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Unidad 7 : Argentina

Adelman: “El partido socialista argentino”

A pesar de su empuje, el PS no se convirtió en el galvanizador de las políticas populares. Hacia 1920,


este hecho causaba el desaliento de sus dirigentes. Los obreros, los trabajadores rurales, los
inmigrantes pobres y otros sectores que los socialistas consideraban su apoyo natural, en realidad
apoyaban a los radicales y eludían su compromiso con el socialismo. El partido siempre impulso
emprendimientos colectivos, sindicatos, cooperativas y por supuesto, la actividad electoral, pero
encontró obstáculos que impidieron su avance, siendo incapaz de transformarse en el faro de la
instrucción popular y en el modelo de movimiento de los trabajadores. Llegaron a la conclusión que
la sociedad argentina padecía una grave enfermedad, que le impedía modernizarse.

El escenario internacional: en el mundo existía la idea que era necesaria la participación política de
los sectores anteriormente marginados. La mayor parte de los observadores argentinos coincidía
con que la intensificación de las relaciones con Europa no implicaba que el modelo social europeo
pudiese trasplantarse aquí. El país se había modernizado, pero no se había industrializado. El marco
intelectual de los socialistas argentinos estaba influenciado por la 2° Internacional. En tiempos de
Marx, la vía democrática para llegar al poder era inconcebible, puesto que se suponía que para llegar
al poder era imprescindible una revolución violenta. Pero el programa de la 2° Int. (1891) incorporó
la política socialista a la democracia: el socialismo podía alcanzarse a través de la política electoral
democrática y representativa. Ahora las leyes de la evolución natural se ocuparían de disolver las
prácticas e instituciones arcaicas, mientras que la propia dinámica del capitalismo produciría una
mayor concentración del capital, dando lugar a un crecimiento de la masa de trabajadores
desposeídos que serían el motor del avance del socialismo. Los socialistas estaban convencidos de
la inevitabilidad histórica del proceso que llevaría al triunfo de sus ideas.

La variante argentina: la principal figura del socialismo argentino fue Juan B. Justo. Era un profundo
conocedor de Marx que creía que el pueblo argentino no “estaba hecho” y que la Argentina era una
sociedad en desarrollo, pero que todavía estaba inmadura. Justo y los socialistas argentinos se veían
a sí mismos como los constructores de una tradición de reforma en el país, pero al mismo tiempo,
como protagonistas de una ruptura con el pasado, y sosteniendo que el colonialismo español había
interferido en el curso normal del desarrollo. Si bien Argentina estaba preparada para ser una nación
desarrollada, algunos resabios, como los caudillos locales, contaminaban las instituciones
republicanas. La debilidad de los sectores subalternos les impedía actuar como agentes autónomos.

La misión de los socialistas era contribuir al desarrollo de las instituciones republicanas, para que
estas se transformaran en herramientas útiles para la aplicación de políticas racionales. Otro
objetivo era fomentar la redistribución de la tierra, para limitar la influencia de la oligarquía. Justo
se consideraba como heredero de la tradición del activismo político, que en otro tiempo habían
encarnado M. Moreno y J. B. Alberdi., y como continuadores de las ideas revolucionarias de Mayo,
y donde los sectores populares tendrían la mayor de las relevancias.
Los socialistas tenían que oscilar en un delicado equilibrio, puesto que por un lado debían promover
cambios, y por el otro, no podían promover cambios que no tuvieran en cuenta la transformación
material de la Argentina. Su concepción reformista los alejaba de la violencia política, acatando las
leyes republicanas existentes, por muy obstaculizadoras que fueran.

El primer campo de acción estaba en lo económico: el PS reclamaba la estabilidad monetaria y la


extinción gradual del papel moneda para proteger los ingresos de los trabajadores, muy vulnerables
a las devaluaciones, y exigía un impuesto a la renta, para aumentar la recaudación y castigar los
latifundios improductivos. Otras propuestas eran la eliminación de la inmigración subsidiada, la
igualdad de retribuciones para hombres y mujeres y la jornada de 8 horas. Los socialistas también
se preocupaban por la esfera cultural de sus adherentes, tratando de transformarlos en actores
racionales de la esfera pública y en enemigos de las pasiones políticas irracionales, representados
en ocasiones por la figura del líder carismático.

Sí la sociedad argentina era “inmadura”, los socialistas debían contribuir a la madurez, estimulando
a los trabajadores a desarrollar el hábito de la lectura, las buenas costumbres, el trabajo duro y las
buenas costumbres. En cuanto a la inmigración, sí bien muchos socialistas la apoyaban porque
contribuía al progreso, no veían con buenos ojos la propensión de los inmigrantes a mantenerse
unidos y negarse a la asimilación. Si los inmigrantes no se integraban y se resistían a aprender el
idioma, simplemente agravaban las fisuras que existían en el país. La inmigración, para ser positiva,
debía integrarse al resto del cuerpo social.

Los canales del socialismo:

- Los sindicatos: que estaban restringidos a las fuentes de trabajo del país y divididos por
especializaciones. Poco a poco fueron abarcando un conjunto de miembros más heterogéneo e
instruyendo a los trabajadores en el hábito de la organización colectiva. A pesar de ello, todavía eran
limitados y según los líderes socialistas, no contribuyeron demasiado a la formación de identidades
de clase. Además, los propios socialistas trataban de limitar a los sindicatos, ya que sólo se
preocupaban de los asuntos laborales, sin extenderse a otros ámbitos, como la cultura y la sociedad
(en otras palabras, sólo les interesaba un mejor sueldo). A principios del siglo XX, la influencia de los
anarquistas y los sindicalistas apartó a los sindicatos del socialismo. La huelga general siempre fue
denostada por los socialistas, considerándola demasiado extremista y alejada del reformismo. Esta
postura tibia sería muy perjudicial para el futuro del socialismo argentino.

- La reforma agraria: la concentración de la tierra era una gran preocupación de los socialistas y
querían que los arrendatarios se transformaran en pequeños propietarios., pero no querían que los
arrendatarios ocuparán las tierras de forma unilateral, sino gradualmente. La situación de los
arrendatarios hizo eclosión en 1912, en Santa Fe y Bs. As., debido a la excesiva presión rentista.
Conocido como Grito de Alcorta, el movimiento formaría la Federación Agraria Argentina (FAA). Los
socialistas, y especialmente J.B. Justo, tuvieran una relación estrecha con el movimiento, que no
terminó por materializarse debido a que los arrendatarios sólo buscaban mejores condiciones
contractuales, y no modificar las relaciones de propiedad vigentes.
- Cooperativas: eran asociaciones libres que tenían por finalidad la ayuda mutua, y que se
encontraban por fuera de los lugares de trabajo. Las cooperativas complementaban a los sindicatos,
instruyendo a los trabajadores en una dimensión diferente de la lucha de clases y liberando a los
trabajadores del espíritu contestatario de los sindicatos. Las cooperativas también brindaban
instrucción, permitiendo que los trabajadores desafiaran a los monopolios capitalistas y se
prepararan para tareas directivas. Las cooperativas cubrieron un amplio espectro, siendo la más
conocida el “Hogar obrero”, creado en 1905. Los socialistas también esperaban que los productores
rurales fundaran cooperativas agrícolas, pero no tuvieron éxito.

El campo electoral: el campo más importante de la lucha colectiva era el ámbito electoral. La
participación en las luchas parlamentaria sestaba dirigida a utilizar las leyes para pavimentar el
camino al socialismo. Se esperaba que los trabajadores votarán a los socialistas porque eran
trabajadores: la ubicación del votante en el proceso de producción determinaría sus preferencias
electorales. La democracia fraudulenta previa a 1912 no impidió la participación del PS en las
campañas políticas. Muy a su pesar, el PS respetaba las reglas de juego. Cuando en 1896 se
bosquejaron los primeros 6 puntos del programa del partido, todos estaban vinculados a temas
económicos y laborales. La reforma electoral estaba al final de la lista.

La actividad siempre se limitó a la Capital federal, y luego a los otros centros urbanos. La dificultad
para expandirse a las zonas alejadas, se debía supuestamente al atraso de las mismas. Por cierto, el
PS tenía una organización demasiado centralizada, que dificultaba la acción regional; todo debía ser
autorizado por el Comité Ejecutivo de Bs. As. El fraude y la corrupción no impidieron que Alfredo
Palacios, gracias a una tímida reforma impulsada por Joaquín V. González, llegara al Congreso como
representante de La Boca en 1904, aunque luego no pudiera renovar el mandato.

La marcha de las transformaciones se aceleró en 1910, luego de una década de conflictos, de la


mano de la reforma de Roque Sáenz Peña. Pero en este caso, el PS no participó de las conversaciones
con el gobierno, lugar que ocuparon los radicales. Los socialistas no se vieron beneficiados con la
reforma, en gran medida porque no habían hecho demasiado para remediar el fraude. La reforma
sí pudo ser capitalizada por quienes se habían mantenido lejos del fraude, es decir, la UCR. Es más,
muchos en el PS no consideraban positiva la participación política de personas que no tenían una
fluida conciencia cívica. El PS concentró sus esfuerzos en la Capital y Rosario, consiguiendo varias
bancas, que fueron ocupadas por Justo, Palacios y otros veteranos dirigentes, aunque fueron
rezagados en gran medida por la UCR, que les disputaba su clientela natural. Las frustraciones
abrieron fisuras y discordias (Palacios fue expulsado en 1915), pero el partido no se quebró gracias
a la figura de Justo.

El Partido Socialista y sus límites: el PS es un ejemplo de lo que le pasa a los partidos reformistas. La
ley Sáenz Peña benefició a quienes no habían participado de sistema de elecciones fraudulentas (la
UCR) y perjudico a quienes no se enfrentaron al sistema, como fue el caso del PS. El partido no logró
transformarse en le portavoz de la clase obrera, aunque dejó elementos positivos, como el
cooperativismo. La decepción sufrida los llevó a ser muy críticos con la sociedad argentina,
definiendo a la democracia argentina como “inorgánica”, ya que si bien el voto era libre, las
elecciones no lo eran, porque los electores no habían desarrollado una autentica cultura política.

Paula Alonso La política y sus laberintos: el Partido Autonomista Nacional entre 1880 y 1886

El Partido Autonomista Nacional (PAN) fue el partido único durante esos años. Intentamos Lograr
una mayor compresión de la política del periodo mediante el estudio del partido. Cada revolución,
cada intervención federal, cada transacción nacional que se llevaron a cabo en esos años fueron
producto de la dinámica intrapartidaria, años de la fundación y consolidación del partido y años de
afianzamiento y construcción del Estado nacional.

Distanciarnos de una historia política que muchas veces ha pretendido ser nacional pero que ha
tenido un fuerte sabor porteño y ha escasamente reparado en el componente federal de la
Constitución y sus implicancias para la política. La forma en que los gobiernos nacionales eran
forjados antes del advenimiento de partidos políticos organizados. El presidente se encontraba a la
cabeza de la principal facción dentro del partido, torcer la política nacional a su favor. El PAN
constituye una puerta de entrada a la naturaleza de la política nacional.

El juego de la política nacional de estos años estuvo en parte marcado por el diseño institucional,
tanto el de la nación con el de las provincias. El sistema federal y la elección indirecta del presidente
otorgaban un rol fundamental a los gobernadores de provincia, quienes por lo general controlaban
la política en su distrito garantizando la representación en el Colegio Electoral. Con sus recursos
institucionales, administrativos y militares, el presidente se encontraba en posición de ejercer gran
influencia sobre quienes digitaban la política provincial y a quienes a su vez necesitaba para
controlar la política nacional, la representación en el Congreso y la sucesión presidencial. El
principio constitucional de no reelección en términos consecutivos exacerbaba la ambición del
presidente en ejercicio por imponer su sucesor, con la esperanza de que al término de su mandato
le devolviera el favor. Si bien el presidente era el principal elector, no era el único, cada aspirante a
la sucesión se encargaba de montar su propia base de poder nacional.

Los aspirantes a la presidencia no comenzaban su carrera electoral con la organización formal de un


partido y una campaña pública, sino con una campaña sigilosa y secreta en la que por medio del
trato personal y la correspondencia privada se formaban pactos de adhesión mutua, conocido como
“ligas” entre los que controlaban las políticas provinciales y los pretendientes al cargo de presidente.
Sus protagonistas eran gobernadores provinciales en ejercicio, senadores y diputados nacionales,
ministros de gobiernos, figuras predominantes de facciones opositoras en las provincias, miembros
del ejército, maestros o directores de escuelas nacionales. La finalidad de cada liga era dominar la
política nacional en vistas a la siguiente elección presidencial. Los acuerdos se construían y
quebraban sobre la base de suma de poder, con cuantas provincias y por lo tanto con cuantos
electores, con cuantas bancas del Congreso, con cuales recursos y con cuantos periódicos a su favor
contaba el líder de cada liga y cuáles eran sus chances de convertirse en el próximo presidente. Las
ligas eran puestas a prueba en cada elección nacional o provincial, los puestos se disputaron
exclusivamente dentro del PAN, la formación de listas, elección de sucesores, sistema de alianzas,
injurias y traiciones entre ligas rivales.

Generalmente, se presenta al PAN como partido poseedor de una estructura jerárquica


fuertemente disciplinada, sin embargo, el partido no tuvo estructura interna alguna y ni siquiera
acordó entre sus líderes reglas explicitas a seguir para consensuar candidaturas a los puestos
nacionales. La definición de la carrera presidencial quedaba librada a la competencia y la rivalidad
entre las ligas internas del PAN. Esta competencia contribuyo a acentuar el carácter faccioso y
personalista de la política argentina, las ligas no se formaban alrededor de programas o políticas a
seguir, sino en torno a liderazgos.

El PAN consistió inicialmente en la liga de gobernadores que llevo a Roca a la presidencia en 1880,
compuesta por todos los gobernadores provinciales, con la excepción de Corrientes y Buenos Aires
que apoyaron la candidatura de Carlos Tejedor. Era una alianza integrada principalmente por
dirigentes del viejo Partido Federal de Justo José de Urquiza y el Partido Autonomista de Adolfo
Alsina. La liga se había formado por conexiones familiares de Roca en algunas provincias, contactos
que había forjado en su carrera militar, y en su cargo como Ministro de Guerra (1878-1879) y
mediante los trabajos de su concuñado, Miguel Juárez Celman desde Córdoba. El PAN pudo contar
con las 14 gobernaciones provinciales durante toda la década de 1880.

