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El escenario internacional: en el mundo existía la idea que era necesaria la participación política de
los sectores anteriormente marginados. La mayor parte de los observadores argentinos coincidía
con que la intensificación de las relaciones con Europa no implicaba que el modelo social europeo
pudiese trasplantarse aquí. El país se había modernizado, pero no se había industrializado. El marco
intelectual de los socialistas argentinos estaba influenciado por la 2° Internacional. En tiempos de
Marx, la vía democrática para llegar al poder era inconcebible, puesto que se suponía que para llegar
al poder era imprescindible una revolución violenta. Pero el programa de la 2° Int. (1891) incorporó
la política socialista a la democracia: el socialismo podía alcanzarse a través de la política electoral
democrática y representativa. Ahora las leyes de la evolución natural se ocuparían de disolver las
prácticas e instituciones arcaicas, mientras que la propia dinámica del capitalismo produciría una
mayor concentración del capital, dando lugar a un crecimiento de la masa de trabajadores
desposeídos que serían el motor del avance del socialismo. Los socialistas estaban convencidos de
la inevitabilidad histórica del proceso que llevaría al triunfo de sus ideas.
La variante argentina: la principal figura del socialismo argentino fue Juan B. Justo. Era un profundo
conocedor de Marx que creía que el pueblo argentino no “estaba hecho” y que la Argentina era una
sociedad en desarrollo, pero que todavía estaba inmadura. Justo y los socialistas argentinos se veían
a sí mismos como los constructores de una tradición de reforma en el país, pero al mismo tiempo,
como protagonistas de una ruptura con el pasado, y sosteniendo que el colonialismo español había
interferido en el curso normal del desarrollo. Si bien Argentina estaba preparada para ser una nación
desarrollada, algunos resabios, como los caudillos locales, contaminaban las instituciones
republicanas. La debilidad de los sectores subalternos les impedía actuar como agentes autónomos.
La misión de los socialistas era contribuir al desarrollo de las instituciones republicanas, para que
estas se transformaran en herramientas útiles para la aplicación de políticas racionales. Otro
objetivo era fomentar la redistribución de la tierra, para limitar la influencia de la oligarquía. Justo
se consideraba como heredero de la tradición del activismo político, que en otro tiempo habían
encarnado M. Moreno y J. B. Alberdi., y como continuadores de las ideas revolucionarias de Mayo,
y donde los sectores populares tendrían la mayor de las relevancias.
Los socialistas tenían que oscilar en un delicado equilibrio, puesto que por un lado debían promover
cambios, y por el otro, no podían promover cambios que no tuvieran en cuenta la transformación
material de la Argentina. Su concepción reformista los alejaba de la violencia política, acatando las
leyes republicanas existentes, por muy obstaculizadoras que fueran.
Sí la sociedad argentina era “inmadura”, los socialistas debían contribuir a la madurez, estimulando
a los trabajadores a desarrollar el hábito de la lectura, las buenas costumbres, el trabajo duro y las
buenas costumbres. En cuanto a la inmigración, sí bien muchos socialistas la apoyaban porque
contribuía al progreso, no veían con buenos ojos la propensión de los inmigrantes a mantenerse
unidos y negarse a la asimilación. Si los inmigrantes no se integraban y se resistían a aprender el
idioma, simplemente agravaban las fisuras que existían en el país. La inmigración, para ser positiva,
debía integrarse al resto del cuerpo social.
- Los sindicatos: que estaban restringidos a las fuentes de trabajo del país y divididos por
especializaciones. Poco a poco fueron abarcando un conjunto de miembros más heterogéneo e
instruyendo a los trabajadores en el hábito de la organización colectiva. A pesar de ello, todavía eran
limitados y según los líderes socialistas, no contribuyeron demasiado a la formación de identidades
de clase. Además, los propios socialistas trataban de limitar a los sindicatos, ya que sólo se
preocupaban de los asuntos laborales, sin extenderse a otros ámbitos, como la cultura y la sociedad
(en otras palabras, sólo les interesaba un mejor sueldo). A principios del siglo XX, la influencia de los
anarquistas y los sindicalistas apartó a los sindicatos del socialismo. La huelga general siempre fue
denostada por los socialistas, considerándola demasiado extremista y alejada del reformismo. Esta
postura tibia sería muy perjudicial para el futuro del socialismo argentino.
- La reforma agraria: la concentración de la tierra era una gran preocupación de los socialistas y
querían que los arrendatarios se transformaran en pequeños propietarios., pero no querían que los
arrendatarios ocuparán las tierras de forma unilateral, sino gradualmente. La situación de los
arrendatarios hizo eclosión en 1912, en Santa Fe y Bs. As., debido a la excesiva presión rentista.
Conocido como Grito de Alcorta, el movimiento formaría la Federación Agraria Argentina (FAA). Los
socialistas, y especialmente J.B. Justo, tuvieran una relación estrecha con el movimiento, que no
terminó por materializarse debido a que los arrendatarios sólo buscaban mejores condiciones
contractuales, y no modificar las relaciones de propiedad vigentes.
- Cooperativas: eran asociaciones libres que tenían por finalidad la ayuda mutua, y que se
encontraban por fuera de los lugares de trabajo. Las cooperativas complementaban a los sindicatos,
instruyendo a los trabajadores en una dimensión diferente de la lucha de clases y liberando a los
trabajadores del espíritu contestatario de los sindicatos. Las cooperativas también brindaban
instrucción, permitiendo que los trabajadores desafiaran a los monopolios capitalistas y se
prepararan para tareas directivas. Las cooperativas cubrieron un amplio espectro, siendo la más
conocida el “Hogar obrero”, creado en 1905. Los socialistas también esperaban que los productores
rurales fundaran cooperativas agrícolas, pero no tuvieron éxito.
El campo electoral: el campo más importante de la lucha colectiva era el ámbito electoral. La
participación en las luchas parlamentaria sestaba dirigida a utilizar las leyes para pavimentar el
camino al socialismo. Se esperaba que los trabajadores votarán a los socialistas porque eran
trabajadores: la ubicación del votante en el proceso de producción determinaría sus preferencias
electorales. La democracia fraudulenta previa a 1912 no impidió la participación del PS en las
campañas políticas. Muy a su pesar, el PS respetaba las reglas de juego. Cuando en 1896 se
bosquejaron los primeros 6 puntos del programa del partido, todos estaban vinculados a temas
económicos y laborales. La reforma electoral estaba al final de la lista.
La actividad siempre se limitó a la Capital federal, y luego a los otros centros urbanos. La dificultad
para expandirse a las zonas alejadas, se debía supuestamente al atraso de las mismas. Por cierto, el
PS tenía una organización demasiado centralizada, que dificultaba la acción regional; todo debía ser
autorizado por el Comité Ejecutivo de Bs. As. El fraude y la corrupción no impidieron que Alfredo
Palacios, gracias a una tímida reforma impulsada por Joaquín V. González, llegara al Congreso como
representante de La Boca en 1904, aunque luego no pudiera renovar el mandato.
El Partido Socialista y sus límites: el PS es un ejemplo de lo que le pasa a los partidos reformistas. La
ley Sáenz Peña benefició a quienes no habían participado de sistema de elecciones fraudulentas (la
UCR) y perjudico a quienes no se enfrentaron al sistema, como fue el caso del PS. El partido no logró
transformarse en le portavoz de la clase obrera, aunque dejó elementos positivos, como el
cooperativismo. La decepción sufrida los llevó a ser muy críticos con la sociedad argentina,
definiendo a la democracia argentina como “inorgánica”, ya que si bien el voto era libre, las
elecciones no lo eran, porque los electores no habían desarrollado una autentica cultura política.
Paula Alonso La política y sus laberintos: el Partido Autonomista Nacional entre 1880 y 1886
El Partido Autonomista Nacional (PAN) fue el partido único durante esos años. Intentamos Lograr
una mayor compresión de la política del periodo mediante el estudio del partido. Cada revolución,
cada intervención federal, cada transacción nacional que se llevaron a cabo en esos años fueron
producto de la dinámica intrapartidaria, años de la fundación y consolidación del partido y años de
afianzamiento y construcción del Estado nacional.
Distanciarnos de una historia política que muchas veces ha pretendido ser nacional pero que ha
tenido un fuerte sabor porteño y ha escasamente reparado en el componente federal de la
Constitución y sus implicancias para la política. La forma en que los gobiernos nacionales eran
forjados antes del advenimiento de partidos políticos organizados. El presidente se encontraba a la
cabeza de la principal facción dentro del partido, torcer la política nacional a su favor. El PAN
constituye una puerta de entrada a la naturaleza de la política nacional.
