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LA MÚSICA DE
LOS NÚMEROS
PRIMOS
EL ENIGMA DE UN PROBLEMA
MATEMÁTICO ABIERTO
EPUB R1.2
KOOT HRAP ALI 21.04.15
Título original: The Music of the Primes:
Searching to Solve the Greatest Mistery
in Mathematics
Marcus du Sautoy, 2003
Traducción: Joan Miralles de Imperial
Llobet
Diseño de cubierta: rafcastro
10.000.019, 10.000.079
La hipótesis de Riemann es la
longitud de las matemáticas. Su solución
abre la perspectiva de dibujar un mapa
de las brumosas aguas del inmenso
océano de los números primos.
Representa apenas el comienzo de
nuestra comprensión de los números de
la naturaleza. Una vez que descubramos
el secreto para orientarnos entre los
números primos, quién sabe qué otras
cosas podría haber allá afuera
esperando a que las descubramos.
2
LOS ÁTOMOS DE LA
ARITMÉTICA
LA BÚSQUEDA DE
MODELOS
LA DEMOSTRACIÓN, GUÍA
DE VIAJE DEL
MATEMÁTICO
A LA CAZA DE LOS
NÚMEROS PRIMOS
Durante generaciones se ha intentado
sin éxito superar a Euclides en la
comprensión de los números primos y se
han planteado especulaciones
interesantes, pero, como le gustaba decir
a Hardy, profesor de matemáticas de
Cambridge, «cualquier bobo puede
plantear preguntas sobre los números
primos a las cuales el más inteligente de
los hombres no puede responder». Con
la conjetura de los primos gemelos, por
ejemplo, se nos pregunta si existen
infinitos números primos p tales que
p + 2 sea también un número primo. Un
par de números primos gemelos está
formado por 1.000.037 y 1.000.039
(observemos que esa es la mínima
distancia entre dos números primos, ya
q u e N y N + 1 no pueden ser ambos
primos —excepto en el caso N = 2— ya
que al menos uno de ellos es divisible
por 2), ¿es posible que los hermanos
gemelos de Sacks, los sabios autistas,
poseyeran una especial capacidad para
determinar esos primos gemelos?
Euclides demostró hace dos mil años
que hay infinitos números primos, pero
nadie sabe si existe un número más allá
del cual no hay más de esas parejas de
primos vecinos. Pero si las suposiciones
son una cosa, el objetivo final sigue
siendo la demostración.
Con diferentes grados de éxito, los
matemáticos buscaron inventar fórmulas
que, aunque no generaran todos los
números primos, al menos produjeran
una lista de primos. Fermat creyó haber
hallado una: su hipótesis era que
elevando 2 a la potencia 2N y sumándole
1, el número resultante sería un número
primo; este número recibe el nombre de
enésimo número de Fermat. Por
ejemplo, si tomamos N = 2 y lo
elevamos a la potencia 22 = 4,
obtenemos 16 y, al añadirle 1,
obtenemos 17, que es el segundo número
primo de Fermat. Fermat creía que su
fórmula siempre le proporcionaría un
número primo, pero ésta resultó una de
las pocas ocasiones en que se equivocó.
Los números de Fermat se hacen
enormes muy rápidamente: el quinto
número de Fermat tiene ya diez cifras, y
estaba fuera del alcance de sus cálculos.
Se trata además del menor número de
Fermat que no es primo, ya que es
divisible entre 641.
Los números de Fermat eran muy
estimados por Gauss. El hecho de que
17 sea uno de los primeros números de
Fermat es la clave gracias a la cual
Gauss consiguió construir su figura
geométrica perfecta de 17 lados. En su
gran tratado Disquisitiones
arithmeticae, Gauss demuestra por qué,
si el enésimo número de Fermat es un
número primo, se puede realizar una
construcción geométrica de N lados
utilizando sólo la regla y el compás. El
cuarto número de Fermat, 65.537, es
primo, y ello significa que con estos
instrumentos realmente elementales es
posible construir una figura geométrica
perfecta con 65.537 lados.
Hasta la fecha los números de
Fermat apenas nos han dado más de
cuatro números primos, pero Fermat
tuvo mayor éxito en determinar algunas
de las propiedades muy especiales que
poseen. Descubrió un hecho curioso
relativo a los números primos que, como
5, 13, 17 o 29, al dividirlos entre 4 dan
1 de resto: tales números se pueden
escribir como la suma de dos cuadrados,
por ejemplo: 29 = 22 + 52. Esta es otra
de las bromas de Fermat: aunque afirmó
poseer la demostración, le faltó poner
por escrito la mayoría de sus
pormenores.
El día de Navidad de 1640 Fermat
escribió sobre su descubrimiento —que
ciertos números primos podían
expresarse como suma de dos cuadrados
— en una carta que envió a un monje
francés llamado Marín Mersenne. Los
intereses de Mersenne no se limitaban a
las cuestiones litúrgicas, amaba la
música y fue el primero en elaborar una
teoría de los armónicos coherente.
También amaba los números. Mersenne
y Fermat mantenían correspondencia
regular sobre sus descubrimientos
matemáticos: Mersenne se hizo famoso
por su papel de intermediario en la
comunidad científica internacional: los
matemáticos de la época difundieron sus
ideas a través de él.
Tal como ha sucedido a
generaciones enteras de matemáticos,
también Mersenne fue poseído por la
obsesión de descubrir un orden en los
números primos. Y, a pesar de no
conseguir una fórmula que produjera
todos los primos, ideó una que a la larga
se ha demostrado mucho más eficaz para
descubrir números primos que la
fórmula de Fermat. También él, como
Fermat, empezó por considerar las
potencias de 2. Pero en lugar de sumar 1
al resultado, como había hecho Fermat,
Mersenne decidió restar 1, por ejemplo:
23 − 1 = 8 − 1 = 7, que es un número
primo. Es posible que Mersenne se
apoyara en su intuición musical:
doblando la frecuencia de una nota se la
aumenta una octava y, por tanto, las
potencias de 2 producen notas
armónicas; por otra parte, es natural
esperar que un desplazamiento de
frecuencias de 1 dé lugar a una nota
disonante, incompatible con todas las
frecuencias anteriores, una «nota
prima».
Mersenne descubrió enseguida que
su fórmula no siempre daba un número
primo, por ejemplo: 24 − 1 = 15.
Entendió que si n no era primo, entonces
tampoco lo era 2n − 1, pero afirmó con
osadía que, para valores de n no
superiores a 257, 2n − 1 sería primo si y
sólo si n era uno de los siguientes
números: 2, 3, 5, 7, 13, 19, 31, 67, 127,
257. Había descubierto un hecho
engorroso: aunque n fuera un número
primo, ello no garantizaba que lo fuera
2n − 1. Mersenne podía calcular a mano
211 − 1 obteniendo 2.047, que es
23 × 89. Generaciones de matemáticos
se han quedado estupefactas ante la
capacidad de Mersenne de afirmar que
un número grande como 2257 − 1 era
primo. Se trata de un número de setenta
y siete cifras. ¿Podría ser que el monje
hubiera accedido a una fórmula mística
aritmética que le dijera por qué aquel
número, absolutamente fuera de las
capacidades humanas, era primo?
Los matemáticos opinan que si
continuáramos con la lista de Mersenne,
hallaríamos infinitos valores de n tales
que sus correspondientes números de
Mersenne 2n − 1 serían primos, pero
todavía falta una demostración de la
veracidad de tal suposición. Todavía
estamos a la espera de un Euclides de
nuestros días que demuestre que los
primos de Mersenne no se terminarán
nunca. O quizás esa cumbre remota es
sólo un espejismo.
Muchos matemáticos de la
generación de Fermat y Mersenne se
recrearon en las interesantes
propiedades numerológicas de los
números primos, pero sus métodos no
estaban a la altura del ideal de
demostración de los antiguos griegos.
Ello explica en parte por qué Fermat no
proporcionó los detalles de muchas
demostraciones que decía haber
descubierto: en su época había una
manifiesta falta de interés en
proporcionar tales explicaciones
lógicas. Los matemáticos quedaban
satisfechos plenamente con una
aproximación más empírica a su
disciplina, una disciplina en la que, de
manera cada vez más mecánica, los
resultados se justificaban a partir de sus
aplicaciones prácticas. Sin embargo, en
el siglo XVIII apareció en escena un
personaje que habría de recuperar el
sentido de la demostración en
matemáticas: el matemático suizo
Leonard Euler, nacido en 1707, encontró
explicación a muchas de las
regularidades que Fermat y Mersenne
habían descubierto pero no habían
conseguido justificar. Los métodos de
Euler habrían de tener más adelante un
papel fundamental en la apertura de
nuevas ventanas teóricas a nuestra
comprensión de los números primos.
EULER, EL ÁGUILA
MATEMÁTICA
LA ESTIMACIÓN DE GAUSS
Dirichlet es insuperable en
cuanto a riqueza de materiales y
capacidad de penetración. … Se
sienta a su alto escritorio de cara
a nosotros, se sube las gafas
hasta la frente, toma su cabeza
entre las manos y… de entre
ellas surge un cálculo imaginario
que nos lee en voz alta, y que
nosotros comprendemos como si
también fuésemos capaces de
verlo. Me gusta mucho esta
forma de enseñar.
LOS NÚMEROS
IMAGINARIOS: UN NUEVO
PANORAMA MATEMÁTICO
LA FUNCIÓN ZETA: EL
DIÁLOGO ENTRE MÚSICA Y
MATEMÁTICA
UNA REESCRITURA DE LA
HISTORIA GRIEGA DE LOS
NÚMEROS PRIMOS
La hipótesis de Riemann es un
enunciado matemático según el
cual es posible descomponer los
números primos en música.
Afirmar que los números primos
tienen música en sí mismos es una
forma poética de describir este
teorema matemático. Sin
embargo, se trata de una música
claramente postmoderna.
MICHAEL BERRY
Universidad de Bristol
NÚMEROS PRIMOS Y
CEROS
102 25 1
103 168 0
104 1,229 −2
105 9.592 −5
106 78.498 29
107 664.579 88
108 5.761.455 97
109 50.84.7534 −79
1010 455.052.511 −1.828
1011 4.118.054.813 −2.318
1012 37.607.912.018 −1.476
1013 346.065.536.839 −5.773 10
1014 3.204.941.750.802 −19.200 31
1015 29.844.570.422.669 73.218 1.05
1016 279.238.341.033.925 327.052 3.21
Aunque la nueva función de Riemann
representaba una mejora en relación a la
función logaritmo de Gauss, seguía
produciendo algunos errores. Pero la
excursión de Riemann por el mundo
imaginario le dio acceso a algo que
Gauss ni siquiera habría soñado con
obtener: un método para eliminar los
errores. Riemann comprendió que,
usando los puntos del mapa de los
números imaginarios que señalaban los
lugares en los que el espacio zeta estaba
al nivel del mar, podía deshacerse de
los errores y obtener una fórmula exacta
para contar los números primos. Ese fue
el segundo ingrediente clave de su
fórmula.
Euler había hecho un descubrimiento
sorprendente: si se insertaba un número
imaginario en la función exponencial se
obtenía una onda sinusoidal. La curva en
rápido ascenso que se asocia
normalmente a la función exponencial se
transformaba, con la introducción de
estos números imaginarios, en una curva
de marcha sinuosa de las que
habitualmente se asocian con las ondas
sonoras. Su descubrimiento abrió una
vía para la exploración de los extraños
nexos que sacaban a la luz los números
imaginarios: Riemann comprendió que
era posible extender el descubrimiento
de Euler usando su mapa de puntos
correspondientes a los ceros del paisaje
imaginario. En aquel mundo del otro
lado del espejo consiguió ver cómo,
usando la función zeta, cada uno de
aquellos puntos se podía transformar en
una onda específica. Cada onda tendría
el aspecto de una variación en el
diagrama de una función seno.
Las características de cada onda
venían determinadas por la posición del
correspondiente cero. Cuanto más al
norte se situaba un punto al nivel del
mar, más rápidamente oscilaba la onda
correspondiente. Si imaginamos esta
onda como una onda sonora, la nota
asociada a un cero resulta tanto más
aguda cuanto más al norte se sitúa el
correspondiente cero en el paisaje zeta.
¿Por qué tales ondas —estas notas
musicales— eran útiles para contar los
números primos? Riemann hizo un
descubrimiento espectacular: en las
alturas variables de aquellas ondas
estaba codificado el modo de corregir
los errores que aparecían en su
estimación de la cantidad de números
primos. La función R(N) proporcionaba
una estimación razonablemente buena de
la cantidad de primos menores o iguales
q u e N, pero si a esta estimación le
añadía la altura de cada onda por
encima del número N, podía obtener el
número exacto de primos: había
eliminado completamente el error.
Había conseguido desenterrar el Santo
Grial que Gauss había buscado en vano:
una fórmula exacta para calcular el
número de primos menores o iguales que
N.
La ecuación que describe este
descubrimiento puede resumirse con
palabras simplemente como «números
primos = ceros = ondas». Para un
matemático, la fórmula de Riemann que
proporciona el número de primos en
términos de ceros tiene un impacto
similar al de la ecuación de Einstein
E = mc2, que reveló la existencia de una
conexión directa entre masa y energía.
Como la ecuación de Einstein, ésta es
una fórmula de conexiones y
transformaciones: Riemann fue testigo
de la paulatina metamorfosis de los
números primos. Los números primos
crean el paisaje zeta, y los puntos que en
tal paisaje se encuentran al nivel del mar
son la clave para desentrañar sus
secretos. A continuación emerge una
nueva conexión consistente en que cada
uno de aquellos puntos a nivel del mar
produce una onda, una nota musical.