Entre 1881 y 1885, existieron cuatro ligas principales, que se redujeron a dos seis meses antes de
las elecciones de abril de 1886. La segunda liga en importancia era la del gobernador de Buenos
Aires, Dardo Rocha (1880-1884). Según Roca, Rocha le debía la gobernación de la provincia, la cual
había sido una retribución al apoyo de este porteño a una campaña electoral liderada por
provincianos. Rocha estaba impaciente por asegurarse la próxima presidencia, rivalidad con el
presidente, contaba con el Banco de la Provincia de Buenos Aires, el más poderoso del país, Buenos
Aires siempre había tenido un liderazgo histórico, y con recursos similares a aquellos con los que
contaba el presidente para cementar redes de alcance nacional. El roquismo no consiguió hacer pie
en un mundo porteño en el que nunca se sentiría cómodo. El objetivo principal de la administración
de Roca era la construcción y la consolidación del Estado, resultaba inconveniente, según él, que un
porteño gobierne la Nación, para la seguridad misma y definitivo afianzamiento de su organización
y autonomía conquistadas a costa de tantos sacrificios.

La tercera liga era la de Juárez Celman, concuñado de Roca, gobernador de Córdoba (1880- 1883) y
senador nacional (1883- 1885). Juárez Celman evito antagonizar excesivamente con Roca. Juárez
Celman había sido uno de los pilares de su campaña presidencial, pero hacia 1882 ambos políticos
ya se encontraban distanciados. Y si inicialmente las ligas roquista y juarista habían tenido limites
imprecisos, pronto comenzaron a diferenciarse y a rivalizar entre ellas. Roca finalmente le abriría
el camino a la sucesión hacia las fuerzas de Juárez Celman, el hecho de que lo hiciera hacia el final
en lugar de al principio de su administración le otorgó un gran dinamismo a la política de esos años,
puesto que hasta último momento nadie sabía con certeza por quien se inclinaría el gran elector.
La liga de alcance más limitado era la del ministro de Relaciones Exteriores (1880- 1881) y del Interior
(1881-1884) de Roca, Bernardo de Irigoyen, mantuvo la esperanza que el presidente lo designara su
sucesor.

La interacción de estas ligas dentro del PAN provoco una serie de conflictos nacionales, algunos
emergieron al ámbito público y otros se solucionaron por medio de negociaciones privadas, a cuál
de las cuatro ligas nacionales, iba respondiendo el gobernador de turno en cada provincia. Hubo
momentos de tensión entre las distintas ligas, elección de confrontación abierta, una intervención
federal, una revolución, un asesinato o un juicio político.

El PAN disto de ser una organización con una estructura jerárquica y centralizada como de consistir
en un sistema de constelaciones de poder en el que el presidente ejercía un inobjetable dominio.
La dinámica política fue de aguda competencia interna entre las distintas ligas rivales que lo
conformaron, principalmente entre las ligas de Roca y Rocha. Nos aleja de nociones de imposición
presidencial fácil y sistemática sobre las provincias. Nos distancia de la supuesta cooperación,
circulación o rotación entre miembros de una elite que se cedía mutuamente los turnos a los cargos
electivos dentro de un arreglo pacífico, y nos provee de un contexto político donde asentar los
rasgos institucionales de un régimen, analizado en el clásico trabajo de Natalio Botana.

En Buenos Aires, Mendoza y San Luis, cada liga mantuvo su dominio durante todo el periodo. En
Buenos Aires el poder del rochismo resulto inalterable, no solamente durante la gobernación del
mismo Rocha, sino también durante la de su sucesor Carlos D’Amico, Buenos Aires voto en contra
de Juárez Celman en 1886. Mendoza y San Luis se mantuvieron dentro de la liga roquista. En las
provincias donde la competencia interliguista fue más intensa, se dieron acuerdos protagonizados
por el presidente, quien actuó de árbitro en las disputas provinciales y de garante de los convenios
alcanzados. En La Rioja, convivían la liga de Roca y la de Juárez Celman, firmaron un acuerdo escrito
donde acordaron ejercer en forma alternada el poder provincial. Jujuy permaneció aliada al
presidente Roca. En Córdoba, las principales tensiones tuvieron lugar entre los círculos juarista y
roquista, Roca quería que se le entregue la gobernación a Olmos y así fue, pero las fuerzas juaristas
lo harían caer mediante un juicio político en 1887. En Santa Fe, Roca logro mediar para arrebatarle
la provincia a la liga de Irigoyen, aunque esta mantendría su habitual autonomía frente a la política
partidaria del presidente. La política santafesina sufrió un sacudimiento interno con la muerte de
Iriondo (caudillo) en 1883 y la de Servando Bayo en 1884. Mientras que el gobernador Manuel María
Zaballa y los herederos de Iriondo apoyaban a nivel nacional la candidatura presidencial de Bernardo
de Irigoyen. Roca frenaría toda actividad partidaria contra Gálvez y le garantizaría su apoyo para las
elecciones a gobernador, Gálvez se comprometía a apoyar a Juárez Celman en las elecciones
presidenciales.

Los grupos opositores provinciales que a nivel nacional respondían a distintas ligas dentro del PAN
median sus fuerzas en los comicios. En cuatro provincias la rivalidad interliguista origino conflictos
graves: intervenciones federales, revoluciones y asesinatos en Santiago del Estero, Catamarca,
Corrientes y San Juan. Santiago del Estero en 1882 cuando compitieron las ligas de Rocha y Roca,
finalmente resulto victoriosa la liga de Juárez Celman, una intervención federal orquestada por los
roquistas en 1883 dejo en sus manos en el gobierno provincial y en 1885 una revolución devolvió a
los roquistas el gobierno luego que el gobernador entrara en negociaciones con Rocha. Entre Ríos
cuando las ligas roquista y juarista inicialmente enfrentadas se unieron, Tucumán cuando fue
derrotada la liga de Juárez Celman. En Corrientes, Roca protagonizo un acuerdo que culminó con la
elección de Derqui a la gobernación en 1883, sostuvo con fuerzas nacionales al gobernador cuando
una revolución provincial intento derrocarlo en 1885. En San Juan, la competencia interliguista tuvo
por consecuencia el asesinato de Agustín Gómez.

El objetivo del presidente Roca era mantener unido al partido a pesar de sus rivalidades internas
y evitar que las elecciones presidenciales de 1886 resultasen en una competencia abierta. Rocha e
Irigoyen abandonaron oficialmente al PAN para sumarse a Partidos Unidos, el rochismo y el
irigoyenismo se encontraban ya debilitados y sus fuerzas ni aun unidas con otras representaban
amenaza alguna. Su otro objetivo era minimizar la influencia de Rocha evitando que las provincias
cayeran bajo el dominio de su liga, logrando en lo posible quedarse el mismo con el control directo
sobre la situación de cada una o resignándose al mal menor: que estas pasaran a la órbita de
influencia de Juárez Celman. La capacidad del presidente de interferir en los asuntos provinciales y
el grado de intervención vario de provincia en provincia, eligió la cooptación y la negociación, en
Buenos Aires su poder fue nulo. Roca restringió el uso de la violencia o la gestación de revoluciones
para cambiar desde la presidencia la situación política de las provincias. En Corrientes, Roca coloco
a los revolucionarios en el gobierno provincial. El presidente prefirió influir en la política de las
provincias mediante su apoyo a un gobernador o a una facción local.

Santiago del Estero, Corrientes y Jujuy son los tres casos en los que una situación adversa se resolvió
en forma más satisfactoria para Roca. Buenos Aires, los intentos de minar la base política de Rocha
con la organización de un partido autonomista leal al presidente resultaron infructuosos. Entre Ríos,
San Juan, Catamarca, Córdoba, La Rioja, Salta y Tucumán terminarían dentro de la esfera de dominio
de Juárez Celman.

Fue la política nacional del nuevo gobierno, sus fines y sus medios lo que dicto el curso de acción
del presidente en relación con la política intrapartidaria, el triunfo de esta última debe medirse en
relación con los objetivos establecidos en la primera. El gobierno de Roca se presentó como la
administración que venía a garantizar la paz e imponer el orden, único responsable de haber
resuelto el problema de la nacionalidad argentina con la federalización de Buenos Aires, de haber
cambiado los hábitos políticos y de haber hecho la paz. Uno de los principales roles del PAN era
mantener la paz. El PAN era el laberinto a través del cual las ligas rivalizaban y las transacciones se
acordaban, mantenían o traicionaban, solo excepcionalmente se utilizaron mecanismos como la
intervención federal o el amparo a una revolución. La unidad del partido y la paz en las provincias
eran metas de su administración, para lograrla tuvo que resignarse a perder su influencia y dejarla
caer en la liga de Juárez Celman (Entre Ríos, San Juan, La Rioja), renunciar a revertir una situación
adversa (Buenos Aires) o abstenerse de disolver una situación provincial autónoma (Santa fe y Salta.
El PAN fue el principal instrumento mediante el cual ansiaba la paz, hizo frente a un desorden,
asegurándose la conformación del gobierno nacional y las bases políticas del asentamiento del
Estado nacional.
LILIANA BERTONI “PATRIOTAS COSMOPOLITAS Y NACIONALISTAS”

El desafío de los extranjeros, 1887 – 1894: ¿nacionalidad o derechos políticos?

En los años anteriores se habían formulado proyectos para estimular la naturalización corolario
deseable de la política de fomento a la inmigración. A pesar de las amplias posibilidades de
naturalización contempladas desde 1869 por la Ley de ciudadanía, eran pocos los extranjeros que
se naturalizaban. Los extranjeros decidían permanecer como tales. Preocupó la progresiva
conformación de vastos conjuntos de residentes extranjeros y la existencia de una parte cada vez
más numerosa de la población que estaba al margen, sino de la vida política, del sistema formal de
participación. Luego de la revolución del 90 otros lo atribuyeron a la escasa predisposición de la
elite política local a facilitar la naturalización. La actitud encubría el rechazo a una apertura
electoral o la negativa a democratizar la vida política. Sin embargo, muchos extranjeros
manifestaron interés y participaron en la vida política argentina a través de canales informales.
Otros adaptaron posturas nuevas y se inclinaron a generar un amplio movimiento de
nacionalización de la sociedad que incluía la naturalización de los extranjeros, una naturalización
amplia y rápida aun eliminando el acto de libre elección. Esto resultaba preferible a la
consolidación de enclaves de otras nacionalidades. Los dirigentes locales sospecharon que la
naturalización acarrearía la constitución de grupos políticos rivales nutridos en las colectividades.

Que los extranjeros sean argentinos

Había una amenaza bajo la forma de cosmopolitismo: una sociedad nacional laxa que aceptaba la
existencia de varios idiomas y de múltiples tradiciones culturales donde se rendía culto a todos los
héroes y a todas las patrias. Se creía que esa heterogeneidad impedía llegar a ser plenamente una
nación. El congreso se preocupa de q el extranjero que asimile a esta tierra sea afecto a la
nacionalidad argentina. Se atribuía a que a todos los extranjeros se hagan argentinos.

EL ORDEN CONSERVADOR : La política argentina entre 1880 y 1916 Natalio Botana

Capítulo III: La oligarquía política

La república restrictiva, tal como surge de la fórmula alberdiana, no definía ningún medio
práctico para hacer efectiva la representación. Pareciera como si el legislador hubiese
apostado a favor de la prudencia natural que se desprendería de los notables habilitados,
en virtud de la educación, el poder y el prestigio, para ejercer la libertad política. Sin
embargo, Alberdi no se hacía ilusiones: confiaba en el valor ordenador de las nuevas
instituciones pero al mismo tiempo tenía un razonable pesimismo acerca de la
implementación de un orden constitucional.
De todos modos, el acto de seleccionar los medios prácticos que habrían de regular las
acciones políticas dentro de los límites de la república restrictiva, ya no correspondía al
legislador sino el hombre político o de los acuerdos de los individuos y clases que
detentaban posiciones de poder y de los que querían ascender a ellas.

Ante una propuesta restrictiva, había que legitimar “con hechos” una estructura de papeles
políticos dominantes y una regla de sucesión. Para ello, había que construir una base de
dominación efectiva. Esta fórmula operativa cobró verdadera relevancia a partir de los 80
y perduró hasta la reforma política de Roque Sáenz Peña, en 1912. No es fácil entender el
principio básico que gobierna esta fórmula pero quizás resulte posible derivar una hipótesis
del diálogo interior que entabla el mismo, Alberdi entre, su personalidad de legislador que
define mediante normas una fórmula prescriptiva y, por otro, su dimensión de sociólogo,
observador de la realidad que descubre una fórmula operativa subyacente.

El control de la sucesión:

Las observaciones de Alberdi, en tanto sociólogo, son fruto de una crisis y una experiencia
política fallida.

En 1879, Alberdi, regresa al Río de la Plata tras cuatro décadas de ausencia; viene dispuesto
a hacerse cargo de una banca de diputado nacional por Tucumán en circunstancias en que
impera un clima de violencia. Tras el enfrentamiento entre Avellaneda – Roca y Tejedor, por
una extraña paradoja, Alberdi no votará esa ley de federalización de Buenos Aires que
preconizaba como indispensable desde 1859.

Durante el verano que sigue a los sucesos del ochenta, surge en Alberdi la necesidad de
explicar los acontecimientos (cita pág 67) , en el cual se puede ver un cambio radical de
significado del lenguaje tradicionalmente utilizado para describir una situación de república
electiva. La combinación de la forma republicana con el principio electivo de gobierno
puede adoptar múltiples traducciones institucionales, pero ambos principios imponen,
desde su particular perspectiva, una distinción tajante: la república distingue entre la esfera
pública y la esfera privada, protegidas por toda una red de derechos y garantías que se
estipulan de modo explícito. Si la república opta por la elección proveniente de una realidad
llamada pueblo, una segunda distinción se sumará a la primera: el soberano, o entidad
donde reside el poder de designar a los gobernantes, es causa y no efecto de la elección de
los magistrados. El elector, por consiguiente, tiene una naturaleza política diferente de la
del representante, este último depende del elector, el cual, por una delegación que va de
abajo hacia arriba, controla al gobernante que él mismo ha designado. Hasta aquí los
argumentos teóricos.

La realidad que se había gestado durante las presidencias anteriores al ochenta demuestra
lo contrario y convoca al observador a expresar un lenguaje inédito que mantiene las
palabras tradicionales con significados opuestos. Habrá siempre electores, poder electoral,
elecciones y control, pero los electores serán los gobernantes y no los gobernados, el poder
electoral residirá en los recursos coercitivos o económicos de los gobiernos y no en el
soberano que lo delega de abajo hacia arriba, las elecciones consistirán en la designación
del sucesor por el funcionario saliente, y el control lo ejercerá el gobernante sobre los
gobernados antes que el ciudadano sobre el magistrado.

Lo que aquí se advierte es un problema de unificación de poderes y de concentración del


control nacional. Se trataba, pues, de acumular poderes, una de las grandes dificultades que
enfrentan las nuevas nacionales.

Si la capacidad electoral está concentrada en los cargos gubernamentales, el acceso a estos


permanece clausurado para otros pretendientes que no sean aquellos designados por el
funcionario saliente.

