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SOBRE UNA CÁRCEL LLAMADA LIBERTAD

SAMUEL ANGELLO ARAUJO CORNEJO

Apolo vigilante yacía encaramado en lo más alto del mar de las aves.
Iluminaba las cabezas de todos los hombres por igual, doblegando desde el
más insignificante hombre hasta el más vigoroso de los espíritus. Nada
escapa a su mirada, sus brasas alcanzan a todos y cada uno, y quema en la
misma existencia.

Algunas constituciones soportan inmutables sus latigazos, que les


desgarran las espaldas; mientras que la naturaleza de otras es tan sensible
que se retuercen de dolor tras el primer azote. Hay quienes experimentan
tan agudamente su flagelo que sienten que se les rompe la vida a cada
hora y a cada minuto se ahogan en el insondable mar de la desesperanza;
mientras que apenas y ejerce influencia en la vida de otros, que no son
conscientes del yugo que oprime sus espaldas.

En una miserable buhardilla, E. Compson era alcanzado por las saetas de


la angustia. Sofocado por el trajín, padecía bajo el peso del mismo cielo y
de su propia existencia:

》De esta vida que no es, sin embargo, vida nada me libra ¡Desgraciado de
mí! —se decía—. Soy aplastado por el peso de una desazón, de un
desencanto de la vida, de una apatía ante todo y todos. No hay goces ni
penas que exalten ni turben mi ánimo: he quedado reducido al papel de un
autómata, de una máquina que piensa sin corazón y vive sin alma. Nada
siento, salvo este profundo desencanto, este desencanto que se clava como
daga en el alma misma y en la misma alma duele, y duele una atrocidad.
Mas este profundo pesar es prueba de que estoy vivo y tengo alma y siento
(pues, no podría decirse que las máquinas sientan, ergo tengo alma y estoy
entre los vivos, entre los hombres de carne y hueso). De repente todo mi
ánimo se recompone y me regocijo de saberme vivo. Pero no es más que
un medio día efímero, pronto vuelven las nubes y el ambiente recobra su
tono lúgubre.

》Soy un pequeño barro que se moldea a su antojo. Soy materia a la vez


que artista, que a cincelazos se forma y se agota, y maximiza sus potencias
a la par que se extingue a sí mismo. Pero los otros son también mi martillo
y yo su yunque y me moldean según su voluntad a la vez que pretendo
ensancharme y dilatar las paredes de este molde que son los otros. No
lograrán acabar con este pobre barro. O ellos o yo, no hay concilio posible:
¡lucharemos!

Lucho con los ajenos a la vez que conmigo propio, y me venzo, y esta
guerra continua es mi vida.

¿Qué no daría por un poco más (o un poco menos) de libertad? Ningún


precio es demasiado alto a cambio de un poco de calma.

》 Así meditaba yo cuando vagaba sin rumbo por la ciudad, dejándome


arrastrar por mis pies hacia mi porvenir.
Sin saber cómo, acabé en una armería y compré un revólver. Solo entonces
pude vislumbrar mi destino, solo entonces me percataba de mi decisión. Se
me reveló la puerta de la libertad: la posibilidad que pone fin al resto de
posibilidades. Lo que hacía (así lo creí en ese entonces) era un acto de
rebelión: se burla de la vida quién le pone fin según sus propios términos, a
su antojo, sin dejarle seguir su curso natural; quien en un acto
de libertad pone fin a la suya propia. No me regían entonces las leyes de
los hombres ni el sentido común (que no es otra cosa que el instinto de
conservación); estaba como poseído por una fuerza irresistible, por una
voluntad (la mía propia) como jamás la había experimentado, mi resolución
era inquebrantable. Había, pues, tomado la decisión.

