuaban con disimulo, sisaban, rompían las hma-
mientas, iban lentos, aparentaban enfermedades, fingían no entender las instruccio-
nes y a veces huían. Formas sutiles y complejas de adaptación les permitían influir sus
condiciones de trabajo, convertir privilegios en derechos, amortiguar la autoridad del
dueño y ligarlo a ellos en un sistema de dependencia mutua. Además, pese a la repre-
sión, la comunidad esclava mantuvo una cultura autónoma y de este modo escapó a
la completa dominación de la clase blanca prepotente. Los cuentos populares, las tra-
diciones orales, los bailes, los espirituales, la religión y los vínculos familiares -todos
con signos de influencia afiicana- les confirieron un grado de dignidad e indepen-
dencia psicológica Su religión, lejos de ser un eco del protestantismo evangélico
blanco, desarrolló estilos característicos de culto, oración y participación. A pesar de
la vulnerabilidad de la familia esclava, sus miembros retuvieron un fuerte sentido del
parentesco. La mayoria vivía en grupos familiares, los matrimonios entre ellos eran

119
sorprendentemente estables y duraderos, y los patrones de parentesco solían sobrevi-
vir a las rupturas familiares por venta. Sin duda, para el esclavo la familia era uno de
los mecanismos más importantes para la sobrevivencia y para transmitir los valores
africanos tradicionales.
Se ha solido sostener que la esclavitud era un sistema laboral ineficiente y poco
económico que se habría denumbado por su propio peso. Pero la mayoría de los his-
toriadores económicos aceptan en la actualidad que los esclavos eran una fonna de
inversión altamente rentable y que la esclavitud estaba muy lejos de hallarse mori-
bunda en 1860. No obstante, sean cuales fueren los beneficios obtenidos por los
plantadores individuales, la fuerte inversión de capital sureño en esclavos y tierra su-
puso que quedara poco disponible para la industria o el transporte. La esclavitud tam-
bién fue la causa principal de la dependencia económica de esta región. La concen-
tración en una agricultura de un solo cultivo la llevó a depender de las manufacturas
del Norte, de los créditos como anticipo de la cosecha del Norte y de los servicios de
transporte y comercialización del Norte para su algodón y demás exportaciones.
Gran parte de los beneficios de un plantador iban a parar al bolsillo del Norte. No sin
razón el Sur acabó considerándose una colonia de esta región. No obstante, aunque
algunos dirigentes sureños pidieron que diversificara su economía y desarrollara el
tráfico directo con Europa, la clase plantadora dominante era hostil a las empresas co-
merciales e industriales. Consideraba la agricultura la única ocupación adecuada para
los caballeros y temía que la industrialización socavara la esclavitud y su posición.
Aunque se podían encontrar fundiciones de hierro y fábricas textiles, el Sur producía
menos del 10 por 100 de las manufacturas estadounidenses en 1860.

EL CRECIMIENIO DE U INDUSTRIA

Los orígenes de la industrialización estadounidense pueden retrotraerse has-


ta 1790, cuando Samuel Slater, inmigrante inglés que conocía la maquinaria de Arlc-
wright, construyó una pequeña hilanderia de algodón en Pawtudcet (Rhode Island).
Pero la manufacturación creció muy poco hasta que el embargo de Jefferson y la gue-
rra de 1812 no cortaron las importaciones extranjeras. Al final de la guerra ya había
pequeñas fábricas, la mayoría en Nueva Inglaterra. La fundación en 1813 de la Bos-
ton Manufacturing Company por un grupo de comerciantes acomodados de Massa-
chusetts, encabezados por Francis Cabot Lowell, dictó la moda de transferir capital
del comercio exterior a la manufactura. La fábrica que la compañía levantó en Walt-
ham (Massachusetts) fue la primera del mundo en combinar bajo una dirección uni-
ficada todas las operaciones de convertir el algodón en bruto en tela acabada. La com-
pañía de Lowell introdujo constantemente nuevas mejoras tecnológicas y estableció
sus propias agencias de venta en lugar de emplear intennediarios. También en otros
aspectos el grupo abrió un nuevo campo con la contratación de gerentes profesiona-
les para dirigir las operaciones y con la construcción de pueblos de la compañía para
albergar a sus empleadas. En 1823 transfirieron sus actividades al nuevo pueblo in-
dustrial de Lowell en el Merrirnack y después abrieron otras fábricas en Massachusetts
y Nueva Hampshire, con lo que se confirmó la posición de Nueva Inglaterra como
el principal centro textil algodonero del país.
De la manufactura del algodón, el sistema de Waltham se extendió sucesivamen-
te a otras industrias. La manufactura de la lana, que siguió organizada según una base

120
doméstica hasta cerca de 1820, se transfonnó a partir de entonces por la introducción
de maquinaria mecánica. También se multiplicaron las fundiciones de hierro. Una
vez que d aubón mineral y d coque hubieron reemplazado al aubón de leña para
fundir, la producción de mineral de hierro se concentró en el oeste de Pcnsilvania y
Ohio, donde se disponía tanto de aubón mineral como de hierro. A mediados de si-
glo, la fragua abierta y la herrería habían cedido el paso al alto horno cerrado y al ta-
ller de laminación. En lugares como Filadelfia, Nueva York y Lynn (Massachusetts),
la industria del calzado (botas y zapatos) se fue mecanizando y especializando de for-
ma progresiva. Los molinos harineros y las embaladoras de carne se transfonnaron de
modo similar: las primeras se concentraron sobre todo en Roc:hester y San Luis, y las
últimas en Cincinnati y Chicago.
Aunque cada una de las industrias en formación dependía mucho al principio de
la tecnología europea, el ingenio y la inventiva nativas pronto aportaron su contribu-
ción. Ya en 17tr/ el hijo de un granjero de Delaware, Oliver Evans, constiuyó el pri-
mer molino harinero completamente automático; en 1802 construyó un motor de
vapor de alta presión, que resultó adaptable a una gran variedad de propósitos indus-
triales. Aún más crucial para el desarrollo de la industria y la producción en masa fue
d principio de las partes intercambiables, aplicado en 1798 a la manufactura de pis-
tolas por Eli Whitney de Nueva Inglaterra, el inventor de la dcspepitadora de algo-
dón. Este método, que precisaba hacer todas las partes según un mismo y preciso mo-
delo, se aplicó en breve a otras manufacturas. En 1839 Charles Goodyear descubrió
un medio de vulcanizar el caucho indio -esto es, evitar que se reblandeciera, se pe-
gara o se descompusiera con el calor- y, tras otros experimentos, desarrolló un p~
dueto uniforme que hizo posible el auge de la industria del caucho. En 1846, dos
años después de que el telégr2fo eléctrico de Morse hubiera demostrado sus capaci-
dades, las comunicaciones se volvieron a revolucionar por la prensa de cilindros de
vapor inventada por Richard M. Hoe, que hizo posible imprimir periódicos más de
prisa y barato. En 1846 Elias M. Howc. de Massachusetts, ideó y construyó una má-
quina de coser;· tras haber sido mejorada por Isaac M. Singer, se aplicó a la confcc-
ci6n de ropa hecha y calzado. A mediados de siglo, la reputación de los Estados Uni-
dos como cuna de la invención ya se había extendido al exterior. En la Exhibición del
Palacio de Cristal de 1851, los inventos estadounidenses como la máquina segadora
de Cyrus Hall McConnick y el revólver de Samuel Colt crearon un inmenso revue-
lo. Unos cuantos ingleses perspicaces entrevieron los augurios de la final supremacía
industrial estadounidense.
La expansión industrial revolucionó los negocios. Cuando las fábricas se hicieron
mayores y la producción se fue mecanizando, el capital requerido se situó fuera del
alcance de los individuos más acaudalados. La respuesta al problema fue la sociedad
anónima, que podía acumular capital vendiendo acciones a gran número de inverso-
res. Esta forma de sociedad ya había sido utilizada por las empresas constructoras de
carreteras de peaje y puentes, y el principio de la responsabilidad limitada estaba bien .
establecido por la ley y la práctica ya en la década de 1820. Ello significaba que los
propietarios de las acciones de una sociedad eran responsables de sus deudas sólo en
la medida de su inversión. Las leyes generales sobre constitución de empresas aproba-
das en la década de 1830 fueron de mayor ayuda. A partir de entonces, la autoriza-
ción para constituirse en sociedad anónima necesitaba una concesión legislativa espe-
cial, práctica que se ha criticado ampliamente por encaminar a la creación de mono-
polios. Pero, de acuerdo con los principios de derechos iguales jadcsonianos, las

121
autorizaciones estuvieron a disposición de cualquiera que cumpliera ciertos requeri-
mientos legales. Aunque la mayoría de las firmas industriales pcnnanecicron en su
forma primitiva hasta bastante después de la guerra civil, las sociedades anónimas
proliferaron bajo los nuevos acuerdos y a medida que aumentó el número de acci~
nistas, surgió la tendencia de separar la propiedad de la gerencia. De este modo se
abrió el paso a unos cuantos hombres de negocios y financieros emprendedores para
que, aunque po~ sólo una fracción del accionariado, asumier.m el control de
una compañía o una combinación de ellas.
El surgimiento de esta nueva elite de los negocios se vio acompañado por el de
una clase de asalariados que recibían su sueldo cada semana. En un primer momeo·
to la fuerza laboral se extrajo de la población granjera de las cercanías, en especial en
la industria tatil, e incluyó a muchas mujeres y niños. Sin embargo, a partir de la dé-
cada de 1830, cada vez la conformaron más inmigrantes. Las condiciones de trabajo
y vida, aunque mejores que las de Gran Bretaña, eran incuestionablemente malas y
se deterioraron más a medida que se extendió el sistema fabril. La jornada laboral era
larga -basta los niños trabajaban doce horas o más-, los salarios, cortos, la produc-
ción se fue acelerando y tanto las fábricas como los aposentos de los trabajadores es-
taban atestados y eran insalubres. Es cierto que las chicas de la fábrica de Lowell esta-
ban mucho mejor. Aunque trabajaban en hilanderías oscuras y satánicas, impresiona-
ban a sus visitantes por su semblante animoso y su limpia vestimenta; vivían en
cómodos internados y disfiutaban de diversas instalaciones educativas y recreativas,
con tiempo suficiente para producir su propia revista mensual, la Lowtll Offtring. Pero
hasta en Lowcll, las mujeres trabajaban trece horas diarias en verano y desde el ama·
necer hasta el anochecer en invierno, la disciplina era estricta hasta llegar a la tiranía
y en 1834 fueron a la huelga por un recorte salarial. Seis años después el reformista
Orestes Brownson iba a escribir de ellas: •la gran mayoría agotan su salud, brío y m~
ral sin volverse un ipice mejores que cuando comenzaron a trabajar».
No obstante, la acción colectiva para mejorar las condiciones tardó en desarrollar-
se. En Filadelfia, los caq>interos, zapateros e impresores habían comenzado a agrupar-
se en la década de 1790. A pesar del hecho de que los tribunales tendían a considerar
las combinaciones de trabajadores conspiraciones ilegales, otros artesanos siguieron
su ejemplo a comienzos del siglo XIX. A finales de la década de 1820 diversas socieda-
des de artesanos establecieron federaciones municipales y en 1834 seis de ellas se
unieron para formar un Sindicato Nacional de C.Omerciantes. En los pocos años si-
guientes aumentó la pertenencia y hubo una proliferación de huelgas. Pero la depre-
sión y el desempleo que siguieron al pánico de 1837 causó el derrumbe del movi-
miento. Tampoco resultaron más efectivos los partidos de trabajadores fundados en
Nueva York y Filadelfia a finales de la década de 1820. Su definición de «trabajador»
era muy amplia; al incluir a cualquiera menos a los banqueros y los especuladores, los
WJOl'lties se anticiparon a los Caballeros del Trabajo de los años posteriores en conce-
birse como asociaciones de todas las clases productoras. La mayoría de sus dirigentes
no eran obreros, sino reformadores y visionarios de la clase media como Wtlliam Lcg-
Ftt. Theodore Sedgwick y Robert Dale Owen. No les preocupaban demasiado las
anliciones laborales, sino objetivos como la desaparición de las condiciones de pro-
fimrio para tener derecho a voto, la educación universal y gratuita, y la abolición del
-mamiento por deudas. Divididos por la proliferación de facciones, los partidos
tabajadores ya habían dejado de existir aproximadamente en 1834.
& 1842 el sindicalismo obtuvo una notable victoria judicial en el juicio seguido
en Massachusetts por la Comunidad contra Hunt, que estableció que los sindicatos
no eran de por sí conspiraciones criminales y legalizó las huelgas en favor de una fá-
brica con trabajadores sindicados exclusivamente. Pero aunque los tribunales de otros
estados aceptaron pronto estos principios, sólo se habían retirado de forma parcial los
obstáculos legales. Tampoco disminuyó mucho la jornada laboral. Varios estados, co-
menzando por Nueva Hampshire en 1847, aprobaron leyes que la establecían en diez
horas, pero estas medidas perdieron su operatividad por las provisiones que permi-
tían a los empresarios y trabajadores «negociar» horarios más largos. De forma simi-
lar, las leyes sobre el trabajo infantil adoptadas por Massachwetts, Nueva Hampshire
y Pensilvania no sirvieron de nada: sólo prohibían el empleo de niños durante más
de diez horas diarias sin el consentimiento de sus padres. El Hujo inmigratorio de me-
diados de siglo abarató el trabajo e hizo que se retrasara aún más su organización.
El progreso industrial estadounidense en el medio siglo anterior a la guerra civil
puede medirse con facilidad mediante las estadísticas. El número de personas emplea-
das en la industria manufac:tlllera awnentó de 349.000 a 1.311.000; el capital inverti-
do en ella ascendió de 50 millones de dólares a casi 1.000 millones; el valor anual de
los productos manufacturados pasó de 200 millones de dólares a 2.000 millones. Sin
embargo, la revolución industrial estadounidense continuaba en sus primeros esta-
dios en 1860. La manufactura aún se concentraba en su mayoría en Nueva Inglaterra
y los Estados del Atlántico medio, e incluso allí se dedicaban sobre todo a procesar
los productos de las granjas y bosques estadounidenses. Muchos se acababan de for-
ma basta y descuidada. Las operaciones solían ser de pequeña escala; las 140.000 em-
presas de manufactura empleaban una media inferior a 10 personas. El valor anual de
las manufacturas del país era inferior al del Reino Unido, Francia o Alemania. Se ex-
portaba poco, pero seguían afluyendo productos agrícolas y manufacturas extranje-
ras. .No se contaba con el carl>ón mineral suficiente para suplantar otras fuentes de
energía en el transporte, la industria o el hogar. Tampoco la producción de hierro po-
día satisfacer las necesidades internas; gran parte del utilizado en la enorme expan-
sión de los ferrocarriles durante la década de 1850 provino de Inglaterra. Todavía no
había llegado el gran periodo de desarrollo industrial.

EL ASCENSO DE lA INMIGRACIÓN MASIVA

Los cambios sufiidos por el Norte debieron mucho a la inmigración masiva. Has-
ta entonces, el número de llegadas del exterior había sido pequeño, nunca superior
a 10.000 al año. Pero a partir de 1815 la gran oleada de inmigración europea, que es-
taba destinada a extenderse durante un siglo completo, comenzó a tomar impulso.
A comienzos de la década de 1830, los inmigrantes ya llegaban a un ritmo de 50.000
al año, a comienzos de la de 1840, lo hacían ya 100.000 y a comienzos de la de 1850
sobrepasaban con mucho los 300.000. En conjunto, entre 1815 y 1860 no hubo me-
nos de cinco millones de llegadas, más que toda la población de los Estados Unidos
en 1790.
Casi todos los inmigrantes provenían del norte y el oeste de Europa, sobre todo
de Irlanda, Alemania y Gran Bretaña, con números inferiores de Suiza, los Países Ba-
jos y Escandinavia. El motivo principal de su partida era la presión económica: el au-
mento de población coincidió con la transformación del antiguo orden agrícola. Ir-
landa era el país más densamente poblado de Europa, con un sistema de tierras injus-

123
to que mantenía a la masa campesina encadenada al límite de la subsistencia. El au-
mento de la agricultura a gran escala a partir de 1815 y el consecuente desalojo de los
latifundios dio el impulso inicial a la inmigración. Luego, la gran hambruna de 1845-
1849 abrió las esclusas. Tras sucesivos fracasos de la cosecha de patatas, un millón de
personas murieron de hambre y fiebre; muchos de los supervivientes huyeron llenos
de pánico de una tierra que parecía defuútivamente perdida. Los inmigrantes alema-
nes de este periodo no eran, por el contrario, víctimas de la opresión o la carencia. El
hecho de que la inmigración alemana alcanzara su cima justo tras la revolución
de 1848 fue pura coincidencia. La gran mayoría eran granjeros de Württembcrg,
Badem y Bavaria donde, como en hlanda, la consolidación de las granjas estaba apre-
tando a los pequeños. Algunos dejaron attás ruinas por malas cosechas, pero la ma-
yoría decidió no esperar hasta verse reducida a la pobreza y prefirió irse mienttas te-
nía capital suficiente para poder comenzar de nuevo.
También otros acontecimientos contribuyeron al ascenso de la inmigración en
masa. Los libros baratos, los periódicos y las guías de inmigrantes esparcieron d co-
nocimiento popular de América. Los gobiernos que antes habían desaprobado la in-
migración como un drenaje de la riqueza nacional, ahora comenzaron a considerar-
la un remedio para la pob~ y una válvula de seguridad para el descontento, por lo
que suprimieron las restricciones legales. La mayor libertad de desplazamiento coin-
cidió con el aumento de oportunidades para hacerlo. La gran expansión del comer-
cio transatlántico redujo las tarifas del pasaje de tercera clase de tal fonna que todos
menos los muy pobres podían pagarlas; los barcos que transportaban cargas volumi-
nosas como algodón o madera en su viaje hacia el oriente tenían espacio sobrante en
su ruta a occidente y aceptaban de buen grado transportar emigrantes. Pero, cierta-
mente, cruzar el Atlántico siguió siendo una dura prueba. Los emigrantes se amonto-
naban durante semanas interminables en la tercera clase, la comida era burda y ma-
gra, las epidemias, frecuentes. Lo más espantoso ocurrió en 1847, cuando más
de l.700 emigrantes, en su mayoría irlandeses, murieron de tifus. Los gobiernos in-
tentaron poner remedio, pero era dificil hacer respetar los reglamentos. No obstante,
las penurias y la explotación no lograron desanimar a los millones de personas deter·
minadas a compartir la prosperidad estadounidense.
Una mayoría aplastante de inmigrantes se asentaron en el Norte, en especial a lo
laigo de la Costa Este y en la parte superior del valle del Misisipí. El Sur se evitó en
general: allí no se encontraban con tanta facilidad ni trabajos ni tierras para cultivar.
Los inmigrantes con cualificación industrial tendieron a congregarse en los centros de
su oficio: los mineros de carbón y los herreros, en Pensilvania; los alfueros, en Ohio;
los operarios textiles, en Nueva Inglaterra. Aunque la agricultura de fiontera necesita-
ba técnicas especiales, los granjeros inmigrantes se asentaron en tierras vírgenes en nú-
meros mayores de los que ha solido pensarse, aunque lo más probable es que com-
praran tierra mejorada de propietarios que se trasladaban más al oeste. Una propor·
ción cxccpcionahnente elevada de noruegos y suecos se dedicaron a la agricultura,
estableciéndose en una densidad tal en Wisconsin y Minnesota que dieron a esos es·
tados un pronunciado sabor escandinavo. También los alemanes se hicieron granje-
ros, en particular en Ohio, Illinois, WJSconsin y Iowa, pero una proporción semejan-
te se asentó en pueblos y ciudades. En la década de 1850, Belleville (lllinois) tenía un
alcalde alemán, mayoría alemana en el consejo municipal y tres periódicos alemanes;
hasta los negros de la localidad hablaban alemán. Sin embaigo, la mayor concentra·
ción germana se dio en ciudades grandes como Milwaulcce, Cincinnati y San Luis,

124
que contaron cada una con inconfundibles barrios germánicos. En Ovcr the Rhine,
en Cincinnati, los letreros e inscripciones en alemán eran universales en tiendas, res-
taurantes, iglesias, teatros y cC1Vecerías; llenaban las calles alemanes fumando en pipa,
algunos con trajes de campesinos; florecieron organizaciones germanas característi-
cas, entre ellas coros, sociedades gimnásticas y clubes de buena puntería.
La concentración wbana fue más marcada entre los irlandeses. A pesar de su ori·
~ mral predominante, sólo alrededor de un 8 por 100 se asentó en el campo. Mal
pauechados para el trabajo agricola estadounidense, sin capital y sin saber nada de
agricultura a excepción de cómo cultivar patatas, fueron ahuyentados por la soledad
de la vida campesina y estaban poco dispuestos a trasladarse a regiones que no tuvie-
ran una iglesia católica. Por estas razones y debido a que a menudo eran demasiado
pobres o no tenían moral para hacer otra cosa, los irlandeses se congregaron en las
ciudades y a menudo permanecieron donde habían desembarcado. En 1860 Nueva
York ya contenía 200.000 irlandeses, Filadelfia 95.000 y Boston unos 70.000; había
otras colonias considerables en San Luis, Chicago, Nueva Orleans y San Francisco.
Los refugiados del hambre tenían una ingenua fe en los Estados Unidos, pero se con-
Wtieron en los primeros moradores de los barrios bajos, amontonándose en desva-
nes, sótanos, cuartos de alquiler, viejos almacenes y endebles chozas de una habita-
ción en barriadas sórdidas como North End en Boston o Five Points en Nueva York.
Estas zonas se hicieron tristemente famosas por las epidemias y las altas tasas de mor-
talidad. Un comité de investigación bostoniano informó en 1849 que los vecindarios
irlandeses de la ciudad eran cla morada pennanente de la fiebre» y que «la edad me-
dia de vida de los irlandeses en Boston no excedía los catorce años-.
Sin dinero, educación u oficio, se vieron forzados a las ocupaciones serviles; se
convirtieron en obreros, porteros, cocheros y camareros o, en el caso de las mujeres,
en siivientas domésticas. También sobresalieron en la construcción de canales y ferro.
carriles. Las condiciones en los campamentos de construcción eran malas y los acci·
dentes comunes; los contratistas sin escrúpulos solían pagar de menos a los peones ir-
landeses. No obstante, debido al fuerte sentimiento antiirlandés, a veces era dificil en-
contrar hasta los trabajos menos cualificados. «Absténganse irlandeses- era un rasgo
habitual de los anuncios laborales. Poco a poco, comenzaron a encontrar puestos en
las hilerías de Nueva Inglaterra (donde desplazaron a las granjeras nativas) y en las mi-
nas de Pensilvania, mientras que quienes se las arreglaron para llegar tan lejos como
a la nueva ciudad de San Francisco no se vieron tan obstruidos por los prejuicios.
Pero, en general, pennanecieron en el fondo del montón.
Aunque el flujo de inmigrantes benefició la economía del país, su volumen y ca-
racterísticas inquietaron a muchos estadounidenses. En 1850 ya constituían casi la
mitad de la población de Nueva York, Chicago, Cincinnati, Milwaukee, Detroit y
San Francisco; en San Luis sobrepasaban a los nativos en una proporción de dos a
uno. Más preocupante que el simple número era la pérdida de la unidad social. Has-
ta entonces los estadounidenses. se habían enorgullecido de su inmunidad frente a las
enfermedades sociales de Europa. Los pobres y mendigos habían sido pocos, los de-
litos, comparativamente raros. Pero la asistencia pública a los pobres y las estadísticas
criminales de mediados de siglo revelaron que los nacidos en el extranjero estaban
fuertemente representados. Dos tercios de los indigentes de Massachusetts en 1849
eran extranjeros, la mayoría irlandeses; de las 17.328 personas detenidas en Nueva
York en un banio típico en 1858, nada menos que 14.638 eran extranjeras, 10.477 de
ellas irlandesas. Los estadounidenses también se sentían trastornados por las conse-

125
cuencias polític.as de la inmigración, entre ellas la violencia electoral y los fraudes en
las urnas. Y aunque muchos recién llegados desconocían las instituciones del país, en
algunos lugares eran lo bastante numerosos para sostener el equilibrio político.
Pero más que cualquier otra cosa era la religión la que avivaba el sentimiento con-
tra los inmigrantes. Hasta alrededor de 1830 los Estados Unidos habían sido e.así ex-
clusivamente protestantes, pero treinta años después, gracias a la inmigración irlande-
sa y germana, el número de católicos excedía los tres millones y suponía un 1O
por 100 de la población. De manera correspondiente, se había elevado el número de
obispos y sacerdotes, conventos y monasterios, escuelas .Y universidades católicos.
Todo ello reavivó el anticatolicismo de la época colonial. Al considerar a la Iglesia ca-
tólica sobre todo una institución política, estrechamente aliada además al despotismo
europeo, los protestantes creían que esta fe era incompatible con los ideales estadou-
nidenses. Algunos fanáticos exaltados llegaron a considerar la inmigración parte de
un complot papista para subvertir sus instituciones libres. La década de 1830 contem-
pló una inundación de literatura anticatólica difunatoria, aunque su popularidad se
debió probablemente tanto al atractivo de la pomografla religiosa como al propio an-
ticatolicismo. A comienzos de la década de 1840, los temores hacia d catolicismo se
estimularon aún más por su oposición al uso de la versión de la Biblia del rey Jacobo
en las escuelas públic.as y sus demandas de compartir los fondos para las escuelas es-
tatales. Para muchos protestantes, tales actitudes parcdan blasfemas, divisorias y an-
ticstadounidenses. La hostilidad hacia el catolicismo hizo erupción de forma oc.asio-
nal en violencia multitudinaria, sobre todo en 1834, con la quema de un convento
de ursulinas en Charlestown (Massachusetts), y en 1844, cuando se prendió fuego a
las iglesias católicas de Filadelfia y varios católicos resultaron muertos y heridos.
No todos los estádounidenses se sintieron pcrtwbados por la inmigración. Mu-
chos seguían manteniendo la creencia tradicional de que su país había sido elegido
por la Providencia como un refugio para los oprimidos del Viejo Mundo. No obstan-
te, a mediados de la década de 1850, el temor hacia los extranjeros y los católicos dio
como resultado el surgimiento de un nuevo partido político caborigenista• que dis-
fiutó de gran éxito, aunque poco duradero (véase el capítulo XI).

126
CAPfruLo VIII

La política del igualitarismo, 1824-1844

(UNA SOCIEDAD DE IGUALES?

Para Alexis de Tocqueville, autor del clásico Democracia m Amirica, publicado


en 1835, la marca distintiva de los estadounidenses era la «igualdad de condición,.. El
conjunto de su sociedad., insistía. había «eonfluido en la clase media,. y pocos hom-
bres eran muy ricos o muy pobm. ~enes tenían fama de ser ricos no lo eran en rea·
lidad para los parámetros europeos. Además, en general eran hombres que habian
triunfado por esfueno propio y que tendían a pc:idcr sus fortunas con la misma faci-
lidad con que las habían obtenido. ~e prevalcáa una igualdad de condición general
era también la opinión de otros visitantes europeos como Harriet Martineau y Char-
les Dickens, quienes señalaron la ausencia de barreras sociales y distinciones de rango,
y el hecho de que los títulos fueran tabú salvo los honorificos conferidos libremente
como cjuev y «eoronel,.. Observaron que los modales eran menos formales que en
Europa. que los imigrantes aprendían de inmediato actitudes igualitarias, que los po-
líticos exhibían sus origenes humildes o se excusaban por no tenerlos, que la palabra
cservidor- se consideraba demasiado rebajante y «amo» (excepto en el Sur esclavista),
demasiado deferente, que hasta los niños rechazaban el principio de autoridad. A los
europeos con conciencia de clase -y sin duda a algunos estadounidenses, como el es-
critorJames Fenimore COopcr- todo esto les resultaba desagradable y se quejaban de
que los estadounidenses se tomaban excesivas familiaridades, su curiosidad resultaba
impertinente y además carecían de refinamiento. Pero tales quejas sólo reforzaban la
afirmación de que en la América jadcsoniana todos los hombres vallan lo mismo.
El retrato de Tockeville fue exagerado en algunos aspectos. Investigaciones recien-
tes han revelado la existencia de grandes desigualdades económicas, sobre todo en las
ciudades del noreste. En el tiempo de su visita (1831-1832), sólo Nueva York tenia
cien personas con fortunas de 100.000 dólares o más y Boston, setenta y cinco. En el
Qtro extremo, la inmigración estaba creando una masa de indigencia creciente. Ade-
más, pocos de los ricos habían triunfado por esfuerzo propio; ni tampoco las grandes
fortunas se perdían con facilidad. A pesar de la supuesta falta de clases, la sociedad es-
tadounidense estaba lejos de carecer de estratos. En todas partes existían diferencias
de educación y posición, y en lugares como Nueva York, Boston, Filadelfia y Balti-
more había, si no una aristocracia formal, al menos una elite acaudalada que vivía de
manera refinada y -en especial sus mujeru- demostraban una feroz exclusividad.
Sin embargo, la tesis igualitaria era correcta en lo básico. A pesar del hecho de que

127
la riqucu era innegable, no confcria por sí misma poder o pJCStigio. Tampoco eran los
estadounidenses ricos ociosos. Hasta los miembros de los árculos de moda tenían que
trabajar para ganarse la vicia y, en una sociedad que apreciaba la diligencia, el trabajo
tendía a servir de nivelador. Además, los estadounidenses hablaban y se vestían igual en
una medida desconocida en Europa Las formas características de hablar, como señala·
ria un observador en 1855, se «elistribuían por igual a lo largo de tocias las clases y loca-
lidades». También resultaba notable lo que un historiador ha denominado •la democra-
cia de la ropa•. Todos los trabajadores usaban guantes. El cónsul británico en Boston,
observando que a comienzos de la década de 1840 las sirvientas estaban «fuertemente
infectadas por el mal gusto nacional de ir demasiado vestidas», se quejaba de que •era
bastante dificil distinguirlas de sus señoras». Viajar también tenía efectos igualadores. La
gente no sólo se desplazaba más que en Europa. sino que lo hacía en desorden y de he-
cho era común suponer que se dormiría con otras personas, ya que las camas de los ho-
teles se aqgnaban a los huéspedes según el orden de llegada y podían ser dos, tres y has-
ta cuatro ocupantes por cada una. los factores demográficos también desempeñaron su
papel. los Estados Unidos eran un país joven en más de un sentido: en 1830 casi la mi-
tad de la población (45 por 100) tenía menos de quince años y un tercio (32,6 por 100),
menos de diez. &ta extraordinaria juventud ayudaba a explicar la libertad que disfiuta-
ban los niños y que sorprendía a los obicrvadores europeos de forma tan desfavorable.
C.Omo la fueiza laboral era Rlativamente pequeña, a los padres no les quedaba más re-
medio que preocuparse del trabajo, así que los niños tenían que confiar en sí mismos a
la fuciza. La consecuencia era que, como señaló Tocqucvillc, la adolescencia se ~
nocía. C.Omo expresó otro visitanre, los &fados Unidos eran un país SÚl niños, que sólo
tiene •hombres y mujeres diminutos en proceso de hacerse mayores».

LA. DEMOCRACIA POÚl'ICA

La pasión por la igualdad adquiría su apresión más plena en la política. los nue-
vos estados del Oeste que entraron en la Unión después de 1812 contaron desde el
comienzo con el sufragio de todos los hombres blancos adultos o, en el peor de los
casos, prescribieron el requisito nominal de ser contnbuyentes. En los estados del
Este más antiguos, las convenciones constitucionales revocaron los requisitos que
qucclaban de poseer propiedad para poder votar, aunque hubo una terca resistencia
en algunos lugares. Juristas conservadores como Joscph Story y James Kent, junto con
Daniel Webster y los antiguos presidentes Madison y Monroe, sostenían que la pro-
piedad se merecía un peso e influencia política especial porque proporcionaba al go-
bierno la mayoría de sus ingresos. Pero en 1830 la mayor parte de los estados ya ha-
bían adoptado el sufiagio universal para los varones adultos blancos y cuando llegó
la guerra civil ya lo habían hecho todos. Las mujeres aún no podían votar ni tampo-
co los negros, con unas pocas excepciones; de hecho, algunos estados privaron de sus
derechos a los negros a la vez que extendían el voto para los blancos. Pero con estas
limitaciones, el derecho al sufragio se hizo casi universal.
La democracia política también avanzó en otros sentidos. Los requisitos religiosos
y de propiedad para poder ocupar cargos desaparecieron o se redujeron; los cargos es-
tatales, incluso la judicatura, tendieron a hacerse electivos y no por nombramiento; y
se reconoció el principio del gobierno de la mayorla en un intento de igualar los dis-
tritos electorales. Además, los electores presidenciales cada vez se fueron eligiendo más

128
por d voto popular directo y no por las asambleas estatales. En 1824 sólo seis estados
se adherían ya a la antigua práctica; en 1828, sólo uno: Carolina del Sur. Durante la
década de 1820 el número de votantes, sobre todo en las elecciones presidenciales, co·
menzó a aumentar mucho más rápidamente que la población en su conjunto. En las
elecciones presidenciales de 1824, sólo el 26,5 por 100 de los varones adultos blancos
fueron a las urnas, pero en 1828 subió al 56,3 por 100 y en 1840 alcanzó el 78 por 100.
&to se debió no sólo a la extensión del sufiagio, sino al hecho de que el electorado se
hizo más consciente de la política y las organizaciones de los partidos que empezaban
a desarrollarse realizaron grandes esfuerzos por «Sacar votOS». Otra consecuencia más
del ascenso del igualitarismo fue el cambio efectuado en el procedimiento para elegir
los candidatos presidenciales. Desde 1800, habían sido los cónclaves secretos del C.On-
greso (CIUICllSeS) los que lo habían hecho. &te sistema, que dejaba la nominación en
manos de una camarilla interna de los políticos de Washington, fue cada vez más ata-
cado como antidemocrático. En 1832 se había dado paso a un sistema de convencio-
nes electivas nacionales, en las que estaban representados los miembros ordinarios del
partido y, al menos en teoría, tenían algo que decir en la elección de candidatos.
No menos significativo fue el desarrollo de un estilo político más popular. Los can-
didatos a un cargo público enconttaron ventajoso no sólo ensalzar al hombre común,
sino declar.usc semejantes a él. Se pu.ñeron de moda los apodos políticos: Andrew Jadc-
son era •Viejo Nogal Americano», Thomas Hart Benton, •Viejo Lingote», Martín van
Buren, «el zorro rojo de Kindcrhoob y Heruy <lay, cHany del Oeste». El lenguaje se
adaptó rápidamente a las demandas de los políticos de masas. La cultura política patri-
cia de la primera república se había expresado en palabras como camarilla, cónclave, in-
terés y &cción. Pero, como el historiador Morton Kdler ha demostrado, ahora se clcsa-
rrolló un vocabulario político que recunia mucho a imágenes f.uniliares del hombre co-
mún. Un candidato oscuro para un cargo era «un caballo sin posil>ilidades» (tlatlt borse);
un mandatario derrotado era un cpato cojo» (úzme áMdt.); los proyectos de ley sobre asig-
naciones se convirtieron en •barriles de carne de cmlo» (pt»lt. bamls), aprobados con fre-
cuencia mediante· el crodamiento de troncos en el agua• (logrol/ing}, es decir, la ayuda
política recíproca; los políticos haáan arengas políticas «Sentados en la cen:a• (es decir,
entre dos aguas, sin tomar partido), juntaban las tablas (plan/a, es decir, los puntos) para
hacer una platafonna (programa); una victoria electoral apWt.ante era una avalancha.
Otras acuñaciones reveladoras incluyeron btmamte o b"1Útlln (con el significado de dis-
cursos elaborados con el propósito de obtener la aprobación popular), gmytlllllllleri
(un método de concertar los distritos electorales para beneficiar a un partido) y lobbbying
(la práctica de fi:ccuentar las asambleas para influir a sus miembros, es decir, el cabildeo).
AJgunos de estos ejemplos sugieren. que la democracia política tenía efectos colaterales
desafortunados. Sin duda, condujo a un declive marcado en las normas de conducta en
el Qmgreso. Sus miembros parecían haberse vuelto cada vez más proclives a la embria-
guez, mientras que, quizás como consecuencia, los debates eran con demasiada fre-
cuencia desfiguraclm por altercados personales y pendencias impropias.

jOHN QylNCY AoAMS Y EL REPUBUC'.ANISMO NACIONAL

El sistema de cónclaves se demunbó en 1824 cuando las diferentes facciones re-


publicanas no pudieron ponerse de acuerdo para elegir un candidato presidencial.
Una reunión a la que asistieron menos de un tercio de los congresistas republicanos

129
escogió a Wtlliam H. Crawford de Georgia, a quien el presidente Monroe había d~
signado su sucesor. Pero otros aspirantes se negaron a aceptar la decisión. Una reu-
nión celebrada en Boston eligió a John Q.úncy Adams secretario de Estado de Mon-
roe; la asamblea de Kentudty nombró a Henry Clay portavoz de la Cámara; la asam-
blea de Tennessee seleccionó a alguien fuera de la política, d general Andrew Jackson,
héroe de Nueva Orleans. En las elecciones Jackson recibió 99 votos dectorales;
Adams, 48; Crawford, 41 y Clay, 37. Puesto que ningún candidato tenía mayoría, re-
cayó en la Cámara de Rq>resentantes degir un presidente entre los tres candidatos
principales. Crawford, que había sufrido una apoplejía, estaba fuera de considera-
ción, junto con Clay, que había quedado el cuarto. Pero el último, portavoz de la Cá-
mara y con 37 votos en su haber, tenía el poder de decidir el resultado. Cortejado con
avidez por los partidarios tanto de .Adams como de Jacbon, Clay acabó poniendo
todo su peso en favor de Adams, que fue debidamente elegido.
Este desenlace era lógico, ya que Adams era un defensor manifiesto del Sistema
Americano, mientras que Jackson no y, además, era el principal rival de Clay en las ·
predilecciones del Oeste. Pero los seguidores de Jackson se indignaron porque a su
candidato se le hubiera negado la presidencia después de haber encabezado los votos
populares y electorales. Y cuando Adams nombró a Clay su secretario de Estado
-paso tradicional para llegar a la presidencia-, alegaron de inmediato que ambos
habían hecho «UD trato corrupto». No hay pruebas de ello, pero los jacksonianos, con
la vista ya puesta en las elecciones de 1828, suscitaron d clamor de que una pequeña
camarilla había contrariado la voluntad popular. La consecuencia ~ importante de
la controversia fue la realineación de las diversas facciones republicanas en dos alas
opuestas, la de Adams y Clay, que empezó a ser conocida como los republicanos na-
cionalistas, y la de los jacksonianos, conocidos como los republicanos demócratas.
El hijo del segundo presidente,John ~cy Adams, había sido sucesivamente re-
presentante ante los Países Bajos, Rusia y Gran Bretaña, y también un sobresaliente
secretario de Estado. Pero su presidencia fue un largo catálogo de fiustraciones. A ~
sar de su talento y meticulosidad, carecía de habilidad política y carisma. Su larga re-
sidencia en el extranjero había hecho que perdiera el contacto con su tierra natal. e.a.
rente de cordialidad, le incomodaban los frutos dd igualitarismo en ascenso. No cor-
tejó la popularidad y era demasiado noble para utilizar el patronazgo presidencial
para funnarse un grupo de partidarios personales o incluso obtener votos para el gran-
dioso plan de mejora nacional que estableció al llegar al cargo. El plan incluía una red
nacional de carreteras y canales, respaldo federal para la agricultura, el comercio y las
manufacturas, fumento de la ciencia, la literatura y las artes, y una universidad nacio-
nal. Se daba buena cuenta de que los programas centralizados como el suyo iban con-
tra la corriente de los derechos en alza de los estados pero, como creía que debía dar-
se al pueblo lo que era bueno para él y no lo que quería, pidió al Congreso que no
se cparalizara por la voluntad de nuestros votantes».
En la contienda, las propuestas del presidente no se tuvieron en cuenta o fueron
ridiculizadas. Las asignaciones para las mejoras internas excedieron a las votadas du-
rante todos los gobiernos anteriores, pero fueron muy inferiores a lo que Adams qu~
ria. El presidente tuvo mayores problemas con quienes defendían los derechos de los
estados --¡ en realidad con los del Sur y el Oeste en general- cuando repudió un
tratado fraudulento que despojaba a los indios creek de sus tienas de Georgia. Tam-
poco atendió el Congreso a su petición para una mayor protección de la industria.
De hecho, el Arancel de 1828 aumentó los derechos de aduana, pero de un modo fur-

130
tuito; producto de la maniobra política de los congresistas jacksonianos, la medida
no hacia referencia, según señaló John Randolh, «a manufacturas de ninguna suerte
o clase, sino a la manufactura de un Presidente de los &tados Unidos•.

Los JACKSONIANOS

El nacionalismo económico de Adams unió a sus adversarios contra él y propor-


cionó a los partidarios de Jackson nuevos aliados. Un claro oportunismo aceleró la ur-
gencia por subirse al carro de la banda de Jackson: los políticos calculadores, perci-
biendo el aumento del apoyo popular hacia éste, se apresuraron a unírsele. El primer
dirigente nacional que lo hizo fue Calhoun. Irritado por el «trato conupto» que pa-
recía bloquear su camino a la Casa Blanca, también se vio influido por la creciente
hostilidad de su estado hacia el poder federal. A continuación, Martin van Burcn
puso a disposición de la coalición en desarrollo su formidable talento para la organi-
zación política. Miembro destacado de la Albany Regcncy, la poderosa maquinaria
que durante algunos años había controlado a los políticos neoyorquinos, Van Buren
pretendía controlar la amenaza del regionalismo creando un nuevo partido nacional
y vio en el movimiento de Jackson una oportunidad para hacerlo. Junto con otios lu-
gartenientes jacksonianos, se puso a trabajar para erigir la maquinaria necesaria con el
fin de que resultara electo el Viejo Nogal Americano. &tableció redes de comités que
se propagaron desde Nashville (hogar de Jackson) y Washington y estableció una ca-
dena nacional de periódicos para llevar el credo jacksoniano al pueblo. No estaba cla-
ro en qué consistía este credo, ya que Jackson evitaba comprometerse en temas con-
cretos, lo que no es sorprendente dadas las diferencias entre los grupos heterogéneos
que se alineaban detrás de él: viejos republicanos, antiguos federalistas, defensores de
los derechos de los estados sureños, seguidores de los movimientos de trabajadores de
las ciudades del &te. Pero había un tema que se reiteraba de forma constante: Jack-
son era el candidato del pueblo.
Pocos asuntos que no fueran la acusación de «trato conupt0» se plantearon al
electorado en 1828. De hecho, la campaña fue una mala publicidad para la democra-
cia, con los partidarios de ambos bandos tratando de sobrepasar a sus adversarios en
procacidad y difamaciones. Los jacksonianos denostaron a Adams como tnonárqui-
co, hipócrita y parásito, acusándolo de derrochar el dinero público en máquinas de
juego y, lo que era aún más f.mtástico, de haber actuado como alcahuete para el zar
de Rusia. Los seguidores de Adams, por su parte, denunciaron a Jackson como un ru-
fián de la frontera, jugador, adúltero y tirano militar.
~ todas estas detracciones contribuyeran a que hubiera una elevada concu-
rrencia de votantes, pero no parecen haber afectado los resultados, que fueron una
gran victoria de Jackson, aunque no aplastante. Sus seguidores la mostraron como un
triunfo del hombre común, interpretación que apoyaron las tumultuosas escenas que
siguieron a la toma de posesión del nuevo presidente. En Washington se congregaron
inmensas multitudes y un abigarrado ejército de bienquerientes que intentaban estre-
char la mano del general invadieron la Casa Blanca, trepando en los muebles y lu-
chando por conseguir un refresco. Jackson se vio forzado a escapar del acoso por una
puerta trasera y sólo la colocación de tinas con ponche en el césped indujo a las ma-
sas a salir fuera y evitó más daños. Los conservadores estaban escandalizados. El juez
Story del Tribunal Supremo declaró: •El reino de su majestad la plebe parece triun-

131
fante.• Pero un seguidor de Jacbon afirmó: •Fue un día de orgullo para el pueblo. El
general Jackson es su prtsiJm/e.•
Sin duela, estaba más próximo al pueblo que cualquiera de sw seis antecesores,
que provenían de familias del Este bien establecidas y eran cultos y educados, mien-
tras que él había subido de la pobreza, había recibido escasa educación formal y era
fiuto de la frontera. Nacido de padres inmigrantes escoceses en la frontera de Caroli-
na en 1867 y huérfano a los catorce años, había sido de forma sucesiva aprendiz de
talabartero y maestro de escuela antes de estudiar derecho y trasladarse a Tennessee.
Se sumergió en la política y en la especulación de tierras, y pronto se convirtió en un
acomodado abogado, plantador, dueño de esclavos y juez. Aunque no era tan tosco
como a veces alegaban sw enemigos, era un hombre de temperamento violento y
fuertes prejuicios, un célebre duelista y un devoto de las pdeas de gallos y las carreras
de caballos. Sólo tenía una experiencia limitada en política nacional, pero obtuvo un
amplio renombre como combatiente de los indios y como el vencedor de Nueva Or-
leans. Como héroe militar presentaron sus partidarios su opción a la presidencia
en 1824. Jackson no contribuyó nada al movimiento democrático que iba a llevar su
nombre; de hecho, en Tennessee había demostrado escaso interés por el hombre co-
mún, aliándose con los grandes especuladores y haciendo cumplir con vigor las de-
mandas contra los deudores. Antes de ser presidente, tampoco había intentado for-
mular las ideas y políticas que se asociarían con la democracia jacksoniana. Pero una
vez en la Casa Blanca demostró las cualidades que llevaron al pueblo llano a consi-
derarlo la encamación de sw aspiraciones democráticas.

l.A PRESIDENCIA DE }ACICSON

Una de las primeras actuaciones de Jackson fue proporcionar una razón elevada a
la práctica, comenzada con Jdímon, de recompensar a los partidarios políticos con
cargos públicos. Uno de sus lugartenientes, Wtlliam L Marcy, de Nueva York, afirma-
ría sin vergüenza que «no veían nada incorrecto en la regla de que al victorioso perte·
necen las prebendas del enemigo». Pero, para el presidente, la rotación en el caigo era
un «destacado principio del republicanismo-. Sostenía que debía reemplazarse con pe-
riodicidad a quienes ocupaban un caigo de modo que se controlara la coI?Upción, se
evitara la creación de una burocracia atrincherada y se permitiera a más ciudadanos
participar en la vida pública. La sospecha hacia los expertos que iba a ser un rasgo del
jacksonianismo provocó la declaración del presidente de que los deberes oficiales eran
«tan sencillos y simples que cualquier hombre inteligente podía realizarlos-. No llevó
a cabo una pwga completa; durante los ocho años de su mandato, no depuso a más
de un quinto de los cargos federales, algunos de ellos por cawas justas. (Los 'llJbigs iban
a ser mucho más despiadados tras su victoria en 1840.) Tampoco, al menos en altos ni-
veles, hizo el funcionariado más democrático; sw elegidos eran sobre todo hombres
con educación, riqueza y posición social. No obstante, el sistema de prebendas, bien
establecido ya en Nueva York y Pensilvania, se convirtió por vez primera en un rasgo
de la politica nacional. El padrinazgo federal se usó de modo sistemático para promo·
ver la disciplina de partido. Y como, según señaló un observador político en 1838, •la
búsqueda y la obtención de un caigo se convirtieron en negocios regulares, en los que
la impudicia triunfaba sobre la valía•, el principal resultado de la rotación de caigos fue
que se redujeran la preparación y eficiencia del funcionariado.

132
A pesar de su resultado imperfecto, la creencia de Jacbon en la participación ~
pular en la política representó un distanciamiento del igualitarismo doctrinal y con-
descendiente de Jeffcrson. El pensamiento y la práctica jacbonianos también sobre-
pasaron al jeffersonianismo al equiparar sufragio y ciudadanía en lugar de la posesión
de propiedades y al cn.q)r,ar el cargo presidencial como la encamación de la volun-
tad popular. Pero, por lo demás, la democracia jacboniana fue un fruto del republi-
canismo jeffersoniano y el mismo Jadson, jdfcrsoniano por formación y penpecti-
vas, continuó respaldando las antiguas virtudes republicanas de frugalidad, solvencia
fiscal y gobierno limitado. C.Omo Jeffcrson, también recalcó de forma repetida que el
gobierno federal tenía poderes limitados y prometió guardarse de «toda incursión en
la esfera legítima de la soberanía estatal•.
&te fue el principio que invocó en 1830 al vetar el proyecto de ley de la carm:c-
ra de Maysvillc que establecía ayuda federal para una vía de peaje que unía dos pue-
blos de Kentucky, Maysville y Lcxington, y que sus partidarios consideraban parte de
la proyectada Camtera Nacional. Sin embaigo,Jacbon sostuvo que seria inconstitu-
cional asignar dinero federal para una carretera que se extendía sólo por un estado.
Era mucho mejor saldar la deuda nacional y distribuir los excedentes entre los esta·
dos para permitirles financiar sus propias mejoras internas. En J:Calidad, las razones
para el veto eran en gran medida políticas: quería asestar un golpe al Sistema Ameri·
cano y eligió un blanco situado en el estado de Clay. En otras ocasiones fumó p~
ycctos de ley para mejoras internas que tenían un carácter igual de local. No obstan-
te, el veto frenó, si no detuvo, el movimiento encaminado a obtener ayuda federal
para las mejoras internas.
El interés de Jadcson por los derechos estatales se demostró de forma aún más lla-
mativa en una controversia sobre la retirada de los indios chcrolcees de sus ticmas de
~rgia. Mediante una serie de tratados con los :Estados Unidos que se remontaban
a 1791, los chcrokccs del estado de Georgia habían sido considerados una nación con
sus propias leyes y costumbres. Sin embargo, ni estos tratados ni el hecho de que fue-
ran un pueblo -alfabetizado y altamente civilizado sirvieron como pruebas contra la
codicia de los colonos blancos. En 1828, tras el descubrimiento de oro en sus ticmas,
la asamblea de Georgia declar6 nulas las leyes de la Nación Chcrolcee y dejó sin efcc·
to los títulos indios sobre la tima. Entonces los hombres de la tribu llevaron su caso
ante el Tribunal Supremo. En el juicio seguido por Worcester contra Georgia (1832),
el presidente del Tribunal Supremo, John Marshall, declaró inconstitucional la ley de
Georgia, ya que era el gobierno federal el que tenía jurisdicción exclusiva sobre los
chcrokccs. Pero cuando Georgia desafió la sentencia del tribunal, se cuenta que Jack-
son dijo: «}ohn Marshall ha tomado una decisión, ahora dejemos que la haga cum·
plir.• Alentado por el apoyo presidencial, Georgia expulsó a los cherokccs de sus ca-
sas a punta de bayoneta. úrea de una cuarta parte de ellos murieron en la marcha de
casi 6.000 km cruzando el Misisipf, el denominado «Sendero de las Lágrimas». Su &I-
ta de compasión hacia el hombre rojo sólo podía esperarse de un·antiguo combatien-
te contra los indios como él. Durante su presidencia, dio un curso vigoroso al progra·
ma de Jcfferson de trasladar a todas las tribus indias a las ticmas al oeste del Misisipí.
Sin pensar en el sufrimiento que conllevaba, Jacbon defendió la política del traslado
por ser en interés de los mismos indios. Al dejar la presidencia, declaró hipóaitamen·
te: «Los filántropos nos regocijaremos de que los ~estos de esa raza desgraciada hayan
sido por fin colocados fuera del alcance del daño y la opresión y de que, de ahora en
adelante, el cuidado paternal del Gobierno General los vigile y proteja.•

133
LA CRISIS DE lA INVALIDACIÓN

Defensor de los derechos estatales cuando le convenía, Jackson era sin embargo
un nacionalista intransigente, opuesto a cualquier intento de &accionar la Unión.
Ello se hizo evidente durante la crisis de la invalidación de 1832-1833, fruto-al me-
nos aparentemente- del descontento de Carolina del Sur con la política arancelaria
federal. Aunque la protección no había sido un tema regional cuando se aprobó la
ley arancelaria de 1816, había acabado siéndolo una década después. A medida que
Nueva Inglaterra se fue dedicando cada vez más a la manufactura, sus portavoces, al
principio divididos acerca de los umceles, se convirtieron en proteccionistas feroces;
el Sur, por otro lado, cada vez se volvió más hostil a la protección, a medida que se
esfumaban sus esperanzas de industrializarse. Las protestas sureñas aumentaron cuan-
do se aprobó en 1828 el «Arancel de las Abominaciones-, estrictamente proteccionis-
ta. La medida extendía la protección a ciertos productos agrícolas como la lana y el
cáñamo, así como a las manufacturas, y era una artimaña electoral que habían dis-
puesto los partidarios de Jackson para ganar votos en Nueva York, Pensilvania y los
estados del Oest.e. Provocó una protesta especialmente s<>nora en Carolina del Sur,
donde los precios del algodón se habían visto deprimidos durante varios años. Las ra-
zones reales del declive de la economía estatal eran el agotamiento del suelo y la com-
petencia de los campos de algodón recién abiertos más al oeste, pero sus habitantes
culpaban a la política federal. Razonaban que mientras que la protección enriquecía
a las fábricas del Norte, las consecuencias para ellos eran manufacturas más caras y
precios de algodón más bajos. Debido a la actitud de su estado, a Calhoun le resul-
tó oportuno retractarse de su prot.eccionismo anterior, junto con gran parte de su na-
cionalismo. Su &position lllld Protest, escrita de forma anónima en 1828, atacaba al
arancel como «inconstitucional, desigual y opresiva», y seguía proponiendo una in-
geniosa gumúa constitucional para los derechos del Sur: la doctrina de la invalida-
ción. Haciéndose eco de las doctrinas constitucionales de las Resoluciones de Vu:gi-
nia y Kentudcy, sost.enía que un estado podía invalidar, sirviéndose como instrumen-
to de una convención especial, toda ley del gobierno federal que considerara
inconstitucional.
Pero aparte de denunciar el Arancel de la Abominación y apoyar la &posilion, Ca-
rolina del Sur no hizo nada de momento. Buscó remedio en el gobierno de Jadcson
recién elegido, esperando que Calhoun lo dominara y que sucediera al aparentemen-
te endeble soldado tras un mandato. Pero una serie de disputas personales y políticas
llevó a una ruptura entre Jackson y su vicepresidente. El gran debate del Senado en
enero de 1830 sobre la naturaleza de la Unión sirvió para hacer público su desacuer-
do. El debate se originó en una discusión sobre la política del suelo público y acabó
centrándose en la cuestión de los derechos estatales contra el poder nacional. Como
presidente del Senado, Calhoun no habló, pero escuchó con evidente aprobación
cuando su compañero de Carolina del Sur, Robert Y. Hayne, se lanzó a una apasi~
nada defensa del punto de vista de los derechos estatales y la teoría de la invalidación.
A Hayne le hizo frente Daniel Webst.er, ahora un nacionalista tan ardiente como lo
había sido Calhoun. Su segunda réplica a Hayne, considerada como el más célebre
discurso pronunciado en el Congreso, afumaba que la Constitución no era un pacto
entre los estados, como expresaba la &posilion, sino entre el pueblo. La autoridad

134
adecuada para intelprctar la Constitución era el Tribunal Supremo. Se pretendía que
la unión fuera perpetua; la invalidación era traicionera y conduciría a la guerra civil.
Sus palabras de conclusión, •Libertad y Unión, ahora y por siempre, una e insepara·
ble-, se convirtieron en el grito de ánimo de las tropas de la Unión en 1861. Pronto
se hizo evidente la posición de Jackson. En un banquete para celebrar el cumpleaños
de Jeffcrson en abril de 1830, en el que los sentimientos sobre los derechos estatales
se estaban expresando libremente, el presidente se levanto y, mirando a los ojos a Cal·
houn, propuso un brindis: •La Unión Federal debe preservarse.•
Una absurda contienda social ayudó a completar el distanciamiento de ambos
hombres. La señora Calhoun, cabeza reconocida de la sociedad que formaban los
cargos de Washington, reaccionó a las habladurías sobre Peggy Eaton, la vivaz, atrac-
tiva y mal reputada esposa del secretario de Guerra de Jadcson, poniéndose al frente
de un movimiento de las esposas de los miembros del gabinete para hacerle el vado.
Jac:kson, quien creía que las difamaciones contra su propia esposa durante la campa·
ña de 1828 habían precipitado su muerte, se sintió profundamente ofendido y de-
mandó que se tratara con respeto a la señora Eaton. Pero aunque los miembros del
gabinete temían al presidente, temían la ira de sus esposas aún más. Mientras tanto,
Jadcson había descubierto que en 1818 Calhoun, entonces secretario de Guerra, ha·
bía querido procesarlo en consejo de guerra por su invasión no autorizada de Florida
durante la guerra con los semínolas. Censurado por esta revelación, Calhoun trató de
aplicar su conducta, pero sólo convenció aJadcson de su doblez. En abril de 1831,
fue reorganizado el gabinete para excluir a los amigos de Calhoun. Van Buren, cuyas
maniobras habían contribuido a este resultado, pudo unirse más al presidente y
en 1832 suplantó a Calhoun como vicepresidente y heredero aparente de Jac:kson.
Tras la aprobación de una nueva ley arancelaria en julio de 1832, se desencadenó
la controversia sobre la invalidación. Aunque la medida reducía los derechos aduane-
ros de forma considerable, no iba lo bastante lejos como para satisfacer a Carolina del
Sur. No obstante, la cuestión arancelaria no explica por completo -<> quizás ni si-
quiera mucho- el miedo patológico al poder federal que ahora atenazaba a la arist~
cr.acia dominante de plantadores de Carolina del Sur. El surgimiento del abolicionis-
mo militante en el Norte, el impacto de la insurrección de Nat Tumer, los sentimien·
tos antiesclavistas expresados durante los debates legislativos de Vuginia en 1832, la
agitación creciente pidiendo la emancipación en las Indias Occidentales británicas,
una región con la que Carolina del Sur terúa lazos históricos y culturales, toda esta
conjunción de acontecimientos no podía dejar de suscitar aprensión en un estado
que terúa una proporción más elevada de negros que ningún otro. Y como el Norte
estaba sobrepasando rápidamente al Sur en población, quizás no estuviera muy dis-
tante el día en que una mayoría nacional hostil eliminara las garantías otorgadas por
la Constitución a la •institución peculiaP. Así, la invalidación acabó siendo conside-
rada algo más que un método de frenar la explotación económica del Norte, es decir,
un medio de limitar el poder potencial del gobierno federal sobre la esclavitud.
Abandonando la especmza de encontrar remedio en el gobierno tras la adopción
del arancel de 1832, Calhoun otorgó su apoyo de manera franca a la invalidación y
dimitió como vicepresidente para luchar por los derechos del Sur en el campo del Se-
nado. En Carolina del Sur, los invalidadorcs se hicieron con el control de la asamblea
y una convención elegida popularmente, que se reunió en Columbia en noviembre
de 1832, adoptó una ordenanza que declaraba inconstitucionales las leyes arancela-
rias de 1828y1832 y, por ello, nulas, y prohibía la recaudación de derechos de adua-

135
na dentro del cst.ado a partir del 1 de febrero de 1833; además advertía que Carolina
del Sur se separaría si el gobierno federal usaba la fuerza contra ella.
• La respuesta de Jacbon fue inmediata e inequívoca. Envió refuCJZOS al puerto de
Charlcston e hizo saber de fonna privada que en el caso de resistencia armada. él mis-
mo encabezarla la invasión de Carolina del Sur y ahorcaría a los invalidadorcs. Ade-
más, en su Proclamación sobre la Invalidación del 10 de diciembre de 1832, hizo
suya la doctrina del poder nacional según la habían establecido Mmhall y Webster.
Afumaba que la invalidación era «incompatible con la existencia de la Unión, dcsau·
torizada por su espíritu, incongruente con cada uno de los principios sobre los que se
basa y destructora del gran objetivo para el que fue formada•. Como presidente, ad-
vertía, sería su deber hacer cumplir la ley. Carolina del Sur respondió con contraamc-
nazas y comenzó a reclutar un ejército de voluntarios. Por lo tanto, Jackson pidió al
Congreso un proyecto de ley que le facultara para utilizar las fuerzas annadas con el
fin de recaudar los derechos de aduanas en Carolina del Sur. No obstante, aunque es·
taba dctcnninado a mantener la autoridad federal, también cst.aba dispuesto a ofrcccr
una rama de olivo: instó al Congreso a que hiciera más reducciones arancelarias.
Mientras tanto, Calhoun y los demás dirigentes de Carolina del Sur se habían dado
cuenta de su aislamiento; aunque otros estados sureños continuaban reiterando su
oposición a los derechos proteccionistas, eran también hostiles a la invalidación. .Así,
hubo un respaldo sustancial en el Congreso cuando Clay, trabajando con Calhoun,
se presentó con una medida de compromiso que establecía la reducción gradual de
todos los aranceles en un periodo de nueve años a un nivel uniforme del 20por100.
El proyecto de ley sobre el uso de la fucrza y el compromiso arancelario fueron apro-
bados por el Congreso de fonna simultánea el 1 de marzo de 1833 y recibieron de in·
mediato la aprobación presidencial. El 15 de marzo, la Convención de Carolina dd
Sur aceptó el compromiso y retiro su ordenanza sobre la invalidación, pero, dcsafian·
te, invalidó la ley del empleo de la fuerza, gesto para guardar las apariencias que Jack·
son prefirió desconocer. De este modo, la crisis terminó y los dos bandos declararon
victoria. Jacbon había demostrado que ningún estado podía desafiar la autoridad fe.
deral con impunidad. No obstante, la amenaza de la invalidación había pcnnitido
que un solo cst.ado disidente cambiara la política federal.

LA GUEllRA DEL BANCO


La batalla por la invalidación solapó la otra controversia importante de la presi-
dencia clc Jac:bon, la guerra del gobierno sobre el segundo banco de los Estados Uni-
dos. Bajo la capaz dirección de Nicholas Biddle, el cortés y dotado 6.ladclfiano que
se convirtió en su presidente en 1823, el banco había llegado a ser una institución
próspera y bien administrada que realizaba una serie de funciones económicas vita-
les. Organizaba la venta de los bonos del gobierno y servía como depositario de sus
fondos; sus billetes proporcionaban al país un papel moneda sólido y actuaba como
una saludable influencia contenedora para los bancos cst.atales, al frenar préstamos
imprudentes mediante la presentación periódica de sus pagarés para su cancelación
en oro y plata. No obstante, el banco atraía una feroz oposición. Era odiado por una
serie de grupos por razones diferentes e incluso contradictorias. Los deudores agrarios
del Oeste y el Suroeste hada mucho que se resentían de su función constrictora;
como hombres de papel moneda, querían más de éste y crédito fácil. Por otro lado,

136
los trabajadores de dinero en metálico del Este eran hostiles debido a que emitía pa-
pel. Los capitalistas en aumento tendían a identificar al banco con el privilegio y el
monopolio; a sus ojos representaba el intento de los hombres bien establecidos y ri-
cos de excluir a los de fuera de las oportunidades proporcionadas por una economía
en expansión. A los bancos estatales, por su parte, les irritaba el control que ejercía so-
bre sus actividades, aunque además los banqueros de Nueva York estaban celosos de
una institución instalada en Filadelfia. Otros alegaban que el Banco de los Estados
Unidos representaba una concentración peligrosa de poder; les preocupaba la exten-
sión d~ su control sobre la moneda y el sistema crediticio nacionales y el hecho de
que no estuviera sujeto a una regulación efectiva del gobierno. Por último, como era
sabido que Biddle concedía préstamos en términos favorables a polfticos influyentes,
Clay y Webster entre ellos, el banco era considerado como una influencia corrupto-
ra para los polfticos.
La animosidad de Jackson hacia el banco tenía diversos orlgcnes. En primer lugar,
como a muchos agrarios de dinero en metllico, le suscitaban profundas sospechas to-
dos los bancos y el papel moneda y, además, ignoraba por completo las funciones de
un banco central. •No me disgusta más su Banco que el resto de ellos-, le dijo a Bidd-
le en 1829. •Pero desde que leí la historia de la Burbuja de los Mares del Sur los he
temide»> (Solllh Sea Bllhbl.e es el nombre con que se conoció un fraude especulativo or-
ganizado por la Compañía de los Mares del Sur que arruinó a muchos inversores in-
gleses en 1720). En segundo lugar, a pesar de la sentencia de Marshall en el juicio se-
guido por McCulloc:h contra Maryland, continuaba dudando sobre su constituciona-
lidad. En tercer lugar, le habían perturbado los informes acerca de que el Banco había
estado jugando a la politica, sobre todo mediante el uso de parte de sus fondos con-
tra él en 1828. Por todo ello, llegó a la conclusión de que era una •hidra de corrup-
ción, peligroso para nuestras libertades por su influencia corruptora en todas partes».
Y una vez que hizo suyo el tema, lo personalizó de inmediato, como haáa en la ma-
yoria de las disputas. •El Banco trata de acabar conmigo -le dijo a Van Buren-,
pero yo acabare con B.•
No fue Jackson, sino Clay y Webster, quienes hicieron el primer disparo en la gue-
rra del Banco. Creyendo que éste tenía más partidarios que enemi~ y que el tema
seria útil en la campaña electoral que se avecinaba, persuadieron a Biddle para que so-
licitara una nueva autorización en 1832, cuatro años antes de que expirara la anterior.
El proyecto de ley, redactado de manera que subsanara algunas de las criticas que se
haáan al Banco, fue aprobado sin dificultad por ambas cámaras del Congreso en ju-
lio de 1832. Pero Jackson lo vetó de inmediato. Su mensaje de veto mantenía que era
inconstitucional, innecesario y antidemocrático. El capital que se proponía era mu-
cho más del que necesitaba. Además, era un monopolio peligroso que operaba para
provecho de unos pocos dirigentes privilegiados, algunos de ellos extranjeros. Gran
parte de todo esto eran prejuicios sin sentido; el Banco no podía ser desaito propia-
mente como un monopolio, ni tenía más capital del necesario o estaba en peligro de
caer bajo el control extranjero. Y, además de no tener en cuenta sus contribuciones
económicas, el mensaje era completamente negativo; intentaba sólo matar al •Mons-
true»>, pero no ofiecía nada en su lugar. No obstante, a pesar de la debilidad de sus
apreciaciones económicas, el mensaje era una obra maestra de propaganda política.
Dirigido al pueblo estadounidense en general y no al Congreso, apelaba al temor po-
pular a la influencia extranjera, al gobierno centralizado, al poder aristocrático des-
controlado. Concluía con una elocuente declaración de la ideología jadcsoniana

137
evolucionada. Aceptando que las desigualdades existían en todas las sociedades y que
todo individuo tenía derecho a «los frutos de una industria. economía y virtud supe-
riores», sostenía que los gobiernos no debían ampliar estas ventajas otorgando privi-
legios especiales «para hacer a los ricos más ricos y a los potentes más podcroSOS».
Esta rama del laúsa{aire era su pRSCripción para lo que entonces podía considerarse
el objetivo centtal del movimiento jacksoniano: aumento de las oportunidades indi-
viduales y movilidad social.
El atractivo de un credo semejante se hizo evidente por la resonante victoria de
Jackson en las elecciones presidenciales de 1832, en las que el banco fue el tema prin-
cipal. La campaña también resultó significativa por dos novedades políticas: el hecho
de que los contendientes recibieron el apoyo de convenciones nacionales de postula-
ción y la aparición del Partido Antimasónico, el primero de muchos terceros partidos
que presentó un candidato presidencial. La antimasonería, movimiento igualitarista
pero contrario a Jackson, se originó en 1826 con el secuestro y supuesto asesinato de
un tal Wtlliarn Morgan, un libremasón descontento del oeste de Nueva York que ha-
bía publicado un folleto en el que alegaba exponer los secretos de la masonería.
Cuando la investigación se topó con la obstrucción oficial, se adujo que existía una
gigantesca conspiración masónica para subvertir el gobierno de la ley y a finales de la
década de 1820 la antimasonería se convirtió en un movimiento político de masas
que obtuvo un gran respaldo en las zonas rurales de Nueva Inglaterra y los estados
centtales. Denunciaba el secretismo, la exclusividad y las pretensiones aristocráticas
de la masonería y su dominio de los dos principales partidos polfticos:.tanto Jackson
como Oay eran masones. En septiembre de 1831, en concordancia con su afirma·
ción de ser el único partido que representaba al pueblo, los antimasones celebraron
una convención nacional en Baltimore -la primera de su clase- para postular un
candidato presidencial y eligieron a Wtlliam Wut, de Maryland. Los republicanos na-
cionales y los whigs siguieron procedimientos similares para nombrar a Jackson y Clay
respectivamente. Dada la popularidad del presidente, su victoria nunca estuvo en
duda. Clay ganó sólo en seis estados; WJ.rt, en uno. En pocos años, la mayoría de los
antimasones se habían unido al Partido Whig emergente.
Alentando por su triunfo electoral y temiendo que el retraso permitirla a Biddle
montar otra campaña en el Congreso para conseguir una nueva autorización, Jack·
son decidió no esperar hasta que los estatutos del banco hubieran expirado, sino cas-
trarlo de inmediato retirando los depósitos gubernamentales. la acción se retrasó va-
rios meses debido a que no se pudo convencer al secretario del Tesoro de que el Ban·
co era insolvente, como alegaba el presidente. Pero en septiembre de 1833, un
sucesor más cooperativo, Roger B. Taney, antes fiscal general, comenzó a transferir
los depósitos a bancos estatales seleccionados, apodados «bancos mascota• debido a
que casi todos estaban controlados por sus partidarios. El orgulloso y combativo
Biddle no estaba dispuesto a rendirse, así que comenzó a denunciar préstamos y a
reducir el crédito con el propósito de deprimir la economía y generar una demanda
popular irresistible para que volviera a autorizarse. Pero la respuesta de Jackson a la
recesión económica resultante -sus partidarios la llamaron el «pánico de Biddle-
fue simplemente declarar que probaba su argumento de que el banco poseía dema·
siado poder. En el verano de 1834, tras una fuerte presión de las empresas, Biddle
cambió su política de contracción y la guerra llegó a su fin. Cuando expiraron los es·
tatutos en 1836, fue reorganizado como un banco estatal según las leyes de Pensil-
vania. Pronto se vio en dificultades y en 1841 fue forzado a la liquidación. Biddle

138
perdió su fortuna, se le acusó de fraude y aunque después fue absuelto, murió des-
trozado en 1844.
Pronto se hizo evidente el coste que tenía para el país la victoria de Jac:kson. En
cuanto desapareció la mano restrictora del banco, empezaron a proliferar los estata-
les y sin tener muy en cuenta las reservas en metálico, inundaron el país de papel mo-
neda. El exceso de créditos llevó a un auge especulativo. Los individuos pedían pres-
tadas grande sumas para comprar tierra; los gobiernos, para financiar sus mejoras in-
ternas. La Administración, al haber estimulado la especulación al poner en el
mercado millones de hectáreas de terreno público, intensificó la espiral inflacionista
otorgando su bendición a un proyecto de ley sobre la distribución que propuso por
vez primera Henry Oay. Gracias sobre todo a las sustanciosas recaudaciones .de las
ventas de tierras, los Estados Unidos, por primera y única vez en su historia, se en-
contraron con que podían saldar toda la deuda nacional y con un gran excedente de
Tesoreria. En lugar de reducirlo mediante la disminución del precio de la tierra y las
tasas arancelarias, el Congreso aprobó una medida en junio de 1836 para distribuirlo
entre los estados. Sin embargo, para entonces la manía especuladora había revivido
con retraso los instintos de Jackson hacia el dinero en metálico y en julio de 1836
emitió una Circular sobre el Numerario que declaraba que, a partir de ese momento,
sólo se aceptarla oro o plata para pagar la tierra pública Este cambio de política re-
cortó de forma drástica hu ventas, inició una carrera hacia los bancos e hizo que se
desplomaran los precios. Luego, en mayo de 1837, dos meses después de que Jac:kson
dejara el cargo, el pánico de un banco de Nueva York sumergió al país en una larga y
severa depresión. En parte, el problema era importado: una crisis financiera en Lon-
dres llevó a los inversores británicos a sacar sus fondos de los Estados Unidos. Pero,
sin duda, la política bancaria de Jac:kson exacerbó el desplome.
Durante sus ocho años de permanencia en la Casa Blanca. Jac:kson aumentó mu-
cho la autoridad del ejecutivo. Hizo de la presidencia un caigo más efectivo, espec-
. tacular y personal. Se convirtió en el punto central del sistema político y asumió un
carácter plebiscitario. Por primera vez se consideró que el presidente era la cabeza in-
discutible del gobierno federal. Mientras que Monroe y John Q!llncy Adams habían
permitido a los miembros de su gabinete un amplio arbitrio, Jac:kson había insistido
en que siguieran sus órdenes y los despedía a su antojo cuando no lo hacían así. Tam-
bién implantó la costwnbre de no tener en cuenta a su gabinete oficial, consultando
en su lugar a un grupo de camaradas políticos conocido como el -Gabinete de c.oci-
na». Y aunque algunos miembros de su círculo interno ---t0bre todo el editor de Ken-
tucky Amos Kendall y su antiguo amigo de Tennessee, William B. ~ sin duda
tenían influencia, Jac:kson gobernaba su propia Administración. También transformó
la presidencia de una entidad que hacía cumplir la ley en una que hacía la política.
En contraste con Madison y Monroe, que debieron su elección a un cónclave del
Congreso y, una vez en el cargo, tendieron a defenderlo, Jac:kson tomó una línea in-
dependiente y vetó doce proyectos de ley, más que todos sus predecesores juntos,
además de hacer uso del veto presidencial de hecho (mecanismo por el que se blo-
queaba la legislación al negarse a firmar proyectos de ley presentados en los últimos
diez días de una sesión del Congreso). Y, como veremos, mostró igual desacato por
el Tribunal Supremo.
Intentó justificar su conducta nombrándose defensor del pueblo contra los inte-
reses específicos. Ahora que los electores presidenciales se elegían popularmente, po-
día reclamar que era la única autoridad federal elegida por el pueblo en su conjunto.

139
(Los senadores eran elegidos por los votos de un único estado; los congresistas, por
los votos de sólo una parte de un estado.) Pero algunas personas no lo veían como un
tribuno del pueblo, sino como una figura siniestr.a dispuesta a subvertir la Constitu-
ción al concentrar la autoridad en sus propias manos. •Aunque vivimos bajo la for-
ma de una república -decía el juez Story en 1834-, en realidad estarnos bajo el
gobierno absoluto de un solo hombre.» Apodándole el «Rey Andrés I•, sus adversa-
rios comenzaron a denominarse 'lllJbigs, término que recordaba la lucha contra Jor-
ge 111. Consideraban que el presidente debía limitarse a sus deberes administrativos
y dejar la estructuración de las leyes al Congreso. Les hubiera gustado enmendar la
Constitución para abolir el veto presidencial y limitar el cargo a un solo mandato.
(Los dos únicos presidentes fllhig, Harrison y Taylor, iban a simpatizar demasiado
con el último objetivo, ya que ambos murieron en el cargo poco después de haber
sido elegidos.)

EL «SISTEMA DEL SEGUNDO PARTIDO»

El hecho de que la •cuestión presidencial» se convirtiera en el eje alrededor del


cual giraban los políticos explica la fonnación del «sistema de un segundo partido-
(el primero fue el sistema federalista-republicano). En lugar de la fluidez política de
la década de 1820 fueron surgiendo de modo gradual dos partidos nacionales, insti-
tucionalizados y muy equilibrados. El sistema del segundo partido conllevaba la crea-
ción de un elaborado aparato de partido y un nuevo estilo de campaña, más popu-
lar. Sin embargo, sobrevivió sólo con la supresión o soslayamiento de los asuntos re-
gionales divisivos, sobre todo la esclavitud; cuando ya no resultó posible, el sistema
se derrumbó.
La coalición miscelánea que había elegido aJacbon en 1828 no tenía nada en co-
mún, aparte de su deseo de lograr el éxito electoral. Así, cuando los principios jadcso-
nianos se definieron con mayor claridad y surgieron temas nuevos, emergieron las di-
ferencias soterradas que incitaron sucesivas deserciones. El veto a la carretera de
Maysville distanció a algunos del Oeste; la firmeza de Jacbon durante la crisis de la
invalidación irritó a los sureños más defensores de los derechos de los estados, y la
guerra contra el banco y la Circular sobre el Numerario expulsaron a los conservado-
res en materia fiscal (un tercio de los demócratas votaron una nueva autorización
para el banco y una proporción similar estaba a favor del papel moneda); la elección
de un norteño desconfiado, Van Buren, como probable sucesor de Jacbon fue muy
impopular en el Sur. El resultado neto fue que el Partido Demócrata se hizo más pe-
queño, pero también más homogéneo y unido. Sin embargo, continuaba siendo una
coalición que abarcaba tanto a ricos como a pobres, a gentes del Este y del Oeste, a
protestantes nacidos en América, así como a inmigrantes católicos. Aunque los de-
mócratas declaraban ser el partido del hombre común, no estaban plenamente justi-
ficados para hacerlo. Sus dirigentes solían ser tan ricos como los f!IJbigs y tampoco mo-
nopolizaban los votos de los pobres. A veces los factores geográficos, locales, étnicos
y religiosos contaban más que la clase o los ingresos para determinar la conducta de
voto, mientras que dirigentes 1l1higs como Clay y Tom Corwin, de Ohio, demostraban
que poseían la capacidad de Jacbon para obtener devotos partidarios populares. Sin
embargo, parece que el apoyo demócrata ha provenido de forma desproporcionada
de los menos acomodados: pequeños granjeros, sobre todo en las zonas menos pn»-

140
peras y en la frontera, trabajadores urbanos nativos e inmigrantes, sobre todo católi·
cos irlandeses.
La acusación demócrata de que el movimiento 'lllhig era sólo un federalismo tras·
nochado carece de fundamento. Algunos antiguos federalistas, como Daniel Webster,
se convirtieron en flJbigs, pero otros, como James Buchanan y Roger B. Taney, se hi-
cieron fervientes jacksonianos. A la inversa, dirigmtes fllhigs como Oay y Wdliam
H. Seward habían sido en su origen republicanos. En realidad, existía la sensación de
que los 'lllhigs, que recalcaban los efectos uniformadores de la educación y de la aper-
tura de oportunidades económicas, eran tan herederos de Jdferson como los demó-
cratas. También resulta demasiado simplificada la caracterización tradicional de los
fllhigs como el partido de la riqueza y empresa. Aunque había muchos plantadores,
banqueros y empresarios acomodados en sus filas, el partido obtenía su apoyo, no
sólo de todas las partes del país, sino también de todas las clases, hasta las más pobres,
como testifican la pertenencia de Abraham Lincoln y Horace Greeley. En algunos ca-
sos, las asociaciones religiosas, étnicas y culturales llevaron hombres al movimiento.
Los inmigrantes protestantes de Gran Bretaña y el U1ster tendían a ser fllbigs. Los ne-
gros libres del Norte, cuando se les pennida votar, también lo eran de forma aplastan·
te, influidos sin duda por el papel que había desempeñado Jackson en la privación de
los derechos ciudadanos a su raza. Lo que unía a estos grupos dispares era un conjun-
to distintivo de ideales y valores. Los 'lllhigs tendían a ser básicamente conservadores;
su perspectiva era más nacional que local; rechazaban el estado mínimo defendido
por los demócratas y creían que el gobierno federal tenía un papel vital que desem·
peñar para fomentar el desarrollo económico; y, rebelándose contra «la uswpación
del ejecutivo», querian que el C.Ongreso asumiera la dirección de la polftica federal.
Además, irritados por el modo en que estaba aumentando la fortaleza del voto demó-
~ta por la inmigración, se inclinaban por el nacionalismo; pero demostraban -o al
menos profaaban- mayor interés que sus adversarios por los derechos de los negros
y los indios.
Al igual que los demócratas, los fllhigs tardaron varios años en desarrollar coheren·
cia y organización. Incluso al final del segundo mandato de Jackson, seguían siendo
una coalición suelta de republicanos nacionalistas, antimasones y disidentes demó-
cratas, unidos por la hostilidad hacia el presidente pero con opiniones variadas res·
pecto a todo lo demás. En las elecciones presidenciales de 1836, el partido ni si quie-
ra pudo ponerse de acuerdo para postular un candidato. En consecuencia, adoptaron
la estrategia de nombrar tres candidatos que atrajeran a las diferentes regiones del
país: Daniel Webster para Nueva Inglaterra, el general Wdliam Henry Harrison de
Ohio para el Oeste, y Hugh White de Tennessec para el Sur. Esperaban que, como
en 1824, ningún candidato recibiera una mayoría de votos y que la decisión recayera
en la Cámara. Esa esperanza no se cumplió, pero el escaso margen de la victoria de
Van Buren dcmostlÓ que el Partido Whig. a pesar de su desorganización, estaba de-
sarrollando una base popular.
Cuando Jackson dejó d cargo en 1837, siete de los nueve magistrados del Tribu·
nal Supremo habían sido nombrados por él y la mayorla eran sureños favorables a los
derechos de los estados. En esta catcgorla estaba Roger B. Taney, a quien Jackson eli·
gió como pRSidente del Tribunal cuando la muerte puso fin a la larga etapa de Mars·
hall en 1835. Los conservadores temieron que su nombramiento ocasionara un cam·
bio radical en la intctpretación de la C.Onstitución. De hecho, Taney separó al Tribu·
nal del extremo nacionalismo de Marshall y modificó sus juicios sobre los derechos

141
de las compañías y la inviolabilidad de los contratos. Sus opiniones se expresaron de
forma más contundente en el juicio seguido por el Puente sobre el Río Charles con-
tra el Puente de Warren (1837), donde sostuvo el derecho de un estado a alterar un
acuerdo con una compañía y estableció el principio de que los derechos de la propie-
dad privada estaban subordinados a los de la comunidad. No obstante, no se cambia-
ron los precedentes más importantes de Marshall. Taney no sólo aceptó la doctrina
de la revisión judicial, sino que la utilizó en varios casos importantes. Y a pesar de su
veredicto sobre el caso del Puente sobre el Río Charles, no siempre fue ajeno a los de-
rechos de propiedad o remiso a la hora de eliminar afirmaciones del poder federal.

L\ PRESIDENCIA DE VAN BUREN

Durante su mandato, la cuestión potencialmente divisoria de la esclavitud ame-


nazó de forma reiterada con aparecer en el foro. Pero ambos partidos políticos esta-
ban de acuerdo en la necesidad de suprimirla. De este modo, mientras que el Con·
grcso mantenía la «regla de la mordaza• para evitar la discusión de las peticiones an·
tiesclavist.as, Van Buren no actuó cuando la república esclavista de Texas pidió su
anexión. Sin embargo, esta actitud de la nueva administración hacia el tráfico escla-
vista africano satisfacía los deseos de sus partidarios sureños. En junio de 1839, cuan-
do cincuenta y tres negros africanos del barco español Amistad se amotinaron mien-
tras eran trasladados de una isla caribeña a otra y condujeron la nave a aguas estadou-
nidenses, Van Buren trató sin éxito de devolverlos a sus dueños españoles antes de
que un tribunal estadounidense pudiera ver su petición de libertad. También se negó
categóricamente --como hicieron todos sus sucesores hasta la guerra civil-- a conce-
der el derecho de búsqueda, o incluso de visita, a los barcos de guerra ingleses que
participaban en la caza de negreros sospechosos. No obstante, esta actitud se basaba
más en la sensibilidad hacia la cuestión de los derechos marítimos que en una actitud
complaciente hacia la esclavitud.
A pesar de lo que le importunaron el aumento de la controversia sobre la escla-
vitud y problemas diplomáticos fastidiosos, sus dificultades mayores fueron econó-
micas. La depresión desencadenada por el pánico de 1837 persistió durante toda su
presidencia. Al compartir las creencias de interpretación estricta y el laisstz/aire jadc-
sonianos, no aceptó que fuera responsabilidad del gobierno revivir la economía; de
hecho, advirtió expresamente a los estadounidenses que no se dirigieran a Washing-
ton en busca de auxilio. Consideraba que su tarea sólo era resolver las dificultades fi-
nancieras del gobierno y no las de la nación. Sin embargo, dentro del Partido Demó-
crata había rencorosas divisiones como para servir de correctivo. Los conservadores
culparon de la depresión a la política financiera de Jadcson y demandaron la revoca-
ción de la Circular sobre Numerario; también querían mantener el sistema de depó-
sito de los fondos gubernamentales en los bancos estatales. Por otro lado, el ala Lo-
cofoco del partido (así llamada porque había utilizado cerillas «locofoc0» para encen·
der velas cuando los conservadores sumieron en la oscuridad una de sus reuniones
extinguiendo el gas) apoyaba con tesón las políticas jadcsonianas de dinero en metá-
lico y abogaban por la completa sepaiación del gobierno y la banca privada. Tras cier-
ta vacilación, Van Buren decidió la solución Locofoco, sosteniendo la Circular sobre
el Numerario e instando a la aprobación de un proyecto de ley sobre una tesoreáa in-
dependiente. Esta medida proponía que los fondos federales debían retirarse de los

142
bancos mascota y depositarse en diversas bodegas propiedad del gobierno, conocidas
como subtesorerias, que se establecerían en distintas partes del país. A sugerencia de
Calhoun se añadió una enmienda que estableáa que todos los pagos del gobierno se-
rian efectuados en numerario.
La cuestión de una tesoreria independiente ocupó la mayor parte del mandato de
Van Buren. Los demócratas conservadores se combinaron por segunda vez con los
wbi¡;s para derrotar la medida, pero al final acabó pasando a duras penas en 1840. El
margen de la victoria provino de Calhoun y sus seguidores defensores de los derechos
de los estados, que ahora concluyeron su flirteo con los 'lllbigs para alinearse con un
partido cuya creencia en un estado mínimo coincidía con la suya. Aunque el sistema
de tesorería independiente iba a ser abolido en 1841, fue restaurado en 1846 y duró
hasta 1863. No produjo la calamitosa escasez de numerario prcdccida por sus críticos,
aunque ello sólo se debió a una combinación fortuita de circunstancias: la expansión
de las exportaciones ccrealeras estadounidenses, los descubrimientos de oro en Cali-
fornia y un gran aumento de inversión de capital europeo en los ferrocarriles del país.
Pero con el •divorcio del banco y el estad<»>, había desaparecido una importante en-
tidad coordinadora, con malos efectos sobre la estabilidad económica y la moneda.

LAs ELECCIONES DE 1840 Y EL ECUPSE «WHIG»

A medida que se aproximaban las elecciones de 1840, aumentaban las esperanzas.


Seguían siendo tiempos duros y podía culparse de ello al desgobierno demócrata. Sin
embargo, los wbi¡;s se dieron cuenta de que sería prcfaible concentrarse en un solo
candidato y no dividir su fuerza. También creían que sería mejor elegir a una figura
relativamente poco conocida que postular a uno de sus dirigentes como Oay o Webs-
ter, que habían hecho enemigos por su estrecha identificación con temas particulares.
De aquí que escogieran al general Wtlliam Henry Harrison. Conocido como el .Vie-
jo Tippccanoc• tras su victoria sobre los indios en 1811, Harrison no era un gran sol-
dado, pero era el mejor facsímil de Andrew Jackson que los 'lllbigs podían encontrar.
Tras dejar el ejército había estado en el Congreso por corto tiempo sin que llegara a
distinguirse y -lo que ahora le haáa más cvalioso- sin expresar fuertes opiniones
sobre temas de principio. John Tyler, de Vuginia, fue elegido candidato a la vicepre-
sidencia y como los wbi¡;s habrían tenido dificultad en ponerse de acuerdo sobre un
programa, decidieron pasar sin él. Los demócratas volvieron a postular a Van Buren
en una platafurma que recalcaba los poderes limitados del gobierno federal.
La campaña de 1840 marcó el comienzo del periodo del sistema del segundo par-
tido. Por primera vez, salieron a la contienda en el ámbito nacional, estatal y regional
dos partidos muy divididos y disciplinados. Lo que es más importante, la campaña
estableció un nuevo estilo de elección presidencial, a la vez jovial, emotivo, demagó-
gico y absurdo. Determinados a superar a los demócratas en su propio juego, los
'lllbigs demostraron su maestría en las técnicas de política de masas. Aunque no pasa-
ron del todo por alto los temas serios -tampoco lo hicieron los demócratu-, se
concentraron en las personalidades y las lisonjas. Llevaron a la política un ambiente
de carnaval, celebrando a cielo abierto reuniones masivas, barbacoas, desfiles y proce-
siones de antorchas, introduciendo canciones de campaña y lemas como •Tippeca-
noe y Tyler también• y •Dos dólares diarios y roas/ bufa. Sobre todo, trataron de pre-
sentarse como el genuino partido del pueblo. Cuando un editor demócrata se burló

143
de que Harrison se contentaría con una pensión, una cabaña de ttoncos y un barril
de sidra. los ~ se apropiaron de la caracterización y retrataron a su candidato
como un simple campesino del Oeste, que encamaba las virtudes plebeyas asociadas
con la cabaña de troncos y la sidra fermentada. Van Burcn, por otra parte, era ridi-
culizado por los otadores 'lllhigs como un gastado aristócrata del Este que vivía en lu-
juria sibaritica, llevaba corsé, utilizaba agua de colonia y gastaba el dinero del pue-
blo en champán, vajilla de oro y alfombras caras. Ambas caracterizaciones eran pa-
rodias. Harrison era descendiente de una distinguida familia de Vuginia y vivía la
vida regalada de un hacendado rural, mientras que Van Bureo, hijo de un tabernero,
vivía de manera sencilla y sin ostentación en lo que los visitantes extranjeros descri-
bieron como una Casa Blanca algo gastada. Pero la cabaña de ttoncos se convirtió
en un símbolo 'llJbig establecido; Webster se lamentó públicamente de no haber na-
cido en una.
El electorado respondió con una participación sin precedentes. En 1840 fueron a
las urnas no menos del 78 por 100 de los votantes, muy por encima del record ante-
rior del 56 por 100 en 1828. Las tácticas fllbigs, junto con la depresión, dieron a Ha-
rrison una bonita victoria y a su partido el conttol de ambas cámaras del Congreso.
Haciéndose eco de la idea 'llJbig de una presidencia mínima, Harrison se confesó
dispuesto a dejar la elaboración de leyes al Congreso. Pero se le negó la oportunidad
de hacerlo. Después de pronunciar el disCUISO de investidura más largo de la historia,
contrajo una neumonía y murió tras haber permanecido sólo un mes en el cargo. Ello
llevó a la Casa Blanca a John Tyler. Fue el primer vicepresidente que accedió al máxi-
mo cargo por derecho de sucesión y despejó las dudas acerca de su posiaón insistien-
do en que tenía derecho a ejCICCI' los poderes plenos de la pRSidencia. El Congreso
accedió, con lo que se estableció un precedente que ha perdurado desde entonces.
No obstante, permaneció la cuestión de quién iba a conttolar el gobierno y el Parti-
do Whig. Como su dirigente en el Senado, Clay esperaba poder dictar la política de
la administración. Pero Tyler era menos plegable de lo que había prometido ser Ha-
rrison. Como Calhoun, había desertado de los demócratas tras la crisis de la invalida-
ción, pero en el fondo había seguido respaldando los derechos de los estados y la in-
terpretación estricta, y no tenía simpatías por la rama del nacionalismo económico de
Clay. Tampoco, a pesar de la amistad que le profesó en un principio, le gustaban sus
modales arrogantes. Así, cuando Clay formuló un programa legislativo basado en el
Sistema Americano, Tyler lo frustró.
Aunque el presidente refrendó con su fuma una medida que derogaba la ley so-
bre la tesorería independiente, vetó un proyecto de ley que creaba un nuevo banco
de los Estados Unidos (agosto de 1811). Entonces el Congreso aprobó de inmediato
un segundo proyecto de ley que pretendía saldar las objeciones constitucionales, pero
fue vetado a su vez. Ello provocó una ruptura abierta entre el presidente y el partido
del que era el máximo dirigente. Una reunión especial de los congresistas lo expulló
del partido y además dimitió todo el gabinete menos Webster, que pcnnaneció para
completar las delicadas negociaciones que acabaron saldando las disputas fronterizas
de Maine. Para cubrir las vacantes del gabinete, Tyler nombró a antiguos demócratas
como él, la mayoria compañeros sureños.
Los celos regionales se combinaron con la obstrucción presidencial para crear di-
ficultades durante el resto del programa legistativo fllhig. Clay hada tiempo que tenía
dispuesto un programa (similar al aprobado en 1836 y después derogado al año si-
guiente) para distribuir el procedimiento de las ventas de tierra a los estados. Diseña-

144
do en apariencia para aliviar a éstos de la carga de la deuda, su propósito real era re-
ducir los ingresos federales para así hacer necesario el aumento de los aranceles. Pero
para obtener los votos imprescindibles para la distribución, resultó preása una com-
pleja operación de convenios de ayuda mutua. Para lograr el apoyo del Oeste, Clay
tuvo que acoplar a su proyecto de ley sobre la distribución algo a lo que se había
opuesto desde haáa mucho tiempo: una medida que otorgaba a los ocupantes ilega-
les el derecho prioritario a 60 hectáreas de tierra pública. A continuación obtuvo los
votos del Este con un proyecto de ley sobre la bancanota que mitigaba la fuerte pre-
sión de los acreedores. Por último, para aplacar a los 'lllhigs sureños partidarios de los
aranceles bajos, accedió a una enmienda que estipulaba que la distribución se suspen-
dería si las tasas arancelarias superaban en un 20 por 100 a las establecidas en 1833.
Como resultado de esta maniobra envolvente, se aprobó el proyecto de ley sobre Dis-
tribución-Prioridad (4 de septiembre de 1841), junto con la ley sobre la bancanota.
Clay esperaba desembarazarse después de los vínculos suscritos entre distribución y
aranceles, y, de hecho, persuadió al Congreso dos veces para que aprobara proyectos
de ley con ese propósito. Pero en ambas ocasiones Tyler interpuso su veto, con lo que
obligó a los ,.¡,;,; a escoger entre protección y distribución, y se inclinaron por la pri-
mera. En agosto de 1842 se aprobó un proyecto de ley sobre los aranceles que eleva-
ba las tarifas a los niveles aproximados de 1832 (esto es, muy por encima del 20
por 100), mientras que derogaba de forma c:xplícit.a la distribución. A Tyler le desagra-
daban los aranceles elevados, pero firmó el proyecto con reticencias, ya que se nece-
sitaban de forma wgcnte otros ingresos.
De este modo, el triunfo flJbig de 1840 fue seguido de inmediato por el cisma. Tras
dos años en el cargo, los 'lllhigs sólo podían apuntar unos cuantos logros positivos. No
obstante, aunque el programa legislativo de Clay había sido mutilado, su posición
como dirigente del partido era indiscutible. Los esfuerzos desesperados de Tyler por
ganarse al Sur tuvieron flacos resultados, excepto en su propio estado, Vuginia. Cuan-
do ello resultó evidente, el presidente buscó un método alternativo para restaurar su
suerte política. Vilipendiado por los 'l6bigs como traidor y no mucho más popular en-
tre los demócratas, esperó que colocándose a la cabeza del movimiento en curso para
la anexión de Texas podría ser reelegido en 1844, ya fuera como candidato demócra-
ta o postulado por un tercer partido. No sucedió así, pero su apansionismo tuvo
consecuencias de largo alcance. Hizo de nuevo de la esclavitud un tema político y de
este modo inició una tendencia por la que los dos partidos se hicieron cada vez más
regionales.

145
CAPtruLo IX

El fermento social y cultural, 1820-1860

«En las cuatro partes del mundo, (quién lee un libro estadounidense, o juega a un
juego estadounidense, o contempla un cuadro o una estatua estadounidenses?• La
condescendiente pregunta del reverendo Sydney Smith en la Edinburg &virw Eíi1Íl0
enfureció a los estadounidenses. Aunque se daban buena cuenta de sus escasos logros
en arte y literatura, no tenían ningún deseo de que los extranjeros se lo recordaran.
Tras casi medio siglo de independenáa, los Estados Unidos continuaban siendo una
colonia cultural de Europa y así seguirían durante varias décadas más. La gran mayo-
ría de los libros que se leían estaban escritos por europeos. En ausencia de un acuer-
do internacional sobre los derechos de autor, en los Estados Unidos se producían edi-
" ciones piratas a bajo precio de los autores favoritos británicos, sobre todo de Scott y
después de Dickens, que desalentaban a los escritores nativos. En 1820 su literatura
se derivaba de la del Viejo Mundo, al igual que su música, pintura y arquitectura.

LA WCHA POR U.· INDEPENDENCIA CUUURAL

No obstante, a mediados de siglo se comenzó a producir una respuesta efectiva a


Sydney Smith. Los Estados Unidos aún no tenían una plena autonomía cultural, pero
en la mayor parte de las ramas de las artes empezaba a tocarse una nueva nota, genui-
namente americana. Sus pintores estaban desarrollando un estilo nativo reconocible,
sobre todo Asher Dwand y otros paisajistas de la Escuela del Río Hudson, y George Ca-
leb Bingham, que representaba escenas cotidianas de la vida de Misuri. El escultor Hi-
ram Powers había conseguido ser aclamado a ambas orillas del Atlántico por su estatua
en mánnol de una figura femenina desnuda, La esclava griega, aunque debe recordarse
que pasó más de la mitad de su vida en Italia. No puede negarse que la música estadou-
nidense seguía consistiendo sobre todo en canciones de trova y sentimentales y melo-
días de himnos. No obstante, cuando llegó la guerra civil habían aparecido obras como
la de Stephen Foster, •lhe Old rolles at Home•, John Howard Pyne, •Home, Sweet
Home!•, y Lowell Mason, •Nearer, My God, To Thee•, todas ellas destinadas a lograr"
una duradera popularidad tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos. No obstan-
te, los mayores aciertos se dieron en la literatura. La sólida obra de las décadas de 1820
y 1830 fue el preludio de ese asombroso derroche de poder imaginativo de mediados
de siglo que se conoce, de fonna algo extraña, como el Renacimiento Americano.
El primer escritor estadounidense que obtuvo reconocimiento internacional y

147
que consiguió vivir de su pluma fue Washington lrving. Pasó gran parte de su vida en
Europa, de donde extrajo mucho de su material y aunque a veces le dio un escenario
americano, escribía en el elegante y agudo estilo de los ensayistas ingleses del si-
glo XVIII, y en gran medida para lectores británicos. Su primer éxito fue una parodia
titulada History ofNt'llJ Ymj (Historia de Nllt'lla Y°'*, 1809), supuestamente obra de un
holandés-americano, Diedrich Knickerbodcer. Pero su trabajo más célebre fue Tbe
Ske«:h Book (libro de apitntes, 1819-1820), que también se basa en el folclore holandés
del valle del Hudson e incluye cuentos tan memorables como •Rip van Wmkle• y
•The Leyend ofSleepy Hollow (•La leyenda de Sleepy Hollowio). Su contemporáneo
también de Nueva York James Fenimore C.oopcr pasó al igual que él varios años en
el extranjero y logró un amplio reconocimiento. Fue el primer novelista que exploró
lo que iba a ser el tema perenne de la literatura americana, las relaciones entre los in-
dios y el hombre blanco en la frontera en avance. A pesar de su estilo poco distingui-
do, sus diálogos ampulosos y sus argumentos inverosímiles, era un nanador sobetbio
y el héroe de la frontera de sus Leathtr-Stoclting Tttks (Cllmlos de cakones de cuero), el sen-
cillo, idealista y valiente Natty Bumppo, fue un personaje de significado duradero.
Sin embargo, gran parte de la popularidad conseguida con novelas como Tbe Last of
tht Mohicans (FJ #/timo mohicano, 1826) y Tbe Dtm/4yer (FJ caz.aáor de 'IJt1llllios, 1841) se
disipó cuando en algunos de sus restantes escritos criticó sin ambages las tendencias
igualitarias y el individualismo imperante en los Estados Unidos jacksonianos.
Igualmente poco partidario de la democracia era el disoluto, inestable y brillante
Edgar Allan Poe. Criado en Vuginia, le gustaba considerarse sureño, ~ pasó la ma·
yor parte de su vida adulta en el Norte y sus escritos rara vez reflejan influencias del
Sur. Su obra RVela una fascinación constante por lo macabro y lo grotesco, por el ho-
rror y la culpa apremiante. Poeta lírico y escritor de nanaciones breves de gran origina-
lidad, también fue un aítico literario de mucha percepción. Aunque fue muy admira-
do durante su vida en Inglaterra y Francia, sus méritos literarios sólo comenzaron a ser
apreciados en su tierra natal cuando murió en 1849 a la edad de cuarenta años.
En la década de 1840, Nueva Inglaterra, y en particular Boston, había suplantado
a Nueva York como centro principal de las letras americanas. Los historiadores señala-
ron el cambio. En la década de 1820, }ami Sparks comenzó a reunir y publicar docu·
mentos sobre la Revolución y en 1834 Georgc Bancroft publicó el primer volumen de
su monumental HislDty ofthe Unit.td St4JeJ (Historia de los Estaáos Unúlos), que presenta-
ba el desarrollo de la democracia americana bajo la guía divina. No obstante, el histo-
riador más importante de Boston no estaba tan estrechamente preocupado con el pa-
sado de su país. Wtlliam H. Prescott produjo su History ofthe Conlp¡est ofMexúo (His~
ria de la cmupúslll de Mlxia>) en 1839; John Lothrop Motley publicó Tbe Rise ofthe Dutth
Republic (Historia de la Reptibúca Holandesa) en 1856; Francis Parkman ocupó toda su
vida en la lucha de Inglaterra y Francia por el dominio de Norteamérica y el primer vo-
lumen de su gran obra épica, Tbe Histury ofthe Conspir«y <fPrmlitJc (Úl historia de la cons-
piración de Pontiac), apareció en 1851. Un tono igualmente cosmopolita informó la
poesía de los Brahmanes de Boston, nombre dado a la camarilla cultivada de clase alta
de la ciudad por uno de sus miembros, Olivcr Wendell Holmes. Estadounidenses se-
guros de sí mismos, los poetas brahmanes se sentían no obstante forzados a aceptar los
patrones culturales europeos, en especial su tradición romántica. Holmes, profesor de
Anatomía en Harvard, mostró su versatilidad escribiendo versos ligeros y colecciones
de agudos ensayos como Tbe Atllocrat ofthe Brealrfast Tahle (FJ IUáÓcrata en la mesa de M-
St!Y"1W· 1858). Una figura literaria más significativa, al menos en su tiempo, fue otro

148
profesor de Harvard, Henry Wadsworth Longfellow, que logró extraordinaria popula·
ridad por todo el mundo de lengua inglesa con poemas cortos como Tbt V~ Bw.
smilh (FJ htmro de la a/Jea) y The Wmi oft/Jt Htspmu (FJ 11411.frl/f;ÍO del Htspmu), y con
piezas narrativas más largas sobre temas históricos, entre las que destacan EfNlllge/itu
(1847), The Song <(Hiawal/Ja (/.A cmu:ión tlt HÜllllalha, 1855) y The OJurtship o/Miles
Stmulish (FJ cortejo tlt Miles Stmulish, 1858). Un tercer brahmán, James Russell Lowcll,
que sucedió a Longfcllow como catedrático de lenguas modernas en 1855, fue un poe-
ta y crítico consumado, cuya obra mejor fue The Bip Papen (Ptlptles tlt Bip, 1848),
una aguda sátira en verso sobre la guerra mexicana escrita en la lengua yanqui verná-
cula. Otro neoinglés que contribuyó con su poesía a la causa antiesclavista fue el cuá-
quero John Greenleaf Whittier, cuyos sencillos versos sentimentales sobre la vida rural
le dieron una popularidad que rivalizaba con la de Longfellow.
Las tendencias del periodo romántico obtuvieron su expmión más sofisticada en
el transcendentalismo, conjunto de ideas derivadas en parte de la filosofia de Kant,
en parte de sus intérpmes ingleses, Coleridgc y Carlyle, a las que se adhirieron un
grupo de jóvenes intelectuales de Boston. En esencia, consistía en que el hombre era
capaz de comprender la verdad por intuición, sin la intervención de una autoridad
establecida. Tal concepto resultó atrayente para un determinado tipo de neoinglescs
debido a que se mezclaba a la pertección con la importancia otorgada tradicional·
mente por los puritanos a la elección autónoma y además propotcionaba un escape
de los valores establecidos, sobre todo del materialismo, hacia los reinos de la acción
idealista. El principal representante de esta doctrina fue el antiguo ministro unitario
Ralph Waldo Emerson, que predicaba un evangelio de optimismo e individualismo
confiado. El más famoso de sus discípulos, Henry David Thoreau, trató de poner en
práctica la dependencia en uno mismo viviendo solo durante dos años en los bos-
ques de Walden Pond, cerca de Concord (Massachusetts). De esta experiencia, duran·
te la que descubrió un sentido de armonía con la naturaleza, provino su mejor obra,
Wa/dm (1854). Thoreau adelantó su inconformismo un paso más negándose a pagar
impuestos para apoyar la guerra mexicana y justificando su postura en un ensayo so-
bre la Civil Disobtdima (Desobt4imci4 CÍfJÜ, 1849), destinado a inspirar a Gandhi y a
otros abogados de la resistencia pasiva del siglo xx.
El transcendentalismo de Emerson estaba estrechamente vinculado a la creencia
de que América ofrcda posibilidades de vida nuevas y más ricas. En su discurso para
la sociedad de estudiantes universitarios Phi Beta Kappa titulado tbe American St:olar
(FJ muJito americllno, 1837), pedía una cultura indígena, libre del dominio de •las mu-
sas cortesanas de Europa•. De hecho, su propia obra, y también en este aspecto la de
Thoreau, trataron de hacer realidad su ideal de una literatura nativa, en el sentido de
que expresara ideas y actitudes claramente americanas. Sin embargo, fue en las nove-
las de Nathaniel Hawthome y Herman Melville y en la poesía de Walt Whitman
-las tres grandes figuras del Renacimiento Americano- donde se hizo más eviden·
te esta tendencia.
Hawthome era escépti~o acerca de la re que profesaba Emerson en el progreso
moral; no podía sacudirse la creencia de sus antepasados puritanos de que el hombre
era pecador por naturaleza. Nacido en Salem (Massachusctts), donde su familia había
residido durante cinco generaciones, se había criado en las tradiciones puritanas y sus
escritos eran un intento de probar su mentalidad y temperamento. La mayoría de su
trabajo se centró en el destino trágico del hombre. Su obra maestra, The Scarlet letkr
(/.A letra tSClll'l4la, 1850) y la novela que más satisfacción le produjo, The Ho#St <(&-

149
vm Gaóles (La casa Je los siete tejtllios. 1851), comenzaban en la Nueva Inglaterra del si-
glo XVII y desaibían las consecuencias destructivas del pecado, la culpa y el fariseísmo
moral. Aún más hostil al optimismo transcendentalista fue el íntimo amigo y admi-
rador de Hawthorne, Herrnan Melville. Nacido en Nueva York en una pobreza que
guardaba las apariencias, se embarcó de joven rumbo a Llverpool como grumete y
después como marinero en un barco ballenero rumbo a los Mares del Sur. Estos via-
jes le proporcionaron el material para sus libros más importantes. 1jpee (1846) y Omoo
(1847), ambos sobre la vida polinesia, pueden leerse como una narrativa directa. pero
de forma creciente combinó la desaipción de los hechos con el simbolismo, tenden·
cia que alcanzó su punto culminante en Moby Dú/c (1851), obra que desconcertó a
sus contemporáneos, pero cuya grandeza es ahora reconocida de forma universal. La
historia de cómo el monomaníaco capitán Ahab se destruyó a sí mismo y a la tripu·
lación del Pet¡uod en la persecución de una ballena blanca gigante, Moby Diót, es una
indagación alegórica en la lucha &tal del hombre contra las implacables fuerzas del
mal. El pesimismo de Hawthome y Melville no encontraron eco, sin embargo, en
Whitman. Periodista de Nueva York, en gran medida autodidacto, se inspiró en el
mensaje de Emerson sobre la confianza en sí mismo del individuo, pero le dio un ca·
rácter más místico. C.Omo ardiente demócrata jadcsoniano, se identificó en su poesía
con la masa ordinaria de sus conciudadanos. Su Leaws ofGrass (Hojas de hierba), pu-
blicada por vez primera en 1854, empleaba versos poco convencionales y palabras ha-
bituales del habla cotidiana en una celebración exuberante de la democracia, el indi·
vidualismo y la fraternidad, así como del sexo. Sin embargo, su genio, como el de
Melville, no fue plenamente reconocido hasta el siglo xx.

Los ESTADOUNIDENSES Y EL CUl.IO

El énfasis en el individuo que comenzaba a impregnar la literatura y las artes tuvo


su paralelo en la religión. Desde aproximadamente 1800 hubo un ferviente resurgi-
miento del protestantismo evangélico conocido como el Segundo Gran Despertar,
del que fueron artífices un grupo de evangelistas itinerantes -presbiterianos, meto-
distas y baptistas- que rodaron por todo el Oeste de reciente colonización predican·
do una teología simplificada, muy apropiada para las comunidades pioneras semial-
f.tbetizadas. El rasgo principal del movimiento renovador del Oeste fueron las reunio-
nes de campaña. El ejemplo más famoso tuvo lugar en Cane Ridge (Kentucky)
en 1801, cuando se congregaron 25.000 personas durante varios días de predicación
y plegaria. Tales encuentros se caracterizaron por un sentimentalismo desenfrenado y
extrañas conductas Bsicas. Luego el movimiento se propagó al Este, culminando en
la década de 1820 en una extraordinaria explosión de entusiasmo de pentecostés en
el «distrito quemado• del oeste de Nueva York, así conocido porque se incendiaba
con mucha frecuencia de excitación religiosa. Fue esta región la que produjo el predi-
cador del movimiento más influyente del periodo, Charles Grandison Finney, quien
llevó la teología y las técnicas de las reuniones de acampada a Nueva York y otras ciu·
dades del Este. Sus enseñanzas y las de otros miembros de la «Banda Sagrada• repre-
sentaban un alzamiento contra el calvinismo ortodoxo. Rechazaban --o al menos
restaban importancia a- dogmas calvinistas como la predestinación y el pecado ori-
ginal, y los sustituían por los conceptos del libre albeclrio y un Dios benevolente. Su
mensaje fundamental era que cada individuo era capaz de labrar su propia salvación.

150
La consecuencia más evidente del Segundo Gran Dcspc:rtar fue la estimulación
del interés por la religión. Entre 1800 y 1835 se quintuplicó la pertenencia a las igle-
sias, mientras que la población se multiplicó sólo por tres. Cuando Tocqueville llegó
a los Estados Unidos en 1831, le sorprendió la penetrante atmósfera religiosa. Había
más iglesias y feligreses que en Europa; la observancia del día de descanso era casi uni-
versal; las reuniones públicas comenzaban de forma invariable con una invocación
religiosa; estaban muy extendidas las plegarias familiares y las lecturas de la Biblia.
Aunque algunos obseivadores europeos se cuestionaban si la piedad americana era
sólo superficial, la mayoría se hacía eco de la opinión de Tocqueville de que no había
«ningún país en el mundo donde la religión aistiana mantuviera una influencia ma-
yor sobre las almas de los hombres».
Junto al auge de la religión hubo un cambio significativo en la posición rdativa de
las diferentes denominaciones protestantes. En 1n6, las tres grandes eran los congre-
gacionalistas, los presbiterianos y los episcopalianos. Medio siglo después los baptistas
y los metodistas estaban a la cabeza, en gran medida debido a que, a diferencia de otras
sectas, ya no insistían en que sus ministros tuvieran una educación formal y de este
modo tenían mayor capacidad para satisfacer su demanda creciente. Otra consecuen-
cia del movimiento de renovación religiosa fue la proliferación de otras sectas. Cismas
sucesivos fragmentaron tanto a los baptistas como a los presbiterianos. Un presbiteria-
no disidente, Alexander Campbell, fundó una nueva denominación que después se
conoció como los Disápulos de Cristo y que obtuvo un gran respaldo en las zonas
fronterizas. Los seguidores de un granjero neoyorquino, Wtlliam Miller, creyendo en
su profecía de que el mundo terminarla el 23 de octubre de 1844, se reunieron en las
colinas vestidos con túnicas blancas el día señalado para esper.u el segundo adveni-
miento de Cristo. Cuando comprobaron que no pasaba nada, se hicieron menos pre-
cisos sobre la fecha del milenio y acabaron reorg~dosc como los Adventistas del
Séptimo Día. Mucho menos numerosos fueron los seguidores de la Iglesia de Jesucris-
to de los Santos del Último Día, conocidos usualmente como mormones. Esta secta
fue fundada en ta parte superior del estado de Nueva York en 1830 por Joseph Smith,
que declaraba haber tenido una serie de visiones en las que el ángel Moroni le reveló
ciertas tablas de oro donde estaban escritas las sagradas escrituras. Después publicadas
como El libro de los 11WT11101tts, identificaban a los indios americanos con las tribus per-
didas de Israel y profetizaban la reconstrucción de Sión y el reino de Cristo en la tie-
rra. Como la reunión de los elegidos era una de las doctrinas características de los mor-
mones, Smith y sus seguidores establecieron comunidades primero en Ohio, luego en
Misuri y por fin, en 1839, en Nauvoo (Illinois). La feroz hostilidad a la que ya se ha-
bía enfrentado Smith aumentó aún más tras su anuncio en 1843 de una nueva revela-
ción que sancionaba una forma de poligamia que denominó «matrimonio plural•. Al
año siguiente fue linchado por una muchedumbre y poco después sus seguidores se
trasladaron hacia el oeste hasta Utah, bajo la guía de Bringham Young.

fu. IMPUISO REFORMISTA

Sin duda, el efecto más importante de la renovación religiosa fue la galvanización


del espíritu reformista. El talante de perfeccionismo moral que engendro llenó a los
hombres de un sentido de responsabilidad no sólo hacia su propia salvación, sino la
de todos los semejantes. Condujo de forma ineludible a la benevolencia, a la deter-

151
minación de erradicar toda forma del mal y a la urgencia por reformar el orden social
y producir el milenio terrenal. El optimismo transcendentalista sobre la naturaleza
humana también contribuyó al clima de reforma, pero no fueron sus simpatizant.es,
sino los represcntant.es de la renovación religiosa y sus conversos quienes llevaron a
cabo la tarea de organizar los diversos movimientos reformistas. En el proceso comu-
nicaron a la reforma el tono evangélico y emotivo de la renovación religiosa.
Lo más sorprendente del fermento reformista del segundo cuarto del siglo XIX fue
la variedad de temas que abarcó. Hubo cruzadas en favor de la paz, la templanza, la
educación, la reforma carcelaria, los derechos de la mujer, contra la esclavitud y en be-
neficio de otros muchos propósitos morales. De hecho, como expresó de modo poco
amable Lowell, «toda forma posible de dispepsia intelectual y 6sica produjo su evan·
gelio». Algunos quisieron abjurar del uso del dinero, otros abrazaron la frcnologfa, el
mesmerismo, la hidropatía o el espiritualismo. Pero fueron acepciones raras y extra-
vagantes a lo que en esencia fue un movimiento práctico. Otro rasgo de la agitación
reformista fue la pertenencia a diferentes causas a la vez. Las distintas sociedades ca-
ritativas estaban dirigidas por lo que ha dado en llamarse una «junta directiva vincu-
lada» de activistas. La reforma, más fuerte en Nueva Inglaterra y las regiones del Nor·
te éolonizadas por neoinglcscs, casi no encontró eco en el Sur. De hecho, debido a la
estrecha conexión entre abolicionismo y movimientos reformistas, se convirtió en un
anatema para los sureños. A la vez, tuvo conexiones internacionales. Existió una inti-
midad especialmente estrecha entre los reformistas americanos y los espíritus afines
de Gran Bretaña. Intercambiaron con regularidad conespondencia, p~blicaciones pe-
riódicas e ideas. Los delegados viajaron de un lado a otro del Atlántico y se mantu-
vieron reuniones internacionales, como la C.Onferencia Mundial contra la Esclavitud
de Londres, celebrada en 1840.

'ExPEIUMEN'IOS lITÓPICOS

Algunos visionarios intentaron regenerar la sociedad estableciendo comunidades


cooperativas modélicas. Los primeros fueron varios grupos religiosos, sobre todo de
origen europeo. Los pietistas alemanes, bajo la guía de Georgc Rapp, establecieron la
Sociedad de la Armonía en Pcnsilvania en 1804 y otros sectarios alemanes fundaron
la comunidad de Zoar en Ohio en 1817. Mejor conocidas fueron las comunidades
fundadas por los seguidores de la madre Ann Lee, una inglesa mística y analfabeta
que llegó a América en 1n4. En la cumbre de su influencia en 1826, los tembladores
(shakers) tenían 6.000 adeptos en dieciocho comunidades diferentes que iban de Nue-
va Inglaterra a Kentudcy. No poseían propiedades privadas, vivían de forma sencilla
bajo una disciplina estricta y practicaban el celibato y el vegetarianismo. Se hicieron
casi tan conocidos por sus magníficos muebles y artesanías y por sus útiles inventos
(las pinzas para tender ropa y el pelador de manzanas entre ellos), como por sus dan-
zas rituales que les dieron su nombre.
También de inspiración religiosa fue la comunidad de Oneida, fundada en la par-
te superior del estado de Nueva York en 1848 por John Humphrcy Noyes, un neoin-
glés privado del culto por proponer el «perfeccionisnw», la doctrina de la ausencia de
pecado innato en el hombre. Sostenía que la monogamia no era más compatible que
la propiedad privada con una verdadera vida cristiana. Por ello, Oneida no se basaba
sólo en poseer los bienes en común, sino también en el «matrimonio compuesta»,

152
sistema por el cual toda mujer se consideraba esposa de todo hombre y todo hombre
esposo de toda mujer, la procreación se controlaba de fonna selectiva y los hijos cre-
áan sin padres reconocidos. Durante más de treinta años la comunidad de Oneida
no tuvo problemas económicos, pero las teorías y prácticas sexuales no ortodoxas de
Noyes excitaron el resentimiento airado de sus vecinos. En l'if79, amenazado con la
iniciación de acciones legales, abandonó el «matrimonio compuesta» y partió rumbo
a Canadá. Casi de inmediato las bases comunales de la vida económica se pusieron
en tela de juicio y la colonia inició una nueva era de prosperidad como una sociedad
en comandita por acciones.
La desilusión con las tendencias del nuevo industrialismo dieron como resultado
comunidades basadas rcspcctivamentc en las enseñanzas de Robert Owcn, Charles
Fourier y Eticnne Cabct. Owen, filántropo galés famoso por la política ilustrada que
seguía en su pueblo fabril modelo de &cocía, llegó a América en 1825 para poner en
práctica su convencimiento de que la buena voluntad cooperativa era una base me-
jor para la sociedad que la codicia competitiva. La colonia de Nueva Armonía en In-
diana atrajo una amplia atención, pero los miembros se resintieron del patcmalismo
de Owcn, así como de su hostilidad hacia la religión, y antes de dos años la empresa
se había derrumbado. Fourier nunca visitó los Estados Unidos, pero una versión mo-
dificada de sus ideas alcanzó América a través de los csaitos de Albert Brisbane, cuyo
Socilll Destinity ofMan (DesJino socúd delhombre, 1840) explicaba los principios del ~
ciacionism0», un orden coopcntivo de pequeñas comunidades o c&langcs». En la dé-
cada de 1840, se establecieron más de cuarenta comunidades. La más famosa fue
Brook Fann, cerca de Boston, fundada en 1841 como empresa transcendentalista,
pero que después se m>rganÍ7.Ó según las líneas de Fourier. Brook Fann atrajo a mu·
chos intelectuales de Nueva Inglaterra, entre ellos a Nathaniel Hawthome, que la sa·
tirizó en Tht Blilhtdale Romana (1852). Pero el experimento finalizó de forma abrup-
ta en 1847 tras un incendio desastroso. Entonces los intereses se trasladaron a la co-
munidad francesa de Icaria, fundada en 1849 por los seguidores del novelista utópico
Cabet en Nauvoo (Illinois), abandonado hada poco por los mormones. Icaria pros·
pcró dwante un tiempo, pero las disputas entre las distintas facciones, la caída y
muerte de Cabet y el pánico de 1857 causaron la ruina de la comunidad. Estas aven·
turas comunitarias seglares, que rara vez contaron con más de unos cien miembros,
tuvieron su momento de gloria, pero hicieron poca impresión duradera en una na·
ción tan individualista.

LA REFORMA DE PRISIONES Y ASILOS

Una de las primeras manifutacioncs de la empresa humanitaria fue el intento de


mejorar el trato de los delincuentes y de las pcISOnas con deficiencias fisicas o psíqui·
cas. Aunque los códigos penales estadounidenses habían perdido gran parte de su du-
reza tras la Revolución, las prisiones seguían siendo centros sobrcpoblados donde
campaba la degradación y la enfermedad. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, deu-
dores y asesinos, reincidentes y quienes sólo habían cometido un delito se mezcla.
han, abandonados a su propia suerte. La demanda de la reforma carcelaria provino de
grupos locales como la Sociedad para Aliviar las Miserias de las Prisiones Públicas,
fundada en Filadelfia en 1787. Estas organizaciones hicieron mucho por popularizar
la noción de que el encarcelamiento debía tener un propósito reformatorio y no de

153
castigo o disuasorio. De este modo, la Penitenciaría &tatal de Pensilvania -su mis-
mo nombre sugiere su objetivo-, consttuida cerca de Filadelfia en 1829, mantenía a
los criminales en confinamiento aislado para permitirles que tuvieran oportunidad de
hacer penitencia y evitar la contaminación con sus compañeros. Pero a la larga el re-
sultado principal fue inducir al colapso mental. El sistema rival de Nueva York, intro-
ducido en la nueva prisión de Aubum en 1821, colocaba a los prisioneros en celdas
individuales por la noche, pero conllevaba el ttabajo coope13tivo, aunque en silencio
estricto, durante el día Más loable fue la provisión de instalaciones separadas para los
delincuentes juveniles. Cuando Tocqueville visitó una casa de refugio juvenil en Bos·
ton, le sorprendió saber que se pamitía a los jóvenes intémos dirigir su propio siste-
ma de gobierno y disciplina. Pero hasta en la década de 1850 las investigaciones reve-
lan la existencia de serios males en las cárceles locales. La sobrcpoblación era común,
la comida era indescriptiblemente pobre y los carceleros. brutales; se había prosaito
el azotamiento, pero los prisioneros estaban sometidos con ÍRc:uencia a una serie de
castigos croeles. Además, a pesar de las fuertes protestas, los ahorcamientos públicos
siguieron permitiéndose en algunos estados hasta la guerra civil.
La mejora en d trato de los disminuidos fue en gran medida el resultado de un es·
fuCIZO realizado sin ayuda. Thomas G. Gallaudet abrió la primera escuela americana
para sordomudos en Hartfurd (Connecticut) en 1817 y antes de su muerte en 1851
había persuadido a otros trece estados para que establecieran instituciones similares.
Samuel Gridley Howe, de Boston, abrazó la causa de los ciegos con igual fervor y éxi-
to. Pero el mayor triunfo individual fue el de Dorothea L Dix, una maestra de escue-
la frágil y de mediana edad de Boston que despertó la conciencia americana hacia la
dificil situación de los locos. En 1843 redactó un memorial para la asamblea de Mas-
sachusetts en el que detallaba cómo en las cárceles y casas de caridad que había \tisi-
tado en diferentes partes del estado se confinaba a las personas dementes en «jaulas,
armarios, sótanos, cuadras y corrales», cómo solían ser cencadcnados, estar desnudos,
ser golpeados con una vara y azotados para que obedecieran•. Una vez que consiguió
que Massachusctts destinara fondos para un asilo de locos, emprendió investigacio-
nes similares en un estado tras otro, encontrando las mismas condiciones pasmosas
en todas partes. En 1854 ya había viajado casi 5.000 km, visitado cientos de institu-
ciones y espoleado a quince estados a que tomaran al menos alguna acción. Pero los
esfuC1ZOs heroicos de la señorita Dix no resolvieron el problema: incluso en 1850 no
más de un tercio de los locos del país eran cuidados en asilos y en algunos estados no
desaparecieron la negligencia y croeldad.

LA ESCOLAIUZ.ACIÓN

Los avances más sorprendentes del periodo se dieron en la educación. Aunque los
Padres Fundadores habían creído que el éxito de la experiencia republicana depende-
ría de la amplia difusión del saber, la escuela pública fue descuidada durante décadas.
Hasta 1830, sólo Nueva Inglaterra y Nueva Yorlc poseían un sistema de escuelas pú-
blicas gratuitas e incluso allí estaba ligado al estigma de ser las «escuelas de los po-
bres». En todas partes los niños se veían obligados a recurrir a las de la Iglesia o a las
academias privadas. La demanda de escuelas públicas gratuitas provino primero de
los trabajadores wbanos, que consideraban la educación un medio de garantizar la
igualdad económica y social. Los empresarios y profesionales, el clero y otros grupos

154
establecidos también las respaldaron. Preocupados por los efectos desorganizadores
de la industrialización y la inmigración, necesitaban un mecanismo estabilizador para
controlar a los elementos desordcnantcs. Sin embaigo, hubo una gran oposición. El
énfasis en lo práctico y el desprecio por las enseñanzas de los libros caractcristicos del
periodo colonial persistieron hasta bien entrado el siglo XIX. El individualismo tarn·
bién desempeñó un papel importante: los padres daban una gran prioridad a la edu-
cación de sus hijos, pero a veces se oponían a pagar impuestos para educar a los de
los demás. Además, el número creciente de católicos no estaba preparado para respal-
dar las escuelas públicas en las que, a pesar del principio constitucional de separación
de la Iglesia y el Estado, se leía la versión de la Biblia del rey Jacobo, se cantaban him-
nos protestantes y se utilizaban sus textos religiosos.
No obstante, los reformistas hicieron progresos reales. El principal cruzado por la
educación universal fue Horace Mann, que en 1837 se convirtió en el secretario de
la recién establecida Junta de Educación de Massachusetts. Consideraba la educación
la panacea nacional. Era, según anunció en 1848, «el gran nivelador de las condicio-
nes de los hombres, la rueda equilibradora de la maquinaria social•. Como ello sugie-
re, sus motivos eran ambiguos: aunque trataba de c:xtender las oportunidades educa-
tivas, también consideraba la escuela un organismo de control social. Además de con-
citar la opinión pública sobre la necesidad de una educación mejor, racionalizó y
centralizó el sistema escolar de Massachusetts, reformó el plan de estudios y los mé-
todos educativos, estableció un año lectivo mínimo (de seis meses), aumentó consi-
derablemente los sueldos de los maestros y consiguió el establecimiento de la prime-
ra escuela normal estatal americana en Lexington, Massachusetts (1839). Igual de
efectiva fue la obra de Henry Bamard en Connecticut y Rhode Island, Calvin Stowe
en Ohio y Calvin Wtley en Carolina del Norte.
Para alrededor de 1850 la mayoría de los estados habían aceptado el principio •
de que la educación primaria gratuita debía estar al alcance de todos los niños. Aho-
ra el país contaba con 80.000 escuelas elementales a las que asistían unos tres millo-
nes y medio de alumnos. Pero el progreso fue desigual. El Sur, en particular, estaba
atrasado en gasto educativo y, en consecuencia, en parámetros: el analfabetismo en-
tre la población blanca del Sur en 1850 sobrepasaba el 20 por 100, comparado con
el 3 por 100 de los estados del Atlántico Medio y menos del medio punto de Nueva
Inglaterra. Sin embaigo, había grandes deficiencias incluso en el Norte. Los edificios
escolares solían ser inadecuados y la mayoría de los profesores estaban mal preparados
y pagados. Con raras exccpciones como la de Massachusetts, los alumnos no iban a la
clase que les correspondía por su edad o capacidad, sino que se enseñaba a todos jun-
tos de forma indiscriminada. Además, Massachusetts era el único estado antes de la
guerra civil que había aprobado una ley de asistencia obligatoria a la escuela (1852),
pero aun así no requería más de doce semanas de escolarización al año para los niños
comprendidos entre ocho y catorce años.
Hasta 1860, el apoyo estatal a la educación secundaria sólo se había extendido en
un grado muy limitado. De· nuevo Massachusetts se puso a la cabeza con una ley
(1827) que requería de toda ciudad, pueblo o distrito de 500 familias o más que esta-
bleciera una escuela secundaria. Pero en 1860 sólo había 300 en todo el país. Sin em-
baigo, había unas 6.000 academias privadas o semiprivada.s, cerca de la mitad de ellas •
en el Sur. La mayoría eran sólo para chicos, aunque el ejemplo de Emma Wtllard al
fundar Troy f.emale Scminary (1821) se siguió de forma c:xtendida, sobre todo en Nue-
va Inglatma y Nueva York. Pese a que los precios de la enseñanza en las academias

155
privadas solían ser bajos, en la práctica sólo los hijos de las pcnonas acomodadas po-
dían permitirse asistir, ya que el internado era aparte. Los modelos variaban mucho.
Una gran cantidad sólo poseía un maestro único. En el otro extremo estaban institu·
ciones excelentes como Philips Andovcr y Philips Exetcr, fundadas durante la Revolu·
ción, y por tamaño y calidad no muy diferentes de las universidades. En algunas los
alumnos vestían uniformes militucs y recibían entrenamiento militar; su primer ejem·
plo fue la American Li.taary, Scientific y Military Academy, fundada en Norwich (Vcr-
mont) en 1819 por Alden Patridge, un antiguo superintendente de West Point Mejor
conocidas fueron las dos principales academias militares del Sur: el Vuginia Military
lnstitute de Laington (1839) y The Citadel de Charlcston, Carolina del Sur (1843).
En educación superior fue un periodo de crecimiento rápido. Las nueve universi-
dades fundadas durante el periodo colonial habían aumentado a veinticinco en 1800.
Cuando estalló la guerra civil, se habían establecido no menos de 516. La mayoría
fueron de vida corta. De las 186 que sobrevivieron, diecisiete eran estatales y una,
creación de Jdfcrson, la Universidad de Vuginia, que abrió sus puertas en 1825. En
el Oeste, Indiana estableció una universidad estatal en 1821, Michigan en 1837 y WJS·
consin en 1848, las dos últimas en el mismo año en que consiguieron la categoría de
estados. Pero la gran mayoría eran religiosas, rurales y pequeñas. Los niveles académi-
cos eran por lo general bajos, se solía enseñar de memoria y la calidad de la instruc·
ción era inferior a la de las mejores academias. En algunas de las principales institu·
ciones se hicieron intentos por romper con el plan de estudios clásico tradicional,
pero en general las innovaciones no tuvieron éxito. Además, se hizo poco para mejo-
rar las bibliotecas y casi nada para promover el estudio o la investigación avanzados.
Hasta después de la guerra civil los &tados Unidos no contarían con ninguna univer-
sidad como las que podían encontrarse en Europa.
El éxito del movimiento de los liceos demostró la existencia de una demanda po-
pular de saber muy extendida. El primero se organizó en 1826 en Millbury (Massa·
chusetts) por Josiah J-{olbrook. En 1831 se fundó el National American Lyccum y en
pocos años tenía máS de 3.000 filiales. El liceo comenzó como una asociación de au·
tomcjon, pero acabó concentrándose en la celebración de confemicias públicas »
bre temas literarios, científicos y de actualidad. Entre las celebridades que se hicieron
conocidas en su circuito se encontraban Emcrson, Lowell, Horacc Mann, el geólogo
de Harvard Louis Agassiz y los abolicionistas Thcodore Parker y Wendell Phillips. Los
institutos mecánicos proporcionaban una educación para adultos más sistemática, así
como los productos de la filantropía privada como el Lowell Institute de Boston
(1837), el Pcabody Institute de Baltimore (1857) y el C.OOpcr Union en Nueva York
(1859). Igualmente digna de mención fue la rápida expansión de las bibliotecas públi-
cas gratuitas. En 1860 ya las tenían más de mil comunidades.

El. MOVIMIENTO POR U. ABSilNENCIA

Otro ejemplo del in:J.pulso hacia el perfeccionamiento social fue la cruzada por la
abstinencia. Beber sin moderación, muy extendido incluso en tiempos coloniales, se
hizo cada vez más común a comienzos del siglo XIX, triplicándose el consumo pcr cá-
pita de licores entre 1792 y 1823. Los visitantes extranjeros se maravillaban de la can·
ti.dad que bebían los estadounidenses. Bodas, funerales, ordenaciones, elecciones,
reuniones de la milicia, de hecho cualquier ocasión social, proi)orcionaban una excu·

156
sa para empinar el codo. Los licores fuertes. sobre todo el ron. el whisky de maíz y la
sidra fermentada. eran baratos y abundantes y se consideraban f.ivorables para los tra-
bajos dwos y para pieVenir las enfermedades. Tampoco constituía la bebida habitual
una barrera para la carrera política; Webstcr y Clay. por ejemplo. eran borrachines f.i-
mosos. Ya en 1784 el doctor Benjamin Rush. de Filadel6a. había atacado la •bebida
del demoni0». principalmente en el terreno médico. pero hasta la década de 1820 los
predicadores de la renovación religiosa como Lyman Beecher no comenzaron a po-
ner en tela de juicio la aceptación tradicional del alcohol y a demandar una abstinen-
cia completa. La Sociedad Americana para la Promoción de la Templanza (lbe
American Society for the Promotion ofTemperance. como se la denominó de forma
imprecisa) fue fundada en Boston en 1826 y declaró un millón de miembros y 5.000
filiales en 1834. Los religiosos que en un principio encabezaron el movimiento con-
sideraban la bebida como un obstáculo para la salvación individual. pero sus suceso-
res laicos se preocuparon más por la estrecha relación existente entre el alcoholismo
y lacras sociales como el delito. el vicio y la indigencia. Además. las clases estableci-
das tendieron a creer que una sobriedad general proporcionaría un electorado más
ilustrado. una fuerza de trabajo más eficiente y un orden social más estable.
El movimiento de abstinencia enttó en una nueva y espectacular fase en 1840 con
la formación de la Sociedad de la Templanza de Washington (Washington Temperan-
ce Society). Organizada por bebedores reformados que pretendían la redención de
los que seguían siendo adictos a la bebida, sus miembros se esparcieron de inmedia-
to por todo el país y sus reuniones atrajeron a multitudes ingentes. La Sociedad mo-
vilizó a miles de niños en lo que se conoció como el ejército del agua fiia y se basó
mucho en evangelistas itinerantes como John B. Gougb. un encuadernador de libros
inglés cuyas •reuniones de experiencia• obtuvieron una respuesta emotiva. Dcsconec-
tadn de esta sociedad. el «ap6stol irlandés de la templanza». el padre Theobald Ma-
thew. durante una visita de dos años a los Estados Unidos (1849-1851). indujo a me-
dio millón de personas a finnar la promesa de abstenerse de tomar bebidas alcohóli-
cas. algunas. parete, varias veces. También hubo una gran profusión de literatura so-
bre la templanza, en su mayoría sentimental y sensacionalista. El ejemplo más sobre-
saliente fue Tm Ni#Jts in a Bar Room, llnd What I S4'llJ Tbm (1854). un cuento de
depravación al que sólo consiguió superar en circulación La """1Ñl tlá tío Tom.
En la década de 1830, la persuasión moral se vio cada vez más reforzada por la ac-
ción política. Varios estados intentaron regular el comercio de bebidas mediante leyes
sobre la licencia o el poder discrecional territorial. Más dr.istica fue la ley de Massadiu-
setts de 1838 que prohibía la compra de menos de '12 litros de licor destilado de una
vez. En 1846. gracias en buena medida a los esfuCIZOS de Ncal Dow, Maine se convir-
tió en el primer estado que adoptó una ley prohibitoria. Durante los nueve años si-
guientes, doce estados norteños más tomaron acciones semejantes. Pero era dificil ha-
cer cumplir la ley y la mayoría fueron IeVOcadas o declaradas inconstitucionales.

LA CRUZADA POR LA PAZ Y WS DERECHOS DE LA MUJER

Q!úenes se oponían a la guerra tuvieron menos éxito en lograr el apoyo de las ma-
sas. Los cuáqueros, menonitas y otras sectas religiosas partidarias de la no resistencia
habían practicado el pacifismo desde hacía largo tiempo, pero hasta después de la
guerra de 1812 no empezó a desarrollarse un movimiento pacifista organiudo.

157
En 1828, un capitán de barco y granjero de Maine, Wtlliam Ladd, fundó la Sociedad
Americana para la Paz (American Pcace Socicty), pero swgieron serias divisiones ~
bre la moralidad de las guerras defensivas y en 1838, después de que la Sociedad hu-
biera ttatado de nadar entre dos aguas sobre el tema, una minoria de extremistas fol"
maron la Sociedad de la No Resistencia (Nonrcsistancc Socicty), que condenó todas
las guerras. lmpcrténito, Ladd abrió un nuevo campo en 1840 con su Essay on a Om-
gress ofNalions, que proponía un cuerpo de paz internacional. Tras su muerte en 1841,
el liderazgo pasó al «erudito herrero» Elihu Bunitt de Connecticut. En 1846, con la
ayuda del cuáquero inglés Joseph Sturgc, fundó la Liga de la Hermandad Universal
(League of Universal Brotherhood) para ttabajar por la amistad internacional y la abo-
lición de la guerra, y en 1848 celebró en Bruselas la primera de una serie de Confe-
rencias de Paz que suscitaron un gran entusiasmo. Mienttas tanto, en los Estados
Unidos la guerra Mexicana había dado un capirotazo a la cruzada por la paz, sobre
todo en Nueva Inglaterra, donde no era popular. Pero a medida que la controversia
sobre la esclavitud se fue haciendo más intensa, muchos fanáticos subordinaron el pa-
cifismo al abolicionismo. En 1860 la Sociedad Americana para la Paz ya casi se había
vuelto inoperante.
El talante nacional hacia otro tema actual, los derechos de la mujer, siguió siendo
hostil o cuando mucho indiferente. La posición de las mujeres estadounidenses era
paradójica. Los hombres las ttataban de forma simultánea como seres superiores y
como subordinadas indefensas. En ningún otro lugar del mundo estaban tan ideali-
zadas, se las ttataba con mayor deferencia y se las protegía tanto. No. obstante, se les
negaba la igualdad social y política. Una mujer casada no tenía derecho legal a sus
pertenencias o a lo que ganaba por sí misma, ni podía hacer testamento o asumir la
tutela de sus hijos sin el consentimiento de su marido. Casada o no, no podía ocupar
un cargo público ni votar. Sus oportunidades educativas eran también muy limitadas.
En la década de 1820, Emma Wtllard y Cathcrine E. Beccher establecieron academias
femeninas y en el proceso rechazaron la acusación de que las chicas no podían domi-
nar temas como las matemáticas y la filosofia sin pen:ler la salud o la feminidad. Lue-
go, en 1837, una macstta de escuela de Massachusctts, Mary Lyon, fundó la primera
universidad femenina de Estados Unidos, Mount Holyoke. Pero incluso a mediados
de siglo, Obcrlin Collcge, fundado en 1833 con criterios coeducativos, seguía siendo
la única institución de prestigio que admitía mujeres. A pesar de todo, un puñado de
mujeres notables lograron conseguir educación superior y enttar en las profesiones.
Fueron novelistas como Harrict Bcecher Stowc y Lydia Maria Child, y periodistas
como Margarct Fuller, editora adjunta del transcendcntalista Dúd, y Sarah J. Hale,
que hizo de Gotb¿y's úuly's Book la publicación periódica americana mejor conocida.
En 1849 Elizabcth Blackwell se convirtió en la primera mujer médica de los Estados
Unidos y en 1853 Antoinette Brown, en la primera mujer ordenada ministta.
Las mujeres también actuaron en la reforma: constituyeron la mayoria de los
miembros de las sociedades abolicionistas y en pro de la abstinencia. Algunas rcfol"
mistas, como Angelina y Sarah Grimké, Lucy Stone y Lucretia Mott, se hicieron ~
nocidas en toda la nación. Pero cuando ttataron de obtener un papel más prominen-
te en esos movimientos, se enfrentaron de forma invariable a la oposición masculina.
sobre todo del clero. Ello impulsó a muchas al feminismo. Cuando los ministros se
opusieron a la aparición de las hermanas Griké en las conferencias sobre el abolicio-
nismo, Sarah respondió con su Ldter on tht &¡uali~ oftht Sexes ll1lli tht Omdition tf~
mm (°"14 sobre la igllllldad de los sexosy la amdicWn de las mlljerts, 1838), una vigorosa

158
J nueva exposición de muchos de los argumentos feministas de Mary Wollstonecraft.
1t negación de puestos a las mujeres estadounidenses que asistieron a la Conferencia
Mundial contra la Esclavitud celebrada en Londres en 1840 tuvo consecuencias más
nprendentes. Dos de las excluidas, Elizabeth Cady Stanton y Lucretia Mott, descu-
brieron su interés mutuo en los derechos de la mujer y en 1848 convocaron una con-
ftllción de mujeres en Seneca Falls (Nueva York). Se reunieron el 4 de julio y adop-
taron una Declaración de Sentimientos que se hacía eco del lenguaje de la Declara-
ción de Independencia, pero afumando que ctodos los hombres y las mujeres son
cmados iguales» y sustituyendo Jorge III por el Hombre como autor de las distintas
tiranías de las que se quejaba. Aunque el documento demandaba el sufragio, se ~
cupaba con la misma intensidad de la igualdad en la educación, el matrimonio, la
pmpiedad y el empleo.
Una de las que asistieron a la convención de Seneca Fall fue Amelia Bloomer.
Aunque no fue la primera en vestir el traje que lleva su nombre -una falda corta y
suelta con pantalones a la turca sujetos al tobillo-, apoyó de forma vigorosa la refor-
ma del vestido en su periódico sufragista. el IiJy. El «traje Bloomer» fue muy ridiculi-
zado y se abandonó pronto por las pocas militantes que lo vistieron. Una de ellas,
Lucy Stone, atrajo nueva notoriedad en 1855, cuando al casarse con Henry Blackwdl
(hermano de Elizabeth) insistió en retener su nombre de soltera y al presentar con su
marido una protesta sobre las desigualdades de las leyes matrimoniales. Las feminis-
tas se enfrentaron al maltrato y la mofa incensantes. Incluso algunos hombres que se
consideraban liberales mantenían el dogma de que el lugar de la mujer era la casa.
Muchas mujeres, quizás la mayoría, compartían esta opinión e incluso una pionera
de la educación femenina tan dedicada como Catherine Beecher se convirtió en por-
tavoz del antisufragismo. Por todo ello, el progreso hacia la igualdad sexual fue lento.
En 1860, casi la mitad de los estados ya habían aprobado leyes -debe decirse que en
general a instigación de los homb~ que reconocían los derechos a la propiedad
de las mujeres casadas. Pero seguían persistiendo otros impedim~tos sociales y polí-
ticos. ·

ANnE5CLAVrIUD Y PROESCLAVrIUD

El movimiento refonnista que hizo sombra y acabó engullendo a todos los de-
más fue la antiesclavitud. En el periodo colonial la mayoría de los americanos habían
aceptado la esclavitud como una necesidad económica, sancionada además por la Bi-
blia. La Revolución, que resaltó la libertad y la igualdad, produjo una condena exten-
dida de la institución, incluso en el Sur, pero a comienzos del siglo XIX el sentimien-
to antiesclavista había decaído. Las sociedades antiesclavistas, las más numerosas en
la parte superior del Sur, mantuvieron una agitación amortiguada que no aspiraba
más que a una emancipación gradual. La Sociedad de Colonización Americana
(American Colonization Society), fundada en 1817 con el apoyo de dueños de escla-
vos tan prominentes como Henry Oay ·y John Marshall, pretendió que los negros li-
bres se establecieran en África Occidental. Bajo sus auspicios,. se fundó la república
independiente de Liberia (1822), cuya capital, Monrovia, recibió este nombre en ho-
nor del presidente Monroe. La sociedad tenía partidarios tanto en el Norte como en
el Sur. Incluso algunos hombres destinados a convertirse en abolicionistas importan-
tes creyeron en un principio que la colonización pavimentarla el camino para la

159
emancipación. Pero niuchos de sus partidarios sureños vieron la colonización sólo
como un medio para deshacerse de los negros libres del país, considerados posibles
líderes de las revueltas esclavistas. La idea de la colonización tardó en morir; incluso
durante la guerra civil Lincoln la siguió f.woreciendo como un medio de resolver el
problema racial. Pero ya en 1830 su fracaso era evidente. No había inducido a los
dueños de esclavos a aceptar la manumisión voluntaria; los intentos por conseguir
fondos del C.Ongreso se iedujeron a nada; los negros libres eran violentamente hosti-
les y prefufan, como expRS6 un grupo en 1817, ccque nos dejen habitar en el rincón
más remoto de la tierra donde hemos nacido a ser exiliados a un país extraño-. Del
puñado de negros que poblaron Liberia, la mayorla sufrió grandes penurias. La Socie-
dad de C.Olonización Americana se las fue amglando hasta la década de 1860 con
contribuciones privadas y con donaciones de Vuginia y Maiyland. pero sólo logró es·
tableccr en colonias a 12.000 personas en total, apenas una porción de la población
negra.
El adversario de la esclavitud más activo en la década de 1820 fue el cuáquero de
Nueva Jersey Benjamín Lundy, editor del Gmüa cfUnirJenal F.mllncipatúm (1821). Es-
taba a favor de la colonización, pero también instaba a la emancipación gradual y v~
luntaria guiada por los estados. Pero esto no satisfaáa al joven militante Wtlliam
lloyd Garrison, impresor de Boston que se convirtió en su ayudante en 1828. lntcn·
so, vanidoso, carente de humor y de mente cstrccha, era un fanático de su idealismo
y prodigo en sus denuncias de los adversarios. Rechazaba la gradación en cualquiera
de sus formas y condenaba la colonización como una cconspúación contra la huma-
nidad•, pues consideraba la esclavitud un pecado y la emancipación una necesidad
urgente. Proclamó su militancia en el primer número de su semanario 1be liberak1r,
publicado en Boston el 1 de enero de 1831: «Seré tan duro como la verdad y tan.in·
dependiente como un juez[...) No deseo pensar, hablar o esaibir con moderación
[...] Voy en serio: No emplearé un lenguaje ambiguo. No perdonaré. No retrocederé
ni un palmo. y ME ESCUCHARÁN.•
Fundó la Sociedad Antiesclavista de Nueva Inglaterra (New England Anti-Slavcry
Socicty) en 1832, que obtuvo el respaldo de bostonianos tan prominentes como los
sacerdotes unitarios Theodorc Parlcer y Wtlliam Elleiy Channing, el rico abogado
Wendcll Phillips y el poeta John Greenleaf Whittier. Para muchos contcmpoáncos,
sobre todo del Sur, Ganison acabó siendo considerado la personificación del aboli-
cionismo. Pero su influencia no debe exagerarse. La circulación de The liberak1r era
pequeña y limitada sobre todo a los negros libres. Durante mucho tiempo, el princi·
pal efecto de su extremismo fue alejar a posibles partidarios. Impactó profundamen-
te a la opinión del Norte al denunciar a las iglesias por no adoptar una .postura abo-
licionista y a la cristiandad estadounidense por ser «atea, llena de apologías del peca-
da». También resultaron desacertadas para muchos sus afirmaciones de que la
desunión era una necesidad moral y que la C.Onstitución, al proteger la esclavitud, era
un «Acuerdo con la Muerte y un C.Onvenio con el Infierno•.
Mientras Garrison tronaba contra la esclavitud desde Boston, el abolicionismo
iba creciendo en terreno fértil en otros lugares y con otros dirigentes. Fueron ellos
más que Ganison quienes emprendieron la tarea vital de atender la doctrina pcrcn·
toria y oiganizar su respaldo. En Nueva York. un grupo de filántropos acomodados
encabezados por los hermanos Arthur y Lewis Tappan desempeñó un papel central.
Inspirados en el triunfo de la emancipación en Gran Bretaña en 1833, los Tappan hi·
cieron un llamamiento para formar una organización antiesclavista nacional. En res·

160
puesta, sesenta y dos personas de todas las partes del Norte, Garrison entre ellas, se
reunieron en Filadelfia en diciembre de 1833 para formar la Sociedad Antiesclavista
Americana (American Anti-Slavery Society). Su Declaración de Sentimientos, redac-
tada por Garrison, condenaba la esclavitud por ser oontraria a los principios de la cris-
tiandad y la Declaración de Independencia, denunciaba la oolonización y pedía la
abolición inmediata sin compensación para los dueños de esclavos.
Los representantes de la Sociedad se pusieron a trabajar para establecer filiales en
todas las ciudades, pueblos y aldeas norteños. Para 1840 había casi 2.000 con unos
200.000 afiliados. El más efectivo de sus organi:r.adores fue Theodore Dwight Weld,
un joven ministro presbiteriano cuyo celo rcfonnador había sido despertado por las
prédicas de Finney. El Seminario Teológico de Lane (Cincinnati). fundado por evan-
gélicos de Nueva York como puesto de avanzada de la renovación religiosa, fue el es·
cenario de los mayores triunfos de Weld. Tras un famoso debate de dieciocho días
en 1833, convirtió a los estudiantes y profesores a la doctrina perentoria y cuando
los fideicomisarios condenaron sus actividades, encabezó un núcleo rebelde para re-
fundar Oberlin College, que se convirtió pronto en el centro del abolicionismo del
Oeste. Durante toda la década de 1830, Weld y su grupo de disdpulos -los famo-
sos «Setenta»- trabajaron sin descanso en cientos de comunidades del Oeste, utili-
zando técnicas del movimiento de renovación religiosa para promover la causa abo-
licionista.
Acompañando al crecimiento de las sociedades abolicionistas, se dio una distribu-
ción masiva de literatura antiesclavista, actividad financiada en gran medida por los
Tappans y que resultó posible por los nuevos avances en la tecnologfa de la impre-
sión, en especial la prensa de vapor. Antes de los dos años de su nacimiento, la Socie-
dad Antiesclavista Americana hada circular un millón de ejemplares de publicacio-
nes periódicas como el F.m4nci.paJm, el Anli-Slafltry Reporto; Htm11111 Rights y S/4rJt's
Frimd (para lectores juveniles). También inundaron el país opúsculos y folletos anties-
clavistas. La propaganda en contra de la esclavitud al principio se dirigió sobre todo
al Sur, con la pretensión de que los dueños de esclavos se arrepintieran de su pecado,
pero después cada vez se destinó más hacia el Norte, sosteniendo que la esclavitud
era un crimen y señalando no sólo la crueldad y depravación de los dueños de escla-
vos, sino de la sociedad sureña en general. Así, Garrison describía el Sur como «una
gran Sodoma•. Este cambio de énfasis quizás fuera incitado por los esfuerzos del Sur
por suprimir la literatura abolicionista. Después que una muchedumbre se apoderar.a
de las publicaciones antiesclavistas y las quemara en la oficina de correos de Charles-
ton en 1835, los administradores de correos de la región se negaron en general a en-
tregarla. El administrador general de Correos de Jaclcson, Amos Kmdall, condonó su
acción, mientras que el mismo presidente sugirió una ley federal que prohibiera la
circulación de «publicaciones incendiarias que pretendían instigar a los esclavos a la
insurrección•. El Congreso no respondió, pero casi todos los estados del Sur adopta·
ron medidas para controlar el correo.
Una controversia más larga en el Congreso se centró en la circulación y presenta·
ción de enormes peticiones abolicionistas. En 1836 alarmaron a los congresistas sure-
ños y sus simpatizantes del Norte consiguieron la adopción de la «regla de la morda-
za•, que requería que todas las peticiones relacionadas con la esclavitud se dejaran en
la mesa de fonna automática y no se imprimieran o discutieran. La Sociedad Anties-
clavista Americana aceleró de inmediato su campaña de peticiones. Durante la sesión
del Congreso de 1837-1838 llegaron sólo a la Cámara no menos de 412.000. La lucha .

161
contra la regla de la mordaza fue encabezada de forma elocuente por el antiguo pre-
sidente John ~cy &faros, que había regresado a Washington como congresista
por Massachusetts. C.On anterioridad no había experimentado simpatías hacia el ~
licionismo, pero interpretó la regla de la mordaza como una amenaza directa a la li-
bertad de palabra y de petición. Finalmente, en 1844, consiguió su revocación.
El abolicionismo no fue un movimiento exclusivo del hombre blanco. Los ne-
gros desempeñaron un importante y activo papd colaborando con la cruzada gene-
ral contra la esclavitud. pero también actuaron de forma independiente. Aunque las
Iglesias negras no se pronunciarían oficialmente sobre la esclavitud, ministros de c~
lor como Sarnuel D. C.Ornish, Henry Highland Gamet y Alexander Crummdl se
convirtieron en figuras conocidas de las plataformas abolicionistas. Algunos de los
propagandistas más efectivos contra la esclavitud eran esclavos fugados como Wi-
lliam Wdls Brown, Wtlliarn y Ellen Craft y Frederidc Douglass, cuyas narraciones re-
presentaban para los públicos norteños las realidades de la esclavitud. Douglass, el ne-
gro más distinguido de esos días, también fundó con éxito el primer periódico negro,
North Slllr (1847). La participación negra en el movimiento contra la esclavitud reve-
ló un racismo persistente incluso entre los blancos abolicionistas. Muchos trataban a
los negros con condescendencia y expresaban dudas sobre la conveniencia de mez-
clar las razas en las funciones públicas. Los negros se resintieron profundamente de
ese tratamiento y se quejaron de la «actitud supervisora• y del papel subordinado que
de fonna invariable les asignaban en las actividades conjuntas.
La comunidad negra tomó la iniciativa en la única acción directa efectiva contra
la esclavitud. a saber, ayudando a los esclavos huidos a ponerse a salvo en el Norte o
Canadá. Sin duda, valerosos abolicionistas blancos como el cuáquero de Carolina del
Norte Levi C.Offin y el ministro de Boston Samuel J. May ayudaron a algunos huidos,
pero al contrario de lo que se creyó durante mucho tiempo, ni ellos ni ningún otro
establecieron un «tren clandestino- muy organizado, con estaciones regulares y cien-
tos de cconductores», para sacar de la esclavitud a los negros valerosos. Algunos ne-
gros libres ingeniaron diversas escapadas de esclavos. La intrépida Harriet Tubman,
ella misma fugitiva, parece que hizo más de una docena de entradas en el Sur y se lle-
vó a más de doscientas personas. Pero el número total de fugitivos no fue grande y en
general se trató de negros que proporcionaron una ayuda espontánea a esclavos que
habían conseguido liberarse por sí mismos. La suerte de quienes huían se facilitó por
las cleyes sobre la libertad personal• aprobadas por los estados del Norte en un inten-
to de impedir que se hiciera cumplir la Ley del Esclavo Fugitivo de 1793, que reque-
ría el regreso de los huidos. En el juicio seguido por Prigg contra Pensilvania (1842),
el Tribunal Supremo sostuvo que esa ley estatal era inconstitucional, pero también
decidió que ya que por la C.Onstitución la ejecución de la cláusula sobre el esclavo fu-
gitivo correspondía en exclusiva al gobierno federal, no se requería la ayuda de los es-
tados. Ello dio como resultado la adopción de unas leyes sobre la libertad personal
nuevas y más severas.
Afligido por la violencia de la embestida abolicionista. el Sur atacó ferozmente en
defensa propia. El peso de su opinión siempre había apoyado la esclavitud; la actitud
jeffcrsoniana de que era un mal necesario había sido ampliamente compartida. Mu-
cho antes del surgimiento del abolicionismo militante, y sobre todo tras la controver-
sia de Misuri, los sureños defendieron de fonna pública su «institución peculiar»,
pero hasta la década de 1830 no se fonnuló una ideología sistemática en su favor. En
un folleto muy leído que se publicó en 1832, Thomas R. Dcw, profesor del C.Ollege

162
ofWtlliam and Mary se basó en la historia, antropología, economía y religión para
defenderla. La civilización del mundo antiguo, sostenía, se había fundado en ella. Los
negros se habían beneficiado al ser sacados del África salvaje pero, al ser congénita·
mente inferiores a los blancos, se los explotaría con crueldad si se los dejara libres. La
esclavitud hacía posible la democracia en el Sur, ya que ponía a todos los hombres
blancos «en un nivel común•. Toda la economía de la región -de hecho, la prospe-
ridad nacional- dependía de la esclavitud porque sólo los negros podían trabajar
con su calor y sólo lo harían si se les obligaba. Sobre tocio, la esclavitud estaba san·
cionada en la Biblia y más en particular por la práctica de los hebreos del Antiguo Tes·
tamento y por las órdenes de San Pablo. Los argumentos de Dew, refinados y desa·
rrollados en multitud de libros, folletos, artículos de revista y sermones, fueron des·
pués reforzados por otros. En 1854, dos científicos sureños, el doctor Josiah C. Nott
y Georgc Gliddon, publicaron un libro titulado 'Jjpts ofMankind con el fin de probar
el origen plural de las razas y donde afumaban que el negro se encontraba en lo más
bajo de la escala de la creación humana. El gobernador James H. Hammond, de Ca-
rolina del Sur, adelantó una teoría «de soporte•, afumando que en todo sistema so-
cial era esencial una clase servil para liberar a los más dotados y que pudieran ocupar·
se de la investigación intelectual. Aún más influyentes fueron los ingeniosos argu·
mentos de un abogado de Vuginia, George Fitzhugh. En Sociologyfar the Solllh (1854)
y Cannibals AUJ (1857) repudiaba de forma explícita los principios de la Declaración
de Independencia, reclamando que un orden libre y competitivo significaba en la
práctica la ley de la selva y la explotación de los débiles, mientras que el sistema es·
clavista proporcionaba el bienestar social de todos.
En su constante reiteración del argumento proesclavista, los dirigentes del Sur no
trataban de convertir al Norte o siquiera de calmar sus sentimientos de culpa, sino
unificar su región y en particular convencer a la mayoría que no tenía esclavos de la
necesidad de la institución. Para asegurarse doblemente, suprimieron todas las críti·
cas, todas las discusiones, sobre el tema. Además de prohibir las publicaciones anties·
clavistas, las asambleas estatales ofrecieron grandes recompensas por el apresamiento
de abolicionistas prominentes. A mediados de la década de 1830 ya era peligroso para
cualquiera expresar opiniones contrarias a la esclavitud en el Sur. En algunas univer·
sidades, los profesores fueron despedidos por atreverse a hacerlo. En Kentucky,
en 1845, una muchedumbre impidió por la fuerza que Casius M. Clay, rico propie-
tario de esclavos, iniciara un periódico antiesclavista. Así, quienes aiticaban la insti·
tución tuvieron que ocultar sus opiniones o marcharse. Entre los que optaron por la
última solución se encontraron abolicionistas tan importantes para el Norte como Ja·
mes G. Bimey de Alabama y las hermanas Grimké de Carolina del Sur.
En un primer momento también hubo en el Norte una fuerte oposición al aboli·
cionismo, causada por el sentimiento contra los negros. Tocqueville señaló que «el
prejuicio de raza parece ser más fuerte en los estados que han abolido la esclavitud
que en los que sigue existiendo y en ningún lugar es tan intolerante como en los es·
tados donde la servidumbre nunca ha existid0». En la mayoría de los estados del Nor·
te, los negros no podían votar, ser miembros de un jluado o casarse con un blanco;
la segregación era la norma en los lugares públicos y los políticos de todos los parti·
dos apoyaban de forma &.mea la supremacía blanca. En consecuencia, los abolicio-
nistas fueron denunciados como agitadores fanáticos e irresponsables, inclinados a
fomentar el desorden bajo la influencia extranjera, sobre todo británica, y que habían
perjudicado a los esclavos al provocar que el Sur aprobara códigos esclavistas más se-

163
veros. Algunos grupos tenían razones especiales para que les desagradara el abolicio-
nismo. Los inmigrantes irlandeses temían la competencia económica de los negros li-
berados que acudían al Norte, mientras que los empresarios, sobre todo los que man·
tenían conexiones con el Sur, se mostraban aprensivos por si los sureños reacciona·
han a la agitación abolicionista boicoteando sus productos.
La opinión del Norte se expresó en revueltas antiabolicionistas, en muchos casos
organizadas y dirigidas por miembros prominentes y respetados de la comunidad.
Sus reuniones fueron interrumpidas, sus propiedades, atacadas, sus personas, agredi-
das y sus periódicos, suprimidos. Lcwis Tappan fue apedreado en Nueva York
en 1834 y su casa saqueada; Garrison fue perseguido por la muchedumbre en las ca·
lles de Boston al año siguiente y se salvó por poco de ser linchado; el Pcnnsylvania
Hall, en Filadelfia, fue incendiado en 1838 después de haber celebrado una reunión
anticsclavista. Pero el peor ultraje fue el que otorgó a los abolicionistas un mártir: el
asesinato del editor anticsclavista Elijah Lovcjoy en noviembre de 1837 en Alton (Illi-
nois), mientras defendía su prensa de la violencia de la muchedumbre. Estas acciones
tuvieron el efecto contrario al pretendido. Lejos de silenciar a los abolicionistas, los
transformaron en los defensores de la libertad de expresión y de prensa, y les consi-
guieron, si no el apoyo, al menos la simpatía de muchos que hasta entonces habían
sido neutrales u hostiles.
Las disensiones internas acabaron desorganizando la causa anticsclavista. Desde
los comienzos, habían existido divisiones nefastas, algunas como resultado del cho-
que de personalidades, otras del desacuerdo sobre tácticas y estrategias. Había agudas
diferencias sobre el significado preciso del inmcdiatismo, ya que los gUrisonianos re-
chazaban la vaga y, para muchos, incomprensible fórmula de Weld-Tappan de una
«emancipación gradual, comenzada de inmediato•. Muchos abolicionistas compro-
metidos repudiaron la condena general que efectuaba Garrison de las iglesias y sus
acerbas generalizaciones sobre los dueños de esclavos; otros, su profundo comprom
so con varias reformas «radicales• desconectadas con la esclavitud, sobre todo la no
resistencia y los derechos de la mujer. Por último, estaba la cuestión de la persuasión
moral contra la acción política. La insatisfacción con la postura equívoca tomada por
los principales partidos acerca del tema de la esclavitud llevó a algunos abolicionistas
a pedir un nuevo partido anticsclavista. Pero Garrison y sus seguidores sostenían que
la participación en política diluiría la filantropía pura de la cruzada abolicionista.
La crisis llegó en la reunión anual de la Sociedad Antiesclavista Americana en
mayo de 1840. Después de lograr colocar una mujer, Abby Kdley, en el Comité de
Negocios, los conservadores se separaron para formar su propia Sociedad Anticscla-
vista Americana y Extranjera (American and Foreign Anti-Slavery Socicty). Un mes
más tarde, otros antigarrisonianos, en su mayoria de Nueva York, habían organizado
el primer partido contrario a la esclavitud, el Partido de la Libertad (Libcrty Party), y
habían postulado a James G. Bimey para la presidencia. Sólo consiguió 7.000 votos
en las elecciones de 1840, pero cuatro años después logró suficiente respaldo en la de-
licada balanza de Nueva York para determinar el resultado. El control del movimien-
to anticsclavista había pasado de las manos de los reformistas morales a las de los po-
líticos dispuestos a movilizar el creciente sentimiento del Norte contra la expansión
de la esclavitud. Las dos organizaciones abolicionistas rivales pennanecieron vigentes
hasta que se logró la emancipación, pero ninguna de ellas se recobró plenamente del
cisma de 1840.
(~é habían logrado los abolicionistas con la agitación? No la conversión del

164
Norte al abolicionismo y aún menos al principio de la igualdad racial. Pero si su pro-
paganda no había conseguido persuadir a los norteños de que quisieran a los negros,
al menos había enseñado a muchos a despreciar y desconfiar de los dueños de escla-
vos del Sur y a ercer en la existencia de una conspiración de la cpotcncia esclavista•
para apagar la libertad de toda la tierra. Así, los abolicionistas pavimentaron el cami-
no para que el Partido del Suelo Libre (Free Soil Party) y el Republicano movilizaran
las fucnas poco preocupadas por el bienestar de los esclavos, pero fuertemente
opuestas a la expansión de la esclavitud y del poder sureño en los territorios. A la vez,
la denuncia abolicionista enfureció al Sur. En resumen, aunque los abolicionistas hi-
cieron poco para ayudar al esclavo, lograron polarizar la opinión estadounidense y
aumentar la animosidad regional.

165
CAPtruwX

La expansión hacia el Oeste y el conflicto


regional, 1844-1850

EL DESTINO MANIFIESTO

La expansión territorial alcanzó una nueva cota de intensidad en la década


de 1840: La pttOCUpación por la seguridad nacional, que se suponía amenazada por
la actividad británica en Tc:xas, California y Orcgón, fue una de las causas. Pero más
importante fue el conjunto de creencias ICSumidas en la expICSión •destino manifies-
to», acuñada por un editor de Nueva York en 1845. El ténnino reflejaba la asunción
de que la Providencia había determinado que los &tados Unidos controlaran todo el
continente norteamericano, lo que proporcionaba un razonamiento conveniente
para la conquista de las castas inferiores como indios y mexicanos por los pioneros
hambrientos de tierras. Era un credo sorprendentemente similar al adoptado por las
grandes potencias europeas para justificar su imperialismo cuando avanzó ese mismo
siglo. Pero por'el destino manifiesto también corría una fibra de romanticismo, inclu-
so de idealismo, ya que incluía la convicción de que aumentar el territorio estado-
unidense era el mejor medio para promover la expansión de los ideales e institucio-
nes democráticos. Tales ideas, con fiecuencia expresadas de forma extravagante, eran
de dominio común y se convirtieron en la fuerza impulsora de la política pública. Su
resultado fue la anexión de Texas, la conciliación de la disputa por Orcgón y la adqui-
sición de California, Nuevo México y Utah.
En la década de 1840, la frontera ya había sido trasladada a la mitad del continen-
te. Seguían existiendo territorios sin colonizar bajo jurisdicción estadounidense entre
el Misisipí y las Rocosas, pero como se pensaba que la mayor parte de las Grandes
Llanuras eran demasiado áridas para la agricultura, los pioneros las miraron con an·
hdo y luego se desperdigaron por las amplias at.ensiones desocupadas de tierra fértil
que se encontraban en lo_s bordes de México y en el Lejano Oeste. El primer movi-
miento de importancia se dirigió hacia Texas en respuesta a una invitación mexicana.
Poco después de lograr su independencia de &paña en 1822, México ofreció conce-
siones de tierra en Texas a los estadounidenses que se sometieran a su jurisdicción y
aceptaron un número determinado de colonos. Para 1830 Texas ya había atraído a
cerca de 20.000, la mayoría del Sur, que llevaron con ellos a sus esclavos, a pesar de
que la esclavitud fue abolida en México en 1829. El gobierno mexicano, alarmado
por la enorme afluencia, prohibió después que continuara la inmigración y trató con

167
retraso de hacer cumplir las leyes contra la esclavitud. Esto causó fiicción entre los co-
lonos y las autoridades mexicanas; también hubo dificultades por los títulos de las tie-
rras y los impuestos. Los asuntos se complicaron cuando en 1835 el presidente mexi-
cano, el general Santa Arma. estrechó el control central. Este paso, que los tejanos in-
terpretaron acertadamente como un intento de absmberlos más de lleno en una
cultura extraña, hizo inevitable la rebelión. A comienzos de 1836 declararon su inde-
pendencia y establecieron una república. Santa Anna encabezó un ejército para so~
car la revuelta.. Sus tropas tomaron la misión del Álamo en San Antonio y mataron a
todos los miembros de la guarnición. En el pueblo vecino. de Goliad los mexicanos
ejecutaron a la mayoría de los defensores una vez que se habían rendido. Estas atro-
cidades sólo sirvieron para fortalecer la resistencia tejana. En abril de 1836, bajo el gri-
to de ánimo de «Recordad el Álamo•, el pequeño ejército del general Sam Houston
derrotó de forma decisiva a los mexicanos en la batalla de San Jacinto. Santa Anna
fue tomado prisionero y obligado a finnar los tratados que reconoáan la indepen-
dencia de Texas. Después México los repudió por haber sido otorgados bajo coac-
ción, pero no intentó someter a la provincia.
Casi de inmediato la nueva república buscó su anexión a los Estados Unidos, que
habían estado interesados durante algún tiempo en su adquisición y tanto John
~cy Adams como Andrew Jackson lo habían intentado en vano. La opinión del
país había simpatizado mucho con la lucha tejana por la independencia y había un
gran respaldo para la anexión, en especial en el Sur y el Oeste. Pero en el Norte existía
una fuerte oposición: Texas era lo bastante grande como para que cupieran en ella
cinco estados esclavistas y su incorpor.ación fortalecerla la esclavitud y aumentarla
muchísimo el poder político del Sm. Jackson pensó que resultaba un tema explosivo
en un año electoral, así que lo archivó e incluso retrasó el reconocimiento de la inde-
pendencia de Texas hasta justo antes de su abandono de la presidencia en 1837. Su su-
cesor, Martín Van Buren, igualmente ansioso por evitar la controversia sobre la escla-
vitud, dejó de lado el asunto durante todo su mandato.
Al ver que su propuesta se menospm:iaba, Texas retiró su solicitud de anexión y
en su lugar trató de obtener reconocimiento, créditos y tratados comen::iales de Fran-
cia y Gran Bretaña. Los británicos le dieron la bienvenida: obstruiría la expansión e.
tadounidense, propoicionaria un mercado para las manufacturas británicas y aliviada
a la industria tatil de Lancashire de su dependencia hacia el algodón estadouniden-
se. C.Omo quizás habían calculado, el aeciente interés de esta potencia en sus astm-
tos causó alarma en Washington. En consecuencia, en el otoño de 1843, Tyler ~
rizó a su secretario de Estado, Abel P. Upshm, que como él era un expansionista ar-
diente, a que reiniciara las negociaciones de anexión con Texas. F.staban a punto de
completarse cuando, el 28 de febrero de 1844, Upshm resultó muerto por la czplc>-
sión de un cañón a bordo del nuevo barco de guerra Prinakm.
Su sucesor, John C. Calhoun, estaba tan interesado como Tyler en adquirir Teas
y las negociaciones se concluyeron con rapidez. Pero el envío del tratado al Senado
coincidió con la publicación de una nota del gobierno británico respecto a la cue.
tión tejana en la que Calhoun habían defendido vigorosamente la esclavitud. FJlo
hizo parecer que se había buscado la anexión sólo para proteger la «institución pem-
Jiap sureña. La torpeza de Calhoun selló el destino del tratado -fue rechazadm
por 35 votos contra 16- y asegwó que se convirtiera en un tema de las eleccionm
pn:sidcnciales que se aproximaban.
Mientras tanto, iba aumentando el inteds estadounidense por otras dos prov~

168
mexicanas escasamente pobladas: California y Nuevo México. A comienzos de la dé-
cada de 1840, California era un territorio remoto y casi vaáo. Unos setenta años an-
tes, &paña había alentado a los fiailes franciscano,,, encabezadm por fray Junípero Se-
na, a levantar una cadena de misiones a lo largo de la costa entre San Diego y San
Francisco. És~ habían logrado convertir a los indios y enseñarles la agricultwa, pero
en 1834 el gobierno mexicano secularizó las misiones y los privó de sus tierras. Para
entonces, la provincia tenía unos 7.000 habitantes, en su mayoria descendientes de co-
lonos españoles, que solían dedicarse a la cría de ganado. Mantenían un modesto co-
mercio en cueros, pieles y sebo con los barcos que llegaban anualmente de Boston con
artículos manufacturados, pero no tenían mucho más contacto con el mundo exterior.
En la década de 1830, llegó un puñado de comerciantes estadounidenses y pocos
años después, estimulados por el brillante relato que haáa de California Richard
Henry Dana en Two ~ars Befort tht Mast (1841) y la publicidad favorable generada
por las czploraciones a las Montañas Rocosas de John C. Frémont, comenzaron a go-
tear los primeros colonos estadounidenses. En 1845 ya eran unos 700. A pesar de su
pequeño número, pronto empezaron a acariciar pensamientos de independencia de
México y de absorción en la Unión. La misma idea ya había empezado a interesar al
gobierno de Tyler. La sospecha de designios británicos acerca de California, aunque
tan mal fundados como en el caso de Texas, aguzaron el apetito estadounidense. Un
notable incidente de 1842 mostró hacia dónde soplaba el viento. Bajo la errónea im-
presión de que los Estados Unidos habían declarado la guerra a México, el coman-
dante del escuadrón naval estadounidense en el Paáfico tomó el puerto de Monte-
rrey y proclamó la anexión de California. Aunque se marchó de inmediato una vez
que supo la verdadera posición y el Departamento de Estado se disculpó ante Méxi-
co, ahora resultó evidente que los Estados Unidos tenían designios sobre California.
El Destino Manifiesto no tuvo nada que ver con otra corriente migratoria a las tie-
rras fronterizas de México. Lejos de desear extender la zona de libertad estadounidense,
los mormones buscaban librarse de la pcrsccución religiosa. La hostilidad que encon-
traban en sus vCcinos llegó a su culminación en 1844 con el asesinato de Joseph Smith,
que puso en movimiento una migración qHca. Bajo la dirección de su sucesor, Brigham
Young, casi toda la comunidad mormona, que sumaba 4.000 almas, se marchó de Nau-
voo (Illinois) en 1846 rumbo al aislado valle de Great Salt Lake. Allí establecieron un
mden social cuasi comunista bajo estricta dirección eclesiástica. Aunque su nueva Sión
era un yermo, los mormones utilizaron la irrigación para levantar una próspera agricul-
tura. Les mortificó descubrir que, como resultado de la guerra mexicana, habían vuelto
a caer bajo la jurisdicci6n de los Estados Unidos. Las esperanzas de establecer su propio
estado de Deseret se fiustraron y la zona pasó a fonnar parte del territorio de Utah, or-
ganizado en 1859. Pero el control federal resultó en gran medida nominal. Brigham
Young fue elegido gobernador y hasta después de la guerra civil gobern6 el territorio
casi como una comunidad privada para el beneficio de la Iglesia mormona.
Por muchas razones diferentes, los estadounidenses comenzaban a darse cuenta
de las potencialidades de otra parte del Oeste: el territorio de Orcgón, una inmensa
iegión que se extendía desde California hasta Alaska y de las Rocosas al océano Paá-
fico. A comienzos del siglo XJX cuatro países -Rusia, España, Inglaterra y Estados
Unidos-- lo habían reclamado, pero el contexto pronto se restringió a un duelo an-
glo-estadounidense. En 1818 Gr.m Bretaña y los &tados Unidos negociaron un
acuerdo conocido como cocupación conjunta», es decir, que Obregón debía perma-
necer abierto para ambos países. Durante un tiempo la región se mantuvo bajo el

169
control de los comerciantes en pieles británicos, pero a finales de la década de 1830
hubo un surgimiento repentino de interés estadounidense. Los comerciantes, trampe-
ros y misioneros como Marcus Whitman hablaron al regresar de un país de una fer-
tilidad apenas creíble. Casi de inmediato Orcgón se convirtió en la nueva tierra pro-
metida y los pioneros pusieron rumbo a ella en carretas cubiertas para recorrer la
arriesgada ruta de 3200 km conocida como el Camino de Oregón. A finales de 1845,
los 5.000 colonos estadounidenses ya habían organizado un gobierno provisional y
demandaban que los Estados Unidos dieran por acabada la ocupación conjunta y es·
tablecieran la jurisdicción exclusiva.

LAs ELECCIONES DE 1844

Las elecciones presidenciales de 1844 se celebraron cuando el destino manifiesto es·


taha en pleamar, así que no pudo remediarse que las cuestiones de Texas y Oregón sal-
taran a la palestra. Alarmados por el modo en que Texas se había visto envuelta en la
controversia sobre la esclavitud, los presuntos candidatos a la prmdcncia, Heruy Clay
y Martín van Bureo, intentaron mantenerla fuera de la campaña. Ambos hicieron de-
claraciones afumando que la anexión era inoportuna porque sería como entablar ~
rra con México. La declaración de Clay no evitó que los flJbigs lo eligieran; fue postula-
do con un programa que no mencionaba a Texas. Pero la actitud de Van Buren hizo
que los demócratas no lo eligieran: se le dejó de lado en furor de James K Polk, de Te&
nessee, un expansionista entusiasta y el primer candidato prmdcncial desconocido. La
plataforma demócrata se adueñó del talante erpansionista prevaleciente, pero combinó
inteligentemente las aspiraciones del Oeste con las del Sur. Apeló a la reocupación ele
Oregón y la reancxión de Texas, exprmón que conllevaba la dudosa implicación ele
que las dos adquisiciones propuestas siempre habían pertenecido a los Estados Unidos.
Durante la campaña, los asuntos internos palidecieron ante el expansionismm.
Los demócratas se basaron fundamentalmente en sus demandas agresivas sobre Teas
y el conjunto de Oregón hasta los 54° 40', aunque el famoso eslogan de •cincuenta y
cuatro cuarenta o lucha• no surgió hasta después de las elecciones. Clay, dándose
cuenta de que su equivocación acerca de Texas estaba debilitando su apoyo en el Sur.
salió al paso con una sanción tardía y desangelada a la anexión. Puede que le ben&
ciara algo en el Sur, pero en general fue un error porque perdió el respaldo del Nm-
t.c, sobre todo en el estado clave de Nueva York. Si hubiera ganado allí, habría sido
presidente, pero los votantes 'llJhÍ8S antiesclavistas desertaron hacia el Partido de la l i
bertad en número suficiente como para otorgar el estado a Polk. En· el país en gme-
ral, la victoria demócrata fue muy apretada. Así que, aunque las elecciones habím
otorgado el mandato a la expansión, no estaba demasiado claro. Sin embargo, había
demostrado que el antiesclavismo estaba en vías de convertirse en una fuerza seria
la política americana; el Partido de la Libertad obtuvo 62.000 votos, comparados coa
los 7.067 de cuatro años antes.
En noviembre de 1844 quedaban aún cuatro meses para que terminara el manda
to de Tylcr y estaba ansioso por marcharse en una llamarada de gloria. Inmedia•a• 1
te después de las elecciones declaró que los votantes se habían mostrado favorablim
la anexión de Texas y propuso al C.Ongreso que la acelerara por medio de una resoilt
ción conjunta. S'ignificaba que la anexión sólo requeriría una mayoría simple en
has cámaras, algo mucho más fácil de lograr que la mayoria de dos tercios neo-sita+

170
en el Senado para ratificar un tratado. Aunque se opusieron los congresistas antiescla-
vistas y los constitucionalistas puristas, a quienes desagradaba este método de adqui-
rir territorio, la resolución conjunta fue finalmente aprobada por la cámara por 120
votos contra 98 y por el Senado por Zl contra 25. Firmada por Tylcr el primero de
marzo de 1845 -dos días antes de dejar el cargo-, establecía la admisión de Texas
en la Unión con la condición de que no podía subdividirse en más de cuatro estados
adicionales y de que debía pagar su propia deuda pública. En julio de 1845, a pesar
de los intentos de último minuto de Gran Bretaña para convencer a la República de
la Estrella Solitaria de que mantuviera su independencia, Texas votó aceptar los tér-
minos estadounidenses y en diciembre de 1845 fue admitida como un solo estado.

POIK Y EL EXPANSIONISMO

Así pues, el tema de Texas estaba en buena parte solventado antes de que Polk fue-
ra presidente. ~cdaba por ver si sería capaz de realizar la otra parte del punto expan-
sionista contemplado en la plataforma demócrata, es decir, la «fCOCUpación de Ore-
gón•. En un principio pareció que la nueva política del presidente sería •cincuenta y
cuatro cuarenta o lucha»; en su discurso de toma de posesión, afirmó que el derecho
de los Estados Unidos al territorio de Oregón era •claro e incuestionable» y se man-
tendria plenamente. Pero en julio de 1845 ofreció dividirlo con Gran Bretaña por la
línea del paralelo 49. Por qué lo hizo no está claro. Qúzás creyó que como todos los
colonos estadounidenses estaban al sur de esta línea, la zona del norte no mcreáa
una guerra. Además, en un tiempo en que las relaciones con México se iban deterio-
rando rápidamente, puede que estuviera ansioso por evitar una guerra en dos frentes.
Cuando los británicos rechazaron su oferta, la abandonó y adoptó una postura
más militante. C.Oncluyendo que la «Única fonna de tratar a John Bull era mirándole
de frente a los ojas», envió un mensaje al C.Ongrcso en diciembre de 1845 en el que
recomendaba el fin de la ocupación conjunta y, en una nueva enunciación de la me-
dio olvidada doctrina de Monroe, advertía que los Estados Unidos no permitirían
que se estableciera una colonia europea en ninguna parte de Norteamérica. Aunque
la advertencia surtió poco efecto en Londres, ahora los británicos se mostraron dis-
puestos a encontrarse con Polk a mitad de camino; puesto que la C.Ompañía de la Ba-
hía de Hudson había transferido sus oficinas centrales del río C.Olumbia a la isla de
Vancouver, ya no merecía la pena luchar por la zona al sur del paralelo 49. En junio
de 1846, los británicos, a su vez, propusieron este paralelo como base para el acuer-
do y como ahora los Estados Unidos estaban en guerra con México, Polk aceptó. El
tratado de Oregón, que establecía el paralelo 49 como frontera entre los Estados Uni-
dos y Canadá desde las Montañas .Rocosas hasta los estrechos de Vancouver y dejaba
a la isla del mismo nombre en manos británicas, era un acuerdo justo y razonable que
satisfacía a ambas partes. El Senado lo ratificó por 41 votos con,tra 14 el 18 de junio
de 1846. Pero hubo una airada protesta de los demócratas del Oeste por el hecho de
que Polk hubiera abandonado la demanda de todo Oregón. Su sentimiento de haber
sido traicionados pronto iba a producir desunión dentro del Partido Demócrata.
Mientras tanto, había comenzado la guerra con México. El resentimiento esta-
dounidense hacia ese país se había ido fomentando desde la matanza de la guarni-
ción del Alamo durante la revolución tejana. También existía fiicción porque no pa-
gaba sus deudas. Los ciudadanos estadounidenses en México reclamaban varios mi-

171
llones de dólares por daños a la propiedad desttuida durante los periodos recurrentes
de desorden y, aunque finalmente había aceptado pagar dos millones de indemniza-
ción. pronto incumplió el pago. Cuando Texas fue anexionada, el gobierno mexicano
rompió airado las relaciones diplomáticas y la prensa nacional pidió la guerra en voz
alta. La controversia sobtc la fiontera de Texas inflamó aún más la situación. Como
provincia mexicana, nunca se había extendido más allá del rio Nueces, pero Texas aho-
ra reclamaba el Río Grande. México se negó a admitir incluso la existencia de una
disputa fionteriza; a sus ojos, toda Texas seguía siendo territorio mexicano. Pero Polk
estaba detenninado a mantener la reclamación tejana y en el verano de 1854 envió un
destacamento de tropas bajo el mando del general Zachary Taylor a la zona disputada.
Sin cmbaigo, la ambición del pRSidente no se detuvo ahí. Llegó al puesto deter-
minado a adquirir California y Nuevo México, y probablemente también otras pro-
"'vincias D'ft!ilicanas. Como otros cxpansionistas, estaba excitado por las oportunidades
comerciales y, además, no se sentía seguro acerca de los designios británicos sobre la
costa padfica. &pcraba persuadir a los mexicanos para que vendieran el territorio
que codiciaba, pero estaba preparado para usar la fuerza si no lo podía adquirir de for-
ma pacífica. En noviembtc de 1845, en un último intento de negociación, envió a
John Slidell, político de Luisiana, como emisario especial ante México. Estaba auto-
rizado a cancelar las reclamaciones de daños sin pagar a cambio de la fiontera de Río
Grande e iba a ofrecer cinco millones por Nuevo México y veinticinco más por Ca-
lifornia. Probablemente se habrian rechazado sus propuestas en cualquier caso, pero
Slidell llcgó a la ciudad de México cuando se había aupado un nuevo gobierno en
una marea de antiamericanismo y ni siquiera fue Rcibido. ·
En enero de 1846, al conocer el fracaso de su misión, Polk ordenó a Taylor avan-
zar hasta el Río Grande. ~ tratara de provocar un incidente que pudiera servir
como casllS belJi. De ser así. debió sentirse decepcionado porque las fuerzas mexicanas
no hicieron ningún movimiento para cruzar el río. El 9 de mayo la paciencia de Polk
ya se había agotado y decidió pedir al Congreso una declaración de guerra basándo-
se en que México se había negado a pagar sus deudas y había insultado a los Estados
Unidos· al declinar negociar con Slidell. Pero esa misma tarde, antes de que se hubie-
ra enviado el mensaje de guerra, llegaron noticias de que las tropas mexicanas habían
cruzado el Río Grande y que en el enfrentamiento que se siguió habían Rsultado
muertos o heridos dieciséis soldados americanos. Éste era el ptctexto que Polk había
estado esperando y para el que quizás había hecho sus maniobras. Revisó de prisa su
mensaje de guerra y tergiversó los hechos para que se ajustaran a sus propósitos. De-
claró que «tras reiteradas amenazas», México había «sembrado sangre estadouniden-
se en su suele»>. Afirmando que la «guerra existe por la misma actuación de Méxice»>,
pidió al Congreso que la reconociera fonnalmente. Éste aceptó su versión de los he-
chos y el 13 de mayo de 1846 ambas cámaras votaron la guerra de forma aplastante
y un proyecto de ley que autorizaba al presidente alistar 50.000 voluntarios.

LA GUEllRA MEXICANA
A pesar de la rapidez con la que respondió el Congreso, ni los políticos ni el pue-
blo estaban unidos en respaldar la guerra. Algunos dirigentes del Congreso ~­
houn. Thomas Hart Benton y John ~cey Adams entre ellos- consideraban la
guerra como una agresión estadounidense. Calhoun tenía una objeción más: se que-

172
jaba de que d presidente había violado la C.Onstitución al arrogarse en la práctica d
poder de entablar la guerra. EJ senador Tom C.Orwin, de Ohio, hizo un mordaz ata·
que a Polk, añadiendo que si él fuera mexicano, preguntarla a los estadounidenses:
«(No tenéis suficiente espacio en vuestro país para enterrar a vuestros muertos? Si ve-
nís al mío, os saludattmos con las manos ensangrentadas y os recibiremos en acoge-
doras sepulturas.•
Mientras que las primeras victorias de Taylor se acogieron con entusiasmo en el
Oeste y d Suroeste, donde el fctvor expansionista era devado, lo fueron con fiialdad
en d Noreste, sobre todo en Nueva Inglaterra. A pesar de ser la parte más poblada
dd país, aportó menos de 8.000 voluntarios, frente a los 20.000 dd Sur y los 40.000
dd Oeste. Los partidarios dd antiesclavismo de Nueva Inglaterra como Emerson,
Thoreau y James Russell Lowdl denunciaron la Guerra Mexicana como una estrata-
gema para fortalecer la potencia esclavista y adquirir más territorio de su aierda. Pero •
en esto estaban equivocados. Muchos plantadores dd Sur eran tibios a los posibles
incrementos territoriales a costa de México; podían ver que Nuevo México y Califor-
nia no eran apropiados para la esclavitud y que su adquisición probablemente forta-
lecería a los estados abolicionistas más que a los suyos. Además, a sus políticos, como
a muchos del Norte, les preocupaba que la expansión pudiera provocar controversia
regional. Dentro dd Partido Demócrata, los seguidores de Calhoun y Van Bureo pre-
sentían que la guerra tendría los mismos efectos sobre la unidad del partido. Los ""'W
albetgaban las mismas aprensiones, pero, al estar fuera del cargo, se sentían con ma-
yor libertad para oponerse a dla. Aunque satisfechos por los triunfos de dos genera-
les ""'W, 1.achary Taylor y Wmfield Scott, les preocupaba que un presidente demó-
crata fuera a hacer un capital político de una guerra victoriosa. Así que a medida que
la guerra se prolongaba y aumentaban sus costes y bajas, cada vez se volvieron más
críticos con la «Guerra dd señor Po&..
La posteridad iba a contemplar la Guerra Mexicana como una vergonzosa tacha en
la historia estadounidense, como de hecho lo fue. También iba a considerarla una con·
tienda desespeadamente desigual. ya que d pobre e indefenso México no era rival para
su joven y vigoroso adversario. Pero entonces no pareció así. Los mexicanos entraron
a la guerra confiando en la victoria. Su ejército regular sumaba 32.000 soldados, cuatro
veces d tamaño dd de los &tados Unidos, y dudaban de que los estadounidenses po-
seyeran la voluntad o la capacidad de luchar. Pero la confianza mexicana era infunda-
da. Su ejélcito, que consistía sobre todo en indios reclutados a la fuerza, estaba mal di-
rigido y poco organizado, además de que su material bélico era anticuado. Los &tados
Unidos tenían una reserva mucho mayor de fuena humana -5U población de dieci-
siete millones era más dd doble de la de México- y su economía era infinitamente
más fuerte, sobre todo en la producción industrial. También contaban con generales
más competentes, aunque ninguno había recibido una educación militar formal y sólo
Wmfidd Scott era conocido. Los &tados Unidos también poseían una superioridad
marcada en oficiales subordinados. Entre los varios cientos de licenciados de West
Point que lucharon codo ron codo en la Guerra Mexicana, hubo un grupo de jóvenes
-en d que se incluían Lee y Grant, Jadaon y McCldlan- destinados a enfimtarse
como generales en la guerra civil. EJ excqx:ional grado de capacidad existente entre es-
tos oficiales jóvenes compensaba con creces d hecho de que tuvieran a su mando un
ejército en su mayoría no profesional. Por último, los &tados Unidos disfrutaban dd
dominio de los mares, por lo que pudieron importar aprovisionamientos de guerra de
Europa y transportar y abastecer al ejército invasor a través dd Golfo de México.

173
La Guerra Mexicana fue la primera en la que un presidente actuó como coman-
dante en jefe, según establecía la C.Onstitución. Aunque por lo usual consultó con su
gabinete y, con menos frecuencia, con sus generales, fue Polk en persona quien deter-
minó la estrategia general. No contento con eso, también supervisó y dirigió el traba-
jo de la plana mayor y de los dctpartamentos del Ejército y la Marina. En este senti-
do, como en los demás, fue la «Guerra del señor Polk».
En un primer momento, el presidente planeó una guerra limitada. Esperaba que
unas cuantas victorias rápidas indujeran a los mexicanos a acceder a sus demandas ~
rritoriales. Así que la comenzó con la ocupación de las dos provincias por las que ha-
bía ido a la guerra. En el verano de 1846, el coronel Stephen W. Keamey marchó sin
encontrar oposición hasta Santa Fe, proclamó la anexión de Nuevo México y luego
emprendió la larga marcha a California a ttavés de los desiertos de Arizona. Para
cuando llegó, la provincia estaba en buena medida en manos de los estadounidenses.
En mayo se había producido la revuelta de la Bandera del Oso, por la cual los colo-
nos estadounidenses siguieron el ejemplo tejano y proclamaron su independencia. El
coronel John C. Frémont, ingeniero del ejército, entonces en la última de sus expedi-
ciones de exploración, apareció pronto· en escena para ayudar a los rebeldes. El si-
guiente en unirse fue un destacamento naval estadounidense al mando del comodo-
ro Robert F. Stodtton, cuyos escuadrones habían sido convenientemente estaciona-
dos frente a las costas Galifornianas. Sus fucnas navales desembarcaron en Monterey
en julio y pusieron fin a la breve etapa de independencia californiana izando la ban-
dera de las estrellas y las barras. Keamey, que llegó en diciembre a Saq Diego, dispu-
tó agriamente con Stodcton y Frémont sobre el mando de la expedición a California,
pero logró establecer su autoridad y, bastante antes, sofocar la pequeña resistencia
mexicana que quedaba.
Mientras tanto, Taylor se hallaba muy comprometido en el norte de México. En
el verano de 1846 obtuvo una serie de victorias sobre Santa Anna y avanzó 320 km,
con lo que se convirtió en un héroe nacional. Pero cuando ni los conquistadora de
Nuevo México y Califurnia ni la campaña de Taylor pasado el Río Grande persuadie-
ron a México de que aceptara la derrota, el presidente decidió que debía golpear la ca-
pital enemiga. Sin embargo, como un avance por tierra a la ciudad de México hubie-
ra supuesto una marcha de 8.000 km a ttavés de desiertos y montañas con líneas de.
comunicación cada vez más distantes, ordenó a Taylor que pcrmancciera a la defen-
siva en el norte de México y que cediera tropas para una expedición marítima contta
Veracruz bajo el mando del general Wmifield Scott. Esta decisión podría haber teni-
do serias consecuencias, puesto que cuando Santa Anna se enteró de la reducción de
las fuerzas de Taylor, se dirigió al norte desde el centro de México con la esperanza
de aplastar a los invasores. La batalla de Buena VJSta (2 y 3 de febrero de 1847) aña-
dió más lustre a la reputación de Taylor. Rechazó con grandes bajas a un ejército más
de tres veces mayor que el propio y obligó a Santa Anna a retirarse a la ciudad de Mé-
xico. C.On este enfrentamiento terminó la guerra en el norte de México.
La acometida de Scott al corazón de México fue una soberbia proeza militar. Su
ejército desembarcó cerca de Veracruz en febrero de 1847, tomó la ciudad tras un si-
tio de dieciocho días y luego avanzó 400 km sobre un terreno dificultoso y enfrentan-
do cierta resistencia. Una vez que infligió una sonora derrota a Santa Anna en Cerro
Gordo el mes de abril, libró media docena de batallas campales antes de tomar por
asalto la gran fortaleza del monte de Cbapultepec. En agosto los estadounidenses ya
habían llegado a la alta meseta mexicana y el 14 de septiembre entraron en la ciudad

174
de México. Aunque su ejército no sumaba más de l~.000 soldados, la mitad de ellos
voluntarios sin entrenamiento, la campaña de Scott contra un ejército superior en nú-
mero sólo había durado seis meses. En contraste, un ejército francés de 30.000 regu-
lares iba a tardar dieciocho meses en 1861-1863 en alcanzar el mismo objetivo, aun-
que se enfrentarla a un ejército mexicano menos formidable. Polk iba a declarar que
la Guerra Mexicana vindicaba la tradicional creencia antimilitarista estadounidense
de que los ciudadanos soldados ~ iguales que los profesionales. No obstante, los
regulares habían hecho la mayoría de los combates iniciales; los voluntarios habían
necesitado varios meses de entrenamiento para conseguir efectividad, y algunos de
sus mejores regimientos habían estado al mando de oficiales de West Point como Jef.
ferson y Davis.
La sucesión de victorias estadounidenses era aún más notable si se tenía en cuen-
ta la falta de armonía entre los dirigentes civiles y militares. La guerra con México
aportó pruebas sorprendentes del modo en que la política y la vida militar tendían a
entremezclarse en los &tados Unidos. La alta dirección de la guerra desde Washing-
ton fue muy influida por la política. Los dos principales generales de Polk, Taylor y
Scott, eran flJhigs conocidos que ni habían sido ni se esperaba que fueran candidatos
a la presidencia, y el presidente se mostró ansioso por evitar que lograran ventaja po-
lítica de la guerra. Por ello trató de negarles el crédito de sus victorias, intervino para
proteger a dos generales demóaatas -uno de ellos antiguo compañero de abogacía
del presidcnt~ a quienes Scott había llevado ante el tribunal militar por insubordi-
nación, e intentó en vano persuadir al C'.ongrcso para que otorgara al político demó-
crata Thomas Hart Benton el mando supremo del ejército. Era comprensible que
Taylor y Scott se creyeran víctimas del partidismo político. No obstante, ellos mismos
actuaron con frecuencia según cálculos políticos y no hicieron un secreto de su falta
de confianza en la administración.
Poco después de la captura de la ciudad de México se rindieron las últimas fuer-
zas mexicanas y llegó al poder un nuevo gobierno dispuesto a firmar la paz. Algunos
meses antes Polk había nombrado a Nic:holas P. Trist, jefe de personal del departa-
mento de Estado, comisionado de paz y le había autorizado a o&ccer términos simi-
lares a los propuestos por la misión de Slidell. Tardó mucho tiempo en convencer a
los mexicanos de que negociaran. Luego, cuando las negociaciones parecían a punto
de comenzar, Polk lo reclamó; estaba irritado por el lenguaje ambiguo mexicano y ya
no estaba dispuesto a pagar tanto por el territorio que quería. Sin embargo, Trist pasó
por alto la reconsidcración al creer que el rompimiento de negociaciones invitarla a
la anarquía y a que se retomara la guerra de guerrillas. Con la aprobación de Scott,
negoció un acuerdo basado en sus instrucciones originales. Por el tratado de Guada-
lupe Hidalgo, firmado el 2 de febrero de 1848, México aceptaba ceder California y
Nuevo México -casi la mitad de su territorio nacional- y reconocer la frontera de
Río Grande para Texas. Los Estados Unidos se comprometían a pagar quince millo-
nes de dólares por los territorios cedidos y a asumir las reclamaciones de los ciudada-
nos estadounidenses contra México por un valor de unos tres millones y cuarto.
A Polk le irritó sobremanera la desobediencia de Trist, pero de todos modos deci-
dió aceptar el tratado, ya que había muchas razones para hacerlo. Proporcionaba a los
Estados Unidos todas las cosas por las que habían ido a la guerra. Si hubiera sido re-
chazado, la mayoría flJhig del Congreso, que cada vez había criticado más la guerra,
quizás habría negado las asignaciones para continuarla. Una complicación más era
que los c:xpansionistas, ebrios por el triunfo de las armas estadounidenses, demanda-

175
han ahora la anexión de todo México. Si no se sofocaba la demanda, habria más aí-
tic.as, no sólo de los flJhigs, sino también de los demócratas disidentes. Así que deci-
dió recomendar la ratificación del tratado por el Senado. El 1Ode mayo de 1848 fue
ratificado por 38 votos contra 14.
La Guerra Mexicana proporcionó a los &tados Unidos grandes ventajas. Obtuvo
más de un millón de kilómetros cuadrados de tenitorio adicional y casi redondeó sus
fronteras continentales. También adquirió el magnífico puerto de San Francisco, sali-
da para el comercio con Oriente y la riqueza mineral de California. Pero el precio
de llevar la bandera hasta el Paáfico fue elevado. La guerra costó casi 100 millones de
dólares y más de 13.000 soldados murieron, la mayor parte de enfermedad. A la Jar..
ga aún habria un precio más caro que pagar, porque la guerra revivió la controversia
dormida desde hacía mucho sobre la extensión de la esclavitud y precipitó un peri~
do de disputas regionales que iban a culminar en la guerra civil. Ralph Waldo Emcr-
son lo había predicho: «&tados Unidos conquistará México, pero será como el hom-
bre que traga el arsénico que lo abate. México nos envenenará.»

LA ESCLAVITUD EN IDS TEIUUTORIOS

El veneno ya había comenzado a hacer efecto mientras se libraba la guerra. En


agosto de 1846 Polk solicitó al Congreso dos millones de dólares para comprar más
tenitorio a México cuando comenzaran las negociaciones de paz. Cuando llegó a la
Cámara el proyecto de ley sobre las asignaciones, un oscuro demócrata de Pensilva·
nia, David Wtlmot, propuso una enmienda que prohibiera la esclavitud en cualquier
tenitorio que se adquiriera de México. La llamada provisión Wtlmot fue aprobada
por la Cámara en 1846 y de nuevo en 1847, pero fue rechazada en el Senado en am-
bas ocasiones. No todos los que la apoyaron se movían por sentimientos antiesclavis-
tas. Muchos demócratas del Oeste la votaron porque creían que Polk estaba sacrifi-
cando sus intereses en favor de los del Sur. Les había irritado que los demócratas no
hubieran cumplido su promesa de 1844 de conseguir todo Oregón y Texas. También
sentían que habían sido engañados respecto a otro acuerdo tácito: aunque Polk había
firmado la ley del Arancel Walker, que rebajaba las tasas para complacer al Sur, había
vetado dos proyectos de ley que asignaban fondos federales para mejorar la navega-
ción de los rios y puertos del Oeste. El cambio en el alineamiento regional ~dado
por el voto sobre la provisión Wtlmot marcó un estadio importante en el proceso por
el que el Oeste agrícola abandonó su antigua alianza con el Sur de plantaciones y for-
jó nuevos vínculos con el Norte industrial.
La provisión Wtlmot puso en movimiento un debate que cada vez se hizo más
apasionado en los últimos meses del gobiano de Polk. Surgieron tres respuestas a la
pregunta de si el Congreso podía y debía excluir la esclavitud de los territorios recién
adquiridos. Para las fuerzas antiesclavistas del Norte, la provisión Wtlmot se convir-
tió en un grito de guerra; el Congreso, sostenían, tenía el poder de excluir la esdm
tud de los territorios y debía ejercerlo. Iban a eñcontrarse partidarios de esta provisión
en ambos partidos políticos. Entre los demócratas sus mayores defensores eran los se-
guidores neoyorquinos de Van Buren, conocidos como los bamlntmm (qucmagrane-
ros) porque se decía que recordaban al granjero que estaba dispuesto a quemar su gra-
nero para librarse de las ratas. Sus homólogos en el otro partido importante eran los
amscima 'llJbigs ('lllhigs con conciencia) así llamados para distinguirlos de sus colegas

176
más conservadores, los cotfbn Wi.gs (fllbigs algodoneros) de quienes, como hombres de
empresa con conexiones en el Sur, se alegaba que tenían una apuesta económica en
la conservación de la esclavitud.
En el otro extremo se encontraban los adversarios sureños a·la intervención fede-
ral. Hasta entonces se había aceptado de fonna casi universal que el Congreso poseía
el poder de regular o prohibir la esclavitµd en los territorios. Pero en el curso de los
debates de la provisión, el Sur puso en tela de juicio por primera vez la doctrina de
esta autoridad. En febrero de 1847, Calhoun introdujo en el Senado una serie de re-
soluciones, que después se conocerlan como la Platafonna del Sur, que afumaban
que los territorios eran propiedad común de todos los estados; que el Congreso no
tenía autoridad constitucional para impedir que los ciudadanos de cualquier estado
emigraran allí con su propiedad, incluidos sus esclavos; y que la asamblea territorial,
al estar subordinada al Congreso, no tenía ·poder para vedar la esclavitud. La lógica
de esta postura era, por supuesto, que d Congreso no podía excluir la esclavitud de
ningún territorio; así que el Compromiso de Misuri y similares prohibiciones dd
Congreso habían sido todas inconstitucionales. Calhoun no tenía deseos de derrocar
d Compromiso de Misuri, pero no toleraría ninguna sugerencia de que d Congreso
debiera también vetar la esclavitud en las adquisiciones mexicanas.
Muchas asambleas estatales del Norte apoyaron la provisión Wtlmot. La mayoria
de las del Sur siguieron a Calhoun en su denuncia. Pero la opinión de ambas regio-
nes era renuente a aceptar cualquiera de los dos extremos. La tercera doctrina que en·
tonces swgió representaba un intento de acercarlos a un punto intcnnedio. La «SObe-
ranía populaP, como acabó conociéndose, fue fonnulada claramente por primera
vez en las últimas semanas de 1847 por un senador demócrata de Michigan, Lcwis
Cass. Otro senador demócrata dd Noroeste, Stcphen A Douglas, la retomó después
y se convirtió en su principal abogado. Según esta fórmula, la cuestión de la esclavi-
tud en los territorios no debía ser decidida de un modo u otro por d Congreso, sino
que debía dejarse a los colonos.
La soberanía popular era un dogma ingenioso y atrayente. &quivaba la cuestión
contenciosa de la autoridad dd Congreso y parecía ofrecer algo a ambas regiones.
Cumplía el deseo dd Sur de que d gobierno federal no interviniera y, en teoría al me-
nos, mantenía la esperanza de que la esclavitud se extendiera a algunos de los territo-
rios mexicanos. Pero también podía presentarse al Norte como un esquema exclu·
sivo, ya que la mayoría de los colonos de los nuevos territorios probablemente pro-
cederían de los estados libres más populosos. .Además, la soberanía popular podía
defenderse por estar dentro de la tradición dd autogobicmo territorial. Como expre-
só Douglas, d gobierno federal siempre había dejado al pueblo de los territorios de-
cidir sus propios sistemas cscolua, sistemas tributarios y sistemas de sufragio. Enton·
ces, (por qué no se les permitía elegir sus propios sistemas de trabajo? No obstante, a
pesar de toda su apamite sencillez y equidad, la soberanía popular tenía serias debi-
lidades. Resultaba vaga sobre la cuestión vital de cuándo se permitirla a los colonos
de un territorio detenninado tomar la decisión. (Podían quienes llegaran los ~
ros decidir con su voto sobre ese tema de una vez y para siempre, o debían esperu
hasta que la población hubiera alcanzado un nivel particular? Tampoco tenía en
cuenta la objeción moral a la esclavitud que yaáa en d centro del respaldo del Nor·
te a la provisión Wtlmot.
La controversia sobre la extensión de la esclavitud preocupó al Congreso hasta el
punto de excluir cualquier otro tema durante d verano de 1848. Polk estaba ávido

177
por establecer gobiernos territoriales en Nuevo México y California, pero el C.Ongre-
so estaba demasiado dividido para actuar. Por ello, toda la cesión mexicana permane-
ció bajo el mandato militar. Hasta el proyecto de ley que establecía la organización
tenitorial de Orqón -donde todos sabían que la esclavitud se excluirla por cucsti~
ncs de suelo y clima- se convirtió en un hueso para la contienda regional. Hasta
agosto de 1848 no fue aprobada la medida.

l...As ELECCIONES DE 1848

En la campaña presidencial de 1848, ambos partidos mayoritarios, preocupados


por la unidad, trataron descsperadamcnte de evitar comprometerse sobre el tema de
la extensión de la esclavitud. ú:>mo Polk había prometido no intentar un segundo
mandato, no swgió la cuestión posiblemente divisoria de su nueva postulación. Los
demócratas eligieron al seguro y moderado Lcwis Cass, el primero en proponer la ~
bcranía popular y un importante expansionista. La plataforma demócrata alababa las
adquisiciones territoriales de Polk, pero era ambigua en sus referencias a la esclavitud.
Los 'llJbig.s fueron aún más circunspectos; pusieron sus esperanzas en un héroe militar,
el general Zadwy Taylor, y no adoptaron ninguna plataforma. C.Omo dueño de es-
clavos de Luisiana, Taylor podía contar con d caluroso apoyo de los flJbigs del Sur,
mientras que el hecho de haber pasado cuarenta años en el ejército propiciaba que
pudiera ser presentado como una figura nacional. Era una ventaja que no estuviera
comprometido con ninguna postura determinada sobre la extensión de la esclavitud,
pero su falta de cxpcricncia y conocimiento políticos llevó a muchos a cuestionarse
su adecuación para el máximo cargo. Taylor había descubierto recientemente que era
fllhig y su postulación llevó a decir a Clay, resentido por haber sido rechazado, que
deseaba haber matado él también a un mexicano.
Los grupos anticsclavistas, descontentos porque los principales partidos no ha-
bían tornado una postura fume sobre la extensión de la esclavitud, decidieron esta-
blecer una nueva organización política. En una convención nacional celebrada en
Buffalo (Nueva York), en agosto de 1848, los demócratas b""""'"1m, los amscima
flJbigs, los seguidores del Partido de la libertad y otros elementos desafectos se unie-
ron para crear el Partido del Suelo libre. Eligieron a Van Bureo para la presidencia y
a Charles Francis Adalm, un a1ÍÍscima ~de Massachusetts hijo de John Q.iincy
Adams, como compañero de campaña. El lema del nuevo partido era «Suelo libre, li-
bertad de expresión, trabajo libre y hombres lilms-. La plataforma atacaba las agresi~
nes de la «potencia esclavista• y pedía la restricción de la esclavitud a sus fronteras
existentes y la firme adherencia a la piovisión Wtlmot; además, demandaba unos
aranceles más elevados. tierras gratis para los colonos del Oeste y ayuda gubernamen-
tal para las mcjons internas. C.Omo casi todos los terceros partidos de la historia ame-
ricana, tuvo una vida corta, pero su aparición fue un hito político. A diferencia del
Partido de la libertad, sostenía algo más que una mera oposición a la esclavitud.
C.Ombinaba el idealismo moral de la cruzada abolicionista con una apelación a los in-
tereses económicos de la industria y agricultura del Norte. De ese modo pudo lograr
apoyo de quienes simpatizaban con el esclavo negro y de quienes estaban menos
preocupados por su liberación que por asegurarse que los territorios del Oeste se
mantuvieran libres de ellos.
Los resultados de las elecciones de 1848 fueron una estrecha victoria para Taylor.

178
En ellas se demostró que los dos principales partidos aún podían atraer apoyo en
todo el país. Los 'llJ/Ji.gs ganaron en ocho estados libres y siete e.sclavistas; los demócra·
tas, en siete estados libres y ocho esclavistas. Pero la satis&cción que hubieran podi-
do sentir por ello debió de verse mitigada por la preocupación de los efectos de la in·
tetVención del Partido del Suelo Libre. Aunque Van Bun:n no ganó en un solo esta-
do, logró unos votos impresionantes para un nuevo partido oiganizado tan tarde
durante la campaña. En Ohio e Indiana se hizo con muchos votos fllhigs y en Nueva
York disminuyó tanto la fuerza demócrata que mojó d estado -y con él las deccio-
nes- a Taylor. Además, eligió diez coogresistas, suficientes para man~ el equili·
brío del poder en una Cámara tan dividida. '

LA CRISIS REGIONAL

Para cuando Taylorjuró como presidente en marzo de 1849, la controversia sobre


la esclavitud se había ampliado para incluir varias cuestiones subordinadas. Los nor-
teños demandaban la abolición de la esclavitud en el distrito de C.Olumbia; los sure-
ños clamaban por una ley sobre los esclavos fugitivos más eficiente; Texas ICClamaba
una parte de Nuevo México, que ncc.esariamente implicaba d tema de la extensión
de la esclavitud. Además, d problema de proporcionar un gobierno civil para d terri·
torio anexado de México se hacía cada día más wgcnte debido a la fiebre del oro de
California. En enero de 1848, se descubrió oro en d valle de Sacramento. En pocas
semanas se había filtrado la noticia y de toda California los hombres dejaron lo que
estuvieran haciendo y corrieron a excavar. A finales de año la voz dd hallazgo se ha-
bía extendido hasta los estados del Este y se inició la fiebre dd oro. Los oficinistas de-
jaron sus mesas; los soldados, sus regimientos; los esposos, a sus familias. Durante el
año siguiente cerca de 80.000 forty-nilters (cuarenta y nueves, nombre que recibieron
por 1849, año de la fiebre del oro) acudieron a California de todos los lugares del
mundo. Desde los estados más antiguos la mayoóa viajó en carretas cubiertas, si·
guiendo los caminos terrestres que auzaban las llanuras y las Rocosas; al me-
nos 5.000 murieron en la ruta de enfermedad, inanición, agotamiento y ataque de los
indios. Otros se embarcaron en navíos que bordeaban el Cabo de Hornos, un viaje
caro que llevaba más de tres meses, pero aún así más fácil y rápido que viajar por tie-
rra. Otros más intentaron atajar por las selvas infestadas de serpientes de Panamá.
A finales de 1849, California tenía ya una población de 100.000 personas, más de
la necesaria para justificar su conversión en estado. Era una sociedad única y colorís·
ta, menos individualista de lo que nos ha hecho creer la leyenda, pero aún más ines·
table que la mayoria de las comunidades fionterizas. Las restricciones sociales norma-
les habían dejado de funcionar. La enorme afluencia de colonos había incluido un
considerable número de delincuentes y aventureros; en los campos mineros y en to-
das partes los delitos y la violencia eran endémicos. C.Omo las autoridades militares
eran incapaces de mantener la ley y d orden, quienes sentían respeto hacia ellos esta·
blecieron comités de vigilancia para proteger la vida y la propiedad. Pero los errores
de la justicia eran comunes y había una necesidad imperante de un gobierno civil
constituido. .
La falta de conocimiento político de Taylor y su tendencia a simplificar proble-
mas complejos se revelaron en su intento de evitar d tema territorial alentando a Ca-
lifornia y Nuevo México para que formularan una constitución y solicitaran la admi-

179
sión inmediata como estados en la Unión. Ello significarla que podrían decidir por sí
mismos sobre la esclavitud y el Congreso se evitaría la necesidad de considerar el
asunto. Los californianos siguieron de inmediato el consejo de Taylor. En octubre
de 1849 celebraron una convención constitucional y esbozaron una constitución que
prohibía la esclavitud; en marzo de 1850, una vez ratificada, solicitaron la admisión
como estado en la Unión. Pocos meses después la gente de Nuevo México siguió su
ejemplo.
La propuesta de Taylor obtuvo poco apoyo y excitó una acerba denuncia en el
Sur. Lo que irritaba y alarmaba a sus habitantes era la perspectiva de que la admisión
de California y Nuevo México como estados libres trastornara el equilibrio regional
en el Senado. El número de estados libres y esclavistas entonces era igual -había
quince de cada uno-, así que a pesar de estar en minoría en la Cámara de Represen-
tantes, el Sur seguía reteniendo la igualdad de representación en el Senado y, con ello,
cierta medida de protección para su institución peculiar. Pero como no era probable
que ninguno de los territorios restantes se convirtiera en un estado esclavista, la ma-
yoría norteña, una vez conseguida, sería permanente y acabaría siendo lo bastante
grande como para permitir una enmienda constitucional que aboliera la esclavitud.
A finales de 1849 ya se había desanollado en el Sur un amenazador movimiento se-
cesionista, sobre todo en Carolina del Sur y Misisipí, los dos estados con mayor po-
blación negra. Misisipí emitió una convocatoria para una convención sobre los dere-
chos del Sur que se reuniría en Nashville (fennessee) en junio de 1850 para conside-
rar la posibilidad de la secesión. La respuesta del Norte fue igualm~nte inflexible:
todas las asambleas estatales menos una apoyaron la provisión Wtlmot.