El juego de la política nacional de estos años estuvo en parte marcado por el diseño institucional,
tanto el de la nación con el de las provincias. El sistema federal y la elección indirecta del presidente
otorgaban un rol fundamental a los gobernadores de provincia, quienes por lo general controlaban
la política en su distrito garantizando la representación en el Colegio Electoral. Con sus recursos
institucionales, administrativos y militares, el presidente se encontraba en posición de ejercer gran
influencia sobre quienes digitaban la política provincial y a quienes a su vez necesitaba para
controlar la política nacional, la representación en el Congreso y la sucesión presidencial. El
principio constitucional de no reelección en términos consecutivos exacerbaba la ambición del
presidente en ejercicio por imponer su sucesor, con la esperanza de que al término de su mandato
le devolviera el favor. Si bien el presidente era el principal elector, no era el único, cada aspirante a
la sucesión se encargaba de montar su propia base de poder nacional.
El PAN consistió inicialmente en la liga de gobernadores que llevo a Roca a la presidencia en 1880,
compuesta por todos los gobernadores provinciales, con la excepción de Corrientes y Buenos Aires
que apoyaron la candidatura de Carlos Tejedor. Era una alianza integrada principalmente por
dirigentes del viejo Partido Federal de Justo José de Urquiza y el Partido Autonomista de Adolfo
Alsina. La liga se había formado por conexiones familiares de Roca en algunas provincias, contactos
que había forjado en su carrera militar, y en su cargo como Ministro de Guerra (1878-1879) y
mediante los trabajos de su concuñado, Miguel Juárez Celman desde Córdoba. El PAN pudo contar
con las 14 gobernaciones provinciales durante toda la década de 1880.
Entre 1881 y 1885, existieron cuatro ligas principales, que se redujeron a dos seis meses antes de
las elecciones de abril de 1886. La segunda liga en importancia era la del gobernador de Buenos
Aires, Dardo Rocha (1880-1884). Según Roca, Rocha le debía la gobernación de la provincia, la cual
había sido una retribución al apoyo de este porteño a una campaña electoral liderada por
provincianos. Rocha estaba impaciente por asegurarse la próxima presidencia, rivalidad con el
presidente, contaba con el Banco de la Provincia de Buenos Aires, el más poderoso del país, Buenos
Aires siempre había tenido un liderazgo histórico, y con recursos similares a aquellos con los que
contaba el presidente para cementar redes de alcance nacional. El roquismo no consiguió hacer pie
en un mundo porteño en el que nunca se sentiría cómodo. El objetivo principal de la administración
de Roca era la construcción y la consolidación del Estado, resultaba inconveniente, según él, que un
porteño gobierne la Nación, para la seguridad misma y definitivo afianzamiento de su organización
y autonomía conquistadas a costa de tantos sacrificios.
La tercera liga era la de Juárez Celman, concuñado de Roca, gobernador de Córdoba (1880- 1883) y
senador nacional (1883- 1885). Juárez Celman evito antagonizar excesivamente con Roca. Juárez
Celman había sido uno de los pilares de su campaña presidencial, pero hacia 1882 ambos políticos
ya se encontraban distanciados. Y si inicialmente las ligas roquista y juarista habían tenido limites
imprecisos, pronto comenzaron a diferenciarse y a rivalizar entre ellas. Roca finalmente le abriría
el camino a la sucesión hacia las fuerzas de Juárez Celman, el hecho de que lo hiciera hacia el final
en lugar de al principio de su administración le otorgó un gran dinamismo a la política de esos años,
puesto que hasta último momento nadie sabía con certeza por quien se inclinaría el gran elector.
La liga de alcance más limitado era la del ministro de Relaciones Exteriores (1880- 1881) y del Interior
(1881-1884) de Roca, Bernardo de Irigoyen, mantuvo la esperanza que el presidente lo designara su
sucesor.
La interacción de estas ligas dentro del PAN provoco una serie de conflictos nacionales, algunos
emergieron al ámbito público y otros se solucionaron por medio de negociaciones privadas, a cuál
de las cuatro ligas nacionales, iba respondiendo el gobernador de turno en cada provincia. Hubo
momentos de tensión entre las distintas ligas, elección de confrontación abierta, una intervención
federal, una revolución, un asesinato o un juicio político.
El PAN disto de ser una organización con una estructura jerárquica y centralizada como de consistir
en un sistema de constelaciones de poder en el que el presidente ejercía un inobjetable dominio.
La dinámica política fue de aguda competencia interna entre las distintas ligas rivales que lo
conformaron, principalmente entre las ligas de Roca y Rocha. Nos aleja de nociones de imposición
presidencial fácil y sistemática sobre las provincias. Nos distancia de la supuesta cooperación,
circulación o rotación entre miembros de una elite que se cedía mutuamente los turnos a los cargos
electivos dentro de un arreglo pacífico, y nos provee de un contexto político donde asentar los
rasgos institucionales de un régimen, analizado en el clásico trabajo de Natalio Botana.
En Buenos Aires, Mendoza y San Luis, cada liga mantuvo su dominio durante todo el periodo. En
Buenos Aires el poder del rochismo resulto inalterable, no solamente durante la gobernación del
mismo Rocha, sino también durante la de su sucesor Carlos D’Amico, Buenos Aires voto en contra
de Juárez Celman en 1886. Mendoza y San Luis se mantuvieron dentro de la liga roquista. En las
provincias donde la competencia interliguista fue más intensa, se dieron acuerdos protagonizados
por el presidente, quien actuó de árbitro en las disputas provinciales y de garante de los convenios
alcanzados. En La Rioja, convivían la liga de Roca y la de Juárez Celman, firmaron un acuerdo escrito
donde acordaron ejercer en forma alternada el poder provincial. Jujuy permaneció aliada al
presidente Roca. En Córdoba, las principales tensiones tuvieron lugar entre los círculos juarista y
roquista, Roca quería que se le entregue la gobernación a Olmos y así fue, pero las fuerzas juaristas
lo harían caer mediante un juicio político en 1887. En Santa Fe, Roca logro mediar para arrebatarle
la provincia a la liga de Irigoyen, aunque esta mantendría su habitual autonomía frente a la política
partidaria del presidente. La política santafesina sufrió un sacudimiento interno con la muerte de
Iriondo (caudillo) en 1883 y la de Servando Bayo en 1884. Mientras que el gobernador Manuel María
Zaballa y los herederos de Iriondo apoyaban a nivel nacional la candidatura presidencial de Bernardo
de Irigoyen. Roca frenaría toda actividad partidaria contra Gálvez y le garantizaría su apoyo para las
elecciones a gobernador, Gálvez se comprometía a apoyar a Juárez Celman en las elecciones
presidenciales.
Los grupos opositores provinciales que a nivel nacional respondían a distintas ligas dentro del PAN
median sus fuerzas en los comicios. En cuatro provincias la rivalidad interliguista origino conflictos
graves: intervenciones federales, revoluciones y asesinatos en Santiago del Estero, Catamarca,
Corrientes y San Juan. Santiago del Estero en 1882 cuando compitieron las ligas de Rocha y Roca,
finalmente resulto victoriosa la liga de Juárez Celman, una intervención federal orquestada por los
roquistas en 1883 dejo en sus manos en el gobierno provincial y en 1885 una revolución devolvió a
los roquistas el gobierno luego que el gobernador entrara en negociaciones con Rocha. Entre Ríos
cuando las ligas roquista y juarista inicialmente enfrentadas se unieron, Tucumán cuando fue
derrotada la liga de Juárez Celman. En Corrientes, Roca protagonizo un acuerdo que culminó con la
elección de Derqui a la gobernación en 1883, sostuvo con fuerzas nacionales al gobernador cuando
una revolución provincial intento derrocarlo en 1885. En San Juan, la competencia interliguista tuvo
por consecuencia el asesinato de Agustín Gómez.
El objetivo del presidente Roca era mantener unido al partido a pesar de sus rivalidades internas
y evitar que las elecciones presidenciales de 1886 resultasen en una competencia abierta. Rocha e
Irigoyen abandonaron oficialmente al PAN para sumarse a Partidos Unidos, el rochismo y el
irigoyenismo se encontraban ya debilitados y sus fuerzas ni aun unidas con otras representaban
amenaza alguna. Su otro objetivo era minimizar la influencia de Rocha evitando que las provincias
cayeran bajo el dominio de su liga, logrando en lo posible quedarse el mismo con el control directo
sobre la situación de cada una o resignándose al mal menor: que estas pasaran a la órbita de
influencia de Juárez Celman. La capacidad del presidente de interferir en los asuntos provinciales y
el grado de intervención vario de provincia en provincia, eligió la cooptación y la negociación, en
Buenos Aires su poder fue nulo. Roca restringió el uso de la violencia o la gestación de revoluciones
para cambiar desde la presidencia la situación política de las provincias. En Corrientes, Roca coloco
a los revolucionarios en el gobierno provincial. El presidente prefirió influir en la política de las
provincias mediante su apoyo a un gobernador o a una facción local.