Por consiguiente, según Alberdi, la fórmula operativa del régimen del 80 era una sistema de
hegemonía gubernamental que se mantenía gracias al control de la sucesión. Este control
constituye el punto central del cual depende la persistencia de un sistema hegemónico.
Hacer un régimen consiste, entre otras cosas, en edificar un sistema institucional que
trascienda la incertidumbre que trae aparejada el ejercicio personal del gobierno.

Primaron la elección y la fuerza. Ambos métodos, observaba, fueron singularmente


racionalizados: la elección se trastoco en designación del gobernante por su sucesor y la
fuerza se concentró en los titulares de los papeles dominantes, revestidos con la autoridad
de grandes electores.

La hegemonía gubernamental:

Ahora bien, ¿sólo la designación y la fuerza fueron las reglas sucesorias adaptadas al
régimen de la época? ¿O hubo también otra regla de sucesión calificada por la riqueza? La
fórmula prescriptiva coincidía con la fórmula operativa tan solo en su punto de partida: los
únicos que podían participar en el gobierno era aquellos habilitados por la riqueza, la
educación y el prestigio.

A partir del ochenta, el extraordinario incremento de la riqueza consolidó el poder


económico de un grupo social cuyos miembros fueron “naturalmente” aptos para ser
designados gobernantes. El poder económico se confundía con el poder político: la
oligarquía.

Desde Platón y Aristóteles significa “corrupción de un principio de gobierno”, la decadencia


de los ciudadanos que no servían bien a la polis sino al interés de un solo grupo social.

Es complicado ensayar alguna síntesis de los significados diferentes atribuidos a la


oligarquía. ( da diversas concepciones P.72)

Pero podríamos decir que tres puntos se entrecruzan cuando se emprende un análisis del
fenómeno oligárquico en la Argentina:

1.Es una clase social determinada por su capacidad de control económico

2.Es un grupo político, en su origen representativo, que se corrompe por motivos diversos

3.Es una clase gobernante, con espíritu de cuerpo y con conciencia de pertenecer a un
estrato político superior, integrada por un tipo específico de hombre político: el notable

Dado el carácter crítico del concepto de oligarquía, la cuestión que ocupara nuestro interés
consistirá en desentrañar la dimensión política del fenómeno oligárquico en la Argentina de
ese entonces, admitiendo, como supuesto, dos cosas sobre las cuales parece derivarse un
acuerdo:

a)Que hay oligarquía cuando un pequeño número de actores se apropia de los resorte
fundamentales del poder

b)Que ese grupo está localizado en una posición privilegiada en la escala de la estratificación
social

La oligarquía puede ser entendida como un concepto que califica un sistema de hegemonía
gubernamental, cuyo imperio en a Argentina observaba Alberdi antes y después de 1880.
El sistema hegemónico se organizaría sobre las bases de una unificación del origen electoral
de los cargos gubernamentales que, según la doctrina, deberían tener origen distinto. Este
proceso unitario se manifestaría según modalidades diferentes: primero, por la
intervención que le cabria al gobierno nacional para nombrar sucesores; después, por el
control que aquel ejerce en el nombramiento de los gobernantes de provincia. La escala de
subordinación que imaginaba Alberdi alcanzaría la cúspide de un papel dominante, el de
presidente, para descender en orden de importancia hacia el gobernador de la provincia, el
cual, a su vez, intervendrá en la designación de los diputados y senadores nacionales y en
la de los miembros integrantes de las legislaturas provinciales.( esquema P.76)

La hipótesis expuesta exige, pues, rastrear un fenómeno de control político. Control evoca
una acción de poder, una voluntad de potencia ejercida sobre otros desde determinado
punto del espacio político. Esta noción traduce un acto que se extiende entre dos términos:
uno que hace referencia a quien controla y otro que califica a quien es controlado; ambos
configuran una relación política a la cual se le podría añadir un tercer elemento: el porqué
y el para qué del control.

El sentido de control y su dimensión temporal merecen, entonces, especial atención. La


fórmula prescriptiva que habían consagrado Alberdi y el Congreso Constituyente,
pretendían traducir en instituciones un conjunto de valores e intereses socioeconómicos
que los actores dominantes estaban dispuestos a defender contra hipotéticas resistencias.
Las instituciones pueden ser traducción efectiva de un propósito de control pero también
actúan como punto de arranque de una empresa histórica más complicada, por cuyo
destino un propósito de control se esconde bajo determinadas prescripciones formales, las
orienta con un sentido distinto del que resulta de una mera lectura jurídica y persiste más
allá de los cambios que pueden acarecer en determinados momentos.

Este doble movimiento de cambio y persistencia está presente en todo proceso de


desarrollo institucional, peor en algunos casos la distancia entre fórmula prescriptiva y
operativa es más fuerte que en otros.

Dicho esto, es preciso tomar conciencia de algunos riesgos teóricos sobre la hipótesis
alberdiana: proponer una relación simple, según la cual todos los presidentes fueron
directamente designados por su antecesor, significaría violentar la historia de un modo tan
ingenuo como el espíritu que suele animar ciertas generalizaciones sociológicas de endeble
factura. Los regímenes políticos oligárquicos tienen la característica de desplegar un
complejo entrecruzamiento de actores y tendencias que se enfrentan o se ponen de
acuerdo. Resulta bastante claro que los mecanismos de control intraoligárquicos poco
tienen que ver con una imagen de designación burocrática, trasladada sin sentido crítico
desde otros contextos históricos, según la cual el de arriba nombra al que le sucede y este,
a su vez, acata sus mandatos.

El camino interpretativo es otro, como un sistema de transferencia de poder mediante el


cual un reducido número de participantes logró establecer dos procesos básicos: excluir a
la oposición considerada peligrosa para el mantenimiento del régimen y “cooptar” por el
acuerdo a la oposición moderada, con la que se podía transar sobre cargos y candidaturas.
Esta manera de alentar conflictos y de tejer alianzas puede hacer de telón de fondo para
entender el modo en que los actores se sirvieron de un conjunto de instituciones. Nuestra
hipótesis defiende la coexistencia de dos fórmulas: la prescriptiva y la operativa; ambas
enhebraron un viejo diálogo entre constitución y realidad que, quizá, permita echar alguna
luz sobre una complicada historia.

La Constitución establecía la modalidad de elección de presidentes y miembros del Senado,


consagraba el voto directo en la cámara baja, reforzaba los rasgos unitarios del sistema
federativo mediante la intervención federal.

Capítulo IV: Electores, gobernadores y senadores:

Origen y propósito de las Juntas Electorales

Alberdi y los constituyentes del 53 permanecieron fieles a la fórmula norteamericana en lo


que se refiere a la elección del presidente. El artículo 81 de la Constitución señalaba que
para elegir presidente y vicepresidente “la Capital y cada una de las provincias nombrarán
por votación directa una junta de electores igual al duplo del total de diputados y senadores
que envían al Congreso, con las mismas calidades y con las mismas formas prescriptivas
para la elección de diputados. No pueden ser electores los diputados, los senadores, ni los
empleados a sueldo del Gobierno Nacional...”.En presencia de las dos Cámaras, los
candidatos que obtuvieran la mayor cantidad de votos, serían nombrados inmediatamente
presidente y vicepresidente. Y si no hubiera habido mayoría absoluta, el Congreso elegiría
entre los dos candidatos. (art. 82 y 83)

Si se remite al pensamiento de Alberdi y al congreso Constituyente, la institución de las


Juntas de Electores tenía un doble propósito: por un lado “mediatizar” el ejercicio de la
soberanía popular; por el otro, mantener un delicado equilibrio entre nación y provincias,
pues los electores debían deliberar y elegir aisladamente en pequeñas juntas que se
instalarían en la Capital Federal y en la de cada provincia.

Los constituyentes norteamericanos idearon esta institución para “conceder la menor


oportunidad la desorden y al tumulto”, “donde la división y el aislamiento que resultaran,
los expondrán (a los electores) mucho menos a vehemencias y agitaciones” y cuya
composición, al no depender de una “entidad ya establecida”, excluía la participación de
todos “aquellos cuyas situaciones los hagan sospechosos de un excesivo apego hacia el
presidente en funciones”. Si hubiera que diseñar la clave de bóveda de esta institución, es
muy probable que estuviera perfilada por las nociones de autonomía y de elitismo, círculos
custodiados con celo de la demagogia popular.

Obsérvese la idea central que animaba a los fundadores: los electores son libres de elegir,
no dependen de un mandato imperativo del pueblo para designar a uno u otro candidato y
se suponía que los ciudadanos le habían otorgado ese derecho y esa libertad. No cabe duda
de que un propósito de esa naturaleza está mejor adaptado al ejercicio electoral propio de
una república restrictiva donde son pocos los que participan de la vida política.

En una república restrictiva cobra importancia el sistema de negociaciones, recompensas y


sanciones que se establece entre el puñado de notables naturalmente habilitados para
ejercer la libertad política y una institución como las Juntas(una de las instancias que mejor
promoverian ese estilo electora) . En el curso de 30 años, las juntas argentinas perdieron la
autonomía que los norteamericanos habían querido asignarle.

Entre 1880 y 1910, el Colegio estuvo compuesto por 228, 232 y 300 electores designados
mediante el sistema de lista completa sin representación de las minorías. En cada distrito
los ciudadanos votaban por una lista de electores, y a la que obtenía el mayor número de
votos se le asignaba la totalidad de los electores correspondientes al distrito. Hay una
excepción: las elecciones celebradas en 1904 que estuvieron regidas por la ley 4161,
concebida por Joaquín V. González. (P.88) .

Si se clasifican los distritos en tres categorías: grandes, medianos y pequeños, puede ser
interesante observar la relación que existe entre ellos, medida en términos del peso
respectivo de cada uno sobre el total de electores. El carácter federal de la fórmula
prescriptiva aconsejaría mantener una relación de equilibrio en la composición de las Juntas
(cuadro P.88)

El equilibrio entre distritos se acentúa en las elecciones presidenciales posteriores a 1880


(en 1886 y 1892) y desaparece después, de forma paulatina, cuando el censo de 1895 reflejo
una creciente concentración demográfica en el litoral. (cuadro N2 P. 90).

La federalización de la ciudad – capital partió el número de electores pertenecientes a la


provincia de Buenos Aires. El desmembramiento de Buenos Aires acortó la diferencia que
existía entre los bloques de electores en 1880.

En las elecciones de 1886 y 1892 se reforzó la posición de los distritos medianos. La relación
entre distrito grande y distrito chico marcó la distancia más corta del periodo: 28 electores
(Buenos Aires 36, Jujuy y La Rioja 8).
En las elecciones de 1898, 1904 y 1910, los bloques de electores comenzaron a distribuirse
de acuerdo con una pauta que, de allí en más, se mantendría y se simplificaría. Buenos Aires
casi duplicó sus electores y lo mismo ocurrió en la Capital Federal. El sector de distritos
medianos disminuyó en grado significativo.

Resumamos, pues, algunas pautas de predominio. Buenos Aires tuvo desde el ochenta un
bloque de electores predominante, al que se le sumó en 1898 la Capital Federal. El peso de
los distritos grandes marcó una línea ascendente a partir de 1880. Los distritos medianos,
en cambio, alcanzaron un pico importante en las elecciones de 1886 y 1892, desde el cual
trazaron una línea descendente a medida que creció la participación de los distritos
grandes.

Se recorta un hecho cuyo significado es preciso destacar una vez más: la federalización del
ochenta produjo una redistribución en los bloques de electores que trajo como resultado la
composición más equilibrada de las Juntas. Esta situación apenas se prolongó durante dos
elecciones: 1886 y 1892. A partir de 1898, Buenos Aires retomo y acentuó su predominio.

-El comportamiento en las Juntas de Electores:

¿Cómo influyó el conjunto de leyes electorales y la distribución de los distritos según su


peso relativo sobre el comportamiento interno en las Juntas de Electores? Si volvemos a la
fórmula prescriptiva, cabe recordad que la intención del legislador, al institucionalizar la
hipotética autonomía de los electores, procuraba favorecer las divisiones horizontales
dentro de cada Junta y alentar el desarrollo de posibles coaliciones entre grupos de
electores pertenecientes a distintos distritos.

Sin embargo, la lectura de los resultados registrados en las Juntas entre 1880 y 1910
permite advertir la ausencia de divisiones dentro de cada uno de los bloques de electores
asignados a los distritos. Si se presentaba la eventualidad de una división, dicho
enfrentamiento tenía lugar entre bloques.

Al analizar cómo se expresó el voto en las Juntas se puede notar una ausencia evidente de
oposiciones efectivas que se recorta sobre una coalición de provincias que,
invariablemente, presentaron apoyo a la fórmula victoriosa. Coalición constituida por los
bloques de electores de nueve provincias: Catamarca, Córdoba, Jujuy, La Rioja, Salta, San
Juan, San Luis, Santa Fe y Santiago del Estero. En las seis elecciones analizadas, estas
provincias volcaron sus electores a favor de los candidatos ganadores. El comportamiento
de la coalición configuró un núcleo oficialista, con la suficiente fuerza para controlar a las
provincias díscolas que manifestaron su voluntad opositora, de modo circunstancial, en una
sola elección o bien de manera repetida en dos o más comicios.

A diferencia de lo ocurrido con las provincias de apoyo permanente, las de oposición


circunstancial y repetida no siempre expresaron su voluntad opositora con la totalidad de
los electores que componían cada uno de sus bloques. En el caso de las provincias de
oposición repetida, el comportamiento más insistente fue el de Buenos Aires.

Adviértase el andamiaje sobre el que se asentaría el control de las candidaturas. La


coalición de provincias de apoyo permanente no sumaba la mitad más uno de los electores;
estaba compuesta, en efecto, por distritos medianos y chicos con la excepción de Córdoba
en 1886 y 1892. Se imponía, pues, la apertura hacia un juego que combinaba la disciplina
de la coalición oficialista con la división en los bloques de electores de los distritos grandes.
En la indisciplina de que hacían gala los electores de las provincias de oposición
circunstancial y repetida estaba el “plus” necesario para trepar hacia mayorías siempre
superiores al 69 %.

Las Juntas de Electores tradujeron, pues, un propósito de control que se engarzaba con
negociaciones que tenían lugar fuera de su recinto.

En otros recintos, la presencia de las provincias tenía carácter permanente. La Constitución


dividía el proceso legislativo en dos Cámaras. Mientras que una acogía a los diputados
nacionales mediante el voto directo, la otra garantizaba la representación igualitaria de las
provincias. Allí, en el Senado Nacional, campeaba el mismo espíritu conservador que
animaba a las Juntas de Electores. Conviene detenerse un instante sobre la teoría y la
práctica de esa institución.

