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A LOS NIÑOS LES ENSEÑAN EN LA

ESCUELA QUE LOS NÚMEROS


PRIMOS SÓLO PUEDEN DIVIDIRSE
POR SÍ MISMOS Y POR LA UNIDAD.
LO QUE NO LES ENSEÑAN ES QUE
LOS NÚMEROS PRIMOS
REPRESENTAN EL MISTERIO MÁS
FASCINANTE AL QUE NOS
ENFRENTAMOS EN NUESTRA
BÚSQUEDA DEL CONOCIMIENTO.
¿CÓMO PREDECIR CUÁL VA A SER
EL SIGUIENTE NÚMERO PRIMO DE
UNA SERIE? ¿EXISTE ALGUNA
FÓRMULA PARA GENERAR
NÚMEROS PRIMOS?
EN 1859, EL MATEMÁTICO
ALEMÁN BERNHARD RIEMANN
PLANTEÓ UNA HIPÓTESIS QUE
APUNTABA A LA SOLUCIÓN DEL
ANTIGUO ENIGMA. PERO NO
CONSIGUIÓ DEMOSTRARLA Y EL
MISTERIO NO HIZO MÁS QUE
AUMENTAR. EN ESTE LIBRO
ASOMBROSO, MARCUS DU SAUTOY
NOS CUENTA LA HISTORIA DE LOS
HOMBRES EXCÉNTRICOS Y
BRILLANTES QUE HAN BUSCADO
UNA SOLUCIÓN PARA
REVOLUCIONAR ÁMBITOS TAN
DISTINTOS COMO EL COMERCIO
DIGITAL, LA MECÁNICA CUÁNTICA
Y LA INFORMÁTICA. EL RELATO DE
DU SAUTOY CONSTITUYE UNA
EVOCACIÓN MARAVILLOSA Y
EMOCIONANTE DEL MUNDO DE LAS
MATEMÁTICAS, DE SU BELLEZA Y
SUS SECRETOS.
MARCUS DU SAUTOY

LA MÚSICA DE
LOS NÚMEROS
PRIMOS
EL ENIGMA DE UN PROBLEMA
MATEMÁTICO ABIERTO

EPUB R1.2
KOOT HRAP ALI 21.04.15
Título original: The Music of the Primes:
Searching to Solve the Greatest Mistery
in Mathematics
Marcus du Sautoy, 2003
Traducción: Joan Miralles de Imperial
Llobet
Diseño de cubierta: rafcastro

Editor digital: koothrapali


Corrección de erratas: cmolinap
ePub base r1.2
En memoria de Yonathan du
Sautoy
21 de octubre de 2000
1
¿QUIÉN QUIERE SER
MILLONARIO?

¿Sabemos cuál es la secuencia de


números? Bien, vamos a hacerlo
mentalmente… cincuenta y nueve,
sesenta y uno, sesenta y siete…
setenta y uno… ¿No son todos
estos números primos?». Un
murmullo de conmoción recorrió
la sala de control. La expresión
de Ellie reveló por un instante el
aleteo de una emoción intensa,
que sin embargo fue rápidamente
sustituido por la templanza, por
el temor de verse superada, por
una inquietud de parecer boba,
no científica.
CARL SAGAN
Contacto

Una cálida y húmeda mañana de


agosto de 1900 David Hilbert, de la
Universidad de Gotinga, tomó la palabra
en el Congreso Internacional de
Matemáticos, en una atestada sala de
conferencias en la Sorbona. Hilbert, que
ya entonces era reconocido como uno de
los más grandes matemáticos de la
época, había preparado un importante
discurso: se proponía hablar no de lo
que había sido demostrado, sino de lo
que todavía era desconocido. Esto iba
contra todas las reglas, y cuando Hilbert
empezó a exponer su propia visión
sobre el futuro de las matemáticas el
público pudo percibir el nerviosismo en
su voz: «¿Quién de nosotros no gozaría
descorriendo el velo tras el cual se
oculta el porvenir, dejando caer su
mirada sobre los futuros progresos de
nuestra ciencia y sobre los secretos de
su desarrollo durante los próximos
siglos?». Para anunciar el nuevo siglo,
Hilbert proponía como reto a sus
oyentes una lista de veintitrés problemas
que, según él, trazarían el camino de los
exploradores matemáticos del siglo XX.
Los siguientes decenios pudieron ver
la respuesta a muchos de aquellos
problemas, y los que descubrieron las
soluciones forman un ilustre grupo de
matemáticos conocidos como «Los
primeros de la clase». El grupo cuenta
con personajes del calibre de Kurt
Gödel y de Henri Poincaré, junto con
muchos otros pioneros cuyas ideas han
revolucionado radicalmente el paisaje
matemático. Pero había un problema, el
octavo de la lista de Hilbert, que
parecía destinado a sobrevivir al siglo
sin que apareciera un campeón capaz de
vencerlo: la hipótesis de Riemann.
De todos los retos que Hilbert había
propuesto, el octavo ocupaba un lugar
especial en su corazón. Existe un mito
germánico sobre Federico Barbarroja,
un emperador muy querido por los
alemanes. Tras su muerte, acaecida
durante la Tercera Cruzada, se difundió
la leyenda de que en realidad Federico
continuaba con vida, que yacía dormido
en una cueva del monte Kyffhäuser y
despertaría cuando Alemania lo
necesitara. Se dice que alguien preguntó
a Hilbert: «Si usted, como Barbarroja,
despertara dentro de quinientos años,
¿qué sería lo primero que haría?».
«Preguntaría si alguien ha demostrado la
hipótesis de Riemann», respondió.
A finales del siglo XX la mayor
parte de los matemáticos se había
convencido de que, entre todos los
problemas propuestos por Hilbert,
aquella piedra preciosa no sólo tenía
grandes posibilidades de sobrevivir al
siglo, sino que quizá no estaría resuelta
cuando Hilbert se despertara de su
sueño de quinientos años. Con su
revolucionario discurso, cargado de
misterio, había provocado el
desconcierto en el primer Congreso
Internacional del siglo XX. Sin embargo,
a los matemáticos que tenían intención
de participar en el último Congreso del
siglo les aguardaba una sorpresa.
El 7 de abril de 1997 una noticia
excepcional apareció en las pantallas de
los ordenadores de toda la comunidad
matemática mundial. En la página de
Internet del Congreso Internacional que
tenía que celebrarse al año siguiente en
Berlín se anunció que habían encontrado
el Santo Grial de las matemáticas:
alguien había demostrado la hipótesis de
Riemann. Era una noticia destinada a
tener efectos muy profundos. La
hipótesis de Riemann es un problema
fundamental para las matemáticas en su
conjunto. Al leer su correo electrónico
los matemáticos temblaban de emoción
ante la perspectiva de comprender al fin
uno de los más grandes misterios de su
disciplina.
La noticia se anunciaba en una carta
del profesor Enrico Bombieri. No era
posible contar con una fuente más fiable:
Bombieri es uno de los albaceas de la
hipótesis de Riemann y forma parte del
Institute for Advanced Study de
Princeton, de cuyo equipo formaron
parte Einstein y Gödel. Habla muy
pausadamente, pero los matemáticos
escuchan con atención todo lo que tenga
que decir.
Bombieri creció en Italia, donde los
viñedos de su acaudalada familia le
hicieron adquirir el gusto por la belleza
de la vida. Los colegas lo llaman
afectuosamente «el aristócrata de las
matemáticas». Cuando era joven, su
elegancia llamaba siempre la atención
en las reuniones europeas, donde
llegaba a menudo a bordo de costosos
automóviles deportivos. Por otra parte,
a él le encantaba alimentar los rumores
que contaban que alguna vez había
llegado sexto en un rallye de
veinticuatro horas celebrado en Italia.
Con el tiempo, sus éxitos en el circuito
de las matemáticas fueron más tangibles,
de modo que en los años setenta le
valieron una invitación a Princeton,
donde se encuentra todavía. Ha
sustituido el entusiasmo por las carreras
por la pasión de pintar, sobre todo
retratos.
Pero lo que procura a Bombieri la
mayor emoción es el arte creativo de las
matemáticas, y en particular el reto de la
hipótesis de Riemann, que lo tiene
obsesionado desde la tierna edad de
quince años, cuando oyó hablar de la
cuestión por vez primera. Las
propiedades de los números lo
fascinaron desde que comenzó a ojear
los libros de matemáticas que su padre,
economista, tenía en su inmensa
biblioteca. Descubrió que la hipótesis
de Riemann era considerada el
problema más profundo y fundamental
de la teoría de los números. Su pasión
por el problema se vio acrecentada
cuando su padre le prometió un Ferrari
si lo resolvía, en un desesperado intento
de evitar que condujera su Ferrari.
Volviendo al mensaje electrónico de
Bombieri, alguien se le había adelantado
haciéndole perder el premio. «Se han
producido fantásticos acontecimientos
tras la conferencia que Alain Connes
pronunció el pasado miércoles en el
Institute for Advanced Study», empezaba
Bombieri. Muchos años atrás, la noticia
de que Connes fijaba su atención en la
hipótesis de Riemann con intención de
resolverla había puesto en tensión al
mundo matemático. Connes es uno de los
revolucionarios de la disciplina, un
benigno Robespierre de las matemáticas
respecto del Luis XVI que encarnaría
Bombieri. Se trata de un personaje
dotado de un extraordinario carisma,
cuyo estilo fogoso dista mucho de la
imagen tradicional del matemático serio
y circunspecto. Está dotado de la pasión
de un fanático profundamente
convencido de su propia visión del
mundo, y deja hipnotizados a cuantos
asisten a sus clases. Para sus seguidores
es casi una figura de culto; les
encantaría unirse a él en las barricadas
matemáticas para defender a su héroe de
cualquier contraofensiva que fuera
lanzada desde las posiciones del
Antiguo Régimen.
El lugar de trabajo de Connes es la
respuesta francesa al Instituto de
Princeton: el Institut des Hautes Études
Scientifiques de París. Desde su llegada,
en el año 1979, Connes ha creado un
lenguaje totalmente nuevo para la
comprensión de la geometría. La idea de
llevar esta disciplina hasta el extremo
de la abstracción no le espanta en
absoluto. Incluso entre los matemáticos,
que están habituados a las
aproximaciones fuertemente
conceptuales de su disciplina con
relación a la realidad, en muchos casos
existen dudas sobre la revolución
abstracta que propone Connes. Sin
embargo, según ha demostrado a los que
dudan de la necesidad de una teoría tan
árida, su nuevo lenguaje geométrico
contiene muchos elementos útiles para
comprender el mundo real de la física
cuántica. Si resulta que provoca el terror
de las masas matemáticas, paciencia.
La audaz convicción de Connes de
que su nueva geometría no sólo podría
descorrer el velo de la física cuántica,
sino también explicar la hipótesis de
Riemann —el mayor misterio numérico
— produjo sorpresa e incluso turbación.
El simple hecho de osar aventurarse en
el corazón de la teoría de los números y
enfrentarse directamente con el más
difícil de los problemas irresueltos de
las matemáticas reflejaba su desprecio
por los límites convencionales. Desde
su aparición en escena, a finales de los
noventa, flotaba en el aire la sensación
de que, si alguna vez había existido
alguien con recursos suficientes para
enfrentarse a un problema de tamaña
dificultad, ése era Alain Connes.
Pero, según parecía, no había sido
Connes quien había hallado la última
pieza del complicado rompecabezas. En
su correo, Bombieri narraba que un
joven físico que asistía a la conferencia
había percibido «como un relámpago»
un modo de utilizar su extraño mundo de
«sistemas supersimétricos fermiónico-
bosónicos» para atacar la hipótesis de
Riemann. Pocos eran los matemáticos
que conocían el significado de aquel
cóctel de tecnicismos, pero Bombieri
explicaba que describían «la física
correspondiente a un conjunto muy
próximo al cero absoluto de una mezcla
de aniones y morones con spins
opuestos». La cuestión seguía sonando
un tanto oscura, pero ya que se trataba
de la solución del problema más difícil
de la historia de las matemáticas, nadie
esperaba que se tratara de una cosa
simple. Volviendo a Bombieri, afirmaba
que, después de seis días de trabajo
ininterrumpido y, gracias a un nuevo
lenguaje de programación llamado
MISPAR, el joven físico había
desentrañado por fin el problema más
arduo de las matemáticas.
Bombieri terminaba su correo con
las palabras: «¡Guau! Por favor, den la
máxima difusión a esta noticia». Aunque
parezca extraordinario que un joven
físico hubiera acabado demostrando la
hipótesis de Riemann, después de todo
la noticia no era tan sorprendente: en los
últimos decenios había sucedido con
frecuencia que las matemáticas y la
física se entretejieran. Por más que se
trataba de un problema central de la
teoría de los números, desde hacía
algunos años la hipótesis de Riemann
mostraba relaciones inesperadas con
algunos problemas de la física de
partículas.
Los matemáticos se prepararon para
cambiar sus planes de viaje y volar a
Princeton para compartir el momento.
Todavía se mantenía fresco el recuerdo
de la emoción de pocos años atrás,
cuando Andrew Wiles, matemático
inglés, anunció la demostración del
último teorema de Fermat durante una
conferencia celebrada en Cambridge en
junio de 1993. Wiles demostró que la
afirmación de Fermat, según la cual la
ecuación xn + yn = zn no tiene soluciones
para cualquier valor de n mayor que 2,
era correcta. Apenas soltó Wiles la tiza
al final de la conferencia, saltaron los
tapones de las botellas de champán y
empezaron a dispararse los flashes de
las cámaras.
Los matemáticos eran conscientes de
que la demostración de la hipótesis de
Riemann tendría una importancia
enormemente mayor para el futuro de las
matemáticas de la que tuvo saber que la
ecuación de Fermat no admite
soluciones. Tal y como Bombieri había
descubierto a la tierna edad de quince
años, con la hipótesis de Riemann se
intentaba comprender los objetos más
fundamentales de las matemáticas: los
números primos.
Los números primos son los
auténticos átomos de la aritmética. Se
definen como primos los números
enteros indivisibles, es decir, los que no
pueden expresarse como producto de
dos enteros menores. Los números 13 y
17 son primos, mientras que el número
15 no lo es, ya que puede expresarse
como producto de 3 y 5. Los números
primos son joyas engarzadas en la
inmensa extensión de los números, el
universo infinito que los matemáticos
exploran desde la antigüedad. Los
números primos producen en los
matemáticos una sensación maravillosa:
2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23…, números
sin tiempo que existen en un mundo
independiente de nuestra realidad física.
Son un don que la naturaleza ha
entregado al matemático.
Su importancia para las matemáticas
descansa en el hecho de que tienen la
capacidad de construir todos los demás
números. Cualquier otro número entero
que no sea primo puede construirse
multiplicando estos números de base
primitiva. Cualquier molécula existente
en el mundo físico puede construirse
utilizando los átomos de la tabla
periódica de los elementos químicos. La
lista de los números primos es la tabla
periódica del matemático. Los números
2, 3 y 5 son el hidrógeno, el helio y el
litio de su laboratorio. Dominar esos
elementos básicos ofrece al matemático
la esperanza de poder descubrir nuevos
métodos para trazar un recorrido a
través de la desmesurada complejidad
del mundo matemático.
Sin embargo, a pesar de su aparente
simplicidad y de su carácter
fundamental, los números primos siguen
siendo los objetos más misteriosos que
estudian los matemáticos. En una
disciplina que se dedica a investigar
patrones y orden, los números primos
suponen el supremo reto. Probemos a
examinar una lista de números primos y
descubriremos que es imposible prever
cuándo aparecerá el siguiente. La lista
parece caótica, y no nos proporciona
ninguna pista sobre cómo determinar el
siguiente elemento. La lista de los
números primos es el ritmo cardíaco de
las matemáticas, pero sus pulsaciones
parecen estimuladas por un potente
cóctel de cafeína:

Los números primos comprendidos entre


1 y 100: el ritmo cardíaco irregular de
las matemáticas.
¿Y si intentamos hallar una fórmula
que genere los números primos de esta
lista, una regla mágica que nos diga cuál
es el centésimo número primo? Este es
un problema que obsesiona a los
matemáticos desde hace muchos siglos.
Tras más de dos mil años de esfuerzos,
los números primos se resisten a
cualquier intento de insertarlos en un
esquema sencillo y regular.
Generaciones enteras han escuchado con
atención el redoble de los primos
emitiendo su secuencia de números: dos
golpes, después tres, más adelante
cinco, siete, once. A medida que
continúa la secuencia, fácilmente
terminaremos por pensar que el redoble
de los números primos no es más que un
ruido aleatorio, sin ninguna lógica. En el
centro de las matemáticas, de la
búsqueda del orden, los matemáticos
sólo consiguen oír el sonido del caos.
Los matemáticos se resisten a
admitir la posibilidad de que no exista
una explicación de cómo la naturaleza
elige los números primos. Si las
matemáticas no tuvieran una estructura,
si no poseyeran una maravillosa
simplicidad, no merecerían ser
estudiadas. Escuchar un ruido nunca se
ha considerado un pasatiempo
agradable. Como escribió el matemático
francés Henri Poincaré: «el científico no
estudia la naturaleza por la utilidad de
hacerlo; la estudia porque obtiene
placer, y obtiene placer porque la
naturaleza es bella. Si no fuera bella no
valdría la pena conocerla, y si no
valiera la pena conocer la naturaleza, la
vida no sería digna de ser vivida».
Es de esperar que, tras un inicio
nervioso, el latido de los números
primos se regularice. No es así: cuanto
más avanzamos en la secuencia, más
empeoran las cosas. Consideremos, por
ejemplo, los números primos
comprendidos en el intervalo de los cien
números anteriores a 10.000.000 y en el
intervalo de los cien números
posteriores a 10.000.000. Empecemos
por los números primos anteriores a
10.000.000:

9.999.901, 9.999.907, 9.999.929


9.999.931, 9.999.937, 9.999.943
9.999.971, 9.999.973, 9.999.991

Sin embargo, observemos qué pocos


son los números primos comprendidos
entre 10.000.000 y 10.000.100:

10.000.019, 10.000.079

Es difícil pensar en una fórmula


capaz de generar una secuencia de este
tipo. En efecto, esta serie de números
primos recuerda mucho más a una
sucesión aleatoria de números que a una
estructura bien ordenada. Así como
noventa y nueve lanzamientos de una
moneda son de muy poca utilidad para
establecer el resultado del centésimo
lanzamiento, del mismo modo los
números primos parecen hacer inútil
cualquier intento de previsión.
Los números primos presentan a los
matemáticos una de las contraposiciones
más extrañas que existen en su
disciplina. Por un lado, un número o es
primo o no lo es. No es lanzando al aire
una moneda como sabremos si un
número es divisible por otro menor. Por
otra parte, es imposible negar que la
sucesión de los números primos aparece
de manera indudable como una
secuencia de números al azar. Es cierto
que los físicos están cada vez más
habituados a la idea de que un dado
cuántico puede decidir el futuro del
universo y de que cada lanzamiento de
ese dado determina el lugar donde los
científicos encontrarán materia. Pero
provoca una cierta incomodidad el
hecho de tener que admitir que los
números fundamentales, los números
sobre los que se basan las matemáticas,
hayan sido elegidos por la naturaleza
lanzando una moneda, decidiendo en
cada lanzamiento el destino de un
número. Azar y caos son anatema para
un matemático.
Si dejamos de lado su aleatoriedad,
los números primos poseen —más que
cualquier otra parte de nuestro acervo
matemático— un carácter inmutable,
universal. Los números primos existirían
aunque nosotros no hubiéramos
evolucionado lo suficiente como para
reconocerlos. Como afirmó el
matemático de Cambridge G. H. Hardy
en su famoso libro Apología de un
matemático: «317 es un número primo
no porque nosotros pensemos que lo es
o porque nuestra mente esté conformada
de un modo o de otro, sino porque es
así, porque la realidad matemática está
hecha así».
Es probable que algunos filósofos
estén en desacuerdo con esta visión
platónica del mundo —la convicción de
que se trata de una realidad absoluta y
eterna más allá de la existencia humana
— pero, en mi opinión, es precisamente
eso lo que los hace filósofos y no
matemáticos. En Materia de reflexión
hay un diálogo fascinante entre Alain
Connes, el matemático al que se citaba
en el correo electrónico de Bombieri, y
el neurobiólogo Jean-Pierre Changeux.
En el libro se palpa la tensión, con
Connes sosteniendo la existencia de las
matemáticas fuera de la mente humana y
Changeux decidido a refutar cualquier
idea similar: «¿Por qué no vemos
“π = 3,1416” escrito en el cielo con
letras de oro o “6,02 × 1023”
apareciendo en los reflejos de una bola
de cristal?». Changeux expresa su
frustración ante la insistencia de Connes
en sostener que «existe, con
independencia de la mente humana, una
realidad matemática pura e inmutable» y
que en el corazón del mundo se halla la
secuencia inmutable de los números
primos. Las matemáticas, afirma
Connes, «son indiscutiblemente el único
lenguaje universal». Puede concebirse
que en otra parte del universo existan
una química o una biología distintas,
pero los números primos seguirán
siendo números primos en cualquier
galaxia que elijamos.
En la conocida novela de Carl
Sagan, Contacto, los extraterrestres usan
los números primos para entrar en
contacto con la Tierra. Ellie Arroway,
la heroína del libro, trabaja en el SETI
(Search for Extraterrestrial Intelligence),
el programa internacional para la
búsqueda de señales de vida inteligente
provenientes del espacio. De pronto una
noche, cuando están dirigidos hacia
Vega, los radiotelescopios captan
extraños impulsos que emergen del
ruido de fondo. Ellie reconoce al
instante el ritmo de esas señales de
radio: dos latidos seguidos por una
pausa, luego tres latidos, cinco, siete,
once… y así sucesivamente,
reproduciendo la secuencia de los
números primos hasta el 907. Después
la secuencia vuelve a empezar.
Aquel redoble cósmico interpretaba
una música que los terrícolas no podrían
dejar de reconocer. Ellie está
convencida de que sólo una forma de
vida inteligente puede generar tal ritmo:
«Es difícil imaginar un plasma
irradiante que envíe una serie regular de
señales matemáticas como ésta. Los
números primos sirven para atraer
nuestra atención». Si una civilización
alienígena hubiera transmitido los
números ganadores de una lotería
extraterrestre durante los últimos diez
años, Ellie no hubiera sido capaz de
distinguirlos del ruido de fondo; pero a
pesar de que la lista de números primos
parece tan aleatoria como la de la
lotería, su invariabilidad universal ha
determinado su elección en la trasmisión
alienígena. Es en esa estructura que
Ellie reconoce la firma de una vida
inteligente.
La comunicación mediante números
primos no sólo es ciencia ficción. En el
libro El hombre que confundió a su
mujer con un sombrero , Oliver Sacks
documenta el caso de John y Michael,
dos gemelos autistas de veintiséis años
cuya más profunda forma de
comunicación consistía en el
intercambio de números primos de seis
cifras. Sacks narra su sorpresa cuando
los descubrió por primera vez, en el
rincón de una habitación,
intercambiando números primos en
secreto: «A primera vista parecían dos
expertos catadores degustando vinos
raros de añadas prestigiosas». En un
principio, Sacks no consigue imaginar
qué es lo que traman los gemelos; sin
embargo, en cuanto consigue descifrar
su código, memoriza algunos números
primos de ocho cifras que, en la
siguiente entrevista, deja caer
astutamente en medio de la
conversación. La sorpresa de los
gemelos es seguida por una intensa
concentración que se transforma en
emoción cuando reconocen que se trata
de nuevos números primos. Ahora, si
bien Sacks había recurrido a tablas
numéricas para determinar sus números
primos, es un misterio la forma en que
los gemelos consiguieron los suyos:
¿podría ser que aquellos sabios autistas
estuvieran en posesión de una fórmula
secreta desconocida por generaciones y
generaciones de matemáticos?
La historia de los gemelos está entre
las preferidas de Bombieri:

Para mí es difícil oír esta


historia sin sentirme intimidado
y pasmado ante el
funcionamiento del cerebro
humano. Sin embargo, me
pregunto: mis amigos no
matemáticos ¿tienen la misma
reacción que yo? ¿Tienen la
menor idea de hasta qué punto es
sorprendente, prodigioso e
incluso sobrehumano el talento
singular que poseen los dos
gemelos de manera tan natural?
¿Son conscientes de que desde
hace siglos los matemáticos se
esfuerzan por encontrar una
forma de hacer lo que John y
Michael hacían
espontáneamente: generar y
reconocer números primos?

A los treinta y siete años, antes de


que alguien pudiera descubrir cómo lo
conseguían, los gemelos fueron
separados por los médicos, convencidos
de que su lenguaje numerológico
privado estaba obstaculizando su
desarrollo. Si esos médicos hubieran
oído las conversaciones habituales de
las salas de profesores en los
departamentos universitarios de
matemáticas, probablemente también
habrían recomendado su clausura.
Cabe la posibilidad de que los
gemelos, para verificar si un número era
primo, utilizaran un truco basado en el
llamado teorema menor de Fermat. Este
método es similar al utilizado por los
sabios autistas para averiguar
rápidamente, por ejemplo, que el 13 de
abril de 1922 cayó en jueves. Los
gemelos presentaban habitualmente este
número en los programas televisivos de
variedades en que participaban. Ambos
trucos se basan en la aritmética modular
o del reloj. Aunque no tuviesen una
fórmula mágica para obtener los
números primos, su habilidad sigue
siendo asombrosa. Antes de que los
separaran habían llegado a determinar
primos de veintidós cifras,
sobrepasando de mucho el límite más
alto de las tablas de números primos de
que disponía Sacks.
Igual que la heroína del libro de
Sagan, que escucha el latido de los
números primos cósmicos, o como
Sacks, que espía el misterioso diálogo
numérico de los gemelos, desde hace
siglos los matemáticos se han esforzado
por percibir un orden en este caos. Nada
parecía tener sentido: era como escuchar
música oriental con oídos occidentales.
Más tarde, a mediados del siglo XIX, se
llegó a una encrucijada decisiva:
Bernhard Riemann empezó a observar el
problema de una manera completamente
nueva. Con esta nueva perspectiva,
Riemann empezó a comprender algunas
cosas sobre la estructura que estaba en
el origen del caos de los números
primos. Bajo el ruido aparente se
escondía una armonía fina e inesperada.
Pero a pesar de aquel gran paso
adelante, muchos de los secretos de la
nueva música permanecían todavía fuera
de su alcance. Riemann, el Wagner del
mundo de las matemáticas, no se
desanimó. Hizo una previsión audaz
sobre la misteriosa música que había
descubierto. Aquella previsión ha
pasado a la historia con el nombre de
hipótesis de Riemann. Quien consiga
demostrar que la intuición de Riemann
sobre la naturaleza de aquella música
era correcta estará en disposición de
explicar por qué los números primos
dan una impresión tan convincente de
aleatoriedad.
La intuición de Riemann siguió a su
descubrimiento de un espejo matemático
que le permitía escrutar los primos.
Cuando Alicia atravesó su espejo, el
mundo se invirtió; en el extraño mundo
matemático que se encuentra más allá
del espejo de Riemann, en cambio, el
caos de los números primos parece
transformarse en una estructura ordenada
más estable de lo que cualquier
matemático podría esperar. Riemann
conjeturó que, por más lejos que se mire
en el mundo infinito del espejo, aquel
orden se mantendrá. La existencia de una
armonía interna en el otro lado del
espejo explicaría por qué externamente
los números primos parecen tan
caóticos. Para muchos matemáticos, la
metamorfosis que produce el espejo de
Riemann, donde el caos se transmuta en
orden, es casi milagrosa. La empresa
que Riemann encargó al mundo
matemático fue demostrar que el orden
que él creía haber discernido existía
realmente.
El correo electrónico del 7 de abril
de 1997 prometía el inicio de una nueva
era: la visión de Riemann no había sido
un espejismo. El aristócrata de las
matemáticas había ofrecido a sus
colegas la halagüeña posibilidad de la
existencia de una explicación en el
aparente caos de los números primos.
Los matemáticos esperaban impacientes
el momento de apropiarse de todos los
tesoros que, como bien sabían, habrían
sido desenterrados gracias a la
resolución del gran problema.
En efecto, la solución de la hipótesis
de Riemann tendrá enormes
consecuencias sobre muchos otros
problemas matemáticos. Los números
primos son tan fundamentales para la
actividad del matemático que cualquier
progreso en la comprensión de su
naturaleza tendría un enorme impacto.
La hipótesis de Riemann parece un
problema imposible de eludir: cuando
uno se mueve en el terreno matemático
tiene la impresión de que todos los
caminos conducirán necesariamente a
algún punto desde el cual divisaremos el
imponente panorama de la hipótesis de
Riemann.
Muchos han comparado la hipótesis
de Riemann con el ascenso al Everest:
cuanto más tiempo la cumbre permanece
inalcanzada, mayor es el deseo de
conquistarla. Y el matemático que
finalmente consiga escalar el monte
Riemann será ciertamente recordado
mucho más que Edmund Hillary. La
conquista del Everest produce
admiración no porque su cima sea un
lugar particularmente emocionante para
vivir, sino por el reto que supone. Bajo
este aspecto la hipótesis de Riemann
difiere significativamente del ascenso a
la montaña más alta del mundo. La cima
de Riemann es un lugar donde queremos
instalarnos porque conocemos ya los
panoramas que se abrirán ante nuestros
ojos cuando consigamos alcanzarla.
Aquel que demuestre la hipótesis de
Riemann habrá hecho posible completar
las lagunas de miles de teoremas que
dependen de su veracidad. Para alcanzar
sus propias metas, muchos matemáticos
han tenido que suponer que la hipótesis
es cierta.
El hecho de que tantos resultados
dependan del reto lanzado por Riemann
justifica que los matemáticos lo definan
como hipótesis en lugar de hablar de
conjetura. El término hipótesis tiene la
connotación mucho más fuerte de una
suposición necesaria que hace un
matemático para edificar una teoría. En
cambio, una conjetura representa
simplemente una previsión sobre cómo
el matemático cree que se comportará su
mundo. Para muchos no hubo otra
solución que aceptar su propia
incapacidad para resolver el enigma de
Riemann y se han limitado a adoptar su
previsión como hipótesis de trabajo. Si
alguien consiguiese transformar la
hipótesis en teorema, todos aquellos
resultados no demostrados se
confirmarían.
Cuando apelan a la hipótesis de
Riemann, los matemáticos están
poniendo en juego su reputación con la
esperanza de que algún día alguien
demuestre que la intuición de este
matemático era correcta. Hay quien no
se limita a adoptarla como hipótesis de
trabajo: para Bombieri, el hecho de que
los números primos se comporten de la
manera prevista por la hipótesis de
Riemann es un artículo de fe. En pocas
palabras, la hipótesis de Riemann se ha
convertido en una piedra angular en la
búsqueda de la verdad matemática. Si
resultase falsa, destruiría completamente
nuestra confianza en la capacidad que
tenemos de intuir el funcionamiento de
las cosas. Estamos ya tan seguros de que
Riemann tenía razón que la alternativa
exigiría una revisión radical de nuestro
modo de concebir el mundo matemático.
En particular, todos los resultados que
creemos que existen más allá de la
cumbre de Riemann se desvanecerían en
el vacío.
Sin embargo, una demostración de la
hipótesis de Riemann significaría para
los matemáticos sobre todo la
posibilidad de disponer de un
procedimiento muy rápido y
absolutamente cierto para determinar,
por ejemplo, un número primo de cien
cifras o de cualquier otra cantidad de
cifras que elijamos. «¿Y qué?», se
preguntará usted, con toda la razón. A
menos que sea matemático, la idea de
que este hecho pueda tener importantes
consecuencias en su vida le parecerá
harto improbable.
Encontrar números primos de cien
cifras parece tan inútil como contar los
granos de arena de una playa. La mayor
parte de la gente reconoce que las
matemáticas están en la base de la
construcción de un avión o del
desarrollo de la tecnología electrónica,
pero pocos esperarían que el esotérico
mundo de los números primos tenga un
impacto directo en sus vidas. En
realidad, todavía en los años cuarenta
del pasado siglo, G. H. Hardy opinaba
igual: «Tanto un Gauss como otros
matemáticos menos importantes pueden
alegrarse con razón del hecho de que, de
todos modos, hay una ciencia [la teoría
de los números] cuya propia lejanía de
las actividades humanas ordinarias
debería mantenerla amable y pura».
Sin embargo, más recientemente, los
acontecimientos han tomado un nuevo
cariz que ha permitido a los números
primos conquistar el centro del
escenario del mundo sucio y despiadado
del comercio. Los números primos ya no
están encerrados en la ciudadela
matemática. En los años setenta tres
científicos —Ron Rivest, Adi Shamir y
Leonard Adleman— transformaron la
investigación sobre los números primos
de un juego desinteresado que se
practicaba en las torres de marfil del
mundo académico en una aplicación
comercial seria: explotando un
descubrimiento de Pierre de Fermat en
el siglo XVII, los tres idearon un modo
de utilizar los números primos para
proteger los números de nuestras tarjetas
de crédito mientras viajan por los
centros comerciales electrónicos del
mercado global. Cuando se propuso la
idea por primera vez en los años setenta
nadie podía ni remotamente imaginar las
dimensiones que alcanzaría el comercio
electrónico, pero hoy ese comercio no
podría existir sin el poder de los
números primos. Cada vez que usted
compra algo en una página de Internet,
su ordenador usa la seguridad que
proporciona la existencia de números
primos de cien cifras. El sistema se
llama RSA, a partir de las iniciales de
sus tres inventores. Actualmente se han
usado ya más de un millón de números
primos para proteger el mundo del
comercio electrónico.
Cualquier actividad comercial en
Internet depende de los números primos
de cien cifras para mantener la
seguridad de la transacción. Finalmente,
la expansión del comercio en Internet
llevará a identificar a cada uno de
nosotros mediante un número primo
personal. El hecho de saber cómo una
demostración de la hipótesis de
Riemann puede contribuir a conocer la
distribución de los números primos en el
universo de los números ha adquirido de
pronto un interés comercial.
Lo extraordinario es que, si bien la
construcción de ese código de
seguridad depende de los
descubrimientos sobre números primos
que Fermat realizó hace más de
trescientos años, su decodificación
depende de un problema que todavía
somos incapaces de resolver. La
seguridad de la codificación RSA
depende de nuestra incapacidad de
responder a cuestiones fundamentales
sobre los números primos. Somos
capaces de comprender la mitad de la
ecuación, pero no la otra mitad. Por
tanto, cuanto más penetramos en el
misterio de los números primos tanto
menos seguros se vuelven los códigos
usados en Internet. Los números primos
son la llave del cerrojo que protege los
secretos electrónicos del mundo. Por
eso empresas como AT&T o Hewlett-
Packard están invirtiendo ingentes
cantidades de dinero para comprender
las sutilezas de los números primos y de
la hipótesis de Riemann: lo que termine
por descubrirse podría servir para
descifrar códigos. Por esta razón la
teoría de los números y el mundo de los
negocios han sellado tan extraña alianza.
El mundo de los negocios y los
servicios de seguridad vigilan
atentamente a los matemáticos puros.
En consecuencia, no sólo los
matemáticos se agitaron ante el anuncio
de Bombieri: ¿aquella solución de la
hipótesis de Riemann iba a provocar el
descalabro del comercio electrónico?
Enviaron a Princeton agentes de la NSA,
la agencia de seguridad nacional
estadounidense, para averiguarlo. Sin
embargo, mientras matemáticos y
agentes del contraespionaje se dirigían a
Princeton, algunas personas empezaron a
notar algo sospechoso en el correo
electrónico de Bombieri. Ciertamente se
han asignado nombres extravagantes a
algunas partículas elementales
descubiertas: gluones, hiperones csi,
mesones encantados, quark —este
último gentileza del Finnegan’s Wake
[1]
de James Joyce—. ¿Pero morones?
¡Desde luego que no! Bombieri tiene la
reputación de conocer al dedillo la
hipótesis de Riemann, pero quienes lo
tratan personalmente saben que posee
además un pérfido sentido del humor.
Incluso el último teorema de Fermat
había sido motivo de una inocentada
cuando se descubrió una laguna en la
demostración que Andrew Wiles había
propuesto en Cambridge. Con el correo
de Bombieri, la comunidad matemática
se había dejado embaucar otra vez: el
ansia de volver a vivir la emoción
levantada por la demostración del
último teorema de Fermat había llevado
a los matemáticos a precipitarse sobre
el anzuelo que Bombieri había puesto a
su alcance. Además, el placer de
reenviar un correo electrónico tan
singular hizo que, mientras éste se
difundía rápidamente, la fecha del 1 de
abril desapareciera del texto. Todo lo
anterior, en combinación con el hecho
de que el correo se difundió en países en
los que no se celebra el April Fool’s
[2]
Day provocó que la burla tuviera un
éxito mucho mayor de lo que su autor
podía prever. Finalmente, Bombieri tuvo
que confesar que su mensaje era una
broma. Mientras se aproximaba el siglo
XXI, los números más fundamentales de
las matemáticas se mantenían en la más
profunda oscuridad: quien reía el último
eran los números primos.
¿Cómo es posible que los
matemáticos fuesen tan ingenuos como
para creer a Bombieri? Desde luego, no
se trata de personas dispuestas a
conceder trofeos fácilmente. Antes de
declarar que se ha demostrado un
resultado, los matemáticos exigen
severísimas verificaciones, mucho más
severas que cualquier otra disciplina.
Wiles lo comprendió cuando apareció la
laguna en su primera demostración del
último teorema de Fermat: completar el
noventa y nueve por ciento del
rompecabezas no es suficiente; la
historia sólo recordará a quien coloque
la última pieza. Y muy a menudo la
última pieza permanece oculta durante
años.
La búsqueda del manantial secreto
de donde brotaban los números primos
estaba en marcha desde hacía más de
dos milenios; el aroma de aquel elixir
había vuelto a los matemáticos
demasiado vulnerables al engaño de
Bombieri. Durante años, la simple idea
de enfrentarse de algún modo a aquel
problema tan difícil había aterrorizado a
muchos de ellos; sin embargo, con el fin
de siglo ocurrió un hecho singular: cada
vez eran más numerosos los matemáticos
dispuestos a hablar de la posibilidad de
abordarlo, y la demostración del último
teorema de Fermat alimentó todavía más
la esperanza de resolver los grandes
problemas.
Los matemáticos habían disfrutado
de la atención que la solución de Wiles
al problema de Fermat había atraído
sobre su gremio, y no cabe duda de que
esa sensación contribuyó a su deseo de
creer a Bombieri. Un buen día, le
propusieron a Andrew Wiles que posase
para un anuncio de pantalones. Ser
matemático casi te hacía sentir sexy. Los
matemáticos pasan mucho tiempo en un
mundo que los colma de emoción y de
placer y, sin embargo, se trata de un
placer que raramente pueden compartir
con el resto del mundo; ahora se
presentaba la ocasión de levantar un
trofeo, de mostrar los tesoros que habían
descubierto en sus largos y solitarios
viajes.
La demostración de la hipótesis de
Riemann hubiera sido un digno colofón
matemático al siglo XX, un siglo que se
había iniciado con el reto de Hilbert a
los matemáticos de todo el mundo para
que resolvieran aquel enigma. De los
veintitrés problemas de la lista de
Hilbert, la hipótesis de Riemann era el
único que alcanzaba invicto el siglo XXI.
El 24 de mayo de 2000, con motivo
del centenario del reto de Hilbert,
matemáticos y periodistas se reunieron
en el Collège de France de París para
escuchar el anuncio de una nueva
colección de siete problemas con los
que se retaba a la comunidad matemática
ante el tercer milenio. Los proponía un
pequeño grupo de matemáticos de fama
mundial formado, entre otros, por
Andrew Wiles y Alain Connes. Se
trataba de problemas inéditos en todos
los casos excepto uno, que ya había
formado parte de la lista de Hilbert: la
hipótesis de Riemann. En homenaje a los
ideales capitalistas que caracterizaron el
s i gl o XX, estos retos aumentaban su
interés con el añadido de un premio de
un millón de dólares para cada uno: un
incentivo seguro para el joven físico
inventado por Bombieri, en caso de que
no se conformara con la gloria.
La idea de los Problemas del
Milenio se le ocurrió a Landon T. Clay,
un hombre de negocios de Boston que
hizo fortuna con la compraventa de
fondos de inversión en un momento en
que la bolsa iba viento en popa. A pesar
de haber abandonado sus estudios de
matemáticas en Harvard, Clay siente una
auténtica pasión por esta disciplina, y
quiere compartirla. Sabe que la fuerza
que motiva a los matemáticos no es el
dinero: «Lo que espolea a los
matemáticos es el deseo de verdad, la
sensibilidad ante la belleza, el poder y
la elegancia de las matemáticas». Pero
Clay no es ingenuo, y como hombre de
negocios sabe bien que un millón de
dólares podrían inducir a un nuevo
Andrew Wiles a incorporarse a la
cacería de soluciones de los grandes
problemas irresueltos. Y así ha sido: la
página de Internet del Instituto Clay de
Matemáticas, donde se exponen al
público los Problemas del Milenio,
quedó bloqueado por la gran cantidad de
visitas que recibió.
Los siete Problemas del Milenio
tienen un espíritu distinto de los
veintitrés problemas que Hilbert eligió
un siglo antes: Hilbert había señalado el
camino para los matemáticos de su
siglo; muchos de sus problemas eran
inéditos, y alentaban un cambio de
actitud significativo respecto de las
matemáticas. A diferencia del último
teorema de Fermat, que obligaba a
concentrarse en un detalle, los veintitrés
problemas de Hilbert dirigían a la
comunidad matemática hacia un modo de
pensar más conceptual. Hilbert ofrecía a
los matemáticos la oportunidad de
efectuar un paseo en globo a gran altura
sobre su disciplina, incitándolos a
comprender la configuración global del
terreno en lugar de examinar una a una
las rocas presentes en el paisaje
matemático. Este nuevo punto de vista
debe mucho a Riemann, quien cincuenta
años antes había iniciado ya la
revolucionaria transición de las
matemáticas de una disciplina de
fórmulas y ecuaciones a una disciplina
de ideas y teorías abstractas.
La elección de los siete Problemas
del Milenio fue más conservadora: son
los Turner de la galería de arte de los
problemas matemáticos, mientras que
las cuestiones de Hilbert constituían una
colección más revolucionaria, más
vanguardista. El conservadurismo de los
nuevos problemas es imputable en parte
al deseo de que las soluciones sean
suficientemente definidas como para que
quienes las planteen puedan recibir el
premio de un millón de dólares. Los
Problemas del Milenio son cuestiones
que los matemáticos conocen desde hace
ya décadas y, en el caso de la hipótesis
de Riemann, desde hace más de un siglo:
se trata de un compendio de clásicos.
Los siete millones de dólares que
Clay puso sobre la mesa no suponen el
primer caso en que se ofrece dinero para
la solución de un problema matemático.
Por haber demostrado el último teorema
de Fermat, Wiles ingresó 75.000 marcos
alemanes del premio que ofreció Paul
Wolfskehl en 1908. De hecho, fue la
historia del premio Wolfskehl lo que
hizo que Wiles se fijara en Fermat a la
impresionable edad de diez años. Clay
cree que, si consigue otro tanto con la
hipótesis de Riemann, será un dinero
bien gastado. Más recientemente, dos
editoriales, Faber & Faber de Gran
Bretaña y Bloomsbury de los Estados
Unidos, han ofrecido un millón de
dólares a quien logre demostrar la
conjetura de Goldbach, como reclamo
publicitario para el lanzamiento de la
novela El tío Petros y la conjetura de
Goldbach, de Apostolos Doxiadis. Para
ganar el premio había que explicar por
qué todo número par puede expresarse
como suma de dos números primos. Sin
embargo, los editores no concedieron
mucho tiempo a los posibles
concursantes: la solución debía
presentarse antes de la medianoche del
15 de marzo de 2002 y, cosa absurda, el
concurso sólo estaba abierto a los
residentes en Gran Bretaña y los
Estados Unidos.
Según Clay, los matemáticos reciben
escasas recompensas y poco
reconocimiento a sus desvelos; por
ejemplo, no existe un premio Nobel de
Matemática al que puedan aspirar. En
cambio, la medalla Fields puede ser
considerada como el más importante
reconocimiento en el mundo matemático.
A diferencia de los Nobel, que
acostumbran a concederse a científicos
que se acercan al término de su carrera
por los resultados que han obtenido
mucho antes, las medallas Fields están
reservadas a los matemáticos que
todavía no hayan cumplido cuarenta
años. Esta elección no está basada en la
opinión muy extendida de que los
matemáticos se queman muy jóvenes:
John Fields, que concibió y dotó el
premio, quería que los fondos sirvieran
para incentivar a los matemáticos más
prometedores para que obtuvieran
resultados aún más importantes. Las
medallas se otorgan cada cuatro años
con motivo del Congreso Internacional
de Matemáticos, y las primeras se
entregaron en Oslo en 1936.
El límite máximo de edad se respeta
estrictamente. A pesar de lo
extraordinario de la labor desarrollada
por Andrew Wiles al demostrar el
último teorema de Fermat, el comité del
premio no pudo otorgarle una medalla
en el Congreso de Berlín de 1998, es
decir, en la primera ocasión posible tras
la aceptación definitiva de su
demostración, porque Wiles había
nacido en 1953. Por supuesto, se acuñó
una medalla especial para conmemorar
su empresa, pero no es comparable con
el hecho de ser miembro del ilustre club
de los agraciados con una medalla
Fields. Entre éstos hay muchos de los
protagonistas principales de nuestra
historia: Enrico Bombieri, Alain
Connes, Atle Selberg, Paul Cohen,
Alexandre Grothendieck, Alan Barker,
Pierre Deligne. Estos nombres suponen
casi la quinta parte de la totalidad de las
medallas concedidas hasta ahora.
Pero los matemáticos no aspiran a la
medalla Fields por dinero. En lugar de
las importantes sumas que ingresan los
ganadores de un Nobel, la dotación que
acompaña a una medalla Fields es de
unos modestos 15.000 dólares
canadienses. Sin embargo, los millones
de Clay contribuirán a competir con el
poderío económico de los premios
Nobel. Al contrario de lo que ocurre con
la medalla Fields o con el premio que
ofrecieron Faber & Faber y Bloomsbury
por la solución de la conjetura de
Goldbach, en este caso cualquiera puede
aspirar a ganar el premio, con
independencia de su edad o
nacionalidad, y sin más límite de tiempo
para hallar la solución que el inexorable
tic-tac de la inflación.
De todas maneras, la recompensa
económica no es el principal motivo que
empuja a los matemáticos a la caza de
uno de los Problemas del Milenio, sino
más bien la embriagadora perspectiva
de alcanzar la inmortalidad que las
matemáticas pueden conferir.
Ciertamente, resolviendo uno de los
problemas de Clay ganaría un millón de
dólares, pero eso no es nada en
comparación con el hecho de inscribir el
propio nombre en el mapa intelectual de
la civilización. La hipótesis de Riemann,
el último teorema de Fermat, la
conjetura de Goldbach, el espacio de
Hilbert, la función tau de Ramanujan, el
algoritmo de Euclides, el método del
círculo de Hardy-Littlewood, la serie de
Fourier, la numeración de Gödel, un
cero de Siegel, la fórmula de la traza de
Selberg, la criba de Eratóstenes, los
números primos de Mersenne, el
producto de Euler, los enteros de Gauss:
todos ellos son descubrimientos que han
llevado a la inmortalidad a los
matemáticos que han desenterrado esos
tesoros en el curso de sus exploraciones
sobre los números primos. Sus nombres
sobrevivirán mucho después de que nos
hayamos olvidado de Esquilo, de
Goethe o de Shakespeare. Como
explicaba G. H. Hardy, «las lenguas
mueren, pero las ideas matemáticas no.
Inmortalidad quizá sea una palabra
ingenua, pero un matemático tiene más
probabilidades que cualquier otro ser
humano de alcanzar lo que aquella
palabra designa».
Los matemáticos que han luchado
larga y fatigosamente en esta aventura
épica para comprender que los números
primos son algo más que simples
nombres inscritos en el firmamento
matemático. El tortuoso camino que ha
seguido la historia de los números
primos es el resultado de vidas
concretas, de un conjunto rico y variado
d e dramatis personae. Figuras
históricas de la Revolución francesa y
amigos de Napoleón dan paso a
modernos magos y a empresarios de
Internet. Las historias de un contable
indio, de un espía francés que se libró
de ser ejecutado y de un judío húngaro
fugitivo de la persecución de la
Alemania nazi, tienen como
denominador común la obsesión por los
números primos. Cada uno de estos
personajes ofrece una perspectiva única
en su intento de añadir el propio nombre
al cuadro de honor matemático. Los
números primos han unido a los
matemáticos a través de muchas
fronteras nacionales: China, Francia,
Grecia, América, Noruega, Australia,
Rusia, India y Alemania son sólo
algunos de los países que han aportado
miembros prominentes a la tribu nómada
de los matemáticos que cada cuatro años
se reúne en un congreso internacional
para narrar las historias de sus viajes.
No sólo es el deseo de dejar una
impronta en el pasado lo que motiva a
los matemáticos. Igual que ocurrió
cuando Hilbert osó posar su mirada
sobre lo desconocido, la demostración
de la hipótesis de Riemann supondría el
comienzo de una nueva aventura.
Cuando Wiles tomó la palabra en la
conferencia de prensa convocada para
anunciar los premios Clay, insistió en
subrayar que los problemas no son la
meta final:

Allá afuera hay todo un mundo


de matemáticas esperando a que
lo descubran. Piensen, por favor,
en los europeos de 1600. Sabían
que al otro lado del Atlántico
había un Nuevo Mundo; ¿qué
clase de premio habrían
otorgado para contribuir al
descubrimiento y al desarrollo
de los Estados Unidos? No un
premio a la invención del
aeroplano, no un premio a la
invención del ordenador, no un
premio a la fundación de
Chicago, no un premio a la
construcción de máquinas
capaces de trillar campos de
trigo; todas estas cosas han
pasado a formar parte de
Estados Unidos, pero en 1600 no
podían ni imaginárselas: no,
habrían dado un premio a la
solución de problemas como el
de la longitud.

La hipótesis de Riemann es la
longitud de las matemáticas. Su solución
abre la perspectiva de dibujar un mapa
de las brumosas aguas del inmenso
océano de los números primos.
Representa apenas el comienzo de
nuestra comprensión de los números de
la naturaleza. Una vez que descubramos
el secreto para orientarnos entre los
números primos, quién sabe qué otras
cosas podría haber allá afuera
esperando a que las descubramos.
2
LOS ÁTOMOS DE LA
ARITMÉTICA

Cuando las cosas se vuelven


demasiado complicadas, a veces
tiene sentido parar y
preguntarse: ¿he planteado la
pregunta correcta?
ENRICO BOM BIERI
«Prime Territory», en The
Sciences

Dos siglos antes de que la inocentada


de Bombieri pusiera en evidencia al
mundo de los matemáticos, otro italiano,
Giuseppe Piazzi, difundía una noticia
igual de apasionante: desde el
observatorio astronómico de Palermo,
Piazzi había descubierto un nuevo
planeta que giraba alrededor del Sol en
una órbita entre las de Marte y Júpiter.
Ceres, como lo llamaron, era mucho más
pequeño que los siete planetas mayores
conocidos hasta entonces, pero su
descubrimiento, el 1 de enero de 1801,
se consideró un maravilloso augurio
para el futuro de la ciencia en el nuevo
siglo.
El entusiasmo se convirtió en
decepción pocas semanas después,
cuando el pequeño planeta desapareció
de la vista: su órbita estaba
conduciéndolo al otro lado del Sol,
donde su débil luz terminó ocultada por
el deslumbrador brillo solar. Ceres
desapareció del cielo nocturno, perdido
de nuevo entre la plétora de estrellas del
firmamento. Los astrónomos del siglo
XIX no disponían de suficientes
instrumentos matemáticos para calcular
su órbita completa a partir de la breve
trayectoria que habían seguido durante
las primeras semanas del nuevo siglo.
Lo habían perdido, y parecía que no
existía ningún modo de prever dónde
haría su siguiente aparición.
Sin embargo, casi un año después de
desvanecerse el planeta de Pazzi, un
alemán de veinticuatro años, natural de
Brunswick, anunció que sabía dónde
debían buscar los astrónomos el objeto
perdido. A falta de previsiones
alternativas a su disposición, los
astrónomos dirigieron sus telescopios
hacia la región del cielo que indicaba el
jovencito. Como por milagro, Ceres se
encontraba precisamente allí. Esa
previsión astronómica sin precedentes
no procedía, sin embargo, de la
misteriosa magia de un astrólogo: la
trayectoria de Ceres había sido
calculada por un matemático que había
identificado un orden allí donde los
demás habían visto simplemente un
minúsculo e imprevisible planeta. Carl
Friederich Gauss había tomado los
escasísimos datos que se habían
registrado sobre la trayectoria del
planeta y había aplicado un nuevo
método de cálculo desarrollado
recientemente por él mismo para
determinar dónde se encontraría Ceres
en cualquier fecha futura.
Gracias al descubrimiento de la
trayectoria de Ceres, Gauss se convirtió
de inmediato en una estrella de primera
magnitud en la comunidad científica. Su
gesta fue un símbolo del poder de
predicción de las matemáticas en un
período, la primera mitad del siglo XIX,
en que la ciencia estaba en plena
eclosión. Si bien los astrónomos habían
descubierto el planeta por casualidad,
un matemático había puesto en juego la
capacidad analítica necesaria para
explicar qué ocurriría a continuación.
A pesar de que el nombre de Gauss
todavía era desconocido en la
comunidad astronómica, su joven voz ya
había dejado una impronta formidable
en el mundo matemático. Gauss había
conseguido trazar la trayectoria de
Ceres, pero su auténtica pasión era la de
identificar estructuras regulares en el
mundo de los números. Para él, el
universo de los números suponía un reto
más importante: hallar estructura y orden
donde los demás sólo veían caos. Con
excesiva frecuencia se usan epítetos
c o mo niño prodigio y genio de las
matemáticas, pero pocos matemáticos
tendrían nada que objetar al hecho de
que tales calificativos se atribuyan a
Gauss. El simple número de ideas
nuevas y descubrimientos que produjo
incluso antes de cumplir los veinticinco
años parece inexplicable.
Gauss nació en una familia de
modestos trabajadores de Brunswick
(Alemania) en 1777. A los tres años
corregía las cuentas de su padre; a los
diecinueve, su descubrimiento de una
magnífica construcción geométrica de
una figura de 17 lados le convenció de
que debía dedicar su vida a las
matemáticas. Antes que él, los antiguos
griegos habían demostrado que era
posible construir un pentágono perfecto
usando sólo regla y compás. Desde
entonces nadie había sido capaz de
demostrar cómo utilizar aquellos
simples instrumentos para construir
otros polígonos perfectos, llamados
polígonos regulares, con un número
primo de lados. La excitación de Gauss
cuando descubrió la manera de construir
aquella figura perfecta de 17 lados lo
empujó a dar comienzo a un diario
matemático que mantuvo durante los
siguientes dieciocho años. Este diario,
que quedó en manos de su familia hasta
1898, se convirtió en uno de los
documentos más importantes de la
historia de las matemáticas, entre otras
razones porque confirmó que Gauss
había probado, sin publicarlos, muchos
resultados que otros matemáticos
intentaron demostrar hasta bien entrado
el siglo XIX.
Entre las primeras contribuciones
matemáticas de Gauss, una de las
principales fue la invención de la
calculadora de reloj. No se trataba de
una máquina material, sino de una idea
que abría la posibilidad de hacer
matemáticas con números que hasta
aquel momento habían sido
considerados inabordables. La
calculadora de reloj se basa en el mismo
principio que los relojes
convencionales. Si su reloj marca las 9
y le añade 4 horas, la manecilla se
colocará sobre la una. De igual manera,
la calculadora de reloj de Gauss da 1
como resultado de 9 + 4. Si Gauss
deseaba realizar un cálculo más
complicado, como por ejemplo 7 × 7, la
calculadora de reloj daba como
resultado el resto que se obtiene al
dividir 49 (es decir, 7 × 7) entre 12. El
resultado es otra vez 1.
Sin embargo, la potencia y
velocidad de la calculadora de reloj
comenzaba a ponerse de manifiesto
cuando Gauss quería calcular 7 × 7 × 7.
En lugar de multiplicar otra vez 49 por
7, Gauss podía limitarse a multiplicar 7
por el último resultado obtenido, es
decir 1, para obtener la respuesta, que
es 7. De esta forma, sin tener que
calcular 7 × 7 × 7 —que da 343— podía
saber sin gran esfuerzo que aquel
resultado, al dividirlo por 12, daba
como resto 7. La calculadora demostró
toda su potencia cuando Gauss empezó a
utilizarla con grandes números, que
sobrepasaban sus propias capacidades
de cálculo. Incluso sin tener ni idea del
valor de 799, su calculadora de reloj le
decía que ese número dividido entre 12
daría 7 como resto.
Gauss se dio cuenta de que en los
relojes de 12 horas no había nada de
especial. Por ello introdujo la idea de
una aritmética del reloj —o aritmética
modular, como se llama a veces—
basada en relojes con cualquier número
de horas. Por ejemplo, si insertamos el
número 11 en una calculadora de reloj
de 4 horas, obtendremos 3 como
respuesta ya que al dividir 11 entre 4 el
resto que se obtiene es 3. Los estudios
de Gauss sobre este nuevo tipo de
aritmética revolucionaron las
matemáticas de principios del siglo XIX.
Así como el telescopio había permitido
a los astrónomos vislumbrar nuevos
mundos, la invención de la calculadora
de reloj ayudó a los matemáticos a
descubrir en el universo de los números
estructuras que habían estado ocultas
durante generaciones. Todavía hoy la
aritmética modular de Gauss es
fundamental para la seguridad en
Internet, donde se utilizan relojes con
cuadrantes divididos en más horas que
átomos existen en el universo
observable.
Gauss, hijo de padres pobres, tuvo
la suerte de poder sacar provecho de su
talento matemático. Había nacido en una
época en que las matemáticas eran
todavía una actividad privilegiada,
financiada por cortesanos y mecenas, o
practicada a ratos libres por aficionados
como Pierre de Fermat. El protector de
Gauss era Carl Wilhelm Ferdinand,
duque de Brunswick. La familia de
Ferdinand siempre había apoyado la
cultura y la economía del ducado. Su
padre había sido el fundador del
Collegium Carolinum, una de las
universidades técnicas más antiguas de
Alemania. Ferdinand, imbuido del ethos
paterno según el cual la instrucción era
la base de los éxitos comerciales de
Brunswick, estaba siempre al acecho de
talentos dignos de apoyo. Coincidió por
primera vez con Gauss en 1791, y quedó
tan impresionado por sus capacidades
que se ofreció a financiar los estudios
de aquel joven en el Collegium
Carolinum para que pudiera así
desarrollar su indiscutible potencial.
Lleno de gratitud, Gauss dedicó su
primer libro al duque en 1801. Aquel
libro, titulado Disquisitiones
arithmeticae, recogía muchos de los
descubrimientos sobre las propiedades
de los números que Gauss había anotado
en sus diarios. Todo el mundo reconoce
que no se trata de un simple compendio
de observaciones sobre los números,
sino que supone el anuncio del
nacimiento de la teoría de los números
como disciplina independiente. Su
publicación hizo de la teoría de los
números «la reina de las matemáticas»,
como siempre le gustó a Gauss definirla.
Y si esa teoría era una reina, las joyas
engarzadas en su corona eran los
números primos, los números que habían
fascinado y atormentado a generaciones
enteras de matemáticos.
La prueba más antigua del
conocimiento de los humanos sobre las
propiedades especiales de los números
primos es un hueso que data del 6500 a.
C. El hueso, llamado de Ishango, se
descubrió en 1960 en las montañas de
Africa ecuatorial. Tiene grabadas tres
columnas con cuatro series de muescas.
En una de las columnas encontramos 11,
13, 17, 19 muescas, es decir, la lista de
los números primos comprendidos entre
10 y 20. También las otras columnas
parecen tener significados de naturaleza
matemática. No está claro si este hueso,
que se conserva en el Instituto Real de
las Ciencias Naturales de Bruselas,
representa realmente uno de los
primeros intentos que hicieron nuestros
antepasados para entender los números
primos o si se trata de una selección de
números que resultan ser primos por
casualidad. Sin embargo, no podemos
excluir la posibilidad de que se trate de
la primera incursión humana en los
números primos.
Algunos sostienen que la
civilización china fue la primera en oír
el tamtam de los números primos. Los
chinos atribuían características
femeninas a los números pares y
masculinas a los impares, pero además
de esa nítida separación, consideraban
afeminados los impares que no son
primos, como el 15. Hay pruebas de
que, antes del 1000 a. C., los chinos
habían ideado un método muy concreto
para comprender qué hace especiales a
los números primos entre todos los
números. Si tomamos 15 alubias
podemos distribuirlas en un rectángulo
perfecto compuesto por tres columnas de
cinco alubias. En cambio, si tomamos 17
alubias sólo podremos construir un
rectángulo de una fila de 17 alubias.
Para los chinos, los números primos
eran números viriles que resistían
cualquier intento de descomponerlos en
producto de números menores.
Si bien a los antiguos griegos
también les gustaba atribuir cualidades
sexuales a los números, fueron ellos los
que descubrieron, en el siglo IV a. C., la
fuerza real de los números primos como
elementos básicos para la construcción
de todos los demás. Comprendieron que
todo número puede ser construido
multiplicando entre sí números primos.
Aunque se equivocaron al creer que el
fuego, el aire, el agua y la tierra
constituían la base de la materia,
acertaron al identificar los átomos de la
aritmética. Durante siglos los químicos
intentaron en vano identificar los
elementos constitutivos básicos de su
disciplina, hasta que la búsqueda
iniciada por los antiguos griegos
culminó en la tabla periódica de los
elementos de Dimitri Mendeleyev. En
cambio, a pesar de disfrutar de la
ventaja de la identificación por los
griegos de los elementos básicos de la
aritmética, los matemáticos todavía se
debaten en sus intentos por descubrir su
tabla de los números primos.
Hasta donde sabemos fue
Eratóstenes, gran bibliotecario del
importantísimo centro cultural de la
Grecia antigua que fue Alejandría, el
primero en producir tablas de números
primos. Como una especie de antiguo
Mendeleyev de las matemáticas, en el
s i gl o III a. C., Eratóstenes ideó un
procedimiento razonablemente sencillo
para determinar qué números eran
primos entre los comprendidos, por
ejemplo, entre 1 y 1.000. Para empezar,
escribía la secuencia entera de números;
a continuación tomaba el menor primo,
es decir 2, y a partir de él tachaba de la
lista un número de cada dos: como son
divisibles entre 2, todos los tachados no
son primos. Entonces pasaba al siguiente
número no tachado, es decir 3, y a partir
de él tachaba de la lista un número de
cada tres: como todos esos números son
divisibles entre 3, no son primos.
Continuaba el proceso tomando el
siguiente número no tachado y
suprimiendo de la lista todos sus
múltiplos. Con este proceso sistemático
construyó tablas de números primos, y
este método recibió el nombre de criba
de Eratóstenes: cada nuevo número
primo crea una «criba», un cedazo que
Eratóstenes utiliza para eliminar una
parte de los números que no son primos.
En cada nueva fase del proceso las
dimensiones de la malla cambian y,
cuando Eratóstenes llega a 1.000, los
únicos números supervivientes del
proceso de selección son los primos.
Cuando Gauss era un jovencito
recibió como regalo un libro que
contenía una lista de varios millares de
números primos que probablemente se
había construido utilizando los antiguos
cedazos numéricos. Para Gauss,
aquellos números aparecían
desordenadamente. Predecir la órbita
elíptica de Ceres había sido ya
suficientemente difícil, pero el reto de
los números primos tenía más en común
con la empresa casi imposible de
analizar la rotación de cuerpos celestes
del tipo de Hiperión, uno de los satélites
de Saturno, que tiene forma de
hamburguesa. A diferencia de nuestra
Luna, Hiperión no es en absoluto estable
desde el punto de vista gravitacional, y
por esa razón gira caóticamente sobre sí
mismo. De todos modos, por más que la
rotación de Hiperión o las órbitas de
algunos asteroides sean caóticas, por lo
menos sabemos que su comportamiento
viene determinado por la atracción
gravitacional del Sol y de los planetas;
en cuanto los números primos, no
tenemos ni la más ligera idea de qué
fuerzas los atraen o los repelen. Cuando
escrutaba sus tablas numéricas, Gauss
no conseguía determinar ninguna regla
que le indicara cuánto tenía que saltar
para hallar el siguiente número primo.
¿Podría ser que los matemáticos
debieran resignarse a aceptar que esos
números han sido elegidos al azar por la
naturaleza, que hubieran sido fijados
como estrellas en el cielo nocturno, sin
pies ni cabeza? Gauss no podía aceptar
semejante idea: la motivación primaria
en la vida de un matemático es
determinar estructuras ordenadas,
descubrir y explicar las reglas que están
en los cimientos de la naturaleza, prever
qué sucederá a continuación.

LA BÚSQUEDA DE
MODELOS

La aventura de la búsqueda de los


números primos por parte de los
matemáticos está perfectamente
expresada en uno de los problemas que
todos hemos resuelto en la escuela: dada
una sucesión de números, determinar el
siguiente elemento. Veamos, a título de
ejemplo, tres de estos problemas:
1, 3, 6, 10, 15, …
1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, …
1, 2, 3, 5, 7, 11, 15, 22, 30,

Muchas preguntas asaltan la mente


matemática ante listas así: ¿cuál es la
regla que está detrás de la creación de
cada sucesión? ¿Es posible predecir el
siguiente elemento? ¿Se puede
determinar una fórmula que nos permita
calcular el centésimo término de la
sucesión sin que sea necesario calcular
los 99 anteriores?
La primera de las tres sucesiones
anteriores está formada por los llamados
números triangulares . El décimo
número de la lista es el número de
alubias necesarias para construir un
triángulo de diez filas que comience con
una fila de una única alubia y que
termine con una fila de diez alubias. Por
esta razón, el enésimo número triangular
se obtiene simplemente sumando los
primeros N números: 1 + 2 + 3 + … +
N. Si deseamos determinar el centésimo
número triangular tenemos ya un método
largo y laborioso: atacar frontalmente el
problema sumando los 100 primeros
números de la sucesión.
El maestro de la escuela a la que
asistía Gauss tenía por costumbre poner
este problema a sus alumnos, con la
seguridad de que tardarían en resolverlo
el tiempo suficiente para que él pudiera
echar una cabezadita. A medida que
terminaban el problema, los alumnos se
levantaban y ponían su pizarra en una
pila ante el maestro. Mientras los demás
alumnos apenas se habían puesto a la
tarea, en pocos segundos Gauss, con
diez años, había dejado ya su pizarra
sobre el escritorio del maestro. Furioso,
éste creyó que el joven Gauss estaba
siendo insolente, pero cuando miró la
pizarra, vio que la respuesta —5.050—
estaba allí, sin un solo paso de cálculo.
El maestro pensó que Gauss había hecho
trampa de un modo u otro, pero el
alumno explicó que bastaba con insertar
N = 100 en la fórmula 1/2 × (N + 1) × N,
para obtener el centésimo término de la
sucesión sin tener que calcular ningún
otro término.
Gauss no había atacado el problema
directamente, sino que se había
aproximado a él lateralmente. El mejor
modo de descubrir cuántas alubias hay
en un triángulo de 100 filas, razonó, era
tomar otro triángulo igual, darle la
vuelta y ponerlo al lado del primero.
Ahora Gauss tenía un rectángulo de 100
filas, de 100 alubias cada una, y calcular
el número total de alubias de este
rectángulo formado por dos triángulos
era muy fácil: el total de alubias es 101
× 100 = 10.100. Por tanto, un único
triángulo contenía la mitad de ese
número de alubias, es decir, 1/2 × 101 ×
100 = 5.050. Además, el número 100 no
tiene nada de especial: si lo sustituimos
p o r N obtendremos la fórmula
1/2 × (N + 1) × N.
La siguiente figura ilustra el
razonamiento en el caso de un triángulo
de 10 filas en lugar de 100.
Una ilustración del método usado por
Gauss para demostrar su fórmula para
el cálculo de los números triangulares.

En lugar de atacar frontalmente el


problema que su maestro le proponía,
Gauss había encontrado un punto de
vista distinto. El pensamiento lateral, la
capacidad de observar el problema
desde todos los ángulos posibles para
verlo desde una nueva perspectiva, es
una cuestión de inmensa importancia
para el descubrimiento matemático y
supone una de las razones por las que
las personas capaces de razonar como el
joven Gauss son buenos matemáticos.
La segunda de las sucesiones que
hemos propuesto, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, …,
es la de los llamados números de
Fibonacci. Para construirla basta
calcular cada número sumando los dos
inmediatamente anteriores. Por ejemplo,
13 = 5 + 8. Leonardo Fibonacci,
matemático pisano del siglo XIII, dio con
ella al estudiar los hábitos
reproductores de los conejos. Fibonacci
intentó divulgar los descubrimientos de
los matemáticos árabes en un intento
fracasado de sacar las matemáticas
europeas de los oscuros siglos de la
Alta Edad Media.
Sin embargo, fueron los conejos los
que le confirieron la inmortalidad en el
mundo matemático. Según su modelo de
reproducción, cada nueva estación
tendremos un número de parejas de
conejos que siguen una pauta regular.
Este esquema está basado en dos reglas:
cada pareja madura de conejos
producirá una nueva pareja de conejos
por estación, y cada nueva pareja
necesitará una estación para llegar a la
madurez sexual.
Pero los números de Fibonacci no
sólo gobiernan el mundo de los conejos.
Esta sucesión aparece en la Naturaleza
de mil maneras distintas. El número de
pétalos de una flor es siempre un
número de Fibonacci, y también el
número de espirales de una piña de
abeto. Y el crecimiento de una concha
marina a lo largo del tiempo sigue la
progresión de los números de Fibonacci.
¿Existe una fórmula rápida que,
como la de Gauss para los números
triangulares, permita determinar el
centésimo número de Fibonacci?
También en este caso, la primera
impresión es que tendremos que calcular
los 99 términos anteriores, ya que para
determinar el centésimo término
necesitamos conocer el nonagésimo
octavo y el nonagésimo noveno. ¿Puede
ser que exista una fórmula que nos
determine este centésimo término
insertando simplemente el número 100?
Tal fórmula existe, pero su
determinación es mucho más complicada
que la regla que nos permite determinar
esos otros números.
La fórmula para generar los números
de Fibonacci se basa en un número
especial llamado número de oro o
proporción áurea , un número que
empieza por 1,61803… Igual que π, la
proporción áurea es un número cuya
expresión decimal no tiene fin, no
manifiesta ninguna regularidad y, sin
embargo, encierra las que a lo largo de
los siglos han sido consideradas como
las proporciones perfectas. Si
examinamos los lienzos que se exponen
en el Louvre o en la Tate Gallery,
descubriremos que con mucha
frecuencia el artista ha elegido un
rectángulo cuyos lados están en la
proporción de 1 a 1,61803. Además, los
experimentos revelan que entre la altura
de una persona y la distancia que separa
sus pies del ombligo se conserva esa
misma proporción numérica. La
aparición de la proporción áurea en la
naturaleza tiene algo de misterioso. El
enésimo número de Fibonacci puede
expresarse mediante una fórmula
construida a partir de la enésima
potencia de la proporción áurea.
Dejaremos la tercera sucesión
numérica —1, 2, 3, 5, 7, 11, 15, 22, 30,
…— como un reto estimulante sobre el
cual volveremos más adelante. Sus
propiedades contribuyeron a consolidar
la fama de uno de los personajes más
fascinantes de las matemáticas del siglo
XX: Srinivasa Ramanujan, que poseía
una extraordinaria habilidad para
descubrir nuevas estructuras y fórmulas
en zonas de las matemáticas en las que
otros se habían encallado.
En la Naturaleza no sólo se
encuentran los números de Fibonacci: el
reino animal también conoce los
números primos. Existen dos especies
de cigarras llamadas Magicicada
septendecim y Magicicada tredecim
que viven a menudo en el mismo medio.
Tienen ciclos de vida de 17 y 13 años
respectivamente. Durante todos esos
años se alimentan de la savia de las
raíces de los árboles. Luego, en el
último año del ciclo, se metamorfosean
de crisálidas en adultos completamente
formados y salen del suelo en masa.
Asistimos a un acontecimiento
extraordinario cuando, cada 17 años, los
ejemplares de Magicicada septendecim
se apoderan del bosque en una sola
noche. Entonan su potente canto, se
aparean, se alimentan, ponen sus huevos,
y al cabo de seis semanas, mueren. El
bosque vuelve al silencio durante otros
17 años. Pero ¿por qué esas dos
especies han elegido como duración de
su vida un número primo de años?
Hay diversas explicaciones
posibles; como las dos especies han
desarrollado ciclos de vida que duran un
número primo de años, es raro que
aparezcan el mismo año. En efecto,
ambas especies deberán compartir el
bosque solamente una vez cada
13 x 17 = 221 años. Imaginemos lo que
sucedería en el caso de elegir ciclos de
años no primos, por ejemplo 18 y 12. En
el mismo período de 221 años se
habrían encontrado en sincronía seis
veces, exactamente en los años 36, 72,
108, 144, 180 y 216, es decir, en los
años compuestos de los números primos
que son divisores de 18 y de 12. Los
números primos 13 y 17, por tanto,
evitaban a las dos especies de cigarra
una competencia excesiva.
La aparición de un hongo que se
presentaba simultáneamente con las
cigarras nos ofrece otra posible
explicación. Para las cigarras aquel
hongo era letal, y por esa razón
desarrollaron un ciclo de vida que les
permitiera evitarlo. Al pasar a un ciclo
de 17 o 13 años, las cigarras se han
asegurado de aparecer en el mismo año
que el hongo con mucha menor
frecuencia de la que se daría si sus
ciclos de vida durasen un número no
primo de años. Para las cigarras, los
números primos no eran una simple
curiosidad abstracta, sino la clave de la
supervivencia.
Por más que la evolución hubiere
descubierto algunos números primos a
las cigarras, los matemáticos
necesitaban un método más sistemático
para obtenerlos. Entre todos los enigmas
numéricos, la lista de los números
primos era el lugar donde, más que en
ningún otro, los matemáticos buscaban
una fórmula secreta. Sin embargo,
debemos ser cautos al pensar que en el
mundo matemático hay estructura y
orden en todos los rincones. A lo largo
de la historia han sido muchos los que se
han perdido en el vano intento de
determinar una estructura escondida en
la expresión decimal de π, uno de los
números más importantes de las
matemáticas. Precisamente ha sido su
importancia la que ha alimentado
intentos desesperados por descubrir
mensajes bajo su caótica expresión
decimal. Si una vida alienígena utilizaba
los números primos para atraer la
atención de Ellie Arroway al principio
de la novela de Carl Sagan Contacto, el
mensaje último del libro está escondido
en las profundidades de la sucesión
decimal de π, en la que repentinamente
aparece una serie de ceros y de unos
definiendo unas pautas que revelarían
«la existencia de una inteligencia
anterior al Universo». En la película π,
Darren Aronofsky también juega con
este célebre icono cultural.
A modo de advertencia para
aquellos que se sientan fascinados ante
la idea de descubrir mensajes
escondidos en números como π, los
matemáticos han conseguido demostrar
que la mayoría de los números
decimales esconden, en alguna parte de
sus expresiones decimales infinitas,
cualquier secuencia de números que
deseemos. Por ello, existe una elevada
probabilidad de que π contenga el
programa informático para escribir el
libro del Génesis si lo buscamos con
paciencia suficiente. En resumen, para
buscar estructuras escondidas en las
matemáticas es preciso determinar el
punto de vista correcto; su importancia
se hace evidente cuando se examina
desde perspectivas distintas. Lo mismo
ocurría con los números primos.
Armado con sus tablas de números
primos y con su talento para el
pensamiento lateral, Gauss estaba
preparado para determinar el ángulo y la
perspectiva correctos desde donde
examinar los números primos de forma
que, tras su fachada caótica, pudiera
surgir un orden antes oculto.

LA DEMOSTRACIÓN, GUÍA
DE VIAJE DEL
MATEMÁTICO

Si una parte del trabajo de los


matemáticos consiste en hallar esquemas
y estructuras en el mundo de las
matemáticas, la otra parte consiste en
demostrar que cierta estructura será
siempre válida. El concepto de
demostración marca quizás el auténtico
principio de las matemáticas como arte
de la deducción en lugar de la simple
observación de los números; el punto en
el cual la alquimia matemática cede el
puesto a la química matemática. Los
antiguos griegos fueron los primeros en
comprender que era posible demostrar
que ciertos hechos siguen siendo ciertos
por muy lejos que contemos, por muchos
ejemplos que examinemos.
El proceso creativo matemático
empieza con una suposición. A menudo
ésta emerge como resultado de la
intuición que el matemático ha
desarrollado durante años de
exploración del mundo de las
matemáticas, cultivando una
sensibilidad como consecuencia de sus
idas y venidas. Quizá simples
experimentos numéricos revelen una
regla que se suponga válida para
siempre: en el siglo XVII, por ejemplo,
los matemáticos descubrieron lo que
creyeron un método seguro para
verificar la primalidad de un número N:
elevar 2 a la N y dividir el resultado por
N. Si el resto es 2, entonces N sería un
número primo. En términos de la
calculadora de reloj de Gauss, aquellos
matemáticos querían calcular 2N con un
reloj de N horas. El reto consistía en
demostrar si tal suposición era cierta o
falsa. Estas suposiciones o predicciones
son lo que los matemáticos denominan
conjeturas o hipótesis.
Una suposición matemática recibe el
nombre de teorema sólo después de
haber sido demostrada; este paso de
conjetura o hipótesis a teorema es lo
que indica la madurez matemática de un
enunciado. Fermat legó a las
matemáticas una montaña de
predicciones: generaciones enteras de
matemáticos se han labrado un nombre
demostrando la verdad o la falsedad de
las hipótesis de Fermat. Ciertamente, el
último teorema de Fermat siempre ha
recibido el nombre de teorema y no de
conjetura, pero se trata de un caso
insólito, que probablemente se debe a
que en sus notas garabateadas en la
copia de la Arithmetica de Diofanto,
Fermat afirmaba poseer una maravillosa
demostración que desgraciadamente era
demasiado larga para caber en el
margen de la página. Fermat nunca
transcribió en parte alguna su presunta
demostración, y esos comentarios al
margen se convirtieron en la mayor
broma matemática de la historia. Hasta
que Andrew Wiles proporcionó una
argumentación, una demostración del
porqué de la inexistencia de soluciones
interesantes de la ecuación de Fermat, el
último teorema siguió siendo una mera
hipótesis, simplemente un buen deseo.
La anécdota escolar de Gauss
resume perfectamente el paso de la
suposición al teorema mediante la
demostración. Gauss concibió una
fórmula que, según su previsión, podía
producir cualquier número triangular.
¿Cómo podía tener la seguridad de que
la fórmula siempre funcionaría?
Evidentemente, puesto que la sucesión
tiene una longitud infinita, no podía
verificar la fórmula sobre cada número
de la sucesión para comprobar la
corrección del resultado. Por tanto,
recurrió a la potente arma de la
demostración matemática. Su método de
combinar dos triángulos para construir
un rectángulo aseguraba que la fórmula
funcionaría siempre sin necesidad de
hacer un número infinito de cálculos.
Por el contrario, el método ideado en el
siglo XVII para verificar la primalidad
con base en el cálculo de 2N fue
rechazado por el tribunal de las
matemáticas en 1819: el método
funciona correctamente hasta 340, pero a
continuación determina 341 como
número primo. Ahí es donde falla la
verificación, ya que 341 = 11 × 31. Esta
excepción no pudo ser descubierta hasta
que fue posible usar una calculadora de
reloj de Gauss con 341 horas para
simplificar el análisis de un número
c o mo 2341, que en una calculadora
convencional tiene más de 100 cifras.
El matemático de Cambridge G. H.
Hardy, autor de la Apología de un
matemático, solía comparar el proceso
de descubrimiento y demostración
matemáticos con el trabajo de un
cartógrafo que estudia paisajes lejanos:
«Siempre he pensado en el matemático
en primer lugar como un observador: un
hombre que escruta una remota cadena
montañosa y anota sus observaciones».
Cuando el matemático ha observado la
montaña a distancia, su siguiente labor
consiste en explicar a los demás cómo
alcanzarla.
Se comienza en un lugar donde el
paisaje nos es familiar y no hay
sorpresas que temer; en esa región
conocida se encuentran los axiomas de
las matemáticas, las verdades numéricas
evidentes, junto con las proposiciones
que ya han sido demostradas. Una
demostración es como un sendero que, a
través del paisaje matemático, conduce
desde ese territorio familiar hasta
cumbres remotas. El avance está ligado
al respeto de las reglas de la deducción
que, al igual que los movimientos
permitidos a una pieza de ajedrez,
prescriben qué pasos está permitido dar
en ese mundo. A veces se llega a lo que
parece un punto muerto, lo que obliga a
uno de los característicos pasos
laterales, cambios de dirección o
incluso retrocesos para superar el
obstáculo. Quizá para continuar el
ascenso es necesario esperar a que se
inventen nuevos instrumentos, como las
calculadoras de reloj de Gauss.
En palabras de Hardy, el observador
matemático

Ve nítidamente A, mientras que


de B sólo consigue breves
visiones momentáneas.
Finalmente elige una cresta que
parte de A y, siguiéndola hasta el
final, descubre que culmina en B.
Si quiere que los demás lo vean
lo indica, o bien directamente o
bien a través de la cadena de
cumbres que lo han conducido a
él mismo a reconocerlo. Cuando
su discípulo también lo ve, la
búsqueda, la argumentación, la
demostración ha terminado.

La demostración es la historia del


viaje y el mapa que registra sus
coordenadas: es el cuaderno de bitácora
del matemático. Los que lean la
demostración experimentarán la misma
emergencia de la comprensión que
experimentó su autor; no sólo verán
finalmente la ruta que conduce a la
cumbre, sino que además comprenderán
que ningún futuro desarrollo podrá
comprometer el nuevo recorrido. Muy a
menudo una demostración no pretende
poner todos los puntos sobre las íes: se
trata de una reconstrucción del viaje y
no necesariamente la reconstrucción de
cada uno de sus pasos. Las
argumentaciones que los matemáticos
dan como demostraciones pretenden
entusiasmar al lector. Hardy
acostumbraba a describir las
argumentaciones que damos los
matemáticos como «cháchara, florituras
retóricas construidas para golpear la
psicología, figuras en la pizarra durante
las clases, instrumentos para estimular
la imaginación de los alumnos».
Los matemáticos están obsesionados
con la demostración, y la simple prueba
experimental de una hipótesis no basta
para satisfacerlos. A menudo esta
actitud provoca estupor e incluso burlas
en otras disciplinas científicas. La
conjetura de Goldbach ha sido
verificada para todos los números hasta
400.000.000.000.000, pero no está
aceptada como teorema; en casi
cualquier otra disciplina científica
estarían encantados de considerar estos
aplastantes datos numéricos como
argumento más que convincente y
pasarían a otra cosa: si un día
aparecieran nuevos datos que obligaran
a reconsiderar aquel canon matemático,
pues adelante. Si para las demás
ciencias basta con eso, ¿por qué no para
las matemáticas?
Muchísimos matemáticos se
estremecerían sólo con plantearse tal
herejía. Dicho en palabras del
matemático francés André Weil: «el
rigor es para los matemáticos lo que la
moral es para los humanos». En parte
ello se debe a que, en matemáticas, a
menudo los indicios son difíciles de
valorar. Más que cualquier otra parte de
las matemáticas, los números primos se
resisten a revelar su auténtica
naturaleza. Incluso Gauss se dejó llevar
por una corazonada ante la enorme
cantidad de datos que había obtenido
sobre los números primos, pero un
posterior análisis teórico lo despertó de
su error. Por esta razón es esencial la
demostración: las primeras impresiones
pueden ser engañosas. Mientras que el
ethos de cualquier otra ciencia establece
que las pruebas experimentales son lo
único realmente fiable, los matemáticos
han aprendido a no fiarse nunca de los
datos numéricos sin una demostración.
En cierto sentido, la naturaleza
etérea de las matemáticas como
disciplina de la mente hace al
matemático más propenso a
proporcionar demostraciones para dar
una sensación de realidad a ese mundo.
Los químicos pueden estudiar
tranquilamente la molécula real de
futboleno, la secuencia del genoma
supone un problema concreto para el
genetista, incluso los físicos pueden
comprobar la realidad de las minúsculas
partículas subatómicas o de un remoto
agujero negro; en cambio, el matemático
se encuentra en la tesitura de tener que
comprender objetos que no poseen
ninguna realidad física evidente: formas
geométricas en ocho dimensiones o
números primos tan grandes que superan
el número de átomos del universo. Ante
tan monstruosa lista de conceptos
abstractos la mente puede hacer
jugarretas extrañas, y sin una
demostración se correría el riesgo de
crear auténticos castillos de naipes. En
las demás disciplinas científicas la
observación y el experimento sirven
para validar la realidad de un objeto de
estudio, pero si los demás científicos
pueden usar los ojos para ver esa
realidad física, los matemáticos tienen
que confiar en la demostración
matemática, como si de un sexto sentido
se tratara, para gestionar su invisible
objeto de estudio.
Intentar demostrar pautas que ya han
sido identificadas es, además, un gran
catalizador para ulteriores
descubrimientos matemáticos. Muchos
matemáticos opinan que sería mejor si
los problemas de ese tipo no se
resolvieran nunca, habida cuenta de las
nuevas maravillas matemáticas que se
encuentran por el camino. Tales
problemas le ofrecen al matemático
pionero la posibilidad de explorar
territorios cuya existencia jamás habría
imaginado cuando empezó su travesía.
Pero quizás el argumento más
convincente para justificar por qué la
cultura matemática da tanto valor al
hecho de demostrar la verdad de un
aserto sería que, a diferencia del resto
de las ciencias, puede permitirse el lujo
de hacerlo. ¿En cuántas disciplinas
existe algo comparable a la posibilidad
de afirmar que la fórmula de Gauss para
los números triangulares no dejará
nunca de dar la respuesta correcta? Es
posible que las matemáticas sean una
materia etérea, circunscrita a la mente,
pero su falta de realidad tangible está
más que compensada por la certeza que
proporcionan las demostraciones.
A diferencia de lo que sucede en
otras ciencias cuyo modelo del mundo
puede desmoronarse en una generación,
la demostración en matemáticas nos
permite establecer con certeza absoluta
que los hechos relativos a los números
primos no cambiarán a la luz de futuros
descubrimientos. Las matemáticas son
una pirámide en la que cada generación
edifica sobre lo realizado por la que la
precedió sin necesidad de temer ningún
hundimiento. Es esta indestructibilidad
lo que hace tan apasionante el hecho de
ser matemático: para ninguna otra
ciencia se puede afirmar que lo que
establecieron los antiguos griegos
continúa siendo cierto. Hoy en día
podemos reírnos de su idea de la
materia compuesta por fuego, aire, agua
y tierra; y quizá las futuras generaciones
contemplarán la lista de 109 átomos de
los que consta la tabla periódica de los
elementos de Mendeleyev con el mismo
desprecio con que nosotros
consideramos el modelo del mundo
químico que elaboraron los griegos. En
cambio, todo matemático empieza su
formación aprendiendo lo que los
antiguos griegos demostraron sobre los
números primos.
Los miembros de otros
departamentos universitarios envidian la
certeza que la demostración da al
matemático al menos tanto como se
burlan de ella. La estabilidad que crea
la demostración matemática conduce a
la auténtica inmortalidad citada por
Hardy; a menudo es ésa la razón por la
cual personas que están rodeadas de un
mundo de inseguridades se sienten
atraídas por esta disciplina. En muchos
casos el mundo matemático ha ofrecido
refugio a jóvenes mentes deseosas de
evadirse de un mundo real que no
conseguían afrontar.
Nuestra fe en la indestructibilidad de
una demostración se refleja en las reglas
que gobiernan la asignación de los
premios para quien resuelva los
Problemas del Milenio de Clay: el
premio monetario se ingresa al cabo de
dos años de la publicación de la
demostración, y una vez que ésta ha
recibido la aceptación general de la
comunidad matemática. Naturalmente,
ello no garantiza completamente que la
demostración esté libre de errores, pero
reconoce un hecho que todos aceptamos:
es posible determinar la existencia de
errores en una demostración sin tener
que esperar durante años a que
aparezcan nuevas pruebas. Si hay un
error deberá estar ahí, en la página que
tenemos delante.
¿Son arrogantes los matemáticos por
opinar que tienen acceso a
demostraciones absolutas? ¿Puede
sostenerse que la demostración de que
cualquier número puede expresarse
como producto de números primos tiene
la misma probabilidad de ser refutada
que la física newtoniana o la teoría de la
indivisibilidad del átomo? La mayoría
de los matemáticos creen que las
investigaciones futuras nunca supondrán
la destrucción de los axiomas relativos a
los números, que se consideran
verdades incontestables. Según ellos, si
se aplican correctamente las leyes de la
lógica para edificar sobre aquellas
bases, se producirán demostraciones de
los asertos sobre números que nunca
serán invalidadas por nuevas
intuiciones. Es posible que se trate de
una idea ingenua desde el punto de vista
filosófico, pero ciertamente se trata del
principio fundamental de la secta de los
matemáticos.
Mencionemos además la excitación
emotiva que se adueña del matemático
al trazar nuevos recorridos en el mapa
de las matemáticas: hay una increíble
sensación de euforia al descubrir una
vía para alcanzar la cima de una
montaña lejana que ha sido atisbada
desde hace generaciones. Es como crear
una historia maravillosa o una pieza
musical que transporta a la mente desde
lo familiar hasta lo desconocido. Es
grandioso ser el primero en entrever la
posible existencia de una montaña
remota como el último teorema de
Fermat o la hipótesis de Riemann, pero
no se puede comparar con la
satisfacción de explorar las tierras que
nos conducen a tal fin. Quizá los que
más adelante recorran la pista trazada
por aquel pionero experimentarán en
parte el sentido de elevación espiritual
que acompañó el primer momento de
epifanía en el descubrimiento de una
nueva demostración. Esa es la razón por
la cual los matemáticos siguen
valorando la búsqueda de la
demostración aunque estén
absolutamente convencidos de la certeza
de cosas como la hipótesis de Riemann:
en matemáticas, el viaje es tan
importante como la conquista de la meta.
Las matemáticas ¿son un acto de
creación o de descubrimiento? Muchos
matemáticos oscilan entre la sensación
de ser creativos y la de descubrir
verdades científicas absolutas. A
menudo las ideas matemáticas pueden
parecer muy personales y ligadas a la
mente creativa que las concibió; sin
embargo, esta impresión tiene su
contrapeso en la convicción de que la
naturaleza lógica de la disciplina
implica que todos los matemáticos viven
un mismo mundo matemático, un mundo
lleno de verdades inmutables. Esas
verdades sólo esperan a ser
desenterradas, y no existe ningún
pensamiento creativo que pueda
plantearse la discusión sobre su
existencia. Hardy expresa perfectamente
esta tensión entre creación y
descubrimiento con la que luchan los
matemáticos: «Defiendo que la realidad
matemática se sitúa fuera de nosotros,
que nuestra función es descubrirla u
observarla y que los teoremas que
demostramos y describimos con
grandilocuencia como nuestras
“creaciones” no son más que las notas
de nuestras observaciones». Pero en
otros momentos opta por una
descripción más artística del proceso de
hacer matemáticas: «Las matemáticas no
son una disciplina contemplativa, sino
creativa», escribe en Apología de un
matemático, un libro que Graham
Greene colocó junto a los diarios de
Henry James como los mejores ejemplos
de lo que significa ser un artista
creativo.
Por más que los números primos,
junto con otros elementos de las
matemáticas, sobrepasen las barreras
culturales, mucha matemática es creativa
y producto de la psique humana. Ocurre
a menudo que las demostraciones, las
historias que cuentan los matemáticos
sobre su disciplina, pueden ser narradas
de diversas maneras: probablemente la
demostración de Wiles del último
teorema de Fermat resultará a oídos
extraños tan misteriosa como el ciclo
del Anillo de Wagner. Las matemáticas
son un arte creativo sujeto a reglas
rígidas, como escribir poesía o tocar
blues: los matemáticos están limitados
por los pasos lógicos que tienen que
seguir para dar forma a sus
demostraciones; pero a pesar de todo, en
el interior de esas rígidas reglas aún
existe una gran libertad. De hecho, la
belleza de crear obedeciendo a un
sistema de reglas está en que nos vemos
empujados hacia nuevas direcciones y
hallamos cosas que nunca esperaríamos
descubrir si no nos hubiéramos dejado
llevar. Los números primos son como
las notas de una escala musical, y cada
cultura ha elegido tocar esas notas de
una determinada manera, revelando más
de lo que era de esperar sobre
influencias sociales e históricas. La
historia de los números primos es un
espejo social como lo es el
descubrimiento de verdades eternas. El
floreciente amor por las máquinas en los
siglos XVII y XVIII se reflejó en un
enfoque muy práctico, experimental, del
estudio de los números primos; en
contraste, la Europa de las revoluciones
produjo una atmósfera que favoreció la
aplicación de ideas abstractas, nuevas y
audaces, en su análisis. La elección
sobre cómo narrar el viaje es específica
de cada cultura particular.

LAS FÁBULAS DE EUCLIDES

Los antiguos griegos fueron los


primeros en narrar esas historias.
Comprendieron el poder de las
demostraciones en la búsqueda de los
caminos definitivos que en el mundo
matemático conducen a las montañas.
Una vez coronadas, se desvanece para
siempre el miedo de que aquellas
montañas sean un remoto espejismo
matemático. Por ejemplo, ¿cómo
podemos estar realmente seguros de la
inexistencia de ciertos números
anómalos que no puedan construirse
multiplicando números primos? Los
antiguos griegos concibieron un
razonamiento que no habría de permitir
dudas ni en sus mentes ni en las de
generaciones posteriores sobre la
posibilidad de que tales números
aparecieran jamás.
A menudo los matemáticos
descubren una demostración aplicando a
un caso particular la teoría general que
intentan demostrar, e intentando después
comprender por qué la teoría es válida
en ese caso: tienen la esperanza de que
la argumentación o la receta que ha
funcionado una vez funcione siempre,
con independencia del caso particular
que hayan elegido para ser analizado.
Por ejemplo, para demostrar que
cualquier número es producto de
números primos podríamos empezar por
considerar el caso particular del número
140. Supongamos que hemos
comprobado que cualquier número
menor que 140 o bien es primo o bien es
producto de números primos: ¿qué
podemos decir del número 140? ¿Es
posible que se trate de un número
anómalo, que no sea ni primo ni
producto de primos? Empezaremos por
comprobar que no se trata de un número
primo. ¿Cómo? Demostrando que puede
ser expresado como producto de dos
números menores que él. Por ejemplo,
es igual a 4 × 35. Ya hemos conseguido
lo más importante al establecer que 4 y
35, números inferiores a la presunta
anomalía, 140, pueden escribirse como
producto de números primos: 4 es igual
a 2 × 2 y 35 es igual a 5 × 7. Uniendo
esas informaciones verificamos que
efectivamente 140 es producto de
2 × 2 × 5 × 7. Por tanto, en definitiva,
140 no es un número anómalo.
Los antiguos griegos hallaron la
manera de traducir este ejemplo
particular en un razonamiento que es de
aplicación general a todos los números.
Lo más curioso es que su razonamiento
empieza por pedirnos que imaginemos
que existen números anómalos, números
que ni son primos ni pueden escribirse
como producto de primos. Si esos
números anómalos existen, entonces
cuando revisemos la secuencia completa
de los números daremos antes o después
con el menor de ellos, que llamaremos
N. Dado que este número hipotético N
no es un número primo, estaremos en
condiciones de expresarlo como
producto de dos números A y B menores
que N. Si ello no fuera posible, N sería
un número primo.
Como A y B son menores que N,
nuestra definición de N exige que A y B
puedan expresarse como producto de
números primos. Por tanto, si
multiplicamos entre sí todos los primos
que componen A por todos los primos
que componen B obtendremos
necesariamente el número N y, por tanto,
habremos demostrado que N puede
expresarse como producto de números
primos, lo cual es contradictorio con la
definición de N. En consecuencia,
nuestra hipótesis de partida, la
existencia de números anómalos, no se
puede sostener y, en definitiva,
cualquier número, o bien es primo, o
bien puede expresarse como producto de
números primos.
Cuando he intentado explicar este
razonamiento a mis amigos, siempre han
tenido la sensación de que les estaba
haciendo trampa. Hay algo vagamente
falaz en nuestro gambito de apertura: se
supone que existen cosas que no
queremos que existan y se termina por
demostrar que no existen. Esta estrategia
de pensar lo impensable se convirtió en
un potente instrumento para la
construcción de demostraciones por
parte de los antiguos griegos. Está
basada en un principio lógico: una
afirmación debe ser cierta o falsa. Si
partimos del supuesto de que la
afirmación es falsa y terminamos en una
contradicción, podemos deducir de ello
que nuestro supuesto era erróneo y
concluir que la afirmación tenía que ser
cierta.
La técnica de demostración que
idearon los antiguos griegos se apoya en
la pereza de muchos matemáticos: en
lugar de afrontar la tarea imposible de
realizar infinitos cálculos explícitos
para demostrar que todos los números
pueden ser construidos utilizando
números primos, el razonamiento
abstracto captura la esencia de cada uno
de esos cálculos; es como conocer la
manera de subirse a lo alto de una
escalera infinita sin tener que llevar a
término la empresa físicamente.
Euclides, más que cualquier otro
matemático griego, es considerado el
padre de la demostración. Vivió en
Alejandría alrededor del 300 a. C., en la
época en la que Ptolomeo I acababa de
fundar allí lo que hoy llamaríamos un
gran instituto de investigación. Ahí
escribió uno de los manuales más
influyentes de toda la historia conocida:
Elementos. En la primera parte del
libro, Euclides fijó los axiomas de la
geometría que describen las relaciones
entre puntos y líneas. Estos axiomas se
enuncian como verdades evidentes sobre
los objetos geométricos, para que luego
la geometría pueda dar una descripción
matemática del mundo físico. A
continuación Euclides utilizó las reglas
de la deducción para enunciar quinientos
teoremas geométricos.
La parte central de los Elementos de
Euclides se refiere a las propiedades de
los números, y ahí hallamos lo que
muchos consideran el primer ejemplo
realmente brillante de razonamiento
matemático. En la proposición 20,
Euclides describe una verdad simple,
pero fundamental, sobre los números
primos: que hay infinitos. Parte del
supuesto de que cualquier número puede
construirse multiplicando entre sí
números primos. Sobre esto edifica la
demostración. Si los números primos
son los elementos básicos de todos los
demás números, se pregunta: ¿es posible
que sólo exista un número finito de tales
elementos básicos? La tabla periódica
de los elementos químicos fue obra de
Mendeleyev, y en su forma actual
clasifica 109 átomos distintos con los
que se puede construir toda la materia.
¿No podría suceder lo mismo con los
números primos? ¿Y si un Mendeleyev
de las matemáticas hubiera presentado a
Euclides una lista de 109 números
primos y lo hubiera retado a demostrar
que faltaba alguno en la lista?
¿Por qué, por ejemplo, no es posible
construir todos los números simplemente
multiplicando diversas combinaciones
de los números primos 2, 3, 5 y 7?
Euclides reflexionó sobre cómo se
podrían buscar números que no fueran
producto de esos cuatro primos. «Bueno,
es fácil», podríamos decir. «Basta con
tomar el siguiente primo, que es 11»;
ciertamente no se puede obtener 11
utilizando 2, 3, 5 y 7. Pero antes o
después esa estrategia está condenada al
fracaso ya que, todavía hoy, no tenemos
una idea nítida sobre cómo establecer
con certeza dónde se encontrará el
siguiente número primo. Y precisamente
por esa impredecibilidad fue por lo que
Euclides tuvo que intentar un camino
distinto en su búsqueda de un método
que funcionase con independencia de lo
larga que fuera la lista de los primos.
No tenemos forma de saber si la
idea fue realmente de Euclides o si él se
limitó a poner por escrito las ideas que
otros habían tenido en Alejandría. En
cualquier caso, Euclides consiguió
mostrar cómo podía construirse un
número imposible de calcular utilizando
cualquier lista de números primos dada.
Tomemos, por ejemplo, los primos 2, 3,
5 y 7; Euclides calculó su producto, con
lo que obtuvo 2 × 3 × 5 × 7 = 210 y a
continuación —y aquí está el golpe
genial— sumó 1 al producto para
obtener 211, que no era divisible por
ninguno de los primos de la lista, es
decir, 2, 3, 5 y 7. Al añadir 1 al
producto garantizaba que la división
entre un número primo de la lista daría
siempre 1 de resto.
Ahora bien, dado que Euclides sabía
que todos los números se construyen
multiplicando números primos entre sí,
esto también tenía que ser cierto para
211. Y como 211 no es divisible por 2,
3, 5 ni 7, tenía que haber forzosamente
otros números primos tales que al
multiplicarlos entre sí dieran 211 como
resultado. En este ejemplo en particular,
211 es en sí mismo un número primo.
Euclides no afirmaba que el número así
obtenido sería siempre primo, sino que
tenía que estar formado por un producto
de números primos que no estaban en la
lista proporcionada por nuestro
Mendeleyev de las matemáticas.
Por ejemplo, supongamos que
alguien afirme que todos los números se
pueden construir utilizando la lista finita
de números primos 2, 3, 5, 7, 11 y 13.
En este caso, el número que se obtiene
con el método pensado por Euclides es
2 × 3 × 5 × 7 × 11 × 13 + 1 = 30.031,
que no es primo. Todo lo que Euclides
afirmaba es que, dada una lista finita
cualquiera de números primos, él
siempre podía construir un número que
fuese el producto de números primos no
comprendidos en esa lista. En el caso
particular de 30.031, los números
primos necesarios para construirlo son
59 y 509. Sin embargo, en general
Euclides no tenía manera de conocer el
valor exacto de esos nuevos números
primos: sólo sabía que tenían que
existir.
Era una argumentación maravillosa:
Euclides no sabía cómo producir
explícitamente números primos, pero
podía demostrar que los primos no se
terminarían jamás. Un hecho
sorprendente es que todavía hoy no
sabemos si los números de Euclides
contienen infinitos números primos, pero
en cambio son suficientes para
demostrar que tienen que existir infinitos
números primos. Con la demostración
de Euclides se desvanecía la
posibilidad de construir una tabla
periódica que comprendiera todos los
números primos o de descubrir un
genoma de los números primos capaz de
codificarlos por millones. Si nos
limitamos a coleccionar ejemplares no
llegaremos jamás a comprender estos
números. He ahí, pues, el reto final: el
matemático, dotado de armamento
limitado, se lanza sobre la extensión
infinita de los números primos. ¿Cómo
podremos algún día conseguir trazar un
recorrido a través de este caos infinito
de números y determinar una estructura
que nos permita prever su
comportamiento?

