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Apolo vigilante yacía encaramado en lo más alto del mar de las aves.
Iluminaba las cabezas de todos los hombres por igual, doblegando desde el
más insignificante hombre hasta el más vigoroso de los espíritus. Nada
escapa a su mirada, sus brasas alcanzan a todos y cada uno, y quema en la
misma existencia.
》De esta vida que no es, sin embargo, vida nada me libra ¡Desgraciado de
mí! —se decía—. Soy aplastado por el peso de una desazón, de un
desencanto de la vida, de una apatía ante todo y todos. No hay goces ni
penas que exalten ni turben mi ánimo: he quedado reducido al papel de un
autómata, de una máquina que piensa sin corazón y vive sin alma. Nada
siento, salvo este profundo desencanto, este desencanto que se clava como
daga en el alma misma y en la misma alma duele, y duele una atrocidad.
Mas este profundo pesar es prueba de que estoy vivo y tengo alma y siento
(pues, no podría decirse que las máquinas sientan, ergo tengo alma y estoy
entre los vivos, entre los hombres de carne y hueso). De repente todo mi
ánimo se recompone y me regocijo de saberme vivo. Pero no es más que
un medio día efímero, pronto vuelven las nubes y el ambiente recobra su
tono lúgubre.
Lucho con los ajenos a la vez que conmigo propio, y me venzo, y esta
guerra continua es mi vida.
***
—No salga con esas, hombre, no se deje guiar por las habladurías. La
gente cuando está aburrida es capaz de todo, hasta de inventar chismes
ridículos como este —le reprochó el dueño de la casa: un hombre
imponente, muy elegante y ya entrado en años, de facciones que
resultaban inescrutables.
—Ya comprendo. Pero ¿a qué los rodeos? ¿No cree usted que esta
introducción no hace más que retrasar el inicio de su relato? Al grano,
hombre, al grano.
》Resulta, pues, que han asesinado a una muchacha, una mozuela apenas,
dieciséis años tenía la pobre —adelantó torpemente el hombre.
》—Que injustos son ustedes. Se trata nada menos que de un ser humano
y se quieren deshacer de él como de la lepra, ¡víboras!
—Se trata nada más de una cuestión punitiva: determinar la clase de pena
y la cuantía de esta que corresponde al desdichado —intervino el muchacho
mientras se acariciaba y jugaba con los bucles de su cabello negro y
ensortijado.
—Pero, Sr. Alcalá, usted no puede realmente pensar así, estoy convencido
de que no cree lo que está diciendo. Es la cólera que se ha apoderado de
usted la que pronuncia esas palabras, la que se las pone en su lengua y
usted no hace más que escupirlas —contestó escéptico, pero no menos
indignado, el mozuelo.
—¿Y quién siente compasión por este hombre de carne y hueso, este
hombre que ha quedado degradado a monstruo, como usted lo llama, que
siente y quiere, y que sufre todo el peso de la existencia? El criminal, a
pesar de todo, sigue siendo un hombre. Su calidad de tal es inalienable.
Está en su misma esencia ser libre, y solo los hombres son conscientes de
su libertad. Y esta consciencia es lo que les hace ser hombres. ¿Cómo,
pues, podemos acabar con su libertad? ¿Cómo, pues, podemos elegir por él
la posibilidad que pone fin a todas las posibilidades: la muerte?
—Me temo, mi joven amigo, que en este particular caso sí está justificado
proceder como exige el Sr. Alcalá —intervino el amo de la casa—. Aunque
las razones que defiendo son de una naturaleza totalmente distinta a las
suyas.
Cuando creía que su muerte sería un padecer lento y doloroso: una agonía
perpetua, súbitamente las paredes le aprisionaron aún más hasta aplastarle
por completo.
***
》No temo por mi vida, acaso tampoco siento remordimiento alguno, acaso
volvería a jalar el gatillo y cuántas cosas más haría sin atender a la razón,
obedeciendo ignorados propósitos: ya no soy un hombre.
Tal vez esa era la razón por la que aún no terminaba de darse por vencida
con aquel juicio. Porque si no podía volver en el tiempo y corregir lo que
pasó aquella noche entonces tenía que hacer todo lo que estaba en su
poder para obtener justicia por lo sucedido. Porque a pesar de los errores
que había cometido, ella seguía siendo la víctima de aquella historia y lo
mínimo que merecía era saber que el responsable estaba encerrado en un
lugar en dónde nunca más podría volver a herir a otra persona.