Finalmente, Riemann retornó al punto de
partida para mostrar de qué manera
estas ondas permitían contar en cantidad
exacta de números primos. Riemann
debió de quedarse asombrado al ver el
círculo cerrarse de forma tan
espectacular.
Riemann sabía que, dado que existen
infinitos números primos, en el paisaje
zeta existen infinitos puntos que se
encuentran al nivel del mar. Por tanto,
tienen que existir infinitas ondas que
permitan mantener los errores bajo
control. Hay una manera muy gráfica de
ver que la adición de cada onda
suplementaria mejora la estimación de
la cantidad de números primos que
proporciona la fórmula de Riemann:
antes de añadir las ondas que
corresponden a los ceros, la gráfica de
la función de Riemann R(N) (ver gráfica
adjunta, arriba) no se parece en absoluto
a la escalinata que representa el número
efectivo de números primos (abajo). En
el primer caso tenemos una curva
uniforme mientras que en el segundo
aparece una curva dentada.
El reto: pasar de la gráfica uniforme de
la función de Riemann (arriba), a la
gráfica escalonada que representa el
verdadero número de números primos,
(abajo).
LA HIPÓTESIS DE RIEMANN:
ORDEN A PARTIR DEL CAOS
Lo que Riemann había hecho era
tomar cada uno de los puntos situados al
nivel del mar en el mapa del mundo
imaginario. A partir de cada punto había
creado una onda, una nota emitida por
cierto instrumento matemático: al
combinar todas estas ondas obtuvo una
orquesta que tocaba la música de los
números primos. La coordenada norte-
sur de cada punto a nivel del mar
controlaba la frecuencia de la onda, es
decir, la altura de la nota
correspondiente; en cambio, la
coordenada este-oeste controlaba, tal y
como había comprendido Euler, la
intensidad a la que sonaría cada nota.
Cuanto mayor fuera la intensidad de la
nota, tanto mayores eran las
fluctuaciones de su gráfica ondulada.
Riemann tenía interés en comprender
si alguno de los ceros sonaría con una
intensidad significativamente mayor que
los demás: un cero así produciría una
onda cuya gráfica oscilaría más que el
resto de las ondas y, en consecuencia,
tendría un papel más importante en la
cuenta de los números primos; al fin y al
cabo son las alturas de estas ondas las
que controlan la diferencia entre la
estimación de Gauss y la verdadera
cantidad de números primos. ¿Había
algún instrumento de esta orquesta de
números primos que tocara un solo por
encima de los demás instrumentos?
Cuanto más al este se situaba un punto al
nivel del mar, más intensa era la nota:
para determinar el balance de la
orquesta, Riemann tenía que volver atrás
y observar las coordenadas de cada uno
de los ceros en su mapa imaginario.
Conviene subrayar que, hasta aquel
momento, su análisis había funcionado
sin necesidad de conocer la posición de
ninguno de los puntos a nivel del mar:
sabía que algunos de los ceros que se
encontraban al oeste eran fáciles de
identificar, pero no aportaban ninguna
contribución interesante al sonido de los
números primos porque no tenían tono.
Con su típico estilo despectivo, los
matemáticos los llamarían enseguida
ceros triviales. Riemann fue a la caza de
las posiciones de los demás ceros.
En cuanto empezó a analizar la
posición exacta de estos puntos, se
sorprendió muchísimo: en lugar de
distribuirse de manera aleatoria por
todo el mapa con algunas notas más
intensas que otras, los ceros que
calculaba parecían disponerse
milagrosamente sobre una recta que
cruzaba el paisaje en dirección norte-
sur. Era como si cada punto situado al
nivel del mar tuviera la misma
coordenada este-oeste, igual a 1/2. Si
era cierto, significaba que las ondas
correspondientes estaban perfectamente
equilibradas, que ninguna de ellas
producía una nota más intensa que las
demás.
HILBERT, EL FLAUTISTA DE
HAMELIN DE LAS
MATEMÁTICAS
1) demostrar la hipótesis de
Riemann;
2) conseguir una puntuación de
211 [el primer número primo
mayor que 200] en el cuarto
inning del último Campeonato
[3]
Internacional en el Oval;
3) hallar un argumento sobre la
no existencia de Dios que
convenza al gran público;
4) ser el primer hombre que
alcance la cima del Everest.
5) ser proclamado primer
presidente de la URSS, de
Gran Bretaña y de Alemania;
6) asesinar a Mussolini.
LITTLEWOOD, EL MATON
DE LAS MATEMÁTICAS
CHOQUE CULTURAL EN
CAMBRIDGE
REPENSAR A RIEMANN
Cuando decidió dedicarse a la
solución del octavo problema de
Hilbert, Siegel estaba empezando a
notar que algunos matemáticos estaban
cada vez más desilusionados con la
contribución de Riemann a este
problema: Landau, el mentor de Siegel,
era probablemente la voz más
abiertamente crítica sobre lo que
realmente había conseguido Riemann en
su ensayo de diez páginas publicado en
1859. Incluso reconociendo que se
trataba de un «ensayo extremadamente
brillante y útil», Landau continuaba
poniendo sordina a sus alabanzas: «La
fórmula de Riemann no es en realidad lo
más importante de la teoría de los
números. Riemann sólo ha creado los
instrumentos que, una vez
perfeccionados, han permitido más tarde
demostrar muchas otras cosas».
Mientras tanto, en Cambridge, Hardy
y Littlewood asumían una actitud
igualmente desdeñosa: hacia finales de
los años veinte, la incapacidad de
resolver la hipótesis de Riemann
empezaba a resultar frustrante para
Hardy; también Littlewood empezó a
preguntarse si el hecho de no conseguir
demostrarla podía significar que en
realidad la hipótesis fuera equivocada:
SELBERG, EL
ESCANDINAVO SOLITARIO
ERDÖS, EL MAGO DE
BUDAPEST
En el instituto había otro prófugo
europeo cuya vida se entrelazaría con la
de Selberg. Mientras la historia de
Ramanujan inspiraba al joven Selberg
en Noruega, su magia actuaba sobre otra
mente joven: el húngaro Paul Erdös
estaba destinado a convertirse en una de
las figuras matemáticas más fascinantes
de la segunda mitad del siglo XX. Pero
no sería sólo Ramanujan quien
relacionaría a ambos jóvenes: también
estaba la controversia.
Mientras que a Selberg le gustaba
trabajar en soledad, Erdös floreció en la
colaboración. Su figura cargada de
espaldas, en sandalias y traje, resultaba
familiar al profesorado de los
departamentos de matemáticas de todo
el mundo. Era fácil encontrarlo doblado
sobre un bloc de notas, junto con un
nuevo colaborador, dedicado a su gran
pasión: crear y resolver problemas
numéricos. Durante su vida publicó más
de mil quinientos artículos científicos,
un extraordinario logro. Entre los
matemáticos, sólo Euler escribió más
que él. Erdös era un monje de las
matemáticas, que se desembarazaba de
todos sus bienes personales por miedo a
que lo distrajeran de su misión.
Regalaba todo lo que ganaba a sus
estudiantes, o como premio para quien
conseguía responder a una de las tantas
preguntas que formulaba. Igual que
anteriormente para Hardy, Dios jugaba
un importante aunque poco convencional
papel en su visión del mundo. Llamaba
el «Supremo Fascista» al guardián del
«Gran Libro», un libro que contenía
todos los detalles de las demostraciones
más elegantes de los problemas
matemáticos, resueltos o no. El máximo
parabién de Erdös para una
demostración era: «¡Esta llega
directamente del Libro!». Creía que en
el momento del nacimiento, todos los
niños —o los «épsilon», como él los
llamaba en referencia a la letra griega
que se usa en matemáticas para indicar
números muy pequeños— conocían la
demostración de la hipótesis de
Riemann que se guardaba en el Gran
Libro. El problema era que, al cabo de
seis meses, lo olvidaba.
A Erdös le gustaba hacer
matemáticas escuchando música, y a
menudo se le podía ver en conciertos
tomando apuntes frenéticamente en un
cuaderno, incapaz de contener la
excitación que le producía una idea
nueva. A pesar de ser un gran
colaborador y de que odiaba estar solo,
le repugnaba el contacto físico. Lo
mantenía el placer mental, que
alimentaba con una dieta a base de cafés
y pastillas de cafeína. Según una
definición suya que hizo fortuna: «un
matemático es una máquina que
transforma el café en teoremas».
Como sucede con tantísimos grandes
matemáticos, Erdös tuvo la suerte de
tener un padre que le permitió absorber
ideas que estimularían su pasión por los
números. En una ocasión, su padre le
explicó el método utilizado por Euclides
para demostrar la existencia de infinitos
números primos; pero lo que realmente
fascinó a Erdös fue la manera cómo su
padre dio la vuelta al razonamiento de
Euclides para demostrar que se pueden
hallar sucesiones de números de
longitud arbitraria en las que no haya
números primos.
Si queremos una sucesión de 100
números consecutivos en la que no haya
primos basta con tomar los números
enteros entre 1 y 101 y multiplicarlos
entre sí. El resultado es un número
llamado el factorial de 101 (o 101
factorial), que se escribe 101!. Por
tanto, 101! será divisible por todos los
números comprendidos entre 1 y 101.
Pero si N es uno cualquiera de estos
números, entonces 101! + N será
también divisible entre N ya que 101! y
N son ambos divisibles entre N. Por esta
razón, los números
CEROS ORDENADOS
SIGNIFICAN PRIMOS
ALEATORIOS
POLÉMICA MATEMÁTICA
GÖDEL Y LAS
LIMITACIONES DEL
MÉTODO MATEMÁTICO
LA MILAGROSA MAQUINA
MENTAL DE TURING
La revelación de Gödel abrió una
cuestión totalmente nueva que empezó a
fascinar tanto a Hilbert como al joven
Turing: ¿existe alguna forma de
establecer la diferencia entre los
enunciados verdaderos para los que
existen demostraciones y aquellos
enunciados que, como Gödel había
descubierto, son verdaderos aunque sean
indemostrables? Turing, con su estilo
pragmático, empezó a considerar la
posibilidad de que existiera una
máquina capaz de ahorrar a los
matemáticos el riesgo de intentar
demostrar un enunciado indemostrable.
¿Podía concebirse una máquina que, al
introducirle cualquier enunciado, fuera
capaz de establecer si podía ser
deducido de los axiomas de las
matemáticas, aunque sin dar la
demostración? En caso de existir una
máquina así, podría utilizarse a modo de
oráculo de Delfos para tener la certeza
de que la búsqueda de una demostración
de la conjetura de Goldbach o de la
hipótesis de Riemann no sería tiempo
perdido.
La cuestión de la existencia de un
oráculo así no se apartaba mucho del
décimo problema que Hilbert había
planteado en los albores del siglo XX:
en aquel problema, Hilbert había
considerado la posible existencia de un
método universal, de un algoritmo,
capaz de decidir si una ecuación
cualquiera tiene solución o no. Hilbert
estaba concibiendo la idea de un
programa de ordenador antes de que se
planteara siquiera la idea misma de un
ordenador: imaginó un procedimiento
mecánico que pudiera aplicarse a las
ecuaciones y respondiera «sí» o «no» a
la pregunta «¿esta ecuación tiene
soluciones?», sin necesidad de ninguna
intervención por parte del operador.
Todos estos comentarios sobre
máquinas eran puramente teóricos: nadie
pensaba todavía en un objeto físico real.
Eran máquinas de la mente, métodos o
algoritmos para producir respuestas. Era
como si se hubiera concebido la idea
d e l software antes de que existiera un
hardware capaz de hacerlo funcionar:
aunque hubiera existido la máquina de
Hilbert no habría sido de ninguna
utilidad práctica porque, con toda
probabilidad, el tiempo que habría
necesitado para decidir si una ecuación
cualquiera tenía solución hubiera
superado la edad del universo. Para
Hilbert, la existencia de esta máquina
tenía una importancia filosófica.
La idea de estas máquinas teóricas
horrorizaba a muchos matemáticos:
habrían puesto al matemático fuera de
juego. Nunca tendríamos necesidad de
confiar en la imaginación, en la intuición
genial de la mente humana para producir
argumentaciones inteligentes. El
matemático quedaría reemplazado por
un autómata cuya fuerza bruta abriría una
brecha hacia la solución de nuevos
problemas sin recurrir en absoluto a
nuevas y sutiles formas de razonamiento.
Hardy no tenía la menor duda de que
nunca podría existir una máquina así; el
simple pensamiento de que pudiera
haber una ponía en peligro su propia
existencia:
Naturalmente, no existe un
teorema así, y ello es una gran
suerte, porque si existiera
tendríamos un conjunto de reglas
mecánicas para la resolución de
todos los problemas
matemáticos, y se habría
terminado nuestra actividad de
matemáticos. Sólo un observador
externo muy ingenuo puede
imaginarse que los matemáticos
alcancen sus descubrimientos
girando la manivela de cualquier
máquina milagrosa.
ENGRANAJES, POLEAS Y
ACEITE
DEL CAOS DE LA
INCERTIDUMBRE A UNA
ECUACIÓN PARA LOS
NÚMEROS PRIMOS
¿SUPONE EL ORDENADOR
LA MUERTE DE LAS
MATEMÁTICAS?
ZAGIER, EL MOSQUETERO
DE LAS MATEMÁTICAS
ODLYZKO, EL MAESTRO DE
CALCULO DE NUEVA
JERSEY
En el corazón de Nueva Jersey,
cerca de la somnolienta ciudad de
Florham Park, prospera una inverosímil
central de talento matemático bajo la
égida comercial de los laboratorios de
investigación de la AT&T. Una vez
dentro del edificio podríamos tener la
sensación errónea de encontrarnos en el
departamento de matemáticas de una
universidad. En cambio, estamos en la
sede de una gran empresa de
telecomunicaciones. Los orígenes de
este centro de investigación se remontan
a los años 1920, cuando la AT&T creó
Bell Laboratories. Durante la guerra,
Turing estuvo en Bell Laboratories de
Nueva York por un breve período:
participó en el proyecto de un sistema
de codificación global capaz de
garantizar comunicaciones telefónicas
seguras entre Washington y Londres.
