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HUMANO, DEMASIADO HUMANO

Por: Friedrich Nietzsche (1844-1900)

218
La enseñanza de la máquina.- La máquina enseña por
sí misma el engranaje de las multitudes humanas, en
las acciones en que cada uno no tiene más que una
sola cosa que hacer; nos proporciona el modelo de
una organización de los partidos y de la táctica
militar en caso de guerra. En cambio, no enseña la
soberanía individual; hace una sola máquina de la
multitud y de cada individuo un instrumento para
utilizarlo con miras a un único objetivo. Su
resultado más general es demostrar la utilidad de la
centralización.
220
Reacciones contra la cultura de las máquinas.- La
máquina producto de la más alta capacidad
intelectual, no pone en movimiento, en las personas
que la sirven, más que las fuerzas inferiores e
irreflexivas. Es cierto que su acción desencadena
una suma de fuerzas enorme, que de otro modo
permanecería adormecida; pero no incita a superarse,
a hacer las cosas mejor, a ser artista. Nos hace
activos y uniformes, pero esto produce a la larga un
resultado contrario; un aburrimiento desesperado se
apodera del alma que aspira, merced a la máquina, a
una ociosidad movida.

278
Premisas de la edad de las máquinas.- La prensa, la
máquina, el ferrocarril y el telégrafo son premisas
de las que nadie se ha atrevido aún a casar las
conclusiones que se ocurrirán dentro de mil años.
288
Cómo humilla la máquina.- La máquina es impersonal,
priva al trabajo de su orgullo, de sus cualidades y
de sus defectos individuales que caracterizan todo
trabajo que no se realiza a máquina, y, por tanto,
arrebata una parcela de humanidad. Antaño toda
compra entre artesanos era una distinción otorgada a
una persona, pues nos rodeábamos de las insignias de
esta persona; de esta suerte, los objetos usuales y
los vestidos eran una especie de símbolo de
estimación recíproca y de homogeneidad personal,
mientras que hoy parece que vivimos únicamente en
medio de una esclavitud anónima e impersonal. No hay
que pagar muy cara la facilitación del trabajo.

Traducción de: Aníbal Froufe – Carlos Vergara


Obras Inmortales. Madrid. EDAF. 1984. Págs. 1098-
1099, 1116,1123.
LA LOCOMOTORA
Por: Luis Tejada (1898-1924)
A pesar de todo lo que se dice a favor de la
sabiduría de la naturaleza, yo no creo que la
naturaleza sea capaz de crear obras iguales en
belleza y perfección a las que salen a veces de la
mano del hombre.

¿Cuándo nos dará la naturaleza una catedral gótica?


Podría afirmarse que jamás; sin embargo, la
naturaleza ha pretendido indudablemente imitar la
obra del hombre; por ejemplo, siguiendo la idea
esbelta y geométrica de la catedral gótica, la
naturaleza ha hecho el pino, imitación pálida y
desmirriada que acusa pobreza de ejecución y falta
evidente de sentido artístico.

Pero en la obra del hombre hay cosas de una


originalidad tan difícil y compleja, que la
naturaleza no ha intentando siquiera imitarlas.
Entre ellas está la locomotora, ser misterioso y
maravilloso; que yo sepa, ningún jesuita geólogo ha
encontrado en los terrenos secundario, terciario o
cuaternario, entre los fósiles de la extraña fauna
prehistórica, nada semejante a una locomotora.
Aquellos paquidermos pausados y contrahechos, de
cuellos demasiado largos y piernas demasiado cortas,
o viceversa, que poblaron los bosques
antediluvianos, constituyeron evidentemente un
ensayo de la naturaleza, penoso y consecutivo, para
encontrar la forma posible de ese ser monstruoso y
ligero al mismo tiempo, terrible y sencillo que la
naturaleza buscaba en vano. Al fin hubo que quedarse
en el elefante, y paró ahí su instinto creador.

Pero el elefante no encarna aún perfectamente aquel


ideal perseguido; no es lo suficientemente bello ni
lo suficientemente poderoso, ni lo suficientemente
rápido para constituir el tipo perfecto de monstruo
que necesita el mundo. Y no lo es puesto que el
hombre se vio obligado a crear la locomotora para
llenar el vacío que la naturaleza no pudo llenar, a
pesar de sus laboriosas y hasta cierto punto
admirable tentativas.

La locomotora es la síntesis de la fuerza suprema y


de la alada ligereza. Poderosa y tierna, va por los
campos veloz como la mariposa, pero aplasta como el
formidable alud. En un ser vivo y completo; tiene
ojos que escrutan en la noche con intensidad
sobrehumana; tiene un corazón detonante, cálido y
nervioso, que arroja hacia nosotros su hálito
vivificador, confianzudo y loco como el respirar
fragoso de un ser que nos ama y solloza sobre
nuestro pecho; tiene pies perfectos y ligeros, más
que el casco del caballo y que la planta del hombre;
porque el mecanismo de sus bielas y sus ruedas la
hace deslizar ágil, esbelta y desmelenada, semejante
a una aparición ultraterrestre.

