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La Odisea, Canto XII ~ Homero

‘Las Sirenas, Escila, Caribdis,


y las novillas del Sol.’

«Apenas había abandonado la nave las corrientes impetuosas del Océano, cuando en
medio del vasto mar llega de nuevo a la isla de Eta, donde están las moradas, las danzas
de la aurora matutina y el oriente del sol; llegados a aquellos lugares, mis compañeros
arrastran la nave hacia la arena y se dispersan por la orilla del mar. Allí, descansando,
aguardamos hasta que claree el día.

«Al día siguiente, al despuntar la Aurora de rosados dedos, yo envío a mis compañeros al
palacio de Circe, para traer de él el cadáver de Elpenor. Pronto abatimos los árboles que
coronan el lugar más alto de la orilla, y con el corazón consumido por la nostalgia,
sepultamos a Elpenor, derramando copiosas lágrimas. Cuando las llamas han consumido
su cuerpo y sus armas, levantamos un túmulo coronado de una columna, y plantamos un
ancho remo en la parte superior de la tumba.

«Así dimos cumplimiento a todas las cosas; Circe, entre tanto, habiéndose enterado de
nuestro regreso de los infiernos, se apresuró a venir para ofrecemos alimentos; las
sirvientas que la acompañaban trajeron pan, manjares en abundancia y el centelleante
vino. De pie en medio de ellas, la diosa nos dijo estas palabras:

«?¡Ah, desdichados!, aun cuando estáis llenos de vida, habéis descendido al reino de
Hades, y sois doblemente mortales, mientras que los otros hombres no mueren más que
una vez. Pero tomad ahora el alimento, bebed el vino, y descansad aquí todo el día.
Mañana, al despuntar la aurora, continuaréis bogando; yo os indicaré la ruta, y os lo haré
conocer todo, para que con pérfidos consejos no experimentéis ninguna desgracia en
tierra ni sobre las olas del mar.

«Así habla la diosa, y nosotros cedemos de buen grado a su parecer. Durante todo el día,
y hasta que el sol se pone, saboreamos los suculentos manjares y el vino delicioso;
cuando el sol desaparece y las tinieblas cubren la tierra, mis compañeros se entregan al
descanso junto a las amarras de la nave. Entre tanto, la diosa, cogiéndome de la mano y
llevándome aparte de todos los míos, me dirige la palabra y me interroga acerca de todo;
yo le cuento todas las cosas con detalle. Entonces la augusta Circe me dirige las
siguientes palabras:

«? Ulises, es cierto, todas esas cosas deben cumplirse como tú dices; ahora escucha mis
consejos, un dios hará que los recuerdes. Primero encontraréis a las Sirenas, que
seducen a todos los hombres cuando se acercan a ellas. Pero aquel que, impulsado por
su imprudencia, escuche a las Sirenas, no verá nunca más en su casa a su esposa, ni a
sus hijos sentados a su lado; no disfrutarán del regreso. Las Sirenas, recostadas en un
prado, le seducirán con sus voces armoniosas; alrededor de ellas hay montones de
huesos y carnes secas de los hombres a los que.ellas hicieron perecer. Evitad esas
orillas, y tú taparás los oídos de tus compañeros, amasando una blanda cera, para que
ninguno de ellos pueda oírlas. Solamente tú podrás escucharlas, si lo deseas; pero en tu
nave ellos atarán tus pies y tus manos al alto mástil; allí mismo te cargarán de cadenas,
para que puedas gozar escuchando a las Sirenas. Entonces, si tú suplicas a tus
compañeros, si les ordenas que te desaten, ellos te atarán todavía con nuevas cadenas.

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«Cuando tus marineros hayan evitado esas costas, yo no puedo indicarte con exactitud
cuál es el camino que debéis seguir, tendrás que aconsejarte con tu propio valor; yo os
diré, pues, alguno que otro escollo. Allí hay unas rocas envueltas en nubes, alrededor de
las cuales rugen las encolerizadas olas de Anfitrite; los dioses las llaman las Errantes.
Ninguna ave puede franquearlas, ni siquiera las tímidas palomas que llevan la ambrosía al
poderoso Zeus; pero cada vez la roca unida se apodera de una de ellas. Entonces Zeus
produce otra, para que sean en igual número. Ninguna nave que se aproxima a esas
rocas puede evitar la ruina; en el mismo instante las olas del mar y las tempestades de
devoradora llama se llevan las planchas de las naves y los cadáveres de los marineros.
Solamente una nave logró franquear ese paso, la nave Argo, cara a todos los inmortales,
porque regresaba del país de Actes; rozó ligeramente esas enormes rocas, porque Hera
hizo que las evitase, ya que Jasón gozaba del favor de esta diosa.

«Allí hay dos escollos. El uno con su aguda punta toca los vastos cielos, una sombría
nube lo envuelve; jamás se ha disipado, jamás brilla la serenidad en lo alto de ese escollo,
ni en verano ni en otoño. Ningún hombre podría subir allá arriba ni podría volver a bajar,
aun cuando tuviese veinte brazos y veinte pies; porque esa roca es lisa, y parece haber
sido cuidadosamente bruñida. En medio del escollo hay una caverna oscura, vuelta hacia
poniente, hacia el Erebo: es allá adonde tienes que dirigir tu nave, noble Ulises. Un
hombre joven que desde su nave disparase una flecha, no llegaría al fondo de esa gruta.
En esos lugares habita Escila, que profiere espantosos rugidos; su voz es como la de un
joven león. Ella misma es un monstruo funesto; ningún mortal goza en verla, aun cuando
un dios la atacase. Tiene doce garras terribles, y seis cuellos de desmesurada largura; a
cada uno de ellos está unida una cabeza horrible, donde aparece una triple hilera de
dientes, apretados y numerosos, mansión de la negra muerte. La parte central de su
cuerpo está sumida en el interior de la vasta caverna; pero fuera de ese abismo saca sus
abominables cabezas, y paseándolas en derredor del escollo, devora los delfines, los
perros de mar, a veces engulle las más enormes ballenas que Anfitrite quejumbrosa
alimenta a millares. No hay ningún navegante que pueda jactarse de haber evitado al
monstruo; pero éste, cogiendo un hombre con cada una de sus cabezas, lo arrebata a la
espaciosa nave.

«El otro escollo, Ulises, es más bajo, y está muy cerca del primero; está al alcance de una
flecha. En su parte superior hay una higuera frondosa; debajo de esa higuera se
encuentra la formidable Caribdis, que engulle la negra onda. Tres veces al día la expulsa,
y tres veces la devora con estrépito; debes temer pasar junto a ella en el momento en que
está engullendo las aguas; nadie te arrancaría a la desgracia, ni siquiera el poderoso
Poseidón. Aproxímate, pues, a Escila; dirige tu nave rozando el escollo; es muy preferible
lamentar la pérdida de seis compañeros que perecer todos juntos.

«Dijo, y yo le respondí de esta manera:

«? Diosa, dime la verdad: puesto que yo evitaré a la funesta Caribdis, quisiera combatir al
otro monstruo cuando ataque a mis compañeros.

«?jAh, desdichado! ?exclama en seguida aquella divinidad? los trabajos y los peligros de
la guerra constituyen tu único cuidado. ¡Qué! ¿No cederías ni siquiera a los dioses
mismos? Escila no está sujeta a la muerte; es un monstruo inmortal, terrible, espantoso,
cruel, al que no es posible combatir. Allí toda fuerza resulta inútil; lo más seguro es la
huida. Si te entretienes armándote contra esa roca, temo que, abalanzándose de nuevo,
Escila engulla tantos compañeros tuyos como cabezas tiene ella. Navegad, pues,

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rápidamente, implorando a la madre de Escila, Cratais, la cual alumbró ese terrible azote
para los mortales; sólo ella impedirá que el monstruo se lance en vuestra persecución.