Turing declaró que el período
transcurrido en Bell Laboratories fue
más excitante que los días en Princeton,
aunque en esta afirmación podría tener
un cierto peso la vida nocturna del
Village en Manhattan. Erdös visitaba a
menudo la sede central de Nueva Jersey
durante sus vagabundeos matemáticos.
Con la explosión tecnológica que
marcó la industria de las
telecomunicaciones en los años sesenta,
estaba claro que para mantener una
ventaja competitiva la AT&T necesitaba
asegurarse una competencia matemática
cada vez mayor. Tras la rápida
expansión de las universidades en aquel
decenio, los setenta fueron años magros
para los matemáticos que buscaban
trabajo en el mundo académico; al
expandir sus propios centros de
investigación, la AT&T consiguió atraer
una parte de aquel exceso de cerebros.
Aunque la cúpula empresarial esperaba
que finalmente la investigación se
tradujera en innovación tecnológica, les
parecía bien que sus científicos se
dedicaran a sus propias pasiones
matemáticas. Aunque parezca altruista,
en realidad se trataba de negocios bien
entendidos: a causa del monopolio
comercial de que gozaba la empresa en
los años setenta, el gobierno había
impuesto algunas restricciones sobre las
posibles maneras de gastar los
beneficios. Invertir en los laboratorios
de investigación se consideraba por ello
un método apropiado para absorber una
parte de las ganancias.
Fueran las que fueran las razones de
tal elección, las matemáticas debe estar
muy agradecida a la AT&T: algunos de
los progresos teóricos más interesantes
de los últimos tiempos nacen de ideas
que salieron de sus laboratorios, que son
una fascinante combinación del ambiente
académico con el mundo práctico de los
negocios. Cuando los he visitado para
hablar con los matemáticos que están
trabajando en ellos, he tenido la
oportunidad de ver con mis propios ojos
el significado de esa combinación:
enfrentados al trabajo de optimizar las
ofertas de la AT&T en un concurso para
la asignación de la banda de frecuencias
de los teléfonos móviles, algunos
matemáticos presentaron durante un
almuerzo de trabajo un modelo teórico
para proporcionar a la empresa la mejor
estrategia de negociación en el complejo
proceso de licitación. Para estos
matemáticos daba lo mismo que se
tratara de una estrategia para el ajedrez
que de un asunto de millones de dólares.
Pero ambas cosas no eran
incompatibles.
Hasta el año 2001, Andrew Odlyzko
estuvo al mando del laboratorio.
Originario de Polonia, Odlyzko
conserva un acento de Europa Oriental
fuerte y agradable al mismo tiempo. El
período en que trabajó en el sector
comercial lo convirtió en un óptimo
comunicador de las ideas matemáticas
difíciles; su actitud es siempre amistosa,
de manera que nunca excluye, sino que
anima a unirse a él en su viaje
matemático. De todas formas, es
extremadamente preciso y nunca
abandona su propio papel de matemático
consumado: cada paso debe realizarse
sin dejar espacio a la ambigüedad. El
interés de Odlyzko por la función zeta
nació durante su doctorado en el MIT,
bajo la supervisión de Harold Stark.
Uno de los problemas de los que tuvo
que ocuparse requería un conocimiento
lo más preciso posible de los primeros
ceros del paisaje zeta.
Los cálculos de alta precisión son
precisamente el tipo de cosas que un
ordenador hace mucho mejor que un ser
humano. Poco después de ingresar en los
Bell Laboratories de la AT&T, Odlyzko
tuvo su gran ocasión: en 1978 los
laboratorios adquirieron su primer
supercomputador, un Cray 1. Era el
primer Cray que compraba una empresa
privada en lugar de un gobierno o una
universidad. Dado que la AT&T era una
organización comercial, en la que la
contabilidad y los balances lo
controlaban casi todo, cada sección
tenía que pagar las horas de utilización
del ordenador central. De todas formas,
como hacía falta cierto tiempo para que
la gente aprendiera a programarlo, en la
primera época el Cray se utilizaba muy
poco. Por tanto, la sección informática
de la empresa decidió destinar
gratuitamente períodos de cinco horas
de trabajo con el Cray a proyectos
científicos que no disponían de
financiación.
La oportunidad de explotar la
potencia del Cray era una tentación
demasiado fuerte para que Odlyzko
pudiera resistirse. Se puso rápidamente
en contacto con los equipos de
matemáticos de Amsterdam y de
Australia que habían demostrado que los
primeros trescientos millones de ceros
se situaban sobre la recta de Riemann:
¿Alguno de ellos había determinado la
posición precisa de aquellos ceros a lo
largo de la recta mágica? No lo había
hecho nadie. Ambos equipos se habían
concentrado en demostrar que la
coordenada este-oeste de cada cero era
igual a 1/2, tal y como Riemann había
previsto. No se habían preocupado de la
ubicación exacta de los ceros a lo largo
de la dirección norte-sur.
Odlyzko solicitó utilizar el tiempo
del Cray con la finalidad de determinar
la ubicación exacta de los primeros
millones de ceros. La AT&T aceptó su
petición, y desde hace decenios Odlyzko
utiliza todo el tiempo máquina que la
empresa puede concederle para calcular
las posiciones de un número de ceros
cada vez mayor. Tales cálculos no son
un ejercicio de computación como un fin
en sí mismos: Stark, el supervisor de
Odlyzko en el MIT, había aplicado los
conocimientos adquiridos sobre la
posición de los primerísimos ceros en el
paisaje zeta para demostrar una de las
conjeturas de Gauss sobre la manera de
factorizar ciertos conjuntos de números
imaginarios; Odlyzko, por su parte,
utilizó la determinación precisa de las
posiciones de los primeros dos mil
ceros para demostrar la falta de
fundamento de una hipótesis que
circulaba en los ambientes matemáticos
de principios del siglo XX: la conjetura
de Mertens.
Herman te Riele se unió a Odlyzko
en la demolición de la conjetura de
Mertens: era el matemático de
Amsterdam que había contribuido a
hacer perder a Zagier la apuesta al
demostrar que los primeros trescientos
millones de ceros estaban sobre la recta
de Riemann. La conjetura de Mertens
está estrechamente ligada a la hipótesis
de Riemann, y la demostración de su
falsedad hizo comprender a los
matemáticos que si la hipótesis de
Riemann fuera verdadera, sería apenas
verdadera.
La mejor manera de comprender la
conjetura de Mertens es pensarla como
una variante del lanzamiento de la
moneda de los números primos. El
resultado del enésimo lanzamiento de la
moneda de Mertens es «cara» si N se
compone por el producto de un par de
números primos. Por ejemplo, cuando
N = 15 el resultado del lanzamiento es
«cara», ya que 15 es el producto de dos
números primos (3 y 5). En cambio, si N
se compone del producto de un número
impar de números primos, por ejemplo
N = 105 = 3 × 5 × 7, entonces el
resultado del lanzamiento es «cruz».
Pero existe una tercera posibilidad: si
para construir N se usa un número primo
dos veces, entonces el lanzamiento es
nulo: 12, por ejemplo, es producto de
dos 2 y un 3 (12 = 2 × 2 × 3) y por esta
razón su resultado es cero. Podemos
pensar un resultado nulo como el
equivalente al lanzamiento en el que la
moneda se pierde de vista o bien cae de
costado. Mertens hizo una conjetura
sobre el comportamiento de esta moneda
al crecer los valores de N: se trata de
una conjetura muy similar a la hipótesis
de Riemann, que afirma que la moneda
de los números primos es una moneda
perfecta.
La conjetura de Mertens, en cambio,
era un poco más fuerte en cuanto a la
predicción que Riemann había hecho
sobre los números primos: predecía que
el error sería ligeramente inferior al que
debería de esperarse de una moneda
perfecta. Si la conjetura hubiera sido
cierta, entonces también lo sería la
hipótesis de Riemann, pero no al revés.
En 1897, para sostener su conjetura,
Mertens había publicado tablas de
cálculo que comprendían todos los
valores de N comprendidos entre 1 y
10.000. En los años setenta los cálculos
habían llevado los valores de N que se
habían verificado experimentalmente
hasta los mil millones. Pero en la teoría
de los números, tal y como Littlewood
había mostrado, miles de millones de
indicios experimentales no valen
prácticamente nada. Mientras tanto,
crecía el escepticismo sobre la
posibilidad de que la conjetura de
Mertens fuera cierta. Sin embargo,
fueron necesarios los cálculos de
Odlyzko y de te Riele sobre la ubicación
exacta de los primeros dos mil ceros de
la función zeta, cálculos precisos hasta
la centésima cifra decimal, para
demostrar finalmente que la conjetura de
Mertens era falsa. Como aviso para los
que se dejan impresionar por los
indicios numéricos experimentales,
Odlyzko y te Riele estimaron que
incluso si Mertens hubiera analizado los
lanzamientos de una moneda hasta un
valor de N como 1030 su conjetura
habría seguido pareciendo verdadera.
Los ordenadores que utilizó Odlyzko
en la AT&T continúan ayudando a los
matemáticos en sus intentos de
desenterrar los misterios de los números
primos, pero no se trata de un tráfico de
sentido único: hoy, los números primos
están aportando su contribución a la
expansión irrefrenable de la era
informática. En los años setenta, los
números primos se convirtieron de
pronto en la clave, en sentido literal, que
permitía garantizar la privacidad de las
comunicaciones electrónicas. Hardy
siempre había estado muy orgulloso de
la inutilidad total de las matemáticas, y
de la teoría de los números en
particular, en el mundo real:
267 − 1 = 193.707.721 ×
761.838.257.287
EL NACIMIENTO DE LA
CRIPTOGRAFÍA EN
INTERNET
UN TRUCO DE NAIPES
CRIPTOGRAFICO
4 + 9 = 1 (módulo 12)
La multiplicación o la operación de
elevar a la potencia de un número con
una calculadora de reloj de Gauss
funcionan de manera similar: se calcula
el resultado con una calculadora
convencional, se divide entre doce y se
toma el resto de la división.
Gauss había comprendido que no era
necesario limitarse a los relojes con
esferas de doce horas. Incluso antes de
que Gauss formulara explícitamente su
concepto de la aritmética del reloj,
Fermat había hecho un descubrimiento
fundamental, que recibió el nombre de
teorema menor, en el que se
consideraba una calculadora de reloj
con un número primo de horas, llamado
p. Si tomamos un número en esta
calculadora y lo elevamos a la potencia
p, obtenemos siempre el número del que
habíamos partido. Por ejemplo, si en una
calculadora de reloj de cinco horas
multiplicamos 2 por sí mismo 5 veces,
obtenemos 32, al que corresponde de
nuevo 2 en el reloj de 5 horas. Cada vez
que Fermat multiplicaba el resultado
anterior por 2, la manecilla del reloj
parecía trazar un recorrido iterativo.
Después de cinco pasos, la manecilla
volvía al punto de partida, dispuesta a
repetir la secuencia.
Potencias de
2 21 22 23 24 25 26 27 28
Con
calculadora 2 4 8 16 32 64 128 256
convencional
Con
calculadora
de reloj de 5
2 4 3 1 2 4 3 1
horas
3, 9, 1, 3, 9, 1, 3, 9, 1, 3, 9, 1, 3
xp = x (módulo p)
El descubrimiento de Fermat es el
tipo de cosas que hace latir con fuerza el
corazón de los matemáticos. ¿Qué se
esconde en los números primos para
producir este tipo de magia? No
contento con las observaciones
experimentales, Fermat quería encontrar
una demostración del hecho de que
cualquiera que fuera el número primo de
horas elegido para su reloj, los números
primos nunca lo decepcionarían.
En lugar de utilizar los márgenes de
un libro, esta vez Fermat declaró que
había encontrado una demostración en
una carta escrita en 1640 a un amigo,
Bernard Frenicle de Bessy. Pero, como
en el caso del último teorema, la
demostración era demasiado larga para
escribirla extensamente en el espacio
disponible: aunque prometió que la
enviaría a Bessy, Fermat nunca reveló al
mundo la demostración. Hubo que
esperar otro siglo para que la
demostración fuera redescubierta. En
1736, Leonard Euler descubrió por qué
en los relojes de números primos de
Fermat la manecilla volvía siempre al
punto de partida cuando la hora se
multiplicaba por sí misma un número
primo de veces. Euler también consiguió
extender el descubrimiento de Fermat a
los relojes con N horas en la esfera
donde es el producto de dos números
primos p y q. Euler descubrió que en un
reloj así la pauta empezaría a repetirse
tras (p − 1) × (q − 1) + 1 pasos.
El descubrimiento de Fermat acerca
de la magia de los relojes de números
primos y la generalización de Euler
cruzaron como un relámpago por la
mente de Rivest mientras estaba sentado,
pensando, aquella noche tras la cena del
Seder. Rivest comprendió que podía
utilizar el teorema menor de Fermat
como llave para construir un código
matemático capaz de hacer desaparecer
el número de una tarjeta de crédito para
después hacerlo reaparecer
mágicamente. Cifrar un número de
tarjeta de crédito recuerda el inicio de
un truco de naipes; pero aquí no tenemos
una baraja corriente: el número de
cartas de la baraja de Rivest es tan
increíblemente enorme que requiere más
de cien cifras para ser escrito. El
número de la tarjeta de crédito de un
cliente es una de las cartas de esa
baraja. El cliente coloca su tarjeta de
crédito en la parte superior de la baraja.