A este dulce monstruo no le fue concedido el


torbellino del sexo, pero es falaz, cruel y
testarudo como una bella mujer; quizá fue mejor así,
porque si no, todos los débiles y pequeños hombres
nos prendaríamos de su gracia terrible y
anhelaríamos sentir su brazo crepitante y mortal.
Así, asexual y espeluznante, es más perfecta, y así
la amamos y nos ama, puesto que a veces nos mata.
LAS MÁQUINAS

Tal vez podrá llegarse a ver el caso de un cronista,


redactor o escritor de periódico, que abandone
definitivamente la profesión nada más que por una
causa en apariencia insignificante: el error de
imprenta. ¿Cuál periodista puede estar seguro ya de
que va a transmitir al público con alguna exactitud
sus pensamientos o sus impresiones? ¿En qué artículo
de periódico no aparecen uno, dos, cien o mil
pequeños o grandes errores de imprenta, que
desvirtúan, tuercen, complican o hacen simplemente
ininteligible la idea del autor?

Y hay que ver lo que eso significa para quien, en la


larga amargura del escribir cotidiano se ha
esforzado trabajosamente por sacar con limpieza su
intención, por pulir y concretar la frase inasible,
por embellecer y esclarecer el párrafo reacio. El
error cae sobre esas frases, se esparce en esos
párrafos como un microbio sutil que roe su sentido
íntimo y deteriora su forma externa. En realidad el
error de imprenta es una carcoma invisible que
pulveriza la literatura periodística, reduciéndola a
escombros.

El moderno maquinismo tipográfico, que está


introduciendo el vértigo estruendoso en lo que
debería ser callada y apacible labor, solo ha
logrado agravar y acrecentar el problema de los
errores de imprenta. La invención del linotipo hace
posibles no únicamente los simples cambios de letras
o palabras, sino las pérdidas y los trueques de
renglones enteros; la más linda frase se convierte
en un jeroglífico estrambótico y el párrafo mejor
elaborado se vuelve un galimatías intraducible. Y
parece que va a llegar pronto el día en que el
periódico sea una colección de páginas escritas en
un idioma absurdo, extraterreno, ajeno a la curiosa
investigación de los hombres.

El linotipo ¿es realmente necesario? Podría


discutirse si es realmente necesaria esta espantosa
velocidad mecánica que se está instituyendo en el
mundo. Chesterton y yo contestaríamos que no, aunque
yo lo haría con ciertas restricciones, porque hay
máquinas amables y máquinas odiosas, hay máquinas
tiránicas y máquinas redentoras, máquinas que sirven
al hombre y máquinas que sirven a ciertos hombres.
Concretándome al linotipo, diría que, aunque
provisionalmente, parece necesario, es obvio que
llegará a hacerse inútil a sí mismo, porque en
virtud de la velocidad vertiginosa que ha implantado
en el periodismo, va a concluir no solo con la
literatura periodística, sino con el periódico mismo
o al menos con la noción que se tiene hoy del
periódico; el ciudadano preocupado no podrá ni
deseará leer dentro de poco las grandes y copiosas
ediciones cotidianas, escritas en letras
microscópicas y plagadas de errores, que hace
posibles el linotipo; las noticias, que es lo único
agudamente interesante para el público actual, serán
controladas probablemente por los gobiernos y
expuestas en grandes tableros eléctricos o
promulgadas por medio de fonógrafos en los sitios
públicos; los suscriptores de los suburbios o de los
campos, podrán oír perfectamente esas noticias por
el radiófono; y los periódicos propiamente, se
reducirán a páginas gráficas con someras leyendas
explicativas.

Entonces, el linotipo morirá, o su utilidad se


restringirá a la confección de libros y folletos. Y
en verdad, el linotipia debería morir; es una
máquina obsesionante, compleja y torturada, el
aborto de una imaginación minuciosa y enferma; es
una máquina que rinde su trabajo con esfuerzo y con
dolor, prematuramente fatigada; al verla con cuidado
por primera vez, recibimos una impresión penosa,
pensamos, influenciados quizás por Wells, en alguno
de esos eléctricos monstruos marcianos, que hubiera
sido traído a la tierra y obligado a realizar una
labor ajena a su índole, extraña a su radio natural
de acción; vemos un pobre ente encadenado por
fuerzas fatales, que trepida y se destuerce en
ímpetus sollozantes, llegando a su sencillo objetivo
solo después de haber realizado una larga serie de
movimientos laboriosos, forzosos e ininteligibles.

Es mucho más amable, clara y racional la prensa de


imprimir, esta pequeña rotativa "Duplex" que se
emplea en nuestros periódicos; yo la comprendo y la
amo y solo he podido encontrar una comparación
apropiada para esa tierna solicitud con que arrulla
y envuelve el papel, en la solicitud inefable de una
madre joven. La rotativa es plácida, ligera y
bondadosa; se desliza con la alegría grave y
delicada del que lleva un niño en brazos, mientras
entona un cántico sonoro, dulce y bárbaro como el
que pudieron oír cíclopes en los gigantescos regazos
maternales.
EL AUTOMÓVIL

Ayer tarde, después de un accidente de automóvil en


que pereció un anciano machacado por las ruedas, las
gentes del pueblo trataron de linchar al piloto y
muchos atacaron el aparato con sus cuchillos y
bastones, desgarrándolo. Tuvo que intervenir con
firmeza la policía para refrenar la ira del público.

Al leer en los periódicos de la mañana la noticia


esa, me acometió la duda de que tal vez toda la
furia de la muchedumbre no sería por compasión del
viejecito muerto. Quizá lo que hubo, más bien que
amor al pobre prójimo, fue odio, odio violento y
concentrado que encontró allí ocasión de
desbordarse. ¿Odio a quién, me diréis? Odio al
automóvil; las gentes no quieren bien esa máquina
fantástica que no comprenden y aprovechan cualquiera
oportunidad para increparla y maldecirla, para
estorbarla y hacerle daño.