EL CoMPllOMISO DE 1850

El trigésimoprimer Congreso se reunió en diciembre de 1849 en una atmósfera de


crisis. Con la Unión claramente en peligro, el venerable Hcruy Clay, de nuevo en el
Senado tras una ausencia de siete años, aswtµó la tarea de reconstruir un compromi-
so. Consideraba -mientras que Taylor no- que sólo una fórmula amplia que abar-
cara todos los temas en disputa entre Norte y Sur tenía alguna esperanza de éxito.
El 29 de enero de 1850 introdujo en el Senado un conjunto de resoluciones que pi&
ponían: 1) que California fuera admitida como estado libre; 2) que los otros terri~
rios adquiridos de México se organizaran sin hacer mención de la postura sobre la es-
clavitud; 3) que Texas abandonara su reclamación sobre Nuevo México; 4) que el go-
bierno federal asumiera la deuda nacional tejana contraída antes de la anexión; 5) que
se aboliera el tráfico de esclavos en el distrito de Columbia; 6) que sólo se aboliera la
esclavitud en el distrito de Columbia si el pueblo del distrito y de Maryland consen·
tían y si se pagaba una compensación; 7) que se aprobara una nueva ley más efectiva
sobre los esclavos fugitivos; y 8) que el Congreso declarara que no tenía poder para
\ interferir en el tráfico de esclavos interestatal.
Estas resoluciones inauguraron un debate que conwlsionó al país durante más de
siete meses. Su petición de una reconciliación nacional fue secundada con fuerza por
Daniel Webster en el último gran discurso de su carrera: cel discurso del 7 de marzo-.
Sostuvo que la provisión Wtlmot no era necesaria debido a que la naturaleza exclui-
ría la esclavitud de todos los territorios; también denunció la violencia de la agitación
abolicionista y apoyó las propuestas de una nueva ley sobre los esclavos fugitivos. FJ

180
discurso tuvo una respuesta mixta. Mientras que los moderados alabaron la devoción
de Webster hacia la Unión, los abolicionistas y los partidarios del suelo libre le de-
nunciaron con acritud por traicionar la causa de la libertad. Durante el debate del Se-
nado, las propuestas de Oay fueron atacadas por los representantes de ambas regio-
nes. Calhoun, en la que iba a ser su última intavcnción, insistió en que el Sur poseía
un derecho constitucional a llevar esclavos a los tenitorios y demandó una enmien-
da que restaurara el equilibrio político entre las regiones. Wtlliam H. Seward, de Nue-
va York, líder de los conscima 'fllhigs, manifestó que el compromiso era «radicalmente
equivocado y vicioso en esencia•, y enfureció a los sureños con su doctrina de la cley
superior», que afumaba que al legislar para los t.crritorios, el C.Ongreso debía observar
una •ley superior a la Constitución•, la ley divina, que condenaba la esclavitud. No
obstante, a comienzos del verano ya había señales de que el sentimiento popular del
país se inclinaba al compremiw. En el N~ los moderados se habían reunido. En
el Sur, la convención de Nashville, a la que asistieron sólo nueve de los quince esta-
dos, desengañó a los secesionistas al decidir esperar la actuación del C.Ongreso.
De todos modos, como al principio paiuió que los esfuerzos de Oay para salvar
la Unión tenían pocas probabilidades de éDto, Taylor se aferró tercamente a su p~
pio plan y permaneció opuesto a todo concepto de compromiso. Además Oay co-
metió el error de combinar sus propuestas principales en un proyecto de ley colecti-
vo, con lo que atrajo la oposición de todo aquel que no estuviera de acuerdo con par-
tes del mismo. A finales de junio abandonó Washington desanimado, con la salud
quebnntada y desaparecidas aparentemente todas las posibilidades de éxito.
La muerte repentina del presidente Taylor el 9 de julio acabó con el estancamien-
to. Su sucesor, el vicepresidente Millard Fillmorc, un moderado de Nueva York y ami-
go de Clay, puso el peso del gobierno para lograr un compromiso y utilizó sus pode-
res de clientelaje para superar la oposición del Norte. Una parte importante del méri-
to por el resultado final corresponde a Stephcn A Douglas, que asumió el liderazgo
de los compromisarios tras la retirada de Oay. Dio el paso crucial de dividir el p~
yecto de ley colectivo en seis medidas separadas y las guió por el C.Ongreso una por
una. A mediados de septiembre, el C.O~romiso de 1850 ya se había convertido en
ley. Los elementos clave fueron los lCiát:Ivos a los tenitorios y los esclavos fugitivos.
California iba a ser admitida como estado y el resto de las adquisiciones mexicanas
iban a organizarse en dos tenitorios, Nuevo México y Utah, que acabarían siendo ad-
mitidos en la Unión •con esclavitud o sin ella, como prescribieran sus C.Onstitucio-
nes en el momento de la admisión•, frase que, a pesar de su vaguedad, surgía de la
sanción del principio de la soberanía popular. De forma simultánea, una nueva ley
más severa sobre los esclavos fugados reemplam a la de 1793. Esta medida permitió
a los dueños de esclavos detener a los sospechosos de huida sin un mandamiento,
negó a los supuestos fugitivos el derecho al juicio por jurado y el derecho de aportar
pruebas en su defensa e impuso fuertes multas por ayudar a escapar a los esclavos.
La aprobación del C.Ompromiso, en general, fue recibida con alivio. Por todo el
país se celebraron concentraciones multitudinarias que prometían su apoyo. No obs-
tante, ninguna región estaba satisfecha del todo con él. Los norteños encontraban di-
ficil de digerir la nueva Ley sobre los Esclavos Fugitivos y algunos, como Emcrson,
declararon en público que se negarían a obedecerla. Al principio estuvo en duda si el
Sur se brindaría a aceptar el C.Ompromiso. Los picapleitos como Robert Barnwell
Rhett, de Carolina del Sur, y Wtlliam L Ymcey, de Alabama, estaban convencidos
de que no había futuro para él en la Unión y que la única solución era la secesión in-

181
mediata. Pero el unionismo seguía siendo una fuerza poderosa en la región y aunque
cuatro estados celebraron convenciones especiales para considerar la secesión, sólo
Carolina del Sur se declaró a favor, pero no estaba preparada para actuar sola. No obs-
tante, la aceptación del Compromiso fue condicional y renuente. Las resoluciones
adoptadas por la convención de Georgia-Ja «Plataforma de Georgia- resunúan la
aptitud sureña. Declaraba que Georgia no aprobaba plenamente el Compromiso,
pero lo obedecerla como un acuerdo pennanente sobre la controversia regional. Tam-
bién hada saber que el estado se resistiría, «incluso (como último recurso) con la rup-
tura de todos los lazos que la unen con la Unión•, a cualquier futura ley del Congre-
so que revocara o modificara la Ley sobre los Esclavos Fugitivos, aboliera la esclavi-
tud en el distrito de Columbia, negara la admisión de un estado esclavista o
prohibiera la introducción de esclavos en Nuevo México o Utah.
En la balanza, el Norte ganaba más que el Sur con el Compromiso, .La .admisión
de California como estado libre le daba la mayoría en el Senado. En contraste, la nue-
va ley sobre los esclavos fugitivos resultó ser una victoria hueca para el Sur porque era
dificil hacerla cumplir. Además, aunque en teoría ahora se podían llevar esclavos a
Nuevo México y Utah, en la práctica casi ninguno fue. Con todo, la real ganadora
del Compromiso fue la Unión. Si el Sur hubiera consumado su secesión en 1850,
bien podría haber hecho prosperar su reclamación de independencia. Once años más
tarde, cuando la secesión llegó, la tarea se le había vuelto infinitamente más dificil
porque mientras tanto el Norte le había superado en riqueza, población y potencia
industrial.

182
CAPtruto XI

El camino hacia la secesión, 1850-1861

EL REGIONAllSMO y EL SUR

Las esperanzas de que el C.Ompromiso de 1850 pusiera fin a la controversia regio-


nal sobre la esclavitud resultaron vanas, ya que demostró ser una tregua precaria y
poco duradera. Pronto se volvieron a despertar nuevas crisis que intensificaron la ani-
mosidad regional y aumentaron las tensiones de la Unión. Cuando acabó la década
de 1850 parecía cada vez más evidente que, como señaló Seward en un famoso discurso,
la lucha esclavista era «un conflicto Ureficnable entre fuerzas adversas y pcnnanentes».
Algunos historiadores sostienen que la causa fundamental del conflicto regional
fue el surgimiento de dos sistemas económicos y sociales divergentes e incom.pati-
ble5, el del Norte y el del Sur. Pero tal interpretación implica una antítesis exagerada.
En muchos aspectos, ambas regiones se pareáan mucho: en el origen étnico, la len-
gua, la religión, el derecho, la estructura política y los valores políticos. No obstante,
no puede negarse que ya hacia 1850 se habían vuelto muy diferentes. C.Omparado
con el Norte, el Sur tenía menos población y más dispersa, su riqueza era menor y es·
taba más concentrada, su economía estaba menos diversificada, su sociedad era más
estratificada, su política, menos igualitaria, y sus perspectivas eran más introspectivas,
miraban más hacia el pasado. El Sur apenas había compartido el crecimiento wbano
e industrial que había transformado a los estados del Norte: había pcnnanccido pre-
dominantemente agrícola y rural. Tampoco le habían afectado mucho las ingentes
oleadas de inmigración que habían otorgado un sabor característico a la población
del Norte. Pero aunque la sociedad blanca sureña era relativamente homogénea, un
tercio de la población estaba formado por esclavos negros. Era esto más que ninguna
otra cosa lo que unificaba a la región y la mantenía aparte. La «institución peculiar»,
junto con el sistema de plantación que fomentaba, ayudó a crear una sociedad rígida
y oligárquica en comparación con la del Norte. Aunque el repunte demócrata del pe-
riodo jacboniano tuvo algún difuso poder político, no había debilitado en absoluto
el dominio político, económico y social de la clase plantadora. Tampoco había acom·
pañado al avance de la democracia el fermento de refonna que barrió el Norte. Debi-
do a la estrecha asociación entre abolicionismo y otros movimientos refonnadores, el
Sur había condenado todas las formas de disensión en su conjunto. Mientras el Nor·
te estaba en ebullición, sometiendo toda institución humana al examen crítico, el Sur
intcrpuso lo que un historiador ha denominado un •bloqueo intelectual• contra las
ideas nuevas y peligrosas.

183
Junto con la intolerancia e inclinaciones afines iba un romanticismo invetera-
do. Orgullosa de su supuesta descendencia de los caballeros del siglo XVII y perple-
ja por su imagen descubierta en las novelas de sir Walter Scott, la clase plantadora
del Sur se dedicó al culto de la caballerosidad romintica, que implicaba, entre otras
cosas, una actitud reverenciosa y una cortesía caballerosa hacia las mujeres, la im-
portancia de las artes marciales y la tradición militar, y la aceptación de los duelos
como método normal de saldar las diferencias que afectaran al honor personal.
Aún más característico de los sureños fue su dedicación a la agricultura. Su ensalza-
miento como la única actividad válida para los hombres libres hizo que desprecia-
ran la industria y el comercio como ocupaciones de codiciosos y que invirtieran
todo el capital disponible en tierra y esclavos. El dominio del agrarismo significó
que la atmósfera dinámica, incansable y adquisitiva de los estados libres estuviera
ausente al sur de la línea Mason-Dixon. La vida en-el Sur era más pausada; existía
un mayor apego a la localidad y a la familia, menos preocupación por el éxito pu-
ramente material. Y mientras el Norte se convirtió en el centro de la innovación y
del avance tecnológico, el Sur se aferró a las formas antiguas incluso en la agricul-
tura. Por último, el ·Sur era una región Tiolenta. La persistencia de las condiciones
de frontera en muchas zonas alejadas, la dificultad de supervisar una población
muy dispersa y, sobre todo, la existencia de la esclavitud, hacía que los sureños re-
currieran con más &ecuencia a las armas que los demás estadounidenses y, además,
las usaran de forma más brutal.
De modo gradual se había ido desarrollando en el Sur un sentim,iento crecientr
de unidad y de diferencia del resto dd país, que aún se nutrió más por las disputas re-
gionales sobre temas económicos. Los sureños condenaron duramente la legislación
federal concebida para ayudar al Norte, sobre todo los aranceles proteccionistas, a1Dl-
que tenían pocas razones para quejarse. El arancel de compromiso de 1833, aproba-
do tras la crisis de invalidación, se ajustó mucho a sus deseos y todas las revisiones •
guientrs hasta la guerra civil fueron encaminadas a reducirlo. No obstante, el Sur con-
tinuó encontrando en el modesto grado de protección restante a la industria del
Norte la causa de sus dificultades ecooómicas. También creía que lo estaban explo-
tando en otros sentidos. C.Omo dependían del crédito del Norte para financiar sus
cultivos, de los comisionistas del Norte para comercializarlos y de los navíos del ~
te para transportarlos, sostenían que cuarenta centavos de cada dólar que se recibía
por la venta de su algodón iba a parar a los bolsillos yanquis. Las C.Onvenciones Ce>
merciales del Sur, celebradas casi tocb los años de 1837 en adelante, solían escuclm
quejas sobre la posición colonial de la región, pero no lograban hallarle remedio o n
cluso hacer algo que no fuera aumentar los prejuicios regionales.
Su mortificación por su sometimiento económico se intensificó cuando se dio
cuenta de que se estaba convirtiendo en una minoría permanente. En 1790 la pobla-
ción de los estados del Norte y los dd Sur era casi igual. Pero ya en 1820 el Node
había establecido su delantera y en 1850 superaba al Sur en una proporción de mas
de tres a dos. A pesar de este impedimento, el Sur se las había arreglado durmte mu-
cho tiempo para ejercer una influencia desproporcionada sobre los asuntos nacD.
les. Nueve de los primeros doce presidentes fueron nacidos en el Sur y de los tta.
ta y tres hombres elegidos para el Tribunal Supremo hasta 1850, no .menos de va..
te fueron sureños. Todo este tiempo, sin embargo, el Sur había estado «luchandil
contra las cifras dd censo•, y perdiendo. Su representación en el C.Ongreso declin.
ha sin parar de un año para otro. En 1850 ya era ampliamente superado en la Cáma

184
ra y, con la admisión de California como estado libre, perdió la paridad de represen·
tación en el Senado.
No era sólo el resentimiento por la pérdida de influencia política lo que agitaba a
los sureños. Tampoco, en el fondo, el temor de ser vencidos en las votaciones sobre
temas económicos. Más bien era que el equilibrio regional adverso parecía poner en
peligro la institución sobre la que se basaba su sociedad y a la que todos los sureños,
quienes tenían esclavos y quienes no, estaban dispuestos a defender incluso si signifi-
cabala ruptura de la Unión. No obstante, el Sur no era el único en sentir que sus in-
tereses vitales estaban en juego en la controversia sobre la esclavitud. La creciente an·
tipatía del Norte por el sistema esclavista tenía su origen en el temor de que su cxten·
sión a los tenitorios cerrarla el Oeste al trabajo libre y de este modo amenazaría los
ideales democráticos estadounidenses. En estas circunstancias, los simples malabaris-
mos legislativos que apostillaban la divisoria moral, como intentó hacer el Comp~
miso de 1850, no podían reconciliar las diferencias existentes entre las regiones o des-
vanecer sus sospechas mutuas.
Pero en los resultados inmediatos del Can.pro.miso de 1850 sólo un puñado de
extremistas habían encontrado suficientes motivos de discordia. Existía un alivio ge-
neralizado porque se había evitado la desunión y una ansiedad igual de extendida de
hacer desaparecer del escenario el tema de la esclavitud. Por ello, los dos años aproxi·
mados que quedaban de gobierno a Filhnore fueron un periodo de tranquilidad.
También fue un periodo de prosperidad. I.m Estados Unidos disfiutaban de un p~
longado auge y una atmósfera de contento impregnaba todo el país. La industria cre-
ció, se amplió la red de fCrrocarriles, la marina mercante estaba en su apogeo, los pre-
cios del algodón y el trigo eran elevados y la inmigración aumentaba la fuerza de la
nación. En el resplandor de la prosperidad de mediados de siglo, era posible creer que
todo seguiría yendo bien para la Unión.

PIF.R.CE Y EL REAVIVAMIENTO DEL CONFUCTO

Las elecciones presidenciales de 1852 demostraron el abrumador deseo popular


de que no hubiera más conflictos. lm demócratas postularon a un oscuro abogado
de Nueva Hampshire, Franklin Pierce, sobre un programa que apoyaba sin ambages
el Compromiso y prometía resistir cualquier intento de renovar la agitación esclavis-
ta. Los fllhigs, que eligieron al general Wuúidd Scott como candidato en lugar de vol-
ver a presentar a Fillmore, también apoyuon la irrevocabilidad del Compromiso,
pero con una falta de entusiasmo evidente y sólo después de muchas peleas. Como
habían obtenido dos veces la presidencia postulando a un héroe militar, esperaban
que volviera a funcionarles por tercera vez. Pero su equivocación sobre el Comp~
miso erosionó su apoyo. La rotunda victoria de Pierce demostró que, aunque la cri-
sis de mediados de siglo había sacudido severamente a ambos partidos mayoritarios,
los demócratas habían logrado restañar mejor sus diferencias. Los había fortalecido el
retomo de los baminmtm. Esto, a su vez, aplicaba los pobres resultados del Partido
del Suelo libre; su candidato,.John P. Hale, sólo obtuvo la mitad de los votos que ha·
bía recibido Van Bureo cuatro años antes. Mientras tanto, miles de 'lllJhigs sureños, sus·
picaces ante Scott y alejados por la postua antiesclavista de muchos de sus colegas
del Norte, estaban en el proceso de transferir sus lealtades a los demócratas. Para los
fllhigs, las elecciones de 1852 fueron un desastre absoluto. Scott resultó ser el último

185
candidato presidencial fllh«. O:m Clay y Webster -dicho sea de paso, ambos muer·
tos en 1852-el Partido Whig había sido una fueiza poderosa para la unidad nacio-
nal. Por ello su desaparición era una desgracia nacional.
Mientras tanto, la agitación esclavista estaba rcswgicndo. La dureza de la nueva
Ley sobre los Esclavos Fugitivos de 1850 provocaba una controversia continua. Ha-
bía servido más que nada para reconciliar al Sur con el C.Ompromiso y éste estaba de-
terminado a resistir cualquier intento de modificarla o revocarla. No obstante, mu-
chos norteños encontraban inaceptables sus provisiones y no menos de once estados
del Norte trataron de obstruirla o incluso invalidarla mediante •leyes sobre la libertad
personal• que extendían la protección legal a los huidos. En algunas ocasiones la ley
fue desafiada de forma abierta. En 1851 los abolicionistas de Sytacusa (Nueva York)
rescataron a un negro fugitivo de los representantes de la ley y le ayudaron a conse-
guir la libertad en Canadá. Tres años después, la plebe, incitada por la oratoria de
Wendell Phillips y Thcodore Parker, irrumpió en un juzgado de Boston para impedir
que un esclavo de Vuginia fuera devuelto a su dueño.
La indignación por la ley sobre los esclavos fugitivos también inspiró la obra an-
tiesclavistas más célebre, la novela de Haniet Bcecher Stowe, Unde TDm's Cabin {L4 ca-
bañil Je/, tío TDm). La autora conocía poco sobre la esclavitud de primera mano, aun-
que babia vivido durante varios años en Cincinnati, en los límites de un estado escla-
vista. Su retrato de las brutalidades de la esclavitud se basaron en gran medida en el
texto abolicionista bien conocido de Thcodore D. Weld, Súlvtry As lt Is y en la infor-
mación que recibía de los esclavos fugitivos. Fue un éxito cxccpcional no sólo en los
Estados Urúdos, sino también en Gran Bretaña. Antes de un año de su publicación
en 1852, se habían vendido 300.000 ejemplares y disfrutó de un éxito mayor cuando
fue adaptado al teatro. En el Sur se denunció airadamente como un retrato grotesoo
y exagerado de la esclavitud, pero L4 cabañil Je/, tío TDm implantó en las mentes de los
habitantes del Norte una imagen del negro muy favorable y sin duda idealizada. No
obstante, la afirmación de que consiguió convertir a cientos de personas a la causa an-
tiesclavista es exagerada. El principal atractivo de la novela era su sentimentalismo y
no su conterúdo sociológico, y por ello iba a seguir siendo popular una vez que se
hubo abolido la esclavitud.
Para que la Urúón sobreviviera, era esencial que existiese un liderazgo firme y de-
cisivo, que estaba fuera de la capacidad de Franklin Pierce. Desconocido en el mo-
mento de su elección, pronto se mosttó superlicial, débil y vacilante. Influido con de-
masiada facilidad por las fuertes personalidades de su gabinete y el C.Ongrcso, y de-
masiado dispuesto a respaldar las opiniones de los flJbi.gs sureños de su partido, abrazó
políticas que no podían dejar de reabrir la disputa regional. Sin duda pensó que una
política exterior cxpans.ionista era el mejor modo de distraer la atención del canden-
te tema esclavista. Pero al concentrar sus esfuerzos en la adquisición de Cuba, uno de
los pocos lugares restantes con acepción de los Estados Urúdos donde la esclavitud
persistía, sólo logró dar la impresión de que era la herramienta del «poder esclavista».
Cuba, casi el último resto del imperio español en América, era rica en azúcar y ocu-
paba una posición estratégica única; por estas razones los estadounidenses la habían
contemplado con ojos codiciosos durante decenios. A corrúenzos de la década
de 1850, grupos de veteranos de la guerra Mexicana, en su mayoria sureños, lanzaron
silcesivas expediciones filibusteras con el objeto de tomar la isla. Pero, al igual que la
expedición a Bahía de Cochinos un siglo más tarde, no tuvieron éxito y por la mis-
ma razón: los cubanos no se levantaron para ayudar a sus libertadores, como espera-

186
han. Pero d entusiasmo por Cuba no disminuía, sobre todo en el Sur, al que alenta-
ba la perspectiva de obtener un territorio esclavista adicional.
En 1854, el secretario de Estado de Pierce, Wtlliam Marcy, instruyó al repre-
sentante estadounidense en Madrid, Pierre Soulé, para que ofreciera 130 millones
de dólares por la isla. Si España declinaba vender, Soulé estaba autorizado a inten-
tar otros métodos para •separarla• del dominio español. Marcy le dijo a Soulé que
discutiera el problema cubano primero con los representantes estadounidenses
ante Gran Bretaña y Francia, y en octubre de 1854, tras haberse reunido los tres
hombres en Ostende, enviaron a Marcy un despacho confidencial conjunto. Este
documento, llamado el Manifiesto de Ostende, pronto halló eco en la prensa ame-
ricana. Aunque hada poco más que reproducir las primeras instrucciones dadas a
Soulé, su publicación provocó tal coro de denuncias en los círculos antiesclavistas
del Norte, que el secretario de Estado se sintió obligado a repudiarlo. Al haberse
convertido en un tema regional, la anexión de Cuba dejó de ser una posibilidad
practica.

LA~ DE l<ANSAS-NEBllASKA

Sin embargo, no fue d Manifiesto de Ostcnde, sino la Ley de Kansas-Nebraska,


aprobada por d Congreso unos cuantos meses antes, la que puso fin a la tregua pre-
caria que había prevalecido desde 1850. El autor de esta desgraciada medida fue
Stcphen A Douglas, senador demócrata por Illinois. Hombre enérgico, emprende-
dor y ambicioso, «el pequeño gigante» había ascendido de prisa a la prominencia na-
cional y era discutible que fuera d más capaz de la generación más joven de políticos
a quienes había pasado d liderazgo tras las muertes de Calhoun, Clay y Webstcr.
Aunque nacido en Vermont, se había identificado con d Oeste y convertido en su
principal representante. En enero de 1854, en su calidad de presidente dd Comite Se-
natorial sobre lo5 Territorios, presentó un proyecto de ley para organizar ~ decir,
proporcionar un gobierno civil- a un inmenso nuevo territorio dd Oeste, en Ne-
braska, una zona de las Grandes Llanuras situada al oeste de Iowa y Misuri, que lle-
gaba por d norte hasta la frontera canadiense y por d oeste hasta las Montañas Ro-
cosas. Después se enmendó d proyecto de ley de modo que la zona se dividiera en
dos tenitorios, Kansas y Nebraska.
Como ambos territorios propuestos se encontraban dentro de la compra de
Luisiana y al norte de los 36°30', estaban presuntamente cerrados a la esclavitud por
los términos del Compromiso de Misuri de 1820. No obstante, d proyecto de ley
de Douglas establecía que ese tema fuera decidido según la soberanía popular, es
decir, por las gentes que vivían allí. El Compromiso de 1850 había aplicado ese
principio a los territorios de Nuevo México y Utah, pero entonces nadie había iina-
ginado que podria volver a hacerse en otro lugar. Sin embargo, Douglas afirmaba
ahora que la soberanía popular había «reemplazado- la restricción dd Compromi-
so de Misuri. El borrador original de su proyecto de ley rechazaba esta restricción
sólo por implicación, pero por la insistencia de los demócratas del Sur, Douglas ac-
cedió a enmendarlo, declarando de forma explícita «inoperante y nulo• el Comp~
miso de Misuri.
Sus motivos para introducir un proyecto de ley que, al menos en teoría, abría a la
esclavitud una región de la que hasta entonces había estado excluida han sido muy

187
debatidos. Aunque en aquel momento se alegó que necesitaba el apoyo del Sur para
sus ambiciones presidenciales, parece poco convincente. Él mismo había declarado
que la organización territorial era esencial para deshacerse de la «muralla bárbara• de
los indios que bloqueaba el asentamiento blanco de las Grandes Llanuras. Pero no
era tanto la colonización blanca lo que le preocupaba como la ruta del ferrocarril
transcontinental propuesto, que había lcnntado una aguda rivalidad regional. Las in-
dagaciones del ejército indicaron dos rutas posibles, una de Nueva Orleans a Los An-
geles y la otra de Chicago a San Luis o San Francisco. C.omo senador por Illinois y
propietario considerable de Chicago, Douglas estaba ávido porque éste se convirtiera
en el término oriental y quería evitar la principal objeción de la ruta del norte, a sa-
ber, que discurría por un territorio sin organizar. No obstante, no se le ocultaba que
sin el apoyo del Sur lo más probable cra que su proyecto de ley fuera bloqueado,
como lo había sido uno similar el año anterior.
A su entender, la revocación del O>mpromiso de Misuri era el modo de satisfa-
cer las aspiraciones sureñas sin perjudicar las del Norte. C.omo creía que la esclavitud
sólo iría donde resultara rentable, confiaba en que, a pesar de la aparente apertura de
Kansas y Nebraska, la institución peculiar no se extendería en la práctica a esos dos
territorios porque su clima y su suelo no eran apropiados para los cultivos de planta-
ción. Así que, a cambio de una concesión a la esclavitud puramente nominal, el Nor·
te conseguiría el valioso premio del ferrocarril. También creía de veras que la sobera-
nía popular era a la vez el modo más democrático y efectivo de tratar ese problema
en los territorios. Cuando se pcnnitiua a los habitantes de cada uno decidir por sí
mismos mediante el voto mayoritario, la cuestión de la esclavitud dejaría de una vez
por todas de agitar a la nación. Había captado bien su aspecto práctico, pero se ~
vocó al no ser capaz de comprender que para un número grande y creciente de nor-
teños se trataba de de un problema moral Su falta de sensibilidad ante este hecho le
llevó a efu:tuar un cálculo enónco, que resultó fatal tanto para sus esperanzas prcñ-
denciales como para la unidad de su partido y la Unión.
Resultó evidente que Douglas había errado en el momento en que introdujo d
proyecto de Ley sobre Kansas-Nebrasb.. En el Norte desde haáa mucho tiempo se
pensaba que el C.ompromiso de Misuri era tan inviolable como la C.onstitución. Su
revocación produjo un estallido de ira popular. La «Apelación de los demócratas in-
dependientes del C.ongreso al pueblo de los Estados UnidOS», escrito· en su mayor
parte por los senadores Salmon P. Chase y Charles Sumncr, denunciaba la medida de
Douglas como «una traición criminal a unos derechos preciosos; como parte esencial
de un complot atroz para excluir de una vasta región deshabitada a los inmigranaa
del Viejo Mundo y a los trabajadores libres de nuestros estados y convertirla en una
triste región de despotismo•. Douglas fue ampliamente condenado como un traidor
y, como señaló él mismo, podría haber l'iajado de Boston a Chicago en la luz de sus
efigies ardiendo.
El gobierno de Pierce puso todo su peso tras la medida y mediante el vigoroso uso
del clientelaje consiguió la aprobacióo del C.ongreso en mayo de 1854. Pero en el pn>
ceso las lealtades partidistas se desintegraron. Todo flJhig norteño se opuso a él, e.así 11>-
dos los •bigs del Sur lo apoyaron. Todos los demócratas del Sur votaron a favor, pcm.
aunque era una medida demócrata, los del Norte se dividieron casi exactamente por
la mitad, cuarenta y cuatro a favor y cuarenta y tres en contra, lo que significó que d
regionalismo había destruido virtualmente a los 'llJbigs y estaba comenzando a socavar
al Partido Demócrata también.

188
ANrmsCLAvmJD, XENOFOBIA Y REAUNF.AMIENfO POúnCO

El furor producido por la Ley de Kansas-Nebraska fue una de las razones por las
que se produjo un realineamiento político total a mediados de la década de 1850. Los
sentimientos que suscitó en el Norte dieron como resultado el surgimiento de algo
nuevo en la política estadounidense, un partido regional e ideológico, capaz de lograr
el apoyo de las masas. Las reuniones de protesta espontáneas de la primavera de 1845
llevaron a la formación de grupos locales «anti-Ncbraska• que de forma gradual se
aglutinaron bajo el nombre de republicanos. El movimiento se originó en el Noroes-
te, donde obtuvo victorias impresionantes en las elecciones al Congreso de 1854. El
nuevo partido no sólo se oponía a la expansión de la esclavitud por convicciones mo-
rales. Siguiendo el ejemplo de Suelo Libre, el republicanismo combinaba un ataque
moral a la esclavitud con una ideología compleja que ensalzaba el «trabajo libre• y
apelaba a los intereses económicos del granjero independiente y el pequeño empre-
sario. Sus seguidores creían que sólo una sociedad libre, blanca, democrática y capi-
talista podía ofrecer a los individuos las perspectivas de un avance social y económi-
co, y estaban detcnninados a que sus ideales, y no los del Sur, plmllccicran en el Ocs-
te vaáo.
La parte mayor del Partido Republicano estaba formada por antiguos flJbigs que,
aunque preocupados por el principio del suelo libre, no eran antiesclavistas extremis-
tas. Luego había un número considerable de ex demócratas, mucho de ellos antiguos
bamlmmm movidos por un fervor jadcsoniano hacia la democracia y la Unión. Me-
nos numerosos, aunque no los menos vocingleros, eran los radicales antiesclavistas,
que resaltaban el aigumento moral contra la esclavitud y consideraban su exclusión
de los territorios sólo el primer paso en el camino de una abolición total.
Pero la Ley de Kansas-Nebraska no fue el único -ni, de hecho, el primer- disol-
vente de la estabilidad política. Antes incluso de la agitación contra ella, el surgimien-
to de un nuevo partido político nacionalista había comenzado a hacer añicos las
alianzas políticas existentes. La afluencia sin precedentes de inmigrantes, que alcanzó
entre 1846y1854 unos tres millones, suscitó una alarma extendida entre los estado-
unidenses (véase el capítulo VII). Muchos partidarios tradicionales de los dos partidos
políticos establecidos, pero sobre todo los flJhigs, para quienes la homogeneidad cul-
tural había sido casi un artículo de fe, se sintieron trastornados por la ctcciente in-
fluencia religiosa y política de los extranjeros, en espccial los católicos, y alejados por
los esfuerzos de la jerarquía del partido para atraer a los recién llegados. Para esa gen-
te la existencia de un complot papal para subvertir los valores e instituciones estado-
unidenses tan apreciados parecía casi evidente. Así que a finales de la década de 1840
surgieron una serie de sociedades secretas nacionalistas para proteger la república con-
tra una supuesta amenaza extranjera y, alrededor de 1853, después de combinarse
para formar la Orden de la Bandera de la Estrella Centelleante, se convirtieron en un
movimiento político organizado, aunque aún secreto. Llamado de forma oficial el
Partido Americano, fue conocido popularmente como el Partido No Sé Nada (Know
Nothing Party) porque se rcqucria de sus miembros que cuando fueran preguntados
por personas ajenas, simularan •no saber nada•. Su objetivo no era restringir la inmi-
gración, salvo en el caso de indigentes y criminales, sino limitar la influencia política
de los inmigrantes y purificar la política. Adoptaron lemas como •Los americanos de-

189
ben gobernar América• y abogaron por la exclusión de los extranjeros y católicos de
los cargos públicos, por leyes de naturalización más estrictas y pruebas de alfabetiza-
ción para votar.
El movimiento No Sé Nada disfrutó de un accimiento asombroso. Los artesanos
protestantes y los pequeños empresarios se le unieron en masa. En las decciones
de 1854 tuvo un sorprendente éxito local de Nueva Hampshire a Texas y reclamó 104
escaños del ~ de un total de 234. Sin cmbaigo, no debe pensarse que la xe-
nofobia estuviera resultando más cfcctiva que el antiesclavismo en la competencia
por los votos wlJW. En algunos lugares existió una alianza tácita entre los no-sé-nada
y los republicanos y, de hecho, se dio un considerable solapamiento entre ellos, ya
que algunos de los primeros eran antiesclavistas y algunos de los segundos, naciona-
listas. ~ todo lo que podria resultar claro es que cada uno de los dos nuevos par-
tidos, productos ambos de la pannoia política, extraía su fuerza del mismo grupo de
votantes social y religioso. Los historiadores han solido dar por sentado que puesto
que la idea de una conspiración de los dueños de esclavos era más verosímil que la
de una conspiración papal, d movimiento No Sé Nada estaba determinado a acabar
eclipsado por d republicanismo. Pero ello no era de ningún modo inevitable y
en 1854 sin duda no parecía probable. No obstante, este movimiento declinó con la
misma rapidez que había ascendido. Las razones fueron complejas: su fracaso, una
vez en el cargo, para emprender una acción cfcctiva contra los católicos y los extran-
jeros; el declive repentino de la inmigración; d desacuerdo sobre el carácter secreto;
la violencia creciente de sus partidarios; sobre todo, el efecto del tema de la esclavi-
tud. Cuando en la primera convención nacional del partido, celebrada en Filadelfia
en 1855, sus seguidores sureños impulsaron una resolución en apoyo de la Ley de
Kansas-Nebraska, los delegados dd Norte se mardwon. En poco tiempo la mayar
parte de sus partidarios dd Norte se habían unido a los republicanos.
Así pues, en 1856, después de dos años de mudanza y confusión, d panorama po-
lítico ya se había aclarado lo suficiente como para que se vislumbrara el surgimiento
de una nueva alineación. El Partido Whig había desaparecido. Los demócratas, aun-
que aún tenían un dectorado nacional, se habían orientado hacia el Sur después de
despojarse de su rama antiesclavista del Norte y haber alistado un ejército de ex ""1igs
sureños para quienes eran el único hogar político que les quedaba. El Partido No Sé
Nada estaba claramente en decadencia -aunque no el nacionalismo- y pronto se-
. guirla a los flJhigs en el olvido. El Partido Republicano, que ganaba fueaa rápidamen-
te mientras la confusión de Kansas continuaba alimentando las sospechas de una
conspiración de dueños de esclavos, estaba en vías de convertirse en d dominante del
Norte.

LA SANGRANTE. l<ANsAs

En las llanuras de Kansas se probó la doctrina de la soberanía popular de Douglas


y resultó deficiente. Desde el momento que se abrió a la colonización en 1854, el Te-
rritorio de Kansas ardió de excitación por el tema de la esclavitud. En la lucha que se
entabló, el &aude y la violencia resultaron ser más influyentes que las fuerzas de la na-
turaleza en las que Douglas había cifiado sus esperanzas. La precipitación de colonos
a Kansas fue en cierta medida parte del avance normal de la frontera agrícola. Pero
también hubo movimientos olpllizados. estimulados por el extremismo de ambas

190
regiones, con el objeto de obtener el control del territorio. La Sociedad de Ayuda al
Emigrante de Nueva Inglaterra, organjzada por fanáticos antiesclavistas, alentó y pro-
porcionó ayuda financiera a unos 1.240 colonos de los estados libres. Organizaciones
pro esclavitud semejantes patrocinaron a varios cientos de emigrantes de los estados
esclavistas. Así, la colonización de Kansas se convirtió en una contienda entre Norte
y Sur.
Desde el comienzo, los colonos de los estados libres fueron mayoría y esperaban
lograr el control del poder legislativo territorial en las elecciones previstas para co-
mienzos de 1855. Pero los habitantes del vecino Misuri estaban determinados a no
tener un territorio libre a sus puertas, donde pudieran buscar refugio los esclavos fu-
gados. El día de las elecciones, miles de ellos cruzaron a Kansas para votar ilegalmen-
te y conseguir un legislativo favorable a la esclavitud. Este cuerpo, reunido en Shaw-
nee, procedió a poner en vigor un duro código esclavista que, entre otras cosas, pros-
cribía la actividad antiesclavista y picscribía la sentencia de muerk para quien
ayudara a escapar a un esclavo. Los colonos antiesclavistas, incapaces de persuadir al
gobernador de que rechazara más de un puñado de los resultados fraudulentos y al
ver que el presidente Picrce pasaba por alto sus protestas, convocaron su propia con-
vención en Topeka, que redactó una constitución que excluía la esclavitud. En enero
de 1856 celebraron elecciones -que los colonos favorables a la esclavitud boicotea-
ron- para gobernador y poder legislativo. De este modo, la soberanía popular resul-
tó una farsa. Kansas tenía ahora dos gobernadores y dos legislativos rivales, cada uno
de los cuales reclamaba ser el legítimo. Piercc podía muy bien haber decidido no re-
conocer ninguno, pero mientras denunció al movimiento de Topeka como ilegal,
propuso que la legislatura pro esclavitud de Shawnec diera los pasos necesarios para
convertir a Kansas en estado.
~tonccs hicieron erupción en el agitado territorio la violencia y el demunamien·
to de sangre. En mayo de 1856, una fuerza de milicias pro esclavitud marchó sobre
el pueblo anticsclavista de Lawrcncc, destruyó una prensa anticsdavista. incendió el
hotel y aterrorizó a los habitantes. La contrapartida llegó unos cuantos días después.
Un abolicionista fanático,John Brown, encabcW una banda de seguidores hasta Pot-
tawatomie Creck y asesinó a cinco colonos pro esclavistas. Fue la señal para que cre-
cieran los tumultos. Las bandas armadas vagaron por el territorio, disparando e incen-
diando de forma indisaiminada. Los simpariz:antes del Sur enviaron ayuda a los co-
lonos pro esclavistas. Los abolicionistas de Nueva Inglaterra enviaron rifles en cajas
marcadas como «libros»; las armas acabaron conocidas como «biblias de Beccher» de-
bido a que el famoso ministro de Nueva Inglaterra. Hcruy Ward Becchcr, señaló que
el rifle podía ser en Kansas un agente moral más poderoso que 1'a Biblia.
Antes de que las tropas federales consiguieran restaurar el orden de forma tempo-
rala finales de 1856, habían muerto unas 200 personas. La mayor parte de la violen-
cia era semejante a la de las regiones fronterizas. Pero el pueblo estadounidense no lo
creyó así. Los periódicos no sólo describieron todo incidente violento en Kansas con
términos sensacionalistas, sino que también los situaron en el contexto de una lucha
entre la esclavitud y la libertad. De este modo, la csmgrante .Kan.sas» ayudó a separar
más a las regiones.
La dramática agresión a Charles Swnncr en el Senado de Washington el 22 de
mayo de 1856 sirvió para lo mismo. Swnncr, senador antiesclavista de Massac:husetts,
había hecho una alocución larga, vitupcriosa y vulgar, atacando al Sur en general y a
Carolina del Sur en particular, con una rcfemicia personal particularmente insultan-

191
te a uno de los senadores dd estado ausente, Andrew P. Buttler. Dos días después, d
sobrino de Buttler, d congresista Preston Brooks, entró en la cámara dd Senado y
dejó a Sumncr inconsciente de un fuerte bastonazo que lo incapacitó por más de tres
años. Los sureños dogiaron a Brooks por su acáón y le obsequiaron bastones deco-
rados para reemplazar d que había roto en la cabeza de Sumner. Pero a los ojos del
Norte, éste era un mártir de la causa de la libertad.

}AMF.S BUCHANAN, LA SENTENCIA SOBRE OREO Scorr y LA CoNSlTilJCIÓN DE UcoMPl'ON

La campaña presidencial de 1856 se inició con la noticia de la agresión sufrida por


Sumncr y los problemas de Kansas aún reverberando por d país. Los demócratas,
que intentaban atraer a ambas regiones, desecharon a Picrce y Douglas debido a su
perjudicial participación en d asunto de Kansas y postularon a James Buchanan, de
Pensilvania, que, como representante estadounidense ante Gran Bretaña, había esta·
do en el extranjero durante las convulsiones recientes. El programa demócrata tam-
bién jugó a lo seguro. Apoyó la Ley de Kansas· Nebraska y la soberanía popular, pero
evitó la espinosa cuestión de si un legislativo territorial tenía d poder de excluir la es-
clavitud antes de la formación de un gobierno estatal. Los republicanos, como era de
esperar, denunciaron la Ley de Kansas-Nebraska y pidieron que d Congreso prohi-
biera la esclavitud en d territorio. Su programa también demandaba mejoras internas,
un ferrocarril pacífico y ayuda a la industria. La postulación republicana no fue a pa-
rar a un político, sino al cxplor.adorJohn C. Frémont, que carecía de Cualidades para
la presidencia a no ser su posesión de una figura lucida y que su apellido se prestaba ·
a un eslogan aliterativo: «Free Soil, Free specch, Free men and Frémont» («Sudo.li-
bre, Libre expresión, Hombres Libres y Frémont»). El Partido No Sé Nada, ahora casi
reducido a un resto sureño como resultado de sus disputas accroi.de la esclavitud, eli-
gió como candidato al antiguo presidente Millard Fillmore, sobre un programa que
apoyaba de fonna vaga la soberanía popular. Al presentarse como d partido de la ar-
monía nacional y a los republicanos como d de la discordia regional, los demócratas
consiguieron ganar de nuevo. Pero los republicanos obtuvieron muy buenos resulta-
dos en su primera contienda presidencial. Frémont logró todos los estados libres me-
nos cinco y si hubiera conseguido Pensilvania e Ilinois, habría ganado. ~e d Parti-
do Demócrata pudiera parar d desafio republicano en 1860 dependía de su habilidad
para mantener su apoyo dd Norte. Sin embargo, casi todo lo que hizo Buchanan
como presidente pareció concebido para alejar a los demócratas norteños. Con casi
sesenta y seis años cuando tomó posesión dd cargo, resultó ser tan débil e indeciso
como Picrce e igual de susceptible a la influencia dd Sur. Su gabinete, como el de
Picrcc, estaba dominado por sus miembros sureños. Obsesionado por d temor de
que los estados dd Sur se separaran, les concedió todo lo que pedían.
Poco después de que llegara al poder, d país fue golpeado por una severa recesión
económica. Como casi todo lo ocurrido en la década de 1850, agudizó las diferencias
regionales. El Sur, menos afectado que d Norte debido a la continuación de la de-
manda de algodón, se vanagloriaba de su superioridad económica y llegó a la conclu-
sión de que las cosas irían aún mejor fuera de una Unión, propensa a tales fluctuacio-
nes económicas. En d Norte, por otro lado, los duros tiempos hicieron que se de-
mandaran medidas propuestas con frecuencia en d pasado -un arancd devaclo, una
ley de residencia y mejoras internas- que habían sido bloqueadas por los gobiernos

192
demócratas de dominio sureño, e iban a volver a serlo. El arancel de 1857, lejos de ele-
var los derechos, era un paso más hacia el libre comercio. Y aunque el Congreso apro-
bó un proyecto de ley de residencia en 1860, fue vetado por Buchanan.
El 6 de marzo de 1857, dos días después de que el presidente jurara el augo, el Tri·
bunal Supremo dictó sentencia en el juicio seguido por Dred Scott contra Sanford.
Fue una acción colusoria concebida para probar la constitucionalidad de las leyes re-
guladoras de la esclavitud en los territorios, que atañía a un esclavo de Misuri, Dred
Scott, llevado por su dueño, cirujano del cjél'rito, primero a Illinois, un estado libre,
y luego al territorio de Minnesota, donde la esclavitud había sido prohibida por el
Compromiso de Misuri. Alentado por los abolicionistas, Scott solicitó su libertad ha·
sándose en que la residencia en un territorio libre le había hecho un hombre libre de
forma automática. El Tribunal Supremo estaba dividido, pero la mayoría aceptaba
dos principios enunciados por su presidente Taney. En primer lugar, Dred Scott no
era un ciudadano de Misuri y por ello no tenía derecho a entablar un juicio en un tri·
bunal federal. Para apoyar esta aserción, Taney sostenía que quienes estructuraron la
Constitución no habían pretendido que los negros fueran ciudadanos; por el contra-
rio, habían compartido la opinión prevaleciente de que no poseían «derechos que un
hombre blanco estuviera obligado a respetaP. En segundo lugar, Taney y sus colegas
adujeron que la residencia tanpo.ral de Scott en el territorio de Minnesota no le ha-
bía hecho libre. Los esclavos eran una propiedad y la ~ta Enmienda a la Consti-
tución garantizaba que el Congreso no podía privar a una persona de su propiedad
«Sin el debido proceso legal•. En consecuencia, el Congreso no tenía poder para apro-
bar una ley que prohibiera la esclavitud en los territorios, por lo que el Compromiso
de Misuri de 1820 había sido inconstitucional.
La sent~cia sobre Dred Scott provocó una tormenta mayor que cualquier otra
antes o después. Mientras el Sur se regocijaba, la ira del Norte era intensa. Los repu-
blicanos alegaron que Buchanan y el Tribunal Supremo habían conspirado para ex-
tender la esclavitud por todo el país y se prometieron cambiar la sentencia. A prime-
ra vista, resulta dificil comprender la excitación popular. La libertad de Dred Scott no
estaba en juego -poco después fue manumitido- y el tema esencial fallado por el
Tribunal era que una ley ya revocada tres años antes había sido inconstitucional. Pero
la opinión del Norte, que creía -con buenas razones- que el parecer racista que Ta-
ney adsaibía a los Padres Fundadores era también el suyo, estaba profundamente
ofendida. Y, lo que es más importante, al establecer la constitucionalidad de la escla-
vitud en todos los territorios, el Tribunal socavaba el terreno de los republicanos e in-
cluso ponía en cuestión la constitucionalidad de la posición de Douglas.
Con Buchanan, los acontecimientos de ~ siguieron un patrón conocido. El
presidente nombró un nuevo gobernador dJiCiñtorio, Robert J. Walker, y le indicó
que fomentara el movimiento para su conversión en estado. Pero los colonos parti-
darios de un estado libre, quejándose de que el registro de votantes era fraudulento,
boicotearon las elecciones para una convención que ~ctara la constituci~n ~tatal
y las fuerzas pro esclavistas las ganaron. La ~ ~---r.eoompton en
el otfaño de 1857 y redactó una ~o~tuci2n que ~leda la ~vitud. Fue someti- .
da a a decisión del clectoraao de tal modo que se asegurara la invtolaDilíJad de la es-
clavitud sin importar hacía dónde se inclinara el voto. Como los colonos partidarios
de un estado libre volvieron a negarse a votar, la Constitución de Lecompton fue ra-
tificada de forma manifiesta. Pero, mientras tanto, el pueblo de Kansas había disfiu-
tado la nueva experiencia de unas elecciones libres. Gracias a la valentía del gobema-

193
dor Walker al invalidar los resultados fraudulentos de las elecciones para un nuevo le-
gislativo tcnitorial, los partidarios de un estado libre -que por fin decidieron tomar
parte- ganaron y en un referéndum subsiguiente rechazaron de furma decisiva la
Constitución de Lccompton. .
Sin embargo, Buchanan pRScntó el documento al Congreso e instó la admisión
inmediata de Kansas como estado. Era más de lo que Douglas podía digerir. Denun·
ciando los procedimientos como una estafa y una burla de la soberanía popular, unió
sus fuenas con las de la minoría republicana para bloquear el proyecto de ley que la
admitía como estado y para forzar al gobierno a presentar una medida de compromi·
so que estableciera que la Constitución de Lccompton debía ser enviada a los votan·
tes de Kansas una vez más. En otras elecciones justas celebradas en agosto de 1858,
el pueblo de Kansas expresó sus sentimientos más allá de toda duda: rechazó la Cons·
titución de Lccompton por seis a uno.
De este modo terminaron cuatro años de agitación casi continua. Ahora resulta-
ba evidente que los partidarios del suelo libre habían ganado la contienda por Kan·
sas: aunque la esclavitud seguía siendo legal, nunca podría echar raíces. El censo fe..
deral de 1860 demostró que había dos esclavos en el Territorio de Kansas y cuando
fue admitida a la Unión al año siguiente, fue con una constitución que prohibía la es·
clavitud. Pero aunque todo este tema ahora remitió, había exacerbado mucho la ani·
madversión regional y dividido al único partido nacional que quedaba.

Los DEBATES lmcourDoUGLAS

Las divisiones demócratas se ampliaron aún más debido a los esfuerzos efectua·
dos por el gobierno de Buchanan para derrotar a Douglas en su campaña por la ree-
lección al Senado en 1858. El candidato republicano era Abraham Lincoln. Nacido
en la pobreza en el estado esclavista de .Kentucky en 1~, se había trasladado prime-
ro a Indiana y luego a Illinois, donde acabó convirtiéndose en un próspero abogado
y un prominente político local. ~entregado y admirador de Henry Clay, estuvo
cuatro periodos en el legislativo de Illinois y uno en el Congreso (1847-1849). Luego
volvió al ejercicio del derecho, pero la Ley de Kansas· Nebraska le devolvió a la poli·
tica. Tras cierta vacilación, abandonó al moribundo Partido Whig por el Republicano
y se pRScntÓ con éxito a las elecciones al Senado en 1855. Pero seguía siendo poco
conocido fuera de Illinois e incluso dentro del estado era una figura menos distingui·
da que Douglas.
En parte para paliar esta desventaja, Lincoln desafió a su famoso rival a una serie
de siete debates conjuntos. Los debates Lincoln-Douglas, aunque se desarrollaron en
pueblos campesinos aislados de Illinois, atrajeron la atención nacional. Descubrieron
que, aunque Douglas se había rebelado contra su propio partido por el tema de la ·ex·
tensión de la esclavitud, había diferencias de principio importantes entre él y Lincoln.
Al proponer la soberanía popular profesaba ser indiferente a si se «v<>taba en favor o
en contra de la esclavitud•. Sólo importaba que fuera una expresión genuina de la
opinión, lo que significaba prescindir de sus aspectos morales. Lincoln, por otro lado,
consideraba la esclavitud «\lila equivocación moral, social y política•. Aceptaba que
la Constitución protegiese la esclavitud en los estados, pero se oponía con ahínco a
su extensión. En su discurso de aceptación ante la convención republicana de Illinois
había declarado: «Una cámara dividida contra sí misma no puede mantenerse. Creo

194
que este gobierno no puede ser duradero, la mitad esclavista y la mitad libre. &pero
que la Unión no se disuelva [...] pero también espero que deje de estar dividida. ~e
se convierta toda una cosa o la otra.• Luego su política no sería abolir la esclavitud de
inmediato, sino colocarla en el «curso de su extinción definitiva• al evitar que se si-
guiera extendiendo.
Douglas consiguió la reelección por un estrecho margen. Enfrentado a un adver-
sario formidable y con la hostilidad más acerl>a de la administración, obtuvo un no-
table triunfo personal. Pero Lincoln se convirtió en una figura nacional. Además, lo-
gró llevar la atención al resquebrajamiento existente dentro del Partido Demócrata.
En el segundo de los debates conjuntos, celebrado en Freeport, formuló a Douglas
una pregunta clave: (era legal que el pueblo de un territorio excluyera la esclavitud de
sus límites? En otras palabras, (podía reconciliarse la soberanía popular con la senten-
cia sobre Dred Scott? La respuesta de Douglas, que se hizo conocida como la doctri-
na Freeport, otorgó una nueva ofensa al Sur, ya contrariado por su oposición a la
Constitución de Lecompton, y arruinó cualquier posibilidad de restaurar la unidad
demóaata. Declaró que, a pesar de la sentencia sobre Dred ~tt, el pueblo de un te-
rritorio podía rechazar la esclavitud si lo deseaba, negándose a promulgar el código
de policía local sin el que no podía «eXistir un día o una hora en ningún lugap.

LA INCURSIÓN DE }OHN BROWN

La incursión de John Brown sobre Harper's Ferry se añadió a la animosidad regio-


nal. Nacido en 1800 en una familia de Nueva Inglaterra muy teñida de locura, era
inestable y paranoico. Abolicionista fanático, se obsesionó con la idea de que era el
instrumento de Dios para extirpar la esclavitud. En 1859, tres años después de perpe-
trar la matanza de Pottawatomie en Kansas, consideró que había llegado el momen-
to para efectuar un acto de terror contra el mismo Sur. Creyendo que los esclavos es- ,,.
taban dispuestas a levantarse y que sólo esperaban un dirigente, ideó un plan para in-
citar la insurrección esclava con el fin de producir el denumbamiento de todo el
sistema esclavista. Los abolicionistas que lo animaron y le proporcionaron respaldo
financiero quizás no conocieran con exactitud lo que planeaba, pero estaban al tan-
to de su intención general. En la noche del 16 de octubre de 1859, encabezó una ban-
da de seguidores a través del Potomac de Maryland a Vuginia y capturo el arsenal de
Harper's Ferry. Los esclavos no respondieron a su llamamiento y las milicias locales,
reforzadas por un destacamento de marines de los &tados Unidos bajo las órdenes
del coron~ Robert E. Lee, tomaron el arsenal y obligaron a rendirse a Brown. De in-
mediato fue juzgado por conspiración, asesinato y traición contra el estado de Vugi-
nia, hallado culpable y ejecutado junto con seis de sus seguidores, el 2 de diciembre
de 1859. La mayoría de la gente del Norte, incluidos dirigentes rq>ublicanos como
Seward y Lincoln, lo condenó como criminal, pero su coraje y dignidad tras la ca~
tura y su elocuente defensa de los esclavos desde los escalones del patíbulo le gana-
ron la admiración incluso de muchos que desaprobaban sus actos salvajes. Los aboli-
cionistas lo ensalzaron. Para Emerson, Brown era ccun nuevo santo esperando su mar-
tirio-; su muerte •baria la horca gloriosa como la cruz•. El día de su ejecución las
campanas de duelo rq>icaron por todo el Norte.
Ningún acontecimiento sirvió más para exacerbar al Sur o convencerlo de que no
había seguridad para la esclavitud dentro de la Unión. Aunque la incursión fracasó,

195
alannó y aterrorizó a los sureños al recordarles la pesadilla recurrente de una insurrec-
ción de esclavos. Pero la aprobación del Norte tuvo efectos aún mayores. Persuadió
al Sur de que todo norteño era implacablemente hostil a la esclavitud y de que el Par-
tido Republicano estaba tras Brown y que pretendía, a pesar de las negaciones de sus
dirigentes, abolir la esclavitud por completo. Por ello, en los estados esclavistas au-
mentó el sentimiento de que la secesión no debía esperar a que existiera un acto ·de
hostilidad abierto contra el Sur por parte de un gobierno republicano, sino que debía
seguir de inmediato a su victoria.

J..As ELECCIONES DE 1860

Cuando la convención demócrata nacional se reunió en Charleston (Carolina del


Sur) el 23 de abril de 1860, resultó evidente en seguida que el resquebrajamiento del
partido no podía repararse. Douglas tenía el apoyo de la mayoría de los delegados,
pero careda de los dos tercios de votos necesarios para la postulación presidencial.
Los partidarios de Buchanan se le oponían ferozmente porque no habían olvidado su
resistencia a la Constitución de Lccompton y también los sureños «picapleitos» que,
enfurecidos por su doctrina de Frccport, le consideraban no mejor que un republica-
no. Douglas esperaba unir al partido y conseguir la postulación mediante un apoyo
vago a la soberanía popular, emparejado a una declaración de que en todas las cues-
tiones relativas a la esclavitud en los tenitorios, el partido acataría ~ decisiones del
Tribunal Supremo. Pero los demócratas sureños demandaron un programa que for-
mulara la protección federal para la esclavitud en los territorios y cuando se rechazó,
_los delegados de la parte baja del Sur se marcharon. Incapaz de hacer una postula-
ción, la convención se aplazó hasta junio en Baltimore. La mayoría de los delegados
sureños rcaparccieron, pero en seguida volvieron a marcharse, esta vez para siempre.
Entonces los delegados restantes procedieron a nombrar a Douglas para la presiden-
cia sobre la platafonna de la soberanía popular. Los demócratas disidentes celebraron
una convención propia y postularon al entonces vicepresidente John C. Brec:kinrid-
ge, de .Kmtucky, sobre una plataforma que demandaba la protección federal para la
esclavitud en los territorios. Ahora el hundimiento del partido era completo. Con
dos candidatos demócratas rivales en el campo, dcsaparccían todas las esperanzas de
victoria.
Los republicanos, animados por la desorganización demócrata, se reunieron en
Chicago el 16 de mayo. Mantuvieron el control los políticos prácticos y no los
idealistas. Como sabían que podían contar con el voto anticsclavista, los republica-
nos siguieron apelando a las aspiraciones económicas de la industria y agricultura
del Norte. La plataforma pedía un arancel protector, una ley de residencia y ayuda
gubernamental para un ferrocarril pacífico. Además, trataba de alejar del partido
cualquier tinte nacionalista, declarando su oposición a alargar el periodo de resi-
dencia para la naturalización de los inmigrantes. En cuanto a la esclavitud, los re-
publicanos se propusieron transmitir la impresión de moderación. Aunque mante-
nían una postura fume contra su extensión y denunciaban la desunión, la «infame•
Constitución de Lecompton y la reciente reapcrtura clandestina del tráfico de escla-
vos africanos, también condenaban las incursiones como las perpetradas por John
Brown. Además, la plataforma de Chicago concedió de forma específica el derecho
de cada estado a controlar sus propias instituciones internas, modo oblicuo de re-

196
conocer que el gobierno federal no tenía poder para interferir con la esclavitud en
los estados.
Aunque sin duda no era un desconocido, Lincoln estaba lejos de ser la dección
republicana obvia. Tenía mucha menos expcrienáa de la política nacional que aspi-
rantes como Seward y Salmon P. Chasc, pero ya ha~ía demostrado que podía ser ri-
val para d probable candidato demócrata, Douglas. Su nacimiento en una cabaña de
troncos y su habilidad para cortarlos hacía posible presentarlo como un hombre del
pueblo. Por último, sus partidarios, encabezados por d juez David Davis, de Chica-
go, tuvieron la astucia de llenar d salón de la convención con ruidosos seguidores y,
lo que es más importante, se aseguraron el apoyo de delegaciones clave mediante la
promesa -o medio promesa- de puestos en d gabinete. Lincoln recibió d nombra-
miento en la tercera votación. Los republicanos confiaban en haber elegido al presi-
dente, pero no sospechaban que demostraóa ser un gran presidente.
Para complicar más el panorama político, apareció un cuarto partido, el Partido
de la Unión C.Onstitucional, fonnado por restos conservadores de los 'lllhigs y nCHé-
nada. Se reunieron en Baltimore en mayo y eligieron a John Bell, de Tennessee, como
candidato presidencial, con Edward Everett, de Massachusetts, como compañero de
campaña. Tenían la platafonna más breve y la más vaga de las registradas: «La C.Ons-
titución del País, la Unión de los Estados y la Aplicación de la Ley». Sus seguidores
confiaban que evitando el tema de la esclavitud y tocando una nota patriótica atrae-
rían a los moderados de ambas regiones. Dificilmente podrían haber esperado ganar,
pero sí conseguir suficientes votos del electorado para dirigir las decciones en la Cá-
mara.
Durante la campaña, los republicanos restaron importanáa al tema de la esclavi-
tud de forma deliberada, las dos facciones demócratas se dedicaron a atacarse mutua-
mente y los unionistas constitucionales se contentaron con admoniciones pías. Sin
embargo, había mucha excitación, sobre todo en d Sur, donde la perspectiva de una
secesión se discutía con avidez. Lincoln siguió la práctica acostumbrada por los can-
didatos de no hacer campaña personalmente. Douglas, en contraste, lo hizo de for-
ma enérgica en cada una de las partes dd país, dedicando una atención especial al
Sur, donde advirtió una y otra vez que la secesión era una locura.
El día de la votación, Lincoln obtuvo una victoria decisiva en d colegio electoral.
Pero, como de costumbre, este voto representaba mal el sentimiento del país. Sólo re-
cibió el 40 por 100 del voto popular. Douglas fue el único candidato que obtuvo un
apoyo sustancial de todas las regiones, pero debido a que su fuerza estaba dividida le
fue mal en el colegio electoral. Brcckinridge obtuvo la mayoría de los votos dd Sur,
pero recibió relativamente pocos del Norte, a pesar de haber sido apoyado por Pier-
ce, Buchanan y una mayoría de congresistas demócratas de esa región. Bell obtuvo
casi todos sus votos de los estados fronterizos. El candidato más regional fue Lincoln.
Sin un solo voto en diez de los treinta y tres estados, su apoyo se concentraba en los
estados libres. Pero no podía haber duda de que había sido degido legal y constitu-
cionalmente. Tampoco de que su victoria se había debido a las divisiones de sus riva-
les. Incluso si se hubieran unido en una sola candidatura, la distribución geográfica
era tal que, aunque Lincoln hubiera tenido una mayoría electoral menor, aún habría
obtenido suficientes estados populosos para ganar. Dejando a un lado el significado
de las elecciones, resultaba claro que no era un voto para la desunión. Ninguno de
los cuatro candidatos apoyaba la secesión. Aunque muchos de los partidarios de Brec-
kinri~ eran secesionistas, no lo eran todos y, en todo caso, éste sólo había obteni-

197
do una minoría de los votos en los quince estados esclavistas; incluso en los once es-
tados que iban a formar la Confederación del Sur, su mayoría popular fue diminuta.
El voto combinado de Bell y Douglas mostró que el unionismo sureño -<> al menos
el unionismo de cualquier clase- seguía siendo fuerte. Sin embargo, estaba desorga-
nizado y cada vez se volvía más débil cuanto más al Sur se fuera.

EL BAJO SUR SE SEPARA

Durante la campaña, los dirigentes del Sur habían adVertido repetidamente que
no permanecerían en la Unión bajo un presidente regionalista del Norte. Una vez
que los resultados se anunciaron, comenzó el movimiento de secesión. Cuando Lin-
coln tomó posesión del cargo cuatro meses más tarde, siete estados, todos del bajo
Sur, ya se habían separado de la Unión. Carolina del Sur, semillero de la secesión des-
de hacía mucho tiempo, fue el primero en irse. El 20 de diciembre de 1860 una con-
vención estatal convocada para ello aprobó sin un voto disidente una ordenanza de
secesión que disolvía la •Unión que ahora subsiste entre Carolina del Sur y otros es-
tados•. En enero y febrero de 1861 otros seis estados algodoneros siguieron su ejem-
plo: Misisipí, Florida, Alabama, Georgia, Luisiana y Texas. En estos estados, y sobre
todo en Georgia, hubo más oposición a la secesión que en Carolina del Sur. Aunque
los unionistas incondicionales activos eran pocos, muchos moderados eran reacios a
abandonar una unión de la que seguían estando orgullosos. ~crían posponer la ac-
ción hasta que Lincoln hubiera cometido un acto hostil o al menos hasta que se ce-
lebrara una convención de todos los estados esclavistas para decidir el modo mejor
de salvaguardar los derechos del Sur. Pero los secesionistas estaban mejor organizados
que sus rivales y además tenían una idea más clara de lo que querían. Insistieron en
que la única protección para sus derechos era abandonar la Unión antes de que Lin-
coln tomara posesión del cargo y lograron que todos los siguieran.
Las ordenanzas de secesión se concentraron casi de fonna exclusiva en el tema de
la esclavitud. La Ordenanza de Carolina del Norte, por ejemplo, consistía en una ex-
posición de los modos en que los estados no esclavistas habían violado los derechos
constitucionales de los esclavistas: al no observar la Ley sobre los Esclavos Fugitivos,
al permitir y fomentar la agitación abolicionista e intentar instigar la insurrección de
los esclavos, al tratar de excluir la esclavitud de los territorios y al •asumir el derecho
a decidir sobre la propiedad de nuestras instituciones internas•. Y ahora, concluía d
documento, veinticinco años de agitación constante han culminado en el ultraje de-
finitivo: la elección a la presidencia, efectuada por una combinación puramente ~
gional, de un hombre cuyas opiniones y propósitos declarados eran hostiles a la es-
clavitud. Una vez que tomara posesión del gobierno, las garantías de la Constitucióa
dejarían de existir, ya que había anunciado que el Sur serla excluido del territorio co-
mún y que debía librarse una guerra contra la esclavitud hasta que desapareciera de
todos los Estados Unidos.
Así pues, fue más por salvaguardar la esclavitud que por razones económicas por
lo que el Sur dejó la Unión. Se ha discutido mucho si sus temores acerca de la insti-
tución estaban justificados. Sin duda, Lincoln habría carecido de poder a corto plam
para tocar la esclavitud de los estados, si es que lo deseaba. Con todo, el Sur tmía
algo de razón en temer por la seguridad de la institución si pennanecfa en la Unió&
La victoria republicana de 1860 marcaba un cambio decisivo en el poder político. Sis-

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nificaba que el periodo del dominio sureño sobre el gobierno federal había termina·
do y puesto que el Norte crecía de prisa en riqueza y población, había terminado para
siempre. A la larga, el Norte seria lo bastante fuerte como para sostener una enmien·
da constitucional que aboliera la esclavitud. Aunque Lincoln aseguró repetidas veces
al Sur que no tenía intención de interferir en la institución donde ya existía, no re-
confortaba a los dueños de esclavos puesto que su propósito de restringir su exten·
sión pretendía asegurar su extinción a largo plazo. Los sureños no podían precisar
cuánto tardaria la abolición o cómo se produciría, pero sentían de forma instintiva
que reconocer el triunfo republicano sería dar el primer paso en un camino que sólo
podía tener un final.
También creían que no había nada revolucionario en separarse, puesto que la se-
cesión era un derecho constitucional. Tal consideración se basaba en la doctrina de
los derechos estatales, que sostenía que la Unión era un pacto entre estados sobera·
nos que se habían unido en 1787 por su libre voluntad y que retenían el poder de re-
tomar su posición separada cuando lo consideraran apropiado. No obstante, aunque
se invocó esta teoría para justificar la secesión, el propósito de los estados SUfCñOS no
era existir de forma independiente, sino federarse en una nueva Unión del Sur. El sue-
ño de una confederación semejante había fascinado a los sureños durante más de una
generación y a comienzos de febrero de 1861 se hizo realidad. Los delegados de seis
de los siete estados que se habían separado se reunieron en Montgomcry (Alabama),
redactaron una constitución para los Estados Confederados de América y eligieron a
Jcffcrson Davis como presidente.

fü FRACASO DEL COMPROMISO Y LA CRISIS DE SUMTER

Mientras la secesión seguía su curso en el Sur profundo, a Buchanan lo paralizaba


la indecisión. N:egaba el derecho a la secesión, pero afumaba que el gobierno federal
no poseía poder constitucional para evitarla. Esperaba que si se podía rehuir un enfren.
tamiento armado, se encontraría un modo de hacer volver a la Unión a los estados que
la habían abandonado. En el Congreso, surgieron una variedad de planes de compro-
miso. El que atrajo mayor atención fue el expuesto por el Senador John J. Crittenden,
de Kentucky, que proponía una serie de enmiendas constitucionales encaminadas a di·
sipar los temores del Sur acerca de la esclavitud. Se garantizarla su pennanencia en los
estados; se pagarían compensaciones económicas federales a los propietarios que no
lograran recobrar sus esclavos fugitivos; se restablecería la línea del Compromiso de
Misuri por la que se prohibiría la esclavitud al norte de los 36°30' y se permitiría al sur.
El Plan de Crittenden obtuvo un amplio apoyo en el Norte y los dirigentes sureños in·
dicaron que lo aceptarían si lo hacían los republicanos. Pero la oposición de Lincoln
resultó decisiva. Aunque estaba dispuesto a respaldar la nueva propuesta sobre los es·
clavos fugitivos e incluso una enmienda que protegiera la esclavitud en los estados, se
opuso con ahínco a cualquier compromiso sobre su extensión. Creía que la restaura·
ción de la línea del Compromiso de Misuri alentaría los intentos sureños de adquirir
territorio esclavista adicional en América Latina y provocaría nuevas crisis regionales.
Una convención de paz reunida en Washington en febrero de 1861 por sugerencia de
la asamblea de Vuginia terminó sin mayor éxito. A ella asistieron delegados de vein-
tiún estados y sus tres semanas de deliberación sólo produjeron una variante del Plan
de Crittenden. El Congreso demostró poco interés hacia ella.

199
Cuando Lincoln se convirtió en presidente el 4 de marzo de 1861, hubo un sen-
timiento extendido de que no sería capaz de hacer frente a la crisis. Su apariencia ma-
cilenta y desmañada y su torpeza social no inspiraban confianza. Tampoco su falta de
c:xpcriencia en política nacional. Estaba muy extendida la creencia de que sería sólo
un cero a la izquierda y que el poder real del gobierno lo tendría Wtlliam H. Seward,
a quien había nombiado secretario de Estado. Pero Lincoln estableció de inmediato
su autoridad. Su discurso de investidUia fue una hábil mezcla de firmeza y concilia-
ción. Afirmó que la Unión Cl3 perpetua, que ningún estado se podía sepa13C por pro-
pia voluntad, que las ordenanzas de secesión eran nulas desde el punto de vista legal
y que las dos regiones estaban tan estrechamente unidas que la scpaiación paáfica eia
imposible. Aunque prometió que ejecutaría las leyes en todos los estados, que recau-
daría los impuestos fedeI3les y mantendría la posesión de los puestos fedeI3les, esta
política no tenía por qué suponer derramamiento de sangre o violencia y no los ha-
bría a menos que «se forzara a la autoridad nacional•. Además, reiteró que no tenía
intención de interferir en la esclavitud donde ya existía.
Su precaución y refrenamiento pretendían ganar tiempo y permitir que el unio-
nismo del Sur se reafirmara. Pero no hubo lugar, ya que casi a la vez llegaron noticias
de que a la guarnición fedew del fuerte Sumter, en el puerto de Charleston, al man-
do del mayor Robert Anderson, se le estaban acabando las provisiones y tendría que
rendirse pronto si no se la socorría. Entonces Lincoln se enfrentó a un dilema cruel.
El fuerte Sumter Cl3, a excepción del fuerte Pickens frente a Pcnsacola, la única pro-
piedad fedel31 del Sur que pennanecía en manos unionistas. Rendirse sería tanto
como reconocer la ConfcdCl3ción, pero intentar reforzarlo podía precipitar la guerra.
Durante un mes Lincoln vaciló. La mayoría de su gabinete era favoiable a la evacua-
ción, lo mismo que el gcnel31 en jefe, Wmfield Scott. Pero el 6 de abril, tl3S haber re-
sultado fallido un intento de reforzar el fuerte Pickens, Lincoln ordenó el despacho
de una expedición. de auxilio al fuerte Swnter. Intentaría aprovisionarlo en paz y uti-
lizaría la fuerza sólo si Cl3 atacada. Ahoia el3 el tumo de Jefferson Davis de tener que
hacer una dolorosa elección: someterse a la autoridad federal, permitiendo que el
fuerte fue13 aprovisionado, o dar el primer golpe. Eligió lo último. El 12 de abril
de 1861, tras la negativa del mayor Anderson a evacuar el fuerte, las baterías co~
Iadas abrieron fuego. Después de dos días de bombardeo el fuerte Sumter capituló.
Esta acción puso fin a la irresolución del Norte y produjo un desbordamiento ele
fervor patriótico. Lincoln podía contar ahoia con el apoyo entusiástico paia actuar en
pro de preservar la Unión. El 15 de abril convocó a los gobernadores de los estados
pa13 que aportaian unas milicias de 75.000 hombres dUl3Dte noventa días con el fin
de sofocar la insurrección; el 19 de abril declaró el bloqueo de las costas confcdem-
das; a comienzos de mayo aumentó el ejército regular y la marina. Estas medidas de
guerra pusieron en movimiento otl3 ola de secesión. Confrontados con la necesidad
de elegir entre la Unión y la Confcdeiación, otros cuatro estados esclavistas -Vu:gir
nia, Arlcansas, Tennessee y Carolina del Norte- aprobaron ordenanzas de ~
aunque con cierta resistencia y por máigcnes relativamente estrechos. Fortalecida por
la adhesión del alto Sur, la Confcdeiación contaba ahoia con once estados y en ju-
nio tmladó su capital de Montgomery a Richmond.
(Cómo se puede explicar la vehemente negativa del Norte a aceptar la secesióm.
su apasionado apego a la Unión y su disposición a hacer la guerra pa13 preservar la in-
tegridad territorial del país? Los motivos económicos, sin duda, desempeñaron un pa-
pel importante. Una ConfcdCl3ción independiente despojaría a las manufacturas dd

200
Norte de un mm:ado provechoso, privaría a sus armadores y comerciantes del con-
trol que poseían del tráfico del Sur, e impondría barreras aduaneras al libre tránsito
de los productos del Medio Oeste Misisipí abajo. Pero mucho más importante era el
hecho de que la secesión desafiaba la base idcológic.a del nacionalismo americano se-
gún habían llegado a entenderlo las masas de norteños. Habían aprendido de Jaclc-
son, Webstcr, Oay y demás oradores del 4 de julio a identificar la Unión con la liber-
tad y la democracia, y a sentir que el mantenimiento de la integridad territorial era la
piedra de toque del experimento de soberanía popular comenzado en 1716, idea que
Lincoln iba a expresar con gran elocuencia en el Discurso de Gcttysburg. Así, los dis-
paros contra el fuerte Surntcr ocasionaron un levantamiento nacional. De hecho, en
ambos bandos el nacionalismo era el tema central de la lucha que comenzaba. Mien-
tras el Sur luchaba por obtener una nación separada para mantener su modo de vida
distintivo, el Norte lo haáa para presctvar los ideales que la Unión había acabado
simbolizando.

201
CAPtruLo XII
La guerra civil, 1861-1865

H..A PRIMERA GUERRA MODERNA?


La guerra civil estadounidense fue, desde cualquier punto de vista, una de las
mayores de la historia, sin duda, la mayor que se libró entre las guerras napoleóni-
cas y la Primera Guerra Mundial. Duró más de cuatro años y costó un millón de ba-
jas, de las cuales 650.000 fueron muertes. Se la denominó la «primera guerra moder-
na» con buena razón. Fue la primera en que combatirían ejércitos de ciudadanos co-
munes y no soldados profesionales. También rompió con el pasado al ser una
contienda ideológica y, por ello, una guerra de objetivos ilimitados. En contraste
con las del siglo XVIII, no podía concluirse con algún tipo de arreglo. Ni la Unión ni
la Confederación se darían por satisfechas con nada menos que una victoria com-
pleta. No fue una guerra total en el sentido en el que se entiende el término hoy,
puesto que no supuso un cambio completo a la producción de guerra; pero en el
último análisis la victoria dependió de la fortaleza industrial. En una contienda se-
mejante, la distinción entre combatientes y civiles tendió a desdibujarse. Generales
unionistas como Shennan y Sheridan ampliaron la definición de objetivo militar
para incluir todo lo que pudiera contribuir a la capacidad del enemigo de librar la
guerra. Q!iizás en este aspecto fuera donde la transición de las antiguas formas béli-
cas se hiciera más visible.
Pero la modernidad de la lucha no debe exagerarse. Hubo menos innovación tec-
nológica de la que a veces se ha declarado. Aunque por primera vez se utilizaron el
ferrocarril y el telégrafo en las operaciones militares, los ejércitos siguieron dependien-
do en el campo de batalla de los transportes tirados por caballos y organizaron servi-
cios de envíos montados. El barco de guerra acorazado hizo un espectacular debut
en 1862, pero los escuadrones de bloqueo unionistas estaban furmados casi en su to-
talidad por barcos de madera, la mayoría de vela. Ningún bando se aprovechó de lle-
no de nuevos inventos como el rifle de retrocarga y el mosquete de avancarga --aun-
que con un cañón rayado que aumentaba mucho su alcance y prccWón- siguió
siendo el arma básica de la infantería. Y aunque la guerra civil fue testigo de la in~
ducción de varias precursoras de las annas modernas como la ametr.illadora, el su~
marino y la mina su&marina, eran demasiado rudimentarias para tener una influen-
cia real en las técnicas bélicas.
Además, esta guerra presenció menor saña y crueldad de las que iban a caracteri·
zar las del siglo XX. Sin duda, hubo algunas atrocidades: la matanza del fuerte Pillow

203
de 1864, en la que los soldados negros unionistas fueron muertos después de rendir-
se, los asesinatos y represalias que marcaron la salvaje guerra de guerrillas a lo largo de
la frontera entre Kansas y Misuri y -aunque fue más una consecuencia del hacina-
miento que un maltrato calculado- la espeluznante mortandad entre los prisioneros
de guerra unionistas en Andersonville. Pero se trató de excepciones. En general, fue
una guerra propia de caballeros, dirigida por ambos bandos con modos civilizados.
Los asedios y las capitulaciones se desarrollaron siguiendo estrictamente las reglas ~
licas; los prisioneros se intercambiaban y se liberaban bajo palabra, sobre todo en la
primera parte de la contienda. A pesar de que los unionistas se llenaran la boca ha-
blando de «rebeldeS» y «rebelión•, los confederados que· capturaban eran tratados
como prisioneros de guerra; tampoco la Confederación llevó a cabo su amenaza de
dar muerte a los soldados esclavos capturados.

LA CoNFEDERACÓN y LA UNióN

Los contendientes en esta guerra eran muy desiguales. El Norte tenía mucha ma-
yor fortaleza en recursos humanos y económicos. Su población, de unos 22.000.000
habitantes, se comparaba con la de la Confederación, de 9.000.000; pero su margen
era aún mayor a lo que estas cifras sugieren ya que la del Sur incluía unos 3.500.000
esclavos negros. En producción industrial el Norte disfrutaba de una .enorme venta-
ja. Allí se encontraban cuatro quintos de fas fábricas nacionales, junto con la mayor
parte de su riqueza mineral, su suministro de carne y grano, sus recursos financieros
y banqueros y sus fletes. El Norte produda quince veces más hierro que el Sur, trein-
ta y ocho veces más carbón y veintisiete veces más productos de madera. También
poseía el monopolio casi completo de los astilleros, ventaja que hizo posible la rápi·
da expansión de la pequeña marina de la Unión. En definitiva, el Norte era capaz de
ser pdcticamcnte autosuficicntc en materiales bélicos; el Sur, por su parte, tenía que
depender de Europa importando cuantos suministros podía a través de un bloqueo
cada vez más estrecho de la Unión.
La generalización habitual de que los sureños estaban más acostumbrados a mon·
tar y disparar que los norteños y por ello eran mejores soldados no resulta convinccn·
te; los muchachos de Vennont y Iowa podían montar y disparar tan bien como los de
Carolina del Sur y Arkansas y __,¡o que quizás haya contado ~ tenían una edu-
cación mejor. Del mismo modo, la afirmación de que la Confederación contaba con
la crema del talento militar de la nación está abierta a discusión. Aunque Lec y Jack-
son eclipsaron repetidas veces a sus rivales de la Unión, los generales sudistas consi·
dcrados en conjunto no eran superiores y al final fue el Ejército de la Unión, dirigi-
do por comandantes como Grant, Shcridan y Thomas, el que resultó tener mayor ha·
bilidad.
Sin embargo, las desigualdades contra la Confederación no eran tan grandes
como parcdan. El Sur disponía de líneas interiores y luchaba en un terreno conoci-
do; poseía una costa extensa dificil de bloquear de forma efectiva y, sobre todo, era
capaz de librar una guerra defensiva. Como los colonos estadounidenses en 1n6, la
Confederación no necesitaba tomar la iniciativa para conseguir la independencia;
sólo tenía que resistir los ataques enemigos, lo que anulaba la.superioridad numérica
del Norte.

204
LA ESCI.AvnuD Y LOS ESTADOS FRONTERIZOS
.Además, el equilibrio entre los dos bandos habrla cambiado de forma radical si
los cuatro estados fronterizos -Maryland, Dclaware, Kentucky y Misuri- también
se hubieran separado. Tenían una población de más de tres millones y una importan-
cia estratégica enorme. Maryland y Dclaware se atravesaban en las comunicaciones
de Washington con el Norte; Kentucky controlaba el río Ohio y, con Misuri, un tre-
cho vital del Misisipí. La lealtad de Dclaware a la Unión nunca estuvo seriamente en
duda, pero los tres estados restantes permanecieron vacilantes durante algún tiempo
dcspu~ de los sucesos de Sumter. No siguieron al Sur alto a la Confederación, pero
se opusieron a la coacción y se negaron a la petición de tropas de Lincoln.
A finales de abril de 1861, se desarrolló una situación aitica en Maryland. El Sex-
to Regimiento de Massachusctts, en su paso hacia Washington, se topó en Baltimore
con una muchedumbre contraria a la Unión. Lincoln envió de inmediato tropas fe-
derales, suspendió el hábcas corpus y ordenó el encan:clarniento de varios importan-
tes simpatizantes de la Confederación. Mediante la mano dwa se salvó a Maryland
para la Unión. Pero cuando en mayo de 1861 Kentucky proclamó su neutralidad for-
malmente, Lincoln utilizó guante de terciopelo. Consideraba que el estado era cru-
cial. «&pero tener a Dios de mi parte ~. pero debo tener a Kentucky.• No
obstante, no se esforzó por enviar tropas, prefiriendo dar tiempo para que los senti-
mientos unionistas se reafirmaran. La inteligencia de esta medida se demostró en sep-
tiembre de 1861 cuando, en respuesta a una invasión confederada, la asamblea de
Kentucky se declaró unionista. En Misuri, donde la opinión estaba dividida por la mi-
tad, los unionistas efectuaron un golpe militar en mayo de 1861. Temiendo que los
simpatizantes secesionistas estuvieran planeando tomar el arsenal federal de San Luis,
organizaron una «guardia local• voluntaria que atacó y capturó un campamento de
milicias pro confederadas y expulsó al gobierno secesionista de la capital del estado.
Aunque esta vigorosa acción mantuvo a Misuri en la Unión, agudizó las animosida-
des locales. Durante los cuatro años siguientes, el estado estuvo conmocionado mien-
tras las facciones rivales se enfrentaban en una guerra de guerrillas encarnizada.

PoúnCA Y MEDIDAS DE GUERRA

Aunque el Norte respondió con una casi total unanimidad a la llamada a las ar-
mas en 1861, pronto se reafirmó el partidismo y durante el resto de la guerra Lincoln
experimentó una virulenta oposición. Una pequeña minoría de demócratas simpati-
zaba con la Confederación. Más numerosos en aquellas partes del Medio Oeste co-
lonizadas por los sureños, los copperhuuls (víboras cobrizas), llamados así por una cu-
lebra muy venenosa, se opusieron vigorosamente a la guerra y abogaron por una paz
negociada que habría aceptado la desunión. La gran mayorla de los demócratas eran
leales a la Unión y otorgaron un apoyo general a las medidas de guena del gobierno.
No obstante, desaprobaron la política de elevación arancelaria y se inquietaron por el
modo en que la guena tendió a aumentar el poder federal a expensas del de los esta-
dos. Muchos demócratas del Norte también se sintieron ultrajados por la Proclama-
ción de Emancipación de Lincoln; aunque devotos de la Unión, no veían razones

205
para hacer de la abolición un objetivo de la guerra. Sin embargo, la critica principal a
Lincoln tenía que ver con sus tendencias arbitrarias. Había adoptado una opinión
amplia sobre el poder del ejecutivo y creía que en tiempos de guerra podía extender·
se dentro de la legitimidad. En todo caso, creía que el apego estricto a la Constitución
importaba menos que la preservación de la Unión. É.Ste fue su justificante para ~
cer poderes de guerra entre abril y junio de 1861 antes de que el Congreso hubiera re-
conocido el estado de insurrección. También creía que los tribunales civiles eran ina-
decuados para tratar las actividades de traición o subversivas. Así que invocó la ley
marcial para suspender el hábeas corpus, al principio sólo en zonas determinadas,
pero después en toda la Unión, en el caso de personas que se opusieran al enrola-
miento o que participaran en cprácticas desleales-. En total, más de 13.000 personas
fueron detenidas bajo la ley marcial y encarceladas por periodos variados. La suspen-
sión de las libertades civiles ganó a Lincoln el epíteto de •dictador» y el Tribunal Su-
premo sostuvo con posterioridad que había sido inconstitucional.
También enfimtó mucha oposición dentro de su propio partido. Las diferencias
entre republicanos radicales y conservadores, en especial sobre la esclavitud, se hicie-
ron más intensas a medida que avanzó la guerra. Los dirigentes radicales como Thad-
deus Stevens, de Pensilvania, Ben Wade, de Ohio, y Charles Sumner, de Massachu-
setts, no tenían paciencia con el cauto acercamiento de Lincoln a la emancipación o
su insistencia acerca de que el principal objetivo de la guerra era salvar la Unión.
Como abolicionistas ardientes querían erradicar la esclavitud de inmediato y sin in-
demnizaciones.
Sin embargo, los republicanos estaban de acuerdo sobre la politi~ económica y
durante la guerra aprovecharon la oportunidad proporcionada por la salida del Sur
para llevar a cabo su programa. En 1862 se aprobaron dos medidas que los granjeros
del Oeste habían pedido desde hada mucho tiempo: la Ley de Residencia cona-
día 65 hectáreas de tierra pública a todo ciudadano o solicitante de la ciudadanía que
la hubiera ocupado durante cinco años y la Ley de Concesión de limas de Morrill ha-
da concesiones de tierra pública a los estados para que fundaran universidades labora·
les agrícolas. Otras medidas beneficiaron a los negocios. Una serie de medidas protcc·
toras que comenzaron con la Ley Arancelaria de Morrill de 1861 elevaron los derechos
una media de un 48 por 100, más que nunca antes. La Ley del Ferrocarril Pacífico
de 1862 marcó el cumplimiento de otra promesa republicana de campaña: hizo gene-
rosas concesiones de tierra para facilitar la construcción de un ferrocarril transconti·
nental. Por último llegó la Ley del Banco Nacional de 1863. Adoptada sobre todo
como un medio de comercializar los bonos del gobierno para financiar la guerra, y de
furma secundaria para establecer un papel moneda unifunne, la ley efectuó una im-
portante refurma del sistema bancario. El caótico sistema de bancos estatales estable-
cido por el esquema de la Tesoreria Independiente de 1846 dio paso a otro que restau-
raba el control federal Al invertir un tercio de su capital en bonos del gobierno, todo
banco nacional que comenzara con el nuevo sistema estaba autorizado a emitir bille-
tes de banco nacionales hasta un 90 por 100 del valor de mercado de los bonos.
Estas medidas estimularon una economía que ya estaba en expansión. La guem
la había deprimido al principio: el desconocimiento de los sudistas de casi trescien-
tos millones de dólares debidos a acreedores del Norte, la clausura del tráfico del rlo
Misisipf y la atmósfera general de incertidumbre se combinaron para producir un pá-
nico severo. Pero el gasto del gobierno y la inflación monetaria pronto devolvieron
la prosperidad. A partir de 1862 prevalecieron las condiciones de auge: la producci6a

206
manufacturera awnentó mucho y se lograron grandes beneficios, sobre todo en las in-
dustrias madereras y de cuero, y en los ferrocarriles. La agricultura también se estimu-
ló por la necesidad de alimentar a los ejércitos unionistas y por las pobres cosechas de
Europa. Gracias a la adopción a gran escala de maquinaria que ahorraba trabajo,
hubo un awnento espectacular de la producción agrícola.

MÁS A1J.A DE LAS úNEA.S

En el Norte, la vida apenas era afectada por la guerra. En muchos aspectos, fue un
periodo de actividad y crecimiento normales. No se suspendió la política; los neg~
cios continuaron como de costumbre; los teatros y otros lugares de diversión estaban
abarrotados; las universidades florecieron: se fundaron quince nuevas instituciones
de enseñanza superior, incluidas C.Omell, Swarthmore y MIT en tiempos de guerra.
La inmigración de Europa, que cayó de forma momentánea con el estallido de la gue-
rra, pronto subió a los niveles acostumbrados. Tampoco se frenó la colonización del
Oeste. La población de C.Olorado, por ejemplo, aumentó de 32.000 personas en 1860
a 100.000 en 1864. Las carretas cubiertas salpicaban las Grandes Llanuras como era
usual durante los meses de verano; hubo fiebres mineras en C.Olorado, Nevada y Ida-
ho; algunos jóvenes -como Samuel Langhome Oemens, que después se haría fa-
moso como Marlc Twain- se fueron al Oeste para escapar del reclutamiento.
La guerra civil tuvo un impacto mucho mayor en el Sur. La C.Onfederación poseía
recursos menores en comparación, la mayor parte de la lucha se desarrolló en suelo
sudista y el bloqueo de la Unión se hizo cada vez más efectivo a medida que avanzó
la contienda. Así que los años de la guerra fueron un periodo de escasez y sufiimien-
to. Había pocas provisiones de ropa y calzado, incluso para el ejército; los suminis-
tros médicos se volvieron cada vez más limitados; había que idear sustitutos para una
amplia serie de artículos domésticos como café, queroseno y betún de zapatos. Ade-
más, la escasez 5c acentuó a medida que el sistema de transportes sudista se fue dete-
riorando por el esfuerzo de la guerra.

Los EsrAnos CONFEDERADOS DE AMáuCA

La C.Onstitución de los Estados C.Onfederados de América seguía de cerca el m~


delo de la C.Onstitución l'ederal de 1787; hasta la redacción era en su mayor parte
idéntica. Reflejaba la idea sudista de que no había mucha equivocación en la obra de
los Padres Fundadores; la falta había estado más bien en que los nordistas habían dis-
tomonado su significado. Sin embargo, la C.Onstitución C.Onfederada difería de su
prototipo en aspectos significativos. Su preámbulo reconocía la soberanía del estado,
afirmando que la constitutjón era obra de los Estados C.Onfederados «cada estado ac-
tuando en su capacidad sobenna e independiente•. Pero el derecho de secesión se
mencionaba ahora de manera explicita. Había varias cláusulas destinadas a salvaguar-
dar la esclavitud. Se prohibía al C.Ongreso aprobar cualquier ley que «menoscabara los
derechos de propiedad sobre los esclavos negros- y se reconocía y protegía la institu-
ción en todos los tcnitorios pertenccicntts a la C.Onkderación. A diferencia de la
C.Onstitución Federal, que había empleado circunloquios al referirse a ella, los artífi-
ces de la C.Onstitución C.Onfederada no vacilaron en utilizar las palabras «esclaVO» y

207
ccsclavitud•. Pero en un intento por ~nciliar la opinión extranjera, prohibían d trá-
fico de esclavos africanos. Otras cláusulas eliminaban d tipo de legislación económi·
ca a la que se habían opuesto los sudistas en d C.Ongreso de los Estados Unidos: aran-
cdes proteccionistas, subsidios y ayuda gubernamental para las mejoras internas. Por
último, se introduáan algunas refunnas institucionales. El proceso de enmienda
constitucional se simplificaba El presidente ocuparía d cargo durante seis años y no
podría presentarse a la reelección. Para evitar la práctica de añadir «aditamentos- a los
proyectos de ley de asignación presupuestaria, se otorgaba al presidente d poder de
vetar artículos separados.
En la dección de presidente, los ddegados a la C.Onvención de Montgomery, an-
siosos por demostrar su unidad y evitar cualquier apariencia de extremismo que pu-
diera disuadir a los estados dd alto Sur de separarse, desecharon a picapleitos como
Rhett, de Carolina dd Sur, y Yancey, de Alabama, así como al capaz pero belicoso
Robert Toombs, de Georgia, en favor de Jeffcrson Davis, de Misisipí. Su apariencia
grave y digna conttadecía su humilde cuna: como Lincoln, había nacido en una ca-
baña de troncos en Kentucky. Tras licenciarse en West Point, se había convertido en
un opulento plantador de Misisipí y después de servir con honores en la guerra Me-
xicana, fue de forma sucesiva secretario de Guerra de Pierc:e y portavoz del Sur en el
Senado. Una noción cxagenda de su capacidad militar le había llevado a esperar el
mando de los ejéJcitos confederados y aceptó renuente la presidencia C.Omo princi-
pal nacionalista del Sur desde la muerte de Calhoun, era la elección natural. Pero no
podía decirse lo mismo dd nombramiento de Alexander H. Stephens, de Georgia,
como vicepresidente: se había opuesto a la secesión hasta el momento en que su es-
tado abandonó la Unión.
A pesar de su amplia experiencia militar y política, Davis resultó ser un presiden-
te de guerra menos exitoso que Lincoln. Hombre orgulloso, pertinaz y sensible que
se resentía de las críticas, carecía de las cualidades necesarias para inspirar entusiasmo
popular y unidad de propósitos. Además, se preocupaba en exceso de los asuntos ...
litares. Tampoco su gabinete compensaba sus de6cie:ncias, pues estaba formado en su
mayoda por personas mediocres que cambiaban constantemente.
En general, las gentes dd Sur apoyaban la guerra; la única resistencia seria provi-
no de los simpatizantes unionistas de las regiones montañosas, como el oriente de
Tenncssee. Al mismo tiempo, Davis se enfrentaba a una oposición vigorosa y era de-
nostado ferozmente por su gente, al igual que Lincoln por la suya. La controversia se
centraba sobre todo en los derechos de los estados, la doctrina que había dado ser a
la C.Onfederación. Al apreciar que la guerra necesitaba una dirección centtalizada, O.
vis estaba dispuesto a sacrificar d principio político a la conveniencia, pero había m-.
chos dispuestos a contanplar la derrota de la C.Onfederación antes que abandonado.
Su defensor más fanático era d vicepresidente Alexander H. Stephens; dejó Rich-
mond, la capital confederada a comienzos de la guerra, y se fue a su estado natal ele
Georgia, desde donde se basó en todo ejercicio de poder presidencial para demmcis
a Davis por intentar establecer un despotismo consolidado. Varios gobernadores esa:.
tales tomaron una linea parecida. Dos de los más intransigentes, Joseph E. Brown, ele
Georgia y 1.cbulon B. Vanee, de Carolina del Norte, hicieron todo lo posible i -
obstruir los intentos de Davis de centralizar d control, sobre todo mediante la Lq•
Reclutamiento de 1862. Sería excesivo afirmar que la C.Onfederación murió de dae-
chos de los estados, pero d obstruccionismo estatal sin duda debilitó su esfuelm
militar.

208
LA GUERitA: DE Buu. RuN A ANnETAM

Al principio, Ll.ncoln buscó consejo para la estrategia general del general en jefe
del Ejército de los Estados Unidos, Wmnifield Scott, el anciano y endeble veterano
de la guerra de 1812 y la guerra Mexicana. Scott apreció que la Unión debía preparar-
se para una larga lucha. Su «plan anaconda» -así llamado por la gran serpiente que
comprime a sus presas- pretendía la sumisión del Sur famélico mediante la combi·
nación de un bloqueo severo con el estrechamiento gndual de la presión militar a lo
largo de la frontera confederada. Pero la opinión pública, impaciente por resultados
rápidos, demandó el avance inmediato sobre Ric:hmond.
Ya fuera influido por d clamor popular o porque pensara que una estocada rápi-
da al ejército rebelde terminaría con la insurrección de un golpe, Ll.ncoln ordenó al
general lrvin McDowell que emprendiera la ofensiva en Vuginia. Los ejércitos enemi-
gos, ambos formados sobre todo por m:lutas bisoños, se encontraron en Bull Run
el 21 de julio de 1861 en la primera batalla importante de la guerra. El ataque wüo-
nista fracasó y las desmoralizadas tropas federales corrieron de welta a Washington
en completo desorden. Pero los confederados victoriosos estaban demasiado desorga-
nizados para perseguirlas. El desastre hizo evidente para el Norte la gravedad del con-
flicto y el esfuerzo necesario para ganarlo. Se licenciaron las milicias de alistamiento
corto y se autorizó un enorme ejército nuevo de 500.000 voluntarios, formado por
hombres alistados durante tres años. El desprestigiado McDowell fue reemplazado
por el general George Brinton McClellan. que había obtenido una serie de victorias
cspectaculares, aunque menores, en el oeste de Vuginia. C.On sólo treinta y cuatro
años, iba a convertirse en el general más controvertido de la guerra civil. licenciado
por West Point, había servido con distinción en la guerra Mexicana y luego abando-
nado el ejército para ocupaise de la organización de los ferrocarriles. Mostró una
gran capacidad y energía en la disposición y entrenamiento de los nuevos reclutas
que llegaban a montones a Washington. En el otoño de 1861 ya había conseguido
que el Ejército de Potomac, de reciente acación, fuera una máquina de combate
disciplinada. Pero no parecía tener prisa por dirigirlo a la batalla. Aparte de efectuar
una elaborada serie de desfiles y revistas, permaneció inactivo durante el invierno
de 1861-1862. Ya estaba empezando a mostrar sus rasgos militares menos admirables:
un perfeccionismo crónico y la tendencia a exagerar tanto sus dificultades como la
fuerza del enemigo. ·
A medida que pasaban las semanas sin que hubiera signos de movimiento, la opi-
nión del Norte se inquietó más. En el C.Ongrcso había ca.da vez más críticas y descon-
fianza hacia McOellan, sobre todo entre los radicales que dominaban el C.Omité
C.Onjunto sobre la Dirección de la Guerra. Establecido en octubre de 1861 para inves-
. tigar un percance wüonista menor, pronto excedió sus instrucciones. Gastó la mayor
parte de sus energías en promover la suerte de los generales que gozaban de las sim-
patías radicales y en acosar a los que se estimaba que no seguían la guem\ con sufi-
ciente vigor, en especial los de West Point con conexiones demócratas. McClellan se
convirtió en su blanco favorito. No les gustaba por su temperamento aristocrático y
su abierto desprecio a los políticos: sabían que no le agradaba la demanda radical de
que la abolición de la esclavitud se convirtiera en un objetivo de guerra; y sospecha-
ban que para facilitar un acuerdo que restaurara la Unión pero dejara intacta la escla-

209
vitud ansiaba evitar una derrota aplastante al Sur. Pero no eran sólo los radicales quie-
nes estaban insatisfechos con su falta de acción. Lincoln, aunque se resistió al princi-
pio a presionar al general, en enero de 1862 ya estaba tan exasperado que señaló en
una reunión del gabinete: «Si el general McClellan no quiere utilizar el ejército, me
gustarla que me lo prestara, a ver si puedo ver el modo de que haga algo.•
Mientras la causa de la Unión yaáa serena en el Este, haáa progresos espectacu-
lares en lo que acabó siendo el escenario definitivo, el valle del Misisipí. Los ejércitos
unionistas del Oeste estaban organizados en dos mandos separados: uno en Luisville
(Kentucky), a las órdenes de Carlos Buell, y el otro en San Luis (Misuri), a las de
W. Halleck. Frente a ellos había fuerzas confederadas dispersas bajo el mando de Al-
bert Sidney Johnston, que levantó una larga línea de fuertes entre los ApaJaches y el
río Misisipí. En enero de 1862, un ejército dirigido por uno de los subordinados de
Buell, Georgc H. Thomas, virginiano leal a la Unión, rompió la línea confederada en
el este de Kentucky. En los meses siguientes, Ulysses S. Grant, al mando de parte del
ejército de Halledc y un destacamento de lanchas cañoneras, capturó dos plaus fuer-
tes confederadas, el fuerte Henry en Tennessee y el fuerte Donelson en las Cumber-
land. Estos triunfos deshicieron el centro de la línea defensiva confederada, forzaron
a Johnston a abandonar Kentucky y la mayor parte de Tennessec, y abrieron el paso
para el avance federal hacia el sur.
No obstante, cuando Grant inició este avance en abril, fue sorp1C11dido despreve-
nido en Shiloh. Un ataque confederado por sorpresa hizo retroceder al ejército uni~
nista y sólo la llegada de' refuerzos y la herida mortal de Albert Sidney.Johnston per-
mitieron que Grant recobrara el terreno. Shiloh fue una batalla dura y desesperada
· -la más sangrienta hasta la fecha- en la que las fuerzas unionistas perdieron 13.000
hombres de un total de 63.000 y los confederados 11.000 de 40.000. Aunque fue una
batalla empatada en el sentido táctico, la ventaja estratégica correspondió a las fuer-
zas unionistas, que pudieron tomar su objetm> estratégico inmediato, el centro ferro-
viario de Corinth, y a comienzos de junio habían obtenido el control del Misisipí
hasta Memphis. Mientras tanto, en abril, una expedición federal bajo el mando del
almirante David G. Farragut y el general Benjamin F. Butler había capturado Nueva
Orleans, la ciudad mayor y el puerto más importante de la Confederación. Como los
únicos lugares del Misisipí que quedaban en manos confederadas eran Vicksbwg y
Port Hudson, sólo existían ahora tenues lazos entre los tres estados situados más allá
del río, Luisiana, Arkansas y Texas, y el resto de la Confederación.
Por fin se puso en man:ha la tan retrasada ofensiva de McClellan en marzo de 1862.
En lugar de avanzar por tierra hacia Richmond, trató de aproximarse a la capital confe-
derada transportando su ejército desde la Bahía de Chesapcake hasta el fuerte Monroe,
en la costa de Vuginia, y luego avanzando por la península formada por los ríos Yorlc y
James.. A finales de mayo McClellan ya estaba a menos de 9 km de Richmond, pero tras
sostener un enfrentamiento sangriento e indecisivo con Joseph E. Johnston en &ven
Pines, se detuvo a esperar la llegada del ejército de McDowcll, que debía avanzar desde
el norte. Pero la clásica campaña de Stonewall Jadcson en el valle de Shenandoah (4 de
may~9 de junio) socavó la estrategia unionista. Su presión creó tales temores por la se-
guridad de Washington, que Lincoln desvió hacia el valle los rcfuem>s de los que de-
pendía McClellan. Mediante una hábil maniobra y man:has rápidas,Jackson venció mi-
nuciosamente a dos ejércitos unionistas con una fuetza total tres veces mayor que la
suya y luego se escabulló de welta para ayudar a los defensores de Richmond, ahora di-
rigidos por Robert E. Lee. Con unos 80.000 hombres a su disposición, comparados con

210
los 100.000 de McClcllan, cayó sobre el ejército invasor y en los encarnizados cnfien-
tamientos conocidos como las batallas de los Siete Días (16 de juni~l de julio), foIZ6
a McClcllan a retirarse a Harrison's Landing, sobre el rio James. Lee había hecho desa-
parecer la amenaza que pesaba sobre Ridunond, pero no había logrado destruir el ejér-
cito de McClcllan y, además, había sufrido las mayores pérdidas. McClcllan estaba pre-
parado para reiniciar el ataque, pero en julio Lincoln decidió dar por terminada la cam-
paña de la península. Nunca la había aprobado por completo, porque prefelía que el
Ejército de Potomac estuviera entre los confederados y Washington.
Antes de que el grueso del ejército de McClellan pudiera haber regresado a la par-
te septentrional de Vuginia, Lee había marchado hacia el norte, había derrotado de
forma decisiva al impetuoso y jactancioso John Pope en la segunda batalla de Bull
Run (29 y 30 de agosto} y había expulsado a las tropas federales batidas hasta las de-
fensas de Washington. Era un asombroso cambio de fortuna. Lincoln destituyó a
Pope y con cierto recelo puso a McClcllan al mando de todas las tropas que rodea- .
ban Washington. Pero Lee no concedió tiempo para la reorganización. A comienzos
de septiembre cruzó el Potomac al oeste de Washington y por primera vez llevó la
guerra al Norte. Esperaba que Maryland se uniera a la C.Onfcderación y golpear la m~
ral del Norte invadiendo Pensilvania. McClellan superaba a Lee en una proporción
de dos a uno y supo por un despacho interceptado que había dividido su ejército,
destacando a Jadcson para cercar Harpcr's Ferry. Pero su cautela característica le hizo
perder la oportunidad de infligir un golpe decisivo. En la batalla de Antietam (17 de
septiembre}, McClellan detuvo el ataque de Lee, pero no logró perseguir al agotado
enemigo y le permitió volver a Vugini.a. Para Lincoln fue la gota que colmó el vaso.
El 5 de noviembre McClellan fue destituido y nunca se le dio otto mando.

U PROCUMACIÓN DE EMANCIPACIÓN

Desde el inicio de la guerra, los abolicionistas habían presionado a Lincoln para


que atacara la esclavitud. Su aversión hacia la institución nunca había estado en
duda, pero había llegado a la presidencia comprometido con una política de no in-
teiferencia con la institución donde ya existiera. Además era muy sensible a la nece-
sidad de no dividir la opinión del Norte o alejar a los cuatro estados esclavistas de la
Unión. Por todo ello, se opuso al principio a la demanda de emancipación y conti-
nuó haciendo cumplir la Ley sobre los Esclavos Fugitivos y revocando las acciones de
generales antiesclavistas como Frémont, Butler y Hunter, que habían emitido órde-
nes que pretendían liberar a los esclavos bajo su mando. Durante un tiempo el C.On-
greso compartió la actitud del presidente. El 22 de julio de 1861, la Cámara adoptó
la Resolución Crittenden, que afumaba que el propósito de la guerra era sólo mante-
ner la Unión, no interferir en la esclavitud.
No obstante, la opinión del C.Ongreso comenzó a variar y las perspectivas anties-
clavistas ganaron poco a poco ascendencia. En diciembre de 1861, se negó a reafir-
mar la Resolución Crittenden y procedió a aprobar diversas medidas antiesclavistas.
Prohibió la devolución de los esclavos fugitivos .a los dueños rebeldes y abolió la es-
clavitud en el distrito de C.Olumbia (abril de 1862) y los territorios (junio de 1862). La
Ley sobre la C.Onfucación de julio de 1862 fue aún más lejos: liberaba a los esclavos
de los dueños rebeldes y autorizaba al presidente a emplear negros, incluidos los es-
clavos libertos, como soldados.

211
Mientras tanto, Lincoln había estado tratando de imponer su propia solución al
problema de la esclavitud: la emancipación gradual y compensada a expensas del go-
bierno federal, acompañada de la colonización de los esclavos libertos en el extranje-
ro. Pero sus csfuenos para persuadir a los estados esclavistas de la frontera de que
aceptaran el plan fracasaron. Fue una de las razones por las que concluyó en el vera-
no de 1862 que debía dar vía a las demandas de emancipación. Otra fue el fracaso de
la campaña de la península, que dcsttuyó sus esperanzas en un fin cercano de la gue-
rra y le convenció de que sólo podría vencerse a la C.Onfedcración si se adoptaban to-
dos los medios para debilitarla. Por último, le inclinó la confianza de que la emanci-
pación ganara amigos para la Unión en Europa. ·
El 22 de julio Lincoln informó a su gabinete de su intención de emitir una Pro-
clamación de Emancipación, pero le persuadieron de que hacerlo cuando la situa-
ción militar era desfavorable parecaía un acto de desesperación. Por ello puso a un
. lado el documento para esperar una victoria. A la nación en general no le dio ningún
indicio de que la gran decisión había sido tomada. Incluso el 20 de agosto, en res-
puesta a la «Plegaria de los Veinte Millones» de Horace Greeley, que instaba a actuar
contra la esclavitud, Lincoln insistió en que su objetivo principal no era destruirla,
sino prcsemar la Unión; Antictam dio por terminada esta fase. No fue una victoria
decisiva, pero sí suficiente para el propósito de Lincoln. El 22 de septiembre de 1862
emitió una Proclamación de Emancipación preliminar. Declaraba que el 1 de enero
de 1863, a menos que la C.Onfedcración se rindiera mientras tanto, todas las personas
mantenidas como esclavos en aquellas zonas todavía en rebelión serí~ «entonces, de
ahí en adelante y para siempre, libres». De este modo, era una medida condicional y,
además, no pretendía una solución final al problema de la esclavitud. Seguía esperan-
do persuadir al C.Ongieso de que adoptara la emancipación gradual y la colonización,
y consideraba la Proclamación sólo un recurso militar. Por ello, el edicto definitivo
del 1 de enero de 1863 fue emitido por el presidente en su capacidad de comandan-
te en jefe de las fuerzas annadas y como «medida de guerra apropiada y necesaria para
suprimir (...] la rebelión•. Por esa razón sólo era aplicable a las zonas bajo control
confederado. No proclamaba la libertad en los cuatro estados esclavistas de la Unión
o en las partes de la C.Onfedcración ocupadas por las fuerzas unionistas. No intenta·
ba provocar una insurrección de esclavos sino, por el contrario, los instaba a abstener-
se de la violencia, «aecpto en la necesaria defensa propia.•
A pesar de todas sus limitaciones, la Proclamación de Emancipación dio al con-
flicto un nuevo y elevado propósito. A partir de entonces iba a ser una guerra por la
libertad humana y por la Unión. Pero su rcccpción momentánea fue diversa, tanto
en el país como en el extranjero. Los abolicionistas se regocijaron, pero los demócra-
tas del Norte la denunciaron como injustificada, inconstitucional y calculada para
prolongar la guerra al descartar un compromiso de paz. Irritó de forma particular a
los inmigrantes irlandeses. Aunque se habían lanzado con presteza en defensa de la
Unión, estaban menos dispuestos a luchar para liberar a los esclavos, a quienes con-
sideraban posibles competidores económicos. Su resentimiento rebosó cuando la
Proclamación de Emancipación fue seguida en b~e por la introducción del recluta-
miento obligatorio; en las revueltas que suscitó en Nueva York en julio de 1863, una
gran muchedumbre irlandesa aterrorizó a la ciudad durante tres días, linchando ne-
gros, destruyendo la propiedad y quemando un orfanato para negros. En Gran Breta-
ña y Francia los fanáticos anticsclavistas aclamaron el transcendental paso de Lincoln,
pero muchos observadores, sorprendidos por el hecho de que la Proclamación sólo

212
se aplicara a las zonas que no controlaban los futados Unidos y al no apm:iar las li-
mitaciones constitucionales a las que estaba sometido d presidente, comentaron
cáusticamente su supuesta carencia de principios morales.
En contra de la leyenda popular, la Proclamación de Emancipación no quitó los
grilletes de los siCIVos de un solo golpe, ya que tuvo escaso efecto inmediato. Pero a
medida que los ejércitos unionistas extendieron su dominio por d Sur, se fue hacien-
do una realidad: cientos de miles de esclavos abandonaron las plantaciones y acudie-
ron a los campamentos unionistas. Además, ayudó a que cediera la oposición al alis-
tamiento de soldados negros. En total, unos 186.000 negros sirvieron en los ejércitos
unionistas, muchos de ellos antiguos esclavos. Se concenttaron en regimientos segre-
gados a las órdenes de oficiales blancos y fueron discriminados en asuntos de paga,
pero lucharon con gran distinción e hicieron una contribución vital a la emancipa-
ción de su raza.

LA GUERRA: GETTYSBUllG, VICKSBUllG y CHATIANOOGA

La destitución de McClellan no mejoró la suerte de la Unión. Los intentos de sus


dos inmediatos sucesores de avanzar sobre Richmond y derrotar a Lee fracasaron ig-
nominiosamente. Ambrose E. Bumside aceptó la dirección dd Ejército de Potomac
tras haber rehusado dos veces porque se consideraba inapropiado para el mando in-
dependiente. Su juicio fue pronto corroborado por los acontecimientos. Después de
haber cruzado d Rappahannock por Fredericksbwg, Bumside lanzó un ataque fron-
tal sobre las defensas de Lee y fue rechazado encarnizadamente (13 de diciembre
de 1862). •El Luchador Joe» Hooker, que lo reemplazó en enero de 1863, era un ga-
llardo comandante de unidad con una reputación de intrigante bien merecida. Logró
restaurar la moral del ejército, que se había hecho añicos en Frederic:bbwg, y en pri-
mavera ya estaba dispuesto a emprender otro intento para tomar Richmond. Hooker
esperaba forzar 'la rendición de Lee amenazando su retaguardia, pero en la sombría
batalla de Chancellorsville (1-15 de mayo de 1863) Lee empleó las mismas tácticas
que habían destruido a Pope en la segunda batalla de Bull Run para obtener su más
brillante victoria. Aunque le superaban en número en una proporción de dos a uno,
dividió su ejército y envió a Jacbon en una marcha lateral para que rodeara el flanco
derecho de los federales, que estaba descubierto. Hooker fue aplastado, pero la bata-
lla le costó a Lee su •brazo derecha»: Stonewall Jacbon fue disparado por error por
sus propios hombres y murió de las heridas recibidas.
Después de Chancellorsville Lee invadió el Norte por segunda vez. Si la Confe-
deración podía obtener una victoria en su suelo, quizás se dispusiera a abandonar la
guerra. A comienzos de junio, Lee avanzó por d valle de Shenadoah arriba, cruzó d
Potomac al oeste de Washington y se dirigió hacia Pensilvania. Hooker siguió un cami-
no paralelo, así dispuesto para inteip<>ner su ejército entre Lee y Washington. El 28 de
junio, cuando era inminente una decisiva batalla, Hooker tuvo un altercado con
Hallec:k, general en jefe, y pidió ser relevado del mando. Fue reemplazado por el ge-
neral George Gordon Meade. Casi de inmediato los dos ejércitos se encontraron en
Gcttysburg (Pensilvania), donde se libró la mayor batalla de la guerra civil. Durante
tres días (1, 2 y 3 de julio de 1863) Lec lanzó una serie de ataques desesperados sobre
d ejército de la Unión, pero Meade, que ocupaba una fuerte posición defensiva, l~
gró mantener su terreno. Las pérdidas de ambos bandos fueron tremendas: las bajas

213
de la Unión sumaron 23.000, las de la Confederación, 28.000. El 4 de julio las fuer-
zas destrozadas de Lee comenzaron la larga retirada a Virginia. Mcade, con su ejérci-
to próximo al agotamiento, hizo poco intento de seguirlas y Lec, para mortificación
de Lincoln, consiguió escapar. Sin embargo, Gcttysbwg resultó decisiva. Nunca más
Lee tuvo la fortaleza suficiente para tomar la ofensiva. Varios meses después (19 de
noviembre de 1863), Lin<;:oln hizo un breve discurso dedicado al cementerio nací~
nal del lugar de la gran batalla. Tuvo poco impacto entre los contemporáneos, pero
en los últimos tiempos ha llegado a ser reconocido como la expresión más noble de
la fe demócrata estadounidense.
Inmediatamente después de Gcttysbwg llegaron noticias de un triunfo unionista
también significativo: Grant había capturado Vicksbwg (4 de julio de 1863). La va·
liente y arriesgada campaña hacia la que se había embarcado en abril mostró lo me-
jor que había en él. Después de haber conducido hábilmente a su ejército a un pun·
to situado 80 km por debajo de la gran fortaleza, cortó sus comunicaciones, marchó
hacia el este hasta Jackson (Misisipí) para rechazar una fuerza de socorro al mando de
Joscph E. Johnston y luego, tras infligir graves pérdidas a la fuerza de Pemberton.
puso sitio a Vicksbwg. En seis semanas había logrado la rendición por hambre de la
ciudad y su guarnición de 30.000 hombres. A continuación se produjo la captura de
Port Hudson, la última fortaleza Confederada en el Misisipí. el 8 de julio. Los ejérci-
tos unionistas, al obtener el control de todo el río, habían dividido en dos a la Con-
federación, con lo que habían llevado a cabo el primer estadio del «plan ananconda»
de Scott.
La última parte de 1863 contempló más batallas decisivas en el Oeste. Las fuCl7.aS
unionistas al mando de Wtlliam S. Rosecrans se abrieron camino luchando hasta el
este de Tenncssee y en septiembre ocuparon el estratégico centro fenoviario de Chat-
tanooga. Pero al avanzar desprevenido hasta Georgia, Rosccrans dio a su rival confc.
derado, Braxton Bragg, una oportunidad de devolverle el golpe. En la batalla de Chic-
kamauga (19·20 de septiembre de 1863) el Ejército de Cumberland al mando de~
secrans fue enérgicamente dcnotado y sólo la porfiada acción defensiva de Thomas
lo salvó del desastre completo. Así las cosas, Roseaans se encontró enccnado en
Chattanooga. Pero, un mes después, Grant, ahora al mando de todos los cjércitm
unionistas del Oeste, vino al rescate. En la doble batalla de Lookout Mountain y Mis-
sionary Ridge (24 y 25 de noviembre de 1863), los ejércitos federales reforzados d-
vieron a capturar las alturas que dominaban Chattanooga y expulsaron a Bragg de
vuelta a Georgia. Las fuerzas unionistas controlaban ahora todo Tenncssce y estaban
en disposición de dividir la Confederación de nuevo.

EUROPA Y IA GUERRA CML

Aunque al final de 1863 era obvio que la Confederación se tambaleaba, el resul-


tado de la guerra no se decidiría necesariamente en los campos de batalla. Si el Sur
podía obtener el reconocimiento europeo y persuadir a Gran Bretaña y Francia pal
que intervinieran, la independencia confederada sería cierta. Al principio, el Sur C5pC'"
ró confiado que Gran Bretaña en particular se viera forzada a intervenir para rompa'
el bloqueo por su dependencia hacia su algodón, o al menos a presionar para medilr
con el Norte. Incluso trató de precipitar esta intervención estableciendo un emJ:-.
sobre la exportación de algodón en 1861 y quemando gran parte de la cosecha anual

214
Pero su fe en el Rey Algodón estaba mal colocada. Gracias a las ingentes impor-
taciones en los dos años previos, las manufacturas británicas tenían grandes existen-
cias de algodón cuando estalló la guerra; la escasez de materia prima no se hizo agu-
da hasta 1863 y para entonces estaban comenzando a llegar suministros alternativos
de India y Egipto. La denominada •hambruna de algodón de Lancashire» que pro-
dujo una penuria extendida entre los trabajadores textiles durante la guerra no po-
dría haberse aliviado rompiendo el bloqueo, ya que fue causada sobre todo por la
sobreproducción. En todo caso, Gran Bretaña era remisa, como gran potencia marí-
tima que tradicionalmente había utilizado el arma del bloqueo, a cuestionar la auto-
ridad de Lincoln para usarlo. También entonces a la industria británica en su con-
junto le iba bien fuera de la guerra, Las compras del Norte produjeron el auge del
acero, las municiones y los astilleros, y de la fabricación de textiles de lana, zapatos
y botas.
Sin embargo, los factores económicos no explican por qué al final ni Gran Bre-
taña ni Francia estuvieron dispuestas a inteIVcnir. Tampoco la Proclamación de
Emancipación. En el análisis final. lo crucial fue la situación militar que existía en los
Estados Unidos: Las potencias europeas estaban dispuestas a contemplar la inteIVen-
ción sólo cuando pareciera que la Confederación estaba a punto de ganar. Si la in-
vasión de Lee sobre Maryland en el otoño de 1862 se hubiera logrado, Gran Breta-
ña la habría reconocido. Pero cuando fue rechazada, tales pensamientos se dejaron
de lado y, tras Gettysbwg, casi se abandonaron por completo. Francia habría segui-
do el ejemplo británico en reconocer a la Confederación, pero no estaba dispuesta
a actuar sola.
La creencia sostenida durante mucho tiempo de que el gobierno británico renun-
ció a sus planes de intervenir porque temía la protesta de la clase obrera es un mito.
No hay pruebas de que el gobierno tomara en cuenta sus sentimientos. En cualquier
caso, la opinión británica sobre la guerra civil no estaba plenamente dividida según
líneas de clase. No cabe duda de que la mayor parte de las clases dirigentes simpati-
zaban con la COnfederación. Despreciaban a los nordistas como una raza de ricacho-
nes codiciosos y abrigaban un sentimiento de parentesco con los sudistas aristócratas,
así que saludaron el rompimiento de la Unión porque debilitaba a su peligroso rival
y teqdería a desacreditar el gobierno popular. Alineados contra las clases establecidas
estaban los liberales antiesclavistas de las clases medias como Bright y C.obden, que
habían admirado desde hada tiempo la democracia americana. Pero el apoyo de la
clase obrera al Norte estaba lejos de ser sólido. Los numerosos mítines de masas en
favor del Norte celebrados en Lancashire en la primavera de 1863 para aclamar la Pro-
clamación de Emancipación no fueron totalmente espontáneos y había un grado sus-
tancial de sentimiento en favor del Sur -<> al menos en contra del Norte- en los
círculos sindicales y de la clase obrera. Como el Norte declaraba luchar para preser-
var la Unión y no para abolir la esclavitud, se creía que el Sur sólo lo hacía para lo-
grar su independencia.
Sin embargo, hubo dos ocasiones en las que Gran Bretaña podía haberse visto
arrastrada a la contienda. La primera ocurrió en noviembre de 1861, cuando el capi-
tán Charles Wtlkes, al mando de la fragata estadounidense Sllll ]aeinto, detuvo al va-
por de correo británico Trent en alta mar y se llevó a dos diplomáticos confederados,
Mason y Slidell, que iban de camino para representar a la Confederación en Europa.
El gobierno británico denunció esta acción como una violación del derecho interna-
cional y de los derechos de los neutrales, y demandó la liberación de los prisioneros

215
y la presentación de una disculpa. Los sentimientos se exaltaron en ambas orillas del
Atlántico y durante varias semanas parecía inevitable la guerra. Pero una vez que los
británicos adoptaron una actitud menos amenazante, Lincoln y Seward cedieron y li-
beraron a los cautivos.
La segunda aisis fue resultado de la construcción de buques para la Confedera·
ción en los astilleros británicos. La ley btjtánica prohibía desde 1819 la construcción
de barcos de guerra para beligerantes, pero los agentes confederados descubrieron
que podían evadirse los reglamentos si no armaban los buques hasta que hubieran de-
jado las aguas británicas. &ta escapatoria permitió a la Confederación construir o
comprar en Inglaterra varios rápidos buques corsarios como el famoso Alab111na, que
salió de Mcrscy en julio de 1862 y, junto con sus semejantes, saqueó los mercantes
del Norte hasta tal punto que, debido a los prohibitivos costes de los seguros, las ha·
rras y las estrellas casi desaparecieron de alta mar. Los esfuerzos de Charles Francis
Adams, representante estadounidense en Londres, por evitar la partida del Alabama
no sirvieron de nada, pero sus enérgicas protestas por la construcción de los «buques
con espolón Laird• fueron más efectivas. Ya no se trataba de simples buques mercan·
tes corsarios, sino de poderosos acorazados de vapor cuyos espolones sumcigidos po-
dían haber acabado con los barcos de madera del escuadrón de bloqueo de la Unión.
En septiembre de 1863 Adams advirtió de forma solemne a lord John Russcll, secre-
tario británico de Asuntos &tcriorcs, que si se pcnnitía zaipar a los buques con espo-
lón, «Seria superfluo que le señalara a su señoría que esto es la guerra•. El ultimátum
fue innecesario porque el gobierno ya había ordenado su confucación~ Se había dado
cuenta de que no hacerlo crearla un precedente que podría citarse contra Gran Breta-
ña en guerras futuras.

GRANr CONI'llA lEE

Los triunfos de Grant en el Oeste convencieron a Lincoln de que era el general


que ha~ía estado buscando durante tanto tiempo para ganar la guerra. En marzo
de 1864 el presidente le llamó a Washington para que asumiera el mando de todos
los cjácitos unionistas. Su plan estratégico para 1862 preveía dos campañas simultá-
neas y coordinadas: él mismo dirigirla el Ejácito de Potomac al mando de Mcade
contra Lee en Vuginia, mientras su antiguo lugarteniente del Oeste, Wtlliam T. Sher-
man, iba a golpear al cjácito de Johnston situado en el norte de Georgia para guardar
Atlanta. La campaña de Vuginia, iniciada el 3 de mayo, contempló algunos de los cn-
fientamicntos más siniestros de la guerra. Su propósito era rebasar el flanco del ~
cito de Lee y destruirlo, pero su adversario se lo impidió repetidamente mediante una
soberbia campaña defensiva. En un mes de feroces batallas -Wddemcss, Spotsylft-
nia, Cold Harbor- la matanza fue pavorosa. Grant perdió 60.000 hombres y Lee un
total de 20.000, en proporción igual de importante. La falta de éxito de Grant le obli-
gó a cambiar la estrategia: se trasladó hacia el sur cruzando el James en junio para
amenazar Petcrsbwg, centro de comunicaciones vital a 22 km de Richmond. Pero la
guarnición se mantuvo el tiempo suficiente para que llegara el ejército de Lee y tras
tres ataques vanos sobre los atrincheramientos confederados, Grant estableció un ase-
dio que iba a durar seis meses. Mientras tanto, Shcrman iba haciendo pocos ~
sos en el Oeste. Sus esfuerzos por atrapar al cjb'cito de Johnston o llevarlo a la bac.
lla se vieron frustrados por unas tácticas dilatorias magistrales.

216
L\s EIBCCIONES DE 1864

Las pavorosas bajas sufridas por el ejército de Grant y la aparente imbatibilidad


del confederado hicieron que d Norte se cansara de la guerra en d verano de 1864.
Hubo esfuerzos no oficiales para lograr la paz, el más notable el emprendido por el
activo editor de Nueva York Horace Greeley. No llegó a nada, pero la agitación por
la paz recibió un impulso en agosto, cuando los demócratas postularon a Geoige
B. McCldlan, d antiguo comandante del Ejército de Potomac, como candidato pre-
sidencial sobre una plataforma que denunciaba la guerra como un fiacaso y dcman·
daba un armisticio, que seria seguido de una convención nacional para restaurar la
Unión mediante negociaciones. El «programa de paZ» era confuso y poco realista; de
hecho, McCldlan lo repudió. Pero la idea de una paz negociada, aunque era quimé-
rica, tenía un atractivo considerable para un pueblo desanimado por la derrota y can·
sado de la matanza fratricida.
Los republicanos ya habían wdto a postular a Lincoln en junio. En un esfueno
por fortalecer su carácter nacional, adoptaron d nombre de Partido de la Unión Na-
cional y eligieron a Andrew Johnson, un demócrata bélico de Tennessee que se había
opuesto a la secesión de su estado, como compañero de campaña. La plataforma pe-
día un esfuerzo unido para terminar con la rebelión y prometía la extirpación de la
esclavitud. Pero algunos republicanos no estaban satisfechos con la conducta de Lin·
coln ante la guerra; también pensaban que sus propuestas para la reconstrucción pos·
bélica mostraban demasiada indulgencia hacia los estados secesionistas. Así que un
grupo de disidentes radicales mantuvieron una convención separada en mayo y eli-
gieron al general John C. Frémont para la presidencia; e incluso después de que Lin·
coln recibiera la postulación republicana, hubo movimientos secretos dentro del par·
tido para reemplazarlo. Éste no hizo concesiones a sus críticos, pero a finales de agos·
to ya compartía· su opinión de que lo más probable era que no resultara reelegido.
Entonces, la situación militar se tran.úonnó de repente y con ella, la perspectiva
política. El 2 de septiembre, tras un sitio de varias semanas, Shennan capturó Atlan-
' ta. El efecto en la moral del Norte fue electrificante. Las conYCISaciones de paz se eva·
poraron, Frémont abandonó la liza y los republicanos, ahora unidos tras I.incoln, pu·
dieron explotar la ambigüedad de la plataforma demócrata. En noviembre I.incoln
fue reelegido sin apuros, ganando en todos los estados de la Unión, excepto tres. Pero
su mayoría popular, 400.000 votos de un total de cuatro millones, fue relativamente
escasa.

L\s CAMPANAs FINALES, 1864-1865

Entonces la guerra entró en su fase final. Desde su base en Atlanta, Sherman se


adentró en Geoigia, dejando una estela de devastación a su paso y haciendo de su
nombre el prototipo de la iniquidad en el Sur. Fenocaniles, puentes, despepítadoras
de algodón, almacenes de alimentos, ganado -todo lo que pudiera ser usado por el
enemigo- fueron sistemáticamente destruidos. John B. Hood, a quien Davis había
puesto como jefe de las fuerzas confederadas en el Oeste en lugar de Johnston, inten·
tó fonar la vuelta de Shennan invadiendo Tennessee. Pero en la batalla de Nashville

217
(15 y 16 de diciembre de 1864) Thomas casi destruyó el ejército de Hood. El 13 de
diciembre Shennan alcanzó el mar y justo antes de Navidad capturó Savannah. De
este modo, lo que quedaba de la C.Onfederación había sido dividido en dos y se ha-
bía privado al ejército de Lee de la mayoría de sus suministros de alimentos. Enton-
ces Shennan giró hacia el norte rumbo a las Carolinas. A finales de febrero de 1865
ya había capturado Charleston y cerrado Wtlmington (Carolina del Norte), el últi-
mo puerto de mar que le quedaba a la C.Onfedcración, ya que Mobile había sido to-
mado por una expedición naval al mando de Farragut en agosto de ese mismo año.
Johnston carecía de la fuerza necesaria para enfrentarse a Sherman con efectividad y
Lec, obligado a permanecer en Petersburg por la presión despiadada de Grant, no po-
día ayudar.
C.On los días contados para la C.Onfederación, Jefferson Davis expresó su disposi-
ción a iniciar una conferencia para cconseguir la paz para los dos países». Pero cuan-
do el vicepresidente confederado, Alexander H. Stephens, se enconttó con Lincoln
en un vapor unionista en Hampton Roads el 3 de febrero, supo que los únicos térmi-
nos de paz disponibles eran la reunión, la abolición de la esclavitud y la completa di-
solución de las fuenas confederadas. Así que la conferencia resultó inúuctuosa.
A comienzos de abril de 1865, la guerra de desgaste de Grant había forzado al
agotado ejército de Lec hasta un punto límite. Para evitar ser rodeados, los confede-
rados evacuaron Petersburg y Richmond. Lec se dirigió al oeste con la esperanza de
reunirse con Johnston en las montañas de Carolina del Norte pero, al encontrar su
vía de escape impedida, se rindió a Grant el 9 de abril en el juzgado de Appomattox,
en el sur de Vuginia. A continuación se rindió Johnston el 26 de abril y a finales de
mayo las últimas fuenas confederadas ya habían depuesto sus armas. Lincoln no vi-
vió para ser testigo de las escenas finales. El 14 de abril, Viernes Santo, fue disparado
en un teatro de Washington por un f.mático simpatizante de la causa confederada, el
actor John Wtlkes Booth, y murió la mañana siguiente.
Su grandeza permaneció oculta para muchos de sus contemporáneos y aun hoy
es dificil de captar. Su hoja de servicios tiene algunas imperfecciones. C.Omo presiden-
te electo, enó al desechar la crisis de secesión •como artificial• y al exagerar la fortale-
za del unionismo del Sur. C.Omo presidente sin experiencia enfrentado a problemas
de gravedad sin ptteedentes, al principio fue vacilante y dubitativo, sobre todo en
asuntos militares. Durante la primera parte de la guerra ~o es, hasta su concerta-
ción con Grant-, no otorgó a sus generales su confianza completa e interfirió con
ellos en el campo. Pero su tacto político fue seguro desde el principio. Sabía cuándo
contenerse y cuándo actuar con decisión. Amplió el cargo presidencial y, mediante
una mezcla de destreza, paciencia y buen humor, estableció su autoridad sobre un
partido dividido, sobre un C.Ongreso suspicaz hacia el poder ejecutivo y sobre un ga-
binete formado sobre todo por hombres que habían sido sus ávidos rivales para la
presidencia. Sus cualidades de personalidad y estilo -su dignidad, humildad y com-
pasión- contribuyeron mucho a su éxito como líder de guerra demócrata, mientras
que sus dotes de expresión le permitieron definir el objetivo de la nación en términos
idealistas e incluso místicos. Más que nadie, él salvo la Unión; su muerte inesperada
fue sin duda una tragedia nacional.
La guerra civil tuvo menos de hito histórico de lo que a veces se ha declarado. Por
ejemplo, los Estados Unidos no cambiaron de inmediato de ser predominantemente
agrícolas a ser predominantemente industriales. Tampoco alteró los patrones sociales
o transformó los partidos políticos, el gobierno o la ley. Pero sí decidió varias cosas

218
que antes habían estado en duda. En primer lugar, estableció que los &tados Unidos
seguirían siendo una nación. Entre 1787 y 1861, cuando una región descontenta tras
otra amenazaba con separarse, la sobrevivenáa de la Unión había pareádo dudosa.
Y si la C.Onfederación hubiera obtenido la independencia, muy bien podrían haber-
se sucedido más secesiones. Pero Appomattox descartó tal posibilidad. En segundo
lugar, puso fin al largo debate sobre la naturaleza de la Unión. La cuestión de a quién
correspondía la soberanía última, que los Padres Fundadores habían dejado sin res-
ponder en 1789, fue resuelta finalmente -por la fuerza de las armas y no de los ar-
gumentos- en favor del gobierno federal. & cierto que no hubo un nuevo reparto
formal del poder. Las funciones dd gobierno federal continuaron siendo limitadas; la
mayoría de los asuntos concernientes al ciudadano individual -educación, bienes-
tar, ley, orden y demás- continuaron siendo responsabilidad de los estados. Pero la
autoridad federal aumentó mucho y, como se vio, de forma permanente. Por último,
aunque hizo poco para resolver el problema de las relaciones raciales, abolió al me-
nos la institución cuya existencia había defiaudado hasta entonces las pretensiones
demócratas estadounidenses. Pero, a pesar de la guerra. la esclavitud negra podria ha-
ber sobrevivido mucho más tiempo.

219
CAPtruLo XIII

La reconstrucción, 1865-1877

EL ~O DE LA GUERRA

Cuando los victoriosos y los vencidos volvieron a casa después de Appomattox.


se enfrentaron con panoramas contrastantes. Los soldados unionistas regresaban a
una tierra boyante y próspera. A pesar de cuatro años de guerra, la población y la ri-
queza del Norte habían aumentado, su industria y su agricultura florecían como nun-
ca hasta entonces. Los enormes ejércitos nord.istas fueron desmovilizados de prisa y
absomidos en la vida civil. Los soldados confederados, por otro lado, volvieron a un
Sur desolado y arruinado. Uno de cada cuatro sudistas en edad militar había sido
muerto o herido. La guerra se había librado sobre todo en su suelo y muchos ex con-
federados encontraron sus casas destruidas y sus familias en la pobreza. Grandes zo-
nas del Sur habían sido devastadas de forma sistemática y ciudades como Ridunond,
C.Olumbia y Atlanta. severamente dañadas por los bombardeos y el fuego. La econo-
mía de la región se había demunbado: las plantaciones estaban llenas de hierba, las
fábricas, cerradas, el sistema de transportes era un caos. La mayoría de los habitantes
estaban en bancarrota; los bonos y la moneda confederados carcdan de valor, mien-
tras que la abolición de la esclavitud había privado a los dueños de esclavos de una
propiedad que valía unos 2.000 millones de dólares. La emancipación había produci-
do una profunda convulsión social. Cientos de miles de manumisos habían deserta-
do de las plantaciones hacia el campamento militar más cercano o vagaban sin obje-
tivo alguno. En los primeros meses de paz, murió mucha gente por inanición y enfer-
medad.
Lo que el Sur necesitaba era auxilio y un programa de recuperación como el
emprendido por el Nuevo Trato. Pero la noción de que tales asuntos eran respon-
sabilidad del gobierno yacía muy lejos en el futuro. En marzo de 1865, el gobier-
no federal estableció un organismo temporal, la Oficina de Manumisos, para pro-
porcionar a los ex esclavos alimento, vivienda, ayuda médica y educación, y situar-
los en tierras abandonadas o confiscadas. Pero no se preocupó más por el alivio de
la congoja o la recuperación de la economía. La reconstrucción, según los del Nor-
te definieron el término, tenía mucho que ver con dos problemas complejos y re-
lacionados que habían sido centrales en la guerra civil, pero que sólo se resolvie- ·
ron parcialmente por la victoria unionista. Se había salvado la Unión, (pero en
qué términos y me~ante qué proceso se pennitirla a los antiguos estados confede-

221
rados reasumir su posición anterior? Se había abolido la esclavitud, (pero cuál se-
ría la posición precisa de los manumisos en la sociedad sureña y quién la decidi-
ría? Cuando la guerra terminó, casi nadie del Norte tenía ideas muy claras sobre
estos temas.

l..A RECONSTRUCCIÓN PRESIDENCIAL

En su segundo discurso de investidura (marzo de 1865), Lincoln había apela-


do a una paz que mostrara «malicia hacia nadie [...y.._] caridad para todos•. Pero
los términos que acabaron imponiéndose para los estados del Sur no reflejaron
nada de esta magnanimidad. Por periodos variados se les hizo sufrir la ocupación
militar y el gobierno externo. A una extensa minoría de sudistas blancos se les
negó el sufragio y la ocupación de cargos públicos. Los agentes del Tesoro confis-
caron 30 millones de dólares de la postrada región. Pero comparado con el desti-
no de los vencidos en otras guerras civiles, los ex confederados escaparon con
poca carga. Ninguno de los dirigentes políticos ni militares de la Confederación
fue ejecutado o siquiera llevado a juicio; unos pocos fueron detenidos, pero sólo
Jefferson Davis pasó un largo periodo en la cárcel: dos años. No se desterró a na-
die, aunque unos cuantos eligieron el exilio voluntario. Y pese a que varias fincas
particulares fueron confiscadas por el gobierno federal -el ejemplo más conoci-
do es la casa familiar de Lee en Arlington, cruzando el río Poto~ac desde Was-
hington, que se convirtió en un cementerio nacional--, no hubo una confis~ón
masiva de la propiedad.
Llncoln había comenzado el proceso de la reconstrucción durante la guerra ci-
vil. Desechó la cuestión de si los estados secesionados estaban en la Unión o no
como una •mera abstracción perniciosa»: lo esencial era restaurar su relación apro-
piada con ella lo antes posible. También creía que la reconstrucción era una fun-
ción ejecutiva más que legislativa. Así que en 1862 y 1863 nombró gobernadores
provisionales para Tennessee, Luisiana y Arkansas, grandes partes de los cuales ha-
bían pasado al control unionista. Luego, en diciembre de 1863, emitió una procla-
mación que esbozaba un plan general de reconstrucción. A todos los confedera-
dos, excepto los dirigentes civiles y militares, se les concedería la amnistía una vez
que hubieran prestado juramento de lealtad a la Unión. Tan pronto como un 10
por 100 del electorado de un estado hubiera prestado el juramento y aceptado la
abolición de la esclavitud, podría formar un gobierno estatal, que el presidente re-
conocería.
En tres estados sureños se siguieron los procedimientos de Llncoln, pero, aunque
reconoció sus nuevos gobiernos civiles, el Congreso se negó a otorgar escaños a los
representantes que enviaron a Wamington. Los republicanos radicales pensaban que
el plan del 10 por 100 era demasiado indulgente y en cualquier caso consideraban la
reconstrucción una función del Congreso. Por ello, aunque frustraron el plan de Lin-
coln, prepararon una alternativa propia, el proyecto de ley Wadc-Davis, que el Con-
greso adoptó en julio de 1864. &te establecía condiciones más estrictas para la admi-
sión de los estados del Sur. Sólo cuando una mayoría del electorado hubiera mostra-
do lealtad a la Unión podía un estado secesionista establecer un gobierno válido.
Nadie que hubiera empuñado annas de forma voluntaria contra los Estados Unidos
podria participar en la formación de una nueva constitución. También se requeriría a

222
los nuevos gobiernos que prohibieran la esclavitud, privaran a los antiguos dirigentes
confederados del derecho de voto y de ocupar cargos públicos, y negaran la deuda de
guerra confederada. Lincoln evitó que este proyecto se convirtiera en ley mediante el
veto de hecho y sus autores lo denunciaron por intentar usurpar los poderes del Con-
greso. Con el ejecutivo y el legislativo estancados, nada más se hizo acerca de la re-
construcción antes del fin de la guerra.
Si Lincoln, de haber vivido, podría haber alcanzado un compromiso con el Con-
greso debe seguir siendo un tema de especulación, pero es concebible que su presti-
gio y astucia politica le hubieran pcnnitido lograrlo. Sin embargo, su sucesor, Andrew
Johnson, estaba incapacitado para ello tanto por su personalidad como por su pasa-
do. Nacido en la pobreza en Carolina del Norte, pasó gran parte de sus primeros años
en Tennessec, donde ascendió al liderazgo politico como portavoz de los blancos po-
bres que no tenían esclavos y como enemigo de la aristocracia plantadora. De forma
sucesiva fue congresista demócrata, gobernador de Tennessee y senador de los Esta-
dos Unidos y, cuando Tennessee se separó, se declaró en favor de la Unión, convir-
tiéndose en el único senador sureño que conservó su escaño. En 1862 Lincoln le
nombró gobernador militar de Tennessee y en 1864 los rq>oblicanos, que haáan la
campaña como Partido de la Unión Nacional, le eligieron como compañero electo-
ral de Lincoln. No obstante, siguió siendo un demócrata a la vieja usanza, defensor
de los derechos de los estados y opuesto a casi todo lo que sostenía el Partido Repu-
blicano, excepto su unionismo. En particular, no compartía la preocupación idealis-
ta por el negro liberto y estaba en contra de aumentar excesivamente los poderes del
gobierno nacional. Así pues, Johnson llegó a la presidencia como un politico de fue-
ra, sin simpatías por el partido que encabezaba nominalmente. Como Lincoln, era
autodidacta en buena medida, pero carcáa de su aptitud para la expresión y de des-
treza política. Potente orador de campaña, dado a denunciar a sus rivales con un len-
guaje crudo e inmoderado, era tercamente fiel a sus principios e inflexible en su de-
fensa.
Cuando se convirtió en presidente en abril de 1865, la mayoría de los rq>oblica-
nos radicales asumieron que compartía sus opiniones sobre la necesidad de una poli-
tica dura con respecto al Sur. Al repasar su pasado politico, se quedaron con su su-
puesta afirmación durante la campaña para las elecciones de 1864 de que •la traición
debe hacerse ignominiosa y a los traidores hay que esquilmarloS». Pero sus acciones
pronto los desilusionaron. Retuvo el gabinete de Lincoln y adoptó una politica de re-
construcción que en lo esencial se parecía mucho a la del anterior presidente. Como
éste, creía que era responsabilidad del ejecutivo y, aprovcdiándosc del hecho de que
el Congreso no estaba en sesión cuando ocupó el cargo y no debía reunirse de nue-
vo hasta diciembre de 1865, procedió a llevar a cabo su propio plan de restauración
sin consultar con los congresistas principales.
El 29 de mayo Johnson extendió un perdón general a los antiguos confederados
que estuvieran dispuestos a prestar el juramento de fidelidad prescrito. Se excluían
aqu~os hombres que hubieran ocupado altos cargos en la Confederación o cuya
propiedad imponible excediera de los 20.000 dólares de valor, pero podían obtener
perdones cspcciales mediante petición individual al presidente. Johnson ya había re-
conocido los gobiernos restaurados de cuatro estados confederados -Vuginia, Lui-
siana, Arlcansas y Tenncssee- que habían aceptado el plan del Lincoln del 1O
por 100. Para los siete estados restantes nombró gobernadores provisionales, con la
instrucción de convocar convenciones constitucionales que serían elegidas por los

223
votantes cualificados, es decir, aquellos que hubieran prestado el juramento. Como
fase preliminar antes de la readmisión en la Unión, estas convenciones terúan que cli·
minar las ordenanzas de secesión, repudiar la Confederación y las deudas estatales de
guerra, y ratificar la Enmienda Decimotercera, que abolía la esclavitud. Hecho todo
esto, los estados podían celebrar elecciones para el gobierno y los representantes en
el Congreso de los Estados Unidos. Se dejaba a los estados el establecimiento de los
requisitos necesarios para el sufiagio, aunque Johnson los invitaba a considerar la par·
ticipación de unos cuantos negros cualificados.
La respuesta del Sur fue una demostración de contumacia. Las convenciones es·
tatales cumplieron con la letra de las condiciones de Johnson, pero sólo de mala gana
y después de muchas evasivas. Algunas sólo retiraron las ordenanzas de secesión sin
desautorizarlas. Otras trataron de restringir el repudio de sus deudas de guerra. Casi
todas elevaron objeciones antes de ratificar la Enmienda Decimotercera y ninguna
tomó en cuenta la sugerencia de Johnson de que debería haber un sufragio negro li·
rnitado. Además, en las·elecciones que siguieron, los sureños eligieron, desafiantes, a
prominentes ex confederados. El gobernador de Misisipí recién elegido había sido
brigadier-general de la Confederación; la asamblea de Geoigia incluso optó como se-
nador de los Estados Unidos por Alexander H. Stcphens, hasta hacía poco vicepresi·
dente de la Confederación. Los resultados de las elecciones suscitaron dudas acerca
de si los sudistas aceptaban el carácter concluyente de su derrota. Ciertamente, no es·
taban arrepentidos de la secesión y un observador del Norte informó de «una profun·
da ausencia de sentimiento nacional• entre ellos. Pero el presidente, deseoso de com·
pletar la tarea de la m:onstrucción, consideró que los estados secesionistas habían rea-
lizado su transición de vuelta.
Sin embargo, muchos nordistas pensaron que el presidente se estaba precipitan-
do demasiado. Había existido poco talante vengativo en el Norte cuando la guerra
terminó, pero la opinión se vio afectada por la magancia con que se había recibido
en el Sur la indulgencia de Johnson y por el carácter de los hombres que habían ele-
gido para los cargos. Cuando los sudistas oficcieron sólo una lealtad de mala gana y
limitada, los nordistas comenzaron a temer que se les estuvieran escamoteando los
frutos de la victoria. Estas sospechas se intensificaron en gran medida por los «Códi·
gos de negros- aprobados en 1865 y 1866 por los nuevos legislativos sudistas. Aun·
que variaban en cuanto a la severidad de un estado a otro, tenían el propósito común
de mantener a los manumisos en una posición subordinada. Les concedían ciertos
derechos: tener propiedad, celebrar contratos, entablar juicios, ir a la escuela y con·
traer matrimonio legal. Pero en general se les prohibía votar o hacer de jurado; no se
les permitía portar armas o testificar contra personas blancas; se les asignaban penas
mayores por infiingir la ley que a los blancos y se les prohibía casarse con blancos.
En la mayoría de los estados se les excluía de las ocupaciones en las que pudieran
competir con los blancos; en Carolina del Sur, en realidad se los restringía a la agri-
cultura y al servicio doméstico. Las más duras de todas eran las disposiciones contra
la vagancia: los negros sin trabajo podían ser detenidos por vagancia y si eran conde-
nados y no tenían dinero para pagar la multa impuesta, podían ser alquilados a los
plantadores u otros que quisieran emplearlos. Para los blancos del Sur, los Códigos
de negros sólo pretendían proporcionar a los manumisos la disciplina y protección
necesarias y evitar el caos económico que de otro modo se produciría. Pero para Ja
mayoría de los nordistas eran una reminiscencia desagradable de los antiguos códigos
. de esclavos y parecían un intento de perpetuar la institución bajo otro nombre.

224
EL CoNGIU!SO CONI'RA EL PRESIDENTE ·

Cuando d Congreso se volvió a reunir en diciembre de 1865, se negó a conceder


escaños a los representantes de los estados dd Sur reorganizados. También afirmó su
reclamación de decidir la política mediante la creación de un Comité Conjunto de
Reconstrucción, con la tarea de averiguar el verdadero estado dd sentimiento del Sur
y decidir si estaba listo para la readmisión en la Unión. En este punto los congresis-
tas republicanos no habían acordado un programa de reconstrucción, pero había
unanimidad acerca de que no se debía permitir que d Sur reasumiera su lugar en los
asuntos nacionales sin mayores garantías contra una nueva rebelión y la renovación
de la esclavitud.
Algunos republicanos radicales como 1ñaddeus Stevens, de Pensilvania, y Char-
les Sumner, de Massachusetts, creían que estos objetivos conllevaban otorgar a los an-
tiguos esclavos la igualdad, además de la libertad. Steveos, destinado a convertirse en
d principal artífice de la reconstrucción radical, se había destacado durante su larga
carrera por defender los derechos de los negros. Formidable táctico parlamentario, cé-
lebre por su invectiva mordaz, mostraba una aversión rencorosa hacia la aristocracia
plantadora del Sur. Mantenía que d gobierno federal debía tratar a los antiguos esta-
dos confederados como provincias conquistadas, hacerles pagar d coste de la guerra
y confiscar las propiedades de los plantadores para distribuirlas entre los negros ma-
numisos. Sumner, bostoniano degante y cultivado, no compartía d ánimo vengati-
vo de Stevens, pero no estaba menos preocupado por la igualdad racial. Su teoría dd
«Suicidio dd estad<»> sostenía que al separarse de la Unión, los estados del Sur habían
perdido sus derechos constitucionales y que d Congreso podía gobernarlos como si
fueran territorios. Por tanto, tenía d poder, así como d deber, de insistir en d sufra-
gio de los negros como una condición para su readmisión.
Pero mientras que Stevens y Sumner estaban animados por una auténtica devo-
ción por los principios, otros radicales como Benjamín F. Wade y Zachariah Chand-
lcr parecían haber favorecido los derechos de los negros desde consideraciones de
conveniencia política. Si d Sur volvía a la Unión con los términos de Johnson, las
alas de ambas regiones dd Partido Democrático se volverían a unir y se pondría en
peligro d conttol republicano del gobierno federal. FJlo parecía muy probable pues-
to que, con la desaparición de la esclavitud, la regla de los tres quintos para asignar
los escaños del Congreso estaba superada. A partir de entonces los negros iban a con-
tar como los blancos para propósitos dectorales y a los estados del Sur les correspon-
derian quince escaños más en la Cámara de .Rq>resentantes.
A veces se ha sostenido que las consideraciones de los radicales sobre la recons·
trucción provenían de un deseo de servir a los intereses de los grupos económicos
que dominaban d Partido .Rq>ublicano. Los hombres de negocios dd Norte, según
reza la teoría, temían que la legislación proteccionista y de divisa estable adoptada du-
rante la guerra civil sería revocada si d Sur recobraba su influencia política previa a la
guerra. Pero en realidad los financieros y empresarios estaban profundamente dividi-
dos sobre los aranceles y las polítiau monetarias, al igual, en cuanto a estos temas,
que los congresistas radicales. Lo que sin duda movía a muchos radicales no era la
presión de los negocios, sino un idealismo combinado con la convicción de que era
esencial en interés nacional que continuara el predominio republicano. Permitir que

225
los antiguos rebeldes y sus aliados del Norte controlaran el gobierno nacional les pa-
reáa peligroso y absurdo.
Sin embargo, a fines de 1865, los radicales constituían sólo una minoría del Parti-
do Republicano en el Congreso. La mayoría moderada, aunque inquieta por los re-
sultados de la política de Johnson, esperaba que se encontrara un compromiso. Pero
la torpeza e intransigencia del presidente destruyeron esa perspectiva y radicalizaron
a muchos moderados. A comienzos de 1866 atacó de forma franca a los radicales más
importantes como traidores y llegó a implicar que habían sido responsables de la
muerte de Lincoln. Si se necesitaba algo más para hacer irreparable el rompimiento,
Johnson lo aportó al vetar dos medidas que pretendían proteger a los negros: el pro-
yecto de ley sobre la Oficina de Manumisos y el proyecto de ley sobre los Derechos
Civiles. El primero, aprobado en febrero de 1866, trataba de contrarrestar los Códi-
gos de Negros extendiendo la duración de la Oficina de Manumisos y dándole poder
para promover procesos en los tribunales militares en casos de discriminación racial.
La comunicación del veto de Johnson declaraba que la medida era inconstitucional,
ya que extendía el gobierno militar en tiempos de paz y, además, era innecesaria pues-
to que los tribunales civiles estaban abiertos y tenían capacidad plena para proteger a
los manumisos. Con igual prontitud vetó el proyecto de ley sobre los Derechos Civi-
les de mano de 1866, que confería la ciudadanía a los negros y prohibía a los estados
discriminar a los ciudadanos por motivos de raza o color. Objetó que invadía los de-
rechos de los estados, no debía aprobarse mientras hubiera once estados del Sur sin
representar en el Congreso y discriminaba a la raza blanca en favor de la de color. &-
tos sentimientos enemistaron tanto a los congresistas moderados, que los radicales
pudieron reunir la mayoría de dos tercios requerida para que ambos proyectos de ley
se aprobaran por encima del voto de Johnson.
Para evitar las extensas dudas suscitadas por la constitucionalidad de la Ley sobre
los Derechos Civiles y precaverse contra su derogación, sus disposiciones se incor-
poraron en la Enmienda Decimocuarta a la Constitución, formulada por el Comi-
té Conjunto de Reconstrucción en abril de 1866. Ésta, la más detallada de lasaña-
didas a la Constitución y la de implicaciones de mayor alcance para la relación del
gobierno federal y los estados, tenía cuatro disposiciones principales. El primer ar-
tículo declaraba que todas las personas nacidas en los :&tados Unidos o naturalizadas
eran ciudadanos de éstos y del estado en el que vivieran, y afumaba que ningón esta-
do podía reducir •los privilegios e inmunidades- de los ciudadanos de los Estados
Unidos o «privar a ninguna persona de la vida, la libertad o la propiedad sin el debi-
do procedimiento legal» o «negar a cualquier persona dentro de su jurisdicción la pro-
tección igual de las leyes». Puesto que las decisiones judiciales siguientes sostuvieron
que la palabra -persona» significaba tanto una compañía como un ciudadano indivi-
dual, este artículo acabó utilizándose para proteger a las empresas contra la legisla-
ción estatal. Pero la acusación de que fue ésta la intención de los autores parece in-
fundada. Su objetivo era sólo proteger a los manumisos, aunque a algunos les moti-
vara menos la filantropía que la esperanza de que, al mejorar la suerte de los negros
en el Sur, no se trasladarían al Norte. El artículo segundo no promulgaba el sufragio
para los negros, pero establecía que todo estado que no lo hiciera así, vería reducida
proporcionalmente su representación en la Cámara de Representantes y en el colegio
electoral. &te artículo nunca entró en vigor y en cualquier caso se volvió inoperante
en 1870, cuando la Enmienda Decimoquinta procuró de forma más directa el sufra-
gio a los negros. El artículo tercero inhabilitaba para ocupar cargos públicos a aque-

226
llas personas que se hubieran unido a la Confederación después de haber jurado res-
paldar la Constitución. Por último, el artículo cuarto mantenía la validez de la deuda
nacional e invalidaba la deuda de guerra confederada, junto con cualquier reclama-
ción de indemnización por pérdida de esclavos.
Si se hubiera dejado a los radicales, la Enmienda Decimocuarta habría sido aún
más extensa, sobre todo en lo que respecta al sufragio de los negros. Pero los rcpubJi..
canos moderados lograron bajar el tono con la esperanza de hacerla más aceptable
para Johnson y el Sur. Sin embargo, el presidente expresó de inmediato su ~
bación y aconsejó a los estados sudistas que no la ratificaran. Probablemente su con-
sejo resultó supcrftuo. De los once estados ex confederados, sólo Tenncsscc la ratifi-
có -aunque de un modo algo ~ y por consiguiente el Congreso declaró
que había vuelto a la Unión. Los otros diez la rechazaron ya fuera por unanimidad o
por ingente mayoría. &tos diez rechazos fueron suficientes para denotar la enmien-
da pero, por añadidura, Delaware y Kmtucky también declinaron ratificarla.

LA llECONSTRUCCIÓN RADICAL
Las elecciones al Congreso de 1866 presentaron el raro espectáculo de un presi-
dente que hacía campaña contra el partido al que cncabczaba nominalmente. Como
los radicales controlaban la maquinaria del Partido Republicano,Johnson trató de de-
notarlos combinando a los conservadores de ambos partidos en una nueva organiza-
ción, el movimiento de Unión Nacional. Pero los republicanos coDSCIVadores no qui-
sieron saber nada y sólo aquellos demócratas dispuestos a perdonar su apostasía pre-
via fueron en ayuda del presidente. La gira de discursos presidencial, la denominada
.cvuelta al círcul0», resultó un desastre. Sus feroces alegaciones contra los radicales y
sus vulgares intercambios de imprecaciones con los provocadores parecían a muchos
que desmereáan el cargo presidencial. Su posición se debilitó aún más por el estalli-
do de la violencia racial en el Sur, la peor de todas en Nueva Orlcans el 30 de julio,
en la que 200 negros y unionistas blancos resultaron muertos o heridos. Los radicales
señalaron que los derramamientos de sangre confirmaban sus predicciones de lo que
pasaría en el Sur si prevalecía la indulgencia de Johnson.
Los resultados electorales fueron una resonante victoria para los republicanos. En
ambas cámaras consiguieron mucho más de la mayoría de dos tercios necesaria para
superar el voto presidencial. Ahora estaba abierto el paso para que los radicales domi-
nantes pusieran en práctica sus propias ideas sobre la reconstrucción. Su programa se
recogía en la Primera Ley de Reconstrucción, aprobada superando el veto de Johnson
el 2 de marzo de 1867. Los diez estados ex confederados que habían rechazado la En-
mienda J:>ccimocuarta eran organiudos en cinco distritos militares, cada uno al man-
do de un general del ejército. Para ser readmitidos en la Unión, se les requcria redac-
tar nuevas constituciones estatales que establecieran el sufragio para los negros y la
pérdida del voto para los ex confederados inhabilitados por la Enmienda Decimo-
cuarta propuesta y, además, las nuevas asambleas estatales elegidas según estos acuer-
dos tenían que ratificarla. Con la esperanza de fiustrar la operación de la Ley, el Sur
no convocó nuevas convenciones constitucionales y cuando esto fracasó, organizó
un boicot a las votaciones. Pero una serie de leyes de reconstrucción suplementarias
anularon todos esos recursos. ·
Las Leyes de Reconstrucción eran de una constitucionalidad dudosa, por no decir

227
algo peor. Por ello, Johnson se sintió justificado para vetarlas: creía que sustituirían el
federalismo por la centralización. Pero los radicales estaban detenninados a no dejar
que el ejecutivo, o incluso el judicial, interfirieran en en su programa. Al tratar de po-
nerlo en práctica, estuvieron a punto de destruir el sistema de controles y equilibrios
proporcionado por la Constitución. Dos medidas, ambas aprobadas el 2 de marzo
de 1867, invadieron las prerrogativas constitucionales del presidente. La primen, la Ley
sobre el Ejercicio de los Cargos, le prohibía destituir a los cargos civiles sin el consen-
timiento del Senado. Pretendía proteger a su secretario de Guerra, Edwin M. Stanton,
aliado de los radicales en el gabinete. La otra, la Ley sobre el Mando del Ejército, vio-
laba los poderes del presidente como comandante en jefe; ·se le prohibía emitir órde-
nes militares a no ser por mediación del comandante general del ejército --d general
Grant- o relevarlo o asignarle otra cosa, a no ser con el consentimiento del Senado.
Después los radicales intentaron aherrojar al Tribunal Supremo. En diciembre de
1866, éste sostuvo, a instancia y en relación con Milligan, que recurrir a la ley marcial
era inconstitucional donde hubiera juzgados civiles. Esta decisión sembró dudas so-
bre la validez de los tribunales militares que operaban bajo la Ley de la Oficina de
Manumisos y en consecuencia fue violentamente denunciada por los radicales. Algu-
nos amenazaron con recortar el poder del Tribunal Supremo o incluso con abolirlo.
Intimidado por estos ataques, el Tribunal se negó en 1867 a aceptar la jurisdicción en
dos casos en los que los estados del Sur querían obtener mandamientos para evitar
que el presidente hiciera cumplir las Leyes de Reconstrucción. Pero en febrero
de 1868 aceptó considerar el juicio a instancia y en relación con Mc<;;ardle, que im-
plicaba el uso de los tribunales militares en Misisipí. Temiendo que una revisión del
caso pudiera invalidar su legislación sobre la reconstrucción, el Congreso aprobó una
medida el Z7 de marzo de 1868 que privaba al Tribunal de la jurisdicción de apela-
ción en los casos en los que se implicara el hábeas corpus.

EL PROCF.SO DE INHABllITACIÓN DE ANDREW }OHNSON


La lucha entre el Con~ y el presidente pasó entonces al clímax. Durante más
de un año los radicales habían estado buscando una oportunidad para deponer a
Johnson, pero una elaborada investigación de su hoja de servicios no había propor-
cionado ninguna prueba de traición, soborno u otros delitos mayores o menores so-
bre los que pudiera basarse una acusación para su inhabilitación. Pero casi a finales
de 1867 el presidente suministró a sus críticos una excusa verosfmil: suspendió a su
secretario de Guerra, Stanton, y cuando el Senado no estuvo de acuerdo, le cesó, de-
safiando la Ley sobre el Ejercicio de los Cargos. Su propósito, aparte de querer que
su gabinete se deshiciera de un simpatizante radical, era probar en los tribunales una
medida que consideraba inconstitucional. Pero no iba a ser así, al menos durante su
vida, aunque más de medio siglo después de su muerte el Tribunal Supremo ratificó
su postura. Durante varios meses Stanton mantuvo su cargo mediante el recurso de
hacerse fuerte en el Departamento de Guerra. Mientras tanto, el 24 de febrero
de 1868, la Cámara votó por 126 votos contra 47 que Andrew Johnson «fuera proce-
sado por altos delitos y otros menores durante el cago».
Se ha debatido mucho por qué la mayoría republicana del Co~ debía estar
ansiosa por deshacerse de un presidente cuyos vetos podía superar a voluntad y de
cuyo mandato sólo quedaba un año. Algunos historiadores han considerado el pn>

228
cedimiento de separación del cargo como el acto de unos políticos vengativos, dis·
puestos a humillar y castigar a un odiado rival político; otros, como un intento revo-
lucionario de reemplazar el equilibrado sistema establecido por la Constitución por
una forma parlamentaria de gobierno. Pero parece más probable que se decidiera por·
que el Congreso creyó que era la única forma de llevar a cabo su política de recons·
trucción. Porque el hecho era que Johnson se había aprovechado de las oportunida·
des que le otorgaba ser el jefe ejecutivo y comandante en jefe para retrasar y obstruir
la puesta en práctica del programa del Congreso. En jwúo de 1867, había emitido ins·
trucciones para las juntas de registro de votantes del Sur que, si se hubieran seguido,
habrian condonado los juramentos de fidelidad perjuros y permitido votar al grueso
de blancos sudistas inhabilitados. El congreso cambió sus órdenes en la Tercera Ley
de Reconstrucción aprobada en julio, pero en diciembre emitió una proclamación
que instaba a los blancos sudistas sin derecho a voto a que llevaran sus casos a los tri·
bunales, con lo que ponía en peligro toda la labor de registro. El presidente también
eliminó a los tres jefes militares más radicales del Sur y los reemplazó con demócra·
tas o republicanos conservadores. De este modo, cuando el asunto Stanton hizo
erupción, se había vuelto evidente para el Congreso que sus propósitos para el Sur
probablemente se verían frustrados de forma sistemática mientras Andrew Johnson
permaneciera en la Casa Blanca.
Aunque el delito real del presidente era su intento de bloquear la voluntad del
Congreso expresada en las Leyes de ~onstrucción, ni siquiera la Cámara pudo con·
vencerse de que resultaba suficiente para retirarlo del cargo. Pero sus esfuerzos por ce-
sar a Stanton hicieron posible encuadrar acusaciones más concretas. De los once ar·
tículos del procedimiento de inhabilitación, nueve trataban de su violación de la Ley
sobre el Ejercicio de los Cargos; un décimo artículo alegaba que había contravenido
la Ley sobre el Mando del Ejército; y el undécimo estribaba en una queja absurda de
que Johnson había emitido «arengas inmoderadas, incendiarias y escandalosas» calcu·
ladas para llevar al desacato del Congreso. En el juicio ante el Senado que dwó des·
de mediados de marzo hasta finales de mayo de 1868, los abogados de Johnson no
tuvieron dificultad en mostrar que la Ley sobre el Ejercicio de los Cargos no podía
aplicarse a Stanton. La medida protegía a los miembros del gabinete sólo durante el
mandato del presidente que los había nombrado y éste lo había sido por Lincoln. Sin
embargo, Johnson se escapó de ser declarado culpable por el margen más estrecho
posible: 35 contra 19, un voto menos de la mayoría de dos tercios requerida. A pesar
de la inmensa presión a que se sometió a los senadores republicanos para que le vo-
taran culpable, siete se colocaron con los doce demócratas y votaron su absolución.
Dos cosas explicaban su acción. Una era el temor de que la eliminación de Johnson
pudiera dañar de forma permanente la presidencia. La otra era el desagrado hacia
Benjamín F. Wade que, como presidente interino del Senado, le sucederia; no sólo
era un hombre de pasiones violentas, sino que también existía una fuerte oposición
a sus opiniones sobre un arancel elevado y una moneda inflacionaria.
Los radicales estaban abatidos, pero si el objeto de la inhabilitación había sido po-
ner fin a las actividades destructivas de Johnson, podria sostenerse que lo habían logra-
do. Durante el resto de su mandato el presidente se quedó quieto y la reorganización
del Sur se llevó a cabo según el plan del Congreso. En los diez estados sudistas abar·
cados por las Leyes de Reconstrucción, 703.000 negros y 627.000 blancos fueron decla-
rados aptos para el derecho de voto. Los votantes negros superaban a los blancos en
cinco estados: Carolina del Sur, Misisipí y Luisiana, donde los negros constituían la

229
mayoría de la población, y Alabama y Florida, donde no era así. Las mayorías radica-
les que resultaron en las convenciones de los cinco estados fueron duplicadas en los
otros cinco restantes, cuando sustanciales minorías de votantes blancos se unieron a los
negros para elegir la papeleta republicana. Nuevos gobiernos estatales RCmplazaron a
los establecidos por Llncoln y Johnson, y en junio de 1868 siete de los antiguos esta-
dos confederados habían cumplido las condiciones previstas en las Leyes de Recons-
trucción, incluida la ratificación de la Enmienda Decimocuarta y, en consecuencia, fue-
ron 1eadmitidos en la Unión. La 1eadrnisión de los tres estados restantes -Misisipf,
Texas y Vuginia- se suspendió hasta 1870 debido a la obstinación de los blancos.

l.As EUCCIONES DE 1868

Antes incluso de que hubieran tcnninado los procedimientos de inhabilitación,


los republicanos habían postulado al general Grant como candidato para las eleccio-
nes presidenciales de 1868. No era radical, pero éstos le consideraban un candidato
ideal. Su hoja de servicios durante la guerra añadía lustre a la causa republicana y
como carecía de cxpcricncia política u opiniones establecidas sobre ella, podía espe-
rarse que aceptara el consejo de los dirigentes del C.Ongreso. Los demócratas, decli-
nando satisfacer el deseo de Johnson de convertirse en su candidato, eligieron a Ho-
rario Seymour, gobernador de Nueva York durante la guerra. Aunque era un hombre
de •dinero san<»>, la platafonna demócrata apoyó la inflacionaria «idea Ohi0», pro-
puesta patrocinada por un senador de Ohio para RCmholsar los bonos de la guerra
civil en papel moneda. Pero a pesar de este intento de desviar la atención de la recons-
trucción, siguió siendo el tema principal de la campaña. Mientras que los republica-
nos apoyaban la reconstrucción radical y el sufragio de los negros para el Sur, los de-
mócratas denunciaban las Leyes de Reconstrucción como revolucionarias y nulas, y
pedían una regulación estatal de la cuestión del sufragio. La campaña republicana
consistió sobre todo en -ondear la camisa ensangrentada», es decir, en resaltar sus ex-
pedientes de guerra y vilipendiar a los demócratas por su supues~ deslealtad. Grant
obtuvo veintiséis de los treinta y cuatro estados, pero su mayoria popular sólo fue
de 300.000 votos y sin los 700.000 votos de los negros que obtuvo en los siete esta-
dos reconstruidos del Sur habría sido un presidente de minoría.
A los republicanos no se les escapó el significado de estas cifras. Poco dcspu~ de
las elecciones intentaron fortalecer las disposiciones bastante vagas sobre el sufutgio
de los negros de la Enmienda Decimocuarta. Entonces el C.Ongreso adoptó una reso-
lución que se convirtió en la base de la Enmienda Decimoquinta; establcóa que d ~
recho al voto no debía «negarse por motivos de raza, color o condición de servid~
bre previa». La enmienda fue enviada a los estados en febrero de 1869 y se declaró a-
tificada en mano de 1870. Resultó ser el último logro importante de los radicales.

EL GOBIERNO DE GRANT
C.Omo presidente, Grant no mosttó ninguna de las cualidades que le habían be--
cho un general de éxito. En realidad, no era apropiado para el cugo: nunca se había
interesado mucho por la política, no sabía nada de la mayoría de los temas naciom-
les y ni siquiera entendía el sistema político americano. Tenía una opinión muy n:t-

230
tringida sobre el cargo presidencial, considerándolo más bien como algo ceremonial
y simbólico. Su ingenuidad política resultó evidente al elegir consejeros. No tuvo en
cuenta al partido o al sentimiento popular, sino que repartió nombramientos de for-
ma irresponsable a las personas que encontraba de su agrado. De los veinticinco
hombre6 que nombró para su gobierno durante sus ocho años en la Casa Blanca, la
mayoría no se distinguió y varios fueron bribones que acabaron desgraciando el go-
bierno. Su falta de juicio también se reveló en su aceptación de regalos y préstamos
de buscadores de favores como el financiero Jay C.OOke y en su amistad con un ma-
nipulador del mercado bursátil sin esaúpulos como Jim Fisk. Aunque personalmen-
te era honrado, su inclinación hacia las malas compañías y su lealtad hacia amigos
cuestionables ayudaron a rebajar las pautas de la moralidad política.
Sus deficiencias se expusieron por primera vez en el escándalo del oro de 1869.
Al haberse convertido este metal en un bien especulativo, el financiero }ay Gould y
Fisk idearon un plan poco escrupuloso para acaparar su mercado. Sabedores de que
el éxito dependía de inducir a la Tesorerla para que interrumpiera los suministros de
oro de forma temporal, emplearon al cuñado de Grant para extraer una vaga afirma-
ción presidencial al efecto. Su manipulación elevó el precio del oro hasta tal nivel sin
precedentes, que el «Viernes Negro•, el 24 de septiembre de 1869, la Bolsa de Valores
de Nueva York estalló en pánico. Dándose cuenta con retraso de lo que estaba prepa-
rándose, Grant autorizó la salida del oro suficiente para frustrar la intriga, pero no an-
tes de que muchos especuladores -aunque no Gould o Fisk- se hubieran arruina-
do y cientos de negocios hubieran sufiido grandes pérdidas. Grant no había estado
implicado de forma directa, pero fue severamente criticado por su credulidad.
Durante la mayor parte de su presidencia, la controversia rodeó la posición de los
billetes verdes (grunback) emitidos durante la guerra civil. Los granjeros y otros parti-
darios del dinero barato querían mantener, e incluso incrementar, los 356 millones de
dólares que aún circulaban para sostener de este modo los precios inflacionados y dis-
minuir la carga de la deuda. Los acreedores, por su parte, preferían la política de una
contracción gradual, pero insistían en que, si se mantenía el papel moneda, el gobier-
no debía estabilizar su valor para hacerlos reembolsables en oro. En 1869 los acree-
dores obtuvieron una importante victoria cuando el Congreso votó que los bonos
del Tesoro fueran reembolsados en moneda (con lo que rechazaba la idea Ohio), una
decisión que enriqueció a quienes los habían comprado con billetes verdes deprecia-·
dos. Poco después el Tribunal Supremo creó dudas al establecer que los billetes ver-
des no eran de curso legal para pagar deudas contraídas antes de que hubieran sido
emitidos. Pero en 1871, después de que Grant hubiera nombrado para el Tribunal Su-
premo a dos jueces conocidos por oponerse a la decisión, hubo una revisión y se con-
firmó su validez en todos los aspectos. Como medida de socorro tras el pánico
de 1873, el Tesoro volvió a emitir con cierta resistencia 26 millones de billetes verdes
que se habían retirado antes. Consideraciones similares llevaron al Congreso a elevar
su total a 400 millones al·año siguiente. Pero Grant, tras su vacilación caracterlstica,
vetó la medida por presión de los financieros. Finalmente, los acreedores obtuvieron
la solución de «dinero sano• que deseaban. La Ley de Reducción de la Circulación
Fiduciaria de 187j estableció que a partir del 1 de enero de 1879, el Tesoro reembol-
saría a quien se lo pidiera todos los billetes de curso legal en oro.
Los dirigentes republicanos mostraron su solicitud por los negocios en otros as-
pectos. En 1870 el Congreso ya había revocado todos los derechos compensatorios
de tiempos de guerra, menos los de la bebida y el tabaco, y en 1872 abolió el impues-

231
to bélico sobre la renta. Pero los industriales lograron resistir los intentos de rebajar
los altos aranceles impuestos durante la guerra, sin duda como medidas para obte-
ner ingresos de urgencia, e incluso consiguieron el incremento de algunas tasas. Jus-
to antes de las elecciones presidenciales de 1872, el Congreso rebajó la mayoría de
los derechos un 1Opor 100 en un intento de aplacar a los granjeros del Oeste, pero
antes de que terminara el segundo mandato de Grant se habían restablecido las re-
ducciones.
El escepticismo hacia Grant se vio aumentado por su apoyo indifCrente a la refor-
ma del funcionariado civil. De fonna momentánea alentó a los reformistas en 1871
al persuadir al Congreso para que estableciera una Comisión sobre la Administración
Pública, autorizada para idear un sistema de méritos. Pero bajo la presión de los opor-
tunistas, sólo concedió un respaldo mínimo al nuevo organismo y en 1873 apiró por
falta de fondos. Igual de ofensivo para los refonnistas fue que cesara al fiscal general
E. Rockwell Hoar y al secretario de Interior Jacob D. Cox. Su salida significó que
en 1870 ya hubiera abandonado el gabinete todo funcionario capaz e íntegro, excep-
to el secretario de Estado Hamilton Fish, y hasta él estuvo más de una vez próximo
a dimitir de repugnancia.

EL REPUBLICANISMO LIBERAL

Cuando se aproximaron las elecciones presidenciales de 1872, la insatisfacción


con Grant produjo una revuelta republicana. Denominándose republicanos liberales,
entre los disidentes se incluyeron algunas figuras distinguidas: Carl Schwz, el revolu-
cionario alemán que había sido de fonna sucesiva diplomático estadounidense, gene-
ral de la guerra civil y senador por Misuri; el juez David Davis del Tribunal Supremo;
Charles Francis Adams, representante estadounidense ante Londres durante la guerra
civil; Gideon Welles, secretario de Marina de Lincoln. El movimiento también atra-
jo a un grupo representativo de inB.uyentes editores de periódicos. Pero a pesar de
todo su atractivo para la elite intelectual, el republicanismo liberal carecía de respal-
do popular. Una debilidad aún mayor era su carácter heterogéneo. Bajo el mismo pa-
raguas político se unían partidarios de un proteccionismo elevado, del comercio li-
bre, conservadores del Este, radicales del Oeste, reformistas idealistas y políticos
pragmáticos. Los únicos factores unificadores eran su desapego hacia Grant y la de-
tenninación de negarle un segundo mandato.
Las contradicciones del nuevo partido se apusieron en su convención: celebrada
en Cincinnati en mayo de 1872. Sólo tras prolongadas pendencias se pudo establecer
un programa. Aunque aceptaba las enmiendas de la reconstrucción a la Constitución,
pedía la amnistía universal y la retirada de tropas del Sur; también demandaba la re-
fonna del funcionariado civil y la reanudación del pago en numerario del papel m~
neda; pero el punto sobre los aranceles era tan ambiguo que carecía de sentido. Tras
más disputas, el partido eligió como candidato a la presidencia al excéntrico Horace
Grecley, veterano editor del Nt'UJ Ym* Trilnmt. Era una selección extravagante, ya que
Greeley era un ardiente proteccionista y tibio a la reforma del funcionariado civil.
Además, tras toda una vida castigando a los demócratas, difkilmente era el candida-
to ideal para atraer sus votos. Sin embargo, éstos le apoyaron renuentes, ya que se die-
roi:i cuenta de que no tenían esperanzas de de~tar a Grant con un candidato p~

232
pio. Los republicanos volvieron a postular a Grant por unanimidad y esbozaron una
plataforma que apoyaba el republicanismo radical y los aranceles elevados. C.Omo era
de esperar, Grant obtuvo una victoria aplastante. Grecley, agotado por la campaña y
desolado por la derrota, murió tres semanas después de las elecciones. El republica-
nismo liberal no le sobrevivió por mucho tiempo.

EsciNDALOS POI.tllCOS

Durante el segundo mandato de Grant, un escándalo político sucedió a otro. La


primera revelación importante tuvo que ver con Crédit Mobilicr, la empresa cons-
tructora formada para erigir el fcrrocarril Union Pacific. Después de haber obtenido
inmensos beneficios para un puñado de grandes accionistas al cobrar más del doble
de los costes reales de construcción, los directores habían tratado de desviar una in-
vestigación del C.Ongreso mediante la distribución de acciones con descuento a influ-
yentes congresistas. Todo esto había sucedido antes de que Grant ocupara la presiden-
cia pero, al haber muchos prominentes republicanos implicados, el presidente no
pudo escapar por completo del odio.
Revclacion'Cs posteriores mostraron que la misma .Administración -aunque no
Grant en persona- estaba profundamente corrompida. El secretario del Tesoro, el
fiscal general y el secretario de Interior fueron forzados a dimitir debido a ~as
de malversación o malversación probada. Se demostró que el secretario de Marina
había sido negligente -o aún peor- al adjudicar contratos. Se descubrió que el se-
cretario de Guerra, Wtlliam W. Bclknap, había aceptado sobornos de los aspirantes al
comercio con las reservas indias; procesado por la Cámara, escapó de ser condenado
sólo porque Grant, «con gran pesar», aceptó su dimisión inmediata. Un escándalo
aún mayor fue el descubrimiento del «Círculo del Whisky», una conspiración de las
destilerías de San Luis y cargos de la Tesorería para defraudar al gobierno millones de
dólares de los impuestos sobre el consumo. ~e ningún culpable escape-, fue la res-
puesta de Grant, pero cuando el camino condujo hasta su secretario privado, el pre-
sidente se encargó de que no fuera castigado.
La corrupción de la etapa de Grant no se limitó a Washington, sino que se exten-
dió por todo el país y a todos los ámbitos del gobierno. Tampoco fue característica
del Partido Republicano. De hecho, la corrupción más flagrante y penetrante del pe-
riodo la perpetraron los demócratas: el tristemente famoso cín:ulo de Marcy Twecd
en la ciudad de Nueva Yorlc. Mediante el control que ejercían sobre el Tammany
Hall, la máquina demócrata de la ciudad, y un elaborado sistema de comisiones, re-
compensas y sobornos, el jefe Tweed y sus secuaces elevaron la corrupción a un arte
delicado. A finales de la década de 1860, expoliaron a la ciudad de Nueva York de mi-
llones de dólares cada año. Pero ya en 1871 sus desmanes se habían vuelto tan flagran-
tes que provocaron una reacción. El caricaturista Thomas Nast puso en la picota a
Tweed en Hmper's Week!Y. y el Nt'llJ York TmttS publicó una serie de artículos desen-
mascarándolo. Por último, una coalición reformista encabezada por el rico abogado
Samuel J. Tilden rompió su pOdcr y lo envió a la cárcel, donde iba a morir en 1878.
Cuando se le preguntó su ocupación al entrar en prisión, Twccd replicó con toda se-
riedad: «Hombre de estad0». No era tan absurdo como podía haber sonado porque,
en contraste con los bribones egoístas de los que se rodeaba Grant, las actividades del

233
drculo de Tweed habían tenido un lado redentor; sus robos masivos proporcionaron
los fondos para un elaborado sistema de seguridad social que proporcionaba una ayu·
da sustancial a las escuelas paaoquiales católicas y la disttibución de alimento y com·
bustible a gran escala para los pobres.

LA RECONSTRUCCióN DEL SUR

Mientras tanto, cuando un episodio vergonzoso seguía a otro en Washington, la


reconstrucción radical seguía su curso en el Sur. C.Omo no tenía unas ideas muy cla·
ras acerca de ella, Grant se sintió contento, al menos al inicio, de dejarse guiar por los
dirigentes radicales del C.Ongreso. Durante su primer mandato utilizó repetidas veces
el poder militar federal para suprimir los intentos sudistas blancos de derrocar los go-
biernos estatales republicanos. Pero más o menos a partir de 18n, cuando el éxito del
experimento radical resultó más dudoso, fue aumentando cada vez más su resistencia
a hacerlo. Su gradual cambio de actitud, que reflejaba la del público del Norte en ge-
neral, ayuda a explicar por qué los sudistas blancos pudieron anular en gran medida
la reconstrucción radical cuando dejó la Casa Blanca.
El rasgo más novedoso de los gobiernos estatales establecidos según el plan radi·
cal de reconstrucción era la participación negra. No obstante, el término «reconstruc·
ción negra», sostenido por generaciones posteriores de sureños blancos, resulta has·
tante injustificado. Los negros nunca ocuparon caigas públicos en proporción con su
número. Ningún estado del Sur tuvo un gobernador negro. Sólo dos riegros obtuvie-
ron escaños en el Senado de los Estados Unidos -Hiram R. Revels y Blanche J. Bru·
ce, ambos de Misisipf- y nada más 15 llegaron a la Cámara de Representantes. Los
negros fueron elegidos en números considerables para las asambleas estatales, pero
sólo en Carolina del Sur obtuvieron la mayoría. Allí, de hecho, utilizaron su fuerza
en el legislativo para lograr el control tanto de la maquinaria del Partido Republicano
como del aparato del gobierno y acabaron aprendiendo a operar con independencia
de los dirigentes blancos. Los negros que ocuparon cargos públicos provenían de di·
fcrentes medios. Unos habían nacido en el Sur, otros eran del Norte; quizás la mayo-
ría fueran ex esclavos, pero un número desproporcionado, sobre todo en Carolina
del Sur, habían nacido libres. Aunque algunos políticos negros eran analfabetos, tam·
bién se incluían entre ellos hombres educados y capaces que habían ascendido a po-
siciones de influencia y responsabilidad. Muchos de ellos, como Revels y el obispo
Henry M. Turner, eran religiosos, ya fuera de la Iglesia episcopal metodista afiicana o
de la baptista; Francis L. Cardozo, de Carolina del Sur, licenciado por la Universidad
de Glasgow, era religioso y director de una escuela; Robert Brown Elliott, también de
Carolina del Sur, era un próspero abogado. Otros dirigentes negros eran plantadores,
empresarios, artesanos o antiguos sirvientes domésticos. Lo único que tenían en co-
mún era que no acababan de salir de los campos de algodón. Tomados en su conjun-
to, probablemente estaban tan bien preparados para los cargos políticos como sus se-
mejan~ blancos, que quizás no lo afirmaran mucho.
En todos los estados reconstruidos menos Carolina del Sur, los blancos monopo-
lizaron el liderazgo político. Los más prominentes eran los norteños que se habían
trasladado al Sur después de la guerra. En los siete estados reconstruidos en 1868, cua-
tro de los gobernadores, diez de los catorce senadores y veinte de los treinta y cinco
congresistas eran del Norte. Los demócratas sureños, seguidos por varias generaciones

234
de historiadores, aplicaron de fonna indisaiminada a estos recién llegados el término
infunante de Cl#Jle/bagp (así llamados porque llegaban al Sur llevando sus pertenen·
cias en una maleta fCl#JleliNI&), implicando que eran aventureros rapaces dispuestos a
hacer un uso ónico del voto negro. Aunque algunos se ajustaron a esta descripción,
la mayoría eran hombres íntegros con espíritu público). Lejos de haber ido al Sur en
busca de botines políticos, habían sido atraídos por sus oportunidades para la inver-
sión, los negocios o la agricultura. Uno de los mejores fue Daniel H. Chamberlain, Ji.
ccnciado por Harvard, que se convirtió en plantador de Carolina del Sur y que como
gobernador de 1874 a 1876 rigió a su estado de adopción con honradez y economía
Otro fue Adelbert Ames, antiguo general unionista y hombre capaz y sincero; como
gobernador de Misisipí se entregó a la protección de los derechos de los negros.
Como los carpetbtq:gm, entre los blancos nacidos en el Sur que ocuparon cargos
públicos o apoyaron los gobiernos radicales de posguerra se incluían tanto hombres
rectos como bribones. Sus críticos los apodaron ~ -término de desprecio
cuyo origen parece estar en Scalloway, en las islas Shetland, donde se crían ganado y
caballos de tamaño reducid~ y los acusaron de actuar como herramientas de los
conquistadores para obtener cargos. Sin duda, hubo renegados notorios: en Georgia.
Joseph E. Brown, que había sido gobernador del estado durante la guerra, se convir-
tió en presidente de tribunal bajo el gobierno radical. En Carolina del Sur, un anti·
guo secesionista, Franklin J. Moses jr., se convirtió de repente en radical en 1867 y
después de haber sido elegido de forma sucesiva portavoz de la asamblea y goberna-
dor, deshonró ambos cargos. Pero la mayoría de los llamados ~ no estaban
inspirados por motivos indignos. Entre ellos había blancos pobres como los de Ca-
rolina del Norte y la zona montañosa de Alabama que habían despreciado la esclavi-
tud desde haáa mucho tiempo, se habían opuesto a la secesión y querían terminar
con el dominio de la aristocracia plantadora. Muchos de sus dirigentes procedían de
las filas de los plantadores y empresarios acomodados. En su mayor parte flÑJigs antes
de la guerra que se habían opuesto a la secesión, como James L Alcom, el primer go-
bernador recoiistruccionista de Misisipí, consideraron el gobierno radical una opor-
tunidad para hacer progresar los intereses del Sur y estuvieron dispuestos a aceptar el
sufragio negro porque confiaban en controlarlo.
Así pues, constituye una simplificación pensar que la reconstrucción fue un pe-
riodo de conflicto entre blancos y negros. Aunque el prejuicio racial tendió a unir a
los blancos sureños, hasta cierto grado se vieron divididos por las tensiones regiona-
les, de partido y de clase, que habían caracterizado con anterioridad su política y lo
seguirían haciendo. El choque entre la parte baja y alta de la región, la influencia éon·
tinuada de las alianzas políticas anteriores a la guerra, el resentimiento hacia la aristo-
cracia del pueblo común: todo ello había quedado oscurecido, pero de ningún modo
erradicado. Tampoco eran los negros un grupo indiferenciado. En Carolina del Sur,
por ejemplo, se inició una fisura entre dos facciones políticas que el historiador Tho-
mas Holt ha denominado.los •negros-, que significa la masa de los antiguos esclavos,
y los •marrones», más conservadores y acomodados, a menudo mulatos, que habían
sido libres desde antes de la guerra.
El gobierno radical obtuvo logros sustanciales en el Sur. Las nuevas constitucio-
nes estatales eran documentos modernizadores y reformistas. El Sur testificó su valor
al mantenerlos mucho tiempo después de que la reconstrucción hubiera tenninado.
Eliminaron los requisitos de tener propiedades para votar y ocupar un cargo público,
proporcionaron una redistribución más equitativa de los escaños legislativos y siste-

235
mas impositivos más justos, reformaron los códigos penales y abolieron el encarcela-
miento por deudas, y aseguraron mejor el auxilio de los pobres. Los gobiernos racfi.
cales también repararon los estragos de la guerra, reconstruyendo los edificios públi-
cos, las carreteras y los puentes, y restaurando y expandiendo el sistema ferrocarrilero
del Sur. lnttodujeron la educación pública universal con resultados espectaculares: en
Carolina del Sur, por ejemplo, sólo 20.000 niños (todos blancos) se habían matricu-
lado en el sistema escolar público en 1860, pero en 1873 ya estaban escolarizados
unos 50.000 blancos y 70.000 negros.
Sin embaigo, la reconstrucción radical tuvo un lado oscuro. Los impuestos subie-
ron a niveles leoninos y las deudas estatales crecieron de fonna astronómica. Ello se
debió en parte a que las medidas de recuperación económica y de bienestar social y
los programas educativos eran costosos por necesidad. Aún así, el gasto y la deuda pú-
blicos se inflaron por el derroche y la corrupción general. Algunos de los peores ejem-
plos provinieron de Carolina del Sur. La &ctun de la imprenta pública por una sola
sesión llegó casi a los 500.000 dólares; el legislativo emitió bonos por valor
de 1.590.000 dólares para reembolsar billetes de banco por un valor de 500.000; los
legisladores cargaron como gastos una serie extraordinaria de artículos, que incluían
vinos y licores, ropas femeninas, cunas y ataúdes. Sin duda los robos del círculo de
Twced fueron a una escala mucho mayor que todo lo que pasó en el Sur. Pero la acau-
dalada ciudad de Nueva York podía permitirse ser gobernada de forma poco honra-
da, mientras que el Sur empobrecido no.

AsPJRACIONES Y LOGROS NEGROS

Mientras bajo la esclavitud las fionteras de la conducta interracial habían estado


claramente dibujadas y eran bien comprendidas, el trastorno social que siguió a la
emancipación cre6 una incertidumbre extendida. Sólo de forma gradual se fueron
adaptando las dos razas a la nueva ttalidad, los blancos aceptando renuentes la F
dida de su propiedad de esclavos mientras se esforzaban por mantener la linea de co-
lor; los negros explorando con cautela los límites de la libertad. A los ex esclavos les
resultó dificil, aun cuando no era completamente peligroso, librarse de los hábitos
protectores adquiridos durante los años de cautiverio: el servilismo, el buen humor
forzado, la pretendida ignorancia. Aún así, los manumisos abandonaron pronto los
patrones de ttabajo asociados con la esclavitud. Por ejemplo, se negaron a trabajar en
cuadrillas supervisadas. Ejercieron su opción a trabajar menos de lo que hasta enton-
ces habían sido forzados a hacer y a menudo insistieron en que sus mujeres e hijos
pasaran menos tiempo en los campos y más en la casa o la escuela. Muchos manumi-
sos mosttaron su independencia dejando a sus «parientes blancOS» y transladmdose
a otro lugar, ya fuera en busca de seres queridos vendidos o por no estar contentos
con los salarios ofiecidos. Los negros emancipados por lo general adquirieron sobre-
nombres y a veces insistían en ser llamados «señor» o «señora•. Muchas parejas, a las
que se les había prohibido casarse durante la esclavitud, aprovecharon la oportunidad
para formalizar sus uniones, aunque sólo fuera para legitimar a sus hijos o reunir los
requisitos para las pensiones milita.res. También se apresuraron a liberar a sus iglesias
de la dominación blanca y de este modo ceder a su deseo de formas de culto que en-
conttaban más satisfactorias espiritual y emocionalmente.
Qm raras excepciones, no actuaron de fonna vengativa o afirmaron sus derechos

236
mediante agresiones. Lo que más deseaban era tierra, educación y voto, en ese orden.
Pero aunque se les concedió el sufiagio, sus otras esperanzas fueron fiustradas en gra-
dos diversos. Al final de la guerra, muchos manumisos esperaban «dieciséis hectáreas
y una mula». &ta impresión tenía su origen sobre todo en el hecho de que, durante
la lucha, Sherman había ordenado que los negros colonizaran las plantaciones aban·
donadas de las islas Sea, frente a Carolina del Sur y Georgia. Pero el gobierno federal
eludió la distribución de tierras del general. Thaddeus Stevens la defendió con fuer·
za, pero la mayoría de los congresistas, respetuosos de los derechos de propiedad, no
respaldarían un paso tan drástico. Lo más que baria el C.Ongreso seria modificar la
Ley de Residencia de 1862 para que pudiera disponerse de 19 millones de hectáreas
de tierra federal en el Sur. Pocos negros se beneficiaron, sin embargo, porque la ma·
yor parte de la tierra era de escasa calidad. Un soq>rendente número de negros logra-
ron convertirse en propietarios por su propio esfuerzo, pero la gran mayoría se hizo
arrendadores o aparceros.
Aunque la Oficina de Manumisos inició el camino para el establecimiento de es·
cuelas, las organizaciones caritativas y religiosas del Norte también actuaron para pro-
porcionar fondos y más de 5.000 maestros. Sin embargo, los norteños pararon en
seco a la hora de abogar por escuelas mixtas desde el punto de vista racial. La pasión
negra por la educación era inequívoca. Manumisos jóvenes y viejos acudían en masa
a las escuelas. C.Omo señaló Booker T. Washington: «Era toda una raza tratando de ir
a la escuela.» Nunca había suficientes, sobre todo en las zonas rurales, y la asistencia
solía ser breve e intermitente. Además, los negros no siempre pcrsevcraban cuando se
daban cuenta de que aprender era una labor ardua; por ello, el progreso era limitado
y lento. Al finalizar la guerra, alrededor de un 95 por 100 de los negros del Sur no sa·
bían leer IÚ escribir; en 1870 había bajado al 81por100 y en 1890 era todavía el 64
por 100. Muchos de los clasificados como alfabetizados sólo poseían los rudimentos
del aprendizaje. No obstante, había esperanzas para el futuro por el hecho de que la
educación negra pronto mostró signos de autosuficiencia: ya en 1876 un tercio de la
plantilla de profesores de las escuelas negras de Carolina del Sur eran negros. Ello re-
flejaba los logros efectuados en la educación superior. Entre las universidades negras
abiertas durante la reconstrucción -muchas de ellas por mediación de filántropos
del Nort~ estaban Fisk University, Howard University y Hampton Institute. Las
instituciones de este tipo formaron a la mayoría de los líderes negros de la generación
siguiente.

Los INSIRUMENl'OS DEL GOBIERNO RADICAL

Aunque los gobiernos de reconstrucción atrajeron al inicio un apoyo sustancial


de los blancos sureños, carecían de una base política estable. Esencialmente regíme-
nes guiñoles, dependían de la manipulación del voto negro y de la fuena militar. Para
movilizar a los votantes negros los republicanos contaron con la Liga Urúonista, una
sociedad patriótica fundada en Filadelfia durante la guerra civil. Durante la recons-
trucción, la Liga desarrolló ramas en el Sur, aparentemente para acostumbrar a los ne-
gros a sus responsabilidades políticas recién obtenidas. Pero pronto resultó que no era
un organismo para la educación política en sentido estricto, sino para hacer que el
Partido Republicano ganara las elecciones. Sus cargos enseñaron a los negros que sus
intereses eran idénticos a los de los republi~. los instruyeron para que los votaran

237
y a veces hasta les marcaron las papeletas. También solió falsificar las listas de registro
y aumentar los votos de las urnas.
Aunque la presencia de los soldados unionistas también ayudó a reforzar el go-
bierno radical, había demasiado·pocos para que pudieran hacerlo solos: en noviem·
bre de 1869 sólo había 1.112 en Vu:ginia y 716 en Misisipí. Pero estaban reforzados
por la gran milicia estatal negra que se usaba no sólo para mantener la ley y el orden,
sino también para supervisar las elecciones y para proteger a los votantes republica-
nos, práctica que conbibuyó mucho a sus victorias.
La labor de otro instrumento radical, la Oficina de Manumisos, ha sido severa·
mente aiticada, aunque desde puntos de vista contradictorios. En su época, los sure-
ños blancos la acusaron no sólo de conupción e incompetencia, sino también de agi-
tar el descontento negro y de organizar su voto para el Partido Republicano. Algunos
estudiosos modernos, por otro lado, han denunciado a la Oficina por impedir el as·
censo de los manumisos, sobre todo colaborando con los plantadores para mantener-
los en la tima, hasta con salarios poco adecuados, con lo que se peIJ>Ctuaba su de-
pendencia hacia sus antiguos amos. Pero aunque algunos de sus empleados sin duda
hicieron lo que sus contcmponneos les achacaban y otros ~ un número ma·
yor- actuaron según la creencia de que los negros sólo trabajarían si se les obligaba
a ello, la mayoría parece haberse dedicado a conciencia a cumplir una tarea extraor-
dinariamente dificil. Aunque se le dotó de poderes inadecuados y escasos recursos, la
Oficina consiguió muchas cosas durante su breve existencia. Trató con erectividad el
ingente problema de los refugiados, llevó la delantera en establecer las primeras escue-
las negras en el Sur e intentó con cierto éxito proteger a los manumisos de la explo-
tación.

SOCAVAMIP.N'IO DEL GOBIERNO RADICAL

Para la mayoría de los blancos del Sur, el gobierno radical fue una abominación.
Se resintieron mucho de la corrupción gubernamental y aún más de la amenaza a la
supremacía blanca implícita en el sufiagio negro, así que recurrieron a remedios vio-
lentos. Aparecieron numerosas sociedades terroristas secretas, la más conocida de
ellas el Ku Klux Klan, que se originó en Tennessee en 1866 y se extendió con rapidez
por todo el Sur. Tenía un elaborado ritual y estaba gobernada por cargos con títulos
tan imaginativos como Grandes Dragones, Grandes Titanes, Grandes Cíclopes, presi·
didos todos por un Hechicero Imperial. En sus esfuerzos por contrarrestar las activi·
dades de la liga Unionista, los miembros del Klan se limitaron al principio a la inti-
midación; vestidos con túnicas blancas y capuchas, y con cruces flameantes, salían
por la noche para aterrorizar a los negros y que siguieran siendo sumisos y, sobre
todo, para que no fueran a las urnas. Pero cuando estos mét~ resultaron inefccti·
vos, pasaron a la violencia abierta. Los negros, <ArpetÍ"lf61'1 y SCllÚlllJ"I) fueron dispa-
rados, golpeados, ahorcados, quemados o expulsados. De aquí a una delincuencia in·
disaiminada sólo había un pequeño paso. En 1869 el Klan ya había perdido toda
apariencia de ser una organización vigilante y había caído en las manos de crimina-
les propensos al provecho y la venganza privados.
El Congreso respondió a su violencia con una serie de medidas que pretendían
obligar la obediencia a las Enmiendas Decimocuarta y Decimoquinta. La primera, la
Ley sobre la Fuerza Legal, establecía fuertes multas para quien utilizara la fueaa, el

238
soborno o la intimidación para evitar que los ciudadanos votaran. También situaba
las elecciones al Congreso bajo la supcIVisión federal. Una segunda Ley sobre la Fuer-
za Legal de 1871 disponía un control federal aún más estrcc:bo y castigos más severos
para los infractores. Por último, la Ley sobre el Ku Klux Klan de 1871 prosaibía or-
ganizaciones como ésta y autorizaba al presidente a suspender el mandamiento de
hábeas corpus donde pmralecieran la ilegalidad y el terror. Grant hizo cumplir estas
medidas con vigor. Se enviaron tropas federales a las zonas más afectadas, se procla-
mó la ley marcial y se hicieron cientos de detenciones. Mediante estos medios el Klan
estaba suprimido a finales de 1871.
Aunque las Leyes sobre la Fuerza Legal fueron aprobadas con facilidad por el
Congreso, marcaron la cima de los intentos para fonar el sufragio negro en el Sur.
A muchos norteños nunca les había entusiasmado la idea, pero la habían digerido
como un medio de proteger a los manumisos de volver a ser esclavizados y una de-
fensa contra una nueva rebelión. Pero a comienzos de la década de 1870 estos fantas-
mas ya habían dejada de alannar y los norteños estaban desencantándose de los re-
sultados del sufragio negro; quizás esperaban demasiado de ellos y les desilusionó la
disposición con la que actuaron como herramientas de políticos blancos sin esaúpu-
los. Aún abrigaban el ideal del autogobiemo local y pensaban que la intervención fe.
deral en los asuntos estatales era sólo aceptable como último recurso. También rec~
nocían que sólo el ejército de la Unión podía preservar a los regímenes radicales en
apuros del Sur.
Para entonces los odios de tiempos de guerra estaban disminuyendo. Algunos de
los radicales más extremistas, como Stevens, habían muerto; otros, como Schurz, se
habían vuelto conciliadores. Y a pesar de la sonada derrota sufiida por Greeley en las
elecciones presidenciales de 1872, sin duda representó a muchos del Norte cuando
instó a que no se hablara más «de rebeldes y traidores• y que se tendiera la mano de
la amistad a los •hermanos del SUP y ccompatriotas-. :&tos sentimientos impulsaron
la aprobación en mayo de 1872 de una Ley de Amnistía que restablecía los derechos
políticos a to<los menos a unos cuantos cientos de ex conkderados. Ese mismo año
el Congreso permitió que la 06.cina de Manumisos desapareciera.
La desilusión hacia la reconstrucción radical se extendió más durante el segundo
mandato de Grant A medida que los regímenes Cllf/ldb"8 degeneraban en fraudes y
explotación, excitaban mayor repugnancia en el Norte. Además, el escándalo políti-
co en Washington desvió la atención dd Congreso y del público del Sur, lo mismo
que la larga depresión económica desatada por el Pánico de 1873. Los duros tiempos
arrojaron al foro nuevos temas: a partir de 1873 el Congreso dedicó menos tiempo a
discutir la reconstrucción y más a las políticas arancelarias y monetarias. En estas cir-
cunstancias, Grant encontró poca oposición cuando abandonó calladamente la re-
presión en el Sur. Nunca había sido un radical y cada vez se había resistido más a uti·
lizar las Leyes sobre la Fuerza Legal. Reconociendo que «todo el público está cansa·
do de estos estallidos del Sur», hizo oídos sordos a las peticiones radicales de
protección federal.
El rechazo del Senado de un nuevo proyecto de ley sobre la fuerza legal en 1875
fue un signo más de un deseo decreciente por controlar la política del Sur. Ciertamen-
te el Congreso aprobó una nueva Ley sobre los Derechos Civiles en 1875, que garan-
tizaba la igualdad de derechos en teatros, posadas y transportes públicos, pero la me-
dida, adoptada sobre todo como un tributo a Swnncr, que había muerto el año ante-
rior, fue sólo la última boqueada de una cruzada que eipiraba. Nunca entró en vigor.

239
Alentados por las pruebas de que la gente del Norte había cambiado de idea en
cuanto a la rcconsttucción, los sudistas iniciaron nuevos intentos de socavar el ~
bicmo radical y restaurar la suprcmada blanca. Su tarea se vio simplificada por el he-
cho de que la mayoría de los sureños blancos que antes se habían unido a los repu·
blicanos les habían retirado su apoyo. Perdida su esperanza de ganar la confianza de
los votantes negros, también se habían visto alejados por los excesos de los rcgimenes
~· Todo ello fortaleció a los demócratas, que buscaron medios de control po-
lítico que no provocaran la intervención federal pero que fueran efectivos para resta·
blecer «el gobierno propia». Encontraron la respuesta en el denominado Plan Misisi-
pí, ideado en 1874 y puesto en práctica en las elecciones del año siguiente. Pretendía
fumar a los escasos suitatJll&S que quedaban para que pasaran al Partido Demócrata e
inducir a los negros a no votar. Cuando fracasaba la persuasión, se empleaban méto-
dos ilegales o cxtralcgales. Los clubs de rifles y otras organizaciones semimilitares
marchaban de forma abierta y se adiestraban en lo que se pretendía una demostración
del poder blanco. La presión económica quizás fuera aún más efectiva que la fuerza
y el terror. Los negros activos en política o quienes simplemente votaban la papeleta
republicana eran rechazados de trabajos, se les negaban arrendamientos y se les cobra-
ban altos precios en las tiendas. Estas téaiicas, combinadas con una sagaz organiza-
ción política, produjeron de forma gradual el derrumbamiento de la mayoría de los
gobiernos carpttb«. En 1876 los blancos ya habían m:uperado el control de todos los
estados sudistas menos Luisiana, Carolina del Sur y Florida.

l..As DISPUI'ADAS EllCCIONES DE 1876 Y EL CoMPROMISO DE 1877

Por una notable ironía, los votos electorales de estos tres estados se volvieron cru·
ciales para los resultados de las elecciones presidenciales de 1876. Cuando se hizo el
recuento, el candidato demócrata, Samuel J. Tilden, de Nueva York, obtuvo una cla-
ra mayoría de votos populares sobre su rival republicano, Rutherford B. Hayes, de
Ohio. Pero ningún candidato poseía una clara mayoría en el colegio electoral. Se re-
conoció que Tilden tenía 184 votos electorales, uno menos de los necesarios para la
mayoría, y Hayes 166. Pero había discusión sobre los diecinueve votos electorales de
los tres estados sudistas aún bajo gobierno ~· Eran reclamados por ambos par-
tidos; los tres estados habían enviado dos juegos de cifras. Siguieron meses de pen·
dencias. Hayes necesitaba los diecinueve votos para conseguir la presidencia; Tdden,
sólo uno. Es imposible saber a quién correspondían en realidad los votos disputados,
ya que habían existido irregularidades en ambos bandos: los demócratas habían recu-
rrido a la intimidación, aunque los republicanos eran culpables de fraude. El proble-
ma es decidir si unas elecciones libres habrían beneficiado a Hayes más de lo que un
recuento justo habría ayudado a Tdden. La mayoría de los estudiosos sostienen que
los votos de Carolina del Sur y Luisiana probablemente correspondían a Hayes, pero
que Tilden posiblemente ganó en Florida y, por ello, debía haber sido presidente.
Pero en febrero de 1877 la comisión electoral establecida por el Congreso para dcter·
minar el caso, por un estricto voto partidista de ocho republicanos contra siete demó-
cratas, decidió reconocer todos los votos contestados a Hayes.
Los demócratas se indignaron por lo que consideraron un intento descarado de
escamotearles un premio que habían ganado rectamente. Amenazaron con obstruir
el recuento formal en el Congreso, con lo que dejarían al país sin presidente cuando

240
el mandato de Grant expirara. Pero la ardua negociación entre bambalinas de los de-
mócratas del Sur y los republicanos de Haycs produjo al fin un conjunto de entendi-
mientos infunnalcs --d denominado C.Ompromiso de 1877- que rompió el punto
muerto y evitó el interregno. C.Omo contrapartida por aceptar la elección de Haycs,
se aseguró a los demócratas que el nuevo presidente retirarla las tropas federales que
quedaban en el Sur, nombrarla a un prominente sureño para su gabinete y conside-
rarla favorablemente las demandas de la región sobre subsidios para el fcrrocanil. Jus-
to después de tomar posesión, Hayes cumplió la promesa de retirar las tropas. Los ~
biemos republicanos de Luisiana, Florida y Carolina del Sur se dcnumbaron pronto
y terminó la reconstrucción.
La ICConstrucción dejó un legado de encarnizamiento regional y racial de mucha
mayor extensión que la guerra civil. Para el Sur -o en todo caso para el Sur blanco-,
la reconstrucción fue una ordalía traumática, «una noche larga y oscura• que dejó una
marca duradera sobre la psicología de la región. Además, junto con la guerra civil,
proporcionó una explicación fácil para todos sus males. Así pues, en 1877 ya se había
logrado la reunión, pero no la reconciliación. Todo lo que había pasado era que los
americanos blancos habían alcanzado un modus 'lJÍfJtnáÍ a expensas de los negros. El
Norte, que nunca se había comprometido de lleno con una democracia racial, estaba
ahora dispuesto a guardar la idea en un lugar fresco y abandonar el problema racial
al Sur.

241
CAPfruLO XIV

El nuevo Sur y la supremacía blanca, 1877-1914

Aunque el Sur salió de la reconstrucción despojado de algunos de los rasgos que


le habían distanciado del resto del país, seguía conservando mucho de su car.icter dis-
tintivo. Había desaparecido la «institución peculiaP, junto con el sistema de planta-
ción. No obstante, los plantadores sobrevivieron como clase, aunque eran menos do-
minantes en la política y la economía que antes de la guerra, y la plantación persistió
como una unidad de propiedad, si no de producción. Además, el Sur siguió siendo
una región predominantemente rural y agrícola, dedicada a la producción intensiva
de un solo cultivo. Su población continuaba siendo sobre todo la nacida allí: a pesar
de que sus estados trataron de inducir la inmigración, el mayor flujo se siguió diri-
giendo al Norte. En el Sur, la estructura social se mantenía más estratificada que en el
Norte, menos fluida y menos democrática. También se aferraba a una subcultura re-
ligiosa distintiv~ una mezcla de fundamentalismo y renovación religiosa que ganó el
nombre para la zona donde su importancia era mayor de Cinturón Bíblico (Bibk
Be/J). Pero lo más importante de todo era la peisistencia de un único modelo racial.
En 1900 aún un 90 por 100 de los negros estadounidenses vivían en el Sur, donde re-
presentaban un tercio de la población.
Aunque peIVivían algunas de las antiguas peculiaridades regionales, también apa-
recieron otras nuevas. Los traumas de la denota y la ocupación militar unificaron al
Sur en cuanto a la política y oscurecieron sus divisiones regionales y de clase. Des-
pués del denumbamiento del gobierno radical, la región se convirtió, al menos en el
ámbito nacional, en una tierra de un solo partido político: en todas las elecciones pre-
sidenciales durante los sesenta y cinco años siguientes, excepto en 1928, •los estados
del Firme SUP votaron a los demócratas. Mientras tanto, un conjunto característico
de acuerdos económicos -:arrendamientos compartidos, sistema de retención de co-
scch»- en los que el producto y el trabajo ocupaban el lugar del dinero acabaron
caracterizando su agricultura. Hacia finales del siglo, el Sur había adquirido algunas
señales de identidad adicionales: el impuesto de capitación, la prueba de alfabetiza-
ción, la primaáa blanca y las muchedumbres linchadoras. Además, en su conjunto,
fue maldecido con un grado de pobreza desacostumbrado para los Estados Unidos.
Así que su car.icter resultó tan singular en este periodo como con el antiguo régimen
de plantaciones.

