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TEMA

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LAS DIVISIONES DEL TRABAJO

1. LOS CLÁSICOS Y LA DIVISIÓN DEL TRABAJO

Tal como ya se vio en los bloques precedentes, tanto Adam Smith, como Karl Marx, Max
Weber o Émile Durkheim, son considerados por la comunidad científica, inequívocamente,
como los principales autores fundadores de las ciencias sociales y, en particular, de la propia
sociología.
Estos cuatro autores pasaron a la historia del pensamiento social por sus originarias y
fundamentales aportaciones al conocimiento científico teórico-empírico de las causas y
consecuencias que estaban generando los cambios sociales que acontecieron a finales del
siglo XVIII y durante todo el siglo XIX, a raíz del nacimiento y desarrollo de la sociedad
moderna industrial.
Aunque el trabajo —y las relaciones laborales, como campo específico de estudio, al
menos, tal como lo conocemos hoy— no constituyeron el único objeto de estudio de estos
cuatro autores, todos ellos participaron, en mayor o menor grado, en la observación directa de
los profundos cambios que transformaron las formas de la organización social de las
actividades laborales que habían regido hasta aquellos momentos.
Es en este sentido, cómo la referencia a los autores clásicos se hace indispensable, antes de
pasar a desarrollar más adelante el resto de los contenidos, en tanto que paso previo para
poder después entender mejor el contexto histórico en el aparecerá el interés intelectual por
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analizar, más concretamente todos los elementos que intervendrán para que las diversas
formas de división del trabajo y, en posteriores capítulos, la contratación de la oferta de la
fuerza de trabajo de un determinado espacio social, se acabe materializando con unos u otros
resultados.

1.1. ADAM SMITH Y LA DIVISIÓN INTERNACIONAL DEL TRABAJO

El filósofo escocés Adam Smith (1723-1790) está considerado el «padre» de la economía


por la mayoría de las academias de ciencias económicas del mundo actual. Aun sin ser un
clásico vinculado a la Sociología, ni ejercer como tal en su perspectiva de análisis de los
eventos económicos que sucedían a mediados y finales del siglo XVIII, no por ello su augurada
y perspicaz contribución sobre la división internacional del trabajo entre las naciones ha de
desestimar su inclusión como autor clásico de referencia en la sociología del trabajo y de las
relaciones laborales, en la medida que avanzó lo que —unos años después, y en pleno período
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colonial y despegue de la Revolución industrial en Europa— sería la nueva forma de
organizar la producción e intercambio internacional de los bienes entre los países que los
producían y los que los consumían, algo que de inmediato sería de aplicación a la hora de
diseñar la organización del trabajo que se instauraría dentro de las fábricas industriales.
No se puede olvidar que la transición de la producción agraria y artesanal a una economía
industrial basada en la división técnica y mecánica del trabajo empezó en Inglaterra a finales
de dicho siglo. Fue posteriormente, a los efectos amplios de los cambios que esa transición
produjo en la organización social de la sociedad inglesa, que se trasladarían al resto de los
países europeos.
El hecho de que ese proceso se iniciara antes en Inglaterra no fue fruto de la casualidad. El
ritmo de crecimiento económico de Inglaterra a finales del siglo XVIII y durante los decenios
siguientes aventajaba en mucho al de Alemania y Francia —que eran las otras dos grandes
potencias económicas y, sobre todo, culturales, de aquellos momentos— en buena medida
porque la burguesía liberal inglesa había logrado una firme posición en el gobierno del Estado
británico, fruto de la revolución política iniciada ya en el siglo XVII. A todo ello se sumaría
que el descubrimiento y aplicación de ciertas innovaciones tecnológicas al sistema de
producción manufacturera —como la máquina de vapor de Watt—, particularmente en la
fabricación textil de algodón, permitiría el ascenso definitivo de la industrial y de la propia
sociedad británica (GIDDENS, 1977: 17).
Pues bien, es en ese contexto histórico en el que cabe situar la figura de Adam Smith. Este
autor introdujo la dialéctica de la división del trabajo para estudiar las relaciones económicas
entre países, a partir del análisis del trabajo en un taller de alfileres (SMITH, 1983: 45), en su
famosa obra La riqueza de las naciones.
Según Smith, el trabajo fabril generará un enorme progreso de la humanidad. La división
del trabajo combinada con la nueva maquinaria mecánica será la clave del desarrollo del
capitalismo, porque dará lugar a un aumento de la productividad extraordinario como
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consecuencia de:

a) Elevar la destreza de los trabajadores como consecuencia de la reducción de sus tareas


a una única operación.
b) Ahorrar tiempo porque evitará pasar de una tarea a otra.
c) Utilizar máquinas mecánicas que facilitarán y reducirán el trabajo, permitiendo que un
hombre realice el trabajo de varios (MARTÍN y KHÖLER, 2005: 70).

La visión de Smith sobre la división del trabajo va a ser, sin embargo, un tanto
contradictoria. Mientras, por un lado, la defenderá porque es fruto de «[…] la propensión
genial del hombre […] a la negociación, lo cual conduce a la cooperación y concurrencia de
la multitud […]» (SMITH, 1983, 53-54), en cambio, por otro, él mismo se dedicará a estudiar
los impactos negativos que la división del trabajo estaba provocando —ya en vida de Smith—

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en la sociedad industrial inglesa de entonces.
Para prevenir las consecuencias de la desigualdad entre empresarios y trabajadores y de la
degradación del trabajo, propuso la generalización del sistema educativo para todos los
trabajadores. Según él, de otra forma quedarían condenados «[…] a no tener motivos para
ejercitar mucho su entendimiento, y mucho menos su invención […] haciéndose estúpidos e
ignorantes cuanto cabe en una criatura racional […] dejándolos incapaces del gusto de una
conversación y trato racional […] En cierto sentido, no ocurre lo mismo en las sociedades que
comúnmente se llaman bárbaras, de cazadores, pastores y aun labradores […] En tales
sociedades, las distintas ocupaciones de cada hombre le obligan a ejercitar más su capacidad
natural y a inventar medios con que vencer las varias dificultades que continuamente le salen
al paso: la invención se mantiene siempre en un vivo ejercicio y el entendimiento no incurre en
aquella estupidez que parece cubrir, en una nación civilizada, las luces de la mayoría […]»
(SMITH, 1983, 99 ss.).
Finalmente, apuntar que, a diferencia de lo que afirma la teoría económica clásica —aún
hoy vigente en muchas de las universidades actuales— cuando atribuye a Smith la paternidad
de que el salario es el resultado de la oferta y demanda de trabajo que existe en el mercado de
trabajo en un momento y lugar determinados, cabe señalar que, aunque la concepción que tenía
éste sobre la formación del salario aceptaba la influencia de ese mercado, no por ello nunca
dejó de remarcar que el salario era, al final, la consecuencia de la relación de poder
asimétrica que había ya en su época entre los empresarios y los trabajadores:
[…] El salario del hombre ha de alcanzar, por lo menos, para su mantenimiento […] El operario desea sacar lo más,
el empresario dar lo menos. Pero no es difícil de prever cuál de estos dos partidos, en ciertas ocasiones, habrá de llevar
la ventaja […] Los empresarios o dueños, con menos en número, pueden con más facilidad concertarse, además de que
las leyes, por lo general, autorizan en éstos las combinaciones, en los otros las prohibiciones […] En semejantes
contiendas, no pueden dejar de llevar siempre las ventajas los dueños. Un señor de tierras, un labrador, un fabricante o
un comerciante rico, aunque en todo un año no empleen trabajador alguno, por lo general tendrán con qué mantenerse
[…] Muchos, o los más de los operarios o trabajadores, no podrán mantenerse una semana; pocos podrán subsistir un
mes sin trabajo, y apenas habrá uno que lo pueda hacer un año entero. A largo espacio de tiempo, tanto el trabajador,
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como el fabricante, el comerciante y el hacendado, se necesitarán recíprocamente, pero nunca será en los segundos esta
necesidad tan inmediata […]» (SMITH, 1776, 121).

1.2. MARX Y EL SISTEMA DE PRODUCCIÓN CAPITALISTA

La obra de Karl Marx (1818-1883) es una de las más abundantes y polifacéticas de todos
los pensadores sociales que han existido en la historia contemporánea del mundo occidental, y
ha ejercido una de las mayores, si no la mayor, influencia en los ámbitos políticos,
económicos e intelectuales, especialmente durante el siglo XX una vez fallecido éste. Sus
escritos, a menudo, junto a Freidrich Engels (1820-1895), expresan una línea de continuidad
entre los acontecimientos de la Revolución francesa y la Revolución rusa de octubre de 1917,
un período que abarca a casi ciento treinta años.
Desde bien joven, Marx fue influido por el pensamiento de Saint-Simon y, sobre todo, por
el de Hegel y Feuerback, de los cuales tomó algunas de las ideas con las que elaboró su tesis
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doctoral sobre la filosofía de Demócrito y Epicuro, leída en la Universidad de Berlín en 1841.
De entre toda su extensa obra, aquí sólo se va a hacer referencia a las alusiones que Marx
realizó sobre la alienación, la plusvalía y la división del trabajo, todos ellos temas
relacionados, directa o indirectamente, con el mundo del trabajo y de las relaciones laborales.
El análisis que hace Marx de la alienación en la producción capitalista parte del hecho de
que, cuanto más avanza el capitalismo, más se empobrecen los trabajadores. Pero eso no sólo
porque se les expropia de una parte de lo que aportan al capitalista, sino porque el trabajador
en persona corre la misma suerte que los objetos materiales que produce: «[…] el trabajador
se convierte en una mercancía tanto más barata cuanto más mercancías se producen […] La
desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las
cosas […] El paso de ser sujeto a ser objeto de la producción capitalista lo convierte en
siervo de su objeto […]» (MARX, 1970: 105-107).
Todo lo cual conduce a entender que la alienación «objetiva» del trabajador en la
economía capitalista es el resultado de la pérdida del control sobre los objetos que produce,
con lo que, a diferencia de lo que sucedía en las etapas anteriores, el producto del trabajo
pasa a ser un objeto «extraño», externo a aquél, en el sentido de que «[…] lo que se ha fijado
en el producto de su trabajo, ya no le pertenece […]» (MARX, 1970: 105). Por tanto, si el
trabajador carece de todo poder para decidir sobre lo que produce y sobre el destino de lo
que produce —dado que se trata de un trabajo impuesto por la fuerza de las circunstancias
externas—, su trabajo no le «[…] ofrecerá las satisfacciones intrínsecas suficientes que le
permitan desarrollar, libremente, sus energías físicas y espirituales […]» (MARX, 1970: 105),
e identificarse con lo que realiza en su puesto de trabajo. En otras palabras, el trabajo viene a
ser un medio para lograr un fin (el salario), y no un fin en sí mismo (GIDDENS, 1977: 47).
Más aún, podría suceder que un trabajador asalariado estuviera satisfecho con su trabajo.
En este caso, aún así, estaría igualmente alienado «subjetivamente» porque, a pesar de esa
satisfacción, no estaría desarrollando todas sus potencialidades creativas que como ser
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humano posee, ya que ni controla el proceso de trabajo (alienación «objetiva»), ni es libre de