El automóvil, a pesar de su creciente incremento en


la vida ciudadana, posee aún cierto misterio
inquietante, cierta manera de ser inusitada y casi
diabólica que impresiona. Por eso las gentes sienten
deseos de romperlo para ver qué tiene dentro, como
hacen los niños con sus juguetes.

Cuando vemos en la noche un automóvil que avanza en


la carretera solitaria, con las enormes pupilas
encendidas ¿no nos da la impresión de un ser
sobrehumano, de un animal vertiginoso y detonante
que perteneciera a otro planeta, a otra fauna,
ultramundana y distinta, y que se encontrara entre
nosotros por casualidad? El aeroplano, por ejemplo,
aunque todavía más maravilloso, es sin embargo más
nuestro, más terrestre, más natural, porque adopta
la forma conocida de los pájaros y hasta con ellos
se confunde a lo lejos. Pero el automóvil es único y
no se asemeja a nada viviente; su conformación es
imprevista. Apenas sí, cuando ve uno esos
automóviles enfilados en la plaza, piensa en unos
personajes serios, solemnes, chatos, de anteojos,
que esperan algo en silencio; pero es una semejanza
vaga e inasible. Hay más afinidad humana entre un
hombre y una mosca, que entre un automóvil y un
hombre. Todos los animales, menos el automóvil,
tienen algo humano, un rasgo lejano, que puede
hacerse resaltar y definir. Esa mosca que va sobre
la mesa con las alas recogidas y sobándose una con
otra las patitas delanteras ¿no se parece al abogado
que se pasea por su despacho, de dorsay y sin
sombrero, frotándose las manos con satisfacción
después de haber ganado un pleito? Y una langosta
¿no se parece a un caballero de frac? Y una vaca,
¿no tiene cierta semejanza con una señora robusta?
Pero el automóvil es un animal aparte: sus ojos
supravidentes y su estertor extraño, son de otro
mundo, no tienen afinidades ningunas con nosotros.

A veces, cuando se marcha a gran velocidad sobre una


larga carretera, le parece a uno que el automóvil va
a desprenderse del suelo y a seguir volando en el
espacio hasta caer quién sabe a qué mundo distinto,
que será el mundo natal del automóvil y donde él se
sentirá natural y común, porque allí los hombres y
las cosas serán de su misma categoría y obedecerán a
esas mismas conformaciones fantásticas, que nosotros
todavía no conocemos bien.
Gotas de tinta. Bogotá. Biblioteca Básica
Colombiana. Instituto Colombiano de Cultura. 1977.
Págs. 192-194, 276-277, 313-314.
LA MÁQUINA DEL TIEMPO
H. G. Wells (1866-1946)

EPÍLOGO
Uno no puede escoger, tan sólo preguntarse.
¿Retornará alguna vez? Puede ser que se haya
deslizado en el pasado, y caído entre los bebedores
de sangre, peludos salvajes de la edad de piedra; en
los abismos del mar Cretáceo; o entre los grotescos
saurios, los enormes animales reptiles de la época
jurásica. Quizá está ahora –si se me permite usar la
expresión- vagando sobre algún arrecife de coral
colítico, o cerca de los solitarios lagos salados de
la Edad Triásica. ¿O marchó hacia el futuro, hacia
las edades próximas, en las que los hombres son
hombres todavía, pero en las que los enigmas de
nuestro tiempo han sido aclarados y sus problemas
resueltos? Hacia la virilidad de la raza: por mi
parte, no puedo creer que esos días recientes de
tímida investigación, de teorías fragmentarias y de
discordias mutuas sean la época culminante del
hombre. Digo, por mi parte, Él, lo sé –pues la
cuestión había sido discutida entre nosotros mucho
antes de que la Máquina del Tiempo hubiese sido
construida –pensaba poco alegremente en el progreso
de la humanidad, y veía en el creciente acopio de
civilización una acumulación necia que se vendría
abajo y acabaría con sus artífices. De ser esto así,
no podemos sino vivir como si no lo fuera. Pero,
para mí, el futuro es aún negro y vacío, una vasta
ignorancia, iluminada en algunos sitios por el
recuerdo de su relato. Y tengo, para consolarme, dos
extrañas flores blancas –escogidas ahora,
ennegrecidas, aplastadas y frágiles- para dar
testimonio de que cuando la inteligencia y la fuerza
hayan desaparecido, la gratitud y una mutua ternura
aún en el corazón del hombre.
Traducción Iván Hernández

La máquina del tiempo. Bogotá. Grupo Editorial


Norma. 1995. Pág. 126
EL TIEMPO Y LA MÁQUINA
Por: Aldous Huxley (1894-1963)

