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LAS DIVISIONES DEL TRABAJO
Tal como ya se vio en los bloques precedentes, tanto Adam Smith, como Karl Marx, Max
Weber o Émile Durkheim, son considerados por la comunidad científica, inequívocamente,
como los principales autores fundadores de las ciencias sociales y, en particular, de la propia
sociología.
Estos cuatro autores pasaron a la historia del pensamiento social por sus originarias y
fundamentales aportaciones al conocimiento científico teórico-empírico de las causas y
consecuencias que estaban generando los cambios sociales que acontecieron a finales del
siglo XVIII y durante todo el siglo XIX, a raíz del nacimiento y desarrollo de la sociedad
moderna industrial.
Aunque el trabajo —y las relaciones laborales, como campo específico de estudio, al
menos, tal como lo conocemos hoy— no constituyeron el único objeto de estudio de estos
cuatro autores, todos ellos participaron, en mayor o menor grado, en la observación directa de
los profundos cambios que transformaron las formas de la organización social de las
actividades laborales que habían regido hasta aquellos momentos.
Es en este sentido, cómo la referencia a los autores clásicos se hace indispensable, antes de
pasar a desarrollar más adelante el resto de los contenidos, en tanto que paso previo para
poder después entender mejor el contexto histórico en el aparecerá el interés intelectual por
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analizar, más concretamente todos los elementos que intervendrán para que las diversas
formas de división del trabajo y, en posteriores capítulos, la contratación de la oferta de la
fuerza de trabajo de un determinado espacio social, se acabe materializando con unos u otros
resultados.
consecuencia de:
La visión de Smith sobre la división del trabajo va a ser, sin embargo, un tanto
contradictoria. Mientras, por un lado, la defenderá porque es fruto de «[…] la propensión
genial del hombre […] a la negociación, lo cual conduce a la cooperación y concurrencia de
la multitud […]» (SMITH, 1983, 53-54), en cambio, por otro, él mismo se dedicará a estudiar
los impactos negativos que la división del trabajo estaba provocando —ya en vida de Smith—
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en la sociedad industrial inglesa de entonces.
Para prevenir las consecuencias de la desigualdad entre empresarios y trabajadores y de la
degradación del trabajo, propuso la generalización del sistema educativo para todos los
trabajadores. Según él, de otra forma quedarían condenados «[…] a no tener motivos para
ejercitar mucho su entendimiento, y mucho menos su invención […] haciéndose estúpidos e
ignorantes cuanto cabe en una criatura racional […] dejándolos incapaces del gusto de una
conversación y trato racional […] En cierto sentido, no ocurre lo mismo en las sociedades que
comúnmente se llaman bárbaras, de cazadores, pastores y aun labradores […] En tales
sociedades, las distintas ocupaciones de cada hombre le obligan a ejercitar más su capacidad
natural y a inventar medios con que vencer las varias dificultades que continuamente le salen
al paso: la invención se mantiene siempre en un vivo ejercicio y el entendimiento no incurre en
aquella estupidez que parece cubrir, en una nación civilizada, las luces de la mayoría […]»
(SMITH, 1983, 99 ss.).
Finalmente, apuntar que, a diferencia de lo que afirma la teoría económica clásica —aún
hoy vigente en muchas de las universidades actuales— cuando atribuye a Smith la paternidad
de que el salario es el resultado de la oferta y demanda de trabajo que existe en el mercado de
trabajo en un momento y lugar determinados, cabe señalar que, aunque la concepción que tenía
éste sobre la formación del salario aceptaba la influencia de ese mercado, no por ello nunca
dejó de remarcar que el salario era, al final, la consecuencia de la relación de poder
asimétrica que había ya en su época entre los empresarios y los trabajadores:
[…] El salario del hombre ha de alcanzar, por lo menos, para su mantenimiento […] El operario desea sacar lo más,
el empresario dar lo menos. Pero no es difícil de prever cuál de estos dos partidos, en ciertas ocasiones, habrá de llevar
la ventaja […] Los empresarios o dueños, con menos en número, pueden con más facilidad concertarse, además de que
las leyes, por lo general, autorizan en éstos las combinaciones, en los otros las prohibiciones […] En semejantes
contiendas, no pueden dejar de llevar siempre las ventajas los dueños. Un señor de tierras, un labrador, un fabricante o
un comerciante rico, aunque en todo un año no empleen trabajador alguno, por lo general tendrán con qué mantenerse
[…] Muchos, o los más de los operarios o trabajadores, no podrán mantenerse una semana; pocos podrán subsistir un
mes sin trabajo, y apenas habrá uno que lo pueda hacer un año entero. A largo espacio de tiempo, tanto el trabajador,
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como el fabricante, el comerciante y el hacendado, se necesitarán recíprocamente, pero nunca será en los segundos esta
necesidad tan inmediata […]» (SMITH, 1776, 121).
La obra de Karl Marx (1818-1883) es una de las más abundantes y polifacéticas de todos
los pensadores sociales que han existido en la historia contemporánea del mundo occidental, y
ha ejercido una de las mayores, si no la mayor, influencia en los ámbitos políticos,
económicos e intelectuales, especialmente durante el siglo XX una vez fallecido éste. Sus
escritos, a menudo, junto a Freidrich Engels (1820-1895), expresan una línea de continuidad
entre los acontecimientos de la Revolución francesa y la Revolución rusa de octubre de 1917,
un período que abarca a casi ciento treinta años.
Desde bien joven, Marx fue influido por el pensamiento de Saint-Simon y, sobre todo, por
el de Hegel y Feuerback, de los cuales tomó algunas de las ideas con las que elaboró su tesis
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doctoral sobre la filosofía de Demócrito y Epicuro, leída en la Universidad de Berlín en 1841.