A LA CAZA DE LOS
NÚMEROS PRIMOS
Durante generaciones se ha intentado
sin éxito superar a Euclides en la
comprensión de los números primos y se
han planteado especulaciones
interesantes, pero, como le gustaba decir
a Hardy, profesor de matemáticas de
Cambridge, «cualquier bobo puede
plantear preguntas sobre los números
primos a las cuales el más inteligente de
los hombres no puede responder». Con
la conjetura de los primos gemelos, por
ejemplo, se nos pregunta si existen
infinitos números primos p tales que
p + 2 sea también un número primo. Un
par de números primos gemelos está
formado por 1.000.037 y 1.000.039
(observemos que esa es la mínima
distancia entre dos números primos, ya
q u e N y N + 1 no pueden ser ambos
primos —excepto en el caso N = 2— ya
que al menos uno de ellos es divisible
por 2), ¿es posible que los hermanos
gemelos de Sacks, los sabios autistas,
poseyeran una especial capacidad para
determinar esos primos gemelos?
Euclides demostró hace dos mil años
que hay infinitos números primos, pero
nadie sabe si existe un número más allá
del cual no hay más de esas parejas de
primos vecinos. Pero si las suposiciones
son una cosa, el objetivo final sigue
siendo la demostración.
Con diferentes grados de éxito, los
matemáticos buscaron inventar fórmulas
que, aunque no generaran todos los
números primos, al menos produjeran
una lista de primos. Fermat creyó haber
hallado una: su hipótesis era que
elevando 2 a la potencia 2N y sumándole
1, el número resultante sería un número
primo; este número recibe el nombre de
enésimo número de Fermat. Por
ejemplo, si tomamos N = 2 y lo
elevamos a la potencia 22 = 4,
obtenemos 16 y, al añadirle 1,
obtenemos 17, que es el segundo número
primo de Fermat. Fermat creía que su
fórmula siempre le proporcionaría un
número primo, pero ésta resultó una de
las pocas ocasiones en que se equivocó.
Los números de Fermat se hacen
enormes muy rápidamente: el quinto
número de Fermat tiene ya diez cifras, y
estaba fuera del alcance de sus cálculos.
Se trata además del menor número de
Fermat que no es primo, ya que es
divisible entre 641.
Los números de Fermat eran muy
estimados por Gauss. El hecho de que
17 sea uno de los primeros números de
Fermat es la clave gracias a la cual
Gauss consiguió construir su figura
geométrica perfecta de 17 lados. En su
gran tratado Disquisitiones
arithmeticae, Gauss demuestra por qué,
si el enésimo número de Fermat es un
número primo, se puede realizar una
construcción geométrica de N lados
utilizando sólo la regla y el compás. El
cuarto número de Fermat, 65.537, es
primo, y ello significa que con estos
instrumentos realmente elementales es
posible construir una figura geométrica
perfecta con 65.537 lados.
Hasta la fecha los números de
Fermat apenas nos han dado más de
cuatro números primos, pero Fermat
tuvo mayor éxito en determinar algunas
de las propiedades muy especiales que
poseen. Descubrió un hecho curioso
relativo a los números primos que, como
5, 13, 17 o 29, al dividirlos entre 4 dan
1 de resto: tales números se pueden
escribir como la suma de dos cuadrados,
por ejemplo: 29 = 22 + 52. Esta es otra
de las bromas de Fermat: aunque afirmó
poseer la demostración, le faltó poner
por escrito la mayoría de sus
pormenores.
El día de Navidad de 1640 Fermat
escribió sobre su descubrimiento —que
ciertos números primos podían
expresarse como suma de dos cuadrados
— en una carta que envió a un monje
francés llamado Marín Mersenne. Los
intereses de Mersenne no se limitaban a
las cuestiones litúrgicas, amaba la
música y fue el primero en elaborar una
teoría de los armónicos coherente.
También amaba los números. Mersenne
y Fermat mantenían correspondencia
regular sobre sus descubrimientos
matemáticos: Mersenne se hizo famoso
por su papel de intermediario en la
comunidad científica internacional: los
matemáticos de la época difundieron sus
ideas a través de él.
Tal como ha sucedido a
generaciones enteras de matemáticos,
también Mersenne fue poseído por la
obsesión de descubrir un orden en los
números primos. Y, a pesar de no
conseguir una fórmula que produjera
todos los primos, ideó una que a la larga
se ha demostrado mucho más eficaz para
descubrir números primos que la
fórmula de Fermat. También él, como
Fermat, empezó por considerar las
potencias de 2. Pero en lugar de sumar 1
al resultado, como había hecho Fermat,
Mersenne decidió restar 1, por ejemplo:
23 − 1 = 8 − 1 = 7, que es un número
primo. Es posible que Mersenne se
apoyara en su intuición musical:
doblando la frecuencia de una nota se la
aumenta una octava y, por tanto, las
potencias de 2 producen notas
armónicas; por otra parte, es natural
esperar que un desplazamiento de
frecuencias de 1 dé lugar a una nota
disonante, incompatible con todas las
frecuencias anteriores, una «nota
prima».
Mersenne descubrió enseguida que
su fórmula no siempre daba un número
primo, por ejemplo: 24 − 1 = 15.
Entendió que si n no era primo, entonces
tampoco lo era 2n − 1, pero afirmó con
osadía que, para valores de n no
superiores a 257, 2n − 1 sería primo si y
sólo si n era uno de los siguientes
números: 2, 3, 5, 7, 13, 19, 31, 67, 127,
257. Había descubierto un hecho
engorroso: aunque n fuera un número
primo, ello no garantizaba que lo fuera
2n − 1. Mersenne podía calcular a mano
211 − 1 obteniendo 2.047, que es
23 × 89. Generaciones de matemáticos
se han quedado estupefactas ante la
capacidad de Mersenne de afirmar que
un número grande como 2257 − 1 era
primo. Se trata de un número de setenta
y siete cifras. ¿Podría ser que el monje
hubiera accedido a una fórmula mística
aritmética que le dijera por qué aquel
número, absolutamente fuera de las
capacidades humanas, era primo?
Los matemáticos opinan que si
continuáramos con la lista de Mersenne,
hallaríamos infinitos valores de n tales
que sus correspondientes números de
Mersenne 2n − 1 serían primos, pero
todavía falta una demostración de la
veracidad de tal suposición. Todavía
estamos a la espera de un Euclides de
nuestros días que demuestre que los
primos de Mersenne no se terminarán
nunca. O quizás esa cumbre remota es
sólo un espejismo.
Muchos matemáticos de la
generación de Fermat y Mersenne se
recrearon en las interesantes
propiedades numerológicas de los
números primos, pero sus métodos no
estaban a la altura del ideal de
demostración de los antiguos griegos.
Ello explica en parte por qué Fermat no
proporcionó los detalles de muchas
demostraciones que decía haber
descubierto: en su época había una
manifiesta falta de interés en
proporcionar tales explicaciones
lógicas. Los matemáticos quedaban
satisfechos plenamente con una
aproximación más empírica a su
disciplina, una disciplina en la que, de
manera cada vez más mecánica, los
resultados se justificaban a partir de sus
aplicaciones prácticas. Sin embargo, en
el siglo XVIII apareció en escena un
personaje que habría de recuperar el
sentido de la demostración en
matemáticas: el matemático suizo
Leonard Euler, nacido en 1707, encontró
explicación a muchas de las
regularidades que Fermat y Mersenne
habían descubierto pero no habían
conseguido justificar. Los métodos de
Euler habrían de tener más adelante un
papel fundamental en la apertura de
nuevas ventanas teóricas a nuestra
comprensión de los números primos.
EULER, EL ÁGUILA
MATEMÁTICA

Los años centrales del siglo XVIII


fueron un período de mecenazgo
cortesano. Se trata de la Europa
prerrevolucionaria, cuando los países
estaban regidos por déspotas ilustrados:
Federico el Grande en Berlín, Pedro el
Grande y Catalina la Grande en San
Petersburgo, Luis XV y Luis XVI en
París. Bajo su mecenazgo se financiaron
las academias que dieron impulso
intelectual a la Ilustración. Para aquellos
soberanos, el rodearse de intelectuales
en sus cortes era un signo de distinción y
eran conscientes de la potencialidad de
las ciencias y de las matemáticas para
aumentar las capacidades militares e
industriales de los países que regían.
El padre de Euler era pastor, y
esperaba que su hijo lo siguiese en su
carrera eclesiástica; sin embargo, los
precoces talentos matemáticos de Euler
habían reclamado la atención de los
poderosos: bien pronto las academias de
toda Europa empezaron a hacerle
ofertas. Estuvo tentado de inscribirse en
la Academia de París, que en aquella
época se había convertido en el centro
mundial de la actividad matemática,
pero eligió aceptar la oferta que recibió
en 1726 de la Academia de Ciencias de
San Petersburgo, piedra angular de la
campaña que Pedro el Grande promovió
para la mejora de la instrucción en
Rusia. Allí, Euler se reencontraría con
distintos amigos de Basilea que habían
estimulado su interés por las
matemáticas cuando era niño. Le
escribieron desde San Petersburgo
pidiéndole que trajera de Suiza quince
libras de café, una libra del mejor té
verde, seis botellas de brandy, doce
docenas de pipas de buen tabaco y
algunas docenas de paquetes de naipes.
Cargado de regalos, el joven Euler
necesitó siete semanas para completar
su largo viaje en barco, a pie y en
diligencia; finalmente, llegó a San
Petersburgo en mayo de 1727 para
continuar sus sueños matemáticos. La
producción posterior de Euler fue tan
vasta que, cincuenta años después de su
muerte, acaecida en 1783, la Academia
de San Petersburgo estaba todavía
publicando los materiales que se
guardaban en sus archivos.
El papel del matemático cortesano
queda reflejado a la perfección en una
anécdota que habría tenido lugar
mientras Euler se encontraba en San
Petersburgo: Catalina la Grande tenía
como huésped al famoso filósofo ateo
francés Denis Diderot; Diderot tuvo
siempre una actitud más bien
despreciativa hacia las matemáticas,
manteniendo que éstas no añadían nada a
la experiencia y que únicamente servían
para interponer un velo entre los
hombres y la naturaleza; Catalina se
cansó pronto de su huésped, pero no por
sus ideas denigratorias hacia las
matemáticas sino por sus irritantes
intentos de hacer tambalear la fe
religiosa de los cortesanos. Euler fue
llamado a la corte para que contribuyera
a silenciar a aquel ateo insoportable;
por gratitud al mecenazgo de Catalina,
Euler aceptó rápidamente y, ante la corte
reunida, se dirigió a Diderot en tono
solemne: «Señor, (a + bn)/n = x; por
tanto, Dios existe: responda». Se dice
que, ante un asalto matemático tan
impetuoso, Diderot se batió en retirada.
Es probable que esta anécdota, que
fue narrada por el famoso matemático
inglés Augustus De Morgan en 1872,
haya sido adornada para hacerla más
ocurrente, y refleja sobre todo el hecho
de que muchísimos matemáticos gozan
humillando a los filósofos; pero
demuestra que las cortes reales europeas
no se consideraban completas sin un
ramillete de matemáticos junto a los
astrónomos, los artistas y los
compositores.
Catalina la Grande estaba menos
interesada en las demostraciones
matemáticas de la existencia de Dios
que en la obra de Euler en el campo de
la hidráulica, de las construcciones
navales y de la balística. Los intereses
del matemático suizo se dirigían a todos
los rincones de las matemáticas de su
tiempo: además de dedicarse a las
matemáticas militares, Euler escribió
sobre teoría de la música, aunque se da
la paradoja de que su tratado fue
considerado demasiado matemático por
los músicos y demasiado musical por
los matemáticos.
Uno de sus triunfos más populares
fue la solución del problema de los
puentes de Königsberg. El río Pregel,
hoy conocido con el nombre de
Pregolya, cruza la ciudad prusiana de
Königsberg (hoy se encuentra en Rusia,
y se llama Kaliningrado). Como, al
dividirse, el río crea dos islas en el
centro de la ciudad, los habitantes de
Königsberg habían construido siete
puentes para cruzarlo (véase figura).

Los puentes de Königsberg.

Para sus ciudadanos se había


convertido en un reto saber si era
posible pasear por la ciudad cruzando
por cada puente una y sólo una vez y
volver al punto de partida. Finalmente,
en 1735, Euler demostró que se trataba
de una empresa imposible. A menudo se
cita su demostración como el origen de
la topología, en la que las dimensiones
físicas reales son irrelevantes para el
problema: lo que contaba para la
solución de Euler era la red de
conexiones entre las diversas partes de
la ciudad, y no sus localizaciones reales
ni las distancias respectivas. El mapa
del metro de Londres nos muestra un
ejemplo de este principio.
Pero lo que cautivaba por encima de
todo el corazón de Euler eran los
números. Como escribiría Gauss:

Las particulares bellezas de


estos campos han atraído a todos
los que se han dedicado
activamente a su cultivo; pero
ninguno ha expresado este hecho
tan a menudo como Euler quien,
en casi todos sus numerosos
escritos dedicados a la teoría de
los números, cita continuamente
el placer que obtiene de esas
investigaciones, y el grato
cambio que halla respecto a las
labores más directamente ligadas
a aplicaciones prácticas.

La pasión de Euler por la teoría de


los números había sido estimulada por
su correspondencia con Christian
Goldbach, un matemático aficionado
alemán que vivía en Moscú con el
empleo no oficial de secretario de la
Academia de Ciencias de San
Petersburgo. Igual que el matemático
aficionado Mersenne antes que él,
Goldbach encontraba fascinante jugar
con los números y ejecutar experimentos
numéricos. Fue a Euler a quien
Goldbach comunicó su propia conjetura:
según él, era posible escribir cualquier
número par como producto de dos
números primos. Como respuesta, Euler
escribiría a Goldbach para pedirle que
verificara muchas de las demostraciones
que él había formulado con el objeto de
validar el misterioso catálogo de los
descubrimientos de Fermat. En contraste
con la reticencia de Fermat para
informar al mundo de sus presuntas
demostraciones, Euler estuvo encantado
de mostrar a Goldbach su demostración
del hecho de que ciertos números
primos se pueden expresar como la
suma de dos cuadrados, como había
afirmado Fermat. Euler consiguió
incluso demostrar un caso particular del
último teorema de Fermat.
A pesar de su pasión por las
demostraciones, en lo más profundo
Euler seguía siendo, por encima de todo,
un matemático experimental: muchas de
sus argumentaciones contenían pasos
que no eran totalmente rigurosos; que
andaban, a fin de cuentas, sobre el filo
de la navaja. Ello no le preocupaba, a
condición de que condujeran a nuevos
descubrimientos interesantes. Como
matemático, poseía excepcionales
capacidades de cálculo y era
extraordinariamente hábil manipulando
fórmulas hasta conseguir que
aparecieran extrañas conexiones. Como
hizo notar el académico francés
François Arago: «Euler calculaba sin
esfuerzo aparente, como los hombres
respiran o las águilas se sostienen en el
viento».
Más que cualquier otra cosa, a Euler
le gustaba calcular números primos.
Confeccionó tablas de todos los primos
menores de 100.000, y de algunos
mayores. En 1732 fue también el
primero en demostrar que la fórmula de
Fermat para calcular números primos,
N
22 , dejaba de ser válida cuando N = 5.
Empleando nuevas ideas teóricas
consiguió mostrar que es posible
descomponer aquel número de diez
cifras como producto de dos primos
menores. Uno de sus descubrimientos
más curiosos fue una fórmula que
parecía generar una inexplicable
cantidad de números primos. En 1772
calculó todos los resultados que se
obtienen cuando se sustituyen todos los
números comprendidos entre 0 y 39 en
la fórmula x2 − 1 − x + 41. Obtuvo la
lista siguiente:

41, 43, 47, 53, 61, 71, 83, 97,


113, 131, 151, 173, 197, 223,
251, 281, 313, 347, 383, 421,
461, 503, 547, 593, 641, 691,
743, 797, 853, 911, 971, 1.033,
1.097, 1.163, 1.231, 1.301,
1.373, 1.447, 1.523, 1.601.

A Euler le pareció extraño que fuera


posible generar tantos números primos
utilizando aquella fórmula. Comprendió
que el proceso estaba destinado a
interrumpirse en un cierto punto. Es
probable que el lector ya haya notado
que, cuando se sustituye x por 41 en la
fórmula, obtenemos un resultado que es
divisible entre 41. También cuando
x = 40 la fórmula produce un número
que no es primo.
De todas formas, Euler se
sorprendió de la capacidad de su
fórmula para generar tantos números
primos. Empezó a preguntarse con qué
números distintos de 41 podría obtener
un resultado similar. Descubrió que,
además de 41, podía elegir también q =
2, 3, 5, 11, 17 para que la fórmula
x2 + x + q nos diera números primos
para cualquier valor de x comprendido
entre 0 y q − 2.
Sin embargo, hallar una fórmula así
de simple que generara todos los
números primos era una empresa
imposible, incluso para el gran Euler.
Como escribió en 1751: «Hay algunos
misterios que la mente humana no
penetrará jamás. Para convencernos de
ello basta con que echemos un vistazo a
las tablas de números primos.
Observaremos que en ellas no reina
orden ni ley». Resulta paradójico que
los objetos fundamentales sobre los que
construimos el mundo lleno de orden de
las matemáticas se comporten de un
modo tan salvaje e impredecible.
Más adelante se descubrió que Euler
estaba prácticamente sentado sobre una
ecuación que terminaría por sacar a los
números primos del punto muerto. Pero
tendrían que pasar otros cien años, y se
necesitaría otra gran mente para hacer
evidente lo que Euler no consiguió
mostrar: esa mente era la de Bernhard
Riemann. Sin embargo, fue Gauss quien
en uno de sus clásicos movimientos
laterales, terminó por sugerir a Riemann
la nueva perspectiva.

LA ESTIMACIÓN DE GAUSS

Si muchos siglos de investigaciones


no habían servido para alumbrar una
fórmula mágica que generara la lista de
los números primos, quizá había llegado
ya el momento de adoptar una estrategia
distinta. Esto es lo que pensaba Gauss a
los quince años, en 1792. El año
anterior le habían regalado un libro de
logaritmos. Hasta hace pocas décadas,
las tablas de logaritmos les resultaban
familiares a todos los adolescentes que
efectuaban cálculos escolares. Después,
con la aparición de las calculadoras de
bolsillo, estas tablas han perdido su
papel como instrumentos fundamentales
en la vida cotidiana, sin embargo, desde
hace centenares de años los navegantes,
banqueros y mercaderes venían
utilizándolas para convertir difíciles
multiplicaciones en simples sumas. Al
final del nuevo libro de Gauss había
también una tabla de números primos.
Para Gauss, el hecho de que los números
primos y los logaritmos aparecieran
juntos tenía algo de misterioso. De
hecho, tras muchos cálculos, había
llegado a tener la sensación de que
había alguna conexión entre estos dos
objetos aparentemente independientes.
La primera tabla de logaritmos se
concibió en 1614, en una época en que
magia y ciencia eran compañeras
inseparables. Su creador, el barón
escocés John Napier, era considerado
por sus vecinos como un brujo que
practicaba las ciencias ocultas. Vestido
de negro, con un gallo negro como el
carbón sobre el hombro, rondaba con
aires furtivos por los alrededores de su
castillo farfullando lo que predecía su
álgebra apocalíptica: que entre 1688 y
1700 tendría lugar el Juicio Universal.
Pero además de aplicar sus habilidades
matemáticas a la práctica del ocultismo,
Napier descubrió la magia de la función
logarítmica.
Si introducimos un número en
nuestra calculadora, por ejemplo 100, y
a continuación pulsamos la tecla «log»,
la calculadora nos dará un nuevo
número, el logaritmo de 100. Lo que la
calculadora ha hecho es resolver un
pequeño enigma: ha buscado el número
x que es solución de la ecuación
10x = 100. En este caso específico la
respuesta que nos da la calculadora es 2.
Si introducimos 1.000, un número diez
veces mayor que 100, la respuesta de la
calculadora será 3: el logaritmo ha
aumentado en 1 unidad. Esta es la
característica fundamental del
logaritmo: transforma la multiplicación
en suma. Cada vez que multiplicamos el
número original por diez, obtenemos el
nuevo resultado sumando una unidad al
resultado anterior.
Para los matemáticos fue un paso
importante comprender que era posible
considerar logaritmos de números que
no fueran potencias enteras de 10. Por
ejemplo, Gauss podía ir a sus tablas de
logaritmos para descubrir que si elevaba
10 a la potencia 2,10721 obtendría un
número muy próximo a 128. Esos eran
los cálculos que Napier había recogido
en sus tablas de 1614.
Las tablas logarítmicas
contribuyeron a acelerar el desarrollo
del mundo del comercio y de la
navegación que florecía en el siglo XVII.
Gracias al diálogo que los logaritmos
permiten entre multiplicación y suma,
las tablas transformaban el complejo
problema de multiplicar dos números
grandes en la tarea más sencilla de
sumar sus logaritmos. Para multiplicar
números grandes, el mercader sumaba
sus logaritmos, y a continuación
utilizaba las tablas logarítmicas a la
inversa para hallar el resultado de la
multiplicación original. El tiempo que
un marinero o un vendedor ahorraba
gracias a las tablas podía evitar el
naufragio de una nave o el fracaso de un
negocio.
Pero lo que realmente fascinó a
Gauss fue la tabla de los números
primos que se adjuntaba al final de su
libro de logaritmos. Al contrario de lo
que sucedía con los logaritmos, para los
que se interesaban en las aplicaciones
prácticas de las matemática, esas tablas
de números primos no eran sino una
curiosidad. (¡Las tablas de números
primos confeccionadas en 1776 por
Antonio Felkel se consideraron tan
inútiles que terminaron por ser
utilizadas como cartuchos en la guerra
entre Austria y Turquía!). Los
logaritmos eran muy predecibles; los
números primos eran completamente
azarosos: parecía que no hubiera forma
de predecir el menor número primo
mayor que 1.000, por ejemplo.
El importante paso que dio Gauss
fue plantearse una pregunta distinta. En
lugar de intentar prever la posición
precisa de un número primo respecto del
anterior, intentó comprender si era
posible averiguar cuántos números
primos existirían inferiores a 100,
cuántos inferiores a 1.000, y así
sucesivamente. Dado un número N
cualquiera, ¿había alguna forma de
estimar el número de primos
comprendidos entre 1 y N? Por ejemplo,
los números primos menores que 100
son 25; es decir, si elegimos un número
al azar comprendido entre 1 y 100,
tenemos una posibilidad sobre cuatro de
dar con un número primo, ¿cómo cambia
esta proporción cuando se consideran
los números comprendidos entre 1 y
1.000, o entre 1 y 10.000? Armado con
sus tablas de números primos, Gauss
empezó la búsqueda. Al observar la
fracción de números primos
comprendidos entre intervalos cada vez
mayores, descubrió que empezaba a
aparecer una estructura. Dejando aparte
el azar de aquellos números, parecía
como si una sorprendente regularidad
apareciera entre la niebla. Si
observamos la tabla de valores de los
números primos comprendidos entre 1 y
diversas potencias de diez que
transcribimos a continuación, que está
basada en métodos de cálculo más
modernos, esa regularidad resulta
evidente.
Número de
primos Dist
comprendidos media
entre 1 y N, que dos nú
se suele indicar pri
N como π(N). conse
10 4
100 25
1.000 168
10.000 1.229
100.000 9.592 10
1.000.000 78.498 12
10.000.000 664.579 15
100.000.000 5.761.455 17
1.000.000.000 50.847.534 19
10.000.000.000 455.052.511 22

Esta tabla, que contiene mucha más


información de la que tenía Gauss a su
disposición, nos muestra claramente la
regularidad que descubrió. Esta se
manifiesta sobre todo en la última
columna, que representa la proporción
de números primos sobre la totalidad de
los números considerados. Por ejemplo,
cuando se cuenta hasta 100, uno de cada
cuatro números es primo, es decir, en
este intervalo deberemos contar 4, en
promedio, para pasar de un número
primo al siguiente. Entre los números
menores a 10 millones, 1 de cada 15 es
primo. (Es decir, por ejemplo, que hay
una probabilidad sobre 15 de que un
número telefónico de siete cifras sea
primo). Para N mayor que 10.000, el
incremento de valores de esta última
columna es siempre aproximadamente
igual a 2,3.
O sea que, cada vez que Gauss
multiplicaba N por 10, tenía que añadir
2,3 a la relación entre los números
primos y N; este nexo entre
multiplicación y suma es precisamente
la relación subyacente en un logaritmo.
Gauss, con su libro de logaritmos, debió
tropezar con esta conexión que lo
miraba directamente a la cara.
La razón por la que las fracciones de
números primos aumentaban en 2,3 en
lugar de hacerlo en 1 cada vez que
Gauss multiplicaba N por 10 está en el
hecho de que los números primos
prefieren los logaritmos basados en
potencias de un número distinto de 10.
Cuando tecleamos el número 100 en
nuestra calculadora y pulsamos a
continuación la tecla «log», el resultado
que obtenemos es 2, es decir, la
solución de la ecuación. Pero nada nos
impide elegir un número distinto de 10
para elevarlo a la potencia x: lo que
hace al número 10 tan atrayente es
nuestra obsesión por los diez dedos. El
número que se eleva a la potencia x
recibe el nombre de base del logaritmo.
Podemos calcular el logaritmo de un
número en una base distinta de 10; si,
por ejemplo, queremos calcular el
logaritmo de 128 en base 2 en lugar de
la base 10, tendremos que resolver un
problema distinto: hallar un número x tal
q u e 2x = 128. Si nuestra calculadora
tuviera una tecla «log en base 2», la
pulsaríamos y obtendríamos 7 como
respuesta, ya que tenemos que elevar 2 a
la séptima potencia para obtener 128:
27 = 128.
Lo que Gauss descubrió es que para
contar los números primos se pueden
usar los logaritmos en base e, un número
especial que, hasta la duodécima cifra
decimal, vale 2,718 281 828 459…
(igual que π, este número tiene una
expresión decimal infinita y no
periódica). En matemáticas e resulta ser
tan importante como π, y hace su
aparición en cualquier rincón del mundo
matemático. Por esta razón, los
logaritmos en base e reciben el nombre
de logaritmos «naturales».
La tabla que Gauss había construido
a los quince años lo llevó a formular la
siguiente hipótesis: para los números
comprendidos entre 1 y N, cada log(N)
números se dará en promedio uno que
será primo (donde log(N) indica el
logaritmo de N en base e). En
consecuencia, podía estimar que la
cantidad de números primos
comprendidos entre 1 y N es
aproximadamente N/log(N). Gauss no
afirmaba que ello le diera por arte de
magia una fórmula exacta para calcular
cuántos números primos hay entre 1 y N;
sólo que parecía proporcionar una
óptima estimación aproximada.
Su filosofía era similar a la que
había aplicado para calcular el
reencuentro con Ceres: aquel método
astronómico proporcionaba una buena
previsión para la observación de una
pequeña región del espacio, sobre la
base de los datos disponibles, de modo
que Gauss adoptó la misma actitud al
analizar los números primos. Para
generaciones de matemáticos, el hecho
de intentar prever la posición exacta de
un número primo respecto del anterior e
idear fórmulas que generen números
primos se había convertido en una
obsesión. Al evitar fijar su atención en
el detalle insignificante de establecer
qué números eran o no primos, Gauss
había identificado una especie de orden.
Si en lugar de preguntarnos qué números
son primos, damos un paso atrás y nos
planteamos la cuestión más amplia de
cuántos números primos hay menores
que un millón aparece una notable
regularidad.
Gauss había introducido una
importante modificación psicológica en
la observación de los números primos.
Era como si las generaciones anteriores
hubieran escuchado una nota de la
música de los números primos cada vez,
sin conseguir oír la composición
completa. Al concentrarse en la cantidad
de números primos que se localizan
cada vez que contamos cifras más altas,
Gauss descubrió una nueva forma de
escuchar el tema principal.
Siguiendo el ejemplo de Gauss, se
ha convertido en práctica habitual
indicar la cantidad de números primos
comprendidos entre 1 y N con el
símbolo π(N) (que no tiene nada que ver
con el número π). Fue muy
desafortunado que adoptara un símbolo
que recuerda la circunferencia y el
número 3,1415… Para evitar malas
interpretaciones, pensémoslo sólo como
una nueva tecla de nuestra calculadora,
escribamos el número N y pulsemos la
tecla π(N) para que la calculadora nos
revele el número de primos menores o
iguales que N. Por ejemplo, π(100) = 25
es el número de primos no mayores que
100, y π(1.000) = 168.
Observemos que también podemos
utilizar esta nueva tecla «cuentaprimos»
para identificar con precisión la
posición de un número primo. Si
tecleamos 100 y pulsamos nuestra tecla
para contar los números primos entre 1 y
100, obtendremos 25. Si ahora
tecleamos el número 101 la respuesta
aumentará en una unidad y obtendremos
26, lo cual significa que 101 es un nuevo
número primo. Es decir, cada vez que
hay diferencia entre π(N) y π(N + 1)
sabremos que N + 1 ha de ser un nuevo
número primo.
Para ilustrar hasta qué punto es
sorprendente la regularidad que
descubrió Gauss, podemos observar un
gráfico de la función π(N). Veamos el
aspecto de la gráfica de π(N) para
valores de N entre 1 y 100:
La escalinata de los números primos. La
gráfica representa las cantidades
acumuladas de números primos que hay
contando desde 1 hasta 100.

A esta pequeña escala, el resultado


de la gráfica es una escalinata
caprichosa, en la que es difícil prever
cuánto habrá que esperar antes de
encontrar el siguiente escalón. Con estas
dimensiones todavía conseguimos ver
los pequeños detalles de los números
primos, las notas individuales.
Demos ahora un paso atrás y
observemos la gráfica de la misma
función cuando N toma valores
comprendidos en un intervalo mucho
mayor. Contemos, por ejemplo, los
números primos hasta 100.000:

La escalinata de los números primos en


el intervalo que va de 1 a 100.000.

Cada escalón particular se vuelve


insignificante y podemos observar la
tendencia general de esta función: un
ascenso lento y regular. Este era el gran
tema que había oído Gauss y que era
capaz de imitar utilizando la función
logarítmica.
La revelación del crecimiento
regular de la gráfica, a pesar de la
extrema impredecibilidad de los
números primos, es uno de los hechos
más milagrosos de las matemáticas y
supone uno de los hitos de la historia de
los números primos. En la última página
de su libro de logaritmos, Gauss anotó
el descubrimiento de su fórmula para
conocer la cantidad de números primos
comprendidos entre 1 y N en términos de
la función logarítmica. Sin embargo, y a
pesar de la importancia del
descubrimiento, Gauss no le contó a
nadie lo que había encontrado. Lo único
que el mundo supo de la revelación que
Gauss había tenido fueron estas
enigmáticas palabras: «No os podéis
imaginar cuánta poesía hay en una tabla
de logaritmos».
El porqué de la discreción de Gauss
sobre un asunto de tanta importancia
permanece envuelto en el misterio. Es
cierto que únicamente había identificado
los primeros indicios de una conexión
entre números primos y logaritmos.
Sabía que no poseía absolutamente
ninguna explicación ni demostración del
motivo por el que esas dos entidades
tenían algo en común. No había certeza
de que aquel patrón no pudiera
desaparecer de repente al considerar
valores de N aún mayores. En cualquier
caso la renuencia de Gauss a anunciar
resultados no demostrados supuso un
punto de inflexión en la historia de las
matemáticas. Si bien los antiguos
griegos habían introducido la idea de la
importancia de la demostración como
componente del proceso matemático,
antes de la época de Gauss los
matemáticos se interesaban mucho más
por la especulación científica sobre su
disciplina. Si las matemáticas
funcionaban, no se preocupaban
demasiado de justificar de forma
rigurosa por qué lo hacían. Las
matemáticas seguían siendo el
instrumento de las demás ciencias.
Al poner el acento sobre el valor de
la demostración, Gauss rompió con el
pasado. Para él, el objetivo principal de
las matemáticas era ofrecer
demostraciones, y tal regla sigue siendo
fundamental hasta hoy. Sin una
demostración, para Gauss, el
descubrimiento de la conexión entre
logaritmos y números primos no tenía
ningún valor. La libertad de acción que
suponía para él el apoyo financiero del
duque de Brunswick le permitía ser muy
selectivo, casi darse el lujo de cierta
complacencia. Su motivación primaria
no estaba en la fama ni en el
reconocimiento sino en la comprensión
personal de la disciplina que amaba. En
su sello llevaba el lema Pauca sed
matura [«poco pero maduro»]. Hasta
que hubiera alcanzado la plena madurez,
un resultado no pasaba de ser un mero
apunte en su diario o un garabato en la
contraportada de su tabla de logaritmos.
Para Gauss, la matemática era una
búsqueda personal: llegó a proteger las
notas de su diario con un lenguaje
cifrado. La interpretación de algunas de
esas notas es fácil, por ejemplo, el 10 de
julio de 1796 escribió la famosa
exclamación de Arquímedes,
«¡Eureka!», seguida por la ecuación
núm = ∆ + ∆ + ∆, para representar su
descubrimiento de que todo número
puede expresarse como suma de tres
números triangulares —1, 3, 6, 10, 15,
21, 28, …—, es decir, los números cuya
fórmula había ideado Gauss en sus años
escolares. Por ejemplo: 50 = 1 + 21 +
28. Sin embargo otras de sus notas
permanecen en un absoluto misterio:
nadie ha conseguido entender lo que se
esconde tras el escrito de Gauss del 11
de octubre de 1796: «Vicimus GEGAN».
En opinión de algunos, la falta de
difusión de los descubrimientos de
Gauss ha provocado un retraso de medio
siglo en el desarrollo de las
matemáticas: si Gauss se hubiera
preocupado de explicar la mitad de lo
que había descubierto y no hubiera sido
tan críptico en sus explicaciones, quizá
las matemáticas habrían avanzado más
rápidamente.
Algunos mantienen que Gauss se
reservó sus resultados porque la
Academia de París había rechazado su
gran tratado de la teoría de los números:
l a s Disquisitiones arithmeticae,
juzgándolo oscuro y denso. Ofendido
por el rechazo, para protegerse de más
humillaciones decidió no considerar
siquiera la posibilidad de publicar algo
antes de que todas las piezas del
rompecabezas matemático encajaran a la
perfección. Una de las causas de que las
Disquisitiones arithmeticae no
recibieran el aplauso inmediato es que
Gauss se mantuvo críptico incluso en las
obras a las que dio publicidad. Sostuvo
siempre que las matemáticas eran como
una obra arquitectónica: un arquitecto
jamás dejará los andamios para que la
gente vea cómo se construyó el edificio.
Desde luego, esta filosofía no ayudó a
los matemáticos en su comprensión de la
obra de Gauss.
Pero había otras razones por las que
París no fuese tan receptiva como podía
esperarse con las ideas de Gauss. A
finales del siglo XVIII, en París más que
en cualquier otro sitio, las matemáticas
estaban consagradas a satisfacer las
demandas de un Estado cada vez más
industrializado. La revolución de 1789 y
sus consecuencias confirmaron a
Napoleón la necesidad de una enseñanza
centralizada de la ingeniería militar.
Respondió a tal necesidad con la
militarización de la École
Polytechnique. «El progreso y el
perfeccionamiento de las matemáticas
están íntimamente vinculados con la
prosperidad del Estado», declaró
Napoleón. De esta forma, las
matemáticas francesas quedaron, a partir
de 1805, consagradas a la resolución de
problemas de balística e hidráulica.
Pero a pesar del énfasis que ponía en las
necesidades prácticas del Estado, París
ensalzaba aún a algunos de los
matemáticos puros más eminentes de
Europa.
Una de las mayores autoridades
parisienses era Adrien-Marie Legendre,
veinticinco años mayor que Gauss. Los
retratos de Legendre nos muestran el
rostro redondo y regordete de un
gentilhombre de aspecto engreído. Al
contrario que Gauss, Legendre procedía
de una familia rica, pero había perdido
su patrimonio durante la Revolución y
no había tenido más remedio que utilizar
sus propias capacidades matemáticas
para ganarse la vida. También estaba
interesado en la teoría de los números, y
en 1798, con seis años de retraso sobre
los cálculos del jovencísimo Gauss,
anunció el descubrimiento de un nexo
experimental entre números primos y
logaritmos.
Aunque más tarde se probó la
precedencia de Gauss en el
descubrimiento, Legendre perfeccionó la
estimación sobre el número de primos
comprendidos entre 1 y N. Gauss había
supuesto que los números primos
comprendidos entre 1 y N eran
aproximadamente N/log(N). Aunque su
fórmula proporcionaba una buena
aproximación, se comprobó que se
alejaba progresivamente de los datos
reales a medida que aumentaba el valor
d e N. Vemos a continuación una
comparación entre la estimación juvenil
de Gauss (la curva inferior del diagrama
siguiente) y el número efectivo de
números primos (la curva superior):

Comparación entre la estimación de


Gauss y el número efectivo de números
primos.

Esta gráfica revela que, aunque


ciertamente Gauss había descubierto
algo, todavía quedaba espacio para la
mejora.
Legendre sustituyó la aproximación
dada de N/log(N) por la fórmula

introduciendo así una pequeña


corrección que conseguía elevar la
curva de Gauss, acercándola a la de la
distribución real de los números primos.
Con los valores de estas funciones
susceptibles de ser calculados en
aquella época, era imposible distinguir
la gráfica de π(N) de la correspondiente
a la estimación de Legendre. Éste,
centrado en su preocupación principal
de hallar aplicaciones prácticas de las
matemáticas, era mucho menos reacio a
arriesgarse y a aventurar alguna
hipótesis sobre la relación entre
números primos y logaritmos. No era
persona que temiera poner en
circulación ideas no demostradas,
incluso demostraciones con lagunas. En
1808 publicó su hipótesis sobre los
números primos en un libro titulado
Théorie des nombres.
La controversia sobre quién había
sido el primero en descubrir la conexión
entre los números primos y los
logaritmos provocó una agria disputa
entre Legendre y Gauss. No se limitaba
a la cuestión de los números primos:
Legendre afirmaba que también había
sido él el primero en descubrir el
método de Gauss para determinar el
movimiento de Ceres. Ocurría con gran
frecuencia que, si Legendre afirmaba
haber descubierto una nueva verdad
matemática, Gauss lo rebatía afirmando
que ya había saqueado tal tesoro. En una
carta escrita el 30 de julio de 1806 a una
colega astrónomo llamado Schumacher,
Gauss comentaba: «Parece como si yo
estuviese destinado a coincidir con
Legendre en casi todos mis trabajos
teóricos».
Durante toda su vida, Gauss fue
demasiado orgulloso como para meterse
en guerras abiertas sobre la precedencia
de sus descubrimientos. Cuando, tras su
muerte, se estudiaron sus notas y su
correspondencia, quedó claro que la
razón estaba invariablemente de su
parte. Sólo en 1849 el mundo supo que
Gauss había ganado a Legendre en el
descubrimiento de la relación entre
números primos y logaritmos, un
descubrimiento que él reveló a su
colega, el matemático y astrónomo
Johann Encke, en una carta escrita la
Nochebuena de aquel año.
Teniendo en cuenta los datos
disponibles al principio del siglo XIX, la
función de Legendre proporcionaba,
respecto de la fórmula de Gauss, una
aproximación mucho mejor del número
de primos menores o iguales que N.
Pero la presencia de un término de
corrección tan feo como 1,08366 indujo
a los matemáticos a pensar que tenía que
existir un método mejor, más natural,
para describir el comportamiento de los
números primos.
Desde luego, números feos como
éste seguramente son muy comunes en
otras ciencias, pero es extraordinaria la
frecuencia con la cual el mundo
matemático opta por la formulación más
elegante posible. Como veremos, la
hipótesis de Riemann puede tomarse
como ejemplo de una filosofía muy
difundida entre los matemáticos: ante la
alternativa de un mundo feo y otro bello,
la naturaleza elige siempre el segundo.
Es motivo de asombro para la mayoría
de los matemáticos que las matemáticas
deban ser así, y explica por qué a
menudo les entusiasma la belleza de su
disciplina.
Por este motivo, no nos sorprende
que, en los últimos años de su vida,
Gauss perfeccionara su estimación del
número de primos, llegando a una
fórmula todavía más precisa, que
además era mucho más bella. En la
misma carta que escribió a Encke en
Nochebuena, Gauss explica cómo había
encontrado una forma de hacerlo mejor
que Legendre: había vuelto a sus
primeras investigaciones sobre los
números primos, las que había hecho de
joven. Había calculado que la cuarta
parte de los números comprendidos
entre 1 y 100 eran primos, pero cuando
consideraba los números comprendidos
entre 1 y 1.000, la probabilidad de que
uno de ellos fuera primo descendía a 1
entre 6: Gauss comprendió que a medida
que ascendía en la cuenta disminuía la
probabilidad de que un número fuera
primo.
De esta forma, Gauss formó en su
mente una imagen de cómo la naturaleza
podía haber decidido qué números
estaban destinados a ser primos y cuáles
no. Ya que su distribución parecía tan
aleatoria, ¿no podría ser que lanzar una
moneda al aire fuera un buen modelo
para la elección de números primos? ¿Y
si realmente la naturaleza hubiera
lanzado una moneda (cara, número
primo, cruz no)? Podríamos ahora,
pensó Gauss, trucar la moneda de forma
que el resultado no fuera «cara» en la
mitad de los casos, sino con una
probabilidad parecida a 1/log(N). Así,
la probabilidad de que el número
1.000.000 fuera primo debería ser
1/log(1.000.000), que es próximo a
1/15. Las posibilidades de que un
númer o N sea primo disminuyen al
crecer N, ya que disminuye el valor de
1/log(N), es decir, la probabilidad de
que el resultado del lanzamiento sea
«cara».
Se trata de una pura especulación, ya
que 1.000.000, igual que cualquier otro
número, o es primo o no lo es, y el
lanzamiento de una moneda no podrá
nunca modificar este hecho. Aunque su
modelo conceptual no servía para
predecir si un número era primo, Gauss
descubrió que era muy eficaz para hacer
previsiones sobre la cuestión mucho
menos específica de cuántos números
primos se espera encontrar a medida que
los contamos. Lo utilizó pues para
estimar la cantidad de números primos
que deberíamos encontrar tras lanzar la
moneda de los números primos N veces.
Con una moneda normal, que cae en cara
con probabilidad y, el número de caras
debería ser 1/2 N. Pero con la moneda
de los números primos la probabilidad
disminuye a cada lanzamiento. El
modelo de Gauss prevé que la cantidad
de números primos menores o iguales
que N sea

En realidad, Gauss fue un paso más


allá para crear una función que llamó
logaritmo integral y que se indica como
Li(N). La formulación de esta nueva
función se basaba en una ligera
variación de la anterior suma de
probabilidades y resultó increíblemente
precisa.
Cuando Gauss, ya con más de setenta
años, escribió a Encke, había construido
tablas de números primos hasta
3.000.000: «Con mucha frecuencia yo
utilizaba un cuarto de hora de
inactividad para revisar otra chilíada
[intervalo de mil números] a la
búsqueda de números primos». La
estimación de los números primos
inferiores a 3.000.000 que hizo mediante
su logaritmo integral Li(N) se desviaba
apenas siete centésimas del uno por
ciento de la realidad. Legendre había
logrado manipular su fea fórmula de
forma que igualara a π(N) para valores
relativamente pequeños de N; por esta
razón, con los datos disponibles en la
época, parecía que su fórmula fuera
superior. Cuando se empezaron a
confeccionar tablas más extensas, se
descubrió que la estimación de Legendre
resultaba mucho menos precisa para los
números primos mayores que
10.000.000. Un profesor de la
Universidad de Praga, Jakub Kulik,
dedicó veinte años de su vida
exclusivamente a la confección de tablas
de números primos hasta 100.000.000.
Los ocho volúmenes de esta obra
faraónica, completada en 1863, nunca se
publicaron, pero quedaron custodiados
en los archivos de la Academia de
Ciencias de Viena. A pesar de que el
segundo volumen se perdió, aquellas
tablas eran ya suficientes para revelar
que el método de Gauss, basado en la
función Li(N), se mostraba una vez más
superior al de Legendre. Las tablas
modernas muestran hasta qué punto fue
mejor la intuición de Gauss. Por
ejemplo, su estimación de los números
primos menores que 1016 (es decir,
10.000.000.000.000.000) se aparta del
valor correcto en apenas una
diezmillonésima del uno por ciento,
mientras que con la estimación de
Legendre está cerca de la décima parte
del uno por ciento. El análisis teórico de
Gauss había triunfado sobre los intentos
de Legendre de manipular su fórmula
para que coincidiera con los datos
disponibles.
Gauss observó una curiosa
característica en su propio método. A
partir de lo que sabía sobre los números
primos menores que 3.000.000 podía
ver que la función Li(N) parecía
sobreestimar la cantidad de números
primos. Supuso entonces que siempre
sería así; y, ¿quién pondría en duda la
intuición de Gauss ahora que las
modernas comprobaciones numéricas la
confirman hasta 1016? Indudablemente,
cualquier experimento que diera el
mismo resultado 1016 veces se
consideraría muy convincente en casi
todos los laboratorios; pero no en el de
un matemático. Una vez más, una de las
hipótesis de Gauss se reveló errónea.
Pero a pesar de que hoy los matemáticos
han demostrado que, antes o después,
π(N) tomará valores mayores que Li(N),
nadie lo ha visto suceder nunca, ya que
todavía no estamos en situación de
poder llegar suficientemente lejos con
los cálculos.
La comparación entre las gráficas de
π(N) y de Li(N) muestra tal
concordancia que es casi imposible
distinguirlas por un largo trecho. Sin
embargo, debo subrayar que si se
observa con una lente de aumento una
porción cualquiera de esta imagen, la
diferencia entre las funciones se hace
evidente. La gráfica de π(N) se parece a
una escalinata, mientras que la de Li(N)
es una curva lisa, sin saltos bruscos.
Gauss había mostrado las pruebas de
la existencia de la moneda que la
naturaleza había lanzado para elegir los
números primos. Se trataba de una
moneda hecha de manera que un número
N tenía una probabilidad de 1 entre
log(N) de ser primo. Pero a Gauss
todavía le faltaba un método para
predecir el resultado preciso de los
lanzamientos. Serían necesarias las
capacidades de penetración de una
generación entera de matemáticos para
descubrirlo.
Al cambiar su perspectiva, Gauss
había percibido un patrón en los primos:
su hipótesis fue llamada conjetura de los
números primos. Para conseguir el
trofeo de Gauss, los matemáticos tenían
que demostrar que el porcentaje de error
que separa el logaritmo integral de la
verdadera cantidad de números primos
se reduce siempre conforme se va
contando. Gauss había visto aquella
cumbre remota, pero quedaba para las
futuras generaciones el deber de obtener
una demostración, de revelar el sendero
para alcanzarla o, en caso contrario, de
desenmascarar el carácter ilusorio del
nexo.
Muchos atribuyen a la aparición de
Ceres la responsabilidad de haber
distraído a Gauss del intento de
demostrar por su cuenta la Conjetura de
los números primos. La fama inmediata
que alcanzó con sólo veinticuatro años
lo dirigió hacia la astronomía. En 1806,
cuando su mecenas, el duque Ferdinand,
fue asesinado por Napoleón, Gauss tuvo
que buscar otro empleo para alimentar a
su familia. A pesar de las propuestas de
la Academia de San Petersburgo, que
estaba buscando un sucesor para Euler,
decidió aceptar el puesto de director del
Observatorio de Gotinga, una pequeña
ciudad universitaria de la Baja Sajonia.
Dedicó su tiempo a seguir el rastro de
otros asteroides en el cielo nocturno y a
realizar reconocimientos topográficos
para los gobiernos de Hannover y
Dinamarca, pero nunca dejó de pensar
en las matemáticas: mientras trazaba los
mapas de las montañas de Hannover,
meditaba sobre el axioma euclidiano de
las rectas paralelas, y de vuelta al
observatorio continuaba ampliando su
tabla de números primos.
Gauss había oído el primer gran
tema de la música de los números
primos, pero sería uno de sus pocos
discípulos, Riemann, quien revelaría la
verdadera fuerza de los armónicos que
se escondían bajo la cacofonía de los
números primos.
3
EL ESPEJO MATEMÁTICO
IMAGINARIO DE RIEMANN

¿No lo oís, no lo veis? Sólo yo


oigo esta melodía que tan
maravillosa y gentil…
RICHARD WAGNER
Tristán e Isolda (Acto III,
escena III)

En 1809, Wilhelm von Humbold se


convirtió en ministro de instrucción de
Prusia, en Alemania septentrional. En
una carta de 1816 a Goethe, escribió:
«Aquí me he ocupado mucho de ciencia,
pero he sentido profundamente el poder
que la antigüedad siempre ha ejercido
en mí. Lo nuevo me disgusta…».
Humboldt promovió un movimiento de
alejamiento de la ciencia como medio
para conseguir objetivos prácticos y
favoreció un retorno a la más clásica
tradición de la búsqueda del
conocimiento por el conocimiento
mismo. Los programas de estudios
anteriores se habían orientado a
producir funcionarios públicos para
mayor gloria de Prusia; a partir de ahora
se pondría el énfasis en una instrucción
al servicio de las necesidades del
individuo, más que del Estado.
En su papel de pensador y de
funcionario, Humbold puso en marcha
una revolución que habría de tener
efectos de largo alcance. En toda Prusia
y en el estado colindante de Hannover se
crearon nuevas escuelas secundarias,
llamadas Gymnasien. A la larga, los
maestros de esas escuelas ya no serían
miembros del clero, como sucedía en el
viejo sistema educativo, sino
licenciados de las nuevas universidades
y politécnicos que iban surgiendo en
aquel período.
La joya de la corona era la
Universidad de Berlín, fundada en 1810,
durante la ocupación francesa:
Humboldt la definía como «la madre de
todas las universidades modernas».
Instalada en lo que antes había sido el
palacio del príncipe Enrique de Prusia,
en la gran avenida Unter den Linden, la
Universidad promovió por vez primera
la investigación a la vez que la
enseñanza: «La enseñanza universitaria
no sólo hace posible una comprensión
de la unidad de la ciencia sino también
su avance», declaró Humbold. Pese a su
pasión por el mundo antiguo, fue bajo su
guía que la universidad se abrió a
nuevas disciplinas junto a las clásicas
facultades de leyes, medicina, filosofía y
teología.
El estudio de las matemáticas
constituyó por vez primera una parte
importante del currículum de los nuevos
Gymnasien y universidades: se animaba
a los estudiantes a estudiar las
matemáticas por sí mismas, y no
simplemente como una disciplina al
servicio de las demás ciencias. Todo
ello contrastaba fuertemente con las
reformas educativas que Napoleón había
introducido, consistentes en la
explotación de las matemáticas para la
expansión de los horizontes militares
franceses. En 1830, Carl Jacobi, uno de
los profesores de Berlín, escribió a
Legendre en París sobre el matemático
francés Joseph Fourier, que había
reprochado a la escuela alemana de
pensamiento su ignorancia de los
problemas más prácticos:

Ciertamente, Fourier opinaba


que el objetivo principal de las
matemáticas es la utilidad
pública y la explicación de los
fenómenos naturales; pero un
filósofo como él debería haber
sabido que el único objetivo de
la ciencia es honrar el espíritu
humano, y que desde este punto
de vista un problema de teoría
de los números es tan digno
como un problema sobre el
sistema del mundo.

Para Napoleón, la educación


destruiría finalmente las arcanas reglas
del Antiguo Régimen. Su reconocimiento
de la educación como la espina dorsal
sobre la que había que construir la
nueva Francia llevó a la creación de
algunos de los institutos parisienses que
todavía hoy mantienen su fama. Tales
institutos no sólo eran meritocráticos, es
decir, podían seguir sus cursos
estudiantes de cualquier clase social,
sino que su filosofía didáctica ponía
gran énfasis en una educación y una
ciencia al servicio de la sociedad. En
1794, uno de los representantes
regionales del gobierno revolucionario
escribió a un profesor de matemáticas
para recomendarle que impartiera un
curso de «aritmética republicana»:
«Ciudadano: la revolución no sólo
mejora nuestros principios morales y
allana el camino para nuestra felicidad y
para la de las generaciones futuras, sino
que desata las cadenas que frenan el
progreso científico».
La actitud de Humboldt respecto de
las matemáticas era muy distinta de la
filosofía utilitaria que prevalecía al otro
lado de la frontera. El efecto
emancipador de la revolución didáctica
en Alemania estaba destinado a tener un
gran impacto sobre la comprensión por
parte de los matemáticos de muchos
aspectos de su campo. Les permitiría
desarrollar un nuevo lenguaje
matemático, más abstracto. En
particular, revolucionaría el estudio de
los números primos.
Una ciudad que se benefició de las
iniciativas de Humboldt fue Luneburgo,
en Hannover. Luneburgo, que había sido
un importante centro comercial, estaba
en decadencia; sus amplias avenidas
adoquinadas ya no vibraban con la
actividad de la que habían sido testigos
en los siglos anteriores. Pero en 1829 se
erigió un nuevo edificio entre los altos
campanarios de las tres iglesias góticas
de Luneburgo: el Gymnasium
Johanneum.
Pocos años más tarde, hacia 1840, la
nueva escuela había prosperado. Su
director, Schmalfuss, era un defensor
entusiasta de los ideales humanísticos
propugnados por Humboldt. Su
biblioteca reflejaba sus ideas ilustradas:
no sólo albergaba los clásicos y las
obras de los escritores alemanes
modernos, sino también volúmenes
provenientes de lugares lejanos. En
concreto, Schmalfuss consiguió algunos
libros procedentes de París, motor de la
actividad intelectual europea en la
primera mitad del siglo.
Schmalfuss acababa de admitir un
nuevo alumno en el Gymnasium
Johanneum: Bernhard Riemann. Riemann
era un joven muy tímido y tenía grandes
dificultades para hacer amigos. Había
estudiado en el Gymnasium de la ciudad
de Hannover, donde se alojaba en casa
de su abuela, pero al morir ésta había
tenido que trasladarse a Luneburgo,
donde estaba a pensión en casa de uno
de los profesores. Ingresar en la escuela
cuando todos los demás habían ya
establecido sus lazos de amistad no le
facilitó la vida a Riemann: sufría una
desesperada añoranza de su casa y los
demás estudiantes le tomaban el pelo.
Habría preferido volver a pie a la lejana
casa de su padre en Quickborn antes que
quedarse jugando con sus compañeros.
El padre de Riemann, pastor en
Quickborn, tenía grandes expectativas
sobre su hijo. Por esto, aunque fuera
infeliz en la escuela, Bernhard se
empleaba a fondo y estudiaba
concienzudamente para no defraudarlo,
pero tenía que luchar contra un
perfeccionismo obsesivo.
Frecuentemente, su incapacidad para
entregar a tiempo sus deberes
descorazonaba a los profesores. Era
incapaz de entregar un trabajo que no
fuera perfecto: no podía soportar la
indignidad de obtener una nota inferior a
la máxima. Sus profesores empezaron a
dudar de que Riemann llegara a superar
los exámenes finales.
Fue Schmalfuss quien ideó una
manera de desarrollar a aquel jovencito
y sacar provecho de su perfeccionismo.
Schmalfuss había observado enseguida
las extraordinarias capacidades
matemáticas de Riemann y estaba
ansioso por estimular sus habilidades
escolares: le dio libre acceso a su
biblioteca, con la excelente colección de
libros de matemáticas que contenía; allí,
el jovencito podía huir de las presiones
sociales de sus compañeros de clase. La
biblioteca abrió a Riemann un mundo
nuevo, un lugar donde se sintió como en
su casa, dueño de la situación: de
repente se encontró con un mundo
matemático perfecto, idealizado, un
nuevo mundo al que las demostraciones
impedían hundirse y en el cual los
números se convertían en sus amigos.
El impulso que Humboldt dio a la
enseñanza para apartarse de las ciencias
como instrumento práctico y abrazar una
concepción estética del conocimiento
impregnó las aulas escolares de
Schmalfuss. Apartó a Riemann de la
lectura de textos matemáticos llenos de
fórmulas y reglas cuya finalidad era la
de satisfacer las demandas de un mundo
industrial en expansión, y lo dirigió
hacia los clásicos de Euclides,
Arquímedes y Apolonio. Con su
geometría, los antiguos griegos buscaban
la comprensión de una estructura
abstracta hecha con puntos y líneas; no
les obsesionaban las fórmulas que se
escondían detrás de los conceptos
matemáticos. Cuando Schmalfuss dio a
Riemann un texto más moderno, el
tratado de geometría analítica de
Descartes —un libro lleno de
ecuaciones y de fórmulas— el maestro
se dio cuenta de que el método que se
desarrollaba en el libro no era del
agrado de un Riemann cada vez más
interesado en una matemática
conceptual: «Ya en aquel tiempo era un
matemático en posesión de medios ante
los cuales un maestro se sentía pobre»,
recordó más tarde Schmalfuss en una
carta a un amigo.
Uno de los libros que había en las
estanterías de la biblioteca de
Schmalfuss era un volumen de
matemáticas contemporáneas que el
maestro había comprado en Francia.
Publicado en 1808, la Théorie des
nombres de Adrien-Marie Legendre era
el primer texto en registrar la
observación de un extraño nexo entre la
función que permitía contar los números
primos en un intervalo dado y la función
logarítmica. Tal nexo, descubierto por
Gauss y Legendre, se basaba únicamente
en indicios experimentales: no estaba en
absoluto claro si, suponiendo que
continuáramos contando, la función de
Gauss o la de Legendre continuarían
aproximándose al verdadero número de
primos.
A pesar del grosor del volumen —
859 páginas de gran formato—, Riemann
lo devoró, y apenas seis días más tarde,
lo devolvió al profesor diciendo: «Es un
libro maravilloso: me lo sé de
memoria». Schmalfuss no lo creyó pero,
cuando dos años más tarde, durante los
exámenes finales, preguntó a Riemann
sobre el contenido del libro, el
estudiante respondió impecablemente.
Aquel episodio supuso el principio de la
carrera de uno de los gigantes de las
matemáticas modernas. Gracias a
Legendre, en la mente del joven
Riemann se plantó una semilla que años
más tarde terminaría por dar frutos
espectaculares.
Una vez superados los exámenes
finales, Riemann estaba ansioso por
inscribirse en una de las nuevas
universidades que, con gran energía,
estaban pilotando la revolución
didáctica en Alemania. Sin embargo, su
padre tenía otras ideas: la familia de
Riemann era pobre y su padre esperaba
que Bernhard siguiera sus pasos y
entrara a formar parte de la Iglesia. Una
vida eclesiástica le habría supuesto unos
ingresos regulares con los que mantener
a sus hermanas. La única universidad
del reino de Hannover donde se
enseñaba teología no era una de aquellas
nuevas instituciones, sino la Universidad
de Gotinga, fundada más de un siglo
antes, en 1734. Por esa razón, para
satisfacer los deseos de su padre,
Riemann tomó el camino de la húmeda y
fría ciudad de Gotinga.
Gotinga reposa plácidamente entre
las suaves colinas de la Baja Sajonia.
Su núcleo central es una ciudadela
medieval circundada de antiguas
murallas: esa es la Gotinga que Riemann
conoció y que todavía hoy conserva
mucho de su carácter original, las
callejuelas serpenteaban entre casas de
madera y tejados rojos. Los hermanos
Grimm escribieron muchos de sus
cuentos en Gotinga, y no es difícil
imaginarse a Hansel y Gretel corriendo
por sus calles. En el centro se levanta el
edificio medieval del Ayuntamiento,
sobre cuyos muros campea el lema: «No
hay vida fuera de Gotinga». Para los que
estaban en la universidad, ésa era
ciertamente la sensación: la vida
académica era autosuficiente. Aunque la
teología había dominado los primeros
años de la universidad, los vientos de
cambio académico que soplaban en
Alemania habían estimulado los estudios
científicos también en Gotinga. Cuando
Gauss fue nombrado profesor de
Astronomía y director del observatorio
de la ciudad, en 1807, era más la ciencia
que la teología lo que estaba haciendo
famosa a Gotinga.
El fuego matemático que el profesor
Schmalfuss había encendido en el joven
Riemann aún ardía vigorosamente. El
deseo paterno de que estudiara teología
lo había conducido a Gotinga, pero fue
la influencia del gran Gauss y de la
tradición científica lo que lo marcó
durante aquel primer año. Fue sólo una
cuestión de tiempo el que las clases de
griego y de latín dejaran paso a las
tentaciones de los cursos de física y de
matemáticas. Con inquietud, Riemann
escribió a su padre dándole a entender
que desearía cambiarse de teología a
matemáticas. La aprobación paterna lo
significaba todo para Riemann. Recibió
su bendición con alivio, e
inmediatamente se sumergió en la vida
científica de la universidad.
Para un joven dotado de su talento,
Gotinga pronto empezó a parecer
pequeña. En un año, Riemann había
agotado los recursos que tenía a su
disposición. Gauss, ya anciano, se había
alejado un tanto de la vida intelectual de
la universidad: desde 1828 sólo había
pasado una noche lejos del
observatorio, donde vivía. En la
universidad se limitaba a impartir clases
de astronomía, en concreto sobre el
método que lo había hecho famoso
muchos años antes, cuando había
reencontrado a Ceres, el planeta
«perdido». Riemann tendría que buscar
en otra parte los estímulos que
necesitaba para dar un paso más en su
desarrollo: se dio cuenta de que Berlín
era el lugar donde sonaba más fuerte el
murmullo de la actividad intelectual.
Los prestigiosos institutos franceses
de investigación creados por Napoleón,
como la Ecole Polytechnique, tuvieron
una gran influencia sobre la Universidad
de Berlín que, después de todo, se había
fundado durante la ocupación francesa.
Uno de los embajadores científicos más
importantes fue un brillante matemático
llamado Peter Gustav Lejeune-Dirichlet.
Había nacido en Alemania en 1805,
pero su familia era de origen francés. En
1822, el regreso a las raíces lo condujo
a París, donde pasó cinco años
impregnándose de la actividad
intelectual que florecía en las
academias. Alexander von Humboldt,
hermano de Wilhelm y científico
aficionado, coincidió con Dirichlet
durante sus viajes y quedó tan
impresionado que le buscó un empleo en
Alemania. Dirichlet tenía un espíritu
más bien rebelde: quizá la atmósfera de
las calles de París le había desarrollado
el gusto por retar a la autoridad. En
Berlín, disfrutó ignorando algunas de las
tradiciones anticuadas que habían
impuesto las autoridades universitarias,
bastante retrógradas, y a menudo se
mofaba de sus peticiones para demostrar
su dominio del latín.
Gotinga y Berlín ofrecían ambientes
distintos a los nuevos matemáticos como
Riemann. Gotinga tenía a gala su
independencia y aislamiento; raramente
se celebraban seminarios que
impartieran personajes procedentes de
más allá de las murallas de la ciudad. La
universidad era autosuficiente y
producía ciencia a partir de su
combustible interno. En cambio, Berlín
prosperaba gracias a los estímulos de
más allá de sus fronteras: las ideas
procedentes de Francia se
entremezclaban con el innovador
enfoque alemán de la filosofía natural
para crear un nuevo y prometedor
cóctel. Los distintos climas de Gotinga y
Berlín se adaptan a distintos tipos de
matemáticos. Algunos no hubieran
avanzado nunca sin entrar en contacto
con las nuevas ideas que provenían del
extranjero, mientras que el éxito de otros
matemáticos se puede imputar a un
aislamiento que los obligaba a encontrar
una fuerza interior y, con ella, nuevos
lenguajes y formas de pensar. En lo
referente a Riemann, sus conquistas
matemáticas fueron fruto del contacto
con la abundancia de nuevas ideas que
flotaban en el aire, y él era consciente
de que Berlín era precisamente el lugar
donde tenía que estar.
Riemann se trasladó a Berlín en
1847 y vivió dos años en la ciudad.
Durante su estancia consiguió estudiar
los papeles de Gauss que no había
podido conseguir directamente del
reservado maestro en Gotinga. Asistió a
las clases de Dirichlet, quien
rápidamente adoptó una parte de los
sensacionales descubrimientos de
Riemann sobre los números primos. Era
opinión general que Dirichlet tenía la
capacidad de insuflar la inspiración a
todo aquel que lo escuchaba. Un
matemático que asistió a sus clases lo
describía así:

Dirichlet es insuperable en
cuanto a riqueza de materiales y
capacidad de penetración. … Se
sienta a su alto escritorio de cara
a nosotros, se sube las gafas
hasta la frente, toma su cabeza
entre las manos y… de entre
ellas surge un cálculo imaginario
que nos lee en voz alta, y que
nosotros comprendemos como si
también fuésemos capaces de
verlo. Me gusta mucho esta
forma de enseñar.

En los seminarios de Dirichlet,


Riemann trabó amistad con varios
jóvenes investigadores que, como él,
ardían de pasión por las matemáticas.
Pero en Berlín había también otras
fuerzas que se agitaban. Desde las calles
de París, la revolución de 1848 que
acabó con la monarquía francesa se
difundió por gran parte de Europa, y
alcanzó las calles de Berlín cuando
Riemann estaba allí estudiando. Según
el relato de sus contemporáneos,
aquellos acontecimientos produjeron un
profundo impacto sobre él. En una de las
pocas ocasiones de su vida en las que se
unió a los que estaban a su alrededor en
algo que fuera más allá del estricto nivel
intelectual, Riemann se unió a los
estudiantes que defendían al rey en su
palacio de Berlín. Se cuenta que se
mantuvo en su puesto en las barricadas
durante dieciséis horas seguidas.
Sin embargo, la respuesta de
Riemann a la revolución matemática que
venía de París no fue la de un
reaccionario. Berlín no sólo importaba
de París la propaganda política, sino
también muchas de las revistas y
publicaciones que salían de las
academias: Riemann recibía los
volúmenes más recientes de la influyente
revista francesa Comptes rendus y se
encerraba en su habitación para estudiar
los artículos del matemático
revolucionario Augustin-Louis Cauchy.
Cauchy, que había nacido pocas
semanas después de la toma de la
Bastilla, era hijo de la Revolución.
Desnutrido a causa de las carencias
alimenticias de aquellos años, desde
joven el frágil Cauchy prefirió ejercitar
la mente en lugar del cuerpo. Siguiendo
la moda consagrada por la época, el
mundo de las matemáticas fue su refugio.
Un matemático amigo de su padre,
Lagrange, reconoció el talento precoz
del joven. Comentó a un conocido:
«¿Veis a aquel jovencito? Bien, ¡como
matemático nos superará a todos!».
Tuvo también un buen consejo para el
padre de Cauchy: «Haced que no toque
un libro de matemáticas hasta que
cumpla diecisiete años». En su lugar
sugirió estimular las capacidades
literarias del joven, para que cuando
volviera a las matemáticas estuviera en
condiciones de expresarse por escrito
con su propia voz y con la que hubiera
adquirido en los libros de la época.
Se demostró que se trataba de un
consejo certero: Cauchy desarrolló una
voz nueva que, una vez abiertas las
compuertas que lo protegían del mundo
exterior, fue imposible frenar. La
producción de Cauchy creció hasta
hacerse tan importante que la revista
Comptes rendus tuvo que imponer un
límite de páginas para los artículos
publicados, un límite al que todavía hoy
se ciñe estrictamente. El nuevo lenguaje
matemático de Cauchy era demasiado
difícil para algunos de sus
contemporáneos; en 1826 el matemático
noruego Niels Henrik Abel escribió:
«Cauchy está loco… Lo que hace es
excelente, pero confuso. Al principio no
entendía prácticamente nada; ahora
consigo discernir una parte con mayor
claridad». Abel continuaba haciendo
notar que, de todos los matemáticos de
París, Cauchy era el único que hacía
«matemáticas puras» mientras que los
demás «se dedicaban exclusivamente al
magnetismo y a otros temas físicos… Él
es el único que sabe cómo se debería
hacer matemática».
Cauchy tuvo problemas con las
autoridades parisienses por haber
alejado a los estudiantes de las
aplicaciones prácticas de las
matemáticas. El director de la Ecole
Polytechnique, donde Cauchy enseñaba,
le escribió criticando su obsesión por la
matemática abstracta: «Es opinión de
muchas personas que se está exagerando
claramente con la enseñanza de las
matemáticas puras en la Ecole y que una
tan inmotivada extravagancia es dañina
para las demás disciplinas». No hay, por
tanto, motivos para extrañarse de que la
obra de Cauchy fuera tan apreciada por
el joven Riemann.
Aquellas nuevas ideas eran tan
emocionantes que Riemann se convirtió
casi en un recluso. Durante el tiempo
que dedicó a estudiar la producción
matemática de Cauchy desapareció
completamente de la vista de sus
colegas. Reapareció unas semanas más
tarde declarando: «Esta es una nueva
matemática». Lo que había captado la
imaginación de Cauchy y de Riemann
era el poder emergente de los números
imaginarios.

LOS NÚMEROS
IMAGINARIOS: UN NUEVO
PANORAMA MATEMÁTICO

La raíz cuadrada de −1, el elemento


base de los números imaginarios, parece
una contradicción en los términos.
Algunos opinan que el hecho de admitir
la posibilidad de que tal número exista
es lo que separa a los matemáticos de
todos los demás. Es necesario un salto
creativo para ganarse el acceso a esta
pequeña porción del mundo matemático.
A primera vista se tiene la impresión de
que no tiene nada que ver con el mundo
físico: éste parece estar construido
sobre números cuyo cuadrado es
siempre un número positivo. Sin
embargo, los números imaginarios son
más que un simple juego abstracto: son
ellos los que guardan la llave que da
acceso al mundo de las partículas
subatómicas del siglo XX. En una escala
mayor, los aviones no habrían alzado
jamás el vuelo si los ingenieros no
hubieran emprendido un viaje al mundo
de los números imaginarios. Este nuevo
mundo ofrece una flexibilidad que se
niega a los que permanecen atados a los
números ordinarios.
La historia del descubrimiento de
esos nuevos números empieza con la
necesidad de resolver simples
ecuaciones. Tal como ya sabían los
babilonios y los egipcios, si, por
ejemplo, queremos dividir siete
pescados entre tres personas, en la
ecuación aparecerán números
fraccionarios: 1/2, 1/3, 2/3, 1/4,
etcétera. En el siglo VI a. C. los griegos,
al estudiar la geometría del triángulo,
descubrieron que a veces estas
fracciones eran incapaces de expresar la
longitud de los lados de un triángulo. El
teorema de Pitágoras los obligó a
inventar nuevos números que no podían
escribirse como simples fracciones. Por
ejemplo, Pitágoras podía tomar un
triángulo rectángulo con ambos catetos
de longitud unitaria; su famoso teorema
le decía entonces que la hipotenusa tenía
una longitud x, donde x es una solución
de la ecuación x2 = 12 + 12 = 2. Dicho
de otra forma: la longitud de la
hipotenusa era igual a la raíz cuadrada
de 2.
Las fracciones son los números cuya
expresión decimal tiene un patrón que se
repite, por ejemplo 1/7 = 0,142 857 142
857…, o bien 1/4 = 0,250 000 000… En
contraste, los griegos pudieron
demostrar que la raíz cuadrada de 2 no
es igual a una fracción: por más que
avancemos en el cálculo de la expresión
decimal de la raíz cuadrada de 2, nunca
se estabilizará con un patrón repetitivo
como los que hemos visto. La raíz
cuadrada de 2 empieza con 1,414 213
562… En los años en los que Riemann
estuvo en Gotinga era frecuente que
dedicara sus horas libres a calcular un
número cada vez mayor de estos
decimales. Su récord fue de treinta y
ocho decimales, una empresa no
precisamente fácil sin un calculador,
pero quizá también un buen indicio de lo
aburrida que debía ser la vida nocturna
en Gotinga y lo esquivo de la
personalidad de Riemann, que se
entregaba a esa extraña distracción. En
todo caso, Riemann sabía que por más
que avanzara en sus cálculos nunca
podría escribir el número completo o
descubrir un patrón repetitivo.
Para describir la imposibilidad de
expresar aquellos números de otra forma
que como la solución de ecuaciones del
t i p o x2 = 2, los matemáticos los
bautizaron como números irracionales.
El nombre reflejaba la incapacidad de
los matemáticos de escribirlos de forma
exacta. A pesar de todo, los números
irracionales conservaban un significado
real, ya que se podían ver como puntos
marcados sobre una regla, o sobre lo
que los matemáticos llaman recta
numérica. La raíz cuadrada de 2, por
ejemplo, es un punto que se encuentra en
alguna parte entre 1,4 y 1,5. Si se
construyese un triángulo rectángulo
pitagórico con sus dos catetos de una
unidad de longitud, entonces podríamos
determinar la posición exacta de este
número irracional apoyando la
hipotenusa del triángulo sobre la regla y
marcando el punto correspondiente a su
longitud.

Los números reales. Cada número


fraccionario, negativo o irracional se
representa como un punto sobre la recta
numérica.

Los números negativos se


descubrieron de forma similar, al
intentar resolver simples ecuaciones
como x + 3 = 1. Los matemáticos indios
propusieron estos nuevos números en el
siglo VII d. C. Los números negativos se
crearon para responder a las exigencias
de un mundo financiero en expansión, ya
que eran útiles para representar los
débitos. Tuvo que pasar otro milenio
antes de que los matemáticos europeos
se decidieran a admitir la existencia de
tales «números ficticios», como les
llamaban. Los números negativos
ocuparon su lugar sobre la recta
numérica en el lugar que se extendía a la
izquierda del cero.
Los números irracionales y los
números negativos nos permiten
resolver diversos tipos de ecuaciones.
La ecuación de Fermat x3 + y3 = z3 tiene
soluciones interesantes si uno no se
obstina en pretender, como había hecho
Fermat, que x, y y z sean números
enteros. Por ejemplo, podríamos elegir
x = 1 e y = 1, colocar z igual a la raíz
cúbica de 2, y la ecuación estaría
resuelta. Sin embargo, quedaban otras
ecuaciones que no se podían resolver
recurriendo a los números de la recta
numérica.
Parecía que ninguno de los números
existentes daba una solución de la
ecuación x2 = −1. Al fin y al cabo, si
elevamos al cuadrado un número, ya sea
positivo o negativo, el resultado siempre
es positivo; por ello, un número que
satisfaga una ecuación así no podrá ser
un número ordinario. Pero los griegos
habían imaginado un número como la
raíz cuadrada de 2, a pesar de no poder
escribirlo en forma de fracción, y los
matemáticos comenzaron a entender que
podían hacer un salto análogo con su
imaginación y crear un nuevo número
para resolver la ecuación x2 = −1.
Semejante salto creativo supone uno de
los retos conceptuales que deben
afrontar todos los que estudian
matemáticas. El nuevo número, la raíz
cuadrada de menos uno, se definió como
número imaginario y se le asignó el
símbolo «i». Por contraste, los
matemáticos empezaron a llamar
números reales a los que se encontraban
sobre la recta numérica.
El crear aparentemente de la nada
una solución para esta ecuación parece
un engaño: ¿por qué no aceptar que la
ecuación no tiene soluciones? Esa es una
posible forma de proceder, pero a los
matemáticos nos gusta ser más
optimistas: una vez aceptada la idea de
la existencia de un número que
efectivamente resuelve la ecuación, las
ventajas del salto creativo efectuado
superan con creces cualquier
incomodidad inicial. Una vez que se le
ha asignado un nombre, su existencia
parece inevitable; ya no da la sensación
de tratarse de un número creado
artificialmente, sino más bien parece
como si siempre hubiera estado ahí y
hubiera pasado desapercibido hasta que
nos planteamos la pregunta oportuna.
Los matemáticos del siglo XVIII fueron
reacios a aceptar la existencia de
números de este tipo, pero los
matemáticos del siglo XIX tuvieron la
valentía de creer en nuevas formas de
pensar que ponían en cuestión las ideas
comúnmente aceptadas sobre lo que
constituía el canon matemático oficial.
Francamente, la raíz cuadrada de −1
es tan abstracta como la raíz cuadrada
de 2. Ambas se definen como soluciones
de ecuaciones. ¿Significa esto que los
matemáticos deberían empezar a crear
nuevos números para cada nueva
ecuación que aparezca? ¿Y si
quisiéramos las soluciones de una
ecuación como x4 = −1? ¿Tendríamos
que usar cada vez más letras para
intentar dar un nombre a todas esas
nuevas ecuaciones? Hubo un cierto
alivio cuando Gauss demostró en 1799
que no hacían falta más números nuevos:
usando el número i, la raíz cuadrada de
−1, los matemáticos podían resolver
cualquier ecuación que se les pusiera
por delante. Cada ecuación tenía una
solución que consistía en una
combinación de los habituales números
reales —es decir, las fracciones y los
números irracionales— y de este nuevo
número, i.
La clave de la demostración de
Gauss era la extensión de la imagen que
ya teníamos de los números habituales
como puntos situados sobre la recta
numérica: una línea recta que va de este
a oeste en la que cada uno de sus puntos
representa un número. Estos números
eran los números reales, que eran
familiares a los matemáticos desde los
tiempos de los antiguos griegos. Pero en
la recta no había sitio para aquel nuevo
número imaginario, la raíz cuadrada de
−1. Por esta razón, Gauss se preguntó
qué sucedería si se introdujera una
nueva dirección, si para representar i se
usara un punto situado por encima de la
recta numérica, a una unidad de
distancia. Todos los nuevos números
necesarios para resolver ecuaciones
eran combinaciones de i y de números
habituales, por ejemplo, 1 + 2i. Gauss
comprendió que cada punto situado
sobre este mapa bidimensional
correspondía a cualquier número
posible. Los números imaginarios se
convertían, simplemente, en
coordenadas sobre el mapa. El número
1 + 2i se representaba por el punto que
se alcanzaba recorriendo una unidad
hacia el este y dos unidades hacia el
norte.
Gauss interpretaba estos números
como coordenadas para moverse en su
mapa del mundo imaginario. Sumar dos
números imaginarios: A + Bi y C + Di,
significaba seguir dos pares de
coordenadas, uno tras otro. Por ejemplo,
si sumamos 6 + 3i y 1 + 2i, eso nos
llevará a la posición 7 + 5i (véase la
siguiente gráfica).
Cómo sumar dos números imaginarios:
siguiendo sus direcciones.

A pesar de tratarse de una


representación muy eficaz, Gauss tuvo
que mantener escondido su mapa del
mundo imaginario. Una vez construida la
demostración, retiró los andamios
gráficos de manera que no quedara
ningún rastro de su visión. Era
consciente de que, en aquella época, en
matemáticas se miraban las gráficas con
cierta sospecha. El predominio de la
tradición francesa durante la juventud de
Gauss implicaba que el camino
preferido para ingresar en el mundo
matemático era el lenguaje de las
fórmulas y de las ecuaciones, lenguaje
que encajaba a la perfección con el
enfoque utilitario de la disciplina. Había
también otras razones para tal aversión
hacia los números imaginarios.
Durante muchos siglos, los
matemáticos habían creído que las
representaciones gráficas tenían el
poder de provocar errores. Al fin y al
cabo, el lenguaje de las matemáticas
había sido introducido para domesticar
el mundo físico. En el siglo XVII,
Descartes había intentado reducir el
estudio de la geometría a simples
aserciones sobre números y ecuaciones:
«Las percepciones sensoriales son
engaños de los sentidos», era su lema.
Riemann había aprendido a detestar este
menosprecio de la representación física
cuando leía a Descartes en la
comodidad de la biblioteca de
Schmalfuss.
En los albores del siglo XIX, los
matemáticos estaban escaldados debido
a una demostración gráfica equivocada
que describía la relación entre el
número de ángulos, aristas y caras de
los sólidos geométricos: Euler había
avanzado la hipótesis de que, si un
poliedro tiene V vértices, A aristas y C
caras, entonces los números V, A y C
tienen que satisfacer la relación
V − A + C = 2; un cubo, por ejemplo,
tiene 8 vértices, 12 aristas y 6 caras. En
1811, el mismo joven Cauchy había
elaborado una «demostración» de la
fórmula que se basaba en una intuición
visual, pero quedó desacreditada cuando
se mostró un sólido que no obedecía a la
fórmula: un cubo con un agujero en el
centro.
La «demostración» había olvidado
el hecho de que un sólido puede tener
agujeros. Por esta razón era necesario
introducir en la fórmula un elemento
añadido que tuviera en cuenta el número
de agujeros presentes en un sólido. Al
haber sido engañado por el poder de las
imágenes de esconder perspectivas que
al principio no resultan evidentes,
Cauchy se refugió en la seguridad que
parecían dar las fórmulas. Una de las
revoluciones que provocó fue la
creación de un nuevo lenguaje que
permitió a los matemáticos analizar
rigurosamente el concepto de simetría
sin tener que recurrir a figuras.
Gauss sabía que su mapa secreto de
los números imaginarios hubiera estado
mal visto por los matemáticos de finales
del siglo XVIII, y por ello lo excluyó de
su demostración. Los números eran
entidades para ser sumadas y
multiplicadas, no para ser dibujadas.
Tuvieron que pasar unos cuarenta años
antes de que Gauss se decidiera a
desvelar el andamiaje gráfico que había
usado en su tesis doctoral.

UN MUNDO MÁS ALLÁ DEL


ESPEJO
Incluso sin el mapa de Gauss,
Cauchy y otros matemáticos habían
empezado a explorar lo que sucede si se
extiende el concepto de función a ese
nuevo mundo de números imaginarios en
lugar de limitarse a los números reales.
Para su sorpresa, los números
imaginarios inauguraban nuevas
relaciones entre partes del mundo
matemático aparentemente
independientes.
Una función es como un programa de
ordenador en el cual se introduce un
número, se hacen unos cálculos y el
resultado es un nuevo número. La
función puede definirse por medio de
una simple ecuación como x2 + 1.
Cuando se le inserta un número, por
ejemplo 2, la función calcula 22 + 1, y
da 5 como resultado. Otras funciones
son más complicadas: Gauss estaba
interesado en las funciones que contaban
la cantidad de números primos. Si
introducimos un número x en una función
así, nos dirá cuántos números primos
hay que sean menores o iguales a x.
Gauss había decidido darle a esta
función el nombre de π(x). Su gráfica es
una escalera ascendente, como vimos en
la página 85. Cada vez que el número
que insertamos en la función π(x) es un
número primo, el valor numérico que
ésta nos da como resultado sube un
peldaño en la escalinata. Por ejemplo,
cuando x va de 4,9 a 5,1, el número de
primos aumenta pasando de dos a tres
para registrar el nuevo número primo: 5.
Los matemáticos observaron
enseguida que en algunas funciones,
como la que viene dada por la ecuación
x2 + 1, se podían insertar números
imaginarios lo mismo que números
reales. Por ejemplo, si insertamos x = 2i
en la función obtendremos (2i)2 + 1 =
−4 + 1 = −3. En la generación de Euler
se empezaron a introducir números
imaginarios en las funciones. Ya en
1748, en una de sus excursiones más allá
del espejo, Euler se había topado con
extrañas conexiones entre fragmentos
separados de las matemáticas. Euler
sabía que cuando se insertaban números
reales x en la función 2x, se obtenía una
gráfica que ascendía con rapidez. Pero
cuando intentó insertar números
imaginarios en la función, el resultado
que obtuvo fue bastante inesperado; en
lugar de una gráfica que crecía
exponencialmente vio aparecer ondas
del tipo que asociamos, por poner un
ejemplo, a los sonidos. La función que
produce tal tipo de ondas se llama
función seno. La imagen de la función
seno es una curva familiar que se repite
cíclicamente, de manera que cada 360
grados vemos reaparecer la misma
forma. Actualmente la función seno se
utiliza en una gran cantidad de cálculos
prácticos: por ejemplo, puede usarse
para calcular la altura de un edificio
midiendo ángulos desde el suelo. Fue la
generación de Euler la que descubrió
que estas ondas sinusoidales eran
también la clave para reproducir
sonidos musicales; una nota pura como
el la que da un diapasón que se usa para
afinar un piano se puede representar
mediante una onda sinusoidal.
Euler insertó números imaginarios
en la función 2x. Para su sorpresa, lo que
apareció fueron las ondas
correspondientes a una determinada nota
musical. Euler demostró que las
características de cada nota individual
dependían de las coordenadas del
número imaginario correspondiente.
Cuanto más al norte se encuentra un
número, tanto más alta es la nota a él
asociada. Cuanto más al este se
encuentra, tanto mayor es la intensidad
de la nota. El descubrimiento de Euler
era el primer indicio del hecho de que
los números imaginarios podían abrir
caminos nuevos e insospechados en el
paisaje matemático. Siguiendo a Euler,
los matemáticos empezaron a
aventurarse en las tierras recién
descubiertas de los números
imaginarios. La búsqueda de nuevas
relaciones se revelaría contagiosa.
Riemann volvió a Gotinga en 1849
para completar su tesis doctoral y
someterla a la consideración de Gauss.
Era el año en que Gauss escribió a su
amigo Encke a propósito de la relación
que había descubierto de joven entre
números primos y logaritmos. Aunque es
posible que Gauss discutiera su
descubrimiento con miembros de la
facultad de Gotinga, Riemann todavía no
se preocupaba por los números primos:
estaba completamente concentrado en la
nueva matemática que venía de París,
ansioso por explorar el extraño mundo
de funciones alimentadas con números
imaginarios que estaba surgiendo.
Cauchy se había puesto a la labor de
transformar en una disciplina rigurosa
los primeros pasos inciertos de Euler en
aquel nuevo territorio. Pero si los
franceses eran maestros en ecuaciones y
manipulación de fórmulas, Riemann
estaba preparado para capitalizar el
retorno de la didáctica alemana a una
concepción del mundo más abstracta. En
noviembre de 1851 sus ideas ya habían
tomado forma, y presentó su tesis en la
facultad de Gotinga. Como era de
esperar, las ideas de Riemann
impresionaron gratamente a Gauss. Éste
recibió aquella tesis doctoral como el
signo evidente «de una mente creativa,
activa, genuinamente matemática, y de
una originalidad magníficamente fértil».
Riemann, escribió a su padre,
ansioso de explicarle sus progresos:
«Creo haber mejorado mis expectativas
con la tesis. Espero también aprender
ahora a escribir más rápido y con mayor
fluidez, sobre todo si me inserto en la
sociedad». Pero la vida académica de
Gotinga no se podía comparar con la
excitante vida de Berlín. La universidad
era muy cerrada, provinciana, y a
Riemann le faltaba seguridad en sí
mismo para entrar en conflicto con la
vieja jerarquía intelectual. Había menos
estudiantes en Gotinga con quienes
pudiera relacionarse; era sospechoso
para los demás y nunca se encontraba
realmente a gusto en ese ambiente
social. «Ha hecho aquí las cosas más
extrañas sólo porque está convencido de
que nadie lo soporta», escribió su
contemporáneo Richard Dedekind.
Riemann era hipocondríaco y una
persona propensa a sufrir crisis
depresivas. Escondía su rostro tras la
seguridad de una barba negra cada vez
más tupida. Estaba muy preocupado por
su situación económica, ya que su
supervivencia dependía de los inciertos
honorarios de media docena de alumnos
particulares. La sobrecarga de trabajo
que ello suponía, junto a la presión de la
indigencia, le produjo una breve crisis
nerviosa en 1854. Pero su humor se
iluminaba cada vez que Dirichlet, el
campeón de la tradición matemática, se
presentaba de visita en Gotinga.
Un profesor de esta universidad con
quien Riemann consiguió trabar amistad
fue el eminente físico Wilhelm Weber.
Weber había colaborado con Gauss en
numerosos proyectos durante el tiempo
que pasaron juntos en Gotinga. Se
convirtieron en un Sherlock Holmes y un
doctor Watson de la ciencia, con Gauss
proporcionando las bases teóricas y
Weber poniéndolas en práctica. Uno de
sus inventos más famosos fue la
aplicación del electromagnetismo para
la comunicación a distancia.
Consiguieron establecer una línea
telegráfica entre el observatorio de
Gauss y el laboratorio de Weber a
través de la cual se intercambiaban
mensajes.
Mientras que para Gauss aquel
invento era una simple curiosidad,
Weber se dio cuenta claramente del
alcance de aquel descubrimiento:
«Cuando el globo terráqueo esté
cubierto de una red de caminos de hierro
y de hilos telegráficos», escribió, «esa
red prestará servicios comparables a los
del sistema nervioso en el cuerpo
humano, en parte como medio de
transporte, en parte como medio para la
propagación de ideas y sensaciones a la
velocidad del rayo». La rápida difusión
del telégrafo, además de la posterior
aplicación a la seguridad informática de
la calculadora de reloj inventada por
Gauss, hacen de Gauss y Weber los
abuelos del comercio electrónico y de
Internet. La ciudad de Gotinga ha
inmortalizado su colaboración con una
estatua que los representa juntos.
Un huésped de Weber en Gotinga
nos lo representa con la típica imagen
del científico un poco loco: «Un tipo
curioso que habla con voz estridente,
desagradable y vacilante. Tartamudea
sin parar; no se puede hacer otra cosa
que escucharle. A veces ríe sin ninguna
razón, y uno lamenta no poder unirse a
él». Weber era algo más rebelde que
Gauss: había sido uno de los «siete de
Gotinga», profesores expulsados
temporalmente de la universidad por
haber protestado contra el gobierno
arbitrario del rey de Hannover. Tras
haber terminado su tesis, Riemann fue
asistente de Weber durante algún
tiempo. Durante este aprendizaje cortejó
a la hija de Weber, pero sus avances no
fueron correspondidos.
En 1854 Riemann escribió a su
padre: «Gauss está seriamente enfermo y
los médicos temen su muerte inminente».
Temía que Gauss muriera antes de que
superara su examen de habilitación, que
era indispensable para convertirse en
docente de una universidad alemana.
Afortunadamente Gauss vivió lo
suficiente como para escuchar las ideas
de Riemann sobre la geometría y sus
relaciones con la física que habían
germinado durante la etapa de trabajo
con Weber. Riemann estaba convencido
de que se podían contestar todas las
preguntas fundamentales de la física
usando únicamente las matemáticas.
Muchos consideran la teoría de la
geometría de Riemann como una de sus
más significativas contribuciones
científicas, y llegaría a ser uno de los
ejes fundamentales de la plataforma
sobre la que Einstein lanzó su
revolución científica a principios del
siglo XX.
Gauss murió un año más tarde. Pero
si el hombre se había marchado, sus
ideas tendrían ocupados a los
matemáticos durante las siguientes
generaciones. La hipótesis que dejó tras
de sí sobre el nexo entre los números
primos y la función logarítmica, daría
mucho que pensar a las generaciones
posteriores. Los astrónomos lo
inmortalizaron en el firmamento
bautizando un asteroide con el nombre
de Gaussia, y en la colección de
anatomía de la Universidad de Gotinga
todavía se puede observar el cerebro de
Gauss conservado para la eternidad, del
que se afirma que es más rico en
circunvoluciones que cualquier otro
cerebro diseccionado con anterioridad.
Dirichlet, a cuyas clases había
asistido Riemann en Berlín, fue
nombrado titular de la cátedra que
Gauss dejó vacante. Llevó a Gotinga una
parte de la vivaz actividad intelectual
que Riemann había añorado tanto desde
su estancia berlinesa. Un matemático
inglés describió la impresión que tuvo
de Dirichlet al visitarlo en Gotinga por
aquella época: «Es un hombre más bien
alto, de aspecto enjuto, con bigote y
barba que empiezan a volverse grises…
su voz es algo estridente y está más bien
sordo: todavía era temprano, no se había
lavado ni afeitado, llevaba su
schlafrock [bata], las zapatillas, una
taza de café y un cigarro». A pesar de
esta apariencia bohemia, en su interior
ardía un deseo de rigor y un amor por
las demostraciones sin igual en su
época. Carl Jacobi, coetáneo suyo y
colega en Berlín, escribió al primer
protector de Dirichlet, Alexander von
Humboldt, que «sólo Dirichlet, ni yo ni
Cauchy ni Gauss, sabe qué es una
demostración perfectamente rigurosa,
mientras que nosotros sólo lo
aprendemos de él. Cuando Gauss dice
haber demostrado algo, pienso que muy
probablemente sea cierto; cuando lo
dice Cauchy, está al cincuenta por
ciento; cuando lo dice Dirichlet, se trata
de una certeza».
La llegada de Dirichlet a Gotinga
sacudió el tejido social de la ciudad. Su
mujer Rebecka era hermana del
compositor Félix Mendelssohn. Rebecka
detestaba el soporífero ambiente social
de Gotinga y organizó muchas
recepciones para intentar recrear la
atmósfera de los salones berlineses que
había tenido que abandonar.
La actitud menos formal de Dirichlet
hacia la jerarquía académica supuso
para Riemann la posibilidad de discutir
abiertamente de matemáticas con el
nuevo profesor. Desde su vuelta a
Gotinga desde Berlín, Riemann estaba
más bien aislado. A causa de la
personalidad austera del anciano Gauss
y de su propia timidez, había discutido
poco con el gran maestro. En cambio,
las formas relajadas de Dirichlet fueron
perfectas para Riemann quien, en una
atmósfera más favorable a la discusión,
empezó a abrirse. Riemann escribió a su
padre sobre su nuevo mentor: «A la
mañana siguiente Dirichlet estuvo
conmigo durante dos horas. Leyó toda
mi tesis y estuvo muy amable conmigo,
cosa que no me esperaba, dada la gran
diferencia de rango entre nosotros».
Por su parte, Dirichlet apreciaba la
modestia de Riemann y reconocía la
originalidad de su trabajo. En alguna
ocasión incluso consiguió sacarlo de la
biblioteca y salir con él a pasear por la
campiña de los alrededores de Gotinga.
Casi en tono de excusa, Riemann
escribió a su padre que aquellas fugas
de las matemáticas le eran más útiles
desde el punto de vista científico que si
se hubiese quedado en casa consultando
sus libros. Fue durante una de las
discusiones mantenidas caminando por
los bosques de la Baja Sajonia cuando
Dirichlet inspiró el paso siguiente de
Riemann, que vendría a inaugurar una
perspectiva completamente nueva sobre
los números primos.

LA FUNCIÓN ZETA: EL
DIÁLOGO ENTRE MÚSICA Y
MATEMÁTICA

Durante los años que pasó en París


antes de 1830, Dirichlet quedó
fascinado con el gran tratado juvenil de
Gauss, las Disquisitiones arithmeticae.
Por más que supusiera el inicio de la
teoría de los números como disciplina
independiente, se trataba de un libro
difícil y muchos no conseguían penetrar
en el estilo conciso que Gauss prefería.
De todas formas, Dirichlet estaba más
que feliz de batallar con aquella
sucesión ininterrumpida de párrafos
difíciles. Por la noche ponía el libro
bajo la almohada con la esperanza de
que a la mañana siguiente lo leído
tomara sentido de repente. El tratado de
Gauss había sido descrito como un
«libro de siete sellos» pero, gracias a
las fatigas y vigilias de Dirichlet, los
sellos se fueron rompiendo y los tesoros
guardados en su interior obtuvieron la
amplia difusión que merecían.
Dirichlet tenía un interés especial en
el reloj calculador de Gauss. Le
intrigaba particularmente una conjetura
formulada por Fermat: si tomamos una
calculadora de reloj con un cuadrante de
N horas y le introducimos los números
primos, entonces, había conjeturado
Fermat, el reloj señalaría la una un
número infinito de veces. Si, por
ejemplo, tomamos un reloj con un
cuadrante de cuatro horas, según la
conjetura de Fermat, hay infinitos
números primos que al dividirlos entre 4
dan de resto 1. La lista empieza con 5,
13, 17, 29 …
En 1838, a los treinta y tres años,
Dirichlet había dejado su propia marca
en la teoría de los números al demostrar
que la intuición de Fermat era correcta.
Lo consiguió mezclando ideas que
provenían de diversas áreas de las
matemáticas sin aparente relación entre
sí. En lugar de una argumentación
elemental como la que había permitido a
Euclides demostrar que existen infinitos
números primos, Dirichlet utilizó una
función sofisticada que había aparecido
en el circuito matemático por vez
primera en tiempos de Euler: se llamaba
función zeta, y se indicaba con la letra
griega La siguiente ecuación suministró
a Dirichlet la regla para calcular el
valor de la función zeta según el valor
de x:

Para continuar su cálculo, Dirichlet


tenía que efectuar tres pasos
matemáticos. Primero, calcular los
valores de las potencias 1x, 2x, 3x, …,
nx,… A continuación, tomar los inversos
de todos los números obtenidos en el
primer paso (el inverso de 2x es ).
Para terminar, sumar todos los
resultados obtenidos en el segundo paso.
Se trata de una receta complicada.
El hecho de que cada número 1, 2, 3, …
contribuya a la definición de zeta es un
indicio de la utilidad de la función zeta
para el estudioso de la teoría de los
números. La cruz de la moneda es que
nos las tenemos que ver con una suma
infinita de números. Pocos matemáticos
habrían podido prever hasta qué punto
tal función resultaría potente como
instrumento para el estudio de los
números primos. El descubrimiento tuvo
lugar casi por casualidad.
El origen del interés de los
matemáticos por esta suma infinita
procedía de la música, y se remontaba a
un descubrimiento realizado por los
antiguos griegos. En realidad, Pitágoras
había sido el primero en determinar el
nexo fundamental que liga matemáticas y
música. Había llenado de agua un
recipiente y lo había percutido con un
pequeño martillo para producir una nota.
Al retirar la mitad del agua y percutir de
nuevo el recipiente la nota había subido
una octava. Cada vez que retiraba agua
de manera que quedara un tercio, un
cuarto, y así sucesivamente, las notas
que se producían sonaban en su oído en
armonía con la primera nota que había
obtenido. Cualquier otra nota que se
obtuviera retirando del recipiente una
cantidad distinta de agua resultaba
disonante con respecto a la nota
original. Estas fracciones contenían una
belleza que podía ser escuchada. La
armonía que Pitágoras había descubierto
en los números 1, 1/2, 1/3, 1/4, … lo
indujo a creer que el universo entero
estaba controlado por la música, y por
esta razón acuñó la expresión «la
música de las esferas».
A partir del descubrimiento
pitagórico de un nexo aritmético entre
matemática y música, las características
estéticas y físicas de las dos disciplinas
siempre han estado próximas. En 1722,
el compositor barroco francés Jean-
Philippe Rameau escribió: «A pesar de
toda la experiencia que yo pueda haber
adquirido en la música por el hecho de
haberme asociado a ella desde hace
mucho tiempo, debo confesar que sólo
con la ayuda de las matemáticas se han
clarificado mis ideas». Euler intentó
hacer de la teoría musical «una parte de
las matemáticas y de deducir de forma
ordenada, a partir de principios
correctos, todo lo que pueda hacer
placentera una unión y una mezcla de
tonos». Euler opinaba que tras la belleza
de ciertas combinaciones de notas se
escondían los números primos.
Muchos matemáticos sienten una
atracción natural por la música: tras una
dura jornada de cálculos, a Euler le
gustaba relajarse tocando su
clavicémbalo. Los departamentos de
matemáticas nunca tienen grandes
problemas en organizar una orquesta
reclutada entre sus propias filas. Existe
un nexo numérico obvio entre los dos
campos, ya que ambos se basan en el
hecho de contar. Por citar la definición
de Leibniz: «la música es el placer que
siente la mente humana cuando cuenta
sin ser consciente de contar». Pero las
resonancias entre música y matemática
son aún más profundas.
Las matemáticas son una disciplina
estética, en la que continuamente se
habla de demostraciones magníficas y de
soluciones elegantes. Sólo quien posee
una sensibilidad estética especial
dispone de los medios para llegar a
descubrimientos matemáticos. El
relámpago de iluminación que anhelan
los matemáticos se parece al acto de
pulsar las teclas de un piano hasta que,
de pronto, aparece una combinación de
notas que contiene una armonía interna
que la hace diferente.
G. H. Hardy escribió que se
interesaba por las matemáticas «sólo
como arte creativo». Incluso para los
matemáticos franceses de las academias
napoleónicas, la emoción de hacer
matemáticas no procedía de sus
aplicaciones prácticas, sino de su íntima
belleza. Las experiencias estéticas que
se viven haciendo matemáticas o
escuchando música tienen mucho en
común. Igual que podemos escuchar
muchas veces una pieza musical para
descubrir nuevas sonoridades que antes
nos habían pasado desapercibidas, a
menudo también los matemáticos
obtienen placer de la relectura de una
demostración en la que se descubren
cada vez más los sutiles matices que le
confieren coherencia lógica. Hardy
pensaba que la auténtica verificación de
una buena demostración matemática
consistía en que «las ideas deben
combinarse de manera armónica. La
belleza es la primera verificación: no
hay espacio para las matemáticas feas».
Para Hardy, «una demostración
matemática debería parecerse a una
constelación simple y de contornos
delimitados, no a una Vía Láctea
dispersa».
Tanto las matemáticas como la
música utilizan un lenguaje técnico de
símbolos que nos permite expresar con
claridad lo que creamos o descubrimos.
La música es mucho más que las notas
blancas o las corcheas que bailan por
los pentagramas. Análogamente, los
símbolos matemáticos cobran vida sólo
cuando la mente los interpreta
matemáticamente.
Como descubrió Pitágoras,
matemática y música no sólo se
superponen en el domino estético. La
propia física de la música tiene sus
raíces en los fundamentos de las
matemáticas. Si soplamos sobre un
cuello de botella, podemos oír una nota.
Si soplamos más fuerte, y con un poco
de pericia, empezaremos a oír notas más
agudas: los armónicos superiores.
Cuando un músico toca una nota con su
instrumento, produce también una
infinidad de armónicos, igual que
nosotros cuando soplamos en el cuello
de una botella. Estos armónicos
suplementarios contribuyen a dar a cada
instrumento su timbre distintivo. Son las
características físicas de cada
instrumento particular las que hacen oír
diversas combinaciones de armónicos.
Más allá de la nota fundamental, el
clarinete produce sólo los armónicos
correspondientes a fracciones impares:
1/3, 1/5, 1/7, … Por otra parte la cuerda
de un violín, al vibrar, crea todos los
armónicos que Pitágoras produjo con su
recipiente: los correspondientes a las
fracciones 1/2, 1/3, 1/4, …
Teniendo en cuenta que el sonido de
una cuerda de violín que vibra es la
suma infinita de la nota fundamental y de
todos los armónicos posibles, los
matemáticos empezaron a interesarse
por la analogía matemática. La suma
infinita 1 + 1/2 + 1/3 + 1/4 + … recibió
el nombre de serie armónica. Esta suma
era, además, el resultado que obtenía
Euler cuando insertaba el valor x = 1 en
su función zeta. Aunque el valor de la
suma crece muy lentamente a medida
que vamos añadiendo nuevos términos,
desde finales del siglo XIV los
matemáticos sabían que al final tendería
al infinito de forma inexorable.
Por tanto, la función zeta debe dar un
resultado infinito cuando se introduce el
número x = 1. Pero si, en lugar de tomar
x = 1, Euler insertaba en la función un
número mayor, la suma ya no tendía al
infinito. Por ejemplo, tomando x = 2
habrá que sumar todos los cuadrados de
la serie armónica:
Éste es un número menor, ya que no
comprende todas las fracciones posibles
que forman la serie armónica cuando x
vale 1. Ahora estamos sumando sólo
algunas de las fracciones, y Euler sabía
que en este caso la suma no tendería al
infinito sino que volvería a un número
concreto. En aquella época, identificar
el valor numérico preciso al que tendía
la serie armónica para x = 2 se había
convertido en un reto formidable. La
mejor estimación rondaba 8/5. En 1735
Euler escribió: «Es tanto el trabajo
hecho sobre la serie que parece poco
probable que pueda aparecer nada
nuevo… También yo, a pesar de mis
repetidos esfuerzos, sólo he conseguido
obtener valores aproximados de sus
sumas».
No obstante, Euler, animado por sus
descubrimientos anteriores, empezó a
juguetear con esta suma infinita.
Haciéndola girar en todas las
direcciones posibles como si se tratara
de un cubo de Rubik, de repente se
encontró con la serie transformada.
Como los colores del cubo, los números
tomaron forma para componer un motivo
completamente distinto del original.
Continuaba Euler: «Ahora, sin embargo,
de forma totalmente inesperada, he
hallado una fórmula elegante que
depende de la cuadratura del círculo».
Dicho en términos modernos: había
encontrado una fórmula que dependía
del número π = 3,1415…
Con un análisis más bien temerario,
Euler había descubierto que aquella
suma infinita tendía al cuadrado de π
dividido entre 6:

La expresión decimal de , como


la de π, es completamente caótica e
impredecible. Todavía hoy el
descubrimiento hecho por Euler de este
orden escondido en el interior del
número sigue suponiendo uno de los
cálculos más fascinantes de todas las
matemáticas; en su época impactó en la
comunidad científica como un huracán.
Nadie había previsto la existencia de un
nexo entre la inocente suma 1 + 1/4 +
1/9 + 1/16 + … y el caótico número π.
El éxito obtenido indujo a Euler a
indagar, más tarde, sobre los poderes de
la función zeta. Sabía que si insertaba en
la función cualquier número mayor que
1, el resultado siempre sería un número
finito. Tras varios años de solitarios
estudios consiguió identificar los
valores producidos por la función zeta
para todos los números pares. Sin
embargo había algo insatisfactorio en la
función zeta. Siempre que Euler
insertaba un número menor que 1, fuera
el que fuera, en la fórmula que define la
función, el resultado que obtenía era
infinito. Por ejemplo, para x = −1 la
fórmula nos da la suma infinita 1 + 2 + 3
+ 4 + … La función sólo se comportaba
bien para los números mayores que 1.
El descubrimiento por parte de Euler
de la expresión de en términos de
simples fracciones fue la primera señal
de que la función zeta podría desvelar
nexos inesperados entre partes
aparentemente desemejantes del canon
matemático. El segundo nexo extraño
que Euler descubrió tenía que ver con
una sucesión de números aún más
imprevisible.