El tiempo tal como lo conocemos ahora es invención


muy reciente. El sentido moderno del tiempo es
apenas anterior a los Estados Unidos. Es un
subproducto del industrialismo, análogo en lo
psicológico a los perfumes sintéticos y a las
tinturas de anilina.
El tiempo es nuestro tirano. Tenemos conciencia
crónica del correr del minutero y aun del correr del
segundero. Es forzoso. Hay trenes que tomar, relojes
que registran la entrada al trabajo, tareas que
debemos ejecutar a plazo fijo, records que hemos de
superar por fracciones de segundo, máquinas que
indican la velocidad a que debe realizarse el
trabajo. Nuestra conciencia de las más pequeñas
unidades de tiempo es ahora aguda. Para nosotros,
por ejemplo, el momento 8. 17 significa algo –algo
muy importante si por casualidad es el momento de
partida de nuestro tren diario. Para nuestros
antepasados un instante tan raro y singular no tenía
sentido, no existía siquiera. Al inventar la
locomotora, Watt y Stephenson fueron co-inventores
del tiempo.
Otra entidad que acentúa la importancia del tiempo
es la fábrica y su dependencia la oficina. Las
fábricas existen para confeccionar cierta cantidad
de productos en determinado tiempo. El artesano
antiguo trabajaba a su antojo; de ahí que los
clientes por lo general tenían que guardar los
productos que le habían encargado. La fábrica es una
invención trazada para que los obreros se den prisa.
La máquina cumple tantas revoluciones por minuto,
hay que hacer tantos movimientos y producir tantas
piezas por hora. Resultado: el obrero es fábrica (y
lo mismo se aplica mutatis mutandi al empleo de
oficina) se ve forzado a conocer el tiempo en sus
menores fracciones. En la época del trabajo manual
no existía tal obligación de tener en cuenta los
minutos y segundos.
Nuestra conciencia del tiempo ha llegado a tal colmo
de intensidad que padecemos vivamente siempre que
nuestros viajes nos llevan a algún rincón del mundo
donde la gente no tiene interés en los minutos y
segundos. La falta de puntualidad del Oriente, por
ejemplo, es atroz para los recién llegados a un país
con horas de comer fijas y servicio regular de
trenes. Para un norteamericano o un inglés moderno
esperar es una tortura psicológica. Un hindú acoge
las horas de vacío con resignación y hasta con
satisfacción. No ha perdido el arte sutil de no
hacer nada. Nuestra idea del tiempo como colección
de minutos cada uno de los cuales debe llenarse con
alguna ocupación de entretenimiento es del todo
ajena al oriental, precisamente como fue ajena la
griego. Para el hombre que vive en un mundo
preindustrial el tiempo se mueve con paso lento y
holgado; no tiene la preocupación del minuto por la
sencilla razón de que no le han forzado a tener
conciencia de la existencia de los minutos.
Lo cual nos lleva a una aparente paradoja. Vivamente
penetrado de las más pequeñas partículas que
constituyen el tiempo –del tiempo tal como lo miden
los engranajes del reloj, la llegada de los trenes y
las revoluciones de las máquinas- el hombre
industrializado ha perdido en gran parte el antiguo
sentido del tiempo en sus divisiones mayores. En
general casi no tenemos en absoluto conciencia del
tiempo natural, cósmico, medido por el sol y la
luna. Los hombres preindustriales conocen el tiempo
en su ritmo de días. Todas las viejas religiones,
incluso el catolicismo, han insistido en tal ritmo
de días y estaciones. Al hombre preindustrial nunca
le fue posible olvidar el majestuoso movimiento del
tiempo cósmico.
El industrialismo y el urbanismo lo cambiaron todo.
Podemos vivir y trabajar en una ciudad sin darnos
cuenta del paso del sol por el cielo, sin ver nunca
la luna ni las estrellas. Broadway y Picadilly son
nuestra Vía Láctea; nuestras constelaciones están
dibujadas con tubos de neón. Hasta los cambios de
estación afectan muy poco al habitante de la ciudad,
poblador de un universo artificial y rodeado de casi
toda su extensión de muros que lo separan del mundo
de la naturaleza. Fuera el tiempo es cósmico, marcha
con la trayectoria del sol y de las estrellas.
Dentro, es cuestión de ruedas en movimiento y se
mide en segundos y minutos –a lo sumo en días de
ocho horas y semanas de seis días. Tenemos una nueva
conciencia pero la hemos adquirido a expensas de la
antigua.

DE LA VULGARIDAD EN LA LITERATURA
IV (Fragmento)
La literatura es también filosofía, es también
ciencia. Enuncia verdades en términos de belleza.
Las verdades-belleza de las mejores obras clásicas
poseen, según hemos visto, cierta universalidad
algebraica de significado. Las obras naturalistas
contienen las verdades-bellezas, más detalladas, de
la observación particular. Esas verdades-bellezas
del arte son verdaderamente científicas. Todo lo que
han hecho, por ejemplo, los psicólogos modernos, ha
sido sistematizar y despojar de toda belleza los
vastos tesoros de conocimientos acerca del alma
humana contenidosen las novelas, el teatro, la
poesía y los ensayos. Escritores como Blake y
Shakespeare, Stendhal y Dostoievsky, tienen aún
mucho que enseñar al profesional moderno de la
ciencia. Puede recolectarse una rica cosecha
científica hasta en las obras de escritores
secundarios. Dado por el temperamento al estudio de
la historia natural, la ambición de añadir mi
aportación personal a la suma de verdades-bellezas
particularizadas sobre el hombre y sus relaciones
con el mundo entorno. (De paso anotemos que este
mundo de las relaciones, esta región fronteriza
entre “lo subjetivo” y “lo objetivo”, constituye un
terreno para cuya exploración posee la literatura
aptitudes especiales y tal vez únicas.) No quiero
ser un eliminador y generalizador clásico, ni
siquiera neoclásico.
(…)
Traducción de: Marina Ruiz Lagos

El tiempo y la máquina. Buenos Aires. Editorial


Losada. 1961. Págs. 7-9, 57.
CARTAS A SU MADRE
Por: Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944)

[París, 1925]