De entre toda su extensa obra, aquí sólo se va a hacer referencia a las alusiones que Marx
realizó sobre la alienación, la plusvalía y la división del trabajo, todos ellos temas
relacionados, directa o indirectamente, con el mundo del trabajo y de las relaciones laborales.
El análisis que hace Marx de la alienación en la producción capitalista parte del hecho de
que, cuanto más avanza el capitalismo, más se empobrecen los trabajadores. Pero eso no sólo
porque se les expropia de una parte de lo que aportan al capitalista, sino porque el trabajador
en persona corre la misma suerte que los objetos materiales que produce: «[…] el trabajador
se convierte en una mercancía tanto más barata cuanto más mercancías se producen […] La
desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las
cosas […] El paso de ser sujeto a ser objeto de la producción capitalista lo convierte en
siervo de su objeto […]» (MARX, 1970: 105-107).
Todo lo cual conduce a entender que la alienación «objetiva» del trabajador en la
economía capitalista es el resultado de la pérdida del control sobre los objetos que produce,
con lo que, a diferencia de lo que sucedía en las etapas anteriores, el producto del trabajo
pasa a ser un objeto «extraño», externo a aquél, en el sentido de que «[…] lo que se ha fijado
en el producto de su trabajo, ya no le pertenece […]» (MARX, 1970: 105). Por tanto, si el
trabajador carece de todo poder para decidir sobre lo que produce y sobre el destino de lo
que produce —dado que se trata de un trabajo impuesto por la fuerza de las circunstancias
externas—, su trabajo no le «[…] ofrecerá las satisfacciones intrínsecas suficientes que le
permitan desarrollar, libremente, sus energías físicas y espirituales […]» (MARX, 1970: 105),
e identificarse con lo que realiza en su puesto de trabajo. En otras palabras, el trabajo viene a
ser un medio para lograr un fin (el salario), y no un fin en sí mismo (GIDDENS, 1977: 47).
Más aún, podría suceder que un trabajador asalariado estuviera satisfecho con su trabajo.
En este caso, aún así, estaría igualmente alienado «subjetivamente» porque, a pesar de esa
satisfacción, no estaría desarrollando todas sus potencialidades creativas que como ser
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de los intereses que comparten en común. Sólo de esa forma será posible que los trabajadores
derroquen a la burguesía y sean ellos los que alcancen el poder en una nueva sociedad sin
diferencias de clase e igualitaria: el socialismo.
Una de las principales críticas que se han realizado a Marx consiste en el supuesto de que
los seres humanos llegan a su plenitud a través de su trabajo. Es a través de él como se crea el
mundo social de los humanos. Ésta constituye la base de lo que Marx denominará el
«materialismo» histórico. Es decir, la clave de la evolución que ha dado lugar a la aparición
de las diversas sociedades humanas hasta llegar al capitalismo se explica por los conflictos y
contradicciones (materialismo dialéctico), que se generaron entre las distintas clases sociales
que poseían el poder político y económico y las que no lo poseían, todas ellas asociadas a
cada uno de los modos de producción que han regido en cada etapa de dicha evolución, a lo
largo de un proceso de correlativa sustitución (del esclavismo se pasó al feudalismo, y de éste
al capitalismo, para, según Marx, llegar al final al socialismo).
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En otras palabras, será la subestructura (la base económica), y no la superestructura (la
cultura, la ideología, las leyes, la política, etc.), lo que explicará el motor del avance histórico
de la sociedad humana. Pues bien, esta visión, fundamentalmente materialista, del desarrollo
social humano será objeto de crudas acusaciones, en términos de determinismo económico
(WATSON, 1995: 60), al desdeñar el papel de la superestructura en la configuración de dichos
avances.
Otra de las críticas de que ha sido objeto Marx ha sido el hecho de que dejara en el tintero
el análisis de la función de la demanda en el capitalismo (GIDDENS, 1977: 100). De la teoría
del valor-trabajo se desprende que la demanda de una mercancía no determina el valor de
ésta, aunque pueda afectar a su precio. Marx afirma que si sube la demanda de un producto,
los productores de otros productos tenderán a producir aquel producto, de modo que con el
tiempo el precio volverá a acomodarse a su valor. Y ese valor está en relación a la magnitud
del trabajo socialmente necesario materializado en cada mercancía. De hecho, los precios de
las mercancías no dejan de apoyarse en su valor, a pesar de que puedan oscilar
coyunturalmente.
De otra parte, aunque un capitalista pueda, transitoriamente, ganar dinero aprovechándose
de las oscilaciones de los precios de las mercancías en el mercado —porque se alejan por
debajo de su valor real (comprando), o por encima de tal valor (vendiendo)—, él se ve
obligado, generalmente, a comprar las mercancías que necesita (inputs), y a vender las que
fabrica (outputs), por el valor real que tienen1. Y sin embargo, ha de extraer del proceso
productivo más valor del que invirtió en su inicio.
Para resolver tal paradoja, Marx se remite a la «necesidad» que tienen los capitalistas de
explotar a los trabajadores bajo el sistema capitalista. El hombre «libre» en la sociedad
capitalista liberal podrá ahora vender su fuerza de trabajo a quien quiera (a diferencia de la
época feudal), con lo cual reaparecerá el mercado de trabajo «abierto» tras muchos siglos de
inexistencia como tal —una vez extinguido el mercado de trabajo greco-romano de esclavos
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—, de modo que la fuerza de trabajo será considerada una mercancía más con su propia
demanda y oferta, cuyo punto de equilibrio tenderá a coincidir con el valor del tiempo de
trabajo socialmente necesario para su reproducción (alimento, vestido y techo para el
trabajador y, en principio, para su familia), o lo que es lo mismo, el valor de una determinada
cantidad de mercancías que aquél necesita para subsistir y reproducirse o salario.
