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música veracruzana
historia, prácticas, educación musical y retos
Enrique Florescano · Nelly Palafox López
coordinadores
Primera edición, 2016
Universidad Veracruzana/Secretaría de Educación de Veracruz
Dirección Editorial Hidalgo núm. 9, Centro, CP 91000
Xalapa, Veracruz, México Apartado Postal 97
Secretaría de Educación-Gobierno del Estado de Veracruz
Km 4.5 carretera federal Xalapa-Veracruz, 91190
ISBN: 978-607-502-458-5 Fecha de aparición, 26 de abril de 2016
Ilustración de portada: Israel Pérez Ladrón de Guevara
Esta obra se encuentra disponible en acceso abierto para copiarse, distribuirse y transmitirse con propósitos
no comerciales. Todas las formas de reproducción, adaptación y/o traducción por medios mecánicos o
electrónicos deberán indicar como fuente de origen a la obra y su(s) autor(es). Se debe obtener autorización
de la Universidad Veracruzana y la Secretaría de Educación de Veracruz para cualquier uso comercial. La
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cualquier obligación que surja conforme a la legislación aplicable.
ÍNDICE
Prólogo
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Capítulo I. HISTORIA
1) Identidades en transición, músicas en movimiento
Antonio García de León
2) La creación musical en los siglos XX y XXI
Aurelio Tello
3) Música veracruzana: reflexiones y apuntes
Ricardo Miranda
4) Música veracruzana. Historia, práctica y retos. Sonido, significado y
sustentabilidad. El son jarocho es lo que hacemos que sea.
Daniel Sheehy
Capítulo II. PRÁCTICAS
5) Rumberos y jarochos: Crónica musical de un pedacito de patria que sabe reír
y cantar
Rafael Figueroa Hernández
6) El jazz y la música clásica: encuentros y desencuentros
Guillermo Cuevas
7)Tú eres mi destino: el bolero en la educación sentimental de México
Lucina Jiménez López
8) Solamente una vez (más): lírica popular mexicana como música e
(inter)texto
Rodrigo Bazán Bonfil
9) Rock xalapeniense: concierto a varias voces y un intérprete
José Homero∗
10) La música huasteca
Román Güemes Jiménez
Capítulo III. LA EDUCACIÓN MUSICAL
11) El arte de enseñar
José Arias Luna
12) El uso pedagógico de los elementos de la música en el aula de clase. Una
mirada histórica a la educación musical
Rosa Arisbe Martínez Cabrera
13) La música como instrumento de cohesión social.
Aproximaciones para la sensibilización
Deyanira G. Guzmán M.
14) Música y cohesión social: una perspectiva histórica
Julieta Varanasi González G.
Capítulo IV. RETOS
15) Rondando el son jarocho
Andrés Barahona Londoño
Preludio
La música es la reina madre,
ya no se hable más,
silencio que ha llegado ella
con sus balas y flores.
Fito Páez
La música veracruzana es un territorio habitado por las más diversas presencias
sonoras que van del bolero, al danzón, la rumba, el son, pasando por el canto
negro, el pop, el rock y el jazz. En ella se resume la aspiración de un gozo
sensorial y ritual que nos invita al lamento más hondo o la alegría del cuerpo
expresada en la danza. A pesar de ser tan familiar y vivencial se discute poco
acerca de su historia, prácticas, educación musical y desafíos. En este sentido, la
presente obra revisa el tema desde sus más polifacéticos matices. En lugar de
explicar cómo la música puede ser un factor identitario, elige complejizar y
hacernos reflexionar en torno a la falsa puerta llamada “identidad musical”. No
es un catálogo de rígidas definiciones pues lo que hemos aprendido de la vida y
la música es que en ellas reina el movimiento.
La primera mirada que transforma el tema porque quien la escribe es Antonio
García de León, nos muestra un principio básico: la música también es
“historicidad en movimiento” más allá de la inmanencia que solemos infundirle
al decir que habita nuestro sistema sensorial y vital. Es un texto como pocos
porque la ponderación ha venido del ejercicio ensayístico con un talante de
interpretación aguda desde la experiencia y las numerosas lecturas sobre el tema.
Para desplegar un panorama de la música veracruzana, Aurelio Tello se afana
por compartirnos las semblanzas biográficas de quienes con su trabajo han
servido de horizonte y perspectiva del espacio sonoro sin gentilicios ni fronteras.
Por su parte, Ricardo Miranda construye un texto erudito y agudo en el que pone
en duda la “idea de la música veracruzana”; pues tal cosa además de antojarse
inamovible se fractura al momento mismo de emprender una definición. Por su
parte, Daniel Sheehy nos regala sus experiencias personales de “fuereño
cultural”, productor musical y teórico del son jarocho en su capítulo “Sonido,
significado y sustentabilidad. El son jarocho es lo que hacemos que sea”.
Encausada por un asedio a los géneros, la segunda parte plantea la historia
privada y pública de la rumba y el son en voz de Rafael Figueroa, cuyo nombre
es ya un relato individual y rico de “este pedacito de patria que sabe vivir y
gozar”.
Guillermo Cuevas se abre paso en la vitalidad presente del jazz y la música
clásica sin descuidar con esmero los nombres de los actores emergentes y la
decisiva participación de la Universidad Veracruzana para promover el género.
Lucina Jiménez López conoce de primera mano la historia del bolero en la
cultura mexicana y su modalidad de educadora sentimental. Los esfuerzos que
ella ha realizado como gestora, autora y promotora de bibliografía, programas
educativos y artísticos la colocan no en el cubículo encortinado del especialista
sino entre los niños, los músicos y quienes corean los versos de “luna que se
quiebra sobre las tinieblas de mi soledad”.
Rodrigo Bazán Bonfil, conocedor y experto de muy diversos temas literarios,
nos sugiere que el bolero no se ubica sólo en ciertas canciones que llevamos en
los pliegues de la memoria sino que transciende de manera intertextual al rock
de El Personal, El Tri o las Ultrasónicas con un amplio rango de cantantes que
sabiéndolo o ignorándolo siguen cultivando el género.
José Homero nos regala una historia del rock xalapeño que ha documentado
con paciencia a lo largo de los años y en forma directa con sus protagonistas;
para este ensayo se aproximó a la memoria de Salvador Ramírez, Chava Blues,
Rafael Cerrillo, Alberto Morales, El Gato y Conrado Ánimas.
El son huasteco no podría ser abordado por nadie mejor capacitado que Román
Güemes, cuya ágil prosa, clara y amena nos conduce desde la descripción de los
instrumentos, pasando por los rituales hasta la cultura viva y sonora de este
prolijo e incansable torrente de versos que es el son huasteco.
En la tercera línea del mapa: la educación musical, se ha procurado incluir las
voces de los maestros; por ello, el primer apartado es de José Arias Luna quien
sabe que “la harmonía es sinónimo de amor” y con ese ingrediente nos ofrece un
breve y entrañable texto sobre “El arte de enseñar” muy a la manera de Ovidio o
Plutarco.
El uso pedagógico de la música está pensado y documentado por Rosa Arisbe,
mientras que Deyanira Guzmán aborda un tópico fundamental al explicarnos en
qué medida la música tiene la habilidad de fungir como un instrumento de
cohesión social. Por su parte, Julieta Varanasi, con la pericia de historiadora nos
recuerda la antigua relación de la música para fungir de gozne entre los distintos
actores de la sociedad: “la música es parte del ser humano (literalmente llevamos
el ritmo en el corazón), por lo que es la propia sociedad la que en muchas
ocasiones ha dado origen a los proyectos que han perdurado a lo largo de las
décadas.”
El cierre del libro es un aporte en sí mismo porque son los cultores del son
jarocho quienes se han sentado a conversar, moderados y en diálogo, con el
maestro Andrés Barahona.
Así pues esta obra se suma a la colección VERACRUZ SIGLO XXI, cuyo objetivo es
poner en manos de los lectores obras rigurosas firmadas por los especialistas del
tema, al tiempo que procura una redacción clara, amena y atractiva. Confiamos
en contagiar a los lectores con la pasión de la música, esa reina madre que llega
hasta nosotros con sus balas y flores.
Capítulo I
Historia
Identidades en transición, músicas en movimiento
Antonio García de León1
En la frontera de todo
Como la musicalidad subyace en nuestro sistema nervioso y en nuestro genoma
junto con la propensión al habla, y sus elementos son tan innatos como los del
lenguaje articulado, solemos pensar en ella como algo natural e inmanente. Pero
si consideramos la música como un fenómeno físicamente mensurable que se
mueve a través del tiempo, sería pertinente tomar en cuenta su historicidad en
movimiento.
En estas circunstancias, cuando nos referimos a lo que ocurre hoy con las
músicas del mundo –como hemos estado viendo aquí con detalle y con ejemplos
muy diversos–, todas las certidumbres anteriores parecen precipitarse, pues la
mayoría de los términos clasificatorios primigenios, o los que usábamos
anteriormente para definir géneros y estilos, no nos sirven ahora para delimitar
lo que se ha convertido en un solo mar de músicas, en un acopio indistinto de
tradiciones entreveradas que se mezclan en un mundo que ha reducido
drásticamente sus distancias y sus diferencias. La música parece seguir así el
derrotero mismo de la historia, desde la configuración de mercados regionales,
de unidades locales más o menos aisladas –y de Estados nacionales
relativamente autónomos–, hasta la conformación de una economía mundial
interdependiente e intercomunicada que tiene como su principal antecedente la
creación de una economía-mundo desde el siglo XVI.
Así, no está de más revisar el papel de los ideólogos e intermediarios, de las
circulaciones diversas y de las clasificaciones y taxonomías que atañen a la
música. De allí que una manera posible de ir sacando conclusiones de todo esto
necesariamente tenga que ver con esta estrecha asociación entre música e
identidad.
De hecho, hoy nos enfrentamos a las fusiones más diversas, al mismo tiempo
que asistimos a la muerte de las “tradiciones inocentes”. Los actuales creadores
y consumidores de productos musicales tienen a su alcance la información
suficiente como para acceder a toda la música del mundo y modificar su propio
bagaje. Hoy podemos encontrar, gracias a estos nuevos mercados, las mezclas
más inusitadas en los diferentes géneros y estilos, en una suerte de expansión del
tiempo sonoro en donde la convivencia y la electrónica han invadido
prácticamente todo; hoy estamos ante una potente socialización que desdibuja
los anteriores referentes o las barreras sociales tradicionales. Si recordamos el
primer golpe de la mundialización en los siglos XVI y XVII, la mayor parte de la
música popular bailable de Europa se desarrollaba en un intercambio complejo
con América, y si hablamos hoy de músicas provenientes de África, a lo mejor
estamos ante el retorno de ritmos caribeños y brasileños aclimatados allí en
épocas más o menos recientes: lo que nos obliga a revisar una historia en donde
los movimientos culturales siempre son envolventes y nunca se dan en un solo
sentido. Hoy nos enfrentamos a una situación muy diversa en cuanto a nuestras
certidumbres, por eso quisiera empezar con dos temas que creo pertinentes:
El primero se refiere a un aspecto de la identidad en su conjunto –lo idéntico,
lo intercambiable que hacía posible el compartir una semejanza–, es decir, lo que
ocurría como parte de la configuración histórica anterior, en donde ciertas
constantes aparecían como marcadoras de pertenencias sociales más o menos
irrestrictas e incuestionables. Entonces, la trama argumental de la construcción
identitaria tendría que ver con las narrativas que generalmente usan los grupos
humanos para armar sus pertenencias, gustos y alteridades. Es lo que podríamos
llamar en otros términos las identidades narrativas, es decir, los discursos
contradictorios a través de los cuales la gente le da sentido, entre otras cosas, a la
música, anclando las interpretaciones de su propia identidad en tramas narrativas
consecuentes y siempre en relación con los otros. En un tiempo además en que
determinados gustos musicales se adscribían a clases sociales, subculturas,
gremios, etnias, naciones y regiones determinadas, de cuando el mundo tenía
menor movilidad de la que hoy tiene, de cuando lo que escuchábamos era parte
de nuestra acumulación identitaria delimitada por nuestras fronteras locales,
parte de lo que nos definía. El lenguaje musical se constituye como un segmento
más de todo este universo identitario. Aquí habría que decir algo que parecería
una repetición, un discurso cerrado: en donde la colectividad parece aceptar una
propuesta de entendimiento a los diferentes géneros, gracias a que las nuevas
formas “tienen sentido” o algo le dicen para su construcción identitaria. Esta
aparente redundancia (“sirve a mi identidad porque me dice algo, y me lo dice
porque me sirve”) esconde sin embargo un intrincado y permanente proceso de
razonamientos.
En ese sistema de representaciones contrastantes, la música ocuparía un lugar
privilegiado. ¿Pero por qué? Fundamentalmente porque es un marcador
distintivo de muy largo aliento en la historia de la cultura, un elemento fijador de
las formas de identidad que se adscribían tradicionalmente a regiones y a grupos
humanos específicos. Así, en gran medida la tradicionalidad anterior, la
distintividad primigenia, residiría en la diversidad musical, generalmente
asociada a lo ritual y a sistemas excluyentes que –antes de la “revolución
urbana” y de “popularizarse”–, sólo tenían sentido para los miembros de esas
sociedades. Así, esa identidad de los géneros y los complejos musicales
asociados a las comarcas y “provincias musicales” de antaño –provincias que
aparecían delimitadas de manera fija en los mapas de músicas del mundo–, tuvo
que ver arbitrariamente con un amplio proceso de fijación de los espacios
regionales distintivos. Pero, ¿desde cuándo y por qué?
En el caso de México y América Latina creo que resulta sugerente para
entender estas dinámicas lo que ocurrió a fines del periodo colonial, en la época
de la formación de los Estados-nación independientes, que le dieron una
dimensión histórica, regional y geográfica, a los diferentes géneros musicales,
que a su turno fueron reforzados también por las clases dominantes en el sentido
de establecer: esto es lo correcto, lo que pertenece a cada región y lo que nutre
nuestra identidad nacional. Fundamentalmente es un proceso que a lo largo del
continente ocurrió en un siglo de turbulencias definitorias, desde finales del XVIII
a finales del XIX, un ciclo que corresponde con el de las guerras de
independencia, la consolidación nacional y todo lo que esto implica.
Aparecen entonces algunos ejes de intersección entre esa historia general y las
expresiones musicales, sobre todo en los procesos que van a conducir a su
popularización y que empezarán a definir los nuevos espacios vigentes hasta el
siglo pasado. Un posible primer eje sería lo que distingue entonces a lo
“folclórico” de lo “popular”, o a lo “culto” de lo “popular”, materia de trabajo de
los romanticismos nacionalistas que acompañaron a este proceso. Aquí,
podríamos decir que lo folclórico o tradicional sería básicamente lo que
pertenece al ámbito de sociedades o comunidades más o menos cerradas que en
el medio rural constituyeron códigos hasta cierto punto independientes del resto
de la nación, y que empezaron a llamar la atención de los intermediarios
culturales que organizaron la planta general de los “aires nacionales” y de las
tradiciones propias, en tanto ayudaban a la construcción de los imaginarios de
las nacientes naciones. La recopilación del folclor por parte de los antropólogos
y musicólogos en gran medida se hizo para evitar su pérdida, y a la postre lo
delimitó: el folclor es uno de los más significativos productos de la recopilación
y divulgación antropológicas, no sólo es reflejo más o menos distorsionado de la
memoria histórica, es además, un compendio de actitudes, creencias y valores de
una civilización que se alimenta a sí misma.
Lo “popular”, algo generalmente distintivo en esa época, sería la
generalización que estuvo asociada al cambio de lo rural a lo urbano, a los
grandes procesos de centralización que se dieron desde fines del XVIII, cuando las
ciudades empezaron a atraer a sectores muy diversos y clases subalternas que
escapaban al rígido orden colonial. Sectores que empezaron a seleccionar –con
base en sus nuevas necesidades y en la distinta utilización del tiempo libre–,
nuevos estilos de música y de danza, generalmente en los famosos bailes de
salón, asociados a cambios en la instrumentación, a modificaciones en la rítmica,
a lo que serían los procesos de popularización más importantes asociados a las
aportaciones europeas, en mayor o menor medida aclimatadas al medio
hispanoamericano.
En estos territorios reinventados por el desarrollo económico, gradualmente se
dio entonces el fortalecimiento de clases sociales diversas que convivían en esas
nacientes ciudades y que se planteaban necesidades de esparcimiento
diferenciadas. A estos nuevos grupos urbanos, en su mayoría llegados del
campo, y en especial entre los marginales y trabajadores asalariados, la música
campesina, fuera de su espacio natural, ya no les decía gran cosa, empezando
entonces a adoptar diversas danzas y músicas de la “promoción europea”, que se
convirtieron en populares y que se expandieron más allá de las barreras de clase
y de las fronteras coloniales, volviendo a penetrar en el campo y en las regiones
más aisladas, empapando de regreso a lo “tradicional”. Su principal impulso
tiene que ver con la binarización de muchos géneros y especies anteriores, y con
una relativa popularización de la música escrita, creando nuevos espacios de
fusión y compatibilidad entre las tradiciones rurales y las nuevas modas. Aquí,
los espacios urbanos y rurales irían, por ejemplo en el caso de México, de la
tarima campesina, a las cantinas y las pulquerías, al salón de baile y al quiosco
pueblerino y urbano.
En este contexto, vale la pena dar un paso atrás y tomarse el tiempo para
replantearse el concepto de “lo popular” en sus verdaderas dimensiones de
época. A preguntarse, antes de insistir en lo específico de las expresiones
musicales de los siglos XVIII y XIX, si no han tenido lugar fenómenos similares en
la historia anterior, y si las formas impuestas desde el periodo colonial, y que
hoy se conciben a menudo como simplemente asignadas en las condiciones de
un proceso unívoco, no han sido también instrumentos poderosos de
aculturación, caminos de ida y vuelta de lo popular a lo culto y antecedentes de
los modelos propuestos hoy como el patrón primigenio de lo adjetivado como
folclórico. Así, lo que ahora consideramos como “lo tradicional” –un concepto
que conlleva una profunda carga de eternidad autorizadora–, puede tener una
existencia mucho menos duradera hacia el pasado de la que a veces le
atribuimos, permaneciendo más bien como modelos de apropiación y desarraigo
de una tradición que se ha pertrechado detrás de gestos, actitudes y rutinas que
se perciben aún en los rasgos culturales de nuestros días. Y quizás esto no es
privativo de América: recordemos, por ejemplo, que lo principal del género que
hoy conocemos como flamenco se forjó en la Andalucía del siglo XIX y que,
gracias a un grupo de intelectuales orgánicos interesados en el asunto, pasó ya en
el siglo xx, a los tablaos establecidos y a las salas de concierto.
Así que la gran revolución que ocurre desde fines del XVIII es básicamente algo
que se relaciona con la popularización, lo que significa básicamente la ruptura
definitiva de contextos regionales cerrados, la transformación que corrió además
de manera paralela a la conformación de nuevos mercados. La sustitución de los
mercados regionales coloniales por otros mucho más amplios, la ruptura de las
identidades anteriores y la sustitución por identidades abiertas, y que fue
generando, a lo largo del XIX y el XX, una mayor interacción de los grupos
humanos. Esto podría formar parte de un fenómeno inicial de mayor
comunicación entre géneros diversos, en los espacios de los teatros y las plazas,
que se va a desarrollar más en el siglo xx, a través de herramientas que permiten
una popularización aun mayor (como la radio, la música grabada en discos, la
televisión, el cine, etc.), hasta llegar a la situación actual, que requiere un
tratamiento diferente: el fenómeno actual de las músicas en movimiento, girando
alrededor de nuevos ejes interpretativos y de espectáculos masivos.
Músicas en movimiento
Quisiera avanzar estas reflexiones evocando el segundo aspecto: lo que serían
las nuevas expresiones de estas corrientes culturales interiores que traspasan
territorios y mentalidades, las de una memoria colectiva que hoy se halla, como
nunca, profundamente sacudida por la posmodernidad y la globalización. Un
espejismo que nos vetaba un acercamiento más sutil, nos daba la impresión de
que antaño se iba de la historia a la memoria, y de que la una segregaba a la otra.
Hoy lo entrevemos de otra manera quizá por el aceleramiento que nos
proporciona la nueva revolución tecnológica que ha puesto complejos territorios
al alcance de casi todos. Este profundo cambio se debe al acercamiento
vertiginoso hacia otras memorias colectivas y otros espacios culturales, unido,
por un lado a las convulsiones y rupturas de las sociedades contemporáneas y,
por otro, al poder creciente de los modernos medios de información, que han
precisamente abierto una fisura entre la historia y la memoria, haciendo penetrar
por allí nuevas construcciones imaginarias.
En un paso que va de la región, de la pequeña comarca, al mundo de las
identidades abiertas, esto tendría hoy que ver con la comunicación, con los
efectos de una infósfera de dimensión planetaria por la cual los individuos
recrean su identidad a partir de referentes que no dependen ya, como en el
modelo anterior, de condiciones geográficas, hereditarias, culturales cerradas,
étnicas o gremiales. Ahora, la separación espacial entre comunidades ha sido
superada por tecnologías de transporte e información, por el turismo y sus
mercados unificados, y por una búsqueda de originalidad y exotismo en un
mundo de similitudes que está produciendo una nueva vecindad de las
identidades, cada vez más mutables y cada vez menos restringidas a pertenencias
étnicas o territoriales.
En este contexto iridiscente, parecen estar interactuando y bullendo muchas
posibles probabilidades:
Primeramente, los procesos de urbanización y proletarización que conducen a
gran parte de los productores rurales a las áreas de servicio y de economía
informal. Las permanencias en lo que subsiste de rural son visibles entonces en
las inmensas “ciudades perdidas” (como las del centro y norte de México), las
que construyen nuevos referentes de pertenencia que no tienen ya las ataduras
territoriales del barrio y la cofradía, o cuyas redes de sociabilidad se han vuelto
más sutiles.
Seguidamente, el antiguo espacio intuido de las regiones culturales está sujeto
a las tensiones y a las transformaciones de las modernas vías de comunicación, a
la nueva simbolización del espacio en las urbes de reciente creación y
crecimiento, o a la realidad a veces brutal de los nacientes espacios en
movimiento, en especial, los territorios que se trasladan permanentemente hacia
el norte del planeta, de África y Asia a Europa y de América Latina hacia los
Estados Unidos: pues hoy, las regiones y las culturas migran y recrean sus
identidades en los nuevos territorios.
En tercer lugar, esto incide sobre la reinvención de las tradiciones dentro y
fuera de los contextos rurales, los que a su turno también son tocados por las
ondas de regreso que provienen de las ciudades y del norte, creando con esto una
permanente turbulencia y reverberación que está tocando fuertemente a las
comunidades rurales, a los núcleos tradicionales. Los efectos de esta inmensa
transformación apenas empiezan a entreverse, e incluyen tanto el
enriquecimiento cultural propiciado por los nuevos contactos y situaciones,
como la desintegración acelerada de las culturas regionales y los antiguos
asideros de la tradición, tal y como las conocíamos.
Por último, y como conclusión, diríamos que estamos frente a la recomposición
de una agresiva y a la vez insospechada “cultura de frontera”, situación de
ubicua línea imaginaria que obliga a permanentes adaptaciones en contextos de
fricción e interacción. Y estas fronteras son de todo tipo, atravesadas por
barreras visibles e invisibles y con insólitas puertas de entrada y salida. Son
fronteras nacionales, fronteras entre lo rural y lo urbano, fronteras entre la
tradición y la modernidad, fronteras entre lo real y lo imaginario, en suma,
territorios en movimiento. En su afirmación y en su recreación juegan un papel
protagónico y decisivo los agentes portadores, los que, como los arrieros y
marineros del pasado colonial, traspasan hoy esas líneas divisorias, manejan los
códigos interculturales de entendimiento e inventan nuevas tradiciones.
Podemos así decir que estamos ante otra revolución, similar y distinta a las
anteriores. Si antes se trataba de una relación entre los mercados regionales y las
músicas regionales y nacionales, hoy estamos ante la conformación más
detallada de una economía-mundo que empieza en el siglo XVI y que se acelera, y
su relación con lo que también podemos llamar, parafraseando a Wallerstein,
una “música-mundo”. Aquí tendría un perfecto sentido el término world music:
un fenómeno que involucra a las músicas tradicionales de las diferentes regiones
del mundo, que puesta a disposición de “mercados” diferentes, ahora renueva los
imaginarios respecto a las identidades y abre la puerta a diversos juegos
interculturales. Algo que tiene que ver con la tolerancia, la comprensión del otro
y la interculturalidad, un término además de moda en un mundo que por lo
demás convive con los fundamentalismos, los desastres naturales, las
hambrunas, las epidemias, la violencia y la guerra.
Asimismo, y desde una perspectiva cultural, la mundialización es un proceso
altamente dialéctico. La homogeneización y la diferenciación, el conflicto y la
naturalización, la globalización y los elementos locales no son procesos
excluyentes, sino que se condicionan recíprocamente en una serie de procesos
encadenados. Pero además, la globalización económica no ha acarreado una
unificación cultural bajo los patrones hegemónicos del norte, como creíamos –
algo que se planteaba como un peligro a finales del siglo pasado–, pero sí ha
conducido a una uniformidad técnica, a una uniformidad que no tiene una real
unidad. De esta manera, ha surgido una amplia gama de posibilidades que
permiten identidades disímiles y múltiples que conviven en individuos y
comunidades. La cultura actual ya no es más la cultura de un lugar, es la cultura
de una época. Es más, tendemos a procesos en los cuales la musicalidad pierde
historicidad y se coloca en una especie de tiempo indistinto recreado por las
nuevas tendencias asociadas a la condición posmoderna: World Beat, New Age,
Buda Bar, ChallOMusic, etcétera.
Estamos pues ante una profunda dislocación de las músicas regionales, ante
una verdadera deslocalización, acompañada de lo que sería la nueva relación con
los otros, el nuevo papel de lo exótico, el uso condicionado de una “artesanía
musical” vista desde los países desarrollados y las nuevas empresas
discográficas. Ante un fenómeno nuevo de lugar cultural que ya no son los
espacios tradicionales y los antiguos mercados: los salones de baile, los eventos
festivos y rituales, etcétera, sino la nueva concepción del espectáculo. La música
folclórica solía ser motivo de estudio de musicólogos o etnólogos
exclusivamente, pero al ingresar en la dinámica de la globalización, se ha
integrado al interés general y a estas tendencias ligadas a la posmodernidad
como un producto comercial sui generis.
Hoy lo “tradicional” luce en los nuevos espacios del espectáculo y la nueva
celebración de la diferencia, resplandece en los ahora crecientes festivales de
música electrónica y de la world music, en los cuales se realizan los diálogos
interculturales, se descubren nuevos valores en tanto géneros e intérpretes
asimilables a la corriente principal, y se desarrollan otros elementos que circulan
virtualmente, ligados a las actuales fusiones y a las nuevas tendencias que son
también construcciones identitarias relacionadas con la música, y que tienen que
ver con las grandes corrientes migratorias asentadas en territorios inesperados y
conviviendo con núcleos sociales disímiles que les aportan una nueva
concepción de su identidad.
El receptor de las nuevas audiencias, nativo o inmigrante, incorpora de las
culturas exóticas a la suya diversos elementos, ya sea de manera “fiel” o
modificada, completa o fragmentada, en donde los flujos culturales de la
globalización corren de manera fluida en vehículos musicales que reconstruyen
los imaginarios, las interrelaciones y las identidades, de tal modo que se abre la
puerta a un nuevo universo de posibilidades de significar y valorar la pluralidad
y la diversidad, cada vez más características de las sociedades contemporáneas y
de este proceso en el que todos estamos inmersos.
Dicho de otra manera, diríamos que los mensajes musicales expandidos,
puestos a disposición de forma íntegra, fragmentada o modificada, son
representados y significados de diversos modos por conglomerados disímbolos,
de tal condición que los imaginarios identitarios discurren sobre las tensiones
entre lo propio y lo ajeno, así como entre lo antiguo y lo contemporáneo, lo
tradicional y lo popular, etcétera. La modalidad en que se crea, reproduce,
distribuye y consume la música de los distintos pueblos y regiones del mundo,
como resultado de las dinámicas propias de la globalización, es el de identidades
en construcción que arrastran tras de sí a músicas en movimiento.
1 Investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia.
La creación musical en los siglos XX y XXI en Veracruz
Aurelio Tello1
Musical, musicalidad, son un par de términos que vienen como anillo al dedo
cuando se trata de definir la ingente actividad sonora del Estado de Veracruz.
Riquísimo en expresiones populares, sus sones y canciones se han convertido en
algunas de las piedras angulares que definen la esencia musical de México.
Desde los tiempos coloniales, el puerto de Veracruz fue la puerta de entrada del
continente americano por donde se recibieron numerosas expresiones que,
amalgamadas con los aportes de las culturas locales, dieron vida a diversas
manifestaciones genuinamente veracruzanas; dígase, por ejemplo, sones tan
famosos como El currupití, El chuchumbé o El perico. Durante el periodo
colonial, la música sacra alcanzó cierto auge en los templos principales de
Córdoba, Orizaba, Perote –donde era usual celebrar una misa cantada para la
llegada de los virreyes que viajaban de Veracruz a México–, el propio puerto de
Veracruz y la ciudad de Xalapa, cuya catedral mantuvo una capilla musical hasta
mediados del siglo pasado. Y en ese mismo periodo se decantaron bailes, rimas,
sones, canciones y fandangos que encontraron su propio rostro en las voces y el
virtuosismo instrumental de nuestros artistas.
No abundaré en el desarrollo de las expresiones populares y folclóricas del
Estado, sino que detendré mi mirada en los aportes que Veracruz ha hecho a lo
largo del siglo XX y en lo que va caminando el siglo XXI en el terreno de la
música culta, académica, de concierto, erudita, o como se le quiera llamar.
Estudiosos más conocedores y prolijos que ya han dado y darán cuenta de la
riqueza que representa la música jarocha y la huasteca y toda la amplia variedad
de expresiones populares. Estas líneas se centran en el aspecto de la creación
musical culta de Veracruz y en Veracruz a través de breves semblanzas de sus
más conspicuos compositores.
Huelga decirlo, pero no existe cultura sin creación. El Estado de Veracruz ha
visto nacer en sus tierras a varios de los más notables compositores de la escena
nacional, pero también ha acogido generosamente a creadores venidos de otras
lugares. Unos se afincaron en el puerto de Veracruz, otros en la ciudad de
Xalapa, unos más hicieron su vida musical en ciudades como Orizaba o
Córdoba. Algunos de ellos han transitado por los territorios del nacionalismo y
han empleado elementos locales y populares veracruzanos en su obra; otros se
abrieron a la experimentación con los lenguajes de las vanguardias musicales del
siglo xx. Unos prefieren los instrumentos tradicionales; otros ya han
incursionado en el uso de medios electrónicos, en la composición electroacústica
y en el uso de los recursos computacionales.
Entre los más destacados compositores se cuentan:
René Baruch Maldonado (San Andrés Tuxtla, 1957), discípulo de Armando
Lavalle y más tarde maestro de la Facultad de la Música de la Universidad
Veracruzana (UV). También estudió psicología. Ha compuesto obras para
instrumentos solistas como Pasamos juntos para violoncello y la obra
electroacústica Coral enigmático para contrabajo y cámara de eco.
Juan Fernando Durán (Córdoba, 1961), miembro del Taller de Composición
de Mario Lavista en el Conservatorio Nacional de Música, ganador del Concurso
de Composición del Conservatorio Nacional de Música (1984) con Lauda para
voz y piano, es autor de La imagen del silencio I para flauta amplificada y La
imagen del silencio V para guitarra amplificada, así como de obras de cámara
entre las que destaca Las imaginaciones de la arena (1991) para clarinete, fagot
y piano. Desde Espacio abierto rompe con el precepto de partir del análisis o el
cuestionamiento de obras ajenas como inspiración del proceso creativo e
inaugura la etapa de su búsqueda personal. Una de las características de su
producción es la incorporación de instrumentos antiguos.