243
LA AGIUCUilURA

Tardó mucho en recuperarse de la guerra. El Sur había perdido un tercio de sus


caballos y mulas, y la mitad de su maquinaria agrícola. Con la derrota llegó el de-
rrumbamiento de la moneda confederada y las cargas de los tributos confiscatorios.
Hasta 1879 no volvió la producción de algodón al nivel de 1860. En 1894 la cosecha
ya fue el doble de las anteriores a la guerra y en 1914 ya casi las habían vuelto a du-
plicar. Los suelos agotados de Carolina del Sur y Georgia se recobraron por la utiliza-
ción de fertilizantes y se desarrollaron nuevos algodonales en Arkansas y Texas. La
producción de los demás cultivos básicos de la región -tabaco, azúcar y arroz-
también se extendió y con el advenimiento del ferrocarril y el vagón frigorífico, el cul-
tivo de frutas y verduras floreció en Aorida y Luisiana.
Los contemporáneos creían que la guerra civil había ocasionado el fiacciona-
miento de las antiguas plantaciones en pequeñas granjas. Citaban el censo de 1880,
que recogía que desde 1850 el número de granjas del Sur se había duplicado, mien-
tras que el tamaño de la media se había dividido por la mitad. Pero el aumento de las
granjas pequeñas era un milagro estadístico. Eran más numerosas porque se habían
abierto al cultivo grandes extensiones de terreno. Además, lo que los censadores to-
maron como granjas separadas a menudo no eran más que subdivisiones de planta-
ciones trabajadas por arrendatarios o aparceros. Fl·tipo de plantador de preguerra que
vivía en sus posesiones y se ocupaba de la producción tendió a desaparecer. En los
magros años de posguerra, muchos plantadores y granjeros no fueron capaces de con-
servar sus posesiones hipotecadas y sometidas a una fuerte imposición, y la propiedad
tendió a pasar a los hombres de negocios de las ciudades, muchos de ellos del Norte,
o a bancos o empresas. Por esta nzón sobre todo, la proporción de granjeros blancos
sureños con tierras cayó de unos cuatro quintos a dos tercios durante el periodo de
reconstrucción y el arrendamiento de este mismo grupo ascendió en la misma pro-
porción.
La emancipación otorgó a los negros una movilidad que los plantadores blancos
trataron de limitar mediante una variedad de medios legales y extralcgalcs: leyes con-
tra la instigación y la vagancia, acción concertada sobre los términos de la contrata-
ción y terrorismo abierto. Pero la intensa competencia por el trabajo que se d~
lló tras la guerra tendió a anular estos esfuerzos. Los plantadores tuvieron que reco-
nocer el recién adquirido poder negociador de los negros y por ello no pudieron,
como les habría gustado, mantener sus posesiones como unidades independientes y
a gran escala, trabajadas por cuadrillas. Sólo una diminuta proporción de los negros
manumisos poseían el capital necesario para convertirse en propietarios de tierras en
los años posteriores a la guerra. El resto pasó a ser jornaleros o, lo más habitual, alqm.
laron tierras a cambio de parte de la cosecha, un acuerdo que solían preferir al ~
ma ~e salarios porque les otorgaba un grado de independencia en el trabajo de sus
granJas.
La aparcería y el sistema de retención de cosechas que se desarrolló a la vez se con-
virtieron durante el medio siglo siguiente en los rasgos distintivos de la agricultwa re-
gional. Ambos eran productos de la f.ilta de un sistema crediticio adecuado. Debido
a la escasez crónica de dinero, muchos plantadores no podía pagar los sueldos a sus
trabajadores, mientras que éstos no podían obtener crédito para convertirse en d~

244
ños de tierras o incluso en muchos casos para pagar un arrendamiento en dinero. En
consecuencia, se desarrollaron dos amplios tipos de contratos de aparcería: mediante
el primero, el trabajador (mediero) labraba una parcela que pertenecía a su amo a
cambio de una casa, una mula, herramientas, semillas y parte de la cosecha, en gene-
ral la mitad más o menos. En contraste, en el otro tipo de contrato de aparcería se
proporcionaba la cosecha, por lo habitual de un cuarto a un tercio, como pago del
arrendamiento. Al principio la mayor parte de los medieros eran negros y la mayor
parte de los que elegían el otro tipo de arrendamiento eran blancos, pero ya en 1990
los blancos eran mayoria en ambas variantes del sistema. La aparceria era ineficiente
y degradante, al privar tanto al mediero como al resto de los aparceros del incentivo
de preocuparse por la tierra y sujetarlos a una estrecha supervisión del dueño.
El sistema de derecho de preferencia sobre las cosechas, acuerdo por el cual los al- ·
macenistas locales proporcionaban crédito y provisiones a cambio de un privilegio o
hipoteca sobre la parte del granjero de la futura cosecha, también tenía consecuencias
deplorables. Satisfacía la necesidad de crédito del granjero, pero tendía a perpetuar la
agricultura de un cultivo porque quien tenía el derecho de preferencia tendía a insis-
tir en un producto de fácil venta, por lo habitual el algodón. La concentración en este
cultivo era mala para el suelo, llevaba a la sobreproducción y la caída de los precios,
y hacía al Sur dependiente de otras regiones en cuanto a productos que podía haber
cultivado. Este sistema también tenía peligrosas consecuencias sociales. Para compen-
sar los riesgos que corrian, los almaceneros cobraban altos precios por las provisiones
y altas tasas de interés por el crédito. No era infrecuente que se aprovecharan de la ig·
norancia de sus clientes para aumentar las cantidades debidas. De este modo, los
aparceros y arrendatarios se encontraban en una deuda perpetua y continuaban año
tras año en un estado de peonaje, bajo la hipoteca de un mismo acreedor y atados a
la misma parcela de tierra. Debido a semejante sistema, que en muchos aspectos re-
cordaba la esclavitud, no era sorpmidente que el granjero del Sur, ya fuera blanco o
negro, hubiera pcnnanccido igual, imprevisor y mal nutrido.

LA INDUSTRIA

Tras la guerra civil, muchos sureños se convencieron de que su salvación econó-


mica estaba en la industrialización. El Viejo Sur, razonaban, había dependido dema-
siado de la esclavitud y la agricultura. En el futuro, debía abrazar el capitalismo del
/4úsezfairt, imitar al Norte y desarrollar sus propias industrias. En la década de 1880
un grupo de editores de la región ya estaba predicando el evangelio de la industriali-
.zación con un fervor casi sagrado. Uno de ellos, Henry W. Grady, de la úmstiltáion
de Atlanta, dio al credo del Nuevo Sur su formulación clásica en un célebre discurso
pronunciado en Nueva York en 1886. Una serie de ferias industriales, que comenza-
ron con la Exposición Internacional del Algodón de Atlanta en 1881, se propusieron
dar publicidad a las posibilidades industriales de la región y atraer la atención de los
capitalistas del Norte hacia las nuevas oportunidades que ofrecía.
Paradójicamente, la visión de un futuro industrializado acompañaba, y en cierto
sentido legitimaba, una nostálgica devoción a un pasado agrario. Aunque los propa-
gandistas del Nuevo Sur abogaban por un nuevo orden, tenían cuidado en no repu-
diar el antiguo, embelleciendo a menudo sus doctrinas con tributos sentimentales al
Viejo Sur. De este modo, adaptaron su posición a los impulsos románticos que c~

245
menzaban a dominar la mente de la región. El culto a la «causa perdida•, expresado
en reuniones anuales de sindicatos veteranos confederados y en la aparición de m~
numentos a la guerra en las plazas de las capitales, generaba una profunda respuesta
emocional. Mientras tanto, un renacimiento literario sureño, del que fueron produc-
tos característicos Olá Creo/e Drzys (V~s días crioOos) de George Washington Cable
(1879), Unde Remus (El tío Remo) de Jocl Chandler Harris e In Olá Vtrginia (F,n la llllli-
gua Virginia) de Thomas Nelson (1887), contribuyeron a la idealización del régimen
de plantación anterior a la guerra.
En las últimas décadas del siglo XIX, los sueños de los f.máticos del Nuevo Sur pa-
recía que podrían realizarse. El capital del Norte hizo posible la expansión de su sis-
tema de ferrocarriles y estimuló la producción de carbón y hierro en la región mon-
tañosa de los Apalaches. Entre 1875 y 1900 la producción de carbón se multiplicó
por diez y la de lingotes de hierro por siete. Birmingham (Alabama), situada en una
región rica en mineral de hierro, carbón y piedra caliza, disfi:utó de un auge meteóri-
co como centro manufacturero de hierro y acero; en Chattanooga y Knoxville tam-
bién brotaron chimeneas y altos hornos. Los vastos depósitos de sulfuro de Luisiana
y los igualmente ricos de bauxita de Arkansas comenzaron a ser explotados y al final
del siglo el desarrollo de los campos petrolíferos del Suroeste, sobre todo el descubri-
miento del pozo surtidor Spindletop de Beaumont (fcxas) en 1901, anunciaron el
inicio de la era moderna en la producción petrolera.
La expansión más espectacular se dio, sin embargo, en la industria textil. La ma-
nufactura del algodón había comenzado después de la guerra civil, pero en la década
de 1880 un movimiento para «llevar a los husos el algodón• tomó efcarácter de una
cruzada nacional. Entre 1880 y 1900, la cantidad de hilanderías de algodón de la re-
gión, sobre todo en las Carolinas, Georgia y Alabama, se multiplicó por siete y d nú-
mero de trabajadores aumentó de 17.000 a 98.000. La proximidad de la materia pri-
ma y la inagotable provisión de mano de obra barata proporcionó al Sur la ventaja
de unos costes reducidos y ya en 1904 producía más artículos de algodón que Nueva
Inglaterra, su tradicional centro manufacturero. Los trabajadores eran blancos pobres,
procedentes de las cercanas zonas montañosas. Los hombres eran minoría. En los
cuatro principales estados textiles, en 1890, los hombres constituían el 35por100 de
los trabajadores, las mujeres, d 40por100 y los niños, d 25 por 100 restante. Los sa-
larios eran bajos y las horas de trabajo muchas. Los hiladores adultos de Carolina del
Norte, en las décadas de 1880 y 1890, recibían cerca de un tercio menos del salario
de Nueva Inglaterra. Los bajos ingicsos fueron los principales responsables de la alta
incidencia de la pelagra y otras enfermedades producidas por la dieta. Las aldeas tex-
tiles dd piedemonte de los Apalaches reamlaban los feudos industriales, poseídos,
gobernados y vigilados por las compañías de hilados de un modo casi feudal. Casi to-
dos los trabajadores vivían en casuchas miserables, propiedad de la compañía. A me-
nudo se les pagaba en vales que sólo podían cambiarse en las tiendas de la compañía.
Las escuelas e iglesias de las compañías testificaban d carácter tan completo dd con-
trol ejercido sobre las vidas de los operarios. Pero poco podía hacerse para mejorar las
condiciones laborales frente a gobiernos estatales de laisstzfairt y la convicción exten-
dida, fomentada por los patrones, de que no debía emprenderse ninguna acción que
entorpeciera a las fábricas del Sur en su competencia con Nueva Inglaterra. Una serie
de huelgas en las Carolinas y Georgia entre 1898 y 1902, organizadas por sindicatos
textiles incipientes, se vinieron abajo cuando la patronal recurrió a cierres forzosos c~
lectivos, despidió a los miembros de los sindicatos y los echó de sus casas.

246
La madera también se convirtió en una importante industria. A finales del siglo,
ya excedía a los textiles en valor del producto. Los bosques, poderoso imán para los
consorcios madereros del Norte, fueron expoliados sin piedad. La manufu:tura del ta-
baco, el más antiguo producto básico del Sur, también ezperimentó un auge. En-
tre 1885 y 1900, se revolucionó su industria. La expansión del cultivo del tabaco ru-
bio, producida por la nueva moda de fumar cigarrillos, combinada con las tácticas
emprendedoras de una nueva raza de empresarios sureños, transfirió el liderazgo de
la producción y manufactura de Vuginia a Carolina del Norte. Richmond, antes el
centro de la industria tabacalera, cedió el lugar de honor a las nuevas y toscas ciuda-
des de Durham y Wmston-Salem. Lo que había sido una industria manual se meca-
nizó por completo y el control se concentró. La figura dominante fue James Bucha-
nam Duke, que demostró los mismos impulsos organizativos y adoptó los mismos
métodos despiadados que Carnegie y Rockefeller. Duke dedicó grandes cantidades a
la publicidad y expulsó a los competidores haciendo escasear y acaparando de forma
sistemática las provisiones de glicerina y regaliz. En 1890 unió cinco de las principa-
les empresas para formar la American Tobbaco C.Ompany, que en 1904 controlaba
tres cuartos de toda la producción tabaquera.
Aunque el crecimiento de la industria otorgó a la región una economía más diver-
sificada, el progreso fue menos impresionante de lo que parecía. Al final del siglo, el
Sur presentaba una proporción menor de fábricas del país -cerca de un 1O por
100- que en 1860. Ya a finales de 1910 sólo un 15 por 100 de los habitantes de la
región trabajaban en la manufactura. Además, esta industria no era de las más renta-
bles. Gran parte era atractiva e incluso en las ramas más desarrolladas de la manufac-
tura, como la textil, el Sur tendía a producir bienes no acabados que se enviaban al
Norte para el procesamiento final. Su atraso en cuanto a la industria puede atribuirse
sobre todo a la derrota sufrida en la guerra y a la falta de capital. Pero una desventaja
más la constituía el sistema de tarifas de los fletes y los diferenciales de precios utili-
zados por los intereses comerciales del Norte con el objeto de desalentar la compe-
tencia. Así, el Sur continuó siendo un tributario del Norte y, en gran medida como
consecuencia de ello, permaneció atrasado con respecto al resto de la nación en ri-
queza y estándares de vida. En 1900, cuando la media de riqueza per cápita nacional
era de 1.165 dólares, la cifra del Sur sólo alcanz.aba los 509 dólares. La pobreza trajo
consigo otros males: bajos niveles de al&betiz.ación y enfermedades debilitantes
como el anquilostoma y la pelagra. Así, a pesar de todo lo que se hablaba del Nuevo
Sur, la región situada por debajo de la linea Maxon-Dixon era en realidad un rincón
rural estancado y con una economía en desventaja dentro de uná floreciente nación
industrial.

El GOBIERNO BORBóNJCO

· Los hombres que rigieron los gobiernos demócratas de la posreconsbUcción fue-


ron conocidos por sus rivales como los Barbones. Pero la analogía era inexacta por-
que, a diferencia de la casa real francesa reinstaurada tras la caída de Napoleón, no re-
presentaron la restauración del antiguo régimen o buscaron peipetuar sus valores. En
su mayoría hombres de negocios y empresarios de clase media en vez de miembros
de la antigua aristoaacia plantadora, sus actitudes económicas eran similares a las de
los capitalistas del Norte que dominaban el Partido Republicano. Así, Wtlliam Maho-

247
ne, cuya maquinaria política controló la política de Vuginia desde 1879 hasta su
muerte en 1895 y que quizás fue el más poderoso político sureño de su generación,
era un ejecutivo de los ferrocarriles que se había hecho a sí mismo. Del mismo modo,
el «triunvirato• que dominó la política de Georgia tras la guena ~h E. Brown,
John B. Gordon y Alfied H. C.Olquitt- participaba en el ferrocarril, la minería y otras
empresas de negocios. Y aunque había muchos demócratas de antes de la guerra en
los nuevos gobiernos, incluidos algunos como Brown, que había sido importante en
la C.Onfederación, la mayoría de los dirigentes eran antiguos flJbigs que habían desem-
peñado un papel prcminente en la «redención• del Sur de la reconstrucción radical. .
En general, los redentores, como les gustaba denominarse, perseguían políticas de
laissez/aire pero, como los regímenes republicanos a los que sucedieron, concedieron
exenciones fiscales y otros favores a los ferrocarriles, servicios y propietarios de fábri-
cas. Reaccionaron contra las extravagancias de la reconstrucción haciendo del ahorro
la virtud cardinal, recortando los impuestos y el gasto público. La educación pública,
que ahora se contemplaba con suspicacia como una innovación radical, se vio tan es-
casa de fondos que, si no hubiera sido por la ayuda proporcionada por filántropos
del Norte, sobre todo mediante el Fondo Peabody y el Fondo Slater, el sistema esco-
lar establecido durante la reconstrucción se habría derrumbado. Aún así se vio muy
disminuido. Las sumas gastadas por alumno se redujeron drásticamente y la media de
duración del año escolar, sólo de cien días durante la reconstrucción, bajó a unos
ochenta días tras la redención. Era admitido que los problemas educacionales del Sur
eran más serios que los del Norte. En proporción tenía más niños que educar: las fa.
milias eran más numerosas y se disponía de menos dinero. La disperSión de los asen·
tamientos era otra fuente de gasto, al igual que la carga autoimpuesta de mantener
dos sistemas escolares separados, uno para cada raza. Pero las dificultades especiales
de esta región no explican plenamente la precariedad de su sistema educativo. Los di-
rigentes políticos eran indiferentes u hostiles al apoyo público a la educación, lo que
explica por qué en 1900 Kentudcy era el único estado de la región que tenía una ley
de escolarización obligatoria, mientras que existía en todos los estados del Norte, me-
nos dos. Las consecuencias eran las que podían esperarse. En sólo tres estados del Sur
,la proporción de los niños que asistían a la escuela era de más del 50 por 100 en 1900.
Y añadidos a más de dos millones y medio de negros analfabetos, había más de un
millón de blancos en condiciones similares. C.Onstituían el 12 por 100 de la pobla-
ción blanca de la región. El índice de analfabetismo en los estados del Atlántico Nor-
te era sólo del 1,6 por 100 y debe recordarse que la mayoría de los analfabetos eran
inmigrantes recién llegados.
La pasión por la economía también tuvo efectos perniciosos sobre el sistema pe-
nal. Para ahorrar dinero en instalaciones penitenciarias, los gobiernos estatales adop-
taron la práctica de alquilar a los condenados como mano de obra barata para los fe-
rrocarriles, las minas y los aserraderos. C.Omo se dedicaba poca o ninguna atención a
supervisar los campamentos de condenados, a menudo eran tratados de forma bru-
tal. A pesar de repetidas protestas públicas, el sistema de alquiler de condenados per-
maneció sin reformarse y en algunos estados sobrevivió hasta los años veinte de nues-
tro siglo.
La reputación que los gobiernos redentores dis&utaron por su honradez en los
cargos públicos fue inmerecida Aunque en general se apropiaron de menos dinero
público que durante la reconstrucción, estaban extendidos el relajamiento y las irre-
gularidades financieras. Durante la década de 1880 no menos de nueve tesoreros es-

248
tatales fueron condenados por desfalco o malversación, o se fugaron dejando un dé-
ficit sin explicar. También cargos inferiores se embolsaron grandes sumas. Estos es·
cándalos tendieron a anular los ahorros. Además, demostraron la falsedad de la acu-
sación de los redentores de que la falta de fidelidad a la confianza pública era una pe-
culiaridad del gobierno negro y azrpet/Jl/K.
La tacañería de los gobiernos redentores también implicó la disminución progre-
siva o «n:ajuste- de las deudas estatales. Por el simple recurso del rechazo, nueve de
los antiguos estados confederados se las ingeniaron para reducir sus deudas a casi la
mitad. ~enes apoyaban el rechazo sostenían que no existía la obligación moral de
pagar deudas en las. que se había incurrido sobre todo por la corrupción y la extrava-
gancia radical, pero la mayoría de los redentores conservadores se oponían al reajus-
te porque perjudicaba al honor estatal y probablemente desalentaría la inversión del
capital del Norte. El tema generó suficiente controversia para producir la caída tem-
poral de los redentores en ciertos estados. Pero aunque el reajuste fue el tema más di-
visivo del periodo, hubo luchas repetidas a finales de la década de 1870 y comienzos
de la de 1880, en general de carácter ciudad contra el campo, sobre una amplia gama
de temas locales, que iban de la reglamentación sobre los ferrocarriles a las leyes de
embargo. Los partidos locales de corta vida, que solían denominarse a sí mismos in-
dependientes, obtuvieron un gran respaldo de los pequeños granjeros e intentaron,
con éxito escaso, desafuu: la hegemonía de las clases opulentas. &tos intentos testifi-
caron la persistencia de los antagonismos de clase y región, y el hecho de que el Sur
no se convirtió en una región con una política unipartidista exclusiva una vez que ter-
minó la reconstrucción. De hecho, el •Firme SUP data sólo de mediados de la década
de 1880, cuando los dem~tas habían sofocado la última revuelta independentista.

LA EROSIÓN DE U UBERTAD NEGRA

Una razón Por la que los granjeros blancos pobres no logwon hacerse con la or-
ganización demócrata fue que los redentores utilizaron el voto negro contra ellos.
Cuando finalizó la reconstrucción, los negros de algunas zonas perdieron de inm~
diato el voto, sobre todo mediante el fiaude y la intimidación, pero en otros lugares
continuaron ejerciéndolo en gran número. Ello fue así porque los hombres ricos que
gobernaban el Sur estaban dispuestos a tolerar el voto de una raza que no constituía
una amenaza para su posición y cuya conducta política pensaban que podían contro-
lar. Para atraer el apoyo negro, protegieron el derecho de los manumisos a votar con-
tra los ataques de los granjeros blancos y también nombraron negros para cargos pú-
blicos inferiores. En algunos estados había más negros ocupando estos puestos que
durante la reconstrucción. Los negros también continuaron manteniendo escaños en
algunas legislaturas y al menos un congresista de color fue elegido en todas las elec-
ciones hasta 1900, con la excepción de las de 1886.
Los derechos civiles de los negros se erosionaron con mayor rapidez. Las decisio-
nes del Tribunal Supremo los privaron de la garantía del trato igual que fa Enmienda
Decimocuarta y las Leyes sobre los Derechos Civiles de 1866 y 1875 habían tratado
de conferirles. En las causas judiciales del Matadero (1873), el Tribunal sostuvo que la
cláusula sobre «los privilegios e inmunidadeS» de la .Enmienda Decimocuarta no pro-
tegían los derechos de ciudadanía estatales que estaban definidos de modo que inclu-
yeran todos los derechos civiles a excepción de los pocos que fluían de la ciudadanía

249
nacional. En el juicio seguido por los Estados Unidos contra Cruikshank (1875), el
Tribunal decidió que la Enmienda Decimocuarta protegía los derechos y privilegios
de los ciudadanos sólo cuando eran in&ingidos por la acción de un estado. El mismo
razonamiento se siguió en las causas judiciales sobre los Derechos Civiles de 1883,
cuando el Tribunal estableció que la Ley sobre los Derechos Civiles de 1875, que pro-
hibía la discriminación racial en lugares públicos, era inconstitucional. En la práctica,
la decisión significaba que el gobierno federal no tenía autoridad para proteger a los
negros contra la discriminación de los individuos particulares. También abria la vía
para la segregación social.
Pero los redentores no tenían más prisa por elevar barreras sociales que por elimi·
nar a los negros de la política. Así pues, en la práctica, la línea de color estaba dibuja-
da de forma menos estricta que lo estaría en el siglo xx. En las escuelas, iglesias y lu-
gares de residencia, la segregación se había convertido en la norma incluso durante la
reconstrucción. Pero en los hoteles y teatros y en los ferrocarriles y tranvías no había
un pattón uniforme. En algunos lugares prevalcda la segregación de flldb; en otros,
sobre todo en las ciudades, blancos y negros compartían las instalaciones por igual.
Pero con el ascenso del populismo en la década de 1890, las medidas y prácticas ra·
ciales del Sur se endurecieron. Los conservadores, alarmados por los intentos de los
dirigentes populistas de unir a los granjeros pobtcs de ambas razas contra ellos, acce-
dieron a las demandas de los blancos pobres, extremistas raciales que pretendían aca·
bar con el voto negro y defendían una rigida segregación. La Enmienda Decimoquin·
ta prohibía que se negara el voto a los negros por serlo, pero se podía lograr el mis·
mo resultado de forma indirecta. Misisipí mostró el camino en 1890 al adoptar
nuevos y elaborados requisitos para obtener el sufragio, que incluían el pago de un
impuesto de capitación, una prueba de alfabetización y demostrar la residencia. Du·
rante la década siguiente, los demás estados del Sur aprobaron leyes similares. Hubo
poca protesta del Norte. En 1890, el congresista Hcruy Cabot Lodge trató de prote-
ger el voto negro con la introducción de una medida en la Cámara que estipulaba la
supervisión federal de las elecciones. Pero una vez que los sureños bloquearon el que
estigmatizaron como un proyecto de ley sobre la fuerza legal, no hubo más interfe-
rencia del Norte. Luego, en 1898, el Sur obtuvo una victoria aún mayor cuando el
Tribunal Superior, en el juicio seguido por Misisipí contra Williams, puso su sello de
aprobación a las leyes estatales concebidas para excluir a los negros de las urnas me-
diante rodeos. Resultaron ser tremendamente efectivas. Hicieron del pago de un im·
puesto de capitación opcional, complicado y gravoso, un prerrequisito para votar y es·
tablecicron unas pruebas de alf.Wetizatjón diseñadas y formuladas de tal modo que
no las pasaban los negros que no lograran satisfacer a los registradores locales por su
capacidad no sólo de leer la Constitución, sino también de interpretarla. Casi de un
solo golpe el número de votantes negros se redujo a un puñado. Luisiana, por ejem·
plo, que había tenido registrados 130.000 votantes negros en 1896, sólo mante-
nía 5.320 en 1900. Además, entre 1896 y 1915 todos los estados sureños adoptaron
elecciones primarias democráticas de ámbito estatal -las únicas significativas en un
sistema unipartidista-- y luego excluyeron a los negros de ellas. Los impuestos de ca·
pitación y las pruebas de alfabetización también tuvieron la consecuencia -pretendi·
da en parte-- de negar el voto además a muchos blancos. Entre 1897 y 1904 el núme-
ro de votantes blancos registrados cayó un 44 por 100. Para proporcionar un escape a
los blancos pobres de las pruebas de propiedad y alfabetización, Luisiana introdujo la
«eláusula del abuelo» en 1898, que otorgaba el voto a todos los varones adultos.cuyos

250
padres o abuelos hubieran votado antes de 1867. Otros estados siguieron el ejemplo.
A pesar de ello, muchos pequeños terratenientes y blancos pobres continuaron sin ¡»
der acceder a las urnas. De este modo, la estructura política de la región era menos de-
moa'ática a comienzos del siglo xx de lo que lo había sido en 1860.
Acompañando a la privación de derechos y en algunos estados adelantándose, es-
taba la segregación por ley. La primera de las leyes Jim Crow, como iban a conocer-
se, fue la aprobada por Florida en 1887, y establecía acomodo separado para las razas
en los trenes. Misisipí siguió el ejemplo en 1888, Texas, en 1889, Luisiana, en 1890,
Alabama, Arkansas, Kentucky y Georgia, en 1891. Cuando la ley de Luisiana fue de-
safiada en el juicio seguido por Plessy contra Ferguson (1896), el Tribunal Supremo la
sostuvo al fallar que los derechos de los negros no se infringían por la utilización de
servicios de transportes separados puesto que las instalaciones eran iguales. En el jui-
cio seguido por Cumrning contra la Junta de Educación (1899) extendió el principio
de «separados pero iguales» a la escuelas. &tas decisiones históricas establecieron el
modelo de las relaciones raciales en el Sur durante medio siglo. El principio de la se-
gregación fue extendido de forma sistemática por las leyes estatales y locales a todas
las actividades humanas: tranvías, parques, teatros, hoteles, hospitales, distritos resi-
denciales e incluso cementerios. Hasta cierto punto, las leyes Jim Crow sólo dieron
una sanción legal a las prácticas prevalecientes, pero eran más extensas y rígidas y se
hicieron cumplir con mayor vigor que cualquiera de las que habían existido antes.
En desacuerdo con la sentencia sobre el juicio de Plessy, el juez John M. Hartan
· predijo que cestimularía la agresión, más o menos brutal, a los derechos admitidos de
los ciudadanos de color». Pronto se demostró que estaba en lo cierto. La aversión ra-
cial, avivada por campañas sobre la superioridad blanca, llevaron a un torrente de ata-
ques tumultuosos a las zonas residenciales negras. En Wtlrnington (Carolina del Nor-
te), en 1898, los blancos atacaron el gueto negro, mataron a once negros y persiguie-
ron a cientos por los bosques. Hubo estallidos similares en Atlanta el mismo año y
en Nueva Orleans en 1900. Aún más espantosa fue la difusión del linchamiento. Era
común, sin duda, en la frontera del Oeste y en el Sur, pero en la primera solía ser re-
sultado de la falta de ley o de su debilidad; en el Sur, se recurría a él en desafio a la
ley, con frecuencia tras un juicio y condena, para satisfacer las pasiones de la plebe.
El linchamiento, que alcanzó su ciina en la década de 1890, cuando hubo 1.875 ejem-
plos en el conjunto del país, adquirió un carácter sureño y racial creciente. Si se com-
paran las décadas de 1889 y 1909, se descubre que la proporción de linchamientos
ocurridos en el Sur aumentaron de un 82 a un 92 por 100 y la proporción de vícti-
mas negras, de 67,8 a 88,6 por 1OO.
Los blancos sureños solían apoyarlos como defensa de las mujeres blancas contra
el ataque sexual de los negros. Pero la investigación ha revelado que en el peri~
do 1889-1918 la violación o el intento de violación ni siquiera se alegaron en más de
un sexto de los casos, que muchos de los acusados de ello eran inocentes y que no
menos de cincuenta de l~ negros linchados eran mujeres, algunas embarazadas. De
hecho, la causa más frecuente que incitaba al linchamiento era el asesinato, aunque
el robo, el insulto o el daño a la propiedad también aplicaron un número sustancial
de casos. Las escenas de sadismo y barbarie solían acompañarlos. Tortura, mutilación
y quemas en la hoguera se encontraban entre los horrores perpetrados por las turbas
linchadoras en su determinación de mantener a los negros en el lugar que les corres-
pondía. Hasta 1918 no se condenó a un blanco por su participación en un lincha-
miento.

251
Sin voto, impotentes ante la ley, rígidamente segregados, en peligro constante
ante la violencia blanca individual o colectiva y etiquetados como bestiales y degra-
dados por el credo racial blanco que se desarrolló junto con el sistema de castas, los
negros siguieron siendo una minoría cruelmente despojada. Cincuenta años después
de la emancipación, la gran mayoría continuaba atada a los campos de algodón en
una condición de dependencia, en algunos casos incluso casi de peonaje. Aquellos
que se habían trasladado a los pueblos y las ciudades (la proporción de habitantes ur·
banos negros se duplicó con creces entre 1870 y 1910) se encontraron cada vez más
restringidos a las ocupaciones más degradantes y peor pagadas. En 1865 los artesanos
y trabajadores cualificados negros sobrepasaban con mucho a los blancos en el Sur,
pero tanto allí como en el Norte, la presión de los sindicatos y el empleo creciente de
las mujeres, junto con la segregación racial que ello conllevaba, los excluyó de fonna
gradual de muchos oficios cualificados, incluidos algunos que habían monopolizado
tradicionalmente, como la manufactura del tabaco. Además, se los eliminó casi por
completo de las nuevas industrias, como la textil.
No obstante, la conocida generalización de que los negros manumisos no estaban
mucho mejor que bajo la esclavitud es poco precisa. Hubo una mejora sustancial en
sus niveles de vida en el medio siglo que siguió a la emancipación y una reducción
correspondiente de las tasas de mortalidad. Los estudios económicos han revelado
además un ascenso espectacular en sus ingresos agrícolas per cápita, aunque en su ma-
yoría comsponde a los años inmediatos de posguerra. Al mismo tiempo, continuó
aumentando su acceso a la posesión de la tiena: en 1910 había ya un 20 por 100 de
granjeros negros dueños de su tierra. También sus negocios incrementaron su núme-
ro y tamaño en las dos últimas décadas del siglo, a pesar de un alto índice de fracaso.
Los avances más espcctacularcs se dieron en las empresas de servicios de comidas
para clientes negros. Las compañías de seguros y los bancos negros, cuyo origen solía
encontrarse en antiguas fraternidades o sociedades de entierro y beneficio mutuo, se
establecieron en la década de 1880, sobre todo en Richmond (Vuginia). Irónicamen-
te, estas empresas debieron gran parte de su prosperidad al hecho de que las compa-
ñías de seguros y los bancos blancos discriminaban a sus clientes negros cobrándoles
primas y tasas de interés más elevadas. La discriminación racial también obró en ven-
taja de los negros que ofreáan servicios personales, como los agentes funerarios, los
barberos y los tenderos. El número de empresarios y profesionales negros era mucho
menor que el de la comunidad blanca y, en general, eran mucho menos ricos. Pero el
capitalista negro en ascenso era un signo entre otros de que el progreso de la raza no
se había fiustrado por completo.

l..As RESPUESTAS NEGRAS: ADAPTACIÓN Y PROTESTA

Q.ie los negros debían adoptar las virtudes capitalistas del ahorro, el carácter em-
prendedor y el trabajo duro, mientras se adaptaban a la supremaáa blanca, se conYif.
tió en la base de la doctrina desarrollada por Booker T. Washington, el principal .,.
tavoz negro de la generación que siguió a la reconstrucción. Nacido en la esclavimd
en una plantación de Vuginia en 1856, hijo de madre esclava y padre blanco.
Washington fue director del Tuskegee Institute, una universidad laboral negra de AJa.
bama, desde 1881 hasta su muerte en 1915. En Tuskegce puso en práctica su creencia
de que, en las circunstancias en que se encontraban los negros, su educación debía

252
ser sobre todo profesional y práctica más que intelectual. Washington estableció su fi-
losofia sobre las relaciones raáales en la Exposición de los &lados Algodoneros de
Atlanta en 1895, en un discurso que le produjo el reconoámiento nacional Pasando
por alto de forma manifiesta la cuestión de los derechos políticos, aconsejó a los ne-
gros que evitaran la agitación para lograr la igualdad social y se concentraran en el
avance económico. «Tua de la noria allí donde estés-fue su consejo-, tira de la no-
ria en la agricultura, en las fábricas, en el comercio, en el servicio doméstico y en las
profesiones.• Sólo de este modo se harían merecedmcs de los privilegios que espera-
ban acabar consiguiendo. También apoyó la segregación, aunque de forma solapada:
«En todas las cosas que son puramente soáales podemos estar tan separados como
los dedos, pero ser uno como la mano en todas las cosas esenáales para el progreso
mutuo.•
Algunos dirigentes negros disintieron con fuerza. Los intelectuales negros del
Norte, en particular, criticaron el Compromiso de Atlanta, como se conoáó la filo-
sofia de Washington. Wtlliam Monroe Trotter lo atacó con acritud en las páginas del
Gtuzrdúm de Boston y Wtlliam Edward Burghardt du Bois, el principal erudito negro
del momento, lo sometió a investigación en un famoso libro, 1be Sollls ofBladc Folk
(Las almas delputbl.o negro, 1903). Sostenía que la postura conáliatoria de Washington
era una traición a los derechos de los negros y que su hincapié en la educación indus-
trial pasaba por alto las necesidades del «décimo con talento• que proporcionaba el
liderato negro y podía condenar a los negros a las posiciones serviles de forma penna·
nente. En 1905 Du Bois y otros militantes fundaron el Movimiento Niágara, que de-
mandaba para la raza negra «todo derecho que pertenezca a un americano nacido li-
bre, político, civil y soáal•. No obstante, la gran mayoría de los negros aceptaron el
Compromiso de Atlanta y se mostraron satisfechos con el liderazgo de Washington.
Las esperanzas de éste en que la adaptación abriría más las puertas del avance eco-
nómico para su raza no se confirmó. Pero su moderaáón le aseguró la buena volun-
tad de los blancos sureños, así como el apoyo de los industriales acaudalados del Nor-
te como Camcgie y Rodcefeller a sus programas educativos. De este modo, llegó a
disfrutar de un poder e influencia sin rival, al administrar casi todos los fondos que
proporcionaban los filántropos blancos del Norte para las causas negras. Mediante
una combinación de astucia y crueldad levantó la «Maquinaria Tuskcgec•, una elabo-
rada red de organismos que le proporcionaron el control de la mayoría de las organi·
zaáones e instituciones negras. Poseía varios periódicos negros y determinaba las po-
líticas editoriales de la mayor parte del resto; las principales Iglesias negras, también,
se dirigían a él en busca de guía. Además, a pesar de su consejo a los negros de que
no buscaran la salvación en la política, desempeñó un papel activo en ese campo,
convirtiéndose en el primer consejero confidenáal de Thcodore Roosevelt para los
nombramientos políticos, no sólo de personas negras, sino de sureños en general.
La reáente invcstigaáón también ha revelado que Washington, en secreto, apo-
yó más a su raza de lo que cabria suponer por sus declaraciones públicas. Por ejem-
plo, patroánó de forma encubierta y financió en parte causas judiáales concebidas
para probar la validez de las leyes sobre la privación de derechos de los negros y otros
puntales del régimen de suprcmaáa blanca. En 1904 desempeñó un papel decisivo,
junto con otros, para instigar un proceso exitoso contra la exclusión de los negros de
los jurados, y en 1911 para conseguir una decisión del Tribunal Soprano que proscri-
bía el peonaje o la servidumbre involuntaria por deudas. Las gcncraáones posteriores
de dirigentes negros se han hecho eco de las aíticas de Du Bois y Trotter y han recha·

253
zado la postura de Washington por ser demasiado pasiva y complaciente. Pero su ¡»
lítica quizás fuera la única efectiva en una era de intensa intolerancia racial.
El censo de 1910 mostró que la población negra de los Estados Unidos seguía
siendo predominantemente rural: tres de cada cuatro negros vivían en zonas rurales
y nueve de cada diez, en el Sur. Pero desde la guerra civil los negros habían aband~
nado la tierra en una proporción aproximada a la de los blancos y por las mismas ra-
zones. Trataban de huir de la pobreza rural y aprovechar las oportunidades económi-
cas creadas por la revolución industrial. Al abandonar los campos de algodón agota-
dos de la antigua C.Onfcderación, se dirigieron a las ciudades industriales del Nuevo
Sur y, más en particular a partir de 1900, a las del Norte. En 191 Ohabía más de una
docena con más de 40.000 negros. Washington y Nueva York tenían 90.000 cada una;
Nueva Orleans, Baltimore y Filadelfia, más de 80.000. El hecho de que sólo una de
esas cinco ciudades estuviera en el Sur Profundo resaltaba que la población negra se
encaminaba de forma creciente hacia el Norte. Pero aunque los negros sobrepasaban
a los blancos en Charleston, Savannah, Baton Rouge y en varias otras ciudades sure-
ñas de tamaño medio y representaban casi un tercio de los habitantes de Washington,
todavía constituían sólo una pequeña minoría en las grandes ciudades norteñas, un
mero 2,5 por 100 de la población de Nueva York, por ejemplo.
Al trasladarse hacia el Norte, corrían a toda velocidad hacia una hostilidad racial
inexorable. Alarmados por la perspectiva de la competencia negra por la vivienda y
los tnlbajos, y con el temor de que la afluencia de votantes de color fortaleciera las
maquinarias políticas corruptas. los blancos establecieron unos modelos de discrimi-
nación y exclusión cada vez más rígidos. Hasta ese momento, aunque concentrados
en ciertas zonas, la mayoría de los negros urbanos habían vivido en barrios mixtos.
Sin embargo, a partir de entonces, a medida que se expandió la población negra, los
blancos trataron de confinarla a zonas particulares -por lo usual las menos aprecia-
da-, práctica sancionada en algunos casos por las ordenanzas municipales de segre-
gación. En 1914 el gueto wbano negro se había convertido en un rasgo pennanente
de la escena estadounidense. En lugares como San Juan Hill y Harlem en Nueva
York, Seventh Ward en Filadelfia, South Side en Chicago y West End en Atlanta, iban
a encontrarse las condiciones que a partir de entonces caracterizaron de forma cre-
ciente la vida negra: vivienda en barriadas pobres. saneamiento y vigilancia inadecua-
dos. educación inferior, incidencia de enfennedades acepcionahnente alta, mortali-
dad infantil, crimen y delincuencia. Los prejuicios raciales dificultaron que los negros
pudieran conseguir trabajos que no fueran los más serviles y laboriosos. Los sindica-
tos impusieron barreras raciales y muchos patrones rehusaron contratar negros ya fu~
ra por causa de su supuesta ineficiencia o debido a las objeciones de los trabajadores
blancos. El resultado fue que los hombres negros constituyeron un fondo pennanen-
te de desempleados al que se recunía con regularidad para romper las huelgas. Sin
embargo, las mujeres negras tenían gran demanda como sirvientas domésticas. cir-
cunstancia que explica en gran medida el hecho de que éstas sobrepasaran a los hom-
bres en la población urbana negra.
La segregación se convirtió en la regla no sólo en las iglesias, sino también en otros
ámbitos en los que antes las razas se habían mezclado. A comienzos del si-
glo xx, los negros urbanos del Norte se vieron cada vez más excluidos de hoteles, res-
taurantes, parques y otros lugares públicos. En consecuencia, comenzaron a establecer
sus propias instalaciones segregadas. Crecieron iglesias negras, cobraron existencia n~
gocios, instituciones cívicas y de seguridad social negras, y se extendió la prensa negra

254
Las tensiones sociales creadas por la migración de color a las ciudades explotaron
de forma periódica en violencia interracial. Los peores ejemplos ocurrieron en el Sur,
donde fue especialmente sangrienta la revuelta racial de Atlanta de 1906. Pero fueron
casi tan comunes en las ciudades del Norte. En Nueva York, las animosidades mutuas
entre negros e inmigrantes irlandeses -quiús el ejemplo más persistente y profunda-
mente arraigado de aversión intergrupal de la historia estadounidense- produjeron
choques regulares y en 1900 llevaron al peor ejemplo de violencia racial desde las re-
vueltas por el reclutamiento de la guerra civil. Más terrible -y sus consecuencias de
mayor alcance- fue el tumulto de Springfield (lllinois) de 1908, en el que dos negros
fueron linchados, cuatro blancos, muertos y un centenar de personas, heridas. Estos
acontecimientos, que ocurrieron a un tiro de piedra de la antigua casa de Lincoln y a
menos de dos kilómetros de su tumba, impresionaron a la nación e indujeron a un
grupo de blancos liberales, encabezados por el editor Oswald Garrison Vtllard, nieto
del abolicionista Wtlliam Lloyd Garrison, a emitir un llamamiento para celebrar una
conferencia el día del aniversario de Lincoln en 1909. De allí surgió la Asociación Na·
cional para el Progreso de la Gente de Color (National Association for the Advance-
ment of Colorcd People, NAACP), dispuesta a trabajar por la abolición de la segrega·
ción, igualdad de derecho al voto y de oportunidades educativas para los negros y el
cumplimiento de las Enmiendas Decimocuarta y Decimoquinta. En su inicio, casi to-
dos los cargos de la NAACP fueron ocupados por blancos, pero la mayor parte de sus
filas las formaron negros acomodados. La mayoría de los miembros del Movimiento
Niágara de Du Bois, ahora en declive, se unieron a la nueva organización y el mismo
Du Bois se convirtió en editor de su revista de amplia circulación, Crisis. La NAACP
se movió contra el linchamiento y la discriminación en el voto, la educación, los de-
rechos civiles y la vivienda, recurriendo sobre todo al litigio para obtener sus fines.
Obtuvo una importante victoria cuando en 1915 el Tribunal Supremo declaró in-
constitucional la cláusula del abuelo de Oklahoma y Maryland, y otra en 1917, cuan-
do el Tribunal invalidó una ordenanza de Louisville que sancionaba la segregación re-
sidencial. Otra nueva organización, la Liga Nacional Urbana (National Urban Lea-
gue), se preocupó por la situación económica de los negros wbanos, sobre todo en el
Norte. Fue fundada en 1911 por una alianza de negros conservadores próximos a
Booker T. Washington, y filántropos y trabajadores sociales blancos. Además de ac·
tuar como entidad de seguridad social, la Llga dirigió sus esfuerzos de forma priorita-
ria a ampliar las oportunidades laborales de los negros, pero sus intentos por persua·
dir a los patrones para que contrataran trabajadores de color y quebrar las actitudes
discriminatorias de los sindicatos de la Federación Americana del Trabajo (American
Fcderation of Labor, AFL) tuvieron poco éxito.

255
CAPtrutoXV
La doma del Oeste, 1865-1900

EL SALVAJE OESTE
Al final de la guena civil, los pioneros en avance ya habían empujado la línea de
asentamiento algo más allá del Misisipí y habían pasado de un salto el continente
para establecer una cabeza de puente en la costa pacífica. Pero entre esas dos fronte-
ras, separadas por 24.000 km, vastas tierras vírgenes, que comprendían casi la mitad
del continente, seguían esperando el arado del colono. Era un terreno variado, forma-
do por tres provincias fisiográficas distintas: las Grandes Llanuras, que se extendían
desde el meridiano 98 hasta las laderas de las Montañas Rocosas; las grandes cadenas
montañosas de las Rocosas y las Sierras; y, entre ambas, la Gran Cuenca, región de al·
tas mesetas de hierba. depresiones salinas y desiertos. Estas grandes extensiones eran
la cuna de numerosas tribus indias y de inmensas manadas de búfalos. Había un
asentamiento mormón en Utah pero, por lo demás. los únicos blancos de la región
eran los comerciantes, buscadores de minas, tramperos y demás; tan nómadas como
los indios, desaparecieron casi al mismo tiempo de los caminos de la civilización
blanca.
. El Oeste había ocupado desde hada tiempo un lugar cspccial en la mente de los
estadounidenses. Poseía cualidades simbólicas y míticas y parecía ser. en palabras de
Walt Whitm.an, •la América real y gcnuinv. la región que se había sacudido las in-
fluencias europeas que predominaban en la costa atlántica y en la que los ideales na-
cionales de democracia e igualdad podían realizarse mejor. A medida que la marea de
colonización se ttasladó hacia el Oeste, estas nociones se ampliaron de forma sucesi·
va a regiones geográficas diferentes, pero la respuesta emocional que evocaron nunca
fue mayor que cuando se concentró en lo que desde siempre se había conocido
como el Salvaje Oeste. Entonces fue cuando la escena del Oeste entró de forma más
profunda en la mitología americana y se implantó con mayor firmeza en la concien-
cia popular.
Las concepciones sobre el Salvaje Oeste fueron moldeadas fundamentalmente
por las novelas de un centavo que Erastus Bcadle comenzó a publicar en 1860 y que
se vendieron en grandes cantidades. Representando personajes legendarios, aunque
de la vida real. como Dcadwood Dick. Buffiilo Bill y Calamity Jane, estas novelas f.a.
miliarizaron a sus lectores con un mundo de diligencias y proscritos, fiebres mineras
y conducciones de ganado. manadas de búfalos y hogueras de consejos. Las represen·
tacioncs pictóricas del Oeste circularon casi con la misma extensión. Los dos artistas

257
de la región más considerados utilizaron una experiencia de primera mano: Charles
M. Russell, «el vaquero artista», y Frederic Remington, cuyas pinturas y esculturas re-
presentaron a los indios, vaqueros y hombres de la frontera con una precisión y sen·
timiento insuperables. Pero muchos trataron de concebir la escena del Oeste desde la
posición ventajosa de un estudio del &te. Fue el caso de las series de litografias tan
populares producidas por Currier e lves, que reflejaban de forma emblemática mu-
chas de las imágenes que los americanos habían acabado asociando con el Salvaje
Oeste. Las impresiones románticas de los artistas no siempre se correspondían con la
realidad, pero al resaltar las cualidades que más admiraban los estadounidenses ---vi-
rilidad, individualismo, confianza en sí mismo- hicieron del Oeste una imagen
aceptable para la sociedad americana en su conjunto.
No obstante, el Salvaje Oeste fue un fenómeno transitorio y resulta irónico que
el periodo en que disfiutó de mayor fama fuera cuando se le domó. En poco más de
una generación, la marea de colonización barrió toda esta vasta zona. A finales de si-
glo, a gran parte del Oeste se había llevado ya el sonido del silbato de las locomoto-
ras; el poder de los indios de las praderas se había quebrado y sus territorios de caza
se habían vuelto dominio de los mineros, ganaderos y granjeros; y con la división del
Oeste en estados o territorios, se completó la organización política del continente.
Las generaciones anteriores de americanos habían creído que toda la zona entre el
Misuri y las Montañas Rocosas era un terreno estéril, inapropiado para la agricultura
y por tanto inhabitable, al menos para el hombre blanco. En la primera mitad del si-
glo XIX, los atlas y geografias americanos se referían a la región como el «Gran Desier-
to American<»>, nombre otorgado por sus primeros exploradores. Se trataba de una
descripción cxagcrada, pero las Grandes Llanuras, con sus extensiones llanas y aparen-
temente infinitas, presentaban un contraste repulsivo con las fronteras anteriores. La
vegetación era escasa y sólo había álboles para propoicionar refugio, combustible, ba-
rreras o sombra al lado de los ríos. El clima era extremado y las precipitaciones, anor-
malmente bajas: sólo de 38 cm al año o en tomo a la mitad de las del Valle del Misi·
si.pi. En estos entornos las técnicas pioneras y los métodos agríoolas que habían resul-
tado en el &te ya no funcionaban. Por ello, fue d minero y el ganadero, más que el
granjero, quienes formaron la arista cortante de la frontera del Lejano Oeste.

LA FRONTERA MINERA
La transformación de la región comenzó con una sucesión de descubrimientos de
plata y oro en las décadas de 1860 y 1870. A diferencia de las fronteras anteriores, la
minera avanzaba del Oeste al Este: los primeros buscadores de minas de una zona de-
terminada eran por lo habitual forty-ninm experimentados de California. La noticia
de un descubrimiento era suficiente para poner en movimiento una rebatiña precipi-
tada. Sólo una diminuta proporción logró hacerse rica, pero a pesar de repetidas de-
silusiones, buscadores sin cuento pasaron su vida en un rastreo obsesivo de oro.
Los principales descubrimientos se dieron en Colorado y Nevada. En 1858 se en·
conttó oro en las Rocosas de Colorado, cerca de Pike's Peak y, antes de un año, cin-
cuenta mil personas se habían dirigido a las excavaciones. El auge pasó pronto, pero
nuevos hallazgos de oro al oeste de Denver proporcionaron ricas recompensas, y d
descubrimiento de plata cerca de Leadville a comienzos de la década de 1870 abrió una
nueva fuente de riqueza mineral. Mientras tanto, d distrito de Washoe, al oeste de Ne-

258
vada, había proporcionado un premio aún mayor: Comstock lode, el mayor depósito
de metales preciosos encontrado en los E.rtados Unidos. Tan pronto como el descubri-
miento se hizo público en 1859, una turba de buscadores se desplazó hasta allí. La ciu-
dad de Vuginia, situada en una escarpada ladera montañosa a unos 2.100 metros sobre
el nivel del mar, se convirtió con rapidez en una metrópoli floreciente. Las vívidas des-
cripciones que hace Mark Twain de la ciudad en Roughing lt (PasamJo apttros) le propor-
cionó una fama duradera. En 1878, cuando su población alcanzó la cota de los 38.000
habitantes, podía jactarse, entre otras cosas, de tener cuatro bancos, seis iglesias, varias
casas de juego y ciento cincuenta expendedurías de licores. Se requirieron trabajos pro-
digiosos y una de las mayores hazañas de la ingeniería del siglo XIX, el Túnel Sutro, para
explotar las minas de Comstoc:k de forma apropiada. Pero la escala de los esfuenos se
correspondió con la producción: en los veinte años posteriores al descubrimiento de
lode, la obtención total de oro y plata sumó 350 millones de dólares.
Los años de la guerra civil fueron testigos de descubrimientos auríferos menores en
el borde meridional del desierto de Arizona y otros mayores en Idaho y Montana. La
última de las mayores fiebres del oro comenzó en 1874 después de que dos expedicio-
nes gubernamentales hubieran confirmado la existencia de oro en Black Hills, en el te-
rritorio de Dakota. Era una reserva sioux pero, una vez que se supo la noticia, el ejérci-
to no pudo echar a los buscadores blancos. En pocos meses habían llegado quince mil.
El destartalado pueblo de Deadwood, con su única calle en la que se alineaban canti-
nas, casas de juego, salones de baile y burdeles, saciaba los apetitos de los mineros. De-
sesperados de distintos tipos confluyeron en Deadwood y los duelos y robos a las dili-
gencias se convirtieron en hechos cotidianos; allí fue donde asesinaron al •Salvaje Bill•
Hickok en el otoño de 1876. En su breve apogeo, Deadwood fue uno de los lugares más
salvajes y sin ley de la tierra. Sin embargo, pronto tuvo un rival para esta distinción, por-
que el descubrimiento de la famosa mina de plata de Lucky Cuss en Tombstone (Ari-
mna) en 1877 precipitó una fiebre que lanzó a esa comunidad a su carrera violenta.
La población de los campamentos mineros fue inusualmente diversa y cosmo~
lita, y también· en su mayor parte joven. Los mineros mostraban una propensión aún
mayor que el resto de los americanos a trasladarse de un lugar a otro. •Los mineros
de Idaho son como el azogue ---escribió el historiador Hubert Howe Bancroft. Una
masa de ellos caída en una localidad se rompe en glóbulos individuales que corren
tras cualquier átomo de oro que esté en sus inmediaciones.• Aunque toda &ontera te-
nía una proporción de desechos sin ley, las excavaciones atraían un número excepcio-
nal de gentuza, arpías, jugadores y prostitutas que esperaban medrar a costa de explo-
tar a los mineros. No resulta sorprendente que los toscos poblados mineros se hicie-
ran famosos por su turbulencia y libertinaje.
No obstante, sólo en los primeros tiempos de las fiebres del oro los delitos, el des-
orden y el vicio florecieron sin freno. Cuando el gobierno federal resultó incapaz o
poco dispuesto a proporcionar orden, la mayoría respeblosa de la ley y responsable
tomó el asunto en sus manos, desarrolló códigos legales informales y dispensó un
tipo de justicia rudimentaria pero efectiva. La democracia simple de los campamen-
tos mineros se manifestó en reuniones masivas que adoptaron leyes para regular las
reclamaciones de minerales, saldar disputas y castigar los delitos. También se demos-
tró en el recurso extendido a las bandas de vigilancia. Aunque responsables de produ-
cir errores de justicia, quizás fue la única arma efectiva contra el crimen organizado.
Por toda la región montañosa los métodos mineros se desarrollaron de acuerdo
con un conjunto de modelos. Los 'primeros buscadores pudieron utilizar toscas téc-

259
nicas de explotación de placeres: echaban a paletadas la grava aurífera de una corrien·
te o ladera en una artesa o mesa de lavado y la lavaban con abundante agua para ais-
lar los granos de oro. Pero estos métodos individualistas pronto resultaron poco ren-
tables. La mayor parte del oro - ' f también la plata- se hallaba incrustado en la roca
profunda, apresado en venas de cualZO o combinado con metales bajos o azufre. Una
vez que los depósitos menos profundos se habían agotado, tuvo que efectuarse la
transición a la minería de cua1Z0 del nivel más profundo, que rcqueria desembolsos
extensos de capital, maquinaria y conocimientos de ingcnicria. De este modo, la mi-
nería del Oeste se convirtió en un gran negocio y los buscadores individuales se trans-
formaron en empleados de una compañía que ttabajaban por un salario. A finales del
siglo, la tendencia hacia la consolidación del negocio, característica de toda la econo-
mía estadounidense, ya se manifestaba en la industria minera, sobre todo en la del co-
bre, que ahora resultaba muy rentable gracias a la ingente demanda de este mineral
ocasionada por el desarrollo de la electricidad. La gigantesca Anaconda Mining C.Or-
poration, la mayor productora de cobre de su época, era dueña de las minas de cobre
de Butte, Montana, «la colina más rica de la tierra•. La mayor parte de las demás mi-
nas de este mineral pcrtcncdan a los Guggenheim.

EL RE.INO DEL GANADO

Mientras la frontera minera se sobrepasaba, se estaba representando otro drama


colorista pero transitorio en las Grandes Praderas, donde los vaquerós y los ganade-
ros apacentaban vastos rebaños a campo abierto, es decir, en las ricas praderas de do-
minio público todavía no divididas o valladas. La industria del ganado suelto se ha-
bía originado en los primeros días del imperio español. Fue en los ranchos españoles
del noreste de México donde las artes empleadas después por los vaqueros de las
Grandes Praderas se desarrollaron por primera vez. Allí, también, se desarrolló el pin·
torcsco y funcional traje del vaquero y sus herramientas características: sombrero de
ala ancha, zahones toscos de cuero, botas con tacón. espuelas, silla de arzón alto y
dieciocho kilos y lam.
En el siglo xvm, los españoles introdujeron en Texas un resistente ganado andaluz
y le dejaron que corriera salvaje. Se multiplicó tan rápido, que a finales de la guerra
civil ya vagaba por las extensiones de Texas una cantidad aproximada de cinco millo-
nes de cabezas. Su valor era de 3 ó 4 dólares la cabeza en sus pastos nativos, pero si
se conduáa a los mercados de carne del Norte, llegaban a multiplicarse por diez.
A comienzos de 1866, algunos rancheros emprcnded<>RS de Texas dirigieron sus re-
baños hacia el Norte en el primero de los largos allCos (long driws), un recorrido de
1.600 bn hasta Scdalia (Misuri), término del fcrrocarril Pacific de Misuri. Hubo fuer-
tes pérdidas durante la ruta y al año siguiente se eligió una cabecera de furocarril más
accesible: Abilene (Kansas), del Pacific de Kansas, donde se habían establecido insta·
laciones para enviar ganado vivo a los corrales de Chicago. Lo que pavimentó el ca-
mino para el traslado a Abilene fue la liberalización de las leyes de Kansas sobre la
cuarentena del ganado. En la primavera de 1867, recurriendo a una técnica política
característica de los &tados Unidos, un grupo de presión formado por ganaderos
bien organizados persuadió a la asamblea de Kansas para que relajara las restricciones
impuestas cuando se había identificado al ganado de cuerno largo como portador de
la fiebre de Texas. En 1867, 35.000 cabezas marcharon hacia el Norte a lo largo del

260
Chrisholm Trail hasta Abilene; al año siguiente la cifra fue de 75.000; y en 1871 ya
había alcanzado las 700.000 cabezas.
Cuando d ferrocarril y las fronteras agrícolas llegaron a las Grandes Praderas, d
arreo se impulsó hacia d Oeste. Se crearon nuevos caminos, como d Western Trail,
que llevaba desde el centro de Texas al oeste de Kansas y Nebraska, y d Goodnight-
Loving Trail, que rodeaba el territorio de Nuevo México hasta Colorado y Wyoming.
Nuevas cabeceras de ferrocarril eclipsaron a Abilene: Dodge City, Wichita y Ells-
worth en Kansas, Ogallala en Nebraska, Cheyenne y Laramie en Wyoming, Miles
City en Montana. Entre 1866y1888 se arrearon entre seis y diez millones de cabezas
a estos y otros pueblos ganaderos. Algunos rebaños emprendían después otro largo
recorrido para su engorde en las llanuras del norte o, cuando se cruzaban con toros
Hereford, para proveer los ranchos de Colorado, Wyoming, Montana y las Dakotas.
Pero la mayoría se embarcaba desde los pueblos ganaderos a los centros procesadores
del Medio Oeste. El aumento del ámbito de la industria ganadera, junto con la exten-
sión de los ferrocarriles y el desarrollo del vagón frigorífico, cambió los hábitos ali-
mentarios de la nación: los estadounidenses se convirtieron en gente que comía fun-
damentalmente carne de vaca en lugar de cerdo.
Desde lejos, el largo arreo parecía romántico, pero para el vaquero este romanti-
cismo resultaba menos evidente que la incomodidad, el peligro y la monotonía. Por
un salario de sólo 25 ó 30 dólares al.mes, tenía que pasar unas dieciocho horas al día
en la silla, tratando de controlar y hacer que avanzara una masa de ganado desparra-
mada. Durante todo el agotador viaje de dos meses viajaba en una nube de polvo
continua y sólo escuchaba un coro de mugidos y bramidos. A lo largo del camino te-
nía que luchar con una variedad de peligros naturales y humanos -inundaciones,
ventiscas, estampidas, cuatreros, indios- cada uno de los cuales podía causar enor-
mes pérdidas financieras. No es de extrañar que al final del viaje se fuera de jarana y
derrochara la mitad del salario de un año en unos cuantos días, en los dudosos place-
res que ofiecían los pueblos ganaderos.
Aunque a menudo se da por supuesto que la vida en estos pueblos era tan chill~
na y bulliciosa como en los asentamientos mineros del Oeste, la realidad era más pro-
saica. Las cantinas no eran más numerosas que los pubs en la Inglaterra contemporá-
nea; Abilene tenía sólo once en 1871, su época ganadera más fuerte, y Dodge City
sólo trece en 1882, cuando la población residente alcanzaba casi los 2.000 habitantes.
Además, el estado de Kansas prohibió la venta y el consumo de licor, excepto por
motivos médicos, ya en 1880, cuarenta años antes de que entrara en vigor la prohibi-
ción nacional. Aunque esto no cerró todas las cantinas, redujo su número y dificultó
a los vendedores de licor dedicarsé a su comercio; de hecho uno de ellos fue lincha-
do en Caldwell en 1882 por inflamados prohibicionistas.
A pesar de este incidente, el número de asesinatos en los pueblos ganaderos nun-
ca se aproximó a las cifras sugeridas en los relatos de ficción. Las alrededor de veinti-
cinco muertes violentas que ayudaron a poblar el famoso cementerio de «Boot Hill•
(cerro de las botas) durante el primer año de Dodge City como comunidad fueron
anteriores a la era de los grandes arreos; durante sus diez años de pueblo ganadero
(1875-1884), Dodge fue testigo de un total de sólo quince asesinatos, que, bajo los es-
tándares de la frontera, reflejaba el hecho de que la ley y el orden acompañaron al as·
censo del tráfico de ganado: se establecieron juzgados, se aprobaron leyes y se impor-
taron pistoleros profesionales, como el célebre Wyatt Earp y el igualmente famoso
«Bat» Masterson, para actuar como oficiales de policía.

261
El descubrimiento de que el ganado vacuno podía engordarse para su comerciali-
zación en las Grandes Praderas condujo a que se reemplazara la cría libre por el ran-
cho. En 1880 éstos se habían extendido hacia el norte desde Texas hasta la frontera
canadiense. Los rancheros rara vez se preocupaban por adquirir el título legal de lo
que seguía siendo casi en su totalidad de dominio público, sino que sencillamente se
lo apropiaban, con frecuencia lo vallaban en grandes extensiones de pastizales y man·
tenían su posición por la fuerza. Las disputas y los robos de ganado suelto eran endé-
micos y en ausencia de la ley, los ganaderos, como los mineros antes que ellos, for-
maron sus propias asociaciones para proporcionarse protección mutua e introducir
cierta medida de orden. Estas asociaciones ganaderas desarrollaron un código de re-
glas que definían los derechos a la tierra y el agua, el registro de los lúerros y la dispo-
sición del ganado extraviado o sin marca. Se comportaban de forma arbitraria y a ve-
ces injusta, y algunas de las más poderosas. como la Asociación de Criadores de Ga-
nado de Wyoming. acabaron asumiendo poderes cuasi gubernamentales en los
territorios que se iban a constituir de los pastos.
La extensión de los ranchos fue sólo una de las razones para que tenninaran los
pastizales abiertos. En la década de 1880, las Grandes Praderas fueron cruzadas en va-
rias direcciones por los ferrocaniles y empezaron a ser invadidas por los granjeros y
los ovejeros. Como se pensaba que las ovejas contaminaban el agua potable y echa-
ban a perder los pastos al apurarlos demasiado, los ganaderos creyeron justificado no
reparar en barras en su intento de mantenerlos fuera. Pero a pesar del estado de gue-
rra prolongado entre ganaderos y ovejeros, que dio como resultado la muerte de de-
cenas de hombres y cientos de miles de ovejas, sobre todo en la frontera de Colora-
do-Wyoming, continuó la contracción de los pastos. El descenso se aceleró aún más
cuando, a mediados de la década de 1880, el gobierno federal comenzó con retraso a
hacer cumplir las leyes que ordenaban la retirada de los cercados ilegales. Casi al mis-
mo tiempo los largos arreos recibieron un golpe &tal cuando la aparición de la fiebre
esplénica entre el ganado de los corrales de Kansas City, San Luis y Chicago agilizó
la aprobación de leyes de cuarentena estatales más severas.
Mientras tanto, los negocios ganaderos cada vez se parecían más a la empresa co-
lectiva de gran escala característica de la industria estadounidense. Los fabulosos be-
neficios obtenidos durante el auge ganadero de comienzos de la década de 1880 atta·
jo grandes cantidades de capital del Este y Europa a las fincas ganaderas. El resultado
fue que los pastizales se sobrcpoblaron y en 1885 los precios de la carne se desploma-
ron. Luego, en 1885-1886 y 1886-1887, llegaron dos inviernos excepcionalmente se-
veros durante los cuales murieron de hambre o por congelación millones de cabezas.
El desastre arruinó a miles de ganaderos y enseñó a quienes sobrevivieron la necesi-
dad de tener pastos propios, equipados con refugios contra los elementos. Los usos
antiguos persistieron aquí y allá durante algún tiempo, pero en general los ganaderos
se retiraron a la seguridad de una casa dentro de un rancho vallado y los vaqueros se
convirtieron en la práctica en peones de granja.

U DESJ'RUCCIÓN DE LOS INDIOS DE lAS PRADERAS

Cuando mineros, ganaderos y rancheros se trasladaron al territorio del Oeste pa-


sado el Misisipí, invadieron el último dominio de los indios americanos y en el p~
ceso destruyeron sin ninguna sensibilidad su cultura. Al término de la guerra civil ha-

262
bía unos 300.000 indios en el Lejano Oeste. A pesar de su diversidad fisica, lingüísti-
ca y cultural, podían ser divididos en tres grupos principales: los feroces indios de las
praderas, las débiles y primitivas tribus que habitaban los desiertos situados entre las
Montañas Rocosas y Sierra Nevada, y los granjeros y pastores del Suroeste, pacíficos
y con una civilización elevada. Los dos últimos de estos grupos eran poco numero-
sos y no estaban destinados a representar un papel importante en el conflicto que se
avecinaba con los blancos. Eran los indios de las praderas quienes iban a ofrecer la re-
sistencia más implacable y sostenida a su avance.
Los 240.000 indios que vivían en las Grandes Praderas en 1860 pertenecían a una
gran variedad de tribus. Entre ellos había a veces una feroz enemistad, que solia sur-
gir de diferencias culturales o disputas por los territorios de caza. Los utes y los c:he-
yennes eran antiguos enemigos; los kiowas de Black Hills vivieron durante años en
un estado de guerra continuo con sus vecinos sioux, arapahos y cheyennes. Tales di-
visiones impidieron que presentaran un frente unido ante el invasor blanco. También
lo hizo el modo en el que se organizaba la vida de un grupo indio. C.Omo la unidad
tribal era demasiado grande y abultada para participar en su actividad centtal, la caza
del búfalo, la base de la organización social era la subdivisión tribal conocida como
banda, que constaba de trescientas a quinientas personas. C.Omo las diferentes ban-
das eran muy autónomas y por lo habitual tenían poco que ver unas con otras, era
bastante común que algunas de ellas pertenecientes a una misma tribu estuvieran en
guerra mientras otras pennanedan en paz.
A diferencia de las tribus que vivían al este del Misisipí, los indios de las praderas
eran nómadas y guerreros. Su modo de vida lo determinaba el hecho de que en las
praderas el búfalo era la fuente de casi todas las necesidades vitales. Dependían de su
carne como alimento, de su cuero para la ropa, los zapatos, los tipis y los cobertores;
utilizaban sus huesos para utensilios y adornos, sus cuernos, para copas, cazos y cu-
charas, y sus tendones como hilo y cuerda para los arcos. Su estómago se convertía
en un recipiente para agua e incluso sus excrementos, secos y sueltos, se utilizaban
como combU.Stible. En su origen, el búfalo se cazaba a pie, pero los caballos introdu-
cidos en el Nuevo Mundo por los españoles en el siglo XVI permitieron a los indios
cabalgar con libertad por las praderas en persecución de las grandes manadas. Eran
soberbios jinetes y cuando la competencia por el búfalo les ocasionó conflictos con
otras tribus, se convirtieron en guerreros capaces y agresivos. Armados con arcos cor·
tos y poderosos admirablemente adaptados al disparo desde el caballo, eran enemi-
gos formidables, de hecho más que un igual para sus advmarios blancos antes que el
rifle de repetición y el revólver C.Olt inclinaran la balanza. Sin embargo, sus hábitos
nómadas los hadan singularmente escurridizos.
Además de la caza del búfalo y las ceremonias religiosas, la guerra absorbía la ma-
yor parte de las energías de los indios de las praderas. Era al mismo tiempo una carre-
ra, una prueba de virilidad y honor, y la mayor fuente de gloria. A los jóvenes se les
enseñaba que era la más ~oble de todas las actividades. VJ.Vir hasta hacerse viejo era
un reproche; morir jo"Ym, luchando con valor en la batalla, el mayor logro, ya que
aseguraba una feliz vida futura. Y del mismo modo que esta concepción de la guerra
se derivaba de un conjunto distintivo de creencias religiosas, también lo hacían las
crueles prácticas que caracterizaban su conducta bélica. Se consideraba la tortura un
medio por d cual un cautivo podía adquirir un distintivo de honor y mostrarse me-
recedor de la protección divina; la mutilación de los enemigos asesinados se justifica-
ba como una salvaguarda contra sus amenazas en el mundo espiritual. Sin embargo,

263
el hombre de la frontera, que no sabía nada de la cultura de su sociedad guerrera pri-
mitiva, consideraba al indio principabnente como un enemigo feroz y atribuía sus
métodos a una naturaleza depravada y viciosa.
En las guerras indias que se desencadenaron por las Praderas de forma intenniten-
te desde la década de 1860 hasta la de 1880, los contendientes compitieron mutua-
mente en crueldad y salvajismo. Cuando los sioux orientales, encabezados por Peque-
ño Cuervo, siguieron la senda de la guena en Minnesota en 1862 y mataron a 500 co-
lonos, el castigo fue rápido, duro e indisaiminado. Más de 300 indios fueron
ahorcados en público, 38 de un solo patíbulo. En noviembre de 1864, el ansia de ven-
ganza estadounidense produjo la masacre de Sand Creek en Colorado. Los cheyen-
nes habían venido saqueando y asesinando durante más de tres años pero, descon~
cedores del hecho de que el jefe Olla Negra había pedido la paz y se le había prome-
tido protección, una fuerza de milicia al mando del coronel John M. Chivington
cayó sobre una banda de varios cientos de indios, hombres, mujeres y niños, y los
mató de forma indisaiminada, cortando el cuero cabelludo a los guerreros muertos,
destripando a las mujeres embarazadas y golpeando a los niños hasta la muerte. Tales
barbaridades se autoperpetuaron y la guena en el Suroeste se fue haciendo cada vez
más salvaje, hasta que en 1868 los cheyennes y arapahos fueron finalmente derrota·
dos. Mientras tanto, un nuevo conflicto -la guena de los sioux de 1865-1867- ha-
bía estallado más al norte, cuando el ejército intentó construir la carretera del río Pow-
dcr, que habría cruzado los mejores territorios de caza de los sioux occidentales en
Montana. Esto acicateó a los sioux a entrar en acción. Acosaron a los soldados con
tanto éxito que la carretera no pudo construirse y en diciembre de 1866 se embosca-
ron y aniquilaron por completo una partida de ochenta soldados al mando del capi·
tán W. J. Fetterman.
La «masacre de Fetterman• impresionó al gobierno federal, que volvió a ocupar-
se del problema indio. En 1867 una comisión de paz recorrió las praderas y envió un
informe que culpaba principahnente a los blancos de las guerras de los sioux y che-
yennes y sostenía que el sometimiento de los indios probablemente resultaría dema-
siado lento y costoso. Convencido por el informe, el Congreso apoyó un plan para
concentrar a todos los indios de las praderas en dos grandes reservas, una en Black
Hills (Dakota del Sur) y la otra en el Territorio Indio, que después se convertiría en
Oklahoma. Pero las tribus se resistieron a aceptarlo y se necesitaron más duras bata-
llas para conseguir su sumisión. Mientras tanto, en 1869 se había establecido un nue-
vo Consejo de Comisionados Indios civil, con lo que se puso fin a la antigua división
de autoridad entre el departamento de Interior y el de Guena. Además, en un esfuer-
zo por evitar el relajamiento y la conupción entre los agentes indios, Grant había in-
tentado reemplazarlos, primero con cuáqueros, luego con nombramientos de otras
creencias. Pero estas innovaciones sólo produjeron mejoras limitadas.
En 1875 la mayoria de las tribus ya se habían asentado en las reservas, pero cuan-
do apenas se había completado el programa, la fiebre del oro de Black Hills provocó
una nueva guena sioux. Fue durante este conflicto cuando el coronel George A Cw-
ter, que había sido enviado a Montana para rodear a los indios, hizo su famosa «últi-
ma batalla•. Aunque su partida de reconocimiento sólo contaba con 265 hombres,
Custer atacó temerariamente un ejército sioux diez veces mayor. Al mando de Caba-
llo Loco, el más capaz de los caudillos militares indios, y Toro Sentado, era el ejérci-
to indio más grande .que se había reunido en los Estados Unidos. En la batalla de
Little Big Hom, el 25 de junio de 1876, Custer y todos los hombres a su mando fue-

264
ron muertos. Pero los simix obtuvieron poco de su victoria. La escasez de alimento y
municiones les obligaron a aceptar la derrota antes de que concluyera el año.
Después sólo hubo unos cuantos levantamientos esporádicos. En 1877 los nez
pcrcé emprendieron el sendero de la guerra al oeste de las Montañas Rocosas; cuan-
do las tropas amenazaron con darles alcance, un notable líder, el Jefe José, condujo
una retirada de 2.080 km antes de ser atrapados cerca de la fiontera canadiense. Los
apaches del Suroeste continuaron dando problemas durante algunos años mis, pero
con la captura de Gcrónimo y su puñado de seguidores en 1886 terminó la resisten·
cía india organizada. Con todo, hubo un tr.igico enfrentamiento más en 1890. En la
reserva sioux de Dakota del Sur, una aplosión de excitación religiosa, que se centra·
ha alrededor de la denominada «Danza de los Espíritus», creó aprensiones sobre un
alzamiento. Las tropas enviadas para restaurar el orden dispararon indiscriminada-
mente a una muchedumbre arremolinada en Wounded Knee y mataron a unos tres-
cientos indios.
Al final había prevalecido la tecnología superior del hombre blanco. El ferrocarril,
el telégrafo eléctrico y el rifle Wmchester habían superado el valor, la osadía y la ine-
xorabilidad de las tribus. No obstante, en un último análisis, la conquista de los in-
dios de las praderas fue el resultado de la matanza masiva de los búfalos. Su destruc-
ción comenzó con la construcción de los ferrocarriles transcontinentales. Los cazado-
res individuales aprovecharon la oportunidad para proporcionar su carne a los
campamentos de construcción de los ferrocarriles: uno de ellos, Wtlliam F. (Buffalo
Bill) Cody, se ganó su apodo por matar 4280 búfalos en dieciocho meses. A su vez,
el ferrocarril hizo los pastizales del búfalo más accesibles y a comienzos de la década
de 1870, su caza se hizo popular entre los deportistas del :&te y Europa. Se desató el
furor por los abrigos de búfalo y tras el descubrimiento efectuado por un curtidor de
Pensilvania de que sus pieles también podían usarse para hacer cuero, la persecución
de las grandes bestias peludas se convirtió en un negocio organizado. Entre 1872
y 1874, equipos de cazadores profesionales, annados con rifles de largo alcance, ma-
taron búfalos en una cantidad de tres millones al año. En 1865 había dos grandes
manadas en las Grandes Praderas que sumaban 13.000.000 de animales; en 1883 la
manada del sur ya había sido exterminada y una cxpcdición científica sólo pudo ha-
llar doscientos sobrevivientes de la del norte.
Poco después de la guerra civil, comenzaron a desarrollarse agudas divisiones de
opinión sobre la política india federal. La mayoría de los hombres de la fiontera del
Oeste, respaldados por el ejército, se hacían eco de la opinión tradicional de que el
único indio bueno era el indio muerto y sostenían que no habría paz hasta que las
tribus hubieran sido denotadas en batalla de forma decisiva y los sobrevivientes pues-
tos en reservas bajo control militar. Los idealistas del :&te, por otro lado, sostenían
que fa solución al problema indio estribaba en la conversión de los hombres de las
tribus a los modos de vida blancos. Creían que el tribalismo fomentaba el retraso, la
superstición y la inmoralidad, así que abogaban por la erradicación sistemática de la
cultura india. Debía separárselos de sus costumbres nómadas, exhortarlos a que se
mantuvieran mediante la agricultwa, a que aprendieran inglés, se cortaran el pelo, en-
tendieran el valor de la propiedad y se les hiciera comprmdcr el mérito del trabajo
honrado, en lugar de dejar las tareas serviles a sus mujeres. Impresionados por estas
ideas, algunos de los principales filántropos del momento tomaron parte en el movi-
miento de reforma de la política india. Entre ellos se encontraban antiguos abolicio-
nistas como Wendell Phillips y Wtlliam Lloyd Garrison, eclesiásticos como el obispo

265
Henry Whipple, hombres de estado como Carl Schwz y la autora de Massachusetts
Helen Hunt Jackson, cuyo libro, A Cmtmy ofDis/xmbr (1884), era una acerba denun·
cia de la política gubernamental hacia el hombre rojo.
A los hombres de la frontera los reformadores les parecían poco prácticos y visio-
narios. Pero la campaña reformista, dirigida mediante organizaciones como la Asocia·
ción de Derechos Indios y la Asociación Nacional para la Defensa de los Indios, lo-
graron en las décadas de 1870 y 1880 convertir al gobierno federal a la política de que-
brar la estructura tribal con vistas a asimilar al indio a la civilización blanca. Se
establecieron internados donde los niños indios estarian aislados durante años de la
influencia paterna; se proscribieron las prácticas religiosas indias; y en un esfuerzo
por obligar a los indios a abandonar sus costumbres tribales, se detuvieron las provi·
siones. El clímax de esta política llegó en 1887 con la aprobación de la Ley Dawes,
que dividía la tierra de la reseIVa en posesiones individuales o fumiliares. Los reformis·
tas celebraron la medida como precursora de una nueva era de armonía, pero sus
efectos fueron deplorables. Lejos de crear una clase de agricultores con tierras, facili·
tó su apropiación por parte de los blancos y de este modo el hombre rojo se hizo aún
más pobre. Además, mientras que debilitó la estructura tribal, no proporcionó ningu-
na forma alternativa de organización social. El resultado fue la desintegración moral
y 6sica de una raza antes orgullosa.

.ABAR.e.ANDO EL CONTINENfE

Mientras tanto, los estadounidenses habían estado tratando de resolver el proble-


ma de la comunicación con el Lejano Oeste. La colonización de Oregón y el descu·
brimiento de oro en California señalaron la necesidad de una red de transportes que
uniera la costa pacífica con el Este. La presión ejercida por California para el estable-
cimiento de un setvicio de diligencias regular llevó en 1857 a la concesión de un con·
trato de correo federal a una agencia encabezada porJohn Butterfield, fundador de la
American Express Company y propietario de lineas de diligencia en Nueva York.
Como contrapartida por un subsidio anual de 600.000 dólares, su compañía se com·
prometió a proporcionar un scIVicio de correos dos veces por semana en cada dircc·
ción por una ruta de 4.480 km entre San Luis y San Francisco y a garantizar la entre-
ga en veinticinco días. La llegada según lo previsto de la primera diligencia con rurn·
bo al Este en 1858 estableció la reputación de la compañía. El precio de 200 dólares
y la incomodidad de un viaje de tres semanas mantuvo bajo el número de pasajeros,
pero en 1860 el Butterfield Overland Express ya transportaba mayor volumen de co-
rreo del que iba a California por mar.
El flete por tierra a las Llanuras Centrales disfrutó de un auge similar. Con la ayu·
da de contratos gubernamentales para transportar suministros militares a los puestos
del Oeste, la finna de Russell, Majors y Waddell llegó a dominar el negocio en la dé-
cada de 1850. Alentada por el éxito de sus carretas de mercancías, la finna estableció
el famoso Pony Express en abril de 1860 para proporcionar un setvicio de correos
más rápido a la costa pacífica. Relevos de jinetes de ponys, que operaban entre San
José (Misuri), la terminal occidental de los ferrocarriles, y Sacramento (California), cu·
brían los 3.146 km intermedios en sólo diez días, demostrando así la superioridad de
la ruta de las llanuras centrales sobre el camino del sur con más rodeos que seguía el
Butterfield Overland Express. Pero, sin subsidio gubernamental, el Pony Express fue

266
incapaz de obtener beneficios. En cualquier caso, el servicio se quedó anticuado en
sólo dieciocho meses; la terminación de una línea de telégrafos transcontinental
el 22 de octubre de 1861 hizo posible transmitir noticias en segundos en lugar de te-
ner que esperar días.
El derrumbamiento del Pony Express ayudó a sellar el destino de otra de las em-
presas de Russell, Majors y Waddell, la Central Overland, California, and Pike's Peak
Express Company. Iniciada en 1859 para proporcionar un servicio de diligencia dia-
rio entre el este de Kansas y Denver, la compañía nunca fue rentable. Cuando cayó
en bancarrota en 1862, sus bienes restantes fueron adquiridos por el analfabeto Ben
Holladay, un antiguo tratante indio de Misuri, que procedió a organizar un impresio-
nante imperio de diligencias que abarcó la mayor parte del Oeste. En 1866, cuando
lo vendió a la firma californiana de Wells, Fargo and Company, que había adquirido
los intereses de Butterfield al oeste de las Rocosas, Holladay ya controlaba 8.000 km
de rutas de diligencias. Este setvicio seguirla siendo importante durante varias déca-
das más, pero con los raíles de hierro avanzando de prisa a través del continente, sus
días de apogeo habían pasado.
La propuesta de un ferrocarril transcontinental, expresada por vez primera en
1845, atrajo un creciente respaldo público tras la fiebre del oro de California. Existía
un acuerdo general en que el enonne gasto que suponía el proyecto hacía esencial la
ayuda federal, pero los celos regionales acerca de la ruta impidieron que el Congreso
pudiera actuar antes de la guerra civil. La secesión del Sur permitió al Norte acordar
un recorrido central y el primero de julio de 1862, el Congreso aprobó la primera Ley
del l'errocarril Pacífico. Autorizaba al Union Pacific Railroad a ocuparse de su cons-
trucción hacia el Oeste, cruzando el continente desde Omaha, y al Central Pacific
Railroad de California, a hacerlo hacia el Este, desde Sacramento. Se concedió a am-
bas compañías grandes extensiones de tierra sin precedentes -120 metros de derecho
de paso y diez tramos alternos de terreno público por cada kilómetro y medio de tra-
yecto completado- y se les otorgaron préstamos gubernamentales de cantidades va-
riables según Li dificultad del terreno. Dos años después, cuando el proyecto langui-
decía por falta de capital, se convenció al Congreso para que duplicara la concesión
de tierras y redujera el préstamo a la categoría de una segunda hipoteca. Entonces el
dinero afluyó de los inversores y comenzó la construcción.
Los accionistas sin csaúpulos de las dos compañías idearon un plan ingenioso
para cnriqucccne. En lugar de estimular la presentación de ofertas competitivas, crea-
ron compañías de construcción nominales para efectuar los trabajos reales: el Crédit
Mobilier para el Union Pacific, la Contract and Finance Company para el Central Pa-
cific. Ello les permitió cobrar precios exorbitantes. De este modo, el Crédit Mobilier
recibió 73 millones por un trabajo de construcción que había costado 50, mientras
que la Contract and Finance Company obtuvo 120 millones cuando los costes de
construcción reales ascendían a sólo 58. Tal artilugio, característico de la ética comer-
cial del momento, significó que los dos ferrocarriles se vieran agobiados por fuertes
deudas.
La construcción del ferrocarril se enfrentó a problemas formidables en esta región
casi desnuda y deshabitada. Todo lo que se requería -cuerdas, piedra, raíles, material
rodante, maquinaria- tenía que transportarse grandes distancias, junto con la comi-
da y las promanes para miles de trabajadores. Las cuadrillas del Union Pacific, en su
mayoría inmigrantes irlandeses y soldados unionistas licenciados, a veces tenían que
cambiar sus picos por rifles para luchar contra los indios merodeadores de las prade-

267
ras. El Central Pacific, que utilizó sobre todo culís chinos importados, tuvo que atta-
vesar las cuestas de 2.100 metros de altura de Sierra Nevada. El Union Pacific, al con-
tar con la ventaja de un lecho más fácil, construyó l.737 bn de rcconido; el Central
Pacific, 1.102 bn. Las dos líneas se encontraron en Promontory Point, a 8 bn al este
de Ogden (Utah), en la primavera de 1869; en una pintoresca ceremonia, el 10 de
mayo fueron unidas por un clavo de oro.
Las condiciones en las que se había otorgado la ayuda gubernamental habían
convertido el proyecto en una carrera entre los dos fcrrocarriles y premiado la veloci-
dad de la construcción más que la calidad. El resultado fue que ambas vías tuvieron
que ser repuestas y reconstruidas en seguida y de forma extensa. Sin embargo, la con-
secución de una línea transcontinental fue una notable hazaña de la ingeniería.
Las dificultades financieras y técnicas fueron tales, que muchos creyeron que sólo
se tenderla un ferrocarril transcon~ental, pero el Union Pacific-Ccntral Pacific acabó
siendo igualado por otros cuatro. El Northern Pacific, que se extendía desde St Paul
hasta Portland (Oregón), y el Southem Pacific, que unía Nueva Orleans con San Fran-
cisco, se terminaron en 1883; el año siguiente, el Atchinson, Topcka y Santa Fe exten-
dió sus rieles desde el este de Kansas hasta San Diego; y en 1893, el Great Northem,
que iba hacia el Oeste desde Duluth y St Paul, alcanzó la costa pacífica en Seatle. La
terminación de las grandes líneas transcontinentales sólo supuso una parte de la cons-
trucción ferroviaria del Oeste. Los cinco ferrocarriles pacíficos tendieron varias líneas
secundarias; el de Santa Fe, por ejemplo, después de conectarse con San Francisco y
Chicago, se había convertido en un sistema de más de 11.000 bn a &nales de la déca-
. da de 1880. Al mismo tiempo, se construyó una densa red norte-sur y este-oeste en los
once estados situados entre el Misisipí y el meridiano 100. Aquí los sistemas dominan-
tes fueron los de las cuatro principales líneas Granger -el ChicaS'>, Burlington y
~ el Chicago, Milwaukec y St Paul; el Chicago y North Western; y el Chicago,
Rock Island y Pacific- que, como sus nombres indicaban, compartían Chicago como
terminal oriental; en conjunto poseían 28.800 km de vías en 1890. Además, se tencfie.
ron varios miles de kilómetros de ferrocarriles de vía estrecha, la mayoría en los esta-
dos mineros de la montaña. De este modo, la extensión de las vías del Oeste, que su-
ponían sólo 4.800 km en 1865, a finales de siglo habían aumentado a 139.200 bn, es
decir, a casi la mitad del total nacional.
Aunque no hubo más préstamos federales para los ferrocarriles tras el escándalo
del Crédit Mobilier de 1873, todas las líneas transcontinentales, con la excepción del
Great Northern, recibieron generosas concesiones de tierras federales, al igual que las
cuatro líneas Granger y muchas de las líneas más cortas del Oeste. En total, el ~
no federal concedió a los ferrocarriles 52,5 millones de hectáreas -una región mayor
que Alemania o Francia-, de las cuales más de 40 millones correspondieron a las lí-
neas del Oeste. La contribución del S'>bierno kderal no debe ser exagerada: sus con-
cesiones de tierra ayudaron a construir aproximadamente un quinto del trayecto ten-
dido en el Oeste hasta 1900. Sus esfuerzos fueron igualados por los de los estados, que
adelantaron más de 200 millones de dólares y otorgaron tierras por un total de 19 ~
Dones de hectáreas, y por los municipios y condados, cuyo deseo de contar con cone-
xiones de ferrocarril les llevó a proporcionar unos 300 millones de dólares. En cd-
quier caso, la mayor parte del capital no provino de fuentes públicas, sino privadas.
los contribuyentes principales fueron inversores europeos y la banca de Nueva Ycxk.
Sin embargo, las concesiones de tierra federal fueron de una importancia vital.
tanto por el dinero que aportaron -porque la mayor parte de la tierra de los fermm

268
niles no se vendió hasta que la línea se ~ como por la base de crédito que
proporcionaban, con lo que permitían que comenzaran los trabajos. Al final, el go-
bierno federal recibió una contrapartida sustancial por estas concesiones. Por una par·
te, los tramos alternos de terreno que retuvo a lo largo de las vías alcanzaron el doble
del precio normal de 2,50 dólares la Ha. Por otra, el tráfico gubernamental por las li·
neas cuyo terreno había cedido disfiutaba de un descuento del 50 por 1OO. A finales
de siglo, además, el préstamo de 60 millones al Union Pacific y C.Cntral Pacific había
sido devuelto en su totalidad, junto con un interés al 6 por 100, que totalizó más
de 104 millones. Así resultó que el gobierno había sido sagaz y además m~cente.

loSGRANJEROSDELAFRONTERA

Aunque a los colonos de las Grandes Praderas se los solió conocer como homes-
teallers (poseedores de tierras inembargables), relativamente pocos de ellos consiguie-
ron granjas por la Ley de Excepción de Embargo (Homestead Act~ Esta medida abrió
en teoría el Oeste a la colonización bajo medidas liberales, pero en la práctica la pro-
mesa de tierra gratis para quienes carecían de hogar se convirtió en una gran desilu-
sión. Entre 1862y1900 el gobierno adjudicó a 600.000 reclamantes amparados en la
Ley de Excepción de Embargo un total de 32 millones de hectáreas, una mera por·
ción, dicho sea de paso, de los 208 millones y medio de hectáreas cedidos a los furo.
carriles y los estados o vendidos a los corredores de tierras. Pero muchos de los recla-
mantes no eran granjeros de buena fe, sino registradores nominales que actuaban
para especuladores, ganaderos o representantes de compañías mineras o madereras.
Además de incitar al fraude, la Ley de Excepción de Embargo tenía otros puntos
débiles. Asumía que con una simple concesión de tierras se podía transformar a un
trabajador industrial del Este en un granjero del Oeste. Pero para comenzar a cultivar
necesitaba capital para comprar las herramientas, semilla, ganado y maquinaria, y los
recursos para mantenerse con su familia hasta que consiguiera una cosecha rentable.
Además, quienes establecieron la ley no se dieron cuenta de que una parcela
de 64 Ha, más que adecuada para el Valle del Misisipf, era demasiado pequeña para
vivir de ella en las Grandes Praderas. (En 1890 el tamaño medio de una granja en Da·
kota del Sur era de 91 Ha; en Dakota del Norte, de 111 Ha) Las leyes siguientes so-
bre el suelo sirvieron para obstruir más que facilitar la colonización. La Ley sobre la
Tierra del Desierto de 1877 permitió a un colono comprar 256 hectáreas a 2,50 dóla-
res cada una si irrigaba sus posesiones antes de dos años y la Ley sobre Madera y Pie-
dra de 1878 permitió la compra de 64 Ha a 5 dólares la ha de tierra «no apta para el
cultiva» cuyo valor estribara fundamentalmente en la madera o la piedra. Pero aunque
pareáan pretender permitir al granjero pionero aumentar sus posesiones, las dos me·
didas se adoptaron en realidad como respuesta a la presión ejercida por los rancheros
y madereros interesados en los dominios públicos. Gracias al amplio fraude existente
en la aplicación de las lc)rcs, ambos grupos realizaron cumplidamente sus objetivos.
La política de tierras públicas contribuyó mucho menos al poblamiento del Ocs·
te que las actividades colonizadoras de estados y ferrocarriles. Los estados y territorios
de la región hicieron un gran esfuerzo por promover el asentamiento y colocaron
agentes en el Este y Europa para anunciar las oportunidades existentes para los colo-
nos. Pero sus esfuerzos fueron opacados por los de los fcrrocarriles. Como tenían mi·
llones de hectáreas para vender y consideraban la colonización un medio de generar

269
tnífico para su medio de transporte, los ferrocarriles como el Northem Pacific, el Bur-
lington y el Misuri, y el Southem Pacific invirtieron grandes sumas en atraer colonos
de los estados del &te y Europa. Su literatura promocional describía al Oeste en tér-
minos atrayentes y extravagantes como una tierra de leche y miel. Además, mantuvie-
ron una serie de alicientes: compras a crédito, reducción del pasaje del barco y bille-
tes gratuitos para «explorar la tierra•. Algunos ferrocarriles, como el Great Northem,
proporcionaban vivienda temporal para los recién llegados e incluso ofiedan enseñar
a los colonos la agricultura de las praderas.
Sus anuncios resultaron muy efectivos. Grandes números de inmigrantes se vie-
ron atraídos a las Grandes Praderas desde las islas británicas, Alemania, Escandinavia
y otros lugares. Muchos se unieron para furmar asentamientos compactos y homogé-
neos. En 1890 cientos de diminutas colonias alemanas, suecas y británicas salpicaban
ya Kansas, Nebraska, Minnesota y las Dakotas. Sin embargo, la mayoría de los pione-
ros no eran de fuera, sino de los estados más al este, sobre todo del Valle del Misisi-
pí. Muy pocos habitantes de las ciudades se dirigieron a las Grandes Praderas; de he-
cho, la noción de que el Oeste sirvió como una válvula de escape para el desconten-
to urbano tiene poco fundamento.
A pesar de todas las brillantes desaipciones de la literatura sobre la colonización,
los recién llegados descubrieron pronto que las Grandes Praderas no eran la tierra de
Canaan: esta tierra árida y sin árboles presentaba mayores dificultades que cualquier
frontera previa. No obstante, se superaron lo suficiente como para hacer posible la
agricultura. El problema del cercado se solucionó en 1874, cuando un granjero de Illi-
nois, }oseph F. Gliddon, puso en el mercado alambre de púas. Por vez primera resul-
tó posible cercar la tierra de funna barata y en 1890 la mayor parte de la región de las
praderas ya había sido vallada. El problema del suministro de agua produjo una com-
binación de inventos y nuevos métodos de cultivo. Pozos muy profundos y molinos
de viento de acero especialmente diseñados para las condiciones del Oeste proporcio-
naron un suministro constante, aunque a veces escaso, de agua y la «agricultura de se-
cano- -método de labranza que requería un arado profundo y una escarificación
fm:uente-- sirvió para frenar la evapoiación y mantener el agua en el suelo. No obs-
tante, debido al gran tamaño de las granjas, la agricultura no hubiera resultado renta-
ble sin la mejora de la maquinaria agrícola: en especial el arado de acero templado de
Olivcr, que podía penetrar la tierra más compacta, y la segadora de McC.ormidc, coa su
~atadora que permitía a dos hombres y un tiro de caballos cosechar 8 hectáreas
de trigo al día.
Sin embargo, la agricultura en las praderas siguió siendo un negocio dificil e inse-
guro. Los costes eran elevados, había una amenaza de sequía constante y caprichos
de la naturaleza como tomados y plagas de langostas podían traer el desastre de re-
pente. Además, como ilustran los relatos de Hamlin Garland, las condiciones de vida
eran duras. Con una casa en la hierba como única perspectiva de cobijo sobre la tie-
rra y con los vecinos más proximos quizás a kilómetros, las familias llevaban una exis-
tencia primitiva y aislada. Sin embargo, la población de la Frontera Central, como se
conocían las praderas del norte, aumentó de furma constante. Entre 1860 y 1900, el
número de pobladores blancos de Kansas, Nebraska, las Dalcotas, Iowa y Minnesota
ascendió de menos de un millón a más de siete.
Aunque los estadounidenses en general eran un pueblo móvil, los del Oeste lo
eran mucho más. De los colonos que entraron en Kansas entre 1854, cuando se con·
virtió en un territorio, y 1860, sólo el 35 por 100 permanecía allí en 1865. También

270
caracteristico de la població1' del Oeste era el hecho de que fuera predominantemen-
te masculina. En 1880, Colorado tenía el doble de hombres que de mujeres, el Terri-
torio de Wyoming, más del triple. La sorprendente disparidad entre los sexos ayuda a
explicar la conducta salvaje y cmoluta de muchos hombres de la frontera y el carácter
tosco general de la sociedad del Oeste. No obstante, las tendencias al barbarismo y
primitivismo se veían contrarrestadas por la dctcnninación de la mayoría de los pio-
neros de transplantar las instituciones cultwales del &te. Aunque preocupados con
tareas materiales, " dieron prisa en establecer iglesias, cscuelas, teatros y periódicos.
En su inicio, su sociedad era democrática y fluida, pero la madurez -y en especial la
llegada de las mujeres- produjo una tendencia acciente hacia la estratificación so-
cial. Aunque se ha considerado al Oeste la cuna del individualismo, los miembros de
las comunidades fronterizas pronto descubrieron, como lo habían hecho los mineros
y ganaderos antes que ellos, que tenían que actuar de forma colectiva. La unión de
esfuerzos era esencial para tratar los problcJnas del cumplimiento de la ley, para con-
seguir protección contra los ataques indios, para resolver los incendios de las prade-
ras e incluso para llevar a cabo las tareas nonnales de los pioneros.
La organización política siguió el ritmo del asentamiento. En 1890 hubo por pri-
mera vez una banda continua de estados que se extc;ndían desde el Atlántico hasta el
Paáfico. Utah, a la que se le había negado durante mucho tiempo la condición de es-
tado debido a que la Iglesia mormona dominante continuaba sancionando la poliga-
mia, acabó aceptando abandonarla y se convirtió en estado en 1896. A finales de si-
glo sólo quedaban bajo el gobierno territorial tres zonas del interior de los &tados
Unidos: Oklahoma, Arizona y Nuevo México.

U CONSERVACIÓN

En su informe anual de 1890, el superintendente del Censo anunció que «en el


presente, las zonas sin colonizar se han dividido tanto en cuerpos de asentamiento
aislados que ya no puede decirse que haya una línea de frontera•. Un joven historia-
dor, Frederick Jacbon Tumer, considero que el anuncio significaba el fin de una era
de colonización y propuso su influyente tesis sobre la frontera, que sostenía que su
retroceso explicaba la democracia americana y el carácter nacional de los &tados
Unidos. Pero por entonces aún había una gran cantidad de tierra por colonizar en el
Oeste y la «finalización de la frontera» no produjo cambios cspccta~. Su conse-
cuencia inmediata más importante, quizás, fue centrar la atención en el problema de
la conservación. Los recursos natwales del continente habían parecido hasta enton-
ces inagotables y, en consecuencia, los pioneros que se desplazaban hacia el Oeste ha-
bían dejado tras de sí un sendero cada vez más laigo de derroche y devastación, ma-
tando a su antojo animales salvajes, dilapidando la riqueza mineral, talando bosques
enteros y mostrando una actitud muy poco previsora hacia el sudo. Sin cmbaigo, ha-
cia finales del siglo XIX, algunos estadounidenses comenzaron a dapertar ante el he-
cho de que había límites hasta para los recursos fisicos del Oeste.
La primera forma de devastación que provoco la protesta pública fue la destruc-
ción de las zonas boscosas. Entre los primeros en atraer la atención al problema se en-
contIÓ el filólogo y diplomático de Vcnnont Gcorgc Perkins Marsh, cuyo famoso li-
bro Man ll1lll Nablrt (1864) exhortaba a los estadounidenses a que se aprovcchar.m de
la cxpcriencia del Cercano Oriente, donde siglos de descuido y aplotación habían

271
reducido regiones antes fértiles a desiertos desnudos. En 18n sus argumentos ya co-
menzaron a reflejarse en el pensamiento oficial. Los temores de que los &tados Uni·
dos se enfrentarían pronto a la escasez de madera llevaron a Franklin B. Hough, el re-
cién nombrado agente de silvicultura del Departamento de .Agricultura, a preparar un
informe que recomendaba la adopción de un sistema de organización forestal seme-
jante al que existía en Canadá y en varios países europeos. Pero el Congreso fue len·
to en actuar. En 1873 aprobó la ky sobre el Cultivo de la Madera, que ofrecía 64 hec-
táreas de tierra a los colonos que plantaran un cuarto de ella de árboles. Pero ni esta
medida ni la enmienda de 1878 que modificaba los requisitos en cuanto al plantado
de árboles cumplieron las expectativas de sus autores. Y ·aunque tras el informe de
Hough se introdujeron en el Congreso muchos proyectos de ley sobre el estableci·
miento de reservas forestales, ninguno fue aprobado hasta 1891 debido a que el Oes·
te consideraba la conservación de los bosques una amenaza para la empresa privada.
Sólo valiéndose de un subterfugio legislativo pudieron conseguir los conservacionis·
tas la aprobación de la ky sobre las Reservas Forestales de marzo de 1891, que autcr
rizaba al presidente Benjamin Harrison a reservar cinco millones y medio de
hectáreas de dominio público en el Lejano Oeste. Pero no se tomaron medidas para
proteger o administrar las nuevas reservas de algún modo determinado, ni se aclaró
su propósito. Y cuando en 1897, durante los últimos días de su mandato, el presiden-
te Grovcr Oeveland estableció 8 millones y medio de hectáreas más de reservas fores·
tales, algunas en regiones ya colonizadas, hubo tal tormenta de aíticas en el Congre-
so que llegó a amenazarse todo el programa de conservación forestal. Sin embargo,
de la crisis surgió una segunda ley fundamental, la ky de Ordenamiento de los Bos·
ques de 1897, que estableáa la utilización y administración de las reservas forestales
y aclaraba que su propósito no era poner a buen recaudo los recursos, sino cpropor·
cionar un aprovisionamiento continuo de madera para el uso y las necesidades de los
ciudadanos de los &tados Unidos-. Al año siguiente, Gifford Pinc:hot, que había es·
tudiado silvicultura en Europa, fue nombrado director de la Oficina de Silvicultura.
Bajo su mando, se convirtió en un organismo poderoso y eficiente que contaba con
personal preparado y que practicaba, y no sólo predicaba, un capaz control de los
bosques. Cuando Pinchot dejó la Oficina en 1910, ya tenía jurisdicción sobre 149
bosques nacionales, que suponían en oonjunto unos 7J millones de hectáreas.
El lugar de honor de la laiga campaña para persuadir al gobierno federal de que
desarrollara la irrigación en el Oeste corresponde al geólogo y explorador mayor John
Wesley Powell, el primer hombre blanco que atravesó el Gran Cañón (1869). Su &-
port on the LanJs tfthe AriJs RegiJms ofthe United States (1878) señalaba los peligros de
erosión y abogaba por proyectos de presas e irrigación a gran escala al oeste del me-
ridiano 100, donde las precipitaciones eran de menos de 52 an. También proponía
un cambio radical en las leyes sobre la tierra para adaptarse a las realidades del entor-
no del Lejano Oeste: debía asignarse, no en las parcelas tndicionales de 64 Ha, sino
en unidades mucho mayores, de modo que garantizaran el acceso al agua al mayor
número de colonos. Si se hubieran adoptado sus ideas, el Oeste quizás habría escapa·
do de los sufiimientos de los ventanones de polvo, pero los congresistas del Oeste,
todavía apegados a una política de conservación de /Aissez fllirr, bloquearon sus prcr
puestas. Tampoco encontró mucha respuesta su pretensión de que el gobierno desa·
rrollara los recursos de agua de esa zona hasta que la gran sequía de finales de la dé-
cada de 1880 reforzara sus advertencias de que las Grandes Praderas se estaban con·
virtiendo en desiertos. Finalmente, en 1902, el año de su muerte, el Cong1'50 aprobó

272
la Ley de Recuperación Nacional, que había sido presentada por el senador Francis
G. Newlands, de Nevada. La ley aceptaba el principio del control federal de las vías
de agua del Oeste, creaba la Oficina de Recuperación y autorizaba al gobierno fede-
ral a construir y mantener proyectos de irrigación en dieciséis estados del Oeste, que
se financiarian mediante la venta de tierra y los derechos sobre el agua. La medida
tuvo resultados espectaculares. En 1914 ya se habían recuperado para la agricultu-
ra 400.000 hectáreas y se habían finalizado diversos e importantes proyectos de irri-
gación, entre los que se encontraban la presa de Buffalo Bill en Wyoming y la de
Theodore Roosevelt en Arizona.
A diferencia del propio movimiento de conservación, la demanda de parques na-
cionales surgió de consideraciones estéticas más que económicas. La idea de preser·
var la vida salvaje en su estado original en interés público había sido un tema recu·
rrente en el pensamiento americano desde comienzos del siglo XIX. A sus defensores,
que incluían a Georgc Catlin, el pintor de los indios y las escenas del Oeste, y el filó-
sofo transcendentalista Henry David Thoreau, no les preocupaba fundamentalmente
proporcionar refugios a la vida salvaje o preservar la belleza paisajística en sí, sino que
los movía la convicción de que si se negaba a los estadounidenses las oportunidades
de renovar el contacto con la naturaleza, con el tiempo se volverían demasiado civi-
lizados y decadentes.
El primer parque natural de los Estados Unidos -y de hecho del mundo- se
creó en marzo de 1872, cuando el Congreso aprobó una ley que designaba 800.000
hectáreas del Territorio de Wyoming como el Yellowstone National Park. Como los
exploradores que descubrieron Yellowstone en 1870 habían recomendado, esta re-
gión remota y deshabitada de prodigios naturales, con sus géyser, manantiales, casca-
das y montañas, en palabras de la ley, se «reservaba y retiraba de la colonización [...]
y se dedicaba y apartaba como parque público o zona de placer para el beneficio y
disfiute del puebla». Así y todo, poderosas influencias económicas pcnnanecicron
hostiles al concepto de parques nacionales y se requirieron renovados esfuerzos de
los conservacionistas antes de que pudiera extenderse la fórmula de Yellowstone. El
defensor más elocuente de los parques nacionales desde 1878 en adelante fue el natu·
ralista y explorador escocés John Muir. En gran parte gracias a la campaña que orga·
nizó junto con Robert UndCIWood Johnson, editor de únbny .Aft«azine, se crearon
tres nuevos parques nacionales en 1890-Yoscmite, Sequoia y General Grant, todos
en California. Sin embargo, durante algún tiempo el Congreso se resistió a propor·
cionar fondos adecuados para su mantenimiento y vigilancia, y se dejó al ejército la
patrulla de los recién creados. No daba abasto para expulsar a los ladrones de made-
ra y cazadores furtivos, para desalojar a los ocupantes ilegales y dispersar a los reba-
ños invasores de ovejas y vacas. Sólo con la creación del Servicio de Parques Nacio-
nales en 1916,'dos años después de la muerte de Muir, los parques quedaron a salvo
de las incursiones.

273
CAPtruLo XVI
El crecimiento de una economía industrial, 1865-1914

. l..A REVOWCIÓN INDUSTRIAL DE IDS EsfADos UNIDOS

En el último tercio del siglo XIX, la rápida industrialización fue el tema dominan-
te en los &tados Unidos. Aunque la industria había estado creciendo durante varias
décadas antes de la guerra civil, la agricultura seguía siendo la soberana en 1861. Pero
en las décadas de posguerra se hizo la transición crucial a la sociedad industrial mo-
derna. En Gran Bretaña, la Revolución Industrial había abarcado un siglo; en Améri-
ca, sólo supuso un tercio de ese tiempo. Entre 1860 y 1900, la producción industrial
aumentó su valor de menos de 2.000 millones de dólares al año a más de 13.000 mi-
llones, la cantidad de capital invertido en la manufactura ascendió de 1.000 millones
de dólares a casi 10.000 millones y el número de personas empleadas en fábricas, mi-
nería, construcción y servicios pasó de menos de 4 millones a más de 18 millones. En
consecuencia, los Estados Unidos ocuparon el lugar de Gran Bretaña como la princi·
pal nación industrial y a finales de siglo ya producían cerca del 30 por 100 de los ar·
tículos manufacturados del mundo. Como compendio de la nueva América indus-
trial aparecía la desparramada y humeante ciudad de Pittsbwg, con sus hornos de car-
bón y altos hornos, sus bosques de chimeneas de fábricas, sus nuevos millonarios y
su población inmigrante y poliglota.
La revolución económica no sólo transformó la faz de los &tados Unidos, sino
también todos los aspectos de la vida nacional. Trajo una era de máquinas, electrici-
dad y acero, mercados nacionales y sociedades de negocios gigantes. La industrializa-
ción fue un logro técnico asombroso, pero su proceso fue demasiado rápido para que
resultara justo desde la perspectiva económica y social. Entre sus consecuencias resal-
tan las grandes desigualdades de riqueza, la explotación despiadada, la hostilidad de
clase y un sinnúmero de problemas sociales complejos.
En un momento se aceptó que la industrialización derivó sus principales estímu-
los de la guerra civil. Se suponía que la demanda que produjo y la inflación, junto
con la legislación de tiempos de guerra favorable a los negocios, habían activado el
rápido crecimiento industrial. Pero en realidad sus efectos fueron menos espectacula·
res. Algunos historiadores económicos, citando los índices de actividad industrial,
han sugerido que, lejos de instar la industrialización, en realidad la retardó. Han de-
mostrado que en la década de 1860 la economía creció más despacio que en las an-
teriores y posteriores, y que en ciertas industrias clave, en la manufactura del hierro
en particular, la productividad aumentó sólo moderadamente. Aún así, sin duda la

275
guerra pavimentó el camino para el avance industrial, ya que planteó nuevos proble-
mas para la organización económica a gran escala, alentó la innovación, creó nuevas
oportunidades para emprendedores y les proporcionó el mejor sistema bancario y el
dinero necesario para la expansión. No fue un accidente que los cimientos de muchas
grandes fortunas industriales se pusieran durante la guerra.
Las bases principales para la industrialización fueron los abundantes recursos na-
turales. Al poseer enormes depósitos de carbón, hierro, plomo, cobre y manganeso,
gigantescos yacimientos petrolíferos y grandes bosques madereros, los Estados Uni-
dos eran ampliamente autosuficientes en las materias primas esenciales. La expansión
territorial, el crecimiento poblacional y la mejora de los sistemas de transporte y co-
municación se combinaron para crear un mercado interno continental. El apoyo gu-
bernamental a los negocios, que se manifestó en la legislación arancelaria, sobre los
ferrocarriles y los bancos, y en la protección judicial a las sociedades, creó un dirna
en el que el capitalismo industrial pudo florecer. La primera expansión del comercio
y la industria había generado grandes acumulaciones de capital; los inversores extran·
jeros contribuyeron aún más. La inmigración proporcionó un suministro de fuerza
laboral barata que parecía inagotable, así como capacidad de gestión y tecnológica.
También fueron importantes las extensas influencias sociales y culturales, en especial
el énfasis que la sociedad estadounidense ponía en trabajar mucho, el ahorro y la ca-
pacidad adquisitiva. C:Omo el economista inglés Alfred Marshall resaltó a propósito
de los Estados Unidos, los negocios florecieron mejor donde hubo fuertes incentivm
para la empresa económica y el logro material.
La tendencia dominante de la organización económica de posguerra fue la con·
solidación de las empresas en competencia en unidades de gran escala. Además de li·
mitar la competencia implacable, la consolidación redujo los costes de manufactura
y administtación, permitió la coordinación y especialización de la actividad empresa·
rial y facilitó la acumulación de reservas de capital. La tendencia hacia el gran tama·
ño no fue universal. Los textiles y la ropa, por ejemplo, continuaron en manos de un
gran número de firmas pequeñas y medianas. Pero los ferrocarriles, los servicios pú·
blicos y d procesamiento de minerales acabaron dominados por un pequeño grupo
de compañías gigantescas. También se llegó casi al monopolio en una larga lista del
resto de industrias, entre las que se incluían el embalaje de carne, el tabaco, la refine-
ría de azúcar, el whisky, la sal y las cerillas. Los negocios emplearon sucesivamente va·
rias fonnas de combinación. La primera fue el pool, acuerdo informal entre firmas
para limitar la producción o dividir los mercados. Pero estos acuerdo resultaron insa·
tisfactorios porque la ley no obligaba a su cumplimiento y en la década de 1880 ya
casi habían desaparecido. Después llegó el tntst, acuerdo por el que los accionistas de
diferentes compañías depositaban sus acciones en unos fideicomisarios acordados
que de este modo podían ejercer un control unificado sobre firmas nominalmente in-
dependientes. En 1882 la Standard Oil C:Ompany de Ohio creó el primero de ellos
cuando los accionistas de sesenta y siete compañías petroleras que producían el 90
por 100 del petróleo refinado del país transfirieron sus acciones a nueve fideicomisa-
rios. Aunque el público americano se refería a todas las formas de combinaciones de
negocios como tnat, éste, estrictamente hablando, fue un fenómeno pasajero. A co-
mienzos de la década de 1890 ya se había abandonado casi por completo debido al
ataque de los juzgados estatales. Entonces las empresas gigantes se inclinaron por la
compañia de ""1Jmg, mecanismo que ha sobrevivido hasta la actualidad. Significa
que una sociedad posee el suficiente accionariado de otras para poder controlar sus

276
operaciones. La Sugar Refinery C.Ompany (1891) de Henry O. Havemeyer fue uno de
los primeros trust que se transfonnaron en una compañía de holding. En 1899 la Stan-
dard Oil huy6 de un ataque judicial en Ohio y consiguió autorización como compa·
ñía de ho/tljng en Nueva Jersey, más hospitalaria. Tenía acciones en cuarenta y una
compañías, y controlaba activos por un valor de 300 millones de dólares. Entre 1895
y 1904 hubo más de 300 fusiones industriales importantes de este tipo, con un capi-
tal agregado de más de 6.000 millones de dólares. Cerca de un 40 por 100 de éste co-
rrespondía a las siete mayores compañías de hoúfing-. Amalgamatcd C.Opper, C.Onsoli·
dated Tobacco, American Smelting and Refining, American Sugar Rdining, Interna·
tional Mercantile and Marine, Standard Oil y, opacando a todas ellas, la primera
compañía de mil millones de dólares, la United States Steel.

INVENTOS Y MEJORAS

Una inundación de inventos e innovaciones tecnológicas acompañaron -y de


hecho hicieron posible-- la revolución económica. La contracción de la propiedad y
el control requirieron la aceleración del ritmo de los negocios. La inventiva america·
na logró igualar el reto. Los europeos realizaron la mayor parte de los descubrimien·
tos científicos clave en los que la teaiologfa estadounidense se basó, pero los ameri-
canos, menos ligados a la tradición y también más optimistas y adaptables, los
aplicaron con mayor disposición. También demostraron mayor curiosidad en la bús-
queda de nuevas técnicas. Una medida del extraordinario repunte de la inventiva fue
que el número de patentes creció de una media anual de 2.000 en la década de 1850
a 13.000 en la de 1870 y a 21.000 en la de 1890. Muchas representaron mejoras trivia-
les; otras resultaron ser poco prácticas o estúpidas. Pero Mark Twain acertaba en lo bá·
sico al considerar que el volumen de patentes era una medida significativa del progre-
so de una nación. Por eso el primer acto oficial de su yanqui de C.Onnecticut al con·
vertiese en el mago de la corte del rey Arturo fue establecer una oficina de patentes.
Ningún invento afectó más la vida económica estadounidenses que la máquina
de escribir. Fue ideada en 1867 por Christopher Latham Sholes, impresor de Milwau·
Ieee, pero se necesitaron seis años para perfeccionarla antes de que la Remington Gun
C.Ompany accediera a comercializarla. Uno de sus primeros compradores fue Mark
Twain, cuyas Advm111res ofTom SarlJyer (.Avenblras tk Tom Smllyer), publicadas en 1875,
se cree que fueron la primera novela estadounidense compuesta en este aparato. En
'una década pocas oficinas comerciales estadounidenses carecían de la nueva máqui-
na. Otro invento que se adoptó ampliamente fue la caja registradora, concebida por
James S. Ritty, de Ohio, en 1879, y la máquina sumadora, perfeccionada por Wtlliam
S. Burroughs, de Nueva York, en 1891.
Mientras tanto, las espectaculam mejoras de las comunicaciones hicieron posible
dirigir organizaciones muy dispersas y operar a una escala nacional e incluso interna·
cional. El telégrafo eléctrico, que ya cruzó el continente en 1862, se extendió con ra-
pidez tras la guerra civil. Mientras que en Europa los telégrafos solían ser controlados
por el gobierno, en los Estados Unidos los operaban compañías comerciales. En 1878
la Western Union, que controlaba el 80 por 100 del negocio, ya poseía 312.000 kiló-
metros de rutas telegráficas. En 1872 se produjo una mejora importante con el inven-
to de J. B. Steams del método doble, por el cual se podían enviar dos mensajes de for-
ma simultánea en la misma dirección y por el mismo alambre. En 1866, Cyrus

277
W. Field, que había financiado varios intentos abortados antes de la guerra civil para
tender un cable transatlántico, pudo por fin concluir con éxito el proyecto. De este
modo, en lugar de tardar dos semanas o más en cruzar el océano en un vapor, las no-
ticias, los precios de los artículos y las cotizaciones de la bolsa de valores se transmi-
tían de forma instantánea.
Aún marcó más una época la invención del teléfono efectuada por Alexander
GI3ham Bell, joven escocés que había llegado a Estados Unidos vía Canadá. En mar·
zo de 1876, Bell transmitió la primera frase completa e inteligible por una línea entre
Boston y Cambridgeport (Mmachusetts), y un año después era capaz de conversar
con Nueva York. C.On sus asociados, estableció la Bell Telephone C.Ompany para de-
sarrollar el instrumento comm:ialmente. En 1879 ya había instalado 56.000 teléfo.
nos, incluido uno en la Casa Blanca, y cincuenta y cinco ciudades contaban con re-
des telefónicas. En 1884 se inició un servicio de conferencias y, después que otros in-
ventores hubieran mejorado el aparato de Bell, el número de teléfonos instalados
aumentó en 1900 a casi 800.000, el doble del total de toda Europa. La American Tc-
lephone and Telegraph C.Ompany, que incorporaba más de 100 sistemas locales, se
había apropiado entonces de toda la red. El servicio seguía siendo caro -los neoyor-
quinos pagaban un alquiler anual de 240 dólares- pero estaba en camino de conver-
tirse en una comodidad cotidiana.
Los avances tecnológicos que facilitaron el uso de la electricidad tuvieron un
impacto aún más amplio. ~e la electricidad era una fuente de luz se conocía des-
de 1807, cuando sir Humphrey Davy probó su lámpara de arco que ~cionaba por
batería. Pero como las luces de arco eran demasiado peligrosas para el uso interior,
la luz eléctrica no pudo tener uso doméstico hasta que se ideó una bombilla al v~
do con un filamento duradero. El hombre que resolvió el problema y cuyo nom-
bre se convirtió casi en el sinónimo de la luz eléctrica fue Thomas Alva Edison. Na-
cido en Ohio en 1847, tuvo poca educación formal. C.Omenzó como vendedor de
periódicos en los ferrocarriles a los doce años y después como telegrafista a los die-
ciséis, pero dedicaba todo su tiempo libre y su dinero a hacer experimentos técnicos
e inventó varias mejoras para el aparato de telégrafos. El .laboratorio de investigación
que estableció en Menlo Park (Nueva Jersey) en 1876 fue un hito en la historia de
la invención. Hasta ese momento, los inventores trabajaban solos y motivados por
la curiosidad científica, explorando problemas al azar. Pero la «fábrica de inventos-
de Edison se basaba en el concepto de un equipo de investigación organizado; su
propósito reconocido era proporcionar al mercado nuevos productos. Edison no
tenía pretensiones de ser un científico. Burlándose en general de las teorías científi.
cas -aunque algún conocimiento de ellas le podrían haber ahorrado mucho tiem-
p<r-, preferla confiar, como americano pragmático que era, en el experimento y el
error.
Sus laboratorios produjeron multitud de inventos importantes, los más conoci-
dos el fon6grafu, la batería de acumuladores, el fluoroscopio, el proyector de pelím-
las y la locomotora eléctrica. Pero su logro más significativo fue la lámpara de incan-
descencia de filamento de carbón, patentada en noviembre de 1879, el primer J>IO"
dueto viable desde el punto de vista comercial de su clase: su coste era insignifica.-
y alumbraría más de 170 horas. Luego, cuando Edison diseñó un circuito eléctrico ac-
cionado por una central con tomas que podían encenderse y apagarse de fonna ~
pendiente, se abrió el camino para la introducción a gran escala de la luz eléctrica. Sa
primera central eléctrica, que daba servicio a Wall Street, el distrito de finanzas y oe-

278
gocios de Nueva York, cmpez6 a funcionar el 4 de septiembre de 1882. Antes de seis
años, dos millones de bombillas eléctricas se habían instalado en las casas y fábricas
estadounidenses.
No obstante, la revolución eléctrica distaba mucho de haberse completado. La
Electtic light C.Ompany de Edison, como su nombre implicaba, exisda sólo para p~
porcionar iluminación; además, la comente directa que producía no podía transmi-
tirse más de unos tres kilómetros. Pero Gcorgc M. Westinghouse, fundador en 1886
de la Westinghouse Electtic C.Ompany, demostró que usando comente alterna y
transformadores, podía transmitirse la comente de alto voltaje de fonna segura y ba-
rata a largas distancias. En consecuencia, la comente alterna pronto desbancó a la di-
recta para el alwnbrado. El motor eléctrico inventado en 1888 por el emigrante croa-
ta Nikola Tesla proporcionó el medio de convertir la comente alterna en energía y,
junto con las mejoras de la dinamo efectuadas por el ingeniero de Ohio Charles
F. Brush y otros, permitió a las fábricas utilizar la energía eléctrica. Mientras tanto,
uno de los antiguos ayudantes de Edison, FrankJ. Sprague, había probado otras apli-
caciones de la electticidad. En 1887, utilizando la trole superior inventada por un in-
migrante belga, Charles J. van Depoele, supervisó la construcción del primer servicio
de tranvías eléctricos en Richmond (Vuginia). Su compañía, que acabó siendo absor-
bida por la Otis Elevator C.Ompany, también se ocupó del desarrollo del ascensor
eléctrico, que apareció por vez primer.a en 1889 e influyó la arquitectura urbana al
alentar la construcción de rascacielos.

Los FERROCARRILES Y sus cRtncos

Los ferrocarriles fueron los que mejor tipificaron las características distintivas de
la nueva industrialización. Representaron la clave del crecimiento económico de pos-
guerra y constituyeron los intereses económicos aislados más importantes del país.
En 1890 sus ingresos excedían los 1.000 millones de dólares, más del doble de los del
gobierno federal; en 1897 el valor combinado de sus acciones y bonos era de 10.635
millones, ocho veces mayor que la deuda nacional; diez años después, un séptimo de
la riqueza nacional estaba invertida en ferrocarriles. Al unir distintas partes del conti-
nente, desempeñaron un papel primonlial en la colonización del Oeste e hicieron
posible la explotación de los recursos natwales y la creación de un mercado nacional.
Además, sus necesidades explican ampliamente la ezpansión extraordinaria de la p~
ducción de carbón y acero.
La generación posterior a la guerra civil fue testigo de la terminación de una red
ferroviaria nacional. Su recorrido awnentó de 48.000 km en 1860 a 308.800 en 1900,
fecha en la que los Estados Unidos contaron con más trayecto que el conjunto de Eu-
ropa y con dos quintos del total mundial. Aunque las líneas transcontinentales fue-
ron el logro más espectacular, hubo otros adelantos importantes. El sistema viario del
. Sur, en gran parte destruido durante la guerra civil, fue reconstruido y extendido de
forma considerable. En 1880 la región ya contaba con 26.568 km de vías, más del do-
ble que en 1860, y en 1890, con 62.573 km. También en el valle del Misisipí hubo
una gran expansión, sobre todo entre 1865 y 1873. En el Noreste se puso especial de-
dicación en cubrir los huecos y, más en particular, en desarrollar líneas principales in-
tegradas. Mediante el arrendamiento o la compra, se fusionaron cientos de pequeñas
líneas en un puñado de sistemas mayores, de modo que los viajeros de largas distan-

279
cías ya no n~itaron hacer cambios frecuentes. En 1874, el tráfico entre la Costa
&te y el Medio Oeste ya estaba dominado por cuatro ferrocarriles principales: el New
Yorlc Central, el Pennsylvania, el Erie y el Baltimore y Ohio. El proceso de amalgama-
ción se extendió a Nueva Inglatma con la creación del New Yorlc, New Haven y Hart-
ford, y el Boston y Maine, y hacia el Sur mediante el crecimiento de sistemas como
el Southem, el Louisville y Nashville y el Illinois Central. El corolario fue la adopción
de un ancho de vía nacional uniforme de 2,64 metros, que casi se logró por comple-
to en 1886, cuando los principales fcrrocarriles del Sur, que hasta entonces habían
preferido el ancho de vía de 1,52 metros, se pusieron en línea. Otra fue la adopción
de una pauta horaria. Una importante dificultad para el manejo del servicio de trenes
era la asombrosa variación de los horarios locales. Así, cuando era mediodía en Chica-
go, eran las once y veintisiete minutos de la mañana en Ornaba, las doce menos cin-
co en San Luis, las doce y nueve minutos en Louisville, las doce y diecisiete minutos
en Toledo y las doce y treinta y un minutos en Pittsburgh. Para terminar con la con-
fusión, la Asociación de Ferrocarriles Americanos dividió el país en cuatro husos ho-
rarios con una hora de diferencia entre cada uno. Entró en vigor el 18 de noviembre
de 1883 y el cambio fue en general aceptado por el público, aunque el Congreso no
sancionó oficialmente una pauta horaria hasta 1918.
De forma simultánea, los avances tecnológicos- hicieron más seguro y menos
penoso el viaje en tren. La sustitución de los raíles de hierro por los de acero y el
trazado de un lecho de vía más ancho redujo los peligros, a la vez que hizo los via-
jes más suaves. Los vagones de acero reemplazaron a los primitivos de madera; ade-
más de ser a prueba de incendios, eran mucho más fuertes y por lo tanto tenían me-
nos posibilidad de fragmentarse o comprimirse en caso de colisión. Los accidentes
de trenes, casi un hecho semanal en la década de 1850, se volvieron cada vez más
raros por la introducción de nuevos mecanismos de seguridad, como el freno de
aire de Georgc M. Westinghouse, patentado en 1869, que hizo posible aplicar los
frenos de forma simultánea a cada una de las ruedas. Poco después Westinghowc
inventó un freno de aire automitico, construido de tal modo que entraba en fun.
cionamiento si un vagón se separaba. El enganche de vagones automitico de Eli
Janney, que evitaba la necesidad de contar con un guardafrenos que fuera entre los
coches uni~ndolos, apareció en 1873 y se convirtió en un equipamiento habitual de
todos los fcrrocarriles estadounidenses en 1888. Aún más importante fue el sistema
de señales por tramos de vías de enclavamiento telegr.IBco, instalado por vez prime-
ra en 1865 en el Camden and Amboy Railroad por su jefe de ingenieros, Ashbel
Welch. Al dividir la vía en tramos y permitir sólo el paso de un tren a un tiempo por
un tramo determinado, mantenía una distancia de seguridad entre ~s. Y junto con
la mayor seguridad, llegaron elementos para la comodidad e incluso el lujo. Un em-
presario de Nueva York, George M. Pullman, que babia presentado el coche-cama du-
rante la guerra civil. fundó la Pullman Palace Car c.ompany en 1867. Al año siguien-
te lanzó el primer coche-comedor y pocos años después compartimentos reserva-
dos y coches-salón. En 1879 edificó un pueblo modelo cerca de Chicago, que llevó
su nombre y albergó la compañia de construcción de coches de tren mayor del
mundo.
Estrechamente conectada con el crecinliento de los fenocarriles, estuvo la com-
trucción de puentes. Algunos de los más largos cruzaron los grandes ríos interi<JRS.
Deben destacarse en particular el puente colgante de 317 m sobre el Ohio en Cincia-
nati (abierto en 1867), los dos puentes sobre el Misuri en Kansas c.ity (1869) y Oma-

280
ha (1871) y el arco de acero de James B. Eads (1874) que se elevó sobre el Misisipí ~
su paso por San Luis. Pero el más célebre de todos fue el puente de Brooldyn, consi-
derado por muchos estadounidenses la mayor proeza de la ingcnicria del siglo XIX.
Comenzado en 1866, fue obra de un fabricante de alambre e ingeniero de Alemania,
John A Rocbling, ya famoso como arquitecto del puente del Niágara, y de su hijo,
Washington A Rocbling. El más .laigo del mundo cuando se construyó (1883). tenía
una luz principal de 478,5 metros, y dos laterales de Zl9 metros cada una. Pero no fue
sólo su extensión lo que lo convirtió en un hito de la temología, sino el hecho de que
fue el primer puente colgante que utilizó cables de alambre de acero y uno de los pri-
meros en ser construido sobre c:ai<>nes neumáticos.
A pesar de todos los beneficios que produjo el fcrrocarril, había mucho que criti-
car en el modo en que se construyó, financió y operó. Una construcción derrochado-
ra que sobrepasó con mucho las necesidades del tráfico dejó a muchos ferrocarriles
con deudas abrumadoras, al igual que la emisión de acciones sin contrapartida real.
El resultado fue una competencia implacable, acompañada por una guerra de tarifas
ruinosa y la concesión de enormes rebajas -Rducciones secretas por debajo de las
tarifas publicadas- para conseguir los contratos de los grandes transportistas. Otro
mal fue la dirección fraudulenta. Debe admitirse que los magnates de los fcnocarriles
no estaban todos cortados por el mismo patrón. En un extremo resaltaba la figwa de
James J. Hill, del Great Northem, hombre de visión y de la mayor probidad financie-
ra, que demostró una preocupación genuina por las regiones que cubría su línea. En
el otro extremo se encontraba el trío de sinvergüenzas -Daniel Drew, }ay Gould y
Jim Fisk- que hicieron del Erie Railroad un sinónimo de corrupción y fraude, y cu-
yas especulaciones acabaron arruinándolo. Una figura más representativa, en el senti-
do de que era una mezcla de virtudes y vicios, fue Comelius Vanderbilt, el cínico, tos-
co y avisado neoyorquino que expandió el Ncw York Central y lo convirtió en un sis-
tema consolidado. El «eomodoro» Vanderbilt ya era un armador acaudalado cuando
al final de su vida se pas6 a los fcrrocarriles y no sólo hizo próspera su línea, sino que
dobló sus trayectos, fue pionero en el uso de raíles de acero, mejoró los servicios y
equipamientos, y redujo los precios. Como demostró en su intento fracasado de ha-
cerse con el control del Erie de Drcw, también era un competidor despiadado con no
más esaúpulos que su rival a la hora de corromper legisladores. Manipulaba el accio-
nariado en su beneficio y en el momento de su muerte en 1877 había amasado una
fortuna de 90 millones de dólares. Tampoco tenía en cuenta ninguna noción de ~
gulación pública en su modo de dirigir su ferrocarril. Su declaración más citada
-ileyl (Q!¡é me preocupa la ley? (No tengo el poder?-- es ap6cri&, pero expresa-
ba bastante bien sus sentimientos.
Esta actitud intensificó la hostilidad popular hacia las conductas contrarias a la
ética de los ferrocarriles. La crítica se centró sobre todo en las tarifas de flete: las reba-
jas y otras formas de discriminación que favorecían a los clientes importantes a costa
de los competidores más pequeños, la práctica de cobrar precios elevados entre luga-
res que dependían de una sola línea para compensar los precios bajos que se cobra-
ban cuando los fcrrocarriles competían entre sí, los acuerdos que les permitían divi-
dir el tráfico y elevar tarifas uniformes. También había una indignación extendida por
sus intentos de influir o corromper a los editores de los periódicos y los cargos públi-
cos mediante el regalo de pases gratis o incluso con sobornos directos.
Comenzando con Massachusetts en 1869, diversos estados del Este establecieron
comisiones de vigilancia sobre los fcrrocarriles. Pero los primeros intentos por dispo-

281
ner de una reglamentación estatal completa se produjeron en el Medio Oeste como
resultado de la agitación provocada por las organizaciones de los granjeros, en espe-
cial el Movimiento Grangcr. Illinois aprobó una medida regulatoria en 1871, lowa y
Minnesota en 1874 y Misuri, Kansas y Nebraska unos cuantos años después. Las de-
nominadas leyes Grangcr fijaron unas tarifu máximas para pasajeros y fletes, prohi·
bieron distintas prácticas discriminatorias y establecieron comisiones de ferrocarriles
para hacer cumplir los reglamentos. Los ferrocarriles reclamaron que estas medidas
eran inconstitucionales porque infiingían el poder del C.Ongmo sobre el comercio
interestatal y porque el establecimiento de tarifu suponía privación de propiedad sin
el debido proceso legal, por lo que era una violación de la Enmienda Decimocuarta.
Pero en el juicio seguido por Munn contra Illinois (1876) y en otros semejantes, el Tri-
bunal Supremo sostuvo lo contrario. Afirmando el derecho de un estado a regular los
servicios públicos, el presidente del Tribunal, Waite, declaró que cuando la propiedad
privada se dedicaba al uso público, «debe someterse a ser controlada por el público,
en beneficio público-.
No obstante, la regulación estatal no fue muy efectiva. Algunos de los comisiona-
dos fueron incompetentes y unos cuantos conuptos. La redacción de los reglamen-
tos solía ser imprecisa y los ferrocarriles lograron desafiarla en los tribunales. La ac·
ción sepanda de los estados también produjo una miscelánea confusa de diferentes
estructuras de tarifas. Luego, en 1886, el Tribunal Supttmo, que se había vuelto más
conservador, modificó de forma decisiva la actitud expresada en el caso Munn. En el
juicio seguido por Wabash, San Luis y la Pacific Railroad C.Ompany contra Illinois,
invalidó un estatuto de este estado que prohibía la discriminación de tarifas en las ru·
tas entre Illinois y Nueva York, basándose en que se inmiscuía en el poder exclusivo
que tenía el C.Ongrao sobre el comercio. La decisión supuso un duro golpe para la
regulación estatal y dejó un hueco que sólo el gobierno federal podía llenar. Pocos
congresistas eran entusiastas de la regulación, pero el sentimiento público los obligó
a actuar. La Ley sobre el C.Omercio Interestatal de 1887 prohibió los consorcios, las
rebajas, la discriminación y los precios más elevados para los trayectos cortos que
para los largos de una misma línea, y determinó que todos los precios de los ferroca-
rriles fueran crazonables y justos-. Además creó una C.Omisión de C.Omercio Interes-
tatal de cinco miembros con poderes para investigar la dirección de los ferrocarriles.
Fue el primero de los organismos reguladores independientes que iban a convertirse
en un rasgo habitual del gobierno estadounidense moderno.
Se suele decir que la aprobación de la Ley sobre el C.Omercio Interestatal marca el
punto en el que el gobierno federal abandonó el kzissafllÍrt y aceptó la necesidad de
regular la empresa privada. Pero tuvo menos de innovación de lo que en general pre-
sentan los historiadores porque, como James Bryce señala, aunque los estadouniden·
ses eran en teoria devotos del útissa.faire, estaban acostumbrados en la práctica a ale-
janc de ello. Tanto los gobiernos estatales como el federal habían intervenido desde
hacía mucho tiempo en la vida económica de diferentes modos, los primeros de for·
ma más patente al asignar fondos para mejoras internas y otorgar autorizaciones para
la constitución de sociedades, el último por su participación en ventas de suelo pú·
blico y su política arancelaria proteccionista. Además, tras la guerra civil, el gobierno,
en especial en el imbito estatal, había extendido mucho su esfera de acción. En cual-
quier caso, los resultados prácticos inmediatos de la Ley sobre el C.Omcrcio lnteresta·
tal fueron imperceptibles. Los ferrocarriles demostraron gran ingenio para sustraerse
de sus disposiciones y el Tribunal Supremo anuló algunas decisiones de la C.Omisión,

282
mientras cercenaba sus podeies. En particular, en el caso de la Tarifa Máxima por Fle-
te (1897}, el Tribunal le negó el poder de fijar tarifu. Para entonces la supervisión se
había convertido en algo nominal y la C.Omisión se había reducido a un organismo
que recogía y publicaba estadísticas.

AcElto, PETRÓI.EO Y FINANZAS

El elemento esencial de la revolución económica fue la expansión de la industria


del acero y el hierro. Estos dos metales proporcionaron a los Estados Unidos moder-
nos sus herramientas y maquinaria, sus locomotoras, puentes y vías de ferrocarril, sus
motores y rascacielos, sus bicicletas, automóviles y aviones. Entre 1860 y 1900, la pro-
ducción de lingotes de hierro aumentó de 800.000 Tm. a casi 14 millones deTm; la
de acero, de proporciones insignificantes a 11 millones deTm, más que la producción
combinada de las dos próximas naciones industriales más poderosas, Gran Bretaña y
Alemania. Pittsburgh, rodeada de extensos yacimientos de carbón y depósitos de hie-
rro, y situada estratégicamente en la confluencia de dos grandes ríos, era el principal
centro productor de estos dos minerales. El descubrimiento de vastos depósitos a casi
1.600 km en la península del norte de Michigan y después en la fabulosa cadena de
Mesabi en Minnesota no disminuyeron su supremacía, ya que los metales podían lle-
varse de forma barata a Pensilvania por el canal Soo y los Grandes Lagos. Sin. embar-
go, acabaron desarrollándose nuevos centros de hierro y acero en lugares como Clc-
veland, Detroit, Gary, Chicago y Birmingham (Alabama). La manufactura a gran es-
cala esperaba el desarrollo de un método práctico y barato para desprender del hierro
bruto fundido el carbón, fósforo y otras impurezas. En la década de 1850, un inglés,
Henry Bessemer, y un estadounidense, Wtlliam Kelly, descubrieron de forma simul-
táriea lo que acabó conociéndose como el proceso Bessemer y en 1864 entró en fun-
cionamiento la primera planta Bessemer estadounidense. Cuatro años después, otro
método superior de oxidación de las impurezas del hierro -d procedimiento al ho-
gar abierto, descubrimiento conjunto de inventores alemanes y &.mceses- fue intro-
ducido en los Estados Unidos por un maestro fundidor de Nueva Jersey, Abram
S. Hewitt. Los nuevos procesos permitieron a los fabricantes aumentar mucho la pro-
ducción y reducir el precio del acero de 300 dólares la tonelada a 35 dólares. Hasta
entonces, el acero sólo se había utilizado para hacer artículos pequeños y caros, pero
a partir de ese momento desbancó al hierro con rapidez. Mientras que en 1880 se
convertía en acero menos de un temo de la producción estadounidense de hierro
bruto, en 1900 la proporción era de cuatro quintos.
El gran magnate del acero en esa época fue AndRw Carnegie. A diferencia de la
mayoría de los principales industriales estadounidenses, había comenzado su vida en
la pobreza. Hijo de un tejedor de telar manual escocés, fue llevado a Estados Unidos
por sus padres en 1848, a los trece años. Tras trabajar como bobinador en una hiladu-
ria y luego como telegrafista, primero se indinó por la manufactura del hierro, que le
hizo millonario, y luego por la del acero. Aunque no tenía formación en ingeniería o
teroología, Camegie captó de irunediato el significado de los nuevos procesos de la
manufactura del acero. Hombre enérgico y vendedor tenaz, obró sin hacer caso de
los competidores o los sindicatos. Tenía el don envidiable de rodearse de asociados
capaces -hombres de negocios obstinados como Heruy Clay Frick y hábiles nego-
ciadores como Charles M. Schwab. Junto con Frick, Carncgie creó una enorme com-

283
binación vertical -la primera de este tipo- que abarcaba yacimientos de carbón,
hornos de coque, depósitos de caliza, minas de hierro, barcos y trenes para su trans-
porte, con lo que aseguraba el control de todas las fuentes necesarias para su suminis-
tro. La Carnegie Company pronto dominó la industria del acero; sus ingentes bene-
ficios -que sumaron 40 millones sólo en 1~hicieron de su fundador uno de los
hombres más ricos del mundo. Cuando la compañía se fusionó con otras en 1901
para fonnar la United States Steel Corporation, entidad que controlaba tres quintos
de la producción de acero del país, Carnegie recibió la suma colosal de 447 millones
de dólares por sus posesiones. Entonces se retiró para dedicarse a la filantropía, do-
tando bibliotecas e instituciones educativas y estableciendo fideicomisos y fundacio-
nes para respaldar la investigación científica, las humanidades y los asuntos interna-
cionales. En total, sus actos de beneficencia sumaron cerca de 350 millones.
También el petróleo se convirtió en la base de grandes fortunas privadas. Aunque
no fue plenamente reconocido hasta el siglo xx, cuando el motor de combustión in-
terna se hizo de uso general, la industria petrolera se expandió con rapidez tras el éxi-
to de la primera perforación en el oeste de Pensilvania en 1859. En la década de 1870
la producción se acercaba a los 20 millones de barriles al día. Sus productos encon-
traron una variedad de usos: calor, energía, lubricación, medicina y, sobre todo, luz.
El queroseno ocupó el lugar del sebo y el aceite de ballena, e incluso en 1899 cerca
de un 60por100 de la producción se dedicaba a los aceites para iluminación. Como
se necesitaba poco capital para perforar o refinar, miles de pequeños empresarios, mu-
chos de ellos incompetentes, entraron en el negocio. En las condiciones violentamen-
te competitivas que siguieron, hubo mucho gasto inútil y desorden; los mercados se
saturaban con periodicidad, los precios y los beneficios fluctuaban mucho y era im-
posible hacer una planificación a largo plazo.
Sin embargo, el final de esta fase se señaló en 1865, cuando un joven comercian-
te de Cleveland,John D. Rockefeller, puso su atención de lleno en el negocio petro-
lero. Destinado a proporcionar el primer ejemplo sobresaliente de consolidación del
negocio y a convertirse en el primer billonario estadowúdense, es comparable a Car-
negie por sus métodos y logros comerciales, y también por la medida de su filantt&
pía. Sobre todo era un organizador. Sus objetivos -aparte de amasar una fortuna-
eran eliminar la competencia ruinosa e imponer orden y estabilidad. Dejó la perfora-
ción a otros y se dedicó a controlar el refinado. En 1872, junto con sus asociados, fun-
dó la Standard Oil Company de Ohio, transformada diez años después en el primer
trust. Rockefeller combinaba un soberbio talento para los negocios con una ética es-
casa. Introdujo la eficiencia en la producción, insistió en prácticas financieras firmes,
dio prioridad a la reinversión de beneficios y sistematizó la comercialización y distri-
bución. Como Carnegie, estableció un sistema de producción de integración vertical
y construyó sus propios oleoductos, almacenes y cisternas. Pero también hizo un uso
sistemático de las despiadadas- prácticas de negocios de la época. Además de insistir
en las rebajas de los ferrocarriles, recunió al chantaje, al espionaje y a la reducción
drástica de precios para llevar a la bancarrota a sus competidores u obligarlos a unir-
se a él. Sin embargo, su objetivo no era engrandecerse, sino convencer a sus compe-
tidores para que aceptaran unas fusiones que beneficiarian a todos. Pero sus métodos -
lo convirtieron en una de las figuras más execrables del país. La primera crítica real-
mente virulenta provino de rivales cuyos métodos no solían ser más éticos que los s~
yos. Pero el aumento de su riqueza e influencia, junto con su aparente indiferencia
hacia la opinión pública, llevó a que se le considerara un monstruo todopoderoso,

284
avaricioso e insensible. En cuanto a la Standard Oil, ninguna compañía atrajo tanta
mala voluntad o contribuyó más al aumento de la hostilidad hacia los trust.
Lo que Camegie fue para el acero y Roclcefeller para el petróleo, lo fue John Pier-
pont Morgan para el mundo de la banca inversora. Hijo de un rico banquero inter-
nacional, Morgan fue cofundador de la importante banca de Nueva York Drcxel,
Morgan and C.0., reorganizada en 1895 como J. P. Morgan and C.O. Extraordinaria-
mente seguro de sí mismo y poseedor de una habilidad financiera sobresaliente, Mor-
.gan llegó a simbolizar la aeciente influencia de los banqueros inversores sobre los di-
rectivos de las compañías. C.Ompartiendo la aversión de Rockefcller por la competen-
cia ruinosa y su pasión por el orden, utilizó su posición en el mercado de capitales
para obligar a las compañías en liza a abandonar sus prácticas de destrucción mutua.
En la década de 1890 desempeñó un papel importante en la reorganización del fe~
carril que había sido reducido a la. bancarrota por la especulación y una expansión ex-
cesiva. C.Obrando grandes sumas por sus serviciQS, la casa de Morgan recortó la capi-
talización de las vías en apuros, mejoró la organización y los métodos financieros, y
colocó a sus propios representantes en las juntas directivas. En 1900 más de un tercio
de los ferrocarriles del país habían sido cmorganizadOS». Entonces, el gran financiero
desvió su atención a promover combinaciones de otras industrias, de las que una de
las más espectaculares y atrevidas fue la formación de la United States Steel en 1901.
Sus métodos ganaron la confianza de los inversores y les produjo beneficios conside-
rables, pero también concentraron vastos poderes en sus manos. Por ello, siguió sien-
do hasta su muerte en 1913 la figura preeminente de toda la economía nacional y en
la mente del público el símbolo sin rival de la dominación financiera.

GB.AND~ NEGOCIOS: APOI.OGfA Y ATAQ..UE

El sistema que produjo a Camegie, Rockefcller y Morgan no careció de dckns&


res fervientes y·emincntes. Intelectuales conservadores, científicos sociales y clérigos
fonnularon un razonamiento bien definido de fuerte individualismo y competencia
desenfrenada. Se basaba fundamentalmente en las ideas del filósofo inglés Hcrbert
Spenccr, que aplicaba conceptos biológicos, sobre todo los de Darwin sobre la selec-
ción natural, a la teoría social para justificar una versión extrema del '4issezfllirt. La lu-
cha competitiva, afumaba Spencer, hacía el progreso humano; la interferencia del Es-
tado en favor del débil e inadecuado sólo lo impedía. Su filosofia tenía un attactivo
inherente para los estadounidenses porque interpretaba con complacencia las condi-
ciones cambiantes de su sociedad. Su exponente estadounidense más capaz fue Wi-
lliam Graham Sumner, profesor de ciencias políticas de Yale. Sumner negaba que hu-
biera peligros sociales en la acumulación de grandes fortunas individuales. Para él, el
éxito en los negocios sólo era la aplicación del principio de la sobrevivencia del más
apto. C.Onsideraba a los millonarios los «agentes de la sociedad seleccionados de for-
ma natural» para trabajar que beneficiaban a todos. También el obispo Wtlliam Law-
rence, de Massachusetts, discutía que la riqueza material fuera enemiga de la morali-
dad. «La bondad está asociada con los neos», afumaba, «la carrera es para los fuertes».
Puede que a los mismos hombres de negocios les pareciera que los embrollos del sis-
tema de Spencer les sobrepasaban, pero aprendieron a aplicar sus consignas. Así, Roc-
kefellcr afumaba: «FJ aecimiento de un gran negocio es sólo la sobrevivencia del más
adecuado.• Sin embargo, Camegie, aunque empleaba un lenguaje muy similar, solía

285
defender el '4issa.fairt en términos derivados de la ética protestante con su teoría de
la administración de la riqueza. En 1889 sostuvo que el hombre rico tenía la grave res-
ponsabilidad, después de proveer para su familia, de comprobar que su fortuna pri-
vada se utilizara para el bienestar público. De acuerdo con tan filosona, él, como Roc-
kefeller y otros millonarios, entregaron gran parte de sus enormes ingresos para pro-
pósitos filanttópicos.
No todos los estadounidenses estaban de acuerdo con las doctrinas del lllissezflli-
re o el evangelio de la riqueza. En la década de 1880, la sospccba y la hostilidad po-
pulares dirigidas antes contra los ferrocarriles se ampliaron a un ataque más general
contra los trust. En cierta medida, la preocupación del público consistía sólo en que
el monopolio condujera a la subida de los precios y a la explotación del consumidor,
aunque este tipo de crítica se hizo cada vez más dificil de sostener porque la mayoría
de los precios cayeron de forma continua. De igual modo, sus intereses económicos
explicaban la postura antitrust de los granjeros, sindicatos y pequeños hombres de ne-
gocios. Pero el movimiento antitrust derivó la mayor parte de su vigor de presenti-
mientos más profundos: los estadounidenses temían que la concentración del poder
económico representado por las grandes compañías amenazara las instituciones de-
mocráticas y que el declive de la competencia significara el fin de la oportunidad eco-
nómica y la movilidad individual.
En el ámbito popular, el ataque a los trust lo encabezaron artistas como Joseph
Keppler y Thomas Nast, cuyas mordaces caricaturas se convirtieron en un rasgo regu-
lar de semanarios gráficos como Puclt y HflfPeT's. Puede decirse que la literatura con-
tra los trust comenzó con Progress mu/ Povtrty (1879) de Henry George. Nacido en Fi-
ladelfia, George pasó años de pobreza en California tratando de establecerse como
periodista. Convencido de que la fuente básica de la desigualdad que acompañaba al
progreso material era la propiedad privada, abogaba por un «impuesto únieo» sobre
la plusvalía de la tierra. Creía que sería suficiente para que entraran en funcionamien-
to las benévolas fuerzas económicas naturales. La doctrina del impuesto único consi-
guió relativamente pocos adeptos, pero la defensa de George de la justicia social y su
insistencia en que los hombres tenían el poder de reconstruir la. sociedad atrajeron
una vasta audiencia popular, tanto en los Estados Unidos como en las islas británicas.
En 1900, Progress mu/ Poverty ya había vendido dos millones de ejemplares. Otra voz
disidente, la de Edward Bellarny, de Nueva Inglaterra, predicó una filosofla económi-
ca más radical. Su novela utópica, Loolring Backward: 2000-1887 (1888), exponía un
atractivo cuadro de un nuevo orden cooperativo. La empresa privada, con su derro-
che, desigualdad y pobreza, había dado paso a una comunidad socialista en la que las
recompensas materiales se compartían en igualdad. El libro fue un éxito inmediato y
una cadena de clubes «nacionalistas• brotaron por todo el país para propagar las ideas
de Bcllamy. Un tercer escritor con fuertes convicciones sociales fue Henry Demarest
Uoyd, quien se retiró del periodismo de Chicago en 1885 para dedicar todas sus ener-
gías a la reforma. Creyendo que el poder de las grandes compañías estaba destruyen-
do la democracia, escribió Wealth Agllinst Comm<J1l'UJtll/th (1894), un ataque despiada-
do y bien documentado, aunque no muy preciso, contra el prototipo del monopo-
lio, la Standard Oil Cmnpany. Aunque su petición de que los monopolios pasaran a
ser propiedad pública provocó poca respuesta, ayudó a imprimir en las mentes cuida-
dosas la necesidad de que el gobierno desempeñara un papel mayor en la economía
También en los círculos académicos hubo una revuelta contra el individualismo
y el fatalismo de los darwinistas sociales como Sumner. En Dynamic Sociology (1883),

286
el sociólogo Lcster F. Ward discrepó de la tesis básica de Sumner acerca de que la in-
tervención del Estado era trivial. Entte los economistas, Richard T. Ely y John
R. Commons atacaron la ortodoxia de la escuela del laúsa./aire. Aún más critico con
el orden existente fue otro economista, Thorstcin B. Veblen, hijo de inmigrantes no-
ruegos de WJSConsin. Tht Tbeory tfthe Leistm Clllss (1899) era un ataque feroz a los
hombres de negocios y sus valores pecuniarios. ~ magnates millonarios de la indus-
tria, sostenía, no habían contribuido a nada constructivo; su modo de vida, con su
- «notable ocio» y su «notable consumo•, demostraba que eran esencialmente parási-
tos. Su ironía y aparente solemnidad tendieron a oscurecer sus criticas de la sociedad
capitalista, pero de todos modos acabó teniendo una profunda influencia en el pen-
samiento económico.

LA CONTENCIÓN DE LOS «rRUST»

Al igual que había pasado con la reglamentación de los ferrocarriles, los estados
tomaron la delantera en la legislación antritrust. En la década de 1880, veintisiete es-
tados y territorios, sobre todo del Sur y el Oeste, aprobaron leyes que prohibían los
trust y otras fonnas de combinaciones. Pero la reglamentación local nunca resultó
muy efectiva. Donde se procedió en contra de los tnut-la Standard Oíl de Ohio fue
el ejemplo principal-, se las arreglaron para escabullirse transfiriendo sus sedes lega-
les a otros estados, sobre todo a Nueva Jcney, Dclaware y Vuginia Occidental, que
ponían pocas restricciones a la emisión de autorizaciones para las compañías.- En
cualquier caso, los estados carecían de poder para restringir los monopolios que se de-
dicaban al comercio interestatal. En 1888 los dos principales partidos pidieron apoyo
para la acción federal y en 1890, tras el más breve de los debates y sin apenas una voz
disidente, ambas cámaras del Congreso aprobaron la Ley Antitrust Shennan. Ideada
no por el senador John Sherman, de quien recibió el nombre, sino por el comité ju·
rídico del Senado, la medida intentaba otorgar poder estatutario a la doctrina del de-
recho consuetudinario contra el monopolio. Declaraba que «todo contrato, combi·
nación en la forma de trust u otra, o confabulación para restringir el libre tráfico o co-
mercio entre los distintos estados o con naciones extranjeras [...) es ilegala. Se
precisaba que las personas que formaran tales combinaciones eran culpables de un
delito menor castigable con multas de 5.000 dólares y un año de prisión.
A menudo se ha sostenido que la Ley Sherman no fue un intento genuino de
abordar un complejo problema económico, sino un gesto político cínico, que sólo
pretendía logiar que el público creyera que se estaba haciendo algo. En realidad, los
congresistas compartían la preocupación popular acerca del monopolio y parecían
haber actuado de buena fe. Sin embargo, había poca reflexión en la construcción de
lo que era una medida redactada de forma amplia, breve e inespedfica. Sus frases am·
biguas y la falta de definición de términos como «trust», «eombinación• y «restricción
de tráfic0» resultaron ser serias deficiencias que facilitaron a los juzgados, ahora do-
minados por devotos del lllÍssez.fairt, desvirtuar la medida cuando se presentaban de-
mandas aduciéndola. La decisión critica llegó en el juicio seguido por los Estados
Unidos contra E. C. Knight Co. (1895), el primer caso de esta clase que serla visto por
el Tribunal Supremo. Aunque se demostró que los defendidos controlaban el 98
por 100 de la manufactura del azúcar refinada, el tribunal sostuvo que este monopo-
lio admitido no era una violación de la ley antitrust puesto que la manufactura no era

287
ct:ráfieo» dentro del significado de la ley. Después de esta decisión, no resulta sorpren-
dente que los últimos años del siglo fueran testigos de un impulso renovado hacia la
unión de compañías.
No obstante, el coDSCIVadurismo judicial no fue la razón principal por la que la
Ley Shcnnan resultó letta muerta durante más de una década. El &llo real fue que los
sucesivos gobiernos hicieron sólo intentos indiferentes para hacerla cumplir. En-
tre 1890 y 1901, los funcionarios legales federales sólo iniciaron dieciocho demandas
basadas en la Ley Shennan y ganaron diez de ellas, mienttas que individuos particu-
lares presentaron ottas dieciocho y ganaron dos. Pero ninguna de las victorias fue
contra grandes monopolios, debido en gran medida a }as. tácticas inc:xpcrtas de los fis.
cales. Por ejemplo, fue la desatinada presentación del fiscal general Olncy la que ex-
plicó en buena cuenta el fiacaso del gobierno en el caso Knight. Se demostró que el
poder judicial no era siempre hostil a la legislación antitrust en 1897 y 1898, cuando
en dos decisiones el Tribunal Supremo estableció que la Ley Shcrman era aplicable a
los ferrocarriles. Además, la historia posterior de enjuiciamientos a los trust evidenció
que podía invocarse la ley para obtener veredictos favorables contra los monopolios.

SINDICALISMO: PROGRESO Y PROBLEMAS

Cabría haber supuesto que la consolidación de los negocios estimulara la conso-


lidación del movimiento obrero. Sólo así podían esperar los trabajadores combatir el
poder de la riqueza a~gada. No obstante, los sindicatos se desarrollaron de forma
mucho más lenta en los &tados Unidos que en Europa. Una razón para ello fue que
la fuerza laboral estaba formada mayoritariamente por inmigrantes divididos por el
lenguaje, el origen étnico y la religión. Además, tanto los trabajadores nativos como
los inmigrantes se negaban a asociarse con los negros. De este modo, a los patrones
les resultaba fácil enfrentar un grupo contra otro. También utilizaron espías, soborno
e incluso la fuerza armada para bloquear la organizaáón de los sindicatos. Además
pudieron recurrir en gcncral a la fuerte parcialidad de los tribunales en favor del capi·
tal. Los pequeños hombres de negocios y granjeros solían compartir la convicción de
los grandes empresarios de que el sindicalismo era antiamericano. De hecho, muchos
de los mismos trabajadores tenían poca simpatía por la acción colectiva. Las oportu-
nidades para ascender que existían~ que se cma que existían- en &tados Unidos
socavaban la conciencia de clase al parecer garantizar que nadie necesitaba seguir
siendo mano de obra contratada de forma permanente. Por estas razones, el sindica-
lismo americano tuvo una larga historia de dirección incierta, confusión de método
y afiliación fluctuante.
Los primeros pasos hacia un movimiento sindical consolidado se dieron en la dé-
cada de 1860, cuando los gremios de artesanos locales se aliaron para formar organi·
zaciones nacionales. Del sindicalismo nacional a la confederación fue un desarrollo
natural. El primer intento de combinar diferentes sindicatos en un cuerpo único sur-
gió en 1866, cuando William H. Sylvis, dirigente del Sindicato de Vaciadores de Hic-
no (bon Moldcr's Union), fundó el Sindicato Nacional del Trabajo (National Labor
Union). Aunque obtuvo una afiliación considerable, la organi'l..1ción sólo duro seis
años. Era un conglomerado heterogéneo que incluía no sólo a sindicatos, sino tam·
bién a asociaciones campesinas y varios grupos reformistas. La mayoría de sus dirigen·
tes eran visionarios o chiflados, menos pmx:upados por los problemas inmediatos de

288
los trabajadores que por la reforma social y económica a largo plazo. En consecuen·
cia, la mayoría de los sindicatos abandonaron y a partir de entonces los restos de la
federación se transformaron en el Partido Nacional del Trabajo (National Labor
Party), de corta existencia.
Un carácter utópico, vago y difuso también caracterizó a los Caballeros del Tra-
bajo (Knights ofLabor), una sociedad fiatcma secreta con ún elaborado ritual funda-
da en 1869 por un grupo de cortadores de prendas de vestir de Filadelfia, encabeza·
dos por Uriah S. Stcphcns, antiguo ministro baptista. Aunque establecido por artesa-
nos, los Caballeros pretendían unir a todos los «trabajadores» en una gran asociación,
sin tener en cuenta la ocupación, raza, nacionalidad o sexo. La afiliación estaba abierta
a todos los condenados a seguir el mandamiento divino: «Ganarás el pan con el sudor
de tu fimtc». De este modo, se aceptaba a los no cualificados junto con los artesanos,
al igual que a los granjeros e incluso a los capitalistas. Sólo se acluía a los banqueros,
ahogados, vendedores de licor y jugadores profesionales. Aunque los caballeros deman-
daban la jornada de ocho horas, el mismo salario para las mujeres y la abolición del
trabajo infantil, también establecían una larga lista de demandas políticas sin cone-
xión directa con las condiciones laborales: papel moneda, impuesto sobre la renta,
nacionalización de los fcmx:arriles. Y aunque su objetivo primordial era «eonscguir
para los trabajadores una participación apiwiada en la riqueza que crean•, rechaza-
ban la noción de que los asalariados constituían una clase pcnnanentc. En su lugar,
revivían el ideal individualista jacksoniano de desear hacer «de cada hombre su pro-
pio patrón•. C.Cmdcnando las huelgas como «actos de guerra privados», pretendían
lograr sus objetivos mediante Ja legislación y, más en particular, mediante la forma-
ción de cooperativas de productores. En una palabra, los Caballeros no estaban dis-
puestos a transigir con el nuevo orden económico y miraban con.nostalgia hacia
atrás, a la era preindustrial.
En un primer momento aumentaron despacio; en 1878 los afiliados eran menos
de 10.000. Luego, en 1879, eligieron como Gran Maestro Trabajador a un maquinis-
ta de Pensilvania llamado Tcrence V. Powdcrly. Devoto de la hermandad industrial,
de la educación y del principio cooperativo y opuesto a la guerra industrial, Powderly
personificaba el idealismo --¡, de hecho, las contradicciones- de la orden. Para evi-
tar las objeciones de la Iglesia católica -él era ca~. persuadió a los Caballeros
para que abandonaran su aspecto secreto y modificaran su carácter casi religioso. Si-
guió un periodo de crecimiento espectacular; en 1886 la afiliación ya había aumenta-
do a más de 700.000 personas, sobtc todo debido a que la orden demostró su capa-
cidad para ganar huelgas. En 1885, para disgusto de Powderly, algunos sindicatos mi-
litantes locales afiliados a los Caballeros forzaron al sistema de fcmx:arriles de
Wabash, propiedad de Jay Gould, a anular los recortes salariales y reconocer a su sin-
dicato. :Esta victoria, la primera de su clase en la historia industrial estadounidense,
dio un auge sorprendente a la afiliación. Pero los logros resultaron cfüneros. Una ter-
cera huelga contra el sistema de Gould en 1886 fracasó y se rompió el poder del sin-
dicato.
El asunto Haymarket de Chicago (1886) dañó aún más el prestigio de los Caballe-
ros. Chicago, fortaleza del radicalismo sindical atrcmo, había producido, entre otras
cosas, un diminuto movimiento anarquista encabezado por inmigrantes alemanes
como Johann Most y August Spies, que predicaban la revolución violenta. Spies con-
vocó un mitin en Haymarket Squarc el 4 de mayo para protestar por la violencia po-
licial en el exterior de la planta de McCormick Harvcstcr, donde se había efectuado

289
una huelga durante algún tiempo. En esa reunión alguien tiró una bomba que mató
a un policía y a otras seis personas e hirió a sesenta y siete. La policía abrió fuego de
inmediato y mató a otras cuatro personas más. El asunto lanzó una oleada de temor
por la comunidad empresarial estadounidense, que lo consideró una prueba de que
los anarquistas iban en serio. Respondiendo a la demanda de acción, la policía de
Chicago hizo una redada de 200 anarquistas y acusó a ocho de ellos de conspiración
para el asesinato. Algunos por lo menos habían sido culpables de incitación a la vio-
lencia -el periódico de Spies hasta había publicado instrucciones de cómo hacer di-
namita-, pero no había pruebas de complicidad en el asunto Haymarket. Sin em-
bargo, los ocho fueron hallados culpables y siete, sentenciados a muerte. Uno de los
condenados, que tenía experiencia en la fabricación de bombas, se voló en su celda,
a otros dos (uno de ellos Spies) se les conmutó sus sentencias por cadena perpetua y
los cuatro restantes fueron ahorcados. Pero persistió el sentimiento de que había exi.
tido un error judicial y en 1893 el gobernador liberal de Illinois, John Peter Altgeld,
arrostró la furia de la opinión pública y perdonó a los tres anarquistas sobrevivientes.
Aunque los Caballeros del Trabajo repudiaban el anarquismo y no habían parti·
cipado en el asunto Haymark.ct, el público los conectó con la violencia y el radicalis-
mo. Mientras tanto, la mala administración y la competencia desigual habían llevado
al borde de la quiebra a la mayoría de las doscientas empresas cooperativas -sobre
todo minas, fábricas de zapatos y tonelerías- que los caballeros habían iniciado.
A partir de 1886 la organización se desmoronó de prisa. Su poder en las grandes ciu-
dades fue desapareciendo a medida que los obreros regresaron una vez más a los gre-
mios nacionales. En 1893 la afiliación ya se había reducido a 75.000]>CrSOnas y las ac-
tividades habían acabado pareciéndose a las de una sociedad amistosa.
Cuando los Caballeros declinaron, un movimiento rival, basado en una filosofía
laboral completamente clifCrcntc, surgió en su lugar. Fundado en 1881 por represen-
tantes de diversos gremios de artesanos y reorganizado en 1886 con el nombre de Fe-
deración Americana del Trabajo (American Fedcration of Labor), la nueva organiza-
ción repudiaba el ideal de los Caballeros de un sindicato único, grande y centraliza-
do. Como su nombre implicaba, era una federación amplia de sindicatos nacionales
que retenían gran parte de su autonomía. Formada sobre todo por trabajadores cuali-
ficados, consiguió el apoyo de todos los sindicatos establecidos, menos de las cuatro
hermandades de ferrocarriles (maquinistas, revisores, bomberos y guardafrenos). Los
fundadores no compartían las aspiraciones del Sindicato Nacional del Trabajo y de
los Caballeros del Trabajo sobre una reforma política o una mancomunidad coope-
rativa. La suya era una filosofía más realista que se concentraba en obtener beneficios
concretos en los salarios, horarios y condiciones económicas. A diferencia de los Ca-
balleros del Trabajo, estaban preparados para utilizar las huelgas y los boicot para
conseguir sus fines.
La figura dominante de la Federación fue Samuel Gompcrs, presidente de la orga·
nización de forma casi continuada desde 1886 hasta su muerte en 1924. Nacido en
Londres en 1850 en una familia holandesa y judía, llegó a los Estados Unidos
en 1863, entró en el negocio paterno de manufactura de puros y destacó en este gremio.
Desarrolló una opinión pragmática sobre los problemas laborales, confesando más tar-
de que sostenía el «Sindicalismo puro y simple» y declarando que su filosofía podía re-
sumirse en una sola palabra: «máP. A diferencia de la mayoría de los dirigentes sindica-
les europeos, aceptaba el sistema económico existente y repudiaba la idea de un parti-
do del trabajo separado. Tam~ién libro una encarnizada batalla contra la influencia

290
socialista en el movimiento sindical. Pero aunque estaba en contra de la participación
directa en política, instaba a los tnbajadores, sin tener en cuenta el partido, a que usa-
ran sus votos para recompensar a los amigos dd movimiento y castigar a sus enemigos.
También estableció una «plataforma legislativa• que pedía la jornada de ocho horas, la
responsabilidad patronal y leyes de seguridad en las minas. Gracias a su moderación, la
Federación evitó el tinte de radicalismo y ganó un lugar aceptado en la sociedad esta-
dounidense, experimentmdo un crecimiento constante y poco espcctacular.

EL AUMEN10 DEL CONFLICTO INDUSTRIAL

El titubeante progreso del sindicalismo ayuda a czplicar la violencia industrial sin


paralelo del último cuarto de siglo. Uno de los episodios más controvertidos -tema
del V"°9' ofFutr de Conan Doyle- fue el concerniente a Molly Maguires, una 01ga-
nización sindical secreta irlandesa de los condados ricos en antracita de Pensilvania.
En 1873, tras una serie de huelgas del carbón durante las que fueron misteriosamente
asesinados los capataces de las minas, las vagonetas descarrilaron y se quemaron los
volquetes de carbón, los dueños de las minas llamaron a la agencia de detectives Pin-
kerton, que se especializaba en contrarrestar la agitación laboral. Adoptando un mé-
todo bien ensayado, un agente de Pinkerton se hizo pasar por un fugitivo de la justi-
cia, se infiltró en los consejos internos de la organización y consiguió pruebas que die-
ron como resultado en 1877 la condena y ejecución de diecinueve de los cabecillas.
Éste fue el preludio de un levantamiento más extendido, la gran huelga de los fe-
rrocarriles de 18'n, el primer conflicto industrial que afectó a la nación entera. Como
la mayoría de las principales huelgas del periodo, se produjo por recortes salariales
que parecieron doblemente injustos debido a los dividendos sostenidos de los ferro.
carriles. Comenzó en d sistema de Baltimore y Ohio, y se extendió a otras importan-
tes líneas troncales, con lo que paralizó dos tercios de la red viaria del país. Según se
extendió la huelga, fue acompañada de revueltas sangrientas y destructivas. La peor
con mucho ocurrió en Pittsburgh, donde una reñida batalla entre los huelguistas y las
milicias estatales se saldó con veinticinco muertos y daños por millones de dólares.
El orden se restauró sólo cuando el presidente Hayes mandó tropas federales.
La hostilidad pública hacia el sindicalismo producida por los acontecimientos
de 1877 y el asunto Haymarket se intensificó más por la encarnizada huelga mante-
nida en la acería de Camegie, cerca de Pittsburgh, en 1892. La huelga comenzó cuan-
do una disputa salarial derivó en otra por la negociación colectiva. El director de la
planta, Henry Clay Frick, se preparó para utilizar esquiroles y contrató a 300 detecti-
ves de Pinkerton para protegerlos. El 6 de julio, cuando los hombres de Pinkerton se
acercaron a la fábrica en barcazas, fueron disparados por los huelguistas y en la bata-
lla siguiente ambos bandos sufi:ieron muertes y heridos. Los hombres de Pinkerton
fueron finalmente fmzados a rendirse y sus captores los hicieron desfilar entre el es-
carnio por las calles. Fric:k pidió ayuda al gobernador de Pensilvania y los huelguistas
fueron expulsados por la guardia nacional. La opinión pública al principio apoyó a
los huelguistas, en parte debido a los odiados hombres de Pinkerton, en parte porque
Camegie había introducido recortes salariales poco después de pedir un arancd más
elevado sobre el acero. Pero un intento anarquista de asesinar a Fric:k produjo una re-
vulsión. La huelga fue finalmente rota en noviembre, con el resultado de la destruc-
ción del sindicalismo en el sistema de Camegie.

291
Menos sangrienta, aunque en ciertos aspectos más significativa, fue la hueJga de
Pullman en 1894. La Pullman Palace Company, que fabricaba coches-cama y salón y
los alquilaba a los ferrocarriles, se enorgullecía de ser un patrón modelo. Pero duran-
te la depresión del invierno de 1893-1894 introdujo ingentes recortes salariales en una
media aproximada de un 25 por 100. Cuando la dirección se negó a discutir las que-
jas con un comité de representantes y despidió a algunos de sus miembros, los traba-
jadores se pusieron en huelga como protesta. El militante Sindicato Americano de
Ferrocarriles (American Railway Union), organizado el año anterior por Eugene
V. Dcbs, hizo suya la causa de la huelga. La decisión de este sindicato de boicotear
los ferrocarriles que utilizaran coches Pullman condujo a una importante hueJga fe-
rroviaria, que paralizó el tráfico de Chicago y fue acompañada de violencia esporádi-
ca. Las compañías de ferrocarriles pidieron la intervención federal y el fiscal general
Richard Olney consiguió un mandamiento del tribunal federal que prohibía la inter-
ferencia en los ferrocarriles o los correos, o tratar de disuadir a los empleados de los
ferrocarriles para que no cumplieran con sus obligaciones normales. Luego, con el
pretexto de que los huelguistas estaban obstaculizando los correos -lo que no era
del todo verdad-, el presidente Oeveland envió tropas federales sin hacer caso de la
protesta del gobernador de Illinois, John Peter Altgcld, que estaba dispuesto a restau-
rar el orden con las milicias estatales. Estas jugadas federales rompieron la huelga de
inmediato. Dcbs desafió el mandamiento, fue enviado a prisión durante seis meses
por desacato y salió convertido al socialismo.
La huelga de Pullman no dejó dudas de que el gobierno federal estaba dispuesto
a proteger los intereses de los patrones a expensas de los trabajadorc5. También fue
significativa como la primera ocasión en la que se había utilizado un mandamiento
judicial para romper una huelga importante, lo que se mantendría como arma favo-
rita de los patrones hasta que fue proscrito por la Ley Norris-1..a Guardia de 1932. Los
sindicalistas estaban exaceibados. Les enfureció en particular el hecho de que el tribu-
nal federal hubiera basado su mandamiento general en la Ley Antitrust Sherman al
sostener que el Sindicato Americano de Ferrocarriles era una combinación que res-
tringía el tráfico.
En la oleada de prosperidad que siguió a la guerra Hispane>Americana, la afilia-
ción sindical aumentó con rapidez, al igual que las huelgas, algunas de ellas violentas.
A la cabeza de una contraofensiva de los patrones se situó el Sindicato Nacional de
Fabricantes (National Union ofManufacturers). organiución fundamentalmente de
pequeños patrones que iniciaron una campaña agresiva con el fin de que no fuera pre-
cisa la afiliación a un sindicato para trabajar en una empresa. Sus esfuerzos fueron res-
paldados por la militante Asociación Americana Antiboicot (American Antiboycott
Association), fundada en 1902 para combatir el sindicalismo en los tribunales. No to-
dos los patrones eran contrarios a la sindicalización. En 1900, un grupo de magnates
de los negocios que incluía aj. P. Morgan se unió a Samuel Gompers y John Mitchell,
presidente de los Trabajadores Mineros Unidos (Unitcd Mine Workers) para formar la
Federación Cívica Americana (American Civic Fedcration), que intentaba evitar las
huelgas y los cierres forzosos y proporcionar un mecanismo para la mediación y con-
ciliación. Pero el capital organizado en su conjunto tenía poca simpatía por tales es-
fuerzos. El fuerte respaldo que proporcionaba a las actividades antisindicalistas coor-
dinadas del Sindicato Nacional de Fabricantes y asociaciones similares fue una de las
razones por las que el sindicalismo perdió terreno entre 1904 y 1909.
Otra fue la parcialidad de los tribunales en favor de los derechos de propiedad.

292
Originada tanto por el miedo al desorden social como por la creencia en el IAisstzfai-
rt, se manifestó con frecuentes mandamientos judiciales contra la huelga y en dos im-
portantes casos de boicot. En el caso de Buck's Stove y Range Company de 1907, un
juez federal emitió un mandamiento que prohibía a los cargos de la Federación Ame-
ricana del Trabajo boicotear los productos de un patrón a quien se consideraba que
había sido injusto hacia el sindicato. De modo más general, el Tribunal Supremo es-
tableció en el caso de Danbury Hatters en 1908 que los boicot subsidiarios -los que
intentaban obligar a que los practicaran terceras personas-- eran con&bulaciones
para limitar el tráfico según el significado de la Ley Shennan. Cuando se volvió a ver
el caso, el Tribunal no sólo se ratificó en f.avor de los patrones, sino que también afu-
mó que los afiliados a un sindicato eran responsables de los actos de sus dirigentes.
El Tribunal Supremo también bloqueó la mayor parte de los intentos legislativos para
mejorar las condiciones laborales, basándose en que violaban la libertad garantizada
por la Enmienda Decimocuarta. Así, en el juicio seguido por Lochncr contra Nueva
York (1905), la mayoría del Tribunal sostuvo que una ley que estableciera una jorna-
da de diez horas para los panaderos era. además de un uso excesivo de poder policial,
una interferencia inazonable con el derecho de un trabajador de contratarse por tan-
tas horas como quisiera. &te caso resultó ser la pleamar de la hostilidad judicial, pero
los tribunales continuaron teniendo poca simpatía hacia los sindicatos durante mu-
cho tiempo.
Mientras los tribunales desgastaban el poder sindical, su prestigio se resentía por
el terrorismo radical. Entre varios ataques con dinamita contra el capital, dos atraje-
ron una atención particular. El primero ocurrió en 1905, cuando Frank Steunenbcrg.
que había incurrido en la enemistad del movimiento sindical cuando era gobernador
de Idaho, fue asesinado por una bomba trampa. El hombre que confesó el aúnen
implicó a tres dirigentes de la radical Federación de Mineros del Oeste (Western Fe-
deration ofMincrs), uno de ellos William D. (Big Bill) Haywood, que pronto se con-
vertiría en el más conocido dirigente sindical radical. Los tres fueron secuestrados en
Denver por detectives de Pinkerton y llevados en secreto a Boisc, donde fueron juz-
gados por asesinato. Todo el movimiento sindical estadounidense se unió en su de-
fensa y después de que las pruebas de la acusación fueran destruidas por Oarcnce Da-
rrow, el más famoso abogado del momento, fueron absueltos. Pero el veredicto no sa-
cudió la opinión sostenida por la mayoría de la gente de que los dirigentes de este
sindicato eran hombres de violencia. Aún más perjudicial para el movimiento oblCl'O
fue la voladura en octubre de 1910 del edificio de LosAn,fes TmttS, propiedad de un
importante defensor de la apertura de las. empresas a los trabajadores no sindicaliza-
dos. Tras una búsqueda sistemática por toda la nación, tres miembros del Sindicato
de Trabajadores del Hierro (lron Worker's Union), Orite McManigal y J. J. y J. B.
McNamara fueron detenidos por el delito. Se suscitaron abundantes opiniones y el
sindicato, convencido de que al menos los hermanos McNamara eran inocentes, co-
lectó un fondo para su defensa y de nuevo contrató a Darrow. Pero los McNamara
acabaron confesando su culpa y fueron condenados a largas sentencias de prisión.
Después se acusó a otros cuarenta cargos del sindicato de conspiración para transpor-
tar dinamita y ezplosivos. Treinta y ocho fueron hallados culpables, incluido Frank
Ryan, presidente del sindicato.
A pesar de sus problemas con los tribunales y su pérdida de estima pública, la Fe-
deración Americana del Trabajo continuó creciendo. En 1914 ya tenía más de dos mi-
llones de afiliados, apenas un 11por100 de la fuerza laboral no agrícola, pero un to-

293
tal razonablemente impresionante si se considera el reto de los trabajadores Industria-
les del Mundo (Industrial Workers of the World, IWW), un movimiento sindical
anarquista revolucionario, cuyos miembros eran conocidos de forma popular como
'llJObblies. Fundado en Chicago en 1905, era un vástago de la Federación de Mineros
del Oeste, organización militante que había participado en las huelgas de los estados
mineros de las Montañas Rocosas desde su formación en 1893. Bajo el liderato de
Haywood, el sindicato planeaba unir a la clase trabajadora estadounidense y final-
mente a los asalariados de todo el mundo, en un gran sindicato de la clase trabajado-
ra contra el capitalismo. Ya fuerte entre los mineros del Oeste, los 'lllObblies abrieron un
nuevo campo al intentar sindicalizar a los leñadores y cosechadores inmigrantes de los
estados del Medio y Lejano Oeste y a los trabajadores textiles del Este. El IWW nun-
ca tuvo muchos seguidores -la afiliación alcanzó la cota de 60.000 trabajadores
en 1912-, pero se ganó la aversión y el miedo de los patrones por su campaña de «li-
bertad de expresión» y su dirección agresiva de las huelgas. La cresta de su poder lle-
gó en 1912, cuando sus organizadores encabezaron una dilatada huelga en Lawrence
(Massachusetts) de 25.000 trabajadores textiles de veintidós nacionalidades diferentes.
Cuando las compañías textiles concedieron las demandas de los empleados, pareció
que el IWW se convertirla en una fuena importante. Pero cuando intentó repetir su
éxito en la huelga de los trabajadores de la seda de Paterson (Nueva Jersey) en 1913,
las autoridades prohibieron los piquetes, ordenaron a los dirigentes del sindicato que
abandonaran la ciudad y detuvieron a Haywood cuando trataba de hablar. Aunque
el IWW se las arregló para prolongar la huelga durante cinco meses, la falta de fon-
dos y la pérdida de moral acabaron fonando la rendición de los trabajadores.
Los wobblits se convirtieron en las principales víctimas de la histeria antinadical
de la Primera Guerra Mundial y el •Terror Roj0» de 1919. Como consecuencia de la
acción vigilante y los enjuiciamientos federales, la afiliación disminuyó con rapidez.
El trovador del movimiento, Joe Hill, fue ejecutado en Salt Lake City por asesinato
en 1915, con lo que proporcionó a los wobblits un mártir. Haywood salió bajo fianza
tras su condena por sedición en 1918 y huyó a la Unión Soviética, donde murió
en 1928. Aunque los wobblies lograron pocas cosas, retienen un lugar único en el fol-
clore estadounidense y la mitolog(a revolucionaria de izquierdas. Su atracción ro-
mántica debe mucho a sus pintorescos dirigentes -Haywood, Hill y la formidable
•Madre» Jones, la mujer más famosa y popular de la historia sindical estadouniden-
se-, al hecho de que hablaran para los que carecían de voz y estaban culturalmente
alienados, y no menos a sus incitantes canciones de protesta: versos y parodias aira-
dos, sardónicos y ocurrentes, cantados con melodías y tonadas populares como «So-
lidarity for Ever» de Ralph Chaplin, entonado con la melodía de johns Brwm's ~.
y •The Preacher and the Slave» de Joe Hill, con su famoso verso «You'll get pie in the
skay when you die• (tendrás pastel en el cielo cuando mueras).

INDUSTRIAUZACIÓN Y CONDICIONES I.ABORAl.ES

A menudo se afirma que las máquinas, la disciplina de las f.íbricas y la tendencia


creciente hacia el gran tamaño, robaron a los trabajadores posición, seguridad, inde-
pendencia y orgullo creativo, y destruyeron la estrecha relación que antes existía en-
tre los patrones y los empleados. Puede que haya sido así para los artesanos antiguos,
pero no para quienes llegaron a las fábricas, hilanderías o minas del trabajo del cam~

294
po o el servicio doméstico. Para ellos, y sobre todo para los inmigrantes europeos que
constituían la masa de la fuerza laboral industrial de Estados Unidos, el cambio pudo
significar -y a menudo lo hizo- la liberación de la inferioridad y la dependencia.
Uno de los hechos más reveladores sobre las ocupaciones en este periodo es que el
número de sirvientes personales y domésticos dejó de aumentar con la misma rapi-
dez que el número de trabajadores industriales. Además, la transformación industrial
aumentó el nivel de vida del trabajador. En su momento no siempre se entendió así.
Fue tan habitual que los criticos contemporáneos afirmaran que los ricos se estaban
haciendo más ricos y los pobres, más pobres, que se aceptó ampliamente como un
hecho probado. Pero Canoll D. Wright, el principal estadista del momento, lo recha-
zaba como una cexpresión disparatada, sin paternidad o fecha» y Gompcrs la descri-
bió como cpcifectamente absurda•. La verdad es que aunque los ricos sin duda se es-
taban haciendo más ricos, también los pobres, aunque a un ritmo infinitamente más
lento. Entre 1860 y 1890, los salarios reales ascendieron de modo espectacular y, aun-
que disminuyeron algo en la década de 1890, de nuevo subieron ligeramente en-
tre 1897 y 1914. Además, la semana laboral media se redujo de unas 66 horas en 1860
a 55 en 1914. Pero los logros laborales estaban distribuidos de forma desigual. Los tra-
bajadores cualificados ganaban más que los no cualificados; los sindicalizados, más
que los que careáan de organización. Incluso en el Norte, los salarios medios anua·
les en las industrias textiles y de prendas de vestir en la primera década del siglo xx
eran de sólo 400 dólares, muy infuiores a los 650 dólares que se estimaban el míni-
mo nivel de subsistencia para una familia de tamaño medio. Esto explica la alta inci-
dencia del trabajo femenino e infantil. Además, en 1915 la Comisión sobre las Rela-
ciones Industriales federal informó que entre un tercio y la mitad de todas las fami-
lias asalariadas estadounidenses vivían por debajo de la línea de pobreza. En pocas
palabras, el coste social de la industrialización en los Estados Unidos, como en Eur~
pa, fue penosamente alto.

295
CAPtruLo XVII
Sociedad y cultura en la era industrial, 1860-191O
TENDENCIAS POBLACIONAIES

Aunque la población casi se triplicó entre 1860 y 1910, la tasa de crecimiento iba
en declive. Hasta 1860 había aumentado un tercio o más cada década; a partir de en-
tonces, a pesar de la enorme inmigración, descendió de forma constante. En la déca-
da de 1901-1910 ya estaba por debajo del 21por100, sólo la mitad de lo que había
supuesto entre 1800 y 1810. Los estadounidenses seguían siendo un pueblo muy fe-
amdo-t0bre todo los inmigrantes de primera generación-, pero a partir de 1870
aproximadamente, el índice de natalidad (como en otros países industrializados) des-
cendió de fonna progresiva. Las familias de ocho o diez hijos dejaron de ser comu-
nes, sobre todo entre las clases dedicadas a los negocios y las profesionales. La causa
principal fue el recwso creciente a la contracepción. en especial en las clases medias
urbanas, a pesar de la condena religiosa y las leyes federales y estatales que prohibían
la circulación de información y mecanismos contraceptivos. Aún en 1915, Margaret
Sanger, la enfermera neoyorquina que encabezó el movimiento de control de la na-
talidad, fue procesada por enviar un folleto sobre este tema por correo.
Sin embargo, los efectos de un índice de natalidad decreciente los enmascaraba
un descenso aún mayor del índice de mortalidad. Los avances del conocimiento mé-
dico, la extensión de la medicina preventiva y curativa, una dieta más nutritiva y la
mejora de las normas de salud pública fueion las principales razones para que descen-
diera la mortalidad. Hubo una caída especialmente pronunciada en las muertes pro-
ducidas por enfermedades tales como el tifus, la difteria, la escarlatina y la tuberculo-
sis, así como por las infantiles.
El crecimiento poblacional no fue uniforme en toda la nación. Incluso después de
que se declarara oficialmente cemda la &ontera en 1890, varios estados del Oeste
-sobre todo Washington, Texas, Oldahoma y c.alifomia- experimentaron aumen-
tos muy superiores a la media nacional. Aun así, el grueso de la población continuó
concentrada al norte del Ohio y al este del Misisipí -« hecho, la región tenía casi la
misma proporción de población en 1910 que en 1860, un 47 por 100 contra un 55
por 100-, debido a que allí se encontraban las ciudades que más crecían de la nación.

CRECIMIENTO URBANO

En 1860 uno de cada seis estadounidenses ya vivía en la ciudad. Nueva York era
la tercera ciudad mayor del mundo y Filadelfia era más grande que Berlín. Pero sólo
tras la guerra civil la ciudad hizo valer sus méritos. Los ferrocarriles, la industria pesa-

297
da y los avances tecnológicos ayudaron a erigir ciudades y, a su vez, fueron estimula-
dos por éstas. El crecimiento wbano estadounidense no tuvo paralelo. En 1900 un
tercio de la población ya era wbana y no menos de cuarenta ciudades tenían más
de 100.000 habitantes. A diferencia de muchos países europeos, los Estados Unidos
no poseían ninguna metrópoli, pero Nueva York destacaba, con un crecimiento
de población entre 1860 y 1900 de algo más de un millón a tres millones y medio.
Chicago, a pesar de haber sido· casi completamente destruida por el gran incendio
de 1871, saltó al segundo lugar, con una población que ascendió de 100.000 habitan-
tes a 1.700.000. Algunas de las antiguas ciudades costeras del Este, como Boston y
Baltimore, sufrieron un declive relativo, aunque la población de Filadelfia aumentó
de 560.000 habitantes a 1.300.000. Hubo otros asombrosos ejemplos de crecimiento
rápido: Minneapolis pasó de los 2.500 habitantes a los 200.000; Dcnver, de casi nin-
guno a 134.000; Los Angeles, de 5.000 a 100.000.
Hasta 1920 no vivirla en las zonas wbanas una mayoría de estadounidenses, pero
a partir de 1870 la ciudad se convirtió en la influencia controladora de la vida nacio-
nal. Dentro de sus confines iban a encontrarse los contornos del nuevo industrialis-
mo: fábricas, hilanderías, depósitos de ferrocarriles, compaiiías gigantescas e institu-
ciones inversoras y bancarias. Como taller del asalariado, la ciudad hacía de imán
enorme que atraía a la gente de los pueblitos rurales tanto de Estados Unidos como
de Europa. Era a la vez el centro de la ciencia y la tecnología, y la cuna de las artes
creativas. Escenificaba las desigualdades de riqueza que habían acabado caracterizan-
do la vida americana, creaba nuevas necesidades sociales y ampliaba el ámbito de la
actividad gubernamental. Proporcionaba el foro para la maquinaria p0lítica y la refor-
ma cívica y, por último, produda W1 nuevo regionalismo al alinear a las ciudades
contra el campo en formas que se reflejaban tanto en la política nacional como en la
estatal.
La despoblación rural complementaba el crecimiento wbano. Aunque casi toda
la mitad oriental del país experimentó una huida de la tierra, el proceso fue más mar-
cado en los estados del Atlántico norte. Nueva Inglaterra, incapaz de soportar la com-
petencia de las tierras vírgenes del Oeste, fue la peor parada. ~enes viajaron por sus
otrora prósperos distritos campesinos en la década de 1880, se vieron sorprendidos
por el número de granjas abandonadas en las que creáa la hierba, los edificios derrui-
dos y los pueblos desiertos. El censo de 1890 contaba el mismo relato de deserción
rural. De un total de 1.502 municipios rurales en Nueva Inglaterra, 932 habían perdi-
do habitantes durante la década previa, la mayoría en beneficio de las ciudades cerca-
nas. Aunque allí era donde mejor podía encontrar empleo la gente del campo despla-
zada, el atractivo de la ciudad no era sólo económico. Las luces brillantes también se-
duáan. Para las hinchadas mareas de emigrantes europeos, la ciudad era aún más una
piedra imán.

l.A NUEVA INMIGRACIÓN

En el medio siglo posterior a la guerra civil, la inmigración excedió los treinta y


seis millones, y fue cinco veces mayor que en los cincuenta años anteriores y tres ve-
ces mayor que en los dos siglos y medio pn:vios. Hasta 1880 más o menos, los inmi-
grantes provinieron sobre todo del norte y oeste de Europa. A partir de entonces, una
mayoría en ascenso -un 85 por 100 ya en 1914- procedía del sur y este de Europa,

298
más en particular de Austria-Hungría, Italia y Rusia. La denominada «nueva inmigra-
ción• llevó a los Estados Unidos una sorprendente variedad de tipos desconocidos:
polacos, checos y húngaros; finlandeses, ucranianos, aoat.as, eslovenos y rutenios; ju-
díos del este de Europa. portugueses, italianos y griegos; turcos, annenios, sirios y li-
baneses. (Otra corriente, menor pero aún más extraña. llegó del otro lado del Paófi-
co; los chinos primero, después, japoneses y filipinos. También hubo movimientos
considerables por tierra procedentes de México y Canadá.)
La nueva inmigración del sur y este europeos fue ocasionada por los mismos cam-
bios económicos que habían afectado con anterioridad al norte y oeste del continen-
te: un crecimiento masivo de la población, el derrumbamiento del antiguo orden
agrícola y la revolución industrial. Sin embargo, muchos emigraron para evitar el ser-
vicio militar obligatorio. Otros huían de la persecución religiosa. sobre todo los ju-
díos rusos, forzados por los pogrom zaristas como los de 1881y1904. La transición
de la vela al vapor, ya casi completa en 1870, ayudó a awnentar el éxodo al eliminar
dd cruce del Atlántico sus terrores peores. Las compañías de barcos de vapor no atra-
jeron a los campesinos de sus casas con promesas de trabajos en América bien paga-
dos, como alegaron con frecuencia los contemporáneos; no sólo era ilegal, sino tam-
bién innecesario. Pero la competencia por los pasajeros de tercera clase sin duda esti-
muló la emigración, sobre todo mediante la expansión del sistema de travesía pagada.
En 1901 se estimó que entre un 40 y un 65 por 100 de los inmigrantes viajaban con
billetes pagados por amigos y parientes de los Estados Unidos o comprados con di-
nero enviado por ellos.
En un grado mucho mayor que los grupos inmigrantes anteriores (menos los ir-
landeses), los nuevos inmigrantes se congregaron en las ciudades industriales. La agri-
cultura tenía poco atractivo para ellos, ya que carecían del capital para iniciar el cul-
tivo y les tentaban los altos salarios que podían obtenerse en las fábricas, minas e hi-
landerias. Su preferencia por la vicia wbana dio a las ciudades estadounidenses un
sabor fuertemente extranjero. Ya en 1910 un tercio de la población de las doce mayo-
res ciudades había nacido fuera y otro tercio lo componían los hijos de los inmigran-
tes. Nueva York tenía más italianos que Nápoles, más alemanes que Hamburgo, el do-
ble de irlandeses que Dublín y más judíos que tocia Europa Occidental. Chicago era
aún más cosmopolita.
Cada grupo de inmigrantes tendió a concentrarse en industrias diferentes: los po-
lacos, eslovacos y húngaros, en la minería y la industria pesada; los rusos y judíos po-
lacos, en el comercio de ropa; los italianos, en la construcción o, junto con los por-
tugueses y franco-canadienses, en los textiles. En su mayoría, hacían el. trabajo más
fuerte, sucio y desagradable. Con frecuencia soportaban largas jornadas, explotación
y condiciones de trabajo peligrosas e insalubres. Algunos de los males más notorios
se encontrarian en la industria de prendas de vestir. Por el sistema de contratación a
destajo que la caracterizaba. hombres, mujeres y niños trabajaban hasta diecisiete ho-
ras al día en sórdidas habitaciones de alquiler o talleres llenos de vapor y mal ilumi-
nados. El terrible incendio del Triangle de 1911, la peor tragedia industrial en la his-
toria de la parte oriental de Nueva York, en el que se perdieron 146 vidas, atrajo la
atención con retraso hacia estos males y agilizó la intervención legislativa. Las condi-
ciones en las minas y fábricas eran peores en algunos aspectos. Aunque los salarios
eran más altos que en Europa. también lo era el índice de accidentes. Los patrones
tendían a culpar de los accidentes a la imprudencia e ignorancia de los inmigrantes,
pero los verdaderos culpables eran la supervisión inadecuada y el descuido de las me-

299
didas de seguridad. Otro tipo de explotación, en gran medida limitado a los italianos,
era el sistema de ptultrme. Los recién llegados, desconocedores del lenguaje y las con-
diciones americanas, agradedan la ayuda de un pllllrmu o patrón compatriota para
buscar trabajo; pero se encontraban atrapados en un sistema que era casi equivalente
a la servidumbre.
La pobreza obligaba a la mayoría de los inmigrantes a vivir en los barrios bajos.
Toda ciudad estadounidense grande tenía sus distritos inmigrantes prolíficos y con-
gestionados, pero Lower East Side de Nueva York, con su enonne concentración de
irlandeses, alemanes, judíos e italianos, proporcionaba el ejemplo más famoso. No
obstante, las condiciones podían ser tan espantosas en lugares menores. El novelista
Frank Norris, al visitar las regiones de antracita durante la huelga de 1902, encontró
a grupos de mineros polacos que vivían en diminutos cuchitriles «no aptos para pe-
rros• y se admiró de que sus ocupantes se contentaran sólo con hacer huelga. No obs-
tante, a los inmigrantes les solía resultar menos duro adaptarse a los entornos ñsicos
que a las pruebas psicológicas que enfrentaban. En su mayoría gente del campo sim-
l ple, la vida wbana de los &tados Unidos les confundía y abrumaba. :&to explica por
qué cada grupo tendió a ocupar una zona residencial distinta y a trasladarse a otro lu-
gar cuando llegaban extraños. Así se desarrolló un mosaico de barrios ~cos, aun-
que el uso de apelativos como •Pequeña Italia• o •Pequeña Alemania• para describir-
los resultaba enóneo puesto que los inmigrantes se agrupaban en grupos provinciales
y no nacionales. Un deseo de preservar su identidad y de encontrar seguridad emo-
cional en la compañía de sus semejantes también explica por qué ca~ grupo inmi-
• grante estableció sus propias instituciones sociales: escuelas, iglesias, periódicos, socie-
1 dades de ayuda mutua y teatros.
A pesar del impacto masivo que tuvieron, los inmigrantes rara vez representaron
más de un tm:io de la población de un estado e incluso cuando así fue, sólo ocurrió
en cortos periodos en estados del Oeste poco wblados y de nueva formación, como
Nevada o Dakota del Norte. En el país en su conjunto, la proporción de extranjeros
ascendió sólo de un 13,2 por 100 en 1860 a un 14,7 por 100 en 1910. Incluso cuan-
do se cuentan juntos los inmigrantes y sus hijos, nunca sumaron más de un 35
por 100 de la población total. No obstante, los estadounidenses se fueron sintiendo
cada vez más incómodos. C.On d cierre de la frontera ya no era posible creer que en
el país había sitio para todos. También existía una pttOCUpación creciente sobre el
cambio de carácter de la inmigración. La afluencia de bandas abigarradas de extranje-
ros que hablaban lenguas extrañas y seguían extrañas costumbres llevó a muchos a
sospechar que su sociedad estaba su&iendo un cambio radical para peor. Los nuevos
inmigrantes provenían de las partes más atrasadas de Europa y eran en general más
pobres, menos preparados y más analfabetos que los anteriores. La mayoría de ellos,
también, eran ajenos a la democracia y el gobierno rq>resentativo. Los estadouniden-
ses comenzaron a dudar si una gente tan extraña podría llegar a asimilarse. El prejui-
cio y el temor intensificaron la hostilidad nacionalista. Había una alarma extendida
acerca del radicalismo inmigrante, sobre todo después de que se condenó a anarquis-
tas extranjeros por la bomba de Haymarlcet en 1886. También existía inquietud por-
que los Estados Unidos estuvier.m pmliendo su carácter protestante original. El ~
ciente tinte católico de la inmigración, la expansión espectacular del sistema de escue-
las parroquiales católicas y la importancia en aumento de los políticos irlandeses
católicos contribuyó a que se reavivara el anticatolicismo popular. La Asociación Pro-
tectora Americana (American Protective Association), fundada en 1888 para restrin-

300
gir el poder político del catolicismo y defender el sistema escolar público, atizó la his-
teria anticatólica con desenfrenadas habladurías sobre una inminente conquista pa·
pal. Además aumentaba la hostilidad hacia otro elemento prominente de la nueva in-
migración, los judíos. Aparecieron en la prensa popular peiversas calumnias racistas
y caricaturas antisemitas; los judíos se vieron cada vez más excluidos de clubes, hote-
les, lugares de recreo y colegios privados. .
Fl movimiento para restringir la inmigración, que se desarrolló por estas preocupa-
ciones, no pmendió ponerla fin, sino establecer controles selectivos para excluir a los
indeseables, sobre todo a los que se consideraba inferiores e inasimilables. Los sindica-
tos RSpaldaron la demanda. Consideraban a los recién llegados, con sus niveles de
vida inferiores, una amenaza para el trabajador estadounidense y creían erróneamente
que la gran mayoria había sido reclutada como jomalcros a contrato por patrones es·
tadounidenses para romper huelgas y mantener bajos los salarios. Pero la punta de lan-
za del movimiento rcstriccionista fue la Liga para Restringir la Inmigración (lnmigra-
tion Restriction Lcague), fundada en 1894 por un grupo racista de patricios bostonia-
nos. Sosteniendo que el elemento «anglosajón• estaba en peligro de ser sumergido por
razas inferiores, la Liga hizo una vigorosa campaña para que se exigiera una prueba de
alfabetización como medio de c;xcluir a la mayoría de los nuevos inmigrantes.
No obstante, una minoría liberal clamorosa se resistió a abandonar la antigua tra·
dición de asilo. Creían que la prueba de alfabetización medía más las oportunidades
que la capacidad. Estas consideraciones llevaron a Clcveland, Taf y Wtlson a vetar
de forma sucesiva los proyectos de ley al respecto. Con todo, a partir de la década
de 1880, las leyes migratmW se hicieron más complejas y restrictivas. La primera ley
federal de 1882 sobre el tema eliminaba a los convictos, lunáticos, indigentes y perso-
nas que pudieran convertirse en una carga pública. La primera de una serie de Leyes
de Exclusión para Chinos se aprobó el mismo año. A partir de entonces, la lista de las
clases excluidas aumentó de fonna sucesiva. En 1907 ya incluía a los obreros contrata·
dos, las personas que sufiicran enfermedades contagiosas, polígamos, prostitutas, ana.r·
quistas y persanas que abogaI311 por el derrocamiento violento del gobierno de los Es-
tados Unidos. A la isla de Ellis, que reemplazó a Castle Garden en 1892 como lugar
de desembarco de los inmigrantes a Nueva York, se le otorgó la tarea de detectar y ex·
cluir a los indeseables. En realidad, sólo un 2 por 100 de los llegados resultaron inad-
misibles y fueron devueltos a Europa. Pero todos los inmigrantes se vieron somdidos
a interrogación y csautinio, y varios cientos fueron detenidos al año para su investiga-
ción por periodos variados antes de ser finalmente admitidos en la Tierra Prometida.

PROBiaiAS DEL TRANSPOKl'E, LA SEGURIDAD Y LA SALUD l'ÚBUCA

De los muchos problemas originados por el crecimiento urbano, ninguno fue


más acuciante que el tránsito rápido. La introducción de adoquines y asfalto para la
pavimentación en la década de 1880 hizo algo para aliviar la congestión de tráfico. La
construcción de puentes adecuados sobre las vías fluviales que cruzaban muchas ciu-
dades ayudó aún más. Nueva York, cuyas necesidades eran mayores, se vio muy ali-
viada por la apertura del puente de Brooklyn en 1883, pero hasta la terminación de
un segundo puente sobre el río East -el puente de Wtlliamsburg (1903)- el viaje
para entrar o salir de Manhattan no se hizo tolerable.
Para la labor de transportar inmensos números de pasajeros diarios que iban y ve-

301
nían del trabajo, las líneas de omnibuses tiradas por caballos que existían eran dema-
siado pequeñas y lentas. El primer paso adelante fue el ferrocarril a vapor elevado. La
ciudad que primero lo utilizó fue Nueva Yorlc a comienzos de la década de 1870 y lue-
go fue adoptado por otras. Pero su construcción era cara, quitaba luz a las calles y era
propenso a duchar a los peatones incautos con aceite y pavesas calientes. La década
de 1880 contempló cómo mudw ciudades adoptaban los tranvías tirados por cable,
introducidos por primera vez en San Francisco para superar las cuestas pronunciadas
de sus calles. Pero la solución real llegó cuando el desarrollo de la dinamo hizo del
trolebús eléctrico una propuesta práctica. Más barato de construir y manejar que el
ferrocarril elevado a vapor y el tranvía tirado por cable, el trolebús eléctrico pronto se
convirtió en el principal modo de transporte wbano. En 1890, cincuenta y una ciu·
dades ya lo habían adoptado y en 1898 los Estados Unidos ya se vanagloriaban de te-
ner 24.000 km de línea para su uso. Con el tiempo, los ferrocarriles elevados también
se electrificaron. Por último, siguiendo el ejemplo de Londres y Budapcst, Boston
(1897) y Nueva Yorlc (1904) introdujeron el metro. Además de facilitar el movimien·
to dentro de las ciudades, el tránsito rápido contribuyó a la expansión de los barrios
residenciales periféricos. En 1990 los de Nueva Yorlc ya sumaban un millón de perso-
nas, casi un tercio de los habitantes de la ciudad.
Las nuevas condiciones de la vida wbana necesitaban una mejor iluminación de
la que proporcionaban las débiles lámparas de gas de preguerra. La electricidad, una
vez más, facilitó la solución. Las lámparas de arco, inventadas por Charles F. Brush e
instaladas en 1879 en su ciudad natal de Oevcland, fueron adoptadas de inmediato
por otras, aunque la mejora de la camisa de la lámpara de gas hizo que éstas ofrecie-
ran un serio reto. La mejor iluminación hizo más seguras las calles por la noche, per-
mitió que las fábricas ttabajaran a todas horas, que las tiendas pcnnanecieran abiertas
por más tiempo y otorgó un gran estímulo a los teatros y restaurantes. Pero cuando
se trató de atajar el problema de la distribución del alcantarillado y del suministro de
agua potable, las ciudades demostraron menos urgencia. Los servicios de alcantarilla-
do fueron por detrás de las necesidades de una población en rápida expansión. En la
década de 1870, la mayoría de las principales ciudades seguían atadas a métodos de
saneamiento rurales. Las ciudades ribereñas descaigaban de forma indiscriminada sus
desperdicios en los ríos o el mar; Baltimore y Nueva Orleans utilizaban albañales, Fi-
ladelfia y Washington, pozos negros privados. Se dedicó mucho esfuCIZO para am·
pliar el suministro de agua: el número de plantas de agua potable públicas aumentó
más de cinco veces en la década de 1880, en parte como respuesta a los destructivos
incendios de Chicago en 1871 y Boston en 1873. Pero como se prestó mayor aten-
ción a la cantidad de agua suministrada que a su calidad, la contaminación por los
desechos de las alcantarillas o las industrias fue común. Sólo cuando se estableció la
conexión entre el agua contaminada y las epidemias de tifus, las ciudades otorgaron
al problema más interés e incluso entonces actuaron lentamente.

VENTA AL POR MENOR Y ANUNCIOS

La mejora del transporte produjo cambios de largo alcance en los hábitos de com·
pra. Las tiendas del centro de las ciudades ofrecían mayor variedad y precios más ba-
jos que los almacenes antiguos del campo. La innovación más sorprendente fueron
los grandes almacenes, una conjunto de tiendas espedficas bajo un mismo techo.

302
Aunque era una invención europea y no americana, fue un resultado natural del sis-
tema competitivo estadounidense. C.omo había pasado con la industria y los ferroca-
rriles, la lucha por reducir los costes y conseguir los beneficios de la operación a gran
escala produjo una tendencia hacia el crecimiento. Grandes almacenes enormes
como Macy's de Nueva York, Marshall Field's de Cbicago, Wanamakcr's de Filadel-
fia lograron el éxito mediante capacidad comercial, espectacularidad y anuncios atre-
vidos e imaginativos, así c;omo por su disposición a preparar exhibiciones para atraer
a los nuevos ejércitos de mujeres compradoras.
Las casas de venta por correo o6ecieJon un reto aún más pronunciado al almacén
del campo. Se originaron en la década de 1870, cuando los fmocarriles comenzaron
a ofrecer transporte más rápido y barato, pero su crecimiento real comenzó con el es-
tablecimiento de la entrega rural gratuita de correo en 1896 y del servicio de paque-
tes postales en 1913. La primera gran casa de ventas por correo fue establecida en
Cbicago en 1872 por Aaron Montgomery Ward, un viajank que había visto la opor-
tunidad para un establecimiento de ventas al por menor que pudiera vender directa-
mente a los consumidores por correo y ahorrarles la ganancia del intermediario. Su
principal competidor fue Sears Roebuck and C.ompany, fundada en 1886 y estableci-
da en Chicago desde 1895. Su catálogo profusamente ilustrado, publicado todos los
años desde la década de 1890, ofrecía una completa variedad de artículos manufactu-
r.ados, desde bicicletas y joyas hasta muebles y armas de fuego.
La compra masiva, que explica en buena medida el éxito de las empresas de ven·
ta por correo, también fue un rasgo de otra novedad, la cadena de establecimientos.
La primera y mayor de éstas fue la Great Atlantic and Pacific Tea C.ompany. Funda-
da en Nueva York en 1858 por dos importadores de té de Maine, extendió de forma
gradual el ámbito de sus productos alimenticios y en 1915 ya superaba las 1.000 filia-
les. Un triunfo comparable fue el obtenido por Frank Wmfield Woolworth, joven
granjero autodidacta del área rural de Nueva York, que abrió su primera «tienda de
cinco y diez centavos» en Lancaster (Pensilvania) en 1879 y ya era dueño de más
de 1.000 en 1911, cuando F. W. Woolworth C.o. se constituyó en sociedad anónima.
Para entonces el número de cadenas de establecimientos CRáa con rapidez, sobre
todo las de ropa, zapatos y medicamentos. Gracias a la mejora de sus métodos de ven-
ta, a la rotación rápida y a los bajos precios. se hicieron con una considerable propor-
ción del mercado al por menor, sobre todo en las ciudades pequeñas.
Para distribuir sus productos a escala nacional, los f.abricantes y vendedores al por
menor utilizaron mucho la publicidad. La cantidad de dinero gastado cada año en
anuncios en los Estados Unidos se cuadruplicó entre 1865y1900. Primero los diarios
y después las publicaciones periódicas acabaron incluyendo cada vez más anuncios y
obteniendo la mayor parte de sus ingresos de ellos. Además, las carteleras, las vallas,
los muros e incluso las faldas de las montañas llevaron mensajes de los anunciantes.
Antes de la guerra civil eran éstos quienes redactaban sus textos publicitarios, pero
en 1875 la Nation pudo ya destacar que •la preparación y planificación de los anun-
cios de todas clases ha asumido las proporciones de un negocio en sí misma». C.on
el surgimiento del publicista, los anuncios cambiaron de carácter. Mientras que antes
se habían concebido sólo para informar a un cliente potencial de la disponibilidad de
ciertos bienes y servicios, ahora pretendían persuadido de que necesitaba un produc-
to dado ·y de que eligiera una marca determinada. La publicidad hizo algo más que
cambiar los hábitos de compra: al explotar toda debilidad y deseo humanos, se con-
virtió en uno de los árbitros más importantes del gusto y los valores sociales.

303
AltQ.UJ'I'ECrullA URBANA Y PlANIFICACIÓN

La concentración de empresas en las zonas céntricas de las ciudades presentó pro-


blemas para los arquitectos estadounidenses, a la vez que les proporcionó nuevas
oportunidades para combinar arte e ingenieria. El resultado fue una forma arquitec-
tónica característica de los Estados Unidos: el rascacielos. La necesidad de economi-
zar suelo debido a los costes elevados, el desarrollo de la construcción con estructu-
ras de acero que descargaban el peso de los muros, la invención del ascensor de pasa-
jeros (que funcionó primero por m~os hidráulicos y luego, a finales de la década
de 1880, mediante electricidad) estimularon la construcción de edificios muy altos.
También contribuyeron a ello el teléfono, la luz eléctrica y la arcilla a prueba de fue-
go. Gran parte del trabajo pionero sobre los rascacielos se efectuó en Chicago en la
década de 1880 por un grupp de destacados arquitectos encabezados por Louis
H. Sullivan, que después se haría famoso como padre del modernismo en la arquitec-
tura. Con su compañero Danlanar Adler, diseñó rascacielos como el Wainwright
Building en San Luis (1891) y el Guaranty Building de Buffalo (1895). Pero hasta que
la revolución arquitectónica no se extendió por Nueva York, los rascacielos no sor-
prendieron la imaginación popular. El Flatiron Building de veinte pisos, consttuido
en 1902 según planos de otro arquitecto de Oúcago, Daniel H. Bumham, se convir-
tió en un hito debido a su peculiar forma y durante un tiempo fue el edificio más alto
de Nueva York. Pero otros pronto lo solmpasaron: el Singcr Building {1908), de cua-
renta y siete pi&os, y el Woolworth Building (1913), de sesenta pisos, entre los más
destacados.
En las últimas décadas del siglo, el parque público se convirtió en un rasgo pro-
minente de la vida urbana. Fue en buena medida el logro de un solo individuo, el
pionero de los arquitectos paisajistas, Frederick Law Olmsted. Nombrado arquitecto
jefe del Central Parle de Nueva York en 1858, ejecutó después encargos semejantes en
Brooklyn, Chicago, Baltimore y Detroit, y diseñó el sistema de pm:¡ues de Boston,
Hartford y Louisville. Sin embargo, la planificaáón urbana, en su sentido más am-
plio, era casi desconocida por completo antes de 1900 y, por ello, las ciudades esta-
dounidenses crecieron al azar y por lo general no eran más que una mezcolanza de
estilos arquitectónicos.