«Finalmente llegarás a la isla de Trinaquia; por allí pasan las numerosas novillas y las
pingües ovejas del Sol, siete rebaños de cincuenta novillas cada uno, Y el mismo número
de ovejas de deslumbrante vellocino; no se reproducen entre sí, y sin embargo, su
número jamás disminuye. Hay unas diosas que cuidan de ellos; dos ninfas de hermosa
cabellera, Faetusa y Lampecia, concebidas del Sol por la divina Neera. Su augusta madre
las alimentó, las educó, después las envió lejos de ella para que habitasen la isla de
Trinaquia confiándoles la guarda de las ovejas de su padre y de sus bueyes de curvos
cuernos. Si haces que esos rebaños no sufran daño alguno, puedes pensar en el retorno,
y todos, después de padecer muchos males, llegaréis a Itaca; pero si esos rebaños son
atacados, te predigo la pérdida de tu nave y de tus compañeros; solamente tú te salvarás
de la muerte; pero no llegarás, más que con dificultad y tardíamente, después de haber
perdido a todas tus naves.

«Dijo, y en seguida apareció la Aurora en un trono de oro. La augusta diosa se aleja


atravesando su isla; y yo, entre tanto, dirigiéndome hacia mi nave, ordeno a mis
compañeros que embarquen y que desaten los aparejos. Se apresuran a subir a bordo, y
se sientan en los bancos; sentados todos en orden, golpean con sus remos el mar
espumoso. Detrás de la nave de azulada proa se levanta un viento propicio que nos envía
Circe, diosa augusta de voz melodiosa. Tan pronto como hemos dispuesto todos los
aparejos en el interior de la nave, nos sentamos en ésta, dirigida por los vientos y por el
piloto; entonces, a pesar de mi dolor, dirijo a mis compañeros las siguientes palabras:

«?Oh amigos míos, no es preciso que uno o dos solamente sean instruidos acerca de los
oráculos que me ha revelado Circe, diosa ilustre; os los diré, pues, con objeto de que
sepáis si pereceremos o si, pudiendo evitar el peligro, escaparemos al destino de la
muerte. Ante todo, Circe nos ordena evitar la voz de las divinas Sirenas y sus prados
esmaltados de flores; solamente a mí me ha concedido el poder escucharlas; pero
vosotros tenéis que atarme con fuertes cadenas al mástil elevado, para que quede
inmovilizado; allí mismo me cargaréis de cadenas. Si os imploro, si os mando que me
desatéis, todavía me mantendréis atado con nuevas cadenas.

«Así era como yo iba informando a mis compañeros de todo cuanto yo sabía; entre tanto,
la nave llega prontamente a la isla de las Sirenas, porque estaba impulsada por un viento
favorable. Pero pronto deja de soplar el viento, y la calma se difunde en los aires; las
aguas son adormecidas por un dios. Los marineros entonces, levantándose, pliegan las
velas y las depositan sobre la nave; después van a sentarse junto a los remos y la onda
se vuelve blanquecina bajo sus esfuerzos. Yo, entre tanto, con mi espada de cobre parto
en trozos una gran masa de cera, que aprieto en mis manos vigorosas; la cera se ablanda
en seguida, porque yo ponía mucha fuerza en ello, y brillaba la luz del potente Sol, hijo de
Hiperión; unté con esta cera los oídos de todos mis compañeros puestos en fila. A
continuación, ellos me atan los pies y las manos al elevado mástil; allí mismo me cargan
de cadenas, y volviéndose a sentar, golpean con sus remos el mar espumoso. Cuando
nos habíamos alejado solamente la distancia a la cual puede llegar la voz, prosiguiendo
nuestra ruta con facilidad, nuestra rápida nave, que se ha acercado a la orilla, no puede
escapar a las miradas de las Sirenas; éstas en seguida dejan oír este canto melodioso:

«? Acércate, ven a nosotras, célebre Ulises, gloria grande de los griegos, detén aquí tu
nave para escuchamos. Ningún hombre ha franqueado estos lugares sin haber oído la
voz melodiosa que se escapa de nuestros labios; aquel que cede a nuestros deseos,

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regresa encantado a su patria, sabiendo muchas cosas. Nosotras sabemos todo lo que en
la vasta Ilion han padecido los griegos y los troyanos por la voluntad de los dioses;
sabemos todo cuanto acaece en la tierra fecunda.

«Así hablaron las Sirenas con voz melodiosa. Mi corazón deseaba escucharlas, y
haciendo señas con mis ojos a mis compañeros, les mandaba que me desatasen; pero
ellos, encorvándose, remaban con mayor ardor. En el acto, Euriloco y Perimedes se
levantan, me cargan de nuevas cadenas, y me aprietan todavía más. Cuando hubimos
franqueado aquellos parajes, y ya no se oyó más la voz de las Sirenas ni su canto
seductor, mis compañeros quitaron la cera que tapaba sus oídos y a mí me quitaron las
cadenas.

«Apenas nos encontramos a alguna distancia de aquella isla, cuando distinguí un humo
denso, unas inmensas olas, y oigo un terrible ruido; los remos se les escapan de las
manos a los marineros, asustados, y por doquier resuenan con estrépito las olas; la nave
permanece inmóvil, porque con sus manos ya no agitan los largos remos. Yo, entre tanto,
recorriendo mi nave, animaba a mis compañeros con palabras tranquilizadoras, y decía,
dirigiéndome a cada uno de ellos:

«?Oh, amigos míos, no carecemos de la experiencia de los peligros; esta desgracia no es


mayor que la que sufrimos cuando el Cíclope, con su terrible fuerza, nos encerró en su
profunda caverna; sin embargo, en aquella ocasión, por mi valor, mis consejos y mi
prudencia, fuimos salvados, y sin duda, creo que os acordáis de ello. Ahora, por lo tanto,
valor, obedeced todos a mi voz. Inquebrantables en los bancos, batid con vuestros remos
el vasto seno de los mares, y quiera Zeus concedemos el huir y evitar la muerte. En
cuanto a ti, piloto he aquí mis órdenes; guárdalas en tu alma, puesto que tú diriges el
timón de la nave: mantén siempre la nave alejada de aquella espesa niebla y de aquellas
mugientes olas; observa atentamente aquel escollo, no sea que si lo pierdes de vista, al
lanzarte hacia aquellos parajes, tú nos precipites en el abismo.

«Tales fueron mis discursos; ellos obedecen prontamente a mis palabras. No obstante, yo
no les hablé de Escila, desgracia inevitable, temiendo que los marineros, asustados,
abandonasen los remos para refugiarse al fondo de la nave. Pero entonces yo mismo
olvido las órdenes que me dio Circe de que no me armase; me revisto de mis armas
resplandecientes, y tomando en mis manos dos largas jabalinas, subo a la proa, hacia la
punta de la nave; allá yo esperaba primeramente divisar la inflexible Escila, que había de
dar la muerte a mis compañeros: pero no pude descubrirla; y sin embargo, fatigué mis
ojos mirando por todas partes alrededor de aquella tenebrosa caverna.

«Penetramos gimiendo en el estrecho; por una parte está Escila, por la otra la temible
Caribdis, que devora con fragor la onda amarga. Cuando la devuelve, semejante a la cuba
colocada sobre una gran lumbre, él murmura en un gran hervor; la espuma se lanza por
los aires hasta la cima elevada de uno y otro escollo. Pero cuando nuevamente el
monstruo engulle la onda amarga, todo el interior parece estar hirviendo; alrededor de la
roca resuena un ruido terrible, y en el fondo del abismo la tierra deja aparecer una arena
azulada. Los marineros están aterrados. Así considerábamos nosotros aquel escollo,
temiendo la muerte; Escila, durante ese tiempo, arrebata de la nave a seis de mis
compañeros, los más célebres por la fuerza de sus brazos y por su valor varonil.
Entonces, mirando el lugar de la nave donde se encontraban aquellos desventurados, los
distingo a lo lejos, agitando pies y manos por encima de las ondas; implorándome me
llaman uno tras otro por última vez, con el corazón transido de dolor. Cuando, sobre una
elevada roca, el pescador, armado de una larga caña, y preparando un cebo engañador a

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los débiles habitantes de las aguas, arroja al mar el cuerno de un toro salvaje, pronto coge
un pez que se agita expirando en la arena; así se agitan expirando mis compañeros
arrastrados contra la roca. El monstruo, a la entrada de las cavernas devora a estos
desdichados, que me tendían aún las manos en aquel horrible desastre. Nunca un
espectáculo más triste se ofreció a mis miradas al recorrer los numerosos escollos del
mar.