aplicar sus propios métodos de trabajo, ni maneja los medios de producción que él utilizaría,
en tanto que no son suyos.
Con relación a la teoría de la plusvalía, Marx inicia su razonamiento en su obra El Capital,
subrayando que el capitalista no se limita a producir mercancías para sus propias necesidades,
o para las necesidades de los individuos con quienes está en contacto personal, sino que lo
hace para intercambiarlas por otros productos en el mercado con un valor de cambio, en
principio menor, para, a partir de obtener un mayor valor de cambio por ese intercambio,
volver a invertir en la producción de más mercancías, en un proceso continuo de acumulación
de capital.
Ahora bien, cualquier objeto, sea una mercancía o no, sólo puede tener valor de cambio o
de uso en la medida que se ha aplicado cierta fuerza o capacidad de trabajo humano para
producirlo. En el capitalismo, el valor de cambio de las cosas no tiene por qué deducirse ni
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coincidir con el valor de uso de éstas, es decir, con el trabajo «útil» para producirlas
(GIDDENS, 1977: 99). De hecho, muchas mercancías, poseyendo un gran valor de uso,
adquieren un alto o bajo valor de cambio en el mercado (por ejemplo, agua para beber en
medio de un desierto o, por el contrario, al lado de un manantial público, siendo el mismo tipo
de bien), y viceversa. Y es que, a diferencia del valor de uso, el valor de cambio hace
abstracción de las características específicas que tienen los objetos o las mercancías, pues ése
resulta de la oferta y demanda que en cada lugar y momento puedan tener tales mercancías,
más allá del valor de uso (utilidad) que tengan para satisfacer las necesidades humanas.
De todo lo anterior aparece el concepto de «trabajo socialmente necesario». Se trata, según
Marx, de la medida con la que se puede cuantificar y comparar el trabajo abstracto que
contienen las mercancías producidas bajo el sistema capitalista, siendo susceptible de
conocerse mediante un estudio empírico concreto en cada sociedad. Según esto, el tiempo de
trabajo «socialmente necesario» es el que se requiere para producir una mercancía en las
condiciones normales de producción, con lo que según fuese necesaria esa mercancía se
podría deparar que el trabajo socialmente necesario que se requiere para producirla se
redujera y, por tanto, que su valor de cambio disminuyera también.
Ahora bien, para que el sistema capitalista sea eficaz ha de conseguir que los trabajadores
trabajen más de lo que necesitarían trabajar para cubrir sus necesidades, por lo que siempre
habrán de trabajar a un ritmo o intensidad de trabajo constante o superior, o a cambio de más
horas de las necesarias, que el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir lo
mismo en un marco no capitalista. La diferencia entre ambos constituye lo que se denomina
«plusvalía» o «plusvalor», también conocido por tasa de explotación del trabajo y, por tanto,
de quien lo realiza.
De ello se deduce que todos los trabajadores (el proletariado) están explotados, por lo que
constituyen una clase social por sí misma. No obstante, Marx admite que todos sus integrantes
no actúan como tal. Eso sólo sucederá cuando abandonen su «falsa conciencia» y se den cuenta
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de los intereses que comparten en común. Sólo de esa forma será posible que los trabajadores
derroquen a la burguesía y sean ellos los que alcancen el poder en una nueva sociedad sin
diferencias de clase e igualitaria: el socialismo.
Una de las principales críticas que se han realizado a Marx consiste en el supuesto de que
los seres humanos llegan a su plenitud a través de su trabajo. Es a través de él como se crea el
mundo social de los humanos. Ésta constituye la base de lo que Marx denominará el
«materialismo» histórico. Es decir, la clave de la evolución que ha dado lugar a la aparición
de las diversas sociedades humanas hasta llegar al capitalismo se explica por los conflictos y
contradicciones (materialismo dialéctico), que se generaron entre las distintas clases sociales
que poseían el poder político y económico y las que no lo poseían, todas ellas asociadas a
cada uno de los modos de producción que han regido en cada etapa de dicha evolución, a lo
largo de un proceso de correlativa sustitución (del esclavismo se pasó al feudalismo, y de éste
al capitalismo, para, según Marx, llegar al final al socialismo).

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En otras palabras, será la subestructura (la base económica), y no la superestructura (la
cultura, la ideología, las leyes, la política, etc.), lo que explicará el motor del avance histórico
de la sociedad humana. Pues bien, esta visión, fundamentalmente materialista, del desarrollo
social humano será objeto de crudas acusaciones, en términos de determinismo económico
(WATSON, 1995: 60), al desdeñar el papel de la superestructura en la configuración de dichos
avances.
Otra de las críticas de que ha sido objeto Marx ha sido el hecho de que dejara en el tintero
el análisis de la función de la demanda en el capitalismo (GIDDENS, 1977: 100). De la teoría
del valor-trabajo se desprende que la demanda de una mercancía no determina el valor de
ésta, aunque pueda afectar a su precio. Marx afirma que si sube la demanda de un producto,
los productores de otros productos tenderán a producir aquel producto, de modo que con el
tiempo el precio volverá a acomodarse a su valor. Y ese valor está en relación a la magnitud
del trabajo socialmente necesario materializado en cada mercancía. De hecho, los precios de
las mercancías no dejan de apoyarse en su valor, a pesar de que puedan oscilar
coyunturalmente.
De otra parte, aunque un capitalista pueda, transitoriamente, ganar dinero aprovechándose
de las oscilaciones de los precios de las mercancías en el mercado —porque se alejan por
debajo de su valor real (comprando), o por encima de tal valor (vendiendo)—, él se ve
obligado, generalmente, a comprar las mercancías que necesita (inputs), y a vender las que
fabrica (outputs), por el valor real que tienen1. Y sin embargo, ha de extraer del proceso
productivo más valor del que invirtió en su inicio.
Para resolver tal paradoja, Marx se remite a la «necesidad» que tienen los capitalistas de
explotar a los trabajadores bajo el sistema capitalista. El hombre «libre» en la sociedad
capitalista liberal podrá ahora vender su fuerza de trabajo a quien quiera (a diferencia de la
época feudal), con lo cual reaparecerá el mercado de trabajo «abierto» tras muchos siglos de
inexistencia como tal —una vez extinguido el mercado de trabajo greco-romano de esclavos
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—, de modo que la fuerza de trabajo será considerada una mercancía más con su propia
demanda y oferta, cuyo punto de equilibrio tenderá a coincidir con el valor del tiempo de
trabajo socialmente necesario para su reproducción (alimento, vestido y techo para el
trabajador y, en principio, para su familia), o lo que es lo mismo, el valor de una determinada
cantidad de mercancías que aquél necesita para subsistir y reproducirse o salario.
Dado que las condiciones con las que el capitalismo produce los bienes y servicios hacen
posible que cada trabajador produzca muchas más mercancías que las que se necesitan para
cubrir su subsistencia, el resto de éstas constituirán la plusvalía «bruta» o tasa de explotación
que aquél obtendrá de cada trabajador asalariado. Es decir, si la jornada de trabajo es de diez
horas y el trabajador produce las mercancías por el valor en el mercado de su reproducción en
cinco horas, las cinco horas restantes constituyen la plusvalía «bruta» (trabajo excedente en
forma de mercancías menos trabajo necesario para subsistir).
Es evidente, que el tiempo de trabajo socialmente necesario ha sido, y es, distinto en cada
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sector de actividad y sociedad, en el tiempo y en el espacio, y por tanto, que la plusvalía
también ha sido y es variable, al menos a corto y medio plazo, aunque a largo plazo la
tendencia sea a su homogeneización. De hecho, la nivelación y desarrollo de las tasas de
ganancias a largo plazo entre los diversos sectores de actividad se alcanzará, según Marx, a
través de la creciente fluidez y concentración del capital en determinadas zonas de las
ciudades (dada la total libertad de movimientos que tendrá en el capitalismo frente al
privilegio monopolísitico feudal), y de la libertad del propio trabajador (el trabajador podrá
ahora trasladarse de fábrica a fábrica sin más restricciones que el desplazamiento a su puesto
de trabajo).
La plusvalía es «bruta» porque, como aclara el propio Marx, el capitalista no sólo ha de
pagar los salarios —lo que luego definirá como capital variable—, sino también ha de
sufragar los costes de la compra y mantenimiento de la maquinaria, herramientas, instalaciones
—capital constante— y de los créditos que pudieran existir (MARX, 1959: 63), más los
impuestos que luego aparecerían—, por lo que el capitalista sólo se acaba embolsando al final
la plusvalía «neta» (beneficios netos), y ésta dependerá, en buena medida, del volumen de
inversión en capital variable que aquél realice. De ese modo sólo el capital variable crea
valor y beneficios al capitalista, pues sólo con la intervención —directa o indirecta— de la
fuerza de trabajo el capital constante deviene productivo.
Ahora bien, aunque el capitalista tenga que hacer frente a todos esos costes, éste dispone de
una serie de factores para contrarrestar o incluso aumentar su cuota de beneficios sobre el
total de plusvalía generada en una sociedad en un momento dado (GIDDENS, 1977: 107). Para
empezar, elevando la inversión en nueva tecnología que favorezca el incremento de la
productividad del trabajo. Otro modo de compensar los citados costes consiste en buscar en
otros mercados exteriores los inputs que se necesitan más baratos. Pero, sobre todo, Marx
apunta a aquellos otros factores que acentúan la explotación de los trabajadores.
Por otro lado, desde el punto de vista de la división del trabajo, Marx recoge varios
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aspectos de Adam Smith referentes a la fragmentación del trabajo y la degradación del