EL PROBLEMA DE LOS BARRIOS POBRES


Con mucho, el peor problema de la e1pansión urbana, y el que iba a justificar
la animadversión de Jefferson por la vida citadina, fue el crecimiento de los barrios
pobres. Este problema data de finales de la década de 1840, cuando, para acom~
dar la afluencia de inmigrantes en las ciudades portuarias del Este, algunos propie-
tarios emprendedores comenzaron a convertir viejas mansiones y almacenes en ha-
bitaciones de alquiler y a apiñar edificios provisionales en cada palmo de espacio.
Las condiciones se deterioraron aún más con la invención en 1ffl9 de las «casas de
pesas• (dMmbbell tmemmt}, así llamadas por la forma de su planta. Estos barracones
siniestros e insalubres, de seis o siete pisos, estaban repletos de habitaciones oscu-
ras y diminutas, muchas sin luz, aire o saneamiento directos. A pesar de ello, cobi-

304
jaban a cientos de familias y, como no es de sorprender, presentaban las tasas de
mortalidad más elevadas. En 1890 el periodista danés Jacob Riis expuso las terribles
condiciones de la vida de los barrios pobres en su clásico estudio H""' tht Othtr Half
Liws. Junto con otros cruzados para lograr una vivienda mejor, consiguió el nom·
bramiento de una Comisión de Casas de Vecindad que descubrió nuevos horrores
y concluyó que en 1900 las condiciones de los barrios pobrc5 eran peores que lo ha-
bían sido medio siglo antes. Al año siguiente se aprobó una amplia ley para reme·
diario pero, debido a la oposición de los intereses establecidos, las mejoras fueron
lentas.
Los barrios pobres de las ciudades eran los principales viveros del delito. Algu-
nos de los distritos más inmundos de Nueva York llevaban nombres como «Percha
de los Bandidos• y «Callejón de los Asesinos-. Las bandas que salían de ellos para
cometer robos y asaltos, y para librar batallas periódicas con la polida y con las de-
más, no estaban formadas en general por inmigrantes, como se creía popularmen-
te, sino por sus hijos estadounidenses. Debido sobre todo a la falta de ley, los deli-
tos aumentaron de forma alarmante. En la década de 1880 la población de las p&
siones del país ascendió hasta un 50 por 100. Aún más preocupante, el índice de
asesinatos se cuadruplicó con creces entre 1881 y 1889, ello en un periodo en el
que el índice en Europa, que ya era de sólo la mitad del de los Estados Unidos, des-
cendió de forma constante. La relajación de la aplicación de la ley agravó el proble-
ma. Aunque las fuerzas de policía urbana habían aumentado, por lo general a un
ritmo más rápido que la población, y se habían introducido unidades de investiga·
ción especializadas, la administración policial a menudo se vio teñida por la políti-
ca municipal corrupta. Además, muchos policías estaban aliados con elementos cri-
minales. La investigación Lexow en Nueva York. en 1894, reveló, entre otras cosas,
que los nombramientos y ascensos dentro de la policía podían comprarse, que los
guardianes de la ley y el orden recogían sobornos mensuales de los jugadores y due-
ños de burdeles, y que recibían porcentajes de las ganancias de las prostitutas, car·
teristas y ladrones.
Cuando los problemas urbanos se multiplicaron. los reformistas de la clase me-
dia, en especial la nueva clase de mujCRS con formación, establecieron casas de aco-
gida en zonas pobres para proporcionar guía y dirección. y para tender un puente so-
bre el abismo que se estaba desarrollando entre las diferentes clases sociales. Toynbcc
Hall, en el East End de Londres, fundado en 1884 y visitado por muchos trabajado-
res sociales estadounidenses, fue su modelo. La primera casa de acogida americana
-Ncighborhood Guild, en Lower East Side de Nueva York- se abrió en 1886.
En 1900 ya había cerca de un centenar de ellas. La más famosa fue Hull House, esta·
blccida en 1889 por Jane Adams en la calle South Halsted de Chicago, en medio de
un suburbio habitado por una población inmigrante políglota. Además de proporcio-
nar servicios sociales e instalaciones recreativas, la señora Adams y sus colaboradoras
trataron de iniciar a los habitantes de los suburbios en las costumbres americanas y,
además, proporcionarles un sentimiento de pertenencia. Sin embargo, Jane Addams
se dio cuenta de que las casas de acogida no solucionaban uno de los problemas bá·
~cos. Así que dedicó cada vez más energías -como también lo hicieron Florence Ke-
lley, otra pionera de Hull House, y Lilliam D. Wald, que fundó el Henry Street Sctt·
lement en Nueva York en 1883- para hacer campañas a favor de una vivienda me-
jor, condiciones sanitarias mejores, la regulación de las fábricas explotadoras y la
abolición del trabajo infantil. ·

305
0MSIÓN DE CLASES Y MOVILIDAD SOCIAL

En las últimas décadas del siglo XIX, la sociedad estadounidense se estaba polari-
zando cada vez más. En un extremo se encontraba la clase obrera de las fábricas, for·
mada por inmigrantes, y en el otro, una nueva aristocracia corporativa. La Oficina del
Censo estimó en 1892 que el 9 por 100 de las familias estadounidenses poseían el 71
por 100 de la riqueza del país. Al año siguiente el Nt'lD York Tunts presentó la lista
de 4.047 millonarios. Así, para ser contado como rico, se necesitaba ser varias veces
millonario. No todos ellos vivían de forma extravagante: John D. Rockefeller, por
ejemplo, era famoso por su fiugalidad. Pero otros se complacían en un esplendor ca-
prichoso, construían mansiones palaciegas, empleaban servidores con librea y se di-
vertían derrochando. En la década de 1880, el abismo entre ricos y pobres ya se refle-
jaba en la apariencia fisica de las grandes ciudades. Sólo a unas cuantas manzanas de
distancia de los atestados barrios pobres de inmigrantes, se erguían las magníficas ca-
sas de los príncipes del comercio, los barones del fcrrocarril y los banqueros de Wall
Street. La ~ta Avenida neoyorquina, la más espléndida vía del país, poseía el con-
junto más impresionante de tales viviendas: sólo los miembros de la fanúlia Vand~
bilt hal;>ían construido siete, cada una con un coste de varios millones. Aún más im-
ponentes eran las enormes mansiones, absurdamente llamadas tof48tS, construidas
por los nuevos ricos en el lugar veraniego de moda, Newport, en Rhode Island. ~­
zás la más grandiosa y sin duda la más cara era la Marble House de Wtlliam K Van·
derbilt. edificada entre 1889 y 1892. Inspirada en Versalles, contenía cargamentos de
pintura renacentista italiana, tapices flamencos y estatuas griegas.
La exclusividad social simbolizada por Newport y otros lugares de moda encon-
tró muchas otras expresiones. El club de campo exclusivo hizo su debut en Brookli-
ne (Massachusetts) en 1882 y en el exquisito barrio de las afueras de Tuxedo Park
(Nueva York) en 1886. Aunque se habían establecido internados masculinos según el
modelo de Eton, Harrow o Rugby ya desde la guena de la revolución, los más distin-
guidos de ellos, las academias Phillips Exeter y Phillips Andovcr, sólo comenzaron a
multiplicarse en la década de 1880. En 1914 ya salpicaban la costa atlántica, con la
mayor concentración en Nueva Inglaterra, cuna de escuelas tan bien conocidas como
Groton (1884), Choate (1896) y Kent (1906). Sus productos ponían tono en Harvard,
Yale y Princeton, que a su vez se convirtieron en el modelo de las universidades esta-
dounidenses para todo, desde la manera de hablar hasta la ropa. Con un carácter rí-
gidamente exclusivo, las hermandades universitarias de letras griegas experimentaron
un auge y dominaron la vida del campllS. También fue el apogeo de los clubes metro-
politanos para hombres, cuyos principales ejemplos fueron los fundados antes de la
guena civil: el Philadelphia Oub (1834), el Century de Nueva York (1847) y el Somer-
set de Boston (1851). Q!ie las distinciones sociales se agudizaban fue además sugeri-
do por la inundación de libros sobre la etiqueta, la nueva práctica de añadir III y N
a los nombres propios para indicar la continuidad de la familia y la aparición (1888)
del Social Register de Nueva Yorlc, un útil índice, aunque no siempre confiable, de la
posición de la clase alta. La búsqueda de sólidas raíces dio como resultado el furor
por la genealogía y la fundación de un sinfln de sociedades patrióticas y hereditarias
exclusivas: los Hijos de la Revolución (1883), las Damas Coloniales (1890), las Hijas
de la Revolución Americana (1890) y la Sociedad de los Descendientes del Mayfl~

306
wer (1894). Sin embargo, los ricos se preciaban sobre todo de asociaciones aristocrá-
ticas. Así, Tdfany's, los famosos joyeros de Nueva York, ofreáan crear el escudo de ar-
mas para quienes pudieran pagarlo. También hubo un torrente de matrimonios entre
herederas estadounidenses y nobles europeos, uno de los que más publicidad recibió
fue el efectuado en 1895 entre Consuelo Vanderbilt y el noveno duque de Marlbo-
rough.
Aunque desde siempre había sido un orgullo americano que la sociedad de los Es-
t.ios Unidos fuera singulannente fluida, el culto al hombre hecho a sí mismo alcan-
w su cima sólo a finales del siglo XIX. Las leídas novelas de Horario Alger populariza·
ron la noción de que los muchachos pobres de talentos modestos solían alcam.ar un
sorprendente éxito en los negocios mediante trabajo duro, coraje y suerte. Pero los es-
tudios sobre los dirigentes comerciales y financieros estadounidenses han reyelado
que una proporción muy alta había nacido en la riqueza y el privilegio y que, para ci-
tar a Wtlliam Millcr, autor de uno de estos estudios, •los muchachos inmigrantes po-
bres y los muchachos del campo pobres [que] juntos no constituyen en realidad más
de un 3 por 100 de los dirigentes empresariales» de la década de 1900 «Siempre han
tenido mayor importancia en los libros de historia americana que en la historia ame-
ricana•. La confirmación de que la estructura social se estaba haciendo cada vez más
rígida la proporciona la investigación sobre la movilidad de la clase trabajadora. Así,
en Newburyport (Massachusetts) los trabajadores de cuello azul y sus hijos ~vez se
convertían en gerentes o incluso capataces y el tipo más común de movilidad laboral
era. el paso de un trabajo no cualificado a otro semicualificado, o de éste al cualifica-
do. Y aunque en el conjunto del país sólo había un pequeño volumen de movilidad
social, los trabajadores blancos nativos tenían más posibilidades que los inmigrantes
y los negros se encontraban a mucha distancia por debajo de ambos.

MUJERES, MATRIMONIO Y DIVORCIO

Un rasgo muy señalado del cambio de la escena nacional fue la creciente indepen-
dencia de las mujeres. La legislación amplió los derechos sobre la propiedad de las
mujeres casadas, desechando gran parte de la discriminación del antiguo derecho
consuetudinario y otorgando a las mujeres casadas el conttol sobre sus ganmcias y
propiedades y el derecho a establecer contratos sin el consentimiento de sus maridos.
.Además, la industrialización les proporcionó mayores oportunidades para mantener-
se. El número de mujeres trabajadoras aumentó de dos millones en 1870 (15 por 100
de todas las mujeres estadounidenses) a ocho millones en 1910 (21 por 100). Aunque
el servicio doméstico, el trabajo fabril y la enseñanza suponían el grueso de las em-
pleadas femeninas, grandes números de mujeres se convirtieron en dependientas de
tiendas, mecanógrafas, telefonistas, bibliotecarias, libreras y enfermeras. Casi todas las
que tenían un trabajo remunerado eran solteras o viudas. El aumento de las oportu-
nidades laborales y la expansión de la educación superior femenina produjo un incre-
mento tanto en la edad media de matrimonio como en la proporción de las que se
quedaban solteras. Mientras que antes de la guerra civil el matrimonio temprano era
la regla para las mujeres, en 1890 sólo un 47por100 de las que tenían entre veinte y
veinticuatro años estaban casadas. Una tendencia relacionada fue el incremento del
índice de divorcios. De 7.380 en 1860 (1,2 por 100 de los matrimonios), el número
de divorcios ascendió a 83.045 en 1910 (4,5 por 100), lo que significaba que estaban

307
aumentando casi cinco veces más de prisa que la población y que, con excepción de
Japón, los Estados Unidos tenían la tasa de divorcios más elevada del mundo. (En
1905 el total anual de divoicios del Reino Unido aún era de 831.) Dos tercios de to-
dos las demandas de divorcios fueron presentadas por mujcrts. Una razón para ello
era que resultaba más fácil conseguirlo si éstas eran las demandantes; otra, que ser el
demandado en una causa de divorcio era más dañino socialmente para una mujer
que para un hombre. El ascenso de la tasa de divorcios suscitó temores extendidos so-
bre la estabilidad de la familia. Algunos sostuvieron que las responsables eran las le-
yes sobre la pensión, aunque una investigación gubcmamental efectuada en 1909 de-
mostró que sólo se concedía en uno de cada once casos. Aún se culpó más a la faci-
lidad con la que los visitantes de fuera podían obtener divorcios en los estados del
Oeste. Pero aunque un número de ricos del Este pudieron disolver sus mattimonios
pasando una breve estancia en las colonias divorcistas de las Dakotas y Nevada
-Reno acabó convirtiéndose en la más ~. el total nunca fue grande. En
realidad, casi todos los divorcios se obtuvieron en los estados en que solían residir las
partes. Es posible que el aumento de su incidencia fuera un reflejo de la tasa de naci-
miento en declive; de cualquier modo, casi la mitad de los divorcios se otorgaron a
parejas sin hijos.

EL IMPACI'O DE LA TECNOLOG1A EN LA VIDA conDIANA

Para la masa de los estadounidenses las décadas de posguerra fueron una etapa de
aumento de la comodidad y el provecho. Un sinnúmero de inventos mecánicos, ar-
tilugios y técnicas transfonnaron las condiciones de vida y crearon una «civilizacicm
de apretar un botón•. La ciencia y la tecnología, además de simplificar y agili7.ar las
comunicaciones, quitaron a los viajes muchos de sus peligros, aumentaron los nift..
les de vida, liberaron a millones de personas de trabajos laboriosos, extendieron los
horizontes y enriquecieron las horas de ocio del hombre común. Q.iizás la mayor
bendición fuera la dieta más variada y nutritiva posibilitada por los nuevos métodm
de conservar los alimentos. Cada vez se hicieron más comunes en las despensas esa.
dounidenses los alimentos concentrados y enlatados, y después de la invención de la
•nevera• y el aumento de las plantas de hielo en la década de 1870, éste llegó de pa-
sa al uso doméstico. Además, el desarrollo del vagón frigorífico efectuado por los Clll"
baladores de carne de Chicago, Gustavus F. Swift y Philip D. Annour, hizo que•
hiera carne fresca todo el año, además de mejorar su calidad y bajar el pRCio. FJ
gón frigorífico también fomentó el cultivo de &uta y verdura para uso doméslim
junto con el aumento de los barcos de vapor oceánicos, llevó a un consumo más am-
plio de &uta tropical y subtropical. Mientras tanto, la luz eléctrica se propagab.
rapidez a los barrios residenciales periféricos y el teléfono se iba convirtiendo •
comodidad cotidiana de la clase media. La máquina de coser era un objeto &miill
de los hogares estadounidenses desde hacía tiempo. El fonógrafo de Edison, inu o
do en 1878, no se hizo popular al principio debido a que sus cilindros rotatorim
cera eran dificiles de guardar y su reproducción resultaba cara. Pero un inrnigl.-
mán, Emil Berlincr, logJÓ grabar sonido sobre «platos» o discos planos y luqp
brió un m~o barato para duplicarlos. A finales de siglo, la habilidad y el Fii•,mi·

de Eldridge Johnson, de Nueva Jersey, ya habían transformado el jadcantt p . .~


no de Bcrlincr en un aparato de acústica superior: la victrola. Su compañía, la

308
Talking Machinc C.Ompany, ayudó a crear-a¡ por un tiempo dominó- la nueva in-
dustria del disco. En 1914 ya se producían al año más de 500.000 gramófonos y las
ventas de discos se aproximaban a diez millones anuales. Mientras tanto, otras dos in-
venciones se habían vudto de uso general: la pluma estilográfica, perfeccionada por
Lcwis E. Watennan en 1884, y la segura y moderna maquinilla de afeitar con hojas
desechables, inventada por King C. Gillcttc en 1895. Pero ninguna innovación tecno-
lógica fue tan caractcristicamcntc estadounidense como la cámara Kodak, inventada
por Georgc Eastman en 1888. Su pequeña caja negra fue d medio por d que un en·
trctcnimicnto misterioso hasta entonces se simplificó tanto que se convirtió en una
actividad de masas.

ENrRErENIMmNro, DEPORl'E Y OCIO

No menos caractcristico del periodo fue d aumento de las diversiones de masas.


~el espectáculo que más se disfiutaba era el circo ambulante, pero en 1883 apa·
rec:ió un nuevo rival, el Show del Oeste Salvaje de Buffalo Bill, que dio vida a un au-
téntico héroe popular y presentó al mundo wbano visiones fugaces y excitantes del
Oeste que se desvanecía. Cuando la antigua hostilidad hacia los csccnarios se disipó,
aparecieron compañías de repertorio, pero cuando los viajes resultaron más baratos y
fáciles, perdieron terreno en beneficio de las compañías que hadan giras y las «estre-
llas» visitantes. Actores shakcspcarianos nativos como Edwin Booth y Lawrcnce Ba-
rrctt tenían seguidores devotos, mientras que lumbreras de la escena europea como
Sarah Bcmhardt, Hcruy lrving, Tomasso Salvini y Eleonora Duse hadan provechosas
giras estadounidenses. Sin embargo, d gusto de la mayoría de los asistentes a las re-
presentaciones se inclinaba hacia el melodrama y la farsa. El realismo que caracteriza-
ba a las mejores obras de ficción americanas estaba ausente de su escenario. Cuando
se trataban los problemas sociales contemporáneos, era de forma burlesca, como en
las populares cómcdias de Harrigan y Hart sobre la vida de los inmigrantes irlandeses
y alemanes. La representación cómica en la que los actores hadan papeles de negros,
que databa de la década de 1820, alcanzó la cima de su popularidad en las dos déca-
das posteriores a la guerra civil, pero declinó con d auge dd vodevil, un espectáculo
de variedades basado en el m1'Sic-ha/J inglés, aunque sin d desenfado del original.
En la década de 1890, el vodevil comenzó a ser desafiado por las películas. Los in-
ventos clave fueron el cinctoscopio de Edison (1893), un aparato para exhibir foto-
grafias de objetos en movimiento, y el proyector de Thomas Armat (1896), que Edi-
son adquirió y mejoró. Poco después de 1900 las películas se exhibían comercialmen-
te en las principales ciudades, por lo general en edificios acondicionados conocidos
como nithl.odetms, así llamados por los cinco centavos que costaba la entrada. La pri-
mera película americana con argumento fue 1bt Groll Train Robbtty (FJ grtJ1I robo al
trm), de un solo carrete que duraba diez minutos. Al principio a los productores les
resultó dificil escapar de las convenciones del teatro, pero pronto comenzaron a de-
sarrollar sus formas propias, sobre todo en las comedias burdas del Oeste como &ys-
tone O>ps de Mack Sennctt y seriales como 1bt Ptri/s ofP"11litu (Los peligros de P"11litu),
que presentaban como ccstrclla» a Pearl White. En 1914 ya se había establecido el star
systtm, Hollywood había suplantado a Nueva York como centro de la industria ñlmi-
ca, se había abierto en Broadway la primera sala de cinc, acabada con un órgano WUr-
litzcr, y tres millones de espectadores iban a las películas todos los días. La espcctacu·

309
lar reconstrucción épica de D. W. Griffith, 1bt Birth ofa Nalion (FJ nacimiento de una
ltllCÜÍn, 1915), con su compleja témica de cámara, sus realistas escenas multitudinarias
y el uso del simbolismo y la música orquestal, marcó el inicio de una era en la que el
nuevo arte tomó su forma.
Hasta el último cuarto del siglo, los Estados Unidos carecieron de una orquesta
sinfónica profesional permanente. Sin embargo, el director alemán Theodore Th~
mas, que viajó con regularidad por las principales ciudades con una serie de orques·
tas entre 1869 y 1890, hizo mucho para desarrollar el interés por la música orquestal.
Otro músico inmigrante, el polaco Leopold Damrosch, fundó la Orquesta Sinfónica
de Nueva York en 1878 y su hijo y sucesor, Walter, persuadió a Camegie, Rockefeller,
Vanderbilt y Morgan para que la apoyaran. Después de que otros ricos industriales
hubieran subsidiado o dotado a la Orquesta Sinfónica de Boston (1881) y la Orques·
ta Sinfónica de Chicago (1891) de Thomas, el hábito se extendió a otras ciudades. Sin
embargo, la ópera tuvo las mismas dificultades que en Inglaterra para establecerse. La
Ópera Metropolitana de Nueva York se abrió en 1883, pero ninguna otra ciudad res·
paldó una compañía permanente. Incluso en Nueva York su atractivo tenía menos
que ver con la música que con la posición. Servía, en palabras de Henry James,
•como gran buque de salvación social• al proporcionar a los ricos ignorantes en
temas musicales un modo aceptable de llenar el desagradable hueco entre la cena y la
hora de acostarse. Por otra parte, la opereta en inglés encontró una audiencia dispues-
ta desde el momento en que HMS l'in4fore (SMS Pinafore) desembarcó en Boston en
1878, la primera de una sucesión completa de las producciones de Gilbert y Sullivan.
Treinta años después seguía siendo inmensamente popular, ya fueran productos im-
portados, como 1be Mmy Wuioal (La vüuJa alegre, 1907) o indígenas, como NaMghrJ
Marietta (La lrllf/Íesa Marietta, 1900), de Victor Herbert. Pero una nueva forma y esti-
lo musical nativo -la comedia musical- había nacido para entonces. Se trataba de
un tipo de espectáculo de movimiento rápido que las audiencias estadounidenses re-
conocieron de inmediato como propio, cuyo prototipo fue Little]ohnf!Y]ones (1904)
de Gcorge M. Cohan.
Mientras tanto, los deportes espectáculo disfrutaban de un auge. El béisbol, deri-
vado del juego inglés, era sin duda el más popular. Adquirió su forma moderna
en 1845, cuando su primer club, el New York Knidcerbocke.rs, adoptó un nuevo re-
glamento. Durante la guerra civil fue la diversión favorita del ejército; los soldados
que regresaron extendieron su popularidad. El primer equipo profesional, el Cincin-
nati Red Stodcings, se formó en 1869. La Liga Nacional, organizada en 1876, se ocu·
pó de acabar con los sobornos y actuaciones poco honradas que amenazaban con ha-
cer perder el buen nombre al juego. En el cuarto de siglo siguiente, el béisbol pasó a
ser tanto un negocio como un deporte. Los intentos de la Liga Nacional por obtener
el monopolio sólo se superaron cuando en 1901 se organizó la Liga Americana como
un rival poderoso y permanente. Hubo feroces guerras entre los clubes, como las que
marcaron el ascenso de la Standard Oil; algunos propietarios de clubes eran tan rapa-
ces y faltos de escrúpulos como Gould y Fisk. Pero cuando terminó el siglo, este de-
porte estaba ya establecido como el deporte nacional Entró en una nueva era de
prosperidad con la organización de las denominadas Series Mundiales, una sucesión
de enfrentamientos anuales entre los campeones de las dos ligas principales.
Hasta la década de 1880, el boxeo profesional consistía en exhibiciones brutales,
proscritas en la mayoría de los estados. Pero la introducción del reglamento de
~eens~ -John L Sullivan, «el muchacho fuerte de Boston•, que había ganado

310
el título mundial de pesos pesados en 1882, fue el primer pugilista estadowúdense
que lo adop~ puso fin a la era del nudillo desnudo y confirió cierto grado de res-
pe12hilidad al deporte. Al vencer a Sullivan en 1892, otro irlandés-estadowúdense,
«Gentleman Jim• C.Orbett, demostró la superioridad del boxeo científico sobre la
mera pelea, con lo que elevó aún más la posición del ring. Gracias a la oposición re-
ligiosa, el boxeo volvió a ser prohibido en el estado de Nueva Yorlc entre 1900 y 1910,
pero el interés popular continuó aeciendo, no menos debido a los sentimientos ra-
ciales estimulados por el swgimiento del peso pesado negro Jade Johnson, que se con-
virtió en campeón mundial en 1908. Su abierto desprecio de las convenciones con-
tra las wúones sexuales interraciales ~ de sus cuatro esposas y la mayoría de sus
amantes fueron blanea&- fomentó repetidos intentos, vanos hasta 1915, de encon-
trar una «promesa blanca• que lo derrotara.
Las carreras, establecidas en los &tados Unidos desde antes de la .Revolución, dis-
frutaron de una prosperidad sin igual. Se multiplicaron los hipódromos, aumentaron
las apuestas, se instituyeron nuevas y valiosas carreras (el Delby de Kmtucky data
de 1875). Pero en los años iniciales del nuevo siglo, los jugadores que asistían a las pis-
tas llamaron la atención de los reformistas. Nueva YOrlc, siguiendo la delantera toma-
da por Misuri e Illinois, prohibió las apuestas. En comecuencia. algunos de los ma-
yores hipódromos se clausuraron pero, tras varias temporadas en declive, se encontra-
ron modos para evadir la ley.
El golf y el tenis, introducidos respectivamente en la década de 1870 y 1880, con-
tinuaron siendo deportes de la gente acomodada hasta la Primera Guerra Mundial. El
ciclismo, por otra parte, se convirtió de inmediato en una forma de rcaeo popular,
así como en un medio de locomoción. En 1893, ya había un millón de estadouniden-
ses que montaban en bicicleta y en 1900, diez millones. Una consecuencia fue la ace-
leración de la tendencia hacia el acortamiento de las faldas femeninas, aunque
en 1914 aún no habían subido mucho más del tobillo.
La revolución social comenzada con la bicicleta fue adelantada un paso más por
el automóvil. A los pocos años de la aparición del primer vehículo a motor de gaso-
lina estadoutiidense (1893), la producción se había concentrado en Detroit (Michi-
gan), que estaba próximo a los suministros de hierro y madera, y tenía una industria
de construcción de carruajes capaz de fabricar la estructura de los coches. En un prin-
cipio, el automóvil fue sólo un juguete de los ricos y los entusiastas de la mecánica,
pero un joven granjero de Michigan, Henry Ford, concibió la idea de hacer viajar en
él a millones de personas. El modelo T de Ford hizo su aparición en 1908; al año si-
guiente fabricó 20.000 a un precio básico de 850 dólares. En 1910 abrió una nueva
fábrica en Highland Parle, cerca de Detroit, y en 1913 introdujo la técnica de ensam-
blaje en cadena, que redujo el tiempo de producción a una décima parte. En 1914, la
Ford Motor C.Ompany produjo 250.000 vehículos y al año siguiente el país tenía dos
millones y medio de coches registrados.

DP.SAFfo A LA REUGIÓN
A pesar del aumento de las atracciones seglares, la religión organizada mantuvo
su puesto, al menos en lo que respecta a las apariencias externas. Las iglesias estaban
repletas; se construyeron costosos edificios; las iglesias consiguieron muchos adeptos:
entre 1860 y 1910 crecieron dos veces más que la población. Aunque la autoridad del

311
clero había disminuido, su influencia continuaba siendo importante. Fue la gran eta-
pa del púlpito estadounidense. Algunos de l~ pmlicadores más prominentes --Phi-
llips Brooks, Russcll H. Conwell, Lyman Abbott, Henry Ward Bcech~ tenían re-
putación nacional y sus sermones solían ser noticia de primera plana. Los libros y pe-
riódicos religiosos se vendían mucho. Tan grande fue d interés popular por la versión
revisada de la Biblia del Rey Jacobo, que cuando apareció la primera entrega (d Nue-
vo Testamento) en 1881, se vendieron 200.000 ejemplares sólo en Nueva York en me-
nos de una semana, y dos diarios de Chicago publicaron d texto completo.
No obstante, a pesar de estas indicaciones de vitalidad, d protestantismo se en-
ficntaba a graves retos. Por un lado, la creencia en la verdad literal de la Biblia y en
las bases sobrenaturales de la teología aistiana se veían socavadas por la teoría de la
evolución darwiniana, por la «alta aftica• -la aplicación de las pruebas históricas a
la narrativa bíblica-y por d nuevo interés despertado por la religión comparada. Por
otro lado, la industrialización planteaba cuestiones diflciles de resolver dentro del
marco de la salvación individual, la base tradicional dd culto y la teología protes-
tantes.
Fl choque entre ciencia y religión alcanzó un clímax emocional y rencoroso en
las dos últimas décadas del siglo. La retirada de la ortodoxia fue gradual y de ningún
modo universal. Siguiendo d ejemplo de científicos como &a Gray, los dirigentes de
las iglesias liberales como Heruy Ward Bcccher y Lyman Abott encontraron modos
de adaptar el darwinismo a la aecncia cristiana. sosteniendo que la evolución no era
incompatible con la creación y d gobierno divino del universo. No obstante, los fie-
les a la religión tradicional -después conocidos como fundamen~ permane-
cieron atrincherados en las comunidades rurales, sobre todo en el Sur. Denunciaron
de forma beligerante el modernismo, continuaron insistiendo en la aceptación literal
dd relato de la creación dd Génesis, los milagros bíblicos, d parto virginal, la resu-
rrección fisica de Cristo y su regreso inminente a la ncrra. En la década de 1890 acu-
saron a los clérigos modernistas de herejía y se obligó a abandonar las universidades
y los seminarios teológicos a varios profesores debido a su heterodoxia.
Los hombres de la Iglesia fueron lentos en la adaptación de la ética social a las
necesidades de la sociedad industrializada. Lejos de desaprobar el orden económico
existente, la mayoría del clero protestante le proporcionó una justificación teológi-
ca. Aunque Heruy Ward Bcecher predicaba una tcologfa liberal, era conservador en
sus actitudes hacia los problemas sociales, abogando por el uso de la fuerza contra
los huelguistas e insistiendo en que la pobreza era el resultado del pecado o la im-
previsión. Tal actitud, que surgía de forma natural de la ética protestante, reflejaba
también el hecho de que la pertenencia a sus iglesias se estaba haciendo propia de
las clases medias. Hasta confesiones como los baptistas y los metodistas, antes sectas
de los pobres, se habían vuelto ricas y respetables. Resulta significativo que John
D. Rockefcller fuera un miembro devoto y generoso benefactor de la Iglesia baptis-
ta. Así, se abrió un abismo entre las iglesias y las masas urbanas. Bryce informó ha-
ber escuchado muchos lamentos por la disminución de la asistencia a las iglesias de
las ciudades y concluyó que, en urbes como Nueva York y Chiago, «el volumen de
las clases más humildes (excepto los católicos[...]) es tan pagano como en Londres
o Berlín».
En la década de 1880 un pequeño grupo de ministros intentaron rcformular la éti-
ca cristiana. Influidos por los socialistas aistianos ingleses, desarrollaron lo que des-
pués se conocería como el Evangelio Social, que pmlicaba que la Iglesia tenía la res-

312
ponsabilidad y la capacidad de ocuparse de los problemas sociales. El más conocido
portavoz del movimiento fue Washington Gladden, un ministro congrcgacional de
Columbus (Ohio). Uno de los primeros en apoyar a los sindicatos, sostenía en ~
plid ChrislÚlnily (1886) que lo que se necesitaba en la industria era la cooperación en-
tre el capital y el trabajo y, aún más, el cpodcr del amor aistianOJO. Más responsable
de la popularización del Evangelio Social fue el reverendo Charles M. Sheldon, de
Topeka (Kansas), cuya exitosa novela In His Steps (1896) describía la transfonnación
producida cuando una congregación de Nueva York trató de seguir durante un año
las enseñanzas de Cristo. No obstante, el nombre más grande del movimiento del
Evangelio Social y su pensador más profundo fue Waltcr Rauschenbusch, autor de
Cbristillllily 111111 tht Socilll Crisis (1907) y A 1btologyfar tht Socilll Gosptl (1911). A dife-
rencia de muchos otros ministros con conciencia social, que sólo querían despojar al
capitalismo de sus abusos, Rauschenbusch no veía más alternativa que una refonna
completa de la sociedad según los principios socialistas.
El Evangelio Social, aedo minoritario incluso entre el clero urbano, no fue algo
que preocupara mucho a los feligreses. Resultó más espectacular el resurgimiento del
movimiento de renovación religiosa. Su exponente más destacado fue Dwight
L Moody, antiguo vendedor de calzado de Boston, que se dedicó al trabajo misione-
ro urbano tras trasladarse a Chicago en la década de 1850. Tenía pocos estudios, nun-
ca fue ordenado y careáa del apoyo de una organización eclesiástica. No obstante,
quizás fuera el predicador del evangelio con mayor éxito desde Jonathan Edwards.
Pero, a diferencia de éste, no pn:dicaba el fuego del infierno, sino un sencillo mensa-
je de esperanza y seguridad. Sus sermones no tenían en cuenta los temas sociales. Lo
que le preocupaba era la conversión personal, que se lograba mediante la aceptación
fervorosa de la infalibilidad de la Biblia: ciLa Biblia no se hizo para que se entendie-
ra!•, era su réplica a quienes encontraban inconsistencias en ella. Sus sermones direc-
tos, íntimos y vívidos se acompañaban del canto del evangelio de Ira D. Sankcy.
A pesar de tener una extensión de voz limitada, Sankey producía un poderoso efecto
sobre las congregaciones, en especial sobre las mujeres, con himnos muy apreciados
como •A salvo en los brazos de.Jesús-. Después de una giia por Gran Bretaña en 1875
que estableció su fama, Moody y Sankey dirigieron campañas en todas las grandes
ciudades estadounidenses. Llegaron a millones de personas con su mensaje pero,
como el mismo Moody reconocía, su principal labor no era convertir a las masas que
no pcrtcncdan a ninguna iglesia, sino fortalecer y reavivar la fe de los descarriados.
Otras organizaciones evangélicas trataron de mantener viva la religión combinan·
do servicios sociales y espirituales. La Asociación de Jóvenes Cristianos, introducida
desde Inglaterra en 1851, y la Asociación de Jóvenes Cristianas, trasplantada de igual
modo en 1858, promovieron no sólo actividades religiosas, sino también clases, con-
ferencias, conciertos y ejercicios atléticos. El Ejército de Salvación, fundado en Lon·
dres en 1865 por el •general» William Booth y organizado en los Estados Unidos
en 1880, trató mientras tanto de llevar la evangelización a los pobres mediante el es-
tablecimiento de misiones en los barrios bajos.
En contraste, la ciencia cristiana fue un producto estadounidense. Debió su inspi·
ración a las enseñanzas de la sañora Mary Bak.cr Eddy, una ncoinglesa fr.ígi1 y de es-
casos estudios, propensa a dolencias nerviosas desde la infancia. Habiendo recobra·
do una salud relativa gracias a un sanador mesmcriano y mental llamado Phineas
P. Qµmby, se puso a trabajar para sistematizar y desarrollar sus ideas y formar sanad~
res espirituales. En Scima ami Hea/Jh (1875), negaba la realidad de la materia y afirma·

313
ha que el pecado, la pobreza, la enfermedad, el dolor y la muerte eran ilusiones que
dcsapareccrian cuando Ja mente mortal lograra la armonía con Dios. En 1879 fundó
la primera Asociación de Ciencia Cristiana en Lynn (MaMachusetts) y en 1882 esta-
bleció la iglesia madre en Boston. Aunque la señora Eddy expresó sus doctrinas de
forma amplia y de hecho las cambió repetidas veces en sucesivas ediciones de sus li-
bros, la ciencia cristiana tuvo un gran atractivo sobre todo para los habitantes de las
ciudades de clase media, quizás porque los aliviaba de las tensiones wbanas. Cuando
murió la fundadora en 1910-hccho explicado por Ja doctrina de la señora Eddy con
el «maligno magnetismo animal» mediante el que personas mal dispuestas pueden
causar enfermedad a otras- , se había vuelto inmensamente rica y la Ciencia Cristia·
na tenía mil iglesias y una feligresía estimada entre 300.000 personas y un millón.
Gracias en buena parte a la inmigración, la Iglesia católica ~ó de forma espec-
tacular. Los fieles aumentaron de unos 3.500.000 en 1860 (el 11por100 de la pobla-
ción) a más de 16.000.000 en 1910 (17por100 del total). Sólo en la década de 1880
se establecieron veinte nuevas diócesis y después que el Tercer Concilio Plenario de
Baltimore hubiera hecho a las escuelas panoquiales casi obligatorias para los creyen-
tes, su número ascendió de forma drástica. Como la sociedad estadounidense, la Igle-
sia católica tenía dificultad para asimilar a los recién llegados de culturas tan diferen-
tes. Los inmigrantes católicos de Alemania, Austria-Hungría, Polonia, Italia y el Ca-
nadá francés se resintieron de la dominación irlandesa de la iglesia -casi toda la
jenuquía era de origen irlandés-y pidieron panoquias y sacerdotes propios. Aunque
se condenó esta petición como incongruente con la unidad esencial de la iglesia, de
forma tácita se concedió en la práctica. Sin embargo, swgieron luch3s encarnizadas
por la lengua del culto y la observancia de las recordadas festividades del Viejo Mun-
do. Algunos descontentos se libraron de Roma para formar iglesias nacionales inde-
pendientes, como la Iglesia polaca nacional y católica; otros, sobre todo los italianos,
fueron ganados por los proselitistas protestantes. A pesar de todo, la Iglesia católica
retuvo a la mayoría de sus fieles.
Como iglesia de la ciudad y la clase trabajadora, el catolicismo tuvo una necesi-
dad especial de adaptmc a la industrialización. Algunos miembros de Ja jerarquía
-sobre todo el arzobispo Michael A Corrigan, de Nueva York- eran extremada-
mente conservadores sobre las cuestiones sociales. Pero la figura sobresaliente del ca-
tolicismo estadounidense, James Gibbons, Cardenal de Baltimore, vio la necesidad
de cambiar si quería evitar deserciones. Como simpatizaba con las aspiraciones del
movimiento laboral, persuadió a la Santa Sede en 1887 para que retirara su condena
a los Caballeros del Trabajo. A pesar de todo, Gibbons y los prelados de su mismo
parecer tendieron a minimizar los problemas económicos y a no ver faltas notorias
en la sociedad estadounidcmc.

EL AVANCE EDUCATIVO
En cuanto a la educación, el periodo fue de expansión en todos los niveles. El
ideal de educación gratuita universal, aceptado en principio ya en 1850, se convirtió
ahora en una realidad, al menos en Ja enseñanza elemental. Hasta 1870 los únicos es-
tados que tenían leyes de asistencia obligatoria a la escuela eran Massachusetts y Ver-
mont, pero en 1990 ya casi todos los estados y territorios, a excepción de los del Sur,
las habían adoptado. Como consecuencia, el número de alumnos que recibían ins-

314
trucción en escuelas públicas elementales ascendió de menos de 7 millones en 1870
a casi 18 millones en 1910, y la proporción de niños en edad escolar que estaban ma-
triculados subió del 57 al 80 por 100. La duración media del curso escolar pasó
de 132 a 157 días y la tasa de analfabetismo descendió del 20 al 7,7 por 100. Al mis-
mo tiempo, hubo un aumento sorprendente en el número de escuelas secundarias
públicas: de 200 en 1865 a más de 12.000 en 1910.
Estas estadísticas ocultaban extensas disparidades regionales. Nueva York y Mas-
sachusetts respaldaban su sistema escolar con mucha mayor generosidad que los esta-
dos del Medio Oeste y todas las demás regiones gastaban mucho más que el Sur, aun-
que allí también mejoraron considerablemente las instalaciones a partir de 1900. En
todo el país, las escuelas de las ciudades eran mucho mejores que las de los distritos
rurales. Aunque los estadounidenses tendían a idealizar su «CSCUclita roja• como un
baluarte de la democracia, la escuela rural solía ser poco más que una cabaña de una
sola habitación en la que una única persona enseñaba de memoria asignaturas con-
vencionales a alumnos de todas las edades. Una causa importante de la enseñanza
mediocre era que, aunque la sociedad estadounidense reverenciaba la educación, te-
nía poco aprecio por los maestros y los pagaba desastrosamente. Esto explica el des-
plazamiento acelerado de los maestros por maestras: en 1914 cuatro de cada cinco
maestros eran mujeres. Y como ambos sexos tendían a considerar la enseñanza como
un apoyo para algo mejor, las escuelas experimentaban frecuentes cambios de planti-
lla. Una dificultad añadida era que las juntas escolares tendían a asumir que la fun..
ción más importante de la escuela era no tanto la educación en el sentido estricto,
sino la promoción de la democracia y la unidad social y nacional.
La educación superior recibió un estímulo de la Ley Morrill de 1862, que ofreáa
generosas concesiones de suelo federal a los estados para respaldar a las universidades
que enseñaran «agricultura y artes mecánicas». Entre la primera cosecha de las univer-
sidades que se acogieron a estas concesiones se contaron las de Illinois (1867), Min·
nesota (1868) y California (1868), que hadan hincapié en la formación profesional,
pero no descuidaban las asignaturas académicas. Los estados también les asignaron
grandes sumas y a finales del siglo ya todos menos diez pudieron vanagloriarse de
contar con universidades propias. Otras nuevas instituciones fueron producto de la
filantropía privada. Comell (1868), aunque se benefició de la Ley Morrill, debía más
a un cuantioso donativo del millonario del telégrafo Ezra Comcll;Johns Hopkins, en
Baltimore (1876), y el Drexel lnstitute, en Filadelfia (1893), fueron fundados por ban-
queros acaudalados; Vandcrbilt (1873) y Stanford (1893), por millonarios de los ferro.
carriles. Y aunque -a diferencia de los ejemplos citados- no llevó el nombre de su
principal benefactor, la titubeante Universidad de Chicago (1892) revivió mediante la
dotación de 34 millones de dólares de John D. Rockefcller.
La educación superior femenina hizo grandes progresos. Todas las universidades
estatales del Oeste fueron mixtas desde el comienzo, así como Comcll y Stanford. En
el Este conservador, se siguieron albergando dudas acerca de la capacidad de las mu-
jeres para beneficiarse de una educación universitaria, pero los resultados de universt
dades femeninas como Vassar (1865), Welleslcy (1875), Smith (1875) y Bl}'tl Mawr
(1885), todas con cursos comparables a los tomados por los hombres, refutaron sus
prejuicios. También lo hizo el éxito del compromiso aceptado de mala gana por el
cual algunas de las antiguas universidades masculinas abrieron instituciones afiliadas
para mujeres: Harvard Anncxe, por ejemplo, que se estableció en 1879 y que floreció
en Radcliffe Collcgc en 1894. A finales de siglo, cuatro de cada cinco universidades

315
de los Est.ados Unidos ya estaban abiertas a las mujeres y el número de estudiantes ~
meninas había crecido hast.a unas 25.000, cerca de un cuarto del tot.al.
La simple expansión no significa, por supuesto, un avance incondicional. Una
gran proporción de las 500 universidades que existían en 1900 -más del doble que
treint.a años ant&- no podían reclamar ser instituciones de aprendizaje superior. s~
bre todo en el Sur y el Medio Oeste, había muchas pequeñas universidades rurales,
con frecuencia colocadas por celo de categoría, cuyos niveles eran los de una escuela
secundaria. Incluso en las principales, los propósitos académicos tendían a diluirse
por la import.ancia otorgada a los deportes-espectáculo, sobre todo el fiítbol intcruni-
versit.ario, que se convirtió en un espectáculo de masas en la década de 1890. Ade-
más, el dominio que ejercían en las juntas de fideicomisarios los hombres de nep
cios acaudalados llevó a algunas notorias invasiones de la libert.ad académica.
De todos modos, Bryce pudo declarar acert.adamente en 1888 que los Est.ados
Unidos tenían «no menos de quince y quizás incluso veinte centros de enseñanza
dignos de contarse al lado de las universidades de Alemania, Francia e Inglaterra•, y
que, en ciertos aspectos, sobre todo en las ciencias ~es, había tomado la delan-
tera. Podía haber añadido que en todas las ramas del saber, los eruditos est.adouniden-
ses habían comenzado a adquirir prestigio internacional. Así, Yale cont.aba con Wi-
lliam Graham Sumner, sociólogo, y Wtllard Gibbs, el mayor de todos los científicos
teóricos est.adounidenses. Los formidables t.alentos de Wtlliam James, Josiah Royce y
Gcorgc Sant.ayana se concentraban en el depart.amcnto de fi.losofia de Harvard. Johns
Hopkins se enorgullecía de Simon Ncwcomb, el principal astrónomo del mundo, y
Basil L Gilderslccve, el gran filólogo clásico. No obstante, al término 'de la guerra ci-
vil, las universidades cst.adounidenses habrían suscit.ado críticas. Est.aban sofocadas
por fanáticos dirigentes eclesiásticos; los criterios de admisión eran bajos; los planes
de estudio, demasiado clásicos; se descuidaban la hiitoria, las lenguas modernas y la
economía; no había bibliotecas, laboratorios o aparatos científicos adecuados; los
profesores ocupaban varias cátedras a la vez; se prestaba demasiada poca atención al
avance del conocimiento. Estas deficiencias fueron remediadas por un grupo de rec-
tores universitarios, entre ellos Andrew Dickson White, de Comell (1867), James
McCosh, de Princeton (1868), Charles W. Eliot, de Harvard (1869) y Daniel Coit Gil-
man, de Johns Hopkins (1876). El mandato de cuarent.a años de Eliot transformó
Harvard de un centro de peleas golpeado por la pobreza en una import.ante universi-
dad. Su reforma más radical fue la introducción del sistema optativo por el cual los
alumnos elegían sus cursos de una amplia gama ofrecida. También organizó la forma-
ción de posgrado y reformó de modo drástico las escuelas de medicina y derecho. Sus
innovaciones -en especial el sistema dectiv~ provocaron una fuerte oposición,
pero acabaron copiadas por muchos. Mientras tanto, en Johns Hopk:ins, Gilman for-
t.aleáa la suprcmaáa de la investigación especializada y el estudio avanzado; muchos
profesores que habían estudiado en Alemania introdujeron los rigurosos métodos
académicos germanos, incluido el semirlario y el doctorado en fi.losofia. Espoleadas
por su ejemplo, otras instituciones se apresuraron a establecer escuelas de posgrado;
de un puñado a finales de la década de 1870, su número ya había ascendido en 1898
a casi 5.000.
Una contribución educacionál diferente fue la del movimiento Chaut.auqua, su-
cesor del anterior liceo. Iniciado en 1874 en d lago Chaut.auqua en el oeste de Nue-
va York como un campamento de verano para formar maestros de escuelas domini-
cales, Chautauqua pronto se convirtió en una organización de ámbito nacional para

316
la educación de adultos. Mediante cursos por correspondencia y grupos de estudio
organizados -en los que ya había matriculados 100.000 adultos en 1892-, llegó a
cientos de ciudades pequeñas y comunidades rurales. Además de ofrecer cspc:ctácu-
los musicales y dnunáticos, enviaba conferenciantes itinerantes, entre los que se en-
contraron Mark Twain, William Jcnnings Bryan y el filósofo Wtlliam James.

BIBUCJI'ECAS Y PRENSA

Al fin de la guerra civil, las únicas bibliotecas que merecían ese nombre estaban
en las ciudades del Este. Pero en 1900 ya había pocas comunidades, excepto en algu-
nas partes del Sur, que no tuvieran una biblioteca pública y gratuita, sostenida con los
impuestos. Ello se debió mucho a la generosidad privada, en especial a los millones
que Andrew Camegie donó para su edificación, con la condición de que los munici-
pios aceptaran mantenerlas. Los últimos años del siglo contemplaron el clúnax del
proceso con la formación de la Biblioteca Pública de Nueva York (1895), la apertura
de los nuevos y magníficos edificios de las bibliotecas públicas de Boston (1895) y
Chicago (1897), y la aún más espléndida Biblioteca del Ú>ngrcso (1897), el edificio
bibliotecario mayor y más costoso del mundo.
En 1900 los &tados Unidos ya tenían 2.190 diarios y 15.813 semanarios, más que
el resto del mundo. las prensas rotativas y otras mcjom mecánicas, sobre todo en la
linotipia inventada en 1886, hicieron posible periódicos más grandes, y aceleraron y
abarataron la producción. La multiplicación de agencias de noticias cooperativas
como Associated Press significó una cobertura más completa, aunque el coste fue la
estandarización de los contenidos de los periódicos suscritos. Para pagar estas nuevas
técnicas se recurrió cada vez más a la publicidad, a la competencia por la circulación
y a una tendencia hacia la consolidación y el desarrollo de cadenas de periódicos. En-
tonces éstos se convirtieron en vastas empresas de negocios y, en consecuencia, la di-
rección del periodismo pasó de los grandes propietarios-editores, como Horace Grec-
ley del Tribunt de Nueva York y James Gordon Bennett del Hera/á de Nueva York
-ambos murieron en 1872-, a una nueva raza de empresarios del periodismo preo-
cupados menos por moldear la opinión que por hacer dinero abasteciendo a la masa
alfabetizada reciente.
El inmigrante húngaro Joseph Pulitzcr, propietario sucesivamente del Post-Dis-
pacth (1878) de San Luis y del World (1883) de Nueva York, ejemplifica bien esta ten-
dencia. Antes del año de haber adquirido el World, Pulitzcr había aumentado su cir-
culación de 15.000 a 60.000 ejemplares y en 1898 ya lo había impulsado hasta sob~
pasar el millón. Se dirigía de forma abierta a lo que Brycc denominó «la masa aaítica
y sin instrucción de lectores», resaltando el «interés humano• de los relatos, utilizan-
do con profusión ilustraciones, caricaturas y tiras cómicas exageradas, ~lotando de
forma ostentosa el crimen, el sexo y el escándalo, fomentado el jingoísmo mientras
llevaba a cabo una cruzada de virtud jactanciosa contra la corrupción política y una
variedad de otros males, que incluían los burdeles, el juego y los barrios bajos. Peri&
dicos dignos y respetables como el venerable Evming Post de Nueva York y el Evming
Trtl11SCript de Boston seguían contando con un número de lectores considerable entre
las clases cultas, pero la técnica del periodismo «amarillista• de Pulitzcr se copió mu-
cho y no sólo en los &tados Unidos: el diario Dai!J Mail de .Alfred Harmsworth, lan-
zado en Londres en 1896, debió mucho a su ejemplo.

317
También ascendieron las ventas de revistas, sobre todo una vez que el Congreso
concedió la rebaja de las tarifas postales en ltrl9. Las principales publicaciones men·
suales eran H4per's, Atlantic (ambas anteriores a la guerra civil) y Scribner's (fundada
en 1870). Esencialmente literarias, estas revistas se dirigían sobre todo a la clase media
culta, al igual que semanarios de calidad como Na/ion, fundado en 1865 por el irlan·
dés E. L Godkin. Durante cuarenta años, fue un poderoso líder de opinión, en cspc-
. cial en la Costa Este, que se ocupaba de los asuntos públicos, la literatura y las artes.
· En tomo a 1900 los periódicos establecidos comenzaron a verse desafiados por un
nuevo tipo de revista, concebida para el mercado de masas. Con una impresión atrae·
tiva, profusamente ilustradas con grabados de media tinta, escritas con esmero y pro-
vistas de anuncios rentables, revistas como Minsey's (1891), McC/me's (1893) y e.o~
po/illln (1886) se vendían por 10 ó 15 centavos, menos que la mitad del precio de los
periódicos más antiguos. Su popularidad aumentó más a comienzos de la década
de 1900 por los artículos que destapaban, de forma sensacionalista pero bien docu·
mentada, casos de conupción política, la vivienda en los barrios pobres, alimentos
adulterados, fraudes sobre patentes de medicinas y ottos abusos. Aún más leídos eran
el Sablrúy E'lJming Post y Ladie's Home]Olll7Uli. La última, fundada en 1883 y bajo el
cuidado editorial desde 1889 de Edward W. Bok, tenía una venta de dos millones de
ejemplares a finales de siglo y se había convertido en la •biblia mensual de los boga·
res estadounidenses». Todas las revistas populares otorgaron nueva prominencia a las
historias cortas, con lo que contribuyeron a conferir un lugar significativo a ese géne-
ro en las letras estadounidenses. También presentaron en entregas la mayoria de las
obras de ficción más importantes del momento. ·

La guerra civil marcó una línea divisoria en la literatura. De las grandes figuras an·
tcriorcs sólo Whitman siguió produciendo. Hawthome y Thorcau habían muerto, el
poder de Emerson se estaba desvaneciendo y Melville se había retirado a la oscuri·
dad. Con su desaparición llegó un cambio gradual en las formas y temas literarios.
Aunque los escritos románticos, moralistas y sentimentales permanecieron, hubo una
tendencia creciente a partir más o menos de 1870 hacia el realismo literario. Luego,
cuando cambió el siglo, la reacción contra el romanticismo se acució con el surgi·
miento de una escuela de novelistas •naturalistas».
El primer grupo de escritores imaginativos que describieron situaciones reales
-aunque sin intentar demasiado analizarlas- perteneció al denominado movimien·
to ccolorista local•. Buscaban los temas en las costumbres y dialectos de sus localida·
des, y se concentraban en gencial en el pasado rural que estaba desapareciendo. Así,
en Tht Hoosier Schoolmaster (F1 maestro Je tsCllelll Je /111iútn4, 1871), Edward Eggleston
pintaba un cuadro evocativo de la vida de las regiones remotas y silvestres del Medio
Oeste y en Tht C.Olllllty oflht Pointul Fin, Sarah Orne Jewctt describía el orden social
casi perdido de la Nueva Inglaterra rural. Entre los escritores sureños, Gcoigc Washing·
ton Cable explotó las tradiciones criollas de Nueva Orlcans en Tht Grllllliúsimes (1880),
mientras que Jocl Chandler Harris recogía las leyendas negras en sus relatos del tío Re-
mus. También el Lejano Oeste produjo una vigorosa literatura regional, comenzando
con Bret Harte, cuyas descripciones de la vida sin ley de los campamentos mineros en
obras como Tht LMót ofRoaring Omtp (1870) cautivó a los lectores estadounidenses.

318
De la tradición colorista local surgió una figura importmte: Mark Twain. Comen·
zó su carrera literaria como esaitor de piezas cortas y jocosas sobre el Oeste y, duran·
te su vida, nunca pudo corregir la impresión popular de que era sólo un humorista
de la frontera. Su nombre de pila era Samuel Langhome Oemens y nació en Hanni-
bal (Misuri) en 1835; fue sucesivamente oficial de imprenta, piloto del río Misisipí y
soldado confederado, antes de marcharse a Nevada en 1861. Tras un interludio de
búsquedas de minerales y minería, y un periodo como reportero de un periódico y
conferenciante popular, logró el éxito con lmwcmts Abroad (lnoantes m el exlranjero,
1869), un relato jocoso de una gira europea y Ro.gbing lt (PllSllNio apuros, 1872), un
retrato vívido de la sociedad fronteriza del Oeste. Fue un esaitor prolífico de todo
tipo de temas -abarcó desde las ranas saltadoras hasta Juana de Aleo- y desigual.
Pero tres de sus obras se han convertido en clásicos estadounidenses: Tbe Atlvtnbms
ofTom Sallyer (Las fl'lJtnblras de Tom Sallyer, 1876), lifo on the Mississippi (L4 Wla m el
Misisipí, 1883) y Tbe .Advenálres ofHtldtlebmy Finn (Las 1Z1Jtnl11ras de Htldtkbmy Film,
1884), todas ellas basadas en sus recuerdos juveniles de su vida en las riberas del gran
río. En HllÓÚebmy Finn, la mejor novela americana del siglo, el Misisipí se convierte
en un símbolo del viaje hwnano y la huida de Huck a las tierras salvajes, en un inten-
to por escapar de la civilización que, al domesticar al hombre natural, le priva de su
bondad instintiva. Twain logra el realismo mediante una mezcla de hipérbole, jeiga
cómica y sátira y, en el proceso, desarrolla lo que los escritores anteriores habían tra-
tado en vano: un estilo de prosa próximo al idioma vernáculo americano y apropia-
do a su carácter distintivo.
Henry James fue un realista de otro tipo, cuya brillante carrera literaria abarcó me-
dio siglo y cuyo examen meticuloso de los antecedentes y el carácter constituyeron
una importante contribución al desarrollo de la novela como una forma de arte. Na-
cido en Nueva York en 1834 de una familia acomodada y prodigiosamente dotada
-su hermano mayor fue el famoso filósofo William James-, le f.ascin.6 Europa des-
de su juventud. En 1876, creyendo que los Estados Unidos carecían de sofisticación
intelectual para ·inspirar una gran literatura, se afincó para siempre en Inglaterra.
(Henry Adams, Edith Wharton y Gertrude Stein se encontraron entre otros escritores
bien conocidos que se expatriaron.) No obstante, América siempre fue el punto de re-
ferencia de James y muchos de sus escritos trataron del impacto de Europa en los es-
tadounidenses que la visitaban. En obras como Tbe .AmerÍcllns (Los lllll6Ítllnos, 1876),
Daisy Mi/Jer (1879) y Tbe Portrait ofa lAJy {Retrillo de una "'1na, 1881), presenta al es-
tadounidense más ingenuo que al europeo, pero también más idealista. En la década
de 1890 sus novelas se ocuparon sobre todo de la sociedad inglesa de clase alta, pero
en su última fase volvió a la conexión entre los Estados Unidos y Europa, tema que
exploró con sutileza creciente y complejidad estilística en las tres novelas que supu-
sieron la cima de su arte: Tbe Wmgs ofthe Dovt (Las alas de la p""""4. 1902), Tbe Am-
bassaátm (Los tmblljaJom, 1903) y Tbe GolJlm BOf/J/ (FJ cuenco de oro, 1904).
El tercer miembro del triunvirato que dominó las letras estadounidenSes en este
periodo, William Dcan Howells, fue amigo y admirador de Twain y James. Nacido en
un pequeño pueblo de Ohio, tuvo pocos estudios, pero tras establecerse en Boston
una vez acabada la guerra civil, se convirtió en editor adjunto y luego en editor jefe
del Atlantic Monlh~. Fue el critico más influyente de sus días, alentó a los novelistas
jóvenes --con frecuencia carentes de fama- y presentó al público estadounidense
escritores extranjeros como Tolstoi, lbsen y Zola. En la literatura, realista más cons-
ciente que Twain, definió esta tendencia como •el tratamiento veraz del material co-

319
mún• y lo demostró en una larga serie de novelas -escribió en total treinta y cin-
co-, así como en dramas, libros de viajes, relatos cortos y memorias. Su mejor nove-
la, Tht /üse o/Sil4s Laph111n (FJ ~o Je Siias Lllpb111n, 1885), es un estudio psicológi-
co magistral sobre un hombre de negocios hecho a sí mismo. Impresionado profun-
damente por los levantamientos sindicales de las décadas de 1880 y 1890, Howclls
desarrolló simpatías socialistas y su últimas novelas, a partir de A H4Urd ojNtflll ~
tunes (Un ll2.llT Je 1llllfHISjin11ouu, 1890), aiticaron fuertemente las consecuencias socia-
les de la indmtrialización.
Sin embargo, su realismo era demasiado refinado y mojigato para los «naturalis-
tas» que alcanzaron prominencia con el cambio de siglo. Para novelistas como Ham-
lin Garland, Stphcn Cranc, Frank Norris y Thcodore Drciser, que extrajeron su inspi-
ración de Z.Ola y otros csaitores franceses, el realismo suponía explorar todos los as-
pectos de la c:xpcriencia humana, sin que importara lo sórdidos o desagradables que
resultaran. Garland ejemplificó esta postura en Main Traoelul Rolllis (Carrtteras más
tr1111Silmias, 1891), un rettato inflexible de la suciedad de la vida en las granjas. En
Mll(,gÚ (1893) Crane desaibió la seducción y suicidio final de una chica de los banios
bajos de Nueva Yorlc, mienttas que su obra maestta sobre la guerra civil, 1ñe Red Bad-
gt ofCo11rlJ# (FJ rojo mthlema del'INllor, 1895), se centró en la brutalidad de la guerra. La
más conocida novela de Norris, 1be Oaopus (FJJ'lllpo, 1901), dcsaibc la lucha deses-
perada de los cultivadores de trigo de California contta el despiadado fcrrocarril. El
primer libro de Drciser, Sister Otnie (úl bmnana Otnie, 1901), ttataba el sexo con tan·
ta franqueza que hubo de ser retirada poco después de su publicación. Todos estos es-
critores «naturalistas» reflejaban la influencia del darwinismo y acepblhan que el des-
tino del hombre era determinado por fucnas elementales sobre las que carecía de
control.
Aunque persistió la ttadición romántica en la pintura algún tiempo más que en la
literatura, un dotado grupo de pintores retratistas y paisajistas demostraron una d~
ción inflexible hacia la verdad. El realista más destacado fue Thomas Ealrins, de Fila-
delfia, quizás el mejor pintor que los Estados Unidos han producido. Su fascinación
por la anatomía humana y su profundidad emocional resultan evidentes en su obra
maestta, 1be Gross Clinic (1875), un estudio gráfico sobre una operación quirúrgica, y
en su vigoroso rettato de las actividades atléticas. Wmslow Homcr, nacido en Boston,
logró una fama similar como pintor realista de la naturaleza. Muy conocido por sus
paisajes marinos, sobre todo de la costa de Maine, también produjo vivas telas sobre
escenas caribeñas. Algunos pintores estadounidenses decidieron trabajar en el extran-
jero: el versátil y excéntrico James A McNeill Whistler y el f.unoso rettatista de la so-
ciedad, John Singcr Sargcnt, vivieron en Londres, y la impresionista Mary Cassatt se
estableció en París. Es cierto que pocos de sus contemporáneos reconocieron el tale&
to de los pintores más innovadores, pero el interés público por el arte se desarrolló de
forma marcada. Al final de la guerra civil ninguna ciudad estadounidense poseía una
buena galcria de arte, pero en 1870 Nueva York fundó el Mctropolitan Muscum y al
fin del siglo la mayoría de las ciudades grandes ya habían adquirido colecciones con-
siderables. Además, muchos de los nuevos magnates de los negocios -Hcmy Clay
Frick y J. PiCipOnt Morgan, por ejemplo- patrocinaron a artistas y coleccionaron te-
soros artísticos europeos.
Durante mucho tiempo se estiló insistir en que las décadas posteriores a la guma
civil se caracterizaron por un materialismo y una vulgaridad enemigas de la actividad
intelectual y cultural. Fue la opinión de contemporáneos aíticos como Twain, que la

320
denominó la «edad dorada• (con una capa falsa, no de oro) y Godkin, que se quejó
de que los Estados Unidos habían construido una «Civilización de cromo•. Hay mu-
cho de verdad en sus críticas. Sin duda, el industrialismo echó muchas sombras. El
éxito en los negocios se valoró sobre el intelectual. Los estadounidenses produjeron
poco de valor en la música o el teatro. Continuaron mirando a Europa en busca de
inspiración en pintura, escultura y arquitectura. La larga lista de escritores y pintores
expatriados era un comentario significativo sobre la atmósfera cultural del país. Ade-
más, algunas de las personas de mayor valía trabajaron en la oscuridad. Así, a la gran
poeta estadounidense Emily Dickinson no sólo no se la apreció durante su vida, sino
que cuando murió en 1886 apenas era conocida. No obstante, como las páginas an-
teriores evidencian, fue un periodo extraordinariamente creativo para la literatura, la
filosofia, la pintura, la ciencia y Ja educación. Sin duda, resulta dificil pensar que al-
guien fuera testigo de tantos resultados estadounidenses en el ámbito de la mente.

321
CAPtruLo XVIII

Del conseivadurismo político a la revuelta, 1871-1896

El. SISTEMA POúnCO

Las décadas de 1870 y 1880 se han solido desechar como un capítulo deslustrado
y carente de significado de la historia política estadounidense, y no resulta dificil des-
cubrir el motivo. La política nacional no se basó en principios, sino en el clientelis-
mo. Tanto republicanos como demócratas dejaron de lado o evadieron los temas sur-
gidos del cambio económico y social y se preocuparon sobre todo por obtener pues-
tos oficiales. Se ha señalado acertadamente que el electoralismo se convirtió en un
negocio y la política, en un comercio. Ello implicó partidos muy organizados y la
profcsionalización de los políticos. Fue el apogeo de la maquinaria política y del sis-
tema de las sinecuras. El nivel general de la moralidad política era bajo, el fraude y la
corrupción, desenfrenados. Una sucesión de mediocridades dignas ocuparon la pre
sidencia y el tedio de sus gobiernos ni siquiera lo aliviaron los escándalos. Del mis-
mo modo, en el Congreso hubo pocos hombres distinguidos. Por lo tanto, no resul-
ta sorprendente que los historiadores se hayan hecho eco del veredicto de Henry
Adams de que •el periodo fue pobre en propósitos y estéril en resultados- o que ha-
yan adoptado para él la etiqueta despectiva y locuaz que proporcionó el título de
una novela menor, Tbe GiúldAgr (La edad doradiz, 1873), de Mark Twain y Charles
Dudley Warner.
No obstante, la «edad dorada• tuvo sus rasgos redentores. Uno fue que aún había
hombres íntegros en la vida pública, sobre todo en el Senado: entre ellos se contaban
destacados enemigos de la corrupción política como Carl Schwz, de Misuri, Lyman
Trumbull, de Illinois, y Geoigc F. Hoar, de Massachusctts. También el swgimiento de
terceros partidos aseguró que se debatieran públicamente los temas que los principa-
les partidos trat.aban de evitar. Así, el movimiento Granje (palabra que significa gran-
ja y los edificios que hay en ella) y el Partido del Traba~Billetes Verdes (Grcenbadc-
Labor Party), alimentados por el descontento económico, centraron la atención públi-
ca en la reglamentación de los furocarriles y la cuestión monetaria. rcspcctivamente.
Ad~, si se pasa de la política nacional a la local -como debe hacerse al tratar con
un periodo impregnado de localismo-, se descubre que los temas políticos eran bas-
tante reales. En varios estados del Medio Oeste hubo feroces contiendas sobre temas
«etnoculturales»: abstinencia, observancia del domingo, lectura de la Biblia en las es-
cuelas públicas y educación en lenguas extranjeras. En California, la aparición del Par-
tido de los Trabajadores (Worlcingmen Party) en 1878 y el Partido Americano (Ame-

323
rican Party) en 1886, ambos nacionalistas y de corta vida, demostraron asimismo que
la política local no estaba de ningún modo en bancanota.
Así que, aunque la política puede haber sido abwrida para patricios desilwiona-
dos como Henry Adams, no parece que tuvieran la misma opinión los hombres y
mujeres ordinarios. A pesar de la ausencia relativa de conflictos ideológicos, fue una
época de feroz partidismo político. Las reuniones de los partidos eran muy concwri-
das y entusiastas, y fue a las urnas una proporción más alta de votantes que en nin-
gún otro periodo. Las campañas políticas, con su aparato de bandas, desfiles y bande-
ras, cumplieron importantes tareas sociales, proporcionando la excitación que gene-
raciones posteriores derivaron de otras fuentes y también permitieron a los grupos
demostrar su solidaridad.
El estancamiento fue la situación política dominante. Los dos principales parti-
dos estaban divididos de manera bastante equilibrada. En las cinco elecciones presi-
denciales celebradas entre 1876 y 1892, el nwgen ganador en los votos populares fue
extraordinariamente aproximado: menos de un 1por100 en tres de ellas. También
en ambas cámaras del C.Ongrcso el poder estaba muy equilibrado y, además, pasó de
forma rq>etida de un partido a otro. &ccpto entre 1889y1891, ningún partido con-
troló simultáneamente la presidencia, el senado y la Cámara de Representantes. Y del
mismo modo que el estrecho equilibrio entre los partidos fomentó el equívoco sobre
temas vitales, la inestabilidad prevaleciente y la awcncia de un mandato claro hicie-
ron difícil que éstos llevaran a cabo sw programas.
Una característica igualmente sorpRndente de la política del periodo fue el des-
censo de poder y prestigio de la presidencia. La razón principal fue que el poder eje-
cutivo seguía sufiicndo el asalto del C.Ongrcso sobre AndRw Jonhson y la casi abdi-
cación de la autoridad presidencial de Grant. Sw sucesores, a pesar de no distinguir-
se, resistieron con valor las ptttmsiones más extremas del C.Ongrcso, pero pudieron
hacer poco para conseguir que la balanza del poder volviera a la Casa Blanca. Tam-
poco lo pretendieron de forma particular. Todos compartieron la creencia predomi-
nante de que el presidente debia limitarse a ejecutar las leyes y dejar que fuera el C.On-
grcso el que las hiciera.
El control político descansaba en los caciques de los partidos y sw maquinarias
muy organizadas y de orientación localista. Los caciques de las ciudades, por lo gene-
ral hombres de poca preparación y de origen inmigrante reciente (usualmente irlan-
deses), prcferlan no buscar cargos políticos para sí mismos, sino operar tras las corti-
nas. Los caciques de los estados, en contraste, tendían a presentar una buena forma-
ción y pertenecer a viejas estirpes estadounidenses. Muchos eran senadores de los
Estados Unidos, lo que significaba que tenían a su disposición clicntelismo federal y
estatal. Así, la maquinaria republicana del estado de Pcnsilvania era controlada por
los senadores Matthcw S. Q.iay y Boies Penrosc, la de Nueva York, de forma sucesi-
va, por los senadores Roscoc C.Onkling y Thomas C. Platt. C.Omparables en escala y
poder eran las maquinarias estatales demócratas, como la de Nueva York, dominada
por el senador David B. Hill. El tamaño y la variedad del electorado y la frecuencia
de las elecciones dio mayor importancia a la organización intensiva. Además, el
modo predominante de votar-papeletas de los partidos y la awcncia antes de 1890
del secreto de vo~ permitió a las maquinarias políticas ejcn:cr un control estricto.
La movilidad del electorado y los métodos improvisados para identificar a los votan-
tes facilitaron la corrupción electoral.
James Brycc y, por supuesto, los críticos estadounidenses, señalaron el gobierno

324
de la ciudad como «el fiacaso más evidente de los &tados UnidOS». Entre las causas
estaban los cargos deshonestos e incompetentes, las formas anticuadas y engorrosas
de gobernar y la indiferencia de los votantes hacia d funcionamiento real de la admi-
nistración pública. Más fundamental fue la enorme vdocidad con la que crecieron
las ciudades y d hecho de que las administraciones municipales carecieran de expe-
riencia para gobernar grandes extensiones metropolitanas. Con la eipansión a gran
escala de los servicios públicos -agua, gas, dectricidad, ttánsito ráp~ y d enor-
me aumento de otros gastos públicos, se desarrollaron alianzas corruptas entre auto-
ridades sin escrúpulos e intereses comerciales ávidos de fianquicias y contratos.
El ejemplo más notorio de soborno y corrupción fue d árculo de Tweed (véase
cap. XIII). Después de su caída en 1871, d •Honrado John• Kdly -aunque no. se
mereciera mucho su apodo- dio a Nueva York al menos un respiro de las fonnas
más groseras de corrupción. Pero volvió a profundizarse a partir de 1886, cuando a
Kdly le sucedió como cacique de Tammany Hall otro irlandés autocrático, Richard
Croker, antiguo boxeador y dirigente de banda.
Los votos de los inmigrantes apuntalaron d poder de los caciques de las ciudades
y su maquinaria. En un momento en que había pocas entidades que se ocuparan del
bienestar público, los extranjeros sorprendidos que se apiñaban en las ciudades esta-
dounidenses necesitaban ayuda desespezadament.e y los caciques de las.ciudades se la
proporcionaban de forma sistemática. Buscaban trabajo y alojamiento a los recién lle-
gados, «arreglaban• las cosas cuando se enredaban con la ley, pagaban los gastos fu-
nerarios, organizaban fiestas para los niños y en Navidad distribuían carbón y pavo
gratis. Desconocedores de las urnas y dd gobierno representativo, los inmigrantes no
veían nada malo en pagar a sus benefactores con sus votos y haáan oídos sordos a
los intentos de derrocar d gobierno dd cacique. Pero aunque los reformistas culpa-
ban con frecuencia dd desgobierno municipal a la que denominaron •ignorante
chusma extranjera•, los caciques también eran caracteristicos de ciudades sin una gran
población extranjera. Junto con d control de la maquinaria política, estaba el sobor-
no y cabildeo al poder legislativo, sobre todo por parte de las grandes empresas. Mu-
chas asambleas estatales fueron pagadas por compañías de ferrocarriles y aunque en
el ámbito federal la corrupción era más sutil, no dejaba de estar extendida. El congre-
sista corrupto se convirtió en un personaje de repertorio en la novelística política con-
temporánea, sobre todo en Honest]ohn Vane (1875) de John W. De Forest y Demoaf19
de Henry Adams (1880). &tas obras han instado a los historiadores a unir la corrup-
ción al materialismo y a las flexibles pautas éticas de la época. Pero un parecer menos
moralista habría reconocido que la corrupción, como en la Inglaterra del siglo XVIII,
era una forma de adaptación necesaria, un modo de que d gobierno funcionara.

los PARTIDOS POÚl1COS

Cada uno de los principales partidos era un cúmulo de organizaciones locales.


Asumían temporalmente un carácter nacional una vez cada cuatro años, durante las
elecciones presidenciales. El resto del tiempo nombraban candidatos, recaudaban
fondos, dirigían campañas y distribuían el clientelismo sin apenas echar una ojeada
fuera de su grupo de electores inmediatos. Según Bryce, era poco lo que distinguía a
los republicanos de los demócratas. En 1888 escribió: •Ningún partido tiene princi-
pios o doctrina característica•. Sin embargo, cada uno contaba con su propio conjun-

325
to de afiliados, basado menos en los intereses económicos que en complejos factores
históricos, étnicos, religiosos y culturales. El Partido Republicano era el de la Unión
y los recuerdos de la guerra civil lo aglutinaban. Por ello, se dirigía a los veteranos de
la guerra y a los negros, reforzando su atractivo mediante la invocación del nombre
de Lincoln y «Ondeando la camisa ensangrentada•, es decir, identificando a los demó-
cratas con la desunión. El republicanismo era más fuerte en Nueva Inglaterra y el Me-
dio Oeste superior, respaldado sobre todo por quienes no habían nacido en el Sur, en
especial por las ramas más religiosas del protestantismo: congregacionalistas, meto-
distas y cuáqueros. La mayoóa del medio empresarial votaba a este partido, pero tam·
bién muchos trabajadores, así como el grueso de los granjeros acomodados. Por otro
lado, el Partido Demócrata era básicamente una alianza del Sur blanco y la población
inmigrante de las grandes ciudades del Norte. Podía contar en general con el voto ca-
tólico, ya fuera wbano o rural, así como con el apoyo de las sectas protestantes más
litúrgicas, como los luteranos alemanes. También tenían adeptos entre los granjeros
marginales e incluso entre una minoóa de los empresarios y banqueros. Además, a
pesar del hecho de que ninguno de los partidos tenía una ideología explicita e inclu-
so trataban de oscurecer su identidad a este respecto ~on éxito, según Brycc-, era
posible discernir diferencias reales y persistentes en la importancia otorgada a cuestio-
nes de polftica pública. Así, podría decirse que los republicanos, a pesar de aceptar el
control local sobre los temas locales, creían que una economía integrada y una socie-
dad nacional implicaban a veces un gobierno activo y centralizado. Defendían un
arancel proteccionista y el ideal de la igualdad racial~ menos de boca para afuera--
y simpatizaban, aunque sin llegar a apoyarla realmente, con la prohibición de fabri-
car y vender bebidas alcohólicas, el sabatismo y la restricción a la inmigración. Los
demócratas, por su parte, simbolizaban los derechos estatales y el gobierno limitado,
predicaban el ahorro y la reducción arancelaria y eran muy negrofóbicos, no sólo en
el Sur. Ambos partidos soportaban un faccionalismo aónico, producto de rivalida-
des polfticas, la pobreza de temas polfticos y el aliciente de las prebendas. Dentro de
las filas republicanas, los staJwarts (robustos), encabezados por Conkling, estaban en
pugna con los ha!f-brwl (mestizos), liderados por james G. Blaine. Los demócratas es-
taban igualmente divididos, sobre todo en Nueva York, donde había una feroz rivali-
dad entre Tamrnany Hall y otras dos facciones de la ciudad, y entre la primera y el
aparato de la zona rural de David B. Hill. Pero cuando se acercaba el día de las elec-
ciones, los partidos trataban, con éxito variado, de componer sus pendencias y pre-
sentar una fachada de unidad.
La presidencia de Rutherford B. Hayes ilustra los aspectos negativos del sistema
polftico. Aunque durante su mandato no se repitieron los escándalos que habían de-
sacreditado el gobierno de Grant, sus logros positivos fueron escasos. A pesar de ser
honrado y noble, las circunstancias de las disputadas elecciones arrojaron dudas so-
bre su derecho a la presidencia; incluso prominentes republicanos se hicieron eco de
las burlas populares acerca de «Su Fraudulencia,.. Hayes debilitó más aún su posición
al anunciar por adelantado que sólo estaóa en el poder un mandato. Además de cum-
plir los compromisos aceptados para asegurar el reconocimiento del Sur a su toma de
posesión -retirar las tropas federales restantes y nombrar a un demócrata de esa re-
gión para su gabinete--, trató de aplacarlo de otros modos. Pero no logró crear allí
un Partido Republicano viable. Sus vetos a los esfuerzos demócratas para revocar las
Leyes sobre la Fuerza Legal, que pretendían proteger el derecho al voto de los negros,
sirvieron para ratificar la hostilidad de la región hacia el partido que había presidido

326
la reconstrucción. Al mismo tiempo, su política conciliatoria hacia el Sur irritó a los
rqrublicanos.
La desunión republicana aumentó cuando Hayes desvió su atención a la reforma
de la administración pública. Desde hada mucho tiempo se había venido criticando
a la burocracia federal, basada en las prebendas, así que cuando se convirtió en presi-
dente, estableció que elegiría a las personas que ocuparían cargos federales basándo-
se sólo en sus méritos. Pero no lo llevó a la práctica del todo. El número de nombra-
mientos que efectuó como recompensas por servicios políticos le comprometió seria-
mente ante los reformistas, al igual que la moderación en 1878 de una disposición del
poder ejecutivo que prohibía el cobro de cuotas políticas a los empleados federales.
No obstante, sus intentos por restringir el control del C.Ongreso sobre el nombra-
miento y cese de los cargos oficiales le llevó a una famosa confrontación con los stal-
watts. Cuando se demostraron las sinecuras y cormpción existentes en la oficina
aduanera de Nueva York, el presidente cesó a dos de sus principales cargos, Chester
A Arthur y Alonzo B. C.Omell, ambos compinches de C.Onkling. Herido por este in-
tento de socavar su aparato político, éste persuadió al Senado para que retuviera la
confirmación de las personas que Hayes había nombrado para reemplazarlos. Tras
una lucha extensa, el presidente se salió con la suya. Pero los oportunistas le imposi-
bilitaron cumplir su promesa electoral de llevar a cabo una reforma «atcnsa, radical
y completa• de la administración pública.

LA CUESTIÓN MONETARIA

Cuando la perenne controversia sobre la moneda se reavivó, Hayes tomó una


postura inflexible en favor del dinero fuerte. &peraba vencer un intento inspirado en
los billetes verdes para posponer la reanudación de los pagos en especie en 1879,
como establecía.la Ley sobre la Reducción de Circulación Fiduciaria de 1875. Tam-
bién se mostró 'hostil cuando los inflacionistas pasaron de los billetes a una nueva pa-
nacea, la acuñación ilimitada de plata. Aunque en la década de 1870 los Estados Uni-
dos habían adoptado el bimetalismo, en la práctica habían utilizado el pattón oro
desde 1834, cuando el C.Ongrcso había fijado la relación legal entre plata y oro en die-
ciséis a uno, esto es, se consideraba que para propósitos monetarios, dieciséis granos
de plata equivalían en valor a un grano de oro. C.Omo por esta relación la plata esta-
ba infravalorada -hecho que resultó aún más evidente una vez que los descubri-
mientos de California de 1848 redujeron el precio de mercado del orcr- y como de
este modo el mineral de plata podía suponer más en el mercado libre de lo que po-
día pagar la casa de moneda, los dólares de plata cesaron de ser acuñados de forma
gradual. De aquí que la Ley sobre la Acuñación de 1873 que desmonetizaba la plata
sólo reconociera una realidad existente desde hada mucho tiempo. En su momento
la medida no había suscitado protestas, pero casi de inmediato la CJ¡>ansión de la pro-
ducción de plata en Nevada, junto con la adopción del pattón oro por diversos paí-
ses europeos, produjo un abrupto descenso en el precio comercial de este mineral.
Pero por la Ley sobre la Acuñación no habría resultado rentable vender plata a la casa
de moneda a la relación antigua. Por ello, los intereses mineros del Oeste denuncia-
ron el «Delito del 73•, culpando de la medida a una conspiración de los banqueros
para establecer el patrón oro. Su demanda de que fuera revocada fue asumida de in-
mediato por varios grupos de granjeros ávidos por incrementar la circulación per cá-

327
pita de dinero pan que, de este modo, se elevaran los pttcios de sus productos.
En 1877, despreciando la advertencia de Hayes acerca de que un retomo al bimctalis·
mo con la antigua relación cquivalfa a una degradación de la moneda, la Cámara
aprobó un proyecto de ley presentado por Richard P, (•Plata DicJo.) Bland de Misuri,
que determinaba la acuñación ilimitada de plata en la relación de dieciséis a uno.
Pero las enmiendas del Senado cercenaron la medida y en la forma en que fue final-
mente aprobada -sobre el veto de Hayes- la Ley Bland-Allison de 1878 disponía
que sólo podía ser acuñada en dólares según la relación legal una compra mensual
por valor de no menos de dos y no más de cuatro millones de dólares en lingotes de
plata. La medida no apttció la moneda ni tampoco detuvo el declive del pttcio de la
plata o frenó la tendencia descendente de los pttcios agrícolas. Ello fue debido sobre
todo a que los sucesivos secretarios de la Tesorería compraron sólo los requerimien-
tos mínimos. Sin embargo, la prosperidad comenzó a regresar en 1879 y la agitación
por la plata se silenció durante más de una década.

SECTARISMO Y PREBENDAS

El sectarismo que había preocupado a los republicanos durante todo el gobierno


de Haycs dio como resultado una prolija lucha en la convención nacional del parti-
do, celebrada en Chicago en 1880. Los sllÚlllarts querían postular a Grant para un ter-
cer mandato, mientras que los ha/fbrteds estaban divididos entre su dirigente nomi-
nal, Blaine, y el secretario de la Tesorería, John Sherman. El estancamiento fue final-
mente roto cuando las fuerzas de Blaine y Shcnnan se combinaron para nombrar a
un candidato desconocido, James A Garfield, de Ohio. Nacido en una cabaña de
troncos -el último presidente que se jactó de tal distinción-, era una persona en
gran medida autodidacta. De forma sucesiva profesor de universidad, abogado, solda-
do unionista y politico, había sido el dirigente de la minoría en la Cámara durante el
gobierno de Haycs. Para contentar a los s""""'11s, la convención postuló como vice-
presidente a Chestcr A Arthur, el compinche de Conkling cesado de su cargo hacía
poco. La elección demócrata recayó en el general Wmfield Scott Hancodc, fumoso
como general unionista en Gettysburg. Garfield resultó victorioso en las elecciones
más apretadas de la historia del país: de más de nueve millones de votos emitidos, su
margen ganador fue de sólo 9.000.
Desde el comienzo Garfield se enemistó con los sllÚlllarts al no proporcionarles
las recompensas que habían esperado por su respaldo, aunque tardío, en la campaña
y al elegir al gran rival de Conkling, Blaine, como secretario de Estado. Poco después
se inició abiertamente la lucha sectaria por las prebendas. Garfield la había provoca-
do al nombrar a un destacado republicano contrario a Conkling para ocupar el anti-
guo y lucrativo cargo de Arthur en las oficinas de aduanas de Nueva York. Era un de-
safio no sólo a Conkling, sino también a la cortesía senatorial, la tradición por la que
se permitía a los senadores vetar los nombramientos presidenciales para sus estados.
Durante dos meses hubo una agria pendencia en el Senado. Luego, sintiendo su de-
rrota, Conlding y su colega de Nueva York, Thomas C. Platt, renunciaron a sus esca-
ños en la creencia de que, reivindicados por la reelección, pronto rcgrcsarían en triun-
fo a intimidar a Garficld. Pero en una rara demostración de independencia, la asam-
blea de Nueva York destituyó a la paRja. Conlding se retiró de la política y la causa
sllÚlllart entró en declive.

328
La terca lucha de Garfield prometía fortalecer la independencia del ejecutivo,
pero el 1 de julio de 1881, tras ocupar d cargo sólo cuatro meses, fue herido por un
oportunista desengañado y descquilibrad9 que, después de disparar la bala mortal,
proclamó que era un stalllJart y quería poner a Arthur en la Casa Blanca. Ese objeti-
vo no se alcanzó de inmediato, ya que Garfidd resistió todo el verano y sólo falleció
d 19 de septiembre.

LA REFORMA DE U ADMINISTRACIÓN PúBUc.A

Durante toda su carrera política, Arthur había sido un devoto practicante del sis-
tema de sinecuras. Pero como presidente sorprendió a todos por su independencia y
cdo reformista. Mostró poco favor a los oportunistas y procesó a los que participa·
ron en el «Fraude de Star Route», por d que habían estafado a la oficina de correos
más de cuatro millones de dólares. Su ruptura con d pasado se demostró más aún
por su apoyo a la reforma de la administración pública. Durante veinte años, políti-
cos como Charles Sumner y Carl Schwz, junto con algunos influyentes editores
como E. L Godkin de Nation y Gcorgc W. Curtis de HllTptl''s W«ÁfY, habían estado
denunciando los perjuicios dd clientelismo político e instando a la creación de una
administración pública no partidista, basada en d mérito. Tal paso, reclamaban, libra-
ría al servicio público de la corrupción, el exceso y la ineficiencia. También se apela-
ba a la reforma de la administración por razones elitistas. Tomando como moddo la
británica, reformada tras d Informe NorthcoteTrevelyan (1854), los fundadores de la
Liga para la Reforma de la Administración Pública (1881), la mayor parte de los pa-
tricios e intelectuales de la C.OSta Este esperaban que la apertura de un acceso com~
titivo daría como resultado que los oportunistas vulgares e ignorantes fueran reempla-
zados por hombres de educación, carácter y refinamiento. Así, aunque en Inglatena
esta reforma había sido un asalto al dominio aristocrático, en los Estados Unidos
apuntaba a los· excesos de la democracia.
La reforma dd «Funcionariado lloron•, como a Conkling le gustaba denominar-
la, fue obstaculizada durante años por éste y sus iguales, pero d asesinato de Garfield
generó una revulsión pública de tal magnitud contra d sistema de prebendas que el
Congreso no tuvo más remedio que entrar en acción. La Ley Pendleton de 1885 esta-
bleció una Comisión sobre la Administración Pública biparticlista para examinar a los
candidatos a los cargos federales. También prohibió la recaudación de contribuciones
para las campañas políticas de quienes ocuparan un puesto oficial. Arthur demostró su
sinceridad eligiendo a un prominente partidario de esta reforma, Dorman B. Eaton,
para que presidiera esta comisión. En su inicio, la ley sólo abarcaba unos 140.000 pues-
tos federales (12 por 100 del total), pero dio poder al presidente para extender la lista
«J'CSCl'Vada», esto es, la lista de puestos sujetos al sistema de méritos. Cada uno de los
presidentes que siguieron lo hicieron, no tanto por aceptación dd principio dd mé-
rito, como por d deseo de proteger a las personas que habían elegido de que fueran
expulsadas. Así pues, resulta irónico que fuera en gran parte por razones partidistas
por las que el número de puestos reservados aumentara a finales de siglo hasta cerca
de 95.000 (40 por 100 del total). La Ley Pendleton tuvo una consecuencia más, no
pevista por sus autores: al haberse prohibido las aportaciones de quienes ocupaban
puestos públicos, los partidos tuvieron que recurrir cada vez más a las empresas para
que contribuyeran a las campañas.

329
NEGATIVISMO PRE.SIDENCJAL

Arthur esperaba que le volvieran a postular en 1884, pero su trayectoria apartidis-


ta había alejado a la vieja guardia republicana, sin superar el disgusto de los reformis-
tas por sus antecedentes anteriores. En su lugar, los republicanos eligieron a Blaine,
un importante aspirante a la presidencia durante casi una década. Pero, además de ser
detestado por los sl4luJarts, su moralidad política cuestionable le hizo execrable para
el ala independiente y reformista de los republicanos. C.Onocidos desde entonces
como m•gwmtps (votantes independientes), con figuras como Schwz y Godkin entre
sus filas, estos reformistas anunciaron su intención de negar su apoyo al partido y
apoyar a un demócrata honrado. &ta declaración contribuyó a la elección de Grover
Cleveland como abanderado demócrata. Tanto como alcalde de Buffalo cuanto
como gobernador de Nueva York había sido un modelo de rectitud. Los programas
de ambos partidos se parecían mucho y, en ausencia de temas reales, la campaña de-
generó en una propagación de escándalos. Los republicanos sacaron gran provecho
al descubrimiento de que, de joven, Cleveland había tenido un hijo ilegítimo. Los de-
mócratas, por su parte, explotaron las «Cartas de Mulligan•, que revelaban las activi-
dades impropias de Blaine en favor de ciertos ferrocaniles cuando había sido porta-
voz de la Cámara.
· Las elecciones fueron casi tan apretadas como las anteriores. Oevc:land logró ara·
ñar un margen de 23.000 votos de un total de casi diez millones. En Nueva York, el
estado de quien dependieron las elecciones, ganaron los demócratas por sólo 1.149
votos. La defección de los m"Kfl"'"IP en favor de Clevcland y los votos retirados ---so-
bre todo de los republicanos- de los candidatos prohibicionistas y partidarios de los
billetes verdes fueron muy significativos. Pero el resultado también podría haberse de-
cidido por un incidente ocurrido en los últimos días de la campaña. En un mitin con
Blaine en la ciudad de Nueva York, el representante de una delegación de clérigos re-
publicanos, el reverendo Samuel D. Burchard, observó que los antecedentes del par-
tido demócrata eran «ron, catolicismo y rebelión». Blaine había estado intentando
con cierto éxito cortejar el voto irlandés demócrata con discursos antibritánicos y re-
ferencias a su madre católica, pero al no desaprobar la indiscreción de Budwd, los
demócratas pudieron acusarle de inmediato de haber difamado a la Iglesia católica.
Los partidarios mugtnmp de Oeveland esperaban de él que adelantara la reforma
de la administración pública, pero los demócratas, que habían ganado unas eleccie>
nes presidenciales por primera vez desde 1856, estaban ávidos de prebendas y, des-
pués de intentar varios méses complacer a ambos grupos, el presidente acabó respon-
diendo a la llamada de la lealtad al partido. Aunque iba a duplicar el número de pues-
tos reservados, reemplazó cerca de dos tercios del total de cargos federales con
demócratas. No obstante, la presión política no pudo debilitar su determinación de
propoirionar un gobierno honrado y parco. Se negó a sancionar un derrochador pr<>
yccto de ley sobre ríos y puertos. Obligó a los intereses ferroviarios, madereros y ga-
naderos del Oeste a que restituyeran un total de 32,5 millones de hectáreas a las que
no tenían derecho legal. Suscitó la cólera del grupo de presión más poderoso de los
&tados Unidos, el Gran Ejército de la República (Ihe Grand Anny of the Republic,
GAR) al hacer un escrutinio de los proyectos de ley sobre las pensiones privadas en
beneficio de los soldados de la guerra civil y vetando las que paredan fraudulentas.

330
&te tema alcanzó su punto máximo cuando, bajo la presión del GAR, el C.Ongrcso
aprobó el Proyecto de Ley sobre la Pensión Dependiente, que establecía pensiones
para todos los soldados unionistas licenciados ·con honor que sufiieran incapacidad,
sin tener en cuenta cuándo o cómo la adquirieron. Declarando que la medida haría
de las listas de pensión un refugio para el fraude más que una «lista de honor», el pre-
sidente la vetó.
Su coraje e integridad ha llevado a que los historiadores lo describieran como el
presidente más destacado entre Lincoln y Theodore .Roosevelt, lo cual no es afumar
demasiado. En todo caso, sus logros fueron casi todos negativos, como su filosofia de
gobierno. Opuesto a la ampliación del poder gubernamental, se negó a la regulación
federal de los negocios y no se merece el reconocimiento de haber apoyado la medi-
da que marcó la entrada del gobierno federal en el campo de la regulación económi-
ca, la Ley sobre el C.Omercio Interestatal de 1887, que se resistió a fumar. Su actitud
hacia el clientelismo y su pasión por el abono recuerdan a Andrew Jackson, al igual
que su repudio de la legislación que favoreciera intereses especiales. llegó a vetar in-
cluso una insignificante asignación de 10.000 dólares para aliviar a los granjeros de
Texas golpeados por la sequía, obSCJVando que «aunque el pueblo apoye al gobierno,
el gobierno no debe apoyar al pueble»>. No obstante su concepción de la presidencia
no era de ningún modo jadcsoniana. C.Omo creía eo la separación del poder ejecuti-
vo y el legislativo, no estaba inclinado a iniciar la legislación o a intentar influir las
medidas durante su paso por el C.Ongieso.
Su único intento valiente de liderazgo presidencial surgió en diciembre de 1887,
cuando 1anz6 una campaña en favor de la reducción arancelaria. Sabía que se arries-
gaba a dividir su partido y perder las próximas elecciones, pero creía su deber suscitar
el tema. Las tarifas existentes producían un excedente en los ingresos que fomentaban
un gasto público despilf.urador y tendían a deprimir la economía al retirar dinero de
la circulación. El mensaje de Oeveland también afirmó que, además de ser una for-
ma de privilegio especial, el arancel alentaba los lnul y subía el coste de la vida. Aun-
que la Cámara 'de Representantes demócrata respondió con una medida que determi-
naba reducciones moderadas, la mayoría republicana del Senado la sepultó. Sin em-
bargo, aeveland había logrado que ambos partidos aclararan sus actitudes hacia el
arancel.
En las elecciones presidenciales de 1888, los demócratas volvieron a postularlo,
mientras que los republicanos eligieron a Benjamín Harrison, de Indiana, un aboga-
do gris cuya carrera política había caRcido de notorieda4, pero que contaba con la
ventaja de provenir de un estado incierto, es decir, muy dividido. Los republicanos
hicieron de la protección la piedra angular de su campaña y prometieron generosas
pensiones a los ex soldados. Los demócratas apoyaron el _mensaje arancelario de Cle-
veland, pero eligieron a un prominente proteccionista.como su compañero de cam-
paña. Entonces el presidente se retir6 a su letargo acostlunbrado e hizo escasos inten-
tos de impulsar la reforma arancelaria. Por ello, las elecciones cwnplieron las expec-
tativas de convertirse en el referéndum sobre este tema. La víspera de la votación, los
republicanos emplearon un truco elettoralista barato, la publicación de una carta es-
crita por el representante británico en Washington, sir Lionel Sackville West. En res-
puesta a una falsa petición de consejo sobre el voto de un corresponsal que se decla-
raba inglés de nacimiento, West había expresado la imprudente opinión de que los
intereses británicos serían mejor servidos si se reelegía a Oeveland. Aunque por en-
tonces se pensó que la «Carta de Mwdúson• le costó muchos votos irlandeses, pare-

331
ce que en realidad tuvo poco efecto. Fue más importante el uso del dinero para com·
prar votos. En la campaña más corrupta de la historia estadounidense, ambos bandos
fueron culpables de ilegalidades flagrantes, sobre todo en los estados inciertos. Pero
los ICpublicanos pudieron sobrepasar a sus rivales, ya que los industriales, temerosos
de la revisión arancelaria, contribuyeron con grandes sumas a su fondo de campaña.
Cuando se conocieron los resultados, Cleveland tenía mayoría de los votos popula-
res, pero Harrison ganó al conseguir por un estrecho margen la mayor parte de los es·
tados dudosos.
Al contar sólo con ligeras ~ en el Congreso, los republicanos pattcieron estar
abocados a la 6usttaci6n, pues según las reglas de la Cámara emtmtes, la minoría demó-
crata podría haber utili7.ado una variedad de recursos de procedimiento para obstruir el
funcionamiento. Pero su portavoz recién electo, el autócrata Thomas B. Reed, de Maine,
fol7.Ó el cambio de las reglas para que los republicanos pudieran llevar a la pJáctica su pro-
grama legislativo. Su prodigalidad fue tal, que el Congreso cincuenta y uno (1889-1891) fue
apodado el «Congreso del Billón de Dólares». El Proyecto de Ley sohie la Pensión Depen-
diente de 1890, similar al que había vetado Qeveland tres años antes, duplicó el número
de pensionistas y aumentó mucho la factura anual por este tema. Ottas innumerables me-
didas establecieron generosas obras púb~ subsidios para las líneas de vapores, bonifica-
CÍÓl.l por la compra de bonos del estado y la devolución de los impuestos federales paga-
dos por los estados del Norte desde la guerra civil. Los republicanos también recompensa-
ron a sus respaldos industriales con la Ley Arancelaria McKinlcy (1890), que elevó los
derechos a nivdes prohibitivos y otorgó protm:ión a más productos que nunca. Para ga-
nar los votos del Oeste hacia la medida, tuvieron que acceder a la Ley Sherman sobre la
Compra de Plata (1890), que requería de la Tesomía la compra de cuatro millones y me-
dio de onzas de plata al mes pag;htdola con la emisión de billetes. Fllo complaci6 a los mi-
neros, ya que obligaba al gobierno a comprar aW. toda su produc:ci6n. Pero aunque au-
mentó la cantidad de dinero en cirw1aci6n, no satisfizo plenammte a los inflacionistas que
ciUerfan una acuñación ilimitada de plata. Al mismo tiempo, el Congreso intentó calmar
las aíticas hacia el monopolio aprobando la Ley Alltitrust Shennan.
En las elecciones al Congreso celebradas en 1890, los republicanos, a pesar de
mantener el control del Senado, perdieron casi la mitad de sus escaños en la cámara.
Se culpó a la revulsión popular contra el Arancel McKinley y el despilfarro del «Con·
greso del Billón de Dólares», pero también contribuyeron las controversias políticas
locales en el Medio Oeste sobre la prohibición de &bricar y vender bebidas alcohóli·
cas y la educación religiosa. Sin embargo, el hecho más significativo fueron las prue-
bas de que aumentaba el desasosiego campesino proporcionadas por la elección de
nueve congresistas -alianza.populistas-- no afiliados a ninguno de los principales
partidos, que presagiaba un importante trastorno político.

LA REVUELTA AGRARIA

El descontento del campo surgió de la adversidad. Tras la guem civil, los precios
de los cultivos básicos cayeron de forma persistente y general. El trigo, que se vendía
a 1,45 dólares la fanega en 1866, había caído a 49 centavos en 1894; el maíz se des·
plomó durante el mismo periodo de 75 centavos a 28 la fanega; el algodón deseen·
dió de 31 centavos la bala en 1866 a 6 centavos en 1893. De forma simultánea, hubo
un agudo aumento de las deudas agrarias y el arrendamiento de granjas. En 1890 más

332
de un cuarto de las granjas trabajadas por sus propietarios estaban ya hipotecadas y
en estados del Medio Oeste como Wtseonsin, Michigan y lowa la proporción se acer-
caba a la mitad. El número de hipotecas en el Sur era relativamente insignificante de-
bido a que el valor de la tierra era demasiado bajo para servir como garanúa y el arren-
damiento y los diferentes modos de aparcería se habían convertido en un rasgo dis-
tintivo de su agricultura. Pero el número de granjeros que labraran sus propias tierras
estaba descendiendo en todo el país. En 1880 ya eran arrendatarios un cuarto de los
granjeros estadounidenses y en 1900, un tercio.
La difícil condición del granjero era consecuencia sobre todo de una crisis inter-
nacional de sobreproducción. Mientras la producción agricola estadounidense se ex-
tendía, gracias a la mecanización y a millones de hectáreas más que pasaron al arado,
vastas extensiones de tierras vúgenes se ponían también en cultivo en .Australia. Ar-
gentina, Canadá y Rusia. El ferrocarril y la navegación a vapor posibilitaron transpor-
tar alimentos y materias primas de forma rápida y barata a grandes distancias y vincu-
laron los diferentes países productores a un va5to mercado. El incremento de la pro-
ducción mundial fue mayor del que podía absorberse de inmediato. Por ello, la
espiral descendente de los precios produjo apuros a los granjeros de muchas partes
del mundo. Como es natural, quienes más sufrieron en los Estados Unidos fueron los
cultivadores de productos básicos del Sur y el Medio Oeste, acostumbrados a dispo-
ner de sus excedentes en el mercado mundial, en particular quienes se dedicaban al
trigo. que dependían en un 40 ó 50 por 100 de la cosecha de su ingreso por ventas ex-
teriores, y los plantadores de algodón, que vendían fuera no menos de un 70 por 100
de su producto.
No obstante, sus dificultades se vieron agravadas por factores internos y como és-
tos resultaban más comprensibles que los provenientes del funcionamiento de la eco-
nomía internacional, los granjeros tendieron a centrar su indignación sobre ellos.
Los ferrocarriles, con sus fletes elevados y discriminatorios, fueron el blanco princi-
pal. En el Sur Y. el Oeste los precios por este concepto duplicaban o triplicaban a los
existentes, pongamos, entre Nueva York y Chicago. Los 6:rrocarriles tendieron a co-
brar todo lo que el tráfico soportara y la queja de que costaba una f.mega de trigo o
maíz pagar el flete de otra a veces se quedaba corta. También se resentían de los usu-
rarios tipos de interés bancarios: aunque estaban fijados por la ley y nominalmente
iban de un 6 a un 1Opor 100, los cobros de comisiones y seivicios los solían aumen-
tar hasta un 15 o incluso un 25 por 100. Los monopolios manufactureros eran una
beu noir~ más. Al haber eliminado la competencia del exterior y entre sí, podían co-
brar lo que les pareciera por casi todo lo que el granjero compraba. También se que-
jaban de que como consumidores pagaban la factura del arancel proteccionista y
como deudores eran la principal víctima de una política fiscal deflacionaria que, ade-
más de deprimir los precios de los cultivos, mantenía apurado el crédito y el dinero,
caro. En resumen, los granjeros creían que eran explotados sin piedad por otros gru-
pos, mientras el gobierno no los tenía en cuenta o los discriminaba. ~enes labra-
ban el suelo, en otros tiempos admirados y hasta idealizados -(no los había llama-
do Jefferson el «pueblo elegido de Dios?- ahora eran ridiculizados por los habitan-
tes de las ciudades como «patanes» y «palurdos».
En defensa propia, los granjeros enfurecidos pasaron a la acción colectiva. La pri-
mera organización campesina nacional, la National Grange of the Patroons of Hus-
bandry (Granja Nacional de los Patrocinadores de la Agricultura), fundada en 1867,
comenzó como asociación social y educativa. Durante la depresión de comienzos de

333"
la década de 1870 la Grangt se extendió con rapidez y en 1875 ya tenía 21.000 filiales
y 80.000 miembros. Con su crecimiento aumentaron sus actividades. Para eliminar
los beneficios de los intennediarios, los grangers establecieron numerosas cooperati-
vas de comercialización y consumidores: de productos lácteos, silos de granos con
elevador mecánico, almacenes y plantas de embalaje, fábricas de cosechadoras y ara·
dos, incluso bancos y compañías de seguros. Pero la mayorla de estas empresas fraca-
saron debido a la &Ita de experiencia en su manejo, la hostilidad de las ya estableci-
das y la carencia de apoyo de aquellos a los que intentaban servir. Mienttas tanto,
aunque el movimiento Grange seguía siendo en apariencia apolítico, empezó a parti-
cipar en esta actividad, trabajando dentro de los principales partidos y mediante una
serie de partidos de los granjeros contrarios a los monopolios, que tuvieron una exis-
tencia corta. En 1873y1874 obtuvo el éontrol de once asambleas estatales del Medio
Oeste' y procedió a disponer leyes para frenar el abuso de los ferrocarriles (véase
cap. XVI). Pero con el retomo de la prosperidad a finales de la década de 1870, este
movimiento fue perdiendo fuerza y volvió a dedicarse sólo a la mejora social y edu-
cativa. Los incipientes partidos agrarios se diluyeron o fueron absorbidos por el Par-
tido del Trabajo-Billetes Verdes, una alianza de 01ganizaciones obreras y agrarias. Su
demanda de inflación obtuvo muchos seguidores entre los granjeros del Oeste y el
Sur; en las elecciones al Congreso de 1878 obtuvo más de un millón de votos y eli·
gió cuatro congresistas. Sin embargo, en 1880, su candidato ¡msidencial, James B.
Weavcr, de lowa, obtuvo sólo 300.000 votos y después de disputar las elecciones pre-
sidenciales de 1884, el partido desapareció. .
Desde el punto de vista político, tuvieron mayor significación las organizaciones
de granjeros que sucedieron a la Grange en la década de 1880 y que se basaron en ella.
Al final de la década, se habían unido para fonnar dos grupos regionales indepen-
dientes: la Alianza del Sur (Southem Alliance), que declaraba un millón de miem·
bros en los estados algodoneros, y la menor pero sin duda importante Alianza de
Granjeros del Noroeste (Northwestcm Farmer's Alliancc), cuya fuerza se encontraba
principalmente en el cintuIÓn cerealero de la frontera media: Kansas, Nebraska, Min-
nesota y las Dakotas. Como la Grange, las Alianzas patrocinaban actividades sociales
y educativas, y pretendían fomentar la compra y venta cooperativa. Pero casi desde el
comienzo fueron un vehículo para la expresión de los agravios económicos que su·
frían los granjeros y cuando volvieron tiempos duros a finales de la década de 1880,
sus demandas se hicieron más estridentes y radicales.
En una reunión celebrada en San Luis en 1889, los dirigentes de las dos Alianzas
intentaron unirlas en una organización única, pero quedó en nada debido a que los
del Norte ponían reparos al secretismo que practicaban los del Sur y a su negativa de
admitir a los negros como iguales. Sin embargo, hubo acuerdo en ciertos objetivos
políticos comunes, que incluían la acuñación libre e ilimitada de plata, la nacionali-
zación de los medios de transporte y comunicación, la abolición de los bancos nacio-
nales y la introducción de un impuesto sobre la renta proporcional. La Alianza del
Sur también presentó otra propuesta, idea del doctor C. W. Macune, editor de su
principal periódico. Se trataba del plan sobre la subtesorerla, que sugería pttstamos
de la Tesorería en papel moneda equivalentes al 80 por 100 del valor de las cosechas,
que los granjeros depositarían en almacenes federales. Este esquema, en cierto modo
similar al adoptado durante el Nuevo Trato, pretendía resolver el problema del crédi-
to rural y tener un efecto general inflacionario.
Para entonces los granjeros estaban dispuestos a sumergirse en la política. Los del

334
noroeste, dcscspcrando de recibir ayuda de los republicanos o los demócratas, llega-
ron a la conclusión de que había llegado el momento para un nuevo partido nacio-
nal. Como primer paso organizaron partidos estatales bajo diversas etiquetas en Kan-
sas, Ncbraslca y las Dakotas. En las elecciones de 1890 consiguieron resultados sor-
prendentes, obteniendo el control de varias asambleas y eligiendo a dos senadores y
nueve congresistas. La mayoría de los miembros de la Alianza del Sur dudaban acer-
ca de implantar un tercer partido porque temían que dividiera al Firme Sw yºpusicra
en peligro la supremacía blanca. En consccucncia, decidieron arrebatar el control de
la maquinaria demócrata a los borbones y, una vez hecho, lograron elegir a dos go-
bernadores estatales y cuarenta congresistas.

EL PAmDO DEL PuEBLO

Tras estos éxitos locales, los partidarios de un tercer partido redoblaron sus esfuer-
zos para formar una organi:ración nacional y en una reunión celebrada en San Luis
en febrero de 1892, dominada por los representantes de los granjeros, pero a la que
asistieron también delegados de los Caballeros del Trabajo, partidarios de los billetes
verdes y otros grupos reformistas, se organizó fonnalmente el Partido del Pueblo
(People's Party). En una convención celebrada en Omaha en julio, los populistas,
como se los conoció, postularon como presidente al antiguo partidario de los billetes
verdes James B. Wcaver. El programa pedía la acuñación libre e ilimitada de plata, la
propiedad pública de los fenocarrilcs, telégrafos y teléfonos, un impuesto sobre
la renta proporcional y el plan de la subtcsorcria. Otros puntos pretendían disminuir
la influencia política de las grandes empresas: el voto secreto, el derecho de una asam-
blea a introducir propuestas legislativas, el plebiscito y la facultad de anular decisio-
nes por votación popular, y la elección directa de los senadores. Por último, en un in-
tento por cortejar a los trabajadores industriales, el programa pedía una jornada labo-
ral más corta y 'restricciones a la inmigración.
La platafunna populista, con su llamamiento para un mayor control guberna-
mental de la economía, sorprendió a los conservadores del Este, que la tildaron de re-
volucionaria. Su alarma se vio incrementada por el carácter excéntrico -al menos a
sus ojos- de muchos dirigentes populistas y su lenguaje inmoderado. Weaver no era
radie.al, sólo un inflacionista entregado. Tampoco otros populistas destacados eran
los locos y visionarios por quienes se los tomó. Pero es cierto que entre ellos había fi-
guras pintorescas. lgnatius Donnelly, por ejemplo, autor de la platafurma de Omaha,
había sido un contestatario inveterado durante treinta años y había esaito una nove-
la apocalíptica, Úlesllr s Cohmm, que predecía la caída violenta del capitalismo. Km-
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sas contribuyó con un trío excepcionalmente pintoresco: Jcrry Simpson, conocido


como «Sócrates sin calcetines», William A Peffer, de larga barba, que evocaba a un
profeta del Antiguo Testamento, y Mary Ellen Lcase, política militante en una q,oca
en la que las mujeres políticas eran raras. La «Pitonisa de Kansas», como se la cono-
cía, había anonadado al estado predicando que «Wall Street posee el paíP y aconse-
jando a los granjeros «CUitivar menos maíz y armar más alboroto».
En 1892 los populistas obtuvieron malos resultados. A Wcaver le fue bien en los
estados de la Frontera Media y las Rocosas, y ganó en cuatro estados, pero su millón
de votos fueron menos del 9 por 100 del total. Apenas consiguió apoyo en los anti-
guos estados grangcr como lowa, WISConsin e Illinois, donde los granjeros habían ha-

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llado una nueva prosperidad pasando de la agricultura de monocultivo a los produc-
tos lácteos y al cultivo del maíz y la aía de cerdos. Tampoco causó mucho impacto
en el Sur, donde los blancos, recordando la reconstrucáón, no abandonarían a los d~
mócratas y no pudo lograr que los negros se independizaran del republicanismo. La
clase trabajadora industrial tampoco le respaldó. Aunque los populistas hablaban de
la «annolÚa laboral» entre granjeros y trabajadores, en realidad los dos grupos tenían
diferentes agravios que remediar y conjuntos de prioridades incompatibles. Por todo
ello, las elecáones de 1892 resultaron en gran medida una repetición del duelo man-
tenido entre Harrison y Oeveland en 1888. Ambos partidos mayoritarios eludieron
el tema de la moneda y el asunto principal -en la medida en que se ttató-- fue el
arancel. Aunque Oeveland ganó por un margen muy estrecho, fue el mayor durante
veinte años.
No obstante, el populismo distaba mucho de estar muerto. Por el conttario, los
acontecimientos sucedidos en el segundo gobierno de Qevcland intensificaron el es-
píritu de resentimiento rural y la revuelta. Apenas había tomado posesión el presiden-
te, cuando el Pánico de 1893 hizo tambalearse la economía e inició la depresión más
larga y peor de la historia del país hasta ese momento. Millares de finnas fueron a la
bancarrota, cientos de bancos cerraron sus puertas y uno de cada seis ferrocarriles
-incluidos algunos de los mayores- pasaron al sindicato de quiebra. En el invier-
no de 1893-1894 ya había más de dos millones y medio de desempleados. Mientras
tanto, los precios agricolas cayeron aún más.
Como en general quienes defendían el dinero en metálico, Oevc~d estaba con-
vencido de que la causa principal de la depresión era la Ley Sherman sobre la Com-
pra de Plata. Había socavado la confianza empresarial, razonaba, al permitir a qui~
nes poseían certificados de depósito de plata intercambiarlos por oro, con lo que se
causaba el drenaje de las reservas de oro del Tesoro. Así pues, el presidente pidió su
revocación. En octubre de 1893 lo consiguió, pero sólo con el reclutamiento del apo-
yo republicano y mediante el uso despiadado del clientelismo para devolver al redil
a los demócratas recalcitrantes. No obstante, la mayor parte de los demócratas del Sur
y el Oeste votaron en contra del gobierno, entre ellos William Jenni.np Bryan, joven
congresista de Nebraslca cuyo elocuente ataque del pattón oro marcó el surgimiento
de una figura destinada a desempeñar un papel prominente en el Partido Demócrata
durante los veinte años próximos.
&te despliegue poco característico de iniciativa presidencial no detuvo la infla-
ción ni el agotamiento del Tesoro. En un intento de restablecer las reservas de oro, el
presidente le ordenó comprarlo y pagarlo con emisión de bonos. Cuando este meca-
nismo también fulló, se dirigió desesperado a un consorcio bancario de Nueva York
encabezado porJ. P. Morgan y August Belmont para concertar un préstamo de 62 mi-
llones en unos términos que le otorgaban unos beneficios considerables. &to salvó
la situación el tiempo suficiente para que el gobierno negociara un empréstito públi-
co que puso fin a la crisis monetaria a comienzos de 1896. Pero la terca defensa efec-
tuada por Oeveland del pattón oro enfureció a los populistas y bimetalistas, que lo
denunciaron como la herramienta de Wall Street.
Más allá de mantener la solvencia nacional, Oeveland creía que podía hacer poco
para promover la recuperación económica. Tampoco aceptaba que fuera responsabi-
lidad del gobierno aliviar la zozobra. De hecho, ésta era la opinión general, pero en
muchas ciudades los desempleados comenzaron a demandar un programa de auxilio
de obras públicas. Para escenificar la demanda, Jacob S. Coxey, un próspero hombre

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de negocios de Ohio con simpatías populistas, organizó una marcha de desemplea-
dos a Washington. Pero sólo llegaron unos 500 miembros del «ejé!cito de U>xey» (30
de abril de 1894) y cuando sus dirigentes fueron detenidos -por entrar ilegalmente
en los terrenos del Capitolio-- el movimiento se dcrrumb6. Poco después el envío
de tropas federales para romper la huelga de Pullman demostró que Ocvcland no te-
nía más simpatía por los huelguistas que por los desempleados.
Mientras tanto, el presidente sufiió una aguda derrota al tratar de mantener su
promesa electoral sobre la reforma arancelaria. La cámara aprobó un proyecto de ley
que cstablcáa una rebaja considerable de los derechos, pero los proteccionistas del
Senado lo enmendaron de tal modo que en su formulación definitiva la Ley Aran~
laria Wtlson-Gorman de 1894 apenas se distinguía del Arancel McKinley. Para los po-
pulistas, la única gracia que le quedaba a la medida era que incluía una estipulación
sobre un impuesto del 2 por 100 para ingresos superiores a 4.000 dólares. Pero su sa·
tisfacción se tomó disgusto cuando en el juicio seguido por Pollock contra Fanners'
Loan and Trust Co. (1895), el Tribunal Supremo la declaró inconstitucional basándo-
se en que los «Únpucstos dircctOS» sólo podían distribuirse entre los estados según la
población. Para los descontentos fue la prueba final de que el gobierno estaba domi·
nado por los ricos y poderosos.

U BATAllA DE WS PATRONES

Cuando las elecciones presidenciales de 1896 se aproximaron, el tema monetario


opacó a todos los demás. La demanda populista de liberalización de la plata fue asu·
mida por sectores considerables de ambos partidos mayoritarios. Los propietarios de
minas del Oeste, a quienes les tenía sin cuidado la inflación pero estaban ávidos por
inaementar el precio de su producto, ayudaron a financiar la campaña emprendida
por la Liga Bimetalista Nacional (National Bimetallic League). Su mejor propaganda
en favor de la plata fue la obra de Wtlliam H. Haivey, Coás~ FÍ114nCÍ4i SáJool (1894),
un audo ensayo político que recordaba en sus ventas y efectos a Common Smse y a
LA cabaña del tío Tom. Al presentar la liberalización de la plata como una cura univer-
sal, el cprofesop Coin reducía una cuestión compleja a términos que los granjeros po-
dían captar de inmediato y jugaba con sus tendencias paranoicas al representar la des-
monetarización de la plata como una conspiración organizada por los banqueros bri-
tánicos y los prestamistas judíos.
Cuando se reunió la convención republicana en San Luis, en junio de 1896, los
partidarios del oro mantuvieron un control fume. El programa, además de suscribir
el arancel elevado, apeló por el mantenimiento del patrón oro. Como consecuencia,
varios republicanos del Oeste partidarios de la plata abandonaron el partido. La elec-
ción recayó en Wtlliam McKinley, autor de la Ley Arancelaria de 1890, que había
prestado sus servicios en ambas cámaras y había sido gobernador de Ohio tres veces.
Debió su postulación a las maniobras anteriores de su amigo y patrocinador Marcus
Alonzo Hanna, potentado industrial de Oeveland y cacique político. Pero no fue el
guiñol que hicieron creer los demócratas. Aunque sin duda tenía simpatías empresa·
riales, no se puede cuestionar que era dueño de sí mismo.
Dentro de las filas demócratas, los partidarios de la plata del Sur y el Oeste habían
trabajado sistemáticamente para arrancar el control de Oeveland y los collSClVadores
del Este. Cuando celebraron su convención en Chicago, habían obtenido fueru su-

337
ficiente para poder dictar un programa que supusiera un repudio general a la política
de éste y que se declaraba en favor de la acuñación libre e ilimitada de plata a razón
de dieciséis a uno. En su debate, Bryan pronunció el famoso discurso de la «Cruz de
Oro-, en el que reiteraba los sentimientos jcffcrsonianos sobre la importancia primo~
dial y el valor de los granjeros en la sociedad y manifestaba el resentimiento conteni·
do de la América rural por el modo en que un gobierno plutocrático había desecha-
do de furma consistente las aspiraciones de los granjeros: «No debes oprimir la fren.
te del trabajador con esta corona de espinas, no debes crucificar a la humanidad en
una cruz de oro.» Su oratoria apasionada emocionó a los asistentes, le hizo el dirigen·
te indiscutido de los partidarios de la plata y le aseguró la postulación.
C.On sólo treinta y seis años, Bryan era el candidato a la presidencia más joven ele-
gido por un partido importante; de hecho, algunos votantes iban a considerarlo de-
masiado joven para ser presidente. Más que casi ningún otro político estadouniden·
se, era capaz de suscitar emociones violentamente conflictivas. Sus seguidores lo idea·
lizaron como el «dirigente sin par del puebl0» en su lucha contra la explotación, pero
para sus críticos era un apóstol de la discoid.ia y un visionario fanático. En realidad
no era tan radical como parecía. Sin cmbaigo, era un hombre de pcrccpción intdec·
tual limitada, de perspectivas provincianas y en sus ideas económicas, ingenuo y
atonlondrado. Pero era un orador popular magnífico, con una simpatía instintiva ha·
cia el granjero luchador y una aid.iente convicción de que los valores tradicionales es·
taban en peligro de ser absorbidos por un estado corporativo.
La elección de Bryan y la inclusión de la plata libre en la platafo~a demócrata
puso a los populistas en un dilema. Los demócratas les habían robado su tema prin·
cipal, a la vez que prescindían de otras demandas populistas fundamentales como el
plan de la subtesoreria y la nacionalización de los ferrocarriles. Si apoyaban a Bryan,
perderían su identidad política separada, además de renunciar a la mayor parte de su
programa. No obstante, postular un candidato propio significaría dividir el voto de la
plata libre, con lo que se garantizaría la victoria republicana. Tras un debate angustio-
so, la convención populista votó aceptar a Bryan, pero en un gesto de independencia
se negaron a hacer lo mismo con el candidato demócrata a la vicepresidencia, un ban·
quero de Maine, y en su lugar eligieron al feroz y combativo Tom Watson, de Geor·
gia. Los republicanos partidarios de la plata también respaldaron a Bryan, pero un
grupci de demócratas partidarios del patrón oro insistieron en nominar a su propio
candidato.
La campaña de 1896, la primera de una generación en la que un tema bien defi·
nido dividió a los partidos, no tuvo precedentes en cuanto a la emoción y los vitupe-
rios. Aunque McKinlcy observó en la convención que se quedara en casa y dirigiera
una campaña digna «desde el porche», Bryan recorrió todos los pueblos del país, via·
jó 29.000 km y pronunció 600 discursos. centrándose en el tema de la plata y decla·
rando que era una contienda entre Wall Street y las •masas obreras», escenificándolo
en realidad como una lucha entre el bien y el mal, Bryan elevaba a sus audiencias a
una entusiasta reminiscencia de los mítines del movimiento de renovación religiosa.
Parece dudoso que su gira le consiguiera votos. La gente acudía a oírle pero, aunque
les conmovía su oratoria, era menos frecuente que se convirtieran a su política. Su
rencor y sus intentos deliberados de excitar la emoción de las masas convencieron a
muchos de que era un demagogo peligroso. John Hay, que pronto se convertiría en
secretario de &tado, lo denunció como «un abogadillo improvisado, lenguaraz y a
medio hornear, que promete el milenio a todo el que tenga los pantalones agujerea·

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dos y la destrucción, a todo el que lleve la camisa limpia». Las arengas incendiarias de
Tom Watson también sonaban como una llamada para el conflicto de clases. Ade-
más, muchos clérigos condenaron como blasfemo el discurso de la •cruz de oro» de
Bryan. &te se debilitó aún más al hacer una cruda apelación regional, sobre todo por
su desatinada referencia al Este como el cpaís del enemigo».
El resultado principal de sus discursos fue enfurecer y alannar a los industriales y
banqueros. Sus contribuciones permitieron a Hanna, entonces presidente del C.Omi·
té Nacional Republicano, amasar un fondo de campaña sin precedentes ---estimado
entre 3 millones y medio y 16 millones de dólares-, que duplicaba varias veces el re-
colectado por los demócratas. Hanna utilizó el dinero para inundar el país con pro-
paganda que identificaba el bryanismo con la anarquía y la revolución, prediciendo
la ruina universal si era elegido. Despachó un ejército de oradores, entre los que se en·
contraban eminentes economistas, para refutar los argumentos de Bryan en fávor de
la plata libre. Pero, en general, Hanna se basó en la organización más que en la ora·
toria. Formó comités especiales para cortejar a los sindicalistas, los negros y los gru·
pos étnicos y religiosos. Autorizó multitud de trenes especiales para llevar a los repre-
sentantes de grupos diferentes, con todos los gastos pagados, al pueblo natal de
McKinley, Canton (Ohio) para que el candidato los hablara. Los republicanos tam·
bién «Ondearon la camisa ensangrentada• con gran efecto, realizando desfiles de ve-
teranos de la guerra civil, recalcando la participación en ella de McKinley y, en gene-
ral, identificando al Partido Republicano con el patriotismo.
En el día de las urnas se produjo una participación excepcional, con dos millones
de votos más emitidos que en 1892. McKinley ganó de forma decisiva, con el mar·
gen mayor desde que Grant derrotó a Greenly en 1872. Bryan barrió en el Sur y la
mayor parte del Oeste, pero no logró obtener feudos agrarios como Dakota del Nor-
te, Minnesota y lowa. Lo que es más importante, no ganó ni un sólo estado del No-
reste industrial: en Nueva Inglaterra, de hecho, perdió en todos los condados. La
inundación de propaganda republicana puede que contribuyera al resultado, junto
con el hecho de que las maquinarias demócratas del Este no pusieron todo su peso
tras Bryan. Pero la razón principal de su derrota fue que, como a los hombres de ne-
gocios, a los trabajadores urbanos les repelía, incluso les amedrentaba, la plata libre.
No necesitaron que sus patrones los presionaran --aunque hubo mucho de eso--
para que comprendieran que una política inflacionaria concebida para subir los pre-
cios agrícolas diflcilmente dejarla de recortar sus salarios males, que si el precio del tri·
go subía, también lo haría el del pan. También compartían el sentimiento extendido
de que era peligroso, incluso inmoral, hacer apaños con el dinero. Muchos trabajado-
res creían además que el arancel proteccionista iba tanto en su interés como en el de
los fabricantes. Por ello, el voto republicano aumentó espectaculannente en los gran·
des estados industriales. En 1892 los demócratas habían ganado en las doce mayores
ciudades del país por un margen de 145.000 votos; en 1896 los republicanos los ha·
rrieron por una mayoría de 352.000 votos.
Poco despué$ de las elecciones terminó la larga depresión. Ello no se debió a la
victoria de McKinley, sino al funcionamiento normal del ciclo económico y a las ma·
las cosechas del extranjero. Pero los republicanos pudieron declarar de forma verosí·
mil que eran el partido de la prosperidad. Interpretando las elecciones como un man-
dato de más proteccionismo, agilizaron el Arancel Dingley de 1897, que elevó los de-
rechos a niveles sin precedentes. Después de que el gobierno hubiera intentado sin
esforzarse demasiado obtener un acuerdo internacional sobre la acuñación libre de la

339
plata, como prometía el programa republicano, la Ley de la Moneda de 1900 situó al
país con finneza en el patrón oro, con lo que se dio por finalizada la larga controver-
sia monetaria. Hubo poca oposición porque para entonces la inflación que los gran-
jeros habían demandado se había producido de un modo que nunca habrían elegi-
do. El descubrimiento de nuevas minas en la región de Klondike y Sudáfrica, junto
con el desarrollo de nuevos procesos atractivos, produjo una aumento extraordina-
rio del suministro mundial de oro y, por ello, de la cantidad de dinero en circulación.
Las elecciones de 1896 establecieron al Republicano como el partido de mayorías
normal.. Era la primera vez que había ganado la presidencia sin beneficiarse del voto
negro del Sur. Había logrado ganarse la confianza del obrero industrial urbano sin
perder la del mundo empresarial. Ahora iban a disfiutar dieciséis años de poder inin-
terrumpido. Los demóaatas estaban malheridos por la campaña en &vor de la plata
libre, sobre todo por sus matices de lucha de clases. Durante toda la década y media
siguiente iban a seguir muy divididos. En cuanto a los populistas, la derrota de Bryan
los destruyó por completo. Sobrevivió un puñado de congresistas durante algunos
años, pero, como fuerza importante, el populismo murió en 1896. De perspectivas es-
trechas y retrógradas, los populistas tenían una comprensión limitada del tema mo-
netario. Sin embargo, debe recordarse que su fe en la plata libre no era menos inocen-
te y extraviada que la devoción de sus rivales en el patrón oro. Su significado real con-
sistió en que fue el primer movimiento organizado que identificó y buscó remedio a
los males del industñalismo. Además, recordaban a los analistas de la bolsa ingleses
en que, aunque derrotados, muchas de las reformas que sugirieron aqabaron ponién-
dose en vigor. Pero, por el momento, el conservadurismo se mantenía finne en la si-
lla. Por primera vez durante veinte años, el Partido Republicano controlaba la presi-
dencia y tenía grandes mayorías en ambas ramas de la legislatura. McKinley llenó su
gabinete con hombres acomodados, con lo que aseguró a la comunidad financiera y
empresarial que el gobierno federal sostendría politicas amistosas. En los últimos
años del siglo XIX, la consolidación del ámbito empresarial se llevó a extremos sin pre-
cedentes. Mientras tanto, el retomo de la prosperidad aplacó el descontento agrario.
En las elecciones de 1900 se oyó poco sobre la plata libre y McKinley volvió a derro-
tar a BJ}'31l, esta vez por un margen aún mayor.

340
CAPfruLo XIX

La era progresista, 1900-1917

PROGRESISMO: ORIGENF.S Y c.ARACTBIÚSTic.AS

La característica más sorprendente del progresismo, la vigorosa ola de reforma


que barrió los Estados Unidos entre 1900 y 1917, fue la amplitud de sm preocupacio-
nes, que incluían la regulación gubernamental de la economía; la purificación de la
política; la reducción de los aranceles; la prohibición de fabricar y vender bebidas al-
cohólicas; el sufragio femenino; la reforma municipal; la mejora de las condiciones
laborales; el trabajo infantil; vivienda y salud pública; el tratamiento de la pobreza, el
vicio y el delito; y la conservación de los recursos naturales. C.Omo este catálogo su·
giere, compartía algunos de los objetivos del populismo y sin duda los tomó de él de
forma consciente. No obstante, existían discrepancias considerables entre ambos.
A diferencia del populismo, el progresismo no era producto de la depresión econó-
mica, sino de un periodo de prosperidad bastante generaliooa. Tampoco siguió el
ejemplo populista de concentrarse en un solo tema. Además, el progresismo era de
ámbito nacional y no regional, y sus plazas fuertes eran las ciudades más que el cam-
po. También a diferencia del populismo, no se desanolló (excepto por poco tiempo
en 1912) como una organización política separada: sus partidarios operaban más
bien como grupos de presión dentro de los dos principales partidos políticos. Aparte
de presentar mayor complejidad intelectual, estaba libre del tinte de radicalismo que
había dañado tanto al populismo. Los dirigentes progresistas eran en su mayoría ha-
bitantes de las ciudades de clase media, por lo general acomodados y con buena for-
mación. Al exponer la parte menos agradable de la sociedad estadounidense, no de-
mandaban una transformación completa del sistema político y económico existente.
Aunque preocupados por las víctimas del nuevo orden industrial -habitantes de los
barrios pobres y trabajadores de las fábricas explotadot-, abominaban del conflicto
de clase y no contemplaban una redistribución radical de la riqueza y el poder. El se-
ñor Dooley, el famoso personaje de ficción creado p0r el humorista de Ollcago Pe-
ter Dunne, sugería claramente los límites del progresismo cuando señalaba: •El ruido
que oyes no es el primer tiro de una revolución. Sólo es el pueblo de los Estados Uni-
dos sacudiendo una alfombra.•
Sus orígenes inmediatos hay que buscarlos en las angustias de la década de 1890.
Aunque los estadounidenses estaban orgullosos de sus logros tecnológicos, a quienes
más meditaban les inquietaba el auge de los tnut, la creciente concentración de la ri-
queza, la dispersión de la corrupción política, el aumento de las divisiones sociales y

341
la pérdida de homogeneidad cultural resultante. Los historiadores han solido descri-
bir el progresismo como una especie de auto, una lucha entre el bien y el mal, un 1~
vantamiento humanitario e idealista contra el poder atrincherado de los trust y con-
tra la maquinaria corrupta de los políticos. Pero esta interpretación no hace justicia a
sus complejidades. Para comenzar, no fue exclusivamente liberal en el sentido actual
del término; tenía un lado conservador e incluso reaccionario. Los progresistas solían
ser ambivalentes hacia los sindicatos, hostiles hacia la inmigración, indiferentes hacia
la condición de los negros. Además, sus dirigentes no eran producto del descontento
popular, sino que se habían nombrado a sí mismo los guardianes de] interés público.
A pesar de toda su retórica demócrata, no pretendían sólo restaurar el poder del pu~
blo. Lo que buscaban era una mayor participación popular en un gobierno elegido
por un electorado mejor infunnado; y esperaban que ello redundaría en un liderazgo
político mejor, a ser posible de gente como ellos. Por último, aunque las grandes em-
presas y los caciques de las ciudades fueron con frecuencia los blancos de la reforma
progresista, en determinadas ocasiones fueron sus patrocinadores más activos.
Un simple sentimiento de ultraje ante la pobreza, la injusticia y la corrupción so-
lía ser suficiente para generar presión para la refonna. Pero el progresismo tuvo otros
orígenes más complejos. Algunos historiadores, al recalcar el bagaje de clase media de
sus dirigentes, han sostenido que les motivaba un deseo de recobrar la posición que
habían perdido en la nueva aristocracia coiporativa. Pero hay pocas pruebas de ello y
parece que lo que en realidad les pmxupaba era que la tendencia hacia la industria-
lización y la centralización destruyera la armonía social. Estaban inspirados por una
mezcla de anhelos -de eficiencia, de orden, de unidad social, de estabilidad econ~
mi~ e intereses económicos. La eficiencia, por ejemplo, era el santo y seña de los
comcrvacionistas, que no eran amantes de la naturaleza, sino partidarios de la conser-
vación y distribución sistemática de los recursos naturales para uso presente y futuro.
Consternados por la explotación desenfrenada y despilfarradora del dominio público
que efectuaban los intereses privados, querían sustituirla por la planificación científi-
ca a cargo de expertos bien formados. La pasión por la eficiencia y la fe en los exper-
tos también contribuyó a motivar a los reformistas municipales. Les ofendían menos
la falta de honradez de los gobernantes municipales que su incompetencia y coste ex-
cesivo. Las ganas de eliminar el desorden y el despilfarro también explican por qué al-
gunos dirigentes de las compañías -en los ferrocarriles y el embalaje de carne, por
ejemplo- buscaron de forma activa la extensión de la reglamentación federal. Ad~
más de ser preferible a las estipulaciones variables y quizás más restrictivas de la legis-
lación estatal, pensaban que podría estabilizar el mercado al limitar la competencia y
forzar a los competidores menores a adoptar estándares más altos. Los caciques polí-
ticos urbanos, considerados tradicionalmente enemigos inveterados de la reforma, so-
portaron también innovaciones espedficas de su interés. Aunque no quisieran saber
nada de las leyes sobre las prácticas corruptas, el sufragio femenino y otras propues-
tas concebidas para reducir su poder, apoyaron las elecciones primarias que creyeron
que podrían bonificarlos y la legislación de bienestar social que favoreciera a sus in-
migrantes y su electorado de la clase obrera.
Así, el progresismo no fue un movimiento unificado; de hecho, a duras penas se
le puede denominar movimiento. Más bien consistió en varios impulsos reformistas
distintos que pretendían metas divergentes y a veces contradictorias. Sus dirigentes ~
nían diversas motivaciones y diferían en sus programas y prioridades. No obstante,
existía un tipo de mentalidad que podía reconocerse como progresista y que unía a

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reformistas tan diferentes como el editor de Kansas Wtlliam Allen White, la trabaja-
dora social de Chicago Jane Addams, el publicista Frcderic C. Howc, el sociólogo Ed-
ward A Ross, el filósofo John Dewey y, hasta cierto punto, a políticos como Theodo-
re Roosevelt y Robert M. La Follette. La mentalidad progresista era sobre todo mora-
lista. Poseía una vena de fervor moral que recordaba al protestantismo evangélico, del
que sin duda se derivaba en buena parte. Los progresistas traducían las cuestiones po-
líticas y económicas a ténninos morales; exhortaban más que fundamentaban; no ha-
blaban de la mejora individual, sino del •bienestar general•. Eran en esencia optimis-
tas y racionalistas, y aunque no creían que el progreso fuera automático o inevitable,
tenían confianza en que la sociedad era infinitamente maleable y creían que el poder
gubernamental podía y debía utilizarse para promover el bien público. A pesar de
moverlos el espíritu público, en muchos aspectos eran ingenuos. Tenían una fe exce-
siva en que la reforma pudiera lograrse mediante mejoras en la maquinaria política.
También tendían a ercer que ningún mal, una vez expuesto, era demasiado grande
para ser superado. Tenían sentimientos mezclados hacia las ciudades, a las que consi-
deraban centros del delito, la pobreza y la corrupción y, no obstante, •la esperanza
del futuro». Al provenir muchos de ellos de pueblecitos rurales, sus intelectuales te-
nían nostalgia de los valores de la América rural y creían que la salvación nacional de-
pendía de su conservación.
El atractivo creciente del socialismo aumentó los temores de la clase media. En-
tre 1901, cuando se fundó el Partido Socialista de América (SPA), y el estallido de la
Primera Guerra Mundial, el socialismo desarrolló una fuerza mayor en los Estados
Unidos que en ningún otro periodo. El nuevo partido, más moderado y menos doc-
trinario que el antiguo Partido Socialista del Trabajo, dominado por el intelectual
maaista Daniel de Leon, era una coalición de grupos encabezados respectivamente
por Eugene V. Debs, dirigente de la huelga de Pullman, Victor L Bergcr, periodista
austriaco de Milwaukee, y Morris Hillquit, inmigrante letón que se había convertido
en un prominente abogado laboralista de Nueva Yorlc. El SPA se ganó el apoyo de di-
versos grupos eeonómicos, regionales y étnicos. Fuerte entre los trabajadores textiles
alemanes de Chicago y Milwaukee y los judíos de Nueva Yorlc, tenía partidarios con-
siderables entre los intelectuales nativos y floreció en Oldahoma y otros estados rura-
les del Oeste donde el populismo había hecho erupción una década antes. En las
Montañas Rocosas y la región pacífica noroeste había una rama más radical del socia-
lismo encabezada por sindicalistas revolucionarios como Wtlliam Haywood, de los
Trabajadores Industriales del Mundo (IWW), apoyada con fuerza por los cosecheros
migratorios, leñadores, mineros y trabajadores del ferrocarril. Aunque naufragó con-
tinuamente por disputas sectarias, el partido logró un progreso sustancial en las urnas.
Debs, el perenne candidato socialista a la presidencia, sumó 402.000 votos en 1904
y 897.000 en 1912, en tomo a un 6 por 100 del total. En 191OMilwaukee envió a Ber-
ger a Washington como primer congresista socialista; cuatro años después se le unió
Meyer London, de Nueva Yorlc. En 1912 más de cincuenta ciudades ya habían elegi-
do alcaldes socialistas; además de Milwaukee, entre ellas se encontraban Schenectady
(Nueva York), Butte (Montana) y Berkeley (California). Aunque en realidad represen-
tó la cima del socialismo estadounidense, los contemporáneos creyeron que estaba a
punto de convertirse en una importante fuerza política.
El progresismo no surgió de la noche a la mañana Se basó en casi un cuarto de
siglo de críticas al sistema ecohómico, que comenzaron con Progrtss aná ~ de
Heruy George. Después fue estimulado por el movimiento del Evangelio Social, que

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demostró la disposición de algunos clérigos al menos para ponerse a la cabeza de la
refonna económica y social. En la década de 1890 las Iglesias protestantes oiganiza-
ron diversas empresas filantrópicas y servicios comunitarios, y algunas establecieron
comisiones industriales para estudiar cuestiones como el sindicalismo, el trabajo in-
fantil y la inmigración. En 1908 se unieron para formar el C.Onscjo f.ederal de Iglesias
de Cristo en América, entidad que de inmediato se situó del lado de la legislación de
bienestar social.
Lo que más conttibuyó a crear un clima conducente a la refonna fueron las reve-
laciones de un grupo de periodistas conocidos como los muckraltm (revuelve estiér-
col), término que se les aplicó por primera vez en 1906 por Thcodorc Rooscvelt
como una censura. (fomó la metáfora de «The Man with the Muckrake» [•El hombre
del rastrillo para estiércol»] que aparece en Pi/uim's Progress de Buyan, cuya visión es-
taba tan fija en las cosas terrenales que no podía ver la corona celestial que había en-
runa de él.) Habían existido revelaciones anteriores de los males económicos y socia-
les, pero lo que caracterizó a éstas es que alcanzaron una audiencia masiva mediante
las revistas populares baratas. McCúne's era el prototipo de las que aireaban escánda-
los. En 1902 publicó una serie de artículos de Lincoln Steffens, •The Shame of the
Cities», que divulgaba amplios sobornos y conupción en las ciudades estadouniden-
ses. Le siguió •History of the Standard Oil Ú>mpany-, de Ida M. Tari>cll, un ataque
cuidadosamente documentado a John D. Rockcfcller y sus métodos de hacer nego-
cios, y el muy critico «Railroads on Trial,., de Ray Stannard Balrer. El incremento que
estos artículos dieron a la circulación de McCbm's demostró la existencia de un im-
pulso nacional hacia la autocrítica que otras revistas se apresuraron a·explotar. Pron-
to un ejército de escritores barrían la tierra en busca de escándalos. Los muckrakm
denunciaron. entre otras cosas, las actividades del lr1'st de la carne, los fraudes de los
seguros y las patentes de medicinas, el trabajo infantil, las prácticas del mercado de
valores, las conexiones empresariales de los senadores de los Estados Unidos, la
prostitución y la trata de blancas. C.On el tiempo tendieron a degenerar en mero sen-
sacionalismo. Además les preocupaba más exponer males que sugerir el modo de re-
mediarlos. Pero junto con los autores de novelas basadas en escándalos como The
]ungle de Upton Sinclair, no cabe duda de que ayudaron a remover la conciencia
del país.

l..A REFORMA MUNICIPAL

La reforma comenzó donde más se necesitaba: en las ciudades. Los progresistas


creían que el remedio al caciquismo y la maquinaria política era cambiar la estructu-
ra del gobierno municipal. Además de pretender un gobierno propio, es decir, libre
de interferencias de las asambleas estatales, se esforzaron por abolir la forma tradicio-
nal de gobierno -mediante un alcalde, un oonscjo municipal y cargos administrati-
vos elegidos- y reemplazarlo por una comisión electiva, cuyos miembros se selec-
cionarían por su experiencia y capacidad más que por su afiliación a un partido. Este
plan, instituido por primera vez en Galveston (fexas) en 1901, tras las secuelas de una
inundación devastadora, ya había sido adoptado de una forma u otra por unas 400
ciudades en 1912. Una variante, el plan del gerente municipal, también se copió mu-
cho: introducido por vez primera en Staunton (Vuginia) en 1908, suponía que el po- .
der ejecutivo pasara a un experto entrenado. No obstante, las personalidades eran tan

344
importantes como las formas de gobierno. La mejora municipal debió mucho a una
nueva generación de alcaldes rcfonnistas. Los dos más importantes fueron Tom
L Johnson, de Oeveland, y Samuel M. Jones, de Toledo, ambos weltos a la política
después de haber hecho grandes fortunas en los negocios. Johnson, que se había con-
vertido a la reforma tras leer a Heruy George, sostuvo una prolongada campaña en fa-
vor de un gobierno independiente, una tributación justa y la propiedad municipal de
los tranvías. Alcalde de Ocveland de 1901 a 1909, según Lincoln Stcffens, hizo de
ella la «ciudad mejor gobernada de América•. Como alcalde de Toledo, Joncs incre-
mentó los salarios de los empleados municipales, defendió la propiedad municipal
de todos los servicios públicos y estableció parques y campos de juegos públicos,
campos de golf y guardcrlas gratuitas. Murió en el cargo en 1904, pero su gobierno
inteligente y humano fue continuado por su cliscfpulo Brand Whitlock.

fa PROGRESISMO EN LOS ESTADOS

Como los gobiernos municipales sólo poseían poderes limitados, los progresistas
generalmente creyeron necesario continuar la batalla por la reforma en el ámbito esta-
tal. Allí los primeros ejemplos de progresismo los proporcionaron en la década de 1890
el gobernador John P. Altgcld, de Illinois, y Hazen S. Pingree, de Michigan. Una dé-
cada después su modelo fue seguido por todo el país. En California, el gobernador Hi-
ram W. Johnson terminó con el dominio político del Southern Pacific Railroad; en el
Sur, el control borbónico fue socavado por la elección de gobernadores progresistas
como JcffDavis, de Arkansas (1901),James K. Vardaman, de Misisipí (1903), y Hoke
Smith, de Georgia (1909); en la Costa Este los mejores representantes de la reforma
fueron los gobernadores Charles Evans Hughes, de Nueva York, y Woodrow Wtlson,
de Nueva Jersey. Pero el gobernador estatal progresista más sobresaliente fue Robert
M. La Follette, de WJSConsin. Figura inflexible y ardiente, La Follette puso en práctica
un amplio programa reformista durante sus seis años de gobernador (190().1906). Con-
siguió de una asamblea a menudo reticente leyes que estipulaban una regulación efec-
tiva de los ferrocarriles, impuestos sobre la renta y la sucesión, restricciones a los gru-
pos de presión, regulación de los bancos y las compañías de seguros, limitación de la
jornada laboral para mujeres y niños, el sistema de méritos para los empleos estatales
y elecciones primarias para elegir a los candidatos de los partidos. Un rasgo importan-
te del gobierno de La Follette fue la «idea de WJSCOnsin•, término que denotaba la co-
laboración entre el gobierno estatal y los expertos de la universidad de WJSCOnsin,
que proporcionaban a la asamblea datos y consejos sobre los problemas económicos
y políticos, y participaban en las numerosas comisiones estatales nombradas para re-
gular el ámbito empresarial. Gracias en buena parte a La Follette, W1Sconsin se con-
virtió, en palabras de Thcodorc Roosevelt, en el «laboratorio de la democracia•.
Además de aprobar leyes para regular las grandes empresas y proteger a los asala-
riados, los gobiernos estatales adoptaron varios mecanismos para disminuir la in-
fluencia de los caciques políticos y los grupos de presión, con el fin de hacer el go-
bierno más representativo y democrático. Wtlliam S. U'rcn, de Oregon, fue el pione-
ro de varios de ellos: la iniciativa, que otorgaba a los votantes (por lo usual no menos
de un 5 por 100 del total) el derecho a obligar a que se considerara una medida par-
ticular; el referendo, que sometía propuestas legislativas al voto popular directo; y la
remoción, procedimiento mediante el cual los cargos elegidos podían ser apartados

345
de su puesto por voto popular antes de que expirara su mandato. En 1918 veinte es·
tados ya habían adoptado la iniciativa y el referendo, doce, la remoción. Aún se
adoptaron más las primarias diRctas, instituidas por vez primera en WISConsin en
1903; ello permitía a los votantes, y no a las convenciones dominadas por el cacique,
elegir a los candidatos de los partidos. Una reforma relacionada fue la elección direc·
ta de los senadores de los &tados Unidos. La selección efectuada por las asambleas
estatales era notoriamente cormpta y el mismo Senado había llegado a considerarse
la casa de los intereses particulares. En 1912 veintinueve estados ya habían aprobado
leyes que venían a requerir virtualmente de las asambleas que apoyaran las elecciones
populares, como se significaba en unas primarias prefamciales, y al año siguiente se
añadió a la Constitución la Enmienda Decimoséptima, que estableóa la elección po-
pular directa de los senadores.

SUFRAGIO FEMENINO, PROHIBICIÓN SOBRE BEBIDAS ALCOHóuCAS


Y BIENESTAR INFANTIL

Dos reformas más originadas en los estados con el propósito de purificar la polí-
tica fueron el sufragio femenino y la prohibición de fabricar o vender bebidas alco-
hólicas. El movimiento para la obtención del voto para las mujeres había comenza·
do durante la reconstrucción, cuando las feministas habían intentado conseguirlo
como parte de la Enmienda Decimocuarta. Una vez que ese intento fracasó, se fun.
dó la Asociación Nacional para el Sufragio Femenino (National AssoCiation for Wo-
man Suffiagc) en 1869, encabezada por Elizabeth Cady Stanton y Susan B. Anthony.
Casi de fonna simultánea apareció una organización rival, la Asociación Americana
para el Sufragio Femenino (American Woman Suf&age Association), dirigida por
Lucy Stone yJulia Ward Howe, que demandaba la igualdad de sufragio mediante una
enmienda a la Constitución. En 1890 los dos grupos se unieron para formar una sola
orgariización nacional, la Asociación Nacional Americana para el Sufragio Femenino
(National American Woman Suffiagc Association, NAWSA). Como en Inglaterra, el
movimiento era más bien burgués y progresó lentamente. Aún en 1900 sólo Wyo-
ming. Colorado, Utah y Idaho habían otorgado derechos de voto plenos a la mujer,
aunque en otros varios estados podía votar en las elecciones de las juntas escolares. Se
ha solido sostener que las condiciones de frontera y en especial el hecho de que las
mujeres fueran muchas menos que los hombres promovió la igualdad sexual. Pero en
realidad fueron circunstancias locales especiales las que explicaron que se les otorga·
ra el derecho al voto en los estados de las Montañas Rocosas. Otros estados del Oes·
te se negaron tercamente a seguir su ejemplo.
Las razones de su lento avance no había que buscarlas muy lejos. La mayorla de
los hombres -y de hecho la mayoría de las mujcrcs- eran indiferentes u hostiles.
Q!úcncs se oponían objetaban que involucrar a las mujeres en el sórdido asunto de
la política las degradaría y socavaría la vida familiar, que las mujeres no necesitaban
el voto puesto que ya estaban representadas de forma indirecta por los hombres y que
careóan de inteligencia para comprender los temas políticos. Pero el ascenso del pro-
gresismo permitió a las sufragistas contrarrestar estos argumentos con la retórica de la
reforma. Afirmaban que su derecho al voto purificarla la política y propinaría un gol·
pe a las maquinarias políticas aunque sólo fuera por duplicar el tamaño del electora·
do y fomentar la prohibición sobre bebidas alcohólicas. También se beneficiarian

346
causas como la vivienda, las leyes sobre alimentos y fánn.acos, y la abolición del tra-
bajo infantil. Los prejuicios propolcionaron a las sufragistas un argumento más: mu-
chos creían que era monstruoso denegar el voto a las mujeres nativas cuando se ofre-
cía libremente a los hombres nacidos fuera. La afiliación a la NAWSA ascendió
de 17.000 personas en 1905 a 2.000.000 en 1917. Entre 1910 y 1914 otros siete esta-
dos más, todos ellos situados al oeste del Misisipí, adoptaron el sufragio femenino.
No obstante, la propuesta fue ampliamente derrotada en estados del Medio Oeste
como Ohio y Wisconsin. Además, incluso donde las mujeres poseían voto, no eran
en la política iguales a los hombres; pocas fueron elegidas para ocupar cargos y nin-
guna entró en el C.Ongreso antes de la Primera Guerra Mundial. En 1912 un puñado
de espíritus ardientes, encabezadas por Alice Paul, que había pasado varios años en
Inglaterra, trataron de infundir al movimiento la espectacularidad y el fervor de la lu-
cha inglesa. Pero como la doctora Anna Howard Shaw y la señora Carric Chapman
Catt, figuras dominantes de la NAWSA, censuraron furiosas la combatividad, las su-
fragistas estadounidenses no adoptaron tácticas inglesas como destruir buzones de
correos, acuchillar pinturas e interrumpir las reuniones públicas, aunque sí atormen-
taron la Casa Blanca. El hecho de que en 1913 una marcha que pedía el sufugio fe-
menino en Washington pudiera ser quebrada por la muchedumbre quizás indique la
persistencia de hostilidad pública. De forma alternativa, también significa que el su·
&agio femenino se estaba tomando en serio.
La agitación en favor de la prohibición de bebidas alcohólicas ganó nuevo impul-
so por el asombroso incremento que sufiió el consumo de alcohol tras la guerra civil.
En 1869 se fundó un partido prohibicionista que logró algún éxito local. Pero su prin-
cipal punta de lanza fue la Unión de Mujeres Cristianas por la Abstinencia (Women's
Christian Tcmperance Union, 1874), en buena medida creación de Frances Wtllard,
para quien la «abstinencia• era en esencia un medio de proteger el hogar contra los
borrachos. La esposa del presidente Haycs demostró su apoyo negándose a servir be-
bidas alcohólicas en las reuniones de la Casa Blanca, con lo que se ganó el apodo de
«Limonada Lucy». Una cruzada más combativa fue Carry Nation, de Kansas, una vi-
rago desequilibrada que se hizo famosa por usar un hacha para destruir las cantinas.
Pero aunque las mujeres estuvieron en la vanguardia del movimiento, las apoyaron
con fuerza la Liga Americana contra las Cantinas (American Antisaloon Lcagc), una
organización patronal preocupada por los efectos de la ebriedad en la eficiencia indus-
trial. La Iglesia metodista episcopal constituyó un tercer grupo de presión poderoso.
La guerra contra la bebida demostró el fervor moral caractcristico del progresismo
y un idealismo elevado. Los primeros prohibicionistas habían pretendido convencer a
los estadounidenses de que el alcohol era dañino para el individuo: perjudicaba la sa-
lud, debilitaba la fibra moral, generaba pobRZa y estimulaba la lujuria masculina. Para
los progresistas era el origen de numerosos males sociales y políticos. La industria del
licor representaba una concentración peligrosa de poder económico, mientras que la
cantina, además de asociarse con la corrupción política y la prostitución, desmoraliza-
ba al inmigrmtc y le impedía americanizarse. La campaña prohibicionista obtuvo una
cálida respuesta en el campo, en especial donde se encontraba atrincherado el funda-
mentalismo protestante. Algunos la apoyaron por una fe ingenua en las potencialida-
des curativas de la legislación; otros, como un gesto inofensivo de moralidad. En 1900
cinco estados rurales, todos menos uno de Nueva Inglaterra, ya habían adoptado la
prohibición en todo su ámbito territorial. Entre 1907 y 1915 su ejemplo fue seguido
por catorce estados más, ocho del Sur (donde la ansiedad por negar el licor a los ne-

347
gros proporcionó Wl motivo más) y seis del Lejano Oeste. La mayoría de los restantes
estados habían puesto en vigor opciones locales, sistema que pennitía a los condados
y municipios decidir el tema por votación popular. En las ciudades, en especial en las
que contaban con grandes poblaciones alemanas o irlandesas, la prohibición progresó
poco. No obstante, en 1916 ya eran «SCCOS» desde el pwito de vista legal cerca de dos
tercios de la extensión de los Estados Unidos, wia región que comprendía la mitad de
la población. Pero resultaba dificil hacer cumplir la ley, puesto que podía importarse
bebida al territorio «SCCO». Ello llevó a los prohibicionistas a presionar para que actua-
ra el gobierno federal. Obtuvieron wia importante victoria en 1913 cuando, a pesar
del veto de Taft, el C.Ongreso aprobó la Ley Webb-Kmyon, que prohibía la importa-
ción de licores embriagantes a zonas donde su venta estuviera prohibida. Pero los in-
tentos por conseguir wia enmienda prohibicionista nacional fiacasaron hasta después
de que los Estados Unidos entraran en la guerra en 1917.
Un rasgo notable de la era progresista fue la nueva preocupación surgida por el
bienestar infantil. Se reconoció que los niños se encontraban entre los que más su-
frían por el crecimiento urbano y la industrialización, y se empezaron a comprender
sus necesidades y problemas específicos. Al igual que en el movimiento prohibicio-
nista y, en general, en toda la actividad reformista, las mujeres desempeñaron wi pa-
pel importante. La famosa Jane Addams, de Hull House, fundó el primer campo de
juegos público en Chicago en 1893 y después se concertó con Jacob Riis y otros en
una campaña nacional en petición de campos de juegos públicos y pequeños par-
ques. En 1915 ya más de 400 ciudades los habían establecido. También se desarro-
lló wia perspectiva nueva y más compasiva sobre la delincuencia juvenil. Una de sus
defensoras más destacadas fue Julia C. Lathrop, también de Hull House, pero su
practicante más famoso fue el «juez de los niños• Ben B. Lindsey, de Denver (C.Olo-
rado), cuyo tribwial juvenil trataba a los infiactores jóvenes no como delincuentes,
sino como productos de Wl entorno social malo que necesitaban protección y guía.
En 1910 los tribunales juveniles que seguían este modelo ya funcionaban en todas las
grandes ciudades. Mientras tanto, wia tercera trabajadora social de Hull Housc, Flo-
rence Kcllcy, se había puesto a la cabeza de Wl movimiento que pretendía abolir el
trabajo infantil. En 1900 no menos de 1.700.000 niños se ganaban su salario. En 1904
se formó el C.Omité Nacional sobre el Trabajo Infantil para coordinar los esfuerzos de
varios grupos reformistas y para hacer wia campaña en favor de una legislación res-
trictiva. En los diez años siguientes, veinticinco estados adoptaron estas leyes -awi-
que no tuvieron plena efectividad- y en 1912 se estableció una Oficina de la Infan-
cia, con Julia Lathrop a la cabeza, dependiente del Departamento de Trabajo. Todo
ello reflejaba la influencia de las nuevas teorias sobre la conducta y educación. De es-
pccial importancia fueron los esaitos sobre el desarrollo del niño y la adolescencia
del psicólogo G. Stanlcy Hall, que resaltaba la tr.asccndencia. del juego creativo y el
contacto con la naturaleza, y de amoldar la escuela a su desarrollo. Sus ideas las avan-
zó Wl paso más el filósofo John Dewcy, cuya Sthool ll1llÍ ~ (Esa¡áa y s<Jde.
dad, 1899) rechazaba el autoritarismo de las aulas y el aprendizaje memorístico e ins-
taba a su sustitución por una escuela centrada en el niño que recalcara el aprendizaje
práctico y que estuviera más integrada en la comunidad a la que perteneciera. Sus teo-
rias educativas progresistas, que prob6 por vez primera en la Laboratory School de la
Universidad de Chicago, fueron adoptadas con entusiasmo por las escuelas privadas
y, en la década de 1920, por las públicas, awique con &ccuencia, en el último caso,
con el acompañamiento de wia controversia encarnizada.

348
THEODOllE RoosEVELJ' y EL PROGRESISMO

Diversos progresistas que habían hecho su aprendizaje en el ámbito estatal se con-


virtieron en figuras nacionales prominentes. Entre ellos estaba Theodore Roosevelt,
el primero de los tres presidentes progrcsistas. Había nacido en una acomodada fami-
lia neoyorquina en 1858. A pesar de que los hombres de su medio en general rehuían
la política, Roosevelt ambicionaba hacer carrera en ella. Prestó sus servicios como
miembro republicano de la asamblea estatal de 1882 a 1884, se presentó sin éxito a la
alcaldía de Nueva York en 1886, se convirtió en comisario de la Administración Pú-
blica de los &tados Unidos en 1889 y en presidente de la Junta de Policía de la ciu-
dad de Nueva York en 1895. En 1897 entró en el gobierno de McKinley como subse-
cretario de Marina, pero tras el estallido de la guerra con España dimitió para pasar al
servicio activo en Cuba con los Rough Riders (soldados de caballería). A su regreso
como héroe popular, fue elegido gobernador de Nueva York. Su reforrnWn.o tibio irri-
tó al c.acique republicano de la ciudad, Toro Platt, y en 1900 pasó a ocupar la vicepre-
sidencia. Pero en septiembre de 1901 McKinley fue asesinado y Roosevelt -ese con-
denado vaquero•, como Mark Hanna le llamaba- entró en la Casa Blanca. A los
cuarenta y dos años, era el hombre más joven que había llegado a presidente.
Su personalidad llamativa, su energía inagotable y su ansia de poder contrastaban
de forma marcada con la opacidad y el negativismo de sus predecesores tras la guerra
civil. De hecho, redefinió el cargo presidencial y le dio nuevas dimensiones. Creía
que la creciente importancia int.cmacional de los &tados Unidos y el surgimiento de
complejos temas económicos internos pedían una dirección nacional más decisiva
-lo apresaba diciendo que se necesitaban medios hamiltonianos para conseguir fi-
nes jeffersonianos- que sólo el presidente podía proporcionar. Pensaba que el presi-
dente era «el servidor del pueblo determinado activa y afirmativamente a hacer todo
lo que pudiera por el pueblo- y sostenía que no sólo era su derecho sino su deber ha-
cer todo lo que el interés nacional requiricra, a menos que estuviera prohibido de for-
ma cspcdfica por la C.Onstitución o las leyes. Hizo resaltar la presidencia, la impulsó
al centro del escenario político y la utilizó como púlpito para predicar a la nación.
C.Omo poseía disposición para la publicidad y un entendimiento instintivo de la opi-
nión pública, consiguió un enorme y devoto respaldo personal. No obstante, no se
mereció del todo su reputación como reformista, ya que fue menos radical de lo que
su retórica tendió a sugerir. Sus convicciones internas eran en buena medida conser·
vadoras, pero percibió la demanda creciente de refonna y consideró que era necesa-
rio acomodarse a ella. A pesar de sus faltas --vanidad, egoísmo, posturas inf.mtiles-,
fue el primer presidente que comprendió los cambios económicos que habían trans-
fonnado a los &tados Onidos y que reconoció el nuevo equilibrio entre las grandes
compañías y el gobierno, y trabajó en su beneficio.
A pesar de toda su impetuosidad innata, Rooscvclt se movió al principio con caute-
la. Se daba buena cuenta de que se había convertido en presidente por accidente. Ansio-
so de ser elegido por derecho propio en 1904, no osó alienarse la oligarquía conservado-
ra encabezada por el banquero multimillonario y senador Nelson W. Aldrich, que con-
trolaba la maquinaria del partido. En cualquier caso, no tenía un plan real de rcfonna,
por lo que retuvo la mayor parte del gabinete de McKinley, anunció que continuarla la
política económica de su prcdcccsor y aceptó el consejo de la vieja guardia republicana.

349
Pero pronto demostró que no estaba dispuesto a ser el guiñol del mundo empre-
sarial. En su primer mensaje al Congreso, se refirió a los •males reales y graveS» de la
consolidación industrial y le instó a establecer un organismo federal con poder para
investigar los asuntos de las grandes combinaciones. Hubo una gran resistencia en el
Senado, pero al apelar a la opinión pública, Roosevelt indujo al Congreso a incluir
una Oficina de Grandes Compañías en el Departamento de Comercio y Trabajo es·
tablecido en 1903. Una indicación más espectacular de su determinación a corregir la
industria se produjo a comienzos de 1902, cuando hizo que Wall Street se tambalea-
ra al invocar la moribunda Ley Antitrust Shennan contra Northem Securities Com-
pany, un gigantcsto 'holding fcnoviario organizado por James J. Hill, J. P. Morgan y
E. H. Harriman. En su arrogancia, Morgan creyó que el asunto se arreglarla fácilmen-
te y pareció sorprmderse cuando se cmprmdicron acciones legales. En 1904, el Tri-
bunal Supremo, por un veredicto de 5 votos contra 4, apoyó al gobierno y ordenó la
disolución de la compañía. La decisión no implicaba nada acerca de la propiedad de
los ferrocarriles, pero demostró que el gobierno podía controlar hasta las mayores
concentraciones de capital si se lo proponía. Durante los siete años y medio de man-
dato de Roosevelt, el gobierno, ampar.índose en la Ley Shcrman, entabló juicios con-
tra cuarenta y cuatro grandes compañías, incluidas algunas de las mayores y más im-
populares, como las de embalaje de carne, la American Tobacco Company, la Du
Pont Corporation y la Standard Oil Compmy. Estos pleitos hicieron subir el valor de
Roosevelt en el país y le ganaron el nombre de ccaza-trust». Resulta irónico que, en
principio, no tuviera objeciones contra las grandes compañías y que considerara la
combinación como un proceso natural e incluso beneficioso si podía lograrse que
promoviera el bien público; por ello, creía que la respuesta real al monopolio era la
regulación, no la disolución. Pero como el Congreso no estaba descow de aprobar
una ley al respecto que resultara efectiva. se dispuso a hacer un uso selectivo de la Ley
Shcrman.
Su manejo de la huelga del carbón de antracita en 1902 también fue novedoso.
Mientras los presidentes anteriores sólo habían inteivenido en las disputas industria-
les para romper huelgas, él lo hizo para obtener un acuerdo negociado. Haáa mucho
tiempo que venían deplorándose las condiciones de las minas de antracita, pero
cuando los mineros fueron a la huelga en mayo de 1902 para conseguir la elevación
de los salarios, una jornada laboral de ocho horas y el reconocimiento del sindicato,
los propietarios determinaron no hacer concesiones. Rechazaron con desdén una
oferta de John Mitchell, presidente de la Trabajadores Mineros Unidos, de someterse
a arbitraje. Cuando la huelga se prolongó, surgió la amenaza de que escaseara el car-
bón y en octubre Roosevelt convocó a ambas partes a una conferencia en la Casa
Blanca. Mitchell se mostró conciliatorio, pero los propietarios de las minas permane-
cieron intransigentes e incluso demandaron la intCIVención militar federal y el enjui-
ciamiento de los dirigentes de la huelga. Furioso por esta anogancia, Roosevelt acabó
obligándolos a aceptar la mediación con la amenaza de enviar tropas, no para rom-
per la huelga, sino para tomar y hacer funcionar las minas. Los mineros volvieron al
trabajo y en mam> de 1903 la Comisión sobre el Carbón de Antracita les concedió
un 10 por 100 de incremento salarial y una reducción de horas, aunque no lograron
la jornada laboral de ocho horas o el reconocimiento del sindicato.
Pese a que Roosevelt demostró con ello más simpatía hacia los sindicatos que to-
dos sus predecesores, seria ir demasiado lejos llamarlo amigo de los trabajadores. Más
tarde envió tropas a Arizona, Colo~do y Nevada para sofucar disturbios laborales.

350
Además, se oponía a la sindicalización forzosa y al boicot laboral, y condenaba de in-
mediato el uso de la fueIZa por parte de los huelguistas. En su actitud hacia el traba-
jo, como en general hacia los asuntos públicos, se consideraba el guardián del interés
nacional. Durante la huelga del carbón, señaló después, su objetivo había sido siin-
plcmente proporcionar tanto al capital como al trabajo un •trato justo». Pero su inter·
vención también iinplicaba que en una disputa industrial iinportante los intereses del
público eran al menos tan importantes como los de las partes contendientes.
En 1904 su mandato valiente y vigoroso le había ganado amplia aclamación po-
pular. También había fortalecido la posición en su partido mediante un hábil uso del
clientelismo. La muerte repentina de Hanna en febrero de 1904 hizo que desa~
ciera el candidato republicano más obvio pero, para no dejar nada a la suerte, Roose-
velt hizo gestos conciliatorios hacia el ámbito empresarial Por ello, cuando se reunió
la convención republicana, fue elegido por aclamación. Los demócratas, conscientes
del atractivo de Roosevelt para los reformistas, apostaron por el apoyo conservador
eligiendo al seguro y respetable juez Alton B. Parker. Fue una maniobra mal concebi-
da porque, a pesar de las reservas que pudieran tener acerca de Roosevelt, la mayorla
de los conservadores seguían prefiriendo a los republicanos antes que a un partido
que había presentado dos veces a Bryan. Los principales banqueros e industriales con-
tribuyeron con sumas cuantiosas a la recogida de fondos de la campaña JC¡>ublicana.
El hecho de que dos de los demandados en el caso de Northcm Sccurities, Morgan
y Harriman, dieran 150.000 y 50.000 dólares respectivamente, testificaba el éxito de
Roosevelt en convencer a Wall Street de que su •caza de trust» no debía entenderse
de forma literal. Tras una campaña deslucida, Roosevelt obtuvo una victoria arr~
Dadora.
Del extenso orden de reformas que presentó al Congreso tras su reelección, poco
se realizó. Pero mediante una combinación de persistencia, responsabilidad e intrin-
cadas maniobras políticas consiguió dos importantes victorias legislativas. La primera
fue la Ley Hcpbum de 1906, que establecía una regulación más estricta de los ~
carriles. Hubo un caso flagrante para tal medida. La Ley sobre el Comercio Interesta-
tal de 1887 había sido virtualmente anulada por las decisiones del Tribunal Supremo.
La Ley Elkins de 1903, promovida por los mismos ferrocarriles y que se dirigía sobre
todo a los descuentos, también había resultado inefectiva. Cuando se introdujo un
nuevo proyecto de ley sobre tarifas en 1905 como respuesta a las instancias de Roo-
sevelt, los conservadores del Senado trataron de cetunarlo y el presidente necesitó
toda su habilidad para lograr al menos una medida de compromiso. En su forma fi·
nal, la Ley Hepburn autorizaba que la Comisión de Comen:io Interestatal (sometida
a la revisión de los tribunales) estableciera tarifas máximas fijas y razonables; extendía
la jurisdicción de ese organismo para incluir las compañías de expresos y coches·
cama, los oleoductos, los transbordadores, las instalaciones de las estaciones tennina·
les y los puentes; prohibía las rebajas y los pasajes gratuitos, y presentaba un sistema
uniforme de contabilidad para todos los fcrrocarriles. La Follette y otros congresistas
progresistas criticaron a Roosevelt por aceptar lo que consideraban algo parcial. Les
mortificaba en cspccial que se estipulara su revisión judicial y que la Ley no propor·
cionara la valoración fisica de la propiedad de los fcmx:arriles, la que creían que era
la única base apropiada para determinar tarifas razonables. Pero, a pesar de sus limi·
taciones, la Ley Hepburn marcó el comienzo de una regulación efectiva. Antes de
dos años la comisión había recibido 9.000 quejas y había reducido muchas tarifas.
El otro producto de la presión presidencial fue la aprobación de leyes para prote-

351
gcr la salud pública. Durante varios años, el doctor Harvey W. Wtley, químico jefe del
Departamento de Agricultura, había hecho campaña en favor de una ley sobre ali-
mentos y fármacos. Junto con su equipo de investigadores había descubierto que se
utilizaban en el procesamiento de alimentos conservantes y adulterantes dañinos y
que las medicinas 1egistradas solían estar mal etiquetadas. No obstante, el Senado ha-
bía parado todo intento de control. También habían fiacasado todas las iniciativas
para consCguir una 1egulación federal de los mataderos debido a la prcocupación exis-
tente sob1e la carne de ganado enfermo. Pero en 1906 el ml«kralar Samuel Hopkins
Adams suscitó la indignación pública contra los fabricantes de medicamentos regis-
trados con una serie de artículos de revista titulados «The G1eat American Fraud•. La
novela de Upton Sinclair The]1111gle (1906) produjo aún mayor indignación, esta vez
contra los embaladores de carne. Su objetivo había sido protestar por la explotación
de los trabajadores inmigrantes en los corrales de ganado de Chicago. Pero, como él
mismo señaló, al apuntar al corazón del público había herido su estómago: las nau-
seabundas desaipciones del libro sobre el modo en que se preparaba y procesaba la
carne hizo de él un número uno en ventas. Una investigación especial ordenada por
Rooscvelt sob1e la industria cárnica de Clúcago confirmó todo lo que Sinclair había
esaito. La resistencia del Congreso a la regulación se diluyó cuando Roosevelt ame-
nazó con publicar el informe de la investigación y cuando los mismos embaladoICS
de carne, alarmados por la caída de las ventas, se pusieron de repente a favor de una
ley de inspección. La Ley de Inspea:ión de la Carne y la Ley sobre Alimentos y Fár-
macos entraron en vigor en junio de 1906.
Entre los logros más impresionantes del presidente se cuenta el ímpetu que dio a
la conservación. Armado con los poderes que le confería la Ley sobre Nuevas Ttenas
de 1902, autorizó un extenso programa de construcción de presas y reclamación (dar
mayor valor a unas timas mediante trabajos de irrigación, drenaje u otros) que llevó la
irrigación a millones de hectáreas del Oeste. Con el respaldo entusiasta de Gifford Pin-
diot, silvicultor jefe del Departamento de Agricultura, utilizó la Ley sobre las Reservas
Forestales de 1891 para proteger 60 millones de hectáreas boscosas, con lo que cuadru-
plicó la ICSCrva federal. También -con dudosa lcgalidad- cenó al público 34 millo-
nes de hectáreas más en Alaska y el Noroeste que contenían carbón, fosfatos, petróleo
y saltos de agua. Estos pasos produjeron protestas de los randieros, propietarios de mi-
nas, madereros y compañías eléctricas del Oeste, ávidos por explotar el dominio nacio-
nal para beneficio privado. En 1907 sus representantes políticos lograron añadir una
cláusula adicional a un proyecto de ley vital sobre la apropiación, que prohibía al pre-
sidente crear más reservas en seis estados del Oeste sin la aprobación del Congreso.
Roosevelt firmó el proyecto de ley, pero sólo después de haber retirado a toda prisa
casi siete millones de hectáreas más, maniobra que llevó a que se protestara por la «dic-
tadura del ejecutivo». El Congreso, hostil a la conservación como una amenaza a la
empresa privada, se enfadó más cuando Pinchot convirtió en reserva más de 2.500 sal-
tos de ·agua con el pmexto dudoso de designarlos como puestos de los guardabosques.
Roosevelt hizo grandes esfuerzos por educar al público sobre la necesidad de la con-
servación. En 1908 convocó el Congreso Nacional sobre la Conservación, que llevó a
la CICación de comisiones de conservación estatales. También nombró una Comisión .
de Vías Fluviales Interiorcs, que estudió los problemas de la vida rural.
Su propensión a expandir el poder presidencial, mostrada en la controversia sobre
la conservación y, de forma más espectacular, en su conducción de la política exterior
(véase capítulo XXI), no fue el único motivo del alejamiento del Cong¡ao que mar-

352
oo los últimos años de su mandato. La fiicción surgió sobre todo del severo pánico fi-
nanciero de 19<17, que causó una ola de frac.a.sos bancarios y comCICialcs. Para evitar
que siguieran, Roosevelt no vaciló en cooperar con los grandes banqueros a los que
antes había castigado. Tras consultar con J. P. Morgan, el sccrctario de la Tesorería de-
positó millones de dólares de los fondos gubernamentales en los bancos neoyorqui-
nos amenazados. Luego, cuando un grupo de industriales y financieros argumentaron
la necesidad de que el mayor trust del país, la Unitcd Statcs Stccl Coiporation, adqui-
riera el control de la Tcnnessee Coal and Iron Company, sancionó la fusión de modo
informal. Ello implicaba que no se seguiría un procesamiento antitrust. Pero a pesar
de su actitud de acomodo, Wall Strect y sus representantes del Congreso culparon a
su retórica anticmpresarial del pánico. Roosevclt, por su parte, replico enfadado que
el origen del problema había estado en «la insensatez especulativa y la flagrante falta
de honradez,. de quienes describió como «malhechores de gran riqueza•.
Se alejó a los conscIVadores del Congreso aún más al demandar otra entrega de
la reforma. En dos mensajes al Congreso de diciembre de 1907 y enero de 1908, pi-
dió la adopción de un impuesto sobre la renta y la sucesión, la supervisión federal
del mercado de valores, la limitación del uso de los mandamientos judiciales en las
disputas laborales, la extensión de la jornada laboral de ocho horas y leyes sobre la in-
demnización de los tnhajadores. También aitioo a los tribunales federales por decla-
rar inconstitucionales estas últimas leyes y censuró ah «riqueza depredadora• por ha-
berse opuesto constantemente a «toda medida que implicara la honradez en los nc-
gociOS». Su radicalismo en aumento reflejaba su exasperación por la indiferencia de
las grandes empresas hacia las necesidades de los trabajadores y su preocupación por
el atractivo creciente del socialismo. Era evidente que había recorrido un largo trecho
desde que entró en la Casa Blanca. Pero aunque había proporcionado un programa
a la minoría progresista en ascenso de su partido, no había logrado ganarse a la vieja
guardia republicana. Así, dejó a su sucesor un partido desunido.
A pesar de los sentimientos que suscitaba en los caciques del Partido Republica-
no, Roosevelt era tan popular entre sus votantes que habrla vuelto a obtener su pos-
tulación en 1908 con pedirlo. Pero tras su victoria en las elecciones de 1904 había
prometido, en respeto a la tradición de dos mandatos presidenciales, no volverse a
presentar. Sin embargo, utilizó su control de la maquinaria del partido para asegurar
la elección de su amigo y heredero político, Wtlliam Howard Taft. Miembro de una
prominente familia de Cincinnati, había sido jua federal, gobernador civil de las Fi-
lipinas y administrador de la Z.Ona del Canal de Panamá antes de convertirse en se-
cretario de Gucm de Roosevelt. Los demócratas, al haber sufiido una desastrosa de-
rrota con un .candidato conservador en 1904, volvieron por tercera y última vez a
Bryan. Capitalizando su identificación con Roosevelt, Taft ganó de forma cómoda,
pero a los demócratas les fue mucho mejor que en 1904. Sin embargo, lo más signi-
ficativo fue el incremento del bloque progresista del Medio Oeste en el Congrao.

TAFT Y LA INSURGENCIA REPUBUCANA

Hubiera sido muy dificil seguir a Roosevelt en cualquier caso, pero además a Taft
se lo impedía su temperamento y su entorno. Hombre alto, corpulento y afable de
hábitos sedentarios, su letargo contrastaba con la amplitud de intcrcscs de Roosevelt
y su exuberante vitalidad. Su carrera en el derecho y la administración pública le ha·

353
bía otorgado poca experiencia de hacer campañas o pronunciar discursos y ninguna
en manejar legislaturas. De hecho, era más apropiado para la judicatura que para la
tribuna pública; su ambición real, lograda en 1921, era convertirse en presidente del
Tribunal Supremo. Su formación judicial y su temperamento le habían hecho perci-
bir las limitaciones constitucionales de la presidencia y no estaba dispuesto a seguir el
ejemplo de Roosevelt de extender el poder ejecutivo. Y aunque deseaba de veras con-
tinuar su política--¡ de hecho lo hizo-, era por naturaleza más conseivador que el
ro11gh rúler. Se sentía más cómodo con la vieja guardia que con los progresistas y, al
apoyar a los primeros en sucesivas oontroversias, contribuyó a que aumentara la divi-
sión en las filas republicanas.
Aún así, sus servicios al progresismo fueron considerables. Durante su gobierno
de cuatro años, hubo más del doble de enjuiciamientos basados en la Ley Sherman
que los que había entablado el gobierno de Roosevelt en ocho años. Entre los deman-
dados se encontraron gigantes como la General Electric C.Ompany, la American Su-
gar Rdinciy C.Ompany, la Intemational Harvester C.Ompany y United States Steel.
Taft continuó con el programa conservacionista de Roosevelt, protegiendo más bos-
ques y reservas petroleras. Apoyó la Ley Mann-Elkins de 1910, que enendía más la
jurisdicción de la C.Omisión sobre C.Omercio Interestatal y le daba poder para tomar
la iniciativa en la revisión de las tarifas de los ferrocarriles. A pesar de la oposición de
los devotos del /11issez.fairt, impulsó y obtuvo una ley que establecía bancos postales
de ahorro. Además de crear el Departamtnto de Trabajo y la Oficina Federal de la In-
fancia. aprobó la jornada de ocho horas para los empleados federales, así como una
a
legislación de seguridad en las minas. Por último, dio su bendición las dos enmien-
das constitucionales ratificadas en 1913: la Enmienda Decimosexta, que autorizaba
un impuesto sobre la renta federal, y la Enmienda Decimoséptima, que establecía la
elección directa de los senadores de los futados Unidos. Así, aunque fracasara como
presidente, no fue por ser reaccionario, sino porque carecía de las habilidades políti-
cas de su predecesor para mantener unidas las facciones rivales de su partido.
Su identificación con el ultraconseivadurismo comenzó cuando vaciló durante la
revuelta del C.Ongreso contra el control tiránico del portavoz Joseph G. Cannon.
C.Omo podía nombrar a una mayoría de los miembros del.Comité de Normas, que de-
cidía el orden ele los asuntos de la cámara, el reaccionario Cannon había llegado a po-
seer casi un veto sobre la legislación. Tras un intento fallido de desbancarlo en 1909,
un grupo de congresistas republicanos progresistas trató de restringir su poder propo-
niendo que el C.Omité de Nonnas fuera elegido en adelante por los miembros de la
cámara. En marzo de 1910, después de una larga y encarnizada batalla, consiguieron
su objetivo, gracias al respaldo demócrata. Pero la conducta de Taft le ganó la profun-
da desconfianza de los progresistas, los insurgentes, como al poco tiempo se los co-
nocerla. Después de haberlos alentado a creer que apoyaría su ataque al cannonismo,
cambió de tono abruptamente cuando la vieja guardia le advirtió que estaba ponien-
do en peligro sus esperanzas de una reforma arancelaria.
C.On los aranceles se sumergió en un problema peor. El fuerte proteccionismo ha-
bía sido un dogma cardinal del credo republicano desde la guerra civil y la mayorla
de los industriales continuaban apegados a él. Pero la herejía de la reducción arance-
laria había echado sólidas raíces entre las regiones granjeras firmemente republicanas
del Medio Oeste. Durante su presidencia. Roosevelt había hablado mucho sobre la
reducción arancelaria. aunque en la pclctica había rehuido la cuestión por sus poten- ·
cialidades disociadoras. Pero la platafonna republicana de 1908 había prometido una

354
~ón arancelaria y durante la campaña Taft había interpretado que ello significaba
su Rbaja. Para cumplir la promesa, convocó al C.Ongreso en una sesión especial a co-
mienzos de 1909 y la cámara aprobó de inmediato un proyecto de ley que incorpo-
aba reducciones sustanciosas. Pero cuando llegó al Senado fue ttansfonnada de tal
modo que quedó irreconocible. C.On el liderazgo de Aldrich, los proteccionistas hi-
cieron más de 800 enmiendas que restablecían y en algunos casos aumentaban las al-
tas tasas existentes. Los senadores insurgentes del Medio Oeste, al combatirlas, busca-
ron la ayuda de Taft en vano. Tenía escrúpulos constitucionales acerca de interferir en
el proceso legislativo. Además, había desarrollado un intenso desagrado hacia los in·
swgentes, despreciándolos como fanáticos y demagogos. Durante su parada en el co-
mité, Taft consiguió importantes modificaciones, pero en su forma final continuó
siendo una medida de altos aranceles. Sin embargo la fumó, para gran indignación
del Medio Oeste, y aumentó su ofensa al desaibirla como «el mejor proyecto de ley
sobre aranceles que el partido republicano había aprobado nunca•. El Medio Oeste
se indignó aún más en 1911, cuando por un acuerdo de reciprocidad que Taft había
establecido con Canadá, pareció que éste iba a inundar el país con sus productos lác-
teos y de madera más baratos. Superando una oposición encarnizada, el presidente
logró su ratificación, pero cuando expresó en público la esperanza de que llevaría a la
anexión de Canadá, el reswgimiento del nacionalismo en ese país terminó por com-
pleto con la reciprocidad.
Si se necesitaba algo más para completar el alejamiento de los progresistas repu-
blicanos, apareció con la disputa sobre la conservación. La acción emprendida por
Richard A Balliger, secretario de Interior, para volver a abrir al público ciertos saltos
de agua que Roosevelt había preservado como reservas nacionales -de forma ilegal
según la opinión de Ballingcr- suscitó la enemistad del silvicultor jefe, Giford Pin-
chot, el principal defensor de la conservación y uno de los más ardientes admirado-
res de Roosevelt. Pinchot remitió a Taft una alegación en la que sostenía que Ballin-
ger había consentido traspasar campos carl>oníferos gubernamentales de Alaska a un
grupo empresarial de Morgan y Guggenheim e incluso después de que la investiga-
ción presidencial hubiera defendido a Ballinger, siguió atacándolo en público como
la herramienta de los empresarios codiciosos. En consecuencia, Taft lo cesó por insu-
bordinación. Para entonces el asunto había degenerado en una controversia nacional.
Los conservadores se pusieron de parte de Taft y Ballinger, los progresistas, de Pin-
chot. Una investigación del C.Ongreso exoneró a Ballinger de las acusaciones de mu-
de y conupción, pero reveló que no era partidario de la conservación. Taft era un
conscrvacionista sincero, pero al mantener su defensa de Ballinger aumentó la brecha
con los insurgentes y puso una cuña entre él y los partidarios de Roosevelt.
Debilitado por las f.acciones, el Partido Republicano sufrió una denota masiva en
las elecciones al C.Ongreso de 1910. Por vez primera desde 1894 los demócratas se hi-
cieron con el control de la cámara y obtuvieron notables avances en el Senado. Sin
embargo, al oeste del Misisipí los insurgentes republicanos lograron victorias sorpren-
dentes, a pesar de la campaña que efectuaron Taft y la vieja guardia para destruirlos.
Resultaba claro que si éste volvía a ser postulado, los republicanos se enfrentarían al
desastre en las elecciones presidenciales de 1912. En consecuencia, los insurgentes
formaron la Liga Republicana Progresista Nacional con el objeto de tomar el control
del partido y buscar un dirigente alternativo.
En un primer momento pareció probable que la elección recayera en La Follette,
puesto que nadie había respaldado con tanta consistencia las causas progresistas. Pero

355
aunque era un ídolo en el Medio Oeste, carecía de apoyo nacional. Algunos progre-
sistas, que lo consideraban demasiado doctrinario y extremista, comenzaron a alentar
la esperam.a de que pudiera hacerse volver a Roosevelt a la política. Poco después de
la toma de posesión de Taft, el anterior presidente había partido a .Afüca para realizar
un saf.ui; a continuación hizo un extenso recorrido por las capitales europeas. Duran-
te todo el tiempo que estuvo fuera, los periódicos reflejaron con minuciosidad sus ac-
tividades: cazar leones, codearse con las cabezas coronadas de Europa, pasar revista
al ejército alemán, advertir a los franceses que aumentaran su índice de natalidad.
Cuando regresó a Nueva York~ la primavera de 1910 hubo un recibimiento tumul-
tuoso.
Aunque resentido por d cese de Pinchot y preocupado por la división creciente
del Partido Republicano, de la que culpaba a la poca habilidad de Taft, Roosevelt en
un primer momento no pensó en obtener un nuevo nombramiento e incluso llegó a
anunciar su intención de mantenerse retirado de la política. Pero no fue capaz de ha-
c.erlo por su temperamento. Sólo tenía aún cincuenta años y rebosaba energía y am-
bición. En el verano de 1910, durante una gira de discursos por el Oeste, concebida
para frenar la brecha del partido, se puso más que nunca a favor de la reforma progre-
sista. Resultó particulannente sorprendente un discurso pronunciado en Osawatomie
(Kansas) en el que apeló a un nuevo nacionalismo, esto es, un programa de bienestar
social, gobierno directo e incremento de la regulación empresarial. Los conservado-
res se alarmaron por su insistencia en que los derechos humanos debían preceder a
los de propiedad y aún más por el ataque que efectuó de los tribunales federales
como barreras para la justic:ia social. Aunque sus palabras se intcrptttaron como un
ataque al conservadurismo de Taft, parcáa que Roosevelt seguía apoyando su reelec-
ción. Pero en el curso de 1911 se alejó por completo de su antiguo protegido. Se mo-
lestó de forma particular cuando la administración entabló un pleito antitrust contra
la United States Steel Corporation y citó como pruebas su adquisición en l 9<Jl de la
Tennessce Coal and Iron Company, paso que él había aprobado de forma tácita. En
febrero de 1912, tras meses de presión de sus seguidores para que desafiara a Taft para
la reelección y en respuesta a un llamamiento cuidadosamente preparado de un gru-
po de gobernadores republicanos, Roosevelt anunció su candidatura.

1As ELECCIONES DE 1912

La batalla que siguió entre Taft y Roosevelt por la postulación republicana fue en-
carnizada y llena de vituperios. Roosevelt era sin duda la elección de la mayoría de
los votantes republicanos. En los trece estados que celebraron primarias presidencia-
les -fue la primera vez que sucedió-, Roosevelt obtuvo '1:78 delegados, en compa-
ración con los 48 de Taft y los 36 de La Follette. Pero las fuerzas de Taft controlaban
la maquinaria del partido y el Comité Nacional Republicano. Así, cuando en junio
se celebró la convención nacional del partido en Chicago, Taft ganó una batalla cru-
cial sobre los escaños en disputa y fue reelegido en la primera votación. Los partida-
rios de Roosevelt alegaron que esta victoria se había obtenido por fraude electoral y
abandonaron la convención. En una atmósfera más parecida a un movimiento reli-
gioso que a una reunión política, eligieron a Roosevdt como su portaestandarte.
La plataforma progruista reflejaba el reformismo de los últimos años de Roose-
velt en la Casa Blanca e incluso iba más lejos. Apoyaba la iniciativa, el referendo y la

356
mnoción, el sufragio femenino, la elección de los candidatos presidenciales median-
te primarias preferentes y la revisión popular de las decisiones judiciales estatales. Pe-
día una larga lista de reformas para el bienestar social: salarios mínimos para mujeres,
legislación sobre el trabajo in&ntil, leyes sobre la indemnización a los trabajadores,
seguro de desempleo y pensiones de vejez. Por último, proponía nuevos organismos
federales para regular la economía. la industria y el mercado de invenión. No obstan-
te, por insistencia de Roosevelt, se eliminó del programa un punto antitrust y tampo-
co se haáa ninguna promesa de reducir los aranceles. Estas omisiones testificaban la
dependencia del nuevo partido del respaldo financiero de industriales acaudalados,
sobre tDdo de Georgc W. Pcrkins, un estrecho colaborador de la casa de Morgan, y
Frank A Munsey, el propietario de periódicos millonario. Además, aunque Roosevelt
deseaba retener el voto del Norte, que había contribuido a su bito en las primarias,
no pudo persuadir al Partido Progresista de que apoyara los derechos de los negros.
La división republicana fortaleció mucho las posibilidades de los demócratas de
hacerse con la presidencia por vez primeia desde 1892. Así, cuando su convención se
reunió en Baltimorc, se desarrolló una batalla feroz por la postulación. Champ Clark,
portavoz de la Cámara de Representantes, se presentó con una delantera impiaio-
nante de delegados, pero como sus adversarios se unieron para bloquearlo, fue nom·
brado el gobernador Woodrow Wtlson, de Nueva Yersey, después de cuarenta y cin-
co votaciones. El programa demócrata. que debía mucho a Bryan, aún fuerza impor-
tante en el partido, reprobaba el Arancel Payne-Aldrich y prometía una auténtica
revisión a la baja. además de demandar el fortalecimiento de las leyes antitrust, nue-
va legislación bancaria y el control de las sociedades invenoras. Apoyaba las enmien-
das constitucionales pendientes relativas al impuesto sobre la renta y la elección di-
recta de los senadores, pedía créditos rurales para ayudar a los granjeros y estaba a fa-
vor de que los sindicatos no pudieran ser procesados invocando la Ley Sherman.
El ascenso político de Wtlson había sido meteórico. Nacido en Vuginia en 1856,
hijo de un ministro pmbiteriano escocés-irlandés dueño de esclavos, se crió en el Sur
amsado por li guerra. Se licenció por Princeton y se doctoró porJohn Hopkins, para
enseñar después historia y ciencias políticas en Bryn Mawr, Wesleyan y finalmente en
Princeton, de donde se convirtió en rector en 1902, como primer laico que presidía
esa plaza fuerte del presbiterianismo estadounidense. Luchó sin bito para demoaa-
tizar la institución aboliendo el sistema exclusivista del orclub restaurante» y tras otra
batalla perdida con los fideicomisarios, esta vez sobre los planes para crear una escue-
la de posgrado, renunció en 1910 para aceptar la candidatura demócrata a goberna-
dor de Nueva Jersey. Hasta ese momento sus opinion~ económicas habían sido con·
servadoras, pero una vez que se instaló en el sillón de gobernador, negándose a de-
sempeñar el papel pasivo pretendido por la maquinaria política que había propiciado
su elección, impulsó una amplia reforma que lo llevó a la atención nacional.
A\Dlque en forma de una contienda de tres participantes -cuatro si se incluye a
Debs, candidato socialista-, la campaña de 1912 fue en realidad un duelo entre Wtl-
son y Roosevelt. En sus discursos de campaña. Wtlson expuso lo que denominó Nue-
va libertad, un programa reformista alternativo al Nuevo Nacionalismo de Roose-
vclt. Los dos er.m similares en muchos aspectos, pero también tenían diferencias sig-
nificativas. Los progresistas estaban a &vor de la protección; los demócratas, de la
reducción arancelaria. WJ.lson desaprobaba la legislación de bienestar social propues·
ta por Rooscvelt porque temía que debilitarla la iniciativa individual. Pero el desa-
cuerdo principal se centraba en el tema del control de los monopolioL Mientras que

357
la postura de Roosevelt era colectivista, Wtlson era esencialmente individualista. El
Nuevo Nacionalismo asumía que las grandes compañías eran una necesidad econc>
mica y debían ~ mediante la expansión del control federal. Por su parte, la
Nueva Libertad consideraba a los lrllst males sin paliativos y asignaba al gobierno fe.
dcral la misión negativa de destruir el monopolio para restaurar la competencia y re-
vitalizar las empresas medianas y pequeñas.
Q.iizás debido a que a los votantes les resultaba dificil distinguir claramente entre
los dos programas reformistas, la campaña electoral careció de e.x.citación, al menos
hasta octubre, cuando Roosevelt fue disparado por un fanático. Sin cmbaJgo, la ad-
miración suscitada por su valor al continuar su campaña no evitó que Wtlson obtu-
viera una victoria decisiva. Logró cuarenta de los cuarenta y ocho estados; seis fueron
para Rooscvelt y sólo dos para Taft. No obstante, Wtlson recibió sólo el 42 por 100
del voto popular. El Partido Progresista, a pesar de haber atraído más ttSpaldo que la
opción republicana oficial, demostió no tener una vitalidad duradera. Se evidenció
que era esencialmente el vehículo personal de Rooscvelt cuando no logró obtener
más que nueve escaños en la cámara y uno en el Senado. Casi de inmediato después
de las elecciones sus partidarios comenzaron a volver al seno republicano.

LA CUIMINACIÓN DEL PROGRESISMO

Wtlson fue un presidente de minorías y también, en cierto mo.do, regional, ya


que los únicos estados en los que había logrado mayoria absoluta estaban en el Sur.
Además, su gabinete tuvo una composición sureña muy marcada. Su educación su·
rciía contribuyó a moldear su perspectiva política, sobre todo en las cuestiones racia·
les. Durante su mandato, los negros fueron segregados de los blancos de fonna siste-
mática en los organismos gubernamentales; en el Sur, los negros que ocupaban car-
gos fueron cesados o rebajados de catcgoria. Así, por vez primera, el gobierno federal
respaldó sin ambages el sistema de castas sureño.
Durante su carrera académica Wtlson había criticado a las claras el sistema políti-
co estadounidense. En su tesis doctoral, ~ GorJemmmt (1885), había afir..
mado que la separación de podCJCS significaba en la práctica la ausencia de una polí-
tica formulada con claridad. Su remedio, expresado en Omstibdimuú GorJemmmt in
tht Unikd States (1908), era que el presidente hiciera uso del poder inherente a su car-
go. Rooscvclt ya había demostrado que era posible una dirección presidencial fuerte;
la tesis de Wtlson era que ello RSult.aba indispensable. Cuando se convirtió en prcsi·
dente, puso estas teorías en práctica de inmediato. Revivió la costumbie, en desuso
desde que Jeffcrson la había retirado, de dirigirse al Congreso en persona. Ejerció un
control más firme sobie la legislación que sus predCCCSORS, apoyando o bloqueando .
medidas importantes, trabajó estrechamente con los dirigentes demócratas del Con·
grcso, intervino en momentos cruciales y usó el clientclismo para facilitar que se
aprobara su programa. Sin duda, tuvo la suerte de contar con una gran mayoria de-
mócrata en la cámara, pero de no ser por su habilidad para dirigir y persuadir al Con·
grcso, la Nueva Libertad no se habria traducido a ley.
Su primera prueba surgió cuando convocó una sesión especial para cumplir su
promesa electoral de reducir los aranceles. La cámara aprobó de inmediato un pro·
yccto de ley que abolía los derechos de más de 100 artículos y los reducía de forma
apreciable de casi otros mil. Para cubrir la pérdida de ingresos consecuente, se invo·

358
la F.nmienda Decimosexta recientemente ratificada para establecer un impucs-
tobtt la renta. Las tasas eran muy bajas: un 1 por 100 sobre ingresos superiores
los 4.000 dólares y un impuesto adicional proporcional que comenzaba con el
por 100 sobre ingresos de más de 20.000 dólares y que alcanzaba un máximo del
pm 100 sobre ingresos superiores a 500.000 dólares. Al enfrentarse a una oposición
mmnada en el Senado, donde los demócratas sólo contaban con una mayoría esca-
cl proyecto de ley pareció en peligro de sufrir el destino de la Ley Paync-Aldrich.
Pao W'dson presionó a los demócratas indecisos y denunció públicamente a los gru·
pos de presión que intentaban frustrar la voluntad popular. Gracias a sus csfuCIZOS, la
ley Arancelaria Underwood-Simmons entró en vigor en 1913. Sin embargo, esta me-
dida de libre comercio no varió en modo alguno la tendencia proteccionista estable-
cida desde hacía largo tiempo y, en cambio, sus disposiciones sobre el impuesto ~
brc la renta iniciaron una política tributaria más equitativa.
El siguiente blanco de Wdson fue la reforma del sistema bancario y monetario,
que taúa dos defectos importantes. En primer lugar, cada banco operaba de forma
iadependiente y no había medios para sostener a los que tropezaban con dificultades.
F.n segundo lugar, los bancos nacionales no podían emitir billetes que excedieran sus
bidos de bonos gubernamentales, de modo que no se proporcionaba un crédito su-
ficientemente flexible. El pánico de 19CJ7 había c.cnttado la atención en ello y como
medida de emergencia el Congreso había aprobado la Ley Aldrich-Vrceland (1908),
que introdujo cierto grado de elasticidad en la moneda. También estableció una Co-
misión Monetaria Nacional, dirigida por Aldrich, para investigar de forma general los
sistemas bancario y monetario. Su informe, emitido en 1912, recomendaba el estable-
cimiento de un solo banco central bajo el control de los banqueros privados. Los de-
mócratas habían c.cnsurado la propuesta puesto que prometía fortalecer el poder ya
5CCSivo de Wall Strcet, pero no se pusieron de acuerdo en un remedio alternativo.
los COllSClVadores querían un sistema de reservas descentralizado, libre del dominio
de Wall Strcet, pero que su propiedad y control siguieran siendo privados. El ala agra-
rista del partido también se sentía inclinada hacia la descentralización, pero citaba el
informe de 1913 del comité Pujo, con sus sensacionales RVelacioncs sobre un «trust
monetario• dominado por Morgan y Rockefeller, para demostrar la necesidad de un
control público. No fue tarea fácil contentar a ambas facciones, pero con la ayuda de
Bryan, Wdson acabó llegando a un compromiso aceptable, que fue aprobado como
la Ley sobre la Reserva Federal en diciembre de 1913. Creaba doce Bancos de ReSCl'-
va Federal en diferentes partes del paíS; cada uno propiedad de un banco asociado a
la reserva federal. Se confiaba la supervisión de todo el sistema a un nuevo organis-
mo gubernamental, el Consejo de Administración de la Reserva Federal, que estaba
formado por el secretario de la Tesorería, el jcfe del departamento de moneda extran·
jera y cinco miembros que elegirla el presidente. Además la Ley creaba un nuevo tipo
de moneda: los billetes emitidos por los doce bancos de la reserva federal, sustenta-
dos en un 40 por 100 de reservas de oro.
La Ley sobre la Reserva Federal fue reprobada con violencia por los banqueros y
no satisfizo por completo a los progresistas avanzados como La Follctte, pero con el
tiempo se reconoció que constituyó un avance notable. No logró pRVenir fracasos
bancarios ni evitar pánicos y depresiones periódicos -aunque la quiebra de 1929 se
debió en parte a que el Consejo de Administración de la Reserva Federal no hizo un
uso apropiado de sus podaa-, pero hizo posible movilizar todos los recursos ban-
carios del país para ayudar a las instituciones amenazadas, creó una moneda nueva y

359
más flexible y aflojó el dominio que unos cuantos gigantes financieros tenían sobre
las facilidades de aédito.
El intento de Wtlson de abordar un tercer problema, los tnat, reveló que se esta-
ba separando del programa refonnista limitado y más bien negativo de la Nueva Li-
bertad y empezando a adoptar el Nuevo Nacionalismo de Roosevelt. Sus sugerencias
originales de que se revisara la Ley Anti.trust Shennan había recalcado la prohibición
estatutaria de los monopolios; había recomendado la abolición de los consejos de ad-
ministración coincidentes, la definición y castigo de las «ttStricciones perniciosas al
comercio» y una nueva comisión de investigación sobre el comercio. Pero, inBuido
por el abogado de Boston Louis D. Brandeis, acabó apoyando una regulación admi-
nistrativa vigorosa, semejante a la que había condenado cuando Rooscvelt se mostró
partidario de ella en 1914. Establecía una C.Omisión Federal sobre el C.Omercio para
vigilar las prácticas empresariales; tenía autorización para investigar las actividades de
todas las compañías que participaran en el comercio interestatal y para actuar contra
las que emplearan métodos de competencia injustos. Una medida relacionada, la Ley
Cl.ayton de octubre de 1914, era una versión moderada de la solución original de Wtl-
son al problema de los tnat. C.Oncebida para fortalecer la Ley Anti.trust Sherman, pro-
hibía ciertas prácticas comerciales: disaiminación de precios tendente a aminorar la
competencia o promover el monopolio, descuentos otorgados con la condición de
que los compradores se abstuvieran de comprar a otros proveedores, consejos de a~
ministración coincidentes en firmas industriales con un capital de más de un millón
de dólares.
La Ley Oayton también pretendía beneficiar a los sindicatos. ~a que no
podían considerarse combinaciones ilegales para la limitación del intercambio, que
. las huelga pacíficas, los piquetes y el pago de prestaciones de huelga no eran ilegales
y que los mandamientos judiciales no debían usarse en las disputas laborales «a no ser
que fueran necesarios para evitar un daño ilTeparable a la propiedad». Gompers salu-
dó la Ley CJayton como la «Carta magna del trabajo», interpretando que significaba
que ya no se podria seguir procesando a los sindicatos con la Ley Shennan. Pero la me-
dida no cambió --ni pretendía cambia!'- su situación legal. En la década de 1920, los
tribunales continuaron declarando ilegales ciertos tipos de huelgas y boicot.
Aunque Wdson había concedido de forma tácita que la solución de Roosevelt al
problema de los tnut era la única efectiva, aún no estaba preparado para asimilar el
resto de la plataforma progresista de 1912. C.Omo creía que la reforma había avanza-
do lo suficiente, resistió la presión hacia mayores entregas. Basándose en que favore-
cería a un grupo de intereses especiales, bloqueó un proyecto de ley que establecía la
creación de bancos de aéditos agrarios para ofrecerlos a largo plazo a los granjeros.
Se negó a apoyar un proyecto de ley sobre el trabajo infantil porque creyó que era in-
constitucional. No quiso saber nada de una enmienda sobre el sufugio femenino
puesto que a su parecer sólo los estados podían determinar las condiciones para el
voto. Sólo tras dudarlo mucho 4>0rque creía que chocaba con un convenio inter-
nacional concluido no hada mucho sobre seguridad marítima- firmó la Ley La Fo-
llette sobre Marina Mercante en marzo de 1915. Iniciada por Andrcw Furuseth, del
Sindicato Internacional de Marinos (lntemational Seamen's Union), la ley imponía
normas de seguridad más estrictas sobre los bucos mercantes estadounidenses, mejo-
raba los salarios de los marineros y abolía el delito de deserción.
No obstante, la exigencia política obligó a Wdson a dar marcha atrás. Los republi-
canos ganaron mucho terreno en las elecciones al C.Ongreso de 1914, recobrando el

360
poder en diversos estados clave. Adcims, la desintegración virtual del Partido Progre-
sista suscitó la perspectiva de una oposición RpUblicana reunificada. Para retener la
presidencia, los demócratas necesitaban sin duda hacerse con una parte sustancial de
los antiguos seguidores de Rooscvelt La primera indicación de que Wtlson buscaba
un mayor ~do político fue que nombrara a Brandcis para el Tribunal Supremo
en enero de 1916. La elección de ese destacado reformista suscitó una intensa oposi-
ción conservadora, pero Wtlson se mantuvo firme y acabó consiguiendo la confirma-
ción del Senado. Luego vino un notable cambio de actitud presidencial. A pesar de
sus objeciones iniciales, Wtlson otorgó pleno apoyo a la Ley Federal sobre Préstamos
a la Agricultura de julio de 1916, que establecía doce Bancos de Crédito Agricola para
que proporcionaran créditos rurales a laigo plazo. Al mes siguiente impulsó la Ley
.Kem-McGillicuddy, que estipulaba la indemnización por accidente de trabajo para
los empleados federales. En septiembre evitó la amenaza de una huelga de ferrocarri-
les al persuadir al Congreso para que aprobara la Ley Adamson, que otorgaba a las
hermandades de ferrocarriles lo que más deseaban: una jornada laboral de ocho ho-
ras. Estas medidas, concebidas para cortejar a los granjeros, los reformistas sociales y
los sindicalistas respectivamente, significaron su abandono completo de los derechos
estatales y el 1aissez/aire, el doble sello ideológico de la Nueva Libertad, y su virtual
adopción del Nuevo Nacionalismo.
Las reformas económicas y sociales de 1916 fueron las últimas que llevaron el se-
llo progresista. El impulso reformista estaba casi agotado y el presidente y el Congre-
so tenían que concentrarse cada vez más en los problemas creados por la guerra de
Europa. Desde 1900 los progresistas habían ~ducido muchas de sus ideas a la reali-
dad. Habían extendido el poder del gobierno para regular la economía, mejorar las
condiciones laborales y conservar los recursos naturales. Habían atajado algunos de
los peores males de la industrialización y mejorado la maquinaria del gobierno, pero
a pesar de toda su actividad fimética, no habían resuelto el problema del monopolio
ni habían hcqio nada para reducir la desigualdad; tampoco habían erradicado el ca-
ciquismo o la corrupción política. En cuanto a bienestar social, los Estados Unidos
seguían muy por detrás de Europa. Las victorias logradas por los progresistas en gene-
ral fueron parciales y en algunos casos de corta duración. Muchos de los nuevos me-
canismos políticos resultaron desilusionantes en la práctica y cayeron en desuso. Una
combinación de interpretación judicial conservadora y de indolencia administrativa
iba a permitir que las grandes empresas dieran la réplica en la década de 1920. Así, los
problemas que habían preocupado a los progresistas iban a persistir para que una
nueva generación de reformistas los abordaran durante el Nuevo Trato.

361
CAPtruwXX
Estados Unidos y los asuntos mundiales, 1865-1914

AJsU.CIONISMO E INDIFERENCIA

Los .&lados Unidos salieron de la guerra civil con los recursos necesarios para
convertirse en una importante potencia mundial. La población ya sobrepasaba la de
Gran Bretaña y en 1871 casi igualaría la del nuevo Imperio Alemán (38 millones com·
parados con 41 millones). Su industria se estaba extendiendo con rapidez y acababa
de demostrar su capacidad para sostener una guerra moderna. O:>n 900.000 hombres
en las fuerzas armadas cxpcrimcntados en la batalla, podían disponer de tantos solda-
dos preparados como cualquier nación europea, mientras que su marina era la más
potente de las que existían.
No obstante, durante el cuarto de siglo siguiente no afirmó su posición maritima
ni desempeñó en el escenario mundial un papel apropiado a su fuerza. Los asuntos
exteriores suscitaban poco interés. Las energías de la nación aún se concentraban en
colonizar el continente y en explotar sus recursos naturales. Los mercados externos
todavía no cr.an esenciales: la demanda interna podía absorber la producción indus·
trial. Además, la distancia los protegía de lo que Jdfcrson denominó •las ascuas de
Europa• y fomentó el hábito insular, institucionalizado por la doctrina Monroc, de
pensar sólo en el hemisferio occidental. Dentro de éste, los &tados Unidos prcdomi·
naban; ningún vecino amenazaba su seguridad. En consecuencia, una vez que se de-
rrotó a la C.Onfedcración, el enorme ejército y marina casi se disolvieron por comple-
to. El servicio diplomático también se mantuvo en mínimos. En la década de 1880,
los &tados Unidos estaban representados en el exterior por no más de treinta y cin-
co ministros (y ni un solo embajador), mientras que la plantilla del Departamento de
&tado estaba formada por sólo sesenta personas.

l.A DIPLOMACIA POSTERIOR A U. GUERRA CML

Sin embargo, la década que siguió a Appomattox fue de gran actividad diplomá-
tica. La guerra civil había dejado tras de sí diversos problemas internacionales y, ade-
más, los gobicmos de Johnson y Grant trataron de nadar contra la corriente al perse-
guir una política exterior cxpansionista.
Dos potencias europeas se habían aprovechado de la guerra civil para intentar re
cuperar su influencia perdida en el hemisferio occidental. &paña había reafirmado su

363
soberanía sobre la República Dominicana y Napoleón 111 había establecido un régi-
men guiñol en México, instalando al ardúduque de Austria Maximiliano como em-
perador. La retirada española de la República Dominicana en 1895 no se debió a las
protestas del secretario de Estado Seward, aunque fueron vigorosas, sino a las pérdi-
das infligidas por la guerrilla y la fiebre amarilla. No obstante, la presión de la diplo-
macia estadounidense fue un factor, junto con el descenso del entusiasmo de Napo-
león 111 por su grandiosa aventura mexicana, para que las fuCIZas expedicionarias
fumcesas abandonaran México en 1867. Al persuadir a Napoleón de que cediera a sus
protestas, Seward obtuvo un notable triunfo diplomático. Aunque no había invoca-
do la doctrina Monroe por su nombre, la evacuación fumcesa sirvió para reafirmar su
validez a los ojos del pueblo estadounidense.
El ardor cxpansionista llevó a Seward a hacer varios intentos para conseguir más
territorio. Negoció un tratado con Dinamarca que establecía la cesión de dos islas de
las Indias Occidentales danesas a cambio de siete millones y medio de dólares, pero
el Senado negó su ratificación. La hostilidad del Congreso también resultó fatal para
sus esperanzas de adquirir una base naval en la República Dominicana. Del mismo
modo, sus planes de anexarse las islas hawaianas quedaron en nada. Sin embargo, dis-
fiutó de un gran triunfo: la compra de Alaska a Rusia en 1867 por 7.200.000 dólares.
Pocos estadounidenses simpatizaban con su expansionismo y, como el valor estraté-
gico y económico de Alaska era poco apn:ciado, se le criticó por haber hecho un mal
negocio. Sus rivales se referian con desprecio a Alaska como la «nevera de Seward• e
incluso después de haber convencido al Senado para que ratificara el tratado de ane-
xión, tuvo las mayores dificultades para persuadir a la cámara de que aprobara el pro-
yecto de ley para asignar los fondos necesarios.
Uno de los argumentos esgrimidos por Seward para adquirir Alaska era que ace-
leraría la anexión de Canadá, objetivo antiguo de Estados Unidos. El resentimiento
hacia Gran Bretaña debido a su hostilidad durante la guerra civil sirvió para reavivar
el anexionismo, pero resultó contraproducente, ya que estimuló el nacionalismo ca-
nadiense y fortaleció el movimiento favorable a la confederación. Las desafortunadas
incursiones fenianas a su territorio en 1866 y 1870 tuvieron efectos similares. Los fe.
nianos, miembros de una hermandad secreta irlandesa-estadounidense, esperaban
que al invadir Canadá implicarian a los Estados Unidos en una guerra contra Gran
Bretaña y de este modo se lograría la independencia irlandesa. Muchos estadouniden-
ses simpatizaban con ellos y consideraban sus incursiones represalias bien merecidas
por las batidas confederadas sobre Nueva Inglaterra durante la guerra civil. Johnson y
Grant condenaron con retraso las actividades fenianas pero, ávidos de los votos irlan-
deses, no estuvieron dispuestos a actuar vigorosamente para impedirlas.
Sin embargo, fue la disputa por las reclamaciones por el AÚtbllmll lo que más en-
turbió las relaciones anglo-estadounidenses. Según la opinión de los Estados Unidos,
el gobierno británico era culpable de haber roto la neutralidad al haber permitido que
el Alabama y otros barcos corsarios confederados se construyeran y armaran en sus
astilleros. Insistían en que debían ser indemnizados por los daños que habían causa-
do. La disputa se prolongó durante siete años. Cuando los estadounidenses estaban
dispuestos a llegar a un acuerdo~ los británicos se negaron tercamente. Luego, cuan·
do Gran Bretaña se mosttó más conciliatoria, fue el tumo estadounidense de no que-
rer transigir. El convenio Johnson-Claredon de 1869 pareció haber hallado una solu-
ción al remitir las reclamaciones al arbitraje, pero no contenía una disculpa británica
ni decía nada sobre las denominadas «pádidas indirectas» sufridas por la marina mer-

3'64
cante estadounidense, esto es, las altas tarifas de seguros y el traspaso del tonelaje ma-
yorista estadounidense a banderas extranjeras debido a la presencia del Alabama en
alta mar. Estas omisiones, junto con una hostilidad partidista hacia el gobierno de
Johnson, llevó al Senado a rechazar el convenio. Al oponerse a él, Charles Sumner,
paidcnte del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, insistió en que Gran Bre-
taña pagara los daños directos e indiRCtos, que estableció en 15 millones y 10 millo-
nes de dólares respectivamente. Además sostuvo que puesto que la conducta no neu-
tral de Gran Bretaña había prolongado la guerra dos años, era tt1ponsable de la mi-
tad del coste total del conflicto -una suma no menor de 2.000 millones de
cl6larcs- y sugirió que si los británicos no podían pagar en dinero, los Estados Uni-
dos estarían gustosos en aceptar Canadá en su lugar.
La intervención de Sumner, al elevar las expectativas públicas a alturas irreales y
suscitar el resentimiento británico, aumentó mucho la dificultad de llegar a un acuer-
do. Pero cuando resultó evidente que la política exterior del gobierno de Grant no se-
ria dirigida por Sumner, sino por el secretario de Estado, el moderado Hamilton Fish,
Gran Bretaña se mostró dispuesta a buscar un acuerdo. El 8 de mayo de 1871, tras
prolongadas negociaciones, los representantes británicos y estadounidenses firmaron
el tratado de Washington, que se ocupaba por extenso de todas las diferencias anglo-
cstadounidenses destacables. Remitía al arl>itraje del emperador alemán la controver-
sia fronteriza de Puget Sound y establecía una comisión de arl>itraje para que se ocu-
para de la perenne disputa sobre las pesquerías. Las reclamaciones sobre el Alabama
se enviarían a un tribunal de arbitraje internacional que incluiría representantes de
las partes interesadas. Gran Bretaña deploró la salida del Alabama y, para guiar a los
úbitros, aceptó establecer un conjunto de normas que definieran las obligaciones de
los neutrales. Estas normas sobrepasaron lo que entonces se aceptaba en el derecho
internacional y, como eran retroactivas, Gran Bretaña casi perdía el caso por ade-
lantado.
No obstante, cuando el tribunal internacional se reunió en Ginebra en diciembre
de 1871, Fish, ·a quien suele atribuírsele el mérito mayor por el acuerdo sobre el Ala-
/Nzma, casi echa a perder las posibilidades de éxito al recuperar de forma inesperada
las reclamaciones indirectas que no habían sido mencionadas en el tratado de Was·
hington. Pero lo aceptó cuando el tribunal las declaró inválidas. La decisión final de
~.anunciada el 14 de septiembre de 1872, fue que Gran Bretaña había sido negli-
gente en su deber como neutral al permitir que el Alabllltlll se escapara y concedió a
los Estados Unidos una indemnización de 15.500.000 dólares. Los británicos acepta-
ron el veredicto y pagaron. Las demás concesiones establecidas por el arbitraje tam-
bién fueron aceptadas sin una protesta seria. La cancelación de la controversia por las
reclamaciones sobre el Alabama sude citarse como un modelo de la diplomacia ilus-
trada y como un triunfo del principio del arl>itraje. Sin duda, fue la primera vez que
las naciones sometieron disputas importantes a un tribunal internacional y aceptaron
sus decisiones. Pero los encomios concedidos al acuerdo habrían estado más justifica-
dos si hubiera existido una amenaza de guerra real.
En general, Grant dejó la diplomacia a Fish, pero dos asuntos trató de resolverlos
por sí mismo y sólo logró demostrar su credulidad e ignorancia. Poco después de con-
vertirse en pRSidente, le persuadieron para que prestara su apoyo a un plan desabrido,
fraguado por los especuladores de Nueva York, para la anexión de Santo Domingo. El
proyecto se convirtió en su obsesión pero, a pesar de sus esfuerzos para foaar la apro-
bación del Senado de un tratado de anexión, fue rechazado (30 de junio de 1870). Fu-

365
rioso con Sumner,·cuya hostilidad era en gran medida la RSp<>nsable, Grant se ven-
gó maquinando su salida del Comité de Relaciones Exteriores del Senado. A pesar de
ello no logró recuperar el tratado sobre Santo Domingo, pero allanó el camino para
la ratificación del tratado de Washington. La otra cuestión exterior que reclamó la
atención de Grant fue la rebelión de Cuba contra &paña, que comenzó en 1868. Sus
simpatías, como las de la mayoría de los estadounidenses, estaban con los inswgcn-
tes. En 1869 indicó a Fish que reconociera la beligcrancia de Cuba, pero el secretario
de :Estado, temiendo que significara la guerra con &paña, no le obedeció. Un año
después, cuando la cámara parecía a punto de aprobar una resolución que pedía el re-
conocimiento de la beligerancia de Cuba, Fish tuvo que amenazar con su dimisión
para lograr que el pttSidente enviara, a su pesar, un mensaje especial al Congreso ins-
tándolo a mantener una no inteivención estricta. Fish también se negó a veISe en-
vuelto en la guerra en 1873, cuando el V~, un barco de propiedad cubana que
ondeaba ilegalmente la bandera estadowiidense, fue capturado mientras transporta·
ba armas para los rebeldes y las autoridades españolas ejecutaron sumariamente a cin-
cuenta y tres pasajeros y la tripulación como piratas, ocho de ellos estadounidenses.
PeISuadió a &paña para que liberara el navío y pagara una indemnización.