Dado que las condiciones con las que el capitalismo produce los bienes y servicios hacen
posible que cada trabajador produzca muchas más mercancías que las que se necesitan para
cubrir su subsistencia, el resto de éstas constituirán la plusvalía «bruta» o tasa de explotación
que aquél obtendrá de cada trabajador asalariado. Es decir, si la jornada de trabajo es de diez
horas y el trabajador produce las mercancías por el valor en el mercado de su reproducción en
cinco horas, las cinco horas restantes constituyen la plusvalía «bruta» (trabajo excedente en
forma de mercancías menos trabajo necesario para subsistir).
Es evidente, que el tiempo de trabajo socialmente necesario ha sido, y es, distinto en cada
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sector de actividad y sociedad, en el tiempo y en el espacio, y por tanto, que la plusvalía
también ha sido y es variable, al menos a corto y medio plazo, aunque a largo plazo la
tendencia sea a su homogeneización. De hecho, la nivelación y desarrollo de las tasas de
ganancias a largo plazo entre los diversos sectores de actividad se alcanzará, según Marx, a
través de la creciente fluidez y concentración del capital en determinadas zonas de las
ciudades (dada la total libertad de movimientos que tendrá en el capitalismo frente al
privilegio monopolísitico feudal), y de la libertad del propio trabajador (el trabajador podrá
ahora trasladarse de fábrica a fábrica sin más restricciones que el desplazamiento a su puesto
de trabajo).
La plusvalía es «bruta» porque, como aclara el propio Marx, el capitalista no sólo ha de
pagar los salarios —lo que luego definirá como capital variable—, sino también ha de
sufragar los costes de la compra y mantenimiento de la maquinaria, herramientas, instalaciones
—capital constante— y de los créditos que pudieran existir (MARX, 1959: 63), más los
impuestos que luego aparecerían—, por lo que el capitalista sólo se acaba embolsando al final
la plusvalía «neta» (beneficios netos), y ésta dependerá, en buena medida, del volumen de
inversión en capital variable que aquél realice. De ese modo sólo el capital variable crea
valor y beneficios al capitalista, pues sólo con la intervención —directa o indirecta— de la
fuerza de trabajo el capital constante deviene productivo.
Ahora bien, aunque el capitalista tenga que hacer frente a todos esos costes, éste dispone de
una serie de factores para contrarrestar o incluso aumentar su cuota de beneficios sobre el
total de plusvalía generada en una sociedad en un momento dado (GIDDENS, 1977: 107). Para
empezar, elevando la inversión en nueva tecnología que favorezca el incremento de la
productividad del trabajo. Otro modo de compensar los citados costes consiste en buscar en
otros mercados exteriores los inputs que se necesitan más baratos. Pero, sobre todo, Marx
apunta a aquellos otros factores que acentúan la explotación de los trabajadores.
Por otro lado, desde el punto de vista de la división del trabajo, Marx recoge varios
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personales, sino como resultado de una obligación disciplinada y vocacional para cumplir con
el deber «espiritual» para con Dios. En otras palabras, trabajar para ganar dinero será, a
diferencia de las épocas precedentes, una actividad planificada, eficiente y legítima,
encaminada al logro económico, en tanto que medio para lograr el fin: la gloria divina.
Ahora bien, es entre los seguidores del calvinismo donde Max Weber encuentra la máxima
tensión en la relación del individuo con el trabajo, su vida cotidiana y Dios. Entre las diversas
corrientes englobadas en el —por Weber denominado— «protestantismo ascético»
(calvinismo, metodismo, pietismo y sectas baptistas), es dentro de la primera donde se
manifiesta la mayor presión de la predestinación sobre la vida del creyente. Se trata de algo
irrevocable, sobre lo que el hombre nada puede hacer por evitarlo (GIDDENS, 1977: 218).
A diferencia del luteranismo y de las otras corrientes protestantes y del mismo catolicismo,
el calvinismo condena a sus fieles a la angustia de no saber ni poder hacer nada sobre su
salvación eterna. Ni la intermediación de los sacerdotes, ni la expiación de los pecados
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mediante los sacramentos, podían evitar que Dios fuera el único que podía conceder la gracia
de la vida eterna una vez muerta la persona.
De ese modo se generó entre sus seguidores la necesidad de creer que cada uno era, por sí
sólo, uno de los elegidos por Dios. Cualquier duda que hubiera sobre la certeza de la elección
de Dios era una prueba de fe imperfecta o insuficiente, lo cual comportaba la incautación
automática de la gracia de éste y su condena eterna. Tan sólo una intensa actividad en el
mundo terrenal permitiría al individuo desarrollar y mantener la confianza en sí mismo (en ser
uno de los elegidos), pero de ningún modo un método para merecer y ganar la salvación, sino
para eliminar las dudas sobre su elección.
Por tanto, el tiempo en la vida terrenal es infinitamente valioso, puesto que toda hora
perdida es una hora que se roba al trabajo al servicio de la gloria de Dios (GIDDENS, 1977:
220). Y aunque la acumulación de riqueza es condenada moralmente si constituye una
incitación al lujo y la pereza, cuando las ganancias se obtienen por el cumplimiento ascético
del deber profesional, no sólo son toleradas, sino recomendadas, porque glorifican a Dios.
De esa forma, según Weber, se podría explicar por qué fue entre los dirigentes
empresariales donde mayor influencia tuvo el calvinismo, mientras que en otros estamentos
sociales más bajos fueron otras corrientes protestantes menos severas y más humildes las que
mayor incidencia alcanzaron.