Ernesto García de León (Jaltipán, 1952), guitarrista y compositor, alumno del
famoso guitarrista uruguayo Abel Carlevaro, autor de una ingente obra para su
instrumento con una amplia proyección internacional. Es autor de un concierto
para guitarra y orquesta (1995). Sus obras, de gran demanda en los círculos
guitarrísticos, ha sido publicada en México, Estados Unidos y Europa.
Eduardo Hernández Moncada (Xalapa, 1899-México, 1995), compañero
generacional de Carlos Chávez y Silvestre Revueltas. Ha compuesto la Suite
romántica (1937) premiada en el Concurso de Composición de Música de
Cámara por radio de la SEP, dos sinfonías (1942 y 1943), la ópera Elena (1948) y
las bandas sonoras de las películas Náufragos de la vida (1930), uno de los
primeros intentos de hacer cine sonoro en México, El desquite (1945), Cinco
rostros de mujer (1946, nominada al Ariel), Crimen en la alcoba (1946),
Enamorada (1946), la famosa película del Indio Fernández con María Félix y
Pedro Armendáriz, Deseada (1950, ganadora del Ariel a la mejor música de
fondo), Si me viera Don Porfirio (1950, compuesta en colaboración con Carlos
Jiménez Mabarak) y Tú y la mentira (1956). También escribió el ballet
Ermesinda y varias obras que aluden a los aires de su natal Veracruz.
Raúl Ladrón de Guevara (Naolinco,1935-Xalapa, 2006), músico de múltiples
facetas ya que fue compositor, catedrático, pianista, acompañante, camerista,
miembro de la OSX, director de coros y orquestas de cámara, director artístico,
investigador y conferencista. Estudió en la Facultad de Bellas Artes de la
Universidad Veracruzana, el Conservatorio Nacional de Música y la Academia
Chigiana en Italia. Obtuvo el Premio al Mérito Universitario de la UV (1990) y
fue nombrado chairman de la Universidad de California en Santa Bárbara
(Estados Unidos, 1991). Es autor de los Tres preludios sinfónicos (1969) para
orquesta y de la Obertura veracruzana (1987) también para orquesta. Asimismo
ha compuesto dos conciertos para guitarra y orquesta (1975 y 1985). Fue
miembro fundador de la Liga de Compositores de México, Director de la
Facultad de Música y Director de Extensión Universitaria de la UV. Ha utilizado
técnicas del siglo xx y tradicionales con influencia del impresionismo y de
grandes compositores como Honegger, Hindemith, Prokofiev y Gershwin. Su
prolífica y larga carrera hicieron de él uno de los músicos emblemáticos de la
región veracruzana.
Salvador Moreno Manzano (Orizaba, 1916-México, 1999). Quizá uno de los
más sobresalientes compositores de lieder del siglo xx. No sólo era un músico,
sino un intelectual en el más amplio sentido de la palabra, con intereses en la
creación plástica y en la literatura. Su ópera Severino (1961), con libreto de João
Cabral de Melo Neto, significó el debut del tenor Plácido Domingo en el Teatro
del Liceo de Barcelona (1966). La soprano española Victoria de los Ángeles
incluía a menudo en sus recitales sus canciones con textos en náhuatl. Publicó en
la revista Artes de México un número dedicado a la iconografía musical. Sus
escritos fueron recopilados por Ricardo Miranda en el volumen Detener el
tiempo (1996). Entre sus canciones más conocidas y amadas por los intérpretes
están aquellas basadas en textos de grandes poetas como Garcilaso de la Vega,
fray Luis de León, sor Juana Inés de la Cruz, Federico García Lorca, Luis
Cernuda, Xavier Villaurrutia y Carlos Pellicer. Fue miembro de la Real
Academia Catalana de Bellas Artes de Sant Jordi, de Barcelona, y el impulsor
del reconocimiento a Jaime Nunó, autor de la música del Himno nacional
mexicano. La soprano María Bonilla, con el compositor al piano, grabó la
histórica antología de canciones en 1954 en un disco LP del sello Musart. Sus
canciones pertenecen a la mejor tradición del lied que desciende de Schumann y
Hugo Wolf. Con breves introducciones del piano, exponen de modo concreto
una línea melódica fluida y bien asentada en su armonía. El equilibrio entre texto
y música es perfecto y la relación prosódica fluye con naturalidad.
Mateo Oliva (Naolinco, 1938-Xalapa, 2014). Creador del coro de la Escuela
Normal Veracruzana, Orquesta Versalles, Orquesta Sinfónica Juvenil del Estado
de Veracruz y de la Orquesta Universitaria de Música Popular de la UV a la que
dio vida en 1974. Se formó en el Conservatorio Nacional de Música donde tuvo
como maestros nada menos que a Eduardo Hernández Moncada y José Pablo
Moncayo. Fue un notable arreglista del repertorio tradicional que llevó al
formato sinfónico logrando de manera absolutamente natural el prodigio de
sumar a la riqueza tímbrica de la Orquesta Sinfónica el vigor de la música
vernácula o el son veracruzano, en arreglos de contornos eminentemente
rapsódicos. Sus Mosaicos Nacionales I y II (que recogen música tradicional de
todo México) fueron interpretados por la Orquesta Sinfónica de San Bernardino
y sirvieron de marco sonoro a las coreografías del Ballet Folclórico de la
Universidad Veracruzana. Sus versiones orquestales de las canciones de Agustín
Lara han pasado a formar parte del repertorio de la Orquesta Sinfónica de
Xalapa y de otras agrupaciones sinfónicas. Su muerte, en mayo de 2014 significó
una gran pérdida para la música en Veracruz.
Armando Ortega Carrillo (Orizaba, 1936-Orizaba, 1973). Su temprana muerte
no dejó florecer su talento de cantante, director de coros, arreglista y compositor.
Discípulo de Ramón Noble, volcó su vocación musical a la fundación del Coro
Monumental de 140 voces de Orizaba. También dirigió el coro de la Escuela
Secundaria y de Bachilleres de Orizaba. Compuso varias óperas de cámara: Las
golondrinas, La vengadora, Eugenia, Sombras y Esperanza, con libretos creados
por él mismo. También fue autor de numerosas piezas para voz y piano para las
cuales escribió letra y música. En el año 2008 se le hizo un homenaje por los 35
años de su desaparición, pero su música aún espera un rescate.
Sergio Ortiz Bobadilla (Xalapa, 1947). Compositor, violista y director de
orquesta. Estudió en la Escuela de Música de la Universidad Veracruzana, en el
Conservatorio Nacional de Música y en el Conservatorio de Bucarest. Hizo una
maestría en la Universidad de Houston y el doctorado en la Universidad de
California en Santa Bárbara. Perteneció a la Orquesta de la Ópera de Bellas
Artes. Es integrante del cuerpo de Concertistas de Bellas Artes desde 1984 y
miembro de la Liga de Compositores de Música de Concierto, de la que fue
secretario entre 1991 y 1993 . Ha escrito principalmente música de cámara, pero
cuenta también con obras sinfónicas como las Dos piezas para orquesta (1985) y
Elegía (1990), así como un Nocturno para violonchelo y orquesta (1992).
Rizard Siwy (Polonia, 1945). Radica en México desde 1979. Se formó en la
Escuela Nacional Superior de Música de Varsovia y en el Berklee College of
Music en Boston. Fue compositor de la Orquesta de la Radio y Televisión
Polaca. Profesor de la Facultad de Música de la UV entre 1979 y el 2013. En
1984 fundó el Trío Varsovia. Obtuvo el tercer premio en el Concurso de
Compositores de Koszalin, Polonia. Desde 2005 también es catedrático en el
Centro Mexicano de Posgrado en Música en Puebla donde imparte la materia de
Análisis Musical Avanzado. Ha escrito música para teatro, cine, conciertos de
música clásica y popular, tanto en Polonia como en México. Sus arreglos y
composiciones abarcan todos los estilos musicales. En octubre de 2005 ganó el
concurso nacional para la creación de la música para el Himno Veracruzano. Es
autor de un Zapateado veracruzano para dos pianos y orquesta estrenado en el
2007 bajo la dirección de Luis Samuel Saloma y de Nacimiento, vida y muerte
de un ser. Homenaje a Erasmo Capilla, el joven talento del violín que falleciera
en 2008.
Salvador Torre (Veracruz, 1956). Compositor y flautista, importante en lo uno
como en lo otro. Perteneció al taller de composición del Conservatorio Nacional
de Música donde tuvo como maestros a Mario Lavista y Daniel Catán para luego
proseguir sus estudios en el Conservatorio de Música de Bolougne. En París,
durante seis años, trabajó al lado de prestigiados maestros como Joshihisa Taira,
Michel Zbar, Sergio Ortega, Alain Louvier y Betsy Jolas en composición y con
Pierre-Yves Artaud y Auréle Nicolet en flauta. Ganó el primer premio en el
concurso de música de cámara del Conservatorio Nacional de Música (1983) y
una beca para participar en el Festival de Darmstadt (1986). También participó
en el Festival Internacional World Music Days realizado en Japón (2001). Es
catedrático del Conservatorio Nacional de Música y miembro del Sistema
Nacional de Creadores del FONCA. Entre sus obras mas importantes destacan
Tzolkin (1996) para flauta y percusiones, su Primera sinfonía EK (1990) para
orquesta, Bosquejos del Quinto Sol (1992) para coro mixto, campanas y
orquesta. Su inmensa labor como flautista le ha llevado a realizar numerosos
estrenos de obras contemporáneas destacando su concierto en el Foro de Música
Nueva “Manuel Enríquez” de 2014 donde ofreció primeras audiciones de
jóvenes compositores mexicanos con el conjunto Raga Ensamble de Percusiones
de México.
Alicia Urreta (Veracruz, 1930-México, 1986). Compositora y pianista. Estudió
en el Conservatorio Nacional de Música con Eduardo Hernández Moncada y
Rodolfo Halffter. Desde 1969 siguió cursos con Jean Etienne Marie en la Schola
Cantorum de París. Coordinó las actividades musicales de la Casa del Lago de la
UNAM, la Compañía Nacional de Ópera de México y los Festivales
Hispanomexicanos de Música Contemporánea (1973-1983). Desde 1957 hasta
su fallecimiento fue pianista de la Orquesta Sinfónica Nacional. Ganó el premio
de la crítica musical y teatral en 1974, 1980, 1982 y 1983. Empleó diversas
técnicas que van del serialismo a la música aleatoria y la electroacústica. Entre
sus obras sinfónicas se cuentan Teogónica mexica (1975) y Esferas noéticas
(1982). También es autora de la ópera Romance de doña Balada (1973) para
narrador, cantantes, bailarín y conjunto instrumental y la salsópera El espejo
encantado con libreto de Salvador Novo. En el terreno de la música
electroacústica destaca De natura mortis o la Verdadera historia de la
Caperucita roja (1971) para narrador, piano y cinta, y Cante, homenaje a
Manuel de Falla (1976) para actor, cantaor, tres bailarines, diapositivas,
percusión y cinta.
Luis Ximénez Caballero (Xalapa, 1916-México, 2007). Además de haber sido
director de la Orquesta Sinfónica de Xalapa y violinista de la misma, Ximénez
Caballero escribió diversas composiciones que estrenó en Xalapa o en otras
ciudades del país. De las presentaciones de 1953, cabe destacar la del 27 de junio
en el Teatro Reforma de la ciudad de Tehuacán, Puebla, ya que parece ser el
primer registro documentado de la interpretación pública de alguna de sus
composiciones. La Orquesta Sinfónica de Xalapa presentó en esa ocasión, junto
con el Ballet Nacional del INBA, el estreno mundial de la obra coreográfica 15 de
septiembre (Homenaje a Hidalgo), con música suya, argumento de Emilio
Carballido y Luis Ximénez Caballero, diseños de Carlos Mérida, coreografía de
Josefina Lavalle y producción de ballet a cargo de Marcial Rodríguez. El 10 de
diciembre de 1954, la Orquesta Sinfónica de Xalapa ofreció un concierto en la
Preparatoria Juárez con el violinista italiano Franco Ferrari,―entonces
concertino de la Orquesta Sinfónica Nacional, quien interpretó el Concierto para
violín núm. 1 en sol menor (Op. 26) de Max Bruch y se realizó el estreno
mundial de la Sinfonía en un movimiento compuesta y dirigida por el propio
Ximénez Caballero. También es autor de Cinco canciones para tocar en las
barcas (1960), para conjunto de cámara; de Cinco cantos a Cárdenas (1972)
para conjunto de cámara y de A Salvador Allende, in memoriam (1978) para
orquesta de cámara.
Daniel Ayala (Abalá, Yucatán, 1906-Veracruz, 1975). Compositor, violinista y
director de orquesta. Integró el grupo de jóvenes estudiantes que dieron vida al
Taller de Composición que fundó Carlos Chávez en el Conservatorio Nacional
de Música en 1931 y perteneció al famoso Grupo de los cuatro junto con
Salvador Contreras, Blas Galindo y José Pablo Moncayo. Fue violinista
fundador de la Orquesta Sinfónica de México y de la Orquesta Sinfónica
Nacional. Instalado en Yucatán, fundó y dirigió la Orquesta Típica Yukalpetén.
En abril de 1955 el Instituto Nacional de Bellas Artes lo comisionó a la ciudad
de Veracruz donde fundó el Instituto Veracruzano de Bellas Artes, convertido en
la actualidad en Escuela Municipal de Bellas Artes. Es autor de Tribu (1934),
una de las primeras obras sinfónicas mexicanas que llegó al disco (1956) en la
interpretación de la Orquesta Sinfónica Nacional bajo la guía de Luis Herrera de
la Fuente; de los ballets El hombre maya (1939) y La gruta diabólica (1940); de
la suite Mi viaje a Norteamérica (1947) y de un Concertino para piano y
orquesta (1974). Su Suite Panoramas de México dedica el tercero de sus
movimientos a evocar la música popular de Veracruz. Su Sinfonía de las
Américas Op. 20 fue estrenada bajo la dirección de Luis Ximénez Caballero por
la Orquesta Sinfónica de Xalapa en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de
México, el 19 de agosto de 1955.
Francisco González Christen (Hermosillo, Sonora, 1952). Empezó su
formación musical con Raúl Ladrón de Guevara. Estudió en el Taller de
Composición del INBA con Mario Lavista y Joaquín Gutiérrez Heras y luego fue
alumno de Eugenio Slezyak en la Facultad de Música de la Universidad
Veracruzana donde más tarde llegó a ser profesor. En 1998 obtuvo la
licenciatura en Composición Musical en el Conservatorio de las Rosas, de
Morelia, Michoacán. Debutó como compositor con la obra Diferencias sobre El
prisionero para guitarra, estrenada por Alfonso Moreno, quien la incluyó en su
repertorio, presentándola en todos los países de la extinta URSS, Inglaterra,
Bélgica, Estados Unidos y México. Su pequeña obra Reencuentro, para orquesta
de cuerdas, ha sido tocada en el festival Europalia del año 1993. Su poema
sinfónico Curriculum mortae fue estrenado en el Teatro del Estado por la
Orquesta Sinfónica de Xalapa en 1984 bajo la dirección de Luis Herrera de la
Fuente. En 1992, la orquesta Filarmónica de Querétaro, conducida por Sergio
Cárdenas, estrenó dos poemas sinfónicos de este compositor: Los portales de
una ciudad bullanguera y Cuando el Tajín se desata. De 1977 a 2008 fue
docente de la Facultad de Música de la Universidad Veracruzana, donde
impartió las materias de análisis musical, historia de la música, armonía,
apreciación musical y composición. En 2007 creó, produjo y estrenó la ópera
Tropical, con libreto de Emilio Carballido. Fue ganador del Concurso Nacional
de Ensayo Biográfico organizado por el Instituto Veracruzano de Cultura con su
trabajo sobre Toña la Negra, dedicada a una de las más importantes intérpretes
de las canciones de Agustín Lara.
Emil Awad (México, 1963). Se graduó como compositor en la Juilliard School,
en la Manhattan School of Music y obtuvo su doctorado en la Universidad de
Harvard. Es profesor de composición y teoría y del posgrado en composición en
la Universidad Veracruzana. Ha formado a las más recientes generaciones de
compositores jóvenes en Veracruz. Sus obras han sido estrenadas por la
Orquesta Sinfónica Nacional, la Harvard Contemporary Ensamble y la
Manhattan Symphony. Ha sido Compositor en Residencia y conferencista
magistral en instituciones como la Universidad de Houston (2011), el Centro de
posgrado de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (2011), la Universidad
Autónoma de Zacatecas (2009), la Universidad Autónoma de Nuevo León
(2008, 2009), la Universidad de Victoria (Canadá, 2007); y ha sido reconocido
por su excelencia en la enseñanza por Harvard (1989, 1990), el Conservatorio de
las Rosas (1994-98) y la Universidad Veracruzana (2005, 2008, 2011). Entre sus
obras destacan Cuatro danzas para clarinete; Cuatro elementos (2001), para
cuatro guitarras; Macondito (2000) para flauta, oboe y fagot, dedicado a
Camerata 21 de la Universidad Veracruzana; Piedras sueltas para soprano,
flauta, clarinete, chelo y piano sobre texto de Octavio Paz, Paisaje (2010) para
soprano, flauta, clarinete, chelo y piano, también sobre otro texto de Octavio
Paz; Paskat (1999) para cuerdas, coro femenino y arpa, comisionada por la
Academia de Artes de Veracruz y Zazil (1995) para orquesta sinfónica.
Un último punto tiene que ver con aquellas obras que cobraron forma y sentido
a partir de la utilización de materiales provenientes de la tradición vernácula de
Veracruz, ya melódicos, ya rítmicos, ya tímbricos o simplemente alusivas a
aspectos propios de la cultura, las tradiciones, la geografía o la historia del
Estado.
Gerónimo Baqueiro Fóster compuso una Suite Veracruzana (1940) para ser
presentada en los históricos conciertos que ese año ofreció Carlos Chávez en el
Museo de Arte Moderno de Nueva York, que con el nombre de Huapangos,
recogía diversas canciones jarochas arregladas para orquesta sinfónica.
Al año siguiente, José Pablo Moncayo presentaría el más famoso arreglo de
canciones jarochas, su Huapango (1941) que se ha convertido en la más célebre
carta de presentación de México ante el mundo y ha derivado en una suerte de
segundo himno nacional. Allí están reunidos El balajú, El gavilancito y El
siquisirí, orquestados de una manera eficaz y brillante que hacen imposible
sustraerse a su encanto.
Antonio Gómezanda (1894-1961) compuso una “Danza veracruzana” como
parte de las Seis danzas mexicanas (1947) para piano y orquesta y para ello
empleó nada menos que La Bamba, haciendo uso de una orquestación brillante y
dándole al piano un papel concertante. En el catálogo de Daniel Ayala
encontramos una suite denominada Panoramas de México (1936) que tiene tres
movimientos: “Sonora”, “Yucatán” y “Veracruz”. Cada uno se basa en aires
populares de las regiones mencionadas. Se estrenó en diciembre de 1940 por
Jacques Singer, con la Orquesta Sinfónica de la ciudad de Dallas, Texas.
También Ayala compuso una Suite Veracruzana (1957) para orquesta,
conformada por varias danzas y bailes del universo jarocho, cuando ya vivía en
Veracruz como director del Instituto Veracruzano de Bellas Artes.
La Obertura veracruzana (1987) de Raúl Ladrón de Guevara es otra de esas
obras emblemáticas que parten de las esencias de la música popular de Veracruz
a las que da un refinado tratamiento orquestal.
El maestro veracruzano Eduardo Hernández Moncada ha dejado en su
catálogo varias obras que aluden a su estado natal. Las Tres canciones
veracruzanas (1958) conformadas por “Colorín”, “Es de noche, estoy viendo” y
“Madrugada”, para canto y piano, son pinceladas de la música romántica de
épocas pretéritas. Costeña (1962), para piano, es una suerte de tocata basada en
los intrincados ritmos de la música tradicional veracruzana. Estampas marítimas
para piano, son tres piezas que evocan las impresiones personales del compositor
frente al mar. La primera, “Jugando en la playa”, tiene el aire de un Scherzo
vivaz; la segunda, “Paisaje”, recrea un aire de son; la tercera, “Huapango”,
discurre sobre los ritmos característicos de esta música de honda raíz popular y
rememora las virtuosas introducciones de los arpistas que tocan el son jarocho.
El Zapateado veracruzano para dos pianos y orquesta (2007) de Rizard Siwy
es una brillante rapsodia que recoge las maneras de arpegiar los acordes en las
arpas diatónicas, pero llevadas a la expresión sinfónica, en la cual los pianos
toman ese elemento característico como hilo conductor de la composición y
adquieren un carácter concertante.
El poema sinfónico Los portales de una ciudad bullanguera (1992) de
Francisco González Christen evoca la intensa vida cotidiana en los portales de
la ciudad de Veracruz.
Otros compositores se han interesado en la música veracruzana para dar
impulso a sus creaciones. Pienso en Javier Álvarez (1950) quien compuso
Temazcal para maracas y cinta, en la cual el solista maraquero tiene que
responder a la interacción que le plantea un conjunto de motivos de son grabados
en una cinta electrónica, en un lenguaje muy abstracto y de corte vanguardista,
pero que, en el tramo final, deja perfilar los sonidos de un arpa veracruzana con
sus característicos floreos y arpegios y su contundente cadencia final con la que
terminan todos los sones.
Ya para culminar, creo que a nadie le queda la duda de que buena parte de la
obra de Arturo Márquez tiene sus razón de ser en la música veracruzana. Para
muestra un botón: Portales de madrugada (1996), el número 5 de su famosa
serie de danzones, que evocando los portales de la ciudad portuaria, escribió para
el Cuarteto de saxofones de México que fundó y lidera ese gran músico virtuoso
del clarinete y el saxofón que es Abel Pérez Pitón, integrante de la Orquesta
Sinfónica de Xalapa, como una evocación de los madrigales renacentistas, a
cuatro voces, pero con sabor a danzón. Tan sugestiva música ya conoce
versiones en otros formatos, como el cuarteto de cuerdas o el de clarinetes.
Hasta aquí, pues, un sucinto panorama del potencial de la creación musical en
Veracruz, un estado riquísimo en música y cuyo nombre, incluso, está lleno de
musicalidad.
Bibliografía
CASARES RODICIO, Emilio (editor) (1999-2002). Diccionario de la música
española e hispanoamericana. 10 tomos, Madrid: Sociedad General de Autores
y Editores.
CONTRERAS SOTO, Eduardo (1993). Eduardo Hernández Moncada, Ensayo
biográfico, Catálogo de obras y Antología de Textos, México: CENIDIM.
GARCÍA DE LEÓN, Antonio (2009). Fandango, el ritual del mundo jarocho a
través de los siglos, México: Conaculta, Programa Cultural del Sotavento.
MIRANDA, Ricardo y Aurelio Tello (coordinadores) (2013). La música en los
siglos XIX y XX, El patrimonio histórico y cultural de México (1810-2010).
México: Conaculta.
MORENO, Salvador (1996). Detener el tiempo. Escritos musicales, México:
CENIDIM.
SOTO MILLÁN, Eduardo (compilador) (1996-1998). Diccionario de Compositores
Mexicanos de Música de Concierto, 2 vol. México: SACM, FCE.
TELLO, Aurelio (coordinador) (2010). La música en México. Panorama del siglo
XX. México: Conaculta, FCE.
1 Investigador del Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Musical, Carlos
Chávez, INBA.
Música veracruzana: reflexiones y apuntes
Ricardo Miranda
Voy a retomar, como punto de partida, un viejo asunto que reaparece de forma
constante en mis últimas investigaciones. Me refiero a la oposición entre
identidad y arte que se ha vuelto característica de la música en nuestra sociedad
actual. La música veracruzana, pregunto, ¿posee alguna característica que la
haga especial, que la dote, precisamente, de una identidad local indiscutible?
Desde ahora aventuro un no por respuesta, y dedicaré las siguientes líneas a
explicar mi afirmación.
En los días que corren, la inmensa mayoría de la música se consume como un
artefacto sonoro de identidad: “Dime qué oyes, y te diré quién eres” es hoy una
de esas afirmaciones que no por fáciles dejan de ser estrictamente ciertas. El
mercado de la música comercial, que reporta ganancias inconmensurables y del
que forman parte diversas manifestaciones musicales consideradas
intrínsecamente veracruzanas, como el danzón o los sones de la huasteca o
sotavento, se alimenta del uso social de la música como herramienta de
identidad: los géneros y tipos de música se asocian con ciertos estereotipos
socioculturales y quienes consumen distintos tipos de música lo hacen
precisamente para inscribirse a estos patrones colectivos. Escuchar determinada
música implica pertenencia, asociación a un modelo social cuyas características
suelen complementarse desde otros ámbitos como el socioeconómico o el
geográfico: hay músicas urbanas, músicas rurales; músicas de clase baja y
músicas de clase media. Las fronteras entre estos ámbitos pueden ser muy
permeables, pero no por ello dejan de existir y de señalar límites y características
que definen diversas identidades. Para unos es el nortec, para otros las bandas
gruperas o los narcocorridos; para aquéllos son los géneros urbanos de
importación, como el rap o reggaeton, y para algunos más son las músicas
vernáculas de ésta o aquélla región, como el mariachi o los sones del
Papaloapan. A ciertos sectores de la sociedad no les gusta mucho lo que se hace
en estos días y entonces recurren a músicas populares del pasado, a las canciones
de la dizque edad de oro del cine mexicano, o a la música de tiempos pretéritos
supuestamente emblemáticos, como el rock de Presley o las canciones de
Sinatra. A este apartado, de hecho, se aferra uno de los mitos más sobados del
quehacer musical veracruzano, la supuesta filiación estatal de Agustín Lara,
autor que, desde luego, ni nació en Tlacotalpan ni gestó para su música otra cosa
que no fuera la apropiación de ciertos estereotipos porteños –los trovadores de
veras, las palmeras borrachas de sol– para mejor vender algunas de sus
canciones. Al adoptar cualquiera entre las manifestaciones sonoras referidas se
apropian y sancionan los valores culturales que éstas implican, y al escucharlas
en nuestros ipods, teléfonos, televisiones o computadoras, ejercemos un acto de
ostentación social y de pertenencia a un grupo, o, si somos estrictos, a una tribu:
esa es la razón por la cual, los choferes del transporte público gustan torturar a
sus pasajeros con las desgastadas bocinas de sus cabinas, sean éstas de taxis,
peseros, autobuses o aviones. Es característico de ese comportamiento tribal
generar fanatismo, es decir, fans como orgullosamente se les denomina en los
medios de comunicación. Algunas músicas denominadas veracruzanas poseen
tribus nada menores en número y entusiasmo que refrendan con sus prácticas
cotidianas el empleo de la música como un eficien-te y socorrido objeto de
identidad que más que ocuparse del importe musical, refleja algo de la
subjetividad emocional que nos invade.
A la esparcida práctica de escuchar música por razones de identidad se opone
una forma de audición que en esta época parece cada vez más escasa y, si se
apura el tema, hasta desprestigiada: la estética. No es cierto, aunque miles
afirmen lo contrario, que escuchamos la música que escuchamos por razones de
“gusto”. Y no es cierto, desde luego, que “en gustos se rompan géneros” o que la
simple elección personal de determinada música la vuelva válida en términos
estéticos. Como bien explica el musicólogo alemán Carl Dahlhaus, “los juicios
de gusto, por regla general, no están marcados por la individualidad, ni tampoco
están legitimados por el objeto estético sino que están fundados en unas normas
colectivas”.1 Mucho me temo que el interés que pueda despertar un concepto
como el de “música veracruzana” esté fundado en las normas colectivas y que su
validez no haya sido mayormente cuestionada.
Es un hecho que la apreciación musical es cada vez más rara entre nuestra
sociedad, misma que ha tergiversado las valoraciones estéticas en aras de una
cierta democratización: la separación entre músicas buenas y malas es
inmediatamente condenada como el reflejo de un discurso de poder y hoy se cree
que si un disco vende millones de copias, o si un “artista” agota varias fechas de
los grandes auditorios, es porque es bueno. Nada más equivocado, pero no es
aquí donde corresponde trazar una radiografía musical de los desaciertos
musicales de nuestra sociedad: ese triste trabajo lo dejaremos para ocasiones más
lúgubres y depresivas. Sólo vale realizar estas breves observaciones porque
corremos el peligro de creer un espejismo si consideramos el éxito de ciertas
formas emblemáticas de música veracruzana como el termómetro del valor y
contenido de dichas formas. Doy un ejemplo inmediato: que un espectáculo
como Jarocho, el ballet folklórico que auspicia nuestra universidad, goce de
grandes públicos y numerosas funciones no guarda, pese al gusto y al éxito que
todo ello supone, una relación directa con la calidad ni, mucho menos, con la
ponderación y apreciación artística, estética, de la música veracruzana.
Ya vemos que hablar de “música veracruzana” abre la puerta no sólo de la
reflexión sino de la polémica porque siempre resulta discutible y complejo
asignar identidades geográficas o culturales al arte. Como además, la música es
la más inmediata y de mayor consumo en nuestra sociedad, hablar de un
concepto como el de “música veracruzana” resulta particularmente complejo y
difícil. Complejo en la medida en que la asociación de cierta música con una
identidad determinada sólo es, en cualquier caso, un aspecto parcial de la
experiencia musical; difícil, ya que, por tratarse de una identidad inmediata,
cualquier cuestionamiento al respecto implica revisar convicciones que se
localizan muy cerca, que son propias, generalmente fuente de orgullo y
seguridad cultural y factor de reafirmación y distinción frente a los demás. Como
bien apunta Philip V. Bohlman, la música puede ser una de las manifestaciones
más extremas de la diferencia y creo que, al formular el término “música
veracruzana” cedemos, precisamente, a una posición extrema.2
Por ello creo con el Diablo del Doktor Faustus que “es tan crítica la situación
que necesitamos la crítica”.3 Así que propongo –proceso común en la
musicología desde hace ya muchas décadas–que pudiera ser útil considerar el
asunto de la música veracruzana como una “idea”, la idea de la música
veracruzana. En tanto la música es líquida, escurridiza, incontenible,
difícilmente podemos estar seguros y ciertos de qué definimos cuando hablamos
de cualquier música. Mucho menos si esa música, además, no goza de un
sistema de notación más o menos preciso, como acontece con las músicas
populares. En cambio, al hablar de la idea de la música veracruzana, esta
liquidez parece congelarse, siquiera temporalmente, lo que nos permite
contemplarla de mejor forma, especular acerca de ella en el sentido filosófico y
contemplativo que el término speculor implica.
Para explicar mejor algunas ideas me voy a referir específicamente a tres
manifestaciones musicales ampliamente consideradas como veracruzanas y a
comentar de qué manera, al ponderarlas orgullosamente locales, caemos en
contradicciones históricas que muestran, por el contrario, que bien haríamos en
entenderlas como la versión local de fenómenos mucho más amplios, estéticos y
socioculturales. Hablaré entonces del son jarocho, del danzón y de la vida
musical en Xalapa para ilustrar mi argumento.
Toda vinculación entre música e identidad ofrece no pocos problemas. Uno de
los más evidentes es el de la colonización, un pecado al que la idea de la música
veracruzana es particularmente afecto.4 Los estudiosos de la música popular del
estado no se cansan de advertir cómo los sones y huapangos de esta tierra,
gracias a sus virtudes emotivas y de carácter, han colonizado los más diversos
ámbitos. El son veracruzano, por ejemplo, es ahora entendido como un símbolo
cuya presencia delatan las más diversas músicas pasadas y presentes. Por una
parte, se le considera un inequívoco símbolo de la identidad estatal y, como tal,
se le ha llevado hasta el estereotipo más acartonado del que pudiera ser muestra
una de tantas celebraciones escolares donde la imagen de niños de primaria
“disfrazados” de jarochos suele ser común. Del otro lado del espectro se
localizan interesantes fenómenos desatados por el estudio de algunas de las
fuentes más importantes de música instrumental de la Nueva España –me refiero
sobre todo a los trabajos de Santiago de Murcia, y en especial al Códice Saldívar
4– que han querido leerse como evidencia de la vinculación entre la música del
sotavento o la huasteca y las fuentes instrumentales del pasado novohispano.