》 Sin darme cuenta salí de la tienda y ya recorría la ciudad en busca de


algo, no sabía de qué, de un lugar propicio tal vez. Mi odio y desprecio por
todo cuanto me rodeaba (que hasta hacía pocas horas ocupaba por
completo mi pensamiento) se había disipado y ahora era invadido por un
júbilo y por una ligereza de cuerpo y de espíritu tan intensos que me
parecía no estar caminando sino flotando. Y así flotando fue como aterricé
de pronto en la realidad y volví a experimentar aquel odio hacia la vida
misma, pero mil veces más exaltado, y sentí que cien cuchillos se clavaban
en mi piel. Entonces caminaba furioso, presentía la fatalidad y estaba
dispuesto a cumplir con mi compromiso.

》—¡Palabra que lo cumplo! —me repetía para mantener la fortaleza.

》 Recargué el revólver y jalé del gatillo. Pero no fue mi carne la que


atravesó la bala. Un ente cruzó su camino con el mío y canjeamos nuestras
vidas (él canjeó su vida por mi muerte, a la vez que yo hice lo propio).
Mi resolución, que hasta ese momento se mantuvo incólume, no rehuyó el
desenlace fatal, pero sí reacondicionó mi conducta y ese pobre ente sufrió
las consecuencias. Entonces le compadecí verdaderamente y me sentí aún
más desgraciado. Lloré hasta hacerme todo lágrimas, hasta que por las
venas me corrían lágrimas y la sangre me brotaba de los ojos. Y esta
sangre parecía teñir de escarlata la alfombra sobre la que descansaba mi
víctima.

》Solo después experimenté el horror:

》—¡Me cogerán, me cogerán! ¡Van a acabar conmigo! ¡Ay de mí!

》Solo atiné a salir corriendo y no paré de correr hasta llegar a casa《.

***

Tres amigos almorzaban en el jardín de una vieja y elegante casona. Jardín


adornado por magníficos jacarandás de cuyas trémulas ramas brotaban, en
un contraste entre la sobriedad de la muerte y el brillo de la vida,
purpúreas flores que eran desprendidas, como un amante se desprende de
sus ropajes, como jugando, por unas frescas ráfagas, y saltaban de sus
ramas y se abandonaban a la voluntad del viento impregnando su dulce
fragancia por todo el ambiente.

Un redondel de blanco mármol pulido que se desparramaba sobre el verde


de la alfombra de la naturaleza hacía las veces de comedor cuando las
condiciones del día eran propicias para un banquete al aire libre.
Flanqueado por columnas también de mármol era la base de lo que parecía
un saloncito cuyas paredes no eran otras sino los imponentes árboles del
jacarandá y las esculturas de héroes de antiguas épocas magistralmente
trabajadas en alabastro. Sobre aquel, unos silloncitos de madera forrados
de terciopelo carmesí rodeaban una gran mesa de roble —antaño el soporte
de los estudios de dibujo consagrados a hacer eco de aquel formidable
paisaje, así como de los planos dedicados a la refacción de la casona y a
cuantos proyectos arquitectónicos se emprendiesen— sobre la que se
servían los manjares y a la que estaban sentados los tres hombres.

Un hombre de rostro grosero y vulgar, en cuyo semblante podían leerse


emociones despóticas que tiranizaban su carácter, ataviado con modestos
ropajes: un pantalón de lino blanco y una camisa a cuadros de algodón ya
gastados por el tiempo, en quien las maneras intentaban inútilmente ser
elegantes, se atragantaba con la comida.

—¿Están al tanto de los últimos hechos, caballeros? —preguntó en voz


baja, como quien está a punto de revelar un secreto y quiere despertar la
emoción en su interlocutor—. Tenemos un monstruo en la ciudad.

—No salga con esas, hombre, no se deje guiar por las habladurías. La
gente cuando está aburrida es capaz de todo, hasta de inventar chismes
ridículos como este —le reprochó el dueño de la casa: un hombre
imponente, muy elegante y ya entrado en años, de facciones que
resultaban inescrutables.