Santiago del Estero, Corrientes y Jujuy son los tres casos en los que una situación adversa se resolvió
en forma más satisfactoria para Roca. Buenos Aires, los intentos de minar la base política de Rocha
con la organización de un partido autonomista leal al presidente resultaron infructuosos. Entre Ríos,
San Juan, Catamarca, Córdoba, La Rioja, Salta y Tucumán terminarían dentro de la esfera de dominio
de Juárez Celman.
Fue la política nacional del nuevo gobierno, sus fines y sus medios lo que dicto el curso de acción
del presidente en relación con la política intrapartidaria, el triunfo de esta última debe medirse en
relación con los objetivos establecidos en la primera. El gobierno de Roca se presentó como la
administración que venía a garantizar la paz e imponer el orden, único responsable de haber
resuelto el problema de la nacionalidad argentina con la federalización de Buenos Aires, de haber
cambiado los hábitos políticos y de haber hecho la paz. Uno de los principales roles del PAN era
mantener la paz. El PAN era el laberinto a través del cual las ligas rivalizaban y las transacciones se
acordaban, mantenían o traicionaban, solo excepcionalmente se utilizaron mecanismos como la
intervención federal o el amparo a una revolución. La unidad del partido y la paz en las provincias
eran metas de su administración, para lograrla tuvo que resignarse a perder su influencia y dejarla
caer en la liga de Juárez Celman (Entre Ríos, San Juan, La Rioja), renunciar a revertir una situación
adversa (Buenos Aires) o abstenerse de disolver una situación provincial autónoma (Santa fe y Salta.
El PAN fue el principal instrumento mediante el cual ansiaba la paz, hizo frente a un desorden,
asegurándose la conformación del gobierno nacional y las bases políticas del asentamiento del
Estado nacional.
LILIANA BERTONI “PATRIOTAS COSMOPOLITAS Y NACIONALISTAS”
En los años anteriores se habían formulado proyectos para estimular la naturalización corolario
deseable de la política de fomento a la inmigración. A pesar de las amplias posibilidades de
naturalización contempladas desde 1869 por la Ley de ciudadanía, eran pocos los extranjeros que
se naturalizaban. Los extranjeros decidían permanecer como tales. Preocupó la progresiva
conformación de vastos conjuntos de residentes extranjeros y la existencia de una parte cada vez
más numerosa de la población que estaba al margen, sino de la vida política, del sistema formal de
participación. Luego de la revolución del 90 otros lo atribuyeron a la escasa predisposición de la
elite política local a facilitar la naturalización. La actitud encubría el rechazo a una apertura
electoral o la negativa a democratizar la vida política. Sin embargo, muchos extranjeros
manifestaron interés y participaron en la vida política argentina a través de canales informales.
Otros adaptaron posturas nuevas y se inclinaron a generar un amplio movimiento de
nacionalización de la sociedad que incluía la naturalización de los extranjeros, una naturalización
amplia y rápida aun eliminando el acto de libre elección. Esto resultaba preferible a la
consolidación de enclaves de otras nacionalidades. Los dirigentes locales sospecharon que la
naturalización acarrearía la constitución de grupos políticos rivales nutridos en las colectividades.
Había una amenaza bajo la forma de cosmopolitismo: una sociedad nacional laxa que aceptaba la
existencia de varios idiomas y de múltiples tradiciones culturales donde se rendía culto a todos los
héroes y a todas las patrias. Se creía que esa heterogeneidad impedía llegar a ser plenamente una
nación. El congreso se preocupa de q el extranjero que asimile a esta tierra sea afecto a la
nacionalidad argentina. Se atribuía a que a todos los extranjeros se hagan argentinos.
La república restrictiva, tal como surge de la fórmula alberdiana, no definía ningún medio
práctico para hacer efectiva la representación. Pareciera como si el legislador hubiese
apostado a favor de la prudencia natural que se desprendería de los notables habilitados,
en virtud de la educación, el poder y el prestigio, para ejercer la libertad política. Sin
embargo, Alberdi no se hacía ilusiones: confiaba en el valor ordenador de las nuevas
instituciones pero al mismo tiempo tenía un razonable pesimismo acerca de la
implementación de un orden constitucional.
De todos modos, el acto de seleccionar los medios prácticos que habrían de regular las
acciones políticas dentro de los límites de la república restrictiva, ya no correspondía al
legislador sino el hombre político o de los acuerdos de los individuos y clases que
detentaban posiciones de poder y de los que querían ascender a ellas.
Ante una propuesta restrictiva, había que legitimar “con hechos” una estructura de papeles
políticos dominantes y una regla de sucesión. Para ello, había que construir una base de
dominación efectiva. Esta fórmula operativa cobró verdadera relevancia a partir de los 80
y perduró hasta la reforma política de Roque Sáenz Peña, en 1912. No es fácil entender el
principio básico que gobierna esta fórmula pero quizás resulte posible derivar una hipótesis
del diálogo interior que entabla el mismo, Alberdi entre, su personalidad de legislador que
define mediante normas una fórmula prescriptiva y, por otro, su dimensión de sociólogo,
observador de la realidad que descubre una fórmula operativa subyacente.
El control de la sucesión:
Las observaciones de Alberdi, en tanto sociólogo, son fruto de una crisis y una experiencia
política fallida.
En 1879, Alberdi, regresa al Río de la Plata tras cuatro décadas de ausencia; viene dispuesto
a hacerse cargo de una banca de diputado nacional por Tucumán en circunstancias en que
impera un clima de violencia. Tras el enfrentamiento entre Avellaneda – Roca y Tejedor, por
una extraña paradoja, Alberdi no votará esa ley de federalización de Buenos Aires que
preconizaba como indispensable desde 1859.
Durante el verano que sigue a los sucesos del ochenta, surge en Alberdi la necesidad de
explicar los acontecimientos (cita pág 67) , en el cual se puede ver un cambio radical de
significado del lenguaje tradicionalmente utilizado para describir una situación de república
electiva. La combinación de la forma republicana con el principio electivo de gobierno
puede adoptar múltiples traducciones institucionales, pero ambos principios imponen,
desde su particular perspectiva, una distinción tajante: la república distingue entre la esfera
pública y la esfera privada, protegidas por toda una red de derechos y garantías que se
estipulan de modo explícito. Si la república opta por la elección proveniente de una realidad
llamada pueblo, una segunda distinción se sumará a la primera: el soberano, o entidad
donde reside el poder de designar a los gobernantes, es causa y no efecto de la elección de
los magistrados. El elector, por consiguiente, tiene una naturaleza política diferente de la
del representante, este último depende del elector, el cual, por una delegación que va de
abajo hacia arriba, controla al gobernante que él mismo ha designado. Hasta aquí los
argumentos teóricos.
La realidad que se había gestado durante las presidencias anteriores al ochenta demuestra
lo contrario y convoca al observador a expresar un lenguaje inédito que mantiene las
palabras tradicionales con significados opuestos. Habrá siempre electores, poder electoral,
elecciones y control, pero los electores serán los gobernantes y no los gobernados, el poder
electoral residirá en los recursos coercitivos o económicos de los gobiernos y no en el
soberano que lo delega de abajo hacia arriba, las elecciones consistirán en la designación
del sucesor por el funcionario saliente, y el control lo ejercerá el gobernante sobre los
gobernados antes que el ciudadano sobre el magistrado.
Por consiguiente, según Alberdi, la fórmula operativa del régimen del 80 era una sistema de
hegemonía gubernamental que se mantenía gracias al control de la sucesión. Este control
constituye el punto central del cual depende la persistencia de un sistema hegemónico.
Hacer un régimen consiste, entre otras cosas, en edificar un sistema institucional que
trascienda la incertidumbre que trae aparejada el ejercicio personal del gobierno.
La hegemonía gubernamental:
Ahora bien, ¿sólo la designación y la fuerza fueron las reglas sucesorias adaptadas al
régimen de la época? ¿O hubo también otra regla de sucesión calificada por la riqueza? La
fórmula prescriptiva coincidía con la fórmula operativa tan solo en su punto de partida: los
únicos que podían participar en el gobierno era aquellos habilitados por la riqueza, la
educación y el prestigio.