O al menos eso era lo que había pensado al principio, cuando se armó del
valor suficiente para ir en busca de un abogado que la represente en su
merecida persecución de justicia. En aquel entonces ella había sido mucho
más crédula. Aún patéticamente inocente en un mundo que ya le había
mostrado que solo los más astutos lograban sobrevivir. Un mundo pintado
en escalas de grises que se iban oscureciendo con manchas de sangre y en
dónde es prácticamente imposible encontrar a alguien que esté dispuesto a
hacer lo correcto por razones altruistas. Y lo peor de todo era que, incluso a
pesar de lo que le había pasado, ella aún había seguido viendo al mundo a
través de un par de lentes con lunas de color rosa, a través de los cuales
era posible ignorar la realidad de cómo funciona verdaderamente el mundo
y seguir creyendo en lo mejor de las personas.
Las lunas rosas de sus lentes se habían ido quebrando poco a poco, hasta
que no le quedó más opción que quitárselos y ver el mundo en dónde vivía
como realmente era. Y todo había comenzado el día que se reunió con su
abogado por primera vez.
Mirando atrás, no pudo evitar preguntarse por qué creyó que todo se
volvería sencillo en el momento que contara con el respaldo de un
abogado. ¿Qué era lo que pasó por su cabeza cuando se sentó delante de
ese hombre de leyes y pensó que él la iba a defender porque entendía por
lo que estaba pasando? Su abogado le había dejado claro desde el principio
que la iba a defender porque para eso le estaba pagando pero no porque
creía que su causa era lo suficientemente merecedora.
Ante sus palabras, ella no había podido evitar encogerse en su asiento con
vergüenza, sabiendo que él estaba en lo correcto. La mañana en la que se
despertó adolorida y desorientada en una cama que no era la suya, en una
habitación en mal estado cuyas paredes lucían carcomidas por el descuido y
el tiempo, con un puñado de confusas memorias que pintaban una verdad
aterradora y la seguridad de que había algo fundamentalmente mal con
ella; esa era la mañana en dónde tenía que haber hecho algo. Cualquier
cosa. Llamar a su madre y pedirle un consejo, contarle a su mejor amiga y
enfrentar juntas aquel lío, ir a un doctor y exigir el análisis que confirmaría
las sospechas que la llevaban persiguiendo desde el momento en que abrió
los ojos. Cualquier cosa hubiera sido mejor que quedarse callada,
demasiado disgustada consigo misma ante las abrumadoras memorias
como para reaccionar adecuadamente. Le tomó varios días, recluida en el
interior de su hogar en un vano intento de pretender que sus memorias
eran un producto de su imaginación, hasta que finalmente decidió
confirmar sus temores. Pero para ese momento ya era demasiado tarde, la
mayoría de sus moretones habían desaparecido y los rastros de lo que sea
que le habían echado a su trago para marearla y hacerle perder el
conocimiento ya habían dejado su cuerpo. A causa de su miedo y
vergüenza, había perdido cualquier oportunidad de conseguir pruebas de lo
que ese maldito le había hecho aquella noche.
Sentado detrás de su mesa, el juez era como el rey de aquella corte, con
todo el poder de acabar con la libertad de un hombre o dejarlo ir para que
continuara haciendo lo mismo que le había hecho a ella a otras personas. A
pesar de no tener corona, su silla representaba el trono de aquel salón y
ninguno de ellos podía discutir el poder que ello conllevaba. Su decisión
podía significarlo todo para uno de ellos y, sin embargo, ahí estaba,
luciendo exasperado e impaciente por poder retirarse. Se le había confiado
el deber de asegurarse que las leyes fueran cumplidas y tenía el poder para
sancionar a los que las rompían, y aun así no la miró a los ojos mientras
contaba como otra persona abusó de ella. En aquel rostro no había nada
más que fría indiferencia.
¿En dónde habían quedado las leyes que todos los abogados en esa sala
juraron seguir y proteger? ¿En qué momento ella había dejado de ser una
persona merecedora de atención y pasó a ser el número de un caso más
que tenía que ser terminado? ¿En dónde estaba la justicia? ¿Es que acaso
existía en aquel sistema corrupto que se negaba a ver a las personas como
los seres con sentimientos que eran? Ella no tenía la respuesta a ninguna
de sus preguntas y tal vez esa era una respuesta en sí misma. Tal vez
había sido demasiado esperar decisiones altruistas y compasivas de un
grupo de personas que usaban las leyes de la forma que mejor les convenía
para así poder alcanzar sus propósitos.
Al final de todo, parecía que incluso cuando no llevaba los lentes de luna de
color rosa aún seguía siendo incapaz de ver al mundo como realmente era.
Porque si había algo que le enseñó aquella experiencia era que todas las
personas veían aquello que querían ver y actuaban movidos por sus
intereses personas. Todos los que estaban en esa sala era una prueba
viviente de eso. El acusado solo estaba ahí porque no quería ir a la cárcel,
los dos abogados estaban hablando en defensa de los intereses de sus
respectivos clientes porque les habían pagado por eso, el juez los
escuchaba porque el Estado le pagaba para eso y ella lo comenzó todo en
un intento de conseguir el final para aquel capítulo de su vida.