«Después de haber evitado los escollos de la terrible Caribdis y de Escila, llegamos a la


isla magnífica de un dios; es allí donde se encontraban las hermosas novillas de ancha
cerviz y las numerosas ovejas del Sol. Yo mismo entonces, desde alta mar, hallándome
aún a bordo de mi nave, oí el rugido de aquellas novillas en su establo, y el balido de las
ovejas. En seguida vínome al pensamiento lo que me dijeron el divino ciego, el tebano
Tiresias, y Circe, hija de Ea, recomendándome por encima de todo que evitase la isla del
Sol, bienhechor de los hombres. Así, pues, dije lo siguiente a mis compañeros, con el
corazón abrumado por la tristeza:

«?Escuchad mis consejos, amigos míos, sean cuales fueren vuestras desdichas. Os diré
los oráculos de Tiresias y de Circe, hija de Ea, quienes me recomendaron por encima de
todo que evitase la isla del Sol, bienhechor de los hombres; ya que es allí, me dijeron,
donde hemos de experimentar los mayores males; dirigid, pues, la negra nave lejos de
dicha isla.

«Al oír esta orden, su alma está transida de dolor. De pronto, Euriloco me dirige estos
amargos reproches:

«?Despiadado Ulises, tu fuerza es sin medida, y tú no puedes fatigar tus miembros; sí, sin
duda, todo tu cuerpo es de cobre, porque no permites a tus compañeros, vencidos por la
fatiga y el sueño, que toquen a aquella orilla. Por lo menos en aquella isla prepararíamos
la agradable cena; pero es en vano, tú nos mandas navegar durante la noche, y que
erremos lejos de aquella isla por el mar tenebroso. No obstante, es durante las noches
que se levantan los vientos tempestuosos, ruina de las naves. ¿Cómo evitar la muerte, si
de pronto sobreviniese la impetuosidad de los vientos, del violento Céfiro y del Noto, ellos
que sobre todo son capaces de destrozar una nave, a pesar de la voluntad de los dioses
protectores? jAh! Más bien obedezcamos ahora a la noche, y preparemos la cena,
quedándonos en nuestra nave; mañana, al despuntar la aurora, nos haremos a la vela y
navegaremos sobre el vasto mar.

«Así habla Euriloco; todos los otros compañeros le aplauden. Yo conocí entonces que un
dios estaba meditando nuestra ruina.

«? Euriloco ?exclamé yo en seguida respondiéndole?, tú me obligas, siendo el único de


mi parecer; pero por lo menos, juradme todos ahora con un juramento terrible, que si
encontráis una manada de bueyes, o bien un gran rebaño de ovejas, ninguno de vosotros,
por una imprudencia funesta, inmolará, ya sea una novilla, ya sea una oveja; pero,
tranquilos, comed de las provisiones que nos dio la inmortal Circe.

«Tales fueron mis palabras; ellos en seguida juraron como yo les había mandado. Cuando
hubieron hecho la promesa y prestado el juramento, pusieron la nave en el recinto del
puerto, cerca de una fuente de agua dulce; a continuación salen de la nave y preparan la
cena. Cuando hubieron calmado el hambre y la sed, lloraron acordándose de los amigos
que habían sido devorados por Escila, que los arrebató de la espaciosa nave. Vino
finalmente el dulce sueño, mientras estaban aún llorando. Era la tercera parte de la

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noche; los astros iban a su ocaso, cuando Zeus, levantando un viento impetuoso con una
espantosa tempestad, envuelve en nubes la tierra y el mar; la noche se precipita desde el
cielo. Al día siguiente, al despuntar la Aurora de rosados dedos, ponemos al abrigo
nuestra nave arrastrándola hacia una gruta profunda; allí había las bellas danzas de las
ninfas y sus tronos; entonces, habiendo reunido la asamblea, les dirijo la palabra en los
siguientes términos:

«? Amigos, en la nave ha quedado todavía comida y bebida, abstengámonos de esos


bueyes, no sea que tengamos que padecer; porque son las novillas y las pingües ovejas
de un dios temible, del Sol, que ve y conoce todas las cosas.

«Así hablaba yo; y el alma de ellos dejó se persuadir fácilmente. Durante un mes entero,
el infatigable Noto no cesó de soplar, ningún viento se levantó, si no es el Euro o el Noto.
Mientras mis compañeros encontraron pan y vino, se abstuvieron de los rebaños del Sol,
deseando solamente vivir; pero cuando todas las provisiones faltaron en nuestra nave,
entonces, errantes por necesidad, buscando alguna presa, trataban de coger los pájaros o
los peces con el curvo anzuelo; el hambre devoraba sus entrañas. Yo entre tanto recorría
el interior de la isla, e imploraba a los dioses, para que alguno de ellos me indicase el
camino de retorno. Un día en que yo andaba errando por la isla, habíame alejado de mis
compañeros, y habiéndome lavado las manos en un lugar resguardado del viento, dirigí
mis plegarias a todos los dioses que habitan el Olimpo; ellos entonces difundieron un
dulce sueño sobre mis párpados. En aquel momento, Euriloco da a mis compañeros este
funesto consejo:

«? Escuchad mi voz, a pesar de los males que nos abruman; sin duda todas las muertes
son odiosas a los desdichados humanos, pero sucumbir al hambre es la muerte más
espantosa y el peor de los destinos. Venid, pues, y escogiendo de entre los bueyes del
Sol los más hermosos, sacrifiquémosles a los inmortales que habitan los vastos cielos. Si
volvemos a Itaca, nuestra patria querida, construiremos para el Sol un suntuoso templo,
en el cual colocaremos adornos numerosos y magníficos; pero si esa deidad,
encolerizada por la pérdida de sus soberbias novillas, quiere destrozar nuestra nave, y los
otros dioses lo consienten, yo prefiero en un instante perder la vida en medio de las olas a
perecer lentamente quedándonos en esta desierta isla.

«Así habla Euriloco; todos mis otros compañeros aplauden. En seguida, escogiendo muy
cerca de ellos las más bellas novillas del Sol (estos soberbios rebaños pacían no lejos de
nuestra nave), se apoderaron de ellas y rogaron a los dioses, cortando el tierno follaje de
una encina de elevada topa; porque en la nave ya no quedaba nada de blanca cebada.
Cuando han terminado las plegarias, degüellan las víctimas, las envuelven en grasa, y por
dos veces las recubren de palpitantes jirones; pero como ya no les queda vino para hacer
las libaciones sobre el holocausto encendido, asan las carnes rociándolas con agua.
Cuando los muslos han sido consumidos, y ellos han saboreado las entrañas, dividen los
restos de la víctima, y los traspasan con largas puntas de hierro.

«En ese momento, el dulce sueño se escapa de mis párpados, y yo me encamino hacia la
nave, cerca de la orilla del mar. Pero al aproximarme a la espaciosa embarcación, el
agradable olor del humo se esparce a mi alrededor; de pronto, gimiendo me dirijo a los
dioses inmortales:

«?Gran Zeus, vosotros todos, dioses bienaventurados, cuya existencia es eterna, es para
perderme que me habéis sumido en ese pérfido sueño, y mis compañeros, que se
quedaron en la playa, han cometido una acción horrenda.

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«Pronto Lampecia, mensajera rápida, cubierta de largo velo, anuncia al Sol que hemos
inmolado sus novillas. En seguida, con el corazón inflamado de cólera, dirige a los dioses
las siguientes palabras:

«?Zeus poderoso, vosotros todos, dioses bienaventurados, cuya existencia es eterna,


castigad a los compañeros de Ulises, hijo de Laertes, los cuales, llenos de audacia, dieron
muerte a mis novillas, en las cuales yo me complacía, cuando yo me elevaba en los cielos
estrellados, y también cuando, desde lo alto de la bóveda celeste, volvía a la tierra. Si no
concedéis una justa reparación por la pérdida de mis novillas, yo descenderé a la morada
de Hades, y me pondré a brillar en medio de los muertos.

«?Oh Sol ?le responde en seguida el formidable Zeus?, continúa iluminando a los dioses
y a los débiles mortales sobre la tierra fecunda; pronto, hiriéndola con mi centelleante
rayo, destrozaré su rápida nave en medio del mar tenebroso.