-El Senado Nacional

El sistema federal adoptado por la Constitución hacía del Senado una suerte de institución
bisagra que, instalada en el lugar de encuentro del poder nacional con el poder provincial,
contará con el prestigio necesario para salvar contradicciones.

En una primera perspectiva, de carácter formal, el Senado constituía un recinto adecuado


para preservar la igualdad de los Estados intervinientes en el pacto federal cualquiera fuese
su dimensión geográfica o demográfica.P.99

Si se desciende hacia un umbral de análisis más profundo, pocas dudas caben que el
Senado estaba pensado como un eficaz vehículo de comunicación, cuyo propósito básico
consistía en nacionalizar a los gobiernos locales. La designación de los senadores por las
legislaturas de los Estados era considerara, en este sentido, un método útil y positivo.

En un tercer umbral, el Senado podía ser entendido como un original instrumento de


control al servicio de una prudente elite, amparada por la edad y la distancia electoral sobre
tumultuosas o esquivas multitudes.

Más allá del problema federal, el Senado también daba respuesta a dos cuestiones
decisivas que estaban implícitas en un régimen republicano de rígida separación de
poderes. La primera de ellas exigía consagrar en algún cuerpo institucional el derecho de
juzgar a los ciudadanos investidos del gobierno y en concreto al presidente.

La otra cuestión traducía una dificultad derivada de la naturaleza misma del régimen
presidencial. Una de las diferencias más notables entre este régimen y el parlamentario
consiste, en efecto, en la confusión que existe en uno y en la distinción que se establece en
el otro entre jefe de estado y jefe de gobierno. Dos realidades cuya existencia podía
observarse en las monarquías constitucionales europeas del siglo pasado. Mientras el jefe
de estado ocupaba una posición inamovible protegida por la tradición aún persistente de la
legitimidad hereditaria, el Parlamento, (realidad cambiante), nombraba al Jefe de Gobierno.

La lógica del régimen Parlamentario hacía del gobierno una realidad dependiente del
Parlamento: los representantes podían derrocar al primer ministro, según diferentes
procesamiento, cuando cesaba la confianza de la mayoría, pero también la corona podía
disolver el Parlamento si consideraba necesario o estratégico, un nuevo llamado a
elecciones. En la situación parlamentaria, el Jefe de Estado no hacía figura de caballero
solitario: su jefe de gobierno y sus ministros lo vinculaban con la representación popular
que se radicaba en el Parlamento. ¿Pero Qué ocurría cuando la legitimidad tradicional cedía
su lugar a la legitimidad republicana y cuando a la cabeza del Estado se ubicaba la figura de
un gobernante electo?

Por lo general Se trazaron dos caminos de solución diferente. El primero era casi un calco
de las últimas etapas de las monarquías constitucionales, cuando la corona ya no gobernaba
y solo simbolizaba la unidad del Estado. El segundo era el régimen presidencial, donde se
combinaba con una rígida separación de poderes por la cual el presidente no podía disolver
el Congreso ni éste podía hacer obligatoria la renuncia del primer magistrado y de su
gabinete. A ello se añadía un motivo de confusión importante: el presidente, en efecto, era
a la vez el jefe de estado y de gobierno, y los secretarios o ministros no confirmaban su
responsabilidad ante el Congreso, sino ante el presidente.

Visto en esta perspectiva el Senado era un auténtico consejo ejecutivo dotado de las
atribuciones para ejercer control sobre el poder judicial, el religioso y los niveles más altos
del entonces embrionario sistema burocrático: según la Constitución, el presidente
necesitaba el acuerdo del Senado. Veamos, ahora, cómo se integró en la práctica la
colegialidad conservadora.

-Las relaciones entre los gobernadores y el Senado

En la sesión de la Cámara de Diputados del 8 de mayo de 1906, Carlos Pellegrini sostenía


que “el artículo 1º de la Constitución dice que la República adopta la forma de gobierno
representativa, republicana y federal; y la verdad real y positiva es que nuestro régimen, en
el hecho, no es representativo, ni es republicano, ni federal. No es federal porque
presenciamos a diario como la autonomía de las provincias ha quedado suprimida”. P.103

Esta apasionada afirmación ¿podría mantener en pie una hipótesis según la cual el
gobernador de provincia gozaba de lo que en buena jerga constitucional podría
denominarse autonomía federal?Las opiniones aparecen más dividida de lo que
habitualmente se cree. Sí, por ejemplo, exponemos la opinión de un par de autores que
analizaron la oligarquización desde entonces, cómo Rivarola y Matienzo, el registro de
interpretaciones oscila entre una hipótesis de dependencia casi absoluta ( Rivarola) y otra
de una autonomía en todo caso peligrosa y susceptible de un mayor control institucional
(Matienzo).

La hipótesis de la dependencia, llevada por Rivarola hasta las últimas consecuencias, se


traduce en su expresión de fe unitaria “ la República unitaria podrá de acuerdo la
Constitución formal con el hecho real” también planteaba que el Presidente debía nombrar
a los gobernadores públicamente y no en secreto, como se había hecho hasta el momento.

Matienzo, se inclina a favor de la ortodoxia del 53. Después de la reforma constitucional de


1860, los gobernadores adquirieron más impunidad dentro de los límites de su provincia.
Como remedio a esos males de oligarquización, Matienzo recomendaba el retorno al
régimen constitucional originario de 1853, que otorgaba la Senado la atribución de juzgar
políticamente a los gobernantes.

Las figuras de la dependencia y de la autonomía se superponen hasta que sus trazos


coinciden en un sector de la imagen. El gobernador ejercía control electoral sobre el
personal político de su provincia bajo el amparo presidencial. Desde esta perspectiva se
explica el intercambio de protecciones recíprocas entre Nación y provincia, porque sin el
apoyo de los gobernadores el poder presidencial carecía de sustento, pero sin el resguardo
nacional los gobernadores permanecerían huérfanos de la autoridad indispensable para
mandar en su ámbito particular. Esta aparente paradoja descubre, en alguna medida, las
nuevas relaciones que entablaron los presidentes y los gobernadores después de la
federalización del ochenta.

Durante los 20 años que transcurrieron entre la reforma constitucional de 1860 y la


primera presidencia de Roca, el gobernador de provincia tenía poder de veto en la elección
presidencial. A partir del ochenta, en cambio, el gobernador perdió estatura política y, de
algún modo, comenzó a obrar como “agente del presidente para realizar su concepción
positiva el gobierno”.

Entre 1880 y 1916, las provincias argentinas fueron presididas por 195 gobernadores.

El ritmo de renovación de los gobernadores correspondía a períodos que oscilaban entre


los tres y los cuatro años y, a primera vista, no parecía encuadrar un régimen de predominio
personal, si por ello se entiende la presencia de un gobernador que se hace reelegir por lo
menos una vez.

Si el predominio personal apenas se atisba, merced a este preliminar análisis acerca de la


ocupación foral del cargo ejecutivo en las provincias, es preciso orientar los interrogantes
hacia otro campo de la acción política. El tramo de tres o cuatro años que cubría el ejercicio
efectivo de la gobernación era estrecho comparado con la duración y la consecuente
estabilidad que otorgaba el desempeño de otros cargos nacionales. Para muchos, la
gobernación podía ser el mojón institucional que señalaba la culminación de una carrera;
pero para otros, la gobernación se constituía en el punto de partida de una carrera nacional
que habría de llevar al ex gobernador a intervenir en el sistema de decisiones nacionales.
Pocos gobernadores lograron ejercer el poder presidencial. ¿Hacia dónde marchaban,
entonces, los gobernadores? Quedaba en pie un vínculo importante, una banca en el
Senado Nacional.

El Senado, decíamos, fue pensado como una institución conservadora: su composición,


entre 1880 y 1916, confirmó este propósito; en primer lugar, porque acogía a un número
no desdeñable de ex presidentes. En segundo lugar, el Senado se había transformado en un
recinto que acogía al gobernador saliente, quien, de esta suerte, velaba sobre los asuntos
de su provincia desde ese sitio de preeminencia. Sobre los ciento cuarenta y tres senadores
que registra el periodo 1880 – 1916, sesenta y dos habían desempeñado previamente el
cargo de gobernador.
Los modos de inserción de los ex gobernadores en el Senado Nacional tenían múltiples
expresiones, peor por lo general obedecían al carácter instrumental de las legislaturas de
provincia y al control que sobre estas ejercía el gobernador.

El Senado jugaba un papel semejante al que le asignaba el legislador. Era, en lo sustancial,


una institución que agrupaba a quienes, habiendo concentrado poder y prestigio en una
circunstancia provincial, volcaban esa experiencia y esa capacidad de control en el ámbito
nacional.

El Senado comunicaba oligarquías, las hacía participes en el manejo de los asuntos


nacionales y las cobijaba con la garantía de un mandato extenso y renovable.

El mandato duraba nueve años; una reelección los llevaba a dieciocho años.

Así quedaba consagrada la duración y la permanencia. “Invernada de gobernadores”


llamaba al Senado Nacional un cronista parlamentario.

Capítulo V: El sistema federal

Alberdi proponía una solución federativa para resolver la inserción de las provincias en un
sistema nacional de decisiones políticas. Alberdi y los constituyentes sabían que el
federalismo expresaba una concepción política que intentaba llevar a la práctica una
fragmentación pluralista de la soberanía entre un poder central y un conjunto de unidades
geográficas locales. Esta intención presenta al federalismo como un compromiso entre dos
grupos de valores y de intereses que podían entrar en conflicto, en cooperación, en
autonomía o en subordinación.

Los federalistas enfrentaban uno de los temas básicos: qué medida de centralización de las
decisiones residiría en un órgano central que, por definición, es supremo.

De aquí surgió una primera precisión: -el federalismo expresaba los vínculos más o menos
estables que existían entre unidades políticas independientes o bien traducía una
organización interna que se desarrollaba dentro de las fronteras de un Estado.

La Confederación de Estados merecía una atención particular puesto que este embrión de
federalismo estaba marcado por la precariedad: o la Confederación evolucionaba hacia
formas más centradas de la organización federal interna (como ocurría en EEUU) o
afrontaba el riesgo de su disolución.
-El contraste entre confederación y estado Federal ponía sobre el tapete una segunda
precisión. El uso abusivo de la palabra “federal” creaba confusión y empantanaba al
observador en un lenguaje que no distinguía entre un procedimiento diplomático y un
método derivado del poder político en un estado soberano.

El límite trazado entre la Confederación y el Estado federal provenía, ni más ni menos, de


un principio de legitimidad más profundo que el que portaban cada una de las unidades
federadas: sobre ellas debía preexistir o emerger un vínculo nacional que religara a las
partes mediante la presencia de un pueblo y de un territorio común a todas ellas que fuera
objeto y sujeto de las decisiones. Cuando este proceso constitutivo se ponía en marcha, la
capacidad para adoptar decisiones se reforzaba con medios coercitivos para hacerlas
efectivas en caso de secesión o impugnación de la autoridad nacional. Por eso, el hecho de
que muchas constituciones federales declarasen soberanas a las unidades locales no era
más que una metáfora verbal.

Estas situaciones planteaban el viejo interrogante alberdiano:¿Cómo resolver la


coexistencia efectiva entre dos poderes: el nacional y el local? Alguna exploración sobre el
concepto de dualismo federal puede desbrozar el camino. El dualismo es un medio para
crear o conservar un sistema integrado por dos órdenes de competencia: el orden global y
el orden elemental o particular. En este sentido, el federalismo clásico, tal como se lo
concibió en Estados Unidos, se expresaría mediante un equilibrio entre ambas tendencias:
la periferia controlaría el centro y viceversa.

Los constituyentes obraron sobre la realidad de unidades particulares de carácter


homogéneo y procuraron implantar los resguardos necesarios para impedir dos cosas: la
ruptura del equilibrio dualista y la emergencia de algún estado federado que se apropiara
de los resortes del poder central y ejerciera el liderazgo de la empresa unificadora.

La intervención federal

¿Qué camino recorrieron los argentinos para fracturar el dualismo federal, sobre todo
después de 1880?

Alberdi otorgaba a la Confederación el deber de garantizar a las provincias el sistema


republicano, la integridad de su territorio, su soberanía y su paz interior. A continuación
introducía el derecho de intervención: la Confederación “interviene sin requisición en su
territorio al solo efecto de restablecer el orden perturbado por la sedición”. Dos palabras
serán la clave interpretativa: requisición y sedición.
El Congreso de 1853 dejó escrito el Artículo 6: “El Gobierno Federal interviene (…) al solo
efecto de restablecer el orden público perturbado por la sedición o de atender a la
seguridad nacional amenazada por un ataque o peligro exterior”.

La oposición a esta norma se gestó en Buenos Aires durante los debates que se realizaron
en aquella provincia, que culminaron con una nueva propuesta, luego admitida por la
Convención de 1860. En Buenos Aires, los aires reformadores tenían un franco carácter
autonomista. Buenos Aires adhería a la Confederación con prevención, después de la
derrota que había sufrió en Cepeda, y procuraba institucionalizar los mayores resguardo.
Alberdi y el Congreso de 1853 se habían apartado de la norma norteamericana en lo que se
refería a la intervención federal; los convencionales de Buenos Aires, en cambio, hicieron
gala de mayor ortodoxia hacia ese texto.

Luego de un debate con vigor y calidad, l Artículo 6 quedó escrito de este modo y fue
aceptado por la Convención Reformadora:

“El gobierno federal interviene en el territorio de las provincias para garantir la forma
republicana de gobierno, o repeler invasiones exteriores, y a requisición de sus autoridades
constituidas para sostenerlas o restablecerlas, si hubieran sido depuestas por la sedición, o
por invasión de otra provincia”. Alberdi insistió con su oposición al texto.

La nueva redacción dejaba a salvo el peligro que atormentaba a Sarmiento: sólo debía
intervenirse en las provincias previa requisición de sus autoridades constituidas. Pero la
sentencia introductoria del artículo dejaba un amplio margen para la interpretación. Se
decía que el gobierno federal interviene para garantir la forma republicana de gobierno.
¿Quién decide en qué circunstancias corresponde garantir? Y, por otra parte, ¿Quién es el
sujeto que hace de garante? La ruta quedaba despejada, si no había especificaciones, para
intervenir por Ley del Congreso o por decreto del Poder Ejecutivo. Por estos resquicios el
andamiaje jurídico legaba al poder central una posición dominante para hacer efectiva la
intervención, que los hechos no desmentiran con el correr de los años.

Según Alberdi se trataba de intervenir sin requerimiento de las provincias.