En consecuencia, según Max Weber, los orígenes del capitalismo deben buscarse en la ética
religiosa que se desarrolló especialmente entre el calvinismo: la racionalización de la
conducta humana sobre la base de la idea vocacional-profesional del trabajo. Otra cosa muy
distinta es que, como el propio Max Weber confesara al final de esta obra: «[…] El ascetismo
se propuso transformar el mundo y quiso realizarse en el mundo. No es extraño, pues, que las
riquezas de este mundo alcanzasen un poder creciente e irresistible sobre los hombres, como
nunca se había conocido en la historia. El estuche ha quedado vacío de espíritu, quién sabe si
definitivamente. En todo caso, el capitalismo victorioso no necesita ya de este apoyo
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religioso, puesto que descansa en fundamentos mecánicos […] Y la idea del “deber
profesional” ronda por nuestra vida como un fantasma de ideas religiosas ya pasadas […]»
(WEBER, 1975, 258).
Desde otra óptica, Max Weber coincide con Marx en que el capitalismo es una forma social
eficaz, muy superior a las habidas hasta entonces, por la aplicación de la «racionalidad» a los
medios de producción que éste hace, y por su capacidad para acumular mucha más riqueza que
cualquier otro sistema de producción anterior, aunque eso fuera a cambio de dominar y
controlar a individuos formalmente libres para que colaborasen para con ese objetivo.
No obstante, la coincidencia de ambos autores sobre la superioridad del capitalismo
proviene de ideas con significados ciertamente opuestos. Mientras para Marx esa superioridad
es el resultado de poner en funcionamiento la extraordinaria acumulación de capital acopiada
hasta entonces (materialismo y objetividad), para Weber es fruto del proceso de extensión de
la racionalización —que sustituirá al dogma escolástico—, de la que se adueñará el
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capitalismo («espiritualidad»/ideas y subjetividad). Ambas visiones, que a menudo se han
querido plantear como antagónicas, son en realidad complementarias: el capitalismo, como
nuevo sistema para organizar la producción de bienes, fue fruto de las ideas (religiosas), pero
para desarrollarse tuvo que sustentarse necesariamente en una base material (el capital).
Por su parte, la vinculación de Weber con las relaciones laborales fue escasa e indirecta y
hay que situarla hacia finales de los años diez del siglo XX, como derivación de las
investigaciones empíricas que desarrolló sobre el impacto de la tecnología, de las políticas de
recursos humanos, de los sistemas de remuneración y, particularmente, del impacto de la
fábrica industrial en los trabajadores. No hay que olvidar que Weber es autor del primer
manual sobre sociología del trabajo industrial, el cual fue publicado en 1924.
Según Weber, la contratación laboral en el marco capitalista se desarrolla racionalmente
gracias a que la fuerza de trabajo es libre de contratar con el capitalista, quedando éste
igualmente libre de cualquier compromiso con su mantenimiento y cuidado, lejos de lo que
sucedía con los sistemas de producción feudal y, en cierto modo, del esclavista. Eso no
significa que, para Weber, el mercado de trabajo capitalista no dejara de ser un terreno de
lucha y competencia entre partícipes (contratante y contratado) por el valor del salario y, por
tanto, resultado del poder de las partes.
Para Weber, el mercado de trabajo, como el resto de mercados, no es un mecanismo que
funciona automáticamente a partir de la demanda y la oferta (como sostendrán los autores de la
teoría económica neoclásica), sino que es una institución social regulada por los grupos de
poder prominentes de cada sociedad, de cuyo resultado surgirán los acuerdos o convenios
colectivos entre las partes. Y eso es consecuencia lógica de la aplicación de la racionalidad
capitalista, asegurará Weber. De lo contrario, sólo cabe esperar la «anarquía autodestructiva»
inherente a todo mercado desregulado.
genera esa misma especialización. La mayor necesidad de unos de otros dentro del
«organismo» (solidaridad orgánica), es lo que sustituirá los lazos mecánicos de solidaridad.
Ya no se castiga la desviación, lo diferente, sino que se acepta lo distinto, en todo caso se
resocializa.
Pues bien, Durkheim afirma que la «solidaridad orgánica» es el principio «moral» básico
(reglas y normas) para evitar los efectos de desintegración provocados por la falta de
generosidad, y de un egoísmo frontalmente opuesto a la «sana forma de individualismo» que
podría existir en la sociedad industrializada (WATSON, 1995: 42), así como para que la
división del trabajo conduzca a una situación satisfactoria en las relaciones laborales y
sociales.
En otras palabras, sólo cuando la división social del trabajo se convierte en un mecanismo
de integración, es decir, cuando el empresario sea capaz de organizar la actividad económica
coherentemente, sin necesidad de coaccionar al trabajador, y este último pueda ejercer su
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talento específico y sea remunerado justamente, aquélla conducirá necesariamente a una
relación equilibrada, de mutua necesidad, confianza y satisfacción. De lo contrario, la división
del trabajo se convierte en una fuente permanente de conflictos porque quiebra la solidaridad
orgánica, que es el principio básico de la cohesión social moderna.
Pero ¿cómo es posible esa solidaridad sin algún tipo de acuerdo entre las clases sociales?
Mediante un contrato fundamentado en una moral (reglas, normas y buenas prácticas
profesionales) que garantice su cumplimiento y el mutuo reconocimiento de las dos partes, y
no en un mero instrumento para elevar la productividad y la riqueza material de una de esas
partes.
