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segunda época

marzo abril 2013


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Mike Davis ¿Las últimas elecciones blancas? 7


Christopher Johnson Todo consumido 61
Entrevista

Claude Lévi-Strauss La puesta de sol 77

ArtÍculos

Kevin Gray Las culturas políticas de


Corea del Sur 91
Jiwei Xiao La mirada de un viajero 111
Bolívar Echeverría Homo Legens 131

Crítica

Adam Tooze Imperios en guerra 143


Robin Blackburn Finanzas para anarquistas 155
Gregor McLennan Una cartografia de la
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Bolívar Echeverría

Homo legens

Para Margo Glanz

El lector escribe la obra una y otra vez.


Jorge Luis Borges

M
ás que contradecir a aquellos autores que hablan de la
decadencia del libro y la lectura, se diría que la enormidad
del número de nuevos títulos y lo millonario de sus tira-
das –que uno observa desconcertado en las grandes ferias
del libro, de Frankfurt a Guadalajara– los lleva a reafirmarse en su
convicción. Comparado con el aumento de la población mundial que
debería ser lectora de libros, de acuerdo al ideal occidental y moderno,
el crecimiento de la producción industrial de libros resulta casi insig-
nificante. Además, dicen, el asunto no es solo cuantitativo. En la
composición misma del mundo de la vida del ser humano de nuestros
días, el libro y la lectura ocupan un lugar cada vez menos determi-
nante; los otros mass media desarrollados en el siglo xx lo desplazan
irremediablemente como instancia social de creación y modelación de
la opinión pública. El libro y la lectura, concluyen esos autores, son
cada vez más cosa del pasado, y junto con ellos lo es también el tipo de
civilización que ha girado a su alrededor.

Y las pruebas abundan: el libro, por ejemplo, ha sido expulsado de la polí-


tica; para participar en ella ya no se requiere ser un «hombre leído» o «de
libros»; por el contrario, el serlo resulta un obstáculo, es un «defecto»
que hay que compensar con otras virtudes mediáticas de efectos

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demagógicos más contundentes. El político-ideólogo es una figura que


corresponde irremediablemente al pasado. En otro ámbito, el desahogo
sentimental ya no ocurre durante la lectura de la novela rosa, sino cada
vez más ante la pantalla del cine o del televisor. Si tomamos la informa-
ción científica de alcance popular, ésta se difunde de manera mucho
más eficaz a través de programas televisivos que a través de libros de
divulgación. Incluso, hay que decirlo, buena parte de la producción poé-
tica parece haber retornado a su imbricación arcaica con la música en los
grandes espectáculos fomentados por los mass media. Todo, entonces,
parece indicar que sí, por supuesto, que la lectura seguirá practicándose,
pero ya solamente como procedimiento accesorio, acompañante ocasio-
nal de otros medios de captación comunicativa.

Cabe, sin embargo, la siguiente pregunta: cuando hablamos de la deca-


dencia del libro y la lectura, ¿qué es lo que lamentamos, en verdad?
¿Lamentamos tan sólo el estrechamiento del campo de vigencia de la
lectura, la pérdida de importancia social de la lectura como vía de acceso
del mundo a la conciencia?

Pienso que no, que lo que lamentamos es un hecho tal vez menos asible
que el mencionado, pero más radical que él: lo que lamentamos en ver-
dad es la amenaza de extinción de toda una especie: la del homo legens,
el hombre que lee; lamentamos su ocaso, la amenaza de su desvaneci-
miento o desaparición.

¿Qué es el homo legens? El homo legens no es simplemente el ser humano


que practica la lectura entre otras cosas, sino el ser humano cuya vida
entera como individuo singular está afectada esencialmente por el hecho
de la lectura; aquel cuya experiencia directa e íntima del mundo, siem-
pre mediada por la experiencia indirecta del mismo que le transmiten
los usos y costumbres de su comunidad, tiene lugar sin embargo a través
de otra experiencia indirecta del mismo, más convincente para él que la
anterior: la que adquiere en la lectura solitaria de los libros.