UNA REESCRITURA DE LA
HISTORIA GRIEGA DE LOS
NÚMEROS PRIMOS

Los números primos hicieron su


imprevista aparición en la historia de
Euler cuando éste intentaba apoyar su
inestable análisis de la expresión de
sobre sólidas bases matemáticas.
Mientras jugaba con las sumas infinitas
recordó un descubrimiento de los
antiguos griegos: todo número se puede
construir multiplicando números primos
entre sí. Entonces comprendió que
existía una forma alternativa de escribir
la función zeta: que se podía
descomponer cada término de la serie
armónica utilizando el conocimiento de
que cada número está constituido por los
mismos elementos básicos, y de que
tales elementos básicos son los números
primos. Así que escribió:

En lugar de expresar la serie


armónica como suma infinita de todas
las fracciones, Euler podía tomar sólo
las fracciones que contenían números
primos, como 1/2, 1/3, 1/5, 1/7, …, y
multiplicarlas entre sí. La expresión que
obtuvo, actualmente llamada producto
de Euler, ligaba los mundos de la suma
y de la multiplicación. En un lado de la
nueva ecuación aparecía la función zeta
y en el otro lado aparecían los números
primos:

A primera vista no tenemos la


impresión de que el producto de Euler
pueda ser de gran ayuda en nuestro
interés por comprender los números
primos. Después de todo, se trata
simplemente de una manera de expresar
algo que ya era conocido por los griegos
hace más de dos mil años. En efecto, el
mismo Euler no comprendió del todo el
alcance de su reescritura de esta
propiedad de los primos.
Hicieron falta cien años, además de
la capacidad de penetración de Dirichlet
y de Riemann, para reconocer el alcance
del producto de Euler. Dando vueltas a
aquella piedra preciosa y observándola
desde la perspectiva del siglo XIX,
apareció un nuevo horizonte matemático
que los antiguos griegos no habrían
podido ni siquiera imaginar. En Berlín,
Dirichlet quedó fascinado por la manera
en que Euler usaba la función zeta para
expresar una importante propiedad de
los números primos, una propiedad que
los griegos habían demostrado dos mil
años atrás. Cuando Euler insertaba el
número 1 en la función zeta, el resultado
de 1 + 1/2 + 1/3 + 1/4 + … tendía al
infinito. Entendió que esto sólo podía
suceder si existían infinitos números
primos. La clave para llegar a esta
conclusión fue el producto de Euler, que
relacionaba la función zeta con los
números primos. Aunque los antiguos
griegos habían demostrado muchos
siglos antes que existían infinitos
números primos, la inédita demostración
de Euler incorporaba conceptos
completamente distintos de los que
utilizó Euclides.
Expresar nociones familiares en un
nuevo lenguaje puede ser de gran ayuda
en muchas ocasiones: la reformulación
de Euler sugirió a Dirichlet el uso de la
función zeta para demostrar la
predicción de Fermat sobre la existencia
de infinitos números primos que darían
1 como resultado en una calculadora de
reloj. Las ideas de Euclides no habían
sido de ninguna utilidad para confirmar
la intuición de Fermat. La demostración
de Euler, en cambio, proporcionó a
Dirichlet la flexibilidad necesaria para
contar sólo los números primos que,
divididos por un número entero N,
daban de resto 1. Funcionó: Dirichlet
fue el primero en usar las ideas de Euler
de forma expresa para descubrir algo
nuevo sobre los números primos. Era un
enorme paso adelante en la comprensión
de estos números únicos, pero quedaría
un largo camino para alcanzar el Santo
Grial.
Cuando Dirichlet se trasladó a
Gotinga, la posibilidad de que su interés
por la función zeta se transmitiera a
Riemann fue una cuestión de tiempo. Es
probable que Dirichlet hablara con
Riemann sobre el poder de aquellas
sumas infinitas, pero la cabeza de
Riemann todavía estaba ocupada por el
extraño mundo de los números
imaginarios que había creado Cauchy.
Para él, la función zeta representaba
sólo otra función interesante en la que
podían insertarse números imaginarios
en lugar de los números reales con los
que trabajaban sus contemporáneos.
Un nuevo y extraño punto de vista
apareció ante los ojos de Riemann.
Cuantos más folios de cálculos llenaba
en su escritorio, mayor era su
excitación. Se encontró absorbido en un
túnel espacial que lo conducía desde el
mundo abstracto de las funciones
imaginarias al de los números primos.
Súbitamente empezaba a vislumbrar un
método que podía explicar por qué la
estimación de Gauss sobre la cantidad
de números primos se mantenía tan
precisa como Gauss había previsto.
Gracias al uso de la función zeta,
parecía que la clave para demostrar la
conjetura de Gauss sobre los números
primos estuviera al alcance de Riemann
y que transformaría la intuición de
Gauss en la demostración cierta que el
propio Gauss había anhelado. Los
matemáticos tendrían finalmente la
certeza de que la diferencia porcentual
entre el logaritmo integral y el número
efectivo de números primos se reducía a
medida que se iba contando. Pero los
descubrimientos de Riemann fueron
mucho más allá de esa simple idea: se
encontró observando los números
primos desde una perspectiva totalmente
nueva. De repente, la función zeta se
había puesto a tocar una música capaz
de desvelar los secretos de los números
primos.
El paralizante perfeccionismo que
había sufrido Riemann en su época de
aprendizaje casi le impidió poner por
escrito uno solo de sus descubrimientos.
Estaba influido por la insistencia de
Gauss sobre la necesidad de publicar
sólo demostraciones perfectas,
absolutamente libres de lagunas. A pesar
de ello, se sintió obligado a explicar y a
interpretar una parte de la nueva música
que oía. Acababan de llamarlo a la
Academia de Berlín, donde se
acostumbraba pedir a los nuevos
miembros la presentación de una
relación escrita de sus descubrimientos
recientes, lo que le obligó a asumir un
plazo improrrogable para la elaboración
de un ensayo sobre aquellas ideas
nuevas. Sería una manera apropiada de
mostrar a la Academia su gratitud por la
influencia y los consejos de Dirichlet y
por los dos años que había pasado en la
universidad como estudiante de
doctorado. Al fin y al cabo, Berlín era el
lugar donde por vez primera había
tenido conocimiento del poder que
tienen los números imaginarios para
abrir nuevos puntos de vista.
En noviembre de 1859 Riemann
publicó en las notas mensuales de la
Academia de Berlín un ensayo sobre sus
descubrimientos. Aquellas diez páginas
de densa matemática estaban destinadas
a ser las únicas que Riemann publicaría
sobre la cuestión de los números
primos, y a pesar de ello habrían de
tener un efecto fundamental sobre la
forma en que serían percibidos. La
función zeta proporcionó a Riemann un
espejo en el cual los números primos
aparecían transformados. Como en
Alicia en el país de las maravillas: a
través de la madriguera de un conejo, el
ensayo de Riemann absorbió en
torbellino a los matemáticos, desde el
mundo que les era familiar hasta un
territorio matemático nuevo y lleno de
sorpresas inesperadas. Cuando, en los
siguientes decenios, consiguieron hacer
balance de lo obtenido con aquella
nueva perspectiva, los matemáticos
comprendieron la inevitabilidad y la
genialidad de las ideas de Riemann.
Sin embargo y a pesar de sus
cualidades visionarias, aquel ensayo de
diez páginas era profundamente
frustrante. Como Gauss, Riemann
acostumbraba a borrar sus rastros al
escribir. El texto anuncia muchos
resultados tentadores que Riemann
afirma poder demostrar pero que, en su
opinión, no están totalmente a punto para
ser publicados. En cierto modo es casi
un milagro que escribiera su ensayo
sobre los números primos, dadas las
lagunas que contenía. Si hubiera
continuado aplazándolo, probablemente
habríamos sido privados de una
conjetura en particular, que él admitía
no poder demostrar: sepultado en su
documento de diez páginas, casi
invisible, está el enunciado del
problema cuya solución vale hoy un
millón de dólares: la hipótesis de
Riemann.
A diferencia de lo que ocurre con
muchas de las aserciones que plantea en
su ensayo, Riemann es bastante sincero
sobre sus propias limitaciones al hablar
de la hipótesis que tomará su nombre:
«Naturalmente que me gustaría tener una
demostración rigurosa de ello, pero he
dejado de lado la búsqueda de esa
demostración después de algunos
intentos infructuosos, ya que no es
necesaria para el objetivo de mi
investigación». El objetivo principal de
su ensayo berlinés era confirmar que la
función de Gauss proporcionaría una
aproximación cada vez mejor de la
cantidad de números primos a medida
que avanzáramos en el cómputo. Aunque
había conseguido encontrar los
instrumentos que eventualmente
permitirían demostrar la conjetura de
Gauss sobre los números primos, la
solución permaneció fuera de su
alcance. Sin embargo, si bien Riemann
no proporcionó todas las respuestas, su
ensayo introdujo una forma de
aproximación completamente nueva al
asunto, una aproximación que fijaría el
curso de la teoría de los números hasta
nuestros días.
Dirichlet, que sin duda habría
acogido el descubrimiento de Riemann
con gran entusiasmo, murió el 5 de mayo
de 1859, pocos meses antes de que el
ensayo se publicara. La recompensa de
Riemann por su propio trabajo fue la
cátedra universitaria que anteriormente
había ocupado Gauss y que ahora la
muerte de Dirichlet dejaba vacante.
4
LA HIPÓTESIS DE
RIEMANN: DE LOS
NÚMEROS PRIMOS
ALEATORIOS A LOS CEROS
ORDENADOS

La hipótesis de Riemann es un
enunciado matemático según el
cual es posible descomponer los
números primos en música.
Afirmar que los números primos
tienen música en sí mismos es una
forma poética de describir este
teorema matemático. Sin
embargo, se trata de una música
claramente postmoderna.
MICHAEL BERRY
Universidad de Bristol

Riemann había encontrado un pasadizo


que conducía del mundo familiar de los
números a una matemática que habría
parecido absolutamente extraña a los
griegos que habían estudiado los
números primos dos mil años antes que
él. Había mezclado inocentemente los
números imaginarios con su función zeta
descubriendo, como un alquimista de las
matemáticas, el tesoro que emergía de
aquella mezcla de elementos, un tesoro
matemático que generaciones enteras
habían buscado en vano. Riemann había
planteado sus ideas en un estudio de
diez páginas, pero era totalmente
consciente de que aquellas ideas
abrirían puntos de vista radicalmente
nuevos sobre los números primos.
La capacidad de Riemann para
liberar toda la potencia de la función
zeta tiene su origen en los cruciales
descubrimientos que hizo durante sus
años de estancia en Berlín y durante sus
estudios de doctorado en Gotinga. Lo
que más había impresionado a Gauss
cuando examinaba la tesis de Riemann
era la fuerte intuición geométrica que
demostraba poseer el joven matemático
cuando insertaba números imaginarios
en las funciones. Al fin y al cabo, el
mismo Gauss se había aprovechado de
su propia y particular imagen mental
para trazar sus bocetos de los números
imaginarios, antes de construir su
andamiaje conceptual. El punto de
partida de Riemann para la elaboración
de su teoría de las funciones imaginarias
había sido el trabajo de Cauchy, y para
éste una función estaba definida por una
ecuación. Ahora Riemann añadió la idea
de que, si bien la ecuación era el punto
de partida, lo verdaderamente
importante era la geometría de la gráfica
de la ecuación.
El problema está en la imposibilidad
de dibujar la gráfica completa de una
función en la que se introduzcan
números imaginarios. Para ilustrar su
gráfica, Riemann habría tenido que
trabajar en cuatro dimensiones. ¿Qué
quieren decir los matemáticos con cuarta
dimensión? Quien haya leído los libros
escritos por cosmólogos como Stephen
Hawking podría legítimamente
responder: «el tiempo». La verdad es
que los matemáticos utilizamos las
dimensiones para cualquier cosa que sea
de interés. En física hay tres
dimensiones para el espacio y una cuarta
dimensión para el tiempo. Los
economistas que quieren indagar las
relaciones entre tasas de interés,
inflación, desempleo y deuda nacional
pueden interpretar la economía como un
espacio de cuatro dimensiones. De esta
forma, mientras remontan la cuesta en
dirección a las tasas de interés, pueden
explorar lo que sucede con la economía
en las tres direcciones restantes. A pesar
de que en realidad no es posible dibujar
una imagen de este modelo
tetradimensional de la economía, al
menos nos da una visión de conjunto que
nos permite analizar sus cumbres y
valles.
Para Riemann, la función zeta se
describía en un espacio análogo de
cuatro dimensiones: dos dimensiones
servían para trazar las coordenadas de
los números imaginarios que
introducimos en la función zeta, mientras
que la tercera y la cuarta dimensiones se
utilizaban para indicar las dos
coordenadas que describen el número
imaginario resultado de la función.
La dificultad consiste en que
vivimos en un espacio de tres
dimensiones y ello nos impide basarnos
en el mundo visible para comprender
este nuevo «diagrama imaginario». Los
matemáticos utilizan el lenguaje de las
matemáticas para adiestrar su capacidad
de visualización mental, de forma que
les ayude a «ver» tales estructuras. Pero,
aunque no estemos en posesión de esta
«lente» matemática, existen otras formas
de ayudarnos a penetrar en esos mundos
de más dimensiones. Uno de los mejores
métodos para comprenderlos es mirar
las sombras. La sombra que
proyectamos es una imagen
bidimensional de nuestro cuerpo
tridimensional. Si la observamos desde
algunas perspectivas, una sombra puede
ofrecer poca información, pero vista de
perfil, por ejemplo, la silueta de una
persona puede revelar la información
necesaria para reconocer una cara. De
forma similar, podemos construir una
sombra tridimensional del espacio de
cuatro dimensiones que Riemann creó
utilizando la función zeta, una sombra
que conserve información suficiente
para permitirnos captar las ideas de
Riemann.
El mapa bidimensional de los
números imaginarios que ideó Gauss nos
da una representación gráfica de los
números que introducimos en la función
zeta. El eje norte-sur marca el número
de pasos a dar en la dirección
imaginaria, mientras que el eje este-
oeste representa los números reales.
Podemos extender este mapa sobre una
mesa: lo que pretendemos es crear un
paisaje físico situado en el espacio que
está sobre este mapa, la sombra de la
función zeta se transformará entonces en
un objeto físico cuyas cumbres y valles
podremos explorar.
La altura del espacio que hay sobre
cada número imaginario del mapa
debería registrar el resultado que se
obtiene al introducir aquel número en la
función zeta. Por la misma razón por la
que una sombra nos muestra únicamente
algunos aspectos de un objeto
tridimensional, algunas informaciones se
perderán inevitablemente en la
construcción gráfica del paisaje.
Haciendo girar el objeto obtendremos
sombras distintas que nos
proporcionarán información distinta.
Análogamente, tenemos una cierta
capacidad de elección sobre lo que
queremos que registre la altura del
espacio por encima de cada número
imaginario del mapa que hemos
extendido sobre la mesa. Sin embargo,
es posible elegir una sombra que recoja
suficiente información para permitirnos
comprender el descubrimiento de
Riemann. Tal perspectiva fue de gran
ayuda para Riemann en su viaje en aquel
mundo más allá del espejo. Entonces,
¿cuál es esa particular sombra
tridimensional de la función zeta?
El espacio zeta. Riemann descubrió cómo
continuar el dibujo en un nuevo
territorio hacia el oeste.

Cuando Riemann comenzó a


explorar este paisaje se topó con
algunos aspectos fundamentales de su
geografía. Colocándose dentro del
espacio zeta y mirando hacia el este el
paisaje era una llanura uniforme que se
elevaba una unidad sobre el nivel del
mar. Si se giraba y miraba hacia el
oeste, veía una cresta de alturas
onduladas que iba de norte a sur. Las
cimas de estas montañas estaban todas
ellas situadas por encima de la línea que
cruzaba el eje este-oeste hasta el número
1. Por encima de este punto de
intersección había un pico en forma de
torre que subía al cielo. Era, en efecto,
infinitamente alto: tal y como había
descubierto Euler, cuando se inserta el
número 1 en la función zeta se obtiene
un resultado que tiende al infinito. Si se
dirigía hacia el norte o hacia el sur de
esta cumbre de altura infinita, Riemann
encontraba otros picos; ninguno de ellos,
sin embargo, era de altura infinita. El
primer pico aparecía a poco menos de
diez pasos hacia el norte,
correspondiente al número imaginario
1 + (9,986…)i, y alcanzaba una altura
de apenas 1,4 unidades
aproximadamente.
Si Riemann hubiera hecho girar el
espacio y hubiera representado en un
diagrama la sección transversal de las
colinas correspondientes a la línea de
división norte-sur que pasa por 1, habría
obtenido algo así:
Sección transversal de la cadena de
montañas a lo largo de la línea crítica
de la coordenada este-oeste fijada a una
unidad este.

Había un aspecto crucial del paisaje


que no dejó de atraer la atención de
Riemann. Parecía que fuera imposible
utilizar la fórmula que define la función
zeta para construir el paisaje al oeste
más allá de la cadena montañosa.
Riemann tenía el mismo problema que
Euler había sufrido al insertar números
reales en la función zeta. Cada vez que
insertaba un número situado al oeste de
1, las demás montañas de la cadena
norte-sur parecían transitables.
¿Por qué entonces no continuaban
onduladas, con independencia de los
resultados de la función zeta? Con toda
seguridad, el paisaje no terminaba allí,
en la línea norte-sur. ¿Es posible que no
hubiera nada al oeste de esa frontera? Si
tenía que hacer caso sólo de las
ecuaciones, se diría que no se podía
construir otro paisaje que el que se
encuentra al este del 1. Las ecuaciones
carecían de sentido cuando se insertaban
números situados al oeste del 1.
¿Conseguiría Riemann completar el
paisaje? Y, en caso afirmativo, ¿cómo?
Afortunadamente, Riemann no se
dejó desorientar por la apariencia
intratable de la función zeta. Su
formación lo había provisto de una
perspectiva de la que carecían los
matemáticos franceses. Para él, la
ecuación sobre la que se basaba un
paisaje imaginario debía considerarse
como un aspecto secundario. La
importancia primordial estaba en la
topografía efectiva del paisaje de cuatro
dimensiones. Podía suceder que las
ecuaciones no tuvieran sentido, pero la
geometría del paisaje sugería otra cosa.
Riemann descubrió una fórmula que
podía usar para construir el paisaje que
faltaba al oeste. Aquel nuevo paisaje
podía encajarse perfectamente con el
paisaje original. Ahora un explorador
del mundo imaginario podría pasar
tranquilamente de la región definida por
la fórmula de Euler al paisaje creado
por la fórmula de Riemann sin tener
siquiera conciencia de cruzar una
frontera.
Llegado a este punto, Riemann
disponía de un paisaje completo que
cubría el mapa completo de los números
imaginarios. Ahora estaba ya preparado
para el movimiento siguiente. Durante
sus estudios de doctorado había
descubierto dos hechos cruciales e
inesperados sobre los espacios
imaginarios; en primer lugar había
aprendido que estaban dotados de una
geometría extraordinariamente rígida.
Había una única forma de expandirlos:
lo que podía existir al oeste estaba
completamente determinado por la
geometría del paisaje de Euler al este.
Riemann no podía manipular a su gusto
su nuevo paisaje para crear alturas
donde le apeteciera hacerlo: cualquier
modificación provocaría un descosido
en la costura que separaba los dos
espacios.
La inflexibilidad de tales paisajes
imaginarios suponía un importante
descubrimiento. Cuando un cartógrafo
de mundos imaginarios traza una
pequeña región cualquiera del paisaje,
ello le basta para reconstruirlo
completo. Riemann había descubierto
que las alturas y los valles presentes en
una región contienen información sobre
la topografía del paisaje completo. Se
trata de un hecho realmente
sorprendente; no esperaríamos que un
cartógrafo del mundo real, tras dibujar
los alrededores de Oxford, pudiera ya
deducir el mapa completo de las Islas
Británicas.
Pero Riemann hizo un segundo
descubrimiento crucial en relación a ese
extraño nuevo tipo de matemática.
Descubrió lo que podríamos considerar
como el ADN de los espacios
imaginarios: cualquier cartógrafo
matemático capaz de trazar sobre el
mapa imaginario bidimensional los
puntos en los que el paisaje coincide
con el nivel del mar será capaz de
reconstruir la configuración del paisaje
completo. El mapa que indica tales
puntos es el mapa del tesoro de
cualquier paisaje imaginario. Se trataba
de un descubrimiento sorprendente. Un
cartógrafo que viva en nuestro mundo
real no podría reconstruir los Alpes
sabiendo la posición de todos los puntos
del mundo que se hallan al nivel del
mar. Sin embargo, en los espacios
imaginarios, la posición de todos los
números imaginarios que tienen imagen
cero lo describe todo. Estos puntos
reciben el nombre de ceros de la función
zeta.
Los astrónomos están muy
acostumbrados a deducir la composición
química de astros lejanos sin necesidad
de visitarlos. La luz que proviene de un
astro puede analizarse gracias a la
espectroscopia y contiene información
suficiente para que conozcamos su
química. Estos ceros se comportan de la
misma manera que el espectro de luz
emitido por un compuesto químico.
Riemann sabía que lo único que tenía
que hacer era marcar todos los puntos
del mapa en los cuales la altura del
paisaje zeta fuera igual a cero. Las
coordenadas de todos estos puntos
situados al nivel del mar darían
información suficiente para reconstruir
todas las alturas y valles sobre el nivel
del mar.
Riemann no olvidaba cuál había sido
el punto de partida de su exploración: el
big bang que había creado el paisaje
zeta era la fórmula con la que Euler
había definido la función zeta, una
fórmula que, gracias al producto de
Euler, podía construirse utilizando sólo
números primos. Y si ambas cosas —los
números primos y los ceros de la
función zeta— daban lugar al mismo
espacio, Riemann sabía que tenía que
existir algún nexo que los ligara: un
único objeto construido de dos maneras
distintas. Fue el genio de Riemann el
que desveló cómo aquellas dos
entidades eran dos caras de la misma
ecuación.

NÚMEROS PRIMOS Y
CEROS

La conexión que Riemann consiguió


encontrar entre los números primos y los
puntos situados a nivel del mar en el
paisaje zeta no podía ser más directa.
Gauss había intentado estimar cuántos
números primos había entre 1 y un
número N cualquiera. Pero Riemann,
usando las coordenadas de aquellos
ceros, pudo crear una fórmula que diera
el número exacto de primos no mayores
q ue N. La fórmula que Riemann ideó
tenía dos ingredientes clave; el primero
era una nueva función R(N) que servía
para estimar el número de primos no
mayores que N y que básicamente
proporcionaba una estimación mejor que
la de Gauss. La nueva función contenía
todavía algunos errores, pero los
cálculos de Riemann determinaron que
tales errores eran notablemente menores
que los que contenía la fórmula de
Gauss. Para poner un ejemplo, el
logaritmo integral de Gauss predecía la
existencia de 754 números primos más
de los que realmente hay en el intervalo
comprendido entre 1 y cien millones. La
función perfeccionada que Riemann
introdujo predecía sólo 97 de más, con
un error aproximado de la milésima
parte del uno por ciento.
La siguiente tabla evidencia la
precisión de la nueva función de
Riemann en la estimación de la cantidad
de primos no mayores que N desde 102
hasta 1016.
Sobreestimación Sobrees
Número de primos p(N) de la función de de la fu
N comprendidos entre 1 y N Riemann R(N) Gauss

102 25 1
103 168 0
104 1,229 −2
105 9.592 −5
106 78.498 29
107 664.579 88
108 5.761.455 97
109 50.84.7534 −79
1010 455.052.511 −1.828
1011 4.118.054.813 −2.318
1012 37.607.912.018 −1.476
1013 346.065.536.839 −5.773 10
1014 3.204.941.750.802 −19.200 31
1015 29.844.570.422.669 73.218 1.05
1016 279.238.341.033.925 327.052 3.21
Aunque la nueva función de Riemann
representaba una mejora en relación a la
función logaritmo de Gauss, seguía
produciendo algunos errores. Pero la
excursión de Riemann por el mundo
imaginario le dio acceso a algo que
Gauss ni siquiera habría soñado con
obtener: un método para eliminar los
errores. Riemann comprendió que,
usando los puntos del mapa de los
números imaginarios que señalaban los
lugares en los que el espacio zeta estaba
al nivel del mar, podía deshacerse de
los errores y obtener una fórmula exacta
para contar los números primos. Ese fue
el segundo ingrediente clave de su
fórmula.
Euler había hecho un descubrimiento
sorprendente: si se insertaba un número
imaginario en la función exponencial se
obtenía una onda sinusoidal. La curva en
rápido ascenso que se asocia
normalmente a la función exponencial se
transformaba, con la introducción de
estos números imaginarios, en una curva
de marcha sinuosa de las que
habitualmente se asocian con las ondas
sonoras. Su descubrimiento abrió una
vía para la exploración de los extraños
nexos que sacaban a la luz los números
imaginarios: Riemann comprendió que
era posible extender el descubrimiento
de Euler usando su mapa de puntos
correspondientes a los ceros del paisaje
imaginario. En aquel mundo del otro
lado del espejo consiguió ver cómo,
usando la función zeta, cada uno de
aquellos puntos se podía transformar en
una onda específica. Cada onda tendría
el aspecto de una variación en el
diagrama de una función seno.
Las características de cada onda
venían determinadas por la posición del
correspondiente cero. Cuanto más al
norte se situaba un punto al nivel del
mar, más rápidamente oscilaba la onda
correspondiente. Si imaginamos esta
onda como una onda sonora, la nota
asociada a un cero resulta tanto más
aguda cuanto más al norte se sitúa el
correspondiente cero en el paisaje zeta.
¿Por qué tales ondas —estas notas
musicales— eran útiles para contar los
números primos? Riemann hizo un
descubrimiento espectacular: en las
alturas variables de aquellas ondas
estaba codificado el modo de corregir
los errores que aparecían en su
estimación de la cantidad de números
primos. La función R(N) proporcionaba
una estimación razonablemente buena de
la cantidad de primos menores o iguales
q u e N, pero si a esta estimación le
añadía la altura de cada onda por
encima del número N, podía obtener el
número exacto de primos: había
eliminado completamente el error.
Había conseguido desenterrar el Santo
Grial que Gauss había buscado en vano:
una fórmula exacta para calcular el
número de primos menores o iguales que
N.
La ecuación que describe este
descubrimiento puede resumirse con
palabras simplemente como «números
primos = ceros = ondas». Para un
matemático, la fórmula de Riemann que
proporciona el número de primos en
términos de ceros tiene un impacto
similar al de la ecuación de Einstein
E = mc2, que reveló la existencia de una
conexión directa entre masa y energía.
Como la ecuación de Einstein, ésta es
una fórmula de conexiones y
transformaciones: Riemann fue testigo
de la paulatina metamorfosis de los
números primos. Los números primos
crean el paisaje zeta, y los puntos que en
tal paisaje se encuentran al nivel del mar
son la clave para desentrañar sus
secretos. A continuación emerge una
nueva conexión consistente en que cada
uno de aquellos puntos a nivel del mar
produce una onda, una nota musical.
Finalmente, Riemann retornó al punto de
partida para mostrar de qué manera
estas ondas permitían contar en cantidad
exacta de números primos. Riemann
debió de quedarse asombrado al ver el
círculo cerrarse de forma tan
espectacular.
Riemann sabía que, dado que existen
infinitos números primos, en el paisaje
zeta existen infinitos puntos que se
encuentran al nivel del mar. Por tanto,
tienen que existir infinitas ondas que
permitan mantener los errores bajo
control. Hay una manera muy gráfica de
ver que la adición de cada onda
suplementaria mejora la estimación de
la cantidad de números primos que
proporciona la fórmula de Riemann:
antes de añadir las ondas que
corresponden a los ceros, la gráfica de
la función de Riemann R(N) (ver gráfica
adjunta, arriba) no se parece en absoluto
a la escalinata que representa el número
efectivo de números primos (abajo). En
el primer caso tenemos una curva
uniforme mientras que en el segundo
aparece una curva dentada.
El reto: pasar de la gráfica uniforme de
la función de Riemann (arriba), a la
gráfica escalonada que representa el
verdadero número de números primos,
(abajo).

Basta con tener en cuenta los errores


previstos por las treinta ondas creadas
por los treinta primeros ceros que
encontramos cuando miramos al norte en
el paisaje zeta, para que se produzca un
efecto más que evidente: la gráfica de
Riemann se transforma respecto a la
curva de R(N) y se parece mucho más a
la escalinata que describe el verdadero
número de números primos:
Efecto que se obtiene al añadir las
treinta primeras ondas a la gráfica
uniforme de Riemann.

Cada nueva onda retuerce un poco


más la curva perfectamente uniforme de
partida. Riemann comprendió que
cuando añadiera las infinitas ondas, una
por cada punto a nivel del mar, que
encontraba a medida que avanzaba hacia
el norte en el paisaje zeta, la curva se
superpondría exactamente con la
escalinata de los números primos.
Una generación antes, Gauss había
descubierto la que consideró como la
moneda que la naturaleza lanzaba al aire
para elegir los números primos. Las
ondas que Riemann descubrió eran los
verdaderos resultados de los
lanzamientos que la naturaleza había
hecho: las alturas de cada una de
aquellas ondas para el número N
predecían para cada lanzamiento si la
moneda de los números primos daría
cara o cruz. Si el descubrimiento de la
relación entre números primos y
logaritmos que había conseguido Gauss
permitió prever el comportamiento
medio de los números primos, Riemann
identificó lo que controlaba tal
comportamiento hasta los más mínimos
detalles: había hallado la lista completa
de los billetes ganadores de la lotería de
los números primos.
LA MÚSICA DE LOS
NÚMEROS PRIMOS

Durante siglos los matemáticos


escucharon los números primos sin oír
nada más que un ruido desorganizado.
Aquellos números eran como notas
diseminadas por el pentagrama de forma
totalmente aleatoria, en un caos del que
no emergía ninguna melodía
reconocible. Ahora Riemann había
descubierto oídos nuevos con los que
escuchar aquellas misteriosas tonadas:
las ondas sinusoidales que creó usando
los ceros de su espacio zeta revelaban la
existencia de una estructura armónica
escondida.
Al percutir su recipiente, Pitágoras
había desvelado la armonía musical que
se ocultaba en una sucesión de
fracciones. Mersenne y Euler, dos
grandes expertos en números primos,
habían creado la teoría de los
armónicos. Pero ninguno de ellos
sospechó siquiera que se pudieran dar
relaciones directas entre la música y los
números primos: la de los números
primos era una melodía que para ser
captada necesitaba oídos matemáticos
del siglo XIX. El mundo imaginario de
Riemann generó simples ondas que,
juntas, pudieron reproducir las armonías
sutiles de los números primos.
Un matemático comprendió mejor
que todos los demás hasta qué punto la
fórmula de Riemann captaba la música
que se escondía tras los números
primos: Joseph Fourier. Huérfano,
Fourier se educó en una escuela militar
dirigida por monjes benedictinos. Hasta
los trece años, cuando descubrió el
encanto de las matemáticas, fue un chico
indisciplinado. Fourier estaba destinado
a ser monje, pero los sucesos de 1789 lo
liberaron de las perspectivas que para él
tenía preparadas el período
prerrevolucionario. Ahora podía ya
dedicarse a su pasión por las
matemáticas y por la vida militar.
Fourier fue un entusiasta defensor de
la Revolución, y enseguida atrajo la
atención de Napoleón. El futuro
emperador estaba instituyendo las
academias de las que deberían salir los
maestros e ingenieros que habrían de
dinamizar la revolución cultural y
militar. Cuando comprobó la capacidad
excepcional de Fourier no sólo como
matemático sino también como maestro,
Napoleón lo nombró profesor de
matemáticas en la Ecole Polytechnique.
Napoleón quedó tan impresionado
por los logros de su protegido que lo
reclutó para la legión de científicos y
artistas que acompañaron a las tropas
que invadieron Egipto en 1798 con el
objetivo de «civilizarlo». Lo que
empujaba a Napoleón a aquella
expedición era en realidad el deseo de
poner fin a la creciente supremacía
colonial inglesa, pero en su programa
también se preveía la oportunidad de
estudiar el mundo antiguo. Su ejército de
intelectuales se puso manos a la obra en
cuanto embarcaron en el Orient, el
buque insignia de Napoleón, camino de
las costas septentrionales de África.
Cada mañana, Napoleón anunciaba el
tema con el que sus embajadores
académicos lo entretendrían por la
noche: mientras la marinería se afanaba
con jarcias y velamen, bajo cubierta
Fourier y sus compañeros se
aventuraban en los temas preferidos por
Napoleón, desde la edad de la Tierra
hasta la posibilidad de la existencia de
otros mundos habitados.
Al llegar a Egipto no todo sucedió
según lo previsto: tras conquistar El
Cairo por la fuerza en la batalla de las
Pirámides en julio de 1798, Napoleón
sufrió la desilusión de descubrir que los
egipcios no parecían apreciar la
alimentación cultural forzosa que les
suministraba gente del calibre de Joseph
Fourier. Cuando trescientos de sus
hombres fueron degollados en una
escaramuza nocturna, Napoleón decidió
minimizar pérdidas y regresar a
ocuparse de los disturbios que se
estaban urdiendo en París. Zarpó sin
decir a ninguno de los miembros de su
ejército de intelectuales que los estaba
abandonando. Fourier, encallado en El
Cairo, no tenía rango suficiente para
poner tierra de por medio sin riesgo de
ser fusilado como desertor, y no tuvo
más remedio que quedarse en el
desierto. Consiguió volver a Francia en
1801, cuando los franceses decidieron
dejar a los ingleses el trabajo de
«civilizar» Egipto.
Durante su estancia en aquel país,
Fourier se volvió adicto al calor
sofocante del desierto; en París tenía su
vivienda a una temperatura tan alta que
sus amigos la comparaban con los
hornos del infierno. Estaba convencido
de que el extremo calor contribuía a
mantener el cuerpo sano y que incluso
podía curar algunas enfermedades. Sus
amigos lo encontraban cubierto como
una momia egipcia, sudando en una
habitación ardiente como el Sahara.
La predilección de Fourier por el
calor se extendía a su trabajo
académico. Conquistó su lugar en la
historia de las matemáticas por su
análisis de la propagación del calor, una
obra que el físico inglés Lord Kelvin
definió como «un gran poema
matemático». Fourier redobló sus
esfuerzos cuando la Academia de París
anunció la concesión del Grand Prix des
Mathématiques de 1812 a quien
desvelara los misterios de la
propagación del calor en la materia.
Fourier recibió el premio como
reconocimiento a la novedad e
importancia de sus ideas, pero tuvo que
encajar algunas críticas procedentes,
entre otros, de Legendre. Los jueces del
Grand Prix constataron que buena parte
de su tratado contenía errores y que su
tratamiento matemático no era ni mucho
menos riguroso. Fourier se ofendió
profundamente por las críticas de la
Academia, pero reconoció que todavía
le quedaba mucho trabajo por hacer.
Al tiempo que corregía los errores
de su análisis, Fourier intentaba
comprender la naturaleza de las gráficas
que representaban los fenómenos
físicos; por ejemplo, la gráfica que
muestra cómo la temperatura varía según
transcurre el tiempo, o la gráfica que
representa una onda sonora. Sabía que
se puede representar el sonido mediante
un diagrama en cuyo eje horizontal se
señala el tiempo mientras que en el eje
vertical se controlan el volumen y el
nivel del sonido en cada instante.
Fourier empezó por el diagrama del
sonido más sencillo que existe. Si se
hace vibrar un diapasón, al trazar la
gráfica de la onda sonora resultante se
descubre que se trata de una onda
sinusoidal perfecta, pura. Fourier
empezó a estudiar la manera de construir
ondas más complejas combinando estas
ondas sinusoidales puras. Si un violín
toca la misma nota que un diapasón, el
sonido que produce es muy distinto.
Como hemos visto (pág. 128), la cuerda
de un violín no sólo vibra en la
frecuencia fundamental, que viene
determinada por su longitud: junto a
aquella nota hay otras, los armónicos,
que corresponden a fracciones simples
de la longitud de la cuerda. Las gráficas
de cada una de estas notas son también
ondas sinusoidales, pero de frecuencias
más altas; se trata de una combinación
de todas estas notas puras, dominada por
la nota fundamental, la más baja, que
crea el sonido emitido por una cuerda de
violín. La gráfica de este sonido
compuesto se parece a los dientes de
una sierra.
¿Por qué un clarinete emite un
sonido tan característicamente distinto
de un violín que toca la misma nota? La
gráfica de la onda sonora creada por el
clarinete no se parece en nada a la onda
erizada del violín: se trata de una
función de onda escuadrada, como un
perfil de almenas sobre los muros de un
castillo. La causa de la diferencia está
en que el clarinete está abierto por uno
de sus extremos, mientras que la cuerda
de un violín está fija por ambos lados.
Ello implica que los armónicos
producidos por el clarinete varíen con
respecto de los del violín, y por esta
razón la gráfica producida por el sonido
del clarinete está formada por ondas
sinusoidales que oscilan frecuencias
diferentes.
Fourier comprendió que incluso la
complicada gráfica que representa el
sonido de una orquesta completa podía
descomponerse en simples curvas
sinusoidales de las notas fundamentales
y de los armónicos de cada particular
instrumento. Como cada una de las
ondas sonoras puras puede reproducirse
con un diapasón, Fourier había
demostrado que tocando un enorme
número de diapasones simultáneamente
se puede crear el sonido de una orquesta
completa: alguien con los ojos vendados
no podría decir si está escuchando una
auténtica orquesta o millares de
diapasones. Sobre este principio se basa
el sonido codificado en un CD: éste
envía instrucciones a nuestros altavoces
sobre cómo vibrar para crear todas las
ondas sinusoidales que componen la
música. Esta combinación de ondas
sinusoidales nos da la sensación
milagrosa de tener una orquesta o un
conjunto tocando en vivo en nuestro
salón.
Sin embargo, no era sólo el sonido
de los instrumentos musicales lo que
podía reproducirse sumando entre sí
ondas sinusoidales puras de frecuencias
distintas. Por ejemplo, el ruido blanco
que emite una radio no sintonizada o un
grifo abierto puede representarse como
una suma infinita de ondas sinusoidales.
Al contrario de lo que ocurre con las
distintas frecuencias necesarias para
reproducir el sonido de una orquesta, el
ruido aleatorio de una radio se compone
de una gama continua de frecuencias.
Las intuiciones revolucionarias de
Fourier no se limitaron a la
reproducción de los sonidos: empezó a
comprender que era posible usar las
ondas sinusoidales para trazar gráficas
que proporcionaban una representación
de otros fenómenos físicos y
matemáticos. Entre los contemporáneos
de Fourier eran muchos los que tenían
dudas sobre la posibilidad de que una
simple curva como la onda sinusoidal
pudiera utilizarse como elemento de
base para construir gráficas
complicadas del sonido de una orquesta
o de un grifo abierto. En efecto, muchos
matemáticos franceses autorizados
expresaron su vigorosa oposición a las
ideas de Fourier. Sin embargo, alentado
por su relación prestigiosa con
Napoleón, Fourier no evitó el reto
planteado por tales autoridades. Mostró
cómo, con una elección apropiada de
ondas sinusoidales oscilantes a distintas
frecuencias, se podía crear una gama
completa de gráficas complejas.
Sumando las alturas de las ondas
sinusoidales se podían reproducir las
formas de estas gráficas, de la misma
forma en que un CD combina las notas
puras que emite el diapasón para recrear
sonidos musicales complejos.
Esto es lo que Riemann consiguió
hacer en su ensayo de diez páginas.
Reprodujo la gráfica escalonada que
indicaba la cantidad de números primos
utilizando idéntica técnica: sumó las
alturas de las funciones de onda que
había obtenido de los ceros del espacio
zeta. Por esta razón, Fourier reconoció
en la fórmula de Riemann para el
cálculo de la cantidad de primos el
descubrimiento de las notas básicas que
componen el sonido de los números
primos. Este complicado sonido se
representa con la gráfica escalonada.
Las ondas que Riemann había creado a
partir de los ceros, de los puntos
situados al nivel del mar en el paisaje,
eran como sonidos emitidos por el
diapasón, simples notas nítidas, sin
armónicos. Al tocarlas simultáneamente
estas notas reproducían el sonido de los
números primos. Pero ¿cómo es la
música de los números primos que
compuso Riemann? ¿Se trata del sonido
de una orquesta o más bien se parece al
ruido blanco de un grifo abierto? Si las
frecuencias de las notas de Riemann
cubren una gama continua, entonces los
números primos producen ruido blanco;
pero si las frecuencias son notas
aisladas, el sonido de los números
primos se parece a la música de una
orquesta.
Dado el carácter aleatorio de los
números primos, es muy lícito esperar
que la combinación de las notas que
tocan los ceros del paisaje de Riemann
no sea más que ruido. La coordenada
norte-sur de cada cero determina la
altura de la nota correspondiente: si el
sonido de los números primos fuera
efectivamente ruido blanco, en el
espacio zeta debería darse una
concentración de ceros. Y Riemann
sabía, a partir de la tesis que había
escrito para Gauss, que tal
concentración de puntos a nivel del mar
comportaría necesariamente que todo el
paisaje estuviera al nivel del mar.
Evidentemente no era así. El sonido de
los números primos no era, por tanto, un
ruido blanco: los puntos situados al
nivel del mar tenían que ser puntos
aislados y, en consecuencia, debían
producir una colección de notas
aisladas. La naturaleza había escondido
en los números primos la música de una
orquesta matemática.

LA HIPÓTESIS DE RIEMANN:
ORDEN A PARTIR DEL CAOS
Lo que Riemann había hecho era
tomar cada uno de los puntos situados al
nivel del mar en el mapa del mundo
imaginario. A partir de cada punto había
creado una onda, una nota emitida por
cierto instrumento matemático: al
combinar todas estas ondas obtuvo una
orquesta que tocaba la música de los
números primos. La coordenada norte-
sur de cada punto a nivel del mar
controlaba la frecuencia de la onda, es
decir, la altura de la nota
correspondiente; en cambio, la
coordenada este-oeste controlaba, tal y
como había comprendido Euler, la
intensidad a la que sonaría cada nota.
Cuanto mayor fuera la intensidad de la
nota, tanto mayores eran las
fluctuaciones de su gráfica ondulada.
Riemann tenía interés en comprender
si alguno de los ceros sonaría con una
intensidad significativamente mayor que
los demás: un cero así produciría una
onda cuya gráfica oscilaría más que el
resto de las ondas y, en consecuencia,
tendría un papel más importante en la
cuenta de los números primos; al fin y al
cabo son las alturas de estas ondas las
que controlan la diferencia entre la
estimación de Gauss y la verdadera
cantidad de números primos. ¿Había
algún instrumento de esta orquesta de
números primos que tocara un solo por
encima de los demás instrumentos?
Cuanto más al este se situaba un punto al
nivel del mar, más intensa era la nota:
para determinar el balance de la
orquesta, Riemann tenía que volver atrás
y observar las coordenadas de cada uno
de los ceros en su mapa imaginario.
Conviene subrayar que, hasta aquel
momento, su análisis había funcionado
sin necesidad de conocer la posición de
ninguno de los puntos a nivel del mar:
sabía que algunos de los ceros que se
encontraban al oeste eran fáciles de
identificar, pero no aportaban ninguna
contribución interesante al sonido de los
números primos porque no tenían tono.
Con su típico estilo despectivo, los
matemáticos los llamarían enseguida
ceros triviales. Riemann fue a la caza de
las posiciones de los demás ceros.
En cuanto empezó a analizar la
posición exacta de estos puntos, se
sorprendió muchísimo: en lugar de
distribuirse de manera aleatoria por
todo el mapa con algunas notas más
intensas que otras, los ceros que
calculaba parecían disponerse
milagrosamente sobre una recta que
cruzaba el paisaje en dirección norte-
sur. Era como si cada punto situado al
nivel del mar tuviera la misma
coordenada este-oeste, igual a 1/2. Si
era cierto, significaba que las ondas
correspondientes estaban perfectamente
equilibradas, que ninguna de ellas
producía una nota más intensa que las
demás.

El mapa del tesoro de los números


primos que descubrió Riemann. Las
cruces indican las posiciones de los
puntos que se encuentran al nivel del
mar en el espacio zeta.

El primer cero que Riemann calculó


tenía coordenadas (1/2, 14,134 725…):
medio paso al este y aproximadamente
14,134 725 pasos al norte. El siguiente
cero tenía coordenadas
(1/2, 21,022 040…). (Durante años fue
un misterio cómo consiguió calcular las
posiciones de estos ceros). Calculó el
tercer cero en la posición
(1/2, 25,010 856…). Estos ceros no
parecían distribuirse de forma aleatoria
en absoluto: los cálculos de Riemann
indicaban que estaban alineados, como
si se encontraran a lo largo de una recta
mágica que cruzaba el espacio. Riemann
pensó que el comportamiento uniforme
de los pocos ceros que consiguió
calcular no era una coincidencia. La
idea de que cada punto situado al nivel
del mar en el espacio se encuentra sobre
aquella recta tomó el nombre de
hipótesis de Riemann.
Riemann miró la imagen de los
números primos en el espejo que
separaba el mundo de los números del
paisaje matemático zeta. Mientras
observaba, vio cómo la disposición
caótica de los números primos en un
lado del espejo se transformaba en el
orden absolutamente rígido de los ceros
del otro lado del espejo. Por fin,
Riemann había identificado la
misteriosa estructura que durante siglos
y siglos los matemáticos habían deseado
ardientemente captar cuando observaban
los números primos.
El descubrimiento de este patrón fue
totalmente inesperado: Riemann tuvo la
suerte de ser la persona adecuada en el
lugar y en el momento adecuados; no
podía prever lo que hallaría al otro lado
del espejo, pero lo que allí encontró
transformó completamente la empresa de
comprender los misterios de los
números primos. Ahora los matemáticos
tenían un nuevo espacio para explorar:
si conseguían orientarse en el territorio
de la función zeta y construir un
diagrama de los lugares situados al nivel
del mar, los números primos podrían
revelar sus secretos. Riemann también
descubrió el rastro de la existencia de
una recta mágica que cruzaba este
espacio y cuyo alcance conducía
directamente al corazón de las
matemáticas. La importancia de la recta
mágica de Riemann puede juzgarse por
el nombre que hoy día le dan los
matemáticos: la línea crítica. En un
instante, el enigma de la distribución
aleatoria de los números primos en el
mundo real quedó sustituido por el
intento de comprender la armonía del
paisaje imaginario que se encontraba al
otro lado del espejo.
Dado que hay infinitos números
primos, los pocos fragmentos que
Riemann había descubierto parecían
elementos de prueba más bien precarios
como base para la construcción de una
teoría. A pesar de ello, Riemann sabía
que la recta mágica tenía un importante
significado. Sabía ya que el eje este-
oeste indicaba un eje de simetría en el
paisaje zeta: todo lo que sucedía al norte
del eje se reflejaba de forma idéntica en
el sur. Pero Riemann hizo un
descubrimiento de mucho mayor
alcance: la recta mágica —la línea
norte-sur que pasa por el punto 1/2—
también era un importante eje de
simetría. Plausiblemente, este hecho le
proporcionó a Riemann una razón para
creer que la naturaleza también había
utilizado esta línea de simetría para
ordenar los ceros.
Lo más extraordinario que sucedía
en relación con este importantísimo
descubrimiento de Riemann es que sus
cálculos de las posiciones de los pocos
ceros iniciales no aparecía por ninguna
parte en el ensayo sobre los números
primos que escribió para la Academia
de Berlín. De hecho, en la versión del
ensayo que se publicó tenemos
dificultades para localizar alguna
referencia explícita a este
descubrimiento. Riemann sólo escribe
que muchos de los ceros hacen su
aparición sobre aquella recta, y que es
«bastante probable» que suceda lo
mismo con todos los demás ceros. Sin
embargo, en el ensayo admite no haberse
esforzado mucho para demostrar su
hipótesis.
En realidad Riemann tenía el
objetivo mucho más inmediato de
demostrar la conjetura de Gauss sobre
los números primos, es decir, explicar
por qué la estimación de los números
primos que dio Gauss se hacía cada vez
más precisa a medida que se contaba un
número cada vez mayor de primos. Pero
también esta demostración se le
escapaba: Riemann comprendió que, si
su intuición sobre la recta mágica era
verdadera, entonces de ella se deduciría
que Gauss tenía razón. Tal y como
Riemann había descubierto, era posible
describir los errores presentes en la
fórmula de Gauss por medio de la
posición de cada cero: cuanto más al
este se situaba un cero, mayor era la
intensidad de la onda; cuanto mayor era
la intensidad de la onda, más grande era
el error. Por esta razón la predicción de
Riemann sobre la posición de los ceros
era tan importante para las matemáticas:
si tenía razón, es decir, si todos los
ceros se situaban sobre la recta mágica,
significaba que la estimación de Gauss
sería siempre increíblemente precisa.
La publicación del ensayo de diez
páginas supuso un breve período de
felicidad en la vida de Riemann: tuvo el
honor de heredar la cátedra que sus dos
mentores, Gauss y Dirichlet, habían
ocupado; sus hermanas se instalaron en
Gotinga tras la muerte del hermano que
las mantenía, en 1857: la proximidad de
la familia levantó la moral de Riemann,
y se alejaron un poco las depresiones
que había sufrido durante los años
anteriores. Gracias al sueldo de
profesor, se libró de la indigencia que
tuvo que soportar en su época de
estudiante; y por fin pudo permitirse un
alojamiento decoroso e incluso una
gobernanta, lo que le permitió dedicar
su tiempo a trabajar las ideas que le
rondaban por la cabeza.
Sin embargo, no volvió jamás a
ocuparse de los números primos.
Continuó detrás de su intuición
geométrica y elaboró una noción de
geometría del espacio destinada a
convertirse en una de las piedras
angulares de la teoría de la relatividad
de Einstein. Aquella época de buena
fortuna culminó con su matrimonio con
Elise Koch, una amiga de su hermana;
pero al cabo de apenas un mes, Riemann
enfermó de pleuresía: a partir de aquel
momento su mala salud ya no le dio
tregua nunca más. En muchas ocasiones
buscó refugio en la campiña italiana. Se
sintió especialmente atraído por Pisa, la
ciudad en que nació su único hijo, una
niña a la que llamaron Ida. Riemann
disfrutaba con aquellos viajes a Italia no
sólo por el buen clima, sino también por
la vivacidad intelectual que encontraba:
durante aquella época la comunidad
matemática italiana fue la más abierta a
sus ideas revolucionarias.
Su última visita a Italia no fue para
huir del clima húmedo de Alemania,
sino de un ejército invasor: en 1866 los
ejércitos de Hannover y de Prusia se
enfrentaron en Gotinga. Riemann se
quedó aislado en los locales donde se
alojaba, en el viejo observatorio de
Gauss, fuera de las murallas de la
ciudad. A juzgar por el estado en que los
dejó, Riemann debió de marcharse a
Italia a toda prisa. Aquel golpe fue
excesivo para su frágil constitución:
siete años después de la publicación de
su ensayo sobre los números primos,
Riemann moría a la temprana edad de
treinta y nueve años.
Ante el desorden que Riemann había
dejado, su gobernanta destruyó muchos
de sus apuntes inéditos antes de que
algunos miembros de la Facultad de
Gotinga pudieran detenerla. Las cartas
que sobrevivieron fueron entregadas a
su viuda y desaparecieron durante años.
Es difícil resistir la tentación de
especular sobre lo que se habría
encontrado si la gobernanta de Riemann
no hubiera estado tan ansiosa de poner
orden en su estudio: una afirmación de
Riemann en su ensayo de diez páginas
indica que se creía capaz de demostrar
que la mayor parte de los ceros se
hallaban sobre la recta mágica; su
perfeccionismo le impidió desarrollar el
tema, y se limitó a escribir que la
demostración todavía no estaba
preparada para su publicación. Entre sus
cartas inéditas nunca se halló tal
demostración, y hasta hoy los
matemáticos no han conseguido
reconstruirla. Aquellas páginas
desaparecidas de Riemann intrigan tanto
como la anotación en la que Fermat
afirmaba poseer una demostración de su
último teorema.
Algunos apuntes inéditos que
sobrevivieron al fuego de la gobernanta
reaparecieron al cabo de cincuenta años.
Lo más frustrante es que de ellos se
deduce que Riemann realmente había
demostrado mucho más de lo que
publicó. Pero, por desgracia, muchas de
las cartas en las que se describían con
todo detalle los resultados que Riemann
dejaba entender que había comprendido
al menos en parte probablemente se
perdieron para siempre en el hornillo de
una gobernanta demasiado ordenada.
5
LA CARRERA DE RELEVOS
MATEMÁTICA: COMIENZA
LA REVOLUCIÓN
RIEMANIANA

Un problema de teoría de los


números es eterno como una obra
de arte.
DAVID HILBERT
Introducción a The
Elements of the Theory of
Algebraic Numbers, de
LEGHT WILBER REID

Euclides en Alejandría, Euler en San


Petersburgo; el trío de Gotinga: —
Gauss, Dirichlet, Riemann—: el
problema de los números primos pasaba
como un testigo de generación en
generación. Las nuevas perspectivas de
cada generación proporcionaban el
impulso para el siguiente relevo: cada
oleada de matemáticos iba dejando su
propia marca característica en los
números primos, reflejo de la particular
visión cultural de su época sobre las
matemáticas. Sin embargo, las
contribuciones de Riemann fueron tan
lejos en este campo que hicieron falta
más de treinta años para que alguien
pudiera aprovechar aquel impetuoso
torrente de nuevas ideas.
Más tarde, en 1885, repentinamente
pareció que las apuestas se ponían sobre
la mesa. Aunque no tan rápidamente
como habría de suceder más de un siglo
más tarde con la inocentada que
Bombieri difundió por correo
electrónico, una noticia sensacional
empezó a circular: un personaje poco
conocido no sólo había cogido el testigo
de Riemann, sino que había cruzado la
línea de meta. Un matemático holandés,
Thomas Stieltjes, decía estar en
posesión de una demostración de la
hipótesis de Riemann, una demostración
que confirmaba que todos los ceros se
encontraban sobre la recta mágica de
Riemann que pasa por 1/2. Stieltjes era
un ganador poco fiable: en su época de
estudiante había suspendido tres veces
los exámenes universitarios para
desesperación de su padre, que era
miembro del parlamento holandés y
eminente ingeniero encargado de la
construcción de los muelles portuarios
de Rotterdam. Pero los fracasos de
Stieltjes no se debían a la pereza: lo
único que le distraía era el simple
placer de leer auténticas matemáticas en
la biblioteca de Delft, en lugar de
dedicarse intensamente a los ejercicios
técnicos que debería de haber preparado
para sus exámenes.
Uno de sus autores preferidos fue
Gauss, a quien pretendía emular. Y
como Gauss había trabajado en el
observatorio de Gotinga, Stieltjes se
empleó en el observatorio de Leiden.
Aquella plaza apareció como por
ensalmo gracias a una sugerencia de su
influyente padre al director del
observatorio, aunque Stieltjes nunca fue
consciente de tal ayuda. Cada vez que
apuntaba al cielo con su telescopio, su
imaginación no estaba pendiente de la
posibilidad de medir las posiciones de
nuevas estrellas, sino de las matemáticas
del movimiento celeste. Cuando
germinaron sus ideas, decidió escribir a
uno de los eminentes matemáticos de las
famosas academias francesas, Charles
Hermite.
Hermite había nacido en 1822,
cuatro años antes que Riemann. Ahora,
con más de sesenta años, era uno de los
abanderados de la obra de Cauchy y de
Riemann sobre las funciones de números
imaginarios. La influencia de Cauchy no
se limitaba a las matemáticas: en su
juventud Hermite había sido agnóstico,
pero Cauchy, que era devoto católico,
aprovechó un momento suyo de
debilidad durante una grave enfermedad
para convertirlo al catolicismo. El
resultado fue una extraña mezcla de
misticismo matemático semejante al
culto pitagórico. Hermite creía que la
existencia matemática era una especie
de estado sobrenatural al que los
matemáticos mortales sólo fugazmente
podían echar algún vistazo.
Quizá fue esta la razón por la cual
respondió con tanto entusiasmo a la
carta que le mandaba un oscuro asistente
del observatorio de Leiden: se debió
convencer de que, mirando las estrellas,
aquel astrónomo había recibido el don
de una visión matemática especialmente
intensa. Muy pronto ambos se vieron
envueltos en una impetuosa
correspondencia matemática que, en un
período de doce años, supuso el
intercambio de 432 cartas. Hermite
estaba impresionado por las ideas
matemáticas del joven holandés y,
aunque Stieltjes no era licenciado, le dio
su apoyo y consiguió que lo
recompensaran con una cátedra en la
Universidad de Toulouse. En una carta a
Stieltjes a propósito de su trabajo,
Hermite escribió: «Vous avez toujours
raison et jai toujours tort» [Usted
siempre tiene razón y yo siempre me
equivoco].
Durante el período en que mantenía
esta correspondencia, Stieltjes hizo la
extraordinaria afirmación de haber
demostrado la hipótesis de Riemann.
Dada la confianza de Hermite en su
joven protegido, no se planteó la
posibilidad de dudar de que Stieltjes
hubiera efectivamente conseguido
concebir una demostración; al fin y al
cabo, había hecho ya aportaciones en
otras ramas de las matemáticas.
Puesto que la conjetura de Riemann
todavía no había tenido tiempo de
adquirir el carácter de duro reto que
tiene en la actualidad, el anuncio de
Stieltjes se recibió con menos
entusiasmo del que hoy suscitaría.
Riemann no había pregonado su
intuición sobre los ceros, sino más bien
la había enterrado cuidadosamente en su
ensayo de diez páginas sin dar apenas
indicios que la apoyaran. Haría falta una
nueva generación para que la
importancia de la hipótesis de Riemann
se comprendiera en toda su magnitud. En
todo caso, el anuncio de Stieltjes era
excitante, ya que demostrar la hipótesis
de Riemann significaría demostrar
también la conjetura de Gauss sobre los
números primos, que en aquella época
era el Santo Grial de la teoría de los
números. Para N = 1.000.000, la
estimación de la cantidad de números
primos que da el logaritmo integral
Li(N) de Gauss produce un error del
0,17 por ciento. Cuando se consiguió
contar la cantidad de números primos
comprendidos entre 1 y 1.000.000.000
se descubrió que el error descendía al
0,003 por ciento. Gauss había creído
que el error porcentual se reduciría cada
vez más a medida que se consideraran
valores de N cada vez mayores. Hacia
finales del siglo XIX la conjetura de
Gauss llevaba en circulación tiempo
suficiente como para que con su
potencial conquistara grandes honores.
Los indicios que apoyaban la intuición
de Gauss eran ciertamente convincentes.
En los tiempos en que Stieltjes
escribía a Hermite sobre su
demostración, el mayor progreso en la
dirección de una confirmación de la
conjetura de Gauss se había producido
alrededor de 1850, en el viejo y amado
refugio de Euler: San Petersburgo. El
matemático ruso Pafnuty Chebyshev, a
pesar de no poder demostrar que la
diferencia porcentual entre la estimación
de Gauss y la verdadera cantidad de
números primos se hace cada vez menor,
había demostrado que el error sobre el
número de primos menores o iguales que
N nunca sería mayor del once por ciento,
por grande que sea el valor de N. El
once por ciento puede parecer muy
lejano del 0,003 por ciento que Gauss
había obtenido para la cantidad de
números primos comprendidos entre uno
y mil millones, pero la importancia del
resultado de Chebyshev radica en el
hecho de garantizar con certeza absoluta
que, por más que continuemos contando
números primos, el error nunca se
volverá enorme. Antes de los resultados
de Chebyshev, la conjetura de Gauss se
había basado exclusivamente en una
pequeña cantidad de indicios
experimentales. El análisis teórico de
Chebyshev proporcionó la primera base
auténtica a la hipótesis de la existencia
de una relación entre logaritmos y
números primos. En todo caso, quedaba
todavía mucho camino por recorrer para
demostrar que aquella relación se
mantendría tan estrecha como
conjeturaba Gauss.
Chebyshev consiguió mantener este
control sobre los errores usando
métodos absolutamente elementales.
Riemann, que trabajaba en Gotinga con
su sofisticado espacio imaginario, tuvo
conocimiento del trabajo de Chebyshev:
hay evidencias de que se disponía a
enviarle una carta en la que subrayaba
sus propios avances: entre las páginas
de notas de Riemann que sobrevivieron
se encuentran borradores en los que
prueba diversas grafías para el nombre
de su colega ruso. No sabemos si
finalmente Riemann mandó la carta a
Chebyshev pero, enviada o no,
Chebyshev no consiguió mejorar su
estimación del error en la cuenta de los
números primos.
Por todo ello, el anuncio de Stieltjes
suscitó, a pesar de todo, un entusiasmo
notable entre los matemáticos de su
época: nadie sospechaba todavía hasta
qué punto resultaría difícil demostrar la
hipótesis de Riemann, pero una
demostración de la conjetura de Gauss
era un acontecimiento digno de
reconocimiento. Hermite estaba ansioso
por conocer los detalles de la
demostración de Stieltjes, pero el joven
matemático se mostró reticente: la
demostración no estaba a punto. A pesar
de las continuas presiones, en los
siguientes cinco años Stieltjes no dio a
conocer nada que apoyara su afirmación.
Para superar la frustración cada vez
mayor en que vivía ante la resistencia de
Stieltjes a exponerle sus ideas, Hermite
ideó lo que creyó que sería un
procedimiento ingenioso para obligarlo
a salir a la luz: propuso que la
Academia de París dedicara el Grand
Prix des Sciences Mathématiques de
1890 a la demostración de la conjetura
de Gauss sobre los números primos.
Hermite se puso a esperar
tranquilamente, confiado en que el
premio iría a parar a su amigo Stieltjes.
El plan de Hermite consistía en lo
siguiente: para adjudicarse el premio no
era necesario que Stieltjes proclamara
nada tan grandioso como haber
demostrado la hipótesis de Riemann,
bastaría con trazar el mapa de una
pequeña porción del paisaje imaginario:
la frontera entre el paisaje de Euler y la
extensión de Riemann. Bastaba con
demostrar que no había ceros en aquella
frontera, es decir, sobre la línea recta
que se extiende de norte a sur pasando
por el número 1; entonces podría usarse
el paisaje de Riemann para estimar los
errores en la fórmula de Gauss, errores
que venían determinados por la posición
al este de cada uno de los ceros en el
paisaje de Riemann. Cuanto más al este
cae un cero, mayor será el error
correspondiente. Si la hipótesis de
Riemann es correcta, el error será muy
pequeño, pero la conjetura de Gauss
continuaría siendo cierta aunque la
hipótesis de Riemann resultara falsa
siempre que todos los ceros sin
excepción cayeran al oeste de la frontera
norte-sur que pasa por el número 1.
El plazo de inscripción al premio
venció sin que Stieltjes hiciera acto de
presencia, pero Hermite no quedaría
completamente decepcionado: de
manera inesperada, su alumno Jacques
Hadamard presentó un ensayo.
Si bien Hadamard no proporcionó
una demostración completa, sus ideas
bastaron para convertirlo en el ganador
del premio. Espoleado por aquel éxito,
en 1896 Hadamard consiguió colmar las
lagunas de su propia argumentación. No
fue capaz de probar que todos los ceros
están sobre la recta crítica de Riemann
que pasa por 1/2, pero pudo demostrar
que ningún cero se encontraba al este de
la frontera que pasa por 1.
Un siglo después de que Gauss
descubriera una relación entre números
primos y función logarítmica, finalmente
las matemáticas disponía de una
demostración de la conjetura de Gauss
sobre los números primos. Puesto que ya
no se trataba de una conjetura, a partir
de aquel momento pasó a llamarse
teorema de los números primos . La
demostración era el resultado más
significativo que se había obtenido
sobre los números primos desde que los
antiguos griegos establecieran la
existencia de una infinidad de tales
números. Aunque nunca llegaremos a
contar hasta los límites extremos del
universo de los números, Hadamard
demostró que un intrépido viajero nunca
encontraría sorpresas, por más lejos que
fuera. Los primeros indicios
experimentales que Gauss había
descubierto no eran un engañoso truco
de la naturaleza.
Hadamard nunca habría podido
obtener su resultado sin el trabajo que
había realizado Riemann: sus ideas
estaban empapadas por el análisis del
paisaje zeta que éste había realizado,
pero estaba todavía muy lejos de
demostrar la hipótesis de Riemann. En
el ensayo que contenía la demostración,
Hadamard reconocía que su trabajo no
igualaba los resultados de Stieltjes, que
continuó afirmando poseer una
demostración de la hipótesis de
Riemann hasta su muerte, ocurrida en
1894. Stieltjes fue el primero de una
larga lista de reputados matemáticos que
han anunciado demostraciones que luego
no han sido capaces de mostrar.
Hadamard supo pronto que tendría
que compartir la gloria de haber
demostrado el teorema de los números
primos: al mismo tiempo que él, un
matemático belga, Charles de la Vallée-
Poussin, había hallado una
demostración. El gran éxito de
Hadamard y de la Vallée-Poussin
supuso el principio de un viaje que
continuaría durante el siglo XX, con
matemáticos que ahora estaban
impacientes por lanzarse a la
exploración del paisaje de Riemann.
Hadamard y de la Vallée-Poussin habían
establecido el campamento base desde
el que habría que partir para el ascenso
principal hacia la recta crítica de
Riemann. Durante este período el
problema empezó a jugar el papel de
monte Everest de la exploración
matemática, a pesar de que,
paradójicamente, para su demostración
hacía falta pasar por los puntos más
bajos del paisaje zeta. Ahora que la
solución de la conjetura de Gauss sobre
los números primos estaba por fin
completa, era el momento oportuno para
que el gran problema de Riemann
emergiera de las oscuras profundidades
del denso ensayo berlinés.
Quien llamó la atención del mundo
sobre la extraordinaria intuición de
Riemann fue otro matemático residente
en Gotinga: David Hilbert. La
carismática figura de este matemático
contribuyó más que ninguna otra cosa a
lanzar al siglo XX en persecución del
más importante trofeo: la hipótesis de
Riemann.

HILBERT, EL FLAUTISTA DE
HAMELIN DE LAS
MATEMÁTICAS

La ciudad prusiana de Königsberg


había alcanzado una cierta notoriedad
matemática en el siglo XVIII gracias al
rompecabezas sobre sus puentes que
Euler había resuelto en 1735. A finales
del siglo XIX la ciudad reconquistó un
puesto en el mapa matemático por haber
alumbrado a David Hilbert, uno de los
gigantes de las matemáticas del siglo
XX.
Aunque apreciaba mucho su ciudad
de origen, Hilbert era consciente de que
el fuego matemático más resplandeciente
ardía tras las murallas de Gotinga.
Gracias a la herencia que dejaron
Gauss, Dirichlet, Dedekind y, sobre
todo, Riemann, Gotinga se había
convertido en la meca de las
matemáticas. En aquel momento Hilbert
fue quien, quizá más que ningún otro,
tomó conciencia del alcance del cambio
que Riemann había introducido en la
disciplina: Riemann había llegado a la
conclusión de que el intento de
comprender las estructuras y los
esquemas que se hallan en la base del
mundo matemático era más provechoso
que concentrarse en fórmulas y cálculos
pesados. Los matemáticos empezaban a
escuchar la orquesta matemática de un
nuevo modo: ya no obsesionados por las
notas individuales, ahora empezaban a
oír la música subyacente que provenía
de los objetos que estudiaban. Riemann
había sido el pionero de un renacimiento
del pensamiento matemático que se
reforzó con la generación de Hilbert.
Como el mismo Hilbert escribió en
1897, su intención era implementar «el
principio de Riemann según el cual las
demostraciones deberían de guiarse sólo
por el razonamiento y no por los
cálculos».
Hilbert consiguió prestigio en los
círculos académicos alemanes
precisamente llevando a la práctica este
principio. Desde niño había aprendido
que los antiguos griegos habían
demostrado la existencia de infinitos
números primos, es decir, de los
números indispensables para la
construcción de cualquier otro número
posible. En su época de estudiante leyó
que, si tomábamos en consideración las
ecuaciones en lugar de los números, las
cosas parecían ser de otro modo. A
finales del siglo XIX se había convertido
en un reto demostrar que, al contrario de
lo que ocurre con los números primos,
existía un número finito de ecuaciones
que se podían usar para generar ciertos
conjuntos infinitos de ecuaciones: los
matemáticos de la época de Hilbert
intentaban demostrar este hecho
recurriendo a un laborioso trabajo de
construcción de ecuaciones. Hilbert dejó
estupefactos a sus contemporáneos al
demostrar la existencia de tal conjunto
finito de elementos básicos, aunque no
estaba en condiciones de construirlo.
Igual que el maestro de la escuela de
Gauss se había quedado observando con
incredulidad a aquel alumno que
calculaba la suma de los números del 1
al 100, a los superiores de Hilbert les
costaba creer que se pudiera explicar la
teoría de las ecuaciones sin un duro
trabajo.
Se trataba de un auténtico reto a la
ortodoxia matemática de la época: al no
poder ver aquella lista finita se hacía
difícil aceptar su existencia, aunque
estuviera confirmada por la
demostración. Tener que aceptar que
algo no podía ser visto aunque su
existencia fuera irrefutable provocaba
desconcierto en unos matemáticos
todavía devotos de la tradición francesa,
fundada en las ecuaciones y fórmulas
explícitas. A propósito de la obra de
Hilbert, Paul Gordan, uno de los
expertos en este campo, declaró: «Esto
no es matemática. Esto es teología».
Pero Hilbert, a pesar de no haber
cumplido todavía los treinta años, no
rectificó. Finalmente, sus ideas fueron
aceptadas, e incluso Gordan le dio la
razón: «Me he convencido de que la
teología tiene su mérito». A partir de
entonces Hilbert se dedicó al estudio de
los números enteros, un tema que él
describió como «un edificio de rara
belleza y armonía».
En 1893 la Sociedad Matemática
Alemana le pidió un informe sobre el
estado de la teoría de los números en el
fin de siglo. Se trataba de un encargo de
gran dificultad para una persona de poco
más de treinta años. Cien años antes, la
disciplina no existía ni siquiera como
entidad coherente. Las Disquisitiones
arithmeticae de Gauss, publicadas en
1801, habían iluminado un terreno tan
fértil que a finales de siglo la teoría de
los números se había desarrollado hasta
tal punto que era ya incontrolable. Para
contribuir a ponerla bajo control,
Hilbert se hizo acompañar por un viejo
amigo, Hermann Minkowski. Se
conocían de su época de estudiantes en
Königsberg. Minkowski se había
labrado una reputación en el campo de
la teoría de los números al ganar el
Grand Prix des Sciences Mathématiques
a los dieciocho años. Estuvo encantado
de trabajar en un proyecto para traer a la
luz lo que él llamaba «las insinuantes
melodías de esta potente música». Su
colaboración reforzó la pasión de
Hilbert por los números primos que,
según Minkowski, «menearían el
esqueleto» bajo su reflector.
La «teología» de Hilbert le valió el
respeto de un buen número de
influyentes matemáticos europeos. En
1895 recibió una carta de un profesor de
Gotinga, Felix Klein, para ofrecerle un
puesto en la venerada universidad:
Hilbert no lo dudó, y aceptó
inmediatamente. En el transcurso de la
reunión que tuvo lugar para discutir su
candidatura, los miembros de la
Facultad pusieron en cuestión el apoyo
que Klein daba a Hilbert, e insinuaron
que pretendía otorgar la plaza a un
lacayo que nunca se valdría por sí solo.
Klein les aseguró, por el contrario: «He
propuesto a la persona más difícil de
todas». Aquel otoño, Hilbert se trasladó
a la ciudad donde Riemann, su fuente de
inspiración, había sido profesor, con la
esperanza de continuar su revolución
matemática.
Los miembros de la facultad no
tardaron en comprender que Hilbert no
se contentaba con retar a la ortodoxia
matemática: las esposas de los
profesores estaban horrorizadas con el
comportamiento del recién llegado.
Como escribió una de ellas: «Está
provocando un trastorno general. He
sabido que la otra noche fue visto en
algunos restaurantes jugando al billar
con los estudiantes». Con el tiempo,
Hilbert empezó a conquistar los
corazones de las señoras de Gotinga y
se labró una reputación de mujeriego. En
la fiesta de su quincuagésimo
cumpleaños, sus estudiantes entonaron
una canción en la que cada estrofa, una
por cada letra del alfabeto, describía
con pelos y señales una de sus
conquistas.
El bohemio profesor compró una
bicicleta a la que se aficionó
profundamente: era común verlo
pedaleando por las calles de Gotinga
llevando un ramo de flores que había
recogido en el jardín para uno de sus
amores. Impartía sus clases en mangas
de camisa, cosa inaudita para la época.
En los restaurantes, para protegerse de
las corrientes de aire, no dudaba en
pedir prestadas sus estolas a las mujeres
que estaban cenando. No está claro hasta
qué punto Hilbert buscaba
deliberadamente el escándalo o
simplemente planteaba la solución más
obvia a los posibles problemas; en todo
caso, lo único claro es que su mente
estaba más concentrada en las
cuestiones matemáticas que en los
detalles de la etiqueta social.
Hilbert instaló una pizarra de tres
metros en su propio jardín; allí, entre
cuidados a los macizos de flores y sus
acrobacias de ciclista, garabateaba con
tiza sus matemáticas. Le gustaban las
fiestas y ponía música siempre a un
volumen alto, para lo cual, elegía
siempre la aguja más grande para su
gramófono. Cuando finalmente consiguió
oír a Caruso en vivo, quedó algo
decepcionado: «Caruso canta con la
aguja pequeña», comentó. Pero la
matemática de Hilbert iba mucho más
allá de sus excentricidades. En 1898
apartó su atención de la teoría de los
números y la centró en los retos de la
geometría. Se sintió atraído por los
nuevos tipos de geometría que varios
matemáticos habían propuesto a lo largo
del siglo XIX, teorías que pretendían
poner en duda uno de los axiomas
fundamentales de la geometría de los
antiguos griegos. Como consecuencia de
su profunda fe en el poder abstracto de
las matemáticas, Hilbert consideraba
irrelevante la realidad física de los
objetos, lo que lo llevó a estudiar las
conexiones y las estructuras abstractas
que estaban en la base de estas nuevas
geometrías; para él lo importante eran
las relaciones entre los objetos: en una
famosa declaración mantuvo que una
teoría geométrica tendría sentido aunque
se sustituyeran puntos, líneas y planos
por mesas, sillas y jarras de cerveza.
Un siglo antes, Gauss se había
planteado el reto que suponían estos
nuevos modelos de geometría, pero no
se atrevió a exteriorizar tales
pensamientos heréticos. Con toda
seguridad, era imposible que los griegos
se hubieran equivocado. A pesar de
todo, Gauss había empezado a poner en
duda uno de los axiomas fundamentales
de la geometría euclidiana, el relativo a
la existencia de rectas paralelas. La
pregunta que Euclides se había
planteado era la siguiente: si se trazan
una recta y un punto exterior a la recta,
¿cuántas rectas hay que pasen por el
punto y sean paralelas a la primera
recta? Para Euclides la respuesta obvia
era que existía una y sólo una de tales
rectas paralelas.
Desde los dieciséis años, Gauss
había empezado a formular hipótesis
sobre la posible existencia de
geometrías igualmente coherentes y
válidas en las que no hubiera rectas
paralelas. Además de la geometría
euclidiana y de estas nuevas geometrías
sin paralelas, podía también existir una
tercera clase de geometría en la que
hubiera más de una recta paralela. Así
las cosas, podrían existir geometrías en
las que la suma de los ángulos de un
triángulo no fuera igual a 180 grados,
una eventualidad que los antiguos
griegos habrían considerado
inadmisible. Pero, si había muchas
geometrías posibles, se preguntó Gauss,
¿cuál de ellas describía mejor el mundo
real? Sin duda, los griegos estaban
convencidos de que su modelo
proporcionaba una descripción
matemática de la realidad física, pero
Gauss no estaba muy convencido de que
tuvieran razón.
Muchos años más tarde, mientras
efectuaba tareas de inspección para el
estado de Hannover, Gauss utilizó
algunas de las mediciones que efectuaba
en los alrededores de Gotinga para
verificar si un triángulo de haces de luz
proyectado desde las cimas de tres
colinas contradecía la geometría
euclidiana produciendo una suma de sus
ángulos distinta de 180 grados. Gauss se
preguntaba si era posible que la
trayectoria rectilínea de un rayo de luz
se curvara en el espacio: quizás el
espacio tridimensional fuera curvado, de
la misma manera que el espacio
bidimensional del globo. Gauss pensaba
en los llamados círculos máximos, como
las líneas de longitud a lo largo de las
cuales se mide el recorrido más corto
entre dos puntos sobre la superficie de
la Tierra. En esta geometría
bidimensional no existen líneas
paralelas de longitud ya que todas ellas
se encuentran en los polos. Nadie había
considerado la posibilidad de que el
espacio tridimensional pudiera curvarse.
Hoy sabemos que Gauss operaba en
una escala demasiado pequeña para
observar una curvatura significativa del
espacio y así contradecir la concepción
euclidiana del mundo. Su intuición se
confirmó cuando, durante el eclipse
solar de 1919, Arthur Eddington
consiguió la prueba de que la luz
procedente de las estrellas sufría una
desviación. Gauss nunca hizo públicas
sus ideas, quizá porque sus nuevas
geometrías parecían entrar en conflicto
con el deber de las matemáticas, que
consistía en dar una representación de la
realidad física. A los amigos a quienes
confió sus dudas les pidió que guardaran
el secreto.
La idea de estas nuevas geometrías
fue hecha pública hacia 1830 por el ruso
Nikolai Lobachevsky y por el húngaro
Janos Bolyai. El descubrimiento de las
geometrías no euclidianas, como Gauss
las bautizó, no removió las aguas del
estanque matemático tanto como él había
temido: simplemente se descartó por
demasiado abstracta. La consecuencia
fue que las geometrías no euclidianas
quedaron descartadas durante muchos
años. En la época de Hilbert, sin
embargo, empezaron a emerger como
expresión perfecta de su propia
aproximación, más abstracta, al mundo
matemático.
En opinión de algunos matemáticos,
toda geometría que no verificara el
axioma de Euclides sobre las rectas
paralelas contendría alguna
contradicción interna que provocaría su
derrumbe. Cuando Hilbert empezó a
explorar esta posibilidad comprendió
que había un fuerte nexo lógico entre
geometría no euclidiana y geometría
euclidiana. Descubrió que sólo en un
caso las geometrías no euclidianas
podían contener contradicciones: si
también las contenía la geometría
euclidiana. Pareció un buen primer paso.
En aquella época los matemáticos tenían
el convencimiento de que la geometría
de Euclides se fundaba en una lógica
sólida: el descubrimiento de Hilbert
significaba que los modelos no
euclidianos estaban basados sobre los
mismos fundamentos lógicos, si una
geometría se hundía, arrastraría con ella
a todas las demás. Pero entonces Hilbert
se dio cuenta de algo inquietante: en
realidad, nadie había demostrado jamás
que la geometría euclidiana estuviera
libre de contradicciones ocultas.
Hilbert empezó a pensar cómo se
podría demostrar que la geometría
euclidiana carecía de contradicciones.
Aunque en los dos mil años posteriores
a Euclides nadie había encontrado
ninguna, ello no garantizaba que no
pudieran existir. Hilbert decidió que lo
primero que debía de hacerse era
reformular la geometría en términos de
fórmulas y ecuaciones. Esta práctica
había sido inaugurada por Descartes —
de ahí el nombre de geometría
cartesiana— y había sido adoptada por
los matemáticos franceses del siglo
XVIII. Se podía reconducir la geometría
a la aritmética por medio de ecuaciones
que describían líneas y puntos, en la que
cada punto podía transformarse en
números para describir sus coordenadas
en el espacio. Los matemáticos estaban
convencidos de que la teoría de los
números no contenía contradicciones y,
por tanto, Hilbert esperaba que
expresando la geometría euclidiana con
números sería posible establecer si
contenía o no contradicciones.
Pero, en lugar de una respuesta al
problema, Hilbert halló algo todavía
más inquietante: en realidad nadie había
demostrado que la propia teoría de los
números estuviera libre de
contradicciones. Hilbert debió de
quedarse de piedra. El hecho de que
durante milenios las matemáticas
hubieran funcionado tanto en teoría
como en práctica sin producir
contradicciones había infundido en los
matemáticos una gran confianza en lo
que hacían. «Allez en avant, et la foi
vous viendra» [Avanzad, y os llegará la
fe] era la respuesta dada por el
matemático francés Jean-Baptiste Le
Rond d’Alembert a los que ponían en
duda los fundamentos de la disciplina.
Para los matemáticos, la existencia de
los números que estudiaban era tan real
como la de los organismos que
clasificaban los biólogos. Estaban muy
satisfechos de desarrollar su actividad
llegando a deducciones a partir de
supuestos, que consideraban verdades
evidentes sobre los números: nadie
había considerado la eventualidad de
que aquellos supuestos pudieran llevar a
contradicciones.
Hilbert había ido retrocediendo cada
vez más, hasta poner en duda la base
misma sobre la que se construía las
matemáticas; ahora que se había
planteado la cuestión, se hacía
imposible ignorar aquellos problemas
fundamentales. El mismo Hilbert estaba
convencido de que nunca se descubriría
ninguna contradicción y que los
matemáticos disponían de los medios
necesarios para disipar cualquier duda
al respecto y demostrar que la disciplina
estaba edificada sobre pilares más que
sólidos. Su pregunta anunció la llegada
de una nueva era de las matemáticas: el
s i g l o XIX había contemplado la
transición desde un útil auxilio práctico
para la ciencia hasta investigación
teórica de verdades fundamentales, más
parecida a la filosofía de un antiguo
ciudadano de Königsberg, Emmanuel
Kant. Las consideraciones de Hilbert
sobre los fundamentos mismos de la
disciplina le proporcionaron la
plataforma para lanzar esta nueva
práctica de una matemática abstracta. Su
enfoque inédito caracterizaría las
matemáticas del siglo XX.
A finales de 1899, Hilbert se
encontró ante una oportunidad ideal para
reunir los extraordinarios cambios que
sus nuevas ideas estaban produciendo en
los campos de la geometría, de la teoría
de los números y de los fundamentos
lógicos de las matemáticas. Fue invitado
a pronunciar uno de los discursos más
importantes del Congreso Internacional
de Matemáticos que debía celebrarse en
París al año siguiente. Se trataba de un
gran honor para un matemático que aún
no había cumplido los cuarenta años.
El encargo de hablar ante toda la
comunidad matemática en los albores
del nuevo siglo intimidaba a Hilbert.
Con toda seguridad pensó en preparar un
discurso trascendental, que estuviera a
la altura de la ocasión. Hilbert empezó a
consultar a sus amigos sobre la
conveniencia de utilizar el discurso para
avanzar hipótesis sobre el futuro de las
matemáticas. Se trataba de una
propuesta claramente no convencional,
que conculcaba la regla no escrita de
que únicamente las ideas completas,
plenamente formadas, debían hacerse
públicas. Hacía falta una fuerte dosis de
audacia para renunciar a la seguridad
que garantiza el hecho de presentar
demostraciones de teoremas conocidos
y, en cambio, especular sobre las
incertidumbres del futuro, pero Hilbert
nunca fue una persona proclive a
retroceder ante la controversia.
Finalmente, decidió proponer como reto
a la comunidad matemática internacional
lo que no se había demostrado, en lugar
de limitarse a disertar sobre lo que ya
era cierto.
Aún le quedaban dudas: ¿era
razonable usar aquella ocasión para
intentar algo tan innovador? Quizá
habría sido mejor seguir las
convenciones y hablar de lo que había
conseguido en lugar de hacerlo sobre lo
que no podía resolver. Los
aplazamientos le impidieron poner título
a su discurso en los plazos establecidos,
y no apareció en la lista de los
conferenciantes del congreso. En el
verano de 1900 los amigos de Hilbert
temieron que dejara escapar aquella
maravillosa oportunidad de presentar
sus ideas, pero un buen día todos ellos
hallaron sobre su escritorio el texto del
discurso que Hilbert pensaba leer. Se
titulaba simplemente: «Problemas
matemáticos».
Hilbert opinaba que los problemas
eran la savia vital de las matemáticas,
pero también creía que era necesario
elegirlos con cuidado: «Un problema
matemático ha de ser difícil para que
nos atraiga —escribió—, pero no
completamente inaccesible, para evitar
que nuestros esfuerzos sean inútiles.
Para nosotros debería de ser una señal
con la que podamos orientarnos por los
caminos laberínticos que conducen a
verdades escondidas, y en definitiva se
trata de una manera de recordarnos el
placer que nos da el conseguir una
solución». Los veintitrés problemas que
había decidido presentar habían sido
seleccionados de manera que se
ajustaran perfectamente a este criterio
riguroso. En el calor húmedo del agosto
parisiense, Hilbert se puso en pie en el
salón de la Sorbona para leer su
discurso y proponer un reto a los
exploradores matemáticos del nuevo
siglo.
A fines del siglo XIX muchas áreas
de estudio estaban influidas por el
movimiento filosófico del ilustre
fisiólogo Emil du Bois-Reymond, que
defendía la existencia de límites para
nuestra capacidad de comprender la
naturaleza. La frase de moda en los
círculos filosóficos era Ignoramus et
ignorabimus: lo ignoramos y
seguiremos ignorándolo. Pero el sueño
de Hilbert para el nuevo siglo suponía
dejar de lado aquel pesimismo. Terminó
su introducción a los veintitrés
problemas con un exaltado grito de
batalla: «Esta convicción de la
condición resoluble de cada uno de los
problemas matemáticos es un potente
incentivo para los que operamos en este
campo. En nuestro interior sentimos el
reclamo incesante: hay un problema.
Buscamos la solución. Puede ser hallada
por la pura razón, porque en
matemáticas no existe ignorabimus».
Los problemas que Hilbert planteó a
los matemáticos del nuevo siglo
recogían el espíritu revolucionario de
Bernhard Riemann. Los dos primeros de
la lista de Hilbert se referían a
cuestiones sobre los fundamentos de las
matemáticas que habían empezado a
obsesionarlo, pero los demás se
repartían por todos los rincones del
paisaje matemático. Algunos de ellos
eran más bien proyectos abiertos que
cuestiones sobre las que conviniera
obtener respuestas claras. Entre ellos,
uno estaba ligado al sueño de Riemann
sobre la posibilidad de responder a las
cuestiones fundamentales de la física
usando sólo las matemáticas.
El quinto problema nacía del
enfoque de Riemann según el cual los
diversos campos de las matemáticas,
como el álgebra, el análisis y la
geometría, están íntimamente
relacionados, de modo que se hace
imposible comprenderlos si los
mantenemos aislados. Riemann había
demostrado que era posible deducir las
propiedades algebraicas de las
ecuaciones a partir de la geometría de
los grafos definidos por estas
ecuaciones. Hizo falta bastante coraje
para oponerse al dogma que obligaba al
álgebra y al análisis a mantenerse lejos
del poder potencialmente engañoso de la
geometría. Por este motivo matemáticos
como Euler o Cauchy eran tan contrarios
a la representación gráfica de los
números imaginarios: para ellos, los
números imaginarios eran soluciones de
ecuaciones como x2 = −1 y no debían
confundirse con imágenes. Pero para
Riemann era evidente la relación entre
las disciplinas.
Hilbert mencionó el último teorema
de Fermat en los preparativos del
anuncio de sus veintitrés problemas,
pero, curiosamente, a pesar de la
percepción pública de este problema
como una de las grandes cuestiones
irresueltas de las matemáticas ya en
tiempos de Hilbert, nunca pasó a formar
parte de su selección: Hilbert opinaba
que se trataba de «un notable ejemplo
del efecto inspirador que un problema
tan particular y aparentemente sin
importancia puede tener sobre la
ciencia». Gauss había expresado la
misma opinión al declarar que se
podrían haber elegido muchas otras
ecuaciones y preguntarse si tenían o no
soluciones: no había nada de especial en
la elección de Fermat.
Hilbert tomó la crítica de Gauss al
último teorema de Fermat como punto de
inspiración para su décimo problema:
¿existe un algoritmo —un procedimiento
matemático que opera de un modo
similar a un programa de ordenador—
que permita decidir en un tiempo finito
si una ecuación cualquiera tiene
soluciones? Hilbert esperaba que su
pregunta distraería la atención de los
matemáticos sobre el caso particular y
los haría concentrarse en lo abstracto: él
mismo, por ejemplo, siempre había
apreciado la manera en que Gauss y
Riemann habían alentado la adopción de
una nueva perspectiva sobre los
números primos; Hilbert esperaba que
su cuestión sobre las ecuaciones tuviera
un efecto similar.
Aunque un periodista que cubría la
conferencia describió la discusión
posterior como «inconsistente», ello
tenía más que ver con el opresivo clima
de agosto que con el atractivo del
discurso de Hilbert. Como dijo
Minkowski, su amigo más íntimo:
«gracias a este discurso, que todos los
matemáticos del mundo sin excepción se
asegurarán de leer, tu atractivo sobre los
jóvenes matemáticos aumentará». El
riesgo que Hilbert asumió al presentar
un discurso tan poco convencional
cimentó su reputación de pionero del
nuevo pensamiento matemático del siglo
XX. Minkowski opinaba que aquellos
veintitrés problemas tendrían una
enorme influencia: «Verdaderamente, tú
has monopolizado las matemáticas para
el siglo XX», dijo a Hilbert. Sus
palabras resultaron proféticas.
En medio de su lista de problemas
abiertos y generales había uno, el
octavo, muy específico: demostrar la
hipótesis de Riemann. En una entrevista,
Hilbert dijo que, en su opinión, la
hipótesis de Riemann era el problema
más importante «no sólo de las
matemáticas, sino el más importante en
términos absolutos». Durante la misma
entrevista le preguntaron cuál sería la
mayor empresa tecnológica: «Capturar
una mosca en la Luna. Porque los
problemas complementarios que habría
que resolver para obtener tal resultado
requerirían la solución de casi todos los
problemas materiales de la humanidad».
Un profundo análisis, si se considera
cómo han ido las cosas en el siglo XX.
Hilbert opinaba que una
demostración de la hipótesis de
Riemann tendría para las matemáticas el
mismo efecto que la caza lunar de una
mosca para la tecnología. Tras haber
propuesto la hipótesis como octavo
problema de su lista, continuó
explicando a los delegados del congreso
internacional que una comprensión plena
de la fórmula de Riemann sobre los
números primos probablemente nos
pondría en situación de entender muchos
otros de los misterios de los números
primos. Citó la conjetura de Goldbach y
la existencia de números primos
gemelos. El interés de demostrar la
hipótesis de Riemann era doble: además
de cerrar un capítulo de la historia de
las matemáticas, supondría abrir muchas
otras puertas nuevas.
Hilbert no pensaba que la hipótesis
de Riemann seguiría tanto tiempo sin
solución. En una conferencia que
pronunció en 1919 se declaró optimista
sobre la posibilidad de vivir lo
suficiente para ver la demostración, y
que la persona más joven del público
viviría lo suficiente como para asistir a
la del último teorema de Fermat. Pero
predijo con atrevimiento que nadie de
los presentes sería testigo de la
conquista del séptimo problema de su
lista: establecer si 2 elevado a la raíz
cuadrada de 2 es la solución de una
ecuación. No hay dudas sobre la gran
intuición matemática de Hilbert, pero
sus capacidades proféticas no estaban a
la misma altura: el séptimo problema
cayó diez años después. Queda una
posibilidad remota de que aquel joven
licenciado que asistía a la conferencia
de Hilbert de 1919 haya vivido lo
suficiente como para ser testigo de la
demostración del último teorema de
Fermat por parte de Andrew Wiles en
1994. Pero, a pesar de los interesantes
progresos que se han logrado en los
últimos decenios, es muy posible que la
hipótesis de Riemann siga sin resolver
cuando Hilbert, como Barbarroja, se
despierte tras una espera de quinientos
años.
En una ocasión, Hilbert creyó que no
haría falta esperar tanto. Un día recibió
el escrito de un estudiante que afirmaba
haber demostrado la hipótesis de
Riemann. Hilbert no tardó mucho en
encontrar un error en la presunta
demostración, pero el método utilizado
lo impresionó. Desgraciadamente, el
estudiante murió un año después, y
pidieron a Hilbert que participara en las
honras fúnebres. Alabó las ideas del
joven y expresó la esperanza de que
pudieran estimular una demostración de
la gran hipótesis; a continuación —con
una actitud totalmente fuera de lugar que
ilustra perfectamente el estereotipo del
matemático apartado de la realidad
social— dijo: «Consideremos una
función definida en el dominio de los
números imaginarios…», Hilbert
entonces entró en los detalles de la
demostración equivocada. Sea o no
cierto, el episodio es verosímil: de vez
en cuando los matemáticos tienen
visiones muy limitadas.
El discurso de Hilbert en el
congreso de 1900 puso inmediatamente
la hipótesis de Riemann en el centro de
atención: ahora se la consideraba uno de
los más grandes problemas irresueltos
de las matemáticas. Aunque la obsesión
de Hilbert por la hipótesis de Riemann
no produjo contribuciones directas a su
solución, el nuevo programa que
propuso para las matemáticas del siglo
XX tuvo efectos profundos: al final del
siglo, incluso las cuestiones que había
planteado sobre la física o las de
carácter fundamental sobre los axiomas
de las matemáticas habían jugado un
papel en la mejora de nuestra
comprensión de los números primos.
Mientras tanto, Hilbert tuvo el mérito de
llevar a Gotinga a un matemático que
terminaría por recoger el testigo que
había pasado de Gauss a Dirichlet y de
éste a Riemann.
LANDAU, EL MÁS DIFÍCIL
DE LOS HOMBRES

La Universidad de Gotinga dispuso


de una cátedra vacante como
consecuencia de la muerte trágicamente
precoz de Minkowski, el mejor amigo
de Hilbert: con sólo cuarenta y cinco
años, Minkowski fue víctima de una
apendicitis mortal. Hilbert acababa de
conseguir resolver el problema de
Waring, relacionado con la expresión de
los números enteros como suma finita de
cubos o de potencias superiores. Sabía
que su amigo habría valorado aquel
resultado, ya que ampliaba el resultado
por el que Minkowski había recibido de
la Academia de Francia, con apenas
dieciocho años, el Grand Prix des
Sciences Mathématiques: «Incluso en el
lecho del hospital, donde yacía
gravemente enfermo, le preocupaba no
estar presente en la siguiente sesión del
seminario, en la que yo expondría mi
solución del problema de Waring».
La muerte de Minkowski sacudió a
Hilbert profundamente. Un estudiante de
Gotinga relató: «Yo estaba en clase
cuando Hilbert nos relató la muerte de
Minkowski, y rompió a llorar. Dado el
prestigio de un profesor en aquellos
tiempos y la gran distancia que lo
separaba de los estudiantes, para
nosotros fue mayor el trauma de ver
llorar a Hilbert que el de saber que
Minkowski había muerto». Hilbert
deseaba hallar un sucesor de Minkowski
que se apasionara por la teoría de los
números tanto como su llorado amigo.
Según la opinión de todos, la
persona que Hilbert eligió, Edmund
Landau, no era un hombre fácil. Parece
que hubo una especie de empate para
decidir entre él y otro candidato. Hilbert
preguntó a sus colegas: «¿Quién de los
dos es el más difícil?». Cuando le
respondieron que, sin duda, era Landau,
Hilbert dijo que Gotinga tenía que tener
a Landau. El suyo nunca sería un
departamento de gente dócil: Hilbert
quería colegas que retaran las
convenciones sociales y matemáticas.
Landau era severo con sus
estudiantes y era considerado el
individuo más difícil del departamento.
Los estudiantes estaban aterrorizados
con la posibilidad de que les invitara a
su casa los fines de semana, donde
tendrían que soportar su pasión por los
juegos matemáticos. Uno de ellos, recién
casado, partía de luna de miel; el tren
estaba a punto de salir de la estación de
Gotinga cuando Landau llegó furioso al
andén, metió por la ventanilla el
borrador de su último libro y ordenó:
«¡Lo quiero corregido a su regreso!».
Muy pronto Landau asumió el papel
de continuador de la tradición de
Riemann y Gauss, y se convirtió en la
figura más importante de Europa por su
desarrollo de la obra de la Vallée-
Poussin y de Hadamard. Su
temperamento se adaptaba perfectamente
al objetivo de abandonar el campo base
que aquellos habían establecido y
dirigirse con decisión hacia las
pendientes del monte Riemann. Para
demostrar la conjetura de Gauss sobre
los números primos, Hadamard y la
Vallée-Poussin habían mostrado la
inexistencia de ceros sobre la línea de
frontera norte-sur que pasa por el
número 1. El reto que ahora se planteaba
era demostrar que tampoco se hallarían
ceros antes de alcanzar la línea crítica
de Riemann que pasa por 1/2.
El matemático danés Harald Bohr se
unió a la expedición de Landau. A pesar
de trabajar en Copenhague, era uno de
los muchos peregrinos que atravesaban
Europa regularmente para visitar
Gotinga. Su hermano Niels alcanzaría
fama mundial como uno de los creadores
de la teoría de la mecánica cuántica.
Harald se había labrado un nombre en el
fútbol: había sido uno de los jugadores
más importantes del equipo nacional
danés que obtuvo la medalla de plata en
los Juegos Olímpicos de 1908.
Juntos, Landau y Bohr completaron
el primer intento exitoso de navegar por
los puntos a nivel del mar en el paisaje
de Riemann. Consiguieron demostrar
que a la mayoría de los ceros les
gustaba estar pegados a la recta mágica
de Riemann. Consideraron el número de
ceros comprendidos entre 0,50 y 0,51 y
lo compararon con el número de ceros
que aparecían fuera de esta estrecha
banda de tierra; así pudieron demostrar
que los ceros contenidos en la banda
representan al menos una gran
proporción del total de ceros. Riemann
había previsto que todos los ceros
estarían sobre la recta que pasa por 1/2.
Landau y Bohr no consiguieron
demostrarlo con tanta precisión, pero
dieron un primer paso en esa dirección.
Para que su argumentación
funcionara no era imprescindible que la
banda tuviera una anchura de 0,01.
Aunque su anchura fuera de sólo 1/1030,
por ejemplo, Landau y Bohr estaban en
condiciones de demostrar que la
mayoría de los ceros están dentro de
esta franja vertical de territorio. Pero lo
frustrante era que ni Landau ni Bohr
estaban en condiciones de deducir que
la mayoría de los ceros tenía que
encontrarse efectivamente sobre la recta
de Riemann que pasa por 1/2, una
verdad que Riemann afirmaba haber
demostrado pero que nunca publicó.
Este hecho puede parecer absurdo: si
todos los ceros se encuentran en una
banda cuya anchura puede reducirse más
y más, ¿por qué no podemos concluir
que la mayoría de ellos tiene que estar
sobre la recta crítica? Estos son los
misterios de las matemáticas.
Supongamos, por ejemplo, que para
cada número N haya 10N ceros en la
estrecha banda comprendida entre
1/2 + 1/10N+1 y 1/2 + 10N. Tal resultado
hipotético satisfaría el resultado de Bohr
y Landau sin implicar que ni siquiera
uno de los ceros esté sobre la recta
crítica que pasa por 1/2.
En aquella época, Gotinga empezaba
a estar a la altura del lema que, grabado
en el blasón de la fachada del
ayuntamiento de la ciudad, proclamaba
que no había vida fuera de sus murallas
medievales. A principios del siglo XX,
la tranquila ciudad universitaria de
Riemann se había transformado, debido
a la influencia de Hilbert, en una
potencia de las matemáticas europea. En
tiempos de Riemann era Berlín la que
vibraba de energía intelectual, pero
algunos decenios más tarde, cuando
ofrecieron a Hilbert una cátedra
universitaria en Berlín, la rechazó:
ahora era la ciudad medieval
impregnada por la herencia que Gauss
había legado la que constituía un
ambiente perfecto para desarrollar la
actividad matemática.
Hilbert consiguió llevar a Gotinga a
los mejores matemáticos del mundo
gracias a una donación de Paul
Wolfskehl, un profesor de matemáticas
que había muerto en 1908: en su
testamento, había expresado el deseo de
legar cien mil marcos como premio para
la primera persona que concibiera una
demostración del último teorema de
Fermat. Se trata del premio sobre el cual
Andrew Wiles leyó de pequeño, y que
encendió su interés por la búsqueda de
una solución al enigma de Fermat. (El
incentivo económico que finalmente
recibió Wiles por su demostración
sufrió una fuerte devaluación a causa de
la enorme inflación que golpeó
Alemania en el período de
entreguerras). El testamento de
Wolfskehl establecía que cada año
transcurrido sin que se resolviera el
problema, los intereses generados por el
capital inicial asignado como premio se
utilizarían como fondo para los
matemáticos que visitaran Gotinga.
Landau se encargó de revisar las
soluciones que se enviaban a Gotinga.
Finalmente, la carga de trabajo resultó
tan pesada que decidió enviar los
manuscritos a sus estudiantes junto con
una carta de rechazo preimpresa. El
texto de la carta era: «Le agradecemos
su solución del último teorema de
Fermat. El primer error tiene lugar en la
página… línea…». Hilbert asumió el
encargo mucho más placentero de
invertir los intereses que generaba el
premio en metálico. Esos intereses le
dieron los medios para invitar a muchos
matemáticos a visitar Gotinga, hasta el
punto de hacerle desear que nunca se
resolviera el último teorema de Fermat:
«¿Por qué tendríamos que matar a la
gallina de los huevos de oro?», se
preguntaba.
Era opinión general que todo joven
matemático que quisiera abrirse camino
en el mundo académico antes que nada
tenía que pasar por Gotinga: un
estudiante comparó la influencia de
Hilbert sobre las matemáticas con la
«dulce música del flautista de
Hammelin… que seduce un gran número
de ratas induciéndolas a seguirlo en el
profundo río de las matemáticas». No
sorprende que muchas de tales ratas
matemáticas procedieran de las
academias que florecieron en la Europa
continental durante las revoluciones
políticas e intelectuales que habían
tenido lugar a lo largo de todo el siglo
XIX.
En cambio, Gran Bretaña sufría su
tradicional incapacidad de absorber las
buenas ideas procedentes del continente:
igual que las costas de Inglaterra habían
supuesto un baluarte inexpugnable contra
los tumultos políticos de la Revolución
francesa, los matemáticos ingleses
dejaron escapar la revolución de
Riemann. Los números imaginarios
continuaron siendo considerados un
peligroso concepto continental. De
hecho, la Inglaterra matemática no había
hecho grandes avances desde los
tiempos de la disputa entre Leibniz y
Newton, en el siglo XVII, sobre a cuál de
los dos tenía que atribuirse el mérito del
descubrimiento del cálculo infinitesimal.
A pesar de que Newton había sido el
primero, durante muchos años el
desarrollo matemático de su país estuvo
obstaculizado por el rechazo del
reconocimiento de la superioridad de
Leibniz sobre la forma de elaborar la
nueva materia. Las cosas, sin embargo,
iban a cambiar.
HARDY, EL ESTETA DE LAS
MATEMÁTICAS

En 1914 Landau y Bohr habían


completado su obra, demostrando que la
mayoría de los ceros se concentraban
alrededor de la recta crítica de
Riemann. Sin embargo, ¿hasta qué punto
habían conseguido determinar los ceros
que caían exactamente sobre la línea?
Del número infinito de puntos a nivel
del mar, hasta el momento habían
identificado sólo setenta y uno que se
encontraran alineados a lo largo de la
recta crítica de Riemann.
Entonces se produjo un importante
avance psicológico: tras dos siglos
transcurridos en el más completo
desinterés por las ideas procedentes del
continente, un matemático inglés, G. H.
Hardy, tomó el testigo de Riemann y
consiguió demostrar que existen infinitos
ceros que se alinean efectivamente sobre
la recta norte-sur que pasa por 1/2.
Hilbert quedó altamente impresionado
por la contribución de Hardy, hasta el
punto de que, cuando se enteró de que
aquél tenía dificultades con las
autoridades del Trinity College de
Cambridge en relación con su
alojamiento, escribió una carta al
director del College; Hardy, escribió
Hilbert, no sólo era el mejor matemático
del Trinity, era el mejor de Inglaterra y,
en consecuencia, debía de asignársele el
mejor alojamiento disponible.
La notoriedad de Hardy más allá de
los círculos matemáticos se debe en gran
parte a sus incisivas memorias tituladas
Apología de un matemático, pero
conquistó su gloria matemática por sus
contribuciones a la teoría de los
números primos y a la hipótesis de
Riemann. Si Hardy había demostrado
que había un número infinito de ceros
sobre la recta crítica, ¿significaba esto
que el problema estaba cerrado?
¿Significaba que Hardy había
demostrado la hipótesis de Riemann? Al
fin y al cabo, si hay infinitos ceros y
Hardy había demostrado que un número
infinito de esos ceros se encuentran
sobre la recta de Riemann, ¿no estamos
al cabo de la calle?
El infinito, desgraciadamente, tiene
carácter escurridizo. Hilbert gustaba de
ilustrar sus misterios usando la imagen
de un hotel con un número infinito de
habitaciones: podríamos comprobar que
todas las habitaciones con número impar
están ocupadas, pero aunque hubiéramos
comprobado un número infinito de ellas
aún nos quedarían por comprobar todas
las de número par. En el caso de Hardy,
el control de las habitaciones para ver si
están o no ocupadas se sustituye por el
de comprobar si los ceros se encuentran
sobre la recta crítica.
Desgraciadamente, Hardy ni siquiera fue
capaz de demostrar que al menos la
mitad de los ceros están sobre la recta.
Aun habiendo comprobado un número
infinito de habitaciones, éstas
representan el cero por ciento del total
de habitaciones que quedan por
comprobar. El resultado que obtuvo
Hardy era extraordinario, pero el
camino que quedaba por recorrer era
aún muy largo: había hincado el diente
al conjunto de los ceros, pero lo que
quedaba por delante seguía siendo tan
enorme y oscuro como antes.
Aquel primer ensayo tan excitante
tuvo sobre Hardy el efecto de una droga.
Si exceptuamos quizá su pasión por el
cricket y una incesante lucha personal
con Dios, nada lo obsesionaba tanto
como el deseo de demostrar que todos
los ceros se encontraban sobre la recta
de Riemann. Igual que para Hilbert, la
hipótesis de Riemann estaba en la cima
de la lista de los deseos de Hardy, lo
que aparece con claridad en los
propósitos para el Nuevo Año que
escribió en una de las muchas tarjetas
postales que mandaba a sus colegas y
amigos:

1) demostrar la hipótesis de
Riemann;
2) conseguir una puntuación de
211 [el primer número primo
mayor que 200] en el cuarto
inning del último Campeonato
[3]
Internacional en el Oval;
3) hallar un argumento sobre la
no existencia de Dios que
convenza al gran público;
4) ser el primer hombre que
alcance la cima del Everest.
5) ser proclamado primer
presidente de la URSS, de
Gran Bretaña y de Alemania;
6) asesinar a Mussolini.

Los números primos habían


fascinado a Hardy desde su infancia. De
niño, en la iglesia, se divertía
descomponiendo los números de los
himnos en producto de números primos.
Le gustaba estudiar minuciosamente
libros de curiosidades sobre estos
números fundamentales, libros que,
según él, eran «mejores que las crónicas
de partidos de fútbol como lectura ligera
para el desayuno». En realidad, Hardy
estaba convencido de que cualquiera
que gozara con las crónicas de los
partidos de fútbol apreciaría las joyas
de los números primos: «Una
peculiaridad de la teoría de los números
es que una buena parte se podría
publicar en los diarios, y haría ganar
nuevos lectores al Daily Mail».
Opinaba que los números primos
guardaban misterio suficiente para
intrigar al lector y que además eran lo
bastante sencillos como para que
cualquiera pudiera empezar a explorar
su magia. Más que cualquier otro
matemático de su época, Hardy trabajó
arduamente para comunicar una parte de
esta pasión por su disciplina, y no creía
que su placer secreto debiera reservarse
para los que están en las torres de marfil
de los ambientes académicos.
Tal como indica el tercero de sus
propósitos para el nuevo año, la iglesia
en la que de pequeño descomponía los
números de los himnos en producto de
números primos tuvo un efecto profundo
en él. Muy pronto se convirtió en un
despiadado adversario de la idea de la
existencia de Dios y de los signos
externos de la religión. Durante toda su
vida mantuvo una batalla permanente
con Dios, intentando demostrar la
imposibilidad de su existencia. Su lucha
acabó siendo tan personal que,
paradójicamente, terminó por evocar a
aquella figura cuya existencia tan
vehementemente deseaba negar. Cuando
iba a ver los partidos de cricket llevaba
consigo una batería de armas anti-Dios
para conjurar cualquier posibilidad de
lluvia. Aunque no hubiera ni una nube en
el cielo, llegaba al estadio con cuatro
chaquetas, un paraguas y un fardo de
trabajo pendiente bajo el brazo.
Explicaba a sus vecinos de localidad
que estaba intentando inducir a Dios a
pensar que él esperaba que lloviera para
tener la posibilidad de avanzar un poco
de trabajo. Su idea era que Dios, su
enemigo jurado, haría resplandecer el
sol con el único objetivo de destruir
cualquier posibilidad de utilizar aquel
tiempo para hacer matemáticas.
Un día de verano, Hardy quedó
decepcionado al ver que bruscamente se
interrumpía el partido de cricket que
presenciaba porque el bateador se había
quejado de un rayo de luz que lo
deslumbraba y que procedía de la
tribuna en la que él se sentaba. Pero su
irritación se transformó en alegría
cuando pidieron a un voluminoso
sacerdote que se sacara una gigantesca
cruz plateada que llevaba colgada del
cuello, ya que reflejaba la luz del sol.
Hardy no pudo contenerse y durante toda
la pausa estuvo mandando postales a sus
amigos para darles cuenta de la
aplastante victoria del cricket sobre el
clero.
En septiembre, una vez terminada la
temporada del cricket, Hardy
acostumbraba a visitar a Harald Bohr en
Copenhague antes del inicio del curso
académico inglés. Los dos tenían un
ritual de trabajo cotidiano; cada mañana
ponían sobre la mesa una hoja de papel
en la cual Hardy escribía lo que sería su
trabajo del día: demostrar la hipótesis
de Riemann. Hardy cultivaba la
esperanza de que las ideas que Bohr
había desarrollado durante sus visitas a
Gotinga pudieran proporcionar un
recorrido que condujera a la
demostración. El resto de la jornada
podían dedicarlo a pasear y a charlar, o
a garabatear notas. Una y otra vez sus
esfuerzos no consiguieron el progreso
que Hardy tanto esperaba alcanzar.
En una ocasión, poco después de la
marcha de Hardy camino de Inglaterra
para el inicio de un nuevo curso
académico, Bohr recibió una tarjeta
postal. El corazón no le cabía en el
pecho al leer las palabras de Hardy:
«Tengo la demostración de la hipótesis
de Riemann. La postal es demasiado
pequeña para la demostración».
Finalmente, Hardy había superado el
punto muerto. Aquella postal, sin
embargo, tenía algo extrañamente
familiar: en la mente de Bohr flotaban
los excitantes comentarios que Fermat
había como escrito al margen. Hardy era
demasiado bromista para que se le
hubiera escapado el toque de ironía de
la postal. Bohr decidió aplazar las
celebraciones y esperar posteriores
detalles de Hardy. Como era de prever,
la postal no supuso el anunciado paso
adelante que Bohr había esperado:
Hardy estaba jugando una de sus
partidas con Dios.
Cuando Hardy tenía que empezar su
travesía por el mar del Norte en el barco
que debía trasladarlo de Dinamarca a
Inglaterra, el mar estaba insólitamente
agitado. El barco no era muy grande y
Hardy empezó a temer por su vida.
Entonces se procuró una póliza de
seguros muy personal: mandó a Bohr la
tarjeta con el anuncio del falso
descubrimiento. Si la principal pasión
de la vida de Hardy consistía en
demostrar la hipótesis de Riemann, sin
duda la segunda era su guerra con Dios.
Sabía que Dios nunca consentiría que se
hundiera el barco dando al mundo la
impresión de que Hardy y su presunta
demostración se habían ahogado y
perdido para siempre. El plan de Hardy
funcionó y llegó a Inglaterra sano y
salvo.
Es probable que la pasión maníaca
de Hilbert por la hipótesis de Riemann,
combinada con el carácter pintoresco y
carismático del matemático inglés,
contribuyeran a llevarla a la cima de la
lista de los problemas más
ambicionados de las matemáticas. El
estilo expresivo de la escritura de
Hardy, que encuentra una manifestación
ejemplar en la Apología de un
matemático, tuvo un papel decisivo en
la promoción de la importancia de la
teoría de los números y de lo que
consideraba como problema central en
este campo. No deja de sorprender que,
con todo el énfasis que, en la Apología
de un matemático, pone Hardy en la
belleza y la estética de las matemáticas,
la belleza de sus meritorias
demostraciones a menudo queda
oscurecida por la masa de detalles
técnicos necesarios para llegar a sus
conclusiones. La mayor parte de las
veces el éxito no fue tanto el fruto de una
gran idea como el resultado de un duro y
largo trabajo.
El libro que probablemente encendió
en Hardy el deseo de convertirse en
matemático no tenía nada que ver con
las matemáticas. Era una historia
relacionada con las delicias de la vida
en la mesa académica del Trinity
College, donde comen los profesores y
otras autoridades. Quedó fascinado con
la escena de los profesores que beben
oporto en la sala reservada para ellos,
la Sénior Combination Room, en la
no v e l a A Fellow of Trinity. Hardy
reconoció haber elegido estudiar
matemáticas porque «es lo único que sé
hacer bien… Hasta que llegué a obtener
una, para mí las matemáticas
significaban ante todo una plaza de
profesor en el Trinity».
Para conseguirla tuvo que superar la
extenuante serie de exámenes que exigía
el sistema universitario de Cambridge.
Muy pronto, Hardy comprendió que una
consecuencia perversa del sistema de
exámenes sobre la resolución de
problemas técnicos y enigmas
matemáticos era que pocos, incluso tras
terminar su licenciatura en matemáticas,
eran conscientes de su verdadera
esencia. En 1904 un profesor de Gotinga
hizo una parodia del tipo de problemas
que los estudiantes ingleses tenían que
resolver: «Sobre un puente elástico se
encuentra un elefante de masa
despreciable; sobre su trompa se posa
un mosquito de masa m. Calcular las
vibraciones del puente cuando el
elefante aparta el mosquito haciendo
girar su trompa». Los estudiantes tenían
que citar los Principia de Newton como
si se tratara de la Biblia. Los resultados
se reconocían más por la página en que
se encontraban que por su auténtico
significado. Según Hardy, aquel sistema
contribuyó a prolongar el período en el
que Gran Bretaña se vio reducida a un
desierto matemático. Los matemáticos
ingleses aprendían a tocar su música
cada vez más deprisa, pero no tenían la
menor noción de la estupenda música
matemática que habrían podido oír una
vez dominadas las escalas.
Hardy atribuía su propia iluminación
matemática al libro del matemático
francés Camille Jordán: Course
d’Analyse, que le abrió los ojos sobre
las matemáticas que estaban floreciendo
en el continente: «Nunca olvidaré el
asombro con el que leí aquella obra
extraordinaria… y mientras la leía
comprendí por primera vez lo que
realmente significaban las matemáticas».
La elección de Hardy como profesor
del Trinity en 1900 lo liberó del peso de
los exámenes y le concedió la libertad
para explorar el auténtico mundo
matemático.