—No me malinterprete usted, por favor. Si digo que hay un monstruo, no lo


hago porque me haya dejado guiar por las habladurías, como usted dice;
mi afirmación es de carácter científico. Sí, científico. No se extrañe usted,
por favor, no me mire con esos ojos.
Por otra parte, no me refiero a un monstruo en el sentido literal, no hablo,
pues, de esos seres horribles de las novelas de terror; si me refiero a
un monstruo lo hago en el sentido metafórico.

—Ya comprendo. Pero ¿a qué los rodeos? ¿No cree usted que esta
introducción no hace más que retrasar el inicio de su relato? Al grano,
hombre, al grano.

—Tiene usted razón, pero es precis-…

—No se distraiga más, estamos ansiosos de oírle —le interrumpió un joven,


elegantemente vestido, de ojos grandes y profundos y rasgos finos, cuyas
maneras, si bien carecían de ese vigor característico entre los jóvenes de
su edad, eran ejemplares.

—No se exalte usted, por favor, ya voy ya voy…

Y adquiriendo un tono solemne comenzó su narración:

》Resulta, pues, que han asesinado a una muchacha, una mozuela apenas,
dieciséis años tenía la pobre —adelantó torpemente el hombre.

》 Estaba yo caminando por la Av. Los libertadores cuando al llegar a la


Plaza Pública me topé con una multitud aglomerada en torno a otros dos
grupos más pequeños que discutían acaloradamente. Para mi suerte la
discusión apenas había empezado y pude escucharla en su mayor parte.
Aun así tomé las precauciones necesarias: rápidamente me informé de la
cuestión en boga —aclaró, vanagloriándose de su astucia y buen juicio.

》 El primer grupo pecaba de exceso en el tono en que formulaban sus


medidas, mas la justicia (de esto me di cuenta más tarde) de estas era
ejemplar:

》 — ¡No merece compasión, él no la tuvo con su víctima! ¡Mal con mal se


paga! —exclamaban.

》El segundo grupo alegaba razones humanitarias:

》—No es más que un desdichado. La pena capital es un exceso.

》A lo que el primer grupo respondía:

》 — Es un monstruo, su sola existencia nos pone en peligro. Quisiéramos


ver que ustedes que son sus defensores le alojen en sus casas y le sienten
a la misma mesa con sus hijas.

》Pero no se tardó en oír la réplica:

》—Que injustos son ustedes. Se trata nada menos que de un ser humano
y se quieren deshacer de él como de la lepra, ¡víboras!

》 Así vociferaban, argumentaban y contrargumentaban y la discusión


parecía no llegar a su fin.

》Terminada la discusión fui a entrevistarme con un amigo mío que trabaja


en el Poder Judicial, a interrogarle sobre los acontecimientos. Déjenme
decirles, amigos míos, que tengo información de primera mano, y de la
fuente más confiable.
》La muchacha no fue ni robada ni ultrajada, y el criminal ni se molestó en
encubrir su crimen.

Les digo que se trata de un monstruo, un verdadero monstruo. Cuando le


cogieron e interrogaron no supo decir porqué lo había hecho. Tal parece
que por aburrimiento. Lo ha hecho por apatía, en un intento de darle color
a su miserable vida.

¿Verdad que se trata de un monstruo? Con gente como esa no se puede


tratar《.

Los tres hombres permanecieron en silencio un largo rato, mientras el


viento, que levantaba consigo los pétalos morados y les hacía danzar y dar
mil piruetas para su diversión, les acariciaba los cabellos. Adoptaron un aire
grave y meditabundo, parecían (sin que en realidad lo estuviesen)
consternados por la noticia.

Finalmente se rompió el silencio:

—Se trata nada más de una cuestión punitiva: determinar la clase de pena
y la cuantía de esta que corresponde al desdichado —intervino el muchacho
mientras se acariciaba y jugaba con los bucles de su cabello negro y
ensortijado.

—Yo digo, pues, que le corresponde la pena capital. ¡Imagínense a cuantas


muchachas, a cuantas muchachas indefensas más, asesinaría si después de
haber pasado unos años en el hoyo se le pone en libertad! Esa gente no
cambia. Y menos un monstruo como este.