La existencia de esta especie, como es de suponer, está bien documen-


tada. Ya en el siglo xvi, su presencia llamó la atención de la mirada
paternalista de la corona española, preocupada por la salud psícoreligiosa
de sus súbditos; desde 1531 prohibe exportar «romances» e «historias
vanas» a las Indias, pues «tornan borrosa en los lectores la frontera entre
lo real y lo imaginario».
Echeverría: Homo legens 133

Puede decirse que el ejemplar más desatado de la especie homo legens


pertenece al reino de la ficción, es Don Quijote, cuyo amor al mundo
terrenal lo lleva a salvarlo del estado en que se encuentra reconstru-
yéndolo en lo imaginario. Don Quijote expondrá, a través de su trato
exagerado con los libros de caballería, el programa vital de sus congéne-
res en el mundo real.

La presencia del homo legens se amplía y consolida a partir de la segunda


mitad del siglo xviii. Su auge comienza durante el tránsito de la
Ilustración al Romanticismo, en la época de la lectura llamada «empá-
tica» y se mantiene a lo largo del siglo xix. Lo que muchos llaman su
decadencia parecería comenzar a mediados del siglo xx.

¿Cuál es el secreto de la fascinación que ejerce la lectura y que consti-


tuye al homo legens? ¿Qué se esconde tras la «manía lectora», la «pasión
del leer», el «vicio de la lectura», el estar subyugado por el texto, por el
habla escrita?

Considerada como si fuera una representación del escuchar, y com-


parada con ésta, la lectura tendría sus pros y sus contras: sería más
efectiva pero también más pobre. Por un lado, permite al lector-recep-
tor perfeccionar el procedimiento para descifrar el mensaje compuesto
por el autor-emisor, por cuanto le da la oportunidad de administrar la
llegada del mismo: el lector puede interrumpir su lectura y recomen-
zarla a voluntad, puede alterar la secuencia propuesta para ella (saltando
hacia adelante en la paginación del libro) o puede repetirla, sea en todo
o en parte (retrocediendo selectivamente en la paginación). Lleva sin
embargo, por otro lado, a que el lector-receptor pierda la riqueza per-
ceptiva propia de la experiencia práctica del acto de habla oral realizado
por el emisor: el desciframiento del mensaje lingüístico es sacado de su
interconexión con otras vías comunicativas y sobre todo arrancado de
la interacción inmediata, lo mismo con el hablante-emisor que con los
otros oyentes (a través de la reverberación que provocan en él), que el
habla oral implica necesariamente como la performance única e irrepe-
tible que es; lleva a que se pierdan datos visuales y táctiles propios de la
densidad comunicativa de la palabra viva, en la que entra sobre todo el
juego con los tonos de voz, con la gestualidad que los acompaña, con
el estado físico y social del contacto que la posibilita.
134 nlr 79

Estos serían pros y contras de la lectura respecto de la recepción directa


del habla oral, cuando se la considera solamente como una especie de
transcripción de ésta. La lectura, sin embargo, no es esto –nos recuer-
dan, entre otros, Foucault y Derrida–; no es una mera «representación»
de la vía oral del descifrar lingüístico, sino algo del todo diferente de ella,
una vía autónoma alterna de ese mismo descifrar. Leer es otra cosa que
escuchar la palabra del que habla, no se reduce a ser una reproducción
técnicamente mediada de ese escuchar1.

Puede decirse que la posibilidad de ser escrito es constitutiva del lenguaje.


Exagerando un poco, sería como si todo habla oral fuera una escritura in
nuce, mirada prospectivamente, o una escritura «disminuida», mirada
retrospectivamente. Todo decir será ya una «protoescritura», en la
medida en que logre escapar de alguna manera a la fugacidad de la pala-
bra, a lo evanescente del contacto lingüístico (esto es, del estado acústico
de la atmósfera y del «rumor» social en que se da). Igualmente, todo
escuchar de una palabra será un «leer», en la medida en que el receptor
alcance a distanciarse, por la fracción de un instante, de la presencia oral
del emisor. El lenguaje es la realización culminante del rendimiento de
un sistema semiótico; de manera parecida, la escritura es la realización
culminante del rendimiento del habla.