Pero podríamos decir que tres puntos se entrecruzan cuando se emprende un análisis del
fenómeno oligárquico en la Argentina:
2.Es un grupo político, en su origen representativo, que se corrompe por motivos diversos
3.Es una clase gobernante, con espíritu de cuerpo y con conciencia de pertenecer a un
estrato político superior, integrada por un tipo específico de hombre político: el notable
Dado el carácter crítico del concepto de oligarquía, la cuestión que ocupara nuestro interés
consistirá en desentrañar la dimensión política del fenómeno oligárquico en la Argentina de
ese entonces, admitiendo, como supuesto, dos cosas sobre las cuales parece derivarse un
acuerdo:
a)Que hay oligarquía cuando un pequeño número de actores se apropia de los resorte
fundamentales del poder
b)Que ese grupo está localizado en una posición privilegiada en la escala de la estratificación
social
La oligarquía puede ser entendida como un concepto que califica un sistema de hegemonía
gubernamental, cuyo imperio en a Argentina observaba Alberdi antes y después de 1880.
El sistema hegemónico se organizaría sobre las bases de una unificación del origen electoral
de los cargos gubernamentales que, según la doctrina, deberían tener origen distinto. Este
proceso unitario se manifestaría según modalidades diferentes: primero, por la
intervención que le cabria al gobierno nacional para nombrar sucesores; después, por el
control que aquel ejerce en el nombramiento de los gobernantes de provincia. La escala de
subordinación que imaginaba Alberdi alcanzaría la cúspide de un papel dominante, el de
presidente, para descender en orden de importancia hacia el gobernador de la provincia, el
cual, a su vez, intervendrá en la designación de los diputados y senadores nacionales y en
la de los miembros integrantes de las legislaturas provinciales.( esquema P.76)
La hipótesis expuesta exige, pues, rastrear un fenómeno de control político. Control evoca
una acción de poder, una voluntad de potencia ejercida sobre otros desde determinado
punto del espacio político. Esta noción traduce un acto que se extiende entre dos términos:
uno que hace referencia a quien controla y otro que califica a quien es controlado; ambos
configuran una relación política a la cual se le podría añadir un tercer elemento: el porqué
y el para qué del control.
Dicho esto, es preciso tomar conciencia de algunos riesgos teóricos sobre la hipótesis
alberdiana: proponer una relación simple, según la cual todos los presidentes fueron
directamente designados por su antecesor, significaría violentar la historia de un modo tan
ingenuo como el espíritu que suele animar ciertas generalizaciones sociológicas de endeble
factura. Los regímenes políticos oligárquicos tienen la característica de desplegar un
complejo entrecruzamiento de actores y tendencias que se enfrentan o se ponen de
acuerdo. Resulta bastante claro que los mecanismos de control intraoligárquicos poco
tienen que ver con una imagen de designación burocrática, trasladada sin sentido crítico
desde otros contextos históricos, según la cual el de arriba nombra al que le sucede y este,
a su vez, acata sus mandatos.
Obsérvese la idea central que animaba a los fundadores: los electores son libres de elegir,
no dependen de un mandato imperativo del pueblo para designar a uno u otro candidato y
se suponía que los ciudadanos le habían otorgado ese derecho y esa libertad. No cabe duda
de que un propósito de esa naturaleza está mejor adaptado al ejercicio electoral propio de
una república restrictiva donde son pocos los que participan de la vida política.
Entre 1880 y 1910, el Colegio estuvo compuesto por 228, 232 y 300 electores designados
mediante el sistema de lista completa sin representación de las minorías. En cada distrito
los ciudadanos votaban por una lista de electores, y a la que obtenía el mayor número de
votos se le asignaba la totalidad de los electores correspondientes al distrito. Hay una
excepción: las elecciones celebradas en 1904 que estuvieron regidas por la ley 4161,
concebida por Joaquín V. González. (P.88) .
Si se clasifican los distritos en tres categorías: grandes, medianos y pequeños, puede ser
interesante observar la relación que existe entre ellos, medida en términos del peso
respectivo de cada uno sobre el total de electores. El carácter federal de la fórmula
prescriptiva aconsejaría mantener una relación de equilibrio en la composición de las Juntas
(cuadro P.88)
En las elecciones de 1886 y 1892 se reforzó la posición de los distritos medianos. La relación
entre distrito grande y distrito chico marcó la distancia más corta del periodo: 28 electores
(Buenos Aires 36, Jujuy y La Rioja 8).
En las elecciones de 1898, 1904 y 1910, los bloques de electores comenzaron a distribuirse
de acuerdo con una pauta que, de allí en más, se mantendría y se simplificaría. Buenos Aires
casi duplicó sus electores y lo mismo ocurrió en la Capital Federal. El sector de distritos
medianos disminuyó en grado significativo.
Resumamos, pues, algunas pautas de predominio. Buenos Aires tuvo desde el ochenta un
bloque de electores predominante, al que se le sumó en 1898 la Capital Federal. El peso de
los distritos grandes marcó una línea ascendente a partir de 1880. Los distritos medianos,
en cambio, alcanzaron un pico importante en las elecciones de 1886 y 1892, desde el cual
trazaron una línea descendente a medida que creció la participación de los distritos
grandes.
Se recorta un hecho cuyo significado es preciso destacar una vez más: la federalización del
ochenta produjo una redistribución en los bloques de electores que trajo como resultado la
composición más equilibrada de las Juntas. Esta situación apenas se prolongó durante dos
elecciones: 1886 y 1892. A partir de 1898, Buenos Aires retomo y acentuó su predominio.
Sin embargo, la lectura de los resultados registrados en las Juntas entre 1880 y 1910
permite advertir la ausencia de divisiones dentro de cada uno de los bloques de electores
asignados a los distritos. Si se presentaba la eventualidad de una división, dicho
enfrentamiento tenía lugar entre bloques.
Al analizar cómo se expresó el voto en las Juntas se puede notar una ausencia evidente de
oposiciones efectivas que se recorta sobre una coalición de provincias que,
invariablemente, presentaron apoyo a la fórmula victoriosa. Coalición constituida por los
bloques de electores de nueve provincias: Catamarca, Córdoba, Jujuy, La Rioja, Salta, San
Juan, San Luis, Santa Fe y Santiago del Estero. En las seis elecciones analizadas, estas
provincias volcaron sus electores a favor de los candidatos ganadores. El comportamiento
de la coalición configuró un núcleo oficialista, con la suficiente fuerza para controlar a las
provincias díscolas que manifestaron su voluntad opositora, de modo circunstancial, en una
sola elección o bien de manera repetida en dos o más comicios.
Las Juntas de Electores tradujeron, pues, un propósito de control que se engarzaba con
negociaciones que tenían lugar fuera de su recinto.
El sistema federal adoptado por la Constitución hacía del Senado una suerte de institución
bisagra que, instalada en el lugar de encuentro del poder nacional con el poder provincial,
contará con el prestigio necesario para salvar contradicciones.
Si se desciende hacia un umbral de análisis más profundo, pocas dudas caben que el
Senado estaba pensado como un eficaz vehículo de comunicación, cuyo propósito básico
consistía en nacionalizar a los gobiernos locales. La designación de los senadores por las
legislaturas de los Estados era considerara, en este sentido, un método útil y positivo.
Más allá del problema federal, el Senado también daba respuesta a dos cuestiones
decisivas que estaban implícitas en un régimen republicano de rígida separación de
poderes. La primera de ellas exigía consagrar en algún cuerpo institucional el derecho de
juzgar a los ciudadanos investidos del gobierno y en concreto al presidente.
La otra cuestión traducía una dificultad derivada de la naturaleza misma del régimen
presidencial. Una de las diferencias más notables entre este régimen y el parlamentario
consiste, en efecto, en la confusión que existe en uno y en la distinción que se establece en
el otro entre jefe de estado y jefe de gobierno. Dos realidades cuya existencia podía
observarse en las monarquías constitucionales europeas del siglo pasado. Mientras el jefe
de estado ocupaba una posición inamovible protegida por la tradición aún persistente de la
legitimidad hereditaria, el Parlamento, (realidad cambiante), nombraba al Jefe de Gobierno.
La lógica del régimen Parlamentario hacía del gobierno una realidad dependiente del
Parlamento: los representantes podían derrocar al primer ministro, según diferentes
procesamiento, cuando cesaba la confianza de la mayoría, pero también la corona podía
disolver el Parlamento si consideraba necesario o estratégico, un nuevo llamado a
elecciones. En la situación parlamentaria, el Jefe de Estado no hacía figura de caballero
solitario: su jefe de gobierno y sus ministros lo vinculaban con la representación popular
que se radicaba en el Parlamento. ¿Pero Qué ocurría cuando la legitimidad tradicional cedía
su lugar a la legitimidad republicana y cuando a la cabeza del Estado se ubicaba la figura de
un gobernante electo?