trabajador (lo que este último denominará la «patología industrial»), para incorporarlos a su
teoría general de la producción capitalista, en tanto que sistema diferenciado de los que había
habido hasta entonces. A diferencia de Smith, Marx analizará la división del trabajo no sólo a
nivel de sociedad y entre los países, sino, sobre todo, en el ámbito de la producción social. De
ese análisis aparecerá, entre otros, el concepto de «obrero total» y «obrero parcial».
Para Marx, con el paso de la producción manufacturera a la fábrica se consolida y amplía
la pérdida de control del trabajador sobre su trabajo, en la medida que aquél entra a formar
parte de la automatización de éste. Como ya se vio, el trabajador sólo hará una ínfima parte
del total del producto, pasando a ser un mero apéndice del proceso de valorización del capital
(racionalidad material), convirtiéndose así en una mercancía más del proceso (cosificación de
la relación social del trabajo), remunerada en un mercado como cualquier otro bien material.
Otro de los aspectos fundamentales para el análisis de las relaciones laborales de Marx
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tiene que ver con el contrato laboral. Según él, los capitalistas no compran una cantidad de
trabajo «total o real» cuando contratan a los trabajadores (como suponen los economistas
clásicos y, aún hoy, los neoclásicos). Por el contrario, los empresarios compran el derecho de
uso de la «fuerza de trabajo potencial del individuo» (según Marx, la única «mercancía»
capaz de añadir valor al producto, como ya se ha visto), para un tiempo determinado, y sin
determinar con claridad el uso real que se hará de esa fuerza (el contrato no especifica ni el
número de operaciones y tareas que deberá efectuar el trabajador, ni la calidad de éstas, ni la
forma o intensidad con que se han de hacer, sino el tipo de tareas, el lugar donde se han de
realizar, la jornada y el salario a pagar por ellas) (BONAL, 1997: 28). La estrategia de los
capitalistas se centrará, ya desde el inicio de la Revolución industrial, en cómo conseguir que
el trabajo potencial contratado se convierta en el máximo de trabajo real o efectivo.
No obstante, a diferencia de lo que sucede con el mercado de otras mercancías, la compra
de la mercancía «trabajo» no comporta para su vendedor la cesión de todos los derechos de
consumación/uso de esa mercancía (el trabajo efectivo), ya que, en última instancia, el empleo
de la fuerza de trabajo depende de su voluntad subjetiva, de su disposición a trabajar, y como
esa fuerza es inseparable del sujeto, no se puede utilizar si el trabajador no lo admite.
Además, por mucho que se quiera controlar o asimilar a una máquina, la mano de obra no
puede «funcionar» ilimitadamente, sin descanso, ya que ha de reproducirse previa y
constantemente (GIDDENS, 1977: 102-103).
Por tanto, siguiendo de nuevo a Marx, la relación laboral en el capitalismo queda,
inevitablemente, marcada por el conflicto inherente al propio sistema: mientras el trabajador
intentará maximizar el margen de autonomía que le queda (la potencialidad de sus
cualificaciones, su integridad física, etc.), para minimizar el trabajo efectivo, la dirección
intentará (por diversos caminos) disminuir esa autonomía al máximo posible y maximizar ese
trabajo (productividad). En definitiva, aquella parte que mayor fuerza posea en cada lugar y
momento será la que establecerá las condiciones de trabajo y el precio de la relación laboral.
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1.3. MAX WEBER Y LA RACIONALIDAD DEL CAPITALISMO

En su tesis doctoral, Max Weber (1864-1920) ya apuntaba sus intereses intelectuales


cuando disertó sobre las disposiciones jurídicas que regulaban la empresa comercial de las
ciudades de Génova y Pisa durante la Edad Media, en la que mostraba cómo el capitalismo
comercial que se había desarrollado en éstas llevaba ya consigo la formulación de los
principios legales que reglamentarían la distribución del riesgo y las ganancias de aquellos
que participaban de los negocios empresariales (GIDDENS, 1977: 207). Esta tesis y otros
escritos posteriores irían configurando lo que sería el centro de interés de la obra de Weber:
la naturaleza de las características específicas de la empresa y del capitalismo moderno en
Europa occidental y las condiciones que rigieron su aparición y desarrollo.
Al igual que hiciera Marx, Weber realizó diversos estudios históricos —en este caso, sobre
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la estructura social y económica de la Roma imperial antigua y, con posterioridad, sobre las
condiciones del campesinado al este del Elba en la zona oriental de Alemania, así como sobre
las operaciones del capitalismo financiero en Alemania—, de todos los cuales, y en particular
de estos dos últimos, extrajo los temas que formarían parte de su obra La ética protestante y
el espíritu del capitalismo, publicada entre 1904 y 1905.
Weber empieza esta obra constatando que, ya desde los primeros centros de desarrollo
capitalista a principios del siglo XVI en Europa, los protestantes venían participando de la
dirección de los puestos más especializados y técnicos, y de una mayor proporción de
posesión del capital que el resto de la población. Según él, el protestantismo adoptó una
actitud mucho menos relajada y ociosa que el catolicismo —en particular, la rama del
calvinismo—, lo cual condujo a que el capitalismo se desarrollara con mayor intensidad allí
donde éste fue capaz de desplazar al catolicismo. Sin embargo, no se puede establecer una
relación causal directa entre protestantismo y capitalismo sin más. Son algunas de las
creencias y códigos de conducta del primero lo que se revelaría decisivo para el desarrollo
del segundo.
Según Weber, el trabajador «tradicionalista» (precapitalista) no piensa en maximizar su
jornada de trabajo, sólo tiene en cuenta el trabajo que ha de realizar para cubrir sus
necesidades cotidianas: «[…] Lo que el hombre quiere por naturaleza no es ganar más y más
dinero, sino vivir pura y simplemente, como siempre ha vivido, y ganar lo necesario para
seguir viviendo […]» (WEBER, 1975: 59). No es que el tradicionalismo católico ni las culturas
antiguas hayan estado reñidos con la codicia y la avaricia humana. El desenfreno, el lucro o el
egoísmo se han desarrollado en todos los períodos históricos.
De hecho, muchos pequeños negocios precapitalistas, sin ser del todo «conscientes» de
ello, actuaban bajo pautas de una organización racional de la producción dirigida a la
obtención del máximo rendimiento (GIDDENS, 1977: 216). Max Weber afirma, sin embargo,
que esas actitudes en el capitalismo no se fundamentaban en una búsqueda amoral de ganancias
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personales, sino como resultado de una obligación disciplinada y vocacional para cumplir con
el deber «espiritual» para con Dios. En otras palabras, trabajar para ganar dinero será, a
diferencia de las épocas precedentes, una actividad planificada, eficiente y legítima,
encaminada al logro económico, en tanto que medio para lograr el fin: la gloria divina.
Ahora bien, es entre los seguidores del calvinismo donde Max Weber encuentra la máxima
tensión en la relación del individuo con el trabajo, su vida cotidiana y Dios. Entre las diversas
corrientes englobadas en el —por Weber denominado— «protestantismo ascético»
(calvinismo, metodismo, pietismo y sectas baptistas), es dentro de la primera donde se
manifiesta la mayor presión de la predestinación sobre la vida del creyente. Se trata de algo
irrevocable, sobre lo que el hombre nada puede hacer por evitarlo (GIDDENS, 1977: 218).
A diferencia del luteranismo y de las otras corrientes protestantes y del mismo catolicismo,
el calvinismo condena a sus fieles a la angustia de no saber ni poder hacer nada sobre su
salvación eterna. Ni la intermediación de los sacerdotes, ni la expiación de los pecados
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mediante los sacramentos, podían evitar que Dios fuera el único que podía conceder la gracia
de la vida eterna una vez muerta la persona.
De ese modo se generó entre sus seguidores la necesidad de creer que cada uno era, por sí
sólo, uno de los elegidos por Dios. Cualquier duda que hubiera sobre la certeza de la elección
de Dios era una prueba de fe imperfecta o insuficiente, lo cual comportaba la incautación
automática de la gracia de éste y su condena eterna. Tan sólo una intensa actividad en el
mundo terrenal permitiría al individuo desarrollar y mantener la confianza en sí mismo (en ser
uno de los elegidos), pero de ningún modo un método para merecer y ganar la salvación, sino
para eliminar las dudas sobre su elección.
Por tanto, el tiempo en la vida terrenal es infinitamente valioso, puesto que toda hora
perdida es una hora que se roba al trabajo al servicio de la gloria de Dios (GIDDENS, 1977:
220). Y aunque la acumulación de riqueza es condenada moralmente si constituye una
incitación al lujo y la pereza, cuando las ganancias se obtienen por el cumplimiento ascético
del deber profesional, no sólo son toleradas, sino recomendadas, porque glorifican a Dios.
De esa forma, según Weber, se podría explicar por qué fue entre los dirigentes
empresariales donde mayor influencia tuvo el calvinismo, mientras que en otros estamentos
sociales más bajos fueron otras corrientes protestantes menos severas y más humildes las que
mayor incidencia alcanzaron.
En consecuencia, según Max Weber, los orígenes del capitalismo deben buscarse en la ética
religiosa que se desarrolló especialmente entre el calvinismo: la racionalización de la
conducta humana sobre la base de la idea vocacional-profesional del trabajo. Otra cosa muy
distinta es que, como el propio Max Weber confesara al final de esta obra: «[…] El ascetismo
se propuso transformar el mundo y quiso realizarse en el mundo. No es extraño, pues, que las
riquezas de este mundo alcanzasen un poder creciente e irresistible sobre los hombres, como
nunca se había conocido en la historia. El estuche ha quedado vacío de espíritu, quién sabe si
definitivamente. En todo caso, el capitalismo victorioso no necesita ya de este apoyo
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religioso, puesto que descansa en fundamentos mecánicos […] Y la idea del “deber
profesional” ronda por nuestra vida como un fantasma de ideas religiosas ya pasadas […]»
(WEBER, 1975, 258).
Desde otra óptica, Max Weber coincide con Marx en que el capitalismo es una forma social
eficaz, muy superior a las habidas hasta entonces, por la aplicación de la «racionalidad» a los
medios de producción que éste hace, y por su capacidad para acumular mucha más riqueza que
cualquier otro sistema de producción anterior, aunque eso fuera a cambio de dominar y
controlar a individuos formalmente libres para que colaborasen para con ese objetivo.
No obstante, la coincidencia de ambos autores sobre la superioridad del capitalismo
proviene de ideas con significados ciertamente opuestos. Mientras para Marx esa superioridad
es el resultado de poner en funcionamiento la extraordinaria acumulación de capital acopiada
hasta entonces (materialismo y objetividad), para Weber es fruto del proceso de extensión de
la racionalización —que sustituirá al dogma escolástico—, de la que se adueñará el
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capitalismo («espiritualidad»/ideas y subjetividad). Ambas visiones, que a menudo se han
querido plantear como antagónicas, son en realidad complementarias: el capitalismo, como
nuevo sistema para organizar la producción de bienes, fue fruto de las ideas (religiosas), pero
para desarrollarse tuvo que sustentarse necesariamente en una base material (el capital).
Por su parte, la vinculación de Weber con las relaciones laborales fue escasa e indirecta y
hay que situarla hacia finales de los años diez del siglo XX, como derivación de las
investigaciones empíricas que desarrolló sobre el impacto de la tecnología, de las políticas de
recursos humanos, de los sistemas de remuneración y, particularmente, del impacto de la
fábrica industrial en los trabajadores. No hay que olvidar que Weber es autor del primer
manual sobre sociología del trabajo industrial, el cual fue publicado en 1924.
Según Weber, la contratación laboral en el marco capitalista se desarrolla racionalmente
gracias a que la fuerza de trabajo es libre de contratar con el capitalista, quedando éste
igualmente libre de cualquier compromiso con su mantenimiento y cuidado, lejos de lo que
sucedía con los sistemas de producción feudal y, en cierto modo, del esclavista. Eso no
significa que, para Weber, el mercado de trabajo capitalista no dejara de ser un terreno de
lucha y competencia entre partícipes (contratante y contratado) por el valor del salario y, por
tanto, resultado del poder de las partes.
Para Weber, el mercado de trabajo, como el resto de mercados, no es un mecanismo que
funciona automáticamente a partir de la demanda y la oferta (como sostendrán los autores de la
teoría económica neoclásica), sino que es una institución social regulada por los grupos de
poder prominentes de cada sociedad, de cuyo resultado surgirán los acuerdos o convenios
colectivos entre las partes. Y eso es consecuencia lógica de la aplicación de la racionalidad
capitalista, asegurará Weber. De lo contrario, sólo cabe esperar la «anarquía autodestructiva»
inherente a todo mercado desregulado.