En efecto, el dominio sobre el proceso de desciframiento del mensaje,


sobre el hecho de que acontezca o no, de que suceda o no, y más que
nada sobre la velocidad a la que acontece, esto es, sobre el ritmo de tal
desciframiento, abre la posibilidad de que la lectura, en lugar de ser un
acto de desciframiento único y en un solo sentido –como el de la recep-
ción irrepetible que hace el receptor cuando es tan solo el oyente de lo
que le envía el emisor-hablante–, se multiplique en una sucesión vertigi-
nosa de actos virtuales de interlocución, de comunicación de ida y vuelta,
entre las innumerables parejas inherentes a esta relación autor-lec-
tor. En efecto, con sus perplejidades, sus resistencias, sus dudas, sus
disensiones, el lector responde a un autor virtual, que él supone ad hoc
precisamente con estas reacciones suyas; un autor virtual que responde
a su vez, que muestra al lector aspectos cada vez nuevos, inicialmente
insospechados, incluso, en ocasiones, inexistentes en el texto del que

1
Puede afirmarse incluso, en el mismo sentido en que Karl Marx decía que «la
anatomía del hombre es la clave de la del mono», que: «Para saber cómo está hecha
la lengua, primero hay que escribirla, y no a la inversa». M. Safouan, L’inconscient
et son scribe, Seuil, 1982, p. 29.
Echeverría: Homo legens 135

ha sido colocado como autor. En su ritmo autónomo, la interlocución


dialogante que aparece entonces hace de la lectura un proceso en el que
el lector es todo menos un descifrador pasivo, un mero receptáculo de
información nueva. La mal llamada «femineidad del lector», su acti-
tud «obediente» y «generosa» ante el donador impositivo y caprichoso,
«masculino», que sería el autor, es algo que no existe en verdad. No cabe
duda de que, en general, el emisor-cifrador y el receptor-descifrador se
sirven de una manera completamente distinta del código que tienen en
común: el primero lo emplea de manera activa para desatar el hecho
comunicativo; para él es el instrumento de su voluntad de explorar el
contexto y apropiarse de él a fin de entregárselo al segundo. Éste, en
cambio, lo aplica pasivamente, en el grado cero de la voluntad, para dejar
que el hecho de la comunicación actúe sobre él. Pero en el hecho de
la lectura el lector no solo acepta la propuesta de un uso concreto del
código, que es lo primero que realiza el emisor-autor, más allá de sus
intenciones explícitas. El receptor-lector se apodera de esta propuesta
y la explora por su cuenta y a su manera, incitando con su inquietud
inquisitiva a que el autor adquiera una vida virtual y entre en un proceso
de metamorfosis. Tal es el carácter activo del descifrador-lector, que su
lectura desata un proceso en el que, al reaccionar con preguntas frente
a lo descifrado en el texto y provocar para ellas respuestas inesperadas
del autor virtual, el autor y el lector se crean mutuamente, despliegan
potencialidades de sí mismos que no existirían fuera de dicha lectura. El
hecho de que el lector se constituya en una especie de «creador» del emi-
sor-autor se documenta con la decepción que suele despertar el autor de
carne y hueso en sus lectores cuando, enfrentado a ellos, no alcanza a
representar adecuadamente, como sucede las más de las veces, el papel
de aquel autor que ellos han supuesto en los libros escritos por él; decep-
ción que solo es vencida por el fetichismo de esos mismos lectores, que
necesitan un referente tangible para su ilusión.

Esta es la virtud secreta del acto de la lectura. Por ello es perfectamente


comprensible no solo la fascinación incomparable que despierta sino el
hecho de que en torno a él haya aparecido en la modernidad toda una
especie de ser humano, el homo legens.

La aparición del homo legens puede rastrearse ya en el mundo antiguo,


igual que los inicios de la modernidad. Pero su presencia madura y
generalizada es un fenómeno tan reciente como la afirmación definitiva
de la modernidad en el siglo xvi.
136 nlr 79

Se trata sin duda de un hecho de primer orden en la historia de la cul-


tura. Los libros heredados, lo mismo los religiosos que los de la tradición
clásica pagana, pasan a ser examinados con paciencia y pasión por cual-
quier miembro de la sociedad civil; a ellos se juntan, en número cada vez
más creciente, nuevos libros que vienen a satisfacer y al mismo tiempo a
fomentar una demanda de lectura que parece no tener límites. El efecto
potenciador que este hecho tiene sobre el uso reflexivo del discurso por
parte de la sociedad es innegable. Decidir sin tutela, a partir del juicio
propio: este postulado kantiano del comportamiento que debería ser
propio del individuo ilustrado solo se vuelve realmente posible con el
apogeo del homo legens, sobre todo a partir del siglo xviii.