Pero para que esa moral se cumpla y no acabe fracasando, Durkheim propondrá que sean
las asociaciones corporativas (gremios profesionales y personas relevantes de índole pública)
las encargadas de intermediar entre el individuo «atomizado» y el Estado, pues éste es el
máximo responsable de imponer esa moral, y no otras instituciones como los sindicatos y las
patronales, de manera que se garantice el cumplimiento de las funciones que cada individuo ha
de realizar de acuerdo con el bienestar de la sociedad.
Para Durkheim, ni las patronales, ni los sindicatos, podían ejercer de intermediarios,
debido a su carácter de asociación privada, carentes de autoridad legal, por lo que, según él,
carecían de la capacidad pública para imponer la moral y garantizar su cumplimiento, además
de que los convenios que éstos firmaban sólo reflejaban el estado de la fuerza económica que
cada uno tenía en cada momento.
gobierno de la vida social. Quizás sea porque, a primera vista, la división del trabajo pueda
parecer algo simple, de mera especialización laboral (división del trabajo según el género,
según los sectores de actividad, entre empresas de un mismo sector, etc.), o por el contrario,
demasiado abstracto (la división del trabajo en términos de interdependencia individual y
social existe independientemente de las posiciones que ocupen las personas en la vida social).
Simple o abstracta, lo cierto es que la división del trabajo es una forma de organizar la
producción material y el resto de actividades que han estado presentes a lo largo de toda la
historia humana, y ha desempeñado un papel fundamental en la delimitación de las divisorias
sociales entre, por ejemplo, la vida militar y la civil, la vida urbana y la rural, la vida laboral
y el descanso, pero muy en particular en las divisiones de clase y en las relacionadas con el
género de las personas.
Prueba de que la división del trabajo es tan antigua como la propia especie humana es que
el trabajo entre nuestros predecesores más remotos ya estaba dividido en una serie de
funciones y tareas básicas (provisión de recursos para la supervivencia, gestión de los
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riesgos, rituales de cohesión, etc.), en función del género y, en cierto modo, de la edad que se
tenían.
Remontándonos a los grupos humanos que vivieron durante el Paleolítico, hace más de
cuarenta mil años, hay que señalar que esta nueva etapa de la evolución humana apareció como
resultado de una revolución cultural en las formas de vivir existentes hasta aquellos momentos.
Esta revolución fue posible gracias a que previamente se superó un conjunto de restricciones
relacionadas con la lucha por la supervivencia, y la continuidad como especie, asociadas éstas
a la selección, la creatividad y el ingenio (lo cual) permitió a nuestros antepasados detectar y
anticiparse mejor a los riesgos internos y externos que se les presentaban, a la vez que poder
reconocer con mayor eficacia las oportunidades que ofrecía el medio en el que vivían
(JOHNSON y EARLE, 2003: 54).
No obstante, a pesar de que esos avances facilitaron una mayor eficiencia en la obtención
de los recursos y en la lucha contra los riesgos y peligros del entorno, no se aprovechó para
establecer unas nuevas relaciones de poder entre ambos géneros, por lo que no se cuestionó la
persistencia del modelo de distribución de las actividades que se había heredado de la era
homínida precedente.
Todo lo contrario, los líderes grupales varones que venían detentando el poder desde la
etapa de la selección natural estimaron conveniente que tales actividades habían de seguir
siendo asignadas en función de si eran hombres o mujeres los que las iban a desarrollar. Es
decir, con el «pretexto» de que se había afrontado exitosamente la supervivencia durante todo
el período previo que dio lugar a la aparición del Paleolítico, gracias a haber aplicado ese
tipo de división del trabajo, los varones sancionaron culturalmente la consolidación definitiva
del patriarcado como la institución social en la cual se legitimaría la distribución desigual de
las tareas y las actividades en función del género de las personas, al considerar que había
demostrado ser la manera más eficaz de seguir avanzando socialmente, tal como lo había
hecho en la etapa prepaleolítica.
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Cuando los faraones egipcios necesitaban de miles de esclavos para la construcción de las
pirámides o cuando el trabajo en los talleres artesanales implicaba un volumen de trabajo que
superaba la capacidad de su único propietario, se hacía necesaria una determinada división
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«técnica» del trabajo, con el fin de organizar las partes en que se tenía que fragmentar el nuevo
proceso de trabajo.
Ahora bien, lo que hoy comúnmente se entiende por división técnica del trabajo hace
referencia al fenómeno sociotécnico que cobró su máximo apogeo cuando aparecieron las
primeras grandes fábricas industriales en Europa, en las que un gran número de trabajadores
desempeñaban un gran número de puestos de trabajo que, a su vez, implicaban la ejecución de
un número muy reducido de tareas, distintas de puesto a puesto. La organización de todo lo
cual entrañaba la necesidad de contar con una compleja coordinación jerárquica de todas las
operaciones, tareas y funciones que se desarrollaban de manera simultánea y sucesiva en el
tiempo.
Sin embargo, la terminología «técnica» que suele ir ligada a este tipo de división del
trabajo es un tanto engañosa, pues presupone que tal división está completamente determinada
por consideraciones científico-tecnológicas ajenas a cualquier influencia o mediación social.
Es evidente que la división del trabajo, en cualquiera de sus dimensiones y ámbitos, tiene un
fundamento técnico irreductible por la propia naturaleza de las labores que hay que llevar a
cabo para obtener un producto o un resultado determinado. Pero también es evidente que, junto
al carácter técnico de cualquier proceso de trabajo, existe también una dimensión social
inherente a la técnica, que se distingue por las relaciones sociales de poder que quedan
relativamente más ocultas que las que se asocian directamente a la esfera técnica del trabajo
(SAYER y WALKER, 1994: 34). De hecho, son las relaciones sociales de poder las que, en
última instancia, acaban por determinar que ese producto o resultado «técnico» se obtenga con
una organización técnica y humana del trabajo determinada y no con otra, siguiendo un tipo de
normas y procedimientos, y no otros.
