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durante la Guerra Civil en la provincia de Ciudad Real. Tanto, que el autor de este libro que
publica Galaxia Gutenberg el próximo miércoles, el catedrático de la Complutense Fernando
del Rey, confiesa que tuvo muchas dudas sobre si contarlas o no. Pero al final lo ha hecho,
con los nombres y apellidos de las personas que estuvieron involucradas en escabechinas,
algunas con torturas incluidas, y en persecuciones sistemáticas organizadas, porque está
convencido de que esa es su obligación como historiador y que está haciendo “un bien a la
ciudadanía democrática”.
En ese sentido, insiste en una idea básica que recorre todo el libro: “Sin el golpe de Estado,
nada de esto habría ocurrido”. Del Rey asegura que en 1936 había muchas tensiones, un
contexto de “brutalización de la política” que explica muchas cosas, pero asegura que no
había ninguna revolución comunista en marcha, sino que fue precisamente la insurrección la
que la provocó. “La sublevación crea un punto de no retorno, son unos pirómanos que
provocan un gigantesco incendio que da pie a la revolución, produciendo esa inmensa bolsa
de rehenes”. Recuerda, de hecho, el testimonio de una mujer —el autor ha completado las
fuentes documentales con 60 entrevistas hasta conformar una base de datos con fichas de
2.500 personas— que le dijo: “Si Franco no se hubiera levantado, a mi padre no le habrán
matado”.
Porque acercarse a las vidas de personas concretas es otra de las claves de un libro que
dedica 654 páginas a algo tan llamativamente específico como la provincia de Ciudad Real.
Que el autor sea de la zona y creciera escuchando recuerdos de la guerra tiene mucho que
ver, pero la idea básica es que la microhistoria (la rama de la historia social que se centra en
los detalles) puede dar claves nuevas y distintas sobre fenómenos tan complejos como el
que aquí se trata. Por ejemplo, en el momento en el que el autor se da cuenta de que más
de la mitad de las víctimas (ha contabilizado 2.292) murieron fuera de su pueblo. O que un
grupo de milicianos del municipio de La Solana —José Naranjo Prieto (el Huso), José María
Moreno González (Franco), Rafael Galindo Gómez Pimpollo (Borguetas) y Tomás Cano
Vareta— se desplazaron más de 200 kilómetros hasta Madrid en busca de su paisano
Francisco Martín-Albo, dirigente de Acción Agraria Manchega. Y que Pedro Antonio López
de Haro hizo el mismo trayecto en busca de Andrés Maroto, líder de la derecha local. Y que
en los dos casos contaron con apoyo de miembros, algunos destacados, de las milicias en
Madrid, que pasaron por checas y consiguieron permisos en un periplo que acabó con los
dos derechistas muertos.
Redes interlocales
“Hay redes interlocales, interprovinciales e incluso supraprovinciales, es decir, lejos del mito
de que se trataba de incontrolados, muchos de ellos delincuentes comunes, había una
violencia organizada. El poder se fracciona, pero fraccionarse no implica que cada uno sea
un reino de taifas”, asegura el catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos
Sociales y Políticos. Antes de eso, describe un primer momento de “violencia caliente” en las
dos primeras semanas tras el golpe de julio del 36, un breve periodo de descontrol tras el
hundimiento del poder público, con las fuerzas del orden leales a la República reunidas en
Madrid, con unos gobernadores civiles impotentes y una población a la que se le entregan
armas para formar milicias, organizadas a través de distintos comités de defensa que
empiezan a controlarlo todo. Y una de las primeras cosas que hicieron fue intentar
neutralizar los posibles apoyos de la sublevación en una provincia de mayoría conservadora.
“En aquellos momentos, por la simple dinámica de ir a detener a miles de personas, se
producen muertos”.
Pero inmediatamente después llega lo que Del Rey ha llamado una “limpieza selectiva”.
“Hay una disputa por el espacio y la lógica que se aplica es: o los matamos o nos matan. Es
gente normal y corriente que en una situación de guerra llega a esa situación límite y que
incluso interioriza la idea de que están haciendo lo correcto”. A partir de enero-febrero de
1937, la violencia se convierte en algo más episódico, con algunos rebrotes y con cierta
represión a “soldados desafectos o potencialmente desertores”. El Gobierno, con el
socialista Largo Caballero ya en el poder, da órdenes para que esto ocurra, entre otras
cosas, por la mala imagen de la República que la violencia estaba dando en el exterior: “Se
dan cuenta de que, por momentos, los sublevados estaban ganando la batalla de la
propaganda”.
En la provincia de Ciudad Real, hubo 157 víctimas durante las dos últimas semanas de julio,
cifra que sumó las 1.085 en agosto y septiembre. En lo que restaba de año se registrarían
723 más, es decir, que en aquellos primeros meses se concentraron casi el 80% de las
muertes que el historiador ha documentado en la provincia hasta el final de la guerra. Otra
historia es lo que vino después, ya que el nuevo régimen trajo consigo un largo periodo
de persecución y represión que se hace evidente en las cifras de encarcelados —que
alcanzó un récord de 2.285 en 1941— y de “muertes accidentales o violentas”, que se
multiplicaron por más de 10, "indiscutiblemente" a causa de “fusilamientos, penalidades
inherentes a la vida en la prisión y, en mucha menor medida, la persecución de los huidos”,
dice el libro. En esa estadística se colocaron un total de 6.567 fallecimientos entre 1939 y
1943.
Aunque no era el objeto principal del trabajo, dedica a este punto el capítulo final: “Yo creo
que digo lo suficiente como para entender que es un proceso dialéctico que llega hasta bien
entrados los años cuarenta”, explica Del Rey. Porque lo que vino después es fundamental
para terminar de entender esta historia. Tanto como lo ocurrido antes: años de odios
acumulados y reconcentrados.
Unas minorías por las que no se puede, continúa, criminalizar a ningún grupo, ni socialistas ni
anarquistas ni tampoco a los de derechas. Porque, en ese complejo escenario de debates
ideológicos que nunca fueron monolíticos, las personalidades concretas de los caudillos
territoriales marcaron muchas diferencias. Pone el ejemplo de Valdepeñas y Tomelloso, dos
pueblos muy similares: grandes y ricos, con clases medias y "mucho pequeño propietario". En el
primero, controlado por Félix Torres, "fue una sangría"; en el segundo, con líderes más
moderados (entre otros, Urbano Martínez Albide y Marcelino Jareño), "la violencia fue mucho
más escasa".