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La

música veracruzana
historia, prácticas, educación musical y retos


Enrique Florescano · Nelly Palafox López
coordinadores

COLECCIÓN VERACRUZ SIGLO XXI


Dirigida por Enrique Florescano


Primera edición, 2016
Universidad Veracruzana/Secretaría de Educación de Veracruz
Dirección Editorial Hidalgo núm. 9, Centro, CP 91000
Xalapa, Veracruz, México Apartado Postal 97

Secretaría de Educación-Gobierno del Estado de Veracruz
Km 4.5 carretera federal Xalapa-Veracruz, 91190

ISBN: 978-607-502-458-5 Fecha de aparición, 26 de abril de 2016

Ilustración de portada: Israel Pérez Ladrón de Guevara
Esta obra se encuentra disponible en acceso abierto para copiarse, distribuirse y transmitirse con propósitos
no comerciales. Todas las formas de reproducción, adaptación y/o traducción por medios mecánicos o
electrónicos deberán indicar como fuente de origen a la obra y su(s) autor(es). Se debe obtener autorización
de la Universidad Veracruzana y la Secretaría de Educación de Veracruz para cualquier uso comercial. La
persona o institución que distorsione, mutile o modifique el contenido de la obra será responsable por las
acciones legales que genere e indemnizará a la Universidad Veracruzana y la Secretaría de Educación por
cualquier obligación que surja conforme a la legislación aplicable.





ÍNDICE

Prólogo
--------
Capítulo I. HISTORIA

1) Identidades en transición, músicas en movimiento
Antonio García de León

2) La creación musical en los siglos XX y XXI
Aurelio Tello

3) Música veracruzana: reflexiones y apuntes
Ricardo Miranda

4) Música veracruzana. Historia, práctica y retos. Sonido, significado y
sustentabilidad. El son jarocho es lo que hacemos que sea.
Daniel Sheehy


Capítulo II. PRÁCTICAS

5) Rumberos y jarochos: Crónica musical de un pedacito de patria que sabe reír
y cantar
Rafael Figueroa Hernández

6) El jazz y la música clásica: encuentros y desencuentros
Guillermo Cuevas

7)Tú eres mi destino: el bolero en la educación sentimental de México
Lucina Jiménez López

8) Solamente una vez (más): lírica popular mexicana como música e
(inter)texto
Rodrigo Bazán Bonfil

9) Rock xalapeniense: concierto a varias voces y un intérprete
José Homero∗

10) La música huasteca
Román Güemes Jiménez


Capítulo III. LA EDUCACIÓN MUSICAL

11) El arte de enseñar
José Arias Luna

12) El uso pedagógico de los elementos de la música en el aula de clase. Una
mirada histórica a la educación musical
Rosa Arisbe Martínez Cabrera

13) La música como instrumento de cohesión social.
Aproximaciones para la sensibilización
Deyanira G. Guzmán M.

14) Música y cohesión social: una perspectiva histórica
Julieta Varanasi González G.


Capítulo IV. RETOS

15) Rondando el son jarocho
Andrés Barahona Londoño
Preludio



La música es la reina madre,
ya no se hable más,
silencio que ha llegado ella
con sus balas y flores.
Fito Páez

La música veracruzana es un territorio habitado por las más diversas presencias
sonoras que van del bolero, al danzón, la rumba, el son, pasando por el canto
negro, el pop, el rock y el jazz. En ella se resume la aspiración de un gozo
sensorial y ritual que nos invita al lamento más hondo o la alegría del cuerpo
expresada en la danza. A pesar de ser tan familiar y vivencial se discute poco
acerca de su historia, prácticas, educación musical y desafíos. En este sentido, la
presente obra revisa el tema desde sus más polifacéticos matices. En lugar de
explicar cómo la música puede ser un factor identitario, elige complejizar y
hacernos reflexionar en torno a la falsa puerta llamada “identidad musical”. No
es un catálogo de rígidas definiciones pues lo que hemos aprendido de la vida y
la música es que en ellas reina el movimiento.
La primera mirada que transforma el tema porque quien la escribe es Antonio
García de León, nos muestra un principio básico: la música también es
“historicidad en movimiento” más allá de la inmanencia que solemos infundirle
al decir que habita nuestro sistema sensorial y vital. Es un texto como pocos
porque la ponderación ha venido del ejercicio ensayístico con un talante de
interpretación aguda desde la experiencia y las numerosas lecturas sobre el tema.
Para desplegar un panorama de la música veracruzana, Aurelio Tello se afana
por compartirnos las semblanzas biográficas de quienes con su trabajo han
servido de horizonte y perspectiva del espacio sonoro sin gentilicios ni fronteras.
Por su parte, Ricardo Miranda construye un texto erudito y agudo en el que pone
en duda la “idea de la música veracruzana”; pues tal cosa además de antojarse
inamovible se fractura al momento mismo de emprender una definición. Por su
parte, Daniel Sheehy nos regala sus experiencias personales de “fuereño
cultural”, productor musical y teórico del son jarocho en su capítulo “Sonido,
significado y sustentabilidad. El son jarocho es lo que hacemos que sea”.
Encausada por un asedio a los géneros, la segunda parte plantea la historia
privada y pública de la rumba y el son en voz de Rafael Figueroa, cuyo nombre
es ya un relato individual y rico de “este pedacito de patria que sabe vivir y
gozar”.
Guillermo Cuevas se abre paso en la vitalidad presente del jazz y la música
clásica sin descuidar con esmero los nombres de los actores emergentes y la
decisiva participación de la Universidad Veracruzana para promover el género.
Lucina Jiménez López conoce de primera mano la historia del bolero en la
cultura mexicana y su modalidad de educadora sentimental. Los esfuerzos que
ella ha realizado como gestora, autora y promotora de bibliografía, programas
educativos y artísticos la colocan no en el cubículo encortinado del especialista
sino entre los niños, los músicos y quienes corean los versos de “luna que se
quiebra sobre las tinieblas de mi soledad”.
Rodrigo Bazán Bonfil, conocedor y experto de muy diversos temas literarios,
nos sugiere que el bolero no se ubica sólo en ciertas canciones que llevamos en
los pliegues de la memoria sino que transciende de manera intertextual al rock
de El Personal, El Tri o las Ultrasónicas con un amplio rango de cantantes que
sabiéndolo o ignorándolo siguen cultivando el género.
José Homero nos regala una historia del rock xalapeño que ha documentado
con paciencia a lo largo de los años y en forma directa con sus protagonistas;
para este ensayo se aproximó a la memoria de Salvador Ramírez, Chava Blues,
Rafael Cerrillo, Alberto Morales, El Gato y Conrado Ánimas.
El son huasteco no podría ser abordado por nadie mejor capacitado que Román
Güemes, cuya ágil prosa, clara y amena nos conduce desde la descripción de los
instrumentos, pasando por los rituales hasta la cultura viva y sonora de este
prolijo e incansable torrente de versos que es el son huasteco.
En la tercera línea del mapa: la educación musical, se ha procurado incluir las
voces de los maestros; por ello, el primer apartado es de José Arias Luna quien
sabe que “la harmonía es sinónimo de amor” y con ese ingrediente nos ofrece un
breve y entrañable texto sobre “El arte de enseñar” muy a la manera de Ovidio o
Plutarco.
El uso pedagógico de la música está pensado y documentado por Rosa Arisbe,
mientras que Deyanira Guzmán aborda un tópico fundamental al explicarnos en
qué medida la música tiene la habilidad de fungir como un instrumento de
cohesión social. Por su parte, Julieta Varanasi, con la pericia de historiadora nos
recuerda la antigua relación de la música para fungir de gozne entre los distintos
actores de la sociedad: “la música es parte del ser humano (literalmente llevamos
el ritmo en el corazón), por lo que es la propia sociedad la que en muchas
ocasiones ha dado origen a los proyectos que han perdurado a lo largo de las
décadas.”
El cierre del libro es un aporte en sí mismo porque son los cultores del son
jarocho quienes se han sentado a conversar, moderados y en diálogo, con el
maestro Andrés Barahona.
Así pues esta obra se suma a la colección VERACRUZ SIGLO XXI, cuyo objetivo es
poner en manos de los lectores obras rigurosas firmadas por los especialistas del
tema, al tiempo que procura una redacción clara, amena y atractiva. Confiamos
en contagiar a los lectores con la pasión de la música, esa reina madre que llega
hasta nosotros con sus balas y flores.
Capítulo I
Historia
Identidades en transición, músicas en movimiento

Antonio García de León1


En la frontera de todo

Como la musicalidad subyace en nuestro sistema nervioso y en nuestro genoma
junto con la propensión al habla, y sus elementos son tan innatos como los del
lenguaje articulado, solemos pensar en ella como algo natural e inmanente. Pero
si consideramos la música como un fenómeno físicamente mensurable que se
mueve a través del tiempo, sería pertinente tomar en cuenta su historicidad en
movimiento.
En estas circunstancias, cuando nos referimos a lo que ocurre hoy con las
músicas del mundo –como hemos estado viendo aquí con detalle y con ejemplos
muy diversos–, todas las certidumbres anteriores parecen precipitarse, pues la
mayoría de los términos clasificatorios primigenios, o los que usábamos
anteriormente para definir géneros y estilos, no nos sirven ahora para delimitar
lo que se ha convertido en un solo mar de músicas, en un acopio indistinto de
tradiciones entreveradas que se mezclan en un mundo que ha reducido
drásticamente sus distancias y sus diferencias. La música parece seguir así el
derrotero mismo de la historia, desde la configuración de mercados regionales,
de unidades locales más o menos aisladas –y de Estados nacionales
relativamente autónomos–, hasta la conformación de una economía mundial
interdependiente e intercomunicada que tiene como su principal antecedente la
creación de una economía-mundo desde el siglo XVI.
Así, no está de más revisar el papel de los ideólogos e intermediarios, de las
circulaciones diversas y de las clasificaciones y taxonomías que atañen a la
música. De allí que una manera posible de ir sacando conclusiones de todo esto
necesariamente tenga que ver con esta estrecha asociación entre música e
identidad.
De hecho, hoy nos enfrentamos a las fusiones más diversas, al mismo tiempo
que asistimos a la muerte de las “tradiciones inocentes”. Los actuales creadores
y consumidores de productos musicales tienen a su alcance la información
suficiente como para acceder a toda la música del mundo y modificar su propio
bagaje. Hoy podemos encontrar, gracias a estos nuevos mercados, las mezclas
más inusitadas en los diferentes géneros y estilos, en una suerte de expansión del
tiempo sonoro en donde la convivencia y la electrónica han invadido
prácticamente todo; hoy estamos ante una potente socialización que desdibuja
los anteriores referentes o las barreras sociales tradicionales. Si recordamos el
primer golpe de la mundialización en los siglos XVI y XVII, la mayor parte de la
música popular bailable de Europa se desarrollaba en un intercambio complejo
con América, y si hablamos hoy de músicas provenientes de África, a lo mejor
estamos ante el retorno de ritmos caribeños y brasileños aclimatados allí en
épocas más o menos recientes: lo que nos obliga a revisar una historia en donde
los movimientos culturales siempre son envolventes y nunca se dan en un solo
sentido. Hoy nos enfrentamos a una situación muy diversa en cuanto a nuestras
certidumbres, por eso quisiera empezar con dos temas que creo pertinentes:
El primero se refiere a un aspecto de la identidad en su conjunto –lo idéntico,
lo intercambiable que hacía posible el compartir una semejanza–, es decir, lo que
ocurría como parte de la configuración histórica anterior, en donde ciertas
constantes aparecían como marcadoras de pertenencias sociales más o menos
irrestrictas e incuestionables. Entonces, la trama argumental de la construcción
identitaria tendría que ver con las narrativas que generalmente usan los grupos
humanos para armar sus pertenencias, gustos y alteridades. Es lo que podríamos
llamar en otros términos las identidades narrativas, es decir, los discursos
contradictorios a través de los cuales la gente le da sentido, entre otras cosas, a la
música, anclando las interpretaciones de su propia identidad en tramas narrativas
consecuentes y siempre en relación con los otros. En un tiempo además en que
determinados gustos musicales se adscribían a clases sociales, subculturas,
gremios, etnias, naciones y regiones determinadas, de cuando el mundo tenía
menor movilidad de la que hoy tiene, de cuando lo que escuchábamos era parte
de nuestra acumulación identitaria delimitada por nuestras fronteras locales,
parte de lo que nos definía. El lenguaje musical se constituye como un segmento
más de todo este universo identitario. Aquí habría que decir algo que parecería
una repetición, un discurso cerrado: en donde la colectividad parece aceptar una
propuesta de entendimiento a los diferentes géneros, gracias a que las nuevas
formas “tienen sentido” o algo le dicen para su construcción identitaria. Esta
aparente redundancia (“sirve a mi identidad porque me dice algo, y me lo dice
porque me sirve”) esconde sin embargo un intrincado y permanente proceso de
razonamientos.
En ese sistema de representaciones contrastantes, la música ocuparía un lugar
privilegiado. ¿Pero por qué? Fundamentalmente porque es un marcador
distintivo de muy largo aliento en la historia de la cultura, un elemento fijador de
las formas de identidad que se adscribían tradicionalmente a regiones y a grupos
humanos específicos. Así, en gran medida la tradicionalidad anterior, la
distintividad primigenia, residiría en la diversidad musical, generalmente
asociada a lo ritual y a sistemas excluyentes que –antes de la “revolución
urbana” y de “popularizarse”–, sólo tenían sentido para los miembros de esas
sociedades. Así, esa identidad de los géneros y los complejos musicales
asociados a las comarcas y “provincias musicales” de antaño –provincias que
aparecían delimitadas de manera fija en los mapas de músicas del mundo–, tuvo
que ver arbitrariamente con un amplio proceso de fijación de los espacios
regionales distintivos. Pero, ¿desde cuándo y por qué?
En el caso de México y América Latina creo que resulta sugerente para
entender estas dinámicas lo que ocurrió a fines del periodo colonial, en la época
de la formación de los Estados-nación independientes, que le dieron una
dimensión histórica, regional y geográfica, a los diferentes géneros musicales,
que a su turno fueron reforzados también por las clases dominantes en el sentido
de establecer: esto es lo correcto, lo que pertenece a cada región y lo que nutre
nuestra identidad nacional. Fundamentalmente es un proceso que a lo largo del
continente ocurrió en un siglo de turbulencias definitorias, desde finales del XVIII
a finales del XIX, un ciclo que corresponde con el de las guerras de
independencia, la consolidación nacional y todo lo que esto implica.
Aparecen entonces algunos ejes de intersección entre esa historia general y las
expresiones musicales, sobre todo en los procesos que van a conducir a su
popularización y que empezarán a definir los nuevos espacios vigentes hasta el
siglo pasado. Un posible primer eje sería lo que distingue entonces a lo
“folclórico” de lo “popular”, o a lo “culto” de lo “popular”, materia de trabajo de
los romanticismos nacionalistas que acompañaron a este proceso. Aquí,
podríamos decir que lo folclórico o tradicional sería básicamente lo que
pertenece al ámbito de sociedades o comunidades más o menos cerradas que en
el medio rural constituyeron códigos hasta cierto punto independientes del resto
de la nación, y que empezaron a llamar la atención de los intermediarios
culturales que organizaron la planta general de los “aires nacionales” y de las
tradiciones propias, en tanto ayudaban a la construcción de los imaginarios de
las nacientes naciones. La recopilación del folclor por parte de los antropólogos
y musicólogos en gran medida se hizo para evitar su pérdida, y a la postre lo
delimitó: el folclor es uno de los más significativos productos de la recopilación
y divulgación antropológicas, no sólo es reflejo más o menos distorsionado de la
memoria histórica, es además, un compendio de actitudes, creencias y valores de
una civilización que se alimenta a sí misma.
Lo “popular”, algo generalmente distintivo en esa época, sería la
generalización que estuvo asociada al cambio de lo rural a lo urbano, a los
grandes procesos de centralización que se dieron desde fines del XVIII, cuando las
ciudades empezaron a atraer a sectores muy diversos y clases subalternas que
escapaban al rígido orden colonial. Sectores que empezaron a seleccionar –con
base en sus nuevas necesidades y en la distinta utilización del tiempo libre–,
nuevos estilos de música y de danza, generalmente en los famosos bailes de
salón, asociados a cambios en la instrumentación, a modificaciones en la rítmica,
a lo que serían los procesos de popularización más importantes asociados a las
aportaciones europeas, en mayor o menor medida aclimatadas al medio
hispanoamericano.
En estos territorios reinventados por el desarrollo económico, gradualmente se
dio entonces el fortalecimiento de clases sociales diversas que convivían en esas
nacientes ciudades y que se planteaban necesidades de esparcimiento
diferenciadas. A estos nuevos grupos urbanos, en su mayoría llegados del
campo, y en especial entre los marginales y trabajadores asalariados, la música
campesina, fuera de su espacio natural, ya no les decía gran cosa, empezando
entonces a adoptar diversas danzas y músicas de la “promoción europea”, que se
convirtieron en populares y que se expandieron más allá de las barreras de clase
y de las fronteras coloniales, volviendo a penetrar en el campo y en las regiones
más aisladas, empapando de regreso a lo “tradicional”. Su principal impulso
tiene que ver con la binarización de muchos géneros y especies anteriores, y con
una relativa popularización de la música escrita, creando nuevos espacios de
fusión y compatibilidad entre las tradiciones rurales y las nuevas modas. Aquí,
los espacios urbanos y rurales irían, por ejemplo en el caso de México, de la
tarima campesina, a las cantinas y las pulquerías, al salón de baile y al quiosco
pueblerino y urbano.
En este contexto, vale la pena dar un paso atrás y tomarse el tiempo para
replantearse el concepto de “lo popular” en sus verdaderas dimensiones de
época. A preguntarse, antes de insistir en lo específico de las expresiones
musicales de los siglos XVIII y XIX, si no han tenido lugar fenómenos similares en
la historia anterior, y si las formas impuestas desde el periodo colonial, y que
hoy se conciben a menudo como simplemente asignadas en las condiciones de
un proceso unívoco, no han sido también instrumentos poderosos de
aculturación, caminos de ida y vuelta de lo popular a lo culto y antecedentes de
los modelos propuestos hoy como el patrón primigenio de lo adjetivado como
folclórico. Así, lo que ahora consideramos como “lo tradicional” –un concepto
que conlleva una profunda carga de eternidad autorizadora–, puede tener una
existencia mucho menos duradera hacia el pasado de la que a veces le
atribuimos, permaneciendo más bien como modelos de apropiación y desarraigo
de una tradición que se ha pertrechado detrás de gestos, actitudes y rutinas que
se perciben aún en los rasgos culturales de nuestros días. Y quizás esto no es
privativo de América: recordemos, por ejemplo, que lo principal del género que
hoy conocemos como flamenco se forjó en la Andalucía del siglo XIX y que,
gracias a un grupo de intelectuales orgánicos interesados en el asunto, pasó ya en
el siglo xx, a los tablaos establecidos y a las salas de concierto.
Así que la gran revolución que ocurre desde fines del XVIII es básicamente algo
que se relaciona con la popularización, lo que significa básicamente la ruptura
definitiva de contextos regionales cerrados, la transformación que corrió además
de manera paralela a la conformación de nuevos mercados. La sustitución de los
mercados regionales coloniales por otros mucho más amplios, la ruptura de las
identidades anteriores y la sustitución por identidades abiertas, y que fue
generando, a lo largo del XIX y el XX, una mayor interacción de los grupos
humanos. Esto podría formar parte de un fenómeno inicial de mayor
comunicación entre géneros diversos, en los espacios de los teatros y las plazas,
que se va a desarrollar más en el siglo xx, a través de herramientas que permiten
una popularización aun mayor (como la radio, la música grabada en discos, la
televisión, el cine, etc.), hasta llegar a la situación actual, que requiere un
tratamiento diferente: el fenómeno actual de las músicas en movimiento, girando
alrededor de nuevos ejes interpretativos y de espectáculos masivos.


Músicas en movimiento

Quisiera avanzar estas reflexiones evocando el segundo aspecto: lo que serían
las nuevas expresiones de estas corrientes culturales interiores que traspasan
territorios y mentalidades, las de una memoria colectiva que hoy se halla, como
nunca, profundamente sacudida por la posmodernidad y la globalización. Un
espejismo que nos vetaba un acercamiento más sutil, nos daba la impresión de
que antaño se iba de la historia a la memoria, y de que la una segregaba a la otra.
Hoy lo entrevemos de otra manera quizá por el aceleramiento que nos
proporciona la nueva revolución tecnológica que ha puesto complejos territorios
al alcance de casi todos. Este profundo cambio se debe al acercamiento
vertiginoso hacia otras memorias colectivas y otros espacios culturales, unido,
por un lado a las convulsiones y rupturas de las sociedades contemporáneas y,
por otro, al poder creciente de los modernos medios de información, que han
precisamente abierto una fisura entre la historia y la memoria, haciendo penetrar
por allí nuevas construcciones imaginarias.
En un paso que va de la región, de la pequeña comarca, al mundo de las
identidades abiertas, esto tendría hoy que ver con la comunicación, con los
efectos de una infósfera de dimensión planetaria por la cual los individuos
recrean su identidad a partir de referentes que no dependen ya, como en el
modelo anterior, de condiciones geográficas, hereditarias, culturales cerradas,
étnicas o gremiales. Ahora, la separación espacial entre comunidades ha sido
superada por tecnologías de transporte e información, por el turismo y sus
mercados unificados, y por una búsqueda de originalidad y exotismo en un
mundo de similitudes que está produciendo una nueva vecindad de las
identidades, cada vez más mutables y cada vez menos restringidas a pertenencias
étnicas o territoriales.
En este contexto iridiscente, parecen estar interactuando y bullendo muchas
posibles probabilidades:
Primeramente, los procesos de urbanización y proletarización que conducen a
gran parte de los productores rurales a las áreas de servicio y de economía
informal. Las permanencias en lo que subsiste de rural son visibles entonces en
las inmensas “ciudades perdidas” (como las del centro y norte de México), las
que construyen nuevos referentes de pertenencia que no tienen ya las ataduras
territoriales del barrio y la cofradía, o cuyas redes de sociabilidad se han vuelto
más sutiles.
Seguidamente, el antiguo espacio intuido de las regiones culturales está sujeto
a las tensiones y a las transformaciones de las modernas vías de comunicación, a
la nueva simbolización del espacio en las urbes de reciente creación y
crecimiento, o a la realidad a veces brutal de los nacientes espacios en
movimiento, en especial, los territorios que se trasladan permanentemente hacia
el norte del planeta, de África y Asia a Europa y de América Latina hacia los
Estados Unidos: pues hoy, las regiones y las culturas migran y recrean sus
identidades en los nuevos territorios.
En tercer lugar, esto incide sobre la reinvención de las tradiciones dentro y
fuera de los contextos rurales, los que a su turno también son tocados por las
ondas de regreso que provienen de las ciudades y del norte, creando con esto una
permanente turbulencia y reverberación que está tocando fuertemente a las
comunidades rurales, a los núcleos tradicionales. Los efectos de esta inmensa
transformación apenas empiezan a entreverse, e incluyen tanto el
enriquecimiento cultural propiciado por los nuevos contactos y situaciones,
como la desintegración acelerada de las culturas regionales y los antiguos
asideros de la tradición, tal y como las conocíamos.
Por último, y como conclusión, diríamos que estamos frente a la recomposición
de una agresiva y a la vez insospechada “cultura de frontera”, situación de
ubicua línea imaginaria que obliga a permanentes adaptaciones en contextos de
fricción e interacción. Y estas fronteras son de todo tipo, atravesadas por
barreras visibles e invisibles y con insólitas puertas de entrada y salida. Son
fronteras nacionales, fronteras entre lo rural y lo urbano, fronteras entre la
tradición y la modernidad, fronteras entre lo real y lo imaginario, en suma,
territorios en movimiento. En su afirmación y en su recreación juegan un papel
protagónico y decisivo los agentes portadores, los que, como los arrieros y
marineros del pasado colonial, traspasan hoy esas líneas divisorias, manejan los
códigos interculturales de entendimiento e inventan nuevas tradiciones.
Podemos así decir que estamos ante otra revolución, similar y distinta a las
anteriores. Si antes se trataba de una relación entre los mercados regionales y las
músicas regionales y nacionales, hoy estamos ante la conformación más
detallada de una economía-mundo que empieza en el siglo XVI y que se acelera, y
su relación con lo que también podemos llamar, parafraseando a Wallerstein,
una “música-mundo”. Aquí tendría un perfecto sentido el término world music:
un fenómeno que involucra a las músicas tradicionales de las diferentes regiones
del mundo, que puesta a disposición de “mercados” diferentes, ahora renueva los
imaginarios respecto a las identidades y abre la puerta a diversos juegos
interculturales. Algo que tiene que ver con la tolerancia, la comprensión del otro
y la interculturalidad, un término además de moda en un mundo que por lo
demás convive con los fundamentalismos, los desastres naturales, las
hambrunas, las epidemias, la violencia y la guerra.
Asimismo, y desde una perspectiva cultural, la mundialización es un proceso
altamente dialéctico. La homogeneización y la diferenciación, el conflicto y la
naturalización, la globalización y los elementos locales no son procesos
excluyentes, sino que se condicionan recíprocamente en una serie de procesos
encadenados. Pero además, la globalización económica no ha acarreado una
unificación cultural bajo los patrones hegemónicos del norte, como creíamos –
algo que se planteaba como un peligro a finales del siglo pasado–, pero sí ha
conducido a una uniformidad técnica, a una uniformidad que no tiene una real
unidad. De esta manera, ha surgido una amplia gama de posibilidades que
permiten identidades disímiles y múltiples que conviven en individuos y
comunidades. La cultura actual ya no es más la cultura de un lugar, es la cultura
de una época. Es más, tendemos a procesos en los cuales la musicalidad pierde
historicidad y se coloca en una especie de tiempo indistinto recreado por las
nuevas tendencias asociadas a la condición posmoderna: World Beat, New Age,
Buda Bar, ChallOMusic, etcétera.
Estamos pues ante una profunda dislocación de las músicas regionales, ante
una verdadera deslocalización, acompañada de lo que sería la nueva relación con
los otros, el nuevo papel de lo exótico, el uso condicionado de una “artesanía
musical” vista desde los países desarrollados y las nuevas empresas
discográficas. Ante un fenómeno nuevo de lugar cultural que ya no son los
espacios tradicionales y los antiguos mercados: los salones de baile, los eventos
festivos y rituales, etcétera, sino la nueva concepción del espectáculo. La música
folclórica solía ser motivo de estudio de musicólogos o etnólogos
exclusivamente, pero al ingresar en la dinámica de la globalización, se ha
integrado al interés general y a estas tendencias ligadas a la posmodernidad
como un producto comercial sui generis.
Hoy lo “tradicional” luce en los nuevos espacios del espectáculo y la nueva
celebración de la diferencia, resplandece en los ahora crecientes festivales de
música electrónica y de la world music, en los cuales se realizan los diálogos
interculturales, se descubren nuevos valores en tanto géneros e intérpretes
asimilables a la corriente principal, y se desarrollan otros elementos que circulan
virtualmente, ligados a las actuales fusiones y a las nuevas tendencias que son
también construcciones identitarias relacionadas con la música, y que tienen que
ver con las grandes corrientes migratorias asentadas en territorios inesperados y
conviviendo con núcleos sociales disímiles que les aportan una nueva
concepción de su identidad.
El receptor de las nuevas audiencias, nativo o inmigrante, incorpora de las
culturas exóticas a la suya diversos elementos, ya sea de manera “fiel” o
modificada, completa o fragmentada, en donde los flujos culturales de la
globalización corren de manera fluida en vehículos musicales que reconstruyen
los imaginarios, las interrelaciones y las identidades, de tal modo que se abre la
puerta a un nuevo universo de posibilidades de significar y valorar la pluralidad
y la diversidad, cada vez más características de las sociedades contemporáneas y
de este proceso en el que todos estamos inmersos.
Dicho de otra manera, diríamos que los mensajes musicales expandidos,
puestos a disposición de forma íntegra, fragmentada o modificada, son
representados y significados de diversos modos por conglomerados disímbolos,
de tal condición que los imaginarios identitarios discurren sobre las tensiones
entre lo propio y lo ajeno, así como entre lo antiguo y lo contemporáneo, lo
tradicional y lo popular, etcétera. La modalidad en que se crea, reproduce,
distribuye y consume la música de los distintos pueblos y regiones del mundo,
como resultado de las dinámicas propias de la globalización, es el de identidades
en construcción que arrastran tras de sí a músicas en movimiento.

1 Investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia.
La creación musical en los siglos XX y XXI en Veracruz

Aurelio Tello1


Musical, musicalidad, son un par de términos que vienen como anillo al dedo
cuando se trata de definir la ingente actividad sonora del Estado de Veracruz.
Riquísimo en expresiones populares, sus sones y canciones se han convertido en
algunas de las piedras angulares que definen la esencia musical de México.
Desde los tiempos coloniales, el puerto de Veracruz fue la puerta de entrada del
continente americano por donde se recibieron numerosas expresiones que,
amalgamadas con los aportes de las culturas locales, dieron vida a diversas
manifestaciones genuinamente veracruzanas; dígase, por ejemplo, sones tan
famosos como El currupití, El chuchumbé o El perico. Durante el periodo
colonial, la música sacra alcanzó cierto auge en los templos principales de
Córdoba, Orizaba, Perote –donde era usual celebrar una misa cantada para la
llegada de los virreyes que viajaban de Veracruz a México–, el propio puerto de
Veracruz y la ciudad de Xalapa, cuya catedral mantuvo una capilla musical hasta
mediados del siglo pasado. Y en ese mismo periodo se decantaron bailes, rimas,
sones, canciones y fandangos que encontraron su propio rostro en las voces y el
virtuosismo instrumental de nuestros artistas.
No abundaré en el desarrollo de las expresiones populares y folclóricas del
Estado, sino que detendré mi mirada en los aportes que Veracruz ha hecho a lo
largo del siglo XX y en lo que va caminando el siglo XXI en el terreno de la
música culta, académica, de concierto, erudita, o como se le quiera llamar.
Estudiosos más conocedores y prolijos que ya han dado y darán cuenta de la
riqueza que representa la música jarocha y la huasteca y toda la amplia variedad
de expresiones populares. Estas líneas se centran en el aspecto de la creación
musical culta de Veracruz y en Veracruz a través de breves semblanzas de sus
más conspicuos compositores.
Huelga decirlo, pero no existe cultura sin creación. El Estado de Veracruz ha
visto nacer en sus tierras a varios de los más notables compositores de la escena
nacional, pero también ha acogido generosamente a creadores venidos de otras
lugares. Unos se afincaron en el puerto de Veracruz, otros en la ciudad de
Xalapa, unos más hicieron su vida musical en ciudades como Orizaba o
Córdoba. Algunos de ellos han transitado por los territorios del nacionalismo y
han empleado elementos locales y populares veracruzanos en su obra; otros se
abrieron a la experimentación con los lenguajes de las vanguardias musicales del
siglo xx. Unos prefieren los instrumentos tradicionales; otros ya han
incursionado en el uso de medios electrónicos, en la composición electroacústica
y en el uso de los recursos computacionales.
Entre los más destacados compositores se cuentan:

René Baruch Maldonado (San Andrés Tuxtla, 1957), discípulo de Armando
Lavalle y más tarde maestro de la Facultad de la Música de la Universidad
Veracruzana (UV). También estudió psicología. Ha compuesto obras para
instrumentos solistas como Pasamos juntos para violoncello y la obra
electroacústica Coral enigmático para contrabajo y cámara de eco.

Juan Fernando Durán (Córdoba, 1961), miembro del Taller de Composición
de Mario Lavista en el Conservatorio Nacional de Música, ganador del Concurso
de Composición del Conservatorio Nacional de Música (1984) con Lauda para
voz y piano, es autor de La imagen del silencio I para flauta amplificada y La
imagen del silencio V para guitarra amplificada, así como de obras de cámara
entre las que destaca Las imaginaciones de la arena (1991) para clarinete, fagot
y piano. Desde Espacio abierto rompe con el precepto de partir del análisis o el
cuestionamiento de obras ajenas como inspiración del proceso creativo e
inaugura la etapa de su búsqueda personal. Una de las características de su
producción es la incorporación de instrumentos antiguos.

Ernesto García de León (Jaltipán, 1952), guitarrista y compositor, alumno del
famoso guitarrista uruguayo Abel Carlevaro, autor de una ingente obra para su
instrumento con una amplia proyección internacional. Es autor de un concierto
para guitarra y orquesta (1995). Sus obras, de gran demanda en los círculos
guitarrísticos, ha sido publicada en México, Estados Unidos y Europa.

Eduardo Hernández Moncada (Xalapa, 1899-México, 1995), compañero
generacional de Carlos Chávez y Silvestre Revueltas. Ha compuesto la Suite
romántica (1937) premiada en el Concurso de Composición de Música de
Cámara por radio de la SEP, dos sinfonías (1942 y 1943), la ópera Elena (1948) y
las bandas sonoras de las películas Náufragos de la vida (1930), uno de los
primeros intentos de hacer cine sonoro en México, El desquite (1945), Cinco
rostros de mujer (1946, nominada al Ariel), Crimen en la alcoba (1946),
Enamorada (1946), la famosa película del Indio Fernández con María Félix y
Pedro Armendáriz, Deseada (1950, ganadora del Ariel a la mejor música de
fondo), Si me viera Don Porfirio (1950, compuesta en colaboración con Carlos
Jiménez Mabarak) y Tú y la mentira (1956). También escribió el ballet
Ermesinda y varias obras que aluden a los aires de su natal Veracruz.


Raúl Ladrón de Guevara (Naolinco,1935-Xalapa, 2006), músico de múltiples
facetas ya que fue compositor, catedrático, pianista, acompañante, camerista,
miembro de la OSX, director de coros y orquestas de cámara, director artístico,
investigador y conferencista. Estudió en la Facultad de Bellas Artes de la
Universidad Veracruzana, el Conservatorio Nacional de Música y la Academia
Chigiana en Italia. Obtuvo el Premio al Mérito Universitario de la UV (1990) y
fue nombrado chairman de la Universidad de California en Santa Bárbara
(Estados Unidos, 1991). Es autor de los Tres preludios sinfónicos (1969) para
orquesta y de la Obertura veracruzana (1987) también para orquesta. Asimismo
ha compuesto dos conciertos para guitarra y orquesta (1975 y 1985). Fue
miembro fundador de la Liga de Compositores de México, Director de la
Facultad de Música y Director de Extensión Universitaria de la UV. Ha utilizado
técnicas del siglo xx y tradicionales con influencia del impresionismo y de
grandes compositores como Honegger, Hindemith, Prokofiev y Gershwin. Su
prolífica y larga carrera hicieron de él uno de los músicos emblemáticos de la
región veracruzana.

Salvador Moreno Manzano (Orizaba, 1916-México, 1999). Quizá uno de los
más sobresalientes compositores de lieder del siglo xx. No sólo era un músico,
sino un intelectual en el más amplio sentido de la palabra, con intereses en la
creación plástica y en la literatura. Su ópera Severino (1961), con libreto de João
Cabral de Melo Neto, significó el debut del tenor Plácido Domingo en el Teatro
del Liceo de Barcelona (1966). La soprano española Victoria de los Ángeles
incluía a menudo en sus recitales sus canciones con textos en náhuatl. Publicó en
la revista Artes de México un número dedicado a la iconografía musical. Sus
escritos fueron recopilados por Ricardo Miranda en el volumen Detener el
tiempo (1996). Entre sus canciones más conocidas y amadas por los intérpretes
están aquellas basadas en textos de grandes poetas como Garcilaso de la Vega,
fray Luis de León, sor Juana Inés de la Cruz, Federico García Lorca, Luis
Cernuda, Xavier Villaurrutia y Carlos Pellicer. Fue miembro de la Real
Academia Catalana de Bellas Artes de Sant Jordi, de Barcelona, y el impulsor
del reconocimiento a Jaime Nunó, autor de la música del Himno nacional
mexicano. La soprano María Bonilla, con el compositor al piano, grabó la
histórica antología de canciones en 1954 en un disco LP del sello Musart. Sus
canciones pertenecen a la mejor tradición del lied que desciende de Schumann y
Hugo Wolf. Con breves introducciones del piano, exponen de modo concreto
una línea melódica fluida y bien asentada en su armonía. El equilibrio entre texto
y música es perfecto y la relación prosódica fluye con naturalidad.

Mateo Oliva (Naolinco, 1938-Xalapa, 2014). Creador del coro de la Escuela
Normal Veracruzana, Orquesta Versalles, Orquesta Sinfónica Juvenil del Estado
de Veracruz y de la Orquesta Universitaria de Música Popular de la UV a la que
dio vida en 1974. Se formó en el Conservatorio Nacional de Música donde tuvo
como maestros nada menos que a Eduardo Hernández Moncada y José Pablo
Moncayo. Fue un notable arreglista del repertorio tradicional que llevó al
formato sinfónico logrando de manera absolutamente natural el prodigio de
sumar a la riqueza tímbrica de la Orquesta Sinfónica el vigor de la música
vernácula o el son veracruzano, en arreglos de contornos eminentemente
rapsódicos. Sus Mosaicos Nacionales I y II (que recogen música tradicional de
todo México) fueron interpretados por la Orquesta Sinfónica de San Bernardino
y sirvieron de marco sonoro a las coreografías del Ballet Folclórico de la
Universidad Veracruzana. Sus versiones orquestales de las canciones de Agustín
Lara han pasado a formar parte del repertorio de la Orquesta Sinfónica de
Xalapa y de otras agrupaciones sinfónicas. Su muerte, en mayo de 2014 significó
una gran pérdida para la música en Veracruz.

Armando Ortega Carrillo (Orizaba, 1936-Orizaba, 1973). Su temprana muerte
no dejó florecer su talento de cantante, director de coros, arreglista y compositor.
Discípulo de Ramón Noble, volcó su vocación musical a la fundación del Coro
Monumental de 140 voces de Orizaba. También dirigió el coro de la Escuela
Secundaria y de Bachilleres de Orizaba. Compuso varias óperas de cámara: Las
golondrinas, La vengadora, Eugenia, Sombras y Esperanza, con libretos creados
por él mismo. También fue autor de numerosas piezas para voz y piano para las
cuales escribió letra y música. En el año 2008 se le hizo un homenaje por los 35
años de su desaparición, pero su música aún espera un rescate.

Sergio Ortiz Bobadilla (Xalapa, 1947). Compositor, violista y director de
orquesta. Estudió en la Escuela de Música de la Universidad Veracruzana, en el
Conservatorio Nacional de Música y en el Conservatorio de Bucarest. Hizo una
maestría en la Universidad de Houston y el doctorado en la Universidad de
California en Santa Bárbara. Perteneció a la Orquesta de la Ópera de Bellas
Artes. Es integrante del cuerpo de Concertistas de Bellas Artes desde 1984 y
miembro de la Liga de Compositores de Música de Concierto, de la que fue
secretario entre 1991 y 1993 . Ha escrito principalmente música de cámara, pero
cuenta también con obras sinfónicas como las Dos piezas para orquesta (1985) y
Elegía (1990), así como un Nocturno para violonchelo y orquesta (1992).

Rizard Siwy (Polonia, 1945). Radica en México desde 1979. Se formó en la
Escuela Nacional Superior de Música de Varsovia y en el Berklee College of
Music en Boston. Fue compositor de la Orquesta de la Radio y Televisión
Polaca. Profesor de la Facultad de Música de la UV entre 1979 y el 2013. En
1984 fundó el Trío Varsovia. Obtuvo el tercer premio en el Concurso de
Compositores de Koszalin, Polonia. Desde 2005 también es catedrático en el
Centro Mexicano de Posgrado en Música en Puebla donde imparte la materia de
Análisis Musical Avanzado. Ha escrito música para teatro, cine, conciertos de
música clásica y popular, tanto en Polonia como en México. Sus arreglos y
composiciones abarcan todos los estilos musicales. En octubre de 2005 ganó el
concurso nacional para la creación de la música para el Himno Veracruzano. Es
autor de un Zapateado veracruzano para dos pianos y orquesta estrenado en el
2007 bajo la dirección de Luis Samuel Saloma y de Nacimiento, vida y muerte
de un ser. Homenaje a Erasmo Capilla, el joven talento del violín que falleciera
en 2008.

Salvador Torre (Veracruz, 1956). Compositor y flautista, importante en lo uno
como en lo otro. Perteneció al taller de composición del Conservatorio Nacional
de Música donde tuvo como maestros a Mario Lavista y Daniel Catán para luego
proseguir sus estudios en el Conservatorio de Música de Bolougne. En París,
durante seis años, trabajó al lado de prestigiados maestros como Joshihisa Taira,
Michel Zbar, Sergio Ortega, Alain Louvier y Betsy Jolas en composición y con
Pierre-Yves Artaud y Auréle Nicolet en flauta. Ganó el primer premio en el
concurso de música de cámara del Conservatorio Nacional de Música (1983) y
una beca para participar en el Festival de Darmstadt (1986). También participó
en el Festival Internacional World Music Days realizado en Japón (2001). Es
catedrático del Conservatorio Nacional de Música y miembro del Sistema
Nacional de Creadores del FONCA. Entre sus obras mas importantes destacan
Tzolkin (1996) para flauta y percusiones, su Primera sinfonía EK (1990) para
orquesta, Bosquejos del Quinto Sol (1992) para coro mixto, campanas y
orquesta. Su inmensa labor como flautista le ha llevado a realizar numerosos
estrenos de obras contemporáneas destacando su concierto en el Foro de Música
Nueva “Manuel Enríquez” de 2014 donde ofreció primeras audiciones de
jóvenes compositores mexicanos con el conjunto Raga Ensamble de Percusiones
de México.

Alicia Urreta (Veracruz, 1930-México, 1986). Compositora y pianista. Estudió
en el Conservatorio Nacional de Música con Eduardo Hernández Moncada y
Rodolfo Halffter. Desde 1969 siguió cursos con Jean Etienne Marie en la Schola
Cantorum de París. Coordinó las actividades musicales de la Casa del Lago de la
UNAM, la Compañía Nacional de Ópera de México y los Festivales
Hispanomexicanos de Música Contemporánea (1973-1983). Desde 1957 hasta
su fallecimiento fue pianista de la Orquesta Sinfónica Nacional. Ganó el premio
de la crítica musical y teatral en 1974, 1980, 1982 y 1983. Empleó diversas
técnicas que van del serialismo a la música aleatoria y la electroacústica. Entre
sus obras sinfónicas se cuentan Teogónica mexica (1975) y Esferas noéticas
(1982). También es autora de la ópera Romance de doña Balada (1973) para
narrador, cantantes, bailarín y conjunto instrumental y la salsópera El espejo
encantado con libreto de Salvador Novo. En el terreno de la música
electroacústica destaca De natura mortis o la Verdadera historia de la
Caperucita roja (1971) para narrador, piano y cinta, y Cante, homenaje a
Manuel de Falla (1976) para actor, cantaor, tres bailarines, diapositivas,
percusión y cinta.

Luis Ximénez Caballero (Xalapa, 1916-México, 2007). Además de haber sido
director de la Orquesta Sinfónica de Xalapa y violinista de la misma, Ximénez
Caballero escribió diversas composiciones que estrenó en Xalapa o en otras
ciudades del país. De las presentaciones de 1953, cabe destacar la del 27 de junio
en el Teatro Reforma de la ciudad de Tehuacán, Puebla, ya que parece ser el
primer registro documentado de la interpretación pública de alguna de sus
composiciones. La Orquesta Sinfónica de Xalapa presentó en esa ocasión, junto
con el Ballet Nacional del INBA, el estreno mundial de la obra coreográfica 15 de
septiembre (Homenaje a Hidalgo), con música suya, argumento de Emilio
Carballido y Luis Ximénez Caballero, diseños de Carlos Mérida, coreografía de
Josefina Lavalle y producción de ballet a cargo de Marcial Rodríguez. El 10 de
diciembre de 1954, la Orquesta Sinfónica de Xalapa ofreció un concierto en la
Preparatoria Juárez con el violinista italiano Franco Ferrari,―entonces
concertino de la Orquesta Sinfónica Nacional, quien interpretó el Concierto para
violín núm. 1 en sol menor (Op. 26) de Max Bruch y se realizó el estreno
mundial de la Sinfonía en un movimiento compuesta y dirigida por el propio
Ximénez Caballero. También es autor de Cinco canciones para tocar en las
barcas (1960), para conjunto de cámara; de Cinco cantos a Cárdenas (1972)
para conjunto de cámara y de A Salvador Allende, in memoriam (1978) para
orquesta de cámara.

Daniel Ayala (Abalá, Yucatán, 1906-Veracruz, 1975). Compositor, violinista y
director de orquesta. Integró el grupo de jóvenes estudiantes que dieron vida al
Taller de Composición que fundó Carlos Chávez en el Conservatorio Nacional
de Música en 1931 y perteneció al famoso Grupo de los cuatro junto con
Salvador Contreras, Blas Galindo y José Pablo Moncayo. Fue violinista
fundador de la Orquesta Sinfónica de México y de la Orquesta Sinfónica
Nacional. Instalado en Yucatán, fundó y dirigió la Orquesta Típica Yukalpetén.
En abril de 1955 el Instituto Nacional de Bellas Artes lo comisionó a la ciudad
de Veracruz donde fundó el Instituto Veracruzano de Bellas Artes, convertido en
la actualidad en Escuela Municipal de Bellas Artes. Es autor de Tribu (1934),
una de las primeras obras sinfónicas mexicanas que llegó al disco (1956) en la
interpretación de la Orquesta Sinfónica Nacional bajo la guía de Luis Herrera de
la Fuente; de los ballets El hombre maya (1939) y La gruta diabólica (1940); de
la suite Mi viaje a Norteamérica (1947) y de un Concertino para piano y
orquesta (1974). Su Suite Panoramas de México dedica el tercero de sus
movimientos a evocar la música popular de Veracruz. Su Sinfonía de las
Américas Op. 20 fue estrenada bajo la dirección de Luis Ximénez Caballero por
la Orquesta Sinfónica de Xalapa en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de
México, el 19 de agosto de 1955.

Francisco González Christen (Hermosillo, Sonora, 1952). Empezó su
formación musical con Raúl Ladrón de Guevara. Estudió en el Taller de
Composición del INBA con Mario Lavista y Joaquín Gutiérrez Heras y luego fue
alumno de Eugenio Slezyak en la Facultad de Música de la Universidad
Veracruzana donde más tarde llegó a ser profesor. En 1998 obtuvo la
licenciatura en Composición Musical en el Conservatorio de las Rosas, de
Morelia, Michoacán. Debutó como compositor con la obra Diferencias sobre El
prisionero para guitarra, estrenada por Alfonso Moreno, quien la incluyó en su
repertorio, presentándola en todos los países de la extinta URSS, Inglaterra,
Bélgica, Estados Unidos y México. Su pequeña obra Reencuentro, para orquesta
de cuerdas, ha sido tocada en el festival Europalia del año 1993. Su poema
sinfónico Curriculum mortae fue estrenado en el Teatro del Estado por la
Orquesta Sinfónica de Xalapa en 1984 bajo la dirección de Luis Herrera de la
Fuente. En 1992, la orquesta Filarmónica de Querétaro, conducida por Sergio
Cárdenas, estrenó dos poemas sinfónicos de este compositor: Los portales de
una ciudad bullanguera y Cuando el Tajín se desata. De 1977 a 2008 fue
docente de la Facultad de Música de la Universidad Veracruzana, donde
impartió las materias de análisis musical, historia de la música, armonía,
apreciación musical y composición. En 2007 creó, produjo y estrenó la ópera
Tropical, con libreto de Emilio Carballido. Fue ganador del Concurso Nacional
de Ensayo Biográfico organizado por el Instituto Veracruzano de Cultura con su
trabajo sobre Toña la Negra, dedicada a una de las más importantes intérpretes
de las canciones de Agustín Lara.

Emil Awad (México, 1963). Se graduó como compositor en la Juilliard School,
en la Manhattan School of Music y obtuvo su doctorado en la Universidad de
Harvard. Es profesor de composición y teoría y del posgrado en composición en
la Universidad Veracruzana. Ha formado a las más recientes generaciones de
compositores jóvenes en Veracruz. Sus obras han sido estrenadas por la
Orquesta Sinfónica Nacional, la Harvard Contemporary Ensamble y la
Manhattan Symphony. Ha sido Compositor en Residencia y conferencista
magistral en instituciones como la Universidad de Houston (2011), el Centro de
posgrado de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (2011), la Universidad
Autónoma de Zacatecas (2009), la Universidad Autónoma de Nuevo León
(2008, 2009), la Universidad de Victoria (Canadá, 2007); y ha sido reconocido
por su excelencia en la enseñanza por Harvard (1989, 1990), el Conservatorio de
las Rosas (1994-98) y la Universidad Veracruzana (2005, 2008, 2011). Entre sus
obras destacan Cuatro danzas para clarinete; Cuatro elementos (2001), para
cuatro guitarras; Macondito (2000) para flauta, oboe y fagot, dedicado a
Camerata 21 de la Universidad Veracruzana; Piedras sueltas para soprano,
flauta, clarinete, chelo y piano sobre texto de Octavio Paz, Paisaje (2010) para
soprano, flauta, clarinete, chelo y piano, también sobre otro texto de Octavio
Paz; Paskat (1999) para cuerdas, coro femenino y arpa, comisionada por la
Academia de Artes de Veracruz y Zazil (1995) para orquesta sinfónica.
Un último punto tiene que ver con aquellas obras que cobraron forma y sentido
a partir de la utilización de materiales provenientes de la tradición vernácula de
Veracruz, ya melódicos, ya rítmicos, ya tímbricos o simplemente alusivas a
aspectos propios de la cultura, las tradiciones, la geografía o la historia del
Estado.

Gerónimo Baqueiro Fóster compuso una Suite Veracruzana (1940) para ser
presentada en los históricos conciertos que ese año ofreció Carlos Chávez en el
Museo de Arte Moderno de Nueva York, que con el nombre de Huapangos,
recogía diversas canciones jarochas arregladas para orquesta sinfónica.
Al año siguiente, José Pablo Moncayo presentaría el más famoso arreglo de
canciones jarochas, su Huapango (1941) que se ha convertido en la más célebre
carta de presentación de México ante el mundo y ha derivado en una suerte de
segundo himno nacional. Allí están reunidos El balajú, El gavilancito y El
siquisirí, orquestados de una manera eficaz y brillante que hacen imposible
sustraerse a su encanto.

Antonio Gómezanda (1894-1961) compuso una “Danza veracruzana” como
parte de las Seis danzas mexicanas (1947) para piano y orquesta y para ello
empleó nada menos que La Bamba, haciendo uso de una orquestación brillante y
dándole al piano un papel concertante. En el catálogo de Daniel Ayala
encontramos una suite denominada Panoramas de México (1936) que tiene tres
movimientos: “Sonora”, “Yucatán” y “Veracruz”. Cada uno se basa en aires
populares de las regiones mencionadas. Se estrenó en diciembre de 1940 por
Jacques Singer, con la Orquesta Sinfónica de la ciudad de Dallas, Texas.
También Ayala compuso una Suite Veracruzana (1957) para orquesta,
conformada por varias danzas y bailes del universo jarocho, cuando ya vivía en
Veracruz como director del Instituto Veracruzano de Bellas Artes.
La Obertura veracruzana (1987) de Raúl Ladrón de Guevara es otra de esas
obras emblemáticas que parten de las esencias de la música popular de Veracruz
a las que da un refinado tratamiento orquestal.
El maestro veracruzano Eduardo Hernández Moncada ha dejado en su
catálogo varias obras que aluden a su estado natal. Las Tres canciones
veracruzanas (1958) conformadas por “Colorín”, “Es de noche, estoy viendo” y
“Madrugada”, para canto y piano, son pinceladas de la música romántica de
épocas pretéritas. Costeña (1962), para piano, es una suerte de tocata basada en
los intrincados ritmos de la música tradicional veracruzana. Estampas marítimas
para piano, son tres piezas que evocan las impresiones personales del compositor
frente al mar. La primera, “Jugando en la playa”, tiene el aire de un Scherzo
vivaz; la segunda, “Paisaje”, recrea un aire de son; la tercera, “Huapango”,
discurre sobre los ritmos característicos de esta música de honda raíz popular y
rememora las virtuosas introducciones de los arpistas que tocan el son jarocho.
El Zapateado veracruzano para dos pianos y orquesta (2007) de Rizard Siwy
es una brillante rapsodia que recoge las maneras de arpegiar los acordes en las
arpas diatónicas, pero llevadas a la expresión sinfónica, en la cual los pianos
toman ese elemento característico como hilo conductor de la composición y
adquieren un carácter concertante.

El poema sinfónico Los portales de una ciudad bullanguera (1992) de
Francisco González Christen evoca la intensa vida cotidiana en los portales de
la ciudad de Veracruz.
Otros compositores se han interesado en la música veracruzana para dar
impulso a sus creaciones. Pienso en Javier Álvarez (1950) quien compuso
Temazcal para maracas y cinta, en la cual el solista maraquero tiene que
responder a la interacción que le plantea un conjunto de motivos de son grabados
en una cinta electrónica, en un lenguaje muy abstracto y de corte vanguardista,
pero que, en el tramo final, deja perfilar los sonidos de un arpa veracruzana con
sus característicos floreos y arpegios y su contundente cadencia final con la que
terminan todos los sones.
Ya para culminar, creo que a nadie le queda la duda de que buena parte de la
obra de Arturo Márquez tiene sus razón de ser en la música veracruzana. Para
muestra un botón: Portales de madrugada (1996), el número 5 de su famosa
serie de danzones, que evocando los portales de la ciudad portuaria, escribió para
el Cuarteto de saxofones de México que fundó y lidera ese gran músico virtuoso
del clarinete y el saxofón que es Abel Pérez Pitón, integrante de la Orquesta
Sinfónica de Xalapa, como una evocación de los madrigales renacentistas, a
cuatro voces, pero con sabor a danzón. Tan sugestiva música ya conoce
versiones en otros formatos, como el cuarteto de cuerdas o el de clarinetes.
Hasta aquí, pues, un sucinto panorama del potencial de la creación musical en
Veracruz, un estado riquísimo en música y cuyo nombre, incluso, está lleno de
musicalidad.



Bibliografía


CASARES RODICIO, Emilio (editor) (1999-2002). Diccionario de la música
española e hispanoamericana. 10 tomos, Madrid: Sociedad General de Autores
y Editores.
CONTRERAS SOTO, Eduardo (1993). Eduardo Hernández Moncada, Ensayo
biográfico, Catálogo de obras y Antología de Textos, México: CENIDIM.
GARCÍA DE LEÓN, Antonio (2009). Fandango, el ritual del mundo jarocho a
través de los siglos, México: Conaculta, Programa Cultural del Sotavento.
MIRANDA, Ricardo y Aurelio Tello (coordinadores) (2013). La música en los
siglos XIX y XX, El patrimonio histórico y cultural de México (1810-2010).
México: Conaculta.
MORENO, Salvador (1996). Detener el tiempo. Escritos musicales, México:
CENIDIM.
SOTO MILLÁN, Eduardo (compilador) (1996-1998). Diccionario de Compositores
Mexicanos de Música de Concierto, 2 vol. México: SACM, FCE.
TELLO, Aurelio (coordinador) (2010). La música en México. Panorama del siglo
XX. México: Conaculta, FCE.