Adolfo Posada, un publicista español que visitó nuestro país en aquel tiempo advertía la
quiebra del dualismo federal en la Argentina. Volvía su mirada hacia el Imperio Alemán, que
se había erigido en el modelo más representativo del sistema federal anti dualista
organizado en torno de un poder unificador y hegemónico. Un Estado federal, escribía
Posada, requiere “cierto equilibrio de fuerzas, que si se rompe, ha de ser en la proporción
en que Prusia rompe el equilibrio alemán, no en la proporción en que la Capital Buenos
Aires rompe, por el momento, el equilibrio argentino”. Severa conclusión: la Capital, que en
el ochenta aparecía como prenda de conquista para el interior, revertía su control sobre el
resto del país.

¿No podrían inducirse de estas observaciones los rasgos de un instrumento de control que
se ejercía desde la Capital y se desplegaba sobre un territorio de más en más dependiente
de un centro político hegemónico? La cuestión exige, ahora, comprobar en qué medida de
la excepción se transformó, con el correr del tiempo, en un hábito ordinario al servicio del
poder central.

La práctica de la intervención:

Una vez sancionada la Constitución, el periodo que se extendió entre 1854 y 1880 estuvo
marcado por la guerra interna entre Buenos Aires y la Confederación y por tres presidencias
que gobernaron desde una provincia hegemónica. La aplicación de una medida excepcional
corrió, pues, paralela con el carácter de los conflictos armados. La intervención federal
cubría con un manto jurídico la marcha de los ejércitos que buscaban imponer, desde
posiciones antagónicas, su concepción del orden y de la integración territorial. Fueron 26
años en cuyo transcurso el Poder Ejecutivo decreto 35 intervenciones y el Congreso
Nacional sancionó por ley la misma medida solo en 5 oportunidades. La intervención federal
sirvió entonces, en la mayoría de los casos, como uno de los tantos instrumentos que
justificaron la voluntad de constituir una unidad política.

A partir de 1880, la intervención federal representará un papel diferente. Persistirá como


instrumento de control, pero ahora, asentada sobre el poder político nacional, la
intervención federal obrará con más parsimonia y según los dictados de gobiernos que
buscaban controlar las oposiciones emergentes dentro y fuera del régimen institucional:
por un lado, la lucha para fundar una unidad política; por el otro, la tarea más rutinaria para
conservar un régimen.

La aplicación menos intensa de la intervención federal corrió paralela con la importancia


del Congreso Nacional como fuente legislativa que la sancionaba. En total fueron cuarenta
intervenciones en 36 años, de las cuales 25 se hicieron por ley del Congreso y 15 por decreto
del Poder Ejecutivo.

En las provincias más castigadas que dan incluidas dos provincias llamadas de oposición
repetida a propósito de su comportamiento en las Juntas Electorales: Buenos Aires y
Corrientes; y otras dos que integraron la coalición de provincias de apoyo permanente
cuyos electores votaron siempre al candidato oficial: Catamarca y San Luis.

Lo dicho basta para señalar que casi todas las provincias estuvieron envueltas en procesos
que dieron lugar a la intervención federal. Estos procesos respondieron a múltiples motivos
en cuanto a su origen, a la iniciativa de la intervención y a sus consecuencias políticas. En
todo caso, el origen de las intervenciones es claro: sobrevinieron, por lo general, cuando en
determinadas provincias se manifestó una situación de conflicto ante la cual el gobierno
federal volcó su poder e influencia para apoyar a las autoridades constituidas o bien a las
oposiciones emergentes.

La sedición y la garantía de la forma republicana de gobierno resultan ser los criterios


básicos para orientar una adecuada comprensión de los procesos intervencionistas. Sin
embargo, la realidad no sugiere una significación tan drástica.

Las acciones intervencionistas generaron consecuencias políticas que permiten explorar


un propósito de control del poder central sobre las provincias. A riesgo de generalizar, las
intervenciones acaecidas a partir de 1880 tuvieron tres tipos de consecuencias: -apoyaron
a las autoridades constituidas,- favorecieron a los grupos opositores comprometidos en el
conflicto e instalaron nuevas autoridades a propósito de un conflicto en donde la
intervención no satisfizo al gobierno provincial ni a los adversarios. En el primer caso el
gobierno federal actuó inspirado por un criterio conservador: repuso o apoyo a los
gobernantes en ejercicio; en el segundo, tomo parte en un conflicto a favor de los actores
que se enfrentaron con las autoridades provinciales; en el tercero, en fin, busco la distancia
de un arbitraje.

Cuando hubo requerimiento, la mayoría de las veces apoyo a las autoridades constituidas;
cuando el gobierno federal intervino de oficio, se invirtió la relación con una diferencia
mucho más acentuada. Quiere decir, entonces, que el carácter reparador o conservador de
la intervención federal apenas cubrió una parcela limitada.

Vistas en conjunto, las experiencias intervencionistas diseñaban una imagen radial: el


centro emitía decisiones imperativas hacia una pluralidad de puntos localizados en la
periferia. Ese centro tenía un carácter político y espacial, representaba el poder nacional y
estaba instalado en la ciudad de Buenos Aires. Sabemos que los presidentes, cuando
afrontaron los procesos intervencionistas, buscaron el acuerdo legislativo eludiendo, por lo
general, la acción por decreto. Pero los presidentes, pese a su carácter predominante, no
obraron solos. La Constitución establecía que “cinco ministros – secretarios tendrán a su
cargo el despacho de negocios de la Nación, en 1898 aumento ese número a ocho. Ministros
que refrendaban y legalizaban los actos del presidente por medio de su firma, sin cuyo
requisito carecían de eficacia. ¿Cuál fue su origen? ¿De dónde provinieron?

Buenos Aires en el Gabinete Nacional:


Ese carácter monárquico del mando republicano suponía centralización y predominio del
ejecutivo sobre un espacio federativo; y ya hemos visto como el orden global quebraba
mediante la intervención el equilibrio que recomendaba la teoría del dualismo federal.

Las relaciones de subordinación perfilaban no solo la fisonomía vertical, sino también una
configuración espacial: al proyecto federal de un espacio integrado entre unidades de poder
equivalentes se yuxtaponía un espacio desequilibrado cuya estructuración impulsaba y
conservaba una ciudad o una región hegemónica.

Ambas palabra exigen una distinción previa. Por ciudad hegemónica entenderemos la sede
del Poder Ejecutivo nacional, es decir, Buenos Aires, la capital de la República desde 1880.
Región hegemónica, en cambio, será la capital y la provincia donde aquélla está instalada.
La provincia de Buenos Aires se constituye así en una unidad directamente vinculada con la
capital en términos políticos, económicos y sociales. De este modo se desmiente el proyecto
del ochenta, consistente en separar una de otra.

De los nueve presidentes que se sucedieron entre 1880 y 1916, cuatro tuvieron origen
bonaerense: C. Pellegrini, Luis Sáenz Peña, M. Quintana y Roque Sáenz Peña; y cinco
provenientes del interior: J.A. Roca, M. Juárez Celman, J.E. Uriburu, J. Figueroa Alcorta y V.
de la Plaza.

Con respecto a los ministros integrantes del gabinete nacional, de un total de 105 para el
mismo periodo, los de origen bonaerense sumaron 52, y los pertenecientes al resto del país,
50; en términos porcentuales, 51 % contra 49 %. A primera vista, una relación de equilibrio
que demanda, por lo menos, tres precisiones complementarias.

En primer término, conviene explorar la distribución por provincias de los cincuenta


ministros de origen no bonaerense. Todas las provincias, a excepción de Jujuy y Santiago
del Estero, estuvieron representadas en los gabinetes, y la provincia que más ministros
reunió fue Salta, hecho importante si recordamos que Salta fue la única provincia no
intervenida.

En segundo lugar, algún comentario sugiere la participación porcentual de los ministros, de


acuerdo con su diferente origen, por rama de ministerio. Las provincias marcaron su
porcentaje de participación más alto en el Ministerio del Interior; mientras que Buenos
Aires trazó las diferencias más fuertes a su favor en Relaciones Exteriores y Obras Públicas.

La región hegemónica en su conjunto fue el suelo de origen de la mayoría de los ministros;


estos, sin embargo, amparados por una legitimidad nacional de la que antes carecían,
revirtieron el control sobre la misma provincia de Buenos Aires. La región hegemónica
producía la clase dominante; la provincia sufría los efectos del dominio capitalino; de la
misma manera como las provincias se plegaban al imperio intervencionista que gestaba un
ministerio donde los hombres del interior hacia mayoría.

Capítulo VI: La clase gobernante frente a la impugnación revolucionaria:

El régimen del ochenta se propuso unificar el ámbito político en un sistema nacional de


decisiones. En este sentido produjo consecuencias inéditas: reivindicó con éxito la
posibilidad de controlar un espacio concebido como un campo de fuerzas sujeto a una
autoridad común; e hizo partícipes a las clases gobernantes locales en un conjunto de
instituciones estables y hasta de reconocido prestigio, como por ejemplo el Senado
Nacional. Nacionalización de los grupos dirigentes y control del espacio nacional: entre
estos dos carriles se desplazó la actividad y se localizó el origen de la clase gobernante que
tuvo acceso al ejercicio de la libertad política.

Orden y espacio: la clase gobernante

Los conservadores que reaccionaron ante los acontecimientos desencadenados por la


Revolución Francesa sostuvieron una concepción del orden semejante a un espacio cruzado
por sistemas de autoridad tradicional: un pluralismo funcional, jerarquizado e inmóvil, con
autoridad dispersa y sin conflicto. El liberalismo clásico, en cambio, defendió la
centralización del poder en pocas instituciones políticas dotadas de jurisdicción y de
competencia restringidas: un Estado racional, una sociedad librada a su dinamismo y a la
libre expresión de la competencia.

Los conservadores proponían la armonía institucional; los liberales, la armonía


espontánea. Los conservadores optaban por un estado de débil articulación en una
sociedad organizada; los liberales, por un estado acotado, de fuerte articulación, en una
sociedad librada al destino del individuo. Los liberales legaron al mundo moderno un Estado
“en forma”, bien dispuesto, donde las divisiones entre gobierno, legislación y justicia
obraría como contrapesos efectivos para apaciguar las pasiones naturales de los hombres.
Los conservadores legaron el interés por el diseño de comunidades organizadas, donde
todas y cada una debían ocupar su sitio, amparados por cuerpos sociales celosos de su
autoridad y de su autonomía.

Entre unos y otros, la fórmula alberdiana Plantó una solución intermedia la cual luego se
plegarían los ejecutores prácticos. Entonces, el orden político debía resultar de un proyecto
histórico que conjugara lo existente, como prenda de rescate, con la racionalización jurídica
proveniente de la vertiente liberal. Lo rescatable no era otra cosa que la autoridad
tradicional afincada en las provincias; lo nuevo: las instituciones nacionales, solucionada la
cuestión capital, bajo la égida del poder presidencial.

La formula rescato de la vieja sociedad los cuerpos constituidos de probada autoridad.

Las guerras civiles enfrentaron a Buenos Aires con el interior. Al fin, luego de las batallas del
ochenta, la paz fue pactada por una fracción de la clase gobernante de Buenos Aires y las
clases gobernantes de la mayoría de las provincias del interior. Este acuerdo traducía la
concepción alberdiana del orden político: la incorporación de los sistemas de autoridad
establecidos en espacios regionales (las provincias) a un régimen político inclusivo
organizado en torno a la magistratura presidencial.

El espacio de origen no era la ciudad ni la comuna. Era, más bien, la provincia: una región,
con una ciudad de cabecera, que representaba un espacio y una población mayor. Durante
el periodo de las guerras civiles, las provincias tuvieron ejércitos; más tarde, los gobernantes
perdieron ese típico atributo de la soberanía externa. La coacción, en su sentido último,
quedó subordinada al poder político nacional, cuyo titular era a la vez jefe supremo de las
Fuerzas Armadas pero, de todos modos, los gobernantes mantuvieron en reserva una
capacidad suficiente para mandar sobre las comunas o segmentos regionales dentro de su
mismo territorio.

Ese fundamento regional de la clase gobernante fue celosamente defendido a medida que
crecía el poder presidencial. El régimen del ochenta ejerció controles efectivos sobre otros
sistemas de autoridad tradicional de carácter funcional. La Iglesia católica, por ejemplo,
perdió dos atributos: la educación y la competencia civil del matrimonio religioso.

Nunca, sin embargo, sufrieron mella los grupos que luego recibirían el mote peyorativo de
oligarquías provincianas. Conflicto, pues, dentro del régimen de las clases gobernantes y no
contra el fundamento sobre el cual reposaba su autoridad.

Esta relación trazada entre dos polos, el sistema de autoridad tradicional en las provincias,
por un lado, y el poder político central, por el otro, tradujo, ante los actores, múltiples
itinerarios de acceso a las instituciones donde se radicaban las decisiones de carácter
nacional.

La clase gobernante cobra, de este modo, un perfil más preciso. Este término comprende
el conjunto de actores que desempeñaron cargos institucionales decisivos y se
jerarquizaron unos con respecto a otros.
Se ha dicho, con razón, que los hombres del ochenta no sólo acumularon cargos políticos,
desempeñaron también otros papeles sociales y fueron, a la vez, en muchos casos, políticos,
propietarios, militares, escritores, historiadores y poetas. Menester es recordad que una
clase gobernante expresa relaciones típicas de la faz pública de la acción social. Tras
aquellas relaciones se mueven otras, pertenecientes al ámbito privado.

Clase gobernante se vincula, al menos con respecto al uso de las palabras, con una
corriente teórica que concibió las relaciones de poder como factores constantes cuya
estructura básica no sufre mayores variaciones, pese a las diferencias de contenido
observables en las fórmulas de justificación. Esta gente representó el mundo político
fragmentado en dos órdenes distantes: arriba, el vértice del dominio, una elite o una clase
política; abajo, una masa que acata y a las prescripciones del mundo; y entre ambos
extremos, un conjunto de significados Morales o materiales que generan, de arriba hacia
abajo, una creencia social acerca de lo bien fundado del régimen y del gobierno .

Las teorías difieren, pero la meta que alcanzan, autores y glosadores, es similar en sus líneas
maestras: será necesaria una elite unificadora que comparta valores e intereses comunes
para asegurar la estabilidad política. Hay intercambio de palabras entre los miembros de
esta familia teórica: clase política, clase gobernante, elite dirigente… y no obstante todas
ellas convergen hacia un mismo tronco.

Es cierto que el régimen comprendido entre 1880 y 1916 parece proclive a ser entendido
a través de una lente elitista, aunque más no fuera por el pequeño número de actores que
participó en los procesos de control y de distribución de poder.

El significado de un ciclo revolucionario

Durante la década que se extiende entre 1880 y 1890, el proceso político estuvo
protagonizado, casi de modo exclusivo, por el Partido Autonomista Nacional, al que
pertenecían los presidentes Roca y Juárez Celman. El partido liberal de Bartolomé Mitre,
derrotado en el ochenta, permanecía marginado de los cargos gubernamentales.