Didi querida:
Gracias por la foto que me envió Simona esta mañana,
con ella alegra un poco mi habitación del hotel.
Espero poder retribuirle más adelante con el mismo
regalo. Experimento cierto deseo de casarme y traer
niños tan encantadores como el tuyo. Pero hay que
ser dos, y hasta ahora sólo he conocido una sola
mujer que me gustó.
Estoy muy contento con mi fábrica y ella también
conmigo. Si vendo algunos camiones iré este verano
en automóvil a Agay para pasar unos días. Comenzaré
con un Citroën, pero emplearé el primer dinero que
gane en cambiarlo por un vehículo más veloz; quizá
eso me consuele en mi nostalgia del avión.
Nuevamente renace mi esperanza de poseer un
departamentito. En ese caso no se te perdonará que
no vengas a pasar algunos días a París con tu marido
y tu hijo […]
Tienes que perdonarme el no escribir más a menudo,
pero realmente te siento tan lejana. No conozco ni
tu casa, ni tu vida, ni tu hijo (apenas). Te he
visto ocho días en dos años.
[…]
Evidentemente, la intimidad no es la misma. Pero, de
cualquier modo te amo con todo mi corazón.

Simona se ha enamorado de tu hijo. Le he hecho la


objeción de que todavía es muy jovencito y que,
además, entre tía y sobrino no sería muy
conveniente. […]
En lo que a mí respecta, esta semana voy al Norte
por quince días para ponerme más al corriente de mi
trabajo en la región asignada a un compañero.
Haremos 150 kilómetros diarios en automóvil. No será
muy aburrido.
Llevo una vida filosófica. Veo […] mis amigos lo más
posible. Tengo amigos encantadores, esto me
consuela.
Mientras tanto espero encontrar alguna jovencita
linda e inteligente y llena de encanto y alegre y
sedante y fiel y… entonces no encontraré ninguna.
Y le hago una corte monótona a otras tantas Colette,
Paulette, Suzy, Daisy, Gaby, hechas en serie y que
aburren al cabo de dos horas.
Son como salas de espera.
Eso es todo…
Hasta pronto, Diche. Te abrazo fuertemente,

Tu hermano

Port-Etienne (1927)
Mamita:
Le escribo desde Port-Etienne donde estoy haciendo
escala. Es pleno desierto. Hay sólo tres casas.
Dentro de un cuarto de hora volvemos a partir.
La semana pasada he cazado leones. No maté ninguno,
pero tiré y herí a uno. En remplazo hemos hecho una
gran matanza de otras fieras –jabalíes, chacales,
etc… Cuatro días de automóvil en los confines del
Sahara, en la Mauritania. Navegábamos a través de la
selva como tanques.
Un jefe moro me invitó a Boutimilit, lo que puede
ser importante para la línea. Quizá me lleve a
territorio disidente. ¡Qué maravillosa expedición!
[…]
Yo estoy bien. ¿Cómo anda Monot? Me esperaba la
carta del tío Huberto (1), le enviaré estampillas.
Hace un calor espantoso en este dulce Sahara, en
cambio por la noche todo suda agua.
Es una región extraña, pero cautivante…
La abrazo tanto como la quiero, mamita

Antoine

[Orconte, 1940]
Mamá querida:
Le escribo sobre las rodillas a la espera de un
anunciado bombardeo que no llega. Pienso en usted
[…] Sin duda es por usted por quien tiemblo.
No recibo ni una sola carta. ¿Dónde van a parar,
pues? Eso me causa pena. La perpetua amenaza
italiana me preocupa porque la pone en peligro a
usted. Tengo una infinita necesidad de su cariño,
mamita. ¿Por qué tiene que verse amenazado todo lo
que amo sobre la tierra? Más que la guerra me
espanta el mundo de mañana. Los muebles destruidos,
las familias dispersas… La muerte, todo eso me da lo
mismo; pero no me gustaría que se atentara contra la
comunidad espiritual. Los querría a todos reunidos
alrededor de una mesa blanca.
No le cuento gran cosa de mi vida, pues no tengo
mucho que decir: misiones peligrosas, comida y
sueño. Me encuentro terriblemente “insatisfecho”. El
corazón requiere otros ejercicios. Las
preocupaciones de mi época no me dan ninguna
alegría. El peligro aceptado y sufrido no me basta
para apaciguar una especie de gravedad de la
conciencia. La única fuente de alivio la encuentro
en algunos recuerdos de infancia: el olor de velas
de las noches buenas. Hoy es el alma la que está
completamente desierta. Se muere uno de sed.
Podría escribir, tengo tiempo, pero todavía no sé
escribir. Aún no he madurado en mí libro, un libro
que “diera de beber”. Adiós, Mamita, la estrecho en
mis brazos con todas mis fuerzas.
Vuestro
Antoine

Traducción de Susana Saavedra / Marco A. Galmarini

Cartas a su madre. Buenos Aires. Editorial y


Librería Goncourt. 1955. Págs. 124-125, 144-145,
183-184.
ANDY WARHOL: “SI YO PINTO ASÍ ES PORQUE QUIERO SER
UNA MÁQUINA”

Alguien ha dicho que Brecht quería que todo el mundo


pensara igual. Yo quiero que todo el mundo piense
igual. Pero Brecht quería hacerlo por medio del
comunismo, en cierto modo. Rusia lo está haciendo
mediante el Gobierno. Aquí está ocurriendo por sí
solo, sin estar bajo un Gobierno estricto; así que
si sale sin esfuerzo, ¿por qué no puede salir sin
ser comunistas? Todo el mundo se parece y actúa de
forma parecida, y esto nos está pasando cada vez
más.