3.1. LA DIVISIÓN TÉCNICA DEL TRABAJO, ¿CUÁNDO SE CREARÁ UN NUEVO PUESTO DE TRABAJO?
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En términos generales, cada proceso de trabajo contiene una serie de tareas ordenadas de
forma más o menos encadenada y sucesiva, el desempeño de las cuales requiere el dominio de
determinados instrumentos, conocimientos y competencias técnico-sociales para garantizar que
este proceso llegue a los resultados esperados. Pues bien, desde la teoría neoclásica
capitalista, cuando el desempeño de las tareas incluidas en un proceso de trabajo desborda la
capacidad física o/y mental de un trabajador para afrontarlas (porque no puede dominar y
ejecutar más que un número finito de tarea en un determinado tiempo y espacio), entra en juego
la división técnica del trabajo (SAYER y WALKER, 1994: 32).
Llegados a este punto, y bajo el supuesto de que el individuo en cuestión es un asalariado,
si el empresario decide que el proceso de trabajo ha de proseguir, éste tendrá que contratar la
participación de otra u otras personas para terminar o redistribuir el proceso de trabajo
(creando uno o más puestos de trabajo —temporal, fijo o parcial—), por lo que se ampliará la
división técnica horizontal del trabajo y, en su caso, la vertical, si los cambios afectaran
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también a la redistribución jerárquica del poder que había habido hasta entonces. Todo ello, a
no ser que ese empresario intervenga para intentar que tal desbordamiento no se produzca con
el fin de evitar que se tenga que crear un nuevo puesto de trabajo y, por tanto, que los costes
del factor humano se eleven.
Así, el empresario podría eludir la creación de un nuevo puesto de trabajo, a pesar de que
un trabajador pudiera quedar desbordado por la carga de trabajo que ése le atribuye, si ese
empresario puede:
Todas o cada una de las anteriores situaciones ahorrarían al empresario, al menos a corto o
medio plazo, los costes específicos (que no de otro tipo) de tener que crear un nuevo puesto de
trabajo, contratando a otra persona, en el bien entendido que, en última instancia, el esfuerzo
físico y psíquico de cualquier persona tiene siempre un límite infranqueable. Y todo ello,
además, en el supuesto de que esa empresa no modifique los productos que producía hasta
esos momentos. De modificarlos, la división técnica del trabajo podría cambiar para dar
respuesta a una nueva estructuración del proceso de trabajo y, con ello, generar la necesidad
de tener que contratar a nuevas personas o, por el contrario, a despedirlas, o, en su caso, a
trasladarlas a otro centro de trabajo, más allá de los cambios inducidos por la inicial creación
de un nuevo puesto de trabajo.
Muy a menudo la teoría neoclásica, una vez más, yerra en sus planteamientos. Casi nunca
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tiene en cuenta que los seres humanos no son máquinas a las que se puede someter a la máxima
productividad e indefinida explotación física y mental sin que se «cansen» o se deriven
consecuencias perniciosas para la salud de éstos. Tampoco que en el mercado de trabajo
interno o externo de las empresas exista, al menos a corto plazo, un sustituto inmediato —con
habilidades equivalentes y dispuesto a cobrar el salario ofrecido por el empresario— para, en
su caso, suplir al trabajador «ineficiente» despedido o trasladado.
Y es que, conforme la jornada de trabajo va transcurriendo, llega un momento en cualquier
sistema productivo en que la productividad disminuye inevitablemente por el cansancio físico
o/y psíquico que provoca el esfuerzo sostenido que exige el desempeño de la carga de trabajo.
Es por todo ello que, hace ya décadas, algunos sindicatos vienen intentando que la jornada
de trabajo sea más corta (incluso haciéndola coincidir con las primeras cinco horas,
generalmente las más productivas para los empresarios), a cambio de que el salario sea
proporcional o superior a esas horas con un mínimo de ingresos infranqueable. Así se
redistribuiría el trabajo existente en cada momento y se crearían más puestos de trabajo. No
obstante, la patronal española siempre se ha negado a tal propuesta. Prefiere pagar más
salario, aunque sea a cambio de trabajar más horas que sean menos productivas y, por ello,
producir productos probablemente con menor calidad por mayores errores de los trabajadores
o/y averías de las máquinas y desgaste de las instalaciones, más accidentes o enfermedades
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profesionales, etc., con tal de que se trabajen más horas y sea mayor el tiempo de trabajo
sometido a control directo o indirecto por parte del empresario.
Por tanto, por encima de las consideraciones técnicas anteriores, nunca puede obviarse
que, tanto el diseño de los medios de producción como de los propios productos están
íntimamente ligados a la concepción de la organización de la división técnica de los puestos
de trabajo que requiere cualquier proceso de trabajo concreto para obtener los productos
(bienes o servicios) deseados. Y esto no sólo resulta de la capacidad intuitiva e ingeniosa de
cada individuo, sino de las decisiones racionales que toman los grupos sociales, en particular
aquellos que detentan el máximo poder para tomarlas.
De otra parte, y siguiendo aquella misma teoría, la empresa eliminará un puesto de trabajo
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y, por tanto, se prescindirá de un trabajador —reduciéndose así la división técnica del trabajo
— cuando la productividad marginal media de un trabajador inicie su descenso, es decir,
cuando una unidad de producto de más producida por un trabajador la realice con un tiempo
superior al que necesitó para producir la unidad anterior. Ahora bien, más allá de la dificultad
que supone poner en práctica ese principio de funcionamiento, lo cierto es que los
empresarios que consideran insostenibles los diversos costes que soportan, cuando se presenta
una crisis de ventas sostenida en el tiempo y, a causa de ello, deciden eliminar uno o más
puestos de trabajo, no siempre tienen en cuenta el criterio de la productividad a la hora de
elegir al mejor «candidato» para ser despedido, sino que aparecen otros criterios de carácter
profesional o personal que acaban determinando, más allá de la productividad, quién será la
persona a despedir.