«? Es de la bella Calipso de quien supe todas estas cosas; ella misma me dijo haberlas
sabido de Hermes, el mensajero de los dioses.

«Cuando llegué a la orilla, cerca de mi nave, abrumé, uno tras otro, a todos mis
compañeros, con los más violentos reproches; pero ya no podíamos encontrar remedio
alguno, una vez degolladas las novillas. En aquel instante, los dioses nos hicieron ver
espantosos prodigios; las pieles se arrastraban por el suelo; alrededor de los asadores
mugían las carnes ya asadas y las carnes todavía crudas, como si fuera la voz de los
bueyes.

«Por espacio de seis días enteros, mis compañeros se entregaron a 1os festines,
escogiendo entre las más hermosas novillas del Sol; pero cuando Zeus hubo traído el día
séptimo, los vientos se apaciguaron y cesaron de levantar la tempestad; pronto nos
embarcamos, después de botar la nave en el mar, luego, habiendo levantado el mástil,
desplegamos las blancas velas.

«Cuando nos encontrábamos a cierta distancia de la isla y ya no veíamos tierra, sino


únicamente el cielo y las olas, el hijo de Cronos envuelve nuestra nave en una espesa
niebla; todo el mar queda sumido en tinieblas. La nave no prosigue mucho tiempo su ruta;
de pronto, el ruidoso Céfiro se precipita provocando una fuerte tempestad; el ímpetu del
viento rompe las jarcias que por ambos lados sujetan el mástil; éste cae hacia atrás, y
todos los aparejos son arrojados al fondo de la nave; al caer el mástil hacia la proa de la
nave, da en la cabeza del piloto, y por la violencia del golpe, le rompe el cráneo; como un
somormujo es precipitado desde la cubierta, y la vida le abandona. En aquel mismo
instante, Zeus hace retumbar el trueno y lanza un rayo sobre la nave; alcanzada por los
dardos de Zeus, la nave gira como en un torbellino, llena de una nube de azufre; mis
compañeros caen de la nave. Semejantes a cornejas marinas, alrededor de la nave, son
arrebatados por las olas; un dios les priva para siempre del retorno.

«Habiendo quedado solo, yo recorría a grandes pasos mi nave, cuando un torbellino


rompe los costados de ésta; las olas se llevan la quilla. El mástil es arrancado; sin
embargo, de ese mástil pendía una larga correa, despojo de un toro; en seguida procedo
a juntar el mástil con la quilla; sentado sobre estos restos de la embarcación, me
abandono a la merced de los vientos impetuosos.

«El Céfiro había cesado de provocar la tempestad; pronto llega el rápido Noto, el cual,
trayendo el dolor a mi alma, me hace temer que tendré que luchar aún contra la odiosa

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Caribdis. Durante toda la noche, soy juguete de las olas; tan pronto como el sol aparece
en el oriente, yo llego al estrecho de Escila, temible escollo, y de la horrible Caribdis, la
cual en aquel momento estaba engullendo la salada onda del mar; entonces, lanzándome
hacia una alta higuera, permanezco aferrado fuertemente a ella, como un murciélago;
pero allí no tenía yo ningún apoyo, ni para afianzar mis pies, ni para elevarme; las raíces
estaban alejadas, y también se encontraban a gran distancia las vastas ramas que con su
sombra cubrían el abismo de Caribdis. Permanecí, pues, con constancia, hasta el
momento en que el monstruo expulsara de su seno el mástil y la quilla; finalmente los veo
salir, y los estaba esperando con impaciencia. En el instante en que el juez abandona la
asamblea para ir a cenar, después de poner fin a las diferencias de unos jóvenes
bulliciosos, Caribdis hace reaparecer ante mis ojos las tablas de mi nave; en seguida,
extendiendo los pies y las manos, caigo con gran ruido en el mar, muy cerca de las
anchas tablas, y sentándome sobre aquellos restos, con ambas manos voy remando
haciendo grandes esfuerzos. El padre de los dioses y de los hombres no permitió que en
aquel momento Escila me descubriese; ya que entonces yo no habría podido evitar la
espantosa muerte.

«Durante nueve días fui el juguete de las olas; pero a la décima noche los dioses me
empujaron hacia la isla Ogigia, donde habita la bella Calipso, diosa poderosa, de
melodiosa voz, la cual me acogió y me colmó de bienes. ¿Pero, por qué he de volver a
contar toda esta aventura? Ayer, en este palacio, te la relaté, y también a tu noble esposa;
me resulta penoso volver sobre sucesos ya referidos.»

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La Odisea, Canto IX ~ Homero
Relatos ante Alcino.
El Cíclope.

Entonces el ingenioso Ulises le respondió con las siguientes palabras:

—Poderoso Alcino, y el más ilustre entre todos los pueblos, cuán dulce es oír a semejante cantor, que
por el encanto de su voz es igual a los dioses. No, sin duda, creo que no es posible proponerse un fin
más agradable que el de ver reinar la alegría en todo un pueblo, ver a estos invitados escuchando a un
cantor en el palacio, sentados todos alrededor de mesas cargadas de panes y manjares, mientras que
el copero saca el vino de las jarras y lo trae para llenar las copas; esto es lo que en mi alma me parece
lo más hermoso. Pero, puesto que es tu deseo enterarte de mis lamentables infortunios, es preciso que
suspire otra vez derramando lágrimas. ¿Por dónde comenzar y cómo terminar este relato? Los dioses
del cielo me han abrumado con muchos dolores. Ahora, pues, te diré mi nombre, para que lo sepas;
porque si evito el día funesto, quiero ser tu huésped, aun cuando viva en moradas lejanas. Yo soy el
hijo de Laertes, Ulises, que con mis estratagemas me he dado a conocer a todos los hombres y cuya
gloria ha subido hasta los cielos. Habito en la occidental isla de Itaca; en ella hay una soberbia
montaña, el Nerito, cubierto de árboles; en derredor se encuentran islas numerosas y próximas las
unas de las otras: Duliquio, Same, Zante sombreada por bosques; Itaca, cuya orilla apenas destaca del
mar, y la más próxima a poniente (las otras se encuentran frente a la aurora del sol), está cubierta de
peñascos; pero ella alimenta a una juventud vigorosa. No puedo ver ningún otro lugar que se mea más
dulce que mi país. La ninfa Calipso me retuvo mucho tiempo en sus profundas grutas, deseando con
ardor que yo fuera su esposo; asimismo la astuta Circe, que reina en la isla de Ea, me retuvo en su
palacio, deseando también que fuera su esposo; pero ni la una ni la otra logró persuadir mi corazón.
No, nada hay más querido para el hombre que su patria y sus padres, aun cuando habitase en una rica
mansión en tierra extranjera, lejos de su familia. Pero, puesto que lo deseas, voy a contarte mi regreso,
con todos los males que me envió Zeus cuando partí de Troya.

«Al salir de Ilion, los vientos me llevaron al país de los ciconios, hacia la ciudad de Ismaro; yo asolé
esa ciudad e hice perecer a sus habitantes. Después de raptar a sus esposas y apoderamos de
numerosas riquezas, hicimos el reparto, y nadie se fue sin tener una parte igual. Yo les exhorté a huir
con pie ligero; pero los insensatos no me obedecieron. Allí, bebiendo el vino en abundancia
sacrificaban en la orilla numerosos rebaños de bueyes y de ovejas. Durante ese tiempo, habiendo
huido algunos ciconios, llaman a otros ciconios sus vecinos más próximos y los más valientes, que
habitan el interior de las tierras, que saben, en un carro, combatir a sus enemigos y también esperarlos
a pie firme. Tan pronto como clarea el día, acuden, numerosos como las hojas y las flores en la
estación de la primavera; entonces el funesto destino de Zeus se adhiere a nosotros, desventurados,
para hacemos padecer muchos males. Alineados, nos libran combate delante de las naves, y
sucesivamente nos atacan con sus lanzas de cobre. Durante toda la mañana y mientras se eleva el
astro sagrado del día, resistimos a nuestros enemigos, aun cuando superiores en número; pero
cuando el sol declina y trae la hora en que son desatados los bueyes, los ciconios se arrojan contra los
griegos y los ponen en fuga. Cada una de mis naves perdió seis guerreros, los otros escaparon a la
muerte.