Muestra de lo anterior, no han faltado los grupos que han grabado estos
repertorios –los nuevos bailes novohispanos registrados por Murcia y los sones
veracruzanos de hoy– de manera conjunta y que transitan de los sones actuales a
la música del siglo XVIII como si aquélla fuera, en efecto, solo una colección de
sones antiguos. Con tales prácticas, el son jarocho coloniza las fuentes de música
instrumental novohispana. Pero lejos de detenerse en ello, comienzan a surgir en
el mercado discográfico versiones de sones veracruzanos interpretados con
instrumentos antiguos, con bajones, violas da gamba o laúdes y tiorbas. Quieren
así, tales intérpretes, darse un baño de pureza y autenticidad, una autenticidad
que pareciera viajar en ambos sentidos. Por un lado, al ostentarse como la
versión moderna, contemporánea, de una antigua práctica novohispana y; por la
otra, al darle a los músicos de son jarocho un toque de clasicismo, de academia.
Ya situados en este ámbito no es difícil darnos cuenta que algunos músicos de
son jarocho han adoptado en forma deliberada la terminología propia de la
música clásica: se ostentan como “concertistas”, ofrecen “conciertos”, o se
refieren a sí mismos como “intérpretes”. El uso de tales categorías, desde luego,
es erróneo toda vez que se trata de simples extrapolaciones. Sin ir más lejos
valga reiterar que la noción de “intérprete”, crucial para el entendimiento de la
música clásica de occidente, está inexorablemente vinculada a la existencia de
música escrita, que posee un texto fijo que es interpretado. Por otra parte, hablar
de conciertos o de concertismo es un flagrante acto de colonización: en las
prácticas folklóricas, no existen conciertos sino fiestas, huapangos, topadas,
propiamente dichas.
Ya sugeríamos que la tendencia colonizadora del son jarocho ha encontrado
renovados bríos en un reciente producto escénico auspiciado por nuestra casa de
estudios. Me refiero al espectáculo Jarocho que pretende erigirse como una
versión moderna de lo veracruzano- musical y escénico para ponerse a la par de
cualquier espectáculo semejante: se trata, en realidad, de la presentación de
estilizaciones fuertemente influenciadas por las prácticas de la música pop, por
las producciones de teatro musical que inundan el mercado del espectáculo y por
otras producciones afines como las ofrecidas por las distintas compañías
itinerantes rusas de ballet; es decir, es un montaje para turistas, un bien de
consumo plastificado y que sólo refuerza arquetipos, como buena parte de las
cosas que hoy inundan nuestros mercados de bienes de consumo, ya materiales,
ya culturales. En todos estos casos, la idea de la música veracruzana coloniza
diversos terrenos, impone y refuerza una identidad y un modo de lectura,
reafirma cierta práctica hegemónica y responde a la demanda de ciertos
mercados que, en efecto, parecen necesitados de consumir música o espectáculos
veracruzanos, ahora bajo nuevas presentaciones, como bien suelen decir los
mercadotécnicos. Curiosamente, un espectáculo como éste y las grabaciones de
sones anteriormente referidas tienen un mismo rasgo común: la venta de
autenticidad como uno de los valores de la música. Pero, en realidad, una
experiencia musical cualquiera poco tiene que ver con la autenticidad: no
consideramos buenos a los compositores auténticos, ni tampoco a los intérpretes
auténticos per se; la ponderación de una experiencia musical, que como quiere
Theodor Adorno, ha de distinguirse del simple consumo de música, radica en
que se convierta en una experiencia significativa, no en el simple y conocido
terreno de las experiencias personales y subjetivas, sino en el más complejo de la
crítica y la construcción de significados. Desde luego, la llamada “música
veracruzana” ofrece mucho a quienes la consumen en términos de autenticidad y
de pertenencia. Pero ni una ni otra de esas virtudes suelen ser relevantes en
términos de calidad estética.
Pero incluso esas autenticidad y pertenencia referidas resultan problemáticas.
Porque entendida de una manera más amplia y ecuménica, la idea de la música
veracruzana no debiera ser materia de ninguna insistencia en valores locales,
sino el punto de partida para reconocer elementos y rasgos, quizá no universales,
pero al menos más vastos y extendidos que la bella pero limitada e
históricamente reciente geografía estatal. La historia de la música, por lo demás,
nos pone sobre la mesa muchos ejemplos de cómo la música veracruzana fue, en
el pasado, un concepto muy distinto al que tenemos ahora. Ya en el siglo XVIII
José Sáenz de Santa María, veracruzano ilustre, había puesto el ejemplo no al
exportar a Europa los sonecitos del país, sino al querer para su iglesia en Cádiz
que el mejor de los compositores contemporáneos, Franz Joseph Haydn,
escribiera música especialmente compuesta para los ejercicios espirituales de
aquel recinto. Me refiero, por supuesto, a la comisión que ese veracruzano hizo a
Haydn para escribir las Siete palabras de Cristo en la Cruz, una emotiva y muy
interesante colección de sonatas inspiradas en las últimas frases de Cristo. Haydn
compuso aquella obra, que se volvió famosa en toda Europa, pagado por un
veracruzano. Era Sáenz de Santa María, claro está, un criollo; alguien para quien
la distancia del Atlántico no era lo suficientemente grande como para hacerlo
pensar que Veracruz y Cádiz eran dos ciudades distintas sino, acaso, las dos
aceras de una misma calle a las que atraviesa un riachuelo inconvenientemente
ancho. Como de las inundaciones y encharcamientos de todas formas no hemos
podido librarnos en estas tierras y calles nuestras, quiero pensar que el problema
no está en el agua que corre, sino en nosotros mismos, en el modo de concebir la
música, y que acaso en el ocaso del siglo XIX, o quizá sólo hasta el
posrevolucionario auge de las presidencias veracruzanas, se localiza el punto
histórico donde volvió a interesar aquello que nos separa, aquello que distingue a
la música veracruzana y que, por tanto, informa cierta noción de identidad.
El famoso episodio de Haydn y su comisión veracruzana nos refuerza tal
hipótesis. Desde la perspectiva de la historia de la música, la idea de la música
veracruzana resulta ser un constructo relativamente reciente y, por ello, sujeto
de ciertos cuestionamientos. Tomemos como ejemplo el danzón, esa
emblemática música que se baila con genuino sabor en varias plazas del estado.
¿Es el danzón un género propio de Veracruz? Desde luego que no, puesto que se
trata de música con raíces ampliamente esparcidas. En su espléndido trabajo
Música latinoamericana y caribeña, las etnomusicólogas cubanas Zoila Gómez
y Victoria Eli han realizado un útil y documentado resumen de los principales
géneros locales del continente, agrupándolos en rubros generales y desgranando
cada uno de ellos según sus características, ya musicales, ya coreográficas.
Como se trata de una guía imprescindible, hago aquí un resumen muy simple de
sus ideas fundamentales, no sin antes advertir una conclusión que permite su
libro y que encuentro fascinante: todas las distinciones que los términos de la
música criolla latinoamericana implican, son, en realidad, tenues matices de una
realidad musical más amplia, que se difundió por varios países y regiones, que
vuelven redundantes las fronteras políticas y que no constituyen, propiamente,
rasgos de identidad única y local, sino más bien, manifestaciones extendidas por
una vasta geografía. Tanto los compositores como los historiadores de la música
han querido ver en las obras inspiradas por los géneros locales, muestras
quintaecenciadas de la identidad que se define en oposición a los otros. Pero,
bien vista, esa identidad es más amplia y compartida, va más allá de las narices,
como decimos coloquialmente en México. Gómez y Eli lo expresan con mayor
certeza cuando afirman:
Hay que tener presente que si bien los acervos indoamericano y africano poseen
una inmensa riqueza, variedad y solidez, desde el punto de vista musical fue el
aporte europeo el que más renovación experimentó. Con posteridad a la
transculturación inicial de Europa siguieron llegando corrientes, modas y estilos
que continuaron incidiendo ininterrumpidamente en la conformación de lo criollo
latinoamericano, que hallaría su concreción en el siglo XIX. […] La abigarrada
diversidad latinoamericana muestra puntos de aproximación que nos permiten
–respetando las individualidades regionales– agrupar estos cancioneros en
verdaderos complejos, conformados por especies diversas, pero unidos en su
composición por elementos histórico-musicales afines.5
Esos complejos etnomusicológicos, en los que pueden agruparse las diversas
especies locales son ocho y llevan los nombres de una especie musical prototipo:
del huayno, de la zamacueca, del punto, de la contradanza ternaria, de la
contradanza binaria, de la samba y la rumba, del son caribeño y de la canción.
Bajo cada uno de estos rubros es posible agrupar diversos géneros que fueron
empleados en todas las prácticas musicales americanas desde el siglo XVII como
materia prima para forjar identidades sonoras distintivas, una identidad de la que
forma parte indisoluble el carácter propio de todas estas danzas.
El primero de los grupos genéricos propuestos por las etnomusicólogas
cubanas que nos interesa es el de la Contradanza Binaria. “El complejo de la
contradanza binaria”, afirman Gómez y Eli,
es uno de los más importantes y decisivos en la conformación del repertorio de
música bailable en áreas de Latinoamérica y el Caribe. La zona de presencia y
expansión de la contradanza misma y del resto de las especies abarca la casi
totalidad de las tierras de nuestra América y su proyección y función se manifiesta
en el salón de baile.6
Pertenecen a este conjunto la Polca, bailada en toda Latinoamérica, pero con
presencia pertinaz en Uruguay, Brasil, Perú, Colombia, Nicaragua y México, el
Punto guanacasteco de Costa Rica, el maxixe brasileño, la contradanza que
desde Cuba se irradió por todo el continente (a veces llamada cuadrilla, cotillón
o lanceros en atención a sus diversas coreografías), el danzón y el mambo
cubanos, el chachachá, eminentemente caribeño y, por supuesto, la famosa
danza o danza habanera, también cultivada en todos los ámbitos. “Muchas
veces”, como afirma Carlos Vega, “la familia de la contradanza se complace en
confundirnos, no sólo porque la danza cambia de nombre, sino también porque,
con el tiempo, el nombre cambia de danza”. Y de pasaporte, añadiríamos, pues
se trató de un género asimilado como propio por una verdadera multitud de
autores de diversos países, que le fueron dando pinceladas de humor y sentido
local, siempre salvaguardando el carácter vivo, alegre, sensual y cadencioso, que
distingue a este complejo. Visto así entendemos que no habría nada
excesivamente particular que distinga al danzón veracruzano de su prolija
familia americana y que un brasileño que baila maxixe o un tico que baila el
punto guanacasteco son, en realidad, hermanos consanguíneos y, por tanto,
prueba fehaciente de que la música es más grande que cualquier geografía
política. Y si me detengo ante este fenómeno no es sino por el deseo inmediato
de poder gozar, en alguna presentación próxima, de algún conjunto de
contradanzas binarias que no insista en lo veracruzano sino que nos muestre
cómo el aliento más universal de esa música puede fluir entre geografías
aparentemente distantes, que nos deje ver y escuchar, como se hermanan
distintas prácticas musicales americanas de las que los asiduos al parque Zamora
forman una pequeña, aunque distinguida, parte.
En idéntica situación se localiza el son veracruzano, que se inscribe en el grupo
del punto. “El complejo del punto…”, nos recuerdan Gómez y Eli:
[…] es donde se evidencia con mayor claridad la presencia y persistencia del
cancionero hispánico antecedente. Comprende territorios desde México hasta
Argentina […] Su aspecto tímbrico se caracteriza por la presencia de cordófonos
―que van desde la guitarra como centro, hasta variantes locales como el tres, el
cuatro, la mejorana y otros― donde la alternancia de punteos y rasgueos es la
forma de ejecución más recurrente. […] los textos, predominantemente en forma
de décima, pueden reflejar situaciones jocosas, humorísticas, patrióticas, o ser
portadores de temas cotidianos. […] Predomina, tanto en el baile como en el canto,
un carácter festivo.7
Entre los géneros más cultivados del punto se cuentan la cifra (Argentina,
Uruguay), el malambo argentino, el zapateo (Cuba, Dominicana, Guatemala), la
mejorana panameña, el punto (Cuba, Dominicana, Panamá), el galerón
(Venezuela, Colombia), el seis portorriqueño, los sones mexicanos, el jarabe
(México, Guatemala, Nicaragua) y el joropo (Venezuela, Colombia). El carácter
prevaleciente en este conjunto es el de lo festivo, lo jocoso y animado. Algunos
géneros de baile populares en la colonia, tales como la jota, la petenera, las
boleras y el fandango son fuentes a las que se remontan las danzas de este
conjunto.
No es ninguna noticia recordar que la genealogía del son jarocho se extiende
con holgura y fuerza irrefrenables. Si es, en cambio, síntoma de miopía,
detenerse en la forma que adquiere en el estado y considerarlo como un
fenómeno propio, distintivo y aislado, fuente de identidad. Porque no es viendo
la música veracruzana hacia adentro, para dotarla de valores supuestamente
auténticos y distintivos, como esta música podrá ser mejor entendida, sino,
precisamente, volteando la mirada hacia fuera, siguiendo los amplios caminos de
una salvia cultural que ha aflorado en la huasteca o el sotavento, pero también en
muchas otras geografías. Como con el danzón, quisiéramos ver en escena no
adecuaciones turísticas de un arquetipo jarocho, sino cómo la pujante música de
nuestros sones se escucha al situarla junto a mejoranas, zapateos o joropos, lejos
de acentuar diferencias que nos separen, y cerca de subrayar lo que nos une y
transporta por geografías sonoras que nos resultan un tanto desconocidas. Dicho
de otra forma, la “idea de la música veracruzana” tiene que servir como punto de
partida para descubrir la común tonalidad emotiva de toda la música criolla
latinoamericana, esa que causa magia cada vez que al escuchar a los otros,
inmediatamente hace que podamos movernos y sentirnos como si fuera nuestra
música.
Esa necesidad de contemplar y enfatizar desde la música lo que nos une y
vincula con lo exterior y no lo que nos distingue y separa de los demás tiene que
ser, por cierto, la primera y la más importante de las conclusiones para quien
reflexiona sobre la idea de la música veracruzana. Y para ello me referiré, a
modo de cadencia, a una tercera manifestación musical que nos enorgullece. Las
investigaciones recientes de mis colegas universitarios Julieta Varanassi
González y Enrique Salmerón han demostrado que la tarea de la llamada música
clásica no se remonta ni a la fundación de la Orquesta Sinfónica de Xalapa ni al
establecimiento de nuestra Facultad de Música, una de las escuelas fundadoras
de esta Universidad. Hubo durante todo el siglo XIX y aun en el siglo XVIII en
Xalapa, un amplio consumo de música de salón, que no se distinguía por poseer
ningún rasgo local particular, pero que ya desde entonces dejó testimonio de su
afán por hacer de la música una de las tareas centrales de la sociedad. Las
sociedades musicales de El Edén y del Casino Xalapeño, la realización de
academias en las casas de los acaudalados comerciantes establecidos en Xalapa
aún en el ocaso de la colonia, o el surgimiento de compositoras como María
Pérez Redondo8 son prueba de cómo la práctica de la música clásica ha sido
común y corriente en estas latitudes desde fechas mucho más antiguas de las que
solía pensarse. De nueva cuenta, quiero encontrar en ello un ejemplo de cómo el
cultivo de la música en estas regiones ha sido históricamente ecuménico y cómo,
además, ha encontrado una feliz convivencia entre lo propio y lo universal, entre
lo local y lo cosmopolita. Son famosas las alusiones que hizo Guillermo Prieto
acerca de la música doméstica que escuchó en su visita a Xalapa en el siglo XIX:
detrás de su descripción no hay orgullo local, sino afición por la música en un
sentido más amplio.9 Para las xalapeñas ilustres que tocaron para los literatos
visitantes como Guillermo Prieto y Manuel Payno, la “idea de la música
veracruzana”, tal y como se vende ahora, también habría sido extraña: ellas lo
que hacían, simplemente, era música, sin adjetivos identitarios. Y es que valga
insistir que la música no sólo forma parte de nuestro horizonte musical por
simples razones históricas, sino por ser un fragmento de nuestro presente. En
este aspecto se mezclan las consideraciones de carácter crítico y estético tanto
como de identidad. Al escribir sobre la identidad musical en Latinoamérica,
Alejo Carpentier nos recuerda, citando a Stravinski, que “una tradición
verdadera no es el testimonio de un pasado transcurrido; es una fuerza viviente
que anima e informa el presente”.10 Conviene entonces detenerse en esas
fuerzas vivientes y claramente palpables en nuestro tiempo, las que dan vida a la
tradición de la música veracruzana, para señalar aportes y carencias,
precisamente porque –como señala Nicholas Cook con toda claridad– es a partir
de lo que es nuestra música que decimos a los demás no sólo quienes somos
sino, todavía algo más importante, quienes queremos ser.11 En ese anhelo no
hay lugar para el acartonado estereotipo de nuestras prácticas musicales ni
tampoco dejaremos que cobre forma en manos de lo que dictaminen los dudosos
mercados de la música: la idea de la música veracruzana implica, por encima de
todo ello, un espíritu ecuménico que se abre al mundo y que no puede perder de
vista que en esta tierra no aspiramos a colonizar desde nuestras músicas
tradicionales, sino a que todas las buenas músicas sean también nuestras. Y
queremos, eso sí, pintarnos solos en esa fabulosa tarea.
Bibliografía
BOHLMAN, Philip V. (2003). “Music and Culture, Historiographies of
disjuncture”, en Martin Clayton, Trevor Herbert y Richard Middleton, editores,
The Cultural Study of Music, a Critical Introduction, Routledge: Londres.
DAHLHAUS, Carl (2012). “Música buena y música mala”, en Dahlhaus y H.H.
Eggebrecht, ¿Qué es la música?, traducción de Andrés Bredlow, Acantilado:
Barcelona, p. 96.
GONZÁLEZ, Julieta V. (2014). La música en Xalapa entre 1824 y 1878, Instituto
Veracruzano de la Cultura: Veracruz.
GÓMEZ, Zoila y Victoria Elí Rodríguez (1995), Música latinoamericana y
caribeña, Editorial Pueblo y Educación: La Habana, p. 122.
MANN, Thomas (1994). Doktor Faustus, Seix Barral: Barcelona.
1 Carl Dahlhaus, “Música buena y música mala”, en Dahlhaus y H.H. Eggebrecht, ¿Qué es la música?,
traducción de Andrés Bredlow, Barcelona, Acantilado, 2012, p. 96.
2 “Music represented culture in two ways, as a form of expression common to humanity, and as one of the
most extreme manifestations of difference”. Philip V. Bohlman, “Music and Culture, Historiographies of
disjuncture”, en Martin Clayton, Trevor Herbert y Richard Middleton, editores, The Cultural Study of
Music, a Critical Introduction, Routledge, Londres, 2003, p. 47.
3 Thomas Mann, Doktor Faustus, cap. XXV.
4 Sobre el término colonización sigo los interesantes argumentos de Philip V. Bohlman, en su referido
ensayo: “Aun más que el lenguaje, la música es la clave para entender y la llave para el poder que
convertirá un encuentro inicial en dominio prolongado. La música, por tanto, acumula el potencial para
articular el poder colonial.” Ibid, pp. 46-47.
5 Zoila Gómez y Victoria Elí Rodríguez, Música latinoamericana y caribeña, La Habana, Editorial Pueblo
y Educación, 1995, p. 122.
6 Ibid, p. 195.
7 Ibid. p. 198.
8 Sobre estos temas véase el reciente libro de Julieta V. González, La música en Xalapa entre 1824 y 1878,
Veracruz, Instituto Veracruzano de la Cultura, 2014.
9 “La música y las flores; he aquí dos cosas que aman con pasión las jalapeñas…” (Prieto citado por
Julieta González, op. cit., p. 53.) Otras descripciones semejantes, recuperadas por González, dejan
testimonio de la pertinaz presencia del arpa en los hogares xalapeños, pero no para tocar sones jarochos,
sino “multitud de composiciones modernas” como consignó Manuel Payno (Ibid, p. 54).
10 Alejo Carpentier, “América Latina en la confluencia de coordenadas históricas y su repercusión en la
música”, en América Latina en su música, relatoría de Isabel Aretz, México, Siglo XXI Editores, 1977, p. 7.
11 “En el mundo actual decidir qué música escuchar es una parte significativa de decidir y anunciar a la
gente no sólo quién ‘quieres ser’, sino quién eres.”, Nicholas Cook, De Madonna al canto gregoriano, una
muy breve introducción a la música, Madrid, Alianza Editorial, 2001. p. 18.
Sonido, significado y sustentabilidad.
El son jarocho es lo que hacemos que sea
Daniel Sheehy
Al pensar que yo podría tener algo de valor para ofrecer cuando recibí la
invitación para participar en el coloquio “Música veracruzana. Historia, práctica
y retos”, me sentí halagado. Cuando reflexioné en lo que yo, un norteamericano,
podía ofrecer, entendí que parte de la razón de mi invitación fueron mis estudios
tempranos del son jarocho, a finales de las décadas de 1960 y 1970, y que esto
en sí mismo quizá implique cierto interés histórico. Recordé cómo me fascinó la
primera vez que oí el sonido del son, lo que me motivó a conocer más a la gente
que lo interpretaba, lo que con el tiempo me llevó a interesarme por el futuro y
bienestar de la tradición del son jarocho. Más adelante escribí mi tesis doctoral
The Son Jarocho: History, Style and Repertoire of a Changing Mexican Musical
Tradition [El son jarocho. Historia, estilo y repertorio de una tradición musical
mexicana cambiante]. Mientras reflexionaba en esto, pensé que mi perspectiva
histórica tal vez sea de interés para los participantes del coloquio 45 años
después. Quizá incluso mi papel como fuereño cultural pueda generar algunas
ideas para la música en un marco de referencia más amplio. Así, decidí que lo
mejor que podía ofrecer sería la historia de mis experiencias personales,
entretejidas con un proceso de descubrimiento de diversos marcos de
aproximación al son jarocho, conceptos cuyo significado se refiere a la cultura,
ideas que se refieren al sonido y su significación en contextos subsecuentes, y
sugerencias de condiciones que abordan el desafío de su vitalidad futura en un
mundo de súbitos giros sociales y cambio cultural.
En consecuencia, siguiendo en general el título del coloquio –“historia, práctica
y retos”– se me ocurrió el marco guía de “sonido, significado y sustentabilidad”,
que capturaría mi propia ruta de descubrimiento y compromiso con la tradición
del son jarocho en su sentido más amplio y al mismo tiempo estructuraría la
secuencia de mis ideas. Asimismo, abrigaba la esperanza de que, al expresar mis
ideas en un recuento de mis experiencias personales, los conocimientos del
contexto del que me valí para atribuir significados contribuiría a mejorar el
aprecio de mis perspectivas.
Sonido
Mi compromiso con el son jarocho comenzó en 1968, en Los Ángeles,
California. Estudiaba la licenciatura de educación musical en la Universidad de
California en Los Ángeles (UCLA), y trabajaba como técnico de sonido en el
Instituto de Etnomusicología. Este instituto tenía fama de contar con los mejores
programas de estudio sobre filosofía de la música del mundo, conocida como
“bimusicalidad”, lo cual promovía el director, doctor Mantle Hood, y el
prestigiado musicólogo Charles Seeger. En opinión de Seeger, los idiomas son
formas imperfectas de comunicación, pues sólo nos ofrecen una aproximación al
significado que no logra traducir las experiencias en una comunicación precisa
de dicho significado. En resumen, era lógico entonces que no era posible
describir la música –una forma de “lenguaje” en sí misma, con su propia textura
rica en referencias históricas, gramática y sintaxis– de manera completa y
precisa con palabras. De ese modo, la solución para el etnomusicólogo (que
estudia la música en la cultura con el fin de comprender esa relación dinámica)
fue adentrarse en ese lenguaje musical particular mediante aprendizaje y
práctica. Idealmente, el aprendizaje tendría lugar de la manera convencional,
pues el proceso de aprender un lenguaje musical es un medio básico de descubrir
principios y prácticas basadas en valores que forman parte integral de lo que
apoya esa forma de expresión. Para lograr esto en un ambiente académico
universitario, el Instituto recibió a maestros músicos de muchas culturas y por lo
general fomentó la práctica de muchas formas de música.
La primera vez que escuché son jarocho en vivo fue de un trío de músicos que
tocaban el arpa, requinto jarocho y jarana. El arpista era un angloestadounidense
que estudió para ser maestro de inglés como segundo idioma en escuelas
públicas de Los Ángeles; el requintero era otro licenciado, etnomusicólogo, y el
jaranero era un maestro javanés, músico de gamelán (orquesta típica de
Indonesia) que enseñaba a tocar en ese tipo de agrupaciones. Desde mi punto de
vista como músico, el sonido fue impactante. El impulso rítmico, la textura de
amplio registro de los instrumentos de cuerda y el canto declamatorio de altas
tonalidades, todo fue cautivador. Quise saber más. Compré las grabaciones
disponibles de Lino Chávez y su Conjunto Medellín. Ese mismo año viajé al
puerto de Veracruz a conocer músicos de son jarocho y aprender más acerca de
cómo y dónde se tocaba esa música, y qué significaba para la gente que la
consideraba suya. Tuve la fortuna de conocer al excelente grupo Los Tigres de la
Costa –Delfino Guerrero, Tello Oropeza y Raymundo Cruz– y lo contraté para
grabar varios sones en mi modesta grabadora de cinta. El momento fue
emocionante. La precisión tan perfeccionada de Los Tigres, los versos
improvisados en una calidad vocal fuerte y diáfana, y el ritmo me hicieron sentir
lo que sólo puedo llamar un estado de conciencia y entusiasmo intensificados.
En especial, me atrapó el sonido e impulso del requinto, y cuando Cruz ofreció
vendérmelo, se lo compré con gusto. Me llevé las grabaciones de regreso a mi
hogar y las escuché una y otra vez, en un esfuerzo por comprender mejor cada
aspecto del sonido.
Una razón por la que me intrigaba el sonido fue que yo había interpretado
rhythm and blues afroestadounidense profesionalmente con una banda, The
Thunder Brothers, y había estudiado percusiones ashanti (de Ghana, África
occidental) con un maestro percusionista, Kwasi Badu, en el Instituto. Cuando
escuché el son jarocho, percibí un patrón rítmico semejante, repetitivo y cíclico,
que guiaba la música, muy parecido a la estructura de las percusiones ashanti. En
un género de percusiones ashanti típico, como adowa o kete, un campanista
marca un patrón rítmico básico que cabe describir como un ciclo de 12 pulsos.
El patrón se repite a lo largo de la interpretación de toda una pieza, unido
mediante patrones repetidos más breves de una o más percusiones de apoyo que
se engranan entre sí y con la campana. Al principio de este ritmo básico, mucho
más complejo que la noción occidental de la métrica, un percusionista líder
improvisa patrones en torno a un estilo tradicional. Si bien puede añadirse el
canto a esta textura, la base rítmica cíclica impulsa el movimiento y estructura de
la música, no la estructura de la canción.
Esto contrasta con la estructura típica de la canción europea habitual, en la cual
la estructura de la canción misma impulsa el “avance” de la pieza, sobre una
métrica sencilla y breve, por ejemplo, 2/4, ¾ o 6/8. Asimismo, conforme aprendía
más de otros sones tradicionales mestizos regionales de México, este contraste se
destacaba más. En los sones de mariachi y en los conjuntos de arpa grande de
Michoacán que oí, por ejemplo, la estructura de las secciones cantadas determina
en gran medida la estructura de la pieza entera. Esto planteaba la pregunta de por
qué el son jarocho de la costa oriental del Golfo se impulsaba por un ciclo breve
repetido y por qué la mayoría de los sones de la región occidental se impulsaban
por las partes cantadas.
En la música del cantante/compositor africanoestadounidense James Brown
que interpretaban The Thunder Brothers prevalecían una textura y una estructura
semejantes a las de las percusiones ashanti, en contraste con la forma de la
canción europea occidental. Batería, bajo eléctrico y otros instrumentos a
menudo establecían un ciclo repetitivo de 16 pulsos de partes engranadas, en
cuya parte superior Brown cantaría o un solo instrumentista improvisaría. En
ocasiones puede haber una sección de puente que modula momentáneamente a
una clave relacionada, pero esto es la excepción para la mayor parte de la pieza.
Tanto las percusiones ashanti como las piezas de James Brown, como Mother
Popcorn, tenían una generosa parte de improvisación dentro del ciclo rítmico
repetido.
En el son jarocho escuché fuertes similitudes con las características de la
música ashanti y la de James Brown. En la música de Lino Chávez y su grupo, la
jarana establece un patrón de ritmo principalmente repetitivo y una breve
progresión de acordes que forman un ciclo de 12 pulsos (por ejemplo, Siquisirí)
o de 16 (por ejemplo, Colás) semejante al de la campana ashanti y al groove de
James Brown. Los sonidos del arpa y del requinto, en especial los bajos de arpa,
a menudo contribuyen a esta sensación de que el ciclo repetido genera el avance
de la música más que el canto. Sin duda, el canto adopta formas poéticas
hispanas clásicas con estructura propia, pero se asientan sobre el patrón rítmico
en vez de determinarlo. No puedo escuchar son jarocho sin pensar en estas
similitudes, y un poco de mi pasión por esa música se transfirió a mi admiración
por el son jarocho. Después, cuando conocí mejor la fuerte presencia cultural
africana histórica en Veracruz, esto subrayó mi sensibilidad hacia las raíces
africanas. También observé que las excepciones sobresalientes de este contraste
eran los sones jarochos escritos por compositores profesionales de las décadas de
1930 y posteriores, como Tilingo Lingo y El huateque, de la autoría de Lino
Carrillo. En éstos predomina la estructura de la canción, no el ciclo rítmico de
estilo africano.
Practiqué el requinto y la jarana al amparo de grabaciones long play de Lino
Chávez y el Conjunto Medellín, Los Pregoneros del Puerto y otros grupos. El
doctor Timothy Harding, de la California State University en Los Ángeles, quien
grabó y estudió varios estilos regionales del son mestizo mexicano en la década
de 1950, me orientó en el tema del son jarocho y otros estilos regionales de
sones. Me habló sobre la obra de documentación del ex compatriota
estadounidense Raúl Joseph Hellmer, quien trabajó en el Palacio de Bellas Artes
y tuvo un programa de televisión dedicado a estos géneros musicales. El registro
sonoro del son jarocho que documentó Hellmer era mucho más variado que el
que se encuentra en las grabaciones. Intrigado, viajé a la Ciudad de México en
1968 en busca de estas grabaciones y logré entrevistarme brevemente con el
doctor Antonio Pompa y Pompa, del Museo Nacional de Antropología e
Historia. Me recibió con cortesía y me informó que no sabía dónde estaban las
grabaciones y que no podría ayudarme. Este momentáneo punto muerto sólo
avivó mi interés. A principios de la década de 1970 descubrí la grabación Sones
de Veracruz, el sexto volumen de la Serie de Discos del INAH. La primera pieza,
“El fandanguito”, a cargo de Antonio García de León, me dejó una impresión
que perduraría por el resto de mi vida. El músico que sólo se acompañaba de su
jarana para cantar versos sobre la vida campesina, injusticia social y la
Revolución no se parecía nada a las grabaciones comerciales que yo había
escuchado. Las otras piezas también eran especiales. No me imaginaba que para
1977 tocaría casi a diario en Boca del Río con varios de los músicos que
participaron en aquel álbum: Daniel Cabrera, Isidoro Gutiérrez y Tirso
Velásquez.
Significado
Para principios de la década de 1970 estaba yo más intrigado, y comprender sólo
los sonidos del son jarocho no bastaba para conocer el significado completo de
la música. Necesitaba conocer la historia de esos sonidos. ¿De dónde provenían?
¿Por qué el son jarocho me recordaba la música de África occidental?, ¿había
alguna conexión? ¿Cuál era su significado para la gente que la interpretaba y
para quien la oía? Era claro que no se trataba de música para que la tocaran
músicos profesionales como Lino Chávez. Sones de Veracruz y otras cuantas
grabaciones más etnográficas hacían evidente que ahí había mucho más por
descubrir.