La página de Internet mezcla las cartas,
de manera que la ubicación de la tarjeta
del cliente parece haberse perdido
completamente: un hacker tiene que
afrontar la misión imposible de extraer
aquella carta en particular de la baraja
mezclada. La página de Internet, sin
embargo, conoce un truco ingenioso:
gracias al teorema menor de Fermat, es
capaz de hacer reaparecer la carta en la
parte superior de la baraja tras barajar
nuevamente. Esta segunda vez que se
baraja es la clave secreta, que sólo es
conocida por la empresa a la que
pertenece el sitio.
Las matemáticas que Rivest utilizó
para idear este truco criptográfico es
realmente simple: la mezcla de las
cartas se hace mediante un cálculo
matemático; cuando el cliente coloca
una orden en el sitio, el ordenador toma
su número de tarjeta de crédito y hace un
cálculo con él. Se trata de un cálculo
muy fácil, pero casi imposible de
deshacer si no se conoce la clave
secreta. Ello se debe a que el cálculo no
se hace con una calculadora
convencional, sino con una de las
calculadoras de reloj de Gauss.
Cuando un cliente coloca una orden
en el sitio de una empresa, la empresa le
dice cuántas horas debe usar en la
calculadora de reloj. Para elegir este
número de horas, la empresa toma dos
grandes números primos, p y q, cada uno
compuesto de aproximadamente 6o
cifras. Los multiplica para obtener un
tercer número, por tanto, el número de
horas del reloj resultará enorme, hasta
un máximo de 120 cifras. Cada cliente
utilizará el mismo reloj para cifrar su
propio número de tarjeta de crédito.
Gracias a la seguridad de este código, la
empresa puede utilizar el mismo reloj
durante meses antes de tener que
considerar la pertinencia de cambiar el
número de horas de su esfera.
La selección del número de horas de
la esfera de la calculadora de reloj de la
página de Internet es el primer paso en
la elección de la clave pública. Aunque
el número N se haga público, los dos
números primos p y q que lo componen
son secretos. Estos números son los dos
ingredientes de la clave que se usa para
decodificar el número cifrado de la
tarjeta de crédito.
A continuación, cada cliente recibe
un segundo número: se llama número de
código y lo indicaremos por E. Este
número es el mismo para todos y es
público, igual que el número N de horas
que tiene la esfera de la calculadora de
reloj. Para cifrar su número de tarjeta de
crédito C, el cliente lo eleva a la
potencia E con la calculadora de reloj
pública de la página de Internet.
(Podemos imaginar que E es el número
de cortes que un prestidigitador hace
para esconder en la baraja la carta que
hemos elegido). El resultado, en la
notación de Gauss, es CE (módulo N).
¿Qué es lo que hace más seguro este
procedimiento? Al fin y al cabo,
cualquier hacker puede ver el número
cifrado de la tarjeta de crédito mientras
viaja por el ciberespacio, y puede
buscar la clave pública de la empresa,
que consiste en la calculadora de N
horas y la instrucción de elevar a E el
número de tarjeta de crédito. Todo lo
que el hacker tiene que hacer para
descifrar este código es hallar un
número que, multiplicado E veces por sí
mismo con la calculadora de reloj de N
horas, dé el número cifrado de la tarjeta
de crédito. Pero esto es muy difícil. Una
ulterior complicación resulta de la
forma de calcular las potencias con una
calculadora de reloj: en una calculadora
convencional, el resultado de la
operación aumenta constantemente a
cada nueva multiplicación del número
de la tarjeta de crédito por sí mismo. No
sucede lo mismo con las calculadoras de
reloj. En éstas, el punto de partida se
pierde de vista muy rápidamente, ya que
las dimensiones del resultado no tienen
ninguna relación con la posición de
partida. Tras barajar E veces, el hacker
se encuentra completamente perdido.
¿Y si el hacker intenta probar con
cualquier posible hora en la calculadora
de reloj? No hay nada que hacer: hoy los
criptógrafos utilizan relojes en los que
N, el número de horas, tiene más de cien
cifras. En otras palabras, hay más horas
en la esfera de la calculadora que
átomos en el universo. (En cambio, el
número de código E es, en general, más
bien pequeño). Pero, si el problema es
imposible de resolver, ¿cómo hace la
empresa para recuperar el número de
tarjeta de crédito del cliente?
Rivest sabía que el teorema menor
de Fermat garantizaba la existencia de
un número mágico de decodificación, D.
Cuando la empresa que opera en Internet
multiplica el número cifrado de la
tarjeta de crédito por sí mismo D veces,
reaparece el número original de la
tarjeta de crédito. Los prestidigitadores
utilizan la misma idea para recuperar la
carta escondida en una baraja. Tras un
cierto número de cortes, se tiene la
impresión de que el orden de las cartas
sea completamente aleatorio, pero el
prestidigitador sabe que algunos cortes
más llevarán a la baraja a su estado
original. Por ejemplo, en el caso del
llamado corte perfecto —en el que se
divide la baraja en dos partes iguales y
a continuación se mezclan las dos
mitades de forma que se alternen cada
carta de una mitad con una carta de la
otra mitad—, hacen falta ocho cortes
para devolver a la baraja su
configuración original. Naturalmente, la
habilidad del prestidigitador consiste en
efectuar ocho cortes perfectos seguidos.
Fermat había descubierto un
procedimiento análogo para los relojes,
es decir, equivalente al número de
cortes perfectos que se necesitan para
devolver la baraja de 52 naipes a la
configuración inicial. Y Rivest adaptó el
truco de Fermat para decodificar los
mensajes cifrados con el sistema RSA.
Aunque la baraja haya sido
mezclada por la página de Internet un
número de veces suficiente como para
hacer imposible encontrar el número de
nuestra tarjeta de crédito, la empresa
que gestiona el sitio sabe que
barajándola otras D veces hará
reaparecer sobre la baraja nuestra
tarjeta de crédito. Pero podremos hallar
el valor de D sólo si conocemos los
números primos secretos p y q. Rivest
utilizó la generalización del teorema
menor de Fermat que Euler había
descubierto, que funciona con
calculadoras de reloj constituidas por
dos números primos en lugar de uno
solo. Euler había demostrado que, en
uno de estos relojes, la pauta se repite
tras cortes; por ello, la única manera de
saber cuánto tendremos que esperar para
que la secuencia vuelva a empezar en un
reloj con horas en su esfera es conocer
los valores de ambos números primos p
y q.
En todo caso, aunque los dos
números primos p y q se mantengan en
secreto, su producto es público; por
tanto, la seguridad de la cifra RSA de
Rivest se basa en la dificultad de su
factorización. Un hacker tendría que
afrontar el mismo problema que ocupó
al profesor Cole a principios del siglo
pasado: hallar los dos números primos
con los que se construye N.
«Trabajamos basándonos en el
principio de la esperanza: nadie
cuenta con un avance de tales
proporciones en un futuro
inmediato».
«Nadie puede ofrecer garantías.
Simplemente, esperamos que no
suceda».
A LA CAZA DE LOS
GRANDES NÚMEROS
PRIMOS
UN FUTURO BRILLANTE,
UN FUTURO ELÍPTICO
LOS PLACERES DE LA
POESÍA CALDEA
Desde el primer momento, el trío de
l a RSA se sintió amenazado por la
llegada inesperada del nuevo código.
Era un desafío a su monopolio sobre la
criptografía en Internet. Su preocupación
llegó al máximo en 1997, cuando
decidieron abrir una página de Internet
l l a ma d a ECC Central. Ahí podían
encontrarse citas de matemáticos y
criptógrafos eminentes que planteaban
dudas sobre la presunta seguridad de las
curvas elípticas. Algunos mantenían que
la factorización de los números tenía una
tradición mucho más larga, una tradición
que se remontaba a los tiempos de
Gauss, y si ni siquiera Gauss había
conseguido resolverla, entonces la
seguridad de los que adoptaran la cifra
RSA estaba garantizada. Otros
argumentaban que la estructura de las
curvas elípticas era lo bastante rica
como para permitir que los hackers
establecieran una cabeza de puente
desde donde preparar su ataque: se
trataba de una criptografía demasiado
nueva como para que los matemáticos
pudiéramos decir si nuestro
conocimiento de las curvas elípticas
sería suficiente para descifrar un código
con claves de dimensiones tan pequeñas.
Al fin y al cabo, el código de Sarah
Flannery había resistido sólo seis meses
de comprobaciones.
El equipo de RSA subrayaba también
que, cuando se habla con banqueros
sobre lo que se encuentra en la base de
la seguridad de sus transacciones de
miles de millones de dólares, explicar el
problema de la factorización de los
números no es tan difícil. Pero si
empezamos a escribir y2 = x3 + …, sus
ojos no tardan en entornarse. La
Certicom, la más importante de las
empresas que propone la criptografía de
curvas elípticas, replica a esta crítica
manteniendo que antes de terminar los
cursos que se han impartido en la propia
empresa sobre seguridad financiera, los
funcionarios de banca se divertían
jugando con los puntos de las curvas
elípticas. Pero lo que más molestó a los
defensores de las curvas elípticas fue un
comentario de Ron Rivest, la «R» de
RSA: «Intentar evaluar la seguridad de
un sistema de cifrado basado en las
curvas elípticas es algo así como
intentar evaluar una poesía caldea recién
descubierta».
Neal Koblitz estaba impartiendo un
curso sobre curvas elípticas en Berkeley
cuando abrió sus puertas el sitio ECC
Central; como nunca había oído hablar
de poesía caldea, Koblitz corrió a
informarse en la biblioteca de la
universidad. Allí descubrió que los
caldeos eran un antiguo pueblo semítico
que había dominado el sur de Babilonia
entre el 625 y el 539 a. C.: «Su poesía
era realmente fantástica», explica. Por
tanto, se hizo dibujar camisetas
decoradas con la imagen de una curva
elíptica y la inscripción: «Me encanta la
poesía caldea», y las regaló a sus
alumnos.
De momento, la cifra a base de
curvas elípticas ha soportado la prueba
del tiempo y ha hallado su plena
legitimación entrando a formar parte de
los estándares gubernamentales.
Actualmente, el nuevo sistema
criptográfico se utiliza sin dificultades
en los teléfonos móviles, en las agendas
y en las tarjetas electrónicas. Su número
de tarjeta de crédito es transportado a
gran velocidad a lo largo de estas
curvas elípticas borrando sus huellas
durante el trayecto. Aunque en un
principio estaba destinada a aparatos
portátiles, la criptografía de curvas
elípticas se está convirtiendo en el
método preferido para la protección de
la información, incluso en sistemas
mayores: el citado BSI, la agencia
alemana de seguridad, admite hoy
abiertamente que la vida de sus agentes
está confiada a la seguridad de las
curvas elípticas. Incluso pronto nuestras
propias vidas estarán en manos de estas
curvas cada vez que volemos: las curvas
elípticas están destinadas a proteger la
seguridad de los sistemas de control del
tráfico aéreo de todo el mundo. Después
de estos éxitos, los responsables del
RSA han decidido cerrar el sitio ECC
Central y ahora dirigen sus propias
investigaciones al objetivo de adaptar la
cifra de las curvas elípticas a su sistema
RSA.
Sin embargo, durante el verano de
1998, los temores de que la estructura
suplementaria de las curvas elípticas
pudiera causar su ruina criptográfica
empezaron a obsesionar a quienes
habían invertido en la seguridad que
prometían. Sólo unos pocos meses antes,
Neal Koblitz había afirmado que la
conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer,
uno de los principales problemas
abiertos relacionados con las curvas
elípticas, nunca podría tener
consecuencias para el uso de las curvas
elípticas en criptografía. Pero, de la
misma forma en que la predicción de
Hardy afirmaba que la teoría de los
números nunca sería útil, también la de
Koblitz produjo el efecto contrario.
Podría ser que la propia afirmación
provocadora de Koblitz indujera a
Joseph Silverman, de la Universidad de
Brown, a proponer un ataque sobre la
base de la presunta validez de la
conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer.
La conjetura de Birch-Swinnerton-
Dyer es uno de los siete «Problemas del
milenio»: propone un modo de
determinar si la ecuación asociada a una
curva elíptica posee un número finito de
soluciones. En 1960 dos matemáticos
ingleses, Bryan Birch y sir Peter
Swinnerton-Dyer, plantearon la
hipótesis de que la respuesta podría
esconderse en un paisaje imaginario
como el que había descubierto Riemann.
Gracias a su conjetura, los nombres de
Birch y de Swinnerton-Dyer están
íntimamente ligados, al menos para los
matemáticos, a los de Laurel y Hardy, a
pesar de que muchos creen erróneamente
que tras la conjetura se esconden tres
matemáticos: Birch, Swinnerton y Dyer.
Birch, con sus maneras torpes, toma el
papel de Stan Laurel frente a un más
austero Oliver Hardy, representado por
Swinnerton-Dyer.
Riemann había descubierto el
pasadizo que conducía desde los
números primos hasta el paisaje zeta.
Otro matemático de Gotinga, Helmut
Hasse, planteó la hipótesis de que cada
curva elíptica podría tener su propio
espacio imaginario. Hasse es una figura
muy discutida en la Historia de las
matemáticas alemanas: los nazis le
encargaron la gestión del Departamento
de Matemáticas de Gotinga en el
período en que Hitler lo desmanteló. Las
simpatías nazis de Hasse, unidas a sus
capacidades matemáticas, lo convertían
en el candidato ideal a ojos de las
autoridades y a los de los matemáticos
alemanes que deseaban preservar la
tradición de Gotinga.