1 Investigador del Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Musical, Carlos
Chávez, INBA.
Música veracruzana: reflexiones y apuntes

Ricardo Miranda




Voy a retomar, como punto de partida, un viejo asunto que reaparece de forma
constante en mis últimas investigaciones. Me refiero a la oposición entre
identidad y arte que se ha vuelto característica de la música en nuestra sociedad
actual. La música veracruzana, pregunto, ¿posee alguna característica que la
haga especial, que la dote, precisamente, de una identidad local indiscutible?
Desde ahora aventuro un no por respuesta, y dedicaré las siguientes líneas a
explicar mi afirmación.
En los días que corren, la inmensa mayoría de la música se consume como un
artefacto sonoro de identidad: “Dime qué oyes, y te diré quién eres” es hoy una
de esas afirmaciones que no por fáciles dejan de ser estrictamente ciertas. El
mercado de la música comercial, que reporta ganancias inconmensurables y del
que forman parte diversas manifestaciones musicales consideradas
intrínsecamente veracruzanas, como el danzón o los sones de la huasteca o
sotavento, se alimenta del uso social de la música como herramienta de
identidad: los géneros y tipos de música se asocian con ciertos estereotipos
socioculturales y quienes consumen distintos tipos de música lo hacen
precisamente para inscribirse a estos patrones colectivos. Escuchar determinada
música implica pertenencia, asociación a un modelo social cuyas características
suelen complementarse desde otros ámbitos como el socioeconómico o el
geográfico: hay músicas urbanas, músicas rurales; músicas de clase baja y
músicas de clase media. Las fronteras entre estos ámbitos pueden ser muy
permeables, pero no por ello dejan de existir y de señalar límites y características
que definen diversas identidades. Para unos es el nortec, para otros las bandas
gruperas o los narcocorridos; para aquéllos son los géneros urbanos de
importación, como el rap o reggaeton, y para algunos más son las músicas
vernáculas de ésta o aquélla región, como el mariachi o los sones del
Papaloapan. A ciertos sectores de la sociedad no les gusta mucho lo que se hace
en estos días y entonces recurren a músicas populares del pasado, a las canciones
de la dizque edad de oro del cine mexicano, o a la música de tiempos pretéritos
supuestamente emblemáticos, como el rock de Presley o las canciones de
Sinatra. A este apartado, de hecho, se aferra uno de los mitos más sobados del
quehacer musical veracruzano, la supuesta filiación estatal de Agustín Lara,
autor que, desde luego, ni nació en Tlacotalpan ni gestó para su música otra cosa
que no fuera la apropiación de ciertos estereotipos porteños –los trovadores de
veras, las palmeras borrachas de sol– para mejor vender algunas de sus
canciones. Al adoptar cualquiera entre las manifestaciones sonoras referidas se
apropian y sancionan los valores culturales que éstas implican, y al escucharlas
en nuestros ipods, teléfonos, televisiones o computadoras, ejercemos un acto de
ostentación social y de pertenencia a un grupo, o, si somos estrictos, a una tribu:
esa es la razón por la cual, los choferes del transporte público gustan torturar a
sus pasajeros con las desgastadas bocinas de sus cabinas, sean éstas de taxis,
peseros, autobuses o aviones. Es característico de ese comportamiento tribal
generar fanatismo, es decir, fans como orgullosamente se les denomina en los
medios de comunicación. Algunas músicas denominadas veracruzanas poseen
tribus nada menores en número y entusiasmo que refrendan con sus prácticas
cotidianas el empleo de la música como un eficien-te y socorrido objeto de
identidad que más que ocuparse del importe musical, refleja algo de la
subjetividad emocional que nos invade.
A la esparcida práctica de escuchar música por razones de identidad se opone
una forma de audición que en esta época parece cada vez más escasa y, si se
apura el tema, hasta desprestigiada: la estética. No es cierto, aunque miles
afirmen lo contrario, que escuchamos la música que escuchamos por razones de
“gusto”. Y no es cierto, desde luego, que “en gustos se rompan géneros” o que la
simple elección personal de determinada música la vuelva válida en términos
estéticos. Como bien explica el musicólogo alemán Carl Dahlhaus, “los juicios
de gusto, por regla general, no están marcados por la individualidad, ni tampoco
están legitimados por el objeto estético sino que están fundados en unas normas
colectivas”.1 Mucho me temo que el interés que pueda despertar un concepto
como el de “música veracruzana” esté fundado en las normas colectivas y que su
validez no haya sido mayormente cuestionada.
Es un hecho que la apreciación musical es cada vez más rara entre nuestra
sociedad, misma que ha tergiversado las valoraciones estéticas en aras de una
cierta democratización: la separación entre músicas buenas y malas es
inmediatamente condenada como el reflejo de un discurso de poder y hoy se cree
que si un disco vende millones de copias, o si un “artista” agota varias fechas de
los grandes auditorios, es porque es bueno. Nada más equivocado, pero no es
aquí donde corresponde trazar una radiografía musical de los desaciertos
musicales de nuestra sociedad: ese triste trabajo lo dejaremos para ocasiones más
lúgubres y depresivas. Sólo vale realizar estas breves observaciones porque
corremos el peligro de creer un espejismo si consideramos el éxito de ciertas
formas emblemáticas de música veracruzana como el termómetro del valor y
contenido de dichas formas. Doy un ejemplo inmediato: que un espectáculo
como Jarocho, el ballet folklórico que auspicia nuestra universidad, goce de
grandes públicos y numerosas funciones no guarda, pese al gusto y al éxito que
todo ello supone, una relación directa con la calidad ni, mucho menos, con la
ponderación y apreciación artística, estética, de la música veracruzana.
Ya vemos que hablar de “música veracruzana” abre la puerta no sólo de la
reflexión sino de la polémica porque siempre resulta discutible y complejo
asignar identidades geográficas o culturales al arte. Como además, la música es
la más inmediata y de mayor consumo en nuestra sociedad, hablar de un
concepto como el de “música veracruzana” resulta particularmente complejo y
difícil. Complejo en la medida en que la asociación de cierta música con una
identidad determinada sólo es, en cualquier caso, un aspecto parcial de la
experiencia musical; difícil, ya que, por tratarse de una identidad inmediata,
cualquier cuestionamiento al respecto implica revisar convicciones que se
localizan muy cerca, que son propias, generalmente fuente de orgullo y
seguridad cultural y factor de reafirmación y distinción frente a los demás. Como
bien apunta Philip V. Bohlman, la música puede ser una de las manifestaciones
más extremas de la diferencia y creo que, al formular el término “música
veracruzana” cedemos, precisamente, a una posición extrema.2
Por ello creo con el Diablo del Doktor Faustus que “es tan crítica la situación
que necesitamos la crítica”.3 Así que propongo –proceso común en la
musicología desde hace ya muchas décadas–que pudiera ser útil considerar el
asunto de la música veracruzana como una “idea”, la idea de la música
veracruzana. En tanto la música es líquida, escurridiza, incontenible,
difícilmente podemos estar seguros y ciertos de qué definimos cuando hablamos
de cualquier música. Mucho menos si esa música, además, no goza de un
sistema de notación más o menos preciso, como acontece con las músicas
populares. En cambio, al hablar de la idea de la música veracruzana, esta
liquidez parece congelarse, siquiera temporalmente, lo que nos permite
contemplarla de mejor forma, especular acerca de ella en el sentido filosófico y
contemplativo que el término speculor implica.
Para explicar mejor algunas ideas me voy a referir específicamente a tres
manifestaciones musicales ampliamente consideradas como veracruzanas y a
comentar de qué manera, al ponderarlas orgullosamente locales, caemos en
contradicciones históricas que muestran, por el contrario, que bien haríamos en
entenderlas como la versión local de fenómenos mucho más amplios, estéticos y
socioculturales. Hablaré entonces del son jarocho, del danzón y de la vida
musical en Xalapa para ilustrar mi argumento.
Toda vinculación entre música e identidad ofrece no pocos problemas. Uno de
los más evidentes es el de la colonización, un pecado al que la idea de la música
veracruzana es particularmente afecto.4 Los estudiosos de la música popular del
estado no se cansan de advertir cómo los sones y huapangos de esta tierra,
gracias a sus virtudes emotivas y de carácter, han colonizado los más diversos
ámbitos. El son veracruzano, por ejemplo, es ahora entendido como un símbolo
cuya presencia delatan las más diversas músicas pasadas y presentes. Por una
parte, se le considera un inequívoco símbolo de la identidad estatal y, como tal,
se le ha llevado hasta el estereotipo más acartonado del que pudiera ser muestra
una de tantas celebraciones escolares donde la imagen de niños de primaria
“disfrazados” de jarochos suele ser común. Del otro lado del espectro se
localizan interesantes fenómenos desatados por el estudio de algunas de las
fuentes más importantes de música instrumental de la Nueva España –me refiero
sobre todo a los trabajos de Santiago de Murcia, y en especial al Códice Saldívar
4– que han querido leerse como evidencia de la vinculación entre la música del
sotavento o la huasteca y las fuentes instrumentales del pasado novohispano.
Muestra de lo anterior, no han faltado los grupos que han grabado estos
repertorios –los nuevos bailes novohispanos registrados por Murcia y los sones
veracruzanos de hoy– de manera conjunta y que transitan de los sones actuales a
la música del siglo XVIII como si aquélla fuera, en efecto, solo una colección de
sones antiguos. Con tales prácticas, el son jarocho coloniza las fuentes de música
instrumental novohispana. Pero lejos de detenerse en ello, comienzan a surgir en
el mercado discográfico versiones de sones veracruzanos interpretados con
instrumentos antiguos, con bajones, violas da gamba o laúdes y tiorbas. Quieren
así, tales intérpretes, darse un baño de pureza y autenticidad, una autenticidad
que pareciera viajar en ambos sentidos. Por un lado, al ostentarse como la
versión moderna, contemporánea, de una antigua práctica novohispana y; por la
otra, al darle a los músicos de son jarocho un toque de clasicismo, de academia.
Ya situados en este ámbito no es difícil darnos cuenta que algunos músicos de
son jarocho han adoptado en forma deliberada la terminología propia de la
música clásica: se ostentan como “concertistas”, ofrecen “conciertos”, o se
refieren a sí mismos como “intérpretes”. El uso de tales categorías, desde luego,
es erróneo toda vez que se trata de simples extrapolaciones. Sin ir más lejos
valga reiterar que la noción de “intérprete”, crucial para el entendimiento de la
música clásica de occidente, está inexorablemente vinculada a la existencia de
música escrita, que posee un texto fijo que es interpretado. Por otra parte, hablar
de conciertos o de concertismo es un flagrante acto de colonización: en las
prácticas folklóricas, no existen conciertos sino fiestas, huapangos, topadas,
propiamente dichas.
Ya sugeríamos que la tendencia colonizadora del son jarocho ha encontrado
renovados bríos en un reciente producto escénico auspiciado por nuestra casa de
estudios. Me refiero al espectáculo Jarocho que pretende erigirse como una
versión moderna de lo veracruzano- musical y escénico para ponerse a la par de
cualquier espectáculo semejante: se trata, en realidad, de la presentación de
estilizaciones fuertemente influenciadas por las prácticas de la música pop, por
las producciones de teatro musical que inundan el mercado del espectáculo y por
otras producciones afines como las ofrecidas por las distintas compañías
itinerantes rusas de ballet; es decir, es un montaje para turistas, un bien de
consumo plastificado y que sólo refuerza arquetipos, como buena parte de las
cosas que hoy inundan nuestros mercados de bienes de consumo, ya materiales,
ya culturales. En todos estos casos, la idea de la música veracruzana coloniza
diversos terrenos, impone y refuerza una identidad y un modo de lectura,
reafirma cierta práctica hegemónica y responde a la demanda de ciertos
mercados que, en efecto, parecen necesitados de consumir música o espectáculos
veracruzanos, ahora bajo nuevas presentaciones, como bien suelen decir los
mercadotécnicos. Curiosamente, un espectáculo como éste y las grabaciones de
sones anteriormente referidas tienen un mismo rasgo común: la venta de
autenticidad como uno de los valores de la música. Pero, en realidad, una
experiencia musical cualquiera poco tiene que ver con la autenticidad: no
consideramos buenos a los compositores auténticos, ni tampoco a los intérpretes
auténticos per se; la ponderación de una experiencia musical, que como quiere
Theodor Adorno, ha de distinguirse del simple consumo de música, radica en
que se convierta en una experiencia significativa, no en el simple y conocido
terreno de las experiencias personales y subjetivas, sino en el más complejo de la
crítica y la construcción de significados. Desde luego, la llamada “música
veracruzana” ofrece mucho a quienes la consumen en términos de autenticidad y
de pertenencia. Pero ni una ni otra de esas virtudes suelen ser relevantes en
términos de calidad estética.
Pero incluso esas autenticidad y pertenencia referidas resultan problemáticas.
Porque entendida de una manera más amplia y ecuménica, la idea de la música
veracruzana no debiera ser materia de ninguna insistencia en valores locales,
sino el punto de partida para reconocer elementos y rasgos, quizá no universales,
pero al menos más vastos y extendidos que la bella pero limitada e
históricamente reciente geografía estatal. La historia de la música, por lo demás,
nos pone sobre la mesa muchos ejemplos de cómo la música veracruzana fue, en
el pasado, un concepto muy distinto al que tenemos ahora. Ya en el siglo XVIII
José Sáenz de Santa María, veracruzano ilustre, había puesto el ejemplo no al
exportar a Europa los sonecitos del país, sino al querer para su iglesia en Cádiz
que el mejor de los compositores contemporáneos, Franz Joseph Haydn,
escribiera música especialmente compuesta para los ejercicios espirituales de
aquel recinto. Me refiero, por supuesto, a la comisión que ese veracruzano hizo a
Haydn para escribir las Siete palabras de Cristo en la Cruz, una emotiva y muy
interesante colección de sonatas inspiradas en las últimas frases de Cristo. Haydn
compuso aquella obra, que se volvió famosa en toda Europa, pagado por un
veracruzano. Era Sáenz de Santa María, claro está, un criollo; alguien para quien
la distancia del Atlántico no era lo suficientemente grande como para hacerlo
pensar que Veracruz y Cádiz eran dos ciudades distintas sino, acaso, las dos
aceras de una misma calle a las que atraviesa un riachuelo inconvenientemente
ancho. Como de las inundaciones y encharcamientos de todas formas no hemos
podido librarnos en estas tierras y calles nuestras, quiero pensar que el problema
no está en el agua que corre, sino en nosotros mismos, en el modo de concebir la
música, y que acaso en el ocaso del siglo XIX, o quizá sólo hasta el
posrevolucionario auge de las presidencias veracruzanas, se localiza el punto
histórico donde volvió a interesar aquello que nos separa, aquello que distingue a
la música veracruzana y que, por tanto, informa cierta noción de identidad.
El famoso episodio de Haydn y su comisión veracruzana nos refuerza tal
hipótesis. Desde la perspectiva de la historia de la música, la idea de la música
veracruzana resulta ser un constructo relativamente reciente y, por ello, sujeto
de ciertos cuestionamientos. Tomemos como ejemplo el danzón, esa
emblemática música que se baila con genuino sabor en varias plazas del estado.
¿Es el danzón un género propio de Veracruz? Desde luego que no, puesto que se
trata de música con raíces ampliamente esparcidas. En su espléndido trabajo
Música latinoamericana y caribeña, las etnomusicólogas cubanas Zoila Gómez
y Victoria Eli han realizado un útil y documentado resumen de los principales
géneros locales del continente, agrupándolos en rubros generales y desgranando
cada uno de ellos según sus características, ya musicales, ya coreográficas.
Como se trata de una guía imprescindible, hago aquí un resumen muy simple de
sus ideas fundamentales, no sin antes advertir una conclusión que permite su
libro y que encuentro fascinante: todas las distinciones que los términos de la
música criolla latinoamericana implican, son, en realidad, tenues matices de una
realidad musical más amplia, que se difundió por varios países y regiones, que
vuelven redundantes las fronteras políticas y que no constituyen, propiamente,
rasgos de identidad única y local, sino más bien, manifestaciones extendidas por
una vasta geografía. Tanto los compositores como los historiadores de la música
han querido ver en las obras inspiradas por los géneros locales, muestras
quintaecenciadas de la identidad que se define en oposición a los otros. Pero,
bien vista, esa identidad es más amplia y compartida, va más allá de las narices,
como decimos coloquialmente en México. Gómez y Eli lo expresan con mayor
certeza cuando afirman:

Hay que tener presente que si bien los acervos indoamericano y africano poseen
una inmensa riqueza, variedad y solidez, desde el punto de vista musical fue el
aporte europeo el que más renovación experimentó. Con posteridad a la
transculturación inicial de Europa siguieron llegando corrientes, modas y estilos
que continuaron incidiendo ininterrumpidamente en la conformación de lo criollo
latinoamericano, que hallaría su concreción en el siglo XIX. […] La abigarrada
diversidad latinoamericana muestra puntos de aproximación que nos permiten
–respetando las individualidades regionales– agrupar estos cancioneros en
verdaderos complejos, conformados por especies diversas, pero unidos en su
composición por elementos histórico-musicales afines.5

Esos complejos etnomusicológicos, en los que pueden agruparse las diversas
especies locales son ocho y llevan los nombres de una especie musical prototipo:
del huayno, de la zamacueca, del punto, de la contradanza ternaria, de la
contradanza binaria, de la samba y la rumba, del son caribeño y de la canción.
Bajo cada uno de estos rubros es posible agrupar diversos géneros que fueron
empleados en todas las prácticas musicales americanas desde el siglo XVII como
materia prima para forjar identidades sonoras distintivas, una identidad de la que
forma parte indisoluble el carácter propio de todas estas danzas.
El primero de los grupos genéricos propuestos por las etnomusicólogas
cubanas que nos interesa es el de la Contradanza Binaria. “El complejo de la
contradanza binaria”, afirman Gómez y Eli,
es uno de los más importantes y decisivos en la conformación del repertorio de
música bailable en áreas de Latinoamérica y el Caribe. La zona de presencia y
expansión de la contradanza misma y del resto de las especies abarca la casi
totalidad de las tierras de nuestra América y su proyección y función se manifiesta
en el salón de baile.6

Pertenecen a este conjunto la Polca, bailada en toda Latinoamérica, pero con
presencia pertinaz en Uruguay, Brasil, Perú, Colombia, Nicaragua y México, el
Punto guanacasteco de Costa Rica, el maxixe brasileño, la contradanza que
desde Cuba se irradió por todo el continente (a veces llamada cuadrilla, cotillón
o lanceros en atención a sus diversas coreografías), el danzón y el mambo
cubanos, el chachachá, eminentemente caribeño y, por supuesto, la famosa
danza o danza habanera, también cultivada en todos los ámbitos. “Muchas
veces”, como afirma Carlos Vega, “la familia de la contradanza se complace en
confundirnos, no sólo porque la danza cambia de nombre, sino también porque,
con el tiempo, el nombre cambia de danza”. Y de pasaporte, añadiríamos, pues
se trató de un género asimilado como propio por una verdadera multitud de
autores de diversos países, que le fueron dando pinceladas de humor y sentido
local, siempre salvaguardando el carácter vivo, alegre, sensual y cadencioso, que
distingue a este complejo. Visto así entendemos que no habría nada
excesivamente particular que distinga al danzón veracruzano de su prolija
familia americana y que un brasileño que baila maxixe o un tico que baila el
punto guanacasteco son, en realidad, hermanos consanguíneos y, por tanto,
prueba fehaciente de que la música es más grande que cualquier geografía
política. Y si me detengo ante este fenómeno no es sino por el deseo inmediato
de poder gozar, en alguna presentación próxima, de algún conjunto de
contradanzas binarias que no insista en lo veracruzano sino que nos muestre
cómo el aliento más universal de esa música puede fluir entre geografías
aparentemente distantes, que nos deje ver y escuchar, como se hermanan
distintas prácticas musicales americanas de las que los asiduos al parque Zamora
forman una pequeña, aunque distinguida, parte.
En idéntica situación se localiza el son veracruzano, que se inscribe en el grupo
del punto. “El complejo del punto…”, nos recuerdan Gómez y Eli:

[…] es donde se evidencia con mayor claridad la presencia y persistencia del
cancionero hispánico antecedente. Comprende territorios desde México hasta
Argentina […] Su aspecto tímbrico se caracteriza por la presencia de cordófonos
―que van desde la guitarra como centro, hasta variantes locales como el tres, el
cuatro, la mejorana y otros― donde la alternancia de punteos y rasgueos es la
forma de ejecución más recurrente. […] los textos, predominantemente en forma
de décima, pueden reflejar situaciones jocosas, humorísticas, patrióticas, o ser
portadores de temas cotidianos. […] Predomina, tanto en el baile como en el canto,
un carácter festivo.7

Entre los géneros más cultivados del punto se cuentan la cifra (Argentina,
Uruguay), el malambo argentino, el zapateo (Cuba, Dominicana, Guatemala), la
mejorana panameña, el punto (Cuba, Dominicana, Panamá), el galerón
(Venezuela, Colombia), el seis portorriqueño, los sones mexicanos, el jarabe
(México, Guatemala, Nicaragua) y el joropo (Venezuela, Colombia). El carácter
prevaleciente en este conjunto es el de lo festivo, lo jocoso y animado. Algunos
géneros de baile populares en la colonia, tales como la jota, la petenera, las
boleras y el fandango son fuentes a las que se remontan las danzas de este
conjunto.
No es ninguna noticia recordar que la genealogía del son jarocho se extiende
con holgura y fuerza irrefrenables. Si es, en cambio, síntoma de miopía,
detenerse en la forma que adquiere en el estado y considerarlo como un
fenómeno propio, distintivo y aislado, fuente de identidad. Porque no es viendo
la música veracruzana hacia adentro, para dotarla de valores supuestamente
auténticos y distintivos, como esta música podrá ser mejor entendida, sino,
precisamente, volteando la mirada hacia fuera, siguiendo los amplios caminos de
una salvia cultural que ha aflorado en la huasteca o el sotavento, pero también en
muchas otras geografías. Como con el danzón, quisiéramos ver en escena no
adecuaciones turísticas de un arquetipo jarocho, sino cómo la pujante música de
nuestros sones se escucha al situarla junto a mejoranas, zapateos o joropos, lejos
de acentuar diferencias que nos separen, y cerca de subrayar lo que nos une y
transporta por geografías sonoras que nos resultan un tanto desconocidas. Dicho
de otra forma, la “idea de la música veracruzana” tiene que servir como punto de
partida para descubrir la común tonalidad emotiva de toda la música criolla
latinoamericana, esa que causa magia cada vez que al escuchar a los otros,
inmediatamente hace que podamos movernos y sentirnos como si fuera nuestra
música.
Esa necesidad de contemplar y enfatizar desde la música lo que nos une y
vincula con lo exterior y no lo que nos distingue y separa de los demás tiene que
ser, por cierto, la primera y la más importante de las conclusiones para quien
reflexiona sobre la idea de la música veracruzana. Y para ello me referiré, a
modo de cadencia, a una tercera manifestación musical que nos enorgullece. Las
investigaciones recientes de mis colegas universitarios Julieta Varanassi
González y Enrique Salmerón han demostrado que la tarea de la llamada música
clásica no se remonta ni a la fundación de la Orquesta Sinfónica de Xalapa ni al
establecimiento de nuestra Facultad de Música, una de las escuelas fundadoras
de esta Universidad. Hubo durante todo el siglo XIX y aun en el siglo XVIII en
Xalapa, un amplio consumo de música de salón, que no se distinguía por poseer
ningún rasgo local particular, pero que ya desde entonces dejó testimonio de su
afán por hacer de la música una de las tareas centrales de la sociedad. Las
sociedades musicales de El Edén y del Casino Xalapeño, la realización de
academias en las casas de los acaudalados comerciantes establecidos en Xalapa
aún en el ocaso de la colonia, o el surgimiento de compositoras como María
Pérez Redondo8 son prueba de cómo la práctica de la música clásica ha sido
común y corriente en estas latitudes desde fechas mucho más antiguas de las que
solía pensarse. De nueva cuenta, quiero encontrar en ello un ejemplo de cómo el
cultivo de la música en estas regiones ha sido históricamente ecuménico y cómo,
además, ha encontrado una feliz convivencia entre lo propio y lo universal, entre
lo local y lo cosmopolita. Son famosas las alusiones que hizo Guillermo Prieto
acerca de la música doméstica que escuchó en su visita a Xalapa en el siglo XIX:
detrás de su descripción no hay orgullo local, sino afición por la música en un
sentido más amplio.9 Para las xalapeñas ilustres que tocaron para los literatos
visitantes como Guillermo Prieto y Manuel Payno, la “idea de la música
veracruzana”, tal y como se vende ahora, también habría sido extraña: ellas lo
que hacían, simplemente, era música, sin adjetivos identitarios. Y es que valga
insistir que la música no sólo forma parte de nuestro horizonte musical por
simples razones históricas, sino por ser un fragmento de nuestro presente. En
este aspecto se mezclan las consideraciones de carácter crítico y estético tanto
como de identidad. Al escribir sobre la identidad musical en Latinoamérica,
Alejo Carpentier nos recuerda, citando a Stravinski, que “una tradición
verdadera no es el testimonio de un pasado transcurrido; es una fuerza viviente
que anima e informa el presente”.10 Conviene entonces detenerse en esas
fuerzas vivientes y claramente palpables en nuestro tiempo, las que dan vida a la
tradición de la música veracruzana, para señalar aportes y carencias,
precisamente porque –como señala Nicholas Cook con toda claridad– es a partir
de lo que es nuestra música que decimos a los demás no sólo quienes somos
sino, todavía algo más importante, quienes queremos ser.11 En ese anhelo no
hay lugar para el acartonado estereotipo de nuestras prácticas musicales ni
tampoco dejaremos que cobre forma en manos de lo que dictaminen los dudosos
mercados de la música: la idea de la música veracruzana implica, por encima de
todo ello, un espíritu ecuménico que se abre al mundo y que no puede perder de
vista que en esta tierra no aspiramos a colonizar desde nuestras músicas
tradicionales, sino a que todas las buenas músicas sean también nuestras. Y
queremos, eso sí, pintarnos solos en esa fabulosa tarea.



Bibliografía

BOHLMAN, Philip V. (2003). “Music and Culture, Historiographies of
disjuncture”, en Martin Clayton, Trevor Herbert y Richard Middleton, editores,
The Cultural Study of Music, a Critical Introduction, Routledge: Londres.
DAHLHAUS, Carl (2012). “Música buena y música mala”, en Dahlhaus y H.H.
Eggebrecht, ¿Qué es la música?, traducción de Andrés Bredlow, Acantilado:
Barcelona, p. 96.
GONZÁLEZ, Julieta V. (2014). La música en Xalapa entre 1824 y 1878, Instituto
Veracruzano de la Cultura: Veracruz.
GÓMEZ, Zoila y Victoria Elí Rodríguez (1995), Música latinoamericana y
caribeña, Editorial Pueblo y Educación: La Habana, p. 122.
MANN, Thomas (1994). Doktor Faustus, Seix Barral: Barcelona.


1 Carl Dahlhaus, “Música buena y música mala”, en Dahlhaus y H.H. Eggebrecht, ¿Qué es la música?,
traducción de Andrés Bredlow, Barcelona, Acantilado, 2012, p. 96.
2 “Music represented culture in two ways, as a form of expression common to humanity, and as one of the
most extreme manifestations of difference”. Philip V. Bohlman, “Music and Culture, Historiographies of
disjuncture”, en Martin Clayton, Trevor Herbert y Richard Middleton, editores, The Cultural Study of
Music, a Critical Introduction, Routledge, Londres, 2003, p. 47.
3 Thomas Mann, Doktor Faustus, cap. XXV.
4 Sobre el término colonización sigo los interesantes argumentos de Philip V. Bohlman, en su referido
ensayo: “Aun más que el lenguaje, la música es la clave para entender y la llave para el poder que
convertirá un encuentro inicial en dominio prolongado. La música, por tanto, acumula el potencial para
articular el poder colonial.” Ibid, pp. 46-47.
5 Zoila Gómez y Victoria Elí Rodríguez, Música latinoamericana y caribeña, La Habana, Editorial Pueblo
y Educación, 1995, p. 122.
6 Ibid, p. 195.
7 Ibid. p. 198.
8 Sobre estos temas véase el reciente libro de Julieta V. González, La música en Xalapa entre 1824 y 1878,
Veracruz, Instituto Veracruzano de la Cultura, 2014.
9 “La música y las flores; he aquí dos cosas que aman con pasión las jalapeñas…” (Prieto citado por
Julieta González, op. cit., p. 53.) Otras descripciones semejantes, recuperadas por González, dejan
testimonio de la pertinaz presencia del arpa en los hogares xalapeños, pero no para tocar sones jarochos,
sino “multitud de composiciones modernas” como consignó Manuel Payno (Ibid, p. 54).
10 Alejo Carpentier, “América Latina en la confluencia de coordenadas históricas y su repercusión en la
música”, en América Latina en su música, relatoría de Isabel Aretz, México, Siglo XXI Editores, 1977, p. 7.
11 “En el mundo actual decidir qué música escuchar es una parte significativa de decidir y anunciar a la
gente no sólo quién ‘quieres ser’, sino quién eres.”, Nicholas Cook, De Madonna al canto gregoriano, una
muy breve introducción a la música, Madrid, Alianza Editorial, 2001. p. 18.
Sonido, significado y sustentabilidad.
El son jarocho es lo que hacemos que sea



Daniel Sheehy

Al pensar que yo podría tener algo de valor para ofrecer cuando recibí la
invitación para participar en el coloquio “Música veracruzana. Historia, práctica
y retos”, me sentí halagado. Cuando reflexioné en lo que yo, un norteamericano,
podía ofrecer, entendí que parte de la razón de mi invitación fueron mis estudios
tempranos del son jarocho, a finales de las décadas de 1960 y 1970, y que esto
en sí mismo quizá implique cierto interés histórico. Recordé cómo me fascinó la
primera vez que oí el sonido del son, lo que me motivó a conocer más a la gente
que lo interpretaba, lo que con el tiempo me llevó a interesarme por el futuro y
bienestar de la tradición del son jarocho. Más adelante escribí mi tesis doctoral
The Son Jarocho: History, Style and Repertoire of a Changing Mexican Musical
Tradition [El son jarocho. Historia, estilo y repertorio de una tradición musical
mexicana cambiante]. Mientras reflexionaba en esto, pensé que mi perspectiva
histórica tal vez sea de interés para los participantes del coloquio 45 años
después. Quizá incluso mi papel como fuereño cultural pueda generar algunas
ideas para la música en un marco de referencia más amplio. Así, decidí que lo
mejor que podía ofrecer sería la historia de mis experiencias personales,
entretejidas con un proceso de descubrimiento de diversos marcos de
aproximación al son jarocho, conceptos cuyo significado se refiere a la cultura,
ideas que se refieren al sonido y su significación en contextos subsecuentes, y
sugerencias de condiciones que abordan el desafío de su vitalidad futura en un
mundo de súbitos giros sociales y cambio cultural.
En consecuencia, siguiendo en general el título del coloquio –“historia, práctica
y retos”– se me ocurrió el marco guía de “sonido, significado y sustentabilidad”,
que capturaría mi propia ruta de descubrimiento y compromiso con la tradición
del son jarocho en su sentido más amplio y al mismo tiempo estructuraría la
secuencia de mis ideas. Asimismo, abrigaba la esperanza de que, al expresar mis
ideas en un recuento de mis experiencias personales, los conocimientos del
contexto del que me valí para atribuir significados contribuiría a mejorar el
aprecio de mis perspectivas.


Sonido

Mi compromiso con el son jarocho comenzó en 1968, en Los Ángeles,
California. Estudiaba la licenciatura de educación musical en la Universidad de
California en Los Ángeles (UCLA), y trabajaba como técnico de sonido en el
Instituto de Etnomusicología. Este instituto tenía fama de contar con los mejores
programas de estudio sobre filosofía de la música del mundo, conocida como
“bimusicalidad”, lo cual promovía el director, doctor Mantle Hood, y el
prestigiado musicólogo Charles Seeger. En opinión de Seeger, los idiomas son
formas imperfectas de comunicación, pues sólo nos ofrecen una aproximación al
significado que no logra traducir las experiencias en una comunicación precisa
de dicho significado. En resumen, era lógico entonces que no era posible
describir la música –una forma de “lenguaje” en sí misma, con su propia textura
rica en referencias históricas, gramática y sintaxis– de manera completa y
precisa con palabras. De ese modo, la solución para el etnomusicólogo (que
estudia la música en la cultura con el fin de comprender esa relación dinámica)
fue adentrarse en ese lenguaje musical particular mediante aprendizaje y
práctica. Idealmente, el aprendizaje tendría lugar de la manera convencional,
pues el proceso de aprender un lenguaje musical es un medio básico de descubrir
principios y prácticas basadas en valores que forman parte integral de lo que
apoya esa forma de expresión. Para lograr esto en un ambiente académico
universitario, el Instituto recibió a maestros músicos de muchas culturas y por lo
general fomentó la práctica de muchas formas de música.
La primera vez que escuché son jarocho en vivo fue de un trío de músicos que
tocaban el arpa, requinto jarocho y jarana. El arpista era un angloestadounidense
que estudió para ser maestro de inglés como segundo idioma en escuelas
públicas de Los Ángeles; el requintero era otro licenciado, etnomusicólogo, y el
jaranero era un maestro javanés, músico de gamelán (orquesta típica de
Indonesia) que enseñaba a tocar en ese tipo de agrupaciones. Desde mi punto de
vista como músico, el sonido fue impactante. El impulso rítmico, la textura de
amplio registro de los instrumentos de cuerda y el canto declamatorio de altas
tonalidades, todo fue cautivador. Quise saber más. Compré las grabaciones
disponibles de Lino Chávez y su Conjunto Medellín. Ese mismo año viajé al
puerto de Veracruz a conocer músicos de son jarocho y aprender más acerca de
cómo y dónde se tocaba esa música, y qué significaba para la gente que la
consideraba suya. Tuve la fortuna de conocer al excelente grupo Los Tigres de la
Costa –Delfino Guerrero, Tello Oropeza y Raymundo Cruz– y lo contraté para
grabar varios sones en mi modesta grabadora de cinta. El momento fue
emocionante. La precisión tan perfeccionada de Los Tigres, los versos
improvisados en una calidad vocal fuerte y diáfana, y el ritmo me hicieron sentir
lo que sólo puedo llamar un estado de conciencia y entusiasmo intensificados.
En especial, me atrapó el sonido e impulso del requinto, y cuando Cruz ofreció
vendérmelo, se lo compré con gusto. Me llevé las grabaciones de regreso a mi
hogar y las escuché una y otra vez, en un esfuerzo por comprender mejor cada
aspecto del sonido.
Una razón por la que me intrigaba el sonido fue que yo había interpretado
rhythm and blues afroestadounidense profesionalmente con una banda, The
Thunder Brothers, y había estudiado percusiones ashanti (de Ghana, África
occidental) con un maestro percusionista, Kwasi Badu, en el Instituto. Cuando
escuché el son jarocho, percibí un patrón rítmico semejante, repetitivo y cíclico,
que guiaba la música, muy parecido a la estructura de las percusiones ashanti. En
un género de percusiones ashanti típico, como adowa o kete, un campanista
marca un patrón rítmico básico que cabe describir como un ciclo de 12 pulsos.
El patrón se repite a lo largo de la interpretación de toda una pieza, unido
mediante patrones repetidos más breves de una o más percusiones de apoyo que
se engranan entre sí y con la campana. Al principio de este ritmo básico, mucho
más complejo que la noción occidental de la métrica, un percusionista líder
improvisa patrones en torno a un estilo tradicional. Si bien puede añadirse el
canto a esta textura, la base rítmica cíclica impulsa el movimiento y estructura de
la música, no la estructura de la canción.
Esto contrasta con la estructura típica de la canción europea habitual, en la cual
la estructura de la canción misma impulsa el “avance” de la pieza, sobre una
métrica sencilla y breve, por ejemplo, 2/4, ¾ o 6/8. Asimismo, conforme aprendía
más de otros sones tradicionales mestizos regionales de México, este contraste se
destacaba más. En los sones de mariachi y en los conjuntos de arpa grande de
Michoacán que oí, por ejemplo, la estructura de las secciones cantadas determina
en gran medida la estructura de la pieza entera. Esto planteaba la pregunta de por
qué el son jarocho de la costa oriental del Golfo se impulsaba por un ciclo breve
repetido y por qué la mayoría de los sones de la región occidental se impulsaban
por las partes cantadas.
En la música del cantante/compositor africanoestadounidense James Brown
que interpretaban The Thunder Brothers prevalecían una textura y una estructura
semejantes a las de las percusiones ashanti, en contraste con la forma de la
canción europea occidental. Batería, bajo eléctrico y otros instrumentos a
menudo establecían un ciclo repetitivo de 16 pulsos de partes engranadas, en
cuya parte superior Brown cantaría o un solo instrumentista improvisaría. En
ocasiones puede haber una sección de puente que modula momentáneamente a
una clave relacionada, pero esto es la excepción para la mayor parte de la pieza.
Tanto las percusiones ashanti como las piezas de James Brown, como Mother
Popcorn, tenían una generosa parte de improvisación dentro del ciclo rítmico
repetido.
En el son jarocho escuché fuertes similitudes con las características de la
música ashanti y la de James Brown. En la música de Lino Chávez y su grupo, la
jarana establece un patrón de ritmo principalmente repetitivo y una breve
progresión de acordes que forman un ciclo de 12 pulsos (por ejemplo, Siquisirí)
o de 16 (por ejemplo, Colás) semejante al de la campana ashanti y al groove de
James Brown. Los sonidos del arpa y del requinto, en especial los bajos de arpa,
a menudo contribuyen a esta sensación de que el ciclo repetido genera el avance
de la música más que el canto. Sin duda, el canto adopta formas poéticas
hispanas clásicas con estructura propia, pero se asientan sobre el patrón rítmico
en vez de determinarlo. No puedo escuchar son jarocho sin pensar en estas
similitudes, y un poco de mi pasión por esa música se transfirió a mi admiración
por el son jarocho. Después, cuando conocí mejor la fuerte presencia cultural
africana histórica en Veracruz, esto subrayó mi sensibilidad hacia las raíces
africanas. También observé que las excepciones sobresalientes de este contraste
eran los sones jarochos escritos por compositores profesionales de las décadas de
1930 y posteriores, como Tilingo Lingo y El huateque, de la autoría de Lino
Carrillo. En éstos predomina la estructura de la canción, no el ciclo rítmico de
estilo africano.
Practiqué el requinto y la jarana al amparo de grabaciones long play de Lino
Chávez y el Conjunto Medellín, Los Pregoneros del Puerto y otros grupos. El
doctor Timothy Harding, de la California State University en Los Ángeles, quien
grabó y estudió varios estilos regionales del son mestizo mexicano en la década
de 1950, me orientó en el tema del son jarocho y otros estilos regionales de
sones. Me habló sobre la obra de documentación del ex compatriota
estadounidense Raúl Joseph Hellmer, quien trabajó en el Palacio de Bellas Artes
y tuvo un programa de televisión dedicado a estos géneros musicales. El registro
sonoro del son jarocho que documentó Hellmer era mucho más variado que el
que se encuentra en las grabaciones. Intrigado, viajé a la Ciudad de México en
1968 en busca de estas grabaciones y logré entrevistarme brevemente con el
doctor Antonio Pompa y Pompa, del Museo Nacional de Antropología e
Historia. Me recibió con cortesía y me informó que no sabía dónde estaban las
grabaciones y que no podría ayudarme. Este momentáneo punto muerto sólo
avivó mi interés. A principios de la década de 1970 descubrí la grabación Sones
de Veracruz, el sexto volumen de la Serie de Discos del INAH. La primera pieza,
“El fandanguito”, a cargo de Antonio García de León, me dejó una impresión
que perduraría por el resto de mi vida. El músico que sólo se acompañaba de su
jarana para cantar versos sobre la vida campesina, injusticia social y la
Revolución no se parecía nada a las grabaciones comerciales que yo había
escuchado. Las otras piezas también eran especiales. No me imaginaba que para
1977 tocaría casi a diario en Boca del Río con varios de los músicos que
participaron en aquel álbum: Daniel Cabrera, Isidoro Gutiérrez y Tirso
Velásquez.


Significado

Para principios de la década de 1970 estaba yo más intrigado, y comprender sólo
los sonidos del son jarocho no bastaba para conocer el significado completo de
la música. Necesitaba conocer la historia de esos sonidos. ¿De dónde provenían?
¿Por qué el son jarocho me recordaba la música de África occidental?, ¿había
alguna conexión? ¿Cuál era su significado para la gente que la interpretaba y
para quien la oía? Era claro que no se trataba de música para que la tocaran
músicos profesionales como Lino Chávez. Sones de Veracruz y otras cuantas
grabaciones más etnográficas hacían evidente que ahí había mucho más por
descubrir.
Busqué en dos direcciones este significado. Leí lo que pude encontrar sobre la
música y el entorno social del son jarocho, y vi a intérpretes contemporáneos
para apreciar lo que significaba para ellos. Las fuentes escritas tenían sus
limitaciones de cantidad y de peso académico. En documentos del Ramo de la
Inquisición de Archivos Nacionales se mencionaban bailes y música de finales
del siglo XVIII en el área general de Veracruz que los inquisidores consideraban
escandalosos. El torito, El chuchumbé y Pan de jarave [sic] eran algunos. A
principios del siglo XIX se mencionaban títulos de son jarocho como La bamba,
Los enanos, La tusa, El canelo y El agualulco, que perduran hasta nuestros días.
Algunos viajeros, como José María Esteva, describieron bailes jarochos con
cierto detalle.1 La noción elitista de “aires nacionales” pretendió canonizar
algunas melodías nativas. A comienzos del siglo xx, en la novela de 1907
Pajarito, de Cayetano Rodríguez Beltrán, se describe a un arpista sentado que
tocaba La bamba. Durante las décadas de 1930 y 1940, época tanto de
construcción nacional como de robusto crecimiento e influencia de estilos
musicales regionales “rústicos” en películas, radio, actos gubernamentales
oficiales y centros nocturnos de la capital, el son jarocho hizo su entrada como
punta de lanza en estos significativos puntos tan importantes para la vida
política, cultural y colectiva. El arpista cantante Andrés Huesca y Lino Chávez
con el grupo Los Costeños son obvios ejemplos de artistas que se beneficiaron
de la influencia de los medios electrónicos. La historia también muestra que
cuando el ex gobernador de Veracruz Miguel Alemán Valdés resultó electo
presidente de México en 1946, el son jarocho recibió mayor visibilidad nacional.
Sin embargo, los registros históricos escritos no eran muy útiles para describir
lo que se transpiraba en términos de la conexión del son jarocho a su base
cultural en Veracruz durante las décadas de mediados del siglo xx. Es como si la
popularidad de los artistas en los medios y centros urbanos con sus versiones del
son jarocho opacaran otras formas más comunitarias del son jarocho. Poco había
por encontrar. Necesitaba ir a la fuente: los músicos mismos y los “contextos que
daban significado” en los que actuaban.
Cerca de donde vivía en Los Ángeles había músicos mexicano-estadounidenses
que desde al menos la década de 1950 tocaban el son jarocho como se
interpretaba en películas y grabaciones. Llegué a conocer a varios de esos
músicos, que continuaron tocando son jarocho en las décadas de 1960 y 1970.
Los requinteros Bobby Chagolla y Manuel Vaca, el jaranero Steve Luévano y el
arpista Roberto Murillo eran cuatro de ellos, todos entusiastas del son jarocho.
Lo tocaban en las tardes y fines de semana como diversión cultural y también
como forma de aumentar sus ingresos de sus empleos distintos a la música. La
música de Lino Chávez ejemplificaba su estilo y repertorio. Recuerdo haber
visto al grupo de Chagolla, Conjunto Nuevo Papaloapan, en sus interpretaciones
de fines de semana en el parque temático de Los Ángeles Knott’s Berry Farm,
donde tocaban para turistas. El contexto se asemejaba a lo que podía verse en
una película de la década de 1940: intérpretes profesionales de música folclórica
regional que tocaban para foráneos culturales, no jarochos. No obstante, en este
caso los músicos sin duda tomaban en serio que su música se relacionaba con su
herencia mexicana, y en el escenario multicultural de Estados Unidos, esto
añadía una importancia especial. Este marco contextual daba significado a la
música que, si bien revelador, necesariamente sería muy diferente al significado
en escenarios conocidos y comunitarios de Veracruz. En la década de 1960, el
Movimiento de Derechos Civiles Chicanos agregó otro significado especial al
son jarocho, cuando grupos como Los Lobos, del Este de Los Ángeles, hicieron
del son jarocho parte del repertorio de esta lucha mexicano-estadounidense por
justicia social y dignidad.
La investigación de campo en Los Ángeles me llevó a un restaurante mexicano
en Sunset Boulevard, Hollywood, donde conocí a dos músicos jarochos, José
“Chayote” Gutiérrez y Cesáreo Ramón Tello. Gutiérrez era de la ranchería La
Costa de la Palma, en Alvarado, Veracruz, y Ramón, de la ranchería La Palma,
al sur del puerto de Veracruz. Ambos habían sido miembros del reconocido
conjunto Los Pregoneros del Puerto, y Gutiérrez había participado en giras con
el Conjunto Medellín de Lino Chávez y el Ballet Fol-klórico de México de
Amalia Hernández. Más importante para lo que me interesaba, ambos provenían
del Veracruz rural y de familias para las que el son jarocho había sido parte de su
educación. De ellos aprendí lo que pude sobre la manera en que la música
formaba parte de la vida rural, así como la manera en que ellos veían su vida en
Los Ángeles como músicos profesionales.
Mi siguiente encuentro fue con los músicos jarochos que participaron en el
principal festival en Washington, D.C., en el Bicentenario de Estados Unidos, en
1976. La coordinadora del contingente mexicano, historiadora Irene Vázquez
Valle, directora de la Serie de Discos del INAH, llevó a cuatro músicos de Boca
del Río (el arpista Ramón Hoz Chávez, el guitarrista Fortino Hoz Chávez y el
jaranero pregonero Alberto Hernández Carmona, conocido como “Beto Bolsas”)
y Tlacotalpan (panderista Evaristo Silva Reyes). Los primeros tres provenían de
las áreas costeras rurales de Mandinga y Boca del Río, pero habían tocado
profesionalmente durante muchos años en restaurantes de Boca del Río. Silva
vivía en Tlacotalpan, en el río Papaloapan, daba clases en la Casa de la Cultura
de ese lugar y a menudo representaba su tradición panderista fuera de la región.
Además del elevado nivel de habilidad instrumental de los cuatro músicos, la
capacidad de Hernández de improvisar era impresionante, y el dominio del
pandero de Silva añadía nuevas dimensiones a mi comprensión de los sonidos
del paisaje del son jarocho, si bien no tanto del contexto.
Aun más importante para entender mejor el son jarocho en términos de
contexto, las relaciones con estos seis músicos jarochos me motivó a emprender
una investigación en Veracruz en 1977 y 1978, tiempo durante el cual entrevisté
a 57 músicos en activo en la región. Cuando viví en Boca del Río, toqué el
requinto casi a diario con cuatro músicos veteranos cuando hacían sus rondas por
los restaurantes de mariscos a orillas del río Jamapa, en Boca del Río. Tres de
ellos aparecían en el álbum Sones de Veracruz, del INAH: el jaranero y pregonero
Isidoro Gutiérrez (padre de José Gutiérrez), el arpista Tirso Velásquez Córdoba,
y el jaranero y pregonero Daniel Cabrera. El otro era primo de Tirso, el jaranero
Emilio Córdoba Córdoba. Todos tenían firmes raíces en el estilo de vida rural
que precedió a la creación del sonido urbano que personificaban Andrés Huesca
y Lino Chávez y sus grupos. Daniel Cabrera, nacido en 1890 y que había tocado
música desde 1907, me brindó en particular ayuda para darme una idea de la
música antes y después de esta transición rural. De hecho, esta comparación de
“antes y después” me dio el tema de mi tesis doctoral, The Son Jarocho: The
History, Style, and Repertory of a Changing Mexican Musical Tradition [El son
jarocho. Historia, estilo y repertorio de una tradición musical mexicana
cambiante].
Como su título indica, la idea de una tradición en estado de cambio fue mi
interés principal, y examinar la historia, estilo y repertorio fue una calibración
del equilibrio del cambio y continuidad en el son jarocho. Aprendí lo que más
tarde adoptaría la forma de esfuerzos para apoyar la sustentabilidad de la música
en su contexto cambiante. La historia reveló los profundos antecedentes de la
música en la cultura local durante los dos siglos anteriores, y ofreció detalles del
contexto, instrumentación y repertorio de representación, así como de su lugar
en la vida jarocha. Los contextos de representación cada vez se dieron más en
escenarios profesionales y menos en fandangos y otras fiestas comunitarias.
Quedaron en el abandono muchos instrumentos, como las jaranas más pequeñas,
la leona y el pandero. Hubo una pérdida casi total de una rica variedad de
tonadas instrumentales (y su colorido sonoro) en favor de una tonalidad única
que permitía posiciones de acordes semejantes a las de la guitarra de seis
cuerdas. Los mismos instrumentos favorecidos –arpa, jarana y requinto– se
modificaron para ajustarse a las expectativas de representación urbana. Los
analisis de estilos mostraron los cambios de rasgos musicales a un tiempo más
rápido, menor duración, tropos estructurales distintivos y predecibles, calidad
vocal más semejante a los estilos musicales populares prevalecientes, y efectos
visuales de “espectáculo” para las representaciones, como uniformes. Una
mirada al repertorio activo reveló un eclipse sorprendente del repertorio
tradicional de piezas interpretadas en escenarios profesionales, la inclusión de
“sones jarochos” escritos por compositores profesionales, como Lino Carrillo,
que favorecían las formas populares de la canción y se apartaban de las
representaciones típicas del son jarocho generadas sobre todo por el ya
mencionado ciclo rítmico de acordes breve, la estandarización de motivos y
versos melódicos que marcaban cada son, una estructuración más rígida de los
sones para acompañar a los ballets folclóricos con coreografías definidas,
etcétera.
Visto de cerca, el cambio fue masivo, y generó dudas acerca del futuro
bienestar y sustentabilidad en la sociedad jarocha y mexicana. En una sociedad
cambiante, al asumir la importancia del son jarocho como expresión contínua de
un pueblo, ¿fue la pérdida de diversidad en instrumentación, repertorio,
improvisación de versos y todo lo anterior algo bueno o malo, necesario o
innecesario, ine-vitable o evitable? ¿Fue la pérdida de la celebración de
fandangos comunitarios en favor del espectáculo del ballet folclórico
coreografiado un fenómeno de un solo sentido?


Sustentabilidad

Desde mi punto de vista, esta pérdida de opciones musicales y sociales exigía
una respuesta que conservara tantas opciones disponibles como fuese posible
para un uso futuro. El cambio fue inevitable, pero el cambio que vi anuló la
capacidad de la comunidad de origen para procesar ese cambio de manera
razonada y autosuficiente. Lo que observé fueron poderosas fuerzas de arriba
abajo de medios comerciales y electrónicos que provocaron cambios radicales en
música y significado, mientras se prestaba poca atención a la relación original
motivada por el significado entre comunidad y expresión.
Recibí la influencia de mis competentes mentores en folclor, como Alan
Lomax, cuyo artículo seminal “An Appeal for Cultural Equity” [Un llamado a la
equidad cultural] exigía combatir a los medios monopólicos que privilegiaban
sólo una pequeña porción de nuestro pasado y presente cultural. Una estrategia
fue producir grabaciones para el consumo público. Cuando Chris Strachwitz,
propietario de la disquera de música folclórica Arhoolie Records, me pidió
ayuda para producir una grabación de son jarocho basado en la comunidad,
accedí con gusto. El resultado fue la grabación de 1979 Sones jarochos, volumen
1, de la serie de Arhoolie Music of Mexico, en la que aparecían músicos que
solían tocar en Boca del Río. Una década después, en 1989, produje el CD Music
from Veracruz: Sones Jarochos of Los Pregoneros del Puerto, con la disquera
Rounder Records. Años más tarde, como director y curador de Smithsonian
Folkways Recordings, produje un CD de José Gutiérrez y Los Hermanos Ochoa,
Felipe y Marcos, titulado La Bamba: Sones Jarochos of Veracruz (2003), otro
titulado Son de Mi Tierra, de Son de Madera (2009), encabezado por Ramón
Guitérrez, hermano de Gilberto, y en la actualidad, otra grabación más en
preparación, ésta del grupo de Gilberto Gutiérrez, Mono Blanco.
Otras estrategias fueron promover la transmisión de habilidades mediante
programas de capacitación y formación, y generar una toma de conciencia y
compromiso públicos mediante representaciones en vivo. Cuando me uní al
National Endowment for the Arts, en 1978, otorgamos numerosas subvenciones
para apoyar la formación en la interpretación de son jarocho, festivales con
sones jarochos y giras como la de Raíces Musicales, en la que participaron los
miembros anteriores de Los Pregoneros del Puerto. En 1989 premiamos a
músicos jarochos y al residente estadounidense por mucho tiempo José Gutiérrez
con el National Heritage Fellowship, el premio más importante que otorga el
gobierno federal de Estados Unidos para las artes folclóricas y tradicionales.
Todos estos esfuerzos tuvieron lugar en Estados Unidos, donde se elevó el
perfil público del son jarocho. Sin embargo, esto queda lejos de las rancherías y
localidades rurales de Veracruz. En cambio, en México surgió un esfuerzo
estratégico muy distinto. El mismo año en que llegué a Boca del Río para mi
investigación, en la Ciudad de México un joven jarocho, Gilberto Gutiérrez,
contribuyó a formar un grupo con la misión de revitalizar el compromiso con el
son jarocho en su tierra natal, localidades pequeñas del Veracruz rural. Gilberto
y sus compañeros de Mono Blanco llegaban a un pueblo, quizás el día del santo
patrono del lugar, colocaban una tarima y comenzaban a tocar, invitando a los
demás a unírseles. También identificó todos los bienes musicales –intrumentos,
tonadas, técnicas de interpretación, repertorio de versos, etc. –que pudo en la
región. Fue brillante centrarse en el acto social en sí mismo en el corazón de la
comunidad. La relación entre la gente local y la música fue el centro de sus
esfuerzos, y la idea era darles la opción de determinar su propio futuro musical
en el son jarocho. Al mismo tiempo, valoró la inclusión respecto del
virtuosismo, al invitar a muchos a unírsele. En épocas posteriores de su vida
comentó sobre la manera en que los contextos tradicionales de representación
–en particular los fandangos– fueron la clave para el bienestar del son jarocho.
El entusiasmo que generaron él y muchos otros defensores del son jarocho se
convirtió en un verdadero movimiento, con miles de personas por todo México,
Estados Unidos y más allá, hasta formar una multitud en esta estrategia de
interpretar el son jarocho. Fue interesante que, si bien el movimiento jaranero
recuperó antiguos significados y contextos, también agregó nuevos significados
conforme trasladaba estos actos de representación en vivo a la vida urbana con
nuevos marcos y contextos. Hoy en día es impresionante ver a los jóvenes en
áreas rurales y urbanas que hacen del son jarocho su forma favorita de expresión
musical, experiencia social y estilo de vida.
Antes de señalar las lecciones que aprendí sobre sustentabilidad del son jarocho,
deseo abordar la noción de la sustentabilidad musical en sí. Las estrategias para
promover la sustentabilidad de las expresiones culturales tradicionales han
formado parte de mi trabajo profesional desde principios de la década de 1970,
tanto con la Smithsonian Institution como con el National Endowment for the
Arts. Sin embargo, en el ámbito mundial, han sido las convenciones de la UNESCO
sobre diversidad cultural que generan sus listas de herencia cultural intangible y
su registro de las mejores prácticas de conservación lo que ha estimulado
muchas ideas nuevas y la teorización sobre el tema. Un proyecto reciente de la
Griffith University en Queensland, Australia, “Sustainable Futures for Music
Cultures: Towards an Ecology of Music Diversity” [Futuros sustentables para las
culturas musicales. Hacia una ecología de diversidad musical],2 es un
maravilloso ejemplo de esta idea. Encabezado por el etnomusicólogo Huib
Schippers, el proyecto propuso cinco áreas que afectan la vida cultural como
medidas y puntos de equilibrio para promover la sustentabilidad cultural:
aprendizaje y transmisión de la música; músicos y comunidades: posición,
funciones e interacciones de músicos en sus comunidades y las bases sociales
para sus tradiciones en ese contexto; contextos y conceptos: contextos sociales y
culturales de tradiciones musicales, en especial sus valores y actitudes
subyacentes; y medios e industria musical: divulgación en gran escala y aspectos
comerciales de la música. Uno de los libros que fueron resultado de ese
proyecto, Music Endangerment: How Language Maintenance Can Help, de
Catherine Grant, es una útil introducción a la siguiente etapa de esta corriente y a
las estrategias sobre la sustentabilidad de las culturas musicales.
Con estándares como los anteriores, me siento optimista sobre la futura
sustentabilidad del son jarocho. Consideremos estos puntos sobre el son jarocho
durante los pasados 50 años:

• Obtuvo visibilidad en virtud de un impulso en los medios en un momento
crítico de la historia social y cultural mexicana.
• Se ganó un lugar en la comunidad como símbolo, y se fortaleció durante la
presidencia de Alemán.
• La expansión de recursos creativos tuvo la ayuda del movimiento
jaranero/fandanguero, lo que compensó el desequilibrio hacia la
comercialización profesional.
• Asimismo, se dio una reubicación de los roles de género, para dar paso a una
mayor inclusión y participación.
• Recuperó su lugar en escenarios comunitarios, y es socialmente incluyente
gracias al movimiento jaranero/fandanguero.
• Es una tradición confiable, abierta a nuevas influencias, así como una
tradición viva y dinámica.
• El movimiento jaranero/fandanguero reinstituyó los estilos comunitarios de
significado contextual de aprendizaje así como del sonido musical.
• Los medios nuevos, internet, youtube, etc., ofrecen más oportunidades de
aprendizaje y acceso a fuentes de conocimiento.
• La infraestructura se fortaleció, en tanto los artesanos producen instrumentos,
cuerdas y tarimas.
• Al menos en Estados Unidos, este floreciente carácter comunitario se ha
aplicado para resistir la injusticia social, conforme las comunidades añaden su
propio significado al son jarocho.