LITTLEWOOD, EL MATON
DE LAS MATEMÁTICAS

En 1910 Hardy se encontró en el


Trinity College con un matemático ocho
años más joven que él: J. E. Littlewood.
Terminarían por pasar los treinta y siete
años siguientes como una especie de
Scott y Oates de las matemáticas, una
pareja de intrépidos exploradores del
mundo de los números, adentrándose en
las nuevas tierras cuyas puertas se
habían abierto en el continente. Su
colaboración dio lugar a casi cien
publicaciones. Bohr solía bromear
diciendo que en aquella época había tres
grandes matemáticos: Hardy, Littlewood
y Hardy-Littlewood.
Cada uno de ellos aportaba al
equipo sus cualidades específicas.
Littlewood era el pendenciero que
cuando preparaba el asalto a un
problema lo hacía sacando brillo a sus
pistolas: para él, el placer consistía en
poner de rodillas el problema difícil.
Hardy, por el contrario, valoraba la
belleza y la elegancia. Todo ello se
trasladaba a sus publicaciones: Hardy
tomaba las notas de Littlewood y les
añadía lo que ellos llamaban la
«cháchara» para producir la prosa
elegante que nunca dejaba de acompañar
sus demostraciones.
Es curioso cómo los estilos de
ambos matemáticos se reflejaban en su
apariencia física. Hardy era un galán,
una de esas personas cuyo aspecto
conserva la marca de la juventud aunque
la fecha de caducidad haya pasado hace
tiempo. Los primeros días tras su
elección como profesor del Trinity
College varias veces le llamaron la
atención en la Senior Combination
Room al confundirlo con un estudiante
que se hubiera perdido por aquellos
pasillos laberínticos del College.
Littlewood, por su parte, era tosco: «un
auténtico personaje salido de Dickens»,
como observó un matemático. Era fuerte
y ágil de cuerpo y mente. Igual que
Hardy, era aficionado al cricket y buen
bateador. Su otra pasión era la música,
por la que Hardy no sentía la menor
atracción. Ya mayor, aprendió por su
cuenta a tocar el piano. Encontraba un
profundo placer con la música de Bach,
Beethoven y Mozart. Opinaba que la
vida era demasiado breve para
malgastarla con compositores de
segundo orden.
También los separaba la sexualidad:
se sabe que, muy probablemente, Hardy
era homosexual. Sin embargo él
mantenía una gran discreción al
respecto, aunque en Cambridge la
homosexualidad era casi más aceptable
que el matrimonio: en aquella época, los
profesores de Oxford y Cambridge
tenían que renunciar a su puesto en caso
de casarse. Littlewood afirmó que
Hardy era un «homosexual no
practicante». A los ojos de todos, en
cambio, Littlewood era un mujeriego.
Aunque en este terreno no llegó al nivel
de Hilbert, mantuvo relaciones íntimas
con la esposa de un médico del lugar,
con quien pasaba las vacaciones de
verano en Cornualles. Años más tarde,
al mirarse en el espejo, uno de los hijos
de la mujer comentó su extraordinario
parecido con el tío John: «No hay nada
sorprendente», respondió ella. «Es tu
padre».
Tal y como corresponde a dos
matemáticos, la colaboración de Hardy
y Littlewood se basaba en axiomas muy
claros:
Axioma 1. No importaba si lo que se
escribían el uno al otro era
cierto o falso.
Axioma 2. No había ninguna
obligación de contestar una
carta del otro. Ni siquiera
había obligación de leerla.
Axioma 3. Tenían que esforzarse para
no pensar en las mismas
cosas.

Y, finalmente, el axioma más importante


de todos:
Axioma 4. Para evitar cualquier
discusión, todas sus
publicaciones científicas
llevaban la firma de ambos,
con independencia de si uno
u otro no hubiera ni siquiera
contribuido a su
elaboración.

Bohr resumió así su relación:


«Nunca hubo una colaboración tan
importante y cordial que se fundara
sobre axiomas aparentemente tan
negativos». Todavía hoy los
matemáticos hablan de «jugar con las
reglas de Hardy-Littlewood» cuando
desarrollan un trabajo conjunto. Bohr
comprobó que Hardy respetaba el
segundo axioma cuando colaboraba con
él en Copenhague. Recordaba las
voluminosas cartas de temas
matemáticos de Littlewood que llegaban
a diario, y cómo Hardy, imperturbable,
las tiraba en un rincón de la habitación
comentando con desdén: «Supongo que
un día u otro tendré que leerlas».
Mientras estaba en Copenhague, sólo
una cosa ocupaba la mente de Hardy: la
hipótesis de Riemann. A menos que
Littlewood le enviara una demostración
de la hipótesis, sus cartas estaban
destinadas a terminar en un rincón.
Según narra Harold Davenport, un
estudiante de Littlewood, faltó poco
para que la hipótesis de Riemann
provocara una fractura entre Hardy y
Littlewood. Hardy escribió una novela
de misterio en la que un matemático
demostraba la hipótesis de Riemann
para ser asesinado por otro matemático
que luego se atribuía la paternidad de la
demostración. Littlewood montó en
cólera. El problema no era que Hardy
hubiera violado el axioma 4 sobre la
obligación de citarlo como coautor de la
historia; Littlewood estaba convencido
de que el personaje del asesino se
inspiraba en él, y exigió que el
manuscrito nunca llegara a ver la luz.
Hardy cedió y las matemáticas quedó
privada de esta pequeña joya literaria.
Littlewood había ido ascendiendo
entre los estudiantes de matemáticas de
Cambridge utilizando todas las
estratagemas que el sistema de exámenes
requería. Consiguió alcanzar la cumbre
al obtener el ambicionado título de
sénior wrangler, que compartió con otro
estudiante llamado Mercer. En
Cambridge los sénior wranglers eran
celebridades, hasta el extremo de que al
final del curso académico se ponía en
venta su fotografía. Probablemente los
compañeros de estudios de Littlewood
ya intuyeron que aquello era el inicio de
una extraordinaria carrera. Cuando un
amigo fue a comprar una de sus
fotografías le respondieron: «Me temo
que el señor Littlewood está agotado,
pero todavía nos quedan bastantes del
señor Mercer».
Littlewood era consciente de que los
exámenes universitarios tenían muy poco
que ver con la verdadera esencia de las
matemáticas, que eran simples juegos
técnicos que había que superar antes de
pasar a la siguiente fase: «Los juegos
que practicábamos me resultaban
fáciles, y conseguía una cierta
satisfacción poniendo en práctica estas
habilidades». Ansiaba poner en práctica
aquel arte que había aprendido para
alcanzar objetivos más creativos. Su
entrada a la investigación matemática
seria resultó una especie de bautismo de
fuego.
Ya libre de exámenes, Littlewood
estaba impaciente por gozar de unas
largas vacaciones estivales para
sumergirse en cuerpo y alma en la
investigación. Pidió a su tutor, Ernest
Barnes, un problema apropiado para
roer. Barnes, que más adelante sería
nombrado obispo de Birmingham,
reflexionó por un momento, y entonces
recordó una interesante función que
todavía no había sido abordada por
nadie: quizá Littlewood podría
determinar los ceros de esa función.
Barnes escribió la definición de la
función para que Littlewood pudiera
llevársela a veranear: «Se llama función
zeta», dijo Barnes, con aire inocente.
Littlewood salió del despacho con el
folio en la mano, inconsciente de que lo
que Barnes le había sugerido era que
pasara el verano intentando demostrar la
hipótesis de Riemann.
Barnes no había explicado a
Littlewood el marco histórico en que se
encuadraba el problema, lo que le
habría revelado su dificultad. Es
probable que el tutor de Littlewood no
conociera la existencia de un nexo entre
los ceros de la función zeta y los
números primos y, simplemente,
considerara interesante la pregunta:
¿dónde produce esta función un valor
igual a cero? Peter Sarnak, uno de los
autores de referencia en los intentos
modernos de demostración de la
hipótesis de Riemann, explica: «En
realidad se trataba de la única función
analítica que, ya entrados en el siglo XX,
los matemáticos todavía no
comprendían». Tal como observó sir
Peter Swinnerton-Dyer, que había sido
uno de sus alumnos, en las exequias de
Littlewood, el hecho de que «Barnes
creyera que [la hipótesis de Riemann]
era idónea para un estudiante de
investigación, aunque fuera el más
brillante, y que Littlewood debiera de
afrontarla sin vacilar» da una idea clara
de hasta qué punto era desastroso el
estado en que languidecía las
matemáticas inglesa antes de que Hardy
y Littlewood ejercitaran su influjo
positivo.
Littlewood luchó todo el verano,
enfrentándose con el problema de
aspecto inocente que Barnes le había
propuesto. A pesar de que sus intentos
de determinar los ceros no tuvieron
ningún éxito, lo que encontró lo llenó de
satisfacción. Como había descubierto
Riemann cincuenta años antes,
Littlewood comprendió que aquellos
ceros podían revelar algo sobre los
números primos. A pesar de que en el
continente estaba claro desde los
tiempos de Riemann, en Inglaterra el
nexo entre la función zeta y los números
primos todavía no se comprendía bien.
Littlewood se estremeció ante lo que
creía una conexión inédita, y en
septiembre de 1907 dio cuenta de ella
en la disertación con la que se postulaba
como profesor investigador del Trinity.
El hecho de que Littlewood creyera que
su descubrimiento era original es una
nueva confirmación de hasta qué punto
estaban aisladas las matemáticas en
Inglaterra.
Hardy, que era uno de los pocos que
en Inglaterra estaban informados sobre
los recientes progresos de Hadamard y
de la Vallée-Poussin, sabía que aquel
resultado no era tan original como
Littlewood suponía. Pero reconoció su
potencial y, aunque aquel año
Littlewood no consiguió convertirse en
profesor del College, se llegó a un pacto
entre caballeros que garantizaba su
nombramiento en la primera ocasión
posible. Littlewood se reunió con Hardy
en el Trinity College en octubre de
1910.
Cambridge empezaba a florecer
ahora que abría sus puertas a las
influencias del otro lado del Canal.
Viajar entre el continente e Inglaterra se
estaba haciendo más fácil, y Hardy y
otros académicos se esforzaban en
visitar muchos de los centros culturales
de Europa. Los nuevos contactos que
establecían favorecieron el flujo de
revistas, libros e ideas nuevas del
exterior. El Trinity College, en concreto,
se convirtió en una comunidad
extraordinariamente dinámica durante
los primeros años del siglo XX. La
Senior Combination Room dejó de ser
un club de aristócratas para convertirse
en un lugar de investigación. La
conversación en la mesa principal ya no
se limitaba al oporto y al clarete, sino
que se impregnaba de las más nuevas
ideas. En el Trinity, además de Hardy y
Littlewood, trabajaban los dos filósofos
en activo más eminentes de Inglaterra:
Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein.
Ambos luchaban con los mismos
problemas relacionados con los
fundamentos lógicos de las matemáticas
que tanto habían interesado a Hilbert. Y
Cambridge vibraba con los grandes
progresos obtenidos en física por J. J.
Thomson, que ganó un premio Nobel por
el descubrimiento del electrón, y por
Arthur Eddington, que había confirmado
la convicción de Gauss y de Einstein de
que el espacio era en realidad curvo y
no euclidiano.
La gran colaboración entre Hardy y
Littlewood se alimentó con la oportuna
llegada, procedente de Gotinga, de un
libro de Landau sobre los números
primos. La publicación en 1909 de su
obra en dos volúmenes: Handbuch der
Lehre von der Verteilung der
Primzahlen [Manual de teoría de la
distribución de los números primos]
hizo que muchos se sumaran a la
maravilla de las relaciones entre los
números primos y la función zeta. Antes
de aparecer el libro de Landau, la
historia de Riemann y los números
primos era casi completamente
desconocida entre la comunidad
matemática. Como Hardy reconoció en
su necrológica sobre Landau (escrita
con Hans Heilbronn): «el libro
transformó la materia, hasta entonces
terreno de caza de algunos audaces
héroes, en uno de los campos más
fértiles de los últimos treinta años». Fue
el libro de Landau el que permitió a
Hardy demostrar en 1914 que existían
infinitos ceros sobre la recta crítica de
Riemann. Motivado por sus experiencias
estudiantiles sobre la función zeta,
también Littlewood se animó a hacer su
primera contribución importante a la
materia.
Demostrar un teorema que Gauss
consideraba cierto pero que no fue
capaz de demostrar se considera una
prueba de la valentía de un matemático.
Demostrar la falsedad de uno de tales
teoremas lo colocaba en otra categoría.
No es frecuente que una intuición de
Gauss resulte equivocada. Había
inventado una función, el logaritmo
integral Li(N), y había predicho que nos
proporcionaría la cantidad de números
primos no mayores que N con precisión
creciente al aumentar el valor de N.
Hadamard y de la Vallée-Poussin habían
grabado sus nombres en la historia de
las matemáticas al demostrar que Gauss
tenía razón. Pero Gauss había planteado
una segunda conjetura: que su logaritmo
integral siempre sobreestimaría la
cantidad de números primos, es decir,
que en ningún caso predeciría la
existencia de menos números primos de
los que efectivamente hubiera entre 1 y
N. Ello contrastaba con el
perfeccionamiento que introdujo
Riemann, según el cual los valores
fluctúan entre subestimaciones y
sobreestimaciones de la verdadera
cantidad de números primos.
En la época en la que Littlewood
empezó a ocuparse del tema, la segunda
conjetura de Gauss se había confirmado
para todos los números hasta
10.000.000. En tiempos de Gauss
cualquier científico experimental habría
aceptado diez millones de testimonios
como confirmación absolutamente
convincente de la hipótesis de Gauss:
las ciencias que no sufren de una
adicción tal a la demostración, y
muestran un mayor respeto por los
resultados experimentales, habrían
estado absolutamente satisfechas de
aceptar la conjetura de Gauss como una
piedra fundacional sobre la que podían
empezar a construirse nuevas teorías. En
la época de Littlewood, unos cien años
más tarde, era plausible que el edificio
matemático se elevara sobre tales
fundamentos. Pero en 1912 Littlewood
descubrió que, en contra de todas las
previsiones, la hipótesis de Gauss era un
espejismo. La piedra angular se
desintegró en polvo bajo su ojo
indagador. Demostró que, cuando
seguimos contando, antes o después se
llega a una región numérica en la que el
logaritmo integral de Gauss pasa de una
sobreestimación a una subestimación de
la verdadera cantidad de números
primos.
Littlewood consiguió también
demoler otra idea que se estaba
convirtiendo en una referencia: muchos
opinaban que el perfeccionamiento que
Riemann había aportado a la estimación
de la cantidad de números primos
propuesta por Gauss proporcionaría
estimaciones cada vez más precisas;
Littlewood demostró que, aunque el
perfeccionamiento de Riemann resultaba
más preciso cuando nos movemos en el
ámbito de los primeros millones de
números, cuando nos trasladamos a
distancias mayores en el universo de los
números la estimación de Gauss
resultaba más precisa.
El descubrimiento de Littlewood era
especialmente notable por el hecho de
que el logaritmo integral de Gauss
empieza a proporcionar una
subestimación de la cantidad de
números primos sólo en regiones
numéricas que probablemente nunca
alcanzaremos. Littlewood ni siquiera
podía prever hasta dónde deberíamos
llegar para observar alguno de estos
fenómenos. De hecho, hasta hoy nadie ha
conseguido avanzar lo suficiente como
para llegar a una región numérica en la
que el logaritmo integral de Gauss dé
una subestimación de la cantidad de
primos. Si estamos en condiciones de
afirmar que en un cierto punto la
predicción original de Gauss resultará
falsa, es sólo gracias al análisis teórico
de Littlewood y al poder de la
demostración matemática.
Algunos años más tarde, en 1933, un
estudiante de Littlewood llamado
Stanley Skewes estimó que sólo cuando
se contaran los números primos hasta
10 34
1010 hallaríamos una subestimación
del número de primos por parte del
logaritmo integral de Gauss. Se trata de
un número absurdamente grande:
números tan grandes a menudo producen
comparaciones con la cantidad de
átomos que existen en el universo
visible, que según las mejores
estimaciones está en torno a los 1078;
pero el número que sugirió Skewes hace
imposible incluso esta comparación. Se
trata de un número que empieza por 1 y
continúa con tantos ceros que, si
escribiéramos un cero sobre cada átomo
del universo, no llegaríamos a ninguna
parte. Hardy señaló que el número de
Skewes, que así pasó a llamarse, era sin
ninguna duda el mayor número que
jamás se había considerado en una
demostración matemática.
La demostración de la estimación de
Skewes era interesante por otro motivo:
se trata de uno de los millares de
demostraciones que comienzan con la
frase: «supongamos que es cierta la
hipótesis de Riemann». Skewes podía
dar valor a su demostración sólo
presuponiendo que la hipótesis de
Riemann es correcta, es decir, que todos
los puntos al nivel del mar en el espacio
zeta se encuentran efectivamente sobre
la recta que pasa por 1/2. Sin este
supuesto, los matemáticos de los años
treinta del siglo pasado no podían
afirmar con certeza hasta dónde había
que ir contando hasta descubrir que el
logaritmo integral de Gauss
proporcionaba una subestimación de la
cantidad de números primos. Sin
embargo, en este caso específico los
matemáticos hallaron por fin un modo de
evitar la ascensión al monte Riemann. El
mismo Skewes determinó un número
todavía más grande, que sería válido
aunque la hipótesis de Riemann resultara
falsa.
Lo más curioso es que, en contraste
con su resistencia a aceptar la segunda
conjetura de Gauss, la confianza de los
matemáticos en la validez de la
hipótesis de Riemann empezaba a ser lo
bastante firme como para atreverse a
edificar sobre ella aunque no estuviera
demostrada. La hipótesis de Riemann se
estaba convirtiendo ya en un componente
estructural del edificio matemático.
También es posible que se tratara tanto
de una cuestión de pragmatismo como de
confianza: un número de matemáticos
cada vez mayor se topaba con la
hipótesis de Riemann obstaculizando sus
progresos; sólo tenían posibilidades de
avanzar si presuponían su veracidad. Sin
embargo, tal como Littlewood había
dejado claro en el caso de la segunda
conjetura de Gauss, los matemáticos
tienen que estar preparados para un
posible derrumbamiento de todo lo
construido sobre la hipótesis de
Riemann si alguien hallara un simple
cero de la función zeta fuera de la recta
crítica.
La demostración de Littlewood tuvo
un efecto psicológico muy fuerte sobre
la percepción de las matemáticas y en
particular sobre la manera de observar
los números primos: aquella
demostración supuso una seria
advertencia a quien se dejara
impresionar por una gran acumulación
de indicios. Dejaba al descubierto que
los números primos eran maestros del
camuflaje: estos números esconden su
verdadero carácter en los rincones más
recónditos del universo numérico, tan
profundamente, que la posibilidad de ser
testigos oculares de su auténtica
naturaleza probablemente supera la
capacidad de cálculo de los seres
humanos, de manera que se puede
observar su comportamiento real sólo a
través de los penetrantes ojos de la
demostración matemática abstracta.
La demostración de Littlewood
proporcionó también la munición ideal
para los que defendían que había una
diferencia esencial entre las
matemáticas y las demás ciencias. Los
matemáticos ya no podían contentarse
con el experimentalismo propio de las
matemáticas de los siglos XVII y XVIII,
cuando se planteaban teorías tras
realizar unos pocos cálculos. El
empirismo dejaba de ser un medio apto
para la exploración del mundo
matemático. En las otras ciencias,
millones de datos pueden constituir una
prueba suficiente sobre la que basar una
teoría, pero Littlewood había mostrado
que en matemáticas esto significaba
moverse en terreno minado. A partir de
ahora, la demostración lo sería todo: sin
una prueba irrefutable no se podían tener
certezas.
A medida que aumentaba el número
de matemáticos que se veían obligados a
suponer cierta la hipótesis de Riemann,
se hacía más y más imperativo
asegurarse de que en cualquier remota
región del espacio de Riemann no
hubiera ceros que se apartaran de la
recta crítica. Hasta que no se
consiguiera, los matemáticos vivirían
siempre con el temor de que la hipótesis
de Riemann pudiera resultar falsa.
6
RAMANUJAN, EL MÍSTICO
MATEMÁTICO

Una ecuación no significa nada


para mí a menos que exprese un
pensamiento de Dios.
SRINIVASA RAM ANUJAN

Mientras Hardy y Littlewood


avanzaban fatigosamente a través del
extraño espacio de Riemann, a cinco mil
millas de distancia, en las oficinas de la
capitanía del puerto de Madrás, en la
India, un joven empleado llamado
Srinivasa Ramanujan había desarrollado
una obsesión por el misterio
embriagador del flujo irregular de los
números primos. En lugar de ocuparse
del tedioso deber de mantener los
registros contables, para lo que había
sido contratado, pasaba su tiempo
llenando cuadernos de observaciones y
cálculos en búsqueda de lo que dictaba
el ritmo a aquellos extraños números.
Ramanujan contaba los números primos
sin tener la menor noción de la
sofisticada perspectiva que se había
elaborado en Occidente. Carente de una
instrucción formal, no tenía el respeto
reverencial que mostraban Hardy y
Littlewood hacia la teoría de los
números y hacia los números primos en
particular, que Hardy definía como «la
más difícil de todas las ramas de las
matemáticas puras». Desvinculado de
toda tradición matemática, Ramanujan se
sumergió en los números primos con un
entusiasmo casi infantil. Su candor,
combinado con una extraordinaria
predisposición natural para las
matemáticas, se reveló como su gran
fuerza.
En Cambridge, Hardy y Littlewood
estudiaban ávidamente la maravillosa
historia de los números primos
desarrollada en el libro de Landau; en la
India, la obsesión de Ramanujan por los
primos se había inspirado en un libro
mucho más elemental, pero con
consecuencias igualmente amplias. Hay
algunos momentos decisivos en la vida
de un joven científico que a veces
pueden identificarse como
fundamentales para su futuro desarrollo,
para Riemann se trató del libro de
Legendre que le dieron cuando era
estudiante: aquel libro depositó la
semilla que habría de germinar en una
fase posterior de su vida. Para Hardy y
Littlewood, el libro de Landau tuvo una
influencia muy fuerte. En 1903, a los
quince años, Ramanujan descubrió una
copia de A synopsis of Elementary
Results in Pure and Applied
Mathematics de George Carr. Excepto
por su relación con Ramanujan, el libro
de Carr y la vida de su autor tienen
escasa importancia, pero para
Ramanujan fue importante la estructura
del libro: era una lista de unos 4.400
resultados clásicos de las matemáticas;
sólo resultados, sin demostraciones.
Ramanujan aceptó el reto y dedicó los
años siguientes a estudiar a fondo el
libro y a explicar cada una de las
afirmaciones que describía. Como tenía
poca familiaridad con el estilo
occidental de demostración, Ramanujan
tuvo que crear sus propias matemáticas.
El hecho de no estar atado por la camisa
de fuerza de las formas convencionales
de pensamiento le dio la libertad de
moverse a placer, y no pasó mucho
tiempo antes de que su libreta se llenara
de ideas y resultados que no aparecían
en el libro de Carr.
Euler se había devanado los sesos
con muchas de las afirmaciones no
demostradas de Fermat. En las
aproximaciones de Ramanujan a los
problemas matemáticos podemos
reconocer el mismo espíritu de Euler:
poseía una capacidad fantástica de intuir
la manera de dar vueltas y más vueltas a
las fórmulas hasta hacer emerger nuevas
perspectivas. Sintió una gran emoción
cuando descubrió por su cuenta la
relación que los números imaginarios
proporcionan entre la función
exponencial y las ecuaciones que
describen las ondas sonoras. Pero su
alegría se transformó en desesperación
cuando, pocos días después, el joven
empleado indio descubrió que Euler se
le había adelantado unos ciento
cincuenta años. Humillado y
desanimado, Ramanujan escondió sus
cálculos en el desván de su casa.
La comprensión del significado de la
creatividad matemática es, en el mejor
de los casos, difícil, pero la forma de
proceder de Ramanujan siempre tuvo
algo de misterioso: afirmaba que la
diosa Namagiri, protectora de su familia
y consorte de Narashima, el dios león,
cuarta encarnación de Vishnu, le
aportaba sus ideas en sueños. En la
aldea de Ramanujan algunos creían que
la diosa tenía el poder de exorcizar los
demonios; para Ramanujan, Namagiri
era la explicación de los relámpagos de
iluminación que desencadenaban su flujo
ininterrumpido de descubrimientos
matemáticos.
Ramanujan no es el único ejemplo
de matemático para quien el mundo de
los sueños resulta ser un territorio fértil
para la exploración matemática.
Dirichlet tenía las Disquisitiones
arithmeticae bajo la almohada,
esperando recibir la inspiración para
comprender las afirmaciones a menudo
crípticas que contenía el libro. En los
sueños es como si la mente se liberara
de las barreras del mundo real y tuviera
la libertad de abrir caminos que se
excluyen en estado consciente.
Ramanujan parecía capaz de inducir este
estado onírico en sus horas de vigilia:
un trance así está muy cerca del estado
mental que la mayoría de los
matemáticos intenta conseguir.
Hadamard, que se hizo famoso
demostrando el teorema de los números
primos, estaba fascinado por lo que
ocurre en la mente de un matemático
creativo. Puso sus ideas por escrito en
un libro titulado The Psychology of
Invention in the Mathematical Field,
que publicó en 1945, donde avanzaba
poderosas tesis sobre el papel del
subconsciente. Actualmente los
neurólogos se interesan cada vez más
por los mecanismos de la mente
matemática, porque podrían ayudar a
conocer el funcionamiento del cerebro.
A menudo es en los períodos de reposo
o de sueño donde se concede a nuestro
cerebro la libertad de jugar con ideas
que se han implantado en el cerebro
durante una actividad intelectual
consciente.
En su libro, Hadamard dividía el
acto del descubrimiento matemático en
cuatro etapas: preparación, incubación,
iluminación y verificación. Si
Ramanujan tenía un don natural para la
tercera etapa, claramente le faltaba
talento para la cuarta. La simple
iluminación le bastaba, pero no
consideraba la etapa de verificación.
Quizás el hecho de no estar presionado
por la responsabilidad de la
demostración le concedía la libertad de
descubrir nuevos caminos en el páramo
matemático. Su estilo intuitivo
contrastaba con las tradiciones
científicas de Occidente; como escribió
Littlewood más adelante: «de hecho no
poseía una idea muy clara de lo que se
entiende por demostración; si del
conjunto de la mezcla de indicios y de
intuiciones extraía una certeza, no iba
más allá».
Las escuelas indias debían mucho a
las ideas que había introducido el
Imperio británico, sin embargo, el
sistema didáctico inglés, que tan útil
había sido para Hardy y Littlewood, no
fue de ninguna ayuda para el joven
Ramanujan en la India: en 1907,
mientras la tesis doctoral de Littlewood
recibía una calurosa acogida en
Cambridge, Ramanujan suspendía por
tercera y definitiva vez los exámenes de
admisión en el College. Ciertamente,
habría superado aquellos exámenes si
sólo se hubiera tratado de matemáticas,
pero se le pedían también conocimientos
de inglés, de historia, de sánscrito e
incluso de fisiología. Como buen
brahmán, Ramanujan era rigurosamente
vegetariano, y para él la disección de
ranas y conejos era intolerable. Pero el
fracaso, aunque significó que no podría
ingresar en la Universidad de Madrás,
no extinguió el fuego matemático que
ardía en su interior.
En 1910, Ramanujan esperaba
impacientemente que sus ideas
recibieran alguna forma de
reconocimiento; en particular, le
interesaba una fórmula que parecía
proporcionar una cuenta
extraordinariamente precisa de los
números primos. En un principio había
experimentado la frustración que casi
todos sufren al intentar domesticar esta
salvaje secuencia de números, pero
Ramanujan sabía hasta qué punto los
números primos son fundamentales para
las matemáticas, y no abandonó su
convicción de la existencia de una
fórmula capaz de explicarlos. Como
comentó Littlewood más adelante: «¿qué
gran matemático hubiera sido
Ramanujan cien o ciento cincuenta años
antes? ¿Qué habría ocurrido si hubiera
entrado en contacto con Euler en el
momento oportuno?… Pero el gran
período de las fórmulas parece que ya
ha pasado». Sin embargo, Ramanujan no
había estado sometido al cambio de
perspectiva que indujo Riemann: estaba
decidido a hallar una fórmula que
produjera los números primos, y estaba
ansioso por explicar sus
descubrimientos a cualquiera que
pudiese apreciar sus ideas.
La impresión que producían sus
cuadernos y la influencia de la red
brahmánica le garantizaron un empleo de
contable en la capitanía del puerto de
Madrás. Incluso empezó a publicar sus
ideas en el Journal of the Indian
Mathematical Society, y su nombre
había llamado la atención de las
autoridades británicas. C. L. T. Griffith,
que trabajaba en el Instituto de
Ingeniería de Madrás, reconoció que la
obra de Ramanujan era la de un
«matemático notable», pero no se sentía
capaz de comprenderla o de criticarla.
En consecuencia, decidió pedir la
opinión de uno de los profesores que le
habían enseñado matemáticas cuando
estudiaba en Londres.
Al faltarle una preparación formal,
Ramanujan había elaborado un muy
personal estilo matemático. Por ello no
tiene nada de extraño que, cuando el
profesor Hill del University College de
Londres recibió las cartas en las que
Ramanujan afirmaba haber demostrado
que 1 + 2 + 3 + 4 + … + ∞ = −1/12,
liquidó buena parte de ellas por tratarse
de un sin sentido. Una fórmula así se
presenta como ridícula incluso a un ojo
no calificado: ¡sumar todos los números
enteros y obtener como resultado una
fracción negativa es claramente la obra
de un loco! «El señor Ramanujan ha
caído en las trampas del tema más bien
difícil de las series divergentes»,
escribió el profesor a Griffith.
A pesar de todo, el juicio de Hill no
fue totalmente negativo. Animado por
esos comentarios, Ramanujan decidió
tentar a la suerte y escribir directamente
a algunos matemáticos de Cambridge.
Dos de los destinatarios no consiguieron
penetrar en el mensaje que se escondía
detrás de la extraña matemática de
Ramanujan y rechazaron su petición de
ayuda. Pero luego la carta de Ramanujan
fue a parar al escritorio de Hardy.
Las matemáticas parecen tener el
poder de atraer a los excéntricos, y
quizás una parte de la responsabilidad
ha de atribuirse a Fermat. El modelo de
carta de rechazo de Landau da
testimonio de la cantidad de respuestas
absurdas que se reciben procedentes de
individuos que reivindican su derecho a
recibir el premio Wolfskehl por haber
resuelto el último teorema de Fermat.
Los matemáticos están acostumbrados a
recibir cartas no solicitadas llenas de
locas teorías numerológicas; Hardy, por
ejemplo, estaba acostumbrado a quedar
sumergido en un diluvio de manuscritos
cuyos autores, como recordaba su amigo
C. P. Snow, afirmaban haber resuelto
los misterios proféticos de la Gran
Pirámide o descifrado los criptogramas
que Francis Bacon había escondido en
los dramas de Shakespeare.
Hacía poco que Ramanujan había
recibido un ejemplar del libro de Hardy:
Orders of Infinity, de parte de
Ganapathy Iyer, un profesor de
matemáticas de Madrás con quien
pasaba veladas enteras en la playa
discutiendo de matemáticas. Mientras
leía a Hardy, Ramanujan debió de
comprender que finalmente había
encontrado a alguien capaz de apreciar
sus ideas, pero más tarde reconoció
haber temido que sus sumas infinitas
indujeran a Hardy «a hacerme notar que
mi destino era el manicomio». Había
una afirmación de Hardy que interesaba
particularmente a Ramanujan: «Hasta
hoy no se ha encontrado una expresión
definida que proporcione la cantidad de
números primos menores que un número
dado cualquiera». Ramanujan había
descubierto una expresión que creía que
daba tal número con una precisión casi
absoluta, y ardía en deseos de saber lo
que pensaría Hardy de su fórmula.
La primera impresión de Hardy,
cuando encontró en el correo de la
mañana el enorme sobre de Ramanujan
cubierto de sellos indios, no fue
favorable: dentro había un manuscrito
lleno de teoremas extraños, delirantes,
sobre la cuenta de los números primos,
junto con resultados muy conocidos que
se presentaban como descubrimientos
originales. En la carta adjunta,
Ramanujan declaraba que había
«encontrado una función que da una
representación exacta de la cantidad de
primos». Hardy sabía que se trataba de
una afirmación estupenda, pero en el
manuscrito no aparecía ninguna fórmula;
peor todavía: ¡no se demostraba nada!
Para Hardy, la demostración lo era todo.
Una vez, hablando con Bertrand Russell
en el comedor del Trinity College, dijo:
«Si yo consiguiera demostrar con la
lógica que tú morirás dentro de cinco
minutos, estaría consternado por tu
muerte inminente, pero mi dolor
quedaría muy mitigado por el placer de
la demostración».
Según C. P. Snow, tras una ojeada al
trabajo de Ramanujan, Hardy «no sólo
se había aburrido, sino que también
estaba irritado. Daba la impresión de
tratarse de un curioso fraude». Pero
antes del atardecer aquellos locos
teoremas empezaron a ejercer su magia
y Hardy convocó a Littlewood para
discutirlos después de cenar. A
medianoche estaban descifrados.
Armados con los conocimientos
necesarios para comprender el lenguaje
no convencional de Ramanujan, ahora
Hardy y Littlewood se daban cuenta de
que no se trataba de las manifestaciones
de un desequilibrado sino de la obra de
un genio, de un matemático falto de
preparación formal pero, sin la menor
duda, brillante.
Ambos comprendieron que la suma
infinita aparentemente insensata de
Ramanujan no era otra cosa que el
redescubrimiento del método para
definir la parte que falta del paisaje zeta
de Riemann. La clave para decodificar
la fórmula de Ramanujan consiste en
expresar el número 2 como 1/(2−1) (2−1
es otra forma de escribir 1/2).
Aplicando el mismo truco a cada
número de la suma infinita, Hardy y
Littlewood reescribieron la fórmula de
Ramanujan en la forma siguiente:

Lo que tenían delante era la solución


de Riemann para el cálculo de la función
zeta cuando se le introducía el número
−1. Sin una instrucción formal,
Ramanujan había recorrido todo el
camino solo y había reconstruido el
descubrimiento que Riemann había
hecho del paisaje zeta.
La carta de Ramanujan no podía
haber llegado en mejor momento:
gracias al libro de Landau, Littlewood y
Hardy estaban fascinados por las
maravillas de la función zeta de
Riemann y por sus conexiones con los
números primos. Y he aquí que
Ramanujan afirmaba tener una fórmula
increíblemente precisa para calcular la
cantidad de números primos que se
hallan en un intervalo numérico dado.
Aquella misma mañana, Hardy había
descartado esta afirmación, convencido
de que Ramanujan era uno de tantos
desequilibrados que se dedican a las
matemáticas. Pero su trabajo de la tarde
había colocado aquel sobre procedente
de la India bajo una luz completamente
distinta.
Hardy y Littlewood debieron de
quedar atónitos ante la afirmación de
Ramanujan según la cual su fórmula
permitía calcular la cantidad de números
primos hasta 100.000.000, «en general
sin ningún error y en algunos casos con
un error de 1 o de 2». El problema
radicaba en que no daba ninguna
fórmula. En efecto, toda la carta era
profundamente frustrante para los dos
matemáticos, ya que para ellos era
absolutamente fundamental disponer de
una demostración. Las fórmulas y las
afirmaciones que llenaban la carta, en
cambio, nunca se justificaban ni se
explicaba de dónde venían.
Hardy respondió a Ramanujan en
términos muy positivos, pidiéndole que
mandara las demostraciones y mayores
detalles sobre las fórmulas relativas a
los números primos. Littlewood añadió
una nota pidiendo que les mandara la
fórmula para los números primos y
«todas las demostraciones posibles,
rápidamente». Los dos matemáticos
estaban en ascuas ante la respuesta de
Ramanujan. Pasaron muchas cenas
intentando descifrar otras partes de su
primera carta. Bertrand Russell escribió
a un amigo que había encontrado
«durante la cena a Hardy y Littlewood
en un estado de gran agitación, porque
creían haber descubierto a un segundo
Newton, un empleado hindú de Madrás
con un estipendio de 20 libras al año».
Puntualmente llegó una segunda carta
de Ramanujan. Contenía varias fórmulas
para calcular la cantidad de números
primos, pero faltaba todavía una
demostración. «Qué exasperante su carta
en estas circunstancias» escribió
Littlewood, y conjeturó que quizá
Ramanujan temía que Hardy tuviera la
intención de robarle sus
descubrimientos. Al estudiar esta
segunda carta, Hardy y Littlewood
descubrieron que Ramanujan había
concebido otro de los descubrimientos
fundamentales de Riemann: el
perfeccionamiento de la fórmula de
Gauss para la cuenta de los números
primos que introdujo Riemann era muy
preciso, y además Riemann había
descubierto cómo usar los ceros del
paisaje zeta para eliminar los errores
que todavía daba su fórmula;
literalmente de la nada, Ramanujan
había reconstruido una parte de la
fórmula que Riemann había ideado
cincuenta años antes. La fórmula de
Ramanujan incluía el perfeccionamiento
de Riemann sobre la estimación del
número de primos que Gauss había
dado, pero no las correcciones que
Riemann obtuvo utilizando los ceros de
su paisaje.
¿Quizá Ramanujan estaba afirmando
que los errores que producen los puntos
a nivel del mar se anulaban de alguna
manera milagrosa? Fourier había
proporcionado una explicación musical
de estos errores: cada cero es como un
diapasón, y cuando vibran todos juntos
estos diapasones crean el ruido de los
números primos. Quizá las ondas
sonoras pueden combinarse para
producir el silencio si se anulan unas a
otras. En un aeroplano se reduce el
zumbido de los motores creando ondas
sonoras en el interior de la cabina para
compensarlo, ¿podía ser que Ramanujan
estuviera afirmando que las ondas de los
ceros de Riemann crearían silencio?
Durante las vacaciones de Pascua,
Littlewood marchó a Cornualles con su
amante y la familia de ésta acompañado
de una copia de la carta de Ramanujan.
«Estimado Hardy —escribió (nunca se
llamaban el uno al otro por el nombre de
pila)—, la cuestión de los números
primos está equivocada». Littlewood
había conseguido demostrar que en
ningún caso los errores causados por
aquellas ondas podrían anularse unos a
otros para justificar lo que afirmaba
Ramanujan, es decir, que su
reconstrucción de la fórmula de
Riemann no era tan precisa como él
afirmaba. Siempre habría ruido, por más
lejos que llegáramos a contar.
Ocurrió que el análisis de
Littlewood, estimulado por la carta de
Ramanujan, lo llevó a una nueva
intuición interesante sobre la obra de
Riemann. La hipótesis de Riemann era
importante para los matemáticos porque
implicaba que la diferencia entre la
estimación de Gauss y la verdadera
cantidad de números primos
comprendidos entre 1 y N sería muy
pequeña en relación con N; en realidad
nunca habría sido mayor que la raíz
cuadrada de N. Pero si se hubiera
hallado un simple cero fuera de la recta
mágica de Riemann, entonces el error
sería mucho mayor. Ahora, la carta de
Ramanujan parecía sugerir que era
posible hacerlo mejor que Riemann:
podía suceder que, al seguir contando
números primos, el error resultara
todavía menor que la raíz cuadrada de
N. El trabajo de Littlewood en
Cornualles truncó aquella esperanza:
Littlewood consiguió demostrar que en
un número infinito de casos el error
producido por los ceros sería al menos
tan grande como la raíz cuadrada de N.
La hipótesis de Riemann representaba el
escenario óptimo: sencillamente,
Ramanujan se había equivocado, pero a
pesar de ello Hardy había quedado
impresionado. Como escribió más
adelante: «no estoy seguro de que en
cierto modo este fracaso no haya sido
más maravilloso que todos sus triunfos».
«Tengo una vaga teoría sobre el
origen de sus errores». En su carta a
Hardy, Littlewood conjeturaba que
Ramanujan creía erróneamente que en el
paisaje zeta no había puntos a nivel del
mar; si realmente hubiera sido así,
entonces las fórmulas de Ramanujan
hubieran resultado exactas. No obstante,
Littlewood estaba emocionado: «Puedo
creer que se trata al menos de un
Jacobi», declaró, comparando a
Ramanujan con una de las celebridades
entre los matemáticos de la generación
de Riemann. Hardy escribió a
Ramanujan: «Haber demostrado lo que
usted afirma habría sido la empresa
matemática más extraordinaria de toda
la historia de las matemáticas». Estaba
claro que, a pesar de su enorme talento,
Ramanujan tenía una desesperada
necesidad de que lo pusieran al día
sobre el estado actual de los
conocimientos. Littlewood escribió a
Hardy sobre su intuición: «No sorprende
que haya terminado por equivocarse,
ignorante como parece sobre la
diabólica malignidad que esconden los
primos». Como observó Hardy: «tenía
u n handicap imposible de superar, un
hindú pobre y solitario que se medía
intelectualmente con la sabiduría
acumulada en Europa».
Decidieron hacer todo lo posible
para traer a Ramanujan a Cambridge.
Enviaron a la India a E. H. Neville, un
profesor del Trinity College, para que
convenciera a Ramanujan de la
conveniencia de unirse a ellos. Al
principio Ramanujan era reacio a dejar
la India ya que, al ser un brahmán
practicante, creía que cruzando los
mares se convertiría en un paria. Un
amigo, Narayana Iyer, se dio cuenta de
las vacilaciones de Ramanujan y trazó
un plan. Iyer estaba convencido de que
la devoción de Ramanujan por las
matemáticas y la que sentía por la diosa
Namagiri podrían, reunidas, producir
una revelación que lo persuadiera de la
conveniencia de ir a Cambridge. Lo
acompañó al templo de Namagiri para
buscar la inspiración divina; al cabo de
tres días durmiendo sobre el suelo de
piedra del templo, Ramanujan se
despertó con sobresalto y corrió a
despertar a su amigo: «He visto en un
relámpago de luz resplandeciente a
Namagiri ordenándome que atravesara
el mar». Iyer sonrió: su plan había
funcionado.
Ramanujan también temía la
oposición de su familia, pero Namagiri,
la divinidad que lo protegía, intervino
de nuevo: la madre de Ramanujan soñó
que su hijo tomaba asiento en una gran
sala rodeado de europeos y que la diosa
Namagiri le ordenaba que no pusiera
dificultades. Por último, le preocupaba
la perspectiva de volver a someterse a
exámenes humillantes cuando llegara a
Cambridge. Neville consiguió disipar
este último temor: todo estaba ya a punto
para que Ramanujan cambiara la
extensión caótica de casas minúsculas
de Madrás por los imponentes salones y
las grandes bibliotecas de Cambridge, el
escenario soñado por su madre.

CHOQUE CULTURAL EN
CAMBRIDGE

En 1914, Ramanujan llegó a


Cambridge, y así pudo dar comienzo una
de las grandes colaboraciones de la
historia de las matemáticas. Hardy habló
siempre con pasión del período de
colaboración con Ramanujan: cada uno
gozaba con las ideas del otro,
encantados de haber hallado un espíritu
afín con quien compartir su amor por los
números. Más adelante Hardy evocaría
aquellos años como unos de los más
felices de su vida y hablaría de su
relación con Ramanujan en términos
conmovedores, definiéndola como «la
única historia romántica de mi vida».
La asociación de Hardy y
Ramanujan recuerda a la clásica pareja
de policías que dirige un interrogatorio,
una pareja con un bueno y un malo. El
bueno es el eterno optimista lleno de
locas propuestas, el malo es el
pesimista, que sospecha de todo y ve
desaparecer la carta en la manga.
Ramanujan tenía necesidad de que
Hardy el crítico frenara su entusiasmo
mientras ambos interrogaban a su
sospechoso matemático.
De todas formas, no siempre era
fácil encontrar un terreno común: con
toda seguridad se producía un choque
cultural. Mientras Hardy y Littlewood
pretendían demostraciones rigurosas, al
estilo occidental, los teoremas de
Ramanujan simplemente se derramaban,
por inspiración de la diosa Namagiri. A
veces, Hardy y Littlewood ni siquiera
conseguían entender de dónde salían las
ideas de su nuevo colega. Hardy
observó: «Parecía ridículo angustiarlo
preguntándole cómo había descubierto
este o aquel teorema ya demostrado,
cuando me presentaba media docena
diaria de nuevos teoremas».
Ramanujan no sólo tenía que luchar
contra el choque cultural-matemático,
estaba solo en un mundo extraño hecho
de birretes y togas negras; no conseguía
encontrar comida vegetariana y escribía
a su casa para que le mandaran paquetes
de tamarindo y aceite de coco. Si no
hubiera sido por el mundo familiar de
las matemáticas, probablemente la
transición habría sido imposible.
Neville, el profesor que había
conquistado su confianza en la India,
describió aquellos primeros días:
«Sufría las pequeñas miserias de la vida
en una civilización extraña: el gusto
desagradable de las verduras a las que
no estaba acostumbrado, los zapatos que
le atormentaban los pies que habían sido
libres durante veintiséis años. Pero era
un hombre feliz, que encontraba alegría
en la sociedad matemática en que se
estaba introduciendo». Se le podía ver
todos los días caminando desgarbado,
en zapatillas, por el patio del College,
tras renunciar por desesperación a sus
zapatos ingleses. Pero, una vez instalado
en el despacho de Hardy, con sus
libretas abiertas, podía refugiarse en sus
fórmulas y ecuaciones mientras Hardy lo
observaba, preso en las redes de sus
mágicos teoremas. Ramanujan había
pasado del aislamiento matemático de la
India a la soledad cultural de
Cambridge, pero había ganado un
compañero con quien explorar su mundo
matemático.
Hardy descubrió que dar una
educación matemática a Ramanujan era
una auténtica obra de equilibrismo:
temía que, si insistía demasiado en
obligarlo a consumir energías en la
demostración de sus resultados, podría
«destruir su confianza en sí mismo o
romper el sortilegio de su inspiración».
Confió a Littlewood el trabajo de
familiarizarlo con el rigor de las
matemáticas occidental. Littlewood
descubrió que se trataba de un trabajo
virtualmente imposible: ante cualquier
cosa que intentara presentar a
Ramanujan, obtenía como respuesta una
catarata de ideas originales que lo
dejaban clavado en su silla.
Si bien los intentos de Ramanujan
por producir fórmulas exactas para
contar los números primos
contribuyeron a llevar su barco hasta
Inglaterra, sería en ámbitos relacionados
donde terminaría dejando su marca. La
lectura de los comentarios pesimistas de
Hardy y Littlewood sobre la malignidad
de los números primos lo disuadió de
atacarlos directamente. Sólo podemos
especular sobre lo que Ramanujan
habría podido descubrir si no le
hubieran transmitido el miedo de
Occidente a los números primos. Junto a
Hardy, sin embargo, Ramanujan
continuó su exploración de las
propiedades relacionadas con ellos. Las
ideas que él y Hardy elaboraron
contribuirían al primer paso adelante en
el camino de una demostración de la
conjetura de Goldbach, que afirma que
todo número par se puede escribir como
suma de dos números primos. Tal
progreso llegó por vía indirecta, pero el
punto de partida fue la ingenua confianza
de Ramanujan en la existencia de
fórmulas exactas para expresar
sucesiones numéricas importantes, como
la de los números primos. En la misma
carta en que afirmaba haber encontrado
una fórmula para los números primos,
decía haber comprendido la manera de
generar otra sucesión hasta entonces
indomable: la partición de números.
¿De cuántas maneras distintas se
puede dividir cinco piedras en montones
diferentes? El número de montones varía
de un máximo de cinco montones
compuestos por una única piedra a un
único montón de cinco piedras, con un
cierto número de posibilidades
intermedias:
Las siete maneras de repartir cinco
piedras.

Estas distintas posibilidades reciben


el nombre de particiones del número 5.
Como muestra el dibujo, hay siete
posibles particiones de 5.
He aquí el número de particiones
para los números de 1 a 15:
Número 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11
Particiones 1 2 3 5 7 11 15 22 30 42 56

Ésta es una de las sucesiones


numéricas que habíamos planteado en el
capítulo 2. Son números que aparecen en
el mundo físico casi con la misma
frecuencia que los números de
Fibonacci; por ejemplo, deducir la
densidad de los niveles energéticos en
determinados sistemas cuánticos simples
se reduce a comprender el crecimiento
del número de particiones.
La distribución de estos números no
parece tan casual como la de los
números primos, pero la generación de
Hardy casi había renunciado a encontrar
una fórmula exacta que diera su
secuencia. Los matemáticos opinaban
que, como máximo, podía existir una
fórmula que diera una estimación que no
se apartara excesivamente del número
efectivo de particiones de N, de modo
similar al modo en que la fórmula de
Gauss para los números primos
proporcionaba una buena aproximación
la cantidad de números primos no
mayores que N. Pero a Ramanujan nunca
le habían enseñado a tener miedo de las
sucesiones. Estaba decidido a hallar una
fórmula que le dijera que existían
exactamente cinco modos de dividir
cuatro piedras en montones distintos, o
que había 3.972.999.029.388 maneras
de dividir 200 piedras en montones
distintos.
Si bien había fracasado con los
números primos, Ramanujan obtuvo un
éxito espectacular con las particiones.
La capacidad de Hardy para construir
demostraciones complejas junto con la
ciega confianza de Ramanujan en la
existencia de una fórmula exacta se
combinaron para conducirlos a su
descubrimiento. Littlewood nunca
comprendió «por qué Ramanujan estaba
tan seguro de que existía una fórmula
exacta». Y cuando observamos la
fórmula —donde aparecen la raíz
cuadrada de 2, π, derivadas, funciones
trigonométricas, números imaginarios—
no podemos menos que preguntarnos
cómo se concibió:

Más adelante Littlewood observó:


«Debemos el teorema a una
colaboración excepcionalmente feliz
entre dos hombres dotados de talentos
bien distintos, a la que cada cual dio su
mejor contribución, la más característica
y afortunada que poseía».
En la cuestión del cálculo de las
particiones hay un detalle curioso. La
complicada fórmula de Hardy y
Ramanujan no proporciona el número
exacto de particiones: proporciona una
respuesta correcta cuando se la
aproxima al número entero más
próximo. Así, por ejemplo, cuando
insertamos en la fórmula el número 200,
obtenemos un valor no entero
aproximado a 3.972.999.029.388. Por
ello, aunque la fórmula permite obtener
la respuesta exacta, produce una cierta
frustración el hecho de que no recoja la
esencia de estos números. (Más adelante
se descubrió una variante de la fórmula
que da la respuesta rigurosamente
exacta).
A pesar de que Ramanujan no
consiguió llevar a buen puerto la misma
estratagema en el caso de los números
primos, el trabajo que realizó junto con
Hardy sobre la función de partición tuvo
un impacto importante sobre la conjetura
de Goldbach, uno de los grandes
problemas irresueltos de la teoría de los
números primos. La mayor parte de los
matemáticos había renunciado incluso a
plantearse este problema: no se había
propuesto ni siquiera una sola idea de
partida para intentar algún progreso
concreto hacia su resolución. Sólo
algunos años antes, Landau había
declarado que el problema era
simplemente inabordable.
El trabajo de Hardy y Littlewood
sobre la función de partición inauguró
una técnica que hoy se llama método del
círculo de Hardy-Littlewood. La
referencia al círculo en el nombre del
método procede de los pequeños
diagramas que acompañaban a los
cálculos de Hardy y Ramanujan y que
representaban círculos en el mapa de los
números imaginarios alrededor de los
cuales ambos matemáticos trataban de
hacer integraciones. La razón por la que
el método se asocia al nombre de
Littlewood y no al de Ramanujan está en
la utilización que del mismo hicieron
Hardy y Littlewood para aportar la
primera contribución sustancial a una
demostración de la conjetura de
Goldbach. Aun no pudiendo probar que
todo número par puede expresarse como
suma de dos números primos, en 1923
Hardy y Littlewood consiguieron
demostrar algo que para los matemáticos
era casi igual de importante: que todos
los números impares mayores que un
número dado (un número enorme)
podían escribirse como suma de tres
números primos. Pero hacía falta
imponer una condición para que su
demostración fuera válida: que fuera
cierta la hipótesis de Riemann. Por
tanto, éste era un nuevo resultado que se
subordinaba a que la hipótesis de
Riemann se convirtiera tarde o temprano
en el teorema de Riemann.
Ramanujan contribuyó a desarrollar
aquella técnica, pero desgraciadamente
no vivió lo suficiente para ser testigo
del inesperado papel que tendría en el
desarrollo de las matemáticas. En 1917
estaba cada vez más deprimido. Gran
Bretaña se enfrentaba a los horrores de
la Primera Guerra Mundial. El Trinity
College acababa de nombrar profesor a
Ramanujan. La plaza de profesor que
ocupaba Russell hacía poco que había
sido revocada a causa de su militancia
antibelicista y el College no estaba
dispuesto a tolerar las posiciones
pacifistas de Ramanujan. Aunque
finalmente había aprendido a comprimir
sus pies dentro de los zapatos
occidentales y a llevar toga y birrete, su
corazón seguía estando en la India
meridional.
Cambridge se había convertido en
una prisión: Ramanujan estaba habituado
a la libertad que ofrecía la vida en la
India, cuyo clima cálido permitía que la
gente pasara mucho tiempo al aire libre.
En Cambridge tenía que refugiarse tras
los gruesos muros del College para
protegerse del viento gélido del mar del
Norte. Las divisiones sociales le
impedían tener relaciones más allá de
las interacciones formales de la vida
académica. Además, estaba empezando
a descubrir que la insistencia de Hardy
en el rigor matemático impedía que su
mente pudiera vagar libremente por el
espacio matemático.
Al declive de su estado psicológico
se unía el deterioro físico: el Trinity
College no comprendía las rígidas
reglas de alimentación que le imponía su
religión. En la India estaba
acostumbrado a recibir la comida
directamente de manos de su esposa
mientras él llenaba sus libretas; aunque
las cocinas del College le ofrecían un
servicio idéntico al que se reservaba
para profesores como Hardy y
Littlewood, para Ramanujan lo que se
servía en el comedor era absolutamente
imposible de digerir. Simplemente no
era capaz de sobrevivir por sí mismo y
se sentía terriblemente solo, ya que
había dejado a su esposa y a su familia
en la India. Su malnutrición llevó a la
sospecha de que había contraído
tuberculosis, lo que lo obligó a pasar
por una serie de clínicas de reposo.
Ramanujan intentó salir adelante
concentrándose en las matemáticas, pero
sin mucho éxito. Sus sueños estaban
plagados de imágenes matemáticas
delirantes. Creía que sus dolores
abdominales estaban causados por el
clavo sin fin que se elevaba sobre el
paisaje de Riemann cuando la función
zeta tendía al infinito. ¿Se trataba quizá
de un castigo terrible por haber
incumplido la ley brahmánica que le
prohibía atravesar los mares? ¿Había
interpretado mal el mensaje de
Namagiri? Desde su llegada a
Cambridge su esposa no le había
escrito. La presión que tenía que
soportar resultaba demasiado fuerte.
Tras un restablecimiento parcial,
aún bajo la depresión, Ramanujan
intentó suicidarse lanzándose ante un
convoy del metro londinense. Falló
gracias a la intervención de un guardia
que consiguió hacer parar el tren a
pocos metros del cuerpo de Ramanujan.
En 1917 el intento de suicidio era un
delito, pero gracias a la intervención de
Hardy se retiraron las acusaciones
contra Ramanujan, a condición de que
fuera internado en un sanatorio de
Marlock, en Derbyshire, donde debería
permanecer doce meses bajo control
médico.
Ahora Ramanujan estaba en un
callejón sin salida: lejos de todo, sin
siquiera el estímulo de sus encuentros
cotidianos con Hardy. «Llevo un mes
aquí —escribió a Hardy—, y no me han
permitido encender la calefacción ni un
solo día. Me han prometido calefacción
para los días de trabajo matemático
serio. Esos días no han llegado aún, y yo
estoy en esta habitación abierta y
terriblemente fría».
Por fin Hardy consiguió trasladar a
Ramanujan a un sanatorio de Putney, un
barrio de Londres. Por más que él
confesara que Ramanujan había sido el
único verdadero amor de su vida, su
relación estaba casi totalmente falta de
sentimiento, si excluimos la emoción de
hacer matemáticas juntos. Durante una
visita a Ramanujan, que yacía en cama, a
falta de tema de conversación Hardy le
comentó el número del taxi que lo había
llevado hasta allí, 1.729, como ejemplo
de un número sin ningún atractivo.
Incluso en cama, Ramanujan era
irrefrenable: «¡No, Hardy!, ¡no, Hardy!;
es un número muy interesante, es el
menor número que se puede expresar de
dos maneras distintas como suma de dos
cubos». Tenía razón: 1.729 = 13 + 123 =
103 + 93.
La suerte de Ramanujan mejoró
ligeramente con su nombramiento como
miembro de la Royal Society, la
institución científica más prestigiosa de
Gran Bretaña, y finalmente también con
su nombramiento como profesor del
Trinity College. La influencia de Hardy
sobre estos nombramientos era la única
manera que conocía de expresar el amor
del que hablaba. Pero Ramanujan nunca
recobró la salud: al terminar la Primera
Guerra Mundial, Hardy sugirió que
quizá debería volver a la India para
completar su convalecencia. El 26 de
abril de 1920, Ramanujan murió en
Madrás a la edad de treinta y tres años,
a causa de una enfermedad que hoy se
cree que podía ser amebiasis, una
infección del intestino grueso que
probablemente había contraído antes de
marchar a Inglaterra.
A pesar de que Ramanujan
finalmente no consiguió dominar los
números primos, su primera carta a
Hardy tuvo un efecto duradero sobre la
teoría de estos números. Los
matemáticos están convencidos de que
la respuesta a este enigma irresuelto
puede aparecer en cualquier momento y
a partir de cualquier fuente. Una nueva
intuición podría proyectar un nombre
antes desconocido desde las sombras de
una existencia oscura a las luces de los
focos. Como demostró el caso de
Ramanujan, quizás el conocimiento y las
expectativas pueden llegar a frenar los
progresos: los académicos que se han
formado en las sedes tradicionales de la
cultura no necesariamente están en la
mejor posición para escapar de los
esquemas. Siempre existe la posibilidad
de que otro sobre voluminoso acabe en
el escritorio de algún matemático,
anunciando la llegada de un genio
desconocido preparado para convertir
en realidad el sueño de Ramanujan de
descifrar el enigma de los números
primos.
Las ideas que Ramanujan dejó tras
de sí estaban destinadas a alimentar el
trabajo de generaciones enteras de
matemáticos, y continúan haciéndolo. De
hecho, podría afirmarse que sólo en los
últimos decenios se ha empezado a
apreciar completamente el valor real de
las ideas de Ramanujan. Incluso a la
muerte de Hardy, el verdadero alcance
de las fórmulas de Ramanujan no era
todavía evidente; el propio Hardy fue
muy crítico con una de las conjeturas de
Ramanujan: «Parece que hayamos ido a
parar a uno de los páramos de las
matemáticas», observó en uno de sus
escritos en relación con ella. Sin
embargo, con la distancia de los años
podemos emitir un juicio bien distinto
sobre la importancia de la conjetura tau
de Ramanujan, que es como se la
conoce, ya que en 1978 su solución le
valió a Pierre Deligne la concesión de
una medalla Fields. Bruce Berndt, uno
de los grandes admiradores de
Ramanujan, lo ha comparado con Bach,
que tras su muerte cayó en el olvido
durante años.
Berndt dedicó buena parte de su
propia vida a analizar los cuadernos
inéditos de Ramanujan: se trata del
continuador de una tradición de
matemáticos que quedaron fascinados
por la masa de fórmulas y de ecuaciones
que generó Ramanujan. Explorando los
cuadernos, Berndt descubrió una curiosa
tabla que entra en los detalles de la
cantidad de números primos para N
menor que 100.000.000; los valores son
correctos totalmente, o casi, además, son
más precisos de los que da la fórmula
que Ramanujan envió a Hardy en su
primera carta. Sin embargo, no hay
ningún indicio sobre cómo los dedujo.
¿Podría ser que Ramanujan hubiera
accedido a una fórmula secreta para
calcular la distribución de los números
primos, una fórmula tan precisa como la
relativa a la función de partición?
¿Podría ser que los cuadernos de
Ramanujan escondan aún indicios a la
espera de ser descubiertos? En 1976 la
comunidad matemática se estremeció
ante la noticia del descubrimiento de un
cuaderno de Ramanujan que se creía
perdido, y que resultó estar repleto de
matemáticas inéditas; este
descubrimiento está destinado
inevitablemente a alimentar hipótesis
sobre la posibilidad de que, escondidos
en los archivos del Trinity College o en
cualquier cajón de Madrás, haya tesoros
que todavía no han visto la luz y que
explicarían la capacidad de Ramanujan
de contar los números primos con tanta
precisión.
La muerte de Ramanujan supuso una
gran conmoción para Hardy, quien sólo
dos meses antes había recibido de su
amigo una carta «más bien alegre y llena
de matemáticas». La pérdida de tan
maravilloso compañero de viaje en sus
excursiones a través del territorio
matemático le produjo una gran
desolación: «Para mí, su originalidad ha
sido fuente constante de inspiración
desde que lo conocí, y su muerte es uno
de los peores golpes que jamás haya
recibido».
Cuando envejeció, Hardy cayó
víctima de la depresión. Siempre había
pensado en sí mismo como si fuera
joven; ahora, la imagen de su cara
cruzada de arrugas le repugnaba tanto
que cogió la costumbre de pedir
insistentemente que dieran la vuelta a
todos los espejos cuando entraba en una
habitación. Odiaba los efectos de la
edad sobre su capacidad de hacer
matemáticas. Su Apología de un
matemático es la descripción
memorable de un matemático al final de
su carrera: para hacer matemáticas, un
matemático «no ha de ser demasiado
viejo, las matemáticas son un ejercicio
creativo y no contemplativo, y nadie
puede consolarse cuando pierde el
poder o el deseo de crear; y tal cosa es
fácil que le ocurra muy pronto a un
matemático».
Como antes había hecho Ramanujan,
Hardy intentó quitarse la vida, aunque
escogió tomar pastillas en lugar de
saltar ante un tren. Sin embargo vomitó
las pastillas y quedó tuerto. C. P. Snow
recuerda una visita que hizo a Hardy tras
su intento de suicidio: «Se burlaba de sí
mismo. Se las arreglaba muy mal.
¿Había existido alguien que se las
arreglara peor que él?». El único
consuelo para Hardy, como escribió en
l a Apología, había sido Ramanujan:
«Todavía hoy, en los momentos de
depresión, cuando estoy obligado a
escuchar a gente pedante y presuntuosa,
me digo: “bueno, he hecho una cosa que
vosotros nunca seréis capaces de hacer:
he colaborado con Littlewood y
Ramanujan casi de igual a igual”».
7
ÉXODO MATEMÁTICO: DE
GOTINGA A PRINCETON

Dado que las ciencias


matemáticas son tan amplias y
variadas, es necesario
circunscribir su cultivo, ya que
toda actividad humana está
ligada a lugares y a personas.
DAVID HILBERT ,
hablando en una fiesta
con motivo de la llegada
de Landau a Gotinga
como profesor en 1913.
El padre de Landau, Leopold,
descubrió que en la misma calle de
Berlín donde vivía habitaba también un
joven portento de las matemáticas. Lleno
de curiosidad, lo invitó a tomar el té en
su casa; a pesar de su timidez, Carl
Ludwig Siegel aceptó la cita con el
padre del gran matemático de Gotinga.
El viejo Landau tomó de su biblioteca
los dos volúmenes del libro sobre los
números primos que había escrito su
hijo y se los entregó a Siegel;
probablemente aún eran demasiado
difíciles para él, explicó, pero quizá
más adelante estaría preparado para
leerlos. Siegel debió guardar como un
tesoro el libro de Edmund Landau, que
tendría un impacto duradero sobre su
desarrollo matemático.
La mayoría de edad de Siegel
coincidió con el estallido de la Primera
Guerra Mundial. Aquel muchacho joven
y reservado se asustaba con la idea de
prestar servicio en el ejército: empezó a
desarrollar una profunda aversión a todo
lo que tuviera que ver con las fuerzas
armadas. A pesar del interés que el
padre de Landau había mostrado por sus
progresos matemáticos, inicialmente
Siegel había elegido estudiar
astronomía, pensando que se trataba de
una disciplina que nunca tendría nada
que ver con la guerra. Pero los cursos de
astronomía empezaban tarde y, para
matar el tiempo, Siegel empezó a asistir
a cursos de matemáticas. Al cabo de
poco tiempo se entregó a ellas: explorar
el universo de los números se convirtió
en su pasión. Muy pronto adquirió la
preparación suficiente para comprender
el contenido de los volúmenes sobre los
números primos que le había dado el
padre de Landau.
En 1917 la guerra invadió de manera
inexorable la vida de Siegel y, cuando
se negó a prestar el servicio militar, lo
recluyeron en un manicomio. El padre
de Landau intervino para que lo
liberaran: «Si no hubiera sido por
Landau habría muerto», reconoció más
tarde Siegel. En 1919, cuando aún
estaba recuperándose de aquel calvario,
el joven Siegel conoció a Edmund
Landau, su héroe matemático, en
Gotinga, donde florecería su talento
matemático.
Siegel también descubrió que tendría
que aprender a soportar el carácter
exasperante de Landau. Una vez, cuando
ya era licenciado en matemáticas, Siegel
visitó a Landau en Berlín. El profesor
pasó toda la cena explicando
meticulosamente una demostración
extremadamente detallada y técnica,
obstinándose en ofrecer cada detalle por
mínimo que fuera. Siegel lo escuchó con
paciencia, pero cuando Landau terminó
era tan tarde que ya no había autobús
para devolverlo a su casa: tuvo que
hacer el trayecto a pie. Durante la larga
caminata volvió a pensar en la
demostración de Landau, que trataba de
los puntos a nivel del mar en un paisaje
similar al que Riemann había
construido: antes de llegar a su casa ya
había ideado una demostración
alternativa a la que le había hecho
perder el autobús. Al día siguiente, en
un momento de franqueza, Siegel envió a
Landau una tarjeta con su
agradecimiento por la cena y los
detalles sucintos de su demostración
alternativa: todo ello cabía en la tarjeta
postal.
Cuando Siegel llegó a Gotinga,
mientras Alemania sufría la opresión de
las reparaciones de guerra, tuvo que
alojarse en casa de uno de los
profesores del departamento. Otro
profesor le compró una bicicleta para
que pudiera pedalear por las callejas de
la ciudad medieval. Al principio, Siegel
estaba un poco intimidado por la
cantidad de nombres famosos que daban
lustre al Departamento de Matemática
de la universidad, sobre todo del gran
Hilbert. Por tanto, trabajaba en silencio
y en soledad, con la decisión de
conseguir un descubrimiento
fundamental que impresionaría a todos
los matemáticos famosos con los que se
cruzaba por los pasillos del
departamento. Asistía a las clases de
Hilbert, absorbiendo las ideas de aquel
hombre formidable. Sabía que la
respuesta a uno solo de los veintitrés
problemas de Hilbert supondría el
pasaporte al éxito.
Al principio, ante gigantes del
calibre de Hilbert, era absolutamente
incapaz de expresar sus propias ideas;
finalmente consiguió el coraje necesario
cuando algunos de los miembros
veteranos de la facultad lo invitaron a
nadar en el río Leine: en traje de baño el
aspecto de Hilbert intimidaba mucho
menos, y Siegel se sintió lo bastante
audaz como para hacerlo partícipe de su
opinión sobre la hipótesis de Riemann.
La reacción de Hilbert fue entusiasta y
su apoyo aseguró al tímido colega un
empleo en la Universidad de Francfort
en 1922.
Durante su vida, Siegel contribuyó
con éxito a la solución de muchos de los
problemas de Hilbert, pero lo que
consiguió imprimir su nombre en letras
de oro en el mapa matemático fue su
poco convencional contribución al
octavo problema: la hipótesis de
Riemann.

REPENSAR A RIEMANN
Cuando decidió dedicarse a la
solución del octavo problema de
Hilbert, Siegel estaba empezando a
notar que algunos matemáticos estaban
cada vez más desilusionados con la
contribución de Riemann a este
problema: Landau, el mentor de Siegel,
era probablemente la voz más
abiertamente crítica sobre lo que
realmente había conseguido Riemann en
su ensayo de diez páginas publicado en
1859. Incluso reconociendo que se
trataba de un «ensayo extremadamente
brillante y útil», Landau continuaba
poniendo sordina a sus alabanzas: «La
fórmula de Riemann no es en realidad lo
más importante de la teoría de los
números. Riemann sólo ha creado los
instrumentos que, una vez
perfeccionados, han permitido más tarde
demostrar muchas otras cosas».
Mientras tanto, en Cambridge, Hardy
y Littlewood asumían una actitud
igualmente desdeñosa: hacia finales de
los años veinte, la incapacidad de
resolver la hipótesis de Riemann
empezaba a resultar frustrante para
Hardy; también Littlewood empezó a
preguntarse si el hecho de no conseguir
demostrarla podía significar que en
realidad la hipótesis fuera equivocada:

Creo que es falsa. No hay


indicios de ningún tipo que la
sostengan. Y no deberíamos
creer cosas sobre las que no hay
indicios. Debo también dejar
constancia de mi opinión
personal: no existe ni una sola
razón concebible para creer que
sea verdadera… Por otra parte,
la vida sería más agradable si
existieran razones fundadas para
creer que la hipótesis es falsa.

En efecto, Riemann se había


mostrado más bien evasivo cuando se
trataba de proporcionar pruebas de la
presencia de los ceros donde predecía
su hipótesis. En su ensayo de diez
páginas no encontramos el cálculo de
uno solo de dichos puntos a nivel del
mar. Según Hardy, la intuición de
Riemann sobre los ceros presentes en su
paisaje no pasaba de ser una
especulación de carácter heurístico.
El hecho de que en su ensayo
Riemann diera la impresión de no haber
calculado la posición de los ceros
contribuyó a que se le endosara la
imagen de matemático conceptual, un
hombre de ideas poco dispuesto a
ensuciarse las manos calculando. Al fin
y al cabo, ese era el espíritu de la
revolución que Riemann había
encabezado. De forma parecida, Hilbert
había dedicado su vida a promover esta
nueva concepción de las matemáticas.
Como escribió en uno de sus ensayos
científicos: «he intentado evitar el
enorme aparato calculístico de Kummer
[Ernst Kummer, sucesor de Dirichlet en
Berlín], de manera que también en este
caso debería de satisfacerse el principio
de Riemann de que las demostraciones
deben ser estimuladas sólo por el
pensamiento y no por los cálculos». A
Félix Klein, colega de Hilbert en
Gotinga, le gustaba decir que Riemann
operaba principalmente mediante
«grandes ideas generales» y que «a
menudo confiaba en su propia
intuición».
A Hardy, sin embargo, no le bastaba
con su intuición. Él y Littlewood
consiguieron elaborar un método para
calcular con precisión la posición de
algunos de los primeros ceros. Si la
hipótesis de Riemann hubiera sido falsa,
entonces, armados con su fórmula,
habrían tenido una pequeña posibilidad
de determinar un cero que no estuviera
sobre la recta crítica de Riemann. El
método que elaboraron explotaba la
simetría que Riemann había descubierto
en su paisaje entre la tierra al este y al
oeste, respectivamente, de la línea
mágica que pasa por 1/2. Usaron su
método en combinación con un eficiente
procedimiento que había sido concebido
por Euler para proporcionar valores
aproximados de sumas infinitas. A
finales de los años veinte, los dos
matemáticos de Cambridge habían
conseguido localizar 138 ceros. Tal
como Riemann había previsto, todos
ellos estaban sobre la recta que pasa por
1/2. De todos modos, estaba claro que la
fórmula de Hardy y Littlewood estaba
agotando sus posibilidades: determinar
la posición exacta de cualquier cero al
norte de los primeros 138 ceros a través
de los cálculos se estaba convirtiendo
en un camino impracticable.
Parecía clara la imposibilidad de
llevar más allá aquellos cálculos.
Mediante el análisis teórico, Hardy
había demostrado que un número infinito
de ceros caería sobre la recta; ahora
tenían la sensación cada vez más nítida
de que, para poder ver uno cualquiera
de los ceros que eventualmente pudieran
caer fuera de la recta, haría falta ir muy
hacia el norte en el espacio de Riemann.
Como Littlewood había explicado, los
números primos, más que cualquier otra
criatura del zoo matemático, gustaban de
esconder su verdadero carácter en las
áreas más remotas del universo de los
números. Por ello, los matemáticos
empezaron a abandonar la idea de
determinar de forma explícita la
posición de los ceros y empezaron a
concentrarse en las características más
teóricas del paisaje que pudieran
revelar los misterios del razonamiento
de Riemann.
Todo este panorama cambió como
consecuencia de un descubrimiento
absolutamente inesperado. Mientras
Siegel se esforzaba en Francfort en
ordenar sus propias ideas sobre la
hipótesis de Riemann, recibió una carta
del historiador de las matemáticas Erich
Bessel-Hagen, que estaba trabajando
con las notas inéditas de Riemann. Elise,
la esposa de Riemann, había recuperado
algunas de las cartas de manos de la
celosa gobernanta responsable de haber
reducido a cenizas buena parte de ellas.
Más tarde, Elise entregó a Richard
Dedekind, coetáneo de su marido, las
notas que quedaron, pero algunos años
más tarde, comenzó a arrepentirse de
haber cedido documentos que podrían
contener detalles personales, y pidió a
Dedekind que se los devolviera. Incluso
en el caso de que alguno de los
manuscritos estuviera casi
completamente ocupado por notas
matemáticas, si contenía la más mínima
traza de una lista de la compra o el
nombre de un amigo de la familia, Elise
pretendía que le fuera restituida.
Finamente Dedekind había
depositado las restantes notas científicas
en la biblioteca de Gotinga. Ahora
Bessel-Hagen intentaba encontrar un
sentido en el amasijo de cartas que se
conservaban en los archivos, con escaso
éxito. Como suele suceder con los
apuntes de los matemáticos, las notas de
Riemann eran un barullo caótico de
fórmulas e ideas a medio construir.
Bessel-Hagen se preguntaba si quizá
Siegel conseguiría relacionar alguna
cosa del descifrado de aquellos
jeroglíficos.
Siegel escribió al bibliotecario de
Gotinga pidiéndole permiso para
[4]
consultar las Nachlass de Riemann,
que es como se llama actualmente a sus
escritos póstumos. El bibliotecario
dispuso la expedición de los
documentos a una biblioteca de
Francfort para que Siegel pudiera
consultarlos. Siegel esperaba
ansiosamente dedicarse a aquella labor:
sería una agradable distracción ante la
frustración que le producían sus escasos
progresos en la investigación. Los
documentos llegaron puntualmente, y él
se precipitó a la biblioteca junto con un
colega que estaba de visita en la
Universidad de Francfort. Al abrir el
paquete apareció una gran cantidad de
folios repletos de complicados cálculos
numéricos. Aquellas páginas desmentían
de una vez por todas la imagen que de
Riemann se había dado en los últimos
setenta años: la de un matemático
intuitivo y conceptual incapaz de
producir pruebas sólidas para sostener
sus propias ideas. Ante aquella masa de
cálculos, Siegel exclamó irónicamente:
«¡He aquí los grandes conceptos
generales de Riemann!».
Algunos matemáticos de segunda fila
habían ojeado anteriormente aquellas
páginas, en busca de indicios de la
demostración de la hipótesis de
Riemann, pero ninguno de ellos había
logrado dar sentido a aquella masa de
ecuaciones fragmentadas. Lo más
desconcertante era la gran cantidad de
cálculos numéricos que Riemann parecía
haber efectuado en su tiempo libre: ¿qué
significaban todos aquellos cálculos?
Hizo falta un matemático de la talla de
Siegel para comprender lo que Riemann
había hecho.
Al estudiar aquellas páginas, Siegel
empezó a comprender que Riemann
había seguido el dictado de su maestro:
como Gauss había subrayado siempre,
un arquitecto retira los andamios una vez
completado el edificio. Los frágiles
folios que ahora Siegel tenía en sus
manos estaban llenos de cálculos,
incluso en los márgenes. Riemann había
vivido los últimos años de su vida en la
pobreza, habiéndose visto obligado a
mantener a su hermana, y sólo podía
permitirse papel de mala calidad, del
que exprimía hasta el último rincón de
espacio disponible. El Riemann
pensador de Hilbert se convertía ahora
en un maestro de los cálculos, y en
realidad era sobre esos cálculos que
había construido su visión conceptual
del mundo, determinando esquemas a
partir de las pruebas que iba
recogiendo. Algunos de los cálculos de
Riemann, como el de la raíz cuadrada de
2 hasta la trigésimo octava cifra, no eran
innovadores, pero otros intrigaron a
Siegel, que nunca se las había tenido que
ver con nada parecido. Al ir hurgando
en aquellas páginas, el barullo caótico
de los cálculos empezó a mostrar un
sentido: Siegel comprendió que
Riemann estaba calculando los ceros del
paisaje zeta.
Siegel descubrió que Riemann había
usado una fórmula extraordinaria, que le
permitía calcular las alturas en el
espacio zeta con extrema precisión. La
primera parte de la fórmula se basaba en
un truco posteriormente descubierto por
Hardy y Littlewood: Riemann se les
había adelantado unos sesenta años. La
segunda parte de la fórmula era
completamente inédita: Riemann había
descubierto una forma de calcular el
resto de la suma infinita que era
muchísimo más ingeniosa que la que se
utilizaba aún en tiempos de Siegel; al
contrario del método de Euler que se
había utilizado para determinar los
primeros 138 ceros (es decir, los
primeros 138 puntos a nivel del mar en
el paisaje zeta), la fórmula que Riemann
había ideado no perdía eficacia cuando
se utilizaba para calcular la posición de
los puntos situados mucho más al norte.
Sesenta y cinco años después de la
muerte de Riemann, el augusto
matemático mantenía aún un amplio
margen de ventaja en la competición.
Hardy y Landau se habían equivocado al
creer que el ensayo de Riemann era un
extraordinario compendio de intuiciones
heurísticas. Al contrario, se basaba en
cálculos sólidos e ideas teóricas que
Riemann había decidido no revelar al
mundo. Pocos años después de su
descubrimiento por parte de Siegel, la
fórmula secreta de Riemann se utilizó en
Cambridge por algunos estudiantes de
Hardy para confirmar que los primeros
1.041 ceros estaban sobre la recta de
Riemann; sin embargo, la fórmula sólo
demostraría todo su valor con la llegada
de la era de la informática.
Resulta muy extraño que los
matemáticos necesitaran tanto tiempo
para comprender que los apuntes de
Riemann podían contener joyas como
ésta: en su ensayo de diez páginas, y en
algunas cartas que escribió en aquella
época a otros matemáticos, hay claros
indicios de que Riemann estaba
trabajando en algo realmente importante.
En efecto, en su ensayo cita una nueva
fórmula, pero añade que no la ha
«simplificado lo suficiente para
anunciarla». Los matemáticos de
Gotinga estudiaban desde hacía setenta
años aquel documento publicado,
ignorando que aquella fórmula mágica
se encontraba a pocas manzanas de
distancia. Klein, Hilbert y Landau no se
lo habían pensado dos veces para emitir
su sentencia sobre Riemann, aunque
ninguno de ellos había ni siquiera
echado un vistazo a sus inéditas
Nachlass.
Para ser honestos, basta una ojeada a
los apuntes desordenados de Riemann
para darse cuenta del alcance de la
labor. Como escribió Siegel: «ninguna
parte de los escritos de Riemann
relativos a la función zeta está
preparada para ser publicada; a veces
encontramos fórmulas inconexas en una
misma página, con frecuencia sólo
tenemos escritas la mitad de las
ecuaciones». Era como estudiar los
primeros compases de una sinfonía
inacabada. La composición final debe
mucho al virtuosismo con que Siegel
extrajo la fórmula de entre el caos de las
notas de Riemann. El nombre con el que
hoy se la conoce —fórmula de Riemann-
Siegel— está plenamente justificado.
Gracias a la perseverancia de Siegel
se había revelado un aspecto inédito de
la personalidad de Riemann:
ciertamente, Riemann había defendido
con ardor la importancia del
pensamiento abstracto y de los
conceptos generales, pero sabía bien
que también era importante no olvidar el
cálculo y la experimentación numérica:
no había olvidado la tradición del siglo
XVIII de la que había emergido su
matemática.
E l Nachlass conservado en la
biblioteca de Gotinga representaba sólo
una parte de lo que se recuperó de
manos de la gobernanta de Riemann. El
primero de mayo de 1875 Elise Riemann
escribió a Dedekind para pedirle otra
vez una parte del material personal que
deseaba que volviera a posesión de la
familia. Entre este material había «un
librito negro que contiene anotaciones
sobre la estancia de Riemann en París
durante la primavera de 1860». Apenas
unos meses antes de aquel viaje,
Riemann había publicado su fundamental
ensayo de diez páginas sobre los
números primos, dándose prisa para
mandarlo a la imprenta coincidiendo con
su nombramiento en la Academia de
Berlín. En París, tras la actividad
frenética de la publicación, tuvo tiempo
de añadir detalles a sus propias ideas.
El clima en París era horrible: la nieve y
el granizo impidieron a Riemann visitar
la ciudad. Tuvo que permanecer
tranquilamente en su habitación
poniendo sus pensamientos por escrito.
No es irracional pensar que, junto con
sus impresiones personales de París, en
aquel «librito negro» Riemann anotara
sus propios razonamientos sobre los
puntos a nivel del mar en el paisaje zeta.
El libro nunca se ha recuperado, aunque
hay muchos indicios sobre cuál fue su
destino.
El 22 de julio de 1892, el yerno de
Riemann escribió a Heinrich Weber:
«Al principio mamá no podía aceptar
que las cartas de Riemann no estuvieran
en manos privadas; para ella son
sagradas y no le gusta la idea de que
estén al alcance de cualquier estudiante,
que también podría leer las notas al
margen, algunas de las cuales son
puramente personales». A diferencia de
lo que ocurrió con Fermat, cuyo sobrino
había estado incluso ansioso por
publicar las notas al margen de su tío, la
familia de Riemann era reacia a hacer
públicas las notas que Riemann nunca
había previsto publicar. Parece que en
aquel momento el librito negro aún
estaba en poder de la familia.
Abundan las hipótesis sobre el
destino del cuaderno: hay indicios que
hacen creer que más adelante Bessel-
Hagen compró una parte del material
inédito que estaba en manos de la
familia. No está claro si compró el
material en una subasta o si lo consiguió
a través de algún contacto personal. Una
parte de las cartas terminó en los
archivos de la Universidad de Berlín,
pero parece ser que Bessel-Hagen
decidió quedarse con el resto. Murió de
inanición en invierno de 1946, en el
caos que siguió al final de la Segunda
Guerra Mundial. Sus efectos personales
no se hallaron nunca.
Según otra versión, el librito negro
terminó en manos de Landau. Se dice
que, en medio de las incertidumbres del
período de entreguerras, se lo confió a
su yerno, el matemático I. J. Schoenberg,
que en 1930 huyó a los Estados Unidos,
pero esta pista también se pierde en la
nada. Como actualmente hay un premio
de un millón de dólares, la búsqueda del
librito negro se ha convertido en la caza
del tesoro.
Sin los apuntes de Riemann y la
determinación de Siegel, ¿cuánto tiempo
habría hecho falta para sacar a la luz la
fórmula mágica? Se trata de una fórmula
tan sofisticada que con toda
probabilidad no la conoceríamos ni
siquiera hoy. ¿Qué otros tesoros hemos
perdido por culpa de la desaparición del
librito negro? Riemann creía que podía
demostrar que la mayor parte de los
ceros se encontraba sobre la recta
crítica, y sin embargo nadie ha dado con
una demostración de tal aserto. ¿Qué
podría permanecer oculto en los
archivos de las bibliotecas alemanas?
¿Podría ser que el librito negro
terminara en América? ¿O quizá
sobrevivió a la hoguera de la gobernanta
para quemarse en el fuego de la Segunda
Guerra Mundial?
En 1933, en toda Alemania, a los
matemáticos les resultaba cada vez más
difícil concentrarse en el estudio de su
disciplina. La esvástica ondeaba sobre
la biblioteca de Gotinga. La facultad
estaba repleta de matemáticos judíos o
de izquierdas. En las manifestaciones
callejeras de aquel período se apuntaba
específicamente al Departamento de
Matemática como «fortaleza marxista»,
y a mediados de los años treinta gran
parte de los miembros de la facultad
habían perdido su trabajo como
consecuencia de las purgas
universitarias ordenadas por Hitler.
Muchos buscaron refugio en el
extranjero. A Landau, a pesar de ser
hebreo, le permitieron quedarse porque
había sido nombrado profesor antes del
estallido de la Primera Guerra Mundial.
La cláusula de exclusión de los no arios
en la ley sobre empleo público de abril
de 1933 no se aplicaba a los profesores
con una amplia hoja de servicios o a los
que habían combatido en la guerra.
Las cosas empeoraron. En el
invierno de 1933 las clases de Landau
eran boicoteadas por los estudiantes
nazis, entre los que se encontraba uno de
los matemáticos más brillantes de
aquella generación: Oswald
Teichmüller. Un profesor judío de
Gotinga describió a Teichmüller como:
«un hombre muy joven, científicamente
dotado, pero completamente
desorientado y notoriamente loco». Un
día, cuando llegó al aula donde debía
dar clases, Landau se encontró con que
el joven fanático nazi le impedía el
paso. Teichmüller dijo a Landau que su
modo judío de presentar el cálculo
infinitesimal era completamente
incompatible con el modo de pensar
ario. Landau no resistió la presión,
presentó la dimisión y se retiró a Berlín.
El hecho de que le negaran la
posibilidad de enseñar lo hirió
profundamente. Hardy lo invitó a dar
algunas clases en Cambridge: «Fue
realmente conmovedor ver su alegría al
hallarse de nuevo ante una pizarra y su
pena de que aquella oportunidad llegara
a su término», recordó Hardy. Incapaz
de plantearse la posibilidad de
abandonar su país, Landau volvió a
Alemania, donde murió en 1938.
Aquel año Siegel, que no tenía
parientes judíos, se trasladó de
Francfort a Gotinga para intentar
recuperar la reputación del
departamento de Matemáticas. En 1940
se exilió voluntariamente en los Estados
Unidos como protesta por los horrores
de la guerra. Tras las terribles
experiencias que había vivido de joven
durante la Primera Guerra Mundial,
había jurado que no permanecería en
Alemania si su país entraba de nuevo en
guerra. Pasó los años de la guerra en el
Institute for Advanced Study de
Princeton. De los matemáticos que
habían forjado la reputación de Gotinga,
sólo Hilbert permaneció en Alemania:
para él siempre había sido una obsesión
la supremacía matemática de Gotinga.
Ya anciano, no conseguía comprender
los motivos de la devastación que ahora
lo rodeaba. Siegel intentó explicarle por
qué se habían ido muchos miembros de
la facultad: «Tenía la impresión, me
pareció, de que estábamos intentando
hacerle una broma de mal gusto»,
recordó más adelante Siegel.
En pocas semanas, Hitler destruyó
las grandes tradiciones de Gotinga que
Gauss, Riemann, Dirichlet y Hilbert
habían creado: «Fue una de las peores
tragedias que ha sufrido la cultura
humana desde los tiempos del
Renacimiento», escribió un
comentarista. Gotinga (y, podría quizás
añadirse, la matemática alemana), nunca
se recuperó del todo de la purga que los
nazis perpetraron durante los años
treinta del siglo XX. Hilbert murió el día
de San Valentín de 1943, tras una caída
sufrida en las calles medievales de
Gotinga: su muerte marcó el fin de la
ciudad como meca de las matemáticas.
Las matemáticas habían entrado en
crisis en toda Europa. Mientras las
naciones se preparaban para la
inevitable confrontación, se hacía muy
difícil justificar la investigación de
ideas abstractas por sí mismas. Una vez
más, la ciencia europea recibió el
encargo de proporcionar la supremacía
militar a las naciones. Muchos
matemáticos siguieron el ejemplo de
Siegel y emigraron a los Estados
Unidos. Para la mayor parte de ellos, la
prosperidad y el apoyo que recibieron
del otro lado del Atlántico resultó el
ambiente perfecto para reemprender la
investigación pura. Mientras que los
Estados Unidos se benefició de esta
inmigración académica, Europa nunca ha
reconquistado su papel de potencia
mundial de las matemáticas.
Algunos matemáticos volvieron del
exilio: una vez terminada la guerra,
Siegel volvió a Alemania. Durante su
exilio en Princeton había permanecido
completamente al margen de los
desarrollos matemáticos de Europa y
creía que durante su ausencia no se
habían producido grandes cambios. Le
esperaba una sorpresa: aunque
muchísimos matemáticos se marcharon o
dejaron de ocuparse de su disciplina,
resultó que había novedades. Siegel
encontró a su amigo Harald Bohr, el
matemático danés que desde
Copenhague había colaborado con
Hardy en sus intentos de demostrar la
hipótesis de Riemann: «¿O sea que ha
sucedido algo durante mi exilio en
Princeton?», preguntó Siegel a su viejo
colega; «¡Selberg!», le respondió Bohr.

SELBERG, EL
ESCANDINAVO SOLITARIO

En 1940 Siegel consiguió llegar a


Princeton pasando por Noruega. Había
sido invitado a dictar una conferencia en
la Universidad de Oslo, y los alemanes
habían autorizado la visita sin saber que
para Siegel aquella conferencia era un
pretexto. En realidad, el objetivo
principal del viaje era huir de Europa en
un barco que partía de Oslo
directamente a los Estados Unidos.
Mientras la nave en la que se había
embarcado salía del puerto, Siegel vio
una flota de barcos mercantes alemanes
que se disponían a atracar; más tarde
supo que aquellos barcos formaban
parte de la vanguardia de las fuerzas
invasoras alemanas. Él huyó, pero en el
Departamento de Matemática de Oslo se
quedó un joven matemático llamado Atle
Selberg. Apenas era un muchacho, y
estaba escondiendo la cabeza en la
arena matemática en un esfuerzo por
ignorar el caos que lo rodeaba.
Aún antes de que la guerra engullera
a Noruega, Selberg estaba contento de
pasar sus días de trabajo en reclusión
voluntaria. A menudo, una existencia
aislada empuja al matemático en una
dirección completamente nueva: Selberg
ya tenía decidido trabajar en un campo
de las matemáticas con el que nadie más
en Escandinavia tenía una especial
familiaridad. El hecho de no recibir
ayuda de sus colegas no lo desanimaba;
al contrario, parecía gozar con la
soledad. Mientras la guerra se acercaba
y Noruega quedaba cada vez más
aislada, sin posibilidades de recibir la
prensa científica extranjera, Selberg
halló inspiración en aquel silencio: «Era
como estar en una especie de prisión.
Estabas en el límite. Tenías la seguridad
de poder concentrarte en tus ideas. No te
distraía lo que hicieran los demás. En
este sentido creía que desde muchos
puntos de vista la situación era
decididamente buena para mi trabajo».
Aquella autosuficiencia iba a
caracterizar toda la vida matemática de
Selberg. La había cultivado durante los
años de su adolescencia, cuando, en la
biblioteca personal de su padre, ojeaba
la gran cantidad de libros de
matemáticas que poblaban los estantes
sin que nadie lo molestara. Fue en
aquellas largas horas de lectura que
Selberg tuvo la oportunidad de
sumergirse en un artículo sobre
Ramanujan, publicado en una revista de
las Sociedad Matemática Noruega.
Selberg recuerda cómo aquellas
«extrañas y bellísimas fórmulas…
causaron en mí una impresión muy
profunda y duradera». La obra de
Ramanujan se convirtió en una de las
principales fuentes de inspiración de
Selberg: «Era como una revelación, un
mundo completamente nuevo para mí,
que ejercitaba una atracción mucho
mayor sobre la imaginación». Su padre
le regaló los Collected Papers de
Ramanujan, que Selberg todavía hoy
conserva. Formado de manera
autodidacta gracias a la amplia
colección de volúmenes de su padre,
Selberg producía ya trabajos originales
cuando se matriculó en la Universidad
de Oslo, en 1935.
Estaba especialmente fascinado por
la fórmula para el cálculo de la sucesión
del número de particiones que el
matemático indio había descubierto
junto con Hardy. A pesar de que la
fórmula de Ramanujan estaba
considerada como un resultado
maravilloso, había en ella algo
insatisfactorio: la fórmula
proporcionaba una respuesta que no era
un número entero; lo que daba el número
de particiones era el número entero más
próximo al resultado generado por la
fórmula. Tenía que existir una fórmula
capaz de generar exactamente el número
de particiones de N objetos. Selberg se
colmó de alegría cuando, en otoño de
1937, consiguió hacerlo mejor que
Ramanujan: halló una fórmula exacta.
Poco después del descubrimiento,
cuando estaba leyendo una recensión de
lo que era su primer artículo científico,
sus ojos cayeron sobre la recensión
siguiente: tuvo una gran decepción al
comprobar que había sido batido en la
misma línea de meta por Hans
Rademacher en un artículo publicado el
año anterior. Rademacher había huido
directamente a los Estados Unidos desde
su Alemania natal en 1934, cuando los
nazis lo obligaron a dejar su trabajo en
Breslavia por sus ideas pacifistas:
«Entonces fue un golpe para mí, pero
luego me he habituado a este tipo de
cosas». El hecho de que Selberg no
tuviera información sobre la
contribución de Rademacher ilustra
hasta qué punto Noruega estaba aislada
en aquella época de los desarrollos
matemáticos que tenían lugar allende sus
fronteras.
Según Selberg, había algo
sorprendente en el hecho de que Hardy y
Ramanujan no hubieran hallado la
fórmula exacta: «Creo firmemente que la
responsabilidad recae en Hardy…
Hardy no confió completamente en la
intuición de Ramanujan… Creo que si
Hardy hubiera confiado más en
Ramanujan, habrían terminado llegando
inevitablemente en las sucesiones de
Rademacher. Hay pocas dudas sobre
ello». Tal vez, sin embargo, fue la ruta
que tomaron Ramanujan y Hardy lo que
derivó en la contribución Hardy-
Littlewood a la conjetura de Goldbach,
algo que, de otro modo, no habría
sucedido.
Selberg empezó a leer todo lo que
encontró sobre el trío de Cambridge:
Ramanujan, Hardy y Littlewood. Le
interesó sobre todo su trabajo sobre los
números primos en relación con la
función zeta. En uno de los artículos de
Hardy y Littlewood había una
afirmación que despertó particularmente
su curiosidad: sus métodos de entonces,
decían, no parecían ofrecer ninguna
esperanza de demostrar que la mayor
parte de los ceros, los puntos a nivel del
mar del paisaje de Riemann, se
encontraran sobre la recta mágica de
Riemann. Hardy había completado el
importantísimo paso de demostrar que
un número infinito de ceros estaba sobre
la recta, pero no había conseguido
demostrar que aquel número infinito
abarcara siquiera una porción del
número total de ceros.
A pesar de algunos progresos
debidos a Littlewood, el número de
ceros cuya presencia sobre la recta
habían conseguido demostrar los dos
matemáticos quedaba aplastado por los
ceros que no habían sido capaces de
determinar. Hardy y Littlewood
afirmaban sin titubeos que era imposible
mejorar sus resultados utilizando los
métodos que ellos mismos habían
desarrollado.
Pero Selberg no fue tan pesimista.
Pensaba que aún era posible obtener
algo de sus ideas: «Estaba mirando la
parte del artículo original de Hardy y
Littlewood en la que explican por qué su
método no podía dar más de lo que ellos
habían conseguido demostrar. Lo leí y
razoné sobre ello. Y después me di
cuenta que aquello era totalmente
absurdo». La intuición de Selberg —la
sensación de poder ir más allá de los
resultados de Hardy y Littlewood—
resultó certera. A pesar de que aún no
podía demostrar que todos los ceros
están sobre la recta, consiguió probar
que el porcentaje de ceros capturados
con su método no se reducía a cero
cuando se utilizaba para calcular la
posición de los ceros colocados más al
norte. Selberg no estaba muy seguro de
qué proporción de ceros podría
determinar así, pero el suyo fue el
primer intento exitoso de abrir una
brecha de una cierta entidad en el
problema. Mirado retrospectivamente,
parece que Selberg consiguió demostrar
que un cinco o diez por ciento de los
ceros caían sobre la recta, lo que
significa que, si continuamos contando
ceros hacia el norte, al menos esta parte
responderá a la hipótesis de Riemann.
A pesar de no tratarse de una
demostración de la hipótesis de
Riemann, la brecha abierta por Selberg
representó un importante avance
psicológico, aunque nadie fue consciente
de ello. Él mismo no estaba seguro de
que ningún otro lo hubiera precedido en
el descubrimiento. Una vez acabada la
guerra, en el verano de 1946, Selberg
fue invitado a hablar en el Congreso
Escandinavo de Matemáticas, en
Copenhague. Ya escarmentado por su
experiencia anterior con la fórmula
exacta para el cálculo del número de
particiones, decidió que lo mejor sería
verificar si sus resultados sobre los
ceros de la función de Riemann eran ya
conocidos o no. Pero la Universidad de
Oslo todavía no había recibido las
revistas de matemáticas que no habían
llegado durante la guerra. «Había oído
que en la biblioteca del Instituto de
Trondheim habían recibido los
ejemplares. Por tanto, fui a Trondheim
especialmente para ello. Estuve casi una
semana en la biblioteca».
Su preocupación era infundada:
descubrió que estaba muy por delante de
cualquier otro en la comprensión de los
ceros del paisaje zeta de Riemann. La
conferencia que dictó en Copenhague
constituyó la confirmación de lo que
afirmaba Bohr a los que venían de visita
desde los Estados Unidos: en Europa las
novedades matemáticas se reducían a un
nombre: «¡Selberg!». En la conferencia
éste habló de sus ideas sobre la
hipótesis de Riemann. A pesar de su
importante contribución al camino que
conducía a su demostración, Selberg
subrayó que los elementos de apoyo a la
veracidad de la hipótesis de Riemann
todavía eran muy escasos: «Pienso que
la razón por la que en un tiempo
estábamos convencidos de la validez de
la hipótesis de Riemann es
substancialmente el hecho de que nos da
la distribución más bella y simple que se
pueda obtener: la simetría a lo largo de
la recta. Además, la hipótesis conduciría
a la distribución más racional de los
números primos. Piensen que al menos
habría algo correcto en este universo».
Algunos malinterpretaron sus
comentarios, y pensaron que estaba
poniendo en duda la validez de la
hipótesis de Riemann, pero Selberg no
era tan pesimista como Littlewood, que
creía que la falta de pruebas concretas
significaba que la hipótesis de Riemann
era falsa: «Siempre he creído
intensamente en la hipótesis de Riemann.
No argumentaría nunca contra ella. Pero
en aquella fase afirmaba que en realidad
no disponíamos de resultados ni
numéricos ni teóricos que indicaran con
fuerza la veracidad de la hipótesis. Los
resultados más bien sugerían que la
hipótesis era en general cierta». En otras
palabras, probablemente la mayoría de
los ceros estaría sobre la recta, como
Riemann afirmaba haber demostrado
casi un siglo antes.
Los progresos de Selberg durante la
guerra fueron el canto del cisne de la
supremacía matemática europea. Tras
aquel éxito, Selberg terminó en el punto
de mira de Hermann Weyl, un profesor
del Institute for Advanced Study de
Princeton, que había huido de Gotinga
en 1933, cuando la situación empezó a
deteriorarse: el solitario matemático que
había permanecido en Europa y había
soportado las privaciones de la Segunda
Guerra Mundial sucumbió al reclamo
del otro lado del Atlántico. Selberg
aceptó la invitación a visitar el instituto,
ilusionado ante la perspectiva de
obtener nuevas ideas. Llegó al
bullicioso puerto de Nueva York, y
desde allí alcanzó la somnolienta ciudad
de Princeton, a unas pocas decenas de
kilómetros al sur de Manhattan.
Los Estados Unidos se beneficiarían
inmensamente del flujo transoceánico de
matemáticos de talento como Selberg: si
antes estaba en la cola de la actividad
matemática, los Estados Unidos se
convertían entonces en la gran potencia
que continúa siendo hoy: la patria de las
matemáticas, un paraíso que atrae a los
matemáticos de todo el globo.
Destrozada por la devastación
provocada por Hitler y por la Segunda
Guerra Mundial, la reputación de
Gotinga como meca de las matemáticas
resurgiría como ave fénix en Princeton.
El Institute for Advanced Study
había sido fundado en 1932, con la
ayuda de una donación de cinco
millones de dólares por parte de Louis
Bamberger y de su hermana Caroline
Bamberger Fuld. Su objetivo era atraer
a los mejores estudiosos del mundo
ofreciéndoles un refugio tranquilo y un
salario generoso: no es por casualidad
que el instituto recibe el sobrenombre de
Institute for Advanced Salaries. El lugar
se esforzaba por emular la atmósfera
típica de los College de Oxford y
Cambridge, donde estudiosos de todas
las disciplinas podían interactuar
fructíferamente.
Pero, en contraste con la rancia
atmósfera de aquellas antiguas
instituciones europeas, en Princeton se
respiraba un aire joven y fresco,
desbordante de vida y de ideas. Si en
Oxford o en Cambridge se consideraba
de mala educación hablar de trabajo en
la mesa, Princeton ignoraba tales
finuras: los miembros del instituto
hablaban abiertamente de su trabajo
tantas veces como hiciera falta. Einstein
lo comparó con una pipa aún no
ennegrecida por el humo. «Princeton es
un lugar maravilloso, un pueblecito
pintoresco y ceremonioso de gráciles
semidioses zancudos. Así, ignorando
ciertas convenciones sociales he
conseguido crearme una atmósfera
favorable al estudio y libre de
distracciones. En esta ciudad
universitaria las voces caóticas del
conflicto humano casi no penetran».
A pesar de que se fundó para servir
a todas las disciplinas, el instituto nació
en el antiguo edificio de matemáticas de
la Universidad de Princeton. Más tarde,
el Departamento de Matemática se
trasladó al único rascacielos de
Princeton, y tomó su nombre: Fine Hall.
Es probable que la primera sede del
instituto contribuyera a hacer de las
matemáticas y de la física sus
principales líneas de fuerza. Sobre la
chimenea de la sala de profesores del
Fine Hall están escritas algunas palabras
que a Einstein le gustaba repetir:
«Raffiniert ist der Herr Gott, aber
boshaft ist Er nicht» [Dios es sutil, pero
no es malicioso]. En cambio, los
matemáticos eran bastante más
escépticos sobre la veracidad de tal
afirmación: como Hardy había
explicado a Ramanujan, hay «una
diabólica malignidad inherente a los
números primos».
El instituto se trasladó a su nueva
sede en 1940. Situado en las afueras de
Princeton y rodeado de bosques, estaba
completamente aislado de los horrores
que azotaban al mundo. Einstein lo
definió como su exilio paradisíaco: «He
deseado este aislamiento durante toda la
vida, y ahora, finalmente, lo he obtenido
en Princeton». En muchos sentidos, el
instituto era un reflejo de su precursor:
la Universidad de Gotinga. La gente
venía de todas partes y se sumergía en
su comunidad autosuficiente. Algunos
opinan que la autosuficiencia de
Princeton creció hasta convertirse en
autocomplacencia. No sólo había
acogido a los matemáticos de Gotinga,
sino que incluso parecía apropiarse del
lema de la ciudad alemana: para los
miembros del instituto, no había vida
fuera de Princeton. Escondido entre
bosques, el Institute for Advanced Study
suponía el ambiente de trabajo ideal
para europeos exiliados y huidos.

