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La mancha en el muslo
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Alrededor del año 330 antes de la era cristiana, Praxíteles hizo una escultura hoy conocida en
general como la Afrodita de Cnido, en alusión a la ciudad griega de la costa oeste de la moderna
Turquía, que fue su primer hogar. Era la primera estatua de una figura femenina desnuda de
tamaño natural, pero la desnudez sólo resultaba una parte del asunto. Aquella Afrodita era
diferente desde un punto de vista erótico. Tan sólo las manos son ya una señal reveladora. ¿Tratan
recatadamente de tapar sus partes? ¿Acaso apuntan a lo que el espectador desea ver más que
nada? ¿O son simplemente una provocación? Cualquiera que sea la respuesta, Praxíteles estableció
esa tensa relación entre una estatua femenina y un supuesto espectador masculino, que ya nunca
se ha desvinculado de la historia del arte europeo, una relación de la que eran muy conscientes
algunos antiguos espectadores griegos, ya que tal aspecto de la escultura constituía el tema central
de un relato memorable sobre un hombre que trató a la diosa de mármol como si fuera una mujer
de carne y hueso. Narra la historia un curioso ensayo (de Pseudo-Luciano) escrito alrededor del
año 300 era cristiana.

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El autor cuenta lo que casi con toda seguridad es una discusión imaginaria entre tres hombres —
un célibe, un heterosexual y un homosexual— inmersos en una prolongada y resbaladiza
polémica sobre qué clase de sexo es el mejor. En plena disputa, llegan a Cnido y se encaminan
hacia la mayor atracción de la ciudad, la famosa estatua de Afrodita en su templo. Mientras el
heterosexual mira con lascivia su rostro y la parte frontal, y el hombre que prefiere el amor de los
muchachos escruta su parte trasera, descubren ambos una pequeña marca en el mármol en la
parte superior del muslo de la estatua, en el interior cerca de las nalgas.

En calidad de conocedor de arte, el célibe empieza a alabar las virtudes de Praxíteles, que logró
ocultar lo que parece una imperfección del mármol en un lugar tan discreto, pero la dama
encargada de la custodia del templo lo interrumpe para señalar que detrás de aquella marca había
algo mucho más siniestro. Explica que, una vez, un muchacho perdidamente enamorado de la
estatua consiguió permanecer toda la noche encerrado con ella, y que la manchita es el único
resto visible de su lujuria. El heterosexual y el homosexual declaran con júbilo que aquello
demuestra su argumentación (uno señala que incluso una mujer de piedra podía levantar
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pasiones, mientras que el otro hace hincapié en que la ubicación de la mancha muestra que fue
poseída por detrás, como si fuera un muchacho). Pero la vigilante insiste en la trágica secuela: el
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joven enloqueció y se arrojó por un acantilado.

Esta historia contiene varias lecciones incómodas: es un recordatorio de lo inquietantes que


podían ser algunas de las implicaciones de la revolución en el arte griego; de lo atractivo que
resultaba difuminar los límites entre el mármol dotado de vida y la carne realmente viva; y, al
mismo tiempo, del peligro y la locura que suponían. El relato pone de manifiesto hasta qué punto
puede una estatua femenina volver loco a un hombre, pero también hasta qué punto puede el
arte actuar de coartada ante lo que fue —reconozcámoslo— una violación. No olvidemos que
Afrodita nunca consintió.

Fuente: Mary Beard, La civilización en la mirada (traducción de Silvia Furió), Editorial Planeta,
Barcelona, 2019.

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