Así, para concluir, me gustaría agradecer a todos a quienes he mencionado hasta
ahora: a quienes se arriesgaron al castigo de la Inquisición por interpretar su
música y bailes, a Andrés Huesca, Lino Chávez, Miguel Alemán, el cine
mexicano en su Época Dorada, Gilberto Gutiérrez y otros músicos-promotores,
el Coloquio de Otoño, la Universidad Veracruzana en Xalapa, y a todos los
presentes en este evento por su interés, su apoyo y su visión para el futuro del
son jarocho. Mantener vivo el conocimiento de la historia del son jarocho, los
contextos de su práctica, modelos fructíferos de represen tación, tradición y
creatividad musicales ofrecen “un rico pozo genético” cultural de posibilidades
de forjar un futuro que mantenga vivo al son jarocho y a una parte significativa
de nuestra vida. El son jarocho es lo que hacemos que sea. Asegurémonos de
disponer de tantos recursos y opciones como nos sea posible. ¿Qué esperamos?






















Bibliografía

ESTEVA, José María (1844). “Costumbres y trajes nacionales. La jarochita”, en El
museo mexicano, México, vol. III, pp. 234-235.
(1844). “Trajes y costumbres nacionales. El jarocho”, en El
museo mexicano, vol. IV, México, pp. 60-62.
RODRÍGUEZ BELTRÁN, Cayetano (1902). Perfiles de mi terruño, México, Onateyac.
(1907). Pajarito, México, sin ed.
SHEEHY, Daniel E., 1979, The Son Jarocho: The History, Style, and Repertory of
a Changing Mexican Musical Tradition, tesis doctoral, UCLA.

Discografía

Conjunto Alma Jarocha (1979). Sones Jarochos, vol. 1 de la serie Music of


Mexico, Berkeley, Arhoolie Records.
GUTIÉRREZ, José, y Los Hermanos Ochoa (2003). La Bamba: Sones Jarochos of
Veracruz, Smithsonian Folkways Recordings, CD SFW 40505.
Los Pregoneros del Puerto (1989). Music of Veracruz: Sones Jarochos by Los
Pregoneros del Puerto, Rounder Records.
Son de Madera (2009). Son de Mi Tierra, Smithsonian Folkways Recordings, CD
SF 40555.
Varios artistas (1976). Sones de Veracruz, vol. 6 de Serie de Discos, México,
INAH.

1 José Maria Esteva, “Costumbres y trajes nacionales. La Jarochita”, en El museo mexicano, México, vol.
III, pp. 234-235.
2 véase https://www.griffith.edu.au/__data/assets/pdf_file/0004/184810/QCRC-SustFutures-brochure.pdf
Capítulo II
Prácticas
Rumberos y jarochos:
Crónica musical de un pedacito de patria que sabe reír y cantar

Rafael Figueroa Hernández


Yo he nacido
rumbero y jarocho
trovador de veras
Agustín Lara


Buena parte de lo que actualmente conocemos como identidad veracruzana
proviene de la música que nuestro pedacito de patria ha producido en los últimos
cuatro siglos. Puente de entrada y de cruce de las múltiples identidades
musicales del Caribe colonial, Veracruz ha estampado su impronta en el
consciente colectivo de México a lo largo de su historia utilizando
principalmente la música. Esta parte de nuestra cultura veracruzana ha
acompañado, cual banda sonora, toda la historia de nuestro estado, al mismo
tiempo que ha contribuido a la conformación de su carácter cultural y al
desarrollo de una imagen externa peculiar y característica que conlleva
estereotipos pero también identidades.
La historia de cómo es que esto ha devenido en lo que Veracruz es, conforma
la trayectoria cultural de un pueblo que tiene en la música buena parte de su
razón de ser. Es una historia que comienza con la Colonia y que todavía no
termina en los albores del siglo XXI en un recorrido por personas, lugares,
géneros y vivencias que incluyen tanto al son jarocho y sus diversas
manifestaciones como a los géneros compartidos con el Caribe: el danzón, el
bolero y el complejo entero del son cubano.

El Sotavento o ¿cuál pedacito de patria?

Las fronteras políticas difieren siempre de las regiones culturales. La región a
que hacemos referencia es, utilizando un término marítimo, aquella que se
conoce como Sotavento (el lugar opuesto a donde sopla el viento), conformado
culturalmente a lo largo de la Colonia y que cubre grosso modo del centro del
estado actual de Veracruz hasta su frontera sur, en donde se intersecta con el
norte de Oaxaca (Tuxtepec) y el este de Tabasco (Huimanguillo). Es en esta
región que se dieron cita las tres raíces conformadoras, étnicamente primero,
culturalmente por consiguiente, de la identidad jarocha: la indígena, la española
y la africana, en orden de aparición, en un proceso complejo del cual la música
es solamente una parte.
La conformación de esta región históricamente determinada se dio como parte
de una realidad con lazos bastante estrechos entre la Nueva España y el resto de
la región que implicó “una serie de aspectos vinculados con la navegación, la
legislación comercial y el comercio ilícito, el transporte terrestre y marítimo”.1
Tenemos que entender que la región caribeña, o mejor dicho el Circuncaribe
español,2 fue una zona muy bien comunicada en lo general debido
principalmente a su carácter de zona de defensa estratégica cuyo “centro de
abastecimiento de dinero, mano de obra y víveres era la Nueva España”.3
Con esta unidad política y comercial vino una unidad cultural en que los
productos musicales y líricos fluían sin cortapisas entre las diferentes posesiones
españolas en el Caribe, creando una especie de caldo de cultivo común con
características que se conservan hasta la fecha:
a)esquemas de subdivisión ternarios
b)instrumentos de cuerda, rasgueados o punteados, derivados de la guitarra,
c)formas estróficas derivadas del Siglo de Oro español como la cuarteta, la
seguidilla, la décima, y
d)el baile zapateado sobre una tarima de madera.

Todo esto constituía una especie de protoson antillano precursor de las
manifestaciones musicales de los actuales guajiros en Cuba, jíbaros en Puerto
Rico y la República Dominicana, llaneros en Colombia y Venezuela, criollos de
Panamá y jarochos de Veracruz.


El nuevo orden económico y las regiones de refugio cultural
Esta unidad comenzó a resquebrajarse a partir de finales del siglo XVIII debido a
que el surgimiento de nuevos países productores de azúcar –la economía
azucarera de Haitíhabía colapsado como resultado de una sangrienta revolución
de Independencia–, por lo que se creó un circuito de producción y distribución
del endulzante que vino a desplazar a las relaciones comerciales derivadas de las
antiguas maneras de producción agropecuaria del área. Esto trajo consigo una
transformación radical de las estructuras socioeconómicas de la región, se
crearon dos circuitos interdependientes pero hasta cierto punto impermeables.
Por un lado los puertos propulsados por la economía del azúcar y, por el otro, las
regiones fuera del circuito comercial que se transformaron en verdaderas
regiones culturales de refugio, donde los viejos estilos musicales se mantuvieron
al margen de los nuevos desarrollos comerciales. En 1967 Gonzalo Aguirre
Beltrán definía a las regiones de refugio de la siguiente manera: “Hemos
designado a esas regiones con el nombre sugestivo de regiones de refugio porque
en ellas, la estructura heredada de la Colonia y la cultura arcaica del franco
contenido preindustrial, han encontrado abrigo contra los embates de la
civilización moderna”.4 Retomamos el sugestivo concepto debido a que creemos
que es el más adecuado para explicar el proceso mediante el cual una música
generalizada a lo largo y ancho del Caribe es el punto de origen de diversos
géneros que, a pesar de estar en regiones geográficas sin, o muy poca,
comunicación entre sí, conservan rasgos distintivos que las emparentan.
Hablamos de géneros hermanos producto de ese protoson antillano que
evolucionaron para convertirse en el punto cubano, el seis puertorriqueño, la
música llanera de Venezuela y el son jarocho entre otros géneros que antes
formaban parte de un caldo común y que ahora tenían que retraerse a las zonas
rurales fuera de los grandes circuitos comerciales, a lo sumo funcionando como
hinterlands5 de los puertos que fueron adquiriendo mayor importancia
económica y política.
A la par que se conformaron estas regiones de refugio cultural, en los puertos y
sus alrededores se creó una economía de plantación que gravitaba alrededor de la
producción del azúcar. Esta conformación económica no permitió una
transculturación tan abierta como en épocas anteriores pero ésta se dio de todos
modos. El resultado fue un conjunto de géneros, mestizos como los anteriores,
pero ahora de conformación musical binaria y con un componente negro más
evidente principalmente en la utilización de la percusión, pero presente también
en otros elementos rítmicos y tímbricos que delataban la influencia negra en
géneros como el danzón, el son, el bolero, el merengue, la plena y,
posteriormente el mambo o el chachachá.

Estos dos procesos se dieron al mismo tiempo a lo largo del siglo XIX: la
diferenciación de los géneros antillanos primarios (son jarocho, punto cubano,
seis puertorriqueño, música llanera de Venezuela) y la creación de un nuevo
estrato musical que probaría ser hegemónico durante buena parte del siguiente
siglo (bolero, danzón, son, plena, merengue). Para nuestro país estos dos
procesos significaron dos etapas distintas de integración a la esfera cultural
caribeña. Lo jarocho y lo rumbero por orden de aparición.


Lo jarocho

No sabemos a ciencia cierta cuando podemos hablar de un son jarocho
perfectamente conformado. Con los datos que tenemos podemos decir que hasta
el siglo XVIII el son que se ejecutaba en Veracruz presentaba seguramente ciertas
diferencias regionales pero debido al contacto continuo con las otras partes del
Caribe hispano, dichas diferencias regionales eran mínimas. Como hemos visto
podemos hablar de un gran género musical hispanocaribeño que compartía la
rítmica ternaria, las estructuras armónicas provenientes del renacimiento
europeo, las formas literarias del Siglo de Oro español y el baile zapateado sobre
una tarima. Una música que lo mismo se ejecutaba en México, que en Cuba,
Puerto Rico, República Dominicana, Colombia o Venezuela con algunas
variantes.
Fue seguramente a lo largo del siglo XIX que en el Sotavento se fue cocinando
lo que ahora conocemos como son jarocho que llegó al siglo XX plenamente
conformado, con sus protocolos musicales, danzarios y líricos como los
conocemos en la actualidad. Un complejo musical plenamente conformado que
no era conocido fuera de su área geográfica hasta que los gobiernos
posrevolucionarios decidieron, con base en su proyecto de nación, incorporar las
culturas regionales. Con Vasconcelos al frente, el gobierno de la república hizo
un esfuerzo muy importante en conocer primero e incorporar después las
diversas culturas regionales a un concepto de un México moderno que resultó de
muchas maneras ser un espejismo. El resultado es que solamente se incorporaron
superficialmente las diferentes manifestaciones culturales que servían a ese
concepto de nación y se dejaron de lado las prácticas más cercanas a la tierra que
respondían a realidades socioculturales que la modernidad no quería tomar en
cuenta. En lo que respecta al son jarocho se privilegió solamente un estilo de
ejecución, aquel que respondía a las necesidades de la urbe y se dejó en el olvido
buena parte de la tradición rural de esta música. Se debe hacer notar que esta
vertiente “urbana” tuvo en sus principios una fuerte carga creativa al adaptar
saberes centenarios a nuevas circunstancias y crear un estilo novedoso y
vigoroso de ejecutar el son jarocho, desgraciadamente conforme pasaban la
generaciones y las fuentes tradicionales orales siempre cambiantes de
aprendizaje fueron sustituidas por fuentes fijas como las grabaciones a las cuales
se les reproducía al pie de la letra, se dio pie a un anquilosamiento creativo de
difícil resolución. Esto, aunado al deterioro de las condiciones generales de vida
en el campo veracruzano, junto con el de todo el país, dio como resultado que
después de una época de oro de la música jarocha que coincidió con la de dos
presidentes veracruzanos al hilo, Miguel Alemán y Adolfo Ruiz Cortines, el son
jarocho cayó en un letargo en sus dos frentes principales. En las ciudades, los
músicos creados en la vertiente urbana tuvieron que refugiarse en los ballets
folclóricos o en los restaurantes de productos del mar que al estar relacionados
con Veracruz promovían esta música. En ambos casos se requería que los
músicos solamente repitieran las versiones de los sones que se habían hecho
famosos con escaso campo para la improvisación. El otro frente, las
comunidades rurales o de ciudades pequeñas del Sotavento, las condiciones
sociales que habían permitido la aparición del género habían ido cambiando
tanto que ponían en peligro la continuidad cultural de prácticas como el son
jarocho: ya no se realizaban fandangos, los ejecutantes del género no eran bien
vistos por una sociedad que debía enfocarse hacia “lo moderno” con el resultado
de que los jóvenes ya no veían con buenos ojos aprender esta música que, para
ellos, apuntaba hacia atrás.


Lo rumbero

Históricamente nuestra herencia rumbera proviene de una época posterior, que
comienza con la hegemonía económica de la producción de caña de azúcar desde
Cuba y que trajo consigo que uno de los ingredientes étnicos ya existentes en la
ecuación cultural antillana se viera modificado por una inyección de sangre
negra de dimensiones colosales principalmente a lo largo del siglo XIX. Sangre
negra que llegó no sólo en cantidades mayores que en los siglos anteriores sino
en condiciones diferentes: las economías de plantación retrasaron el natural
proceso de mezcla que se da cuando dos grupos humanos conviven. En la
economía de plantación se privilegia una política de segregación racial que
permitió en el caso de Cuba la sobrevivencia de prácticas africanas
musicalmente muy cercanas a su contraparte del otro lado del Atlántico. Como
resultado de esta segregación a lo largo del siglo XIX la cultura africana fue
coloreando muy lentamente la herencia española de la isla y para la última parte
del siglo ya habían nacido las primeras manifestaciones que con estructuras
musicales heredadas de Europa mostraban tintes claros de influencia negra
principalmente en la rítmica: nos referimos específicamente a la danza y el
danzón. A partir de ahí la relación estrecha entre Cuba y México permitió un
flujo ininterrumpido de música que ha ligado las dos naciones indisolublemente,
ya que ambas escenas musicales se han retroalimentado constantemente.
Los grupos cubanos, desde el legendario Son Cuba de Marianao que llegó a
costas veracruzanas en 1928, venían atraídos por una escena local rica al que una
infraestructura de medios (cine, radio y después la televisión) hacía
especialmente atractiva. Como sucede normalmente, a los movimientos
ocasionados por razones económicas comenzaron a unirse procesos
socioculturales que dejarían su impronta en estas tierras. A las agrupaciones que
venían de Cuba se le fueron sumando poco a poco integrantes mexicanos con lo
que gradualmente se formó una escena puramente afroantillana de origen
mexicano con una trayectoria e historia propias, disputando en muchas ocasiones
la hegemonía cultural cubana, como es el caso del danzón y el bolero, tan
mexicanos.


Movimientos, reivindicaciones

Ambos pilares de nuestra música popular veracruzana: lo rumbero y lo jarocho,
tuvieron en la segunda mitad del siglo XX sendos movimientos reivindicadores
que permitieron su revalorización, “rescate” decían algunos, y sobre todo su
visibilización. Del lado antillano vino el movimiento llamado La Rumba es
Cultura.
Inicialmente fue una repercusión del llamado boom de la salsa desde Nueva
York, explosión que tuvo repercusiones en todo el continente y de la cual
México no podía quedarse al margen, pero a diferencia de lo que pasó en los
nuevayores, en México el movimiento estuvo respaldado por la intelectualidad,
con el politólogo Froylán López Narváez al frente y el soporte de los músicos
Pancho Cataneo y Pepe Arévalo. Como resultado del movimiento mediático una
generación de músicos mexicanos comenzaron a poner de nuevo en el ruedo de
los gustos populares la Música Afroantillana. Pepe Arévalo lo resume bien

La salsa no es más que la consecuencia de la crisis que viene de Estados Unidos a
partir del bloqueo a Cuba. En Estados Unidos ya no se quería saber nada de Cuba y
no les queda otro recurso que cambiarle el nombre. Lo que sí es cierto es que la
enriquecen con nuevos instrumentos, con sintetizadores, con nuevas armonías, pero
la salsa es música cubana. Que la palabra salsa llegó, llegó, ni investigues por qué,
llegó, nos da de comer y nos sirve como un recurso para poder hacer un rescate.
Entre los pilares del movimiento de La Rumba es Cultura, Froylán López Narváez,
Pancho Cataneo y yo, comenzamos a hacer eventos en escuelas, en dependencias
de gobierno, en hospitales, en universidades, en centros comunitarios y llegó la
locura. Monsiváis empezó a escribir, Gonzalo Celorio también. Teníamos de
nuestros lado a José Luis Cuevas, a Ángeles Mastretta, a Enrique Strauss (...) En
pleno movimiento de la salsa me di cuenta que sí tenía un sentido y que estaba muy
bien enfocado, porque se acabó aquel concepto erróneo de mucha gente de que la
rumba, el chachachá y el mambo eran para cabaretuchos y lugares de mala muerte,
porque, y esto fue muy interesante como fenómeno sociológico, los que realmente
hicieron el movimiento fueron los de la clase media y alta.6

Por un tiempo el son, que ahora en México tenía el nuevo nombre de Música
Afroantillana, salsa en el resto del continente, atrajo a un público que hasta
entonces se mantenía refugiado en las universidades, un público que nació a
partir de que Froylán López Narváez lanzara el grito de “La rumba es cultura” y
que tuvo su primera reu- nión oficial en el Salón Los Ángeles. Monsiváis al
hacer la crónica de dicha reunión, nos proporciona un retrato bastante fiel de este
nuevo público

La concurrencia es más unívoca que heterogénea: es tiempo ya de acabar con el
mito de las minorías pensantes y dar paso a la nueva mayoría del tiempo completo,
las hordas de investigadores, de ayudantes de profesor, de becarios, de estudiantes
de posgrados en la ebullente y controvertida universidad de masas. Venid a mí,
representantes de economía, de psicología, de arquitectura (auto-gobierno), de
filosofía y letras, de antropología, de ciencias políticas, de la UAM, maestros del CCH
y de la Universidad Iberoamericana[...] Y a la mayoría del tiempo completo se
añade otra mayoría, la de quienes ya no tuvieron que claudicar porque había
espacios libres, periodistas, jóvenes funcionarios, historiadores franceses y gringos
eruditos, actrices, socialistas alivianados, críticos y directores de cine, pintores sin
clientela pero con proposición estética básica, todos pisteando y rumbeando,
“meneando el bote”.7

Del lado jarocho de la ecuación la reivindicación vino de manos de lo que fue
poco a poco conociéndose como movimiento jaranero, el cual todavía mucho
antes de llamarse así, se comenzó a forjar desde muchos puntos de vista
diferentes, variedad de elementos que fueron conjuntándose para lograr dar
forma a este impulso ciudadano de renovación de la música popular y folclórica
del Sotavento veracruzano.
Por un lado estaban los músicos rurales que se mantenían haciendo el son
jarocho desde sus comunidades, con un prestigio social en franca decadencia, ser
músico tradicional era sinónimo de todo aquello que queríamos dejar atrás para
convertirnos en una nación moderna, por el otro los exilados que retornaban
como hijos pródigos, la mayoría de las veces con mucho mayor peso social y
mayor prestigio que sus compañeros músicos que habían permanecido en estas
tierras. Nombres como Julián Cruz, Andrés Alfonso Vergara y hasta cierto punto
Rutilo Parroquín, representan a ese son jarocho que salió de estas tierras y
regresó cambiado.
Luego vinieron los investigadores como José Raúl Hellmer, Daniel Sheehy,
Arturo Warman o Antonio García de León, que a la par de su labor de búsqueda
hicieron grabaciones de campo o ayudaron a hacerlas, los
promotores/investigadores como Humberto Aguirre Tinoco quien con el apoyo
de Radio Educación creó el encuentro de jaraneros de Tlacotalpan cuya
importancia se verá más tarde, luego los grupos que abrevaron en el son jarocho
tradicional con Mono Blanco a la cabeza, Tacoteno o Siquisirí y luego
Chuchumbé y Son de Madera entre muchos otros.
El año de 1969 trajo consigo un disco imprescindible para la historia de la
difusión del son jarocho que probaría, con los años, ser fundamental en el
proceso de revitalización del género. Era el número 6 de la serie de música del
Instituto Nacional de Antropología e Historia y llevaba el sencillo título de Sones
de Veracruz. Gracias a este disco con el trabajo de grabación y las notas de
Arturo Warman, se conoció (¿o debemos decir, se re-conoció?) una realidad que
estaba escondida. El disco jugó un papel primordial en el desarrollo del
movimiento jaranero.
A finales de la década de los setenta otro elemento se suma al proceso de
conformación de la escena contemporánea del son jarocho. Desde Tlacotalpan,
Veracruz se consolida, luego de unos comienzos un poco inciertos, el Encuentro
de Jaraneros. Nacido originalmente como un concurso, pronto se llegó a la
conclusión de que era imposible medir con una misma vara a los diferentes
estilos regionales del son jarocho. Se decide entonces convertirlo en un
Encuentro donde cada grupo simplemente era invitado a presentar su trabajo, sin
ninguna cortapisa ni intento de control. El Encuentro de Jaraneros de
Tlacotalpan comenzó a jugar un papel muy importante en el desarrollo
contemporáneo del son jarocho. Gracias al trabajo del Encuentro se comienza a
ver que el son jarocho no es uno sino muchos, que las diferencias entre regio-nes
no tienen que ser vistas, como lo hacían algunos, como desviaciones sino como
tendencias enriquecedoras que pueden y deben convivir en este mundo del son.
Durante sus más de treinta años de existencia ha sido posible el intercambio de
experiencias entre los jóvenes que descubrían esta música y aquellos que
llevaban varias decenas de años tocándola bajo el cielo sotaventino; también por
primera vez era posible escuchar y apreciar las diferencias de grupos disímbolos
que podían provenir lo mismo de comunidades rurales indígenas que de áreas
plenamente urbanas, estar formados por músicos amateurs o por profesionales,
solistas o grupos, es decir, la diversidad.
Todos estos antecedentes se conjugaron para que una nueva generación de
músicos y versadores se dieran a la tarea de revivificar el son jarocho, desde
dentro y desde afuera, jóvenes músicos interesados en mantener las tradiciones,
que eran, al mismo tiempo, promotores del son jarocho, y esto es quizá lo más
importante, de músicos creativos capaces de crear nuevas maneras de ejecutar el
son jarocho y trabajar en la composición de sones nuevos convencidos de que la
única manera de mantener la tradición es renovándola. Jessica Gottfried hace
una crónica de lo que a su saber caracteriza el movimiento jaranero:

[...] algunas de las premisas principales parecen ser darle un lugar privilegiado a
los viejos soneros; entender que el son jarocho tienen sus orígenes en el periodo
barroco; buscar dar al son jarocho un lugar frente a las instituciones y asimismo
desmentir la idea que el son jarocho se refiere estrictamente a los famosos tríos
sotaventinos; la creación de versos y décimas; que el son jarocho se deriva también
de ritmos de origen africano; y hacer mención de la creciente participación de
jóvenes jaraneros que vienen de otras regiones o ciudades de fuera del Sotavento.8


A lo cual sólo tendríamos que añadir el proceso de reivindicación del fandango
como fuente del saber musical jarocho y la creación de nuevas maneras de
transmisión de ese saber musical principalmente a través de talleres, así como
por medio de investigaciones y publicaciones. En la actualidad el movimiento
jaranero goza de cabal salud y cuenta con distintas vertientes. En un plan
optimista, que compartimos, Alfredo Delgado lo ha caracterizado de la siguiente
forma en las notas al disco Sones indígenas del Sotavento (Programa de
Desarrollo Cultural del Sotavento, 2005):

El movimiento jaranero es un fenómeno único. Tiene raíz y corazón, pasión y
movimiento, pasado y futuro. Ha trascendido las fronteras regionales y nacionales,
ha llegado a los medios masivos de comunicación, está presente en las rancherías y
las grandes ciudades, en el espacio cibernético y en la mitología comunitaria.


La fiesta no se acaba: hoy y mañana
Estos dos pilares de nuestra identidad veracruzana, no son los únicos pero sí
fundamentales, han ido interinfluyéndose a todo lo largo del siglo XX. Mientras
que el son jarocho transcurría sus días en el campo sotaventino, las músicas
antillanas iban ganando terreno en las zonas urbanas. El puerto de Veracruz
primero y después la Ciudad de México comenzaron a cultivar danzas y
danzones de clara estirpe caribeña que desde el mismo comienzo se comenzaron
a aclimatar a estas tierras desarrollando formas y estilos nacionales. Después
vinieron otros géneros como el bolero y el son que sentarían reales en nuestra
sociedad en un proceso de ida y vuelta a las Antillas principalmente a Cuba y
que darían frutos conjuntos como el mambo y el chachachá a mediados del siglo.
Nuevos géneros llegaron que relegaron las viejas formas y los viejos estilos a
una marginalidad que logró mantenerlos con vida.
Mientras, el son jarocho comenzó a hacer su aparición en el centro de la
república, primeramente a través del cine nacional, de una manera discreta pero
decidida, para asentarse como un “género vernáculo” que desafiaba la
omnipresencia hegemónica del mariachi jaliscience. Para fines de los años
cincuenta el panorama no era muy alentador, las dos vertientes principales, la
rural y la urbana, por razones diferentes parecían haber llegado a un callejón sin
salida que no tenía buenos augurios.
Ambos universos musicales, diferentes pero interdependientes, compartieron el
siglo XX, siempre como estandartes de la identidad de Veracruz, dejando una
impronta en la realidad cultural del país en su totalidad, sin perder su
regionalidad sotaventina. Ambos han tenido momentos de auge y momentos de
recesión, los movimientos reivindicadores para ambos les han servido para
autoanalizarse y presentarse ante la sociedad como una práctica cultural que se
niega a desaparecer porque está atada a nuestra historia y a nuestras formas de
ser. Por eso los veracruzanos somos “rumberos y jarochos” y esperamos seguirlo
siendo.


Bibliografía

AGUIRRE BELTRÁN, Gonzalo (1991). Regiones de refugio: El desarrollo de la comunidad y
el proceso dominical en Mestizoamérica. Universidad Veracruzana/Instituto Nacional
Indigenista/Gobierno del Estado de Veracruz/Fondo de Cultura Económica, México.
FIGUEROA HERNÁNDEZ, Rafael (1996). Salsa Mexicana Transculturación e identidad.
ConClave, Xalapa.
(2007) Son jarocho: Guía histórico musical. Comosuena, Xalapa.
GARCÍA DE LEÓN GRIEGO, Antonio (2006). Fandango: El ritual del mundo jarocho a través
de los siglos, Programa de Desarrollo Cultural del Sotavento, México.
(2002) El mar de los deseos: El Caribe hispano musical. Historia y
contrapunto. Siglo XXI/Gobierno del Estado de Quintana Roo, México.
GOTTFRIED HESKETH, Jessica Anne (2005). El fandango jarocho actual en Santiago Tuxtla,
Veracruz. Universidad de Guadalajara, Guadalajara (tesis de maestría en Ciencias
Musicales en el área de Etnomusicología).
GRAFENSTEIN GAREIs, Johanna von (1997). Nueva España en el Circuncaribe, 1779-1808:
Revolución, competencia imperial y vínculos intercoloniales. Universidad Nacional
Autónoma de México, México.
MONSIVÁIS, Carlos (1988). Escenas de pudor y liviandad. Grijalbo, México.
1 Johanna von Grafestein, Nueva España; p. 15.
2 Según definición de Johanna von Grafestein, el Circuncaribe es “toda el área que abarca las costas
continentales de la cuencas marítimas Golfo-Caribe, así como el arco de las Antillas” (Grafenstein: 14).
3 Johanna von Grafestein, Loc. cit.
4 Gonzalo Aguirre Beltrán, Regiones de refugio..., p. 31.
5 Término proveniente del alemán que quiere decir según la Encyclopædia Britannica: “región tributaria,
ya sea rural, urbana o ambas, que está estrechamente relacionada económicamente con un pueblo o ciudad
cercana” (traducción mía) http://global.britannica.com/EBchecked/topic/266517/hinterland, consultado el 8
de mayo de 2015.
6 Rafael Figueroa, Salsa mexicana. Transculturación e identidad, pp. 23-24.
7 Carlos Monsiváis, Escenas de pudor y livianidad, pp. 98 -99.
8 Jessica Anne Gottfried, El fandango jarocho..., p.40.
El jazz y la música clásica: encuentros y desencuentros


Guillermo Cuevas

Un encuentro del jazz y la música clásica en Veracruz

Los días 17 y 18 de agosto de 2006, en las ciudades de Veracruz y Xalapa, la
Orquesta Sinfónica de la capital veracruzana presentó un programa que incluía
un inusual grupo de solistas: el Cuarteto de Paquito D’Rivera. No era la primera
vez que el notable saxofonista y clarinetista cubano actuaba en Veracruz. Un
cuarto de siglo atrás, como integrante estrella del conjunto Irakere, las
vertiginosas improvisaciones de su saxofón soprano habían celebrado toda una
fiesta mozartiana en la Sala Grande del Teatro del Estado de Xalapa, a partir de
un adagio del famoso salzburgués, aderezado con fuego caribeño y un
virtuosismo enciclopédico que partía de la Nueva Orleans de Sidney Bechet y
llegaba al borde del universo de John Coltrane, sin olvidar la influencia
magnética de Benny Goodman –Quinteto para clarinete de Wolfgang Amadeus
y Sing, sing, sing como puertos de ruta de un mismo viaje–. Gracias a la
iniciativa de Carlos Miguel Prieto, director titular de la orquesta xalapeña,
Paquito se había presentado en dos temporadas anteriores acompañado por el
bajista peruano Oscar Stagnaro, el trompetista argentino Diego Urcola, los
norteamericanos Mark Walker, baterista, y Mark Summer, violoncellista, el
percusionista Pernell Saturnino, la cantante portorriqueña Brenda Feliciano y un
pianista casi universal llamado Alon Yavnai que solía decir: por mi manera de
hablar español no vas a saber mi nacionalidad. Pero en esta ocasión Paquito
incluía en su cuarteto a un joven pianista veracruzano: Edgar Dorantes.
Las obras presentadas en esos memorables conciertos rompían el esquema del
repertorio tradicional. Fiel a su interés por dar a conocer nuevas partituras,
Carlos Miguel Prieto inició el programa con las cuatro Pinturas marinas de
Stephen Paulus, autor de numerosas óperas, prácticamente desconocido en
nuestro país. La coronela de Silvestre Revueltas, esa legendaria composición de
los últimos días del genial duranguense, rescatada por José Ives Limantour y
presentada por la orquesta xalapeña cuarenta y tres años antes, fue la segunda
pieza del concierto. Después del intermedio llegaron las variaciones para
clarinete, trío de jazz (piano, contrabajo y batería) y orquesta sinfónica que
Paquito D’Rivera bautizó como Fantasías Messiáenicas, y, con el subtítulo de
Blues para Akoka, dedicó a la memoria del clarinetista Henri Akoka, músico que
participó en el estreno del –ahora muy famoso– Cuarteto para el fin de los
tiempos de Olivier Messiaen. Paquito volvía a mostrar y demostrar una mente
musical impresionantemente abierta a toda clase de influencias –materiales,
espirituales, estéticas, acústicas, históricas y caribe-euroafricanas, con infinitas
notas de la cabeza a los pies de cada página–.
Y mientras el contrabajo de Massimo Biolcati, músico nacido en Estocolmo,
evocaba el principio del fin de los tiempos y la batería de Vince Cherico
desparramaba lo aprendido en sus años al lado de los maestros Tito Puente,
Mongo Santamaría, Carlos Patato Valdés y, sobre todo, Ray Barreto, el piano
del cordobés Edgar Dorantes recibía los compases binarios y ternarios –uno sí y
otro también y ahora cambia y vuelve– para enlazar la magia del trío y entregarla
inmaculada al clarinete de Paquito y a la batuta de Carlos Miguel para de allí
pasar –telegrafía inalámbrica– al resto de la orquesta.
Músicos como Massimo y Edgar, nacidos a principios de la octava década del
siglo XX, crecieron con una curiosidad que pronto los llevó tanto al género que
todavía muchos se empeñan en llamar música clásica como a ese mar indefinible
pero reconocible llamado jazz. Descubrimos que Estocolmo en Suecia y
Córdoba, Veracruz en México, compartían vasos comunicantes, lazos y pasos,
con París y Bahía, con Kansas City y Granada, con Buenos Aires y Ciudad del
Cabo: para sintonizar y participar en ese bello juego el único requisito es
mantener los oídos y la mente bien abiertos. Por su parte, Vince Cherico, entre
muchas otras cosas, es maestro de músicas caribeñas en una institución llamada
Aaron Copland School of Music, algo muy pertinente para quien tituló una de
sus obras Salón México. Y Paquito se nutrió en la más irreverente y refinada
cultura musical de La Habana de mediados del siglo pasado en la que no se
necesitaba visa ni documento de identidad para mezclar a Mozart con el danzón
y la rumba con el jazz.1 El mundo parecía estar ya preparado para aceptar por
fin el simple testimonio de la música bien hecha y bien tocada, experiencia
destacada por Alex Ross en la primera página de El ruido eterno (The rest is
noise). Escuchar al siglo XX a través de su música:

En la primavera de 1928, George Gershwin, el creador de Rhapsody in Blue,
realizó una gira por Europa y conoció a los compositores más sobresalientes del
momento. En Viena recaló en casa de Alban Berg, cuya ópera Wozzeck –empapada
en sangre, disonante y abrumadoramente sombría– se había estrenado tres años
antes en Berlín. Para recibir a su visitante estadounidense, Berg se ocupó de que un
cuarteto de cuerda interpretara su Lyrische Suite (Suite lírica), en la que el lirismo
vienés se refinaba hasta convertirse en algo parecido a un peligroso narcótico.
Gershwin se sentó luego al piano a tocar algunas de sus canciones. Vaciló. La
obra de Berg lo había dejado sobrecogido. ¿Eran sus propias obras dignas de este
marco lúgubre y opulento? Berg lo miró con severidad y dijo: “Señor Gershwin, la
música es la música.”2
¿Si aprendo a tocar la trompeta puedo tocar de todo?

Una pregunta que se han hecho aspirantes a músicos en muchas partes del
mundo. Miguel Melgarejo se perdía con su trombón entre los magueyes de los
alrededores de Perote para no molestar; Antonio Guzmán seguía con su flauta y
su flautín los virtuosos movimientos de los títeres de la compañía Rosete Aranda
mientras recorría casi toda la república mexicana; Francisco Sánchez practicaba
respiración natural y artificial para hacer sonar su tuba y, al mismo tiempo,
cuidaba las ovejas de su padre en San Salvador el Seco. Fragmentos de tres vidas
que años más tarde se juntarían para hacer música en las filas de la Orquesta
Sinfónica de Xalapa. Primero Beethoven, Tchaikovsky, Grieg, Rimski, Liszt y
también Moncayo, Hernández Moncada, Tapia Colman y Baqueiro Foster; más
tarde Prokofiev, Ravel, Britten, Sibelius, Shostakovich. Pero esos maestros
ejecutantes también tocaban valses y marchas en la Banda del Estado de
Veracruz y, de acuerdo a las circunstancias y hasta cambiando de instrumento,
en misas del Beaterio, el Calvario, San José o la Catedral, lo mismo que en
bailes del Casino Xalapeño, el Centro Recreativo o el Colegio Preparatorio.
¿Dónde se cruzan los ríos que dividen la música clásica de la popular? ¿En qué
lugar o momento termina lo solemne y empieza lo festivo? ¿Cómo pueden
convivir sentimientos contradictorios en la misma música? ¿Existen fronteras o
murallas que separen lo sublime de lo vulgar?
Johannes Brahms nunca se negó el placer de las músicas gitanas en los cafés de
Viena; Gustav Mahler siempre guardó el recuerdo de las marchas militares y los
organillos callejeros escuchados en la infancia; Béla Bartók recorrió bosques,
praderas y aldeas campesinas alimentándose de antiquísimos cantos, danzas y
leyendas. En Cuba, Antonio María Romeu hacia bailar a parejas que nunca se
habían ocupado de Mozart o Rossini con danzones titulados La flauta mágica y
El barbero de Sevilla; mientras en la Ciudad de México otro cubano, Consejo
Valiente Roberts, el popular Acerina, se divertía con su paráfrasis verdiana de
Rigoletito. Las bandas de Nueva Orleans pasaban del duelo al regocijo durante el
mismo funeral y en la Nueva York de los primeros años de la Guerra Fría, un
joven cornista llamado Gunther Schuller terminaba el ensayo o la representación
del Anillo wagneriano en el Metropolitan para irse a tocar en el noneto de su
amigo Miles Davis.3 Pocos años después, en la misma Gran Manzana, Leonard
Bernstein diversificaba el extraordinario éxito de West Side Story sumergiéndose
en las densas páginas de la resurrección y los cantos terrenales mahlerianos, sin
olvidarse de ir a la calle Bowery para asistir a la primera presentación del
cuarteto de Ornette Coleman en el Five Spot Café, algo que no había que
perderse por nada del mundo. Y, sin embargo, innumerables músicos y tal vez
todavía más oyentes se empeñaban (y empeñan) en separar los territorios, en
marcar escrupulosamente las fronteras, en delimitar las responsabilidades éticas
y estéticas.
Los encuentros del jazz con la música clásica forman una interesante y peculiar
rama de la historia general de la llamada música “occidental”, calificativo que
refleja un mundo de ayer contemplado desde una Europa Central que, en su
inamovible comodidad, aspiraba a transformar el resto del planeta en campos de
trabajo para su propio beneficio. En algún momento, este curioso “Occidente”
tuvo que contar con el apoyo militar y financiero de los aún más “occidentales”
Estados Unidos de Norteamérica. Como forma artística nacida del encuentro de
África y Europa en América del Norte, el jazz contaba desde su origen con todos
los ingredientes que lo han transformado en verdadera música “globalizada”,
concepto ahora tan generalizado que desplaza y casi nulifica la idea de un
“Occidente” rígido, absoluto, imperial.

El caso Gulda: dos almas musicales en el mismo pecho

El pianista vienés Friedrich Gulda dejó un invaluable testimonio–testamento de


ese estado de cosas en el documental So What?!, dirigido y realizado por
Benedict Mirow y Fridemann Liepold en 2002.4
Hacia 1960, Gulda era conocido en Xalapa por unos pocos entusiastas
estudiantes de piano y por algún maestro de la entonces llamada Escuela
Superior de Música de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad
Veracruzana. Se sabía que formaba parte de ese cuarteto de nuevos pianistas
austríacos ya famosos gracias a sus discos long play. Paul Badura-Skoda, Alfred
Brendel y Jörg Demus completaban ese poker de ases del teclado, legítimos
herederos de los gigantes de la primera mitad del siglo, Rubinstein, Horowitz,
Cortot, Schnabel, Gieseking, Backhaus, Kempff, Arrau, con quienes ya
compartían admiradores y escenarios. Gulda era muy elogiado por su grabación
de las treinta y dos Sonatas de Beethoven y se sabía que su debut neoyorkino, a
la edad de veinte años, le había abierto las puertas de las mejores salas de
concierto del mundo. Lo que nadie sabía en Xalapa y, para el caso, en muchas
otras partes, era que Gulda tocaba jazz –esa ¿música? tan impropia y
extravagante. Y no sólo sabía cómo improvisar utilizando todo un arsenal de
recursos procedentes de Bach, Beethoven, Chopin, Schumann y Debussy. Este
pianista que parecía tan serio y con tanto talento para entender a Mozart, también
había aprendido a tocar el saxofón barítono y grabado –en junio de 1956–
material suficiente para llenar dos discos long play en uno de los principales
santuarios del jazz neoyorkino, el Club Birdland, en (la mala) compañía de
algunos de los mejores jóvenes del momento: el trompetista Idrees Sulieman; el
trombonista Jimmy Cleveland; los saxofonistas Phil Woods y Seldon Powell; el
contrabajista Aaron Bell y el baterista Nick Stabulas.5
Durante toda su vida, Gulda fue cuestionado a causa de su gran pasión por –y
su enorme capacidad para tocar– el jazz. Críticos exquisitos y públicos
conformistas se alarmaban de ver y oír cómo el pianista desperdiciaba y
desprestigiaba su musicalidad. Algunos oyentes que apreciaron su elegante y
precisa interpretación –y grabación– de los cuarenta y ocho preludios y fugas del
Wohltemperierte Klavier bachiano no entendían como esas manos, tan sabias en
destacar cada voz de sujetos y contrasujetos, se empeñaban en alguna progresión
de acordes más o menos aceptable como la utilizada por Jerome Kern en su
canción All the things you are, cuando no se perdían en las intratables
sonoridades del puente de A night in Tunisia, pieza de ese trastornado (como su
sobrenombre lo indica) inventor del be-bop: Dizzy Gillespie.
En varios momentos de So What?!, Gulda señala su desacuerdo con la
permanente molestia de todos los que no entendieron su apreciación del jazz,
consecuencia, sobre todo, de arraigados prejuicios construidos sobre la realidad
de las altas y bajas condiciones que originan diferentes clases sociales y
económicas; supuestas superioridades e inferioridades de origen racial;
necedades y necesidades de tomar partido para identificarse con grupos a los que
se cree o se desea pertenecer, o el fácil recurso de dejarse arrastrar por lo que
otros predican. Desde la perspectiva superficial o banal de la mayor parte de los
habitantes del mundo, punto de vista compartido muchas veces por
representantes de la llamada “alta cultura”, la música clásica (ópera incluida) se
empeña en seguir representando el papel de adorno prestigioso del poder
económico y político, y el jazz, en el mejor de los casos, podría asumir la
condición de un “arte menor” que no requiere de estudio y mucho menos de
sabiduría; resultado casi marginal de una raza “inferior” o “primitiva”, que se
adaptó como pudo a los instrumentos musicales de origen europeo que salieron a
su paso en uno de los países a los que fue llevada por la fuerza imperial de la
esclavitud.

El jazz, que tantas alegrías ha traído al mundo, se formó con enormes dosis de
sufrimiento, dolor, desarraigo, desesperanza, nostalgia y muerte. Y si los
representantes y públicos de la llamada música clásica no comprenden y niegan
su grandeza, la reacción de algunos notables maestros de este arte ha sido
también contundente. En el capítulo décimo primero de Miles, la autobiografía,
el célebre trompetista expresa la opinión que tiene de los músicos de orquesta
clásicos, prácticamente todos blancos, en la época –1959– cuando grabó el disco
Sketches of Spain, con arreglos y bajo la dirección de Gil Evans:

[…] (ellos) no podían hacer solos porque no tenían imaginación musical para
improvisar. Como la mayoría de los intérpretes clásicos, tocaban únicamente lo
que les ponían delante. La música clásica es eso: los músicos sólo tocan lo que está
allí y nada más. Pueden recordar, pero tienen una habilidad propia de robots. En la
música clásica, si un músico no es como los otros, si no es un robot de pies a
cabeza, los demás robots se burlan de él, especialmente si es negro. Eso es todo lo
que hay, eso es la música clásica en lo referente a los músicos que la interpretan:
mierda de robots. Y la gente les aplaude como si fueran buenos. Vaya, la música
clásica de calidad existe gracias a grandes compositores, y también hay grandes
intérpretes, aunque deben hacerse solistas; pero siguen siendo robots que tocan, y
la mayoría, en el fondo de su conciencia, lo sabe, pese a que nunca lo admitirían en
público.6

Sketches of Spain incluía una versión –recreación o paráfrasis– del segundo
movimiento del Concierto de Aranjuez para guitarra y orquesta de Joaquín
Rodrigo, obra que Miles conoció gracias al contrabajista de origen mexicano Joe
Mondragón, muy activo en el escenario jazzístico de Los Ángeles, California, en
aquellos días. Miles quedó fascinado con esa música. Pero, como era de esperar,
Rodrigo manifestó su disgusto cuando escuchó la manera en que Miles y Gil
Evans habían “alterado” su partitura. El propio Davis lo cuenta así:

Joaquín Rodrigo dijo que no le gustaba, y precisamente él, o su composición, era el
principal motivo de que yo hubiera hecho Sketches of Spain. Dado que (él) cobraba
derechos de autor por la utilización de la melodía en el disco, dije a la persona que
me había transmitido su opinión: “Ya veremos si le gusta cuando empiece a recibir
los cheques”.7

Dentro del marco de esta oscilación entre encuentros y desencuentros, Friedrich
Gulda pronto descubrió que la incomprensión era recíproca. Muchos jazzistas y
aficionados al género juzgaban que el vienés carecía de los elementos esenciales
que hacen única la música de los afroamericanos. Esos supuestos expertos
olvidaban –o, tal vez, no sabían– que el padre de Benny Goodman había nacido
en Varsovia y la madre en Kaunas, Lituania; que la pareja formada por el
maravilloso violinista Giuseppe (Joe) Venuti y el extraordinario guitarrista Eddie
Lang (Salvatore Massaro) era tan italiana como esa otra encargada de vigilar las
praderas cortas y el campo central de los fabulosos Yankees de Nueva York de
1941: Philip Francis Rizzuto y Giuseppe Paolo DiMaggio; que el sólo nombre
del trompetista Leon Bismark (Bix) Biederbecke ya delataba todo un árbol
genealógico que bien podía remontarse hasta las páginas de la Germania del
cónsul y senador romano Cornelio Tácito. La lista puede resultar interminable y
hoy encontramos en ella nombres como Vijay Iyer y Trilok Gurtu (India), Jan
Garbarek (Noruega), Toshiko Akiyoshi (Japón), César Camargo Mariano
(Brasil), Edmar Castañeda (Colombia), Chano Domínguez (España), Dave
Holland (Inglaterra), Mikko Innanen (Finlandia), Martial Solal (Argelia), Adam
Makowicz (Polonia), Niels Henning Orsted–Pedersen (Dinamarca), Antonio
Sánchez (Mexico), y podíamos seguir la enumeración tomando como referencia
casi cualquier país y limitándonos sólo a jazzistas plenamente consagrados y
reconocidos.
Con tantas esporas del jazz esparcidas por el mundo, algunas tenían que
aparecer en las playas doradas de esa parte del Golfo de México que también
vio llegar a Hernán Cortés.


¿Es posible definir el jazz?

Pocos asuntos musicales originan polémicas y discusiones tan apasionadas y
confusas como el que trata de explicar qué cosa es el jazz. Después de leer
muchos intentos de definiciones y escuchar argumentos de todo tipo expresados
por músicos y aficionados, críticos, historiadores y hasta oyentes ocasionales,
siempre resulta saludable volver a la respuesta que dio Louis Armstrong a una
dama bien intencionada: –Si usted necesita hacer esa pregunta, mi querida
señora, me temo que nunca va a saber qué cosa es el jazz.
Algunas expresiones de grandes jazzistas sólo contribuyen a desconcertar más
a los espíritus de buena voluntad. Duke Ellington lo dijo una y otra vez a
cualquiera dispuesto a escuchar: Yo no hago jazz. Mi música es música
afroamericana. Miles Davis fue más punzante: Jazz es sólo una palabra del
hombre blanco. Todavía más difícil es definir el jazz mexicano, en caso de
primero ponernos de acuerdo en que exista tal cosa. ¿Jazz tocado, compuesto o
interpretado por personas nacidas dentro de los límites geográficos del país, o
por extranjeros que vivan aquí? ¿Y deberíamos tomar en cuenta a los nacidos
fuera de este territorio pero hijos y nietos de mexicanos? ¿La bamba, la Canción
mixteca, el Caminante del Mayab o Jesusita en Chihuahua tocadas por una big
band o por un quinteto de be-bop que se esfuerza por dar el fraseo y la sonoridad
correspondientes? ¿O un conjunto que toca St. Louis Blues en el mejor estilo de
Nueva Orleans pero vestido a la usanza del mariachi? ¿Fue jazz mexicano el que
hizo Dave Brubeck con su cuarteto, en pleno Palacio de Bellas Artes, tocando
Sobre las olas y Allá en el rancho grande, condimentado con el sabor local de la
guitarra de Chamín Correa y los bongos del Rabito Agüero?8 ¿O las versiones
de clásicos mexicanos tan especiales que ofreció el incansable e inclasificable
Tino Contreras en 2010 para conmemorar jazzísticamente el bicentenario de la
Independencia y los cien años de la Revolución?9
Otro veracruzano ilustre, Jorge Saldaña, alguna vez preguntó a un grupo de
jazz invitado para actuar en uno de sus gustados programas de televisión, pero al
que Jorge nunca había escuchado, lo siguiente: –Maestros, ¿y ustedes tocan el
tipo de jazz que a mí me gusta o del otro?
Resultó imposible para ese conjunto tocar siquiera una pieza que se ajustara a
cualquiera de esa dos notables categorías saldañescas y, por lo tanto, no hubo
jazz en ese programa que siempre admitió toda clase de nostalgias musicales.
Pero la lección puede ser asimilada y exportada al resto del mundo: Jazz es lo
que en cada momento y lugar, quien lo toca o quien lo escucha dice que es jazz.
Solución generosa y democrática en la que pueden alternar pacíficamente
Count Basie con Django Reinhardt y los mejores números bailables de la
orquesta de Paul Whiteman con los ragtime de Igor Stravinsky. Así, podemos
aceptar que el jazz apareció en diversas comunidades veracruzanas al menos allá
por la cuarta década del siglo XX, acaso hasta un poco antes. Alguna danzonera
del Puerto de Veracruz bien podía interpretar a su manera el San Luis Blú (así,
con acento jarocho) o La calle doce; una vieja fotografía nos muestra a una
orquesta en un portal de Tlacotalpan con un gran letrero al frente donde leemos
la palabra JAZZ; en otra foto increíble, esta vez procedente de Naolinco, vemos a
cuatro músicos con sus respectivos instrumentos: trompeta, acordeón, contrabajo
y batería. Imposible saber cómo sonaba lo que tocaban, pero en el bombo de la
batería encontramos la frase: El ritmo del jazz, posiblemente el nombre del
conjunto. En Xalapa existieron al menos dos grupos que se decía incluían piezas
de jazz en su repertorio: Los bombines dorados y Los caballeros del estilo.
Desde luego, se trataba de un jazz que la gente podía bailar. Y los maestros que
proporcionaban tan sana diversión eran también instrumentistas de la Orquesta
Sinfónica o de la Banda del Estado, en muchos casos formaban parte de las dos.
Hacia 1950, en la Ciudad de México se habían impuesto las orquestas de baile
que tenían la misma dotación instrumental de las grandes bandas de Glenn
Miller o Ray Anthony y pronto se siguió esa tendencia en Veracruz y Xalapa. El
ideal era la imitación de esas sonoridades de “corte norteamericano” y en el
repertorio no podían faltar ni la Serenata a la luz de la luna ni el Collar de
perlas, pero desde allí se pasaba fácilmente a versiones instrumentales de las
canciones más populares de Gonzalo Curiel o de Agustín Lara y, llegado el
momento oportuno, al Borinquén de Rafael Hernández o al Brasil de Ary
Barroso hasta llegar –parejas fatigadas de por medio– a la madre patria de los
churumbeles y sus gitanos señorones. Las tres principales orquestas xalapeñas de
esa época eran la de Manolo Vicuña, la de Luis L. Martínez (otro maestro
sinfónico) y la de los Hermanos Rodríguez, siempre dispuestas a alternar con las
mejores orquestas de la capital de la República en cualquier escenario. Y ya
nadie extrañaba o pronunciaba la palabra jazz.
La llegada de rock ‘n’ roll marcó los últimos compases de esa clase de
orquestas. Ya no era necesario leer una partitura ni escribir o copiar arreglos y,
lo mejor para las finanzas de la familia o escuela que organizaba la tertulia o el
baile, un grupo de cuatro o cinco muchachos con guitarras eléctricas, voces
amplificadas y una batería golpeada despiadadamente significaba menos dinero
que una orquesta de quince instrumentistas que parecían cada vez estar más
aburridos o pasados de moda.


Fue una música muy bonita

Allá por 1950, jovencitos que recién habían terminado la primaria en Coatepec,
Las Choapas, Papantla o Alvarado contaban con la opción de venir a estudiar a
Xalapa y usar el uniforme que los identificaba como alumnos del Colegio
Preparatorio. En la parte superior de la manga izquierda de la camisa –los
varones– y en el frente, a la altura del corazón –las muchachas–, se lucía el
escudo que con las palabras arte, ciencia y luz los acreditaba como estudiantes
de la Universidad Veracruzana. Los gustos y aficiones musicales de esa juventud
estudiosa se construían o consolidaban, como en cualquier otra parte, por medio
de las radiodifusoras, el cine y los discos (78, 45 y 33 revoluciones por minuto).
La música en “vivo” la proporcionaban marimbas callejeras, algún arpista o uno
que otro jaranero de la Cuenca que se aventuraba hasta la capital del estado,
orquestas y conjuntos de baile de calidades y precios muy variados, tríos de
cantantes especializados en románticas serenatas y los infaltables himnos
escolares. Pero Xalapa ofrecía otras posibilidades: en ciertas
calles era familiar el sonido de los pianos; quien pasaba por ahí podía escuchar
desde los ejercicios más elementales del instrumento hasta sonatas de Mozart o
Clementi, pasando por páginas de Ponce, Villanueva, Castro y algún preludio o
nocturno de Chopin. Una casa de la quinta calle de Juárez se había especializado
en un pasaje particularmente intrincado del primer movimiento del segundo
concierto de Beethoven; mientras que la tercera de Altamirano, al medio día,
proporcionaba una poli-polifonía digna Charles Ives, con tempos metronómicos
a distintas velocidades y cuatro sistemas de afinación diferentes, gracias a que
los pianos de las familias Virués, Aguilar, Lomán y Vignola, todas vecinas, no
eran sólo un elemento más de sus respectivos juegos de sala. Sin embargo, la
oferta que hacía de Xalapa una ciudad diferente era su Orquesta Sinfónica,
dirigida por José Ives Limantour, a la que ya habían llegado solistas de fama
nacional e internacional como los pianistas Claudio Arrau, Rosita Renard, Alexis
Weissenberg, Angélica Morales y Carmela Castillo Betancourt; los violinistas
Henryk Szeryng e Higinio Ruvalcaba; el violoncellista Pierre Fournier; la
contralto Oralia Domínguez; y dos de los directores más importantes de esa
época: Hermann Scherchen y Fritz Reiner. A los grandes, bien visibles, anuncios
que aparecían cada semana pegados en paredes de casas y edificios xalapeños
con el nombre Limantour anunciando el próximo concierto, sólo podía hacerles
competencia los no menos visibles programas de la función de los jueves de la
Arena Xalapa, en los que destacaba la lucha estrella en relevos de la pareja
atómica, El Santo y Gori Guerrero, contra Tarzán López y Enrique Llanes.
Cuando Adolfo Álvarez, a la edad de quince años, vino a Xalapa a visitar a su
padre y le dio la noticia de que ya no iría más a su clase de violín en el
Conservatorio Nacional porque le gustaba más la batería y quería tocar JAZZ,
observó como la mirada del señor se perdía hacia el fondo del paisaje que se
aprecia desde las lomas que rodean al Estadio Xalapeño. Después de una larga
pausa, que sin duda fue llenada con imágenes y sonidos de otros tiempos, el
padre de Adolfo dijo, como pensando en voz no muy alta: –Ah, jazz…si, fue una
música muy bonita.