ERDÖS, EL MAGO DE
BUDAPEST
En el instituto había otro prófugo
europeo cuya vida se entrelazaría con la
de Selberg. Mientras la historia de
Ramanujan inspiraba al joven Selberg
en Noruega, su magia actuaba sobre otra
mente joven: el húngaro Paul Erdös
estaba destinado a convertirse en una de
las figuras matemáticas más fascinantes
de la segunda mitad del siglo XX. Pero
no sería sólo Ramanujan quien
relacionaría a ambos jóvenes: también
estaba la controversia.
Mientras que a Selberg le gustaba
trabajar en soledad, Erdös floreció en la
colaboración. Su figura cargada de
espaldas, en sandalias y traje, resultaba
familiar al profesorado de los
departamentos de matemáticas de todo
el mundo. Era fácil encontrarlo doblado
sobre un bloc de notas, junto con un
nuevo colaborador, dedicado a su gran
pasión: crear y resolver problemas
numéricos. Durante su vida publicó más
de mil quinientos artículos científicos,
un extraordinario logro. Entre los
matemáticos, sólo Euler escribió más
que él. Erdös era un monje de las
matemáticas, que se desembarazaba de
todos sus bienes personales por miedo a
que lo distrajeran de su misión.
Regalaba todo lo que ganaba a sus
estudiantes, o como premio para quien
conseguía responder a una de las tantas
preguntas que formulaba. Igual que
anteriormente para Hardy, Dios jugaba
un importante aunque poco convencional
papel en su visión del mundo. Llamaba
el «Supremo Fascista» al guardián del
«Gran Libro», un libro que contenía
todos los detalles de las demostraciones
más elegantes de los problemas
matemáticos, resueltos o no. El máximo
parabién de Erdös para una
demostración era: «¡Esta llega
directamente del Libro!». Creía que en
el momento del nacimiento, todos los
niños —o los «épsilon», como él los
llamaba en referencia a la letra griega
que se usa en matemáticas para indicar
números muy pequeños— conocían la
demostración de la hipótesis de
Riemann que se guardaba en el Gran
Libro. El problema era que, al cabo de
seis meses, lo olvidaba.
A Erdös le gustaba hacer
matemáticas escuchando música, y a
menudo se le podía ver en conciertos
tomando apuntes frenéticamente en un
cuaderno, incapaz de contener la
excitación que le producía una idea
nueva. A pesar de ser un gran
colaborador y de que odiaba estar solo,
le repugnaba el contacto físico. Lo
mantenía el placer mental, que
alimentaba con una dieta a base de cafés
y pastillas de cafeína. Según una
definición suya que hizo fortuna: «un
matemático es una máquina que
transforma el café en teoremas».
Como sucede con tantísimos grandes
matemáticos, Erdös tuvo la suerte de
tener un padre que le permitió absorber
ideas que estimularían su pasión por los
números. En una ocasión, su padre le
explicó el método utilizado por Euclides
para demostrar la existencia de infinitos
números primos; pero lo que realmente
fascinó a Erdös fue la manera cómo su
padre dio la vuelta al razonamiento de
Euclides para demostrar que se pueden
hallar sucesiones de números de
longitud arbitraria en las que no haya
números primos.
Si queremos una sucesión de 100
números consecutivos en la que no haya
primos basta con tomar los números
enteros entre 1 y 101 y multiplicarlos
entre sí. El resultado es un número
llamado el factorial de 101 (o 101
factorial), que se escribe 101!. Por
tanto, 101! será divisible por todos los
números comprendidos entre 1 y 101.
Pero si N es uno cualquiera de estos
números, entonces 101! + N será
también divisible entre N ya que 101! y
N son ambos divisibles entre N. Por esta
razón, los números

101! + 2, 101! + 3, …, 101! + 101

no son primos. De esta manera hemos


obtenido una sucesión de 100 números
enteros consecutivos ninguno de los
cuales es primo.
Esta conclusión suscitó el interés de
Erdös. ¿Cuánto hay que contar a partir
de 101! o de cualquier otro número
antes de tener la garantía de obtener un
número primo? Euclides había
demostrado que tarde o temprano tendría
que haber un número primo, ¿pero
habría que esperar un tiempo
arbitrariamente largo antes de
encontrarlo? Al fin y al cabo, si la
naturaleza ha elegido los números
primos lanzando una moneda al aire, no
hay forma de saber cuántos lanzamientos
separan una «cara» de la siguiente.
Naturalmente, obtener «cruz» mil veces
seguidas es muy improbable, pero no
imposible. Al proseguir su exploración,
Erdös se dio cuenta de que desde este
punto de vista la distribución de los
números primos no se podía comparar
con los resultados del lanzamiento de
una moneda: aunque es cierto que los
primos pueden parecer una masa caótica
de números, su comportamiento no es
totalmente aleatorio.
En 1845, el matemático francés
Joseph Bertrand había planteado una
hipótesis sobre cuánto habría que contar
para tener la certeza de hallar un número
primo. Según Bertrand, si tomamos un
número cualquiera, por ejemplo 1.009, y
continuamos contando hasta llegar al
doble de este número, tendríamos la
certeza de hallar un número primo en
nuestro recorrido. Efectivamente, entre
1.009 y 2.018 hay algunos números
primos, empezando por 1.013. Pero
¿sería igualmente cierto si hubiéramos
elegido cualquier otro número N? A
pesar de que Bertrand no consiguió
demostrar que entre un número N
cualquiera y su doble 2N siempre
hallaremos al menos un número primo,
esta sensacional predicción, que fue
hecha cuando contaba apenas veintitrés
años, fue conocida a partir de entonces
con el nombre de postulado de
Bertrand.
A diferencia de la hipótesis de
Riemann, el postulado de Bertrand no
tardó en ser resuelto: pasados sólo siete
años desde su formulación, el
matemático ruso Pafnuty Chebyshev
consiguió demostrarlo. Chebyshev
utilizó ideas parecidas a las que había
empleado en sus primeras incursiones al
interior del teorema de los números
primos, cuando había demostrado que la
estimación de Gauss nunca se apartaría
más del once por ciento de la verdadera
cantidad de números primos. Sus
métodos no eran tan sofisticados como
los elaborados por Riemann, pero eran
eficaces. De esta forma, Chebyshev
consiguió demostrar que, a diferencia de
lo que sucede al lanzar una moneda,
donde nunca sabemos cuándo el
resultado volverá a ser «cruz», los
números primos contienen siempre un
pequeño componente de predictibilidad.
Uno de los primeros resultados que
Erdös publicó, en 1931, con sólo
dieciocho años, fue una demostración
inédita del postulado de Bertrand; pero
se decepcionó mucho cuando alguien le
hizo ver la obra de Ramanujan y
descubrió que su demostración no era
tan nueva como había supuesto: uno de
los últimos trabajos matemáticos de
Ramanujan era una argumentación que
simplificaba mucho la demostración del
postulado de Bertrand que había ideado
Chebyshev. A pesar de la turbación del
joven Erdös, la alegría de descubrir a
Ramanujan compensó ampliamente su
desilusión.
Erdös decidió intentar si podía
hacerlo mejor que Ramanujan y que
Chebyshev. Empezó por observar hasta
qué punto podía ser grande la distancia
que separa dos números primos: el
problema de la diferencia entre dos
números primos consecutivos
continuaría fascinándolo durante toda su
vida. Era famoso por ofrecer
recompensas monetarias por la
demostración de sus conjeturas; la
segunda cantidad más importante que
puso en juego, diez mil dólares, estaba
destinada a quien demostrara su
conjetura sobre la distancia que separa
dos números primos consecutivos.
Todavía hoy no se ha resuelto el
problema y puede reclamarse el premio,
aunque Erdös ya murió y no podría
apreciar la demostración; pero, como a
él le gustaba decir bromeando: el
trabajo necesario para conquistar uno de
sus premios probablemente violaba la
ley del salario mínimo. Una vez, en un
momento de precipitación, ofreció el
factorial de diez mil millones de dólares
por la demostración de una conjetura
que generalizaba el teorema de los
números primos de Gauss (el factorial
de diez mil millones es el producto de
todos los números comprendidos entre 1
y diez mil millones). 100 factorial es ya
un número mayor que el número de
átomos del universo, y Erdös dio un gran
suspiro de alivio cuando, en los años
sesenta, el matemático que halló una
demostración de la conjetura renunció a
reclamar el premio.
Al cabo de poco tiempo de llegar al
Institute for Advanced Study, a finales
de los años treinta, Erdös dio pruebas
de sus propias dotes. Mark Kac era un
exiliado polaco huido de las
tempestades que asolaban Europa.
Aunque su área de interés fuera la teoría
de la probabilidad, Kac anunció una
conferencia que despertó el interés de
Erdös: hablaría de una función que
permitiría calcular cuántos números
primos distintos son divisores de un
número entero dado. Por poner un
ejemplo, 15 = 3 × 5 es divisible por dos
números primos distintos, mientras que
16 = 2 × 2 × 2 × 2 sólo es divisible por
un número primo. Por esta razón, a cada
número se le puede asignar una
puntuación en base a la cantidad de
números primos por los cuales es
divisible.
Erdös recordaba que Hardy y
Ramanujan se habían interesado por la
manera de variar de estas puntuaciones,
pero hacía falta un estadístico como Kac
para comprender que éstas siguen un
comportamiento completamente
aleatorio: Kac se dio cuenta de que, si
ponemos en una gráfica todos los puntos
de la sucesión, la gráfica tendría la
forma de campana tan bien conocida por
los estadísticos, que corresponde a la
firma inconfundible de una distribución
aleatoria. A pesar de reconocer aquel
comportamiento peculiar de la función
contando la cantidad de números primos
distintos con los que se podía construir
cada número, Kac no disponía de los
instrumentos propios de la teoría de los
números necesarios para demostrar su
intuición sobre aquel comportamiento
aleatorio: «Enuncié la conjetura por
primera vez durante una conferencia que
pronuncié en Princeton en marzo de
1939. Para mi suerte, entre el público
estaba Erdös, que inmediatamente se
animó. Antes de terminar la conferencia
ya tenía hecha la demostración».
Para Erdös, aquel éxito significó el
comienzo de una pasión que lo
acompañó durante toda su vida:
combinar la teoría de los números con la
teoría de la probabilidad. A primera
vista, ambas disciplinas se parecen tanto
como el día y la noche: «La
probabilidad no es un concepto propio
de las matemáticas pura, sino de la
filosofía o de la física», declaró alguna
vez Hardy con desprecio. Los objetos
que estudian los teóricos de los números
están esculpidos en piedra desde el
principio de los tiempos, inmóviles e
inmutables. Como decía Hardy: 317 es
un número primo tanto si nos gusta como
si no. La teoría de la probabilidad, por
su parte, es la más resbaladiza de las
disciplinas: nunca estamos seguros de lo
que sucederá luego.

CEROS ORDENADOS
SIGNIFICAN PRIMOS
ALEATORIOS

Aunque ya Gauss había utilizado la


idea del lanzamiento de una moneda
para intentar una estimación de la
cantidad de números primos, fue sólo en
el siglo XX cuando los matemáticos
empezaron a tomar en consideración la
posibilidad de relacionar disciplinas tan
distintas como el cálculo de
probabilidades y la teoría de los
números. En los primeros decenios del
siglo, los físicos avanzaron la hipótesis
de que esta relación podía formar parte
del mundo subatómico: podría suceder
que el comportamiento de un electrón se
asimila al de una minúscula bola de
billar, pero nunca se puede estar muy
seguro de la posición exacta de esa
bola. Aunque en aquella época resultara
difícil de aceptar para muchos físicos,
parece que es un dado cuántico quien
decide dónde se halla un electrón. Es
posible que las consecuencias
inquietantes de la naciente teoría de la
física cuántica y del modelo
probabilístico del mundo que de ella se
deducía contribuyeran a poner en duda
la opinión general según la cual el azar
no jugaba ningún papel en entidades
fuertemente deterministas como los
números primos. Mientras Einstein
intentaba negar que Dios jugara a los
dados con la naturaleza, a pocos pasos
de él, en el Institute for Advanced Study,
Erdös estaba demostrando que en el
corazón de la teoría de los números
había un lanzamiento de dados.
En efecto, durante aquel período los
matemáticos empezaron a comprender
cómo la hipótesis de Riemann, que se
refería al comportamiento regulado de
los ceros del espacio zeta, conseguía
explicar por qué los números primos nos
parecen tan poco regulares y azarosos.
La mejor forma de comprender la
tensión entre el orden de los ceros y el
caos de los números primos es dar un
vistazo más detenido al modelo
quintaesencial de la aleatoriedad: el
lanzamiento de una moneda.
Si lanzamos una moneda un millón
de veces deberíamos obtener la mitad de
caras y la mitad de cruces, pero no
esperemos una perfecta paridad: con una
moneda «perfecta» —una moneda que se
comporta de forma perfectamente
aleatoria, sin desviaciones sistemáticas
de la media— no nos tendría que
sorprender la constatación de que los
lanzamientos hayan dado «cara» unas
1.000 veces más —o menos— que
«cruz», respecto del valor previsto de
500.000. La teoría de la probabilidad
proporciona una forma de medir la
importancia de ese error para
experimentos en cuyo origen haya
procesos aleatorios. Si lanzamos la
mo ne d a N veces habrá una cierta
desviación —un «error», por exceso o
por defecto— respecto del valor teórico
d e (1/2)N. En el caso de una moneda
perfecta, el análisis de este error lleva a
la conclusión de que su valor será
aproximadamente del orden de la raíz
cuadrada de N. Así, por ejemplo, si
lanzamos una moneda perfecta un millón
de veces, es altamente probable que se
obtenga «cara» un número de veces
comprendido entre 499.000 y 501.000
(ya que 1.000 es la raíz cuadrada de
1.000.000). En cambio, si la moneda
estuviera trucada de manera que
favoreciera un resultado respecto del
otro, entonces deberíamos esperar un
error claramente mayor que la raíz
cuadrada de N.
Para su estimación de la cantidad de
números primos, Gauss tomó el modelo
del lanzamiento de una moneda especial.
La probabilidad de que en el enésimo
lanzamiento esta teórica moneda diera
«cara» —es decir, que N fuera un
número primo—, no valía 1/2, sino
1/log(N). Sin embargo, de la misma
manera que al lanzar una moneda
convencional no sale exactamente la
mitad de caras y la mitad de cruces, la
moneda de los números primos que
lanza la naturaleza no da el número
exacto de números primos que Gauss
había previsto. Pero ¿cuáles son las
características de ese error? ¿Se
mantiene en los límites de la desviación
del valor esperando de una moneda que
se comporta de manera aleatoria, o más
bien muestra una fuerte tendencia a
producir números primos en unas áreas
numéricas en particular dejando
desguarnecidas otras?
La respuesta se halla en la hipótesis
de Riemann y su forma de predecir la
ubicación de los ceros: estos puntos a
nivel del mar controlan los errores
presentes en la estimación que dio
Gauss de la cantidad de números
primos. Cada cero con coordenada este-
oeste igual a 1/2 produce un error de
N1/2 (que es otra forma de escribir la
raíz cuadrada de N). Por ello, si
Riemann tenía razón sobre la posición
de los ceros, entonces la desviación
entre la estimación que dio Gauss de la
cantidad de números primos y el
verdadero número de ellos resulta como
máximo del orden de la raíz cuadrada de
N. Este es el mayor error que prevé la
teoría de la probabilidad en el caso de
una moneda perfecta, cuyo
comportamiento no está afectado por
desviaciones sistemáticas.
En cambio, si la hipótesis de
Riemann es falsa y existen ceros
situados más al este de la recta crítica,
estos ceros producirán un error mucho
mayor que la raíz cuadrada de N: sería
como una moneda que en una serie de
lanzamientos diera como resultado
«cara» mucho más a menudo del
cincuenta por ciento esperado cuando se
utiliza una moneda perfecta. Cuanto más
al este se encuentran los ceros, tanto más
trucada resulta la moneda de los
números primos.
Una moneda perfecta produce un
comportamiento verdaderamente
aleatorio, mientras que una moneda
trucada tiene un funcionamiento
irreconocible. Por ello, la hipótesis de
Riemann describe perfectamente la
razón por la que los números primos
parecen distribuidos de manera tan
casual: gracias a su brillante intuición,
Riemann consiguió refutar
completamente esta aleatoriedad al
descubrir el nexo entre los ceros de su
espacio y los números primos. Para
demostrar que la distribución de los
números primos es realmente aleatoria
es necesario demostrar que más allá del
espejo de Riemann los ceros están
dispuestos ordenadamente a lo largo de
la recta crítica.
A Erdös le gustaba esta
interpretación probabilística de la
hipótesis de Riemann. En primer lugar,
porque recordaba a los matemáticos el
motivo originario de su aventura al otro
lado del espejo de Riemann. Erdös
deseaba alentar un retorno al objeto
fundamental de estudio de la teoría de
los números: los números. Lo
sorprendente era que, desde que el
agujero espacio-temporal de Riemann se
había abierto y había engullido a los
matemáticos en un mundo nuevo, los
teóricos de los números que hablaban de
números eran cada vez más raros.
Estaban mucho más preocupados por la
exploración de la geometría del paisaje
zeta que por tratar de los números
primos. Erdös dio un giro a esa
situación; y enseguida descubrió que no
estaba solo en este viaje de vuelta.

POLÉMICA MATEMÁTICA

A pesar de la fascinación principal


de Selberg por el paisaje zeta de
Riemann, en Princeton su interés empezó
a alejarse de la función zeta para
centrarse más directamente en los
números primos. Su éxodo matemático a
los Estados Unidos fue acompañado por
un retorno al lado más concreto del
espejo de Riemann.
Tras la demostración del teorema de
los números primos por parte de la
Vallée-Poussin y Hadamard, los
matemáticos habían intentado
inútilmente hallar una forma más simple
de demostrar la validez del nexo que
Gauss había establecido entre
logaritmos y números primos. ¿Sólo
utilizando instrumentos altamente
sofisticados como la función zeta de
Riemann y su espacio imaginario era
posible demostrar la exactitud de la
estimación de los números primos dada
por Gauss? Ahora los matemáticos
estaban dispuestos a admitir que, con
toda probabilidad, aquellos instrumentos
eran necesarios para demostrar que la
estimación de Gauss era tan buena como
predecía la hipótesis de Riemann, es
decir, que el error nunca sería mayor
que la raíz cuadrada de N. En todo caso,
creían que tenía que haber una forma
más sencilla de obtener la primera
estimación aproximada de Gauss.
Habían esperado generalizar la
aproximación elemental con la que
Chebyshev había conseguido demostrar
que en el peor de los casos la
estimación de Gauss no iría más allá del
once por ciento del valor correcto. Pero,
a medida que pasaba el tiempo, después
de cincuenta años intentando en vano
una demostración más simple,
empezaron a convencerse de que era
inevitable recurrir a los instrumentos
sofisticados que había introducido
Riemann y que habían sido
desarrollados por de la Vallée-Poussin
y Hadamard.
Hardy no creía que existiera una
demostración elemental. No es que no la
deseara: los matemáticos buscan la
simplicidad con la misma tenacidad con
la cual persiguen las demostraciones;
simplemente, Hardy se estaba volviendo
pesimista y escéptico sobre la existencia
de una demostración de aquel tipo.
Había apreciado la contribución de
Erdös y Selberg que, apenas unos meses
después de su muerte en 1947, hallaron
una argumentación elemental que
probaba el nexo entre números primos y
logaritmos. Pero la polémica que se
desencadenó alrededor de la atribución
del mérito de aquella demostración lo
hubiera horrorizado. El caso ha sido
narrado en varias ocasiones, y no sólo
en las dos últimas biografías de Erdös.
Considerando la gigantesca red de
colaboradores y corresponsales que
Erdös desarrolló, unida a las reticencias
de Selberg, no sorprende que en la
mayoría de estas crónicas prevalezca el
punto de vista de Erdös. Sin embargo,
merece la pena dedicar un poco de
espacio a la posición de Selberg sobre
la cuestión.
Fue Dirichlet quien explotó primero
el sofisticado instrumento de la función
zeta y lo utilizó para confirmar una de
las intuiciones de Fermat: Dirichlet
demostró que, si tomamos una
calculadora de reloj con un cuadrante de
N horas y le introducimos los números
primos, entonces la calculadora indicará
la una un número infinito de veces. En
otras palabras, existen infinitos números
primos que al dividirlos por N dan resto
1. La demostración de Dirichlet se
basaba en un uso complicado de la
función zeta. Su demostración jugó un
papel de catalizador para los grandes
descubrimientos de Riemann.
Pero en 1946, casi ciento diez años
más tarde del descubrimiento de
Dirichlet, Selberg concibió una
demostración elemental del teorema de
Dirichlet, una demostración más cercana
en su espíritu a aquella con la que
Euclides había demostrado la existencia
de infinitos números primos. La
demostración de Selberg, evitando la
función zeta, supuso una importante
inflexión psicológica en una época en la
que muchos creían que era imposible
realizar ningún progreso en la teoría de
los números primos sin recurrir a las
ideas de Riemann. A pesar de su
sutileza, la demostración no requería
ninguno de los sofisticados instrumentos
de las matemáticas del siglo XIX, y es
verosímil creer que los propios griegos
de la antigüedad la habrían
comprendido.
Paul Turán, un matemático húngaro
que estaba invitado a Princeton, trabó
amistad con Selberg durante la época
que pasaron juntos. También era un buen
amigo de Erdös: un artículo suyo escrito
en colaboración con Erdös fue el único
documento de identificación que pudo
exhibir cuando una patrulla de militares
soviéticos lo detuvo en las calles de la
Budapest liberada, en 1945; los
miembros de la patrulla quedaron
comprensiblemente impresionados y
Turán se ahorró una temporada en el
Gulag. «Fue una aplicación inesperada
de la teoría de los números», bromeó
más tarde.
Turán quería saber algo sobre las
ideas en que se basaba la demostración
de Selberg del resultado de Dirichlet,
pero tuvo que abandonar el instituto tras
pasar allí una primavera. Selberg estuvo
encantado de mostrarle algunos de los
detalles, e incluso propuso a Turán que
diera una conferencia sobre la
demostración mientras Selberg renovaba
su visado aprovechando una breve
estancia en Canadá. Pero al discutirlo
con Turán, Selberg mostró sus propias
cartas un poco más de lo previsto.
Durante la conferencia, Turán citó
una fórmula algo insólita que Selberg
había demostrado, una fórmula que no
tenía nada que ver directamente con la
demostración del teorema de Dirichlet.
Erdös, que se encontraba entre el
público, comprendió que aquella
fórmula era todo lo que necesitaba para
perfeccionar el postulado de Bertrand,
según el cual siempre hay un número
primo en el intervalo comprendido entre
N y 2N. Lo que Erdös intentaba era
verificar si realmente era necesario ir
desde N hasta 2N para estar seguro de
hallar un número primo. ¿No sería
posible, por ejemplo, hallar un número
primo en el intervalo comprendido entre
N y 1,01N? Era consciente de que ello
no podía suceder para cualquier valor
de N.
Al fin y al cabo, si tomamos N =
100, no existen números enteros, ni por
tanto primos, comprendidos en el
intervalo entre 100 y 101 (que es 100
multiplicado por 1,01). Sin embargo,
Erdös pensaba que para valores
suficientemente grandes de N, en el
espíritu del postulado de Bertrand,
siempre se encontraría un número primo
comprendido entre N y 1,01N. Por otra
parte, 1,01 no tiene nada de particular:
la idea de Erdös era que lo mismo sería
cierto para cualquier otro valor
numérico que quisiéramos elegir
comprendido entre 1 y 2. Al asistir a la
conferencia de Turán, Erdös comprendió
que la fórmula de Selberg le
proporcionaba el elemento necesario
para completar la demostración del
postulado.
«Cuando volví, Erdös me dijo que
pretendía usar mi fórmula para una
demostración elemental de esta
generalización del teorema de Bertrand,
y me preguntó si tenía algún
inconveniente». Se trataba de un
resultado sobre el que el propio Selberg
había pensado, pero que no le había
llevado a ninguna parte. «Dado que no
estaba ocupándome de aquel problema,
le dije que no había inconveniente». En
aquella época Selberg estaba distraído
por una multitud de problemas
prácticos: tenía que renovar su visado,
encontrar alojamiento en Syracuse,
donde había aceptado un trabajo para el
siguiente curso académico, y preparar
unas clases que debía impartir en una
escuela de verano para ingenieros. «En
cualquier caso, Erdös trabajaba siempre
muy deprisa y consiguió hallar una
demostración».
Ahora bien, había algunas cosa que
Selberg no había revelado a Turán. En
concreto, el motivo por el que también
él había pensado en aquella
generalización del postulado de
Bertrand: había comprendido la manera
de introducirla en un rompecabezas para
obtener el cuadro completo de una
demostración elemental del teorema de
los números primos. Gracias al
resultado de Erdös, ahora Selberg había
entrado en posesión de la última pieza
del rompecabezas.
Explicó a Erdös cómo había
utilizado su resultado para completar
una demostración elemental del teorema
de los números primos. Erdös sugirió
que presentaran juntos el trabajo al
reducido grupo de colegas que había
asistido a la conferencia de Turán, pero
no consiguió frenar su propio
entusiasmo y se puso a repartir
invitaciones a diestro y siniestro para la
que prometía ser una conferencia muy
interesante. Selberg no esperaba en
absoluto un público tan amplio.

Cuando llegué allí a última hora


de la tarde, hacia las cuatro o las
cinco, la sala estaba repleta.
Subí a la tribuna y expuse la
argumentación, pidiendo después
a Erdös que expusiera su parte.
Después volví a tomar la palabra
para exponer el resto, es decir,
lo necesario para completar la
demostración. Por tanto, la
primera demostración se obtuvo
utilizando el resultado
intermedio que él había
obtenido.

Erdös le propuso escribir juntos un


artículo sobre la demostración. Pero,
como explica Selberg:

Nunca había publicado artículos


escritos en colaboración.
Hubiera querido que
escribiéramos artículos
separados, pero Erdös insistió
en que deberíamos hacer las
cosas como las habían hecho
Hardy y Littlewood. Yo nunca
había querido trabajar en
colaboración. Antes de venir a
los Estados Unidos había
desarrollado toda mi actividad
matemática en Noruega. La había
desarrollado solo, sin siquiera
hablar de ella con nadie… no,
nunca había sido un colaborador
en este sentido. Hablo con la
gente pero trabajo solo, que es lo
que se ajusta a mi temperamento.

La verdad es que allí se encontraban


dos matemáticos con temperamentos
opuestos: uno era un solitario
enteramente autosuficiente que en toda
su vida había escrito un sólo artículo
con un colega, el indio Saravadam
Chowla; el otro llevó la colaboración
hasta tales extremos que hoy los
matemáticos hablan de su «número de
Erdös», el número de coautores que le
separan de alguien que escribió un texto
con Erdös. Mi número de Erdös es 3, lo
que significa que he escrito un artículo
con alguien que ha escrito un artículo
con alguien que ha escrito un artículo
con Erdös. Dado que Chowla fue uno de
los 507 coautores de Erdös, el único
artículo que Selberg había escrito en
colaboración le confería un número de
Erdös igual a 2. Los matemáticos con un
número de Erdös igual a dos pasan de
cinco mil.
Tras aquel rechazo, como
actualmente admite Selberg: «las cosas
se me fueron de las manos». Durante
1947, Erdös había construido una
extensa red de colaboradores y de
corresponsales; los mantenía informados
sobre sus propios progresos
matemáticos bombardeándolos de
correo. Se dice que Selberg recibió un
golpe mortal cuando, a su llegada a
Syracuse, fue saludado por un miembro
de la Facultad con estas palabras: «¿Ha
oído la noticia? Erdös y un matemático
escandinavo han ideado una
demostración elemental del teorema de
los números primos». Mientras tanto,
Selberg había formulado una
argumentación alternativa que evitaba la
necesidad de recurrir al paso intermedio
que Erdös había proporcionado.
Decidió continuar y publicó los
resultados de aquel trabajo individual.
Su artículo apareció en los Annals of
Mathematics, la publicación que se
redacta en Princeton y que, por consenso
general, está considerada una de las tres
revistas matemáticas más importantes
del mundo. Es en los Annals of
Mathematics, por ejemplo, donde
Andrew Wiles publicó su demostración
del último teorema de Fermat.
Erdös estaba furioso: pidió a
Hermann Weyl su arbitraje sobre la
cuestión. Selberg cuenta: «Me satisface
el hecho de que finalmente Hermann
Weyl se inclinara sustancialmente de mi
parte tras haber escuchado a ambos».
Erdös publicó su demostración
reconociendo el papel de Selberg, pero
todo el episodio resultó bastante
deplorable. A pesar de la naturaleza
abstracta de las matemáticas, los
matemáticos poseen un ego que necesita
ser halagado. No hay nada que estimule
tanto el proceso creativo de un
matemático como el pensamiento en la
inmortalidad que proporciona el hecho
de poner el propio nombre en un
teorema: la anécdota de Erdös y Selberg
pone en evidencia la importancia que
tienen en matemáticas —y, de hecho, en
todas las ciencias— el reconocimiento
de los méritos y la prioridad. Es por
ello que Wiles pasó siete años
encerrado en su ático trabajando
secretamente sobre el último teorema de
Fermat, por miedo a tener que compartir
la gloria de la empresa.
Aunque los matemáticos son como
corredores de una carrera de relevos
que pasan el testigo de una generación a
otra, anhelan siempre la gloria
individual que recibirán pasando los
primeros por la línea de meta: la
investigación matemática es un difícil
acto de equilibrio entre la necesidad de
colaborar en proyectos que pueden
mantenerse durante siglos y el deseo de
inmortalidad.
Al cabo de algún tiempo fue claro
que la demostración elemental del
teorema de los números primos que
Selberg había obtenido no era aquel
extraordinario paso adelante que se
esperaba. Algunos creían que aquella
intuición podría abrir un camino simple
para demostrar la hipótesis de Riemann;
al fin y al cabo, aquella intuición podía
confirmar que la diferencia entre la
estimación de Gauss y la verdadera
cantidad de números primos nunca
fallaría la diana de una distancia mayor
que la raíz cuadrada de N. Y se sabía
que esto era equivalente a tener todos
los ceros disciplinadamente colocados
sobre la recta crítica de Riemann.
A finales de los años cuarenta,
Selberg detentaba todavía el récord del
mayor porcentaje de ceros cuya
presencia sobre la recta mágica de
Riemann se había demostrado. Este fue
uno de los resultados por los que se le
concedió la medalla Fields en 1950.
Hadamard, que entonces tenía ochenta
años, deseaba asistir al Congreso
Internacional de Matemáticos que
tendría lugar en Cambridge,
Massachusetts, para celebrar la
obtención del premio por Selberg. Sobre
todo, estaba impaciente por encontrarse
con el explorador que había descubierto
un recorrido elemental para alcanzar el
campo base que él y de la Vallée-
Poussin habían instalado hacía cincuenta
años. Sin embargo, tanto a él como a
Laurent Schwartz, el otro matemático
que debía recibir la medalla Fields, les
negaron el visado de entrada en los
Estados Unidos por sus contactos
soviéticos: el maccarthismo empezaba a
asomar su horrible cabeza. Hizo falta la
intervención del presidente Truman para
que se concediera a los dos matemáticos
la autorización para entrar en los
Estados Unidos, pocos días antes del
congreso.
Más adelante, otros matemáticos,
añadiendo sus propias ingeniosas
variaciones, han extendido las
argumentaciones de Selberg para
aumentar el porcentaje de ceros de los
cuales se puede demostrar su ubicación
efectiva sobre la recta mágica de
Riemann. Algunas demostraciones de
teoremas matemáticos se desarrollan de
manera muy natural una vez conseguida
una idea general de la dirección que
debe tomarse: lo difícil es encontrar el
origen del recorrido. Mejorar la
estimación de Selberg, sin embargo, es
muy distinto. Las demostraciones
necesitan un análisis muy delicado. No
son el resultado de una única idea
grandiosa, pero llevarlas a buen fin
requiere mucha perseverancia. El
recorrido está sembrado de trampas. Un
movimiento en falso y el número que se
creía mayor que cero puede
transformarse de golpe en negativo.
Cada paso debe realizarse con mucho
cuidado y es fácil que se deslicen
errores.
En los años setenta, Norman
Levinson mejoró la estimación de
Selberg y, en un momento dado, creyó
que había conseguido capturar un 98,6
por ciento de los ceros. Levinson dio
una copia del manuscrito con la
demostración a Giancarlo Rota, del MIT
(Instituto Tecnológico de
Massachusetts), y le comentó bromeando
que había demostrado que todos los
ceros se encontraban sobre la recta: el
manuscrito se refería al 98,6 por ciento,
mientras que el otro 1,4 por ciento se
dejaba para el lector. Rota creyó que
hablaba en serio y empezó a hacer
correr la voz de que Levinson había
demostrado la hipótesis de Riemann.
Naturalmente, aunque hubiera realmente
llegado al 100 por ciento, no se deducía
necesariamente que todos los ceros se
hallaban sobre la recta ya que estamos
habiéndonoslas con el infinito. Pero ello
no bastó para acallar los rumores.
Finalmente, se descubrió un error en
el manuscrito que redujo la proporción
de los ceros determinados sobre la recta
al treinta y cuatro por ciento. Fue un
récord que se mantuvo durante algún
tiempo, resultado aún más sorprendente
si se tiene en cuenta que Levinson
pasaba ya de los sesenta años cuando lo
logró. Como dice Selberg: «tuvo que
tener una gran valentía para seguir
adelante con tal cantidad de cálculos
numéricos, teniendo en cuenta que era
imposible saber anticipadamente si lo
llevarían a alguna parte». Se afirmaba
también que Levinson tenía grandes
ideas sobre cómo generalizar sus
propios métodos, pero murió de un
tumor cerebral antes de poder ponerlas
en práctica. Actualmente el récord está
en poder de Brian Conrey, de la
Universidad de Oklahoma, que en 1987
demostró que el cuarenta por ciento de
los ceros tiene que estar sobre la recta.
Conrey tiene algunas ideas sobre cómo
perfeccionar su propia estimación, pero
pocos puntos porcentuales más no
parecen valer la enorme cantidad de
trabajo que requerirían: «Valdría la
pena si pudiera llevar la estimación más
allá del cincuenta por ciento, porque en
tal caso al menos podría decir que la
mayoría de los ceros se encuentra sobre
la recta».
La polémica sobre la atribución del
mérito por la demostración elemental
dejó a Erdös profundamente dolido,
pero continuó siendo prolífico durante
toda su vida, desafiando los mitos sobre
el envejecimiento y la capacidad de
producción matemática. Como no
consiguió obtener una plaza permanente
en el Institute for Advanced Study, eligió
la vida del matemático itinerante. Sin
domicilio ni puesto de trabajo, prefería
aparecer de repente en casa de alguno
de sus muchos amigos diseminados por
el mundo para permitirse su
colaboración, quedándose a menudo
durante varias semanas antes de volver a
marcharse de repente. Murió en 1996, en
el centenario de la primera
demostración del teorema de los
números primos. A los ochenta y tres
años todavía estaba colaborando en
publicaciones con sus colegas. Poco
antes de morir dijo: «Pasará al menos
otro millón de años antes de que
consigamos comprender los números
primos».
Hoy, cuando ya es un anciano de más
de noventa años, con el cabello blanco,
Selberg sigue leyendo las últimas
novedades sobre la hipótesis de
Riemann y dando conferencias en las
que ofrece perlas de sabiduría a los
jóvenes asistentes. En 1996 su discurso
en el congreso que tuvo lugar en Seattle
para celebrar el centenario de la
demostración del teorema de los
números primos se cerró con la ovación
de más de seiscientos matemáticos.
Selberg opina que, a pesar de los
importantes progresos que se han
alcanzado, aún no tenemos ninguna idea
concreta sobre cómo demostrar la
hipótesis de Riemann:
No creo que nadie sepa con
certeza si estamos o no cerca de
una solución. Algunos creen que
nos estamos acercando. Si hay
una solución, es obvio que con el
transcurso del tiempo nos
estamos acercando a ella. Pero
algunos opinan que poseemos los
elementos esenciales de una
solución. Yo discrepo
absolutamente. Es muy probable
que la hipótesis sobreviva a su
bicentenario, en 2059, pero
naturalmente yo no estaré para
verlo. Es imposible predecir
cuánto resistirá el problema.
Creo que finalmente se hallará
una solución. No creo que se
trate de un resultado
indemostrable. También podría
suceder que la demostración
fuera tan complicada que el
cerebro humano no consiga
nunca alcanzarla.

En la conferencia que pronunció en


Copenhague después de la guerra,
Selberg había despertado dudas sobre la
existencia de pruebas concretas a favor
de la certeza de la hipótesis de Riemann.
En aquel tiempo, la posibilidad de
demostrar la hipótesis le parecía un
buen deseo, pero ahora ha cambiado de
opinión: según Selberg, las pruebas
aparecidas durante los cincuenta años
transcurridos desde el final de la guerra
son ya aplastantes. Pero en realidad fue
la guerra, y particularmente los
descifradores de códigos de Bletchley
Park, lo que condujo al desarrollo de la
máquina que generaría estas nuevas
pruebas: el ordenador.
8
MÁQUINAS DE LA MENTE

Propongo considerar la cuestión:


«¿Pueden pensar las máquinas?»
ALAN TURING
Computing Machinery and
Intelligence

El nombre de Alan Turing estará


asociado siempre a la decodificación de
Enigma, el código secreto que usaban
los alemanes durante la Segunda Guerra
Mundial. En la tranquilidad de la
enorme casa campestre de Bletchley
Park, a medio camino entre Oxford y
Cambridge, los descifradores de
códigos de Churchill crearon una
máquina que podía descifrar los
mensajes que cada día mandaban los
servicios secretos alemanes. La historia
de cómo la irrepetible combinación de
lógica matemática y determinación
propias de Turing contribuyó a salvar
muchas vidas de la amenaza de los
submarinos alemanes ha sido objeto de
novelas, obras teatrales y películas. Sin
embargo, la inspiración que llevó a
Turing a la creación de sus «bombas»,
las máquinas de descifrar, puede
remontarse a sus tiempos de estudiante
de matemática en Cambridge, cuando
Hardy y Littlewood todavía estaban en
activo.
Antes de que la Segunda Guerra
Mundial engullera Europa, Turing ya
estaba proyectando máquinas que
terminarían por hacer saltar por los
aires dos de los veintitrés problemas de
Hilbert. La primera fue una máquina
teórica, que sólo existía en su mente, una
máquina que demolería cualquier
esperanza de verificar la solidez de los
fundamentos del edificio matemático. La
segunda máquina era muy real, fabricada
con ruedas dentadas y goteando aceite, y
con esta máquina Turing pretendía
desafiar a la ortodoxia matemática: su
sueño era que aquel artilugio mecánico
pudiera tener el poder de demostrar la
falta de veracidad del octavo de los
problemas de Hilbert, y preferido de
éste: la hipótesis de Riemann.
Después de que sus colegas
dedicaran años intentando en vano
demostrar la hipótesis de Riemann,
Turing creía que quizá había llegado el
momento de indagar la posibilidad de
que Riemann se hubiera equivocado:
quizás existe realmente un cero fuera de
la recta crítica de Riemann, y este cero
tendría forzosamente que producir
alguna modulación reconocible en la
sucesión de los números primos. Turing
era consciente de que las máquinas se
convertirían en el instrumento más eficaz
para la búsqueda de ceros que pudieran
demostrar la falta de fundamento de la
conjetura de Riemann; gracias a él, los
matemáticos podrían gozar de la
colaboración de un nuevo socio
mecánico en su análisis de la hipótesis
de Riemann. Pero no fueron sólo las
máquinas materiales las que tuvieron un
impacto en la exploración matemática de
los números primos: sus máquinas de la
mente, creadas inicialmente para atacar
el segundo problema de Hilbert, traerían
al final del siglo XX el más inesperado
de los éxitos: una fórmula para generar
todos los números primos.
La fascinación que las máquinas
ejercían sobre Turing había sido
estimulada por un libro que le regalaron
en 1922, cuando tenía diez años:
Natural Wonders Every Child Should
Know [Maravillas naturales que todos
los niños deberían conocer], de Edwin
Tenney Brewster, estaba repleto de
pequeñas perlas que excitaron la
imaginación del joven Alan. El libro,
que se había publicado en 1912,
enseñaba que existían explicaciones de
los fenómenos naturales y no se limitaba
a nutrir de observaciones pasivas a sus
jóvenes lectores. Si consideramos la
pasión por la inteligencia artificial que
más adelante desarrolló Turing, la
descripción de los seres vivos que da
Brewster resulta particularmente
reveladora:

Resulta evidente que el cuerpo


es una máquina. Es una máquina
enormemente compleja, muchas,
muchas veces más complicada
que cualquier máquina que se
haya construido jamás, pero es
una máquina. Ha sido comparado
con una máquina de vapor, pero
esto sucedió antes de que
consiguiéramos los
conocimientos que hoy tenemos
sobre su funcionamiento: en
realidad se trata de un motor a
gas; como el motor de un
automóvil, de una lancha o de
una máquina voladora.
Ya desde la escuela Turing tenía la
obsesión de inventar y construir objetos:
una máquina fotográfica, una pluma
estilográfica recargable, incluso una
máquina de escribir. Esta pasión lo
acompañaría a Cambridge, a donde
llegó en 1931 para estudiar matemáticas
en el King’s College. Dada su timidez y
su carácter en cierta medida asocial,
igual que otros muchos antes que él,
Turing encontró seguridad en las
certezas que ofrecían las matemáticas.
Pero la pasión por construir objetos no
lo abandonó: nunca dejó de buscar la
máquina física que pudiera poner en
evidencia el mecanismo de cualquier
problema abstracto.
La primera investigación que Turing
realizó en la universidad consistió en un
intento de comprender una de aquellas
zonas fronterizas en las que las
matemáticas abstractas entran en
contacto con las extravagancias de la
naturaleza. Su punto de partida fue el
problema práctico de los resultados del
lanzamiento de una moneda. El resultado
final fue un sofisticado análisis teórico
de los resultados estadísticos de
cualquier experimento aleatorio. Turing
quedó muy afligido cuando al presentar
su demostración descubrió que, de la
misma forma en que les había sucedido
anteriormente a Erdös y a Selberg, su
primera investigación duplicaba un
resultado obtenido unos diez años antes
por un matemático finlandés, J. W.
Lindeberg: el teorema central del límite.
Con el tiempo, los teóricos de los
números descubrieron que el teorema
central del límite ofrece nuevas
perspectivas para la estimación de la
cantidad de números primos. Una vez
demostrada, la hipótesis de Riemann
confirmaría que la desviación entre la
verdadera cantidad de números primos y
la estimación de Gauss es igual a lo
esperado cuando se lanza una moneda
perfecta. Pero el teorema central del
límite reveló que no es posible describir
perfectamente la distribución de los
números primos utilizando como modelo
el lanzamiento de una moneda: la
medición más refinada de la
aleatoriedad que se hizo posible con el
teorema central del límite mostró que
los primos no la obedecen. La
estadística se ocupa de los diversos
ángulos desde los que se puede valorar
un conjunto de datos, gracias al punto de
vista que ofrece el teorema central del
límite de Turing y de Lindeberg, los
matemáticos pudieron darse cuenta de
que, aun teniendo mucho en común, los
números primos y los lanzamientos de
una moneda no eran exactamente lo
mismo.
La demostración del teorema central
del límite que consiguió Turing, aunque
no original, demostraba de sobra su
potencial, hasta el punto de valerle una
plaza de profesor en el King’s College a
la temprana edad de veintidós años. En
el interior de la comunidad científica de
Cambridge, Turing siguió siendo, en
cierta medida, un solitario: mientras que
Hardy y Littlewood se peleaban con los
problemas clásicos de la teoría de los
números, Turing prefería trabajar fuera
de los cánones matemáticos; en vez de
leer los artículos de sus colegas,
prefería llegar a sus propias
conclusiones en solitario. Igual que
Selberg, renunció a la distracción de una
vida académica convencional.
Sin embargo, a pesar de su
aislamiento voluntario, Turing no dejaba
de ser consciente de la crisis que
estaban sufriendo las matemáticas: en
Cambridge se hablaba del trabajo de un
joven austríaco que había colocado la
incertidumbre en el centro de la
disciplina que a Turing le había ofrecido
seguridad.

GÖDEL Y LAS
LIMITACIONES DEL
MÉTODO MATEMÁTICO

Con su segundo problema, Hilbert


había retado a la comunidad de los
matemáticos a demostrar que las
matemáticas no contenían
contradicciones. Los antiguos griegos
fueron los que iniciaron el desarrollo de
las matemáticas como disciplina basada
en los teoremas y las demostraciones;
para hacerlo habían partido de
aserciones que parecían verdades
evidentes. Estas aserciones, los axiomas
de las matemáticas, son las semillas a
partir de las cuales se ha desarrollado
todo el jardín matemático: partiendo de
las primeras demostraciones de
Euclides sobre los números primos, los
matemáticos han utilizado el instrumento
de la deducción para extender nuestro
conocimiento más allá de aquellos
axiomas.
Pero los estudios de Hilbert sobre
las geometrías no euclidianas habían
planteado una cuestión preocupante:
¿estamos seguros de no poder demostrar
jamás que un enunciado es a la vez
cierto y falso? ¿Podemos tener la certeza
absoluta de que no existe una secuencia
de deducciones que, a partir de los
axiomas de las matemáticas, demuestre
la veracidad de la hipótesis de Riemann
mientras que otra secuencia alternativa
demuestre su falsedad? Hilbert no
vacilaba: sería posible usar la lógica
matemática para demostrar que la
disciplina no contenía contradicciones
de este tipo; opinaba que la resolución
del segundo de sus veintitrés problemas
supondría poner orden en el edificio
matemático. La cuestión se hizo aún más
urgente cuando Bertrand Russell, el
filósofo amigo de Hardy y Littlewood,
planteó lo que parecían paradojas
matemáticas. Aunque en su monumental
o b r a Principia Mathematica Russell
encontró la forma de resolver sus
paradojas, aquello hizo comprender a
muchos la seriedad de la cuestión que
Hilbert había planteado.
El 7 de septiembre de 1930, Hilbert
tuvo el privilegio de ser nombrado hijo
predilecto de Königsberg, su estimada
ciudad natal. En aquel mismo año había
abandonado la cátedra de Gotinga.
Hilbert terminó su discurso de
agradecimiento con una llamada urgente
a todos los matemáticos: «Wir müssen
wissen. Wir werden wissen» [Debemos
saber. Sabremos]. Tras su discurso, lo
trasladaron rápidamente a un estudio
radiofónico para grabar la última parte,
que debía integrarse en un programa de
radio. Entre los ruidos de fondo de la
grabación se puede escuchar a Hilbert
riendo tras declarar: «Debemos saber».
Pero él no sabía aún que quien se había
reído el último con otra persona, el día
anterior, durante una conferencia
pronunciada a muy poca distancia de
aquel estudio radiofónico, en la
Universidad de Königsberg:
Kurt Gödel, el lógico austríaco de
veinticinco años, había hecho un anuncio
que golpeaba el corazón del mundo de
Hilbert.
De niño, Gödel se había ganado el
apodo de Herr Warum [señor Por qué]
por el incesante flujo de preguntas que
planteaba. Como consecuencia de un
ataque de fiebre reumática durante su
infancia, su corazón era débil y sufría de
una hipocondría incurable. En los
últimos años de su vida, su hipocondría
se transformó en paranoia manifiesta.
Estaba tan convencido de que lo querían
envenenar que literalmente se dejó morir
de hambre. Sin embargo, a los
veinticinco años fue él quien envenenó
el sueño de Hilbert y desencadenó un
ataque de paranoia en toda la comunidad
matemática.
Para su tesis doctoral, Gödel había
dirigido su espíritu inquiridor a la
cuestión de Hilbert que se hallaba en el
corazón de la actividad matemática:
demostró que los matemáticos nunca
podrían demostrar que poseían los
fundamentos seguros que Hilbert
ansiaba. Era imposible utilizar los
axiomas de las matemáticas para
demostrar que aquellos axiomas no
conducirían a contradicciones. Entonces,
¿no se podría arreglar el problema
cambiando los axiomas o añadiendo
otros nuevos? No serviría de nada:
Gödel demostró que, cualesquiera que
fueran los axiomas elegidos por las
matemáticas, nunca podrían ser usados
para demostrar la inexistencia de
contradicciones.
Los matemáticos definen un sistema
de axiomas como consistente cuando
tales axiomas no conducen a
contradicciones. Puede ser que los
axiomas elegidos no conduzcan nunca a
contradicciones, pero ello nunca podrá
ser demostrado utilizando tales axiomas.
Podría ser que se consiguiera demostrar
la consistencia de un sistema de axiomas
tomando un sistema alternativo, pero se
trataría de una victoria parcial ya que,
en tal caso, la consistencia del nuevo
sistema de axiomas sería igualmente
discutible. Es lo mismo que el intento de
Hilbert de demostrar que la geometría
era consistente transformándola en una
teoría de los números: el único
resultado fue trasladar la cuestión a la
consistencia de la aritmética.
La toma de conciencia de Gödel
recuerda la descripción del universo que
da una señora anciana y menuda con la
que se abre el libro de Stephen Hawking
Breve historia del tiempo. Al terminar
una conferencia de divulgación sobre
astronomía, una anciana se levanta y,
dirigiéndose al orador, declara: «Todo
lo que nos ha contado son tonterías. En
realidad, el mundo es un disco plano que
se apoya sobre la espalda de una
inmensa tortuga». La respuesta de la
señora a la pregunta del conferenciante
sobre cuál sería entonces el apoyo de la
tortuga habría provocado una sonrisa en
el rostro de Gödel: «Usted es muy
inteligente, jovencito, verdaderamente
muy inteligente. ¡Pero es evidente que
cada tortuga se apoya sobre otra
tortuga!».
Gödel había proporcionado a las
matemáticas una demostración de que el
universo matemático se apoya en una
torre de tortugas: se puede conseguir una
teoría libre de contradicciones pero no
se puede demostrar que en el interior de
dicha teoría no hay contradicciones.
Todo lo que podemos hacer es
demostrar la consistencia interior de
otro sistema cuya consistencia, sin
embargo, no podemos demostrar. Había
una cierta ironía en todo esto: las
matemáticas podía ser utilizada para
demostrar las limitaciones de las
propias demostraciones. El matemático
francés André Weil sintetizó la situación
que se producía después de Gödel con
una frase memorable: «Dios existe
porque las matemáticas son consistentes,
y el demonio existe porque no podemos
demostrar que lo es».
En 1900 Hilbert había declarado que
en matemáticas no hay nada que sea
imposible conocer; treinta años más
tarde, Gödel demostró que la ignorancia
es parte integrante de las matemáticas.
Hilbert se enteró de la noticia bomba de
Gödel algunos meses después de su
discurso en Königsberg. Parece que
reaccionó «con cierta irritación». Su
declaración «Wir müssen wissen. Wir
werden wissen» [Debemos saber.
Sabremos], hecha el día después del
anuncio de Gödel, encontró un destino
apropiado: se grabó en la lápida de la
tumba de Hilbert; un sueño idealista del
cual, finalmente, las matemáticas se
había despertado.
Mientras los físicos empezaban a
comprender, a partir del principio de
indeterminación de Heisenberg, que
existían limitaciones al conocimiento
dentro de su disciplina, la demostración
de Gödel significaba que también los
matemáticos tendrían que resignarse a
convivir para siempre con su propia y
peculiar incertidumbre: la posibilidad
de descubrir de repente que todo el
edificio de las matemáticas era un
espejismo. Está claro que, para gran
parte de los matemáticos, el hecho de
que esto no haya sucedido hasta ahora es
la mejor confirmación de que nunca
sucederá: tenemos un modelo que
funciona, y ello parece suficiente para
justificar la consistencia de las
matemáticas. Sin embargo, dado que el
modelo es infinito, no podemos tener la
seguridad de que en un momento
determinado no termine contradiciendo
nuestros axiomas. Y, como ya hemos
podido comprobar, cuando se
profundiza en las áreas más remotas del
universo numérico, incluso entidades
aparentemente inocentes como los
números primos pueden esconder
sorpresas, de las que nunca habríamos
sido conscientes si hubiéramos
procedido sólo por experimentación y
observación.
Gödel no se detuvo ahí. Su tesis
doctoral contenía una segunda noticia
bomba: si los axiomas de las
matemáticas son consistentes, entonces
siempre habrá enunciados verdaderos
sobre los números que no pueden
demostrarse formalmente a partir de
aquellos axiomas. Esto conculcaba las
bases de lo que las matemáticas habían
significado desde la Grecia Antigua. La
demostración siempre había sido
considerada como el camino que
conducía a la verdad matemática. Ahora
Gödel había hecho saltar en pedazos
esta fe en el poder de la demostración.
Algunos esperaban que, añadiendo
nuevos axiomas, sería posible remendar
el edificio matemático: ahora Gödel
demostraba que tales esfuerzos serían
vanos. Por más que se añadieran nuevos
axiomas a los fundamentos de las
matemáticas, siempre quedaría algún
enunciado verdadero imposible de
demostrar.
Este resultado tomó el nombre de
Teorema de incompletitud de Gödel :
cualquier sistema consistente de
axiomas es necesariamente incompleto,
en el sentido de que existirán siempre
enunciados verdaderos que no podrán
ser deducidos de los axiomas. Y para
acompañarlo en su acto de terrorismo
matemático, Gödel se procuró nada
menos que los números primos: los
utilizó para asignar a cada enunciado
matemático un código numérico de
identificación, el número de Gödel. A
través del análisis de tales números,
Gödel pudo demostrar que para
cualquier elección de axiomas siempre
existirán enunciados verdaderos que no
pueden ser demostrados.
El resultado obtenido por Gödel
supuso un duro golpe para los
matemáticos de todo el mundo: había
muchísimos enunciados sobre números,
y en particular sobre números primos,
que parecían verdaderos pero que no se
tenía la menor idea de cómo demostrar.
La conjetura de Goldbach: cada número
par es suma de dos números primos;
números primos gemelos: existen
infinitas parejas de números primos
cuya diferencia es 2, como 17 y 19.
¿Estaban estas aserciones condenadas a
no poder ser demostradas utilizando los
fundamentos axiomáticos existentes?
Es innegable que tal estado de cosas
era como para ponerse nervioso: quizá
la hipótesis de Riemann era simplemente
indemostrable en el ámbito de la
descripción axiomática corriente de lo
que entendemos por aritmética. Muchos
matemáticos se consolaron pensando
que todo lo verdaderamente importante
tenía que ser demostrable, y que sólo
enunciados tortuosos y faltos de un
contenido matemático apreciable
terminarían entre los enunciados
indemostrables de Gödel.
Pero Gödel no estaba tan seguro de
ello. En 1951 puso en duda que los
axiomas habituales fueran suficientes
para resolver muchos de los problemas
de la teoría de los números:

Nos encontramos ante una serie


infinita de axiomas que puede
extenderse cada vez más, sin que
sea visible el final… Es cierto
que en las matemáticas de hoy
los niveles más elevados de esta
jerarquía no se usan
prácticamente nunca… no es
realmente inverosímil que esta
característica de la matemática
contemporánea pueda tener algo
que ver con su incapacidad de
demostrar algunos teoremas
fundamentales como, por
ejemplo, la hipótesis de
Riemann.
En opinión de Gödel, las
matemáticas no habían sido capaces de
demostrar la hipótesis de Riemann
porque sus axiomas no eran suficientes
para hacerlo: podría ser que fuera
necesario ampliar la base del edificio
matemático para descubrir unas
matemáticas en las que este problema
fuera resoluble. El teorema de
incompletitud de Gödel modificó
drásticamente la forma de razonar de la
gente: si existen problemas tan difíciles
de resolver, como los de Riemann y de
Goldbach, entonces quizá son
simplemente indemostrables con los
instrumentos lógicos y con los axiomas
que aplicamos para intentarlo.
Al mismo tiempo, tenemos que
procurar no enfatizar demasiado el
significado de los resultados de Gödel:
no se trataba de las honras fúnebres de
las matemáticas. Gödel no había
cuestionado la verdad de lo que ya había
sido demostrado; lo que su teorema
demostraba era la realidad matemática
no se reducía a la deducción de
teoremas a partir de axiomas: las
matemáticas son algo más que una
partida de ajedrez. Es necesario que a la
obra incesante de construcción del
edificio matemático se acompañe una
continua evolución de los fundamentos
sobre los que se basa el edificio. A
diferencia de la naturaleza formal de las
reglas para la construcción del edificio,
la evolución de los fundamentos se tiene
que basar en las intuiciones de los
matemáticos sobre la elección de los
axiomas que, en su opinión, puedan
proporcionar una mejor descripción del
mundo de las matemáticas. Muchos
sintieron satisfacción al interpretar en el
teorema de Gödel una confirmación de
la superioridad de la mente sobre el
espíritu mecanicista propiciado por la
Revolución industrial.

LA MILAGROSA MAQUINA
MENTAL DE TURING
La revelación de Gödel abrió una
cuestión totalmente nueva que empezó a
fascinar tanto a Hilbert como al joven
Turing: ¿existe alguna forma de
establecer la diferencia entre los
enunciados verdaderos para los que
existen demostraciones y aquellos
enunciados que, como Gödel había
descubierto, son verdaderos aunque sean
indemostrables? Turing, con su estilo
pragmático, empezó a considerar la
posibilidad de que existiera una
máquina capaz de ahorrar a los
matemáticos el riesgo de intentar
demostrar un enunciado indemostrable.
¿Podía concebirse una máquina que, al
introducirle cualquier enunciado, fuera
capaz de establecer si podía ser
deducido de los axiomas de las
matemáticas, aunque sin dar la
demostración? En caso de existir una
máquina así, podría utilizarse a modo de
oráculo de Delfos para tener la certeza
de que la búsqueda de una demostración
de la conjetura de Goldbach o de la
hipótesis de Riemann no sería tiempo
perdido.
La cuestión de la existencia de un
oráculo así no se apartaba mucho del
décimo problema que Hilbert había
planteado en los albores del siglo XX:
en aquel problema, Hilbert había
considerado la posible existencia de un
método universal, de un algoritmo,
capaz de decidir si una ecuación
cualquiera tiene solución o no. Hilbert
estaba concibiendo la idea de un
programa de ordenador antes de que se
planteara siquiera la idea misma de un
ordenador: imaginó un procedimiento
mecánico que pudiera aplicarse a las
ecuaciones y respondiera «sí» o «no» a
la pregunta «¿esta ecuación tiene
soluciones?», sin necesidad de ninguna
intervención por parte del operador.
Todos estos comentarios sobre
máquinas eran puramente teóricos: nadie
pensaba todavía en un objeto físico real.
Eran máquinas de la mente, métodos o
algoritmos para producir respuestas. Era
como si se hubiera concebido la idea
d e l software antes de que existiera un
hardware capaz de hacerlo funcionar:
aunque hubiera existido la máquina de
Hilbert no habría sido de ninguna
utilidad práctica porque, con toda
probabilidad, el tiempo que habría
necesitado para decidir si una ecuación
cualquiera tenía solución hubiera
superado la edad del universo. Para
Hilbert, la existencia de esta máquina
tenía una importancia filosófica.
La idea de estas máquinas teóricas
horrorizaba a muchos matemáticos:
habrían puesto al matemático fuera de
juego. Nunca tendríamos necesidad de
confiar en la imaginación, en la intuición
genial de la mente humana para producir
argumentaciones inteligentes. El
matemático quedaría reemplazado por
un autómata cuya fuerza bruta abriría una
brecha hacia la solución de nuevos
problemas sin recurrir en absoluto a
nuevas y sutiles formas de razonamiento.
Hardy no tenía la menor duda de que
nunca podría existir una máquina así; el
simple pensamiento de que pudiera
haber una ponía en peligro su propia
existencia:

Naturalmente, no existe un
teorema así, y ello es una gran
suerte, porque si existiera
tendríamos un conjunto de reglas
mecánicas para la resolución de
todos los problemas
matemáticos, y se habría
terminado nuestra actividad de
matemáticos. Sólo un observador
externo muy ingenuo puede
imaginarse que los matemáticos
alcancen sus descubrimientos
girando la manivela de cualquier
máquina milagrosa.

La fascinación que ejercían sobre


Turing las complejidades de la ideas de
Gödel nacía de una serie de
conferencias que Max Newman, uno de
los docentes de matemáticas de
Cambridge, dictó durante la primavera
de 1935. Newman también había sido
seducido por las cuestiones de Hilbert
cuando oyó hablar al gran matemático de
Gotinga durante el Congreso
Internacional de Matemáticos que tuvo
lugar en Bolonia en 1928. Era la
primera vez desde el final de la Primera
Guerra Mundial que una delegación de
matemáticos alemanes era invitada a un
congreso internacional. Muchos de ellos
rechazaron participar, aún ofendidos por
su exclusión del congreso anterior de
1924, pero Hilbert pasó por encima de
estas divisiones políticas y presidió una
delegación de sesenta y siete
matemáticos alemanes. Cuando hizo su
aparición en la sala de conferencias
para asistir a la sesión de apertura, el
público se puso en pie para aplaudirlo.
Hilbert respondió expresando una
opinión, compartida por muchos
matemáticos: «Supone una total
incomprensión de nuestra ciencia crear
diferencias basadas en los pueblos o en
las razas, y los motivos por los que tales
cosas se han planteado son muy
mezquinos. Las matemáticas no conocen
razas… Para las matemáticas, el mundo
entero de la cultura es una sola nación».
En 1930, justo después de saber que
el programa de Hilbert había sido
completamente demolido por Gödel,
Newman sintió un fuerte deseo de
explorar algunos de los aspectos más
difíciles de las ideas de este último. Al
cabo de cinco años había adquirido la
seguridad necesaria para anunciar una
serie de cursos sobre el teorema de
incompletitud de Gödel. Turing asistió,
y quedó totalmente paralizado por la
tortuosidad de las demostraciones de
Gödel. Newman terminó el ciclo con
una pregunta que serviría para catalizar
tanto la imaginación de Hilbert como la
de Turing: ¿sería posible distinguir de
alguna manera los enunciados
demostrables de los enunciados
indemostrables? Hilbert bautizó la
cuestión como «el problema de la
decidibilidad».
Al escuchar las clases de Newman
sobre la obra de Gödel, Turing se
convenció de la imposibilidad de
construir una máquina milagrosa capaz
de conseguir aquella distinción. Sin
embargo, era difícil demostrar que una
máquina así no podía existir: al fin y al
cabo, ¿cómo se sabe cuáles serán los
límites futuros del ingenio humano? Se
podía probar que una máquina en
particular no daría respuestas, pero
proyectar esta prueba a todas las
máquinas posibles era negar la
imposibilidad del futuro. Y a pesar de
todo, Turing lo hizo.
Fue el primer gran logro de Turing:
concibió la idea de máquinas especiales
que pudieran ser efectivamente hechas
para comportarse como una persona o
una máquina que hiciera cálculos
aritméticos. Más tarde estas máquinas se
harían famosas con el nombre de
máquinas de Turing. Hilbert había sido
más bien impreciso sobre lo que
entendía por una máquina capaz de
establecer si un enunciado es
demostrable o no; ahora, gracias a
Turing, la cuestión planteada por Hilbert
quedaba precisada: si una de las
máquinas de Turing no podía
discriminar lo demostrable de lo
indemostrable, entonces ninguna
máquina podría hacerlo. ¿Significaba
esto que sus máquinas eran todo lo
potentes que era necesario para afrontar
el reto del problema de la decidibilidad
de Hilbert?
Un día, mientras corría junto al río
Cam, Turing tuvo su segundo relámpago
de inspiración y comprendió que
ninguna de sus máquinas imaginarias
podía ser capaz de distinguir entre los
enunciados que tenían demostraciones y
los que no las tenían. Mientras tomaba
aliento, yaciendo de espaldas en un
prado de los alrededores de
Granchester, Turing comprendió que una
idea ya utilizada con éxito para
responder a una pregunta sobre los
números racionales se podría aplicar a
la cuestión de la existencia de una
máquina capaz de verificar la
demostrabilidad.
La idea de Turing se basaba en un
descubrimiento asombroso que había
hecho en 1873 Georg Cantor, un
matemático alemán de Halle: Cantor
había descubierto que existen diversos
tipos de infinito. Aunque parezca una
proposición extraña, es realmente
posible comparar dos conjuntos infinitos
y decir que uno es mayor que el otro.
Cuando Cantor anunció sus
conclusiones, hacia 1870, fueron
consideradas casi como heréticas o, en
el mejor de los casos, como las
divagaciones de un loco. Para
comprender cómo pueden compararse
dos infinitos, imaginemos una tribu cuyo
sistema de contar se reduce a «uno, dos,
tres, muchos». Los miembros de la tribu
son capaces de decidir quién es el más
rico de ellos aunque no puedan indicar
el valor numérico exacto de sus
riquezas. Por ejemplo, si los pollos son
el signo de riqueza de un individuo,
basta que dos personas emparejen sus
pollos: el que agote antes sus pollos es
obviamente el más pobre de los dos. No
hace falta ser capaz de contar los pollos
para saber que un grupo es más
numeroso que otro.
Explotando esta idea, Cantor
demostró que si emparejamos todos los
números enteros con todas las
fracciones (como 1/3, 1/4, 1/101) se
puede hacer corresponder a cada
fracción un número entero y sólo uno.
Parece paradójico, ya que en apariencia
las fracciones son mucho más numerosas
que los números enteros. Y sin embargo
Cantor encontró la forma de establecer
una correspondencia exacta entre ambos
conjuntos de manera que ninguna de las
fracciones quede falta de compañero.
Cantor formuló también una
argumentación ingeniosa para demostrar
que, al contrario que en el caso anterior,
no hay forma de emparejar todas las
fracciones con todos los números reales,
que comprenden, además de los números
enteros y de las fracciones, también los
números irracionales como π, y todos
los demás números con una expresión
decimal infinita y no periódica. Cantor
demostró que cualquier intento de
emparejar las fracciones con los
números reales dejaría fuera de forma
inevitable una parte de los números
irracionales: había demostrado la
existencia de dos conjuntos infinitos de
dimensiones distintas.
Hilbert comprendió que Cantor
estaba creando unas matemáticas
auténticamente nuevas. Declaró que las
ideas de Cantor sobre los infinitos eran
«el producto más extraordinario del
pensamiento matemático, una de las
realizaciones más hermosas de la
actividad humana en el dominio de lo
puramente inteligible… Nadie nos
expulsará del paraíso que Cantor ha
creado para nosotros». Como
reconocimiento a esas ideas pioneras,
Hilbert dedicó a una cuestión planteada
por Cantor el primero de su lista de
veintitrés problemas: ¿existe un conjunto
infinito de números que sea mayor que
el conjunto de las fracciones pero menor
que el conjunto de los números reales?
Fue la demostración de Cantor sobre
el hecho de que el conjunto de los
números irracionales es más numeroso
que el de las fracciones lo que cruzó
como un rayo la mente de Turing
mientras se encontraba tumbado al sol
de Cambridge: comprendió de repente
que aquel hecho podía ser utilizado para
demostrar que el sueño que Hilbert
había cultivado sobre una máquina
capaz de verificar si un enunciado es
demostrable era pura fantasía.
Turing empezó planteando la
hipótesis de que una de sus máquinas
fuera capaz de decidir si un enunciado
verdadero cualquiera es demostrable.
Mediante un elegante procedimiento,
Cantor había demostrado que, de
cualquier manera que se agruparan las
fracciones y los números reales, el
emparejamiento siempre excluiría algún
número irracional. Turing adoptó esta
técnica y la adaptó para producir un
enunciado verdadero «excluido», es
decir, un enunciado para el cual su
máquina nunca podría establecer la
existencia de una demostración. La
belleza del razonamiento de Cantor
venía dada por el hecho de que, si se
intentaba modificar la máquina de
manera que incluyera el enunciado
faltante, siempre habría otro enunciado
excluido, siempre habría otro enunciado
que escaparía al análisis, de la misma
manera que el teorema de incompletitud
de Gödel demostraba que la adición de
un nuevo axioma sólo serviría para
producir algún nuevo enunciado
indemostrable.
Turing era consciente de lo
escurridizo de su argumentación:
mientras volvía corriendo a su
apartamento del King’s College, la
reexaminó con detalle buscando los
posibles puntos débiles. Había un
aspecto que lo preocupaba
particularmente: había demostrado que
ninguna de sus máquinas de Turing
podía responder al problema de la
decidibilidad de Hilbert. Pero ¿cómo
podía tener la certeza de la inexistencia
de otra máquina capaz de dar una
respuesta a aquel problema? Ahí realizó
su tercer avance: la idea de una
máquina universal. Turing elaboró el
proyecto de una máquina a la que se le
proporcionarían las instrucciones
necesarias para que operara como todas
las máquinas de Turing o como
cualquier otra máquina potencialmente
capaz de responder a la pregunta de
Hilbert. Incluso el cerebro es una
máquina que quizá podía discriminar lo
demostrable de lo indemostrable, y ello
estimuló las siguientes investigaciones
de Turing sobre la posibilidad de que
una máquina fuera capaz de elaborar
pensamientos. Por el momento, se
concentró en la verificación de cada
detalle de la solución que proponía a la
pregunta de Hilbert.
Turing trabajó durante un año hasta
tener la certeza de que su argumentación
era inatacable: sabía que cuando la
hiciera pública sería sometida a las más
severas verificaciones. Decidió que la
persona-idónea para ponerla a prueba
era la primera persona con quien había
hablado del problema: Newman. Al
principio, Newman dudó del
planteamiento: tenía todas las
posibilidades de que uno se engañara
creyendo verdadero lo que no lo era.
Pero cuando se puso a dar vueltas a la
argumentación se convenció de que
quizá Turing había hecho diana. Al cabo
de poco tiempo descubrirían que no era
el único que había acertado.
Turing se enteró de que uno de los
matemáticos de Princeton le había
ganado en el último momento: Alonzo
Church había llegado a las mismas
conclusiones casi al mismo tiempo que
Turing, pero había sido más rápido en la
publicación de su descubrimiento. Como
es natural, Turing estaba preocupado por
la idea de que su intento de obtener un
reconocimiento en la jungla académica
se frustrara por el anuncio de Church;
pero gracias al apoyo de Newman, su
mentor en Cambridge, también la
demostración de Turing se aceptó para
ser publicada. Para su desánimo, la
publicación recibió una atención muy
escasa; sin embargo, su idea de una
máquina universal era mucho más
tangible que el método que proponía
Church, y tenía consecuencias de más
largo alcance: la manía de Turing por
los inventos materiales había
prevalecido sobre las consideraciones
teóricas. Aunque su máquina universal
fuera sólo una máquina de la mente, la
descripción que hizo de ella hacía
pensar en el proyecto de una maquinaria
real. Un amigo suyo afirmó bromeando
que, en caso de construirla,
probablemente habría ocupado la
totalidad del Albert Hall.
La máquina universal supuso el
comienzo de la era de la informática,
que dotaría a los matemáticos de un
nuevo medio con el que explorar el
universo de los números. Incluso durante
su vida, Turing comprendió el impacto
que podrían tener las máquinas reales de
cálculo sobre el estudio de los números
primos; lo que no podía prever era el
papel que jugaría su máquina teórica en
el descubrimiento de uno de los tesoros
más inaccesibles de las matemáticas. El
análisis extremadamente abstracto que
Turing hizo del problema de la
decidibilidad de Hilbert se convirtió,
decenios más tarde, en la clave del
descubrimiento fortuito de una ecuación
que genera todos los números primos.

ENGRANAJES, POLEAS Y
ACEITE

El paso siguiente de Turing consistió


en cruzar el Atlántico para encontrarse
con Church. También tenía la esperanza
de conocer a Gödel, que estaba de visita
en el Institute for Advanced Study,
aunque durante la travesía su
preocupación estaba centrada en las
máquinas teóricas, Turing no había
abandonado su pasión por las máquinas
reales: pasó una semana del viaje
trazando la ruta con la ayuda de un
sextante.
A su llegada a Princeton descubrió
con decepción que Gödel estaba de
vuelta en Austria. Volvería a Princeton
dos años más tarde para hacerse cargo
de una plaza permanente en el instituto,
tras su persecución en Europa. En
Princeton, Turing consiguió entrar en
contacto con Hardy, que también estaba
de visita. Turing escribió a su madre
sobre su entrevista con Hardy: «Al
principio estaba muy distante o,
probablemente, reservado. Lo encontré
en el despacho de Maurice Pryce el día
de mi llegada y ni siquiera me dirigió la
palabra. Pero ahora está resultando
mucho más amigable».
Una vez puesta por escrito su
demostración del problema de la
decidibilidad de Hilbert para ser
publicada, Turing empezó a buscar otro
problema de peso susceptible de ser
atacado. Tras la resolución del
problema de la decidibilidad, se hacía
difícil otra empresa tan excepcional,
pero, si quería elegir un problema de
gran importancia, ¿por qué no apuntar
hacia el objetivo más ambicionado por
todos, la hipótesis de Riemann? Hizo
que le mandaran los artículos más
recientes sobre la hipótesis que había
publicado Albert Ingham, un colega suyo
de Cambridge. Empezó también a hablar
con Hardy para conocer su opinión.
En 1937 Hardy se estaba haciendo
cada vez más pesimista sobre la validez
de la hipótesis de Riemann: había
consumido tanto tiempo intentando
demostrarla sin éxito que empezaba a
estar convencido de su falsedad. Turing,
influido por la actitud de Hardy, pensó
que podría construir una máquina con la
que demostrar que Riemann estaba
equivocado. También había oído hablar
del redescubrimiento de Siegel del
fantástico método de Riemann para
calcular los ceros de la función zeta: en
la fórmula que Siegel había descubierto
se hacía un uso ingenioso de la suma de
senos y cosenos para estimar de manera
eficiente las altitudes del paisaje de
Riemann. En Cambridge, el método
propuesto por Turing para resolver el
problema de la decidibilidad de Hilbert
creando una máquina se consideraba
absolutamente innovador, pero Turing
comprendió que sería posible utilizar
máquinas también para analizar la
fórmula secreta de Riemann. Era
consciente de que había muchas
analogías entre la fórmula de Riemann y
las que se utilizaban para prever
fenómenos físicos periódicos, como los
movimientos orbitales de los planetas:
en 1936 Ted Titchmarsh, un matemático
de Oxford, tomó una máquina pensada
para el cálculo de los movimientos
celestes y la adaptó para demostrar que
los primeros 1.041 ceros del paisaje
zeta se hallaban efectivamente sobre la
recta mágica de Riemann. Pero Turing
conocía una maquinaria todavía más
sofisticada que se utilizaba para prever
otro fenómeno periódico natural: las
mareas.
Las mareas planteaban un problema
matemático complejo porque su estudio
dependía del cálculo del ciclo diario de
la rotación terrestre, del ciclo mensual
de la revolución lunar y del ciclo anual
de la órbita de la Tierra alrededor del
Sol. En Liverpool, Turing había visto
una máquina que efectuaba tales
cálculos de forma automática: la suma
de todas las ondas sinusoidales se
sustituía por el accionamiento de un
sistema de cuerdas y poleas, y la
respuesta venía dada por la longitud de
algunas secciones de una cuerdecilla
que sobresalía del artilugio. Turing
escribió a Titchmarsh confesándole que,
cuando había visto por vez primera la
máquina de Liverpool, no había
sospechado ni remotamente que pudiera
ser usada para estudiar los números
primos; pero ahora su mente trabajaba
de manera febril: quería construir una
máquina capaz de calcular las latitudes
del paisaje de Riemann. De esta forma
conseguiría determinar un punto a nivel
del mar que se hallara fuera de la recta
crítica de Riemann, y así demostrar que
la hipótesis de Riemann era falsa.
Turing no fue el primero que se
planteó el uso de una máquina para
acelerar los cálculos tediosos: Charles
Babbage, otro matemático que había
estudiado en Cambridge, ya había
concebido en el siglo anterior la idea de
construir máquinas calculadoras. En
1810, cuando era un estudiante del
Trinity College, Babbage estaba tan
fascinado como Turing por los ingenios
mecánicos: en su autobiografía recuerda
la génesis de su idea de construir una
máquina para calcular las tablas
matemáticas que resultaban
fundamentales para que Inglaterra
capitaneara la navegación marítima:

Una tarde estaba sentado en los


locales de la Analytical Society,
en Cambridge, con la cabeza
apoyada sobre la mesa en un
estado de somnolencia, con una
tabla de logaritmos ante mí. Otro
miembro de la Sociedad, al
entrar en la estancia y verme
adormecido, gritó: «Y bien,
Babbage, ¿con qué está
soñando?». Yo le respondí,
señalando los logaritmos: «Estoy
pensando cómo se calcularían
todas estas tablas utilizando una
máquina mecánica».

Hasta 1823 Babbage no pudo


empezar a cumplir su sueño de construir
s u máquina de diferencias. Pero el
proyecto naufragó en 1833 como
consecuencia de un litigio económico
entre Babbage y el ingeniero
responsable de los trabajos. Finalmente,
se completó una parte de la máquina,
pero hubo que esperar hasta 1991, el
bicentenario del nacimiento de Babbage,
para que su visión se concretase por
entero. Sucedió cuando, con un coste de
300.000 libras esterlinas, se construyó
la máquina de diferencias en el Museo
de la Ciencia de Londres, donde puede
visitarse actualmente.
La idea de Turing de una «máquina
zeta» era parecida al proyecto de
Babbage para el cálculo de los
logaritmos con su máquina de
diferencias. El mecanismo se adaptaba
al problema específico que había que
resolver. Ciertamente, no se trataba de
una de las máquinas universales que
concibió Turing, con las que se podría
simular cualquier clase de cálculo: las
propiedades físicas del artilugio
reflejaban las cuestiones conceptuales
del problema, de forma que lo hacían
inútil para la resolución de otros
problemas; Turing lo reconoció
explícitamente en una solicitud que
presentó a la Royal Society para obtener
la financiación necesaria para
emprender la construcción de la
máquina zeta: «El aparato mantendría un
escaso valor al cabo del tiempo… No
imagino ninguna otra aplicación que no
esté relacionada con la función zeta».
El propio Babbage se dio cuenta de
los inconvenientes de una máquina que
sólo sirviera para el cálculo de los
logaritmos: hacia 1830 soñaba con una
máquina aún más ambiciosa, capaz de
ejecutar diversas tareas. Se había
inspirado en los telares mecánicos
inventados por el francés Jacquard, que
se usaban en las fábricas de tejidos de
toda Europa: los obreros especializados
habían sido sustituidos por tarjetas
perforadas que, una vez puestas en el
telar, controlaban su funcionamiento.
(Algunos han definido aquellas tarjetas
como el primer software). Babbage
quedó tan impresionado por el invento
de Jacquard que compró el retrato del
inventor francés en seda tejida gracias a
una de aquellas tarjetas perforadas. «El
telar es capaz de tejer cualquier dibujo
que la imaginación humana sea capaz de
concebir», afirmó con admiración. Si
aquella máquina podía producir
cualquier figura, ¿por qué no podría él
construir una máquina en la que insertar
una tarjeta para indicarle cómo efectuar
cualquier cálculo matemático? El
proyecto de una «máquina analítica»,
como Babbage la bautizó, era el
precursor de la máquina universal que
concibió Turing.
Fue la hija del poeta lord Byron,
Ada Lovelace, quien comprendió el
increíble potencial de programación que
suponía la máquina de Babbage.
Mientras traducía al francés un ejemplar
del ensayo en el que Babbage había
descrito su máquina analítica, Ada no
resistió la tentación de añadir algunas
notas personales para destacar sus
virtudes: «Podemos afirmar de manera
totalmente apropiada que la máquina
analítica teje motivos algebraicos, de la
misma manera en que el telar de
Jacquard teje flores y hojas». Sus
anotaciones indicaban muchos
programas que la nueva máquina de
Babbage, aunque fuera totalmente
teórica y nunca hubiera sido construida,
habría podido ejecutar. Una vez
terminada la traducción, sus anotaciones
resultaron tan copiosas que la versión
francesa del ensayo resultó tres veces
más extensa que el original inglés. Hoy,
Ada Lovelace está considerada
unánimemente como la primera
programadora de ordenadores del
mundo. En 1852 murió víctima de un
cáncer, entre atroces sufrimientos, con
sólo treinta y seis años.
Mientras Babbage trabajaba
intensamente en sus propios proyectos
de máquinas calculadoras, en Alemania
Riemann estaba elaborando sus
conceptos matemáticos abstractos.
Ochenta años más tarde, Turing
acariciaba esperanzas de poder unificar
ambos temas. Había alcanzado ya gran
experiencia estudiando la
computabilidad teórica del teorema de
incompletitud de Gödel, que había sido
la base de su tesis doctoral. Ahora tenía
que empezar la labor mucho más
concreta de construir físicamente las
ruedas dentadas de su máquina zeta.
Gracias al apoyo de Hardy y de
Titchmarsh, la Royal Society aprobó su
petición de financiación de 40 libras
esterlinas como contribución a la
fabricación del invento.
Durante el verano de 1939 la
habitación de Turing estuvo repleta de
«engranajes diseminados por el suelo
como las piezas de un rompecabezas»,
escribió su biógrafo Andrew Hodges.
Pero el sueño de Turing de construir una
máquina zeta, que uniría la pasión de los
ingleses del siglo XIX por las máquinas
con la pasión alemana por la teoría,
estaba destinado a ser bruscamente
interrumpido: con el estallido de la
Segunda Guerra Mundial, la floreciente
unidad intelectual entre los dos países
fue sustituida por un conflicto armado.
Las fuerzas intelectuales británicas se
reunieron en Bletchley Park, y sus
mentes pasaron de la búsqueda de los
ceros al descifrado de códigos secretos.
El éxito de Turing en la concepción de
máquinas para descifrar el código
Enigma debe algo a su aprendizaje en el
cálculo de los ceros de la función zeta
de Riemann. Su compleja red de ruedas
dentadas superpuestas no desvelaría el
secreto de los números primos, pero los
nuevos artilugios que ideó resultaron
increíblemente eficaces para descubrir
los movimientos secretos de la
maquinaria militar alemana.
Bletchley Park era una extraña
mezcla entre la tradicional torre de
marfil del ambiente académico y el
mundo real. Recordaba a un college de
Cambridge, con partidos de cricket
jugándose en el prado de delante del
edificio. Para Turing y los demás
matemáticos, los mensajes cifrados que
llegaban cada día ocuparon el lugar de
los crucigramas del Times que resolvían
en la sala de descanso de los colleges:
rompecabezas teóricos, aunque en este
caso había vidas que dependían de su
solución. Vista la atmósfera que se
respiraba en Bletchley Park, no es
extraño que Turing continuara pensando
en matemáticas mientras ofrecía su
contribución a la victoria aliada.
Fue precisamente mientras trabajaba
en Bletchley Park que Turing
comprendió, como hizo Babbage un
centenar de años antes, que era mucho
mejor construir una única máquina a la
que dar las instrucciones necesarias
para ejecutar menesteres diversos que
construir una nueva máquina apropiada
para cada nuevo problema que fuera
necesario resolver. Aun conociendo este
hecho en teoría, todavía tuvo que
aprender en carne propia hasta qué
punto era difícil e importante llevarlo a
la práctica. Cuando los alemanes
cambiaron los modelos de las máquinas
Enigma que utilizaban, Bletchley Park se
sumió en el silencio durante semanas;
Turing comprendió entonces que los
descifradores necesitaban una máquina
que pudiera adaptarse de manera que se
adecuara a cualquier modificación que
los alemanes decidieran introducir en
las suyas.
Tras el fin de la guerra, Turing
empezó a examinar la posibilidad de
construir una máquina calculadora
universal que pudiera programarse para
ejecutar gran variedad de operaciones.
Tras varios años en el Laboratorio
Nacional de Física británico empezó a
trabajar con Max Newman en
Manchester, en el recién constituido
Laboratorio de Cálculo de la Royal
Society. Newman había estado con
Turing en Cambridge durante el
desarrollo de la máquina teórica que
había hecho saltar en pedazos la
esperanza de Hilbert de idear un
algoritmo capaz de decidir si un
enunciado verdadero era demostrable.
Ahora Newman y Turing trabajarían
juntos en el proyecto y la construcción
de una máquina real.
En Manchester, Turing tuvo la
oportunidad de aprovechar las
capacidades que había madurado
descifrando códigos en Bletchley,
aunque las actividades que había
desplegado durante el período bélico
estuvieron cubiertos por el secreto de
Estado durante decenios. Volvió a la
idea que lo había obsesionado en los
años anteriores a la guerra: utilizar
máquinas para explorar el espacio de
Riemann en búsqueda de contraejemplos
de la hipótesis de Riemann, o bien de
ceros que estuvieran fuera de la recta
crítica. Pero esta vez, en lugar de
construir una máquina cuyas
características físicas reflejaran los
aspectos del problema que intentaba
resolver, Turing buscó la manera de
crear un programa que pudiera ser
ejecutado con la calculadora universal
que él y Newman estaban construyendo
con tubos de rayos catódicos y bobinas
magnéticas.
Naturalmente, una máquina teórica
funciona suavemente y sin esfuerzo: las
máquinas reales, como Turing había
descubierto en Bletchley Park, son
mucho más temperamentales. Pero en
1950 su nuevo artilugio estuvo
terminado, funcionando y a punto para
empezar las exploraciones del paisaje
zeta. El récord del número de ceros
determinados sobre la recta de Riemann
se remontaba a antes de la guerra, y lo
detentaba un antiguo estudiante de Hardy
llamado Ted Titchmarsh: éste había
confirmado que los primeros 1.041
puntos a nivel del mar satisfacían la
hipótesis de Riemann. Turing batió
aquel récord: consiguió que su máquina
verificara la posición de los primeros
1.104 ceros y luego, como escribió,
«desgraciadamente la máquina se
averió». Pero no eran sus máquinas lo
único que se estropeaba.
La vida privada de Turing empezaba
a hundirse a su alrededor. En 1952 fue
detenido cuando la policía lo investigó
por homosexualidad. Su casa había sido
desvalijada y él mismo había llamado a
la policía: se descubrió que el ladrón
era conocido de uno de los amantes de
Turing. La policía detuvo al allanador,
pero se ocupó también del «acto de
indecencia grave», como lo describían
las leyes de entonces, que la víctima del
robo reconoció haber cometido. Turing
estaba trastornado: aquel asunto podía
significar la cárcel. Newman testificó en
su defensa, declarando que Turing
estaba «completamente dedicado a su
trabajo y es una de las mentes
matemáticas más profundas y originales
de su generación». Se libró de una
condena de cárcel a cambio de
someterse voluntariamente a un
tratamiento con drogas para controlar su
comportamiento sexual. Escribió a uno
de sus viejos profesores de Cambridge:
«Dicen que reduce el deseo sexual
mientras se aplica, pero que después se
vuelve a la normalidad. Espero que
tengan razón».
El 8 de junio de 1954, Turing fue
hallado muerto en su habitación,
envenenado con cianuro. Su madre no
aceptó la idea de que pudiera haberse
suicidado. Alan había hecho
experimentos con sustancias químicas
desde su infancia, y nunca se lavaba las
manos: se trataba de un accidente,
insistía su madre. Pero junto a la cama
de Turing había una manzana
mordisqueada por varios sitios. Aunque
nunca fue analizada, hay pocas dudas de
que estaba empapada de cianuro. Una de
las secuencias cinematográficas
preferidas por Turing era, en la versión
de Disney de Blancanieves y los siete
enanitos, la de la bruja mala creando la
manzana que hará que Blancanieves
caiga dormida: «Pon la fruta en el
veneno hasta que esté empapada».
Cuarenta y seis años después de su
muerte, en los albores del siglo XXI,
empezó a extenderse entre la comunidad
matemática el rumor de que las
máquinas de Turing habían determinado
efectivamente un contraejemplo de la
hipótesis de Riemann, pero como el
descubrimiento había tenido lugar en
Bletchley Park durante la Segunda
Guerra Mundial, con las mismas
máquinas que habían descifrado el
código Enigma, los servicios secretos
ingleses se oponían a que se hiciera
público. Finalmente el rumor resultó ser
eso, nada más que un rumor, y se
descubrió que había sido puesto en
circulación por uno de los amigos de
Bombieri, que compartía con él la
tendencia italiana a las inocentadas de
mal gusto.
A pesar de haberse roto justo
después de batir el récord de ceros
establecido antes de la guerra, la
máquina de Turing supuso el primer
paso de una era en la que el ordenador
tomaría el lugar de la mente humana en
la exploración del espacio de Riemann.
Faltaba aún bastante para desarrollar los
«vehículos teledirigidos» adaptados
para su exploración eficiente, pero
pronto estos vehículos sin conductor
serían enviados cada vez más al norte a
lo largo de la recta mágica de Riemann,
y nos darían un número cada vez mayor
de pruebas —aunque no una
demostración definitiva— de que, a
diferencia de lo que creía Turing,
Riemann había acertado.
Pero, aunque las máquinas reales de
Turing tuvieron efectos concretos sobre
la hipótesis de Riemann, sus ideas
abstractas terminarían contribuyendo a
un giro inesperado en la historia de los
números primos: el descubrimiento de
una ecuación capaz de generarlos todos.
Turing no habría podido imaginar jamás
que esta ecuación emergería de la
devastación a la que Gödel y él mismo
habían reducido el programa con el que
Hilbert pretendía dotar a las
matemáticas de sólidas bases.

DEL CAOS DE LA
INCERTIDUMBRE A UNA
ECUACIÓN PARA LOS
NÚMEROS PRIMOS

Turing había demostrado que su


máquina universal no podía responder
todas las preguntas de las matemáticas.
Pero si nos marcamos objetivos menos
ambiciosos, ¿podría decirnos algo sobre
la existencia de soluciones de una
ecuación? Ese era el núcleo del décimo
problema de Hilbert, que en 1948
empezó a obsesionar a Julia Robinson,
una matemática de talento que trabajaba
en Berkeley.
Con poquísimas excepciones dignas
de mención, hace pocos decenios que
las mujeres han hecho su aparición en la
historia de las matemáticas, la
matemática francesa Sophie Germain
mantuvo correspondencia con Gauss,
pero fingiendo ser un hombre para evitar
que sus ideas fueran descartadas
directamente: había descubierto un tipo
particular de números primos ligados al
último teorema de Fermat, que hoy
reciben el nombre de «números primos
de Germain». Gauss estaba
impresionado por las cartas que recibía
de un tal Monsieur le Blanc y quedó
maravillado al enterarse, tras larga
correspondencia, que el monsieur era en
realidad una mademoiselle. Le escribió:

El gusto por los misterios de los


números es raro… La
fascinación de esta ciencia
sublime se revela en toda su
belleza sólo a aquellos que
tienen el valor de desentrañarla.
Pero cuando una mujer, que a
causa de su sexo es víctima de
nuestras costumbres y prejuicios,
… supera estos impedimentos y
penetra en lo más profundo, es
indudable que está dotada de un
coraje notabilísimo, de un
talento extraordinario y de un
genio superior.

Gauss intentó convencer a la


Universidad de Gotinga para que le
concedieran una licenciatura honoris
causa, pero Germain murió antes de que
Gauss lo lograra.
En la Gotinga de Hilbert, Emmy
Noether fue una algebrista de talento
excepcional. Hilbert luchó por ella para
conseguir que se revocaran las normas
arcaicas que negaban a las mujeres la
posibilidad de obtener empleos en las
instituciones académicas alemanas: «No
creo que el sexo del candidato sea un
argumento válido contra su
nombramiento», objetó. La universidad,
declaró, no era «un baño público».
Finalmente Noether, que era judía, tuvo
que abandonar Gotinga y trasladarse a
los Estados Unidos. Algunas de las
estructuras algebraicas que permean las
matemáticas llevan su nombre.
Julia Robinson siempre fue
considerada como algo más que una
matemática muy dotada: también era una
mujer de los años sesenta, y su éxito
animó a otras mujeres a hacer carrera en
matemáticas. Más adelante recordó que,
por ser una de las pocas mujeres
académicas, siempre le pedían que se
encargara de la recogida de datos
estadísticos: «Estoy en todas las
muestras científicamente
seleccionadas».
La infancia de Julia transcurrió en el
desierto de Arizona. Era una vida
solitaria, con una hermana y el espacio
como única compañía. De pequeña ya
disfrutaba buscando formas en el
desierto: «En uno de mis primeros
recuerdos, estoy ordenando piedrecillas
a la sombra de un saguaro gigante, con
los ojos medio cegados por la luz del
sol. Creo que siempre he tenido una
predilección fundamental por los
números naturales. Para mí son la única
cosa real». A los nueve años, Julia
contrajo unas fiebres reumáticas y tuvo
que guardar cama durante un par de
años.
Un aislamiento como éste puede ser
fuente de inspiración para jóvenes
científicos en ciernes: Cauchy y
Riemann buscaron refugio en el mundo
matemático ante los problemas físicos y
emotivos de su mundo real; aunque
Robinson no dedicó sus horas de
confinamiento en el lecho a inventar
teoremas, adquirió unas habilidades que
la colocaron en las mejores condiciones
para afrontar las batallas matemáticas
que la esperaban: «Tiendo a creer que
lo que aprendí durante los años en que
tuve que guardar cama fue la paciencia.
Mi madre decía que era la niña más
testaruda que jamás había conocido. Yo
diría que mi testarudez ha estado en el
origen de todos los éxitos matemáticos
que he alcanzado».
Una vez recuperada de la
enfermedad, Robinson había perdido ya
dos años de escuela. Sin embargo, tras
un año de clases particulares descubrió
que iba por delante de sus compañeros.
En una ocasión, su profesor le explicó
que hacía más de dos mil años que los
griegos sabían que la raíz cuadrada de 2
no podía escribirse como una fracción
exacta: a diferencia de la expresión
decimal de una fracción, la de la raíz
cuadrada no se repetía periódicamente.
A Robinson le pareció extraordinario
que una cosa así pudiera demostrarse:
¿cómo era posible tener la certeza de
que tras millones de cifras decimales no
aparecería una pauta regular? «Volví a
casa y utilicé las nociones que acababa
de aprender sobre la extracción de
raíces cuadradas para verificarlo pero,
al anochecer, renuncié a ello». A pesar
del fracaso comenzó a apreciar el poder
del razonamiento matemático para
mostrar de forma convincente que, por
más que continuáramos el cálculo de la
expresión decimal de la raíz cuadrada
de 2, nunca aparecería una pauta regular.
Lo que fascina a muchos de los que
se dedican a las matemáticas es el poder
de estas argumentaciones simples: en el
caso de la raíz cuadrada de 2, por
ejemplo, nos encontramos con un
problema que nunca podría resolverse
por medio de la fuerza bruta de los
cálculos, ni siquiera con la ayuda del
ordenador más potente, pero basta con
alinear unas pocas simples ideas
matemáticas elegidas con inteligencia
para desvelar el misterio de aquella
expresión decimal infinita. El trabajo
imposible de calcular un número infinito
de cifras decimales se reduce así a un
pequeño e ingenioso razonamiento.
A los catorce años, Julia Robinson
se lanzó a la búsqueda de cualquier
razonamiento matemático con que
aliviar el aburrimiento de la árida
aritmética escolar. Escuchaba con
entusiasmo un programa radiofónico
t i t ul a d o University Explorer. Una
emisión dedicada a la historia del
matemático D. N. Lehmer y de su hijo D.
H. Lehmer la intrigó particularmente; en
la transmisión se explicaba que este
equipo matemático intentaba atacar
algunos problemas con máquinas de
cálculo realizadas con ruedas dentadas y
cadenas de bicicleta. El más joven de
los Lehmer sería el primero en tomar el
testigo de manos de Turing y utilizar
modernas máquinas de cálculo para
mostrar, en 1956, que los primeros
25.000 ceros de la función zeta
satisfacen la hipótesis de Riemann.
Lehmer padre describió cómo su vetusta
máquina «funcionaba tranquila y suave
durante unos pocos minutos y después se
volvía repentinamente incoherente. Se
recuperaba de golpe, pero poco más
tarde volvía a hacer tonterías». Por fin,
los dos Lehmer consiguieron determinar
el origen de aquel galimatías: un vecino
escuchaba la radio. El problema
matemático preferido de los Lehmer era
la búsqueda de los números primos que
componían los grandes números.
Robinson quedó tan impresionada por la
descripción de aquellas máquinas que
escribió a la radio pidiendo una
trascripción de la emisión.
Encontró en un diario una nota sobre
el presunto descubrimiento del mayor
número primo que jamás se había
determinado, y lo recortó con
entusiasmo. Bajo el título ENCUENTRA
EL NUMERO MÁS GRANDE PERO A NADIE
LE IMPORTA informaba:

El doctor Samuel I. Krieger ha


consumido seis lápices, ha usado
72 folios y se ha destrozado los
nervios, pero hoy ha podido
anunciar que 231.584.178.
474. 632. 390. 847. 141. 970.
017. 375. 815. 706. 539. 969.
331. 281. 128. 078. 915. 826.
259.279.871 es el mayor de los
números primos conocidos. No
ha sabido decir con seguridad a
quién le importa.