Dentro de la comunidad matemática
se dan sentimientos muy confusos en
relación con Hasse. Pocos le perdonan
sus opciones políticas. Incluso escribió
en 1937 a las autoridades pidiendo que
uno de sus antepasados judíos fuera
borrado del registro civil para que él
pudiera inscribirse en el partido. Carl
Ludwig Siegel recuerda que, a su
regreso de un viaje en 1938, se encontró
con él: «¡Hasse, que por vez primera se
había vestido con sus enseñas nazis!
Para mí resultaba incomprensible que un
hombre inteligente y concienzudo
pudiera hacer una cosa así». Más que
sus opciones políticas, la intuición
matemática de Hasse resultó ser mucho
más íntegra. Su nombre se ha hecho
inmortal por las funciones zeta de
Hasse. Estas funciones permiten
construir los paisajes que guardan los
secretos para la determinación de la
soluciones de las ecuaciones de curvas
elípticas.
Así como Riemann había conseguido
mostrar la manera de construir la
totalidad del paisaje que cubre el mapa
de los números imaginarios, Hasse no
pudo hacer lo mismo con los espacios
elípticos. Para cada curva elíptica era
capaz de construir una parte del paisaje
asociado, pero llegado a cierto punto se
encontraba con una monstruosa cadena
montañosa que seguía la dirección
norte-sur, y no disponía de técnicas para
sobrepasarla. En realidad fue la
solución de Wiles al último teorema de
Fermat la que mostró finalmente cómo
cruzar aquella frontera y construir el
mapa de la parte restante del paisaje.
Sin embargo, cuando aún no
sabíamos ni siquiera si más allá de
aquella cadena había o no un paisaje,
Birch y Swinnerton-Dyer ya se
planteaban conjeturas sobre lo que nos
podría desvelar aquel paisaje
hipotético. Predijeron que en cada
paisaje debía haber un punto que
escondía un secreto relativo a la curva
elíptica usada para construir aquel
paisaje particular: aquel punto
permitiría establecer si la curva elíptica
asociada tenía o no un número infinito
de soluciones. El truco para establecerlo
consistía en medir la altitud del paisaje
respecto del número 1 del mapa de los
números imaginarios. Si en aquel punto
el paisaje estaba a nivel del mar,
entonces la curva elíptica tendría
infinitas soluciones fraccionarias. Por el
contrario, si el paisaje en aquel punto no
estaba al nivel del mar, entonces habría
un número finito de soluciones
fraccionarias. Si la conjetura de Birch-
Swinnerton-Dyer es cierta, y este punto
esconde verdaderamente el secreto para
encontrar las soluciones sobre la curva
elíptica correspondiente, entonces
estamos ante otro ejemplo notable del
poder de estos paisajes imaginarios.
Aunque Birch y Swinnerton-Dyer
tenían motivaciones teóricas, su
conjetura era sobre todo el resultado de
experimentos realizados sobre algunas
curvas elípticas particulares. Birch
recuerda el momento de repentina
iluminación en que cada cosa se puso en
su lugar como por arte de magia; estaba
jugueteando con los números que
aparecían en sus cálculos: «Sucedió
mientras me alojaba en un encantador
hotel de la Selva Negra, en Alemania.
Estaba colocando sobre una gráfica los
números que obtenía, y me encontré con
docenas de puntos situados sobre cuatro
redes paralelas… ¡Maravilloso!».
Aquellas cuatro líneas paralelas
indicaban la existencia de un fuerte nexo
que obligaba a los puntos a alinearse.
«A partir de aquel momento tuve
absolutamente claro que allí había algo.
Contacté con Peter y le dije: “¡Oh, mira
esto!”. Y, como si yo hubiera perdido
algo que Birch había encontrado, Peter
respondió: “¡Ya te lo decía yo!”, como
hace siempre».
Desde que se propuso, en los años
sesenta, se han hecho avances
significativos en relación con la
conjetura. Tanto Wiles como Zagier han
planteado contribuciones relevantes,
pero el camino que queda por recorrer
es aún largo. Para confirmar su
importancia, la conjetura ha pasado a
formar parte de los siete Problemas del
Milenio. Es el único de estos problemas
sobre el que se producen avances
continuos hacia la solución. Birch, sin
embargo, opina que deberá pasar aún
mucho tiempo antes de que alguien
pueda reclamar el premio de Clay. Pero
la conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer
se ha convertido en la clave para
acceder, no al millón de dólares
apostado por Clay, sino a los muchos
millones de dólares que dependen de la
seguridad de los códigos de Internet.
Los códigos construidos sobre
curvas elípticas basan su fiabilidad en la
dificultad de hallar las soluciones a
ciertos problemas aritméticos. Joseph
Silverman vio que el método heurístico
de la conjetura de Birch-Swinnerton-
Dyer podría proporcionarle una manera
de dar la vuelta al problema
criptográfico de modo que se obtuvieran
indicaciones sobre dónde buscar las
soluciones. Ciertamente, se trataba de un
planteamiento arriesgado, y él mismo
reconoce que dudaba de la eficacia de
su estrategia de ataque. Pero ningún
experto podía descartar la posibilidad
de que apareciera uno de aquellos
algoritmos rápidos que intentan cazar
los hackers.
Silverman habría podido hacer
público el ataque que intentaba contra la
cifra de las curvas elípticas; los medios
de comunicación se hubieran vuelto
locos; la RSA hubiera saltado de gozo;
las acciones de Certicom se hubieran
hundido; y las curvas elípticas nunca
más se habrían recuperado de la imagen
de falta de confianza que habría
generado aquel ataque, aunque hubiera
fracasado. Pero Silverman decidió
seguir una línea de comportamiento más
académica. Envió por correo
electrónico a Koblitz un esquema de su
trabajo, tres semanas antes de la
conferencia en la que tenía que presentar
un artículo sobre el tema.
Koblitz tenía que volar a Waterloo,
en Canadá, donde se encuentra la sede
de la Certicom, a finales de la semana.
Los directivos de la empresa le estaban
mandando fax urgentes: esperaban la
aparición de una solución temporal o
una explicación de por qué el ataque
estaba condenado al fracaso. «Al
principio no conseguí encontrar ninguna
razón para que no funcionara el proyecto
de Silverman». Cuando tiene que tomar
un avión, Koblitz se levanta temprano, y
ese día sabía que debía encontrar alguna
idea que tranquilizara a sus amigos de
Waterloo. Antes de subir al avión estaba
ya convencido de que, si el ataque de
Silverman tenía éxito, podría utilizarse
también para atacar la cifra RSA. Por
tanto, si ellos se hundían, la RSA se
hundiría con ellos.
«Fue un momento terrorífico —
recuerda Koblitz—. Mandé un correo
electrónico a Silverman para decirle que
es en momentos así cuando uno se alegra
de ser un matemático y no un hombre de
negocios: empiezas a ser consciente de
que la vida es mucho más excitante que
las películas». Pero probablemente a
Silverman no debía preocuparle mucho
la idea de que también cayera la RSA.
De hecho formaba parte de un equipo
dedicado al desarrollo de un nuevo
sistema de cifra conocido por sus siglas
NTRU. Las personas implicadas en el
proyecto son reacias a desvelar el
significado de NTRU, pero la opinión
general es que las siglas correspondan a
Number Theorists «R» Us: «Nosotros
somos los teóricos de los números». A
diferencia de los demás códigos, el de
la compañía habría sido inmune al
ataque de Silverman: un giro interesante
para las acciones de NTRU.
Al cabo de dos semanas, Koblitz
había identificado elementos suficientes
de la estructura especial de las curvas
elípticas como para demostrar que el
proyecto de Silverman era aún
irrealizable desde el punto de vista
computacional. La cifra de curvas
elípticas se salvó por un detalle técnico
que recibe el nombre de función altura,
pero ahora Koblitz lo llama el escudo
de oro. Al parecer, protege los códigos
no sólo de los ataques de Silverman,
sino también de una plétora de otros
ataques. Pasado el pánico inicial, los
desarrollos siguientes se han
caracterizado por el retorno a una
serenidad más acorde con el mundo
académico, y Koblitz aún se divierte
dictando la conferencia que ha dedicado
a la historia completa y que lleva por
título: «Cómo las matemáticas puras
casi provocan el hundimiento de los e-
negocios». La historia pone en evidencia
cómo los progresos realizados en los
rincones más oscuros o abstractos del
mundo matemático tienen hoy la
capacidad de poner de rodillas al mundo
económico.
Es exactamente por estas razones
que la empresa AT&T y los servicios de
seguridad nacionales vigilan con
cuidado el mundo «amable y puro», por
decirlo con Hardy, de la teoría de los
números. En los años ochenta y noventa
el responsable de los laboratorios de
investigación de la AT&T, Andrew
Odlyzko, empezó a dirigir los
supercomputadores de la empresa hacia
regiones del paisaje de Riemann que
nunca antes se habían tenido en cuenta.
Si no esperamos encontrar un
contraejemplo a la hipótesis de
Riemann, ¿por qué gastar tantas energías
y tanto dinero de la AT&T para el cálculo
de las posiciones de los ceros? Lo que
ha estimulado el interés de Odlyzko es
la noticia de algunas extrañas
predicciones teóricas hechas por el
matemático estadounidense Hugh
Montgomery sobre los ceros situados en
puntos remotos de la recta mágica de
Riemann. Odlyzko ha comprendido que
si aquellas predicciones fueran
correctas, entonces está a punto de tener
lugar uno de los avances más extraños e
imprevistos de la historia de los
números primos.
11
DE LOS CEROS
ORDENADOS AL CAOS
CUÁNTICO
C
¿ ómo se disponen los puntos a nivel
del mar del paisaje zeta a lo largo de la
recta mágica de Riemann? Parecía una
pregunta loca, pero Hugh Montgomery
no había pretendido planteársela. En
efecto, casi todos consideraban por lo
menos arriesgado plantearse tal cuestión
cuando nadie era capaz de demostrar
que los ceros están realmente sobre la
recta. Sin embargo, las sorprendentes
configuraciones que Montgomery
descubrió tras planteársela representan
hoy el mejor indicio sobre dónde buscar
una solución a la hipótesis de Riemann.
Si Montgomery se planteaba la pregunta
era, en primer lugar, porque le ayudaría
a comprender una cuestión de naturaleza
muy distinta, una cuestión que le atraía
desde el tiempo de sus estudios de
doctorado. En aquella época se movía
en un área del mundo matemático
aparentemente inconexa, en búsqueda de
una ocasión para destacar cuando, igual
que Alicia, sin sospechar nada, se
encontró en un pasadizo secreto del que
salió a un paisaje misterioso que era,
mira por dónde, precisamente el de
Riemann.
A diferencia de la cohorte de
matemáticos que calzan sandalias y
visten camisetas y vaqueros,
Montgomery viste de manera impecable,
con traje y corbata: su forma de vestir es
un reflejo de su carácter reservado y del
control con el que ejerce su propia
existencia de matemático. A pesar de ser
originario de los Estados Unidos eligió
hacer su doctorado en Inglaterra, en
Cambridge, donde se convirtió en un
apasionado de los fastos de la vida del
College. Montgomery, como joven
matemático nació gracias a un
experimento educativo de los años
sesenta para enseñar matemáticas a los
escolares. El objetivo no era inculcar a
los escolares un canon que fuese
aceptado sin explicaciones sobre cómo
los matemáticos habían llegado a un
descubrimiento, sino capturar el
verdadero espíritu de la actividad del
matemático. Montgomery y sus
compañeros recibían las explicaciones
de los axiomas fundamentales y luego se
les pedía que dedujeran consecuencias
por sí mismos. En lugar de mostrarles el
monumento como si fueran turistas, se
los armaba de reglas de deducción y se
los dejaba libres para reconstruir por su
cuenta el edificio matemático. Ello
proporcionó a Montgomery un buen
punto de partida:
En la escuela, Montgomery se
divertía especialmente explorando las
propiedades de los números, sobre todo
de los números primos. También
descubrió lo poco que se sabía sobre
estos números especiales: ¿existen
infinitos números primos gemelos como
17 y 19 o 1.000.037 y 1.000.039? ¿Todo
número par es suma de dos números
primos, como conjeturó Goldbach?
Montgomery tuvo que esperar a su
doctorado en Cambridge para oír hablar
del más importante de los problemas
sobre números primos: la hipótesis de
Riemann. Pero otro problema llamó su
atención cuando cayó víctima de la gran
tradición matemática de Cambridge.
Cuando llegó a Cambridge, a finales
de los sesenta, Montgomery encontró un
ambiente festivo: en el Departamento de
Matemática se celebraba un avance
importante para la solución de un
problema propuesto por el gran Gauss.
Alan Baker, profesor del Trinity
College, había conseguido avances
significativos en la factorización de los
números imaginarios. Se trata de un
problema que Gauss había tratado
extensamente en sus Disquisitiones
arithmeticae. El conjunto de los
números primos que forman un número
ordinario, por ejemplo 140, es único; en
el caso de 140, estos primos son 2, 2, 5
y 7. No existe elección alternativa de
números primos que al multiplicarlos
nos den 140. En cambio, los números
imaginarios no se comportan tan bien:
Gauss se extrañó mucho al descubrir que
quizá había más de una manera de
construir un número imaginario
utilizando números primos.
Montgomery estaba ansioso por
participar de la excitación que había
provocado la solución de Baker a uno
de los problemas de Gauss. Esperaba
ganar fama matemática extendiendo las
ideas de Baker a otro de los problemas
propuestos por Gauss. Sacar partido de
la contribución de Baker resultaría
difícil, pero Montgomery no desesperó:
empezó a leer muchísimo, estudiando
toda la teoría de los números que pudo.