DE U. INTROSPECOÓN AL IMPEIUAIJSMO

Una vez que las controvemas suscitadas por la guerra civil se ha~ían saldado y la
insurrección cubana se había serenado, la política exterior se ocupó de asuntos meno-
res: la inmigración china; la &icción con Gran Bretaña por las pesquerias, el cierre del
Mar de Bering y el aprisionamiento de unos, terroristas irlandeses que declararon na-
cionalidad estadounidense; la prohibición alemana a los productos de cerdo estadou-
nidenses; una disputa con Italia por el linchamiento de inmigrantes italianos en Nue-
va Orleans en 1891; el temor a la guerra con Chile en 1891-1892 debido a un alboro-
to organizado por marineros estadounidenses en Valparaíso. Sin duda, incluso este
tipo de temas fueron capaces de suscitar fuertes pasiones populares, aunque por poco
tiempo. Por esta causa sobre todo, los gobiernos sucesivos mostraron un chovinismo
agresivo al tratarlos. No obstante, el aislamiento permaneció siendo la tónica. Aparte
de la tentativa de James G. Blaine de recobrar la idea de Henry Oay sobre la coope-
ración panamericana, la política exterior de finales de la década de 1870 y la de 1880
no tuvo plan o propósito definido.
Pero la última década del siglo XIX trajo cambios. La convicción de que los &ta-
dos Unidos no tenían intereses que defender o sacar fuera de sus fronteras se reem-
plazó por una avidez nacionalista de afumar su poder. Se combinaron diferentes in-
fluencias -psicológicas, económicas y estratégica- para que la mirada estadouni-
dense se volviera al exterior. Una vez completada la colonización del Oeste, los
estadounidenses buscaron nuevas salidas para sus energías expansionistas. Aunque las
fuerzas económicas no fueron una causa fundamental para el nuevo imperialismo,
como algunos historiadores han señalado, los hombres públicos cada vez apreciaban
más la importancia de los mercados externos, en especial cuando la demanda interna
caía durante los periodos de depresión. También influyó el hecho de que las princi-
pales potencias europeas estuvieran ocupadas adentrándose en A&ica y Asia, y adqui-
riendo bases navales en el Pacífico. Ello no quiere decir que el imperialismo estadou-
nidense fuera una imitación consciente. De hecho, sus defensores tenían poco inte-

366
K5 en la colonización o en adquirir territorio, pero influidos por los escritos de impe-
áalist.as ingleses como Scclcy, Froude y Kipling, temían que en un mundo en d que
mmentaban las rivalidades impcrialist.as, los &tados Unidos sólo podían hallar segu-
ri<lad y protección para sus intcrcscs mediante la eq>ansión.
El imperialismo de la década de 1890 recordaba en ciertos aspectos a la doctrina
del destino manifiesto anterior a la guerra civil, pero se difermciaba en su pretensión
de respetabilidad científica y la importancia que otorgaba al culto de moda a la supe-
lioridad anglosajona. Los exponentes dd nuevo imperialismo hallaban justificación
a sus opiniones en la teoría sobtt la evolución de Darwin, sosteniendo que la sdec-
ción natural y la doctrina de la csupcrvivcncia del más adaptado» era aplicable a las
naciones no menos que al mundo biológico. Por ello, en la •lucha por la existencia•
intanacional, la victoria comspondcria a los estados más fuertes y capaces. En un ar-
tículo de revista escrito en 1885,John Fiske, d principal difusor estadounidense de las
ideas darwinianas, ensalzaba d genio de la raza anglosajona y predecía que su lengua,
religión e instituciones políticas se extenderían sin remedio «a todos los confines de
la superficie terrestre•. Del mismo modo, en un librito muy leído, Ottr Onatby: lts
Ansible F1111m ll1lli Prtstnt Crisis (1885), d reverendo Josiah Strong, congrcgacionalista
y reformista social de Ohio, declaraba que a la rama americana de la raza anglosajo-
na la estaba preparando Dios para que triunfara en la competencia final de las razas.
El principal teórico dd cxpansionismo fue un oficial de marina, d capitán Alfred
T. Mahan. En su obra cUsica, Tht/nfl#maofSeaPowruponHistory.1660-1783 (1890),
sostenía que la potencia maritima era la base de la grandeza nacional Para vencer en
la batalla mundial por d comercio, los &tados Unidos debían embarcarse en un pro-
grama de imperialismo mercantilista, lo que significaba no sólo la reconstrucción de
la marina mercante, sino la adquisición de bases navales y colonias de ultramar, so-
btt todo en el Caribe y d Pacífico. Sus ideas tuvieron un impacto considerable en d
exterior, sobtt todo en Gran Bretaña y Alemania. Dentro de los &tados Unidos
pronto fueron tomadas por políticos tan influyentes como Henry Cabot Loclgc, Al-
bert J. Beveridgc y Theodott Rooscvdt, d último ya una figura en ascenso que se
convertiría en 1897 en subsecretario de Marina.
Los primeros pasos hacia la expansión y modernización de la marina se empren-
dieron antes de que Mahan comenzara a escribir. En 1880 la flota estadounidense ya
se había reducido hasta tal punto que era inferior no sólo a las de las principales po- ·
tencias europeas, sino también a la de varias ICpúblicas latinoamericanas. En 1883 d
Congreso, pICOCUpado, votó fondos para la construcción de cuatro cruceros de ~
ro, que se convirtieron en d centro de una impresionante flota bélica moderna. La
década siguiente contempló un ascenso sostenido de las asignaciones navales y a fi-
nales de siglo la marina de los &tados Unidos, con diecisiete barcos de guerra y seis
cruceros blindados, ya sólo era inferior a las de Gran Bretaña y Alemania.
La adquisición de bases navales en d Paáfico también se addantó a la petición
efectuada por Mahan. En 1878 los &tados Unidos ICcibicron d derecho de estable-
cer una base naval en d archipiélago de Samoa. Gran Bretaña y Alemania consiguie-
ron de inmediato derechos similares y durante los diez años siguientes las tICs poten-
cias compitieron por d control de las islas. En 1889 establecieron un protectorado
conjunto y en 1899 llcgaron a un acuerdo por d que Alemania se anexaba las dos is-
las mayoICS y los Estados Unidos obtenían d resto dd archipiélago, mientras que a
los ingleses se les compensaba en otro lugar.
Los lazos estadounidenses con las islas de Hawai fueron aumentando de fonna

367
constante desde 1820 aproximadamente, cuando llegaron sus flotas balleneras y los
primeros misione~ de Nueva Inglaterra. Cuando termin6 la guerra civil, los colo-
nos cst.adounidemcs, sobre todo los hijos de los misioneros, ya habían desarrollado
plantaciones de azúcar y piña, y dominaban el gobierno y la economía de las islas.
Un tratado de reciprocidad de 1875, que permitía al azúcar hawaiana entrar libre-
mente en el mercado estadounidense y obligaba al gobierno de las islas a no arren·
dar o disponer de ninguno de sus territorios a otra potencia, hizo la economía de Ha-
wai dependiente de la de los Estados Unidos y en 1887 otro tratado diluy6 aún más
su independencia al otorgar a los Estados Unidos una base naval exclusiva en Pearl
Harbor. Los plantadores estadounidenses de las islas no habían presionado hasta en·
tonccs en favor de la anexión, pero el Arancel McKinley de 1890 borró la ventaja que
la .rccipmcidad había conferido al azúcar hawaiana y en 1891 un nuevo gobernante
nativo ascendió al trono, determinado a poner fin a la dominaci6n extranjera. En
enero de 1893, con el apoyo de los marines del crucero Bosllm, entonces en Honolu-
lu, los residentes estadounidenses iniciaron una revuelta, depusieron al rnonan:a, es·
tablccicron un gobierno provisional y despacharon de inmediato una misi6n a Was·
hington para lograr la ancxi6n. Se envi6 al Senado un tratado que inoorporaba a Ha-
wai corno territorio de los Estados Unidos, pero cuando Oeveland torn6 posesión
del cargo en marzo de 1893, lo retiró, condenando el papel estadounidense en la re-
volución hawaiana corno inmoral. Cuando los R¡>ublicanos regresaron al poder
en 1897, se negoció un nuevo tratado de anexión, pero fue bloqueado en el Senado
por los demócratas antiimpcrialistas y los productoiu de azúcar internos. Sólo en ju-
lio de 1898, durante la guerra con España, fue por fin anexionado Hawai mediante
una resolución conjunta del Qmgrcso, procedimiento que sólo requería una mayo-
ría simple.
Con el aumento del orgullo nacional, un jingomno jactancioso y a veces irres-
ponsable acabó caracterizando tanto las actitudes o6cialcs y populares corno la polí-
tica exterior. De desear no tener nada que ver con el resto del mundo, los estadouni-
denses entonces parecieron determinados a buscar pleitos con él. Ello se demostró en
la crisis de Venezuela de 1895, cuando la beligerancia estadounidense casi provocó la
guerra con Gran Bretaña. Oeveland en general se mostró hostil hacia el imperialismo
pero, como necesitaba un tema popular para ayudar a su partido en las elecciones
de 1896, intervino de forma gratuita en una disputa anglo-venezolana que venía de
mucho tiempo atrás por la frontera de la Guayana l?ritánica. El 20 de julio de 1895,
el secretario de Estado Richard Olney envió a lord Salisbury una nota rimbombante
y provocadora que demandaba el arbitrio de la disputa fronteriza y acusaba a Gran
Bretaña de violar la doctrina Monroc. La réplica de Salisbury a ese casi ultimátum re-
chazaba de plano el arbitraje y con cierta superioridad la interpretación que hada On-
ley de la doctrina Monroc. Enfurecido, Oevcland envió un mensaje cspccial al Con-
greso pidiendo autoridad para nombrar una comisión que determinara la línea fron-
teriza y declarando su disposición a utilizar la fuerza para respaldar su decisión. El
Congreso acccdi6 con entusiasmo y, como la anglofobia barría el país, hubo deman-
das urgentes de guerra. Sin emha!go, a Gran Bretaña le preocupaba poco la cuestión
venezolana. Temerosa además del poder creciente de Alemania y consciente de su ais-
lamiento en Europa, no tenía deseos de hacer un enemigo de los Estados Unidos.
Mientras tanto, la lncw:sión de Jameson trasladó su atención de Venezuela a Áfüca
del Sur y el telegrama congratulatorio del káiser al prcsi~ Krugcr hizo de Alema-
nia el blanco de la cólera británica en el lugar de los Estados Unidos. Así, los británi-

368
cos se mostraron más conciliatorios hacia aeveland y tras largas negociaciones firma-
ron un tratado con Venezuela que establecía el aibitraje de la disputa &onteriza. En
octubre de 1899 el tribunal de aibitrajc concedió a Gran Bretaña casi todo el territo-
rio disputado. Paradójicamente, la aisis venezolana inició un acercamiento anglo-cs-
tadounidensc, pero también demostró lo susceptibles que se habían vuelto los esta-
dounidenses.

El nacionalismo petulante de la década de 1890 culminó finalmente en la guerra


con España, la primer.a ocasión durante más de medio siglo en la que los Estados
Unidos lucharon con un pafs extranjero. No obstante, el conflicto fue tanto produc-
to del idealismo como un deseo de afirmar el poder estadounidense. El pueblo se em-
bucó en ella para liber.ir a una colonia de la opresión del Viejo Mundo. En Cuba ha-
bian existido rescoldos desde la supresión de la rebelión de 1868-1878 y en 1895
hubo un segundo intento de derrocar al gobierno español. Al igual que en la revolu-
ción hawaiana, el proteccionismo estadounidense fue el catalizador no intencionado.
El arancel Wtlson-Gonnan de 1894 privó a Cuba de su mcn:ado y sumcigió a la isla
en tal miseria que se propició un nuevo alzamiento.
J. Desde sus inicios, la opinión estadounidcme se puso de parte de los rebeldes. Los
métodos opresivos de España herían de forma particular su sensibilidad. En 1896 el
gobicmo español estableció una dura política de campo de concentración para privar
a las gucnillas cubanas del apoyo civil. Debido a la administración incompetente y al
precario saneamiento murió gran cantidad de gente. Los horrores de los campos eran
lo bastante reales, pero fue el modo de informar de la lucha en la prensa amarilla lo
que elevó la indignación estadounidense a una altura de fiebre. Dos periódicos de
Nueva York, el Worá, de Joseph Pulitzcr, y el]o1117111i, M William Randolph Hcarst,
por entonces inmersos en una lucha por la circulaci6n, rivalizaron en presentar de
forma sensacionalista la revuelta cubana. Pasando por alto las crueldades cometidas
por los rebeldes, llenaron sus páginas de historias -<iertas, exageradas o simplemen-
te inventadas- sobre las atrocidades de los españoles. Estos reportajes cspcluznantcs
y parciales fueron absorbidos por un público jingoísta y estimularon las demandas de
intervención. Pero Cleveland no vio razones para involucrarse ni tampoco su sucesor
republicano, William McKinlcy, que, como la mayor parte de los empresarios esta-
dounidenses, temía que la guem pusiera en peligro la prosperidad a la que estaba re-
gresando el país tras la depresión de 1893.
Pero en febrero de 1898 dos acontecimientos dramáticos azotaron la prensa ama-
rilla y suscitaron una nueva furia en los jingoístas. El primero fue la publicación de
una carta privada escrita por el ministro español en Washington, Dupuy de Lame, en
la que hacía referencias menospreciativas a M~ey. Un choque mucho mayor fue
la destrucción del buque de guerra cstadounidcme Máre, volado mientras pcnnanc-
áa en el puerto de La Habana con la pérdida de 260 miembros de su tripulación.
Nunca se ha czplicado de fOrma satisfactoria qué causó la explosión, pero, como un
solo hombre, los estadounidenses asumieron que España era responsable. Hubo de-
mandas histéricas de guerra. Un emotivo lema popular barrió el pafs: •iRecucrda el
Mllinel iAl infierno con Espai\a!». McKinlcy, tras semanas de vacilación, finalmente
recurrió a la fuerza, pero no, como se había creído, debido a que fuera demasiado dé-

369
bil para resistir el clamor popular. Más bien fue que poco a poco había perdido la
confianza en que España estuviera dispuesta a finalizar el conflicto o fuera capaz de
hacerlo. El gobierno espaiíol acabó aceptando las demandas estadounidenses de un
annisticio inmediato y del abandono de la política de campo de concentración. pero
su negativa a conceder la independencia cubana instó a que McKinley enviara al
C.Ongreso un mensaje de guerra (11 de abril de 1898). El 20 de abril éste adoptó por
abrumadora mayoría una resolución conjunta que reconocía la independencia cuba-
na y autorizaba al presidente a war la fuerza para expulsar a los españoles de la isla.
También adoptó sin disensiones la Enmienda Teller, que rtcbazaba toda intención
de anexionarse Cuba y reflejaba el idealismc¡> de cruzada que sostenía la petición de
guerra. .
Para el secretario de &lado John Hay, lo que pasó a continuación fue «una es-
pléndida guerra chiquita», pero en realidad fue un asunto bastante absurdo. Breve y
apenas sangrienta, sobre todo del lado estadounidense, fue una contienda muy desi-
gual. La formidable marina estadounidense disfiutó haciendo prácticas de tiro sobre
una antigua annada espaiiola y el ejército, bendecido por una buena suerte infinita,
salió triunfante de todas las escaramuzas.
Los &lados Unidos entraron en la guerra alegremente, pero casi sin preparación,
al menos para las operaciones terrestres. El ejército regular sumaba sólo 28.000 hom-
bres, divididos en pequeños destacamentos diseminados por todo el país y que sólo
tenían experiencia en sofocar los levantamientos indios. El presidente llamó a filas
a 200.000 voluntarios, pero el Departamento de Guerra, compuesto por burócratas
entrados en años, hizo una confusión tremenda de su movilización; entrenamiento
y equipamiento. Chapuzas e ineficiencia comparables a las demostradas por los bri-
tánicos en la guerra de Crimea caracterizaron el despacho de la fuena expedicionaria
reunida para liberar Cuba. Las tropas, que embarcaban para sostener una campaña de
verano en el subttópico, iban enfundadas en pesados uniformes de lana; la mayoría
estaban equipadas con rifles Springfield anticuados y de un solo disparo; la comida
era atroz, sobre todo la carne enlatada, que fue apodada ~aca embalsamada•. C.On·
tra un enemigo resuelto, a duras penas podrian los Estados Unidos haber evitado el
desastre, pero en España encontraron un adversario aún peor preparado y más in·
competente.
Los primeros combates se desarrollaron en el Lejano Oriente. El 1 de mayo el
comodoro George Dewey llegó al puerto de Manila y voló unos cuantos decrépi·
tos barcos de guerra españoles. Entonces se despachó una fuerza expedicionaria a
las Filipinas y, con la ayuda de sus insurgentes, capturó Manila el 13 de agosto.
Mientras tanto, 17.000 hombres habían desembarcado en Cuba a finales de junio
y habían cercado Santiago. En el cerro de San Juan, en el enfrentamiento más duro
de la guerra, un regimiento de caballería voluntario, los Rough Riders, desempeñó
un papel notable, por lo que los periódicos hicieron de su mando, el coronel Theo-
dore Roosevelt, un héroe de guerra. Pero el golpe decisivo se propinó en el mar. La
flota del almirante Cervera, que había sido bloqueada en Santiago, se hizo a la mar
para evitar su captura y fue aniquilada de inmediato. Las fuerzas españolas de
Cuba se rindieron el 16 de julio y para entonces también se había ocupado Puerto
Rico. El 12 de agosto se firmó d armisticio. La guerra de diez semanas había sido
una serie ininterrumpida de victorias estadounidenses. Habían muerto en la bata·
lla menos de 400 estadounidenses, aunque más de 5.000 cayeron víctimas de la en·
fermedad.

370
Durante la lucha, los propósitos estadounidenses sufrieron un cambio significati·
vo. La victoria militar estimuló el apetito público de imperio. Lo que había comen-
zado como una guerra para liberar a Cuba, se convirtió en otra para adquirir colonias.
Los Estados Unidos no podían anexionarse a Cuba debido a la Enmienda Teller, pero
de ningún modo pensaban ttStituir las demás colonias a &paña o abandonarlas a
otro. ÉSta era la postura en· particular con las Filipinas, donde hasta entonces había
existido poco interés estadounidense. Según d sedor Dooley, la mayoría de los esta·
dounidenses no tenían claro si se trataba •de islas o de artículos cnlatadOS», pero los
c:xpansionistas pidieron que las conservaran. McKinley vaciló al principio pero, des·
pués de rezar para que Dios lo guiara, acabó accediendo. El tratado de paz, firmado
en París el 10 de diciembre de 1898, reconoCía la independencia de Cuba y estable-
cía la cesión a los Estados Unidos de Filipinas, Puerto Rico y la isla de Guam en d
Pacífico.
No todos los estadounidenses dieron la bienvenida al imperio colonial. Figuras
importantes de toda condición -ucritores como Mark Twain y Hamlin Garland,
Rfonnistas como Jane Addams y Lincoln Steffens, rectores de universidad como
Charles W. Eliot, de Harvard, y David Starr Jordan, de Stanford, industriales como
Andrew Carnegie, dirigentes políticos como el antiguo presidente Clcveland y el
senador republicano por Massachusetts Gcorgc F. Ho~ se unieron para oponer·
se a la anexión de las Filipinas. Apelaban sobre todo al idealismo y la tradición,
sosteniendo que imponer a un pueblo extranjero de una tierra remota el gobierno
estadounidense sin su consentimiento y sin la perspectiva de convertirse en el fu.
turo en un estado era inconstitucional, una innovación peligrosa y una negación
del espíritu de la Declaración de Independencia. También temían que el imperio
colonial necesitara grandes armamentos y el abandono de la política tradicional de
evitar enredos con el extranjero. Pero d antiimperialismo también tenía orígenes
menos exaltados. Algunos demócratas actuaron por puro partidismo; los cultiva·
dores de azúcar temían la competencia extranjera; a los dirigentes de los sindicatos
como Gompers les preocupaba una posible afluencia de mano de obra •nativa» ha·
rata; los sureños como el senador Ben Ttllman se oponían a la incorporación de
más gente de color. Pero los antiimperialistas no l~n conseguir un respaldo
popular considerable. En general, el país parecía más en sintonía con las opiniones
de Lodge y Bcveridge, los principales defensores dd tratado. Aludían al orgullo na·
cional, señalaban la importancia comercial y estratégica de las Filipinas y predecían
que si los Estados Unidos no las tomaban, lo haría otra potencia. Sobre todo, re·
saltaban su obligación moral de extender los beneficios de la civilización anglosa·
jona a un pueblo atrasado, •tomar la carga del hombre blanca», como lo había ex·
pesado Rudyard Kipling en un poema dirigido fundamcntabnente a los estadou~
nidenses. La disputa más encarnizada en d Senado sobre el tratado finalizó el 6 de
febrero de 1899, cuando fue ratificado por 57 votos contra 27, es decir, por escaso
margen.
El día antes del voto final sobre el tratado llegaron noticias de que los nacionalis·
tas filipinos se habían levantado contra sus pretendidos liberadores. No querían ser
cedificados y cristianizados- -las palabras de McKinley delataban su ignorancia del
hecho de que hacía mucho tiempo que eran católicos- y preferían la independen-
cia. La rebelión se prolongó tres años. Reprimirla requirió los csfueJZOS de 70.000 sol·
dados estadounidenses y el gasto de 170 millones de dólares. En una feroz guerra de
guerrillas, en la que murieron 4.300 soldados estadounidenses, los Estados Unidos re-

371
corrieron a los métodos brutales practicados en Cuba por España. Se estableció un
gobierno civil en 1901 y aunque a menudo demostró escaso respeto por las costum-
bres filipinas, produjo soiprendentes mejor.u materiales y sociales, sobre todo en edu-
cación, salud y obras públicas. Pero a los estadounidenses les resultaron las Filipinas
un trofeo decepcionante, ya que no se convirtieron en la base del comercio oriental
y pronto se consideraron una responsabilidad militar.
El imperio colonial estadounidense se diferenció de los de las potencias europeas
en ser en gran medida de segunda mano. C.On la excepción de Hawai, sus posesiones
coloniales habían pertenecido antes a otras naciones. También se administraba de for·
ma distinta. ~izás en un intento de parecer menos manifiestamente imperialista, los
Estados Unidos no establecieron una administración pública o militar de ultramar se-
parada. Los distintos territorios se pusieron un poco al azar bajo el control de los de-
partamentos de Estado, Interior, Guena y Marina. La adquisición de dependencias
extranjeras presentó problemas administrativos y constitucionales para los que la ex-
periencia previa del gobierno territorial ofrecía escasa guía. Pero la decisión del Tribu-
nal Supremo en los Casos Insulares de 1901 estableció la posición constitucional de
las dependencias. El Tribunal afirmó que «la C.Onstitución no sigue a la bandera•, es
decir, que no incorpora de fonna automática o inmediata las nuevas posesiones a los
Estados Unidos, ni confiere a sus habitantes el privilegio de la ciudadanía estadouni-
dense. C.Orrespondía al C.Ongreso establecer las disposiciones constitucionales que re-
sultaran precisas. En el caso de Hawai (1900) y Alaska (1912), se les otorgó la calidad
de territorios, por lo que quedaba implícita la promesa de que en el ~turo se conver-
tirían en estados. Sin embargo, Puerto Rico fue declarado territorio •no organizadot
y a sus habitantes se los dedaró, de modo algo anómalo, ciudadanos de Puerto Rico,
y como tales con derecho a la protección de los Estados Unidos, pero no ciudadanos
estadounidenses. También se otorgó a las islas un gobierno interno limitado. En 1902
se establecieron disposiciones similares con respecto al gobierno y la ciudadanía para
las Filipinas.
Mientras tanto, Cuba sólo logró la independencia nominal, puesto que permane-
ció bajo ocupación militar hasta 1902. Los estadounidenses edificaron escuelas, otor-
garon una base sólida a las finanzas públicas y enadicaron la fiebre amarilla. Al aca-
bar la guena algunos expansionistas habían querido deshacerse de la Enmienda Teller
y anexionarse la isla, pero la tentación fue finalmente rechazada, en parte debido al
efecto de castigo de la insurrección filipina. Sin embargo, los Estados Unidos temían
que abandonar por completo el control pusiera en peligro la estabilidad política de la
isla y amenazara la seguridad estadounidense. El futuro de las relaciones cubano-esta-
dounidenses fue definido por la Enmienda Platt, aprobada por el Congreso en 1901
como un anexo a un proyecto de ley para la asignación de fondos. Estipulaba que
Cuba nunca haría un tratado con otra potencia que menoscabara su independencia,
permitirla la intervención estadounidense para preservar la independencia o mante-
ner un gobierno estable y cederla a los Estados Unidos una base naval. Los cubanos
se mostraron extremadamente reacios a aceptar esas limitaciones de su soberanía,
pero al informárseles de que la Enmienda Platt era el precio para que se marcharan
los estadounidenses, aceptaron con desgana incorporarla en su C.Onstitución y dar
cuerpo a sus disposiciones en un tratado. El control político fue de la mano de la pe-
netración comercial. En 1914 grandes compañías estadounidenses como la American
Tobacco C.Ompany y los intereses azucareros de la Havemeycr ya dominaban la eco-
nomía cubana.

372
EL DE.SARR.ou.o DE LA POúnCA DEL LE,JANo ORJE.NTE
La afirmación de que la gucna Hispano-Americana marcó el surgimiento de los
.Estados Unidos como potencia mundial requiere matizaciones. Sin duda, desde 1898
participaron de fonna más extensa en los asuntos internacionales y se implicaron con
mayor profundidad en América Latina y el Lejano Oriente. Pero hacia Europa, la pa·
lcstta de la política internacional, su actitud continuó siendo esencialmente aislacio-
nista. Theodore Roosevelt se interesó mucho por los asuntos europeos y abrió un
nuevo terreno al intervenir de fonna activa en disputas que no concernían a los .Esta·
dos Unidos, a no ser en el sentido de que amenazaban la paz mundial: Además de
mediar en la gucna ruso-japonesa, echó una mano en la crisis de Marruecos de 1905,
enviando delegados a la conferencia de Algeciras, y también desempeñó un papel
para concertar la Segunda Conferencia de La Haya en 19<J7. Pero aunque los hombres
de estado e1lropeos lo tomaron en serio tanto por sus cualidades propias como por
ser el representante de una gran nación, sabían que sus ganas de tener peso en el es-
cenario mundial no eran demasiado compartidas por sus conciudadanos. Así, aun·
que el Senado ratificó el Convenio de Algeciras y el Protocolo de La Haya, insistió
en ambas ocasiones en añadir reservas al efecto de que no había intención de separar·
se de la polftica exterior tradicional de los .Estados Unidos. En cualquier caso, las
aventuras diplomáticas de Roosevclt no se repitieron. Cuando Francia y Alemania es·
tuvieron de nuevo al borde de la guerra por Marruecos, Taft pennancció aparte. Tam-
poco se implicó Wilson en la febril actividad diplomática que precedió el estallido de
la Primera Guerra Mundial.
El interés estadounidense en el Lejano Oriente, en especial en China, se intcnsifi·
có mucho desde 1898. Los empresarios preveían un gran incremento del comercio
con ésta pero les alannaba el modo en que las grandes potencias andaban a la rcbati·
ña para conscg\lir concesiones económicas y se adueñaban del país esferas de intere-
ses exclusivas. Si continuaba el proceso, China acabaría cerrándose al comercio y la
inversión de capital estadounidenses. En 1899 el secretario de &tado de McKinley,
John Hay, trató de proteger sus intereses instando a las principales potencias para que
permitieran que todas las naciones tuvieran las mismas oportunidades comerciales en
sus respectivas esferas de interés. Aunque las respuestas fueron vagas y no vinculantes,
Hay anunció que habían aceptado el principio de «puertas abiertas». Casi de inmedia-
to, en junio de 1900, un grupo de nacionalistas chinos, resentidos por la posición se-
micolonial de su país, lanzaron la Rebelión de los Boxer para erpulsar a los «demo-
nios extranjeros». Cuando los boxcr llegaron a Pekín y sitiaron las legaciones extranje-
ras, se organizó una fuerza internacional y los .Estados Unidos, aunque insistieron en
que no abandonaban la no participación, colaboraron con 2.500 soldados. Hay temía
que alguna de las potencias utilizara el levantamiento de los boxcr como pretexto para
c:ncnder su influencia en China. En consecuencia, envió una carta circular (3 de julio
de 1900) que elaboraba y ampliaba la política de puertas abiertas: declaraba que la po-
lítica estadounidense era preservar la integridad territorial de China y asegurar la
igualdad de oportunidades comerciales no sólo en las esferas de interés extranjeras,
sino en todo el imperio chino. La mayoría de los estadounidenses se sintierpn orgu-
llosos de lo que consideraron un triunfo diplomático de Hay, pero la política de puer·
tas abiertas fue en realidad sólo una esperanza piadosa. Como reconocieron Hay y su

373
sucesor, d pueblo estadounidense no hubiera estado dispuesto a respaldarla por la
fuerza y aunque continuó siendo en teoria la base de su política en el Lejano Orien-
te, no se hizo gran cosa para llevarla a la práctica. El hecho de que China no fuera di-
vidida no se debió a la política de puertas abiertas, sino a la incapacidad de las gran-
des potencias para ponerse de acuerdo sobre el modo de repartirse los despojos.
La guerra ruso-japonesa marcó un estadio más en la participación estadouniden-
se en los asuntos del Lejano Oeste. Las simpatías de Roosevelt, como las de la mayo-
ria de sus conciudadanos, estaban al principio con los japoneses, los supuestos desva-
lidos. Pero cuando una aplastante victoria japonesa siguió a otra, comenzó a cambiar
de parecer. No le gustaba la idea de que dominaran por completo d Este asiático y
pICÍeria un equilibrio de poder entre Rusia y Japón. De repente, se le presentó una
oportunidad de intervenir. A pesar de sus victorias, los japoneses estaban al borde de
la bancarrota y deseaban la paz con desesperación. Por ello, pidieron a Roosevdt que
actuara como mediador. fute aceptó y ayudó a negociar el tratado de paz firmado en
Portsmouth (Nueva Hampshire) en septiembre de 1905, con lo que ganó el Premio
Nobel de la Paz. Japón consiguió el conttol de C.orca, d sur de Manchuria y se ane-
xionó la parte sur de la isla de Sakhalin, pero Rooscvdt lo convenció para que aban-
donara su reclamación de una enorme indemnización financiera.
Después de la guerra, las relaciones entre los Estados Unidos y Japón se deterio-
raron mucho. Los estadounidenses se alarmaron por el crecimiento del poder y las
ambiciones de los japoneses y temieron en particular su ataque a las Filipinas. El sen-
timiento antijaponés fue particularmente fuerte en California, donde la afluencia
de 100.000 inmigrantes japoneses propició habladurías histéricas s0brc el cpcligro
amarilla» y la demanda de que se evitara su entrada. Los japoneses, por su parte, es-
taban desencantados de la paz obtenida por Roosevelt; le culpaban de robarles los
frutos de la victoria. La animosidad contra los Estados Unidos se exacerbó cuando en
octubre de 1906, como culminación de una serie de medidas discriminatorias, d con·
sejo escolar de San Francisco ordenó la segregación de los niños orientales en escue-
las separadas. Japón protestó por el estigma racial implícito y hubo revueltas antiesta·
dounidenscs en Tokio. La acción del consejo escolar estaba fuera de la jurisdicción
del gobierno federal pero, con d temor de que California arrastrara al país a la gue-
rra, Rooscvelt la persuadió para que rescindiera la orden de segregación a cambio de
la promesa de recortar la inmigración japonesa. Se realiz6 mediante un Acuerdo de
Caballeros, un intercambio de notas en 19<Jl y 1908 en el que el gobierno japonis se
comprometía a no emitir pasaportes a los trabajadores que desearan emigrar a los Es-
tados Unidos. Para que los japoneses no interpretaran su actitud sobre la cuestión es·
colar como una debilidad, Roosevelt resolvió impresionarlos con una espectacular
demostración de potencia naval. Envió los dieciséis buques de guerra de la nueva ma·
rina a un crucero mundial de 46.000 millas marinas. Los japoneses, lejos de respon-
der con beligerancia, invitaron a la Gran Flota Blanca a Yokohama y le otorgaron un
recibimiento multitudinario. Las dos potencias convinieron respetar sus posesiones
mutuas, acatar el estado de cosas en el Paáfico y sostener la política de puertas abicr·
tas y la integridad territorial de China. Lo que significaba esta declaración ambigua y
contradictoria, además del deseo mutuo de aliviar la tensión, no resultaba claro de in·
mediato. Lo que a primera vista parecía un apoyo a las puertas abiertas, en realidad
era una retirada parcial de esta política, ya que el mantenimiento del estado actual im-
plicaba reconocer la posición especial de Japón en el sur de Manchuria. El acuerdo
fue un ejemplo característico del realismo rooseveltiano en los asuntos exteriores.

374
Como reconocía que los &tados Unidos no podían desafiar de fonna efectiva a Ja-
pón en el Lejano Oeste, prefería apoyarlo antes que arriesgarse a una guerra.
Con Taft la política hacia el Lejano Oriente mostró menos conciencia de la mili-
dad. Mientras que Rooscvclt había concedido a Japón mano libre en el sur de Man-
churia, Taft y su secretario de &tado, Philander C. Knox, trataron de recuperar el con-
cepto original de las puertas abiertas mediante una política que después se conoció
como la «diplomacia del dólar», al ayudar a la empresa privada a buscar mercados y
oportunidades de inversión en el exterior. En 1911, a instigación del Departamento
de Estado, un grupo de banqueros estadounidenses aceptó fonnar un consorcio in-
ternacional para financiar la construcción de fCrrocarriles en Ollna. Pero su interés
real en ese país era pequeño y cuando en 1913 Wtlson repudió la diplomacia del dó-
lar y expresó fuertes críticas sobre los términos del crédito que el consorcio propues-
to ofrecía a China. los banqueros lo abandonaron. Knox también propuso la crea-
ción de una agencia internacional para prestar dinero a China-con el fin de comprar
todos los ferrocarriles de Manchuria, pero este intento burdo de expulsar a Japón de
la región sólo sirvió para arrojarlo a los brazos de Rusia, con lo que se fortaleció el
control IUS<>'japonés.

LA ADQUISICIÓN DE LA ZoNA DEL CANAi. DE PANAMA

El objetivo principal de la política estadounidense en el Caribe era construir y


controlar un canal interoceánico que cruzara Centroamérica y proteger sus accesos.
Se había venido hablando de un canal semejante durante medio siglo, pero sólo lle-
gó a apreciarse su importancia para la seguridad nacional con la guerra contra &
paña y la adquisición de colonias. Había diversas dificultades que superar. Una era
el tratado Oayton-Bulwer de 1850, que establecía que todo canal ístmico construi-
do por los &tados Unidos o Gran Bretaña sería controlado de forma conjunta y
nunca sería- fortificado. &te obstáculo desapareció con el segundo tratado Hay-
Pauncefote de 1901. La guerra de los bóers había puesto de manifiesto el aislamien-
to británico en Europa y le interesaba la amistad estadounidense, así que aceptó el
control exclusivo de los &tados Unidos sobre el canal y, por implicación, su forti-
ficación.
El siguiente problema era decidir si construir el canal a través del istmo de Pana-
má o auzando Nicaragua. La ruta de Panamá era más corta pero más cara, sobre todo
porque una empresa francesa, sucesora de la compañía del fallecido De Lcsscps, que
había comenzado la construcción en Panamá varias décadas antes, quería la dcsorbi-
tante suma de 109 millones de dólares por sus derechos. En 1901 una comisión espe-
cial nombrada por McKinley recomendó la ruta de Nicaragua. Pero la compañía fian-
cesa rebajó de inmediato su precio a 40 millones y uno de sus principales accionistas,
Philippc Bunau-Varilla. dirigió una hábil campaña propagandística que atrajo la aten-
ción pública sobre la persistente actividad volcánica en Nicaragua. Como resultado,
el Congreso eligió la ruta de Panamá.
Entonces sólo restaba obtener el consentimiento de Colombia, a quien pertenc-
áa Panamá. En enero de 1903 Hay firmó un tratado con su encargado de negocios
en Washington, que otorgaba a los &tados Unidos un arrendamiento de noventa y
nueve años de una zona para el canal de 9 km y medio de anchura a cambio de un
pago de 1O millones de dólares y un alquiler anual de 250.000 dólares. El Senado de

375
los Estados Unidos ratificó de inmediato el ttatado, pero el Senado colombiano, en
desacuerdo con las estipulaciones financieras, votó por unanimidad su rechazo.
Roosevclt estaba furioso con los colombianos, expresando en privado que no de-
bía permitirse a los «degolladores» y -cbantajistu- de Bogotá que •se opusieran de
fonna pennancntc a uno de los futuros caminos de la civilización•. Hasta llegó a con·
sidcrar tomar la zona del canal por la fuciza, pero resultó innecesario porque en no-
viembre de 1903, los panameños, descontentos desde hada tiempo con el dominio
colombiano, iniciaron un levantamiento. En realidad, Roosevclt no fomentó la insu-
nección, pero hizo saber que si ocurrla, contaría con sus simpatías. Cuando así (Oc,
ordenó al crucero Nashville que impidiera a las fuerzas colombianas sofocar la revuel-
ta, utilizando como excusa un ttatado de 1846 por el que los Estados Unidos se obli-
gaban a mantener el •libre tránsito- del istmo. lo que siguió se hizo con una prccip¡.
tación indecente. El 13 de noviembre, sólo diez días después del levantamiento, Roo-
sevelt recibió a Bunau-Varilla, que tenía mucho que ver en su planificación, como
ministro panameño. El 18 de noviembre Hay y Bunay-Varilla finnaron un nuevo tta-
tado sobre el canal en los mismos términos rcc:hazados por Colombia. Su construc-
ción se confiaba a los ingenieros del ejército de los Estados Unidos, que comenzaron
a ttabajar en firme en 19<Jl.
La mayor parte de los conciudadanos de Rooscvclt aprobaron sus tácticas buca-
neras en Panamá, pero una minoría clamorosa las condenó. Por entonces Rooscvclt
declaró como un fariseo que tenía el •mandato de la civilización•. Algunos años des-
pués se volvió menos cauto y afirmó que, en lugar de seguir •los métQdos ttadiciona-
les y conservadores» que suponían dilación, simplemente «tomó la zona del canal•.
Puede que estuviera en lo cierto al afirmar que había agilizado su construcción, pero
el coste a largo plazo en mala voluntad fue grande. Ningún acontecimiento desde la
guerra Mexicana había suscitado en América Latina tanta desconfianza hacia los Es-
tados Unidos.

LA VIGILANCIA DEL HEMISFERIO OCCIDENTAL

Una vez obtenido el canal de Panami, Roosevelt cada vez se hizo m'5 sensible a
las posibles intrusiones europeas en el Caribe. La frecuencia con que se sucedían las
revoluciones en las repúblicas caribeñas y su imposibilidad de pagar sus deudas exter-
nas tendían a provocar la intervención europea. Una de esas intervenciones en 1902
-d bloqueo anglo-gcnnano-italiano de Venezuela- suscitó los temores estadouni-
denses de que Alemania, el principal instigador del asunto, planeara adquirir bases en
el Caribe. Poco d~~. cuando la República Dominicana incumplió el pago de sus
deudas y los inversores europeos pidieron que se actuara, Roosevclt decidió dar un
paso radical. Si la doctrina Monroe prohibía a las potencias europeas intervenir en el
Caribe, razonó, los Estados Unidos debían plantarse y actuar como policías. Ésta era
la esencia del corolario de Roosevclt a la doctrina Monroc, proclamado en 1904. Afir-
maba que ccl obrar mal o la impotencia crónica• en el hemisferio occidental •obliga-
rla a los Estados Unidos, a pesar de su resistencia [...}a ejercer como fuerza de poli-
da internacional•. Q.ic también significaba actuar como un recaudador de la deuda
internacional resultó evidente en 1905, cuando se aplicó por vez primera el Corola-
rio Roosevclt. Presionada por los Estados Unidos, la República Dominicana aceptó
su control financiero.

376
Al igual que Roosevdt, Taft no pareció dispuesto a tolerar distwbios en el Caribe
que invitaran la intervención europea, pero en su política hacia América Latina había
motivos tanto estratégicos como políticos. C.Omo en d caso de China, había alcnta·
do la inversión estadounidense. También había pRSionado a las repúblicas caribeñas
para que reemplazaran d capital europeo por d estadounidense. lo que disminuiría
d riesgo de la intervención europea y beneficiaría a los banqueros estadounidenses.
La diplomacia dd dólar produjo sus resultados más evidentes en Nicaragua. En 1909
los banqueros estadounidenses. con el aliento dd Departamento de Estado. se hicie-
ron con las finanzas del país. Luego, en 1912. cuando estalló una revolución contra
d gobierno pro cstaclounidcnsc y las inversiones americanas peligraron, Taft envió a
los marines para sofocarla.
Woodrow Wtlson llegó a la presidencia determinado a sustituir la mano dura de
Roosevclt y la diplomacia del dólar de Taft por d idealismo. En octubre de 1913 afu·
mó que los Estados Unidos «nunca más buscarían un palmo más de territorio por la
conquista• y condenó como injusta y degradante la práctica de tratar de obtener con·
cesiones económicas en América Latina. Además prometió que los Estados Unidos
no pmmdcrian favores cspecialcs o ejercerían una presión indebida, sino que trata-
rían con América Latina «en términos de igualdad y honoP. Pero, en la realidad, su
gobierno intervino más extensamente en América Latina que los de Roosevelt y Taft
juntos. Exponente de ese lubrido frágil. d imperialismo liberal, Wtlson combinaba
una actitud de superioridad moral con la determinación de defender los intCICSCS es·
tadounidcnscs. A pesar de toda su noble retórica, podía ser tan realista como Theo-
dorc Rooscvdt y una vez en d cargo, se dio cuenta de que d canal de Panamá era tan
vital para la seguridad americana que no podía tolerarse la inestabilidad política en el
Caribe. Pero también tenía imbuido un cdo misionero de salvar a los demás. Creía
que tenía d deber de dignificar a los pueblos de América Latina sometidos por dicta-
dores y golpeados por la pobreza, y trató de ayudarlos a logr.ar gobiernos democráti·
cos y estables según d moddo estadounidense. C.Omenzó negociando un tratado con
C.Olombia, que cipresaba un «sincero pesar» por el papel desempeñado por los Esta·
dos Unidos en la revolución panameña y ofrecía una indemnización de 25 millones
de dólares. Pero fue bloqueado en d Senado por los simpatizantes de Rooscvdt. En
Nicangua, no pudo encontrar una política alternativa a la ejercida por Taft de con·
trolar sus finanzas y mantener un destacamento de marines en su capital. En 1915,
cuando estalló una sangrienta revolución en Haití, envió a los marines y tomó d con·
trol dd país. Al año siguiente la República Dominicana se convirtió casi en un pro-
tectorado estadounidense en circunstancias muy parecidas. En ambos países d domi·
nio estadounidense produjo beneficios materiales, pero no estabilidad política o go-
biernos democráticos.
La aecncia de Wtlson de que conocía lo que era mejor para los cmanjcros llevó
a desastrosas participaciones en los intrincados asuntos internos de México. Durante
un tiempo después de la revolución de 1910, pareció que era políticamente estable y
que se hallaba en el camino hacia d constitucionalismo. Pero en febrero de 1913 un
general reaccionario, Victoriano Huerta, se hizo con d poder. Los cmi>iaarios esta·
dounidcnses afumaron que d ICCOnocimiento de su régimen era esencial para salva-
guardar sus inversiones, pero Wtlson se negó basándose en que había llegado al po-
der por la fuerza. C.On la esperanza de expulsarlo del cargo y establecer un gobierno
constitucional, trató primero de aislarlo mediante la diplomacia. Luego. en febrero
de 1914, lcvantó d embargo de armas impuesto porTaft, esperando que este paso ascgu·

377
rara el triunfo de los seguidores constitucionalistas de Venustiano Carranza, que se ha-
bía levantado contra Huerta. Pero no fue así y, dcsespcmdo, el presidente recurrió a la
intervención annada. Un incidente trivial en el puerto mexicano de Tampico el 9 de
abril de 1914 proporcionó la excusa. Las autoridades mexicanas detuvieron a unos
marineros estadounidenses y los liberaron con disculpas. Pero Huerta rechazó la de-
manda estadounidense de una disculpa más funnal, por lo que Wtlson pidió al C.On-
greso autoridad para utilizar la fueIZa. En este punto, supo que el vapor alemán ipi-
ranga estaba cerca de Vcracruz con un cargamento de armas para Huerta. Sin esperar
la aprobación del C.Ongreso, ordenó que la marina tomara el puerto para impedir que
las municiones fueran desembarcadas. En el bombardeo que siguió se perdieron 126
vidas mexicanas. Cananza, a quien Wtlson había tratado de ayudar, denunció esta
«agresión extranjera• con no menor vigor que Huerta e incluso llegó a amenazar con
atacar a las fuerzas estadounidenses si pasaban a tierra. Sólo una oportuna oferta de
mediación de las potencias ABC (Argentina, Brasil y Chile) sacaron a Wtlson de una
situación delicada.
En agosto de 1914 los camncistas lograron derrocar a Huerta, pero la coalición
constitucionalista se dividió de inmediato. En la lucha que se desencadenó entre Ca-
rranza y su antiguo lugarteniente, Francisco (Pancho) Villa, Wtlson se puso al princi-
pio de parte del último porque creyó que era un reformista genuino que aceptaría de
buen grado la guía estadounidense. Pero pronto fue vencido de funna decisiva y en
octubre de 1914 Wtlson tuvo que otorgar el reconocimiento tieflldo a Carranza. Vi-
lla, enfadado, determinó deliberadamente envolver a los Estados Unidos en una gue-
rra con México. En enero de 1916 sus seguidores detuvieron un tren en el norte de
México y mataron a dieciséis estadounidenses. Al comprobar que no había represa-
lias, cruzó la frontera de Nuevo México y mató a otros diecinueve estadounidenses.
Entonces a Wtlson no le quedó otra alternativa que ceder a la presión popular favo-
rable a la intervención. C.On el consentimiento reticente y ambiguo de Carranza, una
expedición de castigo al mando del brigadier general John J. Pershing cruzó a Méxi-
co en marzo de 1916 para dar caza a Villa. Durante varias semanas, 6.000 soldados de
caballería estadounidenses pmiguieron a Villa por todo el norte de México, pero no
lograron atraparlo. Carranza comenzaba a preocuparse por la presencia de la fuerza
expedicionaria y cuando hubo escaramuzas entre sus fuerzas y las de Pershing, los dos
países parecieron deslizarse hacia la guerra. Pero Wtlson no la quería y en julio acep-
tó agradecido la oferta de negociación tendida por Carranza. No resultó posible nin-
gún acuerdo, pero en febrero de 1917 Wtlson, preocupado entonces por la crisis de
los submarinos alemanes, retiró las tropas de Pershing. Mientras tanto, los mexicanos
habían redactado una nueva constitución liberal. Era lo que Wtlson había querido y,
a pesar de todos sus desaciertos y contradicciones, se merece cierto reconocimiento
por el resultado. Se había negado a convertirse en la herramienta de los intereses pe-
troleros estadounidenses, había evitado la intervención europea y al final había cedi-
do, cuando la intervención militar habría sido más fácil y mis rentable desde el pun-
to de vista electoral. Pero en su esfuerzo por ayudar al pueblo mexicano, había de-
mostrado escasa consideración por sus tradiciones o su orgullo nacional. Por ello,
contribuyó a fortalecer el resentimiento y la sospecha hacia los Estados Unidos que
ya se habían extendido por toda América Latina.

378
CAPtruwXXI

&tados Unidos y la Primera Guerra Mundial, 1914-1920

Los PROBIEMAS DE l.A NElITRAUDAD

El estallido de la Primera Guem Mundial tomó por sorpresa a los cstadounidcn·


ses. Al igual que muchos europeos, habían creído que d aibitraje había n:cmplazado
a la guerra como medio de solucionar las disputas internacionales y que era impensa-
ble un conflicto importante. Incluso cuando ésta llegó, los estadounidenses compar·
rieron la creencia general de los europeos de que seria corta y aguda. No tenían la me-
nor idea de todos los horrores que vendrían y menos aún de que se verían amstrados
a dla. La lucha estaba muy lejos y no pareáa amenazar ninguno de sus intereses vita-
les. Como señaló Woodrow Wtlson cuando emitió la proclamación rutinaria de neu·
tralidad en agos~o de 1914, con la guerra europea «no tenemos nada que ver, sus cau·
sas no nos conacmen•.
Casi todos los estadounidenses estaban a favor de la neutralidad en 1914; mante-
nerse al margen de las disputas de Europa era una tradición nacional sagrada. Pero
neutralidad no· significaba imparcialidad y cuando Wtlson instó a su pueblo a ser «im-
parcial en d pensamiento así como en los hechos», estaba pidiendo un imposible.
Los estadounidenses tenían que tomar partido en una guerra entre países europeos
con los que casi todos mantenían lazos de sangre. No menos de un tercio de dios
eran emigrantes o sus hijos y, a pesar de todo lo que se hablaba dd aisol de razas, la
conciencia étnica se mantenía como una fuena poderosa. La guerra estimuló mucho
las lealtades ancestrales. El mayor grupo inmigrante de los Estados Unidos, d genna-
no-cstadounidense, alzó la voz para proclamarse abiertamente pro alemán. La anti-
gua tendencia antibritánica de los irlandeses-estadounidenses se refurzó por la despia-
dada represión del Levantamiento de Pascua de 1916. Los ICCUcrdos de errores anti·
guos llevaron a los judíos estadounidenses a expresar vivamente su aborrecimiento
del zarismo y a los polacos y checos estadounidenses a apoyar los movimientos de in·
dependencia nacionales. La persistencia de los lazos con d Viejo Mundo, reprobado
ampliamente como cscparatism0» (hyphmism, separación mediante guión) o lealtad
dividida, hizo que los estadounidenses percibieran su desunión y fortaleció su deter-
minación de permanecer neutrales.
Sin embargo, la mayoria simpatizaba con los aliados, o mejor con Gran Btttaña,
Francia y Bélgica, ya que la Rusia autócrata carcda de popularidad. Había un senti·
miento extendido de afinidad cultural con lnglatma, sobtt todo en la Costa Este y
entre la elite social, económica y política. No había desaparecido la anglofobia, pero

379
las pendencias que habían caracterizado las relaciones anglo-estadounidenses habían
dado paso desde 1900 a una amistad genuina y un sentimiento de solidaridad anglo-
sajona. Francia era objeto de un apego sentimental que databa de la guerra de la Re-
volución. La «Bélgica pequeña y galante» era admirada casi por todos. Por otra parte,
la Alemania imperial había acabado desengañando. El militarismo prusiano parcda
amenazar los ideales democráticos estadounidenses y el sonido de los sables del kái·
ser había suscitado antagonismo y alarma. La invasión de Bélgica, desechando los
compromisos solemnes del tratado, confirmó la impresión estadounidense de que
Alemania era una amenaza internacional. Esta impresión, ratificada por su recurso a
la guerra submarina, acabó desempeñando un papel fundamental en la decisión de
intervenir tomada por los Estados Unidos. Debe decirse que declararon la guerra a
Alemania en 1917 no porque sus intereses estuvieran amenazados, sino porque se ha-
bían ultrajado sus sentimientos.
Los Estados Unidos esperaban continuar comerciando con todos los beligerantes
y estaban determinados a mantener los derechos tradicionales de los neutrales. Pero
los principales beligerantes marítimos, Gran Bretaña y Alemania, no estaban dispues-
tos a RSpCtarlos. Al intentar destruirse mutuamente, modificaron o reesaibieron el
derecho marítimo internacional de forma unilateral para que se adaptara a sus propias
necesidades. Primero se suscitó rontrovcrsia sobre los derechos de los neuttales ron
Gran Bretaña. Una vez barridas las cargas alemanas de los mares, los británicos esta-
blecieron controles marítimos para estrangular el romercio alemán. De forma gradual
ampliaron la definición de contrabando de guerra, hasta que abarcó ~ todos los ar-
tículos, incluidos los alimenticios, que pudieran resultar útiles al enemigo. Se permi-
tieron libertades con el tradicional derecho de registro: en lugar de detener y revisar
los barcos mercantes en alta mar, como se había practicado hasta entonces, la Mari-
na Real conducía los sospechosos a puerto para su examen. Gran Bretaña también
amplió de forma arbitraria el concepto de «Viaje continu01t para evitar que los artícu-
los llegann a Alemania a través de neutrales vecinos como Suecia y los Países Bajos,
y para aumentar la efectividad de su bloqueo ~que nunca fue proclamado de
forma oficial- minó el Mar del Norte, con lo que forzó a todos los buques con di-
rccci6n a Gran Bretaña o la Europa neutral a detenerse primero en un puerto inglés
para que les orientaran en la navegación.
Estas desviaciones de la práctica internacional pesaron mucho en los Estados Uni-
~ el principal transportador neutral. Aunque los británicos solían pagar por las
mercanáas confiscadas y durante un tiempo eximieron al algodón de la lista del con-
trabando para contentar al Sur, los cargamentos estadounidenses estaban sometidos
a grandes retrasos y pénüdas. De hecho, en 1916, el comercio estadounidense con las
potencias centrales y sus vecinos neutrales ya había descendido y estaba a punto de
desapam:er. Los Estados Unidos protestaron de forma repetida por este bloqueo bri-
tánico y se negaron a aceptar su afirmación de que estaban siguiendo la práctica esta-
dounidense durante la guerra civil o el argumento de que los nuevos métodos de co-
mercio y bélicos necesitaban que cambiaran las normas marítimas tradicionales. Pero
a pesar de todas sus protestas, en la .páctica aceptaron el sistema marítimo inglés.
Una razón para ello era que, a excepción del secretario de Estado, Wtlliam Jennings
Bryan, que no estaba a favor de ninguno de los beligerantes, el gobierno de Wtlson
era claramente pro aliados. El embajador estadounidense en Londres, Walter Hines
Page, estaba tan inclinado hacia el bando británico que suavizaba las protestas que
enviaba e incluso aconsejaba a sir Edward Grey cómo responderlas. También simpa-

380
rizaban con los aliados el empresario tejano, coronel Edward M. House, el consejero
más próximo y de confianza de Wtlson, y Robcrt Lansing, que sucedió a Bryan como
secretario de Estado en 1915. Pero el ímpetu más importante para adoptar una pos-
tura favorable a los aliados provenía del mismo presidente, que no tenía mucho que
ver con su arraigada anglo6lia: a pesar de ser un admirador devoto de la literatura in-
glesa y del sistema parlamentario británioo, no permitía que sus prejuicios privados
influyeran su política, pero creía que una victoria alemana era una amenaza potencial
para los Estados Unidos. Por ello, no estaba dispuesto a crear dificultades a los britá-
nicos: clnglatena está librando nuestra batalla•, señaló a su secretario privado en el
otoño de 1914.
El aumento del comercio de guerra con los aliados propon:ionaba una razón más
para no llegar a extremar las cosas. Los Estados Unidos se oonvirticron en un arsenal
aliado que enviaba ingentes cantidades de municiones, comida y materias primas_ Las
demandas de guerra aliadas estimularon la industria y agricultura estadounidenses. La
depresión que había apresado al país cuando estalló la guerra pronto cedió el paso a
una prosperidad febril. Al principio los aliados podían pagar en efectivo los suminis-
tros bélicos, pero sus compras se hicieron pronto tan enormes que se agotaron sus re-
servas financieras y el préstamo se volvió esencial. En un primer momento, el gobier-
no desaprobó los concedidos por los bancos privados a los beligerantes. Bryan, con-
sultado sobre el tema en los primeros días de la gucrn por la banca neoyorquina
de J. P. Morgan y compañía, declaró que, aunque los préstamos eran legales, «no se
avenían con el verdadero espíritu de la neutralidad•. Pero dos meses después, pese a
que seguía desaprobando los préstamos directos, sancionó los créditos. Luego, en
septiembre de 1915, wnbién se levantó su prohibición porque el gobierno temía las
consecuencias para la economía estadounidcmc si se derrumbaba el lucrativo nego-
cio bélico. La Banca Morgan lanzó una emisión de 500 millones en bonos anglo-&an-
cescs y para cuando los &tados Unidos entraron en la guerra, sus banqueros habían
adelantado 1.800 millones de dólares más para financiar las compras bélicas.
Asf, los Estados Unidos se ligaron cada vez más con la causa aliada. Los alemanes
protestaron porque la venta de materiales bélicos a los aliados no era neutral y de-
mandaron un embargo, pero los Estados Unidos replicaron que el derecho interna-
cional sancionaba ese comercio. Haberlo prohibido porque los aliados eran los úni-
cos beligerantes capaces de transportar sus compras no habría sido neutral. Si la situa-
ción actuaba en desventaja de Alemania, no era debido al favoritismo estadounidense
---ai principio, los &tados Unidos estaban dispuestos a vender armas a Alemania-,
sino al dominio británico del mar.

LA CAMPAÑA SUBMARINA ALEMANA

Aunque Alemania se resintió del modo en que intcrpm.aban la neutralidad los es·
tadounidcnscs, no hubo disputas serias durante los seis primeros meses de la guerra.
Pero el inicio de su campaña submarina cambió la situación de forma abrupta.. Inca-
paz de destruir la flota de superficie británica, Alemania decidió vengarse contra el
bloqueo aliado mediante la utilización de los submarinos, relativamente nuevos, y
emplearlos de una manera sin pm:edcntes. En febrero de 1915, Berlín anunció que
todos los barcos mercantes enemigos que entraran en una zona de gucrn determina·
da que rodeaba a las Islas Británicas serían hundidos sin aviso pR'vio. También aña·

381
dió que como los mercantes aliados a veces trataban de encubrir su origen ondeando
banderas neutrales, los barcos neutrales debían evitar la zona de guerra para no ser
hundidos por error.
El anuncio alemán violaba la antigua norma del derecho internacional de que un
barco de guerra beligerante sólo podía hundir de forma legítima a un mercante ene-
migo tras haberlo detenido, comprobado su identidad y establecido las disposiciones
adecuadas para la seguridad de sus pasajeros y tripulación. Los alemanes sostuvieron
que su desviación de las normas estaba justificada porque había cambiado la natura-
leza de la guerra: el submarino era una nave frágil y vulnerable que se arriesgaba a ser
destruida a manos de los mercantes armados si emergía para dar la advertencia con-
vencional. Pero este argumento no surtió efecto fuera de Alemania; hubo protestas ai-
radas de todas partes del mundo. A la mayoría de la gente la guerra submarina sin res-
tñcciones le paieáa una innovación bárbara, contraria por completo a una conducta
civilizada.
En consecuencia, aunque los &tados Unidos no habían protestado cuando Gran
Bretaña había declarado el Mar del Norte zona militar, enviaron de inmediato a Ale-
mania una severa advertencia Por supuesto, los dos casos no eran idénticos, ya que
mientras que los británicos sólo interferían el comercio, los alemanes amenazaban la
vida. La nota de Wtlson declaraba que si se perdían navíos o vidas estadounidenses
por la acción alemana, los &lados Unidos pedirían •cuentas estrictas» al gobierno ale-
mán. Además, tomarían medidas para «Salvaguardar las vidas y propiedades estadou-
nidenses y para asegurar a sus ciudadanos el pleno disfiute de sus derechos reconoci-
dos en alta mar-. ·
No obstante, Wtlson apenas reaccionó cuando un marino estadounidense se ah~
gó en el hundimiento del vapor británico Fa/aba a finales de mano de 1915 o cuan-
do su buque cisterna Gllffeight fue torpedeado (pero no hundido) a comienzos de
mayo. Pero el hundimiento del gigantesco buque de la línea Cunard Lusilania puso
fin a su vacilación. Torpedeado frente a la costa de Irlanda del Sur el 7 de mayo mien-
tras hacia su ruta de Nueva York a Livcipool, el Lusilania se hundió en menos de vein-
te minutos con la pérdida de 1.198 vidas, 128 de ellas estadounidenses. Las noticias
del desastre produjeron una explosión de cólera e indignación en los &tados Unidos.
La prensa se llenó de acusaciones de asesinato masivo e incluso se habló de la guerra.
Pero Wtlson, aunque profundamente conmocionado, evitó dar ese paso. «Hay hom-
bres demasiado orgullosos para pelcap, declaró ante una gran concentración en Fila-
delfia. No obstante, el presidente estaba determinado a defender el derecho de los es-
tadounidenses a navegar por los mares. Envió una protesta redactada en duros térmi-
nos a Berlín para pedir la desaprobación del hundimiento y reparación de los daños.
La réplica alemana fue justificatoria y evasiva. Declaraba que el hundimiento había
sido un «acto justo de defensa propia• puesto que el Lusitania tenía armas ofensivas
y además transportaba grandes cantidades de municiones de rifle cuando fue ataca-
do. Wtlson consideró que tales argumentos apenas excusaban la matanza indiscrimi-
nada de hombres, mujeres y niños, así que redactó una segunda protesta más amena-
zadora. Fue demasiado para Bryan. :&te hubiera preferido que el gobierno prohibie-
ra a los ciudadanos estadounidenses viajar a la zona de guerra en barcos que
transportaran municiones y haber acompañado sus protestas a Alemania con otra
igualmente fuerte por el bloqueo aliado. Cuando Wtlson rechazó su consejo, Bryan
dimitió.
Los intercambios diplomáticos con Berlín por el Lusitania seguían sucediéndose

382
mmdo, el 19 de agosto, un submarino alemán hundió a otro vapor británico, el bu-
que de la línea White Star Ara, y murieron cuarenta y cuatro pasajeros, incluidos
dos estadounidenses. La opinión del país volvió a excitarse y el gobierno consideró
IOIDpCr relaciones con Alemania. La situación se hizo más tensa por las espectacula-
RS rnclaciones de espionaje y sabotaje alemán en los Estados Unidos y los intentos
del embajador austro-húngaro para fomentar las huelgas en las fábricas de municio-
nes. Pero se evitó la ruptura por la iniciativa del embajador alemán en Washington, el
aJDde Bernstorff, quien expresó su pe5ar por el hundimiento del Arabic y, aunque no
alaba autorizado a hacerlo, reveló que se había ordenado a los mandos de los sub-
marinos que no atacaran a los barcos de pasajeros en el futuro a menos que trataran
de escapar u ofiecieran resistencia. Después el gobierno alemán confirmó sus declara-
ciones. Parecía que la diplomacia de Wtlson había logrado un triunfo señalado.
Sin embargo, a muchos estadounidenses les inquietaba la postura del presidente
J lanÍan que acabara sumergiendo al país en la guerra. En febrero de 1916 se in~
clajcron resoluciones en el Congreso que aconsejaban a los ciudadanos no viajar en
barcos beligerantes. El Congreso pareció dispuesto a aceptarlas pero, en una carta al
pRSidcnte del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, Wtlson declaró que no
podía consentir «ninguna reducción de los derechos de los ciudadanos americanos en
ningún aspecto [~..] Aceptad la renuncia de un solo derecho y sin duda seguirán mu·
chas otras humillaciones, y todo el fino tejido del derecho internacional se deshará en
nuestras manos pedazo a pedaz0». Los argumentos del presidente prevalecieron y las
JaOluciones fueron derrotadas.
Pero casi de inmediato sucedió una nueva crisis, la más peligrosa hasta la fecha. El
24 de marzo de 1916, el vapor de pasajeros fiancés StuStX fue torpedeado en el Canal
de la Mancha y resultaron heridos varios estadounidenses. Después se supo que ha·
bía sido un error del comandante del submarino alemán, pero en su momento ~
ció una violación deliberada de la promesa sobre el Arabic. En respuesta al clamor pú·
blico, Wtlson envió a Alemania lo que era prácticamente un ultimátum. A menos
que abandonata de inmediato .csus métodos presentes de guerra submarina contra los
buques de pasajeros y carga», los Estados Unidos se verian obligados a romper las ~
laciones diplomáticas. Una vez más, Alemania cedió. El canciller Bethmann-Hollweg
deseaba por todos los medios evitar la guerra con los Estados Unidos y logró -aun-
que por última vez- vencer a los defensores de la guerra submarina. El 4 de mayo el
gobierno alemán informó a los Estados Unidos de que los submarinos no hundirían
más buques mercantes sin observar las normas tradicionales de registro y advertencia,
pero añadió en la denominada «promesa del Sussex- que Wtlson debía actuar con fir-
meza contra el bloqueo británico. El presidente pasó por alto la demanda. Parecía ha-
ba logrado una notable victoria diplomática: había mantenido los derechos estadou-
nidenses y evitado las hostilidades. Pero, como él mismo reconoció, su postura había
privado a los Estados Unidos de gozar de libertad de acción en el futuro. Alemania
podía sumirlos en la guerra en cualquier momento con sólo regresar a la promesa so-
bR el Stustx. Durante varios meses no hubo más hundimientos a manos de los sub-
marinos y le tocó a Gran Bretaña el tumo de las afientas. La ejecución de los dirigen-
aa del Levantamiento de Pascua de 1916 dañó mucho el prestigio británico en los Es-
tados Unidos, alejó a los irlandeses-estadounidenses e impresionó incluso a los
mglófilos. Los estadounidenses también estaban irritados por la interferencia británi-
ca en el correo destinado a Europa y encolerizados por la publicación en julio de 1916
de una lista negra que prohibía a los súbditos británicos tener negocios con ciertas fir-

383
mas estadounidenses ~ de comerciar con 1as potencias centrales. Aunque
tenían todo el derecho a dar ese paso, Wtlson se sintió afrentado. Cuando sus protcs·
tas ante Londres no produjeron respuesta, pidió al C.Ongreso que le diera poderes de
represalia, aunque nunca se usaron.

PROPAGANDA Y PREPARACIÓN

A pesar de todo, el pueblo estadounidense se hacía cada vez más pro aliado. La
mayona sólo contaba con las versiones aliadas de la guerra europea. Gr.m Bretaña ha-
bía cortado el cable transatlántico entre Alemania y los Estados Unidos en las prime-
ras semanas de hostilidades, con lo que pudo censurar todas las noticias de Alemania
menos los despachos radiofónicos. Otta ventaja aliada era que los periódicos estadou-
nidenses no solían tener sus propios corresponsales en Europa y tendieron a depen-
der de las agencias de noticias controladas por los aliados. Además, los británicos no
escatimaron esfuerzos para ganarse la opinión estadounidense. La Oficina de Propa-
ganda Bélica inundó el país con literatura. Entre los que escribieron para dla se en·
contraban famosos autores bien conocidos de los lectores americanos: Joscph C.On-
rad, Rudyard Kipling y A Conan Doyle. Los alemanes también hicieron esfuerzos
enormes para persuadir a los estadounidenses de que su causa era justa, pero les resul-
tó dificil superar sus prejuicios. En todo caso, su propaganda fue inad~da. Por otra
parte, la campaña propagandística británica estaba bien ideada y cjccutada. Aunque
se puso cuidado en evitar toda apariencia de tratar de implicar a los· Estados Unidos
en la guerra, se hizo el mayor esfuerzo posible por implantar la idea de que Gr.m Bre-
taña y los Estados Unidos er.m democracias hermanas y que la guerra oponía la de-
mocracia contra la autocracia. Todo incidente que pudiera presentar a los alemanes
como los bárbaros actuales -la destrucción de Lovaina, por ejemplo, y la ejecución
de Edith Cavcll- se explotó sagazmente. Sin cmbalgo, la estratagema más hábil -'Y
quizás la menos ~ fue la publicación del Informe Bryce, un catálogo
nauseabundo, aunque no del todo cierto, de las supuestas atrocidades cometidas por
los alemanes en Bélgica. C.On el nombre del famoso historiador y antiguo embajador
en Washington, James Bryce, una figura respetada en los Estados Unidos, el informe
salió a la luz en mayo de 1915 para capitalizar las pasiones suscitadas por el hundi-
miento del ÚSÍlllllÍa.
A pesar de su parcialidad en favor de los aliados, los estadounidenses continuaron
siendo neutrales y pacifistas. Seguían reticentes, por ejemplo, a fortalecer sus defen-
sas. Aunque una minoría sonora encabezada por Theodore Roosevelt advertía una y
otra vez que la debilidad de las fuerzas armadas ponían en peligro la seguridad nacio-
nal, su campaña de «prq>aración• surtió poco efecto al principio, excepto en suscitar
la hostilidad organi7.ada de los grupos pacifistas. Wtlson compartía el desagrado ins-
tintivo de muchos de sus conciudadanos por las armas y armamentos, y como pen·
saba que los temores de Roosevelt eran injustificados, desaprobó hablar de prepara-
ción. A comienzos de 1915 pudo incluso contemplar un recorte del presupuesto mi-
litar, pero la crisis de los submarinos le hizo percibir la debilidad militar del país.
También temió que la oposición persistente a la preparación, cuando era evidente
que estaba ganando fuerza, podía proporcionar a los republicanos un tema para la
campaña. En consecuencia, en julio de 1915 ordenó una revisión de las necesidades
defensivas y en noviembre presentó al C.Ongreso un modesto programa de prepara-

384
c:i6o. Hubo protestas violentas no sólo de los pacifistas, sino también de los progrc-
mtas dd Medio Oeste y el Sur, que consideraban el programa el triunfo del militaris-
mo y d fin de la refonna interna. En una extensa gira efectuada en agosto de 1916,
Yilson trató de lograr el apoyo para un ejército continental de 400.000 hombres y
para una «armada sin par». El programa de construcción de la flota no sufrió apenas
ambios, pero el del ejército continental tuvo que ser abandonado y aunque la Ley
de Defensa Nacional de 1916 duplicó el tamaño del ejército regular, seguía siendo de
sólo 200.000 oficiales y soldados. Además, cuando llegó d momento de discutir la fi.-
n;mciación de la expansión militar y naval, los progresistas del Qmgreso rechazaron
las propuestas tributarias del gobierno y propusieron nuevos impuestos sobre la ren-
ta y la herencia con el fin de que los ricos sufragaran todo d coste.

W EIECCIONF.S DE 1916

Las decáones presidenciales de 1916 aportaron más pruebas de los sentimientos


antibelicistas y favorables a la neutralidad. La política exterior fue el tema clave y los
cmdidatos rivales compitieron como defensores de la paz. Los demócratas apoyaron a
Wtlson con entusiasmo e hicieron un uso efectivo del grito •Nos mantuvo fuera de la
guara•. El presidente no utilizó este eslogan ~ privado elijo que suscitaba falsas es-
peranzas-y evitó un compromiso explícito de mantener la neutralidad. Sin embaigo,
transmitió la impresión de que lo baria. La paz fue d tema persistente de sus discursos
de campaña y advirtió a los votantes de que una victoria republicana podría llevar a la
intavención. En realidad, los republicanos no eran un partido bélico. Su programa,
aunque demandaba la protección de los derechos estadounidenses, abogaba por cuna
neutralidad franca y honc:sta»; ello suponía una repudio directo de la demanda de
Theodore Roosevelt de una política más severa hacia Alemania. El candidato republi-
cano era el prograi.sta Charles Evans Hughes, antiguo gobernador de Nueva Yodc y en-
tonces juez suplente dd Tribunal Supmno. Hughes trató de evitar una discusión deta-
llada sobre d tema de la neutralidad y a medida que la campaña fue avanzando se hizo
cada vez más dificil conocer su postura. Intentó cortejar el apoyo germano-estadouni-
demc e irlandés-estadounidemc recalcando su compromiso con la paz, pero acusó a
Wtlson de debilidad al defender los deredtos estadounidenses y, además, aceptó d res-
paldo de Rooscvelt y suscribió algunos de sus pronunciamientos belicosos.
Se esperaba que ganaran los republicanos pues eran el partido mayoritario; su de-
rrota de 1912 se había debido a su división, ahora subsanada. No obstante, en unas
decciones extremadamente apretadas, Wdson ganó a duras penas. Hughes, al saber
que contaba con la mayoría dd Noreste industrial, se fue a la cama la noche de las
elecciones creyendo que había ganado. Pero al día siguiente, cuando llegaron los re-
cuentos del Oeste más allá del Misisipí, la suerte se puso de parte de Wtlson. No está
muy claro hasta qué punto le ayudó d tema de la paz. Sin duda, fueron sus reformas
internas las que le permitieron formar una nueva coalición demócrata. Su defensa de
la jornada laboral de ocho horas le proporcionó el apoyo de la mano de obra organi-
zada, la ley sobre los créditos rurales le ganó a los grupos de granjeros del Medio Oes-
te y su respaldo a la causa de la justicia social puso de su parte a muchos progresistas
independientes que habían votado por Roosevelt cuatro años antes. Pero el rasgo más
importante de la campaña fue el modo en que el presidente y sus partidarios fusiona-
ron las causas del progresismo y la paz, al presentarlas como interdependientes e idea-

385
les exclusivamente demócratas. Así, si se pudiera considerar la estrecha victoria de
Wtlson como un mandato para algo, sería para que continuara la neutralidad y se die-
ra otro addanto a la reforma.

Los ESFUERZOS PACIFISTAS DE Wll~ON

Wtlson creía desde haáa mucho tiempo que el único modo de asegurar que los
Estados Unidos permanecieran al margen de la guerra era ponerle fin. Esta convic·
ción, junto con el horror por la escalada de matanzas, le llevó a enviar a House a Eu-
ropa en misiones secretas en 1915 y 1916, con el fin de explorar las posibilidades de
un acuerdo negociado. Pero estos intentos quedaron en nada porque ambos bandos
estaban seguros de su completa victoria. Para alentar a los aliados a la negociación, lle-
gó en determinado momento a colgarles delante la zanahoria de la cobcligerancia. El
memorando House-Grey del 22 de febrero de 1916 establecía que cuando los britá-
nicos y franceses le notificaran que creían llegado el momento, Wtlson enviaría invi-
taciones ·para una conferencia de paz. Si los alemanes declinaban o, si después de ha-
ber aceptado, se negaban a hacer las paces en términos razonables, los Estados Unidos
«probablemente» -palabra que después insertó Wdson- «dejarían la conferencia
como beligerantes del lado de los aliadOS». Pero éstos se mostraron escépticos con el
plan, más aún después de que la inserción de Wtlson hubiera suavizado el compro-
miso estadounidense. Por ello, dejaron que su propuesta se extinguiera.
En diciembre de 1916, justo después de su reelección, decidió intentarlo de nue-
vo. Envió notas a los bcligcrantcs pidiéndoles que establecieran sus objetivos bélicos;
esperaba que pudieran encontrar una base común, pero su iniciativa fue recibida con
desagrado. El cansancio de la guerra había llevado a hablar de la paz tanto en Gran
Bretaña como en Alemania a finales de 1916, pero los dos principales contendientes
seguían creyendo que podían asestar el golpe definitivo. La propuesta de Wtlson fue
mal recibida por otras razones. Ni a los dirigentes británicos ni a los alemanes les
preocuparon sus reflexiones morales, sino que cada uno sospechaba que estaba ac-
tuando en colusión con sus enemigos, por lo que les resultaba inoportuno que les pi·
dieran declarar sus propósitos bélicos. Así, aunque ninguno de los contendientes qui-
so contestar con una negativa directa por miedo a ofender la opinión estadouniden-
se, sus réplicas fueron evasivas y desalentadoras.
A pesar de ello Wdson perseveró. El 22 de enero de 1917 esbozó ante el Senado
el tipo de paz que concebía. La paz de un conquistador, declaró, alimentaria odios y
futuras guerras; la única base para que el acuerdo fuera duradero era una «paz sin vic-
toria•, fundada en los principios de la igualdad entre las naciones, la autodetermina-
ción nacional, la libertad marítima y la limitación de armamentos. Si se lograba una
paz semejante, los Estados Unidos ayudarían a mantenerla mediante la pertenencia a
una organización internacional permanente. ·

Los EsrAoos UNIDOS VAN A LA GUERRA


La oferta de Wtlson llegó demasiado tarde. El gobierno alemán, ahora bajo domi-
nio militar, ya había decidido lanzarse a un golpe desesperado: el reinicio de la gue-
rra submarina sin restricciones. Sus líderes militares sabían que ello llevaría a la gue-

386
na a los &tados Unidos, pero pensaban que la flota submarina, que ahora alcanzaba
más de cien unidades, podía hacer que Gran Bretaña se rindiera por hambre antes de
que pudiera movilizarse la fuerza militar estadounidense. El 31 de enero de 1917,
Banstorff informó al Departamento de &tado que desde el día siguiente los subma-
IÍDos alemanes hundirían a todo buque que divisaran, enemigo o neutral, de pasaje-
ros o mercante, armado o sin armas, dentro de una zona específica que rodeaba las
Islas Británicas y en el Mediterráneo. Se pcnnitiria que un vapor estadounidense na·
ftPra auzando la zona bélica una vez a la semana en ambas direcciones, siempre
que no transportara contrabando, fuera visiblemente pintado a rayas rojas y blancas,
y ondeara una bandera especial a cuadros además de la de barras y estrellas.
Wtlson rompió de inmediato las relaciones diplomáticas con Alemania, pero eso
aa todo lo que estaba dispuesto a hacer por d momento. El 3 de febrero dijo al C.On-
p:So que sólo «actos reales y manificstOS» le convencerian de que Alemania preten-
día llevar a cabo su amenaza. En el curso de las próximas semanas intentó diferentes
medios diplomáticos para forzar a los alemanes a reconsiderar su postura. ~ería que
la historia recogiera que si los &tados Unidos acababan entrando en la guma, sólo
lo habían hecho después de que se habían intentado todas las demás alternativas y
porque Alemania los había forzado a ello de forma deliberada. Así que se negó en
pincipio a aceptar el consejo de su gabinete para que pidiera al C.Ongrcso autoridad
para armar los barcos mercantes. Cuando por fin presentó la petición la última sema-
na de febrero, fue bloqueada en el Senado por los obstruccionistas antibelicistas en-
cabezados por Robert M. La Follette, de WJSConsin, y Gcorgc Norris, de Nebraska.
Frustrado en su esperanza de demostrar una unidad nacional que podría haber indu·
cido a los alemanes a levantar la mano, Wtlson los censuró airadamente como «l1Il
pipito de hombres obstinados- que han cvudto a[...] los &tados Unidos desvalidos
J dcspreciableS». Después armó a los barcos sin sanción del C.Ongreso, basándose en
un estatuto casi olvidado de 1797.
F.ntonces los hechos llevaron a los &tados Unidos de la neutralidad armada a la
guerra. El 26 de febrero llegaron noticias a Washington de lo que muchos considera-
ron como el «acto manifieste»> que estaba esperando d presidente: d buque de la lí-
nea Omard Llll:onút fue to.rpedcado y se perdieron doce vidas, incluidas las de dos
mujeres estadounidenses. Tres días después la opinión pública se soliviantó más cuan-
do d gobierno publicó d tdegrama de Zimmcrmann. Dirigido a Bernstorff por el se-
c:m.ario de Asuntos 'Exteriores alemán, Arthur Zimmermann, para su transmisión
pmaaior al ministro alemán en México, el tdcgrama había sido interceptado y des-
mdificado por d servicio de espionaje naval británico y luego enviado a los &tados
Unidos. Declaraba que en d caso de que hubiera guerra entre los &tados Unidos y
Manania, el ministro alemán debía proponer una alianza mexicano-alemana, a la
que luego debía unirse Japón, persuadido por México. El cebo presentado a México
mía la recuperación de su «territorio perdido» en Texas, Nuevo México y Arizona.
Los estadounidenses se enfurecieron por d flagrante; desprecio alemán de la doctrina
Mooroe; en su búsqueda de aliados, estaban dispuestos a extender las disputas euro-
peas al Nuevo Mundo. Además, d tdcgrama hizo que se dieran cuenta de la profun-
didad de la hostilidad alemana y provocó una fuerte reacción, sobre todo en el Su-
IOeSk, Rgión que hasta entonces no había sido antialemana.
La opinión se cristalizó en favor de la guerra. Aunque la Revolución Rusa de mar-
zo de 1917 no influyó de forma directa en la decisión, hizo que desaparecieran los
ahmculos morales para la intervención. El establecimiento de una monarquía cons-

387
titucional y la democracia en Rusia, aunque resultaría breve, dio unidad ideológica a
los aliados e hizo más fácil que los estadounidenses consideraran su causa una cruza·
da democrática. El 12 de mano, el día que el gobierno revolucionario provisional lle-
gó al poder en Petrogrado, un barco mercante estadounidenses desarmado fue torpe-
deado sin previo aviso en el Atlántico. Seis días después los submarinos alemanes
hundieron tres buques mercantes estadounidenses desarmados más y causaron la pér-
dida de quince vidas. Para Wtlson fue la gota que colmó el vaso. Aunque seguía rcsis·
riéndose a ir a la guerra, consideró que los ataques alemanes a las vidas y propiedades
estadounidenses debían resistirse y también que, como beligerante, los Estados Uni-
dos tendrlan más que decir cuando se hicier.a la paz.
El 2 de abril Wtlson pidió al C.Ongrcso que declarara la guena. Enwneró las in·
&acciones de los derechos neutrales estadounidenses, pero situó el conflicto en un
plano más elevado que los meros intereses propios. Iba a ser una cruzada por la rec·
titud. Su propósito seria no sólo vencer a Alemania, sino crear un nuevo orden mun·
dial. «El mundo -declar6 Wtlson- debe salvarse para la democracia.• Los &lados
Unidos lucharían por «un dominio universal del derecho ejercido por un concierto de
pueblos libres que lleve la paz y la seguridad a todas las naciones.• Su discurso hizo le·
vantarse a los miembros del O>ngreso, vitoreando y ondeando banderas. Dos días des·
pués el Senado aprobó una declaración de guerra formal por 82 votos contra 6 y a pri·
meras horas de la mañana del 6 de abril, Viernes Santo, la cámara siguió su ejemplo
por 373 votos contra 50.
Los votos eran algo engañosos, ya que una minoría considerable y clamorosa hu·
hiera preferido mantener la neutralidad. Qyienes se oponían a la guerra pertenecían
a los dos principales partidos y provenían sobre todo del Medio Oeste agrícola. Sus
portavoces más apasionados eran Nonis y La Follette. La posición antibelicista del
primero reflejaba la preferencia populista por las aplicaciones conspirato~ y su
prejuicio hacia los financieros del &te. Los banqueros de Wall Street, alegaba, habían
maquinado la intervención estadounidense. «Vamos a la guerra por mandato del
oro.• La Follette se quejaba de que el gobierno de Wtlson había practicado una neu·
tralidad parcial y er.a responsable de la crisis con Alemania. Señalando la actuación de
Gran Bretaña en Irlanda, India y Egipto, cuestionaba si los aliados libraban una gue-
rra por la democracia y objetaba que su país se uniera a ella cuando no se conocían
por completo sus objetivos bélicos. También afirmaba que si se hubier.a celebrado un
referendo popular, la guerra se habría rechazado por diez a uno. &to era más bien su
deseo. Sin duda, habría habido muchos votos contra la guerra; de hecho, en las co-
munidades alemanas del Medio Oeste y quizás en plazas fuertes judías como Lowcr
East Side de Nueva York puede que existieran mayorías antibélicas. Pero los estudios
sobre la opinión pública sugieren que el C.Ongreso interpretó de forma correcta lavo-
luntad popular. El pueblo estadounidense había llegado al convencimiento de que
sus derechos estaban en peligro y que su defensa era más importante que la paz. No
obstante, no había deseado la guerra y cuando llegó, pocos entendieron lo que supo-
nía. Esperaban librar una guerra naval, pero no una importante campaña terrestre en
el frente occidental. Tampoco eran realistas sobre los objetivos bélicos. Puede que la
retórica idealista de Wdson ayudara a unir a un pueblo vacilante y dividido, pero con·
tenía las semillas de la desilusión. Al suscitar elevadas esperanzas, Wtlson persuadió a
sus conciudadanos para que abrazaran la causa de la humanidad, pero cuando estas
esperanzas no se cumplieron, hubo un sentimiento profundo de frustración.
En la década de 1930, millones de estadounidenses acabaron creyendo que los &·

388
t2dos Unidos habían sido engañados para entrar en la guerra en 1917 por la propa-
ganda británica o, de fonna alternativa, habían sido arrastrados a ella, como Norris
alegó en su momento, por una conspiración de banqueros y fabricantes de municio-
nes. Eran teorias verosímiles pero equivocadas. No puede discutirse la escala de la
propaganda británica, pero su efectividad se ha exagerado mucho. Los estadouniden-
ses no eran tan ingenuos para tragárselo todo. Si llegaron a considcw la guerra en los
mismos términos que los británicos, fue sobre todo porque su propaganda cayó en
suelo fértil.
La explicación económica de la intervención estadounidense también está muy
simplificada y es errónea. Es cierto que su economía acabó amoldándose cstrccha-
mcnte a las necesidades de los aliados y que Wtlson no podía imponer un embargo
sobre los materiales bélicos para los aliados o negarse a sancionar sus préstamos sin
invitar a que volviera la depresión. Además, el hecho de que los Estados Unidos se
convirtieran en el arsenal y granero de los aliados desempeñó un papel impottante en
la decisión alemana de utilizar los submarinos. Pero no es verdad la afinnación de
que, para salvaguardar sus ganancias de la guerra y asegurar la devolucién de las e.le-
vadas sumas que habían prestado a los aliados, los banqueros y los fabricantes de mu-
niciones impulsaran a Wtlson a intervenir cuando parecía que los aliados estaban en
grave peligro de derrota. Los aliados gastaron mucho más en los Estados Unidos en
productos alimenticios que en municiones, y si los fabricantes de éstas ponían mu-
cho en juego para la victoria aliada, lo mismo sucedía con los granjeros, además de
los trabajadores y los tenderos, que debían su prosperidad al auge de la guerra. Tam-
poco eran sólo dinero de Wall Strcet las grandes sumas prestadas a los aliados; las ha-
bían suscrito más de medio millón de inversores individuales. Además, el grueso de
la deuda aliada estaba asegurado por garantías prendarias estadounidenses y cana-
dienses; incluso si los aliados hubieran sido derrotados, los prestamistas estadouni-
denses no habrían perdido su dinero. En cualquier caso, no hay pruebas de que los
banqueros o los empresarios intentaran persuadir a Wtlson para que declarara la gue-
m. No creían que su intervención fuera necesaria para evitar la derrota aliada. De he-
cho, casi nadie en los Estados Unidos se daba cuenta de la gravedad de la posición
aliada en abril de 1917. Todos acían que estaban ganando.
Sin duda fueron los submarinos los que llevaron a los Estados Unidos a la Prime-
ra Guerra Mundial. Sin ellos, no habría habido disputa con Alemania capaz de pro-
clucir un conflicto armado. Si ésta hubiera estado dispuesta a restringir la guerra sub-
marina del modo que Wtlson quería, los Estados Unidos podrían haber pennancci-
do ncuttales. La lectura que hizo Wtlson del derecho internacional fue a veces laxa y
otras veces demasiado inflexible. Negándose a reconocer lo mucho que había cam-
biado la guerra naval, insistió en una interprctaci6n anticuada y poco realista de los
deiechos de los ncuttales. Pero no habló sólo por los estadounidenses, sino por todo
el mundo, al condenar la guerra submarina sin limitaciones. Por ello, consideró que
su .ranudación no le dejaba otra alternativa que la guerra.

U CONTIUBUCIÓN ESrADOUNIDF.NSE A l.A VICTORIA

Cuando los Estados Unidos entraron en la guerra, los aliados estaban en una si-
tuación muy comprometida. Rusia había comenzado a deslizarse hacia la anarquía y
la guerra civil, y pronto dejaría de ser un aliado efectivo. Italia estaba desmoralizada

389
titucional y la democracia en Rusia, aunque resultaria bJ:eVC, dio unidad ideol6gica a
los aliados e hizo más fácil que los estadounidenses consideraran su causa una cruza-
da democrática. El 12 de marzo, el día que el gobierno revolucionario provisional lle-
gó al poder en Petrogrado, un ban:o mercante estadounidenses desarmado fue torpe-
deado sin previo aviso en el Atlántico. Seis días después los submarinos alemanes
hundieron tres buques mercantes estadounidenses desannados más y causaron la pér-
dida de quince vidas. Para Wtlson fue la gota que cohn6 el vaso. Aunque seguía resis-
tiéndose a ir a la guerra, consider6 que los ataques alemanes a las vidas y propiedades
estadounidenses debían resistirse y también que, como beligerante, los &tados Uni-
dos tendrían más que decir cuando se hiciera la paz.
El 2 de abril Wtlson pidi6 al C.Ongrcso que declarara la guerra. Enwneró las in-
fracciones de los derechos neutrales estadounidenses, pero situ6 el conflicto en un
plano más elevado que los meros intereses propios. Iba a ser una cruzada por la rec·
titud. Su propósito seria no s6lo vencer a Alemania, sino crear un nuevo orden mun-
dial. •El mundo -declaró Wtlson- debe salvarse para la democraáa.• Los Estados
Unidos lucharían por «un dominio universal del derecho ejercido por un concierto de
pueblos libres que lleve la paz y la seguridad a todas las naciones.• Su discurso hizo le·
vantarse a los miembros del Congreso, vitoreando y ondeando banderas. Dos días des-
pués el Senado aprob6 una declaración de guena formal por 82 votos contra 6 y a pri·
meras horas de la mañana del 6 de abril, Viernes Santo, la cámara sigui6 su ejemplo
por 373 votos contra 50.
Los votos eran algo engañosos, ya que una minoría considerable y clamorosa hu-
biera preferido mantener la neutralidad. Qµenes se oponían a la guerra pertenecían
a los dos principales partidos y provenían sobre todo del Medio Oeste agrícola. Sus
portavoces más apasionados eran Norris y La Follette. La posici6n antibelicista del
primero reflejaba la preferencia populista por las explicaciones conspirato~ y su
prejuicio hacia los financieros del Este. Los banqueros de Wall Street, alegaba, habían
maq¡Unado la intervenci6n estadounidense. «Vamos a la guerra por mandato del
oro.• La Follette se quejaba de que el gobierno de Wtlson había practicado una neu·
tralidad parcial y era responsable de la aisis con Alemania. Señalando la actuaci6n de
Gran Bretaña en Irlanda, India y Egipto, cuestionaba si los aliados libraban una gue-
rra por la democracia y objetaba que su país se uniera a ella cuando no se conocían
por completo sus objetivos bélicos. También afirmaba que si se hubiera celebrado un
referendo popular, la guerra se habría rechazado por diez a uno. Esto era más bien su
deseo. Sin duda, habría habido muchos votos contra la guerra; de hecho, en las co-
munidades alemanas del Medio Oeste y quizás en plazas fuertes judías como Lower
East Side de Nueva York puede que existieran mayorías antibélicas. Pero los estudios
sobre la opini6n pública sugieren que el Congreso interpretó de forma correcta la vo-
luntad popular. El pueblo estadounidense había llegado al convencimiento de que
sus derechos estaban en peligro y que su defensa era más importante que la paz. No
obstante, no había deseado la guerra y cuando llegó, pocos entendieron lo que supo-
nía. Esperaban librar una guerra naval, pero no una importante campaña terrestre en
el frente occidental. Tampoco eran realistas sobre los objetivos bélicos. Puede que la
retórica idealista de Wtlson ayudar.a a unir a un pueblo vacilante y dividido, pero con·
tenía las semillas de la desilusión. Al suscitar elevadas esperanzas, Wtlson persuadió a
sus conciudadanos para que abrazaran la causa de la humanidad, pero cuando estas
esperanzas no se cumplieron, hubo un sentimiento profundo de frustración.
En la década de 1930, millones de estadounidenses acabaron creyendo que los Es-

388
y cansada de la guerra. El ejército francés, desangrado en Verdún e incapaz de una
ofensiva, estaba tan flagelado por el dmotismo que diez regimientos se habían am~
tinado. Francia y Gran Bretaña se estaban quedando sin fuenas ni dinero. Lo peor de
todo era que la campaña submarina alemana parecla lograr sus objetivos. Las pérdi-
das de los cargamentos aliados en abril alcanzaron casi las 900.000 Tm y a Gran Bre-
taña sólo le quedaban suministros de alimentos para seis semanas. Pero los Estados
Unidos podían hacer poco para ayudar de fonna inmediata. Tampoco por primera
vez habían ido a la guerra sin los medios para librarla con efectividad. Tenían una ar·
mada poderosa, pero estaba fonnada sobre todo por barcos de guerra en lugar de
contar con buques escolta antisubmarinos. Su ejército era demasiado pequeño para
poder influir en la lucha del frente occidental; ni siquiera había aumentado al tarna·
ño autorizado en 1916. Tan pronto como Wtlson y sus consejeros supieron la debili-
dad de la situación militar aliada, decidieron reclutar una enonne fuerza expediciona-
ria. Pero llevó tiempo entrenarla y equiparla.
La annada de los Estados Unidos envió de inmediato destructores a Irlanda para
ayudar a las patrullas antisubmarinas. Más crucial fue la asistencia proporcionada a
lloyd George por el almirante Sims y el secretario de Marina Josephus Daniels para
superar la resistencia del Almirantazgo al sistema de convoyes. Introducido en julio
de 1917, los convoyes redujeron de fonna espectacular el número de hundimientos.
A pesar de los prejuicios nacionales contra el alistamiento, el Congreso aprobó de
inmediato una Ley sobre el Servicio Militar Obligatorio (1 de mayo de 1917). En con-
traste con la guerra civil, no se pennitió la contratación de sustitutqs. En noviembre
de 1918 ya se habían reclutado tres millones y medio de hombres. El alistamiento de
voluntarios elevó el total a cerca de cinco millones de soldados. Pero equipar este
enonne ejército nuevo resultó más dificil que reunirlo. Los ambiciosos programas
para la producáón de material bélico se desarrollaron demasiado despacio para tener
efectos sobre la guerra. La f.abricación de annas pesadas fue uno de los casos en cues·
tión; las unidades de artillería estadounidenses del frente occidental tuvieron que re-
currir sobre todo a los cañones de campaña franceses de 75 mm. Por razones simila·
res, la mayoría de los aeroplanos pilotados por pilotos estadounidenses fueron britá-
nicos y franceses. La producción estadounidense de tanques fue apenas perceptible y
un ingente programa de construcción de barcos resultó un fracaso costoso. En esta
ocasión estaba fallando el ingenio yanqui.
Bajo d mando del comandante general John J. Pershing, las primeras unidades de
la Fuerza Expedicionaria Estadounidense desembarcaron en Francia en junio de 1917,
pero pasó casi un año antes de que su potencia fuera perceptible. En marzo de 1918
ya había 300.000 do11ghix!Js (soldados de infantería) en Francia. A partir de entonces
la progresión fue rápida. El Día del Annisticio ya había más de dos millones de sol·
dados estadounidenses. Los aliados querían utilizar estas tropas de fonna gradual para
reemplazar a sus propias divisiones batidas, pero Pershing insistió en que su ejército
operara de forma independiente y que contara con un sector propio en el frente. La
primera vez que las fuenas americanas desempeñaron un papel importante fue al
ayudar a detener la última gran ofensiva alemana de marzo de 1918. Luego, en
enfrentamientos menores durante los meses de mayo y junio, hicieron retroceder al
enemigo cruzando el Mame por Chateau-Thieny y Belleau Wood. En septiembre
Pershing ya era por fin lo bastante fuerte como para preparar una importante ofensi·
va. Una vez reducido el saliente de St. Mihiel, el ejército americano lanzó un ataque
sobre la zona de Meuse-Argonne como parte de una contraofensiva general aliada. La

390
batalla, que duró cuarenta y siete días y en la que participaron 1.200.000 soldados es·
tadounidcnses, fue la mayor de su historia militar. Junto con las victorias británicas y
francesas en otros puntos del frente occidental, la ofensiva de Meusc-Argonne ayudó
a poner de rodillas a los alemanes.
Las pérdidas estadounidenses durante la guerra ascendieron a 109.000: 48.000
muertos en combate, 2.900 desaparecidos y 59.000 muertos por enfermedad. Eran
muy importantes si se considera el tiempo que habían estado en la guerra y el núme-
ro de soldados que participó, pero ligeras en comparación con las sufridas por otros
beligerantes. Rusia, por ejemplo, soportó 1.700.000 muertes en el campo de batalla,
Alemania, 1.800.000, Francia, 1.385.000 y Gran Bretaña, 947.000. Por esta razón y
porque los Estados Unidos entraron demasiado tarde, los aliados iban a resentirse de
que afirmaran haber «ganado la guerra•. No obstante, les proporcionaron el margen
de la victoria En marzo de 1918 los alemanes superaban a los aliados en el frente oc·
cidental por más de 300.000 soldados; pero en noviembre las tropas estadounidenses
ya habían proporcionado a los aliados una ventaja decisiva de 600.000 homl>res.
Aunque carecían de experiencia, su llegada en un número que parecía inacabable
tuvo un profundo impacto psicológico. Infundió nuevos ánimos a los aliados y con·
venció a los alemanes de que tenían perdida la guerra.

EL FRENTE INTERNO
En el país, la guerra causó controles gubernamentales sin precedentes. Se crearon
wpnismos federales para regular todas las ramas de la economía. El principal vehí-
culo para coordinar la producción industrial fue la Junta de Industrias Bélicas. esta·
blecida en julio de 1917 y reorganizada en marzo de 1918. Bajo la dirección del fi·
nancicro Bemard M. Baruc:h, la Junta llevó la producción industrial a un nivel de efi-
ciencia muy elevado; repartió los materiales escasos, determinó las prioridades,
estandarizó los 'productos y fijó los pm:ios. La Administración de Alimentos, presidi-
da por Herbcrt Hoovcr, que poseía amplios poderes sobre la producción, manuf.tctu-
ra y distribución de artículos alimenticios, logró aumentar la producción de alimen-
tos, triplicar su exportación a los aliados y convencer a la gente para que se racionara
de forma voluntaria. La Administración de C.Ombustible, presidida por Harry A Gar·
&Id, aumentó la producción de carbón y petróleo, estabilizó los precios y, como me-
dida oonscrvadora, introdujo el ahorro de energía en verano adelantado la hora. En
diciembre de 1917, cuando los fcrrocarriles crujían por el esfueno del tráfico bélico
Micional, el gobierno tomó su control. Wtlliam G. McAdoo, que se hizo cargo de la
Administración de Ferrocarriles, dirigió todos como un sistema único e integró los
llanrios, modernizó el equipo, unificó el ancho de vía y subordinó el tráfico de pa·
aiaos a las necesidades bélicas. Por último, la Junta Nacional de Trabajo Bélico, es·
tlblccida para asegurar el uso más eficiente de la fuerza laboral, se puso del lado de
b sindicatos; como contrapartida a la promesa de no efectuar huelgas, garantizó la
wgnciación colectiva y la sinclicalización foaosa, y consiguió mejoras en salarios y
honrio.
El control gubernamental de la economía no significó el eclipse de las grandes
empresas. En una sorprendente marcha amis de su política antitrust, el gobierno ~
mmtó la fusión de empresas con el interés de expandir la producción bélica. No obs-
lmtc, no se concedió a los empresarios carta blanca para amontonar beneficios. Al-

391
gunos individuos hicieron grandes fortunas por la demanda bBica, pero las polfticas
fiscales progresivas recortaron muchos los ingresos más elevados y pusieron una par-
te creciente de la carga impositiva sobre los ricos.
La guerra también hizo posible que se efectuaran otras reformas progresistas. Una
fue la prohibición. La Liga Anticantinas y sus aliados podían invocar ahora la necesi-
dad patriótica para rcfonar los argumentos médicos, morales, religiosos y sociales
contra la bebida Afumaban que la prohibición conservarla la cebada, el centeno y
otros granos, y que el alcohol disminuía la eficiencia de los trabajadores bélicos y las
fuerzas armadas. El hecho de que la fabricación de cerveza y las destilerías fueran mo-
nopolios virtuales de los germano-estadounidenses intensificó el prejuicio contra el
comm:io de licores. Incluso antes de que los Estados Unidos entrasen en la guerra, la
mitad de los cuarenta y ocho estados eran -secOS» por ley estatal o regulación local.
En 1917 el Congreso restringió el uso de productos alimenticios en la fabricación de
licor, redujo el contenido alcohólico de la cerveza y prohibió la venta de licor cerca
de los campamentos militares. La Ley Seca de 1918 fue aún más lejos al prohibir la
venta o fabricación de bebidas alcohólicas durante el periodo de guerra. Por último
llegó la Enmienda Decimoctava, que prohibía la venta, &bricación o transporte de
bebidas alcohólicas. Aprobada por el C.OOgrcso en 1917, fue ratificada por los estados
en enero de 1919 y entró en vigor un año después.
El sufragio femenino, otro antiguo objetivo progresista, también se obtuvo duran-
te la guerra. En abril de 1917 las mujeres sólo habían conseguido el voto en once es-
tados, todos del Oeste. Poco después la Cámara volvió a rechazar upa enmienda que
abogaba por la igualdad de sufragio, pero, al igual que en Gran Bretaña, la guerra so-
cavó la oposición. Sacó a las mujeres de la cocina y las puso en las fábricas y oficinas,
y tambim en la tierra. Su contribución al esfuerzo bélico hizo dificil de resistir su de-
manda de igualdad política. Wdson, que antes había creído que el voto no era algo
apropiado para las mujeres, ahora consideraba que el sufragio femenino era «Un ele-
mento psicológico esencial en la dirección de la guerra por la democracia». En 1917
Nueva York se convirtió en el primer estado de la C<»ta Este que concediera este de-
recho y en enero de 1918 la Cámara adoptó la Enmienda Decimonovena que esta-
blecía el sufragio femenino. El Sur la bloqueó en el Senado durante más de un año,
pero fue ratificada en junio de 1919 y entró en vigor en agosto de 1920.
Aunque la guerra pavimentó el camino para algunas reformas progresistas, tam-
bién condujo al gobierno a acciones que contradecían estos ideales. Para estimular el
patriotismo y unir a la nación en el esfucno bélico, el gobierno estableció un C.Omi-
té de Información Pública. Encabezado por un antiguo periodista musltntlting. Geor-
gc Crcd, el C.Omité estimuló el odio a Alemania y a cualquiera que simpatizara con
ella El resultado fue un nacionalismo estrecho, coercitivo e intolerante, conocido po-
pularmente como americanismo ciento por ciento. Aunque una gran mayoría de los
alemanes-estadounidenses respaldaron la guerra con lealtad, se convirtieron en las víc-
timas principales de la aversión popular. La hostilidad contra ellos se llevó a extremos
grotescos. La gente que tenía apellidos alemanes se vio obligada a americanizarlos; los
consejos escolares prohibieron la enseñanza del alemán; la música de Bccthoven no
podía tocarse en Boston; hasta el chucrut aparcda en los menús como col de la liber-
tad. Pero los alemanes no fueron los únicos que sufiieron. Pacifistas, radicales y todo
aquel cuyo compromiso con la guerra pareciera inadecuado padecieron abusos, fue-
ron ridiculizados y fonados a realizar actos de conformidad simbólicos: comprar la-
zos de la libertad o besar la bandera americana.

392
Lejos de mantener a los superpatriotas bajo control, el gobierno de Walson los
almtó por d uso que hizo de la Ley sobre d Espionaje de junio de 1917 y la Ley so-
lft la Sedición de mayo de 1918. La primera medida convirtió en delito obstruir el
m:lutamiento militar o intentar fomentar la deslealtad. Basándose en ella, el director
~ de C.orreos, Albert S. Burlesson, excluyó de este servicio varias publicaciones
paiódicas radicales, incluido un número de Tbe Masses por publicar un dibujo titula-
do-Asegurando el mundo parad apitalimi0». En noviembre de 1917 un productor
c:innnatográfico fue procesado bajo esta ley por hacer una película titulada Tbe Spirit
'!{76 que mostraba las atrocidades británicas durante la Revolución Americana y que
mpucstamente cuestionaba «la buena fe de nuestra aliada Gran Bretaña•. Hallado
mlpable en un caso irónicamente conocido como Estados Unidos contra d Espíritu
. . 76, fue sentenciado a una multa de 10.000 dólares y diez años de prisión (después
cmmutado a tres años). La Ley sobre la Sedición iba aún más lejos en la restricción de
la li1m expresión. Imponía fuertes multas a quien intentara desalentar la venta de bo-
nos de guena o expresara o publicara "\lll lenguaje desleal, prof.mo y procaz» sobre d
¡obiano, la O>nstitución o los uniformes dd ejército o la marina. Más de 1.500 per-
soms fueron encarceladas por esta ley, incluido d dirigente socialista Eugcne V. Dcbs,
que fue a la cárcel durante diez años por pronunciar un discurso contra la guena. No
obstante, la atmósfera prevaleciente era tal que a pocos estadounidenses pareáa p~
mpuies d ataque a las libertades civiles. Ni siquiera el Tribunal Supremo cuestionó
el modo en que el gobierno dirigía la guena por la libertad y la democracia, y sostu-
"'° t.anto la Ley sobre d Espionaje como la concerniente a la Sedición.
1VD.SON Y EL PROCESO DE PAZ

Este nacionalismo cenado de tiempos de guerra contrastaba mucho con la gran


ftsión de Walson sobre un nuevo orden mundial basado en la cooperación interna-
cional. Para él, la beligerancia estadounidense parecía ofrecer la oportunidad de afu-
mar d liderazgo mundial en la escena internacional. Para preservar su libertad de ac-
ción al hacer la paz y respetar la tradición de no involucración, insistió en que los Es-
tados Unidos estaban en guena con Alemania no como un aliado, sino sólo como
una «potencia asociada•. Walson esbozó sus objetivos bélicos en una alocución al
Qmgieso del 8 de enero de 1918, en la que daba cuerpo a los fumosos Catorce Pun-
IDL Ocho trataban de cuestiones territoriales específicas como la evacuación de Bél-
gica, Rumania, Servia y las partes ocupadas de Francia, la devolución de Alsacia y
Lomia a Francia, la creación de una Polonia independient:c y la concesión de una
aportunidad para d desarrollo autónomo a los pueblos de Austria-Hungría y las na-
c:iooalidades no turcas del Imperio Otomano. Otros cinco establecían los principios
~es de la conducta internacional: libertad de navegación, diplomacia abierta,
igualdad de oportunidades económicas, reducción de armamentos y el ajuste de las
...,...,siones coloniales. El punto decimocuarto -el más importante para Walson-
Cllipulaba la creación de una Sociedad de Naciones que mantuviera la paz mediante
el ad>itrio de las disputas internacionales y la concesión de garantías mutuas de inde-
pmdcncia política e integridad territorial a todos los estados miembros.
~Catorce Puntos fueron recibidos con entusiasmo, ya que parecían expresar las
apcranzas de todos. Pero se habían promulgado sin consultar con los dirigentes alia-
dos y de hecho se enfrentaban con sus propósitos. Los aliados preu:ndían una paz pu-

393
nitiva; querian conseguir ingentes indemnizaciones de sus enemigos y anexionarse
parte de sus territorios, como se había establecido en los tratados secretos pactados
entre ellos. Las divergencias entre Wtlson y los aliados se pusieron de manifiesto du-
rante las negociaciones que llevaron al fin de las hostilidades en noviembre de 1918.
Alemania se aproximó a Wtlson en demanda de un annisticio basado en los Catorce
Puntos sólo con las reservas explícitas sobre las compensaciones y la libertad de nave-
gación, y habría insistido en más modificaciones si los Estados Unidos no hubieran
amenazado con una paz separada.
En octubre de 1918, con el fin de la guena a la vista, Wtlson hizo un llamamien-
to para la victoria demócrata en las elecciones al Congreso próximas. Había decidido
acudir en persona a la conferencia de paz y estaba ansioso por demostrar que el país
le apoyaba. Pero los votantes dieron la mayoria en ambas cámaras a los republicanos.
La política exterior no había sido el tema principal en las elecciones pero, como Wtl-
son había pedido un voto de confianza, el hecho de no haberlo obtenido podía in-
terpretarse como un rechazo de los Catorce Puntos. Su poco considerado llamamien-
to, al ofender a los republicanos que habían apoyado su política exterior, también ha-
bía hecho del proceso de paz una cuestión partidista. Además había calculado mal al
elegir la delegación de paz que lo acompañara a Paris. Con el resultado de las eleccio-
nes recientes en mente y pensando que el respaldo republicano sería esencial para la
ratificación de los tratados, debería habérsele aconsejado que incluyera a un republi-
cano notable. Pero su determinación de mantener un control indisputable sobre la
delegación de paz le llevó a dejar de lado las realidades políticas. El único republica-
no que sería elegido fue Heruy White, diplomático retirado y sin influencia en su
partido.
Cuando Wtlson llegó a Paris para iniciar la conferencia de paz en enero de 1919,
tenía confianza en hacer de los Catorce Puntos una realidad. Sabía que ninguno de
los dirigentes aliados compartía su idealismo, pero la clamorosa recepción que había
recibido durante las visitas por Francia, Italia y Gran Bretaña antes de la conferencia
.. habían reforzado su convicción de que encamaba las esperanzas de la humanidad y
podía contar con el apoyo de la opinión mundial. Estaba muy equivocado. Aunque
parecían saludar a Wtlson como a un mesías, los pueblos aliados apoyaban a sus di-
rigentes en demandar una paz dura.
No obstante, Wtlson obtuvo un éxito notable. Consiguió redibujar el mapa de
Europa para que concordara más con el principio de la autodeterminación nacional.
Indujo a Clemenceau a abandonar su reclamación de la maigen izquierda del Rin,
aunque sólo tras acceder a un tratado ~ue el Senado nunca ratificó- por el cual
los Estados Unidos y Gran Bretaña acudirian en ayuda de Francia si surgia una agre-
sión alemana no provocada. Pero su mayor victoria fue la incorporación de la Socie-
dad de Naciones como una parte integral del tratado de paz. Fue él quien redactó el
artículo X del acuerdo, que obligaba a los signatarios a •respetar y preservar contra la
agresión externa la integridad territorial y[...) ~a independencia política de todos los
miembros de la Sociedad•. Para conseguir el acuerdo sobre ésta, tuvo que hacer con-
cesiones. Accedió a las demandas británicas y francesas de enormes -y, como se ve-
rla, impagabl~ indemnizaciones de Alemania. Aceptó acuerdos territoriales que
iban contra el principio de la autodeterminación: así, Italia adquirió el Tirol austria-
co y Japón la provincia china de Santung. Y aunque evitó que los vencedores se ane-
xaran abiertamente las antiguas colonias alemanas, su principio del •mandato- les
otorgó todo el control que necesitaban. Sin embargo, aunque no consiguió un acuer-

394
clo que estuviera completamente en armonía con los Catorce Puntos, el Tratado de
\asalles fue un documento mucho más desinteresado de lo que habría resultado sin
su inftucncia y el pacto sobre la Sociedad no habría estado entre sus estipulaciones.

F.I. 5ENAoo y EL TRATADO DE VER.SAlllS

Durante la ausencia de Wtlson en Parls, la oposición interna a la Sociedad aumen-


tó de fonna constante. Poco después de que regresara brevemente a los &tados Uni-
dos en febrero de 1919, Henry Cabot Lodge, presidente del Comité de Relaciones
&laiores del Senado, presentó ante éste una protesta colectiva firmada en cúculo
por treinta y nueve senadores republicanos, más que suficientes para bloquear la rati-
&cación, que indicaba que no podían aceptar el pacto en su forma existente. Wtlson
amuró enfadado a sus críticos republicanos, pero a su vuelta a Parls accedió a diver-
sas modificaciones, que establecían el abandono de la Sociedad de sus miembros, dc-
dmba que la aceptación de mandatos era opcional y aclaraba que la Sociedad no ¡»
día interferir en asuntos internos como la polftica arancelaria o inmigratoria, o infiin-
Pr la doctrina Monroc. Pero no pudo hacer concesiones sobre el artículo X, principal
blanco republicano.
Por ello, cuando el presidente regresó por fin de París en julio de 1919, la hostili-
... n:publicana no había menguado. A algunos oponentes al ttatado los movía el
flllidismo y la animosidad personal; tenían celos de la rcccpción de Wtlson en Eu-
iopa y querían negarle un triunfo que podía asegurar una victoria demócrata en las ur-
nas en 1920. Otros tenían dudas genuinas sobre el pacto; consideraban el artículo X
um amenaza para la soberanía nacional y se oponían a un compromiso automático
para adoptar sanciones contra los agresores. Sin embargo, sólo catorce republicanos
R opusieron a la participación estadounidense en una organización internacional;
cnahcz.ados por William E. Borah, de Idaho, y Hiram Johnson, de California, se los
mnoció como los •incconciliables-. El resto no quería rechazar el ttatado, sino ea-...
mcndar la labor de Wtlson. Más de los dos tercios requeridos del Senado eran favo-
ablcs a alguna forma de pertenencia a una Sociedad, al igual -parcda- que la opi-
nión pública. Pero el control que Lodge tenía del Comité de Relaciones Internacio-
nales del Senado le permitió jugar durante un tiempo. El Comité celebró dilatadas
mdiencias y dio rienda suelta a los oponentes del ttatado, sobre todo a los represen-
tantes de las minorías étnicas. Los germano-estadounidenses lo condenaban por in-
justo; los irlandeses-estadounidenses se quejaban de que no tenía en cuenta la rccla-
mación de independencia de Irlanda; los italianos-estadounidenses criticaban que no
cmnccdiera Fiume a Italia. Mientras tanto, los aislacionistas avisaban de los peligros
de desviarse de la política ttadicional de no involucración y los liberales expresaban
1r:1mtimiento porque Wtlson había renunciado a algunos de los Catorce Puntos.
También en el país en general el apoyo hacia el ttatado estaba comenzando a dis-
minuir. A la gente comenzaba a aburrirle el tema. Otras preocupaciones, como la
pan huelga del acero de 1919 y el Tcnor Rojo, reclamaban su atención. Los irrecon-
ciliables montaron una campaña propagandística financiada con largueza y de efecti-
widad creciente. Para contrarrestarla, Wtlson decidió llevar el caso al pueblo. Grandes
mdiencias acudieron a oírlo, pero a finales de septiembre, en Pueblo (Colorado), su-
fiió un ataque de apoplejía que lo forzó a cancelar el resto del viaje y lo dejó sémiin-
Yálido para el resto de su vida.

395
En noviembre, el Comité de Relaciones Exteriores del Senado recomendó la rati-
ficación del tratado, pero con una larga serie de reservas. La más importante estable-
cía que los Estados Unidos no aplicarían sanciones económicas o militares contra los·
agresores sin el consentimiento del Congreso. Wtlson, que yacía enfermo en la Casa
Blanca, se recuperó lo suficiente para ejercer la autoridad sobre su partido. Al creer
que las reservas debilitarían de fonna fatal la Sociedad, instó a los demócratas dd Se-
nado a que votaran en contra. Cuando se efectuó la votación el 19 de noviembre
de 1919, d tratado con reservas fue rechazado por 55 votos contra 38; 42 demócratas
se unieron a los 13 irreconciliables para dmotarlo.
Sin embargo, seguía habiendo un considerable sentimiento en favor del tratado y
sus partidarios resolvieron volverlo a intentar. Exhortaron a Wtlson para que lo salva-
ra aceptando algunas de las reservas, pero el presidente, cuya obstinación natural ha-
bía aumentado la enfermedad, se negó a transigir. Cuando d tratado volvió al Sena-
do el 19 de marzo de 1920, algunos demócratas decidieron no mantener el dictado
de Wtlson y los resultados de la votación fueron de 49 contra 35 a favor del tratado
con reservas. Pero faltaban siete votos para la mayoría de dos tercios necesaria. De
este modo morían d tratado y la pertenencia estadounidense a la Sociedad. Wtlson
creía que las elecciones de 1920 serian «1111 gran y solemne referéndum• sobre la »
ciedad, pero resultó de otro modo. El candidato demócrata, James M. Cox, pidió la
adhesión a la Sociedad, pero la posición republicana fue deliberadamente vaga y, una
vez elegido, Warren G. Harding decidió interpretar su victoria aplastante como un re-
pudio dd Tratado de Versalles. El 2 de julio de 1921 los Estados Unidos establecieron
una paz separada con Alemania.

396
CAPtruLo XXII

Después de la guerra, 1919-1929

l...A ETAPA DE LA DESil.USIÓN Y LA REACCIÓN

Para los &tados Unidos la Primera Guerra Mundial no supuso la misma catástro-
fe que para Europa. No dejó al país agotado, empobrecido y revuelto o llenó sus ciu-
dades y pueblos de recuerdos bélicos. Durante los años veinte no hubo una observan-
cia pública continuada del Día del Annisticio como se hizo en Europa. Lejos de de-
sear conmemorar la guerra, los estadounidenses parecían ávidos por olvidarla, pues
había tenído efectos desproporcionadamente traumáticos. El talante de desilu-
sión que engendró influyó no sólo en las actitudes hacia el mundo exterior (véase
cap. XXIV), sino también muchos aspectos de la vida social, cultural y política. ~­
zás los cambios de la década de 1920-el eclipse del progresismo, el recrudecimien-
to del nacionalismo, los desaflos al orden moral y social aistent~ habrían sucedi-
do de todos modos, pues algunos estaban ya en ciernes en 1914, pero la guerra los
aceleró e intensificó, y también estimuló las fuerzas conformistas y reaccionarias que
iban a dominar durante todos los años veinte.
Su desequilibrado legado emocional se manifestó por vez primera en el •Terror
Roja» de 1919. La Revolución bolchevique en Rusia y la formación de la Tercera In-
ternacional suscitó el miedo hacia una nueva amenaza extranjera y mantuvo vivo el
nacionalismo cerrado y coercitivo de tiempos de guerra. La xenofobia ya no se diri-
gió contra los supuestos simpatizantes de Alemania, sino contra los radicales y revo-
lucionarios extranjeros. Muchos estadounidenses se sentían alarmados por la postura
pro soviética de una facción militante del Partido Socialista Americano y el swgi-
miento .de un movimiento comunista estadounidense, al que pertenecían en su ma-
yor parte personas nacidas en el extranjero. Una ola acompañante de inquietud in-
dustrial se inteipretó de forma cn6nea como revolucionaria. Después de que Seattle
hubiera sido paralizado por una huelga general de cinco días en febrero de 1919, se
sucedieron extensas y violentas huelgas en una industria importante tras otra: textiles,
ferrocarriles, acero, carbón. La opinión pública rechazó a los sindicatos, sobre todo
después de que la huelga de la policía de Boston en septiembre de 1919 hubiera lle-
vado a una erupción de revueltas y saqueos. El miedo a la revolución aumentó cuan-
do se enviaron por correo bombas caseras a políticos e industriales prominentes y
hubo explosiones simultáneas en ocho ciudades diferentes (2 de junio).
La ola de represión resultante se dirigió contra los radicales y disidentes de todo
tipo; El Qmgrcso y la asamblea estatal de Nueva York c:xpulsaron a miembros socia-

397
listas elegidos debidamente. Treinta y dos estados aprobaron leyes que convertían en
delito la pertenencia a algunas otganizaciones sindicales. En dos casos sentenciados
en 1919-Schenck contra los Estados Unidos y Abrams contra los Estados Unidos-
el Tribunal Supremo sostuvo las restricciones sobre la libre expresión y la libertad de
prensa impuestas por las Leyes sobre el Espionaje y la Sedición de tiempos de guerra.
El fiscal general de Wtlson, A Mitchell Palmer, esperando promocionar sus esperan-
zas presidenciales al asumir el liderazgo de una cruzada antirradical, lanzó una serie
de batidas contra las otganizaciones de izquierda en noviembre de 1919. Se detuvo y
retuvo sin juicio a 9.000 personas, entre ellas a los famosos anarquistas Enma Gold-
man y Alcxander Berbnan.
Cuando se hizo evidente que el temor a la revolución era infundado, amainó de
inmediato el •Terror Roj0». Pero el célebre caso Sacco-Vantctti demostró que la hos-
tilidad hacia los radicales extranjeros no había cedido. Fue el equivalente estadouni-
dense del Asunto Dreyfus en el tiempo que dwó, los sentimientos encarnizados que
suscitó y el modo en que polarizó la opinión. En mayo de 1920, dos inmigrantes ita-
lianos, Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, anarquistas declarados que habían rehui-
do el reclutamiento durante la guerra, fueron detenidos por robo a mano armada y
asesinato en South Braintree (Massachusetts). Tras un juicio dirigido en un ambiente
hostil por un juez infectado por el miedo al radicalismo prevaleciente, fueron conde-
nados en julio de 1921 y sentenciados a muerte. Existía una duda extendida sobre si
las pruebas garantizaban la atlpabilidad. Un conjunto notable de esaitores, intelec-
tuales y abogados --algunos apenas menos parciales en favor de L?s sentenciados
que el juez que había presentado prejuicios contra ellos- pidieron un nuevo juicio.
Pero el veredicto se mantuvo y después de que una comisión de abogados eminen-
tes hubiera decidido que el juicio había sido justo, Sacco y Vanzetti fueron ejecuta-
dos el 23 de agosto de 19Zl, con el acompañamiento de la protesta mundial. El caso
inspiró obras teatrales, novelas, poemas y polémicas, la mayoria en elogio de los hom-
bres muertos. En 1961 nuevas pruebas balísticas parecieron probar que los asesinatos
habían sido cometidos por el arma de Sacco. Sin embargo, los dos hombres conti-
núan considerados mártires de la lucha de clases. ·
El verano del •Terror RojO» de 1919 también contempló un aterrador brote de
contienda racial. Durante la Primera Guerra Mundial la escasez de mano de obra en
el Norte debido al declive de la inmigración y la expansión de las factoóas bélicas ha-
bía llevado a una ingente afluencia de negros sureños. Las ciudades industriales del
Norte experimentaron crecimientos notables de sus poblaciones negras: en 1920
Nueva York tenía 152.000 negros (un incremento del 66,6 por 100 durante la déca-
da), Filadelfia, 134.000 (58,9 por 100) y Cbicago, 109.000 (148,2 por 100). Los negros
descubrieron que el Norte no era más tolerante que el Sur. Los trabajadores blancos
se resintieron de la extensión de los guetos negros y cuando llegó la recesión posbéli-
ca, pensaron que amenazaban sus puestos de trabajo. Otra fuente de fiicción fue la
militancia de los soldados negros que regresaron, no dispuestos ya a tolerar los viejos
modelos de discriminación. En julio de 1919 hubo revueltas raciales en veinte ciuda-
des y pueblos. Las peores ocurrieron en Chicago, donde la violencia continuó de for-
ma esporádica durante treinta días: murieron 23 negros y 15 blancos, resultaron heri-
das 337 personas y 1.000 familias, casi todas negras, se quedaron sin hogar.
En estas condiciones poco promeb:doras, la NAACP (National Association for
the Advancement of Colored People [Asociación Nacional para el Progreso de la
Gente de Color]) entabló una larga batalla legal contra la privación de los derechos

398
civiles con el fin de acabar con la segregación residencial y la supremacía blanca, e
hizo campaña para la obtención de una ley federal contra el linchamiento. Pero, a pe-
sarde su vigor y sus triunfos ocasionales, no logró contar con seguidores entre las ma-
sas urbanas negras. Tampoco otras organizaciones negras de clase media, como la
liga Nacional Urbana El único dirigente que lo consiguió fue Marcus M. Garvey, el
lltentoso jamaicano fundador de la Asociación Universal para la Mejora del Negro
llloiversal Negro Improvement A.x:iation). Sostenía que los negros nunca podían
aperar ganar la igualdad en una América con prejuicios raciales y abogaba por un
movimiento «de regreso a África•. Exaltando todo lo negro, glorificaba el pasado afii-
cano y decía a los negros que debían estar orgullosos de su linaje. Los dirigentes de
las organizaciones negras establecidas lo detestaban como un oportunista ignorante
y falso. También rechazaban la distinción que establecía entre los negros de piel cia-
r.a y los de piel oscura y por su desprecio de los primeros. Pero los habitantes de los
guetos lo ensalzaban como un salvador. Aunque no tenían interés en regresar a su
epatria• afiicana, respondían con entusiasmo a sus llamamientos al orgullo racial.
C.On los fondos que suscribieron Garvey estableció un periódico semanal y una varie-
dad de organizaciones de auxilio: la Legión Africana Universal (Universal African Le-
gion) semimilitar, las Enfermeras de la Cmz Negra Universal (Universal Black Cross
Nurscs), los Cuerpos de Aviación del Aguila Negra (Black Eagle Flying Corps) y la Lí-
nea de Vapores de la Estrella Negra (Black Star Steamship Line). Las irregularidades
en la gestión de esta última causaron la caída de Galvey. En 1923 fue condenado por
usar el correo para defraudar, encarcelado y luego deportado. A partir de entonces se
derrumbó el garveyismo y su fundador murió más tarde en la oscuridad. Pero sus
ideas sobrevivieron para inspirar a los nacionalistas negros de la década de 1960.
Las batidas de Palmer no fueron la única señal de que la era del consetVadurismo
politico, asociado usualmente con el dominio republicano de los años veinte, había
comenzado tras la salida de Woodrow Wtlson de la Casa Blanca. Preocupado con la
lucha por la Sociedad de Naciones e incapacitado por el ataque de apoplejía que su-
frió en octubre de 1919, no propuso más medidas reformistas durante sus dos últi-
mos años en el cargo. En muchos aspectos su gobierno señaló la dirección que segui-
rían los republicanos. Una hoguera de los controles de tiempos de guerra, junto con
el retomo de los ferrocaniles a la propiedad privada, marcaron el abandono de la pla-
nificación económica impuesta por el gobierno. Otras pruebas de la recuperación del
iltissa./aire fue la retirada repentina de los precios garantizados a los granjeros (mayo
de 1920). En la mayoría de las huelgas de 1919 el gobierno se puso de parte de los pa-
trones. Palmer consiguió mandamientos federales contra los mineros del carbón en
huelga y envió tropas federales para ayudar a romper la huelga del acero, mientras
que el mismo Wtlson denunció la huelga de policías de Boston como un •delito con-
tra la civilización•. La simpatía hacia las grandes empresas era evidente también en la
falta de vigor del departamento de Justicia para entablar juicios contra los trust.

U NORMALIDAD EN ACOÓN

Las elecciones presidenciales de 1920 demostraron que el país estaba cansado de


estar siempre en vilo. El fervor moral wilsoniano y el celo de cruzada, ya fuera por la
reforma interna o por un nuevo orden mwtdial, habían pasado de moda. Confiando
en que la suerte estaba de su parte, la camarilla senatorial que controlaba el Partido

399
Republicano insistió en un candidato completamente conservador y manejable. Su
elección recayó en uno de sus colegas menos prominente, Warrcn G. Harding, de
Ohio. Como compañero de campaña la convención republicana escogió a Calvin
Coolidge que, como gobernador de Massachusctts, tenía en su haber la ruptura de la
huelga de policías de Boston, por lo que se había convertido en el símbolo de la ley
y el orden. Los demócratas, desmoralizados por la controversia sobre la Sociedad de
Naciones y divididos también por la ley seca, postularon para presidente a otro per-
sonaje de Ohio relativamente oscuro, el gobernador progresista James M. Cox. Junto
con su compañero de campaña, Franklin D. Rooscvelt, trató de hacer de la pertenen-
cia a la Sociedad de Naciones el tema principal. pero los votantes se mostraron muy
indiferentes. Les preocupaban más los precios en ascenso, el conflicto industrial y la
aguda recesión posbélica, de todo lo cual culpaban al partido en el poder. Harding
era ambivalente no sólo sobn! la Sociedad, sino sobre todos los temas en general. En
un rotundo discwso característico antes de su nombramiento, había declarado que
«la necesidad presente de América no son heroicidades, sino salud, no son panaceas,
sino normalidad, no cirugía, sino serenidad[..•] no Clperimentos, sino equilibrio, no
la inmersión en el internacionalismo, sino d sostenimiento de un nacionalismo
triunfante•. Cualquiera que fuese el significado de la «normalidad•, parecía que era lo
que el electorado deseaba. Harding ganó por un margen mayor que el de todos los
candidatos presidenciales anteriores, aunque sólo votó un 49 por 100 del electorado,
en comparación con el 71por100 de 1916.
Su oratoria trivial, su falta de profundidad intelectual y su estrechez de miras con-
trastaban penosamente con la retórica elevada, la mente disciplinada y la amplitud de
visión de Wdson. Harding, hombre amable y sociable que había sido editor de un pe-
riódico local antes de entrar en política, se había esforzado poco por superar sus orí-
genes. Como presidente disfrutó de los adornos del cargo, pero los temas complejos
le quedaron grandes. Sin cmbaigo, la historia no ha sido demasiado dura con él. No
fue un reaccionario fanático. Sacó de la cárcel a Dcbs y le recibió en la Casa Blanca.
Presionó a las compañías acercras para conseguir una jornada laboral de ocho horas.
Su gobierno adelantó un paso más el tipo de legislación agraria progresista -créditos
agrícolas y regulación de los men:adot- adoptada durante el primer mandato de
Wdson. También su flexibilidad tuvo límites: desafió al poderoso grupo de presión
de la Lqión Americana en 1922 al vetar un proyecto de ley sobre primas militares.
Tampoco fue un aislacionista extremo: su apoyo a la limitación de armas fue crucial
para el éxito de la Conferencia de Washington. Y aunque terúa serias limitaciones, al
menos se daba buena cuenta de ellas ~ realidad de fonna patética- y tuvo la ha-
bilidad de nombrar a hombres distinguidos y experimentados para los puestos clave
del gabinete. El eminente jurista y antiguo gobernador de Nueva York Charles Evans
Hughcs se convirtió.en secretario de Estado; Herbert Hoover, ingeniero de minas que
había dirigido el auxilio a Bélgica durante la guerra y encabezó la Administración de
Alimentos, fue secretario de Comercio; Henry C. Wallace, el respetado editor de un
periódico agiario de Iowa, fue nombrado secretario de Agricultura; y el multimillona-
rio banquero e industrial de Pittsbwgh Andrew Mellon se convirtió en secretario del
Tesoro. También fue muy acertada la elección del ex presidente Wtlliam Howard Taft
como presidente del Tribunal Supremo. Dcsafortunadamcte, Harding dio otros
puestos importantes a sus compinches polibcos, la Banda de Ohio, que compartía su
inclinación hacia el póker y el whisky, pero no su sentido de la responsabilidad- pú-
blica. Sus bellaquerías iban a llevar la ignominia al gobierno.

400
La principal característica del gobierno de Harding. personificada por la presencia
de Mdlon en la Tesorería, fue la simpatía por las empresas comen:ialcs y financieras.
Satisfizo de inmediato las demandas de la comunidad empresarial acerca de un p~
FJDa de gasto público reducido y recortes tributarios generalizados. Revocó el irn·
pacsto sobre beneficios extraordinarios y redujo la sobretasa a los ingresos más eleva-
dos, aunque no en la medida que habría deseado Mellon. Los intereses de las compa-
iías se vieron aún más satisfechos por el ictomo inmediato a la tradicional polltica
fll*Cclonista republicana. A la Ley Arancelaria de Emergencia de 1921 le siguió un
mo más tarde la Ley Fordney-MacCumbcr, que elevaba los aranceles a niveles sin
flRICedentes. Aunque estas medidas aumentaron los derechos sobic los productos
..X:Olas y los artículos manufacturados, en esencia fueron en beneficio de la indus-
bia.. En consonancia con su creencia en que la intervención gubernamental en la eco-
llOIDÍa debía mantenerse en mínimos, Harding llenó las comisiones federales de re-
.-Jación con hombres más interesados en cooperar con compañías e industrias que
en controlarlas. Como consecuencia, casi dejaron de funcionar la Comisión Federal
de C.Omercio, la Comisión de Comercio Interestatal y organismos similares. Y como
11mbién prevalecía una actitud tibia hacia el cumplimiento de la legislación antitrust,
la tmdencia hacia la consolidación de empresas, frenada de forma temporal durante
d paiodo progresista, volvió a hacerse marcada, con fusiones sobre todo en la ban-
ca, los servicios públicos, la industria automovilistica y la venta al por menor.
FJ gobierno también puso todo su peso de parte de los patrones en las disputas
ildustrialcs. Cuando una huelga de mineros de Vuginia Occidental llevó a la violen-
cia en 1921, Harding envió tropas federales para restaurar el orden. Después de un es-
tallido aún más sangriento en los yacimientos carbonífCros de Illinois al año siguien-
te, a>nsiguió la vuelta al trabajo mediante la promesa de establecer una comisión de
imatigación federal. Pero aunque ésta reveló las condiciones desesperadas de los mi-
Dm>S, el presidente no hizo caso de sus recomendaciones. Casi al mismo tiempo su
6scal general puso fin a una huelga de ferrocarriles contra los recortes salariales al ob-
tmer un mandamiento judicial general contra los piquetes. Mientras tanto, el liibu-
aal Supremo propinó al sindicalismo una serie de golpes que lo hicieron tambalear-
se. En el juicio seguido por Duplex Printing Picss contra Deering (1921), determinó
que la Ley Oayton de 1914 no concedía, como hasta entonces se había supuesto, in-
munidad a los sindicatos para ser procesados por prácticas como el boicot secunda-
rio, la •lista negra• y los piquetes masivos; tampoco exceptuaba a los fondos sindica-
les de la responsabilidad que adquirían por los daños causados por una huelga. Ya en
el juicio seguido por Hammer contra Dageohart (1918) el Tribunal Supremo había
declarado inconstitucional la Ley sobre el Trabajo Infantil Keating-Owen de 1916, ba-
IÍndose en que el Congreso no podía utilizar su poder sobre el comercio interestatal
para regular las condiciones laborales locales. Empleó un razonamiento similar en el
iuicio seguido por Bailey contra la Drexel fcumiture Company (1922) para abatir una
segunda Ley sobre d Trabajo Infantil aprobada en 1919. (En 1924 una enmienda
amstitucional, concebida para proporcionar poder al Congreso para regular el traba-
jo iof.mtil, fue enviada a los estados, pero nunca se ratificó.) Por último, en el juicio
seguido por Adkins contra el Children's Hospital (1923), el Tribunal invalidó un sa-
lario mínimo para las mujeres del Distrito de Columbia
A principios de 1923 comenzó a salir a la luz que los nombramientos inmereci-
dos de Harding y su negligencia administrativa habían dado pie a una extensa corrup-
ción, extorsión y soborno. Se demostró que Charles R. Forbcs, al frente de la Ofici-

401
na de Veteranos, se había apropiado de forma indebida o había derrochado no me-
nos de 250 millones de dólares; y Thomas W. Miller, custodio de Bienes Enajenados,
había aceptado sobornos. Ambos fueron condenados y mandados a la cárcel Entre
los implicados en las actividades corruptas de Miller se encontraba Jesse Smith,
miembro de la Banda de Ohio y confidente del fiscal general, Harry M. Daugherty.
Smith también había dirigido un floreciente negocio en el Departamento de Justicia
vendiendo perdones e inmunidad judicial a quienes quebrantaban la ley. Cuando los
hechos comenzaron a conocerse, se suicidó. El mismo Daugherty fue después proce-
sado por conspiración, pero escapó de la cárcel cuando dos jurados sucesivos no lo-
graron ponerse de acuerdo. El escándalo más sensacional fue el arrendamiento a in-
tereses privados de campos petrolíferos gubernamentales que con anterioridad se ha-
bían reservado para uso naval. Un comité de investigación senatorial descubrió que
el secretario de Interior de Harding, Albert B. Fall, después de haber conseguido la
transferencia de estas reservas a su departamento, había arrendado en secreto los de
Elle Hills (California) y Teapot Dom.e (Wyoming) a dos magnates del petróleo, Ed-
ward L Doh~y y Harry F. Sinclair, recibiendo a cambio grandes «préstamos- sin ga·
rantía~ Después Fall fue declarado culpable de recibir soborno y se le sentenció a una
multa de 100.000 dólares y un año de prisión, con lo que se convirtió en el primer
miembro de un gabinete que era hallado culpable de un delito. Asombrosamente, de-
bido a tecnicismos legales, se retiraron las acusaciones de soborno contra Doheney y
Sinclair.
Harding no había tomado parte en estas vergonzosas transacciones y no sabía
nada de ellas, pero quizás el darse cuenta de que había sido traicionado por sus ami-
gos conttibuyera a su muerte repentina durante una gira de discursos el 2 de agosto
de 1923. Todavía ignorante de los escándalos, el pueblo lloró la muerte de un presi-
dente querido. No obstante, cuando se revelaron todas las corrupciones, no hubo
una reacción violenta. En realidad, el resentimiento público se dirigió menos hacia
los culpables que a quienes intentaban «destruir su reputación» con las revelaciones.
La laxitud imperante fue una de las razones por las que los republicanos sufrieron
menor daño del Teapot Dome de lo que podría haberse esperado. Otra fue el hecho
de que también importantes demócratas, incluidos cuatro miembros del gabinete de
Wtlson, habían buscado favores políticos de intereses corruptos. En cualquier caso, la
rectitud patente del sucesor de Harding, Calvin Coolidge, volvió dificil hacer a los re-
publicanos equivalentes de la corrupción. Nacido en una aldea de Vermont e hijo de
un tendero, personificaba los rasgos característicos de sus antepasados puritanos: aho-
rro, trabajo, sobriedad y honradez. Se abrió camino mediante el Amherst College y
ejerció el derecho cerca de Northampton (Massachusetts) antes de iniciarse en la po-
lítica estatal. Desarrolló una filosofia claramente conservadora que combinaba un res-
peto hamiltoniano por la virtud política de los ricos con una desconfianza jefferso-
niana hacia el gobierno. Creía que el bienestar nacional dependía de la primada em-
presarial; «el negocio de América son los negocios- declaró. (Sin embargo, añadió: «el
ideal de América es el idealismo-.) Así, el gobierno federal debía limitar sus activi~
des para ser útil a los negocios. Los intelectuales liberales, a quienes repelía el severo
y esttccho presidente, contaban relatos burlones sobre su supuesta somnolencia,
complacencia y taciturnidad. Pero para la mayoría de los estadounidenses la presen-
cia de Coolidge en la Casa Blanca era reafirmante; se convirtió en una especie de fi-
gura totémica nacional, un símbolo alentador de los valores tradicionales amenaza-
dos por las fuerzas del cambio.

402
NACIONAIJSMO, CONFORMISMO Y DF.SUNIÓN SOCIAL

A pesar de la prosperidad general de la década de 1920, a muchos estadouniden·


ses de vieja estiJpc les rondaba el miedo de que se estaba minando su sociedad. Alar·
mados por los ataques a las creencias y comunbres establecidas, ansiaban retrasar el
reloj. Por ello manifestaron un talante defensivo, moralista e intolerante en fenóme-
nos aparentemente no relacionados como la restricción a la inmigración, el Ku Klux
Klan, el fundamentalismo religioso y el experimento prohibicionista.
La revulsión contra Europa que siguió al derrumbamiento del internacionalismo
wilsoniano dio nueva fuerza al movimiento de restricción de la inmigración, al igual
que el Tenor Rojo y la recesión económica de posguerra. Parecían del todo necesarias
nuevas barreras, ya que la prueba de alfabetización de 1917, concebida para excluir a
los inmigrantes del sur y el este de Europa. había resultado un fiacaso. C.On los pre-
juicios raciales ganando fuerza, políticos, editores de periódicos y esaitores popula-
res conjuraron los espectros relacionados de la degeneración racial y el declive nacio-
nal. .Advertían que la antigua estirpe «angloujona• de los Estados Unidos estaba en
peligro de ser sumergida por las ho«W de los «nuevos- inmigrantes: «los débiles, los
decrépitos, los deficientes mentales», según expresión de un restriccionista.
En respuesta al clamor, el C.Ongreso se dio prisa en aprobar una Ley sobre Cuo-
tas de Urgencia en 1921. Fue la primera medida que imponía restricciones cuantitati·
vas a la inmigración al cstablec.er un límite de 357.000 personas al año y cuotas deter-
minadas para cada grupo nacional que reuniera los requisitos en función del 3 por 100
de su número de residentes que vivían en los Estados Unidos en 1910. Ello significó
una drástica reducción del volumen de «nuevOS» inmigrantes. La Ley sobre los Orí·
genes Nacionales de 1924 inclinó aún más la balanza contra ellos. .Además de rcdu·
cir la inmigración a 165.000 personas al año, recortó las cuotas al 2 por 100 del nú·
mero de cada 'grupo nacional residente en los Estados Unidos en 1890, es decir. an·
tes de que hubieran empezado a preponderar los inmigrantes del sur y el este de
Europa. La ley también estableáa una política inmigratoria permanente. Cuando en·
tró en vigor en 1929, la inmigración se limitó a 150.000 personas al año y se asignó
una cuota a cada nacionalidad según su contribución a la población estadounidense
existente. En la práctica. cerca de un 96 por 100 de las cuotas se destinaron a los paí-
ses del norte y el oeste de Europa. El hemisferio occidental quedó exento de estas res·
tricciones, en gran medida debido a que había poderosos intereses económicos en el
Suroeste que dependían de la mano de obra mexicana. Por otro lado, la ley prohibía
totalmente la inmigración de la mayoria de los países asiáticos. De este paso, que ter·
minó con el Acuerdo de Caballeros de 19CJ7· l 908, se resintieron mucho en Japón. Las
leyes de 1921 y 1924 que restringían la inmigración representaron un rompimiento
abrupto con el pasado. C.Oncebidas para estabilizar la composición étnica de la po-
blación estadounidense reduciendo la inmigración a un chorro delgado, se convirtió
en un repudio de la tradición de asilo.
Las tensiones étnicas y raciales también explicaron el ascenso espectacular del Ku
Klux Klan. C.Omo la organización de la reconstrucción de la que tomó su nombre, su
atavío encapuchado y su ritual elaborado y secreto, el nuevo Klan se originó como
un movimiento sureño de supremaáa blanca. Fue fundado en Georgia en 1915 por
un predicador viajero metodista y vendedor de seguros, Wtlliam J. Simmons, a quien

403
había influido la película épica de D. W. Griffith, Tbt Birth ofa Nalion (FJ NJCimimto
dt 11na 1111Ción), que ensalzaba al antiguo Klan. Pero la organización resucitada pronto
dejó de ser regional para hacerse nacional y desarrolló objetivos más amplios que su
antecesora. Profesando defender el americanismo, la cristiandad y la moralidad, y
proclamando las virtudes de las urnas, la prensa libre y el cumplimiento de la ley, el
Klan se convirtió en un foco del patriotismo militante. A muchos les atrajeron tam·
bién sus espectaculares ceremonias de iniciación y su parafernalia de juramentos,
apretones de manos secretos, santos y señas y títulos secretos. Pero el Klan era sobre
todo negativo y exclusivo. La pertenencia estaba abierta sólo a los •ciudadanos esta·
dounidenses nativos y blancos que creen en los dogmas de la religión cristiana y que
no deben fidelidad[...] a ningún gobierno o institución religiosa o política extr.anje-
ra». A medida que pasó el tiempo, la hostilidad del Klan se dirigió no tanto contra los
negros como contra esas otras minorías -atólicos, judios y extranjeros- que junto
con la bebida, el baile y las faldas cortas se suponía que estaban socavando los valo-
res estadounidenses.
Desde 1920, cuando dos recaudadores de fundos profesionales se hicieron cargo
de la afiliación, se expandió de funna extraordinaria, sobre todo en el Medio Oeste,
el Suroeste y la costa pacífica. En 1925 tenía ya más de dos millones de miembros.
En contra de lo que se aeyó durante mucho tiempo, no fue un movimiento cxclusi·
vamente roral y de pequeñas ciudades. Su fuerza estribaba en las ciudades de creci-
miento rápido como Dallas, Menfis, Detroit, Young.ñown, Indianápolis, San Anto-
nio, Denver y Los Ángeles, cuyos barrios residenciales estaban ~nnando los in-
migrantes europeos y los negros del Sur. El apoyo al Klan provenía sobre todo de las
víctimas de una posición en declive: trabajadores de cuello azul, dependientes, pe-
queños profesionales y hombres de negocios que estaban empeorando por los recién
llegados que competían por los trabajos y la vivienda. En el Sur sobre todo, los miem·
bros del Klan recurrieron al azotamiento, la estigmatización con hierro candente, la
mutilación, la quema de iglesias e incluso al asesinato para aterrorizar a quienes con·
sideraban no americanos o inmorales. Pero la vasta mayoría de sus miembros no to-
maron parte en acciones ilegales. A menudo ellos mismos fueron víctimas de la vio-
lencia. ~enes se sabía o se suponía que pertenecían al Klan fueron atacados, se in-
cendiaron e hicieron estallar las posesiones del Klan y sus reuniones fueron
dispersadas por muchedumbres annadas. El alcalde católico de Boston prohibió sus
reuniones, incluso en casas privadas, mientras que la junta municipal de Chicago or-
denó que se despidiera a todo empleado municipal que perteneciera al movimiento.
Así, la intolerancia del •Imperio invisible» corrió parejas con la de sus oponentes.
El Klan era ostensiblemente apolítico, pero a pesar de ello controlaba la política
de varios estados del Oeste y el Suroeste. En 1925 alcanzó el punto máximo de su in-
fluencia polftica y a partir de entonces empezó a caer en picado. Resultó dificil soste-
ner el fervor popular sin un programa positivo; la oposición se hizo cada vez más cla-
morosa y violenta. Luego surgió un escándalo sexual y político al que se dio mucha
publicidad en Indiana, estado que dominaba de furma más completa. En noviemb~
de 1925, David C. Stephenson, Gran Dragón del Klan de Indiana y famoso cruzado
contra el vicio, fue condenado por secuestrar y violar a una secretaria, lo que la hizo
suicidarse. Como no logró obtener el indulto, expuso la corrupción del Klan, invol~
erando a importantes autoridades estatales. Ello impulsó dCSCICÍones masivas de un
movimiento que se había convertido, en palabras de un crítico contemporáneo, en
cuna farsa del patriotismo y una caricatura blasfema de la religión».

404
El abismo intelectual y moral existente entre la vieja América y la nuev~ quizás se
definió de forma más abrupta en el famoso «juicio del mono• celebrado en Dayton
(fennessee) en 1925. Los intentos modernistas por reconciliar ciencia y religión, y la
creciente aceptación del modernismo en escuelas y universidades irritó a los protes-
tantes ~siblemente la mayoría- que creían en la verdad literal de la Biblia. No
todos los defensores de la religión antigua eran patanes ignorantes, como sus críticos
afirmaron con frecuencia; algunos eran teólogos preparados y cultos. No obstante, el
fundamentalismo extraía su mayor fuerza de las zonas rurales del Sur y el Medio Oes-
te. En el Sur estaba en juego algo más que la religión: la evolución parecía amenazar
las bases de la supremacía racial blanca. Poco después de la guerra, los fundamentalis-
tas preocupados, encabezados por WilliamJennings Bryan, lanzaron una fogosa cam-
paña para pedir leyes antievolución y en 1925 consiguieron que una ley de Tennessee
prohibiera la enseñanza en las escuelas públicas de toda teoría evolucionista que ne-
gara la versión del Génesis de la creación. Inmediatamente después, John T. Scopes,
un joven profesor de biología de escuela secundaria del pueblecito de Dayton, fue de-
tenido por violar la ley. El juicio atrajo una enorme publicidad y produjo un espec-
tacular enfrentamiento entre Bryan, que había aceptado colaborar en la acusación, y
el abogado defensor más prominente del país. Clarence Danow, de Chicago, agnós-
tico reconocido. Para éste y la Unión Americana de Libertades Civiles, que financió
la defensa, el tema era la libertad académica. Pero muchos portavoces del darwinismo
y la ciencia moderna, y no menos el autor del texto de biología que Scopcs había uti-
lizado, no eran menos intolerantes y dogmáticos que sus antagonistas fundamentalis-
tas. Scopes fue hallado culpable y condenado a pagar una multa; en la apelación se
mantuvo que la ley de Tennessee era constitucional (no fue revocada hasta 1967).
Poco después, otros tres estados sureños adoptaron leyes antievolucionistas. No obs-
tante, el fundamentalismo había sufiido un golpe dañino. Bryan había afirmado ser
un experto en la Biblia, pero el interrogatorio minucioso y agotador de Danow expu-
so su ignorancia y estupidez. Unos cuantos días después del juicio murió de un ata-
que cerebral. ·
El experimento prohibicionista reflejó una fe utópica en que el problema del al-
cohol pudiera ser erradicado mediante la legislación. Pero la Enmienda Decimoctava,
efectiva el 16 de enero de 1920, y la Ley Volstead de 1919, aprobada para comple-
mentarla, resultaron imposibles de hacer cumplir. Se confiscaron miles de destilerías
ilegales, se destruyeron millones de litros de vino y licores, y las sentencias de cárcel
por delitos relacionados con el licor ascendieron a 44.678 en 1932, momento en el
que las prisiones federales se encontraban a punto de reventar. Pero debido a la taca-
ñería del C.Ongreso nunca hubo suficientes agentes para hacerlas cumplir: sólo 1.520
en 1920 y 2.836 en 1930. La mayoría nombramientos políticos, estaban mal pagados,
por lo que eran susceptibles al soborno. Una dificultad más fundamental fue el gra-
do de oposición popular. Una minoría considerable, que incluía tanto a los muy ri-
cos como a la clase obrera inmigrante, consideraba la prohibición una violación in-
tolerable de la libertad personal y simplemente la desafiaban. La evasión tomó for-
mas ingeniosas. Los contrabandistas de licores pasaron bebidas de las Indias
Occidentales y las Bahamas o a través de la frontera canadiense y mexicana. El alco-
hol industrial se redestilaba y se convertía en ginebra y whisky sintéticos, algunos ve-
nenosos e incluso letales. Las destilerías domésticas fabricaban moonshine (licor) y
mo11ntain IÍe'llJ (whisky) ilegales, cervecerías individuales sin cuento fabricaban su pro-
pia cerveza o haáan ginebra en la bañera, el vino sacramental se desviaba a canales

405
no sacramentales y médicos complacientes recetaban licores a los pacientes afectos de
«Sed aónica•. En las ciudades pequeñas y las zonas rurales se observó bastante bien
la Ley Volstead y en el conjunto del país disminuyó la bebida: hubo un descenso
man:ado en el alcoholismo y menos detenciones por ebriedad. Pero en las comuni·
dades que se oponían a la prohibición la ley se violaba con impunidad. Florecieron
las tabernas clandestinas (sptahasies) y los clubes nocturnos (término bastante elásti-
co) con la protccción de la maquinaria de las grandes ciudades. En 1929 Nueva York
contaba con 32.000 tabernas clandestinas, el doble de sus cantinas antes de que co-
menzara la ley seca.
La peor consecuencia de Ja prohibición fue estimular el crimen oigani:rado. Atraí-
das por los ingentes beneficios, las bandas del hampa se propusieron controlar el ne-
gocio del licor ilegal. Establecieron sus propias cervecerías, destilerías y redes de dis·
tribución, se rodearon de ejércitos privados, intimidaron o asesinaron a los competi-
dores y obligaron a los propietarios de tabernas clandestinas a pagar su «protección•.
Una vez conseguido el monopolio del licor, las bandas se derivaron a otras «OCUpa·
ciones» como el juego, la prostitución y los narcóticos, y también hicieron presa de
negocios legítimos. Sus alianzas corruptas con políticos, policías y jueces les permitie-
ron dominar ciertos gobiernos municipales. Estos métodos explicaron el ascenso de
Al Capone, el principal extorsionista de Chicago, cuyas depredaciones le producían
en 1927 60 millones anuales. Las luchas de bandas eran comunes durante su máximo
apogeo; hubo más de 500 asesinatos entre las bandas en Chicago de 1927 a 1930, casi
todos impunes.
El fracaso evidente de la Enmienda Decimoctava produjo una demanda crecien·
te favorable a su revocación, pero las fuerzas «secas», fuertes sobre todo entre los fun.
damentalistas rurales, continuaron obsesivamente devotos a lo que Hoover describió
en 1928 como «un gran experimento social y económico, noble en motivo y de lar-
go alcance en propósitas». Sin emba!go, la lucha por su revocación no fue sólo un
asunto de fanatismo rural contta el liberalismo cosmopolita urbano. Entre sus ºE»
nentes se contaban no sólo los cerveceros y destileros, sino también un grupo de
hombres de negocios millonarios que financiaron la Asociación contta la Enmienda
de Prohibición, en Ja creencia de que una recuperación del impuesto sobre el alcohol
significaría reducciones de los impuestos sobre la renta. La C.Omisión Widcersham,
nombrada en 1929, reconoció que la prohibición había sido un fracaso, pero con
cierta falta de lógica recomendó que continuara. Sin embargo, el inicio de la Gran
Depresión proporcionó a los •húmedas» nuevos aigumentos. Se decía que el reinicio
de las industrias cerveceras y destiladoras proporcionaría empleo a un millón de
personas, además de beneficiar a los granjeros, mientras que la rccupención del im-
puesto sobre el alcohol aumentaría los magros ingresos federales y estatales. En las
elecciones de 1932 los demócratas apoyaron la derogación y una vez que ganaron, el
C.Ongrcso aprobó de inmediato la Enmienda V¡gesimoprimera que revocaba la Deci-
moctava. En diciembre de 1933 ya se había ratificado y el control sobre las bebidas
regresó a los estados. Sólo siete de ellos, la mayoría del Sur, votaron mantener la ley
seca.
El prohibicionismo y el anti.evolucionismo eran parte de un movimiento más am·
plio que pretendía que mediante Ja ley se obligara al cumplimiento de las directrices
morales e intelectuales. La legislación estatal ya había prohibido varias actividades se-
culares el día de descanso, había prosaito la mayoría de las formas de juego y había
restringido o prohibido la diseminación de la información sobre el control de la na·

406
talidad y la venta de mecanismos anticoncc:ptivos. Ahora llegó una nueva cosecha de
fllOSCripciones, algunas de ellas extravagantes. Unos cuantos municipios prohibieron
-b trajes de baño indecentes», muchos estados hicieron delito cac:ariciarse-, junto
con las relaciones sexuales extramaritales. El infatigable cruzado contra el vicio, An-
diony Comstock, había muerto en 1915, pero su espíritu vivía en la estricta censura
local de los libros, las películas y las obras de teatro. Todo lo que las autoridades con-
sideraban obsceno o inmoral era susceptible de ser requisado o suprimido. Las auto-
ridades aduaneras se negaron a pcnnitir la importación de las obras de Ovidio y Ra-
bclais, el Cánáitio de Voltaire y el Ufysses de James Joyce; el fiscal del distrito de Los
Ángeles cerró la gira de representaciones de Desirt UnJer tht Flms (Deseo bajo los olmos).
la industria cinematográfica, como reacción contra la publicidad adversa sobre los
acándalos sexuales de Hollywood, estableció su propia junta de censura en 1922, en-
cabezada por el antiguo director general de Correos de Harding, Wtll H. Hays. Pero
las estrictas normas morales que Hays estableció no siempre salvaron a las películas
de cortes posteriores a manos de los censores estatales. Mientras tanto, la censura en-
contró un blanco alternativo en los libros de historia «antipatrióticos-. En Nueva
York y Chicago los comités de investigación examinaron de forma solemne los libros
de texto de los que se alegaba que mostraban una simpatía indebida hacia el punto
de vista británico en 1776; Oregón y Wisconsin llegaron a prohibir esos libros en las
escuelas públicas.
Los antagonismos sociales, regionales y religiosos reflejados en las controversias
sobre la inmigración, el Klan y la ley seca dividieron profundamente al Partido De-
mócrata y produjeron una larga y furiosa batalla en su convención de 1924. Los de-
mócratas del Sur y el Suroeste, en su mayoría rurales, protestantes y •secOS», estaban
a favor de Wtlliam G. McAdoo, secretario del Tesoro de Wdson, como candidato pre-
sidencial. El ala norte del partido, predominantemente wbana y •húmeda•, apoyaba
al gobernador de Nueva York, Alfred E. Smith, católico y producto de Tammany
Hall. Las fuerzas estaban equilibradas y como se necesitaba una mayoría de dos ter-
cios para el nombramiento, la convención pennaneció en un callejón sin salida du-
rante dieciséis días. Al final McAdoo y Smith se retiraron por mutuo acuerdo y en
la votación 103 los agotados delegados llegaron al compromiso de postular a John
W. Davis, un abogado de empresa de Nueva York.

CooUDGE, EL AUGE EMPRESARIAL y EL cucro A u. PROSPERIDAD

Como los republicanos ya habían vuelto a postular a Coolidge, había ahora dos
candidatos presidenciales conservadores con programas casi idénticos. Pero surgió
una auténtica alternativa cuando una coalición de granjeros del Oeste descontentos,
dirigentes sindicales, socialistas y progresistas sobrevivientes postularon a Robert
M. La Follette como candidato de un nuevo Partido Progresista. Su programa, censu-
rado por republicanos y demócratas juntos por ser peligrosamente radical, condena-
ba el monopolio, pedía la nacionalización de los ferrocarriles y la energía hidroeléc-
trica, y proponía la reducción arancelaria, la ayuda federal a los granjeros, la prohibi-
ción de los mandamientos judiciales en las disputas laborales, la elección popular de
los jueces y la limitación de la revisión judicial. La Follette efectuó una campaña vi-
gorosa; Davis, deslucida, y Coolidge apenas se puede decir que llevara a cabo alguna.
El resultado fue una aplastante victoria republicana. La Follette esperaba conseguir

407
sufiáentcs votos dcctorales para dejar la dccción a la Cámara de Representantes,
pero sólo obtuvo su propio estado de WJSCOnsin. Los sindicatos se alejaron de él du·
rantc la campaña y una subida repentina de los precios agrícolas le debilitó aún más.
Los ánco millones de votos que recibió no eran necesariamente una prueba de la
fuerza sobreviviente del progresismo. Muchos de quienes lo votaron, sobre todo los
gcrmano-estadounidcme sólo registraban una aprobación retroactiva de su postura
antibélica de 1917. Justo después de las dccáones d Partido Progresista comenzó a
desintegrarse y tras la muerte de La Follette en 1925 desapareció.
La victoria sesgada de Coolidgc anunáó una extensión de la política pro empre-
sarial republicana. En 1926 Mcllon persuadió al Congreso para que hiáera más re-
ducciones drásticas en la tributaáón. Justificadas como un medio de liberar fondos
para la inversión productiva, puede que estimulara la cspcculaáón en d mercado de
valores que precedió al derrumbe de Wall Sticet de 1929. A pesar de los recortes. d
gasto gubernamental se mantuvo tan bajo que. entre 1923 y 1929. fue posible saldar
un cuarto de la deuda nacional. Los hombres de negocios encontraron otro defensor
efectivo en Hoovcr. Como secretario de Comcráo, instó a los agregados comerciales
en el extranjero a buscar contratos para la industria estadounidense y fomentó la for-
maáón de asoáaciones comerciales que adoptaron códigos de práctica leal. promo-
vieron la efiáencia y mantuvieron los precios y beneficios mediante el ajuste de la
producáón a la demanda.
Durante la mayor parte de los años veinte. la benigna actitud republicana hacia
las empresas pareció estar espectacularmente justificada. Una vez que la breve de-
presión de 1921·1922 tcnninó. el país enttó en una era de prosperidad sin paralelo.
Las empresas lograron benefiáos ingentes, en general era fácil encontrar trabajo y
los niveles de vida ascendieron de forma aprcáable. La clave del auge fue un tre-
mendo incremento de la productividad. resultado de la innovación tecnológica y
la aplicación de la teoria de la dirección áentífica de Frederick W. Taylor. Aunque
la poblaáón aumentó sólo un 16por100 durante esa década, la producáón indus-
trial casi se duplicó. El producto naáonal bruto pasó de 72.400 millones de dóla-
res en 1919 a 104.000 millones en 1929 y la renta pcr cápita anual ascendió de 71 O
dólares a 857.
Mientras que la expansión industrial de finales dd siglo XIX se había basado en los
ferrocarriles y el acero, la prosperidad de la década de 1920 se fundamentó en d cre-
cimiento de nuevas industrias y en el auge de la construcáón. Los recortes de los su-
ministros extranjeros durante la Primera Guena Mundial impulsaron a la industria
química estadounidense y fomentaron la fabricación de textiles y plásticos sintéticos.
Durante los años 20, los productos de seda artificial (rayón), baquelita y cdulosa,
como d cduloide y el celofán, se convirtieron en industrias importantes. Más espec-
tacular aún fue el ascenso de la industria eléctrica, en la que hubo revoluáonarios
avances técnicos: el desarrollo de nuevas fuentes de energía como las turbinas de va-
por y las plantas hidroeléctricas, las mejoras en el diseño de los generadores y en los
métodos de transmitir la en~ la adopción del sistema de parrilla. El consumo
eléctrico se duplicó con creces durante la década, sobre todo debido al aumento de
la demanda industrial. Pero el consumo doméstico también dio un gran salto. Mien-
tras que en 1912 sólo un 16 por 100 de la población vivía en hogares con luz eléctri-
ca, la proporáón había aumentado al 63 por 100 en 19Zl. Como los prccios de la
dcctricidad iban cayendo de fonna constante, los electrodomésticos se hiáeron de
uso general. Por primera vez, cazuelas. planchas, frigoríficos, ventiladores, tostadoras

408
u otros artefactos eléctricos se produjeron de forma masiva. Así, la producción de fri-
goríficos pasó de 5.000 unidades anuales en 1921acasiunmillónen1930.
Otta importante industria nueva fue la radio. El 2 de noviembre de 1920, la pri-
mera emisora de radio de los Estados Unidos, la KDKA en el este de Pittsburgh, co-
menzó su servicio regular con los recuentos de las elecciones presidenciales. A dife.
rencia de Gran Bretaña, que concedió el monopolio de emisoras de radio a una com-
pañía pública, los Estados Unidos permitieron que la empresa privada desarrollara el
nuevo medio. Las emisoras privadas se financiaban mediante los anunciantes que pa-
trocinaban programas particulares. Las primeras emisoras fueron establecidas por los
fabricantes de equipos de radio, pero poco a poco las compañías comcn:iales de ra-
diodifusión dominaron el terreno. La National Broadcasting Company (NBC) esta-
bleció la primera red nacional de radio en 1926; el Columbia Broadcasting Systcm
(CBS) creó otro al año siguiente. En 19Zl, cuando el número de emisoras había au-
mentado a 732, el Congreso estableció con retraso una comisión reguladora para con-
cederles licencia y asignar longitud de onda Apenas algo más que un juguete antes
de la guerra, la radio se convirtió pronto en un elemento doméstico casi habitual. Se-
gún el censo de 1930, el 40 por 100 de las familias estadounidenses poseían una.
Los años veinte también vieron llegar a la aviación a su mayoría de edad. Ya
el 17 de diciembre de 1903 Orville y Wdbur Wrigth, ~ jóvenes mecánicos que te-
nían una tienda de bicicletas en Dayton (Obio), se convirtieron en los primeros hom-
bres que volaron en una máquina de motor más pesada que el aire. Su primer vuelo,
en Kitty Hawlt (Carolina del Norte), atrajo como era normal poca atención: dwó
sólo doce segundos y recorrió 36 metros. La Primera Guerra Mundial demostró la via-
bilidad de la nueva máquina, pero al principio los Estados Unidos se rezagaron de
Europa en el desarrollo de la aviación comcn:ial. Los pilotos militares inauguraron el
primer servicio regular de correos entre Washington y Nueva York en mayo de 1918
y dos años después lo extendieron a todo el continente. Pero hasta 1925, cuando el
Congreso aprobó una medida que subvencionaba el transporte de correos por aerolí-
neas privadas, "el transporte aéreo no comenzó su expansión. Luego, en mayo de 1927,
Charles A lindbcrgh, un piloto de aerolínea de veinticinco años, hizo el primer vue-
lo transatlántico sin escalas. Dejó Nueva York en su diminuto monoplano, Tbt Spiril
ofSL Lollis, y aterrizó en París treinta y tres horas y media más tarde. Su hazaña lo
convirtió en héroe nacional y estimuló mucho el interés popular por la aviación. Si-
guió un rápido progreso. En 1930 ya funcionaban en los Estados Unidos 80.000 km
de rutas aéreas y las aerolíneas trmsportaban al año casi medio millón de pasajeros.
Lo que más contribuyó al auge empresarial fue la n:volución automovilística. Su
artífice fue un muchacho rústico de Michigan, Henry Ford. Al adaptar la cadena de
montaje y el transportador de correa a la producción automovilística y concentrarse
en un modelo único y estandarizado, el famoso modelo T, Ford llevó el automóvil a
las masas. En 1925 ya produáa un coche cada diez segun~ y el modelo T podía
comprarse por sólo 290 dólares. Hubo una competencia formidable por parte de los
demás fabricantes de coches baratos, sobre todo de General Motors y Chrysler, que
ofreáan modelos con más estilo, pero Ford permaneció siendo la figura dominante
de esa industria. En 1920 se registraron en los Estados Unidos unos nueve millones
de coches; en 1929 ya había casi Zl millones, es decir, un coche por cada cinco esta-
dounidenses. Con una producción que se acercaba a los cinco millones de unidades
al año, la industria automovilística se había convertido en un gran negocio. Emplea-
ba a 447.000 trabajadores, aproximadamente un 7 por 100 del total de los asalariados,

409
y suponía más del 12 por 100 del valor de la manufactura nacional. Sin embargo, su
contribución a la economía nacional era mucho mayor de lo que esos números impli·
can. Consumía el 15 por 100 del acero producido en los Estados Unidos, el 80 por 100
del caucho y el níquel, el 75 por 100 de las planchas de vidrio, así como gr.andes can·
tidades de cuero, pintur3, plomo y otros productos. También puso la base para otra
gran industria: el pctIÓlco. Por último, la expansión del automovilismo estimuló el
gasto público en carreteras. En los primeros días del automóvil había pocas carreteras
viables en todas las estaciones con la excepción del Este, pero en los años 20 se gas·
taron más de 1.000 millones de dólares anuales en la construcción y mantenimiento
de autopistas, y la cantidad de carreteras pavimentadas casi se duplicó.
La construcción a gran escala de carreteras fue sólo una de las razones que e:xpli·
caron la bonanza de la industria de la construcción. El movimiento acelerado del
campo a las ciudades y de las ciudades a las afueras llevó a un incremento masivo del
desarrollo residencial. La expansión de los barrios periféricos proporcionó un tcsti·
monio más de la influencia del automóvil. ~cens, uno de los cinco distritos de Nue-
va York situado al otro lado de E.ast River desde Manhattan, duplicó su población en
los años 20; Gro~ Pointe (Dctroit) y Emwood Parle (Chicago) la septuplicaron; Sha·
ker Hcigths, en los alrededores de Oevcland, la multiplicó por diez. La construcción
industrial y comercial también siguió un ritmo rápido. Proliferaron los rascacielos,
edificios de más de veinte pisos. La ciudad de Nueva York tenía el mayor número, so-
bre todo los más altos. El Empirc States Building de 102 pisos, terminado en 1931 y
que propoirionaba instalaciones de oficinas para 25.000 personas, llegó a los 375 me-
tros para convertirse en el edificio más alto del mundo.
Para la mayoria de los trabajadores industriales la prosperidad supuso ganancias sus·
tancialcs. Disminuyeron las horas laborales, los salarios reales aumentaron un 26
por 100, el desempleo descendió de un 11,9por100en1921aun3,2por100en1929.
Surgieron otros beneficios cuando los patrones, tratando de acabar con la inquietud
laboral, recurrieron al «eapitalismo benéfico•. Mejoraron las condiciones laborales,
extendieron las instalaciones recreativas, introdujeron la participación en los bcnefi·
cios, seguros de vida colectivos y planes de pensiones, y permitieron a los empleados
comprar acciones de la compañía a un precio menor que el de mercado. También pa·
trocinaron «Sindicatos de empresa• que, aunque carecían de poder negociador y no
poseían autoridad ni fondos para convocar huelgas, permitían a los representantes de
los trabajadores reunirse con la dirección para discutir agravios individuales, la segu·
ridad de la planta y la eficiencia productiva. De forma simultánea, las organizaciones
patronales lanzaron una campaña concertada para que los trabajadores no se sindica-
lizaran. La denominaron el •Plan American<»> para transmitir la impresión de que
oponerse era en cierto modo antipatriótico y subversivo. También trataron de evitar
o suprimir el sindicalismo mediante el uso de esquiroles, policía privada, espías y
agentes provocadores. Estas tácticas, junto con la tendencia antisindicalista de los tri·
bunales --¡, por supuesto, de la opinión pública-- debilitaron a los sindicatos, sobre
todo a los que más habían crecido durante la guerra. La afiliación descendió de unos
cinco millones en 1920 a 3 millones y medio en 1929. También tuvieron la culpa sus
dirigentes conseJVadores. Ni Samuel Gompers ni Wtlliam Green, que le sucedió
como presidente de la Federación Americana del Trabajo en 1924, intentaron exten-
der las fronteras del sindicalismo a las gr.andes industrias de producción en serie.
Algunos grupos permanecieron fuera de la prosperidad general. Había zonas de
depRSión más o menos permanente, como los pueblos textiles de Nueva Inglaterra y

410
el piedemonte sureño, y las regiones de minería de carbón de Kentucky e Illinois.
También en la agricultura había dificultades, pues aunque durante la Primera Guerra
Mundial su situación había sido boyante, en 1920 el descenso de la demanda exter-
na y la retirada del mantenimiento gubernamental de los precios había producido
una drástica caída de los agrícolas. Después hubo una cierta recuperación: a las gran-
jas lecheras y los cultivadores de frutas y hortalizas en particular les fue bien a medi-
da que los mercados urbanos próximos se extendieron. Pero la gran masa de los gran-
jeros estadounidenses siguieron endeudados y deprimidos. Esta crisis inspiró la for-
mación de un bloque agricola bipartidista en el C.Ongreso, sobre todo del Medio
Oeste, que impulsó la Ley Capper-Volstead (1922) para eximir a las cooperativu agrí-
colas de las leyes antritrust, y la Ley de Crédito a Medio Plazo (1923), que establecía
que los bancos hicieran préstamos a grupos de granjeros organizados. También p~
ponfa un complicado plan de mantenimiento de los precios con el fin de impedir
que los excedentes agricolas exportables deprimieran los precios internos. Tras varios
años de debate, el proyecto de ley McNary-Haugen, que recogfa este plan, fue ap~
hado por el C.Ongreso en 19'1:7 y su mrisión en 1928. Pero en ambas ocasiones C.00-
lidgc los vetó por ser una legislación preferente e inconstitucional, concebida para
alentar la sobreprodacción, y necesitar una vasta burocracia.

LA SOCIEDAD FSI"ADOUNIDENSE EN U ERA DEL ]AXl.

Aunque la nueva economía de dominio tecnológico no distribuía sus beneficios


por igual, la gente en general tenía más dinero y más tiempo libre. El automóvil sig-
nificó una mayor movilidad y libertad, y permitió a los jóvenes escaparse de la super-
visión paterna. Casi tan importante en la transformación de las costumbres fue la asis-
tencia masiva a las películas producidas en profusión en Hollywood. Se convirtió en
un hábito nacional ir al cine. La aparición en 19'1:7 de la primera película hablada
completa, Thejazz Singa- (FJ cantor de jazz), protagonizada por Al Jolson, aumentó su
público aún más. C.Ontar con mayor tiempo libre llevó a una variedad de caprichos
y furores, como los maratones de baile y las pruebas de resistencia en lo alto del más-
til de una bandera, y el auge de los deportes espectáculo. El béisbol, fiítbol y boxeo
atraían grandes muchedumbres. Los atletas destacados como Babe Ruth de los Yan-
quis de Nueva York, Harold «Red» Grangc, estrella futbolística de la Universidad de
Illinois, y Jade Dempscy, campeón mundial de peso pesado de 1919 a 1926, se con-
virtieron en celebridades nacionales.
Si el materialismo implacable y la búsqueda despreocupada de placeres fueron
rasgos de la década, también lo fueron la rebelión y la protesta. Los representantes de
la generación más joven eran encarnizadamente críticos con los códigos tradicionales
de conducta. Puritanismo y victorianismo se convirtieron en términos peyorativos.
Se discutieron mucho las teorías sexuales de Freud, apareció una nueva fr.mqueza en
novelas y obras teatrales y una obsesión extendida acerca del sexo que mristas y pe-
riódicos amarillistas no tardaron en explotar. La inquietud de la juventud también ex-
plicó la creciente popularidad del jazz. Creación en gran medida de los músicos ne-
gros de Nueva Orleans, a partir de 1917 sobrepasó sus orígenes locales y se extendió
por Chicago, Kansas City, Nueva York y la C.Osta Oeste para convertirse en un idio-
ma nacional. Aunque el estilo de Nueva Orleans sobrevivió en las bandas de King
Oliver y en la obra de solistas negros como Louis Armstrong y «Yelly Roll» Morton,

411
la nueva música obtuvo una gran: aceptación sólo cuando las orquestas blancas, en es-
pecial la de Paul Whitcman, la adaptaron y diluyeron. Muchas personas de edad cri-
ticaron al jazz por ser audo y hasta degenerado, y se alarmaron cuando aparecieron
las nuevas fonnas de baile que inspiró. Incluso antes de la guerra el tango y el fuxtrot
habían desplazado a las fonnas más decorosas. Ahora llegó el charleston y el blatR. 'bot-
tom, cuyas contorsiones frenéticas y abrazos desinhibidos parecían probar a los conser-
vadores el derrumbamiento de las nonnas de moralidad sexual. De hecho, probable-
mente hubo menos cambias en la conducta sexual de lo que creyeron los contempo-
ráneos. Gran parte de los comentarios sobre la «ardiente juventud• eran exagerados.
Awlque se creían salvajes y atrevidos, y sin duda lo eran para las pautas anteriores, los
jóvenes de los años 20, desde una perspectiva actual, parecen haber sido bastante con-
vencionales en la forma de vestir, sus expectativas y sus estilos de vida.
Un aspecto que recibió mucha publicidad de la revuelta contra el victorianismo
fue el repudio femenino de las restricciones tradicionales a su apariencia y conducta.
Vistieron faldas más cortas, desecharon los corsés, se cortaron el pelo y utilizaron
más cosméticos. Las más atrevidas desafiaron los viejos clnones sociales demandan·
do y a veces afumando el derecho a beber y fumar en público. Algunas llegaron in-
cluso a reclamar la misma libertad sexual que los hombres. Todos estos cambios se
citan con frecuencia para demostrar que fue una etapa de emancipación femenina,
pero no hubo nada semejante. Bajo la apariencia de cambio había una continuidad
soterrada en la posición política, económica y social de las mujeres. Aunque la En-
mienda Decimonovena les había concedido de furma nominal la igualdad política,
las mujeres continuaban desempeñando un papel insignificante en la política. Esta-
ban menos dispuestas a votar que los hombres e incluso cuando lo haáan tendían a
seguir las preferencias de sus parejas masculinas. Las mujeres que ocupaban cargos
públicos lo hacían en general en virtud de •haberse quedado viudas»: del puñado de
mujeres que estuvieron en el Umgrcso en los años 20, dos tercios heredaron los es-
caños de sus esposos difuntos, la mayor parte sólo por un mandato. Tampoco hicie-
ron un progreso apreciable hacia la igualdad económica. Awtque el número de
mujeres empleadas con sueldo ascendió durante la época de 8.200.000 a 10.400.000
el poicentaje general permaneció más o menos estable. La mayoría de las trabajad~
ras seguían encontrándose en ocupaciones serviles. Las que tenían profesión se halla-
ban sobre todo en la enseñanza, la enfcnneria y otros «trabajos femeninos-; sólo un
puñado penetró en profesiones dominadas por los hombres como el derecho o la
medicina. Mal pagadas en general, las mujeres ganaban sustancialmente menos que
los hombres incluso en trabajos comparables y rara vez obtenían puestos de gerencia
o aupervisión. Todo ello reflejaba la pmistcncia de las normas sociales que prescri-
bían la existencia de esferas separadas de actividad para los sexos e insistían en que la
primera responsabilidad de las mujeres era el hogar y la familia. Sólo dentro de la es-
fera doméstica podría decirse que se hicieron más independientes. Los aparatos elec-
trodomésticos y los procesadores de alimentos las liberaron de muchas labores fati-
gosas. Tenían menos hijos y les resultó más fácil escaparse de matrimonios insatisfac-
torios. El control de la natalidad, cada vez más pr.acticado a pesar de los obstáculos
legales, hizo bajar de furma espectacular la tasa de nacimientos de un Il,7 por 100
en 1920 al 21,3 por 100 en 1930. En el mismo periodo la relación de divorcios con
respecto a los matrimonios ascendió de apenas uno cada ocho a uno cada seis.
Como ocurría desde haáa largo tiempo, dos tercios de los divorcios se otorgaron a
las mujeres.

412
l.n'EiwuRA Y REBEUÓN

La enajenación y la rebelión se expresaron de fonna más aguda en la literatura.


Desilusionada por la guC1Ta y en contra dd materialismo y confonnismo imperantes,
una nueva generación de escritores lanzó una denuncia mordaz de la civilización m~
dcrna en general y de la americana en particular. .Algunos rebeldes trataron de esca-
par en la atmósfera bohemia de Greenwich Villagc, en Lower Manhattan; otros se ex-
patriaron y llevaron una vida más o menos desenfrenada en Europa, sobre todo en
París. Pero vivieran donde viviesen, los escritores de la década de 1920 demostraron
una rara creatividad. El aítico más violento y leído fue d periodista Henry Louis
Mencken, que ridiculizaba no sólo las convenciones sociales, sexuales y estéticas es-
tablecidas, sino la misma democracia, junto con la nma de la humanidad. Más c~
medido y sensible fue el novelista Sinclair Lcwis, primer estadounidense a quien se le
concedió el premio Nobel de literatura. Su Main SITtd (Oz/Je principlll, 1920) era un re-
trato satírico aunque afectuoso de las pequeñas ciudades estadounidenses, mientras
que Babbitt (1922) caricaturizaba a los hombres de negocios satisfechos, conformistas
y materialistas. Otro natural del Medio Oeste que expuso la esterilidad e intolerancia
de la vida provinciana fue Shcrwood Andcrson, cuyo primer libro exitoso fue Wmes-
lmrg, Ohio (1919). Más dotados fueron dos novelistas expatriados, Ernest Hcmingway
y F. Scott Fitzgerald. Hcmingway, con un estilo lacónico y entrecortado muy admira-
do, describió las vidas carentes de significado de los expatriados ánicos y desencan-
tados en The Stln A/so Rúes (Fies/4, 1926) y expuso d idealismo fingido de la guC1Ta en
A FartflJtll to Anns (Adiós a ÚIS armas, 1929). Fitzgcrald escribió sobre todo acerca de
la bancarrota espiritual y moral de la clase alta estadounidense a la que, irónicamen-
te, aspiraba. This Süle ofPlll'adise (A este lado delpllTIÚSO, 1920), que describía la vida en
Princeton entre estudiantes universitarios aburridos, indiferentes e inexpertos, fue un
libro muy vendido, pero su mejor novela, The Gre4J Gatsby (FJgran Galsby, 1926), un
retrato devastador dd mundo de la riqueza, fue recibida con frialdad. Un tercer talen-
to nuevo, Wtlliam Faulkner, tuvo poco en común con los rebeldes de la «generación
perdida•. Sin prcocuparsc por los resultados de la cultura empresarial, trató de com-
probar d significado de la existencia humana centr.índose en la disolución de los va-
lores tradicionales en su propia región, d Sur. En The Sound muJ the Ftay (FJ sonitJoy la
/1lril4 1929), As l Lay Dyiai (Mimlrtzs llpÚO, 1930), Sant:tury {Sanbuzrio, 1931) y
Light in Allgrat (LMz Je ~stJJ, 1932), Faulkner utiliz6 secuencias temporales confusas
y un estilo altamente simbólico de caudal de conciencia que desconcertó a muchos
lectores. Sin embargo, los aíticos acabaron aclamándole como d único gran nov~
ta estadounidense indiscutible dd siglo. Otra 6gura importante que experimentó con
las nuevas técnicas literarias fue d dramaturgo Eugcne O'Neill. que combinó d rea-
lismo de Ibscn con las fantasías exprcsionistas de Strindberg y Brecht para crear nue-
vas posibilidades para la escena estadounidense. The F.mperor]ona (FJ emperador]tmes.
1920), Desirt U1lller tht Flms (Desta bajo los olmos, 1924), Strange lnterbule (F.xtraño inter-
hulio, 1928), Mottming btcomes Flectra (A Flectra le simia bim el Úllo, 1931) y otras
poderosas obras teatrales le establecieron como d dramaturgo más importante de los
Estados Unidos.
Mientras tanto, d renacimiento poético comenzado tras la Primera GuCITa Mun-
dial no había perdido su vitalidad. FJ trio de Illinois fonnado por Carl Sandbwg. Va-

413
chel Ll.ndsay y Edgar Lec Mastcrs consolidó su reputación; Edwin Arlington Robín·
son, de Nueva Inglaterra. recibió con retraso el reconocimiento de la aítica por una
serie de poemas narrativos laJgos y psicológicos; Robcrt Frost, Wtlliam Carlos Wi·
lliams y Wallace Stcvens revelaron toda su estatura. Pero la figura más importante en
poesía y también en aítica fue T. S. Eliot. Nació en San Luis pero vivió de forma per·
manente en Londres y compartió con otro expatriado, Ezra Pound, la dirección de
un movimiento que rompió decisivamente con las convenciones y csteJcotipos del
verso romántico decimonónico. Su extenso poema alegórico Tbt Wastt Llllul (La 1#-
rra bttJdíll, 1922) que se lamentaba de la desolación espiritual de la vida moderna, se
convirtió de rq>cnte en un clásico e influyó mucho a otros poetas. Por último, hay
que señalar d •Rmacimiento de Harlem•, de nombre enóneo al ser la primera efu.
sión sustancial de talento literario negro. La poesía de Lan~ton Hughes y Countee
Cullen y la prosa de Oaude McKay y Walter White son notables sobre todo por su
internamiento en los efectos psicológicos dd prejuicio racial y d problema de la iden·
tidad dd negro estadounidense. Pero la fama que la esaitura negra disfiutó en el
mundo literario e intelectual blanco debe tanto a su carácter rebelde como a su mé-
rito artístico.

l..As FllCCIONE.S DE 1928

Coolidgc se mantenía tan popular que podía haber sido candidato por tercera vez
si lo hubiera deseado. Pero su negativa abrió d camino para la selección de Herbcrt
Hoovcr. Muchacho de campo huérfano a los nueve años, Hoover representaba al
hombre hecho a sí mismo. Tras licenciarse en la Universidad de Stanford, dirigió em·
presas mineras en muchas partes del mundo y se hizo millonario antes de cumpfu
cuarenta años. Su labor de auxilio durante la guerra le dio reputación de humanita·
rio, mientras que su eficiencia para dirigir d Departamento de Comercio le ganó la
confianza de los empresarios. El programa republicano abogaba por continuar con la
protección arancelaria, los recortes tributarios y la economía gubernamental, prome-
tía cierto grado de auxilio al campo y mantenía la ley seca. Los demócratas estaban
aún muy divididos, pero era tan evidente que Al Smith, que había sido reelegido dos
veces gobernador de Nueva York desde 1924, era d principal candidato que no pu·
dieron negarse más sus deRChos. Su bagaje contrastaba de forma pronunciada con el
de Hoover. Católico de ascendencia irlandesa, había crecido en los barrios pobres de
Lowcr East Side (Nueva York) y dejó la escuela a los quince años. Entró en la políti·
ca de barrio en 1904 y su lealtad a la organiz:aci6n de Tammany le permitió ascender
por escalones sucesivos al cargo de gobernador de Nueva York. A pesar de su cone-
xión con la maquinaria política, Smith se ganó una bien merecida reputación de pro-
gresista. Además de modernizar d gobicmo estatal, promovió abundante legislación
de bienestar social, pero se mantuvo conservador en cuanto a la economía, año al
mundo empresarial y opuesto a la expansión dd poder federal. El programa que de-
fendió en 1928 difería sólo en detalles dd republicano. Sin embargo, al repudiar el
equívoco punto republicano sobre la ley seca y abogar por la revocación de la En·
mienda Decimoctava, creó un tema de campaña.
Debido a la prosperidad imperante ningún demócrata podría haber obtenido la
presidencia en 1928, pero Al Smith tenía responsabilidades adicionales que le asegu·
raron no sólo ser derrotado, sino menospreciado. En los &tados Unidos rurales so-

414
bre todo, su religión revivió temores de papismo. Aunque Hoover evitó de fonna cs-
aupulosa el tema religioso, algunos de quienes lo apoyaban hicieron mordaces dis-
cursos anticatólicos prediciendo que la elección de Smith colocaría a los &tados Uni-
dos bajo el control papal. No obstante, éste no fue sólo la víctima del fanatismo reli-
gioso. Su catolicismo era simplemente una más de un conjunto de características que
lo hacían inaceptable para los estadounidenses de vieja cepa. Su posición sobre la ley
seca, junto con su bien conocida tendencia hacia la bebida, ofendían a muchos. Su
asociación con Tanµnany le dejó un estigma imborrable, a pesar de su integridad per-
sonal. Su ignorancia e indiferencia hacia las necesidades de las tierras agrícolas del in-
terior y su falta de sensibilidad hacia los aspectos sociales y morales de su candidatu-
ra demostraron que era, como Henry James dijo de Thoreau, no sólo provinciano,
sino parroquial. Por último, su acento de East Side, su apariencia ostentosa y moda-
les indecorosos, diseminados ampliamente por la radio y los noticiarios cinematográ-
ficos, se añadieron al sentimiento de que no era apropiado para ser presidente.
Hoovcr obtuvo una victoria abrumadora. Por primera vez desde la reconstruc-
ción, cinco antiguos estados confederados votaron a los republicanos. No obstante,
los resultados generales de los demócratas no fueron tan sombrios como parecían.
Smith duplicó los votos de Davis en 1924. Además, aunque su religión le puso en
desventaja en el Sur, le permitió penetrar en zonas de fortaleza republicana tradici~
nal del Norte. Ganó en Massachusetts y Rhode Island, los dos estados más urbaniza-
dos -y·católicos- de la Unión y, lo que aún resulta más significativo, también en
las doce mayores ciudades de la nación. Ello anticipó un cambio político transcen-
dental que acabaría haciendo de los demócratas el partido mayoritario normal.

415
CAPtruLo XXIII

La Gran Depresión, 1929-1939

ÜR1GENES DE LA DEPRESIÓN

La Gran .Depresión que comenzó en el otoño de 1929 fue la peor de la historia


estadounidense. Infinitamente más severa que las anteriores, afectó a más gente y
duró más tiempo. Durante tres años sombríos la economía siguió un despiadado cur-
so descendente. La pobreza y la necesidad merodearon por todo el pafs. La recupera-
ción también fue lenta y titubeante. Pasó una década entera antes de que retornara la
prosperidad. La depresión acabó afectando a todos los países industrializados menos
a la Unión Soviética, así como a todas las partes del mundo de economía dependien-
te. Pero el dcmunbamiento estadounidense fue más precipitado y completo que en
los demás lugares y su daño psicológico fue mayor debido al contraste con lo que ha-
bía sido antes. Durante los años 20 los estadounidenses habían disfrutado los niveles
de vida más elevados alcanzados en ningún lugar. Luego, casi de la noche a la maña-
na, el país más rico del mundo se vio sumergido en la miseria.
(Qµé causó·la Gran .Depresión? Los economistas (como es habitual) no se ponen
de acuerdo, pero suele aceptarse generalmente que la prosperidad de los años 20 se
había levantado sobre cimientos vacilantes. La debilidad más seria de la economía era
que la capacidad de producir había sobrepasado a la de consumir. Una razón para
ello fue que una parte sustancial de la población -granjeros, por ejemplo, y trabaja-
dores de industrias en declive como el carbón y los tatilcs- no habían compartido
la prosperidad general. Otra fue que los ingresos estaban mal distribuidos. Los bene-
ficios y dividendos habían ascendido mucho más de prisa que los salarios, mientras
que las políticas tributarias habían favorecido a los ricos. En 1929, el 5por100 de la
población recibía un tercio de los ingresos. Por otro lado, el 71por100 percibía in-
gresos inferiores a 2.500 dólares anuales. el mínimo que solía considerarse necesario
para vivir con una comodidad digna. La masa del pueblo, aunque en mejores condi-
ciones que antes, no era capaz de comprar su parte de artículos de consumo para sos-
tener el nivel panalccimte de producción masiva. Además, el sistema bancario era
dcfcctuoso por naturaleza. A diferencia de la mayoría del resto de los países industria-
lizados, los F.stados Unidos tenían un gran número de bancos independientes -más
de 30.000 en 1921-, gr.m parte de ellos pequeños bancos regionales con activos li-
mitados. Una reglamentación inadecuada, una dirección incompetente y fraudulen-
ta y el hecho de que sólo un tercio del total fueran miembros del Sistema de la Rescr·
va Federal hizo que muchos fueran extremadamente vulnerables si se dada una rcti-

417
rada masiva de fondos. En los años veinte habían fracasado no menos de 5.000. La
estructura de las grandes empresas era igual de imperfecta. La proliferación de trust de
inversión y holding había abierto el camino a promotores sin escrúpulos proclives a
trasegar los beneficios de las compañías. El equilibrio del comercio exterior también
era precario. Los Estados Unidos exportaban mucho pero, debido a sus altos arance-
les, los países extranjeros sólo podían cubrir sus balances comerciales adversos me-
diante los préstamos que les concedían. Así, si se recortaban los créditos estadouni·
denses -como sucedió en 1928-, las exportaciones sufrían. Otro elemento más de
inestabilidad era la rápida expansión del sistema de ventas a plazo, que podía mante-
ner el poder adquisitivo durante un tiempo, pero no de forma indefinida. A la vez, el
bajo interés del Sistema de la Reserva Federal y la política de dinero barato fomenta·
han el crédito indiscriminado, no menos para la especulación en el mercado de valo-
res. En cada una de estas debilidades estructurales había implícita una alteración eco-
nómica importante. Su conjunción explicaba la severidad de la depresión y, junto
con el carácter inadecuado de los remedios intentados, su laigo alcance.
Incluso antes de 1929 había signos de que no todo iba bien en la economía, el
primero de los cuales fue el derrumbamiento del gran auge inmobiliario de Florida
en 1926. En los dos años siguientes la construcción de viviendas se redujo, la dcman·
da de automóviles bajó, la inversión privada comenzó a secarse, las existencias se alar-
garon y declinaron las exportaciones. Pero durante un tiempo se preservó la ilusión
de riqueza por el extraordinario vigor del mercado bursátil. Una manía especulativa
se apoderó de gran cantidad de gente que no contaba con experiencia previa de ~
gar en la bolsa•. En la atmósfera de «hacerse rico de inmediato- doininante, compra-
ron acciones de forma temeraria, a menudo con dinero prestado y aún con mayor fre.
cuencia «eon el margen•, es decir, pagando sólo una fracción del precio de compra.
Esta marea especulativa subió el precio de las acciones a unas alturas sin precedentes.
Desde mediados de l 9Zl, en los dos años siguientes el precip medio de las acciones
comunes aumentó un 300 por 100. En el otoño de 1929 el mercado había perdido
relación con la realidad de forma tan patente que algunos grandes especuladores co-
menzaron a liquidar sus pertenencias. A mediados de septiembre los precios cayeron
abruptamente y luego, el 24 de octubre (el Jueves Negro) se desplomaron en una ola
de ventas acuciadas por el pánico. El deslizamiento pudo detenerse durante unos
días, pero el 29 de octubre comenzó una estampida. Las ganancias de meses se des·
vanecicron en unas pocas horas, arruinando a cientos de inversores, grandes y peque-
ños. No obstante, no era el final. Durante los tres años siguientes los precios conti·
nuaron bajando. En septiembre de 1929 los valores industriales se cotizaban a 452;
en noviembre ya habían bajado a 229; para julio de 1932 ya habían alcanzado el pre-
cio mínimo de 58.
La quiebr.a de Wall Street supuso un derrumbamiento económico devastador. Se
evaporó la confianza en las empresas, se multiplicaron las bancarrotas y los fracasos
bancarios, las familias perdieron sus ahorros y sus casas, las ruedas de la industria y el
comercio aminoraron su marcha de forma progresiva y los precios agrícolas cayeron
una y otra vez. En el verano de 1932 la producción industrial ya había descendido a
la mitad del nivel de 1929; las importaciones y exportaciones, a sólo un tercio. Qúe-
nes tuvieron la suerte de conservar sus empleos sufrieron enormes recortes salariales.
Los granjeros, que ya se encontraban bastante deteriorados, iniciaron una nueva era
de adversidad. El desempleo alcanzó los 4 millones en abril de 1930, casi 7 millones
en octubre de 1931yentre12y15 millones-aproximadamente un cuarto de lapo-

418
lillción laboral- en julio de 1932. No había subsidio de desempleo como en la ma·
JIDIÍa de los países europeos y los pagos de la beneficencia eran muy reducidos ~n
6a:ucncia sólo dos o tres dólares semanales por f.unilia-- y en algunas zonas, como
el Sur runl, no existían. En todas partes habían largas colas de desocupados y los po-
'-5 buscaban alimentos en los cubos de basura. Los hombres sin trabajo deambula- ·
lml por d campo en busca de a1guna ocupación o se congregaban en las afueras de
pides ciudades en colonias de chabolas de cartón conocidas Uónicamente como
""1avilles.

lloovER Y U DEPRF.SIÓN

Dwante la campaña de 1928 Hoover había previsto una pronta y definitiva con·
9lista de la pobreza. No obstante, los acontecimientos se burlaron de sus esperanzas
y destruyeron su reputación como gestor económico y humanitario. No fue d hom·
IJR maquino e insensible que pintaron sus rivales, sino un alma sensible que se preo-
..,t> mucho por los sufrimientos de la gente. Tampoco se opuso a utilizar d poder
gubernamental para poner fin a la depresión. Para enfrentarse a ella, intervino en la
economía con mayor energía que cualquiera de sus prcdccesorcs. C.Onsiguió la pro-
mesa de los patrones de mantener los salarios y evitar los despidm, acdcró d gasto
federal en carreteras, puentes y edificios públicos, trató, mediante la creación de la
Junta Agrícola R:dcral y sus sociedades de estabilización, de sostener d precio dd gra·
no, el algodón y otros cultivos, e intentó reducir la competencia externa devando los
aranceles. Pero creía que d remedio para la depresión económica no consistía en la
intervención gubernamental, sino en la cooperación voluntaria de la industria y las
comunidades locales y en lo que con anterioridad había denominado «individualis·
mo fuerte-. Insistía en particular en que el subsidio al desempleo era un problema de
los gobiernos· municipales y estatales y de la beneficencia privada. Un programa de
ayuda federal, que algunos pedían, desequilibraría los presupuestos, debilitarla al go-
bierno estatal y local, crearía una clase permanente de dependientes de lo público,
privaría al individuo dd sentido de la responsabilidad y destruiría la fibra moral de la
nación.
A los pocos meses se hizo evidente lo inadecuado de su postura. La beneficencia
privada y las autoridades locales resultaron incapaces de manejar un programa de sub-
sidios de tales dimensiones. En d invierno de 193~1931, los pagos de subsidio, que
ya habían sido magros desde el principio, se dividieron por la mitad y muchas fami.
lias necesitadas fueron arrojadas de sus listas. Pero a pesar de la evidencia de que las
políticas presidenciales no funcionaban, se resistió a aceptar el fracaso. Creyendo que
el problema del país era más psicológico que económico, lanzó una serie de c:lcclara-
ciones rea.fumantes que minimizaban el número de parados y predecían que la pros·
peridad regresaría pronto. En la primavera de 1931 pareció por corto tiempo como si
el presidente estuviera en lo cierto. La producción y el empleo comenzaron a reco-
br.usc; luego llegó un nuevo derrumbamiento, desatado por la bancarrota dd gran
banco austriaco Krcditanstalt, que produjo una aisis financiera mundial, con efectos
aún más devastadores en la debilitada economía estadounidense. &te giro de los
acontecimientos llevó a Hoover a efectuar un nuevo diagnóstico de la depresión.
Hasta ese momento había creído que se había debido a la excesiva especulación in-

419
tema; ahora declaró que sus principales causas se encontraban fuera de los Estados
Unidos.
Hasta el tercer invierno de la depresión (1931·1932), Hoovcr no comenzó amo-
dificar sus convicciones voluntaristas e incluso entonces sólo muy ligeramente. Aun-
que seguía manteniendo su fe en un presupuesto equilibrado y en el patrón oro, aho-
ra concedía a duras penas que se necesitaba más acción. En junio de 1931 intentó im-
pulsar las exportaciones estadounidenses declarando una moratoria sobre las deudas
de guerra y propuso al C.Ongreso un nuevo plan en diciembre, basado en la asunción
de que si se ayudaba a la recuperación de las empresas, los beneficios llegarían a ~
dos. Su rasgo central era la Sociedad Financiera para la Reconstrucción (Reconstruc·
tion Financc C.0IpOration, RFC), creada en enero de 1932 para prestar dinero a los
bancos, fmocarriles, compañías de sCguros y otras instituciones en apuros. Entre
otras medidas antidcflacionarias, la Ley sobre Bancos Glass-Stcagall libcraba al oro de
apoyar al dólar y apandía las f.acilidades acditicias, la Ley sobre el Banco Federal de
Ahorro-Vivienda establecía un sistema de préstamos para edificar sociedades y la Ley
sobre el Subsidio y la C.Onstrucción daba poder a la RFC para prestar a los gobiernos
estatales y municipales 1.500 millones de dólares para obras públicas y otros 300 mi-
llones más para subsidios. Pero el presidente siguió oponiéndose tercamente al subsi-
dio federal directo a los individuos.
Estos pasos lograron afianzar la estructura financiera, pero no hicieron que la eco-
nomía volviera a ponerse en movimiento. Tampoco resultaron efectivas las anteriores
medidas presidenciales. En el verano de 1932 la desesperación y amargura eran ya
casi universales. Tres años de sufrimiento habían socavado la confiaiiza pública en el
liderazgo empresarial. El presidente, a quien se había alabado en exceso durante su
carrera anterior, ahora era denostado por su supuesta frialdad. Para los desposeídos
los sermones de Hoovcr carecían de importancia; les resultaba dificil entender cómo
podía estar bien utilizar fondos federales para salvar bancos y grandes empresas pero
mal hacerlo para alimentar a los hambrientos. Por ello, se convirtió en el blanco de
chistes sardónicos y su nombre, en sinónimo de miseria y penuria.
Resulta sorprendente que a pesar de la cantidad de sufrimiento existiera escasa pro-
testa violenta. En algunos lugares la gente hambrienta saqueó las tiendas de alimentos;
en otros, manifestaciones de huelguistas o desempleados llevaron a choques con la po-
licía. En Iowa y los estados c:in:undantes, en el verano de 1932, una asociación agraria
(Farm Holiday Association) trató de pttsionar al C.Ongreso para que aprobara una ley
de mantenimiento de los precios poniendo barricadas en las carreteras con el fin de m·
tar que los productos agrícolas llegaran al mercado. Y en el verano de 1933 los gran~
ros del Medio Oeste, armados con escopetas y horas, impidieron que las autoridades
judiciales ejecutaran las hipotecas. Pero el único movimiento de protesta organizado a
gran escala fue la marcha de 22.000 desempleados ex militares a Washington en junio
de 1932. Los participantes amenazaron con quedarse allí hasta que el Umgreso aproba-
ra un proyecto de ley que autorizara el pago inmediato de una prima que venda
en 1945 a los veteranos de la Primera Guerra Mundial. A Hoovcr no le gustaba una pro-
puesta que &voreccria a un grupo particular y desequilibrarla el presupuesto. A finales
de julio ordenó al general Douglas MacArthur que los desalojara de los edificios guber-
namentales vados que habían ocupado. &te lo hizo con una demostración de fuerza
mayor de la que la conducta de los veteranos parecía justificar. ~ó un pequeño cjéJ-.
cito equipado con ametralladoras, tanques y gas lacrimógeno y después de haberlos ex·
pulsado de Washington, los persiguió auzando el río Anacostia y quemó sus cabañas.

420
FRANKUN D. RoosEVEll' Y EL PRIMER NUEVO TRATO

Aunque a la impopularidad de Hoover se añadió el hecho de haber recurrido a la


fuCl2a, los republicanos se sintieron obligados a volverlo a postular como candidato en
las elecciones presidenciales de 1932. Los demócratas confiaban en su victoria, así que
se desam>lló una intensa contienda por la elección de su candidato. Al Smith, rival ven·
cido por Hoovcr en 1928, cspcI3ha volver a ser seleccionado. Fl portavoz de la Cáma-
ra de Rq>rescntantes,John N. Gamcr, de Texas, también contaba con un fuerte apoyo.
Pero el principal contmdiente, que acabó siendo el escogido, era Franklin D. Roosevclt,
sucesor de Smith como gobernador de Nueva York. Los demócratas se decidieron por
él debido a que parecía un ganador. Miembro de una familia acomodada y antigua de
Nueva Yorlc, y pariente lejano de Theodore Roosevclt, se había educado en Groton, un
colegio privado exclusivo, y en Harvard. Tras una breve carrera como abogado, había
entrado en la política y había ascendido !3pidamente. En 1913 fue nombrado~
tuio de Marina por Woodrow Wtlson y en 1920 hizo campaña como candidato deme).
aata a la vicepresidencia. Al año siguiente padeció poliomielitis, lo que le dejó parali·
zado de la cintura hacia abajo y pareció haber puesto fin a su carrera política. Pero se re-
cobró lo suficiente para volver a entrar en la política y, contra la corriente republicana,
fue elegido gobernador de Nueva York en 1928. Durante sus dos mandatos, obtuvo
f.una de reformista moderado y cuando llegó la depresión atacó con vigor el problema
del subsidio de desempleo. Pero había pocas cosas en su carrera que pudieran sugerir su
grandeza futura; de hecho, algunos de sus contemporáneos pensaban que era un peso
ligero. Sin duda, era algo acomodaticio, ya que contemporizó cuando una investiga-
ción reveló la comipción de Tammany y repudió su internacionalismo anterior para
amscguir el apoyo aislacionista para la candidatura presidencial
En su discurso de aceptación en Chicago, Rooscvelt se comprometió a otorgar
«UD nuevo trato al pueblo estadounidC11SC1t. Pero ni entonces ni durante la campaña
lo definió, concentrándose en lugar de ello en la hoja de servicios de Hoover. A ve-
ces pareáa repetir el conservadurismo de éste, sobre todo al atacar al gobierno por
gastar más de lo previsto y prometer equilibrar el presupuesto. Fl programa demócra-
ta difería poco del republicano, excepto en que abogaba por la revocación de la ley
seca. A pesar de todo, el brío y la seguridad de Roosevelt contrastaban mucho con el
desaliento de Hoover. Nunca se dudó de que los demócratas ganarían con facilidad.
Como era habitual, al partido en el poder se le culpó de los duros tiempos y Roose-
vclt ganó en todos los estados menos seis.
En los cuatro meses que transcurrieron entre la elección y la toma de posesión de
Rooscvelt, la economía volvió a caer en picado. Muchos lo achacaron a la duración
del intcrreglio, opinión que llevó a la adopción en 1933 de la Enmienda Vigésima,
que reducía el intervalo a dos meses y medio. Los republicanos atribuyeron la severi-
dad de la nueva crisis a la negativa de Rooscvelt a cooperar con Hoover en la formu-
lación de un programa pactado. De todos modos, una repentina epidemia de banca-
notas han~ fomentó la retirada de fondos en todo el país. Para cuando Roosevclt
ocupó el cargo el 4 de marzo de 1933, treinta y ocho estados habían proclamado el
-cierre bancario» indefinido y toda la estructura bancaria pared.a en peligro de de-
munbamiento. Su discurso inaugural no adelantó propuestas espccfficas, aunque al
afumar confiado que «a lo único que debemos temer es al mismo miedo», satisfizo

421
en cierto modo los anhelos nacionales de esperanza y rcafinnaci6n. Se ocupó de la
crisis bancaria con movimientos suaves y decisivos, proclamando el cierre bancario
nacional y convocando al Congreso a una sesión especial. Su proyecto de ley sobre
el Subsidio Bancario de Emergencia, aprobado en sólo diez horas, colocaba a todos
los bancos bajo el control federal y concertaba el permiso de reapertura para los que
resultaran solventes. El 12 de marzo el presidente emitió su primera «charla infor·
mal•. Dijo a sus oyentes que era seguro poner sus ahorros en un banco. Le creyeron
y terminó la crisis.
Siguió un periodo de actividad frenética, conocido después como los Cien Días.
Roosevelt acribilló al Congreso con mensajes, exhortaciones, propuestas y proyectos
de ley. Los congresistas, felices de tener un dirigente, respondieron aprobando quin-
ce importantes leyes que afectaban al subsidio de desempleo, la industria, la agricul-
tura, el trabajo, el transporte, la banca y la moneda. &te cuerpo legislativo, sin paran·
gón tanto en alcance y volumen como en la velocidad con que fue puesto en vigor,
no se basaba en un plan coordinado ni en una teoría económica particular. &taba lle-
no de contradicciones, duplicaciones y solapamientos. &to se iba a convertir en una
característica del Nuey"o Trato en su conjunto. Aunque Roosevelt era inusualmente
ieceptivo a las teorías, nunca se vio atrapado por ellas y desechó sin preocuparse las
que ya no le servían. En pocas palabras, no era un doctrinario, sino un experimenta-
dor, un improvisador.
Para dar forma al Nuevo Trato el presidente se dejó aconsejar no sólo de su gabi·
nete, sino de un grupo de consejeros no oficiales -académicos, abopdos y periodis·
~ a quienes había adquirido el hábito de consultar mientras fue gobernador de
Nueva York. Los miembros más importantes de este «trust de cerebros», como se los
acabó conociendo, eran el juez Samuel Rosenman, el profesor Felix Frankfurter de la
&cuela de Derecho de Haivard, y tres profesores de la Universidad de Columbia,
Rexford G. Tugwell, Raymond Moley y .Adolf A Berle jr. A pesar de los recursos in·
compatibles que estos hombres ideaban, el Nuevo Trato tenía un único propósito do-
minante: salvar el capitalismo estadounidense. Las alegaciones contemporáneas de
que Roosevelt intentaba introducir el socialismo eran absurdas, aunque no cabe duda
de que su programa suponía un monto sin piecedentes de planificación económica
nacional. También conllevaba gasto público en una escala tan grande que sus prome-
sas de campaña de equilibrar el presupuesto no pudieron mantenerse.
No todo lo que Roosevelt hizo fue nuevo. Al prestar dinero a las empresas a tra-
vés de la RFC y extender la política de rcfinanciamiento de las hipotecas inmobilia-
rias y agrarias para evitar que se ejecutaran, sólo continuó lo que el gobierno de Hoo-
ver había iniciado. Pero en muchos aspectos el Nuevo Trato abrió un nuevo campo.
A diferencia de su predcccsoJ, Roosevelt aceptó de forma directa que el subsidio de
desempleo era una responsabilidad nacional. Por ello, la Ley sobre el Subsidio Fede-
ral de Emergencia autorizó una asignación de 500 millones de dólares para el subsi·
dio diiecto en forma de concesiones a los estados. La administración del programa se
confió a un trabajador social neoyorquino, Hany Hopkins, que creía en el subsidio
de empleo, es decir, que el respeto propio de los desempleados requería que el gobier-
no les proporcionara trabajos pagados en lugar de repartirles socorro. Hubo toda cla·
se de proyectos para ello: reparación de carreteras, mejoras en las escuelas, jardines y
zonas de juegos. Durante el invierno de 1933 más de cuatro millones de personas par-
ticiparon en ellos. Otra medida de auxilio fue la creación de los Cuerpos Civiles de
Conservación (Civilian Conservation Corps), una organización que recogía a jóvenes

422
sin empleo para trabajar en proyectos de conservación. Durante los Cien Días el
Congreso también estableció una Administración de Obras Públicas (Public Works
Administration, PWA) con una asignación de 3.300 millones de dólares. Bajo la di·
rccción del secretario de Interior, Harold Idees, construyó escuelas, juzgados, hospita-
les, presas, puentes, carreteras, edificios públicos e incluso portaaviones.
Una innovación aún más espectacular fue d Organismo gestor del Valle del Ten·
ncssec (fennessce Valley Authority, 1VA), destinado a convcrtitsc en el logro mejor
conocido y más admirado del Nuevo Trato. Ya desde 1916, cuando el gobierno fede-
ral había construido una presa y dos plantas de municiones en Muscle Shoals (Alaba·
ma) sobre el rio Tcnnessec, un grupo de senadores progresistas, encabezados por
Gcorge W. Norris, de Nebraska, habían venido instando en vano al gobierno para
que utilizara sus instalaciones para desarrollar recwsos energéticos y fabricar fertili-
zante. Ahora esta propuesta se convirtió en la base de un plan mucho más extenso
para desarrollar la cuenca del Tcnncssec, una zona retrasada que abarcaba siete esta·
dos. El 1VA construyó presas y plantas hidroeléctricas para proporcionar electricidad
barata y se embarcó en un programa de control de inundaciones, reclamaciones de
tierra, reforestación, realojamiento, educación y recreo. Aunque la electricidad barata
no atrajo a la industria en la medida que se había esperado, el 1VA elevó de forma es·
pcctacular los niveles de vida de toda la región.
Mientras tanto, a Roosevelt le habían malaconsejado para que hiciera experimen·
tos monetarios. Aunque confesaba que no sabía nada de economía, se permitió de-
jarse convencer de que la devaluación podía elevar los precios de los artículos inter-
nos. Así, en abril de 1933 los Estados Unidos abandonaron el patrón oro y poco des-
pués la Tesorería comenzó a comprar este mineral a precios elevados. Esto rebajó el
tipo de cambio del dólar e hizo los artículos estadounidenses algo más competitivos
en el exterior. Pero los precios internos cayeron en lugar de aumentar.
Los dos puntos principales del primer programa de recuperación del Nuevo Tra·
to se concibi~ron para reavivar la agricultura y la industria. La Ley de Ajuste Agríco-
la (1933) intentó devar los precios agrícolas recortando la producción. Los granjeros
que aceptaran reducir las hectáreas plantadas o la cosecha iban a ser compensados
mediante los fondos reunidos por los impuestos sobre los productores de productos
agrícolas cspcdficos. Bajo este programa -escasez organizada en acción• lo deno-
minó un historiador-- los granjeros arrancaron un cuarto del cultivo de algodón, sa·
crificaron seis millones de cerdos y destruyeron parte de la cosecha de tabaco. Es di-
ficil medir su éxito. En 1935 los ingresos agrícolas nacionales ya casi se habían dupli·
cado, pero el aumento se explicaba en parte por la sequía, las tormentas de polvo y
la devaluación del dólar. La mayor parte de los beneficios de esta ley fueron a parar a
los grandes granjeros. Los apan:eros y los jornaleros en general empeoraron, sobre
todo en el Cinturón del Algodón, y muchos abandonaron la tierra.
La ambiciosa Ley Nacional de Recuperación Industrial (1933) fue un intento de
planificación conjunta del gobierno y la industria con el fin de estabilizar los precios,
restringir la competencia, extender el poder adquisitivo, subsidiar el desempleo y me-
jorar las condiciones laborales. Se alentó a los fabricantes para que redactaran códi-
gos de competencia leal que serian de cumplimiento legal obligado para toda una in-
dustria determinada. Los códigos también incluirían controles de producción y csti·
pulacioncs sobre el salario mínimo y la jornada laboral máxima. El artículo séptimo
de la ley garantizaba el derecho a la negociación colectiva. Para supervisar la recién
creada Dirección de· Recuperación Nacional (National Recovety Administration,

423
NRA), Roosevclt nombro al flamante Hugh S. Johnson, antiguo general del ejército.
Gracias a su inclinación hacia la publicidad, la NRA genero gran entusiasmo, pero d
experimento se agrió pronto. Los códigos se redactaron con demasiada prisa, sin te-
ner en cuenta las complejidades de la industtia estadounidense y se hizo dificil hacel'-
los cumplir. Además, en general habían sido compuestos por las grandes empresas,
que aprovecharon la oportunidad para furtalcccr las prácticas monopolísticas. A pe-
sar de dio, a los patrones no les gustó el estímulo otorgado a los sindicatos en el ar-
tículo séptimo. Por último, los códigos no lograron crear nuevos puestos de trabajo o
hacer que los precios no subieran más de prisa que los salarios. Así que, cuando
en 1835 d Tribunal Supremo invalidó la NRA, nadie lo lamentó.
Aunque d primer Nuevo Trato había hecho hincapié en d subsidio y la recupera-
ción, también se dirigió hacia la rcfonna. Para furtalcccr la estructura bancaria y evitar
fracasos como los de los años veinte, la Ley Bancaria Glass-Steagall de 1933 atendió
d Sistema de la Reserva Federal, prohibió a los bancos comerciales participar en nego-
cios de invasión, restringió d uso cspecuJativo de aiditos bancarios y, lo más impor-
tante de todo, creó la Sociedad Federal de Seguros sobre Depósitos Bancarios (Federal
Bank Dcposit Insurance C-orporation) para garantizar los depósitos individuales de
menos de 5.000 dólares. La Ley Federal sobre Valores obligaba a la plena divulgación
de la información sobre nuevas emisiones de valores y requería que se registrasen en
la C.Omisión Federal de C.Omcrcio. La Ley sobre Valores y Bolsa (1934) transfería la úl-
tima de estas funciones a una C.Omisión de Valores y Bolsa a la que se otorgaron am-
plios poderes para regular d mcroldo de valores. La medida también pretendía contro-
lar la cspecuJación dd tipo de la de 1929 prohibiendo la compra de acciones al mar·
gen sin efectuar un adelanto de al menos el 55 por 100 del precio de compra.