Busqué en dos direcciones este significado. Leí lo que pude encontrar sobre la
música y el entorno social del son jarocho, y vi a intérpretes contemporáneos
para apreciar lo que significaba para ellos. Las fuentes escritas tenían sus
limitaciones de cantidad y de peso académico. En documentos del Ramo de la
Inquisición de Archivos Nacionales se mencionaban bailes y música de finales
del siglo XVIII en el área general de Veracruz que los inquisidores consideraban
escandalosos. El torito, El chuchumbé y Pan de jarave [sic] eran algunos. A
principios del siglo XIX se mencionaban títulos de son jarocho como La bamba,
Los enanos, La tusa, El canelo y El agualulco, que perduran hasta nuestros días.
Algunos viajeros, como José María Esteva, describieron bailes jarochos con
cierto detalle.1 La noción elitista de “aires nacionales” pretendió canonizar
algunas melodías nativas. A comienzos del siglo xx, en la novela de 1907
Pajarito, de Cayetano Rodríguez Beltrán, se describe a un arpista sentado que
tocaba La bamba. Durante las décadas de 1930 y 1940, época tanto de
construcción nacional como de robusto crecimiento e influencia de estilos
musicales regionales “rústicos” en películas, radio, actos gubernamentales
oficiales y centros nocturnos de la capital, el son jarocho hizo su entrada como
punta de lanza en estos significativos puntos tan importantes para la vida
política, cultural y colectiva. El arpista cantante Andrés Huesca y Lino Chávez
con el grupo Los Costeños son obvios ejemplos de artistas que se beneficiaron
de la influencia de los medios electrónicos. La historia también muestra que
cuando el ex gobernador de Veracruz Miguel Alemán Valdés resultó electo
presidente de México en 1946, el son jarocho recibió mayor visibilidad nacional.
Sin embargo, los registros históricos escritos no eran muy útiles para describir
lo que se transpiraba en términos de la conexión del son jarocho a su base
cultural en Veracruz durante las décadas de mediados del siglo xx. Es como si la
popularidad de los artistas en los medios y centros urbanos con sus versiones del
son jarocho opacaran otras formas más comunitarias del son jarocho. Poco había
por encontrar. Necesitaba ir a la fuente: los músicos mismos y los “contextos que
daban significado” en los que actuaban.
Cerca de donde vivía en Los Ángeles había músicos mexicano-estadounidenses
que desde al menos la década de 1950 tocaban el son jarocho como se
interpretaba en películas y grabaciones. Llegué a conocer a varios de esos
músicos, que continuaron tocando son jarocho en las décadas de 1960 y 1970.
Los requinteros Bobby Chagolla y Manuel Vaca, el jaranero Steve Luévano y el
arpista Roberto Murillo eran cuatro de ellos, todos entusiastas del son jarocho.
Lo tocaban en las tardes y fines de semana como diversión cultural y también
como forma de aumentar sus ingresos de sus empleos distintos a la música. La
música de Lino Chávez ejemplificaba su estilo y repertorio. Recuerdo haber
visto al grupo de Chagolla, Conjunto Nuevo Papaloapan, en sus interpretaciones
de fines de semana en el parque temático de Los Ángeles Knott’s Berry Farm,
donde tocaban para turistas. El contexto se asemejaba a lo que podía verse en
una película de la década de 1940: intérpretes profesionales de música folclórica
regional que tocaban para foráneos culturales, no jarochos. No obstante, en este
caso los músicos sin duda tomaban en serio que su música se relacionaba con su
herencia mexicana, y en el escenario multicultural de Estados Unidos, esto
añadía una importancia especial. Este marco contextual daba significado a la
música que, si bien revelador, necesariamente sería muy diferente al significado
en escenarios conocidos y comunitarios de Veracruz. En la década de 1960, el
Movimiento de Derechos Civiles Chicanos agregó otro significado especial al
son jarocho, cuando grupos como Los Lobos, del Este de Los Ángeles, hicieron
del son jarocho parte del repertorio de esta lucha mexicano-estadounidense por
justicia social y dignidad.
La investigación de campo en Los Ángeles me llevó a un restaurante mexicano
en Sunset Boulevard, Hollywood, donde conocí a dos músicos jarochos, José
“Chayote” Gutiérrez y Cesáreo Ramón Tello. Gutiérrez era de la ranchería La
Costa de la Palma, en Alvarado, Veracruz, y Ramón, de la ranchería La Palma,
al sur del puerto de Veracruz. Ambos habían sido miembros del reconocido
conjunto Los Pregoneros del Puerto, y Gutiérrez había participado en giras con
el Conjunto Medellín de Lino Chávez y el Ballet Fol-klórico de México de
Amalia Hernández. Más importante para lo que me interesaba, ambos provenían
del Veracruz rural y de familias para las que el son jarocho había sido parte de su
educación. De ellos aprendí lo que pude sobre la manera en que la música
formaba parte de la vida rural, así como la manera en que ellos veían su vida en
Los Ángeles como músicos profesionales.
Mi siguiente encuentro fue con los músicos jarochos que participaron en el
principal festival en Washington, D.C., en el Bicentenario de Estados Unidos, en
1976. La coordinadora del contingente mexicano, historiadora Irene Vázquez
Valle, directora de la Serie de Discos del INAH, llevó a cuatro músicos de Boca
del Río (el arpista Ramón Hoz Chávez, el guitarrista Fortino Hoz Chávez y el
jaranero pregonero Alberto Hernández Carmona, conocido como “Beto Bolsas”)
y Tlacotalpan (panderista Evaristo Silva Reyes). Los primeros tres provenían de
las áreas costeras rurales de Mandinga y Boca del Río, pero habían tocado
profesionalmente durante muchos años en restaurantes de Boca del Río. Silva
vivía en Tlacotalpan, en el río Papaloapan, daba clases en la Casa de la Cultura
de ese lugar y a menudo representaba su tradición panderista fuera de la región.
Además del elevado nivel de habilidad instrumental de los cuatro músicos, la
capacidad de Hernández de improvisar era impresionante, y el dominio del
pandero de Silva añadía nuevas dimensiones a mi comprensión de los sonidos
del paisaje del son jarocho, si bien no tanto del contexto.
Aun más importante para entender mejor el son jarocho en términos de
contexto, las relaciones con estos seis músicos jarochos me motivó a emprender
una investigación en Veracruz en 1977 y 1978, tiempo durante el cual entrevisté
a 57 músicos en activo en la región. Cuando viví en Boca del Río, toqué el
requinto casi a diario con cuatro músicos veteranos cuando hacían sus rondas por
los restaurantes de mariscos a orillas del río Jamapa, en Boca del Río. Tres de
ellos aparecían en el álbum Sones de Veracruz, del INAH: el jaranero y pregonero
Isidoro Gutiérrez (padre de José Gutiérrez), el arpista Tirso Velásquez Córdoba,
y el jaranero y pregonero Daniel Cabrera. El otro era primo de Tirso, el jaranero
Emilio Córdoba Córdoba. Todos tenían firmes raíces en el estilo de vida rural
que precedió a la creación del sonido urbano que personificaban Andrés Huesca
y Lino Chávez y sus grupos. Daniel Cabrera, nacido en 1890 y que había tocado
música desde 1907, me brindó en particular ayuda para darme una idea de la
música antes y después de esta transición rural. De hecho, esta comparación de
“antes y después” me dio el tema de mi tesis doctoral, The Son Jarocho: The
History, Style, and Repertory of a Changing Mexican Musical Tradition [El son
jarocho. Historia, estilo y repertorio de una tradición musical mexicana
cambiante].
Como su título indica, la idea de una tradición en estado de cambio fue mi
interés principal, y examinar la historia, estilo y repertorio fue una calibración
del equilibrio del cambio y continuidad en el son jarocho. Aprendí lo que más
tarde adoptaría la forma de esfuerzos para apoyar la sustentabilidad de la música
en su contexto cambiante. La historia reveló los profundos antecedentes de la
música en la cultura local durante los dos siglos anteriores, y ofreció detalles del
contexto, instrumentación y repertorio de representación, así como de su lugar
en la vida jarocha. Los contextos de representación cada vez se dieron más en
escenarios profesionales y menos en fandangos y otras fiestas comunitarias.
Quedaron en el abandono muchos instrumentos, como las jaranas más pequeñas,
la leona y el pandero. Hubo una pérdida casi total de una rica variedad de
tonadas instrumentales (y su colorido sonoro) en favor de una tonalidad única
que permitía posiciones de acordes semejantes a las de la guitarra de seis
cuerdas. Los mismos instrumentos favorecidos –arpa, jarana y requinto– se
modificaron para ajustarse a las expectativas de representación urbana. Los
analisis de estilos mostraron los cambios de rasgos musicales a un tiempo más
rápido, menor duración, tropos estructurales distintivos y predecibles, calidad
vocal más semejante a los estilos musicales populares prevalecientes, y efectos
visuales de “espectáculo” para las representaciones, como uniformes. Una
mirada al repertorio activo reveló un eclipse sorprendente del repertorio
tradicional de piezas interpretadas en escenarios profesionales, la inclusión de
“sones jarochos” escritos por compositores profesionales, como Lino Carrillo,
que favorecían las formas populares de la canción y se apartaban de las
representaciones típicas del son jarocho generadas sobre todo por el ya
mencionado ciclo rítmico de acordes breve, la estandarización de motivos y
versos melódicos que marcaban cada son, una estructuración más rígida de los
sones para acompañar a los ballets folclóricos con coreografías definidas,
etcétera.
Visto de cerca, el cambio fue masivo, y generó dudas acerca del futuro
bienestar y sustentabilidad en la sociedad jarocha y mexicana. En una sociedad
cambiante, al asumir la importancia del son jarocho como expresión contínua de
un pueblo, ¿fue la pérdida de diversidad en instrumentación, repertorio,
improvisación de versos y todo lo anterior algo bueno o malo, necesario o
innecesario, ine-vitable o evitable? ¿Fue la pérdida de la celebración de
fandangos comunitarios en favor del espectáculo del ballet folclórico
coreografiado un fenómeno de un solo sentido?
Sustentabilidad
Desde mi punto de vista, esta pérdida de opciones musicales y sociales exigía
una respuesta que conservara tantas opciones disponibles como fuese posible
para un uso futuro. El cambio fue inevitable, pero el cambio que vi anuló la
capacidad de la comunidad de origen para procesar ese cambio de manera
razonada y autosuficiente. Lo que observé fueron poderosas fuerzas de arriba
abajo de medios comerciales y electrónicos que provocaron cambios radicales en
música y significado, mientras se prestaba poca atención a la relación original
motivada por el significado entre comunidad y expresión.
Recibí la influencia de mis competentes mentores en folclor, como Alan
Lomax, cuyo artículo seminal “An Appeal for Cultural Equity” [Un llamado a la
equidad cultural] exigía combatir a los medios monopólicos que privilegiaban
sólo una pequeña porción de nuestro pasado y presente cultural. Una estrategia
fue producir grabaciones para el consumo público. Cuando Chris Strachwitz,
propietario de la disquera de música folclórica Arhoolie Records, me pidió
ayuda para producir una grabación de son jarocho basado en la comunidad,
accedí con gusto. El resultado fue la grabación de 1979 Sones jarochos, volumen
1, de la serie de Arhoolie Music of Mexico, en la que aparecían músicos que
solían tocar en Boca del Río. Una década después, en 1989, produje el CD Music
from Veracruz: Sones Jarochos of Los Pregoneros del Puerto, con la disquera
Rounder Records. Años más tarde, como director y curador de Smithsonian
Folkways Recordings, produje un CD de José Gutiérrez y Los Hermanos Ochoa,
Felipe y Marcos, titulado La Bamba: Sones Jarochos of Veracruz (2003), otro
titulado Son de Mi Tierra, de Son de Madera (2009), encabezado por Ramón
Guitérrez, hermano de Gilberto, y en la actualidad, otra grabación más en
preparación, ésta del grupo de Gilberto Gutiérrez, Mono Blanco.
Otras estrategias fueron promover la transmisión de habilidades mediante
programas de capacitación y formación, y generar una toma de conciencia y
compromiso públicos mediante representaciones en vivo. Cuando me uní al
National Endowment for the Arts, en 1978, otorgamos numerosas subvenciones
para apoyar la formación en la interpretación de son jarocho, festivales con
sones jarochos y giras como la de Raíces Musicales, en la que participaron los
miembros anteriores de Los Pregoneros del Puerto. En 1989 premiamos a
músicos jarochos y al residente estadounidense por mucho tiempo José Gutiérrez
con el National Heritage Fellowship, el premio más importante que otorga el
gobierno federal de Estados Unidos para las artes folclóricas y tradicionales.
Todos estos esfuerzos tuvieron lugar en Estados Unidos, donde se elevó el
perfil público del son jarocho. Sin embargo, esto queda lejos de las rancherías y
localidades rurales de Veracruz. En cambio, en México surgió un esfuerzo
estratégico muy distinto. El mismo año en que llegué a Boca del Río para mi
investigación, en la Ciudad de México un joven jarocho, Gilberto Gutiérrez,
contribuyó a formar un grupo con la misión de revitalizar el compromiso con el
son jarocho en su tierra natal, localidades pequeñas del Veracruz rural. Gilberto
y sus compañeros de Mono Blanco llegaban a un pueblo, quizás el día del santo
patrono del lugar, colocaban una tarima y comenzaban a tocar, invitando a los
demás a unírseles. También identificó todos los bienes musicales –intrumentos,
tonadas, técnicas de interpretación, repertorio de versos, etc. –que pudo en la
región. Fue brillante centrarse en el acto social en sí mismo en el corazón de la
comunidad. La relación entre la gente local y la música fue el centro de sus
esfuerzos, y la idea era darles la opción de determinar su propio futuro musical
en el son jarocho. Al mismo tiempo, valoró la inclusión respecto del
virtuosismo, al invitar a muchos a unírsele. En épocas posteriores de su vida
comentó sobre la manera en que los contextos tradicionales de representación
–en particular los fandangos– fueron la clave para el bienestar del son jarocho.
El entusiasmo que generaron él y muchos otros defensores del son jarocho se
convirtió en un verdadero movimiento, con miles de personas por todo México,
Estados Unidos y más allá, hasta formar una multitud en esta estrategia de
interpretar el son jarocho. Fue interesante que, si bien el movimiento jaranero
recuperó antiguos significados y contextos, también agregó nuevos significados
conforme trasladaba estos actos de representación en vivo a la vida urbana con
nuevos marcos y contextos. Hoy en día es impresionante ver a los jóvenes en
áreas rurales y urbanas que hacen del son jarocho su forma favorita de expresión
musical, experiencia social y estilo de vida.
Antes de señalar las lecciones que aprendí sobre sustentabilidad del son jarocho,
deseo abordar la noción de la sustentabilidad musical en sí. Las estrategias para
promover la sustentabilidad de las expresiones culturales tradicionales han
formado parte de mi trabajo profesional desde principios de la década de 1970,
tanto con la Smithsonian Institution como con el National Endowment for the
Arts. Sin embargo, en el ámbito mundial, han sido las convenciones de la UNESCO
sobre diversidad cultural que generan sus listas de herencia cultural intangible y
su registro de las mejores prácticas de conservación lo que ha estimulado
muchas ideas nuevas y la teorización sobre el tema. Un proyecto reciente de la
Griffith University en Queensland, Australia, “Sustainable Futures for Music
Cultures: Towards an Ecology of Music Diversity” [Futuros sustentables para las
culturas musicales. Hacia una ecología de diversidad musical],2 es un
maravilloso ejemplo de esta idea. Encabezado por el etnomusicólogo Huib
Schippers, el proyecto propuso cinco áreas que afectan la vida cultural como
medidas y puntos de equilibrio para promover la sustentabilidad cultural:
aprendizaje y transmisión de la música; músicos y comunidades: posición,
funciones e interacciones de músicos en sus comunidades y las bases sociales
para sus tradiciones en ese contexto; contextos y conceptos: contextos sociales y
culturales de tradiciones musicales, en especial sus valores y actitudes
subyacentes; y medios e industria musical: divulgación en gran escala y aspectos
comerciales de la música. Uno de los libros que fueron resultado de ese
proyecto, Music Endangerment: How Language Maintenance Can Help, de
Catherine Grant, es una útil introducción a la siguiente etapa de esta corriente y a
las estrategias sobre la sustentabilidad de las culturas musicales.
Con estándares como los anteriores, me siento optimista sobre la futura
sustentabilidad del son jarocho. Consideremos estos puntos sobre el son jarocho
durante los pasados 50 años:
• Obtuvo visibilidad en virtud de un impulso en los medios en un momento
crítico de la historia social y cultural mexicana.
• Se ganó un lugar en la comunidad como símbolo, y se fortaleció durante la
presidencia de Alemán.
• La expansión de recursos creativos tuvo la ayuda del movimiento
jaranero/fandanguero, lo que compensó el desequilibrio hacia la
comercialización profesional.
• Asimismo, se dio una reubicación de los roles de género, para dar paso a una
mayor inclusión y participación.
• Recuperó su lugar en escenarios comunitarios, y es socialmente incluyente
gracias al movimiento jaranero/fandanguero.
• Es una tradición confiable, abierta a nuevas influencias, así como una
tradición viva y dinámica.
• El movimiento jaranero/fandanguero reinstituyó los estilos comunitarios de
significado contextual de aprendizaje así como del sonido musical.
• Los medios nuevos, internet, youtube, etc., ofrecen más oportunidades de
aprendizaje y acceso a fuentes de conocimiento.
• La infraestructura se fortaleció, en tanto los artesanos producen instrumentos,
cuerdas y tarimas.
• Al menos en Estados Unidos, este floreciente carácter comunitario se ha
aplicado para resistir la injusticia social, conforme las comunidades añaden su
propio significado al son jarocho.
Así, para concluir, me gustaría agradecer a todos a quienes he mencionado hasta
ahora: a quienes se arriesgaron al castigo de la Inquisición por interpretar su
música y bailes, a Andrés Huesca, Lino Chávez, Miguel Alemán, el cine
mexicano en su Época Dorada, Gilberto Gutiérrez y otros músicos-promotores,
el Coloquio de Otoño, la Universidad Veracruzana en Xalapa, y a todos los
presentes en este evento por su interés, su apoyo y su visión para el futuro del
son jarocho. Mantener vivo el conocimiento de la historia del son jarocho, los
contextos de su práctica, modelos fructíferos de represen tación, tradición y
creatividad musicales ofrecen “un rico pozo genético” cultural de posibilidades
de forjar un futuro que mantenga vivo al son jarocho y a una parte significativa
de nuestra vida. El son jarocho es lo que hacemos que sea. Asegurémonos de
disponer de tantos recursos y opciones como nos sea posible. ¿Qué esperamos?
Bibliografía
ESTEVA, José María (1844). “Costumbres y trajes nacionales. La jarochita”, en El
museo mexicano, México, vol. III, pp. 234-235.
(1844). “Trajes y costumbres nacionales. El jarocho”, en El
museo mexicano, vol. IV, México, pp. 60-62.
RODRÍGUEZ BELTRÁN, Cayetano (1902). Perfiles de mi terruño, México, Onateyac.
(1907). Pajarito, México, sin ed.
SHEEHY, Daniel E., 1979, The Son Jarocho: The History, Style, and Repertory of
a Changing Mexican Musical Tradition, tesis doctoral, UCLA.
Discografía
Una pregunta que se han hecho aspirantes a músicos en muchas partes del
mundo. Miguel Melgarejo se perdía con su trombón entre los magueyes de los
alrededores de Perote para no molestar; Antonio Guzmán seguía con su flauta y
su flautín los virtuosos movimientos de los títeres de la compañía Rosete Aranda
mientras recorría casi toda la república mexicana; Francisco Sánchez practicaba
respiración natural y artificial para hacer sonar su tuba y, al mismo tiempo,
cuidaba las ovejas de su padre en San Salvador el Seco. Fragmentos de tres vidas
que años más tarde se juntarían para hacer música en las filas de la Orquesta
Sinfónica de Xalapa. Primero Beethoven, Tchaikovsky, Grieg, Rimski, Liszt y
también Moncayo, Hernández Moncada, Tapia Colman y Baqueiro Foster; más
tarde Prokofiev, Ravel, Britten, Sibelius, Shostakovich. Pero esos maestros
ejecutantes también tocaban valses y marchas en la Banda del Estado de
Veracruz y, de acuerdo a las circunstancias y hasta cambiando de instrumento,
en misas del Beaterio, el Calvario, San José o la Catedral, lo mismo que en
bailes del Casino Xalapeño, el Centro Recreativo o el Colegio Preparatorio.
¿Dónde se cruzan los ríos que dividen la música clásica de la popular? ¿En qué
lugar o momento termina lo solemne y empieza lo festivo? ¿Cómo pueden
convivir sentimientos contradictorios en la misma música? ¿Existen fronteras o
murallas que separen lo sublime de lo vulgar?
Johannes Brahms nunca se negó el placer de las músicas gitanas en los cafés de
Viena; Gustav Mahler siempre guardó el recuerdo de las marchas militares y los
organillos callejeros escuchados en la infancia; Béla Bartók recorrió bosques,
praderas y aldeas campesinas alimentándose de antiquísimos cantos, danzas y
leyendas. En Cuba, Antonio María Romeu hacia bailar a parejas que nunca se
habían ocupado de Mozart o Rossini con danzones titulados La flauta mágica y
El barbero de Sevilla; mientras en la Ciudad de México otro cubano, Consejo
Valiente Roberts, el popular Acerina, se divertía con su paráfrasis verdiana de
Rigoletito. Las bandas de Nueva Orleans pasaban del duelo al regocijo durante el
mismo funeral y en la Nueva York de los primeros años de la Guerra Fría, un
joven cornista llamado Gunther Schuller terminaba el ensayo o la representación
del Anillo wagneriano en el Metropolitan para irse a tocar en el noneto de su
amigo Miles Davis.3 Pocos años después, en la misma Gran Manzana, Leonard
Bernstein diversificaba el extraordinario éxito de West Side Story sumergiéndose
en las densas páginas de la resurrección y los cantos terrenales mahlerianos, sin
olvidarse de ir a la calle Bowery para asistir a la primera presentación del
cuarteto de Ornette Coleman en el Five Spot Café, algo que no había que
perderse por nada del mundo. Y, sin embargo, innumerables músicos y tal vez
todavía más oyentes se empeñaban (y empeñan) en separar los territorios, en
marcar escrupulosamente las fronteras, en delimitar las responsabilidades éticas
y estéticas.
Los encuentros del jazz con la música clásica forman una interesante y peculiar
rama de la historia general de la llamada música “occidental”, calificativo que
refleja un mundo de ayer contemplado desde una Europa Central que, en su
inamovible comodidad, aspiraba a transformar el resto del planeta en campos de
trabajo para su propio beneficio. En algún momento, este curioso “Occidente”
tuvo que contar con el apoyo militar y financiero de los aún más “occidentales”
Estados Unidos de Norteamérica. Como forma artística nacida del encuentro de
África y Europa en América del Norte, el jazz contaba desde su origen con todos
los ingredientes que lo han transformado en verdadera música “globalizada”,
concepto ahora tan generalizado que desplaza y casi nulifica la idea de un
“Occidente” rígido, absoluto, imperial.
El caso Gulda: dos almas musicales en el mismo pecho
[…] (ellos) no podían hacer solos porque no tenían imaginación musical para
improvisar. Como la mayoría de los intérpretes clásicos, tocaban únicamente lo
que les ponían delante. La música clásica es eso: los músicos sólo tocan lo que está
allí y nada más. Pueden recordar, pero tienen una habilidad propia de robots. En la
música clásica, si un músico no es como los otros, si no es un robot de pies a
cabeza, los demás robots se burlan de él, especialmente si es negro. Eso es todo lo
que hay, eso es la música clásica en lo referente a los músicos que la interpretan:
mierda de robots. Y la gente les aplaude como si fueran buenos. Vaya, la música
clásica de calidad existe gracias a grandes compositores, y también hay grandes
intérpretes, aunque deben hacerse solistas; pero siguen siendo robots que tocan, y
la mayoría, en el fondo de su conciencia, lo sabe, pese a que nunca lo admitirían en
público.6
Sketches of Spain incluía una versión –recreación o paráfrasis– del segundo
movimiento del Concierto de Aranjuez para guitarra y orquesta de Joaquín
Rodrigo, obra que Miles conoció gracias al contrabajista de origen mexicano Joe
Mondragón, muy activo en el escenario jazzístico de Los Ángeles, California, en
aquellos días. Miles quedó fascinado con esa música. Pero, como era de esperar,
Rodrigo manifestó su disgusto cuando escuchó la manera en que Miles y Gil
Evans habían “alterado” su partitura. El propio Davis lo cuenta así:
Joaquín Rodrigo dijo que no le gustaba, y precisamente él, o su composición, era el
principal motivo de que yo hubiera hecho Sketches of Spain. Dado que (él) cobraba
derechos de autor por la utilización de la melodía en el disco, dije a la persona que
me había transmitido su opinión: “Ya veremos si le gusta cuando empiece a recibir
los cheques”.7
Dentro del marco de esta oscilación entre encuentros y desencuentros, Friedrich
Gulda pronto descubrió que la incomprensión era recíproca. Muchos jazzistas y
aficionados al género juzgaban que el vienés carecía de los elementos esenciales
que hacen única la música de los afroamericanos. Esos supuestos expertos
olvidaban –o, tal vez, no sabían– que el padre de Benny Goodman había nacido
en Varsovia y la madre en Kaunas, Lituania; que la pareja formada por el
maravilloso violinista Giuseppe (Joe) Venuti y el extraordinario guitarrista Eddie
Lang (Salvatore Massaro) era tan italiana como esa otra encargada de vigilar las
praderas cortas y el campo central de los fabulosos Yankees de Nueva York de
1941: Philip Francis Rizzuto y Giuseppe Paolo DiMaggio; que el sólo nombre
del trompetista Leon Bismark (Bix) Biederbecke ya delataba todo un árbol
genealógico que bien podía remontarse hasta las páginas de la Germania del
cónsul y senador romano Cornelio Tácito. La lista puede resultar interminable y
hoy encontramos en ella nombres como Vijay Iyer y Trilok Gurtu (India), Jan
Garbarek (Noruega), Toshiko Akiyoshi (Japón), César Camargo Mariano
(Brasil), Edmar Castañeda (Colombia), Chano Domínguez (España), Dave
Holland (Inglaterra), Mikko Innanen (Finlandia), Martial Solal (Argelia), Adam
Makowicz (Polonia), Niels Henning Orsted–Pedersen (Dinamarca), Antonio
Sánchez (Mexico), y podíamos seguir la enumeración tomando como referencia
casi cualquier país y limitándonos sólo a jazzistas plenamente consagrados y
reconocidos.
Con tantas esporas del jazz esparcidas por el mundo, algunas tenían que
aparecer en las playas doradas de esa parte del Golfo de México que también
vio llegar a Hernán Cortés.
¿Es posible definir el jazz?
Pocos asuntos musicales originan polémicas y discusiones tan apasionadas y
confusas como el que trata de explicar qué cosa es el jazz. Después de leer
muchos intentos de definiciones y escuchar argumentos de todo tipo expresados
por músicos y aficionados, críticos, historiadores y hasta oyentes ocasionales,
siempre resulta saludable volver a la respuesta que dio Louis Armstrong a una
dama bien intencionada: –Si usted necesita hacer esa pregunta, mi querida
señora, me temo que nunca va a saber qué cosa es el jazz.
Algunas expresiones de grandes jazzistas sólo contribuyen a desconcertar más
a los espíritus de buena voluntad. Duke Ellington lo dijo una y otra vez a
cualquiera dispuesto a escuchar: Yo no hago jazz. Mi música es música
afroamericana. Miles Davis fue más punzante: Jazz es sólo una palabra del
hombre blanco. Todavía más difícil es definir el jazz mexicano, en caso de
primero ponernos de acuerdo en que exista tal cosa. ¿Jazz tocado, compuesto o
interpretado por personas nacidas dentro de los límites geográficos del país, o
por extranjeros que vivan aquí? ¿Y deberíamos tomar en cuenta a los nacidos
fuera de este territorio pero hijos y nietos de mexicanos? ¿La bamba, la Canción
mixteca, el Caminante del Mayab o Jesusita en Chihuahua tocadas por una big
band o por un quinteto de be-bop que se esfuerza por dar el fraseo y la sonoridad
correspondientes? ¿O un conjunto que toca St. Louis Blues en el mejor estilo de
Nueva Orleans pero vestido a la usanza del mariachi? ¿Fue jazz mexicano el que
hizo Dave Brubeck con su cuarteto, en pleno Palacio de Bellas Artes, tocando
Sobre las olas y Allá en el rancho grande, condimentado con el sabor local de la
guitarra de Chamín Correa y los bongos del Rabito Agüero?8 ¿O las versiones
de clásicos mexicanos tan especiales que ofreció el incansable e inclasificable
Tino Contreras en 2010 para conmemorar jazzísticamente el bicentenario de la
Independencia y los cien años de la Revolución?9
Otro veracruzano ilustre, Jorge Saldaña, alguna vez preguntó a un grupo de
jazz invitado para actuar en uno de sus gustados programas de televisión, pero al
que Jorge nunca había escuchado, lo siguiente: –Maestros, ¿y ustedes tocan el
tipo de jazz que a mí me gusta o del otro?
Resultó imposible para ese conjunto tocar siquiera una pieza que se ajustara a
cualquiera de esa dos notables categorías saldañescas y, por lo tanto, no hubo
jazz en ese programa que siempre admitió toda clase de nostalgias musicales.
Pero la lección puede ser asimilada y exportada al resto del mundo: Jazz es lo
que en cada momento y lugar, quien lo toca o quien lo escucha dice que es jazz.
Solución generosa y democrática en la que pueden alternar pacíficamente
Count Basie con Django Reinhardt y los mejores números bailables de la
orquesta de Paul Whiteman con los ragtime de Igor Stravinsky. Así, podemos
aceptar que el jazz apareció en diversas comunidades veracruzanas al menos allá
por la cuarta década del siglo XX, acaso hasta un poco antes. Alguna danzonera
del Puerto de Veracruz bien podía interpretar a su manera el San Luis Blú (así,
con acento jarocho) o La calle doce; una vieja fotografía nos muestra a una
orquesta en un portal de Tlacotalpan con un gran letrero al frente donde leemos
la palabra JAZZ; en otra foto increíble, esta vez procedente de Naolinco, vemos a
cuatro músicos con sus respectivos instrumentos: trompeta, acordeón, contrabajo
y batería. Imposible saber cómo sonaba lo que tocaban, pero en el bombo de la
batería encontramos la frase: El ritmo del jazz, posiblemente el nombre del
conjunto. En Xalapa existieron al menos dos grupos que se decía incluían piezas
de jazz en su repertorio: Los bombines dorados y Los caballeros del estilo.
Desde luego, se trataba de un jazz que la gente podía bailar. Y los maestros que
proporcionaban tan sana diversión eran también instrumentistas de la Orquesta
Sinfónica o de la Banda del Estado, en muchos casos formaban parte de las dos.
Hacia 1950, en la Ciudad de México se habían impuesto las orquestas de baile
que tenían la misma dotación instrumental de las grandes bandas de Glenn
Miller o Ray Anthony y pronto se siguió esa tendencia en Veracruz y Xalapa. El
ideal era la imitación de esas sonoridades de “corte norteamericano” y en el
repertorio no podían faltar ni la Serenata a la luz de la luna ni el Collar de
perlas, pero desde allí se pasaba fácilmente a versiones instrumentales de las
canciones más populares de Gonzalo Curiel o de Agustín Lara y, llegado el
momento oportuno, al Borinquén de Rafael Hernández o al Brasil de Ary
Barroso hasta llegar –parejas fatigadas de por medio– a la madre patria de los
churumbeles y sus gitanos señorones. Las tres principales orquestas xalapeñas de
esa época eran la de Manolo Vicuña, la de Luis L. Martínez (otro maestro
sinfónico) y la de los Hermanos Rodríguez, siempre dispuestas a alternar con las
mejores orquestas de la capital de la República en cualquier escenario. Y ya
nadie extrañaba o pronunciaba la palabra jazz.