No habría podido encontrar un ambiente
mejor: Cambridge, con su larga
tradición corroborada por Hardy y
Littlewood, era un lugar fantástico para
absorber nuevas ideas. Descubrió que
Hardy y Littlewood habían planteado
bellísimas conjeturas sobre la
frecuencia de los números primos
gemelos, que tanto lo habían fascinado
en sus tiempos de escolar.
También descubrió los
desconcertantes teoremas de Gödel. En
la escuela, Montgomery había aprendido
cómo el edificio matemático se
construye deduciendo teoremas a partir
de un conjunto de axiomas. Según
Gödel, sin embargo, esta técnica no
funcionaría en algunos casos: siempre
habría conjeturas sobre los números que
nunca podrían ser demostradas a partir
de los axiomas que Montgomery había
aprendido durante sus años escolares.
¿Y si se descubriera que no existía
solución para alguno de los problemas
sobre números primos que pretendía
afrontar? Corría el riesgo de pasarse la
vida persiguiendo sombras.
Para ampliar sus propios horizontes
más allá de las agujas y los patios del
College de Cambridge, Montgomery
decidió pasar un año en el Institute for
Advanced Study de Princeton. Allí tuvo
la oportunidad de expresar sus temores
sobre el peligro de acabar intentando
demostrar lo indemostrable. Por
tradición, todos los huéspedes del
instituto, con independencia de sus
títulos académicos, son invitados a
almorzar con el director. Cuando éste le
preguntó en qué estaba trabajando,
Montgomery dijo que hacía tiempo que
se interesaba por la conjetura de los
números primos gemelos, pero tenía que
admitir que los teoremas de Gödel lo
inquietaban. La respuesta del director
acrecentó el nerviosismo del joven
matemático: «Bueno, ¿por qué no se lo
preguntamos a Gödel?». Dicho y hecho:
llamaron a Gödel para que diera su
opinión. Para desgracia de Montgomery,
Gödel no pudo garantizarle que algo
como la conjetura de los números
primos gemelos fuera demostrable en
base a los axiomas actualmente vigentes
en la teoría de los números.
El propio Gödel había manifestado
preocupaciones análogas en relación
con la hipótesis de Riemann: quizá los
axiomas que constituían los fundamentos
del edificio matemático no eran
suficientemente amplios para sostener la
demostración buscada, en cuyo caso
existía la posibilidad de continuar
levantando el edificio sin encontrar
nunca una conexión con la hipótesis.
Pero Gödel también ofrecía algún
motivo de consolación: estaba
convencido de que cualquier conjetura
realmente interesante no quedaría para
siempre fuera de alcance: se trataba
simplemente de encontrar una nueva
piedra angular con la que ampliar la
base del edificio. Sólo volviendo a los
fundamentos de la disciplina y buscando
la manera de ampliarlos sería posible
construir la demostración que faltaba. Si
la conjetura era realmente importante —
si el resultado conjeturado era una
extensión natural de lo que ya había sido
demostrado— entonces, creía Gödel,
siempre sería posible encontrar la
piedra que encajara con igual
naturalidad en los fundamentos
existentes; gracias a este encaje se
abriría la posibilidad de demostrar la
conjetura. El propio Gödel había
demostrado que este procedimiento no
permitiría establecer la validez de
cualquier conjetura, pero en la
evolución permanente de las bases
axiomáticas de las matemáticas residía
la esperanza de capturar un número cada
vez mayor de problemas irresueltos.
Montgomery volvió a Cambridge
con mayor confianza en que su sueño de
comprender los misterios del universo
de los números no fuera en vano. Volvió
al estudio del problema de la
factorización de los números
imaginarios de Gauss. A partir de sus
lecturas sabía de la existencia de una
relación entre las propiedades del
espacio de Riemann y los intentos que
Gauss había hecho en este campo. En
concreto, a principios del siglo XX, la
hipótesis de Riemann había jugado un
papel más bien paradójico en la
demostración de una de las conjeturas
de Gauss sobre la factorización de los
números imaginarios: la llamada
conjetura del número de clase.
En 1916, un matemático alemán,
Erich Hecke, consiguió demostrar que si
la hipótesis de Riemann era cierta
entonces también lo sería la conjetura
del número de clase. La de Hecke era
una de tantas demostraciones «con
reserva» que aparecieron durante el
siglo. Para que se confirmaran era
necesario llegar a la cumbre del monte
Riemann, obteniendo así acceso a los
tesoros que éste escondía. Ninguna de
ellas podría llamarse «demostración»
hasta que no se demostrara la hipótesis
de Riemann. El giro paradójico que
Montgomery descubrió sobre la
conjetura del número de clase de Gauss
salió a la luz pocos años más tarde: tres
matemáticos, Max Deuring, Louis
Mordell y Hans Heilbronn, consiguieron
demostrar que, si la hipótesis de
Riemann fuera falsa, entonces podría
utilizarse para demostrar que la
conjetura de Gauss sobre la
factorización de los números
imaginarios era cierta. Se cerraba el
círculo: en cualquier caso, la intuición
de Gauss sobre la factorización de los
números imaginarios era correcta. La
demostración «sin reserva» de la
conjetura del número de clase, en la que
se combinaban la demostración de
Hecke y la de Deuring, Mordell y
Heilbronn, es una de las más extrañas
aplicaciones de la hipótesis de Riemann.
Ahora Montgomery sabía hasta qué
punto son importantes los ceros de
Riemann para atacar algunos de los
problemas propuestos por Gauss sobre
la factorización de los números
imaginarios. Si consiguiera demostrar
que tendían a reagruparse a lo largo de
la recta mágica de Riemann, entonces
estaba seguro de hacer progresos en la
generalización del famoso trabajo de
Baker. La idea de que un cero fuera
seguido casi inmediatamente por otro se
inspiraba en la conjetura de los números
primos gemelos, que lo fascinaba desde
los tiempos de la escuela: ¿estaría en
condiciones de demostrar que los puntos
a nivel del mar del paisaje de Riemann
pueden estar uno frente al otro, igual que
los números primos gemelos que
esperamos encontrar infinitas veces? La
existencia de puntos a nivel del mar muy
próximos entre sí tendría importantes
consecuencias para el problema de la
factorización de los números
imaginarios: ¿sería el primer trofeo de
Montgomery, el tipo de trofeo con el que
sueña cualquier estudiante de doctorado
para hacerse un nombre en el
despiadado mundo académico?
Montgomery estaba apostando por
una distribución aleatoria de los ceros a
lo largo de la recta mágica de Riemann;
una distribución que de algún modo
reflejaba la de los números primos a lo
largo de la recta numérica. Al fin y al
cabo, si los números primos parecían
ser el resultado del lanzamiento de una
moneda, era razonable pensar que
también los ceros de la función zeta
estuvieran distribuidos aleatoriamente.
El azar crea siempre agrupaciones, que
son la razón por la que los autobuses
llegan siempre de tres en tres y los
números premiados en la lotería a
menudo están unos cerca de otros.
Montgomery esperaba encontrarse con
una serie de pequeñas agrupaciones de
ceros, que usaría para demostrar algunas
ideas relativas a la factorización de los
números imaginarios.
El problema era que los indicios en
los cuales basarse eran escasos. Los
ceros cuya posición se había calculado
no eran suficientes para hacer visible ni
siquiera uno de esos agrupamientos. Por
ello, Montgomery tuvo que hacer una
aproximación indirecta. A falta de
indicios experimentales, ¿existía algún
aspecto de la teoría que indicara una
tendencia de los ceros a agruparse? El
método que Montgomery ideó era una
ingeniosa inversión del papel que
habitualmente jugaban los ceros. La
fórmula explícita que Riemann había
descubierto utilizando el paisaje zeta
expresaba un nexo directo entre los
números primos y los ceros. La fórmula
se interpretaba como una manera de
comprender los números primos a través
del análisis de los ceros. Montgomery se
limitó a invertir la ecuación: usaría los
conocimientos sobre los números
primos para deducir el comportamiento
de los ceros a lo largo de la recta
mágica de Riemann. Recordaba que
Hardy y Littlewood habían hecho una
estimación de la frecuencia con la que
se presentarían los primos gemelos a lo
largo de los números primos: quizá
podría extender la estimación al
comportamiento de los ceros. Pero
cuando la insertó en la fórmula explícita
de Riemann descubrió con sorpresa y
desilusión que la estimación de Hardy y
Littlewood no predecía realmente la
existencia de agrupaciones de ceros.
Montgomery se puso a analizar con
detalle aquella predicción: parecía
indicar que, cuando se iba hacia el norte
a lo largo de la recta de Riemann, los
ceros —a diferencia de los números
primos—, se repelían unos a otros.
Montgomery pronto se dio cuenta de que
a los ceros no les gustaba nada la
compañía: al contrario de lo que sucede
con los números primos, a un cero nunca
le siguen otros ceros en rápida sucesión.
De hecho, los resultados que obtuvo
Montgomery sugerían la posibilidad de
que los ceros se distribuyeran de forma
totalmente uniforme a lo largo de la
recta de Riemann, en claro contraste con
la distribución aleatoria que había
esperado encontrar:
Los intervalos que separan gotas de
lluvia, números primos y ceros de
Riemann.
La gráfica de Montgomery da el
número de ceros que debería haber para
cada posible distancia que separa una
pareja. La primera parte de la gráfica
muestra que a los ceros no les gusta
estar cerca, ya que la altura de la curva
se mantiene pequeña. Montgomery creía
que en la parte derecha de la gráfica se
insinuaría un movimiento ondulatorio,
que indicaría una distribución
estadística insólita y específica. No
podía demostrar que la pauta de las
distancias entre ceros continuaría
realmente de esta forma, ni tenía
suficientes valores calculados de las
posiciones de los ceros para verificar
experimentalmente la corrección de su
propia predicción: su extraña gráfica se
basaba exclusivamente en la conjetura
de Hardy y Littlewood sobre la
distribución de los números primos
gemelos. Sin embargo, la gráfica no
resultó tan nueva como Montgomery
creyó al principio.
Como esperaba descubrir que los
ceros se agrupaban, Montgomery
consideró su trabajo como algo parecido
a un fracaso. Había pensado usar las
pequeñas agrupaciones de ceros sobre
la recta crítica de Riemann para
responder a algunas de las preguntas
planteadas por Gauss sobre la
factorización de los números
imaginarios y que seguían pendientes de
respuesta. Pero había obtenido el
resultado opuesto: si su nueva conjetura
era cierta, si los ceros tendían a
alejarse; entonces la investigación de
Montgomery no serviría para iluminar
sus ideas de partida. Pero cuando se
emprende un viaje nunca se sabe dónde
se acabará. Como Littlewood le dijo a
Montgomery una vez en Cambridge: «no
tema trabajar sobre problemas difíciles,
porque durante el recorrido puede
suceder que se resuelvan cosas
interesantes». Littlewood lo había
experimentado en carne propia cuando,
siendo estudiante de doctorado, su
ignorante tutor le había encargado el
trabajo de demostrar la hipótesis de
Riemann.
Montgomery había tropezado con
aquella inesperada distribución de las
distancias que separan los ceros en el
otoño de 1971. En marzo de 1972
defendió su tesis doctoral y aceptó una
plaza en la Universidad de Michigan,
donde hoy es profesor. Aún estaba
convencido de la novedad e interés de
sus ideas, pero una gran duda le
preocupaba. Sabía que Atle Selberg se
había convertido en una especie de
moderno Gauss: «Selberg tenía muchos
trabajos inéditos, y siempre existía el
peligro de que dijera: “¡Oh sí, esto lo sé
desde hace muchos años!”». Igual que
los nuevos descubrimientos anunciados
por Legendre resultaron ser viejos
resultados que Gauss había anotado
años antes en manuscritos inéditos, a
menudo los matemáticos modernos
descubren que Selberg se les ha
anticipado. Después de sus problemas
de relación con Erdös por la
demostración elemental del teorema de
los números primos, Selberg trabajó en
absoluta soledad sus propias ideas en el
campo de la teoría de los números, y
muchas de aquellas ideas permanecen
inéditas.
Así, de camino a un seminario
dedicado a la teoría de los números en
la primavera de 1972, Montgomery
decidió hacer escala en Princeton para
hablar con Selberg sobre sus
descubrimientos. Había algo que lo
angustiaba: «Estaba preocupado porque
pensaba que quizá hubiera un mensaje en
lo que había hecho, y yo no sabía cuál
era». Sin embargo, no fue Selberg quien
ayudó a Montgomery a interpretar aquel
mensaje, sino otro miembro de la
potente mafia de Princeton.
DYSON, EL PRÍNCIPE
ENCANTADO DE LA FÍSICA
El físico inglés Freeman Dyson se
hizo famoso justo después de la guerra
al proporcionar su apoyo a un joven
científico de espíritu independiente:
Richard Feynman. Una vez licenciado en
Cambridge, Dyson obtuvo una beca en la
Universidad de Cornell; allí conoció al
joven Feynman, que trabajaba en una
interpretación absolutamente única y
personal de la física cuántica. Al
principio muchos ignoraban lo que
Feynman tenía que decir porque no
comprendían su lenguaje: Dyson captó
la potencialidad de la perspectiva de
Feynman y lo ayudó a articular de
manera más clara sus revolucionarias
ideas. Hoy, los instrumentos
desarrollados por Feynman están en la
base de gran parte de los cálculos que
realizan los físicos de partículas: si no
hubiera sido por la capacidad
interpretativa de Dyson, quizás esos
instrumentos se habrían perdido para
siempre.