Podría ser que la falta de interés


reflejara el hecho de que en realidad
este número es divisible por 47, como el
periódico habría podido descubrir si lo
hubiera verificado. Robinson conservó
aquel recorte durante toda su vida, junto
con la trascripción del programa
radiofónico sobre la máquina de cálculo
de los Lehmer y un folleto que compró
sobre los misterios de la cuarta
dimensión.
Así quedaron sentadas las bases de
la carrera matemática de Julia Robinson.
Se licenció en el San Diego State
College, después fue a la Universidad
de California, en Berkeley, donde
Raphael Robinson, un joven profesor
que más adelante se convertiría en su
marido, despertó en ella la pasión por la
teoría de los números. Desde el
principio, Raphael descubrió que las
matemáticas eran el camino que había
que recorrer para conquistar el corazón
de Julia, y empezó a bombardearla con
explicaciones sobre las conquistas más
recientes de este campo.
La descripción que le hizo Raphael
de los resultados obtenidos por Gödel y
Turing la fascinó particularmente: «El
hecho de que fuera posible demostrar
verdades sobre los números mediante la
lógica simbólica me impresionó y me
entusiasmó mucho», dijo. A pesar de la
naturaleza inquietante de los resultados
de Gödel, Julia conservó el sentido de
la realidad de los números que había
adquirido en su infancia, jugando con
los guijarros del desierto: «Podemos
concebir una química distinta de la
nuestra, pero no podemos concebir unas
matemáticas distintas de la de los
números. Lo que se demuestra sobre los
números pasa a ser un hecho en
cualquier universo».
A pesar de estar dotada de una gran
habilidad matemática, Robinson
reconocía que sin el apoyo de su marido
le hubiera resultado muy difícil
continuar practicando profesionalmente
su amada disciplina en una época en la
que, para muchísimas mujeres, tener una
carrera académica no resultaba en
absoluto fácil. Las reglas de la
Universidad de Berkeley impedían que
marido y mujer formaran parte del
mismo departamento. Como
reconocimiento de su capacidad
investigadora se creó ex profeso para
ella una plaza en el campo de la
estadística. La descripción de su propia
actividad que presentó en la oficina de
personal junto con la solicitud de la
plaza supone un clásico resumen de la
semana laboral de gran parte de los
matemáticos: «Lunes, intento demostrar
un teorema. Martes, intento demostrar un
teorema. Miércoles, intento demostrar
un teorema. Jueves, intento demostrar un
teorema. Viernes: teorema falso».
Su interés por la obra de Gödel y de
Turing se vio alimentada por la
oportunidad de estudiar con uno de los
grandes lógicos del siglo XX, Alfred
Tarski, un polaco al que la guerra
sorprendió mientras estaba de visita en
Harvard, en 1939. Julia Robinson, en
todo caso, no pretendía abandonar su
propia pasión por los números primos.
El décimo problema de Hilbert ofrecía
una mezcla perfecta de ambas
disciplinas: ¿Existe un algoritmo —un
programa, en términos informáticos—
que pueda usarse para decidir si una
ecuación cualquiera admite soluciones?
A la vista de los trabajos de Gödel y
de Turing estaba resultando cada vez
más claro que, en contra de la opinión
inicial de Hilbert, con toda probabilidad
no existía tal programa. Julia Robinson
estaba segura de que tenía que haber
alguna forma de explotar las bases que
Turing había sentado. Sabía que cada
una de las máquinas de Turing da lugar a
una sucesión de números: una máquina
de Turing, por ejemplo, podía producir
una lista de todos los cuadrados de los
números enteros (1, 4, 9, 16, 25, …)
mientras que otra podía generar los
números primos. Uno de los pasos de la
solución de Turing al problema de la
decidibilidad de Hilbert consiste en
demostrar que, dados una máquina de
Turing y un número, no existe un
programa capaz de establecer si aquella
máquina producirá tal número. Robinson
buscaba una relación entre ecuaciones y
máquinas de Turing. A cada máquina de
Turing, creía, tenía que corresponderle
una ecuación concreta.
Su esperanza era que, en caso de
existir una relación así, el hecho de
preguntarse si una máquina de Turing
concreta produce un número se tradujera
en preguntarse si la ecuación asociada a
aquella máquina tenía una solución: una
vez establecida la relación, la victoria
estaba asegurada. Si existía un programa
capaz de verificar la resolubilidad de
una ecuación, tal y como Hilbert
esperaba al plantear su décimo
problema, entonces, gracias a la todavía
hipotética relación entre ecuaciones y
máquinas de Turing, sería posible
utilizar aquel programa para verificar
qué números producían las máquinas de
Turing. Pero Turing había demostrado
que un programa así —un programa
capaz de determinar los números que
producían las máquinas de Turing— no
existía; por consiguiente, no podía
existir ningún programa capaz de
establecer si las ecuaciones tienen
solución. La respuesta al décimo
problema de Hilbert habría sido «no».
Robinson se centró en establecer de
qué forma cada máquina de Turing podía
asociarse a una ecuación concreta:
pretendía obtener una ecuación cuyas
soluciones estuvieran ligadas a la
sucesión de números producidos por la
correspondiente máquina de Turing.
Consideraba muy divertida la pregunta
que se había planteado: «Habitualmente,
en matemáticas tienes una ecuación y
quieres hallar una solución. Aquí te
daban una solución y tenías que
encontrar la ecuación. Me gustaba». Con
el paso de los años, el interés que había
empezado en 1948 terminó
convirtiéndose en una obsesión. Tras la
enfermedad que había sufrido a los
nueve años, los médicos habían previsto
que su corazón se debilitaría hasta hacer
improbable que superara los cuarenta
años. En cada cumpleaños, «cuando me
llegaba el momento de apagar las velas
del pastel expresaba siempre el mismo
deseo, año tras año: que se resolviera el
décimo problema de Hilbert. No que lo
resolviera yo, sólo que se resolviera.
Sentía que no podría soportar morir sin
conocer la respuesta».
Cada año que pasaba, Julia
conseguía nuevos progresos. Otros dos
matemáticos se unieron a sus
investigaciones: Martin Davis y Hilary
Putnam. A finales de los años sesenta
habían reducido el problema a algo más
simple: en lugar de tener que encontrar
todas las ecuaciones para todas las
respuestas que dieran las máquinas de
Turing descubrieron que, si conseguían
encontrar una ecuación para una
sucesión concreta de números, habrían
demostrado la hipótesis de Robinson. Se
trataba de un resultado importante. Todo
se reducía a encontrar la ecuación
correspondiente a aquella sucesión
única de números; ahora toda la teoría
dependía de la capacidad de los tres
matemáticos para confirmar la
existencia de un único ladrillo en su
muro matemático. Si hubieran
descubierto que a aquella sucesión no le
correspondía una ecuación de Robinson
específica, entonces el muro a cuya
construcción habían dedicado tanto
tiempo se habría desmoronado de golpe.
Existía un escepticismo creciente
respecto de que la idea de Robinson
fuera la manera correcta de atacar el
décimo problema de Hilbert: un buen
número de matemáticos creía que se
trataba de un intento desencaminado.
Luego, de forma inesperada, Robinson
recibió la llamada telefónica de un
recién llegado de una conferencia en
Siberia. Allí había asistido a una
comunicación muy importante, que creía
que sería de su interés. Un matemático
ruso de veintidós años, Yuri
Matijasevitch, había colocado la última
pieza del rompecabezas y había
demostrado el décimo problema de
Hilbert: había demostrado la existencia
de una ecuación que daba lugar a una
serie numérica, tal y como Robinson
había predicho. Se trataba del ladrillo
sobre el que se apoyaba todo el enfoque
de Julia Robinson. La solución del
décimo problema de Hilbert estaba
completa: no existe un programa capaz
de determinar si una ecuación tiene
soluciones.
«Aquel año, cuando llegó el
momento de apagar las velas de mi
pastel, me detuve a punto de soplar
cuando de repente me di cuenta de que
el deseo que había expresado durante
tantos años por fin se había realizado».
Robinson comprendió que durante todo
aquel tiempo había tenido la solución
ante sus narices, pero había sido
necesario que Matijasevitch la
determinara: «Hay un montón de cosas
en una playa que no vemos hasta que
alguien coge una de ellas. Entonces, la
vemos todos», explicó. Escribió a
Matijasevitch para felicitarlo: «Me
alegra particularmente pensar que
cuando formulé la conjetura por primera
vez usted era un chiquillo y que yo
simplemente tenía que esperar a que
creciera».
Es sorprendente la capacidad de las
matemáticas para unir individuos
superando fronteras políticas e
históricas: a pesar de las dificultades de
la guerra fría, estos matemáticos
americanos y rusos construyeron una
sólida amistad basada sobre la común
obsesión que les había inspirado el
problema de Hilbert. Robinson
describió esa extraña relación entre
matemáticos como «una nación propia,
sin distinciones de origen geográfico, de
raza, de credo, de sexo, de edad y ni
siquiera de tiempo —también los
matemáticos del pasado son nuestros
colegas—, donde todos se dedican a la
más bella de todas las artes y de las
ciencias».
La atribución del mérito de la
demostración provocó un enfrentamiento
entre Matijasevitch y Robinson, pero no
porque buscaran su atribución personal;
al contrario, cada uno de ellos sostenía
que la parte más dura del trabajo había
sido realizada por el otro. Ciertamente,
puesto que Matijasevitch puso la última
pieza del rompecabezas, a menudo se le
atribuye la solución del décimo
problema de Hilbert; en realidad, como
no podía ser de otra forma, muchos
matemáticos contribuyeron al largo viaje
que llevó desde el anuncio de Hilbert en
1900 a la solución final que se obtuvo
setenta años más tarde.
Aunque el problema se resolvió en
términos negativos —demostrando la
inexistencia de programas que pudieran
usarse para establecer si una ecuación
cualquiera tiene soluciones— había
motivos para el optimismo: Robinson
acertó al pensar que las sucesiones de
números que producían las máquinas de
Turing podían describirse mediante
ecuaciones. Los matemáticos sabían que
existía una máquina de Turing capaz de
reproducir la lista completa de los
números primos. Por ello, gracias al
trabajo de Robinson y Matijasevitch, en
teoría debería de existir una fórmula
capaz de generar todos los números
primos.
¿Serían capaces los matemáticos de
hallar esa fórmula? En 1971,
Matijasevitch elaboró un método
explícito para llegar a una fórmula, pero
no lo siguió hasta obtener el resultado
final. La primera fórmula explícita que
se escribió con detalle fue descubierta
en 1976 y utilizaba 26 variables, de la A
a la Z:

(K + 2){1 − [WZ + H + J − Q]2 −


[(GK + 2G + K + 1)(H + J) + H −
Z]2 − [2N + P + Q + Z − E]2 −
[16(K + 1)3(K + 2)(N + 1)2 + 1 −
F2]2 − [E3(E + 2)(A + 1)2 + 1 −
O2]2 − [(A2 − 1)Y2 + 1 − Z2]2 −
[16R2Y4(A2 − 1) + 1 − U2]2 − [((A +
U2(U2 − A))2 − 1) × (N + 4DY)2 + 1
− (X + CU)2]2 − [N + L + V − Y]2 −
[(A2 − 1)L2 + 1 − M2]2 − [AI + K +
1 − L − I]2 − [P + L(A − N − 1) +
B(2AN + 2A − N2 − 2N - 2) − M]2 −
[Q + Y(A − P − 1) + S(2AP + 2A −
p2 − 2P - 2) − X]2 − [Z + PL(A − P)
+ T(2AP − p2 − 1) − PM]2}

La fórmula funciona como un


programa de ordenador: se sustituyen al
azar las letras por números enteros y se
aplica la fórmula con estos números; por
ejemplo, podríamos tomar A = 1, B = 2,
…, Z = 26. Si la respuesta es mayor que
cero, entonces el resultado del cálculo
es un número primo. El proceso puede
reiterarse indefinidamente asignando
nuevos valores numéricos a las letras y
rehaciendo los cálculos. La elección
sistemática de los valores de las
variables permitirá hallar todos los
posibles números primos. La fórmula no
omite ningún número primo: existe
siempre una elección de los valores
numéricos de A, …, Z tal que la
expresión dará lugar al número primo en
cuestión. Hay únicamente una cláusula
molesta: algunas de las elecciones
producen resultados negativos, y hay que
ignorarlos: por ejemplo, nuestra
elección de A = 1, B = 2, …, Z = 26 es
[5]
de las que hay que descartar.
¿Era éste el Santo Grial que ponía
fin a la búsqueda, el descubrimiento de
un extraordinario polinomio capaz de
generar todos los números primos? Si se
hubiera hallado en tiempos de Euler, es
indudable que habría tenido una
resonancia sensacional: Euler había
descubierto una ecuación capaz de
producir muchos números primos, pero
había sido muy pesimista sobre la
posibilidad de hallar una ecuación que
produjera todos los números primos. Sin
embargo, desde los tiempos de Euler las
matemáticas se habían alejado del mero
estudio de ecuaciones y fórmulas para
abrazar la fe de Riemann en la
importancia de las estructuras y de los
temas fundamentales que atraviesan el
mundo matemático. Ahora los
exploradores matemáticos trazaban los
mapas de paisajes que conducían a
nuevos mundos. El descubrimiento de
esta ecuación para obtener los números
primos era un éxito que nacía en una
época equivocada: para las nuevas
generaciones de matemáticos equivalía a
trazar un mapa muy perfecto de una
tierra que se había explorado hacía años
y que ahora estaba abandonada.
Ciertamente, los matemáticos se
sorprendieron de la existencia de la
fórmula, pero Riemann había llevado el
estudio de los números primos a un
plano distinto. Una sinfonía clásica al
estilo de Mozart escrita e interpretada
en tiempos de Shostakovich no
impresionaría al auditorio, aunque se
interpretara con una gran perfección
estilística.
Pero no sólo el nuevo sentido
estético de las matemáticas hizo cambiar
la acogida dispensada a aquella
milagrosa ecuación: la verdad es que
era sustancialmente inútil. Los valores
que da la ecuación son en muchos casos
negativos. Incluso desde el punto de
vista teórico la ecuación tiene, en cierta
medida, una importancia relativa:
Robinson y Matijasevitch habían
demostrado que toda sucesión de
números que pueda ser producida por
unas máquina de Turing está asociada a
una ecuación del tipo de la que da los
números primos; por tanto, en este
sentido no hay nada de especial en los
números primos respecto de cualquier
otra clase de números. Cuando alguien
explicó al matemático ruso Y. V. Linnik
el resultado de Matijasevitch sobre los
números primos, comentó: «Es
maravilloso. Con toda probabilidad
enseguida aprenderemos una montaña de
cosas sobre los números primos». Pero
cuando le explicaron cómo se había
demostrado el resultado, y que el mismo
método se aplicaba a muchas sucesiones
de números enteros, el entusiasmo
inicial de Linnik se enfrió: «Es una
pena. Con toda probabilidad no
aprenderemos nada nuevo sobre los
números primos».
Si la existencia de una ecuación de
este tipo es universalmente válida para
toda sucesión de números, entonces no
nos dice nada específico sobre los
números primos. Ello hace
especialmente interesante la
interpretación de Riemann: la existencia
del paisaje de Riemann y sus notas
sobre los puntos a nivel del mar forman
una música que sólo corresponde a los
números primos. Esta estructura
armónica no se halla en la base de
ninguna otra sucesión de números.
Mientras Julia Robinson jubilaba
definitivamente el décimo problema de
Hilbert, un amigo suyo de Stanford
estaba terminando con la fe de Hilbert
en el hecho de que en matemáticas no
hay nada incognoscible. Paul Cohen
había preguntado con cierta arrogancia a
sus profesores de Stanford cuál de los
problemas de Hilbert le haría famoso si
conseguía resolverlo. Sus profesores lo
meditaron un poco y le indicaron que el
primer problema era uno de los más
importantes. Dicho de forma algo tosca,
el problema preguntaba cuántos números
hay. Para comenzar su lista, Hilbert
había puesto la pregunta de Cantor sobre
los distintos infinitos: ¿existe un
conjunto infinito de números de
dimensiones mayores que el conjunto de
todos los números fraccionarios, pero
que al mismo tiempo no sea tan grande
como el conjunto de los números reales,
incluidos los números irracionales como
π, y cualquier otro número cuya
expresión decimal sea infinita y no
periódica?
Probablemente Hilbert se retorcería
en su tumba cuando Cohen volvió un año
después con la solución: ¡ambas
respuestas eran posibles! Cohen
demostró que la primera de las
cuestiones de Hilbert era uno de los
enunciados indemostrables de Gödel. Se
desvanecía, por tanto, cualquier
esperanza de que únicamente fueran
indecidibles los problemas más
abstrusos. Cohen había demostrado lo
siguiente: es imposible demostrar, en
base a los axiomas que actualmente
usamos en matemáticas, que exista un
conjunto de números cuya dimensión sea
estrictamente mayor que la del conjunto
de todos los números fraccionarios y
estrictamente inferior que la del
conjunto de todos los números reales; de
la misma forma, es imposible demostrar
que no existe tal conjunto. De hecho,
Cohen había conseguido construir dos
mundos matemáticos distintos que
satisfacían los axiomas utilizados en
matemáticas: en uno de estos mundos la
respuesta a la cuestión de Cantor era
«sí»; en el otro mundo la respuesta era
«no».
Algunos comparan el resultado de
Cohen con la toma de conciencia por
parte de Gauss sobre la existencia de
geometrías alternativas a la que describe
el mundo físico que nos rodea. Pero el
caso es que los matemáticos tienen un
fuerte sentido de lo que entienden por
números. Ciertamente, los axiomas que
se utilizan para demostrar las
propiedades de estos números podrían
también ser satisfechos por otros
números «supranaturales»; sin embargo,
la mayoría de los matemáticos continúa
creyendo que la cuestión de Cantor
admite sólo una respuesta verdadera
para los números con los que
construimos nuestro edificio
matemático. Julia Robinson expresó las
reacciones a la demostración de Cohen
por parte de casi todos los matemáticos
en una carta que le dirigió: «¡Por el
amor de Dios, hay una única teoría de
los números verdadera! Tal es mi
religión». Al final tachó la última frase
antes de enviar la carta.
La revolucionaria obra de Cohen,
por más alarmante que resultara para la
ortodoxia matemática, le valió una
medalla Fields. Una vez culminado el
sensacional descubrimiento de la
imposibilidad de responder a la cuestión
de Cantor, decidió pasar al que
consideraba el problema más arduo de
la lista de Hilbert: la hipótesis de
Riemann. Cohen ha sido uno de los
pocos matemáticos que ha admitido
estar trabajando activamente sobre este
problema de gran complejidad; hasta el
momento, sin embargo, la hipótesis de
Riemann ha resistido su ataque.
Curiosamente, la hipótesis de
Riemann se encuentra en una categoría
distinta respecto de la cuestión de
Cantor. Si Cohen repitiera su propio
éxito y consiguiera demostrar que la
hipótesis es indecidible sobre la base de
los axiomas de las matemáticas,
¡demostraría que la hipótesis es, de
hecho, verdadera! En realidad, si es
indecidible, entonces o es falsa y no
podemos demostrarlo, o bien es cierta y
no podemos demostrarlo. Pero, si es
falsa, entonces existe al menos un cero
que cae fuera de la recta crítica y que
puede ser usado para demostrar que es
falsa. Por tanto, no puede ser falsa sin
que seamos capaces de demostrar que lo
es. Por ello, la única posibilidad de que
la hipótesis de Riemann sea indecidible
se verifica si es cierta aunque no
podamos demostrar que todos los ceros
están sobre la recta crítica. Turing fue
uno de los primeros en darse cuenta de
la posibilidad de una confirmación tan
extraña de la hipótesis de Riemann, pero
pocos creen que una artimaña lógica así
termine por llevar a una solución del
octavo problema de Hilbert.
Gracias a la máquina universal de
Turing, los ordenadores de la mente han
jugado un papel fundamental en nuestra
comprensión del mundo matemático,
pero serían las máquinas reales que
había intentado construir las que
tomarían la iniciativa en la segunda
mitad del siglo XX, cuando la tendencia
cambió a favor de los ordenadores
hechos con válvulas, hilos eléctricos y,
posteriormente, de silicio. En todo el
mundo se estaban construyendo
máquinas que permitirían a los
matemáticos escrutar en profundidad el
universo de los números.
9
LA ERA DE LA
INFORMÁTICA: DE LA
MENTE AL PC

Le propongo una apuesta:


cuando se demuestre la hipótesis
de Riemann, se hará sin usar
ordenadores.
GERHARD FREY
(descubridor de la
relación fundamental
entre el último teorema de
Fermat y las curvas
elípticas).
Una vez abandonada la escuela, para
la mayoría de la gente su única relación
con los números primos tiene lugar, si es
que alguna vez sucede, a través de las
noticias recurrentes de grandes
ordenadores que calculan el mayor
número conocido. El recorte de diario
que Julia Robinson conservó como una
reliquia ilustra cómo, desde los años
treinta del siglo pasado, incluso los
falsos descubrimientos sobre la cuestión
eran noticia. Gracias a la demostración
de Euclides sobre la existencia de
infinitos números primos, este tipo de
noticias nunca dejará de aparecer en los
diarios. A finales de la Segunda Guerra
Mundial el mayor número primo
conocido tenía treinta y nueve cifras, y
detentaba el récord desde su
descubrimiento en el año 1876: hoy, el
mayor número primo conocido tiene más
de un millón de cifras: harían falta más
páginas que las de este libro para
imprimirlo, y varios meses para leerlo.
Lo que nos ha permitido alcanzar estas
alturas vertiginosas ha sido el
ordenador; pero, en Bletchley Park,
Turing estaba ya pensando en cómo
utilizar su máquina para determinar
números primos cada vez mayores.
Aunque la máquina universal teórica
de Turing tuviera la suerte de disponer
de una cantidad infinita de memoria en
la que almacenar información, las
máquinas reales que él y Newman
construyeron en Manchester después de
la guerra eran muy limitadas en cuanto a
su memoria. Por poner un ejemplo, lo
único que hace falta para generar la
sucesión de números de Fibonacci (1, 1,
2, 3, 5, 8, 13, …) es recordar los dos
números anteriores de la lista, y sus
ordenadores no tenían ninguna dificultad
en ello: Turing conocía un truco que
había desarrollado Lehmer hijo para
determinar los números primos
especiales que había hecho famosos el
fraile francés Marín Mersenne, en el
siglo XVII; se dio cuenta de que para
aplicar el test de Lehmer, igual que para
generar los números de Fibonacci, no
hacía falta disponer de mucha memoria.
La búsqueda de los números primos de
Mersenne resultó ser un trabajo perfecto
para las máquinas que Turing y Newman
estaban proyectando.
Mersenne había tenido la idea de
generar números primos multiplicando 2
por sí mismo muchas veces y restando 1
al resultado, por ejemplo,
2 × 2 × 2 − 1 = 7 es un número primo.
Mersenne intuyó que, para que 2n − 1
fuera un número primo, había que elegir
valores de n que a su vez fueran
números primos. Sin embargo, ello no
basta para garantizar que 2n − 1 sea un
número primo. 211 - 1 no es un número
primo, aunque 11 sí lo es. Mersenne
había predicho que

2, 3, 5, 7, 13, 19, 31, 67, 127, 257

serían los únicos valores de n no


mayores que 257 para los que 2n − 1 es
primo.
Un número de la magnitud de 2257 −
1 es tan enorme que la mente humana
nunca podría verificar el fundamento de
la afirmación de Mersenne. Quizá fue
ésa la razón por la cual hizo
tranquilamente una afirmación tan audaz:
creía que «la eternidad no bastaría para
establecer si esos números son primos».
Le guió en la elección de esos números
la demostración de Euclides sobre la
existencia de infinitos números primos:
se trata de tomar un número como 2n,
que es divisible por muchos números, y
añadirle o quitarle una unidad con la
esperanza de que resulte indivisible.
Aunque no tuviera la certeza de
generar números primos, la intuición de
Mersenne era correcta en un aspecto:
dado que los números de Mersenne son
adyacentes a 2n, es decir, a números
dotados de una gran divisibilidad, existe
un método muy eficaz para verificar si
se trata efectivamente de números
primos. El método fue ideado en 1876
por el matemático Edouard Lucas,
cuando descubrió la manera de
confirmar que, en el caso de 2127 − 1,
Mersenne había acertado: este número
primo de treinta y nueve cifras siguió
siendo el mayor conocido hasta los
inicios de la era de la informática.
Armado con su nuevo método, Lucas
consiguió desenmascarar la verdadera
naturaleza de la lista de Mersenne. La
lista de los valores de n que según el
monje francés haría que fuera un número
primo estaba lejos de ser exacta:
Mersenne se había olvidado de 61, 89 y
107, y había incluido erróneamente 67.
Pero estaba absolutamente fuera del
alcance de Lucas.
La intuición mística de Mersenne
resultó ser una conjetura a ciegas. Su
reputación pudo haber sufrido un duro
golpe y, sin embargo, el nombre de
Mersenne sobrevive como rey de los
grandes números primos. La realidad es
que los números primos de récord que
aparecen en la prensa son en todos los
casos números primos de Mersenne.
Aunque Lucas consiguió establecer que
no es primo, su método no le permitía
descomponerlo en los números primos
que lo forman. Como veremos,
descomponer estos números está
considerado como un problema tan
difícil que actualmente se encuentra en
la base de los sistemas de seguridad
criptográficos, herederos del código
Enigma que Turing descifró con sus
«bombas» de Bletchley.
Turing no era el único que pensaba
en la relación entre los números primos
y los ordenadores: tal como Julia
Robinson había descubierto en su
infancia escuchando la radio, también la
familia Lehmer esta fascinada con la
idea de usar máquinas para analizar los
números primos. A principios de siglo,
Lehmer padre había ya construido una
tabla de números primos que llegaba
hasta 10.017.000. (Desde entonces nadie
ha publicado tablas de números primos
más allá de este número). Su hijo hizo
una contribución más teórica a la
disciplina: en 1930, con sólo veinticinco
años, ideó una manera de perfeccionar
la idea de Lucas para verificar cuáles
entre los números de Mersenne son
primos.
Para demostrar que un número de
Mersenne es primo y, por tanto, no es
divisible por ningún número entero
menor que él, Lehmer comprendió que
podía darse la vuelta al problema: el
número de Mersenne 2n − 1 resultará ser
primo sólo cuando divida a otro número,
llamado número de Lucas-Lehmer y que
se indica como Ln. Un número de Lucas
Lehmer puede construirse, de la misma
manera que un número de Fibonacci,
utilizando los números que lo preceden
en la sucesión. Para obtener Ln se eleva
al cuadrado el número anterior, Ln−1 y
se resta 2 al resultado: Ln = (Ln−1)2 − 2.
La fórmula empieza a funcionar para
n = 3, y el número de Lucas Lehmer
correspondiente resulta ser L3 = 14. A
partir de ahí la sucesión continúa con
L4 = 194 y L5 = 37.634. Lo que da a este
test todo su valor es el hecho de que
únicamente se necesita generar el
número Ln y verificar si es divisible
entre el número de Mersenne 2n − 1, un
cálculo relativamente fácil para un
ordenador. Por ejemplo, como
25 − 1 = 31 divide al número de Lucas-
Le hme r L5 = 37.634, el número de
Mersenne 25 − 1 es un número primo.
Esta simple verificación permitió a
Lehmer revisar toda la lista que
Mersenne había presentado y demostrar
que se había equivocado sobre la
primalidad de 2257 − 1.
¿Cómo pudieron Lucas y Lehmer
idear su método de verificación de los
números de Mersenne? No se trata en
absoluto de una idea evidente: un
descubrimiento como éste es muy
distinto del fulgurante descubrimiento de
la hipótesis de Riemann o de la
existencia de una relación entre los
números primos y los logaritmos que
Gauss intuyó. El test de Lucas-Lehmer
no se deduce de una pauta regular que
emerge de la experimentación o de la
observación numérica. Los dos
matemáticos lo descubrieron
jugueteando con los posibles
significados de la primalidad de 2n − 1,
dando vueltas y más vueltas a esta
cuestión como si de un cubo de Rubik se
tratara hasta que los colores de sus caras
se combinaran repentinamente de una
nueva manera. Cada rotación es como un
paso en la demostración: a diferencia de
lo que ocurre con otras demostraciones,
cuyo punto final está claro desde el
principio, el test de Lucas-Lehmer
emergió básicamente procediendo en la
demostración sin tener ni la menor idea
de a dónde llevaría. Lucas había
empezado a hacer rodar el cubo, pero
fue Lehmer quien consiguió ponerlo en
la configuración simple que hoy se
utiliza.
En Bletchley Park, mientras estaba
descifrando los códigos alemanes
Enigma, Turing discutía con sus
compañeros sobre la posibilidad de
hallar grandes números primos
utilizando máquinas de cálculo similares
a las «bombas» que habían construido.
Gracias al método desarrollado por
Lucas y Lehmer, los números de
Mersenne son especialmente
susceptibles de verificación en cuanto a
su posible primalidad. El método se
adaptaba perfectamente a la
automatización a través de un ordenador,
pero las presiones de la empresa bélica
hicieron que Turing tuviera que
abandonar el proyecto. Después de la
guerra, sin embargo, Turing y Newman
pudieron reemprender la idea de
determinar nuevos números primos de
Mersenne. Hubiera sido una prueba
perfecta para la máquina que se
proponían construir en el laboratorio de
investigación de Manchester: aunque la
máquina tuviera una muy reducida
capacidad de almacenar información, el
método de Lucas-Lehmer no requería
una gran cantidad de memoria en cada
uno de los pasos. Para poder calcular el
enésimo número de Lucas-Lehmer, de
hecho, el ordenador tenía suficiente con
recordar el valor del (n − 1)-ésimo
número de Lucas-Lehmer.
Turing no había tenido suerte con los
ceros de Riemann, y las cosas no
cambiaron cuando dirigió su atención a
la búsqueda de los números primos de
Mersenne: el ordenador que
construyeron en Manchester no
consiguió superar el récord establecido
con el número 2127 − 1, que se resistía
desde hacía setenta años. Para hallar el
siguiente número primo de Mersenne
hubiera tenido que llegar hasta 2521 − 1,
un número que por muy poco quedaba
fuera del alcance de la máquina ideada
por Turing. Por una extraña broma del
destino, sería el marido de Julia
Robinson, Raphael, quien reivindicaría
el descubrimiento del nuevo número
primo récord. Había conseguido el
manual de una máquina que Derrick
Lehmer había construido en Los
Angeles: Lehmer había ya abandonado
los piñones y las cadenas de bicicleta
del período prebélico, y ahora era el
director del National Bureau of
Standards’ Institute for Numerical
Analysis y había creado una máquina
llamada Standard Western Automatic
Computer (SWAC). En la tranquilidad de
su despacho de Berkeley, y sin haber
visto nunca la máquina, Raphael
Robinson escribió un programa con el
cual el SWAC pudo dar caza a los
números primos de Mersenne: el 30 de
enero de 1952, el ordenador descubrió
los primeros números primos que se
encontraban fuera del alcance de la
capacidad de cálculo de la mente
humana. Apenas unas horas después de
establecer el nuevo récord con 2521 − 1,
e l SWAC produjo un número primo aún
mayor: 2607 − 1. En aquel año, Raphael
Robinson batió tres veces más su propio
récord, y el mayor primo conocido
resultó ser 22.281 − 1.
La caza de los grandes números
primos terminó por ser dominada por
quien tuviera acceso a los ordenadores
más potentes; hasta mediados de los
años noventa del siglo pasado todos los
nuevos records se batieron utilizando
los ordenadores Cray, los gigantes del
mundo de la computación electrónica.
La Cray Research, fundada en 1971,
aprovechó a fondo el hecho de que un
ordenador no necesita terminar una
operación para poder empezar la
siguiente; esta simple idea estuvo en la
base de la creación de máquinas que
durante decenios fueron consideradas
como las máquinas más veloces del
mundo. A partir de los años ochenta, el
ordenador Cray del Lawrence
Livermore Laboratory, en California,
bajo la mirada vigilante de Paul Gage y
David Slowinski, monopolizó los
récords y los titulares de la prensa. En
1996, Gage y Slowinski anunciaron el
descubrimiento de su séptimo número
primo récord: 21.257.787 − 1, un número
de 378.632 cifras.
Sin embargo, últimamente los
vientos han cambiado favoreciendo a
participantes mucho más modestos.
Como tantos pequeños David que retan a
Goliat, actualmente son los humildes
PC’s los que baten un récord tras otro.
¿Y cuál es la honda que les da el
poder de retar a los ordenadores Cray?
Internet: gracias a la fuerza combinada
de un número enorme de pequeños
ordenadores conectados en red se
obtiene el potencial que pone a esta
familia de hormigas en condiciones de ir
a la caza de los grandes números
primos. No es la primera vez que se
utiliza Internet para permitir hacer
ciencia a los aficionados: la astronomía
ha obtenido grandes beneficios
asignando a millares de astrónomos
aficionados un pedacito de cielo para
recorrer. Internet puso la red a través de
la cual se coordinó este esfuerzo
astronómico. Inspirado en el éxito de los
astrónomos, un programador americano,
George Woltman, puso a disposición de
todos en Internet un software que, una
vez descargado, asigna a cada PC una
minúscula porción de la infinita
extensión de los números: en lugar de
dirigir sus propios telescopios al cielo
nocturno a la búsqueda de una nueva
supernova, los matemáticos aficionados
usan el tiempo de inactividad de sus
ordenadores para escrutar diversos
rincones de la galaxia numérica a la
caza de nuevos números primos y de
nuevas marcas.
La búsqueda no está exenta de
peligros: una de las personas reclutadas
por Woltman trabajaba en una
importante compañía telefónica
estadounidense y se procuró la ayuda de
2.585 de los ordenadores de la empresa
para su caza de números primos de
Mersenne; la empresa empezó a
sospechar que algo no iba como debía
cuando los ordenadores de Phoenix, que
de ordinario tardaban una media de
cinco segundos para repetir los números
de teléfono, empezaron a necesitar cinco
minutos. Cuando el FBI consiguió
finalmente determinar la fuente de aquel
retraso, el empleado confesó que «toda
aquella potencia de cálculo era una
tentación demasiado fuerte para mí». La
compañía telefónica no mostró mucha
comprensión por la actividad científica
de su empleado y fue despedido.
El primer hallazgo de un nuevo
número primo de Mersenne por parte de
esta banda de cazadores vía Internet
tuvo lugar pocos meses después del
anuncio del Lawrence Livermore
Laboratory en 1998: Joel Armengaud, un
programador de París, encontró el oro
en el pequeño estrato de números que
estaba excavando en el contexto del
proyecto de Woltman. Para los grandes
medios de comunicación, su
descubrimiento tuvo lugar un poco
demasiado pronto en relación con el
anterior: cuando me puse en contacto
con el Times para informar del hallazgo
de este nuevo número primo record me
respondieron que ellos sólo publicaban
esta historia en años alternos. En este
sentido la oferta de Slowinski y Gage,
los gemelos del Cray, se adaptaba
perfectamente a la demanda de
descubrimientos que, a partir de 1979,
tenían lugar por término medio cada dos
años.
Pero en todo esto había algo más que
el descubrimiento de nuevos números
primos. Se estaba ante una encrucijada
por el papel de los ordenadores en la
búsqueda de números primos, y la
revista especializada Wired no la dejó
escapar. Wired dedicó un artículo a lo
que hoy se conoce como Great Internet
Mersenne Prime Search, o GIMPS.
Woltman consiguió reclutar otros
doscientos mil ordenadores en todo el
mundo, creando la que a todos los
efectos es una máquina gigantesca de
elaboración en paralelo. No se trata de
que las grandes máquinas como el
ordenador Cray estén fuera de juego:
ahora son compañeros del mismo rango,
con el encargo de verificar los
descubrimientos de los terribles
enanitos.
Hasta el 2002 han sido cinco los
afortunados ganadores de la caza de los
números primos de Mersenne. Al
descubrimiento parisiense le siguió uno
en Inglaterra y más tarde un tercero en
California. Pero fue Nayan Hajratwala
de Plymouth, Michigan, quien dio el
gran golpe en junio de 1999: el número
que descubrió, 26.972.593 − 1, ha
superado el umbral del millón de cifras
(se compone de 2.098.960 cifras).
Además de constituir por sí mismo un
premio simbólico, este trabajo ha hecho
ganar a Hajratwala cincuenta mil
dólares en efectivo que ofrecía la
Electronic Frontier Foundation, una
organización californiana que se
autoproclama tutora de las libertades
civiles de los netizens, los ciudadanos
de la red. Si el éxito de Hajratwala ha
estimulado vuestro apetito, sabed que la
fundación dispone aún de millones de
dólares para premiar a los
descubridores de otros grandes números
primos. El récord de Hajratwala fue
batido en noviembre del 2001 por el
estudiante canadiense Michael Carneron
que, gracias a su PC, demostró la
primalidad de 213.466.917 − 1, un número
con más de cuatro millones de cifras.
Los matemáticos creen que existen
infinitos de estos especiales números
primos de Mersenne esperando a ser
descubiertos.

¿SUPONE EL ORDENADOR
LA MUERTE DE LAS
MATEMÁTICAS?

Si el ordenador sobrepasa nuestra


capacidad de cálculo, ¿no convierte a
las matemáticas en superflua?
Afortunadamente, no: lejos de anunciar
el fin de las matemáticas, este hecho
resalta la verdadera diferencia que se da
entre el artista creativo que es el
matemático y el ejecutor de tediosos
cálculos que es el ordenador. No hay
duda de que el ordenador es un aliado
precioso de los matemáticos en la
exploración de su mundo numérico y un
experto sherpa en el ascenso al monte
Riemann, pero también es cierto que no
podrá tomar nunca el lugar de un
matemático. Incluso si el ordenador
puede ganar fácilmente al matemático en
cualquier cálculo finito, le falta —
todavía— la imaginación necesaria para
comprender un mundo infinito y revelar
la estructura y las regularidades que
están en la base de las matemáticas.
Cuando, por ejemplo, nos
planteamos la búsqueda de grandes
números primos con la ayuda de un
ordenador, ¿obtenemos una mejor
comprensión de su naturaleza? Aunque
aprendamos a cantar notas cada vez más
altas, ese hecho no nos desvelará la
estructura musical que se esconde tras
ellas. Ya Euclides nos había
proporcionado la certeza de que siempre
habrá un número primo mayor para
encontrar; no sabemos, sin embargo, si
los números de Mersenne darán lugar a
infinitos números primos: podría ser que
Michael Cameron hubiera descubierto el
trigésimo noveno y último número primo
de Mersenne. Cuando se lo pregunté,
Paul Erdös me dijo que consideraba la
demostración de la existencia de
infinitos números primos de Mersenne
como uno de los máximos problemas
irresueltos de la teoría de los números.
La opinión general es que efectivamente
existen infinitos valores de n tales que
2n − 1 resulta ser un número primo.
Pero, si ello es cierto, es
extremadamente improbable que sea
demostrado por un ordenador.
Todo lo anterior no significa que los
ordenadores no puedan demostrar
algunas cosas: dado un conjunto de
axiomas y algunas reglas de deducción,
puede programarse el ordenador de
forma que empiece a soltar teoremas
matemáticos. La cuestión es que, como
en el caso de un chimpancé con una
máquina de escribir, el ordenador no
será capaz de distinguir entre teoremas
gaussianos y sumas de escuela
elemental. Los matemáticos han
desarrollado las capacidades críticas
que les permiten distinguir entre los
teoremas que son importantes y los que
no lo son. La sensibilidad estética de
una mente matemática permite apreciar
las demostraciones que constituyen
composiciones magníficas y despreciar
las que son feas. Y aunque una
demostración fea sea tan válida como
una bella, la elegancia siempre ha
supuesto un criterio importante para
trazar la mejor ruta que puede seguirse
cuando nos movemos en el mundo
matemático.
El primer caso de demostración de
un teorema por ordenador se ha dado
con el llamado «problema de los cuatro
colores», que nació como una simple
curiosidad matemática. El problema
trata de un hecho con el que
probablemente todos nos hemos
enfrentado en nuestra infancia: si
queremos pintar un mapa geográfico de
manera que dos naciones fronterizas
nunca tengan el mismo color, siempre
puede hacerse utilizando sólo cuatro
colores. Por más que intentemos
rediseñar de la forma más creativa las
fronteras nacionales, parece imposible
obtener un mapa político de Europa que
necesite de un número de colores
superior a cuatro. Las fronteras actuales
de Francia, Alemania, Bélgica y
Luxemburgo, por otra parte, demuestran
que hacen falta al menos cuatro colores:

Hacen falta al menos cuatro colores


para pintar este mapa de manera que no
haya estados fronterizos con el mismo
color.

Pero ¿es posible demostrar que


bastan cuatro colores para cualquier
mapa?
La cuestión se planteó públicamente
por primera vez en 1852, cuando un
estudiante de leyes, Francis Guthrie,
escribió a su hermano, un matemático
del University College de Londres,
preguntándole si alguien había
demostrado que siempre bastaría con
cuatro colores. En realidad, en aquella
época muy pocos pensaban que la
cuestión fuera importante. Algunos
matemáticos de segundo plano probaron
suerte intentando proporcionar a Guthrie
una demostración, pero como la
demostración se resistía, al cabo de
poco el problema avanzó hacia el
vértice de la escala de las habilidades
matemáticas. Incluso Hermann
Minkowski, el mejor amigo de Hilbert
en Gotinga, lo intentó. La cuestión de los
cuatro colores se planteó durante un
curso universitario que impartió
Minkowski: «Este problema todavía no
ha sido demostrado sólo porque se han
ocupado de él matemáticos de tercera
fila», anunció el profesor. «Creo poder
demostrarlo». Durante varias sesiones
se peleó en la pizarra con sus propias
ideas. Una mañana, cuando entraba en el
aula en la que impartía el curso, se oyó
un trueno fortísimo: «El cielo se enfada
por mi arrogancia», admitió. «Mi
demostración no funciona».
Cuantas más personas lo intentaban y
fracasaban, tanto más crecía el prestigio
del problema, sobre todo a causa de la
extrema simplicidad de su enunciado.
Resistió a todos los intentos de
demostración hasta 1976, más de un
siglo después de que Francis Guthrie
mandara la carta a su hermano: dos
matemáticos de la Universidad de
Illinois, Kenneth Appel y Wolfgang
Haken, razonaron que en lugar de
afrontar la tarea imposible de colorear
los infinitos mapas imaginables, el
problema podía reconducirse al análisis
de 1.500 mapas fundamentales.
Fue un paso adelante decisivo. Era
como el descubrimiento de una tabla
periódica cartográfica que contuviera
los mapas elementales que permitirían
construir todos los otros. Pero si Appel
y Haken hubieran querido verificar a
mano cada uno de estos mapas
«atómicos», aunque hubieran empezado
en 1976 hoy todavía estarían
coloreándolos. Así, por vez primera, se
recurrió al uso del ordenador. Fueron
necesarias 1.200 horas de tiempo de
máquina, pero finalmente llegó la
respuesta: todos los mapas podían
colorearse utilizando cuatro colores. En
combinación con la fuerza bruta del
ordenador, la genialidad humana con la
que se había demostrado que bastaba
con colorear aquellos 1.500 mapas
básicos para alcanzar todos los demás
mapas confirmó lo que Guthrie había
conjeturado en 1852: para cualquier
mapa nunca serán necesarios más de
cuatro colores.
El hecho de saber que el teorema de
los cuatro colores es cierto carece de
utilidad práctica. Los cartógrafos no
emitieron ningún suspiro colectivo de
satisfacción al recibir la noticia de que
no tendrían necesidad de salir a comprar
un quinto lápiz de colores. Los
matemáticos no estaban ansiosamente a
la espera de la confirmación del
resultado para proseguir sus
exploraciones: no conseguían ver nada
más allá que valiera particularmente la
pena estudiar. No se trataba de la
hipótesis de Riemann, de cuya
demostración dependen miles de
resultados: el problema de los cuatro
colores era significativo sólo porque
nuestra incapacidad de resolverlo
indicaba que todavía no teníamos una
comprensión suficiente del espacio
bidimensional para poder hacerlo. Hasta
que fue resuelto, el problema azuzó a los
matemáticos en su búsqueda de una
comprensión más profunda del espacio
que nos rodea. Por esta razón, la
demostración de Appel y Haken dejó
insatisfechos a muchos: el ordenador
nos había dado una respuesta, pero no
había contribuido a profundizar nuestros
conocimientos.
Existe un encendido debate sobre si
la solución del problema de los cuatro
colores que obtuvieron Appel y Haken
con la ayuda del ordenador se
corresponde o no con el verdadero
espíritu de la demostración: el papel que
jugó el ordenador provocó en muchos
una sensación de incomodidad, a pesar
de que casi todos sabían que la
demostración tenía mayores
probabilidades de ser correcta que
muchas otras obtenidas por el hombre.
Pero ¿una demostración no debería
generar comprensión? Como Hardy
gustaba decir: «una demostración
matemática debería de parecerse a una
constelación simple y de contornos
nítidos, no a una Vía Láctea dispersa».
La demostración con ordenador del
problema de los cuatro colores recurría
a una laboriosa reconstrucción del caos
de los cielos en lugar de ofrecer una
comprensión más profunda del por qué
los cielos son tal como se nos muestran.
La demostración asistida por
ordenador ponía en evidencia un hecho:
el placer de las matemáticas no se
obtiene sólo del resultado final.
Nosotros no leemos historias de
misterios matemáticos sólo para
descubrir quién es el culpable. El placer
proviene de ver cómo las tortuosidades
de la trama se van despejando a medida
que se acerca el momento de la
revelación. La demostración del
problema de los cuatro colores por
Appel y Haken nos ha privado de aquel
sentido de súbita iluminación (de aquel
«¡Ajá, ahora lo entiendo!») que
anhelamos al sumergirnos en una lectura
matemática. Lo que nos gusta es
compartir el momento de intensa
revelación que ha sentido quien por
primera vez ha creado una
demostración. Durante decenios se
debatirá sobre la posibilidad de que un
día los ordenadores puedan sentir
emociones pero, con toda seguridad, el
problema de los cuatro colores no nos
ha ofrecido la oportunidad de compartir
la eventual sensación de euforia que el
ordenador pudo sentir.
Sin embargo, a pesar de la
sensibilidad estética herida, el
ordenador ha continuado sirviendo a la
comunidad matemática en la
demostración de teoremas: una vez que
un problema se reconduce a la
verificación de un número finito de
posibilidades, un ordenador puede ser
útil. Y lo es. ¡Ello significa que el
ordenador puede ayudarnos en el
ascenso a la cumbre de la hipótesis de
Riemann! Cuando Hardy murió, poco
después del final de la Segunda Guerra
Mundial, se sospechaba que la hipótesis
de Riemann era falsa. Turing
comprendió que si la hipótesis fuera
falsa un ordenador podría ser útil para
descubrirlo. En tal caso, una máquina
puede programarse para que busque
ceros hasta que encuentre uno que esté
fuera de la recta mágica de Riemann.
Pero si la hipótesis es cierta, entonces el
ordenador es totalmente inútil: nunca
podrá demostrar que los infinitos ceros
están sobre la recta: lo máximo que
puede hacer es generar una cantidad
cada vez mayor de indicios para
sostener nuestra fe en la certeza de la
intuición de Riemann.
El ordenador satisfacía también otra
necesidad. En la época de la muerte de
Hardy, los matemáticos estaban en una
situación de atasco: los progresos
teóricos que se habían conseguido con la
hipótesis de Riemann estaban agotados;
parecía que, dadas las técnicas
disponibles, Hardy, Littlewood y
Selberg hubieran conseguido los
mejores resultados posibles respecto a
la determinación de puntos a nivel del
mar en el paisaje de Riemann: habían
exprimido todo lo que se podía exprimir
de aquellas técnicas. Buena parte de los
matemáticos compartía la misma opinión
sobre la necesidad de concebir nuevas
ideas si más adelante pretendían
conseguir aproximarse a la
demostración de la hipótesis de
Riemann; y a falta de nuevas ideas el
ordenador daba la sensación de
progreso. Pero era sólo una impresión:
la verdad es que el recurso al ordenador
enmascaraba una evidente falta de
progresos en el camino que debía
conducir a una demostración de la
hipótesis de Riemann. El cálculo se
convirtió en un sucedáneo del
pensamiento, un chicle mental con el que
nos adormecíamos en la ilusión de hacer
algo cuando en realidad nos estábamos
dando cabezazos contra la pared.

ZAGIER, EL MOSQUETERO
DE LAS MATEMÁTICAS

La fórmula secreta que Siegel había


descubierto en 1932 entre los apuntes
inéditos de Riemann servía para
calcular de forma precisa y eficiente la
posición de los ceros en el paisaje zeta.
Turing había intentado acelerar los
cálculos por medio de su complicado
sistema de ruedas dentadas, pero se han
necesitado máquinas más modernas para
liberar todo el potencial de aquella
fórmula. Cuando se introdujo la fórmula
secreta en un ordenador electrónico
pudieron empezar a sondearse regiones
del paisaje zeta que antes era
inimaginable alcanzar. En los años
sesenta, mientras el hombre empezaba a
explorar el universo con vehículos
espaciales no tripulados, los
matemáticos asignaban a los
ordenadores la tarea de trazar un
recorrido que condujera a las regiones
más remotas del espacio de Riemann.
Cuanto más al norte se dirigían los
matemáticos en búsqueda de ceros de la
función zeta, más indicios recogían.
Pero ¿cuál era la utilidad real de tales
indicios? ¿Cuántos ceros habría que
determinar sobre la recta antes de
convencerse de la certeza de la hipótesis
de Riemann? El problema es que, tal
como había demostrado Littlewood en
su trabajo sobre la hipótesis, los
indicios en matemáticas no construyen
un terreno sobre el que se puedan
edificar certezas. Por esta razón muchos
rechazaban la idea de que el ordenador
pudiera resultar útil para el análisis de
la hipótesis de Riemann. Sin embargo,
acechaba una sorpresa que empezaría a
convencer a los escépticos más
irreductibles sobre la posibilidad
fundada de que la hipótesis de Riemann
fuera finalmente cierta. A principios de
los años setenta, Don Zagier capitaneaba
la pequeña banda de los escépticos:
Zagier es una de las personalidades más
vigorosas de los circuitos matemáticos,
un hombre cuya figura se recorta
elegante mientras recorre con decisión
los pasillos del Max Planck Institut für
Mathematik de Bonn, la respuesta
alemana al Institute for Advanced Study
de Princeton. Como un mosquetero de
las matemáticas, Zagier blande su
afiladísimo intelecto, a punto para cortar
en rodajas cualquier problema que se le
ponga a tiro. Su entusiasmo por la
disciplina y la energía con que la afronta
te arrastra en un torbellino de ideas
expresadas con voz de ametralladora y a
una velocidad que te deja sin resuello.
Enfoca la disciplina de manera lúdica, y
siempre tiene a punto un rompecabezas
matemático con el que sazonar las
comidas del Instituto de Bonn.
El deseo planteado por algunos de
creer en la hipótesis de Riemann sobre
la base de razones puramente estéticas,
ignorando la falta de indicios concretos,
había terminado por exasperar a Zagier:
la fe en la hipótesis se basaba
probablemente en un sentido de
deferencia hacia la simplicidad en
matemáticas, y en poco más. Un cero
que cayera fuera de la recta hubiera
representado una fealdad en aquel
paisaje maravilloso: cada cero
contribuía con una nota a la melodiosa
música de los números primos. Enrico
Bombieri propuso una imagen propia de
lo que significaría la eventual falsedad
de la hipótesis de Riemann: «Piensen en
ir a un concierto para escuchar a los
músicos que tocan todos juntos en
perfecta armonía. Después, de repente,
una gran tuba emite un sonido fuertísimo
y apaga a todos los demás». Hay tal
profusión de belleza en el mundo
matemático que no podemos —no nos
atrevemos— creer que la Naturaleza
haya elegido un universo cacofónico en
el que la hipótesis de Riemann resulte
falsa.
Si a partir de este argumento Zagier
era el escéptico por excelencia,
Bombieri representaba el prototipo de
los que creían ciegamente en la hipótesis
de Riemann. En los primeros años
setenta, cuando aún no se había
trasladado a Princeton, Bombieri era
profesor en Italia. «Para él —explicaba
Zagier—, la certeza de la hipótesis de
Riemann es un artículo de fe. El hecho
de que sea verdadera es un acto de fe
religiosa para Bombieri; si no fuera así,
todo el mundo estaría equivocado».
Efectivamente, como precisaba el
propio Bombieri: «en la escuela había
estudiado a muchos de los filósofos
medievales. Uno de ellos, Guillermo de
Occam, promovió una idea según la
cual, cuando hay que elegir entre dos
explicaciones, siempre hay que
inclinarse por la más simple. La navaja
de Occam, como se le ha llamado desde
el principio, excluye lo complejo y elige
lo simple». Para Bombieri, un cero que
estuviera fuera de la recta de Riemann
sería como el instrumento de la orquesta
«que apaga a todos los demás, una
situación estéticamente desagradable.
Como seguidor de Guillermo de Occam,
no puedo menos que rechazar tal
conclusión y aceptar la verdad de la
hipótesis de Riemann».
Cuando Bombieri visitó el Instituto
de Bonn y las charlas a la hora del té se
centraron en la hipótesis de Riemann, el
enfrentamiento resultó inevitable.
Zagier, matemático de capa y espada, no
dejó escapar la oportunidad de retar en
duelo a Bombieri: «Mientras tomábamos
el té, le dije que aún no había indicios
suficientes para convencerme de una
cosa o de la otra. Por ello estaba
dispuesto a que nos jugáramos una suma
de dinero a la par sobre la falta de
fundamento de la hipótesis de Riemann.
No es que pensara que tenía que ser
forzosamente falsa, pero estaba
dispuesto a hacer de abogado del
diablo».
«Muy bien —contestó Bombieri—.
Estoy dispuesto a aceptar los términos
de la apuesta». Y entonces Zagier se dio
cuenta de que había sido un estúpido al
proponer una apuesta a la par: Bombieri
tenía tal confianza en la hipótesis de
Riemann que habría aceptado
tranquilamente una apuesta de mil
millones contra uno. Acordaron los
términos de la apuesta: dos botellas del
mejor Burdeos, que elegiría el ganador.
«Queríamos que el asunto se
resolviera durante nuestra vida», explica
Zagier. «Sin embargo, había muchas
probabilidades de que estuviéramos en
la tumba y la batalla prosiguiera. Por
otra parte, no queríamos poner un límite
temporal, del tipo de que dentro de diez
años abandonaríamos la apuesta.
Parecía estúpido. ¿Qué importan diez
años para la hipótesis de Riemann?
Necesitábamos algo matemático».
Entonces Zagier propuso lo
siguiente: si bien la máquina de Turing
se había estropeado tras calcular los
primeros 1.104 ceros, en 1956 Derrick
Lehmer había tenido más suerte: había
conseguido verificar con sus máquinas
en California que los primeros 25.000
ceros estaban sobre la recta. A
principios de los años setenta, un
cálculo famoso había confirmado que
los primeros tres millones y medio de
ceros se encontraban efectivamente
sobre la recta: aquella demostración
había supuesto un increíble tour de
forcé para el que se habían explotado
algunas brillantes técnicas teóricas para
llevar los cálculos hasta los límites
extremos de la tecnología informática
disponible. Narra Zagier:

Entonces dije: de acuerdo, en


este momento hay tres millones
de ceros cuya posición se ha
calculado, pero todavía no estoy
convencido, a pesar de que casi
todos dirían pero qué más
quieres… caramba… son tres
millones de ceros. Es justamente
de esto de lo que te estoy
hablando. No es así: tres
millones de ceros no bastan para
convencerme. Hubiera preferido
hacer la apuesta un poco antes,
porque ya estaba empezando a
convencerme. Me hubiera
gustado haber hecho la apuesta
en cien mil ceros porque en
aquel momento no había
absolutamente ninguna razón
para creer en la hipótesis de
Riemann. Cuando se analizan los
datos, cien mil ceros son
completamente inútiles:
equivalen sustancialmente a cero
pruebas. En tres millones de
ceros la cosa empieza a ponerse
interesante.

Pero Zagier reconocía que


trescientos millones de ceros
representaban un punto de inflexión
importante: había razones teóricas para
creer que los primeros millares de ceros
tenían que encontrarse sobre la recta
mágica de Riemann; a medida que se
avanzaba hacia el norte, sin embargo,
las razones por las que los ceros
anteriores tenían que estar sobre la recta
de Riemann empezaban a ser
sobrepasadas por razones todavía más
fuertes que permitían afirmar que los
ceros deberían empezar a situarse fuera
de la recta.
Zagier sabía que, una vez llegados a
trescientos millones, para que los ceros
salieran fuera de la recta habría tenido
que ocurrir un milagro.
Zagier basó su análisis en una
gráfica que le permitiría seguir la pauta
del gradiente entre las montañas y los
valles del paisaje zeta a lo largo de la
recta mágica de Riemann. La gráfica de
Zagier suponía una nueva perspectiva
desde la que observar la sección
transversal del paisaje de Riemann
trazada a través de la recta crítica. Lo
interesante es que esta nueva
perspectiva permitía una nueva
interpretación de la hipótesis de
Riemann: si la gráfica hubiera cruzado
la recta crítica en un punto cualquiera,
entonces en aquel punto habría un cero
que caería fuera de la recta, lo que haría
falsa la hipótesis de Riemann. Al
principio la gráfica no se acerca nunca a
la recta crítica, sino que más bien se
aleja subiendo. Pero a medida que se
avanza hacia el norte la gráfica empieza
a descender acercándose a la recta. De
vez en cuando la gráfica de Zagier
intenta abrirse paso a través de la recta
pero, tal como se ve en la figura
siguiente, parece que algo le impide
cruzarla.

La gráfica que utilizó Zagier muestra un


punto sobre la recta crítica en el cual
aparece un quasi-contraejemplo de la
hipótesis de Riemann. Si la gráfica
cruzara el eje horizontal, entonces la
hipótesis de Riemann sería falsa.

En resumen, cuanto más avanzamos


hacia el norte tanto más probable parece
que esta gráfica pueda cruzar la línea
crítica. Zagier sabía que el primer
auténtico punto débil tendría lugar
alrededor del cero número trescientos
millones: esta región de la recta crítica
supondría un test probatorio. Una vez
que nos hemos trasladado tan al norte, si
la gráfica no ha cruzado todavía la recta,
con toda seguridad debe haber un
motivo para que no lo haga; y ese
motivo, razonaba Zagier, no podía ser
otro que la certeza de la hipótesis de
Riemann. Por esta razón, Zagier fijó el
campo base para su ataque a la cima en
los trescientos millones de ceros:
Bombieri habría ganado la apuesta tanto
en el caso de que se encontrara una
demostración de la hipótesis como en
caso de que se calcularan las posiciones
de los primeros trescientos millones de
ceros sin que apareciera un
contraejemplo.
Zagier era consciente de que los
ordenadores de los años setenta no eran
capaces de explorar aquella remota
región de la recta mágica de Riemann.
Hasta aquel momento, los ordenadores
habían sido capaces de calcular las
posiciones de tres millones y medio de
ceros; teniendo en cuenta el crecimiento
de la tecnología informática de la época,
Zagier estimó que harían falta al menos
treinta años antes de poder determinar la
posición de los primeros trescientos
millones de ceros. Pero no había
contado con la revolución informática
que esperaba justo al doblar la esquina.
Durante cinco años no sucedió nada:
la potencia de los ordenadores, aunque
lentamente, crecía, pero determinar sólo
la posición del doble de ceros, por no
hablar de cien veces el número de ceros,
hubiera requerido tal cantidad de trabajo
que nadie se preocupó de ello; al fin y al
cabo, en este tipo de actividad no tenía
sentido consumir grandes cantidades de
energía con la única finalidad de doblar
el número de indicios. Pero luego,
pasados cinco años, los ordenadores
empezaron repentinamente a ir mucho
más de prisa, y dos equipos aceptaron el
reto de explotar la nueva e inédita
potencia de cálculo para establecer las
posiciones de otros ceros. Un equipo,
bajo la dirección de Herman te Riele,
trabajaba en Amsterdam; el otro equipo
era australiano, y su responsable era
Richard Brent.
Brent fue el primero en hacer su
anuncio, en 1978: los primeros setenta y
cinco millones de ceros estaban situados
sobre la recta. En aquel momento, el
equipo de Amsterdam unió sus propias
fuerzas a las del grupo de Brent. Tras un
año de trabajo, los dos grupos
publicaron un gran trabajo, redactado
con gran detalle y magníficamente
presentado. Todo había sido cuidado al
detalle, y habían conseguido calcular las
posiciones de los ceros hasta…
¡doscientos millones! Zagier ríe al
hablar de ello:

Dejé escapar un suspiro de


alivio, porque se trataba de un
proyecto verdaderamente
enorme. Gracias a Dios, se
habían detenido en los
doscientos millones.
Naturalmente, habrían podido
llegar hasta los trescientos
millones, pero gracias a Dios no
lo hicieron. Ahora, pensé, se me
concederá una prórroga de
muchos años. No habrían
seguido adelante sólo para
avanzar un miserable cincuenta
por ciento. Todos tendríamos
que esperar hasta que alcanzaran
los mil millones de ceros. Para
ello serían necesarios muchos
años. Desgraciadamente no
había contado con mi amigo
Hendrik Lenstra, que conocía la
apuesta y se hallaba en
Amsterdam.

Lenstra fue a ver a te Riele y le


preguntó: «¿Por qué os habéis detenido
en los doscientos millones? ¿No sabéis
que si llegáis a los trescientos millones
Don Zagier perderá una apuesta?».
Entonces el equipo continuó hasta los
trescientos millones. Naturalmente, no
hallaron ni un solo cero que estuviera
fuera de la línea y Zagier tuvo que pagar
su apuesta. Llevó las dos botellas a
Bombieri, y se bebieron juntos la
primera. Zagier insistió en hacer notar
que aquella era probablemente la botella
más cara que nunca nadie hubiera
bebido, ya que

doscientos millones no tenían


nada que ver con mi apuesta: el
cálculo se hacía
independientemente. Pero para
los últimos cien millones de
ceros la cuestión era distinta:
decidieron calcularlos sólo
porque se enteraron de mi
apuesta. Fue necesario un tiempo
de elaboración de unas cinco mil
horas para calcular aquellos cien
millones de más. En aquella
época el coste del tiempo de
elaboración era de setecientos
dólares por hora; y dado que
hicieron el cálculo con la única
finalidad de hacerme perder la
apuesta y obligarme a pagar mis
dos botellas de vino, sostengo
que aquellas dos botellas
costaron trescientos cincuenta
mil dólares cada una, que es
mucho más que el precio de la
botella de vino más cara que
jamás se haya vendido hasta
ahora.

Más importante, sin embargo, era el


hecho de que, en opinión de Zagier, la
masa de indicios a favor de la hipótesis
de Riemann era verdaderamente
aplastante. El ordenador había
conseguido finalmente una potencia
como instrumento de cálculo que
permitía explorar los territorios
septentrionales del paisaje zeta de
Riemann lo suficiente como para que se
dieran todas las oportunidades de hallar
un contraejemplo. A pesar de los
numerosos intentos por parte de la
gráfica de Zagier de hender la recta
crítica de Riemann, era evidente que
algo actuaba como una potente fuerza de
repulsión, impidiendo que la gráfica
cruce la recta. ¿El motivo? La hipótesis
de Riemann.
«Esto es lo que me convirtió en un
convencido partidario del fundamento
de la hipótesis de Riemann», admite hoy
Zagier, y compara el papel del
ordenador con el del acelerador de
partículas usado para confirmar las
teorías de la física de las partículas
elementales: los físicos tienen un
modelo de los elementos constituyentes
de la materia, pero para someter a
verificación el modelo es necesario
generar energía suficiente para romper
el átomo; para Zagier, trescientos
millones de ceros representaban la
energía suficiente para verificar si la
hipótesis de Riemann tenía altas
posibilidades de ser cierta:

Esta es, en mi opinión, una


prueba convincente al cien por
cien de que hay algo que impide
que la gráfica cruce la recta, y lo
único que consigo imaginar que
pueda ocurrir es, y estoy
absolutamente convencido de
ello, que la hipótesis de Riemann
sea cierta. Y ahora creo en la
hipótesis de Riemann con la
misma convicción que Bombieri,
no a priori —por su gran belleza
y elegancia o a causa de la
existencia de Dios— sino
porque disponemos de esta
prueba.

Jan van de Lune, uno de los


componentes del equipo de te Riele, está
hoy jubilado, pero los matemáticos no se
curan nunca del todo del virus de las
matemáticas, ni siquiera cuando han
abandonado sus despachos: utilizando el
mismo programa que el equipo
empleaba quince años antes y tres
ordenadores personales que tiene en su
casa, van de Lune ha conseguido
verificar que los primeros 6.300
millones de ceros obedecen todos a la
hipótesis de Riemann. Por más años que
sus tres ordenadores puedan continuar
calculando las posiciones de los ceros,
no existe ninguna posibilidad de que
obtengan una demostración de la
hipótesis de Riemann; pero si existe un
cero que caiga fuera de la recta,
entonces existe la posibilidad de que el
ordenador tenga un papel en su
determinación, es decir, que el
ordenador sirva para desenmascarar la
naturaleza puramente ilusoria de la
hipótesis de Riemann.
Y ahí es donde el ordenador se
encuentra en su elemento: como
demoledor de conjeturas. En los años
ochenta, el cálculo de las posiciones de
los ceros se utilizó para demoler un
pariente cercano de la hipótesis de
Riemann: la conjetura de Mertens. Pero
aquellos cálculos no se realizaron en la
tranquilidad de un departamento de
matemáticas; el interés se trasladó a los
cálculos de las posiciones de los ceros
por parte de una fuente más bien
inesperada: la compañía telefónica
AT&T.

ODLYZKO, EL MAESTRO DE
CALCULO DE NUEVA
JERSEY
En el corazón de Nueva Jersey,
cerca de la somnolienta ciudad de
Florham Park, prospera una inverosímil
central de talento matemático bajo la
égida comercial de los laboratorios de
investigación de la AT&T. Una vez
dentro del edificio podríamos tener la
sensación errónea de encontrarnos en el
departamento de matemáticas de una
universidad. En cambio, estamos en la
sede de una gran empresa de
telecomunicaciones. Los orígenes de
este centro de investigación se remontan
a los años 1920, cuando la AT&T creó
Bell Laboratories. Durante la guerra,
Turing estuvo en Bell Laboratories de
Nueva York por un breve período:
participó en el proyecto de un sistema
de codificación global capaz de
garantizar comunicaciones telefónicas
seguras entre Washington y Londres.
Turing declaró que el período
transcurrido en Bell Laboratories fue
más excitante que los días en Princeton,
aunque en esta afirmación podría tener
un cierto peso la vida nocturna del
Village en Manhattan. Erdös visitaba a
menudo la sede central de Nueva Jersey
durante sus vagabundeos matemáticos.
Con la explosión tecnológica que
marcó la industria de las
telecomunicaciones en los años sesenta,
estaba claro que para mantener una
ventaja competitiva la AT&T necesitaba
asegurarse una competencia matemática
cada vez mayor. Tras la rápida
expansión de las universidades en aquel
decenio, los setenta fueron años magros
para los matemáticos que buscaban
trabajo en el mundo académico; al
expandir sus propios centros de
investigación, la AT&T consiguió atraer
una parte de aquel exceso de cerebros.
Aunque la cúpula empresarial esperaba
que finalmente la investigación se
tradujera en innovación tecnológica, les
parecía bien que sus científicos se
dedicaran a sus propias pasiones
matemáticas. Aunque parezca altruista,
en realidad se trataba de negocios bien
entendidos: a causa del monopolio
comercial de que gozaba la empresa en
los años setenta, el gobierno había
impuesto algunas restricciones sobre las
posibles maneras de gastar los
beneficios. Invertir en los laboratorios
de investigación se consideraba por ello
un método apropiado para absorber una
parte de las ganancias.
Fueran las que fueran las razones de
tal elección, las matemáticas debe estar
muy agradecida a la AT&T: algunos de
los progresos teóricos más interesantes
de los últimos tiempos nacen de ideas
que salieron de sus laboratorios, que son
una fascinante combinación del ambiente
académico con el mundo práctico de los
negocios. Cuando los he visitado para
hablar con los matemáticos que están
trabajando en ellos, he tenido la
oportunidad de ver con mis propios ojos
el significado de esa combinación:
enfrentados al trabajo de optimizar las
ofertas de la AT&T en un concurso para
la asignación de la banda de frecuencias
de los teléfonos móviles, algunos
matemáticos presentaron durante un
almuerzo de trabajo un modelo teórico
para proporcionar a la empresa la mejor
estrategia de negociación en el complejo
proceso de licitación. Para estos
matemáticos daba lo mismo que se
tratara de una estrategia para el ajedrez
que de un asunto de millones de dólares.
Pero ambas cosas no eran
incompatibles.
Hasta el año 2001, Andrew Odlyzko
estuvo al mando del laboratorio.
Originario de Polonia, Odlyzko
conserva un acento de Europa Oriental
fuerte y agradable al mismo tiempo. El
período en que trabajó en el sector
comercial lo convirtió en un óptimo
comunicador de las ideas matemáticas
difíciles; su actitud es siempre amistosa,
de manera que nunca excluye, sino que
anima a unirse a él en su viaje
matemático. De todas formas, es
extremadamente preciso y nunca
abandona su propio papel de matemático
consumado: cada paso debe realizarse
sin dejar espacio a la ambigüedad. El
interés de Odlyzko por la función zeta
nació durante su doctorado en el MIT,
bajo la supervisión de Harold Stark.
Uno de los problemas de los que tuvo
que ocuparse requería un conocimiento
lo más preciso posible de los primeros
ceros del paisaje zeta.
Los cálculos de alta precisión son
precisamente el tipo de cosas que un
ordenador hace mucho mejor que un ser
humano. Poco después de ingresar en los
Bell Laboratories de la AT&T, Odlyzko
tuvo su gran ocasión: en 1978 los
laboratorios adquirieron su primer
supercomputador, un Cray 1. Era el
primer Cray que compraba una empresa
privada en lugar de un gobierno o una
universidad. Dado que la AT&T era una
organización comercial, en la que la
contabilidad y los balances lo
controlaban casi todo, cada sección
tenía que pagar las horas de utilización
del ordenador central. De todas formas,
como hacía falta cierto tiempo para que
la gente aprendiera a programarlo, en la
primera época el Cray se utilizaba muy
poco. Por tanto, la sección informática
de la empresa decidió destinar
gratuitamente períodos de cinco horas
de trabajo con el Cray a proyectos
científicos que no disponían de
financiación.
La oportunidad de explotar la
potencia del Cray era una tentación
demasiado fuerte para que Odlyzko
pudiera resistirse. Se puso rápidamente
en contacto con los equipos de
matemáticos de Amsterdam y de
Australia que habían demostrado que los
primeros trescientos millones de ceros
se situaban sobre la recta de Riemann:
¿Alguno de ellos había determinado la
posición precisa de aquellos ceros a lo
largo de la recta mágica? No lo había
hecho nadie. Ambos equipos se habían
concentrado en demostrar que la
coordenada este-oeste de cada cero era
igual a 1/2, tal y como Riemann había
previsto. No se habían preocupado de la
ubicación exacta de los ceros a lo largo
de la dirección norte-sur.
Odlyzko solicitó utilizar el tiempo
del Cray con la finalidad de determinar
la ubicación exacta de los primeros
millones de ceros. La AT&T aceptó su
petición, y desde hace decenios Odlyzko
utiliza todo el tiempo máquina que la
empresa puede concederle para calcular
las posiciones de un número de ceros
cada vez mayor. Tales cálculos no son
un ejercicio de computación como un fin
en sí mismos: Stark, el supervisor de
Odlyzko en el MIT, había aplicado los
conocimientos adquiridos sobre la
posición de los primerísimos ceros en el
paisaje zeta para demostrar una de las
conjeturas de Gauss sobre la manera de
factorizar ciertos conjuntos de números
imaginarios; Odlyzko, por su parte,
utilizó la determinación precisa de las
posiciones de los primeros dos mil
ceros para demostrar la falta de
fundamento de una hipótesis que
circulaba en los ambientes matemáticos
de principios del siglo XX: la conjetura
de Mertens.
Herman te Riele se unió a Odlyzko
en la demolición de la conjetura de
Mertens: era el matemático de
Amsterdam que había contribuido a
hacer perder a Zagier la apuesta al
demostrar que los primeros trescientos
millones de ceros estaban sobre la recta
de Riemann. La conjetura de Mertens
está estrechamente ligada a la hipótesis
de Riemann, y la demostración de su
falsedad hizo comprender a los
matemáticos que si la hipótesis de
Riemann fuera verdadera, sería apenas
verdadera.
La mejor manera de comprender la
conjetura de Mertens es pensarla como
una variante del lanzamiento de la
moneda de los números primos. El
resultado del enésimo lanzamiento de la
moneda de Mertens es «cara» si N se
compone por el producto de un par de
números primos. Por ejemplo, cuando
N = 15 el resultado del lanzamiento es
«cara», ya que 15 es el producto de dos
números primos (3 y 5). En cambio, si N
se compone del producto de un número
impar de números primos, por ejemplo
N = 105 = 3 × 5 × 7, entonces el
resultado del lanzamiento es «cruz».
Pero existe una tercera posibilidad: si
para construir N se usa un número primo
dos veces, entonces el lanzamiento es
nulo: 12, por ejemplo, es producto de
dos 2 y un 3 (12 = 2 × 2 × 3) y por esta
razón su resultado es cero. Podemos
pensar un resultado nulo como el
equivalente al lanzamiento en el que la
moneda se pierde de vista o bien cae de
costado. Mertens hizo una conjetura
sobre el comportamiento de esta moneda
al crecer los valores de N: se trata de
una conjetura muy similar a la hipótesis
de Riemann, que afirma que la moneda
de los números primos es una moneda
perfecta.
La conjetura de Mertens, en cambio,
era un poco más fuerte en cuanto a la
predicción que Riemann había hecho
sobre los números primos: predecía que
el error sería ligeramente inferior al que
debería de esperarse de una moneda
perfecta. Si la conjetura hubiera sido
cierta, entonces también lo sería la
hipótesis de Riemann, pero no al revés.
En 1897, para sostener su conjetura,
Mertens había publicado tablas de
cálculo que comprendían todos los
valores de N comprendidos entre 1 y
10.000. En los años setenta los cálculos
habían llevado los valores de N que se
habían verificado experimentalmente
hasta los mil millones. Pero en la teoría
de los números, tal y como Littlewood
había mostrado, miles de millones de
indicios experimentales no valen
prácticamente nada. Mientras tanto,
crecía el escepticismo sobre la
posibilidad de que la conjetura de
Mertens fuera cierta. Sin embargo,
fueron necesarios los cálculos de
Odlyzko y de te Riele sobre la ubicación
exacta de los primeros dos mil ceros de
la función zeta, cálculos precisos hasta
la centésima cifra decimal, para
demostrar finalmente que la conjetura de
Mertens era falsa. Como aviso para los
que se dejan impresionar por los
indicios numéricos experimentales,
Odlyzko y te Riele estimaron que
incluso si Mertens hubiera analizado los
lanzamientos de una moneda hasta un
valor de N como 1030 su conjetura
habría seguido pareciendo verdadera.
Los ordenadores que utilizó Odlyzko
en la AT&T continúan ayudando a los
matemáticos en sus intentos de
desenterrar los misterios de los números
primos, pero no se trata de un tráfico de
sentido único: hoy, los números primos
están aportando su contribución a la
expansión irrefrenable de la era
informática. En los años setenta, los
números primos se convirtieron de
pronto en la clave, en sentido literal, que
permitía garantizar la privacidad de las
comunicaciones electrónicas. Hardy
siempre había estado muy orgulloso de
la inutilidad total de las matemáticas, y
de la teoría de los números en
particular, en el mundo real:

Las «verdaderas» matemáticas


de los «verdaderos»
matemáticos, las de Fermat, de
Euler, de Gauss, de Abel y de
Riemann, son casi totalmente
«inútiles» (y esto vale tanto para
las matemáticas «aplicadas»
como para las matemáticas
«puras»). No puede justificarse
la vida de ningún matemático
profesional verdadero sobre la
base de la «utilidad» de su
trabajo.

Hardy no pudo equivocarse más: las


matemáticas de Fermat, de Gauss y de
Riemann estaban destinada a convertirse
en un instrumento fundamental para el
mundo del comercio. Por esta razón, en
los años ochenta y noventa la AT&T
reclutó un número de matemáticos aún
mayor. Hoy, la seguridad de la aldea
electrónica depende enteramente de
nuestra comprensión de los números
primos.
10
DESCIFRAR NÚMEROS Y
CÓDIGOS

Si Gauss estuviera vivo, hoy sería


un hacker.
P ETER SARNAK
catedrático de la
Universidad de Princeton

En 1903, Frank Nelson Cole, profesor


de matemáticas en la Universidad de
Columbia, de Nueva York, pronunció
una curiosa conferencia con ocasión de
una reunión de la American
Mathematical Society. Sin mediar
palabra, Cole escribió uno de los
números de Mersenne en una pizarra. En
la pizarra adjunta escribió dos números
más pequeños y los multiplicó. En
medio escribió un signo de igualdad. A
continuación tomó asiento.

267 − 1 = 193.707.721 ×
761.838.257.287

El público se levantó para


aplaudirlo, en una explosión de
entusiasmo que se da muy rara vez en un
local lleno de matemáticos. Y sin
embargo multiplicar dos números no era
tan difícil, ni siquiera para los
matemáticos de principios de siglo,
¿verdad? En realidad, Cole había
efectuado la operación opuesta: desde
1876 se sabía que 267 − 1, un número de
Mersenne de veintiocho cifras, no era un
número primo, sino el producto de dos
números más pequeños. Nadie sabía aún
cuáles. Cole necesitó tres años de tardes
dominicales para descomponer aquel
número en los dos números primos que
lo forman.
No sólo el público de Cole apreció
su trabajo en aquel lejano 1903. En el
2000, un esotérico espectáculo off-
Broadway titulado El teorema de las
cinco muchachas histéricas rindió
homenaje a aquel cálculo haciendo que
una de las muchachas resolviera el
problema de la factorización del número
de Cole. Los números primos son un
tema recurrente en esta comedia teatral
que narra el viaje al mar de una familia
matemática: el padre lamenta la
inminente mayoría de edad de la hija
pero no porque será lo bastante mayor
para irse con su enamorado sino porque
17 es un número primo, mientras que 18
¡es divisible entre otros cuatro números!
Hace más de dos mil años que los
matemáticos griegos demostraron que
todo número entero puede escribirse
como producto de números primos;
desde entonces, los matemáticos siguen
sin encontrar un método rápido y
eficiente para determinar los números
primos con los que se construyen los
demás números. Lo que nos falta es un
equivalente matemático de la
espectroscopia, que permite a los
químicos establecer qué elementos de la
tabla periódica forman parte de una
sustancia compuesta. El descubrimiento
de algo análogo en matemáticas, capaz
de descomponer un número entero en los
números primos que lo constituyen,
daría a su creador algo más que el
simple aplauso académico.
En 1903 el cálculo de Cole se
acogió como una interesante curiosidad
matemática: la larga ovación que recibió
era un reconocimiento por el
extraordinario esfuerzo consumido en
aquel cálculo, pero con toda seguridad,
nadie pensaba que la solución de aquel
problema tuviera importancia intrínseca.
Actualmente, la factorización de los
números —su descomposición en los
números primos que los forman— ha
dejado de ser un pasatiempo para tardes
de domingo y se ha situado en el centro
de las modernas técnicas de descifrado
de códigos: los matemáticos han ideado
una forma de ligar el difícil problema de
la factorización con los códigos que
protegen las finanzas de todo el mundo
en Internet. En el caso de números de
cien cifras, el trabajo aparentemente
inocente de determinar los factores
primos es lo suficientemente arduo como
para persuadir a la banca y al comercio
electrónico de que confíen la seguridad
de sus propias transacciones financieras
a los tiempos increíblemente largos que,
hasta el momento, ello requiere.
Mientras tanto, estos nuevos códigos
matemáticos se han usado para resolver
un problema que obsesionaba al mundo
de la criptografía.

EL NACIMIENTO DE LA
CRIPTOGRAFÍA EN
INTERNET

Desde que fuimos capaces de


comunicarnos, hemos tenido necesidad
de enviar mensajes secretos. Para
impedir que informaciones importantes
cayeran en manos equivocadas, nuestros
antepasados idearon sistemas cada vez
más complejos con los que enmascarar
el contenido de un mensaje. Uno de los
métodos más antiguos que se usó para
esconder mensajes fue ideado por el
ejército de Esparta hace más de dos mil
quinientos años: el remitente y el
destinatario de los mensajes poseían
cada uno de ellos una scitala, un
delgado cilindro de madera de
dimensiones perfectamente idénticas.
Para cifrar un mensaje, el remitente
empezaba por enrollar en espiral una
delgada tira de pergamino alrededor de
l a scitala. A continuación escribía el
mensaje sobre el pergamino, a lo largo
del cilindro. Una vez desenrollado el
pergamino, el texto del mensaje aparecía
sin sentido. Volvía a adquirir su forma
auténtica sólo cuando el pergamino se
enrollaba alrededor de la scitala gemela
que poseía el destinatario. Desde
entonces, las generaciones sucesivas han
inventado métodos criptográficos cada
vez más sofisticados. El último y más
refinado ingenio mecánico para el
cifrado de mensajes fue Enigma, la
máquina que usaron las fuerzas armadas
alemanas durante la Segunda Guerra
Mundial.
Antes de 1977, quien quisiera enviar
un mensaje secreto se encontraba con un
problema substancial: antes de
transmitir el mensaje, remitente y
destinatario tenían que encontrarse para
decidir qué cifra —qué sistema de
codificación— adoptarían. Los
generales espartanos, por ejemplo,
necesitaban ponerse de acuerdo sobre
las dimensiones de la scitala. Incluso
con la producción en serie de la
máquina Enigma, Berlín tenía que
mandar agentes que hicieran llegar a los
capitanes de los submarinos y de las
divisiones mecanizadas los libros con la
descripción detallada de la puesta a
punto de las máquinas para codificar los
mensajes diarios. Naturalmente, si el
enemigo hubiera conseguido esos libros,
todo habría terminado.
Podemos imaginar las dificultades
logísticas que surgirían si tuviéramos
que usar un sistema de criptografía de
este estilo para comprar por Internet.
Antes de que pudiéramos mandar
nuestras informaciones bancarias con
seguridad, las empresas que gestionan
los sitios de Internet en los que
pretendemos comprar nos tendrían que
enviar una carta protegida para
explicarnos cómo codificar la
información. Dado el enorme tráfico de
Internet, habría altísimas probabilidades
de que muchas de aquellas cartas
terminaran por ser interceptadas. Se
hacía imprescindible, en los inicios de
la era de las comunicaciones rápidas,
desarrollar un sistema criptográfico
adaptado a las nuevas necesidades. Y de
la misma manera que, durante la guerra,
eran los matemáticos de Bletchley Park
quienes descifraron Enigma, serían los
matemáticos quienes crearían una nueva
generación de códigos que ha hecho
salir la criptografía de las novelas de
espionaje para introducirla en la aldea
global. Estos códigos matemáticos han
favorecido el nacimiento de la que hoy
se conoce con el nombre de criptografía
de clave pública.
Podemos pensar en la codificación y
decodificación de un mensaje como la
apertura y el cierre de una puerta con
una llave. En el caso de una puerta
convencional, se usa la misma llave
para cerrarla y para abrirla.
Análogamente, en el caso de la máquina
Enigma la configuración utilizada para
cifrar un mensaje es idéntica a la
configuración usada para descifrarlo: la
configuración —llamémosla la clave—
debe mantenerse en secreto; cuanto más
lejos está el destinatario del remitente,
más difícil resulta desde el punto de
vista logístico hacer entrega de la clave
utilizada para cifrar y descifrar el
mensaje. Supongamos que el jefe de una
organización de espionaje desea recibir
informes reservados de un cierto número
de agentes activos, pero no desea que
ellos lean los informes que envían sus
colegas: en este caso no tendría más
remedio que enviar una clave distinta a
cada agente. Ahora cambiemos «algunos
agentes secretos» por millones de
personas ansiosas de comprar productos
por Internet. Una operación de estas
dimensiones, aun no siendo imposible
desde el punto de vista teórico, es una
pesadilla logística: para empezar, un
comprador potencial que visitara el sitio
web no podría cursar una orden
inmediatamente, sino que tendría que
esperar a recibir una clave segura de
codificación. La World Wide Web , la
red informática mundial, se
transformaría en un World Wide Wait: la
espera informática mundial.
El sistema de la criptografía de
clave pública es como una puerta con
dos llaves distintas: la llave A cierra la
puerta pero es otra llave distinta, la B,
la que la abre. Inmediatamente
desaparece la necesidad de mantener en
secreto la llave A: la posesión de esta
llave no compromete la seguridad.
Imaginemos ahora que esta puerta se
encuentra en la entrada del área
protegida de la página de Internet de una
empresa: la empresa puede distribuir
libremente la clave A a cualquier
visitante que desee mandar un mensaje
seguro, como por ejemplo el número de
su tarjeta de crédito; aunque todos estén
usando la misma clave para codificar
sus propios mensajes —es decir, para
cerrar la puerta y asegurar su
información secreta— nadie podrá leer
el mensaje codificado por los demás. De
hecho, cuando los datos han sido
codificados, sus autores no pueden
leerlos, ni siquiera si aquellos son sus
propios datos: sólo la empresa que
gestiona el sitio dispone de la clave B,
que le permite abrir la puerta y leer los
números de la tarjeta de crédito.
La criptografía de clave pública se
propuso por vez primera en 1976, en un
importante artículo científico escrito por
dos matemáticos de la Universidad de
Stanford, en California: Whit Diffie y
Martin Hellman. La pareja hizo nacer un
movimiento alternativo en el mundo de
la criptografía, un movimiento que
retaría al monopolio de las agencias
gubernamentales sobre la seguridad de
los datos. Diffie, en particular, era el
arquetipo antisistema del joven
melenudo de los años sesenta. Tanto él
como Hellman estaban profundamente
convencidos de que la criptografía no
tenía que ser propiedad exclusiva del
gobierno y que sus ideas tenían que ser
públicas, para beneficio de las
personas. Bastante tiempo después se
filtró la noticia de que otro sistema
criptográfico análogo había sido
propuesto por algunas agencias
gubernamentales, pero en lugar de
publicarse en una revista científica la
propuesta se había escondido en alguna
parte con el sello de Top Secret.
El artículo del grupo de Stanford,
t i t u l a d o New Directions in
Cryptography, anunciaba una nueva era
en el campo de la criptografía y de la
seguridad electrónica. El cifrado en
clave pública, con su doble clave,
parecía una gran innovación, al menos
en teoría; pero ¿era posible llevar a la
práctica aquella teoría y crear un código
que funcionara según aquellos
principios? Tras algunos años de
intentos infructuosos, algunos
criptógrafos empezaban a dudar de la
posibilidad de construir una clave de
ese tipo: temían que en el mundo real
del espionaje aquella clave académica
no podría funcionar.

RSA, EL TRÍO DEL MIT

Ron Rivest, del Massachusetts


Institute of Technology, fue uno de los
muchos que se inspiraron en el artículo
de Diffie y Hellman. Rivest, en contraste
con el estilo rebelde de Diffie y de
Hellman, es un hombre que respeta las
convenciones: es una persona reservada,
habla en voz baja y reacciona con
prudencia ante el mundo que lo rodea.
En la época en que leyó New Directions
in Cryptography, ambicionaba entrar a
formar parte del establishment
académico. Sus sueños estaban
poblados de cátedras universitarias y de
teoremas, pero no de espías y de
códigos secretos: no imaginaba ni
remotamente que la lectura de aquel
artículo sería el principio de un viaje
que lo llevaría a idear uno de los
sistemas criptográficos más potentes y
de mayor éxito comercial jamás
creados.
Rivest ingresó en el Departamento
de Informática del MIT en 1974, después
de haber trabajado como investigador en
la Universidad de Stanford y en París.
Como Turing, se interesaba por la
interacción entre teoría abstracta y
máquinas reales; en Stanford había
dedicado algún tiempo a construir
robots inteligentes, pero ahora dirigía su
atención hacia los aspectos más teóricos
de las ciencias informáticas.
En tiempos de Turing, la cuestión
más importante en el ámbito del cálculo
matemático, inspirada por el segundo y
el décimo problema de Hilbert, era la
existencia teórica de programas capaces
de resolver ciertos tipos de problemas.
Como Turing había mostrado, ningún
programa sería capaz de establecer
cuáles de las verdades matemáticas son
demostrables. En los años setenta, otra
cuestión teórica hacía furor en los
departamentos universitarios de ciencias
informáticas. Supongamos que existiera
efectivamente un programa capaz de
resolver un problema específico. Se
puede analizar cuánto tiempo empleará
el programa en resolver el problema.
Obviamente, la cuestión adquiere una
gran importancia si el programa está
destinado a funcionar en un ordenador
de verdad. La cuestión requería un
análisis muy teórico, pero
profundamente ligado con el mundo real.
Y precisamente esta combinación de
teoría y práctica suponía un reto
perfecto para Rivest: dejó sus robots en
Stanford y se trasladó al MIT para
dedicarse a una disciplina en rápido
crecimiento: la complejidad
computacional.
«Un día, un estudiante de doctorado
me hizo llegar un artículo diciéndome:
“Quizá pueda interesarle”», recuerda
Rivest. Se trataba del artículo de Diffie
y Hellman, y Rivest quedó
inmediatamente fascinado por él.
«Presentaba una visión general de lo que
es la criptografía y de lo que podría ser.
Nos permitía hacernos una idea». El reto
que el artículo planteaba reunía todos
los intereses de Rivest: informática,
lógica y matemáticas. Era un problema
con implicaciones prácticas evidentes
para el mundo real, pero que al mismo
tiempo se relacionaba directamente con
las cuestiones teóricas que tanto
preocupaban a Rivest: «Lo que importa
en criptografía es distinguir entre los
problemas fáciles y los problemas
difíciles», explica Rivest. «Y la
Informática se ocupaba precisamente de
eso». Si se quería un código difícil de
descifrar, debía de construirse en base a
un problema cuya solución fuera difícil
de calcular.
Para empezar sus intentos de
construir un sistema de criptografía de
clave pública, Rivest propuso
apropiarse de la riqueza de gran
cantidad de problemas que, como él
bien sabía, habrían requerido mucho
tiempo para ser resueltos por los
ordenadores. También necesitaba
alguien con quien discutir sus ideas. En
aquellos años, el MIT empezaba ya a
romper los esquemas de una universidad
tradicional, difuminando las fronteras
entre departamentos con la esperanza de
alentar las relaciones
interdisciplinarias. Rivest, que era un
científico informático, contaba en su
misma planta con miembros del
departamento de matemáticas; y los
despachos vecinos del suyo también
estaban ocupados por dos matemáticos:
Leonard Adleman y Adi Shamir.
Adleman era más sociable que
Rivest, pero era un típico académico
con ideas locas y maravillosas sobre
cosas que parecían no tener nada que
ver con la realidad. Adleman recuerda
la mañana en que entró en el despacho
de Rivest: «Ron estaba sentado con
aquel manuscrito: “¿Has visto esa
historia de Stanford sobre criptogramas,
códigos secretos, sistemas de
codificación… bla, bla, bla…?”. Mi
reacción fue: “Bueno, parece muy bonito
Ron, pero yo vengo a hablar de cosas
serias. No me importa en absoluto”.
Pero Ron estaba muy interesado».
Lo que le importaba a Adleman se
interesaba por el mundo abstracto de
Gauss y de Euler: era descifrar el último
teorema de Fermat, no dedicarse a un
tema de moda como la criptografía.
Rivest halló oídos más receptivos en
otro despacho del mismo pasillo, el que
ocupaba Adi Shamir, un matemático
israelí de visita en el MIT. Juntos,
Shamir y Rivest se pusieron a buscar
una idea que pudiera usarse para
traducir en algo real el sueño de Diffie y
Hellman. Aunque Adleman no tenía
mucho interés por la cuestión, resultaba
difícil ignorar la obsesión de Rivest y
Shamir por aquel problema: «Cada vez
que iba a sus despachos, estaban
hablando de ello. La mayoría de los
sistemas que ideaban eran muy sencillos
y, ya que estaba allí, intervenía en sus
discusiones para ver si lo que proponían
aquel día tenía sentido».
Mientras exploraban el abanico de
problemas matemáticos «duros»,
empezaron a utilizar para sus sistemas
criptográficos en estado embrionario un
número cada vez mayor de ideas
extraídas de la teoría de los números;
esto sí entraba en la esfera de interés de
Adleman: «Como se trataba de mi área
de competencia, podía resultar más útil
en el análisis de sus sistemas, y
eliminarlos casi todos». Pensó que por
fin había hallado la horma de su zapato
cuando Rivest y Shamir propusieron un
sistema que parecía muy seguro, pero
tras una noche de trabajo en la que
repasó toda la teoría de los números que
conocía, consiguió hallar un modo de
descifrar también aquel último código.
«La cosa duró mucho. Si iban a esquiar,
hablaban del tema… Incluso en el
telecabina que nos llevaba a las pistas
no dejaban de hablar de ello…».
El salto adelante tuvo lugar una
noche, cuando los tres estaban invitados
a cenar en casa de un graduado que
celebraba la primera noche de la Pascua
judía. Adleman era abstemio, pero
recuerda que Rivest bebió de golpe el
[6]
vino del Seder. Adleman volvió a casa
a medianoche, y poco más tarde sonó el
teléfono: era Rivest. «He tenido otra
idea…». Adleman escuchó con atención.
«Ron, creo que esta vez lo tenemos. Me
parece que esta es la idea buena».
Durante algún tiempo habían
considerado el difícil problema de la
factorización de los números: no
existían proyectos interesantes de
programas capaces de descomponer los
números enteros en los números primos
que los forman. Aquel problema tenía el
sabor preciso. Bajo el efecto del vino
ritual del Seder, Rivest había
comprendido la forma de traducirlo a su
código. Recuerda: «A primera vista
daba muy buena impresión, pero
sabíamos por experiencia que las cosas
que al principio parecen convincentes
pueden quedarse en nada; por ello lo
aparqué hasta la mañana siguiente».
Cuando Adleman llegó al
departamento del MIT hacia media
mañana del día siguiente, Rivest lo
saludó mostrándole el esbozo escrito a
mano de un artículo que tenía los
nombres de Adleman, Rivest y Shamir
en el encabezado. Mientras lo leía,
Adleman se dio cuenta de que contenía
lo que Rivest le había comentado por
teléfono la noche anterior. «Le dije a
Ron: “Quita mi nombre. Esto es cosa
tuya”. Y empezamos a pelearnos sobre
la oportunidad de que mi nombre
apareciera o no en el artículo». Adleman
aceptó reflexionar sobre ello. Entonces
no creía que se tratara de una cuestión
importante, ya que se suponía que el
artículo sería el menos leído de todas
sus publicaciones. Pero más tarde se
acordó del sistema de criptografía que
lo había tenido despierto toda una
noche. En aquella ocasión había evitado
que Rivest y Shamir hicieran un papelón
publicando precipitadamente un código
poco seguro. «Por esto volví a hablar
con Ron: “Ponme el tercero de la lista”.
Así nacieron las siglas RSA».
Rivest decidió que lo mejor que
podían hacer era estudiar hasta qué
punto era difícil el problema de la
factorización de los números: «El
problema de la factorización era una
forma de arte oscura en aquellos
tiempos. La literatura de referencia era
escasa. Era difícil obtener buenas
estimaciones del tiempo que emplearían
los algoritmos existentes». Una persona
que sabía del tema más que casi
cualquier otro era Martin Gardner, uno
de los más grandes divulgadores de
matemáticas del mundo. Gardner sintió
curiosidad por el método que Rivest
proponía y le pidió permiso para
publicar un artículo dedicado a aquella
idea en su sección fija del Scientific
American.
La reacción al artículo de Gardner
convenció finalmente a Adleman de que
habían descubierto algo gordo:
Aquel verano entré en una
librería de Berkeley. Un cliente
y el hombre que había tras el
mostrador estaban discutiendo
algo, y el cliente le dijo: «¿Ha
visto aquel artículo sobre
criptografía del Scientific
American?». Intervine: «¡Eh!, yo
participo en aquello». Y el tipo
se vuelve hacia mí y me dice:
«¿me firma un autógrafo?».
¿Cuántas veces nos piden un
autógrafo? Cero. Ea, de qué se
trata… ¡Me parece que aquí está
pasando algo serio!

Gardner había escrito en su artículo


que los tres matemáticos estaban
dispuestos a mandar una versión
preliminar a todos los que les hicieran
llegar un sobre franqueado. «Cuando
vuelvo al MIT encuentro miles,
literalmente miles, de sobres de éstos
procedentes de todo el mundo, incluido
uno del servicio de seguridad búlgaro, y
bla bla bla».
La gente empezó a decirles que se
harían ricos. Incluso en los años setenta,
cuando el comercio electrónico era pura
fantasía, la gente se dio cuenta de la
potencialidad de aquellas ideas.
Adleman pensaba que el dinero
empezaría a fluir al cabo de pocos
meses, y corrió a comprar un deportivo
rojo para celebrarlo: Bombieri no era el
único matemático que deseaba un
deportivo como premio por sus éxitos.
Finalmente Adleman terminó por
tener que pagar su coche a plazos, visto
el sueldo que cobraba en el MIT. Hizo
falta un poco más de tiempo para que los
servicios de seguridad y el mundo de los
negocios fueran completamente
conscientes de la fiabilidad y de la
potencia del cifrado RSA. Mientras
Adleman se iba de paseo con su coche
pensando aún en Fermat, Rivest ya
empezaba a sintonizar con las
implicaciones de su propuesta para el
mundo real:

Pensábamos que el proyecto


podía tener implicaciones
económicas. Por ello pasamos
por el despacho de patentes del
MIT y luego buscamos alguna
empresa que pudiera interesarse
en comercializar el producto.
Pero en los primeros años
ochenta aún no existía un
mercado. El interés era escaso
en aquella fase. El mundo
todavía no estaba ligado por una
gran red. La gente no tenía un
ordenador sobre la mesa de
trabajo.

Los que sí se interesaron fueron,


obviamente, los servicios de seguridad
gubernamentales: «Los servicios de
seguridad empezaban a estar muy
preocupados por el desarrollo de toda
aquella tecnología», explica Rivest.
«Hacían lo que podían para comprender
si el sistema que proponíamos iba
demasiado rápido». Parece que la
misma idea ya se había sugerido
secretamente en los ambientes de los
servicios de inteligencia. Pero los
servicios de seguridad tenían muchas
dudas sobre la pertinencia de poner la
vida de sus agentes en manos de algunos
matemáticos convencidos de la
dificultad de descomponer números.
Ansgar Heuser, de los servicios de
seguridad alemanes, el BSI, recuerda que
en los años ochenta ellos mismos
consideraron la posibilidad de usar en
la práctica el sistema RSA. Preguntaron a
los matemáticos si Occidente era mejor
que los rusos en teoría de los números.
Cuando recibieron un claro «no» por
respuesta, desecharon la idea. Sin
embargo, en el decenio siguiente el RSA
demostró su propio valor no sólo con
relación a la protección de la vida de
los espías, sino también en el mundo
público de los negocios.

UN TRUCO DE NAIPES
CRIPTOGRAFICO

Hoy, el cifrado RSA salvaguarda


gran parte de las transacciones que se
realizan por Internet. Lo extraordinario
es que las matemáticas que hacen
posible este sistema de criptografía de
clave pública se remonta a las
calculadoras de reloj de Gauss y a un
teorema que demostró Pierre de Fermat,
uno de los héroes de Adleman: el
teorema menor de Fermat.
La suma en calculadoras de reloj de
Gauss es una operación que a todos nos
es familiar. La hacemos cuando
calculamos el tiempo con un reloj
normal de doce horas en su esfera.
Sabemos que cuatro horas después de
las nueve será la una. Este es el
principio de la adición sobre la
calculadora de reloj: sumamos los
números y obtenemos el resto de dividir
por doce el resultado. Para expresar este
hecho, utilizamos exactamente la misma
notación que Gauss introdujo hace cerca
de doscientos años:

4 + 9 = 1 (módulo 12)

La multiplicación o la operación de
elevar a la potencia de un número con
una calculadora de reloj de Gauss
funcionan de manera similar: se calcula
el resultado con una calculadora
convencional, se divide entre doce y se
toma el resto de la división.
Gauss había comprendido que no era
necesario limitarse a los relojes con
esferas de doce horas. Incluso antes de
que Gauss formulara explícitamente su
concepto de la aritmética del reloj,
Fermat había hecho un descubrimiento
fundamental, que recibió el nombre de
teorema menor, en el que se
consideraba una calculadora de reloj
con un número primo de horas, llamado
p. Si tomamos un número en esta
calculadora y lo elevamos a la potencia
p, obtenemos siempre el número del que
habíamos partido. Por ejemplo, si en una
calculadora de reloj de cinco horas
multiplicamos 2 por sí mismo 5 veces,
obtenemos 32, al que corresponde de
nuevo 2 en el reloj de 5 horas. Cada vez
que Fermat multiplicaba el resultado
anterior por 2, la manecilla del reloj
parecía trazar un recorrido iterativo.
Después de cinco pasos, la manecilla
volvía al punto de partida, dispuesta a
repetir la secuencia.
Potencias de
2 21 22 23 24 25 26 27 28
Con
calculadora 2 4 8 16 32 64 128 256
convencional
Con
calculadora
de reloj de 5
2 4 3 1 2 4 3 1
horas

Si tomamos un reloj con esfera de


trece horas y repetimos el procedimiento
con las potencias de 3, desde 31, 32,…
hasta 313, obtenemos

3, 9, 1, 3, 9, 1, 3, 9, 1, 3, 9, 1, 3

Esta vez la manecilla no se detiene


en todas las horas de la esfera del reloj,
pero así y todo se da una pauta iterativa
que la lleva nuevamente sobre el 3 tras
multiplicar 3 por sí mismo 13 veces.
Parecía que, con independencia del
valor elegido por Fermat para el número
primo p, tuviera lugar la misma magia:
Fermat había descubierto que, con la
notación que Gauss utilizaba para la
aritmética del reloj (o aritmética
modular), para cualquier número primo
p y para cualquier valor x sobre el reloj
con esfera de p horas resultaba

xp = x (módulo p)

El descubrimiento de Fermat es el
tipo de cosas que hace latir con fuerza el
corazón de los matemáticos. ¿Qué se
esconde en los números primos para
producir este tipo de magia? No
contento con las observaciones
experimentales, Fermat quería encontrar
una demostración del hecho de que
cualquiera que fuera el número primo de
horas elegido para su reloj, los números
primos nunca lo decepcionarían.
En lugar de utilizar los márgenes de
un libro, esta vez Fermat declaró que
había encontrado una demostración en
una carta escrita en 1640 a un amigo,
Bernard Frenicle de Bessy. Pero, como
en el caso del último teorema, la
demostración era demasiado larga para
escribirla extensamente en el espacio
disponible: aunque prometió que la
enviaría a Bessy, Fermat nunca reveló al
mundo la demostración. Hubo que
esperar otro siglo para que la
demostración fuera redescubierta. En
1736, Leonard Euler descubrió por qué
en los relojes de números primos de
Fermat la manecilla volvía siempre al
punto de partida cuando la hora se
multiplicaba por sí misma un número
primo de veces. Euler también consiguió
extender el descubrimiento de Fermat a
los relojes con N horas en la esfera
donde es el producto de dos números
primos p y q. Euler descubrió que en un
reloj así la pauta empezaría a repetirse
tras (p − 1) × (q − 1) + 1 pasos.
El descubrimiento de Fermat acerca
de la magia de los relojes de números
primos y la generalización de Euler
cruzaron como un relámpago por la
mente de Rivest mientras estaba sentado,
pensando, aquella noche tras la cena del
Seder. Rivest comprendió que podía
utilizar el teorema menor de Fermat
como llave para construir un código
matemático capaz de hacer desaparecer
el número de una tarjeta de crédito para
después hacerlo reaparecer
mágicamente. Cifrar un número de
tarjeta de crédito recuerda el inicio de
un truco de naipes; pero aquí no tenemos
una baraja corriente: el número de
cartas de la baraja de Rivest es tan
increíblemente enorme que requiere más
de cien cifras para ser escrito. El
número de la tarjeta de crédito de un
cliente es una de las cartas de esa
baraja. El cliente coloca su tarjeta de
crédito en la parte superior de la baraja.
La página de Internet mezcla las cartas,
de manera que la ubicación de la tarjeta
del cliente parece haberse perdido
completamente: un hacker tiene que
afrontar la misión imposible de extraer
aquella carta en particular de la baraja
mezclada. La página de Internet, sin
embargo, conoce un truco ingenioso:
gracias al teorema menor de Fermat, es
capaz de hacer reaparecer la carta en la
parte superior de la baraja tras barajar
nuevamente. Esta segunda vez que se
baraja es la clave secreta, que sólo es
conocida por la empresa a la que
pertenece el sitio.
Las matemáticas que Rivest utilizó
para idear este truco criptográfico es
realmente simple: la mezcla de las
cartas se hace mediante un cálculo
matemático; cuando el cliente coloca
una orden en el sitio, el ordenador toma
su número de tarjeta de crédito y hace un
cálculo con él. Se trata de un cálculo
muy fácil, pero casi imposible de
deshacer si no se conoce la clave
secreta. Ello se debe a que el cálculo no
se hace con una calculadora
convencional, sino con una de las
calculadoras de reloj de Gauss.
Cuando un cliente coloca una orden
en el sitio de una empresa, la empresa le
dice cuántas horas debe usar en la
calculadora de reloj. Para elegir este
número de horas, la empresa toma dos
grandes números primos, p y q, cada uno
compuesto de aproximadamente 6o
cifras. Los multiplica para obtener un
tercer número, por tanto, el número de
horas del reloj resultará enorme, hasta
un máximo de 120 cifras. Cada cliente
utilizará el mismo reloj para cifrar su
propio número de tarjeta de crédito.
Gracias a la seguridad de este código, la
empresa puede utilizar el mismo reloj
durante meses antes de tener que
considerar la pertinencia de cambiar el
número de horas de su esfera.
La selección del número de horas de
la esfera de la calculadora de reloj de la
página de Internet es el primer paso en
la elección de la clave pública. Aunque
el número N se haga público, los dos
números primos p y q que lo componen
son secretos. Estos números son los dos
ingredientes de la clave que se usa para
decodificar el número cifrado de la
tarjeta de crédito.
A continuación, cada cliente recibe
un segundo número: se llama número de
código y lo indicaremos por E. Este
número es el mismo para todos y es
público, igual que el número N de horas
que tiene la esfera de la calculadora de
reloj. Para cifrar su número de tarjeta de
crédito C, el cliente lo eleva a la
potencia E con la calculadora de reloj
pública de la página de Internet.
(Podemos imaginar que E es el número
de cortes que un prestidigitador hace
para esconder en la baraja la carta que
hemos elegido). El resultado, en la
notación de Gauss, es CE (módulo N).
¿Qué es lo que hace más seguro este
procedimiento? Al fin y al cabo,
cualquier hacker puede ver el número
cifrado de la tarjeta de crédito mientras
viaja por el ciberespacio, y puede
buscar la clave pública de la empresa,
que consiste en la calculadora de N
horas y la instrucción de elevar a E el
número de tarjeta de crédito. Todo lo
que el hacker tiene que hacer para
descifrar este código es hallar un
número que, multiplicado E veces por sí
mismo con la calculadora de reloj de N
horas, dé el número cifrado de la tarjeta
de crédito. Pero esto es muy difícil. Una
ulterior complicación resulta de la
forma de calcular las potencias con una
calculadora de reloj: en una calculadora
convencional, el resultado de la
operación aumenta constantemente a
cada nueva multiplicación del número
de la tarjeta de crédito por sí mismo. No
sucede lo mismo con las calculadoras de
reloj. En éstas, el punto de partida se
pierde de vista muy rápidamente, ya que
las dimensiones del resultado no tienen
ninguna relación con la posición de
partida. Tras barajar E veces, el hacker
se encuentra completamente perdido.
¿Y si el hacker intenta probar con
cualquier posible hora en la calculadora
de reloj? No hay nada que hacer: hoy los
criptógrafos utilizan relojes en los que
N, el número de horas, tiene más de cien
cifras. En otras palabras, hay más horas
en la esfera de la calculadora que
átomos en el universo. (En cambio, el
número de código E es, en general, más
bien pequeño). Pero, si el problema es
imposible de resolver, ¿cómo hace la
empresa para recuperar el número de
tarjeta de crédito del cliente?
Rivest sabía que el teorema menor
de Fermat garantizaba la existencia de
un número mágico de decodificación, D.
Cuando la empresa que opera en Internet
multiplica el número cifrado de la
tarjeta de crédito por sí mismo D veces,
reaparece el número original de la
tarjeta de crédito. Los prestidigitadores
utilizan la misma idea para recuperar la
carta escondida en una baraja. Tras un
cierto número de cortes, se tiene la
impresión de que el orden de las cartas
sea completamente aleatorio, pero el
prestidigitador sabe que algunos cortes
más llevarán a la baraja a su estado
original. Por ejemplo, en el caso del
llamado corte perfecto —en el que se
divide la baraja en dos partes iguales y
a continuación se mezclan las dos
mitades de forma que se alternen cada
carta de una mitad con una carta de la
otra mitad—, hacen falta ocho cortes
para devolver a la baraja su
configuración original. Naturalmente, la
habilidad del prestidigitador consiste en
efectuar ocho cortes perfectos seguidos.
Fermat había descubierto un
procedimiento análogo para los relojes,
es decir, equivalente al número de
cortes perfectos que se necesitan para
devolver la baraja de 52 naipes a la
configuración inicial. Y Rivest adaptó el
truco de Fermat para decodificar los
mensajes cifrados con el sistema RSA.
Aunque la baraja haya sido
mezclada por la página de Internet un
número de veces suficiente como para
hacer imposible encontrar el número de
nuestra tarjeta de crédito, la empresa
que gestiona el sitio sabe que
barajándola otras D veces hará
reaparecer sobre la baraja nuestra
tarjeta de crédito. Pero podremos hallar
el valor de D sólo si conocemos los
números primos secretos p y q. Rivest
utilizó la generalización del teorema
menor de Fermat que Euler había
descubierto, que funciona con
calculadoras de reloj constituidas por
dos números primos en lugar de uno
solo. Euler había demostrado que, en
uno de estos relojes, la pauta se repite
tras cortes; por ello, la única manera de
saber cuánto tendremos que esperar para
que la secuencia vuelva a empezar en un
reloj con horas en su esfera es conocer
los valores de ambos números primos p
y q.
En todo caso, aunque los dos
números primos p y q se mantengan en
secreto, su producto es público; por
tanto, la seguridad de la cifra RSA de
Rivest se basa en la dificultad de su
factorización. Un hacker tendría que
afrontar el mismo problema que ocupó
al profesor Cole a principios del siglo
pasado: hallar los dos números primos
con los que se construye N.

SE ARROJA EL GUANTE DEL


DESAFÍO RSA 129

Para convencer al mundo de los


negocios de que el problema de la
factorización tenía un respetable
abolengo, el trío del MIT acostumbraba a
citar lo que uno de los pesos pesados,
Gauss, decía al respecto: «La dignidad
misma de la ciencia parece reclamar que
se utilicen todos los medios posibles
para hallar la solución a un problema tan
elegante y celebrado». Pero, a pesar de
su reconocimiento de la importancia del
problema de la factorización, Gauss no
consiguió avanzar ningún paso en el
camino para solucionarlo. Y si Gauss lo
había intentado sin éxito, no cabía
ninguna duda sobre las garantías de
poner en manos de la cifra RSA la
seguridad de las empresas.
A pesar de la «aprobación» de
Gauss al sistema RSA, el problema de la
factorización había sido relegado a los
márgenes de las matemáticas hasta que
el trío del MIT lo tradujo a su cifra.
Buena parte de los matemáticos
mostraba muy poco interés por el
trabajito práctico de descomponer los
números enteros. Aunque se hubiera
requerido un tiempo equivalente a la
edad del universo para determinar los
números primos que forman los grandes
números, ¿qué importancia teórica podía
tener este hecho? Sin embargo, con el
descubrimiento de Rivest, Shamir y
Adleman, el problema de la
factorización adquirió una importancia
muy superior a la que había tenido en
tiempos de Cole.
¿Hasta qué punto es difícil
descomponer un número en los primos
que lo forman? Cole no tenía acceso a
los ordenadores electrónicos, y por ello
necesitó muchos domingos por la tarde
para descubrir que 193.707.721 y
761.838.257.287 son los dos números
primos que, una vez multiplicados, dan
el número de Mersenne 267 − 1. Pero
nosotros, armados con nuestros
ordenadores, ¿no podemos simplemente
verificar un número primo tras otro
hasta hallar uno que divida al número
que pretendemos factorizar? El
problema es que factorizar un número de
más de cien cifras significa tener que
verificar más números que la cantidad
de partículas existentes en el universo
observable.
Con tal cantidad de números para
verificar, Rivest, Shamir y Adleman se
sintieron lo bastante confiados como
para lanzar un desafío: factorizar un
número de 129 cifras que ellos mismos
habían construido multiplicando dos
números primos. El número, junto con
un mensaje cifrado, se publicó en el
artículo de Martin Gardner en Scientific
American que llevó el código al centro
de la atención mundial. Como aún no
eran los millonarios en los que se
convertirían más adelante, los tres
ofrecieron sólo cien dólares como
premio a quien descubriera los dos
números primos usados para construir
aquel número enorme, bautizado como
«RSA 129 ». En el artículo estimaban que
serían necesarios cuarenta cuatrillones
de años para descomponer RSA 129 .
Poco después se dieron cuenta de que
habían cometido un pequeño error
aritmético en su estimación del tiempo
necesario. Sin embargo, dadas las
técnicas de factorización disponibles en
aquella época, se necesitarían miles de
años.
La cifra RSA parecía la realización
del sueño de los constructores de
códigos secretos: un código
absolutamente seguro. Con tantos
números primos para verificar, la
confianza en la inexpugnabilidad del
sistema parecía justificada. Pero
también los alemanes habían creído que
Enigma era invencible, ya que sus
configuraciones posibles eran más
numerosas que las estrellas del
universo. Sin embargo, los matemáticos
de Bletchley Park habían mostrado que
no siempre se puede recurrir a la propia
confianza en los grandes números.
El guante del desafío de RSA 129
había sido arrojado. Siempre dispuestos
a aceptar un desafío, matemáticos de
todo el mundo se pusieron manos a la
obra. En los años siguientes, estos
matemáticos idearon sistemas cada vez
más ingeniosos para determinar los dos
números primos secretos de Rivest,
Shamir y Adleman. En lugar de los
cuarenta cuatrillones de años que había
estimado el trío del MIT, finalmente los
números se determinaron en un tiempo
irrisorio de diecisiete años. Este es un
tiempo suficiente como para que
caduque una tarjeta de crédito
codificada utilizando RSA 129 ; sin
embargo, plantea la cuestión de cuánto
tiempo pasará antes de que aparezca un
matemático con ideas capaces de
reducir los diecisiete años a diecisiete
minutos.

LLEGAN NUEVOS TRUCOS

La interacción entre criptografía y


matemática introdujo a los matemáticos
modernos en una nueva cultura, más
próxima a las ciencias experimentales.
Se trataba de una cultura desconocida
desde que el sistema académico alemán
del siglo XIX había tomado el testigo de
manos de los matemáticos de la Francia
revolucionaria. Los matemáticos
franceses habían considerado su
disciplina como un instrumento práctico,
un medio para conseguir un objetivo,
mientras que Wilhelm von Humboldt
consideraba la búsqueda del
conocimiento como un fin en sí mismo.
Los teóricos que aún estaban embebidos
de la tradición alemana no tardaron en
condenar el estudio de los métodos de
factorización de los números, llegando a
compararlo con «un cerdo en un jardín
de rosas», por usar las palabras de
Hendrik Lenstra. Frente a la búsqueda
de demostraciones irrefutables, «ir a por
primos» se vio como una ocupación
secundaria, de escaso relieve
matemático. Pero cuando creció la
importancia comercial de la cifra RSA,
se hizo imposible ignorar las
implicaciones prácticas que tendría el
descubrimiento de un método eficiente
para iluminar los números primos que se
esconden en el interior de los grandes
números. Al cabo de poco, cada vez más
matemáticos se dejaron llevar por el
reto de descomponer el RSA 129. El paso
decisivo tuvo lugar no tanto como
consecuencia del desarrollo de
ordenadores cada vez más veloces sino
gracias a inesperados avances teóricos.
Los nuevos problemas que resultaron de
estas incursiones en el descifrado de
códigos llevaron al desarrollo de una
matemática profunda y compleja.
Uno de los matemáticos que
sintieron la atracción por esta disciplina
emergente fue Carl Pomerance.
Pomerance goza dividiendo su tiempo
entre los pasillos académicos de la
Universidad de Georgia y el ambiente
más comercial de los Bell Laboratories
de Murray Hill, en Nueva Jersey. Como
buen matemático, nunca ha perdido el
placer adolescente de jugar con los
números y de buscar nuevas relaciones
entre ellos. Pomerance atrajo la atención
de Paul Erdös cuando el matemático
húngaro conoció un singular artículo
suyo sobre las combinaciones numéricas
de la puntuación del béisbol. Con el
estímulo de una pregunta curiosa que se
planteaba en aquel artículo, Erdös se
presentó a Pomerance en Georgia para
plantear una colaboración que
terminaría por producir treinta
publicaciones firmadas conjuntamente.
La descomposición de los números
había fascinado a Pomerance desde que
se había preguntado cómo factorizar el
número 8.051 en un concurso
matemático en la escuela secundaria.
Había un límite de tiempo de cinco
minutos y en aquella época no existían
las calculadoras de bolsillo. A pesar de
ser muy rápido con el cálculo aritmético
mental, Pomerance decidió empezar por
buscar un camino rápido que lo llevara a
la solución sin tener que actuar
sistemáticamente verificando uno a uno
los divisores posibles: «Dediqué un par
de minutos a buscar un método
ingenioso, pero empecé a temer que
estaba dedicando a ello demasiado
tiempo. Entonces empecé con retraso a
hacer intentos de divisiones, pero había
perdido demasiado tiempo y no conseguí
resolver el problema».
Aquel fracaso en la descomposición
de 8.051 originó la caza de un método
rápido para factorizar los números que
Pomerance nunca más abandonó.
Finalmente descubrió cuál era el truco
que el profesor de la escuela había
pensado. Antes de 1977, la manera más
ingeniosa para descomponer un número
pertenecía aún, increíblemente, al
hombre cuyo teorema menor había
servido de catalizador para la invención
de la cifra RSA. El método de
factorización de Fermat es la forma más
rápida de descomponer algunas
categorías especiales de números por
medio de simples estructuras
algebraicas.
Utilizando el método de Fermat,
Pomerance necesitó unos pocos
segundos para descomponer 8.051 en
83 × 97. Fermat, que sentía una auténtica
pasión por los códigos secretos, con
toda seguridad habría gozado al
encontrar, tres siglos más tarde, su obra
en el corazón de la realización y del
descifrado de códigos.
Cuando Pomerance conoció el reto
de Rivest, Shamir y Adleman,
comprendió inmediatamente que la
descomposición de aquel número de 129
cifras sería la manera de exorcizar el
recuerdo de su fracaso escolar. En los
primeros años ochenta repentinamente
vio claro que existía un sistema para
explotar el método de factorización de
Fermat. Aplicándolo a una multitud de
calculadoras de reloj distintas, el
método podía proporcionar una potente
máquina para la factorización; pero
ahora lo que estaba en juego ya no era
una simple competición matemática de
la escuela superior: el nuevo
descubrimiento, que se bautizó como
criba cuadrática, tenía implicaciones
muy serias para el mundo emergente de
la seguridad en Internet.
La criba cuadrática de Pomerance
funciona en base al método de
factorización de Fermat, pero
cambiando continuamente la calculadora
de reloj que se usa para intentar
descomponer el número. El método es
similar a la criba de Eratóstenes, la
técnica que inventó el bibliotecario
alejandrino para determinar los números
primos a base de considerar un primo
cada vez y borrar a continuación todos
sus múltiplos. De esta forma, haciendo
pasar los números a través de cedazos
con mallas de distintas dimensiones, los
números que no son primos se eliminan
sin necesidad de examinarlos uno a uno.
En el ataque de Pomerance, en lugar de
usar cedazos con mallas de dimensiones
diversas se varía el número de horas de
la esfera de la calculadora de reloj. Los
cálculos que se efectúan en cada
calculadora de reloj particular permitían
a Pomerance disponer de informaciones
cada vez más precisas sobre posibles
factores primos de un número; cuanto
mayor fuera el número de relojes que
consiguiera usar, tanto más se acercaría
a la descomposición de un número en
sus factores primos.
La verificación definitiva consistió
en aplicar la idea al reto planteado por
RSA 129 . Pero en los años ochenta aquel
número estaba todavía muy lejos del
alcance de la máquina de Pomerance
para la factorización. En los primeros
noventa llegó una ayuda en el marco de
Internet. Dos matemáticos, Arjen Lenstra
y Mark Manasse, comprendieron que
Internet sería un aliado precioso para la
criba cuadrática en un ataque a RSA 129 .
La belleza del método de Pomerance
procedía del hecho de que la carga de
trabajo podía dividirse entre diversos
ordenadores. Internet ya había sido
utilizado para hallar primos de
Mersenne asignando trabajos diversos a
diversos ordenadores personales.
Manasse y Lenstra comprendieron que
ahora podían usar Internet para un
ataque coordinado a RSA 129 : podían
asignar a cada ordenador distintos
relojes con los que cribar los números
primos. De pronto se pedía a Internet,
que en teoría estaba protegido por
aquellos códigos, que contribuyera a
superar el reto planteado por RSA 129.
Lenstra y Manasse distribuyeron la
criba cuadrática por Internet y reclutaron
voluntarios: en abril de 1994 llegó el
anuncio de la capitulación de RSA 129 .
Gracias al trabajo coordinado de varios
centenares de ordenadores personales en
veinticuatro países, RSA 129 se
descompuso tras ocho meses de tiempo
máquina real, en el ámbito de un
proyecto dirigido por Derek Atkins del
MIT, Michael Graff de la Iowa State
University, Paul Leyland de la Oxford
University y Arjen Menstra. También
participaron en la investigación dos
aparatos de fax: cuando no estaban
ocupados enviando o recibiendo
mensajes, también contribuían a buscar
los dos números primos de 65 y 64
cifras. En el proyecto se usaron 524.339
calculadoras de reloj distintas con un
número primo de horas.
A finales de los noventa Rivest,
Shamir y Adleman plantearon una serie
de nuevos retos. A finales del 2002, el
menor de los números puestos sobre la
mesa que todavía resistía los intentos de
descomposición era de 160 cifras. Las
finanzas de los tres habían mejorado
mucho desde 1977, de manera que ahora
podemos ganar diez mil dólares si
conseguimos descomponer uno de los
números RSA que están planteados como
reto. Rivest se ha deshecho de los
números primos que usaron para
construir estos números y, en
consecuencia, nadie sabrá las respuestas
hasta que sean factorizados. Para el
sistema de cifra RSA, diez mil dólares es
un precio pequeño a cambio de la
oportunidad de mantenerse por delante
del aguerrido grupo de descifradores de
números que están en la lucha. Y, cada
vez que se establece un nuevo récord, a
l a RSA le basta con aconsejar a sus
clientes un aumento en las dimensiones
de los números primos.
La criba cuadrática de Pomerance ha
sido sustituida por un nuevo método de
descifrado llamado criba del campo
numérico. Esta criba ha permitido la
descomposición del número RSA 155 en
agosto de 1999. El resultado lo obtuvo
una red de matemáticos reunidos bajo el
mesiánico nombre de Kabalah. RSA 155
ha supuesto una ruptura psicológica
importante: a mitad de los ochenta,
cuando los servicios de seguridad
todavía dudaban sobre la conveniencia
de adoptar el sistema RSA, este nivel de
complejidad se consideraba suficiente
para garantizar la seguridad de los
ordenadores; como ha admitido Ansgar
Heuser, del BSI, la agencia alemana para
la seguridad nacional, si se hubieran
decidido a adoptar aquel estándar «nos
habríamos podido encontrar en el centro
de un desastre». El 3 de diciembre del
2003 los matemáticos anunciaron que
también RSA 174 había sido factorizado.
Hoy, el sistema de seguridad RSA
recomienda utilizar relojes con un
número N de horas de al menos 230
cifras; pero las agencias
gubernamentales como el BSI, que
requieren un nivel de seguridad capaz de
garantizar una protección a largo plazo
para sus propios agentes, actualmente
recomiendan el uso de relojes con más
de 600 cifras.