La ruptura de este estado de cosas se produjo en el invierno de 1890. La crisis económica


que desencadenó el ímpetu transformador del gobierno de Juárez, los viejos antagonismos
que permanecían latentes hacía ya diez largos años y los desmembramientos parciales que
aquejaron al autonomismo convergieron, todos ellos, en una coalición opositora en la que
participaron fuerzas políticas de diferente signo: el partido liberal de tradición mitrista; los
dirigentes alejados del tronco autonomista con motivo de las elecciones de 1886; la Unión
Católica y, por fin, un grupo de antiguos militantes, fieles a la tradición populista del
autonomismo bonaerense, donde sobresalían Leandro N. Alem e Hipólito Yrigoyen. A ellos
se sumaron sectores juveniles que fundaron la Unión Cívica de la Juventud. La Unión Cívica
recibió, pues, bautismo de fuego en la Revolución del Parque que contó con el apoyo de
sectores militares.

El noventa significó un cambio cualitativo en el modo de comprender y hacer política. A


partir de aquella fecha el impacto de una impugnación persistente, que se prolongó hasta
promediar la década, reoriento las expectativas de un sector de la clase gobernante y puso
en movimiento otra fórmula política: un principio de legitimidad emergente que
contradecía el que reivindicaron, y luego mantendrían, los fundadores del régimen del
ochenta.

Pero los hechos de armas no fructificaron en victoria. La Revolución del Parque no cerceno
la sucesión constitucional: Juárez Celman se vio obligado a renunciar y Pellegrini asumió la
presidencia.

Esta acción revolucionaria modifica una regla de hegemonía gubernamental que luego fue
suplantada por otra. Después de la Revolución del Parque, la Unión Cívica se fragmentó en
dos líneas opuestas: la Unión Cívica Nacional, conducida por Bartolomé Mitre y la Unión
Cívica Radical con el liderazgo de Alem y Bernardo de Irigoyen. Más tarde, los cívicos
nacionales acordaron con el autonomismo de Roca y Pellegrini el apoyo a una fórmula
integrada por Luis Sáenz Peña y J. E. Uriburu. Los cívicos radicales emprendieron el camino
de la resistencia negando la legitimidad del acuerdo y de las comisiones que lo legalizaron.

Desde entonces, hasta entrado el siglo XX, los cívicos nacionales participaron en cargos
ministeriales y legislativos. Los sectores católicos, por su parte, se identificaron con Luis
Sáenz Peña y no volvieron a organizarse de manera inmediata.

El radicalismo, desde la oposición, participó durante tres años en la lucha electoral.


Interregno significativo en cuyo transcurso el sistema de control electoral sufrió fisuras
parciales por donde se filtró una competencia más abierta.

La Revolución del Parque tuvo carácter urbano, se localizó dentro de los límites de la
Capital y los combates dejaron un saldo de más de 250 muertos y mil heridos. Más tarde, la
revolución se trasladó a las provincias. El gobierno presidido por Luis Sáenz Peña respondió
con tres medidas de control: el estado de sitio, la intervención federal y la rápida
movilización de efectivos militares. El control gubernamental puso a su servicio el
formidable desarrollo de la infraestructura de comunicación. El régimen del ochenta
aceleró la integración del espacio físico: el ferrocarril penetraba en el territorio nacional y
las líneas convergían hacia Buenos Aires. Hombres, armas y máquinas avanzaban al ritmo
de los tiempos. La modernización robustecía la efectividad del mando.
El noventa provocó una ruptura que difiere de la que tuvo lugar diez años antes, en la
misma ciudad de Buenos Aires. El ochenta fue el último episodio con el cual culminaron
procesos históricos tendientes a constituir una unidad política; el ciclo revolucionario
abierto en el noventa, en cambio, fue el primer acontecimiento con la fuerza suficiente para
impugnar la legitimidad del régimen político que había dado forma e insuflado contenidos
concretos al orden impuesto luego de las luchas por la federalización. Los revolucionarios
del parque no discutían la necesidad de un orden nacional, si discutían los fundamentos
concretos de la dominación, el modo como se habían enlazado la relación de mando y de
obediencia y las reglas de sucesión.

Los nuevos arreglos posteriores al noventa se debieron, por el contrario, el hecho de que
el conflicto no alcanzara una solución tajante a favor de unos u otros antagonistas. Esta
circunstancia permitiría entender el acuerdo entre cívicos nacionales y autonomistas. A la
incorporación de un sector al juego de las alianzas gubernamentales le siguió la exclusión
(o la autoexclusión) de otro que emprendía la resistencia: los cívicos radicales de Alem y
Bernardo de Irigoyen.

Por analogía, el mismo conflicto entre incorporación y exclusión habría de repetirse cinco
años más tarde en las filas del radicalismo. Abierto un nuevo proceso sucesorio, que
confirmaría el retorno de Roca a la presidencia, el enfrentamiento entre Bernardo de
Irigoyen e Hipólito Yrigoyen derivó en otra división. El radicalismo intransigente conducido
por Hipólito Yrigoyen optó por la abstención electoral. Los otros, con la dirección de
Bernardo de Irigoyen, buscaron participar de las elecciones y trazaron alianzas con un sector
de los cívicos nacionales y con grupos antirroquistas provenientes del autonomismo. Vano
intento que signó el progresivo ocaso del radicalismo moderado.

Los fenómenos revolucionarios obedecen a múltiples causas. Para el centro de interés de


este trabajo, el trasfondo de los acontecimientos señala tres hechos significativos: la
división de la clase gobernante que medio sus conflictos por medio de enfrentamientos
violentos; el resultado de la lucha revolucionaria que puso en marcha un nuevo tipo de
organización política; y el propósito ideológico de las nuevas oposiciones que ponía en tela
de juicio la legitimidad del régimen.

La crisis de la legitimidad provocada por el ciclo revolucionario del noventa abrevo en


convicciones y en juicios de valor que marcaban una contradicción entre la teoría y la
práctica política. La fórmula emergente rechazaba los procedimientos adoptados para
conservar vigente el control de la sucesión.

El sufragio: fraude y control electoral


En la década del noventa, la oposición externa al régimen levantó la bandera de la moral
electoral frente a lo que ellos llamaban el fraude y la corrupción de los comicios. El régimen
del ochenta practicaba elecciones en el orden nacional, en las provincias y en los municipios.
Se respetaban los periodos de renovación de las autoridades con cuidado y hasta con
prolijidad. Pero todos sabían, gobernantes y opositores, que tras las formas jurídicas se
escondía una realidad harto diferente.

Hecho curioso, las sucesivas leyes electorales, sancionadas desde los orígenes de la
organización nacional, nunca establecieron un tipo de sufragio que calificara al elector
según su capacidad económica o cultural.

La transmutación del voto popular en voluntad gobernante resultaba de un complejo


proceso donde se confundían varios umbrales de control. La cuestión del control electoral
puede condensarse en dos tramos descriptivos. El primero seria sitio de arranque de una
serie de pasos cuyo propósito consistía en gestar el fraude electoral. En un segundo tramo
de control permanecían instaladas las instancias que juzgaban el producto, es decir, las
Asambleas Legislativa a quienes les competía decidir acerca del proceso electoral.

Conviene tener presente tres características básicas del régimen electoral previo a 1912:
el carácter voluntario del voto, la ausencia del secreto en la expresión de aquel y la
aplicación del principio plurinominal o sufragio de lista. Para votar era necesario
empadronarse e integrar un registro electoral. Aquí comenzaban las escaramuzas; la
designación de los integrantes de una Comisión Empadronadora que tenía en sus manos la
confección del Registro era una decisión crucial. Parece razonable suponer, por
consiguiente, que el control del Registro se constituía en la llave del control de los comicios.
En el día de los comicios se instalaban las mesas receptoras de votos. Aquí, la designación
de los escrutadores era, sin duda, otra decisión crucial.

Los denominados comicios dobles evocaban, de algún modo, una situación de


competencia electoral no regulada. Momentos en cuyo transcurso las juntas escrutadoras
volcaban padrones o los electores repetían su voto. Volcar un padrón o vaciar un registro
tenían, pues, un mismo significado. Se trataba, lisa y llanamente, de asignar un voto a un
ciudadano ausente, o presente si se rompían boletas, de acuerdo con una decisión previa
adoptada por la Junta Escrutadora. El sistema podía reforzarse, según las circunstancias,
con la repetición del voto realizada por electores votantes o golondrinas, que sufragaban
varias veces en una misma mesa, o en su defecto, en diferentes mesas de un mismo distrito.
Entrado ya el siglo XX, los procedimientos tradicionales fueron reemplazados por el
comercio de libretas de inscripción y la compra directa de votos. Con el voto comprado se
cerró el círculo del fraude electoral. Todos ellos constituyeron un primer umbral de control.
El segundo umbral de control lo constituye el hecho de que el procedimiento consagrado
por la Constitución traía como resultado que los cuerpos legislativos producían, en los
hechos, a los representantes cuando verificaban los escrutinios. El título de senador
derivaba, en efecto, de la elección practicada por las legislaturas; el título de legislador
provincial provenía de una elección realizada en su distrito que controlaba la misma
legislatura, y los tribunales de provincia juzgaban los abusos a que podía dar lugar esta
elección.

Es decir, el gobierno elector controlaba el sufragio: hacia elecciones y garantizaba la


victoria de los candidatos. A este sistema se le atribuyó el calificativo de fraude burocrático:
una red de control electoral descendente que arrancaba de los cargos de presidente y
gobernador hasta llegar, más abajo, a los intendentes y comisionados municipales,
concejales, jueces de paz, etc.

Los gobernantes electores no actuaron solos. Entre el hipotético pueblo elector y los
cargos institucionales que producían el voto, se localizaba, en una franja intermedia, un
actor político, respetado con esmero por los que ocupaban posiciones de poder y
acerbamente criticado por quienes emprendían el camino de la oposición o de la crítica
moral: el caudillo electoral, quienes actuaron en los distritos, en la campaña y en las
ciudades. Todos los gobernantes dependieron en mayor o menor medida de esos
mediadores.

Esta escala descendente, que en el vértice ubicaba a notables y en la base a los productores
del sufragio, ocupaba un escenario al cual se incorporaban pocos ciudadanos. La
participación electoral parece, pues, un tema indispensable para entender el marco que
rodeó las energías concentradas en el ritual del fraude.

La participación electoral:

Los inmigrantes no se naturalizaban, pero tampoco cesaba una corriente de población


extranjera que se volcaba sobre nuestros puertos y cambiaba la composición demográfica
del país. Así, mientras la sociedad civil se transformaba, el mercado electoral no sufría
cambios análogos. Para Gino Germani “Un hecho esencial es que durante 30 o 40 años, las
personas nacidas en el extranjero era mucho más numerosas que las nacidas en el país. Si
tenemos en cuenta los efectos de la doble concentración y observamos cuál era la
proporción de extranjero en aquellas categorías que más significados tienen para la vida
política ( adultos, varones de más de 20 años) y en las zonas centrales( capital y provincias
del litoral) descubrimos el hecho extraordinario de Que tal proporción alcanzaba entre el
50 y el 70%.En términos electorales esto significaba, que justamente donde mayor
importancia podría tener la participación en el voto, entre 50 y el 70% de los habitantes se
hallaba al margen de su ejercicio legal”.

Así pues, la clase gobernante practicaba elecciones. Sus miembros se enfrentaban y se


dividían entre la recriminación y el conflicto. Pese a ello, por extraño que parezca, se
aferraban a ciertos ritos formales, conservaban la fachada y seguían produciendo el
sufragio. Unos justificaban las cosas y hasta se encogía de hombros. Los justificadores lo
conservaban y a lograr de esta manera mantenían en pie una contradicción ya develada por
quienes impregnaban el régimen y que otros, inmersos en los arreglos de las “situaciones
electorales” no tardarían en descubrir.Fiscales de la falsedad que decantaban un
comportamiento juzgado como erróneo, los reformadores habrían de iniciar, entre viejos e
inéditos conflictos y una sociedad irremediablemente transformada, la marcha hacia el
ocaso de una clase gobernante.

CAPITULO VII - EL ANARQUISMO – JUAN SURIANO.

Influidos por la idea del ascenso social, los trabajadores argentinos conformaron a
comienzos del siglo un incipiente interés de clase. La irrupción de este sector social ha planteado
los límites del régimen político e hizo emerger la cuestión social. En este contexto surgieron el
socialismo, el anarquismo y más tarde el sindicalismo revolucionario, que serían las tendencias
políticas e ideológicas representativas del mundo del trabajo. La emergencia de estos actores
sociales implicó la aparición de nuevas formas de organización y de sociabilidad política y cultural
en las cuales el anarquismo desempeñaría un rol central.

Características del anarquismo: heterodoxia clasista y militancia de urgencia:

Desde 1890 hasta 1910, el movimiento libertario intento elaborar un mundo político, social y
cultural alternativo para los trabajadores argentinos, a partir de la construcción y difusión de
centros de estudio, escuelas alternativas, sociedades de resistencia y de una prensa doctrinaria
cuyo objetivo apuntaba a “cambiar a los individuos” para convertirlos en “hombres libres”. El
anarquismo pretendía educarlos y concientizarlos para arribar a una emancipación universal.
Pero se encuentran con obreros dispuestos a seguirlos y luchar por mejoras que se orientaban a
sus luchas más que a la emancipación. El anarquismo, influido por un fuerte individualismo, se
resistía a ser una mera tendencia obrerista. Pretendía ser más que una agrupación política-
ideológica representativa de los trabajadores y de su discurso emergía una de sus principales
características, una clara Heterodoxia clasista.
Heterodoxia clasista.: El mensaje libertario, exponía su disconformidad con las normas
tradicionales aceptadas por la mayoría de la sociedad como las más adecuadas en un determinado
ámbito, pretendía ser universalista y no clasista. El clasismo implicaba para ellos subordinar al
individuo a otra clase y esta idea era percibida como autoritaria y atentaba contra las libertades
individuales. Esta idea se hallaba arraigada a la idea de libertad absoluta, una libertad que tenía
como objeto hacer feliz al individuo en tanto era un derecho natural del hombre.

La doctrina anarquista era:

-Anticlasista y negaba la idea de conciencia de clase marxista al sustentar su tesis de la


participación política en la voluntad de cada individuo.

-Pone énfasis en las formas de opresión y no en las relaciones con los medios de producción.

-Desplaza la lucha de clases al plano del enfrentamiento más amplio entre oprimidos y
explotadores, como también al ámbito cultural, debido al control del saber por parte de los grupos
dominantes. De esta forma la liberación de los individuos no pasaba por la lucha de clases sino
por su ilustración y educación.