La física no fue lo primero que captó
la imaginación de Dyson. Procedía de
una familia de fuerte tradición musical
pero poco interesada por la ciencia. En
la escuela, sin embargo, lo embrujaron
las embriagantes melodías de las
matemáticas. Quedó fascinado por la
teoría de las particiones de Ramanujan,
tras conseguir un ejemplar de uno de los
libros que Hardy había dedicado a la
teoría de los números: «En los cuarenta
años transcurridos desde aquel fausto
día, jamás he dejado de visitar el jardín
de Ramanujan. Y cada vez hallo flores
frescas, apenas abiertas. Esto es lo más
increíble de Ramanujan: descubrió una
enorme cantidad de cosas pero dejó
otras tantas en su jardín para que otros
pudieran descubrirlas».
Según Dyson, aunque todos exploren
el mismo terreno, los científicos se
dividen en dos categorías: los pájaros y
las ranas. Los pájaros vuelan a gran
altura sobre su campo, hábiles para
comprender las grandiosas conexiones
que cruzan el panorama; las ranas pasan
su tiempo chapoteando en el fango y
nadando en un pequeño charco, con el
que llegan a tener una gran familiaridad.
Las matemáticas eran la típica disciplina
para los pájaros, pero Dyson se
consideraba una rana, lo que le llevó a
ocuparse de cuestiones concretas de la
física.
Gracias a su éxito en la promoción
de la física cuántica de Feynman, Dyson
atrajo la atención del director del
Institute for Advanced Study de
Princeton, Robert Oppenheimer, el
físico que durante la Segunda Guerra
Mundial había encabezado el programa
nuclear de los Estados Unidos. En 1953
Dyson aceptó la oferta de Oppenheimer
y tomó posesión de una plaza
permanente en el Instituto. A pesar de su
tono de voz suave y de su carácter
discreto, las opiniones directas de
Dyson lo ayudaron a darse a conocer
fuera de los círculos académicos. Se
hizo famoso por sus especulaciones
sobre la posible existencia de
civilizaciones extraterrestres. La gran
admiración de que gozaba entre el
público, fascinado por el cosmos,
alcanzó sus cotas más altas durante los
años cincuenta y sesenta, cuando trabajó
en el Proyecto Orion, que pretendía
construir aeronaves capaces de
transportar al hombre a Marte y Saturno.
A pesar de haber pasado todo el
curso académico 1970-1971 en el
Institute for Advanced Study, cuando
habló con Gödel por primera vez,
Montgomery había tenido pocos
contactos con los físicos: la gran
cantidad de especialistas en teoría de
los números de Princeton bastaba para
mantenerlo ocupado; pero, como él
mismo recuerda: «conocía a Dyson de
vista. Teníamos una especie de relación
a base de saludos y sonrisas, aunque
dudo que él supiera quién era yo. Yo
sabía quién era porque durante la
Segunda Guerra Mundial se había
dedicado a la teoría de los números en
Londres».
Durante la primavera de 1972,
cuando decidió detenerse en Princeton,
de camino a una conferencia sobre
teoría de los números, Montgomery
dedicó la jornada a explicar sus ideas a
Selberg y a algunos teóricos de números
que estaban de visita en el instituto. En
su momento, el trabajo se interrumpió
para un ritual que se observa
escrupulosamente en muchísimos
departamentos de matemáticas: el té de
la tarde. La hora del té es siempre una
ocasión importante en Princeton, porque
permite el intercambio de ideas entre
gente dedicada a disciplinas diversas.
Montgomery estaba charlando con uno
de los teóricos de números que habían
asistido a su seminario informal,
Saravadam Chowla. Chowla era un
estudiante de Littlewood que había
huido a los Estados Unidos en 1947
cuando, tras la fundación de los nuevos
estados de la India y Pakistán, su ciudad
natal, Lahore, pasó a ser pakistaní. Se
convirtió en visitante asiduo del
instituto, donde se ganó la simpatía de
sus miembros permanentes con su
personalidad exuberante y su buen
humor. Mientras charlaba con
Montgomery, el matemático indio
descubrió a Dyson en la otra punta de la
sala.
«Chowla dijo: “¿Conoce a Dyson?”,
y respondí que no. “Permítame que se lo
presente”. Dije que no». Pero Chowla
era famoso por no aceptar las negativas:
es la única persona que ha conseguido
obligar a Selberg a escribir un artículo
en colaboración. «Chowla fue muy
insistente, y me arrastró hasta Dyson
para presentármelo. Yo me sentía
avergonzado, no quería molestar a
Dyson, pero él fue muy cordial y me
preguntó en qué estaba trabajando».
Montgomery empezó a hablar de lo que
creía pudiera ser el comportamiento de
los intervalos que separan las parejas de
ceros. En cuanto mencionó su gráfica de
distribución de los intervalos, los ojos
de Dyson se iluminaron: «¡Pero si es
exactamente el mismo comportamiento
de las diferencias entre pares de valores
propios de las matrices aleatorias
hermitianas!».
Dyson explicó rápidamente a
Montgomery que aquellas entidades
matemáticas de nombre esotérico eran
utilizadas por los físicos cuánticos para
predecir los niveles energéticos en el
núcleo de un átomo pesado cuando es
bombardeado con neutrones de baja
energía. Dyson, que estaba en la
vanguardia de aquellas investigaciones,
señaló a Montgomery algunos de los
experimentos que se habían realizado
para determinar aquellos niveles
energéticos. De hecho, cuando
Montgomery fue a observar los
intervalos entre niveles energéticos en el
núcleo del átomo de erbio, el
sexagésimo octavo elemento de la tabla
periódica, notó algo extraordinariamente
familiar: tomando una secuencia de los
ceros de Riemann y poniéndola junto a
aquellos niveles energéticos medidos
por vía experimental, se notaba al
instante un misterioso parecido. Tanto
los intervalos entre los ceros como entre
los niveles de energía se sucedían de
manera mucho más ordenada que si se
hubieran elegido al azar.
Montgomery no podía creerlo: las
configuraciones que preveía en la
distribución de los ceros eran idénticas
a las que los físicos cuánticos estaban
descubriendo en los niveles energéticos
de los núcleos de átomos pesados. Se
trataba de configuraciones tan
características que el fuerte parecido no
podía ser fruto de una coincidencia. Ahí
estaba el mensaje que Montgomery
estaba buscando: quizá las matemáticas
que se esconden en los niveles cuánticos
de energía en los núcleos de los átomos
pesados son las mismas matemáticas que
determinan las posiciones de los ceros
de Riemann.
Las matemáticas que explican estos
niveles energéticos se remontan a la
revelación que supuso el inicio del
desarrollo de la física cuántica en el
si gl o XX. Las partículas elementales,
como los electrones o los fotones, tienen
dos características aparentemente
contradictorias: por una parte, se
comportan de manera muy similar a
minúsculas bolas de billar, pero, al
mismo tiempo, los experimentos revelan
una naturaleza distinta, que sólo puede
explicarse considerando las
«partículas» elementales como ondas.
La física cuántica nació de los intentos
de la ciencia de explicar este
desdoblamiento subatómico de la
personalidad: la dualidad onda-
partícula.
TAMBORES CUÁNTICOS
UN RITMO FASCINANTE
MAGIA MATEMÁTICA
BILLARES CUANTICOS
Los teóricos de números intentaban
situarse ante el extraño giro que había
tomado su disciplina tras el breve
encuentro informal entre Montgomery y
Dyson. A pesar de que el análisis de
Montgomery parecía indicar que en el
origen de los ceros de Riemann se podía
encontrar la física de los tambores
cuánticos, pocas cosas más iluminaban
el recorrido: ¿dónde estaba escondido el
tambor mágico? A juzgar por los datos
estadísticos y por los indicios recogidos
hasta el momento, el tambor específico
asociado a los ceros de Riemann no
parecía distinto de cualquier otro tambor
elegido al azar. Ciertamente, esto no
facilitaba su determinación. Cuando se
analizó más a fondo aquella extraña
relación, resultó claro que el nexo con la
física cuántica no representaba el único
giro sorprendente en la historia de los
ceros de Riemann. En realidad emergió
un nuevo nexo que ayudaría a los
matemáticos en su búsqueda del tambor
cuántico.
Diaconis y los otros estadísticos han
desarrollado una serie de armas
sofisticadas para verificar la solidez de
cualquier afirmación susceptible de ser
analizada. El «código secreto de la
Biblia» parecía estadísticamente
significativo porque los que lo
proponían mostraban los datos siempre
y sólo desde un punto de vista
particular. Pero cuando fue sometido a
otras verificaciones se desmoronó. A
pesar de que las previsiones teóricas de
Montgomery habían resistido las
verificaciones de Diaconis, en Nueva
Jersey, Odlyzko empezaba a inquietarse
por algunos resultados de sus nuevos
cálculos. Había empezado a utilizar otro
test estadístico para comprender si el
nexo entre ceros de Riemann y física
cuántica tenía una base real, y había
notado que en los datos relativos a los
ceros de Riemann empezaban a
insinuarse preocupantes discrepancias.
Odlyzko estaba considerando otra
medida estadística llamada varianza.
Trazó la gráfica de los ceros de
Riemann y la comparó con la gráfica
correspondiente que se obtenía a partir
del análisis de las frecuencias de un
tambor cuántico aleatorio. Observando
las pautas de los dos gráficos notó que,
si bien al principio había una muy buena
correspondencia, a partir de un cierto
punto los datos relativos a los ceros de
Riemann se apartaban bruscamente de la
gráfica de las frecuencias teóricas de los
tambores cuánticos aleatorios. La
primera parte de la gráfica confirmaba
la pauta estadística de la distancia entre
ceros adyacentes. Pero cuando Odlyzko
procedió al análisis, descubrió que
empezaban a aparecer discrepancias. La
gráfica ya no seguía la pauta estadística
de las distancias entre ceros
consecutivos, como sucedía al principio,
sino más bien el de la distancia entre el
N-ésimo y el (N+100)-ésimo cero. En un
primer momento, Odlyzko creyó que la
desviación podía deberse a un error en
los cálculos. En cambio, descubrió que
estaba asistiendo por primera vez a los
efectos producidos en el espacio de
Riemann por otro importante tema del
siglo XX: la teoría del caos.
Como la física cuántica, también la
teoría del caos se ha afirmado en la
cultura popular. En los años noventa, no
había fiesta sin la imagen de un fractal
proyectada en las paredes. A pesar de su
complejidad visual, los fractales se
generan por leyes de aspecto
aparentemente inocuo. La teoría del
caos, las matemáticas que se esconde
tras estas imágenes, ayuda a comprender
por qué, por muy simples que puedan ser
las leyes de la naturaleza, la realidad
aparece infinitamente compleja. El
término «caos» se utiliza cuando un
sistema dinámico es muy sensible a las
condiciones iniciales; cuando una
mínima variación en el momento de
iniciar un experimento produce una
diferencia drástica en los resultados
obtenidos, ésta es la inconfundible firma
del caos.
Una de las manifestaciones de las
matemáticas del caos se encuentra en el
juego del billar. Si damos un fuerte
golpe a una bola en una mesa de billar,
la trayectoria que seguirá vendrá
determinada por los ángulos con que
choca con los bordes de la mesa. La
cosa se pone interesante cuando se
modifica muy poco la dirección inicial
de tiro: ¿la trayectoria se aparta o no
drásticamente de la que siguió la
primera vez? La respuesta depende de la
forma de la mesa. En una mesa de billar
rectangular normal, no se pone de
manifiesto ningún comportamiento
caótico en la trayectoria de la bola (a
pesar de lo que probablemente creen
muchos jugadores aficionados). La
trayectoria de la bola es perfectamente
previsible, y un ligero cambio en la
dirección inicial del tiro no la altera
sensiblemente. Pero en una mesa de
billar de forma parecida a la de un
estadio, las trayectorias de las bolas
toman un aspecto totalmente distinto: si
ahora lanzamos con fuerza dos bolas
variando sólo mínimamente sus
direcciones iniciales, seguirán
trayectorias totalmente distintas que no
parecerán tener nada en común. Como se
puede observar en la gráfica siguiente,
la física de una mesa de billar con forma
de estadio es caótica, en claro contraste
con las previsibles trayectorias que
siguen las bolas en una mesa rectangular
normal.
Movimiento caótico: las trayectorias
trazadas de las bolas en una mesa de
billar con forma de estadio.
42: LA RESPUESTA A LA
PREGUNTA FUNDAMENTAL
Aunque los colosos como AT&T y
Hewlett-Packard hayan tenido que
reducir sus inversiones en los números
primos como consecuencia del período
de estancamiento que ha sufrido la
industria de los ordenadores, hay
todavía un actor económico que se
permite continuar con las
investigaciones sobre este juego
aparentemente abstracto. La Fry
Electronics es una cadena de unos veinte
grandes almacenes de electrónica
esparcidos por toda la costa oeste de los
Estados Unidos, que vende a todo el
país accesorios para ordenadores y
otros artículos electrónicos. La empresa
no puede ofrecer subvenciones similares
a las de los gigantes de la AT&T y la
Hewlett-Packard pero, al visitar su sede
central en Palo Alto (California),
hallaremos, junto a la entrada principal
del gran almacén, una destartalada
puerta metálica con la placa American
Institute of Mathematics.
El instituto es inspiración de uno de
los administradores de la empresa: John
Fry. Él y Brian Conrey estudiaron
matemáticas juntos en la Universidad de
Santa Clara. Mientras Conrey ha
perseverado hasta conquistar un lugar en
los libros al demostrar la pertenencia a
la recta de Riemann de la que hasta hoy
es la más alta proporción de ceros, Fry
se ha dedicado a una aventura más
comercial, pero no ha perdido su interés
por las matemáticas. Cuando se produjo
la eclosión de la industria de la
electrónica, Fry se preguntó si podía
haber alguna forma de dar su apoyo a la
disciplina. Anteriormente había
financiado un equipo de fútbol-sala, y
por ello decidió llevar su idea a la
práctica financiando un equipo de
matemáticos.
