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¿Qué tiene que ver García Márquez con Juan Rulfo?

Arcadia reproduce una columna publicada por el nobel en 1986. La única novela del
autor mexicano cambió la vida de Gabo y este artículo explica el porqué.

2015/09/04

La revista Araucaria de Chile nació en París. Luego de que se instaurara la


dictadura de Pinochet en 1973, un porcentaje importante de la élite cultural chilena
se instaló en el extranjero. Araucaria reunió a los intelectuales en el exilio, pero no
solo a los chilenos, sino también a los pensadores más importantes de
Latinoamérica. Entre estos estuvo Gabriel García Márquez, quien colaboró en varios
números de la publicación.

En 1986, en el número 33 de la revista, el nobel colombiano escribió sobre la novela


que por estos días cumple 60 años. Arcadia retoma (gracias al apoyo del crítico y
ensayista Conrado Zuluaga) el artículo en el que Gabo explica por qué la obra de
Juan Rulfo fue importante en su vida.

Nostalgia de Juan Rulfo


GABRIEL GARCIA MARQUEZ
El descubrimiento de Juan Rulfo -como el de Franz Kafka- será sin duda un capítulo
esencial de mis memorias. Yo había llegado a México el mismo día en que Ernest
Hemingway se dio el tiro de muerte -2 de julio de 1961-, y no sólo no había leído los
libros de Juan Rulfo, sino que ni siquiera había oído hablar de él. Era muy raro. En
primer término, porque en aquella época yo me mantenía muy al corriente de la
actualidad literaria, y en especial de la novela en las Américas. En segundo término,
porque los primeros con quienes hice contacto en México fueron los escritores que
trabajaban con Manuel Barbachano Ponce en su castillo de Drácula de las calles de
Córdoba, y con los redactores del suplemento literario de Novedades, que dirigía
Fernando Benítez. Todos ellos conocían muy bien a Juan Rulfo, por supuesto. Sin
embargo, pasaron por lo menos seis meses sin que alguien me hablara de él. Tal
vez porque Juan Rulfo, al contrario de lo que ocurre con los clásicos grandes, es un
escritor que se lee mucho pero del cual se habla muy poco.
Yo vivía en un apartamento sin ascensor en la calle Renán, en la colonia Anzures,
con Mercedes y Rodrigo, que entonces tenía menos de dos años. Teníamos un
colchón doble en el suelo del dormitorio grande, una cuna en el otro cuarto, y una
mesa de comer y escribir en el salón, con dos sillas Únicas que servían para todo.
Habíamos decidido quedarnos en esta ciudad que todavía conservaba un tamaño
humano, con un aire diáfano y flores de colores delirantes en las avenidas, pero las
autoridades de inmigración no parecían compartir nuestra dicha. La mitad de la vida
se nos iba haciendo colas inmóviles, a veces bajo la lluvia, en los patios de
penitencia de la Secretaría de Gobernación. En las horas que me sobraban escribía
notas sobre la literatura colombiana que transmitía de viva voz por la Radio
Universidad, dirigida entonces por Max Aub. Eran unas notas tan sinceras, que el
embajador de Colombia llamó un día por teléfono a la emisora para sentar una
protesta formal. Según él, las mías no eran notas sobre la literatura colombiana,
sino contra la literatura colombiana. Max Aub me llamó a su despacho, y yo pensé
que aquél era el final del Único medio de supervivencia que había logrado conseguir
en seis meses. Pero ocurrió lo contrario.
–No he tenido tiempo de oír el programa –me dijo Max Aub-. Pero si es como dice
tu embajador, debe ser muy bueno.
Yo tenía treinta y dos años, había hecho en Colombia una carrera periodística
efímera, acababa de pasar tres años muy útiles y duros en París, y ocho meses en
Nueva York, y quería hacer guiones de cine en México. El mundo de los escritores
mexicanos de aquella época era similar al de Colombia, y me encontraba muy bien
entre ellos. Seis años antes había publicado mi primera novela, La hojarasca, y
tenía tres libros inéditos: El coronel no tiene quien le escriba, que apareció por esa
época en Colombia; La mala hora, que fue publicada por la Editorial Era poco
tiempo después a instancias de Vicente Rojo, y la colección de cuentos de Los
funerales de la Mamá Grande. Sólo que de este último no tenía sino los borradores
incompletos, porque Álvaro Mutis le había prestado los originales a nuestra adorada
Elena Poniatowska, antes de mi venida a México, y ella los había perdido. Más tarde
logré reconstruir todos los cuentos, y Sergio Galindo los publicó en la Universidad
Veracruzana a instancias de Álvaro Mutis.
De modo que era ya un escritor con cinco libros clandestinos. Pero mi problema no
era ése, pues ni entonces ni nunca había escrito para ser famoso sino para que mis
amigos me quisieran más, y eso creía haberlo conseguido. Mi problema grande de
novelista era que después de aquellos libros me sentía metido en un callejón sin
salida, y estaba buscando por todos lados una brecha para escapar. Conocía bien
a los autores buenos y malos que hubieran podido enseñarme el camino, y, sin
embargo, me sentía girando en círculos concéntricos. No me consideraba agotado.
Al contrario: sentía que aún me quedaban muchos libros pendientes, pero no
concebía un modo convincente y poético de escribirlos. En ésas estaba, cuando
Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete
de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa:
-¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!
Era Pedro Páramo.
Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde
la noche tremenda en que leí la Metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de