Yo creo que a todo el mundo le debería gustar todo


el mundo.
¿En eso consiste el arte pop?

Sí. En que a uno le gusten las cosas.

¿Y qué a uno no le gusten cosas es como ser una


máquina?

Sí, porque se hace lo mismo todas las veces. Se hace


una y otra vez.

¿Y a usted eso le parece bien?

Sí, porque todo es fantasía. Es difícil ser


creativo, y también es difícil no pensar que lo que
haces es creativo, o es difícil que no te llamen
creativo porque la gente no habla más que de eso y
de individualidad. Todo el mundo es creativo a todas
horas. Y tiene mucha gracia cuando se dice de algo
que no lo es, como el zapato que yo dibujaba para un
anuncio, que se decía que era “creación”, y en
cambio el dibujo del zapato no lo era. Pero yo diría
que creo en las dos cosas. Toda esa gente que no es
muy buena debería ser realmente buena. Ahora todo el
mundo es demasiado bueno, realmente. Por ejemplo,
¿cuántos actores hay? Hay millones de pintores y
todos bastante buenos. ¿Cómo se puede decir que un
estilo es mejor que otro? Habría que poder ser
expresionista abstracto la semana que viene, o
artista pop, o realista, sin sentir que se ha
renunciado a algo. Yo creo que los artistas que no
son muy buenos deberían igualarse con todos los
demás para que a la gente le gustaran cosas que no
son muy buenas. Ya está pasando. No hay más que leer
las revistas y los catálogos. Es tal estilo o tal
otro, tal imagen del hombre o tal otra…, pero en
realidad no supone ninguna diferencia. De esta
manera hay artistas que se quedan fuera, ¿y por qué
ha de ser así?

¿El arte pop es una moda pasajera?

Sí, es una moda pasajera, pero yo no veo que eso


altere las cosas. Acabo de oír el rumor de que G. ha
dejado de trabajar, que ha abandonado el arte
totalmente. Y todo el mundo anda diciendo que es
horrible que A. renunciara a su estilo y ahora haga
cosas distintas. Yo no pienso así ni mucho menos. Si
un artista no puede hacer más, que lo deje; un
artista debe poder cambiar el estilo sin
remordimientos. He oído que Lichtenstein ha dicho
que es posible que de aquí a un año o dos ya no
pinte historietas…; yo pienso que eso sería
estupendo, poder cambiar de estilo. Y creo que es lo
que va a pasar, que todo el panorama nuevo a estar
en eso. Probablemente es una de las razones de que
yo esté ahora utilizando la serigrafía. Creo que
estaría bien que alguien pudiera hacer todos mis
cuadros por mí. Yo no he podido hacer todas las
imágenes claras y sencillas y lo mismo que la
primera. Creo que sería estupendo que se dedicara
más gente a la serigrafía, de modo que nadie supiera
si un cuadro mío era mío o de otro.

¿Eso daría un vuelco a la historia del arte?

Sí.

¿Ese es su objetivo?
No. Si yo pinto así es porque quiero ser una
máquina, y sentir que todo lo que hago y hago como
una máquina es lo que quiero hacer.

¿El arte publicitario era más mecánico?

No, no lo era. Me pagaban por hacerlo, y yo hacía lo


que me mandaban. Si me decían que dibujara un zapato
lo dibujaba, y si me decía que lo corrigiera lo
corregía; hacía lo que mandasen, corregirlo y
hacerlo bien. Tenía que inventar, y ahora no; al
final de toda aquella “corrección”, aquellos dibujos
publicitarios tenían sentimiento, tenían estilo. En
la actitud de los que me contrataban había
sentimiento o algo; sabían lo que querían,
insistían; a veces se ponían muy apasionados. El
proceso de trabajar en arte publicitario era
mecánico, pero la actitud tenía sentimiento.

¿Por qué empezó usted a pintar latas de sopa?

Porque la tomaba. Tomaba la misma comida todos los


días, calculo que durante veinte años, siempre lo
mismo. Alguien dijo una vez que mi vida me ha
dominado; esa idea me gustó. Yo quería vivir en las
Waldorff Towers y comer sopa y un sándwich, como en
esa escena del restaurante de Naked Lunch…

A. WARHOL: “What Is Pop Art”, Part I, Art News,


noviembre de 1963. Págs. 353-354.
Del arte objetual al arte de concepto. (1960-1974)
Epílogo sobre la sensibilidad “postmoderna”.
Antología de escritos y manifiestos. Simón Marchán
Fiz.
NEGRET O LA IMAQUINACIÓN
Por: Samuel Vásquez (1946-)