Por lo general Se trazaron dos caminos de solución diferente. El primero era casi un calco
de las últimas etapas de las monarquías constitucionales, cuando la corona ya no gobernaba
y solo simbolizaba la unidad del Estado. El segundo era el régimen presidencial, donde se
combinaba con una rígida separación de poderes por la cual el presidente no podía disolver
el Congreso ni éste podía hacer obligatoria la renuncia del primer magistrado y de su
gabinete. A ello se añadía un motivo de confusión importante: el presidente, en efecto, era
a la vez el jefe de estado y de gobierno, y los secretarios o ministros no confirmaban su
responsabilidad ante el Congreso, sino ante el presidente.
Visto en esta perspectiva el Senado era un auténtico consejo ejecutivo dotado de las
atribuciones para ejercer control sobre el poder judicial, el religioso y los niveles más altos
del entonces embrionario sistema burocrático: según la Constitución, el presidente
necesitaba el acuerdo del Senado. Veamos, ahora, cómo se integró en la práctica la
colegialidad conservadora.
Esta apasionada afirmación ¿podría mantener en pie una hipótesis según la cual el
gobernador de provincia gozaba de lo que en buena jerga constitucional podría
denominarse autonomía federal?Las opiniones aparecen más dividida de lo que
habitualmente se cree. Sí, por ejemplo, exponemos la opinión de un par de autores que
analizaron la oligarquización desde entonces, cómo Rivarola y Matienzo, el registro de
interpretaciones oscila entre una hipótesis de dependencia casi absoluta ( Rivarola) y otra
de una autonomía en todo caso peligrosa y susceptible de un mayor control institucional
(Matienzo).
Entre 1880 y 1916, las provincias argentinas fueron presididas por 195 gobernadores.
El mandato duraba nueve años; una reelección los llevaba a dieciocho años.
Alberdi proponía una solución federativa para resolver la inserción de las provincias en un
sistema nacional de decisiones políticas. Alberdi y los constituyentes sabían que el
federalismo expresaba una concepción política que intentaba llevar a la práctica una
fragmentación pluralista de la soberanía entre un poder central y un conjunto de unidades
geográficas locales. Esta intención presenta al federalismo como un compromiso entre dos
grupos de valores y de intereses que podían entrar en conflicto, en cooperación, en
autonomía o en subordinación.
Los federalistas enfrentaban uno de los temas básicos: qué medida de centralización de las
decisiones residiría en un órgano central que, por definición, es supremo.
De aquí surgió una primera precisión: -el federalismo expresaba los vínculos más o menos
estables que existían entre unidades políticas independientes o bien traducía una
organización interna que se desarrollaba dentro de las fronteras de un Estado.
La Confederación de Estados merecía una atención particular puesto que este embrión de
federalismo estaba marcado por la precariedad: o la Confederación evolucionaba hacia
formas más centradas de la organización federal interna (como ocurría en EEUU) o
afrontaba el riesgo de su disolución.
-El contraste entre confederación y estado Federal ponía sobre el tapete una segunda
precisión. El uso abusivo de la palabra “federal” creaba confusión y empantanaba al
observador en un lenguaje que no distinguía entre un procedimiento diplomático y un
método derivado del poder político en un estado soberano.
La intervención federal
¿Qué camino recorrieron los argentinos para fracturar el dualismo federal, sobre todo
después de 1880?
La oposición a esta norma se gestó en Buenos Aires durante los debates que se realizaron
en aquella provincia, que culminaron con una nueva propuesta, luego admitida por la
Convención de 1860. En Buenos Aires, los aires reformadores tenían un franco carácter
autonomista. Buenos Aires adhería a la Confederación con prevención, después de la
derrota que había sufrió en Cepeda, y procuraba institucionalizar los mayores resguardo.
Alberdi y el Congreso de 1853 se habían apartado de la norma norteamericana en lo que se
refería a la intervención federal; los convencionales de Buenos Aires, en cambio, hicieron
gala de mayor ortodoxia hacia ese texto.
Luego de un debate con vigor y calidad, l Artículo 6 quedó escrito de este modo y fue
aceptado por la Convención Reformadora:
“El gobierno federal interviene en el territorio de las provincias para garantir la forma
republicana de gobierno, o repeler invasiones exteriores, y a requisición de sus autoridades
constituidas para sostenerlas o restablecerlas, si hubieran sido depuestas por la sedición, o
por invasión de otra provincia”. Alberdi insistió con su oposición al texto.
La nueva redacción dejaba a salvo el peligro que atormentaba a Sarmiento: sólo debía
intervenirse en las provincias previa requisición de sus autoridades constituidas. Pero la
sentencia introductoria del artículo dejaba un amplio margen para la interpretación. Se
decía que el gobierno federal interviene para garantir la forma republicana de gobierno.
¿Quién decide en qué circunstancias corresponde garantir? Y, por otra parte, ¿Quién es el
sujeto que hace de garante? La ruta quedaba despejada, si no había especificaciones, para
intervenir por Ley del Congreso o por decreto del Poder Ejecutivo. Por estos resquicios el
andamiaje jurídico legaba al poder central una posición dominante para hacer efectiva la
intervención, que los hechos no desmentiran con el correr de los años.
Adolfo Posada, un publicista español que visitó nuestro país en aquel tiempo advertía la
quiebra del dualismo federal en la Argentina. Volvía su mirada hacia el Imperio Alemán, que
se había erigido en el modelo más representativo del sistema federal anti dualista
organizado en torno de un poder unificador y hegemónico. Un Estado federal, escribía
Posada, requiere “cierto equilibrio de fuerzas, que si se rompe, ha de ser en la proporción
en que Prusia rompe el equilibrio alemán, no en la proporción en que la Capital Buenos
Aires rompe, por el momento, el equilibrio argentino”. Severa conclusión: la Capital, que en
el ochenta aparecía como prenda de conquista para el interior, revertía su control sobre el
resto del país.
¿No podrían inducirse de estas observaciones los rasgos de un instrumento de control que
se ejercía desde la Capital y se desplegaba sobre un territorio de más en más dependiente
de un centro político hegemónico? La cuestión exige, ahora, comprobar en qué medida de
la excepción se transformó, con el correr del tiempo, en un hábito ordinario al servicio del
poder central.
La práctica de la intervención:
Una vez sancionada la Constitución, el periodo que se extendió entre 1854 y 1880 estuvo
marcado por la guerra interna entre Buenos Aires y la Confederación y por tres presidencias
que gobernaron desde una provincia hegemónica. La aplicación de una medida excepcional
corrió, pues, paralela con el carácter de los conflictos armados. La intervención federal
cubría con un manto jurídico la marcha de los ejércitos que buscaban imponer, desde
posiciones antagónicas, su concepción del orden y de la integración territorial. Fueron 26
años en cuyo transcurso el Poder Ejecutivo decreto 35 intervenciones y el Congreso
Nacional sancionó por ley la misma medida solo en 5 oportunidades. La intervención federal
sirvió entonces, en la mayoría de los casos, como uno de los tantos instrumentos que
justificaron la voluntad de constituir una unidad política.
En las provincias más castigadas que dan incluidas dos provincias llamadas de oposición
repetida a propósito de su comportamiento en las Juntas Electorales: Buenos Aires y
Corrientes; y otras dos que integraron la coalición de provincias de apoyo permanente
cuyos electores votaron siempre al candidato oficial: Catamarca y San Luis.
Lo dicho basta para señalar que casi todas las provincias estuvieron envueltas en procesos
que dieron lugar a la intervención federal. Estos procesos respondieron a múltiples motivos
en cuanto a su origen, a la iniciativa de la intervención y a sus consecuencias políticas. En
todo caso, el origen de las intervenciones es claro: sobrevinieron, por lo general, cuando en
determinadas provincias se manifestó una situación de conflicto ante la cual el gobierno
federal volcó su poder e influencia para apoyar a las autoridades constituidas o bien a las
oposiciones emergentes.
Cuando hubo requerimiento, la mayoría de las veces apoyo a las autoridades constituidas;
cuando el gobierno federal intervino de oficio, se invirtió la relación con una diferencia
mucho más acentuada. Quiere decir, entonces, que el carácter reparador o conservador de
la intervención federal apenas cubrió una parcela limitada.
Las relaciones de subordinación perfilaban no solo la fisonomía vertical, sino también una
configuración espacial: al proyecto federal de un espacio integrado entre unidades de poder
equivalentes se yuxtaponía un espacio desequilibrado cuya estructuración impulsaba y
conservaba una ciudad o una región hegemónica.
Ambas palabra exigen una distinción previa. Por ciudad hegemónica entenderemos la sede
del Poder Ejecutivo nacional, es decir, Buenos Aires, la capital de la República desde 1880.