La llegada de rock ‘n’ roll marcó los últimos compases de esa clase de
orquestas. Ya no era necesario leer una partitura ni escribir o copiar arreglos y,
lo mejor para las finanzas de la familia o escuela que organizaba la tertulia o el
baile, un grupo de cuatro o cinco muchachos con guitarras eléctricas, voces
amplificadas y una batería golpeada despiadadamente significaba menos dinero
que una orquesta de quince instrumentistas que parecían cada vez estar más
aburridos o pasados de moda.
Fue una música muy bonita
Allá por 1950, jovencitos que recién habían terminado la primaria en Coatepec,
Las Choapas, Papantla o Alvarado contaban con la opción de venir a estudiar a
Xalapa y usar el uniforme que los identificaba como alumnos del Colegio
Preparatorio. En la parte superior de la manga izquierda de la camisa –los
varones– y en el frente, a la altura del corazón –las muchachas–, se lucía el
escudo que con las palabras arte, ciencia y luz los acreditaba como estudiantes
de la Universidad Veracruzana. Los gustos y aficiones musicales de esa juventud
estudiosa se construían o consolidaban, como en cualquier otra parte, por medio
de las radiodifusoras, el cine y los discos (78, 45 y 33 revoluciones por minuto).
La música en “vivo” la proporcionaban marimbas callejeras, algún arpista o uno
que otro jaranero de la Cuenca que se aventuraba hasta la capital del estado,
orquestas y conjuntos de baile de calidades y precios muy variados, tríos de
cantantes especializados en románticas serenatas y los infaltables himnos
escolares. Pero Xalapa ofrecía otras posibilidades: en ciertas
calles era familiar el sonido de los pianos; quien pasaba por ahí podía escuchar
desde los ejercicios más elementales del instrumento hasta sonatas de Mozart o
Clementi, pasando por páginas de Ponce, Villanueva, Castro y algún preludio o
nocturno de Chopin. Una casa de la quinta calle de Juárez se había especializado
en un pasaje particularmente intrincado del primer movimiento del segundo
concierto de Beethoven; mientras que la tercera de Altamirano, al medio día,
proporcionaba una poli-polifonía digna Charles Ives, con tempos metronómicos
a distintas velocidades y cuatro sistemas de afinación diferentes, gracias a que
los pianos de las familias Virués, Aguilar, Lomán y Vignola, todas vecinas, no
eran sólo un elemento más de sus respectivos juegos de sala. Sin embargo, la
oferta que hacía de Xalapa una ciudad diferente era su Orquesta Sinfónica,
dirigida por José Ives Limantour, a la que ya habían llegado solistas de fama
nacional e internacional como los pianistas Claudio Arrau, Rosita Renard, Alexis
Weissenberg, Angélica Morales y Carmela Castillo Betancourt; los violinistas
Henryk Szeryng e Higinio Ruvalcaba; el violoncellista Pierre Fournier; la
contralto Oralia Domínguez; y dos de los directores más importantes de esa
época: Hermann Scherchen y Fritz Reiner. A los grandes, bien visibles, anuncios
que aparecían cada semana pegados en paredes de casas y edificios xalapeños
con el nombre Limantour anunciando el próximo concierto, sólo podía hacerles
competencia los no menos visibles programas de la función de los jueves de la
Arena Xalapa, en los que destacaba la lucha estrella en relevos de la pareja
atómica, El Santo y Gori Guerrero, contra Tarzán López y Enrique Llanes.
Cuando Adolfo Álvarez, a la edad de quince años, vino a Xalapa a visitar a su
padre y le dio la noticia de que ya no iría más a su clase de violín en el
Conservatorio Nacional porque le gustaba más la batería y quería tocar JAZZ,
observó como la mirada del señor se perdía hacia el fondo del paisaje que se
aprecia desde las lomas que rodean al Estadio Xalapeño. Después de una larga
pausa, que sin duda fue llenada con imágenes y sonidos de otros tiempos, el
padre de Adolfo dijo, como pensando en voz no muy alta: –Ah, jazz…si, fue una
música muy bonita.
Tu ausencia me da un sentimiento que destroza el corazón
Coda
Orbis Tertius viajó por casi todo el territorio nacional y hasta un poco más allá,
al norte, al sur y al este. Gracias a la Universidad Veracruzana, en la capital del
Estado han actuado los más importantes jazzistas mexicanos –Chilo Morán,
Armando Noriega, Héctor Infanzón, Roberto Aymes, Eugenio Toussaint,13
Toni Cárdenas y muchos más–; otros han pasado largas temporadas en Xalapa
tocando y enseñando –Agustín Bernal, Rodolfo Popo Sánchez, Gabriel
Puentes–; algún otro, como Leonardo Corona, coatepecano, regresó cargado de
experiencia para quedarse entre nosotros. El maestro Alejandro Corona,
catedrático de la Facultad de Música, mantuvo durante muchos años un “taller
de jazz” en esa misma escuela, cautamente excluido del plan de estudios; por ahí
pasaron Aleph Castañeda, Alonso Blanco, Oscar Terán, Miguel Flores, todos
hoy activos en el jazz y, desde luego, Edgar Dorantes. Muchos proyectos
salieron al público como parte de ese interés cada vez mayor en esta música,
algunos desaparecieron, otros han continuado hasta el presente: Mefistofell del
saxofonista Franco Bonzagni; el Ensamble Taumbú; RondaJazz de los
guitarristas Alci Rebolledo y Humberto León; Lucio Sánchez Band con sus
diferentes alineaciones; Renegados de Sergio Picos Martínez y Jazz entre tres
del baterista Adolfo Álvarez.14 A Xalapa llegaron también, antes de que
acabara el siglo XX, Dizzy Gillespie, Carmen McRae, Cal Tjader, Poncho
Sánchez, Sergio Mendes, Eumir Deodato, Don Cherry y el Irakere de Chucho
Valdés con Arturo Sandoval y Paquito D’Rivera.15
Poco después de la actuación de 2006 de Paquito con la Sinfónica de Xalapa,
Raúl Arias, rector de la Universidad Veracruzana, favorablemente impresionado
con la actuación de Edgar Dorantes y sabiendo que muchos jóvenes llegaban a
Xalapa con el deseo de estudiar una carrera de música que no fuera
exclusivamente clásica, promovió la creación de un diplomado con clara
orientación hacia el jazz y sus variaciones infinitas. Así, en 2008, JazzUV inició
sus cursos y paralelamente organizó un festival que desde su primera edición
tuvo un carácter internacional. Gracias a la alianza de Edgar con el baterista
Francisco Mela, el Festival JazzUV ha contado con la presencia de indiscutibles
maestros: McCoy Tyner, Jack DeJohnette, Joe Lovano, Kenny Werner, Kenny
Barron, Jeff Tain Watts, Louis Haynes, Ray Drummond y una larguísima lista de
músicos que han dejado ejemplos y experiencias invaluables para la comunidad
veracruzana.
Y la Sinfónica de Xalapa, ahora bajo la dirección de Lanfranco Marcelletti,
vuelve a favorecer otro encuentro entre el jazz y la música clásica en 2015 al
presentar un programa completo con obras de clara influencia jazzística, con
Tim Mayer, Fuensanta Méndez, Rafael Alcalá y Emiliano y Vladimir Coronel
como solistas, y Edgar Dorantes como arreglista, compositor y director huésped.
Sr. Gershwin, la música es la música.
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y de forma mucho más compleja en No me hallo, sexta pista del disco, donde
retoman simultáneamente Perfidia: compuesta por Alberto Domínguez en 1939,
usada como fondo para el baile de Ingrid Bergman y Humprey Bogart en
Casablanca (dir. Michel Curtiz, 1943), y ADO, canción de Alejandro Lora
grabada por Three Souls in My Mind en 1977:
alimentamos la esperanza en que la próxima vez las cosas serán distintas; y ello
es bueno. El peligro está en creer que será así incluso si no hemos cambiado,
pero como ésa es una aproximación psicoanalítica que no viene a cuento en un
texto festivo como éste, me disculpo por el dislate y vuelvo a nuestro amor por
Lara y su obra.
Porque la voz del Flaco de Oro distó siempre de ser buena ‒–recitaba más que
entonar sus canciones–‒, la magia de sus grabaciones quedó en las asociaciones
que establecemos con sus letras; es decir, con lo que llamaríamos su trabajo
poético si nos apegáramos a una división disciplinar inútil para analizar a un
autor de canciones populares: alguien que además y simultáneamente es
compositor por el trabajo musical con que acompaña sus propios versos. Pero
depende también (la magia de Lara, quiero decir) del número de veces que, aún
sin escucharla, hemos oído su obra; de la posibilidad de que, justamente porque
su autor no la cantaba tanto ni tan bien, entre la enorme lista de intérpretes
posteriores aún podamos hallar la voz que le haga justicia definitivamente.
Rasgo que claramente la convierte en un clásico en el sentido más amplio y que,
por lo mismo, requiere considerar lo que Calvino (1993) plantea al respecto en
Por qué leer los clásicos y enumerar sus mejores atributos: Solamente una vez es
entonces un clásico porque, primero, su texto “se esconde en los pliegues de la
memoria colectiva”; segundo, “nos llega marcado por las lecturas que han
precedido a la nuestra”, de modo que incluso la primera vez que lo escuchamos
era ya una extraña especie de reemisión o reestreno; y tercero, puede
“configurarse como un equivalente del universo”; es decir, “convertirse en
amuleto individual” y devenir algo que jamás nos será indiferente porque sirve
para definirnos como personas, emblematizando en este caso nuestra idea de
amor, aún en el improbable caso de que lo hiciéramos por contraste con él u
oposición a sus ideas.
La obra de Lara nos deja, pues, en libertad de pensar que “solamente esta vez
se entrega el alma” incluso cuando lo hayamos hecho repetidas veces; pero es lo
mismo que ocurriría si, por contraste, echamos mano de enunciados que
emblematizan un entendimiento distinto del amor como los de las Ultrasónicas:
para follar
no encuentro el misterio
yo sé que el alma
se entrega a través del cuerpo
(Oh sí, más…más!, 2002, pista 3).
Las voces que suenan en nuestras cabezas ‒–las de los intérpretes, quiero
decir–‒ sólo pueden exorcisarse entonces en función de dos ideas: la cultura
popular como un espacio propio y el grado de apropiación que alcance un
intérprete.
Lo popular como estética
Fuentes consultadas
¿Es posible escribir una historia del rock en México? La interrogante no se debe
a un purismo que considere como única historia posible la del rock en expresión
inglesa, con preponderancia norteamericana y británica. Tampoco por las
limitaciones contextuales de la cultura del rock en nuestro país –escasez de
fuentes, de investigaciones, reportajes, datos fidedignos, discusión
argumentativa, tradición intelectual. La cuestión para mí reside en la forma de
considerar al propio rock.
¿Qué es el rock?, ¿cómo lo definimos? Las historias del rock en México
pueden agruparse en cuatro prácticas discursivas: los relatos autobiográficos o
sustentados principalmente en la experiencia del cronista, sea músico,
empresario, periodista o aficionado; las historias que trazan una cronología pero
sin método histórico; los estudios sociológicos que abordan al rock como
manifestación; los trabajos antropológicos que enfocan al rock como de una
clase social o de una tribu contracultural e interpretan sus piezas bajo la óptica
de una teoría de identidades. De ahí cuestionar: ¿es posible escribir una historia
del rock en México que no se sustente en las experiencias personales, en las
impresiones subjetivas, en los recuerdos ni excluya subgéneros, personajes,
tendencias o prejuzgue corrientes sólo por no ser “contraculturales” o no incidir
dentro de una perspectiva de estudio social?
Las historias del rock en México, al ubicarse en uno de esos puntos, adolecen
de visión objetiva. No abogo por una imposible objetividad pero es necesario,
para instaurar una historia mínima, determinar puntos. Un método, así sea
salvaje, pero también la constitución de un archivo.
Hasta los años setenta la biblioteca del rock en México era escasa; el libro La
nueva música clásica de José Agustín fue un texto pionero y hasta cierto punto
fundador. En los ochenta se sumó Huaraches de ante azul de Federico Arana,
con mayor rigor que el ensayo de José Agustín –un ensayo que podría leerse
como una autobiografía musical del escritor–, pero también excesivamente
apegado a la memoria, al testimonio y con apenas investigación. Acoto: ¿qué
clase de investigación podría emprenderse en un medio donde ni siquiera hay un
registro de las grabaciones, de las agrupaciones con sus elencos ni las fechas de
vigencia de cada grupo? Un versado en la historia cultural mexicana observará:
ese mal es común a otras manifestaciones artísticas. Bastaría con recordar que
aun en la década de los sesenta no contábamos con investigaciones que
iluminaran el neblinoso fin de siglo modernista de las letras mexicanas. Los
investigadores y diletantes del cine recordarán, asimismo, que no existe registro
de las primeras cintas del cine mexicano y que de muchas de las décadas
siguientes es imposible conseguir una copia.
Diversas circunstancias propiciaron un nuevo acercamiento al rock a partir de
los años ochenta: la emergencia de agrupaciones juveniles asociadas con una
protesta social, por lo común agrupadas bajo la entelequia “la banda”, la
institucionalización de la atención a la juventud con una orientación sociológica
–creación del Crea: Consejo de Recursos para la Atención de la Juventud–,
surgimiento de una vertiente urbana dentro de la antropología mexicana,
tradicionalmente dedicada a los estudios rurales, prehispanistas o africanistas;
difusión de las nuevas corrientes de pensamiento, como el posestructuralismo,
que atendía los movimientos marginales; la disrupción posmoderna que
convirtió a los temas de consumo, identidades juveniles y hábitos en temas
legítimos de discusión. A todo ello súmese la tardía asunción de los conceptos de
contracultura y de tribus urbanas, difundidos por Michel Maffesoli. Todos estos
elementos contribuyeron para que a partir de los años ochenta la exigua
biblioteca mexicana sobre rock y juvenilia engrose paulatina y rítmicamente.
Estudios que principalmente abordan el rock desde una perspectiva sociológica y
antropológica y bajo el cariz de una manifestación contracultural. Algunos de
estos libros son incluso ya memorables y clásicos pero no me satisfacen como
historias del rock en específico.
¿Y si abordáramos al rock en México desde una perspectiva distinta? O mejor
aún: si recurriéramos a las herramientas y tradiciones de cada una de las
perspectivas con que habitualmente se le ha abordado añadiendo facetas.
Entonces mejor abandonar la tentación de la historia. Mejor entonces ceder a
otra tentación: la del recorrido, la del paseo en rededor. Como quien describe
pero también con los datos precisos de la emergencia. Establecer un método para
fijar lo que necesita ser delimitado: agrupaciones, fechas de vigencia, elencos
originales, discografías, videografías, bibliografía. Trazar genealogías y urdir
una cronología no desde la memoria, el recuerdo o las remembranzas de un
grupo, sino mediante la confrontación con otros actores. Recuperar la historia
oral con los propios actores para evitar la propalación y la petrificación de
rumores. Al cabo estos cimientos permitirán una mejor historia.
Dentro de esa historia será necesaria la contextualización. Y aquí los estudios
antropológicos y sociológicos aportarán su herramienta para comprender
movimientos indisociables de una perspectiva social, como la vigencia del punk
o los derroteros de la subcultura gótica en México.
Un aspecto que resulta esencial para los estudios del rock en México es la
condición eminentemente musicológica. Revísese la biblioteca del rock
mexicano, los temas en discusión, y se advertirá que mientras otros géneros de
música popular poseen ya estudios que los abordan desde una perspectiva
diríamos inmanente, el rock pareciera enredado de manera indisociable a una
visión social, a una historia de estilos culturales, y no pocas veces enzarzado en
la discusión de si es posible hablar del rock cuando las propuestas no arraigan en
actitudes subversivas o se vinculan con estratos sociales en resistencia,
soslayando que es ante todo un género musical. Se impone entonces observar
también al rock no bajo las luces de la novedad, del carácter pionero, ni siquiera
del rango único en el sentido de enaltecer a quienes han sido solitarios
exponentes de determinados subgéneros –Pájaro Alberto como nuestro Donovan
o John Sebastian [corrector: dice John Sebastian]; El Ritual como nuestro Led
Zeppelin; Size como Joy Division–, sino bajo el escrutinio del análisis musical.
De ahí que vuelva a preguntar si es posible la historia del rock, porque para que
sea historia debe de ser no sólo registro de los nombres, ni estrictamente
cronología o ilación de una genealogía sino también analizar la propuesta
musical, sus características y aportaciones, más allá de la fidelidad a un grupo o
a su posibilidad de ser englobado dentro de una limitada percepción de la
contracultura.
Presente el 58 tengo yo
Emprender una historia del rock desde la parcela de la geografía política, más
que regional, implica retomar y en momentos repetir los hitos de la historia más
amplia. En este caso la historia del rock en Veracruz, con el acento sobre el
desarrollo del rock en Xalapa, en sus primeros momentos resulta indisociable de
la historia del rock en México; y en adelante, de los derroteros del rock en
general, con circunstancias que podríamos considerar específicamente
veracruzanas, como lo son la falta de una subcultura que permita la
retroalimentación entre creadores y públicos y en consecuencia la sobrevivencia
de los exponentes del rock y de las empresas en rededor –bares, ingenieros,
ayudantes, prensa–.
Los orígenes del rock en Veracruz se remontan a ese seminal 1958,
considerado por los historiadores y memoristas el año del surgimiento del rock
mexicano, aun cuando puedan rastrearse antecedentes espurios desde 1956.
México fue el primer país del orbe castellano en aclimatar el rock’n roll y
comprender su importancia comercial. En México fue el cultivo criollo de una
planta exótica, carente del sedimento cultural que nutría al rock estadounidense.
Como ha indicado Federico Arana, nuestro rock no arraiga en la tradición
contracultural del movimiento beatnik ni discurre por los cauces del rynthm ‘n
blues, del blues urbano de Chicago o de los climas de la música country, sino
que acaso deba más a esa cultura urbana cuyos derroteros marcan Tin Tan y La
Familia Burrón, la orquesta de Pablo Beltrán Ruiz y la de Dámaso Pérez Prado.
Por ello el rock mexicano en principio semeja una suerte de Frankenstein; una
criatura grotesca y torpe conformada por miembros procedentes de diversos
cuerpos que se sacude al compás de las ondas eléctricas, como en parodia
involuntaria de Young Frankenstein2. Baste citar que la primera grabación de
rock en México es una suerte de swing: Mexican rock and roll con la Orquesta
de Pablo Beltrán Ruiz3 y que la primera intérprete de Rock around the clock –la
canción asumida cimiento del género aun cuando haya muchas canciones
precursoras– es Gloria Ríos, entonces esposa de Chilo Morán –uno de los
grandes del jazz mexicano, si no su figura más importante. En la versión de
Ríos, El relojito, parece más un número de cabaret, uno de esos tantos bailes de
salón que aparecían cada temporada para esparcimiento de la clase ociosa –cito
Infame, la cinta que reconstruye los años de Truman Capote escribiendo A
sangre fría: sus acaudalados amigos aparecen bailando twist, cuyos pasos
aprendieron aunque no así los del rock’n roll. Esa cualidad esnob del twist es
evocada igualmente por José Agustín en La nueva música clásica. El
influyentísimo himno,* gracias a la cinta Semilla de maldad de Richard Brooks
(1955), seminal para la emergencia de la escena mexicana, se interpretó por vez
primera para lucimiento de una vedette. Cabe sin embargo reconocer a Gloria
Ríos, nativa de San Antonio, su gusto por el rock’n roll e indicar que es la primer
intérprete del orbe hispano en grabar un disco del género: Hotel de los corazones
rotos (Heartbreak Hotel) y El relojito (Rock around the clock), con dos
conjuntos distintos: el de Héctor Hallal, El Árabe, y el de Jorge Ortega, el 8 de
agosto de 1956. Además de ese disco basal grabó otras versiones e interpretó
rock’n roll con diversos grupos.
Se ha insistido mucho en el carácter derivativo del rock’n roll mexicano pero
no lo suficiente en la causa de esta subordinación. El nacimiento del rock’n roll
en México resulta indisociable de los hábitos empresariales de los dueños de los
medios masivos. El rock’n roll mexicano nace por designio vuelto diseño.4 Se le
importa, se le presenta en sociedad en una ridícula cinta, Los chiflados del
rock’n roll (José Díaz Morales, 1957), donde aparecen bailando Agustín Lara,
Pedro Vargas, Antonio Aguilar, Rosita Arenas. Son esos mismos amos de la
industria –no tan misteriosos: los Azcárraga, Emilio y Rogerio, los dueños de las
discográficas, radio y la incipiente televisión–, quienes decidirán los nombres de
los artistas y elegirán las composiciones, así como los arreglos o las traslaciones
–rehúso a nombrarlas traducciones. Esta marca natal determinará en más de un
sentido el derrotero de otras expresiones juveniles supeditadas a criterios
mercantiles. Incluso el tan reverenciado Pepe y sus Locos del Ritmo,
considerado no sólo el primer grupo de habla castellana de rock’n roll (su
creación se remonta a 1957 pero formalmente se instauran en abril de 1958) sino
entronizado como el auténtico pionero del rock original –por su ritmo
desenfrenado y componer las primeras composiciones de rock en nuestro
idioma–, nace supeditado a la radio.
Cada ciudad modula el nacimiento de la escena del rock conforme
idiosincrasia; repite sin embargo en cada caso ese ciclo consistente en la
recepción, la asimilación y la reproducción. Escuchar la música procedente de
Estados Unidos y adecuarla a su contexto. Del modo que fuera; sin los
instrumentos ni la educación técnica musical necesaria. Baste pensar que los
principales músicos del género procedían de diversas corrientes de la música
popular: ryhtm & blues (Chuck Berry), blues urbano (Joe Turner), country
(Gene Vincent, Bill Halley pero también Chuck Berry), skiffle (Lonnie
Donegan, The Shadows), la tradición vocal del góspel (subgéneros como el du
ua o doo wop) o los aires del jazz y del folk (Johnny Cash). El músico mexicano
que en 1957 y en el año explosivo –1958– se dedicaba a copiar los éxitos del
momento, carecía de los instrumentos, la técnica y la preparación para cantar en
inglés. De ahí que los resultados fueran muchas veces risibles. Entre las
curiosidades de esos primeros años Los Panchos grabaron No puedo estar sin ti,
una versión de I cant’t stop loving you, la cual además de éxito en la voz de su
creador Don Gibson, lo sería en la interpretación de Ray Charles en 1962. Como
es acuerdo en los historiadores, el póker de grupos fundadores del rock en
castellano son Black Jeans, Locos del Ritmo, Los Rebeldes del Rock y Teen
Tops.
Pepe y sus Locos del Ritmo ganaron en 1958 el concurso La Hora del
Aficionado de radio 6.20 interpretando versiones de varias canciones de rock’n
roll, entre ellas High school confidential y Rip it up, en inglés champurrado pero
ya con ese sonido acelerado que distinguiría al grupo durante su trayectoria. El
premio era concursar en el programa estadounidense original, el famoso Ted
Mack’s Original Amateur Hour donde obtuvieron un meritorio segundo lugar.
La filmación del concurso, rescatada en años recientes y en circulación por
Internet, nos muestra a un jovencísimo Toño de la Villa –dieciocho años apenas–
bailando frenética pero graciosamente con la gestualidad propia de Elvis Presley
mientras acomete una buena versión de Tutifrutti. El guitarrista Alberto Figueroa
por su parte pulsa las cuerdas de una guitarra eléctrica –prestada– con rapidez y
energía mientras Álvaro González acompaña y aporta el compás –no tenían
contrabajo–. La conjunción del sonido acerca a los Locos más a la tradición
procedente del rockabilly –la guitarra pareciera prima ya que no descendiente de
la de Chuck Berry– que de la tradición negra y Pepe Negrete acomete con
frenesí las teclas del piano. Para el escucha mexicano medio no hay una división
ni tampoco un dilema ideológico entre aceptar el rock edulcorado que encarnan
Pat Boone, Neil Sedaka, Fabian y el rock brioso, marginal, violento y subversivo
de Chuck Berry, Johnny Cash, Elvis Presley, Little Richard. (Hago énfasis en el
escucha mexicano medio porque como se desprende del memorioso ensayo La
nueva música clásica, José Agustín, mamoncín desde chiquillo, ya distinguía
entre rocks gruesos y rockcitos; lo cual siendo honestos era una distinción que
los jóvenes escuchas de rock gringo sí distinguían; para el caso cito esa
prodigiosa novela llamada It de Stephen King, donde encontramos a la pandilla
de Losers discutiendo las diferencias entre Berry y Sedaka).
Siendo Veracruz un espacio dependiente de la industria cultural, su desarrollo
musical está en intrínseca relación con el centro. Cito como ejemplo los casos de
destacados músicos veracruzanos quienes debieron emigrar y corromper sus
raíces regionales para lograr el éxito: Lorenzo Barcelata y Lino Chávez. El
antecedente más remoto del rock en Veracruz y en este caso de Xalapa es Los
Hermanos Carrión, cuyos comienzos se remontan a 1955 cuando Ricardo
Carrión, El Güero, junto con su primo Joaquín Carrillo, integró en Xalapa,
ciudad de su residencia, un trío romántico intérprete de boleros. Fue en esta
ciudad donde conocieron el rock’n roll. Al igual que ocurrió con otros jóvenes,
el contagio ocurrió a través de Semilla de maldad, la cinta mencionada de
Brooks. Lalo Carrión ha recordado cómo al escuchar el célebre conteo con que
Bill Halley da inicio a Rock around the clock –canción que acompaña los
créditos al principio de la cinta–“fue como si hubieran visto a un extraterrestre,
algo fuera de lo normal, que puso a bailar y a brincar al mundo entero.”
Posteriormente ya en México incursionaron en el rock con un conjunto integrado
por Ricardo y Eduardo Carrión que actuaba en las fiestas de los clubes
deportivos. Ricardo, a la sazón estudiante de arquitectura, conoció en un
despacho a Diego de Cossío, guitarrista fundador de Los Camisas Negras (luego
Black Jeans), quien a la desintegración de este grupo se uniría, junto con su
hermano, al de Los Carrión convirtiéndose en su guitarrista y arreglista
principal. Los Carrión grabaron en 1960 un disco E P con cuatro temas: “Dices
no”, “Dulce visión” –I can’t stop loving you, la canción de Don Gibson que la
versión de Ray Charles había vuelto número uno mundial, y que ya previamente
habían grabado Los Panchos como No puedo vivir sin ti; la versión al español de
Los Carrión es autoría del padre, el ingeniero Ricardo Carrión–, “Oh, solitario”,
“Dime quién”. Poco después apareció su primer disco de larga duración, El gran
show de los Carrión (Cisne Raff, 1961), ya con los hermanos Diego y Juan de
Cossío, además de Ricardo Escasena, integrados al conjunto. Una de las rarezas
de este disco es que “Oh, solitario”, posteriormente un éxito de los Carrión,
aparece en una versión que incluye a Javier de la Cueva, baterista de Los
Camisas Negras, tocando el piano.
El espejo y su eco
Si en México el nacimiento del rock es indisociable de una visión mercadológica
para explotar a un subgrupo de clientes potenciales, los jóvenes –aún no los
subdividen en adolescentes–, en Xalapa es inherente a su condición de ciudad
universitaria y burocrática. El rock comienza como prolongación del relajo
estudiantil; acompañamiento de los romances juveniles en las neverías y ruido
ambiente en tardeadas y fiestas de estudiantes: en el Colegio Preparatorio de
Xalapa y en la Escuela Normal Veracruzana. Juego de espejos, los primeros
exponentes son la versión local y muchas veces provinciana de los grupos
fundadores de rock ‘n roll mexicano; copias a su vez de los conjuntos
norteamericanos. Recuerda César Melo, pionero del rock en la ciudad,
exintegrante de Los Jetters: “Nosotros tratábamos de sacar una copia para
interpretar su música, pero ya en español. Seguimos la copia de ellos. En la
escuela secundaria empezamos a ver que era atractivo, una diversión. Era
agradable estar tocando, oír música de rocanrol.”5
Más allá de la curiosidad del surgimiento de los Hermanos Carrión en Xalapa y
del antecedente de Antonio Quirazco –músico siempre excluido de las historias
orales y escritas– en la Orquesta de Ingeniería –considerada una de las
agrupaciones pioneras del rock mexicano, el grupo nuclear de la primera etapa
del rock en Xalapa es Los Jetters, cuya formación, con los hermanos Víctor y
Filemón Arcos, experimentaría vicisitudes hasta devenir Los João. Considero
nuclear a tal banda no sólo porque atrae a César Malo –ex Chicos Malos–, sino
porque los músicos de esa época la recuerdan como primera e inspiradora para
acometer sus propios grupos. Su actividad podría compendiarse hasta 1967.
Rasgos singulares que conferirán un carácter al rock xalapeño: los grupos no
nacen por designio, no responden a una estrategia mercadológica, son producto
de la mímesis; segundo: más que conjuntos profesionales resultan combos
estudiantiles. De este modo desde su nacimiento el rock xalapeño posee señas
particulares: la vinculación estudiantil y la contextualización del género en la
más amplia escena musical de la ciudad. Si las historias del rock mexicano ceden
a la tentación de la nostalgia –incluso de esa peor que es la no vivida, porque
falsea los datos–, evoquemos con nostalgia (no vivida) la Xalapa de las avenidas
incipientes, del trazo de Ávila Camacho, 20 de Noviembre, de la construcción
del Teatro del Estado, de la emergencia de La Pérgola y de la arquitectura de
Enrique Murillo como emblemas de la modernidad y recordemos que esa Xalapa
tan provinciana y neblinosa con el ácido aroma del hueledenoche envolviendo
las pedregosas callejuelas –aunque no haya ladrillos amarillos–, es también la
ciudad famosa por su editorial universitaria, por haber efectuado los dos
festivales Pau Cassals –lo que situó a la otrora villa de recreo enfáticamente a
nivel nacional. ¿Cómo esa Xalapa tan ufana de su naciente prestigio cultural y
universitario podría apoyar a los jóvenes rocanroleros? Locuras de juventud,
diría Libertad Lamarque; y Xavier Villaurrutia, en esa tertulia de los diálogos de
ultratumba, sentenciará: Pero la juventud es el único pecado que se cura con los
años.
De ahí acaso el desdén que ha acompañado al rock veracruzano,
particularmente en Xalapa, por parte de los músicos de los géneros dilectos de
los intelectuales y músicos serios. Si en la escena musical mexicana y en
regiones seminales, como Tijuana, Guadalajara y Monterrey, la historia del rock
entronca con los caminos de la música tropical –cumbia preferentemente– y con
la balada, en Xalapa el rock entronca con el jazz y con la música clásica. Los
guitarristas de la primera hornada de rocanroleros mexicanos se convertirán en
grupos tropicales (Los Flammers), de baladas y lo que venga-es-bueno-mientras-
haya-varo (Los João), arreglistas (Eduardo Lalo Rodríguez), neocumbieros (Los
Socios del Ritmo, Mike Laure), copiones melodramáticos (Yndio), pero en
Xalapa los músicos de la segunda ola de la estudiantil escena llegarán al jazz
(Guillermo Cuevas y Humberto León: Orbis Tertius) o devendrán en intérpretes
de música clásica, un derrotero común a varios exponentes de entonces y de
ahora.
De los Monkys al Monchi
“¿No todos los grupos del sureste debieron establecerse en el DF para hacerla en
grande?” se pregunta Antonio Carrizosa, especialista en rock’n roll y cronista de
la evolución de los principales géneros de la música popular. Lo curioso es que
esta emigración, de la que Los João fueron sólo el rostro más visible, tendría
consecuencias negativas para el derrotero como creadores de los emigrados.