1.4. ÉMILE DURKHEIM, LA DIVISIÓN DEL TRABAJO Y LA SOLIDARIDAD ORGÁNICA


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Si para muchos economistas Adam Smith es considerado el padre de la economía, de igual


modo, para muchos sociólogos, Émile Durkheim (1858-1917) es considerado el padre de la
sociología —en buena medida, junto a su predecesor Auguste Comte (1798-1857)— pues él
fue quien institucionalizó la sociología como ciencia, ejerciendo la primera cátedra de esta
disciplina.
Durkheim encabezará el paradigma metodológico positivista —equiparándolo a las
ciencias naturales— basado en el análisis objetivo (desde «fuera») de los «hechos sociales»
colectivos, en oposición al paradigma comprensivo liderado por Weber, basado en el análisis
subjetivo (desde dentro) de la acción social individual.
Coincidiendo con Smith en la bondad de la división del trabajo, se distinguirá de él, en
cambio, por entender que es positiva porque es el mejor mecanismo para alcanzar la
solidaridad «orgánica» en la sociedad moderna, no para aumentar la productividad y la
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riqueza.
Según Durkheim, la teoría utilitarista es incapaz de dar cuenta de la base de solidaridad
moral que existe en las sociedades modernas, y es también engañosa como teoría de las causas
del incremento de la división del trabajo (GIDDENS, 1977: 145). El incremento de la
especialización no proviene del aumento de la riqueza material. Más aún, la riqueza no sólo no
cubre las necesidades humanas, sino que no lleva a los hombres a la felicidad. Si bien es
cierto que el hombre moderno dispone de una variedad de placeres antes desconocidos, éstos
quedan compensados en exceso por las fuentes de sufrimiento que no existían en las formas de
sociedad anteriores a la capitalista, como es el caso del suicidio (DURKHEIM, 1967: 210).
El desarrollo de la división del trabajo hay que atribuirlo, pues, a otras causas. Este
fenómeno social no es reciente, pues la división social según el género es tan antigua como la
misma existencia de la especie humana. Sin embargo, con la sociedad moderna esa división ha
ido al alza, conforme ha ido creciendo la frecuencia de los contactos diversificados entre
individuos (aumento de la densidad «dinámica»), la cual depende, a su vez, del aumento de la
densidad material de una población en constante crecimiento y concentración urbana, que
multiplica sus actividades económicas y sociales (GIDDENS, 1977: 146).
En ese sentido, la división social del trabajo se convierte en una condición para la
existencia de la nueva sociedad porque asegura la cohesión social, y eso tiene un carácter
«moral», es decir, una mayor densidad «moral» o intensidad de la interacción social que
supera al lujo superfluo de la productividad económica (DURKHEIM, 1967, 61).
Pero la sociedad moderna capitalista ha modificado los términos de la solidaridad social
(entendida como integración social). La preocupación fundamental de Durkheim será pues:
¿cómo, ante los profundos cambios habidos en la sociedad, será posible garantizar que la
nueva sociedad no se desintegre, dado el aumento del anonimato y del individualismo propios
del capitalismo?
Para responder a esa pregunta, Durkheim se introduce en dos campos: en su visión de la
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sociedad como organismo y en los conceptos de solidaridad mecánica y solidaridad orgánica.


Por lo que se refiere al primero de ellos, Durkheim concibe la sociedad como un
organismo armónico y equilibrado, para lo cual utiliza la teoría del organicismo, en la que se
equipara al funcionamiento de la sociedad, con el de los organismos vivos, cuyos órganos
funcionan en armonía entre sí, cumpliendo cada uno su función específica para que funcione
bien la totalidad del cuerpo del organismo.
Para él, la sociedad es un «cuerpo social vivo» que, por naturaleza, tiende al equilibrio, y
cuando aparecen conflictos sociales, es porque surgen situaciones «patológicas» que se
apartan de la «normalidad», a pesar de que luego desaparecen para volver a esa
«normalidad». El organismo reparte las funciones entre sus órganos de forma natural y
equilibrada, de modo que cada órgano no aspira a otra cosa que a la que le corresponde.
Esta visión de la sociedad como cuerpo orgánico constituye una perspectiva mucho más
alejada de la actualidad que la que Marx y Weber ofrecieron en su momento. Sin embargo, ha
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tenido una gran repercusión a lo largo de la historia social contemporánea, pues otras
perspectivas posteriores «no conflictivistas» y «armoniosas», como el funcionalismo, la teoría
de sistemas o, en cierto modo, el estructuralismo, partieron o recogieron parte de esta visión
para elaborar sus propias teorías.
No es que la visión orgánica de Durkheim no reconozca la existencia de conflictividad
social, pues admite que la división del trabajo genera muchos conflictos —que él mismo los
califica de «formas anómicas», por la gran difusión que esa conflictividad tenía durante esa
época en la sociedad moderna: «[…] el aumento de la potencia productiva del trabajo que ésta
está comportando no está acompañado de nuestra capacidad de placer y felicidad […]»—,
pero cuando es abordada, Durkheim la trata siempre como una «enfermedad» transitoria,
susceptible de ser «curada».
De hecho, aunque detecta que los problemas que genera la división del trabajo en la nueva
sociedad industrial se producen por la organización taylorista del trabajo, no analiza a fondo
ese tipo de problemas, y se centra en las consecuencias sociales «externas» que se acaban
derivando de esa forma de organizar el trabajo, es decir, en el individualismo y la desigualdad
y, por tanto, en la desintegración social de la vida moral de la sociedad moderna.
Por lo que se refiere al segundo campo, Durkheim, partiendo de las ideas aportadas
previamente por Spencer, define dos tipos de solidaridad social:

• Solidaridad mecánica: es la propia de las sociedades tradicionales y agrarias, donde


existe poca división del trabajo, con una conciencia colectiva común y una fuerte cohesión,
donde el individuo queda ligado directamente a la comunidad, sin que se le permita
desviación social alguna.
• Solidaridad orgánica: es la propia de la sociedad moderna industrial, con una gran
división del trabajo, donde la especialización funcional y productiva provoca un mayor
individualismo social, pero que se contrarresta por la mayor interdependencia que, a su vez,
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genera esa misma especialización. La mayor necesidad de unos de otros dentro del
«organismo» (solidaridad orgánica), es lo que sustituirá los lazos mecánicos de solidaridad.
Ya no se castiga la desviación, lo diferente, sino que se acepta lo distinto, en todo caso se
resocializa.