Solo que no iba a conseguir ningún tipo de cierre en aquel lugar. No cuando
se sentía como una marioneta, obligada a mantenerse al lado de su
abogado y continuar con aquel juicio a pesar de que lo único que quería era
salir corriendo de aquella sala que estaba absorbiendo las últimas de sus
fuerzas. Pero ya no había nada que ninguno de ellos pudiera hacer. La
historia había sido escrita, los libretos repartidos y el telón había sido
levantado hace mucho tiempo. Lamentablemente para ella, la obra ya
había comenzado y no le quedaba otra opción más que continuar hasta
llegar al final. Tal vez entonces podría respirar tranquila nuevamente y
tratar de empezar el nuevo capítulo de su historia con otro color de tinta.
Un color que reflejara la esperanza de un final diferente.
Sin embargo, por ahora no podía hacer nada más que guardar silencio y
continuar escuchando como el juicio procedía a su alrededor. Sabía que
ninguno de ellos estaba particularmente interesado en ella ahora que su
momento para hablar había terminado, su turno había acabado y eso
quería decir que era el momento de que los abogados discutieran entre
ellos, usando todo lo que tenían a su disposición para ganar aquel caso y
así demostrar que eran mejor que el otro. En su silla, el juez continuó
observando todo con su expresión completamente pasiva, sus ojos
ocasionalmente viniendo a la vida por unos segundos cada vez que uno de
los abogados mencionaba algo lograba capturar su atención.
Este hombre que, por fin, se estira y se levanta de un apurado brinco para
poder llegar a tiempo a su trabajo, es Joaquín Prieto; trabajador tardío de
cincuenta y ocho años, buen vecino de la calle Mariscal Castilla, de francos
ojos marrones y de mentón partido, rasgo que ha sido transmitido en su
familia de generación en generación. Se asea, y pasa de su improvisado
pijama a su típico y grisáceo atuendo enterizo de trabajo; sujeta su viejo
casco blanco y acomoda sus llaves y cinco monedas de un sol en un
pequeño bolso que siempre pende en su espalda. Antes de salir, nunca
olvida despedirse de su animado can, producto del cruce de una
purasangre labradora y un perro de la calle.
—Gusto en verlo, Señor Prieto —saluda una vibrante y jovial voz. Joaquín
alza la mirada y se encuentra con el mocillo bien perfumado y sonriente. Al
observar el fino traje negro del estilizado abogado, de algún modo, se
siente aliviado. No tiene nada que temer, se dice así mismo, está en
buenas manos, el joven parece inteligente y de los que saben lo que hacen
— Ha venido muy temprano, ¿buen día el de hoy no cree?
—Muy buenas tardes, a todas las partes aquí presentes, esta Audiencia de
Conciliación tiene como objetivo generar el diálogo entre los justiciables…
—comienza a perorar aquel hombre corpulento que, sin duda, Joaquín
reconoce como el juez.
—Qué bueno, que por lo menos estén aquí los tres —señala el abogado al
solo ver frente a él a Joaquín, Teodomiro y otro señor. Los demás sabían
bien que debían asistir, pero simplemente ya no querían saber más del
asunto. Habían oído desesperanzadores rumores en los locales de copas.
Se decía ahora que la empresa estaba despidiendo a muchos trabajadores
y ellos atribuían que la razón no podía ser más que, la toma de represalias
por las continuas demandas que se estaban entablando contra ella, así que,
inocentemente, pensaron que con su inasistencia y falta de interés ante el
abogado, un proceso se finaliza—. Le contarán así a sus demás colegas las
noticias que a mi pesar son malas… —agrega el abogado con un opaco y
descompuesto semblante, sus ojos agudos y negros contienen cierto
nerviosismo que se esconde en sus pupilas.
—Les propongo desistir del caso —les dice con las manos unidas sobre su
escritorio—. Analizando el expediente, parece que hay un inconveniente
con la demanda.
Las cosas no podrían ir mejor para Joaquín Prieto. Los días continúan
tranquilos para él: se levanta cada mañana, se asea y va a trabajar; un
procedimiento que se repite… siempre.
Un hombre tan erudito como Estrada sabe lo que hace, piensa Joaquín, es
educado (según dice su título, en una de las mejores Universidades de
Lima) y es un hombre franco y astuto. Joaquín mira a Teodomiro y este
desinflando sus hombros, y conmovido por lo que dice el abogado y
teniendo en mente la precaria situación económica en la que se encuentra,
se impulsa hacia adelante y trae el teléfono cerca de su boca.
Llega ese esperado día, como siempre, Joaquín está media hora antes,
nervioso y atolondrado; el rostro triunfante de su defensor apenas puede
otorgarle una diminuta tranquilidad. «Hoy es el día, todo o nada»,
piensa, «ojalá no pierda sino me despedirán como a Lucho».
Fin.