—Pero, Sr. Alcalá, usted no puede realmente pensar así, estoy convencido
de que no cree lo que está diciendo. Es la cólera que se ha apoderado de
usted la que pronuncia esas palabras, la que se las pone en su lengua y
usted no hace más que escupirlas —contestó escéptico, pero no menos
indignado, el mozuelo.

—¡Palabra que lo creo! Es más, estoy convencidísimo de la justicia de mis


afirmaciones. Este hombre, este monstruo, ha arrebatado ya una vida, ese
bien tan preciado que pretende defender usted ¡Tenga algo de sensibilidad,
empatía siquiera, con las víctimas!

—¿Y quién siente compasión por este hombre de carne y hueso, este
hombre que ha quedado degradado a monstruo, como usted lo llama, que
siente y quiere, y que sufre todo el peso de la existencia? El criminal, a
pesar de todo, sigue siendo un hombre. Su calidad de tal es inalienable.
Está en su misma esencia ser libre, y solo los hombres son conscientes de
su libertad. Y esta consciencia es lo que les hace ser hombres. ¿Cómo,
pues, podemos acabar con su libertad? ¿Cómo, pues, podemos elegir por él
la posibilidad que pone fin a todas las posibilidades: la muerte?

—Pero ese hombre, como usted aún se empeña en llamar, ya ha elegido


aquella posibilidad que pone fin al resto de posibilidades, y lo ha hecho
para su víctima. Es justo, pues, que el mal que ha causado le sea retribuido
en la misma medida.

—Sin embargo, nada se saca de aquello. El talión resulta inadmisible: no


corresponde al Estado la educación moral de sus súbditos, la expiación de
los pecados solo compete al Tribunal Divino.

—Me temo, mi joven amigo, que en este particular caso sí está justificado
proceder como exige el Sr. Alcalá —intervino el amo de la casa—. Aunque
las razones que defiendo son de una naturaleza totalmente distinta a las
suyas.

Los otros dos hombres permanecieron inmóviles y no hicieron más que


verle: el silencio debía comunicarle sus expectativas. Pronto comprendió el
propietario que se trataba de una invitación a que hiciera alarde de su
elocuencia y empezó con su monólogo:

》 La vida en sociedad, es decir, la vida bajo el manto del Derecho, es un


inmenso sistema de comunicaciones. Toda la constelación de normas no es
otra cosa que el vehículo en el que se traslada la voluntad del Orden hacia
sus súbditos. Somos gracias al Orden, somos en virtud de Él: Él nos ha
formado según sus límites (a su imagen y semejanza) ¡Infame aquel que
pretenda lo contrario! Se engaña a sí mismo a la vez que pretende engañar
a los otros.

》 La conducta de nuestro criminal no participa del Orden, se encuentra


fuera de Él. Toda conducta es lícita para aquel: representa un retorno al
Estado de Naturaleza. Está incapacitado para la vida en sociedad, no queda
más remedio que desechársele.

No hay tregua posible entre él y el Orden: será inminentemente aplastado


por cada engranaje de esta formidable maquinaria. Debe perecer, la
supervivencia de la maquinaria lo exige《.

》Vox Ius, vox Dei《, pensó el muchacho.

—¡Qué teoría más maravillosa tiene usted! ¡Realmente fantástica! —


exclamaba Alcalá, preso de una excitación provocada por el encanto de las
palabras del propietario— ¿No lo cree así, joven Joaquín? Es la realidad
superando a la ficción.

No obtuvo respuesta. Aquellas palabras habían calado hondo en la


consciencia, en la carne y en el alma misma del mozuelo.