(…)
Esta superioridad de la imagen sobre la forma está,
desde hace mucho, suficientemente demostrada. En los
comienzos del Constructivismo se hizo dogma del
concepto de que entre más sencillas y homogéneas
fuesen las formas de las letras más fácil sería su
lectura. Esta idea es falsa porque al leer no leemos
letras sino las palabras. Leemos cada palabra como
conjunto, como IMAGEN DE LA PALABRA. La oftalmología
nos ha enseñado que mientras más difieren unas
letras de otras, más cómoda y expedita es la
lectura.
Al abandonar la representación, Negret se dedica a
crear “arquitecturas submarinas”, “señales para
acuarios”, “señales de tráfico”, “aparato mágico”,
“brújulas”, “edificios”, “escaleras”, “cohetes”,
“torres”, “pilotes”, “navegantes”, “puentes”…
MÁQUINAS. En esta escultura sus títulos no obran
como tales sino como nombres y evidencias sus
motivaciones. Todas estas obras podemos agruparlas
con el nombre genérico de máquinas (1).
Negret crea máquinas. Y las crea con la misma
materia de las máquinas: metal, tuercas, tornillos…
y las pinta con colores brillantes como se pinta un
braco, un automóvil, un helicóptero, una máquina:
rojo, negro, blanco, azul, amarillo. No las pinta,
como piensan algunos críticos, para ocultar el
material. Si quisiera ocultarlo suprimiría las
tuercas y los tornillos que lo delatan
constantemente.
La pintura es parte integrante de la función y
estética de la máquina: protege el metal y lo
embellece, y le confiere una temperatura precisa a
cada escultura (2). Esta consubstancialidad que se
da entre la escultura de Negret y la máquina no se
había dado antes sino en el teatro donde el actor
está hecho de la misma materia que el personaje.
Esto arrastra un riesgo inminente de naturalismo que
Negret ha sabido salvar sabiamente: sus motivaciones
son esenciales. El tiempo y el espacio de su estatua
son y están presentes. Son máquinas pero no se con-
funden, no se funden-con la realidad: se mantienen
en la virtualidad, el estadio del arte.
La escultura del pasado hizo del cuerpo humano su
objeto primordial y su prolongación contemporánea se
da en la prolongación del cuerpo: la máquina. (La
era cibernética producirá, sin duda, una obra que
será prolongación del cerebro). Cierto
comportamiento orgánico de algunas esculturas ha
hecho decir que la obra de Negret representa
manifiestamente la naturaleza. Más, ahí donde ellos
ven gusanos yo sigo viendo máquinas. Como
prolongación del cuerpo humano y de sus deseos, la
máquina siempre ha tenido comportamientos orgánicos.
(3). De ahí que sean comunes, por ejemplo, las
relaciones que hace la gente entre el avión y el
pájaro. Es que el deseo de volar encuentra una
objetivación y una posibilidad en el pájaro. Por
esto mismo los indígenas norteamericanos llamaban al
tren “el caballo de hierro que fuma”.
Si la diferenciación que alcanza la escultura de
Negret le otorga una extrañeza, una distinción entre
los demás objetos (escultóricos o no) subrayando que
se ha agregado a lo dado social una cosa que antes
no estaba allí, su organicidad le confiere una
escondida naturalidad que facilita su coexistencia
con lo real preexistente. Es que el artista
verdadero no copia la naturaleza, obra como la
naturaleza: “El arte nace en el hombre como el fruto
en el árbol” (4). Así en Negret.
Su distinción, su naturalidad, su nitidez de imagen,
dan a estas esculturas una poderosa imposición
visual, una rotunda capacidad de presencia. Tal como
la bicicleta y el tren, hacen parte ya de las
“nuevas naturalidades” y, como estos, conservan la
poética de su imagen y sustentan nuestro antiguo
asombro. Podría decirse que han devenido en
“figurativas”. Lo figurativamente artístico en la
obra de arte no radica en el mayor parecido
alcanzado en la representación de lo real, sino en
la potencia de la vivencia de la imagen en el plano
o en el espacio. Un vaso, una silla, un carro, son
ya hoy, y definitivamente, figurativos. Tinguely,
desde otra orilla, señalando con sus esculturas lo
absurdo del productivismo y del utilitarismo de la
máquina en la vida moderna, y Negret, desde acá,
presentando la estética de la máquina como la “nueva
naturalidad” del mundo contemporáneo, son las obras
más importantes del arte que expresan esta segunda
era de la máquina. Sus obras no refieren un tiempo
histórico ni ficcionado, no hacen crónica ni cuentan
una anécdota ni ilustran una circunstancia, pero
participan y señalan una época que ha producido una
inconfundible estética propia: la era de la máquina.
Si una época no logra crear un tipo de imaginación
propia, será incomprensible (5)
Negret realiza sus máquinas con la técnica que
instrumentaron para sus obras Picasso, Gargallo,
González y los constructivistas. Antes sólo se
utilizaban el modelado y la talla, y la escultura
era de una sola pieza, no tenía uniones. Negret no
sólo hereda la técnica de los constructivistas,
hereda también su optimismo. El Constructivismo nace
de una concepción y de una visión optimistas: la
construcción del nuevo arte, del hombre nuevo, de la
nueva sociedad (6). No pretende pues testimoniar,
decide transformar. La construcción conlleva
necesariamente optimismo, y el optimismo es, a su
vez, obligatoriamente alegre. La escultura de Negret
posee el optimismo y la alegría del Constructivismo,
pero éste es un optimismo severo y ésta es una
alegría exenta de toda coquetería.
Negret, hoy, es un artista que a pesar de haber
conocido la consagración (esa mortaja en vida para
muchos), mantiene su vigor creativo y toda la
energía y juventud de su imaginación. Aunque su obra
testimonia una gran cultura y un conocimiento de las
expresiones dinámicas del espacio, no las convierte
en recetas.
Valéry ha dicho de Leonardo da Vinci que un abismo
le hacía pensar en un puente. Negret, en cambio, ve
un puente y crea una escultura, restituyendo el
abismo.