Región hegemónica, en cambio, será la capital y la provincia donde aquélla está instalada.
La provincia de Buenos Aires se constituye así en una unidad directamente vinculada con la
capital en términos políticos, económicos y sociales. De este modo se desmiente el proyecto
del ochenta, consistente en separar una de otra.
De los nueve presidentes que se sucedieron entre 1880 y 1916, cuatro tuvieron origen
bonaerense: C. Pellegrini, Luis Sáenz Peña, M. Quintana y Roque Sáenz Peña; y cinco
provenientes del interior: J.A. Roca, M. Juárez Celman, J.E. Uriburu, J. Figueroa Alcorta y V.
de la Plaza.
Con respecto a los ministros integrantes del gabinete nacional, de un total de 105 para el
mismo periodo, los de origen bonaerense sumaron 52, y los pertenecientes al resto del país,
50; en términos porcentuales, 51 % contra 49 %. A primera vista, una relación de equilibrio
que demanda, por lo menos, tres precisiones complementarias.
Entre unos y otros, la fórmula alberdiana Plantó una solución intermedia la cual luego se
plegarían los ejecutores prácticos. Entonces, el orden político debía resultar de un proyecto
histórico que conjugara lo existente, como prenda de rescate, con la racionalización jurídica
proveniente de la vertiente liberal. Lo rescatable no era otra cosa que la autoridad
tradicional afincada en las provincias; lo nuevo: las instituciones nacionales, solucionada la
cuestión capital, bajo la égida del poder presidencial.
Las guerras civiles enfrentaron a Buenos Aires con el interior. Al fin, luego de las batallas del
ochenta, la paz fue pactada por una fracción de la clase gobernante de Buenos Aires y las
clases gobernantes de la mayoría de las provincias del interior. Este acuerdo traducía la
concepción alberdiana del orden político: la incorporación de los sistemas de autoridad
establecidos en espacios regionales (las provincias) a un régimen político inclusivo
organizado en torno a la magistratura presidencial.
El espacio de origen no era la ciudad ni la comuna. Era, más bien, la provincia: una región,
con una ciudad de cabecera, que representaba un espacio y una población mayor. Durante
el periodo de las guerras civiles, las provincias tuvieron ejércitos; más tarde, los gobernantes
perdieron ese típico atributo de la soberanía externa. La coacción, en su sentido último,
quedó subordinada al poder político nacional, cuyo titular era a la vez jefe supremo de las
Fuerzas Armadas pero, de todos modos, los gobernantes mantuvieron en reserva una
capacidad suficiente para mandar sobre las comunas o segmentos regionales dentro de su
mismo territorio.
Ese fundamento regional de la clase gobernante fue celosamente defendido a medida que
crecía el poder presidencial. El régimen del ochenta ejerció controles efectivos sobre otros
sistemas de autoridad tradicional de carácter funcional. La Iglesia católica, por ejemplo,
perdió dos atributos: la educación y la competencia civil del matrimonio religioso.
Nunca, sin embargo, sufrieron mella los grupos que luego recibirían el mote peyorativo de
oligarquías provincianas. Conflicto, pues, dentro del régimen de las clases gobernantes y no
contra el fundamento sobre el cual reposaba su autoridad.
Esta relación trazada entre dos polos, el sistema de autoridad tradicional en las provincias,
por un lado, y el poder político central, por el otro, tradujo, ante los actores, múltiples
itinerarios de acceso a las instituciones donde se radicaban las decisiones de carácter
nacional.
La clase gobernante cobra, de este modo, un perfil más preciso. Este término comprende
el conjunto de actores que desempeñaron cargos institucionales decisivos y se
jerarquizaron unos con respecto a otros.
Se ha dicho, con razón, que los hombres del ochenta no sólo acumularon cargos políticos,
desempeñaron también otros papeles sociales y fueron, a la vez, en muchos casos, políticos,
propietarios, militares, escritores, historiadores y poetas. Menester es recordad que una
clase gobernante expresa relaciones típicas de la faz pública de la acción social. Tras
aquellas relaciones se mueven otras, pertenecientes al ámbito privado.
Clase gobernante se vincula, al menos con respecto al uso de las palabras, con una
corriente teórica que concibió las relaciones de poder como factores constantes cuya
estructura básica no sufre mayores variaciones, pese a las diferencias de contenido
observables en las fórmulas de justificación. Esta gente representó el mundo político
fragmentado en dos órdenes distantes: arriba, el vértice del dominio, una elite o una clase
política; abajo, una masa que acata y a las prescripciones del mundo; y entre ambos
extremos, un conjunto de significados Morales o materiales que generan, de arriba hacia
abajo, una creencia social acerca de lo bien fundado del régimen y del gobierno .
Las teorías difieren, pero la meta que alcanzan, autores y glosadores, es similar en sus líneas
maestras: será necesaria una elite unificadora que comparta valores e intereses comunes
para asegurar la estabilidad política. Hay intercambio de palabras entre los miembros de
esta familia teórica: clase política, clase gobernante, elite dirigente… y no obstante todas
ellas convergen hacia un mismo tronco.
Es cierto que el régimen comprendido entre 1880 y 1916 parece proclive a ser entendido
a través de una lente elitista, aunque más no fuera por el pequeño número de actores que
participó en los procesos de control y de distribución de poder.
Durante la década que se extiende entre 1880 y 1890, el proceso político estuvo
protagonizado, casi de modo exclusivo, por el Partido Autonomista Nacional, al que
pertenecían los presidentes Roca y Juárez Celman. El partido liberal de Bartolomé Mitre,
derrotado en el ochenta, permanecía marginado de los cargos gubernamentales.
Pero los hechos de armas no fructificaron en victoria. La Revolución del Parque no cerceno
la sucesión constitucional: Juárez Celman se vio obligado a renunciar y Pellegrini asumió la
presidencia.
Esta acción revolucionaria modifica una regla de hegemonía gubernamental que luego fue
suplantada por otra. Después de la Revolución del Parque, la Unión Cívica se fragmentó en
dos líneas opuestas: la Unión Cívica Nacional, conducida por Bartolomé Mitre y la Unión
Cívica Radical con el liderazgo de Alem y Bernardo de Irigoyen. Más tarde, los cívicos
nacionales acordaron con el autonomismo de Roca y Pellegrini el apoyo a una fórmula
integrada por Luis Sáenz Peña y J. E. Uriburu. Los cívicos radicales emprendieron el camino
de la resistencia negando la legitimidad del acuerdo y de las comisiones que lo legalizaron.
Desde entonces, hasta entrado el siglo XX, los cívicos nacionales participaron en cargos
ministeriales y legislativos. Los sectores católicos, por su parte, se identificaron con Luis
Sáenz Peña y no volvieron a organizarse de manera inmediata.
La Revolución del Parque tuvo carácter urbano, se localizó dentro de los límites de la
Capital y los combates dejaron un saldo de más de 250 muertos y mil heridos. Más tarde, la
revolución se trasladó a las provincias. El gobierno presidido por Luis Sáenz Peña respondió
con tres medidas de control: el estado de sitio, la intervención federal y la rápida
movilización de efectivos militares. El control gubernamental puso a su servicio el
formidable desarrollo de la infraestructura de comunicación. El régimen del ochenta
aceleró la integración del espacio físico: el ferrocarril penetraba en el territorio nacional y
las líneas convergían hacia Buenos Aires. Hombres, armas y máquinas avanzaban al ritmo
de los tiempos. La modernización robustecía la efectividad del mando.
El noventa provocó una ruptura que difiere de la que tuvo lugar diez años antes, en la
misma ciudad de Buenos Aires. El ochenta fue el último episodio con el cual culminaron
procesos históricos tendientes a constituir una unidad política; el ciclo revolucionario
abierto en el noventa, en cambio, fue el primer acontecimiento con la fuerza suficiente para
impugnar la legitimidad del régimen político que había dado forma e insuflado contenidos
concretos al orden impuesto luego de las luchas por la federalización. Los revolucionarios
del parque no discutían la necesidad de un orden nacional, si discutían los fundamentos
concretos de la dominación, el modo como se habían enlazado la relación de mando y de
obediencia y las reglas de sucesión.
Los nuevos arreglos posteriores al noventa se debieron, por el contrario, el hecho de que
el conflicto no alcanzara una solución tajante a favor de unos u otros antagonistas. Esta
circunstancia permitiría entender el acuerdo entre cívicos nacionales y autonomistas. A la
incorporación de un sector al juego de las alianzas gubernamentales le siguió la exclusión
(o la autoexclusión) de otro que emprendía la resistencia: los cívicos radicales de Alem y
Bernardo de Irigoyen.