Entonces Joaquín Alcázar comprendió el terrible destino que le llegaría


irremisiblemente al pequeño monstruo, al pequeño enemigo del Orden.
Entonces se sintió preso de un sentimiento que le oprimía el pecho, como si
desde entonces respirase otro aire. Había vislumbrado por primera vez y
sin tapujos la enorme maquinaria de la que él era solo un engranaje más,
de la que no podía renunciar a ser sino un engranaje; se sintió al pie de
una enorme fortaleza a la que era conducido con grilletes que roían sus
muñecas y le destrozaban la piel de los tobillos. Y sintió que unas paredes
hacían cada vez más y más estrecha su libertad hasta que quedó reducido
a un pequeño espacio en donde apenas podía hacer el menor movimiento.
Hinchar su pecho y llenar sus pulmones de aire le dolía una atrocidad; no
podía dormir en su pequeña celda, el dolor no se lo permitía; no se le
alimentaba; y se hundía en su propia podredumbre.

》 Muerte más inhumana no podrían concederme, hace tan solo unos


instantes sentía que el universo entero se doblegaba ante mí: el ruiseñor
cantaba para mi deleite, la rosa se sonrojaba ante mi presencia, pétalos y
hojas danzaban para mí; todo eso me ha sido negado ¡Ay de mí! ¡Cuán
desgraciado soy!《.

Antes había sentido lástima por el desdichado. Ahora lo compadecía


verdaderamente: sufría con él, padecía bajo el mismo yugo. Solo entonces
experimentó aquel atroz dolor que es el saberse responsable de sus propios
actos, de su propio destino, a la vez que se encuentra uno preso: solo
entonces experimentó vivamente la angustia.

Cuando creía que su muerte sería un padecer lento y doloroso: una agonía
perpetua, súbitamente las paredes le aprisionaron aún más hasta aplastarle
por completo.

Despertó de un terrible sopor, de un horrible sueño, y contempló la luz del


día.
Vio al turquesa del cielo ceder su lugar, tiñéndose de los más exquisitos
colores: ya de distintos matices de un naranja en que se funden desde la
sutil belleza de un pálido melocotón hasta la imponente elegancia de un
naranja cobrizo, ya de colores violáceos que coquetean con el lila. Apolo
lanzó sus últimas flechas de oro viejo y estas rebotaron en las purpúreas
flores haciéndolas resplandecer: el jardín se tiñó lo mismo que el cielo, éter
y materia se confundieron en un lienzo que recuerda las postales del Japón
espectral y evoca, también, sentimientos e impresiones olvidadas con los
días idos, acaso imperceptibles para el corazón de los hombres de nuestro
tiempo, acaso reservados a las almas cuya sensibilidad no ha sido mellada.
Entonces no era ya el mismo.

***

》 Se ha dictado mi sentencia condenatoria. No he apelado a los altos


tribunales: no es mi intención retrasar la ejecución ni prolongar mi
sufrimiento. Se me niega la calidad de persona, y con ello todos mis
derechos.

》 Cuando me trasladaban una multitud me rodeaba y acompañaba mi


marcha con cantos hostiles: me odian a la vez que me temen.

》”Yo el abominable” —como dijese algún personaje de la ficción borgiana—


he de perecer; y esta enorme maquinaria (con cada uno de sus
engranajes) debe cumplir con su deber: ser el eterno verdugo.

》No temo por mi vida, acaso tampoco siento remordimiento alguno, acaso
volvería a jalar el gatillo y cuántas cosas más haría sin atender a la razón,
obedeciendo ignorados propósitos: ya no soy un hombre.

》 Que me juzguen los viejos, que ensayen sus argumentos y


contrargumentos. Que los unos desaten su furia e indignación y los otros su
compasión. Que se me examine concienzudamente, como a un espécimen
recién descubierto, sui generis. Que intenten escudriñar en mi conciencia,
ya no encontrarán nada.
Verán en mi alma un espejo que refleja su propia miseria y podredumbre, y
se horrorizarán; y condenarán en mí los vicios que encuentren en sus
propias almas a la vez que se avergüenzan de sí mismos.
Que me juzguen las generaciones venideras o que se me olvide como a un
hecho trivial.

》”Yo el abominable” he de perecer《.