CúnCAS AL NUEVO TllATO

Al principio Roosevclt disfiutó de un respaldo casi universal, pero cuando la cri-


sis económica se modero, comenzaron a escucharse criticas. Los conservadores ha-
bían observado con gran disgusto la intC1VCDción del Nuevo Trato en la economía,
sus chapuzas con d dólar, sus experimentos sociales como el 1VA, d enorme coste
de sus programas de subsidios y el consiguiente déficit presupuestario. Su hostilidad
encontró expresión en la Liga Americana para la libertad (American libcrty Lcague),
fundada en agosto de 1934 con d respaldo financiero de la familia Du Pont y otros
ricos hombres de negocios, y d apoyo de dos antiguos candidatos presidenciales de-
mócratas, .Alfrcd E. Smith y John W. Davis. La Liga fue la cabeza de lanza de un ata-
que organizado al Nuevo Trato como una amenaza al sistema de libre empresa esta-
dounidense.
Más preocupante para Rooscvdt fue el «trueno de la izquierda•, por usar d térmi- .
no bastante confuso que los historiadores han empleado para describir d clamor de
diversos visionarios y demagogos por la transferencia de ingresos, riqueza y poder a
los menos acomodados, confuso porque al menos algunos de los agitadores pertenc-
áan a la izquierda radical. No era soiprendentc que se hubiera desarrollado una pro-
testa radical. El Nuevo Trato había producido sólo una recuperación parcial: todavía
quedaban once millones de desempleados a finales de 1934. Tampoco había produ-
cido grandes beneficios a algunos de los grupos más dcsventajados: aparceros, peque-
ños granjeros, desempleados rurales y ancianos. A tales elementos no les atraía mu-

424
cho el socialismo o el comunismo; tampoco a otros estadounidenses, a excepción de
una minoría de csaitores, académicos y otros intelectuales. Pero los que carecían de
privilegios estaban dispuestos a volvcrsc hacia dirigentes cuyas panaceas parecían
ofrecer un fin a la miseria dominante.
El más increíble de estos mesías en competencia era el doctor Francis E. Town-
send, un oscuro y amanerado médico californiano cuya cura para la depresión era
que a todos los que tuvieran más de sesenta años se les concediera una pensión men-
sual fulcral de 200 dólares, con la condición de que los gastaran antes de treinta días.
Los expertos se pronunciaron unánimemente sobre la ignorancia económica del Plan
Townscnd, pero por todo el país la gente de edad acudió en masa a sus clubes. En 1935
el movimiento ya declaraba cinco millones de miembros. Una figura más bronca era
el padre Charles E. C.Oughlin, sacerdote católico nacido en Canadá cuyo programa
radiofónico semanal amúa gr.mdes audiencias. Su mensaje era una mezcla confusa de
catolicismo liberal y populismo del Medio Oeste. En un principio había apoyado el
Nuevo Trato, pero en 1934 organizó su propio movimiento político, la Unión Naci~
na1 para la Justicia Social, que abogaba por medidas como la plata inflacionaria y la
nacionalización de los bancos. Su aversión a los banqueros internacionales se hizo
más explícitamente antisemita, mientras que su programa político cada vez se pareció
más al corporativismo de la Italia de Mussolini. Sin embargo, estos cambios de énta-
sis no parecieron molestar a sus admiradores, en general gr.mjcros pobres y habitan-
tes wbanos de clase media y baja. El más formidable de los nuevos dirigentes era el
flamante Hucy P. Long, de Lnisiana No era un demagogo sureño típico de la varie-
dad que amúa a los negros. Tampoco, a pesar de sus payasadas toscas y a menudo ex-
travagante apariencia, era un rústico o un bufón, aunque cultivaba ambas imágenes.
Político sagaz y ambicioso y efectivo orador popular, se convirtió en gobernador de
Luisiana removiendo el resentimiento de los blancos pobres contra los intereses de
las gr.mdes compañías que dominaban el estado desde hacía mucho tiempo. Llevó a
Luisiana la rcfonna tan necesitada, construyendo carreteras, mejorando la educación
y otros servicios públicos, introduciendo un sistema impositivo más justo, pero en el
proceso estableció casi una dictadura. Entró en el Senado de los Estados Unidos
en 1931 y apoyó a Roosevelt durante un tiempo, pero acabó convirtiéndose en un
crítico feroz. En 1934 presentó un plan de rcfonna social y económica bajo el lema
.C.Ompartamos nuestra riqueza-. Vago y cambiante en los detalles, el programa pre-
tendía en esencia garantizar un salario mínimo que se lograrla con la limitación de las
fortunas personales. A pesar de lo económicamente radical que pudiera parecer el
plan, apenas resultaba igualitario, ya que sólo proponía que no se permitiera que al-
guien heredara más de cinco millones de dólares o tuviera unos ingresos de más de
un millón de dólares anuales. Sin embargo, Long consiguió que sus partidarios fue-
ran aumentando de fonna constante por toda la nación y planeaba hacer campaña
contra Roosevelt en 1936 como candidato de un tercer partido, pero en septiembre
de 1935 fue asesinado.

EL NUEVO TIWO: SEGUNDA FASE

Estos retos radicales a la posiáón de Roosevelt fueron sólo una de las razones de
su giro táctico en 1935. Las elecciones al C.Ongreso de 1934 habían reforzado al bl~
que progresista encabezado por los senadores Robert F. Wagncr y Robert M. La Fo-

425
llette jr., quienes dUI3llte algún tiempo habían estado demandando nuevas iniciati-
vas. Además, a principios de 1935 el Tribunal Supremo comenzó a revocar algunas
de las medidas más importantes del Nuevo Trato. Sobre todo, la economía seguía in-
móvil. El resultado fue una nueva inundación de legislación tan variada y 'CXtensa
que algunos historiadores han considerado que constituía un «Segundo Nuevo Tra-
to». Según ellos, era más radical que el primero, estaba menos preocupado por el sub-
sidio y la recuperación,. más centrado en la reforma social y económica, menos inte-
resado en cooperar con las empresas y era más responsable ante las necesidades de los
menos favorecidos. Sin duda, había cierto cambio de intensidad a lo largo de esas lí-
neas, pero no debe exagerarse lo abrupto del rompimiento. Existían importantes ele-
mentos de continuidad y sobre todo ninguna debilidad en el compromiso de preser-
var el capitalismo. Además muchas de las reformas de 1935 habían estado la¡go tiem-
po en preparación y algunas debían menos al presidente que al C.Ongrcso. En todo
caso, no tiene sentido buscar patrones daros en el Nuevo Trato: seguía careciendo de
forma. era incluso caótico, sin una filosofia unificadora.
El cambio de curso de Roosevelt comenzó a producir resultados concretos en
abril de 1935, cuando el C.Ongreso estableció un nuevo organismo de subsidios, la
Dirección de Progreso Laboral (Worlcs Progress Administration), que después pasó a
denominarse Dirección de Proyectos Laborales (Worlcs Proyects Administration,
WPA) para reemplazar el plan de subsidios de urgencia de 1933. Aunque el subsidio
directo en un futuro se dejaría a las autoridades locales, la WPA iba a concentrarse en
mitigar el paro. Durante sus ocho años de historia empleó a ocho millones y medio
de personas y gastó casi once mil millones de dólares. Algunos de susºproyectos fue-
ron de un valor dudoso -los críticos le aplicaron el epíteto de ociosos-y hubo mu-
cha extravagancia, derroche y favoritismo político. Pero bajo la enérgica dirección de
Harry Hopkins, la WPA reparó o mejoró un gran número de carreteras, puentes, es-
cuelas, hospitales y pistas de aterrizaje, además de ocuparse de habilitar los barrios po-
bres y de la reforestación.
Sus proyectos más sorprendentes pretendían ayudar a los escritores, artistas yac-
tores sin empleo. El Proyecto Federal sobre los Escritores (Federal Writers' Project)
preparó una serie de excelentes guías estatales y regionales, catalogó los archivos his-
tóricos, hizo un índice de los periódicos, publicó colecciones de historia y folclore lo-
cal y reunió las reminiscencias de los ancianos negros que habían nacido en la escla-
vitud. El Proyecto Federal sobre las Artes (Federal Arts Project) dio a varios miles de
artistas sin trabajo la oportunidad de adornar las oficinas de correos, escuelas, biblio-
tecas, juzgados y otros edificios públicos con murales que representaban escenas de
la historia estadounidense o que reflejaban la vida de la clase trabajadora. Por el Pro-
yecto Federal sobre la Música (Federal Music Project), las orquestas dieron conciertos
sinfónicos para más de un millón de personas, mientras que ofrecían clases de músi-
ca gratis que atrajeron a más de medio millón de alumnos cada mes. Una innovación
más aventurada y a la postre más controvertida fue el Proyecto Federal sobre el Tea-
tro (Federal Theater Project). Empleó a unos 12.500 actores y técnicos, y sus compa-
ñías itinerantes llevaron el drama (con frecuencia experimental), el ballet, los espectá-
culos de guiñol y los circos a comunidades que nunca antes los habían visto. Pero
en 1939, molestos por la tendencia izquierdista e incluso comunista de muchas repre-
sentaciones y por la propaganda sobre el Nuevo Trato que caracterizaba al «periódi-
co viviente» del teatro, interrumpieron sus asignaciones.
En la legislación sobre el bienestar los Estados Unidos habían ido hasta entonces

426
a la zaga de Europa. En 1935 sólo Z7 de los 48 estados habían introducido pensiones
de vejez y sólo uno (W1SConsin) tenía un plan de seguros de desempleo. Pero la Ley
sobre la Seguridad Social de 1935 CR6 un sistema nacional obligatorio de pensiones
de vejez y un sistema fcderal·cstatal conjunto de seguro de desempleo, ambos finan-
ciados mediante deducciones salariales y aportaciones empresariales. En muchos as-
pectos la ley era tímida y defectuosa. El sistema que introduáa era único en ser finan-
ciado de fonna exclusiva mediante cuotas corrientes y no mediante los ingresos tribu-
tarios generales; por ello, no pudieron efectuarse pagos hasta 1942. Los beneficios
eran bajos y en proporción a los ingresos previos en lugar de basarse, como en Gran
Bretaña, en las necesidades mínimas de subsistencia. Los pagos por desempleo sólo
se mantenían por periodos limitados, como máximo veinte semanas. ~cdaban fue-
ra muchos millones de personas, incluidas las clases más necesitadas de protección:
jornaleros agricolas, trabajadores temporales, servicio doméstico. Lo peor de todo era
que no había subsidio de enfermedad: las cláusulas sobre el seguro de enfermedad
que aparcáan en el proyecto de ley original fueron retiradas debido a la feroz oposi-
ción de la clase médica. De todos modos, fue una innovación importante y propor-
cionó los cimientos sobre los que construyeron todos los gobiernos posteriores.
Si la Ley sobre la Seguridad Social clavó la artillería del Movimiento de Town-
scnd, como era en parte su intención, la petición de Roosevelt de •una imposición
progresiva sobre la riqueza y los ingresos» estaba calculada para hacer lo mismo con
la ouzada de Huey Long «Compartamos nuestra riqueza». No se aceptaron todas las
propuestas presidenciales sobre tributación, pero la L:y sobre el Impuesto sobre la Ri-
queza de 1935 inacmcntó los tipos del impuesto sobre la renta y el impuesto comple-
mentario, e implantó un impuesto sobre los beneficios extraordinarios. Aunque pro-
vocó una angustiada protesta de los conservadores, la medida era relativamente mode-
rada e hizo poco para redistribuir los ingresos. Sin embargo, las políticas tributarias de
Roosevelt, junto con su aítica del egoísmo y codicia de los grandes hombres de nego-
cios --realistas económieos» los denominó durante la campaña electoral de 1936-,
completaron el distanciamiento de los ricos del Nuevo Trato. A sus ojos Roosevelt era
un traidor a su clase.
Mientras tanto, el Congreso había puesto en vigor quizás la más amplia rcfonna
del periodo del Nuevo Trato, la Ley Nacional sobre las Relaciones Laborales de julio
de 1935. Idea del senador Robert Wagner, recibió el respaldo presidencial sólo des-
pués de que el Tribunal Supremo hubiera invalidado la Ley Nacional de Recupera-
ción Industrial, cuyo artículo séptimo garantizaba la negociación colectiva. Como en
la práctica no· había tenido un éxito total, Roosevelt decidió que se necesitaban salva-
guardas más drásticas. La Ley Wagner, nombre con el que se la conoció familiarmen-
te, aumentó la influencia del gobierno de forma más positiva y efectiva en su respal-
do de la pertenencia a un sindicato. Creó una nueva Junta Nacional de Relaciones La-
borales, con facultades para negociar en favor de los trabajadores y también restringir
el uso empresarial de las «prácticas laborales injustas», como las listas negras y los sin-
dicatos de empresa. Aumentó considerablemente el papel del gobierno en las relacio-
nes industriales y abrió el camino a un iricremcnto sin precedentes del poder y la afi-
liación de los sindicatos.
Cuando se reunió la convención demócrata en junio de 1936, Roosevelt fue ree-
legido por aclamación con un programa que elogiaba los logros del Nuevo Trato. La
platafonna republicana, como era de esperar, lo condenaba, pero no proponía revo-
carlo; en lugar de ello, lo acusaba de usurpar los poderes del Congreso y lo censura-

427
ha por su extravagancia y por centralizar el poder en Washington. Como no conta-
ban con un candidato que pudiera rivalizar con el atractivo popular del presidente, los
republicanos acabaron eligiendo a Alficd M. Landon, de Kansas, capaz y progresista,
único gobernador republicano que había sobrevivido a la aplastante victoria demócra·
ta de 1932. La campaña fue encarnizada. Roosevelt parecía esforzarse por remover los
odios clasistas, mientras que los republicanos lo denunciaban como un demagogo sin
principios. La prensa estaba en contra del presidente. Un sondeo del Lilmlry Digtst lle-
gó a predecir que Landon le ganaría. Pero Roosevelt venció por un maigen sin prece-
dentes y obtuvo todos los estados de la Unión, excepto Maine y Vermont. Los parti·
dos minoritarios quedaron sepultados por su avalancha Los demócratas lograron tres
cuartos de los escaños del Senado y casi cuatro quintos de los de la Cámara. Sin duda,
se había concedido a Roosevclt otro mandato para que pudiera avanzar la reforma. Su
segundo discwso de invmidura, pronunciado en enero de 1937, parecía prometer otro
tanto, ya que atraía la atención hacia «un tercio de una nación mal alojado, mal vesti-
do y mal alimentad<»>. Pero el segundo mandato fue un anticlimax. Sus logros legis·
lativos fueron magros, mientras declinaba su posición en el Congreso y dentro de su
partido.

LA SOCIEDAD ESI"ADOUNIDF.NSE DURANl'E lA DEPRESIÓN

A pesar de lo severos que fueron los sufiimientos de los estadounidenses durante


la depresión, no podrían compararse ni remotamente con los padecidos, digamos,
por la Unión Soviética en 1920-1921, cuando el hambre se cobró millones de vidas,
o por Bengala en 1943, cuando entre un millón y medio y dos millones de personas
murieron de inanición. En los cinco peores años de la depresión (1929-1933), el nú·
mero total de muertes por hambre n:togidas fue de 110. Sin embargo, es probable
que el hambre contribuyera a la muerte de un número mucho mayor y sin duda
hubo un espectacular aumento de casos de malnutrición. En 1935 el presidente de la
Asociación Médica Estadounidense calculaba que veinte millones de personas no te-
nían lo suficiente para comer. Las consecuencias no se hicieron del todo evidentes
hasta que se introdujo el servicio militar obligatorio en 1940: del primer grupo de dos
millones de reclutas, casi la mitad resultaron incapacitados por razones médicas debi-
do en gran medida a la malnutrición padecida. A pesar de todo, el índice de mortali·
dad siguió descendiendo: bajó de 11,9 por mil en 1929 a 10,8 en 1940. Uno de los
motivos fue el descubrimiento y uso de anticoagulantes y sulfunidas; otro, el nota·
ble declive de las muertes por parto: entre 1934 y 1938 cayeron en un cuarto.
El índice de crecimiento poblacional, que había venido disminuyendo desde la
guerra civil, cayó ahora de forma más concluyente debido al descenso del crecimien·
to natural y la inmigración. Durante los primeros años de la depresión la tasa de ma·
trimonios bajó de forma pronunciada, aunque ya se había recobrado hacia 1935. La
tasa de nacimientos, que había disminuido a un 21 por mil en 1930, permaneció por
debajo de un 20 por mil durante toda la década siguiente, a pesar del número cre-
ciente de mujeres en edad de procrear. El incremento de población llegó al 7,3
por 100 debido sólo a que la tasa de mortalidad descendió de forma aún más pro-
nunciada, a menos de la mitad de la presentada en la década anterior. La caída en la
tasa de nacimientos -y en la mortalidad maternal- se debió sobre todo a la exten·
sión de la contracepción o cplanificación de la paternidad•, como acabó conocién·

428
dose. Disminuyó la oposición al control de nacinúentos. Se hicieron más asequibles
los consejos sobre la contracepción, en especial desde 1936, cuando la ley federal
que prohibía el envío de información contraceptiva por correo fue modificada.
En 1940 todos los estados menos dos ya habían revocado las leyes que prohibían a
los médicos aconsejar a las pacientes sobre la linútación familiar; las excepciones
eran Massachusetts y Rhode Island, donde la oposición católica oficial impidió la
acción. En 1929 sólo había 28 clínicas dedicadas al control de la natalidad en el país;
en 1941 ya había 746, un tercio sostenidas con fondos públicos. Además, durante la
década de 1930, el catálogo de ventas por correo de Sears Roebuck presentó por pri-
mera vez contraceptivos.
La inmigración, que había sobrepasado los cuatro millones en la década de 1920,
disminuyó a apenas la mitad en la de 1930, el total más bajo durante más de un si-
glo. Ello fue menos la consecuencia del sistema de cuotas que de la depresión. Pocos
extranjeros querían llegar a un país con problemas económicos. Algunos años deja-
ron los Estados Unidos más personas que entraron. Casi la mitad de los que llegaron
eran refugiados, sobre todo judíos alemanes y austriacos que huían de la persecución
nazi. Entre ellos se encontraron algunas figuras eminentes: Albert Einstein, el nove-
lista Thomas Mann, el arquitecto de Bauhaus Walter Gropius, el teólogo Paul Tillich
y el compositor Paul Hindemith. La afluencia de refugiados habría sido mayor a no
ser por el hedio de que, al tener millones de desempleados, el Congreso se negó a
conceder el asilo a más personas de las pennitidas por el si~ema de cuotas.
La depresión golpeó no sólo a quienes se cnconttaban en la parte inferior de la es-
cala social y económica. Gran número de personas de clase media perdieron su tra-
bajo, sus ahorros y, lo peor de todo, su sentido de seguridad. Decenas de miles de em-
presas fueron a la bancarrota. Médicos, ahogados y arquitectos vieron reducirse sus
ingresos y con frecuencia se encontraron ociosos la mayor parte del tiempo. Muchos
estudiantes universitarios tuvieron que abandonar sus estudios por falta de fondos o,
si los completaban, se enconttaban sin empleo.
Una de lis consecuencias más llamativas de la depresión fue una especie de no-
madismo masivo. En un momento dado hubo quizás hasta cinco millones de vaga-
bundos que buscaban trabajo o sólo huían del aourrinúento y la desesperación. Una
proporción considerable -posiblemente un cuart<r- la formaban jóvenes de ambos
sexos que vivían en campamentos temporales, comían sopa de pollo y se desplaza-
ban colándose en los trenes de mercandas. El número podía muy bien haberse ele-
vado mucho más de no haber sido por los esfuenos de dos organismos del Nuevo
Trato, los Cuerpos Civiles de Conservación, que alistaron a más de dos millones de
jóvenes sin empleo en campamentos de trabajo donde participaron en proyectos de
reforestación y control de inundaciones, y la Dirección Nacional de la Juventud
(National Youth Administtation), que proporcionó empleos de medio tiempo a más
de 600.000 estudiantes universitarios y a más de ocho millones y medio de jóvenes
de secundaria, con lo que les pennitió continuar su educación y, de paso, los mantu-
vo fuera del mercado laboral.
Otro tipo de migración interna fue el éxodo de los granjeros de las Grandes Pra-
deras. Entre 1934 y 1936 se combinaron la sequía, el sobrecultivo y el sobrcpasto para
crear un inmensa hola de polvo en Oldahoma, Arkansas y los estados colindantes.
Además, las reducciones de hectáreas prescritas por la Ley de Ajuste Agrícola y el cre-
ciente uso de tractores que sus subsidios propició forzaron a numerosos aparceros a
abandonar las tierras. Decenas de miles de familias granjeras abandonaron sus hoga-

429
res, amontonaron sus pertenencias en coches destartalados y se dirigieron al oeste ha-
cia California para convertirse en jornaleros migran.tes.
La depresión tuvo unos efectos catastróficos sobre los negros. Barrió los modes-
tos avances económicos que habían logrado desde la Primera Guerra Mundial y los
sumergió en nuevas honduras de privación. En las ciudades del Norte, donde eran los
últimos en ser contratados y los primeros en ser despedidos, el desempleo entre ellos
casi duplicaba al que existía entre los blancos. En el Sur rural, donde seguía viviendo
la mayoría, dependían más que los blancos del algodón, el cultivo más afectado por
la depresión. Las políticas agrícolas del Nuevo Trato fomentaron sus miserias; en par-
ticular, la Ley de Ajuste Agrícola los disaiminó, así como los organismos del Nuevo
Trato. La Dirección de Recuperación Nacional los excluyó de los trabajos cualifica-
dos y adoptó escalas salariales discriminatorias; los Cuerpos Civiles de Conservación
organizaron campos segregados; el Organismo Gestor del Valle del Tenncssee estable-
ció ciudades modelo sólo para blancos. Roosevelt demostró carecer de respuesta para
las demandas sobre los derechos civiles de los negros; como no deseaba enfrentarse
con los demócratas del Sur cuyo apoyo necesitaba, se negó incluso a apoyar un pro-
yecto de ley federal contra el linchamiento. Sin embargo, el Nuevo Trato tuvo mu-
chos seguidores entre los negros y rompió el lazo tradicional que existía entre sus ve>-
tantes y el partido de Lincoln. En 1932 casi tres cuartos de los negros habían votado
a los republicanos; en 1936 más de tres cuartos votaron a los demócratas. Ello se de-
bió sobre todo a los beneficios que obtuvieron de los programas de subsidios y recu-
peración del Nuevo Trato. En 1935 casi el 30 por 100 de las familias negras depen-
dían ya de los subsidios, tres veces la proporción de las blancas; en 1939 más de un
millón de negros tenían trabajos de la Dirección de Progreso Laboral; aproximada-
mente un tercio de las viviendas federales iban a los negros; los fondos federales se
aplicaban a colegios, universidades y hospitales negros. La ayuda práctica iba acom-
pañada de gestos de reconocimiento simbólicos. Se concedieron importantes puestos
gubernamentales a dirigentes negros prominentes como Mary McLcod Bethune, Wi-
lliam H. Hastie y Robert C. Wcaver. Los organismos del Nuevo Trato fonnaron un
«gabinete negro» de consejeros y especialistas. Por último, la falta de actividad presi-
dencial en cuanto a sus derechos civiles se compensó en cierto modo por la postura
franca de Elcanor Roosevelt contra el fanatismo racial.
A los indios estadounidenses les afectó aún más la adversidad económica. Su suer-
te había sido ya bastante patética en los prósperos años veinte. La Ley Dawes de 1887
no había logrado convertirlos en granjeros independientes o integrarlos en la cultura
estadounidense. Cultivando tierra infértil en reservas aisladas, devastados por la tu-
berculosis, el tracoma y otras enfermedades, los hombres de las tribus llevaban una
existencia miserable. La depresión, combinada con la langosta y la sequía, propinó a
la economía india un golpe desgam.nte. Hoovcr, profundamente preocupado por el
bienestar indio, nombró a filántropos cuáqueros para dirigir el servicio indio y, en-
tre 1929 y 1932, aunque en general se recortó el gasto público, casi se duplicaron las
asignaciones para los subsidios, escuelas y hospitales indios. Las medidas de Hoover
fueron el preludio de un nuevo enfoque del problema indio. Como comisionado de
Asuntos Indios, Roosevelt nombró a John Collicr, secretario de la Asociación de De-
fensa de los Indios que, junto con otros reformistas, hada tiempo que venía pidien-
do que se los alentara para que conservaran su religión, ceremoniales y artes propios
en lugar de obligárscles a adoptar los blancos. Las ideas de Collier formaron la base
de la Ley Whcelcr-Howard (Reorganización India) de 1934. Repudiaba la posesión

430
exclusiva y la sustituía por la posesión comunal de la tierra, restauraba el autogobier-
no tribal, proporcionaba créditos para las empresas comerciales indias y extendía sus
oportunidades educativas. Pero el •Nuevo Trato Indio» sólo tuvo un éxito parcial. &
cierto que se pusieron en cultivo millones de hectáreas; la producción agrícola au-
mentó; el índice de mortalidad descendió y por vez primera durante siglos la pobla-
ción india comenzó a crecer. Pero el proceso de destribalización no se frenó y los in-
dios estadounidenses, desgarrados entre dos culturas y arruinados por el alcoholismo,
permanecieron penosamente pobres.
A los muy ricos les afectó menos la depresión. Qúcncs sobrevivieron a la quiebra
de la bolsa de valores -y la mayoría lo ~ mantuvieron su riqueza mediante la
evasión fiscal sistemática, aunqu~ perfectamente legal. Un comité senatorial descu-
brió en 1933 que el banquero millonario J. P. Morgan y sus dieciséis socios no habían
pagado el impuesto sobre la renta federal durante los dos años previos. Algunos em-
presarios millonarios llegaron incluso a aumentar sus fortunas durante la depresión:
J. P. Gctty y Joseph P. Kennedy son ejemplos notables. El 5 por 100 más elevado de
la población siguió viviendo como antes. La concurrencia de los lugares de vacacio-
nes de moda de Florida y el Caribe sufiió pocas pérdidas e incluso se construyeron
nuevos hoteles de lujo; la General Motors informó que la demanda de Cadillacs ha-
. bía permanecido boyante, aunque la venta de Chevrolets había descendido. No obs-
tante, se mantuvo la filantropía junto con un consumo notable. Las Fundaciones Me-
llan, Kellog y Sloan nacieron en lo más agudo de la depresión. Los grandes donantes
individuales, además de contribuir con generosidad a las campañas de socorro de ur-
gcnáa, hiáeron apreciables donativos para diversos proyectos. El millonario petrole-
ro Edward S. Harlmess dio grandes sumas de dinero para educación, medicina y el
Museo Metropolitano de Arte. La munificenáa de John Rockefeller hizo posible la
R<X>nstrucción de Williamsburg, la capital del siglo XVIII de la Virginia colonial, y la
conservaáón y desarrollo de parques naturales como Acadia en Maine y Grand Te-
ton en Wyoming. Andrew W. Mellon, que había reunido una de las mayores colec-
ciones artísticas del mundo, la donó a la naáón en 1937, junto con los fondos nece-
sarios para erigir la National Gallery of Art en la áudad de Washington.
En los primeros años de la depresión sobre todo, la educación fue el blanco prin-
ápal del ahorro. Los gastos escolares se recortaron, a veces hasta un 70 por 1OO. Mi-
les de profesores fueron despedidos; los de Chicago dejaron de cobrar durante más
de un año. La caída del índice de natalidad proporcionó una razón -o cuando me-
nos una excusa- para cerrar escuelas. En 1938 ya había 1,6 millones de niños meno-
res de diez años menos que hacía cinco años. Durante esa década, unas 4.000 escue-
las elementales, en su gran mayoría rurales, cerraron sus puertas. Pero debido a la es-
casez de trabajo, los niños tendieron a permanecer en la escuela durante más tiempo,
sobre todo cuando la Dirección Naáonal de la Juventud los ayudaba a hacerlo. En-
tre 1929 y 1935 el número de alumnos de las escuelas secundarias aumentó un tercio
-de cuatro millones y medio a seis- y se construyeron 900 públicas. Por otro lado,
las universidades sufiieron un duro golpe. Durante los años veinte habían duplicado
su alumnado, pero a medida que sus ingresos y los de sus posibles estudiantes dismi-
nuyeron, les resultó dificil mantener su número.
Los duros tiempos no hiácron que los estadounidenses, como muchos espera-
ban, volvieran a la religión. La pertcnenáa y asistenáa a las iglesias cayó de forma
constante durante toda la década de 1930. Las colectas se dividieron casi por la mitad
entre 1930 y 1934, por lo que se hizo imprescindible un drástico recorte en los sala-

431
rios ministeriales. Sólo unos cuantos cultos menores escaparon del declive gcncr.al. El
Movimiento del Grupo de Oxford (después rebautizado como Rearme Moral), fun-
dado en Inglaterra poco después de la Primera Guerra Mundial por un sacerdote lu-
terano estadounidense, el doctor Frank Buchman, que prometía la regeneración espi-
ritual mediante la confesión en grupo, disfrutó de una moda considerable, sobre todo
entre las muj~ ricas y ancianas. También prosperaron las iglesias protestantes de un
fundamentalismo extremo, en especial las sectas de Pentecostés y Santidad que veían
en el derrumbe económico un juicio divino y un presagio del segundo advenimien-
to. Los habitantes negros de los barrios pobres, en particular, encontraron consuelo
en las sectas milcnaristas. También se dirigieron fervientes hacia el evangelista mesiá-
nico negro Padre Divino (nacido George Baker), que ofrecía a los devotos un evange-
lio de amor e igualdad, y mganizó comunas religiosas que proporcionaban beneficios
materiales.
Como era bastante predecible, la depresión fomentó los delitos: durante los años
treinta la población de las cárceles del país ascendió un 40 por 100. Los robos con alla-
namiento de morada, los hurtos y otros delitos contra la propiedad aumentaron de
forma pronunciada, al igual que las detenciones por vagancia y ebriedad. Los aúne-
nes violentos, por otra parte, descendieron. Sin embargo, capturó la atención pública
un tolICllte de secuestros y asaltos a bancos. Después del rapto y asesinato en 1932 del
hijo pequeño del aviador Charles A Lindbergh ~ más célebre de este tipo-, se
aprobó una ley federal contra el secuestro. FJ gobierno federal también intervino
cuando las autoridades locales no lograron detener a las bandas anna!las que se dedi-
caban a robar bancos, cuyos hazañas aterrorizaban a regiones enteras. En 1934 los
agentes gubernamentales (hombres G) bajo el mando de J. Edgar Hoovcr, director
del FBI, emboscaron y mataron a los más tristemente famosos de estos «enemigos pú-
blicos», John Dillinger, Pretty Boy Floyd y Baby Face Nclson, y por ello se convirtie-
ron en héroes populares.
A pesar de los tiempos duros, las actividades de ocio tuvieron un auge. Entre 1929
y 1933 el número de libros en circulación de las bibliotecas aumentó un 40 por 1OO.
La gente seguía llenando los deportes espectáculo: cuando el boxeador negro Joe
Louis combatió contra Max Baer por el campeonato mundial de peso pesado en 1935,
los ingresos de taquilla sobrepasaron el millón de dólares. La gente conservaba su co-
che por más tiempo, pero a mediados de la década llenaban las carreteras como nun-
ca antes, sobre todo durante las vacaciones: el número de visitantes de los parques na-
cionales aumentó de seis millones en 1934 a dieciséis millones en 1938. La depresión
contempló un enorme incremento de la popularidad de la radio. En 1929, doce mi-
llones de familias poseían una; en 1940 el total era ya de veintiocho millones o el 86
por 100 de la población. Al inicio de la depresión los cines perdieron un tercio de sus
asistentes, pero las sesiones dobles y una variedad de programas de premios hicieron
que los recuperaran. La mayoría de las películas de los años treinta evitaban los temas
sociales. Lo que la gente páreda desear era escapar de la realidad cotidiana y Holly·
wood la complació con un torrente de comedias, películas del oeste, dramas costum-
bristas, películas de gánsters, musicales y dibujos animados de Walt Disney.
El cscapismo y no la protesta también fue la nota clave de gran parte de la ese&
tura del periodo. Algunos escritores y críticos desarrollaron simpatías políticas iz·
quicrdistas, pero muy pocos se dirigieron a la crisis que enfrentaba el capitalismo es-
tadounidense. Uno de ellos fue John Dos Passos, cuya trilogía USA (Esllldos Unúios)
-42NI Parallel (Paraláo 42, 1930), Ninetem NÍ11dem {Di«inMtvt tliain11tTJt, 1932) y 1bt

432
B~ Money (1936}- atacaba con ira la América industrial y sus injusticias. John Stein-
bedc, aunque no era un activista politico, reflejó los apuros de los jornaleros migran-
tes y los granjeros desposeídos en novelas como In DllbiollS Ballle (& dwioSIZ baJa/Ja,
1936), OfMía llllli Men (Solm ratonesy hombres, 1937), y la más vendida The Grqes t(
~ {LllS llfNIS de /Jz if1I, 1939) -después convertida en peli~ trataba de los su-
6imientos de una familia de jornaleros migrantes de Oklahoma. Pero, en general, los
esaitores más dotados de la época no tuvieron en cuenta los problemas sociales. Wi-
lliam Faulkner se replegó al pasado mítico del Sur y luego se trasladó a Hollywood
-como antes había hecho Scott Fitzgcrald- para esaibir guiones de películas. Er-
nest Hcmingway eligió a comienzos de los años treinta esaibir sobre corridas de to-
ros y caza mayor, pero le afectó profundamente la guerra civil española, que contem-
pló de primera mano y que le proporcionó el tema para su aclamada novela Por
Whom The &Ds ToOs (Por f'IÍln doblllll las Cll#IJ'tllUIS, 1940). No obstante, la mayor a~
tación popular fue para los romances históricos como Allllxmy Advme (1933) de
Hervey Allen, Dnlms AJong rht Mohaait (JAmJxms tnJrt los mohllflllt, 1933) de Walter
D. F.dmonds, Nortb West PllSSllje (Paso noroeste. 1937) de Kenneth Roberts y, sobrepasan-
do en ventas a todas las demás, Gone Wllh rht Wmd (Lo IJI# e/flÍOl/D st l/tfJ6, 1936) de Mar-
garet Mitchell, cónica panorámica de la Georgia de la guerra civil y la reconstrucción.

U CONillOVERSIA SOBRE EL TRIBUNAL SUPREMO

Las cosas comenzaron a torcerse para Roosevelt a comienzos de 1937, cuando in-
tentó reformar la judicatura federal. El Tribunal Supremo, dominado por un grupo
de archiconservadores, durante algún tiempo había sido hostil a la intervención gu-
bernamental en los asuntos económicos y sociales. En 1935 y 1936, en una afirma-
ción inusual y vigorosa del poder judicial, ~ocó el pilar doble del primer Nuevo Tra-
to, aunque tanto la Ley de Recuperación Nacional como la Ley de Ajuste Agrícola es-
taban agonizando antes de que el Tribunal las rematara. En el juicio seguido por
Schechter contra los Estados Unidos (1935) sostuvo que la Ley Nacional de Recupe-
ración Industrial era inconstitucional debido a que delegaba de forma impropia el po-
der legislativo al ejecutivo. En el juicio de los Estados Unidos contra Butler (1936) in-
validó la Ley de Ajuste Agrícola basándose en que representaba un uso inconstitucio-
nal del poder impositivo. Además el Tribunal estableció que la ley sobre salario
mínimo de Nueva York era inválida. Estas decisiones y otras similares agraviaron a
Roosevelt. Pensaba que era intolerable que una mayoría del Tribunal, nombrada por
sus predecesores republicanos y que reflejaba una actitud de lllisstz.fam que la opi-
nión pública ya no compartía, volviera impotentes a los gobiernos nacional y estata-
les para tratar los acuciantes problemas económicos y sociales. Durante la campaña
electoral de 1936 no dijo nada sobre este problema, pero inmediatamente después en-
vió al Congreso un plan de reorganización detallado. Proponía que se autorizara al
presidente para nombrar un juez más por cada miembro del Tribunal Supremo que
pasara de los setenta años sin retirarse. Como seis de los existentes tenían más de esa
edad, Roosevelt habría podido incrementar sus miembros a quince. Por supuesto, el
motivo real del presidente era conseguir una judicatura más afln, pero con su falta de
franqueza característica sostuvo que la reforma era necesaria debido a que a •los jue-
ces ancianos o poco firmes» les sobrepasaba su trabajo. .
Confiaba en que su plan fuera aceptado, pero la tormenta de protesta que provo-

433
có mostró que había calculado mal. Por lo habitual muy sensible hacia el sentimien-
to público, no había logrado apreciar en esta ocasión que el Tribunal era reverencia-
do como el guardián de la Constitución y un símbolo de la unidad nacional. Se le
acusó, y no sólo por los consctVadores, de tratar de minar la independencia judicial
y de awnentar el poder del ejecutivo. Incluso a algunos de los que deseaban limitar
el Tribunal les desagradó la postura tortuosa de Rooscvelt e insistieron en que el
modo adecuado de proceder era mediante una enmienda a la Constitución. En el
Congreso, un largo y encarnizado debate sobre un proyecto de ley acerca de la reor-
ganización dividió profundamente a los demócratas. Mientras tanto, una sucesión de
acontecimientos en 1937 hicieron parecer la reforma menos necesaria. Hughes, presi-
dente del Tribunal Supremo, demostró que, lejos de estar retrasado, el Tribunal se
ocupaba pronto de sus casos. El juez conservador Van Devanter anunció su retiro en
mayo, con lo que permitió a Rooscvelt nombrar a un liberal en su lugar, el senador
Hugo Bladc, de Alabama. Pero lo más importante de todo fue que el mismo Tribunal
cambió llamativamente su trayectoria, en apariencias porque Hughes y el juez Ro-
bcrts creían que apegarse a una línea conservadora podía poner en peligro su misma
existencia. En diversas decisiones importantes entre marzo y mayo sostuvieron medi-
das clave del Nuevo Trato como la Ley de R.claciones Laborales y una ley sobre el sa-
lario mínimo de Washington casi exacta a la de Nueva Yorlc que había invalidado sólo
nueve meses antes. Estas decisiones acabaron de forma efectiva con las posibilidades
de un proyecto de ley sobre su reforma. Con la repentina muerte en julio del senador
Joseph Robinson, portavoz gubernamental en el Congreso, Rooscvelt abandonó la
medida. Pero aunque había soportado un importante retraso, las muertes y los retiros
le permitieron durante los cuatro años siguientes cubrir no menos de siete vacantes
en el Tribunal Supremo, con lo que le dio un pronunciado carácter liberal y transfur-
mó su actitud hacia la extensión del poder federal y la legislación económica y social.
La consecuencia no menos importante de la controversia fue que proporcionó a
los demócratas disidentes, en su mayoría conseivadores del Sur, un pretexto para
abandonar al presidente. Durante algún tiempo se habían sentido incómodos con la
retirada del Nuevo Trato del laissez.fm jcffersoniano; miraban con disgusto a los bu-
rócratas, académicos, expertos economistas y trabajadores sociales que rodeaban a
Rooscvelt; algunos sospechaban que el presidente tenía tendencias dictatoriales y un
deseo de revolucionar las relaciones entre las razas; también se resentían de estar
constantemente presionados por celosos ayudantes presidenciales que parecían espe-
rar que el Congreso pusiera su sello en toda propuesta que emanara de la Casa Blan-
ca. Los aiticos también estaban envalentonados por el gran tamaño de la mayoría de-
mócrata en el Congreso. Al carecer del incentivo para la unidad que habría proporcio-
nado una oposición republicana cfcctiva, comenzaron a expresar sus resentimientos
de forma más fumca y a unir la coalición anti-Nuevo Trato bipartidista.

LA DECADENCIA DEL NUEVO TRA10


Dos hechos sucedidos en 1937 y 1938 erosionaron aún más la autoridad de Roo-
sevelt: una erupción de conflicto industrial y un derrumbe económico repentino. Los
años treinta vieron avanzar la organización sindical de forma espectacular. La Ley
Norris-La Guardia de 1932 había restringido el poder de los tribunales federales para
emitir mandamientos en las disputas laborales y había negado el cumplimiento de los

434
contratos con obreros que se comprometían a no sindicalizarse mientras éstos dura-
ran, y las garantías de negociación colectiva de la Ley Nacional de Recuperación In-
dustrial y la Ley Wagner ayudaron a crear una atmósfera propicia al sindicalismo. La
afiliación ascendió de dos millones en 1933 a casi nueve millones en 1938. Pero hubo
conflictos encarnizados tanto dentro de las filas sindicales como con los patrones.
Aunque la Federación Americana del Trabajo compartió la expansión, la mayoría de
sus dirigentes, ligados al principio del sindicato artesanal, no estaban muy interesados
en organizar a los asalariados no cualificados de las industrias de producción a gran
escala. En 1935, una minoría frustrada de dirigentes sindicales formaron el C.Omité
sobre la Organización Industrial (C.Ommittee on Industrial Organization, CIO) con
el objeto de organizar a todos los trabajadores de una industria determinada en un
sindicato único. En 1937, tras su expulsión de la Federación Americana del Trabajo,
se estableció de forma más permanente como el C.Ongreso de Organizaciones Indus-
triales (C.Ongress of Industrial Organizations). Encabezados por el beligerante, pom·
poso y egoísta John L Lewis, presidente de los Trabajadores de Minas Unidos (Uni-
ted Mine Workers), el CIO lanzó una vigorosa campaña para organizar a los trabaja-
dores de las industrias del acero, automóvil, vidrio, caucho y otras de producción a
gran escala. Logró un notable éxito. A finales de 1937 ya tenía 3.700.000 afiliados -o
al menos eso afumaba-, un total mucho mayor del conseguido por la Federación
Americana del Trabajo.
Sus campañas y peticiones de sindicalización obligatoria encontraron una resis-
tencia feroz en los patrones, que recurrieron a cierres empresariales, esquiroles, «es-
pías» y ejércitos privados fuertemente armados; también solieron contar con la ayu-
da de la policía local. En la «Matanza del Día del Soldado Muerto en Campaña• (30
de mayo de 1937), la policía de Chicago se enfrentó con los quinientos huelguistas
que haáan un piquete ante la planta de la Republic Stell C.Ompany, mataron a diez
e hirieron a setenta y cinco. Los huelguistas respondieron intimidando a los no sindi·
calizados, empJeando piquetes volantes y adoptando una nueva y llamativa técnica
de «Selltadas» para tomar las fábricas donde trabajaban. &tas acabaron declarándose
ilegales por el Tribunal Supremo (1939), pero no antes de que los sindicatos del CIO
hubieran demostrado su eficacia. A finales de 1937 las huelgas con «sentadas» ya ha-
bían permitido a los Trabajadores de Automóviles Unidos (United Automovile Wor-
kers) conseguir el reconocimiento de su sindicato por parte de todos los fabricantes
de automóviles excepto Ford (que no capituló hasta 1941). Estos éxitos se lograron
debido a que los gobiernos federal y estatales ya no estaban dispuestos a utilizar la
fuerza contra los huelguistas. La simpatía de Roosevelt por los sindicatos se demostró
aún más cuando utilizó su influencia para frustrar un intento de persuadir al Senado
para que condenara las «sentadas». Pero la opinión de la clase media, iniciahnente pro
sindicatos, se vio afrentada por estas manifc$ciones de poder sindical y por lo que
consideraron ataques alarmantes a la propiedad privada. Algunos atribuyeron la com-
placencia de Roosevelt a las grandes contribuciones financieras del CIO a su campa·
ña de 1936. Además se empezaron a acumular pruebas de que algunos sindicatos de
la Federación Americana del Trabajo eran dirigidos por extorsionistas y que los comu-
nistas controlaban gran número de los del CIO locales. Así, el apoyo público se reti-
ro no sólo de los sindicatos, sino también de sus patrocinadores del Nuevo Trato.
El repentino hundimiento de la economía a finales del verano de 1937 puso fin
a cuatro años de recuperación parcial y destruyó la ilusión de que se estaba vencien-
do la depresión. La producción industrial descendió, cayó el mercado de valores y as-

435
cendió el desempleo a cuatro millones. La causa de la «recesión• (como se la denomi·
nó) fue el intento de Roosevelt de regresar a la ortodoxia fiscal. Preocupado por la
deuda nacional en ascenso y temiendo otro auge desastroso como el de 1929, trató
de equilibrar el presupuesto recortando drásticamente el gasto federal. Ello hizo re-
troceder la economía de inmediato. Dentro del gobierno, los teóricos rivales le insta·
ron a aplicar remedios contradictorios. Tras mucha vacilación, siguió el consejo de los
kcinesianos de recuperar un gran gasto público, aunque no aceptó por completo -o
realmente entendió- la fónnula keynesiana de restablecer la prosperidad mediante
la financiación sistemática del déficit. El Congreso respondió a su petición de nuevas
y cuantiosas asignaciones para subsidios y obras públicas y en el verano de 1938 la
economía ya había reasumido su lento ascenso. Pero la confiama pública en el go-
bierno se había debilitado aún más.
Sin cmbaJgo, Roosevelt logró persuadir al C.Ongrcso para que aprobara otra mo-
desta entrega de la reforma. Una ley aprobada en julio de 1937 estableció la Direc-
ción de Crédito Agrícola (Farm Credit Administration), con autoridad para prestar
dinero a los ancndatarios y aparceros para la compra de granjas, para ayudar a los pe-
queños granjeros en situaciones comprometidas y para proporcionar campamentos y
cuidado médico a los jornaleros migrantes y regular sus condiciones laborales. J..a Ley
Wagner-Stcagall (septiembre de 1937) estableció una Dirección de Vivienda (Federal
Housing Administration) de los Estados Unidos para proporcionar ayuda federal en
la erradicación de los baJrios bajos. Una nueva Ley de Ajuste Agrícola (febrero
de 1938), que revivía de forma modificada a su pm:lecesora invalidada de 1933, trató
de estabilizar los precios agrícolas fijando cuotas de mercado y asignaciones de super·
ficie e introduciendo el principio de los «pagos paritariOS» mediante los que una
Institución de Crédito Industrial {Product Credit C.Orporation) hacía préstamos a los
granjeros sobre las cosechas cxcedentarias que eran almacenadas por el gobierno has-
ta que pudiera disponerse de ellas a la paridad durante periodos de escasez. Por últi-
mo, una Ley sobre Normas Laborales Justas Gunio de 1938) estableció un salario mí-
nimo de 25 centavos a la hora que ascendería a 40 antes de dos años, y una semana
laboral máxima de cuarenta y cuatro horas, que se reduciría en el mismo periodo a
cuarenta horas. También prohibía el trabajo infantil en el comercio interestatal. Roo-
sevelt tuvo que emplearse con fuerza en estas medidas, sobre todo en la ley sobre los
salarios y la jornada, a la que los demócratas del Sur se opusieron de forma abierta.
Otras recomendaciones presidenciales importantes no fueron tenidas en cuenta o
bien fueron rechazadas. El Congreso no decidió nada sobre una propuesta acerca de
la creación de ocho organismos gestores regionales a imagen del 1VA Le desairaron
aún más al rechazar un proyecto de ley sobre la reorganización del ejecutivo. Medi-
da de apariencia poco controvertida, cuyo propósito era fomentar la eficiencia y eco-
nomía gubernamental mediante la reagrupación de diversos organismos federales,
reavivó el miedo a la dictadura presidencial. A comienzos de 1938 la retirada masiva
de demócratas conservadores causó la derrota del proyecto de ley. (Fue aprobado en
forma revisada un año despu~.)
Picado por estos reveses, Roosevelt decidió purgar su partido de quienes se opo-
nían al Nuevo Trato. En el Sur sobre todo intervino de forma directa en las primarias
demócratas, pidiendo a los votantes que Remplazaran a los conservadores con libera-
les. Pero sufrió una derrota humillante. Casi todos los candidatos contra los que hizo
campaña resultaron electos de ~odo aplastante. Las elecciones al Congreso de 1938
propinaron al gobierno un golpe aún más fuerte. Aunque los demócratas retuvieron el

436
control de ambas cámaras, l<?S logros Iepublicanos fueron sorprendentes por prime-
ra vez desde 1928. Estaba claro que al Nuevo Trato se le estaba acabando el vapor.
Roosevclt lo reconoció de forma tácita en su mensaje anual al Congreso en enero
de 1939. Por primera vez desde que llegó al cargo no propuso nuevas refonnas y en su
lugar resaltó la amenaza a la paz mundial y la necesidad de defensa nacional.

VISIÓN RETROSPEcnYA DEL NUEVO TllAro

Ni siquiera los admiradores más acérrimos del Nuevo Trato podían afirmar que
había producido más que una recuperación parcial. En 1939 habían existido grandes
mejoras en algunos sectores de la economía: la producción manufacturera, por ejem-
plo, había vuelto a los niveles de 1929, aunque los críticos alegaron que había sido
así a pesar de las medidas del Nuevo Trato, no debido a ellas. Pero la inversión seguía
rezagada y seguía habiendo nueve millones y medio de desempleados, el 17 por 100
de la población activa. Hasta 1941 no regresarían el pleno empleo y la prosperidad y
ello debido a la guerra y el rearme. Algunas medidas del Nuevo Trato hicieron mayor
daño que beneficio: la Ley Nacional de Recuperación Industrial, por ejemplo, y el ex-
perimento de compra de oro. Sus políticas agrícolas no ayudaron nada a los granje-
ros más precarios. Su programa de bienestar social fue muy deficiente. También hubo
omisiones importantes, sobre todo no haber emprendido un programa de viviendas
a gran escala como el llevado a cabo en Gran Bretaña: el gobierno federal sólo cons-
truyó 180.000 viviendas durante la depresión.
No obstante, a pesar de todos sus fallos y limitaciones, el Nuevo Trato puede afu-
mar logros que han soportado la prueba del tiempo y se han convertido en parte del
consenso nacional. Puso los cimientos del estado de bienestar y creó una nueva es-
tructura legal para las relaciones industriales. Introdujo controles muy necesarios so-
bre los bancos y el mercado de valores. Estableció el principio de que el gobierno te-
nía la responsabilidad fundamental de regular la economía. Y aunque sería demasia-
do afirmar que Roosevelt salvó a los Estados Unidos de la revolución -nunca hubo
un peligro real-, restauró la moral nacional. Tampoco fueron éstos los únicos cam-
bios. El Nuevo Trato amplió de fonna permanente el papel del gobierno federal y
proporcionó al capitalismo estadounidense un aspecto más humano. Aunque no
hizo nada para redistribuir la riqueza o los ingresOs, redistribuyó el poder entre el ca-
pital y el sindicato. También confirió una nueva posición a las minorías: Roosevelt
nombró para puestos federales a un número sin precedentes de católicos, judíos, ne-
gros y mujeres. El Nuevo Trato causó una importante realineación política: al cons-
truir una coalición que incluía al Sur, las maquinarias de las grandes ciudades, las or-
ganizaciones sindicales, el servicio de espionaje y los desprivilcgiados, aseguró que los
demócratas reemplazaran a los Iepublicanos como el partido mayoritario normal. Por
último, Roosevelt elevó el cargo presidencial a una nueva cima de prestigio y poder.
Revitalizó e hizo más espectacular la presidencia. Extendió las funciones legislativas
del presidente; introdujo y manejó con habilidad sus conferencias de prensa y fue el
primero en dominar la técnica de comunicarse directamente con una audiencia ma-
siva mediante la radio. Sus emisiones no fueron tan numerosas como muchos han
creído después -sólo veintisiete en doce años, comparadas con las veintiuna de
Hoover en cuatro-, pero su voz cálida y vibrante y su estilo lúcido e intimista fue-
ron una fuente tan grande de consuelo y esperanza para el pueblo estadounidense

437
como los discursos radiofónicos de Chwdúll lo serian para los británicos durante la
Segunda Guerra Mundial. No obstante, al hacer de la Casa Blanca el centro de la vida
nacional, sembró las semillas de problemas futuros. Su expansión del privilegio del
ejecutivo, junto con lo que se ha llamado la pcrsonaJiz.ación del cargo presidencial,
marcó el comienzo de un proceso por el que la presidencia se infló tanto que acabó
amenazando el equilibrio del sistema constitucional estadounidense.

438
CAPtruLo XXIV
La política exterior de entreguerras, 1921-1941

LAs SECUELAS DE VERSAllS


Durante todo d periodo de entreguerras d pueblo estadounidense pennaneció
hostil al internacionalismo wilsoniano y poco dispuesto a acometer los compromisos
vinculantes que la pertenencia a la Sociedad de Naciones conllevaba. La decisión de
entrar en la guerra de 1917, en examen retrospectivo, parecía un error. La conferencia
de paz de Versalles pareáa haber demostndo que todas las potencias europeas eran
igualmente imperialistas y egotistas. Se creía que los Estados Unidos nunca debían
volver a involucrarse en sus eternas disputas. Estas actitudes dieron un énfasis nacio-
nalista a su política exterior y económica. El Congreso devó barreras contra los inmi-
grantes y la importación de artículos extranjeros. El tema de la Sociedad no se revisó
ni tampoco se puso mucho interés en d principio de la seguridad colectiva.
Sin embargo, los Estados Unidos no se retiraron a lo que Wtlson denominó «ais-
lamiento hosco y egoísta•. Seguía habiendo mucha preocupación popular sobre la
paz mundial y d desarme, y los gobiernos republicanos de los años veinte desempe-
ñaron un papel ·activo, aunque independiente, en los asuntos exteriores. Los Estados
Unidos tomaron la iniciativa en diversos modos de promover la cooperación nacio-
nal y la estabilidad económica de Europa. Aunque el respaldo a la Sociedad de Na-
ciones fue tibio en un principio, los observadores estadounidenses pronto empeza-
ron a asistir a las reuniones de la asamblea en Ginebra. Incluso hubo una modesta
cooperación con la nueva organización. En 1930 los Estados Unidos ya habían man-
dado ddegados a más de cuarenta conferencias sobre cuestiones no políticas como la
salud pública, el tráfico de drogas y la falsificación. En 1934 se unió a su organismo
más conocido, la Oiganización Internacional del Trabajo. También había un fuerte
apoyo para que se hicieran miembros dd Tribunal Internacional patrocinado por la
Sociedad y, aunque nunca lo fueron, siempre hubo un jurista estadounidense en el
banco. Así, a pesar de que la política exterior estadounidense era contraria a los com-
promisos y la participación, no fue completamente aislacionista.

LA CONFERENCIA DE WASHINGTON

Ello resultó evidente por su iniciativa de convocar la Conferencia de Washington


en 1921-1922, la mayor de carácter internacional celebrada en los Estados Unidos.
Tuvo dos objetivos diferentes pero relacionados: limitar el armamento naval y amino-

439
rar la tensión en el Lejano Oriente. La opinión pública y el C.Ongrcso estaban a favor
del desanne (como se denominaba de forma amplia) como un seguro contra la gue-
rra, como una alternativa positiva a la pertenencia ·a la Sociedad y, quizás sobre todo,
por razones económicas. Desde el fin de la guerra, los Estados Unidos habían parti-
cipado en una costosa carrera de annamento naval con Gran Bretaña y Japón. Si con·
tinuaba, pondría en grave peligro los planes del gobierno de Haiding sobre recortes
fiscales. Las razones del ingente programa de expansión naval no eran tanto la rivali-
dad con Gran Bretaña -aunque los expansionistas navales libraban un simulacro de
batalla antibritánica por motivos internos- como la desconfianza ante las ambici~
nes japonesas. Japón había aprovechado la Primera Guerra Mundial para conseguir
una posición preponderante en China, con lo que negaba la política estadounidense
de puertas abiertas. También había adquirido las antiguas colonias alemanas del Paá-
fico y de este modo amenazaba las rutas marítimas y el cable submarino entre Hawai
y las avanzadas estadounidenses en Guam y las Filipinas. Además, el tamaño despro-
porcionado de las fuerzas que envió a Siberia en 1918 al unirse a la intervención alia-
da y su resistencia a retirarlas suscitó las sospechas estadounidenses de que Japón
tuviera designios sobre el territorio ruso. Pero si éste había surgido como el único ene-
migo probable de los E.rtados Unidos, la alianza angl~japonesa creaba una compli-
cación más. Aunque los británicos habían tratado de modificar las obligaciones que
les imponía la alianza cuando se renovó en 1911, seguían comprometidos a ir a la
guerra contra los Estados Unidos si Japón lo hada.
Cuando se inició la C.Onferencia de Washington el 12 de noviembre de 1921, el
secretario de E.rtado estadounidense, Charles Evans Hughes, anuncio un plan detalla-
do para la limitación naval. Propuso un periodo de carencia de diez años durante los
cuales no se construirían barcos capitales y, para preservar la equivalencia existente
entre la fueiza estadounidense, británica y japonesa, de 5:5:3, pidió la retirada de un
total de sesenta y seis buques de guerra. Su fónnula, que también proporcionó una
equivalencia de 1,75: 1,75 para Francia e Italia, se convirtió en la base del Tratado de
las Cinco Potencias Navales, firmado el 6 de febrero de 1922. Gran Bretaña, acosada
por dificultades financieras, aceptó la paridad estadounidense sin protesta, por lo que
renunció a su posición tradicional de supremacía política. Japón, en un primer m~
mento reacio a aceptar una posición inferior, lo hizo cuando los Estados Unidos y
Gran Bretaña prometieron no fortalecer sus bases navales en Filipinas y Hong Kong
respectivamente. Ya se había alcanzado un acuerdo sobre un Tratado de Cuatro ~
tencias, por el cual los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Japón se garantiza-
ban mutuamente las posesiones en el Paáfico y convenían consultarse en el caso de
que hubiera ataques allí. Estos compromisos vagos representaban un modo de tenni·
nar con la alianza angl~japonesa sin ofender de forma indebida a los japoneses. El
tercer acuerdo importante fue el Tratado de las Nueve Potencias, que comprometía a
todas las naciones participantes a respetar la integridad e independencia de auna y
mantener la política de puertas abiertas. El Senado ratificó todos los tratados, pero
aprobó el de las Cuatro Potencias por un margen de sólo cuatro votos y con la reser·
va de que no implicaba «eompromiso de fuerzas annadas, alianza u obligación de en·
trar en defensa de nadie». En una serie de acuerdos posteriores, Japón concedió todo
lo que Hughes había demandado al restaurar la soberanía sobre Shangtung a China
y aceptar retirarse de Siberia.
En su momento, los acuerdos de Washington fueron saludados como anuncios
de una era de paz permanente. Una década después, cuando Japón emprendió un

440
curso beligerante en el Lejano Oeste, Hughes fue muy aiticado por debilitar la mari-
na estadounidense y exponer a Guam y las Filipinas. Ambos veredictos parecen exce-
sivos. Sin duda, el acuerdo tenía sus puntos débiles. No limitaba los ejércitos ni las
fueIZas aéreas; las limitaciones navales sólo concernían a los buques de guerra y por-
taaviones. No proporcionaba mecanismos que obligaran al cumplimiento del Trata-
do de las Cuatro Potencias o el de las Nueve Potencias, sino que se dejaba a la restric-
ción moral. Una importante potencia del Lejano Oeste, la Unión Soviética, fue ex-
cluida de la conferencia. Y lo peor de todo, los tratados de Washington ayudaron a
perpetuar la ilusión de que los annamentos, y no la inseguridad, eran la causa básica
de las crisis internacionales. No obstante, los logros de Hughes, pese a ser limitados y
efimeros, fueron significativos. La Conferencia de Washington produjo el primer
acuerdo general e internacional sobre la limitación de annas. Permitió reducir mucho
el gasto en annamento, dio una forma concreta a lo que quedaba de internacionalis-
mo estadounidense, relajó las tensiones internacionales y estabilizó la situación del
Lejano Oriente.
Como la Conferencia de Washington sólo transfirió la carrera armamentista na-
val de los buques capitales a navíos infuiores, en especial cruceros, los dirigentes es·
tadounidenses continuaron presionando para que se extendieran las proporciones del
Tratado de las Cinco Potencias a todas las categorías de barcos bélicos. En respuesta
a un llamamiento efectuado por Coolidgc, se reunió en Ginebra una confercncia de
desanne naval en l 9Z/. Fue un fracaso absoluto. Francia e It.alia rehusaron acudir; las
delegaciones estadounidense y británica disputaron sin llegar a conclusiones sobre las
fuCIZas de cruceros. Pero una vez que los británicos hubieron demostrado disposi·
ción para aceptar una plena paridad naval con los &tados Unidos, resultó más fiuc·
tífua una iniciativa estadounidense renovada. La Conferencia Naval de Londres ce-
lebrada en 1930 produjo un complicado tratado mediante el cual los &tados Unidos,
Gran Bretaña y Japón adoptaron una relación de 10:10:6,6 en fuerza de cruceros y
de 10:10:7 en destructores, mientras que se otorgaba a Japón la paridad en submari-
nos. Ni Franca ni It.alia fumarían estas disposiciones, pero se unieron a los otros tres
signatarios para extender d periodo en el que no se construirían barcos capitales otros
cinco años más.

EL PACTO KE1.LoGG

La aeencia de que la paz podía conseguirse mediante promesas de papel respal-


dadas sólo por la fuerza de la opinión mundial se llevó hasta sus límites en d pacto
Kellogg-Briand de 1928. Desde el fin de la guerra, diversas organizaciones pacifistas,
algunas realistas y otras utópicas, habían mantenido una agitación constante y el fun-
dador de una, un abogado de Chicago llamado Salmon O. Levison, había propues-
to un acuerdo internacional para la «prosaipción de la guerra•. La idea obtuvo un
apoyo influyente que incluía el del poderoso presidente dd Comité de Relaciones
Exteriores del Senado, Wtlliam E. Borah, el filósofo John Dewey y los dirigentes de
la Fundación Camegie para la Paz Internacional, Nicholas Murray Buttler, rector de
la Universidad de Columbia, y James T. Shotwell, profesor de historia de la misma
universidad. Durante una visita a Paris a comienzos de l 9Z/, Shotwell persuadió al
ministro de Asuntos Exteriores francés, Aristide Briand, para que anunciara que Fran-
cia estaba dispuesta a fumar un tratado con los &tados Unidos que proscribirla la

441
guerra entre ambos países. El Departamento de Estado, consciente de que la propues-
ta de Briand iba a ligar de forma indirecta a los &tados Unidos con el sistema de
alianzas francés, en un primer momento se mostró tibio al respecto. Pero la opinión
pública estadounidense, agitada por Borah, Jane Addams y otros cruzados de la paz,
lo acogió con entusiasmo. Tras recibir peticiones con más de dos millones de firmas,
el sucesor de Hughes como secretario de &tado, Frank B. Kellogg, hizo una contra-
propuesta para que el proyectado tratado bilateral se extendiera hasta incluir a otras
potencias. El Zl de agosto de 1928 se firmó el pacto Kellogg-Briand en Paris por los
Estados Unidos y otras catorce naciones. Al final mostraron su adherencia sesenta y
dos. Aunque permitía la acción defensiva, comprometía a los signatarios a renunciar
a la guerra cccomo instrumento de política nacional•. Al no contar con medios para
obligar a su cumplimiento, el pacto careció de sentido. C.Omo la ley seca, fue un mo-
numento a la ilusión. Muchos senadores importantes se mostraron escépticos, pero
como la opinión pública era tan f.worable y el tratado no implicaba ningún compro-
miso estadounidense, el Senado lo ratificó por 85 votos contra 1 -aunque adoptó
una serie de «intapretaciones» que declaraban que no impedía el derecho de defensa
propia o interfería con la doctrina Monroe. Dcspuh los senadores pasaron al siguien-
te tema que tratar: una asignación de Zl4 millones de dólares para quince cruceros pe-
sados.

DEUDAS E INDEMNl1.ACIONES DE LA GUEilRA

Si la cooperación internacional sin un compromiso específico fue un cabo de la


política exterior republicana, una preocupación minuciosa por los intereses naciona-
les fue otro. &to explica los ásperos intercambios diplomáticos sobre las deudas de la
guerra. Los &tados Unidos habían prestado a los aliados (sobre todo a Gran Bretaña,
Francia e Italia) un total de más de 10.000 millones de dólam, casi todos gastados allí
mismo para la compra de municiones, alimentos y otras provisiones. Después los
aliados sostuvieron que los p~os habían sido parte de la contribución estadou-
nidense a la victoria y por ello debían cancelarse. Les parecía justo puesto que habían
sufrido lo más arduo de la lucha. Los Estados Unidos, por su parte, consideraban el
asunto sólo como una transacción comercial y demandaban su completo reembolso.
El supuesto comentario de C.OOlidgc: «Bueno, ellos contrataron el dinero (no?», re-
sumía los sentimientos estadounidenses. &ta actitud, aunque correcta según la ley,
no tenía en cuenta la capacidad de los deudores para pagar. Los países europeos no
poseían oro suficiente; tampoco, debido a los altos aranceles estadounidenses, po-
dían cumplir con sus obligaciones en artículos manufacturados. Su única esperanza
de pagar los créditos era obtener las indemnizaciones de Alemania que establecía el
Tratado de Versalles.
Los &tados Unidos se negaron a reconocer formalmente que las deudas de gue-
rra estaban vinculadas a las indemnizaciones, pero las circunstancias les forzaron a
que en la práctica fuera así. Cuando en 1923 Alemania no cumplió los pagos alegan-
do imposibilidad, las tropas francesas tomaron a la industrial Ruhr y a partir de en-
tonces aquélla se desquitó con una política de inflación incontrolada que amenazó
con un derrumbamiento económico general en Europa. En este punto, los &tados
Unidos intervinieron para estabilizar la situación. Una comisión internacional presi-
dida por un banquero de Chicago, Charles G. Dawes (que mantuvo la ficción de que

442
actuaba como un ciudadano privado), pieparó nuevos acuerdos sobre indemnizaci~
nes. El plan Dawes fijó una escala más baja de pagos indemnizatorios y proporcionó
un préstamo a Alemania de 200 millones de dólares, de los cuales la mitad aproxima-
damente provendría de los bancos estadounidenses. &ta medida temporal fue rcem·
plazada en 1929 por el plan Young, que debió el nombre a otro financiero estadou·
nidense, Owen D. Young. Una vez asegurado el pago anual de las indemnizaciones,
los países deudores rencgociaron acuerdos con los &tados Unidos. Los tipos de inte-
rés se rebajaron y se extendieron los pagos durante un periodo de sesenta y dos años.
El efecto neto de estos acuerdos fue la creación de lo que se ha denominado con
acierto «un carrusel financiero». Entre 1923 y 1930, los inversores estadounidenses
prestaron a Alemania cerca de dos mil millones y medio de dólares; ésta pagó una
suma más o menos equivalente a los aliados en concepto de indemnización; los alia-
dos, a su vez, transfirieron más de dos mil millones y medio a los &tados Unidos
como pagos de la deuda de guem. Aunque estas curiosas transacciones proporciona·
ron a Europa algunos años de estabilidad, se sustentaba en frágiles cimientos. Una
vez comenzada la Gran Depresión en 1929, los &tados Unidos no pudieron seguir
actuando como banqueros internacionales y la cadena de pagos se rompió. En 1933,
cuando Gran Bretaña detuvo las indemnizaciones, los pagos de la deuda de guerra a
los &tados Unidos casi cesaron.

ÜR1GENES DE LA POÚllCA DE LA «BUENA VECINDAD»

Los años veinte trajeron una mejora en las relaciones con América Latina. Des-
pués de la adquisición de la 7.ona del Canal de Panamá en 1903, el Caribe se había
convertido en la práctica en un lago estadounidense. Los &tados Unidos utilizaron
sus tropas de furma repetida para hacer obedecer sus demandas a los vecinos men~
res. Al final de la Primera Guerra Munclial, Cuba, Haití, la República Dominicana y
Guatemala estaban bajo su ocupación militar y la penetración económica había trans·
furmado a la mayoría de las repúblicas latinoamericanas casi en protectorados esta-
dounidenses. Durante los años veinte su inversión y control económico continuó au-
mentando, pero hubo un retroceso gradual en cuanto a intervencionismo. Con la de-
rrota alemana había desaparecido la principal amenaza a las posturas occidentales
hacia el Canal de Panamá. Los hombres de estado estadounidenses, Hughes en parti-
cular, querían además suavizar la hostilidad que la diplomacia del gran garrote había
creado por toda América Latina. En 1921, presionado por Hughes, el Senado enmen-
dó con retraso el papel estadounidense en la revolución panameña de 1903, ratifican-
do un tratado que otorgaba a Colombia una indemnización de 25 millones de dóla-
res. Aunque continuó manteniendo la legalidad de la intervención en América Lati-
na, Hughes retiró sus tropas de Cuba en 1922 y de Santo Domingo en 1924. Pero su
política de retirada encontró obstáculos en Nicaragua. Las tropas americanas se mar·
charon en 1925, pero se las ordenó regresar al año siguiente, cuando una nueva rev~
lución amenazó las vidas y propiedades estadounidenses. Mientras tanto, se habían
desarrollado dificultades con México porque respaldaba facciones rivales en la guerra
civil nicaragücnsc. En 1926 el Congreso mexicano encolerizó a las compañías petro-
leras estadounidenses al limitar mucho la propiedad extranjera de tierra y recursos na·
rurales. También ofendió a los católicos estadounidenses con sus drásticas leyes anti-
clericales. Pero Dwigbt Morrow, banquero de Nueva York enviado como embajador

443
a México, alcanzó un acuerdo de compromiso sobre el petróleo y persuadió al go-
bicmo mexicano para que modcr.ira sus leyes sobre la Iglesia. El acuerdo petrolero re-
sultó breve, pero la atmósfera cordial que Monow creó fue más duradera.
Hoover avanzó un escalón más hacia la reconciliación con América Latina.
Como presidente electo hizo un viaje de buena voluntad por once de sus repúblicas.
En 1930 publicó el Memorando Clarlc, un documento del Departamento de Estado
redactado dos años antes. Aunque no renunciaba a la intervención, repudiaba en la
práctica el corolario Rooscvelt con su pretensión de que los Estados Unidos fueran
una potencia que actuara como poliáa internacional en el hemisferio occidental. En
contraste con lo que Rooscvdt, Taft y Wilson habían hecho, Hoover no intervino
cuando estalló la revolución en Brasil, Cuba y Panamá en 1930 y 1931, o cuando
otros países latinoamericanos incumplieron los pagos de sus deudas. Hoover y su se-
cretario de Estado, Henry L Stimson, también dieron los pasos necesarios para liqui·
dar los protectorados estadounidenses que quedaban en el Caribe. Los marines deja-
ron por fin Nicaragua a comienzos de 1933 y se firmó un tratado con Haití, que es·
tablecía la evacuación a finales de 1934. Es cierto que los Estados Unidos retuvieron
el contról financiero de estos y otros países; sin embargo, la política de limitación con
respecto a América Latina -la politica de •buena vecindad•, como acabarla denomi-
nándola Franklin D. Roosevelt- fue una ruptura significativa con el pasado.

Mientras tanto, habían surgido problemas en el Lejano Oriente. Los tratados de


Washington no habían hecho desaparecer las causas de la tensión entre los Estados
Unidos y Japón. Los japoneses seguían resintiéndose de la negativa de Wilson a in-
cluir una cláusula de igualdad racial en la Sociedad y aún más por la posición inferior
que habían acordado para Japón por las relaciones de tonelaje del Tratado de las Cin-
co Potencias. Una afrenta mayor para su autoestima fue la cláusula de exclusión de
Asia de la ley inmigratoria estadounidense de 1924. Hughes, que se opuso a las leyes
como un insulto innecesario a un pueblo orgulloso y sensible, predijo que «plantaría
las semillas de un antagonismo que sin duda dará 6uto en el futuro». Sus aprensio-
nes pronto se hicieron realidad. La ley fomentó manifestaciones antiamericanas y
boicot de sus productos por todo Japón, y dejó un sentimiento de agravio que debi-
litó a los liberales japoneses y fortaleció a la camarilla militar que estaba a favor de
una política c:xpansionista en el interior de Asia.
A finales de los años veinte los militaristas japoneses ya eran más fuertes y busca-
ban una oportunidad para atacar. Preocupados por el resurgimiento de la potencia so-
viética en el Lejano Oriente, les alannaban aún más los esfuerzos de los nacionalistas
c:binos de Chiang Kai-shek por recobrar el control del sur de Manchuria. Aunque es·
taba legalmente bajo la jurisdicción china, había pennanecido bajo control japonés
durante décadas. Los japoneses consideraban la provincia como su «Salvavidas econó-
mico- y estaban determinados a preservar su posición privilegiada. En septiembre
de 1931, el ejército japonés de Manchuria, actuando con independencia de Tokio, rc-
cunió a la fuena. Culpando a los c:binos de una explosión en el vital fcrrocanil del
sur de Manchuria, ocuparon Mukden y otras ciudades, y procedieron a invadir toda
la provincia. China pidió ayuda a la Sociedad de Naciones según el artículo XI del
acuerdo y a los Estados Unidos como signatario del Tratado de las Nueve Potencias

444
y d pacto Kdlogg. La Sociedad evadió el reto: no hizo nada más que nombrar una
comisión investigadora. Stimson, después de cierta vacilación inicial, habría deseado
cooperar con la Sociedad en defensa de China, pero Hoover, aunque condenaba d
ataque japonés, descartó de inmediato toda idea de participar en sanciones económi-
cas o militares. Tampoco tuvo más éxito Stimson en persuadir a los británicos para
iniciar las consultas requeridas por d Tratado de las Nueve Potencias. Gran Bretaña
tenía muchas simpatías por Japón y en todo caso su nuevo gobierno nacional estaba
luchando por evitar el desastre económico. De este modo, Stimson sólo tenía armas
morales a las que volver a recurrir. El 7 de enero de 1932 envió notas idénticas a Ja-
pón y China advirtiéndoles que los &t.ados Unidos no reconocerían cambios en d
Lejano Oriente que se hubieran ocasionado por la fuerza y que menoscabaran los de-
rechos de los tratados estadounidenses o la integridad administrativa de China. El
principio de no reconocimiento, conocido tanto como la doctrina Stimson o como
la Hoovcr-Stimson, fue apoyado por la Sociedad de forma unánime. Pero aunque
irritó a los japoneses, no logró retenerlos. A comienzos de 1932 reorganizaron Man-
churia como un estado guiñol y respondieron al boicot chino a sus productos atacan-
do Shanghai.
La crisis de Manchuria demosttó la futilidad del pacto Kdlogg y la falta de capa-
cidad de los tratados de Washington para protegc:r la integridad territorial china y la
política de puertas abiertas. Pero aunque la política de Stimson resultó inefectiva, es
dificil precisar qué otra cosa podría haberse hecho, sobre tocio considerando la poca
disposición de Gran Bretaña para adoptar una postura dura. Los &tados Unidos es-
taban preocupados por la depresión, entonces en su peor momento. Sus fuerzas ar-
madas no estaban en condiciones de luchar y, lo que es más importante, d pueblo es-
tadounidense no deseaba verse involuaado. A pesar de su simpatía por China, no ha-
bría respaldado una acción más fuerte contra Japón.

LA DIPLOMACIA IJEL NUEVO TllATO


Cuando Roosevdt se conWtió en presidente en marzo de 1933, era evidente que
la precaria paz establecida tras la Primera Guerra Mundial se había roto. Sólo unas se-
manas antes Japón había anunciado su retirada de la Sociedad de Naciones e Hitler
se había convertido en canciller de Alemania. A partir de entonces las tensiones mun-
diales ascendieron de forma constante. Japón continuó USUipando d norte de Ollna;
Hitler se rearmó y anuló d tratado de Vcrsalles; Mussolini trató de hacerse con un ex-
tenso imperio africano. En 1935 ya estaba claramente en camino otra guerra. La res-
puesta estadounidense fue hacerse cada vez más pacifista, nacionalista y -por utili-
zar el término entonces habitual y no muy preciso- aislacionista. La Gran Depre-
sión ayudó a fomentar esa actitud al centrar la atención en los asuntos internos,
dcnibar la confianza en su c.apacidad para influir los asuntos mundiales y alimentar
la desconfianza popular en los banqueros y grandes empresarios, los dos grupos que
mantenían conexiones más cstrccbas con púses extnnjeros. No obstante, el aislacio-
nismo también se originó en una aversión mucho más profunda hacia la guerra y la
convicción de que la batalla en ciernes no implicaba intereses vitales estadouniden-
ses. Sin importarles lo que le sucediera al resto del mundo, los estadounidenses esta-
ban determinados a no participar en una segunda auzada internacional.
A comienzos de su carrera Roosevdt había predicado el internacionalismo; des-

445
pués volvería a hacerlo, pero en 1932, temiendo perder la postulación demócrata, ha-
bía repudiado la Sociedad de Naciones e insistido en que las deudas de la guerra de-
bían pagarse por completo. Una vez elegido presidente, no estaba dispuesto a poner
en peligro su programa legislativo interno alejándose de la poderosa ala aislacionista
de su propio partido. Durante un tiempo fue aún más aislacionista que sus predece-
sores republicanos. Hoover quizás hubiera demostrado un estrecho nacionalismo eco-
nómico al firmar-y defender- la Ley de Altos Aranceles Hawlcy·Smoot de 1930,
que tuvo consecuencias desastrosas para el comercio mundial, pero al menos aceptó
la participación estadounidense en la Conferencia Económica Mundial que debía ce-
lebrarse en Londres en junio de 1933. Su propuesta era superar la depresión mundial
mediante la rebaja de las barreras arancelarias y la aceptación de estabilizar las fluctua-
ciones monetarias y los tipos de cambio. En un primer momento, Roosevelt tuvo pa·
labras de aliento, pero al final demosttó que no estaba dispuesto a situar la coopera-
ción económica internacional por encima de la recuperación interna. El jefe de la de-
legación estadounidense, el secretario de Estado Cordell Hull, había embarcado
rumbo a Londres con la esperanza de poner en práctica su acariciado plan sobre
acuerdos arancelarios recíprocos. Pero la víspera de la conferencia Rooscvelt descartó
ese curso y luego, el 3 de julio, denunció públicamente como •los viejos fetiches de
los denominados banqueros internacionales» un programa de estabilización moneta-
ria elaborado con gran esfuerzo por la conferencia. El motivo era que la estabiliza-
ción dificultaría sus planes de aumentar el poder adquisitivo interno mediante la de-
valuación del dólar. Resulta dudoso si la conferencia hubiera logrado algo tangible en
cualquier caso. A todos los países participantes les preocupaba obscsivamente su pr~
pia prcscrvación, pero el mensaje inesperado de Roosevelt puso fin a la discusión y
reforzó la convicción europea de que era imposible tr.tbajar con los estadounidenses.
En 1934, cuando el valor del dólar había caído al nivel que Rooscvelt considera-
ba lo bastante competitivo, abrazó la filosofia de reciprocidad de Hull y convenció al
Congreso para que aprobara la ley de Acuerdos Comerciales, que autorizaba al p
biemo a bajar los aranceles hasta un 50 por 100 para los países que estuvieran dispues-
tos a aceptar la reciprocidad. En los cuatro años siguientes, Hull negoció tratados de
reciprocidad con dieciocho pmcs, en su mayoría latinoamericanos. Los acuerdos
consiguieron cierta buena voluntad hacia los Estados Unidos, pero no cumplieron las
cspectativas de Hull de que aumentarían las importaciones estadounidenses y reavi-
varían el comercio mundial.
Aún más decepcionantes fueron los resultados de otra medida de política exterior:
el establecimiento de relaciones diplomáticas con la Unión Soviética. Los Estados
Unidos fue la única de las grandes potencias que retiró su reconocimiento al régimen
soviético debido a que alentaba la revolución mundial. era hostil hacia la religión y re-
pudiaba las deudas zaristas. Pero en 1933 los hombres de negocios esperaban que el re-
conocimiento ayudara a reavivar la economía al impulsar las exportaciones a Rusia.
También se creía que ésta seria un bastión contra Japón. Por todo ello, la apertura rusa
encontró una rápida respuesta y en noviembre de 1933 los Estados Unidos extendie-
ron formalmente el reconocimiento. A cambio, los rusos garantizaron la libertad reli-
giosa a los estadounidenses que estuvieran en la Unión Soviética, prometieron no par-
ticipar en actividades propagandísticas o subversivas en los Estados Unidos y acepta-
ron negociar un acuerdo sobre las deudas anteriores a 1917. Las esperanzas suscitadas
por éste se fiustraron de prisa. Todas las promesas soviéticas fueron incumplidas en
ciertos aspectos y tampoco se materializó el esperado incremento comercial.

446
En su discurso de investidura Rooscvelt había prometido seguir la «p<>lítica del
buen vecino, el vecino que se respeta firmemente a sí mismo y, debido a ello, respe-
ta los derechos de los demás». Aunque en un principio se pretendió que su aplicación
fuera general, esta política acabó asociada con América Latina e implicó continuar
con la política de retirada de C.OOlidge-Hoover. En la séptima conferencia panameri-
cana celebrada en Montevideo en diciembre de 1933, Hull firmó un pacto que esta-
blecía que •ningún estado tiene derecho a intervenir en los asuntos internos o exter-
nos de otro». El gobierno de Roosevelt demostró pronto que pretendía respetar este
compromiso. En 1934 los Estados Unidos y Cuba firmaron un tratado para revocar
la Enmienda Platt de 1903, que sancionaba su intervención; en 1936 se firmó un tra-
tado similar con Panamá. Mientras tanto, en agosto de 1934, dejaron Haití los últi-
mos marines y por vez primera en una generación ninguna parte de América Latina
estuvo bajo ocupación estadounidense. Los .liberales aplaudieron la política de retira-
da, pero pronto se quejaron de sus resultados. En casi todos los casos, y en especial
en Nicaragua, República Dominicana, Haití y Cuba, el fin de la ocupación estadou-
nidense fue la señal para el establecimiento de una dictadura represiva.
No obstante, al abandonar la intervención armada en América Latina, los Estados
Unidos no tenían intención de desistir de la posición privilegiada que disfiutaban en
ella. Los acuerdos comerciales de reciprocidad de Hull y el establecimiento del Ban-
co de Exportación e Importación en 1934 pueden considerarse como variantes de la
diplomacia del dólar. Sin duda estaban concebidos para fortalecer su influencia eco-
nómica. De todos modos, la política del •buen vccin0» marcó un cambio real. Cuan-
do estallaron disputas en países latinoamericanos en los que existía una inversión es-
tadounidense sustancial, se mostraron desacostumbradamente comedidos. En 1937
Bolivia confiscó las posesiones de la Standard Oil Company; en 1938 México expro-
pió casi toda la industria petrolera en manos extranjeras; en 1939 Venezuela deman-
dó regalías más elevadas a las compañías petroleras estadounidenses. En los tres ca-
sos, pero sobre todo en el mexicano, donde estaban en juego miles de millones de dó-
lares, los intere5es petroleros estadounidenses clamaron pidiendo la intervención.
Pero aunque el Departamento de Estado insistió en que se recibiera una indemniza-
ción adecuada y además se desquitó boicoteando la plata mexicana en los mercados
mundiales, no se volvió al palo duro. Preocupados por el aumento de la influencia
alemana e italiana en Suramérica, los Estados Unidos estaban ansiosos por promover
la unidad del hemisferio. Su éxito no fue completo, sobre todo porque Argentina no
quiso colaborar, pero en la conferencia panamericana celebrada en Lima en diciem-
bre de 1938, consiguieron la aceptación de lUla declaración para que, en el caso de
amenaza a •la paz, seguridad o integridad territorial de cualquier república america-
na•, los ministros de asuntos exteriores de las veintiuna repúblicas se reunieran para
consultar. A los Estados Unidos les habría gustado un compromiso mayor, pero fue
la primera vez que los países del hemisferio occidental acordaron una acción común.

AISLACONISMO TRIUNFANTE

Mientras tanto, el pacifismo y el aislacionismo habían alcanzado su punto culmi-


nante. Novelas, obras de teatro y películas resaltaban los horrores y la futilidad de la
guerra: entre ellas, A FllTt'llJál to Arms (Adiós a las armas, 1929) de Hemingway y Al
Quitt on the Western Front (Sm novedad m el.ftmJe orcúlmtal, 1929) de Erich Maria ~

447
marque e Idiol's Delight (La tlelicia dtl úliolll, ·1936) de Robert E. Shcrwood. Los clubes
femeninos hicieron campañas contra la fabricación de soldaditos de juguete y otros
símbolos del militarismo. Los estudiantes hicieron desfiles en favor de la paz y se p~
metieron no servir en la guerra. Muchos miembros del clero, que se habían señalado
por bendecir la cruzada de 1917-1918, juraron no repetir el error nunca más. Los es·
critos de historiadores «IeVi.sionistaS» como Harry Elmer Bames y Sidney B. Fay famj.
liarizaron a los intelectuales con la noción de que Alemania no había sido la única o
la principal responsable del estallido de la guerra en 1914. Luego, en 1934, llegó un
sensacional artículo de revista, «Anns and the Man» y un libro popular, Mm:hanJs tf
Dealh (Mercderts dt la 11111e11e), ambos culpando de las guerras a las maquinaciones de
los fabricantes de armas internacionales. Las organizaciones pacifistas como el C.On-
scjo Nacional para la Prevención de la Guerra (National C.Ouncil for the Prevention
ofWar) y la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad (Women's Inter·
national Lcague for Pcace and Frccdom) elevaron una demanda al C.Ongreso para que
investigara el tráfico de armas. En abril de 1934 el Senado nombró un comité de in-
vestigación especial dirigido por el republicano aislacionista Gcrald P. Nye, de D~
ta del Norte. Sus consideraciones exponían las actividades de cabildeo (lobbying) y las
prácticas dudosas de los fabricantes de municiones. También revelaban que los indus·
triales y financieros estadounidenses habían logrado cuantiosos beneficios durante la
Primera Guerra Mundial de la venta de armas a los aliados. Además, aunque no se
aportaban pruebas en su apoyo, el informe daba la impresión de que los Estados Uni-
dos habían entrado en la guerra en 1917 obligados por los banqueros de Wall Strcct
y los fabricantes de municiones. El libro más vendido de Walter Millis, The Road lo
Wm, 1914--1917, difundía un mensaje similar. Insistía en que los Estados Unidos no
habían ido a la guerra para defender idéales elevados o siquiera intereses nacionales,
sino que se habían visto envueltos en virtud de sus vínculos económicos con los afia.
dos. Para una generación absorta por las pROalpaciones económicas, esto resultaba
demasiado verosímil.
La derrota final de la propuesta para que los Estados Unidos se hicieran miem-
bros del Tribunal Internacional mostró la profundidad del sentimiento aislacionista.
Aunque se había establecido por el artículo XIV del C.Onvenio de la Sociedad de Na·
ciones para saldar las disputas internacionales, el Tribunal funcionaba con indepen-
dencia de ésta y la pertenencia estaba abierta a todas las naciones. Harding, C.OOlidgc
y Hoover habían esta.do a favor de tomar parte, pero los senadores aislacionistas se
opusieron a lo que consideraban una puerta trasera para entrar en la Sociedad e insis·
tieron en unas reservas que el resto de miembros del Tribunal hallaron inaceptables.
En 1930 ya se había ideado una fórmula para salvar las objeciones estadounidenses,
pero los aislacionistas bloquearon toda acción una y otra vez. Finalmente, en 1935
Rooscvelt convenció al Senado para que reconsiderara el asunto. Tenía confianza en
que podía obtener la aprobación para lo que se había convertido en un compromiso
muy rebajado. Pero en la atmósfera creada por la investigación del C.Omité Nye, los
aislacionistas, encabezados por el editor de periódicos Wtlliam Randolph Hearst y el
sacerdote de la radio Padre C.Oughlin, consiguieron remover la protesta popular. Ane-
gados por telegramas de protesta, unos veinte senadores que habían pensado votar
por el protocolo del Tribunal cambiaron de opinión y los votos finales (25 de enero
de 1935) estuvieron por debajo de la mayoria de dos tercios necesaria
Sin embargo, el resultado principal de la investigación del C.Omité Nye fue con·
vencer a los estadounidenses de la necesidad de asegurarse de que nunca más serian

448
aautrados a la guerra, como había sucedido en 1917. Éste fue el objetivo de las Leyes
labre la Neutralidad de 1935-1937, aprobadas todas por aplastantes mayorías en el
O>ngreso. La primera de la serie, aprobada en 1935 cuando Mussolini se preparaba
para atacar Etiopía, requería que el presidente, tan pronto como creyera que existía
un estado de guerra, declarara un embargo de armas contra todos los beligerantes y le
daba poder para advertir a los ciudadanos estadounidenses que no viajaran en barcos
beligerantes. Cuando se produjo el ataque italiano a Etiopía en octubre de 1935, el
gobierno pidió un embargo moral (es decir, voluntario) sobre los envíos de petróleo
y otros productos a Italia, pero se negó a colaborar con la Sociedad para imponer san·
ciones. En febrero de 1936 el Congreso aprobó una segunda ley sobre Neutralidad
que ampliaba un año más las disposiciones de la primera y prohibía los préstamos y
aéditos de guerra a los beligerantes. Una tercera ley, aprobada en mayo de 1937, re-
novó las prohibiciones anteriores, proscribió los viajes en barcos beligerantes y aña-
dió una disposición sobre •cobro y transporte» que otorgaba autoridad al presidente
para requerir de los beligerantes el pago en metálico de todos los materiales compra·
dos a los Estados Unidos y transportarlos en sus propias embarcaciones. A Roosevelt
no le convenáan las Leyes sobre la Neutralidad, sobre todo por sus progresivas limi-
tleiones a la discreción presidencial y su insistencia en que todos los beligerantes, ya
fueran agresores o víctimas del ataque, debían recibir el mismo trato. Pero el senti·
miento antibelicista era tan fuerte que se sintió obligado a someter el control de lapo-
litica exterior a los congresistas aislacionistas.
Mientras se realizaba el debate acerca de la legislación sobre la neutralidad, la si-
tuación internacional se hizo cada vez más amenazante. Alemania remilitariz6 la
zona del Rin (1935), Italia completó la conquista de Etiopía. se intemacionaliz6 la lu·
cha de la guerra civil española, se formó el eje Roma-Berlín (1936) yun enfrcntamien·
to entre soldados japoneses y chinos cerca del Puente de Marco Polo, justo al norte
de Pekín, escaló a hostilidades abiertas (1937).
Roosevelt, alarmado, prestó por primera vez toda su atención a los asuntos exte-
riores. Basándose en que no había existido una declaración formal, decidió no rec~
nocer que había un estado de guerra en China y así evitó tener que imponer d cm·
bargo de armas requerido por la Ley sobre la Neutralidad, paso que habría perjudica·
do a China y ayudado a Japón. Luego, en un discurso pronunciado en Chic:ago
el 5 de octubre de 1937, el presidente deploró la creciente epidemia de ilegalidad in·
temacional, afirmó que cd aislacionismo y la neutralidad soloS» no ofrecían una salí·
da y en un pasaje espectacular que atrajo la atención mundial, pidió a las naciones
amantes de la paz que pusieran en •cuarentena» a los agresores. Q.iizás tratara de alec-
cionar a sus conciudadanos acerca de las realidades de la situación internacional, pero
su propuesta sobre la cuarentena continuó siendo oscura. No existen pruebas de que
estuviera considerando aplicar sanciones económicas u otras medidas más fuertes
contra Japón. Puede que pensara en romper las relaciones diplomáticas o quizás sólo
reflexionara en voz alta. De todos modos, cuando sus acciones provocaron una reac·
ción pública hostil, de inmediato negó toda intención de comprometer a los Estados
Unidos con la seguridad colectiva.
El pueblo estadounidense no estaba más dispuesto a librar una guerra en Asia en
1937 que lo había estado en 1932 -o incluso a arriesgarse a ell~ y Roosevelt no
era el hombre que se opondría a una opinión pública expresada con tanto ahínco.
Por ello, se rechazaron los intentos británicos de iniciar una acción conjunta angl~
estadounidense contra Japón. Y aunque los Estados Unidos tomaron parte en la con·

449
ferencia de Bruselas convocada en noviembre de 1937 para considerar la conducta ja-
ponesa, no se mostraron más dispuestos que los demás participantes a ir más allá de
la condena moral. Ello demostró la impotencia occidental y pattee haber alentado a
los militaristas japoneses para cometer un nuevo ultraje. El 12 de diciembre de 1937,
sus aeroplanos bombardearon y hundieron caprichosamente la lancha cañonera esta·
dounidense P""'!Y en el río Yangzc. Hubo una breve explosión de cólera popular en
los Estados Unidos pero, en contraste con lo que había sucedido tras el hundimien-
to del Maine en 1898, una ausencia notable de fiebre bélica. De hecho, la reacción do-
minante fue pedir la retirada de todos los barcos y hombres estadounidenses del Le-
jano Oriente. El gobierno se contentó con una protesta y cuando los japoneses se dis-
culparon y prometieron pagar una indemnización, se declaró concluido el incidente.
El hundimiento del P""'!Y también tuvo como consecuencia llevar a las puertas
de la Cámara una enmienda constitucional que permanecía atorada en un comité du-
rante muchos meses. Respaldada por el congresista Louis Ludlow, demócrata de In·
diana, establecía que, excepto en el caso de invasión, el Congreso sólo podría decla-
rar la guem una vez que le hubiera dado la aprobación un referéndum nacional. Los
sondeos de opinión mostraban que la propuesta disfrutaba de un respaldo público
masivo y parecía segura su aprobación. Pero Roosevelt objetó que ese referendo «de-
bilitaría al presidente para poder dirigir nuestras relaciones exteriores y[...) fomenta·
ría que las demás naciones creyeran que podían violar los derechos estadounidenses
con impunidad•. La presión de la Casa Blanca dio como resultado la derrota de la en·
mienda Ludlow el 10 de enero de 1938 por una votación de 209 contra 188. Pero la
estrechez del margen reveló la persistencia del aislacionismo y la fuerza de la oposi-
ción al control presidencial de la política exterior.
A pesar de sus dudas y precauciones, Roosevelt continuó tratando de encontrar
modos de contestar la agresión. En enero de 1938 sondeó a Londres en secreto, aun·
que con cierta frialdad, acerca de celebrar una conferencia internacional para promul-
gar normas consensuadas de conducta internacional, reducir los annamentos y pro-
mover la estabilidad económica facilitando el acceso a las materias primas. Pero el pri·
mer ministro británico, Neville Chambcrlain, desechó la iniciativa porque interferirla
con su política de pacificación. En cualquier caso, creyó, probablemente con acierto,
que era más sabio no esperar de los «estadounidenses algo más que palabras». Para en·
tonces la amenaza totalitarista en Europa comenzaba a opacar el conflicto asiático.
La anexión efectuada por Hitler de Austria en marzo de 1938 fue el preludio de una
campaña de amenazas contra Checoslovaquia. En septiembre, el Acuerdo de Munich
evitó la guem sólo porque los checos, presionados por Gran Bretaña y Francia, cedie-
ron a las demandas de Hitler. Seis meses después, éste engulló lo que restaba de Che-
coslovaquia y comenzó una guem de nervios contra Polonia.
Ahora que la guem era inminente, los estadounidenses estaban más detennina-
dos que nunca a mantenerse al margen, pero se habían dado cuenta con disgusto de
su debilidad y vulnerabilidad militar. Por ello, hubo relativamente poca oposición, in-
cluso de los aislacionistas, cuando .en enero de 1938 Roosevelt pidió con retraso el
rearme naval. El Congreso respondió con la ley sobre la Expansión Naval de mayo
de 1938, que autorizaba el gasto en la siguiente década de más de mil millones de dó-
lares para crear una armada igual a las flotas de Alemania, Italia y Japón juntas. Pese
a ser la mayor asignación naval en tiempos de paz que se había votado, era menos im-
presionante de lo que parecía: suponía sólo un aumento del 20 por 100 del progra·
ma de construcción naval en ejecución. A comienzos de 1939 el presidente consiguió

450
aoa asignación adicional de 525 millones, destinados en su mayoría a fortalecer las
Mmsas aéreas. Pero sus esfuerzos para convencer al Congreso de que revocara las
6posiciones sobre el embargo de armas de la ley sobre la Neutralidad de 1937 rcsul-
13ron infiuctuosos. El 5 de agosto de 1939, menos de un mes antes de que Hitler in-
.diera Polonia, el Congreso clausuró la sesión sin haber actuado.
De este modo, la política estadounidense de los años treinta no fue nada heroica.
Distraídos por la depresión y desilusionados por sus c:xpcricncias en la Primera Guc-
m Mundial, los Estados Unidos no hicieron mucho por detener a los dictadores o
mimar a otros a hacerlo. De hecho, puede que su política haya ayudado sin quererlo
a las potencias del Eje y reforzado la contemporización británica y francesa. No obs-
tante, debe recordarse que en Europa hubo actitudes similares y menos excusables,
sobre todo en Gran Bretaña. Las miras de la política británica no fueron menos cstre-
dw o timoratas y la opinión pública, igual de lenta para reaccionar a la amenaza to-
talitaria, dispuesta a cada paso a sostener que el Tratado de Vcrsalles había sido injus-
to y que Alemania y sus aliados del Eje tenían agravios legítimos. En tales circunstan-
cias, es dificil culpar a los Estados Unidos, mucho más lejos y aparentemente a salvo
del ataque, de no haber tomado la delantera.

DESAFfos AL AISLACIONISMO

Cuando estalló la guerra en 1939, Roosevelt emitió una proclamación de neutta-


lidad pero, a diferencia de Wtlson en 1914, se abstuvo significativamente de instar a
los estadounidenses a ser neuttales en pensamiento y en acción. La mayoría de ellos,
aunque determinados a permanecer fuera de la guerra, esperaban con fervor la victo-
ria aliada. Ansioso de enconttar algún medio de enviar armas y otras provisiones a los
aliados, Roosevelt convocó una sesión especial del Congreso para revisar la legisla-
ción sobre la neutralidad. Tras seis semanas de debate tormentoso, el Congreso ap~
bó una nueva'Ley sobre la Neutralidad (4 de.noviembre de 1939) que revocaba el em-
bargo de armas y permitía a los beligerantes comprarlas pagándolas al contado y ocu-
pándose del transporte. Pero mantuvo la prohibición sobre los préstamos a las
naciones en guerra y, en una nueva disposición, vetó a sus ban:os enttar en ciertas
•zonas de combate» que serían designadas por el presidente. Así pues, aunque .Ro<>-
sevelt obtuvo en esencia lo que quería, tuvo que hacer concesiones a los aislacionis-
tas. Casi todos los estadounidenses se sintieron satisfechos con el compromiso. Te-
nían confianza en que, con la ayuda limitada que ahora quedaba disponible, Gran
Bretaña y Francia serían plenamente capaces de vencer a Hitler.
Estas asunciones optimistas se hicieron añicos en la primavera de 1940, cuando
las fuerzas nazis atacaron y ocuparon de forma sucesiva Dinamarca y Noruega, arra-
saron Holanda, Bélgica y Luxcmbwgo, mojaron al mar al ejército inglés en Dun-
kcrque, tomaron Paris y forzaron a Francia a capitular. Su caída him vacilar a los es-
tadounidenses. De improviso se dieron cuenta de que su país estaba en peligro. Po-
cos esperaban un ataque alemán, pero los triunfos nazis socavaron toda la base del
pensamiento csttatégico estadounidense, a saber, la asunción implícita de que las lí-
neas marítimas del Atlántico pennancccrfan en manos amigas. Sin embargo, ahora
sólo quedaba Gran Bretaña entre Hitler y el dominio completo de Europa Occiden-
tal. Si era vencida, y parecía muy probable, la agresiva Alemania controlarfa todo el
Atlántico oriental y, junto con su aliada fascista Italia, que enbÓ en la guerra en juni9

451
de 1940, d Mediterráneo y la costa dd Norte de A&ica. AdenW, si Ja,, potencias del
Eje se hadan con wflow británica y francesa, tendrían una superioridad naval apw·
tante sobre los Estados Unidos.
La primera reacción de Roosevelt ante los desastres europeos fue fortalecer wde-
fensas de la nación. Pidió y obtuvo unas ingentes asignaciones adicionales para am·
pliar d ejército y la armada. y para incrementar la producción de aviones a 50.000
anuales. En junio de 1940 estableció d Comité de Defensa Nacional para coordinar
d trabajo sobre nuevas armas. (Fue d organismo que acabó desarrollando la espoleta
de proximidad y la bomba atómica.) En septiembre, sin tener en cuenta una andana-
da de aíticas aislacionistas, pidió al Congreso una Ley sobre Servicio Militar e lns·
b'Ucción Obligatoria. Su aprobación significó que, por primera vez, los Estados Uni·
dos tuvieran reclutamiento obligatorio en tiempos de paz.
Mientras tanto, en un discurso pronunciado en Charlottesville (Vu:ginia) el 10 de
junio de 1940, el piesidente anunció una política de ayuda resudta a Gran Bretaña.
Utiliundo un ingenioso pretexto legal para rodear la ley sobre la Neutralidad, orde-
nó a los Departamentos de Guerra y Estado transferir aeroplanos, annas y municio-
nes «acedentarias• a los británicos, cuyo ejército había perdido la mayor parte de su
equipo en Dunkerque y que ahora se enfrentaban al ataque aéreo, el bloqueo subma-
rino y la invasión. No obstante, cuando Wmston Churchill pidió urgentemente cin·
cuenta dcsb'Uctores antiguos para proteger la línea de abastecimiento atlántica, d pre-
sidente vaciló. Sabía que habría una formidable oposición aislacionista ante un acto
tan contrario a la neutralidad, pero la sugerencia de que los destruct<?res se intercam·
biaran por bases en w posesiones británicas dd hemisferio occidental ofreció un ca-
mino para llevarlo a cabo. El 2 de septiembre de 1940, mediante un acuerdo del eje-
cutivo que le permitía saltarse al Congreso, Roosevdt envió a Gran Bretaña cincucn·
ta destructores de la Primera Guerra Mundial a cambio de la cesión durante noventa
y nueve años de bases navales y aéreas en seis colonias británicas entre las Bahamas y
la Guyana británica. Además, los británicos concedieron cesiones similares en Ber·
mudas y Terranova de regalo y, en respuesta a los deseos estadounidenses, Churchill
se comprometió a no echar a pique o rendir la Marina Real. Estos acuerdos permitie-
ron a Roosevclt sostener que la transacción incrementaba la seguridad estadouniden·
se a un coste pequeño. La mayoría de la gente reconoció que las bases eran un impor-
tante instrumento defensivo, pero muchos cuestionaron d modo indirecto que Roo-
sevdt había ideado para el intercambio.
Sus intentos para que la opinión pública percibiera d peligro nacional se vieron
reforzados en gran medida por los dd Comité para Defender América Mediante la
Ayuda a los Aliados (Committce to Defend Amcrica by Aidind the Allies). Fundado
en mayo de 1940 bajo la diRcción dd veterano editor de periódicos de Kansas Wi·
lliam Allcn White, puso en práctica una efectiva campaña de propaganda resaltando
que Gran Bretaña era la primera línea de la defensa estadounidense e instando a pres·
tar toda la ayuda posible sin entrar en la guerra. El Comité encontró mucho apoyo
en w Cosw Este y Oeste y en d Sur, sobre todo entre los estadounidenses de vieja
cepa que tenían vínculos con Gran Bretaña y entre los grupos étnicos, en particular
los judíos, cuyos conciudadanos habían sufrido a manos de Hitler. Pero la mayoría
de quienes lo apoyaban, incluido White, eran contrarios a que los Estados Unidos en·
traran en la guerra, aunque una facción militante, d Grupo Centuria, con base en
Nueva York, predicaba una intervención abierta.
La oposición organizada a la política exterior dd presidente provino del Comité

452
América Primero, que cobró existencia dos días después de que se anunciara el intcr-
ambio de destructores por bases. Promovido por un grupo de empresarios de
a.icago, obtuvo el respaldo de hombra prominentes como el antiguo presidente
Hoover, el célebre aviador Charles A Lindbergh y los senadores aislacionistas Gerald
P. Nye y Burton K. Wheeler. Aunque no era completamente regional o partidista,
donde más seguidores tenía el movimiento era en el Medio Oeste, cuyo aislacionis·
mo se basaba en la lejanía de todo enemigo potencial, y en el Partido Republicano,
que desconfiaba de la política de Roosevelt, ya fuera interna o exterior. C.Omo creían
que Hitler no suponía una amenaza para su seguridad, los partidarios de este comité
p11etendían mantenerse fuera de la guerra y evitar los riesgos que suponía ayudar a
Gnn Bretaña, pero también levantar una defensa estadounidense inexpugnable. No
había nada absurdo o poco patriótico en esa actitud, aunque quienes los criticaban
afirmaban con vehemencia lo contrario. No obstante, el apoyo de elementos cuestio-
nables puso en aprietos al movimiento y empañó su iq>ut:ación: coughlinitas y otros
mtisemitas, comunistas (hasta que la Unión Soviética fue invadida) y simpatizantes
nazis como la C.Onfederación Germano-Americana (Gennan·American Bund).
A medida que se fueron acercando las elecciones presidenciales de 1940, empeza-
ron a predominar los temas de política exterior. En un primer momento pareció que
la postulación iq>ublicma estaba entre Thomas E. Dewey, el joven fiscal de distrito
de Nueva York. y el senador Robert A Taft, de Ohio, enemigo incesante del Nuevo
Trato y la política exterior de Roosevelt Pero cuando los nazis invadieron Europa, su
inexperiencia en asuntos exteriores dañó sus posibilidades. Tampoco el aislacionismo
estrecho de Taft pattda concordar con el talante nacional. En lugar de aceptarlo, los
apublicanos del Este que antes habían estado a favor de Dewey pasaron a apoyar a
un extraño de la política, Wendell L Wtllkie, de Indiana, abogado de empresa y di-
RCtivo de servicios públicos internacionalista de criterios amplios, cuyos seguidores,
en su mayoría jóvenes y aficionados, habían montado una campaña popular muy lo-
grada. Para sorpresa de todos, Wtllkie fue postulado en la sexta votación. Hasta que
los demócra~ se reunieron en julio, el enigmático silencio de Roosevelt sobre un po-
sible tercer mandato hizo dificil predecir quién seria el rival de Wtllkie. Algunos
historiadores piensan que el presidente había decidido con mucha antelación presen-
tarse a la reelección pero, con sus rodeos caract.crístioos, trató de acabar con las posi-
bilidades de sus rivales potenciales, aun cuando pattda alentar a algunos. Otros sos-
tienen que deseaba retirarse de veras, pero cuando vio que no surgía ningún sucesor
claro, concluyó a duras penas que su candidatura era el único modo de mantener al
partido en manos liberales y asegurar la continuidad del liderazgo en un momento de
crisis internacional. De todos modos, cuando Rooscvelt indicó por fin su disponibi-
lidad, los demócratas desafiaron la tradición de dos mandatos y lo postularon de for-
ma aplastante. C.On bastante menos entusiasmo aceptaron a quien había elegido para
candidato viceprcsidencial, el secretario de Agricultura Henry A Wallace, un liberal
avanzado.
Aunque los dos candidatos coincidían en esencia sobre la política exterior, ésta se
convirtió en el principal tema de campaña. Wtllkie denunció que la reelección de
Roosevclt sumiría al país en la guerra antes de seis meses; éste, alarmado porque su ri-
val hubiera hallado un tema atractivo, replicó con la extravagante promesa de que los
jóvenes estadounidenses «no serían enviados a una guerra extranjera•. No obstante,
parece haber persistido la impresión de que los demócratas eran menos aislacionistas
que los republicanos. De todos modos, Roosevelt fue abandonado por muchos vo-

453
tantes gmnano-cstadounidcns ítalo-estadounidenses e irlandés-estadounidenses,
aunque se hizo con el apoyo de los polaco-estadounidenses y otros curo~ orienta-
les cuyos países de origen habían sido invadidos. Al final Roosevelt ganó sin apuros,
pero Will.lrie obtuvo mucho mejores resultados que Landon en 1936 y ~bró gran
parte de los votos agrarios de estados tq>Ublicanos tradicionales del Medio Oeste.

Los PRÉSrAMOS Y AIUUENDOS Y SUS CONSECUENCIAS

Inmediatamente después de su n:clección, Roosevelt descubrió que seria necesa-


rio ir más allá de las estratagemas legales que había venido utilizando para ayudar a
Gran Bretaña, que necesitaba con desesperación suministros bélicos, pero se estaba
quedando sin dinero o más bien sin oro ni dólares. No obstante, la ley Johnson
de 1934 prohibía los pRstanios a gobiernos que hubieran inmmplido el pago de sus
deudas contraídas en la Primera Guerra Mundial y cabía la duda de que el Congreso
la revocara, al menos sin una disputa prolongada. En busca de un modo que permi-
tiera a los &tados Unidos convertirse en «el arsenal de la democracia• --expresión
que empleó en una charla infonnal el 29 de diciembre de 1940-, el presidente se
acogió a la nueva y osada fórmula de prestar bienes en lugar de dinero. Cuando el
Congreso se reunió en enero de 1941, le envió el bonador de un proyecto de ley so-
bre pRstamos y arriendos que le autorizaría a vender, arrendar o prestar, en los térmi-
nos que creyera adecuados, armas, municiones, alimentos y otros suministros bélicos
a cualquier país cuya defensa considerara vital para la de los &tado5 Unidos. Siguie-
ron dos meses de debate mordaz. Wheeler, Taft y otros aislacionistas denunciaron la
propuesta como un cheque en blanco para librar una guena no declarada. Para supe-
rar la oposición del Congreso y demostrar a un escéptico publico estadounidense que
Gran Bretaña estaba en realidad al borde de la bancarrota, el gobierno instó la venta
de todas las inversiones británicas de titularidad privada existentes en los &lados
Unidos. Churchill puso reparos pero, piaionado, aceptó a duras penas vender una
importante propiedad británica, la American Vtscose Corporation, a un precio, como
después se supo, muy por debajo de su valor intrinseco. Al final la Ley de Préstamos
y Arrendamientos fue aprobada por el Congreso sin dificultades y fue firmada por el
presidente el 11 de marzo de 1941. La famosa descripción que de ella hizo Churchill
como •la ley financiera menos egoísta y mezquina de un país en toda la historia• no
representó sus verdaderos sentimientos, ya que se resintió de la venta forzada como
una maniobra política innecesaria. Pero a la larga lo consideró un precio insignifican-
te que había que pagar por una ayuda de préstamos y arrendamientos de 7.000 millo-
nes de dólares.
Aunque ello resolvió los problemas financieros del suministro a Gran Bretaña, ha-
bria carecido de efecto si no se podían mantener abiertas las rutas maritimas atlánti-
cas. En la primavera de 1941 los submarinos alemanes hundían 500.000 Tm de bar-
cos al mes, el doble que los astilleros británicos y estadounidenses podían fabricar.
Aunque seguía resistiéndose a actuar de forma decisiva, Roosevelt emprendió una se-
rie de pasos que llevaron paulatinamente a los &lados Unidos a introducirse en la ba-
talla del Atlántico. Al justificar sus acciones ante el Congreso y d pueblo, el presiden-
te solió mostrar falta de fianqueza, aunque la acusación planteada por historiadores
contrarios de que «mintió al país para introducirlo en la guerra• no merece una con-
sideración seria. En marzo de 1941 concedió penniso para que se repararan en diques

454
-.lounidenses los buques de guerra británicos dañados y para que los pilotos de
.RAF se adiestraran en Florida. En abril extendió la zona de neutralidad hemisféri-
GI. proclamada en Panamá en 1939, a la mitad del Atlántico, ordenó a sus patJUllcras
Mir la zona en busca de submarinos alemanes e infonnar de su presencia a los bu-
ques de guerra británicos, y envió fuenas estadounidenses a Groenlandia. En junio,
anitió una disposición del ejecutivo que inmovilizaba todas las posesiones alemanas
~ ialianas en los Estados Unidos. A comí~ de julio, por acuerdo con el gobierno
de Islandia, los marines desemban:aron para impedir la ocupación alemana. Esto dio
11 presidente un pretexto para ordenar en septiembre la escolta de los buques estadou-
aidmses hasta Islandia. Mientras tanto, iba tomando forma una alianza informal an·
~ounidense. Las conversaciones secretas mantenidas en Washington en la pri-
mavera de 1941 entre altos cargos de ambos países dieron como resultado un acuer-
do sobre la estrategia que debía seguirse si los &tados Unidos entraban en la guerra.
Luego, en agosto, Roosevelt y Churc:bill, que habían venido manteniendo correspon·
ciencia privada desde 1939, celebraron la primera de sus reuniones en tiempos de gue-
m frente a la costa de Terranova. Roosevelt no entraría en compromisos militares,
pero se uniría a Churc:bill para emitir un comunicado de prensa que se conocería
como la Carta del Atlántico. No era una declaración de objetivos bélicos, sino de
pincipios generales, entre los que se incluían la autodeterminación nacional, el igual
acceso al comercio y las materias primas, la colaboración internacional para el progre-
so económico y la seguridad social, supresión del miedo y la necesidad, libertad de
los mares y desarme. A pesar de la publicidad que obtuvo su nacimiento, esta Carta
estaba destinada a carecer de influencia sobre el acuerdo de posguerra. Pero no había
¡ftCedentes de que un país que seguía siendo técnicamente neutral se uniera con un
~te para emitir un documento semejante, a pesar de su vaguedad y carácter
IDOCUO.
Aún ahora Roosevelt vacilaba si dar un paso que comprometería a los &tados
Unidos a la bel.igcrancia plena, no sólo por el sentimiento aislacionista, a pesar de lo
persistente que era. También su propia decisión le mantenía apartado. Pero al igual
que la Ley sobre Préstamos y Arrendamientos había llevado a la escolta, ésta condu-
jo a las hostilidades abiertas. FJ 4 de septiembre de 1941, un submarino alemán, fren-
te a Wandia, disparó dos toipedos sin alcanzarlo al destructor estadounidense Gmr,
que respondió con dos cargas de profundidad. Roosevelt, ocultando que el Grter, ha-
bía estado persiguiendo al submarino e informando de su posición a los británicos,
interpretó el incidente como un acto de piratería y aprovechó la oportunidad para
anunciar que a partir de entonces los submarinos del Eje que se encontraran en las
aguas patrulladas por los &tados Unidos serían hundidos sin previo aviso. El 9 de oc-
tubre el presidente pidió al Congreso que revisara la ley sobre Neutralidad para que
pennitiera el armamento de los buques mercantes y para que pudieran navegar a
puertos beligerantes. Durante el debate, el destructor estadounidense Klllmey fue ata-
cado y se perdieron once vidas (17 de octubn:); y fue hundido el destructor Ralben ja-
mes, resultando muertas 115 personas de su tripulación (31 de octubre). Una semana
después, por escasa mayoría, el Congreso retiró lo que quedaba de las leyes de neu-
tralidad, menos la prohibición sobre los prestamos a bel.igcrantes y los viajes en bar-
cos bel.igcrantes. Ahora quedaba el camino expedito para que los barcos mercantes es-
tadounidenses, con cualquier tipo de mercancía, incluidas las municiones, entraran
en las zonas de combate.
De este modo, para el otoño de 1941 los &tados Unidos se habían visto involu-

455
erados en una gucna naval no declarada con Alemania. Hitler habria estado plena-
mente justificado para tomar drásticas represalias, pero rehuyó hacerlo. C.omo había
invadido la Unión Soviética en junio y tenía a sus ejércitos sitiando Moscú y Lcnin·
grado, deseaba a toda costa, de momento, evitar la beligerancia estadounidense. La
virtual ievocación de la Ley sobre Neutralidad pronto le habría fmzado a ordenar el
hundimiento sistemático de las embarcaciones estadounidenses, sobre todo debido a
que Rooscvelt había extendido el préstamo y arrendamiento a Rusia. Pero es simple
especulación. La guerra no iba a llegar a los Estados Unidos desde el Atlántico, sino
desde el Pacífico.

EL CAMINO HACIA PEAlu. ffARBoR


Casi desde el inicio de la Segunda Gucna Mundial, los Estados Unidos y Japón
siguieron una trayectoria que llevaba a la colisión. A los primeros cada vez les alarma-
ron más los designios agresivos del segundo y creció su ansiedad por encontrar algún
medio de detenerlo. No obstante, la actitud del gobierno fue tan cauta y vacilante
como la mantenida hacia Alemania, por las mismas razones. Roosevelt no estaba dis-
puesto a permitir que Japón dominara el sureste asiático pero, debido a la fuena del
aislacionismo y su propia repulsa hacia la guerra, no reaccionó con hechos a sus juga-
das. La primera llegó en la primavera de 1940, después de que los triunfos nazis en
Europa Occidental hubieran abierto su apetito. C.on Francia y los Países Bajos postra-
dos, los japoneses tenían una oportunidad de oro para extender su «Nuevo Orden•
en el este de Asia. Agilizaron su guerra contra China y comenzaron a lanzar miradas
codiciosas sobre la Indochina francesa y las Indias Orientales holandesas, con sus ri·
cos recursos de petróleo y caucho. Después de presionar a los ingleses para que cerra-
ran la carretera de Binnania, la principal ruta de suministro para la China nacionalis·
ta, obligaron al gobierno de Vichy a que les otorgara bases en el norte de Indochina.
Luego, en septiembre de 1940, establecieron una alianza militar con Alemania e Ita-
lia. La opinión pública estadounidense, aunque poco dispuesta a ir a la guerra contra
Japón, estaba a favor, sin embargo, de negarle las materias primas que necesitaban
para librar la guerra en China. En consecuencia, Roosevelt recibió los movimientos
japoneses hacia el sur aplicándole sanciones económicas de forma gradual. En julio
de 1940 prohibió la exportación sin licencia de una serie de materiales estratégicos,
incluido el petróleo; en septiembre proclamó un embargo absoluto sobre todos los
tipos de recortes de hierro y acero, excepto al hemisferio occidental y Gran Bretaña;
en diciembre cortó las máquúw hmamientas, los productos químicos y algunos
otros materiales de guerra vitales. Los Estados Unidos también incrementaron su ayu-
da a China, alentaron a los británicos para que reabrieran la carretera de Birmania
-lo que hicieron-y advirtieron a los japoneses de las graves consecuencias que ten-
dría cualquier movimiento contra las posesiones británicas u holandesas en el Lejano
Oriente.
Ninguno de estos pasos tuvo efectos discernibles en los cxpansionistas japoneses.
Lo que los detuvo por algún tiempo fue el temor a que, si se ponían en guerra con
los Estados Unidos, la Unión Soviética los atacara por la frontera de Manchuria. Pero
el Pacto de Neutralidad firmado con ésta en abril de 1941 y, aún más, el ataque de
Hitler a Rusia dos meses después hizo desaparecer esta amenaza. De inmediato, los
japoneses presentaron nuevas demandas a Vichy y consiguieron bases en el sur de In-

456
clochina. Ello parecía augurar un ataque sobre Malaisia y las Indias Orientales holan·
clesas. En consecuencia, el 26 de julio Roosevdt inmovilizó todas las posesiones japo-
nesas en los Estados Unidos, cerró el Canal de Panamá a sus embarcaciones y movi·
liz6 las milicias filipinas. Luego, el 1 de agosto, dio el paso fundamental de prohibir
las eq><>rtaciones de petróleo a Japón. Los gobicmos británico y holandés hicieron lo
mismo, con lo que había un embargo de petróleo casi mundial contra éste. Puesto
que sus reservas sólo durarían dieciocho meses como mucho, al gobierno de Tokio no
le quedaba más remedio que abandonar sus sueños cxpansionistas o ir a la guerra
para conquistar los suministros que su maquinaria bélica necesitaba.
Los militaristas de Tokio deseaban avanzar sin miedo, pero sus dirigentes navales
querían evitar a toda costa una guerra que temían perder. A sus instancias, el primer
ministro Konoye renovó el intento, intermitente desde marzo, de alcanzar un acuer·
do negociado con los Estados Unidos. Los japoneses estaban dispuestos a prometer
que limitarían su expansión en el sureste asiático y que se retirarían de Indochina una
vez saldado el «incidente chino•. En contrapartida, pedían el fin de la ayuda estadou·
nidense a Chiang Kai-sheck, la retirada de la inmovilización sobre las posesiones ja-
ponesas y el restablecimiento de los suministros de petróleo. La réplica estadouniden·
se, enviada el 3 de septiembre de 1941, rechazaba todas estas propuestas, insistía en
que Japón retirara sus tropas de China y anulaba el pacto tripartito con Alemania e
Italia. Más tarde los críticos de Roosevelt alegarían que era un partidario decidido de
la guerra y que rechazó el acercamiento de Konoye para obligar a los japoneses a pro-
pinar el primer golpe. Pero esta teoría no soporta el examen. El presidente y sus con·
sejeros querían preservar la paz en el Pacífico, pero no a costa de China. Además, es·
taban convencidos de que los japoneses estaban fanfarroneando.
La inflexibilidad de Roosevclt fue algo llovido del cielo para los militaristas japo-
neses. El 6 de septiembre de 1941, una C:Onferencia Imperial reunida en Tokio acor·
dó dar a la diplomacia una última oportunidad para lograr la aceptación de sus de-
mandas, pero recurrir a la guerra si no había resultados satisfactorios antes de comien·
zos de octubre, fecha límite que después se extendió a inicios de diciembre. De
hecho, las negociaciones continuaron hasta el estallido de la guerra, pero ninguna de
las partes se movería sobre el tema básico de China. El 26 de noviembre, tras el recha·
zo de sus condiciones finales, el gabinete japonés confirmó la decisión de iniciar la
guerra. El 7 de diciembre sus aeroplanos efectuaron un devastador ataque por sorpre-
sa de la base naval estadounidense situada en Pearl Harbor (Hawai). En menos de no-
venta minutos, el grueso de la flota estadounidense en el Pacífico fue destruido o
inmovilizado. De forma simultánea, las fuerzas navales japonesas atacaron Siam, las
Filipinas, Malaisia y las Indias Orientales holandesas. El ataque a Pearl Harbor, efec.
tuado sin una declaración de guerra previa, suscitó la indignación universal en los Es·
tados Unidos. Hasta los más acérrimos críticos de Roosevelt aceptaron la necesidad
de tomarse la revancha. El día después de la agresión el C:Ongrcso aprobó una resolu·
ción (sólo con un voto disidente en la Cámara) que declaraba el estado de guerra exis·
tente con Japón. Aunque sus compañeros del Eje, Alemania e Italia, no habían cono-
cido sus intenciones ofensivas, ambos declararon la guerra a los Estados Unidos
el 11 de diciembre. ·
Después se desató la controversia sobre la responsabilidad por el desastre de Pearl
Harbor. Se preguntó por qué el ataque no pudo prevenirse ni se tomaron medidas
adecuadas para rechazarlo, sobre todo cuando los expertos estadounidenses, que ha·
bían descifrado el código diplomático japonés, habían estado al corriente de los men·

457
sajes secretos pasados entre Tokio y sus reprcsent.antes en los Estados Unidos. Algu·
nos historiadores «revisionista.P, ansiosos por denigrar a Roosevclt, le han acusado de
que sabía a ciencia cierta lo que pretendían los japoneses, pero expuso a la flota de
fonna deliberada para atraerlos a una acción que uniría a la nación tras él. Pero es una
sugcmicia fantasiosa y absurda por naturaleza. Sin duda, el gobierno de Roosevelt sa·
bía que los japoneses estaban a punto de emprender la ofensiva, pero los despachos
interceptados no daban pistas sobre dónde se efectuaría el golpe. Los dirigentes esta-
dounidenses creían de modo unánime que pramdían atacar Malaisia, las Indias
Orientales holandesas y posiblemente las Filipinas. Pocos pensaban que serian t.an
osados como para atacar Hawai. Casi nadie concebía que tuvieran la capacidad de ha-
cer todo ello de fonna simultánea. La razón básica de la debacle de Pearl Harbor no
fue un complot maquiav~lico, sino un cálculo erróneo y &Ita de entendimiento, uní·
do a la negligencia y el infortunio. El material de los mensajes interceptados y desco-
dificados no se evaluó de fonna apropiada o se distribuyó con efectividad. Los man·
dos de campo de Hawai debían haber tomado más precauciones. Por último, cuan·
do d radar del ejército de Hawai captó la aproximación de aeroplanos japoneses no
se hizo nada porque se pensó que eran B-17 estadounidenses. En consecuencia, d
acto traidor que sumió a los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial les dejó
debilitados en el Pacífico durante un tiempo.

458
CAPtnn.o XXV

La guerra mundial, 1941-1945

l.As UBE.KI'ADES CMW EN TIEMPOS BIDJCOS

Nunca habían estado los estadounidenses más determinados o más unidos para
tomar las armas que en diciembre de 1941. Aunque su mayor deseo había sido man-
tenerse al margen del conflicto, el ataque a Pcarl Harbor alineó a toda la nación en fa-
vor del esfuerzo bélico. En contraste con 1917, fueron a la guerra con un estado de
ánimo sobrio y realista. C.Onsidcraban la batalla necesaria para su supervivencia y no
una cruzada en favor de la justicia internacional. Por ello, apenas hubo intolerancia o
los excesos histéricos de la Primera Guerra Mundial. De los dos grupos mayores de
c:manjeros encmigos-700.000 italianos y 300.000 alemanes-, sólo algunos cente-
nares fueron recluidos; el resto fue aceptado sin reservas en las industrias bélicas y las
fuCIZaS armadas.
Sin embargo, hubo una excepción importante al pattón dominante de conten-
ción: la retirada forzosa y el encarcelamiento de los japoneses de la C.Osta Oeste. Pearl
Harbor intensificó mucho una animosidad que se había sentido desde hacía tiempo
hacia los japoneses en California y otros estados de la costa pacífica. Rumores gene-
ralizados, aunque inmotivados, sobre sabotajes y espionaje de los japonés-estadouni-
denses generaron demandas para que el gobierno actuara contra una supuesta quinta
columna. El 21 de mano de 1942, por consejo del Ejército, Roosevelt ordenó el de-
salojo de 112.000 personas de ascendencia japonesa, 71.000 de ellas ciudadanas esta-
dounidenses, de las costas pacíficas para ser internadas en campamentos del interior.
Irónicamente, sólo se molestó a un puñado de los 150.000 japoneses de Hawai, que
constituían cerca de un tercio de su población. Hasta los liberales aceptaron la políti-
ca de desalojo, y el Tribunal Supremo la sostuvo después basándose en la necesidad
militar. De este modo, los infortunados evacuados aguantaron la guerra tras alambre
espinoso y bajo guardia armada. Unos 5.000 renunciaron a su ciudadanía estadouni-
dense y un número ligeramente mayor ttgrcs6 a Japón una vez finalizada la
contienda. Pero la gran mayoría pennaneció tercamente leal a los Estados Unidos y
más de 12.000 nisci (japoneses nacidos en los Estados Unidos) sirvieron en las fuer-
zas armadas, algunos con una valentía notable.
Las libertades civiles se vieron limitadas en otros aspectos. Se introdujo la censu-
ra en la prensa y se prohibió el envío por correo de Social]ustia del padre C.Oughlin,
junto con varias docenas de publicaciones menos conocidas. La ley sobre Registro de
Extranjeros de 1940 -la ley Smitb- hizo algo más que controlar a éstos. La prime-

459
ra ley de sedición en tiempos de paz desde 1798, prohibía la defensa o enseñanza del
derrocamiento foaoso del gobierno y la pertenencia a oiganizaciones consideradas
subversivas. En 1942 varios simpatizantes nazis fueron condenados por esa ley. Tam·
bién fueron tiempos duros para los objetores de conciencia. La opinión pública era
francamente hostil y, a diferencia de otras democracias, los &tados Unidos se nega·
ron a conceder la exención incondicional a los pacifistas verdaderos. De los 43.000
hombres clasificados como objetores de conciencia, la mayoría accedió a entrar en el
ejército como no combatiente, por lo general en el servicio de ambulancias. Del res·
to, 12.000 ttabajaron sin sueldo en los campamentos del Servicio Público Civil, ayu·
dando en la investigación médica o tareas de conservación. Los 6.000 restantes fue-
ron encarcelados por largos periodos.

EL ESFUERZO Bá.ICO ESTADOUNIDENSE

La guerra golpeó con menor dureza a los &tados Unidos que a otros beligeran·
tes. Sus habitantes no experimentaron la invasión, la ocupación o los bombardeos aé-
reos. Tampoco se convirtieron la austeridad y el sacrificio en parte de su modo de
vida. Hubo escasez importante, sobre todo en casas, coches y ruedas, por no mencio-
nar los filetes, el whisky, las pelotas de golf y las medias de nailon. Además se racio-
naron artículos como la carne, la manteca, el azúcar y la gasolina. Pero incluso el ra·
cionamiento no fue tan severo como, digamos, en Gran Bretaña o Alemania. De he-
cho, el nivel de vida de la mayoria ascendió de forma considerable durante la guerra.
Los estadounidenses comían y se vestían mejor que nunca antes y también estaban
más sanos. El índice de mortalidad infantil se redujo más de un tercio; el índice de
mortalidad general de 1942, el 10,3 por 100, fue el más bajo de la historia del país. La
esperanza de vida, que casi había permanecido constante durante la depresión, au·
mentó en tres años entre 1941 y 1945. Para los negros ascendió a cinco años.
Sin embaigo, la guerra necesitó un esfueao nacional sin precedentes. Para librar
una batalla de dos frentes, las fueaas armadas tuvieron que ampliarse de forma ingen·
te. Tras Pearl Harbor el C.Ongieso extendió la obligación de cumplir servicio militar a
los hombres entre dieciocho y cuarenta y cinco años (después se redujo a treinta y
ocho). Las juntas de alistamiento obligatorio administtaban la ley y enrolaron a un
total de 10 millones de hombres. Cinco millones más se unieron a las fucaas arma·
das como voluntarios. Además, más de 200.000 mujeRS realizaron actividades no
combatientes como auxiliares militares y navales (WACS y WAVES) o en los cuerpos
de la marina y los guanlacostas.
La movilización económica que comenzó tras Pearl Harbor se aceleró mucho a
partir de entonces. Durante la guerra la producción de alimentos ascendió casi un ter·
cio, aunque hubo poco incremento en la superficie cultivada y el número de ttabaja-
dorcs agricolas descendió. La producción manufacturera casi se duplicó. A la vez que
mantenía un flujo de artículos suficiente para conscivar un nivel de vida ascendente,
la industria estadounidense respondió a las ingentes necesidades de las fueaas arma·
das y envió cuantiosos cargamentos en préstamo-alrendamicnto a Gran Bretaña y la
Unión Soviética. La producción de hierro, acero, magnesio, aluminio y cobre se du·
plicaron y triplicaron; la de máquinas herramientas se multiplicó por siete. Para res·
pondcr a la escasez de caucho creada por la captura japonesa de Malaisia y las Indias
Orientales holandesas, comenzó una nueva industria de caucho sintético que

460
m 1943 ya estaba produciendo un tercio más del caucho que el país utilizaba antes
de Ja guerra. La industria automovilística redujo la producción de coches y se dedicó
a la &bricación de tanques, camiones y un novedoso vehículo militar, el valioso y
lllJicuo jeep. Los resultados más cspcctacularcs se obtuvieron en la producción de ac-
IDplanos y barcos. La construcción de aviones se aceleró de 2.000 unidades en 1939
a 96.000 en 1944; en conjunto, los Estados Unidos produjeron un total de 300.000
aviones durante la guerra, 275.000 de ellos militares. En la construcción naval, la cla-
ft fue la producción en cadena de un carguero de diseño simple, el Liberty, que po-
día annarse en menos tiempo que un barco mercante nonnal. En gran medida debi-
do a ello, los astilleros estadounidenses produjeron 55 millones de Tm de embarca-
ciones mercantes --«¡Uivalente a dos tercios de toda la marina mercante aliada-,
además de una enorme cantidad de tonelaje naval.
Estos asombrosos niveles de producción se lograron mediante la planificación y
dirección centralizadas. No obstante, los primeros intentos gubernamentales de mo-
riización económica estuvieron mal concebidos y fracasaron. Los sucesivos organis-
- planificadores que Roosevelt estableció antes y después de Pcarl Harbor tenían
imciones que se solapaban y carcdan de autoridad. Hasta mayo de 1943, cuando se
organizó la Oficina de Movilización de Guerra a cargo de James F. Bymes, con ante-
rioridad juez del Tribunal Supremo, no existió una maquinaria efectiva para estable-
cer prioridades, disttibuir productos básicos, organizar metas de producción y coor-
dinar el esfuerzo económico bélico.
El gran incremento del gasto público, junto con los aumentos salariales y la esca-
sez de artículos de consumo, generaron poderosas presiones inflacionarias. El gobier-
no las combatió con un programa anti.inflacionario cuyos rasgos principales fueron la
venta de bonos de guerra, la subida de impuestos y el control de precios. Las emisio-
nes de bonos utilizaron celebridades de la radio y el cinc como vendedores y cada vez
se condujeron con mayor habilidad. No obstante, los 100.000 millones que recogie-
ron provinieron menos de pequeños inversores que de los bancos, compañías de se-
guros y similares. La política impositiva de estos años bélicos trató de aumentar los
ingresos a la vez que recortaba la inflación. De hecho, el gobierno reunió el 41
por 100 del coste de la guerra mediante la ttibutación, comparado con el 33 por 100
de la Primera Guerra Mundial. Aumentaron los impuestos sobre la renta de las perso-
nas fisicas según un esquema proporcional que alcanzaba un máximo del 94 por 1OO.
Los tipos impositivos aplicables a los ingresos de las empresas se incrementaron
un 40por100 y se introdujo un impuesto sobre los ingresos extraordinarios. Por pri-
mera vez, los asalariados comunes tuvieron la obligación de ttibutar: el número de
conttibuyentes ascendió durante la guerra de 13 a 50 millones. Los esquemas impo-
sitivos más proporcionales produjeron una ligera reducción de las desigualdades eco-
nómicas. El 5 por 100 de mayores salarios vio reducirse su cuota del ingreso nacional
de un 26por100 a un 16por100. Los beneficiarios principales fueron las clases me-
dia-alta y medias. El 20 por 100 inferior de la población aumentó su participación
sólo de un 4 por 100 a un 5.
Los intentos de controlar los precios comenzaron con la creación de una Oficina
de Dirección de Precios (OPA) en abril de 1941. Como en un principio el Congreso
se negó a otorgarle autoridad suficiente, los precios awnentaron de forma alarmante,
sobre todo los de los alimentos. En octubre de 1942 la amenaza de una actuación pre-
sidencial de urgencia produjo una amplia ley de estabilización que dio poder a la
OPA para imponer la congelación de precios, salarios y alquileres. A partir de enton-

461
ces los controles fueron más efectivos, sobre todo después de que Roosevelt ordena-
ra a la OPA en tono perentorio que «mantuviera la línea• contra las subidas de pre-
cios. Si se toman los años de la guerra en su conjunto, el coste de la vida aumentó
cerca de un 30 por 100, pero entre abril de 1943 y agosto de 1945 el incremento fue
sólo de 1,4 por 100.
Los esfuerzos por mantener bajos los ingresos tuvieron un éxito menor. El bloque
agrario del Congreso se opuso tenazmente a las medidas antiinflacionarias de Roose-
velt y consiguió durante un tiempo que los precios agrícolas estuvieran exentos del
conttol de la OPA En consecuencia, se duplicaron durante la guerra y los ingresos
agrícolas se multiplicaron por cuatto. A su vez, el incremento de los precios de los ali-
men~ planteó un serio problema para el Consejo Nacional de Trabajo de Guerra,
establecido por Roosevelt en enero de 1942 para arbitrar las disputas salariales. En el
mes de julio siguiettte, enfrentado a una presión creciente en favor de incrementos sa-
lariales, adoptó la fórmula del •Pequeño Acero• -así llamada porque se aplicó por
primera vez a un grupo de firmas menores de la industria acerera- que permitía un
aumento del coste de la vida de un 15 por 100. Pero las ansias de evitar paros labora-
les que podían obstaculizar el esfuerzo bélico lo llevó a modificar esta fórmula y a
otorgar pluses, dietas por viajes, primas por trabajos fuera de tumo y ottos beneficios
complementarios que aumentaron los salarios sin exceder furmalmente el límite.
Además, la acción huelguista durante 1943, encabezada por los Trabajadores de las
Minas Unidos de John L. Lewis y los ferroviarios, condujo a acuerdos salariales que
violaban sin ambages la fórmula del •Pequeño Acero». Los incrementos salariales y
las sustanciales subidas de las horas extra aumentaron los ingresos industriales medios
en un 70 por 100 durante la guerra, es decir, más del doble que los precios.
Los sindicatos crecieron rápidamente de tamaño y aún más en impopularidad. El
ascenso de la afiliación -<le 8.900.00 en 1940 a 14.800.00 en 194~ fue el resulta-
do no sólo de la expansión de la fuerza laboral, sino de la actitud benévola del Con-
sejo Nacional de Trabajo de Guerra. En respuesta a sus demandas acerca de hacer
obligatoria la sindicalización, elaboró un acuerdo de compromiso sobre el «manteni-
miento de la afiliación• que resultó de gran provecho para las organizaciones labora-
les. Ya preocupada por ello, la opinión conservadora se alarmó más cuando, a c~
mienzos de 1943, el Congreso de Organizaciones Industriales (CIO) abrió un nuevo
campo al organizar un Comité de Acción Política. Pero fue el obstinado desafio al go-
bierno de John L Lewis en cuanto a los salarios lo que furzó a un desenlace del sen-
timiento antisindicalista y llevó a la aprobación, con el veto de Roosevelt, de la Ley
Smith-Connally Gunio de 1943), que autorizaba al presidente a tomar una planta en
la que una huelga amenazara con interferir la producción bélica, proscribió la instiga-
ción a tales huelgas, requirió de los sindicatos anunciar con treinta días todas las huel-
gas y prohibió las contribuciones sindicales a las campañas políticas. Además, diver-
sos estados, sobre todo del Sur, aprobaron leyes sobre •libertad laboral• que prohi-
bían la sindicalización obligatoria.

LA SOCIEDAD ESTADOUNIDENSE EN TIEMPOS DE GUERRA


Gracias a la guerra, el persistente problema del desempleo se resolvió al fin. El nú-
mero de personas sin trabajo cayó de 9 millones en junio de 1940 a 780.000 en sep-
tiembre de 1943. De hecho, resultó dificil encontrar suficientes trabajadores para las

462
industrias bélicas. La escasez de mano de obra proporcionó mayores oportunidades
a los adolescentes, los jubilados y los minusválidos y, de forma más particular, para
las mujeres y los negros. El número de mujeres trabajadoras aumentó un 50por100;
en 1943 ya constituían un tercio del total de la fuerza laboral. La industria ocupó a la
mayoría, pero en cantidad importante llegaron también a las oficinas y las profesio-
nes, sobre todo el periodismo. En gcnenl, fueron empleadas para hacer lo que tradi-
cionalmente se habían considerado trabajos de hombres: se convirtieron en estibado-
ras, en remachadoras de los astilleros, en mecánicas, en gua¡davías de los fcnocaniles,
y constituyeron el 40 por 100 de los trabajadores en las cadenas de ensamblaje de los
aviones. No obstante, se las pagaba, de forma invariable, menos que a los hombres
por el mismo trabajo. Aunque a finales de 1944 un quinto de los afiliados a los sin-
dicatos eran mujeres, éstos conspiraban con la dirección para oponerse al principio
dd pago igual. También el gobierno federal reveló un perjuicio pcnistcnte al negarse
a proporcionar guarderías para las madres trabajadoras. De todos modos, la guerra
ocasionó un cambio en las actitudes públicas hacia el empleo femenino. ~ la
mejor prueba de ello sea el hecho de que dos tercios de las mujeres empleadas duran-
te la guerra siguieron trabajando después de 1945.
Durante todo este tiempo, más de un millón de negros, en su mayoría del Sur, ha-
llaron trabajo en los centros industriales del Norte y el Oeste. Entre ellos se incluía un
gran número de mujeres, antes empleadas en el servicio doméstico. A pesar de gozar
de salarios más elevados, los obreros negros de las fábricas siguieron restringidos a los
trabajos inferiores y se les negó la oportunidad de cualificarse. En junio de 1941, para
obligar al gobierno a actuar, A Philip Randolph, dirigcnte del sindicato de porteros
de Pullman, amenazó con iniciar una marcha de 50.000 negros a Washington. El prc-
siciente, alarmado, respondió con la Orden del Ejecutivo 8.802, que prohibía la dis-
aiminación racial en todos los proyectos de defensa y creaba el Comité sobre Prácti-
cas Laborales no Discriminatorias. Pero carecía de poderes efectivos para hacer cum-
plir sus recomendaciones y no se tuvieron en cuenta, sobre todo en el Sur.
La migraáón negra llevó a disturbios en numerosas ciudades del Norte, el peor
de todos el desatado en Dctroit en junio de 1943, donde 25 negros y 9 blancos resul-
taron muertos. La presencia de más de un millón de negros en las fuerzas armadas
también fue origen de disputa racial. Fueron admitidos en los marines y en los cuer-
pos del aire; por vez primera durante décadas, la marina los aceptó en otras condicio-
nes que como camareros; varios miles fueron destinados al ejército, 600 a las fuerzas
aéreas y 50 a la marina. Pero aunque cayeron algunas antiguas barreras, la segregación
se mantuvo como regla no sólo en los regimientos del ejército, sino incluso en los
bancos de sangre de la Cruz Roja, lo que resulta irónico, ya que un negro, el doctor
Charles Drew, había inventado el proceso para almacenar el plasma sanguíneo. En el
Sur, los soldados negros solían ser humillados e insultados por los civiles blancos. Al-
gunos oficiales de alto rango no ocultaban su baja opinión de las tropas negras y se
negaban a emplearlas en funciones de combate. Este trato, que ponía en ridículo las
afirmaciones del gobierno de que los Estados Unidos estaban peleando por la liber-
tad y la democracia contra el racismo nazi, amargaba a muchos negros y nutrió una
mueva militancia de color. La afiliación a laAsociación Nacional para el Progreso de
las Gentes de Color aumentó durante la guerra de 50.000 a 450.000 miembros.
Y aunque logró que el Tribunal Supremo, en el juicio seguido por Smith contra All-
wright (1944), derribara las elecciones primarias exclusivamente blancas, los negros
comenzaron a impacientarse con la postura legalista. De ahí que en 1943 surgiera la

463
formación de una nueva organización, el Congreso por la Igualdad Racial (Congress
for Racial Equality), que abogaba por la acción directa no violenta.
Entre otras consecuencias sociales de la guerra, se adelantaron los matrimonios y
hubo una gran acdcración en el índice de divorcios. Una tasa de nacimiento aseen·
dente aseguró que el aumento poblacional en los años cuarenta duplicara con creces
el de los años treinta. La guerra también incrementó la movilidad de un pueblo con
pocas ataduras de por sí. En cuatro años se trasladaron veintisiete millones de perso-
nas, un quinto de la población. Los jóvenes dejaron sus casas para irse a los campa-
mentos de entrenamiento militar. Las labores bélicas atrajeron a millones no sólo ha-
cia el Norte, sino también hacia el Sur y la costa pacífica. En consecuencia, ciudades
como Mobile, Norfolk, San Diego, Los Ángeles y Scattle crecieron muchísimo. La
guerra también fomentó la asistencia al cine en un 50 por 100, creó un mercado de
masas para los libros y llevó a un renacimiento del interés por la ttligión.

Había pasado más de la mitad de la Primera Guerra Mundial antes de que los es-
tadounidenses entraran en la liza y terminó justo cuando comenzaba a hacerse tangi.·
ble su contribución militar. Por su parte, la Segunda Guerra Mundial estaba en un es·
tadio relativamente inicial cuando los Estados Unidos decidieron tomar parte; se su·
micron de inmediato en lo más arduo del combate y fueron un beligerante activo
durante los cuatro años restantes que duro la guerra. Sus bajas fueron relativamente
pocas: el número de muertos y desaparecidos -319.000- fue sin duda inferior, tan·
to proporcional como absolutamente, al de los otros principales beligerantes. Pero no
debe negarse la magnitud o el carácter decisivo de su contribución militar. Crearon
unas poderosas fuerzas armadas sin precedentes, emprendieron de forma simultánea
operaciones navales y aéreas masivas en dos csccnarios distantes y muy separados, y
gastaron en la contienda una suma casi el doble de todo el gasto federal desde 1789.
Otro contraste con 1917-1918 fue la estructura de la cooperación que sed~
lló entre los Estados Unidos y los demás países que combatían al Eje. Durante la Pri·
mera Guerra Mundial, los Estados Unidos habían luchado no como un aliado más,
sino como una cpotcncia asociada•, y había concluido una paz separada. Sin cmbal"'
go, en la Segunda Guerra Mundial, unió sus esfuerzos con los de sus aliados, entró
en una relación estrecha y cspccial con Gran Bretaña y tomó la ddantera en la forja
de la coalición que después Churc:bill denominó «la Gran Alianza». Se consumó el
día de Año Nuevo de 1942, cuando Rooscvclt, Churdúll, el embajador soviético Lit·
vinov y los rep1CSC11tantes de otras veintitrés naciones en guerra contra el Eje firma.
ron la Declaración de las Naciones Unidas. Los signatarios suscribieron los principios
de la Carta del Atlántico, prometieron emplear todos sus recursos contra las poten·
cias del Eje con las que estuvieran en guerra -U Unión Soviética todavía mantenía
la paz con Japón- y aceptaron no firmar una paz separada. Aunque era sólo un
acuerdo ejecutivo y no un tratado, la Declaración constituyó un acuerdo militar
vinculante, el primero en el que participaban los Estados Unidos desde la alianza con
Francia de l 718.
Aunque ni los rusos ni los chinos compartieron sus planes con sus aliados esta·
dounidenscs, éstos y los británicos libraron la guerra en una cstrccha colaboración,
aunando sus recursos y coordinando la estrategia mediante los jefes conjuntos del Es·

464
111111<> Mayor de Washington. Durante la mayor parte del tiempo los dos países traba-
.-on juntos en una annonía notable. No obstante, hubo mucha tensión y disputas.
loosevelt y Churchill, pese a profesarse un afecto mutuo, se tenían celos. Al segun·
no le agradaban los esfuerzos estadounidenses de utilizar el préstamo-arriendo
como una palanca para forzar a Gran Bretaña a renunciar a la preferencia imperial; se
mentía de haber sido excluido de los intentos de Roosevelt de acercarse a Stalin y le
lfimtaba el papel limitado y subordinado que se había asignado a su país en la gue-
na del Pacífico. También le preocupaban los planes de Roosevelt de desmembrar el
inperio Británico. Éste, por su parte, no era un anglófilo acrítico: como la mayoría
de sus conciudadanos, miraba con suspicacia el imperialismo británico y le resultaba
aactiva sobre todo la idea de que los ingleses abandonaran la India. Hubo diferen·
cias anglo-estadounidenses persistentes sobre Francia y China, mientras que al Depar·
tmiento de Estado -irónicamente si se considera la política estadounidense tras la
pira- le desagradaba la disposición de Churchill a mantener regímenes reacciona·
ños en Italia y Grecia una vez liberadas para evitar el control comunista. Por último,
hubo desacuerdos graves sobre la planificación estratégica.
Sin embargo, todas estas diferencias eran triviales comparadas con el abismo que
tqmaba a los Estados Unidos de su aliada soviética. A pesar de que el Ejército Rojo
1DpOrtaba la carga principal de combatir a los nazis, a los dirigentes estadounidenses
les resultaba dificil superai: su repugnancia hacia un régimen que defendía la revolu·
ción mundial y se había comportado con sus vecinos pequeños con no menos bru·
talidad que Hitler. La Unión Soviética, por su parte, no podía olvidar fácilmente la
iateJvención annada estadounidense de 1918 y su larga negativa a extender el reco-
nocimiento. Los acontecimientos de la guerra impusieron nuevas tensiones. A pesar
de haber aceptado la Carta Atlántica que repudiaba los cambios territoriales a no ser
con el consentimiento de los pueblos implicados, la Unión Soviética pidió a los Es·
tados Unidos el reconocimiento de los territorios que reclamaba, anexados antes de
ser atacada por Hitler: los tres estados bálticos, la mitad oriental de Polonia y partes
de Finlandia y Rumania. Los intentos estadounidenses de mantener relaciones amis·
tosas con los regímenes pro Eje corno el de Vichy en Francia y el de Franco en Espa·
ña y su negativa a romper relaciones con Finlandia, aliada de Hitler, provocó protes·
tas soviéticas. También surgieron dificultades sobre la aparente falta de apreciación de
Stalin de las enormes cantidades de suministros americanos enviados a la Unión So-
viética con un fuerte costo de barcos y vidas aliados. Sin embargo, el punto más sen·
sible fue la demora en establecer un segundo frente. Como los dejaron solos para lu·
char contra los nazis y sufiieron terribles pérdidas, los rusos sospecharon que no era
que los aliados occidentales no fueran capaces de ayudarlos, sino que no estaban dis·
puestos.
A pesar de las tensiones de la Gran Alianza, Roosevelt creía que la seguridad de
posguerra dependería de la colaboración entre las grandes potencias y que los Esta·
dos Unidos debían tornar la iniciativa para crear un nuevo sistema de relaciones in·
temacionales. Entre sus objetivos se encontraban la reducción de barreras arancela·
rias, la reforma del sistema monetario mundial y la creación de una nueva y más efec.
tiva organización internacional para el mantenimiento de la paz que reemplazara a la
Sociedad de Naciones. Fue sobre todo a instancias suyas por lo que se redactaron pro-
yectos para organismos internacionales especializados que promovieran estos fines:
la Organización para la Alimentación y Ja Agricultura (FAO) en mayo de 1943, la Di·
rección de Naciones Unidas para la Ayuda y la Rehabilitación (UNRRA) seis meses

465
después, el Fondo Monetario lntemaáonal y el Banco Mundial en julio de 1944.
Más tarde, una conferencia celebrada en Dumbarton Oalcs, cerca de Washington,
avanzó algo en el borrador de los estatutos de la Organizaá6n de Naáoncs Unidas
propuesta.
Determinado a evitar los errores que habían viciado los esfuerzos de Wtlson de
introduár a los Estados Unidos en la Soáedad de Naáones, Roosevelt deádió sepa-
rar el borrador de los estatutos de Naáones Unidas de los asuntos de la paáficaáón
y lograr la aprobaáón legislativa previa al prinápio de la pertenencia estadouniden-
se. Sus tácticas obtuvieron un éxito brillante. En septiembre de 1943 la Cámara de
Representantes recomendó por 360 votos contra 29 que los Estados Unidos tomaran
la delantera en el establecimiento de la Organizaáón de Naáones Unidas. En no-
viembre el Senado adoptó una resoluáón similar por 85 votos contra 5.

U GUERRA DEFENSIVA, 1941 Y 1942

Cuando los Estados Unidos entraron en la guerra en diáembre de 1941, los resul-
tados militares de los aliados eran aun más negros que en abril de 1917. Los ejércitos
alemanes sitiaban Moscú y Leningrado. La posiáón británica en el Norte de Africa y
el Oriente Medio era muy precaria. En el mar, los submarinos ocasionaban grandes
pérdidas. En el Lejano Oriente, los japoneses barrían todo lo que se les ponía por de-
lante. Aunque había sido Japón el que llevó a la guerra a los Estados Unidos, Roose-
vclt y sus aliados rcspctaron una deásión anterior de la plana angló-cstadounidense
para dar prioridad a la derrota de la Alemania nazi. Ello resultó impopular entre los
muchos estadounidenses -en espeáal entre los antiguos aislaáonistas- que querian
un castigo rápido y firme para Japón. Pero tenía un fundamento sólido: Alemania po-
seía recursos militares, industriales y tecnológicos muy superiores a los de Japón, por
lo que era el enemigo más peligroso. No obstante, debía hacerse algo de inmediato
para detener el avance del último. En los ánco meses que siguieron a Pearl Harbor sus
fueIZaS consiguieron una serie de victorias espectaculares: asolaron Hon~Kong, Tai-
landia y Malaisia, capturaron la gran base naval de Singapur y ocuparon las Indias
Orientales holandesas y Birmania. En las Filipinas, 140.000 soldados estadounidenses
y filipinos resistieron con firmeza durante meses en la península de Bataan y en la isla
de Corregidor, pero se rindieron el 6 de mayo de 1942 en la mayor capitulaáón de la
historia militar estadounidense. Mientras tanto, las fueIZaS japonesas se habían exten·
dido en abanico, ocupando las islas de Guam y Wake, y desembarcando en las Gilbert
y Salomón, así como en las Aleutianas. A comienzos del verano de 1942 ya parecían
amenazadas tanto India como Australia. Pero dos deásivos enfrentamientos navales
cambiaron la suerte. En la batalla del Mar del Coral (/-9 de mayo de 1942) -la pri-
mera batalla naval en la que no hubo contacto visual entre los ban:os participantes-,
las naves de los portaaviones estadounidenses destruyeron una expedición naval japo-
nesa que se dirigía a Nueva Guinea. Un mes después (3~ de junio) una flota invasora
japonesa rumbo a la isla Midway fue rechazada con grandes pérdidas. En agosto, las
fuerzas estadounidenses y australianas al mando del general Douglas MacArthur lan-
zaron una ofensiva para expulsar a los japoneses de la isla de Guadalcanal, en las Sa-
lomón, y levantar la amenaza a las comunicaáones entre Hawai y Australia. La eva-
cuaáón japonesa de Guadalcanal en febrero de 1943, tras una lucha prolongada y
cruenta, maICÓ un punto de cambio en la guerra del Paáfico.

466
También en Europa y el Mediterráneo los meses que siguieron a Pearl Harbor fue-
ron un periodo de desastres continuos para los aliados. Una nueva ofensiva alemana
sobre el frente ruso barrió el borde occidental de los campos petroleros del Cáucaso;
lommel avanzó a menos de 90 km del Canal de Sucz; en el Atlántico, los submari·
nos alemanes hundían los barcos más de prisa que podían construirlos los aliados.
los Estados Unidos no estaban en posición de lanzar una ofensiva terrestre inmedia-
ta contra Alemania, pero en agosto de 1942 diversas unidades de la Octava Fuerza
Al.rea se unieron para bombardearla desde bases británicas. En 1943 la ofensiva de
laombardeos se intensificó de forma constante y las incursiones diurnas de los B-17
Clladounidenses (Flying Fortresses) complementaron los ataques nocturnos ,masivos
de las Fuerzas Aéreas Reales. Como sus aliados británicos, los mandos aéreos estadou-
nidenses se equivocaron al creer que d bombardeo estratégico podrla ser decisivo.
Aunque causó una destrucción pasmosa y la pérdida de vidas, no quebró la moral ale-
mana; tampoco, hasta casi finalizada la guerra, tuvo mucho efecto en la producción
bélica. Ello no significa que se niegue la enorme contribución táctica de las fuerzas
aéreas aliadas en pavimentar el camino para la invasión de Normandía en 1944. Pero
d coste de la ofensiva aérea fue tremendo: en total, los estadounidenses perdieron
asi 10.000 bombarderos en los cielos de Europa.

LAs CAMPAÑAS DEL MEDITERRÁNEO, 1942 y 1943

Aunque los estadounidenses y británicos estaban de acuerdo en que la derrota de


Alemania debía ser prioritaria, surgieron disputas sobre el modo mejor de conseguir-
lo. Churchill, recordando las ingentes pérdidas sufridas en los ataques fiontales du-
rante la Primera Guerra Mundial, quería retrasar la ofensiva militar directa a la Euro-
pa continental hasta que se hubiera debilitado a Alemania con bombardeos aéreos,
bloqueo naval y ataques sobre su flanco mediterráneo, relativamente desprotegido,
-el vientre blando del Eje•, como le gustaba denominarlo. Pero los estadounidenses,
con su diferente tradición militar, desconfiaban de la postura periférica y estaban a fa-
vor de una penetración fiontal cruzando el Canal de la Mancha. En mayo de 1942
Roosevelt respondió a los desesperados llamamientos de ayuda rusos con una impru-
dente promesa de un «SCgundo frente• en Europa antes de que finalizara el año, pero
Churchill presionó con fuerza en favor de la invasión conjunta del Norte de .Afuca
francés como punto preliminar al ataque cruzando el Canal y acabó saliéndose con
la suya.
La campaña norafricana resultó un enorme éxito. El 8 de noviembre de 1942 las
fuerzas británicas y estadounidenses bajo el mando del general Dwight D. Eisenho-
wcr desembarcaron en Orán, Argel y Casablanca. La resistencia francesa terminó de
forma abrupta cuando Eiscnhower reconoció Je flldD la autoridad política del almi·
rante Darlan, un notorio colaboracionista nazi y miembro dirigente del gobierno de
Vichy. Aunque fue vivamente atacado por los liberales de los Estados Unidos y Gran
Bretaña, el trato de Darlan salvó vidas y dio a los aliados el control de Argelia y Ma-
rruecos. Poco después de los desembarcos, el general Montgomery, al mando del Oc-
tavo Ejército británico, había obtenido una victoria resonante sobre Rommel en El
Alamein (Egipto). Una vez capturados Bengasí en noviembre y Tripoli en enero si-
gliiente, los británicos persiguieron al enemigo hasta Túnez, donde las tropas de
Eisenhower habían entrado antes desde el oeste. Tras algunos combates encarnizados

467
en los que la inexperiencia de los soldados estadounidenses quedó penosamente ex-
puesta, la campaña norafricana alcanzó una conclusión triunfal en mayo de 1943 con
la captura de Túnez y la rendición de las tropas alemanas e italianas restantes.
En enero de 1943 Roosevelt y Churchill se reunieron en Casablanca para planear
la siguiente ofensiva y volvieron a airearse sus ya conoádas difcrenáas estratégicas.
Como Alemania había sufrido un importante descalabro en la mm:ha sobre Stalin-
grado, Churchill creía que ya no había necesidad de someterse a una posible invasión
prematura cruzando el Canal para salvar a Rusia del derrumbamiento. Además, las
perspectivas de limpiar el Norte de Áfiica habían abierto la posibilidad de dejar fue-
ra de combate a Italia, con lo que se añadiría a las dificultades alemanas en los Balca-
nes. Sin embargo, los jefes del Estado Mayor de los Estados Unidos se resistían a
aceptar más compromisos en el Meditenáneo y preferían atacar Europa Occidental o
pasar los recursos al Pacífico. Al final se decidió invadir Sicilia, aunque retrasara el ata-
que a Franáa.
El resultado que más publicidad recibió de la conferencia de Casablanca fue el
anuncio de Roosevelt de que los aliados insistirían en la claudicación incondicio-
nal del Eje. Sin embargo, aclaró que no significaba una paz punitiva, sino que no
se negociarían los términos de la rendición. Aunque el presidente dio la impresión
de que el «rendimiento incondicional• era producto de su impulso repentino, lo
había discutido antes con sus consejeros militares y con Churchill. Todos lo habían
apoyado. Dos consideraciones llevaron a Roosevelt a favorecerlo. Una era la deter-
minación de evitar el malentendido y la confusión que rodearon las negociaciones
del armisticio en 1918. La otra era la necesidad de reafirmar a la'Unión Soviética
tras las secuelas del asunto Darlan que los aliados occidentales no tenían intención
de hacer una paz de compromiso. Después los críticos alegaron que la demanda de
rendición incondicional había fortalecido la resistencia del Eje, desalentado la opo-
sición antinazi en Alemania y prolongado la guerra. Pero nada de ello parece vero-
símil.
Después de dcsembaicar en Sicilia el 9 de julio de 1943, los ejércitos británico y
estadounidense invadieron la isla en algo más de un mes. La caída de Mussolini
el 25 de julio elevó al poder a un nuevo gobierno en Italia al mando del mariscal Ba-
doglio, que pronto indicó su disposición a rendirse. Este cambio de acontecimientos
permitió a Churchill superar los recelos estadounidenses sobre el desembarco siguien-
te en la península italiana, que se efectuó el 3 de septiembre. Cinco días después los
italianos finnaron un armisticio y se unieron a los aliados en la guerra contra Hitler.
Pero los alemanes mandaron de inmediato tropas hacia el sur para ocupar Roma y es-
tablecieron una línea defensiva. La campaña italiana, en lugar de producir resultados
rápidos, se convirtió en un esfuerzo duro y laigo. A pesar de sucesivos desembarcos
anfibios tras las líneas alemanas, las fuerzas anglo-estadounidenses no tomaron Roma
hasta junio de 1944 y seguían luchando en Italia cuando la guerra en Europa había
terminado.

EL ATAQ_UE SOBRE LA EuR.OPA OCUPADA POR LOS NAZIS


Al hacer los planes de 1942 y 1943, los dirigentes estadounidenses no habían te-
nido más remedio que someterse al parecer de Churchill. Pero cuando su fuerza se
hizo preponderante, las decisiones estratégicas cada vez se tomaron más en Washing-

468
IDO. Cuando Roosevelt y Churchill se volvieron a reunir en Q!iebcc en agosto
1943, los estadounidenses pudieron insistir en la decisión de transferir el principal
llfucrzo aliado del Mediterráneo a la invasión de Francia cruzando el Canal. El ata-
proycctado -Operación Overlord- se programó para finales de la primavera
* 1944. &ta decisión fue reafumada en la Conferencia de Teherán (28 de noviero·
IR-2 de diciembre de 1943), la primera vez que se mmieron Roosevclt, Churchill y
Stalin. El presidente intentó disipar la desconfianza del dirigente soviético y recibió
promesa de la ayuda rusa contra Japón tan pronto como Alemania fuera vencida.
Pero aunque las rdaciones con la Unión Soviética mejoraron -al menos en la super·
~.persistieron las diferencias estratégicas anglo-estadounidenses. Los dirigentes
militares estadounidenses dudaban que Churchill se hubiera comprometido de lleno
m la Operación Ovcrlord y algunos pensaban que seguía tratando de atraer a los &·
lados Unidos hacia actividades secundarias. &taban equivocados en ambos casos.
Sin embargo, después se desarrolló la leyenda de que Churchill presionó en favor de
b atcnsión de la guerra a los Balcanes para adelantarse a los rusos. En realidad nun·
ca llegó a defender una invasión importante a los Balcanes, aunque en 1944, alarma·
do por la expansión soviética, propuso un ataque a través del norte de 'fugoslavia para
tomar la delantera a los rusos en Viena. Por razones similares instó a Eiscnhowcr para
que se esfotzara en tomar Berlín y Praga. Pero Roosevelt y sus generales no le escu·
c:baron. Preocupados por ganar la guerra, les resultaba relativamente indiferente la fur-
ma política de la Europa de posguerra.
La tan esperada invasión de Francia cruzando el Canal llegó por fin el 6 de junio
de 1944. Fue la mayor operación anfibia de la historia: en dos semanas desembarca-
ron un millón de soldados aliados. Durante casi dos meses se vieron encerrados en
una cabeza de puente relativamente poco profunda, pero a finales de julio rompieron
las defensas germanas y se extendieron hacia el sur y el este. Una nueva invasión alia·
da de la costa mediterránea francesa el 15 de agosto aumentó la presión sobre los ale-
manes. El 25 de agosto fue liberado París y a mediados de septiembre las fuerzas alia-
das ya habían avanzado hasta Bélgica, Luxemburgo y la misma Alemania. El éxito de
la invasión se debió más de lo que en su momento se reconoció a las dotes de man·
do de Eisenhower como comandante supremo. Q,¡izás no fuera un gran soldado; al·
gunos de sus propios generales le hacían sombra al faltarle, por ejemplo, la aptitud
táctica de Montgomeiy y la agresividad rebosante de Patton, pero no se dudaba de su
profesionalismo o de su completo dominio de las fuerzas que tenían a su mando. So-
bre todo, era un genio de la coordinación que suavizaba las diferencias, ya fueran de
origen nacional o militar, e integraba a sus subordinados presuntuosos, celosos e in·
disciplinados en un equipo efectivo.
A finales del otoño de 1944 la derrota de la Alemania nazi parecía inminente.
Mientras las fuerzas de Eiscnhower habían liberado Francia y Bélgica, el Ejército Rojo
había avanzado hasta el Báltico, Polonia y Rumania. Pero en los frentes oriental y oc·
cidental el avance aliado disminuía paulatinamente y los alemanes organizaron una
asombrosa reunión de tropas que prolongó la guerra seis meses más. En septiembre
los británicos y estadounidenses descmban:aron fuerzas aerotransportadas en un va·
liente intento de ponerse a horcajadas sobre el Rin, la última gran barrera que defcn·
día el territorio alemán. Pero terminó de furma desastrosa y a mediados de diciembre
los alemanes lanzaron una contraofensiva desesperada en las Ardenas que hizo retro-
ceder a los estadounidenses y sólo pudo frenarse con gran dificultad. Así pues, en Eu-
ropa el año termino de furma sombría para los aliados.

469
LA GUERRA DEL PAdPICO, 1943 y 1944

Sin embargo, en la otra parte del globo, la presión estadounidense era irresistible.
En contraste con la guerra europea, la lucha en el Pacífico fue en gran medida su
obra. Aunque la intención original había sido emprender sólo operaciones de mante-
rúmiento en el Lejano Oriente hasta que Hitler hubiera sido derrotado, los recursos
estadounidenses resultaron suficientes para lanzar una importante contraofensiva
contra el perímetro dominado por Japón antes de que hubiera comenzado la inva-
sión de la Europa ocupada por los nazis. A mediados de 1943 estaba en marcha un
ataque anfibio con dos objetivos. Uno, con las fuerzas comandadas por el almirante
Chester W. Nimitz, consistía en librar una campaña saltando de isla en isla para abrir
un camino a través del Pacífico central hacia las japonesas. El otro, dirigido por el ge-
neral MacArthur, pretendía recobrar las Filipinas y convertirlas en el trampolín para
el ataque final a Japón. Durante los dieciocho meses siguientes estos objetivos se lo-
graron sustancialmente. En una sucesión de saltos, los marines de Nimitz tomaron
Tarawa en las islas Gilbert, Kwajalein y Eniwetok en las Marshall y, por último, Sai-
pan en las Marianas, a sólo 2.400 km de Japón. En octubre de 1944 MacArthur de-
sembarcó en las Filipinas y a finales de febrero de 1945 las había recobrado. Poco des-
pués, el Decimocuarto Ejército británico consiguió la reconquista de Birmania. En
un esfuerzo por defender las Marianas, la marina japonesa se hizo a la mar sólo para
ser terriblemente denotada en la batalla del Mar de Filipinas (19. y 20 de junio
de 1944). Luego, en el curso de la campaña de las Filipinas sufrió un ievés aún más
aplastante: la batalla del golfo de Lyte (23-25 de octubre)__.¿ mayor enfrentamiento
naval de la historia- dio como resultado la virtual destrucción de la restante poten-
cia marítima japonesa.

LA POÚilCA DE GUERRA

Las elecciones piaidencialcs de 1944 se libraron con un trasfondo militar excitan-


te. Los republicanos estaban confiados. Habían obtenido excelentes resultados en las
elecciones al Congreso de 1942, en buena parte debido a la irritación pública por la
inflación, la escasez y los controles de guem. Como las elecciones habían fortalecido
al ala conservadora del partido, no era probable que Wendell Willkie recibiera una se-
gunda postulación presidencial. De hecho, abandonó su candidatura después de ha-
ber sido fuertemente derrotado en las primarias presidenciales de W1SC0nsin y la elec-
ción republicana recayó en Thomas E. Dewey, el joven y dinámico abogado que ha-
bía sido elegido alcalde de Nueva York en 1942. Como contrapunto a su tibio
progresismo e internacionalismo, el partido eligió a un aislacionista conservador, el
senador John W. Bricker, de Ohio,. como compañero de campaña.
Por parte demócrata, el renombra.miento de Rooscvdt era indiscutible. Con una
guerra todavía por ganar y los problemas de la paz en ciernes, parecía indispensable.
Era evidente que el presidente estaba cansado pero, «como un buen soldado•, ~
tó presentarse a un cuarto mandato. Sobre la elección de su compañero de campaña
se desarrolló una guerra de facciones. El favorito de los liberales avanzados, el vice-
presidente Hcruy A Wallace, encontraba una fuerte oposición en los caciques del

470
patido. Roosevdt, percibiendo un movimiento nacional hacía la derecha. no insistió
en m:enerlo y fue reemplazado por el senador Hany S. Truman, de Misuri, cuya ca·
ll'Cra anterior había carecido de relevancia, pero que la había obtenido hacía poco
como presidente de un comité senatorial que investigaba los gastos de defensa. La
cunvcniencia política rigió la elección. Trumao era el candidato menos conttovertido
y, al provenir de un estado fronterizo, atraía al Sur. Durante la campaña Dewey alegó
que d gobierno de Roosevelt se había «agotado, se había hecho viejo y pendenciero
m d cargo•, pero era dificil negar la mayor experiencia del presidente y su liderazgo
internacional. Los recelos sobre su salud se desmintieron por el vigor con el que hizo
campaña y el día de las elecciones derrotó a Dewey con facilidad.

LA CoNFERENCIA DE YAll'A

Tras su investidura, Roosevelt viajó a Yalta (Crimea) para volver a reunirse con
Stalin y Churchill. Con el fin de la guerra europea a la vista, diversos problemas re-
clamaban atención: el trato a Alemania, la guerra en el Lejano Oriente, el futuro de
Polonia y otros países de Europa del Este, y el lanzamiento de la Organización de
Naciones Unidas. Los ocho días de la Conferencia de Yalta (4-11 de febrero de 1945)
fueron inesperadamente annoniosos, o por lo menos eso pareció. Stalin aparentaba
estar dispuesto a hacer concesiones a los dirigentes occidentales y se alcanzó un
acuerdo sobre la rendición y desarme incondicional de Alemania, su división en tres
zonas de ocupación y el juicio de los dirigentes nazis por crímenes de guerra. A cam·
bio de un compromiso renovado y más preciso para entrar en la guerra contra Ja-
pón, se prometió a Stalin la recuperación de las islas Kurile y del sur de Sajalin, el
urendamiento de una base naval en Port Arthur, la internacionalización del puerto
de Darién y el reconocimiento de los intereses preeminentes de Rusia en Manchu·
ria. Roosevelt y Churchill también accedieron al deseo soviético de asegurar las fion-
taas europeas: Rusia obtuvo el tercio occidental de la Polonia anterior a 1939 y se
compensó a los polacos con una porción de Alemania oriental. A cambio Stalin pro-
metió que el Comité de Lublin, dominado por los comunistas, que había reconoci·
do como gobierno provisional de Polonia, sería «rc<>rganizado según bases más de-
mocráticas» para incluir a miembros del gobierno polaco exiliado en Londres y que
se celebrarían «elecciones libres y sin trabas- lo antes posible. También se prometie-
ron gobiernos democráticos mediante decciones libres a todos los demás países li·
bcrados. En las discusiones sobre la Organización de Naciones Unid., Stalin resul·
tó inesperadamente complaciente, quizás porque le atribuía poca importancia.
Aceptó la fónnula estadounidense de votación para el Consejo de Seguridad, acce-
diendo a que el veto se aplicara a asuntos sustantivos pero no de procedimiento.
También retiró su reclamación anterior para que cada una de las dieciséis repúblicas
soviéticas tuvieran un sillón en la Asamblea General. Una concesión rusa más per-
mitió a Rooscvelt poner en práctica su idea de que todos los países que hubieran fu.
mado la Declaración de Naciones Unidas antes del 8 de febrero de 1945 o hubieran
entrado en la guerra antes del 1 de marzo tuvieran derecho a pertenecer a ella, lo que
permitió a diversas repúblicas latinoamericanas convertirse en miembros fundadores
de la nueva organización y fortalecer así la posición estadounidense. Por último, se
acordó celebrar una conferencia en San Francisco el 25 de abril para redactar su
constitución.

471
Después se suscitó mucha controversia sobre los acuerdos de Yalta. Los oíticos
alegaron que Roosevelt, con la aquiescencia de Churchill, había violado cínicamente
el principio de autodeterminación contenido en la Carta Atlmtica, traicionado a los
pueblos de Europa Oriental y facilitado el triunfo del comunismo en China. Pero a
pesar de lo desacertadas que parecieron sus concesiones a Rusia después, en su m~
mento se juzgó que había buenas razones para ellas. Los dirigentes militares estad~
unidenscs pensaron que la ayuda militar rusa acortarla la guerra contra Japón y les
ahorrarla muchas vidas. También debe recordarse que ahora que el Ejército Rojo ya
controlaba Europa del Este, Roosevelt no otorgaba nada (excepto las islas Kurile) que
los rusos no hubieran tomado de todos modos.
El éxito aparente de los intentos de Roosevelt por lograr la cooperación soviética
le persuadieron -y a la mayoría del pueblo estadounidense- de que estaba comen·
zando una nueva era de relaciones internacionales. Pero Yalta resultó haber sido un
falso amanecer. Las promesas de democracia y elecciones libres en la Europa del Este
no se mantuvieron. Pronto pareció claro que la Unión Soviética pretendía actuar de
forma unilateral en las zonas que ocupaba. En marzo de 1945 impuso a la fuerza un
régimen comunista en Rumania. Luego, en abril, tras semanas de peleas rutiles sobre
el método preciso de reorganizar el gobierno polaco, las autoridades soviéticas reu-
nieron a diversos dirigentes políticos que tenían conexiones con los exiliados de Lon-
dres y los encarcelaron, acusándolos de falsedad.

LA GUERRA EUROPEA: FASE FINAL

Aunque la unidad aliada se desintegraba de prisa, la guerra europea tuvo una con-
clusión triunfante. En los primeros meses de 1945 la posición alemana se fue derrum-
bando de forma progresiva. En enero los rusos lanzaron una nueva ofensiva que los
llevó rápidamente hasta el Oder inferior, a sólo 64 km de Berlín. Poco después sus
ejércitos invadieron Prusia Oriental y entraron en Hungría. Por el oeste, las tropas c.
tadounidenscs y británicas cruzaron el Rin en marzo y avanzaron hacia el este con
poca oposición. El 24 de abril las tropas rusas llegaron a las afueras de Berlín y co-
menzaron la reducción sistemática de la ciudad; el 30 de abril Hitler se suicidó y
el 7 de mayo Alemania se rindió sin condiciones.
Roosevelt no vio el fin de la guerra en Europa. El 12 de abril de 1945 murió de
repente en Warm Springs (Georgia). Aunque su fueiza se había ido desvaneciendo de
forma visible desde hacía tiempo, su muerte llegó como un golpe. Hubo un inmen-
so desbordamiento de dolor popular y un sentimiento de pérdida aturdidor. C.Omo
dirigente de guerra, gozaba de gran estima, pero, sin duda, tuvo sus limitaciones. &
taba demasiado dispuesto a subordinar las consideraciones políticas a largo plazo a
ventajas militares inmediatas. En particular, fue lento en captar la conexión entre la
politica militar y el equilibrio de poder de posguerra. Podía ser torpe, como en sus 1c-
laciones con la Francia de Vichy, o ingenuamente optimista, como en sus intentos
por lograr afinidad con Stalin. Pero más que ningún otro hombre fue el arquitecto de
la victoria aliada. Levantó una maquinaria militar imponente, tomó la decisión aíti-
ca de dar prioridad a la guerra europea y a pesar de la fuerte presión la mantuvo, im-
piró confianza a toda la nación e infundió al esfueizo bélico aliado un sentimiClllD
verdadero de idealismo.

472
TRUMAN SE HACE CARGO DEL GOBIERNO

El nuevo presidente, Harry S. Truman, no estaba preparado para sus enormes res-
ponsabilidades. Sin ninguna experiencia en asuntos exteriores, no se le había puesto
al comente sobre los planes militares o las relaciones con los rusos. En un primer m~
mento se limitó a seguir las políticas de Roosevdt Una de sus primeras decisiones fue
proceder como se había planeado con respecto a la C.Onfcrencia de Naciones Unidas
sobre la Otganización Internacional, que debía comenzar en San Francisco d 25 de
abril. La determinación de Roosevdt de sacar provecho de los errores de Wtlson le
había llevado a seleccionar una ddegación bipartidista para representar a los Estados
Unidos. Aunque de fonna nominal la encabezaba el sucesor de C.Ordell Hull como
scactario de Estado, Edward R. Stettinius jr., sus dos miembros más influyentes eran
senadores: Tom C.Onnally, demócrata tejano presidente del C.Omité de Relaciones Ex-
teriores del Senado, y Arthur H. Vandenberg. republicano de Michigan que, tras un
largo pasado aislacionista, se había convertido durante la guerra a la participación es-
tadounidense en Naciones Unidas.
En la C.Onfcrencia de San Francisco se profundizó la grieta de la Gran Alianza.
Los delegados estadounidenses y rusos disputaron durante semanas y en un momen-
to determinado casi llegaron a romperse las conversaciones debido al desacuerdo ~
brc la aplicación dd procedimiento de voto acordado en Yalta. Sólo un desesperado
llamamiento de Trumao a Stalin acabó con d estancamiento. Por fin, el 26 de junio,
los ddegados completaron su labor y los representantes de cincuenta naciones firma-
ron formalmente los Estatutos de las Naciones Unidas. Eran en esencia una creación
estadounidense que contenían un mínimo de concesiones al punto de vista soviéti-
co. En contraste con el debate prolijo y encarnizado sobre d Tratado de Versalles
de 1919, los estatutos completos fueron ratificados de inmediato por el Senado. Tras
sólo seis días de debate, fueron aprobados el 26 de julio por un margen de 89 a 2. El
voto desproporcionado marcó d abandono formal del aislacionismo. Los estadouni-
denses, que habían rechazado las .responsabilidades del liderazgo mundial una gene-
ración antes, ahora se daban cuenta de que no podían dudir por más tiempo el pa-
pel de potencia mundial activa. Pero también demostraron que tenían una fe excesi-
va en la capacidad de las Naciones Unidas para mantener la paz.

LA REDUCCIÓN DE JAPóN

Mientras tanto, la guerra en el Pacífico estaba llegando al clímax. A comienzos


de 1945 las fuerzas americanas lograron más avances a saltos de rana. Los japoneses
resistían fanáticamente y las pérdidas estadounidenses eran pasmosas. La captura de
lwo Jllna, una diminuta isla volcánica a 1200 km de Tokio, costó a los mari-
nes 20.000 bajas. La batalla de O.kinawa, la principal isla de la cadena Ryukyu, a
sólo 576 km de la punta meridional de Japón, fue la más sangrienta de la guerra dd
Pacífico y las bajas estadounidenses excedieron las 50.000. Estos avances permitieron
a los enormes B-29 Superfortreses estadounidenses intensificar el bombardeo aéreo
de Japón, comenzado desde las Marianas a finales de 1944. En una serie de ataques
nocturnos a poca altura con bombas incendiarias, se devastaron grandes zonas de las

473
ciudades japonesas. En sólo uno de estos bombardeos, d 9 de marzo, se quemaron
más de 4.000 Ha de las partes más densamente pobladas de Tokio y murieron 83.000
personas.
Cuando terminó la guerra europea en mayo de 1945, la situación japonesa era
poco menos que desesperada. La mayor parte de su flota había sido hundida y su
fuerza aérea, destruida. En junio, el gobierno japonés hizo sondeos para lograr la paz.
Pero los dirigentes militares estaban determinados a seguir combatiendo, así que los
preparativos estadounidenses para invadir las islas japonesas siguieron adelante. Se
preveía una resistencia suicida según el modelo de lwo Jiina y Okinawa. Los expertos
militares estadounidenses predecían que el sometimiento de Japón llevaría al menos
dieciocho meses y costaría un millón de bajas aliadas. Por ello, el presidente Truman
y sus consejeros recurrieron a una nueva y terrible arma, la bomba atómica. Ya des·
de 1939 un equipo internacional de científicos-estadounidenses, británicos y cana-
di~ habían estado trabajando de forma febril y con gran secreto en d d~
llo de la energía atómica con fines militares: los Estados. Unidos habían gastado más
de 2.000 millones de dólares en el denominado Proyecto Manhattan. El 16 de julio
de 1945 se detonó con éxito una bomba de prueba cerca de Alamogordo (Nuevo M~
xico). Las noticias llegaron a Truman en la Conferencia de Potsdam, la última reu·
nión de los dirigentes aliados durante la guerra. El 26 de julio, junto con d primer mi-
nistro británico Clement Attlee (que había sucedido a Churdúll) y Chiang Kai-shek,
el pmidente emitió la Declaración de Potsdam, que hacía un llamamiento a los japo-
neses para que se rindieran sin condiciones o se prepararan para afrontar •una des-
trucción inmediata y total•. Como éstos no lo hicieron, los B-29 estadounidenses ta.
zaron la primera bomba atómica sobre Hiroshima el 6 de agosto. La ciudad fue de-
vastada; murieron 80.000 habitantes y muchos más lo harían después por los efectos
de la radiación. El 8 de agosto la Unión Soviética declaro la guerra a Japón e invadió
Manc:huria. El 9 de agosto se lanzó una segunda bomba atómica -la última que po-
seían los estadounidenses- sobre Nagasaki y causó 35.000 muertes más. Después de
la guerra se desató controversia sobre la necesidad estratégica de las armas atómicas y
aún más sobre la mor.ilidad de utilizarlas. Pero en aqud tiempo pocos expresaron d~
das al respecto. Los dirigentes civiles y militares que tomaron la fatal decisión lo ~
cieron con la convicción de que estaba justificado el uso de cualquier medio que pn>
metiera salvar vidas aliadas y poner fin a la guerra de un golpe. Algunos historiadoRS
afirman que no había necesidad de utilizar un arma semejante puesto que los japone-
ses estaban a punto de rendirse. No obstante, sus dirigentes militares quisieron seguir
luchando incluso después de Hiroshima y Nagasaki. Pero fueron dominados y
el 14 de agosto Japón aceptó los términos de Potsdam, con la condición de que el em-
perador retuviera su trono. La rendición formal de todas las fuerzas japonesas se reaJi.
w a bordo del buque de guerra estadounidense Missollli en la bahía de Tokio d 2 de
septiembre de 1945.

474
CAPtruLo XXVI
Las tensiones de la guerra fría, 1945-1960

LA GUERRA FR1A

Los Estados Unidos surgieron de la Segunda Guerra Mundial con una suprema-
cía económica y militar sin rivales. Entre los principales bcligcr.mtes, eran los únicos
que no habían sido campo de batalla o víctimas de bombardeos aétcos. Su capacidad
industrial empequcñcáa la de todas las demás naciones, su enorme ejército se había
endurecido en la batalla y estaba soberbiamente equipado, y su marina y su fuerza aé-
rea eran más poderosas que las del resto del mundo juntas. Sobre todo, los estadou-
nidenses tenían el monopolio de una nueva y terrible arma, la bomba atómica. Por
ello, puede perdonárseles por suponer que su país era inexpugnable, que seria posible
hacer regresar a las fuerzas armadas a una posición de tiempos de paz y mantener
bajo el gasto militar. Además parecía haber buenas bases para creer que la Gran Alian-
za de la guerra continuaría funcionando y aseguraría la paz y la estabilidad mediante
las Naciones Unidas.
Pero las cosas iban a resultar muy diferentes. La alianza de guerra se desintegró
casi de inmediato y el monopolio atómico se desvaneció poco después. En poco
tiempo, los Estados Unidos y la Unión Soviética habían llegado a la conclusión de
que el otro constituía una amenaza para su seguridad. Avivada por el miedo y la sos-
pecha mutuos, su rivalidad dividió al mundo en dos y ocasionó una peligrosa, CJW-
perante y larga guerra fría. Y aunque, como su nombre indica, fue sobre todo una ba-
talla de ideologías más que de balas, supuso para los Estados Unidos una postura de
~cia constante, el mantenimiento de un enorme aparato militar y la creación de
un sistema de alianzas defensivas que acabaron abarcando todos los continentes.
Se ha debatido mucho hasta qué punto la muerte repentina de Roosevelt en abril
de 1945 fue un factor contribuyente a la guena fría. Algunos aíticos sostienen que
produjo una ruptura aguda en la política exterior estadounidense. Mientras que ~
velt -según este argument:<r- se había esforzado por construir una relación amis-
tosa con la Unión Soviética, Truman tomó de inmediato una línea más dura, que pre-
cipitó la confiontación. Pero en realidad hubo mayor continuidad en la política esta-
dounidense de lo que esta interpretación concede. Habían comenzado a aparecer
grietas en la Gran Alianza incluso antes del final de la guerra europea y, hacia el fin
de su vida, Roosevelt había empezado a dudar sf era posible obtener la cooperación
soviética. Tampoco su muerte colocó en la Casa Blanca a un cruzado anticomunista.
Como no sabía nada de asuntos exteriores al ser elevado de repente a la presidencia

475
y tenía pocas opiniones al respecto, Truman se fió iniciahnente de los consejeros de
Roosevelt. Y aunque cada vez se c:xaspcr6 más cuando las dificultades con la Unión
Soviética se multiplicaron, tanto él como su nuevo secretario de Estado,James F. Byr-
nes, continuaron esperando que la concesión y el compromiso supcrarlan la descon-
fianza soviética.
Sin embargo, d hecho de que Stalin no observara los acuerdos de Yalta sobre Po-
lonia y su falta de cooperación en la conferencia de San Francisco suscitaron las sos-
pechas estadounidenses, a la vez que el abrupto fin impuesto por Tnunan al présta-
mo-arrendamiento en mayo de 1945 afrentó a los rusos. Así, cuando Truman, Attlee
y Stalin se reunieron en la Conferencia de Potsdam en julio, la atmósfera fue palpa-
blemente menos cordial que en Yalta seis meses antes. Hubo prolongadas disputas
antes incluso de que se lograra un acuerdo tentativo sobre los temas discutidos: in-
demnizaciones, ocupación militar de Alemania y conclusión de los tratados de paz
con los satélites dd Eje. Y cuando hubo que poner en práctica d Acuerdo de Pots-
dam, se multiplicaron las disputas.
El principal punto de discordia fue Alemania. El Acuerdo de Potsdam había esti-
pulado que, aunque dividida en cuatro zonas de ocupación, sería gobernada como
una unidad económica. Pero los rusos despreciaron el acuerdo y muvieron los alimen-
tos cultivados en su zona, predominantemente agrícola, para que no llegaran a las par-
tes industrializadas de Alemania, con lo que obligaron a los aliados occidentales a su-
plir la deficiencia. Los estadounidenses se vengaron a finales de 1946 deteniendo el
desmantelamiento de la planta industrial alemana, concebido como indemnización a
la Unión Soviética, expandiendo su producción industrial para promover la autosufi-
ciencia y uniendo su zona de ocupación con las de Gran Bretaña y Francia. Así, a fi-
nales de año, el concepto de un control aliado unificado ya casi se había abandonado
por completo; en su lugar, las dos principales potencias ocupantes se hallaban aplica-
das a imponer sus sistemas económicos rivales en las zonas que controlaban.
Las rdacioncs soviético-estadounidenses se inflamaron más por d desacuerdo sobre
los términos de la paz con los aliados de Hitler. Pasaron dieciocho meses de regateos
antes de que se fumaran los tratados en febrero de 1947. Aunque los aliados occidenta-
les presionaron para que se concediera un trato generoso a Italia, la Unión Soviética in-
sistió en una paz punitiva. w otros cuatro tratados, en los que participaban los veci-
nos de Rusia que habían luchado con el Eje, establecían (como d tratado de Italia) in-
demnizaciones y, lo que es más importante, varios grados de hegemonía soviética. Al
finnarlos, los Estados Unidos abandonaron en la práctica sus intentos de hacer que Sta-
lin cumpliera su cnmpromiso de Yalta de cdebrar dccciones libres en Europa Oriental.
Otra fuente más de discordia fue d problema del desarme atómico. En junio
de 1946, en un esfuerzo por calmar la ansiedad soviética sobre la amenaza de la gu~
rra atómica, los Estados Unidos enviaron a la Comisión sobre la Energía Atómica de
Naciones Unidas un plan de largo alcance para el control internacional. Proponían
someter su monopolio atómico a un organismo internacional y destruir sus reservas
atómicas; se prosaibiria la fabricación de annas atómicas y habria una inspección in-
ternacional para asegurar d cumplimiento. Ante los ojos estadounidenses era una
propuesta magnánima, pero la Unión Soviética se negó a aceptar la inspección inter-
nacional, por lo que no se alcanzó un acuerdo. El fracaso del plan, dcsilusionante en
sí mismo, se añadió al desencanto estadounidense con la Organización de las Nacio-
nes Unidas. En lugar dd organismo efectivo para d mantenimiento de la paz que
Roosevdt había ideado, resultó ser un foro para la propaganda.

476
LA POúnCA DE CONI'ENaóN
A comienzos de 1947 la fiustración estadounidense por no haber alcanzado un
modus vivmái con la Unión Soviética había dado paso a la alarma por sus intencio-
nes. En consecuencia, en un nuevo cambio radical, conocido como la «política de
contención•, el gobierno de Truman se comprometió a resistirse a toda nueva exten-
sión del poder y la influencia comunistas. La primera puesta en práctica importante
de esa política se realizó en el Mediterráneo. Durante cierto tiempo, la Unión Sovié-
tica había estado apoyando a las guerrillas de tendencia comunista en la guerra civil
griega y había presionado a Turquía para obtener territorio y compartir el control de
los Dardanelos. Cuando Gran Bretaña, desde hacia tiempo la potencia dominante de
la zona, informó a Washington de que por razones económicas no podía seguir o~
niéndose a estos empujes, Truman se puso de inmediato en la brecha. El 12 de mar-
zo de 1947 pidió al Congreso 400 millones de dólares para otorgar ayuda militar y
económica a Grecia y Turquía. También estableció lo que se denominaría doctrina
Truman, una amplia declaración de apoyo a todas las naciones amenazadas por el ata-
que o la subversión totalitarios. Su petición desató un largo y encarnizado debate en
el Congreso. A los conservadores les preocupaba el coste, a los liberales no les gusta-
ba el estridente tono ideológico del presidente. Pero gracias en buena parte al apoyo
de importantes internacionalistas republicanos como Vandenberg, el Congreso acabó
otorgando al presidente lo que quería.
Sin embargo, la situación en el Mediterráneo oriental era sólo la punta del ice-
berg. Toda Europa, devastada y empobttcida por la guerra, parecía dispuesta a sucum·
bir al comunismo. Para evitar este peligro, el gobierno rcdact6 un amplio programa
de ayuda económica. El sucesor de Bynes como secretario de &tado, el general Geor-
ge C. Marshall, anunció en junio de 1947 que si Europa podía llevar a cabo un pro-
grama conjunto de R<:Uperación, los &tados Unidos lo apoyarían. Los países de Eu-
ropa Occidental aceptaron de inmediato su oferta, pero la Unión Soviética y sus sa-
télites declinaron participar, atacándolo como imperialismo estadounidense. El Plan
Marshall, como acabó conociéndose, se enfrentó a la oposición del Congreso, tanto
desde la izquierda como desde la derecha, pero d golpe comunista sobre Checoslo-
vaquia en febrero de 1948 y la posibilidad de una victoria electoral comunista en Ita-
lia ayudaron mucho a su aprobación. El 3 de abril de 1948 el Congreso aprobó la Ley
de Cooperación Económica, que asignaba 5.300 millones de dólares iniciales; las
asignaciones posteriores provocarían el coste total de 13.200 millones.
El Plan Marshall resultó un asombroso éxito. Produjo una súbita y masiva recu-
peración económica en Europa Occidental, con lo que restauró la estabilidad políti-
ca y eclipsó el atractivo del comunismo. Además, como los fundos de ayuda debían
gastarse principalmente en los Estados Unidos, dio un poderoso estímulo a su econo-
mía, como de hecho era su intención. Pero sus consecuencias no fueron completa-
mente beneficiosas. Al partir los lazos comerciales existentes entre Europa Occiden·
tal y Oriental, tuvo el efecto de dividir al continente económica e ideológicamente.
La guerra fiia alcanzó un clímax peligroso en junio de 1948, cuando las tres ~
.tencias occidentales ocupantes anunciaron sus planes para la furmación de una repú-
blica federal en Alemania Occidental, que sería soberana en los asuntos internos y se
incluiría en el Programa de Recuperación Europeo. En un intento por furzar a Occi-

477
dente a abandonar este plan, la Unión Soviética bloqueó las rutas terrestres occide&
tales hacia Berlín, que estaba bajo el control de las cuatro potencias pero aislado den-
tro de la zona soviética. Truman temía que la retirada de Berlín pusiera en peligro d
éxito de toda su política europea, pero no estaba dispuesto a arriesgarse a la guerra si
enviaba convoyes armados para abrir un camino. Así que, con el apoyo de Gran Bre-
taña y Francia, ordenó el establecimiento de un puente aéreo gigantesco para llevar
suministros a la ciudad sitiada. Como resultó efectivo, en la primavera de 1949 los ru-
sos levantaron el bloqueo.
La crisis de Berlín demostró la necesidad de una nueva alianza militar que pro~
gicra contra un posible ataque soviético sobre Europa Occidental. Ya en marzo
de 1948 Gran Bretaña, Francia, Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo habían con-
cluido el Pacto de Bruselas, que establecía una alianza defensiva. Pero sin la participt-
ción estadounidense ninguna podía ser efectiva contra la fuerza soviética. Por ello, se
firmó el Tratado del Atlántico Norte en Washington el 4 de abril de 1949 por los &
tados Unidos, Canadá, los signatarios del Pacto de Bruselas y otros cinco países euro-
peos. Establecía que un ataque armado a uno de los finnantes se consideraría como
un ataque a todos y que la Organización del Tratado del Atlántico Norte integrada
las fuerzas militares de sus miembros. Ratificado por el Senado el 21 de julio
por 82 votos contra 13, era la conclusión lógica de la política de contención. Tant-
bién probaba que los Estados Unidos habían acabado con el aislacionismo.

CHINA SE HACE COMUNISTA

Aunque la contención fue un éxito espectacular en Europa, resultó mucho menos


efectiva en el Lejano Oriente. Al final de la Segunda Guerra Mundial, la política ~
dounidense en el Lejano Oriente se basó en la idea de que una China unificada y ~
vigorizada desempeñarla un papel estabilizador clave. Así, se le acordó la posición de
una gran potencia y se le concedió uno de los cinco sillones permanentes en el Con-
sejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Pero para que cumpliera las expectatiwl
de Washington era esencial poner fin a la guerra civil que se venía arrastrando desde
haáa mucho tiempo entre el gobierno nacionalista de Chiang Kai-shek y los com•
nistas encabezados por Mao Tsc-tung. En diciembre de 1945, el presidente Trumaa
envió al general Marshall a China para tratar de unir a ambos bandos en un gobicP
no de coalición. Pero después de un año de esfueao vano, tuvo que regresar a casa
disgustado. Fue la señal para una guerra civil generalizada. Los ejércitos de cm..
fueron retirándose ante el avance comunista. Al mismo tiempo, la incapacidad dd
gobierno nacionalista para controlar la inflación erosionó su apoyo. Pero aunque d
gobierno de Truman estaba consternado por el curso de los acontecimientos, segma
creyendo en la capacidad de Chiang para recobrar el control y sólo hicieron peque-
ños esfueaos por ayudarlo. A comienzos de 1949 los comunistas ya habían capua
do Pekín y Tientsin; en abril ya cruzado el Yangtzc y a finales de mayo habían t<>lm'
do Shanghai. Al final del año, Chiang y lo que quedaba de su ejército habían aba-
donado tierra firme y buscado refugio en la isla de Fonnosa.
Esta victoria comunista en China impresionó profundamente a los estadounidm
ses porque desde haáa mucho tiempo ocupaba un lugar especial en sus afectos. lfa.
bía estrechos lazos económicos, educacionales y misioneros con ella, y muchos ._
bían creído que los chinos, bajo la tutela estadounidense, iban avanzando hacia

478
aistianismo y la democracia. Por ello, la «pérdida de China• se consideró casi parri-
cida y produjo una reacción violenta. Los criticas del gobierno afirmaron que el de-
sastre podría haberse evitado si los &tados Unidos no hubieran escatimado su apo-
yo a Chiang en lugar de socavar su posición tratando de impulsarle a una coalición
con sus enemigos comunistas. El Departamento de Estado replicó que la razón bási-
ca de su derrota era que su régimen corrupto, ineficiente y reaccionario había perdi-
do el apoyo popular y que los Estados Unidos sólo podrían haberlo salvado embar-
cándose en una guerra a gran escala en el territorio chino, lo que no habría respalda-
do la opinión pública estadounidense.
El derrumbamiento de China produjo un cambio de postura en el pensamiento
estadounidense sobre Japón. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, los Esta-
dos Unidos trataron de reducirlo a la posición de una potencia de segunda clase, a la
vez que introducían refonnas democráticas. Bajo el gobierno proconsular del general
Douglas MacArthur, jefe de las fuerzas de ocupación estadounidenses, se le despojó
de sus colonias y conquistas, se desarmó y desmovilizó a seis millones de soldados ja-
poneses y se dio nueva fonna al sistema educativo. Una nueva Constitución demo-
aática renunció a la guerra, eliminó al ejército de la política y redujo al emperador a
la posición de un monarca constitucional. También se tomaron medidas para asegu-
rarse de que no hubiera un rebrote de su fortaleza militar. Pero tras la victoria comu-
nista en China y el estallido de la guerra en Corea en 1950, los Estados Unidos lo
consideraron el principal baluarte asiático contra la expansión comunista y comenza-
ron a reavivar su potencia económica y militar. En 1952 se fi.nnó con él un tratado
de paz a pesar de las objeciones de la Unión Soviética y en un acuerdo sobre seguri-
dad separado se concedieron a los Estados Unidos bases militares en su territorio. Así,
sólo seis años después del fin de la Segunda Guerra Mundial,Japón, como Alemania,
se había transformado de un enemigo conquistado por los Estados Unidos a un alia-
do informal.

LA GUERRA DE CoRF.A

Aunque los Estados Unidos no habían estado dispuestos a invadir China en ayu-
da de Chiang, pronto se encontrarían sus soldados luchando contra los comunistas
chinos en la antigua colonia japonesa de Corea. En 1945 las fuerzas soviéticas y esta-
dounidenses la habían ocupado y se habían dividido su control a lo largo del parale-
lo 38. En un principio se pretendió que esta línea fuera temporal, pero a medida que
se desarrolló la guerra fiía, se convirtió casi en una frontera internacional que separa-
ba el régimen comunista del norte de la república de orient.ación occidental del sur.
Las fuerzas de ocupación soviéticas se marcharon en enero de 1949, después de ase-
gurarse de que las tropas norcoreanas estuvieran bien armadas; los soldados estadou-
nidenses lo hicieron seis meses después, también tras dejar un nutrido equipamiento
militar pero no de tipo ofensivo. En enero de 1950 el secretario de Estado, Dean
Acheson, pronunció un discurso en el que definía el «perimetro de defensa• estadou-
nidense en el Lejano Oriente: se extendía en un gran arco, que abarcaba desde las
Aleutianas hasta Japón y las Filipinas, pero no Corea o Formosa. No está claro si este
discurso hizo creer a la Unión Soviética que los Estados Unidos no lucharían para
evitar que los comunistas controlaran toda la península de Corea. Tampoco se sabe
con certeza si los rusos instigaron lo que pasó a continuación. Sea como fuere,

479
el 24 de enero de 1950 el ejército norcoreano lanzó una ofensiva a gran escala cruzan-
do el paralelo 38. Truman ordenó de inmediato al general MacArthur que proporcio-
nara apoyo aéreo y naval a los surcoreanos; pocos días después autorizó la utilización
de las fuerzas terrestres estadounidenses. El Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas apoyó estos pasos y aprobó una resolución que condenaba la agresión de Ch
rea del Norte y hacía un llamamiento a los países miembros para que proporcionaran
la ayuda necesaria a Corca del Sur. Se nombró al general MacArthur para dirigir las
fuenas de Naciones Unidas, pero aunque dieciséis naciones acabaron respondiendo
al llamamiento, era sobre todo una guerra estadounidense. Todos los cargos de man-
do importantes los ocuparon sus generales. Los &tados Unidos aportaron el 48
por 100 de las fuerzas terrestres de Naciones Unidas~ 43 por 100 eran surcorea-
nas- y casi todas las fuerzas aéreas y marítimas.
Como había pocos soldados de los que pudiera disponerse de inmediato para
mandar a Corca, pareció en un primer momento que los invasores tomarían toda la
península. Pero en septiembre se había estabilizado el frente y MacArthur había lan-
zado una brillante contraofensiva anfibia que en pocas semanas expulsó al enemigo
de Corea del Sur, lo que significó que el propósito de la «acción de policía• de Na-
ciones Unidas se había cumplido. Pero MacArthur continuó avanzando hacia el nor-
te una vez pasado el paralelo 38 para conseguir un objetivo totalmente nuevo: la uni-
ficación de Corea. &ta desafortunada decisión, tomada a pesar de las advertencias so-
bre una intervención china, fue apoyada tanto por el gobierno de Truman como por
la Asamblea General de las Naciones Unidas. Durante varias semanas, la incursión
hacia el norte siguió sin novedades, pero al final de noviembre, cuando las tropas de
Naciones Unidas se aproximaban al óo Yalu que separa Corea de Manchuria, apare-
cieron multitud de tropas chinas y el triunfante avance de MacArthur se convirtió en
una retirada precipitada. A duras penas logró su ejército escapar de un completo de-
sastre. En enero de 1951 ya había logrado reagrupar sus líneas cerca del paralelo 38 y
se había establecido una guerra de desgaste aparentemente interminable.
En este punto, el desacuerdo entre MacArthur y el presidente provocó una im-
portante crisis política. Tw su derrota a manos de los chinos, el primero presionó a
Truman para que bloqueara las bases de bombas y las instalaciones chinas en Man-
churia y apoyara una invasión nacionalista desde Formosa. Truman recha7.Ó todas es-
tas propuestas. &carmentado por la intervención china, ahora estaba determinado a
librar sólo una guerra limitada para lograr el objetivo original de Naciones Unidas de
contener la agresión norcoreana. Creía que en la lucha contra el comunismo Europa
era más importante que Asia y que una guerra total con China necesitaría la transfe-
rencia de todas las fuerzas estadounidenses disponibles al Lejano Oriente, con lo que
se invitaría al ataque soviético sobre Europa Occidental. Los jefes conjuntos del &ta-
do Mayor estaban de arucrdo con el presidente, al igual que los aliados americanos
de la OfAN. Pero MacArthur clcscchó con impaciencia el concepto de guerra limita-
da. De pcnonalidad imperiosa y exuberante, se había acostumbrado durante los años
en que prácticamente había gobernado Japón a actuar con independencia de
Washington. Desde el comienzo de la guerra de Corca, había hecho declaraciones pú-
blicas que diferían de la política oficial, por lo que se le había reprendido repetidas
veces. No obstante, en marzo de 1951, al saber que el presidente estaba dispuesto a
intentar una paz negociada. trató de levantar al Congreso y los ciudadanos contra él
esaibiendo una carta abierta a un congresista republicano en la que sostenía la gue-
rra ofensiva ilimitada contra China. Era un reto manifiesto a la política exterior del

480
paidente y al principio constitucional de que los militares de'bían subordinarse al
poder civil. Por ello, el 11 de abril de 1951 Truman lo relevó súbitamente de todos
sus mandos.
Su destitución suscitó una protesta amplia y ácnética. La opinión pública había
aplaudido la decisión de Truman de intCIVenir en Corea pero, cuando la guerra se
convirtió en un costoso callejón sin salida, creció la frustración. Librar una guerra res-
tringida iba contra la tradición estadounidense de soluciones rápidas y totales. La es-
tntegia de MacArthur parecía prometer la victoria completa. Por ello regresó al país con
una Rcepción tumultuosa que alcanzó el clímax cuando pronunció un discurso melo-
dramático y emotivo en una sesión conjunta del C.Ongrcso para reivindicar su conduc-
ta. Pero el furor que creó se desvaneció pronto, al igual que el mismo MacArthur. Una
investigación del Congreso sobre la dirección de la guerra dio al portavoz del gobier-
no una oportunidad de mostrar que la estrategia que proponía no sólo era arriesgada
sino pC1Versa. Un en&entamiento con los chinos, declaró el general Ornar N. Brad-
lq, presidente de la plana del &tado Mayor, habóa implicado a los &tados Unidos
en la •guerra equivocada, en el lugar equivocado, en el momento equivocado y con
el enemigo equivocadO».
En julio de 1951 comenzaron las negociaciones del annisticio cerca del frente de
batalla coreano, que estuvieron marcadas por disputas encarnizadas y rupturas repe-
tidas, y pasaron casi dos años antes de que se lograra un acuerdo de cese el fuego.
(Aun hoy, cuarenta años después, sigue sin logiarse un acuerdo de paz definitivo.)
Mientras tanto, la guerra continuó, si bien a pequeña escala, y fue haciéndose cada
vez más impopular en los &tados Unidos. Aunque lograron rechazar la agresión, re-
sultó mucho más que la breve acción de polida contemplada en su origen. Cuando
terminó, los &tados Unidos tenían unas pérdidas de 25.000 muertos, 10.000 desapa-
recidos y 103.000 heridos. Un total de 415.000 surcoreanos murieron en la batalla y
aunque su país fue liberado de la amenaza de la tiranía comunista, desde entonces ha
sido regido por un gobierno de derechas, considerado igual de detestable por muchos
aíticos occidentales.