Pues bien, Durkheim afirma que la «solidaridad orgánica» es el principio «moral» básico
(reglas y normas) para evitar los efectos de desintegración provocados por la falta de
generosidad, y de un egoísmo frontalmente opuesto a la «sana forma de individualismo» que
podría existir en la sociedad industrializada (WATSON, 1995: 42), así como para que la
división del trabajo conduzca a una situación satisfactoria en las relaciones laborales y
sociales.
En otras palabras, sólo cuando la división social del trabajo se convierte en un mecanismo
de integración, es decir, cuando el empresario sea capaz de organizar la actividad económica
coherentemente, sin necesidad de coaccionar al trabajador, y este último pueda ejercer su
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talento específico y sea remunerado justamente, aquélla conducirá necesariamente a una
relación equilibrada, de mutua necesidad, confianza y satisfacción. De lo contrario, la división
del trabajo se convierte en una fuente permanente de conflictos porque quiebra la solidaridad
orgánica, que es el principio básico de la cohesión social moderna.
Pero ¿cómo es posible esa solidaridad sin algún tipo de acuerdo entre las clases sociales?
Mediante un contrato fundamentado en una moral (reglas, normas y buenas prácticas
profesionales) que garantice su cumplimiento y el mutuo reconocimiento de las dos partes, y
no en un mero instrumento para elevar la productividad y la riqueza material de una de esas
partes.
Pero para que esa moral se cumpla y no acabe fracasando, Durkheim propondrá que sean
las asociaciones corporativas (gremios profesionales y personas relevantes de índole pública)
las encargadas de intermediar entre el individuo «atomizado» y el Estado, pues éste es el
máximo responsable de imponer esa moral, y no otras instituciones como los sindicatos y las
patronales, de manera que se garantice el cumplimiento de las funciones que cada individuo ha
de realizar de acuerdo con el bienestar de la sociedad.
Para Durkheim, ni las patronales, ni los sindicatos, podían ejercer de intermediarios,
debido a su carácter de asociación privada, carentes de autoridad legal, por lo que, según él,
carecían de la capacidad pública para imponer la moral y garantizar su cumplimiento, además
de que los convenios que éstos firmaban sólo reflejaban el estado de la fuerza económica que
cada uno tenía en cada momento.

2. LOS ORÍGENES DE LA DIVISIÓN DEL TRABAJO

A pesar de su trascendental influencia, no suele ser común reconocer a la división del


trabajo como una de las relaciones sociales que más inciden en la estructuración social y en el
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gobierno de la vida social. Quizás sea porque, a primera vista, la división del trabajo pueda
parecer algo simple, de mera especialización laboral (división del trabajo según el género,
según los sectores de actividad, entre empresas de un mismo sector, etc.), o por el contrario,
demasiado abstracto (la división del trabajo en términos de interdependencia individual y
social existe independientemente de las posiciones que ocupen las personas en la vida social).
Simple o abstracta, lo cierto es que la división del trabajo es una forma de organizar la
producción material y el resto de actividades que han estado presentes a lo largo de toda la
historia humana, y ha desempeñado un papel fundamental en la delimitación de las divisorias
sociales entre, por ejemplo, la vida militar y la civil, la vida urbana y la rural, la vida laboral
y el descanso, pero muy en particular en las divisiones de clase y en las relacionadas con el
género de las personas.
Prueba de que la división del trabajo es tan antigua como la propia especie humana es que
el trabajo entre nuestros predecesores más remotos ya estaba dividido en una serie de
funciones y tareas básicas (provisión de recursos para la supervivencia, gestión de los
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riesgos, rituales de cohesión, etc.), en función del género y, en cierto modo, de la edad que se
tenían.
Remontándonos a los grupos humanos que vivieron durante el Paleolítico, hace más de
cuarenta mil años, hay que señalar que esta nueva etapa de la evolución humana apareció como
resultado de una revolución cultural en las formas de vivir existentes hasta aquellos momentos.
Esta revolución fue posible gracias a que previamente se superó un conjunto de restricciones
relacionadas con la lucha por la supervivencia, y la continuidad como especie, asociadas éstas
a la selección, la creatividad y el ingenio (lo cual) permitió a nuestros antepasados detectar y
anticiparse mejor a los riesgos internos y externos que se les presentaban, a la vez que poder
reconocer con mayor eficacia las oportunidades que ofrecía el medio en el que vivían
(JOHNSON y EARLE, 2003: 54).
No obstante, a pesar de que esos avances facilitaron una mayor eficiencia en la obtención
de los recursos y en la lucha contra los riesgos y peligros del entorno, no se aprovechó para
establecer unas nuevas relaciones de poder entre ambos géneros, por lo que no se cuestionó la
persistencia del modelo de distribución de las actividades que se había heredado de la era
homínida precedente.
Todo lo contrario, los líderes grupales varones que venían detentando el poder desde la
etapa de la selección natural estimaron conveniente que tales actividades habían de seguir
siendo asignadas en función de si eran hombres o mujeres los que las iban a desarrollar. Es
decir, con el «pretexto» de que se había afrontado exitosamente la supervivencia durante todo
el período previo que dio lugar a la aparición del Paleolítico, gracias a haber aplicado ese
tipo de división del trabajo, los varones sancionaron culturalmente la consolidación definitiva
del patriarcado como la institución social en la cual se legitimaría la distribución desigual de
las tareas y las actividades en función del género de las personas, al considerar que había
demostrado ser la manera más eficaz de seguir avanzando socialmente, tal como lo había
hecho en la etapa prepaleolítica.
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Con la aparición de la agricultura y la vida sedentaria en el Neolítico, tampoco se


aprovechó la oportunidad para modificar las relaciones de trabajo entre ambos géneros, a
pesar de que las razones de índole biológica que habían aducido los varones para seguir
justificando la división del trabajo en las etapas precedentes carecían ya de todo fundamento,
pues el trabajo agrario ya no exigirá ni la agilidad, ni disponer de fuerza para cazar o, incluso,
pescar porque las proteínas necesarias para sobrevivir a partir de ahora se podrán obtener del
trabajo del campo y de la domesticación de los animales.

3. LA DIVISIÓN TÉCNICA DEL TRABAJO

Cuando los faraones egipcios necesitaban de miles de esclavos para la construcción de las
pirámides o cuando el trabajo en los talleres artesanales implicaba un volumen de trabajo que
superaba la capacidad de su único propietario, se hacía necesaria una determinada división
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«técnica» del trabajo, con el fin de organizar las partes en que se tenía que fragmentar el nuevo
proceso de trabajo.
Ahora bien, lo que hoy comúnmente se entiende por división técnica del trabajo hace
referencia al fenómeno sociotécnico que cobró su máximo apogeo cuando aparecieron las
primeras grandes fábricas industriales en Europa, en las que un gran número de trabajadores
desempeñaban un gran número de puestos de trabajo que, a su vez, implicaban la ejecución de
un número muy reducido de tareas, distintas de puesto a puesto. La organización de todo lo
cual entrañaba la necesidad de contar con una compleja coordinación jerárquica de todas las
operaciones, tareas y funciones que se desarrollaban de manera simultánea y sucesiva en el
tiempo.
Sin embargo, la terminología «técnica» que suele ir ligada a este tipo de división del
trabajo es un tanto engañosa, pues presupone que tal división está completamente determinada
por consideraciones científico-tecnológicas ajenas a cualquier influencia o mediación social.
Es evidente que la división del trabajo, en cualquiera de sus dimensiones y ámbitos, tiene un
fundamento técnico irreductible por la propia naturaleza de las labores que hay que llevar a
cabo para obtener un producto o un resultado determinado. Pero también es evidente que, junto
al carácter técnico de cualquier proceso de trabajo, existe también una dimensión social
inherente a la técnica, que se distingue por las relaciones sociales de poder que quedan
relativamente más ocultas que las que se asocian directamente a la esfera técnica del trabajo
(SAYER y WALKER, 1994: 34). De hecho, son las relaciones sociales de poder las que, en
última instancia, acaban por determinar que ese producto o resultado «técnico» se obtenga con
una organización técnica y humana del trabajo determinada y no con otra, siguiendo un tipo de
normas y procedimientos, y no otros.