Hay sin embargo indicios de que esta proliferación del homo legens no
venía únicamente a satisfacer la necesidad de potenciar las posibilidades
de la cultura; datos que permiten afirmar que otras fuerzas, menos afec-
tas o de plano hostiles a la vida, se encontraban también en juego en este
proceso. Indicios que darían la razón a Walter Benjamin cuando afir-
maba que «no hay documento de cultura que no sea al mismo tiempo
un documento de barbarie».

En la formación del homo legens podemos reconocer una respuesta espon-


tánea de la sociedad a la condiciones de vida que se estructuran en la
modernidad capitalista y en especial a la masificación del sujeto social, del
individuo colectivo; masificación que implica la heimatlosigkeit (pérdida
de comunidad) de la que habla Heidegger, el hecho de que los individuos
singulares sean puestos en el desamparo, a la intemperie; se encuentren
desprotegidos, faltos de un cuerpo social, un lugar y un mito compartidos,
que los ubiquen con un sentido ante el enigma de la existencia.

El homo legens es una modalidad del individuo singular moderno en


su consistencia prototípica, es decir, como individuo abstracto, como
ejemplar individual de la clase de los propietarios privados, cuya aglo-
meración amorfa y carente de voluntad propia constituye la masa de la
sociedad civil. El individuo singular moderno, surgido históricamente
de una devastación irreversible, es un individuo que ha quedado des-
provisto de la identidad arcaica o tradicional de sus antecesores, los
individuos comunitarios, pero que está sin embargo condenado a bus-
car una configuración concreta para su convivencia con los otros. Pese
al carácter abstracto de su constitución, no puede renunciar a un trato
con los otros que implica entablar con ellos relaciones de interioridad
Echeverría: Homo legens 137

o de reciprocidad en libertad, relaciones que implican para él una pre-


sencia de los otros como objetos de su pretensión de transformarlos
y como sujetos de una pretensión de ser transformado que percibe
gravitando sobre él.

No es de extrañar que, en la historia del mundo occidental, el homo legens


haya extendido y fortalecido su presencia especialmente en la Europa que
pasó por la revolución cultural del protestantismo y que, en cambio, su
generalización en la Europa católica, tanto mediterránea como americana,
haya enfrentado dificultades, que se mantienen hasta ahora. Es la revolu-
ción del protestantismo la que liberó a los fieles de toda pertenencia a una
empresa común, eclesial, concretamente identificable, como pretende ser
la empresa del cristianismo católico romano; es ella la que preparó el adve-
nimiento y acompañó la constitución de ese individuo singular abstracto
que encontramos sobre todo allí donde la modernidad capitalista se ha
impuesto de la manera más consecuente, sin titubeos ni concesiones.

El homo legens es escéptico respecto de la concreción que la sociedad de


la modernidad capitalista cree poder dar a la vida de las masas de propie-
tarios privados, como sustituto de la concreción que tenía la vida en las
comunidades o las iglesias perdidas; percibe lo ilusorio de la identidad
prometida por la comunidad nacional. En contraposición a ella, prefiere
la comunidad virtual que se esboza en su relación con ese autor que él
adjudica al libro que lee. Puede decirse, en este sentido, que el homo legens
colabora pero al mismo tiempo, paradójicamente, contradice el proceso
de pulverización del sujeto social de la comunidad arcaica o tradicional.

Pero esta no es la única ambivalencia del homo legens.

La formación del homo legens forma parte del proceso de compartimen-


tación y depuración del tiempo de la vida cotidiana que tiene lugar en
la modernidad capitalista. Guiada por el principio de la producción,
por la producción misma, la modernidad capitalista ubica en un lado
el tiempo propio de la producción o trabajo y en otro el tiempo del dis-
frute o de la restauración de la fuerza de trabajo.