La falta de una mirada clasista de la sociedad dotó al anarquismo de una aspiración de


representatividad universal de los explotados, aproximándose a la idea del hombre desarraigado,
percibido desde una mirada ética y cultural que privilegiaba elementos educacionales,
culturales y morales frente a las caracterizaciones socioeconómicas; el hombre era, antes que
nada, individuo y esta condición adquiría mayor relevancia que la pertenencia a una clase social
determinada, y cuando asumía el ideal libertario se identificaba con el anarquismo y no con el
particularismo de la clase obrera. El posible atractivo de esta cosmovisión en una sociedad como la
argentina parece residir en que la doctrina libertaria no solo brindaba una salida al obrero o al
intelectual marginado de las elites culturales, sino también a sectores que aspiraban a integrarse
a las clases medias, que habían quedado excluidos del proceso de desarrollo. El anarquismo supo
interpretar ese descontento popular, como así también brindar respuestas para el malestar y los
estados de ánimos insatisfechos de los trabajadores en ciudades como Bs.As. o Rosario. Los
anarquistas creían que la frustración de los trabajadores abría un camino de segura adhesión a su
causa; en ese sentido apuntaron a esa zona, explotando muy bien el descontento de los
trabajadores que no lograban alcanzar el lugar ansiado en la sociedad. Sin dudas, la heterodoxia
clasista, de su discurso, fue una de las claves del arraigo anarquista entre los sectores populares
durante los momentos de conflicto. Pero el arraigo logrado fue corto pues no pudieron convertir a
los trabajadores en anarquistas ni obtener éxitos duraderos. La dinámica de su acción práctica le
permitió al anarquismo adaptarse a una sociedad de carácter aluvial, con un mundo laboral
heterogéneo y en constante transformación. De esta forma podían ofrecer respuestas inmediatas
a las demandas de los trabajadores. Simultáneamente, las prácticas anarquistas de este período
asumieron características de una:

-Militancia de urgencia: Por un lado representaba la respuesta a un proceso socioeconómico de


cambios bruscos y acelerados, por el carácter aluvial de una sociedad con altos niveles de
movilidad horizontal y vertical. Situación que genero dificultad en la constitución de una identidad
común de los trabajadores, y a la vez, empujo a los anarquistas a desdeñar la teoría y buscar
respuestas rápidas y contundentes a un proceso tan cambiante. Por otro lado, implicaba
subordinar el pensamiento a la acción y la planificación a largo plazo del proceso revolucionario al
inmediatismo y a la aceleración de los tiempos políticos. El movimiento espontaneo creaba las
condiciones para el progreso del ideal. Esta era la forma de privilegiar la acción por si misma
apuntando la concreción de objetivos concretos que los llevaba a impulsar nuevas acciones
espontaneas. El anarquismo durante la primera década del siglo XX se convirtió en la tendencia
que mejor represento a los trabajadores a quienes les otorgo voz y presencia tanto en el plano
político y cultural como en el social y sindical.

LA ORGANIZACIÓN Y LA DIFUSION DE LAS IDEAS ANARQUISTAS. El anarquismo fue vinculado


tradicionalmente al movimiento obrero. Sin embargo, debe destacarse por encima de la
acción gremial la inmensa actividad cultural, ideológica y política desarrollada por esta corriente
desde grupos, círculos culturales y centros de estudio.

Para este movimiento de carácter individualista y de oposición a la organización partidaria, los


centros y círculos, fue la forma de organización más potable y adecuada a la concepción
espontaneísta e individualista sustentada por el anarquismo. El Circulo era un: Ámbito solidario.
– se brindaba ayuda a los camaradas, y a las escuelas y periódicos. Espacio de educación y
adoctrinamiento integral.- alcanzaba no solo al obrero, tambien a su flia. Y la sociedad. Espacio de
formación de activistas, concientizador y adoctrinador de trabajadores. Ámbito asociativo formal.
– sus integrantes satisfacían allí sus necesidades de vida social. Los círculos anarquistas
comenzaron su actividad hacia fines de 1880. Su objetivo era difundir la doctrina libertaria a
través de la edición de folletos, periódicos y conferencias para ampliar el marco de adherentes y
simpatizantes, realizando giras de propagandas a pueblos y ciudades del interior del país. Hacia el
final del siglo XIX, los círculos se convirtieron en centros políticos y culturales con una propuesta
integral que abarcaba todos los aspectos de la vida social y pretendía ser un modelo cultural
alternativo, se intentaba generar una cultura y una sociabilidad política alternativas. Los círculos
de una relativa importancia fueron: EL CÍRCULO COMUNISTA ANARQUICO – creado por Enrique
Malatesta en 1884. CENTRO DE ESTUDIOS SOCIALES – creado por Héctor Mattei en 1886. Estas
figuras lograron convocar anarquistas que no aceptaban nuclearse en este tipo de instituciones.
Pero cuando Malatesta retorno a Europa los grupos libertarios volvieron a separarse y a
envolverse en posturas ultraindividualistas, contrarias a la organización gremial o política.
Recién en la década de 1890 volverán a formarse centros de relativa importancia. El grupo LOS
ACRATAS, encaro una prolífica actividad editora e instalo una biblioteca. A partir de este
momento, el movimiento libertario modero su individualismo y acepto la organización como una
herramienta para la liberación del individuo. Con la llegada del abogado Pedro Gori y la aparición
del periódico “La Protesta Humana”, reforzaron esta postura. Entre 1898 y 1902 y en forma
simultánea con la sanción de la Ley de Residencia, el Estado de Sitio y el crecimiento y auge
de las actividades libertarias en la ciudad de bs as, el proyecto de la CASA DEL PUEBLO, cuyo
objetivo era de centralizar las actividades anarquistas, resulto una gran frustración puesto que,
naufragó debido a la falta de capitales y por las persistentes divisiones de los anarquistas.

Las Veladas: Funciones culturales y recreativas con un claro mensaje ideológico. Se realizaban en
amplios salones o teatros . Eran de carácter familiar. Se componían de conferencias,
representaciones teatrales, audiciones musicales y bailes familiares La popularidad de las
veladas se dio durante la primera década del siglo XX, atenuada de manera notable el ingresó del
movimiento en su etapa de madurez.

La actividad de los círculos alcanzó su punto más importante en 1904, la mayoría se


concentraba en zonas habitadas por trabajadores, todos ellos desarrollaron una intensa
aunque irregular actividad. Hubo otros tres centros urbanos desde los cuales se expandió la
actividad de los grupos anárquicos, Santa Fe, La Plata y Rosario. A pesar del crecimiento de la
actividad anárquica, en 1907 se intentó conformar una federación de grupos con el objeto de
llevar una nómina de la edición de folletos, centros de enseñanza, bibliotecas, etc. Sin embargo, la
fuerte tendencia individualista de los anarquistas, impidió cualquier posibilidad de federación o
unión. A pesar de este fracaso, la actividad de los círculos siguió en aumento hasta que el gobierno
nacional implemento la dura represión de 1910 en prevención de incidentes durante los festejos
del Centenario. En este contexto, la actividad de los círculos cesó casi por completo.

EL ANARQUISMO EN LOS SINDICATOS. La vinculación del anarquismo con el movimiento


obrero local puede distinguirse dos etapas: PROTOORGANIZACION SINDICAL Y EL ANARQUISMO
MADURO.

- LA PROTOORGANIZACION SINDICAL: Fase que llega hasta el viraje del siglo, caracterizada
por el predominio de las tendencias individualistas contrarias a la organización. El
acercamiento al mundo laboral fue esporádico y desordenado, se limitaron a la acción de
pequeños grupos que se nuclearon por afinidades nacionales y doctrinarias. La mayoría de estos
grupos se limitó al estudio y discusión sin preocuparse por la organización de los trabajadores. En
1885 la situación cambio debido a Mattei y Malatesta, enrolados en el comunismo anárquico,
pregonaron la necesidad de la organización de los trabajadores. Debido a su acción, en 1887, bajo
el liderazgo de Mattei, se conformó la Sociedad de Obreros Panaderos, primer gremio influenciado
por el anarquismo. La partida de Malatesta dejo a los anarquistas locales sin una figura
aglutinadora y, los individualistas volvieron a imponer su voluntad, predomino así una tendencia a
la dispersión y a los agrupamientos solo por afinidad ideológica. Los sectores antiorganizadores se
nucleaban en torno al periódico El Perseguido, repudiaban a las sociedades obreras por
economicistas y retrogradas pues adormecían el espíritu de combate de los trabajadores. La
resistencia a la organización comenzó a quebrarse a mediados de la década de 1890 por
una tendencia heredada de las posturas de Malatesta y por la influencia del Congreso
Anarquista de Nantes de 1894. Así apareció en la Argentina la tendencia organizacionista,
representada por el tipógrafo Antonio Pelliecer Paraire y Pedro Gori, abogado italiano. El núcleo
difusor de esta tendencia seria el periódico La Protesta Humana, desde allí defenderían la
necesidad de organizar a los trabajadores. Esta tendencia fundamentaba la pertenencia a las
masas de trabajadores, ya que éstos eran la mayoría de los desheredados y a ellos y a sus
problemas se les debía prestar atención. Lo pobreza y la explotación no eran elementos
suficientes para provocar la rebelión de los oprimidos, había que organizarlos y ayudarlos a tomar
conciencia de esa opresión y explotación.

EL ANARQUISMO MADURO: Etapa Caracterizada por el predominio de la corriente organizativa


sobre los individualistas. Abarca la primera década del siglo XX. Donde se hizo evidente la cuestión
social obrera: las malas condiciones de vida y de trabajo de la masa trabajadora. La Investigación
publicada por el diario La Prensa en 1901, que jugó un rol determinante en la visibilidad de la
cuestión social. La constante denuncia de los anarquistas y socialistas sentaron las bases de la
lucha por los derechos civiles y sociales de los trabajadores argentinos. Sin perder la impronta
individualista, el movimiento libertario acepta la organización gremial e impulsa la huelga como
principal herramienta de lucha. Su acción en 1901, junto con los socialistas, fue la creación de la
Federación Obrera Argentina (FOA). Sin embargo, la unidad del movimiento obrero duraría poco,
durante el segundo congreso de la FOA, en 1092, los socialistas abandonan la federación y
organizan otra bajo su influencia. Durante 1901 y 1092, se agudizo el conflicto social. Las huelgas,
generan honda preocupación en el gobierno, alarmado por el conflicto, que repercutía
negativamente en la economía agroexportadora, sanciono en noviembre de 1902 el estado de
sitio y la Ley de Residencia. Estado de Sitio- con esta medida el Estado podía encarcelar a los
militantes, cerrar locales y diarios. Ley de Residencia- el Estado con esta medida, arrogaba
la capacidad de expulsar a todo extranjero sospechoso impulsar huelgas o actividades
subversivas. La eficaz represión amparada en estas medidas ahogó el movimiento
huelguístico y debilito al movimiento anarquista. Pero meses después los libertarios se
repondrían de los golpes recibidos y retomaran su acción. A pesar de la represión, la influencia
libertaria entre los trabajadores aumentó, gozando de mayor predicamento que el socialismo. Sin
embargo, de esta fortaleza y de la propia concepción doctrinaria se derivó una actitud sectaria y
aislacionista que sería contraproducente para el anarquismo. Si bien durante el cuarto congreso
de la FOA, en 1904, la organización pasó a denominarse Federación Obrera Regional
Argentina, la sectarizacion anarquista se produjo en el quinto congreso de la FORA (1905) al dotar
a la Federación de una clara orientación ideológica, aprobando la necesidad de propagar el
comunismo anárquico como base de la organización obrera. Esta actitud implicaba la
imposibilidad de lograr la adhesión de otros gremios de otra orientación ideológica. A pesar de la
discrepancia de algunos sectores del anarquismo, la tendencia se mantuvo y ratificada en
posteriores congreso de la FORA. El anarquismo fue la corriente ideológica con mayor
predicamento entre los trabajadores, hasta 1910. Sin embargo, este predominio se derrumbó
a partir de mayo de 1910. La fuerte represión por el gobierno para prevenir incidentes
durante las celebraciones del Centenario de la Revolución de Mayo golpeo duramente al
anarquismo y a su acción. Debieron funcionar en la clandestinidad y cuando la situación se
normalizo el peso en el movimiento obrero ya no era el mismo. No obstante, la FORA rechazó
una propuesta de fusión con la Confederación Obrera Regional Argentina, controlada por el
sindicalismo, que en 1914 reitero la propuesta y tambien la negativa del anarquismo, pero en 1915
la fusión se produjo en el IX Congreso de la FORA, en estas circunstancias, los anarquistas
perdieron la mayoría, pero días después gremios liderados por el anarquismo resolvió desconocer
el Congreso. A partir de aquí el movimiento obrero quedo divido en la FORA del V Congreso, de
orientación libertaria, y la FORA del IX Congreso, con hegemonía sindicalista.

EL ANARQUISMO Y LA POLITICA REPRESENTATIVA: Los anarquistas, junto a los socialistas,


intervinieron de manera activa en la construcción de un espacio de sociabilidad pública para
los trabajadores. Pero, a diferencia de los socialistas, los anarquistas: Se opusieron - a nuclearse
en partidos pues los consideraban autoritarios y restrictivos de la libertad y la autonomía
individual de las personas. Pretendían – organizar la propaganda, tratando de conciliar dos
principios antagónicos: la creación de instrumentos asociativos eficaces en lo político, y el respeto
por la libertad individual de los asociados. Se oponían - a la noción de Estado, a la legislación, la
patria, el Ejército, a las prácticas electorales. Se autoexcluyeron – de un sistema restrictivo y
fraudulento, que comenzaba a convertir a los habitantes en ciudadanos. Postula – otras formar de
hacer política, como la huelga general y la propaganda Percibe – al Estado como instrumento al
servicio de los grupos pudientes y como máximo símbolo de autoritarismo. El Estado, para los
anarquistas, destruye la tendencia de los individuos a la cooperación voluntaria y violaba la
naturaleza de la sociedad en tanto implicaba mandato y autoridad. Estos combatieron los
instrumentos básicos abstractos o reales del Estado, como la Ley, la patria y el ejército. Según su
apreciación: La Ley: no será jamás buenas porque emana desde la imposición. Crea normativas
legalizadoras de la acción del Estado. Subordina a los individuos y regula las relaciones humanas. A
través de la Justicia y la policía, garantiza los intereses de las minorías y la preservación de
la propiedad privada. También critican la idea de La patria: porque con ello el Estado se
Autootorgaba sentido e identidad, construye fronteras nacionales ficticias, se inculca a la
población sentimientos y adhesión a símbolos nacionales manipulados. En este entramado de
ideas y acciones tendientes a reforzar los sentimientos de patria y nación, el rol del Estado al
ejército fue cada vez más importante, y la oposición a la idea de patria se corporizó en su lucha
contra el: El ejército. La oposición a este, se cristalizo con la sanción de la Ley de Servicio Militar
Obligatorio:

-Oposición que se refería a la intencionalidad de convertir al ejército en una escuela de formación


moral y cívica de la juventud.