3.1. LA DIVISIÓN TÉCNICA DEL TRABAJO, ¿CUÁNDO SE CREARÁ UN NUEVO PUESTO DE TRABAJO?
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En términos generales, cada proceso de trabajo contiene una serie de tareas ordenadas de
forma más o menos encadenada y sucesiva, el desempeño de las cuales requiere el dominio de
determinados instrumentos, conocimientos y competencias técnico-sociales para garantizar que
este proceso llegue a los resultados esperados. Pues bien, desde la teoría neoclásica
capitalista, cuando el desempeño de las tareas incluidas en un proceso de trabajo desborda la
capacidad física o/y mental de un trabajador para afrontarlas (porque no puede dominar y
ejecutar más que un número finito de tarea en un determinado tiempo y espacio), entra en juego
la división técnica del trabajo (SAYER y WALKER, 1994: 32).
Llegados a este punto, y bajo el supuesto de que el individuo en cuestión es un asalariado,
si el empresario decide que el proceso de trabajo ha de proseguir, éste tendrá que contratar la
participación de otra u otras personas para terminar o redistribuir el proceso de trabajo
(creando uno o más puestos de trabajo —temporal, fijo o parcial—), por lo que se ampliará la
división técnica horizontal del trabajo y, en su caso, la vertical, si los cambios afectaran
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también a la redistribución jerárquica del poder que había habido hasta entonces. Todo ello, a
no ser que ese empresario intervenga para intentar que tal desbordamiento no se produzca con
el fin de evitar que se tenga que crear un nuevo puesto de trabajo y, por tanto, que los costes
del factor humano se eleven.
Así, el empresario podría eludir la creación de un nuevo puesto de trabajo, a pesar de que
un trabajador pudiera quedar desbordado por la carga de trabajo que ése le atribuye, si ese
empresario puede:

1. Introducir una innovación tecnológica o mejorar la existente en una parte o en todo el


puesto de trabajo o, incluso, en el resto de los puestos de trabajo de la empresa, que facilite el
desempeño de la carga de trabajo al trabajador afectado de modo que se reduzca el tiempo de
trabajo que aquél necesitaba para realizar tal desempeño con la tecnología anterior
2. Hacer caso omiso del cansancio que pueda tener el trabajador desbordado y aumentarle
un determinado porcentaje de tiempo de trabajo (por ejemplo, un número de horas a la semana
de más), superior al que probablemente ya estaba previamente pactado o establecido por la
empresa o por el convenio del sector de actividad al que ésta pertenece, manteniéndole el
mismo salario y el mismo ritmo de trabajo, al menos hasta que el empleado pueda resistirlo,
produciendo el mismo tipo de producto que producía hasta esos momentos.
3. Hacer caso omiso del cansancio del trabajador, intensificándole el ritmo de trabajo,
manteniendo la misma jornada y el mismo salario, hasta que el trabajador lo soporte,
manteniendo el mismo tipo de producto que producía hasta esos momentos.
4. Intercambiar a la persona incapaz de realizar la totalidad de la carga de trabajo por otra
de la misma empresa más eficaz o eficiente para desempeñarla; o bien, contratar una de fuera
de la empresa, despidiendo a la primera.
5. Contratar al trabajador sólo por las horas más productivas de una jornada de trabajo
determinada, siendo capaz de desempeñar la misma carga de trabajo que tenía atribuida antes
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con la ayuda de alguna tecnología o/y técnica organizativa, a cambio de un salario


proporcional o menor a las horas efectivamente trabajadas.

Todas o cada una de las anteriores situaciones ahorrarían al empresario, al menos a corto o
medio plazo, los costes específicos (que no de otro tipo) de tener que crear un nuevo puesto de
trabajo, contratando a otra persona, en el bien entendido que, en última instancia, el esfuerzo
físico y psíquico de cualquier persona tiene siempre un límite infranqueable. Y todo ello,
además, en el supuesto de que esa empresa no modifique los productos que producía hasta
esos momentos. De modificarlos, la división técnica del trabajo podría cambiar para dar
respuesta a una nueva estructuración del proceso de trabajo y, con ello, generar la necesidad
de tener que contratar a nuevas personas o, por el contrario, a despedirlas, o, en su caso, a
trasladarlas a otro centro de trabajo, más allá de los cambios inducidos por la inicial creación
de un nuevo puesto de trabajo.
Muy a menudo la teoría neoclásica, una vez más, yerra en sus planteamientos. Casi nunca
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tiene en cuenta que los seres humanos no son máquinas a las que se puede someter a la máxima
productividad e indefinida explotación física y mental sin que se «cansen» o se deriven
consecuencias perniciosas para la salud de éstos. Tampoco que en el mercado de trabajo
interno o externo de las empresas exista, al menos a corto plazo, un sustituto inmediato —con
habilidades equivalentes y dispuesto a cobrar el salario ofrecido por el empresario— para, en
su caso, suplir al trabajador «ineficiente» despedido o trasladado.
Y es que, conforme la jornada de trabajo va transcurriendo, llega un momento en cualquier
sistema productivo en que la productividad disminuye inevitablemente por el cansancio físico
o/y psíquico que provoca el esfuerzo sostenido que exige el desempeño de la carga de trabajo.

Este cansancio depende de:

a) La capacidad de resistencia física y mental, salud, edad y de las circunstancias


personales concretas diarias de cada persona (horas de sueño, más de un empleo, situación
emocional de cada individuo, etc.).
b) Pero también, de la ergonomía del puesto de trabajo, de la variedad del contenido del
trabajo, de las condiciones físicas de las instalaciones, del ambiente de trabajo, etc.

Es por todo ello que, hace ya décadas, algunos sindicatos vienen intentando que la jornada
de trabajo sea más corta (incluso haciéndola coincidir con las primeras cinco horas,
generalmente las más productivas para los empresarios), a cambio de que el salario sea
proporcional o superior a esas horas con un mínimo de ingresos infranqueable. Así se
redistribuiría el trabajo existente en cada momento y se crearían más puestos de trabajo. No
obstante, la patronal española siempre se ha negado a tal propuesta. Prefiere pagar más
salario, aunque sea a cambio de trabajar más horas que sean menos productivas y, por ello,
producir productos probablemente con menor calidad por mayores errores de los trabajadores
o/y averías de las máquinas y desgaste de las instalaciones, más accidentes o enfermedades
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profesionales, etc., con tal de que se trabajen más horas y sea mayor el tiempo de trabajo
sometido a control directo o indirecto por parte del empresario.
Por tanto, por encima de las consideraciones técnicas anteriores, nunca puede obviarse
que, tanto el diseño de los medios de producción como de los propios productos están
íntimamente ligados a la concepción de la organización de la división técnica de los puestos
de trabajo que requiere cualquier proceso de trabajo concreto para obtener los productos
(bienes o servicios) deseados. Y esto no sólo resulta de la capacidad intuitiva e ingeniosa de
cada individuo, sino de las decisiones racionales que toman los grupos sociales, en particular
aquellos que detentan el máximo poder para tomarlas.

3.2. LA DIVISIÓN TÉCNICA DEL TRABAJO, ¿CUÁNDO SE ELIMINARÁ UN PUESTO DE TRABAJO?

De otra parte, y siguiendo aquella misma teoría, la empresa eliminará un puesto de trabajo
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y, por tanto, se prescindirá de un trabajador —reduciéndose así la división técnica del trabajo
— cuando la productividad marginal media de un trabajador inicie su descenso, es decir,
cuando una unidad de producto de más producida por un trabajador la realice con un tiempo
superior al que necesitó para producir la unidad anterior. Ahora bien, más allá de la dificultad
que supone poner en práctica ese principio de funcionamiento, lo cierto es que los
empresarios que consideran insostenibles los diversos costes que soportan, cuando se presenta
una crisis de ventas sostenida en el tiempo y, a causa de ello, deciden eliminar uno o más
puestos de trabajo, no siempre tienen en cuenta el criterio de la productividad a la hora de
elegir al mejor «candidato» para ser despedido, sino que aparecen otros criterios de carácter
profesional o personal que acaban determinando, más allá de la productividad, quién será la
persona a despedir.
Ahora bien, y siguiendo ese mismo criterio de la productividad, un empresario, antes de
despedir a un trabajador por «poco productivo», casi siempre puede optar por:

1. Coincidiendo con las opciones antes enumeradas para no tener que crear un nuevo puesto
de trabajo, el empresario podrá:

a) Sustituir al trabajador menos productivo por otro de la misma empresa más productivo
con la misma jornada y salario, recolocando al primero en el lugar del segundo, o en otro
lugar de la empresa o en otro centro de trabajo propiedad de ésta que resulte más productivo.
b) Contratar al trabajador en cuestión sólo por las horas más productivas a cambio de un
salario proporcional a las horas trabajadas.

2. Sin coincidir con las opciones antes enumeradas para no tener que crear un nuevo puesto
de trabajo, el empresario podrá:

a) Obtener un mayor rendimiento de la organización del trabajo y de las tecnologías que


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dispone, de modo que permita compensar la menor productividad del trabajo menos
productivo.
b) Conseguir aumentar los ingresos si se pueden imponer unos mayores márgenes de
beneficio en las ventas o/y por un incremento de su volumen, así como por recibir mayores
subvenciones públicas o reduciendo los costes superfluos distintos al del factor humano, de
modo que eso permita compensar la menor productividad del trabajo menos productivo.