Tu ausencia me da un sentimiento que destroza el corazón

El 12 de marzo de 1955 murió Charlie Parker y en octubre de ese mismo año su


discípulo más aplicado, Miles Davis, grababa por primera vez para una
compañía de las grandes: Columbia Records. En Newport, Rhode Island, se
repetía la novedosa pero exitosa experiencia del año anterior de realizar un
“festival de jazz”, presentando la música no como pretexto para el baile, fondo
sonoro de crímenes o romances cinematográficos o mero aderezo del café, la
cena o el escocés en las rocas. El jazz había comenzado un camino que lo alejaba
de los prestigios de la música llamada popular –tan dependiente de la moda–,
empezaba a ser considerado una expresión artística respetable, y la escena
neoyorkina vivía la efervescencia creativa de genios mayores y menores que
alteraban el curso de la historia, en el remoto caso de que ésta se empeñara en
seguir un solo carril: Monk, Mingus, Mulligan, Max Roach, Kenton, Jimmy
Giuffre, Horace Silver, The Modern Jazz Quartet, The Jazz Messengers,
Brubeck, Cannonball, Chet Baker, Getz, Sonny Stitt, Sonny Rollins, Bud Shank,
Paul Desmond, John Coltrane… una vez domesticado Stravinky; desaparecidos
Arnold Schoenberg, Béla Bártok, Webern y Berg; muy lejos aún de ser
comprendidos Boulez, Stockhausen, Berio, Maderna, Xenakis y compañía, los
jazzistas creaban la más pertinente y poderosa banda sonora del siglo XX.
Desde que tuvieron noticia de la nueva música que los negros tocaban en los
Estados Unidos de Norteamérica, los oídos más sensibles de Europa mostraron
interés y curiosidad. Algo bueno y estimulante tenía el jazz para motivar a
Stravinsky, Debussy y Ravel. Así, Luis Ximénez Caballero, el nuevo director
titular de la sinfónica xalapeña, tuvo que ir al Viejo Mundo –a estudiar con Igor
Markevitch en Salzburgo y dirigir orquestas en Valencia, España y Zurich,
Suiza– para conocer al compositor Rolf Libermann y admirarse con su más
reciente creación: un Concierto para banda de jazz y orquesta sinfónica.10
La impresión que causó en Ximénez Caballero la obra de Libermann tuvo un
resultado asombroso: la quiso tocar en Xalapa. Aquí contaba con la orquesta
sinfónica, sólo le faltaba la banda de jazz. Las circunstancias en las que se dio el
proceso de los ensayos y la presentación de esa pieza quedaron sólo en la
memoria de los músicos que participaron en el proyecto y son ya imposibles de
recuperar. Liebermann prepara el escenario con una misteriosa introducción de
la que pasa al jump, sigue con dos scherzos, un blues, un boogie-woogie y
termina furiosamente con un mambo. Ximénez Caballero tuvo que recurrir a
músicos de las orquestas de baile locales –se comentó con orgullo en la ciudad la
participación de los Hermanos Rodríguez en la obra– para armar su big band,
apoyándose en los maestros sinfónicos que tenían experiencia en ese campo:
Máximo Romero alternó su clarinete clásico con su sax jazzístico y los hermanos
Luis y César Martínez ajustaban el fraseo de su trombón y su trompeta según las
exigencias de la partitura. El alumno más aventajado de piano de la ciudad, Raúl
Ladrón de Guevara, quien a los veinte años acababa de hacer su debut sinfónico
con un concierto de Mozart, fue el único pianista que pudo resolver las
dificultades que escribió Liebermann en la parte del boogie-woogie. Pero este
efímero encuentro xalapeño entre la música clásica y el jazz fue olvidado pronto.
No totalmente. Algo quedó en la (buena) memoria de un muchacho recién
llegado del Puerto de Veracruz para inscribirse en la Facultad de Leyes de
Xalapa, se llamaba Roberto Bravo Garzón.
Charlie Parker había muerto y nadie lo lamentó en Xalapa, acaso porque nadie
aquí se enteró que había vivido.


Llegó para quedarse

A partir de 1956, la Universidad Veracruzana, en Xalapa, contó con Facultades
que de manera muy tangencial sembrarían algunas semillas que poco a poco
cumplirían con su misión de difundir el jazz en territorio veracruzano: unos
cuantos discos imposibles de adquirir en las tiendas de la ciudad. Para cumplir
cabalmente con su plan de estudios, la Facultad de Arquitectura recurrió a
maestros invitados de la Universidad Nacional Autónoma de México; alguno de
ellos era muy aficionado al jazz. Otros tantos maestros de esa misma casa de
estudios llegaron como docentes a la Facultad de Filosofía y Letras, escuela que
en los años siguientes amplió su oferta con las carreras de Antropología, Historia
y Arqueología e incorporó a la ya existente Facultad de Pedagogía. Pronto
alcanzó las disciplinas de Psicología, Física y Matemáticas. Hacia 1963, el
edificio anexo al Colegio Preparatorio de la segunda calle de Juárez hizo lo
imposible para acomodar a los alumnos de todas esas carreras y el jazz se dejaba
oír en algún tocadiscos portátil, gracias sobre todo algún maestro de física que
llevaba sus discos de Oscar Peterson o un alumno de matemáticas adorador de
John Lewis y su Modern Jazz Quartet.
Augusto Hernández Palacios dejó la Facultad de Arquitectura de Xalapa
después de su primer año para, en la Ciudad de México, continuar sus estudios
en la UNAM. Cuando regresó ya titulado, como maestro de su antigua Facultad,
traía en su maleta, junto a libros de dibujo y arquitectura, planos y maquetas, una
docena y media de discos: Art Blakey, Duke Ellington, Paul Winter, Stan Getz,
Herbie Mann, Ella Fitzgerald y una grabación –ahora inconseguible– hecha en
nuestro país por el pianista Clare Fischer y las Estrellas del Jazz Mexicano:
Víctor Ruiz Pazos, Salvador Rabito Agüero, Jesús Aguirre, Juan Ravelo,
Primitivo Ornelas, Tomás Rodríguez, Chilo Morán y Nacho Rosales.11
Mientras aquí, Guillermo Cuevas había organizado un quinteto con músicos –
otra vez el mismo leitmotiv– de la Orquesta Sinfónica de Xalapa. El grupo
actuaba en el “Café Cristal” (esquina de Zaragoza con Primo Verdad) y nunca
hubiera osado presentarse en el Teatro del Estado, flamante sede de la Sinfónica.
En ese recinto podían actuar sólo conjuntos como el muy conocido Trío 3.1416
del pianista cordobés Juan José Calatayud12 o la One O’Clock Big Band de la
Universidad del Norte de Texas, pero no era cancha de juego para un jazz que
daba sus primeros pasos. El Arqui Hernández Palacios –también baterista
aficionado– y sus discos ampliaron las perspectivas de Cuevas. Pronto se
unieron a ellos Ignacio Nacho Guzmán, flautista de la OSX y estudiante de la
Facultad de Comercio, José Luis Alcalá, autodidacta del contrabajo y estudiante
de Filosofía y Joaquín Segarra, estudiante de Arquitectura, guitarrista y cantante
con excelente pronunciación del inglés y bastante aceptable del portugués, algo
indispensable para sentirse parte de la irresistible ola brasileña que inundaba al
mundo. “thNB” fue el nombre de ese conjunto tan circunstancial. El programa de
su primera presentación cuidaba las formas, decía: Influencias de Jazz. El grupo
logró mantenerse varios años y evolucionó para convertirse en Orbis Tertius.
Hacia 1975, Luis Herrera de la Fuente se hizo cargo de la Sinfónica de Xalapa.
Exigió que los músicos se dedicaran exclusivamente a ese trabajo. La Orquesta
pasó de manera oficial a la Universidad Veracruzana y otros géneros musicales
fueron encontrando su lugar al amparo de la misma institución: Orquesta de
Cámara; Ensamble Clásico de Guitarras; Orquesta Universitaria de Música
Popular; Quinteto de Xalapa; Grupo de Música Folklórica Tlen Huicani. Roberto
Bravo Garzón, ahora rector de la Universidad Veracruzana, dio el más amplio
apoyo a todos esos proyectos y, seguramente, recordó aquella obra de Rolf
Liebermann que escuchó cuando iniciaba la carrera de Derecho en Xalapa: Orbis
Tertius, grupo de jazz, también pasó a formar parte del elenco universitario.

Coda

Orbis Tertius viajó por casi todo el territorio nacional y hasta un poco más allá,
al norte, al sur y al este. Gracias a la Universidad Veracruzana, en la capital del
Estado han actuado los más importantes jazzistas mexicanos –Chilo Morán,
Armando Noriega, Héctor Infanzón, Roberto Aymes, Eugenio Toussaint,13
Toni Cárdenas y muchos más–; otros han pasado largas temporadas en Xalapa
tocando y enseñando –Agustín Bernal, Rodolfo Popo Sánchez, Gabriel
Puentes–; algún otro, como Leonardo Corona, coatepecano, regresó cargado de
experiencia para quedarse entre nosotros. El maestro Alejandro Corona,
catedrático de la Facultad de Música, mantuvo durante muchos años un “taller
de jazz” en esa misma escuela, cautamente excluido del plan de estudios; por ahí
pasaron Aleph Castañeda, Alonso Blanco, Oscar Terán, Miguel Flores, todos
hoy activos en el jazz y, desde luego, Edgar Dorantes. Muchos proyectos
salieron al público como parte de ese interés cada vez mayor en esta música,
algunos desaparecieron, otros han continuado hasta el presente: Mefistofell del
saxofonista Franco Bonzagni; el Ensamble Taumbú; RondaJazz de los
guitarristas Alci Rebolledo y Humberto León; Lucio Sánchez Band con sus
diferentes alineaciones; Renegados de Sergio Picos Martínez y Jazz entre tres
del baterista Adolfo Álvarez.14 A Xalapa llegaron también, antes de que
acabara el siglo XX, Dizzy Gillespie, Carmen McRae, Cal Tjader, Poncho
Sánchez, Sergio Mendes, Eumir Deodato, Don Cherry y el Irakere de Chucho
Valdés con Arturo Sandoval y Paquito D’Rivera.15
Poco después de la actuación de 2006 de Paquito con la Sinfónica de Xalapa,
Raúl Arias, rector de la Universidad Veracruzana, favorablemente impresionado
con la actuación de Edgar Dorantes y sabiendo que muchos jóvenes llegaban a
Xalapa con el deseo de estudiar una carrera de música que no fuera
exclusivamente clásica, promovió la creación de un diplomado con clara
orientación hacia el jazz y sus variaciones infinitas. Así, en 2008, JazzUV inició
sus cursos y paralelamente organizó un festival que desde su primera edición
tuvo un carácter internacional. Gracias a la alianza de Edgar con el baterista
Francisco Mela, el Festival JazzUV ha contado con la presencia de indiscutibles
maestros: McCoy Tyner, Jack DeJohnette, Joe Lovano, Kenny Werner, Kenny
Barron, Jeff Tain Watts, Louis Haynes, Ray Drummond y una larguísima lista de
músicos que han dejado ejemplos y experiencias invaluables para la comunidad
veracruzana.
Y la Sinfónica de Xalapa, ahora bajo la dirección de Lanfranco Marcelletti,
vuelve a favorecer otro encuentro entre el jazz y la música clásica en 2015 al
presentar un programa completo con obras de clara influencia jazzística, con
Tim Mayer, Fuensanta Méndez, Rafael Alcalá y Emiliano y Vladimir Coronel
como solistas, y Edgar Dorantes como arreglista, compositor y director huésped.
Sr. Gershwin, la música es la música.






Bibliografía

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1 Paquito D’Rivera, Mi Vida Saxual, Cultura Cubana (San Juan, Puerto Rico: Plaza Mayor, Inc., 1999).
2 Alex Ross, El Ruido Eterno. Escuchar Al Siglo XX a Través De Su Música, trans. Luis Gago (Barcelona:
Seix Barral, 2009), 11.
3 Gunther Schuller, Gunther Schuller. A Life in Pursuit of Music and Beauty (Rochester, NY: University
Rochester Press, 2011).
4 Fridemann Leipold Benedict Mirow, “So What?!,”(Deutsche Grammophon, 2002).
5 Friedrich Gulda, “Friedrich Gulda at Birdland,”(Universal Music Classics & Jazz, 2007).
6 Quincy Troupe, Miles. La Autobiografía, trans. Jordi Gubern Ribalta (Barcelona: Alba Editorial, 2009),
300-1.
7 Ibid., 301-2.
8 Dave Brubeck, “Bravo! Brubeck!,” (Columbia, 1967).
9 Tino Contreras, “Jazz Bicentenario,” (PyP S.A. de C.V., 2010).
10 Durante muchos años, la única grabación existente de esta obra fue la dirigida por uno de los dos
maestros de fama internacional que habían tomado la batuta frente a la Orquesta Sinfónica de Xalapa: Fritz
Reiner, Liebermann, R.: Concerto for Jazz Band and Orchestra (Naxos Classical Archives, 1954).
11 Para tener un panorama más amplio del jazz mexicano consultar: Alain Derbez, El Jazz En México.
Datos Para Una Historia, Colección Popular (Fondo de Cultura Económica, 2012).
Una visión más amplia del jazz en América Latina y el Caribe puede encontrarse en: Luc Delannoy,
¡Caliente! Una Historia Del Jazz Latino, trad. María Antonia Neira Bigorraibid. (2001). / Carambola.
Vidas En El Jazz Latino, trans. José María Ímaz, Colección Popular (Fondo de Cultura Económica, 2005). /
Convergencias. Encuentros Y Desencuentros En El Jazz Latino, trans. José María Ímaz, Colección Popular
(Fondo de Cultura Económica, 2012).
12 Antonio Malacara, Juan José Calatayud. Modelo para a(r)mar. (Veracruz, Ver.: Instituto Veracruzano
de la Cultura./H. Ayuntamiento Constitucional de Córdoba, Ver., 2007).
13 Eugenio Toussaint. Las Tangentes, El Jazz Y La Academia (México: START/PRO, 2009).
14 Para más información sobre el jazz xalapeño, sus intérpretes y músicas afines, consultar: Luis Barria,
“Columna: El Jazz Bajo La Manga,” Formato siete, http://formato7.com/author/lbarria/.
15 Otra valiosa fuente de información para el jazz hispanoamericano es el libro: Julián Ruesga Bono, ed.
Jazz En Español (Xalapa, México: Universidad Veracruzana, 2013).
Tú eres mi destino:
el bolero en la educación sentimental de México

Lucina Jiménez López1

A Rubén Jiménez, músico romántico


Bolero, vida y escuela



Veracruz es rincón donde nacen y germinan o llegan de otras latitudes semillas
amorosas de discursos musicales compartidos por aquí y allende las fronteras
locales y nacionales.
En este siglo XXI, fruto de la explosión de una gran diversidad de músicas, unas
efímeras y otras transgeneracionales, la definición de la identidad afectiva de los
ciudadanos se ha construido en gran medida, en paralelo a los gustos musicales y
culinarios, muchas veces asociados entre sí.
La música nos arrulla y nos acompaña como subtexto permanente de
celebraciones, alegrías y tristezas. Nuestros itinerarios emocionales se
construyen a través de partituras donde se tejen universos musicales de las más
diversas procedencias. Uno de ellos es el bolero, género procedente de Cuba que
encuentra en Veracruz y en México un territorio propicio para convertirse en un
género transgeneracional, contemporáneo y vigente en la memoria musical.
Escribo este texto como bosquejo de una arquitectura donde se cruza lo
autobiográfico con un itinerario de investigación etnográfica y musical urbana y
con la acción cultural en torno a este género, el cual sin darme cuenta, se volvió
parte de mi ADN.
Como diría Agustín Lara, yo “nací con alma de pirata”, nací salsera y rockera,
me hice amante de la ópera y la música barroca y antigua por elección y
decisión, en un ejercicio de experimentación musical. Me volví amante del
huapango en ese polifónico y multitemporal carácter que tienen todos nuestros
gustos musicales. Es en ese contexto de diversidad, donde el bolero se instaló en
mi biografía, como diría la antigua estación de Radio 6:20, como una “música
que llegó para quedarse”.
Todos vivimos la música como un gran repertorio donde establecemos muy
diversas jerarquías que intentamos representar mediante listas de reproducción
por géneros o por intenciones. Pero la música que viene de nuestra infancia y
adolescencia es la que se guarda en la memoria orgánica. Hoy sé que ese lugar le
corresponde al bolero porque a pesar de no habérmelo propuesto, el bolero
siempre salió y ha salido a mi encuentro, a mi salvación o a mi condena.
El bolero se entretejió en mi vida emocional y sensible desde una infancia
vivida con un trovador romántico, mi padre, quien no sólo cantaba y tocaba
bolero, sino que sabía santo y seña de autores y compositores boleristas. Con el
primer acorde de un bolero podía saber quién lo interpretaba y a qué trío
pertenecía.
Se enredó como sostén musical en mi vida emocional y sensible al adquirir la
categoría de memoria inconsciente de infancia, que habría de aflorar en la vida
cotidiana de muchas maneras. Luego apareció en los años 80 como tema de
trabajo de investigación cultural y editorial, al contribuir a la creación del
Cancionero Popular Mexicano que coordinaron Mario Kuri Aldana y Vicente
Mendoza, hijo este último del gran musicólogo Don Vicente T. Mendoza, como
parte de mi labor en la Dirección General de Culturas Populares, en ese entonces
de la Subsecretaría de Cultura en la SEP. Entonces descubrí que yo también me
sabía todas las letras de los boleros más significativos del repertorio mexicano,
cubano, peruano y que, al indagar en los espacios urbanos de expresión de los
sentimientos, las cantinas de la ciudad de México, las fiestas y los espacios de
celebración, el bolero mantenía un sitio especial en las experiencias musicales y
sentimentales de las y los mexicanos.
El bolero se volvió determinante en mi experiencia como gestora cultural,
cuando Guillermo Bonfil por iniciativa de Gabriel García Márquez, nos encargó
a mi, a Raúl de la Rosa y a otros más, recuperar el bolero en la escena y los
medio de comunicación, luego de su debilitamiento bajo los influjos del bolero
ranchero y las músicas que luego le sucedieron en los gustos promovidos por la
industria cultural.
Más recientemente, ya en este siglo XXI, como parte de la tarea de educación
musical que asumí al frente del Consorcio Internacional Arte y Escuela AC,
conocido con el acrónimo de ConArte, con el fin de devolver en versiones
contemporáneas parte de ese repertorio a los niños y niñas, a los adolescentes y a
los maestros y maestras del sistema educativo mexicano.
El bolero se coló en mi vida emocional y sensible, en mi experiencia como
gestora, investigadora y educadora musical, sin pedir permiso, unas veces de
manera gustosa y otras como destino fatal, como si fuera parte de la letra de ese
bolero Tú eres mi destino, que interpretan con peculiar sentimiento, los Tres
Ases.
Enfocar el aporte del bolero en la arquitectura sentimental de México es tarea
pendiente y agradezco a Enrique Florescano esa misión. La escuela mexicana se
fincó sobre una postura racionalista que negó los sentimientos y la emoción
como ámbito de aprendizaje. La hegemonía de la dimensión intelectual ha
dejado atrofiada la parcela afectiva. Se han silenciado los sentimientos, se ha
tratado de confinarlos a la esfera privada, se les ha controlado y castigado.2

Sin embargo, en esa esfera privada de la vida familiar, la educación de las
emociones puede vivir muchos silencios y olvidos o melodramas que concluyen
en verdaderas tragedias. Si hay algo que en nuestros días de dolor y de horror
necesitamos todos, es esa capacidad de expresar y gobernar las emociones, sin
negarles ser generadores de inteligencia e intuición. Todo proceso de generación
de conocimiento es siempre una relación entre pensar y sentir. El equilibrio entre
ambas abre la posibilidad del aprendizaje, de una nueva experiencia de vida y de
la felicidad misma.
Al aporte de la vida familiar en la educación sentimental, se suman desde hace
ya un siglo, la música, los medios, el cine y ahora las redes sociales como
auténticos forjadores del sentimiento nacional, si es que se puede hablar de que
éste existe. Son estos medios y la experiencia de vida en la calle, en la familia y
en la escuela la que nos hace asumir esa dimensión múltiple amorosa, noble y
sufridora, hospitalaria, generosa y divertida, pero que también sabe o puede ser
pasional, irracional, vengativa, infiel o cínica.
Desde su aparición en el escenario cultural y musical latinoamericano, a fines
del siglo XIX y durante su auge en la primera mitad del siglo XX, el bolero se
filtró en el gusto de las y los mexicanos, convirtiéndose en un catalizador y
escultor del sentimiento y de las pasiones más encontradas, a partir del uso
magistral de la metáfora, el erotismo y la exploración de los más profundos
recovecos de las emociones y del deseo.
El bolero como el tango es un género donde el corazón crece y se expande o se
apachurra hasta el borde de las lágrimas para relevar las vicisitudes del amor en
un sentido humano y casi metafísico, para dar cabida a deseos que de otro modo
habrían quedado soterrados y condenados al olvido. Hay muchos sentimientos
para los cuales las palabras simples y llanas no tienen el relieve suficiente para
poder ser expresados.
El bolero viene a generar toda una revolución al aludir directamente a esa parte
de la vida que no aparece en ningún lado, el amor a veces llevado al extremo de
una Obsesión, y que refiere a las relaciones entre hombre y mujer. “Amor es el
pan de la vida, amor es la copa divina, amor es un algo sin nombre, que
obsesiona al hombre, por una mujer”, reza el bolero de Pedro Flores.
Su influencia se amplificó moldeando valores y sentires de varias generaciones,
a partir de la radiodifusión, la televisión, los fonogramas y el cine. La radio jugó
un papel fundamental. La XEW, la Voz de América Latina desde México,
transmitió a Agustín Lara, Tata Nacho, Gonzalo Curiel, Emilio Tuero, Manuel
Esperón, Lucha Reyes, Alfonso Ortiz Tirado, Chela Campos, a Toña La Negra,
a José Alfredo Jiménez y a otros que dieron vida a la Época de Oro.
Programas de televisión de concurso y otros formatos, a los que se añadió el
cine, fortalecieron el bolero como poética del sentimiento no sólo de México,
sino de muchos otros países latinoamericanos, gracias a su internacionalización.
Los géneros musicales que escuchas de niño y en la adolescencia marcan tu
memoria musical y afectiva, con independencia de sus cambios a lo largo de la
vida. Suele decirse que todo habitante de las zonas urbanas ha pasado por el
bolero, pero esto puede no ser tan cierto o depender de ciertas circunstancias
para ser reconocido.
El bolero en su época de auge, forma parte del gusto y la memoria musical de
las generaciones que vivieron las entreguerras y que sobrevivieron a la crisis del
modernismo literario de principios de siglo, que crecieron recitando el
“Nocturno a Rosario” de Manuel Acuña; a López Velarde o a Rubén Darío, pero
también fue y sigue siendo rechazado por quienes, desde el mundo de los cultos,
escuchaban y siguen escuchando a los representantes del modernismo, el
simbolismo y el impresionismo musical, Debussy, Schönberg, Strauss o Wagner,
entre otros muchos, avivando una dicotomía de clase a la música. En algunas
ocasiones, rechazar el bolero y otros géneros “populares” se consideró signo de
“categoría” estética en la música.
Yo soy parte de esa generación donde se rompió el vínculo entre quienes se
enamoraron, se desearon y se desamaron al compás de tríos, orquestas, pianistas
y compositores interpretando bolero cubano, mexicano, portorriqueño, peruano o
colombiano y quienes vivieron otros gustos musicales populares más ligados a la
“protesta social”, a la poesía latinoamericana y a la lucha del rock por imponerse
como género con derecho de expresión.
Sin embargo, yo como muchos otros integrantes de esta generación, llego al
bolero viviendo los avatares del romanticismo mexicano en toda su dimensión
cotidiana. Pero debajo de nosotros, hay dos o tres generaciones que ya no
conocen esa música, o al menos la llevan en la memoria orgánica, oculta. Es a
estas generaciones a quienes el programa ¡Ah que la Canción! Música mexicana
en la Escuela, una metodología y repertorio creado por la autora de este ensayo
y de la cual hablaré más adelante. La obra ha permitido volver a cantar en la
escuela y a cantar bolero dentro de los géneros que el repertorio contiene.3

La ruta del sentimiento en América Latina

Existe una convención en torno a que el primer bolero reconocido como tal es
Tristezas, una pieza compuesta por el cubano José Pepe Sánchez, en 1885. En
realidad, en palabras del compositor Alberto Podestá, es posible comprobar
históricamente que él recoge la expresión popular diversa, fruto de múltiples
fusiones de diversos géneros, lo que le permite clasificarlo como tal aunque en
sus influencias pueden identificarse desde elementos de géneros españoles, hasta
africanos.4
El bolero es espacio de expresión del sentimiento, del amor y sus avatares, sus
circunstancias y sus arrebatos en América Latina asume un carácter
transterritorial que va por todo el continente y más allá de sus fronteras gracias a
los medios de reproducción de la música y del cine.
La sabiduría de la paciencia y la esperanza de lo sin remedio, esa extraña forma
de pensar que nos caracteriza como personas complejas, es la especialidad de
Álvaro Carrillo. “Un poco más y a lo mejor nos comprendemos luego. Y si te
vas, llévate al menos mis cansados brazos. Por qué te vas mi bien, tan de prisa,
no gozas mi agonía […] Si la noche se espera todo el día, espera tú también.”
Y con este ejemplo me gustaría subrayar que el bolero, como muchas otras
músicas, no sólo es drama o melodrama, también encierra valores que pueden
ayudarnos a ordenar de distinta manera la vida contemporánea. No concuerdo
con la idea de que el bolero es cosa del pasado. “Si la noche se espera todo el
día, espera tú también”, es una frase que encierra esa sabiduría de la naturaleza,
que plantea la relación entre el día y la noche. Uno se sucede en el preciso
momento en que el otro ha terminado de estar o está dejando de ser. En la vida
urbana, en cambio, enseñamos a nuestros hijos a correr sin sentido. No siempre
establecemos un pulso basado en la sabiduría de la paciencia que es lo natural de
la vida.
El dominio del sentir por encima de la razón la ejemplifica muy bien Beny
Moré ¿Benny More? Lo encontré escrito de ambos modos con una y dos enes).
Él se incorpora a la Orquesta de Matamoros, asumiendo su dimensión romántica:
“No sé decirte cómo fue, no sé explicar lo que pasó, pero de ti me enamoré.”
Abre paso al reconocimiento del enamoramiento como una de las formas de
relación entre hombre y mujer, algo de lo que la educación conservadora no
permitía hablar ni dentro ni fuera del hogar.
Muchos boleros nacen del diálogo interior o dedicado a la mujer, aún cuando la
idealicen y la encuentren en muchos sentidos inalcanzable como protagonista de
amores inciertos, como personajes de un sueño, de un amor a la imagen misma,
aunque la mujer de verdad se disperse en la metáfora.

La mujer es el centro del bolero o al menos una figura central no sólo porque es
personaje de su poética, sino porque en este caso, las mujeres han jugado un
papel fundamental, tanto en términos de símbolo, como de la interpretación
bolerística. Figuraron desde el inicio como el caso de las Hermanas Águila,
primeras intérpretes de Federico Baena; ellas se sumaron a ese canto que nació
primero en la voz de los tenores que cantaban con orquesta. Toña La Negra,
María Luisa Landín, Celia Cruz, conocida como huarachera o salsera, ella
también cantó bolero.
El bolero tiene a su vez su versión melodramática. “Eres la razón de mi existir,
mujer. Santa, Santa mía”, canta el Flaco de Oro, Agustín Lara a María Felix,
alentando la posibilidad de que un pobre y feo pueda tener éxito con una diosa.
14 de Mayo de 1944, en el Teatro Hispano de Nueva York, Hernando Avilés,
Alfredo Gil y Chucho Navarro cobran vida en Los Panchos, quienes marcaron la
época de los tríos. Inevitablemente viene asociado al enamoramiento y la
serenata, esa antigua forma de expresión pública del deseo amoroso que hizo
huella en las relaciones de pareja y en el cine mexicano.
Es el bolero el que habla para describir la pena de una pérdida trágica como la
que motiva a Tony Ferro a escribir: “Ya no estás más a mi lado corazón, en el
alma solo tengo soledad. Y si ya no puedo verte, porque Dios me hizo perderte
para hacerme sufrir más. Es la historia de un amor como no hay otra igual.”
Habla desde el sentimiento de su hermano, quien al despertar del coma se entera
que ha perdido a su esposa en el accidente. Hoy que vivimos ese dolor y el
desgarramiento social por la desaparición de quienes no sabemos si volverán, no
tenemos palabras para poder expresar ese sentimiento de pérdida y de angustia
frente a la ausencia forzosa. Es la música, es el arte en la acción individual,
ciudadana o comunitaria, la única posibilidad de elaborar simbólicamente el
duelo. Y ahí la música, en este caso, el bolero abre las puertas del corazón para
hacerlo.

La crisis y la ruptura de las generaciones

Durante segunda mitad del siglo XX, el bolero sucumbió ante el mercantilismo y
la cursilería de la balada romántica, promovida por una naciente industria
cultural. El bolero había pasado por todo tipo de fusiones: bolero son, bolero
bachata, bolero ranchero, etc. El fin de la época de oro del cine nacional influyó
en el silenciamiento del género en los medios. El bolero se refugió en las
cantinas y en los bares, en cabarets y arrabales, dejando el espacio a otras
músicas cada vez más internacionalizadas.
Hacia fines de los 80, en plena cruda de la década perdida, cuando todavía
vivíamos la resaca del terremoto del 85 y el despertar de una nueva forma de
ciudadanía cultural y política –pues el rescate de las víctimas del sismo la
hicimos los ciudadanos–. Por encima de la confusión institucional, surge la
propuesta de Reyes Vaysade, subsecretario de Cultura de la SEP, de toda una
aventura: editar un cancionero mexicano que, retomando los viejos cancioneros
Picot, recuperen la música mexicana, y se presente como un elemento de
cohesión identitaria.
El bolero volvió a irrumpir en la vida de las familias mexicanas, al incluirse en
sus dos tomos las letras de los boleros más recurrentes en el gusto popular,
sabiamente detectadas a través de un inconfeso trabajo de campo por bares y
cantinas. Bajo la sugerencia de Marta Turok sin computadoras, hicimos el índice
del primer verso de las más de mil canciones incluidas, al darnos cuenta en el
trabajo de campo nocturno y festivo, que la memoria musical de la raza no daba
para saberse el título, ni el autor, y por eso recurría a la típica frase de: Esa que
empieza…. “Solo, sin tu cariño”… Tendimos más de mil tarjetitas en el piso de
mi oficina para producir un índice de primeros versos. La obra ya respondía a las
necesidades culturales de una sociedad con memoria fragmentada.
Ello implicó también reconocer a los letristas por encima de los músicos, lo
cual fue un problema, ya que en la mayoría de los casos, se reconoce más al
compositor de la música que a quien escribió la letra de la canción. Así, todo
mundo identificaba “Amorcito Corazón” como pieza de Manuel Esperón y no de
Pedro Urdimalas. A Luis Alcaraz como autor de Bonita, y no a José A. Zorrilla.
Esa labor de investigación tenía como contraparte, la memoria y el conocimiento
del bolero por parte de mi padre, quien en algún momento me comentó que
estaba a punto de publicar el primer libro en dos tomos, que aparecía en tres, por
la cantidad de errores que había en el primer borrador que luego fue corregido
con creces y con un intenso trabajo de Mario Kuri y Vicente Mendoza, entre
otras muchas personas. Recurrimos entonces a la Sociedad de Autores y
Compositores para investigar los datos correctos.
Debemos al sentimiento de amistad y complicidad que tenían García Márquez
y Guillermo Bonfil Batalla, la decisión de recuperar el bolero en la escena de la
música y de los medios en 1989. El Primer Festival Latinoamericano del Bolero,
organizado en 1989, nos puso a girar a un grupo de gestores, productores como
Raúl de la Rosa, Héctor Madera Ferrón y otros más. Llenamos el Auditorio
Nacional, los teatros del ISSSTE, las plazas de varias Delegaciones, el antiguo
Salón La Maraca. Raúl iba confirmando presencias, mientras yo sacaba de un
catálogo lleno de todos aquellos posibles de ser invitados, la imagen, su
biografía y producción bolerística, en un tiempo donde la investigación sobre el
bolero era nula.
Hice suplementos de periódicos sobre el bolero y sus vertientes; conduje la
producción radiofónica para devolver el bolero al cuadrante nacional. Mientras
ocurrían los conciertos calificábamos el material para entregar al otro día, a las 6
de la mañana, un programa de una hora, previamente pactado con las
radiodifusoras comprometidas a transmitirlo todas en diferentes horarios. Se creó
el programa Bolero de Canal 11; nació Dimensión 13:30, luego conocida como
el Fonógrafo, la XEW volvió a programar bolero. Las familias respondieron a esa
convocatoria con creces. Luis Miguel y Guadalupe Pineda comenzaron a
interpretar bolero.
Yo quedé curada en salud. Renuncié el día que tenía a Elena Burke, a Omara
Portuondo de Cuba y a Ruth Fernández de Puerto Rico, cantando en el Teatro de
la Ciudad, luego de ir a buscarla a la Cueva de Amparo Montes. Guillermo
Bonfil decidió irse también. “No es lo mismo los 3 Mosqueteros, me dijo, que 20
años después”. Yo renuncié damnificada por el huracán que implicó recuperar el
bolero, Bonfil afectado por el germen de un Estado que se alejaba cada vez más
de ese sentido de respuesta a la diversidad y al sentir de los ciudadanos. Yo seguí
trabajando con él en otras aventuras culturales, el bolero se aposentó nuevamente
de las almas de un México que vive aún un clima de profunda brecha
intergeneracional que el bolero puede ayudar a saldar.
En otro momento de mi vida como gestora, puse en contacto a Cecilia
Toussaint con Consuelito Velázquez, a quien invité al Centro Nacional de las
Artes a un homenaje que le hiciera un público de pie, quien emocionado la vio
interpretar nuevamente el piano, después de mucho tiempo de no tocar en
público. Ella y Cecilia se abrieron las puertas de la experiencia musical y
humana para compartir el espíritu creador y las vivencias. Dos divas de dos
generaciones distintas se implicaron generosamente en una experiencia musical
ineludible.


Bolero para la educación de las actuales generaciones

En 2006, los maestros y maestras de las escuelas públicas insistían en los patios
de recreo en su interés por apoyar el canto entre sus estudiantes. “Maestra,
porqué no nos ayuda”, me decían una y otra vez cuando me veían en sus
escuelas dando vida al programa Aprender con Danza, primera metodología que
implantó ConArte en escuelas públicas en un ejercicio de dar vida a la educación
en artes dentro del sistema educativo mexicano. Su diagnóstico era preciso: “no
sabemos música, no tenemos repertorios, no tenemos instrumentos, pero
tenemos las voces de los niños y niñas y de verdad, ellos quieren cantar.” Así
nació el método ¡Ah que la Canción! Música Mexicana en la Escuela, el cual
pensé a partir de observar antropológicamente cómo cantan los niños en nuestros
días. Usualmente, con karaoke, con su celular o con la televisión. Entonces surge
un repertorio y un método para devolver a los niños y niñas la canción mexicana
que no necesita de mucha tecnología pero que permite al maestro realizar un
papel de mediador de la experiencia.
En 2008, como parte del quehacer del Consorcio Internacional Arte y Escuela,
comenzamos a tejer ese vínculo generacional a través de la educación musical en
las escuelas, de la mano de Gerardo Rábago, y luego de Armando Manzanero y
muchos otros compositores y directores de coros profesionales, quienes no se
veían haciendo arreglos de boleros para crear versiones apropiadas al registro de
voz de los niños, niñas y adolescentes y poder dar vida al método ¡Ah que la
Canción!, Música Mexicana en la Escuela. Junto con la SEP, hemos dado vida a
más de 24 mil grupos de canto en escuelas de preescolar, primaria y secundaria.
Boleros como “Bésame Mucho”, “El Reloj”, “Amorcito Corazón” y tantas
piezas han regresado a la memoria de miles de niños y niñas de las escuelas
públicas en todo el país.
Esta conciencia de la presencia del bolero en la memoria orgánica de nuestros
niños se me reveló un día, durante el proceso de elaboración del método,
caminando por China Town en Nueva York, como parte de un intercambio de
escuelas entre el National Dance Institute y las escuelas públicas del Centro
Histórico de la Ciudad de México donde ConArte creó el programa Aprender
con Danza. Estos chicos de primaria y secundaria salían por primera vez de su
colonia, de su ciudad y de su país. La convivencia fuera de su contexto, las
vecindades del centro histórico, hizo aflorar un intento de memoria afectiva.
Mientras caminábamos en busca del sitio donde harían su ensayo binacional,
iban tratando de reconstruir la letra de “Amorcito Corazón”, incluido el silbido.
Para ellos, era el himno del recuerdo sentimental de su país, su base de
seguridad, su lugar de abrazo colectivo, de su memoria orgánica. En ese
momento ratifiqué que las nuevas generaciones requerían del bolero para
alimentar su identidad cultural y la memoria musical que les vincula con sus
padres, con sus abuelos, pero también con sus propios sentimientos. Este bolero
en particular, significaba la expresión de la memoria afectiva para muchos niños
y niñas del Centro Histórico de la Ciudad de México.
Dos años tardamos en elaborar, pilotear, producir y grabar los arreglos que iban
haciendo compositores y músicos de tres generaciones: Nacho Méndez, Jorge
Córdoba y Enrique Jiménez, bajo la conducción musical de uno de los mejores
directores de coros que ha dado este país, Gerardo Rábago, con quien compartí
desde el principio esta experiencia. Varios de ellos nunca habían trabajado con
música popular o pensado en la escuela. Sin embargo, se comprometieron
generosa y muchas veces desinteresadamente en este proyecto. El método se
presentó en el Salón Hispanoamericano de la SEP, en una fecha histórica porque
se reunieron por primera vez en el mismo espacio, niños y niñas de escuelas
públicas, maestros de aula, compositores de música de concierto, directivos de
Conservatorios y escuelas profesionales, con muchos compositores de música
popular mexicana.
Los niños no esperaron un minuto para rodear con un abrazo amoroso a don
Manuel Esperón (1911-2011), un abrazo tan intenso como la obra que él les
regaló a través de las piezas con las que musicalizó cientos de películas de Pedro
Infante y Jorge Negrete, entre ellas la ya mencionada Amorcito Corazón, de
Pedro de Urdimalas.
Los niños se identifican mucho con la canción de Beltrán Ruiz de “¿Quién
será?”, no sólo por su sentido rítmico, sino porque entran en la fascinación de
imaginar, soñar con ser queridos, amados y reconocidos y además poderlo decir
dentro de su salón de clases de manera natural. Lo mismo ocurre con el diálogo
intergeneracional que se da cuando las abuelas, las tías o los padres reconocen en
la voz de sus hijos aquella música con la que se enamoraron o declararon su
amor a una mujer, sigan o no juntos.
Muchos maestros de aula en este aprendizaje han logrado reelaborar duelos y
encontrar una razón más para estar en las aulas. No cabe duda que el bolero, así
como otras músicas mexicanas, tienen un poder sanador del alma, de las
emociones, además un gran poder para generar otros aprendizajes vinculados a
los contenidos de la educación básica. ¡Ah que la canción! Música Mexicana en
la Escuela, formó parte del Programa Nacional de Escuela Segura de la SEP.
Hoy en día, ConArte se prepara para trabajar con ese repertorio enriquecido,
ampliado y enfocado a las edades de adolescentes en secundarias, para hacerlo
parte de las estrategias de la Reforma Educativa, como parte del Programa
Nacional de Mejora del Ambiente Escolar, pero también como parte de nuevas
formas de producción de autoconocimiento, fortalecimiento identitario y nuevas
formas de aprendizaje para miles de niños, niñas, adolescentes, sus maestros, los
supervisores y apoyos pedagógicos en escuelas de tiempo completo. Pronto
estarán circulando dos nuevos repertorios y una guía transversal que ayuda a
maestros y estudiantes a jugar y a analizar los valores y el conocimiento propio y
del entorno social y afectivo que encierra la lírica de este género y de otros
contenidos en el repertorio.
Hay un bolero para cada ocasión o para cada estado de ánimo, para expresar
dolor, enojo, celos, impotencia o bien para hacer un masoquista monumento a la
infelicidad, pero también a la capacidad de vencer cualquier obstáculo para
conquistar el amor. Hoy necesitamos fomentar la nueva composición y avivar la
memoria bolerística, haciendo por supuesto, un ejercicio crítico desde la
diversidad, en este territorio inexplorado que son los sentimientos.




Bibliografía

BANUS, Enrique (2002). El legado musical del siglo XX. Pamplona, Eunesa,
Universidad de Navarra.
JIMÉNEZ, Lucina. (2010). “¡Ah que la canción; música mexicana en la escuela.
Recuperar la voz y el patrimonio musical en la escuela pública”. En: Eufonía,
didáctica de la música. Madrid, abril-mayo, 49. pp 16-28.
JIMÉNEZ, Lucina (2008, 2011). ¡Ah que la canción!, música mexicana en la
Escuela. México, SEP, ConArte. Repertorio y grabaciones.
KURI-ALDANA, Mario y Vicente Mendoza. (1987) Cancionero Popular
Mexicano. México, SEP. 2v.
PODESTÁ ARZUBIAGA , Juan, (2007). “Apuntes sobre el bolero: desde la esclavitud
africana hasta la globalización”. En: Revista de Ciencias Sociales, 19.
Universidad Arturo Prat, Iquique, p 75-117.
SANTOS GUERRA, Miguel Ángel. (2008). Arqueología de los sentimientos en la
escuela. 4ª ed. Buenos Aires, Bonum.

1 Doctora en Ciencias Antropológicas; integrante del Grupo de Expertos en Gobernanza para la Cultura y el
Desarrollo, Unesco. Directora general del Consorcio Internacional Arte y Escuela AC.
2 Miguel Angel Santos Guerra, Arqueología de los sentimientos en la escuela, 2008.
3 Lucina Jiménez, 2008.
4 Juan Podestá Arzubiaga, “Apuntes sobre el bolero: desde la esclavitud africana, hasta la globalizacion”,
2007.
Solamente una vez (más): lírica popular mexicana como música e (inter)texto

Rodrigo Bazán Bonfil1



las canciones de cabaret son para los extranjeros en París; o para los
bailes de criadas.
Manuel M. Ponce

el discurso amoroso [...] lugar de una afirmación.
Roland Barthes

Prefacio

Las relaciones que se establecen entre música, cine (radio, televisión) y literatura
mexicanas del siglo xx rara vez se abordan de manera conjunta y en general,
cuando se intentan, estos análisis siguen los cánones de una u otra disciplina
(historia, comunicaciones, lingüística, estética) sin arriesgar nada más que unos
pocos datos. El presente texto intenta, por contraste, plantear dos problemas
vinculados entre sí: las relaciones intertextuales que guardan las distintas formas
de cultura masiva, primero, y después la forma en que una nueva versión (o en
su caso, un cover) refuncionaliza una canción popular al recrearla en un nuevo
contexto de recepción.2 Las conclusiones que puedan ofrecerse, por tanto, es
casi seguro que no resolverán estas dudas; pero si hay suerte, quizá abrirán un
nuevo espacio para discutir sobre lírica popular, entendiéndola como un
fenómeno que atañe tanto a músicos y poetas, como a literatos y musicólogos,
coleccionistas, comunicadores y melómanos en general. Ojalá que así sea.

En el principio era el intertexto



Santa,‒uno de los boleros más gustados de Agustín Lara, quien en 2016 cumple
cuarenta y cinco años muerto, está construido con base en la novela homónima
de Federico Gamboa y es tema principal en el soundtrack de la primera
producción sonora de nuestro cine, dirigida por Antonio Moreno en 1932:

En la eterna noche de mi desconsuelo
tú has sido la estrella que alumbró mi cielo
y yo he adivinado tu rara hermosura
y has iluminado toda mi negrura.
Santa, santa mía,
mujer que brilla en mi existencia;
Santa, sé mi guía
en el triste calvario del vivir.
Aparta de mi senda todas las espinas
calienta con tus besos mi desilusión.
Santa, santa mía,
alumbra con tu luz mi corazón.
(Lara, Santa, 1931).

Versiones previas y posteriores incluyen la de 1918 dirigida por Luis G. Peredo,
la que protagonizaron en 1968 Julissa y Enrique Rocha, y la de Norman Foster
en 1943, con Ricardo Montalbán como El Jarameño y, de nuevo, el bolero de
Lara como tema musical. Sorprende entonces (si ponemos atención) la forma en
que normalmente pensamos en un texto como una serie de signos y, en
consecuencia, olvidamos lo que realmente importa: que éstos pueden tener
relaciones con otros, por ejemplo, o que, en el peor de los casos, ninguna
narración o poema nació de la nada ni se puede llamar “original” si con esta
palabra pretendemos decir que sea algo nunca visto.
La narrativa mexicana del siglo xx inicia así en 1901, tiene algo de pasional
(cuando no de prostibulario) y estuvo ligada, desde siempre, a la música y la
cultura populares. Bonita frase que, sin embargo, y aunque me gane alguna
credibilidad con el amable lector, espero me obligue sobre todo a explicar, por
ejemplo, a qué llamo cultura popular e intertexto.
Veamos: es intertextual la relación que establezco entre el objeto analizado y
los que éste menciona, como en alguna escena narrativa de una velada bohemia

Toña entró como un regalo, vestida de azul brillante y con los brazos pelones. Me
dio un beso.
‒–Buenas noches, buenas noches ‒dijo con su voz de diosa. ¿Que aquí alguien
quiere azuquitar?
‒–¡Toña!‒dijo Andrés. –Cánteme Temor.3
(Masttreta 1991: 140).

o en las listas que un personaje, como Carlitos en Las batallas en el desierto,4
hace en torno a su lectura de cómic durante la infancia: Pepín, Paquín,
Chamaco, Cartones o Billiken. Pero es igualmente intertextual la relación entre
lo que escucho o leo y los textos citados, cuyas frases exactas se copian en el
que esté percibiendo ahora, como hacía El Personal (1998) en Broche de oro:
Tu cariño vale mucho (no se lo des a cualquiera),
tu cariño vale mucho (no se lo des a cualquiera)
vende caro tu amor, aventurera
(No me hallo y algo más, pista 8).

Vende caro tu amor, aventurera:


da el precio del dolor a tu pasado
y aquel que de tu boca la miel quiera
que pague con brillantes tu pecado.
Ya que la infamia de tu ruin destino
marchitó tu admirable primavera,
haz menos escabroso tu camino:
vende caro tu amor aventurera
(Lara, Aventurera, 1930).

y de forma mucho más compleja en No me hallo, sexta pista del disco, donde
retoman simultáneamente Perfidia: compuesta por Alberto Domínguez en 1939,
usada como fondo para el baile de Ingrid Bergman y Humprey Bogart en
Casablanca (dir. Michel Curtiz, 1943), y ADO, canción de Alejandro Lora
grabada por Three Souls in My Mind en 1977:

No me gusta ni la escuela ni el trabajo [...]


no me gusta ni la lucha ni el fútbol No me he podido consolar
no voy a misa ni de relajo desde que mi novia me dejó
no me consuela ni la mota, ni las pastas, ni el alcohol
(Es lo mejor, pista b4)
Me he buscado por las calles y los bares te he buscado por doquiera que yo voy
me he buscado por tugurios y arrabales y no te puedo hallar.
me he buscado por doquiera que yo voy ¿Para qué quiero otros besos
y no me puedo hallar si tus labios no me quieren ya besar?
(No me hallo, pista 6) (Perfidia, 1939)

Finalmente, es intertextual la relación entre un texto presente y los que éste
alude, de modo que sólo quien conoce ambos sea capaz de identificar la relación
entre ellos:
Fidel ríe diciéndose aquello de para que tú al volver y piensa en voz alta: ¿qué voy
a hacer con esta muchachita que acabó por descomponer las cosas?
(Palou, Balero, p. 97 paráfrasis).5

el hombre se me echó encima cuchillo en mano y lo único que se me ocurrió fue
gritar cantando a toda voz: Hay en tus ojos el verde esmeralda.
–¿Pero cómo se te ocurrió cantar?– preguntó Catalina.
–Qué otra cosa se me iba a ocurrir si me habías tenido toda la tarde con el
estribillo ese del verde que brota del mar, y la boquita de sangre marchita que
tiene el coral. Me dormí repitiéndola y de tanto decirla ya no sabía si las borrachas
eran las ojeras o las palmeras.
(Mastretta, Arráncame la vida, pp. 139-140, paráfrasis)

Libros como Las batallas en el desierto, Bolero y Arráncame la vida ofrecen,
pues, una serie de “adivinanzas” que funcionan como asideros para que
identifiquemos la ficción con el mundo: referencias a otros textos que abonan la
verosimilitud de los que en ese momento leemos pero que, asimismo, invocan
nuestra memoria sonora y nos hacen tararear sin darnos cuenta. Muestra clara,
como lo son también las canciones revisadas hasta aquí, de cómo la cultura
popular del país se construye mediante mecanismos mucho más amplios y
complejos que los que pudieran tener, solas, música o literatura. Y más aún si
consideramos que, como señalé antes, ambas se han ligado al cine y la radio por
lo menos desde el inicio del siglo pasado. Veamos ahora por qué y cómo para,
después, abordar brevemente los covers como parte de estos mecanismos de
consagración y renovación simultánea de nuestra cultura popular.

La muerte de las musas

Cuando aceptamos que “ninguna creación humana ocurre en el vacío” lo que de


hecho estamos asumiendo es que

todo lo que hacemos –de manera individual o colectiva, consciente o sin
consciencia– lo hacemos a partir de los conocimientos, hábitos, juicios de valor,
relaciones, creencias, ilusiones y fantasías que previamente tenemos, esto es, a
partir de nuestra cultura.6
Idea de la que se desprende cómo, para pensar la música popular, sus espacios y
sus variantes más que una reflexión sobre el momento en que es creada se
requiere tomar como eje la relación de cada obra con la cultura que la precede
y en la que se inserta pues, finalmente, el “impulso creador” es poco más que
una causa inferida al percibir la obra (si escuchamos una canción suponemos que
alguien decidió componerla) cuya plena comprensión es, sin embargo,
intrascendente pues lo que interviene en un acto creativo importa como parte de
una cultura y no de una “personalidad” de modo que podríamos
desembarazarnos tanto de musas como de autores “geniales” si no fuera porque,
justamente, el ejemplo que mueve esta reflexión –Agustín Lara– está catalogado
en la cultura popular mexicana como uno de ellos: un autor cuya incómoda
situación de genio puede mostrarse con sólo pensar los siguientes ejemplos: el 1°
de enero del 2009 la “Gala de noche vieja” de Canal Sur inició con Erika Leiva y
Rosa Marín cantando a dúo Solamente una vez. ¿Por qué la televisión andaluza
eligió a Agustín Lara? ¿Por qué ésta, compuesta en 1941, de entre las seiscientas
opciones que ofrece su obra? ¿Y cómo explicar, por contraste, que en sus tres
discos de boleros Luis Miguel sólo incluyera éste y Noche de ronda, pero que
ambas piezas también se hallen en el Ven acá (1990) de Eugenia León? ¿Por qué
la lista de intérpretes que ha tenido incluye, por supuesto, al propio Lara y María
Félix, pero también a José Carreras, Plácido Domingo y Luciano Pavarotti
cantando en trío, y a Fernando de la Mora, Andrea Bocelli y Pedro Vargas entre
quienes lo interpretan en versión casi operística? ¿Qué permitió, entonces, que
también la adoptaran Los Panchos, Los Tiranos del Norte, La Sonora Santanera
y Barricada, un grupo de hard rock navarro?7 ¿O que los dúos en torno incluyan
a Las Hermanas Huerta, Santo y Johnny, Thalía y Julio Iglesias, Julio Iglesias y
Roberto Carlos, Roberto Carlos y Pedro Vargas, Marife y Paloma San Basilio,
Manoella Torres y Yoshio por no hablar de las interpretaciones solistas de
Alejandro Fernández, Ana Gabriel, Lucía Méndez, Mirelle Mathieu y Nat King
Cole?
Estrenado por José Mojica antes de convertirse en monje franciscano, el bolero
en cuestión tiene cuando menos dos interpretaciones posibles. Una, religioso-
anecdótica que remite al amor de dios como el único puro y lo vincula con la
vida del cantante, aclarando de paso por qué se afirma que

Una vez, nada más, se entrega el alma
con la dulce y total renunciación...
(Lara, Solamente una vez, 1941).

Otra, profano-aspiracional y ante el número de intérpretes listados, la que parece


más frecuente, que contrasta una serie de “malos amores” con el presente, el
amor actual que, como ocurre en todo bolero, es irrepetible, final, verdadero al
menos hasta que, como hicieron muchos otros antes que él, se muestra como el
más terrible, el implacable, el más feroz.
¿Será que como escuchas preferimos esta última por empatía hacia las
telenovelas con que nos educaron sentimentalmente? ¿Será porque nos ayuda a
desechar el pasado y decir (otra vez) que esta vez es la siempre esperada y jamás
vivida? No tengo certeza al respecto pero viendo algunas letras es claro cómo la
obra lariana –y la lírica popular en general– propone amores donde la buena
Fortuna cumple una función primordial: porque sabemos que

cuando ese milagro realiza el prodigio de amarse


hay campanas de fiesta que cantan en el corazón
(Lara, Solamente una vez, 1941).

alimentamos la esperanza en que la próxima vez las cosas serán distintas; y ello
es bueno. El peligro está en creer que será así incluso si no hemos cambiado,
pero como ésa es una aproximación psicoanalítica que no viene a cuento en un
texto festivo como éste, me disculpo por el dislate y vuelvo a nuestro amor por
Lara y su obra.
Porque la voz del Flaco de Oro distó siempre de ser buena ‒–recitaba más que
entonar sus canciones–‒, la magia de sus grabaciones quedó en las asociaciones
que establecemos con sus letras; es decir, con lo que llamaríamos su trabajo
poético si nos apegáramos a una división disciplinar inútil para analizar a un
autor de canciones populares: alguien que además y simultáneamente es
compositor por el trabajo musical con que acompaña sus propios versos. Pero
depende también (la magia de Lara, quiero decir) del número de veces que, aún
sin escucharla, hemos oído su obra; de la posibilidad de que, justamente porque
su autor no la cantaba tanto ni tan bien, entre la enorme lista de intérpretes
posteriores aún podamos hallar la voz que le haga justicia definitivamente.
Rasgo que claramente la convierte en un clásico en el sentido más amplio y que,
por lo mismo, requiere considerar lo que Calvino (1993) plantea al respecto en
Por qué leer los clásicos y enumerar sus mejores atributos: Solamente una vez es
entonces un clásico porque, primero, su texto “se esconde en los pliegues de la
memoria colectiva”; segundo, “nos llega marcado por las lecturas que han
precedido a la nuestra”, de modo que incluso la primera vez que lo escuchamos
era ya una extraña especie de reemisión o reestreno; y tercero, puede
“configurarse como un equivalente del universo”; es decir, “convertirse en
amuleto individual” y devenir algo que jamás nos será indiferente porque sirve
para definirnos como personas, emblematizando en este caso nuestra idea de
amor, aún en el improbable caso de que lo hiciéramos por contraste con él u
oposición a sus ideas.
La obra de Lara nos deja, pues, en libertad de pensar que “solamente esta vez
se entrega el alma” incluso cuando lo hayamos hecho repetidas veces; pero es lo
mismo que ocurriría si, por contraste, echamos mano de enunciados que
emblematizan un entendimiento distinto del amor como los de las Ultrasónicas:

para follar
no encuentro el misterio
yo sé que el alma
se entrega a través del cuerpo
(Oh sí, más…más!, 2002, pista 3).