-Crearon centros y periódicos antimilitaristas cuyo objeto era concientizar a los soldados de no
acceder al Ejército.

Su acción militarista no logro su cometido esta tuvo mérito de originalidad ya que fue una de las
escasas voces discordantes contra el rol del Ejército. El anarquismo se caracteriza a sí mismo como
antipolítico pero, no reniega de la acción política sino de las prácticas políticas representativas
vinculadas con el parlamentarismo y el electoralismo. Su acción política estaba orientada a
destruir al Estado e imponer un orden diferente, basado en una federación de comunas
independientes y autónomas. Criticaban la noción de ciudadanía surgida a partir de la Revolución
Francesa pues el individuo al convertirse en ciudadano había desnaturalizado su condición (el
hombre era anterior al ciudadano) y legalizado el privilegio convirtiendo a la representación en
una ficción legal. Frente a los actos comiciales realizados, la prensa anarquista publicaba duros
artículos denostando el sistema electoral. También el blanco de ataque se orientaba hacia el
socialismo. Aunque la participación electoral obrera era desinteresada, no x influencia de los
libertarios sino x el sistema restringido, los anarquistas temían a la propaganda socialista y por ello
irrumpían en los actos de los socialistas provocando disturbios. Le prestaron escasa atención al
acto electoral y llamaban a los trabajadores a la abstención. Pero el súbito interés por los
comicios cambió debido a la elección del socialista Alfredo Palacios. A pesar a de esta
eventual preocupación x el ingreso de Palacios al Parlamento no ocupo un lugar privilegiado en la
estrategia anarquista. Dado que esto produciría la fuga de votos a los demás partidos políticos que
intervinieron en los comicios, así los anarquistas creían que el sistema electoral argentino
marcharía hacia el fracaso. Sin embargo, la ampliación del régimen electoral por la Ley Sáenz Peña
en 1912 macaría importantes cambio que el movimiento libertario no podría superar.

Suriano, J.: “La crisis de 1890 y su impacto en el mundo del trabajo”

Se conoce como Pánico de 1890 a la profunda depresión que derivó en una crisis
económica y financiera que afectó a Argentina durante la presidencia de Miguel Juárez
Calman.

En la época de Julio Roca, Argentina había tomado crédito principalmente por la


construcción de ferrocarriles, la modernización de la ciudad y el puerto de Buenos Aires.
Lo anterior produjo en 1880 que el país creciera de manera sorprendente con el modelo
agro-exportador, pero las políticas del gobierno del presidente Miguel Juárez Calman
(1886-1890) llevaron a un período de especulación que creó una burbuja financiera. En lo
económico, Inglaterra canalizó hacia Argentina entre 40% y 50 % de todas sus
inversiones mundiales. "La Argentina se halla en una situación tal de dependencia
financiera con respecto a Londres, que se la puede casi calificar de colonia inglesa".

La crisis de 1890 significó un quiebre en las certezas que amplios sectores de la sociedad
Argentina tenían sobre un futuro pleno de bienestar y riqueza y un manto de desánimo y
pesimismo reemplazó y desplomó el optimismo ciertamente exagerado de los años 80 y
los mismos hombres de estado reconocieron esa gravedad.

La severidad de la crisis económica introdujo cambios significativos en el discurso oficial.


Lenguaje el progresismo económico fue reemplazado por una retórica donde las palabras
habituales eran sacrificio y austeridad.

Una crisis que era económica y política pero interpretada por muchos en una clave
moral que ponía en tela de juicio las mismas bases sobre las que se había
construido el Estado moderno.

Muchas fueron las causas del quiebre económico y se puso énfasis en la propia
estructura económica y social y en el comportamiento moral de la sociedad.

Si bien la culpabilidad última de la crisis recaía en los judíos, símbolo del dinero y la
especulación, valores opuestos al “honor, la nobleza, la nación, la religión”, echaba
manto de sospecha sobre otros sectores de la inmigración y, por lógica
consecuencia, en los sectores populares.

Claro que los culpables de la crisis María van de acuerdo a quién formulado el
diagnóstico. Desde el enfoque moral al criticar la vorágine materialista que atravesaba la
sociedad porteña y contraponía la audacia y la falta de escrúpulos imperantes en la
superficial aristocracia local con el escaso valor adjudicado al mérito y la honestidad.
Por otro lado, se sostenía que la riqueza rápida y la excesiva especulación fomentada por
el propio Estado a través de las licitaciones y concesiones, perjudicaba a toda la
población pero particularmente a los sectores más Humildes quienes veían deteriorar sus
salarios y aumentar desproporcionadamente y costo de vida, y enfocado a su crítica en la
indiferencia de los grupos dominantes por la suerte de los sectores más pobres de la
sociedad.

Se alerta sobre el problema de la pobreza, un tema que también fue tomado en


consideración por la prensa que dando un paso más, comenzó a percibir los problemas
provocados por la crisis en el mundo del trabajo.

Se centró sobre el impacto generado por la crisis entre los trabajadores y sus
representaciones ideológicas, políticas y gremiales como en la percepción que
ellos tenían de la misma.

El supuesto central sostiene que la crisis afectó a los trabajadores y a sus instituciones en
varias direcciones:

1. Los trabajadores fueron perjudicados materialmente por el aumento de la


desocupación y por la baja del salario real.

Durante 1891 las obras públicas sugieren una paralización impresionante y se detuvieron
de manera temporal las grandes obras. Las obras públicas y la construcción privada eran
una de las mayores fuentes de ocupación y la paralización de las obras de haber
implicado un incremento de los niveles de desempleo.

Para la coyuntura de la crisis parece incierto que el aumento de la superficie cultivada y


de las cosechas correspondientes puede haber absorbido la desocupación del sector
urbano, suponiendo que quienes perdieron su empleo pudieran acceder al trabajo
agrícola. En el mismo sentido la propia estacionalidad de las tareas agrícolas era un
impedimento para equilibrar la caída del empleo urbano.

Una parte de los trabajadores extranjeros que arribaron a nuestro país entre 1890 y 1893
se encontraban ante la alternativa de quedar varados en el Hotel de Inmigrantes y vagar
por la ciudad a la búsqueda de empleo o aceptar alguna de las pésimas propuestas de
trabajo en el interior del país efectuadas por intermediarios que lucran con la escasez
laboral y la necesidad de los trabajadores.

Los salarios tendían a estancarse debido a la sobre oferta de mano de obra. Las
denuncias de las débiles e incipientes organizaciones gremiales se reiteraron
constantemente.
Las fuentes nos hablan de un abrumante deterioro de las condiciones de vida de
los trabajadores durante los años inmediatos a la crisis desatada en 1890. Se tratan
de aspectos de la existencia de los individuos que no pueden medirse a través de
los datos y se relacionan a la salud, al ocio, a las formas de habitar a las maneras
de percibir la propia existencia, en definitiva, a la calidad de vida. Y en situaciones
de crisis, la calidad de vida puede deteriorarse con suma rapidez y los trabajadores
pueden resignarse a vivir esta situación es como una suma de agravios a su propia
dignidad. El autor se pregunta, ¿cómo medir el salario real en casos como estos?

2. Se interrumpió el ciclo el huelguistico y organizativo del movimiento obrero. Sin


embargo, cuando a partir de 1893 se intensificaron las huelgas y el número de
organizaciones gremiales, se produjo un salto cuantitativo importante en relación a la
década de 1880.

Los datos empíricos sugieren que la crisis de 1890 implicó el aumento de la desocupación
el deterioro de los salarios y un empeoramiento en las condiciones de vida material y en la
calidad de vida de los trabajadores. Aspectos importantes a la hora de analizar el
rumbo de los conflictos obreros el surgimiento y la consolidación de las ideologías
contestatarias durante los años 90, puesto que la intensificación de la explotación
no fue generando un clima de malestar entre los trabajadores que veían frustradas
sus aspiraciones de mejoramiento material.

El mundo de los trabajadores urbanos no era hacia 1890 un colectivo con


identidade de clase. Se conformó en las décadas de 1870 y 1880 en una sociedad con
altos niveles de movilidad social y cuyas características eran escasa dimensión,
heterogeneidad, dispersión, multietnicidad, ausencia de instituciones propias y una
escasa y casi nula organización gremial.

No es casual entonces que durante este periodo caracterizado además por salarios
relativamente altos y un mercado de trabajo demandante, los conflictos gremiales y la
organización obrera hayan sido poco significativos.

A partir de 1885 se crearon los primeros sindicatos. Fueron estos gremios los que
orientaron las primeras huelgas importantes realizadas en Argentina, generalmente en
demanda de aumento salarial, reducción de la jornada laboral y mejoramiento de las
condiciones de trabajo.

En 1889 bajo los primeros síntomas de la crisis, se produjeron varios conflictos en busca
de recomponer un salario que se deterioraba notablemente después del abandono de la
paridad con el oro.

La profundización de la crisis que generó la paralización de las obras públicas, la


caída del empleo en la construcción privada y en algunas zonas de la incipiente
industria condujo, lógicamente, más allá de la disminución del flujo inmigratorio, a
un mercado de trabajo con una importante sobreoferta de mano de obra.

Más de la mitad de los conflictos estuvieron destinados a obtener la reducción de la


jornada laboral y en menor proporción el descanso dominical, la abolición del trabajo a
destajo (modo de contratación laboral en el que se cobra en concepto del trabajo
realizado y no del tiempo empleado) y aumento de salarios.

El crecimiento del movimiento huelguístico no fue sólo numérico sino también cualitativos
tanto en el aumento del número de organizaciones gremiales y la participación creciente
de socialistas Y anarquistas como por el tipo de demandas. El malestar económico y
social provocada por la crisis está en la base de este movimiento de la misma
Constitución de un colectivo con una identidad común, que también se relaciona a
cambios vinculados a un proceso de cierta concentración de la incipiente industria urbana
iniciado en realidad a mediados de los 80.

La crisis profundizó este proceso al afectar y provocar el cierre de numerosos talleres y


fábricas pequeñas cuya consecuencia inmediata fue una disminución de establecimientos
industriales y el aumento de asalariados.

Este proceso de transformación industrial, sumado al crecimiento de la actividad gremial,


condujo a los patrones a la necesidad de imponer la disciplina colectiva de los
trabajadores en los lugares de trabajo que implicó la generalización de los reglamentos.
En ellos se especificaban las reglas de los trabajadores debían observar durante la
jornada laboral como el respeto de los horarios de entrada y salida, prohibiciones, multas
y despido por incumplimiento de los reglamentos.

Esta situación implicó el aumento de la coerción y la explotación que potenció la


actividad sindical y el crecimiento y la redefinición de los grupos de izquierda que
operaban en la sociedad urbana de entonces.

3. La transformación más relevante se relaciona el crecimiento y cierta madurez


alcanzada por las representaciones político-ideológicas de los trabajadores. Esto hace
referencia a los cambios sustanciales producidos principalmente en el socialismo y
también, aunque en un plazo más largo, en el anarquismo.

La crisis tuvo el efecto de una divisoria de aguas en una izquierda que durante la década
del 80 estaba compuesta por pequeños grupos anarquistas y socialistas, integrados casi
exclusivamente por activistas extranjeros que estaban insertos en una sociedad donde los
extranjeros eran la mitad de la población y trasladaban aquí sus “polémicas” europeas,
Pensando escasamente en la transformación de la sociedad argentina aunque ya en ese
momento anarquistas y socialistas comenzaban a disputarse el control del embrionario y
pequeño movimiento obrero.

Los efectos de la crisis y el aumento del consecuente malestar obrero provocaron entre
los dirigentes de ambas tendencias una mutación en las formas de interpretar la sociedad
argentina. Esa transformación en la interpretación incidiría sobre el proceso de
organización gremial y político en tanto estos grupos comenzarían a manifestar un cierto
arraigo en el mundo del trabajo.
El autor tiene la impresión de que en 1890 es un año clave en la formación y
configuración del movimiento obrero argentino fuertemente cosmopolita, moldeado
por anarquistas y socialistas.

Puede decirse que la crisis (y la revolución del 90) produjo una primera
aproximación a la “nacionalización” del movimiento obrero no en el sentido de
llevar adelante reformas republicanas, sino en el descubrimiento de las
peculiaridades de la sociedad local y en la necesidad de trascender el marco de
organización étnico-nacional.

Hacía 1894 los grupos socialistas estaban compuesto casi exclusivamente por obreros
inmigrantes, generalmente trabajadores calificados y autodidactas. Ese año se produjo un
cambio fundamental en el campo socialista al aparecer “La Vanguardia” y al incorporarse
una buena cantidad de intelectuales y profesionales argentinos como Juan B Justo,
Leopoldo Lugones, José Ingenieros o Roberto Payró.

Cuando en 1894 se reinició la actividad sindical los anarquistas dieron un paso importante
hacia la organización y se lanzaron a constituir las sociedades de resistencia, alentados
también por algunas circunstancias externas.

ENTONCES: La crisis del 90 fue un punto de inflexión en la constitución del movimiento


obrero e implicó un fuerte impacto en las ideologías contestatarias de este periodo que en
cierta forma nacionalizaron su discurso y su acción. El malestar provocado por la baja de
los salarios el deterioro de las condiciones de vida, la merma de oportunidades y el propio
quiebre en la creencia del progreso continuo generaron las condiciones, una vez
efectuado los efectos de la crisis para que socialistas y anarquistas se lanzaran a
convencer a los trabajadores de que podían luchar por sus derechos y convertirse en
protagonista del proceso social y político.

Pero la forma en que llevaron adelante esta iniciativa fue absolutamente divergente pues
mientras los socialistas pusieron énfasis en la construcción de un partido político, Los
anarquistas centraron su acción en la organización gremial y se opusieron de manera
tajante a la lucha política parlamentaria. El socialismo efectuaba una lectura de la realidad
social, política y económica local mucho más sofisticada y profunda que el anarquismo,
sin embargo, Al privilegiar como forma de mejoramiento obrero la participación electoral,
incluía la nacionalización de los extranjeros para convertirlos en ciudadanos, subordinaron
la lucha gremial a la política partidaria. Los anarquistas en cambio, a pesar de su mirada
arcaica y esquemática de la sociedad, supieron interpretar con su lenguaje cargado de
emocionalismo, el descontento popular. Y una vez lanzados organizar sindicatos lograron
un éxito, aunque efímero, notable, y sacaron provecho de la frustración de las
expectativas de mejoramiento material de los trabajadores inmigrantes.

En este punto se podría afirmar que los trabajadores extranjeros eran más proclives a la
lucha gremial para satisfacer reivindicaciones inmediatas que a nacionalizarse y participar
de una incierta contienda electoral para obtener leyes de mejoramiento social.

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