Además de Los João, cuyo caso ya reseñamos, otros roqueros de Xalapa
buscaron el éxito metropolitano. Entre ellos, Los Cinco Soles, quienes grabaron
con Orfeón versiones de rock’n roll y baladas, alguna de ellas mostrando ya la
influencia del sonido garage estadunidense –como “Mary, Mary”– y otras
acusando la influencia de una temprana incursión en la balada moderna –“El
sol”–; Everardo y Rolando García Moreno, otros de los padres fundadores del
rock xalapeño, integrantes de Los Zipper’s (1961), rivales directos de Los
Jetters, que deviene La parada suprimida –que dejará huella en la conformación
de la escena musical xalapeña–; y un solista: Eduardo Lalo Rodríguez, quien de
músico integrante de Los Cinco Soles, Soles Brass y la Papa’s New Band devino
compositor para Verónica Castro (“Yo quisiera señor locutor”, “El ritmo de la
noche”), Christian Castro (“A mis pollitas”), Ana Gabriel (“Eso no basta”),
además de arreglista y adecuador de los éxitos de Village People para el grupo
Latino, como “Los piratas” (“In the navy”), “No puedes parar la música” (“You
can’t stop the music”).
Eduardo Lalo Rodríguez (Alvarado, 1950), quien ha vuelto a Xalapa, ciudad de
la que no es nativo pero en la que comenzó su formación musical siendo aún
estudiante de Economía, es a su modo también un ejemplo de esa trayectoria
tópica de los roqueros mexicanos durante la transición de los sesenta a los
setenta. En Xalapa integró siendo estudiante (de nuevo esa vinculación) Papa’s
New Band, los Cinco Soles y Soles Brass. Ejemplo de su primer estilo
compositivo y de la lírica ambiente en la época es “Mañana”, interpretada con
Papa’s New Band, grupo fundado por música de Rodríguez y letra de Francisco
Beverido, actualmente reconocido hombre de teatro –actor, director, memorista,
archivista–.
Mañana dejaremos
Flores en los jardines
Un sol en cada ventana
Mañana dejaremos
Cielos poblados de estrellas
Mostrando sólo sonrisas
De esa época de la que apenas hay registro –menciones aisladas– y con una débil
cronología –así Soles Brass por ejemplo es mencionado como grupo de los
setenta cuando tocan en Xalapa en los sesenta de 1969 a 1971– el único grupo en
activo es Los Gremmies. Fundado en 1967 por jóvenes estudiantes del Colegio
Preparatorio de Xalapa, entre sus integrantes destacan Victoriano Tobalina,
Nano, guitarra, y Rafael Cerrillo, guitarra rítmica además de los hermanos
Nájera: Kiko y Memo. Este grupo xalapeño fue invitado en 1968 por Orfeón
para grabar un disco pero en vez de aventurarse como músicos prefirieron
concluir sus estudios. Actualmente, como conservadores rituales de la llama del
rock en Xalapa, Gremmies continúa activo en escenarios como el Café Teatro
Tierra Luna y el café Lindo de Xalapa, entre otros. Por su parte, Nano Tobalina,
quien fundaría posteriormente Papa’s New Band, ocupa un sitio especial como
referencia de la técnica roquera y maestro, así fuera de modo tangencial, de la
siguiente generación de roqueros del mismo modo que lo han sido Tito de la
Rosa, Everardo García, El Ratón o más recientemente Alberto Morales (El
Gato), Chava Blues (Salvador Ramírez) y Héctor Cabrera, El Cabra.
Recapitulando podemos decir que el rock en Xalapa nace sin más señas de
identidad que la asociación con los escenarios estudiantiles de sus exponentes.
Mencionamos a los Carrión como oriundos de la ciudad aunque su historia se
remonte al sureste y su etapa pública sea en la Ciudad de México; a la presencia
que tuvo Toño Quirazco en la Orquesta de Ingeniería; y ya como grupos estables
en Xalapa a Los Jetters, Los Zipper’s (Everardo y Rogelio García y Sidi Matus),
Los Stranger (Toño Quirasco y Tito de la Rosa), Los Beckets, Los Saints, Los
Savage Beats, Los Gremmies, Los Monkys, Los João, Los Cinco Soles, la
Papa’s New Band y La Parada Suprimida. En estos nombres se compendía la
transición del cover del rock en español al cover en inglés. Este derrotero es
también tópico del rock nacional: de un primer momento interpretando
adaptaciones al español de los éxitos del rock’n roll se transita a versiones en
español de la ola inglesa y en seguida a la interpretación autóctona, en inglés, de
los éxitos del hit parade.
ROURA, Víctor (1985). Apuntes de Rock (por las calles del mundo), México:
Editorial Nueva Mar.
VALENZUELA, José Manuel y Gloria González eds. (1999). Oye cómo va.
Recuento del rock tijuanense, México: Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes/Secretaría de Educación Pública.
ZEBADÚA CARBONEL, Juan Pablo (2011). Cultura, identidades y transculturalidad.
Apuntes sobre la construcción identitaria de las juventudes indígenas, Liminar.
Estudios Sociales y Humanísticos, vol. IX, núm. 1, San Cristóbal de las Casas:
Centro de Estudios Superiores de México y Centro América, junio 36-47.
(2008). Culturas juveniles en contextos globales Estudio sobre
la construcción de los procesos identitarios de las juventudes contemporáneas,
Xalapa: Universidad Veracruzana/Universidad de Granada/Editorial de la
Universidad de Granada.
(2002). Rock y contracultura La apropiación cultural del rock
por parte de la juventud contemporánea. Xalapa: Instituto Veracruzano de la
Cultura.
ZOLOV, Eric (1999). The Rise of Mexican Counterculture. Berkeley: University
of California.
1 Escritor, crítico y editor. Ha publicado libros de poesía, cuento y ensayo; y antologado narrativa y
ensayo. Como crítico de rock y música pop ha publicado en la revista Cambio, DF, Graffiti, Letras Libres,
Nexos y reseñado conciertos para Reforma, Letras Libres y Cuadernos del Auditorio. Su libro más reciente
es Sitio del verano (poesía, Instituto Literario de Veracruz, 2013).
2 Película dirigida por Mel Brooks en 1974.
3 Esta composición aparece en la cinta Ay… Calipso, no te rajes de Jaime Salvador (1956) donde también
se aprecia a Chilo Morán, a la sazón miembro de la orquesta de Mario Patrón tocar un boogie woogie
arrocanrolado.
4 “Mexico played a distinctive role in this process of rock’n’ rolls transnationalism. In other contexts
rock’n roll imitators were often repressed, or perhaps one or two especially talented artists gained the
privilege of a record contract. In Mexico, however, the rock’n rollers were outwardly embraced by local and
transnational capitalist interests, found endorsement (at least partially) from the regime, and discovered a
level of fame that catapulted them into national and international stardom.” Erick Zolov, Refried Elvis: The
rise of the Mexican counterculture, p. 10.
*The national anthem of rock’n roll: Dick Clark.
5 Homero Ávila Landa, "De rockeros y neojarochos", 2012, p.121.
6 Escribo The Flammers y no Los Flammers porque en su origen, en su época roquera, así se llamaba el
cuarteto, que tras vicisitudes se convertiría a partir de 1965 en Los Flammers.
7 Antonio Carrizosa, “Gracias por el recuerdo” (13), en Notitas Musicales MX
(Notitasmusicalesmx.blogspot.mx/2012/07/gracias-por-el-recuerdo-13-por-tono.html
8 En Oye cómo va de José Manuel Valenzuela y Gloria González, eds.
9 La información ha sido tomada de esta página: http://www.losflamers.net/, en la sección Biografía:
http://kntant.angelfire.com/flamers2012/bio.html [consultada en enero de 2015].
La música huasteca
Román Güemes Jiménez1
Las divisiones impresas
Que a “troche y moche” se hicieron,
La Huaxteca convirtieron
En virtual rompecabezas.
Francisco Neumann Lara
La región
El canto del son huasteco tiene como característica el falsete o yodel que
consiste en la proyección de la voz a un tono muy agudo en la última sílaba del
verso o de los aylaes.
Para iniciar un son huasteco el violín hace una introducción, enseguida entran
los acordes de la jarana y la guitarra quinta, después entra el primer cantor
haciendo una cuarteta con dos versos repetidos, mismos que el segundo cantor
contesta tal y como los expresó el primer cantor; sigue la segunda intervención
del primer cantor para concluir la copla haciendo otra cuarteta de tres versos con
traba o trovo si es quintilla; o con los cuatro versos restantes de la sexteta que es
el despliegue, e inmediatamente el violinista hace un interludio musical. Para el
desarrollo del canto en cualquier son, se va invirtiendo el orden de los
trovadores, la segunda voz será la primera y así sucesivamente.
El cante es la voz del primer cantor que declara los dos primeros versos de una
estrofa; el descante es la contestación que hace el segundo cantor repitiendo los
versos iniciales; es un diálogo del primer cantor con el segundo cantor. Aunque
se esté cantando en quintilla o sextina, con el cante y el descante se producen dos
cuartetas y, precisamente, a este primer momento del cante y descante se le
conoce como cuarteta. Este mismo concepto, aunque con una función distinta,
está presente en los xochisones, porque se le llama cuarteta a la repetición
continua de los siete sones básicos de la tradición.
Después de las dos cuartetas sigue lo que se llama el desenlace (para sextina) y
traba o trovo para la quintilla, que son los versos restantes cantados sólo por el
primer cantor. Sin embargo, hay sones en que todo corre a cuenta de un solo
cantor; él hace el cante, el descante y el desenlace.
Había sones, como el fandanguito, por ejemplo, que por tradición tenían que
ser cantados por una sola persona. Esto ha caído en desuso.
En los huapangos de antaño, cuando proliferaban los cantores, cuando a
alguien le tocaba por suerte cantar el último verso de un son, gritaban: “Se lo
llevó” y lo festejaban con regalos.
En el canto del son huasteco la voz se eleva sobre el tono en que se está
cantando para adornar el canto o para ligar un verso con otro. El falsete
tradicional es corto y pertenece al son huasteco; el falsete largo surge con la
canción huapango interpretada por el mariachi o tríos acompañados de guitarras
sextas.
c) Trío huasteco
El huapango antiguamente era ejecutado por un dúo compuesto por un violinista
y un quintero, es decir, por un músico de guitarra quinta huapanguera. Estos dos
músicos acompañaban a una serie de cantores que se aglutinaban alrededor suyo
(cuando tocaban en tierra) o alrededor del kwatlapechtli, cuando tocaban en las
alturas. A este sitial, los músicos llegaban después de haber pasado por un
riguroso ritual mágico-religioso que les permitía, según la tradición,
desempeñarse sin riesgos. Algo queda de todas estas ideas en muchos de
nuestros músicos que aún protegen con talismanes y pequeños envoltorios a sus
instrumentos y se someten a pequeños actos depuratorios antes de la fiesta.
No existe el dato preciso de cuándo se conformó el trío huasteco al integrarse
la jarana, lo cierto es que, sin duda, todo esto ocurrió en el medio urbano.
La jarana siempre funcionó como un instrumento solista que servía para el
aprendizaje del huapango, para la instrucción y podía llevarse donde quiera por
su tamaño, pero cada pueblo tiene su propia historia de la jarana y las
narraciones abundan apuntando que se trata de un instrumento musical
eminentemente huasteco, producto sincrético de esta tierra, y que había infinidad
de cantores que se acompañaban con jarana, y conjuntos de jaraneros que
desfilaban en los pretéritos carnavales huastecos recitando décimas en los
famosos batallones. A la jarana huasteca también se le conoce como jarana
huapanguera.
Con la inclusión de la jarana la colocación y distribución de los músicos se
transformó: a la derecha el violinista, al centro el jaranero y al extremo izquierdo
el quintero, acomodamiento relativamente moderno; pero quedan recuerdos de
que las cosas no eran así, hay tríos que ponen al jaranero en el sitio que le
corresponde al quintero.
La jarana vino a revolucionar no sólo la manera de concebir la dotación
instrumental del son huasteco, sino que enriqueció también la manera de
ejecutarlo. El trío suplantó al dúo; pero no lo aniquiló, porque el dúo estaba muy
involucrado en el rito, el ceremonial y la danza, y todavía pervive en muchas
comunidades.
Los tres instrumentos imprescindibles del son huasteco son:
Violín. El arraigo del violín en la Huasteca data del siglo XVIII cuando su uso se
popularizó en muchas regiones del país. Es el principal instrumento en el Trío
huasteco pues, entre otras muchas cosas, lleva la melodía e indica la entrada y
salida de cada son.
Jarana huasteca. La jarana tiene cinco órdenes en su encordadura y se usa para
armonizar las melodías llevadas por el violín, para producir el ritmo y también
para el acompañamiento de la voz, proporcionando un registro alto. Es un
instrumento de golpe, en su ejecución, al igual que en la guitarra quinta
huapanguera, se usa el azote, ligero golpe que apaga el sonido de las cuerdas.
La jarana huasteca tiene cuando menos tres afinaciones distintas: la común, en
sol; la de re o patía y la de do, que se empleaba cuando se carecía guitarra quinta
huapanguera cuando se percutía para marcar el ritmo, se le llamaba jarana
zapateada.También se pespuntea para enriquecer la melodía. Su afinación es sol-
si-re-fa#-la.
Guitarra quinta huapanguera. Esta guitarra también tiene cinco órdenes en su
encordadura, tres de ellas, son dobles. Por ser una guitarra muy grande, con caja
de resonancia muy gruesa, tiene un registro bajo. Armoniza las melodías
producidas por el violín, además de que se pespuntea. Su afinación es: sol-re-sol-
si-mi.
En la a jarana y la quinta (como también se le llama a la guitarra huapanguera),
se pueden encontrar las siguientes técnicas (adornos) en su ejecución, llamados
mánicos: azote, golpe hacia abajo donde se dejan caer los juntos ensordeciendo
el sonido de las cuerdas; floreo, movimiento (hacia arriba y hacia abajo) rápido y
repetido de la mano sobre las cuerdas; torbellino o burbujeo, movimiento de la
mano casi igual al floreo, pero más breve y continuo; y clave, son cuatro azotes
juntos hacia abajo cuando un músico maneja muy bien el instrumento, se dice
que toca a capricho y tiene muy buen mánico, cuando se toca muy rápido, se
dice que se toca arrebatado.
Cuando se tiene que volver a tocar después de un breve descanso, se dice:
“Vamos a agarrar los palitos” o –“Que ya suenen los palos”.
Y después de unas horas de estar tocando, cuando ya no se sabe ni qué son
sigue, se pregunta: “¿Cuál va ser?” Y se contesta: “Pues, lo que saque la
cuchara”.
Además de la transformación del dúo a trío huasteco, del surgimiento de
huapango como un género musical aparte, han ocurrido otros cambios
importantes que han impactado en este género musical: La creación del
Conjunto Típico Tamaulipeco, conformado por dos o tres violines, guitarra
quinta huapanguera, jarana huasteca, guitarra sexta y contrabajo, fundado por el
doctor Norberto Treviño Zapata, gobernador de Tamaulipas de 1957 a 1963.
Este conjunto vino a enriquecer al son huasteco porque, entre otras cosas, el
violín se ejecuta a dos o tres voces, y se canta, en ocasiones, a coro.
Este conjunto, concebido originalmente para ejecutar y desarrollar
exclusivamente el son huasteco, y que a la postre sirvió de base para fusionar
ejecutantes de otros géneros musicales propios de Tamaulipas, se creó en 1958
también por la participación del maestro Emilio Villarreal Guerra. Ahora, este
conjunto tiene cincuenta y dos años de trayectoria.
Por lo que atañe a las nuevas propuestas de recreación, modificación e
incorporación de nuevos y variados instrumentos al trío tradicional, su
conversión a la electrónica, pienso que son búsquedas necesarias y justas; pero
no por eso siempre afortunadas dado que aún no redundan en beneficio directo
de nuestra tradición musical huasteca. Cuando se trata de modelos electrónicos
de la guitarra y jarana huapangueras, al preguntar a los músicos del porqué de
ese cambio, siempre contestan “Que así se cansan menos...” como si nuestros
abuelos se hubieran cansado algún día de tocar con sus instrumentos acústicos.
También surge el huapango moderno o neo huapango como una manera de
contribuir al desarrollo del huapango huasteco con obras muy bien logradas;
pero que aún no se difunden lo suficiente y no han alcanzado el gusto popular.
Sin duda, de esta dinámica de nuestro huapango y son huasteco se tendrán más
noticias y mejores resultados; pero, por ahora, prevalece el trío huapanguero
tradicional con todo un largo camino por recorrer y con una larga lista de
desafíos. Esta es la institución musical, ésta donde se combinan tres
instrumentos suficientes para producir la música que tanto ha disfrutado el
pueblo, ésta es con la que me quedo y por la que he luchado toda mi vida y es lo
único que verdaderamente me corresponde.
Referencias electrónicas
http://basica.sep.gob.mx/
http://www.sep.gob.mx/es/sep1/sep1_Historia_de_la_SEP#.VFB5AfmG9Fwdetecta
1 Edgar Willems, El valor humano de la educación musical, 1998, p.13.
2 Loc. Cit.
3 José Antonio Guzmán y José Antonio Nava, “Música mexica”. En La música en México, I. 1984.
4 Ibid, pp. 97-101.
5 Arturo Camacho Becerra, Enseñanza y ejercicio de la música en México, 2013.
6 Vicente Mendoza, La lírica infantil de México, 1980, p. 13.
7 Ricardo Miranda, Ecos, alientos y sonidos, 2001, p. 91.
8 Thomas Regeslky, La música y la educación musical, 2009, p.43.
9 Carlos Velázquez Callado, La pedagogía de la cooperacíon en la educación física, 2012, p.5.
La música como instrumento de cohesión social.
aproximaciones para la sensibilización
Deyanira G. Guzmán M.1
El origen
Uno de mis maestros decía que el poder de la música nunca era bien ponderado,
a él le debo entre muchas cosas, además del conocimiento fascinante del
contrapunto, una visión plural de los usos “y abusos” de la música. Aprender a
ver desde otras aristas, otros ángulos que como ejecutante de la música sino
imprescindibles sí son necesarios en el entendimiento de una formación integral.
El maestro Esteban Servellón, salvadoreño pero con un profundo amor a
México, presentaba en sus clases cotidianas la observación puntual del cómo las
artes en general representaban una poderosa herramienta de educación,
sensibilización y al hablar de la música añadía:
Las expresiones artísticas, como producto del espíritu humano, reflejan la cultura
de los pueblos. Los elementos principales caracterizantes de toda cultura, como son
sus instituciones religiosas, su régimen económico, político y social, su topografía
y condiciones climáticas, etc., pero sobre todo las características étnicas influyen
en las expresiones artísticas de tal manera que aún dentro de determinada cultura se
dan diversas formas de expresión artística. Las expresiones culturales son, sin
duda, un índice importante; más el sello idiosincrático, el ethos que lo hace
inconfundible es determinado por el origen étnico.
Sabemos a través de la historia cómo se han formado las culturas de los pueblos:
invasiones, conquistas, migraciones han tenido un papel importantísimo. Estas
causales de la cultura necesitan, entre otros, por lo menos dos factores para su
integración: tiempo y forma de desarrollo. Lo primero que resulta del factor
tiempo es la mezcla étnica; de la forma en que se desarrolla una conquista o el
encuentro entre culturas puede resultar una mezcla de costumbres económicas,
políticas, sociales y religiosas o el desaparecimiento total o casi total de las
costumbres originarias. Estas resultantes se palpan fácilmente en América
Latina.
Ahora bien, entender estos dos factores que se involucran con la conformación
musical, el tiempo y la forma de desarrollo nos presenta otras perspectivas de
abordaje para la música y es precisamente la cohesión social una arista
importante. Si buscamos en documentos una explicación cabal de qué es la
cohesión social y su forma de manifestarse, medirla, entenderla, tenemos
generalidades que responden a una situación fundamental de sentido de
pertenencia.
Acotando el término y citando un documento autoría de la Comisión
Económica para América Latina y el Caribe, CEPAL que entre otros menesteres se
involucra con procesos de desarrollo y competitividad, encontramos que el
término pareciera implicar un crecimiento económico, este documento que
emerge de la XVII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno,
celebrada en Chile del 8 al 10 de noviembre de 2007, tuvo por tema “Cohesión
social y políticas sociales para alcanzar sociedades más inclusivas en
Iberoamérica”. Varios son los documentos que de ahí surgieron y en esta ocasión
haré referencia fundamentalmente a dos; el primero, “Cohesión social: inclusión
y sentido de pertenencia en América Latina y el Caribe”, texto de trabajo de la
CEPAL y el otro, “Percepciones sobre cohesión social en América Latina” de Luis
Barros.
No pretendo olvidar, ni que olviden el planteamiento inicial de la música con
los dos factores que ya mencioné: tiempo y forma de desarrollo pero es preciso
entender primero el concepto de cohesión para finalmente hablar de ambos y de
su forma de interacción.
La cohesión social, rumbo a una definición
Pues bien, regresando con la cohesión social, lo primero que encontramos es la
imposibilidad de una definición unívoca y certera, ¿qué significa esto?, que hay
matices, dimensiones y factores que conforman un concepto, si quisiéramos
obtener una definición generalizada tendríamos que partir no sólo del sentido de
pertenencia y tener información sobre participación ciudadana, gobierno, índices
de pobreza y desarrollo económico, lo que implica una mirada integral al
término cohesión social. Sin embargo por lo extenso del tema no voy a entrar en
la discusión que llega hasta los criterios y factores de medición, que si bien son
fundamentales para su entendimiento complejo y completo es tema de interés
para otro momento. Dado la característica que subrayé en un inicio de la música
como producto de tiempo y lugar, será en este terreno donde me permitiré
ahondar un poco, dejando de lado los indicadores de Laeken ya mencionados.
Por lo anterior planteo lo siguiente, de acuerdo a los estudios del CEPAL (2007):
a)Respecto de la vida en sociedad, guardando las diferencias pero rescatando las
analogías, la cohesión puede entenderse como el efecto combinado del nivel de
brechas de bienestar entre individuos y entre grupos, los mecanismos que integran
a los individuos y grupos a la dinámica social y el sentido de adhesión y
pertenencia a la sociedad por parte de ellos.
b) Desde el punto de vista sociológico, actualmente puede definirse a la cohesión
social como el grado de consenso de los miembros de un grupo sobre la percepción
de pertenencia a un proyecto o situación común. Es en este sentido en el que
podemos entender cuáles serían las posibilidades de la música como un
instrumento que fomenta la cohesión social, y al decir fomenta habría que discutir
si es el término más apropiado, pero regresemos. Nos remitimos a los postulados
de Emil Durkheim para abonar en el tema: “cuanto menor es la división del trabajo
en las sociedades, mayor es la vinculación de los individuos con el grupo social
mediante una solidaridad mecánica, es decir, asentada en la conformidad que nace
de similitudes segmentadas, relacionadas con el territorio, las tradiciones y los usos
grupales”.2 Esta visión nos lleva a plantear algunos puntos rojos de observación
cuidadosa y que han sido motivo de discusiones para poder aterrizar en la cohesión
social.
Entendemos pues que la cohesión social es un medio y un fin, se trata de
interaccionar entre grupos y a su vez estos grupos pueden tener un fin concreto o
“sentirse bien” entre ellos. Sin embargo algunas de las problemáticas de mayor
envergadura al tener estas visiones de cohesión social son:
a) Tasas de crecimiento bajas en América Latina para poder promover desarrollo y
equidad.
b) Restricciones para el trabajo, entendidas como creciente de-sempleo, la
acentuación de la brecha salarial, la expansión de la informalidad y las distintas
formas de precarización.
c) La era de paradojas, (Alejandro Cuervo: “para joda”) hay más educación pero
menos empleo; hay más expectativas de autonomía pero menos opciones
productivas para materializarlas; hay un mayor acceso a la información, pero un
menor acceso al poder o a instancias decisorias; hay una mayor difusión de los
derechos civiles y políticos y de la democracia como régimen de gobierno, que no
se traduce en una mayor titularidad efectiva de derechos económicos y sociales.
d) Los cambios culturales fomentan un mayor individualismo, pero no es claro cómo
recrean los vínculos sociales.
e) La mayor complejidad y fragmentación del mapa de los actores sociales hace más
difusa la confluencia de aspiraciones comunes (ejemplo: queremos la paz y no la
guerra, queremos la guerra y no la paz, anarquistas y punks).
f) La cohesión social fortalecida a nivel micro, no necesariamente se refleja en
situaciones macro, puede darse una cohesión en el nivel comunitario y, al mismo
tiempo, una desestructuración a escala de la sociedad. Cierta literatura se refiere
actualmente a este fenómeno recurriendo al término “polarización”, que designa
como polarizada a la población de un país cuando grupos sociales de tamaño
considerable sienten algún grado importante de identificación con miembros de su
propio conjunto y distancia respecto de otros.3 Por ejemplo, la religión, los
hobbies, los grupos de consumo, los deportes, etcétera.
Es en este último aspecto donde me voy a detener un poco, puedo mencionar
también a los pueblos indígenas de Chiapas, Michoacán, El País Vasco, con una
evidente cohesión social pero fuera de las políticas nacionales.
Relacionados directamente con la música como instrumento de cohesión social
me voy a permitir parafrasear algunas consideraciones centrales de Manuel
Castells y otros cuando mencionan que:
[…] la industria cultural hace que muchos grupos, sobre todo de jóvenes,
constituyan verdaderas “tribus urbanas”, con un muy fuerte sentido de pertenencia,
códigos lingüísticos y estéticos propios, (darketos punketos, skatos, ethos) pero
refractarios hacia quienes no integran el grupo. La diversificación de estos
consumos culturales segmenta a la sociedad, pero intensifica los vínculos de
públicos particulares. En otro sentido, la violencia urbana también opera con reglas
de pertenencia, rituales y formas internas de cohesión, si bien es un evidente
problema desde la perspectiva de la norma social.4
De ello se deduce que la cohesión social como tal no es un valor positivo en sí
mismo; sino que debe contextualizarse, en términos de la convivencia social
amplia y de los valores en que se fundamenta. En este contexto es además
pertinente una preocupación afín: la libertad individual y ciudadana es inherente a
las múltiples elecciones en que se fundamenta la diversidad de las identidades
sociales que cada cual puede y debe gozar. Por el contrario, la creencia en
identidades sociales con pretensiones totalizadoras niega la pluralidad de las
identidades sociales, es reduccionista y, en último término, puede ser un sustento
para la violencia”.5
Aquí una acotación, no es uno sino varios los estudios que hacen referencia al
consumo musical de acuerdo a esta percepción de Castells y he aquí los primeros
planteamientos.
La cohesión social per se: el concepto equivocado
De acuerdo al tiempo y al desarrollo de la música de los cuales hablaba en un
inicio es preciso ahora plantear algunas interrogantes que propongo ¿De qué
manera el reggaeton, el rock, las cumbias y otros géneros musicales son
instrumentos de cohesión social? Aquí un listado desde una perspectiva para la
reflexión.
En documentales cinematográficos como Bowling for Colombine de la autoría
de Michael Moore donde el cineasta hace un planteamiento severo a la venta de
armas en Estados Unidos, se hace una reflexión particular sobre la música y la
cohesión social que genera para “el mal”, en una entrevista con el cantante Brian
Hugh Warner del grupo Marilyn Manson (1969) sobre el clamor sobre si su
música “satánica” generaba violencia; inteligentemente el cantante desarticuló
este argumento hablando de los juicios de valor y lo subjetivos que resultan
dependiendo de quién los emita.
Muchos son los grupos que son ejemplo de lo anterior: la música de John
Michael, Ozzy Osborne (1948) y Black Sabath, Kiss o grupos más recientes
como Lamb of god (Cordero de Dios), Rammstein, Slipknot, Nocturnal
depresion (Francia), Prodigy, en electrónica, y bueno, seguro el listado es largo
para los Maras en cuanto al reggaeton, o más concretamente el ejemplo de songs
of war documental que presenta las canciones de guerra de Al Jazeera y sus usos
donde los soldados escuchan esa música al combatir. Pero, ¿qué tendríamos que
decir de Richard Wagner y su cabalgata de las valquirias para iniciar un
bombardeo norteamericano de acuerdo a testimonios de la guerra de Vietnam y
escenificado en la película de Francis Ford Coppola, Apocalypse Now, (1979), o
en la ciencia ficción Naranja mecánica, A clock work orange, novela de
Anthony Burguer (1962) Stanley Kubrick y Ludwig van Beethoven retoman
ejemplos de las articulaciones nazis para la sensibilización (la Novena sinfonía
de Oda de Alegría) por mencionar algunos de los ejemplos más conocidos.
Esto nos lleva a entender que la lista es larga y se presenta en los géneros
musicales más variados. Lo cual lleva a otra pregunta, ¿es la música o son sus
usos y abusos de los que hablaba el maestro Servellón, los cuales determinan su
función como instrumento de cohesión social? Queda entendido pues, que la
cohesión social per se, como tal no es un valor positivo en sí mismo. Yo
añadiría, la música tampoco.
Las políticas de cohesión social en nuestro país
Ahora bien, ¿cuáles son las diferencias entre esa música y esos usos como
instrumento de cohesión social y las orquestas infantiles de Venezuela, Chile y
por supuesto México? El 26 de noviembre de 2013 se realizó en México el
estreno mundial de la obra Alas y marcó también el inicio del Movimiento
Nacional de Agrupaciones Musicales Comunitarias, que contó con la presencia
del titular del Conaculta Rafael Tovar y de Teresa quien dio a conocer en dicho
concierto, que éste era un programa prioritario para el Gobierno Federal y estaba
cimentado en tres iniciativas, la primera de ellas centrada en un fondo de apoyo
y desarrollo de detección de talentos. En segundo lugar, que toda esta música
que surgiera en los lugares del enorme territorio mexicano pudiera convertirse en
una biblioteca virtual de las comunidades musicales del país. En tercer lugar,
encausar una formación permanente de maestros, de enseñantes y de músicos.
En aquel entonces, Rafael Tovar y de Teresa destacó que el programa Música
en Armonía se enmarcaba en una acción más amplia. En ella el surgimiento de
agrupaciones musicales de jóvenes, de las orquestas y del esfuerzo de los estados
de la República, de los municipios, de las asociaciones privadas, los centros de
estudios y los centros culturales, tienen como misión dar a la música su valor
como herramienta de cohesión social. Así se expresaba el titular de Conaculta:
La música, al sacar de cada uno de los seres humanos lo mejor, previene conductas
antisociales, e incentiva conductas que permiten vivir en armonía y paz. Este
movimiento tiene como propósito agrupar este entusiasmo nacional y crear los
puentes entre la música universal, la del repertorio occidental y la música
tradicional de la identidad de las comunidades.
Y entonces al releer esto pregunto si a la música le sucede lo mismo que a la
cohesión social, y por ello el ejemplo de las valquirias y la Oda a la Alegría,
quizás sí, porque así lo dicen los etnomusicólogos e historiadores: Friedrich von
Schiller, Richard Wagner y Ludwig van Beethoven tenían otra cosa en mente.
Ante estas posibilidades de la música como vehículo de sensibilización y
acercamiento a la educación, el compositor Arturo Márquez dice que era
necesario primero “sacar de la orfandad de educación y cultura a cada niño que
lo necesitara, porque la lucha de la educación debe defenderse con amor y
entusiasmo para poder llegar a la música, crecer con y en ella”. Yo coincido con
él, se trata de educar para poder asumir la cohesión social como algo positivo, lo
mismo ocurre con la música.
Ante los ejemplos anteriores, sí; la música es un instrumento de cohesión social
¿podemos “torcer” para que esa sea “buena”? Sabemos que emitir un juicio no
es suficiente, sin duda la reducción entre las brechas de oportunidades, empleo,
participación social, salud, y demás indicadores que ahora presenté de forma
somera, son la respuesta.
Ahora bien, regreso con Esteban Servellón, si la música es ese instrumento
poderoso de persuasión que logra sensibilizar, pero no podemos dejar en ella la
responsabilidad de la educación y de la gestión de públicos, del consumo
cultural al cual atañen otros principios; para mí, convencida y fiel a los
postulados de varios educadores latinoamericanos como Pablo Latapí, Daniel
Prieto Castillo y César Coll, es el conocimiento consciente del entorno y de ese
transcurrir en el tiempo, del cómo ver el desarrollo de los pueblos y su cultura –
la música en ellos, por supuesto– lo que permitirá generar instrumentos de
cohesión social productiva, con sentido de pertenencia pero sobretodo con un fin
de mejora no sólo discursiva.