TRUMAN Y LOS ASUNl'OS INTERIORES

Aunque la política exterior de Truman fue valiente, decisiva y. al menos en Euro-


pa, muy efectiva, su gestión de los problemas internos fue titubeante y errática. Su
impulsividad e irritabilidad le llevaron a cometer serios errores, al igual que su lealtad
hacia amigos políticos poco honrados. Además, sus intentos por extender el Nuevo
Trato crearon tensiones dentro del Partido Demócrata.
En 1945 todos temían que la transición de la guerra a la paz haóa regresar a los
tiempos duros. Algunos expertos predecían que, una vez que la industria hubiera per-
dido el estímulo de los contratos de guerra, habóa ocho o diez millones de desem-
pleados. Pero estas aprensiones resultaron infundadas. Pese a los recortes repentinos
y drásticos en el gasto gubernamental y a una desmovilización extraordinariamente
rápida que inundó el mercado laboral de militares licenciados, a la guerra le siguió un
periodo de prosperidad sin parangón. La principal razón fue que la demanda de con-
swno contenida revitalizó la economía. Pero el gobierno federal ayudó de diversos
modos: se redujeron los impuestos, se concedieron préstamos a las empresas, se dis-
puso de las fábricas gubernamentales y del material bélico a precios de saldo y se con·

481
tinuaron sosteniendo los precios agrícolas. Además, la Ley sobre el Reajuste de los
Militares de 1944, conocida popularmente como Carta de Derechos del Soldado,
proporcionó ayuda financiera a los ex militares para que siguieran formándose o en-
trenándose, o para permitirles establecerse en el ámbito empresarial o agrícola.
Aunque la depresión prevista no se materializó, la «reconversión• de la economía
produjo inflación e inquietud industrial. La dirección incierta de Trumao empeoró
las cosas. Después de haber relajado algunos controles de guerra cuando Japón se rin-
dió, trató de volverlos a imponer cuando los precios comenzaron a subir. Pero el
Congreso, presionado por las empresas, los intereses agrícolas y los consumidores, no
accedería a un control de precios efectivo. La medida fue por fin aprobada en junio
de 1946, tras un prolijo debate, con los poderes de la Oficina de Dirección de Precios
tan cercenados que Trumao la vetó. Cuando un mes sin controles hubo producido
alarmantes subidas, el presidente aceptó con reticencia una sustituta poco mejor que
la primera. Pero cuando la OPA impuso techos a los precios, los granjeros retuvieron
los suministros y se creó una seria escasez de carne, junto con un floreciente merca-
do negro. Ello forzó la rendición de Trumao. En noviembre de 1946 ya había aban-
donado casi todos los controles. El resultado fue que en la última mitad de 1946 el
coste de la vida se disparó un 30 por 100.
La batalla del control de precios se libró con un trasfondo de contienda indus-
trial. En la última mitad de 1945 hubo huelgas a gran escala en la industria automo-
vilística, eléctrica y acerera, y en 1946 paradas paralizantes en las minas y los ferroca-
rriles. Los huelguistas querían salarios más altos que cubrieran la ~rdida de las horas
extra y mantuvieran el coste ascendente de la vida. En la mayoría de los casos volvie-
ron al trabajo después de que las comisiones presidenciales establecidas al efecto hu-
bieran recomendado incrementos sustanciales. Pero los mineros, encabezados por
John L Lewis, resultaron más obstinados y se negaron a llegar a un acuerdo aun cuan-
do Trumao hubo tomado las minas y obtenido un mandamiento judicial temporal
contra ellos. Sólo volvieron al trabajo cuando un tribunal federal hubo impuesto
enormes multas a Lewis y a los Trabajadores Mineros Unidos. El curso de Trumao fue
muy caprichoso. En septiembre de 1945 había alentado las demandas sindicales al su-
gerir que la economía podía soportar incrementos salariales considerables, pero cuan·
do la huelga del carbón paralizó la economía, se puso furioso con los dirigentes sin-
dicales. Luego, después de no haber logrado evitar una huelga de ferrocaniles nacio-
nal con la toma de éstos, se presentó ante el Congreso (25 de mayo de 1946) para
pedir autoridad para enrolar en el ejército a los huelguistas. Resultó innecesario al SCT
lucionarse la huelga, pero esta propuesta impresionó hasta a los conservadores.
La posición del gobierno de Trumao se vio dañada aún más por la salida de pro-
minentes partidarios del Nuevo Trato. Aunque en septiembre de 1945 el presidente
había adelantado un programa de reforma que en algunos aspectos sobrepasaba a
aquél, los antiguos lugartenientes de Roosevelt no se sintieron cómodos con él y me-
nos aún con la «Banda de Misuri» -maquinaria política, abogados de ciudades pe-
queñas y hombres de negocios- de que se rodeó. Dos políticos del Nuevo Trato so-
brevivientes, Frances Pcrkins y Henry Morgenthau jr., renunciaron discretamente al
gobierno en 1945. Otros dos se marcharon al año siguiente, acompañados de contro-
versia. Harold L Iclces dimitió en protesta por el nombramiento efectuado por Tru-
mao de un importante petrolero californiano como subsecretario de Marina; Henry
A Wallace fue cesado por criticar públicamente la política exterior anticomunista del
gobierno. Estos episodios consternaron a los negros, los dirigentes sindicales y los in-

482
b:lectuales liberales -todos ellos elementos importantes en la coalición de Roose-
ftlt- y dejaron dividido al Partido Demócrata.
Las elecciones al Congreso de 1946 se centraron en la insatisfacción pública con
las huelgas, las escaseces, los controles de precios y la inflación, y, por implicación,
con la dirección prcsiclencial. Trumao era tan impopular que, por consejo de los diri-
ptes del partido, renunció a la campaña. Pero hasta a los republicanos les sorpren-
dió el alcance de su victoria. Por vez primera desde 1930 habían logrado el control de
ambas cámaras del Congreso.
Interpretando el voto como una demanda de mayor conservadurismo, la mayoría
tqJUblicana del Octogésimo Congreso, respaldada por muchos demócratas sureños,
aalujo de forma radical el gasto público y los impuestos en un esfuerzo por estimular
la ezpansión económica y no hizo caso a las demandas de Trumao acerca de legisla-
ción sobre bienestar social. Adcmás, en un «acto de venganza tan:líe»> contra la larga
ocupación de la Casa Blanca de Franklin D. Rooscvelt, el Congreso adoptó la Vigesi-
mosegunda Enmienda a la Constitución (ratificada en 1951) que limitaba a todos los
pmidentes posteriores a Trumao a dos mandatos. Pero los republicanos hicieron po-
cos intentos por deshacer el Nuevo Trato. La única excepción importante fue la apro-
bación de la Ley sobre Relaciones Empresariales (faft-Harley) de junio de 1947. Su
propósito declarado era restaurar el equilibrio de poder económico entre trabajadores
y anpresarios supuestamente distorsionado por la Ley Wagner pro sindicalista de 1935
y proteger al público contra los abusos sindicales. La medida proscribía la sindicaliza-
ción obligatoria, prohibía prácticas sindicales tan «injustas» como los boicot subsidia-
rios y las huelgas de competencia, haáa a los sindicatos responsables ante la ley por las
rupturas de contrato y por los actos de violencia cometidos por sus miembros duran-
te la huelga, prohibía la deducción automática de los salarios de las cuotas sindicales,
así como las contribuciones de los sindicatos a las campañas políticas, requería jura·
mentos de no ser comunistas a todos los cargos sindicales, establecía que los sindica-
tos debían registrar sus actividades e informar sobre ellas y permitía a los estados po-
ner en vigor leyes sobre libertad laboral que prohibieran la sindicalización foIZOSa en
las empresas. Además, autorizaba al gobierno a que obtuviera un mandamiento judi-
cial para forzar a los sindicatos a un periodo de •reflexión• de ochenta días antes de
una huelga. Los dirigmtcs sindicales denunciaron el proyecto de ley como una ley de
«trabajo esclavista• y montaron una clamorosa campaña en su contra. Trumao, ávido
por recuperar el respaldo del movimiento sindical que había perdido al ocuparse de las
huelgas del carbón y los ferrocarriles, emitió un virulento mensaje de veto que sólo sir-
vió para que el Congreso volviera a aprobarlo de inmccliato pasando sobre él.
La captación de los disidentes urbanos del Norte, que comenzó con el veto a la
Ley Taft-Hartlcy, se adelantó un paso más cuando los consejeros del presidente le
convencieron de la importancia crucial del voto negro para sus posibilidades de ree-
lección. A pesar de su bagaje de estado de fiontcra, se convirtió en un destacado ada-
lid de los derechos civiles. En febrero de 1948 envió un mensaje cspccial al Congre-
so para recomendar una legislación que pusiera fin a la segregación en los viajes inte-
restatales, que hiciera del linchamiento un delito federal y que estableciera una
Comisión Permanente de Prácticas Laborales No Discriminatorias. No se obtuvo
nada de estas propuestas, excepto la violenta protesta del Sur. Pero Trumao utilizó sus
poderes ejecutivos para apoyar los Intentos de la NAACP por destruir la base legal de .
la segregación entablando demandas por derechos civiles. Además, en julio de 1948
una orden del ejecutivo puso fin a la segregación en las fuenas aunadas.

483
l..As EIBCCIONES DE 1948

En la primavera de 1948 las divisiones dentro del Partido Demócrata parecían con-
denarlo al fracaso en las elecciones presidenciales que se aproximaban. Mien~ que la
derecha se había visto alejada por el programa de derechos civiles de Trwnan, la izquier-
da estaba en rebeldía contra su política exterior. El principal defensor de una línea más
blanda hacia la Unión Soviética, el dimitido Henry Wallace, se estaba preparando para
presentarse como candidato a la presidencia por un nuevo Partido ProgJ'CSista. Otros
demócratas descontentos, temiendo la denota cierta con Truman, intentaron sin éxito
interesar al general Eiscnhower y al juez Wtlliam O. Douglas en la candidatura. En su
convención, celebrada en Filadelfia en julio, los demócratas, resignados, volvieron a
nombrar a Truman. Sin embargo, en una encarnizada batalla de la asamblea sobre la
platafurma, los liberales fiustraron un intento presidencial de atraer al Sur con un plm
to suavizado sobre los derechos civiles y forzaron una enmienda para fortalecerlo. Ello
provocó que treinta delegados del Sur se marcharan. Los rebeldes, conocidos populal'-
mente como los dixiécratas (Júitcrats, es decir, demócratas del Sur, ya que tlixie es un
nombre popular con que se conocen esos estados), celebraron una convención en Bir-
mingham (Alabama), donde formaron el Partido Demócrata de los Derechos de los .&
tados y eligieron al gobcmadorJ. Strom Thunnond, de Carolina del Sur, como su can-
didato presidencial, con una platafunna antiderechos civiles militante. Poco después, b.
convención del Partido Progresista, a la que asistió un conjunto variado de idealistas.
liberales, socialistas y comunistas, postuló formalmente a Wallace como pres~ Su
programa queria reemplazar la contención anticomunista por una política de amistad
con la Unión Soviética y abogaba por la igualdad racial, la planificación económica y
la propiedad pública de los sectores clave de la economía.
Alentados por el desorden de sus adversarios, los republicanos confiaban en que
sus largos años en soledad estaban a punto de concluir. Volvieron a postular como
presidente al gobernador Thomas E. Dewey y eligieron a otro internacionalista ~
ral, el gobernador Earl Warren, de California, como su compañero de campaña. Fl
programa aceptaba de forma tácita el Nuevo Trato, pero prometía mayor honradez y
eficiencia en el gobierno. Dewey, esperando una victoria fácil, libró una campaña dis-
na, descolorida e indiferente. Truman, por su parte, hizo una campaña beligerantr;.
Realizó una agotadora gira visitando pequeñas comunidades, recorrió casi 50.000 ba
y pronunció más de 350 discursos. Describiendo a los republicanos como el partid9
de los tiempos duros, castigó en particular el Octogésimo Congreso republicano de
«110 hacer nada•. Sus tácticas fueron crudas y quizás desleales, pero funcionaroa.
Contra todos los pronósticos, confundiendo a los sondeadores de opinión y a los ex-
pertos en política, Truman ganó. Wallace recortó lo suficiente su fuerza en Nueva
York, Connecticut, Michigan y Maryland para arrojar esos estados a Dcwey, mientras
que Thunnond privó a los demócratas de cuatro estados del Sur Profundo. Pero ~
ciendo balance, puede que los dos abandonos extremistas hubieran ayudado al presi-
dente: los dixiécratas al incrementar el atractivo de Truman ante los votantes negros.
los progresistas, al proporcionar (aunque fuera de forma involuntaria) una respucsla
a la acusación de que el gobierno había sido «Suave hacia el comunism0tt. No menos
crucial fue el éxito de Truman en mantener el voto de las organizaciones laborales y
al recobrar la mayoría de los estados agrarios del Medio Oeste.

484
Una vez convertido en presidente por derecho propio, Trumao renovó su presión
flllll lograr el ambicioso plan de reforma social que había presentado al C.Ongreso en
ano y que ahora denominó el Trato Jwto. Pero la coalición de republicanos y demó-
a:atas conservadores era más efectiva que nunca. Los republicanos estaban encoleri-
..los por el modo en que los había zurrado durante la campaña, los demócratas del
Sm, por sus propuestas sobre derechos civiles. Tampoco existía mucho apoyo popu-
para la refonna: el país era próspero y además estaba distraído por los asuntos ex-
teriores y el tema de la subversión. El C.Ongreso accedió a extensiones modestas de las
medidas sociales existentes, elevando el salario mínimo, ampliando la cobertura de la
llpridad social y votando fondos para erradicar los barrios pobres y construir vivien-
das de bajo coste, pero rechazó el resto del Trato Justo. Las maniobras del Sur sella-
IOll el destino de un proyecto de ley sobre los derechos civiles. Una propuesta sobre
an tegWO de enfermedad nacional fue eliminada después de que la Asociación Mé-
dica Americana la estigmatizara como «medicina socializada•. Un plan de ayuda fe-
deral a la educación se perdió debido a las disputas surgidas sobre si las escuelas pa-
muquiales debían beneficiarse. Truman tampoco logró conseguir la aprobación de un
nuevo sistema de mantenimiento de los precios agrícolas (el plan Brannan) o la revo-
ación de la Ley Taft-Hartley.
C.On su programa legislativo hecho jirones, se enfrentó a enojosos problemas in-
lmlos que hicieron su segundo mandato aún más tormentoso que el primero. Hubo
leftlaciones de corrupción en el gobierno. Un ejército desagradable de cabilderos,
mnocidos como «Cinco por cicntOS», habían establecido un negocio de influencias al
menudeo: sobornaban a las autoridades para obtener contratos y créditos guberna-
mentales o para suavizar las dificultades tributarias. El presidente no estaba implica-
do, pero se demostró que algunos cargos de la Casa Blanca tenían escasas pautas éti-
cas. También hubo nuevas dificultades laborales, sobre todo durante la guerra de ~
Ra. Cuando John L. Lewis volvió a llevar a la huelga a los mineros en 1950, Truman
l6lo pudo saldar la disputa invocando la Ley Taft-Hartley que había vetado con an-
mioridad. Luego, en 1952, su conducta arbitraria durante una huelga del acero le
CXJDdujo a una derrota humillante. Para evitar un convenio salarial inflacionario,
IDIDÓ las fábricas de acero, pero el Tribunal Supremo lo declaró inconstitucional y
fue la primera vez desde 1866 que invalidó una acción presidencial.

LA SUBVERSIÓN COMUNISTA Y EL MACAIUHYSMO


Sin embargo, estos hechos fueron opacados por una creciente alarma pública ~
bre el espionaje y la infiltración comunistas. Durante los años treinta, diversos idca-
&tas, sobre todo intelectuales, desalentados por la depresión y el auge del fascismo
en el extranjero, se unieron al Partido C.Omunista o, lo que fue más común, se intere-
saron con simpatía en el comunismo y la Unión Soviética. Esta gente se encontraba
sobre todo en departamentos gubernamentales, universidades, la industria del entre-
lmimiento y los sindicatos de CIO. Pareáa relativamente inocuo mientras que los
:Estados Unidos y la Unión Soviética fueron aliados, pero con el inicio de la guerra
fría las propensiones y asociaciones comunistas se consideraron incompatibles con la
lealtad y la seguridad nacional. La preocupación por la subversión se originó en 1945,
cu.ando cientos de documentos secretos del Departamento de Estado se encontraron
en las oficinas de la revista de patrocinio comunista Amtrasia. Aún más sobrecogedor

485
fue el descubrimiento en 1946 de que empleados del gobierno canadiense habían
pasado secretos atómicos a un cín:ulo de espionaje soviético. Las revelaciones cana-
dienses instaron a que el gobierno de Trurnan instituyera en marzo de 1947 nuevos
controles de seguridad y lealtad. Además, once importantes comunistas fueron pro-
cesados por violar la Ley Smith de 1940 al conspirar por enseñar y defender el derro-
camiento del gobierno por la fuena. Fueron hallados culpables en octubre de 1949 y
enviados a prisión. El Tribunal Supremo, en el juicio seguido por Dennis contra los
Estados Unidos (1951), mantuvo la condena.
Mientras tanto, el Comité de Actividades Antiamericanas. que se había origina-
do en 1938 en un deseo de proteger a los Estados Unidos contra la penetración nazi,
se había convertido en ún vehículo para descubrir comunistas en los sindicatos,
Hollywood y el gobierno. Se hizo tristemente famoso por su descarada búsqueda de
publicidad, sus intentos partidistas de capitalizar la creciente histeria anticomunista,
su fanatismo, su provocación de los ciudadanos con opiniones no convencionales y
su disposición a aceptar los chismes con frecuencia vagos y contradictorios de los in-
formantes y ex comunistas profesionales. Pero no todas sus «VÍctimas• fueron in~
centes, como resultó evidente cuando la persistencia de uno de sus miembros, el
congresista Richard M. Nixon, de California, dio como resultado el descubrimiento
de Alger Hiss, antiguo alto cargo del Departamento de Estado, como espía soviéti-
co. Al igual que los diplomáticos británicos Guy Burgess y Donald Maclean, des-
pués descubiertos como agentes soviéticos, Hiss era un hombre de antecedentes re-
finados y educación privilegiada. Durante el Nuevo Trato había ocupado varios
puestos gubernamentales antes de entrar en el Departamento de Estado y se había
convertido en consejero en las conferencias internacionales, incluida Yalta. En 1948
Whittaker Chambers, un veterano editor de la revista Time y antiguo comunista con-
feso, testificó ante el Comité que a finales de los años treinta Hiss le había propor-
cionado información secreta para su transmisión a Rusia. Cuando Hiss lo negó fue
procesado por perjurio: la ley de prescripción de acciones legales impedía su acusa-
ción por espionaje. En su primer juicio Gulio de 1949), el jurado no pudo ponerse
de acuerdo, pero el segundo (enero de 1950) dio como resultado su condena y en-
carcelamiento.
El caso Hiss impresionó profundamente a los estadounidenses. Si un hombre de
sus antecedentes y reputación, del que respondieron durante el juicio liberales dis-
tinguidos entre los que se encontraron el secretario de Estado, Dean Acheson, podía
traicionar a su país, adónde no alcanzaría la traición. Aunque algunos liberales con-
tinuaron afumando la inocencia de Hiss, la mayoría acusó e) impacto. El ala dere-
chista republicana, por su parte, consideró su culpabilidad una oportunidad enviada
por el cielo para asociar a todo el Nuevo Trato con el comunismo y para atribuir los
desastres que habían sobrevenido a la política estadounidense en el Lejano Oriente
a una conspiración del Departamento de Estado. El impacto del caso Hiss se vio in-
crementado por el fin repentino e inesperado del monopolio atómico estadouniden-
se. En septiembre de 1949, años antes de lo que habían predicho los científicos na-
cionales, la Unión Soviética hizo explotar un artefacto atómico, con lo que privó a
los Estados Unidos del sentimiento de seguridad que había poseído desde 1945.
Pronto se corrió que el espionaje había acelerado la producción atómica soviética.
En febrero de 1950 se reveló que un importante científico británico, el doctor Klaus
Fuchs, había confesado haber pasado de forma sistemática secretos atómicos a la
Unión Soviética entre 1943 y 1947. Se juzgó a varios de sus cómplices estadouniden-

486
y fueron hallados culpables de espionaje; dos de ellos, Julius y Ethel Rosenberg,
fmon ejecutados en 1953.
F.stas revelaciones sucesivas crearon una aunósfera de sospecha extendida, dudas
1m1ores. En septiembre de 1950, sólo con unos cuantos votos en contra, el Congre-
1probó un drástico proyecto de Ley sobre Seguridad Interna (o McCarran). Tru·
~ lo vetó por infiingir las libertades civiles -postwa sostenida con retraso por el
'liixmal Supremo en 1965-, pero volvió a aprobarse a pesar de su veto en 1951. La
m¡ucria el registro de las organizaciones comunistas, prohibía el empleo de co-
mmistas en las plantas de defensa y la entrada en los Estados Unidos de todo aquel
hubiera pertenecido a una organización totalitaria. Una disposición más draco-
mma aún autorizaba el establecimiento de campos de concentración para los comu·
llÍstas en tiempos de situación crítica nacional. El veto de Tmman al proyecto de Ley
...carran intensificó las críticas republicanas de que el gobierno era «blando con el
lllmunismo•. Puede parecer raro que fuera factible hacer esa acusación si se conside-
la consistente política exterior anticomunista del presidente y el fortalecimiento de
las medidas de seguridad internas. No obstante, la hoja de servicios demócrata era
...Jnerable. Había existido una actitud descuidada hacia la penetración del comunis-
mo antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Tmman y Acheson ha-
liían sido demasiado complacientes ante el problema, aun después de las revelacio-
nes de 1949; el presidente había despachado la investigación sobre Hiss como «una
pista falsa,,. Además, no podía negarse que los demócratas habían estado en el poder
mientras que el comunismo avanzaba en China y haáa incursiones en la burocracia
federal.
Por todo ello, se había preparado el escenario para que un demagogo con talento
mumiera la dirección del movimiento anticomunista. Fue Joseph R. McCarthy, un
smador republicano por WISConsin hasta entonces desconocido, que iba a propor-
cionar a la lengua inglesa una nueva palabra, el macarthysmo, término que significa
m:usaciones sensacionalistas, indiscriminadas y no confirmadas de simpatías y asocia-
ciones comurlistas. McCarthy saltó a la fama en febrero de 1950 cuando, en un in-
tento por reavivar su débil fortuna política, afumó que docenas o incluso cientos de
comunistas conocidos seguían ttabajando en el Departamento de Estado. Aunque
nunca aportó pruebas para sostener la acusación, la reiteró y exageró sin fin, y explo-
tó el nacionalismo popular irreflexivo para lograr el apoyo de las masas, sobre todo
en el Medio Oeste, entre los inmigrantes recientes de Europa del Este y los católicos
de las clases obreras. Las elecciones al Congreso de 1950 demostraron su poder: dos
de sus críticos del Senado no lograron la reelección. A partir de entonces pocos polí-
ticos estuvieron dispuestos a enfrentarse a él, a menos que también ellos fueran acu-
sados de ser pro comunistas. Aunque en privado le desagradaran sus tácticas, la jerar-
quía republicana, estaba dispuesta a utilizarlo contra el gobierno. Así, durante cuatro
años frenéticos, McCarthy voló alto. Su caza de brujas instó a que estados y ciudades
instituyeran sus propios programas de seguridad y demandaran juramentos de lealtad
a sus empleados. Además, organismos inquisitoriales locales y grupos de vigilancia
privados acosaron a los sospechosos de comunismo. Varios miles de personas perdie-
ron sus ttabajos y cientos fueron encarcelados, se negó el pasaporte a los comunistas,
se procesó a numerosos extranjeros residentes y se prohibió la entrada a algunos visi-
tantes extranjeros. Lo que es aún peor, el macarthysmo envenenó la vida pública, des-
moralizó al Departamento de Estado y puso en duda su eficiencia, y dañó gravemen-
te la reputación de los Estados Unidos en el exterior.

487
LA APLASTANTE VICTORIA DE ElsENHOWER

Cuando se aproximaron las dccciones presidenciales, los Estados Unidos, p~


cupados y sobreexcitados, anhelaban seguridad, tranquilidad y el fin de la disputa
partidista. Por ello, se volvieron hacia un hombre sin ninguna experiencia política, el
genial y modesto general Dwight D. Eisenhower. Como comandante de las fuerzas
de la OfAN, se le identificaba popularmente con la resistencia a la expansión sovié-
tica pero, como otros soldados que se habían convertido en presidentes, personifie>
ba las virtudes militares sin ser de ningún modo militarista. Q!úzás menos reacio a en-
trar en política de lo que hizo parecer, acabó en ella en ttspuesta a las instancias dd
ala moderada e internacionalista de la Costa &te del Partido Republicano, que esa:
ba deseosa de negar la postulación republicana al senador Robert A. Taft, favorito dd
Medio Oeste conservador y neoaislacionista. Aunque había esperado que sería impul-
sado a la dección, descubrió que tenía que luchar para conseguirla. Cuando se reu-
nió la convención republicana en julio, pareció que las fuerzas de Taft tenían el con-
trol y Eiscnhower consiguió a duras penas la candidatura. Para contentar a los consel"
vadores, la convención eligió al senador Richard M. Nixon como compañero de
campaña. Por la parte demócrata aparecieron una multitud de contendientes una vez
que d presidente Truman declinó prcsentarse para otro mandato. Pero ninguno con-
siguió la candidatura del partido, que fue a un candidato más renu~nte, el goberna-
dor Adlai E. Stcvenson, de Illinois. La elección de un sUttño, el senador Joba
J. Spaibnan, de Alabama, como candidato a la vicepresidencia indicaba la cicatriza.
ción de la división de 1948 en el partido por los derechos civiles. A pesar de todo, d
programa demócrata contenía un punto moderado sobre derechos civiles, junto con
el apoyo de la política exterior de Truman.
Durante la campaña, d ingenio y la elocuencia de Stcvenson cautivaron a los in-
tdectuales, pero no logró conmover a la masa de votant~. De todos modos, conta-
ba con la desventaja de tener que defender al gobierno de Truman, por entonces mur
impopular. Los candidatos republicanos arremetieron contra sus resultados, sobae
todo en cuanto al comunismo, la corrupción y Corea. Al principio, Eisenhower dio
una nota de imparcialidad olímpica que recordó a Dewey en 1948, pero a medida
que fue desanollándose la campaña se volvió más partidista. Además, en octubtt ya
había reconocido lo profundo que era el descontento popular por el estancamicnll
en Cotta y prometió ir allí para darle a la guerra «un final rápido y honorable•. El día
de las elecciones obtuvo una notable victoria personal. Se hizo con todos los estadol
menos nueve, con incursiones en el Sur, y ganó el apoyo de una cantidad considela'
ble de votantes urbanos demócratas del Norte, sobre todo irlandeses. Pero superó con
mucho a su partido: los republicanos apenas fueron capaces de obtener el control dd
Congreso.
Al tener a su partido en el poder, quizás se habría esperado que McCarthy dim
por finalizada su imprudente cruzada. Pero incapaz de detenerse por su temperamall
to, continuó con sus arrebatos a lo Savonarola, alegando que no sólo el Departamal!
to de &tado, sino otros departamentos y organismos gubernamentales, la Iglesia pnlll
testante y las universidades exclusivistas de la lvy ligue formaban parte de lo que cM
nominaba «el aparato comunista». Eiscnhower, a pesar de estar muy ofendido porqm
se había puesto en duda la lealtad de su mentor, d general Marshall, había apoyadl

488
al senador durante la campaña de 1952 en interés de la unidad del partido. Incluso
como presidente fue reacio a criticarlo directamente, ya que creía que acabaría destru·
~n.dose a sí mismo, lo que hizo a su debido tiempo. A comienzos de 1954 McCarthy
amplió su ataque para incluir al secretario del Ejército y, por implicación, al mismo
Eisenhower. Esto llevó a una extensa investigación del Congreso. Las audiencias tele-
..Uadas revelaron a millones de personas el charlatán ignorante y pendenciero que
era. En diciembre de 1954 el Senado decidió censurarlo por 67 votos contra 22, pero
no por sus acusaciones desenfrenadas, sino por despreciar las convenciones senatoria-
les. A partir de entonces su influencia descendió con rapidez. Se hizo cada vez más
adicto a la bebida y en mayo de 1957 murió por su causa.
Su eclipse no hizo desaparecer de inmediato la obsesión de posguerra con la sub-
ftl'Sión comunista o la tendencia asociada a sacrificar las libertades civiles al moloc de
Ja seguridad nacional. Durante el resto de la década, las personas de las que se sospe-
chara la más remota simpatía por el comunismo o incluso de una conducta sexual no
mnvencional se arriesgaban a ser retiradas de posiciones de confianza. En 1953 el go-
bierno de Eisenhower adoptó procedimientos de seguridad más rigurosos que, entre
otras cosas, negaban a las personas acusadas el acceso a las pruebas contra ellas. Más
de 3.000 funcionarios federales fueron despedidos por poner en riesgo la seguridad y
un número aún mayor renunció antes de que sus casos se hubieran decidido. Algunas
determinaciones tomadas por el programa de seguridad fueron cuestionables. La más
célebre fue el caso Oppenheirner, en el que una alianza impía de políticos de miras es-
mchas, celosos adversarios científicos y ambiciosos generales de la Fucna Aérea arras-
tró a un distinguido fisico, aunque la misma víctima proporcionó la oportunidad.
J. Robert Oppcnhcirner, conocido por su labor bélica corno «el padre de la bomba
atómica,., se había opuesto en 1949 al desanollo de la bomba de hidrógeno porrazo-
nes morales y políticas. Cuatro años después, cuando esperaba su confirmación como
consejero de la Comisión de Energía Atómica (AEC), sus enemigos vincularon su
oposición a la bomba de hidrógeno con sus conexiones comunistas anteriores, sobre
las que había sido menos que franco. Tras una larga audiencia que pareció un juicio
-aunque muy poco judicial-, se decidió que no estaba limpio en cuanto a seguri-
dad y se le prohibió el acceso a la información secreta que poseía la AEC.

U PRESIDENCIA DE ElsENHOWER

Su concepción de la presidencia era más limitada que la de sus dos predecesores


inmediatos. Tenía una idea estricta, simplista y casi teológica de la Constitución.
Creía que las funciones del ejecutivo eran bastante distintas de las del legislativo y
que Roosevelt y Trurnan, en sus intentos por influir la legislación, habían uswpado
las prerrogativas del Congreso. Esta predisposición se vio reforzada por el hecho de
que por temperamento era más un conciliador que un renovador y que su carrera mi-
litar le había acostumbrado a delegar la autoridad. Pero a pesar de ser reacio a im¡»
ner su voluntad en el Congreso o incluso en su gobierno o partido, se preocupó cuan-
do el senador John W. Bricker, de Ohio, patrocin6 una enmienda a la Constitución
para restringir la negociación de los acuerdos del ejecutivo y para limitar los efectos
legales de los tratados. Convencido de que la propuesta debilitaría la dirección presi-
dencial de los asuntos externos, se opuso a ella con fuerza. El 26 de febrero de 1954 el
Senado acabó rechazándola, pero por un voto sólo.

489
En los asuntos internos adoptó una postura media que denominó cconscrvadu·
rismo dinámica». En la práctica significó menor intervención gubernamental en la
economía, emparejado con una continua pROCUpación federal por el bienestar indi·
vidual. Su gobierno estaba fonnado por hombres de negocios: sus miembros más in-
fluyentes eran el secretario de &tado, John Foster Dulles, un rico abogado de empre-
sa; el secretario del Tesoro, Georgc Humphrcy, un ejecutivo empresarial millonario
de Ohio; y el secretario de Deknsa, Charles E. Wllson, presidente de la General Mo-
tors. Entre las medidas concebidas para fomentar los negocios estaba la conclusión
de los controles económicos de la guerra de C.orea y la concesión de reducciones fis·
cales y mayores reservas para la depreciación. También resultaba evidente la inclina-
ción hacia la empresa privada, junto con la preferencia por la descentralización, en la
actitud del gobierno hacia el desarrollo de los recursos naturales. En 1953 Eisenho-
wer persuadió al C.ongreso para que aprobara la Ley sobre Petróleo de las Zonas C.os·
teras que, al transferir al estado la propiedad de los ricos depósitos de crudo existen·
tes mar adentro a lo largo del Golfo de México y la costa pacifica, abría la puerta a su
ezplotación por intereses privados. Al año siguiente el gobierno concedió un contra-
to para la construcción de una enorme planta eléctrica nueva cerca de Menfis a la so-
ciedad de servicios Dixon·Yates y no al Organismo Gestor del Valle de Tennessee,
aunque el contrato fue cancelado después de que se suscitara un alboroto sobre cier·
tos aspectos dudosos del trato. Además, en lugar de intentar ezpropiar tierras para
construir una única gran presa federal sobre el río Snake en ldaho, el gobierno auto-
rizó la construcción de una serie de pequeñas presas por la empresa privada.
Nada de esto significó que Eiscnhower tratara de retrasar el reloj a los años vein·
te. Aunque al principio recortó el gasto gubernamental, sobre todo en defensa y ayu·
da exterior, con la esperanza de lograr por fin equilibrar el presupuesto, mostró <;icr-
ta disposición para adoptar políticas antidclicas keyncsianas cuando la economía va·
ciló. Así, en 1956 consiguió la aprobación del C.ongreso para un programa de
construcción de autopistas interestatales de diez años, con un coste último de 25.000
millones de dólares. Tampoco existió ningún intento de retirar la legislación de bie-
nestar social de los veinte años anteriores. Por el contrario, la presidencia de Eisenho-
wer contempló una gran extensión de los subsidios de la seguridad social y el descm·
plco, el aumento del salario mínimo y la creación (en 1953) de un Departamento de
Salud, Educación y Bienestar. En 1956, después de que la introducción de un siste-
ma más flexible de mantenimiento de precios agrícolas no hubiese logrado resolver
el problema de la sobreproducción y se hubiera reducido drásticamente la renta agra·
ria, el gobierno optó por un plan de «banco de tierras» que seguía muy de cerca el
programa agrícola original del Nuevo Trato.
La moderación de Eisenhower encajó bien con el talante nacional. Su sola prcsen·
cia en la Casa Blanca ayudó a recobrar la tranquilidad política y disipó los rencores
del periodo macarthysta. Dos graves ataques de enfermedad en 1955y1956 pusieron
en duda su posibilidad para plCSClltarse a un segundo mandato pero, una vez reco-
brado por completo, fue vuelto a postular por aclamación en la convención republi·
cana de 1956. Los demócratas volvieron a elegir a Adlai Stevenson, que en esta oca·
sión trató de paliar su intelectualismo adoptando un estilo de campaña menos en·
cumbrado y cometiendo errores gramaticales deliberados. Pero no pudo competir
con la abrumadora popularidad de Eisenhowcr o con el hecho de que, como un lema
de campaña republicano ezprcsaba, •Todo medra, menos las pistolas». Además, la sú·
bita y simultánea erupción de la crisis de Suez y la revuelta húngara en los últimos

490
de lo que había sido una campaña aburrida permitió a los republicanos afumar
era indispensable que Eisenhower siguiera dirigiendo los asuntos internacionales.
cla de las elecciones el presidente obtuvo una victoria más impresionante que la
1952. Volvió a ser un triunfo personal. Por primera vez desde 1848, un presidente
mdl:L"to no logró hacerse al menos con una cámara del Congreso.

Sl!GUNDO MANDATO DE ElsENHOWER.

Aunque nunca perdió su posición en el afecto popular, su segundo mandato pro-


- un declive de su prestigio. Poco después de su reelección el país experimentó
bRve pero aguda recesión económica, la peor desde los años treinta. El aumen-
de la agitación por los derechos civiles dio como resultado violentos enfrentamien-
aciales en el Sur. El lanzamiento del satélite soviético Sputnik a finales de 1957
,.pnó a los estadounidenses un golpe psicológico tremendo al romper en pedazos
mavencinúento de que los Estados Unidos eran superiores en tecnología. El go-
liimio volvió a verse en aprietos en 1958, cuando las revelaciones de conupción en
estamentos contradijeron sus profesiones de pureza. El caso más dañino involu-
al principal ayudante del presidente, Sherman Adams, que dimitió tras admitir
4fK había recibido regalos de una fuma que buscaba contactos gubernamentales. El
mo siguiente trajo una renovación de los problemas laborales, sobre todo en la in-
dmtria del acero, que experimentó su huelga más larga desde la guerra. Por último,
llllr.mte los últimos meses que estuvo Eisenhower en el cargo, las cosas se torcieron
~ en los asuntos exteriores.
E problema más enojoso resulto ser el de los derechos civiles. La lucha negra por
la igualdad entró en una nueva fase en mayo de 1954, con la histórica decisión del
&-mal Supremo en el juicio seguido por Brown contra el Consejo de Educación de
lDpeka, determinada por su presidente, Earl Warrcn, a quien Eisenhower había nom-
_.o el año anterior. El caso marcó el punto culminante de la larga batalla entabla-
por la NMCP en los tribunales contra la segregación racial. Hablando en nom-
llR de todo el Tribunal, su presidente, Warren, revocó la decisión de 1896 en el jui-
ao a:guido por Plessy contra Fcrguson de que la segregación no violaba la Enmienda
Dllcimocuarta puesto que se proporcionaban iguales instalaciones para cada raza.
Aanque en la práctica las instalaciones de los negros eran marcadamente inferiores,
doctrina de •iguales pero separados- había proporcionado la sanción legal para la
111Jegación. Ahora, sin embargo, Warren la repudiaba de forma explícita, detenni-
- t o que la segregación en las escuelas públicas era inconstitucional puesto que •las
mataciones educativas separadas son inherentemente inferioreS». En otra decisión al
mo siguiente, el Tribunal estableció que la desegregación de las escuelas debía proce-
der ccon toda la celeridad premeditada•.
Las gentes del Sur denunciaron indignadas la decisión Brown como una viola-
aon de los derechos estatales y un intento de revolucionar su sistema social. En los
alados limítrofes y de la parte superior se inició la desegregación en las escuelas, al
menos en las ciudades grandes como Washington, Baltimore y San Luis, pero en el
Sur Profundo hubo una resistencia determinada de los Consejos de Ciudadanos
Blancos militantes. Al comienzo del segundo mandato de Eisenhower, tres años des-
pués de la sentencia del Tribunal, menos de un 12 por 100 de los 6.300 distritos esco-
lares del Sur habían sido integrados y en siete estados no se había admitido ni a un

491
solo alumno negro en una escuela secundaria blanca. Eiscnhower había evitado ex-
presar su opinión sobre la decisión del Tribunal y se resistió a las sugerencias de que
debía utilizar el poder federal para ponerla en práctica. Pero en septiembre de 1957 se
vio obligado a actuar cuando la violencia del populacho y el obstruccionismo del go-
bernador Orval Faubus fiustraron la operación de un plan de desegregación gradual
en ü.ttle Rodc (Arkansas). Enfrentado a un desafio abierto a la autoridad federal, el
presidente mandó un destacamento de paracaidistas para escoltar a los niños negros
hasta la escuela. Sin embargo, durante el resto de su mandato, el ritmo de la desegre-
gación se mantuvo lento. En lugar de aceptarla, muchos padres blancos trasladaron a
sus hijos a escuelas privadas o se negaron por completo a mandarlos a la escuela. Lo
más común fue que encontraran modos para eludir la desegregación, en lugar de de-
safiarla de forma directa: elaboradas leyes sobre •la ubicación del alumno.. permitie-
ron rechazar las solicitudes de los negros a escuelas particulares por motivos diferen-
tes a la raza.
Los esfuerzos por retirar los obstáculos al voto de los negros en el Sur fueron
igualmente improductivos. Aunque en 1956 el número de negros sureños registrados
para votar ya había ascendido a 1.200.000 -d doble de la cantidad de 1947-, sólo
era un cuarto de los que tenían derecho. En agosto de 1957 el Congreso intentó pr<F
porcionar un remedio con la aprobación de la primera Ley sobre Derechos Civiles
desde la reconstrucción. Medida más débil de la que Eiscnhower había propuesto en
un principio, establecía una Comisión de Derechos Civiles para investigar la nega-
ción del derecho de voto y daba poder al Departamento de Justicia· para entablar ac-
ciones judiciales en favor de los derechos de voto de los negros. Una segunda Ley so-
bre Derechos Civiles de 1960 extendió estas disposiciones. Pero ninguna medida re-
sultó efectiva. En el Sur Profundo en especial, las autoridades estatales continuaron
impidiendo que la gran masa de negros aptos votara.
Mientras tanto, los mismos negros sureños habían comenzado a luchar contra la
discriminación con una confianza y tenacidad inusitadas, debidas sólo en parte al
aliento que les había proporcionado la sentencia Brown. Las experiencias de la Se-
gunda Guerra Mundial habían hecho que muchos negros, sobre todo los jóvenes, no
estuvieran dispuestos a seguir aceptando la desigualdad. La expansión de la televisión
en los años cincuenta les reveló por primera vez lo prospera que era la clase media
blanca y, al mismo tiempo, sus propias carencias. Además, el swgimiento de estados
afiicanos negros independientes resultó un estímulo tremendo para el orgullo racial.
El resultado fue una serie de manifestaciones contra las Leyes de Jim Crow. La más
célebre comenzó en Montgomery (Alabama) en diciembre de 1955, cuando 50.000
residentes negros boicotearon los autobuses de la ciudad en prol'esta contra la segre-
gación. El movimiento estaba dirigido por un joven ministro baptista negro, el doc-
tor Martín Luther King jr., que había abrazado el ideal gandhiano de la desobedien-
cia civil mediante la resistencia pasiva. A pesar de las detenciones masivas y de la ffi.
timidación, se mantuvo el boicot hasta que, en noviembre de 1956, el Tribunal
Supremo declaró que era inconstitucional la segregación de los pasajeros de autobús.
El éxito de la no violencia llevó a su adopción en otras partes. En febrero de 1960 los
estudiantes negros de Greenboro (Carolina del Norte) comenzaron una sentada, des-
tinada a durar seis meses, en un establecimiento de almuerzos hasta entonces reser-
vado para los blancos. El movimiento de sentadas se extendió con rapidez a todo el
Sur y resultó muy efectivo para desegregar restaurantes, tiendas, hoteles, cines y
parques.

492
Dtnlls Y LA GUERRA FR1A

La moderación que caracterizó Ja política interna de Eiscnhower también se ma-


nifestó en los asuntos exteriores_ Ello no resultó siempre patente, ya que John Foster
Dullcs, sccretario de Estado de 1953 a 1959, tenía una inclinación a Ja retórica extra-
wgante que transmitía una impresión de temeridad. El programa republicano
de 1952, que éste esbozó, condenaba Ja política de contención «negativa, fiítil e in-
moral• del gobierno de Truman y aludía a una alternativa dinámica que daría como
resultado la reducción del poder soviético en Europa dd Este, Ja •liberación• de los
pueblos cautivos y Ja •liberación• de Chiang Kai-shck para que atacara China. De for-
ma similar, cuando ocupó d cargo, Dulles continuó usando un lenguaje que resulta-
ba amenazador y parecía pICSagiar políticas más duras. En 1953 la oposición france-
sa a sus planes de rearmar a Alemania Occidental para introducirla en d sistema dc-
fi:nsivo occidental le llevó a aludir a una •reconsideración dolorosa• de la política
estadounidense, con lo que probablemente quería decir que los Estados Unidos
abandonarían sus compromisos europeos. En 1954, al explicar la «nueva apariencia•
de la política defensiva que se centraba en d poder de impacto atómico y no en las
guerras locales convencionales como Corca, habló de la ecttpresalia masiva• como un
modo más efectivo y barato de detener la agresión. Y en 1957 dcclaró haber «Camina-
do al borde de la guerra• en sus intentos de llegar a acuerdos con las potencias comu-
nistas. No obstante, en la práctica, la política exterior de Eiscnhowcr y Dulles, aun-
que de tono más realista y más rígida en su aplicación, fue en esencia la misma que
la de Truman y Acheson.
Hombre de grandes dotes intelectuales y trabajador incansable, Dulles quizás es-
tuviera más pttparado por abolengo y experiencia para presidir d Departamento de
Estado que cualquiera de sus predecesores, con la acepción probable de ~cy
.Adams. Nietó de un secretario de Estado Oohn W. Fostcr) y sobrino de otro (Robcrt
Lansing), su carrera diplomática había comenzado en la Conferencia de La Haya
de 1907 y había incluido la asistencia a la Conferencia de Vcrsalles de 1919 y a la de
San Francisco de 1945. También se le había convocado para negociar el tratado d~
paz con Japón de 1951. Como creía en la diplomacia personal, pasó gran parte de su
tiempo como secretario de Estado viajando entre Washington y las capitales extranje-
ras. Con ello no se hiw querer por los funcionarios dd Departamento de Estado y
los representantes diplomáticos, cuyas funciones haáa superfluas. Tampoco el con-
tacto personal facilitaba siempre las negociaciones. De hecho, algunos aliados euro-
peos acabaron pensando que su combinación de rectitud y tortuosidad hada impo-
sible trabajar con él. Pero a veces le forzaban desde arriba a los rodeos porque, aun-
que se le permitía mucha libertad en la dirección cotidiana de la política exterior, el
control último siempre recaía en d presidente, que era mucho menos pasivo de lo
que los contempocíncos creían.
Inmediatamente después de su dccción en 1952, Eiscnhower cumplió su prome-
sa de campaña de ir a Corca y poco después de acceder al cargo se reiniciaron las ne-
gociaciones en punto muerto. Las demandas norcoreanas de que los prisioneros de
guerra fueran repatriados, incluidos los que no descaran regresar, seguían causando
dificultad, pero después de que los Estados Unidos hubieran hecho saber que se uti-
lizarían armas atómicas tácticas si la guerra continuaba, los comunistas cedieron y se

493
firmó un armisticio el Zl de julio de 1953. Determinaba el alto el fuego y una confe-
rencia para acordar el futuro de C.orea, que se celebró en Ginebra en la primavera
de 1954, pero no logró concertar nada.
úm el fin de la guerra de Corea, la atención pasó a Indochina, donde los france-
ses llevaban peleando desde 1946 para suprimir un levantamiento nacionalista enca-
bezado por el comunista vietnamita Ho Chi Minh. En un principio, los Estados Uni-
dos habían actuado con imparcialidad en lo que conceptuaron como una guerra c~
lonial, pero cuando en 1959 los comunistas chinos comenzaron a proporcionar
armas a Ho, el gobierno de Truman consideró a los franceses cruzados anticomunis-
tas y empezó a enviarles ayuda militar y económica. '&ta se incrementó con Eisenh~
wer hasta que en 1954 los Estados Unidos financiaron cerca del 80 por 100 del esfuer-
zo bélico francés. Pero su ayuda no evitó el deterioro continuado de la posición fran-
cesa. En la primavera de 1954 los comunistas de Vietminh ya controlaban la mayor
parte de Vietnam y ponían sitio a la guarnición francesa en la remota plaza fuerte de
Dienbienphu. Eisenhower creía que Indochina era la clave estratégica del sureste asiá-
tico; si cafa, afinnaba, los países vecinos comunistas se derrumbarían como una hile-
ra de fichas de dominó". Con sus consejeros discutió un plan para establecer una in-
tervención estadounidense restringida que aliviara a los franceses, pero lo abandonó
cuando los principales congresistas expresaron su oposición y los británicos se nega-
ron a tomar parte.
Incluso antes de la caída de Dienbienphu (7 de mayo de 1954), el gobierno fran-
cés había decidido poner fin a una lucha sin esperanzas. Al mes siguiente, las nego-
ciaciones mantenidas en Ginebra dieron como resultado un acuerdo para el alto el
fuego en Indochina y para la división del país en tres estados independientes y neu-
trales: Laos, Camboya y Vietnam. Sin embargo, Vietnam, pendiente de elecciones
que se celebraóan dentro de dos años, iba a dividirse a lo largo del paralelo 17 en una
parte norte comunista y otra sur no comunista. A los Estados Unidos les desagrada·
ron los acuerdos de Ginebra como un sometimiento a la fuena y rehusaron firmar-
los. Sin embargo, prometieron no interferir. Pero cuando fue patente que las elecci~
nes estipuladas darían como resultado la victoria comunista en ambas partes de Viet·
nam, Washington apoyó a Ngo Dinh Diem, el gobernante autoritario de la república
de Vietnam del Sur, en su decisión de no celebrarlas. Los Estados Unidos creyeron
haber encontrado en Diem un dirigente capaz de crear un régimen no comunista
efectivo lo bastante fuerte para resistir los intentos de subversión y agresión. A partir
de 1954 le proporcionaron una ingente ayuda financiera y también le enviaron con-
sejeros militares para entrenar al ejército survietnamita. Del mismo modo, en Laos
apoyó a los elementos conservadores en sus esfuerzos por reprimir la contienda civil.
No obstante, en ambos países aumentó la influencia comunista.
En una jugada más para contrarrestar la expansión comunista, Dulles estableció
la Organización del Tratado del Sudeste Asiático (SEATO) en septiembre de 1954.
Compuesta por los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Australia, Nueva Zelan-
da, Pakistán, Tailandia y las Filipinas, esta nueva alianza defensiva difería de la
OfAN, cuyo modelo seguía de fonna ostensible, en que los signatarios sólo acepta-
ban consultarse en el caso de ataque y no dependían de las contribuciones de los
miembros a las fuenas de defensa comunes, sino del poder de ataque estadouniden-
se. Otra debilidad aún más sorprendente era que la India, Binnania, Ceilán e Indone-
sia se negaron a unirse. Por lo tanto, la organización era en buena medida una farsa.
Mientras tanto, Eisenhower había anunciado que los Estados Unidos ya no segui-

494
rian impidiendo que los nacionalistas de Fonnosa atacaran la China continental.
Pero esta •liberación• de Chiang Kai·shek no produjo resultados espectaculares, ya
que sus fuerzas eran demasiado débiles para hacer algo más que ocupar las islas de
~emoy y Matsu situadas frente a la costa. Cuando los comunistas respondieron
bombardeándolas, la situación se hizo potencialmente peligrosa. No obstante, cuan-
do en 1954 Eisenhowcr concluyó con Oúang un tratado de seguridad reáproca que
garantizaba a Fonnosa, rehusó comprometer a las fuerzas estadounidenses en la de-
fensa de ~cmoy y Matsu.
Después de la muerte de Stalin en marzo de 1953, hubo signos de deshielo en la
gucna fría. Sus consecuencias más tangibles fueron la conclusión en mayo de 1955
del tan retrasado tratado de paz austriaco y la celebración dos meses después de una
cumbre de jefes de gobierno en Ginebra, la primera de estas reuniones desde Pots-
dam, diez años antes. Pero los acontecimientos sucedidos en Hungría en octubre
de 1956 hicieron añicos las ilusiones de armonía internacional. Cuando los húngaros
iniciaron una revuelta anticomunista. la Unión Soviética la reprimió sin piedad e ins-
taló un nuevo régimen guiñol. Los &tados Unidos condenaron abiertamente la ac-
ción soviética, pero al no ir en ayuda de los •luchadores por la libertad• húngaros, de-
mostraron el carácter vacuo de la retórica libcracionista de Dulles.
La revuelta húngara coincidió con la crisis de Suez que, de hecho, la opacó. Se
originó por el fiacaso de los intentos de Dulles por atraer al dirigente nacionalista
egipcio, el coronel Gamal Abdel Nasser, de su trayectoria antiisraelí y pro soviética.
Para lograr la amistad egipcia, en primer lugar Dulles presionó a los británicos con el
fin de que retiraran sus fuerzas de la zona del canal de Sucz, paso debidamente cum·
plido en 1954, y luego prometió ayudar a financiar una enorme presa y una planta
hidroeléctrica que Nasser propuso construir sobre el Nilo en Asuán. &tos gestos no
desviaron en absoluto a Nasser. Concluyó un tratado sobre armas con la Unión So-
viética, reconoció a la China comunista e intensificó sus incursiones fronterizas sobre
Israel. Molesto por su conducta, Dulles retiró abruptamente la oferta de financiar la
presa de Asuán (19 de julio de 1956). Nasser tomó represalias nacionalizando el ca·
nal de Sucz, propiedad en su mayor parte de accionistas británicos y &anccses, pues
decidió que los beneficios que produáa proporcionarían los fondos para el proyecto
de la presa. Gran Bretaña y Francia reaccionaron con furia, porque no estaban dis-
puestas a tolerar que Egipto controlara su contacto con el petróleo del Oriente Me-
dio. Aunque Dulles y Eisenhower dieron la impresión de simpatizar con ellos, los es-
tadounidenses estaban secretamente dctcnninados a lograr una solución pacífica. Los
cambios y retrasos maquiavélicos a los que se enmgó Dulles exasperaron tanto a
Gran Bretaña y Francia que acabaron decidiendo una acción militar unilateral. Sin in-
fonnar a su aliado estadounidense, pero en colusión con Israel, que lanzó una guerra
pievcntiva sobre Egipto el 29 de octubre, los dos países anunciaron dos días después
que estaban enviando tropas a Egipto para -así lo dcclararo~ separar a los belige-
rantes y proteger el ttánsito por el Canal.
La intervención anglo-francesa fue condenada de forma casi universal. Los &ta-
dos Unidos y la Unión Soviética, por una vez en el mismo lado, compitieron mutua-
mente en su denuncia. Pero cuando los rusos amenazaron con acudir en ayuda de
Egipto, Eisenhower se alarmó tanto que aumentó su ya intensa presión sobre Gran
Bretaña y Francia para que dieran por terminada la cipcdición. Enfrentadas a la hos·
tilidad estadounidense, tuvieron que someterse. El fiasco de Suez tuvo consecuencias
de largo alcance. Nasser, a pesar del descalabro que sufiió su ejército a manos de los

495
israelíes, surgió con un prestigio mejorado. También la Unión Soviética fortaleció su
posición en el Oriente Medio. Pero la alianza de la OTAN se vio sacudida y las rela·
ciones anglo-estadounidenses se hicieron jirones durante un tiempo. Además, el de-
numbamiento de la influencia británica y francesa en el Oriente Medio pareció abrir
la vía para otra penetración comunista. La respuesta de Eisenhower fue buscar y ob-
tener (marzo de 1957) la autoridad del Congreso para proporcionar ayuda militar y
económica a todo país del Oriente Medio amenazado por un golpe militar comunis·
ta. Se conoció como la doctrina Eisenhower. Sin embargo. resultó que la principal
amenaza a la estabilidad de la zona provino de Nasser y no de la Unión Soviética. El
dirigente egipcio intentó de forma sucesiva subvertir los regímenes pro occidentales
de Jordania y el Li'bano. pero los Estados Unidos se lo impidieron, primero despa·
chando a la Sexta Flota al Mediterráneo oriental en 1957 y luego desembarcando ma·
rines en Li'bano al año siguiente.
C.On la muerte de Dulles en el verano de 1959. Eisenhower asumió de forma más
abierta el control de la política exterior que siempre había poseído. Más o menos al
año siguiente. cuando el gobierno comenzó a recoger la cosecha de todo lo scmbra·
do. los acontecimientos sucedidos en distintas partes del mundo dañaron mucho el
prestigio estadounidense. En .A&ica. la negativa de los Estados Unidos a adoptar una
postura fuerte contra Bélgica, su aliada de la OTAN. durante los problemas del C.On·
go. permitió a la Unión Soviética crear malestar entre los nacionalistas afiicanos y el
Occidente. En el Lejano Oriente. la conclusión en 1960 de un nuevo tratado de se-
guridad mutua con Japón para reemplazar al de 1951 no logró enjugar los sentimien·
tos de resentimiento por ser manejado como un estado clientelar; las· violentas mani·
fcstaciones antiestadounidenses de Tokio en junio de 1960 hicieron necesaria la can·
cdación de la proyectada visita de Eisenhower. En América Latina. el apoyo del
gobierno a las dictaduras reaccionarias inflamó el antiamericanismo popular. Ya ma·
nifcstado en la hostil recepción otorgada al vicepresidente Nixon en Venezuela
en 1958, este sentimiento alcanzó nuevas alturas tras la revolución de Castro en Cuba
en 1959. El derrocamiento del brutal régimen de Batista fue en un principio aplaudi·
do en los Estados Unidos. pero las relaciones se deterioraron cuando Castro confis·
có las propiedades estadounidenses y estableció un gobierno reconociclamente comu·
nista. En el verano de 1960 Cuba ya estaba en la órbita de la Unión Soviética, que ha·
bía logrado un punto de apoyo en el hemisferio occidental. Aún más humillante para
los Estados Unidos fue el incidente del U-2. En mayo de 1960, justo antes de que se
celebrara una cumbre en París de la que se había esperado que relajara las tensiones
mundiales, los rusos anunciaron el derribo dentro de su territorio de un avión de re-
conocimiento estadounidense U-2. En un primer momento, el Departamento de Es·
tado declar6 que el piloto había perdido el rumbo mientras efectuaba una investiga·
ci6n meteorológica. ante lo que el prtmiersoviético Jrushov proporcionó pruebas irre-
futables de que el aeroplano había estado cumpliendo una misión de espionaje.
Eisenhower podía haber satisfecho el protocolo diplomático afumando, a pesar de
ser inverosímil, que el vuelo no había sido autorizado. Pero aceptó francamente la
responsabilidad de éste y de otros más. Esta admisión hizo naufragar la cumbre, que
se disolvió en medio de recriminaciones e insultos.
De este modo, la presidencia de Eisenhower finalizó con una nota amarga. pero
había otorgado a sus conciudadanos un interludio de paz. Se había negado a que los
ultranacionalistas de su propio partido lo arrastraran a utilizar el ingente arsenal nu·
clear que poseían. Sin duda, comparte la responsabilidad con Dulles por sobreexten-

496
dcr los compromisos estadounidenses y por lo que resultaron ser desastrosas inter-
'ftllciones en paíseS extranjeros, sobre todo en Irán -donde los Estados Unidos or-
pnizaron un golpe para mantener al sha en su trono- y en Indochina. Pero si con
B el país perdió la iniciativa en los asuntos exteriores, se debió menos al fiacaso del
gobierno que a las realidades mundiales cambiantes: el •balance del terror- nuclear,
la m:uperación europea, el ascenso del nacionalismo afroasiático. En lo que respecta
a los asuntos internos, satisfizo una necesidad nacional al calmar y suavizar la atmós-
faa política. .E.s cierto que su indiferencia y pasividad hicieron que se archivaran pro-
blemas sociales urgentes. Por esta razón, a veces se desdeñan sus dos periodos de
mandato como años baldíos. No obstante, cuando el activismo de su sucesor había
producido una cosecha de desastres y cuando una presidencia tras otra hubieron ter-
minado en tragedia, fiacaso o vcrgüema, la etapa de Eisenhower acabó siendo recor-
dada como la edad dorada de la tranquilidad.

497
CAPfruw XXVII

Los años turbulentos, 1960-1980

Los años sesenta y setenta fueron unas de las décadas más traumáticas de la histo-
ria estadounidense. El país se vio sacudido por una secuencia de asesinatos políticos
y por un escándalo político prolongado, ruin y vergonzoso. Una nueva militancia
agresiva entre los negros y otros grupos descontentos produjo confrontaciones vio-
lentas en las calles y en los recintos universitarios. Una gucm costosa, fiustrante y
que acabó en un fracaso sumergió a la nación en confusión, mientras haáa añicos la
•ilusión de la omnipotencia estadounidense•. Estas experiencias dejaron a los ciuda-
danos divididos e inseguros de sí mismos. Algunos llevaron su rebeldía al punto de
cuestionarse los mismos fundamentos morales y constitucionales de su sociedad.
Mientras tanto, la supremaáa económica de los Estados Unidos se estaba erosionan-
do: había una preocupación creciente por la inflación, el desempleo y la amenaza de
que escaseara la energía. Sin duda, el orgullo nacional se vio reforzado en 1969 por el
notable logro tecnológico de conseguir que un hombre aterrizara en la Luna y por las
celebraciones del bicentenario en 1976. Pero los últimos años setenta volvieron a os-
curecer los cielós económicos y trajeron más recordatorios humillantes de los límite$
del poder estadounidense.

U.S ELECCIONES DE 1960

Sin embargo, cuando se aproximaron las elecciones de 1960, la escena nacional


seguía en general tranquila. La popularidad de Eisenhower era incuestionable, a pesar
del fracaso de su diplomacia en la cumbre. De no ser por la Enmienda Decimosegun-
da, que limitaba a los presidentes a dos mandatos, habría podido muy bien haber
vuelto a ser postulado y reelegido. Pero la elección republicana tuvo que recaer en el
vicepresidente Richard Nixon, cuyos viajes oficiales al exterior, a los que se había de-
dicado mucha publicidad, le habían otorgado la apariencia de ser el elegido por Ei·
senhower como su heredero y cuya disposición durante años para asumir la carga de
las campañas y la recolección de fondos le habían ganado el sólido apoyo de los car-
gos del partido. La candidatura demócrata fue más contestada, pero finalmente reca-
yó en el senadorJohn F. Kennedy, de Massachusetts. Miembro de una rica familia po-
lítica irlandesa y católica de Boston, su carrera como senador había pasado desaper-
cibida. Sus frecuentes ausencias del Senado habían llevado a algunos a despreciarlo
como político diletante y el hecho de no haberse pronunciado contra el macartismo

499
habían suscitado dudas sobre su coraje político. Pero mediante una campaña genero-
sa, bien organizada y enérgica en las primarias clave, demostró su atractivo popular y
se libró de su rival principal, el senador liberal Hubert H. Humphrey. Postulado con
un programa que prometía continuar y extender el Nuevo Trato y el Trato Justo, Ken-
nedy se comprometió a dirigir al pueblo estadounidense hacia una «Nueva Frontera•
vagamente definida, expresión que después se utilizó para describir los propósitos de
su gobierno. Sabedor de que su religión podía resultar un obstáculo en el Sur, hizo
una apuesta para lograr su apoyo eligiendo como compañero de campaña al dirigen-
te de la mayoría del Senado, Lyndon B. Johnson, de Texas, que también había aspi-
rado a la candidatura.
Durante la campaña, Kennedy trató de difuminar el tema religioso haciéndolo
del dominio público. En un discurso ante los ministros protestantes de Houston, rea-
firmó que creía en la separación de Iglesia y Estado, se negó a ser etiquetado como el
candidato católico a la presidencia y pidió a los estadounidenses que demostraran es-
tar libres de fanatismo refutando el absurdo político de que ningún católico podía ser
elegido presidente. Sin embargo, la religión recibió menos énfasis durante la campa-
ña que la política exterior. Mientras que Nixon defendió los logros del gobierno de
Eisenhower y resaltó su experiencia propia en asuntos externos, Kennedy alegó que
con los republicanos la posición de los Estados Unidos en el mundo había declina-
do. Se extendió sobre una supuesta deficiencia de misiles, afirmando que la Unión
Soviética había sobrepasado a los Estados Unidos en armas nucleares, y también cri-
ticó a Eisenhower por no tratar de la presencia comunista en Cub+ Un rasgo nove-
doso de la campaña fue que los candidatos aparecieron juntos en una serie de deba-
tes televisivos. En ellos revelaron pocas diferencias políticas, pero parecieron dar la
ventaja a Kennedy al hacerlo más conocido y permitirle refutar las acusaciones de Ni-
xon sobre su inmadwcz y falta de experiencia.
Las elecciones resultaron ser unas de las más apretadas en la historia estadouni-
dense. Kennedy salió ganador con un margen de sólo un 0,1 por 100. Raza y religión
fueron cruciales para los resultados. Aunque Kennedy no había hecho hincapié en el
tema de los derechos civiles, su llamada por teléfono a la viuda del doctor Martín
Luther King para interesarse por él cuando estaba en la cárcel de Atlanta le ganó el
grueso del voto negro. En el conjunto del país, su catolicismo le hizo perder más vo-
tos que ganarlos. Pero estas pérdidas fueron sobre todo en el Sur, donde podía permi-
tírselas, mientras que en el Norte urbano su religión le obtuvo el voto católico, que
probablemente fue crucial para otorgarle estados como Illinois y Michigan, con lo
que le puso en la Casa Blanca.

JoHN F. l<ENNEDY Y LA NUEVA FRONTF.RA

Con cuarenta y tres años, John F. Kennedy era el hombre más joven que había
sido elegido presidente. (Sin embargo, Theodore Roosevelt tenía un año menos que
él cuando accedió a la presidencia por la muerte de McKinley.) Consideraba su juven-
tud una ventaja e intentó dar a su gobierno una apariencia de vigor e innovación ju-
veniles incorporando a diversos jóvenes, los más sobresalientes su hermano Robert,
que se convirtió en fiscal general, -y Robert S. McNamara, presidente de Ford Motor
Company, que fue nombrado secretario de Defensa. Con todo, su promesa de que
una nueva generación de dirigentes «abandonaría viejos lemas, vanas ilusiones y sos-

500
pechas» se quedó en gran medida sin cumplir. En especial en asuntos exteriores, lapo-
lítica de su gobierno difirió poco de la de sus predecesores inmediatos. Lento en com-
prender los grandes cambios que se estaban produciendo en la balanza de poder
mundial -la división creciente entre Moscú y Pekín, la recuperación de Europa, el
surgimiento del nacionalismo afiicano y asiático-, Kenncdy continuó adoptando
posturas anticuadas de la guerra fría. En un discurso de investidura dedicado casi por
completo a los asuntos exteriores, declaró que los Estados Unidos «pagarían cual-
quier precio, soportarían cualquier carga, enfrentarían cualquier penuria, respaldarían
a cualquier amigo, se opondrían al enemigo que fuera con tal de asegurar la supervi-
vencia y el logro de la libertad•. Este compromiso general se basaba en la asunción
simplista y, como se vio, f.tlsa de que la potencia económica y militar estadouniden-
se era tan aplastante que el país podía vigilar a todo el mundo. Aunque después mos-
tró cierta conciencia de los límites del poder nacional, durante toda su presidencia
continuó considerando la amenaza comunista en términos globales. Además, llevó
una política más arriesgada y peligrosa incluso que John Foster Dulles.
Aunque pronto descubrió que no existía una deficiencia de misiles, procedió a ex·
tender y acelerar su programa, lo que significó la introducción de una nueva raza de
proyectiles balísticos intercontinentales de combustible sólido y el aumento del nú-
mero de submarinos Polaris con armas nucleares. Al mismo tiempo, alentó los esfuer-
zos de McNamara para fortalecer las fueizas convencionales. Se incrementaron las
asignaciones de defensa para que permitieran la expansión de las divisiones de com·
bate, el fortalecimiento táctico de los combatientes, la capacidad estratégica de los
puentes aéreos y las fueizas de contrainsurgencia. Además, en un esfuerzo por supe-
rar a la Unión Soviética en la •canera espacial•, Kenncdy consiguió un ingente incre-
mento en el presupuesto para el programa Apollo, concebido para desembarcar un
hombre en la Luna. Tras haber gastado 24.000 millones de dólares, se logró este ob-
jetivo el 20 de julio de 1969, cuando dos astronautas estadounidenses asentaron su
módulo lunar.en la superficie del satélite.
El sentimiento de misión global que subyacía en la determinación de Kennedy de
intensificar la capacidad militar estadounidense fue evidente en otros rasgos de su po-
lítica exterior. Al comienzo de su gobierno anunció la formación del Cuerpo de Paz,
formado por voluntarios que participarían en diferentes proyectos económicos, edu-
cativos y de bienestar en países subdesarrollados. El plan fue recibido con entusiasmo
y constituyó un gran éxito. En los dos años siguientes más de 5.000 voluntarios de
este cuerpo, en su mayoría jóvenes, ayudaron a llevar ayuda económica y técnica a
cuarenta y seis países. Aún mayor expectación suscitó la Alianza para el Progreso, un
ambicioso programa de cooperación concebido para evitar la extensión del comunis-
mo en América Latina mediante el fomento del desarrollo económico y la promo-
ción de la reforma política y social. Pero a pesar de la fanfarria que rodeó su inicio, el
plan quedó muy por debajo de sus objetivos. A finales de la década de 1960 muchos
críticos se quejaban ya de que no había existido alianza y muy poco progreso. La ayu-
da estadounidense, bastante escasa en su comienzo, pronto disminuyó tanto que el
desarrollo económico se retrasó. Tampoco surgió una nueva era de democracia debi-
do a la oposición de las clases establecidas de América Latina.
Las esperanzas de Kennedy de que la Alianza para el Progreso disminuirían el te-
mor al «llnperialismo yanqui• estuvieron predestinadas al fracaso por su malaconse-
jada decisión de seguir adelante con un plan, heredado del gobierno de Eisenhower,
para derrocar al gobierno de Castro en Cuba. Durante algún tiempo la CIA se había

501
dedicado a entrenar una fuCIZa de exiliados cubanos para llevar a cabo una invasión
de la isla. Presionado por sus consejeros, Kennedy aceptó con renuencia la operación,
pero negó el apoyo aéreo estadounidense. El 17 de abril de 1961, unos 1.400 cuba-
nos desembarcaron en Bahía de Ox:hinos. La invasión estaba mal planeada, escasa·
mente equipada y se llevó a cabo con torpeza. El esperado levantamiento popular no
llegó a materializane, así que los invasores fueron sometidos con facilidad. El régi-
men de Castro, ahora más sólido que nunca, procedió a desarrollar lazos económi·
co.t y políticos más estrechos con la Unión Soviética. Los Estados Unidos, cuya par·
ticiplci.ón m la operación quedó de manifiesto pronto, sufrieron una humillante
derrota.
El fracaso de Bahía de Ox:hinos fue una experiencia disciplinaria para Kennedy
que le enseñó a ser más precavido al aceptar el consejo de los expertos. Pero parece
haber convencido al dirigente soviético Jrushov de que trataba con un adversario dé-
bil e indeciso. Sea como fuere, la Unión Soviética comenzó a adoptar una postura
más agresiva. En junio de 1961 Jrushov amenazó con firmar un tratado de paz con
Alemania Orient.al, que entonces controlaría las rutas de acceso a Berlín Oriental.
Kennedy, determinado a no dejarse expulsar de una ciudad que simbolizaba la resis-
tencia al comunismo, respondió llamando a filas a los reservistas del ejército y forta-
leciendo la defensa civil. La situación se hizo aún más tensa el 13 de agosto, cuando
el gobierno de Alemania Oriental levantó el Muro de Berlín para detener el flujo de
refugiados al oeste. Aunque constituía una violación de los Acuerdos de las Cuatro
Potencias sobre Berlín, los Estados Unidos no hicieron otra cosa que· protestar y for-
talecer su guarnición de la ciudad. A partir de ese momento la crisis cedió, sólo para
que la sucediera un año más tarde un choque mucho más peligroso. En el verano
de 1962 Jrushov decidió desafiar a los Estados Unidos en el mismo hemisferio occi-
dental con la instalación secreta de proyectiles balísticos de alcance medio en Cuba,
en una jugada calculada para inclinar la balanza de misiles en contra de los Estados
Unidos. Así, cuando en octubre de 1962 los aviones de reconocimiento fotográfico
estadounidenses revelaron la construcción de las bases de misiles soviéticos en Cuba,
Kennedy no dudó que debían ser retirados. Pero lejos de que el pánico lo arrojara a
la beligerancia, permaneció firme y calmado. Tras rechazar las propuestas de un ata·
que aéreo y una invasión, decidió un bloqueo naval para evitar más importaciones de
armas nucleares a Cuba. Ello demostraría que los Estados Unidos tenían la voluntad
de resistir la presión soviética, pero dejaba a Jrushov la ruta de escape necesaria. Du-
rante diez días agonizantes, el mundo contuvo el aliento mientras las dos superpoten·
cias se enfrentaban..Finalmente, el 29 de octubre, justo cuando pareáa inevitable una
confrontación nuclear, los intercambios entre los dos dirigentes produjeron una solu-
ción. El gobierno soviético anunció que desmantelaría los misiles a cambio de la pro-
mesa estadounidense de no invadir Cuba. Pero aunque ambas partes habían hecho
concesiones, la impresión general fue que la firmeza estadounidense había forzado a
la Unión Soviética a retirarse. Por ello, la reputación de Kennedy ascendió, tanto en
su país como en el extranjero. .
Resulta paradójico que a la crisis de los misiles le siguieran signos de una disolu-
ción de la guerra fiía. Ambas superpotencias parcdan reconocer que la amenaza de
un holocausto nuclear demandaba cierto suavizamiento de la rivalidad. Por la parte
soviética, la creciente desunión con China constituía una razón más para mejorar sus
relaciones con los Estados Unidos. Una indicación de la mejoría del clima fue el es·
tablecimiento en junio de 1963 de una línea directa entre Moscú y Washington para

502
acelerar las comunicaciones en tiempos de aisis. Más importante fue la fuma, un
mes después, de un tratado que prohibía las pruebas nucleares por los representantes
soviéticos y estadounidenses. Era el primer paso hacia el control de annas internacio-
nal desde el inicio de la guerra fría y prohibía las pruebas de annas nucleares en la at-
mósfera y debajo del agua (aunque no bajo tierra). Fue ratificado por el Senado en
septiembre.
Sin embaigo, nada de ello significó que Kennedy hubiera suavizado su determi·
nación a resistir la expansión comunista. Fue sobre todo evidente en su política hacia
el sureste asiático, donde heredó una peligrosa situación de deterioro. En Laos y Viet-
nam del Sur, dos de los estados creados en Indochina por el Acuerdo de Ginebra
de 1954, los regímenes pro occidentales parecían a punto de sucumbir a la presión de
las guerrillas comunistas. Como Eiscnhower, Kcnnedy creía que Indochina era la pi~
za clave del sureste asiático y por ello un interés estadounidense vital. Tras advertir
que los Estados Unidos no tolerarían la conquista comunista de Laos, colaboró con
la Unión Soviética para lograr la pacificación y neutralización del país, resultado que
ya se había alcanzado en el verano de 1962. En Vietnam del Sur trató de frenar la
fuerza creciente del Vietcong (comunistas vietnamitas) mediante nuevas medidas de
contrainsurgcncia, acompañadas de presión sobre el gobierno de Ngo Dinh Diem
para que llevara a cabo una refonna política y económica. Envió ayuda militar y, a
pesar de los recelos acerca de la participación directa, extendió de forma constante el
número de «asesoreS» militares estadounidenses hasta que a finales de 1963 llegó a
los 16.000. No obstante, el Vietcong continuó ganando terreno, mientras que el régi-
men corrupto y represivo de Diem se hizo cada vez más impopular. Después de que
éste hubiera suprimido de forma brutal las manifestaciones budistas, Kenncdy deci-
dió retirar la ayuda económica. Luego, el 1 de noviembre de 1963, con la aquiescen-
cia si no aliento de los Estados Unidos, una camarilla militar derechista asesinó a
Diem y tomó el poder. Continúa siendo un asunto de conjeturas si Kcnncdy, en caso
de haber vivido, podría haber evitado verse arrastrado a la vorágine de Vietnam, pero
en el momento de su muerte parecía no tener otra alternativa en mente salvo conti-
nuar con la participación. .
Si los logros de su política exterior fueron en el mejor de los casos mixtos, en po-
lítica interna consiguió aún menos. Aunque había prometido una dirección audaz
para que los «Estados Unidos se movieran de nuevo•, al principio actuó con mucha
cautela. Sin duda, carecía del apoyo efectivo del Congreso. A pesar de las mayorías
nominales demócratas en ambas cámaras, los demócratas conservadores del Norte
votaban con los republicanos en muchos temas. Así, muchos de los rasgos clave del
programa legislativo de la Nueva Frontera -seguro médico para los ancianos (Medi-
care), ayuda federal a la educación, reforma de las leyes de inmigración, creación de
un Departamento de Asuntos Urbanos- fueron bloqueados o suprimidos por com-
pleto. Sin embaigo, en la mayoría de los casos el margen de la derrota fue estrecho y
quizás un presidente menos preocupado por los asuntos exteriores y de defensa y con
mayor habilidad para tratar con el Congreso podría haber logrado más. Kennedy ha-
bía llegado al poder confiando en que las técnicas modernas de gestión económica
podían a la vez estimular el crecimiento, recortar la inflación y asegurar el pleno em-
pico. Pero durante sus dos primeros años en el cargo se vio forzado a otorgar priori-
dad a la amenaza de la inflación. Utilizó el poder con que contaba para persuadir a
la industria y las organizaciones sindicales para mantener los precios y salarios dentro
de las pautas recomendadas. Su intervención más espectacular llegó en 1962, cuando

503
forzó a las compañías acereras a retirar un aumento de precios. A comienzos de 1963,
cuando no había logrado materializarse el esperado crecimiento y el desempleo per-
manecía elevado, Kennedy volvió a mostrar su fe en las «nuevas políticas- proponien-
do reducciones fiscales. Pero de nuevo los congresistas conseIVadores lo frusttaron.
Lo mismo sucedió en cuanto a los derechos civiles. Tras su muerte, fue recordado
como un valiente adalid de la igualdad racial, pero tardó en adoptar una postura con-
sistente sobre el tema. Cuando se convirtió en presidente, no estaba dispuesto a pro-
poner un proyecto de ley sobre derechos civiles o incluso a respaldar un borrador de
los congresistas liberales por miedo a poner en peligro otras medidas de la Nueva
Frontera. Pensaba que el ejecutivo podía hacer más por los negros que la legislación.
Por ello, nombró destacadas personas de color para ocupar altos cargos: Carl Rowan
se convirtió en embajador en Finlandia, Thurgood Marshall, importante abogado de
la NAACP, en juez de distrito, Robert C. Warren, en director del Servicio de Finan-
ciación de Viviendas. También enyió tropas a Misisipí en 1962 para hacer cwnplir
una orden judicial dirigida a la universidad estatal para que admitiera a un estudian-
te negro y al año siguiente a Alabama para proteger a quienes trabajaban por los de-
rechos civiles. Mientras tanto, el fiscal general, Robert Kennedy, más comprometido
con los derechos civiles que su hennano -o quizás sometido a menos limitacio-
nes-, empleó con vigor la acción legal para acelerar la desegregación en las escudas
y estaciones de autobuses, y para extender los derechos de voto de los negros. No obs-
tante, los dirigentes negros siguieron sin impresionarse. Señalaban el número de co-
nocidos segregacionistas que Kennedy había nombrado para los j~gados del Sur y
su largo retraso en emitir una ley del ejecutivo para desegregar las viviendas de finan-
ciación federal. En marzo de 1963 un desencantado Martin Luther King acusaba a
Kenncdy de haber establecido un progreso simbólico en los asuntos raciales. Pero la
creciente presión negra forzó la actuación presidencial. En junio de 1963, después de
masivas manifestaciones negras, puso todo el peso de su gobierno tras un proyecto de
ley sobre derechos civiles. Su apoyo en el Congreso se disolvió de inmediato hasta un
punto que justifica en cierto modo su vacilación anterior. Pero su compromiso era
irrevocable.
En el otoño de 1963 casi todo el programa interno de Kennedy estaba ya estan-
cado. Sin embargo, esperaba que las elecciones de 1964 no sólo lo confirmarían en el
cargo, sino que darían como resultado un Congreso más favorable. Como primer
paso para obtener estos fines, se embarcó en una gira de discursos por Florida y Texas.
El 22 de noviembre, mientras era conducido en automóvil por Dallas, fue disparado
de muerte por un joven ex marine de tendencias marxistas pero sin motivo descubier-
to. El asesino, Lee Harvey Oswald, fue asesinado a su vez dos días después durante
un traslado de cárcel.
La repentina muerte de Kennedy asombró y desoló al país. Su duelo fue más pro-
fundo y extendido que el de Lincoln. Después del asesinato, de inmediato tomó for-
ma una leyenda. El hombre muerto fue idealizado y se exageraron sus logros hasta el
punto de considerarlo uno de los mejores presidentes. En realidad, los años de Ken-
nedy fueron más ricos en promesas que en resultados pr.kticos. Además, los críticos
se han quejado, con cierta justicia, de que su retórica suscitó esperanzas irrealistas y
que su hábito de crear deliberadamente una atmósfera de crisis estimuló temores que
no fueron fáciles de erradicar. También puede culpársele en parte de los problemas
que después sobrevinieron a los Estados Unidos: intensificó de forma significativa la
guerra de Vietnam y contribuyó al engrandecimiento de la presidencia. No obstante,

504
poseía grandes cualidades: valentía, conocimiento de sí mismo y una inteligencia fiia.
Encandiló a la nación con una rara mezcla de juventud, gracia e ingenio. Con su es-
posa, hizo de la Casa Blanca, sino un moderno Camdot, al menos el centro de la
vida culta como no lo había sido desde tiempos de Jefferson. Además poseía una es-
pecie de visión que le hizo el símbolo de la esperanza para multitudes de todo el
mundo. Por último, demostró una notable capacidad de superación. Si le hubieran
pennitido ocupar el caigo un segundo mandato, es muy probable que se hubiera con-
vertido en un gran presidente.

UNDON B. jOHNSON y LA GRAN SOCIEDAD


La muerte de Kennedy llevó a la presidencia a un hombre de unos anteceden-
tes y estilo muy diferentes. Lyndon Baines Johnson había nacido en un medio hu-
milde en el campo tejano. Tras trabajar para ir a la escuela normal, había sido maes-
tro antes de entrar en política en 1937 como un ferviente defensor del Nuevo Tra·
to. Como dirigente demócrata encargado de mantener la disciplina del partido en
el Senado durante el gobierno de Eisenhower, había demostrado gran habilidad en
la gestión política. Las trágicas circunstancias en las que se convirtió en presidente
le colocaron en una situación dificil. Siempre fue consciente de estar sobre la som-
bra de Kennedy. Carente del aplomo y sofisticación de su predecesor y sabiéndose
incapaz de inspirar la devoción que -al menos de manera póstuma- el pueblo es-
tadounidense le otorgó a Kennedy, le mortificó aún más enterarse de que algunos
de sus consejeros de Ja Nueva Frontera le consideraban un intruso. Ni siquiera su
aplastante victoria electoral en 1964, que le convirtió en presidente por derecho
propio, le hizo superar su inseguridad personal. Hombre fume, orgulloso e inteli-
gente, con una comprensión compasiva de los problemas de la pobreza y la priva-
ción, tenía sin embargo algunos rasgos poco atractivos. Sus demostraciones públicas
de tosquedad, 'su tendencia a dominar y su amor infantil al poder suscitaron comen-
tarios desfavorables. Del mismo modo, su secretismo, su toipeza para mostrarse com-
pletamente veraz y su falta de escrúpulos para manipular a la gente le ganaron la
desconfianza de la prensa. Sin embargo, sus defectos peores eran una sensibilidad
excesiva hacia las críticas y una negativa terca a admitir el error o cambiar de opi·
nión. Todo ello explica en gran medida su obsesión con Vietnam, que iba a hacer
naufragar su presidencia. Iba a dejar el cargo suscitando una desconfianza mayor y
más ferozmente aiticado, sobre todo por su propio partido, que casi todos sus pre-
decesores. No obstante, sus resultados en la reforma social lo marcan como un pre-
sidente sobresaliente. E incluso en la política exterior la posteridad quizás recoja
que tuvo menos espacio para maniobrar de lo que los críticos contemporáneos le
concedieron.
La sensación de culpa nacional que engrcndró el asesinato se combinó con la ex-
periencia legislativa del nuevo presidente para romper el estancamiento del Congre-
so con el programa interno de Kennedy. Antes de que hubiera pasado un año en la
presidencia, Johnson había convencido o foaado al Congreso para que adoptara casi
todas las propuestas de la Nueva Frontera, así como algunas propias. En una rápida
sucesión consiguió la aprobación de la Ley sobre Reducción Fiscal (la primera en
treinta años), de legislación sobre tránsito de masas y una ley sobre Instalaciones para
la Educación Superior. También repudió sus antecedentes tejanos al poner todo su

505
peso en favor del proyecto de ley sobre derechos civiles que se encontraba parado. El
apoyo de ambos partidos en el Senado logró por fin superar los tres meses de obs-
truccionismo sureño y el 2 de julio de 1964 Johnson fumó la medida. La Ley sobre
Derechos Civiles de 1964 fue la medida de mayor largo alcance de su clase que ja-
más se había aprobado. Prohibía la discriminación racial en hoteles, restaurantes y
teatros, y autorizaba la retirada de los fondos federales de los organismos que la prac·
ticaran. Se dio poder al fiscal general para entablar pleitos con el fin de proteger los
derechos al voto y acelerar la desegregación escolar. Una Comisión de Oportunida-
des Iguales iba a poner fin a la discriminación laboral basada en el sexo, la religión
o la raza. En agosto de 1964, en respuesta al llamamiento de Johnson para una «gue-
rra general a la pobreza•, el Congreso aprobó una ley sobre Oportunidad Económi-
ca que asignaba casi 100.000 millones de dólares para proporcionar experiencia la-
boral y formación a los desempleados, aumentar las oportunidades educativas de los
niños pobres y est;ablecer un cuerpo interno de paz: Voluntarios al Servicio de Amé-
rica (VISTA). A pesar de lo significativas que fueron estas medidas, Johnson las con·
sideró sólo un primer paso hacia la creación de la «Gran Sociedad•, término que em·
pleó en mayo de 1964 para describir su visión de una nación en la que habría abun-
dancia y libertad para todos.
En las elecciones presidenciales de 1964, los dos principales partidos se realinea-
ron momentáneamente según bases ideológicas. Los triunfos legislativos de Johnson
quitaron toda duda de que sería el candidato demócrata. Fue elegido por unanimidad
en la convención del partido celebrada en Atlantic City, con un pro¡rama declarada-
mente liberal. Cuando se reunió la convención republicana en San Francisco, los ul-
traconservadores ocuparon la posición de mando. Rechazaron con desdén al porta·
voz del ala liberal de la Costa Este, el gobernador Nelson A Rodcefeller, de Nueva
Yorlc, y nombraron a un candidato de su propia cuerda, d senador Bany M. Goldwa-
ter, de Arizona. Millonario propietario de unos grandes almacenes y también general
en la reserva de las Fuerzas Aéreas, Goldwater apoyaba una reducción drástica del ¡»
der federal y una «Victoria total• en la lucha contra el mundo comunista. Al presen·
tar al país una elección clara de filosoflas políticas, esperaba hacerse con millones de
conservadores que no votaban normalmente. Pero sus opiniones eran demasiado ne-
gativas para conseguir un respaldo masivo. Durante la campaña se alejó a los ancia-
nos por su hostilidad hacia la seguridad social y alarmó a los moderados por una su·
gerencia impulsiva de utilizar las armas atómicas para «deshojar» Vietnam del Norte.
El presidente Johnson, que hacía la campaña como el candidato de la paz y el con·
senso, tuvo pocas dificultades para describir a su rival como un extremista peligroso,
proclive a destruir los servicios sociales esenciales y dispuesto a arriesgarse a la guerra
nuclear.
El resultado de las elecciones fue la conclusión prevista. Johnson obtuvo una vic-
toria arrolladora. Goldwater ganó sólo en siete estados, cinco de ellos del Sur Profun-
do, donde se había alabado ante los blancos por votar contra la ley sobre Derechos
Civiles de 1964. Su candidatura dañó mucho al partido, incluso en las plazas fuertes
tradicionalmente republicanas. Los demócratas aumentaron su mayoría en la Cáma-
ra a 155 y consiguieron 68 escaños de los 100 del Senado.
Tras su aplastante victoria,Johnson pas6 a nuevos triunfos internos. A instancias
suyas, el Congreso aprobó una serie de amplias medidas reformistas comparables con
las del Nuevo Trato. La ley sobre Medicare de 1965 proporcionó seguro médico a los
ancianos mediante el sistema de seguridad social y la ley sobre Medicaid hizo lo mis-

506
mo con los pobres. La Ley sobre la Educación Elemental y Secundaria de 1965 hizo
de la educación una importante responsabilidad federal: autorizaba el gasto de más
de 100.000 millones de dólares y abría nuevo campo para extender la ayuda a las es-
cuelas religiosas. La Ley sobre la Educación Superior del mismo año concedía ayuda
federal a las escuelas normales y universidades. y por primera vez proporcionaba be-
cas para la licenciatura. Johnson también aseguró la aprobación de una Ley sobre los
Derechos al Voto (1965) para ficnar los continuos esfuerzos sureños por mantener a
los negros apartados de las urnas: proporcionó el registro federal de los votantes ne-
gros en todo condado donde menos del 50 por 100 de los posibles votantes partici-
paran en las clcccioncs presidenciales. Esta medida, junto con la Enmienda Vigcsime>-
cuarta (1964), que prosaibfa los impuestos de capitación, produjo un llamativo au-
mento del voto negro y de su ocupación de cargos públicos en el Sur. Otro objetivo
liberal buscado desde haáa tiempo se obtuvo mediante la adopción de una nueva lq
de Inmigración (1965), que abolía el discriminatorio Sistema Nacional de Origcncs,
prevaleciente desde los años veinte. Otras medidas de la Gran Sociedad que pasaron
por el Congreso fueron leyes para el embellecimiento de las autopistas, contra la con-
taminación atmosférica y del agua, y un ambicioso programa urbano que incluía la
creación de un Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano, y la provisión de
fundos federales para erradicar los barrios pobres.

EL TRIBUNAL DE WARREN Y EL ACI1VISMO JUDICIAL

Los intentos ejecutivos y legislativos de promover la justicia social se vieron pode-


rosamente reforzados por una notable serie de decisiones judiciales. Bajo la dirección
de Earl Warren, presidente del Tribunal Supremo de 1953 a 1969, éste mostró una
preocupación enérgica por los derechos civiles y las libertades individuales. La senten-
cia Brown sobre la dcscgrcgación de 1954 fue seguida por otras contra la discrimina-
ción racial en la votación, los parques públicos y la vivienda. En el juicio seguido por
Yates contra los F.stados Unidos (1957), el Tribunal sostuvo que la mera pertenencia
al Partido Comunista, o incluso la defensa de la posibilidad teórica de la violencia,
no eran suficientes para ser culpable en una acusación de conspinc:ión para derrocar
al gobierno por la fuerza. En dos fallos de 1962 y 1963, declaró que rezar y leer la Bi-
blia en las escuelas públicas eran violaciones del principio constitucional de la sepa-
ración de la Iglesia y el Estado. El Tribunal de Warren también escribió en la práctica
un nuevo código de procedimiento criminal. Una serie de casos que comenzaron
con el juicio seguido por Gideon contra Wainwright (1963) y que culminaron en el
seguido por Miranda contra Arizona (1966) establecieron el derecho de los sospeche>-
sos tanto a permanecer en silencio como a consultar con un abogado (de ser necesa-
rio, a expensas públicas) antes de ser interrogados. No menos significativas fueron las
decisiones del Tribunal en el juicio seguido por Baker contra Carr (1962) y Reynolds
contra Sims (1964): al insistir en la equiparación de los distritos clcctor.ilcs, termina-
ron con el persistente dominio rural en las asambleas estatales. Por último, el Tribu-
nal tomó una postura extremadamente liberal en casos relativos a la censura y la obs-
cenidad. Mientras estos ejemplos de activismo judicial eran aplaudidos por los libera-
les. los conservadores los condenaron encarnizadamente porque no sólo objetaban
sus implicaciones cspccíficas, sino también el hedio de que el Tribunal se pusiera a la
cabeza de la reforma social.

507
LA REVUECTA NEGRA
La legislación sobre derechos civiles de Johmon, junto con las decisiones del Tri-
bunal Supremo sobre desegrcgación y nueva iq>artición, pennitió a los negros hacer
un progreso sustancial hacia la igualdad. No obstante, lejos de sentirse satisfechos, es·
tos logros sólo sirvieron para aumentar su frustración y amargura, lo cual no era sor-
prendente, puesto que ni el derecho al voto ni las garantías legales de igualdad servían
de forma directa para mejorar su condición económica. El índice de desempleo ne-
gro seguía siendo el doble de la media nacional, casi un tercio de la población negra
vivía por debajo de la línea de pobreza (comparado con el 13 por 100 de los blancos),
las escuelas y viviendas negras eran inferiores casi de forma universal. Y aunque su po-
der adquisitivo había aumentado, la brecha económica existente entre las razas no se
había estrechado lo más mínimo.
A mediados de los años sesenta muchos negros americanos ya se mostraban aiti-
cos con los objetivos y los métodos del movimiento en favor de los derechos civiles.
Sobre todo entre los habitantes de los barrios pobres del Norte había una desviación
de la moderación de la NAACP y Martin Luther King hacia la militancia en grupos
nacionalistas negros. Los más importantes eran los Musulmanes Negros, una socie-
dad religiosa puritana que rechazaba el cristianismo en favor de una forma de Islam
y enseñaba que todos los blancos eran demonios; el Comité Coordinador No Vio-
lento de Estudiantes (Student Nonviolent Coordinating Comrnittec) que, bajo la di·
rección de Stokdy Cannic:bael, un natural de las Indias Occidentales de veinticinco
años, pronto se apartó de su carácter interracial original y desechó la palabra «no vio-
lento» de su nombre; y los Panteras Negras (Black Panters), organización paramilitar
fundada en Oakland (California) en 1966, que después participó en numerosas con-
frontaciones con la policía. Aparte de Cannichael, el representante más elocuente de
los nacionalistas negros fue Malcolm X. que rompió con los Musulmanes Negros
para fundar su propia Organización por la Unidad Afro-Americana (Organization for
Afro-American Unity), pero fue asesinado en 1965, y Eldridge aeavcr, «ministro de
información» del partido de los Panteras Negras. «Poder negro», el lema adoptado por
los nacionalistas negros, era un concepto vago y ambiguo. Para algunos era sólo una
afirmación de la conciencia y orgullo negros; para otros, la demanda de que los ne-
gros controlaran las empresas, escuelas y cargos públicos en sus propias comunida-
des; y para un puñado de extremistas, un llamamiento para la guerra de guerrillas. No
obstante, los defensores del poder negro estaban de acuerdo en pedir el separatismo
en vez de la integración, en resaltar el esfuerzo propio en lugar de la colaboración con
los liberales blancos y en estar dispuestos a considerar la violencia. La guerra de Viet-
nam intensificó aún' más su militancia. Existía el resentimiento de que los negros con-
tribuían de forma desproporcionada a la lucha; aunque constituían sólo el 11 por 100
de la población, suponían el 18 por 100 de las fuerzas estadounidenses en Vietnam.
Los dirigentes negros aiticaban además una guerra que, como señaló Martin Luthcr
King, enviaba a los negros a «garantizar unas libertades en el sureste asiático que no
habían encontrado en el suroeste de Georgia y el este de Harlem».
El descontento latente de los guetos negros explotó en las revueltas wbanas más
destructoras desde la guerra civil. El primer alboroto importante, en el distrito de
Watts de Los Angeles en agosto de 1965, dejó 34 muertos, hirió a más de 1.000 per-

508
sonas y destruyó propiedades por un valor de 35 millones de dólares. Después de los
disturbios de 1966, sobre todo en Chicago, el verano de 1967 fue testigo de impor-
tantes confrontaciones raciales en más de cien ciudades. Las peores sucedieron en ju-
lio en Newark, Nueva Jersey y Detroit. Durante cinco días de revuelta en Newark, re-
sultaron muertas 26 personas (todas, menos dos, negras) y 2.000 heridas. En Detroit,
donde la muerte se cobro 43 personas y los daños a la propiedad ascendieron
a 50.000 millones de dólares, los sediciosos saquearon y quemaron tiendas, embosca-
ron a la policía e impidieron el trabajo de los bomberos. Sólo se restauro el orden
cuando se enviaron miles de paracaidistas y guardias nacionales. Luego, en abril
de 1968, el asesinato de Martin Luther King en Menfis (fennessce) produjo una nue-
va oleada de violencia por todo el país.
Después de las revueltas de 1967, el presidente Johnson estableció una comisión
de investigación. Su informe, publicado en marzo de 1968, culpaba de lo ocwrido a
la cpcnetrante discriminación y segregación en el trabajo, la educación y la vivienda•,
y concluía que sólo podrían evitarse más pendencias mediante un esfuerzo masivo
del gobierno para crear trabajos, mejorar las escuelas y erradicar los barrios pobres.
Pero aunque la muerte de King instó al C.Ongreso a aprobar una ley de Vlvienda
Abierta que prohibía la discriminación racial en la venta o alquiler de éstas, no se
hizo casi nada para poner en práctica las recomendaciones de la comisión. Muchos
blancos, aterrorizados por las revueltas urbanas y por la militancia de los nacionalis-
tas negros, se volvieron indiferentes u hostiles a las demandas de los negros. Además
la inflación y las necesidades de la guerra de Vietnam disminuyeron los recursos dis·
ponibles para los programas sociales. Johnson demostró su preocupación continua
por la igualdad racial haciendo de R.obcrt C. Warren el primer negro que ocupó un
puesto en el gabinete (seactario de Vlvienda y Desarrollo Urbano) y de Thurgood
Marshall el primero en convertirse en juez del Tribunal Supremo. Pero cada vez le
distraían más los asuntos externos, sobre todo Vietnam.

LA RESISTENCIA AL COMUNISMO: EL CARIBE Y VIETNAM

La política exterior de Johnson se basó en las ortodoxias bien establecidas, aun-


que muy simplificadas, de la guerra fría. Junto con sus consejeros creía que la expan-
sión del comunismo era invariablemente la consecuencia de una conspiración basa-
da en Moscú o Pekín y que los Estados Unidos tenían la responsabilidad de contener
la agresión comunista donde quicra que amenazara a gobiernos y pueblos no comu-
nistas. Estas convicciones explican la intervención estadounidense en la República
Dominicana en abril de 1965. Determinado a no permitir otro Castro en el Caribe,
Johnson envió a 30.000 soldados estadounidenses para apoyar a la junta militar de de-
rechas en su lucha contra los rebeldes, que incluían un grupo de comunistas. &te rea-
Tivamiento del «imperialismo yanqui• molestó mucho a América Latina, pero los Es-
tados Unidos se las arreglaron para persuadir a la Organización de Estados America-
nos para que proporcionara una fuerza de pacificación que restaurara la estabilidad
en la República Dominicana y permitiera a Johnson retirar sus tropas.
Vietnam, en contraste, se convirtió en una úlcera supurante. Johson, en un primer
momento, se había resistido a aumentar la participación estadounidense. Durante la
campaña electoral de 1964 se había mostrado remiso a la demanda de Goldwater de
bombardear Vietnam del Norte como un medio de detener la infiltración de las gue-

509
rrillas. Pero poco después de su reelección se hizo evidente que la ayuda estadouni-
dense limitada no seria suficiente para estabilizar la deteriorada situación militar y po-
lítica. Los sucesores de Diern en Saigón habían resultado incapaces de evitar que el
Victcong extendiera su dominio por el campo. Enfrentado con las alternativas de re-
tirarse o de comprometer un gran número de fuenas de combate, no vaciló. No te-
nía duda alguna de que Vietnam era vital para la seguridad estadounidense y creía
además que si se retiraban, ningún otro país seria capaz de confiar en sus promesas
de protección. Ya se había establecido un fundamento para una mayor participación
por un supuesto ataque a sus buques de guerra efectuado por lanchas torpederas nor-
vietnamitas en el golfo de Tonkín en agosto de 1964. Engañado por el relato delibe-
radamente falaz del incidente que efectuó Johnson, el Qmgreso otorgó un apoyo
casi unánime a una resolución que daba poder al presidente para «tomar todas las me-
didas necesarias para rechazar cualquier ataque annado contra las fuerzas de los Esta-
dos Unidos y para evitar más agresiones en el sureste asiático•. La •Resolución del
golfo de Tokín• no era una declaración de guerra, pero dio a Johnson una autoridad
casi ilimitada para librarla. A comienzos de 1965 ordenó ataques aéreos masivos so-
bre Vietnam del Norte, en su inicio como rq>resalia por las incursiones del Vietcong,
después como parte de un esfuerzo por privarlo de la ayuda exterior. De forma simul-
tínea, comenzó a aumentar las fuerzas terrestres estadounidenses. A finales de 1965
ya había 180.000 soldados en Vietnam del Sur; un año después, 350.000 y al final
de 1967, casi medio millón. Para fines de 1968 el coste de la guerra había ascendido
a 30.000 millones anuales y los Estados Unidos habían sufrido más de 200.000 bajas,
incluidas 30.000 muertes. No obstante, este tremendo esfuerzo militar no logró aplas-
tar al Vietcong. Aunque sus bombardeos estratégicos causaron terribles daños y bajas,
no consiguieron debilitar la economía enemiga, predominantemente agrícola. Del
mismo modo, d fuego de artillería concentrado y las misiones de búsqueda y destruc-
ción resultaron inefectivas en lo que era en esencia una guerra de guerrillas. Sus inten-
tos de crear un ejército survietnamita efectivo tampoco pudieron superar la apatía de
la masa campesina.
Mientras tanto, en el país iba creciendo la oposición popular a la guerra. Desde
1965 hubo enormes manifestaciones antibélicas en las que los estudiantes universita-
rios fueron muy prominentes. También en el Congreso había una marea creciente de
críticas provenientes de un grupo de «palomas» (tlouts, legisladores pacifistas), mu-
chos de ellos, como los senadores J. Wtlliams Fulbright, Robot F. Kennedy y Eugene
McCarthy, destacados miembros del propio partido del presidente. Algunos objct&
res sostenían que el conflicto de Vietnam era esencialmente una guerra civil en la que
los Estados Unidos no tenían derecho a intervenir y menos aún de parte de un régi-
men tan represivo como el de Saigón. Otros se preguntaban si no se estaban exten-
diendo demasiado; se cuestionaban si Vietnam o el sureste asiático en general eran en
realidad vitales para su seguridad. También existía preocupación porque la guerra es-
tuviera distrayendo la atención de problemas internos, en especial los de los guetos
negros, y que su enorme costo estuviera debilitando al dólar y estimulando la infla-
ción. Sobre todo, la forma en la que se estaba librando creó una oleada de revulsión
moral: las imágenes televisivas llevaban a diario a los hogares estadounidenses todo
el honor de lo que se estaba haciendo en su nombre en Vietnam: los bombardeos de
saturación, la destrucción de aldeas, las incursiones con napalm, la muerte y mutila-
ción de civiles. Como las crueldades y barbaridades más deliberadas del Vietcong no
se televisaban, tendían a disimularse.

510
Sin embargo, hasta la ofensiva de Tet (Año Nuevo) de 1968 la opinión general no
comenzó a oponerse a la guerra. En un furioso ataque sorpresa, el Vietcong y las fuer-
zas norvietnamitas amenazaron a todas las ciudades importantes de Vietnam del Sur
y sólo fueron rechazadas tras una lucha desesperada. La ofensiva invalidó la afirma-
ción de Johnson de que las fuerzas estadounidenses estaban ganando las tierras altas
y socavó fatalmente su política bélica. La extensión del cansancio hacia la guerra se
puso de relieve cuando Eugene McCarthy, que hacía la campaña con un programa
pacifista, estuvo a punto de derrotar al presidente en las primarias demócratas de
Nueva Hampshirc. El voto forzó a Johnson a dar un giro a su política. El 21 de mar-
zo anunció un cese parcial del bombardeo naval y aéreo de Vietnam del Norte y al
mismo tiempo declaró que no se presentarla a la reelección. El 3 de abril Hanoi acep-
tó su propuesta de entablar negociaciones de paz y en mayo comenzaron las prelimi-
nares en París.

LAs EllCCIONES DE 1968

Vietnam se convirtió en el tema dominante de la campaña presidencial de 1968.


También produjo serias divisiones dentro del Partido Demócrata. Los caciques del
partido y los dirigentes sindicales apoyaron la candidatura del heredero político de
Johnson, el vicepresidente Hubcrt Humphrey, que estaba a favor de la guerra. Los de-
mócratas pacifistas, por su parte, dividían su apoyo entre McCarthy y Robert Ken-
nedy, que había entrado con retraso en la carrera una vez que el primero había mos-
trado la vulnerabilidad del presidente. Con Humphrey fuera de las primarias,
McCarthy y Robcrt Kenncdy libraron un duelo prolongado que alcanzó el clímax en
las primarias del 4 de junio en California, ganadas por Kennedy con un estrecho mar·
gen. Pero en su hora de triunfo fue herido de muerte por un inmigrante jordano, mo-
lesto por su apoyo a Israel. Lejos de aprovecharse de la muerte de Kennedy, la candi-
datura de McCarthy se debilitó por su actitud distante y sus declaraciones ambiguas
y quijotescas. Ni sus seguidores ni las fuerzas despedazadas de Kennedy pudieron evi-
tar la elección de Humphrey por la convención demócrata celebrada en Chicago du-
rante el mes de agosto. Pero su victoria sólo intensificó las divisiones dentro del par-
tido. Los delegados antibclicistas se quejaron de que la jerarquía del partido hubiera
desacatado la voluntad popular postulando a Humphrey y rechazando un programa
pacifista. Aún más dañinos para los demócratas fueron los violentos enficntamientos
que sucedieron fuera del salón de convenciones pero frente a las cámaras de televi-
sión entre jóvenes contrarios a la guerra, algunos de ellos proclives a la violencia, y la
policía de Chicago, que respondió con una brutalidad irrefrenada e indiscriminada a ·
los insultos y obscenidades que le soltaron.
Mientras tanto, los republicanos eligieron a Richard M. Nixon, cuya carrera polí-
tica había parecido finalizar tras no lograr convertirse en gobernador de California
en 1962. Aún más sorprendente que el resurgimiento de Nixon fue el hecho de que
abandonaran sus divisiones anteriores y se presentara como el candidato de la paz y
la armonía nacional. Aunque evitó compromisos específicos acerca de Vietnam, pro-
metió poner al conflicto un final rápido y honorable. También capitalizó la preocu-
pación pública por los delitos y la contienda civil resaltando el tema de la «ley y el or-
den•, expresión que se interpretó como una actitud menos complaciente hacia los de-
rechos civiles de los negros. Con la esperanza de obtener el apoyo blanco en el Sur

511
tradicionalmente demócrata, Nixon aceptó a Spiro Agnew, el gobernador conserva-
dor de Maryland, como compañero de campaña. Esta «estrategia sureña,. fue dictada
en gran medida por la decisión de George Wallace, el gobernador demócrata de Al.
bama, de presentarse con el programa de un Partido Independiente Americano. De
hecho, su segregacionismo inttansigente había tocado la fibra sensible no sólo en d
Sur, sino entre los trabajadores de cuello azul del Norte. Perdió algún respaldo al el~
gir como compañero de campaña al beligerante general Curtís Le May, antiguo jefe
del Estado Mayor de las Fuerzas Aér~. que amenazaba con «bombardear a Vietnam
del Norte hasta que volviera a la Edad de Piedra,.. A pesar de todo, parecía posible
que Wallace obtuviera unos resultados electorales lo bastante buenos como para ne-
gar a cualquiera de los candidatos de los principales partidos una mayoría electoal.
Lo característico de la campaña fue la recuperación tardía de Humphrey. Aunque ¡.-
reció condenado al fracaso tras la desastrosa convención de Chicago, su candidatum
recibió un gran empuje justo antes del día de las elecciones, cuando Johnson anU&
ció el cese completo de los bombardeos estadounidenses sobre Vietnam del Nortr..
Sin embargo, Nixon salió ganador en unas elecciones muy apretadas. Wallace obtu-
vo casi diez millones de votos y ganó en cinco estados del Sur, los mejores resultados
logrados por un tercer partido desde La Follette en 1924.

U POúnCA EXTERIOR DE NIXON: VIE'INAMIZACIÓN Y DISTENSIÓN

Durante los cuatro años siguientes, mientras las conversaciones· de paz en Pam se
alargaban sin llegar a conclusiones, el presidente Nixon puso en práctica una política
de «vietnamización•: la retirada por fases de las tropas estadounidenses, acompañadil
del fortalecimiento del ejército de Vietnam del Sur para permitirle llevar la lucha solai
A comienzos de 1971 ya se habían retirado casi la mitad de los 550.000 soldados ame-
ricanos en Vietnam; en septiembre de 1972 ya sólo quedaban 40.000. No obstante, b
críticos antibelicistas se impacientaron cada vez más por lo que consideraban un m
mo demasiado lento de desconexión y por las ingentes y continuadas bajas estaclomi-
denses. Su insatisfacción hllvió en ultraje cuando el presidente salpicó la retirada cm
nuevas iniciativas tácticas militares. Así, su anuncio en abril de 1970 de que había ar
denado a las tropas estadounidenses atacar los refugios comunistas y depósitos de
ministros en Camboya, que nominalmente era neutral, provocó nuevas manifestacil-
nes antibelicistas en los campus universitarios. Los disparos efectuados por la guanlil
nacional sobre cuatro estudiantes que protestaban en la Universidad Estatal de K.-
el 4 de mayo inflamó más la atmósfera. La operación de Camboya terminó pro._
pero hubo más protestas en mayo de 1972 cuando, en respuesta a una nueva ofensn.
comunista contra el tambaleante gobierno de Saigón, Nixon ordenó la reanudaci&I
de los ataques aéreos sobre Vietnam del Norte y el minado del puerto de Haiphomg.
A mediados de 1971 habían aumentado las criticas a la guerra por la publicación en
Nt'llJ Yom Ttmes de una serie de artículos basados en los Papeles del Pentágono, doe9'
mentos gubernamentales secretos sobre la guerra de Vietnam puestos en circu1acifm
de forma ilegal por un antiguo cargo. En ellos se revelaban los cálculos enóncos, d
cretQ y el engaño organizado que habían caracterizado la participación estadounid9
se. Pero aunque los pacifistas del Congreso redoblaron sus esfuerzos por recortar lm
poderes bélicos del ejecutivo y propugnaron una retirada unilateral de Vietnam, no
graron resultados. En realidad, el programa de vietnamización satisfacía a la mayma

512
El esfuerzo por desconectarse de Vietnam era parte de una reconsideración más
amplia de la política exterior nacional. Nixon y el doctor Kissingcr, su consejero so-
bre política exterior y después secretario de Estado, reconocían que las hipótesis que
lllbían guiado la diplomacia estadounidense desde 1945 ya no eran válidas. El mun-
llo bipolar de posguerra en el que se había predicado la política de contención había
cedido el paso a una configuración del poder diferente. Entre las nuevas realidades in·
tanacionales estaba la profunda hostilidad aistente entre la Unión Soviética y Chi-
na, el renacimiento de Europa Occidental y el resurgimiento de Japón. A diferencia
ele sus predecesores, Nixon y Kissingcr comprendieron que este nuevo mundo rcquc-
áa lDla diplomacia más flexible. C.Omo las enemistades no eran inml;ltables, los Esta-
dos Unidos no tenían que dejarse hipnotizar por diferencias ideológicas y debían
GJDtcmplar una sucesión de conciertos específicos más que alineamientos pcrmanen-
ta. Y como era evidente que se habían extendido demasiado al intentar vigilar todo
d mundo, en el futuro el intCIVencionismo abierto había de limitarse a zonas donde
sus intereses nacionales estuvieran en juego.
Esta nueva postura con ICSpCCto a b asuntos internacionales, que después se co-
noció como la doctrina Nixon, tuvo resultados espcctacularcs y sorprendentes. Resul-
ta iiónico en vista del pasado anticomunista de Nixon que su gobierno iniciara un
aa:rcamiento primero hacia China, luego hacia la Unión Soviética. Desde la expul-
sión de Chiang Kai-shek de la China continental en 1949, los Estados Unidos habían
dado la espalda y tratado de aislar a la «China roja•. No obstante, en la primavera
de 1971, después de que Pekín hubiera indicado su deseo de mejorar las relaciones,
Nnon envió a Kissingcr en misión secreta para reunirse con el premier Chou En-lai.
A partir de entonces los Estados Unidos dejaron de oponerse a la admisión de la Re-
pública Popular China en las Naciones Unidas y después de que el mismo Nixon hu-
biera visitado China (febrero de 1'172), Pekín y Washington intercambiaron represen-
tantes diplomáticos. Su visita fue seguida de otra casi de la misma transcendencia a
Moscú. C.Omo sus homólogos estadounidenses, los dirigentes soviéticos deseaban
que se relajaran las tensiones de la guerra fría y un respiro a la costosa carrera de ar-
mas nucleares. La distensión con la Unión Soviética produjo pocos beneficios con-
cretos, pero se logró un acuerdo sobre cooperación científica, tecnológica y cultural,
sobre la venta de trigo estadounidense a Rusia y, fundamentalmente, sobre el control
de las armas nucleares. Ambos países ya habían firmado (1 de julio de 1968) un trata-
do de no proliferación nuclear, que obligaba a los signatarios a no suministrar armas
nucleares a naciones que no las poseyeran. La visita de Nixon a Moscú dio como re-
sultado dos acuerdos más, ambos surgidos de las C.Onvcrsaciones sobre Limitación de
Armas Estratégicas (SAIJ) que se habían venido desarrollando durante más de dos
años. Un tratado restringía el número de sistemas de misiles antibalísticos, el otro res-
tringía durante cinco años el número de misiles ofensivos de largo alcance. Sin em-
bargo, el nuevo entendimiento soviético-estadounidense no se extendió al Oriente
Medio, desganado por la lucha. El hecho de que los Estados Unidos fueran el princi-
pal proveedor de armas de Israel, mientras que la Unión Soviética otorgaba un apo-
yo similar a Egipto, significaba que si se reanudaba el conflicto árabe-israelí podría
ocasionar una confrontación de superpotencias. Este peligro estuvo en su punto cul-
minante durante la guerra de Yom Kippur de 1973, cuando Israel fue atacado por sus
vecinos árabes. Pero el doctor Kissingcr, en una exhibición característica de «diploma-
cia de enlace• entre las capitales rivales, logró un cese el fuego y un acuerdo parcial
aún más fragil.

513
EJ. CONSERVADURISMO NIXONIANO, U. PRESIDENCIA IMPERIAL Y EL WATERGATE

La flexibilidad que marcó la política exterior de Nixon también fue evidente en


su gestión de ciertos problemas internos. Había heredado un legado de inflación que
en un primer momento intentó controlar mediante una simple restricción de la pro-
visión de dinero. Pero en agosto de 1971, con la inflación y el desempleo en alza, dejó
de mostrarse hostil a los controles económicos: ordenó una congelación de salarios,
precios y rentas de noventa días, pidió una reducción fiscal para estimular la econo-
mía y dio los primeros pasos hacia la devaluación del dólar. De nuevo, después de co-
menzar proclamando el fin de los presupuestos desequilibrados, continuó gastando
tanto en defensa, en el programa espacial y la guena de Vietnam, que presidió sobre
los mayores déficit presupuestarios de la historia. También propuso una amplia refor·
ma del sistema de la seguridad social: su Programa de Asistencia Familiar, anunciado
en 1969, adoptó el principio de asegurar unos ingresos nacionales núnimos para to-
das las familias. Pero los congresistas liberales, que habían originado la idea. lo recha-
zaron: querían pagos en metálico más elevados y se oponían al requerimiento de que
los receptores de la seguridad social debieran trabajar o apuntarse para formación la-
boral. Otra medida nixoniana de raíces liberales fue el reparto de los ingresos fiscales
federales con las autoridades estatales y locales. Tras un extenso debate, el programa
de ingresos compartidos se promulgó en septiembre de 1972.
No obstante, a pesar de estos distanciamientos de sus actitudes ~teriores, no po-
día dudarse que la política interna de Nixon era de carácter conservador. Apelando al
espíritu del individualismo e invocando lemas como el «esfuerzo propia» y el •con·
trol local•, socavó y desmanteló muchos de los programas de bienestar social de John·
son y vetó mucha legislación nueva sobre salud, educación y bienestar. El conserva·
durismo también inspiró sus nombramientos para el Tribunal Supremo. Declarando
que las recientes decisiones del Tribunal que extendían los derechos de los acusados
habían contribuido al aumento de la ilegalidad, prometió nombrar «juristas conserva·
dores» cuando surgiera la oportunidad. Así, cuando el presidente del Tribunal Earl
Warren se jubiló en 1969, lo reemplazó con Warren E. Burgcr, juez de Minnesota con
fama de dureza hacia los criminales. A continuación el presidente pudo nombrar a
otros tres conservadores, aunque sólo después de que dos de sus elegidos, ambos in-
terpretadores estrictos del Sur, hubieran sido rechazados por el Senado como inade-
cuados. Pero aunque el Tribunal de Burgcr fue notablemente menos liberal y activis-
ta que el de su predecesor, sobre todo en los casos penales, algunas de sus decisiones
molestaron al gobierno. En el juicio seguido por Furman contra Georgia (1972), por
ejemplo, declaró que la pena de muerte era inconstitucional en la mayoría de los ca·
sos (aunque dejó el camino abierto para que se redactaran leyes más cuidadosas al res·
pecto); en el seguido por Roe contra Wade (1973), legalizó el aborto. Otras decisiones
frustraron la política de Nixon sobre «negligencia benigna• en asuntos raciales. Cuan·
do el gobicmo trató de retrasar la dcsegrcgación en Misisipí, el Tribunal, en el juicio
seguido por Alexander contra Holmes (1969), lo denegó. Y en 1971 sostuvo la prác·
tica que Nixon había reprobado de transportar diariamente a los escolares a otro dis-
trito para evitar la segregación de razas y minorías pobres y lograr la integración
racial.
La postura de Nixon contra este transporte de escolares, como su énfasis en la ley

514
y el orden y su condena de las drogas y la permisividad sexual, trataban de cortejar a
b seguidores derechistas de Wallace. Este, que había vuelto al seno demócrata, rcpre-
ll:ll1aba Ja principal amenaza para la reelección dd presidente en 1972. Pero después
de haber tenido éxito en las primarias demócratas de ese año, le dispararon cuando
hacía campaña, quedó paralítico y tuvo que retirarse de la carrera. Dentro del Partido
Demócrata no acababa de restañarse Ja fractura de 1968. Para enfimtar las aíticas de
que su jerarquía ejercía una influencia indebida en las convenciones dcctivas, los de-
mócratas adoptaron un nuevo sistema de sdección de delegados para asegurar que
negros, mujeres y jóvenes ~ nadie más- estuvieran rcpRSentados en propor·
ción a su número en la pob1ación. Estas reformas tuvieron el efecto de excluir a los
dirigentes tradicionales del partido de la convención de 1972 y de pavimentar el ca·
mino para la elección de Georgc S. McGovem, senador liberal de Dakota del Sur,
que desde hacía mucho tiempo era un destacado oponente a Ja guerra de Vietnam.
Hombre sincero aunque algo f.uisaico, resultó un candidato inepto en la campaña.
Sufrió un primer revés cuando se reveló que su compañero, el senador Thomas F. Ea-
gleton, de Misuri, había recibido tratamiento psiquiátrico. Su manejo indeciso del
asunto empeoró las cosas; después de haber anunciado su apoyo completo a Eaglc-
ton, le retiró de la candidatura unos días después en respuesta a la presión pública.
También pcnlió terreno al apoyar primero y luego abandonar un programa mal con·
cd>ido sobre bienestar social y reforma fiscal, cuyas contradicciones ya se habían ex·
puesto durante las primarias. Tampoco pareció apreciar que, para tener una oportu·
nidad de batir a Nixon, debía ampliar su apoyo. Permitió que los activistas de izquier-
da que habían logrado su elección dominaran su campaña, con Ja exclusión de pilares
de la coalición del Nuevo Trato como las maquinarias políticas wbanas y los grandes
sindicatos. Este hecho, junto con su demanda de Ja amnistía para los prófugos, su
equivocación en temas como el aborto y la legalización de Ja marihuana y su decla-
ración de que «Se rebajaría ante Hanoi• por la causa de Ja paz, permitió a los republi-
canos identificarlo con las fuerzas del radicalismo cultural y político, y alejó a la
«América me<lia•, las clases medias y el centro de mediana edad del electorado que
incluía a muchos demócratas tradicionales.
De un rival semejante Nixon tenía poco que temer. A pesar de los malos resulta·
dos económicos que incluían Ja duplicación del desempleo y no haber logrado termi·
nar la guerra de Vietnam, el presidente se sintió capaz de dejar la campaña al vicepre-
sidente Agnew y otros sustitutos. El resultado de las elecciones justificó plenamente
su confianza. Obtuvo una victoria aplastante y una proporción del voto popular ma·
yor (60,8 por 100) que todos los candidatos prnios con cxccpción de Lyndon John·
son. Pero los demócratas mantuvieron su asidero en la cámara e incluso logr.uon ha·
cerse con dos escaños más en el Senado. Los resultados electorales no fueron tanto
una aceptación de Nixon como un rechazo de McGovem.
Poco después de su reelección elevó los ataques aéreos sobre Vietnam del Norte
a unos niveles nuevos y terribles. Es discutible si, como después se afumó, el efecto
fue que se agilizaran las negociaciones de paz en Paris, pero, sea como fuere, se firmó
un acuerdo de alto el fuego en enero de 1'173. Aunque Nixon lo describió como «una
paz con honor-, en realidad fue una derrota estadounidense liger.unentc disfrazada.
Establecía la retirada de Vietnam de todas las fuerzas estadounidenses restantes, pero
no la correspondiente de las tropas noJVietnamitas de las zonas que traspasaban el
paralelo 17. Tampoco precisaba el futuro político de Vietnam del Sur o trataba de de-
finir la línea de alto el fuego. Este frágil acuerdo pronto se rompió. El débil y corrup-

515
to Rgimen de Saigón perdió autoridad de forma constante una vez que los estade>-
unidenscs se hubieron retirado. Por último, en abril de 1975, se rindió incondicional-
mente a los comunistas. Así, el prolongado esfuerzo estadounidense por preservar a
la península de Indochina del comunismo terminó en un fracaso completo.
La guerra de Vietnam fue la más larga de la historia nacional y una de las más ca-
ras. C.Ostó a los Estados Unidos 56.000 vidas y 141.000 millones de dólares. Arroja-
ron sobre Vietnam un tonelaje de bombas tres veces mayor que el utilizado por los
aliados europeos en los frentes europeo y pacífico juntos durante la Segunda Guena
Mundial. En el exterior, la guerra produjo criticas extendidas hacia los Estados Uni-
dos y apenas apoyo, incluso de sus aliados. En el interior, creó enormes presiones ~
flacionarias, obligó al recorte o abandono de programas sociales muy necesitados y
dejó a la sociedad estadounidense más dividida que nunca desde la guerra civil.
Poco después de la reelección de Nixon, empezaron a reunirse pruebas que lo im-
plicaban en lo que se convirtió en el mayor escándalo político del siglo. Las investi-
gaciones de lo que al principio había parecido ser un intento de robo menor, reve-
laron de forma gradual que el presidente había empleado mal su autoridad para
agrandar su poder y golpear a sus enemigos internos, y que había cometido actos de-
lictivos. Sólo dimitiendo pudo escapar de la impugnación.
La expansión de la autoridad prcsidencial no comenzó con Nixon, sino que habá
venido dándose durante décadas. Su causa principal fue el gran aumento de impo,._.
cia de los Estados Unidos en el mundo. Ahora los presidentes tenían mayor opoJ'bmt.
dad y sin duda mayor necesidad de ejercer los amplios poderes que les confería la
C.Onstitución en la política exterior. Además, la llegada de la guerra fifa y las armas nu-
cleares aumentaron la necesidad de decisiones y respuestas inmediatas. En consecuen-
cia, los presidentes tendieron a actuar en los asuntos exteriores sin conseguir la aplO'
bación de otras ramas del gobierno o incluso sin consultar con ellas. Al mismo ti.Cllt'
po, hubo un aumento espectacular del poder de la presidencia en la esfera interna. e
crecimiento de un gran gobierno, en cspccial la proliferación de las reglamentacil 1111111
federales sobre asuntos económicos, sociales y técnicos, produjo un incremento ~
porcional tanto en la función coactiva como decisoria del ejecutivo. Pero aunqm
cabría remontar la tendencia del poder ejecutivo a crecer a expensas del C.Ongreso t..
ta los mandatos de Franklin D. Roosevelt, Truman y Johnson, sólo durante el gohill
no de N°JXOn alcanzó su pleno desarrollo la cpresidencia imperial•, como acabó cmm
ciéndosc. :&te podría haber afirmado con justificación que, al estirar el poder bélim
del ejecutivo para hacer la guerra en Camboya y Laos, no estaba yendo más lejos e¡.
Truman en C.Orea y Johnson en Vietnam. Pero había escasos precedentes para sus ocm
actividades centralizadoras. En nombre de la seguridad nacional, amplió el concqm
tradicional de privilegio del ejecutivo para negar al C.Ongreso el acceso a los r~
gubcmamentales. Mientras que sus predecesores habían utilizado el poder presi' •
cial de incautación (la negativa a gastar fondos votados por el C.Ongreso) escas~
y por razones de economía, él lo hizo de forma extensa y como un instrumento
tico, para frustrar _deliberadamente la voluntad del Congreso, negándose a gastar el
ncro que había asignado a programas sociales que desaprobaba. También eran DOI. .

ilegales, la manipulación de cartas, el uso inapropiado del FBI, la CIA y la Din. uil-
dosas, y más siniestras, las tácticas que empleó contra los críticos internos y aqmllf
sospechosos de filtrar información oficial a la prensa. Incluían las escuchas tddóilli.....

Gcncral de Tributos para propósitos políticos y la creación de una unidad de inw:m. .


gación especial para detener las filttaciones y realizar espionaje político.

516
la incompetencia de su unidad de obturación de filtraciones -los denonúna-
-'>o.taneros»- la que expuso la dilatada y peligrosa extensión a la que se había
-.11(1() la centralización del poder. El 17 de junio de 1972 la poliáa detuvo a cinco
llllllbfies que habían irrumpido en la sede central del Partido Demócrata en el com-
dc apartamentos de Watergate, en Washington, para instalar dispositivos elec-
muco:s de escucha. Junto con dos antiguos cargos de la Casa Blanca, fueron acusa-
dc allanamiento de morada, conspiración y escuchas telefónicas ilegales. Todos
misados habían sido empleados por el Comité de Reelección del Presidente
4llEEP) que dirigía el antiguo fiscal general de Nixon, John N. Mitchell. Nixon
..,, de inmediato todo conocimiento del asunto y, a pesar de los intentos de M~
para hacer un capital político de ello durante la campaña electoral de 1972, el
•11c·:o pareció poco interesado al principio. Pero después del juicio y condena de
allanadores en enero, uno de ellos trató de obtener lenidad contando todo lo que
Su ejemplo resultó infeccioso y en el curso de extensas audiencias ante un co-
mili de investigación del Senado, surgió que algunos de los colaboradores más estre-
de Nixon en la Casa Blanca habían planeado la irrupción y después habían
mmspirado con otros para tapar su participación. Más de veinte de ellos, incluido
Milrhell y los principales consejeros de Nixon en asuntos internos, H. R. Hadelman
1obn D. Ehlichman, acabaron siendo condenados y enviados a la cárcel.
Durante más de un año Nixon aseveró firmemente que no había participado en
Watergate. Pero la confianza pública le fue abandonando cuando los invcstigado-
n:s de un periódico y del Senado descubrieron pruebas de una fechoría presidencial
tras otra: la presentación de devoluciones del impuesto sobre la renta fiaudulentas, el
psto de dinero público en sus residencias privadas, la concesión de favores políticos
a cambio de contribuciones para la campaña. Lo que le dañó de forma más directa
fue su negativa, basándose en el privilegio del ejecutivo, a cumplir las demandas del
mrnité senatorial de entregar las grabaciones que había efectuado de todas las conver-
mones sostenidas en su despacho privado desde 1970, prueba que demostraría de
bma concluyente si había sabido del Watergate y lo había encubierto. Cuando en
octubre de 1973 Archibald Cox, el fiscal especial nombrado por el fiscal general
Eliott Richardson para desenmarañar el asunto, intentó que presentara las cintas, Ni-
mn lo despidió, con lo que provocó tanto la dimisión de Richardson como una tor-
menta de protesta pública En abril de 1974 intentó aplacar a sus críticos entregando
tanscripciones conegidas de las cintas. Aunque no resultaban concluyentes sobre el
papel presidencial en el Watergatc, le perjudicaron al exponer su mezquindad, su ca-
rácter vengativo y su lenguaje vulgar. A partir de este punto, la posición del presiden-
te se fue deteriorando de forma constante y en el verano de 1974 llegó el dcscnlace.
El 24 de julio, el Tribunal Supremo le ordenó entregar todas las grabaciones impor-
tantes al sucesor de Cox como fiscal especial, Leon Jaworski. El 30 de julio, el Comi-
té Judicial de la Cámara, que había estado llevando a cabo audiencias secretas para la
impugnación, ya había recomendado tres actas de recusación que acusaban al presi-
dente de obstrucción a la justicia, abuso de poder y negativa a obedecer las citaciones
del comité. El 5 de agosto, en cumplimiento de la decisión del Tribunal Supremo, Ni-
xon hizo pública una cinta que, según expresó, contenía información que •difiere de
[...] mis afirmaciones pttYÍas». Establecía que por razones políticas había detenido las
investigaciones sobre el aUanamiento de Watcrgate. La mayoría de los que le seguían
apoyando lo abandonaron y el 9 de agosto, seguro de ser declarado culpable de las
acusaciones contenidas en la impugnación, renunció a la presidencia. El hecho de

517
que a un presidente que había sido reelegido de forma aplastante pudiera pcdfrscle
cuentas por su mala conducta y expulsarlo del cargo a mitad de un mandato pareció
a muchos estadounidenses un motivo para congratularse: su sistema constitucional,
se decían, había sido generosamente reivindicado. No obstante, si el sistema había
funcionado, había sido por casualidad y no por sus méritos inttínsccos: si Nixon hu-
biera logrado destruir las cintas comprometedoras, no habrían existido pruebas con-
tra él.

Et 1NJ'EllLUD10 DE Fom

Minutos después de que Nixon se hubiera despedido emocionado de su personal


y gabinete, se tomó el juramento al vicepresidente Gcrald R. Ford como su sucesor.
Congresista antiguo por Michigan y antiguo dirigente republicano de la Cámara, ha-
bía sido nombrado vicepresidente según los procedimientos establecidos por la En-
mienda Vigcsimoquinta cuando el vicepresidente Agnew se había visto forzado a di-
mitir en octubre de 1973 tras las revelaciones de evasión 6scal, extorsión y sobornos
cuando era gobernador de Ma.ryland. Así, fue el primer jefe del ejecutivo que asumió
el cargo sin haber sido elegido a la presidencia ni a la vicepresidencia. Aunque no ~
seía cualidades mentales inusuales -como él mismo reconocía con franqueza--, su
evidente integridad, llaneza y apertura dieron una impresión inicial favorable. Pero su
posición declinó abruptamente cuando, sólo después de un mes de.ocupar el cargo,
penlonó a Nixon todos los delitos federales que hubiera «eometido o pudiera haber
cometido como presidente». En las elecciones al Congreso de noviembre, el país
mostró su descontento con el partido asociado al Watergate: los republicanos penlie-
ron cuatro escaños en el Senado y su representación en la Cámara descendió a 139,
su total más bajo desde 1936. Aún quizás más llamativo fue el desencanto con la ~
lítica que demostraron las elecciones: sólo un 38 por 100 de los censados se molesta-
ron en emitir su voto. La confianza en el gobierno descendió aún más al año siguien-
te, cuando una sucesión de relatos periodísticos e informes del comité de investiga-
ción del Senado documentaron las actividades impropias de la CIA. Salió a relucir
que desde los tiempos del gobierno de Kennedy en adelante había conspirado para
derrocar numerosos gobiernos extranjeros y asesinado a sus dirigentes y, dentro de los
Estados Unidos, había guardado expedientes ilegales sobre cientos de individuos y
grupos, había manipulado su correo, escuchado llamadas telefónicas y se había infil-
trado en movimientos políticos negros, antibélicos y radicales.
Por todo ello, había bastante poca euforia cuando se acercaba el bicentenario de
la Revolución Americana. Los estadounidenses celebraron el 200 aniversario de la na-
ción con un estado de ánimo escarmentado, introspectivo y desconcertado. Ya no es-
taban seguros de que el país hubiera estado a la altura de las aspiraciones de los Pa-
dres Fundadores o que los tradicionales objetivos nacionales de libertad y abundan-
cia económica fueran alcanzables y menos aún que los Estados Unidos pudieran
remodelar el mundo de acuerdo con su más caro deseo. Vietnam había demostrado
que no eran omnipotentes; Watcrgate, que no eran excepcionalmente virtuosos; la
«Crisis energética•, que sus recursos naturales no eran infinitos. En resumen, había de-
sapaJCCido el viejo sentimiento de infinitud. Incluso cuando recordaban las sonoras
frases de la Declaración de Independencia eran penosamente conscientes de los lími-
tes de la libertad y el poder.

518
Pero aunque el presidente Ford no pudo restaurar la fe de sus conciudadanos en
el futuro, al menos calmó sus nervios crispados. Su presencia modesta y tranquiliza-
dora ayudó a limpiar la atmósfera política de rencor. Aparte de esto, tenía poco que
oúecer. El estrecho conservadurismo que había caracterizado su carrera en el C.Ongrc-
so también se manifestó en su presidencia. Sus principales objetivos internos fueron
minimizar la intervención del gobierno en la economía y equilibrar el presupuesto.
Sin embargo, enfrentado a una economía estancada y a un fuerte aumento del des-
empleo, se vio obligado en marzo de 1975 a comprometer sus principios: trató ele es·
timular la recuperación con un recorte fiscal masivo, paso que logró sólo modestos
iaultados. Pero como creía que la inflación era un mal mayor que la recesión, se opu·
so a que aumentaran los gastos del gobierno y vetó una larga lista de medidas de bie-
nestar social, así como proyectos de ley concebidos para aumentar los precios agríco-
las y crear nuevos puestos de trabajo. Su propuesta de gobierno fue en la práctica
esencialmente negativa: durante sus dos años y medio en la presidencia, empleó el
veto en no menos de sesenta y seis ocasiones, más que ningún presidente anterior
con excepción del •gran obstruccionista• Grover Oeveland.
En política exterior confió aún más en el consejo de Henry Kissinger que Nixon.
La prueba del dominio del secretario de futado dentro del gobierno apareció en se~
tiembre de 1975, cuando el presidente cesó de fonna sumaria a su secretario de De-
fensa, James R Schlesingcr, que desde hacía tiempo criticaba la disposición de Kissin-
ger para hacer concesiones a la Unión Soviética. En consonancia con la política de
distensión, Ford se reunió con el dirigente soviético Leonid Brezhnev en Vladivos-
tock en noviembre de 1974 y aceptó una segunda ronda de conversaciones sobre la
Limitación de Armas futratégicas. En agosto siguiente volvió a reunirse con Brezh·
nev, así como con los jefes de estado de otros treinta y tres países, para fumar el
Acuerdo de Helsinki, cuyos signatarios prometían respetar las fionteras mutuas, per-
mitir la libertad de circulación e infonn.ación y respetar los derechos humanos. Am-
bos pasos fueron en general aprobados en el país. Pero cuando el gobierno, a comien-
zos de 1975, pidió al C.Ongreso que otorgara ayuda militar de urgencia al régimen sur·
vietnamita que se desmoronaba y cumplir así una promesa secreta hecha por Nixon,
recibió una negativa llana. El país no estaba de humor para nuevas aventuras, como
se demostró también en el invierno de 1975-1976, cuando el C.Ongreso rechazó la pro-
puesta de Kissinger de enviar annas y equipamiento a las fuerzas anticomunistas de
Angola, que co~batían contra las guerrillas respaldadas por la Unión Soviética y ayu·
dadas por 15.000 soldados cubanos.
A pesar de que Ford ya había dado la impresión de que el suyo sólo sería un go-
bierno interino, a comienzos de 1976 anunció que se presentaría a la reelección, pero
tuvo que luchar con dureza para conseguir la postulación de su partido. Había ofen·
dido a los consetvadorcs republicanos al perseguir la distensión, al escoger a Nelson
Rockefeller como vicepresidente y al nombrar a otros liberales para ocupar puestos en
su gabinete. Por ello, tuvo que enfrentarse por la candidatura con un fuerte rival del
ala derechista, Ronald Reagan, antiguo artista de cine que se había pasado a la políti-
ca y había sido elegido dos veces gobernador de California. Sólo tras una contienda
fogosa y por un estrecho margen surgió Ford como ganador en la convención repu-
blicana celebrada en Kansas City. Aun entonces, se vio obligado a aceptar una plata-
fonna que repudiaba en la práctica la política exterior de su gobierno. La competen-
cia por la candidatura demócrata fue inusualmente larga, pero los resultados de las
primarias proporcionaron un margen ganador de delegados para el antiguo gobcrna-

519
dor de Georgia James Earl Carter, o Jimmy Cartcr, como insistió en ser llamado. Poco
usual para un natural del Sur Profundo, tenía fama de ser liberal, en especial sobre
cuestiones raciales. Hasta entonces poco conocido, Carter debió en gran medida su
rápido ascenso al hecho de que no había tomado parte antes en la política nacional
y por ello estaba libre de la corrupción y el escándalo que habían amortajado a Wa-
shington. En el pasado, un extraño como él habría tenido pocas posibilidades de con-
seguir la postulación a la presidencia por un partido importante: no habría existido el
apoyo de los donantes que acostumbraban a financiar las campañas primarias. Pero
la Ley sobre Enmiendas a la Campaña Electoral Federal de 1974 cambió el sistema,
puso estrictos límites a las contribuciones personales o corporativas e hizo que cada
contendiente pudiera acudir a la Tesorería para ajustar sus fondos (hasta cinco millo-
nes) si los había logrado recaudar en cada uno de veinte estados en pequeñas contri-
buciones.
Dadas las limitaciones de Ford y el hecho de que el Partido Republicano estuvie-
ra teñido por el Watergate, cualquier demócrata debía haberlo vencido con facili-
dad. Pero durante una campaña notablemente aburrida, la enigmática personalidad
de Carter y su reticencia a pronunciarse sobre los temas suscitaron dudas acerca de
su idoneidad para la presidencia y permitieron a Ford hacer una carrera ajustada.
Para muchos votantes se trataba de decidir de cuál de dos candidatos nada excitan-
tes desconfiaba menos. Al final Carter ganó a duras penas, pero un cambio de 8.000
votos en Ohio o Hawai habría inclinado las elecciones hacia Ford. También podría
haber ganado si el senador liberal Eugene McCarthy, que se presentó como inde-
pendiente, hubiera logrado hacerse con las urnas en Nueva York; aunque sólo obtu-
vo el 0,9 de los votos totales, McCarthy desvió suficiente apoyo de Carter como
para costarle cuatro estados muy disput.ados. En gran medida, el electorado se divi-
dió en líneas de clase: los ricos y cultos votaron en general por Ford; los menos aven-
tajados social y económicamente, por Carter. En el último análisis, el voto negro de-
cidió las elecciones. Los blancos dieron a Ford una clara mayoría, pero los negros
otorgaron el 92 por 100 de su voto a Carter y le proporcionaron el margen de victo-
ria en media docena de estados auciales, entre ellos Nueva York, Pensilvania, LUW.
na y Misisipí.

LA PRESIDENCIA DE CAluER.

La presidencia de Jimmy Carter comenzó con una nota de optimismo. Inmacu-


lado al no estar asociado con la corrupción de Washington, parecía un símbolo refi&
cante de candor, integridad y la vuelta a un gobierno del pueblo. No obstante, ~
t6 ser un triste desengaño. Hombre decente, bien intencionado y muy csfonado. se
vio aplastado por la complejidad de los problemas que enhentaba el país. Los peores.
sin duda, eran anteriores a su llegada al cargo: la inflación, el desempleo, la produclÍii
vidad industrial en declive, el descenso de la autoridad presidencial, el aumento dd
poder militar soviético, la pérdida de control sobre los suministros de energía. PCJo
lejos de proporcionar el «nuevo liderazgo» que había prometido, resultó ser un pol-
tico bisoño y, lo que fue peor, sólo con una capacidad limitada de crecerse en el pUC9-
to. Aparentemente incómodo con el poder de la presidencia, resultó incapaz de eja-
cerlo con efectividad. Daba la impresión de reaccionar ante las crisis en lugar de an-
ticiparse y de ser incapaz de prever las implicaciones de sus propias acciones. Hai.

520
elc:gido como un extraño y pareció salirse de su camino para seguir siéndolo: en
de cultivar a los poderosos dirigentes independientes del Congreso, cuyo rcspal-
er.a vital para su política, los mantuvo a una distancia prudente. Creó confusión al
~autoridad de forma ilógica y a demasiada gente, a veces de ideas en conflicto.
· en política exterior hubo una constante competencia entre el secretario de Esta-
Cyrus Vanee, que estaba a favor de una aproximación tenue y conciliatoria a la
· n Soviética, y el consejero sobre Seguridad Nacional, Zbignicw Brzczinski, que
illlaba una línea más dura. No resulta sorprendente que a veces fuera dificil saber
ezactitud cuál era la política del gobierno. En lo que respecta al mismo Cartcr,
ma ftZ pareció un presidente o habló como tal, aparentando más bien ser ingenuo,
..,nchoso y proclive al error.
Aunque los demócratas contaban con grandes mayorías en el Senado y la Cá-
- . casi todas las medidas internas del presidente fueron rechazadas o tuvieron
~ ser drásticamente revisadas. No quedó nada de sus ideas sobre reforma fiscal,
!l!lmganización gubernamental o extensión del seguro médico. Y. como a Nixon y
W le resultó dificil lograr que el Congreso se tomara en serio la crisis energéti-
a. Tras tres años de esfuenos, acabó consiguiendo impulsar un proyecto de ley
mbrc la energía que establecía medidas para reducir el consumo de crudo y agili-
zar nuevas exploraciones petroleras, pero fue mucho más reducido que el progra-
ma general que había recomendado. Cuando se agotaba su mandato, el presiden-
~ tuvo que dedicar mayor atención al estado de la economía. Tras un inicio de
psto libre concebido para restaurar la prosperidad, se vio obligado a cambiar de
llpinión cuando los precios se elevaron y a adoptar una política conse1Vadora defla-
cionaria. Sin embargo, nada de lo que hizo resultó efectivo contra el doble azote
de la inflación y el desempleo: ambos se duplicaron durante su gobierno. Y aun-
que había llegado al gobierno con la promesa de equilibrar el presupuesto, resul-
tó incapaz de hacerlo: en 1980 el déficit ya había alcanzado los 50.000 millones
de dólares.
En asuntos exteriores, Carter comenzó adoptando una postura muy diferente a
las de los artífices estadounidenses de la distensión. Mientras que Nixon, rord y Kis-
singcr se habían movido dentro de la tradición europea de realpo/ililt., el nuevo presi-
dente recordó a Woodrow Wdson al hablar el lenguaje del idealismo liberal. Declaró
que no se guiarla «por el equilibrio del poder politice»> o por •la confianza excesiva
en el gasto militaP, sino por la preocupación por los derechos humanos universales.
Esta postura moralista, que en la práctica supuso criticas y retirada de ayuda a los paí-
ses de los que se creía que habían maltratado a sus ciudadanos, careció de efectos, ex-
apto irritar a algunos amigos de los Estados Unidos y fortalecer la oposición de sus
adversarios. Al poco tiempo Carter comenzó a hacer excepciones en favor de rcgúne-
ncs opresivos pero amistosos y al final abandonó más o menos su campaña de dere-
chos humanos. Esta demostración de inconsistencia resultó típica de la política exte-
rior de su gobierno. Llegó al cargo con el compromiso de reducir el número de sol-
dados estadounidenses en Corca, pero después rescindió el plan. Tras varios meses
para persuadir a los aliados de la OTAN de que aceptaran la bomba de neutrones B-1,
la canceló de improviso. Había descubierto la presencia de una brigada de combate
soviética en Cuba, así que pidió su retirada, pero luego retiró la demanda. Sin embar-
go, el más dañino de estos cambios fue su repudio público, en mano de 1980, de un
veto de los Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en fa-
vor de una resolución que demandaba el desmantelamiento por parte de Israel de sus

521
asentamientos en la margen occidental del Jordán. El veto y su repudio lograron en-
furecer tanto a los israelíes como a los árabes, además de desconcertar y desalentar a
los aliados americanos.
No obstante, la política exterior tuvo sus éxitos. En abril de 1978, persuadió a un
Senado renuente, tras varios meses de ardiente debate, para que ratificara un tratado
sobre el Canal de Panamá que abordaba una antigua demanda panameña de mayor
control sobre éste y estableda la retirada completa de los Estados Unidos de la Zona
del Canal para el año 2000. También llevó a su conclusión lógica la política de Nixon
de acercamiento a Pekín. El 1 de enero de 1979, los Estados Unidos establecieron re-
laciones diplomáticas plenas con la República Popular China, al mismo tiempo que
las cortaron con los nacionalistas chinos de Formosa y abrogaron el tratado de defen-
sa mutua de 1954. Su acierto diplomático más notable fue el acuerdo de Camp Da-
vid sobre el Oriente Medio (septiembre de 1978) y el tratado de paz siguiente entre
Egipto e Israel. Mediante una exhibición extraordinaria de persistencia y virtuosismo
diplomático, puso fin a treinta años de enemistad entre los dos países. Sin embargo,
el acuerdo dejó sin resolver la principal causa de conflicto árabe-israelí, la posición de
los palestinos, y las negociaciones siguientes no hicieron progresos sobre el tema. En
cualquier caso, el acuerdo de Camp David fue pronto eclipsado por una importante
derrota estadounidense en el Oriente Medio. En enero de 1979, tras un año de mani-
festaciones contra el gobierno y de huelgas desgammtcs, el sha de Irán, un amigo cor-
dial de los Estados Unidos, fue derrocado y la monarquía reemplazada por una repú-
blica islámica virulentamente antioccidental. Carter poco podía liaber hecho para
evitar la revolución iraní, aunque sus intentos por acelerar el exilio del sha sólo un
año después de haberlo alabado de forma efusiva revelaron una vez más su veleidad.
Sus esfuerzos por congraciarse con el nuevo ttgimen no lograron paliar su hostilidad
y en noviembre de 1979 los Estados Unidos sufrieron la humillación de que su em-
bajada en Teherán fuera invadida por una turba revolucionaria que tomó a cincuen-
ta y tres diplomáticos como rehenes para que les devolvieran al sha y su fortuna.
Mientras tanto, las negociaciones con la Unión Soviética sobre un segundo Tra-
tado de Limitación de Armas Estratégicas habían hecho lentos progresos. Cuando
Ford dejó el cargo se había avanzado mucho hacia ese acuerdo, pero cuando el secre-
tario de Estado Vanee fue a Moscú a comienzos de 1m para reanudar las negocia-
ciones, los rusos rechazaron de plano sus propuestas de nuevas y amplias reducciones
en los arsenales nucleares. Hasta que Carter no abandonó su campaña por los dere-
chos humanos, no estuvieron dispuestos a renovar las conversaciones. Así, hasta ju-
nio de 1979 no fumaron Carter y Brezhnev el SALT 11 en Viena. El acuerdo, en esen-
cia el mismo que había negociado Ford, pretendía mantener el equilibrio nuclear re-
quiriendo de las dos superpotencias que redujeran sus bombas y sistemas de misiles
de largo alcance. El Senado se opuso con fuerza al tratado. Sus críticos alegaron que
contenía ambigüedades y escapatorias que darían a la Unión Soviética ventajas estra-
tégicas sobre los Estados Unidos. Tenía muchas posibilidades de haber sido derrota·
do de todos modos, pero lo que lo hizo naufiagar definitivamente fue la invasión S<>-
viética de Afganistán en diciembre de 1979. De repente, el ataque soviético convirtió
a Carter a la política de frenar la expansión comunista. Había llegado al cargo con la
promesa de recortar el presupuesto militar, pero ahora propuso aumentarlo. Además,
suspendió el intento de conseguir la ratificación del Senado para el SALT 11, colocó
un embargo sobre la venta de granos a la Unión Soviética e intentó organizar un boi·
cot a los Juegos Olúnpicos que iban a celebrarse en Moscú en 1980.

522
W ELECCIONES DE 1980

En el otoño de 1979 el presidente Carter ya se había hundido tanto en la estima


pública que sus posibilidades de ser reelegí.do paJedan remotas. La mayoría de los o~
1aVadores creían que en las elecciones presidenciales de 1980 se vería forzado a ceder
el paso como candidato demócrata al senador Edward Kennedy, que enttó formal-
mente en la carrera en noviembre. Pero la toma de los rehenes en la embajada de Te-
hcrán y la invasión soviética de Afganistán pusieron a la nación de parte del presiden-
te por un tiempo suficiente para permitirle ganar algunas primarias cruciales. En
mayo de 1980 el &acaso de un intento aéreo para rescatar a los rehenes volvió a ha-
cer que se tambaleara su apoyo, pero para entonces tenía suficientes delegados en la
c:onvención para derrotar el desafio de Kennedy por la candidatura Sin cmbaigo, re-
cibió sólo un apoyo renuente y poco entusiasta de la convención demócrata celebra-
da en Nueva York en agosto.
Mucho antes de que la convención republicana se reuniera en Detroit en julio, re-
sultaba evidente que seria elegido Ronald Reagan. En las primarias obtuvo una serie
impresionante de victorias, derrotando en el proceso a George Bush, un natural de
Nueva Inglaterra de convicciones moderadas que había hecho fortuna con el pct:n>
leo de Texas y había sido sucesivamente embajador ante las Naciones Unidas y Chi-
na y director de la CIA. y a John B. AndCISOn, un congresista relativamente oscuro
de Illinois que en veinte años de carrera política se había deshecho poco a poco de la
mayor parte de su conservadurismo primero. Después de nombrar a Reagan su can-
didato presidencial y haber elegido a Bush como su compañero de campaña, la con-
vención republicana adoptó un programa que agradaba a los fanáticos del ala dere-
chista. Reprobaba el tratado SALT II como «fatalmente defectuOSO» y demandaba su-
~oridad militar sobre la Unión Soviética, defendía una reducción del gasto federal
y en general del papel del gobierno federal, prometía una reducción fiscal del 30
por 100 en un periodo de tres años, demandaba más energía nuclear y la liberaliza-
ción completa de los precios del crudo, instaba a la restauración de la pena capital,
apoyaba una prohibición constitucional del aborto y declaraba asunto de los estados
la Enmienda sobre la Igualdad de Derechos (que prosaibía la discriminación contra
las mujeres).
Una característica del proceso de elección había sido el intento continuo de am-
bos partidos de evitar que fueran sus caciques quienes eligieran y de otorgar mucha
mayor voz a los votantes ordinarios mediante las elecciones primarias. En 1980 más
del 70por100 de los delegados para las convenciones de los dos principales partidos
habían sido elegidos en treinta y siete primarias distintas que atrajeron una concu-
rrencia sin precedentes. (En 1968 la proporción no había alcanzado el 40 por 100.)
Sin embaigo, hubo una gran insatisfacción con los resultados. Muchos votantes no
estaban convencidos de que Carter o Reagan tuvieran madera presidencial. En un in-
tento por capitalizar este sentimiento y obtener el voto de quienes se sentían ajenos
a los políticos tradicionales, John Anderson decidió presentarse como independien-
te. Sus opiniones eran una mezcla ecléctica de consCIVadurismo fiscal y liberalismo
tendencioso. Mientras demandaba unos presupues_tos equilibrados y restricciones se-
veras del gasto federal, apoyaba la Enmienda sobre los Derechos Civiles, la financia-
ción federal del aborto para las mujeres pobres y la igualdad de los homosexuales.

523
La campaña fue tan poco inspirada como la de 1976. Carter se concentró en des-
cribir a su rival republicano como un ideólogo simplista y poco profundo, indiferen-
te ante los pobres, racista en sus puntos de vista y capaz de conducir a los F.stados
Unidos a la guerra nuclear. Reagan, en contraste, libró una campaña cuidadosa y de
buenas maneras que evitó los ataques personales, trató de centrarse en los resultados
del presidente y se esfonó en desinflar las acusaciones de extremismo. Anderson o~
tuvo un respaldo devoto en los C41nJJ1'S y entre la gente culta y preparada, pero care-
áa de atractivo popular y perdió terreno de fonna manifiesta a medida que se apro-
ximó el día de las elecciones.
En general se esperaba que las elecciones fueran apretadas, pero al final Rugan
obtuvo una victoria arrolladora. Con sesenta y nueve años, era el hombre mayor que
había logrado la presidencia. Andenon, aunque contó con 5.700.000 votos, no afec-
tó los resultados. Las elecciones fueron el rechazo más devastador de un presidente ti-
tular desde la denota de Hoover en 1932. Por primera vez desde 1954, los republica-
nos obtuvieron el control del Senado tras derrotar a varios prominentes liberales en
el proceso; también se hicieron con t:Icinta y tres escaños de la Cámara. La principal
razón de su victoria aplastante fue sin duda el descontento producido por el desem-
pleo, la inflación y la economía vacilante. Pero pam:e que los votantes también de-
mandaban una política exterior más fuerte y, en general, un liderazgo más decisivo.
La elevada proporción de abstenciones sugería, sin embargo, una &Ita de entusiasmo
extendida por cualquiera de los candidatos: sólo votó el 53,9 por 100 del electorado,
la participación más baja desde 1948.

524
CAPfruLo XXVIII

Sociedad y cultura estadounidenses, 1940-1980

POBJ.ACIÓN, INMIGRACIÓN Y MOVIUDAD

Entre 1940 y 1980 la población de los Estados Unidos aumentó 95 millones has-
ta alcanzar un total ·de 226 millones, con lo que refutó las predicciones de los demó-
grafos durante la Gran Depresión acerca de que dejaría de crecer e incluso descende-
rla. No obstante, el índice de crecimiento poblacional continuó descendiendo: en los
años setenta ya estaba por debajo de un 1por100 anual, sólo un tercio del manteni-
do a comienzos del siglo XIX. Durante la Segunda Guerra Mundial y justo a su termi-
nación, un «boom de niñOS» invirtió brevemente la caída sostenida de la tasa de na-
cimientos, pero con la introducción de un nuevo contraceptivo más efectivo -la de-
nominada «pildon- y con el aumento de fondos federales para el control de la
natalidad, los nacimientos comenzaron a descender de nuevo. Entre 1955 y 1975 la
tasa de nacimientos cayó más de un tercio, de 24,5 por 1.000 a 14,8. Esta reducción
fue compensada en cierta medida por el descenso continuado de la tasa de mortali-
dad: de 10,9 por 1.000 en 1945 a 8,9 en 1975. Gracias sobre todo a la disminución de
la mortalidad infantil, la esperanza de vida al nacer mosttó una mejoría considerable
y ascendió de los 62,3 años en 1940 a 73,2 en 1m. El efecto neto fue que, aunque la
población seguía aumentando, cada vez se volvía más vieja.
Entre 1940 y 1980 la inmigración ascendió a casi once millones. El sistema de cuo-
tas por orígenes nacionales introducido en los años veinte permaneció siendo en teo-
ría la base de la política pública hasta 1965, pero se fue diluyendo progresivamente y
acabó desapam:iendo. La primera c:xcepción al sistema fue la ley de Viudas de Guerra
de 1946, que permitió la entrada de unas 150.000 viudas y prometidas de militares es·
tadounidenses nacidas en el extranjero, junto con sus 25.000 hijos. A continuación, en
un intento por aliviar los problemas de las masas de refugiados causadas por la Segun-
da Guerra Mundial, el Congreso aprobó dos leyes sobre Personas Desplazadas (1948
y 1950), que en conjunto propolrionaron la admisión de 410.000 personas, sobre
todo de Europa Central y Oriental, y la Ley sobre Auxilio al Refugiado (1952), que
permitió la entrada de 214.000 personas más, en su mayoria esapados de la Cortina de
Hierro. Después se aprobó una serie de leyes especiales y se invocaron oscuras estipula-
ciones legales par.a hacer frente a nuevas olas de refugiados y deportados; por estos me-
dios se adimitieron 35.000 •luchadores por la libertad» después del levantamiento de
Hungría de 1956 y 650.000 cubanos tras la llegada al poder de Castro en 1959. En~
tal, todos los refugiadm supusieron un quinto de la inmigración entre 1945 y 1965.

525
Durante el mismo periodo, más de la mitad de los cinco millones de inmigrantes
provinieron del hemisferio occidental, sobre todo de Canadá y México. El principal
estímulo para la inmigración mexicana fue la severa escasez de mano de obra agríco-
la en los estados del Suroeste. Desde 1943 y de forma anual hasta su cancelación
en 1964, el gobierno federal estableció acuerdos con México para importar grandes
cantidades de braceros que luego eran subcontratados por patrones particulares. Pero
quienes entraban legalmente desde México fueron sobrepasados con creces por los
«espaldas mojadas», mexicanos que cruzaban a nado el Río Grande hasta los Estados
Unidos o entraban de forma ilegal por otro método. La Patrulla Fronteriza de los Es-
tados Unidos hizo esfueaos resueltos para atajar esta invasión, deteniendo y depor-
tando a un millón sólo en 1954, pero grandes cantidades pasaron sin ser detectados.
Después de la Segunda Guerra Mundial aumentaron los ataques al sistema de orí-
genes nacionales por considerarlo discriminatorio y contrario a los ideales estadouni-
denses. Aunque todos los presidentes a partir de Truman recomendaron su abolición,
hasta 1965 no la aceptó el Congreso. Efectiva el 1 de julio de 1968, la ley sobre Inmi-
gración y Nacionalidad introdujo un sistema de preferencias que no favoreáa nacio-
nalidades particulares, pero sin duda especificaba categorías: parientes no inmediatos
de ciudadanos estadounidenses; personas que poseyeran conocimientos o prepara-
ción especiales buscados por los empresarios estadounidenses; y refugiados. La ley no
incrementaba la inmigración total. Estableáa un límite anual de 170.000 personas
para países fuera del hemisferio occidental, de 120.000 para el hemisferio occidental
y restringía la inmigración de un solo país a 20.000 personas. Como los parientes más
inmediatos de los ciudadanos estadounidenses no estaban sometidos a las limitacio-
nes generales, la inmigración anual podía exceder el total especulativo de 290.000 per-
sonas. En la práctica, las llegadas anuales durante la década que comenzó en 1968
fueron de un promedio de 400.000 personas. En cierto modo la ley aumentó la pro-
porción de inmigrantes de los paísd de Europa meridional y oriental que anterio~
mente habían estado discriminados, redujo el flujo procedente de Canadá y México
(aunque persistió el problema de los «espaldas mojadas») y produjo un llamativo in-
cremento de la inmigración asiática. Durante los años setenta Asia contribuyó con
más inmigrantes que Europa: las Filipinas y Corea del Sur fueron los dos principales
países. Como los inmigrantes asiáticos eran sobre todo gente muy bien preparada y
profesionales -médicos, enfermeras, ingenieros, científicos y demás-, la ley tuvo el
resultado inesperado y no pretendido de acelerar la «fuga de cerebros» de los países
en vías de desarrollo. Por último, aunque se asignó a los refugiados sólo el 6 por 100
de las preferencias del hemisferio occidental. se encontraron modos para admitir a
más cuando surgieron situaciones de urgencia repentinas. Así, se admitieron «bajo pa-
labra• a más de 200.000 vietnamitas, el 60 por 100 de ellos niños, tras el fin de la gue-
rra de Vietnam en 1975 y se permitió la entrada de unos 125.000 cubanos cuando
Castro consintió de repente -aunque de forma temporal- la emigración en 1980.
La inmigración posterior a la Segunda Guerra Mundial, aunque considerable, fue
mucho menor, tanto en términos relativos como absolutos, que la producida a fina·
les del siglo XIX y comienzos del xx. En consecuencia, la proporción de nacidos en el
extranjero de la población descendió de forma constante y alcanzó el nivel más bajo
en 1970, con un 4,7 por 100.
La movilidad continuó siendo una característica estadounidense. En 1960 un
cuarto de los nacidos en los Estados Unidos vivían en un estado diferente al de su ori-
gen; en California la proporción era de la mitad. Las corrientes de migración eran

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más complejas que nunca. La gente se trasladaba del campo a la ciudad, de la ciudad
a las afueras, de una ciudad a otra; los negros del Sur afluían al Norte, mientras que
una corriente constante de blancos del Norte iban al Sur; una nueva oleada hacia el
Oeste aceleraba el cambio que se venía desarrollando hacía mucho del centro de gra·
vedad de la O>sta &te. El Lejano Oeste era por un gran margen la región que más
accía, seguido por el Suroeste y el Sur. A quienes migraban a estas regiones les atraía
menos el clima -aunque era un factor importante en el traslado de la gente de edad
a Florida y Arizona- que la prosperidad que seguía al crecimiento de la industria.
Los años de posguerra fueron testigos de un asombroso desarrollo de las industrias
electrónica y aeroespacial en California, de la pettoquúnica y el gas natural en Texas
y Luisiana, y de la industria de dtricos y fruta en Florida. Durante los años sesenta
California sobrepasó a Nueva York como el estado más popÜloso; en 1980 ya vivía
allí uno de cada diez estadounidenses. Entre 1950 y 1980 Texas casi duplicó su pobla-
ción y se convirtió en el tercer estado más poblado. &tados del Oeste con tan pocos
habitantes como Nevada, Arizona·y Alaska registraron índices de crecimiento aún
más rápidos. Hasta 1'170 el Sur continuó siendo un exportador neto de población,
pero a partir de ese momento todos sus estados aumentaron sus habitantes. El que
mayor incremento tuvo fue Florida, que creció un 23 por 100.
La población a'graria continuó menguando. A medida que la mecanización se fue
attcndicndo y la tccnologfa agricola mejoro, el número de granjeros descendió de un
máximo de 6,8 millones en 1935 a menos de dos millones en 1980. La demanda de
mano de obra agrícola disminuyó de modo aún más pronunciado. En 1920 uno de
cada tres estadounidenses vivía en una granja; en 1980, sólo uno de cada veinte. Los
cambios en la agricultura ayudaron a mantener e incluso acelerar el gran desplaza-
miento nacional hacia las ciudades. En 1980 más de tres cuartos de los estadouniden·
ses vivían ya en zonas wbanas, una gran proporción de ellos en las que iban a cono-
cerse como «mcgalópol.iS», grandes regiones de asentamientos urbanos casi conti-
nuos, como es el caso de la extensión existente entre Washington D. C. y Boston.
Dentro de las· mismas áreas. metropolitanas se dio una redistribución aún más dilata-
da, cuando la gente abandonó las ciudades y se fue a vivir a las afueras. El traslado a
éstas, latente desde los años veinte, se convirtió en un éxodo masivo tras la Segunda
Guerra Mundial. Se dieron distintas influencias: la construcción de grandes urbaniza-
ciones nuevas, como la arquetípica Levittown en Long Island, los créditos federales
para la adquisición de la vivienda, nuevas carreteras y vías rápidas, la posesión casi
universal de coches. Entre 1950 y 1980 la mayoría de las ciudades estadounidenses
perdieron población en favor de sus alrededores, algunas de ellas de forma drástica.
En Nueva York las pérdidas supusieron un 10 por 100; en Chicago y Filadelfia, un 15
por 100; en Boston, un 25 por 100 y en Detroit y Cleveland, más de un 30por100.
Casi las únicas excepciones a esta tendencia fueron las florecientes ciudades del Sur y
el Suroeste: Los Ángeles, San José, Houston, Dallas, Phocnix y Atlanta, todas con au-
mentos espectaculares. En 1960 ya vivía más gente en las afueras que en el centro de
las ciudades; en 1980 casi la mitad de toda la población estadounidense vivía en las
afueras. Con &ecuencia en su inicio sólo poco más que infini~hileras de casas igua-
les, muy criticadas por eso, las afueras de posguerra adquirieron con el tiempo no
sólo escuelas, iglesias, centros comerciales, restaurantes y cines, sino también una va-
riedad de almacenes de menudeo y mayorco e incluso industrias. De este modo d~
jaron de ser sólo dormitorios y se hicieron social y económicamente autosuficientcs.
El auge de las afueras llevó a un llamativo cambio del carácter racial de las ciuda-

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des. Los nuevos habitantes de las afueras eran predominantemente blancos, quienes
se trasladaron para ocupar sus lugares, en su mayoría negros. De hecho, la rápida
afluencia de negros dio un ímpetu añadido a lo que acabó conociéndose como la
«huida• a las afueras. El tema dominante en la migración negra fue el viaje hacia el
Norte. Entre 1940 y 1970 cerca de 4.500.000 de negros dejaron los campos y pueblos
del Sur para dirigirse hacia las ciudades industriales del Norte y el Oeste. En 1970 ccr·
ca de la mitad de los 24 millones de negros de los Estados Unidos ya vivía fuera del
Sur; había 1.800.000 en la ciudad de Nueva York (en comparación con los 450.000
de 1940), 1.200.000 en Chicago, y 640.000 en Los Ángeles. También dentro del Sur
la industrialización arrastró cada vez más a los negros a las ciudades. En 1970 Atlan·
ta, Nueva Orlcans,·Binningham y Richmond ya eran un 40por100 negras, mientras
que Washington D. c.; casi tres cuartos blanca en 1940, se había convertido en casi
tres cuartos negra.

LA CRISIS URBANA

Desde comienzos de los años sesenta los problemas urbanos ocuparon cada vez
más la atención pública. Las ciudades, en otros tiempos símbolos del creciente poder
industrial del país, pasaron a compendiar la decadencia, contaminación y desintegra-
ción social. Aunque el cuadro del declive se exageraba a veces, los problemas fisicos,
financieros y sociales que enfrentaban justificaba hablar de una «Crisis urbana•. Había
varias causas. La migración a las ciudades de los negros y otras minorías desvcntaja-
das significó la concentración de grupos que ya padcáan pobreza, alto desempleo,
bajos niveles de educación y mala vivienda. También colocó una inmensa carga so-
bre las caras instalaciones y servicios· públicos urbanos. De forma simultánea, el éxo-
do de las clases medias blancas y la huida pareja de la industria redujo abruptamente
los ingresos fiscales urbanos. La reubicación de la industria en las afueras también
dejó a las ciudades con un legado de edificios y fábricas abandonados y en decaden-
cia. Para complicar el problema, estaba la fiagmentación y complejidad del gobierno
local: la autonomía de las urbanizaciones generalmente impidió la tan necesitada
consolidación metropolitana, mientras que la existencia de una red de jurisdicciones
que se solapaban y competían obstaculizó la cooperación incluso cuando existía vo-
luntad para ello. A pesar de los incrementos sustanciales de ayuda federal y estatal,
muchas ciudades, sobre todo las mayores, se encontraron con grandes problemas fi.
nancieros. En 1975 Nueva York fue dando tumbos de una crisis financiera a otra y fue
salvada de la bancarrota sólo mediante sustanciales préstamos federales.
El problema endémico de vivienda en el interior de las ciudades, producto de dé-
cadas de negligencia gubernamental, se empeoró después de la guerra debido a los sis·
temas fiscales federal y local que desalentaron a los dueños a hacer mejoras. Des·
de 1949, una sucesión de leyes federales sobre vivienda proporcionaron miles de mi-
llones de dólares para la erradicación de los barrios pobres, o «renovación urbana-,
como se denominó. El gobierno de Johnson también introdujo subsidios de alquiler
y facilitó fondos federales para adaptar edificios abandonados a nuevos usos. Pero
aunque a comienzos de los años setenta los incentivos federales ya habían permitido
a las autoridades locales construir más de dos millones de viviendas nuevas, la mayo-
ría para personas con ingresos reducidos, fueron muchas menos de las que se necesi-
taban. En algunos aspectos la política federal exacerbó el problema de los barrios po-

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brcs. La mayoría de los proyectos de vivienda públi~ tomaron la forma de aparta-
mentos de muchos pisos, siniestros y tipo barraca, que pronto se convirtieron en nue-
vos barrios pobres, no menos porque los requisitos para su asignación excluían a to-
dos menos los elementos más pobres y menos estables de la población. Además, la
1movación urbana con subsidio federal en la práctica significó a menudo la destruc-
ción de viejos inmuebles para abrir paso a tiendas, restaurantes, bloques de ofiéinas y
apartamentos de lujo. Gracias a ella se salvó gran parte de la herencia aiquitcctónica
estadounidense y se revitalizaron barrios en decadencia. Pero en el proceso se queda-
ron sin hogar un gran número de pobres.
Las condiciones de los barrios pobres era una de las principales causas del aterra-
dor volumen de delitos. Entre otros f.actores contribuyentes, estaba la facilidad con
que se podían comprar pistolas, el aumento de la adicción a las drogas, que con fre-
cuencia sólo podía financiarse con delitos, una escasez crónica de poliáas y el retra-
so y la dificultad para obtener condenas. Aunque las estadísticas sobre delitos eran
sospechosas, había un acuerdo general en que el índice de criminalidad iba en au-
mento. El delito violento era con mucho un fenómeno urbano y los índices ascen-
dían en proporción al tamaño de la ciudad. En los años setenta un tercio de todos los
delitos registrados en los Estados Unidos sucedieron en las seis ciudades mayores,
aunque éstas sólo suponían el 12 por 100 de la población total. En la ciudad de Nue-
va York, se cometían anualmente más de veinte veces los asesinatos de Suecia, que te-
nía una población semejante. No obstante, Nueva York, a pesar de poseer el peor re-
gistro del país en cuanto a delitos violentos en general, tenía menos derecho que, di-
gamos, Dctroit o Los Ángeles a ser la «capital del asesinato• de los Estados Unidos.
Sin embargo, de las treinta ciudades con los mayores índices de asesinatos en 1979,
todas menos seis eran del Sur o Texas. Además de concentrarse en las ciudades, los
delitos violentos eran cometidos desproporcionadamente por jóvenes, en cspccial
negros.

CRECIMIENTO ECONÓMICO Y c.AMBIO ll!CNOLÓGICO

Un crecimiento económico espectacular y en apariencias sin fin marcó las déca-


das posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El producto nacional bruto ascendió
de 212.300 millones de dólares en 1945 a 505.900 en 1960 y a más de dos billones y
medio ~ 1980. Las fuerzas principales que sostuvieron este auge sin precedentes
(y posiblemente irrepetible) fueron el enorme gasto gubcmamental, los espectacula-
res avances tecnológicos y un mercado interno en rápida c:xpansión. El estímulo faci-
litado por el gobierno se debió sobre todo a un enorme presupuesto militar -en-
tre 1945 y 1970 se dedicó a defensa el 60 por 100 de todo el gasto federal- y al au-
mento del gasto federal en autopistas, educación, bienestar, vivienda, seguridad social
y subsidios agricolas. El gasto federal total se disparó de 10.000 millones en 1940 a
unos astronómicos 580.000 millones en 1980. También hubo un rápido desarrollo de
la automatización, sobre todo en la tecnología de la calculadora. La amplia aplicación
industrial de la calculadora digital y el transistor (inventados en 1944 y 1948 respecti-
vamente) hicieron posible un inacmento de producción por hombre-hora espectacu-
lar: ascendió entre un 35 y un 40 por 100 por década. El hecho de que la demanda
de consumo mantuviera el ritmo de la productividad se debió al aumento poblacio-
nal, la prosperidad general y, sobre todo, a la expansión del crédito. La venta a pla-

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zos, instrumento hasta entonces utilizado principalmente para comprar coches, se
convirtió después de la guerra en un modo aceptable de adquirir el creciente y varia-
do número de artículos de consumo. Al mismo tiempo, la tarjeta de crédito pasó a
ser una institución estadounidense. En 1950 Diners' Oub comenzó a proporciona"
las según criterios muy selectivos, pero pronto fueron emitidas libremente por ban-
cos y grandes almacenes, así como por compañías espeáficas dedicadas a ello.
El rápido crecimiento económico fue acompañado por una continuación de la
tendencia hacia la consolidación industrial. Los años cincuenta y sesenta contempla-
ron una nueva ola de amalgamaciones y fusiones, sobre todo en industrias de tecn<>-
logfa avanzada que empleaban capitall intensivo. La proporción de activo poseído
por las 200 principales empresas manufactureras aumentó del 47,2 por 100 en 1947
al 60,9 por 100 en 1968. Diversas industrias, sobre todo automovilísticas, de alumi-
nio, químicas, aeroespaciales, electrónicas, de cigmillos y de productos cárnicos, aca-
baron dominadas por un pequeño número de grandes productores. C.Ompañías gi-
gantes como General Motors, Du Pont, Lodcheed, Intemational Business Machines
(IBM) y American Telephone and Telegraph (AT & 1) tendieron tanto a diversificar-
se con nuevos productos como a adquirir 61iales en el extr.mjero. La razón subyacca-
te para los nuevos movimientos de fusión era que sólo las compañías muy grandes
podían afrontar los ingentes desembolsos requeridos por la investigación y el desarro-
llo en una alta temologfa muy complicada, y aún así dependían mucho de la finan-
ciación gubernamental. &tos imperativos económicos obligaron a efectuar una m<>-
dificación significativa de la política federal antittust. Aunque el Departamento de
Justicia y la C.Omisión Federal de C.Omercio utilizaron la autoridad que les confería la
ley Antifusiones Celler-Kefauver de 1950 para bloquear las fusiones horizontales que
habrían disminuido considerablemente la competencia, tendieron a condonar el mí-
mero mucho mayor de fusiones que no alteraban los modelos preexistentes de poder
de mercado.
La revolución tcmológica produjo cambios estructurales en la fuerza de trabajo y
afectó de forma adversa a los sindicatos. En los años inmediatamente posteriores a la
guerra, a pesar de los obstáculos impuestos por la Ley Taft-Hartlcy. continuó el avance
de la organización laboral que había comenzado con el Nuevo Trato. En 1935 la afi-
liación sindical casi alcanzaba ya los dieciocho millones (28 por 100 de la fuerza lab<>-
ral no agrícola), tres millones más que en 1964. A partir de entonces, a medida que la
automatización redujo el número de puestos de cuello azul, sobre todo en la fabrica-
ción de codies, la minería de carbón y los ferrocarriles, los sindicatos cxperimentaroa
dificultades crecientes para mantener su fuerza. En 1960 el número de trabajadores de
cuello blanco excedió por primera vez al de cuello azul; en 1980 la disparidad ya se ha-
bía hecho enorme: 50.500.000 contra 30.500.000. Los trabajadores profesionales, téc-
nicos, de oficinas y vendedores que componían la sección de cuello blanco resultaron
difkiles de organizar. ~enes estaban empleados por firmas que contaban con gene-
rosos planes capitalistas de bienestar-IBM y National Cash R.egistcr, por ejemplo--
tendieron a ponerse de parte de la dirección y no del sindicato. Las mujeres, ahora una
proporción considerable de los trabajadores de cuello blanco, no siempre se conside-
raban empleadas permanentes y, aun cuando lo hicieran, tendían a pensar que los sin-
dicatos eran algo de hombres. La mayoría de los gobiernos estatales y locales negaban
a los empleados públicos el derecho a la huelga; algunos incluso les prohibían perte-
necer a los sindicatos. Una dificultad más fue la migración de la industria a regiones
tradicionalmente opuestas a los sindicatos como el Sur y el Suroeste, donde eran co-

530
munes las leyes sobre la libertad laboral. Durante los años setenta, cuando la inflación
erosionó los ingresos reales y la recesión amenazó la seguridad laboral, algunos traba-
jadores de oficinas y profesionales -sobre todo maestros y empleados municipal~
se hicieron más receptivos al sindicalismo. Pero aunque en 1980 la afiliación sindiéal
ya había ascendido a veintitrés millones, era una proporción apreciablemente inferior
de la fuerza laboral (24 por 100) que la existente en 1953.
La creciente percepción de la necesidad de solidaridad frente a la continua hosti-
lidad pública y de un incipiente descenso de la fuerza sindical llevó en 1955 a subsa-
nar las hendiduras de treinta años en el movimiento sindical estadounidense. Para en-
tonces había pocas diferencias estructurales, ideológicas o éticas que separaran a la Fe-
deración Americana del Trabajo del Congreso de Organizaciones Industriales. La
expulsión del CIO de los sindicatos dominados por los comunistas en 1949-1950
quitó un obstáculo importante para la reunificación. La muerte en 1952 de los presi-
dentes de ambas federaciones (Wtlliam Green del AFL y Philip Murray del CIO) pa-
vimentó el camino para los dirigentes más receptivos con la idea de la unidad (Gcor-
ge Meany y Walter P. Reuther respectivamente). Después de entablar negociaciones
de fusión en 1955, Meany fue elegido presidente y Reuther vicepresidente del nuevo
AFL-CIO. Los problemas más serios que enfrentaron los sindicatos en los años pos-
teriores a la fusión fueron la corrupción y las extorsiones. En 1957 un comité de in-
vestigación del Senado dirigido por el senador John L McClellan, de Arlcansas, des-
cubrió grandes engaños financieros en el Sindicato de Camioneros, el mayor y más
poderoso del país. Fue expulsado de inmediato del AFL-CIO y su presidente, Dave
Beck, fue enviado a la cárcel por robar fondos sindicales. Las revelaciones del comité
McClellan llevaron a la aprobación de la Ley Landrum-Griffin (1959), que estipulaba
la regulación de los asuntos sindicales internos, pero no logró reformar al de Camio-
neros. El sucesor de Bedc, James R. Hoffa, fue a su vez sentenciado a una laiga con-
dena de cárcel en 1967 por obstrucción al jurado y latrocinio, aunque retuvo la pre-
sidencia del sindicato hasta 1971. Libre bajo fianza al año siguiente tras la intercesión
del presidente Nixon, Hoffa desapareció misteriosamente en 1975 y se piensa que fue
asesinado por sus conexiones del bajo mundo. Mientras tanto, habían aparecido nue-
vas tensiones en el AFL-CIO. Durante los años sesenta Reuther había criticado la ac-
titud conservadora de Meany con respecto a los derechos civiles y en 1968, tras una
disputa más sobre la dirección y objetivos del movimiento sindical, sacó a sus 1raba-
jadores del Automóvil Unidos del AFL-CIO.
Como la economía continuaba creciendo, los estadounidenses vivían en un mun-
do de mayor riqueza que ninguna otra generación en la historia. En los años sesenta
los ingresos medios familiares ya se habían duplicado con creces desde la Gran De-
pRSión y, pese a la recesión de los años setenta, el ingreso medio real disponible con-
tinuó ascendiendo. En 1970, por primera vez, los estadounidenses gastaban menos
de la mitad de sus ingresos en comida, ropa, vivienda y servicios. En 1976 ya eran más
los hogares que tenían dos coches que los que no tenían ninguno y había tantos con
televisión como con cuarto de baño interior. No obstante, en una sociedad que en
teoría carecía de clases, seguía existiendo un enorme abismo entre pobres y ricos. Se-
gún la línea establecida por la Oficina del Censo (era de 3.968 dólares para una fami-
lia no campesina de cuatro miembros en 1970), la proporción de estadounidenses
que vivían en la pobreza había descendido de un22por100 en 1959 a un 11por100
en 1974. Ello seguía significando que más de veinticinco millones de personas esta-
ban clasificadas oficialmente como pobres. Además, la parte del ingreso nacional re-

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cibido por el 20 por 100 más pobre de la población había permanecido relativamen-
te constante desde 1870.
Los pobres estadounidense no podían compararse con las masas indigentes de In-
dia, América Latina ó .África. Casi no tenían experiencia de pasar hambre y muy po-
cos de carecer de hogar; casi todos tenían televisores; muchos, coche y puede que
uno de cada diez, aire acondicionado. La suya era más bien la pobreza de ser una cla-
se inferior permanente en la nación más próspera del mundo. En ténninos absolutos,
la pobreza no era fundamentalmente un problema de raza. Había tres veces más po-
bres blancos que negros. Los pobres blancos eran especialmente numerosos entre los
jornaleros agrícolas migrantes, arrendadores del Sur Profundo y los miserables habi-
tantes de los Apalaches (las regiones montañosas de Vuginia Occidental, Kentucky y
Carolina del Norte). Pero mientras que los pobres blancos eran en su mayoría ancia-
nos y se encontraban dispersos, los pobres negros y de otras minorías eran jóvenes y
se encontraban apiñados. Y lo que es más importante, los pobres negros estaban apre-
ciablemente peor que los pobres blancos.

Los PROBLEMAS DE ~ MINOIÚAS: NEGROS, CHICANOS


E INDIOS ESTADOUNIDENSES

(Hubo una ~olución en la suerte de los negros estadounidenses durante las cua·
tro décadas que siguieron a Pearl Harbor? La respuesta no resulta sencilla. Si se toma
el periodo en su conjunto, hicieron enormes progresos. Entre 1960 y 1969 sólo la
proporción de negros por debajo de la línea de pobreza descendió de la mitad a un
tercio. Sus ingresos familiares ascendieron mucho en cuanto a su proporción con los
de las familias blancas: de un 40 por ciento en 1940 a un 60por100 en 1970. La pro-
porción de negros en las profesiones y trabajos técnicos aumentó mucho más de pri·
sa que la de la población en general. Sus logros educativos, medidos por los años de
escolarización y el porcentaje de alumnos de escuelas secundarias que iban a la uni-
versidad, casi fueron equiparables a los de los blancos. Surgió una considerable clase
media negra con un estilo de vida apenas distinguible del de sus semejantes blancos.
Cada vez se veían más negros en las oficinas de los bancos y las grandes compañías,
en la administración pública federal, en los camJ'1'S de las principales universidades,
como estrellas del deporte y anunciantes de televisión, en clubes de oficiales, cines y
lugares turísticos. En cuanto a la política, también progresaron a grandes pasos. Du-
rante los años sesenta y setenta se eligieron alcaldes negros en muchas ciudades im·
portantes, entre ellas Los Ángela, Washington, Dctroit, Atlanta y Nueva Orleans. El
número de negros designados para puestos oficiales en todo el país ascendía a 4.600
en 1980. Hasta en Misisipí, donde un negro que tratara de votar en los años cuaren-
ta se habría arriesgado a ser linchado, había más de 200 ocupando puestos de autori·
dad treinta años despu~.
Pero aunque los viejos tabúes se desvanecieran y se quitaran las antiguas barreras,
el progreso fue menos impresionante de lo que pudiera parecer. Incluso en los tiem·
pos de bonanza, las masas de negros formaron un proletariado wbano deprimido
que cada vez era más segregado en cuanto a la residencia. Además resultaba oonico
que los negros obtuvieran el pocler·político sólo cuando los gobiernos de las ciuda-
des estaban al borde del derrumbamiento. Y cuando los años setenta trajeron un cli-
ma económico más duro, comenzó a vacilar la marcha hacia la igualdad racial. Una

532
vez más empezó a agrandarse la grieta entre los ingresos de los negros y los blancos.
De nuevo, el desempleo entre los negros dobló al de los blancos: entre los jóvenes ne-
gros excedió el 30por100. En 1980 la situación era ya tan mala que la tasa de desem·
pleo entre los licenciados universitarios negros era mayor que la de los blancos que
habían dejado los estudios al acabar la secundaria. Para empeorar las cosas, los depar-
tamentos urbanos de bienestar carcdan de fondos para aumentar los pagos al mismo
ritmo que la inflación. Mientras tanto, existía una controversia creciente sobre la ¡»
lítica de «acción afirmativa• establecida por el presidente Johnson en 1968. En un es-
fuerzo por reducir la discriminación pasada, Johnson había requerido a todos los
contratantes gubernamentales, incluidas escuelas normales y universidades que reci-
bieran fondos federales, dar un trato preferente a los negros y otras minorías (y, des-
de 1971, a las mujeres). Los blancos, que se resentían de lo que denominaron -discri-
minación inversa•, desafiaron la medida en los tribunales y en dos importantes casos
el Tribunal Supremo anunció decisiones que contrastaron agudamente. En el famo-
so caso Bakke de junio de 1978, el Tribunal desalentó a los negros al sostener que las
universidades no podían separar cuotas explícitas para las minorías raciales y excluir
así a los solicitantes blancos que pudieran estar mejor cualificados. Pero añadió que
era permisible según la Constitución que la raza fuera considerada junto a otros fac-
tores para decidir las admisiones. Un año después, en el caso de la Unión de Trabaja-
dores del Acero de América contra Weber, el Tribunal decidió que los patrones ¡»
dfan otorgar preferencia a los negros en los programas de formación para mejores
puestos, ya que los trabajadores blancos no eran desplazados ni se les impedía en ab-
soluto el progreso, y siempre que la acción afirmativa se abandonara una vez que se
hubiera corregido el desequilibrio racial.
Los negros proporcionaron sólo el ejemplo más conocido de la nueva conciencia
étnica y racial de los años sesenta. Alentados por su ejemplo y por la gran tolerancia
hacia la diversidad que ahora demostraba la mayorla dominante, otras minorías su-
mergidas, en su mayor parte mexicano-estadounidenses e indios estadounidenses, rea-
firmaron sus identidades culturales y demandaron el poder colectivo y el reconoci-
miento de sus necesidades especiales. Gracias a la immigración y a una tasa de naci-
mientos relativamente elevada, la población mexicano-estadounidense ascendió tras
la Segunda Guena Mundial y alcanzó una cifra estimada de 7200.000 en 1978. Con-
centrados sobre todo en cinco estados del Suroeste que en otros tiempos habían sido
parte de México -Arizona, California, Colorado, Nuevo México y Texas-- donde
constituían un sexto de la población, se trasladaron cada vez más hacia las ciudades
después de la Segwida Guena Mundial, atraídos por los trabajos que ofrecía la indus-
tria. En 1970 su proporción entre los habitantes wbanos ya había ascendido al 85
por 100. Había un millón de mexicano-estadounidenses sólo en Los Ángeles, un ter-
cio de la población de la ciudad; en San Antonio y El Paso la proporción superaba la
mitad. Como suúían los mismos impedimentos que los negros -alto desempleo,
mala vivienda, segregación educativa. tratamiento discriminatorio a manos de la ¡»
licía y en los juzgados-, las personas de descendencia ~exicana lanzaron su propio
movimiento de derechos civiles. Rechazaron el término «mexicano-estadounidense•
como ajeno y degradante, comenzaron a referirse a ellos mismos como «Chicanos- e
hicieron esfuerzos colectivos para mejorar su J><>'Íción política y socioeconómica y
preservar su cultura. Las campañas de registro de votantes dieron como resultado la
elección en 1974 de gobernadores chicanos en Nuevo México y Arizona, y victorias
locales en Texas. No obstante, continuaron estando muy poco representados en las

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asambleas estatales y los ayuntamientos. El dirigente chicano más conocido fue Cé-
sar Chávcz, que encabezó a los obreros del campo de California, en su mayoría in·
migrantes mexicanos, en una lucha por mejores salarios y condiciones y el derecho a
sindicalizarsc. Sus boicot a la uva y. la lechuga entre 1965 y 1'172 obtuvieron el apoyo
nacional y acabó consiguiendo el reconocimiento de su sindicato, la Unión de Tra·
bajadorcs Agrícolas (United Farm Workers). Además, una campaña en favor de la re-
forma educativa consiguió la agilización de la dcsegrcgación escolar, el desarrollo de
cursos bilingües y biculturalcs y el aumento de profesores y directores chicanos.
La población india. que había ido aumentando de forma constante desde 1900,
se duplicó con aeces entre 1945 y 1980, hasta alcanzar un total cercano a un millón.
La gran mayoría vivía al oeste del Misisipí y las mayores concentraciones se encontra-
ban en Oldahoma, Arizona y California. Hasta entonces un pueblo predominante-
mente rural, los indios empezaron a trasladarse a las ciudades en grandes cantidades,
impulsados por un programa de reubicación patrocinado por el gobierno, que pre-
tendía integrarlos en la sociedad blanca y paliar el desempleo, analfabetismo, alcoh~
lismo y altas tasas de mortalidad crónicos de las reservas. En 1980 casi la mitad de los
indios eran ya urbanos, algunos vivían en pequeños pueblos próximos a las reservas
y otros se congregaban en grandes áreas metropolitanas como Los .Ángeles, San Fran-
cisc~Oakland, Tulsa y Minncapolis. Abrumados con frecuencia por la impersonali-
dad, soledad y formas de trabajo de la ciudad que les eran desconocidos, les resultó
dificil escapar de la pobreza, explotación y discriminación. Pero el traslado a la ciu-
dad estimuló un sentimiento de identidad panindia y los dirigentes más jóvenes, li-
bres de las limitaciones conservadoras de los consejos tribales, comenzaron a protes-
tar contra su posición desigual. Un joven intelectual sioux, Vine Deloria jr., recabó la
atención pública hacia las condiciones del indio y expresó la demanda del «p<>der
roja» en Ctuter DieJfor lóm Sins (CIUkr m1'rió por 'Vt«slTOs peuuios. 1969). Ese mismo
año los manifestantes indios ocuparon la isla de Alcatraz, que ofrecieron comprar al
gobierno por la bagatela de 24 dólares, el mismo precio que los holandeses habían
pagado a los jefes indios por la isla de Manhattan en 1626. En 1'172 una marcha in·
dia sobre Washington culminó con la ocupación de la Oficina de Asuntos Indios y
en 1973 miembros del Movimiento Indio Americano entablaron una confrontación
armada con los funcionarios federales en Wounded Knee (Dakota del Sur), escenario
de la matanza de los sioux a manos de la caballería de los Estados Unidos en 1890.
Además, numerosas tribus de Nueva York y Nueva Inglaterra emprendieron acciones
legales para recobrar las tierras a las que sus antepasados se habían visto obligados a
renunciar. Para ocuparse de los agravios indios, el gobierno de Nixon nombró
en 1969 a un mohawk·sioux, Louis R. Bruce, como comisionado de Asuntos Indios
y después devolvió 19.200 hectáreas de tierra tribal sagrada a los indios pueblo de
Taos. La afirmación de Nixon en 1970 de que se otoigaría a las tribus mayor auton~
mía «Sin que perdieran el interés y apoyo federales» marcó el abandono formal de la
política de «terminación• adoptada por el gobierno de Eisenhower en un intento
malconcebido y desastroso de liberar a los indios de la supervisión federal, transfirién-
doles al mismo tiempo el coste de su inclusión en los sistemas de bienestar social esta·
tales. La Ley sobre la Autodeterminación India (1975), que el Congreso aprobó con el
mismo espíritu ilustrado del anuncio de Nixon, marcó no tanto una nueva política
como el retomo al principio de la rccupcración tribal adoptado por el Nuevo Trato.
La singularización de negros, chicanos e indios como receptores de varios tipos de
ayuda y protección federales produjo una reacción resentida en varios grupos étnicos

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que se consideraban igual de necesitados. Los estadounidenses de origen polaco, eslo-
vaco, italiano y griego protestaron porque los negros y otros clasificados oficialmente
como minorias estaban prosperando a sus expensas. Así, a finales de los años sesenta,
organizaciones de comunidades étnicas blancas de reciente formación comenzaron a
imitar las demandas •del poder negro» para lograr programas de mejora de los barrios,
mayor representación política y reconocimiento cultural. Los portavoces de las •etnias
blancas• también lanzaron un ataque al ideal tradicional del crisol de culturas, alegan-
do que en la práctica no había supuesto una mezcla de culturas, sino la conformidad
con los valores de la mayoría WASP dominante (blanca, anglosajona y protestante). La
«nueva etnicidad•, como fue denominada, produjo pocos resultados tangibles, en gran
medida debido a que la mayoría de los descendientes de los europeos meridionales y
orientales mostraban cuando mucho un interés tibio hacia el concepto de distinción
cultural. Pero demostraron su disposición para unirse en la elección de dirigentes po-
líticos de su clase, mientras que su apoyo a la campaña contra los cstcrcotipos étnicos
degradantes en la prensa y la televisión logró cierto éxito.

EL MOVIMIENrO DE U.S MUJERES


Del mismo modo que la participación de las mujeres en el movimiento abolici~
nista del siglo XIX había llevado a pedir el sufragio femenino, su participación en la
conmoción en favor de los derechos civiles resultó un acicate para su movimiento de
liberación. El nuevo nacimiento del feminismo llegó cuando el número de mujeres
trabajadoras ya había aumentado de forma espectacular; por ello logró obtener tanto
apoyo. En 1940 sólo trabajaban un 25 por 100 de las mujeres mayores de catorce
años, casi la misma proporción que en 1910 y mucho menor que en otros países in-
dustriales. Casi todas las mujeres que entonces trabajaban eran jóvenes, estaban sol-
teras y eran pobres; muchas eran negras o blancas nacidas en el extranjero. Pero
la guerra y la$ décadas que la siguieron transformaron la situación. En 1970 ya ha-
bía 31.600.000 mujeres trabajadoras (42,8 por 100 de la fuerza laboral total) y un 47
por 100 del total de mujeres ocupaban un puesto de trabajo. Ahora las casadas que
trabajaban superaban a las solteras, una gran proporción de ellas sobrepasaban los
treinta y cinco años y el mayor crecimiento en la fuerza laboral femenina se estaba
dando entre las esposas de clase media con buena pieparación. No obstante, seguían
siendo una clase deprimida. Eran discriminadas tanto en el empleo como en el sala-
rio. Relativamente pocas mujeres estaban en oficios cualificados o en las profesiones;
en 1973 el 34,l por 100 ocupaban puestos de oficina o de servicios. Además de con-
centrarse en puestos mal pagados y poco prestigiosos, se las pagaba considerablemen-
te menos que a los hombres aunque desempeñaran la misma función. De hecho, con
respecto al salario ganado, las mujeres estaban peor comparadas con los hombres que
los blancos comparados con los blancos.
El surgimiento de un movimiento de liberación femenino organizado data de la
publicación de ~ Ftminine Mystitple {lll místüa femenina, 1963) de Betty Fricdan.
Atacando que se diera un carácter romántico a lo doméstico y la extendida noción
popular de que las mujeres sólo podían realizarse mediante el cuidado de la casa y la
educación de los hijos, el libro expresaba la insatisfacción que sentían muchas muje-
res cultas de clase media y suscitó un debate nacional. En 1966 Friedan ayudó a fun-
dar la Organización Nacional para las Mujeres (National Organization for Women,

535
NOW), cuyo principal objetivo era terminar con la disaiminación sexual en el em·
pico. Después NOW se ocupó de otros temas sobre los derechos de las mujeres, que
incluyeron el establecimiento de guarderías para las madres trabajadoras, la legaliza·
ción del aborto y la dispensa maternal pagada. También patrocinó la Enmienda a la
Constitución para la Igualdad de Derechos, que se había introducido por primera vez
en el Congreso en 1923. Aunque NOW se basó sobre todo en la litigación y legisla·
ción, otros miembros de grupos en favor de los derechos femeninos más radicales
adoptaron tácticas militantes, invadiendo bares y restaurantes masculinos y cercando
con piquetes actos como la Elección de Miss América, que en su opinión explotaba
y degradaba a las mujeres.
En un momento en que la sociedad estadounidense era inusualmente sensible al
tema de la igualdad, la campaña para extender las oportunidades femeninas logró
cierto éxito. Un torrente de leyes estatales y federales sobre la igualdad de oportuni-
dades, órdenes ejecutivas y decisiones judiciales barrió las bases legales de la disaimi·
nación laboral. Muchas asambleas estatales llegaron a revocar las leyes que se habían
aprobado con anterioridad para proteger la salud y seguridad de las mujeres trabaja·
doras porque ahora se consideraba que habían restringido sus oportunidades. El re-
sultado fue la apertura de oficios cualificados y profesiones que habían sido tradicio-
nalmente masculinos. En los años sesenta pequeños pero significativos números de
mujeres se hicieron carpinteras, maquinistas y electricistas; la proporción de mujeICS
contables superó cuatro veces la tasa masculina. Las oiganiz.aciones de mujeres tam·
bién persuadieron a diecisiete estados para que facilitaran el aborto; en 1960 ya se rea·
lizaban anualmente más de doscientos mil abortos legales y en dos afi.os se había cua·
druplicado. Muchas ciudades, Chicago, San Francisco y San José entre ellas, eligieron
a mujeres como alcaldesas y en 1974 Ella T. Grasso, de Connccticut, se convirtió en
la primera mujer que fue clcgida gobernadora por derecho propio (todas las anterio-
res habían sucedido a sus maridos).
No obstante, estos progresos no acercaron de forma apreciable la meta de la igual·
dad sexual. En todas las actividades las mujeres continuaban ocupando pocos puestos
elevados: en 1970 suponían, por ejemplo, sólo el 4,8 por 100 de los tres millones de
gerentes y ejecutivos del país. Además, durante los años setenta, se hizo realmente más
pronunciada la grieta existente entre los salarios masculinos y femeninos. Al mismo
tiempo, las defensoras de sus derechos experimentaron derrotas fiustrantes. En 1972 el
Congreso promulgó un generoso programa para que fuera más fácil disponer de guar·
derías, pero el presidente Nixon lo vetó como una amenaza a la familia. Del mismo
modo, la Enmienda sobre la Igualdad de Derechos aprobada por el Congreso en 1972
enconttó una tenaz resistencia, y no menor de las mujeres, cuando pasó a los estados
para su ratificación. En 1979 ya la habían ratificado treinta y cinco estados, pero hu·
hieran tenido que hacerlo tres más para que se hubiera convertido en parte de la Cons·
titución. Sin embargo, como eso aún no había sucedido cuando se agotó el plazo para
la ratificación el 30 de junio de 1982, la enmienda prescribió.

LA RELIGIÓN EN LA VIDA ESTADOUNIDENSE


La separación de la religión que había caracterizado los años de la depresión se in-
virtió de forma notable tras la Segunda Guerra Mundial. En los años cincuenta aseen·
dió sobre todo la pertenencia a las iglesias, se gastaron sumas sin precedentes en su

536
lllnstrucción y los dirigentes religiosos aumentaron su estima pública. Entre los inte-
llctuales hubo un nuevo interés en la doctrina cristiana y la teología bíblica. Resulta·
100 especialmente influyentes los escritos de Karl Barth, Paul Ttllich y Reinhold Nie-
'8hr, representantes de una «nueva ortodoxia• protestante que repudiaba la creencia
m la bondad innata del hombre y enseñaba que sólo una religión de la gracia man·
lellÍa esperanzas de redención. Más atrayente para los menos refinados fue d evange-
io pietista simplificado, predicado por una nueva generación de evangelistas itineran-
tes. De ellos, d más conocido fue Wtlliam F. (Billy) Graham, un magnético baptista
de Carolina dd Norte, cuyas cruzadas bien oxganizadas y con una publicidad muy
laábil atrajeron vastas audiencias en las grandes ciudades. Otro rasgo notable del cam-
bio de la escena religiosa fue la afluencia de sermones y libros que resaltaban d valor
lllioológico de la religión para fomentar la tranquilidad y fortaleza internas.
En los años cincuenta la religión ya había impregnado todos los aspectos de la
ftla estadounidense. Películas religiosas como 1be Ten Cmnmantlment (Los diez. manda-
mientos) rompieron los récord de taquilla, canciones cuasirrcligiosas como el Believe•
T •The Man UpstairP (•Yo creo» y «El hombre de arriba•) se convirtieron en éxitos
fDPUlares. La promesa de fidelidad, recitada todos los días por los escolares estado-
.mdenses, se modificó para incluir las palabras «bajo Días». Sigue en duda hasta qué
punto fue una auténtica renovación religiosa. Junto con genuinos impulsos religio-
sos, había muchas cosas superficiales. El estadounidense típico, señaló un comenta-
lista, había «desarrollado una notable capacidad para mostrarse serio sobre la religión
sin tomársela en serie»>. La nueva religión sin duda se había simplificado en exceso,
su doctrina era indefinida y resaltaba mucho lo humanístico. Para muchos estadouni-
denses sus funciones consistían sólo en definir su identidad y proporcionar un con-
texto de pertenencia en una sociedad muy móvil. Su atractivo no yacía en su ver-
dad intrínseca, sino en la sanción divina que podía conferir al modo de vida estado-
unidense.
Desde 1960, pese a algún descenso en la asistencia a la iglesia, continuó aumen-
tando la pertenencia a éstas, aunque a un ritmo menor. Pero hubo un cambio signi-
ficativo en d equilibrio de las fuerzas religiosas. Mientras que la Iglesia protestan-
te contaba con 68 millones de fides, la católica disparó su total de 28.600.000
a 49.600.000 (En 1980 también había ya 6.100.000 judíos, más de cuatro millones de
fides de las iglesias ortodoxas orientales, una estimación de dos millones de musul-
manes y 50.000 budistas.)
Dentro dd protestantismo, el debilitamiento de la controversia teológica y la di-
ficultad de mantener las barreras de lenguaje cuando la inmigración europea descen-
dió produjeron una ola de fusiones. Entre 1939 y 1960 varias iglesias metodistas, pres-
biterianas y luteranas se unieron, mientras que la formación de la Iglesia de Cristo
Unida en 1957 unió a los congrcgacionalistas a la Iglesia Evangélica y Reformada.
También hubo cambios sorpmidcntes en la fuerza relativa de las diferentes sectas
protestantes. Los metodistas (que sumaban 12.900.000 en 1980) fueron desplazados
como la mayor denominación protestante por los baptistas (25 millones), mientras
que los luteranos (8.500.000) superaron a los presbiterianos (3.600.000) para ocupar
d tercer lugar. Los grupos adventistas y sacratistas registraron tasas de crecimiento
aún mayores, así como las iglesias pcntccostales como las Asambleas de Dios; en con-
junto, estas sectas declaraban más de ocho millones de fc1igrescs en 1980. Todo ello
fortaleció mucho al ala fundamcntalista dd protestantismo y en los años setenta
hubo una actividad evangélica renovada procedente de quienes se denominaban a sí

537
mismos cristianos «vUeltos a nacer», sobre todo baptistas sureños, luteranos sinodis-
tas de Misuri y la coalición adventistas-sacratistas-pentecostales. Pero aunque el evan-
gelio del aistianismo de una nueva vida se basaba en el Antiguo Testamento, fue di-
fundido por la tecnología moderna. En 1980 ya había no menos de 1.400 emisoras
de radio y 36 canales de televisión dedicados exclusivamente a extender el mensaje de
las iglesias evangélicas.
La duplicación de la población católica entre 1940 y 1980 significó que los Estados
Unidos acabaran contando con el mayor agrupamiento nacional de católicos del mun-
do. La mayor de importancia del catolicismo estadounidense a los ojos de Roma se re-
flejó en el aumento constante de su RpRSelltación en el colegio cardenalicio. Antes
de 1921 nunca había habido más de un cardenal estadounidense; en 1946 ya había
cuatro y en 1980, once, número sólo sobrepasado por Italia. Además del incremento
de católicos y de sus instituciones culturales y educativas, hubo otros signos de mad~
rez eclesiástica: por ejemplo, el surgimiento de un interés en los monasterios contem-
plativos y un renacimiento linílgico que trataba de revitalizar el culto colectivo. Aun-
que el poder creciente de la Iglesia católica no revivió el frenesí anticatólico del siglo XIX,
preocupó a muchos liberales no católicos. También aparecieron fiicciones por la nega-
tiva de la Iglesia a aceptar el divorcio, el control de la natalidad o el aborto, así como
por su insistencia en la censura de libros, obras de teatro y pclírulas. No obstante, el
abismo que separaba el catolicismo de la vida general de la nación se fue haciendo cada
vez más pequeño, sobre todo tras las iniciativas ecuménicas del papa Juan XXIII.

Los PROBIEMAS DE LA EDUc.ACIÓN DE MASAS

Las décadas prósperas posteriores a la Segunda Guerra Mundial contemplaron un


avance extraordinario en la educación de masas. La escolarización secundaria se hizo
de repente universal. La proporción de niños entre catorce y dieciséis años que iban
a las escuelas secundarias públicas ascendió de dos tercios en 1940 a casi nueve déci-
mos en 1970, mientras que el número de quienes la terminaban se triplicó con la mis·
ma velocidad que la población. Mejoraron los edificios escolares, las aulas se amplia-
ron, los profesores tenían mejor preparación y sueldo. No obstante, las escuelas se
vieron acosadas por una sucesión de crisis. En los años inmediatos de posguerra, no
había suficientes escuelas o profesores para los niños del •boom de bebés•. Apenas
había supcndo un gasto generoso ese problema, cuando los estadounidenses se vie-
ron sometidos a una reconsideración completa del plan escolar por el lanzamiento
exitoso del primer satélite artificial soviético, el S¡nani}t, en 1957. Esta aparente dema.
tración de la superioridad de la educación científica y tecnológica soviética propor-
cionó nueva munición a quienes se habían venido quejando de que, bajo la influen-
cia de los educadores progresistas, las escuelas estadounidenses habían caído en la fla·
queza y debilidad intelectual. A partir de entonces, revisaron su plan de estudios para
proporcionar una formación intelectual más rigurosa en las disciplinas académicas
básicas y un mayor énfasis en las ciencias, matemáticas y lenguas modernas. No obs-
tante, a pesar de la ingente ayuda financiera proporcionada por el gobierno federal,
en cspecia1 mediante la Ley de Defensa de la Educación Nacional de 1958, la mcjoia
resultó breve. A partir de 1962 más o menos, cayeron de forma constante los conoci-
mientos verbales y matemáticos de los alwnnos que terminaban la secundaria, según
demostraban los exámenes de ingreso de las universidades. Y en 1979 una comisión

538
presidencial descubrió que sólo el 15 por 100 de los alumnos de secundaria estudia·
ban lenguas extranjeras (en comparación con el 24 por 100 de 1965) y de ellos sólo
uno de cada veinte lo hacía durante más de dos años.
Los niveles académicos en declive reflejaban las distintas prioridades educativas
de los años sesenta. Cuando el tema de la desegregación ganó fama, la preocupación
por la excelencia académica dio paso al sentimiento de que el principal objetivo de
las escuelas deberla ser resolver los problemas de la pobreza y la raza mediante la ni·
velación de las oportunidades educativas. A pesar de que el Tribunal Supremo deter-
minó la desegrcgación en 1954, el cumplimiento fue lento, renuente e incompleto.
Las tácticas de retrato y evasión adoptadas por los blancos en los diecisiete estados su·
reños y limítrofes donde las escuelas habían sido segregadas por la ley resultaron muy
efectivas durante un tiempo. Diez años después de la sentencia Brown, sólo dos esta·
dos del Sur (fennessee y Texas) tenían más de un 2 por 100 de sus niños negros en es-
cuelas integradas. Pero la ley sobre Derechos Civiles de 1964 proporcionó al gobier-
no federal los medios para obligar a su cumplimiento al negar fondos federales a las
escuelas segregadas. Además, en 1969 el Tribunal Supremo rechazó las peticiones de
algunos distritos escolares del Sur para retrasar la segregación. Asf, en 1974, el 92
por 100 de los niños negros del Sur ya asistían a escuelas integr.adas. En el Norte, don·
de la existencia de escuelas separadas para las dos razas era el producto de la segrega-
ción residencial más que de la ley, el problema resultó más dificil de tratar. Cuando
a comienzos de los años setenta empezaron los intentos de utilizar el transporte
obligatorio en autobús de los escolares para promover la desegregación, los blancos
urbanos lo boicotearon y protestaron, y muchos se unieron al éxodo a las afueras. No
obstante, el Tribunal Supremo, aunque respaldó los planes de transporte en autobús
que no cruzaran los límites urbanos, no permitió los que conllevaban la mezcla de
distritos escolares urbanos predominantemente negros con los de las urbanizaciones
blancas de los alrededores. Así, en 1980 la descgregación escolar en el Norte ya prác-
ticamente se había paralizado. Un quinto del total nacional de 6.600.000 escolares
negros seguía asistiendo a escuelas que eran casi completamente negras y más de la
mitad lo hacía a escuelas que eran más de la mitad negras.
En cuanto a las escuelas técnicas y las universidades, las décadas de posguerra fue-
ron un tiempo de crecimiento extraordinario debido sobre todo a la prosperidad ge-
neral. Los costes de la enseñanza ascendieron de forma más lenta que los ingresos f.l..
miliares y el pleno empleo hizo más fácil que los estudiantes lograran un trabajo de
medio tiempo. La noción de que la educación superior era un derecho natural de
todo estadounidense fue fomentada por la «Carta de Derechos del Soldado•, que
proporcionó los fondos necesarios para pagar los estudios y el mantenimiento a los
ex soldados de la Segunda Guerra Mundial (y después se extendió a los veteranos de
la guerra de Corea). Entre 1940 y 1970 el número de escuelas técnicas y universidades
ascendió de 1.500 a 2.500 y su matrícula de 1.500.000 (16por100 del grupo de edad
entre 18 y 21) a 7.500.000 (40 por 100). De quienes se encontraban en la universidad
en 1970, tres quintos de los blancos y tres cuartos de los negros provenían de familias
que no tenían experiencia previa de educación superior. Sin duda, estas estadísticas
eran medida de cantidad más que de calidad. A difuencia de las universidades euro-
peas, cuyos niveles eran bastante uniformes, las estadounidenses eran más variadas e
iban desde las que estaban a la cabeza mundial como depositarias del conocimiento
y la investigación más avanzados, a las que ofrecían cursos apropiados para todo tipo
de gustos y capacidades.

539
El auge de posguerra en la educación superior creó enormes problemas. Cuando
las universidades crecieron de tamaño -en 1969 ya había treinta y nueve con más
de 20.000 estudiantes-, se hicieron más burocráticas e impersonales y su disposición
a aceptar ingentes subvenciones de investigación del gobierno y las grandes empresas
para proyectos científicos y técnicos (con frecuencia relacionados con la guerra) plan-
teó una posible amenaza a la tradición académica de erudición desinteresada. Ade-
más los reglamentos que gobernaban las vidas y conductas de los alumnos se volvie-
ron cada vez más dcs&sados a medida que la edad media de la población estudiantil
aumentó (gracias al crecimiento desproporcionado de los cursos de posgrado y las es-
cuelas profesionales) y tomó forma una culwra joven cuyos rasgos distintivos eran el
pelo largo, la ropa descuidada, la música de rock, la experimentación con drogas alu-
cinógenas y un rechazo desdeñoso de la moralidad saual de la clase media.
Todo ello fue el trasfondo de los levantamientos masivos de los campus a media-
dos de los años sesenta, aunque la indignaci6n por la guerra de Vietnam y el enrola-
miento intensificaron el descontento estudiantil. El primer levantamiento.importan-
te, el denominado Movimiento por la Libre Expresión en la Universidad de Califor-
nia de Berkeley en 1964, se originó por el intento de la universidad de restringir la
actividad política de los estudiantes en el campus. Pero la protesta pronto transcendió
los temas puramente locales. En 1968, cuando había ruidosas, pcrtwbadoras y a ve-
ces violentas manifestaciones en los campus de todo el país, el objetivo fue todo el sis-
tema sociocconómico estadounidense y la universidad como un microcosmo dentro
de él. Las autoridades universitarias, intimidadas y asombradas por la agitación, res-
pondieron con diversas concesiones. R.clajaron los requisitos de adniisión (la Univer-
sidad Municipal de Nueva York los abolió todos), hizo un gesto «significativo» intro-
duciendo cursos sobre «estudios negros», concedió la representación estudiantil en
los cuerpos directivos y abolió los programas de formación de oficiales del ROfC
(Centro de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva). No obstante, el declive del ac-
tivismo estudiantil a comienzos de los años setenta debió menos a estos cambios que
al fin del reclutamiento en 1973 y a un clima económico más frío que concentró las
mentes de los estudiantes en la seguridad laboral.
A comienzos de los años setenta las escuelas técnicas y las universidades ya ha-
bían entrado en una era de adversidad. La inflación elevó los costes de operación; el
apoyo federal se redujo; las matriculas se equilibraron e incluso descendieron, en par-
te debido a la elevación de los precios, en parte porque se había hecho evidente que
una titulación ya no era el pasaporte para un buen trabajo. Las universidades meno-
res se vieron obligadas a reducir su personal y prestaciones; algunas incluso cerraron
sus puertas. Casi las únicas instituciones que continuaron expandiéndose fueron las
universidades laborales {amtmllllÍ!Y colkgts), la versión pública de las escuelas semisu-
pcriores privadas de dos años (junior colkgts). Concebidas en un principio para estu-
diantes que fueran a proseguir sus estudios en la universidad, cada vez se ocuparon
más de cursos de formación profesional que conducían a un «título asociado•.