1. Incluso el “Sol” no es representación


naturalista sino máquina. El “Sol” como un
molino agitado que produce luz, más parece una
rueda Pelton: hace parte de la mecánica celeste.
2. Estando en Mallorca, Negret ve cómo los barcos
son pintados con colores brillantes, y desde
entonces involucra el color en su escultura.
3. Máquina que no tenga comportamiento orgánico no
es máquina, es mueble.
4. Arp.
5. No comparto la cercanía que algunos tratan de
establecer entre las esculturas de Negret y las
de Calder, a no ser en el aspecto material: el
metal, el color. Esta falta de rigor conceptual
ha llevado a algunos críticos nuestros a agrupar
artistas por los materiales que usan. ¡Qué tal
si agrupáramos a los artistas que emplean óleo
sobre tela! Las formas ameboides que, tomadas de
Miró, implementa Calder para representar su
zoológico metálico en láminas planas, distan
mucho de las imágenes barrocas pero nítidas de
las máquinas de Negret en láminas curvas y
planas.
6. Este optimismo se evidencia, así mismo, en sus
obras: el irrealizado monumento a la Tercera
Internacional de Tatlin fue proyectado para que
tuviera el doble de la altura del Empire State
de N. Y.

Medellín, septiembre de 1987

Los textos que componen este volumen hacen parte del


libro EL ABRAZO DE LA MIRADA, Premio de Ensayo
Ciudad de Medellín, convocado por la Alcaldía de
Medellín, siendo jurados Enrique Serrano y Santiago
Mutis.
Negret o la Imaquinación. Medellín. COBALTO
EDICIONES. 2007. Págs. 12-16.
HOMBRES Y ENGRANAJES
Por: Ernesto Sábato (1911-2011)

Al despertar del largo ensueño del Medioevo, el


hombre redescubre al mundo natural y al hombre
natural, el paisaje y su propio cuerpo. Su realidad
será ahora secular y profana, o tenderá a serlo cada
vez más, pues una visión del mundo no cambia
instantáneamente. Pero lo que importa es ver las
líneas de fuerza que ocultamente empiezan a dirigir
la orientación de una sociedad, la inquietud de los
hombres, la dirección de sus miradas; sólo así puede
saberse lo que va a acontecer visiblemente varios
siglos después. La profanidad de Rafael no se
explica sin esa oculta tensión de las líneas de
fuerza que empiezan a actuar ya en el siglo XII.
Entre un Giotto y un Rafael –comienzo y fin de un
proceso- hay toda la distancia que media entre un
pequeño burgués profundamente cristiano, todavía
sumergido hasta la cintura en la Edad Media, y un
artista mundano, emancipado de toda religiosidad.
La vuelta a la naturaleza es un rasgo esencial de
los comienzos renacentistas y se manifiesta tanto en
el lenguaje popular como las artes plásticas, en la
literatura satírica como en la ciencia experimental.
Los pintores y escultores descubren el paisaje y el
desnudo. Y el redescubrimiento del desnudo no sólo
influye la tendencia general hacia la naturaleza,
sino el auge de los estudios anatómicos y el
espíritu igualitario de la pequeña burguesía: porque
el desnudo, como la muerte, es democrático.
La primera actitud del hombre hacia la naturaleza
fue de candoroso amor, como en San Francisco. Pero
dice Max Scheler, amar y dominar son dos actitudes
complementarias y a ese amor desinteresado y
panteístico siguió el deseo de dominación, que había
de caracterizar al hombre moderno. De este deseo
nace la ciencia positiva, que no es ya mero
conocimiento contemplativo, sino el instrumento para
la dominación del universo. Actitud arrogante que
termina con la hegemonía teológica, libera a la
filosofía y enfrenta a la ciencia con el libro
sagrado.
El hombre secularizado –animal instrumentificum-
lanza finalmente la máquina contra la naturaleza,
para conquistarla. Pero dialécticamente ella
terminará dominando a su creador.
Hombres y engranajes. Heterodoxia. Barcelona. 1983.
Págs. 22-23.
EL POETA Y LA CIUDAD (Fragmento)
Por: W. H. Auden (1907-1973)
(…)
El advenimiento de la máquina ha destruido la
relación directa entre la intención de un hombre y
su acto. Si san Jorge se ve cara a cara con el
dragón y hunde una lanza en su corazón, puede decir
legítimamente “Maté al dragón”, pero, si deja caer
una bomba sobre el dragón a veinte mil pies de
altura, aunque su intención –matarlo- sea la misma,
su acto consiste en mover una palanca y es la bomba,
no san Jorge, lo que mata al dragón.
Si, por orden del faraón, diez mil súbditos trabajan
drenando los pantanos, esto significa que el faraón
con la lealtad personal de suficientes personas para
hacer realidad sus deseos; si su ejército se rebela,
pierde su poder. Pero si el faraón logra que cien
hombres con buldóceres drenen los pantanos en seis
meses, la situación cambia. Aún sigue necesitando
cierto grado de autoridad, la suficiente para
persuadir a cien hombres que manejen sus buldóceres,
pero eso es todo: el resto del trabajo lo hacen
máquinas que no saben de lealtad ni de miedo y si su
enemigo, Nabucodonosor, se hiciera con ellas, serían
tan eficientes llenando los canales como cavándolos.
Es posible imaginar un mundo en que el único trabajo
humano en tales proyectos lo haga un puñado de
operarios con sus ordenadores.
Resulta muy difícil emplear figuras públicas como
tema poético, pues el mal y el bien que hacen
dependen menos de su personalidad y de sus
intenciones que de la cantidad de fuerza impersonal
que tienen a su disposición.
Los señores del límite.
Selección de poemas y
ensayos (1927-1973). Barcelona. Galaxia de
Gutenberg. Págs. 439-440.

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