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Jean Paul Sartre, el ateo que escribió una

obra teatral de Navidad


Por Leticia Urbina Orduña

A Jean Paul Sartre se le conoce sobre todo como filósofo. Sus planteamientos en torno a la
libertad, la angustia, las relaciones con los otros y el sinsentido de la existencia lo convirtieron
en el gurú de muchos jóvenes hacia los años sesenta. Otra faceta suya, la de escritor, tiene
varias vertientes: por supuesto están sus escritos filosóficos pero también ensayos, guiones
para televisión, novelas, relatos breves, una autobiografía y al menos once obras de teatro.

De éstas, diez son bien conocidas. No así la primera, Barioná, el hijo del trueno, escrita en 1940
mientras se encontraba preso en Stalag, Alemania. Es una obra navideña que hizo a petición
de algunos sacerdotes católicos con quienes trabó amistad en presidio. En ella usa la metáfora
del opresor romano para hablar del opresor nazi, y pone a un pueblo palestino –decidido a no
engendrar más hijos para evitar que crezcan como esclavos– como equivalente de los judíos
en los campos de concentración.

La idea de aquel montaje, efectuado ante 12,000 prisioneros de guerra, era ayudar a levantarles
el ánimo y transmitirles de manera subrepticia un esperanzador mensaje de libertad. Para ello
hace que el nacimiento de un niño simbolice no sólo en el fin del proyecto que acabaría con la
estirpe palestina, sino la señal que Barioná requiere para convertirse en cristiano. Por años
Sartre excluyó el texto de su bibliografía personal, negó su autoría y rechazó cualquier
posibilidad de publicarlo.

Sartre, el filósofo

Para comprender la obra teatral de Sartre es necesario tener algunas nociones de su filosofía,
pues la primera es portadora de muchos conceptos de la segunda. En El existencialismo es un
humanismo, el pensador francés pide a sus lectores deshacerse de la idea de Dios, para que
se entienda la responsabilidad del hombre sobre su propia existencia sin culpar a entidad
externa alguna.
A partir de ello señala que cada persona tiene la posibilidad y obligación de tomar decisiones o
elegir, y que incluso no elegir ya es una elección; como toda elección implica una dosis de
angustia la tautología resultante es que el hombre es angustia. También es libertad pues cada
uno decide en el fondo lo que quiso, incluso si trata de culpar a otros para evadir su
responsabilidad. Por lo tanto el hombre está condenado a ser libre, está solo en sus angustiosas
decisiones y finalmente eso le hace un ser simultáneamente desamparado y responsable de
sus actos.

Sartre, el dramaturgo

Las siguientes diez obras teatrales permitieron a su autor divulgar su pensamiento con un
formato más accesible para las masas que el de sus densos ensayos y libros filosóficos. En
1943 estrenó Las moscas, en la que usa la misma técnica que en Barioná: cobijado por la
historia clásica de Electra, hizo una crítica a la guerra y una oda a la libertad, sin abandonar su
preocupación por la angustia existencial y el sentido del ser. Uno de sus críticos diría años más
tarde que se trataba de un ejercicio de clandestinidad a plena luz del día.

Le seguiría A puerta cerrada (1944), su consagración como dramaturgo y cuyos personajes


están en el infierno, lugar donde no hay fuego eterno pero sí una continua tortura psicológica y
en la que los verdugos son cada uno de ellos para los otros. Un parlamento de esa obra encierra
la tesis filosófica que sustenta: el infierno son los otros. En ella, las elecciones de vida que hacen
los personajes, sus actos, determinan quiénes son.

En 1946 escribió dos textos: Muertos sin sepultura y La puta respetuosa, en el que una prostituta
que atestiguó un crimen debe elegir entre la tranquilidad de su consciencia al decir lo que sabe
–que el criminal fue un respetable hombre blanco– o acusar como todos quieren, a un infeliz
hombre negro cuya condena a muerte no inquietaría al pueblo estadounidense donde se ubica
la acción.

Sus siguientes obras teatrales fueron más complejas y profundas en tanto avanzaba su
pensamiento filosófico. Le siguieron Las manos sucias (1948), El diablo y Dios (1951), Kean
(1954), Nekrassov (1955), Los secuestrados de Altona (1959) y Los Troyanos en (1965).

Veintidós años después de escrita Barioná, el hijo del trueno, Sartre autorizó su publicación un
poco a regañadientes como revela la nota que obligó a incluir en la edición de apenas 500
ejemplares: “El hecho de que haya tomado el tema de la mitología del cristianismo no significa
que la dirección de mi pensamiento haya cambiado ni siquiera por un momento durante el
cautiverio”.

Lo que sí le aportó al filósofo aquella ópera prima, en la que además actuó el papel del rey
Baltazar, fue entender al teatro como un fenómeno colectivo y religioso, en su profundo sentido
de religare, reunir, así como percatarse de que su talento para la dramaturgia podía servirle
para divulgar su pensamiento en una era sin internet ni televisión.

Como el propio Sartre al principio, hoy la fundación que lleva su nombre no reconoce la autoría
de esa obra navideña, muy cercana a un auto sacramental o a una pastorela, ni figura en sus
obras completas, pero la existencia de aquella edición de 500 ejemplares permitió su rescate y
traducción al español.

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