Las voces que suenan en nuestras cabezas ‒–las de los intérpretes, quiero
decir–‒ sólo pueden exorcisarse entonces en función de dos ideas: la cultura
popular como un espacio propio y el grado de apropiación que alcance un
intérprete.

Lo popular como estética

Respecto a la primera importa notar que la separación de los espacios en que se


desarrolla nuestra cultura es necesaria, pero es sólo un truco analítico que nos es
útil y no, nunca y de ninguna manera un dato que “de hecho” tenga algo que ver
con una supuesta “esencia” de uno u otro texto. Las convenciones que definen
una manifestación como parte de la cultura culta, popular, tradicional o masiva
remiten a sus formas y condiciones de uso, pero a nada más.
La lírica popular, en tanto música y versos nacidos juntos, como unidad y obra
se define entonces por el peso que otorga al estilo, mucho mayor que en las
tradiciones escritas y de transmisión oral; y éste, su rasgo más característico, la
vuelve proteica, justa y paradójicamente porque al tiempo que le permite
mayores variaciones, es también resultado de la hibridación generada entre su
apropiación de formas culturalmente prestigiadas (ajenas a la conservación
mnemónica tradicional y propias de la alta cultura) y su inserción en obras
creadas y transmitidas en circuitos masivos, comerciales, pop.8
Un buen ejemplo son los endecasílabos que Lara pretendió heredar del
Modernismo y usó al componer Nunca e Imposible:

Yo sé que nunca besaré tu boca,
tu boca de púrpura encendida;
yo sé que nunca llegaré a la loca
y apasionada fuente de tu vida.
Yo sé que inútilmente te venero
e inútilmente el corazón te evoca
pero a pesar de todo yo te quiero,
pero a pesar de todo yo te adoro
aunque nunca besar pueda tu boca
(Nunca, 1927).
Terrible “desfase” que, sin embargo, únicamente puede serlo desde una
perspectiva tan purista como irreal y que, paradójicamente, al paso del tiempo se
hizo rasgo característico y punto de contraste entre su estética y las culturas culta
y tradicional que le sirvieron de fondo:

Finalmente, la letra de Nunca representa la asimilación del Modernismo por la
lírica popular; ya no hace falta recurrir a los poetas románticos porque las letras del
siglo XX bastan al nuevo público y a sus aspiraciones cosmopolitas. Y éste (no
necesariamente conocedor de Darío o Tablada) satisface con la producción de esta
otra “Generación del 27” sus ganas de exotismo, aun si es con base en el bosquejo
de tópicos que sólo Mujer (1930), Palmeras (1933) o Escarcha (1935) de Lara
llevarán a su máxima expresión y que la poesía culta hacía tiempo que había
superado. (Bazán 2001: 29)

Luego, definida conceptual y estilísticamente por gustos mayoritarios, una obra
como la de Lara puede interpretarse y recrearse de diversas maneras y por ello
importa gradar los resultados y contrastar versiones, interpretaciones y covers
dando a este término el peso que merece como herramienta de análisis para
deslindarlo de la idea, inmediata y frecuente, de que se trata de un “refrito”.
Debe ser claro, entonces, que mientras la lírica tradicional genera versiones
(formas anónimas y diversas que enuncian “un mismo” texto lírico; esto es,
variantes que narran una misma historia conservada en la memoria colectiva,
adaptándola o no al contexto en que se vuelve a enunciar), la lírica popular
consagra interpretaciones (las enunciaciones particulares que ciertos
transmisores privilegiados‒–los cantantes– hacen de una obra fija; y la diferente
recepción que de ello deriva según sea mujer o varón, con orquesta o guitarra,
como estreno o en tanto “clásico” del género), y la lírica masiva refuncionaliza
textos prenotados: crea obras conocidas, cambia su contexto y canon y así
genera para ellas nuevas funciones, mismas que muestran una apropiación no
mimética por parte del transmisor y destacan la apropiación9 sobre las
interpretaciones y el original por los cambios intencionales que tenga en ritmo,
forma del canto y letra (incluso) de modo que al actualizarlas refrenda su
consagración en un nuevo espacio.
Punto de esta reflexión donde idealmente debería ofrecer ejemplos abundantes
en que la obra de Lara se transformara radicalmente y, en cambio, parece
necesario explicar porqué éstos no existen... o no supe hallarlos incluso entre los
más de cien álbumes que arroja un “buscar: agustín lara” + “mostrar
álbumes”.10
De las canciones de Lara hay versiones. Muchas versiones. Montones de
ejemplos en que unos y otras intérpretes se procuran fama con base en la que ya
tiene la pieza en cuestión, sea por el mérito de su letra o porque quienes la
cantaron antes lo hicieron bien: Chavela Vargas, Toña la Negra y Omara
Portuondo cantando “Piensa en mí” en interpretaciones que son la meta a
alcanzar (o defraudar) cuando Eugenia León, Natalia Lafourcade o Luz Casal
retoman el tema, por ejemplo.
El punto es así precisamente que se trata de interpretaciones consagradas de
letras aún significativas para el gran público y, como tales, refrendan el marco
que el Flaco estableció en 1928 con Imposible y contra el cual ninguna nueva
ejecución parece lograr algo porque a la fecha es modelo del género y con él se
completa el proceso de elevación social que la canción romántica inició al
mediar el siglo XIX, cuando el piano aún era instrumento de élite y música culta y
la guitarra lo era de la lírica popular y las capas bajas.

El trabajo de Lara completa, pues, el ciclo, permite dejar la llaneza armónica de
la canción tradicional, y fija lo que será la armonización clásica del bolero:
primeros dieciséis compases en tono menor, y los restantes en tono mayor.
Importa notar entonces que si “Imposible” puede volver sobre las letras
riesgosas y los inmorales tópicos que había tocado en “Perjura” es sólo porque
así consagra la nueva armonización y naturaliza el piano en la instrumentación
bolerística:

Yo sé que es imposible que me quieras,
que tu amor para mí fue pasajero
y que cambias tus besos por dinero
envenenando así mi corazón.
No creas que tus infamias de perjura
incitan mi rencor para olvidarte:
te quiero mucho más en vez de odiarte
y tu castigo se lo dejo a Dios.
(Lara, Imposible, 1928)

La imagen del nuevo amante que propone el bolero se encumbra entonces
porque su entrega y fidelidad se dirigen a alguien que se supone menos digno:
una mujer que, además de mala, es una “mala mujer”.
“Imposible” inicia la línea temática en que, a la larga, se inscriben “Virgen de
media noche”, “Amor de la calle”, “Luces de Nueva York”, “Intruso corazón”,
“Escándalo” y “Amor de cabaret”; las películas (cuya existencia conozco pero
no he visto) Carne de cabaret (1939), Pervertida (1945), Cortesana (1947) y
Perdida (1949); y en la producción larista anterior a 1936, Aventurera, Santa,
Señora tentación, Nadie y Mía nomás, pero ninguna de ellas puede localizarse
en versiones contemporaneizadas (id est, adaptadas a ritmos actuales), ni hay
más trabajos de apropiación que los ya mencionados, ni se hacen covers como
los incluidos en los discos de homenaje a José Alfredo Jiménez.
¿Se explica esta ausencia pensando que en 1936 la SEP prohibió cantar sus
canciones en las escuelas o que Manuel M. Ponce hacía sobre ellas juicios
lapidarios como el que sirve de epígrafe a este texto?.11
¿Qué podemos concluir? La exposición vuelve al punto de partida y el epígrafe
es ahora sentencia, ¿terrible? No. El bolero siguió adelante y se transformó, por
ejemplo, en la obra de Manzanero y muchas veces por contacto y contraste con
la de José Alfredo. Que una y otras generen o no covers/apropiaciones podría
explicarse, entonces, no por su calidad poética sino pensando que, en tanto
estilos populares, cada una cumple plenamente (o no) sus propias funciones. Los
discos de rock-tributo a José Alfredo no implican, pues, que su obra sea inferior
a la de Lara sino que debió actualizarse formalmente para que el fondo siguiera
vigente. E igualmente, los arreglos de Manzanero para los Romances, sin
demeritar sus composiciones, lo subrayan como puente entre la generación Luis
Miguel y la de Adolfo Utrera.
Todo ello es posible, sin embargo, sí y solamente porque la poética de Lara se
convirtió en ars amandi de la lírica popular mexicana; y si pudo hacerlo fue,
justamente, por hacer lo “Imposible”: dejar atrás su propio “Nunca” aunque
fuera “Solamente una vez”.






Fuentes consultadas

BAZÁN, Rodrigo (2008). “Cambiar la forma del canto: refuncionalización lírica


en versiones, interpretaciones y covers”. En Tradiciones y culturas populares,
editado por Mariel Reinoso y Lillian von der Walde, pp. 96-114. México:
Grupo Destiempos (disponible en red:
http://www.destiempos.com/n15/rbazan_15.htm).
(2014). “Lírica popular de masas: un acercamiento teórico”. En
Poéticas de la oralidad: las voces del imaginario, editado por Mariana Masera,
13-40. México: Instituto de Investigaciones Filológicas/UNAM.
(2001). Y si vivo cien años. México: Fondo de Cultura
Económica.
BONFIL BATALLA, Guillermo (1991). Pensar nuestra cultura. México: Alianza
Editorial.
CALVINO, Italo (1993). Por qué leer los clásicos. Barcelona: Tusquets.
Casablanca (1943). Dirigida por Michel Curtiz, con Ingrid Bergman y Humprey
Bogart.
El Personal (1998). No me hallo y algo más. México: Discos Pentagrama.
MASTTRETA, Ángeles (1991). Arráncame la vida. México: Cal y Arena.
MODERATO (2005). Greatest hits. México: Universal.
MOLOTOV (2004). Con todo respeto. México: Surco-Universal.
Nobleza ranchera (1977). Dirigida por Arturo Martínez, con Juan Gabriel,
Verónica Castro y Sara García.
PACHECO, José Emilio (1981). Las batallas en el desierto. México: Era.
PALOU, Pedro Ángel (2000). Bolero. México: Nueva Imagen.
RICO SALAZAR, Jaime (1993). Cien años de boleros. Bogotá: Centro Editorial de
Estudios Musicales.
Santa (1918). Dirigida por Luis G. Peredo, con Elena Valenzuela y Alfonso
Busson (muda, blanco y negro).
(1932). Dirigida por Antonio Moreno, con Lupita Tovar (Santa)
y Carlos Orellana (Hipólito).

(1943). Dirigida por Norman Foster, con Esther Fernández


(Santa), José Cibrián (Hipólito) y Ricardo Montalbán (El Jarameño).
(1968) Dirigida por Emilio González Muriel, con Julissa y
Enrique Rocha.
Three Souls in My Mind (1977). Es lo mejor. México: Discos Denver.
Ultrasónicas (2002). Oh sí, másmás! México: Discos Termita.
VARGAS, Chavela (1999). Pasión bolero. México: Orfeón.
VV AA. (2001). El más grande homenaje a Los Tigres del Norte. México:
Fonovisa,
(1996). 100 boleros de amor (4 cds). México: Orfeón.
(2003). El Tri Buto. México: WEA.
(1998). Outlandos D’Americas: A Rock en Español Tribute to
the Police. [sin lugar] Ark 21.
(1998). Tri-buto. México: Aries Music.
(1996). Tributo a Queen. [sin lugar]
Sum-Hollywood records.
(1999). Tributo a Sandro. Un disco de Rock. [sin lugar] RCA.
(2001). Tributo a Soda Stereo. [sin lugar] RCA.
(1998). Un tributo [a José José]. México: BMG.
(2003). XXX: Tributo a José Alfredo Jiménez a 30 años de su
muerte. México: RCA.
1 Profesor-investigador de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos
2 Una discusión mucho más amplia puede consultarse en Bazán, “Lírica popular de masas: un
acercamiento teórico”, 2014, pp. 13-40.
3 Al cantar esta pieza de Gonzalo Curiel, Elvira Ríos substituye el miedo original (“perderte”) por “un
angustioso miedo de tenerte y de no ser capaz de olvidarte” [100 boleros de amor, disco 4, pista 21;
compárese con Chavela Vargas Pasión bolero, pista 11, y ver al respecto Bazán (2001), Y si vivo cien años,
112].
4 José Emilio Pacheco, 1981, p. 34.
5 Se me olvidó otra vez (Juan Gabriel) es tema de la cinta Nobleza ranchera y puede verse en red como
canción: https://www.youtube.com/watch?v=ubeLYWt9xnI; o como película completa:
https://www.youtube.com/watch?v=qikEtxhZln0. Consultado enero 4, 2015.
6 Guillermo Bonfil Batalla, Pensar nuestra cultura, 1991, pp. 15-16
7 Bazán. Spotify. Consultado enero 4, 2015. https://play.spotify.com/track/3Onn6dFT3u099uzFnMnQqf?
play=true&utm_source=open.spotify.com&utm_medium=open
8 Bazán, “Cambiar la forma del canto”, 2008, pp. 96-97.
9 Si bien cover ya no parece el término más acertado por el número de acepciones que posee, la discusión
está lejos de haberse cerrado y habrá que esperar (por lo pronto y para poder continuarla) al menos hasta la
publicación de las memorias del Primer Congreso Internacional Poéticas de la Oralidad que se preparan en
la Escuela Nacional de Estudios Superiores, campus Morelia.
10 Bazán. Spotify. Consultado enero 4, 2015.
https://play.spotify.com/search/agust%C3%ADn%20lara%3Aalbums
11 Jaime Rico Salazar, Cien años de boleros, 1993, p. 105.
Rock xalapeniense: concierto a varias voces y un intérprete


José Homero1∗

¿Es posible escribir una historia del rock en México? La interrogante no se debe
a un purismo que considere como única historia posible la del rock en expresión
inglesa, con preponderancia norteamericana y británica. Tampoco por las
limitaciones contextuales de la cultura del rock en nuestro país –escasez de
fuentes, de investigaciones, reportajes, datos fidedignos, discusión
argumentativa, tradición intelectual. La cuestión para mí reside en la forma de
considerar al propio rock.
¿Qué es el rock?, ¿cómo lo definimos? Las historias del rock en México
pueden agruparse en cuatro prácticas discursivas: los relatos autobiográficos o
sustentados principalmente en la experiencia del cronista, sea músico,
empresario, periodista o aficionado; las historias que trazan una cronología pero
sin método histórico; los estudios sociológicos que abordan al rock como
manifestación; los trabajos antropológicos que enfocan al rock como de una
clase social o de una tribu contracultural e interpretan sus piezas bajo la óptica
de una teoría de identidades. De ahí cuestionar: ¿es posible escribir una historia
del rock en México que no se sustente en las experiencias personales, en las
impresiones subjetivas, en los recuerdos ni excluya subgéneros, personajes,
tendencias o prejuzgue corrientes sólo por no ser “contraculturales” o no incidir
dentro de una perspectiva de estudio social?
Las historias del rock en México, al ubicarse en uno de esos puntos, adolecen
de visión objetiva. No abogo por una imposible objetividad pero es necesario,
para instaurar una historia mínima, determinar puntos. Un método, así sea
salvaje, pero también la constitución de un archivo.
Hasta los años setenta la biblioteca del rock en México era escasa; el libro La
nueva música clásica de José Agustín fue un texto pionero y hasta cierto punto
fundador. En los ochenta se sumó Huaraches de ante azul de Federico Arana,
con mayor rigor que el ensayo de José Agustín –un ensayo que podría leerse
como una autobiografía musical del escritor–, pero también excesivamente
apegado a la memoria, al testimonio y con apenas investigación. Acoto: ¿qué
clase de investigación podría emprenderse en un medio donde ni siquiera hay un
registro de las grabaciones, de las agrupaciones con sus elencos ni las fechas de
vigencia de cada grupo? Un versado en la historia cultural mexicana observará:
ese mal es común a otras manifestaciones artísticas. Bastaría con recordar que
aun en la década de los sesenta no contábamos con investigaciones que
iluminaran el neblinoso fin de siglo modernista de las letras mexicanas. Los
investigadores y diletantes del cine recordarán, asimismo, que no existe registro
de las primeras cintas del cine mexicano y que de muchas de las décadas
siguientes es imposible conseguir una copia.
Diversas circunstancias propiciaron un nuevo acercamiento al rock a partir de
los años ochenta: la emergencia de agrupaciones juveniles asociadas con una
protesta social, por lo común agrupadas bajo la entelequia “la banda”, la
institucionalización de la atención a la juventud con una orientación sociológica
–creación del Crea: Consejo de Recursos para la Atención de la Juventud–,
surgimiento de una vertiente urbana dentro de la antropología mexicana,
tradicionalmente dedicada a los estudios rurales, prehispanistas o africanistas;
difusión de las nuevas corrientes de pensamiento, como el posestructuralismo,
que atendía los movimientos marginales; la disrupción posmoderna que
convirtió a los temas de consumo, identidades juveniles y hábitos en temas
legítimos de discusión. A todo ello súmese la tardía asunción de los conceptos de
contracultura y de tribus urbanas, difundidos por Michel Maffesoli. Todos estos
elementos contribuyeron para que a partir de los años ochenta la exigua
biblioteca mexicana sobre rock y juvenilia engrose paulatina y rítmicamente.
Estudios que principalmente abordan el rock desde una perspectiva sociológica y
antropológica y bajo el cariz de una manifestación contracultural. Algunos de
estos libros son incluso ya memorables y clásicos pero no me satisfacen como
historias del rock en específico.
¿Y si abordáramos al rock en México desde una perspectiva distinta? O mejor
aún: si recurriéramos a las herramientas y tradiciones de cada una de las
perspectivas con que habitualmente se le ha abordado añadiendo facetas.
Entonces mejor abandonar la tentación de la historia. Mejor entonces ceder a
otra tentación: la del recorrido, la del paseo en rededor. Como quien describe
pero también con los datos precisos de la emergencia. Establecer un método para
fijar lo que necesita ser delimitado: agrupaciones, fechas de vigencia, elencos
originales, discografías, videografías, bibliografía. Trazar genealogías y urdir
una cronología no desde la memoria, el recuerdo o las remembranzas de un
grupo, sino mediante la confrontación con otros actores. Recuperar la historia
oral con los propios actores para evitar la propalación y la petrificación de
rumores. Al cabo estos cimientos permitirán una mejor historia.
Dentro de esa historia será necesaria la contextualización. Y aquí los estudios
antropológicos y sociológicos aportarán su herramienta para comprender
movimientos indisociables de una perspectiva social, como la vigencia del punk
o los derroteros de la subcultura gótica en México.
Un aspecto que resulta esencial para los estudios del rock en México es la
condición eminentemente musicológica. Revísese la biblioteca del rock
mexicano, los temas en discusión, y se advertirá que mientras otros géneros de
música popular poseen ya estudios que los abordan desde una perspectiva
diríamos inmanente, el rock pareciera enredado de manera indisociable a una
visión social, a una historia de estilos culturales, y no pocas veces enzarzado en
la discusión de si es posible hablar del rock cuando las propuestas no arraigan en
actitudes subversivas o se vinculan con estratos sociales en resistencia,
soslayando que es ante todo un género musical. Se impone entonces observar
también al rock no bajo las luces de la novedad, del carácter pionero, ni siquiera
del rango único en el sentido de enaltecer a quienes han sido solitarios
exponentes de determinados subgéneros –Pájaro Alberto como nuestro Donovan
o John Sebastian [corrector: dice John Sebastian]; El Ritual como nuestro Led
Zeppelin; Size como Joy Division–, sino bajo el escrutinio del análisis musical.
De ahí que vuelva a preguntar si es posible la historia del rock, porque para que
sea historia debe de ser no sólo registro de los nombres, ni estrictamente
cronología o ilación de una genealogía sino también analizar la propuesta
musical, sus características y aportaciones, más allá de la fidelidad a un grupo o
a su posibilidad de ser englobado dentro de una limitada percepción de la
contracultura.


Presente el 58 tengo yo

Emprender una historia del rock desde la parcela de la geografía política, más
que regional, implica retomar y en momentos repetir los hitos de la historia más
amplia. En este caso la historia del rock en Veracruz, con el acento sobre el
desarrollo del rock en Xalapa, en sus primeros momentos resulta indisociable de
la historia del rock en México; y en adelante, de los derroteros del rock en
general, con circunstancias que podríamos considerar específicamente
veracruzanas, como lo son la falta de una subcultura que permita la
retroalimentación entre creadores y públicos y en consecuencia la sobrevivencia
de los exponentes del rock y de las empresas en rededor –bares, ingenieros,
ayudantes, prensa–.
Los orígenes del rock en Veracruz se remontan a ese seminal 1958,
considerado por los historiadores y memoristas el año del surgimiento del rock
mexicano, aun cuando puedan rastrearse antecedentes espurios desde 1956.
México fue el primer país del orbe castellano en aclimatar el rock’n roll y
comprender su importancia comercial. En México fue el cultivo criollo de una
planta exótica, carente del sedimento cultural que nutría al rock estadounidense.
Como ha indicado Federico Arana, nuestro rock no arraiga en la tradición
contracultural del movimiento beatnik ni discurre por los cauces del rynthm ‘n
blues, del blues urbano de Chicago o de los climas de la música country, sino
que acaso deba más a esa cultura urbana cuyos derroteros marcan Tin Tan y La
Familia Burrón, la orquesta de Pablo Beltrán Ruiz y la de Dámaso Pérez Prado.
Por ello el rock mexicano en principio semeja una suerte de Frankenstein; una
criatura grotesca y torpe conformada por miembros procedentes de diversos
cuerpos que se sacude al compás de las ondas eléctricas, como en parodia
involuntaria de Young Frankenstein2. Baste citar que la primera grabación de
rock en México es una suerte de swing: Mexican rock and roll con la Orquesta
de Pablo Beltrán Ruiz3 y que la primera intérprete de Rock around the clock –la
canción asumida cimiento del género aun cuando haya muchas canciones
precursoras– es Gloria Ríos, entonces esposa de Chilo Morán –uno de los
grandes del jazz mexicano, si no su figura más importante. En la versión de
Ríos, El relojito, parece más un número de cabaret, uno de esos tantos bailes de
salón que aparecían cada temporada para esparcimiento de la clase ociosa –cito
Infame, la cinta que reconstruye los años de Truman Capote escribiendo A
sangre fría: sus acaudalados amigos aparecen bailando twist, cuyos pasos
aprendieron aunque no así los del rock’n roll. Esa cualidad esnob del twist es
evocada igualmente por José Agustín en La nueva música clásica. El
influyentísimo himno,* gracias a la cinta Semilla de maldad de Richard Brooks
(1955), seminal para la emergencia de la escena mexicana, se interpretó por vez
primera para lucimiento de una vedette. Cabe sin embargo reconocer a Gloria
Ríos, nativa de San Antonio, su gusto por el rock’n roll e indicar que es la primer
intérprete del orbe hispano en grabar un disco del género: Hotel de los corazones
rotos (Heartbreak Hotel) y El relojito (Rock around the clock), con dos
conjuntos distintos: el de Héctor Hallal, El Árabe, y el de Jorge Ortega, el 8 de
agosto de 1956. Además de ese disco basal grabó otras versiones e interpretó
rock’n roll con diversos grupos.
Se ha insistido mucho en el carácter derivativo del rock’n roll mexicano pero
no lo suficiente en la causa de esta subordinación. El nacimiento del rock’n roll
en México resulta indisociable de los hábitos empresariales de los dueños de los
medios masivos. El rock’n roll mexicano nace por designio vuelto diseño.4 Se le
importa, se le presenta en sociedad en una ridícula cinta, Los chiflados del
rock’n roll (José Díaz Morales, 1957), donde aparecen bailando Agustín Lara,
Pedro Vargas, Antonio Aguilar, Rosita Arenas. Son esos mismos amos de la
industria –no tan misteriosos: los Azcárraga, Emilio y Rogerio, los dueños de las
discográficas, radio y la incipiente televisión–, quienes decidirán los nombres de
los artistas y elegirán las composiciones, así como los arreglos o las traslaciones
–rehúso a nombrarlas traducciones. Esta marca natal determinará en más de un
sentido el derrotero de otras expresiones juveniles supeditadas a criterios
mercantiles. Incluso el tan reverenciado Pepe y sus Locos del Ritmo,
considerado no sólo el primer grupo de habla castellana de rock’n roll (su
creación se remonta a 1957 pero formalmente se instauran en abril de 1958) sino
entronizado como el auténtico pionero del rock original –por su ritmo
desenfrenado y componer las primeras composiciones de rock en nuestro
idioma–, nace supeditado a la radio.
Cada ciudad modula el nacimiento de la escena del rock conforme
idiosincrasia; repite sin embargo en cada caso ese ciclo consistente en la
recepción, la asimilación y la reproducción. Escuchar la música procedente de
Estados Unidos y adecuarla a su contexto. Del modo que fuera; sin los
instrumentos ni la educación técnica musical necesaria. Baste pensar que los
principales músicos del género procedían de diversas corrientes de la música
popular: ryhtm & blues (Chuck Berry), blues urbano (Joe Turner), country
(Gene Vincent, Bill Halley pero también Chuck Berry), skiffle (Lonnie
Donegan, The Shadows), la tradición vocal del góspel (subgéneros como el du
ua o doo wop) o los aires del jazz y del folk (Johnny Cash). El músico mexicano
que en 1957 y en el año explosivo –1958– se dedicaba a copiar los éxitos del
momento, carecía de los instrumentos, la técnica y la preparación para cantar en
inglés. De ahí que los resultados fueran muchas veces risibles. Entre las
curiosidades de esos primeros años Los Panchos grabaron No puedo estar sin ti,
una versión de I cant’t stop loving you, la cual además de éxito en la voz de su
creador Don Gibson, lo sería en la interpretación de Ray Charles en 1962. Como
es acuerdo en los historiadores, el póker de grupos fundadores del rock en
castellano son Black Jeans, Locos del Ritmo, Los Rebeldes del Rock y Teen
Tops.
Pepe y sus Locos del Ritmo ganaron en 1958 el concurso La Hora del
Aficionado de radio 6.20 interpretando versiones de varias canciones de rock’n
roll, entre ellas High school confidential y Rip it up, en inglés champurrado pero
ya con ese sonido acelerado que distinguiría al grupo durante su trayectoria. El
premio era concursar en el programa estadounidense original, el famoso Ted
Mack’s Original Amateur Hour donde obtuvieron un meritorio segundo lugar.
La filmación del concurso, rescatada en años recientes y en circulación por
Internet, nos muestra a un jovencísimo Toño de la Villa –dieciocho años apenas–
bailando frenética pero graciosamente con la gestualidad propia de Elvis Presley
mientras acomete una buena versión de Tutifrutti. El guitarrista Alberto Figueroa
por su parte pulsa las cuerdas de una guitarra eléctrica –prestada– con rapidez y
energía mientras Álvaro González acompaña y aporta el compás –no tenían
contrabajo–. La conjunción del sonido acerca a los Locos más a la tradición
procedente del rockabilly –la guitarra pareciera prima ya que no descendiente de
la de Chuck Berry– que de la tradición negra y Pepe Negrete acomete con
frenesí las teclas del piano. Para el escucha mexicano medio no hay una división
ni tampoco un dilema ideológico entre aceptar el rock edulcorado que encarnan
Pat Boone, Neil Sedaka, Fabian y el rock brioso, marginal, violento y subversivo
de Chuck Berry, Johnny Cash, Elvis Presley, Little Richard. (Hago énfasis en el
escucha mexicano medio porque como se desprende del memorioso ensayo La
nueva música clásica, José Agustín, mamoncín desde chiquillo, ya distinguía
entre rocks gruesos y rockcitos; lo cual siendo honestos era una distinción que
los jóvenes escuchas de rock gringo sí distinguían; para el caso cito esa
prodigiosa novela llamada It de Stephen King, donde encontramos a la pandilla
de Losers discutiendo las diferencias entre Berry y Sedaka).
Siendo Veracruz un espacio dependiente de la industria cultural, su desarrollo
musical está en intrínseca relación con el centro. Cito como ejemplo los casos de
destacados músicos veracruzanos quienes debieron emigrar y corromper sus
raíces regionales para lograr el éxito: Lorenzo Barcelata y Lino Chávez. El
antecedente más remoto del rock en Veracruz y en este caso de Xalapa es Los
Hermanos Carrión, cuyos comienzos se remontan a 1955 cuando Ricardo
Carrión, El Güero, junto con su primo Joaquín Carrillo, integró en Xalapa,
ciudad de su residencia, un trío romántico intérprete de boleros. Fue en esta
ciudad donde conocieron el rock’n roll. Al igual que ocurrió con otros jóvenes,
el contagio ocurrió a través de Semilla de maldad, la cinta mencionada de
Brooks. Lalo Carrión ha recordado cómo al escuchar el célebre conteo con que
Bill Halley da inicio a Rock around the clock –canción que acompaña los
créditos al principio de la cinta–“fue como si hubieran visto a un extraterrestre,
algo fuera de lo normal, que puso a bailar y a brincar al mundo entero.”
Posteriormente ya en México incursionaron en el rock con un conjunto integrado
por Ricardo y Eduardo Carrión que actuaba en las fiestas de los clubes
deportivos. Ricardo, a la sazón estudiante de arquitectura, conoció en un
despacho a Diego de Cossío, guitarrista fundador de Los Camisas Negras (luego
Black Jeans), quien a la desintegración de este grupo se uniría, junto con su
hermano, al de Los Carrión convirtiéndose en su guitarrista y arreglista
principal. Los Carrión grabaron en 1960 un disco E P con cuatro temas: “Dices
no”, “Dulce visión” –I can’t stop loving you, la canción de Don Gibson que la
versión de Ray Charles había vuelto número uno mundial, y que ya previamente
habían grabado Los Panchos como No puedo vivir sin ti; la versión al español de
Los Carrión es autoría del padre, el ingeniero Ricardo Carrión–, “Oh, solitario”,
“Dime quién”. Poco después apareció su primer disco de larga duración, El gran
show de los Carrión (Cisne Raff, 1961), ya con los hermanos Diego y Juan de
Cossío, además de Ricardo Escasena, integrados al conjunto. Una de las rarezas
de este disco es que “Oh, solitario”, posteriormente un éxito de los Carrión,
aparece en una versión que incluye a Javier de la Cueva, baterista de Los
Camisas Negras, tocando el piano.

El espejo y su eco

Si en México el nacimiento del rock es indisociable de una visión mercadológica
para explotar a un subgrupo de clientes potenciales, los jóvenes –aún no los
subdividen en adolescentes–, en Xalapa es inherente a su condición de ciudad
universitaria y burocrática. El rock comienza como prolongación del relajo
estudiantil; acompañamiento de los romances juveniles en las neverías y ruido
ambiente en tardeadas y fiestas de estudiantes: en el Colegio Preparatorio de
Xalapa y en la Escuela Normal Veracruzana. Juego de espejos, los primeros
exponentes son la versión local y muchas veces provinciana de los grupos
fundadores de rock ‘n roll mexicano; copias a su vez de los conjuntos
norteamericanos. Recuerda César Melo, pionero del rock en la ciudad,
exintegrante de Los Jetters: “Nosotros tratábamos de sacar una copia para
interpretar su música, pero ya en español. Seguimos la copia de ellos. En la
escuela secundaria empezamos a ver que era atractivo, una diversión. Era
agradable estar tocando, oír música de rocanrol.”5
Más allá de la curiosidad del surgimiento de los Hermanos Carrión en Xalapa y
del antecedente de Antonio Quirazco –músico siempre excluido de las historias
orales y escritas– en la Orquesta de Ingeniería –considerada una de las
agrupaciones pioneras del rock mexicano, el grupo nuclear de la primera etapa
del rock en Xalapa es Los Jetters, cuya formación, con los hermanos Víctor y
Filemón Arcos, experimentaría vicisitudes hasta devenir Los João. Considero
nuclear a tal banda no sólo porque atrae a César Malo –ex Chicos Malos–, sino
porque los músicos de esa época la recuerdan como primera e inspiradora para
acometer sus propios grupos. Su actividad podría compendiarse hasta 1967.
Rasgos singulares que conferirán un carácter al rock xalapeño: los grupos no
nacen por designio, no responden a una estrategia mercadológica, son producto
de la mímesis; segundo: más que conjuntos profesionales resultan combos
estudiantiles. De este modo desde su nacimiento el rock xalapeño posee señas
particulares: la vinculación estudiantil y la contextualización del género en la
más amplia escena musical de la ciudad. Si las historias del rock mexicano ceden
a la tentación de la nostalgia –incluso de esa peor que es la no vivida, porque
falsea los datos–, evoquemos con nostalgia (no vivida) la Xalapa de las avenidas
incipientes, del trazo de Ávila Camacho, 20 de Noviembre, de la construcción
del Teatro del Estado, de la emergencia de La Pérgola y de la arquitectura de
Enrique Murillo como emblemas de la modernidad y recordemos que esa Xalapa
tan provinciana y neblinosa con el ácido aroma del hueledenoche envolviendo
las pedregosas callejuelas –aunque no haya ladrillos amarillos–, es también la
ciudad famosa por su editorial universitaria, por haber efectuado los dos
festivales Pau Cassals –lo que situó a la otrora villa de recreo enfáticamente a
nivel nacional. ¿Cómo esa Xalapa tan ufana de su naciente prestigio cultural y
universitario podría apoyar a los jóvenes rocanroleros? Locuras de juventud,
diría Libertad Lamarque; y Xavier Villaurrutia, en esa tertulia de los diálogos de
ultratumba, sentenciará: Pero la juventud es el único pecado que se cura con los
años.
De ahí acaso el desdén que ha acompañado al rock veracruzano,
particularmente en Xalapa, por parte de los músicos de los géneros dilectos de
los intelectuales y músicos serios. Si en la escena musical mexicana y en
regiones seminales, como Tijuana, Guadalajara y Monterrey, la historia del rock
entronca con los caminos de la música tropical –cumbia preferentemente– y con
la balada, en Xalapa el rock entronca con el jazz y con la música clásica. Los
guitarristas de la primera hornada de rocanroleros mexicanos se convertirán en
grupos tropicales (Los Flammers), de baladas y lo que venga-es-bueno-mientras-
haya-varo (Los João), arreglistas (Eduardo Lalo Rodríguez), neocumbieros (Los
Socios del Ritmo, Mike Laure), copiones melodramáticos (Yndio), pero en
Xalapa los músicos de la segunda ola de la estudiantil escena llegarán al jazz
(Guillermo Cuevas y Humberto León: Orbis Tertius) o devendrán en intérpretes
de música clásica, un derrotero común a varios exponentes de entonces y de
ahora.
De los Monkys al Monchi

En 1965 The Flammers,6 conjunto procedente de Veracruz, se convirtió en el


primer grupo de rock del estado en grabar un disco. Para 1967, Los Jetters,
emigrados en la Ciudad de México y rebautizados como Conjunto de
Arquitectura, se esforzaban por grabar un disco, acaso influidos –o aquejados–
por el hecho de que The Flammers tuvieran ya uno. Cedo la palabra al prolijo
cronista de la música popular mexicana, Antonio Carrizosa, quien con prosa
cervantina relata:

A mediados de la década de los años sesenta, vino de Veracruz, un conjunto
musical llamado regionalmente Los Jetters y al establecerse en la capital
prefirieron denominarse Conjunto Arquitectura, con la esperanza de hacerse de un
nombre en nuestro país. La ambición era mucha; la ilusión, gigante; el hambre,
gigantesca y el empeño, más grande que todo junto.
Al llegar a la capital, se encontraron con que ya había una enorme invasión de
conjuntos llegados de todas las latitudes de la República mexicana, por lo que
trataron de entrar a una compañía de discos, a la radio, a un escenario donde
desenvolverse, ya fuera un café cantante, un teatro de revista, un salón de baile,
donde fuera con tal de salir adelante.
Después de visitar un par de disqueras, firmaron con una compañía mexicana que
les impuso un nombre artístico. Como recién grabaron una versión al español de un
éxito norteamericano de un conjunto que estaba sonando en la radio con mucha
insistencia, se llamarían como el conjunto norteamericano.
De esta manera, mientras que el conjunto norteamericano llamado The Monkees
sonaban con el tema del mismo conjunto y luego con Soy un creyente, la
agrupación veracruzana dejaría de llamarse Conjunto Arquitectura y se llamaría
Los Monky’s y grabaron: Hey somos Los Monky’s, Dame tu vida (soy un
creyente), Así esta bien y Mi sueño.7

Después de un primer disco EP en Orfeón con los siguientes temas: Hey somos
los Monkys, Soy un creyente, Así está bien, Mi sueño; grabaron un LP The
Monkys a go go –nota al margen: algunos rocanroleros contemporáneos suyos de
Xalapa citan que Los Jetters grabaron un disco; es éste– tras lo cual
desaparecieron. Estadísticamente se trata del primer disco grabado por un grupo
de Xalapa. Para el registro: incluye los temas: lado 1: “Soy un creyente”,
“Teresa”, “Irresponsable”, “Como tú”, “Mi sueño”; lado 2: “Así está bien”,
“Delincuente”, “Verano en la ciudad”, “Anna, mi amor”, “Los Monkys”.
O se transformaron, ya que dejaron de ser un grupo limitado a interpretar los
éxitos de The Monkees para devenir un grupo más avezado a explorar tendencias
musicales contemporáneas, pero ya no únicamente rock. Esta será acaso la
agrupación musical oriunda de Xalapa más conocida a nivel nacional. Me refiero
a Los João, que de rocanroleros y exponentes de la denominada balada moderna
devinieron intérpretes de diversa laya: balada moderna (Dónde vas, chiquilla,
Quédate), high energy (Vamos a la playa), tropical, salsa (Pedro Navajas) disco
music (con su interpretación en español del éxito de 1979, Disco Samba, del
dueto belga Two Man Sound, por los que se les recuerda, a menudo más infame
que destacadamente), boleros y lo que suene y tenga posibilidades de éxito
comercial.
Como Los João –con esta alineación: Armando Arcos, Filemón Arcos, Jorge
Arturo Barragán y Roberto Alarcón– firmaron con Orfeón editando su primer LP.
El director artístico, Francisco de la Barrera, Paco, mítico productor que prohijó
los primeros grupos de rock en español, los convence de incorporar los ritmos
brasileños con los que ya estaban familiarizados desde su época xalapeña;
recordemos que su nombre original es Os João, en homenaje a João Gilberto.
Ante la falta de éxito cambiaron de disquera. Con Mussart publican su segundo
LP que incluía, además de su primer éxito, “Chiquilla”, una composición del
nicaragüense Carlos Mejía Godoy, el “Credo”, cuya interpretación en una
emisión de Siempre en Domingo interrumpió ese supremo juez del gusto
llamado Raúl Velasco por considerarla subversiva. Antes de convertirse en el
grupo versátil capaz de grabar todo lo que sonara a éxito tuvieron también
inquietudes dentro de la balada más progresiva y participaron en el OTI en 1976 y
1978, respectivamente, con composiciones de Felipe Gil –el exFabricio– y de un
paisano muy querido por los intelectuales y estos lares: Germán Dehesa y
Fernando Riba.
Aun cuando los puristas excluyen a Los João de la historia del rock del mismo
modo que a otros grupos por devenir tropicales –Los Fratello, cómo no
mencionar aquí a los creadores de la versión castellana de “Only you” de The
Platters; The Flammers, quienes grabaron versiones de The Beatles, alguna tan
risible como “Taxman”, pero también lograron interpretaciones decorosas como
“Hazme una señal”–, es esta agrupación una de las pocas que otorgan
corporeidad al rock xalapeño, voluble y cambiante. Al respecto en uno de los
mejores trabajos sobre rock de la biblioteca mexicana, Javier Bátiz recuerda
haber visto a Los João en Tijuana.8
Los João merecen ser recuperados como exponente del rock mexicano del
mismo modo que grupos caracterizados por copiar más que componer se
consignan sin mayor conciencia de culpa –pienso en Jonnhy Jet y Los Dínamos,
el grupo Macho. Más aún, Los João esperan su rescate por ser de los primeros
grupos que incursionaron en la fusión, la hoy tan reivindicada mezcla de
géneros. Su sonido original no estaba muy lejos de otras bandas que se recuperan
a menudo en la historia oral del rock xalapeño: Los Cinco Soles, Papa’s New
Band, Soles Brass (Reyes Landa con Humberto León, hoy Orbis Tertius).
Agrego: con frecuencia, cuando se recuerdan los sesenta de Xalapa, se les
menciona tocando en el Terraza Jardín, un recuerdo que ya no sabemos si es
propio o construido –una reciente semblanza de la académica Guadalupe Flores,
en ocasión del reconocimiento que la Universidad Veracruzana, a través de la
Facultad de Letras Españolas, otorgó al escritor Luis Arturo Ramos, situaba al
joven aprendiz de escritor en la Xalapa estudiantil de los sesenta escuchando a
Los João, lo cual es flagrante anacronismo.
Como acotación, pero como una línea que propongo explorar, menciono que
Los João serían emblemáticos del devenir de un grupo que tras un comienzo
apegado al rock’n roll y un intento por componer música original –en este caso
de una temprana fusión–, tras emigrar a la Ciudad de México en busca de una
oportunidad, terminó, a sugerencia de la casa discográfica pero también por el
creciente desinterés de las discográficas en los grupos de rock, incursionando en
diversos géneros hasta convertirse en el epítome de grupo versátil que es ahora.
Su historia, para circunscribirnos al caso veracruzano, no es lejana al devenir de
Los Flammers, grupo oriundo de Veracruz, de todos conocido como exponente
de la música tropical, pero cuyos inicios son dentro del rock, siendo parte de esa
segunda ola de roqueros mexicanos que comenzaron a versionar los éxitos del
rock –despojado ya del roll: Johnny Jet y Los Dínamos, Los Apson, Los Yaqui.
The Flammers interpretaban a The Beatles mientras que Los Fratello persistían
en una adecuación del estilo doo wop –o du ua.
En la historia del rock veracruzano falta dilucidar si The Flammers son el
primer grupo de rock o ese honor corresponde a los xalapeños de la Orquesta
Electrónica. Los aludo como The Flammers porque tal se llaman en 1960. Poco
después se desintegran pero sus principales integrantes reaparecen en 1961 como
Los Silver King, grupo que duró dos años –al paso Los Silver King, con nueva
encarnación, continúan tocando en Veracruz–. Tras una nueva desintegración
conforman Los Rockers y en México consiguen grabar en 1964 para la marca
Riviera, subsidiaria de Discos Cisne, con lo que se instauran como el primer
grupo de rock veracruzano en grabar un disco de larga duración. Entre los fusiles
del disco –de nombre homónimo: Los Rockers– se encuentran “Despeinada” y
“El Gran Popeye”, además de un par de twists. Su segundo disco aparece con el
nombre de Muévanse todos y entre las rarezas que cabe mencionar están “Al
compás de Chopin” (“¡Roll over Beethoven!”), “Llorar en las sombras”, cover
de “Cry for a shadow” que interpretaba Tony Sheridan con aquellos muchachitos
llamados The Silver Beatles. Los integrantes de este grupo de avanzada fueron
Jorge Ortega, Ramón Herrera, Roberto Bueno, Gustavo Goddard, Roberto
Milchorena y Miguel Ángel Abud.
En 1964 se convierten en Los Flammers; sus integrates son: Roberto Bueno,
guitarra, como líder indiscutible, Alberto Sandoval, Coné, vocalista, Fidel
Barriga, guitarra, Rodolfo Aguilar, bajo, y Raúl Alatorre, baterista. Con la
incorporación en 1965 de Abel González al requinto, Bueno toma el bajo. Tras
sus incursiones en el rock, donde grabaron versiones de diversos éxitos de
grupos tan distintos como The Beatles (“Taxman”, “El tonto de la colina”),
Brenton Wood (Hazme una señal, 1968), Status Quo (La foto de un hombre,
1969) devinieron grupo de música tropical, siendo uno de sus mayores éxitos
"Juana la cubana". Su página oficial en Internet proclama que sus discos han
vendido más de tres millones de copias y aseveran que han producido más de
114 títulos.9


El viaje a la gran ciudad

“¿No todos los grupos del sureste debieron establecerse en el DF para hacerla en
grande?” se pregunta Antonio Carrizosa, especialista en rock’n roll y cronista de
la evolución de los principales géneros de la música popular. Lo curioso es que
esta emigración, de la que Los João fueron sólo el rostro más visible, tendría
consecuencias negativas para el derrotero como creadores de los emigrados.
Además de Los João, cuyo caso ya reseñamos, otros roqueros de Xalapa
buscaron el éxito metropolitano. Entre ellos, Los Cinco Soles, quienes grabaron
con Orfeón versiones de rock’n roll y baladas, alguna de ellas mostrando ya la
influencia del sonido garage estadunidense –como “Mary, Mary”– y otras
acusando la influencia de una temprana incursión en la balada moderna –“El
sol”–; Everardo y Rolando García Moreno, otros de los padres fundadores del
rock xalapeño, integrantes de Los Zipper’s (1961), rivales directos de Los
Jetters, que deviene La parada suprimida –que dejará huella en la conformación
de la escena musical xalapeña–; y un solista: Eduardo Lalo Rodríguez, quien de
músico integrante de Los Cinco Soles, Soles Brass y la Papa’s New Band devino
compositor para Verónica Castro (“Yo quisiera señor locutor”, “El ritmo de la
noche”), Christian Castro (“A mis pollitas”), Ana Gabriel (“Eso no basta”),
además de arreglista y adecuador de los éxitos de Village People para el grupo
Latino, como “Los piratas” (“In the navy”), “No puedes parar la música” (“You
can’t stop the music”).
Eduardo Lalo Rodríguez (Alvarado, 1950), quien ha vuelto a Xalapa, ciudad de
la que no es nativo pero en la que comenzó su formación musical siendo aún
estudiante de Economía, es a su modo también un ejemplo de esa trayectoria
tópica de los roqueros mexicanos durante la transición de los sesenta a los
setenta. En Xalapa integró siendo estudiante (de nuevo esa vinculación) Papa’s
New Band, los Cinco Soles y Soles Brass. Ejemplo de su primer estilo
compositivo y de la lírica ambiente en la época es “Mañana”, interpretada con
Papa’s New Band, grupo fundado por música de Rodríguez y letra de Francisco
Beverido, actualmente reconocido hombre de teatro –actor, director, memorista,
archivista–.

Mañana dejaremos
Flores en los jardines
Un sol en cada ventana
Mañana dejaremos
Cielos poblados de estrellas
Mostrando sólo sonrisas

De esa época de la que apenas hay registro –menciones aisladas– y con una débil
cronología –así Soles Brass por ejemplo es mencionado como grupo de los
setenta cuando tocan en Xalapa en los sesenta de 1969 a 1971– el único grupo en
activo es Los Gremmies. Fundado en 1967 por jóvenes estudiantes del Colegio
Preparatorio de Xalapa, entre sus integrantes destacan Victoriano Tobalina,
Nano, guitarra, y Rafael Cerrillo, guitarra rítmica además de los hermanos
Nájera: Kiko y Memo. Este grupo xalapeño fue invitado en 1968 por Orfeón
para grabar un disco pero en vez de aventurarse como músicos prefirieron
concluir sus estudios. Actualmente, como conservadores rituales de la llama del
rock en Xalapa, Gremmies continúa activo en escenarios como el Café Teatro
Tierra Luna y el café Lindo de Xalapa, entre otros. Por su parte, Nano Tobalina,
quien fundaría posteriormente Papa’s New Band, ocupa un sitio especial como
referencia de la técnica roquera y maestro, así fuera de modo tangencial, de la
siguiente generación de roqueros del mismo modo que lo han sido Tito de la
Rosa, Everardo García, El Ratón o más recientemente Alberto Morales (El
Gato), Chava Blues (Salvador Ramírez) y Héctor Cabrera, El Cabra.
Recapitulando podemos decir que el rock en Xalapa nace sin más señas de
identidad que la asociación con los escenarios estudiantiles de sus exponentes.
Mencionamos a los Carrión como oriundos de la ciudad aunque su historia se
remonte al sureste y su etapa pública sea en la Ciudad de México; a la presencia
que tuvo Toño Quirazco en la Orquesta de Ingeniería; y ya como grupos estables
en Xalapa a Los Jetters, Los Zipper’s (Everardo y Rogelio García y Sidi Matus),
Los Stranger (Toño Quirasco y Tito de la Rosa), Los Beckets, Los Saints, Los
Savage Beats, Los Gremmies, Los Monkys, Los João, Los Cinco Soles, la
Papa’s New Band y La Parada Suprimida. En estos nombres se compendía la
transición del cover del rock en español al cover en inglés. Este derrotero es
también tópico del rock nacional: de un primer momento interpretando
adaptaciones al español de los éxitos del rock’n roll se transita a versiones en
español de la ola inglesa y en seguida a la interpretación autóctona, en inglés, de
los éxitos del hit parade.




Para esta investigación se entrevistó a Salvador Ramírez, Chava Blues; Rafael


Cerrillo, Alberto Morales, El Gato y Conrado Ánimas. El autor agradece a todos
ellos su generosidad y memoria.
Alberto Morales es el mismo que El gato, incluso ahora escribe y toma
fotografías para algunos periódicos y se identifica así: Alberto el Gato Morales.



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ZOLOV, Eric (1999). The Rise of Mexican Counterculture. Berkeley: University
of California.
1 Escritor, crítico y editor. Ha publicado libros de poesía, cuento y ensayo; y antologado narrativa y
ensayo. Como crítico de rock y música pop ha publicado en la revista Cambio, DF, Graffiti, Letras Libres,
Nexos y reseñado conciertos para Reforma, Letras Libres y Cuadernos del Auditorio. Su libro más reciente
es Sitio del verano (poesía, Instituto Literario de Veracruz, 2013).
2 Película dirigida por Mel Brooks en 1974.
3 Esta composición aparece en la cinta Ay… Calipso, no te rajes de Jaime Salvador (1956) donde también
se aprecia a Chilo Morán, a la sazón miembro de la orquesta de Mario Patrón tocar un boogie woogie
arrocanrolado.
4 “Mexico played a distinctive role in this process of rock’n’ rolls transnationalism. In other contexts
rock’n roll imitators were often repressed, or perhaps one or two especially talented artists gained the
privilege of a record contract. In Mexico, however, the rock’n rollers were outwardly embraced by local and
transnational capitalist interests, found endorsement (at least partially) from the regime, and discovered a
level of fame that catapulted them into national and international stardom.” Erick Zolov, Refried Elvis: The
rise of the Mexican counterculture, p. 10.
*The national anthem of rock’n roll: Dick Clark.
5 Homero Ávila Landa, "De rockeros y neojarochos", 2012, p.121.
6 Escribo The Flammers y no Los Flammers porque en su origen, en su época roquera, así se llamaba el
cuarteto, que tras vicisitudes se convertiría a partir de 1965 en Los Flammers.
7 Antonio Carrizosa, “Gracias por el recuerdo” (13), en Notitas Musicales MX
(Notitasmusicalesmx.blogspot.mx/2012/07/gracias-por-el-recuerdo-13-por-tono.html
8 En Oye cómo va de José Manuel Valenzuela y Gloria González, eds.
9 La información ha sido tomada de esta página: http://www.losflamers.net/, en la sección Biografía:
http://kntant.angelfire.com/flamers2012/bio.html [consultada en enero de 2015].
La música huasteca


Román Güemes Jiménez1

Las divisiones impresas
Que a “troche y moche” se hicieron,
La Huaxteca convirtieron
En virtual rompecabezas.
Francisco Neumann Lara

La región

A la Huasteca se le conoció con diferentes nombres: Cuextlan, Cuextecapan,


Suchitlalpan (entorno florido), Panoaia o Panotla (lugar de paso),
Tonacatlalpan (lugar de nuestra carne o de bastimentos) y a sus pobladores
originarios como Tohueyome (nuestros amigos), Panotecas (los del Pánuco) y
cuextecas o huastecos. Todos estos calificativos provienen de la lengua náhuatl.
El más discutido es el de cuexteca o huastecos que se ha explicado de muy
diversas maneras: por ser la tierra de los cuextli (ciertos caracoles largos); por
haber tenido como líder a Kuextekatl, quien los guió hacia el oriente; o por ser
territorio donde abundaba los árboles de huaxin. Todos estos nombres
(sumándole los coloniales de Provincia del Pánuco o la provincia de la Victoria
Garayana) hacían referencia al territorio hacia la mar del norte donde se incluían,
además de los huastecos, a los nahuas, totonacas, tepehuas, otomíes y
chichimecas. Desde antes de la conquista española, la Huasteca ya era una
región pluriétnica.
No fue sino hasta hace más o menos cuatro décadas que a los huastecos se les
trató en la literatura antropológica con su propia autodeterminación, es decir,
como los tének o teenek, término que aún entraña una difícil explicación, pues se
afirma que, se trata de una contracción de Te’ Inik (Te’, aquí e Inik, hombre) con
la traducción: “los hombres de aquí” o “de aquí somos”.2 Actualmente, son
muchos los esfuerzos realizados a fin de lograr una delimitación territorial
precisa de la huasteca; sin embargo, dichos empeños resultan un tanto azarosos e
imprecisos, pues son varios los criterios que influyen en esta tarea, entre ellos el
arqueológico y el lingüístico. Convencidos estamos de que, a la fecha, cada
grupo que puebla la huasteca tiene su propio mapa imaginario y la suma de estos
distintos enfoques y visiones da como resultado una gran región que comparte
soportes culturales fuertes y diversos. Finalmente, la huasteca es una patria chica
que se ocupa como una casa grande, donde resulta paradójico que sea el mestizo
quien, convencionalmente, se detente como un verdadero huasteco, a diferencia
de las etnias cuya huastequidad radica en formas culturales muy bien definidas y
diferenciadas. La Huasteca es múltiple y única a la vez. Su gente, su riqueza sin
par, se caracteriza por ese sentimiento tan profundo y limpio que siente por el
solar nativo, donde son depositarios de amplios conocimientos ancestrales y de
una espiritualidad asombrosa, que les ha conferido la capacidad de mantener
vivas sus costumbres expresadas en ceremonias y rituales, que son asimismo la
lucha misma por mantenerse en pie como pueblo.
Ese empeño sin límite por sostener su presencia, ha trascendido a lo largo de la
historia manifestándose en la vida actual.
El ser huasteco, el sentirse parte de la amalgamada cultura regional, se proyecta
en cada una de las esferas de la vida comunitaria.
Hoy día, la Huasteca abarca porciones considerables de los actuales estados de
Veracruz, Hidalgo y San Luis Potosí, –lo que dio origen al polémico y muy
extendido concepto de las tres huastecas–y minoritariamente de Tamaulipas,
Querétaro y Puebla. Lo que le confiere gran riqueza humana y cultural. Ahí se
asientan las etnias originales teenek bitzou o teenek bichou, nahuas
(masewalimeh), otomíes o hñuhú; los li.sani, limasihpihní o tepehuas; los
totonacas y los pames o xi’iuy (xi´úi), que no obstante compartir rasgos
culturales comunes, poseen su propia lengua y cultura. Esta realidad se modificó
con el arribo de los conquistadores hispanos y el posterior tráfico de esclavos
procedentes del norte de África ya que propició un nuevo mestizaje, tanto racial
como socio cultural.
Estamos hablando, pues, de una región multicultural y pluriétnica, con
identidades hasta cierto punto distintas; pero con el sentido territorial único. Por
otra parte, todas estas etnias conviven con la población “mayoritaria”
conformada por los mestizos.
La Huasteca se ubica dentro del área que corresponde al trópico, en la zona
hidrográfica llamada cuenca baja del Río Pánuco. Ha cobrado fama como región
ganadera y también como zona petrolera donde se abrió el primer pozo del país.
No es tarea fácil detallar el perfil cultural de la Huasteca. Cada grupo en sí
implica un universo complejo en donde los cambios se generan, a veces, de
comunidad en comunidad en una misma etnia. Las distancias, las condiciones
económico-sociales y las formas de concebir el entorno natural van marcándonos
líneas distintas y diversas. No obstante, el maíz, en todas las etapas de su
desarrollo y las ampliaciones que tiene su cultivo, va sirviendo de eje para
entender apenas un poco más de cada uno de estos grupos rurales y en gran parte
marginados. El maíz (idhidh, sintli, sinti, kuxi, mhud, edä, ntjoa) es la principal
deidad y se le representa de manera similar en cada etnia. La narrativa oral, nos
da cuenta de cómo este importante grano, alimento base, es el centro del mundo
mágico-religioso de los pueblos que conforman la mítica Huasteca.
La Huasteca ha sido desde siempre un entorno que algo o mucho ha tenido que
ver con nuestras simpatías. Carismática por variadas razones, su virtud esencial,
ha fijado en todos nosotros la idea de la abundancia y del cariño, aun en las
carencias y la marginación. Actualmente, la asociamos con sus manifestaciones
culturales más sobresalientes: Huapango, zacahuil, bocoles, Xantoloh, cecina o
carne seca vendida por brazadas. Pero eso sólo es una pequeña parte. En ella hay
más, mucho más.