«Volvemos a embarcar, contentos de haber evitado la muerte, pero con el corazón apesadumbrado
por haber perdido a nuestros compañeros. Sin embargo, nuestras grandes naves no se alejan sin que
hayamos llamado tres veces a los amigos infortunados que perecieron en esa orilla, vencidos por los
ciconios. Entonces el poderoso Zeus suscita contra nosotros el viento Bóreas, acompañado de una
espantosa tempestad, y oculta bajo densas nubes la tierra y las olas; la noche cae de repente desde el
cielo. Nuestras naves son arrastradas a lo lejos sin dirección, y las velas son desgarradas en jirones
por la violencia del viento; las depositamos en las naves para evitar la muerte y dirigimos en seguida la
flota hacia el continente más cercano. Durante dos días y dos noches permanecemos en esa ribera,
con el corazón devorado por los dolores y los tormentos. Pero cuando la Aurora de hermosa cabellera
hubo traído el día tercero, levantamos los mástiles, desplegamos las velas y volvemos a subir a las
naves, conducidas por el viento y los pilotos. Yo esperaba por fin llegar felizmente a las tierras de la

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patria, cuando, al doblar el cabo Maleo, Bóreas y las rápidas corrientes del mar me rechazan y me
alejan de Citera.

«Durante nueve días fui llevado por los vientos contrarios en el mar rico en peces; pero al día décimo
fui a parar al país de los lotófagos, que se alimentan de la flor de una planta. Bajamos a la playa y
sacamos agua de las fuentes; luego, mis compañeros comen junto a las naves. Cuando hemos
terminado de comer y de beber, yo decido enviar a mis compañeros a explorar, escogiendo a dos de
entre ellos; el tercero que les acompañaba era un heraldo, para informarse de cuáles eran los pueblos
que en aquellos lugares se alimentaban de los frutos de la tierra. Habiendo, pues, partido éstos, se
mezclaron a los pueblos lotófagos; pero los lotófagos, que no tenían inten-ción de dar muerte a
nuestros compañeros, les dieron a probar el loto. Aquellos que comieron el dulce fruto del loto no
querían venir a dar cuenta del mensaje ni regresar, sino que, por el contrario, deseaban quedarse
entre los pueblos lotófagos, y para alimentarse del loto se olvidaban de regresar. Sin embargo, yo les
obligué a que llorando volvieran a subir a las naves, y los até a los bancos de los remeras. Al instante
ordeno a mis otros compa-ñeros que suban a las ligeras naves, temiendo que también ellos, comiendo
el loto, se olviden de regresar. Suben en seguida, se colocan en los bancos, y todos sentados en orden
baten con sus remos el mar espumoso.

«Lejos de estos lugares comenzamos de nuevo a navegar, con el corazón transido de dolor. Llegamos
en seguida al país de los violentos Cíclopes, que viven sin leyes, y que, confiando en los dioses
inmortales, no siembran ninguna planta con sus manos y no labran la tierra; pero allí todas las cosas
crecen sin ser sembradas ni cultivadas: la lluvia de Zeus hace crecer para ellos la cebada, el trigo, y
las vides que, cargadas de uvas, dan un vino delicioso. No tienen ni asambleas, ni para celebrar el
consejo, ni para administrar la justicia; sino que viven en las cimas de las montañas, en grutas
profundas; cada uno de ellos gobierna a sus hijos y a su esposa, y no se preocupan los unos por los
otros.

«Frente al puerto, ni demasiado cerca, ni demasiado lejos del país de los Cíclopes, hay una isla de
escasa extensión, y cubierta de bosques; allí nacen en gran número cabras monteses, porque los
pasos de los hombres nunca las ponen en fuga. Esa isla no es visitada por los cazadores, que
soportan tantas fatigas en los bosques recorriendo las cumbres de las montañas; no está habitada por
pastores ni labradores, sino que está desprovista, de hombres, sigue siempre sin siembra ni cultivo, y
solamente alimenta a las baladoras cabras. Porque entre los Cíclopes no hay naves de proa de
bermellón, con las cuales se realizan toda clase de empresas y se visitan las ciudades de los pueblos;
tales son los numerosos proyectos que realizan los hombres al cruzar los mares. Así, los Cíclopes
habrían podido cultivar esa isla y hacerla habitable: ella no es estéril, y produciría frutos en cualquier
estación. Allí, en la orilla del mar espumoso, se extienden prados húmedos y tupidos; las vides serían
allí sobre todo de larga duración. Es fácil de labrar; en ella se recogería en la estación correspondiente
una abundante cosecha, porque el suelo es graso y fértil. Esta isla posee todavía un puerto cómodo,
donde nunca hay necesidad de cordaje, donde no se echa el ancla, donde ningún vínculo amarra las
naves; cuando abordan a esos lugares, permanecen en ellos hasta que los navegantes desean partir y
empiezan a soplar los vientos. En el extremo de ese puerto corre un agua límpida, el manantial se
halla bajo una gruta; en derredor se elevan unos chopos. Fue allí adonde arribamos, y un dios nos
condujo durante la noche oscura: ningún objeto hería entonces nuestra vista; una espesa niebla
envolvía a nuestras naves, y la luna no brillaba en el cielo; estaba oculta por las nubes. Ninguno de
nosotros había descubierto aquella isla; ni siquiera advertimos las enormes olas que iban a estrellarse
a la orilla, antes de que con nuestras naves hubiéramos llegado a ella. Tan pronto como llegamos,
plega-mos las velas, luego bajamos a tierra, y nos dormimos en espera de que volviera a brillar la
aurora.

«Al día siguiente, a los primeros rayos del día, recorremos esa isla, y quedamos llenos de admiración.
Entonces las ninfas, hijas del poderoso Zeus, nos envían las cabras de las montañas para la comida
de nuestros compañeros. Luego traemos de las naves los arcos curvos, las largas jabalinas, y
divididos en tres grupos, arrojamos nuestros dardos; de pronto un dios nos concede una caza
abundante. Doce naves me habían seguido; cada una de ellas obtuvo nueve cabras en la distribución.
Mis compañeros escogieron diez para mí solo. Durante todo el día, hasta que el sol se puso,
saboreamos los manjares abundantes y el delicioso vino. El vino de nuestras naves no se había
agotado, sino que aún nos quedaba una buena cantidad; porque habíamos puesto mucho de nuestras
jarras cuando saqueamos la ciudad de los ciconios. Entre tanto, descubrimos a poca distancia el humo

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que se elevaba en el país de los Cíclopes, y oímos sus voces mezcladas a los balidos de las cabras y
de las ovejas. Cuando el sol hubo terminado su carrera, y llegaron las tinieblas de la noche, nos
acostamos a la orilla del mar. Cuando volvió a brillar la aurora, yo reuní a todos los míos y les dije:

«—Quedaos en estos lugares, ¡oh mis compañeros fieles!; yo, entre tanto, con aquellos que suban a
mi nave, iré a informarme acerca de quiénes son esos hombres; si son crueles, salvajes, sin justicia, o
si son hospitalarios, y si su alma respeta a los dioses.

«Dichas estas palabras, yo subo a la nave, ordeno a mis compañeros que me sigan y desaten los
cordajes. En seguida suben a la nave, se colocan en los bancos, y todos, también ordenadamente,
golpean con sus remos el mar espumoso. Cuando arribamos al país del cual nos encontrábamos tan
cerca, vimos en el extremo del puerto, cerca del mar, una gruta elevada, sombreada de laureles: allí
reposaban numerosos rebaños de cabras y ovejas; el patio estaba cerrado por un muro de peñascos
hundidos en la tierra, por grandes pinos y encinas de alta cabellera. Allí era donde moraba un hombre
enorme, el cual, él solo, hacía pacer sus rebaños a lo lejos; no frecuentaba a los otros Cíclopes, sino
que, siempre apartado de ellos, no conocía más que la violencia. Era un monstruo horrible, no parecido
al hombre que se alimenta de trigo, sino a la cima boscosa de las altas montañas, parecía superar a
todos los demás.