Concentra exclusivamente en el primero, en el tiempo productivo, la


actividad requerida para el manejo de los medios de producción para
la consecución del producto o la riqueza, y lo proteje de toda impureza
que pueda pervertirlo y obstaculizar o estorbar esa actividad.
138 nlr 79

Relega en el segundo, en el tiempo de la restauración de la fuerza de


trabajo, toda la actividad dirigida a romper el automatismo de la rutina
productiva y a cultivar la creatividad en todas sus formas, que es el rasgo
distintivo de la humanidad de lo humano. Es el tiempo destinado exclu-
sivamente a la actividad improductiva en términos económicos, la que
se encauza en la producción de experiencias lúdicas, festivas y estéticas.

Como dice Roger Chartier:2

[...] ahora, tanto la tarde como la noche podían emplearse como tiempo de
ocio aprovechable para el disfrute de la lectura. La concepción del tiempo
de la burguesía sufrió un cambio: con la división y «compartimentación» del
tiempo y de la vida cotidiana aprendieron también a pasar sin esfuerzo de los
mundos fantásticos de la lectura a la realidad, con lo que también se redujo el
peligro que entrañaba el contacto entre las diversas esferas de la vida.

El homo legens es el que más respeta la separación y depuración modernas


de los dos tipos de tiempo cotidiano, el puramente productivo y el pura-
mente improductivo. Pero su respeto es convertido por él en un modo de
exaltar la función especial que les corresponde al juego, a la fiesta y al arte y
que están impedidos de cumplirla adecuadamente, dado su relegamiento
en las afueras o los márgenes de la actividad productiva de la sociedad: la
función que consiste en romper con el automatismo o el bloqueo de la
creatividad, propios de la rutina productiva capitalista. El homo legens exa-
gera a tal extremo esta separación, que se aleja de los demás y se recluye
en el rincón más apartado; al hacerlo, sin embargo, introduce en su vida,
la de ese individuo singular que recorre con su mirada la página del libro,
la mayor de las confusiones entre el trabajo de la lectura y el disfrute de la
misma, entre el consumo de lo escrito y la producción de lo mismo.

Pero es necesario tener en cuenta que el homo legens, el que disfruta en


solitario su relación con el libro, no está presente por igual entre todo
el público lector, entre todos los que practican regularmente la lectura.
Aunque parezca extraño, no todo el que lee es un homo legens.

En efecto, ya en la segunda mitad del siglo xviiii, en la época de la


«fiebre de la lectura», de la «manía lectora» que se extendió sobre

2
Roger Chartier, «Lecturas y lectores “populares” hasta la época clásica», en G.
Cavallo, R. Chartier, R. Bonfil (eds.), Historia de la lectura en el mundo occidental,
Madrid, 2001, p. 519.
Echeverría: Homo legens 139

casi todo el cuerpo social en Francia, Inglaterra y Alemania, Reinhard


Wittmann3 observa una tendencia espontánea pero firme de la sociedad
más modernizada a salvar para la vida productiva un cierto tipo de lec-
tura, sacándolo del tiempo destinado a las actividades improductivas, de
recreación y de ruptura de la rutina automática, y reintroduciéndolo en
el tiempo dedicado al trabajo y la producción. La sociedad capitalista de
entonces fomenta la lectura, pero no cualquier lectura. Distingue clara-
mente entre, por un lado, la lectura «contenida» o «útil», y la sucesora
de la lectura «de embeleso», aquella que había sido condenada por las
autoridades españolas en el siglo xvi. Obedeciendo a una preocupación
por el progreso de la nación, se da ánimo a la primera, la lectura «que
informa», mientras se reprime a la segunda, la que «solo entretiene»,
considerando que ésta, aunque apropiada para compensar las limitacio-
nes de la vida, «mantiene a los lectores en la ignorancia y la inmadurez»
y «despierta vicios que contravienen la ética del trabajo».

Escribe Chartier: «Debido a que anulaba la separación [...] entre el


mundo del texto y el mundo del lector, y porque aportaba una fuerza de
persuasión inédita a las fábulas de los textos de ficción, la lectura silen-
ciosa poseía un encanto peligroso. El vocabulario la designaba con los
verbos del arrobo: encantar, maravillar, embelesar. Los autores la repre-
sentaban como más apta que la palabra viva, recitante o lectora, para
hacer creíble lo increíble».