estudiantes de Bogotá –casi diez años atrás-, había sufrido una conmoción
semejante. AI día siguiente leí el Llano en llamas, y el asombro permaneció intacto.
Mucho después, en la antesala de un consultorio, encontré una revista médica con
otra obra maestra desbalagada: La herencia de Matilde Arcángel. El resto de aquel
año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores.
No había acabado de escapar al deslumbramiento, cuando alguien le dijo a Carlos
Velo que yo era capaz de recitar de memoria párrafos completos de Pedro
Páramo. La verdad iba más lejos: podía recitar el libro completo, al derecho y al
revés, sin una falta apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se
encontraba cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje
que no conociera a fondo.
Carlos Velo me encomendó la adaptación para el cine de otro relato de Juan Rulfo,
que era el único que yo no conocía en aquel momento: El gallo de oro. Eran
dieciséis páginas muy apretadas, en un papel de seda que estaba a punto de
convertirse en polvo, y escritas con tres máquinas distintas. Aunque no me hubieran
dicho de quién era, lo habría sabido de inmediato. El lenguaje no era tan minucioso
como el del resto de la obra de Juan Rulfo, y había muy pocos recursos técnicos de
los suyos, pero su ángel personal volaba por todo el ámbito de la escritura.
Más tarde, Carlos Velo y Carlos Fuentes me invitaron a hacer una revisión crítica
de la primera adaptación de Pedro Páramo para el cine.
Menciono estos dos trabajos -cuyo resultado final estuvo muy lejos de ser bueno-,
porque ellos me obligaron a profundizar todavía más en una obra que sin duda ya
conocía mejor que el propio autor. A quien, por cierto, no conocí en persona sino
varios años después. Carlos Velo había hecho algo sorprendente: había recortado
los fragmentos temporales de Penco Páramo, y había vuelto a armar el drama en
un orden cronológico riguroso. Como simple recurso de trabajo me pareció legítimo,
aunque el resultado era un libro distinto: plano y descosido. Pero me fue muy útil
para una comprensión mejor de la carpintería secreta de Juan Rulfo, y muy
revelador de su insólita sabiduría.
Había dos problemas esenciales en la adaptación de Pedro Páramo. El primero era
el de los nombres. Por subjetivo que se crea, todo nombre se parece de algún modo
a quien lo lleva, y eso es mucho más notable en la ficción que en la vida real. Juan
Rulfo ha dicho, o se lo han hecho decir, que compone los nombres de sus
personajes leyendo lápidas de tumbas en los cementerios de Jalisco. Lo único que
se puede decir a ciencia cierta es que no hay nombres propios más propios que los
de la gente de su libro. A mí me parecía imposible -y me sigue pareciendo- encontrar
jamás un actor que se identificara sin ninguna duda con el nombre de su personaje.
El otro problema -inseparable del anterior- era de las edades. En toda su obra, Juan
Rulfo ha tenido el cuidado de ser muy descuidado en cuanto a los tiempos de sus
criaturas. Narciso Costa Ros ha hecho hace poco una tentativa fascinante de
establecerlos en Pedro Páramo. Yo siempre había pensado, por pura intuición
poética, que cuando Pedro Páramo logró por fin llevar a Susana San Juan a su
vasto reino de la Media Luna, ella era ya una mujer de sesenta y dos años. Pedro
Páramo debía ser uno cinco años mayor que ella. En realidad, el drama me parecía
más grande, más terrible y hermoso, si se precipitaba por el despeñadero de una
pasión senil sin alivio. Las edades establecidas para ambos por Costa Ros no son
las mismas, pero no están muy lejos de las que yo había supuesto. Semejante
grandeza poética era impensable en el cine. En las salas oscuras, los amores de
ancianos no conmueven a nadie.
Lo malo de esos preciosos escrutinios es que las razones de la poesía no son
siempre las mismas de la razón. Los meses en que ocurren ciertos hechos son
esenciales para el análisis de la obra de Juan Rulfo y yo dudo de que él fuera
consciente de eso. En el trabajo poético -y Pedro Páramo lo es en su más alto
grado- los autores suelen invocar los meses por compromisos distintos del rigor
cronológico. Más aún: en muchos casos se cambia el nombre del mes, del día y
hasta del año, sólo por eludir una rima incómoda, o una cacofonía, sin pensar que
esos cambios pueden inducir a un crítico a una conclusión terminante. Esto ocurre
no sólo con los días y los meses, sino también con las flores. Hay escritores que se
sirven de ellas por el prestigio puro de susnombres, sin fijarse muy bien si
corresponden al lugar o a la estación. De modo que no es raro encontrar buenos
libros donde florecen geranios en la playa y tulipanes en la nieve. En Pedro
Páramo, donde es imposible establecer de un modo definitivo dónde está la línea
de demarcación entre los muertos y los vivos, las precisiones son todavía más
quiméricas. Nadie puede saber, en realidad, cuánto duran los años de la muerte.
He querido decir todo esto para terminar diciendo que el escrutinio a fondo de la
obra de Juan Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros,
y que por eso me era imposible escribir sobre él sin que todo esto pareciera sobre
mí mismo. Ahora quiero decir también que he vuelto a releerlo completo para
escribir estas breves nostalgias, y que he vuelto a ser la víctima inocente del mismo
asombro de la primera vez. No son más de trescientas páginas, pero son casi tantas,
y creo que tan perdurables, como las que conocemos de Sófocles.

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