Fry contactó con Conrey, y juntos
idearon un plan para coordinar los
esfuerzos dedicados a demostrar la
hipótesis de Riemann. Para anunciar la
iniciativa, los dos financiaron un
encuentro que debía de tener lugar en
Seattle, en 1996, con ocasión del
centenario de la demostración del
teorema de los números primos. No se
trataba simplemente de aportar el
dinero: pretendían fomentar la adopción
de un nuevo código de comportamiento
en la colaboración entre matemáticos.
La hipótesis de Riemann es ya un trofeo
tan ambicionado que muchos son reacios
a hacer pública incluso la más vaga de
las ideas por miedo a proporcionar a
algún otro la última y decisiva pieza del
rompecabezas. Conrey y Fry querían
interrumpir ese ciclo que, a su modo de
ver, no llevaba a ninguna parte. En las
reuniones y en los congresos se tenía
que poner el énfasis en compartir unas
ideas que no necesariamente llevarían a
resultados concretos. Consiguieron
incluso sentar a los matemáticos
alrededor de una mesa como si tuvieran
que decidir sobre un plan empresarial.
La reunión de Seattle dio lugar a los
que hoy son algunos de los indicios más
convincentes de que la hipótesis de
Riemann tiene algo que ver con el caos
cuántico. Los indicios se materializaron
después de que algunos de los
matemáticos presentes plantearan sus
dudas sobre la oportunidad de basar el
nexo exclusivamente en la observación
de que las dos gráficas parecen
indistinguibles. Uno de los matemáticos
que manifestaron su escepticismo fue
Peter Sarnak: a pesar de que quedó muy
impresionado por la cantidad de
analogías que se dan entre el caos
cuántico y los ceros de la función zeta
de Riemann, Sarnak aún tenía que
convencerse de la existencia de un
auténtico nexo.
Sarnak es una de las figuras más
prestigiosas de Princeton. Fue, entre
otras cosas, confidente de Andrew
Wiles cuando éste lanzaba con gran
secreto su ataque al último teorema de
Fermat. El interés de Sarnak por la
hipótesis de Riemann había nacido a
mediados de los años setenta, cuando se
trasladó a los Estados Unidos desde
Sudáfrica para trabajar con Paul Cohen
en la Universidad de Stanford, no muy
lejos de Fry Electronics. Durante sus
estudios, Sarnak se había dirigido a
Cohen porque estaba interesado en la
lógica matemática. Diez años antes, en
1963, Cohen había conmocionado el
mundo al resolver el primero de los
veintitrés problemas de Hilbert gracias
a una ingeniosa serie de
argumentaciones lógicas: en contra de
las previsiones de Hilbert, que creía que
su pregunta se contestaría con un «sí» o
con un «no», Cohen demostró que se
podía elegir la respuesta que se deseara
cierta.
El joven sudafricano llegó a
Stanford pensando que se tendría que
poner a trabajar sobre otro endiablado
rompecabezas lógico. Pero Cohen había
puesto los ojos en otro de los problemas
de Hilbert, el octavo. La resolución del
primer problema de Hilbert era una
empresa difícil de igualar, y Cohen
estaba convencido que únicamente la
hipótesis de Riemann podría darle un
placer aún mayor. Hizo partícipe a
Sarnak de sus propias ideas sobre el
problema, suscitando en él una pasión
por la teoría de los números que nunca
más lo abandonó.
La pasión de Sarnak por la propia
disciplina es contagiosa: cuando habla
de matemáticas transmite energía y
entusiasmo. Selberg, que ahora se
reconoce viejo y duro de oído, dice que
Sarnak es uno de los pocos matemáticos
de Princeton de quien aún entiende lo
que dice. Su acento sudafricano resuena
por el departamento cuando se
entusiasma por cualquier novedad en la
disciplina. La entrada de la física
cuántica en los pasillos sagrados de la
teoría de los números había producido
una gran excitación, pero Sarnak quería
más: ¿existían pruebas concretas de que
el nexo entre los niveles energéticos y
los ceros daría lugar a algún progreso
real?
Ciertamente, esta explicación nos ha
sugerido dónde ir a buscar una
explicación, pero no nos ha dicho nada
que no supiéramos. El nexo parece
basarse en la fuerte concordancia entre
varios resultados estadísticos. El hecho
de que dos imágenes parezcan muy
similares no es, sin embargo, algo a que
los teóricos de números atribuyan valor
de prueba irrefutable de la existencia de
una conexión. En resumen, aunque
Riemann hubiera puesto la geometría en
primera línea, los matemáticos miraban
aún con escepticismo el poder de las
imágenes para revelar la verdad.
Cuando llegó a la cita de Seattle,
Sarnak dudaba que algo distinto de una
profunda intuición matemática pudiera
revelar aspectos significativos del
espacio de Riemann. Tras oír discursos
sobre analogías entre ceros de Riemann
y niveles energéticos en los billares
cuánticos caóticos y haber escuchado la
ejecución de la música de los números
primos propuesta por Berry, Sarnak no
pudo más: era realmente fascinante ver
emerger las mismas imágenes en los dos
campos, pero ¿había alguien capaz de
señalar una sola contribución real a la
teoría de los números que fuera posible
gracias a estos nexos? Sarnak propuso
un reto a los físicos cuánticos: utilizar la
analogía entre caos cuántico y números
primos para descubrir algo que no se
supiera aún sobre el paisaje de
Riemann, algo que no resultara de un
análisis estadístico. Para animarlos,
Sarnak apostó una botella de buen vino.
Un antiguo estudiante de Berry, Jon
Keating, se adjudicó la botella de
Sarnak gracias al papel fundamental de
un número muy especial, el 42. En la
literatura popular, el número 42 juega un
papel de importancia: en el libro de
Douglas Adams Guía del autoestopista
galáctico, Zaphod Beeblebrox descubre
que 42 es la «respuesta a la pregunta
fundamental sobre la vida, el universo y
todo» (aunque no queda muy claro cuál
era la pregunta). En la segunda mitad del
s i gl o XIX, el número 42 fue muy
apreciado por Lewis Carroll que, por
otra parte, además de escritor era un
matemático formado en Oxford. En el
proceso a la sota de copas, en Alicia en
el País de las Maravillas, el Rey
proclama: «Regla cuarenta y dos: TODAS
LA PERSONAS QUE MIDAN MÁS DE UNA
MILLA DEBEN ABANDONAR LA CORTE ».
En sus escritos, Carroll utiliza este
número muy a menudo: en La caza del
Snark, por ejemplo, el castor llega con
«cuarenta y dos cajas, todas
cuidadosamente empaquetadas con su
nombre pintado claramente en cada
una». Lo extraño es que aquel número
estaba a punto de entrar en la historia de
la hipótesis de Riemann, contribuyendo
a convencer a los teóricos de los
números más escépticos de que el caos
cuántico era la otra cara de la moneda
de los números primos.
Cuando supo de la botella de buen
vino que Sarnak había apostado, Conrey
propuso a los físicos un reto muy
especial que constituiría un precedente.
Era un reto que le tocaba muy de cerca,
ya que estaba relacionado con un
problema sobre el que trabajaba desde
hacía años, con escasa fortuna. Se sabía
que algunos coeficientes concretos de la
función zeta de Riemann, los llamados
momentos de la función, deberían
producir una sucesión de números
enteros. El hecho era que los
matemáticos disponían de muy pocas
indicaciones sobre cómo calcular la
sucesión. Hardy y Littlewood habían
conseguido demostrar que el primer
número de la sucesión era 1. En los años
veinte Albert Ingham, un discípulo de
Littlewood, demostró que el número
siguiente era 2. Estos resultados no
bastaban para definir una pauta que
contribuyera a ulteriores exploraciones.
Antes de la reunión de Seattle,
Conrey había trabajado arduamente
sobre aquel problema junto con un
colega, Amit Ghosh, y su trabajo sugería
que el tercer elemento de la sucesión
estaba mucho más adelante, y
correspondía al número 42. Para
Conrey, el hecho de que fuera éste el
tercer número de la sucesión «fue de
algún modo sorprendente. Era la
indicación de la presencia de cierto
nivel de complejidad». No tenían la
menor idea sobre cómo proseguiría la
sucesión. Conrey retó a los físicos a
explicar aquel 42 en términos de la
analogía con la física cuántica:
«Cuarenta y dos es un número. O está o
no está. No es como ver lo bien que los
datos se adaptan a una curva», subrayó
Conrey.
En absoluto desanimado, Jon
Keating se fue de Seattle y puso manos a
la obra. El encuentro había supuesto tal
éxito que Fry y Conrey decidieron
organizar otro. Tuvo lugar pasados dos
años en el Schrödinger Institut de Viena,
una sede apropiada si consideramos la
nueva alianza que estaba fraguándose
entre la teoría de los números y una
disciplina, la física cuántica, que
Schrödinger había contribuido a crear.
Mientras tanto, Conrey había unido
sus propias fuerzas con las de otro
matemático: Steve Gonek. Tras grandes
esfuerzos en los que llevaron hasta el
extremo sus conocimientos de teoría de
los números, Conrey y Gonek
consiguieron formular una hipótesis
sobre el valor del cuarto término de la
sucesión: 24.024. «Así que teníamos
esta sucesión: 1, 2, 42, 24.024,…
Probamos todas las maneras
imaginables de adivinar cuál sería la
secuencia. Sabíamos que nuestro método
ya no funcionaba, porque proporcionaba
un resultado negativo para el siguiente
término de la sucesión». Se sabía que
todos los términos de la sucesión eran
mayores que cero. Conrey llegó a Viena
con la intención de exponer las razones
por las que él y Gonek creían que el
cuarto término de la sucesión era
24.024.
«Keating llegó a última hora. Lo vi
la tarde en que tenía que dar su
conferencia; había visto el título y
empezaba a creer que lo había
conseguido. Apenas apareció fui a su
encuentro y le pregunté de repente: “¿Lo
ha conseguido?”. Dijo que sí, que había
encontrado el 42». En efecto, junto con
Nina Snaith, una de sus estudiantes de
doctorado, Keating había creado una
fórmula capaz de generar cada número
de la sucesión. «Entonces le hablé del
24.024». Se trataba de una prueba
decisiva. ¿Confirmaría la fórmula de
Keating y Nina Snaith el valor
conjeturado por Gonek? Al fin y al cabo,
Keating sabía que el resultado que tenía
que encontrar era el 42, y ello podía
haberlo llevado a manipular su fórmula
de manera que obtuviera ese número.
Pero el nuevo número, el 24.024 era
completamente desconocido para
Keating que, por tanto, no podía haber
hecho trampa.
«Faltaba poco para la conferencia
de Jon. Buscamos una pizarra del
Schrödinger Institut y calculamos el
valor que la fórmula daba para el cuarto
término de la sucesión». Seguían
cometiendo errores de cálculo banales
(sucede a veces que, tras años de
razonamientos abstractos en los que
raramente se recurre a las tablas
pitagóricas que aprendimos de
pequeños, los matemáticos no sean unos
ases del cálculo aritmético). Finalmente
consiguieron calcular correctamente el
resultado: «Cuando descubrimos que era
24.024 tuvimos una sensación realmente
increíble», narra Conrey. Pocos
segundos más tarde, Keating se precipitó
a dictar su conferencia, donde anunció
públicamente la fórmula que habían
descubierto él y Nina Snaith, presa
todavía de la excitación sentida al hallar
confirmado el resultado que Conrey y
Gonek habían previsto. Keating definió
la experiencia vivida en la pizarra como
«los segundos más excitantes de mi vida
científica».
Keating estaba preocupado ante la
perspectiva de dar una conferencia ante
la élite de los teóricos de números: él,
físico, estaba a punto de hablar ante una
platea de matemáticos sobre algo en lo
que trabajaban desde hacía años. Pero la
euforia de haber descubierto 24.024 le
dio la confianza necesaria. Entre el
público se encontraba Selberg, que era
ya el abuelo de la materia. Al terminar
la conferencia se pidió la opinión del
público. Selberg tiene fama de no
preguntar tras las conferencias, sino más
bien de hacer declaraciones del tipo:
«Esto lo demostré en los años
cincuenta», o: «Intenté este enfoque hace
treinta años: no funciona». Keating se
preparó para lo inevitable. Sin embargo,
Selberg empezó a hacer una pregunta
tras otra, claramente fascinado con la
idea. Sólo cuando Keating terminó
heroicamente de contestar todas sus
preguntas, Selberg hizo su declaración:
«Debe de ser correcto». Keating había
respondido al reto de Sarnak, y había
dicho a los matemáticos algo que no
sabían. Sarnak mantuvo su promesa y le
hizo llegar la botella de vino.
El poder de la analogía entre los
ceros de Riemann y la física cuántica es
doble. Primero, nos dice que tendremos
que buscar una solución a la hipótesis de
Riemann. Y segundo, como ahora había
demostrado Keating, puede desvelar
otras propiedades del espacio de
Riemann. Explica Berry: «La analogía
no tiene un fundamento matemático
sólido. Se juzga en cuanto se revela útil
para sugerir a los matemáticos cosas que
luego tendrán que demostrar. No me
avergüenza admitirlo: como físico me
gusta aquella máxima de Feynman según
la cual “se conocen muchas más cosas
de las que se han demostrado”». A pesar
de que los físicos no son capaces de
concebir un modelo físico que genere
los ceros, los matemáticos admiten que
podría suceder que, finalmente, un físico
demostrara la hipótesis de Riemann. Y
por ello las inocentadas de Bombieri
con las que comenzamos este libro eran
tan creíbles.
LA ÚLTIMA SORPRESA DE
RIEMANN
HABLAR MUCHAS
LENGUAS
(x, y) = (0, 0), (1, 0), (2, 1), (2, 4), (3,
2), (3, 3), (4, 0)