Ahora bien, y siguiendo ese mismo criterio de la productividad, un empresario, antes de
despedir a un trabajador por «poco productivo», casi siempre puede optar por:
1. Coincidiendo con las opciones antes enumeradas para no tener que crear un nuevo puesto
de trabajo, el empresario podrá:
a) Sustituir al trabajador menos productivo por otro de la misma empresa más productivo
con la misma jornada y salario, recolocando al primero en el lugar del segundo, o en otro
lugar de la empresa o en otro centro de trabajo propiedad de ésta que resulte más productivo.
b) Contratar al trabajador en cuestión sólo por las horas más productivas a cambio de un
salario proporcional a las horas trabajadas.
2. Sin coincidir con las opciones antes enumeradas para no tener que crear un nuevo puesto
de trabajo, el empresario podrá:
dispone, de modo que permita compensar la menor productividad del trabajo menos
productivo.
b) Conseguir aumentar los ingresos si se pueden imponer unos mayores márgenes de
beneficio en las ventas o/y por un incremento de su volumen, así como por recibir mayores
subvenciones públicas o reduciendo los costes superfluos distintos al del factor humano, de
modo que eso permita compensar la menor productividad del trabajo menos productivo.
Si bien la división del trabajo entre hombres y mujeres se remonta, como ya se ha indicado,
a la selección natural —tal como sucede aún hoy con el resto de especies animales— a que fue
sometida la especie humana hace millones de años, gracias a lo cual fue posible su
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supervivencia y evolución como especie animal diferenciada, pues garantizó que la
organización de las actividades elementales se realizara mediante la cooperación y la
dependencia mutua de forma continuada, no por ello la permanencia de esa división hasta
nuestros días puede justificarse por motivos instintivos o naturales, sino por el resultado de la
selección cultural que practicaron e impusieron los varones sobre las mujeres.
En primer lugar, que la selección natural asociada a la diferenciación de tareas entre ambos
sexos fuera exitosa para el avance hacia una etapa superior de la especie humana no significa
que no se hubiera podido llegar a esos mismos resultados distribuyendo las tareas con unos
criterios distintos a los utilizados hace millones de años. En todo caso, lo que está claro es
que la división sexual natural a partir de la mayor dimensión y fuerza física de los hombres se
convertiría más tarde en la principal justificación cultural aducida por éstos para mantener la
división del trabajo, esta vez ya en función del género. La prueba es que, cuando apareció la
oportunidad de reformular las relaciones de poder entre hombres y mujeres en la era del
Paleolítico —donde las cualidades de inteligencia del homo sapiens estaban plenamente
desarrolladas en hombres y mujeres— o cuando la agricultura se constituyó en la principal
fuente de alimentación que sustituyó a la permanente necesidad de encontrar itinerantemente el
alimento durante el Neolítico—, los hombres siempre optaron por conservar el sistema
patriarcal.
La institución del patriarcado se orientó al dominio de las mujeres para que ejercieran las
funciones y tareas no deseadas por los varones, por mucho que de todo ello se acabaron
derivando consecuencias imprevistas o no deseadas por éstos (ejercer el rol social de
«macho» tiene sus contradicciones y costes sociales), al mismo tiempo que ciertos beneficios
para las mujeres (paternalismo protector) que, entre otras cosas, y a pesar de los cambios
acaecidos recientemente en una dirección «liberadora», han evitado, por ejemplo, que muchas
de ellas no murieran: ejerciendo de soldados en primera línea, trabajando en las minas o en
otros empleos peligrosos, etc.), a pesar de que evidentemente han muerto por otros numerosos
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motivos.
La división del trabajo entre ambos géneros no sólo es la más antigua de todas las
divisiones del trabajo, sino que ha tenido un enorme impacto en las capacidades de las
mujeres en la vida social. Las relaciones entre hombres y mujeres han sido siempre relaciones
de poder, es decir, relaciones de carácter patriarcal que se han observado en un espectro
amplísimo de sociedades actuales y del pasado (SAYER y WALKER, 1994: 56).
El poder de los hombres sobre las mujeres incluye tres elementos básicos: el control sobre
el trabajo femenino, sobre su capacidad de procreación y sobre sus deseos y afectos
(CONNELL, 1987):
Por lo que se refiere al control y apropiación del trabajo femenino por parte de los
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hombres, no sólo cabe incluir la inmensa cantidad de trabajo no remunerado dedicado al
mantenimiento del hogar, sino también el de la crianza de los hijos e, incluso, el dedicado al
atavío y la apariencia personal de ellas para dar satisfacción a los hombres.
Hombres de todo el mundo y de toda condición se han aprovechado y apropiado
históricamente del excedente de trabajo generado por las mujeres (trabajo restante tras el
dedicado a la propia reproducción), bien como esclavas, bien como esposas o hijas, bien
trabajando fuera del hogar como asalariadas. En esa dirección, sirve de muestra el informe
que las Naciones Unidas publicó a mediados de los ochenta (COCKBURN, 1985, 7): «[…] las
mujeres, constituyendo la mitad de la población mundial, realizan cerca de los dos tercios de
todas las horas de trabajo que se llevan a cabo en el mundo, reciben una décima parte de la
renta mundial y poseen menos de una centésima parte del total de propiedades del mundo
[…]».