La música huasteca

Como producto de la conquista y el mestizaje la música, el canto, el baile y los
instrumentos de cuerda fueron fusionándose, adaptándose, transformándose
hasta conformar lo que hoy conocemos como música mexicana con fuertes
variantes regionales, en el caso de la Huasteca, encontramos una fuerte presencia
de numerosas formas musicales, géneros y estilos que han sido sostenidos por
comunidades y pueblos que ven en ellos parte de su identidad.
La música huasteca se produce en múltiples lugares y ocasiones, ya sea en
fiestas familiares, comunitarias, patronales o en los distintos rituales y
ceremonias ancestrales. Cuando un evento era amenizado por músicos
tradicionales, si era con banda de viento se le llamaba fandango; si era con trío
huapanguero, se le decía huapango. Hoy en día, la palabra baile se emplea sin
ningún reserva, o peor aún, se dice huapangueada. Cada día es más difícil asistir
a un verdadero huapango. Lo más próximo es un festival o una fiesta donde
asisten un sinnúmero de tríos y aficionados, cuya duración no es mayor de tres
días (con sus dos respectivas noches). Pero a un verdadero huapango ya no, ¿por
qué? Pues, cada quien tiene su propio huapango; una idea, a veces
irreconciliable, con el huapango mismo, o una manera diferente de valorarlo. Ya
no se realizan huapangos en donde no se mencione la palabra recuperar,
defender o rescatar.
Cuando se celebra alguna ceremonia, (al agua, a la tierra, a los elotes, al maíz o
un lavado de manos a los padrinos) se dice fiesta o costumbre, aunque a la del
elote le dicen tlamanas (ofrenda), era un antiguo huapango rural, a los de
adentro de la casa, se le llamaba tlaixpiali (baile) y cuando era religioso se le
llamaba ilwitl (fiesta). En las comunidades nahuas la música de viento se llama
tlapitsalistli (pits, acción de soplar) y la de cuerda, tlatsotsonalistli (tsotson,
onomatopéyica que indica acción de tañer). Un músico tradicional es un
xochisonero (sonero ritual). Aquí, aunque las cosas vayan cuesta abajo, las
ceremonias se realizan porque obedecen a un ciclo agrícola, vital. Para avivar la
fiesta y celebrar, se necesitan los siguientes instrumentos
a) Los instrumentos huastecos
A finales del siglo XVIII el violín se extendió en varias regiones y fue cuando el
son huasteco empieza a interpretarse a dúo es decir violín y quinta huapanguera;
el violinista huasteco se ha caracterizado por su virtuosismo y el sonido que
produce el violín en manos de un huasteco le ha dado renombre y prestigio a esta
región. Fue en el siglo XVII cuando nace la guitarra quinta huapanguera y la
jarana huasteca tomando como base a la guitarra barroca. La jarana huasteca se
integró tardíamente al dúo dando inicio al Trío huasteco. Sobre este particular
hay varias opiniones. Algunos ubican su inclusión en la década de los
cincuentas; otros la atribuyen a importantes lauderos huastecos de principios de
los años treinta. Considero que hay que indagar un poco más al respecto, porque
no es una tarea fácil de dilucidar, pues se trata de la creación de un valioso
instrumento musical, con más de tres afinaciones que realmente sorprenden.
De manera muy elemental mencionaré algunos de los instrumentos huastecos
existentes en la actualidad que han mantenido viva la tradición literaria, musical
y coreográfica de la región y, posteriormente, trataré algunos aspectos
relacionados con el son huasteco y huapango como las formas más conocidas de
la música huasteca.
El arpa y el rabel fueron de los primeros cordófonos traídos a la Nueva España
y, actualmente, se encuentran sólo en la Huasteca potosina entre las
comunidades tének y nahuas y son empleados para acompañar la danza. Estos
dos instrumentos también están presentes en los rituales al maíz y a la tierra. El
rabel es un pequeño violín de tres cuerdas, que produce un sonido muy agudo.
Desafortunadamente han ido despareciendo los otros instrumentos usados en
este conjunto como la guitarra (excavada) de cuatro cuerdas, sustituida hoy sólo
en algunos lugares por una guitarra sexta adaptada, que hace unos sorprendentes
bajos; y las jaranas llamadas cartonales.
En el Estado de Veracruz, sólo en la comunidad de Taxtitla-Chalma existe el
arpa que, junto con la jarana huasteca acompaña a la danza de Moctezuma, que
también se practica en La Candelaria-Huejutla, Hidalgo. En esta comunidad
hidalguense, la jarana es muy pequeña y consta, como la jarana huasteca, de
cinco órdenes de cuerdas afinadas de distinta manera.
El arpa consta de 29 cuerdas, y las hay chicas y grandes. El arpa chica
acompaña a la danza Tsakam Son (son chiquito) y la grande a la danza Pulic Son
(son grande). Los términos grande y chico hacen referencia al tamaño del arpa.
En todos los casos, se unen los cascabeles y las sonajas a la música.
La música de flauta, producida por un carrizo con tres sajaduras en la parte
inferior (dos arriba y uno abajo) y una boquilla formada por una lengüeta, es
considerada música del monte porque era ahí dónde se bailaba antiguamente. El
flautista con una mano toma la flauta y el tambor rectangular y con la otra
percute el tambor. Estos instrumentos son de la danza de las varitas
(Kuaxompiahtinih o gorros cónicos); otra flauta parecida, pero más corta, y un
tambor mucho más grande, son manejados en el carnaval otomí o n’yuhú.
El nukup o teponaxtli junto con la flauta de carrizo, llamada en tének
chulpakaab o flauta mirliton (aerófono de doble lengüeta), acompañan la danza
tének Bíxom mixthú. En ocasiones, se ejecuta la bok kóko o tortolita, que hace
segunda con la flauta mirliton. También se maneja la timá o sonaja. Existe todo
un ceremonial que tiende a proteger a estos instrumentos. Por ejemplo, el
teponaxtli es uno de los más reclamantes. Hay que darle de beber, ofrecerle
velas, comida y plegarias. Cuando se está construyendo, se debe tener al pie del
tronco que se va modelando las raíces del árbol de donde proviene, a fin de que
vaya conservando la vida y tenga un agradable sonido. De lo contrario nada se
logrará.
En toda la región se encuentran Kokowilotl (ocarina llamada paloma torcaza)
reservadas para los niños en la fiesta de Xantoloh (día de muertos), para soplar a
fin de llamar el alma de los infantes el día de konepa (31 de octubre).
Las pequeñas campanas de bronce y los silbatos son usados por los
Tlamatinimeh (ritualistas) en distintas ceremonias propiciatorias y en los rituales
al maíz (chikomexochitl). Se tañen y se pitan para atraer las bondades de las
distintas deidades y númenes. Junto con las sonajas, acompañan al dúo
tradicional los días y las noches que dure un ritual.
Violín y guitarra quinta huapanguera (dúo tradicional), ejecuta sones de
infinidad de danzas, entre ellas: El Chul, tokolimeh, mekohmeh, el rebozo, la
malinche, matlachines, xochitineh, montezontineh, cuanegros, comanches, etc.
En algunas comunidades la danza xochitineh (portadores de la flor) llegan a
tener más de doscientos sones.
Los panderos metálicos (membranófono de marco), además de violín y la
guitarra sexta, se emplean en el desarrollo de la danza tekomahtli (ardilla) del
Municipio de Zontecomatlán, Veracruz. En algunos lugares los cuernos de
bovino son pitados, en el carnaval y en Xantolo, para llamar a las cuadrillas y al
bailar por las calles.
Las hojas de naranjo (aerófono), las usan los xiwitlapitsanih (pitadores de
hojas) para la danza de Xiwiyo (la fronda) o Elomihtotianih (bailadores del
elote). Estos Xiwitlapitsanih también conforman bandas de viento tocando hojas
de cítricos, acompañados de raspadores, cajas de madera y sonajas.
La caparazón de tortuga la utilizan como instrumento de percusión los músicos
y cantores de kokolotsih, cantos de Xantolo, de Tecacahuaco, Hidalgo, y de
Xoxocapa-Ilamatlán, Veracruz.
La mandolina, con caja de resonancia de concha de armadillo, acompaña a la
danza Concheros, en Xilitla, San Luis Potosí.
El violín (cordófono de frotación), la jarana huasteca o jarana huapanguera
(cordófono de rasgueo o de golpe) y la guitarra quinta huapanguera (de rasgueo
o de golpe), conforman actualmente al Trío huapanguero en la Huasteca. Se
pueden incluir, además, el cuartillo (idiófono) que es un recipiente de madera
usado como medida de volumen, equivalente a cinco litros cúbicos, sobre el cual
se acostumbra zapatear; el chasquido, sonido producido con la lengua y el
paladar, y el zapateado (en piso de tierra o en tablado) que enriquece el ritmo del
son huasteco.
La Banda de viento también es una institución musical de la Huasteca,
conformada preferentemente por miembros de las culturas ancestrales, su
dotación instrumental es la siguiente: tres trompetas o “pistones” (aerófonos de
boquilla insuflados), un bajo, un bombardino, un saxor, dos cornos, dos
Trombones (uno de vara y uno de pistones), un par de platillos, una tambora y
una tarola.
Tambores de Huehuetlán, San Luis Potosí. Son un conjunto de tambores de
diferentes tamaños hechos de un tronco de cedro ahuecado, con dos parches,
percutidos por dos vaquetas. Son los instrumentos utilizados en Semana Santa.
Al conjunto se le nombra tamboreros. Los instrumentos son sostenidos en el
brazo.

b) Son huasteco o huapango
En la Huasteca floreció el huapango y el son huasteco como género musical,
coreográfico, vocal y lírico con bastante soporte y fuerza. En su proceso
histórico ha experimentado una serie de cambios, que lejos de afectarlo lo han
fortalecido.
En la conformación del son huasteco y el huapango participaron tres
tradiciones culturales importantes: la africana, la hispana y las originarias de
nuestro país. La impronta de cada una de ellas está presente en ambas
manifestaciones culturales huastecas.
La diferencia más inmediata entre son huasteco y huapango es categórica: el
son huasteco es la música que se interpreta en un huapango. El huapango es la
fiesta; es el sitio donde se toca son huasteco para que la gente lo baile, lo cante y
lo disfrute. Sin embargo, como sucede con todos los géneros musicales de
América, el nombre del baile se utiliza también para denominar a la música y el
canto. Por mucho tiempo ha sido indistinto llamar al son huasteco como
huapango. Es más, se dice son huasteco o huapango; o son huasteco también
llamado huapango, como si intentáramos no cometer un error o una
imprudencia, como si no tuviéramos la certeza de estar diciendo lo correcto.
Para referirnos a los músicos sólo se les dice huapangueros, trío huapanguero; a
los zapateadores se les llama bailadores de huapango, y a los cantadores se les
nombra cantores de huapango.
No obstante la diferencia original muy clara entre son huasteco y huapango, al
ir evolucionando nuestra música, se fueron complicando las cosas y surgieron las
diferencias, muy marcadas, entre un término y otro. Para distinguirlos, hay una
primera referencia, digamos surgida en el campo, en las comunidades rurales, y
con esa idea creció quien esto escribe: el son es instrumental y el huapango es
cantado. De aquí se derivan otras divergencias: el son se danza y el huapango se
baila; el son es ritual, ceremonial y el huapango es festivo o pagano.
Más tarde, con la proliferación de canciones a ritmo de son huasteco, se
vigorizan las opiniones, se fortalecen las diferencias y, el panorama
prácticamente corresponde ya a los estudiosos, a los académicos.
Respecto al son huasteco se afirma que es anónimo, que se puede interpretar en
diferentes formas poéticas sin necesidad de que haya un orden establecido para
cantar, en verso sabido o improvisado, cada una de ellas; mientras que el
huapango requiere de estrofas inalterables o fijas, con unidad temática.
El huapango de ahora, además de involucrar el baile, forma desde 1940 gracias
al compositor hidalguense Nicandro Castillo un género musical específico, al
respecto, Rivas Paniagua3 señala que Nicandro y sus colegas compositores
ampliaron el campo semántico de la palabra hasta abarcar un nuevo género
musical: el Huapango, que no obstante ser un género musical hermano, tiene
cuatro grandes discrepancias:
1. El huapango tiene una secuencia invariable de estrofas y su letra es fija,
respetada.
2. El huapango se ciñe a su patrón melódico original, tanto en la introducción
como en las partes cantadas y los interludios, rara vez con variantes (y éstas,
mínimas), a diferencia del son huasteco, (que es jazziado, es decir abierto y
sincopado).
3. El huapango, por lo mismo de sus versos y melodía estandarizados, posee una
duración preestablecida, en contraste con el son huasteco, que dura cuanto
desean los músicos.
4. El huapango deja de ser aquello que por esencia define al son huasteco:
tradicional, anónimo, colectivo, del dominio público (“¡Sabrá Dios quién
compuso los sones huastecos!”), y de películas y, por tanto, susceptible de
regalías.
Hay otras diferencias significativas, lo mismo en el terreno musical que en el
lírico:
1. Nada extraño es en el huapango un recurso ajeno a la casi totalidad de sones
huastecos: el empleo de estribillo; es decir, de un dístico, terceto, cuarteta o
doble cuarteta que a manera de coro se repite al final de cada copla.
2. El falsete usado en el huapango es largo, opuesto al falsete corto del son
huasteco.
3. El son huasteco no es narrativo, no suele narrar una historia, un suceso de
principio a fin, y tampoco sigue una línea espacial o cronológica, como
normalmente sí lo hace el huapango.
4. Los versos del son huasteco son independientes, libres.
Nicandro llevó el huapango al cine y al mariachi. De alguna manera fue quien
alentó a compositores huastecos (Cuco Sánchez, Valeriano Trejo, los hermanos
Cantoral) y no huastecos (José Alfredo Jiménez, Rubén Fuentes, Tomás
Méndez) a escribir canciones huapangueadas que siguen siendo famosas.
El mayor aporte de Nicandro a nuestro patrimonio musical y poético fue la
creación o transformación, del huapango en un nuevo género musical. Su
extensa obra suma 96 composiciones.
Por hoy con eso me quedo, aunque se siga profundizando en la búsqueda: se
habla en esta época de huapango tradicional, huapango moderno y canción
huapango o neo huapango, porque el son huasteco sigue evolucionando ya que
está en íntima relación con otros géneros musicales de los cuales se
retroalimenta. Eso nos demuestra que tanto el son huasteco como el huapango
están presentes; siguen siendo importantes elementos de la cultura popular
actual.

Huapango, la fiesta huapanguera



Huapango significa “sobre tablado”, de acuerdo a las opiniones que relacionan el
término con el náhuatl, tal vez porque posee toda la estructura de esta lengua
mexicana y encaja perfectamente la traducción que se ha aceptado. Se dice que
proviene de wapali “tabla” y panko “sobre”; este sufijo se forma con las palabras
pantli “bandera” y komitl “olla, cántaro”. Sin embargo, debemos admitir otras
valiosas propuestas como las del etnomusicólogo cubano Rolando Pérez
Fernández4 que la considera una voz de origen africano. Y no es la única
palabra dentro del huapango que reclama una acuciosa traducción, porque
tenemos, por ejemplo, tarango, huazanga y zacamandú.
El concepto huapango, se refiere al baile, los huapangos se realizaban
normalmente en el centro del puerto de Tampico y se desarrollaban más de uno a
la vez, y en cualquier día de la semana, además, los empresarios solicitantes
abundaban. Con el reglamento de bailes públicos (1880), se instala la policía
para vigilar el orden y la hora en que deben concluir los huapangos. Es decir, se
deduce que, antes de este decreto, los huapangos duraban toda la noche y parte
de la mañana del día siguiente.
El empresario, no obstante la presencia policial, carga con toda la
responsabilidad: vigilará a los que porten armas y avisará a la policía para
detener a los borrachos; evitará los escándalos y tendrá que ayudar a la policía en
todas estas fatalidades. Finalmente, se señala que si sucede alguna contingencia
se suspenderá el baile y se cancelarán las licencias. Las expresiones de
especulación y de gusto, relacionadas con el huapango, siguen funcionando en la
Huasteca. Un baile de especulación es un evento donde el principal fin es el
lucro; un baile de gusto es sólo para divertirse, aun cuando haya venta de
bebidas espirituosas y comida. Los empresarios siguen existiendo, tanto para
organizar huapangos como cuadrillas de danzantes del Xantolo.
Hasta los años sesenta se estilaba también el huapango mixto (música de son y
de pieza, es decir, trío y orquesta que la mayoría de las veces la conformaban los
mismos músicos huapangueros).
Antiguamente, hasta 1960 aproximadamente, había distintos tipos de
huapangos, porque también la fiesta en sí presentaba variantes importantísimas
que caracterizaban a pueblos y rancherías. Así, tenemos que en algunas
comunidades, sobre todo en aquellas donde convivían mestizos e indígenas,
había infinidad de formas sorprendentes de huapango. Pensemos, por ejemplo,
en las comunidades de la Huasteca meridional veracruzana. Aquí, en el tiempo
pasado, el baile o tlaixpiali era anunciado por unos niños que andaban gritando
en las calles y caminos, señalando el próximo festejo. La gente se preparaba para
asistir al huapango, amenizado por un dúo tradicional que tocaba una serie de
sones, hoy en desuso, pero que aún perduran en el recuerdo. Entre ellos está la
Ahkelina (Angelina), el Chicle, el Apareado Loco, el Llanto del Niño, sones de
Vuelta o Desenojo, Flor recortada o tunca, El Tolico, ixtlapaltsiktli, entre otros.
Este tipo de huapango era realizado en la galera y se prolongaba hasta el
amanecer.
Había otro huapango especial que se desarrollaba en el interior de una casa
cualquiera, especial para que los jóvenes, hombres y mujeres se conocieran e
intercambiaran afectos, bajo la mirada vigilante de unas ancianas que portaban
bastones o garrotes para impedir que algún joven se pasara de listo. Tocaban y
bailaban en el interior de la casa desde el atardecer hasta alcanzar las dos de la
mañana en que ya era esperado el son Axixtilonih (son del urinario), que permitía
a toda la concurrencia salir a contemplar el cielo estrellado y compartir los
secretos de la noche, mientras desahogaban la vejiga. Este son también se
llamaba alaxoxiwitl (las hojas del naranjo).
Una variante más eran los llamados huapangos de ensayo que se realizaban en
los patios más admirables del rancho a fin de que la muchachada fuera
introduciéndose en su cultura; aprendiera el zapateo para que no hiciera el
ridículo en otro lado; se enseñaban todas las normas, reglas y códigos tanto de la
música como del zapateado.
En otras zonas, el huapango de galera (llamado también de candil) alternaba
con los bailes de salón amenizados por pequeñas orquestas para bailar de
gancho, es decir, abrazados. Sin embargo, el huapango siempre fue un baile
colectivo, multitudinario: innumerables parejas que zapateaban al compás de un
solo trío. Muchas de las fiestas actuales son reflejo, al menos en lo que a
masificación respecta, del huapango; es decir, un determinado sitio abarrotado
de bailadores.
En el desarrollo del baile se fueron creando una infinidad de disciplinas,
normas y ritos, por ejemplo, al llegar la madrugada se ejecutaba el son El Llorar,
o la madrugada conocida en la Huasteca tamaulipeca como las Cotorras, que
indicaba al menos que el trío de compromiso concluía su trabajo. Si la gente
insistía en seguir bailando, se tocaba otro son, el aguanieve, de cortesía.
El huapango, en lo que a baile se refiere, también fundamentó una forma de ser
y de actuar del pueblo huasteco y era una ocasión que permitía ponerse al día
con la vida y con la realidad. Famosos son aún pueblos como El Molino,
Veracruz, cuyos huapangos enaltecieron a la Huasteca, y cuya galera todavía
reclama el zapateado de Don Camilo Guzmán Herbert, de Flora Aradillas del
Ángel y de muchos más. Lo mismo podemos decir de la Huasteca Potosina,
donde vimos bailar a mucha gente hasta en las canchas de baloncesto, alternando
con el danzar de los Xochitinih (danzantes por excelencia o portadores de la
flor).
Cuando se realizaba una ceremonia o ritual, había músicos de adentro y
músicos de afuera. Los xochitlatsotsonanih/elotlatsotsonanih son los músicos
costumbreros que le tocan a la flor (deidad-maíz) y al elote. Ellos (con los
mismos instrumentos que los huapangueros, pero sin jarana) obedecen las
rigurosas indicaciones del tlapopochwihketl (ritualista incensador o copalero) o
Wewetlakatl (hombre viejo o sabio ritualista), que en cada etapa de la ceremonia
les indica qué sones ejecutar. Como estos músicos no pueden abandonar la
ceremonia y la mayor parte del tiempo permanecen junto al altar, son los
músicos de lo sagrado y sus instrumentos también adquieren poder y vida. A los
músicos se les protege; y a los instrumentos se les adorna con flores y collares y
se les da de comer y de beber, a fin de mantenerlos contentos y que no les
“cobren” a sus dueños los servicios prestados provocándoles alguna enfermedad
o mala fortuna.
Los músicos de afuera son el Trío huapanguero que ameniza el huapango en la
galera o en algún patio alejado de la casa donde se está celebrando el ritual. Ellos
también limpian el ambiente afuera. Con la realización de este baile, los caseros
se permiten allegarse algunos recursos para solventar parte de los gastos que
ocasiona el ritual.
Son los mismos instrumentos y los mismos músicos; pero jugando roles
diferentes.
A la fecha, algo o mucho ha cambiado de toda esta realidad campesina; tanto
que se tuvieron que realizar desde 1990 los ahora famosos festivales y fiestas de
huapango a fin de recuperar y alentar un poco estos patrimonios culturales.
En los huapangos de ahora, los tríos huapangueros tocan todo tipo de sones y
muchos prefieren los sones tradicionales (zapateados huastecos) porque de esa
manera protegen su voz, ya que son instrumentales.
Casi todas las cortesías del huapango han desaparecido: se baila con sombrero;
casi no se acompaña a la pareja; ha desaparecido el corralito; ya no se escobillea;
no se friccionan las suelas; todos los sones se bailan de manera semejante, es
decir, se han olvidado las mudanzas; se ha ajarabado el zapateado; algunos
sonríen más de la cuenta; se baila con tenis; se usa tarima y no tablado, lo que
provoca que la música casi no se oiga; silban y gritan mientras bailan, silban al
terminar un son; ya no hay kwatlapechtli porque ahora están los micrófonos; los
cantores y trovadores rara vez participan porque no se les invita; los animadores
a cada rato interrumpen. En fin, todo esto debe de pasar para saber hacia dónde
vamos y para seguir en la defensa y sostenimiento de nuestros son huasteco y
huapango.


a) La poesía del huapango

En la poesía del son huasteco a las estrofas se le llaman versos y a quien


improvisa estrofas en diferentes géneros poéticos, se le llama trovador, aunque
algunos prefieran decir trovero que sería una palabra más adecuada para quien
hace trovos y no para quien trova. No hay una unidad temática en esta poesía
tradicional y para todo lo que se tenga que expresar bastan y sobran las
quintillas, las sextillas o sextinas, las seguidillas, el verso largo estribillo o
romance de al revés y al derecho, décimas largas, trovos y muy poco la cuarteta.
A excepción de la seguidilla, todos los demás versos son octosilábicos.
A la Huasteca ninguna forma poética le es ajena, ni le ha sido negada. Nuestros
poetas mañaneros han incursionado en casi todas las variaciones estróficas y eso
viene con el tiempo, aunque nunca se anotó en ningún cuaderno, porque la
mayoría de los trovadores no sabía escribir, a cambio eran buenos memoristas.
Las libretas de versos las escribieron los cantores y no los poetas. Ahí guardaban
los versos que iban aprendiendo de oídas o que le dictaba el poeta. El poeta o
trovador todo lo traía en la mente.
De toda la producción poética de la Huasteca, ligada al huapango, resalta como
forma imponente la quintilla, cuyo antiguo nombre era el de redondilla de cinco
versos. Está formada por cinco versos octosílabos, que en relación a la rima tiene
sus restricciones: ningún verso puede quedar libre, no debe de haber tres rimas
consecutivas, y los dos últimos jamás deben rimar entre sí. Esta situación le
confiere gran versatilidad y posibilidades de desarrollo.
La sexteta o sextina es una forma poética que, como su nombre lo señala,
consta de seis versos con rima alternada: a-b- a-b -a-b, que se cantan de corrido,
a diferencia de la quintilla cuyo manejo requiere repetir el cuarto verso para
alcanzar el tiempo; a esa estratagema se le llama traba o trovo (a-b-a-b-a).
La seguidilla, empleada exclusivamente en el Cielito lindo, consiste en la
combinación, casi alternada, de versos heptasílabos y pentasílabos, combinados
de la siguiente manera: 7-5-7-5-5-7-5 (a-b-a-b-b-a-b).
Los versos largos, (con retumbo y de al derecho y al revés), corresponden a una
vieja tradición lírica usada en el tiempo pasado dentro del huapango. Se trata de
versos estructurados en retahíla, también llamados estribillos o tiradas, que en la
actualidad los encontramos en la parte final de la huazanga, cuando mencionan
“Mariquita, quita, quita...”, conocidos también como “versos de Andrés” o
“versos del viejito”, aunque la versión antigua señala el verso “Dijo un viejito al
pasar...” También se cantan estos versos en el son caimán largo.
En cuanto a la décima, la tradición literaria encuentra en Vicente Martínez
Espinel (1550-1624), músico y escritor español el mérito de fijar la estructura
definitiva de la décima, al publicar, en 1591, su obra Diversas Rimas, en la que
utiliza una estrofa con el metro y la rima que caracteriza a la actual décima (a-b-
b-a-a-c-c-d-d-c).
Ya para el siglo XVI la décima es conocida en Hispanoamérica y desde entonces
se le ha cultivado en casi todo el continente. En la Huasteca la décima formó
parte fundamental del Huapango porque en determinadas etapas del mismo, el
trovador hacía un “¡Alto la música!” y recitaba; al terminar su acción, decía:
“¡Que siga la música!”, esto sucedía cuando se interpretaba el son El
fandanguito. Por muchas décadas la décima estuvo en el olvido y fue hasta 1993
cuando se reactivó realizando talleres de versificación huasteca, y con el
posterior retorno de don Víctor Samuel Martínez Segura y don Damián Calles
Rivera; el primero viejo trovador y el segundo viejo memorista. Como frutos de
estos talleres, se ha recuperado la décima y han surgido nuevos poetas.
En la Huasteca, existen dos formas de elaborar la décima de acuerdo a su
estructura: la décima espinela y otra que se conoce localmente como del
arrancado, ya que se tomaron como base las décimas del arrancado que
declamaba don Samuel, quien las llamaba “Décimas del pobre y del rico”, cuya
estructura es a-b-b-a-a-cc-d-c-d.
Al trovo también se llama quintilla con quintilla obligada. Muchos de los
versos de fundamento o sabidos provienen de trovos disueltos.
La cuarteta con estructura a-b-a-b y a-b-b-a es un atributo de la canción-
huapango.

Verso encadenado o cadena. Cuando el verso final de una estrofa sirve de base
para formar otra, de manera sucesiva, se le llama cadena.
La métrica de todos los versos, a excepción de la quintilla, es octosilábica con
rima alterna consonante.


b) El canto

El canto del son huasteco tiene como característica el falsete o yodel que
consiste en la proyección de la voz a un tono muy agudo en la última sílaba del
verso o de los aylaes.
Para iniciar un son huasteco el violín hace una introducción, enseguida entran
los acordes de la jarana y la guitarra quinta, después entra el primer cantor
haciendo una cuarteta con dos versos repetidos, mismos que el segundo cantor
contesta tal y como los expresó el primer cantor; sigue la segunda intervención
del primer cantor para concluir la copla haciendo otra cuarteta de tres versos con
traba o trovo si es quintilla; o con los cuatro versos restantes de la sexteta que es
el despliegue, e inmediatamente el violinista hace un interludio musical. Para el
desarrollo del canto en cualquier son, se va invirtiendo el orden de los
trovadores, la segunda voz será la primera y así sucesivamente.
El cante es la voz del primer cantor que declara los dos primeros versos de una
estrofa; el descante es la contestación que hace el segundo cantor repitiendo los
versos iniciales; es un diálogo del primer cantor con el segundo cantor. Aunque
se esté cantando en quintilla o sextina, con el cante y el descante se producen dos
cuartetas y, precisamente, a este primer momento del cante y descante se le
conoce como cuarteta. Este mismo concepto, aunque con una función distinta,
está presente en los xochisones, porque se le llama cuarteta a la repetición
continua de los siete sones básicos de la tradición.
Después de las dos cuartetas sigue lo que se llama el desenlace (para sextina) y
traba o trovo para la quintilla, que son los versos restantes cantados sólo por el
primer cantor. Sin embargo, hay sones en que todo corre a cuenta de un solo
cantor; él hace el cante, el descante y el desenlace.
Había sones, como el fandanguito, por ejemplo, que por tradición tenían que
ser cantados por una sola persona. Esto ha caído en desuso.
En los huapangos de antaño, cuando proliferaban los cantores, cuando a
alguien le tocaba por suerte cantar el último verso de un son, gritaban: “Se lo
llevó” y lo festejaban con regalos.
En el canto del son huasteco la voz se eleva sobre el tono en que se está
cantando para adornar el canto o para ligar un verso con otro. El falsete
tradicional es corto y pertenece al son huasteco; el falsete largo surge con la
canción huapango interpretada por el mariachi o tríos acompañados de guitarras
sextas.


c) Trío huasteco

El huapango antiguamente era ejecutado por un dúo compuesto por un violinista
y un quintero, es decir, por un músico de guitarra quinta huapanguera. Estos dos
músicos acompañaban a una serie de cantores que se aglutinaban alrededor suyo
(cuando tocaban en tierra) o alrededor del kwatlapechtli, cuando tocaban en las
alturas. A este sitial, los músicos llegaban después de haber pasado por un
riguroso ritual mágico-religioso que les permitía, según la tradición,
desempeñarse sin riesgos. Algo queda de todas estas ideas en muchos de
nuestros músicos que aún protegen con talismanes y pequeños envoltorios a sus
instrumentos y se someten a pequeños actos depuratorios antes de la fiesta.
No existe el dato preciso de cuándo se conformó el trío huasteco al integrarse
la jarana, lo cierto es que, sin duda, todo esto ocurrió en el medio urbano.
La jarana siempre funcionó como un instrumento solista que servía para el
aprendizaje del huapango, para la instrucción y podía llevarse donde quiera por
su tamaño, pero cada pueblo tiene su propia historia de la jarana y las
narraciones abundan apuntando que se trata de un instrumento musical
eminentemente huasteco, producto sincrético de esta tierra, y que había infinidad
de cantores que se acompañaban con jarana, y conjuntos de jaraneros que
desfilaban en los pretéritos carnavales huastecos recitando décimas en los
famosos batallones. A la jarana huasteca también se le conoce como jarana
huapanguera.
Con la inclusión de la jarana la colocación y distribución de los músicos se
transformó: a la derecha el violinista, al centro el jaranero y al extremo izquierdo
el quintero, acomodamiento relativamente moderno; pero quedan recuerdos de
que las cosas no eran así, hay tríos que ponen al jaranero en el sitio que le
corresponde al quintero.
La jarana vino a revolucionar no sólo la manera de concebir la dotación
instrumental del son huasteco, sino que enriqueció también la manera de
ejecutarlo. El trío suplantó al dúo; pero no lo aniquiló, porque el dúo estaba muy
involucrado en el rito, el ceremonial y la danza, y todavía pervive en muchas
comunidades.
Los tres instrumentos imprescindibles del son huasteco son:
Violín. El arraigo del violín en la Huasteca data del siglo XVIII cuando su uso se
popularizó en muchas regiones del país. Es el principal instrumento en el Trío
huasteco pues, entre otras muchas cosas, lleva la melodía e indica la entrada y
salida de cada son.
Jarana huasteca. La jarana tiene cinco órdenes en su encordadura y se usa para
armonizar las melodías llevadas por el violín, para producir el ritmo y también
para el acompañamiento de la voz, proporcionando un registro alto. Es un
instrumento de golpe, en su ejecución, al igual que en la guitarra quinta
huapanguera, se usa el azote, ligero golpe que apaga el sonido de las cuerdas.
La jarana huasteca tiene cuando menos tres afinaciones distintas: la común, en
sol; la de re o patía y la de do, que se empleaba cuando se carecía guitarra quinta
huapanguera cuando se percutía para marcar el ritmo, se le llamaba jarana
zapateada.También se pespuntea para enriquecer la melodía. Su afinación es sol-
si-re-fa#-la.
Guitarra quinta huapanguera. Esta guitarra también tiene cinco órdenes en su
encordadura, tres de ellas, son dobles. Por ser una guitarra muy grande, con caja
de resonancia muy gruesa, tiene un registro bajo. Armoniza las melodías
producidas por el violín, además de que se pespuntea. Su afinación es: sol-re-sol-
si-mi.
En la a jarana y la quinta (como también se le llama a la guitarra huapanguera),
se pueden encontrar las siguientes técnicas (adornos) en su ejecución, llamados
mánicos: azote, golpe hacia abajo donde se dejan caer los juntos ensordeciendo
el sonido de las cuerdas; floreo, movimiento (hacia arriba y hacia abajo) rápido y
repetido de la mano sobre las cuerdas; torbellino o burbujeo, movimiento de la
mano casi igual al floreo, pero más breve y continuo; y clave, son cuatro azotes
juntos hacia abajo cuando un músico maneja muy bien el instrumento, se dice
que toca a capricho y tiene muy buen mánico, cuando se toca muy rápido, se
dice que se toca arrebatado.
Cuando se tiene que volver a tocar después de un breve descanso, se dice:
“Vamos a agarrar los palitos” o –“Que ya suenen los palos”.
Y después de unas horas de estar tocando, cuando ya no se sabe ni qué son
sigue, se pregunta: “¿Cuál va ser?” Y se contesta: “Pues, lo que saque la
cuchara”.
Además de la transformación del dúo a trío huasteco, del surgimiento de
huapango como un género musical aparte, han ocurrido otros cambios
importantes que han impactado en este género musical: La creación del
Conjunto Típico Tamaulipeco, conformado por dos o tres violines, guitarra
quinta huapanguera, jarana huasteca, guitarra sexta y contrabajo, fundado por el
doctor Norberto Treviño Zapata, gobernador de Tamaulipas de 1957 a 1963.
Este conjunto vino a enriquecer al son huasteco porque, entre otras cosas, el
violín se ejecuta a dos o tres voces, y se canta, en ocasiones, a coro.
Este conjunto, concebido originalmente para ejecutar y desarrollar
exclusivamente el son huasteco, y que a la postre sirvió de base para fusionar
ejecutantes de otros géneros musicales propios de Tamaulipas, se creó en 1958
también por la participación del maestro Emilio Villarreal Guerra. Ahora, este
conjunto tiene cincuenta y dos años de trayectoria.
Por lo que atañe a las nuevas propuestas de recreación, modificación e
incorporación de nuevos y variados instrumentos al trío tradicional, su
conversión a la electrónica, pienso que son búsquedas necesarias y justas; pero
no por eso siempre afortunadas dado que aún no redundan en beneficio directo
de nuestra tradición musical huasteca. Cuando se trata de modelos electrónicos
de la guitarra y jarana huapangueras, al preguntar a los músicos del porqué de
ese cambio, siempre contestan “Que así se cansan menos...” como si nuestros
abuelos se hubieran cansado algún día de tocar con sus instrumentos acústicos.
También surge el huapango moderno o neo huapango como una manera de
contribuir al desarrollo del huapango huasteco con obras muy bien logradas;
pero que aún no se difunden lo suficiente y no han alcanzado el gusto popular.
Sin duda, de esta dinámica de nuestro huapango y son huasteco se tendrán más
noticias y mejores resultados; pero, por ahora, prevalece el trío huapanguero
tradicional con todo un largo camino por recorrer y con una larga lista de
desafíos. Esta es la institución musical, ésta donde se combinan tres
instrumentos suficientes para producir la música que tanto ha disfrutado el
pueblo, ésta es con la que me quedo y por la que he luchado toda mi vida y es lo
único que verdaderamente me corresponde.

c) Clasificación de los sones en la huasteca



Además del son huasteco y del huapango como género musical, existen otros
sones cuya presencia tal vez sea más antigua por ser ejecutados en las
principales fiestas de la Huasteca (tanto rituales, ceremoniales como patronales)
por la Banda de Viento y el dúo tradicional (violín-guitarra quinta huapanguera);
me refiero a los sones tradicionales indígenas. Estos sones reciben justamente su
nombre de las fiestas y ocasiones en que se interpretan.
El son tradicional indígena es el ejemplo más vivo de lo que puede ser el origen
de la música huasteca. Es un elemento imprescindible en todos los rituales y
ceremonias comunitarias.
Su pervivencia se debe, entre otras razones, a su fuerza, diversos ritmos y
riqueza sonora que posibilitan la contemplación, el embeleso y la fiesta.
Está presente en el carnaval, fiesta donde además de visitarnos nuestros
ancestros negativos, se inicia el ciclo agrícola tonalmili o siembra de sol; se le
escucha en la pascua (fiesta titular de Xoxocapa) donde los mayordomos lucen
sus ahorros y el kaxtilanchili (bebida tradicional) nos alivia; se viste de gala en el
Xantolo (día de muertos) que es cuando nos visitan los ancestros buenos y se
celebra la cosecha de temporal o xopanmili y se aprecia el 12 de diciembre, día
de la Virgen de Guadalupe, acompañando a la danza de las doncellas.
El son tradicional indígena, como se verá, está vivo y sigue presente en las
comunidades ancestrales, pues cada tipo de son cumple una función específica
de acuerdo al calendario ritual-agrícola de las comunidades y cuenta con
músicos especialistas en cada uno de ellos.
El son de costombre, es aquella música interpretada a dúo (violín y guitarra
quinta costumbrera) que acompaña en todo su desarrollo a la ceremonia el
costombre (exégesis de la palabra costumbre), que se realiza especialmente en
varias comunidades del municipio de Ixhuatlán de Madero, Veracruz, que como
bien se sabe es un entorno pluriétnico donde conviven nahuas, ñuhü (otomíes),
masapihní (tepehuas) y totonacas huastecos. Los ritmos que podemos encontrar
en el son huasteco tradicional indígena son: huapango, medio huapango, corrido,
parabién, floreadito (sincopado), brincado y jarabe.Cuando dentro del son
tradicional se ejecutan sones huastecos, con agregarles la radical xochi es
suficiente para convertirlos a música ritual. Por ejemplo, xochikaíma son
huasteco el caimán); xochigosto (son huasteco el gusto). El mismo
procedimiento se le aplica a la canción huapango: xochiwapanko. Esto lo ordena
el costumbrista o Tlamatketl o Wewetlakatl.


Conclusiones
Actualmente, estamos asistiendo a una fuerte reactivación de nuestra cultura
popular y vamos apreciando, a veces, que las diferencias y variantes van
cobrando fuerza e importancia, a tal grado que pareciera que lo que se pretende
es la búsqueda de lo distinto, de lo distante, más que pretender lo análogo, las
similitudes, las semejanzas. Entendemos que tal situación es enriquecedora
porque, al menos, propicia el trabajo y la investigación.
No obstante reconocer que el son huasteco, el huapango, y el son tradicional
estén vivos a pesar de los retos y las pocas posibilidades de continuidad que les
ofrecen los tiempos presentes, sabemos también que una buena parte de las
expresiones musicales de la Huasteca está en serios problemas, inclusive que
parte de ellas se han dejado de practicar o definitivamente han desaparecido, sin
embargo, siempre hay posibilidades de sostener una tradición cuando ésta se ha
vivido, se ha practicado y se porta como parte de nuestra identidad.
Con referencia al son huasteco y al huapango, desde hace más de dos décadas
su aprendizaje rebasó el ámbito familiar y ya puede cultivarse en talleres
organizados ex profeso, inclusive en terrenos no pertenecientes a la Huasteca.
Esta situación está permitiendo la conformación de más tríos que fortalecen
nuestra tradición musical y su mundo. Ahora, el son y el huapango ya no son
únicamente propiedades del hombre; ya le pertenecen también a la mujer que
canta, que ejecuta la jarana, el violín, la guitarra quinta, que es trovadora; a la
mujer que antes sólo era la pareja bailadora del hombre bailador. Ya las parejas,
inclusive familias enteras, tocan sones y huapangos. Los hijos van creciendo en
ambientes huapangueros y portan la tradición huasteca.
Con todo esto, y de seguir así, al menos hay esperanzas para mucho tiempo
más...
Veo que hay cosas que me alientan.


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Etnografía contemporánea de los pueblos indígenas de México. Región
oriental, III: 103-164. México: INI-Sedesol.
1 Investigador del Instituto de Antropología de la Universidad Veracruzana.
2 Jesús Ruvalcaba Mercado, “Los huastecos en Veracruz, pp. 61-102.
3 Enrique Rivas Paniagua, Nicandro Castillo el hidalguense, México: Conaculta, 2014.

4
Rolando Pérez Fernández, conferencia sobre la música veracruzana, Primer Encuentro de Décima y
Música Veracruzana, Patio Muñoz, primera semana de diciembre 1994, Xalapa, Veracruz.

Capítulo III
La educación musical
El arte de enseñar

José Arias Luna

La armonía es sinónimo de amor


Introducción

¿Qué es el arte? Es conveniente iniciar haciendo algunas reflexiones acerca del
vocablo, toda vez que sus definiciones son diversas y a veces ambiguas,
contradictorias y ricas a la vez por cuanto a la complejidad que la palabra
encierra.
Remitiéndonos a la definición de arte en una enciclopedia, encontramos palabras
como virtud, habilidad o destreza para hacer algo; la palabra arte la mayoría de
las veces se llega a confundir con las bellas artes.
Las fibras del ser vibran con la belleza del arte, no obstante y al mismo tiempo,
existe la posibilidad de que la respuesta humana a los estímulos del universo
artístico sea una vibración de enojo, incertidumbre, rabia, odio o vileza; puede
ser tan contradictorio como sentir amor y odio al mismo tiempo.
Sin pretender afirmar, la palabra arte se relaciona con la estética, con lo bello,
situación que nos lleva a una serie de cuestionamientos de carácter filosófico; el
concepto de belleza es variado y a la vez solemne.
El presente trabajo no pretende abarcar la inspiración, la sensibilidad, las
musas, la fuente castalia o de cómo las bellas artes ornan las testas de los
párvulos, de púberes o de adolescentes, sino que esta exposición abordará al arte
desde “el cómo hacer”.1
Si arte es saber hacer bien las cosas, independientemente de qué cosas sean, y
éstas a su vez se pueden calificar de buenas o malas, hermosas o feas, estas
valoraciones dependerán del criterio de quien las hace y finalmente del impacto
que causen en quien las reciba o perciba.
A modo de introducción, cabe lanzar la siguiente pregunta, ¿se puede educar,
enseñar u orientar a través de las artes? Claro que sí, las artes, las bellas artes son
percibidas por los sentidos: vista, oído, olfato, gusto y tacto, éstos son nuestros
enlaces de comunicación con nuestro mundo y con los demás seres que lo
habitan.


Desarrollo

Si partimos de que una de las concepciones del arte es saber hacer, como quedó
expuesto en la introducción, también podríamos incluir el saber acomodarse,
saber adaptarse, al tiempo, al entorno, a la realidad, a las sociedades, a la
abundancia, a la carencia, a la libertad y a las limitaciones y por supuesto a todas
y cada una de las circunstancias y peripecias que se tienen que sortear al ser
maestro; y sobre todo cuando se quiere enseñar a través de las artes.
Considerando esta actividad como la posibilidad de abrir los ojos a todos quienes
los mantenemos cerrados, ante una realidad onírica que transcurre a nuestros
pies, sin darnos cuenta; sin embargo, estamos ahí pendientes con esa vital
necesidad de existir.
Para enseñar arte se necesita:
1) conocimiento o saber,
2) talento o saber hacer y
3) sensibilidad o el saber ser.
Estos elementos de la enseñanza pueden ser talentos naturales o natos que se
pulirán a través de la vida o pueden llegarse a adquirir mediante el estudio y la
dedicación, convirtiéndose en lo que hoy llaman pedagógicamente
competencias.
Al educar a través de las artes es vital (artísticamente hablando) aceptar y
conocer el entorno con nuestros cinco sentidos para adaptarse y fundirse en él,
pues esto nos permite transmitir nuestro conocer, nuestro saber hacer y nuestro
ser al emprender la difícil tarea de educar, pero si lo hacemos bien, corremos el
riesgo de trascender.
Los escenarios más frecuentes en donde he presentado conciertos didácticos
son salas de conciertos, escuelas e iglesias; no obstante, puedo citar foros nada
convencionales como cárceles y el ahora extinto Centro de Readaptación
Juvenil. Aun así, podemos contar, con los dedos de una sola mano, experiencias
que rayan en lo sublime de parte de niños que al compartir las emociones vividas
a través del concierto, conmueven aún a las más severas almas.
Precisamente la disposición de compartir debe estar presente y ser recíproca en
el binomio artista-público. Aunque algunas veces también se ha observado que
hay casos en los que las autoridades responsables u organizadoras muestran
ignorancia y negación, frecuentes y lamentables, y arruinan dicha disponibilidad,
por lo tanto, el propósito del concierto mismo.
Por tal motivo y ante las experiencias, algunas veces negativas, y muchas otras
positivas, para enfrentarnos a la organización y realización de un concierto
óptimo, me avoqué a la tarea de elaborar una metodología básica para poder
sortear de una mejor manera las disposiciones del público y autoridades y que
me lleve a desarrollar adecuadamente cada concierto didáctico, la cual se
comparte a continuación:

1)Contextualizar y sensibilizar al público antes de la ejecución: antes de iniciar
el concierto deben considerarse las circunstancias físicas del lugar,
climatológicas y socio culturales, debiéndose considerar la posibilidad de llegar
a modificar el programa.
2)A toda costa es necesario hacer contacto con el público, desmitificar el arte,
hacerle saber al público que lo que sientan es propio y que cualquier tipo de
emoción o reacción que resulte es válida, debe transmitirse entusiasmo, tratando
de no imponer nunca algo como mejor, generando un clima de identidad.

3)Se desarrolla el concierto.
4)Se provoca la interacción con el público. Dar confianza: ¿Qué sentiste? Tratar
que la gente tenga la libertad de decir que no le gustó: ¿Qué pensaste?
5)Escuchar con atención y respeto las respuestas.
6)Despedirse con gratitud.

A través de estos sencillos pasos, se busca acercar al público y al mismo tiempo
desmitificar a las bellas artes que por tradición desgraciada e histórica se han
rodeado de un elitismo y clasismo por una errada visión egoísta y egocentrista de
muchos que la profesan y hasta financian. Se debe entender de una buena vez
que las artes son de todos y cada uno, se debe convencer que todos podemos
acceder a ellas tanto como queramos y para los fines que nos sean útiles, que no
hay misterio, que no se necesita requisito alguno para darse la oportunidad de
sentir, de expresar, de comunicarlo y compartirlo a los demás, ya que esa es
precisamente la base de toda expresión del arte.
Así también, además de mover las emociones y los sentimientos, existe la
necesidad de sensibilizar al maestro para que se impregne y se rodee de arte,
pero no de manera teórica, sino de manera humana, cálida y además espontánea,
tomando en cuenta que son docentes de jardín de niños, de primaria y secundaria
quienes imparten la asignatura de educación artística, por lo tanto, es muy
importante que se subraye el hecho de que a partir de esta tan ignorada
asignatura se puede derivar transversalmente hacia cualquiera otra materia.
Las ideas y formas de cómo hacerlo son infinitas y dependen de cada caso
particular, tiene que caber (que haber cabida para) la total libertad para que el
maestro se dé cuenta que gracias a su arte docente y del que muy posiblemente
no se haya percatado, ha podido guiar y salir avante tantas veces.
El maestro que durante décadas se ha entregado y forzado por su propia
convicción a llevar hasta el final a miles de estudiantes de todas las edades, ya
sea el maestro que en las metrópolis se encuentra ante cincuenta o sesenta
alumnos durante toda una mañana o el maestro que en el medio rural sin contar
prácticamente con los elementos indispensables para llevar a cabo su ardua labor
y que muchas veces de su modesto peculio aporta para hacer posible
determinada actividad, sea cualquiera de los ejemplos que quieran citar, esos
maestros deben estar convencidos de que hay un gran artista en ellos, artista en
enseñar, artista en vencer limitaciones de todo género y tipo, y que como artista,
requiere de total libertad para proyectarse.
Ideas, de cómo enseñar utilizando la danza, la música, la pintura y el teatro, son
incontables e imposibles de enlistar, se hace hincapié en que esa forma de
enseñar no es trabajo, sino labor de buena voluntad que nace de la vocación
docente y que convierte cualquier recurso en herramienta óptima para enseñar.
Los recursos artísticos pueden influir increíblemente en los alumnos y
sensibilizarlos para abrirse a recibir la enseñanza.
Aprender con el arte y a través del arte, resulta muy conveniente, ya que así les
da a todos la oportunidad de entender y sentir de manera libre e individual y al
mismo tiempo de percibirlo y disfrutarlo, abriendo los ojos y despertando así el
potencial divino de crear.


Conclusiones

a)Es necesario dar a los cinco sentidos la oportunidad de ser usados
conscientemente volviéndonos más humanos.
b)No existe bueno o malo, hay libertad, no se debe valorar el arte desde bueno o
malo.
c)Si hay una entera disposición de parte del artista hacia el público, para
transmitir emociones y sentimientos se va a encontrar una sublime respuesta del
auditorio.
d)Algo que hace posible al maestro-artista enseñar a través de las bellas artes es
la humildad, cualidad comúnmente encontrada en el docente.
e)Dar clases es hacerlos sentir que son capaces de hacerlo siempre y cuando sean
fieles a su deseo de aprender.
f)El maestro enseña, el alumno escucha, aprende y practica, si falla uno de los
elementos del binomio, falla el proceso.
g)Cualquier alumno puede tocar, siempre y cuando esté dispuesto.
h)El arte, en el momento que se manifiesta carecería de toda proyección y su
efecto sería mezquino si se antepusiera el individuo a la obra en sí.
i)Los artistas que son selectivos con su público no sirven, si no toman en cuenta
la realidad que se vive, no funcionan como artistas.


Coda

Después de releer me pregunto: ¿puede haber arte sin libertad? ¿Puede un pintor
poner en el lienzo su alma si se le exige usar pinceles de determinada marca, de
determinada medida, pintura de material determinado y de colores elegidos por
un tercero? ¿Puede un compositor escribir para un ensamble diferente al que
tiene en su mente o para una instrumentación contraria a la deseada? La historia
nos da innumerables ejemplos de que el artista produjo por encargo, por petición
y aun por exigencia e incluso por obligación. No perdamos de vista que el
artista, el verdadero, es un manantial que no puede ser cerrado y que por el otro
lado es un ser vivo que tiene necesidades para su subsistencia. En muchos casos
vemos que la obra de arte es más colosal en proporción a la libertad que tuvo su
creador.
Estos párrafos se enfocan claramente en el arte pues en mayor o menor grado
es el campo en el cual milito pero no olvido que el nombre de este papel es “El
arte de enseñar” y enfatizo, ¿cómo se puede hacer arte de algo si no hay libertad?
Un reto tomando en cuenta todo lo que está en el documento, que si arte es tal
o cual cosa, que si enseñar o educar quiere decir, otra vez, tal o cual cosa.
¿Cómo se encasillaría si el tema fuera “el arte de amar” o más aun, “el arte de
procrear” y sin limitarse al aspecto biológico aunque sin hacerlo a un lado?
¿Cuántas cuartillas, qué modelo de redacción? Difícil es para mí el saberlo.
La SEV ofrece cursos a sus empleados, vi uno, redacción, lo considero pero no
lo tomaré, ¿porqué? porque soy violoncelista, porque he enseñado con arte el
arte, el instrumento, la música de cámara, la historia, la teoría, y lo más bello, lo
he compartido con todo tipo de alumnados, de públicos, en toda clase de
regiones y en numerosos lugares donde no existía ni un camino medianamente
transitable por más de cuarenta años mismos que no caben en 10 cuartillas. Me
queda poco, a nivel oficial, por redactar, mi testamento y como no tengo nada, se
irá en blanco. Dije al final de la ponencia, el enseñar con arte es entregar el alma
y corazón en pedazos y créanme, queridos lectores, si es que los hay, esos
pedazos no se pueden trascribir al papel y menos si por la austeridad de estos
tiempos este es restringido.
1 Definición griega de arte.
El uso pedagógico de los elementos de la música en el aula de clase. Una mirada
histórica a la educación musical


Rosa Arisbe Martínez Cabrera

No acabarán mis flores,
no cesarán mis cantos.
yo cantor los elevo,
se reparten, se esparcen.
aun cuando las flores
se marchitan y amarillecen,
serán llevados allá,
al interior de la casa
del ave de plumas de oro.
Nezahualcóyotl
(Colección de cantares mexicanos, fol. 16 v.)

“Entendemos por educación musical el hecho de que ésta es, por naturaleza,
humana en esencia y sirve para despertar y desarrollar las facultades humanas.
Porque, es necesario decirlo, la música no está fuera del hombre, sino en el
hombre”.1
La música, como parte de la cultura del ser humano, como creación, brinda al
desarrollo de la sociedad herramientas que pueden ser percibidas desde distintas
ópticas y variantes. La diversidad musical, actualmente y desde épocas remotas,
nos lleva al análisis y reflexión del importante papel que juega la música en
nuestra civilización y en la formación del ser humano.
Nos contentamos, por ahora con recordar que en siglos pasados, sobre todo en las
épocas de gloria de algunas civilizaciones orientales como las de China, India y
Grecia, la música era considerada como un valor humano de primer orden, y la
educación musical ocupaba un lugar en el desarrollo y en la conducción de los
pueblos.2

La música y la educación musical han estado presentes en la historia de la
humanidad, por mencionar un ejemplo: en la Edad Media la educación en las
escuelas estaba dividida en dos grandes secciones que equivalían a las siete vías
por las que se podía alcanzar el conocimiento, sus nombres eran Trivium y
Quadrivium. El Trivium comprendía la enseñanza de la gramática, la retórica y
la dialéctica y el Quadrivium, aritmética, geometría, astronomía y música. La
unión de estos siete conocimientos se les llamó Artes liberales, concepto
heredado de la antigüedad clásica.
No es la idea principal de este ensayo, presentar de manera contundente una
historia de la educación musical, simplemente una semblanza que nos ayude a
clarificar los elementos que han estado presentes a través de la historia y que han
servido y servirán como estrategias pedagógicas.