A manera de cierre
Existen otros factores que pueden ampliar el estudio de la cohesión social, la
medición adoptada por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de
Desarrollo Social (CONEVAL) incorpora indicadores que ayudan a conocer el nivel
de desigualdad económica y social de la población a nivel nacional, estatal y
municipal, así como indicadores de redes de apoyo e intercambio social a nivel
estatal. Lo anterior permite aproximarse al nivel de equidad y solidaridad que
existe en una sociedad. Pero insisto: en el poder de la música como bien lo decía
mi maestro: “La cultura y la educación, son sin duda, un índice importante; el
que define el curso”, por ello debemos ser propositivos al encauzar hacia la
educación y su desarrollo.
Esto me lleva a tres consideraciones finales:
1) La música sirve. Es un instrumento pero no define el rumbo de la cohesión social.
2) La cohesión social existe pero no significa necesariamente desarrollo ni bienestar
común.
3) Para lograr el binomio se necesitan otros factores como disciplina,
responsabilidad, formación que no son exclusivos de la música y que pueden
transitar a otras disciplinas.
No debemos confundir pues el trabajo necesario en otras áreas. Tomemos el
ejemplo de Venezuela, es la disciplina, la formación musical, valores y filosofía
de fondo lo que distingue el proyecto. En el documental La tierra de las 1.000
orquestas sobre la historia y los logros del Sistema Nacional de Orquestas
Infantiles y Juveniles de Venezuela podemos ver uno de los caminos posibles.
Un método que ha formado estrellas de la música de fama internacional al
tiempo que ha sacado de la calle y alejado de la violencia y la pobreza a miles de
niños venezolanos condenados a la marginación. Este Sistema Nacional de
Orquestas Infantiles y Juveniles de Venezuela obtuvo el Premio Príncipe de
Asturias de las Artes en 2008.
¿Cómo funcionaría en México? Los casos cercanos son la orquesta de Boca del
Río y su programa Orquestando Armonía, las orquestas de Esperanza Azteca y
los proyectos de casas de cultura conforman nuestro ejemplo cercano. Son
nuestra apuesta. Y en este sentido habrá que tener claridad en que el llamado
método de Venezuela, evidentemente no nace teniendo intenciones de
crecimiento político, estandarte social, etcétera.
En el panorama inmediato está la inversión de 87 millones de pesos en
proyectos culturales, esto fue publicado en El Economista el 25 de agosto de
2014, destacando que el director de Conaculta y el subsecretario de Prevención
Social de la Violencia de la Secretaría de Gobernación anunciaron que la
inversión se destinará a diversos programas en todo el país. El presidente de
Conaculta, Rafael Tovar y de Teresa, y el subsecretario de Prevención Social de
la Violencia en la Secretaría de Gobernación, Roberto Campa Cifrián,
anunciaron la inversión de 87 millones de pesos en diversos programas y
proyectos culturales en las 32 entidades del país, en los cuales se realizarán
conciertos musicales, cine comunitario, ferias artesanales y exposiciones
artísticas como parte del Plan Nacional para Prevenir la Violencia dónde además
se construirán 10 centros culturales en Chiapas, Chihuahua, Distrito Federal,
Jalisco, Querétaro y Quintana Roo, y se rehabilitarán otros dos centros culturales
en Guerrero y Nuevo León.
Bibliografía
BARROS, Luis (2005). Percepciones sobre cohesión social en América Latina,
Santiago de Chile: Focus Eurolatino.
BAUMAN, Zygmunt (2004). La sociedad sitiada, Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica.
BOURDIEU, Pierre (2000). “Efectos de lugar”, en La miseria del mundo, Buenos
Aires: Fondo de Cultura Económica.
CALDERÓN G., Fernando; Martin Hopenhayn, Ernesto Ottone (1996). Esa esquiva
modernidad: desarrollo, ciudadanía y cultura en América Latina y el Caribe.
Caracas: Editorial Nueva Sociedad
CASTELLS, Manuel (1999). La era de la información: economía, sociedad y
cultural. La sociedad red, vol. 1, Madrid: Alianza Editorial.
DURKHEIM, Émile (1986). La división del trabajo social, México: Colofón.
GASPARINI, Leonardo y Ezequiel Molina (2006). “Income Distribution,
Institutions and Conflicts: an Exploratory Analysis for Latin America and the
Caribbean”, Documento de trabajo núm. 0041, La Plata: Centro de Estudios
Distributivos y Sociales/Universidad de la Plata, Septiembre.
1 Agradezco a los organizadores del Coloquio Veracruzano de Otoño, particularmente al doctor Enrique
Florescano Mayet por la invitación, a la maestra Nelly Palafox por toda la difusión, a la Dirección General
de Área Académica de Artes especialmente al doctor Miguel Flores Covarrubias por su invaluable apoyo y
por supuesto a todos quienes hacen posible estos encuentros.
2 Emile Durkheim, La división del trabajo social, 1986.
3 Gasparini y Molina, “Income Distribution, Institutions and Conflicts: an Exploratory Analysis for Latin
America and the Caribbean”, 2006.
4 Fernando G. Calderón, Martin Hopenhayn y Ernesto Ottone, Esa esquiva modernidad: desarrollo,
ciudadanía y cultura en América Latina y el Caribe, 1996.
5 Manuel Castells, La era de la información: economia, sociedad y cultura, 1999.
Música y cohesión social: una perspectiva histórica
Fuentes electrónicas
“Cohesión Social”, en EuroSocial-Programa para la Cohesión Social en América
Latina. http://www.eurosocial-ii.eu/eurosocial/que-hacemos/cohesion-social
(consultado el 20 de mayo de 2015).
“Cohesión Social”, en Coneval: Consejo Nacional de Evaluación de la Política
de Desarrollo Social.
http://www.coneval.gob.mx/Medicion/Paginas/Cohesion_Social.aspx
(consultado el 20 de mayo de 2015).
1 Facultad de Música, Universidad Veracruzana.
2 Eurosocial, “La cohesión social”. Disponible en: http://www.eurosocial-ii.eu/es/pagina/cohesion-social
3 Disponible en: http://www.coneval.gob.mx/Medicion/Paginas/Cohesion_Social.aspx
4 Ibidem.
5 Luis Benavides Ilizaliturri, “¿Cohesión social en México? Notas para reflexionar”, en Leobardo Sarabia
Quiroz (coord.), Seminario La cultura como factor de cohesión social. Memoria. Tijuana: Conaculta, 2012,
p. 61. Cfr. Ade Kearns y Ray Forrest, “Social Cohesion, Social Capital and the Neighbourhood”, en Urban
Studies (noviembre, 2001) núm. 38, pp. 2125-2143.
6 Narciso Sort de Sans, Toques de ordenanza con la corneta para el ejército de la República de los
Estados Unidos Mexicanos. Compuestos y uniformados de orden del supremo gobierno, México: J.
Guerrero, 1825.
7 Ernesto De la Torre Villar, La conciencia nacional y su formación. Discursos cívicos septembrinos
(1825-1871), México: UNAM, 1988, p. 8.
8 AHMX Caja 23, 1863, p. 1, exp. 2, foja s/n [foja 2, fte y vta].
9 Sigo a Dahlhaus en su denominación de música nacionalista, la cual “tiende a aparecer cuando la
independencia nacional es buscada, denegada o amenazada, más que alcanzada o consolidada”. Dahlhaus,
Nineteenth…, p. 38. Traducción de quien escribe.
10 Véase: Anónimo, “Canción patriótica en el baile de los militares, El Oriente, Xalapa, núm. 60, 30 de
octubre de 1824, pp. 239-240.
11 Irene Cabrera, “Las bandas y la música mexicana. Herencia europea y nacionalismo”, en Banda
Sinfónica del Estado de Veracruz: historia y tradición musical, Xalapa: Gobierno del Estado de Veracruz,
2010.
12 Pierre Charpenne, “Mi viaje a México o el colono del Guatzacoalco”, en Martha Poblett Miranda, Cien
viajeros en Veracruz. Crónicas y relatos, México: Editorial Eón/Gobierno del Estado de Veracruz, 1992,
tomo IV (1831-1832), pp. 131-133.
Capítulo IV
Retos
Rondando el son jarocho
Andrés Barahona Londoño
El Coloquio Veracruzano de Otoño 2014 La música veracruzana: historia,
prácticas y retos incluyó la mesa de diálogo “Renovación y revaloración del son
jarocho” con la participación de los siguientes cultores: Rubén Vázquez
Domínguez (RVD), Andrés Moreno Nájera (AMN), Gilberto Gutiérrez Silva (GGS),
Ramón Gutiérrez Hernández (RGH) y Camil Meseguer Rioux (CMR); y como
moderador Andrés Barahona Londoño (ABL). Dada su relevancia, el siguiente
texto incluye algunas de las intervenciones compartidas en dicha ocasión
mediante dos rondas, a partir de las dos preguntas siguientes: 1.¿Qué cambios se
observan en el repertorio y la dotación instrumental de los grupos jarochos
actuales, en relación al legado musical de los predecesores? 2.¿Qué tipo de
desafíos enfrenta hoy un cultor jarocho para conservar y a la vez renovar su
legado musical?
Con edades entre los 30 y los 71 años, los participantes en dicha mesa
conforman un abanico generacional ampliamente representativo cuya diversidad
de experiencias y miradas ofrece en su conjunto un interesante panorama sobre
el estado actual de la música de son jarocho dentro y fuera de Veracruz. Entre
todos estos distintos enfoques individuales y sus respectivas vivencias surgen
inevitablemente contrastes y discrepancias como también similitudes y reiteradas
coincidencias. Algo que salta a la vista es que para todos ellos existe un antes y
un después en la historia reciente del son jarocho, aun cuando el sentido de esta
diferenciación puede variar notoriamente de un cultor a otro.
Primera ronda
AMN. Para poder entender los cambios que se han dado en las diferentes
generaciones del son, es necesario saber la importancia que tiene en cada
comunidad la música. Ha cambiado todo el panorama y con ello también la
música. Se han introducido nuevos instrumentos. Hoy los medios masivos, la
televisión y el internet han llevado a darle otra forma a nuestra música. En mi
región, la zona náhuatl tuxtleca al igual que en la región popoluca del sur del
estado la música está viva como parte de la vida social de las comunidades; cosa
que no sucede en el medio urbano. Hoy en día, el son sigue estando presente en
la vida comunitaria, si bien ya no como se hacía hace cincuenta años.
Antiguamente había son para todo. Cuando morían los niños había música y
aunque a veces eran los mismos sones (como en este caso “El Trompo”), frente
al cadáver sonaba diferente. Había sones para las bodas, también para las fiestas
y para todo estaba presente el son. Pero la música ha cambiado, actualmente no
es la misma forma en que la escuchaba yo hace cincuenta años cuando la
tocaban mis abuelos. Ellos tocaban sones que eran tan pausados que ahora ya no
tendrían razón de ser, y por eso muchos sones desaparecieron del repertorio
sonero. Se fueron incorporando con la radio nuevos ritmos, nuevas formas.
Influyó mucho el estilo interpretativo de músicos como Lino Chávez o Andrés
Huesca, de tal manera que en muchas comunidades los músicos dejaron de tocar
la música propia y adoptaron esas formas. Tal es el caso de la comunidad de
Calería donde el grupo de los hermanos Paz toca de esa manera. En otras
comunidades, en las partes étnicas como Tezcaltitan o Buenos Aires se sigue
conservando la forma pausada de tocar el son a ritmo lento que nuestra gente
llama tocar en abajeño. En la actualidad la música de son ha cambiado mucho
en comparación con la forma de interpretarla que tenían los viejos de antes, con
sus afinaciones y sus ritmos. Ha cambiado por la misma necesidad y el
movimiento de la población. Yo pienso que se debe de construir a partir de lo
que está, porque hay sones que los debemos tocar así, no los podemos cambiar.
Se pueden crear nuevos sones a partir de la estructura de nuestros viejos que
todavía conservan su música, pero no descomponer los sones que ya están,
porque esos ya fueron hechos y algunos de ellos cumplen una función dentro de
la comunidad. Sones como “El Copiao”, allá en la parte de los llanos, o “El
Huerfanito” que tocamos también en nuestras comunidades para los decesos, y
que cumplen una función en nuestra sociedad. En los últimos años se le han
hecho arreglos a ciertos sones, se han hecho también composiciones (decía un
amigo “descomposiciones”), se han agregado nuevos instrumentos. Por otro
lado, las afinaciones se han estandarizado y cuando vamos a un fandango o
huapango como le llamamos escuchamos solamente una misma afinación en
todos lados. Las afinaciones de nuestras comunidades son muy viejas, quizás
muy primitivas pero tienen muy bonitas formas para poderse ejecutar. En la
actualidad se ha perdido la riqueza que daban afinaciones como el chinalteco, la
variación o la media bandola. Se le ha quitado ese movimiento de los dedos, ese
juego de los dedos para darle el sonido que enriquece la música.
RGH. Después de escuchar a mi compañero, que somos prácticamente de la
misma región, de Los Tuxtlas yo nací en Tres Zapotes que da un preámbulo
sumamente importante para ustedes los que no conocen, los que conocen
imaginan este entorno. Yo nací en Tres Zapotes y justo en el momento en que
había una generación recuperando la música. Existía también la otra parte que
estaba en los medios de comunicación. En mi familia hay músicos por la parte
paterna y por la materna también. Y fue sumamente importante por ejemplo, ya
que aquí viene llegando mi hermano (GGS), una generación como la de ellos
para tender una referencia importante en lo que a mí me gustaba. Me gustaba la
música pero necesitaba la definición de qué rumbo seguir. El son en ese
momento se estaba haciendo solamente en las regiones muy rurales, y varias
generaciones, dos o tres generaciones ya no estaban tocando… Entonces a mí
me toca ese resurgimiento. Soy afortunado como persona, y como decía Andrés
Nájera se empezó a recuperar mucho. Yo recuerdo que aprendí de la música por
las grabaciones. Incluso Hellmer1 para mí es un referente sumamente
importante, igual que Jas Reuter2 (2), ya que los investigadores eran
fundamentales en las grabaciones. Gilberto había hecho muchas grabaciones que
a mí me ayudaron a conocer a muchos músicos que ya no conocí en su
momento, porque todavía vivían algunos como Antonio Mulato, y creo como
dice Andrés que hemos perdido muchas cosas. En ese momento a los jóvenes ya
no les estaba llamando la atención la música tradicional. Entonces, por ejemplo
una generación como la de mi hermano, que eran jóvenes, que tenían pelo largo,
que leían, que estaban en la ciudad, fue para mí muy importante porque
generalmente y no solamente en la música en México negamos lo que somos;
aunque hablamos de ese legado cultural tan grande que existe en México,
finalmente lo negamos cuando estamos en convivencia total con él. Me refiero a
la parte indígena, la parte rural, y por ello para mí fue sumamente importante
tener una generación que estaba tocando además la música de son jarocho que se
negaba en ese momento. Se aceptaba la música que estaba en la radio, en la
televisión, en el cine mexicano, pero se negaba la parte rural. Pero, ¿por qué
sentir vergüenza y por qué no apreciar toda la riqueza que había ahí que es
precisamente la que dice Andrés Moreno? Las comunidades, los señores, darle el
respeto a todos estos músicos aunque no hubieran grabado y no vivieran de la
música. Yo creo que esa generación es sumamente importante para nosotros,
para hacernos sensibles, o en mi caso para abrirme el espacio de posibilidades en
la música tradicional y poder ver que de ahí estábamos no solamente con una
raíz ancestral sino que tenemos la posibilidad de desarrollarnos. Ahora a mí,
como digo, me toca la parte rural porque yo nací y crecí en Tres Zapotes pero
también he vivido mucho tiempo en la ciudad, entonces los retos y todas estas
cosas que han pasado durante estos treinta años han sido importantes. El son ha
abierto muchas posibilidades, seguramente para la gente en el extranjero abre la
posibilidad de escuchar un son no estereotipado, y ver que no hay solamente un
nacionalismo folclórico que existe sólo en una presentación, sino que la música
se ha hecho ahora parte de los jóvenes, con los problemas que puede ocasionar
esto y que se vuelva masiva, pero que se ha hecho real. Anoche me invitaban a
un fandango, y yo siempre estoy medio cansado y no voy, pero hace veinte años
eso no sucedía; o sea un fandango real donde la gente va a divertirse y a tocar.
Entonces los retos son muchos y uno de ellos es conservar las afinaciones, las
formas, porque también el comercio ha influenciado mucho en lo que es la
música y no solamente veracruzana sino del mundo. Daniel Sheehy que tanto
aprecio tiene conocimiento de esto y alguna vez me dijo cómo estaba cambiando
la música en Latinoamérica porque los jóvenes se han vuelto virtuosos. La
música tradicional del mundo, no solamente del son jarocho, le impregna ahí o le
mete un poquito de rock, de pop, de la música que también ellos como jóvenes
sienten que les va a permitir ser aceptados por sus generaciones y por los
círculos de músicos donde puedan desarrollarse ya profesionalmente. Esto
depende de los gustos, por ejemplo, en el caso de la música venezolana, si bien
se ha desarrollado el virtuosismo le hace daño porque se vuelve una música tan
virtuosa que se pierden esos acentos, esa parte espiritual y tan profunda que es
nuestra música para sentirla, para tener un discurso y una forma de expresarse.
Pero ese es un problema de nuestros tiempos, los medios han cambiado y se
abren retos importantes. A mí me mueven las dos cosas: yo estoy a favor de que
se conserve; respeto mucho a la gente que hace la música tradicional, pero
también soy parte de esta renovación, de esta recreación del género. En un país
como el nuestro me sumo a la lucha para que podamos tener vertientes donde
expresarnos.
CMR. Mi historia es un poco distinta. Yo soy de Xalapa y nací en un contexto
urbano. Mi padre me enseñó el son jarocho. Mi madre venía de otra cultura
completamente distinta y cuando llegó a Veracruz y conoció la naturaleza de
esta ciudad, buscó irse hacia cafetales y vivir siempre en lugares bonitos en el
monte en la cercanía de Xalapa. Ella se enamoró de un jarocho en una
Candelaria tlacotalpeña hace como treinta años y yo vengo de esa pareja de
enamorados. Mi papá aprendió el son jarocho en Tlacotalpan de viejos que le
quisieron convidar un poco de lo que sabían; él se les pegaba y aprendió. Gracias
a eso yo aprendí un son jarocho de tradición en una ciudad, en un contexto
urbano, y yo lo he vivido de esa forma. Mi padre me enseñó a cantar “La Rama”
en la época decembrina y así aprendí a tocar mis tradiciones. Aprendí sones
como “El Guapo”, “La Lloroncita” o “El Pajaro Cú”, un sinfín de sones que mi
padre traía y que le gustaban tanto. Mi mamá al ver que me interesaba la música
me impulsó a estudiar un instrumento. Entonces empecé a estudiar
académicamente el violín y conforme el tiempo me fui dando cuenta de dos
cosas: que disfrutaba muchísimo la música cuando agarraba mi jarana y me iba a
la primaria; y que por la tarde sufría el violín en la escuela. Me daba colitis y
gastritis a los once años porque tenía exámenes y odiaba la música, pero al
mismo tiempo me iba al fandango y amaba la música. Finalmente aprendí a
disfrutar lo que no me gustaba y también a no pasarme todo el tiempo en los
fandangos y logré encontrar un balance entre las dos cosas. Afortunadamente he
vivido este contexto y gracias a mi padre he podido conocer a todos los maestros
de esta mesa, ya que él me llevaba a los fandangos. Aprendí a enamorarme de
esta música. En Tlacotalpan conocí a doña Helena (de la Luz Ramírez Aguirre)
que es casi mi abuela; me hice casi primo de Luis Felipe (Luna Ramírez) y junto
con otros amigos formamos un grupo. Así fui haciendo mi familia a través del
son jarocho. Hoy en día, con Sonex somos los mejores amigos de la prepa y de
ese momento, y seguimos siendo una familia. Hay muchas cosas que nos
identifican y juntos estamos en esto que es el son jarocho y la música que
vivimos. En esta mesa se habla de muchas cosas. Creo que hay contextos y hay
situaciones. Creo que la música sí ha sufrido cambios, ha habido muchísimos
repertorios y se han suscitado muchísimas cuestiones. Supongo yo que en la
antigüedad no todos los músicos tocaban todos los sones; a lo mejor algunos
músicos tocaban unos sones mientras que otros músicos tocaban otros. Hoy en
día se tocan sones que hemos aprendido por ciertas cuestiones de la vida y
también se tocan piezas porque somos músicos y no solamente somos son
jarocho. Tenemos repertorios muy amplios en distintas gamas musicales, en
boleros, en piezas de jazz y gracias a eso está sucediendo algo hermoso con la
música. Yo creo que hoy en día el son jarocho como lo dice Ramón está
adquiriendo tintes que han sucedido en Venezuela o en Brasil o en Cuba, pero
también en la India o en África, o en Nueva Orleans, en Nueva York, en puntos
clave de la música. Entonces el son jarocho está tomando un desarrollo
armónico, rítmico, melódico muy interesante. Hay muchos registros de cómo se
ha hecho en varias generaciones y entonces se pueden tomar valores de cada
generación; se pueden tomar anotaciones de cada momento y se pueden hacer
composiciones hermosas distintas, nuevas, contemporáneas. También se pueden
hacer descomposiciones, es decir que se pueden hacer tantas cosas con el son
jarocho porque ha crecido y es enorme; y hoy en día estamos hablando de ello en
esta mesa, pero sabemos que ha llegado a todo el mundo. Viene gente de Japón,
viene gente de San Francisco o está en los Grammys, está en los Óscares; es algo
muy importante esta música que tenemos.
RVD. Yo formo parte de los músicos que tocamos “de blanco”, de los mal
llamados músicos “marisqueros”. No sé por qué ha venido esa discrepancia y esa
división tan grande entre los que ejecutamos la música jarocha, que siempre nos
estigmatizan con el modo de vestir, porque tocamos en escenarios o porque
acompañamos a ballets folclóricos, o por diversas razones, siendo que la música
veracruzana es sólo una. Tengo la fortuna y la dicha de haber sido toda mi vida
intérprete y exponente del son jarocho según lo aprendí en mi tierra. Yo nací en
Tierra Blanca, Veracruz y ahí desde niño tuve la dicha de ver a Tachín Córdoba,
a Mario Barradas y toda la familia Barradas y a grandes ejecutantes del arpa. El
arpa, tal parece que en esta época está reñida con las nuevas generaciones y sólo
la utilizan muchos músicos para ejecutar la música venezolana o la música
paraguaya. El arpa de que yo tengo memoria siempre ha participado en la cuenca
del Papaloapan, en la región de donde soy. Se toca también en los municipios de
Alvarado, de Tres Valles e inclusive del Estado de Oaxaca como Tuxtepec; y
esta música interpretada con arpa ahora como que las nuevas generaciones la
rechazan por la comercialización que se hizo de Andrés Huesca y sus Costeños,
del Conjunto Medellín de Lino Chávez, amén de otra serie de grupos que
incluyó el cine mexicano, haciendo los sones más cortos para que
comercialmente tuvieran mayor aceptación. Entonces esa música ha sido
bombardeada por los mismos compañeros, por los mismos músicos, cuando
pudiéramos ver que somos capaces de convivir. Tuve hace unos años, el honor
de ser invitado por Son de Madera aquí presente a la ciudad de Washington con
Daniel y convivimos e hicimos música con arpa. Con Son de Madera hicimos
música que fue muy aceptada y resultó una experiencia muy agradable; a más de
las ocasiones que nos hemos reunido en otros lugares y aquí mismo en Xalapa;
luego entonces no entiendo el por qué no nos aceptan a los de blanco y nos dicen
marisqueros porque comemos marisco. Pero a fin de cuentas ellos también lo
comen (risas y aplausos). Bueno, ya me agrada que me dice aquí a mi lado el
compañero Camil que él si nos quiere. Eso es lo que yo les puedo platicar,
aunque a lo mejor no encajo en este equipo tan grande.
GGS. En realidad creo que el asunto del marisquero viene del hecho de que el
restaurant de mariscos fue como el nicho donde acabó el son jarocho de aquella
época, después de Huesca y toda esa efervescencia. Muchas cosas se podrían
decir a eso. Yo me tengo que colocar en una situación que me da ventajas y
desventajas, y es que en un momento de estas últimas décadas del son jarocho,
ya como grupo Mono Blanco estábamos solos. Había los músicos “de blanco”
como dicen ahora y había los músicos que poco a poco se iban deprimiendo más
en el campo. En medio de todo eso surgimos nosotros con un discurso fuerte
ciertamente contra los ballets folclóricos, con el propósito de aclarar que el son
de las marisquerías no era lo representativo del son tradicional, que era
muchísimo más que eso. Y realmente el compañero Rubén (RVD) y lo que es
Tlen Huicani, fueron unos músicos privilegiados que no tuvieron que ir al
restaurant, que era el mercado que había para quien quisiera ser músico jarocho,
ya que los acogió la Universidad Veracruzana. Y pues sí les dábamos unos
raspones porque a ellos les hubiera correspondido ir a estudiar el son, ir a
conocer el son y mostrarle al mundo que el son estaba en las comunidades; pero
tampoco los culpamos, era un momento de la historia distinto. Entonces
empezamos a ser odiados muy rápido, pero también queridos por un público
nuevo que se enamoraba de un personaje como don Arcadio (Hidalgo) que venía
con un bagaje cultural desde fines del siglo XIX. Empezó a crecer aquello y la
verdad es que aquel discurso que teníamos se fue diluyendo; sin embargo, nadie
sabe para quién trabaja porque los propios ballets folclóricos se han visto
enriquecidos de este movimiento y en la actualidad bailan el repertorio de
muchos sones que han resurgido gracias al movimiento; e incluso el ballet
folclórico de Amalia Hernández tiene hoy “El Chuchumbé” como parte de su
repertorio. Quiere decir que al final resultaron beneficiados como todos los
demás. Yo creo que no le hizo daño a nadie aquel discurso pero sí sacudió el
asunto. Porque yo creo que los músicos sí se habían quedado cómodos diciendo
sí somos la tradición, representamos esto, mientras la tradición se iba perdiendo.
Yo creo que hoy en día la Universidad Veracruzana todavía no está a la altura de
las circunstancias, pero ése es otro tema. Yo traté de hacer mi tarea en relación a
las dos preguntas. En cuanto al tema del repertorio, empezaré diciendo que
existen varios. El primero que se dio a conocer fue el que se popularizó durante
la época de Huesca que fue la primera generación que salió con el son jarocho a
conquistar el mundo. Fue un repertorio escogido a modo por necesidades propias
de mercado e incluso se adaptó para el nuevo público de son, ajeno a la
cotidianidad que viven quienes desarrollan una cultura alrededor de un ritual del
fandango. Mientras tanto, el repertorio tradicional con un grueso de sones
compartidos entre varias regiones y otros que pertenecían a ámbitos más
intrínsecos (caso específico el de los sones de San Andrés Tuxtla), se reducía en
la medida en que la sociedad cambiante de la época se distraía con otras modas
músico-bailables llegadas con la industria de la música y el espectáculo de los
que ya formaba parte el son jarocho. Para la década de los setenta se perdía
conocimiento sobre algunos sones en la medida que se dejaban de tocar; y se
dejaban de tocar porque el espacio natural del son, los fandangos y otras
festividades se reducían. Citaré el caso de sones como “El Buscapié” (que no
Buscapiés) y “El Cascabel”. Es interesante constatar que los grupos que se
proyectaron en los mediados del siglo XX no tuvieron “El Buscapié” dentro de
su repertorio, entre otros sones muy jarochos, y en el caso de “El Cascabel”, sí lo
tenían pero ya interpretado erróneamente. El repertorio de aquellos días se
limitaba a una veintena de sones: “El Siquisirí”, “El Colás”, “El Cascabel”, “El
Balajú”, “El Jarabe Loco”, “El Zapateado”, “El Gavilancito”, “El Cupido”, “La
Guacamaya”, “El Butaquito”, “La Indita”, “El Ahualulco”, “La Tuza”, “La
Bamba”, “La Morena”, “La Bruja”, “El Palomo”, “El Coco”, “El Pájaro
Carpintero” y “El Pájaro Cú” y algunos más. Todos estos sones son parte del
repertorio tradicional. En esta época, aquellos grupos grabaron también sones de
su autoría o de otras regiones. Los de su autoría no tuvieron impacto en el
repertorio fandanguero, en parte porque no se apegan a los conceptos de son. Mi
manera de decirlo es que compusieron canciones a ritmo de son. Dicho todo lo
anterior, pasemos a hablar del repertorio del movimiento. Mucha gente pregunta
por qué “movimiento”, y es porque hubo una reivindicación de la que ya habló
aquí Ramón (RGH), del son campirano que estaba como escondido y ya casi a
punto de desaparecer. Desde los inicios del movimiento, por lo que respecta a
Mono Blanco, siempre estuvo el interés de aprender repertorio. De los acierto
que tuvimos, uno muy importante fue acercarnos a los viejos de ese entonces, ya
que tenían repertorio y conocimientos vastos de lo que fue la última gran época
de la tradición, antes de la decadencia mencionada de los años sesenta y setenta.
Ese repertorio aprendido, lo llevábamos a Tlacotalpan y dentro del Encuentro de
Jaraneros, que se volvió el gran escaparate, mostrábamos los sones rescatados.
Pronto llegamos también con sones nuevos. Poco a poco surgieron otros grupos
que trajeron sones rescatados y sones nuevos. Actualmente el escaparate para
mostrar el trabajo de los grupos son los discos y la difusión que de ellos se hace
en las redes sociales. Se puede decir que en términos de cantidad quizá nunca
hubo tanto repertorio como ahora. Igual que antes, no todo lo que se compone
entra en el concepto de son. El punto más esencial para que lo sea es que lo
pueda tocar la mayoría de los músicos que le han dado vida al son. De hecho, se
componen pocos sones y muchas propuestas experimentales que a mi modo de
ver ya no encajan dentro de lo que es el concepto del son. Digamos que los sones
no son sones hasta que el pueblo los toca. Aquellos que se inserten en el
repertorio del fandango, serán los que la comunidad histórica del pueblo jarocho
les dé la venia de considerarlos como tales. Guardando la salvedad de no saber
cómo evolucionará el fandango en la sociedad jarocha durante este siglo,
enumerar el repertorio actual sería demasiado largo. Existe el repertorio
considerado propio de los grupos creadores. La mayoría de éstos son parte de la
nueva música popular que se está gestando a partir del movimiento y del son
jarocho. En mi caso particular, cuando nos piden una de esas yo digo que ésa es
exclusiva de tal o cual grupo. En general son piezas más complejas, en cuanto a
que son piezas con letra fija al menos en apariencia y tienen arreglos corales. En
cuanto a la instrumentación, me parece que ha sido una época privilegiada. Hubo
un tiempo en que la instrumentación era regional, actualmente los distintos
instrumentos se mezclaron. En mi opinión existe una orquesta jarocha, sólo que
siempre estuvo dispersa. Actualmente desde Mono Blanco lanzamos ese
concepto en nuestro último disco titulado precisamente Orquesta jarocha. Lo
que planteamos se compone de requinto, guitarra de son, guitarra cuarta, guitarra
media y guitarrón; en cuanto a las jaranas: mosquito, primera, segunda, tercera y
tercerola, quedando abierto el asunto a esa manera jarocha de tener primera y
media, segunda tres cuartos o tres cuartos de tercera; se incluye además el arpa y
los instrumentos de percusión: pandero, quijada y la tarima misma. De esta
manera, por estos tiempos el sonido ya no lo es tanto regional como a nivel de
cada grupo.