Por analogía, el mismo conflicto entre incorporación y exclusión habría de repetirse cinco
años más tarde en las filas del radicalismo. Abierto un nuevo proceso sucesorio, que
confirmaría el retorno de Roca a la presidencia, el enfrentamiento entre Bernardo de
Irigoyen e Hipólito Yrigoyen derivó en otra división. El radicalismo intransigente conducido
por Hipólito Yrigoyen optó por la abstención electoral. Los otros, con la dirección de
Bernardo de Irigoyen, buscaron participar de las elecciones y trazaron alianzas con un sector
de los cívicos nacionales y con grupos antirroquistas provenientes del autonomismo. Vano
intento que signó el progresivo ocaso del radicalismo moderado.
Hecho curioso, las sucesivas leyes electorales, sancionadas desde los orígenes de la
organización nacional, nunca establecieron un tipo de sufragio que calificara al elector
según su capacidad económica o cultural.
Conviene tener presente tres características básicas del régimen electoral previo a 1912:
el carácter voluntario del voto, la ausencia del secreto en la expresión de aquel y la
aplicación del principio plurinominal o sufragio de lista. Para votar era necesario
empadronarse e integrar un registro electoral. Aquí comenzaban las escaramuzas; la
designación de los integrantes de una Comisión Empadronadora que tenía en sus manos la
confección del Registro era una decisión crucial. Parece razonable suponer, por
consiguiente, que el control del Registro se constituía en la llave del control de los comicios.
En el día de los comicios se instalaban las mesas receptoras de votos. Aquí, la designación
de los escrutadores era, sin duda, otra decisión crucial.
Los gobernantes electores no actuaron solos. Entre el hipotético pueblo elector y los
cargos institucionales que producían el voto, se localizaba, en una franja intermedia, un
actor político, respetado con esmero por los que ocupaban posiciones de poder y
acerbamente criticado por quienes emprendían el camino de la oposición o de la crítica
moral: el caudillo electoral, quienes actuaron en los distritos, en la campaña y en las
ciudades. Todos los gobernantes dependieron en mayor o menor medida de esos
mediadores.
Esta escala descendente, que en el vértice ubicaba a notables y en la base a los productores
del sufragio, ocupaba un escenario al cual se incorporaban pocos ciudadanos. La
participación electoral parece, pues, un tema indispensable para entender el marco que
rodeó las energías concentradas en el ritual del fraude.
La participación electoral:
Influidos por la idea del ascenso social, los trabajadores argentinos conformaron a
comienzos del siglo un incipiente interés de clase. La irrupción de este sector social ha planteado
los límites del régimen político e hizo emerger la cuestión social. En este contexto surgieron el
socialismo, el anarquismo y más tarde el sindicalismo revolucionario, que serían las tendencias
políticas e ideológicas representativas del mundo del trabajo. La emergencia de estos actores
sociales implicó la aparición de nuevas formas de organización y de sociabilidad política y cultural
en las cuales el anarquismo desempeñaría un rol central.
Desde 1890 hasta 1910, el movimiento libertario intento elaborar un mundo político, social y
cultural alternativo para los trabajadores argentinos, a partir de la construcción y difusión de
centros de estudio, escuelas alternativas, sociedades de resistencia y de una prensa doctrinaria
cuyo objetivo apuntaba a “cambiar a los individuos” para convertirlos en “hombres libres”. El
anarquismo pretendía educarlos y concientizarlos para arribar a una emancipación universal.
Pero se encuentran con obreros dispuestos a seguirlos y luchar por mejoras que se orientaban a
sus luchas más que a la emancipación. El anarquismo, influido por un fuerte individualismo, se
resistía a ser una mera tendencia obrerista. Pretendía ser más que una agrupación política-
ideológica representativa de los trabajadores y de su discurso emergía una de sus principales
características, una clara Heterodoxia clasista.
Heterodoxia clasista.: El mensaje libertario, exponía su disconformidad con las normas
tradicionales aceptadas por la mayoría de la sociedad como las más adecuadas en un determinado
ámbito, pretendía ser universalista y no clasista. El clasismo implicaba para ellos subordinar al
individuo a otra clase y esta idea era percibida como autoritaria y atentaba contra las libertades
individuales. Esta idea se hallaba arraigada a la idea de libertad absoluta, una libertad que tenía
como objeto hacer feliz al individuo en tanto era un derecho natural del hombre.
-Pone énfasis en las formas de opresión y no en las relaciones con los medios de producción.
-Desplaza la lucha de clases al plano del enfrentamiento más amplio entre oprimidos y
explotadores, como también al ámbito cultural, debido al control del saber por parte de los grupos
dominantes. De esta forma la liberación de los individuos no pasaba por la lucha de clases sino
por su ilustración y educación.
Las Veladas: Funciones culturales y recreativas con un claro mensaje ideológico. Se realizaban en
amplios salones o teatros . Eran de carácter familiar. Se componían de conferencias,
representaciones teatrales, audiciones musicales y bailes familiares La popularidad de las
veladas se dio durante la primera década del siglo XX, atenuada de manera notable el ingresó del
movimiento en su etapa de madurez.
- LA PROTOORGANIZACION SINDICAL: Fase que llega hasta el viraje del siglo, caracterizada
por el predominio de las tendencias individualistas contrarias a la organización. El
acercamiento al mundo laboral fue esporádico y desordenado, se limitaron a la acción de
pequeños grupos que se nuclearon por afinidades nacionales y doctrinarias. La mayoría de estos
grupos se limitó al estudio y discusión sin preocuparse por la organización de los trabajadores. En
1885 la situación cambio debido a Mattei y Malatesta, enrolados en el comunismo anárquico,
pregonaron la necesidad de la organización de los trabajadores. Debido a su acción, en 1887, bajo
el liderazgo de Mattei, se conformó la Sociedad de Obreros Panaderos, primer gremio influenciado
por el anarquismo. La partida de Malatesta dejo a los anarquistas locales sin una figura
aglutinadora y, los individualistas volvieron a imponer su voluntad, predomino así una tendencia a
la dispersión y a los agrupamientos solo por afinidad ideológica. Los sectores antiorganizadores se
nucleaban en torno al periódico El Perseguido, repudiaban a las sociedades obreras por
economicistas y retrogradas pues adormecían el espíritu de combate de los trabajadores. La
resistencia a la organización comenzó a quebrarse a mediados de la década de 1890 por
una tendencia heredada de las posturas de Malatesta y por la influencia del Congreso
Anarquista de Nantes de 1894. Así apareció en la Argentina la tendencia organizacionista,
representada por el tipógrafo Antonio Pelliecer Paraire y Pedro Gori, abogado italiano. El núcleo
difusor de esta tendencia seria el periódico La Protesta Humana, desde allí defenderían la
necesidad de organizar a los trabajadores. Esta tendencia fundamentaba la pertenencia a las
masas de trabajadores, ya que éstos eran la mayoría de los desheredados y a ellos y a sus
problemas se les debía prestar atención. Lo pobreza y la explotación no eran elementos
suficientes para provocar la rebelión de los oprimidos, había que organizarlos y ayudarlos a tomar
conciencia de esa opresión y explotación.
-Crearon centros y periódicos antimilitaristas cuyo objeto era concientizar a los soldados de no
acceder al Ejército.
Su acción militarista no logro su cometido esta tuvo mérito de originalidad ya que fue una de las
escasas voces discordantes contra el rol del Ejército. El anarquismo se caracteriza a sí mismo como
antipolítico pero, no reniega de la acción política sino de las prácticas políticas representativas
vinculadas con el parlamentarismo y el electoralismo. Su acción política estaba orientada a
destruir al Estado e imponer un orden diferente, basado en una federación de comunas
independientes y autónomas. Criticaban la noción de ciudadanía surgida a partir de la Revolución
Francesa pues el individuo al convertirse en ciudadano había desnaturalizado su condición (el
hombre era anterior al ciudadano) y legalizado el privilegio convirtiendo a la representación en
una ficción legal. Frente a los actos comiciales realizados, la prensa anarquista publicaba duros
artículos denostando el sistema electoral. También el blanco de ataque se orientaba hacia el
socialismo. Aunque la participación electoral obrera era desinteresada, no x influencia de los
libertarios sino x el sistema restringido, los anarquistas temían a la propaganda socialista y por ello
irrumpían en los actos de los socialistas provocando disturbios. Le prestaron escasa atención al
acto electoral y llamaban a los trabajadores a la abstención. Pero el súbito interés por los
comicios cambió debido a la elección del socialista Alfredo Palacios. A pesar a de esta
eventual preocupación x el ingreso de Palacios al Parlamento no ocupo un lugar privilegiado en la
estrategia anarquista. Dado que esto produciría la fuga de votos a los demás partidos políticos que
intervinieron en los comicios, así los anarquistas creían que el sistema electoral argentino
marcharía hacia el fracaso. Sin embargo, la ampliación del régimen electoral por la Ley Sáenz Peña
en 1912 macaría importantes cambio que el movimiento libertario no podría superar.