Desarrollo de la educación musical en México.
La educación musical en la época prehispánica

La música formaba parte de la educación impartida en las escuelas mexicas. Los
calmecac y los tepochcalli eran “casa de jóvenes” o tepochcalli donde se enseñaban
cantares y danzas. La nobleza ingresaba en los calmecac, “hileras de casas”,
centros de educación superior, de severa disciplina. Ahí aprendían cuidadosamente
los cantares, los llamados cantos divinos valiéndose de las representaciones de los
códices.3

A decir de Guzmán y Nava en el capítulo “La música mexica”, al igual que en
diversas civilizaciones antiguas, en México las funciones rituales y ceremoniales
de la música eran de suma importancia para el desarrollo de la sociedad. La
educación musical en esta época mantenía una estrecha relación con la danza y
la poesía, estas disciplinas se rodeaban de los cantores, instrumentistas y
danzantes quienes debían conocer el simbolismo de lo representado (aparte de
aprender los pasos o melodías, dependiendo cual fuera su disciplina) como
también la festividad o deidad a la cual se hacía referencia. Así que para honra
de los dioses, en las celebraciones y ceremonias había músicos y cantores
formados ya fuera en los Cuicalli (escuelas donde se aprendía música y danza) o
en el Mecatlan que era la casa donde se enseñaba a tañer las trompetas de los
ministros de los ídolos principalmente, aunque se enseñaban también otros
instrumentos.4
Otro elemento musical importante en esta época, propio de diversas culturas y
que hasta la fecha se preserva es el acercamiento a la música por medio de los
arrullos y cantos de cuna, transmitido por tradición oral, elemento vital en el
aprendizaje. Así, se han podido rescatar algunos arrullos indígenas, cantos y
canciones tradicionales de esta época.


Del siglo XVI al siglo XIX

El periodo novohispano se caracteriza por la transmisión de diversos valores,
una nueva estructura de vida, basada principalmente en la religión católica. Una
de las herramientas principales utilizada por los evangelizadores fue la
enseñanza del idioma y de la oración por medio del canto y de la música, gracias
a esto podemos encontrar un gran tesoro de música vocal novohispana heredado
de la tradición occidental.
En el libro Enseñanza y ejercicio de la música en México (2013) coordinado
por Arturo Camacho Becerra, se encuentran diversos artículos que hablan sobre
la formación musical de los siglos XVI al XIX, información sobre las capillas
musicales, la escoleta y los colegios de infantes, instituciones encargadas de la
formación, tanto de la educación en general, como especializada en la formación
de músicos y cantores para los oficios litúrgicos.
“Se llamó escoleta a las lecciones de música que se impartían al interior de la
catedral, ya fuese de canto o de ejecución de instrumentos; al ir desarrollándose
la catedral y aumentando el número de músicos, ésta se convirtió, durante los
primeros treinta años del siglo XVIII, en una verdadera escuela de música”.5
Como comenta Camacho, el recorrido del libro coordinado a su cargo analiza
la implantación de la tradición musical proveniente de las catedrales españolas,
enraizada en la tradición medieval.
Sin embargo, el mestizaje musical también estaba dando fruto y la gente del
campo tocaba y componía su propia música para las labores, festividades y
faenas, la cual era transmitida por medio de la tradición oral. Así nace esta
mezcla de ritmos, armonías e instrumentos heredados de Occidente, con la
música indígena y los ritmos traídos por los esclavos negros llegados a América.
Esta música es parte importante de nuestro patrimonio cultural y ha sido
heredada de generación en generación hasta nuestros días.
Como se ha mencionado, el juego, las fiestas y celebraciones han formado
parte de nuestra cultura social; heredadas, dictadas por la religión o para
conmemorar diversos convencionalismos sociales, la música ha sido parte
fundamental en nuestra sociedad. Desde la época del virreinato de la Nueva
España, se establecen ciertas festividades y con ellas sus cantos. En la Lírica
infantil de México compilada por Vicente T. Mendoza, editada por primera vez
en 1951 por El Colegio de México y posteriormente por la Secretaría de
Educación Pública y el Fondo de Cultura Económica, podemos encontrar una
variedad de melodías que son familiares para muchos de nosotros, que fueron y
son parte de tradiciones y celebraciones, por citar algunos ejemplos: los Cantos
para pedir y dar posada, Naranjas y Limas, Las Mañanitas (en sus diversas
versiones), los cantos para la festividad de Día de muertos, entre otros.
Al referirse a la edición de esta importante colección del patrimonio de la
canción infantil, Vicente T. Mendoza comenta:

La presente recolección pretende reunir las cantilenas más favoritas que los niños
de México entonan en sus entretenimientos. Todas ellas llenas de candor y
puerilidad, son la expresión espontánea de la niñez, cuando, sin ningún género de
trabas, exterioriza lo más selecto de su sensibilidad y da rienda suelta a su ingenio
siempre fresco, vivo y jocundo.6
La clasificación propuesta por Mendoza para estos cantos infantiles es de la
siguiente manera: 1) coplas de nana, 2) cánticos religiosos, 3) cantos de navidad,
4) coplas infantiles, 5) muñeiras, 6) juegos infantiles, 7) cuentos de nunca
acabar, 8) relaciones, romances, romancillos, mentiras y cantos aglutinantes.
Estos son aún, un valioso acervo para la enseñanza. Finalmente, ¿quién no
recuerda a Mambrú o a La pájara pinta?
El siglo XIX en México se distingue por una serie de sucesos que marcan la
historia de nuestro país, hablando acerca de la formación musical, podemos
mencionar que surge el auge de la fundación de las escuelas de Música
enfocadas en la formación de músicos profesionales. El Conservatorio Nacional
de Música es un claro ejemplo, creado en el año de 1866: su principal
antecedente fue la fundación del Conservatorio de la Rosas en la ciudad de
Morelia en 1743 (primer conservatorio de América). Posteriormente, en el siglo
XX surgen algunas otras instituciones como la Escuela Nacional de Música en
1929, la Escuela Superior de Música del INBA en 1936, la Facultad de Música de
la Universidad Veracruzana que tiene sus inicios en el año de 1929.
Este hecho también marca un parteaguas en la educación musical a nivel
institucional, ya que las asignaturas vinculadas con la música, en diferentes
niveles, se inclinan hacia la enseñan-za y aprendizaje de la teoría de la música
(solfeo) basado, principalmente en la tradición occidental.
Para conocer un poco más del panorama musical del siglo XIX en México y
cómo se encontraba retratado en su sociedad, el musicólogo Ricardo Miranda
refiere un cálido cuadro de la vida musical en la sociedad del siglo XIX, en su
ensayo titulado A tocar señoritas de su libro Ecos, alientos y sonidos: ensayos
sobre música mexicana (2001).

No cabe la menor duda que en el panorama musical mexicano del siglo XIX, el
teatro lírico y la música para piano predominan por encima de otros terrenos.
Desde luego, la música de cámara y la sinfónica cuentan con aportaciones
significativas, pero fue en el piano de los salones y en los escenarios teatrales
donde la música de aquel entonces se halló más a sus anchas y donde la sociedad
parece haber disfrutado varios de sus mejores momentos artísticos y sociales.7

Un hecho importante en el panorama educativo del inicio del siglo XX, fue la
creación de la Secretaría de Educación Pública en el año de 1921. José
Vasconcelos propuso una estructura departamental que quedó configurada de la
siguiente manera: 1) departamento escolar, 2) departamento de bibliotecas, 3)
departamento de bellas artes. Siendo este último un antecedente importante para
la incorporación de la educación artística en la educación básica.
Actualmente los programas de educación básica incluyen a la educación
artística en su currículo de una forma integrada, un acercamiento general a la
danza, el teatro, las artes visuales y la música.

La educación musical, perspectiva general



La pedagoga musical Violeta Hemsy de Gainza, en su artículo titulado “La
educación musical en el siglo XX” (2004), considera este periodo como “el siglo
de la iniciación musical”, o “el siglo de los grandes métodos”. Este artículo hace
una breve pero clara reseña de los principales métodos de educación musical que
se han desarrollado en los siglos XX y XXI; los organiza en seis periodos partiendo
del año 1930. Se enlistan a continuación con algunos de sus principales
exponentes y ejemplos como un acercamiento a una referencia histórica general.

· Primer periodo (1930-1940), de los precursores: método “Tonic sol-fa” en
Inglaterra, conocido en Alemania como “Tonika-do”, método de Maurice Chevais
en Francia.
· Segundo periodo (1940-1950), de los activos: método Dalcroze, creado por el
músico suizo Emile Jaques Dalcroze (1865-1950), Edgar Willems (1890-1978) y
Maurice Martenot (1889-1980).
· Tercer periodo (1950-1960), de los instrumentales: Carl Orff (1895-1982),
Zoltán Kodaly (1882-1967), Shinichi Suzuki (1898-1998).
· Cuarto periodo (1970-1980), de los creativos: George Self (1921-1967), Brian
Dennis, y John Paynter como exponentes de la década de 1960 de la educación
musical en Inglaterra, Murray Schafer (1933-) Canadá.
· Quinto periodo (1980-1990), de transición.
· Sexto periodo (1990), de los nuevos paradigmas: nuevos modelos pedagógicos.

El aprendizaje y difusión de los métodos antes mencionados ha sido tarea de
diversos pedagogos musicales en el mundo, quienes han tomado la labor de
analizar, cuestionar y adaptar estos materiales en diversos contextos sociales,
además de ponerlos en práctica. Algunos aún son utilizados y se han renovado
diversos panoramas sociales y educativos, otros, en algunos países apenas están
siendo descubiertos y explorados.

La música como herramienta didáctica



Suficiente se ha investigado acerca de la importancia de la educación musical
para justificar su incorporación como materia obligatoria en el currículo de la
educación básica; muchas son las bondades, los que hemos tenido la dicha de
experimentarla y de implementarla en el aula de clases, sabemos de su nobleza y
de todos los beneficios que se obtienen al trabajar con algunos de los elementos
didácticos que confiere.
“No es necesario especular sobre la nobleza estética, la profundidad y la
espiritualidad de la música para legitimar su estatus especial en la sociedad.
Cualesquiera que sean las experiencias que las personas tengan en relación con
su uso, el hecho de que la empleen demuestra claramente que ya es
‘especial’”.8
Describo a continuación algunos de los elementos importantes detectados
mediante el estudio teórico e histórico de la educación musical como disciplina y
también, con base en la experiencia en el aula de clases.

· La fuerza emotiva de la palabra y el lenguaje musical

Ya sea por medio del canto en diferentes idiomas, de la audición de canciones o
la práctica instrumental, el desarrollo de la interpretación y la improvisación,
tanto para el músico, como para el pedagogo en diversos contextos, se encuentra
basado en la fuerza emotiva y significante del lenguaje hablado y de la
comprensión del lenguaje musical.
La forma en cómo aprendemos una melodía y la letra de una canción de
manera simultánea y el impacto que tiene en nuestras vidas, así como la
percepción y aprendizaje de los sistemas simbólicos de la música, han sido foco
de estudio tanto para médicos, psicólogos como para filósofos y músicos en sus
disciplinas. Desde el punto de vista de la didáctica, el aprender canciones es una
excelente estrategia para la memorización, el análisis y la comprensión lectora y
parte fundamental de la tradición oral.

La actividad rítmica en la motricidad como elemento de vida



En este apartado nos referimos al movimiento como célula del ritmo vital, un
elemento presente en todas las actividades que realizamos como individuos y
como sociedad. El movimiento es energía, lo percibimos en el pasar del tiempo,
en los cambios de estación, con los latidos de nuestro corazón y la respiración.
El ritmo es movimiento y el movimiento es vida.
La motricidad desde la perspectiva musical, puede ser desarrollada por medio
de actividades rítmicas y de coordinación, o con el estudio y práctica de algún
instrumento o del canto, estas son sólo algunas de las herramientas didácticas
que brinda la experiencia musical en esta área. Terapeutas, doctores,
investigadores de las humanidades y las ciencias exactas han adoptado algunas
estrategias basadas en la enseñanza de la música para ayudar a personas con
enfermedades o deficiencias motoras.
· La percepción simbólica del timbre y el sonido como parte del entorno en el que
nos desarrollamos y el acercamiento a la ciencia por medio del estudio de la física
y la acústica.

Una conciencia auditiva nos lleva a percibir el sonido como un elemento regido
por leyes físicas que conforma una parte importante de nuestro entorno. La
curiosidad para descubrir hechos como: la capacidad de poder distinguir timbres,
de conocer el proceso que lleva el sonido y cómo es producido, como también,
poder conocer cómo cada elemento que produce un sonido puede ser
transformado para convertirse en instrumento o simplemente en parte de una
cualidad específica de algún objeto, son cuestionamientos que pueden propiciar
el acercamiento con la ciencia.
Un ejemplo didáctico muy recurrido en este ámbito es la construcción de
instrumentos tanto de material reciclado “cotidiáfonos”, como de instrumentos
convencionales.

La función social de la música



Mucho se ha estudiado acerca de este elemento, se han escrito trabajos que
refieren a la etnomusicología como un componente que ha contribuido al
conocimiento de diversos entornos culturales. Este tema ha sido abordado desde
diversas disciplinas como la sociología, la filosofía, la psicología y la
antropología por mencionar sólo algunas. Podemos también hacer notar la
importancia social de la música en el conocimiento y apropiación del entorno,
vislumbrarla como herramienta para aprender de otros lugares, contextos y
culturas. Por otro lado, la pertenencia en alguna agrupación musical es motivo de
análisis para el desarrollo social y emocional del individuo.

El trabajo de comunidad, la cooperación por medio de los juegos y las


agrupaciones musicales

Los vertiginosos cambios que se vienen produciendo en las sociedades
tecnológicamente desarrolladas, unidos a la crisis de valores actual, han generado
la necesidad de respuestas desde el ámbito educativo. Respuestas que tienen que
ver no solo con el modo de aprender del alumnado sino también con el desarrollo
en él de actitudes prosociales y de una conciencia ética. Con esta doble finalidad, la
pedagogía de la cooperación se presenta como uno de los recursos más eficaces y
son numerosos los estudios que demuestran su validez para promover el logro
social y académico de los estudiantes, sobre todo en contextos heterogéneos,
acordes con la realidad social y educativa actual.9

El aprendizaje de la disciplina y la voluntad en la realización de metas, son
algunas de las habilidades humanas que fortalecemos al realizar actividades
musicales mediante juegos, o al participar en agrupaciones musicales, de por
medio tenemos el trabajo compartido y la cooperación para lograr objetivos
conjuntos. Mediante el uso de diversas dinámicas, ya sean auditivas, lúdicas, de
creatividad o improvisación, se puede fomentar la formación de seres humanos
con valores, que ayuden a la edificación de una sociedad creativa, cooperativa y
productiva con individuos respetuosos preocupados por su entorno social, físico
y sustentable.


El impacto cognitivo del aprendizaje musical

El impacto cognitivo podemos verlo reflejado en la música como disciplina,
aprendiéndola como lenguaje y con la práctica de algún instrumento. Diversas
investigaciones hablan acerca del efecto positivo en la cognición del ser humano
al estudiarla, por la forma en que el aprendizaje musical interactúa con nuestro
cerebro y sistema nervioso. Por lo tanto el aprender música, tanto para la
formación musical o su empleo como herramienta didáctica para aprender otras
disciplinas es materia de estudio para los psicólogos que investigan la cognición
y las formas de aprendizaje en el ser humano.
Como se ha ido mencionando a los largo de este ensayo, la educación musical
no funciona simplemente como disciplina artística para poder aprender
elementos musicales como el solfeo, la apreciación musical o la historia
occidental de la música; el panorama abarca a la música empleada como
elemento multidisciplinar para aprender otras áreas de estudio, desde este punto
de vista, las herramienta musicales no debieran ser exclusivas de los músicos o
los pedagogos especializados en esta área, sino de todos aquellos docentes
interesados en integrar a la música y sus elementos como parte de una
experiencia educativa para desarrollar ciertas habilidades o conocimientos.
Partiendo de este punto de vista, aparte de las aulas de clases de la educación
básica, o de las carreras profesionales enfocadas en el área musical, creo
firmemente que la música y su aprendizaje, de forma práctica y teórica, debiera
estar presente en los planes de estudio de las carreras universitarias de
Pedagogía, Psicología, Educación Física y de las licenciaturas que imparten las
escuelas normales.
Considero de suma importancia el acercamiento entre disciplinas para poder
compartir estrategias y herramientas para el mejoramiento de la educación, éstas
no se limitan simplemente a lo que un docente enseña, a lo propuesto o
desarrollado en un programa de estudios o en los objetivos de una planeación, se
proyecta más allá, hasta llegar a un plan de vida o en la realización profesional.
A manera de conclusión

La investigación-acción es una herramienta didáctica para la elaboración de
productos basados en la práctica docente, su materialización en publicaciones de
libros, memorias, artículos académicos y blogs; permite exponer las experiencias
desde diversas perspectivas, tanto de aquellos que se especializan en la
enseñanza de la música como disciplina, como de los profesores que desean
integrarla a sus prácticas pedagógicas. Se necesita desdibujar la línea que separa
a los investigadores de los maestros frente a grupo; poder convertir la
experiencia docente en un núcleo de experimentación. O al contrario, poder
corroborar y llevar a la práctica lo que interpretamos en los trabajos de
investigación. También creo que la organización de foros, coloquios,
conferencias y talleres son espacios de difusión que es necesario apoyar, ya que
en ellos se pueden compartir experiencias, y así, conocer nuevas perspectivas
para el desarrollo y mejora de la educación.



Bibliografía

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en México. México: El colegio de Jalisco/ Conacyt.
HEMSY DE GAINZA, Violeta (2004). “La educación musical en el siglo X X ”, en
Revista musical chilena, núm. 201, enero-junio, Universidad de Chile,
consultado en
http://www.violetadegainza.com.ar/categoria/publicaciones/articulos/
ESTRADA, Julio (1984). La música de México México: Universidad Nacional
Autónoma de México.

GUZMÁN, José Antonio y José Antonio Nava (1984). “Música Mexica”. En La
música de México, I. Periodo prehispánico (Ca. 1500 a.C. a 1521 d.C.), ed.
Julio Estrada, México: Universidad Nacinal Autónoma de México, p.p. 87-112.
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REGELSKY, Thomas (2009). La música y la educación musical: Teoría y práctica
para “marcar una diferencia” en Lines, D. (ed.) La educación musical para el
nuevo milenio: El futuro de la teoría y práctica de la enseñanza y aprendizaje
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REYES, Juan José (2006). La música para niños en México: Una crónica.
México: Alejo Peralta Fundación.
VELÁZQUEZ CALLADO, Carlos (2012). La pedagogía de la cooperación en
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Paidós

Referencias electrónicas

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http://www.sep.gob.mx/es/sep1/sep1_Historia_de_la_SEP#.VFB5AfmG9Fwdetecta

1 Edgar Willems, El valor humano de la educación musical, 1998, p.13.
2 Loc. Cit.
3 José Antonio Guzmán y José Antonio Nava, “Música mexica”. En La música en México, I. 1984.
4 Ibid, pp. 97-101.
5 Arturo Camacho Becerra, Enseñanza y ejercicio de la música en México, 2013.
6 Vicente Mendoza, La lírica infantil de México, 1980, p. 13.
7 Ricardo Miranda, Ecos, alientos y sonidos, 2001, p. 91.
8 Thomas Regeslky, La música y la educación musical, 2009, p.43.
9 Carlos Velázquez Callado, La pedagogía de la cooperacíon en la educación física, 2012, p.5.
La música como instrumento de cohesión social.
aproximaciones para la sensibilización

Deyanira G. Guzmán M.1

El origen

Uno de mis maestros decía que el poder de la música nunca era bien ponderado,
a él le debo entre muchas cosas, además del conocimiento fascinante del
contrapunto, una visión plural de los usos “y abusos” de la música. Aprender a
ver desde otras aristas, otros ángulos que como ejecutante de la música sino
imprescindibles sí son necesarios en el entendimiento de una formación integral.
El maestro Esteban Servellón, salvadoreño pero con un profundo amor a
México, presentaba en sus clases cotidianas la observación puntual del cómo las
artes en general representaban una poderosa herramienta de educación,
sensibilización y al hablar de la música añadía:
Las expresiones artísticas, como producto del espíritu humano, reflejan la cultura
de los pueblos. Los elementos principales caracterizantes de toda cultura, como son
sus instituciones religiosas, su régimen económico, político y social, su topografía
y condiciones climáticas, etc., pero sobre todo las características étnicas influyen
en las expresiones artísticas de tal manera que aún dentro de determinada cultura se
dan diversas formas de expresión artística. Las expresiones culturales son, sin
duda, un índice importante; más el sello idiosincrático, el ethos que lo hace
inconfundible es determinado por el origen étnico.

Sabemos a través de la historia cómo se han formado las culturas de los pueblos:
invasiones, conquistas, migraciones han tenido un papel importantísimo. Estas
causales de la cultura necesitan, entre otros, por lo menos dos factores para su
integración: tiempo y forma de desarrollo. Lo primero que resulta del factor
tiempo es la mezcla étnica; de la forma en que se desarrolla una conquista o el
encuentro entre culturas puede resultar una mezcla de costumbres económicas,
políticas, sociales y religiosas o el desaparecimiento total o casi total de las
costumbres originarias. Estas resultantes se palpan fácilmente en América
Latina.
Ahora bien, entender estos dos factores que se involucran con la conformación
musical, el tiempo y la forma de desarrollo nos presenta otras perspectivas de
abordaje para la música y es precisamente la cohesión social una arista
importante. Si buscamos en documentos una explicación cabal de qué es la
cohesión social y su forma de manifestarse, medirla, entenderla, tenemos
generalidades que responden a una situación fundamental de sentido de
pertenencia.
Acotando el término y citando un documento autoría de la Comisión
Económica para América Latina y el Caribe, CEPAL que entre otros menesteres se
involucra con procesos de desarrollo y competitividad, encontramos que el
término pareciera implicar un crecimiento económico, este documento que
emerge de la XVII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno,
celebrada en Chile del 8 al 10 de noviembre de 2007, tuvo por tema “Cohesión
social y políticas sociales para alcanzar sociedades más inclusivas en
Iberoamérica”. Varios son los documentos que de ahí surgieron y en esta ocasión
haré referencia fundamentalmente a dos; el primero, “Cohesión social: inclusión
y sentido de pertenencia en América Latina y el Caribe”, texto de trabajo de la
CEPAL y el otro, “Percepciones sobre cohesión social en América Latina” de Luis
Barros.
No pretendo olvidar, ni que olviden el planteamiento inicial de la música con
los dos factores que ya mencioné: tiempo y forma de desarrollo pero es preciso
entender primero el concepto de cohesión para finalmente hablar de ambos y de
su forma de interacción.

La cohesión social, rumbo a una definición

Pues bien, regresando con la cohesión social, lo primero que encontramos es la
imposibilidad de una definición unívoca y certera, ¿qué significa esto?, que hay
matices, dimensiones y factores que conforman un concepto, si quisiéramos
obtener una definición generalizada tendríamos que partir no sólo del sentido de
pertenencia y tener información sobre participación ciudadana, gobierno, índices
de pobreza y desarrollo económico, lo que implica una mirada integral al
término cohesión social. Sin embargo por lo extenso del tema no voy a entrar en
la discusión que llega hasta los criterios y factores de medición, que si bien son
fundamentales para su entendimiento complejo y completo es tema de interés
para otro momento. Dado la característica que subrayé en un inicio de la música
como producto de tiempo y lugar, será en este terreno donde me permitiré
ahondar un poco, dejando de lado los indicadores de Laeken ya mencionados.
Por lo anterior planteo lo siguiente, de acuerdo a los estudios del CEPAL (2007):

a)Respecto de la vida en sociedad, guardando las diferencias pero rescatando las
analogías, la cohesión puede entenderse como el efecto combinado del nivel de
brechas de bienestar entre individuos y entre grupos, los mecanismos que integran
a los individuos y grupos a la dinámica social y el sentido de adhesión y
pertenencia a la sociedad por parte de ellos.
b) Desde el punto de vista sociológico, actualmente puede definirse a la cohesión
social como el grado de consenso de los miembros de un grupo sobre la percepción
de pertenencia a un proyecto o situación común. Es en este sentido en el que
podemos entender cuáles serían las posibilidades de la música como un
instrumento que fomenta la cohesión social, y al decir fomenta habría que discutir
si es el término más apropiado, pero regresemos. Nos remitimos a los postulados
de Emil Durkheim para abonar en el tema: “cuanto menor es la división del trabajo
en las sociedades, mayor es la vinculación de los individuos con el grupo social
mediante una solidaridad mecánica, es decir, asentada en la conformidad que nace
de similitudes segmentadas, relacionadas con el territorio, las tradiciones y los usos
grupales”.2 Esta visión nos lleva a plantear algunos puntos rojos de observación
cuidadosa y que han sido motivo de discusiones para poder aterrizar en la cohesión
social.

Entendemos pues que la cohesión social es un medio y un fin, se trata de
interaccionar entre grupos y a su vez estos grupos pueden tener un fin concreto o
“sentirse bien” entre ellos. Sin embargo algunas de las problemáticas de mayor
envergadura al tener estas visiones de cohesión social son:

a) Tasas de crecimiento bajas en América Latina para poder promover desarrollo y
equidad.
b) Restricciones para el trabajo, entendidas como creciente de-sempleo, la
acentuación de la brecha salarial, la expansión de la informalidad y las distintas
formas de precarización.
c) La era de paradojas, (Alejandro Cuervo: “para joda”) hay más educación pero
menos empleo; hay más expectativas de autonomía pero menos opciones
productivas para materializarlas; hay un mayor acceso a la información, pero un
menor acceso al poder o a instancias decisorias; hay una mayor difusión de los
derechos civiles y políticos y de la democracia como régimen de gobierno, que no
se traduce en una mayor titularidad efectiva de derechos económicos y sociales.
d) Los cambios culturales fomentan un mayor individualismo, pero no es claro cómo
recrean los vínculos sociales.
e) La mayor complejidad y fragmentación del mapa de los actores sociales hace más
difusa la confluencia de aspiraciones comunes (ejemplo: queremos la paz y no la
guerra, queremos la guerra y no la paz, anarquistas y punks).
f) La cohesión social fortalecida a nivel micro, no necesariamente se refleja en
situaciones macro, puede darse una cohesión en el nivel comunitario y, al mismo
tiempo, una desestructuración a escala de la sociedad. Cierta literatura se refiere
actualmente a este fenómeno recurriendo al término “polarización”, que designa
como polarizada a la población de un país cuando grupos sociales de tamaño
considerable sienten algún grado importante de identificación con miembros de su
propio conjunto y distancia respecto de otros.3 Por ejemplo, la religión, los
hobbies, los grupos de consumo, los deportes, etcétera.
Es en este último aspecto donde me voy a detener un poco, puedo mencionar
también a los pueblos indígenas de Chiapas, Michoacán, El País Vasco, con una
evidente cohesión social pero fuera de las políticas nacionales.
Relacionados directamente con la música como instrumento de cohesión social
me voy a permitir parafrasear algunas consideraciones centrales de Manuel
Castells y otros cuando mencionan que:

[…] la industria cultural hace que muchos grupos, sobre todo de jóvenes,
constituyan verdaderas “tribus urbanas”, con un muy fuerte sentido de pertenencia,
códigos lingüísticos y estéticos propios, (darketos punketos, skatos, ethos) pero
refractarios hacia quienes no integran el grupo. La diversificación de estos
consumos culturales segmenta a la sociedad, pero intensifica los vínculos de
públicos particulares. En otro sentido, la violencia urbana también opera con reglas
de pertenencia, rituales y formas internas de cohesión, si bien es un evidente
problema desde la perspectiva de la norma social.4
De ello se deduce que la cohesión social como tal no es un valor positivo en sí
mismo; sino que debe contextualizarse, en términos de la convivencia social
amplia y de los valores en que se fundamenta. En este contexto es además
pertinente una preocupación afín: la libertad individual y ciudadana es inherente a
las múltiples elecciones en que se fundamenta la diversidad de las identidades
sociales que cada cual puede y debe gozar. Por el contrario, la creencia en
identidades sociales con pretensiones totalizadoras niega la pluralidad de las
identidades sociales, es reduccionista y, en último término, puede ser un sustento
para la violencia”.5

Aquí una acotación, no es uno sino varios los estudios que hacen referencia al
consumo musical de acuerdo a esta percepción de Castells y he aquí los primeros
planteamientos.



La cohesión social per se: el concepto equivocado

De acuerdo al tiempo y al desarrollo de la música de los cuales hablaba en un
inicio es preciso ahora plantear algunas interrogantes que propongo ¿De qué
manera el reggaeton, el rock, las cumbias y otros géneros musicales son
instrumentos de cohesión social? Aquí un listado desde una perspectiva para la
reflexión.
En documentales cinematográficos como Bowling for Colombine de la autoría
de Michael Moore donde el cineasta hace un planteamiento severo a la venta de
armas en Estados Unidos, se hace una reflexión particular sobre la música y la
cohesión social que genera para “el mal”, en una entrevista con el cantante Brian
Hugh Warner del grupo Marilyn Manson (1969) sobre el clamor sobre si su
música “satánica” generaba violencia; inteligentemente el cantante desarticuló
este argumento hablando de los juicios de valor y lo subjetivos que resultan
dependiendo de quién los emita.
Muchos son los grupos que son ejemplo de lo anterior: la música de John
Michael, Ozzy Osborne (1948) y Black Sabath, Kiss o grupos más recientes
como Lamb of god (Cordero de Dios), Rammstein, Slipknot, Nocturnal
depresion (Francia), Prodigy, en electrónica, y bueno, seguro el listado es largo
para los Maras en cuanto al reggaeton, o más concretamente el ejemplo de songs
of war documental que presenta las canciones de guerra de Al Jazeera y sus usos
donde los soldados escuchan esa música al combatir. Pero, ¿qué tendríamos que
decir de Richard Wagner y su cabalgata de las valquirias para iniciar un
bombardeo norteamericano de acuerdo a testimonios de la guerra de Vietnam y
escenificado en la película de Francis Ford Coppola, Apocalypse Now, (1979), o
en la ciencia ficción Naranja mecánica, A clock work orange, novela de
Anthony Burguer (1962) Stanley Kubrick y Ludwig van Beethoven retoman
ejemplos de las articulaciones nazis para la sensibilización (la Novena sinfonía
de Oda de Alegría) por mencionar algunos de los ejemplos más conocidos.
Esto nos lleva a entender que la lista es larga y se presenta en los géneros
musicales más variados. Lo cual lleva a otra pregunta, ¿es la música o son sus
usos y abusos de los que hablaba el maestro Servellón, los cuales determinan su
función como instrumento de cohesión social? Queda entendido pues, que la
cohesión social per se, como tal no es un valor positivo en sí mismo. Yo
añadiría, la música tampoco.


Las políticas de cohesión social en nuestro país

Ahora bien, ¿cuáles son las diferencias entre esa música y esos usos como
instrumento de cohesión social y las orquestas infantiles de Venezuela, Chile y
por supuesto México? El 26 de noviembre de 2013 se realizó en México el
estreno mundial de la obra Alas y marcó también el inicio del Movimiento
Nacional de Agrupaciones Musicales Comunitarias, que contó con la presencia
del titular del Conaculta Rafael Tovar y de Teresa quien dio a conocer en dicho
concierto, que éste era un programa prioritario para el Gobierno Federal y estaba
cimentado en tres iniciativas, la primera de ellas centrada en un fondo de apoyo
y desarrollo de detección de talentos. En segundo lugar, que toda esta música
que surgiera en los lugares del enorme territorio mexicano pudiera convertirse en
una biblioteca virtual de las comunidades musicales del país. En tercer lugar,
encausar una formación permanente de maestros, de enseñantes y de músicos.
En aquel entonces, Rafael Tovar y de Teresa destacó que el programa Música
en Armonía se enmarcaba en una acción más amplia. En ella el surgimiento de
agrupaciones musicales de jóvenes, de las orquestas y del esfuerzo de los estados
de la República, de los municipios, de las asociaciones privadas, los centros de
estudios y los centros culturales, tienen como misión dar a la música su valor
como herramienta de cohesión social. Así se expresaba el titular de Conaculta:
La música, al sacar de cada uno de los seres humanos lo mejor, previene conductas
antisociales, e incentiva conductas que permiten vivir en armonía y paz. Este
movimiento tiene como propósito agrupar este entusiasmo nacional y crear los
puentes entre la música universal, la del repertorio occidental y la música
tradicional de la identidad de las comunidades.

Y entonces al releer esto pregunto si a la música le sucede lo mismo que a la
cohesión social, y por ello el ejemplo de las valquirias y la Oda a la Alegría,
quizás sí, porque así lo dicen los etnomusicólogos e historiadores: Friedrich von
Schiller, Richard Wagner y Ludwig van Beethoven tenían otra cosa en mente.
Ante estas posibilidades de la música como vehículo de sensibilización y
acercamiento a la educación, el compositor Arturo Márquez dice que era
necesario primero “sacar de la orfandad de educación y cultura a cada niño que
lo necesitara, porque la lucha de la educación debe defenderse con amor y
entusiasmo para poder llegar a la música, crecer con y en ella”. Yo coincido con
él, se trata de educar para poder asumir la cohesión social como algo positivo, lo
mismo ocurre con la música.
Ante los ejemplos anteriores, sí; la música es un instrumento de cohesión social
¿podemos “torcer” para que esa sea “buena”? Sabemos que emitir un juicio no
es suficiente, sin duda la reducción entre las brechas de oportunidades, empleo,
participación social, salud, y demás indicadores que ahora presenté de forma
somera, son la respuesta.
Ahora bien, regreso con Esteban Servellón, si la música es ese instrumento
poderoso de persuasión que logra sensibilizar, pero no podemos dejar en ella la
responsabilidad de la educación y de la gestión de públicos, del consumo
cultural al cual atañen otros principios; para mí, convencida y fiel a los
postulados de varios educadores latinoamericanos como Pablo Latapí, Daniel
Prieto Castillo y César Coll, es el conocimiento consciente del entorno y de ese
transcurrir en el tiempo, del cómo ver el desarrollo de los pueblos y su cultura –
la música en ellos, por supuesto– lo que permitirá generar instrumentos de
cohesión social productiva, con sentido de pertenencia pero sobretodo con un fin
de mejora no sólo discursiva.

A manera de cierre

Existen otros factores que pueden ampliar el estudio de la cohesión social, la
medición adoptada por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de
Desarrollo Social (CONEVAL) incorpora indicadores que ayudan a conocer el nivel
de desigualdad económica y social de la población a nivel nacional, estatal y
municipal, así como indicadores de redes de apoyo e intercambio social a nivel
estatal. Lo anterior permite aproximarse al nivel de equidad y solidaridad que
existe en una sociedad. Pero insisto: en el poder de la música como bien lo decía
mi maestro: “La cultura y la educación, son sin duda, un índice importante; el
que define el curso”, por ello debemos ser propositivos al encauzar hacia la
educación y su desarrollo.

Esto me lleva a tres consideraciones finales:

1) La música sirve. Es un instrumento pero no define el rumbo de la cohesión social.
2) La cohesión social existe pero no significa necesariamente desarrollo ni bienestar
común.
3) Para lograr el binomio se necesitan otros factores como disciplina,
responsabilidad, formación que no son exclusivos de la música y que pueden
transitar a otras disciplinas.

No debemos confundir pues el trabajo necesario en otras áreas. Tomemos el
ejemplo de Venezuela, es la disciplina, la formación musical, valores y filosofía
de fondo lo que distingue el proyecto. En el documental La tierra de las 1.000
orquestas sobre la historia y los logros del Sistema Nacional de Orquestas
Infantiles y Juveniles de Venezuela podemos ver uno de los caminos posibles.
Un método que ha formado estrellas de la música de fama internacional al
tiempo que ha sacado de la calle y alejado de la violencia y la pobreza a miles de
niños venezolanos condenados a la marginación. Este Sistema Nacional de
Orquestas Infantiles y Juveniles de Venezuela obtuvo el Premio Príncipe de
Asturias de las Artes en 2008.
¿Cómo funcionaría en México? Los casos cercanos son la orquesta de Boca del
Río y su programa Orquestando Armonía, las orquestas de Esperanza Azteca y
los proyectos de casas de cultura conforman nuestro ejemplo cercano. Son
nuestra apuesta. Y en este sentido habrá que tener claridad en que el llamado
método de Venezuela, evidentemente no nace teniendo intenciones de
crecimiento político, estandarte social, etcétera.
En el panorama inmediato está la inversión de 87 millones de pesos en
proyectos culturales, esto fue publicado en El Economista el 25 de agosto de
2014, destacando que el director de Conaculta y el subsecretario de Prevención
Social de la Violencia de la Secretaría de Gobernación anunciaron que la
inversión se destinará a diversos programas en todo el país. El presidente de
Conaculta, Rafael Tovar y de Teresa, y el subsecretario de Prevención Social de
la Violencia en la Secretaría de Gobernación, Roberto Campa Cifrián,
anunciaron la inversión de 87 millones de pesos en diversos programas y
proyectos culturales en las 32 entidades del país, en los cuales se realizarán
conciertos musicales, cine comunitario, ferias artesanales y exposiciones
artísticas como parte del Plan Nacional para Prevenir la Violencia dónde además
se construirán 10 centros culturales en Chiapas, Chihuahua, Distrito Federal,
Jalisco, Querétaro y Quintana Roo, y se rehabilitarán otros dos centros culturales
en Guerrero y Nuevo León.

Bibliografía

BARROS, Luis (2005). Percepciones sobre cohesión social en América Latina,
Santiago de Chile: Focus Eurolatino.
BAUMAN, Zygmunt (2004). La sociedad sitiada, Buenos Aires: Fondo de Cultura
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BOURDIEU, Pierre (2000). “Efectos de lugar”, en La miseria del mundo, Buenos
Aires: Fondo de Cultura Económica.
CALDERÓN G., Fernando; Martin Hopenhayn, Ernesto Ottone (1996). Esa esquiva
modernidad: desarrollo, ciudadanía y cultura en América Latina y el Caribe.
Caracas: Editorial Nueva Sociedad
CASTELLS, Manuel (1999). La era de la información: economía, sociedad y
cultural. La sociedad red, vol. 1, Madrid: Alianza Editorial.
DURKHEIM, Émile (1986). La división del trabajo social, México: Colofón.
GASPARINI, Leonardo y Ezequiel Molina (2006). “Income Distribution,
Institutions and Conflicts: an Exploratory Analysis for Latin America and the
Caribbean”, Documento de trabajo núm. 0041, La Plata: Centro de Estudios
Distributivos y Sociales/Universidad de la Plata, Septiembre.
1 Agradezco a los organizadores del Coloquio Veracruzano de Otoño, particularmente al doctor Enrique
Florescano Mayet por la invitación, a la maestra Nelly Palafox por toda la difusión, a la Dirección General
de Área Académica de Artes especialmente al doctor Miguel Flores Covarrubias por su invaluable apoyo y
por supuesto a todos quienes hacen posible estos encuentros.
2 Emile Durkheim, La división del trabajo social, 1986.
3 Gasparini y Molina, “Income Distribution, Institutions and Conflicts: an Exploratory Analysis for Latin
America and the Caribbean”, 2006.
4 Fernando G. Calderón, Martin Hopenhayn y Ernesto Ottone, Esa esquiva modernidad: desarrollo,
ciudadanía y cultura en América Latina y el Caribe, 1996.
5 Manuel Castells, La era de la información: economia, sociedad y cultura, 1999.
Música y cohesión social: una perspectiva histórica

Julieta Varanasi González G.1



La cohesión social ha sido punto común para un gran número de investigadores
a nivel mundial, que ha dado como resultado una vasta literatura con
interpretaciones diversas acerca de lo que significa. Esto no es fortuito si se
analiza la problemática actual, que demanda de los seres humanos la
fundamentación de nuevos caminos para la convivencia en un marco de respeto
a la diversidad cultural. En el Programa para la Cohesión Social en América
Latina, que se aplica en nuestro país a través del Laboratorio de Cohesión Social
México-Unión Europea, se le define como:

un atributo de las sociedades que implica la igualdad de oportunidades para que la
población pueda ejercer sus derechos fundamentales y asegurar su bienestar, sin
discriminación de ningún tipo y atendiendo a la diversidad. Desde una perspectiva
individual, la cohesión social supone la existencia de personas que se sienten parte
de una comunidad, participan activamente en diversos ámbitos de decisión y son
capaces de ejercer una ciudadanía activa. La cohesión social también implica el
desarrollo de políticas públicas y mecanismos de solidaridad entre individuos,
colectivos, territorios y generaciones.2

Es decir, la cohesión social se plantea ligada a tres aspectos fundamentales:
igualdad de oportunidades, sentido de pertenencia y solidaridad. Con una
perspectiva más enfocada a la economía, el Coneval, Consejo Nacional de
Evaluación de la Política de Desarrollo Social, que se declara como un
“organismo público descentralizado de la Administración Pública Federal, con
autonomía y capacidad técnica para generar información objetiva sobre la
situación de la política social y la medición de la pobreza en México, que
permita mejorar la toma de decisiones en la materia”, utiliza cuatro indicadores
para medir el grado de cohesión social:3
1. Coeficiente de GINI: explora el nivel de concentración que existe en la distribución de
los ingresos entre la población.
2. Razón de ingreso: se construye dividiendo el ingreso promedio de la población en
pobreza extrema entre el ingreso promedio de la población no pobre y no vulnerable.
3. Grado de polarización social: mide las diferencias que existen entre las condiciones de
vida de la población que vive en un mismo municipio o en una misma entidad.
4. Índice de percepción de redes sociales: mide la percepción que la población tiene
acerca de contar con el apoyo de la sociedad que les rodea en caso de que la requirieran
para distintas situaciones.4

Luis Benavides también menciona que existen muy variadas interpretaciones
acerca de lo que significa cohesión social, entre ellas: “el orden y el control
sociales, los valores comunes de un conjunto social, la cultura y la moral cívicas,
la solidaridad social, la redistribución de las riquezas mediante la justicia social,
la disminución de los abismos socioeconómicos y culturales, las redes sociales,
el talento humano compartido, el sentido de pertenencia, identidad de una
comunidad que tiene definido su territorio, desarrollo económico, etcétera”.5
Pero, ¿de qué manera se relacionan la cohesión social y la música? Tomaré
como base los distintos enfoques que enlista Luis Benavides para hablar sobre
ello.
Si se asocia la cohesión social con el orden y control sociales, puede apreciarse
un ejemplo muy concreto en el uso de la corneta para dar los toques de
ordenanza al ejército. La música se ha aplicado al orden y control de un conjunto
de personas mediante un procedimiento ampliamente sistematizado: los toques
de ordenanza eran abundantes y los miembros de la milicia debían conocerlos.
Como ejemplo de ello puede mencionarse el compendio que hizo en 1825 el
capitán Narciso Sort de Sans, miembro del ejército mexicano; algunos de los
toques de guerra que contiene el manuscrito de Narciso Sort son los siguientes:
generala, marcha regular, marcha redoblada, trote o paso veloz, retirada o retreta,
cesar el fuego, destacar guerrillas, vanguardia, retaguardia, flancos, inclinarse,
empeñarse, persígase al enemigo, carga o ataque, formar en columna abierta,
formar en columna cerrada, formar por compañías, pecho a tierra, levantarse, al
hombro las armas, interrogación, afirmación, negación, enemigos, poca fuerza,
mucha fuerza, el enemigo avanza, el enemigo está a pie firme, el enemigo se
retira; entre otros, algunos de los toques de cuartel que enlista Sort de Sans son
los siguientes: diana, oración, misa, orden, ranchos, llamada, llamada para
ejercicios, llamada de cornetas, llamada de sargentos, en cuanto a los toques
particulares para la caballería enlistó: marcha, galope, carga o degüello,
grupos, a caballo, dar agua o cebada y limpiar.6
Como puede apreciarse, la información que se transmitían por medio de la
corneta a un gran número de personas era extensa y, en muchas ocasiones, vital
para la integridad de los soldados, quienes “decodificaban” los sonidos que
escuchaban para comprender la instrucción.
Si se concibe a la cohesión social como la cultura y la moral cívicas, vale la
pena recordar las palabras de Ernesto de la Torre Villar, cuando dice que “los
dirigentes de todo grupo social están obligados, para conservar la cohesión social
y los valores del grupo, a rememorar oportuna y dignamente los paradigmas de
ese grupo y sus acontecimientos más sobresalientes”.7 Cuando México
emprendió la etapa de construir su identidad nacional en el transcurso del siglo
XIX, en medio de la zozobra política, económica y social, la integración de un
calendario de conmemoraciones cívicas sirvió como un oportuno recurso de los
gobiernos para reafirmarse a sí mismos y para alentar a la sociedad en su
conjunto, tal como lo muestra el párrafo siguiente:

Cumplir y hacer cumplir las leyes y superiores disposiciones vigentes, es un deber
imprescindible de la autoridad pública, y esto bastaría por si solo para prevenir la
solemnidad del día 16 del próximo septiembre, en conmemoración de nuestra
gloriosa emancipación política; pero en las difíciles circunstancias en que
actualmente se encuentra el país, es necesario añadir al deber todos los esfuerzos
posibles, con el fin de que la solemnidad no sea sólo digna de su objeto, sino que
sirva también para reanimar el espíritu público. [...] Libertad y Reforma, Jalapa,
agosto 21 de 1863. / R.S. Páez.8

Y así, eran frecuentes como parte de tales festividades los desfiles por las calles
acompañados de una banda militar, los discursos cívicos, la elevación de globos
aerostáticos, salvas y dianas, el Te Deum cantado en la iglesia principal del
lugar, la decoración de fachadas de las casas, etcétera. A la par que se construyó
una identidad patria durante el siglo XIX y se trató de levantar el ánimo popular,
inició en la música una búsqueda similar, donde el sentido del nacionalismo tuvo
que ver con la función que ésta desempeñó en determinado momento, mas que
con sus características o contenido. Esto puede observarse en la gran cantidad de
canciones o himnos patrióticos que se remitían a las publicaciones periódicas de
la época, “música nacionalista” que surge cuando la soberanía nacional se
aprecia en peligro.9 Como muestra, la “Canción patriótica en el baile de los
militares”, que hace referencia a la Jura de la Constitución Federal en 1824, de
autor anónimo.10
Si se entiende a la cohesión social como el talento humano compartido, cómo
no recordar a la Orquesta Sinfónica de Xalapa, cuyo primer concierto tuvo lugar
en 1929. Desde entonces y hasta el día de hoy, el talento de los integrantes de
esta agrupación nos hace disfrutar de memorables conciertos cada semana. Lejos
quedaron los altibajos que esta agrupación tuvo que sortear durante décadas,
hasta su incorporación a la Universidad Veracruzana siendo rector Roberto
Bravo Garzón.
Y habría que agregar a los numerosos grupos que integran la Dirección de
Actividades Artísticas de la Secretaría de Educación de Veracruz, clásicos y
folclóricos, así como a los grupos artísticos que dependen de la Dirección
General de Difusión Cultural de la Universidad Veracruzana. Y a tantos otros
que de manera independiente ofrecen su talento a los veracruzanos, sin el
respaldo institucional ni el apoyo que merecen.
Si se relaciona a la cohesión social con el sentido de pertenencia, hay que
recordar la larga tradición de las bandas en nuestro país. El número de bandas
que existió en nuestro país fue creciendo durante el siglo XIX y especialmente en
el Porfiriato; tan sólo en el estado de Veracruz, en los alrededores de Xalapa se
tienen registros de bandas de música en Xico, Coatepec, Naolinco, del ferrocarril
de Orizaba, etcétera.
Y esto no es fortuito. Tal y como lo expresa Irene Cabrera, “la banda y sus
músicos forman parte de una comunidad y también participan en el desarrollo
musical. Las bandas sustituyen en algunas ciudades la carencia de una orquesta
sinfónica o típica y juegan un importante papel social: pueden ser el centro de las
tardes de domingo, de los actos religiosos, de las ceremonias fúnebres, de las
guerras, por mencionar sólo algunos”.11
Las bandas “pertenecen” a la cultura social del lugar donde existen. Lo cual
lleva a unirlas también con el concepto de solidaridad social, ya que han
formado parte de nuestra vida cotidiana en muy diversas circunstancias,
acompañando las actividades de las poblaciones, así sea en una trajinera o en la
comida en honor de un personaje importante.
Una de las características que distingue a nuestro país es su diversidad:
climática, biológica, lingüística, cultural, artística. Existen costumbres que son
particulares de una región, pero que a la vez son un elemento importante de
nuestra identidad como veracruzanos y que vienen de tiempo atrás. En este
sentido, si se mira a la cohesión social ligada a la identidad de una comunidad
que tiene definido su territorio, o bien relacionada a los valores comunes de un
conjunto social, vale la pena recordar el fandango. A continuación un ejemplo.
En las primeras décadas del México independiente, hubo varios intentos para
atraer a europeos a formar colonias en amplias zonas del país poco habitadas.
Uno de esos intentos ocurrió durante el gobierno de Anastasio Bustamante,
cuando un grupo de franceses se asentó en la ribera del río Coatzacoalcos. En el
segundo grupo que arribó al lugar, venía un joven de 20 años originario de la
región de Provenza, Pierre Charpenne. Su intención era instalar una empresa
donde se usara la sierra mecánica, que llevaba consigo como una panacea. Llegó
a Minatitlán en abril de 1831 y su estancia, llena de penosos incidentes, duró 7
meses. Los mosquitos, las enfermedades y la falta de trabajo lo llevaron a
Jáltipan, Acayucan, Tlacotalpan y Alvarado. Cuando finalmente llegó al puerto
de Veracruz, se embarcó de regreso a su país, donde escribió dos gruesos
volúmenes con sus andanzas por las costas veracruzanas. Escuchemos la
descripción que nos da de un fandango en Chinameca (cerca de Minatitlán) en
1831:

De golpe, hacia medianoche, una música armoniosa, inaudita, lo despertó;
distinguió el sonido del arpa, del violón, tan raro en esos desiertos. Saltó de la
hamaca, corrió hacia la iglesia, de donde venían los sonidos encantadores. La cerca
en medio de la que se elevan la iglesia y los hermosos cocoteros que la rodean,
estaba abierta. La iglesia misma estaba abierta. En la puerta de la cerca estaban
cinco o seis músicos, uno de los cuales tocaba el violón como verdadero artista,
que pulsaban la guitarra y el arpa, instrumentos de la región. Una turba de curiosos
los rodeaba. A la entrada del templo estaban agrupados hombres, mujeres, niños,
todos limpiamente vestidos, todos con cirios encendidos en las manos. A cada
instante más personas atravesaban la cerca para detenerse en la puerta de la iglesia
y los cirios se multiplicaban; todas esas luces, cintilando en la noche, bajo los
cocoteros que inclinaban la cabeza sobre el rústico templo como para rendirle
homenaje, dibujaban la fachada de la iglesia, la adornaban con una brillante
aureola que alumbraba a lo lejos la aldea. […]
Las arpas, al violón, las guitarras, resonaban, daban arpegios, armonizaban con
sorprendente precisión, uno de los más bellos aires de México. De pronto, al
melodioso sonido que escapaba de los instrumentos se mezcló el quemante carillón
de las campanas suspendidas en el quiosco que se alza ante la iglesia. Los
habitantes de la vecindad salieron de sus casas; todos respiraban con gozo. Aun los
caballos que pastaban ante la iglesia, relinchaban de placer; ¡toda la naturaleza
parecía tomar parte en esta fiesta inesperada! Y en efecto, era una fiesta. La iglesia
va a contar con dos miembros más: dos recién nacidos recibirían el bautizo. […]
Tras la ceremonia, el viajero, pensando que todo había terminado, apagó su cirio
y lo devolvió al joven que se lo había dado; pero, para su gran sorpresa, los demás
asistentes no lo imitaron; por el contrario conservaron los suyos siempre
encendidos y, después de que el cura se despojó de sus ropas sacerdotales, se
precipitaron sobre él y sobre los recién bautizados; salieron todos juntos de la
iglesia; y el cortejo, con la música a la cabeza, fue a la casa de la parturienta. El
pobre viajero reconoció entonces, pero demasiado tarde, que había cometido un
error al devolver su cirio. Si lo hubiese guardado hubiera podido seguir el cortejo y
participar de las golosinas que esperaban a los invitados y del fandango que debía
cerrar la fiesta. Hubiese comido los marcasotes, especie de confituras de piña y de
otras frutas de la región; hubiese saboreado el vino de Jerez, el agua ardiente de
caña de Chinamech, ¡la mejor tafia de la comarca! Hubiese podido darse el gusto
de contemplar de cerca a las blancas criollas de Chinamech; hubiera podido verlas,
en el fandango, dar pasos fáciles y cadenciosos, gestos graves, a veces expresivos,
siempre decentes; cantar, durante el baile, una canción popular como Solera,
solera, cuya melodía es tan monótona, con sus palabras tan ingenuamente
sentimentales; y, mientras que los músicos acompañaban el baile con instrumentos,
uniendo con frecuencia sus voces a las de las bailarinas, él hubiese podido imitar a
los jóvenes mexicanos quienes, alineados en círculo alrededor del baile, con los
ojos fijos sobre las bellas mujeres, las animan a la danza cantando con ellas y
llevando el ritmo con pies y manos.
¡Desdichado! ¡Ya no tenía su cirio!
Al terminar la ceremonia, volví a acostarme en mi hamaca improvisada; pues, el
lector lo habrá adivinado, ese viajero era yo. 12

El fandango se constituye en una actividad que cohesiona a los integrantes de un
grupo social, quienes comparten valores y expresan su solidaridad al tiempo que
cantan, bailan, tocan un instrumento, o simplemente se integran como
espectadores al disfrute del acto.

Conclusiones

A nivel mundial, vivimos rodeados de desintegración familiar, social y política,
con problemas económicos y confrontados por razones políticas e ideológicas.
Ante este panorama, conviene preguntarse, ¿cuál es el papel de las instituciones
gubernamentales dedicadas al fomento del arte frente a los retos que plantea la
sociedad actual?, ¿se está tomando en cuenta la problemática social cuando se
diseñan las estrategias de trabajo desde estas instituciones?, ¿cómo lograr
vínculos exitosos entre necesidades sociales, arte y sistema educativo?, ¿son las
instituciones gubernamentales quienes deben llevar “la batuta” en cuanto a la
difusión del arte?

Vale la pena reflexionar desde el punto de vista cultural y artístico que la
música es parte del ser humano (literalmente llevamos el ritmo en el corazón),
por lo que es la propia sociedad la que en muchas ocasiones ha dado origen a los
proyectos que han perdurado al paso de las décadas. Tomar conciencia de esto,
lleva a la necesidad de que, independientemente de las propuestas
institucionales, la sociedad asuma esa responsabilidad de cara al futuro como
una oportunidad para expresarse.
