LA CUUURA ESTADOUNIDENSE: CIENCIA, UI"ERATIJRA Y ARTES


Q.ñenes temieron que la educación de masas resultara enemiga del pensamiento
y la experimentación independientes pudieron sentirse reconfortados por el floreci-
miento continuo de la ciencia estadounidense. Aun si se concede la importancia de

540
la contribución de los científicos extranjeros, muchos de ellos refugiados, los logros
tecnológicos y científicos estadounidenses de las décadas de posguena fueron extraor-
dinarios. Sus fisicos, bioquímicos y psicólogos ampliaron las fionteras de sus campos
y se llevaron de forma regular la parte del león de los premios Nobel. Sus biólogos
desarrollaron el maíz híbrido, una de las mayores contribuciones del siglo xx a la agri-
cultura. Entre los numerosos avances en la investigación médica, quizás el más signi-
ficativo fuera el aislamiento de la estreptomicina (1947) que, en conjunción con otras
drogas, resultó efectiva contra la tuberculosis, y la vacuna del doctor Jonas E. Salle
que, a los pocos años de su introducción en 1955, casi había acabado con el azote de
la poliomielitis. Pero los logros más espectaculares se dieron en la exploración inter-
planetaria. El histórico aluni7.aje del .Apollo en julio de 1969 y los otros cinco aluniza-
jes más que se sucedieron en los tres años siguientes fueron hazañas tecnológicas »
bcrbias. Y aunque el programa lunar fue liquidado en los años setenta, una estación
espacial estadounidense, el Sltylab, que giraba sobre la órbita de la Tierra, produjo in-
formación invalorable sobre la radiación solar, el campo magnético terrestre y el cli-
ma; el satélite no tripulado Telstar revolucionó las comunicaciones telefónicas y tele-
visivas internacionales; mientras, una serie de pruebas espaciales daban a la humani-
dad las primeras fotografías inmediatas de Mercurio, Marte, Venus, Júpiter y Saturno.
En la literatura y las artes los resultados fueron menos uniformemente sobresa-
lientes. Los dos novelistas que habían dominado sus letras antes de la guerra, Wtlliam
Faulkner y Emest Hcmingway, siguieron produciendo durante los años cincuenta,
aunque sin añadir nada sustancial a sus reputaciones. Sus sucesores desa6an una cla-
sificación fácil, aunque algunos consideran significativo el hecho de que las novelas
más discutidas fueran de autores «minoritariOS», sobre todo judíos y negros. Pero los
principales escritores judíos -Norman Mailcr, Bemard Malamud, J. D. Salingcr y
Saul Bellow- no pertencáan a ningún movimiento o género. Sólo Malamud, en no-
velas como 1be Assis"'1ll (FJ dependiente. 1957) y 1be Fixer (FJ hombre de KinJ, 1966), tra-
tó de forma explícita temas judíos. Las obras más famosas de Bellow (Dangling Man
[Hombre en SIU}ltnso/, 1944; 1be Vutim [úz f1Íc1Ím4}, 1947; 1be .Advmllms of A1'gie
Man:h /L4s trllOlblras de A1'gie Man:h/, 1953; Herr.og. 1964), aunque a veces desaibían
personajes judíos, se preocupaban en esencia de las luchas del individuo en un mun-
do hostil. Salingcr, al idealizar la juventud a la vez que se centra en sus problemas en ·
1be CatdJer in the R:1e (FJ gN11Ttlúin entre el antmo, 1951) y Franny lllUi Z.ooey (Frannyy
Z.ooey, 1961), obtuvo muchos seguidores entre los adolescentes. Mailer, como no lo-
gró repetir el éxito de 1be Nalt.ed lllUi the Dead (Los desnudosy los mlln10s, 1948), quizás
la mejor novela estadounidense sobre la Segunda Guena Mundial, se pasó a una nue-
va y característica forma de periodismo que produjo, entre otras obras, 1be Armies
ofthe Nigbt (Los fjlrtilos de fil notbe, 1968), relato personal de la man:ha por la paz a
Washington de 1967. El concepto de literatura negra fue quizás menos artificial des-
de que los dos novelistas negros más conocidos del periodo, Ralph Ellison (!be brui-
si& Man [FJ hombre invisible/, 1952) y James Baldwin (Go Td/ il on tht Mo1'ntain /Vey
dilo en fil """"'1iút/, 1953; 1be Firt Ntxt Tmte [úzpróxñtuzvez. elfaego/, 1963), se preocu-
paron fundamentalmente de la raza.
En el teatro, Eugcne O'Neill terminó un largo silencio con 1be Jaman Cmneth
(1946), considerada por muchos aiticos su mejor obra. Tras su muerte en 1953, su
obra maestra autobiográfica, 1bt Ú11l8 Dt.ty's]o"""Y inlo Nigth (FJ "'1go viaje hacia Úl n<>-
dJe), recibió su primera escenificación, al igual que partes de un ciclo inacabado de
obras con la historia estadounidense como trasfondo. Entre los contendientes al

541
puesto de O'Ncill como mejor dramaturgo estadounidense destacan dos figuras con-
trastantes: Arthur Miller y Tenncssce Wtlliams. AO My Sons (I'oáos mis hijos, 1947) y
Dtlllh ofa Salesman (La mlm1e IÍl un Wljante, 1949) de Millcr representaron un renaci·
miento del drama social', mienttas que Tht Ow:ible (Las brujas de Sakm, 1953) fue a la
vez una dramatización de la histeria sobre la brujería de Salem durante el siglo XVII y
un comentario sobre los Estados Unidos en la era del macartismo. Las obras de Wi-
lliams -Tht Glass M~ (Fl zoo Jt aistaJ, 1944), A Streetcar Named Dtsire (Un tran-
vía llamaáo deseo, 1947) y Dll on a Hot Tm &of (La gala sobre el tejaáo IÍl zinc ca/im-
te, 1944}- exploraban la violencia, el sexo y la degeneración en un trasfondo de no-
bleza sureña decadente.
Sin embargo, fue en la poesía donde la literatura estadounidense de posguerra re-
cibió su expresión más acabada. Robert Frost, cuyos versos sencillos, dedicados fun-
damentalmente a su añorada Nueva Inglaterra, poseían una dimensión simbólica e
incluso metafisica, continuó siendo el poeta estadounidense más popular y leído del
siglo xx. Sus contemporáneos más próximos incluyen poetas tan distinguidos y origi-
nales como el impresionista Wtlliam Carlos Wtlliams y los oscuros pero recompcn·
santes Marianne Moore y Wallace Stevcns. Pero la figura preeminente de los versos
estadounidenses de posguerra, y posiblemente el mayor de los poetas modernos de
lengua inglesa, fue Robert Lowell, cuya obra abarcó desde el pasado puritano de Nue-
va Inglaterra hasta los traumas de la América moderna y en la que la excelencia téc-
nica y la intensidad de los sentimientos se combinaban de forma maravillosa.
En las artes visuales, los Estados Unidos consiguieron al fin la independencia de
Europa y por primera vez establecieron estilos para el resto del miindo. Una nueva
&se de su pintura comenzó a mediados de los años cuarenta con el surgimiento del
expresionismo abstracto como forma de arte dominante. Ridiculizado al principio,
acabó arrasando. Entre sus principales exponentes estaban artistas inmigrantes como
Arshile Gorky, Wtllem de Kooning y Mark Rothko, pero su figura más influyente fue
el «pintor de acción• nativo Jackson Pollock, cuyas abstracciones elegantes y twbulen-
tas se crearon arrojando pintura sobre enormes telas limpias colocadas en el suelo. En
los años sesenta hubo una reacción contra la abstracción y pareció ponerse de moda
un tipo más tradicional de realismo. No obstante, la obra de los principales realistas
tenía reflejos subjetivos y simbólicos. Así, las pinturas de Andrew Wyeth, el más acla-
mado de los artistas no abstractos de posguerra, estaban ejecutadas con tanta meticu-
losidad que parecían surrealistas. Del mismo modo, los paisajes urbanos obsesionan-
tes de Edward Hoppcr, quizás el pintor estadounidense más importante del siglo XX,
eran más abstractos de lo que habitualmente se percibía.
La innovación y experimentación características de la pintura fueron aún más m
dentes en la arquitectura. Tres factores interrelacionados operaron para crear un nue-
vo idioma arquitectónico: los avances en la tecnología de la construcción, la acepta-
ción general de la tendencia hacia el funcionalismo y la emigración a los Estados Uni-
dos de algunos de los más destacados exponentes europeos de la arquitectma
modernista, en especial Walter Gropius, Ludwig Mies van der Robe, Marcel Breucr y
László Moholy-Nagy, todos ellos asociados con la escuela Bahuaus alemana. La nue-
va aiquitectura -fría, geométrica, severamente funcional y que hacía un uso extenso
de materiales como el cristal, acero y aluminio- recibió su expresión más espectaa>
lar en edificios como la Secretaria de las Naciones Unidas en Nueva York (1950), loa
apartamentos construidos por Mies van der Robe en Lake Shore Orive, Chi<:aF
(1951 ), y de éste y Philip Johnson el Scagram Building de Nueva Yorlc (1958). Sin em-

542
bargo, el funcionalismo no implicó un compromiso universal con las paredes de cris-
tal y las estructuras rectilíneas. El genio distintivo de Franlc Lloyd Wright, demostra-
do con anterioridad en una serie sorprendentemente original de residencias privadas,
hoteles y edificios de oficinas, floreció de nuevo en las curvas generalizadas y la abun-
dancia de espacios interiores de diseños como el Johnson Wax Company Buildings
en Racine (WJSCOnsin) y el Museo Guggenheim de Nueva York (1959). Otro innova-
dor radical por su empleo de formas escultóricas fue Eero Saarinen. entre cuyas ele-
vadas creaciones destacaron el Gateway Are de San Luis y la Terminal de Trans World
Airline en el aeropuerto Kmnedy de Nueva York (1962~
La música de posguerra fue tan diversa como la misma sociedad y abarcó desde
el jazz y el rock hasta la clásica y la experimentación electrónica. En la vena clásica
hubo varios compositores de talla indudable, entre ellos Aaron Copland, Roy Harris
y Roger Sessions, que ya eran conocidos antes de la guerra, Charles Ives, tardíamen-
te reconocido como una figura transcendental de la música contemporánea, y repre-
sentantes de una generación más joven como Samuel Barber y Elliot Carter. No obs-
tante, ningún nombre estadounidense podía compararse con el gran cuarteto ewo-
peo formado por Bartók, Schocnberg. Stravinski y Hindemith, todos ellos emigrados
a los Estados Unidos en los años cuarenta, con lo que aumentaron su ya considera-
ble influencia en la música del país. Tampoco, a pesar del éxito notable de las 6per.ls
de Gian-Carlo Menotti, sobre todo de The Medi11111 (1947), Tht Conslli (1950) y Tbe
s.int ofBleecker Street (1959), se desarrolló una tradición indígena de composición
operística. Sin duda, los mayores aciertos musicales estadounidenses fueron popula-
res. Los años cuarenta y cincuenta fueron la edad de oro del musical estadouniden-
se, término que cada vez implicó más una síntesis no sólo de música sino también
de baile con un argumento detallado. De los muchos musicales de Broadway que lo-
graron fama mundial, quizás los más destacados fueran Oklahoma (1943) y Solllh Pa-
Qjic (1949) de Richard Rodgcrs y Osear Hammerstein 11, Kiss Me Kate (1948) de Cole
Portcr, West Süie Stmy (1957) de Leonard Bernstein y My fuir Lady (1956) de Alan Jay
Lerner.
Nada tuvo una influencia más penetrante en la cultura estadounidense de posgue-
rra que los medios de comunicación de masas, la televisión en particular, que barrió
toda la nación con una velocidad notable. En 1946 sólo había 16.000 estadouniden-
ses que poseyeran una televisión, pero en 1949 ya se instalaban un millón de apara-
tos todos los meses y en 1953 dos tercios de los hogares del país poseían la nueva ma-
ravilla electrónica. Pronto la televisión ocupó más tiempo de ocio que ninguna otra
actividad y se convirtió para la mayoría en la forma preferida de distracción, así como
en la principal fuente de información sobre lo que pasaba en el mundo. Desde 1952
la televisión remodeló las campañas políticas, ya que los candidatos recurrieron cada
vez más al nuevo medio para llegar al electorado. Un efecto más de su implantación
fue que se dejó en gran medida de ir al cine. Sin embargo, en los años sesenta y se-
tenta éste recobró cierta popularidad debido al éxito de películas en las que abunda-
ban el erotismo, la violencia y las aventuras espaciales, la mayoría de ellas concebidas
de forma expresa para los jóvenes.
Casi desde su nacimiento, la televisión sufiió fuertes ataques. Los críticos se que-
jaban de que los programas eran intrascendentes, timoratos, engañosos y explotado-
res, y alegaban que desviaban el gusto y embrutecían los sentidos. Estas críticas for-
maban parte del ataque general a la cultura de masas que se desarrolló en los círculos
intelectuales en los años cincuenta. Algunos observadores, preocupados no sólo por

543
la televisión sino también por d caudal de revistas de circulaáón masiva que iban dd
cómic de horror a la pornografía declarada, preveían la opcraáón de una especie de
ley de Gresham por la cual la cultura de masas acabaría poco a poco con unas activi·
dades de ocio más refinadas y enriquecedoras.
Tales temores, aunque comprensibles, en realidad eran exagerados porque junto
con d aumento de la cultura de masas y las vulgaridades que la acompañaron, llegó
un notable reswgimiento dd interés popular en la apreciaáón de las artes. Entre sus
innumerables pruebas estaban las enormes ventas de clásicos de la literatura en edi-
áones de bolsillo, d creáente número de museos y galerías de arte y la gran audien-
áa de la música seria, ayudada sobre todo por la invcnáón de los discos de larga du-
raáón (1948). También se puede señalar d aumento prodigioso del número de or-
questas sinfónicas. En 1970 ya había ácntos de ellas en los Estados Unidos y al
menos una docena se encontraban entre las mejores del mundo. También floreció la
gran ópera como nunca antes, no sólo en Nueva York, sino en áudades relativamen-
te pequeñas como Bloomington (Indiana) y Norfollc (Virginia). El ballet, casi desco-
nocido en los Estados Unidos durante los años treinta, se vio revigorizado por el sur·
gimiento de tres compañías distinguidas: d Ballet de la Ciudad de Nueva York, d
American Ballet Thcater y d Ballet de San Francisco. Una prueba más del progreso
cultural lo proporcionaron el estableámicnto de centros coordinados para la expre-
sión de las artes como el Lincoln C.COter de Nueva York (1966) y d John F. Kennedy
Ccnter de Washington (1972), d aumento de festivales shakespcarianos anuales en
Stratford (Connecticut), Ashland (Oregón) y San Diego (California), y la fundaáón
dd Aspen Music Festival en Colorado en 1949. Tanto d gobierno federal, mediante
la creación de la Donaáón Naáonal para las Humanidades (1966), como los estados
desempeñaron un papel importante en el patroánio de las artes; al igual que, con ma-
yor largueza, los municipios, fundaáones de caridad, grandes compañías e indivi-
duos particulares. Tampoco debe menospreciarse la contribución de la televisión.
Después de la aprobación de la Ley sobre la Radiodifusión Pública en 1967, que au·
torizaba la creación de una red de tdevisión no comercial, surgieron multitud de ca·
dcnas educativas que proporcionaban buenas obras teatrales y conciertos, y que dise-
minaban el conoámiento en general. El resultado neto fue que d nivel y la escala de
la tdevisión educativa estadounidense se convirtió en la envidia del mundo.

544
CAPtruw XXIX

La contrarrevolución conservadora, 1980-1992

EL RESURGIR DEL CONSERVADURISMO


El giro hacia la derecha que llevó al poder a Ronald Reagan en 1980 llevaba ticm·
po fraguándose. Desde la elección de Nixon en 1968, las clases medias habían rccha·
zado la ola de refonna que había alcanzado su cresta con las aspiraciones de la Gran
Sociedad de Lyndon John.son. Les parecía que la panacea liberal de los años sesenta
había fracasado, que el aumento de prestaciones para los pobres no había mejorado
su suerte y que se habían debilitado las sanciones legales a las normas morales tradi·
cionales. Postergado durante un tiempo por el escándalo del Watergate, este reswgi·
miento consetvadurista-populista ganó nuevo impulso por la necesitad que sentían
muchos estadounidenses después de Vietnam y la crisis de rehenes iraní de reafirmar
los valores patrióticos y furtalecer a los Estados Unidos contra la Unión Soviética y
el terrorismo internacional. Además, en los años setenta aparecieron una variedad de
agrupaciones y organizaciones conservadoras como una fuerza significativa dentro de
la política. Los neoconscrvadorcs proporcionaron a la derecha la tan necesaria respe-
tabilidad intelectual. No eran un grupo homogéneo. Algunos, como el columnista
Wtlliam F. Buddey jr. y el economista de Chicago Milton Friedman, llevaban toda la
vida defendiendo la empresa privada y un estado minimalista; otros, como el editor
Norman Podhoretz y el csaitor Michad Novak, eran antiguos liberales que habían
experimentado una especie de conversión. Los neoconscrvadorcs se solapaban con la
denominada nueva derecha que, enrocada en prestigiosas furtalezas dd pensamiento
como d Instituto de Empresa Americano y la Fundación Heritagc, habían suplanta·
do a furmadorcs de opinión más antiguos y menos doctrinarios, y utilizaban los me-
dios de comunicación y las técnicas de recolección de fondos para defender los re-
cortes de las prestaciones sociales y el reconocimiento legal de la moral tradicional.
La hostilidad hacia la contracultura y los cambios que había producido desde los
años sesenta en las leyes y las convenciones que regían la conducta sexual, hacia la
posición de las mujeres y la familia, la creencia religiosa y d tratamiento de los de-
lincuentes explican en gran medida el swgimiento de una derecha religiosa centrada
en el aumento de las sectas protestantes fundamentalistas, cuyos dirigentes solían ser
populares evangelistas de la televisión. La postulación y elección de Reagan permitió
a estos grupos diversos, junto con una variedad de anticomunistas, partidarios del li·
brc mercado y liberales, fusionarse y entrar en la principal corriente política. Pero
aunque Reagan compartía desde hacía tiempo muchos de los sentimientos de la de-

545
recha militante y los republicanos moderados del C.Ongreso, por no mencionar a la
mayoría demócrata de la Cámara Baja, retuvo la fuerza suficiente para asegurarse de
que el péndulo político no se retirara demasiado violentamente del centro.

LA «llE.AGANOM1A»

En política interna, Reagan decidió invertir el curso del activismo gubernamental


establecido por Franklin D. Roosevelt durante el Nuevo Trato y seguido muy de cer-
ca por sus sucesores, tanto demócratas como republicanos, durante los cuarenta y
cinco años posteriores. En su discurso de investidura declaró: •El gobierno no es la
solución a nuestro problema. El gobierno es el problema.• Así pues, se propuso re-
ducir su papel restringiendo el gasto federal, recortando los impuestos y mantenien-
do al mínimo la regulación empresarial. Declaró que estas medidas, que acabaron
conociéndose como «reaganomía• {rt11gamnnics) ampliarían el ámbito de la iniciativa
individual, promoverían la inversión, mejorarían el crecimiento económico y crearían
nuevos puestos de trabajo. Era una opinión muy disputable, pero Reagan demostró
una gran habilidad política para lograr el apoyo público y del C.Ongreso. Apenas a los
seis meses de su presidencia, este último había aprobado tocio lo esencial de su pro-
grama económico completo. ·
Su política fiscal se basaba en los principios de la economía de la oferta, que sos-
tenía que los altos tipos impositivos marginales desalentaban la empresa, el ahorro y
la inversión, mientras que los recortes tributarios proporcionarían iin acicate que no
sólo estimularía la economía, sino que aumentaría los ingresos fiscales del gobierno.
En agosto de 1981, gracias al apoyo de los demócratas conservadores del Sur, Reagan
convenció al C.Ongreso para que redujera los impuestos de forma drástica. El tipo
más elevado del impuesto sobre la renta de las personas flsicas se rebajó de un 70 a
un 50 por 100, los impuestos sobre las ganancias del capital descendieron un tercio y
también hubo reducciones en los impuestos a las empresas y las herencias. En contra
de las predicciones de quienes apoyaban la economía de la oferta, los recortes pro-
dujeron un descenso pronunciado en los ingresos fiscales que, junto con los incre-
mentos masivos en el gasto de defensa, generaron déficit presupuestarios cuantiosm.
En 1983 excedía los 195.000 millones de dólares, el mayor en tiempos de paz. Para
cubrirlo, la Tesorería tuvo que pedir grandes préstamos, con lo que mantuvo los tipos
de interés elevados, al menos hasta que el C.Onsejo de Administración de la Reserva
Federal relajó su estricta política monetaria en 1984. Pero la inflación descendió
del 12 por 100 en 1980 a menos de un 4 por 100 en 1984 y el país, tras estar sumer-
gido en fa recesión durante 1981 y 1982, entró en la expansión económica más larga
e inintmumpida de tiempos de paz en su historia. Entre 1983 y 1989, mientras la in-
flación permancáa en el 4por100 y el desempleo caía al 5,2 por 100--su nivel más
bajo en cuarenta añ~. la economía creció un tercio y se crearon diecinueve mill~
nes de nuevos puestos de trabajo.
La siguiente prioridad de Reagan fue recortar el presupuesto federal, reduciendo
el gasto en programas internos seleccionados. El presupuesto que el C.Ongreso apro-
bó el verano de 1981 reducía el gasto gubernamental en 39.000 millones de dólares.
Permanecieron inalterables la seguridad soc:ia1 y Medicare, que beneficiaba a los an-
cianos, al igual que los generosos subsidios agrícolas; pero soportaron fuertes recortes
las artes, la educación, la energía, el transporte, la aplicación de la ley y, sobre todo,

546
d gasto en prestaciones sociales. Según la opinión del gobierno, los programas de bie-
nestar social de los años sesenta, concebidos para ayudar a los pobres, en realidad ha·
bían empeorado su situación. Además habían setvido para desincentivar el trabajo y
d matrimonio, con lo que habían debilitado el carácter y la moral y habían creado
una «clase inferior» dependiente que se autoperpetuaba. En consecuencia, el presu-
puesto de Reagan para 1981 hacía grandes reducciones de gasto en cupones de co-
mida, nutrición infantil, almuerzos escolares, vivienda para ingresos bajos, asistencia
infantil y guarderías. Sin embargo, aseguro a los críticos que mantendría «una red de
quridad• para los -verdaderamente necesitadOS».
Al haberse resentido como gobernador de California de la interferencia de Wa-
shington, ahora trató de aumentar la autonomía estatal y municipal. Dio una mayor
discreción a los estados para gastar los fondos federales y aunque sus propuestas so-
bre el «Nuevo Federalism0», que habrían transferido a los estados la responsabilidad
de más de cuarenta programas federales, nunca se pusieron en práctica, los gobiernos
estatales se vieron obligados a asumir ciertas funciones federales debido a los recortes
,.aupuestarios del presidente. Se estableció una comisión presidencial para consi-
claar la privatización de actividades y patrimonio federales, pero al final sólo
OONRAIL, el ferrocarril de mercanáas gubernamental, el Ferrocarril de Alask.a y los
mopucrtos del distrito de Columbia fueron vendidos al sector privado.
Reagan creía desde hacía mucho tiempo que la regulación gubernamental de la
economía, además de ser ineficiente, solía plantear cargas innecesarias a las empresas
y restringir la elección del consumidor. Como presidente promovió la dcsregulación
de diferentes modos. Nombró una fuerza operante para aligerar la regulación, sus·
pendió algunas de las reglamentaciones existentes, relajó el cumplimiento de otras y
detuvo el aumento de los fondos para la regulación. También dotó a los organismos
qulatorios con personas contrarias a la idea del control gubernamental, un claro
ejemplo de lo cual fue el nombramiento de su primer secretario de Interior, James
Watt, que trató de privatizar las tierras públicas jmito con sus recursos madereros y
minerales. Sin embargo, en la práctica, el número de reglamentaciones federales con-
tinuó aumentando, aunque con mayor lentitud, y se logro una desregulación signifi-
cativa sólo en la banca, la perforación petrolera, la mincrfa del carbón y el transpor·
te. La Casa Blanca afirmó que la desrcgulación había revitalizado estas industrias,
además de ahorrar el dinero gubernamental y reducir el papeleo. Pero los crlticos sos-
tuvieron que tales beneficios, si es que habían c:xistido, había sido a costa de amino-
rar la protección en salud, seguridad viaria y aérca y en otros ámbitos.
Las organizaciones laborales, ya en declive, perdieron más terreno durante los
años de Reagan. Cuando en agosto de 1981 los controladores federales del tráfico aé-
reo comenzaron una huelga ilegal y desafiaron la orden presidencial de regresar al tra-
bajo antes de cuarenta y ocho horas, los despidió en bloque y ordenó la contratación
de otros que habían sido preparados con rapidez. Su efecto fue la destrucción del sin-
dicato de los controladores. Además, al llenar la Junta de Relaciones Laborales con
miembros favorables a los patrones, Reagan inclinó la balanza del poder en las dis-
putas industriales del lado contrario a los sindicatos, tendencia intensificada por la
desrcgulación. Y aunque los años ochenta contemplaron la creación de millones de
nuevos puestos de trabajo, la mayoría no fueron en industrias sindicalizadas de anta-
ño, sino en sectores y regiones poco habituadas o incluso hostiles hacia las organiza·
ciones laborales: industrias de servicios o pequeñas empresas, por ejemplo, con fre-
cuencia en el Cinturón del Sol (estados del Sur y Suroeste caracterizados por su buen

547
clima). Así, en 1990, el porcentaje de la afiliación sindical dentro de la fuerza laboral
había caído en una década de un 21,9 por 100 a un 16,l por 100, la cifia más redu·
cida desde los años veinte. ·

Rf.AGAN Y EL «IMPERIO DEL MAüo

R.eagan llegó a la presidencia sin experiencia alguna en asuntos exteriores, pero lle-
vó consigo una hostilidad inveterada hacia el comunismo que databa de sus tiempos
de Hollywood, cuando había sido testigo de primera mano de los esfueizos comu-
nistas por ejercer presión ideológica sobre la industria cinematográfica obteniendo el
control de sus sindicatos. FJ anticomunismo se convirtió en el tema dominante de la
política exterior de su presidencia. Invirtiendo las políticas de la guerra fiía de Tru·
man, Dulles y Kmnedy, caracterizó a la Unión Soviética como el «imperio del mal•
y el «foco del mal en el mundo moderna». Creía que los Estados Unidos se encon·
traban por detrás de ella en cuanto a armas convencionales y nucleares y que sólo des·
de una posición de superioridad militar podía esperar una hegociación seria sobre un
tratado de control de armas en el que había puesto todo su empeño. En consecuen·
cia, se embarcó en un ingente esfuctz0 militar, el mayor de la historia estadouniden·
se: durante sus primeros tres años en el cargo, el gasto en defensa aumentó en térmi·
nos reales un 40 por 100. En 1981 decidió proseguir con la producción de bombas
de neutrones y en marzo de 1983 esbozó una Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI)
que se hizo famosa como la Guerra de las Galaxias por una conocida película espa·
cial. El SDI era un programa de investigación concebido para proporcionar un escu·
do efectivo contra los misiles antibalísticos mediante la utilización de haces de láser
o de partículas para destruir a los misiles en el aire. Muchos científicos dudaban de su
efectividad, mientras que el Congreso se alarmó por el ingente costo de lo que resul·
t6 ser el sistema armamentístico más caro janw concebido. Pero para Reagan conti-
nuó siendo casi una obsesión. Mientras tanto, para contrarrestar el despliegue sovié-
tico de los misiles nucleares de medio alcance SS-20 en Europa Oriental, puso en
práctica una decisión tomada antes de llegar a ser presidente: estacionar en el Reino
Unido y Alemania Occidental misiles crucero capaces de alcanzar objetivos en la
Unión Soviética. Esta jugada instó a los soviéticos a romper las conversaciones sobre
el control de amiamento que se celebraban en Ginebra. Las relaciones soviético-esta-
dounidenses se deterioraron aún más en septiembre de 1983, cuando los rusos deni·
baron un avión de pasajeros coreano en el espacio soviético y murieron 269 pasaje-
ros junto con la tripulación. Reagan negó con ardor la declaración soviética de que el
avión participaba en un reconocimiento de espionaje para los Estados Unidos y con-
denó el ataque como una matanza. La cólera estadounidense por el incidente facili-
tó la aprobación de un proyecto de ley para autorizar enormes gastos en defensa, que
incluían fondos para el misil MX, la bomba B-1 y, por vez primera en más de una dé-
cada, la producción de armas químicas.
No obstante, el más ideológico de los presidentes estadounidenses del siglo XX fue
también uno de los más pragmáticos. Aunque en un principio apoyó con entusias-
mo el embargo sobre la venta de trigo a la Unión Soviética impuesto por el presi-
dente Carter en protesta por la invasión de Afganistán, los enormes excedentes de
grano y su déficit creciente en la balanza de pagos le convencieron para concertar con
Moscú en septiemi>R de 1983 un extenso acuen:lo cerealero sin precedentes. De for·

548
ma similar, las objeciones de sus aliados europeos le condujeron en 1984 a abando-
nar su tenaz oposición a la construcción por compañías occident2les de un conduc-
to de gas natural para la Unión Soviética. Y a pesar de su estridente retórica anti~
aunista, se dio cuenta de la importancia del diálogo con los dirigentes soviéticos e
incluso durante el furor desatado por el denibo dd avión coreano intentó sin éxito
iniciarlo con d sucesor de Bréznev, Turi Andrópov.
En su opinión, la amenaza comunista más inmediata era a dos repúblicas centro-
mncricanas, El Salvador y Nicaragua. En El Salvador una junta militar había tomado
d poder en 1979, pero no había logrado suprimir a los insurgentes de izquierdas que,
armados por Cuba y Nicaragua, pronto controlaron un cuarto dd país. A pesar de sa-
berse que los escuadrones de la muerte de derechas, que la junta gobernante toleraba
e incluso quizás instigara, eliminaban de fonna sistemática a todos los sospechosos
de rebeldes, Reagan creyó que debía respaldar d régimen para que El Salvador no fue-
ra abandonado al comunismo. Por ello, aumentó de forma sustancial la ayuda mili-
tar y económica y envió asesores militares. Las decciones de 1984 parecieron ofrecer
paspectivas de estabilidad, ya que d candidato presidencial de la extrema derecha y
supuesto dirigente de los escuadrones de la muerte, Roberto d'Aubuisson, fue d~
tado por d más moderado José Napoleón Duarte. Pero la guerra civil continuó hasta
enero de 1992, cuando d gobierno y los rebeldes firmaron un tratado de paz que es-
tablecía reformas políticas y militares.
La situación de Nicaragua, según la intapretación de Reagan, era aún más ame-
nazante. Creía que los sandinistas maaistas, que habían derrocado al brutal régimen
de Somoza en 1979, habían establecido una dictadura plenamente comunista que
servía como cabeza de playa soviética desde la que podía extenderse la revolución por
toda América. Molesto también por la ayuda que los sandinistas otorgaban a los in-
SUJgentes salvadoreños, d presidente encomendó a la CIA en diciembre de 1981 en-
trenar y annar a los contrarrevolucionarios nicaragüenses (Contra), que después lan-
zaron ataques desde Honduras sobre las plazas fuertes sandinistas. Pero d Congreso
se resistió a enviarle ayuda militar en la escala que Rtagan había requerido. Lejos de
compartir su opinión de que eran «luchadores de la libertad• y el «equivalente moral•
de los Padres Fundadores estadounidenses, los críticos sostenían que muchos habían
apoyado a Somoza y los equiparaban con los escuadrones de la muerte salvadoreños.
También temían que Reagan acabara recurriendo a las fuerzas de combate, con lo que
Centroamérica se convertiría en otro Vietnam. La revelación en 1984 de que la CIA
había minado en secreto los puertos nicaragüenses cristalizaron estos temores y pro-
vocaron la aprobación por parte dd Congreso de la Enmienda Boland, que imponía
la prohibición de la ayuda militar a la Contra.
Aunque Reagan interrumpió bruscamente d envío de tropas estadounidenses a
Nicaragua, no mostró ese comedimiento cuando se presentó una amenaza comunis-
ta en la diminuta isla caribeña de Granada. En octubre de 1983, d primer ministro,
Maurice Bishop, dirigente de un gobierno de izquienlas que ya había desagradado a
los Estados Unidos al importar trabajadores cubanos para construir una pista de ate-
rrizaje y al finnar acuerdos militares con el bloque de gobiernos comunistas, fue de-
rrocado y ejecutado por una junta militar aún más izquierdista. A petición de los paí-
ses caribeños vecinos, Reagan despachó marines y paracaidistas a la isla para deponer
al régimen revolucionario. La misión se cumplió con rapidez y sin apenas derrama-
miento de sangre. La mayoría de los granadinos recibieron a los invasores estadouni-
denses como liberadores y la acción de Reagan fue aplaudida calurosamente por sus

549
conciudadanos. Pero la Asamblea General de las Naciones Unidas •la deploro p~
fundamente• y muchos latinoamericanos la consideraron una reposición de la dip~
macia del •gran garrote•. Además, los británicos, que se habían mostrado agradecidos
por la crucial ayuda estadounidense para expulsar a los invasores argentinos de las Is·
la8 Malvinas en 1982, se ofendieron mucho porque Reagan hubiera intervenido en
Granada, país de la Commonwealth, sin consultarlos y ni siquiera informarlos.
En el Oriente Medio, la política estadounidense fracasó estrepitosamente. Su obje-
tivo era proporcionar a Israel unas fronteras pacíficas y estables con la esperanza de que
se uniera a los &tados Unidos en una alianza militar que evitara la influencia soviética
en la región y contrariara las ambiciones cxpansionistas de Siria, aliada rusa En junio
de 1982, con la tácita aquiescencia de los &tados Unidos, Israel invadió el Li'bano paia
destruir las bases utilizadas por las gucnillas de la OLP para atacar sus asentamicntOI
septentrionales. Libano se sumergió en la anarquía y se desató la pelea entre cristianOI
y musulmanes, así como entre las tropas israelíes y sirias. En agosto los israelíes que Si-
tiaban Beirut aceptaron retirarse para pcmútir que una fuerza combinada de estacb
unidcnses, franceses e italianos supcrvisar.m la evacuación de la OLP. Pero tan pl'OMI
como se realizó esta tarea y la fuena multinacional se nwdió, las tropas israelíes repe-
saron. Cuando no hicieron nada para evitar que las milicias de la falange cristiana ma-
taran a cientos de refugiados en los campamentos palestinos, las Naciones Unidas
vieron a enviar a Beirut al ejército multinacional para mantener la paz entre las faa:ie
nes enficntadas, sólo para hallarse virtualmente sitiados e impotentes para conducir
acontecimientos. El Pentágono recomendó la retirada, pero el presidente se nqp
creer que estaba en juego el prestigio estadounidense. El 23 de octubre de 1983 un
cida musulmán estrelló un camión repleto de cxplo.Wos contra las barracas de los
rincs en el aeropuerto de Beirut y mató a 241 militares estadounidenses. Tras ello.
Reagan no le quedó más opción que retirar toda la fuena pacificadora.

EL SEGUNDO MANDATO DE Rf.AGAN

Los republicanos se acercaron a las elecciones presidenciales de 1984 con un


timismo comprensible. La n:cupcración económica estaba en pleno auge, el dólar
fuerte, la inflación se hallaba controlada y el desempleo descendía. La popularillll
personal del presidente, pese a sus frecuentes meteduras de pata en sus ded~
públicas y los pleitos y escándalos menores que habían importunado su gobicmc1ti
había disminuido. Sin rivales dentro de su partido, fue reelegido por adamaa·momr~
la convención republicana celebrada en agosto. Los dcmócra~ por su parte,
manecían muy divididos y se infligieron nuevas heridas durante una larga y áspaa
contienda por la postulación presidencial. Walter F. Mondale, de Minnesota,, libcml
del Nuevo Trato y vicepresidente de Carter, resultó ganador tras vencer al se
Gary Hart, de Colorado, que se presentaba como el portador de «ideas nuevap, y
reverendo Jesse Jackson, el primer negro que representó un desafio serio par.a la
sidencia. Una vez elegido, Mondale abrió un nuevo campo al seleccionar a una
jcr como compañera de campaña: Geraldine Ferraro, congresista de Nueva Yolk
ascendencia italiana y católica.
La campaña de Reagan se basó en su afirmación de haber restaurado tanto la
nomía como el orgullo nacional. Mondale abogó por una mayor preocupaci611
bemamental hacia los miembros más débiles de la sociedad, atacó el enorme

550
~estario del presidente y -inusual en un candidato- defendió mayores im-
flleSlOS. Rugan permaneció durante toda la campaña muy por delante en los son-
~ y d día de las decciones obtuvo una victoria resonante, triunfando en todas par-
m menos en Minnesota y d distrito de Columbia y amasando d record de 525 ve>-
. . dcctorales contra los 13 de Mondale. Excepto los negros, que votaron en
mimeros aplastantes por Mondale, todos los sectores de la comunidad prefirieron a
9mgan por grandes márgenes: los ancianos y los jóvenes, protestantes y católicos, or-
llDizaciones sindicales y profesionales. La dección de una mujer como candidato de-
mócrata a la vicepresidencia no logró expandir la denominada grieta dd género, la
lmdencia de las mujeres a votar a los demócratas en un número más devado que los
r..nbres; quizás tuviera un efecto negativo en d Sur. De todos modos, una mayoría
de las mujeres votaron por Reagan. Las elecciones mostraron que d talante dd país
aa profundamente conservador. La mayoría de los estadounidenses se sentían a gus-
ID con Reagan y descartaron a los demócratas como d partido de los grandes gastos
Internos y la debilidad exterior. Pero la victoria apla.stante no se extendió al Congre-
so. Los republicanos ganaron un puñado de escaños en la Cámara, pero en d Sena-
do obtuvieron una mayoría ligeramente reducida.
Los comentaristas reaccionaron a la victoria general de Rugan destacando que
los cuatro presidentes reelegidos por enormes mayorías durante d medio siglo ante-
rior habían sufiido rápidos reveses, grandes y pequeños, y especularon sobre si la his-
11>ria estaba a punto de repetirse. En gran medida así fue. Aunque en d segundo man-
dato Reagan obtuvo cierto éxito, también le proporcionó un buen grado clc fiustra-
aón, derrota y escándalo. El presidente descubrió de irunediato que d Congreso,
lr.ltando como siempre de recobrar d terreno perdido tras un periodo de hegemonía
pmdencial, ya no era la entidad complacimte de su primer mandato. En d verano
de 1985 le negó la petición de ayuda militar a la Contra nicaragüense, rechazó sus
propuestas para reducir d déficit y le obligó a aceptar compromisos desagradables se>-
brc su presupuesto. Luego, en diciembre, tras años de aparentar estar de acuerdo con
los presupuesfos equilibrados, aunque la la!gueza gubernamental aseguraba enormes
Mficit, d Congreso respondió al clamor público con la aprobación de la ley Gramm-
ladman-Hollings, que estableáa un proceso supuestamente automático para dimi-
nar el déficit antes de 1991. A pesar de sus temores de que la medida conllevaría
RCOrtes en el gasto de defensa o incrementos fiscales, o ambas cosas, Reagan la fir-
mó. Pero quien esperara que Gramm-Rudman instilara responsabilidad fiscal en
Washington iba a verse defraudado. En lugar de hacer un intento genuino por man-
tener d gasto dentro de los límites deficitarios presaitos, tanto el gobierno como d
Congreso buscaron modos de evadirlos. A pesar de diferentes maniobras contables,
como sacar y meter supuestos de los presupuestos, no se aunplieron los objetivos de
Gramm-Rudman y la diminación del déficit siguió siendo un castillo en d aire.
Rugan se había comprometido siempre que surgía a emprender la reforma fiscal,
pero una rcvudta dentro de su propio partido en diciembre de 1985 dejó de lado un
plan que había defendido vigorosamente por todo d país. Irritado por d revés, el pre-
sidente procwó infundir vida a un proyecto de ley fiscal patrocinado por los demó-
cratas que difcóa en muchos aspectos dd suyo, pero que tenía propósitos generales
similares. A pesar de la oposición de algunos intereses, meses de intensa presión pre-
sidencial dieron como resultado la revisión fiscal más amplia desde la Segunda Gue-
rra Mundial. La Ley sobre la Reforma Tributaria de septiembre de 1986 rcduáa el
número de tramos de tipos impositivos de catoICe a sólo dos, rebajaba d tipo imposi-

551
tivo máximo individual del 50 al 27 por 100 y suprimía de la lista de contribuyentes a
más de seis millones de personas con bajos ingresos. Aunque también reduáa el tipo
superior del impuesto sobre sociedades, la ley pasaba gran parte de la carga fiscal de los
individuos a las empresas al recortar mucho los refugios fiscales y poner fin a los aé-
ditos fiscales que éstas habían utilizado para reducir la liquidación de los impuestos.
Antes, ese mismo año, había sucedido una tragedia en el programa espacial tri·
pulado. Con quince misiones de transbordador espacial planeadas, 1986 iba a haber
sido el año más ambicioso para la NASA desde los días del alunizaje. Pero justo un
minuto después de su lanzamiento desde Cabo Cañaveral el 28 de enero, el trans·
bordador espacial ChaDmger explotó y murieron sus siete astronautas. El desastre, al
poner en duda la competencia temológica estadounidense en un campo que simbo-
lizaba el objetivo nacional, propinó un duro golpe a la autoestima del país. La inves·
tigación posterior demostró que la causa de la tragedia había sido una explosión en
un tanque de combustible exterior debido a la ruptura de un sello de caucho sobre
uno de los cohetes propulsores. Pero también reveló que la NASA había sabido que
el diseño del sello era defectuoso y pese a ello había permitido que el transbordador
continuara su vuelo. Todo el programa espacial se detuvo. Pasaron dos años y medio
de rediseño antes de que se reanudara.
En las elecciones celebradas en 1986 a mitad de mandato, los republicanos sufiie·
ron un revés. Aunque Reagan trató de convertirlas en un referendo sobre sí mismo ha·
ciendo campaña en veintidós estados, no pudo trasladar su inmensa popularidad a los
votos para quienes le apoyaban. La mayoría de sus candidatos perdieron y los demó-
cratas, además de aumentar su mayoría en la Cámara, obtuvieron ocho escaños en el
Senado para recobrar el control que habían perdido en 1980. El hecho de que ahora
se enfrentara a un Congreso adverso no significaba que Reagan se hubiera convertido
en un presidente incapaz, pero se rcduáa su campo para nuevas iniciativas.

LA REMODELACIÓN DEL TRIBUNAL SUPREMO

Reagan y sus seguidores más comprometidos ideológicamente haáa tiempo que


acariciaban la esperanza de que el legado más duradero de su presidencia fuera un Tri·
bunal Supremo más conservador. De un cuerpo semejante podria esper3ISC que com·
plctara la tarea inacabada de la revolución reaganiana, superar una generación de de-
cisiones judiciales acusadas de liberalismo sobre temas sociales y modelar la dirección
futura del Tribunal para los años venideros. La captura conservadora de los tribuna·
les federales inferiores se logró con facilidad: durante su presidencia, Reagan pudo
nombrar un total que supuso la mitad de los jueces de circuito y distrito. Pero le re-
sultó más dificil rcmodelar el Tribunal Supremo de forma más conveniente. Ni el
nombramiento de dos nuevos conservadores, Antonin Scalia y Sandra Day O'Con·
nor -la última la primera mujer que se convirtió en juez del Supmno-- ni el as·
censo del juez suplente Wtlliam H. Rdmquist a la presidencia, cuando Warren
E. Burgcr se jubiló en 1986, alteraron de forma fundamental el carácter político del
Tribunal. Continuaba estando muy dividido, sus veredictos sobre temas significativos
a menudo se alcanzaban con un margen de cinco a cuatro y el presidente Lcwis Po-
well unas veces votaba con los conservadores, pero otras con los liberales. Pero su re-
nuncia en el verano de 1987 otorgó al presidente la oportunidad de reemplazarlo por
un conservador devoto. Su elección de Robcrt Bork, juez de distrito federal y antiguo

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profesor de derecho de Yale, fue la señal parad inicio de una dura batalla para su con-
&mación. Sus adversarios liberales no le encontraron faltas como jurista o en cuan-
to a su competencia general, pero los negros, los grupos de mujeres y los sindicalistas
se sintieron afrentados por la filosofía judicial y las opiniones políticas que había ex-
pRSaclo en sus escritos y discursos. Reclamando que un juez debía respetar la inten-
ción de los redactores de la Constitución al aplicar los derechos constitucionales ex-
pRSados de manera amplia, había cuestionado públicamente la legitimidad de la ley
sobre Derechos Civiles de 1964 -aunque después modificó su postura-, así como
d razonamiento que apoyaban las decisiones dd Tribunal Supremo para reconocer
d derecho constitucional a la intimidad, dd que se derivaban d derecho al aborto y
a la homosexualidad. Reagan desdeñó a quienes hacían campaña en contra de Bork
como una -plebe linchadora•, pero sus esfuerzos por lograr d apoyo para su dcgido
zozobraron cuando las audiencias de confirmación fortalecieron d sentimiento de
que Bork estaba más preocupado por generalizar sobre d derecho que por promover
la justicia y, además, no estaba en contacto con la opinión pública sobre temas mo-
nlcs. Al final d Senado lo rechazó por 58 contra 42 votos, d margen mayor registra-
do contra un candidato al Tribunal Supremo. Entonces d presidente eligió a un se-
gundo conservador, d juez Douglas Ginsburg, cuya candidatura se derrumbó de in-
mediato cuando se supo que con anterioridad había fumado marihuana. Un tercer
candidato, d juez Anthony Kennedy, dd que se creía que compartía la perspectiva
conservadora de Bork pero no sus teorías constitucionales, logró finalmente la apro-
bación dd Senado, que ya estaba cansado de la batalla.
Los nombramientos efectuados por Reagan acabaron logrando que las decisiones
dd Tribunal se hicieran más conservador.IS, al menos en cuanto a temas que afecta-
ban d procedimiento criminal, las libertades individuales y los derechos civiles. Dc-
tmninó que las confesiones obtenidas mediante coerción no invalidaban necesaria-
mente los juicios; también recortó los derechos de los inmigrantes a reclamar asilo y
de los prisioneros que esperaban la muerte a desafiar la pena capital. Y aunque en d
caso Johnson (1987) extendió la acción positiva al sostener de fonna explícita que las
minorías raciales y las mujeres podían recibir trato preferente, decidió en d juicio se-
guido por Wards Cove contra Atonio (1987) que correspondía al demandante probar
la discriminación laboral. No obstante, para d desaliento y coraje de muchos conser-
vadores, d Tribunal no se alejó tanto-incluso después de que d sucesor de Reagan,
Gcorge Bush, hubiera nombrado a dos jueces conservadores más- del derecho en
los temas sociales, como habían esperado y deseado. Tampoco era la primera vez que
los jueces dd Tribunal Supremo sorprendían a los presidentes que los habían dcgido,
esta vez comportándose con una moderación inesperada. Sosteniendo para ello que
descartar precedentes legales sin razones obligadas pondría en peligro su legitimidad,
el Tribunal se negó a retirar su prohibición anterior sobre cualquier fonna de rezo es-
colar o a refutar su decisión de 1'173 en d juicio seguido por Roe contra Wade que ha-
bía establecido d derecho constitucional al aborto.

CORRUPCIÓN y E.SCÁNDALO

Los años ochenta fueron testigos de una ola de cormpción, dentro y fuera del go-
bierno, que recordó los excesos de la etapa de Grant después de la guerra civil. aun·
que, como éste, Reagan fue inocente en cuanto a su persona. Un número inusual de

553
altos cargos nombrados por el presidente, incluidos miembros del gabinete, fueron
procesados acusados de delitos o dimitieron bajo sospecha. Ninguno fue censurado
por la Casa Blanca. En Wall Street el fraude y el engaño se desenfrenaron, alentados
-así lo sostenían los críticos- por el carácter codicioso que se había desarrollado
debido al énfasis del gobierno en la persecución del interés propio. Valiéndose de in·
formaciones internas, la manipulación del accionariado y otras ilegalidades, diversos
banqueros inversionistas y cambistas consiguieron enormes ganancias, sobre todo en
el mercado de «bonos basura• de alto riesgo y elevados beneficios que abasteció el
auge de las adquisiciones empresariales de la década. La política de dcsregulación de
Reagan entorpeció los esfuerzos de la Comisión de Valores y Cambios por desenma-
rañar el escándalo, pero al final infractores tan prominentes como Michael Milken, el
«rey de los bonos basura•, Ivan Boesky y Dennis Levine fueron condenados, senten·
ciados a largas condenas de cán:el, multados con enormes sumas y se les prohibió tra·
ficar con valores.
En algunos aspectos, fue un escándalo financiero aún peor el derrumbamiento de
miles de cajas de ahorro -Savings and Loan Association o S & L-, el equivalente
estadounidense de las sociedades de crédito hipotecario británicas. Entre 1980 y 1988
cerraron no menos de 517 S & L, cuatro veces más que entre 1934 y 1979. La mayo-
ría de los economistas culparon a la dcsregulación del sector del ahorro y el préstamo
bajo la ley sobre Instituciones de Depósito de 1982. Al otorgar a las cajas de ahorro
mayor libertad en el tipo de préstamos que podían hacer y los valores que podían
comprar, la medida las animó a especular alocadamente en el mercado de la propie-
dad comercial, con resultados catastróficos cuando se vino abajo el boom de la pro-
piedad a finales de los años ochenta. Pero el daño causado por la desregulación po-
día haberse contenido si el Congreso no hubiera aumentado sucesiva y más que ge-
nerosamente el límite del seguro federal sobre los depósitos individuales a 100.000
dólares. De este modo, mientras que las cajas de ahorro se embolsaban las ganancias
que les proporcionara la cspcculación, los contribuyentes pagaban la cuenta de las
pérdidas. A los problemas de las cajas de ahorro se añadió el saqueo deliberado de al-
gunos propietarios. Como ambos partidos eran culpables por igual de haber descui-
dado el problema, así como de proteger a los propietarios fraudulentos de S & L a
cambio de contribuciones a las campañas, la crisis se dejó de lado hasta que el go-
bierno de Bush decidió enfrentarlo. La medida de rescate que impulsó en el ConF'
so en agosto de 1989 proporcionó 160.000 millones para cerrar o fusionar las cajas de
ahorro insolventes, pero el coste total para el contribuyente estadounidense durante
los treinta años siguientes se estimó en 400.000 millones de dólares.
El deterioro de los patrones éticos también invadió el mundo de la radiodifusión
religiosa y produjo una serie de escándalos financieros y sexuales. En 1987 Jim Balc-
ker, predicador pcntecostal y fundador de la organización PTL (Alabanza al Señor),
cuyas empresas incluían una red de televisión religiosa y un parque temático cristia-
no, fue expulsado de su iglesia por alegaciones de adulterio. Cuando surgieron los de-
talles de su estilo de vida derrochador fue procesado acusado de fraude y conspira·
ción y, una vez condenado, fue multado con 500.000 dólares y sentenciado a cua·
renta y cinco años en prisión. Al año siguiente, Jimmy Swaggart, el predicador de
televisión más rico y popular, cuyos sermones realizaban feroces denuncias de la por-
nografia y la prostitución, fue suspendido por su iglesia de las Asambleas de Dios ale-
gando impropiedad sexual. Mientras tanto, el reverendo Oral Roberts, que operaba
un gabinete televisivo, una universidad y un centro médico en Tulsa (Oldahoma), ha·

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bía ultrajado incluso a alguno de sus seguidores al anunciar que Dios ele llamaría a
casa» a menos que se suscribieran 8 millones de dólares para su imperio en proble-
mas. Una vez que se hubo recolectado la suma requerida, Robcrt expresó que Dios le
había «perdonad<»>.

EL ASUNIU IRAN-CoNI'RA
Durante su primer mandato Reagan había sido, en los hechos si no en las pala-
bras, prudente y cuidadoso al tratar los asuntos exteriores. Pero en su segundo man·
dato estas cualidades le abandonaron durante un tiempo y se desarrolló un modelo
de tal confusión y errores que dejaron la política exterior en vorágine y se suscitaron
dudas sobre la competencia del presidente. Su primer desacierto se originó en su avi-
dez por llegar a un acuerdo sobre el control de annas con la Unión Soviética, enca-
bezada desde 1985 por Mijaíl Gorbachov, que necesitaba ese trato para financiar sus
iefonnas internas. Reagan, a pesar de todas sus denuncias sobre el «imperio del mal»,
durante algún tiempo había buscado modos de alcanzar un acuerdo con ella que aca-
bara eliminando la amenaza nuclear. Un apresurado concierto para reunirse con Gor-
bachov en Islandia durante el mes de octubre de 1986, que pretendía sólo pavimen-
tar el camino para una cumbre a gran escala, se convirtió de repente en una ~
ción seria cuando la Unión Soviética sorpimdió a los estadounidenses con propuestas
de largo alcance sobre recortes de annas nucleares. Olvidando su propio consejo de
ponerse en guardia cuando negociaba con ésta, Reagan se vio arrastrado a un duelo
de pujas que culminó con su propuesta de prohibir todas las annas nucleares en un
plazo de diez años. Para gran alivio de los aliados de la OfAN, a quienes no se había
consultado la propuesta pero cuya estrategia defensiva habría socavado, las negocia-
ciones se rompieron cuando Gomachov insistió en que cualquier acuerdo debía in-
cluir límites estrictos sobre la Iniciativa de Defensa &tratégica Americana, condición
a la que se opU.SO el presidente de forma inamovible.
Los portavoces del gobierno trataron con algún éxito de presentar el fracaso de Is-
landia como honroso, pero no pudieron hacer nada para disfrazar lo que pronto se
convirtió en el episodio más perjudicial de los años de Reagan: el asunto Irán-Con-
tra. A comienzos de noviembre de 1986, comenzaron a destilarse noticias de que los
&tados Unidos, con la ayuda de Israel, habían estado vendiendo armas en secreto a
Irán para conseguir la liberación de los rehenes estadounidenses que los terroristas ira-
níes de inspiración islámica mantenían en el Libano, a pesar de que el gobierno de
Reagan había condenado tenazmente la negociación con los terroristas y había
exhortado repetidas veces a sus aliados que no vendieran armas a Irán. Durante los
meses siguientes se supo también que un grupo de oficiales del gobierno que opera-
ban desde la Casa Blanca había canalizado los ingresos de las ventas de armas a Irán
a la Contra nicaragüense, aunque el Congreso, varias veces y de varias formas, había
prohibido esa ayuda. la figura clave en esos tratos dudosos había sido un oficial de
seguridad relativamente oscuro, el teniente coronel Oliver P. North, que había actua-
do con la aprobación expresa de su superior inmediato, el consejero de Seguridad Na-
cional vicealmirante John M. Poindexter, así como la del director de la CIA, Wtlliam
Casey. Cuestionado acerca de su papel, el presidente declaró en un principio que su
prop6sito al enviar armas a Irán no había sido conseguir la liberación de los rehenes,
sino forjar nuevos vínculos con los moderados de Teherán. Pero pronto se desdijo de

555
esta declaración. También afirmó que no había sabido nada de la desviación de los
beneficios del negocio a la Contra. Una comisión de investigación de tres hombres
nombrada por el presidente aceptó sus explicaciones y no hizo más que reprobar su
estilo de liderazgo independiente. Pero un comité conjunto de investigación del Con-
greso que sostuvo audiencias televisadas en la primavera y el verano de 19'67 susten-
tó una opinión más dura. Descubrió que Reagan había creado o tolerado un clima en
el que el secretismo, la falta de honradez y el menosprecio de la ley parecían acepta-
bles. Una «cábala de &niticos•, como su informe denominó a quienes habían pues-
to en práctica la política Irán-Contra, habían despreciado la oposición de los miem-
bros de mis rango del gabinete, mentido al Congreso y encubierto sus actividades
quemando, triturando y alterando documentos. Por recomendación de un fiscal es-
pecial, se entablaron procesos criminales contra Poindexter y North. En 1990 Poin-
dexter fue hallado culpable de obstrucción y hacer falsas declaraciones al Congreso y
cumplió una sentencia de seis meses; North fue hallado culpable de cargos similares,
pero su condena fue después anulada por un tecnicismo. Para Reagan el fracaso iraní
fue un desastre absoluto. Socavó su política antiterrorista, agrió las relaciones con sus
aliados y el Congreso, y melló mucho su aura de invencibilidad. Y la venta de armas
tampoco puso fin a la toma de rehenes iraní.
Sin embargo, Reagan fue capaz de completar su segundo mandato y restablecer
su popularidad con un acuerdo sobre la reducción de armas, modesto en compara-
ción con el que por breve tiempo pareció al alcance en Islandia, pero de todos mo-
dos significativo. Gorbachov había eliminado un importante obstáculo en febrero
de 19'67 al romper la vinculación entre armas nucleares estratégica$ y Guerra de las
Galaxias. Pero se necesitaron negociaciones prolijas y muy técnicas antes de que él y
Reagan pudieran reunirse en Washington en diciembre para fumar el Tratado INF
(Fuerzas Nucleares de Alcance Medio) que establecía la destrucción de sus fuerzas nu-
cleares respectivas de alcance medio (entre 480 y 4.800 km) terrestres en un periodo
de tres años. Como la Unión Soviética tenía más proyectiles de esta categoría que los
Estados Unidos, los recortes fueron asimétricos: sólo debieron destruirse 856 misiles
Pershing-2 estadounidenses contra los 1.752 SS-20 soviéticos. También se establecían
disposiciones para inspeccionar in situ el cumplimiento del acuerdo. El Tratado INF
privó a las dos superpotencias sólo de una pequeña parte de sus arsenales nucleares y
persistió un profundo desacuerdo sobre los modos de reducir el número de misiles
estratégicos de largo alcance. Pero era la primera vez que se había alcanzado un acuer-
do para eliminar toda una clase de sistemas de armas.

VISIÓN RETROSPECl1VA DEL REAGANISMO

Ronald Reagan terminó sus ocho años en la Casa Blanca con mayor popularidad
que cuando había entrado y las encuestas le colocaban muy por encima de Eisenhe>
wer, su rival más cercano en cuanto a popularidad duradera en el periodo posterioc a
la guerra civil. A pesar de las vicisitudes y tribulaciones de su segundo mandato, cuan-
do su presidencia había parecido en peligro de deshilacharse, siguió dominando la ~
cena política. No obstante, la agenda que había anunciado al tomar posesión del car-
go sólo se había completado en parte. Como señaló el analista político Richard Scam-
man, «la revolución de Reagan nunca llegó tan lejos como muchos de la izqui~
temían o muchos de la derecha esperaban•. Se habían recortado drásticamente los

556
impuestos, pero en 1988 los estadounidenses pagaban sólo marginalmente menos de
su PNB en impuestos que en 1980; la proporción del PNB que iba al gasto federal
apenas se alteró dwante el periodo y la rcaganonúa no logró reducir la escala de la in·
tervención gubernamental en la economía, aunque puede que controlara su expan·
sión anterior. Y aunque Rugan presidió sobre la recuperación económica más larga
de la historia del país, sus recortes fiscales sucesivos y el ingente gasto militar genera·
ron enormes déficit presupuestarios sin precedentes. Durante los años de sus manda·
tos, la deuda nacional se duplicó con creces y alcanzó los 2200 billones en 1989. Al
mismo tiempo, en parte como consecuencia de los déficit presupuestarios, el déficit
comercial, que había sido de sólo 20.000 millones en el último año de Carter, aseen·
dió a 150.000 millones en 1988. Sin duda, la mayoría de los estadounidenses pros·
peraron cuando la economía se expandió, pero millones no lo hicieron. Durante los
años de Rugan se ampliaron las diferencias tanto en ingresos como en riqueza en
una escala no vista desde la Gran Depresión, aunque la proporción de estadouni·
denses que vivían por debajo de la linea de pobreza cayó del 13 por 100 en 1980
al 12,8 por 100 en 1989.
En asuntos exteriores sus resultados fueron irregulares. Tendió demasiado tiempo
a ver el mundo a través de la lente de la guerra fría, sobre todo en Centroamérica. Su
preferencia de quedarse al margen de los asuntos cotidianos de gobierno para permi-
tira sus consejeros llegar a un consenso fue responsable, junto con las luchas internas
entre el Departamento de &tado y el Pentágono, de la falta de objetivos y la confu·
sión que caracterizaron algunos aspectos de su política exterior, sobre todo en el
Oriente Medio. Su reencuentro con Moscú y su éxito al lograr un acuerdo sobre el
espinoso asunto del control de armas fueron resultados de gr.m importancia, aunque
sigue sin aclararse si se debieron sobre todo a su persistencia en afumar los intereses
estadounidenses o a su buena fortuna al coincidir con un dirigente soviético con el
valor para reconocer el fracaso del sistema comunista. El presidente también pudo re-
clamar cierto éxito de la doctrina Rugan, que apoyó la inswgcncia anticomunista en
todo el mundo. Cuando dejó el cargo, los rusos estaban retirándose de Afganistán,
los cubanos, de Angola y los vietnamitas, de Camboya. En Centroamérica la doctri·
na Rugan pareció haber fracasado, pero apenas un año después de haber dejado el
cargo, los sandinistas nicaragüenses cayeron del poder. Por otra parte, en el Oriente
Medio sólo logró derrota y humillación. La enónea intervención en el l..a'bano fue se-
guida en 1986 por el torpe bombardeo de Libia, que no logró matar al coronel Ga·
daffi ni poner fin a su apoyo del terrorismo, y en 19trl por el desastroso asunto Irán·
Contra.
No obstante, lo que Reagan hizo debe valorarse no sólo en el ámbito de los lo-
gros sólidos, sino también en esferas menos tangibles. Las habilidades histriónicas
que había desanollado dwante sus años de Hollywood le fueron de provecho como
presidente. Sus tan alardeadas dotes de comunicador eran en realidad limitadas. Nun·
ca causó una impresión particular en sus conferencias de prensa y excepto cuando
pronunció un discurso preparado, su escasa captación del detalle le llevó a aserciones
erróneas, exageraciones y, de forma ocasional, a imprudencias políticas y comentarios
poco sensibles. No obstante, estos deslices no mellaron su popularidad ni redujeron
su efectividad polftica. En parte porque hizo pocos intentos por obligar a los esta·
dounidenses a enfrentarse con verdades desagradables, en parte porque sabía cómo
protegerse tanto como un buen tipo y como un símbolo convincente de unos &ta·
dos Unidos fuertes y confiados en sí mismos, y en parte porque tenía la habilidad en

557
los momentos de crisis de invocar el patriotismo y los valores tradicionales para des-
pejar las dudas de sus conciudadanos y calmar sus nervios irritados, logró una nota-
ble afinidad con el pueblo estadounidense y se ganó su apoyo para medidas contro-
vertidas. Durante un tiempo al menos, alentó su moral y le otorgó un orgullo en sí
mismo y su país que no habían existido desde la era de Kennedy. Además, restauró
la autoridad, dignidad y prestigio de la presidencia tras un largo periodo de declive.

l.As Ell:CCIONES PRESIDENCIALES DE 1988

Con la salida de un presidente popular, ambos partidos se quedaron sin dirigen,


tes. En un principio hubo un largo campo para la postulación demóaata, pero des-
pués de que el primer favorito, el ex senador Gary Hart, tuviera que abandonar tras
un escándalo sexual y el volátil gobernador de Nueva York, Mario S. Cuomo, hubie-
ra declinado entrar en la contienda, ésta se redujo a un duelo entre el gobernador Mi-
chael S. Dukakis, de Massachusetts, hijo de inmigrantes griegos, y el reverendo Jesse
Jackson, el vehemente predicador negro y activista de los derechos civiles. Su mensa-
je populista obtuvo una rápida respuesta de los blancos pobres y de los miembros de
su propia raza, pero, aunque ganó una serie de primarias, su campaña se quedó sin
gas cuando resultó evidente que los estadounidenses no estaban dispuestos a elegir a
un presidente negro o al menos no a uno que sostenía opiniones extremas y carecía
de experiencia política y administrativa. Dukakis ganó las últimas primarias con faci-
lidad y fue elegido en la primera votación durante la convención demóaata celebra-
da en julio. Jaclcson mantuvo a sus delegados con la esperanza de recibir la postula-
ción a la vicepresidencia, pero Dukakis apostó por el apoyo blanco del Sur con la
elección de un compañero conservador tejano, el senador Uoyd Bentsen.
Gcorge Bush, que había sido el vicepresidente retraído de Reagan durante ocho
años, ahora pretendió una vez más la presidencia que se le había negado en 1980.
Pero aunque tenía el apoyo del presidente, el ala izquierdista republicana no lo con-
sideraba su heredero, sino la encamación del ala moderada, patricia y del &te del par-
tido. Así que tuvo que detener desafios de la izquierda provenientes de Pat Robertson,
ministro baptista del Sur, sanador mediante la fe y predicador televisivo, y luego del
mucho más furmidable Robert Dole, de Kansas, dirigente de la minoría del Senado.
Pero, tras un comienzo vacilante, Bush dominó las primarias y obtuvo con facilidad
la postulación republicana. Aunque no solía ser buen orador, realzó su posición con
un elocuente discurso de aceptación a la convención, pero después suscitó dudas so-
bre su juicio al elegir como compañero de campaña a Dan Qiayle, un joven senador
de Indiana de logros modestos que pronto puso en aprietos a su partido con una de-
fensa poco convincente a las acusaciones de haber sido ptófugo durante la guerra de
Vietnam.
La campaña aburrida acabó degenerando en vilipendio. Dejando a un lado los
asuntos importantes, ambos partidos gastaron generosamente en anuncios televisivos
para atacar al candidato rival. Mientras los demócratas acusaron a Bush de haber sa-
bido más sobre el asunto Irán-Contra de lo que había admitido, los republicanos des-
cribieron a Dukakis como débil en la defensa, suave con los delitos, negligente con
la contaminación y carente de patriotismo. Algunos observadores aeyeron que la ne-
gativa campaña republicana, en parte procaz e incendiaria, fue la responsable de po-
ner las elecciones de parte de Bush. Otros pensaron que Dukakis perdió un terreno

558
aucial por su flaqueza en el contraataque y sus respuestas digresivas y en apariencia
impasibles en un •debate» televisivo. Sea corno fuere, los diecisiete puntos de venta-
ja que concedían los sondeos a Dukakis en julio se convirtieron en una de diez pun-
tos para Bush en octubre.
El día de la votación Bush ganó cómodamente, para convertirse en el primer vi-
cepresidente de tumo, desde Martín van Buren en 1896, que era elegido presidente
de forma directa. Obtuvo 38 estados con 426 votos electorales, mientras que Duka-
kis ganó sólo 1Oestados y el distrito de C.Olurnbia por un total de 112 votos electo-
rales. Sin embargo, con un 46 por 100 del voto popular, a Dukakis le fue mucho me-
jor que a los candidatos presidenciales demócratas más recientes; obtuvo diversos es·
tados en el Noreste, el Medio Oeste y el Noroeste pacífico y no logró ganar otros por
escaso margen, incluidos los grandes estados de Pensilvania, Illinois y Misuri. Bush
venció decisivamente en el Sur, el Suroeste y los estados de las Montañas Rocosas,
mantuvo California por un margen mucho menor que el de Reagan en 1984 y se
hizo con casi todo el cinturón agricola del Medio Oeste, así como con Nueva Ingla·
terra completa. Pero sus éxitos no fueron lo bastante grandes como para que su par·
tido se beneficiara en las elecciones al C.Ongreso; los demócratas aumentaron su ma-
yoría en la Cámara hasta 89 y ocuparon 56 de los 100 escaños del Senado.

BusH y EL FIN DE LA GUERRA FRlA

Durante la presidencia de George Bush la escena internacional se transformó de


forma más espectacular de lo que lo había hecho durante medio siglo. La guerra fría
terminó de repente y con ella el dominio de las superpotencias sobre los asuntos
mundiales. De forma simultánea, el cambio democrático acabó con regímenes auto-
ritarios en partes del globo muy separadas: en Nicaragua, Chile, Sudáfrica y, más es-
pectacularmente, en los satélites soviéticos de Europa Central y Oriental, y en la mis·
ma Unión Soviética. Eclipsando todo esto estaba el derrumbamiento de la potencia
soviética. Debido, como algunos han sostenido, a la inviabilidad inherente del siste-
ma comunista a largo plazo o, como otros han mantenido, a las presiones de cuatro
décadas de política de contención estadounidense y la carrera armamentística resul-
tante, el derrumbamiento del imperio soviético marcó la obtención de lo que des-
de 1945 había sido el principal objetivo de la política exterior estadounidense. Pero
no implicó que ahora los Estados Unidos pudieran conceder a los asuntos externos
menor prioridad. En muchas partes del globo persistieron la tensión y el desorden,
sobre todo en Centroamérica y el Oriente Medio. Además, el fin de la guerra fría sig-
nificó que la relativa estabilidad y simplicidad de un mundo bipolar se hubiera re-
emplazado por la confusión y la imprcdictibilidad.
Aunque Bush entró en la Casa Blanca con mayor experiencia en asuntos exterio-
res que casi todos sus predecesores, su manejo de las crisis diplomáticas que se desa-
rrollaron al comienzo de su prcsidencia fue ingenuo, inseguro y poco consistente. Su
reacción ante el despiadado uso de las tropas efectuado por el gobierno comunista
chino para aplastar la masiva manifestación estudiantil en favor de la democracia en
la plaza de Tiananmcn (Pelcín) en junio de 1989 mostró lo peor de él. Se unió a la
condena mundial de Dcng Xiaoping y de inmediato suspendió las ventas militares a
China. Sin embargo, se permitió creer que sus relaciones con los chinos, que databan
de sus años de embajador en Pekín, le proporcionaban una oportunidad para carn-

559
biar sus actitudes mediante la diplomacia personal, de la que era un defensor devoto.
Así, a las pocas semanas de la matanza de la plaza de Tiananmen, envió en secreto a
su consejero sobre Seguridad Nacional, Brcnt Scowcroft, a China en un intento de
mejorar las relaciones. Pero la misión, que provocó un coro de protestas en los &fa-
dos Unidos cuando se filttaron las noticias, no logró suavizar la intransigencia china.
Tampoco lo hicieron otras medidas para agradados, que incluyeron el veto de un pro-
yecto de ley que extendía las visas de los estudiantes chinos en los Estados Unidos y
el abandono de una prohibición del Congreso sobre los préstamos a compañías que
tuvieran relaciones comerciales con China.
Por otra parte, en Centroamérica Bush no estaba dispuesto a hacer la corte a los
regfmenes mamstas revolucionarios. Como su predecesor, persistió en un análisis
geopolítico simplista de los males de la región. De aquí que siguiera viendo al presi-
dente Daniel Ortega de Nicaragua sólo como el brazo del poder soviético y cubano.
En consecuencia, no apoyarla el plan de paz concebido por el presidente Óscar Arias
de C.OSta Rica y los demás presidentes centroamericanos, sino que continuó envian-
do ayuda a la Contra, a la vez que mantenía un bloqueo que sólo debilitaba la eco-
nomía nicaragüense. Se ha cuestionado si d daño efectuado por el embargo estado-
unidense fue el factor decisivo para socavar el apoyo de Ortega. Sea como fuere, fue
derrotado de forma soiprendente y aplastante en las elecciones presidenciales cele-
bradas en 1990 por la dirigente de una amplia coalición de oposición, Violeta Barrios
de Chamono. Washington, que esperaba el amaño de las elecciones, se quedó des-
concertado y todavía se asombró más cuando Ortega las aceptó y abandonó el poder.
Sin embargo, los sandinistas seguían contando con muchos seguidotcs y Chamono,
enfrentada a la necesidad de revivir una economía destrozada tras muchos años de
guerra civil, buscó su apoyo nombrando al hermano de Ortega, Humberto, jefe de
las fuerzas armadas.
En Panamá, Bush recurrió a la fuerza para derrocar a un régimen que los &fados
Unidos habían acabado detestando con retraso. Durante varios años desde que llegó
al poder en 1981, el dictador panameño, general Manuel Noriega, había mantenido
estrechas relaciones con Washington y sobre todo con la CIA. a la que secretamente
había proporcionado información sobre Centroamérica. El gobierno de Reagan, ob-
sesionado con derrocar a los sandinistas nicaragüenses, haáa tiempo que había deci-
dido cerrar los ojos ante el notorio tráfico de drogas de Noriega. Pero después de las
divulgaciones del lrangate en 1987 terminó de manera abrupta su alianza con éste y
en febrero de 1988 un gran jurado federal de Florida le procesó por conspirar con el
cártel del narcotráfico de Colombia para introducir drogas ilegalmente en los Estados
Unidos. A pesar de la imposición de sanciones económicas, Noriega permaneció en
el poder y cuando se celebraron elecciones presidenciales en mayo de 1989 anuló los
resultados y declaró vencedora su candidatura. Entonces Bush instó al pueblo pana-
meño a derrocarlo, pero cuando fracasó un golpe de estado y los conspiradores fue-
ron ejecutados, no pasó a la acción. Dos meses después se le presentó una oportuni-
dad de oro para hacerlo, cuando la Asamblea Nacional Panameña proclamó a No-
riega presidente y anunció la existencia del estado de guerra con los Estados Unidos.
El 20 de diciembre, tras una serie de incidentes entre los que se incluyó la muerte de
un marine a manos de los soldados panameños, Bush ordenó la invasión de. Panamá.
La resistencia se derrumbó a los pocos días, pero aunque murieron pocos soldados es-
tadounidenses, hubo muchas bajas civiles panameñas y un enorme daño a la propie-
dad, causado sobre todo por el saqueo. Fue instalado un gobierno de centro-derecha,

560
mcabezado por Guillermo Enclara. el verdadero ganador de las elecciones de mayo,
mientras que Noriega, que se había refugiado en la misión diplomática del Vaticano,
se rindió a las fuerzas estadounidenses y fue conducido a Miami para ser acusado de
IDbomo, contrabando de cocaína y blanqueo de dinero. Tras más de un año de cár-
cicl fue llevado a juicio y en marzo de 1992 se convirtió en el primer ex jefe de estado
que fue condenado por un jurado estadounidense. Fue sentenciado a cuarenta años
de prisión. El gobierno de Bush declaró que el derrocamiento de Noricga había pro-
pinado un golpe mortal a los traficantes de drogas, pero en realidad no tuvo ninguna
incidencia en los problemas que éstas ocasionaban en los &tados Unidos. Aunque la
mayoría de los estadounidenses aprobaron la intervención de Bush en Panamá, a los
liberales -y a muchos observadores extranjero!- no les satisfizo esta recuperación
de la diplomacia del «gran garrote- en el patio trasero de los Estados Unidos, sobre
todo cuando reprobaban a la Unión Soviética por utilizar la fuerza en su vecina Af.
pnistán. '
De los diveISOS problemas diplomáticos que swgicron durante la presidencia de
lush quizás los más desconcertantes fueron los que resultaron de la destrucción del
imperio soviético. Comenzó a principios de 1989 con la retirada soviética de Afga·
nistán tras una década de participación en una costosa guerra civil. Luego, en un dis-
curso pronunciado en &trasbwgo en julio, Gomacbov invirtió la política soviética
adicional al declarar que era inadmisible toda interferencia en los asuntos internos
de otros países. Ello pareció dar luz verde a los movimientos reformistas liberales la-
tentes en Europa Oriental y, durante los seis meses siguientes, un régimen comunis·
ta tras otro cedió a la presión popular en favor del cambio. Polonia y Hungría toma-
ron la delantera y fueron seguidas primero por Checoslovaquia y Bulgaria, y luego
por Alemania Oriental y Rumania. La apertura del Muro de Berlín en noviembre
de 1989 hizo desaparecer el símbolo más tangible de la guerra fría y presagió un rá·
pido avance hacia la reunificación alemana, lograda debidamente en octubre
de 1990. Mientras tanto, en la Unión Soviética las reformas de Gomachov no dieron
como resultado la revitalización de la economía, sino su estancamiento y caos, em-
peorado por las tendencias separatistas que surgieron de las rivalidades nacionalistas
y étnicas revividas. Fracasó a los pocos días un intento de golpe de estado efectuado
por los comunistas de línea dura en agosto de 1991, pero la autoridad del presidente
se había visto fatalmente comprometida y diez de las quince repúblicas que consti·
tuían la Unión Soviética aprovecharon la oportunidad para declarar su indepcnden·
cia. A finales de año ya había sido reemplazada por una amplia Comunidad de Esta·
dos Independientes, el Partido Comunista había sido disuelto y Goibachov había ce-
dido el paso como presidente ruso a Borís Yeltsin.
Algunos críticos se han quejado de que Bush debía haber respondido con mayor
celeridad a los sucesos tumultuosos de Europa Oriental y la Unión Soviética, y le han
acusado de carecer de una estrategia coherente para el fin de la guerra fria. Señalan el
hecho de que, incluso después de que la Alianza del Pacto de Varsovia se hubo roto
y Gomachov hubo Rducido el gasto militar y retirado grandes partes del Ejército
Rojo de Europa Oriental, Bush fue lento en seguir su ejemplo. De hecho, no lo hizo
hasta el último año de su presidencia. Pero en 1990-1991 se daba buena cuenta del
hecho de que la Unión Soviética, además de poseer un arsenal nuclear imponente, se-
guía teniendo el ejército mayor del mundo. En cualquier caso, la desintegración de la
Unión Soviética fue un enigma para todo el mundo y quizás Bush llegara a com-
prenderlo mejor que la mayoría de los observadores atcrioies, sin duda mejor que la

561
mayor parte de los dirigentes europeos. Al ocuparse de las relaciones soviético-esta·
dounidenses evitó tanto el triunfalismo como la imprudencia. Trató de facilitar el
proceso de reforma que Gorbachov había iniciado y disuadirle de recunir a la fuerza
a gran escala contra los oponentes de los estados bálticos u otras partes del imperio
soviético. También le persuadió para que aceptara la reunificación alemana en un
momento en que otros dirigentes occidentales se oponían a ella. Para lograr estos ob-
jetivos, Bush volvió a recunir a la diplomacia pe15<>nal, esta vez con resultados mu-
cho mejores que los logrados con los chinos. É1 y Gorbachov transformaron las rela·
ciones Este-Oeste desarrollando una afinidad tan estrecha que pudo ser denominada
«eamaraderla», aunque, irónicamente, con el coste de perder el contacto con sus elec-
torados internos. Su logro mayor fue un acuerdo histórico para reducir las reservas de
armas nucleares. Finnado el 31 de julio de 1991, el Tratado sobre la Reducción de Ar·
mas Estratégicas (SfARl) había sido tema de negociación desde 1982 y fue el prime-
ro en reducir, en lugar de limitar simplemente, las armas nucleares de largo alcance:
estableáa la reducción de las armas ofensivas estratégicas en un 30por100 en tres fa-
ses durante siete años. A ello le siguió el anuncio de Bush de que, como una invasión
soviética de Europa Occidental ya •no era una amenaza real•, los Estados Unidos eli-
minarían todas sus armas nucleares tácticas de tiem y mar en Europa y Asia. En ene-
ro de 1992 Bush propuso reducciones drásticas en el presupuesto militar y anunció la
cancelación o recorte de diversos programas sobre proyectiles. Luego, en junio, acor-
dó con Yeltsin importantes reducciones posteriores en armas nucleares estratégicas.
Los Estados Unidos y Rusia, que en esa fecha poseían unas 10.000 cabezas nucleares
cada uno, acordaron reducir sus totales en el año 2003 a 3.500 y 3.000 respectiva-
mente.

LA GUERRA DEL Gol.FO

La primera gran crisis posterior a la era de la guem &fa se desarrolló en el Golfo


Pérsico. El 2 de agosto de 1990, el dictador iraquf Saddam Hussein invadió y después
se anexionó el diminuto emirato colindante de Kuwait. Además de invocar una anti-
gua disputa fronteriza, declaró que Kuwait había deprimido los precios mundiales del
petróleo al exceder la cuota establecida por la Organización de Países Exportadores
de Petróleo (OPEP). Pero no eran más que pretextos: la razón real para la invasión
eran las dificultades financieras de Iraq. Su Hacienda se había visto menguada por los
ocho años de guem con Irán y sus ingicsos por petróleo, aunque considerables, no
eran suficientes para mantener su ingente maquinaria bélica. La toma de Kuwait pro-
porcionaba a Saddam el control de más de un 20 por 100 de las reservas petroleras
mundiales y el potencial de controlar casi la mitad mediante el dominio de los esta-
dos meridionales del Golfo. ~ el gobierno de Bush invitara inadvertidamente al
ataque. Incluso después de que la revolución iraní hubiera perdido fuerza, había
seguido obsesionado con la amenaza que suponía Irán y, considerando a Iraq un con-
trapeso regional crucial, había proporcionado a Saddam ingentes cantidades de tec-
nología militar avanzada. Además, debido a una comprensible preocupación por Eu-
ropa tras la destrucción del Muro de Berlín, los Estados Unidos no habían reaccio-
nado vigorosamente ante su creciente beligerancia.
El dirigente iraquí había calculado que el resto del mundo no intervendría en una
disputa entre vecinos árabes. Pero el C.Onsejo de Seguridad de las Naciones Unidas

562
condenó de inmediato la invasión, demandó la retirada iraquí e impuso un embargo
comercial y financiero. El 7 de agosto el presidente Bush despachó fuerzas militares
a Arabia Saudí para detener una posible incursión iraquí y, con gran habilidad diplo-
mática, reunió contra Iraq una coalición internacional sin precedentes, que incluía
tanto a la Unión Soviética como a diversos países árabes moderados. El 8 de no-
viembre el presidente ordenó el incremento de las fuerzas estadounidenses en el Gol-
fo hasta 400.000 soldados para hacer posible la acción militar ofensiva y el 29 de no-
viembre, a instancias de los &tados Unidos, las Naciones Unidas autorizaron el uso
de la fuerza contra Iraq si no se retiraba de Kuwait antes del 15 de enero.
En un principio casi todos los estadounidenses aprobaron el modo de actuar de
Bwh ante la aisis, pero cuando se fue acercando la fecha límite para la retirada, el
apoyo comenzó a evaporarse. Los pacifistas, recurriendo al legado de Vietnam, cele-
braron reuniones para oponerse a la guerra como moralmente injwtificable. Algunos
periodistas y dirigentes religiosos se mostraron vacilantes ante la guerra inminente, te-
miendo grandes bajas estadounidenses y la perspectiva de inflamar a todo el Wam.
Muchos demócratas querian más tiempo para que tuvieran efecto las sanciones eco-
nómicas, mientras que los dirigentes del C.Ongreso eran inflexibles en que, aunque el
presidente hubiera obtenido la sanción de Naciones Unidas para la acción militar, no
tenía derecho constitucional a mandar a las tropas a la batalla sin su aprobación ex·
plícita. El 10 de enero comenzó a debatir una resolución que autorizaba el uso de la
fuerza. Dos días después fue aprobada por la Cámara sin apuros (25(}183), pero el
margen obtenido en el Senado fue reducido (5247).
Para entonces la fuerza expedicionaria estadounidense en el Golfo había aumen-
tado a más de 500.000 soldados, el mayor despliegue militar estadounidense desde la
guerra de Vietnam. Otros miembros de la coalición mandaron 250.000 soldados más,
de los cuales los mayores contingentes los suministraron Arabia Saudí, el Reino Uni-
do, Egipto, Siria y Francia. Pero al igual que en la guerra de C.Orea, la Operación Tor·
menta del Desierto (como iba a conocerse el conflicto del Golfo) fue sobre todo una
guerra estadounidense, con un general suyo, H. Nonnan Schwarzkopf, al mando de
todas las fuerzas aliadas. Las afirmaciones del servicio de espionaje estadounidense so-
bre la capacidad militar iraquí resultaron muy exageradas y al final los ejércitos alia-
dos, lejos de contar con una fuerza inferior, como había predicho el Pentágono, dis-
frutó de la ventaja de dos contra uno en cuanto a fuerza humana y una superioridad
aplastante en tecnología, técnica, entrenamiento y potencia de fuego militares. En
consecuencia, la guerra fue corta, desequilibrada y por parte aliada casi sin derrama-
miento de sangre.
La batalla comenzó el 17 de enero con una serie de ataques aéreos devastadores
sobre Bagdad y otros blancos iraquíes, emprendidos por los bombardeos aliados con
base en Arabia Saudí y Turquía y por los misiles de crucero Tomahawk lanzados des-
de el mar. Las defensas aéreas iraquíes resultaron vulnerables a productos de la alta
tecnología estadounidense como los misiles conducidos por láser y el bloqueo elec-
trónico. A los pocos días las pistas de aterrizaje iraquíes estaban inutilizables y su
fuerza aérea, neutralizada, por lo que los ataques aéreos aliados se ampliaron para in-
cluir los sistemas de comunicación, las centrales eléctricas, los puestos de lanzamien-
to de misiles y las plantas de producción de armas nucleares, químicas y biológicas.
Aunque después de la guerra se supo que el 70por100 de las bombas arrojadas sobre
Iraq no dieron en los blancos, los aliados destruyeron gran parte de la infraestructura
y equipamiento militar iraquí. El único modo de devolver el ataque para Saddam fue

563
la utilización de lanzamisiles móviles que dispararon proyectiles SCUD soviéticos so-
bre Arabia Saudí e Israel. Pero sólo causaron ligeros daños y bajas, en parte debido a
que los Estados Unidos instalaron de inmediato baterías Patriot antimisiles como
protección contra ellos. Tampoco, en contra de las esperanzas de Saddam, sus ata·
ques con estos proyectiles provocaron la represalia israelí o debilitaron el apoyo ára·
be a la coalición. Y cuando en su desesperación los iraquíes soltaron petróleo delibe-
radamente en las aguas poco profundas del Golfo y prendieron fuego a unos 600 po-
zos kuwaitíes, las operaciones militares aliadas no se vieron afectadas, aunque se
infligió un grave daño al medio ambiente.
El X7 de febrero, tras cinco semanas de bombardeo aéreo constante, los aliados
lanzaron una ofensiva terrestre múltiple y a gran escala contra los iraquíes. Cuatro
días fueron suficientes para que el general Schwarzkopf lograra una victoria resonan·
te. Después de inducir a Saddam a concentrar sus fuerzas en Kuwait mediante la ame-
naza de un desembarco anfibio, sobrepasó sus flancos trasladando subrepticiamente
parte de su ejelrito hacia el interior, maniobra que permitió una rápida penetración
en Kuwait y un profundo impu1so en el sur de Iraq. El desmoralizado ejélrito iraqul
fue aplastado y perdió decenas de miles de prisioneros, además de 4.000 tanques
y 3.000 armas de artillería. El X7 de febrero el presidente Bush anunció un alto el fue.
go condicional, que los iraquíes aceptaron de inmediato. El Departamento de De-
fensa estadounidense estimó que habían resultado muertos en la batalla 100.000 sol·
dados iraquíes y 300.000 habían sido heridos. Las bajas aliadas fueron sorprendente-
mente ligeras: menos de 200 soldados aliados murieron en combate, 137 de ellos
estadounidenses. ·
Se ha debatido mucho si Bush actuó con precipitación al pedir la detención de la
lucha en ese momento. El alto el fuego llegó cuando el ejétcito iraquí estaba vencido
y en huida, pero quedaba intacta suficiente Guardia Republicana de Saddam para
permitirle continuar en el poder. Mucha gente de Occidente deseó después que los
objetivos aliados se hubieran ampliado para abarcar su derrocamiento y algunos han
sostenido que si la guena hubiera continuado sólo unos cuantos días más, Bagdad ha-
bría caído y Saddam y su Guardia Republicana se habrían visto fatalmente debilita-
dos. Pero Bush, aunque dispuesto a alentar a los disidentes iraquíes para llevar a cabo
un golpe de estado, se veía limitado por el hecho de que no tenía capacidad para
echar a Saddam y temía que ni la coalición internacional ni la opinión pública esta-
dounidense habrían aprobado un intento abierto de cambiar la política interna
inquí.
En los Estados Unidos la victoria de la Guena del Golfo produjo en un primer
momento una explosión de fervor patriótioo: para algunos sirvió para desvanecer el
espectro de Vietnam. Pero para cuando se celebraron los desfiles de la victoria en ju-
nio, la euforia había cedido el paso a sentimientos de ambigüedad y desilusión. Aun-
que el propósito declarado del presidente de liberar Kuwait se había cumplido con ra·
pidez y habilidad, la guerra había hecho poco para avanzar los objetivos estadouni-
. denses menos explícitos en el Medio Oriente. Saddam Husscin, ahora aclamado
como un héroe islámico, controlaba Iraq más que nunca y era capaz tanto de obstruir
el trabajo de los inspectores de Naciones Unidas encargados de encontrar y destruir
sus armas de destrucción masiva como de renovar su persecución de las minorías kur-
da y chiíta a quienes, por cierto, el presidente Bush había animado a rebelarse para
después abandonarlos. Lejos de mejorar las perspectivas- de democracia y derechos
humanos en los estados del Golfo, la guena propulsó regímenes corruptos y despóti-

564
cos, de los que la familia restaurada de Al Sabah en Kuwait fue uno de los ejemplos
más patentes. Además, la guerra no llevó la paz y estabilidad a la región ni pavimcn·
tó el camino para el entendimiento árabe-israelí. Tampoco, por último, inauguró -el
nuevo orden mundial• que Bush había predicho. La coalición internacional organi·
zada contra Iraq no se convirtió en el modelo para otros actos de cooperación con·
tra amenazas a la paz. Hay que reconocer que la desintegración de la Unión Soviéti·
ca hizo desaparecer al principal socio estadounidense en esos esfuerzos, pero más que
cualquier otra cosa fue la confusa y lánguida respuesta del gobierno de Bush a la se-
gunda gran crisis de la era posterior a la guerra fría, la guerra en la antigua )úgoslavia,
lo que hundió las esperanzas que quedaban en un nuevo orden mundial.

BUSH ACORRAUDO: llECF.SIÓN, TlllBurACIÓN, TENSIÓN RACIAL

En la euforia engendrada por la conclusión victoriosa de la guerra del Golfo, la


popularidad de George Bush alcanzó nuevas cotas: una encuesta realizada por Gallup
en marzo de 1991 desveló que el 89 por 100 de los estadounidenses aprobaban el
modo en que realizaba su función. Pero no mucho después se expuso la fragilidad de
su popularidad. Una vez terminada la guerra del Golfo, el índice de aprobación al
presidente se desplomó y siguió cayendo hasta que en septiembre de 1992 alcanzó el
mínimo de un 32por100. La principal razón fue que, tras siete años de auge, la eco-
nomía sufüó un retroceso pronunciado en el verano de 1990 y permaneció estanca·
da durante el resto de la presidencia de Bush. El desempleo ascendió de forma ine-
xorable y alcanzó los diez millones en julio de 1992; las bancarrotas personales y em·
presariales se multiplicaron; los valores de la propiedad residencial cayeron casi un
tercio y los valores de la propiedad comercial aún más. Aunque la recesión se cxten·
dió por todas las partes del país, sus efectos peores se sufrieron en la Costa Este, so-
bre todo en Nueva Inglaterra y los estados costeros del Pacífico; el Medio Oeste, los
estados del g0lfo y la región de las Montañas Rocosas casi no la notaron. A difcren·
cia de las recesiones previas, cuyas principales víctimas habían sido los trabajadores
de las fábricas, los oficinistas y los agriculton=s, ésta se cebó en los profesionales y la
elite directiva: contables, abogados, ingenieros, banqueros, corredores de bolsa, eje-
cutivos de la publicidad, periodistas, agentes de la propiedad y técnicos en informá·
rica. Las compañías gigantes como American Telephone and Telegraph (AT & 1) e In·
temational Business Machines (IBM), que desde hacía mucho tiempo se vanagloria-
ban de que sus empleados tenían trabajo de por vida, ahora de improviso sacaron de
sus nóminas a decenas de miles.
Sin embargo, cuando aún la recesión estaba en sus primeros estadios, la fortuna
política de Bush había comenzado a declinar debido a su cambio de actitud sobre los
impuestos. Durante su campaña electoral de 1988 había hecho una promesa clara
aunque temeraria: •Leed mis labios: no habra nuevos impuestos.• Pero en el verano
de 1990 ya se había convencido de que era necesario un «aumento de los ingresos fis.
cales- para reducir el inflado déficit federal, que había empeorado más por el coste de
sacar de apuros a las cajas de ahorro insolventes. En octubre, tras una dura negocia-
ción con los congresistas, firmó un proyecto de ley sobre reducción del déficit que
elevaba el tipo más elevado del impuesto sobre la renta de las personas fisicas del Z7
al 31 por 100, hacía desaparecer las exenciones para los que más ganaban, aumenta·
ha los impuestos de la gasolina, cigarrillos y alcohol e imponía un impuesto de lujo

565
sobre artículos como las pieles y las joyas. Su abandono del principal punto de su ~
lítica interna irritó a los congresistas republicanos, algunos de los cuales le acusaron
de traición. También socavó su credibilidad ante los votantes.
En el otoño de 1991 un nombramiento judicial que Bush había considerado ru·
tinario adquirió de repente la calidad de melodrama. Para suceder al recién jubilado
Thurgood Marshall, el primer negro nombrado para el Tribunal Supremo, el presi·
dente eligió a Clarence Thomas, un juez federal negro que había crecido en la ~
breza en la Georgia rural y segregada antes de licenciarse en la Escuela de Derecho de
Yale. Mientras que Marshall, durante los largos años que había estado en el Tribunal,
había sido un enemigo de la discriminación racial y de género y un defensor obsti·
nado de los valores liberales, Thomas había cuestionado la constitucionalidad del de-
recho al aborto, criticado los programas de acción positiva y hablado con desprecio
de los dirigentes de los derechos civiles. Aunque la Asociación Americana de Aboga-
dos fue inusualmente reacia a apoyar la elección de Thomas, Bush declaró que era la
mejor opción para el puesto. Las opiniones conservadoras que le habían ensalzado
ante el gobierno le aseguraron la oposición de las mismas coaliciones de activistas de
los derechos civiles y organizaciones feministas que habían hundido las posibilidades
de Robert Borlc en 19'if/. No obstante, como Thomas contaba con el apoyo de la ma·
yoría de los negros, pareció que podría ser confirmado sin dificultad hasta que Anita
Hill, una profesora de derecho negra, le acusó de haberla acosado sexualmente cuan·
do habían trabajado juntos diez años antes en el Departamento de Educación y en la
Comisión sobre Oportunidades Iguales en el Empleo. Una vez que se hicieron pú-
blicas las alegaciones de Hill, el apoyo a Thomas entre demócrata$ y republicanos
menguó. Durante tres días de audiencias de confirmación televisadas ante el Comité
Judicial del Senado en las que, en medio de escenas de extraordinaria emoción, Hill
reiteró sus acusaciones y Thomas las negó airado, se obsequió a la nación con lo que
muchos consideraron un espectáculo poco edificante de quince senadores blancos,
algunos con dudosos antecedentes morales, estableciendo un juicio moral sobre dos
personas importantes. Las audiencias desataron un debate nacional sobre la intimi·
dación sexual de las mujeres en el trabajo, elevaron la conciencia política de las mu·
jeres y abrió una brecha en la antigua alianza de las feministas y los activistas negros.
Muchos miembros de su raza simpatizaron con Thomas cuando caracterizó el pro-
cedimiento «como un linchamiento de alta temología para negros con ínfu.Ias,., pero
a las mujeres les indignó la implacable contraintenogación a la que sometieron los
senadores republicanos a la profesora Hill y la movilización realizada por Bush para
suscitar dudas sobre su credibilidad cuando la opinión pública pareció inclinarse a su
favor. Las audiencias no lograron saldar la cuestión de quién decía la verdad y al final
una estrecha mayoría de senadores decidió que el peligro de irritar a los conservado-
res negros era mayor que el de indignar a los blancos liberales y las mujeres. El voto
para confirmar a Thomas (52-48) fue el más apretado que había obtenido un candi·
dato al Tribunal Supremo en veinticinco años.
El asunto Thomas fue el preludio de un recordatorio más duro de la dimensión
racial existente en la crisis urbana incesante. En abril de 1992, cuatro policías blancos
de Los Ángeles fueron acusados de haber atacado brutalmente a un motorista negro,
Rodney King, un año antes. Un vídeo del incidente tomado por una persona que pa·
saba por allí demostraba con claridad cómo la policía golpeaba y daba patadas a King
repetidas veces mientras yacía en el suelo. No obstante, un jwado blanco absolvió a
los cuatro agentes. E1 veredicto, que resultó para todos incomprensible e injusto, en·

566
furcció a los negros pobres de Los Ángeles e incitó a la peor violencia wbana de la
historia estadounidense. Durante tres días, las twbas de la zona surcenttal de la ciu·
dad, predominantemente negra, aireó sus sentimientos con distwbios, saqueos e in·
cendios. El orden se restauró sólo cuando se enviaron 7.000 guardias nacionales. El
saldo fue de 58 personas muertas, 4.000 heridas, 12.000 detenidos y unos daños ma-
taiales por valor de 1.000 millones de dólares.
Los distwbios dejaron a Bush tambaleándose. Durante tres años se había mante-
nido distante de los problemas internos porque la política exterior le resultaba más
afio. Los problemas de los centros de las ciudades y sus habitantes negros empobre-
cidos sólo habían atraído su atención de forma esporádica. En noviembre de 1991,
horrorizado por los excelentes resultados de un antiguo dirigente del Ku Klux Klan
en las elecciones para gobernador de Luisiana, había firmado un proyecto de ley so-
bre 4erechos civiles no muy diferente del que había vetado dos veces. Ahora, en un
esfuerzo por demostrar su interés, hizo una breve visita a la zona afectada de Los
Ángeles, la primera de su presidencia a un área wbana céntrica. Pero pattció más dis-
puesto a responder a los síntomas de la enfermedad que a abordar sus causas. Con-
denó la violencia y ofreció ayuda federal para reparar los daños, pero siguió culpan-
do de los distwbios y la situación de los pobres wbanos a los programas contra la po-
breza de Lyndon Johnson. También ordenó la reapertura del caso King, con el
resultado de que los cuatro policías fueron procesados de nuevo, esta vez por el deli-
to federal de violar los derechos civiles de King. Un segundo juicio sin ninguna nue-
va prueba evidente no agradó a los conservadores ni a los defensores de los derechos
civiles, pero la condena de dos de los agentes por el delito federal en abril de 1993 sir-
vió para calmar las tensiones raciales provocadas por el caso.

l...As ELECCIONES DE 1992

La ruptura" de su promesa de no elevar los impuestos, junto con su respuesta tibia


a la economía dañada, precipitaron que desde la derecha surgiera un desafio para la
reelección de Bush con Patridc Buchanan, comentarista de prensa y televisión y anti-
guo colaborador presidencial. Su declarado aislacionismo, proteccionismo y xeno~
bia repelían a muchos, pero logró articular los sentimientos republicanos de que el
presidente pasaba demasiado tiempo fuera y había decepcionado en muchos temas
clave. Aunque Buchanan acosó a Bush durante las primarias y reunió un considera-
ble voto de protesta, la lealtad de la maquinaria de partido republicana aseguró que
el presidente fuera vuelto a postular sin dificultad. No obstante, la convención para
la elección, celebrada en Houston durante el mes de agosto, se convirtió en un de-
sastre para Bush. Los discursos estridentes de Buchanan y otros archiconservadores,
un prpgrama escrito en buena medida por evangélicos que prometían penalizar el
aborto y restaurar la oración en la escuela, y las incitantes invocaciones a los «Valores
familiares- del vicepresidente Q!Jayle y la primera dama, Barbara Bush, dieron la im·
presión de que la derecha religiosa se había apoderado del partido.
Mientras tanto, el Partido Demócrata se había redefinido y trasladado más cerca
del centro político, procesos que culminaron en su convención de elección celebra-
da en Nueva York el mes de julio. Tras la guerra del Golfo, muchos de los nombres
más importantes del partido, creyendo a Bush invencible, habían renunciado a pre-
sentarse contra B, lo que había abierto el camino para que Bill Clinton, el joven y re-

567
lativamente desconocido gobernador de Arkansas, surgiera como el principal candi·
dato. Licenciado en derecho por Yale y alwnno de Oxford Rhodes, como goberna-
dor, había logrado atraer la inversión a su pequeño y pobre estado, y extender su sis-
tema educativo a la vez que demostraba una capacidad, rara entre los políticos de-
mócratas, para granjearse los votos tanto negros como blancos. El escándalo
amenazó con destruir su candidatura cuando surgieron alegaciones de adulterio, de
haber eludido la guerra de Vietnam y de tomar drogas. Pero aunque muchos no en·
contraron sus negaciones plenamente convincentes, sobrevivió para ganar las prima-
rias en cada uno de los diez estados mayores --el primer contendiente demócrata en
lograd~ y luego para recibir la elección de su partido para la presidencia. Rom·
piendo la tradición de que el candidato a la vicepresidencia debía proporcionar un
equilibrio regional en la candidatura del partido, Ointon hizo una apuesta calculada
por el voto sureño con la elección de un compañero del Sur, el senador Al Gorc, de
Tennessee. Al escoger a este moderado en lugar de un liberal del Norte del tipo que el
electorado había rechazado en las dos elecciones presidenciales anteriores, señaló el
hecho de que los demócratas habían abandonado su inclinación por los altos impues-
tos, el gasto elevado y el completo intervencionismo estatal. En su lugar ofreáan un
«nuevo conveni0» que abarcaba conceptos como la asociación de gobierno y empre-
sa, la responsabilidad personal y la formación educativa, temas que Clinton amplió
en un discurso de aceptación que se centro en lo que denominó «la clase media ol·
vidada».
Mientras tanto, la escena política recobró vigor con el surgimiento de un candi·
dato presidencial independiente, el billonario tejano H. Ross Perot. Fundador de una
compañía de servicios informáticos muy rentable, nunca había ocupado un cargo pú-
blico, pero obtuvo su fuerza del desencanto con la clase política de Washington. Ade-
más de prometer eliminar el déficit presupuestario federal y abogar por asambleas ciu-
dadanas televisadas para resolver los problemas nacionales, Pcrot no ofrecía medidas
específicas. Sin embargo, su popularidad aumentó y fue capaz de pasar las primarias
presidenciales y el proceso de elección cuando un ejército de voluntarios respondió
a su llamamiento para organizar peticiones para que se incluyera su nombre en las pa·
peletas de los cincuenta estados. Pero en julio, aunque estaba a la cabeza de Bush y
Clinton en algunas encuestas, sc,,retiró de repente basándose en que no podía ganar
y para evitar interrumpir al país. Al mes siguiente, apenas un mes antes de las elec·
ciones, cambió de idea y reactivó su campaña.
Sólo la hizo en quince estados, pero se gastó 60 millones de dólares de su fortu·
na personal en promover su candidatura en la televisión. Los demócratas realizaron
una campaña mucho más inspirada y profesional que la de 1988. Ointon prosiguió
con una serie de giras en autobús para •reunirse con el puebla» muy efectivas, en las
que cortejó tanto a los habitantes de las afueras como a quienes vivían en los centros
de las ciudades; y aunque se distanció de dirigentes negros radicales como Jesse Jadc-
son, se presentó como el defensor de las minorias, incluidos mujeres y homosexua-
les. En contraste, la campaña de Bush fue de una ineptitud crónica. Esperó demasia-
do para comenzar su actividad, no logró establecer una agenda interna coherente, re-
currió a ataques personales indignos y terminó dando la impresión de que estaba
fuera de contacto con la gente ordinaria y los problemas cotidianos.
El día de las elecciones el resultado del 55 por 100 fue el más elevado en cuaren·
ta y cuatro años. Clinton ganó de forma decisiva, logrando treinta y dos estados y el
distrito de Columbia por un total de 370 votos electorales, contra los dieciocho esta-

568
dos y 168 votos electorales del presidente. Pero el voto popular fue mucho más apre-
tado de lo que habían predicho las encuestas: Clinton obtuvo el 43 por 100 contra
el 38 por 100 de Bush y de este modo se convirtió en el primer presidente de mino-
ría desde 1968. Los demócratas barrieron en Nueva Inglaterra y obtuvieron todos los
grandes estados industriales de la región del Atlántico medio y, menos Indiana, tam·
bién del Medio Oeste. Resultaron victoriosos además en los estados de la costa pacf..
fica y erosionaron la fortaleza republicana en la región de las Montañas Rocosas. Pero
a pesar de contar con dos sureños en la candidatura, sólo hicieron pequeños progre-
sos en los bastiones republicanos del Sur: Bush ganó siete de los once antiguos esta·
dos confederados, incluidos los dos mayores, Texas y Florida. Clinton recibió el aplas·
tante apoyo de los negros y judíos, pero también obtuvo buenos resultados entre gru·
pos que habían sido cruciales para el dominio republicano en los años ochenta:
católicos, habitantes de las afueras, independientes, moderados y jóvenes. Las muje-
res votaron contra Bush en mayor número que los hombres, quizás debido a su opo-
sición al aborto y la hostilidad de su partido hacia las familias de un solo padre. Pe-
rot no logró ganar en ningún estado, pero le fue sorprendentemente bien y consiguió
el 19 por 100 del voto popular, los mejores resultados de un independiente o candi·
dato de un tercer partido desde el infiuctuoso intento de regreso de Theodore Roo-
sevelt en 1912. Fueron las primeras elecciones presidenciales desde 1936 en las que la
política exterior no destacó entre los temas: los sondeos de salida mostraron que a los
votantes les preocupaba primordialmente la economía, el cuidado de la salud y la
educación. ·
En las elecciones al Congreso, los demócratas ganaron un escaño en el Senado y,
aunque perdieron nueve en la Cámara, continuaron controlando ambas cámaras por
buenos márgenes. El número de mujeres (47), negros (38) e hispanos (17) elegidos
para la Cámara aumentó de forma pronunciada y en la votación para el Senado fue-
ron elegidas cuatro mujeres nuevas, incluida Carol Moselcy Braun, de Illinois, la pri-
mera mujer negra que se convirtió en senadora de los Estados Unidos. El cambio mu-
cho mayor cn'la Cámara que el habitual -se eligieron no menos de 109 personas
nuevas- era atribuible en parte a la nueva división en distritos electorales para tener
en cuenta los cambios poblacionales, pero mucho más a la cólera popular porque los
congresistas de tumo habían votado aumentar sus salarios y porque muchos se habían
ayudado con grandes giros en descubierto sobre el banco de la Cámara. En una ex·
presión más de su talante en contra, los votantes de cinco estados aprobaron medi·
das para limitar los periodos de los miembros de la Cámara y el Senado.

TENDENCIAS DE POBLACIÓN E INMIGRACIÓN

El censo de 1990 mostró que la población nacional había aumentado a más


de 248 millones, un incremento de 22 millones o del 9,8 por 100 sobre el recuento
de 1980. Era la segunda tasa de crecimiento más baja registrada: sólo el 7,3 por 100
durante la década de la depresión de 1930 fue inferior. El censo indicaba incremen·
tos en la propon:ión de personas mayores de sesenta y cinco años y de madres traba-
jadoras, en los hogares de un solo padre, en las parejas no casadas que compartían un
hogar y en las personas que vivían solas. También revelaba que la composición racial
y étnica de la población estadounidense había cambiado de forma más espectacular
en los años oc:bcnta que en cualquier otro momento del siglo xx. Aunque era am·

569
pliamente aceptado que los realizadores del censo habían contado muy por debajo a
los negros, hispanos, asiáticos y nativos americanos, las estadísticas publicadas mos-
traban, sin embargo, que estos grupos representaban más de la mitad del incremento
poblacional de la década y ahora constituían más de un cuarto de la población esta-
dounidense, comparado con el quinto de 1980. Las tasas de crecimiento más rápido
se daban en los estados del Cintwón del Sol del Oeste y el Sw, de los cuales las p~
porciones mayores se encontraban en Nevada (que creció un 50 por 100), Florida,
Arizona y Alaska (más de un 30 por 100) y California (más de un 25 por 100). Los
cinco estados más poblados eran California -donde vivía más de un estadouniden-
se de cada diez-, Nueva York, Texas, Florida y Pensilvania. El censo demostraba ade-
más que los estadounidenses se agrupaban en comunidades cada vez mayores: más
de un 90 por 100 del crecimiento se dio en zonas metropolitanas de más de un mi-
llón de personas, aunque fueron las urbanizaciones de las afueras y no el centro de
las ciudades las que ganaron población. Pero el crecimiento metropolitano no era
universal. Mientras las ciudades del Cintwón del Sol registraban aumentos espec-
taculares, con Orlando, Phoenix, Sacramento y San Diego a la cabe7.a, muchos de los
centros industriales en decadencia del Noreste perdían población, sobre todo Detroit,
Cleveland, Pittsburgh y Buffalo. Mientras tanto, la vida continuaba menguando en
los pequeños pueblos agrícolas que antes se consideraron la piedra angular de la vida
americana: en la década de 1980, el 72 por 100 de los pueblos con menos de 2.500
habitantes experimentaron pérdidas de población.
El marcado cambio en la composición étnica era atribuible a la inmigración, que
también representaba cerca de un tercio del aumento poblacional. Durante los años
ochenta, las autoridades de inmigración registraron la llegada de 7;3 millones de per-
sonas, un 65 por 100 más que en la década previa. No obstante, las cifias oficiales no
tenían en cuenta la afluencia ilegal, cuyas dimensiones precisas sólo podían suponer-
se pero que sin duda llegaban a millones. Este movimiento ilegal debe haber au-
mentado las llegadas totales en la década de los ochenta a más de 10 millones, cifra
jamás alcanzada en ninguna década anterior. Aún más sorprendente que la escala de
la inmigración era el cambio de sus orígenes. La retirada de Europa en favor de los
países del Tercer Mundo puesta en marcha sin intención por los redactores de la Ley
de Inmigración de 1965 se aceleró con el tiempo. Durante los años ochenta, Europa
contribuyó apenas con un 10 por 100 de la inmigración total, mientras que el
hemisferio occidental envió un 45 por 100 y Asia un 41por100 más. Entre los paí-
ses que aportaron inmigrantes legales México tomaba con creces la delantera
con 1.665.000, en segundo lugar estaban las Filipinas con 548.000, seguidas de Chi-
na (incluidos Taiwán y Hong-Kong), Corca, Vietnam, India, El Salvador, la Repúbli-
ca Dominicana y Jamaica, cada uno de los cuales mandó más de 200.000.
A pesar de la gran escala de inmigrantes del Tercer Mundo, los temores de que el
país estaba siendo inundado eran infundados. Aunque la proporción de nacidos en
el exterior aumentó de un 6,5 en 1980 a un 7,8 en 1990, se mantenía baja en compa-
ración con el pico de 14,7 de 1910. No obstante, en algunos lugares la inmigración
tuvo un impacto enorme. Casi el 70 por 100 de los recién llegados se afincaron en
seis estados -California, Nueva York, Florida, Texas, Illinois y Nueva Jersey-, con
un 40 por 100 sólo en California y Nueva York. En las dos mayores ciudades de la na-
ción, Los Ángeles y Nueva York, más de la mitad de los residentes eran inmigrantes
y sus hijos; en una docena de ciudades más, incluidas Chicago, San Diego y San An-
tonio, la proporción superaba el cuarto. En las ciudades más favorecidas por la inmi-

570
gmc:ión se desarrollaron diferentes mosaicos étnicos. El de Miami era uno de los me-
nos variados, al ser sus inmigrantes casi todos hispanos, especialmente cubanos; Los
Ángeles era más cosmopolita, pues aunque dos tercios de sus recién llegados eran bis·
panos, sobre todo mexicanos, había grandes contingentes de asiáticos, en especial chi-
nos, coreanos, vietnamitas y filipinos; en la ciudad de Nueva York la mezcla étnica
era sorprendentemente miscelánea, sin ningún grupo predominante, pero con gran-
des comunidades de dominicanos, haitianos, griegos, jamaicanos, judíos rusos y chi-
nos, y decenas de miles de personas nacidas en Irlanda, Corea, India, Colombia y
Ecuador.
Aunque en general se englobaban juntos en la conciencia popular estadouniden-
se, los inmigrantes asiáticos tenían diversos antecedentes étnicos, religiosos y lingüís-
ticos. Pero también tenían mucho en común: eran prepondcrant.cmente de origen ur-
bano, hablaban inglés, tenían buena educación y estaban muy bien preparados. La
mitad de los asiáticos tenían titulación técnica o profesional, proporción que excedía
los dos tercios entre los filipinos y los cuatro quintos entre los indios (indios asiáticos,
como eran conocidos en los futados Unidos para evitar confusiones con los nativos
americanos). Casi sin excepción, los asiáticos se afincaban en grandes ciudades, en ge-
neral agrupándose en guetos residenciales autolimitados, y con fiecuencia se concen-
traban en negocios y ocupaciones particulares: por ejemplo, los coreanos en las ver-
duleóas, los indios en los puestos de periódicos, gasolineras y moteles. Al movilizar
el trabajo de toda la familia, ascendían con velocidad notable en la escala económi·
ca. El censo de 1990 mostró que su renta media f.uniliar era más elevada que la de los
blancos y mucho mayor que la de los negros e hispanos. Aún más impresionantes
eran sus logros educativos: un tercio de los inmigrantes asiáticos habían finalizado
cuatro años de universidad o más, es decir, el doble de la propolrión existente entre
los blancos y cuatro veces la de los negros e hispanos.
Aunque menos diversos que los asiáticos, los inmigrantes de América Latina y el
Caribe no eran homogéneos en absoluto. La gran mayoria era hispana, término que
implica compartir un bagaje de lengua española, pero un número significativo ha-
blaba inglés, fiancés, creole y otras lenguas. También eran diferentes desde la pers-
pectiva racial y social. La gran mayoria era mestiza (mezcla de español e indio), pero
también estaban muy representados los mulatos, negros y blancos. A comienzos de
los años ochenta, una considerable propolrión de recién llegados de la República Do-
minicana, Haití, Jamaica y otros países caribeños de independencia reciente eran pro-
fesionales o trabajadores de cuello blanco a los que les fue muy bien en los futados
Unidos en todos los aspectos. Pero según fue avanzado la década, comenzaron a
abundar ¡)ersonas sin cualificación, sobre todo mujeres, que se convirtieron en sir-
vientas domésticas. El grueso de los inmigrantes mexicanos, en contraste, eran cam-
pesinos pobres y analfabetos cuya falta de medios y preparación dieron como resul-
tado que fueran por detrás de otros grupos de recién llegados tanto económica como
socialmente. Los niveles educativos eran bajos, las tasas de desanpleo, elevadas y la
mayoria de los que obtenían trabajo eran mal pagados y por periodos limitados. Los
investigadores estudiaron las razones por las que los chicanos, el segundo grupo mi-
noritario mayor del país, había progresado tan poco y señalaron que tendían a con-
siderarse de paso y no como residentes permanentes. Mantenían fuertes lazos lin-
güísticos, psicológicos y familiares con México mediante frecuentes visitas a su tierra
natal y muchos eran reacios a echar raíces en los futados Unidos o incluso a apren-
der inglés.

571
&ta nueva inmigración masiva produjo un aumento de las tensiones étnicas y ra-
ciales. Los negros de Miami, temerosos de perder sw empleos en favor de los cuba-
nos recién llegados, airearon su resentimiento en los disturbios de 1980, que mataron
a 18 personas y causaron daños por valor de 100 millones de dólares; en Texas, casi
al mismo tiempo, blancos encolerizados prendieron fuego a las barcas y casas de los
pescadores de cangrejos vietnamitas después de una disputa sobre derechos de pesca;
en Detroit hubo ataques aislados a Jos árabes estadounidenses durante la guerra del
Golfu; y en el transcurso de los distwbios de Los .Ángeles de 1992, los negocios co-
reanos fueron los blancos principales de los saqueadores e incendiarios negros e his·
panos.
Durante la década, la inmigración volvió a convertirse en el tema de un vivo de-
bate público, que centtó su atención en dos cuestiones, los refugiados políticos y la
inmigración ilegal. Desde 1956, cuando Eisenhower la invocó para admitir a los «lu·
chadores de la libertad• húngaros, la palabra del presidente había sido el mecanismo
favorito para aceptar refugiados. Pero a aJgunos críticos les disgustaba un principio
que suponía el control del ejecutivo; otros objetaban la desviación ideológica de las
sucesivas leyes del C.Ongrcso, que definían a los refugiados principalmente como pcr·
sonas que huían del comunismo. La Ley de Refugio de 1980 trató de abordar estas
preocupaciones. Abolió el poder de la palabra, estableció la ampliación de la cuota
de refugiados y pwo en línea la definición del término estadounidense con la prácti-
ca internacional al caracterizarlos como personas que huían de la pcrsccución en un
país, no sólo los que tenían regímenes comunistas. Pero la nueva cuota pronto resul·
tó demasiado baja y tuvo que ser aumentada de forma sucesiva. Además, al dejar la
distribución de visados a discreción del ejecutivo, la ley permitió al presidente Rea·
gan continuar la práctica de admitir libremente a los refugiados que los pedían desde
países comunistas como Cuba y la Unión Soviética, mientras que excluía a los de
otros lugares, sobre todo de El Salvador y Haití. Luego, después de que el golpe mi-
litar que depwo al popular presidente Aristide en septiembre de 1991 hubiera pues·
to en marcha un nuevo éxodo masivo desde Haití en flotillas de frágiles embarcacio-
nes, el presidente Bwh reactivó la política de su predecesor de interceptar y repatriar
de forma sumaria a quienes se hallaban a bordo. Todavía se excluyeron a más haitia-
nos de las barcas cuando se informó que el 10 por 100 de los admitidos eran porta-
dores del virw del sida.
El tema de la inmigración ilegal, dormido desde mediados de los años cincuenta,
volvió a primer plano a finales de los años setenta cuando la corriente de «ext:ranjcro1
indocument.adOS», sobre todo mexicanos, alcanzó proporciones de inundación. Q!ii·
zás Reagan exagerara cuando declaró en 1984 que «hemos perdido el control de nues-
tras fronteraS», pero su alarma era ampliamente compartida. Algunos estadouniden·
ses creían que los inmigrantes ilegales desplazaban a los trabajadores nativos, otros se
quejaban de que dependían sin derecho de la asistencia pública y suponían una gran
carga para las escuelas y los hospitales. Pero intereses especiales se oponían a la bús·
queda de una solución y hasta noviembre de 1986 no fue aprobada la Ley sobre In·
migración y C.Ontrol (Simpson-Rodino). Garantizaba la legalidad para los inmigran·
tes ilegales que pudieran probar una residencia continua en los &tados Unidos des-
de el 1 de enero de 1982 o antes, imponía penas a los patrones que a sabiendas
emplearan a extranjeros ilegales y establecía fondos adicionales para hacer cumplir la
ley de inmigración. Pero la respuesta al programa de amnistía fue indolente, sobre
todo debido a que muchos extranjeros ilegales temieron que su solicitud de una si-

572
tuación legal diera como resultado la deportación. De aquí que sólo alrededor de un
millón y medio de personas, de una estimación de tres o cuatro millones que ha-
brian podido solicitarlo, hubieran reclamado la amnistía cuando la ley apiró el 4 de
mayo de 1988. Como se había predicho, la ley no logró detener la afluencia ilegal.
Un intento de endurecimiento, que suponía mayores controles fronterizos, cercas de
cadenas de eslabones, monitores de circuito cerrado de televisión e incluso zanjas de
más de cuatro metros a lo largo de la frontera mexicana, sólo detectaron una peque-
ña fracción de las entradas ilegales. Y a pesa! de las fuertes multas, los patrones con-
tinuaron contratando extranjeros cuyos documentos eran patentemente falsos. La
conclusión en agosto de 1992 de un borrador sobre el Tratado de Libre Comercio
Norteamericano (I'LC) entre Canadá, los Estados Unidos y México llevó a predecir
que el crecimiento de la economía mexicana que resultaría del libre comercio signifi-
caría que menos mexicanos emigraran a los Estados Unidos. Pero para entonces, gra-
cias a una aplicación de la ley relajada, al fraude extendido y a la parálisis burocráti-
ca, los inmigrantes ilegales no sólo afluían de México. Miles de Irlanda y decenas de
miles de la antigua Unión Soviética entraban con visados temporales y luego pasaban
a la clandestinidad; los círculos de contrabando chinos apilaron núme~ aecientes
en las bodegas de los cargueros; y el viaje ilegal a través de Puerto Rico o las Islas Vír-
genes permitió a muchos caribeños alcanzar tierra firme estadounidense.
Mientras tanto, diversos grupos -liberales, hombres de negocios e irlandescs-es-
tadounidenscs- habían presionado para que hubiera cambios generales en las leyes
de inmigración. Su principal preocupación era que se debía dar más peso a lo que
podían aportar a los Estados Unidos y menos al hecho de tener familiares allí. Pero
resultó dificil reconciliar reclamaciones en competencia y sólo tras un prolijo deba-
te se acordó una medida de compromiso. La Ley sobre Inmigración de 1990 esta-
bleda que el límite anual de la inmigración (sin contar los refugiados) aumentarla
de 490.000 a 700.000 personas en 1992-1994 y descenderla a 675.000 en 1995. Más
de la mitad de los visados durante los tres primeros años se rcservarian para los pa-
rientes próximos de ciudadanos estadounidenses o de residentes permanentes, pero
el número de los admitidos porque poseían conocimientos de trabajo necesitados
en los Estados Unidos casi se triplicó a 140.000 al año. Se reconocieron las reclama-
ciones de los grupos étnicos influyentes reservando 40.000 visados anuales para per-
sonas de cpaíses de origen tradicionales» como hlanda, Italia y Polonia, que conta-
ba con una historia reciente de emigración y cuyos ciudadanos, por ello, habían sido
completamente excluidos por el sistema de preferencia familiar adoptado en 1965.
Se gratificó a los liberales mediante dos disposiciones, una que garantizaba un «abri-
go seguro» a los refugiados salvadoreños y otra que eliminaba del código barreras, al-
gunas provinientcs de décadas atrás, contra la entrada de comunistas, homosexuales
y enfermos de sida.

TEMAS SOCIALES: ABOIO"O, SIDA, DROGAS Y CONTROL DE ARMAS

Durante la etapa Reagan-Bu.sh ningún tema social provocó divisiones tan pro-
fundas o generó pasiones tan explosivas como el aborto. Hasta 1973 el asunto había
sido estatal, pero en el juiáo seguido por Roe contra Wade, el Tribunal Supremo ha-
bía invalidado la mayoria de las leyes estatales contra el aborto, decretando que las
mujeres tenían el derecho constitucional a abortar durante el comienzo del embara-

573
zo. Tras esta resolución, los antiabortistas (o defensores de la vida, como se denomi-
naron) hicieron una campaña para revocarla, mientras que los pro abortistas (o de-
fensores de la elección, como preferían ser llamados) trataron de extender los dere-
chos al aborto a estadios posteriores del embarazo. En la década de 1980 las actitudes
de ambas partes se endurecieron y el debate se fue agriando y volviéndose más emo-
cional. Las organizaciones defensoras de la vida gastaron grandes sumas en publici-
dad, bombanlearon a los politicos con literatura, atrajeron el apoyo de los predica-
dores televisivos e introdujeron multitud de proyectos de ley antiabortistas en las le-
gislaturas Cst:atales. Algunos de los defensores de la vida más radicales montaron
piquetes, sitiaron y a veces colocaron bombas en las clínicas abortistas, a la vez que
acosaban y aterrorizaban a las mujeres que acudían a ellas. Los grupos a favor de la
elección tardaron más en organizarse, pero acabaron equiparándose a sus adversarios
en todo menos la violencia, además de alistar a grupos feministas, activistas de los de-
rechos civiles y celebridades de Hollywood para encabezar manifestaciones masivas
contra cualquier cambio de la ley. La batalla culminó en el verano de 1989 con la de-
cisión del Tribunal Supremo en el juicio seguido por Webster contra Reproduct:Íft
Health Serviccs. El Tribunal rehusó revocar la sentencia del caso Roe contra Wade,
como esperaba el presidente Bush, pero se consideró que la había erosionado al ins-
tar a cada estado a redactar sus propias leyes sobre el aborto. Aunque unos cuantos
estados respondieron adoptando nuevas restricciones, un número mayor lo rechazó.
Las encuestas de opinión sugerían que el pueblo estaba confuso sobre el tema: casi la
mitad de los encuestados creían que el aborto era equivalente al asesinato, pero el 87
por 100 pensaba que debía permitirse si la salud de la mujer estaba en peligro. El Tri-
bunal Supremo pareció estar también dudoso. Mientras que en una serie de casos sos-
tuvo las leyes que limitaban la legalidad del aborto, reafirmó en el juicio seguido por
Planncd Parenthood of Pennsylvania contra Casey (1992) que el derecho básico de
una mujer a decidir un aborto era «una regla del derecho y un componente de la li-
bCitad al que no podemos renunciar».
C.On mucho, el problema social más alannante del periodo fue la extensión del
sida (síndrome de inmunodeficiencia adquirida), una nueva y mortal enfermedad
para la que no se conocía cura o tratamiento. Aunque los primeros casos que fueron
reconocidos como tales ocurrieron en 1981, más de 100.000 estadounidenses murie-
ron de ello en los diez años siguientes y entre diez y veinte veces esa cantidad resul-
taron infectados con el virus. El principal grupo de afectados fueron los hombres ho-
mosexuales (que supusieron el 60 por 100 de las muertes durante la década) y los
usuarios de drogas intravenosas, en especial quienes compartían las agujas. Pero no
pasó mucho tiempo antes de que la enfermedad apareciera entre los heterosexuales
de ambos sexos, así como entre los niños. Fue desproporcionadamente común entre
las minorías raciales: en 1989 más del 85 por 100 de las mujeres con sida de Nueva
York eran hispanas o negras y el 90 por 100 de los niños. Las dos ciudades más afec-
tadas fueron Nueva York y San Francisco. En la primera, el sida se convirtió en la ter-
cera causa de muerte, tras el cáncer y las enfermedades coronarias, y el principal ase-
sino de mujeres veinteañeras. San Francisco tuvo menos casos que Nueva York, pero
como era menor y tenía una población homosexual inusualmente grande, fue más
devastada; en 1985 ya moría de sida un residente de la ciudad todos los días y dos
más caían enfermos.
El hecho de que los primeros casos registrados aparecieran entre los homosexua-
les reforzó los piquicios contra ellos y puso otra vez a la defensiva a una minoría que

574
había aumentado su rcafinnación personal. Los homosexuales infonnaron de núme-
ros crecientes de despidos infundados, falta de promoción y finalización de alquile-
res. Aumentó la violencia y el acoso antigay; se detuvo la aprobación de leyes sobre
los derechos de los gays e incluso se invirtieron; algunos empleadores, incluidos di-
versos mganismos gubernamentales, ejercieron con mayor frecuencia la discrimina·
ción contra los homosexuales que contra cualquier otra minoría; las fuenas armadas
les fueron prohibidas por completo. La ignorancia y los errores sobre la enfermedad
afectaron el modo como fueron tratadas sus víctimas. Hubo penosas historias de ni·
ños excluidos de las escuelas públicas por padecer sida o tratados como parias cuan·
do eran admitidos, de personas enfermas rechazadas por sus familiares aterrorizados,
de equipos de ambulancia que se negaban a llevarlos al hospital y de funerarias que
se resistían a ocuparse de sus cuerpos. Sin embargo, cuando se hizo público que di·
versas celebridades del cinc, el teatro y los deportes habían sido víctimas del sida, mi-
llones de estadounidenses empezaron a sentir compasión por ellas y probablemente
aumentó la tolerancia.
El gobierno de Reagan respondió con lentitud a la urgencia sanitaria y, cuando lo
hizo, fue de furma confusa y vacilante. No resultaba demasiado sorprendente puesto
que no sólo los círculos oficiales, sino las comisiones presidenciales nombradas al
efecto e incluso los científicos y médicos se mostraban divididos en campos opuestos
en temas como los análisis de sangre obligatorios, el carácter confidencial de los re-
sultados, los preservativos y la educación sexual. Faltó poco para que la política de de-
tección del sida que Reagan anunció en mayo de 19g'J apoyara la obligatoriedad ge-
neral de la prueba que demandaba la extrema dcrec:ha, pero la extendió a los internos
en prisiones federales y posibles emigrantes (ya existía para todos los reclutas milita·
res). El presidente también recomendó que los estados realizaran la prueba a las pa·
rejas que solicitaban licencia de matrimonio, pero los que consideraron la propuesta
la rechazaron. El Congreso fue, cuando poco, aún más irresoluto que el gobierno.
En 1987 dio carpetazo a la legislación que prohibía la discriminación contra los h~
mosexuales y que aseguraba el carácter confidencial de los resultados de los análisis
de sangre, mientras que el Senado retiró los fondos de los programas de educación
sobre el sida que «promocionaban o futnentaban• las relaciones homosexuales.
Mientras tanto, la epidemia de drogas empeoraba en los Estados Unidos. En 1986,
según una comisión presidencial, el ttáfico de drogas era «el problema más serio que
presentaba el crimen organ;zado•. En el mismo año más de la mitad de las personas
detenidas por delitos graves en las ciudades de Nueva York y Washington eran adic·
tos a las drogas. Aunque la adicción a la heroína no aumentó e incluso puede que
descendiera, la cocaína y el aac:lc, su barato, potente, fácil de obtener y altamente
adictivo derivado, atrapó a millones de personas y no sólo del centro de las ciudades.
Los informes de los jueces de instrucción y las estadísticas de las admisiones en los
servicios de urgencias de los hospitales hablaban de una rápida extensión de la plaga
de la cocaína. Aún más horroroso fue el hecho de que en 1989 nacieran un total
de 375.000 bebés estadounidenses adictos al crack o la heroína.
Reagan prometió hacer del control de la droga un tema central de su presidencia
y, de hecho, la suma gastada en luchar contra sus proveedores se triplicó con creces
entre 1981 y 1986. Las incautaciones de cocaína ascendieron durante el mismo pe-
riodo de dos toneladas a veintisiete y los organismos estatales se hicieron con canti·
dades semejantes. Las detenciones por acusaciones sobre droga aumentaron y se en·
durecieron las sentencias. El gobierno también trató de detener el flujo de drogas des·

575
de los países suministradores: en 1986 envió un equipo militar a Bolivia para ayudar
a sus autoridades en su guerra contra la producción de cocaína. Pero el foco principal
de la política sobre drogas de Reagan fue la intercepción y la detención en lugar de la
campaña de prevención que su esposa, Nancy Reagan, promocionaba con «sólo di
que no•. Rodeado de gran publicidad, el presidente Bush estableció una nueva Ofi.
cina de Política Nacional sobre Control de Drogas, pero la prevención continuó sien·
do, en palabras del &tmomist de Londres, «la hijasta descuidada de la política sobre
diogaP.
Jumo con la preocupación sobre las drogas, y en gran medida como resultado de
ésta, se extendió el miedo a los delitos violentos. Un informe del Comité Judicial del
Senado de 1992, tras señalar que el delito violento había aumentado en un 516
por 100 desde 1960 aunque la población sólo lo había hecho un 41 por 100, den~
minaba a los &tados Unidos «la nación más violenta y autodestructiva de la Tierra».
Sin duda, eran mucho más violentos que otros países desarrollados. Las 23.000 muer-
tes ocurridas en 1990 le conferían una tasa de asesinatos de 95 por millón anuales,
comparados con los 4,5 por millón de Gran Bretaña. Los jóvenes negros cometían
una cuota desproporcionada de ellos -quizás un 50 por 100 del total-, pero tam-
bién eran las víctimas más comunes: tenían diez veces más probabilidades de ser ase-
sinados que sus semejantes blancos. Casi la mitad de las-víctimas de los asesinatos te-
nían entre quince y veintinueve años, y una proporción creciente eran niños. No ha-
bía nada nuevo sobre la propensión estadounidense al asesinato, pero sí en el hecho
de que el crimen violento era ahora galopante no sólo en los guetos de las grandes
ciudades, sino en los barrios de las afueras, en los pueblos pequeños e incluso en el
campo hasta entonces tranquilo. Al mismo tiempo, se estaba haciendo más brutal,
irracional y aleatorio.
En dos tercios de los asesinatos se utilizaron pistolas. Según las estadísticas oficia-
lés, había más de 66 millones de ellas en circulación en los Estados Unidos el
año 1992, aunque otras estimaciones sugieren que había más de dos o tres veces esa
cantidad. La mayoría, según sus propietarios, se guardaban en casa como una pre-
caución prudente contra el crimen aleatorio. Pero las pistolas, con fiecuencia se-
miautomáticas, eran comunes en muchas calles y escuelas urbanas. No obstante, aun-
que las encuestas mostraban que la mayoría de los estadounidenses estaban a favor
de medidas sobre su uso más estricto, la Asociación Nacional del Rifle (NRA) halló
un amplio apoyo para la campaña que desarrolló en su contra. Basándose en una du-
dosa y engañosa interpretación de la Segunda Enmienda a la Constitución, que ga-
rantiza el derecho del ciudadano a llevar armas, consideraba los controles sobre la
venta y la posesión de pistolas una restricción injustificable de la libertad personal. Pa-
saron siete años de batalla y presión constante de tres presidentes -Reagan, Bush y
Clinton- hasta que el Congreso estuvo al fin dispuesto en 1993 a desafiar a la NRA
y aprobar el proyecto de Ley Brady (nombre del seactario de prensa del presidente;
que sufiió un atentado perpetrado por la persona que trató de asesinar a Reagan
en 1981). Era una medida endeble que requería esperar sólo cinco días para comprar
una pistola y que tenía pocas posibilidades de resultar efectiva puesto que muchos es-
tados ya tenían leyes similares y que además la mayoría de los asesinos no compra-
ban sus annas en w armerías.
La falta de corrección de estos problemas sociales y otros -pobreza, desempleo,
carencia de hogar, niveles educativos en descenso y el coste creciente del cuidado de
la salud- sólo fue parte de la razón por la que el optimismo de los años de Reagan

576
dio paso a la duda y la actitud defensiva cuando los americanos se disponían a cele-
brar el quinto centenario del desembarco de C.Olón en 1492. El miedo al declive ec~
nómico también era ICSponsable. Aunque el problema inmediato era la recesión, las
tendencias a largo plazo parecían aún más preocupantes. La economía estadouni-
dense casi había cesado de crecer durante un cuarto de siglo; los salarios reales, que
habían aumentado de fonna pronunciada en las décadas inmediatamente posterioICS
a la Segunda Guena Mundial, habían caído después de modo constante, hasta que
en 19'irl volvieron a los niveles de 1962. La cuota que correspondía a los Estados Uni-
dos del producto mundial bruto había caído del 50 por 100 a finales de los años cua·
renta al 23por100 en 1990, la del comercio mundial, del 22por100 a menos del 10
por 100. Mientras que habían perdido algo de su ventaja competitiva en los merca·
dos mundiales, la mayoría de su industria había caído en manos de extranjeros y, gra·
cías a los ingentes préstamos del exterior para financiar su creciente déficit presu·
puestario, el país más rico del mundo se había convertido en el más endeudado. No
es sorprendente que los estadounidenses fueran ahora menos optimistas sobre el fu.
turo. Se habían dado cuenta de que el Sueño Americano sería más dificil de lograr
que antes, que sus hijos estarían en peores condiciones que ellos y que soportarían
una carga más dura en el cuidado de los ancianos. No obstante, el debate público sus-
citado por estas preocupaciones sugirió que se había superado el pesimismo. Aunque
la economía estadounidense tenía puntos débiles, los informes sobre su precariedad
se habían exagerado, ya que seguía duplicando el tamaño de su competidor más pró-
ximo, Japón. El ingreso medio continuaba siendo más alto que el de ningún otro
país, motivo en gran medida por el que los Estados Unidos seguían siendo una meca
incomparable para los pobICS del mundo. Y aunque su dominio ya no era lo que ha-
bía sido, sólo ellos poseían la combinación de recursos económicos y militares nece-
sarios para ser considerados una supeipotcncia.

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Mapas
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11.

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""ou OCÉANO
ATLANTICO

11 CI SanJuan .:
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PUERlORICO

Altura en metros
-Másde3000
- de 2000 a 3000
CJ de 500 a 2000
D deOaSOO
Golfo de México

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O 100 200 300 millas

Mapa 1. Mapa fisico de los Estados Unidos (basado en Gamty, Tbt American NlllÍJm, HaJ]>Cl' and Row, 1975).
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MONTANA


San Juan Lzº
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PUERTO RICO
T E X A

O 100 200 300 millas


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Mapa 2. Mapa político de los Estados Unidos (basado en Gamty, '/1Je Á""1'Ítlaf Nt11Íl111, Harper and Row, 1975).
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Conceaión 11 Baltimore 1632

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~rolina, carta de 19113 DEL NORJY

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a las Compoñlas de Vupoia de Loadm
y Plymouth m 1606. u -.palla de Loadm
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OCÉANO .-.dla dado d pualdo 34 al 41,
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ATLÁNTICO -elponlelo38yel45. Eala""""quo
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o 200 400millas .,..am11 .. -..... bocioe1.-
y la maidicmal bocio el-.

Mapa 3. Concesiones coloniales (basado en Fax, At/4s o/America1r Hislmy, OUP, 1964).

615
Inglés
CJ Francés
O Espaflol
Disputado

~--
.•. •....

Mapa 4. La lucha por Ammca (basado en Parkes, 7be lJniwl Slilles, Knopf, 1959).

616
Colonizados antes de 1700

c;::;J Colonizados entre 1700 y 1763


"'""'" Linea de declive

- Linea de proclamación de 1763

O 50 100 150 200 millas

Mapa 5. c.olonias inglesas de tima finnc, 1763 (basado en Wdliams ttlli..A HisfQry<ftbt U.S., Knopf, 1964).

617
llf Victoria británica
q Victoria americana
__.;;:.. Movimientos británicos
- ~ - Movimientos americanos
o 50 100 millas

Mapa 6. Las campaiias dd Norte, 1775-1m (basado en Morrison, Commagcr y Lcuchtmburg; Cona.se
Hiskwy t(tht .Americlln &ple, OUP, 1979).

618
rvff S ·

- Principales movimiemos
brit6nicos

- - • Prfnclpeles movimientos
americano•
GA.
"' Victoria britllnica
q Victoria americen•

A Campememo

o 25 50 75 millas

Mapa 7. Escenario de la gucna en d Sur, 1779-1781 (basado en Morrison, Commagcry l.cuchtenbwg,


Cmrtist Hislmy <ftht Awuriun Prople, OUP, 1979).

619
o

• ueva York OCÉANO


deltia ATLÁNTICO

D Limites de los trece


estados originales.
Sus nombres
aparecen en
negrita
..-~
a.. _ I Limites de los
nuevos
estados. las
fechas son las
-~... ~ de su admisión
~ .U en la Unión
Golfo de M6xlco

.•.-· [:/ ~,
"'() ~

o 400 millas

Mapa 8. La nueva naáón (basado en Fax, Atlas<(Ameriutn Hislmy, OUP, 1964).

620
O NE S
¡...; dt/t--icode 1Me
TERRITORIO • ' -. -- Cetldo pcw G.I.
DE OREGÓN ,_,,- ...... ~1119
1846 Urna,.,,.,
'
~
di LuiaUna
.
I
,
; I

COMPRA
DE LUISIANA
1803

CESIÓN MEXICANA
1848

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e?')
D i':>~ "
-
~
Mapa 9. Cimmicnto de los Estados Unidos, 1776-1853 (basado en Wcsley, 0#1' Unitd Sta/a: /Is Histmy in Mll/'S, Dcnoycr-Gcppcrt C.o., 1956).
OCÉANO
ATLÁNTICO

Golfo de M6xico

Canales v ríos
canalizados
Ferrocarriles construidos
hasta 1840
Ferrocarriles construidos
entre 1840 y 1850

o 250 millas

Mapa 10. Ferrocarriles y canales, 1840-1850 (basado en Fox, Atlas tfAmnican History, OUP, 1964).

622
TERRITORIO \ .. _ ~

--....... -- -
DE OREGÓN "······.
····.(·...
~ G-~ - ~-

Texaa. (Rep. independiente


1836-1845; Anexk>Mda
por loa EE. UU. 1845)

- Territorio disputado
por México y EE. UU.;
cedido por México 1848
c:J Cedido por México 1848
Lfnea limftrofe entre EE. UU.
y México después del tmado o 250 500millas
de Guadalupe Hidalgo

Mapa 11. La guerra mexicana (basado en Wdliams d 111., A Hislmy <(/he U.S., Knopf: 1964).

623
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IOWA
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urllngton : ' Chicago
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Ís.tlul• 41\
, ILLINOIS '.
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: --·-··-· lo

\ TEXAS [=:J Estados libres



"·....,,-"""', Houston • ~ Estados esclavistas
t. - Territorios
\
'· o 400millas

Mapa 12. Vlapcraa de la ¡uem civil (buado en Fm. AllAs qfA""'""11 Hisloo, OUP, 1964).
a:
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__

1 Estados
de la Unión
TEXAS - Estados
. limftrofes
(F':,;-, 1Estados
confederados

Mapa 13. La guerra civil, 1861-1865 (basado en Parkes, The Unilui Statts, Knopf, 1959).

625
~ ~
TERRITORIO •Bismarck
DE MONTANA
Wahpeton
OREGÓN
TERRITORIO
DE DAKOTA
Pierre

Deadwood

Denver,
o COLORAiDó'
'11 Colorado+
.,. Springs '!
Pueblo \\!$ANSA?
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Santa Fe tf.llt~!t
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ORGANIZADO
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DE ARIZONA ·;;;: " ; Ft :Reno
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- Principales
ferrocarriles
TERRITORIÉO/ D
NUEVO M XIC
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de la expansión • ª
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hacia el oeste
Rutas ganaderas
•1n11 T E ~ X i J; A
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O 250 millas \ / fHoustorp~
Banderaé ¡ ¡ .
San Antonio

Mapa 14. El nuevo Oeste (basado en Fax, A"'1s <fA1'r#ÑAll H~, OUP, 1964).
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Mar
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21apt. 1945

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Sai.,.n
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Rota0 Tinlan
Guam

.,.__ _ Ofensiva aérea aliada


~. Ataques terrestres
o navales aliados
,.___ Invasión soviética
o 250 500 millas de Corea

Mapa 15. Estadios finales de la guerra en el Pacifico (basado en Williams d 111.., A Hislmy <ftht Unikd
S1t11a, Knopf, 1964).

627
110º
CH 1 NA

18º
Séptima Rota EE. UU.

G o /fo
de Siam 10º

o
-----
PARALELO 17

-ti:Principales bases
estadounidenses
- - Trayecto de Ho Chi Minh
o 50 100 150 millas
1 1 1 ""'" Trayecto de Sihanouk

Mapa 16. La guerra de Vietnam (basado en Morison, Commager y Leuchtmbwg. Tbe GTOflllh tftht Aw.
rican Re¡ntlJlic, 7! cd., OUP, 1980).

628
Cuadros
°'
w
o
CUADRO l. Población de los Estados Unidos: 1790-1990

Dmli6ay-- 1790 1800 1810 1820 1830 1840 1150 1860 1870 1880

ESTAOOS UNIDOS 3.929.214 5.308.483 7.239.881 9.638.453 12.866.020 17.069.453 23.191.876 31.443.321 39.818.449 50.189.209

N-1~11 l.009.408 1.233.011 l.471.973 l.660.071 l.954.717 2.234.822 2.728.116 3.135.283 3.487.924 4.010.529
Maine 96.540 151.719 228.705 298.335 399.455 501.793 583.169 628.279 626.915 648.936
NuevaHam~ 141.885 183.858 214.160 244.161 269.328 284.574 317.976 326.073 318.300 346.991
Vermont 85.425 154.465 217.895 235.981 280.652 291.948 314.120 315.098 330.551 332.286
Massachusetts 378.787 422.845 472.040 523.287 610.408 737.699 994.514 1.231.066 l.457.351 l.783.085
Rhode Island 68.825 69.122 76.931 83.059 97.199 108.830 147.545 174.620 217.353 276.531
Connecticut 237.946 251.002 261.942 275.248 297.675 309.978 370.792 460.147 537.454 622.700

AdlnliaJ Mtilio 952.632 l.402.565 2.014.702 2.699.845 3.587.664 4.526.260 5.898.735 7.458.985 8.810.806 10.496.878
Nueva York 340.120 589.051 959.049 l.372.812 l.918.608 2.428.921 3.097.394 3.880.735 4.382.759 5.082.871
Nueva Jersey 184.139 211.149 245.562 2n.575 320.823 373.306 489.555 672.035 906.096 l.131.116
Pcnsilvania 434.373 602.365 810.091 l.049.458 1.348.233 l.724.033 2.311.786 2.906.215 3.521.951 4.282.891

At/Jntico S"' l.851.806 2.286.494 2.674.891 3.061.063 3.645.752 3.925.299 4.679.090 5.364.703 5.835.610 7.597.197
Delawarc 59.096 64.273 72.674 72.749 76.748 78.085 91.532 112.216 125.015 146.608
Maryland 319.728 341.548 380.546 407.350 447.040 470.019 583.034 678.049 780.894 934.943
Dist. de Columbia 8.144 15.471 23.336 30.261 33.745 51.687 75.080 131.700 ln.624
Vuginia 747.610 886.149 983.152 l.075.069 1.220.978 l.249.764 l.421.661 l.596.318 1.225.163 l.512.565
Vuginia Occidental 442.014 618.457
Carolina del Norte 393.751 478.103 555.500 638.829 737.987 753.419 869.039 992.622 l.071.361 1.399.750
Carolina del Sur 249.073 345.591 415.115 502.741 581.185 594.398 668.507 703.708 705.606 995.5n
Geoigia 82.548 162.686 252.433 340.989 516.823 691.392 906.185 l.057.286 l.184.109 l.542.180
Florida 34.730 54.4n 87.445 140.424 187.748 269.493

Zmrll <Alrlll (S11mt1) 109.368 335.407 708.590 l.190.489 l.815.?69 2.575.445 3.363.271 4.020.991 4.404.445 5.585.151
Kmtucky 73.6n 220.955 406.511 564.317 687.817 n9.828 982.405 l.155.684 1.321.011 1.648.690
Tennessee 35.691 105.602 261.727 422.823 681.904 829.210 l.002.717 l.109.801 1.258.520 l.542.359
Alabama 1.250 9.046 127.901 309.527 590.756 nl.623 964.201 996.992 l.262.505
Misisipl 7.600 31.306 75.448 136.621 375.651 606.526 791.305 827.922 l.131.597
z- Cmnl{Sitrwsll) n.618 167.680 246.127 449.915 940.251 1.747.667 2.0ZU69 no
Amnsas 1.062 14.273 30.388 97.574 209.897 435.450 484.471 802.525
Luisima 76.556 153.407 215.739 352.411 517.762 708.002 726.915 939.946
Oldahoma
Texas 212.592 604.215 818.579 1.591.749
u- Cmnl (Nurrslit) 51.006 272.324 792.719 1.470.018 2.924.728 4.523.260 6.926.884 9.124.517 11.206.668
Ohio 41.365 230.760 581.434 937.903 1.519.467 1.980.329 2.339.511 2665.260 3.198.062
Indiana 5.641 24.520 147.178 343.031 685.866 988.416 1.350.428 1.680.637 1.978.301
Dlinois 12.282 55.211 157.445 476.183 851.470 1.711.951 2.539.891 3.077.871
Michigan 4.762 8.896 31.639 212.267 397.654 749.113 1.184.059 1.636.937
W°ISCODSÍn 30.945 305.391 775.881 1.054.670 1.315.497
z- Cotlrtli (Noroa11) 19.783 66.586 140.455 426.814 880.335 2.169.832 3.856.594 6.157.443
Minnesoa 6.077 172.023 439.706 780.773
lowa 43.112 192.214 674.913 1.194.020 1.624.615
Miswi 19.783 66.586 140.455 383.702 682.044 1.182.012 1.721.295 2.168.380
Daliota dd Norte 4.837 2.405 36.909
Daliota del Sur 11.776 98.268
Nebrub 28.841 122.993 452.402
Kansas 107.206 364.399 996.096

MOlllllÑu 72.927 174.923 315.385 653.119


Montana 20.595 39.159
ldaho 14.999 32.610
Wyoming 9.118 20.789
Colorado 34.277 39.864 194.327
NuevoMáico 61.547 93.516 91.874 119.565
Arizona 9.658 40.440
Utah 11.380 40.273 76.786 143.963
Nevada 6.857 42.491 62.266
P«fit.o 105.871 444.0S3 675.125 1.148.004
Washington 1.201 11.594 23.995 75.116
Orqón 12.093 52.465 90.923 174.768
Califomia 92.597 379.994 560.247 864.694
33.426

-°'
Absb
~ Hawai
°'
<.ú
N
Población de los Estados Unidos: 1790-1990 (continuación)
Dmliómr...., 1890 1900 1910 1920 19JO 1940 1950 1960 1970 1910 1990

ESTADOS UNIDOS 62.979.766 76.212.168 92.228.622 106.021.568 123.202.660 132.165.129 151.325.798 179.323.175 203.l84.n2 226.504.825 248.709.873

N-~ 4.700.749 5.592.017 6.552.681 7.400.909 8.166.341 8.437.290 9.314.453 10.509.367 11.847.186 12.348.493 13.206.943
Maine 661.086 694.466 742.371 768.014 797.423 847.226 913.n4 969.265 993.663 1.124.660 1.227.928
Nueva Hampshire 376.530 411.588 430.572 443.083 465.293 491.524 533.242 606.921 737.681 920.610 1.109.252
Vcrmoot 332.422 343.641 355.956 352.428 359.611 359.231 3n.747 389.881 444.732 511.456 562.758
Massachusctts 2.238.947 2.805.346 3.366.416 3.852.356 4.249.614 4.316.721 4.690.514 5.148.578 5.689.170 5.737.037 6.016.425
Rhodclsbnd 345.506 428.556 542.610 604.397 687.497 713.346 791.896 859.488 949.723 947.154 1.003.464
Connccticut 746.258 908.420 1.114.756 1.380.631 1.606.903 1.709.242 2.007.280 2.535.234 3.032.217 3.107.576 3.287.116

At/JnJico Mulio 12.706.220 15.454.678 19.315.892 22.261.144 26.260.750 27.539.487 30.163.533 34.168.452 37.152.813 36.788.174 37.602.286
Nueva York 6.003.174 7.268.894 9.113.614 10.385.227 12.588.066 13.479.142 14.830.192 16.782.304 18.190.740 17.557.288 17.990.455
NunaJmey 1.444.933 1.883.669 2.537.167 3.155.900 4.041.334 4.160.165 4.835.329 6.066.782 7.168.164 7.364.158 7.730.188
Pemilvania 5.258.113 6.302.115 7.665.lll 8.720.017 9.631.350 9.900.180 10.498.012 11.319.366 11.793.909 11.866.728 11.881.643

A t/JnJico s,,, 8.857.922 10.443.480 12.194.895 13.990.272 15.793.589 17.823.151 21.182.335 25.971.732 30.671.337 36.943.139 43.566.853
Dclawarc 168.493 184.735 202.322 223.003 238.380 266.505 318.085 446.292 548.104 595.225 666.168
Muyland 1.042.390 1.188.044 1.295.346 1.449.661 1.631.526 1.821.244 2.343.001 3.100.689 3.922.399 4.216.446 4.781.468
Dist de Columbia 230.392 278.718 331.069 437.571 486.869 663.091 802.178 763.956 756.510 637.651 606.900
Vuginia 1.655.980 1.854.184 2.061.612 2.309.187 2.421.851 2.6n.n3 3.318.680 3.966.949 4.648.494 5.346.279 6.187.358
Vuginia Occidental 762.794 958.800 1.221.119 1.463.701 1.729.205 1.901.974 2.005.552 1.860.421 1.744.237 1.949.644 l.793.4n
Carolina del Norte 1.617.949 1.893.810 2.206.287 2.559.123 3.170.276 3.571.623 4.061.929 4.556.155 5.082.059 5.874.429 6.628.637
Carolina del Sur 1.151.149 1.340.316 1.515.400 1.683.724 1.738.765 1.899.804 2.117.027 2.382.594 2.590.516 3.119.208 3.486.703
Georgia 1.837.353 2.216.331 2.609.121 2.895.832 2.908.506 3.123.723 3.444.578 3.943.116 4.589.575 5.464.265 6.478.216
Florida 391.422 528.542 752.619 968.470 1.468.211 1.897.414 2.nl.305 4.951.560 6.789.443 9.739.992 12.937.926

:zo,,¡, CauNJ {Sltmú) 6.429.154 7.547.757 8.409.901 8.893.307 9.887.214 10.778.225 ll.4n.181 12.050.126 12.804.552 14.662.882 15.176.284
Kentucky 1.858.635 2.147.174 2.289.905 2.416.630 2.614.589 2.845.627 2.944.806 3.038.156 3.219311 3.661.433 3.685.296
Tcnncssec 1.767.518 2.020.616 2.184.789 2.337.885 2.616.556 2.915.841 3.291.718 3.567.089 3.924.164 4.590.750 4.8n.185
Alabama 1.513.401 1.828.697 2.138.093 2.348.174 2.646.248 2.832.961 3.061743 3.266.740 3.444.165 3.890.061 4.040.587
Misisipl 1.289.600 1.551.270 1.797.114 1.790.618 2.009.821 2.183.796 2.178.914 2.178.141 2.216.912 2.S20.638 2.573.216
Zmw Corlrlll(SlllWSá) 4.740.983 6.532.290 8.784.534 10.242.224 12.176.830 13.064.525 14.537.572 16.951.255 19.322.458 23.743.134 26.702.793
Arkansas 1.128.211 1.311.564 1.574.449 1.752.204 1.854.482 1.949.387 1.909.511 1.786.272 1.923.295 2.285.513 2.350.725
Luisiana 1.118.588 1.381.625 1.656.388 1.798.509 2.101.593 2.363.880 2.683.516 3.257.022 3.643.180 4.203.972 4.219.973
Oldahoma 258.657 790.391 1.657.155 2.028.283 2.396.040 2.336.434 2.333.351 2.328.284 2.559.253 3.025.266 3.145.585
Texas 2.235.527 3.048.710 3.896.542 4.663.228 5.824.715 6.414.824 7.711.194 9.579.677 11.196.730 14.228.383 16.986.510
Zmw Corlrlll (NtmSle) 13.478.305 15.985.581 18.250.621 21.475.543 25.297.185 26.626.342 30.309.368 36.225.024 40.252.678 41.669.738 42.008.942
Ohio 3.672.329 4.157.545 4.767.121 5.759.394 . 6.646.697 6.907.612 7.946.627 9.706.397 10.652.017 10.797.419 10.847.115
Indiana 2.192.404 2.516.462 2.700.876 2.930.390 3.238.503 3.427.796 3.934.224 4.662.498 5.193.669 5.490.179 5.544.159
lllinois 3.826.552 4.821.550 5.638.591 6.405.280 7.630.654 7.897.241 8.712.176 10.081.158 11.113.976 11.418.461 11.430.602
Michigan 2.093.890 2.420.982 2.810.173 3.668.412 4.842.325 5.256.106 6.371.766 7.823.194 8.875.083 9.258.344 9.295.297
Wasconsin 1.693.330 2.069.042 2.333.860 2.632.067 2.939.006 3.137.587 3.434.575 3.951.m 4.417.933 4.705.335 4.891.769
Zmw CorlTtll (Noroesk) 8.932.112 10.347.423 11.637.921 12.544.249 13.296.915 13.516.990 14.061.394 15.394.115 16.324.389 17.184.066 17.659.690
Minnesota 1.310.283 1.751.394 2.075.708 2.387.125 2.563.953 2.792.300 2.982.483 3.413.864 3.805.069 4.077.148 4.375.099
Iowa 1.912.297 2.231.853 2.224.771 2.404.021 2.470.939 2.538.268 2.621.073 2.757.537 2.825.041 2.913.387 2.776.755
Misuri 2.679.185 3.106.665 3.293.335 3.404.055 3.629.367 3.784.664 3.954.653 4.319.813 4.677.399 4.917.444 5.117.073
Dakota del Norte 190.983 319.146 577.056 646.872 680.845 641.935 619.636 632.446 617.761 652.695 638.800
Dakota del Sur 348.600 401.570 583.888 636.547 692.849 642.961 652.740 680.514 666.257 690.178 696.004
Nebraska 1.062.656 1.066.300 1.192.214 1.296.372 1.377.963 1.315.834 1.325.510 1.411.330 1.483.791 1.570.006 1.178.385
l<ansas 1.428.108 1.470.495 1.690.949 1.769.257 1.880.999 1.801.028 1.905.299 2.178.611 2.249.071 2.363.208 2.477.574
M"""1iW 1.213.935 1.674.657 2.633.517 3.336.101 3.701.789 4.150.003 5.074.998 6.855.060 8.283.585 11.368.330 13.658.776
Montana 142.924 243.329 376.053 548.889 537.606 559.456 591.024 674.767 694.409 786.690 799.065
Idaho 88.548 161.772 325.594 431.866 445.032 524.873 588.637 667.191 713.008 943.035 1.006.749
Wyoming 62.555 92.531 145.965 194.402 225.565 250.742 290.529 330.066 332.416 470.816 453.588
Colorado 413.249 539.700 799.024 939.629 1.035.791 1.123.296 1.325.089 1.753.947 2.207.259 2.888.834 3.294.394
Nuevo México 160.282 195.310 327.301 360.350 423.317 531.818 681.187 951.023 1.016.000 1.299.968 1.515.069
Amona 88.243 122.931 204.354 334.162 435.573 499.261 749.587 1.302.161 l.m.482 2.717.866 3.665.228
Utah 210.779 276.749 373.351 449.396 507.847 550.310 688.862 890.627 1.059.273 1.461.037 1.722.850
Nevada 47.355 42.335 81.875 77.407 91.058 110.247 160.083 285.278 488.738 799.184 1.201.833
Pll/ffeo 1.920.386 2.634.285 4.448.660 5.877.819 8.622.047 10.299.116 15.114.964 21.198.044 26.525.744 31.796.869 39.127.306
Wuhin¡ton 357.232 518.103 1.141.990. 1.356.621 1.563.396 1.736.191 2.378.963 2.853.214 3.409.169 4.130.163 4.866.692
Orqón 317.704 413.536 672.765 783.389 953.786 1.089.684 1.521.341 1.768.687 2.091.385 2.632.663 2.842.321
Califumia 1.213.398 1.485.053 2.377.549 3.426.861 5.677.251 6.907.387 10.586.223 15.717.204 19.953.134 23.668.562 29.760.021
Alasb 32.052 63.592 64.356 55.036 59.278 72.524 128.623 226.167 302.173 400.481 550.043
Hiwai 154.001 192.000 255.912 368.336 423.330 499.794 632.772 769.913 965.000 1.108.229
e
t.._¡ Fuente: Hisloriul StMistics<fd# U11ÍtdSttitay 11le Worl4A"""11Ac. .. 1982: Rrport<fd# U. S. C-.SB-. 8 de Mano de 1991
CUADRO 2. Inmigración a los Estados Unidos: 182~1992

1821-1830 151.824
1831-1840 599.125
1841-1850 1.713.251
1851-1860 2.598.214
1861-1870 2.314.824
1871-1880 2.812.191
1881-1890 5.246.613
1891-1900 3.687.564
1901-1910 8.795.386
1911-1920 5.735.811
1921-1930 4.107.209
1931-1940 528.431
1941-1950 1.035.039
1951-1960 2.515.479
1961-1970 3.321.677
1971-1980 4.493.314
1981-1990 7.338.062
1991-1992 2.801.144

Fuente: U. S. Inmigración y Scivicio de Naturalización, 1993


CuAOllo 3. Admisión de Estados en la Unión•
1 Delaware 7 Dic., 1787 26 Michigan 26En., 1837
2 Pensilvania 12 Dic., 1787 27 Florida 3Mar., 1845
3 Nueva Jersey 18 Dic., 1787 28 Texas 29 Dic., 1845
4 Georgia 2F.n.,1788 29 Iowa 28 Dic., 1846
5 Connecticut 9En., 1788 30 Wisconsin 29 Mq., 1848
6 Massachusetts 6Feb., 1788 31 California 9SepL, 1850
7 Maiyland 28All., 1788 32 Minnesota 11 May., 1858
8 Carolina del Sur 23 Mq., 1788 33 Orcgón 14 Feb., 1859
9 Nueva Hampshire 21 ]1111., 1788 34 Kansas 29En., 1861
10 Vuginia 25]1111., 1788 35 Vuginia Occidental 19]1111., 1863
11 Nueva York 26]1Ú., 1788 36 Nevada 31Oa.,1864
12 Carolina del Norte 21 N'11J., 1789 37 Nebraska 1Mar.,1867
13 Rhode Island 29 Mq., 1790 38 Colorado 1Ag.,1876
14 Vennont 4 Mar., 1791 39 Dakota del Norte 2 NOfJ., 1889
15 Kentucky 40 Dakota del Sur 2 N(lfJ., 1889
1'""·· 1792 8 NOfJ., 1889
16 Tennessee 1]1111., 1796 41 Montana
17 Ohio 1 Mttr., 1803 42 Washington 11 NOfJ., 1889
18 Luisiana 30Ab., 1812 43 Idaho 3jltl., 1890
19 Indiana 11Dic.,1816 44 Wyoming JO]IÚ., 1890
20 Misisipí JO Dic., 1817 45 Utah 4En., 1896
21 Illinois 3Dic., 1818 46 Oklahoma 16NOfJ., 1907
22 Alabama 14Dic., 1819 47 Nuevo México 6En., 1912
23 Maine 15 Mar., 1820 48 Arizona 14Feb., 1912
24 Misuri JOAg., 1821 49 Alaska 3 En., 1959
25 Arkansas 15'""·· 1836 50 Hawai 21Ag.,1959

• En el caso de los treinta primeros estados, la fecha facilitada es la de la ratificación de la Constitución.


Fuente: Historiad Sl4listics <fthe Unitd S"1ks y 7be World A""""'1c... 1982.

634
Mm

1789
e ,~."

GEORGE WASHINGTON (Va.)


.....
CuADRO 4. Elecciones Presidenciales
v...
Papilar
V•
~
69
JohnAdams 34
Otros 35
1792 GEORGE WASHINGTON (Va.) 132
JohnAdams n
Gcorge Clinton 50
Otros 5
1796 }OHN AoAMS (Mass.) Federalista 71
Thomas Jcfferson Republicano 68
demócrata
Thomas Pinckncy Federalista 59
A.aron Burr Rq>.Dcm. 30
Otros 48
1800 THOMAS jERUSON (Va.) Rq>.Dcm. 73
AaronBwr Rq>.Dem. 73
JohnAdams Federalista 65
C.C.Pinckncy Federalista 64
JohnJay Federalista 1
1804 THOMAS}Eff'ERSON (Va.) Rq>. Dem. 162
c. c. Pinckncy Federalista 14
1808 }AME.S MADISON (Va.) Rq>.Dem. 122
c. c. Pinckncy Federalista 47
Gcorge Clinton Rq>. Dcm. 6
1812 }AMES M\DISON (Va.) Rq>.Dcm. 128
De Witt Clinton Federalista 89
1816 JAMES MoNROE (Va.) Rq>.Dcm. 183
Rufus King Federalista 34
1820 }AME.S· MoNROE (Va.) Rq>. Dcm. 231
John Q!Uncy Adams Rq>. Dcrn. 1
1824 }OHN Q ADAMS (Mass.) Rq>. Dcrn. 108.170 84
Andrcw Jaclcson Rq>. Dcm. 153.544 99
William H. Crawford Rq>.Dcm. 46.618 41
HcnryClay Rq>. Dcrn. 47.136 37
1828 ANDREW }ACKSON (l'cnn.) Demócrata 647.286 178
John Q!Uncy Adams Republicano 508.064 83
nacionalista
1832 ANDREW jACKSON (I'cnn.) Demócrata 687.502 219
HcnryClay Republicano 530.189 49
nacionalista
JohnFloyd Independiente 11
WdliamWut Antimas6nico 33.108 7
1836 MARTIN VAN BUREN (N. Y.) Demócrata 765.483 170
W. H. Harrison Whig 73
Hugh L White Whig 739.795 26
Daniel Webster Whig 14
W.P.Mangum Independiente 11
1840 WllllAM H. HAiuusoN (Ohio) ~ 1.274.624 234
Martín Van Burcn Demócrata 1.127.781 60
J.G~ De la Libertad
1 4
7.069
1 *
• CanctidlfDll minoritarios omjricb.
635
Flccciones Presidenciales (continuación)
Años Candidatos Partidos Voto Voto
Popür Eleaoal
1844 ]AMES K Pouc (fenn.) Demócrata 1.338.464 170
HeruyClay Wb\{ 1.300.097 105
J. G. Bimey De la libertad 62.300
1848 ZAOWlY TAYLOR (La.) Wb\{ 1.360.967 163
Lcwis Cass Demócrata 1.222.342 127
Martin Van Burcn Del Suelo Libre 291.263
1852 F1lANl<lJN PIF.RCE (N. H) Demócrata 1.601.117 254
Winfield Scott Wb\{ 1.385.453 42
John P. Hale Del Suelo Libre 155.825
1856 }AMFS BUOIANAN (Pa.) Demócrata 1.832.955 174
John C. Frémont Republicano 1.339.932 114
Millard Fillmore Americano 871.731 8
1860 A8RAHAM LINcolN (Dl.) Republicano 1.865.593 180
Stcphen A Douglas Demócrata 1.382.713 12
John C. Breckinridgc Demócrata 848.356 72
John Bell Unionista 592.906 39
1864 ABRAHAM LINcolN (Dl.) Republicano 2.213.655 212
Georgc B. McClellan Demócrata 1.805.237 21
1868 UL~ s. GRANT (Dl.) Republicano 3.012.833 214
Horario Seymour Demócrata 2.703.249 80
1872 UL~ s. GRANT (Dl.) Republicano 3.597.132 286
Horace Greeley Demócrata; 2.834.125 66
Republicano liberal
Republicano
1876 Rl!IHF.RlORD B. HAm (Ohio) Republicano 4.036.298 185
Samuel J. Tilden Demócrata 4.300.590 184
1880 ]AMl!S A GARAEID (Ohio) Republicano 4.454.416 214
Wmfield S. Hancock Demócrata 4.444.952 155
1884 GROVP.ll CUMLAND (N. Y.) Demócrata 4.874.986 219
James G. Blaine Republicano 4.851.981 182
1888 Bl!NJAMIN HAluusoN (lnd.) Republicano 5.439.853 233
Grover Oeveland Demócrata 5.540.309 168
1892 GROVEll CUMLAND (N. Y.) Demócrata 5.556.918 2n
Benjamin Harrison Republicano 5.176.108 145
James B. Weaver Del Pueblo 1.041.028 22
1896 W11.1JAM Mci<INI.EY (Ohio) Republicano 7.104.n9 271
WilliamJ. Bryan Demócrata 6.502.925 176
Del Pueblo
1900 W11.1JAM Mci<INI.EY (Ohio) Republicano 7.207.923 292
William J. Bryan Dem.·Populista 6.358.133 155
1904 THEOOOllE RoosEvaT (N. Y.) Republicano 7.623.486 336
Alton B. Parlcer Demócrata 5.on.911 140
Eugcne V. Debs Socialista 402.283
1908 W11.1JAM H TAFT (Ohio) Republicano 7.678.908 321
William J. Bryan Demócrata 6.409.104 162
Eugcnc V. Debs Socialista 420.793
1912 Woooww Wn.soN (N. J.) Demócrata 6.293.454 435
Theodore Rooscvelt Progresista 4.119.538 88
Wtlliam H. Taft Republicano 3.484.980 8

636
Elecciones Presidenciales (continuación)
Cmdidaoa Partidos Voeo Voto
Pcplar l!leaoral
Eugenc V. Dcbs Socialista 900.672
Woooww Wn.soN (N. J.) Demócrata 9.129.606 277
Charles E. Hughcs Republicano 8.538.221 254
ALBcnson Socialista 585.113
WARRF.N G. HARolNG (Ohio) Republicano 16.152.200 404
JamcsM.Cox Demócrata 9.147.353 127
Eugenc V. Dcbs Socialista 919.799
1'24 CALVIN CooUDGE (Mass.) Republicano 15.725.016 382
John W. Davis Demócrata 8.386.503 136
Robcrt M. LaFollcttc Progresista 4.822.856 13
1928 iIERBERT HooVEll (Calif.) Republicano 21.391.381 444
Alfrcd E. Smith Dcm6crata 15.761.841 87
Norman Thomas Socialista 881.951
1932 FRANKuN D. Rc:losEvELT (N.Y.) Demócrata 22.821.857 472
Hcrbcrt Hoovcr Republicano 15.016.443 59
Nonnan Thomas Socialista 267.835
1936 FRANKuN D. RoosEvELT (N. Y.) Demócrata 27.751.597 523
Alfrcd M. Landon Republicano 16.679.583 8
William Lcmkc Unionista y 882.479
otros
1940 FlANKuN D. Rc:losEvELT (N. Y.) Dcm6crata 27.244.160 449
W cndcll L WiUJcic Republicano 22.305.198 82
1944 FRANKuN D. Rc:losEvELT (N. Y.) Demócrata 25.602.504 432
Thomas E. Dcwcy Republicano 22.006.285 99
1948 H.w..v S. TIUJMAN (Mo.) Demócrata 24.105.695 304
Thomas E. Dcwcy Republicano 21.969.170 189
J. S~m Thunnond Der. de los Est. 1.169.021 38
Demócrata
Henry A Wallacc Progresista 1.156.103
1952 OwlGHr D. ElsENHoWF.ll (N. Y.) Republicano 33.936.252 442
Adlai E. Stevcnson Demócrata 27.314.992 89
1956 OwlGHr D. ElmiHoWF.ll (N. Y.) Republicano 35.575.420 457
Adlai E. Stevcnson Demócrata 26.033.066 73
Otro 1
1960 ]OHN F. l<ENNEov (Mass.) Demócrata 34.277.096 303
Richard M. Nixon Republicano 34.108.546 219
Otro 15
1964 LYNOON B. }OHNSON (Tex.) Dcm6crata 43.126.506 486
Bany M. Goldwatcr Republicano 27.176.799 52
1968 RICHARD M. NIXON (N. Y.) Republicano 31.770.237 301
Hubcrt H. Humpluey Demócrata 31.270.533 191
Gcorgc W allacc Americano 9.906.141 46
Independiente
1972 RICHARD M. NIXON (N. Y.) Republicano 47.169.911 520
Gcorgc S. McGovcm Demócrata 29.170.383 17
Otro 1
1976 }IMMY CAit1D (Ga.) Demócrata 40.828.587 297
Gcrald R Ford Republicano 39.147.613 241
Otro 1.575.459

637
Años Candidatos Partidos Voto Voto
Popular Flcctoral
1980 RoNAJD w. REAGAN (Calif.) Rq>ublic.ano 43.899.248 489
Jimmy Carter Demócrata 35.481.435 49
John B. Andcrson Independiente 5.719.437
1984 RoNAm W. RE.AGAN (Calif.) Rq>ublic.ano 54.281.858 525
Waltcr F. Mondalc Demócrata 37.457.215 13
1988 GEORGE BUSH (fcx.) Rq>ublic.ano 48.881.221 426
Michacl S. Dukakis Demócrata 43.805.422 112
1992 Bw. CUNTON (Arle.) Demócrata 43.682.624 370
Gcorgc Bush Republicano 38.117.331 168
H. Ross Pcrot Independiente 19.217.213

Fuente: Histmical Sllllistics tftht lJnilell Sl4ks y 1bt Wurli Aillr4Nlc... 1994.

638
lle CuADRO 5. Jueces del Tribunal Supmno de los Estados Unidos
Periodo
desemáo
Nomm Periodo
desemáo
Jmas Supremos en letras mayúsculas Jueces Sup1m1os en letras mayúsculas

jAY,N. Y. 1789-1795 Rufus W. Peckham, N. Y. 1896-1909


Jii-s Wilson, Pa. 1789-1798 Joseph McKmna, Cal. 1898-1925
lmledge, s. c. 1790-1791 Oliver W. Holma, ~- 1902-1932
Cushing,~. 1790-1810 William R. Day, Ohio 1903-1922
Bbir, Va. 1790-1796 William H. Moody, Man. 1906-1910

e::
)lllcs Jmlell, N. C.
Johnson, Md.
Patmon, N. J.
1790-1799
1792-1793
1793-1806
Horace H. Lurton, Tenn.
Charles E. Hughes, N. Y.
Wtllis Van Devanm-, Wy.
1910.1914
1910.1916
1914-1937
lb.nu!DGE, s. c. 1795 Joseph R. Lamar, Ga. 1911-1916
llmurl Chase, Md. 1796-1811 EcwAJID D. WHrrE, La. 1910.1921
. . _ l!u.swoa.TH, Conn. 1796-1800 Mahlon Pitney, N. J. 1912·1922
Wuod Washington, Va. 1799-1829 James C. McReynolds, Tmn. 1914-1941
a.d Moore, N. C. 180().1804 Louis D. Brandeis, ~- 1916-1939
MAaslwl., Va. 1801·1835 Jobn R Clarlir:, Ohio 1916-1922
=hnson,S.C. 1804-1834 W11.UAM H. TAFr, Conn. 1921-1930
Lmnpton, N. Y. 1807-1823 Geoige Sutherland, Utah 1922-1938
llanas Todd, Ky. 1807-1826 Pieice Buda, Minn. 1923-1939
liDiel DuYall, Md. 1811-1835 Edward T. Sanford, Tenn. 1923-1930
~ Story, Mass. 1812-1845 H.arlm F. Stone, N. Y. 1925-1941
..-m Thompson, N. Y. 1823-1843 ClfAlU.ES E. HUGHES, N. Y• 1930-1941
IWlat Trimble, Ky. 1826-1828 Owm J. Roberts, Penn. 1930.1945
Md.ean, Ohio 1830.1861 Bcojamin N. Cardozo, N. Y. 1932-1938
. . , Baldwin, Pa. 1830.1844 Hugo L Black, Ala. 1937-1971
)lmes M. Wayne, Ga. 1835-1867 Stanley F.11.eed, Ky. 1938-1957
loca B. TANEY, Md. 1836-1864 Felix Frankfiutcr, Mass. 1939-1962
1Wip P. Barbour, Va. 1836-1841 William O. Douglas, Conn. 1939-1975
Jalm Catron. Tenn. 1837-1865 Frank Mwphy, Mich. 1940-1949
Jalm McKinley, Ala. 1831H852 HwAN F. STONE, N. Y. 1941-1946
,_..V. Danid, Va. 1842-1860 James F. Byma, S. C. 1941-1947
S-ud Ne!son, N. Y. 1845-1872 ROOert R Jacbon, N. Y. 1941-1954
~ Woodbwy, N. H. 1845-1851 Wtley B. Rudedge. Iowa 1943-1949
l.abert C. Grier, Pa. 1846-1870 Harold R Bunon, Ohio 1945-1958
llmjamin R. Cunis, MaSs. 1851-1857 FIF.DFJUo: M. VINSON, Ky. 1946-1953
Jahn A Campbell, Ala. 1853-1861 TOID c. am. Texas 1949-1967
Nadian Cliffurd, Me. 1858-1881 Shmnan Minton, Ind. 1949-1956
Noah R Swayne, Ohio 1862-1881 E.w. wAllllEN, Cal 1953-1969
S-uel F. Miller, Iowa 1862-1890 John Manhall Harlan, N. Y. 1955-1971
Dnid oms. m. 1862-18n WtlliamJ. Brennm,Jr. N. J. 1956-1990
Sllpben J. Fidd, Cal 1863-1897 Charles E. Whitaker, Mo. 1957-1962
5MMoN P. Qw¡, Obio 1864-1873 Potter Stewart, Ohio 1958-1981
Wtlliam Scroog, Pa. 1870.1880 Byron R. White, Colo. 1962-1993
.Jc-ph P. lhadley, N.J. 1870-1892 Artbur J. Goldbeig. m. 1962-1965
Wml Hunt, N. Y. 1873-1882 Abe Fortas, Tenn. 1965-1969
MoulsoN R. WAJTE, Ohio 1874-1888 Thwgood Marshall, N. Y. 1967-1991
Jahn M. Hartan, Ky. 18n-1911 WAllllEN E. BUIGF.R, Va. 1969-1986
William B. Woods, Ga. 1881-1887 Hmy E. Blackmun, Minn. 197().
Slmley Matthews, Ohio 1881-1889 Lewis F. Powell,Jr., Va. 1972-1987
Honce Gray, Mass. 1882-1902 Wtlliam H. Rehnquist, Ariz. 1972-1986
Smiuel Blatchford, N. Y. 1882-1893 John Paul Stevms, m. 1975-
Lucius Q C. Lamar, MW. 1888-1893 Sandra Day O'Connor, Ariz. 1981·
Mfl.Vll.U! W. FuuD, fil. 1888-1910 Wlll.IAM H. RDINQyisT, Ariz. 1986-
DnidJ. Bmm-, Kan. 1890-1910 Antonin Scalia, Va. 1986-
Hmry B. Brown, Mich. 1891-1906 Anthony M. Kmnedy, Cal. 1988-
Georgr Shiras, Jr., Pa. 1892-1903 David R Soum-, N. H. 1990-
ffowocll E. Jacbon, Tenn. 1893-1895 Clarmce Thomas, Va. 1991·
Echrard D. White, La. 1894-1910 Ruth Bada Ginsbwg, D. C. 1993-

Fuente: Histmical SIAlislics <fthe United Sl'1les y Tht World Almanac... 1994.

639
Índice

Pltól.DGO DEL AlJTOR • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • •• • • • • • • • • • • • • • • 7


Capítulo l. Los CIMIENIOS COIDNIALES, 1607-1760 . . .. . . . . . . . . . . . . . .. . .. . . . . . . . .. . . 9
El medio fisico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Los indios americanos ...........................................•................ 10
Inglaterra y la colonización . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . 11
La estru~ del gobi~o .. ·: ......:.............................................. 19
El mercantilismo y el slStcma imperial ........••..................•............. 21
La economía colonial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . ••. . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . 22

Capítulo II. L\ EXPANSIÓN PROVINCIAL, 1700-1763 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . •. . . . . . 25


Población e inmigración . . . •. . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . 25
Servidumbre esaiturada y esclavitud negra •. . . . . . . . . . . . .. . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . . 27
Sociedad y cultura coloniales . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . .. . . . 29
Religión colonial . . . . . . . . ••. •. •. •. . ••. . . •. . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. ••. . . . . . . . •. . . 31
La Ilustración americana . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . ••. . •. . . . . . •. 34
Educación . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34
Leyes e instituciones legales .•..................•...................•............. 35
Las guerras indias y la disputa por el imperio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36

Capítulo III. REvowcióN EINDEPENDENCIA, 1763-1783 .. •. . •. . . •. .. ••. . •. . . . . . . . . 41


La reorganización imperial y la protesta colonial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41
La controvetsia por la Ley del T11nbre .......................................... 43
Los derechos de Townshend . . . . . . . . . . . . . . . . . ••. •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 44
La reunión de Té de Boston . . . . . . . . . •. . . . . . . . •. . . . . . . . . . •• . . . . ••. . . . . . . . . . . . . •. . . 46
El Congreso Continental ................................................... ,. . . . . 47
La Declaración de Independencia ...........•.•........•••....•.............•..•. 49
La guerra revolucionaria . . . . . •. . . . .. . . . . .. . . . •. . . . •. . . . . . . . . . . . •. . . . •. ••. . . . . . . . . . . . 51
Operaciones militares: de Long Island a Saratoga .• . . . . •. . •. . . . .. . . . . . . . . . . . . •. 52
La alianza francesa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . •. . . . •. . •. . . . . . . . . . . . . .. . •. •. . . . . .. . . . 53
Los problcnias de hacer la guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . ••. . . . . . . . . . . . . .. . . •. .. . . . . . . . . 56
Operaciones militares: la fase sureña .............•...............•............... 57
La pacificación, 1781·1783 ......................................................... 58

667
Capítulo IY. U TRANSFOllMAC1ÓN REVOWCIONAIUA, 1776-1789 61
La Revolución Americana ......................................................... 61
Las constituciones estatales . . .. . . . . . . . . . . . •. •. . . . . .. . . . . . . •. . . . . . •. . . . . . . . . . . •. . . 64
Los Artículos de la Confederación ...............................••.... ;. . . . . . . . . . 66
La Convención Federal . .••••••.. . . •.••. ••.. . •.••••. .•. .••. .•. •••••. .••••.••••. .. . . 71
El debate de ratificación . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . 74
Capítulo V. El. PERIODO FFDEIWJSTA, 1789-1801 •••...................•............. 77

La organización del gobierno federal . . . •. .. . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77


El programa financiero de Hamilton . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . 79
Los asuntos exteriores . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 82
El ascenso de los partidos políticos •................................ , . . . . . . . . . . . 84
El gobierno de Adams . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . ••. •. . . . . . . . . . . •. . •••. . •. . . . . . . . . . . . . . . 85
Las elecciones de 1800 .........•................................•...•............. 87
Capítulo VI. EL REPUBUCANISMO JEFFERSONIANO, 1801-1824 ................•.•.. 89
JcffCrson en el poder . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
La compra de Luisiana •...........•......................•.... ~·.................. 92
La controversia sobre los derechos de los neutrales •. . . . . . •. ••. . . . . . . . . . . . . . . . 95
Los indios y los hombres de la fiontcra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ... . . •. . . . . . . . 97
La guerra de 1812 •...........•.......•..•..........•.....•.....•................... 99
La transición política y el nacionalismo de posguerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103.
Las tensiones regionales . . . . . •. . . .. . . . . . . . . .. . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . •••. . .. . . . . . . •. . 1<11
Capítulo Vil U. EXPANSIÓN DE LA UNióN, 1815-1860 .... . . . . . . . .•. •. . . .. . . . . .• .. . . 109
La revol~ción del ~e . •. . ... . . . . . .. .. .. .. •. . . . . . . . . . .. . .. . . . . . . . . .. . . . . . .. . . 109
Comeroo y navegaaón atcnores . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . .. .. . .. . . . . . . .. . . . . . . . .. 112
El movimiento hacia el C>este . . . .. .. •. . . . . . . . . . . . . . . . .. .. . . . . . . . . . . . . . . . . .. .. •. . 113
Crecimiento url>ano . . .. . . . . . . . . . •. . . . . . . . .. . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . ••. . . . . . . . . . . . . . . 11.6
La esclavitud y el Reino del Algodón . .. . . . . . . . . .. . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117
El crecimiento de la industria . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . .. . . •. . . . . 120
El ascenso de la inmigración masiva . . .. ••••. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .•. . . . . . . . . 123
Capítulo VIII. U. POúnCA DEL IGUAIJTAIUSMO, 1824-1844 . . .. . . . . . . .•. . . . . . . . . ••. 127
(Una sociedad de iguales? ....................................................... .• 127
La democracia política . . .. .. ••. . . . . . . . . . . . . .. . .. •. . . •. . . . . . . . •. . . ••. . ••. . •. . . . . . . . . 128
John Q9incy Adams y el republicanismo nacional . .. •• . . . . . . . . . .. .. . .... . . . . 129
Los jadcsonianos •. . .. .. •... •. .. . . .. . . ••. .. •. . . . . . . . .. . ... . •. . . . . . . . . . .. . •. . . . . .. . . . .. 131
La presidencia de Jackson . . . . . . . . . . . . . •. . . •. . •. •. . . .. . . . . . . . . .. . •. . . . . . .. . . . . . . ••. 132
La crisis de la invalidación . . . . . . . . . . •••. •. .. . . . . .. . . . •. . •. . . . . . . . . . . . ••. . •. . . . . . . . . 134
La guerra del banco ........................................................... n•• 136
El «Sistema del segundo partido- .... . •. •..•.. ...•.......... .••... •............ .. 140
La presidencia de Van Burcn ···························~· .... ................ ..... 142
Las elecciones de 1840 y el eclipse flJbig •••••••••••••••••••••••••••.. •••••••••. ••• 143

668
c.apítulo IX. EL FERMENTO SOCIAL Y CUlJUIW., 1820-1860 •. •. . . . . . . . . •. . . •. •••. . . 147

La lucha por la independencia cultural . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . .. . . . . . . •. . . . . . . . . 147


Los estadounidenses y d culto ................................................... 150
El impulso rcfunnista ........................................................... :... 151
Experimentos utópicos . .. .. . . . . .. .. . . . . . . . .. .. . . .. . .. . .. .. .. .. .. . . .. . .. . . •.. . . .. . . 152
La rcfunna de prisiones y asilos . .. .. .. . . .. •. . .. .. .. . .. . .. . .. . . .. . .. .. .. .. .. ••. .. . . 153
La escolarización . . . . . . . •. •. .. .. . . . .. .. . .. . . . .. .. .. . .. .. .. .. .. . . . .. .. .. . .. . .. .. .. . .. •. 154
El movimiento por la abstinencia .. . .. .. .. .. .. . .. .. . . . . . .. . . •. .. .. .. .. .. .. .. . .. . . 156
La cruzada por la paz y los derechos de la mujer .............................. 157
Antiesclavitud y procsclavitud ................................................... 159

Capítulo X. LA EXPANSIÓN HACIA EL ÜESTE Y EL CONFLICTO REGIONAL, 1844-1850 167

El destino manifiesto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. •. . . . . . . . . . . . . . . . . ••. . . . . . . . . . . . . 167


Las decciones de 1844 . •. ••. . .. .. .. .. .. . . .. .. ••.. .. .. .. .. .. . .. . . . . .. .. .. .. .. .. .. .. 170
Polk y d expansionisino . . . .. .. .. .. .. .. .. . . .. . •.. .. . .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. •.. .. . . .. . . . 171
La Guerra Mexicana .. . .. .. .. .. .. . .. . •. . •. . . .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. . .. .. .. . •. . 172
La esclavitud en los territorios .. .. . .. . . .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. . . .. . .. .. .. .. •.. . . . . 176
Las elecciones de 1848 .. .. .. .. .. .. .. .. . .. .. .. .. .. .. . .. .. .. .. .. .. .. . .. .. .. . . .. . .. . . 178
La crisis regional .. . . . . .. .. .. .. .. .. .. . . .. . . .. .. . .. •.. .. . . . . . . . . . •• •.. . . .. .. . . .. .. . .. . • 179
El C:Ompromiso de 1850 .. .. . .. . . .. . •. •.. •.. . .. . . . . . . . . . . . .. .. . . ... . . .. .. .. . .. .. . 180

Capítulo XI. EL CAMINO HACIA LA SECESIÓN, 1850-1861 ........................... 183

El regionalismo y el Sur .. .. .. ... .. .. .. .. .. .. . . . . .... .. ... .. . . .. ... . .. .. .. .. .. .. .. .. 183


Pierce y el reavivamiento del conflicto .. .. . . .. .. .. .. . . .. .. .. . .. .. .. .. . .. . .. .. . . . 185
La Ley de Kansas-Nebraska .. ..... .................. .... ............ ............. 187
Antiesclavitud, xenofobia y realineamiento político ........................... 189
La sangrante Kansas . . .. . . .. .. .. .. . . . . . . . . . . .. .. .. .. . .. .. .. . . . .. .. .. .. .. .. . .. . .. . . . 190
James Buchanan, la sentencia sobre Dred Scott y la C:Onstitución de Lc-
compton . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . •. . . . •• . . •. 192
Los debates Lincoln-I>ouglas . .. . . . . . . .. .. . .. .. . . . . .. . . . . . .. . .. . .. .. .. .. . . .. . . . . .. . 194
La incursión de John Brown .. . . .. . . . . . .. . . .. . .. . . . . .. . . . .. .. . . .. .. .. . . .. . •.. .. .. . 195
Las decciones de 1860 •. .. . . . . . .. . .. .. .. .. .. .. .. .. . •. •.. .. .. .. .. . . . . . •. •.. .. .. .. .. 196
El bajo Sur se separa . . . .. . . . .. . . . .. .. .. . . .. .. .. . . . .. .. .. .. .. .. .. . . .. ••.. .. .. .. . . .. . 198
El fracaso del C:Ompromiso y la crisis de Sumter .. .. .. .. .. .. . . . . .. .. . . .. . . . . .. 199

Capítulo XII. LA GUERRA CIVIL, 1861-1865 .......................................... 203

(La primera guctta moderna? .. . .. . . . . . .. . .. . . .. . .. •. .. •.. . . .. •. . .. .. .. .. .. .. . . . . . . 203


La C:Onfederación y la Unión ................................................... 204
La esclavitud y los estados fronterizos .. .. .. .. . .. . .. .. . . . •.. .. . .. . .. . . .. . . . . .. .. 205
Política y medidas de guerra .. . . . .. .. . .. .. .. .. .. . . . . .. . . . .. .. . .. .. . .. .. . .. •.. .. •.. 205
Más allá de las líneas .. .. .. . .. . . . . .. . .. . . . . .. . . . . . . . . . . ••.. .. .. . .. .. . .. . . . . .. . . .. .. . 2(JJ
Los Estados C:Onttderados de América .. .. .. . .. .. .. .. .. .. .. .. . . . .. . . .. .. .. .. . . .. 2(JJ
La guerra: de Bull Run a Antietam .. . . .. .. . .. •.. .. .. .. .. .. . . . .. . . .. .. .. .. .. .. .. 209
La Proclamación de Emancipación .. .. .. . .. .. .. .. .. .. . .. . . .. .. .. .. .. .. .. .. . .. . . 211

669
La guerra: Gettysburg, Vicbburg y Chattanooga . . .. . .. . . . .. . . . . . .. .. .. ... .. .. 213
Europa y la guerra civil . •. . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . •. . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 214
Grant contra Lee •.•...•....•......••.•...•....•.... ..................... .......... ... 216
Las elecciones de 1864 . . . . •. . . . . . . .. .. .. .. .. . . . . . .. . . . . ••. . .. . .. .. . . . .. . . . . .. . .. . . 217
Las campañas finales, 1864-1865 ................................................ 217

Capítulo XIII. LA RECONSTllUCCióN, 1865·1877 .................................... 221

El legado de la guerra ••. .. .. . .. . . . •••••. . . . . . . . . .. . . •••. . . .. . .. . .. .. . . .. . . .. . . . . . . . . 221


La reconstrucción presidencial . . .. . . . •. . .. .. . . . .. .. . . .. . . . .. .. .. .. . . . . •. . . . . . . . . . 222
El Congreso contra d presidente . .,.... . . . . . . . . . . . . . . •. .. . . . . . . . . . . . . .. .. . . .. . . . . . . 225
La reconstrucción radical . . . . . . . . . •. . . . ••••. . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . ••. . . . . . 227
El proceso de inhabilitación de Andrew Johnson . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 228
Las elecciones de 1868 ............................................................ 230
El gobierno de Grant . . . . . .. . . . . . ••. . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . 230
El republicanismo liberal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . 232
Escándalos políticos . . . . . . . •. . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . 233
La reconsmicción del Sur . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . •. . . . . . . •. .. . . . . . 234
Aspiraciones y logros negros . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. 236
Los instrumentos del gobierno radical . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . .. . . . 237
Socavamiento del gobierno radical . . . . . . . . . . . . . . . . ••.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. 238
Las disputadas elecciones de 1876 y el Compromiso de 1877 ...••.......... 240

Capítulo XIY. EL NUEVO SUR Y LA SUPREMAdA BLANC.A, 1877-1914 243

La agricultura ..•.... .............. ........ ...... .•.. ..•. ............ ..... ............ 244
La industria . . •. . . . . . . . . . . . . . ••. . . . •. . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . .• .. . .. . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . 245
El gobierno borl>ónico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . 247
La erosión de la libertad negra ................................................... 249
Las respuestas negras: adaptación y protesta .........••......................... 252

Capítulo XV. LA DOMA Dfl. ÜESTE, 1865-1900 257

El Salvaje C>cste . ... . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . .. . . .. . •. . . .. . •. . . . .. •. . . . . . . . . 257


La frontera minera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •.. . . . . . . . . •. . . . . . •. . .. •. . . . 258
El reino del ganado . . . . . .. . . . . . . . . . . . ••. . . . ••. •. . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . .• •. . . . . . •. . 260
La desmicción de los indios de las praderas . . . . . . . . .. . . .. . . . •. . . •.. . .. . .. . .. . . . 262
Abarcando el continente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . .. . . .. . . . . . . . . . . •. . . . . . . . 266
Los granjeros de la frontera . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . .. . . . . •••. . . . . . . . . . . . . . •. . . 269
La conservación . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . •••. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . •. . . . . . . . . . . . .. . •. . . 271

Capítulo XVI. EL CRECIMIENIO DE UNA ECONOM1A INDUSTRIAL, 1865-1914 ...... 275

La revolución industrial de los Estados Unidos ··················n·········· 275


Inventos y ~ejoras .... ·;:............................................. .• . . . . . .. ••. . . m
Los ferrocarriles y sus mocos . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . •. . . . •. •. . . 279
Acero, petróleo y finanzas . . . . . . . . . .. . . . . . .. . . . . . . . . . . . •.. . . . . . . . . .. . . .. ••. . . . . . . . . 283

670
Grandes negocios: apología y ataque . . •. .. •.. . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. 285
La contención de los tnat . . .. . .. . . . . . . . . . . .. . .. . .. . .. . .. . .. . . . . .. . .. . .. . . . . . . . . . . . 287
Sindicalismo: progreso y problemas . . . . . .. .. .. . . . . . . . . . . . . . . .. . .. .. .. . . . . . . .. . . . 288
El aumento del conflicto indwtrial ............................................. 291
Industrialización y condiciones laborales . . . .. . . .. .. .. .. . .. . . . •.. . .. . . .. . . . .. . .. 294

Capítulo XVII. SOCIEDAD Y CUllUilA EN LA ERA INDUSTRIAL, 1860-1910 ......... 297

Tendencias poblacionales . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . •. . . 297


Crecimiento Uibano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297
La nueva itunigración . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . .. . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 298
Problemas del transporte, la seguridad y la salud pública •. . . . . . . . . . . .. . .. . . . . 301
Venta al por menor y anuncios . . . .. . . •. •. . .. . .. .. . .. . . .. . .. •. . . . .. . . . .. . .. . . . . .. . 302
Arquitectura Uibana y planificación . . . . . . . . . .. . .. .. . . . . . .. . . . . . . . . . .. . . . .. .. .. . . 304
El problema de los banios pobres . . . .. . . . . . . . . . . . . .. . . .. •. . . . . . . ••. . . .. . . .. .. . .. . 304
División de clases y movilidad social .. . . . . . .. . . . •••. . . .. . .. . .. . . . . . . . . .. .. . . . . . . . 306
Mujeres, matrimonio y divorcio . . . .. . . . . . .. . .. . . . . . . .. . .. . . .. . . . . . . . . . . .. . .. . . . 307
El impac:to .de la tecnología en. la vida cotidiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . .. . . . 308
Entreterunuento, deporte y oao . . •. . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . •. . . . . 309
Desafio a la religión . . . . . . . .. . .. . . . •. . . . . .. .. .. . . . . . . .. . .. ••. . .. . . . . .. . ••. . . . . . . . . . 311
El avance educativo .. .. . . . . . . . . . . . . . . . . .. . .. .. . . . . . . . . . . . . . •. .. . ••. . . . . . . . . . . . . . . . 314
Bibliotecas y prensa . .. . . . . .. . . .. . .. . . . . . . . . . . . . .. .. . . . .. .. . .. .. .. .. .. . .. . . . . . . . . . . 317
literatura y artes .. . . .. •••.. . .. . . . . ... . .. . .. ••. .. .•.. .. .. .. . . . . . .. •.. . . . . . . .. . . .. . . . . . • 318

Capítulo XVIII. DEL CONSERVADURISMO POúnCO A LA REVUElIA, 1877-1896 ... 323

El sistema político .. . . . •. . . . . . . . .. .. .. .. .. .. .. .. .. . .. .. . . .. . .. . .. . .. .. . .. .. .. .. .. .. . 323


Los partidos políticos .. . .. . .. .. . . .. .. . .. .. .. . . . . . . . . . . . .. . . . .. .. .. .. . .. . . . . . . . •.. .. . 325
La cuestión monetaria . . . . . . .. . .. . . . •. . . .. .. ••.. . .. .. . . .. . . .. .. . . . . . . . . . . .. . •. ••. . 327
Sectarismo y prebendas . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . .. . .. . . .. . .. . .. .. .. . •.. . .. .. .. .. .. .. .. . 328
La reforma de la administración pública .. . . .. . . . .. . . . . . . . .. .. . .. . . . .. . . . . . . . .. 329
Negativismo presidencial . . . .. . . . . . . . . •. . . . . . . . . . .. .. . . . . . . •.. . . . ••.• •. . . . . . .. . . . . 330
La revuelta agraria .................................................................. 332
El Partido del Pueblo . •••.. .. .. .. . .. .. . .. . . . •. . . . . . .. . . . •. . . . . . . .. . .. .. . .. . . .. . . . . . . 335
La batalla de los patrones .. .. . . . . . .. . . . . . . . .. .. .. .. .. .. . . .. . .. . . . . . . . .. . . . . . .. .. . . 337

Capítulo XIX. LA ERA PR.OG~ISTA, 1900-1917 .. . .. . . . . .. .. .. . . .. . . . •. . .. .. .. . .. . . 341

Progresismo: orígenes y caracterlsticas . .. . . . .. .. . .. .. . . . .. . . .. .. .. .. . . .. .. .. . .. . 341


La reforma municipal .. .. . . . . . . . . . . .. . . . . . . .. .. .. . .. . •. •.. . .. . .. .. . .. .. . . . . . . . . .. . .. 344
El progresismo en los estados . .. . .. .. . . . •.. . •.. . .. .. .. . . . .. .. .. .. .. .. .. . .. . .. . . .. . . 345
Su&agio femenino, prohibición sobre bebidas alcohólicas y bienestar in-
&ntil .............................................................................. 346
Theodore Roosevelt y el progresislno .. . .. ... . .. .. ... . .. . .. .. . .. .. . .. . .. . .. .. .. 349
Taft y la insurgencia republicana .. .. . .. . .. .. .. .. . .. .. .. .. . . .. .. .. .. . .. . .. . .. . .. . 353
Las elecciones de 1912............................................................... 356
La culminación del progresismo . .. .. . .. .. .. .. . .. .. .. . .. . . .. .. . .. . . .. . . . .. .. . . .. 358

671
Capítulo XX. EsrAoos UNIDOS y ws ASUNTOS MUNDIAll:S, 1865-1914 ......... 363
Aislacionismo e indiferencia . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . •. . . . . •. . . . . . . .. . . . . . . 363
La diplomacia posterior a la guerra civil . .. . . .. . . . . .. . . . . .. . . .. . . .. . .. . ... . . . . • 363
De la introspección al imperialismo ............................................. 366
La guerra Hispano-Americana •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. .. . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . 369
El desarrollo de la política del Lejano Oriente . . . . . .. . . •. . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . 373
La adquisición de la Zona del Canal de Panamá . . .. . . •. . . . . . . . . . •. .. . . . . . •. . . 375
La vigilancia del hemisferio occidental ........••......................•...•...•. 376
Capítulo XXI. Esv.oos UNIDOS Y LA PRIMERA GUEIW. MUNDIAL, 1914-1920 379
Los problemas de la neutralidad . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . •. . . . . . 379
La campaña submarina alemana ................................................ 381
Propaganda y preparación . . . . . . . . . . . . . . . . . •. .. . . ••. . . . .. . . . ••. •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 384
Las elecciones de 1916 ............................................................ 385
Los esfuer.zos pacifistas de Wtlson ........... .".................................... 386
Los Estados Unidos van a la guerra . . . . . ••. . . . . . . . •. .. . . . . . . . . . ••. . . . . . . . . . •. . •. 386
La contribución estadounidense a la victoria . . . . . ... . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . .. .. 389
El frente interno . .. . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . .. •... .. . . . . . .. . . . .. . .•• .. . . . . . 391
Wtlson y el proceso de paz . .. . . . . . . . . . . . . . . .. .. . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . 393
El Senado y el Tratado de Versalles . •. . •. . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . .. . . .. . . . •. . . . . . . . 395
Capítulo XXII. DES~ DE LA GUERRA, 1919-1929 ................................. 397
La etapa de la desilusión y la reacción . •. . .. . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . ••. . . . . . .. . . . . . . 397
La normalidad en acción ............................................·......•...... 399
Nacionalismo, conformismo y desunión social •••••.. . •. . .. •••.. . . •.. •••.. . . 403
Coolidge, el auge empresarial y el culto a la prosperidad . •. . •. . . . . . . ••.. . . . . . 407
La sociedad estadounidense en la era del jazz . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . •. . . •. . . . 411
Literatura ·y rebelión •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •••. . ••.. . . . . . . . . . . . . . .. . . •. . . . . . . . 413
Las elecciones de 1928 . .. . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . .. . . . . . . .. . . . . . . . . . . •. .. . . . . . . .. . . . . 414
Capítulo XXIII. LA GRAN DEPllESióN, 1929-1939 .. . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . .. 417
Orígenes de la depresión . . . . . . . . . . . . . . .. .. •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . •• 417
Hoover y la depresión . . . . . . •. . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . 419
Franklin D. Roosevelt y el primer Nuevo Trato .............................. 421
Criticas al Nuevo Trato ••. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. 424
El Nuevo Trato: segunda fue . .. . . ... . .. . . .. . .. . . .. . . . . .. . .. . . .. . .. .. . .. . .. .. . . .. . . 425
La sociedad estadounidense durante la depresión . . .. . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . 428
La controversia sobre el Tribunal Supremo •. . . .. . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . .. . . . . . . . 433
La decadencia del Nuevo Trato . . . . . . . . ••. . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . •. 434
Visión retrospectiva del Nuevo Trato . . . . .. . . . . . . . . . . . . •• . .. . . . . .. . . . . . . . . . . . ••. . . 437

Capítulo XXIY. LA POúnCA FXTERIOR DE ENIREGUEIW.S, 1921-1941 ............ 437


Las secuelas de Versalles ............................................................ 439
La Conferencia de Washington ................................................... 439

672
El pacto K.ellogg . . . . . . . •••. . .. .. . . . . .. . .. .. . .. •.. .. .. .. .. .. . .. .. .. .. . .. . .. .. .. .. .. .. . 441
I>cudas e indemnizaciones de la guerra .. . .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. . 442
Orígenes de la poi.frica de la «buena vecindad• .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. . 443
El Lejano Oriente .. .. .. .. .. .. •.. .. .. .. .. .. .. .. .. •.. .. •.. .. .. .. .. .. . ... .. .. .. .. .. . . . 444
La diplomacia del Nuevo Trato .. . . .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. . . .. .. . .. .. .. .. 445
Aislacionismo triunf.inte . ••. . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . .. . . . . . . . •. .. . . . . . . . . . . . . . . 447
I>csafios al aislacionismo .. .. .. .. .. . •.. . . .. •.. .. .. .. .. .. .. .. .. . . .. .. .. . . . .. .. .. .. . 451
Los préstamos y arriendos y sus consecuencias . .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. 454
El camino hacia Pearl Harbor .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. •.. .. .. .. .. .. .. .. .. •••.. •. .. .. . 456

Capítulo XXV. LA GUERRA MUNDIAL, 1941-1945 .................................... 459

Las libertades civiles en tiempos bélicos ....................................... 459


El esfuerzo bélico estadounidense . .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. . .. . .. .. .. .. .. •.. •.. . .. 460
La sociedad estadounidense en tiempos de guerra .. .. .. .. .. .. .. . .. .. .. .. .. .. 462
U Gran Alianza .••.. . •. . . •. .. . .. . ••.. ... .•. . . .. .. . ..•. . . ... ... .. . .••.••.. . . .. . .... . . 464
La guerra defensiva. 1941 y 1942 .. .. .. .. .. •.. .. .. .. .. .. .. .. . .. .. .. .. . . . .. . .. .. .. 466
Las campañas del Mediterráneo, 1942y1943 ................................. 467
El ataque sobre la Europa ocupada por los nazis .. .. .. .. . .. . .. .. .. .. .. .. .. •.. . 468
La guerra del Pacífico, 1943 y 1944 ............................................. 470
La política de guerra .. .. .. . . . . .. .. .. .. .. .. •.. .. .. .. .. .. .. .. . . . .. . .. .. •.. .. .. . .. .. .. 470
La Conferencia de Yalta •.. .. . .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. . .. .. .. .. .. •.. •.. .. •.. .. .. .. .. .. .. 471
La guerra europea: &se final .. .. .. .. •.. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .... .. .. .. .. .. ... 472
Truman se hace cargo del gobierno .. .. .. .. . .. •.. .. .. .. . . .. .. .. .. .. . . . .. .. . . .. .. 473
La reducción de Japón ••.. ••. .. . .. . .. . . .. .. . .. . . . . .. . . •. .. .. . .. . .. .. .. .. .. .. .. .. . . 473

Capítulo XXVI. LAs TENSIONES DE LA GUERRA FRIA, 1945-1960 .................. 475

La guerra &fa ................................................ ;....................... 475


La política de contención .. •.. . .. .. .. .. .. .. .. •.. . •.. .. .. .. .. .. .. .. .. .. •. .. .. •.. .. . 4n
China se hace comunista .. .. .. .. .. .. .. .. . .. . ... .. .. .. .. .. .. .. .... .. . .. . .. .. .... .. 478
La guerra de Corea . ~................ ... .. .. .. .. •.. .. .. .. .. .. . •.. . .. .. . .. .. .. . .. .. .. . 479
Truman y los asuntos interiores ................................................... 481
Las elecciones de 1948 .. .. .. .. .. •. . .. .. .. .. .. .. . •.. .. .. .. •.. .. .. . .. . .. .. . .. .. .. . .. 484
La subversión comunista y el rnacartismo .. .. .. .. .. .. .. .. •.. .. ... .. .. .. .. .. .. .. • 485
La aplastante victoria de Eisenhowcr . .. .. . .. .. •.. .. .. .. .. .. .. .. .. .. . .. .. .. . .. . .. . 488
La presidencia de Eisenhower .. .. .. .. .. .. .. •.. .. .. .. .. .. •.. . ... .. .. . .. . . . .. .. .. . 489
El segundo mandato de Eisenhower .. .. .. .. .. •.. .. .. .. •.. .. .. .. . .. .. .. .. .. . .. .. . 491
Dulles y la guerra fría .. .. .. .. .. .. •.. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .•.. 493

Capítulo XXVII. Los ~os TIJRBUI.ENTOS, 1960-1980 .............................. 499

Las elecciones de 1960 . .. .. .. .. .. .. . .. . . .. .. . .. .. .. .. .. .. .. . .. .. . .. .. .. .. .. •.. .. .. 499


John F. Kennedy y la Nueva Frontera . . .. .. .. .. .. .. .. . .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. . 500
Lyndon B. Johnson y la Gran Sociedad .. .. .. . .. .. .. .. . . .. .. . .. .. .. .. .. .. . . . .. . .. 505
El tribunal de Warren y el activismo judicial .. .. .. .. . . .. .. .. .. .. . . .. .. . .. .. .. . .. 500
La revuelta negra . . ... .. .. .. .. . .. .. . .. .. .. . .. .. .. . .. . . .. .. . .. .. .. .. . .. .. .. . . .. .. .. .. .. 508
La resistencia al comunismo: el Caribe y Vietnam .. .. .. .. .. .. .. . .. . .. .. .. .. . 509

673
Las dccciones de 1968 .. .. . . . . . .. . . .. . . . . . . . . . . . . . . .. . . •.. •••.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 511
La política exterior de Nixon: vietnamización y distensión . •. . . . . •. . . . •••. . . 512
El conservadurismo nixoniano, la presidencia imperial y el Watcrgate 514
El interludio de Ford .. . .. . .... . . . .. . . •. . .. .. . . . .. . . .. . . . •.. . . .. . . . . ... . .. ••. . .. . . .. 518
La presidencia de Carter . . . . .. . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . •. . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . 520
Las dccciones de 1980 . . . . .. . •.. . . . . . . . . •. . .. . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 523

Capítulo XVIII. SOCIEDAD Y CUllURA ESTADOUNIDENSES, 1940-1980 . . . . . . •. . . . . 525

Población, inmigración y movilidad . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 525


La crisis urbana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. 528
Crecimiento económico y cambio tecnológico . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . 529
Los problemas de las minorías: negros, chicanos e indios estadounidenses. 532
El movimiento de las mujeres .. •. •.. . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . •. •. . . . . . 535
La religión en la vida estadounidense •. . . . . . . . . . . . •. •. . . . . . . . . . . . . . .••. •••. . . . . 536
Los problemas de la educación de masas . .. . .•••. . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . 538
La cultura estadounidense: ciencia, literatura y artes . .. . . . . . . . •. •. . . . . . . . . . . •. . 540

Capítulo XXIX. LA CONTllARREVOWCIÓN CONSERVADORA, 1980-1992 . . . . . . . . . . •. 545

El resurgir del conservadurismo ......••.•.........................•.....•......... 545


I..a. crea.ganomía• . . •. . ••. . •. . . . . •. . . . . . . . . ••. . •. . ••. •. . •. . . . . •. . •. . . •. •. . . . . . . . . . . ••. . 546
Reagan y d •Imperio del Mal» ..........................................: •.. •. .. . 548
El segundo mandato de Reagan .. . . . ... . .. .. •. •. . . . . . . .. . . . . . ••••. . •. . .. . . .. •.. . . . 550
La remodclación dd Tribunal Supremo . . .. . . . . . . . . . . . •. . •. . . . .. •. •. •. . . . . . . . . 552
Conupción y escándalo . . . . .. . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . 553
El asunto Irán-Contra . . . . . . . .. . . . . ••. . . . . . . . . . . . . •• . •. •. . . . . . . . . . . . •••. . . . . . . •. . . . . . 555
V1Sión retrospectiva dd reaganismo .....•.••..................•................. 556
Las decciones presidenciales de 1988 . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . .•. . . . . . . . . . 558
Bush y el fin de la guerra fría ...................................................... 559
La guerra del Golfo . . . . . . . •. . .. . •. . . . .. .. .. .. .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 562
Bush acorralado: recesión, tributación, tensión racial . . . . . . . . . .. . . . . . . .. . . . •. 565
Las dcccioncs de 1992 . . . . .. . . . . . •. . . . .. . •. . . . . .. . . . . . . . . . . .. . . . . . . .. . . . . . . •. . . . . . 567
'fendcncias de población e inmigración . . . •••. •. . . .. .. . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . 569
Temas sociales: aborto, sida, drogas y control de armas . . . .• . . . . . . . •. . ... . . . 573

Bibliografia . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . ••. . . . . . . . . . . . . . . . ••. . . . . . . . •. . . .•. . •••. . . . . . . . . . . . 579


Mapas .................................................................................... 611
Oladros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . •. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ... . . . . . . . •. . . 629
índice analítico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . •. . ••. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 641

674
Índice de mapas

l. Mapa fisico de los Estados Unidos ................................................ 613


2. Mapa politico de los Estados Unidos ............................................. 614
3. (Á)ncesiones coloniales ............................................................ 615
4. La lucha por América · ............................................................... 616
5. (;olonias inglesas de tierra firme, 1763 .......................................... 617
6. Las campañas del Norte, 1715-lm ................................................ 618
7. Escenario de la guerra en el Sur, 1779-1781 ....................................... 619
8. La nueva nación . . . . . . •.. .. .. .. . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . .. . .. .. . . .. . . . . . . . .. 620
9. Crecimiento de los Estados Unidos, rn6-1853 ................................. 621
10. Fcnocarriles y canales, 184(}.1850 ................................................ 622
11. La guerra mexicana . . . . . .. . . .. . . .. . . . . . . . .. . .. .. .. . . . . . . . . •. . •. . .. . . . . . . . . . . . .. .. .. . . 623
12. Vísperas de la guerra civil •.. .. . . . . .. . .. . . .. . . . . . . . . . . . . . . . •. . •.. . . . . . . .. . .. . . .. . . . 624
13. La guerra civil, 1861-1865 ......................................................... 625
14. El nuevo C>este ..................................................................... 626
15. Estadios finales de la guerra en el Pacífico . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . .. .. .. .. . . .. . . . .. 627
16. La guerra de Victna.Jn ............................................................... 628

Índice de cuadros
l. Población de los Estados Unidos, 1790-1990 . . .. .. .. . . .. •. . . . . . .. . . . . . . . . . . .. .. . 630
2. Inmigración a los Estados Unidos, l 82(}.1992 . .. . . . . . . . . . . . . .. •.. .. . . . . . . . . . . ••. . 634
3. Admisión de los estados en la Unión .. . . . . . . .. . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . .. .. .. .. . . .. . 634
4. Elecciones presidenciales . . .. .. . . . . . . . . . . •.. . . .. .. . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . 635
5. Jueces del Tribunal Supremo de los Estados Unidos . . . . . . .• . .. .. . .. . . . . . . . . .. . 639

675
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