4. LA DIVISIÓN DEL TRABAJO EN FUNCIÓN DEL GÉNERO

Si bien la división del trabajo entre hombres y mujeres se remonta, como ya se ha indicado,
a la selección natural —tal como sucede aún hoy con el resto de especies animales— a que fue
sometida la especie humana hace millones de años, gracias a lo cual fue posible su

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supervivencia y evolución como especie animal diferenciada, pues garantizó que la
organización de las actividades elementales se realizara mediante la cooperación y la
dependencia mutua de forma continuada, no por ello la permanencia de esa división hasta
nuestros días puede justificarse por motivos instintivos o naturales, sino por el resultado de la
selección cultural que practicaron e impusieron los varones sobre las mujeres.
En primer lugar, que la selección natural asociada a la diferenciación de tareas entre ambos
sexos fuera exitosa para el avance hacia una etapa superior de la especie humana no significa
que no se hubiera podido llegar a esos mismos resultados distribuyendo las tareas con unos
criterios distintos a los utilizados hace millones de años. En todo caso, lo que está claro es
que la división sexual natural a partir de la mayor dimensión y fuerza física de los hombres se
convertiría más tarde en la principal justificación cultural aducida por éstos para mantener la
división del trabajo, esta vez ya en función del género. La prueba es que, cuando apareció la
oportunidad de reformular las relaciones de poder entre hombres y mujeres en la era del
Paleolítico —donde las cualidades de inteligencia del homo sapiens estaban plenamente
desarrolladas en hombres y mujeres— o cuando la agricultura se constituyó en la principal
fuente de alimentación que sustituyó a la permanente necesidad de encontrar itinerantemente el
alimento durante el Neolítico—, los hombres siempre optaron por conservar el sistema
patriarcal.
La institución del patriarcado se orientó al dominio de las mujeres para que ejercieran las
funciones y tareas no deseadas por los varones, por mucho que de todo ello se acabaron
derivando consecuencias imprevistas o no deseadas por éstos (ejercer el rol social de
«macho» tiene sus contradicciones y costes sociales), al mismo tiempo que ciertos beneficios
para las mujeres (paternalismo protector) que, entre otras cosas, y a pesar de los cambios
acaecidos recientemente en una dirección «liberadora», han evitado, por ejemplo, que muchas
de ellas no murieran: ejerciendo de soldados en primera línea, trabajando en las minas o en
otros empleos peligrosos, etc.), a pesar de que evidentemente han muerto por otros numerosos
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motivos.
La división del trabajo entre ambos géneros no sólo es la más antigua de todas las
divisiones del trabajo, sino que ha tenido un enorme impacto en las capacidades de las
mujeres en la vida social. Las relaciones entre hombres y mujeres han sido siempre relaciones
de poder, es decir, relaciones de carácter patriarcal que se han observado en un espectro
amplísimo de sociedades actuales y del pasado (SAYER y WALKER, 1994: 56).
El poder de los hombres sobre las mujeres incluye tres elementos básicos: el control sobre
el trabajo femenino, sobre su capacidad de procreación y sobre sus deseos y afectos
(CONNELL, 1987):

a) El control sobre el trabajo femenino

Por lo que se refiere al control y apropiación del trabajo femenino por parte de los

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hombres, no sólo cabe incluir la inmensa cantidad de trabajo no remunerado dedicado al
mantenimiento del hogar, sino también el de la crianza de los hijos e, incluso, el dedicado al
atavío y la apariencia personal de ellas para dar satisfacción a los hombres.
Hombres de todo el mundo y de toda condición se han aprovechado y apropiado
históricamente del excedente de trabajo generado por las mujeres (trabajo restante tras el
dedicado a la propia reproducción), bien como esclavas, bien como esposas o hijas, bien
trabajando fuera del hogar como asalariadas. En esa dirección, sirve de muestra el informe
que las Naciones Unidas publicó a mediados de los ochenta (COCKBURN, 1985, 7): «[…] las
mujeres, constituyendo la mitad de la población mundial, realizan cerca de los dos tercios de
todas las horas de trabajo que se llevan a cabo en el mundo, reciben una décima parte de la
renta mundial y poseen menos de una centésima parte del total de propiedades del mundo
[…]».
Este era el panorama de la desigualdad entre hombres y mujeres que había en el mundo
como consecuencia de la división del trabajo entre ambos géneros, por lo que respecta a la
distribución y remuneración del tiempo de trabajo y de las propiedades. Los últimos datos de
principios del siglo XXI, proporcionados por esa misma institución, indicaban que tal
panorama seguía siendo prácticamente el mismo, sólo que con un leve ascenso de la parte de
la renta que corresponde a las mujeres de los países occidentales.
Esto no significa que no haya esposas mimadas y protegidas o, por el otro lado, que los
maridos estén exentos de explotación de sus mujeres, sino que el control de los varones de los
productos, beneficios y rentas generadas por el trabajo de las mujeres es algo que está,
todavía hoy, extraordinariamente generalizado.

b) El control sobre la capacidad de procreación de las mujeres

Sobre el segundo pilar del patriarcado —derivado de la capacidad en exclusiva de parir


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de las mujeres— cabe apuntar tan sólo que éstas han sido y siguen siendo consideradas como
recursos económicos cruciales porque ellas, y sólo ellas, tienen la llave para abrir el paso a la
fuerza de trabajo futura y, por tanto, a los herederos varones venideros, por lo que la
reproducción femenina nunca ha dejado de estar bajo el control del poder de los hombres.

c) El control sobre sus deseos y afectos

El deseo instintivo de vinculación entre los seres humanos se ha canalizado


fundamentalmente a través de la sexualidad. Las formas de la sexualidad están siempre
socialmente mediadas, bien sea para su fomento o su canalización, bien para su represión. La
sociedad patriarcal ha tendido a perseguir o suprimir todas las formas de sexualidad
estrictamente no heterosexuales (homosexualidad, bisexualidad, asexualidad), a menudo de
forma violenta.
Con todo, el deseo de vinculación humana va más allá de la sexualidad e incluye formas
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como la asistencia, ayuda y colaboración social de todo tipo. Según algunas autoras, los lazos
emocionales y el deseo no sexual tienen un papel importante en la seguridad personal de las
mujeres, en el cuidado y educación de los hijos y en la posibilidad de formar grupos sociales,
mientras que el vínculo erótico es sólo una de las formas de unirse con otro ser deseado. Así,
el vínculo social ha desempeñado siempre un papel crucial para la resistencia femenina y, de
ahí, los peligros que entrañan para el orden patriarcal el desarrollo de tales vínculos y deseos
sin la disciplina establecida por los varones.
Todas estas relaciones entre hombres y mujeres se entretejen en una estructura más amplia,
de instituciones y prácticas patriarcales (CONNELL, 1987). Entre todos los elementos y
prácticas que podrían incluirse, cabe reseñar a la familia y el hogar, el cuerpo y la violencia
contra las mujeres, la mente y su vida psíquica.
La familia es el foro central del poder masculino en el seno de la cual se ha desarrollado la
sexualidad y el afecto —pero también la violencia—, la generación de los hijos y el trabajo
doméstico de las mujeres. Surge con la aparición de relaciones fundadas en el sexo y el
patriarcado. Los contratos matrimoniales se han caracterizado por constituir la pieza formal
básica para transmitir la propiedad a las generaciones siguientes.
Sin embargo, dado que las relaciones sociales patriarcales no son inherentes a las
diferencias sexuales y reproductivas, no pueden justificarse mediante la referencia a la
biología. La investigación no ha hecho otra cosa que reforzar la idea de que los hombres y
mujeres son más similares que diferentes, especialmente en sus capacidades mentales
(CONNELL, 1987). En todo caso, sus diferencias provienen de los profundos procesos de
socialización identitarias «masculinas» y «femeninas», pero no de un determinismo biológico.
Por su parte, la violencia masculina y el poder ejercido sobre el cuerpo y la mente de las
mujeres, son hechos generalizados en todas las sociedades patriarcales. El cuerpo y la mente
de las mujeres ha sido objeto de acoso y violencia, cuando no de degradación, como forma de
demostrar el dominio masculino. La construcción social de este dominio ya procede de la
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infancia cuando se elabora la identidad sexual, lejos aún de la influencia de la clase social o
de la división del trabajo por género. El hombre necesita mostrarse dominante sobre las
mujeres (ha de ser fuerte, valiente, independiente, eficaz, competitivo, etc.), para ser aceptado
por los otros hombres. Por el contrario, la feminidad se identifica con la debilidad, con la
aquiescencia ante las iniciativas y veleidades masculinas, con situarse en un segundo plano en
las relaciones sociales, etc. (SAYER y WALKER, 1994: 63).
Preguntas como ¿por qué los hombres son hostiles a las mujeres o más independientes y
competitivos que ellas?, o ¿por qué las mujeres desarrollan un yo más positivo que los
hombres?, se han intentado responder desde el psicoanálisis sosteniendo que la estructuración
de la mente en la infancia en el seno de la familia tiene una enorme profundidad y constituye un
proceso conflictivo e incompleto. Tal proceso sigue de adulto, cuando las personas han de
afrontar una incesante corriente de exigencias importantes que, a menudo, no se pueden
resolver nunca por completo. La irracionalidad, la pasión o la violencia son algunos
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componentes de la vida social humana que la teoría social no ha sabido aún explicar, en tanto
que parte del supuesto homo sapiens que se distingue del animal irracional.

4.1. LA DIVISIÓN DEL TRABAJO SEGÚN EL GÉNERO EN ESPAÑA

La discriminación de la mujer ante el trabajo en España no es un fenómeno reciente, a pesar


de que el artículo 35.1 de la Constitución española refrendada en 1978 deja claro que «[…] en
ningún caso se puede hacer discriminación por razón de sexo […]». De hecho, hasta 1961, la
mujer tenía prohibido el acceso a la carrera judicial y fiscal, y no fue hasta 1968 que el
gobierno franquista permitió a las mujeres trabajar fuera de casa sin la autorización expresa
del marido, aunque con la posibilidad de que éste fuera el que cobrase el salario de su esposa.
La discriminación de la mujer en el trabajo como consecuencia de la división del trabajo
se concreta en los cuatro siguientes aspectos:

• Trabajo asalariado considerado como una extensión del trabajo reproductivo

El trabajo doméstico es asignado a las mujeres a través del entramado de la socialización


familiar y de otras instituciones patriarcales (escuela, mercado de trabajo, medios de
comunicación, instituciones religiosas, opinión pública, etc.), consiguiéndose con ello la
subordinación de las mujeres al poder de los hombres y, por extensión, a sus proyectos vitales.
Como consecuencia de lo anterior, el trabajo de las mujeres fuera del hogar adquiere una
consideración de provisionalidad y secundariedad, además de que el que efectivamente
realizan se halla estrechamente vinculado al trabajo reproductivo.
Así, muchas de las formas y contenidos del trabajo productivo de las mujeres se derivan de
su experiencia en el ámbito de la reproducción. La abundancia de enfermeras, administrativas
o maestras es el reflejo de las tareas de cuidar, organizar y enseñar que mayoritariamente
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realizan las mujeres cuando atienden, ordenan y forman al resto de miembros del hogar.
De otro lado, las exigencias del trabajo reproductivo constituyen, a menudo, la base de las
dificultades para poder acceder a los puestos de trabajo que normalmente exigen una mayor
dedicación en tiempo y esfuerzo, que suelen ser los que mayor remuneración y prestigio
reciben y que, generalmente, ocupan los hombres.
Es en este sentido que se habla de «doble jornada», cuando la mujer ha de compaginar el
trabajo fuera de casa con el propio del hogar sin que el hombre asuma la parte de
responsabilidades que le corresponden.