Bibliografía

DAHLHAUS, Carl (1989). Nineteenth-Century Music (J. Bradford Robinson, trad.),
Berkeley: University of California Press.
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Fuentes electrónicas
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(consultado el 20 de mayo de 2015).
“Cohesión Social”, en Coneval: Consejo Nacional de Evaluación de la Política
de Desarrollo Social.
http://www.coneval.gob.mx/Medicion/Paginas/Cohesion_Social.aspx
(consultado el 20 de mayo de 2015).
1 Facultad de Música, Universidad Veracruzana.
2 Eurosocial, “La cohesión social”. Disponible en: http://www.eurosocial-ii.eu/es/pagina/cohesion-social
3 Disponible en: http://www.coneval.gob.mx/Medicion/Paginas/Cohesion_Social.aspx
4 Ibidem.
5 Luis Benavides Ilizaliturri, “¿Cohesión social en México? Notas para reflexionar”, en Leobardo Sarabia
Quiroz (coord.), Seminario La cultura como factor de cohesión social. Memoria. Tijuana: Conaculta, 2012,
p. 61. Cfr. Ade Kearns y Ray Forrest, “Social Cohesion, Social Capital and the Neighbourhood”, en Urban
Studies (noviembre, 2001) núm. 38, pp. 2125-2143.
6 Narciso Sort de Sans, Toques de ordenanza con la corneta para el ejército de la República de los
Estados Unidos Mexicanos. Compuestos y uniformados de orden del supremo gobierno, México: J.
Guerrero, 1825.
7 Ernesto De la Torre Villar, La conciencia nacional y su formación. Discursos cívicos septembrinos
(1825-1871), México: UNAM, 1988, p. 8.
8 AHMX Caja 23, 1863, p. 1, exp. 2, foja s/n [foja 2, fte y vta].
9 Sigo a Dahlhaus en su denominación de música nacionalista, la cual “tiende a aparecer cuando la
independencia nacional es buscada, denegada o amenazada, más que alcanzada o consolidada”. Dahlhaus,
Nineteenth…, p. 38. Traducción de quien escribe.
10 Véase: Anónimo, “Canción patriótica en el baile de los militares, El Oriente, Xalapa, núm. 60, 30 de
octubre de 1824, pp. 239-240.
11 Irene Cabrera, “Las bandas y la música mexicana. Herencia europea y nacionalismo”, en Banda
Sinfónica del Estado de Veracruz: historia y tradición musical, Xalapa: Gobierno del Estado de Veracruz,
2010.
12 Pierre Charpenne, “Mi viaje a México o el colono del Guatzacoalco”, en Martha Poblett Miranda, Cien
viajeros en Veracruz. Crónicas y relatos, México: Editorial Eón/Gobierno del Estado de Veracruz, 1992,
tomo IV (1831-1832), pp. 131-133.
Capítulo IV
Retos
Rondando el son jarocho


Andrés Barahona Londoño





El Coloquio Veracruzano de Otoño 2014 La música veracruzana: historia,
prácticas y retos incluyó la mesa de diálogo “Renovación y revaloración del son
jarocho” con la participación de los siguientes cultores: Rubén Vázquez
Domínguez (RVD), Andrés Moreno Nájera (AMN), Gilberto Gutiérrez Silva (GGS),
Ramón Gutiérrez Hernández (RGH) y Camil Meseguer Rioux (CMR); y como
moderador Andrés Barahona Londoño (ABL). Dada su relevancia, el siguiente
texto incluye algunas de las intervenciones compartidas en dicha ocasión
mediante dos rondas, a partir de las dos preguntas siguientes: 1.¿Qué cambios se
observan en el repertorio y la dotación instrumental de los grupos jarochos
actuales, en relación al legado musical de los predecesores? 2.¿Qué tipo de
desafíos enfrenta hoy un cultor jarocho para conservar y a la vez renovar su
legado musical?
Con edades entre los 30 y los 71 años, los participantes en dicha mesa
conforman un abanico generacional ampliamente representativo cuya diversidad
de experiencias y miradas ofrece en su conjunto un interesante panorama sobre
el estado actual de la música de son jarocho dentro y fuera de Veracruz. Entre
todos estos distintos enfoques individuales y sus respectivas vivencias surgen
inevitablemente contrastes y discrepancias como también similitudes y reiteradas
coincidencias. Algo que salta a la vista es que para todos ellos existe un antes y
un después en la historia reciente del son jarocho, aun cuando el sentido de esta
diferenciación puede variar notoriamente de un cultor a otro.
Primera ronda

AMN. Para poder entender los cambios que se han dado en las diferentes
generaciones del son, es necesario saber la importancia que tiene en cada
comunidad la música. Ha cambiado todo el panorama y con ello también la
música. Se han introducido nuevos instrumentos. Hoy los medios masivos, la
televisión y el internet han llevado a darle otra forma a nuestra música. En mi
región, la zona náhuatl tuxtleca al igual que en la región popoluca del sur del
estado la música está viva como parte de la vida social de las comunidades; cosa
que no sucede en el medio urbano. Hoy en día, el son sigue estando presente en
la vida comunitaria, si bien ya no como se hacía hace cincuenta años.
Antiguamente había son para todo. Cuando morían los niños había música y
aunque a veces eran los mismos sones (como en este caso “El Trompo”), frente
al cadáver sonaba diferente. Había sones para las bodas, también para las fiestas
y para todo estaba presente el son. Pero la música ha cambiado, actualmente no
es la misma forma en que la escuchaba yo hace cincuenta años cuando la
tocaban mis abuelos. Ellos tocaban sones que eran tan pausados que ahora ya no
tendrían razón de ser, y por eso muchos sones desaparecieron del repertorio
sonero. Se fueron incorporando con la radio nuevos ritmos, nuevas formas.
Influyó mucho el estilo interpretativo de músicos como Lino Chávez o Andrés
Huesca, de tal manera que en muchas comunidades los músicos dejaron de tocar
la música propia y adoptaron esas formas. Tal es el caso de la comunidad de
Calería donde el grupo de los hermanos Paz toca de esa manera. En otras
comunidades, en las partes étnicas como Tezcaltitan o Buenos Aires se sigue
conservando la forma pausada de tocar el son a ritmo lento que nuestra gente
llama tocar en abajeño. En la actualidad la música de son ha cambiado mucho
en comparación con la forma de interpretarla que tenían los viejos de antes, con
sus afinaciones y sus ritmos. Ha cambiado por la misma necesidad y el
movimiento de la población. Yo pienso que se debe de construir a partir de lo
que está, porque hay sones que los debemos tocar así, no los podemos cambiar.
Se pueden crear nuevos sones a partir de la estructura de nuestros viejos que
todavía conservan su música, pero no descomponer los sones que ya están,
porque esos ya fueron hechos y algunos de ellos cumplen una función dentro de
la comunidad. Sones como “El Copiao”, allá en la parte de los llanos, o “El
Huerfanito” que tocamos también en nuestras comunidades para los decesos, y
que cumplen una función en nuestra sociedad. En los últimos años se le han
hecho arreglos a ciertos sones, se han hecho también composiciones (decía un
amigo “descomposiciones”), se han agregado nuevos instrumentos. Por otro
lado, las afinaciones se han estandarizado y cuando vamos a un fandango o
huapango como le llamamos escuchamos solamente una misma afinación en
todos lados. Las afinaciones de nuestras comunidades son muy viejas, quizás
muy primitivas pero tienen muy bonitas formas para poderse ejecutar. En la
actualidad se ha perdido la riqueza que daban afinaciones como el chinalteco, la
variación o la media bandola. Se le ha quitado ese movimiento de los dedos, ese
juego de los dedos para darle el sonido que enriquece la música.
RGH. Después de escuchar a mi compañero, que somos prácticamente de la
misma región, de Los Tuxtlas yo nací en Tres Zapotes que da un preámbulo
sumamente importante para ustedes los que no conocen, los que conocen
imaginan este entorno. Yo nací en Tres Zapotes y justo en el momento en que
había una generación recuperando la música. Existía también la otra parte que
estaba en los medios de comunicación. En mi familia hay músicos por la parte
paterna y por la materna también. Y fue sumamente importante por ejemplo, ya
que aquí viene llegando mi hermano (GGS), una generación como la de ellos
para tender una referencia importante en lo que a mí me gustaba. Me gustaba la
música pero necesitaba la definición de qué rumbo seguir. El son en ese
momento se estaba haciendo solamente en las regiones muy rurales, y varias
generaciones, dos o tres generaciones ya no estaban tocando… Entonces a mí
me toca ese resurgimiento. Soy afortunado como persona, y como decía Andrés
Nájera se empezó a recuperar mucho. Yo recuerdo que aprendí de la música por
las grabaciones. Incluso Hellmer1 para mí es un referente sumamente
importante, igual que Jas Reuter2 (2), ya que los investigadores eran
fundamentales en las grabaciones. Gilberto había hecho muchas grabaciones que
a mí me ayudaron a conocer a muchos músicos que ya no conocí en su
momento, porque todavía vivían algunos como Antonio Mulato, y creo como
dice Andrés que hemos perdido muchas cosas. En ese momento a los jóvenes ya
no les estaba llamando la atención la música tradicional. Entonces, por ejemplo
una generación como la de mi hermano, que eran jóvenes, que tenían pelo largo,
que leían, que estaban en la ciudad, fue para mí muy importante porque
generalmente y no solamente en la música en México negamos lo que somos;
aunque hablamos de ese legado cultural tan grande que existe en México,
finalmente lo negamos cuando estamos en convivencia total con él. Me refiero a
la parte indígena, la parte rural, y por ello para mí fue sumamente importante
tener una generación que estaba tocando además la música de son jarocho que se
negaba en ese momento. Se aceptaba la música que estaba en la radio, en la
televisión, en el cine mexicano, pero se negaba la parte rural. Pero, ¿por qué
sentir vergüenza y por qué no apreciar toda la riqueza que había ahí que es
precisamente la que dice Andrés Moreno? Las comunidades, los señores, darle el
respeto a todos estos músicos aunque no hubieran grabado y no vivieran de la
música. Yo creo que esa generación es sumamente importante para nosotros,
para hacernos sensibles, o en mi caso para abrirme el espacio de posibilidades en
la música tradicional y poder ver que de ahí estábamos no solamente con una
raíz ancestral sino que tenemos la posibilidad de desarrollarnos. Ahora a mí,
como digo, me toca la parte rural porque yo nací y crecí en Tres Zapotes pero
también he vivido mucho tiempo en la ciudad, entonces los retos y todas estas
cosas que han pasado durante estos treinta años han sido importantes. El son ha
abierto muchas posibilidades, seguramente para la gente en el extranjero abre la
posibilidad de escuchar un son no estereotipado, y ver que no hay solamente un
nacionalismo folclórico que existe sólo en una presentación, sino que la música
se ha hecho ahora parte de los jóvenes, con los problemas que puede ocasionar
esto y que se vuelva masiva, pero que se ha hecho real. Anoche me invitaban a
un fandango, y yo siempre estoy medio cansado y no voy, pero hace veinte años
eso no sucedía; o sea un fandango real donde la gente va a divertirse y a tocar.
Entonces los retos son muchos y uno de ellos es conservar las afinaciones, las
formas, porque también el comercio ha influenciado mucho en lo que es la
música y no solamente veracruzana sino del mundo. Daniel Sheehy que tanto
aprecio tiene conocimiento de esto y alguna vez me dijo cómo estaba cambiando
la música en Latinoamérica porque los jóvenes se han vuelto virtuosos. La
música tradicional del mundo, no solamente del son jarocho, le impregna ahí o le
mete un poquito de rock, de pop, de la música que también ellos como jóvenes
sienten que les va a permitir ser aceptados por sus generaciones y por los
círculos de músicos donde puedan desarrollarse ya profesionalmente. Esto
depende de los gustos, por ejemplo, en el caso de la música venezolana, si bien
se ha desarrollado el virtuosismo le hace daño porque se vuelve una música tan
virtuosa que se pierden esos acentos, esa parte espiritual y tan profunda que es
nuestra música para sentirla, para tener un discurso y una forma de expresarse.
Pero ese es un problema de nuestros tiempos, los medios han cambiado y se
abren retos importantes. A mí me mueven las dos cosas: yo estoy a favor de que
se conserve; respeto mucho a la gente que hace la música tradicional, pero
también soy parte de esta renovación, de esta recreación del género. En un país
como el nuestro me sumo a la lucha para que podamos tener vertientes donde
expresarnos.
CMR. Mi historia es un poco distinta. Yo soy de Xalapa y nací en un contexto
urbano. Mi padre me enseñó el son jarocho. Mi madre venía de otra cultura
completamente distinta y cuando llegó a Veracruz y conoció la naturaleza de
esta ciudad, buscó irse hacia cafetales y vivir siempre en lugares bonitos en el
monte en la cercanía de Xalapa. Ella se enamoró de un jarocho en una
Candelaria tlacotalpeña hace como treinta años y yo vengo de esa pareja de
enamorados. Mi papá aprendió el son jarocho en Tlacotalpan de viejos que le
quisieron convidar un poco de lo que sabían; él se les pegaba y aprendió. Gracias
a eso yo aprendí un son jarocho de tradición en una ciudad, en un contexto
urbano, y yo lo he vivido de esa forma. Mi padre me enseñó a cantar “La Rama”
en la época decembrina y así aprendí a tocar mis tradiciones. Aprendí sones
como “El Guapo”, “La Lloroncita” o “El Pajaro Cú”, un sinfín de sones que mi
padre traía y que le gustaban tanto. Mi mamá al ver que me interesaba la música
me impulsó a estudiar un instrumento. Entonces empecé a estudiar
académicamente el violín y conforme el tiempo me fui dando cuenta de dos
cosas: que disfrutaba muchísimo la música cuando agarraba mi jarana y me iba a
la primaria; y que por la tarde sufría el violín en la escuela. Me daba colitis y
gastritis a los once años porque tenía exámenes y odiaba la música, pero al
mismo tiempo me iba al fandango y amaba la música. Finalmente aprendí a
disfrutar lo que no me gustaba y también a no pasarme todo el tiempo en los
fandangos y logré encontrar un balance entre las dos cosas. Afortunadamente he
vivido este contexto y gracias a mi padre he podido conocer a todos los maestros
de esta mesa, ya que él me llevaba a los fandangos. Aprendí a enamorarme de
esta música. En Tlacotalpan conocí a doña Helena (de la Luz Ramírez Aguirre)
que es casi mi abuela; me hice casi primo de Luis Felipe (Luna Ramírez) y junto
con otros amigos formamos un grupo. Así fui haciendo mi familia a través del
son jarocho. Hoy en día, con Sonex somos los mejores amigos de la prepa y de
ese momento, y seguimos siendo una familia. Hay muchas cosas que nos
identifican y juntos estamos en esto que es el son jarocho y la música que
vivimos. En esta mesa se habla de muchas cosas. Creo que hay contextos y hay
situaciones. Creo que la música sí ha sufrido cambios, ha habido muchísimos
repertorios y se han suscitado muchísimas cuestiones. Supongo yo que en la
antigüedad no todos los músicos tocaban todos los sones; a lo mejor algunos
músicos tocaban unos sones mientras que otros músicos tocaban otros. Hoy en
día se tocan sones que hemos aprendido por ciertas cuestiones de la vida y
también se tocan piezas porque somos músicos y no solamente somos son
jarocho. Tenemos repertorios muy amplios en distintas gamas musicales, en
boleros, en piezas de jazz y gracias a eso está sucediendo algo hermoso con la
música. Yo creo que hoy en día el son jarocho como lo dice Ramón está
adquiriendo tintes que han sucedido en Venezuela o en Brasil o en Cuba, pero
también en la India o en África, o en Nueva Orleans, en Nueva York, en puntos
clave de la música. Entonces el son jarocho está tomando un desarrollo
armónico, rítmico, melódico muy interesante. Hay muchos registros de cómo se
ha hecho en varias generaciones y entonces se pueden tomar valores de cada
generación; se pueden tomar anotaciones de cada momento y se pueden hacer
composiciones hermosas distintas, nuevas, contemporáneas. También se pueden
hacer descomposiciones, es decir que se pueden hacer tantas cosas con el son
jarocho porque ha crecido y es enorme; y hoy en día estamos hablando de ello en
esta mesa, pero sabemos que ha llegado a todo el mundo. Viene gente de Japón,
viene gente de San Francisco o está en los Grammys, está en los Óscares; es algo
muy importante esta música que tenemos.
RVD. Yo formo parte de los músicos que tocamos “de blanco”, de los mal
llamados músicos “marisqueros”. No sé por qué ha venido esa discrepancia y esa
división tan grande entre los que ejecutamos la música jarocha, que siempre nos
estigmatizan con el modo de vestir, porque tocamos en escenarios o porque
acompañamos a ballets folclóricos, o por diversas razones, siendo que la música
veracruzana es sólo una. Tengo la fortuna y la dicha de haber sido toda mi vida
intérprete y exponente del son jarocho según lo aprendí en mi tierra. Yo nací en
Tierra Blanca, Veracruz y ahí desde niño tuve la dicha de ver a Tachín Córdoba,
a Mario Barradas y toda la familia Barradas y a grandes ejecutantes del arpa. El
arpa, tal parece que en esta época está reñida con las nuevas generaciones y sólo
la utilizan muchos músicos para ejecutar la música venezolana o la música
paraguaya. El arpa de que yo tengo memoria siempre ha participado en la cuenca
del Papaloapan, en la región de donde soy. Se toca también en los municipios de
Alvarado, de Tres Valles e inclusive del Estado de Oaxaca como Tuxtepec; y
esta música interpretada con arpa ahora como que las nuevas generaciones la
rechazan por la comercialización que se hizo de Andrés Huesca y sus Costeños,
del Conjunto Medellín de Lino Chávez, amén de otra serie de grupos que
incluyó el cine mexicano, haciendo los sones más cortos para que
comercialmente tuvieran mayor aceptación. Entonces esa música ha sido
bombardeada por los mismos compañeros, por los mismos músicos, cuando
pudiéramos ver que somos capaces de convivir. Tuve hace unos años, el honor
de ser invitado por Son de Madera aquí presente a la ciudad de Washington con
Daniel y convivimos e hicimos música con arpa. Con Son de Madera hicimos
música que fue muy aceptada y resultó una experiencia muy agradable; a más de
las ocasiones que nos hemos reunido en otros lugares y aquí mismo en Xalapa;
luego entonces no entiendo el por qué no nos aceptan a los de blanco y nos dicen
marisqueros porque comemos marisco. Pero a fin de cuentas ellos también lo
comen (risas y aplausos). Bueno, ya me agrada que me dice aquí a mi lado el
compañero Camil que él si nos quiere. Eso es lo que yo les puedo platicar,
aunque a lo mejor no encajo en este equipo tan grande.
GGS. En realidad creo que el asunto del marisquero viene del hecho de que el
restaurant de mariscos fue como el nicho donde acabó el son jarocho de aquella
época, después de Huesca y toda esa efervescencia. Muchas cosas se podrían
decir a eso. Yo me tengo que colocar en una situación que me da ventajas y
desventajas, y es que en un momento de estas últimas décadas del son jarocho,
ya como grupo Mono Blanco estábamos solos. Había los músicos “de blanco”
como dicen ahora y había los músicos que poco a poco se iban deprimiendo más
en el campo. En medio de todo eso surgimos nosotros con un discurso fuerte
ciertamente contra los ballets folclóricos, con el propósito de aclarar que el son
de las marisquerías no era lo representativo del son tradicional, que era
muchísimo más que eso. Y realmente el compañero Rubén (RVD) y lo que es
Tlen Huicani, fueron unos músicos privilegiados que no tuvieron que ir al
restaurant, que era el mercado que había para quien quisiera ser músico jarocho,
ya que los acogió la Universidad Veracruzana. Y pues sí les dábamos unos
raspones porque a ellos les hubiera correspondido ir a estudiar el son, ir a
conocer el son y mostrarle al mundo que el son estaba en las comunidades; pero
tampoco los culpamos, era un momento de la historia distinto. Entonces
empezamos a ser odiados muy rápido, pero también queridos por un público
nuevo que se enamoraba de un personaje como don Arcadio (Hidalgo) que venía
con un bagaje cultural desde fines del siglo XIX. Empezó a crecer aquello y la
verdad es que aquel discurso que teníamos se fue diluyendo; sin embargo, nadie
sabe para quién trabaja porque los propios ballets folclóricos se han visto
enriquecidos de este movimiento y en la actualidad bailan el repertorio de
muchos sones que han resurgido gracias al movimiento; e incluso el ballet
folclórico de Amalia Hernández tiene hoy “El Chuchumbé” como parte de su
repertorio. Quiere decir que al final resultaron beneficiados como todos los
demás. Yo creo que no le hizo daño a nadie aquel discurso pero sí sacudió el
asunto. Porque yo creo que los músicos sí se habían quedado cómodos diciendo
sí somos la tradición, representamos esto, mientras la tradición se iba perdiendo.
Yo creo que hoy en día la Universidad Veracruzana todavía no está a la altura de
las circunstancias, pero ése es otro tema. Yo traté de hacer mi tarea en relación a
las dos preguntas. En cuanto al tema del repertorio, empezaré diciendo que
existen varios. El primero que se dio a conocer fue el que se popularizó durante
la época de Huesca que fue la primera generación que salió con el son jarocho a
conquistar el mundo. Fue un repertorio escogido a modo por necesidades propias
de mercado e incluso se adaptó para el nuevo público de son, ajeno a la
cotidianidad que viven quienes desarrollan una cultura alrededor de un ritual del
fandango. Mientras tanto, el repertorio tradicional con un grueso de sones
compartidos entre varias regiones y otros que pertenecían a ámbitos más
intrínsecos (caso específico el de los sones de San Andrés Tuxtla), se reducía en
la medida en que la sociedad cambiante de la época se distraía con otras modas
músico-bailables llegadas con la industria de la música y el espectáculo de los
que ya formaba parte el son jarocho. Para la década de los setenta se perdía
conocimiento sobre algunos sones en la medida que se dejaban de tocar; y se
dejaban de tocar porque el espacio natural del son, los fandangos y otras
festividades se reducían. Citaré el caso de sones como “El Buscapié” (que no
Buscapiés) y “El Cascabel”. Es interesante constatar que los grupos que se
proyectaron en los mediados del siglo XX no tuvieron “El Buscapié” dentro de
su repertorio, entre otros sones muy jarochos, y en el caso de “El Cascabel”, sí lo
tenían pero ya interpretado erróneamente. El repertorio de aquellos días se
limitaba a una veintena de sones: “El Siquisirí”, “El Colás”, “El Cascabel”, “El
Balajú”, “El Jarabe Loco”, “El Zapateado”, “El Gavilancito”, “El Cupido”, “La
Guacamaya”, “El Butaquito”, “La Indita”, “El Ahualulco”, “La Tuza”, “La
Bamba”, “La Morena”, “La Bruja”, “El Palomo”, “El Coco”, “El Pájaro
Carpintero” y “El Pájaro Cú” y algunos más. Todos estos sones son parte del
repertorio tradicional. En esta época, aquellos grupos grabaron también sones de
su autoría o de otras regiones. Los de su autoría no tuvieron impacto en el
repertorio fandanguero, en parte porque no se apegan a los conceptos de son. Mi
manera de decirlo es que compusieron canciones a ritmo de son. Dicho todo lo
anterior, pasemos a hablar del repertorio del movimiento. Mucha gente pregunta
por qué “movimiento”, y es porque hubo una reivindicación de la que ya habló
aquí Ramón (RGH), del son campirano que estaba como escondido y ya casi a
punto de desaparecer. Desde los inicios del movimiento, por lo que respecta a
Mono Blanco, siempre estuvo el interés de aprender repertorio. De los acierto
que tuvimos, uno muy importante fue acercarnos a los viejos de ese entonces, ya
que tenían repertorio y conocimientos vastos de lo que fue la última gran época
de la tradición, antes de la decadencia mencionada de los años sesenta y setenta.
Ese repertorio aprendido, lo llevábamos a Tlacotalpan y dentro del Encuentro de
Jaraneros, que se volvió el gran escaparate, mostrábamos los sones rescatados.
Pronto llegamos también con sones nuevos. Poco a poco surgieron otros grupos
que trajeron sones rescatados y sones nuevos. Actualmente el escaparate para
mostrar el trabajo de los grupos son los discos y la difusión que de ellos se hace
en las redes sociales. Se puede decir que en términos de cantidad quizá nunca
hubo tanto repertorio como ahora. Igual que antes, no todo lo que se compone
entra en el concepto de son. El punto más esencial para que lo sea es que lo
pueda tocar la mayoría de los músicos que le han dado vida al son. De hecho, se
componen pocos sones y muchas propuestas experimentales que a mi modo de
ver ya no encajan dentro de lo que es el concepto del son. Digamos que los sones
no son sones hasta que el pueblo los toca. Aquellos que se inserten en el
repertorio del fandango, serán los que la comunidad histórica del pueblo jarocho
les dé la venia de considerarlos como tales. Guardando la salvedad de no saber
cómo evolucionará el fandango en la sociedad jarocha durante este siglo,
enumerar el repertorio actual sería demasiado largo. Existe el repertorio
considerado propio de los grupos creadores. La mayoría de éstos son parte de la
nueva música popular que se está gestando a partir del movimiento y del son
jarocho. En mi caso particular, cuando nos piden una de esas yo digo que ésa es
exclusiva de tal o cual grupo. En general son piezas más complejas, en cuanto a
que son piezas con letra fija al menos en apariencia y tienen arreglos corales. En
cuanto a la instrumentación, me parece que ha sido una época privilegiada. Hubo
un tiempo en que la instrumentación era regional, actualmente los distintos
instrumentos se mezclaron. En mi opinión existe una orquesta jarocha, sólo que
siempre estuvo dispersa. Actualmente desde Mono Blanco lanzamos ese
concepto en nuestro último disco titulado precisamente Orquesta jarocha. Lo
que planteamos se compone de requinto, guitarra de son, guitarra cuarta, guitarra
media y guitarrón; en cuanto a las jaranas: mosquito, primera, segunda, tercera y
tercerola, quedando abierto el asunto a esa manera jarocha de tener primera y
media, segunda tres cuartos o tres cuartos de tercera; se incluye además el arpa y
los instrumentos de percusión: pandero, quijada y la tarima misma. De esta
manera, por estos tiempos el sonido ya no lo es tanto regional como a nivel de
cada grupo.
ABL. Yo no soy jarocho. Nací en el DF, pero me enamoré del son jarocho y
por eso vine a Veracruz. Cuando llegué por primera vez a Tlacotalpan, allá por
el año 1973, no se hacían fandangos y solamente existía el Conjunto Tlacotalpan
de José Aguirre Vera Biscola quien me enseñó a tocar los sones jarochos.
Cuando empecé a descubrir más el repertorio, tuve la inquietud de ir a Los
Tuxtlas donde conocí a los viejitos del Son de Santiago, a don Isaac Quesada,
don José Palma Cazarín, don Juan Zapata, entre otros, y supe que ahí no se
tocaba el arpa. Eso me hizo entender las músicas jarochas en plural, porque
existen diversas variantes subregionales. En ese sentido, cada repertorio tiene
una incidencia y una validez en su contexto y en su época. A mi parecer, el gran
auge del son jarocho se dio a finales del siglo XIX, cuando todavía las distintas
expresiones musicales regionales mexicanas se mantenían como manifestaciones
de consumo local. A partir de la llamada Época de Oro del cine mexicano, todo
esto cambió suscitándose una suerte de divorcio estilístico que todavía tiene
visos de profundo desacuerdo entre los distintos intérpretes. Yo me pregunto si
es menos tradicional la música de arpa que han hecho desde que eran jóvenes
músicos como el compañero Rubén (RVD), quien es hoy en día un veteranazo,
que la que hizo un su momento gente como Mario Vega, papá de Andrés Vega
Delfín. Creo que todos estos estilos musicales merecen reconocimiento por su
representatividad específica, y es por ello que considero que afirmar que tal
variante estilística es más tradicional que aquella otra es un criterio subjetivo
muy discutible. El repertorio que corresponde al auge de las músicas jarochas de
finales del siglo XIX consta de acuerdo con las fuentes documentales de 79
sones. Si a estos le añadimos otros 48 de logró erradicar la Inquisición
obtenemos un total de 129 sones.3 Es de llamar la atención que ahora que existe
un número inusitado de cultores que supuestamente tocan son jarocho, y que esté
decreciendo el número de sones históricos. De hecho, no tengo conocimiento de
un sólo grupo que toque todos aquellos 79 sones; o más bien que los tenga
montados, porque ahora los sones se montan, es decir que se preparan y se
definen entre los integrantes de tal o cual grupo, cuando anteriormente en los
fandangos los sones simplemente se tocaban y se compartían recreándose
colectivamente entre los participantes. Actualmente prevalece la moda entre los
distintos grupos de hacerle su propio arreglo a cada son y esto tiende a marcar
nuevos islotes interpretativos entre los músicos. Por otra parte, es cierto que se
está haciendo una enorme aportación de música fresca, nueva, a veces con una
inventiva muy encomiable pero que obedece a discursos musicales ajenos a los
parámetros distintivos del son jarocho. Surge entonces la pregunta: ¿Cómo se le
puede llamar a aquellas composiciones nuevas que se ejecutan con los
instrumentos jarochos, pero que sin duda no son sones jarochos? Sabemos que a
los músicos no les interesa mucho meterse en el terreno de las definiciones
teóricas y prefieren dedicarse a su creatividad musical, sin embargo el asunto de
cómo referirse a esta nueva gama de propuestas musicales que no se
circunscriben a los rasgos característicos del son jarocho, no es un tema menor.
Por otra parte, la cuestión del repertorio va de la mano con la dotación
instrumental con la que se interpreta. Hoy en día, las nuevas generaciones de
músicos veracruzanos han adoptado instrumentos de otras latitudes, como por
ejemplo el cajón peruano, que como su nombre lo indica es peruano mas no
jarocho. Este tipo de adopciones instrumentales, sobre todo en el caso de las
percusiones, se han cobijado en la idea de una pretendida reivindicación del
elemento ancestral africano dentro del son jarocho, asunto que debe ser tomado
con cautela. Actualmente está muy en boga un concepto de World Music, el cual
apunta hacia una cierta uniformidad en la dotación instrumental empleada en
distintas latitudes, la cual además de los micrófonos y los amplificadores incluye
la presencia de una batería, guitarras y bajos eléctricos. Para concluir, yo
considero que el tema del repertorio jarocho abre una gran interrogante en
cuanto a la permanencia del legado cultural de los predecesores, porque hoy en
día ya no se está tocando lo de los viejos, los jóvenes y nadie les podrá negar ese
derecho están haciendo una nueva música que es en su mayoría distinta de los
parámetros fundacionales del género.


Segunda Ronda:

AMN. El desafío es para las gentes de las comunidades, porque el campesino, la
gente del rancho tiene sus sones, tiene su música, tiene también su forma de ser,
de interpretar y sentir su música, y eso a veces se deja de lado en el contexto
urbano. Y lo vemos en las fiestas de Tlacotalpan,4 los jóvenes, con toda esa
energía, con todo ese virtuosismo que tienen en la guitarra, suelen desplazar a
los viejos cuando van a las fiestas; y por otros códigos que hay, el
desconocimiento de los jóvenes hace que los señores se hagan a un lado. Los
viejos ya no ejecutan los sones nuevos y por su parte, los jóvenes tampoco
ejecutan los sones viejos porque no conocen la mecánica. Creo que los sones
viejos se van muriendo con los viejos. Ahí se van quedando. A su vez, se van
sembrando los sones que escuchamos en la actualidad con los jóvenes en el
mundo urbano. Y lo vemos en Texcaltitan que es una comunidad étnica náhuatl:
tenemos un número grande de viejos tocando, ahí se toca mucho el violín, según
sus viejas formas en pausado, pero también tenemos un grupo de jóvenes que
fueron a aprender en Casa de Cultura y después se organizaron en grupo. Al
principio, ambas generaciones compaginaban, después los viejos se enojaban
con los jóvenes por su forma de tocar, y finalmente los jóvenes pasaron a formar
parte de grupo que ahora toca “cumbia son” y todo ese tipo de cosas que a ellos
les place. Cuando se mueran los viejos de esta comunidad, van a quedar
solamente los jóvenes con este tipo de música y aquellos sones viejos, aquellos
viejos estilos y sus formas campesinas se van a ir relegando y quedarán como
para la historia. Hay muchos sones de aquellos viejos registrados, pero ya a
mucha gente no les gusta ejecutarlos. Ese viejo repertorio quedó prácticamente
en el olvido, y pienso que fue también parte de otra generación, porque esas
grabaciones se han quedado prácticamente como piezas de museo, porque
¿quién los toca? Quizás los escuchan muy tediosos y por eso se pierden.
Además, creo que lo que fundamenta nuestra música es la capacidad de ejecutar
el son en la tarima. Sones han surgido muchos, algunos se han quedado ahí
porque en la tarima se bailan, otros desaparecieron. Como para los sones viejos
ya no hay bailadores, ya no hay tampoco ejecutantes. Pienso como tantos otros
que el son puede con el tiempo desplazar al mariachi, porque se ha introducido
más allá de la frontera de nuestros pueblos, de nuestro estado, de nuestro país,
por todo ese impulso que le dan los compañeros como una forma de vida. Sin
embargo, sería también bueno que recordaran un poco esos viejos sones para que
no solamente se ejecuten los sones nuevos. También es importante que las
comunidades sigan manteniendo sus costumbres, las que le dan vida y razón a su
música. Pero los tiempos que vivimos son modernos, la tecnología penetra muy
a prisa, a prisa caminamos nuestros pueblos. Han cambiado nuestras
comunidades también a pasos gigantes. Ya la gente no quiere hablar el náhuatl.
Ya resulta más fácil comprar las tortillas en la tortillería que moler el maíz. Y
con estos cambios se van perdiendo también las razones que le dan vida a
nuestro son en nuestros pueblos. Yo lo miro, por ejemplo, en Nopalapan: hace
veinte o treinta años no había una boda donde no se acompañara con el copiáo a
los novios, pero al sufrir hace algunos una embolia el músico llamado Benito
Mexicano que era uno de los que encabezaba por ese lado este tipo de cuestiones
ahí se quedó todo. Los velorios en nuestra región, al igual que las bodas, pues
ahí se queda todo. Y la gente deja de hacerlo porque considera que eso es muy
anticuado, y ya no es para estos tiempos. Aquí tienen también mucho que ver las
autoridades, la educación, las autoridades educativas. Es importante que los
niños y los jóvenes miren su música y sus costumbres, las razones que le dan
valor, pero al maestro siempre se le pone como algo revoltoso y esa famosa
reforma educativa que tenemos a lo mejor hace algo en el futuro.
RGH. Es sumamente interesante todo lo que se expone aquí. Yo estoy de
acuerdo en muchas cosas, en otras no tanto. Como joven, ya no tan joven, yo veo
plataformas. En ese momento, a colación a lo que decía Rubén, no era que se
menospreciara la música de arpa, era lo contrario, lo que se menospreciaba era la
forma de hacer música que tuviera tintes campesinos o rurales. Y creo que
después como dice Gilberto se va a la par y hay ahí un enfrentamiento, pero yo
admiro mucho la música de arpa. Y yo digo que Rubén Vázquez es el mejor
arpista veracruzano en Xalapa. Yo veo como toca la jarana, como zapatea y
como decía Andrés, hay diferentes vertientes. Yo puedo decir de la música de
Los Tuxtlas que soy parte de ella y recuerdo cómo tocaba don Pólito Baxin sin
ninguna prisa. Claro que los jóvenes hoy no quieren tocar así, pero esa música
ancestral es para mí muy impresionante. Hay que tener la sensibilidad para poder
reconocer todas estas vertientes de la música. A veces la gente me pregunta:
¿Cómo ves lo de Lila Downs? Y yo digo que es un folky-tropi-pop. Yo creo que
ahí es donde debemos ser honestos. Cuando a mí me preguntan: ¿Son de Madera
hace música tradicional? Yo respondo que no hacemos ni queremos hacer
música tradicional. Nosotros hacemos lo que yo he hecho desde siempre, lo que
Tereso toca, añadimos un contrabajo y un violín. Y somos una plataforma en la
ciudad para todo lo que sucede, porque finalmente el propio gobierno de
Veracruz nos ha negado desde siempre. Nosotros no hemos tenido el espacio ni
en la recreación, ni en la creación de lo que podemos ser. En cambio, ahí tienen
ustedes al espectáculo llamado Jarocho que es una copia de un ballet irlandés y
que no incluyó a gente importante dentro de la creación o dentro del baile que
hemos estado durante veinte o treinta años. Por otra parte, ahí está el espectáculo
de Rubí Oseguera que incluye a los cultores y ésa es otra cosa.
A mí me llama mucho la atención la música de los arpisteros de Pajapan, la
toco; y creo que no hay que tener miedo por eso porque otra generación viene y
recupera esas cosas, sobre todo cuando hay un registro, o si uno tiene la fortuna
de conocer a la gente directamente. No coincido en la parte del carbono 14 que
es una cuestión muy de investigación, de antropología. No podemos ser como
los investigadores y como cada quien quiere que seamos. Si grupos como Sonex
hacen su música es porque así son ellos y creo que también es válido que ellos
como jóvenes en la ciudad puedan tener esa apertura por parte de nosotros. Es
parte de la democracia que quisiéramos que hubiera como país. Yo creo que hay
cosas que a uno le gustan y otras no. Por ejemplo, a mí lo que no me gusta de la
música del mundo es que todo se convierta en pop, y que todo sea ahora parte de
un comercio, no solamente de los géneros, de todo con tal de vender. Para mí
como artista, lo importante es que puedo ser criticado por mi requinto de cinco
cuerdas, o porque de repente toco líneas de jazz o de rock, pero también conozco
toda la escuela tradicional del son jarocho y creo que esa parte la podemos
discutir, pero considero que no es bueno ser tan tajantes. A mí, por ejemplo, no
me gusta la música de Lila Downs, pero reconozco que tiene un trabajo dentro
de un mercado que no es el mío. Entonces, considero que en esa diversidad lo
importante es que la Universidad Veracruzana, que ha negado durante tantos
años al son jarocho, abra un espacio para que todos estos grupos que menciona
Andrés Moreno tengan un incentivo, pudiéndose presentar en foros y hacer
grabaciones para las nuevas generaciones. Incluso para las escuelas de música,
porque hay una escuela de jazz en Xalapa, hay una escuela de música
académica, pero no la hay de música tradicional veracruzana. Creo que esta
ausencia deja de lado algo que es fundamental para nuestro desarrollo cultural
como Estado, porque no puedes hacer música ajena a ti, a partir de nada. Uno
tiene que tener desde la infancia el conocimiento de lo que sucede en Veracruz.
Y éste es también un problema que tenemos como país, por eso estamos así,
porque institucionalmente se ha negado lo que somos como mexicanos. En mi
caso, gracias a que provengo de una comunidad pero he crecido en la ciudad, me
puedo dar cuenta y he logrado adquirir herramientas fundamentales para
sobrevivir en un país donde hay cosas muy buenas como el Fondo Nacional para
la Cultura y las Artes, pero que es un país muy corrupto con una decadencia total
de los valores. Por eso es que la música, por lo menos para mí, rescata mi
creatividad y mi fe en este país.
CMR. El tema de la enseñanza y aprendizaje del son jarocho es muy complejo.
La enseñanza es muy subjetiva y el aprendizaje es objetivo. Lo que nos queda a
nosotros es seguir haciendo música, y tal vez hacer métodos por ejemplo sobre
las afinaciones. Comparto el punto de vista de Ramón, tenemos escuela de jazz,
también de música clásica que no se llamaba música clásica en tiempos de
Mozart o de Beethoven, era su música tradicional; y era gente a la que le daban
tres acordes y con eso desarrollaban piezas increíbles que son hoy fugas a seis
voces, que si las relacionas un poco resultan ser compases de seis octavos; y
asimismo escuchas una sonata y podría ser “El Pajarillo” venezolano o “El
Cascabel” jarocho y muchas cosas más. Creo que si alguien transcribiera
textualmente lo que hoy en día tocan músicos como Ramón que tienen un
desarrollo armónico y melódico impresionante, cien años después tocarlo como
él sería imposible si no lo conocieras. Me refiero a que la música tiene que estar
acompañada de sentimiento y en este sentido resulta difícil hacer un balance,
porque podemos dejar en papel todos los sones para los años, pero si no tenemos
las ganas de aprenderlos y la voluntad, simplemente no van a sonar igual. Hoy
en día hay muchas maneras de enseñar y de aprender, y creo que sí sería muy
importante que la escuela de jazz se diera cuenta de lo que es el jazz. Es un
desarrollo de los acordes y rítmico, no es el swing, no es el bebop ni son los
géneros. Si hay géneros, pero si entendiéramos que el son jarocho tiene
características propias para desarrollarse, claro que se podría integrar en el
mismo Jazzuv, o en la escuela de música clásica mediante arreglos. Tuve la
oportunidad de conocer el CECAM5 en Tlahuitolpepec, Oaxaca, donde hay
jóvenes que van a tomar clases durante un mes y por 500 pesos tienen alientos y
hospedaje; pueden cursar ahí mismo la primaria, la secundaria o la prepa y al
mismo tiempo toman clases de un instrumento de viento que la propia escuela
les facilita. El resultado es que a los seis meses son personas que tocan más que
muchos estudiantes que están aquí en una Universidad con un presupuesto
mucho más costoso. Si lográramos hacer cosas así aquí en Veracruz podríamos
llevar al son jarocho a niveles enormes. Hay muchísimas cosas que se pueden
hacer para la enseñanza del son jarocho. Nosotros hemos intentado hacer un
arreglo del “Aguanieves” con zapateado. Lo escribimos en partitura, le pusimos
el puntito donde va y todo, y aun así es muy difícil transmitirlo a gente que ya
lee música. Por eso es que sí se necesita el sentimiento y desde luego la cercanía
con los músicos cultores; no solo basta con los papeles y la información. No es
cuestión de decir que ahí está Moncayo o las piezas que se han hecho, no, hay un
mundo inmenso en cada son. Ojalá que sí se hiciera un desarrollo de todos estos
79 sones, además de los nuevos. Si en verdad hubiera un estudio musical de todo
esto no tendríamos que voltear a ver a Venezuela, ni a Cuba, ni a la India ni a
ningún otro lugar del mundo porque aquí en Veracruz tenemos lo jarocho y lo
huasteco también. Es cierto que cada uno de nosotros ha vivido y convivido con
el son de manera distinta y esa diferencia determina a su vez una identidad
propia particular; por eso el son suena distinto en cada región. Y yo creo que
más allá de que si tienes plaza o no sé qué, tienes que ser honesto y tienes que
sentirlo. Por más que seas músico campesino al que le pagan por tocar en una
boda, si no estás en condiciones óptimas para tocar ese día, pues lo vas a hacer
mal; pero si estás convencido y tienes el sentimiento lo vas a hacer bien, igual
que si estás en un escenario, en un ballet folclórico o en cualquier lugar; si lo
estás haciendo con ganas y además tuviste un proceso de aprendizaje serio, lo
vas a hacer bien. Ahí es donde entran la ética y el sentimiento de cada uno.
RVD. Son bastantes los desafíos que enfrenta hoy en día un cultor jarocho. El
mío es primero que nada la edad, que yo ya voy de salida. Yo considero
importante vencer esa muralla que no se ve pero existe entre los distintos grupos,
y hacer una hermandad. Mencionó Camil a los grupos huastecos, ¡qué
productivos son los huastecos para la cuestión de los sones! Hacen un son
porque llovió, o porque hace sol, por el caballo, por el gallito que los despertó y
a lo mejor hasta por los 43 desaparecidos que tenemos hoy en Ayotzinapa, en
este país como dijo Ramón de corrupción. Lamentablemente para ustedes que
son mexicanos. Yo soy de Tierra Blanca (risas y aplausos). Se hablaba del
repertorio, y es cierto que nosotros a veces de “La Bruja”, “El Jarabe Loco” o
“El Siquisirí” no pasamos, pero una de las variantes dentro del son jarocho es la
improvisación. Al estar interpretando sones jarochos, nos dedicamos a hacer
letras o coplas improvisadas y a la gente le gusta eso y lo acepta. Si es un
convivio familiar hay que hacer un verso elogiando, por ejemplo, al del
cumpleaños o vituperando al que se le pasaron las copas, o al del apodo más
escatológico que tenga; y esta improvisación se facilita acoplándola a los sones
que ya existen. Es muy común escuchar décimas, sextetas o cuartetas en sones
como “El Jarabe Loco”, “El Siquisirí” o sones en tono menor. Yo tuve la fortuna
de participar en el grupo Tlen Huicani de la Universidad Veracruzana, y a lo
mejor la creación de los sones no prendió tanto. Hacíamos músicas de otras
latitudes muy bonitas; aun cuando no puede uno tener el mismo sabor de un
venezolano o de un paraguayo teniendo la música veracruzana aquí. El arpa se
toca con las manos pero también con el corazón, y esto es parte de lo que yo les
podría decir aquí.
GGS. Esta confrontación de la que habla ha existido más mediáticamente y por
el término de las posturas, pero yo por ejemplo tengo muy buena amistad con la
mayoría de los músicos comerciales, manejábamos ese término ¿no? Una de las
cosas que nosotros reivindicábamos es que el que paga no manda y en la época
anterior se decía “el que paga manda” y entonces los músicos tocaban lo que la
gente quería. Pero, yo tengo muy buena amistad con Nico, un arpista que suena
mucho y tiene su restaurant en Buenavista. Él sabe que lo que toca es distinto de
lo nuestro. Conozco a los músicos de los Portales en el puerto y uno de ellos de
Los Tigres de Jamapa me ha pedido que le enseñe “El Chuchumbé” porque la
gente se lo pide. Lo que pasa es que yo decidí que me odiaran por lo que soy y
no que me elogiaran por lo que no soy, entonces siempre a las cosas las llamo
como son. No quiero caerle bien a la gente para ver si hago más fama. Digo las
cosas en las que creo y defiendo aquello por lo que he luchado. El son jarocho es
un arte y como todos los otros géneros hay quienes son muy buenos y quienes no
tanto. Yo estoy de acuerdo en que hay que tener respeto por todos los músicos,
pero reconocimiento para aquellos que han tenido un plus dentro de los músicos
tradicionales. Como en todos los géneros, ha habido los malos, los buenos y
luego los que han tenido un grado virtuosismo yo mencionaría por ejemplo a don
Juan Zapata y que dejan un impacto de su tiempo. Hay muchos otros, pero
tampoco hay muchos porque así es la historia. En cuanto a la segunda pregunta,
yo digo que en ninguna época anterior a ésta los músicos tuvieron conciencia de
que su oficio artístico era patrimonio cultural. Don Arcadio Hidalgo lo tuvo a los
noventa años, pero ya como parte de este movimiento. Digamos que en mi caso,
a la par que músico me hice promotor cultural, a consecuencia de vivir en la
Ciudad de México y en un momento muy bueno de euforia cultural en la ciudad.
Ese fue un patrón que se ha seguido repitiendo y, aunque con otros nombres
como los colectivos ahora muy en boga, en gran parte por eso se gestó el
movimiento. El surgimiento del músico promotor permitió que se fomentara el
desarrollo cultural regional dentro de la cultura jarocha y esto ha demostrado que
es posible desarrollar una economía alrededor de la cultura; porque este
movimiento ha generado una economía que en mucho ha beneficiado a este
Estado, que ha ido más allá de la música y que gracias a eso, muchos jarochos no
se han tenido que ir a trabajar en Estados Unidos, o en las maquiladoras de la
frontera. Desde mi óptica, los años dorados de este movimiento fueron los
ochenta, cuando coincidieron funcionarios de la Federación con funcionarios
estatales y entonces junto con quienes éramos músicos promotores hubo mucho
dinamismo alrededor del son. Había muchos fandangos, muchos encuentros. Los
grupos jarochos íbamos a tocar a las Casas de Cultura por todos lados, de norte a
sur en este país “salchicha”; y entonces fue una época muy buena. Este
movimiento que creció de la mano de la Ciudad de México, se vio apoyado con
la fundación del Instituto Veracruzano de la Cultura. De ese modo, el proyecto
de difusión y promoción del son jarocho a través del fandango se fortaleció al
extenderse por todo el Sotavento. Los lugares donde hubo apoyo local se vieron
más beneficiados. Más tarde, la aparición de programas como el Programa de
Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias fueron un estímulo extra que
benefició a la zona jarocha con los talleres de laudería, talleres de fandango y la
organización de Encuentros de Jaraneros. El día de hoy, la realización de talleres
se da en dos ámbitos: talleres comunitarios dentro y fuera del Sotavento; y
talleres públicos que pueden ser en cualquier lugar del mundo, pero
principalmente en ciudades de nuestro país y en Estados Unidos. Los primeros
talleres vienen del origen y continúan realizándose sin fines de lucro y se
generan dentro de una comunidad; los segundos constituyen el modus vivendi de
muchas personas que en la mayoría de los casos no organizan talleres
comunitarios. ¿Qué papel jugamos los primeros músicos promotores? La
realización de talleres comunitarios fue de las labores más importantes. Otro
aspecto importante es seguir trabajando con jóvenes talentos en una relación
discípulo-maestro donde el discípulo será el depositario de los conocimientos.
En este caso, ya no es la cantidad lo que importa, sino la calidad de los
conocimientos y la responsabilidad del discípulo por trasladar dichos
conocimientos en su oportunidad. Digamos que hoy es un buen momento para
que el cultor jarocho, todo aquel que quiera ayudar para preservar el legado, sólo
tome la iniciativa. Estos cultores se encuentran en sus comunidades o en
comunidades ajenas, y organizan talleres comunitarios para fomentar el gusto
por el son y la participación en el fandango. En estos se enseñan los
conocimientos generales, pero también sirven como filtro para detectar los
talentos privilegiados. Aquí es muy importante el compromiso del músico
maestro, no me refiero al músico tallerista sino al músico que como maestro
acepta al discípulo y se ocupa de facilitarle la vida para que se dedique a estudiar
el legado al que se hace merecedor. ¿Qué problemas enfrentan estos cultores? El
principal es de tener resuelta su vida, ya sea tocando profesionalmente o
teniendo algún otro oficio. Está también el problema de cómo financiar los
talleres, y aquí entra el asunto comunitario pues sin respaldo de la comunidad
cualquier proyecto fracasa. Otro problema es la intromisión del estado en la
relación de los talleres, porque cuando el estado promueve talleres se garantiza
una actividad exitosa. Así, cuando se logra que los padres contribuyan con una
cuota de recuperación, aparece un programa oficial que ofrece talleres gratis.
Existe también una gran oferta de talleristas que sin otro interés que el
económico y sin elementos pedagógicos ha generado un gran número de
alumnos con información mal asimilada y cuando llegan a un taller bien
fundamentado estos alumnos tienen muchos vicios que dificultan el aprendizaje
correcto. Creo que el gran problema para que un cultor creativo renueve su
legado, es la mala relación que el Estado tiene con los creadores. Por lo general
el creador es un ser pensante y esto le molesta al Estado que quiere creadores a
modo que no cuestionen las cosas que están mal. Se recurre entonces al bloqueo
en actividades donde los creadores deberían participar. En el caso de Veracruz,
el Estado invierte más en otros géneros que en los que emanan de la cultura
nuestra. Es sabido que cuando las instituciones y la sociedad caminan de la mano
se generan desarrollos artísticos importantes. Esto es lo deseable para el futuro
de la cultura jarocha y para la cultura en general de nuestro país. Tenemos aquí
una Secretaría de Turismo Cultura y Cinematografía más anexas, cuyos titulares
por lo general no son cultos en lo que nos importa. Al desconocer ellos toda esta
parte, no saben cómo coadyuvar al desarrollo de todo esto. En nuestro Estado
hay arcas de dinero para un espectáculo como Jarocho que no ha tenido ningún
éxito y también para festivales de Salsa en un país donde no ha habido figuras en
el movimiento salsero. ¿Por qué no consigue el Estado patrocinadores para hacer
festivales de son jarocho?, sobre todo en este momento en que se encuentra. A
partir de este sexenio se han cerrado mucho las opciones. Lo bueno es que este
movimiento ha conseguido subrepticiamente abrirse paso. Yo creo que el son
jarocho tiene un futuro promisorio. Y a pesar de que algunos amigos de fuera me
digan que no ven salida para México porque siempre hablan de que estamos
dormidos y no reaccionamos; porque el PRI se fue matando y regresó matando;
y vemos casos como éste que nos ha horrorizado en estos tiempos de terror y
miedo; y vemos también cómo la sociedad está cada vez más indignada; pero si
aunamos todo eso con el resurgimiento actual que hay del son mexicano en
general y no nada más del son jarocho, a mí me da confianza México.
ABL. Retomando lo que señaló el compañero Rubén en el sentido de que su
gran reto es, ya por cuestión de edad, sobrevivir, traigo aquí a colación el hecho
de que llevamos ya años y el compañero Rafael Figueroa aquí presente no me
dejará mentir pugnando porque el estado se comprometa con los viejos cultores
para que puedan por lo menos morir decentemente. Estamos encaneciendo
nosotros y vemos con pesar cómo siguen falleciendo los viejitos cultores, sin
haber recibido ningún tipo de respaldo por parte del estado muchos de ellos;
sobre todo quienes dedicaron su vida al son jarocho en el ámbito rural. Yo creo
que sí valdría la pena cuestionar el papel que tiene el estado frente al
compromiso de que sus músicos no mal mueran. Seguramente a más de uno de
los aquí presentes recordarán la iniciativa de algún ex gobernador, anunciando
con bombo y platillo en Tlacotalpan su decisión de otorgar cien mil pesos para la
creación de un fideicomiso para apoyar a los músicos jarochos rurales. Valdría la
pena averiguar dónde quedó aquel dinero. Por otra parte, tenemos en México una
espiral de violencia creciente, con sus michoacanazos y sus guerrerazos. Hoy en
día, prácticamente ha desaparecido de Michoacán el contexto en el que se
desarrolló el conjunto de arpa grande porque sus rancherías están tundidas de
narcotráfico. También tenemos hoy, el caso de los 43 estudiantes desaparecidos
de Ayotzinapa, Guerrero, que tanto por su nivel de violencia como por toda la
serie de inconsistencias en el manejo oficial sigue causando indignación dentro y
fuera del país. Veracruz no está tan lejos de todas esas realidades de violencia;
sin embargo todavía tenemos algún espacio rescatable y me parece que sería
bueno que en medio de toda la corrupción, estos gobiernos recordaran que tienen
una asignatura pendiente con respecto del bienestar del pueblo. Sin embargo,
mientras prevalezca un modelo de país en el que la cultura sea un mero apéndice
de la Secretaría de Turismo, es muy poco probable que esto cambie porque la
cultura del turismo y el turismo de la cultura son cosas muy distintas. En ambos
rubros los beneficiarios son diferentes, y la lógica de atender a un turista y la de
diseñar mecanismos para apoyar en su desarrollo a los cultores son
diametralmente opuestas. Mientras el Estado siga supeditando la cultura a los
criterios y dinámicas propias de la industria turística, nuestra cultura popular se
verá sujeta a la lógica que requiere atender bien al visitante con tal de que gaste
aquí su dinero. Y mientras el Estado siga considerando la actividad cultural
popular como una erogación y no como una inversión pública, difícilmente
veremos implementarse políticas culturales que repercutan efectivamente en el
bienestar social. En cuanto a los jóvenes, bastantes problemas tienen ya por el
simple hecho de ser estudiantes como para suponer que van a contar con algún
tipo de respaldo del gobierno para poder aprender además a tocar alguna música
regional; y aun así, es un hecho que las juventudes actuales dentro y fuera de
Veracruz, han asumido el son jarocho como un referente de identidad mexicana
y este hecho ya constituye por sí solo un buen motivo de optimismo. Todos
sabemos que existe mucho más que agregar, puesto que en este tipo de mesas
resulta imposible agotar el tema a tratar. Podemos hoy concluir enfatizando un
hecho innegable: en lo que respecta a las músicas jarochas, actualmente
prevalece un ímpetu cuya efervescencia es alentadora. Y en ese mismo tenor
Daniel Edward Sheehy tuvo a bien manifestar el comentario final siguiente.
DES. Quiero expresar mi profundo agradecimiento a todos en este panel, no
solamente por la diversidad de expresiones, también por lo sustancioso de cada
una de sus intervenciones. Yo también me siento muy optimista respecto del
futuro del son jarocho y quiero expresar un agradecimiento muy especial al
movimiento de los jaraneros por involucrar a tanta gente, ya que esto ha liberado
muchos recursos humanos. Y tocante al comentario de Andrés Moreno, la
comunidad tiene mucho que ver con la innovación y la conservación del son
jarocho. En mi país, por ejemplo, al obtener recientemente su doctorado
Alessandro Hernández afirmó que el son jarocho desempeña un papel
permanente en la resistencia contra la injusticia. Esto es muy cierto, o por lo
menos así los es en el contexto actual de los Estados Unidos. Quisiera concluir
mis breves palabras con una pregunta muy sencilla: ¿Con qué propósito han
traído hoy algunos de nuestros panelistas un instrumento musical? (A bote
pronto, los músicos culminaron esta mesa con un breve Siquisirí.)
1 José Raúl Hellmer Pickman (Filadelfia, Pensylvania, 27 de octubre de 1913-Ciudad de México, 13 de
agosto de 1971) fue un investigador pionero en la realización de grabaciones de campo de las diversas
variantes musicales regionales mexicanas.
2 Jas Reuter. Doctor en Filosofía por la UNAM. Autor de los títulos: Los instrumentos Musicales en México,
Fonart (1982), La música popular en México, Panorama Editorial (1985); Integrante del grupo Los
Folkloristas (1966-1971).

3 Las músicas jarochas ¿De dónde Son?, Andrés Barahona Londoño, Conaculta, 2013, p. 462.

4 Las fiestas patronales de Tlacotalpan, en honor a la Virgen de la Candelaria se han convertido en el
escenario predilecto de los jóvenes jarochos que celebran el llamado Encuentro de Jaraneros.

5 CECAM. Centro de Capacitación y Educación Musical Mixe. Es un centro de Educación Musical indígena
que es autónomo en su organización, operación y planes de estudios, con apoyo eventual y aislado por parte
de las instituciones gubernamentales estatales y federales. Único en México, fue fundado en 1977.

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