«Digo a mis compañeros que se queden a bordo para guardar la nave; solamente, al escoger a doce
de los más valientes, me alejé; sin embargo, cogí un odre de piel de cabra lleno de un vino delicioso,
que me dio Marón, hijo de Evanteo, sacerdote de Apolo, que vivía en la ciudad de Ismaro, porque,
llenos de respeto, le protegimos, a él, a su mujer y a sus hijos. Habitaba el bosque sagrado del
radiante Apolo. Me colmó de presentes magníficos; me dio siete talentos de un oro escogido, luego
una copa toda de plata, y luego llenó doce jarras de un vino delicioso y puro, brebaje divino. Nadie en
la casa, ni sus esclavos, ni sus servidores conocían este vino, solamente él, su mujer y la intendente
del palacio. Cuando bebía de aquel licor delicioso y colorado, llenando sólo una copa, la vertía sobre
veinte medidas de agua; de la crátera se exhalaba entonces un perfume suave y divino; nadie podía
resistir a ese encanto. Yo me llevé, pues, este ordre lleno, y en un saco de cuero metí mis provisiones;
porque ya pensaba en el fondo de mi corazón que encontraría un hombre de inmensa fuerza, un
hombre cruel, que no conocía ni la justicia ni las leyes.

«Pronto llegamos a su antro; no le encontramos allí, había llevado sus pingües rebaños a los lugares
de pasto. Entonces, penetrando en la caverna, admiramos cada cosa: las cestas de junco estaban
repletas de quesos, los cabritos y los corderos llenaban el redil, pero estaban separados en distintos
recintos; primero aquellos que nacieron primeramente, después los menos grandes, finalmente
aquellos que acababan de nacer; todas las vasijas, aquellos que contenían el suero de la leche, los
tarros y los cuencas en los que el Cíclope ordeñaba sus rebaños, estaban puestas en orden. Mis
compañeros me rogaban que cogiera algunos quesos y volviera a la nave; me exhortaban a que nos
llevásemos prestamente cabras, ovejas y las condujésemos a la nave y cruzásemos la onda amarga;
pero yo no me dejé persuadir (sin embargo, era la decisión más prudente), porque quería ver al
Cíclope, y saber si me concedería los dones de la hospitalidad; pero su presencia no había de resultar
afortunada para mis compañeros.

«Habiendo encendido el fuego, hacemos los sacrificios, después, habiendo tomado algunos quesos,
los comemos; y permaneciendo sentados en el interior de la caverna, aguardamos el momento en que
el Cíclope regresó del campo. Llevaba un enorme haz de leña seca para preparar su comida. Lo arroja
fuera de la caverna, y su caída produjo un gran ruido; asustados, huimos hasta el fondo del antro.
Entonces hace entrar en esta espaciosa gruta sus rebaños, todos aquellos, por lo menos, que él quería
ordeñar, y deja los machos junto a la entrada, los machos cabríos y los carneros permanecen fuera del
espacioso patio. Luego, para cerrar su morada levanta una enorme roca: veintidós fuertes carros de
cuatro ruedas no habrían podido arrancarla del suelo, tan grande era aquella piedra que él coloca a la
entrada del patio. Habiéndose sentado, ordeña con el mayor cuidado sus ovejas, sus cabras
baladoras, y en seguida devuelve los corderos a sus madres. Luego, dejando coagular la mitad de
aquella leche, la deposita en unas cestas trenzadas con esmero, y pone la otra mitad en unas vasijas
para cal-mar la sed y para que constituya su cena. Después de poner fin apresuradamente a todos
estos preparativos, enciende el fuego, advierte nuestra pre-sencia y nos dice:

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«—Extranjeros, ¿quiénes sois? ¿De dónde venís a través de las llanuras húmedas? ¿Es por vuestro
negocio o acaso sin intención alguna vais errantes como los piratas que recorren los mares
exponiendo su vida y llevando la asolación a los extranjeros?

«Dice, y nosotros sentimos rompérsenos el corazón, nos estremecemos al oír esa voz formidable y
ante la vista de aquel horrible coloso. Yo, sin embargo, le respondo las siguientes palabras:

«—Somos unos griegos que, desde que partimos de Ilion, arrastrados por los vientos contrarios,
hemos recorrido la vasta extensión del mar, y aunque deseosos de volver a nuestra patria, llegamos
aquí, desviados de nuestra ruta, y siguiendo otros senderos; así lo ha querido Zeus. Nosotros nos
jactamos de ser los soldados de Agamenón, hijo de Atreo, cuya gloria es hoy inmensa bajo la bóveda
de los cielos, tan grande es la ciudad que ha derribado y numerosos los pueblos que ha vencido;
nosotros, entre tanto, venimos a abrazar tus rodillas, para que nos concedas el don de la hospitalidad,
por lo menos que nos concedas algunas subsistencias, como es justo ofrecer a los extranjeros.
Poderoso héroe, respeta a los dioses; nosotros somos tus suplicantes. Zeus hospitalario es el
vengador de los suplicantes y de los huéspedes; acompaña a los extranjeros que son dignos de
respeto.

«Tales fueron mis palabras; pero él, sin piedad, me responde inmediatamente:

«—Extranjero, tú pierdes la razón, o acaso vienes de lejos, tú que me ordenas temer y respetar a los
dioses. Los Cíclopes no se preocupan de Zeus ni de los inmortales; somos más poderosos que los
dioses bienaventurados. Para evitar la ira de Zeus no pienso perdonar ni a ti ni a tus compa-ñeros, si
tal no es mi deseo. Pero dime ahora dónde dejas tu nave; enséñame si está en el extremo de la isla o
cerca de aquí, para que yo lo sepa.

«Así hablaba, para probarme; pero yo no olvidé mis numerosos ardides, y le respondí a mi vez con
estas palabras engañosas:

«—El poderoso Posidón ha roto mi nave, arrojándola contra un peñasco en el momento en que yo iba
a tocar el promontorio que se eleva sobre los hordes de tu isla, y el viento, sobre las olas, ha
dispersado los restos; sola-mente yo con mis compañeros hemos podido evitar el perecer.

«Así hablaba yo; el cruel no responde nada a estas razones, pero, adelantándose, lleva sus manos
hacia mis compañeros, coge dos de ellos y los «plasta contra una piedra como jóvenes cervatillos; sus
sesos corren por el suelo, inundándolo. Entonces, rompiendo los miembros palpitantes, prepara su
comida, y come, semejante al león de las montañas, sin dejar vestigios ni de la carne, ni de las
entrañas, ni de los huesos llenos de tuétano. A la vista de estas horribles maldades, elevamos llorando
las manos hacia Zeus, y la desesperación se apodera de nuestra alma. Cuando el Cíclope ha llenado
su vasto cuerpo, devorando la carne humana, bebe una leche pura, y se acuesta en la caverna,
tendido en medio de sus rebaños. Yo, sin embargo, quería en mi corazón magnánimo, acercándome a
ese monstruo, y sacando la espada que llevaba a mi lado, herirle en el pecho, en el lugar en que los
músculos sostienen el hígado, y abatirlo con mi propia mano; pero otro pensamiento me contuvo.
Moriríamos allí dentro de muerte horrible; porque con nuestros brazos no podíamos levantar la enorme
piedra que él había lanzado delante de la puerta. Aguardamos, pues, suspirando, el regreso de la
divina Aurora.