Frente a este tipo de lectura, que es «escapista y narcotizante», según


Fichte, que se hace «sólo para matar el tiempo» y que «traiciona así del
modo más vil a la humanidad, pues rebaja un medio hecho para alcanzar
cosas más altas», el Siglo de las Luces exaltó un tipo de lectura diferente,
al servicio (cito a Wittmann):

[...] del autoconocimiento y del raciocinio [...] La lectura, para la que la bur-
guesía reservaba por fin el tiempo y el poder adquisitivo necesarios, [...]
elevaba el horizonte moral y espiritual, convertía al lector en un miembro
útil de la sociedad, le permitía perfeccionar el dominio de las tareas que se
le asignaban, y servía además al ascenso social. La palabra escrita se convir-
tió, con ello, en un símbolo burgués de la cultura4.

3
Ibid., R. Wittmann, «¿Hubo una revolución en la lectura a finales del siglo xviii?»,
p. 482.
4
Ibid, p. 502.
140 nlr 79

A tales excesos llegó la promoción de la lectura como instrumento de


progreso en la Europa occidental, que una inquieta observadora polaca
de la época, Luise Mejer, llegó a expresar su sorpresa en los siguientes
términos: «Aquí se ceba a las personas con lectura, como entre nosotros
se ceba a los gansos».

El homo legens no lee «para superarse», como lo hace el lector de la


Ilustración, pero tampoco lo hace para matar el tiempo o para curarse
algún mal del alma, como el lector «sentimental» o de empatía; el homo
legens lee «por puro placer». Para él, la lectura no es un medio que vaya a
llevarlo a alcanzar un fin sino que es un fin en sí mismo.

Expresión del proceso moderno de construcción del individuo singular


abstracto, pero al mismo tiempo revuelta contra ese mismo proceso;
obediente de la disposición moderna que separa el tiempo de la rutina
del tiempo de la libertad, pero al mismo tiempo transgresor de la misma,
el homo legens es ambas cosas a la vez: un documento de la «barbarie»
moderna y un documento de su «cultura».

¿Es en verdad el homo legens una especie en peligro de extinción?

Esta pregunta, en mi opinión, debe ser precedida por otra, que permite
aclarar la situación y acotar el problema. Y esa pregunta es: ¿el destino
negativo del libro y la lectura es en verdad signo de la desaparición del
homo legens o indica solamente el hecho del destronamiento, de la pér-
dida de poder, de un cierto uso del libro y la lectura?

En efecto, lo que se tambalea con el redimensionamiento del libro y


la lectura que ha traído consigo la consolidación abrumadora de los
nuevos medios de comunicación, introducidos en el siglo xx por el
progreso de la técnica, es el uso tradicional, canonizador y jerarqui-
zante, de los libros y la lectura; un uso que ha servido durante tantos
siglos a la reproducción del orden y la jerarquía imperantes en la socie-
dad de la modernidad capitalista.

La sociedad de nuestro tiempo ha comenzado a usar el libro y la lec-


tura de una manera diferente: desordenada, caótica, ajena al «modo de
empleo» y a los cánones no solo aconsejados sino impuestos por los
sistemas educativos nacionales a partir del sigo xix. Este fenómeno,
ambivalente en sí mismo, que bien puede acelerar el hundimiento en
Echeverría: Homo legens 141

la barbarie, pero que igualmente puede prometer una relectura creativa


y democrática de la herencia cultural, es el que los alarmistas presentan
como muestra de la decadencia de ese tipo especial de ser humano que
es el hombre que lee.

El homo legens no es una especie en extinción, ni lo será por un buen


tiempo. Su existencia, como veíamos, depende de la existencia del tipo
de individuo singular instaurado por la modernidad capitalista, el de
todos los que pertenecemos a la sociedad de masas, y la existencia de esta
modernidad, incluso sacudida como está por crisis que la cuestionan
radicalmente, parece estar asegurada todavía por abundantes recursos
de supervivencia.

Aparte de esto, me atrevo a suponer que, incluso si alguna vez el indi-


viduo abstracto de la sociedad de masas moderna llega a ser sustituido
por otro de algún tipo nuevo, no arcaico o regresivo, de individuo social
concreto, el homo legens perduraría, como mutante, si se quiere, pero fiel
a su arte de hacer del desciframiento de un texto un acto de tránsito al
vislumbre de la multiplicidad de mundos posibles.

Quito, abril de 2003.

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