Este era el panorama de la desigualdad entre hombres y mujeres que había en el mundo
como consecuencia de la división del trabajo entre ambos géneros, por lo que respecta a la
distribución y remuneración del tiempo de trabajo y de las propiedades. Los últimos datos de
principios del siglo XXI, proporcionados por esa misma institución, indicaban que tal
panorama seguía siendo prácticamente el mismo, sólo que con un leve ascenso de la parte de
la renta que corresponde a las mujeres de los países occidentales.
Esto no significa que no haya esposas mimadas y protegidas o, por el otro lado, que los
maridos estén exentos de explotación de sus mujeres, sino que el control de los varones de los
productos, beneficios y rentas generadas por el trabajo de las mujeres es algo que está,
todavía hoy, extraordinariamente generalizado.
de las mujeres— cabe apuntar tan sólo que éstas han sido y siguen siendo consideradas como
recursos económicos cruciales porque ellas, y sólo ellas, tienen la llave para abrir el paso a la
fuerza de trabajo futura y, por tanto, a los herederos varones venideros, por lo que la
reproducción femenina nunca ha dejado de estar bajo el control del poder de los hombres.
infancia cuando se elabora la identidad sexual, lejos aún de la influencia de la clase social o
de la división del trabajo por género. El hombre necesita mostrarse dominante sobre las
mujeres (ha de ser fuerte, valiente, independiente, eficaz, competitivo, etc.), para ser aceptado
por los otros hombres. Por el contrario, la feminidad se identifica con la debilidad, con la
aquiescencia ante las iniciativas y veleidades masculinas, con situarse en un segundo plano en
las relaciones sociales, etc. (SAYER y WALKER, 1994: 63).
Preguntas como ¿por qué los hombres son hostiles a las mujeres o más independientes y
competitivos que ellas?, o ¿por qué las mujeres desarrollan un yo más positivo que los
hombres?, se han intentado responder desde el psicoanálisis sosteniendo que la estructuración
de la mente en la infancia en el seno de la familia tiene una enorme profundidad y constituye un
proceso conflictivo e incompleto. Tal proceso sigue de adulto, cuando las personas han de
afrontar una incesante corriente de exigencias importantes que, a menudo, no se pueden
resolver nunca por completo. La irracionalidad, la pasión o la violencia son algunos
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componentes de la vida social humana que la teoría social no ha sabido aún explicar, en tanto
que parte del supuesto homo sapiens que se distingue del animal irracional.
realizan las mujeres cuando atienden, ordenan y forman al resto de miembros del hogar.
De otro lado, las exigencias del trabajo reproductivo constituyen, a menudo, la base de las
dificultades para poder acceder a los puestos de trabajo que normalmente exigen una mayor
dedicación en tiempo y esfuerzo, que suelen ser los que mayor remuneración y prestigio
reciben y que, generalmente, ocupan los hombres.
Es en este sentido que se habla de «doble jornada», cuando la mujer ha de compaginar el
trabajo fuera de casa con el propio del hogar sin que el hombre asuma la parte de
responsabilidades que le corresponden.
una limitada disponibilidad para realizar ciertos trabajos, tienen unas menores necesidades de
promoción y de remuneración y, en definitiva, a que carecen de la solidaridad que demuestran
los hombres y que es valorada para el trabajo en equipo.
Otra de las líneas por las que las mujeres alcanzan el empleo en mucha mayor medida que
los hombres va ligada, en esta ocasión, a la presencia, los cuidados físicos y a los atributos
sexuales. Dependientas y recepcionistas cara al público, azafatas, servicios personales (desde
la prostitución a los masajes terapéuticos o el cuidado de personas), secretarias de cierto
nivel, actrices y modelos fotográficas y de moda, etc., suelen encontrar trabajo, a menudo, a
costa de mercantilizar su físico en negocios normalmente dirigidos por hombres.
Según datos de la Comisión Europea de 2014, pese a que en los últimos años el porcentaje
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de mujeres españolas que eran miembros de consejos de administración de grandes empresas
ha pasado de ser del 5,1% en 2006 al 16,6% en 2014, la presencia de mujeres en los puestos
de mayor jerarquía socioprofesional sigue estando por debajo de la mayor parte de los países
europeos.
Así, mientras las mujeres españolas que eran miembros de estos consejos representaban el
16,6% sobre el total de hombres y mujeres en 2014, en cambio esas mismas cifras alcanzaban
los máximos en Letonia (31,4%), Francia (30,4%), Finlandia (28,6%), Suecia (27,1%),
Holanda (25%), Dinamarca (23,3%), Eslovenia (23,3%), Reino Unido (22,7%) y Alemania
(21,7%) […] Por el contrario, las posiciones por debajo de España de las mujeres que
copaban las élites del poder económico europeo se alcanzaban, de más a menos, en Croacia
(15,3%), Lituania (15,3%), Austria (11,8%), Hungría (11,8%), Rumanía (11,4%), Irlanda
(10,5%) […], para llegar a las últimas posiciones de Chiptre (7,3%), Estonia (7,2%), Chequia
(6,9%) y en la última posición Malta (2,4%).
En definitiva, aunque sí ha habido una paulatina incorporación de las mujeres en posiciones
jerárquicamente elevadas desde los años ochenta, tal incorporación se sigue produciendo: a)
lentamente, pues la barrera del 30% seguía presente en prácticamente todos los países
europeos en 2014, incluso entre las mujeres con mayor poder económico; b) mayoritariamente,
dentro de «nichos» reservados para ellas, y c) con la duda de hasta qué punto esa
incorporación se lleva a cabo superando los límites que interponen los espacios con
predominio masculino, caracterizados por el desempeño de competencias como la
responsabilidad, la autoridad y la decisión.
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