ABL. Yo no soy jarocho. Nací en el DF, pero me enamoré del son jarocho y
por eso vine a Veracruz. Cuando llegué por primera vez a Tlacotalpan, allá por
el año 1973, no se hacían fandangos y solamente existía el Conjunto Tlacotalpan
de José Aguirre Vera Biscola quien me enseñó a tocar los sones jarochos.
Cuando empecé a descubrir más el repertorio, tuve la inquietud de ir a Los
Tuxtlas donde conocí a los viejitos del Son de Santiago, a don Isaac Quesada,
don José Palma Cazarín, don Juan Zapata, entre otros, y supe que ahí no se
tocaba el arpa. Eso me hizo entender las músicas jarochas en plural, porque
existen diversas variantes subregionales. En ese sentido, cada repertorio tiene
una incidencia y una validez en su contexto y en su época. A mi parecer, el gran
auge del son jarocho se dio a finales del siglo XIX, cuando todavía las distintas
expresiones musicales regionales mexicanas se mantenían como manifestaciones
de consumo local. A partir de la llamada Época de Oro del cine mexicano, todo
esto cambió suscitándose una suerte de divorcio estilístico que todavía tiene
visos de profundo desacuerdo entre los distintos intérpretes. Yo me pregunto si
es menos tradicional la música de arpa que han hecho desde que eran jóvenes
músicos como el compañero Rubén (RVD), quien es hoy en día un veteranazo,
que la que hizo un su momento gente como Mario Vega, papá de Andrés Vega
Delfín. Creo que todos estos estilos musicales merecen reconocimiento por su
representatividad específica, y es por ello que considero que afirmar que tal
variante estilística es más tradicional que aquella otra es un criterio subjetivo
muy discutible. El repertorio que corresponde al auge de las músicas jarochas de
finales del siglo XIX consta de acuerdo con las fuentes documentales de 79
sones. Si a estos le añadimos otros 48 de logró erradicar la Inquisición
obtenemos un total de 129 sones.3 Es de llamar la atención que ahora que existe
un número inusitado de cultores que supuestamente tocan son jarocho, y que esté
decreciendo el número de sones históricos. De hecho, no tengo conocimiento de
un sólo grupo que toque todos aquellos 79 sones; o más bien que los tenga
montados, porque ahora los sones se montan, es decir que se preparan y se
definen entre los integrantes de tal o cual grupo, cuando anteriormente en los
fandangos los sones simplemente se tocaban y se compartían recreándose
colectivamente entre los participantes. Actualmente prevalece la moda entre los
distintos grupos de hacerle su propio arreglo a cada son y esto tiende a marcar
nuevos islotes interpretativos entre los músicos. Por otra parte, es cierto que se
está haciendo una enorme aportación de música fresca, nueva, a veces con una
inventiva muy encomiable pero que obedece a discursos musicales ajenos a los
parámetros distintivos del son jarocho. Surge entonces la pregunta: ¿Cómo se le
puede llamar a aquellas composiciones nuevas que se ejecutan con los
instrumentos jarochos, pero que sin duda no son sones jarochos? Sabemos que a
los músicos no les interesa mucho meterse en el terreno de las definiciones
teóricas y prefieren dedicarse a su creatividad musical, sin embargo el asunto de
cómo referirse a esta nueva gama de propuestas musicales que no se
circunscriben a los rasgos característicos del son jarocho, no es un tema menor.
Por otra parte, la cuestión del repertorio va de la mano con la dotación
instrumental con la que se interpreta. Hoy en día, las nuevas generaciones de
músicos veracruzanos han adoptado instrumentos de otras latitudes, como por
ejemplo el cajón peruano, que como su nombre lo indica es peruano mas no
jarocho. Este tipo de adopciones instrumentales, sobre todo en el caso de las
percusiones, se han cobijado en la idea de una pretendida reivindicación del
elemento ancestral africano dentro del son jarocho, asunto que debe ser tomado
con cautela. Actualmente está muy en boga un concepto de World Music, el cual
apunta hacia una cierta uniformidad en la dotación instrumental empleada en
distintas latitudes, la cual además de los micrófonos y los amplificadores incluye
la presencia de una batería, guitarras y bajos eléctricos. Para concluir, yo
considero que el tema del repertorio jarocho abre una gran interrogante en
cuanto a la permanencia del legado cultural de los predecesores, porque hoy en
día ya no se está tocando lo de los viejos, los jóvenes y nadie les podrá negar ese
derecho están haciendo una nueva música que es en su mayoría distinta de los
parámetros fundacionales del género.
Segunda Ronda:
AMN. El desafío es para las gentes de las comunidades, porque el campesino, la
gente del rancho tiene sus sones, tiene su música, tiene también su forma de ser,
de interpretar y sentir su música, y eso a veces se deja de lado en el contexto
urbano. Y lo vemos en las fiestas de Tlacotalpan,4 los jóvenes, con toda esa
energía, con todo ese virtuosismo que tienen en la guitarra, suelen desplazar a
los viejos cuando van a las fiestas; y por otros códigos que hay, el
desconocimiento de los jóvenes hace que los señores se hagan a un lado. Los
viejos ya no ejecutan los sones nuevos y por su parte, los jóvenes tampoco
ejecutan los sones viejos porque no conocen la mecánica. Creo que los sones
viejos se van muriendo con los viejos. Ahí se van quedando. A su vez, se van
sembrando los sones que escuchamos en la actualidad con los jóvenes en el
mundo urbano. Y lo vemos en Texcaltitan que es una comunidad étnica náhuatl:
tenemos un número grande de viejos tocando, ahí se toca mucho el violín, según
sus viejas formas en pausado, pero también tenemos un grupo de jóvenes que
fueron a aprender en Casa de Cultura y después se organizaron en grupo. Al
principio, ambas generaciones compaginaban, después los viejos se enojaban
con los jóvenes por su forma de tocar, y finalmente los jóvenes pasaron a formar
parte de grupo que ahora toca “cumbia son” y todo ese tipo de cosas que a ellos
les place. Cuando se mueran los viejos de esta comunidad, van a quedar
solamente los jóvenes con este tipo de música y aquellos sones viejos, aquellos
viejos estilos y sus formas campesinas se van a ir relegando y quedarán como
para la historia. Hay muchos sones de aquellos viejos registrados, pero ya a
mucha gente no les gusta ejecutarlos. Ese viejo repertorio quedó prácticamente
en el olvido, y pienso que fue también parte de otra generación, porque esas
grabaciones se han quedado prácticamente como piezas de museo, porque
¿quién los toca? Quizás los escuchan muy tediosos y por eso se pierden.
Además, creo que lo que fundamenta nuestra música es la capacidad de ejecutar
el son en la tarima. Sones han surgido muchos, algunos se han quedado ahí
porque en la tarima se bailan, otros desaparecieron. Como para los sones viejos
ya no hay bailadores, ya no hay tampoco ejecutantes. Pienso como tantos otros
que el son puede con el tiempo desplazar al mariachi, porque se ha introducido
más allá de la frontera de nuestros pueblos, de nuestro estado, de nuestro país,
por todo ese impulso que le dan los compañeros como una forma de vida. Sin
embargo, sería también bueno que recordaran un poco esos viejos sones para que
no solamente se ejecuten los sones nuevos. También es importante que las
comunidades sigan manteniendo sus costumbres, las que le dan vida y razón a su
música. Pero los tiempos que vivimos son modernos, la tecnología penetra muy
a prisa, a prisa caminamos nuestros pueblos. Han cambiado nuestras
comunidades también a pasos gigantes. Ya la gente no quiere hablar el náhuatl.
Ya resulta más fácil comprar las tortillas en la tortillería que moler el maíz. Y
con estos cambios se van perdiendo también las razones que le dan vida a
nuestro son en nuestros pueblos. Yo lo miro, por ejemplo, en Nopalapan: hace
veinte o treinta años no había una boda donde no se acompañara con el copiáo a
los novios, pero al sufrir hace algunos una embolia el músico llamado Benito
Mexicano que era uno de los que encabezaba por ese lado este tipo de cuestiones
ahí se quedó todo. Los velorios en nuestra región, al igual que las bodas, pues
ahí se queda todo. Y la gente deja de hacerlo porque considera que eso es muy
anticuado, y ya no es para estos tiempos. Aquí tienen también mucho que ver las
autoridades, la educación, las autoridades educativas. Es importante que los
niños y los jóvenes miren su música y sus costumbres, las razones que le dan
valor, pero al maestro siempre se le pone como algo revoltoso y esa famosa
reforma educativa que tenemos a lo mejor hace algo en el futuro.
RGH. Es sumamente interesante todo lo que se expone aquí. Yo estoy de
acuerdo en muchas cosas, en otras no tanto. Como joven, ya no tan joven, yo veo
plataformas. En ese momento, a colación a lo que decía Rubén, no era que se
menospreciara la música de arpa, era lo contrario, lo que se menospreciaba era la
forma de hacer música que tuviera tintes campesinos o rurales. Y creo que
después como dice Gilberto se va a la par y hay ahí un enfrentamiento, pero yo
admiro mucho la música de arpa. Y yo digo que Rubén Vázquez es el mejor
arpista veracruzano en Xalapa. Yo veo como toca la jarana, como zapatea y
como decía Andrés, hay diferentes vertientes. Yo puedo decir de la música de
Los Tuxtlas que soy parte de ella y recuerdo cómo tocaba don Pólito Baxin sin
ninguna prisa. Claro que los jóvenes hoy no quieren tocar así, pero esa música
ancestral es para mí muy impresionante. Hay que tener la sensibilidad para poder
reconocer todas estas vertientes de la música. A veces la gente me pregunta:
¿Cómo ves lo de Lila Downs? Y yo digo que es un folky-tropi-pop. Yo creo que
ahí es donde debemos ser honestos. Cuando a mí me preguntan: ¿Son de Madera
hace música tradicional? Yo respondo que no hacemos ni queremos hacer
música tradicional. Nosotros hacemos lo que yo he hecho desde siempre, lo que
Tereso toca, añadimos un contrabajo y un violín. Y somos una plataforma en la
ciudad para todo lo que sucede, porque finalmente el propio gobierno de
Veracruz nos ha negado desde siempre. Nosotros no hemos tenido el espacio ni
en la recreación, ni en la creación de lo que podemos ser. En cambio, ahí tienen
ustedes al espectáculo llamado Jarocho que es una copia de un ballet irlandés y
que no incluyó a gente importante dentro de la creación o dentro del baile que
hemos estado durante veinte o treinta años. Por otra parte, ahí está el espectáculo
de Rubí Oseguera que incluye a los cultores y ésa es otra cosa.
A mí me llama mucho la atención la música de los arpisteros de Pajapan, la
toco; y creo que no hay que tener miedo por eso porque otra generación viene y
recupera esas cosas, sobre todo cuando hay un registro, o si uno tiene la fortuna
de conocer a la gente directamente. No coincido en la parte del carbono 14 que
es una cuestión muy de investigación, de antropología. No podemos ser como
los investigadores y como cada quien quiere que seamos. Si grupos como Sonex
hacen su música es porque así son ellos y creo que también es válido que ellos
como jóvenes en la ciudad puedan tener esa apertura por parte de nosotros. Es
parte de la democracia que quisiéramos que hubiera como país. Yo creo que hay
cosas que a uno le gustan y otras no. Por ejemplo, a mí lo que no me gusta de la
música del mundo es que todo se convierta en pop, y que todo sea ahora parte de
un comercio, no solamente de los géneros, de todo con tal de vender. Para mí
como artista, lo importante es que puedo ser criticado por mi requinto de cinco
cuerdas, o porque de repente toco líneas de jazz o de rock, pero también conozco
toda la escuela tradicional del son jarocho y creo que esa parte la podemos
discutir, pero considero que no es bueno ser tan tajantes. A mí, por ejemplo, no
me gusta la música de Lila Downs, pero reconozco que tiene un trabajo dentro
de un mercado que no es el mío. Entonces, considero que en esa diversidad lo
importante es que la Universidad Veracruzana, que ha negado durante tantos
años al son jarocho, abra un espacio para que todos estos grupos que menciona
Andrés Moreno tengan un incentivo, pudiéndose presentar en foros y hacer
grabaciones para las nuevas generaciones. Incluso para las escuelas de música,
porque hay una escuela de jazz en Xalapa, hay una escuela de música
académica, pero no la hay de música tradicional veracruzana. Creo que esta
ausencia deja de lado algo que es fundamental para nuestro desarrollo cultural
como Estado, porque no puedes hacer música ajena a ti, a partir de nada. Uno
tiene que tener desde la infancia el conocimiento de lo que sucede en Veracruz.
Y éste es también un problema que tenemos como país, por eso estamos así,
porque institucionalmente se ha negado lo que somos como mexicanos. En mi
caso, gracias a que provengo de una comunidad pero he crecido en la ciudad, me
puedo dar cuenta y he logrado adquirir herramientas fundamentales para
sobrevivir en un país donde hay cosas muy buenas como el Fondo Nacional para
la Cultura y las Artes, pero que es un país muy corrupto con una decadencia total
de los valores. Por eso es que la música, por lo menos para mí, rescata mi
creatividad y mi fe en este país.
CMR. El tema de la enseñanza y aprendizaje del son jarocho es muy complejo.
La enseñanza es muy subjetiva y el aprendizaje es objetivo. Lo que nos queda a
nosotros es seguir haciendo música, y tal vez hacer métodos por ejemplo sobre
las afinaciones. Comparto el punto de vista de Ramón, tenemos escuela de jazz,
también de música clásica que no se llamaba música clásica en tiempos de
Mozart o de Beethoven, era su música tradicional; y era gente a la que le daban
tres acordes y con eso desarrollaban piezas increíbles que son hoy fugas a seis
voces, que si las relacionas un poco resultan ser compases de seis octavos; y
asimismo escuchas una sonata y podría ser “El Pajarillo” venezolano o “El
Cascabel” jarocho y muchas cosas más. Creo que si alguien transcribiera
textualmente lo que hoy en día tocan músicos como Ramón que tienen un
desarrollo armónico y melódico impresionante, cien años después tocarlo como
él sería imposible si no lo conocieras. Me refiero a que la música tiene que estar
acompañada de sentimiento y en este sentido resulta difícil hacer un balance,
porque podemos dejar en papel todos los sones para los años, pero si no tenemos
las ganas de aprenderlos y la voluntad, simplemente no van a sonar igual. Hoy
en día hay muchas maneras de enseñar y de aprender, y creo que sí sería muy
importante que la escuela de jazz se diera cuenta de lo que es el jazz. Es un
desarrollo de los acordes y rítmico, no es el swing, no es el bebop ni son los
géneros. Si hay géneros, pero si entendiéramos que el son jarocho tiene
características propias para desarrollarse, claro que se podría integrar en el
mismo Jazzuv, o en la escuela de música clásica mediante arreglos. Tuve la
oportunidad de conocer el CECAM5 en Tlahuitolpepec, Oaxaca, donde hay
jóvenes que van a tomar clases durante un mes y por 500 pesos tienen alientos y
hospedaje; pueden cursar ahí mismo la primaria, la secundaria o la prepa y al
mismo tiempo toman clases de un instrumento de viento que la propia escuela
les facilita. El resultado es que a los seis meses son personas que tocan más que
muchos estudiantes que están aquí en una Universidad con un presupuesto
mucho más costoso. Si lográramos hacer cosas así aquí en Veracruz podríamos
llevar al son jarocho a niveles enormes. Hay muchísimas cosas que se pueden
hacer para la enseñanza del son jarocho. Nosotros hemos intentado hacer un
arreglo del “Aguanieves” con zapateado. Lo escribimos en partitura, le pusimos
el puntito donde va y todo, y aun así es muy difícil transmitirlo a gente que ya
lee música. Por eso es que sí se necesita el sentimiento y desde luego la cercanía
con los músicos cultores; no solo basta con los papeles y la información. No es
cuestión de decir que ahí está Moncayo o las piezas que se han hecho, no, hay un
mundo inmenso en cada son. Ojalá que sí se hiciera un desarrollo de todos estos
79 sones, además de los nuevos. Si en verdad hubiera un estudio musical de todo
esto no tendríamos que voltear a ver a Venezuela, ni a Cuba, ni a la India ni a
ningún otro lugar del mundo porque aquí en Veracruz tenemos lo jarocho y lo
huasteco también. Es cierto que cada uno de nosotros ha vivido y convivido con
el son de manera distinta y esa diferencia determina a su vez una identidad
propia particular; por eso el son suena distinto en cada región. Y yo creo que
más allá de que si tienes plaza o no sé qué, tienes que ser honesto y tienes que
sentirlo. Por más que seas músico campesino al que le pagan por tocar en una
boda, si no estás en condiciones óptimas para tocar ese día, pues lo vas a hacer
mal; pero si estás convencido y tienes el sentimiento lo vas a hacer bien, igual
que si estás en un escenario, en un ballet folclórico o en cualquier lugar; si lo
estás haciendo con ganas y además tuviste un proceso de aprendizaje serio, lo
vas a hacer bien. Ahí es donde entran la ética y el sentimiento de cada uno.
RVD. Son bastantes los desafíos que enfrenta hoy en día un cultor jarocho. El
mío es primero que nada la edad, que yo ya voy de salida. Yo considero
importante vencer esa muralla que no se ve pero existe entre los distintos grupos,
y hacer una hermandad. Mencionó Camil a los grupos huastecos, ¡qué
productivos son los huastecos para la cuestión de los sones! Hacen un son
porque llovió, o porque hace sol, por el caballo, por el gallito que los despertó y
a lo mejor hasta por los 43 desaparecidos que tenemos hoy en Ayotzinapa, en
este país como dijo Ramón de corrupción. Lamentablemente para ustedes que
son mexicanos. Yo soy de Tierra Blanca (risas y aplausos). Se hablaba del
repertorio, y es cierto que nosotros a veces de “La Bruja”, “El Jarabe Loco” o
“El Siquisirí” no pasamos, pero una de las variantes dentro del son jarocho es la
improvisación. Al estar interpretando sones jarochos, nos dedicamos a hacer
letras o coplas improvisadas y a la gente le gusta eso y lo acepta. Si es un
convivio familiar hay que hacer un verso elogiando, por ejemplo, al del
cumpleaños o vituperando al que se le pasaron las copas, o al del apodo más
escatológico que tenga; y esta improvisación se facilita acoplándola a los sones
que ya existen. Es muy común escuchar décimas, sextetas o cuartetas en sones
como “El Jarabe Loco”, “El Siquisirí” o sones en tono menor. Yo tuve la fortuna
de participar en el grupo Tlen Huicani de la Universidad Veracruzana, y a lo
mejor la creación de los sones no prendió tanto. Hacíamos músicas de otras
latitudes muy bonitas; aun cuando no puede uno tener el mismo sabor de un
venezolano o de un paraguayo teniendo la música veracruzana aquí. El arpa se
toca con las manos pero también con el corazón, y esto es parte de lo que yo les
podría decir aquí.
GGS. Esta confrontación de la que habla ha existido más mediáticamente y por
el término de las posturas, pero yo por ejemplo tengo muy buena amistad con la
mayoría de los músicos comerciales, manejábamos ese término ¿no? Una de las
cosas que nosotros reivindicábamos es que el que paga no manda y en la época
anterior se decía “el que paga manda” y entonces los músicos tocaban lo que la
gente quería. Pero, yo tengo muy buena amistad con Nico, un arpista que suena
mucho y tiene su restaurant en Buenavista. Él sabe que lo que toca es distinto de
lo nuestro. Conozco a los músicos de los Portales en el puerto y uno de ellos de
Los Tigres de Jamapa me ha pedido que le enseñe “El Chuchumbé” porque la
gente se lo pide. Lo que pasa es que yo decidí que me odiaran por lo que soy y
no que me elogiaran por lo que no soy, entonces siempre a las cosas las llamo
como son. No quiero caerle bien a la gente para ver si hago más fama. Digo las
cosas en las que creo y defiendo aquello por lo que he luchado. El son jarocho es
un arte y como todos los otros géneros hay quienes son muy buenos y quienes no
tanto. Yo estoy de acuerdo en que hay que tener respeto por todos los músicos,
pero reconocimiento para aquellos que han tenido un plus dentro de los músicos
tradicionales. Como en todos los géneros, ha habido los malos, los buenos y
luego los que han tenido un grado virtuosismo yo mencionaría por ejemplo a don
Juan Zapata y que dejan un impacto de su tiempo. Hay muchos otros, pero
tampoco hay muchos porque así es la historia. En cuanto a la segunda pregunta,
yo digo que en ninguna época anterior a ésta los músicos tuvieron conciencia de
que su oficio artístico era patrimonio cultural. Don Arcadio Hidalgo lo tuvo a los
noventa años, pero ya como parte de este movimiento. Digamos que en mi caso,
a la par que músico me hice promotor cultural, a consecuencia de vivir en la
Ciudad de México y en un momento muy bueno de euforia cultural en la ciudad.
Ese fue un patrón que se ha seguido repitiendo y, aunque con otros nombres
como los colectivos ahora muy en boga, en gran parte por eso se gestó el
movimiento. El surgimiento del músico promotor permitió que se fomentara el
desarrollo cultural regional dentro de la cultura jarocha y esto ha demostrado que
es posible desarrollar una economía alrededor de la cultura; porque este
movimiento ha generado una economía que en mucho ha beneficiado a este
Estado, que ha ido más allá de la música y que gracias a eso, muchos jarochos no
se han tenido que ir a trabajar en Estados Unidos, o en las maquiladoras de la
frontera. Desde mi óptica, los años dorados de este movimiento fueron los
ochenta, cuando coincidieron funcionarios de la Federación con funcionarios
estatales y entonces junto con quienes éramos músicos promotores hubo mucho
dinamismo alrededor del son. Había muchos fandangos, muchos encuentros. Los
grupos jarochos íbamos a tocar a las Casas de Cultura por todos lados, de norte a
sur en este país “salchicha”; y entonces fue una época muy buena. Este
movimiento que creció de la mano de la Ciudad de México, se vio apoyado con
la fundación del Instituto Veracruzano de la Cultura. De ese modo, el proyecto
de difusión y promoción del son jarocho a través del fandango se fortaleció al
extenderse por todo el Sotavento. Los lugares donde hubo apoyo local se vieron
más beneficiados. Más tarde, la aparición de programas como el Programa de
Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias fueron un estímulo extra que
benefició a la zona jarocha con los talleres de laudería, talleres de fandango y la
organización de Encuentros de Jaraneros. El día de hoy, la realización de talleres
se da en dos ámbitos: talleres comunitarios dentro y fuera del Sotavento; y
talleres públicos que pueden ser en cualquier lugar del mundo, pero
principalmente en ciudades de nuestro país y en Estados Unidos. Los primeros
talleres vienen del origen y continúan realizándose sin fines de lucro y se
generan dentro de una comunidad; los segundos constituyen el modus vivendi de
muchas personas que en la mayoría de los casos no organizan talleres
comunitarios. ¿Qué papel jugamos los primeros músicos promotores? La
realización de talleres comunitarios fue de las labores más importantes. Otro
aspecto importante es seguir trabajando con jóvenes talentos en una relación
discípulo-maestro donde el discípulo será el depositario de los conocimientos.
En este caso, ya no es la cantidad lo que importa, sino la calidad de los
conocimientos y la responsabilidad del discípulo por trasladar dichos
conocimientos en su oportunidad. Digamos que hoy es un buen momento para
que el cultor jarocho, todo aquel que quiera ayudar para preservar el legado, sólo
tome la iniciativa. Estos cultores se encuentran en sus comunidades o en
comunidades ajenas, y organizan talleres comunitarios para fomentar el gusto
por el son y la participación en el fandango. En estos se enseñan los
conocimientos generales, pero también sirven como filtro para detectar los
talentos privilegiados. Aquí es muy importante el compromiso del músico
maestro, no me refiero al músico tallerista sino al músico que como maestro
acepta al discípulo y se ocupa de facilitarle la vida para que se dedique a estudiar
el legado al que se hace merecedor. ¿Qué problemas enfrentan estos cultores? El
principal es de tener resuelta su vida, ya sea tocando profesionalmente o
teniendo algún otro oficio. Está también el problema de cómo financiar los
talleres, y aquí entra el asunto comunitario pues sin respaldo de la comunidad
cualquier proyecto fracasa. Otro problema es la intromisión del estado en la
relación de los talleres, porque cuando el estado promueve talleres se garantiza
una actividad exitosa. Así, cuando se logra que los padres contribuyan con una
cuota de recuperación, aparece un programa oficial que ofrece talleres gratis.
Existe también una gran oferta de talleristas que sin otro interés que el
económico y sin elementos pedagógicos ha generado un gran número de
alumnos con información mal asimilada y cuando llegan a un taller bien
fundamentado estos alumnos tienen muchos vicios que dificultan el aprendizaje
correcto. Creo que el gran problema para que un cultor creativo renueve su
legado, es la mala relación que el Estado tiene con los creadores. Por lo general
el creador es un ser pensante y esto le molesta al Estado que quiere creadores a
modo que no cuestionen las cosas que están mal. Se recurre entonces al bloqueo
en actividades donde los creadores deberían participar. En el caso de Veracruz,
el Estado invierte más en otros géneros que en los que emanan de la cultura
nuestra. Es sabido que cuando las instituciones y la sociedad caminan de la mano
se generan desarrollos artísticos importantes. Esto es lo deseable para el futuro
de la cultura jarocha y para la cultura en general de nuestro país. Tenemos aquí
una Secretaría de Turismo Cultura y Cinematografía más anexas, cuyos titulares
por lo general no son cultos en lo que nos importa. Al desconocer ellos toda esta
parte, no saben cómo coadyuvar al desarrollo de todo esto. En nuestro Estado
hay arcas de dinero para un espectáculo como Jarocho que no ha tenido ningún
éxito y también para festivales de Salsa en un país donde no ha habido figuras en
el movimiento salsero. ¿Por qué no consigue el Estado patrocinadores para hacer
festivales de son jarocho?, sobre todo en este momento en que se encuentra. A
partir de este sexenio se han cerrado mucho las opciones. Lo bueno es que este
movimiento ha conseguido subrepticiamente abrirse paso. Yo creo que el son
jarocho tiene un futuro promisorio. Y a pesar de que algunos amigos de fuera me
digan que no ven salida para México porque siempre hablan de que estamos
dormidos y no reaccionamos; porque el PRI se fue matando y regresó matando;
y vemos casos como éste que nos ha horrorizado en estos tiempos de terror y
miedo; y vemos también cómo la sociedad está cada vez más indignada; pero si
aunamos todo eso con el resurgimiento actual que hay del son mexicano en
general y no nada más del son jarocho, a mí me da confianza México.
ABL. Retomando lo que señaló el compañero Rubén en el sentido de que su
gran reto es, ya por cuestión de edad, sobrevivir, traigo aquí a colación el hecho
de que llevamos ya años y el compañero Rafael Figueroa aquí presente no me
dejará mentir pugnando porque el estado se comprometa con los viejos cultores
para que puedan por lo menos morir decentemente. Estamos encaneciendo
nosotros y vemos con pesar cómo siguen falleciendo los viejitos cultores, sin
haber recibido ningún tipo de respaldo por parte del estado muchos de ellos;
sobre todo quienes dedicaron su vida al son jarocho en el ámbito rural. Yo creo
que sí valdría la pena cuestionar el papel que tiene el estado frente al
compromiso de que sus músicos no mal mueran. Seguramente a más de uno de
los aquí presentes recordarán la iniciativa de algún ex gobernador, anunciando
con bombo y platillo en Tlacotalpan su decisión de otorgar cien mil pesos para la
creación de un fideicomiso para apoyar a los músicos jarochos rurales. Valdría la
pena averiguar dónde quedó aquel dinero. Por otra parte, tenemos en México una
espiral de violencia creciente, con sus michoacanazos y sus guerrerazos. Hoy en
día, prácticamente ha desaparecido de Michoacán el contexto en el que se
desarrolló el conjunto de arpa grande porque sus rancherías están tundidas de
narcotráfico. También tenemos hoy, el caso de los 43 estudiantes desaparecidos
de Ayotzinapa, Guerrero, que tanto por su nivel de violencia como por toda la
serie de inconsistencias en el manejo oficial sigue causando indignación dentro y
fuera del país. Veracruz no está tan lejos de todas esas realidades de violencia;
sin embargo todavía tenemos algún espacio rescatable y me parece que sería
bueno que en medio de toda la corrupción, estos gobiernos recordaran que tienen
una asignatura pendiente con respecto del bienestar del pueblo. Sin embargo,
mientras prevalezca un modelo de país en el que la cultura sea un mero apéndice
de la Secretaría de Turismo, es muy poco probable que esto cambie porque la
cultura del turismo y el turismo de la cultura son cosas muy distintas. En ambos
rubros los beneficiarios son diferentes, y la lógica de atender a un turista y la de
diseñar mecanismos para apoyar en su desarrollo a los cultores son
diametralmente opuestas. Mientras el Estado siga supeditando la cultura a los
criterios y dinámicas propias de la industria turística, nuestra cultura popular se
verá sujeta a la lógica que requiere atender bien al visitante con tal de que gaste
aquí su dinero. Y mientras el Estado siga considerando la actividad cultural
popular como una erogación y no como una inversión pública, difícilmente
veremos implementarse políticas culturales que repercutan efectivamente en el
bienestar social. En cuanto a los jóvenes, bastantes problemas tienen ya por el
simple hecho de ser estudiantes como para suponer que van a contar con algún
tipo de respaldo del gobierno para poder aprender además a tocar alguna música
regional; y aun así, es un hecho que las juventudes actuales dentro y fuera de
Veracruz, han asumido el son jarocho como un referente de identidad mexicana
y este hecho ya constituye por sí solo un buen motivo de optimismo. Todos
sabemos que existe mucho más que agregar, puesto que en este tipo de mesas
resulta imposible agotar el tema a tratar. Podemos hoy concluir enfatizando un
hecho innegable: en lo que respecta a las músicas jarochas, actualmente
prevalece un ímpetu cuya efervescencia es alentadora. Y en ese mismo tenor
Daniel Edward Sheehy tuvo a bien manifestar el comentario final siguiente.
DES. Quiero expresar mi profundo agradecimiento a todos en este panel, no
solamente por la diversidad de expresiones, también por lo sustancioso de cada
una de sus intervenciones. Yo también me siento muy optimista respecto del
futuro del son jarocho y quiero expresar un agradecimiento muy especial al
movimiento de los jaraneros por involucrar a tanta gente, ya que esto ha liberado
muchos recursos humanos. Y tocante al comentario de Andrés Moreno, la
comunidad tiene mucho que ver con la innovación y la conservación del son
jarocho. En mi país, por ejemplo, al obtener recientemente su doctorado
Alessandro Hernández afirmó que el son jarocho desempeña un papel
permanente en la resistencia contra la injusticia. Esto es muy cierto, o por lo
menos así los es en el contexto actual de los Estados Unidos. Quisiera concluir
mis breves palabras con una pregunta muy sencilla: ¿Con qué propósito han
traído hoy algunos de nuestros panelistas un instrumento musical? (A bote
pronto, los músicos culminaron esta mesa con un breve Siquisirí.)
1 José Raúl Hellmer Pickman (Filadelfia, Pensylvania, 27 de octubre de 1913-Ciudad de México, 13 de
agosto de 1971) fue un investigador pionero en la realización de grabaciones de campo de las diversas
variantes musicales regionales mexicanas.
2 Jas Reuter. Doctor en Filosofía por la UNAM. Autor de los títulos: Los instrumentos Musicales en México,
Fonart (1982), La música popular en México, Panorama Editorial (1985); Integrante del grupo Los
Folkloristas (1966-1971).
3 Las músicas jarochas ¿De dónde Son?, Andrés Barahona Londoño, Conaculta, 2013, p. 462.
4 Las fiestas patronales de Tlacotalpan, en honor a la Virgen de la Candelaria se han convertido en el
escenario predilecto de los jóvenes jarochos que celebran el llamado Encuentro de Jaraneros.
5 CECAM. Centro de Capacitación y Educación Musical Mixe. Es un centro de Educación Musical indígena
que es autónomo en su organización, operación y planes de estudios, con apoyo eventual y aislado por parte
de las instituciones gubernamentales estatales y federales. Único en México, fue fundado en 1977.