“Al día siguiente, a los primeros rayos del día, el Cíclope enciende el fuego, ordeña sus soberbios
rebaños, lo dispone todo con orden, y en seguida devuelve los corderos a sus madres. Después de
terminar apresuradamente estos preparativos, cogiendo de nuevo a dos de mis compañeros, hace con
ellos su comida. Terminada esta comida, el monstruo hace salir del antro sus pingües ovejas,
levantando sin esfuerzo la puerta inmensa; luego vuelve a colocarla en su sitio, como habría colocado
la tapa de un carcaj. Entonces el Cíclope, al son de un prolongado silbido, conduce sus gordas ovejas
a la montaña. Yo, entretanto me había quedado meditando terribles proyectos, para vengarme, si
Atenea quería concederme tal gloria. He aquí el partido que en mi alma se me antojó el mejor. El
Cíclope, en el fondo del establo había colocado la enorme rama de un verde olivo, que había cortado
para servirse de ella cuando estuviera seca; nosotros la comparábamos al mástil de una grande y
pesada nave de veinte remos que un día ha de surcar las vastas ondas; tales nos parecieron su
anchura y su altura. Corto unos tres codos, luego doy esta rama a mis compañeros, ordenándoles que

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reduzcan su grosor; ellos la trabajan y la vuelven muy unida; yo aguzo en seguida la punta, y para
endurecerla la paso por la chispeante llama. Entonces la deposito con cuidado y la escondo bajo un
gran montón de estiércol que había en el aprisco. A continuación ordeno a mis compañeros que elijan
echando suertes a aquellos de entre ellos que hayan de atreverse conmigo a hundir esta estaca en el
ojo del Cíclope cuando se disponga a disfrutar del dulce sueño. Los cuatro designados por la suerte,
habría querido escogerlos yo mismo; yo hacía el número quinto con ellos. Al atardecer, regresa condu-
ciendo sus ovejas de blando vellocino; empuja hacia el interior sus pingües rebaños; entran todos, y el
Cíclope no deja a ninguno fuera del patio, ya sea que él mismo hubiera concebido tal proyecto, ya sea
que un dios lo hubiera querido así. Luego, levantándola, vuelve a colocar la puerta inmensa, y
habiéndose sentado, ordeña sus ovejas, sus cabras baladoras, lo dispone todo con orden, y a
continuación devuelve los corderos a sus madres. Después de haber terminado apresuradamente
estos preparativos, cogiendo de nuevo a dos de mis compañeros, hace de ellos su comida. En este
momento yo me le acerco, teniendo en mis manos una escudilla de hiedra llena de un vino delicioso, y
le digo:

«—Cíclope, toma, bebe de este vino, después de comer carne humana; para que sepas cuál es la
bebida que yo tenía escondida en mi nave, te la traigo como una libación, en la esperanza de que,
apiadándote de mí, me permitirás que regrese a mi patria; tu furor no tiene medida, ¡insensato! ¿Quién,
en lo sucesivo, querrá venir a estos lugares? Estás obrando contra toda justicia.

«Así hablaba yo, y él coge la copa y bebe; experimenta un intenso placer al saborear tan dulce
brebaje, y me pide que le dé otra vez:

«—Dame más, y ahora, dime en seguida cómo te llamas, para que yo te dé un presente de
hospitalidad que pueda alegrarte. La tierra fecunda les produce a los Cíclopes la vid y sus bellos
racimos que para ellos hace crecer la lluvia de Zeus; pero esta bebida es una emanación del néctar y
de la am-brosía.

«Dijo, y en seguida yo le doy otra vez del licor resplandeciente; tres veces se lo doy al Cíclope y tres
veces bebe él sin medida. Y tan pronto como el vino se ha adueñado de su espíritu, yo le digo estas
dulces palabras:

«—Cíclope, tú me preguntas mi nombre: voy a decírtelo; pero tú, concédeme el presente de la


hospitalidad, tal como me habías prometido. Mi nombre es Nadie; Nadie es como me llaman mi padre,
mi madre y todos mis compañeros.

«Tales fueron mis palabras, pero él me responde con la misma ferocidad:

«—Nadie, yo te comeré a ti el último, después de tus compañeros; los otros perecerán antes que tú; tal
será para ti el presente de hospitalidad.

«Así hablando, el Cíclope cae tendido de espaldas; su enorme cuerpo queda inclinado sobre sus
hombros; y el sueño, que doma todo lo que respira, se apodera de él; de su boca se escapan el vino y
los jirones de carne humana, los arroja en su pesada embriaguez. Entonces introduzco la estaca bajo
una abundante ceniza, para que se ponga ardiente; y con mis palabras animo a mis compañeros, para
que, asustados, no me abandonen. Tan pronto como la rama de olivo se ha calentado lo suficiente,
según yo calculo, y aunque verde, cuando brilla ya con una intensa llama, la retiro del fuego, y mis
compañeros permanecen a mi alrededor; sin duda un dios me inspiró esta audacia. Ellos, entre tanto,
cogiendo aquella rama de olivo afilada, la hunden en el ojo del Cíclope; y yo, apoyándome encima, la
hacía girar. Así, cuando un hombre agujerea con un taladro la tabla de una nave, debajo de él, otros
obreros, tirando una correa por los dos lados, precipitan el movimiento, y el instrumento gira sin cesar;
de la misma manera nosotros hacemos girar la ardiente rama en el ojo del Cíclope, y la sangre corre
alrededor de esta estaca. Un ardiente vapor devora las’ pestañas y los párpados, la pupila está
completamente consumida; sus raíces chillan, desgarradas por la llama. Al igual que un herrero,
templando el hierro, ya que en ello reside su fuerza, sumerge en el agua helada una fuerte hacha, o
bien una doladera, se estremece con gran ruido; de la misma manera silba su ojo atravesado por In
rama de olivo. El Cíclope profiere entonces espantosos alaridos; todo el peñasco resuena; nosotros
huimos temblando de miedo. Arranca de su ojo aquel madero que gotea sangre; en seguida, con la
mano lo arroja lejos de sí. Entre tanta, llama a grandes gritas a las otros Cíclopes, que habitan en

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grutas en las cumbres expuestas al viento. Ellos, al oír estos gritos, acuden de todas partes, y
colocándose junto a la entrada de la gruta, le preguntan qué es la que le aflige:

«—¿Por qué, Polifemo, profieres tan tristes clamores durante la noche y nos arrancas del sueño?
¿Alguien, entre las mortales, te habrá robado tus rebaños? ¿Alguien te habrá dominado por la astucia
o par la violencia?

«Polifemo, desde el fondo de su antro, responde con estas palabras:

«—Amigos míos, Nadie me ha dominado por la astucia y no por la fuerza.

«Las Cíclopes se apresuran a contestarle:

«—Puesto que nadie te ultraja en tu soledad, no es posible apartar los males que te envía el gran
Zeus; pero puedes dirigir tus votos a tu padre, el poderoso Posidón.

«Al oír estas palabras, todos los Cíclopes se alejan; yo, sin embargo, me reía en el fondo de mi
corazón viendo como ellos eran engañados por este nombre y por mi prudencia irreprochable.
Entonces el Cíclope, suspirando, y padeciendo vivos dolores, tantea con las manas, y agarra la piedra
que cerraba la entrada; luego, sentándose delante de la puerta, extiende sus manos, con objeto de asir
a cualquiera que quisiera escapar, confundiéndose con los rebaños; así es como esperaba en su alma
que yo fuese un insensato. Sin embargo, yo pensaba encontrar cuál sería el medio mejor de arrancar a
mis compañeros a la muerte y de evitarla yo misma; imaginaba mil ardides, mil estratagemas, porque
nuestra vida dependía de ello; un gran peligro nos amenazaba. He aquí, en mi pensamiento, el partido
que me pareció prefe-rible. Allí había unos gordos carneros, de espeso vellocino, grandes, hermosos y
cubiertos de una lana negra; yo los ato con los flexibles mimbres sobre los cuales dormía el Cíclope,
monstruo terrible, hábil en crueldades, y ato juntos a tres de aquellos carneros; el del medio llevaba un
hombre, y a cada lado se encontraban los otros dos, que protegían la fuga de mis compañeros. Así
tres carneros están destinados a transportar un hombre; en cuanto a mí, como quedara el carnero más
hermoso de todos aquellos rebaños, lo agarré por el lomo, y deslizándome bajo su vientre, me cojo de
su lana; con las dos manos agarraba aquel espeso vellocino, y con corazón inquebrantable me quedé
en él suspendido. Así fue como suspirando aguardábamos el regresa de la divina Aurora.

«Tan pronto coma la Aurora hubo brillado en el cielo, los carneros salen para dirigirse a las pastos, y
las ovejas, que el Cíclope no había podido ordeñar, balaban en el interior de la gruta, porque sus ubres
estaban repletas de leche. El rey de aquel antro, atormentado por intensos dolores, posa la mano por
el lomo de las carneros que se elevaban por encima de las otros; pero el insensato no sospechaba que
bajo su tupido vientre estaban atados mis compañeros. Finalmente, el último de todos, el carnero más
hermoso del rebaño, franquea la puerta cargada a la vez con su espeso vellocino y conmigo, que
concebí un proyecto lleno de prudencia. Entonces el terrible Polifemo, acariciándole con la mano, le
habla en estas términos:

«—Querida carnero, ¿por qué eres tú el último en salir de la gruta?