CON LA CABEZA BAJO EL


ALA

La criba del campo numérico


aparece brevemente en la película de
H o l l yw o o d Los fisgones. Robert
Redford está sentado escuchando a un
joven matemático que imparte una charla
sobre la descomposición de números
muy grandes: «La criba del campo
numérico es el mejor método disponible
en la actualidad. Existe la interesante
posibilidad de un enfoque más
elegante… Pero quizá —digo quizá—
puede haber un atajo…». Naturalmente,
este joven prodigio de las matemáticas,
interpretado por Donal Logue, ha
descubierto aquel método, «un avance
de proporciones gaussianas», y lo ha
colocado en una cajita que, como era de
prever, acabará en manos del malo de la
película, interpretado por Ben Kingsley.
La trama es tan descabellada que la
mayoría de los espectadores
probablemente imaginan que cosas así
no podrían suceder nunca en el mundo
real. Sin embargo, mientras desfilan los
títulos finales aparece: «Asesor
matemático: Len Adleman». La A de
RSA. Tal como admite el propio
Adleman, no podemos excluir la
posibilidad de que tal escenario suceda.
Larry Lasker, que ha escrito Los
fisgones, Despertares y Juegos de
guerra, pidió a Adleman que se
asegurara de que la puesta en escena no
tuviera errores matemáticos: «Me
gustaba Larry y me gustaba su deseo de
verosimilitud, así que acepté. Larry me
ofreció dinero, pero le hice una
contraoferta: escribiría la escena si mi
mujer podía conocer a Robert Redford».
¿Hasta qué punto están preparadas
las empresas comerciales y los entes
gubernamentales de seguridad para un
avance tal en el ámbito teórico? Algunos
más que otros, pero en conjunto se
esconde la cabeza debajo del ala. Si les
planteamos la pregunta, las respuestas
que obtendremos son más bien
preocupantes. A continuación veremos
algunos comentarios recogidos en el
circuito criptográfico:

«Nosotros nos adaptamos a los


estándares del gobierno, que es
lo único que nos preocupa».

«Si fracasamos, al menos habrá


muchos otros que fracasarán con
nosotros».

«La esperanza está en que ya


estaré jubilado cuando tenga
lugar un avance matemático de
este tipo y, por tanto, no será mi
problema».

«Trabajamos basándonos en el
principio de la esperanza: nadie
cuenta con un avance de tales
proporciones en un futuro
inmediato».
«Nadie puede ofrecer garantías.
Simplemente, esperamos que no
suceda».

Cuando tengo que hablar de


seguridad en Internet con gente
importante del mundo económico, me
gusta plantear mi propio pequeño reto
sobre la cifra RSA: apuesto una botella
de champán a la primera persona que
descubra los dos números primos cuyo
producto es 126.619. Las diversas
reacciones que he observado al
proponer este reto en tres seminarios
para directivos de bancos realizados en
diversos puntos del planeta me han
permitido captar las diferencias de
intereses culturales en la actitud del
mundo financiero respecto del problema
de la seguridad. En Venecia, el reto
propuesto y las matemáticas en las que
se basa los códigos atravesaron las
cabezas de los banqueros europeos sin
dejar literalmente el menor rastro, y tuve
que recurrir a un cómplice infiltrado
entre el público para proporcionar la
solución. A diferencia de los banqueros
europeos, la mayoría de ellos con
preparación humanística, la comunidad
financiera del Extremo Oriente tiene una
preparación científica bastante más
consistente. Antes de que terminara mi
conferencia en Bali, un hombre se
levantó, dijo cuáles eran los dos
números primos y reclamó el champán.
Los presentes demostraron apreciar las
matemáticas y su aplicación a los
negocios electrónicos mucho más que
sus colegas europeos.
Pero la indicación más relevante me
la proporcionó la presentación ante un
público de operadores estadounidenses.
Aún no habían transcurrido ni quince
minutos de mi vuelta a la habitación del
hotel después del final de mi
conferencia cuando recibí tres llamadas
telefónicas con las soluciones correctas.
Dos de los directivos de banco
estadounidenses se habían conectado a
Internet, habían descargado programas
de descifrado y los habían utilizado para
descomponer 126.619. El tercero fue
poco explícito respecto al método que
había utilizado, y tengo fuertes
sospechas de que había interceptado las
llamadas de los otros dos.
El mundo de los negocios ha puesto
su confianza en métodos matemáticos
que muy pocos se han molestado en
examinar directamente. No deja de ser
cierto que la amenaza inmediata para la
seguridad de las transacciones diarias
procede muy probablemente de un
administrador negligente, que deja
información no cifrada en la página de
Internet: como cualquier sistema
criptográfico, el RSA está expuesto a las
debilidades humanas. Durante la
Segunda Guerra Mundial, los aliados se
aprovecharon de una caterva de errores
de manual que cometieron los
operadores alemanes, errores que les
ayudaron a descifrar Enigma. De la
misma manera, la seguridad del sistema
RSA puede resultar minada por
operadores que elijan números
demasiado fáciles de descomponer: si
tiene intención de descifrar códigos,
dedicarse a la compra de ordenadores
de segunda mano es probablemente
mejor inversión que inscribirse en el
programa de doctorado de un
departamento universitario de
matemáticas puras: la cantidad de
información delicada que se suele dejar
en máquinas anticuadas es espantosa.
Corromper a alguien que protege las
claves secretas sería mucho mejor para
sus finanzas que patrocinar un equipo de
matemáticos para dedicarlos a la tarea
de descomponer grandes números.
Como hace notar Bruce Scheiner en su
l i b r o Applied Cryptography: «es
muchísimo más fácil hallar puntos
débiles en las personas que en los
sistemas criptográficos».
En todo caso, estas grietas de
seguridad, aunque graves para la
empresa que las sufre, no suponen
ninguna amenaza para el tejido global de
los negocios en Internet. Es este aspecto
lo que hace interesante la película Los
fisgones: aunque las probabilidades de
que se produzca un avance importante en
la descomposición de números sean
pequeñas, el riesgo está presente, y el
resultado sería devastador a escala
global. Podría producirse una auténtica
catástrofe para el mundo de los negocios
por Internet, y hacer caer todo el
edificio del correo electrónico.
Creemos que la descomposición de
grandes números es un problema
intrínsecamente difícil, pero no podemos
demostrarlo: muchos directivos se
librarían de un gran peso si pudiéramos
garantizarles la imposibilidad de
encontrar un programa rápido capaz de
factorizar los números. Naturalmente, es
difícil demostrar que no existe nada así.
La descomposición de números es
un trabajo complejo no por la particular
dificultad de las matemáticas que se
utilizan, sino porque el pajar en donde
han de buscarse las dos agujas es
gigantesco. Hay muchos otros problemas
caracterizados por un «pajar» análogo:
por ejemplo, aunque cualquier mapa
puede pintarse con cuatro colores,
¿cómo establecer, dado un mapa
particular, la posibilidad de pintarlo con
sólo tres? La única forma de saberlo
parecería ser la muy laboriosa de
repasar todas las combinaciones
posibles hasta que, con un poco de
suerte, vayamos a parar a un mapa que
sólo requiera tres colores.
Uno de los «Problemas del Milenio»
de Landon T. Clay, conocido como P
versus NP, plantea una cuestión
interesante sobre este tipo de
problemas: si la complejidad de un
problema como la factorización de
números o la manera de colorear mapas
deriva de las grandes dimensiones del
pajar en el que hay que buscar, ¿es
posible que exista siempre un método
eficiente de encontrar la aguja? La
sensación es que la respuesta al
problema P versus NP tiene que ser
«no»: hay problemas cuya complejidad
intrínseca no puede evitarse ni siquiera
con la capacidad de penetración de un
Gauss moderno. Sin embargo, si la
respuesta resultara ser «sí», entonces,
como afirma Rivest: «sería una
catástrofe para la comunidad de los
criptógrafos». La mayoría de los
sistemas criptográficos, incluido el RSA,
tiene que ver con problemas en los que
están implicados grandes pajares. Una
respuesta positiva a este problema del
milenio significaría que existe realmente
un método rápido para descomponer los
números: ¡sólo nos faltaría encontrarlo!
Al fin y al cabo, la falta de interés
del mundo de los negocios respecto de
la obsesión con la que nosotros los
matemáticos perseguimos la
construcción de nuestro edificio sobre
bases seguras al cien por cien no es tan
sorprendente: la descomposición de
números es, desde hace milenios, una
empresa difícil y, en consecuencia, el
mundo económico está satisfecho de
poder construir su centro comercial
global en Internet sobre bases que están
aseguradas al 99,99 por ciento. La
mayoría de los matemáticos están
convencidos de que hay algo
intrínsecamente difícil en los
procedimientos de cálculo necesarios
para la factorización; pero nadie es
capaz de prever qué progresos nos
traerán los próximos decenios. Después
de todo, hace unos veinte años RSA 129
parecía indestructible.
Una de las principales razones de la
dificultad de factorización de los
números es la aleatoriedad de la
distribución de los números primos.
Dado que la hipótesis de Riemann trata
de determinar el origen de este
comportamiento incontrolable de los
números primos, su demostración
proporcionaría nuevas intuiciones. En
1900, al describir la hipótesis de
Riemann, Hilbert había subrayado que
su solución abría la posibilidad teórica
de desvelar muchos otros secretos
relativos a los números. Visto el papel
central de la hipótesis de Riemann para
la comprensión de los números primos,
los matemáticos han empezado a
plantear la hipótesis de que su
demostración, en caso de hallarse,
podría producir nuevos métodos de
factorización de los números. Por esta
razón, actualmente las empresas están
empezando a vigilar el abstruso mundo
de la investigación sobre los números
primos. Pero hay otra razón para que el
mundo económico se interese por la
hipótesis de Riemann: antes de poder
utilizar la cifra RSA, las empresas que
operan en Internet tienen que hallar dos
números primos de sesenta cifras. Si la
hipótesis de Riemann es correcta,
entonces existe un método rápido para
descubrir los números primos con los
que construir los códigos RSA sobre los
que actualmente se basa la seguridad del
comercio electrónico.

A LA CAZA DE LOS
GRANDES NÚMEROS
PRIMOS

Dado el ritmo creciente de


desarrollo de Internet y la consiguiente
demanda de números primos cada vez
mayor, la demostración de Euclides
sobre la infinitud del conjunto de los
números primos toma repentinamente
una inesperada importancia comercial.
Pero, si los números primos forman un
conjunto tan indisciplinado, ¿cómo harán
las empresas para encontrar estos
grandes números primos? Ciertamente,
existen infinitos, pero a medida que
vamos buscándolos cuesta cada vez más
de encontrarlos. Y si disminuyen a
medida que avanzamos, ¿existen
suficientes números primos de unas
sesenta cifras para que cualquiera en el
mundo tenga dos con los que construir su
propia clave privada? Aun admitiendo
que sean suficientes, quizá son apenas
suficientes, en cuyo caso hay elevadas
probabilidades de que dos personas
elijan la misma pareja.
Afortunadamente, la naturaleza ha
sido benévola con el mundo del
comercio electrónico: del teorema de
Gauss sobre los números primos se
deduce que la cantidad de números
primos de sesenta cifras vale
aproximadamente 1060 dividido por el
logaritmo de 1060. Esto significa que
existen suficientes números primos de
sesenta cifras como para que cada átomo
de la Tierra tenga su propia pareja. Y no
sólo esto: las posibilidades de acertar la
Primitiva son mucho mayores que las
probabilidades de que a dos átomos
distintos les sea asignado el mismo par
de números primos.
Por ello, una vez establecido que
hay suficientes números primos para
todo el mundo, ¿cómo podemos tener la
certeza de que un número es primo?
Como hemos visto, hallar los números
primos que forman un número no primo
es ya muy difícil. Si un número
candidato es primo, ¿no será dos veces
más difícil saberlo? Al fin y al cabo, se
trata de verificar que ningún número
menor es uno de sus divisores.
En realidad, establecer si un número
es primo no es la empresa ímproba que
podríamos imaginar: existe un método
que permite verificar rápidamente si un
número no es primo, incluso si no somos
capaces de determinar ni uno solo de los
números primos que lo forman. Por ello,
veintisiete años antes de anunciar su
cálculo, Cole sabía, y con él el resto del
mundo matemático, que el número que
estaba descomponiendo no era primo.
Este método de comprobación no es de
gran ayuda en la predicción de la
distribución de los números primos, el
corazón de la hipótesis de Riemann,
pero al decirnos si un número concreto
cualquiera es o no primo, nos da la
oportunidad de escuchar las notas
individuales de la música, a pesar de no
servirnos para apreciar el conjunto de la
melodía escondida en la hipótesis de
Riemann.
En el origen de este test encontramos
el teorema menor de Fermat, que Rivest
utilizó aquella noche en que descubrió la
cifra RSA con la ayuda del vino del
Seder. Fermat había descubierto que si
se introduce un número en una
calculadora de reloj con un número
pr i mo p de horas en su esfera, y a
continuación se eleva a la p-ésima
potencia, se obtiene siempre el número
de partida. Euler comprendió que el
teorema menor de Fermat podía ser
utilizado para demostrar que un número
no es primo: en un reloj de seis horas,
por ejemplo, multiplicar 2 por sí mismo
seis veces lleva la manecilla del reloj a
las 4; si 6 fuera un número primo, tras el
cálculo nos hubiéramos encontrado de
nuevo en las 2. Por esto, el teorema
menor de Fermat nos dice que 6 no
puede ser primo, o se trataría de un
contraejemplo del teorema.
Si queremos decidir si un número p
es primo, tomaremos una calculadora de
reloj con p horas en su esfera.
Probaremos con diversas horas para ver
si elevándolas a p volvemos siempre al
punto de partida. Si ello no sucede,
podemos descartar el número p con la
seguridad de que no se trata de un
número primo. Cada vez que
encontremos una hora que satisface el
test de Fermat, por otra parte, no
habremos demostrado que p es primo
pero aquella hora del reloj testificará,
por decirlo así, a favor de la primalidad
de p.
¿Por qué razón es mucho mejor
comprobar las horas en el reloj que
verificar si cada número menor que p es
divisor suyo? La cuestión radica en que,
s i p falla el test de Fermat, el error es
realmente grande. De hecho, más de la
mitad de los números primos que están
en la esfera del reloj no superan el test,
convirtiéndose así en testigos de la no
primalidad de p. El hecho de que haya
muchas formas de demostrar que aquel
número no es primo representa por ello
un paso adelante de gran importancia.
En este sentido el método difiere mucho
de la comprobación sistemática de la
divisibilidad de p, en la que se
comprueba cada número para ver si es
divisor de p. Si, por ejemplo, p es
producto de sólo dos números primos,
entonces cuando se aplica el test de
divisibilidad son sólo aquellos dos
números los que pueden demostrar que p
no es primo: ningún otro número
supondrá una ayuda. Hay que apuntar
muy bien para que el test de
divisibilidad funcione.
En una de sus numerosísimas
colaboraciones, Erdös estimó, aunque
no demostró rigurosamente, que en caso
de querer determinar si un número
menor que 10150 es primo, encontrar una
sola hora en el reloj que supere el test
de Fermat significa que la probabilidad
de que aquel número sea primo se
reduce ya a 1 entre 1043. Paulo
Ribenboim, autor de The Book of Prime
Number Records, subraya que usando
este test cualquier empresa que venda
números primos podría colocar su
producto de manera realista con el
eslogan: «satisfacción o reembolso», sin
peligro de terminar en la ruina.
A lo largo de los siglos, los
matemáticos han perfeccionado el test
de Fermat: en los años ochenta del siglo
pasado dos matemáticos, Gary Miller y
Michael Rabin, idearon finalmente una
variante del test capaz de garantizar la
primalidad de un número tras pocas
comprobaciones. Pero el test de Miller-
Rabin viene acompañado de una
pequeña dificultad matemática: en el
caso de números realmente grandes,
funciona sólo a condición de que la
hipótesis de Riemann sea cierta. (Para
ser más precisos, es necesario que sea
cierta una versión ligeramente
generalizada de la hipótesis de
Riemann). De todo lo que sabemos que
se esconde tras el monte Riemann, ésta
es probablemente una de las cosas más
importantes: si se consigue demostrar la
hipótesis de Riemann y su
generalización, entonces, además de
conseguir un millón de dólares, quedará
demostrado con certeza que el test de
Miller-Rabin es un método rápido y
eficiente de comprobar si un número es
o no primo.
En agosto del 2002, Manindra
Agrawal, Neeraj Kayal y Nitin Saxena,
tres matemáticos indios del Instituto de
Tecnología de Kanpur, idearon una
alternativa al test de Miller-Rabin. Se
trata de un método ligeramente más
lento, pero evita suponer la validez de la
hipótesis de Riemann. Para la
comunidad de los matemáticos que
estudian los números primos este
descubrimiento supuso una sorpresa: en
las veinticuatro horas siguientes al
anuncio proveniente de Kanpur, treinta
mil personas de todos los rincones del
mundo —y, entre ellos, Carl Pomerance
— descargaron el artículo de la red. El
test era lo bastante simple como para
permitir a Pomerance presentar los
detalles a sus colegas en un seminario
que tuvo lugar la misma tarde. Definió el
nuevo método como «maravillosamente
elegante». El espíritu de Ramanujan late
todavía en la India, y estos tres
matemáticos no han temido retar a la
opinión dominante sobre la manera de
comprobar la primalidad de un número.
Su historia alimenta la esperanza de que
un día pueda aparecer un matemático
desconocido con la idea que resolverá
finalmente la hipótesis de Riemann, el
problema más importante relacionado
con los números primos.
La naturaleza es increíblemente
benévola con la comunidad de los
criptógrafos: les ha regalado un método
rápido y simple para producir los
números primos con los que construir la
criptografía por Internet, y mientras tanto
ha apartado de la vista de cualquiera un
método rápido para descomponer los
números en los primos que los forman.
Pero ¿durante cuánto tiempo la
naturaleza estará de parte de los
criptógrafos?

UN FUTURO BRILLANTE,
UN FUTURO ELÍPTICO

La aplicación de la teoría de los


números primos a un problema tan
fundamental para el mundo de los
negocios ha aumentado notablemente el
prestigio social de las matemáticas:
cuando alguien pone en duda la utilidad
de un área de investigación tan esotérica
como la teoría de los números, el hacer
notar el papel de los números primos en
la cifra RSA se ha convertido en una
forma eficaz de refutar la acusación. En
el discurso titulado «La importancia de
las matemáticas», pronunciado con
ocasión del anuncio de los premios Clay
para los Problemas del Milenio,
Timothy Gowers, poseedor de una
medalla Fields, ha utilizado
precisamente este ejemplo para
justificar la utilidad de las matemáticas.
En los días anteriores a esta nueva
criptografía, la mayoría de los
matemáticos habría tenido grandes
dificultades para imaginar una
aplicación de las matemáticas abstractas
con un perfil tan alto y que, además,
fuera capaz de atraer la atención
inmediata de la gente. Todo ello ha
supuesto una fractura positiva y oportuna
para la disciplina. Podemos tener la
certeza casi absoluta de que cualquier
solicitud de financiación para una
investigación en el campo de la teoría
de los números tendrá, en alguna parte,
la efectiva frase: «y podrían también
derivarse aplicaciones criptográficas».
Para ser honestos, las matemáticas que
están en la base del sistema
criptográfico RSA no son muy profundas.
La mayor parte de los matemáticos ni
siquiera compararía la solución de los
problemas de la factorización de
números con la perspectiva de posible
solución de misterios de largo alcance
como la hipótesis de Riemann.
Aunque la solución de la hipótesis
de Riemann y del problema P versus NP
puedan tener consecuencias para la cifra
RSA, ha sido otro de los Problemas del
Milenio el que ha estado a punto de
causar una catástrofe en el mundo de los
negocios electrónicos: a principios de
1999 empezó a correr rápidamente la
voz de que una cosa extraña llamada
conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer,
un problema relativo a unas entidades
extrañas llamadas curvas elípticas,
podría revelar el talón de Aquiles de la
seguridad en Internet.
En enero de aquel año apareció en
primera página del Times un artículo
titulado: «Una adolescente descifra los
códigos del correo electrónico». La
hazaña había permitido a Sarah
Flannery, una jovencita irlandesa,
obtener el primer premio en una
competición científica, pero prometía
riquezas mucho más sólidas. Aparecía
en una fotografía, ante una pizarra
abarrotada de complejos cálculos
matemáticos. El pie de la foto
explicaba: «Sarah Flannery, 16 años, ha
desconcertado a los jueces con su
dominio de la criptografía. Han definido
su trabajo como brillante». Dada la
dependencia de Internet de los códigos
de correo electrónico, el artículo
pretendía atraer la atención de los
medios y del público. Una lectura más
profunda revelaba que el «descifrado»
al que se refería el título no era un nuevo
ataque a la seguridad de la cifra RSA,
sino a la solución de un problema
práctico relacionado con su aplicación.
Para cifrar y descifrar un número de
tarjeta de crédito usando el sistema RSA,
se multiplica el número por sí mismo
muchas veces con una calculadora de
reloj cuyo número de horas está formado
por algunos centenares de cifras. Un
ordenador emplea un tiempo más bien
largo para hacer cálculos con números
tan grandes. En la mayoría de los casos
las páginas de Internet piden, además
del número de la tarjeta de crédito,
algunos otros datos, y utilizan la cifra
RSA para elegir la clave privada que
utilizarán el ordenador y la página de
Internet para codificar todos los datos.
Las claves privadas, compartidas entre
quien envía los datos y quien los recibe,
permiten una codificación mucho más
rápida que las claves públicas RSA.
Si usted está comprando por Internet
desde la tranquilidad de su casa,
utilizando un ordenador personal dotado
de una gran memoria y de un
microprocesador rápido, ni siquiera
notará el tiempo que dedica para cifrar
su número de tarjeta de crédito. Cada
vez con mayor frecuencia, sin embargo,
no sólo accedemos a Internet desde
casa: también se puede navegar por
Internet con teléfonos móviles, agendas
electrónicas y otros aparatos portátiles
que aparecerán en los próximos años. La
llamada tecnología 3G (de tercera
generación) proporciona a estos
aparatos los elementos necesarios para
comunicarse en la red. Pero, llegado el
momento de codificar un número de
tarjeta de crédito con una agenda
electrónica tras una mañana de compras
por Internet, la potencia del pequeño
portátil se utilizará hasta el extremo.
Los teléfonos móviles y las agendas
electrónicas no están pensados para
ejecutar cálculos tan grandes: disponen
de mucha menos memoria y
microprocesadores mucho más lentos
que el ordenador que tenemos sobre la
mesa. Y no sólo esto: la banda de
frecuencias que utilizan los teléfonos
móviles para transmitir información es
mucho más estrecha que la disponible al
enviar datos a través de la línea
telefónica o el cable de fibra óptica. Por
tanto, es importante minimizar la
cantidad de datos a transmitir. Los
números cada vez mayores que necesita
la cifra RSA para afrontar los
ordenadores cada vez más rápidos que
se utilizan para descifrar los códigos la
hacen poco apta para los aparatos
portátiles.
Durante algún tiempo, los
criptógrafos buscaron un nuevo sistema
de cifrado de clave pública que
garantizara toda la seguridad y
capacidad del RSA, pero que fuera
menor y más veloz. En 1999, el Times y
otros medios de comunicación ingleses
se lanzaron como halcones sobre la
noticia del posible descubrimiento de un
sistema de este tipo por la jovencísima
Sarah Flannery. Hay que decir en su
favor que Sarah nunca afirmó que su
código fuera seguro: la seguridad de un
sistema criptográfico sólo puede
demostrarse con tiempo y
comprobaciones, dos cosas que los
medios de comunicación no aprecian en
demasía. En definitiva, precisamente lo
que había permitido que el código fuera
más rápido es lo que había hecho
aumentar su vulnerabilidad.
Existe un rival del RSA que está
empezando a responder a los desafíos
que plantea el mundo del llamado m-
comercio, de las comunicaciones
móviles, sin hilos. Tras estos nuevos
códigos no hay números primos sino
otras entidades mucho más exóticas: las
curvas elípticas. Estas curvas se definen
mediante ecuaciones de un tipo especial,
y han sido fundamentales para la
demostración del último teorema de
Fermat por parte de Andrew Wiles. Las
curvas elípticas ya se habían abierto
camino en el mundo de la criptografía
como parte de un nuevo método para
factorizar rápidamente los números.
Parece como si existiera una regla no
escrita en base a la cual los
descifradores que consiguen violar un
sistema de cifra resarcen a los
criptógrafos proporcionándoles de
manera involuntaria un código aún más
seguro. Neal Koblitz, de la Universidad
del Estado de Washington en Seattle,
estaba estudiando un método para
descifrar los códigos basados en
números primos cuando intuyó que las
curvas elípticas podían ser también
útiles para producir códigos. Koblitz
propuso su idea de una criptografía
basada en las curvas elípticas a mitades
de los años ochenta. Simultáneamente,
también Victor Miller del Ramapo
College de New Jersey, descubrió cómo
elaborar códigos utilizando curvas
elípticas. Aunque resultan más
complicados que la cifra RSA, los
códigos basados en las curvas elípticas
no necesitan claves numéricas enormes,
lo que las hace perfectas para el
comercio móvil.
A pesar de que Koblitz ha sido
captado por el mundo de los negocios
para la creación de su propio sistema
criptográfico adaptado a los aparatos
móviles, su corazón sigue siendo fiel al
mundo de la pura teoría de los números
al estilo de Hardy. Koblitz, que es uno
de los veteranos del mundo de la teoría
de los números, conserva el entusiasmo
por las matemáticas que tenía en su
juventud, un entusiasmo que se
desencadenó como consecuencia de una
serie de hechos fortuitos:

Cuando tenía seis años, mi


familia vivió un año en Baroda,
en la India: allí los niveles de
enseñanza de las matemáticas
eran mucho más altos que en las
escuelas estadounidenses. Al
año siguiente, cuando regresé a
los Estados Unidos, iba tan
adelantado con respecto a mis
compañeros de clase que mis
profesores cometieron el error
de creer que tenía una
predisposición especial por las
matemáticas. Igual que tantas
otras ideas equivocadas que los
profesores se meten en la
cabeza, este tipo de convicción
termina por convertirse en una
profecía que se retroalimenta:
como consecuencia de todos los
ánimos que recibí tras volver de
mi viaje a la India, tomé el
camino que terminaría por
convertirme en un matemático.

El año que el pequeño Koblitz pasó


en la India no sólo contribuyó a su
desarrollo matemático: también fue el
origen de una profunda toma de
conciencia de las injusticias sociales en
el mundo. Ya adulto, Koblitz ha
participado en misiones en Vietnam y en
América Central. Uno de sus muchos
libros sobre teoría de los números y
criptografía está dedicado «a la
memoria de los estudiantes de Vietnam,
de Nicaragua y del Salvador que han
perdido la vida en la lucha contra la
agresión de los Estados Unidos». Los
beneficios de la venta del libro se usan
para proporcionar libros a las
poblaciones de esos tres países.
En su país, Koblitz soporta mal el
control sofocante de la Agencia para la
Seguridad Nacional (NSA) sobre el área
de las matemáticas que lo ocupa.
Actualmente, antes de publicar cierto
tipo de investigación en el campo de la
teoría de los números, hace falta obtener
la autorización de la NSA, aunque los
textos vayan destinados a las más
oscuras revistas. Gracias a las
innovadoras ideas de Koblitz, las curvas
elípticas se han colocado junto a los
números primos en la «lista de las
investigaciones sometidas a restricción»
que las autoridades desean mantener
bajo control.
Rivest, Shamir y Adleman habían
utilizado las calculadoras de reloj de
Gauss para codificar los números de las
tarjetas de crédito. Ahora Koblitz
proponía hacer desaparecer las huellas
de las tarjetas de crédito en algún punto
de estas extrañas curvas: en lugar de
multiplicar las horas de un reloj, Koblitz
pretendía sacar provecho de una extraña
multiplicación que podía definirse sobre
puntos de las curvas elípticas.

LOS PLACERES DE LA
POESÍA CALDEA
Desde el primer momento, el trío de
l a RSA se sintió amenazado por la
llegada inesperada del nuevo código.
Era un desafío a su monopolio sobre la
criptografía en Internet. Su preocupación
llegó al máximo en 1997, cuando
decidieron abrir una página de Internet
l l a ma d a ECC Central. Ahí podían
encontrarse citas de matemáticos y
criptógrafos eminentes que planteaban
dudas sobre la presunta seguridad de las
curvas elípticas. Algunos mantenían que
la factorización de los números tenía una
tradición mucho más larga, una tradición
que se remontaba a los tiempos de
Gauss, y si ni siquiera Gauss había
conseguido resolverla, entonces la
seguridad de los que adoptaran la cifra
RSA estaba garantizada. Otros
argumentaban que la estructura de las
curvas elípticas era lo bastante rica
como para permitir que los hackers
establecieran una cabeza de puente
desde donde preparar su ataque: se
trataba de una criptografía demasiado
nueva como para que los matemáticos
pudiéramos decir si nuestro
conocimiento de las curvas elípticas
sería suficiente para descifrar un código
con claves de dimensiones tan pequeñas.
Al fin y al cabo, el código de Sarah
Flannery había resistido sólo seis meses
de comprobaciones.
El equipo de RSA subrayaba también
que, cuando se habla con banqueros
sobre lo que se encuentra en la base de
la seguridad de sus transacciones de
miles de millones de dólares, explicar el
problema de la factorización de los
números no es tan difícil. Pero si
empezamos a escribir y2 = x3 + …, sus
ojos no tardan en entornarse. La
Certicom, la más importante de las
empresas que propone la criptografía de
curvas elípticas, replica a esta crítica
manteniendo que antes de terminar los
cursos que se han impartido en la propia
empresa sobre seguridad financiera, los
funcionarios de banca se divertían
jugando con los puntos de las curvas
elípticas. Pero lo que más molestó a los
defensores de las curvas elípticas fue un
comentario de Ron Rivest, la «R» de
RSA: «Intentar evaluar la seguridad de
un sistema de cifrado basado en las
curvas elípticas es algo así como
intentar evaluar una poesía caldea recién
descubierta».
Neal Koblitz estaba impartiendo un
curso sobre curvas elípticas en Berkeley
cuando abrió sus puertas el sitio ECC
Central; como nunca había oído hablar
de poesía caldea, Koblitz corrió a
informarse en la biblioteca de la
universidad. Allí descubrió que los
caldeos eran un antiguo pueblo semítico
que había dominado el sur de Babilonia
entre el 625 y el 539 a. C.: «Su poesía
era realmente fantástica», explica. Por
tanto, se hizo dibujar camisetas
decoradas con la imagen de una curva
elíptica y la inscripción: «Me encanta la
poesía caldea», y las regaló a sus
alumnos.
De momento, la cifra a base de
curvas elípticas ha soportado la prueba
del tiempo y ha hallado su plena
legitimación entrando a formar parte de
los estándares gubernamentales.
Actualmente, el nuevo sistema
criptográfico se utiliza sin dificultades
en los teléfonos móviles, en las agendas
y en las tarjetas electrónicas. Su número
de tarjeta de crédito es transportado a
gran velocidad a lo largo de estas
curvas elípticas borrando sus huellas
durante el trayecto. Aunque en un
principio estaba destinada a aparatos
portátiles, la criptografía de curvas
elípticas se está convirtiendo en el
método preferido para la protección de
la información, incluso en sistemas
mayores: el citado BSI, la agencia
alemana de seguridad, admite hoy
abiertamente que la vida de sus agentes
está confiada a la seguridad de las
curvas elípticas. Incluso pronto nuestras
propias vidas estarán en manos de estas
curvas cada vez que volemos: las curvas
elípticas están destinadas a proteger la
seguridad de los sistemas de control del
tráfico aéreo de todo el mundo. Después
de estos éxitos, los responsables del
RSA han decidido cerrar el sitio ECC
Central y ahora dirigen sus propias
investigaciones al objetivo de adaptar la
cifra de las curvas elípticas a su sistema
RSA.
Sin embargo, durante el verano de
1998, los temores de que la estructura
suplementaria de las curvas elípticas
pudiera causar su ruina criptográfica
empezaron a obsesionar a quienes
habían invertido en la seguridad que
prometían. Sólo unos pocos meses antes,
Neal Koblitz había afirmado que la
conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer,
uno de los principales problemas
abiertos relacionados con las curvas
elípticas, nunca podría tener
consecuencias para el uso de las curvas
elípticas en criptografía. Pero, de la
misma forma en que la predicción de
Hardy afirmaba que la teoría de los
números nunca sería útil, también la de
Koblitz produjo el efecto contrario.
Podría ser que la propia afirmación
provocadora de Koblitz indujera a
Joseph Silverman, de la Universidad de
Brown, a proponer un ataque sobre la
base de la presunta validez de la
conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer.
La conjetura de Birch-Swinnerton-
Dyer es uno de los siete «Problemas del
milenio»: propone un modo de
determinar si la ecuación asociada a una
curva elíptica posee un número finito de
soluciones. En 1960 dos matemáticos
ingleses, Bryan Birch y sir Peter
Swinnerton-Dyer, plantearon la
hipótesis de que la respuesta podría
esconderse en un paisaje imaginario
como el que había descubierto Riemann.
Gracias a su conjetura, los nombres de
Birch y de Swinnerton-Dyer están
íntimamente ligados, al menos para los
matemáticos, a los de Laurel y Hardy, a
pesar de que muchos creen erróneamente
que tras la conjetura se esconden tres
matemáticos: Birch, Swinnerton y Dyer.
Birch, con sus maneras torpes, toma el
papel de Stan Laurel frente a un más
austero Oliver Hardy, representado por
Swinnerton-Dyer.
Riemann había descubierto el
pasadizo que conducía desde los
números primos hasta el paisaje zeta.
Otro matemático de Gotinga, Helmut
Hasse, planteó la hipótesis de que cada
curva elíptica podría tener su propio
espacio imaginario. Hasse es una figura
muy discutida en la Historia de las
matemáticas alemanas: los nazis le
encargaron la gestión del Departamento
de Matemáticas de Gotinga en el
período en que Hitler lo desmanteló. Las
simpatías nazis de Hasse, unidas a sus
capacidades matemáticas, lo convertían
en el candidato ideal a ojos de las
autoridades y a los de los matemáticos
alemanes que deseaban preservar la
tradición de Gotinga.
Dentro de la comunidad matemática
se dan sentimientos muy confusos en
relación con Hasse. Pocos le perdonan
sus opciones políticas. Incluso escribió
en 1937 a las autoridades pidiendo que
uno de sus antepasados judíos fuera
borrado del registro civil para que él
pudiera inscribirse en el partido. Carl
Ludwig Siegel recuerda que, a su
regreso de un viaje en 1938, se encontró
con él: «¡Hasse, que por vez primera se
había vestido con sus enseñas nazis!
Para mí resultaba incomprensible que un
hombre inteligente y concienzudo
pudiera hacer una cosa así». Más que
sus opciones políticas, la intuición
matemática de Hasse resultó ser mucho
más íntegra. Su nombre se ha hecho
inmortal por las funciones zeta de
Hasse. Estas funciones permiten
construir los paisajes que guardan los
secretos para la determinación de la
soluciones de las ecuaciones de curvas
elípticas.
Así como Riemann había conseguido
mostrar la manera de construir la
totalidad del paisaje que cubre el mapa
de los números imaginarios, Hasse no
pudo hacer lo mismo con los espacios
elípticos. Para cada curva elíptica era
capaz de construir una parte del paisaje
asociado, pero llegado a cierto punto se
encontraba con una monstruosa cadena
montañosa que seguía la dirección
norte-sur, y no disponía de técnicas para
sobrepasarla. En realidad fue la
solución de Wiles al último teorema de
Fermat la que mostró finalmente cómo
cruzar aquella frontera y construir el
mapa de la parte restante del paisaje.
Sin embargo, cuando aún no
sabíamos ni siquiera si más allá de
aquella cadena había o no un paisaje,
Birch y Swinnerton-Dyer ya se
planteaban conjeturas sobre lo que nos
podría desvelar aquel paisaje
hipotético. Predijeron que en cada
paisaje debía haber un punto que
escondía un secreto relativo a la curva
elíptica usada para construir aquel
paisaje particular: aquel punto
permitiría establecer si la curva elíptica
asociada tenía o no un número infinito
de soluciones. El truco para establecerlo
consistía en medir la altitud del paisaje
respecto del número 1 del mapa de los
números imaginarios. Si en aquel punto
el paisaje estaba a nivel del mar,
entonces la curva elíptica tendría
infinitas soluciones fraccionarias. Por el
contrario, si el paisaje en aquel punto no
estaba al nivel del mar, entonces habría
un número finito de soluciones
fraccionarias. Si la conjetura de Birch-
Swinnerton-Dyer es cierta, y este punto
esconde verdaderamente el secreto para
encontrar las soluciones sobre la curva
elíptica correspondiente, entonces
estamos ante otro ejemplo notable del
poder de estos paisajes imaginarios.
Aunque Birch y Swinnerton-Dyer
tenían motivaciones teóricas, su
conjetura era sobre todo el resultado de
experimentos realizados sobre algunas
curvas elípticas particulares. Birch
recuerda el momento de repentina
iluminación en que cada cosa se puso en
su lugar como por arte de magia; estaba
jugueteando con los números que
aparecían en sus cálculos: «Sucedió
mientras me alojaba en un encantador
hotel de la Selva Negra, en Alemania.
Estaba colocando sobre una gráfica los
números que obtenía, y me encontré con
docenas de puntos situados sobre cuatro
redes paralelas… ¡Maravilloso!».
Aquellas cuatro líneas paralelas
indicaban la existencia de un fuerte nexo
que obligaba a los puntos a alinearse.
«A partir de aquel momento tuve
absolutamente claro que allí había algo.
Contacté con Peter y le dije: “¡Oh, mira
esto!”. Y, como si yo hubiera perdido
algo que Birch había encontrado, Peter
respondió: “¡Ya te lo decía yo!”, como
hace siempre».
Desde que se propuso, en los años
sesenta, se han hecho avances
significativos en relación con la
conjetura. Tanto Wiles como Zagier han
planteado contribuciones relevantes,
pero el camino que queda por recorrer
es aún largo. Para confirmar su
importancia, la conjetura ha pasado a
formar parte de los siete Problemas del
Milenio. Es el único de estos problemas
sobre el que se producen avances
continuos hacia la solución. Birch, sin
embargo, opina que deberá pasar aún
mucho tiempo antes de que alguien
pueda reclamar el premio de Clay. Pero
la conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer
se ha convertido en la clave para
acceder, no al millón de dólares
apostado por Clay, sino a los muchos
millones de dólares que dependen de la
seguridad de los códigos de Internet.
Los códigos construidos sobre
curvas elípticas basan su fiabilidad en la
dificultad de hallar las soluciones a
ciertos problemas aritméticos. Joseph
Silverman vio que el método heurístico
de la conjetura de Birch-Swinnerton-
Dyer podría proporcionarle una manera
de dar la vuelta al problema
criptográfico de modo que se obtuvieran
indicaciones sobre dónde buscar las
soluciones. Ciertamente, se trataba de un
planteamiento arriesgado, y él mismo
reconoce que dudaba de la eficacia de
su estrategia de ataque. Pero ningún
experto podía descartar la posibilidad
de que apareciera uno de aquellos
algoritmos rápidos que intentan cazar
los hackers.
Silverman habría podido hacer
público el ataque que intentaba contra la
cifra de las curvas elípticas; los medios
de comunicación se hubieran vuelto
locos; la RSA hubiera saltado de gozo;
las acciones de Certicom se hubieran
hundido; y las curvas elípticas nunca
más se habrían recuperado de la imagen
de falta de confianza que habría
generado aquel ataque, aunque hubiera
fracasado. Pero Silverman decidió
seguir una línea de comportamiento más
académica. Envió por correo
electrónico a Koblitz un esquema de su
trabajo, tres semanas antes de la
conferencia en la que tenía que presentar
un artículo sobre el tema.
Koblitz tenía que volar a Waterloo,
en Canadá, donde se encuentra la sede
de la Certicom, a finales de la semana.
Los directivos de la empresa le estaban
mandando fax urgentes: esperaban la
aparición de una solución temporal o
una explicación de por qué el ataque
estaba condenado al fracaso. «Al
principio no conseguí encontrar ninguna
razón para que no funcionara el proyecto
de Silverman». Cuando tiene que tomar
un avión, Koblitz se levanta temprano, y
ese día sabía que debía encontrar alguna
idea que tranquilizara a sus amigos de
Waterloo. Antes de subir al avión estaba
ya convencido de que, si el ataque de
Silverman tenía éxito, podría utilizarse
también para atacar la cifra RSA. Por
tanto, si ellos se hundían, la RSA se
hundiría con ellos.
«Fue un momento terrorífico —
recuerda Koblitz—. Mandé un correo
electrónico a Silverman para decirle que
es en momentos así cuando uno se alegra
de ser un matemático y no un hombre de
negocios: empiezas a ser consciente de
que la vida es mucho más excitante que
las películas». Pero probablemente a
Silverman no debía preocuparle mucho
la idea de que también cayera la RSA.
De hecho formaba parte de un equipo
dedicado al desarrollo de un nuevo
sistema de cifra conocido por sus siglas
NTRU. Las personas implicadas en el
proyecto son reacias a desvelar el
significado de NTRU, pero la opinión
general es que las siglas correspondan a
Number Theorists «R» Us: «Nosotros
somos los teóricos de los números». A
diferencia de los demás códigos, el de
la compañía habría sido inmune al
ataque de Silverman: un giro interesante
para las acciones de NTRU.
Al cabo de dos semanas, Koblitz
había identificado elementos suficientes
de la estructura especial de las curvas
elípticas como para demostrar que el
proyecto de Silverman era aún
irrealizable desde el punto de vista
computacional. La cifra de curvas
elípticas se salvó por un detalle técnico
que recibe el nombre de función altura,
pero ahora Koblitz lo llama el escudo
de oro. Al parecer, protege los códigos
no sólo de los ataques de Silverman,
sino también de una plétora de otros
ataques. Pasado el pánico inicial, los
desarrollos siguientes se han
caracterizado por el retorno a una
serenidad más acorde con el mundo
académico, y Koblitz aún se divierte
dictando la conferencia que ha dedicado
a la historia completa y que lleva por
título: «Cómo las matemáticas puras
casi provocan el hundimiento de los e-
negocios». La historia pone en evidencia
cómo los progresos realizados en los
rincones más oscuros o abstractos del
mundo matemático tienen hoy la
capacidad de poner de rodillas al mundo
económico.
Es exactamente por estas razones
que la empresa AT&T y los servicios de
seguridad nacionales vigilan con
cuidado el mundo «amable y puro», por
decirlo con Hardy, de la teoría de los
números. En los años ochenta y noventa
el responsable de los laboratorios de
investigación de la AT&T, Andrew
Odlyzko, empezó a dirigir los
supercomputadores de la empresa hacia
regiones del paisaje de Riemann que
nunca antes se habían tenido en cuenta.
Si no esperamos encontrar un
contraejemplo a la hipótesis de
Riemann, ¿por qué gastar tantas energías
y tanto dinero de la AT&T para el cálculo
de las posiciones de los ceros? Lo que
ha estimulado el interés de Odlyzko es
la noticia de algunas extrañas
predicciones teóricas hechas por el
matemático estadounidense Hugh
Montgomery sobre los ceros situados en
puntos remotos de la recta mágica de
Riemann. Odlyzko ha comprendido que
si aquellas predicciones fueran
correctas, entonces está a punto de tener
lugar uno de los avances más extraños e
imprevistos de la historia de los
números primos.
11
DE LOS CEROS
ORDENADOS AL CAOS
CUÁNTICO

El único viaje verdadero hacia el


descubrimiento no consiste en la
búsqueda de nuevos paisajes,
sino en mirar con nuevos ojos.
MARCEL P ROUST
En busca del tiempo
perdido

C
¿ ómo se disponen los puntos a nivel
del mar del paisaje zeta a lo largo de la
recta mágica de Riemann? Parecía una
pregunta loca, pero Hugh Montgomery
no había pretendido planteársela. En
efecto, casi todos consideraban por lo
menos arriesgado plantearse tal cuestión
cuando nadie era capaz de demostrar
que los ceros están realmente sobre la
recta. Sin embargo, las sorprendentes
configuraciones que Montgomery
descubrió tras planteársela representan
hoy el mejor indicio sobre dónde buscar
una solución a la hipótesis de Riemann.
Si Montgomery se planteaba la pregunta
era, en primer lugar, porque le ayudaría
a comprender una cuestión de naturaleza
muy distinta, una cuestión que le atraía
desde el tiempo de sus estudios de
doctorado. En aquella época se movía
en un área del mundo matemático
aparentemente inconexa, en búsqueda de
una ocasión para destacar cuando, igual
que Alicia, sin sospechar nada, se
encontró en un pasadizo secreto del que
salió a un paisaje misterioso que era,
mira por dónde, precisamente el de
Riemann.
A diferencia de la cohorte de
matemáticos que calzan sandalias y
visten camisetas y vaqueros,
Montgomery viste de manera impecable,
con traje y corbata: su forma de vestir es
un reflejo de su carácter reservado y del
control con el que ejerce su propia
existencia de matemático. A pesar de ser
originario de los Estados Unidos eligió
hacer su doctorado en Inglaterra, en
Cambridge, donde se convirtió en un
apasionado de los fastos de la vida del
College. Montgomery, como joven
matemático nació gracias a un
experimento educativo de los años
sesenta para enseñar matemáticas a los
escolares. El objetivo no era inculcar a
los escolares un canon que fuese
aceptado sin explicaciones sobre cómo
los matemáticos habían llegado a un
descubrimiento, sino capturar el
verdadero espíritu de la actividad del
matemático. Montgomery y sus
compañeros recibían las explicaciones
de los axiomas fundamentales y luego se
les pedía que dedujeran consecuencias
por sí mismos. En lugar de mostrarles el
monumento como si fueran turistas, se
los armaba de reglas de deducción y se
los dejaba libres para reconstruir por su
cuenta el edificio matemático. Ello
proporcionó a Montgomery un buen
punto de partida:

Fui realmente afortunado porque


aquel programa didáctico hizo
que me apasionara por las
matemáticas. Una vez en la
Escuela secundaria comprendí lo
que significaba ser matemático.
Naturalmente, el problema era
que tenían que reciclar a todo el
profesorado de matemáticas para
que estuvieran en condiciones de
aplicar el método. Tuve la suerte
de ser alumno de uno de sus
inventores. A pesar de afectar a
un número de estudiantes
relativamente pequeño, el
proyecto produjo una cantidad
sorprendentemente grande de
matemáticos profesionales.

En la escuela, Montgomery se
divertía especialmente explorando las
propiedades de los números, sobre todo
de los números primos. También
descubrió lo poco que se sabía sobre
estos números especiales: ¿existen
infinitos números primos gemelos como
17 y 19 o 1.000.037 y 1.000.039? ¿Todo
número par es suma de dos números
primos, como conjeturó Goldbach?
Montgomery tuvo que esperar a su
doctorado en Cambridge para oír hablar
del más importante de los problemas
sobre números primos: la hipótesis de
Riemann. Pero otro problema llamó su
atención cuando cayó víctima de la gran
tradición matemática de Cambridge.
Cuando llegó a Cambridge, a finales
de los sesenta, Montgomery encontró un
ambiente festivo: en el Departamento de
Matemática se celebraba un avance
importante para la solución de un
problema propuesto por el gran Gauss.
Alan Baker, profesor del Trinity
College, había conseguido avances
significativos en la factorización de los
números imaginarios. Se trata de un
problema que Gauss había tratado
extensamente en sus Disquisitiones
arithmeticae. El conjunto de los
números primos que forman un número
ordinario, por ejemplo 140, es único; en
el caso de 140, estos primos son 2, 2, 5
y 7. No existe elección alternativa de
números primos que al multiplicarlos
nos den 140. En cambio, los números
imaginarios no se comportan tan bien:
Gauss se extrañó mucho al descubrir que
quizá había más de una manera de
construir un número imaginario
utilizando números primos.
Montgomery estaba ansioso por
participar de la excitación que había
provocado la solución de Baker a uno
de los problemas de Gauss. Esperaba
ganar fama matemática extendiendo las
ideas de Baker a otro de los problemas
propuestos por Gauss. Sacar partido de
la contribución de Baker resultaría
difícil, pero Montgomery no desesperó:
empezó a leer muchísimo, estudiando
toda la teoría de los números que pudo.
No habría podido encontrar un ambiente
mejor: Cambridge, con su larga
tradición corroborada por Hardy y
Littlewood, era un lugar fantástico para
absorber nuevas ideas. Descubrió que
Hardy y Littlewood habían planteado
bellísimas conjeturas sobre la
frecuencia de los números primos
gemelos, que tanto lo habían fascinado
en sus tiempos de escolar.
También descubrió los
desconcertantes teoremas de Gödel. En
la escuela, Montgomery había aprendido
cómo el edificio matemático se
construye deduciendo teoremas a partir
de un conjunto de axiomas. Según
Gödel, sin embargo, esta técnica no
funcionaría en algunos casos: siempre
habría conjeturas sobre los números que
nunca podrían ser demostradas a partir
de los axiomas que Montgomery había
aprendido durante sus años escolares.
¿Y si se descubriera que no existía
solución para alguno de los problemas
sobre números primos que pretendía
afrontar? Corría el riesgo de pasarse la
vida persiguiendo sombras.
Para ampliar sus propios horizontes
más allá de las agujas y los patios del
College de Cambridge, Montgomery
decidió pasar un año en el Institute for
Advanced Study de Princeton. Allí tuvo
la oportunidad de expresar sus temores
sobre el peligro de acabar intentando
demostrar lo indemostrable. Por
tradición, todos los huéspedes del
instituto, con independencia de sus
títulos académicos, son invitados a
almorzar con el director. Cuando éste le
preguntó en qué estaba trabajando,
Montgomery dijo que hacía tiempo que
se interesaba por la conjetura de los
números primos gemelos, pero tenía que
admitir que los teoremas de Gödel lo
inquietaban. La respuesta del director
acrecentó el nerviosismo del joven
matemático: «Bueno, ¿por qué no se lo
preguntamos a Gödel?». Dicho y hecho:
llamaron a Gödel para que diera su
opinión. Para desgracia de Montgomery,
Gödel no pudo garantizarle que algo
como la conjetura de los números
primos gemelos fuera demostrable en
base a los axiomas actualmente vigentes
en la teoría de los números.
El propio Gödel había manifestado
preocupaciones análogas en relación
con la hipótesis de Riemann: quizá los
axiomas que constituían los fundamentos
del edificio matemático no eran
suficientemente amplios para sostener la
demostración buscada, en cuyo caso
existía la posibilidad de continuar
levantando el edificio sin encontrar
nunca una conexión con la hipótesis.
Pero Gödel también ofrecía algún
motivo de consolación: estaba
convencido de que cualquier conjetura
realmente interesante no quedaría para
siempre fuera de alcance: se trataba
simplemente de encontrar una nueva
piedra angular con la que ampliar la
base del edificio. Sólo volviendo a los
fundamentos de la disciplina y buscando
la manera de ampliarlos sería posible
construir la demostración que faltaba. Si
la conjetura era realmente importante —
si el resultado conjeturado era una
extensión natural de lo que ya había sido
demostrado— entonces, creía Gödel,
siempre sería posible encontrar la
piedra que encajara con igual
naturalidad en los fundamentos
existentes; gracias a este encaje se
abriría la posibilidad de demostrar la
conjetura. El propio Gödel había
demostrado que este procedimiento no
permitiría establecer la validez de
cualquier conjetura, pero en la
evolución permanente de las bases
axiomáticas de las matemáticas residía
la esperanza de capturar un número cada
vez mayor de problemas irresueltos.
Montgomery volvió a Cambridge
con mayor confianza en que su sueño de
comprender los misterios del universo
de los números no fuera en vano. Volvió
al estudio del problema de la
factorización de los números
imaginarios de Gauss. A partir de sus
lecturas sabía de la existencia de una
relación entre las propiedades del
espacio de Riemann y los intentos que
Gauss había hecho en este campo. En
concreto, a principios del siglo XX, la
hipótesis de Riemann había jugado un
papel más bien paradójico en la
demostración de una de las conjeturas
de Gauss sobre la factorización de los
números imaginarios: la llamada
conjetura del número de clase.
En 1916, un matemático alemán,
Erich Hecke, consiguió demostrar que si
la hipótesis de Riemann era cierta
entonces también lo sería la conjetura
del número de clase. La de Hecke era
una de tantas demostraciones «con
reserva» que aparecieron durante el
siglo. Para que se confirmaran era
necesario llegar a la cumbre del monte
Riemann, obteniendo así acceso a los
tesoros que éste escondía. Ninguna de
ellas podría llamarse «demostración»
hasta que no se demostrara la hipótesis
de Riemann. El giro paradójico que
Montgomery descubrió sobre la
conjetura del número de clase de Gauss
salió a la luz pocos años más tarde: tres
matemáticos, Max Deuring, Louis
Mordell y Hans Heilbronn, consiguieron
demostrar que, si la hipótesis de
Riemann fuera falsa, entonces podría
utilizarse para demostrar que la
conjetura de Gauss sobre la
factorización de los números
imaginarios era cierta. Se cerraba el
círculo: en cualquier caso, la intuición
de Gauss sobre la factorización de los
números imaginarios era correcta. La
demostración «sin reserva» de la
conjetura del número de clase, en la que
se combinaban la demostración de
Hecke y la de Deuring, Mordell y
Heilbronn, es una de las más extrañas
aplicaciones de la hipótesis de Riemann.
Ahora Montgomery sabía hasta qué
punto son importantes los ceros de
Riemann para atacar algunos de los
problemas propuestos por Gauss sobre
la factorización de los números
imaginarios. Si consiguiera demostrar
que tendían a reagruparse a lo largo de
la recta mágica de Riemann, entonces
estaba seguro de hacer progresos en la
generalización del famoso trabajo de
Baker. La idea de que un cero fuera
seguido casi inmediatamente por otro se
inspiraba en la conjetura de los números
primos gemelos, que lo fascinaba desde
los tiempos de la escuela: ¿estaría en
condiciones de demostrar que los puntos
a nivel del mar del paisaje de Riemann
pueden estar uno frente al otro, igual que
los números primos gemelos que
esperamos encontrar infinitas veces? La
existencia de puntos a nivel del mar muy
próximos entre sí tendría importantes
consecuencias para el problema de la
factorización de los números
imaginarios: ¿sería el primer trofeo de
Montgomery, el tipo de trofeo con el que
sueña cualquier estudiante de doctorado
para hacerse un nombre en el
despiadado mundo académico?
Montgomery estaba apostando por
una distribución aleatoria de los ceros a
lo largo de la recta mágica de Riemann;
una distribución que de algún modo
reflejaba la de los números primos a lo
largo de la recta numérica. Al fin y al
cabo, si los números primos parecían
ser el resultado del lanzamiento de una
moneda, era razonable pensar que
también los ceros de la función zeta
estuvieran distribuidos aleatoriamente.
El azar crea siempre agrupaciones, que
son la razón por la que los autobuses
llegan siempre de tres en tres y los
números premiados en la lotería a
menudo están unos cerca de otros.
Montgomery esperaba encontrarse con
una serie de pequeñas agrupaciones de
ceros, que usaría para demostrar algunas
ideas relativas a la factorización de los
números imaginarios.
El problema era que los indicios en
los cuales basarse eran escasos. Los
ceros cuya posición se había calculado
no eran suficientes para hacer visible ni
siquiera uno de esos agrupamientos. Por
ello, Montgomery tuvo que hacer una
aproximación indirecta. A falta de
indicios experimentales, ¿existía algún
aspecto de la teoría que indicara una
tendencia de los ceros a agruparse? El
método que Montgomery ideó era una
ingeniosa inversión del papel que
habitualmente jugaban los ceros. La
fórmula explícita que Riemann había
descubierto utilizando el paisaje zeta
expresaba un nexo directo entre los
números primos y los ceros. La fórmula
se interpretaba como una manera de
comprender los números primos a través
del análisis de los ceros. Montgomery se
limitó a invertir la ecuación: usaría los
conocimientos sobre los números
primos para deducir el comportamiento
de los ceros a lo largo de la recta
mágica de Riemann. Recordaba que
Hardy y Littlewood habían hecho una
estimación de la frecuencia con la que
se presentarían los primos gemelos a lo
largo de los números primos: quizá
podría extender la estimación al
comportamiento de los ceros. Pero
cuando la insertó en la fórmula explícita
de Riemann descubrió con sorpresa y
desilusión que la estimación de Hardy y
Littlewood no predecía realmente la
existencia de agrupaciones de ceros.
Montgomery se puso a analizar con
detalle aquella predicción: parecía
indicar que, cuando se iba hacia el norte
a lo largo de la recta de Riemann, los
ceros —a diferencia de los números
primos—, se repelían unos a otros.
Montgomery pronto se dio cuenta de que
a los ceros no les gustaba nada la
compañía: al contrario de lo que sucede
con los números primos, a un cero nunca
le siguen otros ceros en rápida sucesión.
De hecho, los resultados que obtuvo
Montgomery sugerían la posibilidad de
que los ceros se distribuyeran de forma
totalmente uniforme a lo largo de la
recta de Riemann, en claro contraste con
la distribución aleatoria que había
esperado encontrar:
Los intervalos que separan gotas de
lluvia, números primos y ceros de
Riemann.

Montgomery buscaba la manera de


describir su estimación del
comportamiento de las distancias que
separan los puntos a nivel del mar. Para
representar el campo de variación
teórico de la distancia entre ceros
adyacentes, construyó un diagrama que
se llama gráfica de correlación de
parejas. La curva que obtuvo era
distinta de cualquier otra que hubiera
visto antes. No se parecía en absoluto a
la que se obtiene, por ejemplo, cuando
se colocan en un diagrama las alturas
correspondientes entre grupos de
personas elegidas al azar, que es similar
a la clásica curva de campana que
corresponde a la distribución gaussiana.

La gráfica de Montgomery. En el eje


horizontal se coloca la distancia entre
parejas de ceros, mientras que el eje
vertical mide el número de parejas para
cada distancia dada.

La gráfica de Montgomery da el
número de ceros que debería haber para
cada posible distancia que separa una
pareja. La primera parte de la gráfica
muestra que a los ceros no les gusta
estar cerca, ya que la altura de la curva
se mantiene pequeña. Montgomery creía
que en la parte derecha de la gráfica se
insinuaría un movimiento ondulatorio,
que indicaría una distribución
estadística insólita y específica. No
podía demostrar que la pauta de las
distancias entre ceros continuaría
realmente de esta forma, ni tenía
suficientes valores calculados de las
posiciones de los ceros para verificar
experimentalmente la corrección de su
propia predicción: su extraña gráfica se
basaba exclusivamente en la conjetura
de Hardy y Littlewood sobre la
distribución de los números primos
gemelos. Sin embargo, la gráfica no
resultó tan nueva como Montgomery
creyó al principio.
Como esperaba descubrir que los
ceros se agrupaban, Montgomery
consideró su trabajo como algo parecido
a un fracaso. Había pensado usar las
pequeñas agrupaciones de ceros sobre
la recta crítica de Riemann para
responder a algunas de las preguntas
planteadas por Gauss sobre la
factorización de los números
imaginarios y que seguían pendientes de
respuesta. Pero había obtenido el
resultado opuesto: si su nueva conjetura
era cierta, si los ceros tendían a
alejarse; entonces la investigación de
Montgomery no serviría para iluminar
sus ideas de partida. Pero cuando se
emprende un viaje nunca se sabe dónde
se acabará. Como Littlewood le dijo a
Montgomery una vez en Cambridge: «no
tema trabajar sobre problemas difíciles,
porque durante el recorrido puede
suceder que se resuelvan cosas
interesantes». Littlewood lo había
experimentado en carne propia cuando,
siendo estudiante de doctorado, su
ignorante tutor le había encargado el
trabajo de demostrar la hipótesis de
Riemann.
Montgomery había tropezado con
aquella inesperada distribución de las
distancias que separan los ceros en el
otoño de 1971. En marzo de 1972
defendió su tesis doctoral y aceptó una
plaza en la Universidad de Michigan,
donde hoy es profesor. Aún estaba
convencido de la novedad e interés de
sus ideas, pero una gran duda le
preocupaba. Sabía que Atle Selberg se
había convertido en una especie de
moderno Gauss: «Selberg tenía muchos
trabajos inéditos, y siempre existía el
peligro de que dijera: “¡Oh sí, esto lo sé
desde hace muchos años!”». Igual que
los nuevos descubrimientos anunciados
por Legendre resultaron ser viejos
resultados que Gauss había anotado
años antes en manuscritos inéditos, a
menudo los matemáticos modernos
descubren que Selberg se les ha
anticipado. Después de sus problemas
de relación con Erdös por la
demostración elemental del teorema de
los números primos, Selberg trabajó en
absoluta soledad sus propias ideas en el
campo de la teoría de los números, y
muchas de aquellas ideas permanecen
inéditas.
Así, de camino a un seminario
dedicado a la teoría de los números en
la primavera de 1972, Montgomery
decidió hacer escala en Princeton para
hablar con Selberg sobre sus
descubrimientos. Había algo que lo
angustiaba: «Estaba preocupado porque
pensaba que quizá hubiera un mensaje en
lo que había hecho, y yo no sabía cuál
era». Sin embargo, no fue Selberg quien
ayudó a Montgomery a interpretar aquel
mensaje, sino otro miembro de la
potente mafia de Princeton.

DYSON, EL PRÍNCIPE
ENCANTADO DE LA FÍSICA
El físico inglés Freeman Dyson se
hizo famoso justo después de la guerra
al proporcionar su apoyo a un joven
científico de espíritu independiente:
Richard Feynman. Una vez licenciado en
Cambridge, Dyson obtuvo una beca en la
Universidad de Cornell; allí conoció al
joven Feynman, que trabajaba en una
interpretación absolutamente única y
personal de la física cuántica. Al
principio muchos ignoraban lo que
Feynman tenía que decir porque no
comprendían su lenguaje: Dyson captó
la potencialidad de la perspectiva de
Feynman y lo ayudó a articular de
manera más clara sus revolucionarias
ideas. Hoy, los instrumentos
desarrollados por Feynman están en la
base de gran parte de los cálculos que
realizan los físicos de partículas: si no
hubiera sido por la capacidad
interpretativa de Dyson, quizás esos
instrumentos se habrían perdido para
siempre.
La física no fue lo primero que captó
la imaginación de Dyson. Procedía de
una familia de fuerte tradición musical
pero poco interesada por la ciencia. En
la escuela, sin embargo, lo embrujaron
las embriagantes melodías de las
matemáticas. Quedó fascinado por la
teoría de las particiones de Ramanujan,
tras conseguir un ejemplar de uno de los
libros que Hardy había dedicado a la
teoría de los números: «En los cuarenta
años transcurridos desde aquel fausto
día, jamás he dejado de visitar el jardín
de Ramanujan. Y cada vez hallo flores
frescas, apenas abiertas. Esto es lo más
increíble de Ramanujan: descubrió una
enorme cantidad de cosas pero dejó
otras tantas en su jardín para que otros
pudieran descubrirlas».
Según Dyson, aunque todos exploren
el mismo terreno, los científicos se
dividen en dos categorías: los pájaros y
las ranas. Los pájaros vuelan a gran
altura sobre su campo, hábiles para
comprender las grandiosas conexiones
que cruzan el panorama; las ranas pasan
su tiempo chapoteando en el fango y
nadando en un pequeño charco, con el
que llegan a tener una gran familiaridad.
Las matemáticas eran la típica disciplina
para los pájaros, pero Dyson se
consideraba una rana, lo que le llevó a
ocuparse de cuestiones concretas de la
física.
Gracias a su éxito en la promoción
de la física cuántica de Feynman, Dyson
atrajo la atención del director del
Institute for Advanced Study de
Princeton, Robert Oppenheimer, el
físico que durante la Segunda Guerra
Mundial había encabezado el programa
nuclear de los Estados Unidos. En 1953
Dyson aceptó la oferta de Oppenheimer
y tomó posesión de una plaza
permanente en el Instituto. A pesar de su
tono de voz suave y de su carácter
discreto, las opiniones directas de
Dyson lo ayudaron a darse a conocer
fuera de los círculos académicos. Se
hizo famoso por sus especulaciones
sobre la posible existencia de
civilizaciones extraterrestres. La gran
admiración de que gozaba entre el
público, fascinado por el cosmos,
alcanzó sus cotas más altas durante los
años cincuenta y sesenta, cuando trabajó
en el Proyecto Orion, que pretendía
construir aeronaves capaces de
transportar al hombre a Marte y Saturno.
A pesar de haber pasado todo el
curso académico 1970-1971 en el
Institute for Advanced Study, cuando
habló con Gödel por primera vez,
Montgomery había tenido pocos
contactos con los físicos: la gran
cantidad de especialistas en teoría de
los números de Princeton bastaba para
mantenerlo ocupado; pero, como él
mismo recuerda: «conocía a Dyson de
vista. Teníamos una especie de relación
a base de saludos y sonrisas, aunque
dudo que él supiera quién era yo. Yo
sabía quién era porque durante la
Segunda Guerra Mundial se había
dedicado a la teoría de los números en
Londres».
Durante la primavera de 1972,
cuando decidió detenerse en Princeton,
de camino a una conferencia sobre
teoría de los números, Montgomery
dedicó la jornada a explicar sus ideas a
Selberg y a algunos teóricos de números
que estaban de visita en el instituto. En
su momento, el trabajo se interrumpió
para un ritual que se observa
escrupulosamente en muchísimos
departamentos de matemáticas: el té de
la tarde. La hora del té es siempre una
ocasión importante en Princeton, porque
permite el intercambio de ideas entre
gente dedicada a disciplinas diversas.
Montgomery estaba charlando con uno
de los teóricos de números que habían
asistido a su seminario informal,
Saravadam Chowla. Chowla era un
estudiante de Littlewood que había
huido a los Estados Unidos en 1947
cuando, tras la fundación de los nuevos
estados de la India y Pakistán, su ciudad
natal, Lahore, pasó a ser pakistaní. Se
convirtió en visitante asiduo del
instituto, donde se ganó la simpatía de
sus miembros permanentes con su
personalidad exuberante y su buen
humor. Mientras charlaba con
Montgomery, el matemático indio
descubrió a Dyson en la otra punta de la
sala.
«Chowla dijo: “¿Conoce a Dyson?”,
y respondí que no. “Permítame que se lo
presente”. Dije que no». Pero Chowla
era famoso por no aceptar las negativas:
es la única persona que ha conseguido
obligar a Selberg a escribir un artículo
en colaboración. «Chowla fue muy
insistente, y me arrastró hasta Dyson
para presentármelo. Yo me sentía
avergonzado, no quería molestar a
Dyson, pero él fue muy cordial y me
preguntó en qué estaba trabajando».
Montgomery empezó a hablar de lo que
creía pudiera ser el comportamiento de
los intervalos que separan las parejas de
ceros. En cuanto mencionó su gráfica de
distribución de los intervalos, los ojos
de Dyson se iluminaron: «¡Pero si es
exactamente el mismo comportamiento
de las diferencias entre pares de valores
propios de las matrices aleatorias
hermitianas!».
Dyson explicó rápidamente a
Montgomery que aquellas entidades
matemáticas de nombre esotérico eran
utilizadas por los físicos cuánticos para
predecir los niveles energéticos en el
núcleo de un átomo pesado cuando es
bombardeado con neutrones de baja
energía. Dyson, que estaba en la
vanguardia de aquellas investigaciones,
señaló a Montgomery algunos de los
experimentos que se habían realizado
para determinar aquellos niveles
energéticos. De hecho, cuando
Montgomery fue a observar los
intervalos entre niveles energéticos en el
núcleo del átomo de erbio, el
sexagésimo octavo elemento de la tabla
periódica, notó algo extraordinariamente
familiar: tomando una secuencia de los
ceros de Riemann y poniéndola junto a
aquellos niveles energéticos medidos
por vía experimental, se notaba al
instante un misterioso parecido. Tanto
los intervalos entre los ceros como entre
los niveles de energía se sucedían de
manera mucho más ordenada que si se
hubieran elegido al azar.
Montgomery no podía creerlo: las
configuraciones que preveía en la
distribución de los ceros eran idénticas
a las que los físicos cuánticos estaban
descubriendo en los niveles energéticos
de los núcleos de átomos pesados. Se
trataba de configuraciones tan
características que el fuerte parecido no
podía ser fruto de una coincidencia. Ahí
estaba el mensaje que Montgomery
estaba buscando: quizá las matemáticas
que se esconden en los niveles cuánticos
de energía en los núcleos de los átomos
pesados son las mismas matemáticas que
determinan las posiciones de los ceros
de Riemann.
Las matemáticas que explican estos
niveles energéticos se remontan a la
revelación que supuso el inicio del
desarrollo de la física cuántica en el
si gl o XX. Las partículas elementales,
como los electrones o los fotones, tienen
dos características aparentemente
contradictorias: por una parte, se
comportan de manera muy similar a
minúsculas bolas de billar, pero, al
mismo tiempo, los experimentos revelan
una naturaleza distinta, que sólo puede
explicarse considerando las
«partículas» elementales como ondas.
La física cuántica nació de los intentos
de la ciencia de explicar este
desdoblamiento subatómico de la
personalidad: la dualidad onda-
partícula.

TAMBORES CUÁNTICOS

A principios del siglo XX se


desarrolló una imagen del átomo similar
a la de un sistema solar en miniatura,
constituido por partículas indivisibles.
El Sol, que se hallaba en el centro de
este minúsculo sistema, se llamó núcleo:
los físicos descubrieron después que
aquel núcleo estaba formado a su vez
por partículas que se llamaron protones
y neutrones. Alrededor del núcleo
orbitaban los electrones, los planetas de
la estructura atómica. Los progresos
teóricos y los experimentos obligaron
rápidamente a los físicos a replantear el
modelo; empezaron a ser conscientes de
que el átomo, más que como un sistema
planetario, se comporta como un tambor:
las vibraciones que se crean cuando se
percute el tambor están compuestas por
algunas formas de ondas fundamentales,
cada una con su propia frecuencia
característica. En teoría, existen infinitas
frecuencias posibles y, por tanto, el
sonido del tambor es una combinación
de estas diversas frecuencias. A
diferencia de los armónicos que produce
una cuerda de violín, el sonido del
tambor es una mezcla mucho más
compleja de frecuencias que vienen
determinadas por la forma del
instrumento, por la tensión de la piel del
tambor, por la presión exterior del aire y
por otros factores. La complejidad de
las diversas formas de ondas producidas
por un tambor explica por qué muchos
de los instrumentos de percusión de una
orquesta no producen una nota
identificable.
Existe una manera de visualizar la
complejidad de las vibraciones que
componen el sonido de un tambor. Un
científico del siglo XIX, Ernst Chladni,
ideó un experimento que se puso de
moda en las cortes europeas. (Napoleón
quedó particularmente fascinado por la
demostración, y lo premió con seis mil
francos). Para representar el tambor,
Chladni utilizaba una placa metálica
cuadrada. Cuando la percutía, la placa
emitía un horrible sonido metálico, pero
haciéndola vibrar hábilmente con un
arco de violín, Chladni conseguía aislar
cada frecuencia individual. Recubriendo
la placa con una fina capa de arena
mostraba a su público los diversos tipos
de vibraciones que cada frecuencia
básica produce en el metal. La arena se
agrupaba en las zonas de la placa que no
vibraban, y sobre su superficie
aparecían extrañas formas regulares.
Cada vez que Chladni hacía vibrar la
placa con un nuevo golpe del arco,
aparecía una nueva forma en la arena,
que significaba una nueva frecuencia.
Hacia 1920 los físicos
comprendieron que las matemáticas que
describen las frecuencias del sonido
emitido por un tambor podían usarse
también para calcular los niveles
energéticos de vibración de los
electrones en un átomo. En este sentido,
átomo y tambor son físicamente
equivalentes: fuerzas presentes en el
átomo controlan las vibraciones de las
partículas subatómicas, de la misma
manera que la tensión de la membrana
de piel o la presión del aire gobiernan
las vibraciones que terminan por formar
el sonido del tambor. Cada uno de los
átomos es como una de las placas de
Chladni. En el átomo, los electrones
vibran sólo de maneras bien definidas,
como las que Chladni hacía visibles.
Cuando un electrón se excita, empieza a
vibrar en una nueva frecuencia, de
manera similar a como Chladni podía
crear nuevas formas en la arena
extendida sobre su placa utilizando un
arco de violín. Cada átomo de la tabla
periódica tiene su propio conjunto de
frecuencias en las cuales prefiere vibrar
con sus electrones. Estas frecuencias son
las huellas dactilares de los átomos,
frecuencias que los físicos utilizan con
los espectroscopios para identificar los
distintos átomos presentes en las
sustancias que están investigando.
Algunas de las extrañas formas de
vibración de una placa metálica con que
Chladni entretuvo a Napoleón.

Para explicar las figuras —o formas


de onda— que aparecen en la superficie
del tambor, se desarrolló una teoría
matemática. La teoría se remonta a la
ecuación de onda de Euler: basta con
insertar las propiedades físicas del
tambor —su forma, la tensión de la
membrana, la presión del aire
circundante— y las soluciones de la
ecuación proporcionan las formas
posibles de la onda. La física del átomo
difiere de la del tambor en que utiliza
números imaginarios. Y son los números
imaginarios los que dan a la física
cuántica su extraño carácter
probabilístico.
En nuestro mundo ordinario,
macroscópico, podemos medir sin
influir sobre lo que medimos. Cuando
utilizamos un cronómetro no frenamos a
los atletas cuyos tiempos medimos;
cuando medimos dónde ha caído una
jabalina no alteramos la longitud del
lanzamiento. Como observadores, somos
independientes del sistema que
medimos. Pero en el mundo
microscópico las cosas son distintas:
cuando observamos un electrón
interactuamos con él, modificando
invariablemente su comportamiento.
La física cuántica intenta explicar lo
que le sucede a una partícula antes de
que entre en juego el observador. Hasta
que la observamos en nuestro mundo
macroscópico, la realidad cuántica sólo
existe en el mundo de los números
imaginarios: son ellos los que explican
las observaciones aparentemente
inexplicables desde nuestra perspectiva
macroscópica. Por ejemplo, hasta que es
observado, parece que el electrón puede
estar al mismo tiempo en dos lugares
distintos, o que puede vibrar a muchas
frecuencias distintas, que corresponden
a diversos niveles energéticos. Cuando
observamos un acontecimiento en el
mundo cuántico es como si no
estuviéramos viendo el acontecimiento
en su mundo natural, sino su sombra
proyectada en nuestro mundo «real» de
números ordinarios. El acto de la
observación reduce el mundo
bidimensional de los números
imaginarios a la línea unidimensional de
los números ordinarios. Antes de ser
observado, el electrón vibrará, como un
tambor, en una combinación de
frecuencias distintas. Pero cuando lo
observamos no es como si escucháramos
el sonido de un tambor y oyéramos todas
las frecuencias al mismo tiempo: sólo
percibimos un electrón que vibra a una
sola frecuencia.
Dos de los personajes clave para la
exploración del nuevo mundo de los
cuanta fueron los físicos de Gotinga
Werner Heisenberg y Max Born. Al
mirar por la ventana de su despacho, a
menudo Hilbert los veía caminar arriba
y abajo por los prados de los
alrededores del departamento de
Matemática, en plena discusión,
dedicados a construir el modelo atómico
del siglo XX. Hilbert empezó a
preguntarse si las posiciones de los
ceros en el paisaje de Riemann podrían
explicarse a partir de las matemáticas de
las vibraciones que Heisenberg estaba
elaborando para explicar los niveles
energéticos en el átomo. Sin embargo, en
aquella época había poco sobre qué
basarse. Los descubrimientos de
Montgomery relanzaron la idea de
Hilbert de que la mejor oportunidad
para comprender los ceros de Riemann
vendría de la mano de las matemáticas
de los tambores cuánticos que,
precisamente entonces, Born y
Heisenberg estaban creando para
explicar los niveles energéticos. La
combinación de números imaginarios y
de ondas originaba un característico
conjunto de frecuencias que hacía pensar
más en tambores cuánticos que en una
orquesta clásica. Pero, como
Montgomery aprendió de Dyson durante
su breve encuentro en Princeton, las
frecuencias características que se
adaptan mejor a las posiciones de los
ceros de Riemann provienen de algunos
de los átomos más complejos de la
orquesta cuántica.

UN RITMO FASCINANTE

El primer átomo analizado por los


físicos cuánticos fue el de hidrógeno. Un
átomo de hidrógeno es un tambor muy
sencillo: un electrón que órbita
alrededor de un protón. Y las
ecuaciones que determinan las
frecuencias o los niveles energéticos de
este electrón y de este protón son lo
bastante simples como para poder
resolverse con exactitud. Las
frecuencias de este único electrón tienen
mucho que ver con los armónicos que
produce una cuerda de violín. Pero si
bien los físicos cuánticos tuvieron éxito
con el hidrógeno, en cuanto intentaron
continuar con la tabla periódica
descubrieron que era prácticamente
imposible describir el tambor cuántico
de manera precisa: cuantos más protones
y neutrones había en el núcleo, y cuantos
más electrones había orbitándolo, más
crecían las dificultades. Ante los 92
protones y 146 neutrones que forman el
núcleo de un átomo de uranio 238, los
físicos se encontraban perdidos. El
problema más difícil era determinar los
niveles energéticos del núcleo, el sol
central del sistema atómico. Descifrar la
forma del tambor matemático que
determinaba estos niveles energéticos
nucleares era demasiado complicado.
Incluso si los físicos hubieran
conseguido determinar qué tambores
matemáticos producían los niveles
energéticos, aquellos tambores serían
tan complejos que habría resultado
imposible determinar sus frecuencias.
Hasta los años cincuenta no se
encontró la manera de analizar aquellas
estructuras tan complicadas. En lugar de
buscar la manera de establecer los
valores precisos de cada nivel
energético particular, Eugene Wigner y
Lev Landau decidieron estudiar sus
pautas estadísticas: hicieron con los
niveles energéticos lo que Gauss había
hecho con los números primos. Gauss
había desplazado su atención del intento
de predecir la posición concreta de un
número primo en la sucesión, a una
estimación de la cantidad de números
primos que se encontrarían en promedio
a medida que se contaran. De la misma
manera, Wigner y Landau sostenían la
oportunidad de un enfoque menos rígido
del estudio de los niveles energéticos
del átomo: el análisis estadístico
revelaría la probabilidad de encontrar,
en una pequeña zona del espectro de
todas las frecuencias, los niveles
energéticos de un núcleo particular.
El núcleo de uranio era tan
complicado que existía un número
enorme de posibles ecuaciones con las
que determinar sus niveles energéticos
según el estado en que se encontraba el
uranio. Por ello, las esperanzas de
estimar los valores estadísticos de los
niveles energéticos se reducían si los
valores cambiaban drásticamente al
cambiar el estado del núcleo. Como los
niveles se determinaban analizando
tambores cuánticos, Wigner y Landau
decidieron verificar si la distribución de
frecuencias variaba de forma
incontrolada al cambiar la forma de los
tambores. Afortunadamente resultó que
para gran parte de los tambores no
sucedía. Wigner y Landau descubrieron
que, cuando elegían tambores cuánticos
al azar, las frecuencias específicas
podían cambiar, pero no cambiaban los
valores estadísticos de las frecuencias.
En resumen, por término medio los
tambores cuánticos se comportaban de
la misma forma. Pero ¿se comportaba el
núcleo de un átomo pesado como un
tambor cuántico medio? Wigner y
Landau estaban convencidos de que no
había nada que hicieran distintos a los
tambores que describían —por ejemplo,
el núcleo del uranio— de la mayoría de
los tambores cuánticos.
La intuición de Wigner y Landau
daba en la diana. Al comparar los
valores estadísticos de los niveles
energéticos de un tambor cuántico
elegido al azar con los de niveles
energéticos observados en los
experimentos, encontraron una excelente
concordancia. En particular, al observar
los intervalos que separan los niveles
energéticos en un núcleo de uranio,
parecía que estos niveles energéticos se
repelieran. De ahí la excitación de
Freeman Dyson durante su breve
intercambio con Montgomery en
Princeton: la gráfica que Montgomery le
mostró tenía la marca concreta de la
descripción estadística de los niveles
energéticos. Pero Montgomery había
hecho visible aquella extraña
configuración en un área de la ciencia
que parecía no tener nada que ver.
En consecuencia, la siguiente
pregunta que había que plantearse era
por qué aquellas dos entidades —
niveles energéticos y ceros de Riemann
— tenían algo en común, y qué era lo
que las relacionaba. Montgomery debió
de sentir la misma impresión que un
arqueólogo que descubriera pinturas
paleolíticas idénticas en cuevas situadas
en extremos opuestos del mundo:
forzosamente tenía que existir un
vínculo. Montgomery reconoce que su
conversación con Dyson fue
probablemente una de las coincidencias
más fortuitas de la historia de la ciencia:
«Fue por pura casualidad que estuviera
allí, precisamente en el sitio justo».
Desde los tiempos de Galileo y Newton,
a menudo la física y las matemáticas se
mueven en territorios parecidos, pero
nadie habría esperado que la teoría de
los números de Riemann y la física
cuántica estuvieran tan íntimamente
ligadas. Los intentos de Montgomery por
comprender la factorización de los
números imaginarios no lo habían
llevado a ninguna parte, pero se había
metido en algo mucho más interesante:
«Si consideramos los proyectos de
investigación fallidos, éste fue mejor
que muchísimos otros», admite
sonriendo Montgomery.
¿Qué significado tienen para la
hipótesis de Riemann estas revelaciones
surgidas durante una pausa para el té en
Princeton? Si los puntos a nivel del mar
del paisaje de Riemann podían
explicarse a partir de las matemáticas de
los niveles energéticos en física,
entonces se perfilaba la perspectiva
excitante de conseguir demostrar por
qué los puntos a nivel del mar se
encuentran sobre una misma recta: un
cero que cayera fuera de la recta
correspondería a un nivel energético
imaginario, es decir, una cosa prohibida
por las ecuaciones de la física cuántica.
Nunca hasta entonces había existido una
esperanza tan fundada de proporcionar
una explicación para la hipótesis de
Riemann.
Mientras se efectuaban experimentos
para confirmar el modelo de los niveles
energéticos en átomos pesados
propuesto por Wigner y Landau,
Montgomery seguía sin confirmaciones
experimentales del hecho de que los
puntos a nivel del mar del paisaje de
Riemann se comportaran de la manera
en la que él creía que debían hacerlo en
base a la teoría. Nadie había verificado
que los ceros se repelieran realmente,
como él sugería. El problema radicaba
en que las regiones del paisaje de
Riemann en las que era probable que se
produjeran estas pautas estadísticas se
encontraban muy lejos del alcance de
los cálculos que Motgomery podía
efectuar.
En Cambridge, Montgomery había
sabido de los descubrimientos de
Littlewood respecto de la imposibilidad
de observar el verdadero carácter de los
números primos a menos que nos
trasladáramos a los más remotos
rincones del universo numérico. A pesar
de que Littlewood había demostrado
teóricamente que en algunos casos la
fórmula de Gauss para el cálculo de la
cantidad de números primos podía
producir subestimaciones, nadie había
podido confirmar este hecho
experimentalmente. Montgomery
empezaba a resignarse a sufrir el mismo
destino. Haría falta algún tiempo antes
de que los físicos experimentales
construyeran aceleradores de partículas
capaces de generar la energía suficiente
para confirmar las predicciones teóricas
de Wigner y Landau. Montgomery temía
que los matemáticos nunca consiguieran
calcular números tan grandes como para
verificar si los ceros situados en zonas
remotas de la recta crítica seguían
efectivamente la pauta teórica prevista.
Pero Montgomery no había tenido en
cuenta las grandes capacidades de
cálculo de Andrew Odlyzko y del
supercomputador Cray que tenía a su
disposición en el laboratorio de la
AT&T, en el corazón de Nueva Jersey.
Odlyzko conocía las predicciones
teóricas de Montgomery sobre los
intervalos que separan los ceros y de su
paralelismo con los tambores aleatorios
escondidos en los niveles energéticos de
los núcleos atómicos pesados.
Precisamente éste era el tipo de reto que
lo fascinaba. Odlyzko empezó a salir a
la caza de los ceros hasta más allá de
1012 unidades de distancia sobre la recta
mágica de Riemann. Si imaginamos que
el mapa del paisaje de Riemann está
centrado sobre Nueva Jersey y a cada
unidad a lo largo de la recta crítica le
hacemos corresponder la distancia de un
centímetro, en ese caso Odlyzko
examinaba áreas de la recta mágica de
Riemann que se hallaban a una distancia
equivalente a veinticinco veces la de la
Luna. Cuando el supercomputador Cray
consiguiera analizar unos cien mil ceros,
Odlyzko sería capaz de examinar los
valores estadísticos de los intervalos
que los dividen. A mitad de los ochenta
estuvo preparado para publicar los
resultados de sus cálculos: la separación
entre los ceros del paisaje de Riemann
mostraba efectivamente un cierto
parecido con el de los niveles
energéticos en los átomos pesados, pero
era evidente que la correspondencia no
era perfecta. Aquella concordancia
nunca habría satisfecho a un estadístico:
¿había que deducir que Motgomery se
equivocaba? ¿O más bien Odlyzko
habría tenido que proseguir sus
investigaciones más al norte?
Sin intimidarse en absoluto por la
magnitud del trabajo, Odlyzko decidió
llegar hasta 1020 pasos hacia el norte. Si
consideramos el mapa hipotético
centrado en Nueva Jersey, ahora
Odlyzko estaba explorando regiones
situadas a cien años luz de la Tierra, una
distancia mayor que la de Vega, la
estrella desde la cual, en la novela
Contacto de Carl Sagan, partía la
misteriosa sucesión de números primos.
En 1989, Odlyzko presentó en una
gráfica los intervalos que separaban los
ceros y los puso junto a los valores
previstos por Montgomery: esta vez la
correspondencia era asombrosa. Se
trataba de la prueba convincente de una
nueva propiedad de los ceros. Desde
aquellas distancias siderales los ceros
enviaban un mensaje muy claro: los
producía un complicado tambor
matemático.

MAGIA MATEMÁTICA

¿Hasta qué punto era significativa la


concordancia estadística que había
descubierto Andrew Odlyzko? Quizá era
posible obtener aquellos mismos datos
estadísticos usando otro tipo de
matemáticas totalmente distinto.
¿Odlyzko nos estaba mostrando la
dirección correcta o más bien nos estaba
complicando la vida?
Para responder a estas preguntas lo
mejor es dirigirse a Persi Diaconis,
estadístico de la Universidad de
Stanford y experto en desenmascarar
presuntos fenómenos paranormales:
Diaconis ha contribuido a descubrir
todo el montaje del «código secreto de
la Biblia», el presunto descubrimiento
de mensajes y profecías escondidos en
el texto de la Biblia. Ante los datos de
Riemann, Diaconis reconoce que le
sería difícil encontrar una concordancia
estadística mejor: «Llevo toda la vida
dedicado a la estadística, y nunca había
visto datos que concordaran tan
perfectamente». Diaconis sabe muy bien
que lo que parece válido desde un
determinado punto de vista debe
examinarse desde todas las perspectivas
para estar seguro de que alguna
imperfección reveladora no haya
quedado hábilmente oculta. Diaconis es
un maestro en esta clase de trucos: al
principio fue la magia, no las
matemáticas, la que capturó su
imaginación.
Durante su infancia, en Nueva York,
Diaconis hacía novillos para escaparse
a las tiendas de magia. Su destreza
atrajo la atención de uno de los más
grandes ilusionistas de los Estados
Unidos: Dai Vernon. Cuenta Diaconis
que Vernon, quien por entonces contaba
sesenta y ocho años, le ofreció unirse a
él como ayudante en sus espectáculos
itinerantes: «Mañana me voy a
Delaware, ¿quieres venir?». Con sus
catorce años, Persi llenó una mochila y
se marchó sin decir nada a sus padres.
Durante los dos años siguientes viajaron
por todo el país:

Éramos como Oliver Twist y


Fagin. La de los magos es una
comunidad muy solidaria. Nada
que ver con barracones de feria
o cosas así: son gente de la clase
media alta, que lo hace por
pasión. A los magos les fascinan
los que practican juegos de azar.
Vernon y yo queríamos descubrir
a los tramposos, y si nos
enterábamos de que un esquimal
era capaz de repartir la segunda
carta con raquetas de nieve, nos
íbamos a Alaska. Así eran
nuestras aventuras. Lo hicimos
durante dos años, íbamos hacia
donde nos llevaba el viento.
Frecuentando a los jugadores se
oía hablar de probabilidad con
frecuencia. Quedé fascinado y
quise saber más sobre esto.
Durante sus viajes, Diaconis empezó
a leer libros sobre las matemáticas de la
probabilidad. Como tantas otras veces,
fue la influencia decisiva de un libro
concreto lo que puso en marcha la
carrera de uno de los matemáticos más
fascinantes de nuestro tiempo: cayó en
sus manos An Introduction to
Probability Theory and its
Applications, de William Feller, uno de
los textos universitarios clásicos sobre
el tema. Con su falta de base
matemática, Diaconis no sabía por
dónde empezar. Decidió que la única
manera de avanzar era inscribirse en los
cursos nocturnos del City College de
Nueva York. El interés se convirtió en
pasión. En dos años y medio se licenció,
y rápidamente se inscribió en los cursos
de doctorado. Harvard dio una
oportunidad a aquel estudiante poco
convencional, que desde entonces no se
ha detenido.
Diaconis permanece fiel a sus raíces
de ilusionista, y reconoce que ambas
artes tienen mucho en común.

Mi manera de hacer matemáticas


es muy similar a la magia. En
ambas disciplinas tienes un
problema que debes intentar
resolver respetando ciertos
límites. En matemáticas son los
de una argumentación lógica
construida con los instrumentos
que tienes a tu disposición, y en
el caso de la magia significa
utilizar tus instrumentos y tu
destreza para producir
determinado efecto sin que el
público se dé cuenta de los que
estás haciendo. El proceso
intelectual es casi el mismo en
ambos campos; una cosa que
distingue magia y matemáticas es
la competición: en matemáticas
la competición es mucho más
dura que en el mundo de la
magia.

Como estadístico, Diaconis está


interesado en el problema de establecer
si algo es o no aleatorio. Consiguió salir
en la primera página del New York
Times por su análisis del barajado de
naipes. Según Diaconis, un jugador
medio necesita siete cortes para poner
las cartas en un orden aleatorio. Pero
esto es cierto para el jugador medio que
hace cortes medios: las cosas cambian
notablemente si el que baraja las cartas
tiene las manos mágicas de Diaconis.
Muchos de sus trucos se basan en su
capacidad de efectuar el corte perfecto:
sabe que ocho cortes perfectos seguidos
devuelven las cartas a su disposición
inicial, aunque el público esté
convencido de que se trata de un orden
aleatorio. Es particularmente hábil para
distinguir si una baraja mezclada está
«clavada». Diaconis ha conseguido tal
reputación con su habilidad para
determinar regularidades allá donde
otros sólo ven caos, que fue contratado
por Las Vegas para controlar que las
máquinas electrónicas con las que se
barajan las cartas no revelen nada al
jugador experto.
Diaconis sintió curiosidad cuando
los teóricos de números hicieron correr
la noticia de que Montgomery y Odlyzko
afirmaban que los ceros del paisaje de
Riemann presentaban el mismo aspecto
que las frecuencias de un tambor
cuántico. Si había alguien preparado
para husmear un posible gato encerrado,
ése era él: «Por esto llamé a Andrew y
le dije que quería los ceros. Me dio
unos cincuenta mil, todos para mí, a
partir de más o menos 1020». Diaconis
probó un método nuevo de verificación
que había descubierto durante su
estancia en la AT&T para trabajar en la
codificación de conversaciones
telefónicas: «Peiné los ceros en todos
los sentidos, y descubrí que se
adaptaban perfectamente a las
predicciones teóricas». Se trataba de
una última confirmación de que los
ceros derivaban de los redobles de un
tambor matemático aleatorio cuyas
frecuencias se comportaban como los
niveles energéticos de la física cuántica.
Para Diaconis, las relaciones entre los
números primos y los niveles de energía
no son un engaño maligno de la
naturaleza, sino auténtica magia.
Una vez descubierto, este nuevo
tratamiento estadístico empezó a
emerger por todas partes: núcleos
pesados, ceros de las funciones zeta de
Riemann, secuenciación del ADN,
propiedades del cristal. Lo más curioso,
sin embargo, es la posibilidad de
utilizarlo para responder a otro
problema pendiente: ¿cuál es la
probabilidad de completar un solitario
de cartas? Naturalmente, fue Diaconis
quien descubrió esta aplicación.
En uno de los solitarios más
difundidos, se distribuyen las cartas en
siete columnas: una carta en la primera
columna, dos en la segunda… y siete en
la última. La última carta de cada
columna está descubierta; el resto de
cartas se van girando de tres en tres. Se
puede colocar una carta descubierta
sobre otra si la carta que se tiene que
poner es de color distinto de la carta
sobre la que se quiere colocar y la sigue
en orden decreciente de valor. Así, por
ejemplo, un 7 rojo puede colocarse
sobre un 8 negro, y una J negra sobre
una Q roja. Cuando aparecen, los ases
abren nuevas pilas, una separada de la
otra. Sobre cada as se colocarán, en
orden creciente, las cartas del palo
correspondiente, hasta completarlas.

El Klondike, uno de los más populares


solitarios de naipes, que aún es un
misterio para los matemáticos.

El juego tiene diversos nombres, de


los cuales el más conocido es el
Klondike. Existen otras variantes del
juego. En Las Vegas se puede comprar
un juego por 52 dólares y, en lugar de
reutilizar las cartas que han quedado en
la baraja tras cada ciclo descubriendo
una de cada tres, se pueden descubrir las
cartas de una en una, pero sólo una vez.
La banca paga cinco dólares por cada
carta que se consigue colocar en las
cuatro pilas ordenadas por palos
empezando por los ases.
A pesar de que el solitario se juega
desde 1780 o antes, y es familiar a casi
todos los poseedores de un ordenador
personal, nadie sabe con qué frecuencia
se consigue terminarlo. Si tenemos en
cuenta que jugar al Klondike en Las
Vegas puede hacer ganar cinco dólares
por carta, valdría la pena saber qué
probabilidades tenemos de completarlo.
Incluso un juego de aspecto tan sencillo
tiene suficientes elementos de
complejidad como para eludir los
intentos de Diaconis de calcular la tasa
media de éxito. A partir de los datos que
ha recogido a lo largo de años, parece
que el solitario se completa una vez de
cada quince. A él, sin embargo, le
gustaría demostrarlo.
Una estrategia muy común para
resolver un problema matemático difícil
es empezar por un problema más fácil:
Diaconis ha analizado una versión muy
simplificada del solitario Klondike y ha
tenido la gran sorpresa de descubrir que
la frecuencia media de éxito tiene un
nexo profundo con las frecuencias de los
tambores matemáticos aleatorios. Sin
embargo, y a pesar de los avances
conseguidos, Diaconis cree que un
análisis completo del solitario Klondike
está aún lejos. Promete a sus estudiantes
que llegarán a la primera página del
New York Times si triunfan en la
empresa. A pesar de las prometedoras
conexiones con los tambores
matemáticos aleatorios, tanto el solitario
Klondike como la hipótesis de Riemann
siguen resistiéndose.

BILLARES CUANTICOS
Los teóricos de números intentaban
situarse ante el extraño giro que había
tomado su disciplina tras el breve
encuentro informal entre Montgomery y
Dyson. A pesar de que el análisis de
Montgomery parecía indicar que en el
origen de los ceros de Riemann se podía
encontrar la física de los tambores
cuánticos, pocas cosas más iluminaban
el recorrido: ¿dónde estaba escondido el
tambor mágico? A juzgar por los datos
estadísticos y por los indicios recogidos
hasta el momento, el tambor específico
asociado a los ceros de Riemann no
parecía distinto de cualquier otro tambor
elegido al azar. Ciertamente, esto no
facilitaba su determinación. Cuando se
analizó más a fondo aquella extraña
relación, resultó claro que el nexo con la
física cuántica no representaba el único
giro sorprendente en la historia de los
ceros de Riemann. En realidad emergió
un nuevo nexo que ayudaría a los
matemáticos en su búsqueda del tambor
cuántico.
Diaconis y los otros estadísticos han
desarrollado una serie de armas
sofisticadas para verificar la solidez de
cualquier afirmación susceptible de ser
analizada. El «código secreto de la
Biblia» parecía estadísticamente
significativo porque los que lo
proponían mostraban los datos siempre
y sólo desde un punto de vista
particular. Pero cuando fue sometido a
otras verificaciones se desmoronó. A
pesar de que las previsiones teóricas de
Montgomery habían resistido las
verificaciones de Diaconis, en Nueva
Jersey, Odlyzko empezaba a inquietarse
por algunos resultados de sus nuevos
cálculos. Había empezado a utilizar otro
test estadístico para comprender si el
nexo entre ceros de Riemann y física
cuántica tenía una base real, y había
notado que en los datos relativos a los
ceros de Riemann empezaban a
insinuarse preocupantes discrepancias.
Odlyzko estaba considerando otra
medida estadística llamada varianza.
Trazó la gráfica de los ceros de
Riemann y la comparó con la gráfica
correspondiente que se obtenía a partir
del análisis de las frecuencias de un
tambor cuántico aleatorio. Observando
las pautas de los dos gráficos notó que,
si bien al principio había una muy buena
correspondencia, a partir de un cierto
punto los datos relativos a los ceros de
Riemann se apartaban bruscamente de la
gráfica de las frecuencias teóricas de los
tambores cuánticos aleatorios. La
primera parte de la gráfica confirmaba
la pauta estadística de la distancia entre
ceros adyacentes. Pero cuando Odlyzko
procedió al análisis, descubrió que
empezaban a aparecer discrepancias. La
gráfica ya no seguía la pauta estadística
de las distancias entre ceros
consecutivos, como sucedía al principio,
sino más bien el de la distancia entre el
N-ésimo y el (N+100)-ésimo cero. En un
primer momento, Odlyzko creyó que la
desviación podía deberse a un error en
los cálculos. En cambio, descubrió que
estaba asistiendo por primera vez a los
efectos producidos en el espacio de
Riemann por otro importante tema del
siglo XX: la teoría del caos.
Como la física cuántica, también la
teoría del caos se ha afirmado en la
cultura popular. En los años noventa, no
había fiesta sin la imagen de un fractal
proyectada en las paredes. A pesar de su
complejidad visual, los fractales se
generan por leyes de aspecto
aparentemente inocuo. La teoría del
caos, las matemáticas que se esconde
tras estas imágenes, ayuda a comprender
por qué, por muy simples que puedan ser
las leyes de la naturaleza, la realidad
aparece infinitamente compleja. El
término «caos» se utiliza cuando un
sistema dinámico es muy sensible a las
condiciones iniciales; cuando una
mínima variación en el momento de
iniciar un experimento produce una
diferencia drástica en los resultados
obtenidos, ésta es la inconfundible firma
del caos.
Una de las manifestaciones de las
matemáticas del caos se encuentra en el
juego del billar. Si damos un fuerte
golpe a una bola en una mesa de billar,
la trayectoria que seguirá vendrá
determinada por los ángulos con que
choca con los bordes de la mesa. La
cosa se pone interesante cuando se
modifica muy poco la dirección inicial
de tiro: ¿la trayectoria se aparta o no
drásticamente de la que siguió la
primera vez? La respuesta depende de la
forma de la mesa. En una mesa de billar
rectangular normal, no se pone de
manifiesto ningún comportamiento
caótico en la trayectoria de la bola (a
pesar de lo que probablemente creen
muchos jugadores aficionados). La
trayectoria de la bola es perfectamente
previsible, y un ligero cambio en la
dirección inicial del tiro no la altera
sensiblemente. Pero en una mesa de
billar de forma parecida a la de un
estadio, las trayectorias de las bolas
toman un aspecto totalmente distinto: si
ahora lanzamos con fuerza dos bolas
variando sólo mínimamente sus
direcciones iniciales, seguirán
trayectorias totalmente distintas que no
parecerán tener nada en común. Como se
puede observar en la gráfica siguiente,
la física de una mesa de billar con forma
de estadio es caótica, en claro contraste
con las previsibles trayectorias que
siguen las bolas en una mesa rectangular
normal.
Movimiento caótico: las trayectorias
trazadas de las bolas en una mesa de
billar con forma de estadio.

Al aparecer las matemáticas del


caos, en los años setenta, algunos físicos
cuánticos empezaron a interesarse por
las implicaciones de la nueva teoría
para su campo de investigación. En
concreto, se preguntaban qué sucedería
si jugaran a ese tipo de billar en escala
atómica: al fin y al cabo, en algún
sentido los electrones se comportan
como bolas de billar microscópicas.
Utilizando materiales
semiconductores, los mismos con los
que se fabrican los microchips de los
ordenadores, se puede construir una
mesa de billar tan pequeña que cabrían
centenares de ellas en la cabeza de un
alfiler. Los físicos empezaron a analizar
el movimiento de un electrón que rebota
contra las paredes de esta minúscula
mesa. El electrón, sin su atracción por el
átomo, es libre de moverse por el
semiconductor. Precisamente es este
movimiento de los electrones el que
hace posible la transferencia de datos en
el chip del ordenador. Pero la
trayectoria de un electrón no es
completamente libre: aunque no orbite
ya alrededor del núcleo de un átomo, sus
movimientos están limitados por los
bordes de la mesa. Los físicos tenían
interés en estudiar los efectos que las
distintas formas de la mesa podrían
tener tanto sobre el comportamiento
ondulatorio del electrón como sobre su
movimiento de partícula, asimilable al
de una bola de billar. Igual que un
electrón ligado a un átomo vibra con
ciertas frecuencias características, otro
tanto hace un electrón libre cuando traza
una trayectoria sobre su minúscula mesa.
Cuando los físicos analizaron la
pauta estadística de los niveles
energéticos, descubrieron que variaba
según la mesa de billar producía
trayectorias caóticas o normales. Si los
electrones se encerraban en una zona
rectangular, en la que trazaban
trayectorias normales, no caóticas,
entonces sus niveles energéticos se
distribuían de manera bastante aleatoria.
Pero el análisis estadístico
proporcionaba valores muy distintos
cuando se confinaba a los electrones en
una zona con forma de estadio, en la que
sus trayectorias eran caóticas: los
niveles energéticos dejaban de ser
aleatorios. Más bien seguían una pauta
mucho más uniforme, en la que nunca
compartían dos niveles próximos.
Era una nueva manifestación de la
extraña repulsión entre niveles
energéticos. Los billares cuánticos
caóticos producían la misma pauta
regular que ya había sido observada por
Dyson en los niveles energéticos de los
núcleos de átomos pesados, y por
Montgomery y Odlyzko en la situación
de los ceros de Riemann. Estos niveles
energéticos casaban muy bien con la
distribución estadística de las
frecuencias de un tambor cuántico
aleatorio. Pero se descubrió que no
todos los datos estadísticos coincidían a
la perfección: los físicos estaban
empezando a comprender que la
distribución de las distancias entre el
N-ésimo y el (N+100)-ésimo nivel
energético cambiaba según se estuviera
jugando en un billar cuántico o
simplemente se midieran las frecuencias
de un tambor cuántico aleatorio.
Uno de los expertos en este cóctel
entre teoría del caos y física cuántica es
sir Michael Berry, de la Universidad de
Bristol. Berry ha sido el primero en
comprender que las desviaciones que
había notado Odlyzko entre las gráficas
de la varianza de los ceros de Riemann
y de los tambores cuánticos aleatorios
indican que un sistema cuántico puede
ofrecer el mejor modelo físico para el
comportamiento de los números primos.
Berry es una figura carismática de la
comunidad científica actual: da un aire
de sofisticación a su disciplina que
quizá falta a los que viven inmersos en
el mundo científico. Es un hombre del
Renacimiento, que gusta de citar tanto a
los gigantes de la literatura como a los
de la ciencia para persuadir a los demás
de su propia visión del mundo. Además,
es un experto en hallar la imagen
perfecta con que penetrar en la
complejidad de las fórmulas
matemáticas. Es una gran suerte para los
matemáticos que este caballero inglés se
haya unido a sus filas en el asalto a la
hipótesis de Riemann.
Berry quedó fascinado por los
números primos en los años ochenta,
cuando leyó en el Mathematical
Intelligencer un artículo titulado «Los
primeros cincuenta millones de números
primos». El artículo era de Don Zagier,
el mosquetero de las matemáticas del
Instituto Max Planck que había retado en
duelo a Bombieri por la hipótesis de
Riemann. En el artículo, Zagier no
proponía una aburrida lista de millones
de números, sino que explicaba cómo
utilizar los ceros de Riemann para crear
ondas que reproducían mágicamente la
cantidad de números primos que se
espera encontrar a medida que se va
contando. «Era un artículo magnífico.
Los ceros de Riemann, pensé, son una
cosa maravillosa». Berry fue capturado
por la interpretación física del
descubrimiento de Riemann: la
existencia de una música en el interior
de los números primos.
Siendo físico, Berry aporta al
estudio de los números primos una
capacidad de captar las relaciones con
la realidad física de la que carecen la
mayoría de los matemáticos. Los
matemáticos pueden pasar tanto tiempo
en el mundo abstracto de sus
construcciones mentales que terminan
por olvidar todas las relaciones entre
las matemáticas y la realidad física que
los rodea. Riemann había transformado
los números primos en funciones de
onda; para un físico como Berry, estas
ondas no son sólo una música abstracta,
sino que pueden traducirse en sonidos
reales, sonidos que cualquiera puede
escuchar. En sus presentaciones de la
hipótesis proponía siempre la audición
de una grabación de la música de
Riemann: un ruido blanco, suave y
sordo. Berry lo describe como «una
especie de música bastante posmoderna,
pero gracias a la obra de Riemann
podemos decir lo que Bernard Shaw le
dijo a Wagner: “esta música es mejor de
lo que suena”».
El interés de Berry por los números
primos coincidió con una mejor
comprensión de las diferencias entre la
distribución de los niveles energéticos
en los electrones en los billares
cuánticos y la de los niveles energéticos
en un tambor cuántico aleatorio: «Pensé
que podría ser interesante reexaminar la
historia de los ceros de Riemann y las
ideas de Dyson a la luz de las nuevas
relaciones con el caos cuántico». La
particular distribución que Berry había
descubierto en los niveles energéticos
de los billares cuánticos, ¿se reflejaría
en la distribución de los ceros en el
paisaje zeta de Riemann? «Pensaba que
sería muy bonito comprender si los
ceros se comportaban realmente de
aquella manera, y por ello hice algunos
cálculos aproximativos». Pero no
disponía de datos suficientes: «Más
adelante supe que Odlyzko había
efectuado sus famosos cálculos. Le
escribí y estuvo muy dispuesto a
ayudarme. Me explicó que estaba un
poco preocupado porque a partir de un
cierto punto sus cálculos habían
empezado a manifestar algunas
desviaciones: creía haber cometido
algún error».
Pero Odlyzko no tenía la intuición de
un físico. Cuando Berry comparó los
ceros con los niveles energéticos de los
billares cuánticos aleatorios, descubrió
una concordancia perfecta. Las
discrepancias que Odlyzko había
observado resultaron ser el primer signo
de la diferencia entre la distribución de
las frecuencias en un tambor cuántico
aleatorio y la de los niveles de energía
de los billares cuánticos caóticos.
Odlyzko no sabía nada de este nuevo
sistema cuántico caótico, pero Berry lo
reconoció rápidamente:

Fue un gran momento, porque el


resultado era manifiestamente
correcto. Para mí se trataba de
una prueba circunstancial,
aunque convincente e
incontrovertible, de que, si
aceptamos la certeza de la
hipótesis de Riemann, entonces
en la base de los ceros de
Riemann no habría simplemente
un sistema cuántico, sino un
sistema cuántico con una
contraparte clásica,
moderadamente simple aunque
caótico. Fue un momento
delicioso: era, por así decir, un
regalo que la mecánica cuántica
hacía a la teoría de los ceros de
Riemann.