Se conoce como Pánico de 1890 a la profunda depresión que derivó en una crisis
económica y financiera que afectó a Argentina durante la presidencia de Miguel Juárez
Calman.
La crisis de 1890 significó un quiebre en las certezas que amplios sectores de la sociedad
Argentina tenían sobre un futuro pleno de bienestar y riqueza y un manto de desánimo y
pesimismo reemplazó y desplomó el optimismo ciertamente exagerado de los años 80 y
los mismos hombres de estado reconocieron esa gravedad.
Una crisis que era económica y política pero interpretada por muchos en una clave
moral que ponía en tela de juicio las mismas bases sobre las que se había
construido el Estado moderno.
Muchas fueron las causas del quiebre económico y se puso énfasis en la propia
estructura económica y social y en el comportamiento moral de la sociedad.
Si bien la culpabilidad última de la crisis recaía en los judíos, símbolo del dinero y la
especulación, valores opuestos al “honor, la nobleza, la nación, la religión”, echaba
manto de sospecha sobre otros sectores de la inmigración y, por lógica
consecuencia, en los sectores populares.
Claro que los culpables de la crisis María van de acuerdo a quién formulado el
diagnóstico. Desde el enfoque moral al criticar la vorágine materialista que atravesaba la
sociedad porteña y contraponía la audacia y la falta de escrúpulos imperantes en la
superficial aristocracia local con el escaso valor adjudicado al mérito y la honestidad.
Por otro lado, se sostenía que la riqueza rápida y la excesiva especulación fomentada por
el propio Estado a través de las licitaciones y concesiones, perjudicaba a toda la
población pero particularmente a los sectores más Humildes quienes veían deteriorar sus
salarios y aumentar desproporcionadamente y costo de vida, y enfocado a su crítica en la
indiferencia de los grupos dominantes por la suerte de los sectores más pobres de la
sociedad.
Se centró sobre el impacto generado por la crisis entre los trabajadores y sus
representaciones ideológicas, políticas y gremiales como en la percepción que
ellos tenían de la misma.
El supuesto central sostiene que la crisis afectó a los trabajadores y a sus instituciones en
varias direcciones:
Durante 1891 las obras públicas sugieren una paralización impresionante y se detuvieron
de manera temporal las grandes obras. Las obras públicas y la construcción privada eran
una de las mayores fuentes de ocupación y la paralización de las obras de haber
implicado un incremento de los niveles de desempleo.
Una parte de los trabajadores extranjeros que arribaron a nuestro país entre 1890 y 1893
se encontraban ante la alternativa de quedar varados en el Hotel de Inmigrantes y vagar
por la ciudad a la búsqueda de empleo o aceptar alguna de las pésimas propuestas de
trabajo en el interior del país efectuadas por intermediarios que lucran con la escasez
laboral y la necesidad de los trabajadores.
Los salarios tendían a estancarse debido a la sobre oferta de mano de obra. Las
denuncias de las débiles e incipientes organizaciones gremiales se reiteraron
constantemente.
Las fuentes nos hablan de un abrumante deterioro de las condiciones de vida de
los trabajadores durante los años inmediatos a la crisis desatada en 1890. Se tratan
de aspectos de la existencia de los individuos que no pueden medirse a través de
los datos y se relacionan a la salud, al ocio, a las formas de habitar a las maneras
de percibir la propia existencia, en definitiva, a la calidad de vida. Y en situaciones
de crisis, la calidad de vida puede deteriorarse con suma rapidez y los trabajadores
pueden resignarse a vivir esta situación es como una suma de agravios a su propia
dignidad. El autor se pregunta, ¿cómo medir el salario real en casos como estos?
Los datos empíricos sugieren que la crisis de 1890 implicó el aumento de la desocupación
el deterioro de los salarios y un empeoramiento en las condiciones de vida material y en la
calidad de vida de los trabajadores. Aspectos importantes a la hora de analizar el
rumbo de los conflictos obreros el surgimiento y la consolidación de las ideologías
contestatarias durante los años 90, puesto que la intensificación de la explotación
no fue generando un clima de malestar entre los trabajadores que veían frustradas
sus aspiraciones de mejoramiento material.
No es casual entonces que durante este periodo caracterizado además por salarios
relativamente altos y un mercado de trabajo demandante, los conflictos gremiales y la
organización obrera hayan sido poco significativos.
A partir de 1885 se crearon los primeros sindicatos. Fueron estos gremios los que
orientaron las primeras huelgas importantes realizadas en Argentina, generalmente en
demanda de aumento salarial, reducción de la jornada laboral y mejoramiento de las
condiciones de trabajo.
En 1889 bajo los primeros síntomas de la crisis, se produjeron varios conflictos en busca
de recomponer un salario que se deterioraba notablemente después del abandono de la
paridad con el oro.
El crecimiento del movimiento huelguístico no fue sólo numérico sino también cualitativos
tanto en el aumento del número de organizaciones gremiales y la participación creciente
de socialistas Y anarquistas como por el tipo de demandas. El malestar económico y
social provocada por la crisis está en la base de este movimiento de la misma
Constitución de un colectivo con una identidad común, que también se relaciona a
cambios vinculados a un proceso de cierta concentración de la incipiente industria urbana
iniciado en realidad a mediados de los 80.
La crisis tuvo el efecto de una divisoria de aguas en una izquierda que durante la década
del 80 estaba compuesta por pequeños grupos anarquistas y socialistas, integrados casi
exclusivamente por activistas extranjeros que estaban insertos en una sociedad donde los
extranjeros eran la mitad de la población y trasladaban aquí sus “polémicas” europeas,
Pensando escasamente en la transformación de la sociedad argentina aunque ya en ese
momento anarquistas y socialistas comenzaban a disputarse el control del embrionario y
pequeño movimiento obrero.
Los efectos de la crisis y el aumento del consecuente malestar obrero provocaron entre
los dirigentes de ambas tendencias una mutación en las formas de interpretar la sociedad
argentina. Esa transformación en la interpretación incidiría sobre el proceso de
organización gremial y político en tanto estos grupos comenzarían a manifestar un cierto
arraigo en el mundo del trabajo.
El autor tiene la impresión de que en 1890 es un año clave en la formación y
configuración del movimiento obrero argentino fuertemente cosmopolita, moldeado
por anarquistas y socialistas.
Puede decirse que la crisis (y la revolución del 90) produjo una primera
aproximación a la “nacionalización” del movimiento obrero no en el sentido de
llevar adelante reformas republicanas, sino en el descubrimiento de las
peculiaridades de la sociedad local y en la necesidad de trascender el marco de
organización étnico-nacional.
Hacía 1894 los grupos socialistas estaban compuesto casi exclusivamente por obreros
inmigrantes, generalmente trabajadores calificados y autodidactas. Ese año se produjo un
cambio fundamental en el campo socialista al aparecer “La Vanguardia” y al incorporarse
una buena cantidad de intelectuales y profesionales argentinos como Juan B Justo,
Leopoldo Lugones, José Ingenieros o Roberto Payró.
Cuando en 1894 se reinició la actividad sindical los anarquistas dieron un paso importante
hacia la organización y se lanzaron a constituir las sociedades de resistencia, alentados
también por algunas circunstancias externas.
Pero la forma en que llevaron adelante esta iniciativa fue absolutamente divergente pues
mientras los socialistas pusieron énfasis en la construcción de un partido político, Los
anarquistas centraron su acción en la organización gremial y se opusieron de manera
tajante a la lucha política parlamentaria. El socialismo efectuaba una lectura de la realidad
social, política y económica local mucho más sofisticada y profunda que el anarquismo,
sin embargo, Al privilegiar como forma de mejoramiento obrero la participación electoral,
incluía la nacionalización de los extranjeros para convertirlos en ciudadanos, subordinaron
la lucha gremial a la política partidaria. Los anarquistas en cambio, a pesar de su mirada
arcaica y esquemática de la sociedad, supieron interpretar con su lenguaje cargado de
emocionalismo, el descontento popular. Y una vez lanzados organizar sindicatos lograron
un éxito, aunque efímero, notable, y sacaron provecho de la frustración de las
expectativas de mejoramiento material de los trabajadores inmigrantes.
En este punto se podría afirmar que los trabajadores extranjeros eran más proclives a la
lucha gremial para satisfacer reivindicaciones inmediatas que a nacionalizarse y participar
de una incierta contienda electoral para obtener leyes de mejoramiento social.