• La segregación horizontal o concentración de las mujeres en determinados sectores y


puestos de trabajo

En España, en torno al 70% de las mujeres ocupadas se emplean en un número reducido de


ramas de actividad: agricultura, comercio, hostelería, servicios personales, educación y
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sanidad, con una importante presencia en el sector público —ya que les resulta más fácil
combinar los horarios del trabajo productivo con el reproductivo que en el sector privado,
además de que las oportunidades para acceder a ciertos derechos laborales y a la promoción
interna son formalmente las mismas que las de los hombres—, pero también en algunos
subsectores industriales privados intensivos en mano de obra, como el textil-confección, el
cuero y calzado, el juguete, la alimentación, etc.
Pues bien, a pesar de que esa importante presencia de la mujer en la actividad económica
productiva, durante estos últimos decenios, se ha intensificado en términos de tasa de
actividad y, en cierto grado, diversificado hacia otros sectores tradicionalmente
masculinizados, la segregación de las mujeres en determinados sectores y tipos de
ocupaciones se ha mantenido.
Por otro lado, a pesar de que determinadas competencias como la habilidad manual, la
paciencia y la precisión, son cualidades que motivan la contratación de un mayor número de
mujeres que de hombres, especialmente en la industria, cuando esas mismas competencias son
ejercidas profesionalmente por hombres (modistos, cirujanos, cocineros de alto nivel, pilotos,
peluqueros, etc.), logran una estimación social mucho más elevada, así como una
remuneración superior.
Se sobrentiende que ya es lógico y «natural» que las mujeres sean precisas, habilidosas y
pacientes, por lo que el ejercicio de esas cualificaciones no tienen el mismo mérito y no
obtienen la misma valoración que si son los hombres quienes las ejercen. Por el contrario, las
mujeres que ejercen su profesión en actividades con sobrerrepresentación masculina
(ingenieras, empresarias, arquitectas, etc.) no por ello consiguen una mayor estimación social
ni unas mejores condiciones de trabajo.
Y es que los atributos por los cuales numerosos empresarios relegan a las mujeres al
mercado secundario de trabajo (peores condiciones en cuanto salario, derechos y condiciones
de trabajo) se sustentan, según éstos, en que aquéllas poseen una menor cualificación, tienen
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una limitada disponibilidad para realizar ciertos trabajos, tienen unas menores necesidades de
promoción y de remuneración y, en definitiva, a que carecen de la solidaridad que demuestran
los hombres y que es valorada para el trabajo en equipo.
Otra de las líneas por las que las mujeres alcanzan el empleo en mucha mayor medida que
los hombres va ligada, en esta ocasión, a la presencia, los cuidados físicos y a los atributos
sexuales. Dependientas y recepcionistas cara al público, azafatas, servicios personales (desde
la prostitución a los masajes terapéuticos o el cuidado de personas), secretarias de cierto
nivel, actrices y modelos fotográficas y de moda, etc., suelen encontrar trabajo, a menudo, a
costa de mercantilizar su físico en negocios normalmente dirigidos por hombres.

• La segregación vertical o concentración de las mujeres en determinadas posiciones


jerárquicas en el trabajo

Según datos de la Comisión Europea de 2014, pese a que en los últimos años el porcentaje
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de mujeres españolas que eran miembros de consejos de administración de grandes empresas
ha pasado de ser del 5,1% en 2006 al 16,6% en 2014, la presencia de mujeres en los puestos
de mayor jerarquía socioprofesional sigue estando por debajo de la mayor parte de los países
europeos.
Así, mientras las mujeres españolas que eran miembros de estos consejos representaban el
16,6% sobre el total de hombres y mujeres en 2014, en cambio esas mismas cifras alcanzaban
los máximos en Letonia (31,4%), Francia (30,4%), Finlandia (28,6%), Suecia (27,1%),
Holanda (25%), Dinamarca (23,3%), Eslovenia (23,3%), Reino Unido (22,7%) y Alemania
(21,7%) […] Por el contrario, las posiciones por debajo de España de las mujeres que
copaban las élites del poder económico europeo se alcanzaban, de más a menos, en Croacia
(15,3%), Lituania (15,3%), Austria (11,8%), Hungría (11,8%), Rumanía (11,4%), Irlanda
(10,5%) […], para llegar a las últimas posiciones de Chiptre (7,3%), Estonia (7,2%), Chequia
(6,9%) y en la última posición Malta (2,4%).
En definitiva, aunque sí ha habido una paulatina incorporación de las mujeres en posiciones
jerárquicamente elevadas desde los años ochenta, tal incorporación se sigue produciendo: a)
lentamente, pues la barrera del 30% seguía presente en prácticamente todos los países
europeos en 2014, incluso entre las mujeres con mayor poder económico; b) mayoritariamente,
dentro de «nichos» reservados para ellas, y c) con la duda de hasta qué punto esa
incorporación se lleva a cabo superando los límites que interponen los espacios con
predominio masculino, caracterizados por el desempeño de competencias como la
responsabilidad, la autoridad y la decisión.

• Las condiciones diferenciales en el empleo productivo

La entrada mayoritaria de las mujeres en el mercado de trabajo como fuerza de trabajo de


«reserva» ha conducido a que muchas de ellas hayan accedido con peores condiciones de
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trabajo y, además, en sectores (con estacionalidad importante e intensivos en mano de obra de


baja cualificación), mucho más castigados por las diversas crisis económicas que se han
sucedido desde mediados de los años setenta, en los que su retirada ha sido priorizada en
relación a los hombres.
A principios de los años noventa, mientras el 30% de los varones ocupados lo hacían con
un contrato temporal, las mujeres lo hacían en un 38%. Estas cifras, si bien se han reducido en
ambos géneros durante la primera década de 2000, no sólo siguen siendo las más elevadas de
la UE, sino que mantienen las diferencias porcentuales en función de si es un hombre o una
mujer quien trabaja. La estacionalidad del puesto de trabajo y la tendencia a un uso más
flexible de su capacidad de trabajo han sido tradicionalmente algunas de las causas que se han
aducido para explicar la mayor temporalidad contractual de las mujeres.
El contrato a tiempo parcial —para muchos autores diseñado específicamente para las
mujeres— ha alcanzado para éstas una cifra de más del 75% del total de contratos de este
tipo. Los hombres tienden a eludir este tipo de contrato, bien porque dejan en manos de las
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mujeres las actividades de la reproducción familiar, bien porque son impelidos por los
empresarios a desempeñar trabajos que implican una dedicación completa o continuada.
Por otra parte, mientras sólo uno de cada nueve varones tenía un empleo irregular (el que
no cumple con las obligaciones de la Seguridad Social, por ejemplo), una de cada cuatro
mujeres estaba en esa misma situación. Según Sanchís, el 80% del trabajo a domicilio está
atribuido a mujeres de mediana edad, casadas con obreros industriales, que comparten su
trabajo con las actividades domésticas, aunque no por ello las mujeres jóvenes solteras dejan
de ser también un colectivo importante en la economía sumergida (SANCHÍS, 1984).
Con relación a la desigualdad salarial, sigue manteniéndose a lo largo del tiempo un
diferencial entre hombres y mujeres que se sitúa alrededor del 30% de promedio de menor
salario por hora trabajada en la mayoría de los sectores de actividad, alcanzando sus máximos
en aquellos donde las mujeres están sobrerrepresentadas (alimentación, textil, comercio,
hostelería, limpieza, etc.). Concretamente, con datos del Instituto de la Mujer de 1996, el
diferencial del sueldo de las mujeres como promedio sobre el de los hombres en las 17
Comunidades Autónomas alcanzaba el 71,54%. Esa discriminación, además, crece conforme
aumenta la edad de las mujeres. Como afirma la feminista norteamericana Naomi Wolf, a
diferencia de los varones, la veteranía no significa para las mujeres mayor prestigio, sino
desgaste.
El fenómeno discriminatorio en el salario no es exclusivo del mercado de trabajo español,
puesto que está también presente en los países de nuestro entorno, aunque la dimensión que
éste alcanza en nuestro país lo sitúan en una posición más bien retrasada sobre el conjunto de
los países europeos.
Según los datos del «Informe sobre el desarrollo humano, 1994», la situación salarial de
las mujeres con relación a la de los hombres adquiría los siguientes diferenciales: Suecia
(90%), Australia (88%), Noruega (87%), Dinamarca (83%), […] Francia (81%), Italia
(80%), España (70%), Reino Unido (70%), Grecia (69%) […] USA (59%), Luxemburgo
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(55%), Japón (51%).


La normativa legal existente permite denunciar la asignación de distinta retribución para
idéntica categoría profesional. Sin embargo, quedan aún abiertas algunas posibilidades para
eludir la discriminación salarial de difícil denuncia:

a) La asignación de categorías diferentes a tareas similares en función del género de las


personas.
b) La fijación, mediante convenio, de retribuciones diferentes a categorías y ramas de
actividad «feminizadas».
c) La asignación unilateral del empresario de primas y gratificaciones inferiores para las
mujeres.
d) La infravaloración de las habilidades y conocimientos considerados «femeninos» a la
hora de establecer su categoría y su remuneración.

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