Nunca te quedabas detrás de las ovejas; tú eras el primero en pacer las tiernas flores del prado,
caminando a grandes pasos, y eras el primero en llegar a las corrientes del río, y tú, el primero también
en apresurarte a volver al establo cuando anochecía; sin embargo, he aquí que tú eres hoy el último de
todos. ¿Acaso estás triste porque echas de menos el ojo de tu amo? Un vil mortal, ayudado par sus
odiosos compañeros, me ha privado de la vista, después de haber domado mis sentidos por la fuerza
del vino, Nadie, el cual, así la espero, no evitará la muerte por mucho tiempo. Puesto que tú compartes
mis penas, lástima que no estés dotado de palabra, para decirme dónde se oculta ese hombre,
huyendo de mi furor; al instante, roto su cráneo contra el suelo, sus sesos serían esparcidos por todas
partes en esta caverna; por lo menos entonces mi corazón sentiría un poca de alivio de todos los
males que ese miserable Nadie me ha causado.

«Terminado de decir estas palabras, empuja al carnero lejos de la puerta. Cuando nos encontramos a
alguna distancia de la gruta y del patio, yo me desato primero de debajo del carnero y a continuación
voy a desatar a mis compañeros. Luego escogemos las ovejas más pingües, y las empujamos delante

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de nosotros hasta que hemos llegado cerca de nuestra nave. Finalmente, ya tranquila, comparecemos
ante nuestros amigos, acabando de eludir la muerte; pero ellos echan de menos a los otros, gimiendo.
Sin embargo, yo no les permito que lloren; entonces, haciendo can el ojo una seña a cada uno de
ellos, mando conducir rápidamente aquellos soberbios rebaños a la nave, y surcar las amargas ondas.
Se embarcan en seguida y van a colocarse en las bancos; luego, sentadas en orden, golpean can sus
remos el mar espumoso. Cuando nos hemos alejada una distancia equivalente al alcance de la voz,
dirijo al Cíclope estas palabras ofensivas:

«—jOh Cíclope!, no, tú no debías, en el fondo de tu gruta oscura, abusar de mis fuerzas para comerte
a los compañeros de un hombre indefenso; tus odiosas maldades habían de ser castigadas, miserable,
porque no has temido devorar a unos huéspedes en tu morada; he ahí por qué Zeus y todos las otros
dioses te han castigado.

«Es así como yo hablaba; el Cíclope entonces, en el fondo de su corazón, siente redoblar su rabia.
Lanza una enorme piedra que arranca de la montaña, la cual va a parar más allá de donde se
encuentra la nave de azulada proa; poco faltó para que rozase los bordes del timón; la mar queda
trastornada por la caída de esta piedra; conmovida la ola, refluyendo con violencia, rechaza mi nave
hacia la tierra, y levantada por las ondas, está a punto de tocar la orilla. Entonces, cogiendo con mis
dos manos un fuerte remo, me alejo de la borda; luego, exhortando a mis compañeros, les ordeno, con
una señal con la cabeza, que se encorven sobre los remos para evitar la desgracia; ellos entonces,
agachándose, reman con esfuerzo. Cuando estuvimos en el mar a una doble distancia lejos, quise
dirigirme al Cíclope; pero alrededor de mí mis compañeros tratan a porfía de disuadirme de ello con
palabras persuasivas.

«— ¡Desdichado! -me dicen- ¿Por qué quieres irritar aún más a ese hombre cruel? Es él quien,
lanzando esa masa de roca en el mar ha rechazado nuestra nave hacia la orilla, donde hemos creído
morir. Sin duda, si oye de nuevo tu voz y tus amenazas, va a destrozar a la vez nuestras cabezas y las
tablas de la nave bajo el peso de una enorme roca; tanta es la fuerza con que es capaz de arrojarla.

«Así hablan mis compañeros; pero ellos no consiguen persuadir mi corazón magnánimo. Entonces, en
mi ardor, vuelvo a gritar:

«—Cíclope, si alguno entre los mortales te interroga sobre la pérdida funesta de tu ojo, dile que te fue
arrebatado por el hijo de Laertes, Ulises, el destructor de ciudades, que posee una casa en Itaca.

«Así hablaba yo; y él, gimiendo, respondió entonces con estas palabras:

«—¡Grandes dioses! He ahí, pues, cumplido aquel oráculo que en otro tiempo me fue revelado.
Antaño, en esta isla había un adivino, hombre fuerte y poderoso, Telémaco, hijo de Eurimo, que
superaba a todos en la adivinación y que envejeció en medio de los Cíclopes prediciéndoles el futuro;
me anunció todo lo que había de realizarse más tarde, y me dijo que yo perdería la vista en manos de
Ulises. Así, yo esperaba siempre ver llegar a mi morada un héroe alto, soberbio y revestido de fuerza;
sin embargo, hoy es un hombre pequeño, débil y miserable el que me arranca el ojo, después de
dominarme con el vino. Vuelve, pues, Ulises, para que te ofrezca los dones de la hospitalidad, para
que suplique a Posidón que te conceda un feliz retorno; yo soy su hijo, él se jacta de ser mi padre; él
solo, si tal es su deseo, me curará, sin el auxilio de nadie más, ni de los dioses bienaventura-dos, ni de
los hombres mortales.

«Dijo, y yo le respondí con estas palabras:

«—¡Pluguiera a los dioses que yo hubiera podido, al privarte del alma y de la vida, enviarte al rey de
Hades, como es seguro que Poseidón no curará tu ojo!

«Tal fue mi respuesta; él, sin embargo, imploraba a Poseidón, elevando las manos hacia el cielo
estrellado.

«—Escúchame, Poseidón de azulada cabellera, tú que sostienes la tierra; si realmente soy hijo tuyo, y
si tú te enorgulleces de ser mi padre, concédeme que el hijo de Laertes no vuelva a su casa, Ulises, el

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destructor de ciudades, que posee una casa en Itaca. Sí, no obstante, es su destino volver a ver a sus
amigos, regresar a su opulento palacio, a las tierras de su patria, que llegue tarde, después de grandes
males; que habiendo perdido a todos sus compañeros, llegue a bordo de una nave extranjera, y que
encuentre la ruina en su casa.

«Así suplicaba, y Poseidón le escuchó. Entonces de nuevo el Cíclope, cogiendo una roca mayor que la
primera, la arroja, haciéndola girar en el aire, para darle toda su fuerza. Esta masa cae detrás de la
nave de azulada proa; poco faltó para que diera contra la punta del timón. Él fue sacudido con esta
caída; las olas impulsan la nave hacia delante, y está a punto de tocar la orilla. Cuando hubimos
llegado a la isla en la cual había dejado mis otras naves, encontramos a nuestros compañeros
sentados junto a ellos, gimiendo, sin dejar de esperar nuestra llegada; habiendo llegado a dicho lugar,
empujamos la nave hacia la arena, y descendimos a la playa. Entonces nos apresuramos a sacar de la
nave los rebaños del Cíclope, y los repartimos. Nadie se alejó de mí sin haber recibido una parte igual
a los demás. Mis valientes compañeros, cuando hubimos repartido los rebaños, me dieron un carnero
reservado para mí solo. Yo lo sacrifico en seguida al hijo de Cronos, Zeus, el de las sombrías nubes,
que reina sobre todos los dioses, y quemé los muslos. Él no aceptó mi ofrenda, sino que deliberó el
modo de destruir mis fuertes naves y mis amados compañeros. Durante todo el día, hasta la puesta del
sol, saboreamos los manjares abundantes y el vino delicioso. Cuando el sol se ha puesto, cuando
vienen las tinieblas, nos dormimos a la orilla del mar. Al día siguiente, tan pronto como brilla la Aurora,
la hija de la mañana, yo despierto a mis compañeros y les ordeno que suban a bordo y desaten los
cordajes. Ellos se apresuran a embarcar, se colocan en los bancos, y todos sentados en orden
golpean con sus remos el espumoso mar.

Así nos alejamos de aquellas playas, contentos de haber escapado a la muerte, pero con el corazón
apesadumbrado por haber perdido a nuestros queridos compañeros.

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