Lo más curioso es que, si el secreto


de los números primos es
verdaderamente un juego de billar
cuántico, entonces los números primos
se representan mediante trayectorias
muy especiales sobre la mesa de billar.
Algunas trayectorias hacen volver la
bola al punto de partida tras un cierto
número de rebotes en la mesa, que a
partir de entonces se vuelven iguales a
sí mismas. Parece que estas trayectorias
especiales son precisamente las que
representan los números primos: a cada
trayectoria le corresponde un número
primo, y cuanto más tarda una
trayectoria en repetirse, mayor es el
número primo correspondiente.
El nuevo giro conseguido por Berry
podría llevar a una unificación de tres
grandes temas científicos: la física
cuántica (la física de lo extremadamente
pequeño), el caos (las matemáticas de la
impredecibilidad) y los números primos
(los átomos de la aritmética). Después
de todo, quizás el orden que Riemann
había esperado descubrir en los
números primos se describe por el caos
cuántico. Una vez más, los números
primos hacen gala de su carácter
enigmático. La relación aparente entre la
distribución estadística de los ceros y la
de los niveles energéticos ha llevado a
muchos físicos a la búsqueda de una
demostración de la hipótesis de
Riemann. En el origen de los ceros
podrían estar las frecuencias de un
tambor matemático; si así fuera, los
físicos cuánticos serían los mejor
equipados para localizarlos: sus propias
existencias bailan al son de aquellos
tambores.
Ahora bien, a pesar de todas estas
pruebas de que los ceros de Riemann
son vibraciones, aún no sabemos qué es
lo que vibra. Puede ser que la fuente de
las vibraciones sea puramente
matemática, sin ningún modelo físico.
Ciertamente, las matemáticas que
explican los ceros podrían ser las
mismas matemáticas del caos cuántico,
pero ello no significa que la solución
tenga necesariamente una manifestación
física. Berry no lo cree así; según él,
cuando las matemáticas estén
completamente definidas emergerá el
correspondiente modelo físico cuyos
niveles energéticos reflejarán los ceros
de Riemann: «No tengo la menor duda
de que, cuando alguien encuentre el
origen de los ceros, ese alguien
construirá el modelo físico». ¿Sería
posible que tal modelo ya existiera,
escondido en algún rincón del universo,
esperando a ser descubierto? Quizá los
números primos cósmicos que Ellie
Arroway descubre en la novela
Contacto de Carl Sagan no son una
señal de vida extraterrestre, sino sólo
las frecuencias de vibración de una
estrella de neutrones. Tal como explica
Berry, «Existe el famoso principio
totalitario según el cual todo lo que está
permitido por las leyes de la física
puede encontrarse en alguna parte de la
naturaleza. Soy escéptico sobre la
aplicación del principio a este caso. Lo
que sí es cierto es que se podría
conseguir crear el modelo de una u otra
forma».
Si Odlyzko ha tenido a la AT&T a sus
espaldas, Berry y su grupo de
investigación se han beneficiado durante
algunos años del apoyo de otro
importante actor económico: en Bristol,
su sede central del Reino Unido, la
Hewlett-Packard contrató a algunos
miembros del grupo de Berry para que
contribuyeran a la explotación del poder
de la física cuántica. En Hewlett-
Packard sabían que cualquier progreso
en dirección de la hipótesis de Riemann
tenía la capacidad implícita de mejorar
nuestra comprensión del juego de billar
cuántico. Y, puesto que, las reglas del
billar cuántico determinan el
comportamiento de los circuitos
electrónicos de los ordenadores, en la
medida en que los electrones se lanzan a
toda carrera por los surcos grabados en
los microchips, sabían también hasta qué
punto era importante estar al día de los
progresos de los expertos jugadores de
billar cuántico que contrataban.

42: LA RESPUESTA A LA
PREGUNTA FUNDAMENTAL
Aunque los colosos como AT&T y
Hewlett-Packard hayan tenido que
reducir sus inversiones en los números
primos como consecuencia del período
de estancamiento que ha sufrido la
industria de los ordenadores, hay
todavía un actor económico que se
permite continuar con las
investigaciones sobre este juego
aparentemente abstracto. La Fry
Electronics es una cadena de unos veinte
grandes almacenes de electrónica
esparcidos por toda la costa oeste de los
Estados Unidos, que vende a todo el
país accesorios para ordenadores y
otros artículos electrónicos. La empresa
no puede ofrecer subvenciones similares
a las de los gigantes de la AT&T y la
Hewlett-Packard pero, al visitar su sede
central en Palo Alto (California),
hallaremos, junto a la entrada principal
del gran almacén, una destartalada
puerta metálica con la placa American
Institute of Mathematics.
El instituto es inspiración de uno de
los administradores de la empresa: John
Fry. Él y Brian Conrey estudiaron
matemáticas juntos en la Universidad de
Santa Clara. Mientras Conrey ha
perseverado hasta conquistar un lugar en
los libros al demostrar la pertenencia a
la recta de Riemann de la que hasta hoy
es la más alta proporción de ceros, Fry
se ha dedicado a una aventura más
comercial, pero no ha perdido su interés
por las matemáticas. Cuando se produjo
la eclosión de la industria de la
electrónica, Fry se preguntó si podía
haber alguna forma de dar su apoyo a la
disciplina. Anteriormente había
financiado un equipo de fútbol-sala, y
por ello decidió llevar su idea a la
práctica financiando un equipo de
matemáticos.
Fry contactó con Conrey, y juntos
idearon un plan para coordinar los
esfuerzos dedicados a demostrar la
hipótesis de Riemann. Para anunciar la
iniciativa, los dos financiaron un
encuentro que debía de tener lugar en
Seattle, en 1996, con ocasión del
centenario de la demostración del
teorema de los números primos. No se
trataba simplemente de aportar el
dinero: pretendían fomentar la adopción
de un nuevo código de comportamiento
en la colaboración entre matemáticos.
La hipótesis de Riemann es ya un trofeo
tan ambicionado que muchos son reacios
a hacer pública incluso la más vaga de
las ideas por miedo a proporcionar a
algún otro la última y decisiva pieza del
rompecabezas. Conrey y Fry querían
interrumpir ese ciclo que, a su modo de
ver, no llevaba a ninguna parte. En las
reuniones y en los congresos se tenía
que poner el énfasis en compartir unas
ideas que no necesariamente llevarían a
resultados concretos. Consiguieron
incluso sentar a los matemáticos
alrededor de una mesa como si tuvieran
que decidir sobre un plan empresarial.
La reunión de Seattle dio lugar a los
que hoy son algunos de los indicios más
convincentes de que la hipótesis de
Riemann tiene algo que ver con el caos
cuántico. Los indicios se materializaron
después de que algunos de los
matemáticos presentes plantearan sus
dudas sobre la oportunidad de basar el
nexo exclusivamente en la observación
de que las dos gráficas parecen
indistinguibles. Uno de los matemáticos
que manifestaron su escepticismo fue
Peter Sarnak: a pesar de que quedó muy
impresionado por la cantidad de
analogías que se dan entre el caos
cuántico y los ceros de la función zeta
de Riemann, Sarnak aún tenía que
convencerse de la existencia de un
auténtico nexo.
Sarnak es una de las figuras más
prestigiosas de Princeton. Fue, entre
otras cosas, confidente de Andrew
Wiles cuando éste lanzaba con gran
secreto su ataque al último teorema de
Fermat. El interés de Sarnak por la
hipótesis de Riemann había nacido a
mediados de los años setenta, cuando se
trasladó a los Estados Unidos desde
Sudáfrica para trabajar con Paul Cohen
en la Universidad de Stanford, no muy
lejos de Fry Electronics. Durante sus
estudios, Sarnak se había dirigido a
Cohen porque estaba interesado en la
lógica matemática. Diez años antes, en
1963, Cohen había conmocionado el
mundo al resolver el primero de los
veintitrés problemas de Hilbert gracias
a una ingeniosa serie de
argumentaciones lógicas: en contra de
las previsiones de Hilbert, que creía que
su pregunta se contestaría con un «sí» o
con un «no», Cohen demostró que se
podía elegir la respuesta que se deseara
cierta.
El joven sudafricano llegó a
Stanford pensando que se tendría que
poner a trabajar sobre otro endiablado
rompecabezas lógico. Pero Cohen había
puesto los ojos en otro de los problemas
de Hilbert, el octavo. La resolución del
primer problema de Hilbert era una
empresa difícil de igualar, y Cohen
estaba convencido que únicamente la
hipótesis de Riemann podría darle un
placer aún mayor. Hizo partícipe a
Sarnak de sus propias ideas sobre el
problema, suscitando en él una pasión
por la teoría de los números que nunca
más lo abandonó.
La pasión de Sarnak por la propia
disciplina es contagiosa: cuando habla
de matemáticas transmite energía y
entusiasmo. Selberg, que ahora se
reconoce viejo y duro de oído, dice que
Sarnak es uno de los pocos matemáticos
de Princeton de quien aún entiende lo
que dice. Su acento sudafricano resuena
por el departamento cuando se
entusiasma por cualquier novedad en la
disciplina. La entrada de la física
cuántica en los pasillos sagrados de la
teoría de los números había producido
una gran excitación, pero Sarnak quería
más: ¿existían pruebas concretas de que
el nexo entre los niveles energéticos y
los ceros daría lugar a algún progreso
real?
Ciertamente, esta explicación nos ha
sugerido dónde ir a buscar una
explicación, pero no nos ha dicho nada
que no supiéramos. El nexo parece
basarse en la fuerte concordancia entre
varios resultados estadísticos. El hecho
de que dos imágenes parezcan muy
similares no es, sin embargo, algo a que
los teóricos de números atribuyan valor
de prueba irrefutable de la existencia de
una conexión. En resumen, aunque
Riemann hubiera puesto la geometría en
primera línea, los matemáticos miraban
aún con escepticismo el poder de las
imágenes para revelar la verdad.
Cuando llegó a la cita de Seattle,
Sarnak dudaba que algo distinto de una
profunda intuición matemática pudiera
revelar aspectos significativos del
espacio de Riemann. Tras oír discursos
sobre analogías entre ceros de Riemann
y niveles energéticos en los billares
cuánticos caóticos y haber escuchado la
ejecución de la música de los números
primos propuesta por Berry, Sarnak no
pudo más: era realmente fascinante ver
emerger las mismas imágenes en los dos
campos, pero ¿había alguien capaz de
señalar una sola contribución real a la
teoría de los números que fuera posible
gracias a estos nexos? Sarnak propuso
un reto a los físicos cuánticos: utilizar la
analogía entre caos cuántico y números
primos para descubrir algo que no se
supiera aún sobre el paisaje de
Riemann, algo que no resultara de un
análisis estadístico. Para animarlos,
Sarnak apostó una botella de buen vino.
Un antiguo estudiante de Berry, Jon
Keating, se adjudicó la botella de
Sarnak gracias al papel fundamental de
un número muy especial, el 42. En la
literatura popular, el número 42 juega un
papel de importancia: en el libro de
Douglas Adams Guía del autoestopista
galáctico, Zaphod Beeblebrox descubre
que 42 es la «respuesta a la pregunta
fundamental sobre la vida, el universo y
todo» (aunque no queda muy claro cuál
era la pregunta). En la segunda mitad del
s i gl o XIX, el número 42 fue muy
apreciado por Lewis Carroll que, por
otra parte, además de escritor era un
matemático formado en Oxford. En el
proceso a la sota de copas, en Alicia en
el País de las Maravillas, el Rey
proclama: «Regla cuarenta y dos: TODAS
LA PERSONAS QUE MIDAN MÁS DE UNA
MILLA DEBEN ABANDONAR LA CORTE ».
En sus escritos, Carroll utiliza este
número muy a menudo: en La caza del
Snark, por ejemplo, el castor llega con
«cuarenta y dos cajas, todas
cuidadosamente empaquetadas con su
nombre pintado claramente en cada
una». Lo extraño es que aquel número
estaba a punto de entrar en la historia de
la hipótesis de Riemann, contribuyendo
a convencer a los teóricos de los
números más escépticos de que el caos
cuántico era la otra cara de la moneda
de los números primos.
Cuando supo de la botella de buen
vino que Sarnak había apostado, Conrey
propuso a los físicos un reto muy
especial que constituiría un precedente.
Era un reto que le tocaba muy de cerca,
ya que estaba relacionado con un
problema sobre el que trabajaba desde
hacía años, con escasa fortuna. Se sabía
que algunos coeficientes concretos de la
función zeta de Riemann, los llamados
momentos de la función, deberían
producir una sucesión de números
enteros. El hecho era que los
matemáticos disponían de muy pocas
indicaciones sobre cómo calcular la
sucesión. Hardy y Littlewood habían
conseguido demostrar que el primer
número de la sucesión era 1. En los años
veinte Albert Ingham, un discípulo de
Littlewood, demostró que el número
siguiente era 2. Estos resultados no
bastaban para definir una pauta que
contribuyera a ulteriores exploraciones.
Antes de la reunión de Seattle,
Conrey había trabajado arduamente
sobre aquel problema junto con un
colega, Amit Ghosh, y su trabajo sugería
que el tercer elemento de la sucesión
estaba mucho más adelante, y
correspondía al número 42. Para
Conrey, el hecho de que fuera éste el
tercer número de la sucesión «fue de
algún modo sorprendente. Era la
indicación de la presencia de cierto
nivel de complejidad». No tenían la
menor idea sobre cómo proseguiría la
sucesión. Conrey retó a los físicos a
explicar aquel 42 en términos de la
analogía con la física cuántica:
«Cuarenta y dos es un número. O está o
no está. No es como ver lo bien que los
datos se adaptan a una curva», subrayó
Conrey.
En absoluto desanimado, Jon
Keating se fue de Seattle y puso manos a
la obra. El encuentro había supuesto tal
éxito que Fry y Conrey decidieron
organizar otro. Tuvo lugar pasados dos
años en el Schrödinger Institut de Viena,
una sede apropiada si consideramos la
nueva alianza que estaba fraguándose
entre la teoría de los números y una
disciplina, la física cuántica, que
Schrödinger había contribuido a crear.
Mientras tanto, Conrey había unido
sus propias fuerzas con las de otro
matemático: Steve Gonek. Tras grandes
esfuerzos en los que llevaron hasta el
extremo sus conocimientos de teoría de
los números, Conrey y Gonek
consiguieron formular una hipótesis
sobre el valor del cuarto término de la
sucesión: 24.024. «Así que teníamos
esta sucesión: 1, 2, 42, 24.024,…
Probamos todas las maneras
imaginables de adivinar cuál sería la
secuencia. Sabíamos que nuestro método
ya no funcionaba, porque proporcionaba
un resultado negativo para el siguiente
término de la sucesión». Se sabía que
todos los términos de la sucesión eran
mayores que cero. Conrey llegó a Viena
con la intención de exponer las razones
por las que él y Gonek creían que el
cuarto término de la sucesión era
24.024.
«Keating llegó a última hora. Lo vi
la tarde en que tenía que dar su
conferencia; había visto el título y
empezaba a creer que lo había
conseguido. Apenas apareció fui a su
encuentro y le pregunté de repente: “¿Lo
ha conseguido?”. Dijo que sí, que había
encontrado el 42». En efecto, junto con
Nina Snaith, una de sus estudiantes de
doctorado, Keating había creado una
fórmula capaz de generar cada número
de la sucesión. «Entonces le hablé del
24.024». Se trataba de una prueba
decisiva. ¿Confirmaría la fórmula de
Keating y Nina Snaith el valor
conjeturado por Gonek? Al fin y al cabo,
Keating sabía que el resultado que tenía
que encontrar era el 42, y ello podía
haberlo llevado a manipular su fórmula
de manera que obtuviera ese número.
Pero el nuevo número, el 24.024 era
completamente desconocido para
Keating que, por tanto, no podía haber
hecho trampa.
«Faltaba poco para la conferencia
de Jon. Buscamos una pizarra del
Schrödinger Institut y calculamos el
valor que la fórmula daba para el cuarto
término de la sucesión». Seguían
cometiendo errores de cálculo banales
(sucede a veces que, tras años de
razonamientos abstractos en los que
raramente se recurre a las tablas
pitagóricas que aprendimos de
pequeños, los matemáticos no sean unos
ases del cálculo aritmético). Finalmente
consiguieron calcular correctamente el
resultado: «Cuando descubrimos que era
24.024 tuvimos una sensación realmente
increíble», narra Conrey. Pocos
segundos más tarde, Keating se precipitó
a dictar su conferencia, donde anunció
públicamente la fórmula que habían
descubierto él y Nina Snaith, presa
todavía de la excitación sentida al hallar
confirmado el resultado que Conrey y
Gonek habían previsto. Keating definió
la experiencia vivida en la pizarra como
«los segundos más excitantes de mi vida
científica».
Keating estaba preocupado ante la
perspectiva de dar una conferencia ante
la élite de los teóricos de números: él,
físico, estaba a punto de hablar ante una
platea de matemáticos sobre algo en lo
que trabajaban desde hacía años. Pero la
euforia de haber descubierto 24.024 le
dio la confianza necesaria. Entre el
público se encontraba Selberg, que era
ya el abuelo de la materia. Al terminar
la conferencia se pidió la opinión del
público. Selberg tiene fama de no
preguntar tras las conferencias, sino más
bien de hacer declaraciones del tipo:
«Esto lo demostré en los años
cincuenta», o: «Intenté este enfoque hace
treinta años: no funciona». Keating se
preparó para lo inevitable. Sin embargo,
Selberg empezó a hacer una pregunta
tras otra, claramente fascinado con la
idea. Sólo cuando Keating terminó
heroicamente de contestar todas sus
preguntas, Selberg hizo su declaración:
«Debe de ser correcto». Keating había
respondido al reto de Sarnak, y había
dicho a los matemáticos algo que no
sabían. Sarnak mantuvo su promesa y le
hizo llegar la botella de vino.
El poder de la analogía entre los
ceros de Riemann y la física cuántica es
doble. Primero, nos dice que tendremos
que buscar una solución a la hipótesis de
Riemann. Y segundo, como ahora había
demostrado Keating, puede desvelar
otras propiedades del espacio de
Riemann. Explica Berry: «La analogía
no tiene un fundamento matemático
sólido. Se juzga en cuanto se revela útil
para sugerir a los matemáticos cosas que
luego tendrán que demostrar. No me
avergüenza admitirlo: como físico me
gusta aquella máxima de Feynman según
la cual “se conocen muchas más cosas
de las que se han demostrado”». A pesar
de que los físicos no son capaces de
concebir un modelo físico que genere
los ceros, los matemáticos admiten que
podría suceder que, finalmente, un físico
demostrara la hipótesis de Riemann. Y
por ello las inocentadas de Bombieri
con las que comenzamos este libro eran
tan creíbles.

LA ÚLTIMA SORPRESA DE
RIEMANN

Los físicos creen que la razón por la


que los ceros de Riemann deben situarse
todos sobre la recta es que terminarán
por ser las frecuencias de un tambor
matemático. A un cero que se situara
fuera de la recta le correspondería una
frecuencia imaginaria prohibida por la
teoría. No es la primera vez que una
argumentación de este tipo se utiliza
para resolver un problema: cuando eran
estudiantes, Keating, Berry y otros
físicos habían trabajado un problema
clásico de hidrodinámica cuya solución
se basa en un razonamiento similar. El
problema se refiere a una esfera de
fluido en rotación que se mantiene unida
gracias a interacciones gravitacionales
recíprocas entre las partículas que la
componen. Una estrella, por ejemplo, es
una enorme bola de gas giratorio que se
mantiene unido por su propia gravedad.
La cuestión es: ¿qué sucederá con la
bola si se le da una patada? ¿Se limitará
a temblar ligeramente o se desintegrará?
Para responder a estas preguntas es
necesario determinar si ciertos números
imaginarios determinados están o no
alineados. Si lo están, la esfera de fluido
en rotación quedará intacta. La razón por
la que estos números imaginarios se
colocan en línea recta está
estrechamente ligada a las ideas de la
física cuántica con las que se espera
demostrar la hipótesis de Riemann.
¿Quién descubrió la solución de este
problema? Aquel que utilizó las
matemáticas de las vibraciones para
obligar a aquellos números imaginarios
a colocarse en línea recta: nada menos
que Bernhard Riemann.
Poco después del triunfo conseguido
en el Schrödinger Institut, Keating se
trasladó a Gotinga para dar una
conferencia sobre el uso de la física
cuántica para ilustrar la hipótesis de
Riemann. Casi todos los matemáticos
que pasan por Gotinga aprovechan para
visitar la biblioteca y examinar las notas
inéditas de Riemann, sus Nachlass.
Entrar en relación con una figura tan
importante de la historia de las
matemáticas no sólo es una experiencia
emocionante: los Nachlass guardan aún
muchos misterios sin resolver,
escondidos en los ilegibles garabatos de
Riemann. Se trata de la piedra de
Rosetta de las matemáticas.
Antes de que Keating se marchara a
Gotinga, uno de sus colegas del
departamento de Matemática, Philip
Drazin, le encargó que examinara la
parte de los Nachlass en la que Riemann
afronta aquel problema clásico de la
hidrodinámica. Aunque la gobernanta de
Riemann destruyó muchísimos de sus
apuntes, los Nachlass contienen aún una
gran cantidad de material, por lo que han
sido divididos en varias partes que
cubren los diversos períodos de la vida
de Riemann y sus múltiples áreas de
interés.
En la biblioteca de Gotinga, Keating
pidió las dos partes de los Nachlass que
deseaba consultar: uno contenía las
ideas de Riemann sobre los ceros en su
paisaje zeta, y otro se refería a sus
estudios de hidrodinámica. Cuando salió
de la cámara acorazada de la biblioteca
un único grupo de documentos, Keating
hizo notar que él había pedido consultar
dos partes. Pero el bibliotecario le
respondió que ambas «partes» se
encontraban en los mismos folios. Al
examinar aquellas páginas, Keating
descubrió maravillado que Riemann
había ideado su demostración relativa a
la esfera de fluido en rotación
precisamente en el mismo período en
que estaba razonando sobre los puntos a
nivel del mar en su paisaje zeta. Para
resolver aquel problema de
hidrodinámica, Riemann había utilizado
exactamente el mismo método que ahora
estaban proponiendo los físicos para
obligar a los ceros de Riemann a
situarse en línea recta. Allí, ante
Keating, recogidos en las mismas
páginas, estaban los pensamientos de
Riemann sobre ambos problemas.
Una vez más, los Nachlass
revelaban hasta qué punto Riemann se
adelantó a su tiempo. Es imposible que
no fuera consciente del significado que
implicaba su solución al problema de
dinámica de fluidos. Su método había
demostrado por qué ciertos números
imaginarios que aparecían en su análisis
de la esfera de fluido se colocaban en
línea recta; y al mismo tiempo —y en
los mismos folios— estaba intentando
demostrar por qué los ceros de su
paisaje zeta se situaban todos sobre la
misma línea. Durante los años que
siguieron a aquellos descubrimientos
sobre los números primos y la
hidrodinámica, Riemann siguió
registrando sus nuevas ideas en la
libreta negra cuya desaparición ha
enfurecido a generaciones de
matemáticos. Con ella desaparecieron
los pensamientos de Riemann sobre la
posibilidad de unir los temas de la
teoría de los números y de la física.
En los decenios que siguieron a la
muerte de Riemann, las matemáticas y la
física empezaron a diverger. Si Riemann
había gozado combinándolas, los
científicos que le siguieron estaban cada
vez menos interesados en explorar las
relaciones entre ambas disciplinas. Sólo
en el siglo XX física y matemática
volvieron a trabajar codo con codo, y
esta reconciliación podía llevar al
descubrimiento decisivo e indiscutible
que soñó Riemann.
Pero, por más excitantes que fueran
estas conexiones con la física, muchos
matemáticos creían aún en el poder de la
propia disciplina para resolver el
enigma de los números primos. Muchos
estaban de acuerdo con Sarnak: la
solución de la hipótesis de Riemann se
esconde en el corazón más profundo de
las matemáticas. Los motivos para creer
que las matemáticas por sí solas pueden
proporcionar una respuesta se remontan
a 1949, y a la actividad de un prisionero
francés muy especial.
12
LA ÚLTIMA PIEZA DEL
ROMPECABEZAS

Se dice que la historia de las


matemáticas debería proceder
como el análisis musical de una
sinfonía. Hay un cierto número de
temas, y puede verse más o menos
cuándo aparece por primera vez
cada uno de ellos. A continuación,
cada tema se sobrepone a los
otros, y la habilidad artística del
compositor está precisamente en
su capacidad para gestionarlos
todos simultáneamente. A veces,
el violín sigue un tema particular
y la flauta otro, después se
invierten los papeles, y así
sucesivamente. Con la historia de
las matemáticas ocurre
exactamente lo mismo.
ANDRÉ WEIL
Two Lectures on Number
Theory: Past and Present

A pesar de la euforia ante el juego de


billar cuántico que podía ofrecer una
explicación de la hipótesis de Riemann,
muchos matemáticos seguían escépticos
sobre la intrusión de los físicos en el
mundo de la pura teoría de los números.
La mayoría de estos matemáticos
continuaban convencidos de que su
disciplina tenía todos los papeles en
regla para explicar por sí sola por qué
los números primos se comportan según
nuestras hipótesis. La idea de que tanto
el fenómeno cuántico como los números
primos obedecen a un mismo modelo
matemático era ciertamente plausible,
pero muchos matemáticos estaban
convencidos de que era muy improbable
que la intuición física pudiera ser de
ayuda para demostrar la hipótesis de
Riemann. Cuando empezó a correr la
voz de que uno de los mayores artífices
de la teoría matemática pura había
centrado su atención en la hipótesis de
Riemann, la confianza de los
matemáticos en sí mismos pareció
justificarse: Alain Connes había
empezado a dar clases sobre sus ideas
para una solución hacia mediados de los
noventa; muchos creían que la hipótesis
de Riemann sería finalmente
demostrada.
El simple hecho de que Connes se
planteara frontalmente la hipótesis de
Riemann era ya un motivo de reflexión.
Selberg, por ejemplo, reconoce que
nunca ha intentado realmente
demostrarla: es inútil bajar al campo
para combatir en una batalla —son sus
palabras— cuando no se dispone de un
arma para combatir. Sobre su decisión
de emprender esta batalla, Connes
escribe: «Según mi primer maestro,
Gustave Choquet, al afrontar
abiertamente un conocido problema
irresuelto uno corre el riesgo de ser más
recordado por un posible fracaso en esta
empresa que por cualquier otra cosa
positiva que haya hecho en su vida.
Pero, a una cierta edad, me he dado
cuenta de que esperar “con seguridad”
la llegada al término de la propia vida
significa también aceptar ir al encuentro
de la derrota».
Daba la impresión de que Connes
podía tener acceso a todo un arsenal de
técnicas que había utilizado para
desvelar una serie de misterios
escondidos en otros rincones de las
matemáticas: su creación de la llamada
geometría no conmutativa había sido
saludada como una versión moderna de
la visión riemanniana de la Geometría,
visión que ha tenido un impacto
enormemente significativo en el
desarrollo de las matemáticas del siglo
XX. De la misma forma en que el trabajo
de Riemann había preparado el camino a
la teoría einsteniana de la relatividad, la
geometría no conmutativa de Connes ha
demostrado ser un potente instrumento
lingüístico para la comprensión de la
complejidad del mundo de la física
cuántica.
La nueva matemática creada por
Connes se considera una de las piedras
angulares de las matemáticas del siglo
XX y le reportó, en 1983, el
reconocimiento de una medalla Fields.
Hay que señalar, sin embargo, que el
nuevo lenguaje introducido por Connes
no apareció repentinamente de la nada,
sino en el contexto de un renacimiento
de las matemáticas francesas que
empezó durante la Segunda Guerra
Mundial. Mientras el instituto de
Princeton crecía gracias a la afluencia
de intelectuales que huían de las
persecuciones que tenían lugar en
Europa, Connes era profesor en un
instituto francés, creado en los años
cincuenta, que ayudó a que París
volviera al centro internacional de las
matemáticas, una posición que, durante
el reinado de Napoleón, había perdido
en favor de Gotinga.
Las ideas de Connes se insertan en
el marco de un movimiento matemático
que plantea un punto de vista muy
elaborado y abstracto de esta disciplina,
así como de sus objetos de
investigación. Durante los últimos
cincuenta años, el lenguaje mismo de las
matemáticas ha sufrido una profunda
evolución que todavía está en marcha, y
muchos investigadores opinan que, hasta
que este proceso no se complete, no
tendremos a nuestra disposición un
lenguaje suficientemente avanzado para
articular una explicación del por qué los
números primos se comportan según las
predicciones de la hipótesis de
Riemann. Esta nueva revolución
matemática nació en la celda de una
prisión francesa durante la Segunda
Guerra Mundial. De aquella celda
emergió un nuevo lenguaje matemático,
que enseguida dio pruebas de sus
potencialidades en la exploración de
nuevos escenarios, como el que
Riemann había elaborado para
comprender los números primos.

HABLAR MUCHAS
LENGUAS

En 1940, Élie Cartan director de la


prestigiosa revista francesa Comptes
Rendus recibió un sobre. Desde
principios del siglo XIX, cuando Cauchy
había publicado sus célebres escritos
sobre las matemáticas de los números
imaginarios, Comptes Rendus se había
convertido en una de las principales
revistas en las que se anunciaban los
nuevos emocionantes resultados de las
investigaciones. Cuando Cartan vio el
sobre, lo que le llamó inmediatamente la
atención fue la dirección del remitente:
la prisión militar Bonne-Nouvelle, de
Rouen. Si no fuera porque reconoció la
caligrafía del remitente, Cartan la habría
tirado a la papelera sin siquiera abrirla,
creyendo que se trataba del enésimo
anuncio extravagante de una
demostración del último teorema de
Fermat. La caligrafía, sin embargo, era
la de un joven matemático llamado
André Weil, que tenía ya la reputación
de ser una de las principales estrellas de
las matemáticas francesas. Cartan sabía
que, hubiera escrito lo que hubiera
escrito Weil, aquello merecía leerse.
Cartan estaba extrañado por el hecho
de haber recibido una carta desde una
prisión militar, pero la sorpresa fue
mayor cuando la abrió y vio su
contenido: Weil había descubierto una
demostración de por qué, en ciertos
paisaje matemáticos, los puntos a nivel
del mar tienden a disponerse a lo largo
de una recta. A pesar de que esta técnica
no funcionaba en el paisaje de Riemann,
el mero hecho de que funcionara en
otros paisajes era suficiente para que
Cartan se convenciera de estar ante algo
significativo. A partir de entonces, el
teorema de Weil se convirtió en un faro
para los matemáticos que buscaban una
prueba de la hipótesis de Riemann. El
propio enfoque de Connes debe mucho a
estas ideas elaboradas por Weil en la
soledad de su celda de Rouen.
La habilidad de Weil para moverse
por algunos de estos paisajes, donde
otros habían fracasado, puede deberse a
su pasión por las lenguas antiguas, y
especialmente por el sánscrito. Opinaba
que el desarrollo de nuevas ideas
matemáticas tenía lugar con pasos
similares al desarrollo de formas
lingüísticas elaboradas. Ciertamente,
para Weil no era una sorpresa que en la
India la invención de la gramática
hubiera precedido a la del sistema
decimal y de los números negativos, y
que el álgebra de los árabes naciera del
sofisticado desarrollo de su lengua en la
época medieval.
Las notables competencias
lingüísticas de Weil contribuyeron a su
gran habilidad para crear un nuevo
lenguaje matemático que le permitió
articular sutilezas conceptuales
inexpresables de otra forma. Pero fue
precisamente su obsesión por las
lenguas y, en concreto, su amor por el
Mahabbarata —un antiguo texto
sánscrito—, lo que, a principios de
1940, condujo a prisión al eminente
joven matemático.
El talento matemático de Weil se
había manifestado claramente desde la
infancia: su primera maestra hablaba de
este alumno de seis años diciendo que
«cualquier cosa que le explique sobre
matemáticas, tengo la impresión de que
ya la sabía». Su madre estaba
convencida de que, si André era siempre
el primero de la clase, no podría obtener
ningún estímulo intelectual adecuado de
parte de la escuela. Por tanto se presentó
a hablar con el director para insistir en
que se hiciera avanzar varios cursos a su
hijo. El director, estupefacto, respondió:
«Señora, es la primera vez que una
madre viene a quejarse de que las notas
de su hijo son demasiado altas». Gracias
al empuje de su madre, sin embargo,
André se encontró en la clase de
Monsieur Monbeig.
Monbeig tenía una concepción muy
personal de la enseñanza, a la que Weil
atribuye el mérito de sus progresos en el
ámbito de las matemáticas. Por ejemplo,
en lugar de hacer aprender la gramática
de memoria, Monbeig había
desarrollado un complejo sistema de
notaciones algebraicas que desvelaba
los esquemas que se escondían en las
frases. Más adelante, cuando Weil
conoció las ideas revolucionarias de
Noam Chomsky sobre la lingüística, no
halló nada que le pareciera
especialmente nuevo. Weil admitió que
«la adquisición precoz de familiaridad
con un simbolismo no banal puede tener,
sobre todo para un matemático, un alto
valor educativo».
Las matemáticas se convirtieron en
la pasión de Weil, casi su droga: «Una
vez que sufrí una mala caída, mi
hermana Simone pensó que la mejor
forma de consolarme era traerme
rápidamente mi libro de álgebra». El
talento de Weil fue captado por una de
las grandes leyendas de las matemáticas
francesas: Jacques Hadamard, que se
había hecho famoso a principios de
siglo demostrando el teorema de los
números primos de Gauss, animó a Weil
a dedicarse a las matemáticas; así, a los
dieciséis años, Weil ingresó en la Ecole
Normale Supérieure, una de las
academias parisienses creadas durante
la Revolución francesa, para iniciar sus
estudios profesionales como
matemático.
Mientras seguía cursos de
matemáticas, Weil satisfacía también su
pasión por las lenguas antiguas. De este
amor nacería más adelante un nuevo
mundo matemático, pero por entonces
Weil pretendía simplemente aprender a
leer los poemas épicos de la antigua
Grecia y de la India en sus lenguas
originales. En concreto, había un poema
que estaría a su lado durante toda la
vida: la Bhagavad Gita, el Canto de
Dios incluido en el Mahabbarata. En
París, Weil dedicó al estudio del
sánscrito tanto tiempo como a las
matemáticas.
Weil creía que la única forma de
captar plenamente la belleza de
cualquier texto —y no sólo de un poema
épico— era leyéndolo en su lengua
original. Pensaba que también en
matemáticas era necesario releer los
escritos originales de los maestros,
evitando basarse sólo en las
exposiciones posteriores de sus obras:
«Estaba convencido que en la historia
de la humanidad sólo cuentan los
grandes genios, y que para conocerlos lo
único que vale es el contacto directo con
sus obras», escribiría después en su
a u t o b i o g r a f í a , Memorias de
aprendizaje. Por ello se puso a estudiar
la obra de Riemann: «Tuve una gran
suerte de empezar por ahí, y siempre me
he alegrado de ello». La hipótesis de
Riemann sobre la naturaleza de los
números primos marcaría la vida
matemática de Weil.
Weil terminó sus exámenes en la
Ecole antes de la edad de prestación del
servicio militar obligatorio, y decidió
viajar por las grandes ciudades
matemáticas de Europa. Cruzó el
continente a lo largo y a lo ancho —
Milán, Copenaghe, Berlín, Estocolmo—
asistiendo a clases y hablando con los
pioneros de las matemáticas de aquella
época. En Gotinga, que aún no había
sido golpeada por las purgas
académicas de Hitler, Weil ordenó en su
mente las ideas básicas de lo que sería
su tesis doctoral. En la ciudad natal de
tres de los más grandes matemáticos
europeos —Gauss, Riemann y Hilbert
—, a Weil le pareció claro que París
había perdido, en el ámbito matemático,
la reputación de que había gozado en los
grandes días de Fourier y de Cauchy.
Ello se debía en parte porque muchos
jóvenes matemáticos franceses que se
hubieran podido convertir en figuras
importantes en los años treinta habían
muerto en la Primera Guerra Mundial:
se había perdido una generación. En la
posguerra, pocos de los grandes
matemáticos alemanes habían ido a
París para presentar sus trabajos, de
manera que la ciudad se encontraba
desesperadamente falta de ideas nuevas.
¿A dónde había ido a parar la gran
tradición matemática francesa, que se
remontaba a Fermat? Weil y otros
jóvenes matemáticos decidieron cambiar
esta situación.
Dado que no tenían una figura
paterna alrededor de la cual recogerse,
estos ambiciosos jóvenes estudiantes
decidieron crearse uno: Nicolas
Bourbaki. Bajo este pseudónimo
compilaron colectivamente un tratado
sobre el estado de las matemáticas
contemporáneas. El espíritu que los
guiaba se remontaba a lo que hace de las
matemáticas una disciplina única en el
contexto de las demás ciencias: en
realidad, las matemáticas son un
edificio, construido sobre axiomas, en el
que un teorema demostrado en la Grecia
antigua hoy sigue siendo un teorema, en
el siglo XXI. El grupo Bourbaki empezó
a examinar las condiciones actuales del
edificio, y expuso sus resultados en un
amplio informe escrito en el lenguaje de
las matemáticas moderna. Inspirándose
en el gran tratado de Euclides que dos
mil años antes había disparado el tiro de
salida de las matemáticas occidentales,
llamaron a su obra Elements de
Mathématique. A pesar de esta herencia
griega, se trataba de un proyecto
netamente francés. Se ponía el énfasis
sobre el contexto más amplio posible
para cualquier resultado; si ello
significaba perder de vista las
cuestiones específicas para cuya
respuesta habían nacido las
matemáticas, se consideraba que era un
precio que los jóvenes del grupo estaban
dispuestos a pagar.
La elección de «Nicolas Bourbaki»
—que corresponde al nombre de un
semidesconocido general francés—
como guía de su asalto matemático
encuentra sus raíces en un ritual que
solía llevarse a cabo en la Ecole
Normale Supérieure a principios del
siglo XX: los novatos pasaban por una
ceremonia de iniciación durante la cual
un estudiante de los últimos cursos,
fingiendo ser un célebre profesor
visitante de la Escuela, dictaba una
clase sobre algunos famosos teoremas
matemáticos. El «profesor» insertaba
errores deliberados en algunas de las
demostraciones que presentaba, y los
novatos tenían que identificarlos. La
clave consistía en que estos teoremas
con errores se atribuían falsamente a
desconocidos generales franceses en
lugar de a sus autores reales.
Las reuniones de estos jóvenes
matemáticos franceses eran anárquicas y
caóticas; uno de los fundadores del
grupo, Jean Dieudonné, narró: «cuando
venía algún invitado a las reuniones del
círculo de Bourbaki, salía siempre con
la impresión de que se trataba de una
jaula de grillos. No conseguían imaginar
cómo esta gente, gritando tres o cuatro a
la vez, podrían llegar a alguna
conclusión inteligente». Los miembros
del grupo Bourbaki, en cambio, creían
que este carácter anárquico era
indispensable para el funcionamiento de
su proyecto. En su batalla para la
unificación de las matemáticas
contemporáneas empezó a emerger el
nuevo lenguaje que Weil desarrollaría.
Su amor por las lenguas antiguas y la
literatura sánscrita llevó a Weil, en
1930, a su primer trabajo académico
como profesor en la universidad
musulmana de Aligarh, no lejos de
Delhi. Al principio la universidad
pretendía asignarle un curso de lengua
francesa, pero en el último momento
decidió que enseñara matemáticas.
Durante su época india, Weil conoció a
Gandhi. Su contacto con la filosofía
gandhiana, junto con su lectura del Gita,
tuvieron fatales consecuencias para
Weil a su regreso a una Europa que se
preparaba para la guerra. En el Gita,
Krishna aconseja a Arjuna que actúe de
acuerdo con su propio dharma, su
código personal de comportamiento.
Para Arjuna, que pertenecía a la casta de
los guerreros, ello significaba combatir
a pesar de la devastación inevitable que
traería la guerra. Weil sentía que su
dharma le decía lo contrario, es decir,
que se mantuviera fiel a sus propias
convicciones pacifistas. Decidió que, si
estallaba la guerra, evitaría su
movilización trasladándose a un país
neutral.
Durante el verano de 1939 se
trasladó a Finlandia con su mujer. Weil
esperaba que Finlandia fuera un buen
trampolín para huir a los Estados Unidos
más adelante, pero resultó ser un grave
error: la noche del 23 de agosto de
1939, Stalin firmó un pacto de no
agresión con la Alemania nazi; a cambio
de la neutralidad soviética, Hitler
prometió a Stalin que le dejaría las
manos libres en Estonia, Letonia,
Polonia oriental y Finlandia. Al estallar
la guerra, en septiembre de 1939, el
gobierno finlandés sabía que muy pronto
Finlandia sería invadida; por tanto, todo
lo que tenía que ver con la Unión
Soviética se consideraba sospechoso.
Cuando las autoridades interceptaron
algunas cartas, llenas de ecuaciones
incomprensibles, dirigidas a señas
soviéticas por parte de un ciudadano
francés, llegaron rápidamente a la
conclusión de que este extranjero
trabajaba para el enemigo. En
septiembre de 1939, el francés fue
arrestado bajo la acusación de ser un
espía al servicio de Moscú.
La noche anterior a la fijada para la
ejecución, el jefe de policía, con motivo
de una cena de Estado, se encontró
sentado junto a un matemático de la
Universidad de Helsinki, Rolf
Nevanlinna. Al llegar al café, el jefe de
policía se dirigió a Nevanlinna:
«Mañana fusilamos a un espía que dice
conocerle. No me habría permitido
molestarle por tan poca cosa, pero, al
encontrarme ahora con usted, aprovecho
la ocasión para pedirle su parecer».
«¿Cómo se llama?», preguntó el
académico. «André Weil», respondió el
oficial. Nevanlinna se quedó con la boca
abierta: durante el verano había
hospedado a Weil y a su mujer en su
propia casa de campo, junto al lago.
«¿Es realmente necesario fusilarlo?»,
preguntó. «¿No pueden simplemente
llevarlo hasta la frontera y expulsarlo?».
«Es una idea; no lo había pensado». Así,
gracias a este encuentro fortuito, Weil se
ahorró la ejecución y las matemáticas se
ahorraron la pérdida de uno de sus
principales representantes en el siglo
XX.
En febrero de 1940, Weil estaba de
nuevo en Francia, aunque languideciera
en una prisión de Rouen a la espera de
ser procesado por desertor. Uno de los
placeres de las matemáticas consiste en
que, para dedicarse a ella, no hacen falta
muchos instrumentos: basta con papel,
lápiz e imaginación. La prisión
proporcionaba los dos primeros
instrumentos y, en cuanto al tercero,
Weil tenía de sobra. En su Noruega
natal, Selberg había hallado en el
aislamiento impuesto en los años de la
guerra las condiciones perfectas para
dedicarse a las matemáticas. Trabajando
en la India como contable, Ramanujan
había desarrollado sus increíbles dotes
matemáticas incluso sin haber tenido
acceso a una formación académica.
Bromeando con Weil, uno de los
discípulos de Hardy, Vijayaraghavan —
que había sido colega de Weil en la
India—, le había repetido muchas veces:
«si usted pudiera pasar seis meses o un
año en la cárcel, ciertamente sería capaz
de demostrar la hipótesis de Riemann».
Ahora Weil estaba en condiciones de
probar directamente las afirmaciones de
Vijayaraghavan.
Riemann había construido un paisaje
cuyos puntos a nivel del mar custodian
los secretos del comportamiento de los
números primos. Para demostrar la
hipótesis de Riemann, Weil tenía que
explicar por qué estos puntos a nivel del
mar estaban alineados. Hizo diversos
intentos para orientarse en el paisaje de
Riemann, pero no tuvo éxito. Sin
embargo, tras el descubrimiento por
Riemann de un agujero que liga los
números primos con el paisaje zeta, los
matemáticos han luchado con una serie
de paisajes parecidos que les han
ayudado a explicar otros problemas de
la teoría de los números. Era tal la
potencialidad de estos paisajes, cada
uno definido por una variante de la
función zeta, que estaban empezando a
convertirse en objetos de culto. Su uso
como método de resolución de los
problemas de la teoría de los números
terminó por ser de tal manera universal
que Selberg llegó a decir que creía
oportuna la firma de un tratado de no
proliferación de funciones zeta.
Fue precisamente al explorar
algunos de estos espacios que Weil
descubrió un método capaz de explicar
por qué en ellos los puntos a nivel del
mar tienden a alinearse a lo largo de una
recta. Los paisajes en los que Weil tuvo
éxito no tenían relación con los números
primos, pero guardaban la clave para
calcular el número de soluciones de una
ecuación del tipo y2 = x3 − x trabajando
con una de las calculadoras de reloj de
Gauss. Tomemos, por ejemplo, esta
ecuación y una calculadora de reloj con
cinco horas en su esfera. Si en la parte
derecha de la ecuación ponemos x = 2,
tendremos que 23 − 2 = 8 − 2 = 6, que en
nuestro reloj con cinco horas
corresponderá al número 1. De la misma
forma, si ponemos y = 4 en la parte
izquierda de la ecuación, obtenemos 16,
que en nuestro reloj corresponderá
nuevamente al número 1. Este resultado,
que podemos escribir de la forma (x, y)
= (2, 4), se llama solución de la
ecuación, ya que ambos lados de la
propia ecuación coincidirán al sustituir
los valores 2 y 4 en nuestra calculadora
de reloj de cinco horas. En realidad
existen siete pares posibles de números
(x, y) que verifican nuestra ecuación:

(x, y) = (0, 0), (1, 0), (2, 1), (2, 4), (3,
2), (3, 3), (4, 0)

¿Qué sucedería si eligiéramos un


reloj con otro número primo p de horas
en su esfera? El número de pares que
satisfarían la ecuación sería
apr oxi madamente p, aunque no
coincidiría exactamente con p. De la
misma forma en que la estimación
logarítmica de Gauss para la cantidad de
números primos oscila por arriba y por
debajo del verdadero número de
números primos, también el número p
sobrestima o subestima la verdadera
cantidad de soluciones de la ecuación.
Efectivamente, el propio Gauss, en la
última anotación de su diario
matemático, había demostrado antes que
nadie, en esta ecuación en concreto, que
el error en la estimación no sería
superior al doble de la raíz cuadrada de
p. Sin embargo, Gauss había utilizado
métodos ad hoc que no servirían para
otras ecuaciones; en cambio, la belleza
de la demostración de Weil consiste en
que se aplica a cualquier ecuación en las
variables x e y. Al demostrar que los
puntos a nivel del mar en el paisaje zeta
de cada ecuación se encuentran sobre la
recta, Weil había generalizado el
descubrimiento de Gauss que indica que,
como orden de magnitud, el error en la
estimación no será nunca superior a la
raíz cuadrada de p.
Aunque no está directamente ligada
a la hipótesis de Riemann sobre los
números primos, la demostración de
Weil representa un vuelco importante
desde el punto de vista psicológico. En
realidad había encontrado una forma de
mostrar que los puntos a nivel del mar
en un paisaje construido con ecuaciones
c o mo y2 = x3 − x se encuentran todos
sobre una recta. La razón del entusiasmo
de Cartan cuando abrió el paquete de
Weil y se encontró ante la demostración
hay que buscarla en su comprensión de
la ayuda que estas nuevas técnicas
podrían proporcionar para la
comprensión del paisaje original de
Riemann.
Weil había dado los primeros pasos
hacia la creación de un lenguaje
totalmente nuevo para la comprensión de
las soluciones de ecuaciones. Una
escuela de matemáticos italianos, con
sede en Roma y dirigida por Francesco
Severi y Guido Castelnuovo, había
empezado algo similar, y Weil había
conocido su trabajo durante su viaje a
través de las capitales europeas. Pero
las bases sentadas por los italianos eran
aún bastante inestables, y no habrían
sido capaces de sostener aquellas
matemáticas que Weil necesitaba. Las
ideas de Weil se convirtieron en los
fundamentos de lo que hoy llamamos
geometría algebraica, que está en el
centro de la demostración del último
teorema de Fermat.
Trabajando con este nuevo lenguaje,
Weil consiguió construir para cada
ecuación una especie muy particular de
tambor matemático. Este tambor tenía un
número finito de frecuencias, a
diferencia de las infinitas frecuencias de
los tambores físicos y de los infinitos
niveles energéticos de la física cuántica.
Las frecuencias del tambor de Weil
indicaban con precisión las coordenadas
de los puntos a nivel del mar en el
paisaje de la ecuación correspondiente.
Sin embargo, necesitó mucho más
trabajo para hacer que los puntos se
situaran a lo largo de una recta. Ya no se
trataba de frecuencias que reflejaban los
niveles energéticos de la física cuántica,
donde un cero fuera de la línea habría
significado un nivel de energía
imaginario, es decir, algo prohibido por
la teoría física. Necesitaba algo distinto
para obligar a los ceros a situarse sobre
la línea recta.
Mientras estaba sentado en su celda
escuchando el tambor que había
construido, repentinamente se le ocurrió
que ya tenía la última pieza del
rompecabezas, la que explicaría por qué
las frecuencias de este tambor están
situadas a lo largo de una recta. Durante
su viaje a través de Europa, tras su
licenciatura, había tenido conocimiento
de un teorema demostrado por el
matemático italiano Guido Castelnuovo,
un teorema que resultó de importancia
crucial para forzar a los ceros de
aquellos paisajes de las ecuaciones a
alinearse ordenadamente. Sin la feliz
ayuda proporcionada por el resultado de
Castelnuovo, estos paisajes habrían
podido permanecer tan inaccesibles
como el de Riemann. Como reconoció
Sarnak en Princeton: «el hecho de que
Weil consiguiera hacer funcionar su
demostración fue, en cierto modo, un
milagro».
Al menos en parte, Weil había
conseguido realizar el sueño de
Vijayaraghavan. Aunque no había
podido con la hipótesis de Riemann
sobre los números primos, había
encontrado la forma de demostrar que
los puntos a nivel del mar en paisajes
análogos tienden a situarse a lo largo de
una recta. El 7 de abril de 1940 escribió
a su mujer Eveline diciéndole: «Mi
trabajo matemático hace progresos
superiores a todas mis expectativas;
pero estoy un poco preocupado porque
si trabajo tan bien en la cárcel, ¿no
podría organizarme para pasar en ella
dos o tres meses cada año?». En
condiciones normales, Weil habría
esperado antes de publicar, pero en
aquella situación el futuro era
demasiado incierto como para correr
riesgos; por tanto, preparó una nota para
Comptes Rendus y se la mandó a Elie
Cartan.
En una carta que le mandó desde la
cárcel, Weil relató a su mujer, a
propósito de aquella nota: «Estoy muy
satisfecho de ella, especialmente porque
la he escrito aquí, lo que es bastante
inusitado en la historia de las
matemáticas, y también porque
representa una buena manera de hacer
saber a todos mis amigos matemáticos
diseminados por el mundo que aún
existo. Estoy encantado con la belleza
de mis teoremas». Tras leer el
manuscrito, el hijo de Elie Cartan, Henri
—matemático amigo y coetáneo de Weil
—, le respondió con una carta en la que
escribía con envidia: «No todos tenemos
tu suerte de poder trabajar sin ser
molestados…».
Elie Cartan estuvo encantado de
publicar el escrito. El 3 de mayo de
1940 terminó el fecundo período de
prisión de Weil. Cartan testificó en el
proceso, que fue descrito por Weil como
«una comedia mal representada». Weil
fue condenado a cinco años de prisión
por no presentarse a filas, pero la
condena quedaría en suspenso si
aceptaba prestar el servicio militar en el
frente. A pesar de los óptimos
resultados matemáticos que había
conseguido durante el tiempo que pasó
en la cárcel de Rouen, Weil aceptó
entrar en el ejército. Resultó ser una
sabia elección: un mes más tarde, ante el
avance de las tropas alemanas, los
franceses fusilaron a todos los
prisioneros de Rouen con el fin de
acelerar, dicen, la retirada de las tropas.
Por medio de un certificado médico
falso que había conseguido en Inglaterra,
en 1941 Weil fue autorizado a
abandonar el ejército por pulmonía.
Obtuvo los visados para que él y su
familia pudieran trasladarse a los
Estados Unidos, donde coincidió con
Siegel en el Institute for Advanced Study
de Princeton. Los dos habían trabado
amistad durante el viaje de Weil a
través de Europa. Cuando Siegel se
había trasladado a estudiar las notas
inéditas de Riemann y había descubierto
su fórmula secreta para el cálculo de los
ceros, Weil lo había acompañado. Como
es natural, Siegel estaba ansioso por
saber si era posible extender a la
comprensión del espacio original de
Riemann el enfoque que Weil había
utilizado para orientarse en un espacio
matemático análogo.
Muchos, entre ellos el propio Siegel,
estaban convencidos de que la
demostración que Weil había
conseguido para un paisaje concreto
proporcionaría elementos fundamentales
en la búsqueda del que era realmente el
Grial: la hipótesis de Riemann. Weil
dedicó años a determinar este esquivo
nexo de unión con el paisaje que
Riemann había creado; por desgracia,
como hombre libre no volvió a gozar del
éxito que le había sonreído en la cárcel
de Rouen. Podemos percibir la
melancolía de Weil en las palabras con
que, más adelante, describió su deseo de
revivir el ímpetu de su primer
descubrimiento:

Todos los matemáticos dignos de


tal nombre han experimentado…
aquel estado de lúcida
exaltación en el que un
pensamiento sigue a otro de
manera casi milagrosa… esta
sensación puede prolongarse
durante horas, a veces durante
días. Cuando uno la ha
experimentado desearía poder
repetirla, pero no es capaz de
hacerlo cuando quiera, si no es
lanzándose de cabeza al
trabajo…

En una entrevista para La Science,


en 1979, le preguntaron qué teorema
habría querido demostrar por encima de
todo. Respondió que «en el pasado, a
veces, me he dicho que, si hubiera
conseguido demostrar la hipótesis de
Riemann —que se había formulado en
1859—, habría mantenido mis
resultados en secreto hasta 1959, para
poder hacerlos públicos con motivo de
su centenario». Pero, a pesar de todos
los esfuerzos, no llegó a ningún
resultado: «Después de 1959 me he
dado cuenta de que aún estoy muy lejos
de una solución; y me he ido apartando
de manera gradual, no sin pesar».
Durante toda su vida, Weil se
mantuvo en estrecho contacto con Goro
Shimura, uno de los matemáticos
japoneses que plantearon la conjetura
resuelta por Andrew Wiles mientras
avanzaba en la demostración del último
teorema de Fermat. Shimura rememora
lo que Weil, ya de avanzada edad, le
dijo: «Antes de morir, me gustaría ver
demostrada la hipótesis de Riemann,
pero tengo que admitir que se trata de
una eventualidad improbable». Shimura
recuerda también una conversación que
tuvieron sobre Charlie Chaplin. En su
juventud, Chaplin había visitado a un
adivino que le había predicho con todo
detalle lo que le reservaba el futuro.
Bromeando melancólicamente, Weil
dijo: «Bueno, en mi autobiografía podría
escribir que, de joven, un adivino me
había predicho que nunca conseguiría
resolver la hipótesis de Riemann».
Aunque el sueño de Weil de
demostrar la hipótesis de Riemann, o al
menos verla demostrada, no se cumplió,
no obstante, no hay duda de que su obra
posee importancia fundamental: la
demostración de Weil ha proporcionado
a los matemáticos un rayo de esperanza
sobre la posibilidad de alcanzar la
cumbre del monte Riemann. Por otra
parte, ha alimentado su fe en la certeza
de la intuición de Riemann. Si los puntos
a nivel del mar se alinean en un paisaje
zeta, es lícito esperar que hagan otro
tanto en el espacio de los números
primos. Además, para orientarse en su
paisaje, Weil había recurrido a un
extraño tambor matemático, mucho antes
de que las conexiones con el caos
cuántico nos revelaran que se trata de un
buen método para buscar una solución.
En palabras de Sarnak, «El resultado
que Weil obtuvo se ha convertido en el
faro que nos guía en nuestra búsqueda de
una demostración de la hipótesis de
Riemann».
El nuevo lenguaje matemático de
Weil, la geometría algebraica, le había
permitido articular sutilezas sobre la
solución de ecuaciones que de otra
forma hubieran sido imposibles. Pero si
quedaba alguna esperanza de extender
las ideas de Weil de manera que
ayudaran a demostrar la hipótesis de
Riemann, estaba claro que aquellas
ideas se desarrollarían más allá de las
bases que él había sentado desde su
celda de Rouen. Sería otro matemático
parisiense quien daría vida al esqueleto
del nuevo lenguaje ideado por Weil. El
gran artífice de esta empresa fue uno de
los matemáticos más extraños y más
revolucionarios del siglo XX: Alexandre
Grothendieck.

UNA NUEVA REVOLUCIÓN


FRANCESA

Napoleón había forjado su propia


revolución académica creando
instituciones como la École
Polytechnique y la Ecole Normale
Supérieure. Sin embargo, el excesivo
énfasis que puso en unas matemáticas al
servicio de las necesidades del Estado
había hecho que París perdiera la
centralidad en el mapa de las
matemáticas internacionales a favor de
Gotinga, donde el enfoque más abstracto
de Gauss y de Riemann pudo
desarrollarse y florecer. En la segunda
mitad del siglo XX, Francia fue sacudida
por un nuevo vendaval de optimismo
sobre las posibilidades de que París
reconquistara su posición de primera
línea en el mundo de las matemáticas.
Gracias a la iniciativa de un
emigrante ruso, el industrial Léon
Motchane, que era un apasionado de la
ciencia, y bajo la dirección académica
de algunas figuras clave del grupo
Bourbaki, se decidió crear un nuevo
instituto inspirado en el brillante
ejemplo del Institute for Advanced Study
de Princeton. A diferencia de las
academias napoleónicas, este nuevo
instituto no estaría bajo control estatal.
Fundado como empresa privada, el
Institut des Hautes Études Scientifiques
se inauguró en 1958. Sus edificios se
esconden entre los bosques del Bois-
Marie, no lejos de París. A lo largo de
los años ha hecho realidad los sueños de
sus creadores. Marcel Boiteux, un
antiguo rector del instituto, lo ha
descrito como «un foco de radiación,
una colmena vibrante, y un monasterio,
donde las semillas, plantadas en
profundidad, pueden germinar y alcanzar
la madurez según sus propios ritmos
naturales». Uno de los primeros
profesores del instituto fue una joven
estrella de las matemáticas que
respondía al nombre de Alexandre
Grothendieck. Esta primera semilla
parece haber florecido de la forma más
espectacular.
Grothendieck es un matemático
austero: su despacho en el instituto no
tenía más adornos que un óleo que
representaba a su padre, pintado por un
compañero de éste en uno de los campos
donde estuvo internado antes de ser
trasladado a Auschwitz, donde murió en
1942. Grothendieck había tomado de su
padre la fiera expresión de aquellos
ojos que resplandecían en la cara del
retrato, donde se le veía con la cabeza
rapada.
Aunque no había llegado a conocer a
su padre directamente, la devoción con
que su madre le había hablado de él
surtió un profundo efecto sobre
Grothendieck. Como comentó él mismo,
con la vida de su padre podrían
estudiarse los hechos más importantes
de las revoluciones europeas entre 1900
y 1940: desde la Revolución
bolchevique de octubre de 1917 —de la
que había sido dirigente—, pasando por
los enfrentamientos armados con los
nazis en las calles de Berlín, hasta el
enrolamiento en las milicias anarquistas
durante la Guerra Civil española.
Finalmente los nazis consiguieron
detenerlo en Francia, gracias al
gobierno de Vichy, que se lo entregó
como judío.
Grothendieck llevó a cabo su propia
revolución, no en el campo de batalla
político, sino en el ámbito de las
matemáticas. Partiendo de los primeros
intentos de Weil, puso a punto un nuevo
lenguaje matemático. Así como las
nuevas intuiciones de Riemann
supusieron un punto de inflexión, el
nuevo lenguaje de la geometría y del
álgebra que Grothendieck elaboró hizo
posible la creación de una dialéctica
totalmente nueva, que permitió a los
matemáticos articular ideas que
anteriormente eran imposibles de
expresar. Todo ello puede compararse
con las nuevas perspectivas que se
abrieron a finales del siglo XVIII, cuando
los matemáticos aceptaron el concepto
de número imaginario. Pero este nuevo
lenguaje no era fácil de aprender:
incluso el propio Weil quedó bastante
desconcertado ante el nuevo mundo
abstracto de Grothendieck.
El Institut des Hautes Études
Scientifiques se convirtió en la sede
posbélica natural del proyecto Bourbaki,
todavía dedicado a producir ulteriores
volúmenes de su estudio enciclopédico
sobre las modernas matemáticas.
Grothendieck se convirtió en uno de sus
principales colaboradores. Cuando los
primeros miembros del grupo
cumplieron los cincuenta años, se
retiraron de Bourbaki, y empezó la caza
de nuevos reclutas, jóvenes matemáticos
franceses que ocuparan sus puestos. Más
que cualquier otra iniciativa, las
publicaciones de Bourbaki ayudaron
decisivamente a Francia a recuperar su
posición central en las matemáticas
internacionales. Muchos matemáticos
creían que Bourbaki era una persona
verdadera y real; y Bourbaki, por su
parte, incluso presentó su solicitud para
ingresar en la American Mathematical
Society.
Más allá de las fronteras francesas,
muchos han criticado el efecto de
Bourbaki sobre las matemáticas,
lamentando sus criterios de selección
sobre lo que había que documentar. Los
críticos pensaban que Bourbaki había
convertido en estéril la investigación
matemática al presentar esta disciplina
como un producto acabado en lugar de
un organismo en evolución. Su énfasis
en la mayor universalidad posible hacía
perder de vista la excentricidad y los
aspectos a menudo específicos de esta
disciplina. Pero Bourbaki cree que su
proyecto ha sido mal interpretado: los
tomos que llevan su nombre están ahí
para confirmar la solidez de la posición
que ahora ocupamos. Han sido
concebidos como una nueva versión de
l o s Elementos, como el equivalente
moderno del punto de partida que
Euclides nos proporcionó hace dos mil
años.
La vieja guardia, compuesta por los
matemáticos que estaban en activo antes
de la Segunda Guerra Mundial, empezó
a lamentarse de no reconocer ya la
disciplina sobre la que llevaban largos
años trabajando. Siegel comentó así una
presentación de su obra, traducida en el
nuevo lenguaje:

Me disgusté por la forma en que


mi contribución a la cuestión ha
sido desfigurada y vuelta
incomprensible. Todo el estilo…
contradice aquel sentido de
simplicidad y honestidad que
admiramos en las obras de los
maestros de la teoría de los
números: Lagrange, Gauss o, en
menor escala, Hardy y Landau.
Me parece ver un cerdo entrando
en un espléndido jardín y
poniéndose a destrozar flores y
plantas.

Siegel era pesimista sobre el futuro


de las matemáticas ante una abstracción
así: «Temo que, si no conseguimos
bloquear la tendencia actual a
desarrollar una abstracción falta de
sentido —o, como yo la llamo, una
teoría del conjunto vacío—, las
matemáticas morirán antes del fin del
siglo».
Muchos compartían este punto de
vista. Selberg describió sus propias
impresiones tras asistir a una
conferencia en la que se presentaba, a
grandes rasgos, el esquema abstracto de
una posible demostración de la hipótesis
de Riemann: «Lo que yo creía era que
nunca se habían visto conferencias de
este tono. Al final, hice partícipes a
algunos de un pensamiento que se me
ocurrió: si los deseos fueran caballos,
incluso los mendigos podrían cabalgar».
En la conferencia se había propuesto
todo un marco de hipótesis abstractas. Si
fuera suficiente un simple cambio de
lenguaje para resolver la teoría de los
números primos, entonces el matemático
que dictó aquella conferencia habría
conseguido demostrar la hipótesis de
Riemann. Pero, como subraya Selberg:
«en realidad él no disponía de ninguna
de las hipótesis que necesitaba. Esta,
probablemente, no es la manera correcta
de enfocar las matemáticas. Sería
necesario buscar un punto de partida que
consiguiéramos realmente captar y
comprender. Aquel discurso contenía
muchas cosas interesantes, pero es un
ejemplo de una tendencia que considero
muy peligrosa».
Para Grothendieck, en cambio,
aquello no era abstracción por mor de la
abstracción misma: desde su punto de
vista, se trataba de una revolución que
se había hecho necesaria por las propias
preguntas que las matemáticas intentaba
responder. Escribió un volumen tras otro
describiendo este nuevo lenguaje.
Grothendieck tenía un punto de vista
mesiánico, y empezó a atraer a un grupo
de jóvenes fieles. Su producción
científica ha sido inmensa, alrededor de
diez mil páginas. Cuando un invitado le
hizo notar que la biblioteca del instituto
no estaba muy dotada le replicó: «Aquí
no leemos libros, los escribimos».
Gödel había hablado de la necesidad
de expandir los fundamentos de las
matemáticas para poder afrontar la
hipótesis de Riemann: el nuevo lenguaje
revolucionario de Grothendieck era el
primer paso en esta dirección, pero a
pesar de todos sus esfuerzos la hipótesis
de Riemann continuaba siendo una meta
inalcanzable, alimentando su frustración.
Su revolución respondía a numerosos
problemas, incluidas las importantes
conjeturas de Weil sobre el número de
soluciones de las ecuaciones, pero no a
aquél.
De hecho, la responsabilidad última
del fracaso de Grothendieck en su
intento de escalar la cumbre del monte
Riemann hay que buscarla en el pasado
político de su padre. Grothendieck hizo
todo lo posible para vivir de acuerdo
con los ideales políticos de su
progenitor: se convirtió en un pacifista
incondicional, participando
directamente en las campañas contra la
carrera armamentística de los años
sesenta. Denunció con fuerza el
empeoramiento de la situación política
en Rusia hasta el punto de que, cuando
en 1966 se le otorgó la medalla Fields
en reconocimiento a sus progresos en el
campo de la geometría algebraica, se
negó a ir a Moscú a recoger el premio
como gesto de protesta contra la
escalada militar soviética.
Todo su tiempo dedicado a explorar
el mundo de las matemáticas había
hecho que, en el plano político, las
posiciones de Grothendieck fueran algo
ingenuas. Cuando le mostraron un cartel
que anunciaba una conferencia
patrocinada por la OTAN, en la que tenía
que ser el orador principal,
Grothendieck preguntó, con gran
inocencia, qué significaban las siglas
OTAN. Cuando le explicaron que se
trataba de una organización militar,
escribió una carta a los organizadores
amenazando con no presentarse (los
organizadores prefirieron renunciar al
patrocinio antes que perder a su
principal conferenciante). En 1967,
Grothendieck impartió un breve curso de
geometría algebraica abstracta ante un
público que lo observaba estupefacto:
estaban en la jungla de Vietnam del
Norte, donde la Universidad de Hanoi
había sido evacuada durante los
bombardeos. Él veía aquellas clases,
llenas de ideas abstractas, como una
forma de protesta contra la guerra que
rugía a pocos metros.
Las cosas alcanzaron su punto
crítico en 1970, cuando Grothendieck
descubrió que una parte de la
financiación privada del instituto
procedía de fuentes militares. Fue
directo al despacho del director, Léon
Motchane, amenazando con dimitir.
Motchane, que había contribuido más
que nadie a la creación del instituto, no
era tan flexible como los organizadores
de la conferencia del año anterior;
Grothendieck, por su parte, permaneció
fiel a sus principios y se marchó. Los
que lo conocen de cerca creen que quizá
tomó como excusa la financiación
militar para huir de la jaula de oro en
que se había transformado el instituto.
Grothendieck se sentía como un
mandarín matemático al servicio de los
poderes establecidos. Prefería su papel
de marginado: odiaba la idea de sentirse
cómodo dentro del sistema. También
está el hecho de que tenía cuarenta y dos
años; el mito según el cual un
matemático, al llegar a los cuarenta
años, ha dado ya lo mejor de sí mismo,
empezaba a preocuparle: ¿Qué pasaría
si el resto de su vida matemática
careciera de creatividad? No era el tipo
de persona capaz de dormirse en sus
laureles. Además, su desilusión al no
conseguir progresos en su estudio de los
puntos a nivel del mar aumentaba cada
día. En la comodidad del instituto,
Grothendieck no había conseguido más
avances de los que había hecho Weil en
su celda de Rouen. Cuando abandonó el
Institut des Hautes Études Scientifiques,
abandonó prácticamente las
matemáticas.
Empezó a ir a la deriva. Se unió a un
grupo llamado Survive, dedicado a
temas antimilitaristas y
medioambientales. Empezó a practicar
el budismo con un fervor en el que sus
antepasados judíos se habrían
reconocido plenamente. La amargura
que sentía al no poder completar su
visión matemática se tradujo en una
extraordinaria autobiografía de mil
páginas, en la que atacaba con violencia
lo que se había hecho con su herencia
matemática. No conseguía aceptar que
sus discípulos fueran ahora los nuevos
líderes de la revolución que él había
inspirado y que pusieran su firma en
ella.
Actualmente, pasados casi treinta
años de su marcha del instituto,
Grothendieck vive en un pueblo perdido
del Pirineo. Según una pareja de
matemáticos que lo visitó hace algunos
años: «está obsesionado con el diablo,
cuya obra ve en cada rincón del mundo,
empeñado en destruir la armonía
divina». Entre otras cosas, acusa al
diablo de haber cambiado la velocidad
de la luz del bello valor preciso de
300.000 km/s al «horrible» 299.887
km/s. Todos los matemáticos han de
estar algo locos para encontrarse como
en casa en el mundo matemático: todas
las horas que Grothendieck dedicó a
explorar los confines de ese mundo lo
hicieron incapaz de encontrar el camino
de vuelta.
Grothendieck no es el único
matemático que ha enloquecido
intentando demostrar la hipótesis de
Riemann: hacia finales de los cincuenta,
tras unos primeros éxitos, John Forbes
Nash se dejó fascinar por la perspectiva
de demostrar la hipótesis de Riemann.
Según la biografía de Nash escrita por
Sylvia Nasar, Una mente prodigiosa, la
gente «especulaba con que Nash estaba
enamorado de Cohen», que a su vez
estaba luchando con la hipótesis de
Riemann. Nash habló largamente con
Paul Cohen de sus ideas sobre el tema,
pero Cohen no le vio ninguna salida
posible. Algunos creen que el rechazo
de Cohen, ya sea en el plano emotivo o
en el matemático, contribuyó a la
subsiguiente decadencia de las
facultades mentales de Nash. En 1959
fue invitado a presentar sus ideas para
una solución de la hipótesis de Riemann
en una convención de la American
Mathematical Society, en la Universidad
de Columbia en Nueva York. Fue un
desastre: el público estaba inmóvil en
atónito silencio mientras Nash levantaba
la cabeza ante sus ojos, presentando una
serie de argumentaciones carentes de
sentido, con la pretensión de que se
trataba de demostraciones de la
hipótesis de Riemann. Los ejemplos de
Grothendieck y de Nash ilustran los
peligros de la obsesión matemática. (A
diferencia de Grothendieck, Nash
consiguió recuperarse: en 1994 obtuvo
el Premio Nobel de Economía por sus
contribuciones matemáticas a la teoría
de juegos).
Si Grothendieck ha ido al colapso
psicológico, la estructura matemática
que creó continúa en pie. Muchos creen
que las ideas cruciales que aún nos
faltan extenderán la revolución de
Grothendieck y por fin desvelarán los
misterios de los números primos. Hacia
mitades de los noventa, entre la
comunidad matemática empezó a
circular una voz: quizás estábamos cerca
de encontrar al sucesor de Grothendieck.

QUIEN RÍE EL ÚLTIMO

Cuando empezó a correrse la voz de


que Alain Connes estaba trabajando en
la hipótesis de Riemann, muchos
fruncieron el ceño. Connes, profesor del
Institut de Hautes Études Scientifiques y
del Collège de France, es un peso
pesado con una reputación similar a la
de Grothendieck. En efecto, su invención
de la geometría no conmutativa va más
allá de la geometría de Weil y
Grothendieck. Connes, como
Grothendieck, es capaz de ver una
estructura allá donde los demás sólo ven
caos.
En matemáticas, no conmutativo
significa que el orden en que se hace
algo es fundamental. Por ejemplo,
tomemos una fotografía cuadrada de la
cara de alguien y pongámosla boca
abajo. Primero démosle la vuelta de
derecha a izquierda y a continuación
hagámosla girar noventa grados en
sentido horario. Repitamos el
experimento, pero esta vez hagamos
girar la foto antes de darle la vuelta
(también en este caso hay que asegurarse
de darle la vuelta de derecha a
izquierda) y comprobaremos que ahora
la cara está girada en sentido opuesto.
Depende de qué operación efectuemos
primero. El mismo principio está en el
centro de muchos de los misterios de la
física cuántica. El principio de
indeterminación de Heisenberg dice que
nunca podremos conocer con precisión
la posición y, al mismo tiempo, la
velocidad de una partícula. La razón
matemática que está en la base de esta
indeterminación es que el resultado
depende del orden en que se miden la
posición y la velocidad.
Connes ha llevado la geometría
algebraica de Weil y Grothendieck a
regiones de las matemáticas en las que
estas simetrías dejan de funcionar,
revelando un mundo matemático
completamente nuevo. Si la mayor parte
de los matemáticos se pasan la vida
intentando alcanzar una mejor
comprensión de estructuras matemáticas
ya conocidas, de vez en cuando —una
vez en varias generaciones—, aparece
un explorador capaz de superar tales
esquemas y descubrir continentes
desconocidos: Connes es uno de esos
exploradores.
Connes pone toda su pasión en estas
exploraciones. Su amor por esta
disciplina se remonta a cuando, a los
siete años, reflexionó por vez primera
sobre problemas matemáticos
elementales: «Recuerdo con toda
claridad el intenso placer que
encontraba sumergiéndome en aquel
particular estado de concentración
necesario para aplicarse en
matemáticas». Se diría que Connes
nunca ha salido de este trance. Y a pesar
de todas sus teorías y sus abstracciones,
que intimidarían a quien lo observa,
algo en él ha quedado de aquella
fogosidad infantil que tenía a los siete
años. Para Connes las matemáticas es lo
que más puede acercarse a un concepto
de verdad última. Y, desde su juventud,
la alegre búsqueda de este fin ha sido
una componente fundamental de su
dedicación a ella. Para decirlo con sus
propias palabras, ya que «la realidad
matemática no puede colocarse en el
espacio ni en el tiempo, esto
proporciona, cuando uno es lo bastante
afortunado para descubrir una ínfima
porción de ello, una sensación de
extraordinario placer por la impresión
de eternidad que proporciona».
Connes describe al matemático
como una persona siempre activa,
siempre a la búsqueda de nuevos
territorios en los que penetrar. Si otros
se limitan a navegar en las proximidades
de las costas de las tierras conocidas,
Connes se apartará del horizonte
matemático familiar y navegará hacia
aguas desconocidas, más allá de
nuestros actuales conocimientos
matemáticos. Su capacidad de
comprensión de las conexiones entre los
números primos y el árido mundo
abstracto de la geometría no conmutativa
se debe en buena parte a su talento para
adoptar diversos elementos de las
diferentes culturas matemáticas que ha
visitado en sus viajes. Algunos
investigadores prefieren moverse,
durante sus exploraciones, en parejas o
en grupo. Juntos, sus diversas
habilidades pueden ayudarles a cruzar
océanos matemáticos en los que podrían
perderse en soledad. Connes, en cambio,
es uno de esos viajeros que aman la
soledad: «Si se quiere realmente
descubrir algo, hay que estar solo».
La nueva geometría que Connes
había descubierto tenía en su propia
base el desarrollo de la geometría
algebraica conseguido por Weil y
Grothendieck, que habían elaborado un
nuevo diccionario con el que traducir la
geometría al álgebra. La utilidad de este
diccionario se hace evidente cuando nos
encontramos ante un problema que,
expresado en el campo de la geometría,
permanece oscuro y rodeado de
misterio, mientras que se clarifica
rápidamente en cuanto se traduce en
términos algebraicos. De esta forma
Weil consiguió calcular el número de
soluciones de las ecuaciones y
demostrar que los ceros de los paisajes
correspondientes están alineados. Si se
hubiera limitado a tratar de comprender
las formas geométricas modeladas por
aquellas ecuaciones, no habría llegado a
ninguna parte; pero, una vez preparado
su diccionario algebraico-geométrico,
tenía los medios para comprender.
Si la geometría de Weil dio
respuesta a las preguntas sobre la teoría
de los números pura, las ideas de
Connes proporcionaron una descripción
matemática de una geometría que los
físicos de la teoría de cuerdas y los
físicos cuánticos buscaban, ya
desesperadamente, construir. A finales
del siglo XX, los físicos estaban
buscando una nueva geometría para
apuntalar la teoría de cuerdas, que se
había introducido en los años setenta
como una posible solución de la
incompatibilidad entre la física cuántica
y la teoría de la relatividad. Connes
quedó fascinado por el problema, y
empezó a buscar la geometría que los
físicos creían que tenía que existir.
Comprendió que, aun no teniendo una
imagen clara de la parte física de esta
geometría, siempre podía construir su
lado geométrico abstracto. Fue un
descubrimiento que sólo un estudioso
acostumbrado a moverse entre las
abstracciones del mundo matemático
podía completar: la intuición física no lo
habría conseguido.
El extraño comportamiento del
mundo subatómico obligó a Connes a
dejar totalmente de lado las maneras
ordinarias con las que comprendemos la
geometría convencional. Si la
revolución geométrica de Riemann
ofreció a Einstein el lenguaje necesario
para describir la física de lo
increíblemente grande, la geometría de
Connes ofrece a los matemáticos la
posibilidad de penetrar en la extraña
geometría de lo increíblemente pequeño.
Gracias a él, quizá podremos descifrar
la estructura elemental del espacio.
Hugh Montgomery y Michael Berry
habían puesto en evidencia la posible
conexión entre los números primos y el
caos cuántico. El hecho de que el
lenguaje de Connes se adaptara
perfectamente a las necesidades de la
física cuántica contribuyó a alimentar el
optimismo sobre el éxito de su ataque a
la hipótesis de Riemann. Como provenía
de un renacimiento matemático francés
que había creado ya nuevas técnicas
para orientarse en los paisajes zeta, es
comprensible que la comunidad
matemática creyera estar cerca de la
respuesta al problema: todos los hilos
convergían en el mismo punto.
Lo que Connes cree haber
identificado es un espacio geométrico
muy complejo, llamado el espacio no
conmutativo de las clases de Adele,
construido en el mundo del álgebra. Para
construir este espacio utilizó unos
extraños números descubiertos a
principios del siglo XX, los números
p-ádicos. Existe una familia de números
p-ádicos para cada número primo p.
Connes cree que reuniendo todos estos
números y observando cómo opera la
multiplicación en ese espacio
extremadamente singular, los ceros de
Riemann tendrían que aparecer
naturalmente como resonancias en el
interior de ese espacio. Su enfoque es
una mezcla exótica de muchos de los
ingredientes aparecidos durante los
siglos de estudio de los números primos.
No es sorprendente que los matemáticos
valoraran con confianza sus
posibilidades de éxito.
Connes no sólo es un maestro de las
matemáticas, sino que tiene también un
carisma particular para exponer sus
propias ideas a los demás. Muchos han
quedado hipnotizados ante sus
presentaciones de la hipótesis de
Riemann. Al escucharlo, yo estaba
convencido de que aparecería una
demostración como consecuencia de su
trabajo, que había realizado el grueso
del trabajo y que los demás sólo
tendrían que hacer algún retoque final.
Pero por más que da la impresión de
haber comprendido ya la gran idea
buscada por todos, el mismo Connes
sabe bien que queda todavía mucho
camino por andar: «El proceso de
verificación puede ser muy doloroso:
hay un miedo terrible a equivocarse…
que hace crecer increíblemente el ansia,
ya que nunca somos capaces de saber si
nuestras intuiciones son correctas, un
poco como en los sueños, donde a
menudo las intuiciones resultan
equivocadas».
En la primavera de 1997, Connes fue
a Princeton para explicar sus nuevas
ideas a los peces gordos: Bombieri,
Selberg y Sarnak. Princeton continuaba
siendo indiscutiblemente la meca de la
hipótesis de Riemann, aunque París
intentaba conseguir el primer puesto.
Selberg se había convertido en el
padrino del problema: era inconcebible
que cualquier hipótesis pudiera superar
la barrera sin haber sido antes
cuidadosamente examinada por un
hombre que había dedicado medio siglo
a luchar con los números primos. Sarnak
era el joven matemático cuyo afilado
intelecto determinaría rápidamente la
menor debilidad de la teoría. Hacía
poco que había unido sus fuerzas con
Nick Katz, también de Princeton, uno de
los maestros indiscutidos de las
matemáticas desarrolladas por Weil y
Grothendieck. Juntos habían demostrado
que la extraña distribución estadística en
los tambores aleatorios que creemos que
describen el paisaje de Riemann está
también presente en los paisajes
examinados por Weil y Grothendieck.
La mirada de Katz es particularmente
fina, y pocas cosas se le escapan: fue
precisamente Katz quien, algunos años
antes, determinó el error de la primera
demostración del último teorema de
Fermat que Wiles propuso.
Finalmente, estaba Bombieri, el
maestro indiscutido de la hipótesis de
Riemann. Había ganado su medalla
Fields por haber conseguido lo que hoy
es el resultado más significativo sobre
la proximidad entre la verdadera
cantidad de números primos y la
estimación de Gauss: la demostración de
lo que los matemáticos llaman la
hipótesis de Riemann «en promedio».
En la tranquilidad de su despacho, desde
el que se goza de una panorámica de los
bosques que circundan el Institute for
Advanced Study, Bombieri intentaba
ordenar todas las intuiciones elaboradas
por sí mismo en los años anteriores en
vistas al asalto final a la solución
definitiva del problema. Como Katz,
también Bombieri tiene un ojo agudo
para los detalles. Apasionado de la
filatelia, una vez se le presentó la
ocasión de comprar un sello muy raro
para su colección. Tras examinarlo
detalladamente, descubrió tres
imperfecciones y se lo devolvió al
vendedor, indicándole sólo dos de ellas;
se guardó la tercera, leve imperfección,
por si más adelante le ofrecían otro
falso con las correcciones que había
indicado. Cualquier teoría candidata a la
demostración de la hipótesis de
Riemann tiene que estar dispuesta a
afrontar un examen altamente severo.
Selberg, Sarnak, Katz y Bombieri:
un equipo formidable, pero que no
conseguía intimidar en absoluto a
Connes. La fuerza de sus
argumentaciones y de su personalidad
fácilmente estarían a la altura de los
peces gordos de Princeton. Sabía que no
disponía aún de la demostración, pero
estaba convencido de que su propio
enfoque ofrecía las mejores
perspectivas de hallar una solución a la
hipótesis de Riemann. Reunía muchas de
las ideas que habían emergido de la
física cuántica y de las intuiciones
matemáticas de Weil y de Grothendieck.
El grupo de Princeton aceptó que se
habían producido muchos avances, pero
no se había resuelto el problema. Sarnak
reconoció que Connes había sabido
desarrollar con éxito las ideas que él
mismo había aprendido de su
supervisor, Paul Cohen, poco después
de su llegada a Stanford. La diferencia
radicaba en el hecho de que Connes
disponía ahora de un nuevo lenguaje
sofisticado y de nuevas técnicas que lo
ayudaban a dar una forma precisa a las
ideas de Cohen. Pero en el enfoque de
Connes se mantenía aún un problema:
parecía haber arreglado las cosas de
manera que fuera imposible ver
cualquier punto que se hallara fuera de
la recta de Riemann. Igual que un
prestidigitador, Connes hacía ver a su
público sólo los puntos que se hallaban
sobre la recta, mientras que los de fuera
desaparecían por su manga matemática.
«Connes es capaz de hipnotizar al
público», afirma Sarnak. «Es un tipo
muy persuasivo. Produce fascinación. Si
le haces notar un punto débil en su
enfoque, la vez siguiente dice: “Tenías
razón”. Por eso consigue conquistar tan
fácilmente». Y así, explica Sarnak, al
cabo de poco Connes incluye alguna
cabriola nueva en su razonamiento.
Sarnak cree, sin embargo, que Connes
aún no tiene la clase de magia que
permitió a Weil hacer su gran
descubrimiento mientras estaba en la
cárcel, en 1940. Bombieri recuerda:
«Sigo pensando que hace falta alguna
nueva, gran idea».
Al cabo de poco tiempo de la
presentación de Connes, Bombieri
recibió un correo electrónico de un
amigo, Doron Zeilberger, de la
Universidad de Temple. Según sus
palabras, parecía como si Zeilberger
hubiera descubierto nuevas e increíbles
propiedades de π. Pero Bombieri fue lo
suficientemente astuto para fijarse en la
fecha: era el primero de abril. Para
hacer notar que había comprendido la
broma, respondió al mismo nivel.
Astutamente, se sumó a la fiebre que se
estaba extendiendo alrededor de las
contribuciones de Connes a la búsqueda
de estructuras regulares en la
distribución de los números primos: «Se
han producido fantásticos
acontecimientos tras la conferencia que
Alain Connes pronunció en el Institute
for Advanced Study el miércoles
pasado…». Un joven físico presente
entre el público intuyó de repente cómo
completar el proyecto de Connes. La
hipótesis de Riemann es válida. «Por
favor, da la máxima difusión a esta
noticia».
Zeilberger entró en el juego, y una
semana después se había comunicado la
noticia a todos los matemáticos del
mundo a través del boletín electrónico
del siguiente congreso internacional.
Hizo falta tiempo para encauzar la
excitación provocada por la broma de
Bombieri. Volviendo a París, Connes
descubrió que aquellas noticias estaban
en boca de la gente. Y aunque el blanco
de la broma eran en realidad los físicos,
le dolió igualmente.
La inocentada de Bombieri de
alguna manera supuso el fin del
entusiasmo alrededor del trabajo de
Connes sobre la hipótesis de Riemann.
Ahora que las aguas se han calmado,
parece que se han desvanecido gran
parte de las esperanzas de que las ideas
de Connes puedan descubrir el secreto
de los números primos. Incluso en su
sofisticado mundo de la geometría no
conmutativa, los primos permanecen
inalcanzables. Han pasado ya algunos
años desde la entrada en escena de
Connes, pero la fortaleza Riemann
continúa inexpugnable. Naturalmente,
aún es posible que el enfoque de Connes
dé fruto: hay muchos motivos para
creerlo. Sin embargo, ya ha disminuido
la sensación de que tal enfoque pueda
garantizar un camino fácil hacia la
demostración. Es posible que ahora los
muros que protegen la hipótesis de
Riemann parezcan un poco distintos,
pero permanecen tan impenetrables
como ayer.
El mismo Connes intenta tomarse
con filosofía este punto muerto en que ha
embarrancado su investigación. Como
comentó frente al anuncio de un premio
de un millón de dólares para el que
resolviera la hipótesis de Riemann:
«para mí, las matemáticas ha sido
siempre la mayor escuela de humildad.
El valor inestimable de las matemáticas
radica sobre todo en sus problemas más
increíblemente difíciles, que son como
el Himalaya de las matemáticas.
Conseguir la cumbre será
extremadamente difícil, e incluso podría
ser que tuviéramos que pagar un alto
precio. Pero la verdad es que, una vez
que la alcancemos, podremos admirar un
panorama estupendo». Connes aún no se
ha rendido, y continúa su batalla a la
espera de una última gran idea que le
permita alcanzar el final de su viaje. Su
deseo es alcanzar aquel instante
maravilloso, que todo matemático puede
reconocer en algún momento de su
propia vida, cuando repentinamente las
cosas se ponen en su sitio: «Cuando
llega la iluminación, se produce tal
escalofrío emotivo que es imposible
permanecer pasivos o indiferentes. En
las raras ocasiones en las que lo he
experimentado no he podido contener
las lágrimas».
Por tanto, continuemos escuchando
el misterioso ritmo de los primos: 2, 3,
5, 7, 11, 13, 17, 19,… Los números
primos se extienden hasta los más
extremos confines del universo de los
números, sin terminarse nunca. Ellos
están en el centro de las matemáticas,
son los elementos primarios con los que
se consigue cualquier cosa. ¿Deberemos
realmente resignarnos al hecho de que,
por más que deseemos hallar un orden y
una explicación, estos números
fundamentales permanezcan para
siempre fuera de nuestro alcance?
Euclides demostró que los números
primos siguen hasta el infinito; Gauss
planteó la hipótesis de que siguen un
orden aleatorio, como si hubieran sido
elegidos lanzando una moneda; Riemann
fue aspirado por un agujero que lo
condujo a un espacio imaginario donde
los números primos se convierten en
música. En este espacio, cada punto a
nivel del mar hace sonar una nota. Por
tanto, se trataba de interpretar el mapa
del tesoro de Riemann, y de descubrir la
ubicación de cada punto a nivel del mar.
Armado con una fórmula que mantuvo en
secreto para el resto del mundo,
Riemann descubrió que, aunque la
disposición de los números primos
pareciera caótica, los puntos de su mapa
estaban ordenados perfectamente: en
lugar de estar desparramados aquí y
allá, estaban todos sobre una misma
recta. No podía ver lo bastante lejos en
aquel paisaje como para poder afirmar
que este orden siempre sería respetado,
así lo creía. Había nacido la hipótesis
de Riemann.
Si la hipótesis de Riemann es
correcta, ninguna de las notas tendrá un
sonido más alto que otra: la orquesta
que toca la música de los números
primos tendrá una armonía perfecta.
Esto explicaría el hecho de que, en la
distribución de los números primos, no
vemos emerger pautas dominantes: a una
pauta así correspondería un instrumento
que toca más fuerte que los demás. Es
como si cada instrumento siguiera su
propio motivo, pero con una armonía tan
perfecta que los motivos terminarían por
anularse, dejando sólo el flujo y el
reflujo aparentemente caóticos de los
primos.
Si es correcta, la hipótesis de
Riemann nos ayudará a comprender por
qué los números primos se nos aparecen
como si hubieran sido extraídos al azar,
lanzando una moneda. Pero quizá la
intuición de Riemann sobre estos puntos
a nivel del mar es sólo una ilusión;
quizás, al proseguir la música, un
instrumento concreto de la orquesta de
los números primos empezará a dominar
sobre los demás; quizás en los
horizontes extremos de los números se
esconden estructuras regulares que aún
no hemos descubierto; quizá la moneda
de los números primos empezó a
mostrar una inclinación particular
cuando la naturaleza la lanzó más y más
vueltas en el proceso de creación del
universo matemático en que vivimos.
Como hemos tenido la oportunidad de
descubrir, los números primos son
sujetos maliciosos, capaces de esconder
a nuestra vista su verdadero carácter.
Empezó así la búsqueda de una
confirmación a la convicción de
Riemann según la cual los puntos a nivel
del mar en su mapa del tesoro de los
primos tenían que estar alineados.
Hemos cruzado a lo largo y a lo ancho el
mundo histórico y el mundo físico: la
Francia revolucionaria de Napoleón; la
revolución neohumanística de Alemania,
desde el gran Berlín hasta las angostas
calles medievales de Gotinga; la extraña
alianza entre Cambridge y la India; el
aislamiento de Noruega durante la
guerra; el Nuevo Mundo, y una nueva
academia fundada en Princeton para los
valerosos buscadores del Grial de
Riemann obligados a abandonar Europa
por las devastaciones de la guerra; y,
finalmente, París y su nuevo lenguaje,
que se habló por vez primera en la celda
de una cárcel y que ha deshecho la
mente de una de las principales personas
que lo desarrollaron.
La historia de los números primos se
extiende mucho más allá de los confines
del mundo matemático. Los progresos
tecnológicos han cambiado la manera de
hacer matemáticas. El ordenador, nacido
en Bletchley Park, nos ha dado la
capacidad de ver números que
anteriormente permanecían confinados
en un universo inaccesible. El lenguaje
de la física cuántica ha permitido a los
matemáticos articular estructuras y
conexiones que nunca se hubieran
descubierto sin la superposición de
culturas científicas. Incluso el mundo
empresarial de la AT&T, de la Hewlett-
Packard y de una cadena californiana de
grandes almacenes de electrónica ha
tenido su participación en la
investigación. El papel central de los
números primos en el panorama de la
seguridad informática ha llevado estos
números al primer plano. Hoy, los
números primos tienen un impacto sobre
la vida de todos nosotros, ya que en
Internet protegen los secretos
electrónicos del mundo a los ojos
indiscretos de los hackers.
Pero, a pesar de todos estos
avances, los números primos continúan
siendo inalcanzables: cada vez que les
damos caza en un nuevo territorio, ya
sea en el mundo no conmutativo de
Connes o en el caos cuántico de Berry,
siempre encuentran nuevos lugares
donde esconderse.
Muchos de los matemáticos que han
contribuido a nuestra comprensión de
los números primos han sido
recompensados con una larga vida.
Jacques Hadamard y Charles de la
Vallée-Poussin, que en 1896 habían
demostrado el teorema de los números
primos, vivieron ambos más de noventa
años. La gente empezaba a pensar que el
haber demostrado el teorema los había
vuelto inmortales. La creencia en una
conexión entre la longevidad y los
números primos ha sido alimentada
posteriormente por Atle Selberg y Paul
Erdös: tras su demostración elemental
alternativa al teorema de los números
primos, en los años cuarenta, ambos han
superado la barrera de los ochenta años.
Bromeando, los matemáticos han
planteado una nueva conjetura: aquel
que consiga demostrar la hipótesis de
Riemann conquistará la inmortalidad.
Continuando con la conjetura bromista,
se dice que alguien en alguna parte ha
demostrado ya que la hipótesis de
Riemann es falsa, pero nadie se ha
enterado porque el desgraciado
matemático murió instantáneamente en
cuanto terminó su trabajo.
Hay diversas opiniones sobre lo
lejos que estamos de una demostración.
Andrew Odlyzko, que ha calculado
numerosísimos puntos a nivel del mar en
el mapa del tesoro de Riemann, cree que
no somos capaces en absoluto de hacer
una previsión: «Podría ser la próxima
semana, como podría ser dentro de un
siglo. El problema parece demasiado
complicado. Sospecho que su solución
será muy simple, entre otras razones
porque numerosísimas personas
realmente preparadas le han dedicado
todo su empeño durante mucho tiempo.
Pero, por otra parte, también es posible
que alguien tenga una idea
particularmente brillante ya la semana
que viene». Otros creen que, para
alcanzar una solución, aún hacen falta al
menos un par de buenas ideas.
Basándose en su conversación en
Princeton con el físico cuántico Freeman
Dyson durante la pausa de té, Hugh
Montgomery está convencido de que
nuestra escalada al monte Riemann se
encuentra en un buen punto. Pero hay una
nota a pie que modula bastante aquel
optimismo: «Si no fuera por una única
laguna, nuestra demostración de la
hipótesis de Riemann estaría completa.
Desafortunadamente, la laguna está
precisamente al principio». Como
subraya Montgomery, es un feo sitio
para una laguna. Una laguna en el medio
significaría al menos que hemos
progresado en nuestro camino; pero si se
encuentra en el principio significa que, a
menos que encontremos una forma de
superar este primer obstáculo, el resto
del recorrido que hemos trazado para
llegar a la cumbre del monte Riemann es
totalmente inútil: «Es por culpa de un
obstáculo a nivel teórico que no somos
capaces de demostrar este teorema».
Muchos matemáticos están aún
demasiado atemorizados para acercarse
a este problema notoriamente difícil, a
pesar del incentivo de un millón de
dólares para quien encuentre la
solución. Los nombres que lo han
intentado y han fracasado son legión:
Riemann, Hilbert, Hardy, Selberg,
Connes… Pero aún quedan matemáticos
lo bastante valientes para intentarlo, y
entre los nombres que hay que tener
presentes en un futuro están Christopher
Deninger en Alemania y Shai Haran en
Israel.
Muchos predicen que la hipótesis de
Riemann llegará a su bicentenario sin
haber sido demostrada. Otros, en
cambio, creen que su hora está próxima,
y que con todo lo que hemos descubierto
sobre dónde buscar una solución, no
podrá resistirse mucho más. Otros creen,
en cambio, que es falsa. Otros creen que
ya ha sido demostrada pero que el
establishment matemático no se atreve a
renunciar a este enigma. Finalmente,
algunos se han vuelto locos buscando
una solución.
Quizá nos hemos obsesionado de tal
forma en mirar los números primos
desde la perspectiva de Gauss y de
Riemann que lo que nos hace falta es
simplemente una forma distinta de
comprender estos enigmáticos números.
Gauss propuso una estimación de la
cantidad de números primos, Riemann
previo que en la peor de las hipótesis el
margen de error, por exceso o por
defecto, sería equivalente a la raíz
cuadrada de N, y Littlewood mostró que
no podía hacerse mejor. Quizás existe un
punto de vista alternativo que nadie ha
sido capaz de encontrar por culpa de
nuestro ligamen cultural con el edificio
construido por Gauss.
Como los investigadores en la
escena de un misterioso asesinato,
hemos examinado a los diversos
sospechosos matemáticos: ¿quién o qué
ha puesto los ceros sobre la recta de
Riemann? La escena está llena de
pruebas diseminadas, hay huellas por
todas partes, tenemos un retrato robot
del presunto culpable. Pero aún se nos
escapa la respuesta. Nos queda, para
consolarnos, el hecho de que aunque los
números primos no nos revelen nunca su
secreto, nos están guiando por la más
extraordinaria de las odiseas
intelectuales. Han adquirido una
importancia que va mucho más allá de
su papel fundamental de átomos de la
aritmética. Como hemos descubierto, los
números primos han puesto en
comunicación áreas de las matemáticas
entre las que no se conocían relaciones.
Teoría de los números, geometría,
análisis, lógica, teoría de la
probabilidad, física cuántica: todas han
terminado convergiendo en nuestra
búsqueda de una solución a la hipótesis
de Riemann. Y esta búsqueda ha puesto
a las matemáticas bajo una luz nueva.
Hoy nos maravillamos ante su
extraordinaria interconexión: las
matemáticas se han transformado, han
pasado de ser una disciplina que se
ocupa de estructuras a una disciplina
que indaga las interconexiones.
Estas conexiones no sólo existen en
el interior del mundo matemático. Hubo
un tiempo en que los números primos se
consideraban el concepto más abstracto,
entidad que perdería todo su significado
fuera de la torre de marfil de las
matemáticas. Hubo un tiempo en que los
matemáticos —G. H. Hardy es quizá el
mejor ejemplo— gozaban ante la idea
de poder examinar sus objetos de
estudio en total aislamiento, sin
distracciones con problemas del mundo
exterior. Pero ahora los números primos
no ofrecen ya una vía de fuga de los
problemas del mundo real, como aún
podían hacer Riemann y otros. Los
números primos revisten una
importancia central en el marco de la
seguridad de nuestro mundo electrónico,
y sus resonancias con la física cuántica
podrían decirnos algo sobre la propia
naturaleza del mundo físico.
Aunque consigamos demostrar la
hipótesis de Riemann, hay muchas otras
preguntas y conjeturas que nos esperan,
muchas nuevas áreas de entusiasmo en
las matemáticas que sólo esperan la
demostración de la hipótesis de
Riemann para entrar en escena. La
solución será sólo un principio, la
apertura de la puerta de un territorio
virgen, aún inexplorado. Tomando las
palabras de Andrew Wiles, la
demostración de la hipótesis de
Riemann nos dará la posibilidad de
orientarnos en este mundo como la
solución del problema de la longitud
ayudó a los exploradores del siglo XVIII
a navegar en el mundo físico.
Hasta entonces, tendremos que
contentarnos con escuchar con
fascinación esta música matemática
imprevisible, incapaces de controlar sus
pautas. Los números primos siempre nos
han acompañado en nuestra exploración
del mundo matemático, y siguen siendo
los más enigmáticos entre los números.
Aunque las mejores mentes matemáticas
han dado lo mejor de sí mismas en el
intento de explicar las modulaciones y
los cambios de esta música mística, los
números primos siguen siendo hoy un
enigma sin respuesta. Todavía estamos
esperando a la persona cuyo nombre
vivirá para siempre como el del
matemático que ha hecho cantar a los
números primos.
AGRADECIMIENTOS

Muchos de mis colegas me han ofrecido


con gran generosidad su tiempo y su
apoyo. En concreto, quisiera dar las
gracias a los siguientes, que han estado
encantados de sentarse y de contrastar
conmigo sus ideas y sus puntos de vista:
Leonard Adleman, sir Michael Berry,
Bryan Birch, Enrico Bombieri, Richard
Brent, Paula Cohen, Brian Conrey, Persi
Diaconis, Gerhard Frey, Timothy
Gowers, Fritz Grünewald, Shai Haran,
Roger Heath-Brown, Jon Keating, Neal
Koblitz, Jeff Lagarias, Arjen Lenstra,
Hendrik Lenstra, Alfred Menezes, Hugh
Montgomery, Andrew Odlyzko, Samuel
Patterson, Ron Rivest, Zeev Rudnick,
Peter Sarnak, Dan Segal, Atle Selberg,
Peter Shor, Herman te Riele, Scott
Vanstone y Don Zagier.
Querría dar especialmente las
gracias a sir Michael Berry, a quien
conocí en la escalera del 10 de Downing
Street, mientras yo estaba en la fila
esperando mi turno para estrechar la
mano del primer ministro, y que fue el
primero en fijar mi atención sobre la
música escondida en los números
primos. El título original de este libro,
The music of the primes, está inspirado
precisamente en aquel encuentro.
Estoy en deuda con muchísimas
personas que han leído atentamente las
primeras versiones parciales o totales
del manuscrito: sir Michael Berry,
Jeremy Butterfield, Bernard du Sautoy,
Jeremy Gray, Fritz Grünewald, Roger
Heath-Brown, Andrew Hodges, Jon
Keating, Angus Macintyre, Dan Segal,
Jim Semple y Eric Weinstein.
Naturalmente, la responsabilidad de los
eventuales errores que puedan haber
quedado en el texto es sólo mía.
Me han ayudado numerosos libros y
artículos, de los cuales he recopilado
una serie de preciosas informaciones de
fondo sobre los temas estudiados.
Merece una mención especial la revista
Notices of the American Mathematical
Society, que publica incesantemente
artículos llenos de brillantes intuiciones
sobre las matemáticas y sobre la
comunidad de los que se dedican a ella.
Diversas instituciones me han
ayudado con gran disponibilidad durante
la elaboración de este libro, incluidos el
American Institute of Mathematics, la
Certicom, la biblioteca de la
Universidad de Gotinga, los
laboratorios de la AT&T de Florham
Park, el Institute of Advanced Study de
Princeton, los laboratorios de la
Hewlett-Packard de Bristol y el Max
Planck Institut für Mathematik de Bonn.
Me alegra poder reconocer aquí mi
deuda con las personas que han hecho
posible la publicación de este libro: mi
agente, Antony Topping, de la Greene &
Heaton, que me ha acompañado desde
las primeras ideas hasta la publicación;
Judith Murray, que nos presentó; mis
redactores, Christopher Potter, Leo
Hollis y Mitzi Angel, de la editorial
Fourth Estate; Tim Duggan, de la
editorial Harper Collins; y John
Woodruff, que ha preparado el volumen
para la imprenta. Debo dar las gracias
especialmente a Leo, que ha dedicado
muchísimas horas inmerso en abstrusas
reflexiones sobre la cuarta dimensión.
No habría sido capaz de escribir
este libro sin el apoyo de la Royal
Society. El hecho de ser miembro
investigador de la Royal Society me ha
permitido no sólo alcanzar mis sueños
matemáticos, sino también comunicar el
entusiasmo que he podido experimentar
a lo largo de este camino. La Royal
Society es más que una simple cuenta
bancaria: cuida lo que financia. Su
apoyo a mi actividad de divulgación
matemática ha sido inestimable.
También querría dar las gracias a
diversas personas del mundo de los
medios de comunicación, que han tenido
la valentía suficiente como para correr
el riesgo de publicar y transmitir mis
primeros breves escritos sobre
matemáticas serias, y que han dedicado
su tiempo a que un matemático
aprendiera a escribir: Graham Patterson,
Philippa Ingram y Anjana Ahuja, que
trabajan para The Times; John Wrakins y
Peter Evans, de la BBC; y Gerhart
Friedlander, de Science Spectra.
También doy las gracias a la NCR y a la
Milestone Pictures por haber dado la
oportunidad de hacer llegar las
matemáticas a la comunidad bancaria.
He llegado a ser matemático gracias
a uno de mis profesores de la escuela
secundaria, el señor Bailson, que fue el
primero en enseñarme algo de la música
escondida tras la aritmética escolar. A
él debo mi inspiración, y a la Gillots
Comprehensive School, al King James
6th Form College y al Wadham College
de Oxford, la formación excepcional que
he recibido.
Gracias al Arsenal por haber
conseguido el doblete mientras estaba
escribiendo este libro. Y al campo de
fútbol de Highbury por haberme dado la
oportunidad de descargar la tensión de
mis luchas con Riemann.
A título personal, quiero agradecer a
mis amigos y a mi familia el apoyo que
me han dado: a mi padre, que me ha
ayudado a comprender el poder de los
números; a mi madre, que me ha
ayudado a comprender el poder de las
palabras; y a mis abuelos, especialmente
a Peter, que han sido fuente de
inspiración para mí; y a mi compañera,
Shani, por haber tolerado un libro en
casa y por su confianza en mi capacidad
para escribirlo. Y mi mayor
agradecimiento para mi hijo, Tomer, con
quien he podido jugar tras largas
jornadas de trabajo, y sin el cual no
habría sobrevivido a la elaboración de
este libro.
MARCUS PETER FRANCIS DU
SAUTOY. (Londres, 1965). Es un
escritor, presentador, columnista y
profesor de matemáticas de la
Universidad de Oxford británico. Ha
sido también profesor invitado en el
Collège de France y la École Normale
Supérieure de París, en el Max Planck
Institut de Bonn, la Universidad Hebrea
de Jerusalén y la Universidad Nacional
Australiana en Canberra.
En 2001, ganó el premio Berwick de la
London Mathematical Society.
Colabora, con éxito enorme, en la
televisión con programas de divulgación
matemática, así como en la prensa
escrita.
Es conocido principalmente por su labor
de popularización de las matemáticas y
por ser un especialista en la teoría de
los números.
Los tres libros que ha escrito hasta el
momento han recibido grandes elogios
por parte de la crítica. Con La música
de los números primos ganó en 2004 el
Premio Peano en Italia y en Alemania en
2005 el Premio Sartorius.
Notas
[1] Moron en inglés «idiota». (Nota del
T., como todas las que siguen). <<
[2]1 de abril, equivalente en los países
anglosajones a nuestro 28 de diciembre,
festividad de los Santos Inocentes. <<
[3] Referencias al juego del cricket. <<
[4] Nachlass: deducciones. (N. del T. )
<<
[5] Si observamos la fórmula con
atención veremos que se trata de un
producto de dos factores: el primero de
el l os, k + 2, es siempre positivo. El
segundo consiste en restar de 1 un total
de catorce términos estrictamente
positivos, ya que son cuadrados. En
consecuencia, la única forma de que la
fórmula dé un número positivo, y por lo
tanto primo, es que todos y cada uno de
los términos citados sea cero; ello nos
lleva a la conclusión de que conseguir
un número primo utilizando la fórmula
equivale a hallar las soluciones de un
sistema no lineal de catorce ecuaciones
con veintiséis incógnitas. <<
[6]
Seder: comida de la celebración de la
Pascua judía, durante la cual se beben
cuatro copas de vino. <<

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