La Plaza de Armas fue inundada por un mar de gente. La algarabía invadía


la atmosfera: la ciudad estaba de fiesta. Bocinas escupían vulgares
melodías que flotaban hasta los oídos de la gente y poseíales un demonio
que les hacía dar toda clase de contorsiones: Dionisio se apoderó de sus
cuerpos. Los movimientos eran tan bruscos y vigorosos que no eran ya
hombres sino verdaderas bestias quienes los ejecutaban: la excitación
rayaba en el paroxismo.

El escenario, el público y el ambiente mismo estaban dispuestos para la


aparición del actor principal, pero el espectáculo jamás llegó a su punto
cumbre y los espectadores, que hacían las veces de actores secundarios, se
retiraron insatisfechos de la función.

》 Se ha muerto de culpa 《 , decían los unos. 》 Ha sido Dios que le ha


fulminado por sus pecados《, decían los otros.

Quizás en su fría celda fue invadido por un destello de lucidez. Quizás


comprendió que aún preso no había sido privado de su libertad. Y quizás se
ha muerto de libertad: aplastado por el peso de su propia libertad.

La conciencia de un hombre es un fuero lo mismo impenetrable que


insondable, en cuanto a sus motivos nada se puede saber. E. Compson ha
muerto, acaso él mismo era consciente de los motivos que lo llevaron al
trágico desenlace.
SILENCIO

ANA LUCÍA GUTIERREZ GOZZER

No por primera vez, se preguntó si había tomado la decisión correcta. Tal


vez lo mejor hubiera sido mantenerse en silencio, pretender que todo
estaba bien y continuar con su vida como si nada hubiera pasado. Al fin y al
cabo, su decisión no había contribuido en ningún aspecto de su vida. En su
lugar, estaba logrando diezmar los pocos ahorros que tenía guardados y, lo
que era aún peor, estaba prolongando un capítulo de su vida que le hubiera
gustado haber dado por terminado hace mucho tiempo. La verdad era que,
si de ella dependiera, reescribiría toda la historia para así no cometer el
error que desencadenó la cadena de eventos que la habían traído hasta ese
momento en específico. Pero eso era imposible. La tinta que se usó para
escribir la historia de su pasado llevaba mucho tiempo seca y no había
nada que ella pudiera hacer para cambiarlo.

Tal vez esa era la razón por la que aún no terminaba de darse por vencida
con aquel juicio. Porque si no podía volver en el tiempo y corregir lo que
pasó aquella noche entonces tenía que hacer todo lo que estaba en su
poder para obtener justicia por lo sucedido. Porque a pesar de los errores
que había cometido, ella seguía siendo la víctima de aquella historia y lo
mínimo que merecía era saber que el responsable estaba encerrado en un
lugar en dónde nunca más podría volver a herir a otra persona.

O al menos eso era lo que había pensado al principio, cuando se armó del
valor suficiente para ir en busca de un abogado que la represente en su
merecida persecución de justicia. En aquel entonces ella había sido mucho
más crédula. Aún patéticamente inocente en un mundo que ya le había
mostrado que solo los más astutos lograban sobrevivir. Un mundo pintado
en escalas de grises que se iban oscureciendo con manchas de sangre y en
dónde es prácticamente imposible encontrar a alguien que esté dispuesto a
hacer lo correcto por razones altruistas. Y lo peor de todo era que, incluso a
pesar de lo que le había pasado, ella aún había seguido viendo al mundo a
través de un par de lentes con lunas de color rosa, a través de los cuales
era posible ignorar la realidad de cómo funciona verdaderamente el mundo
y seguir creyendo en lo mejor de las personas.

Las lunas rosas de sus lentes se habían ido quebrando poco a poco, hasta
que no le quedó más opción que quitárselos y ver el mundo en dónde vivía
como realmente era. Y todo había comenzado el día que se reunió con su
abogado por primera vez.

Mirando atrás, no pudo evitar preguntarse por qué creyó que todo se
volvería sencillo en el momento que contara con el respaldo de un
abogado. ¿Qué era lo que pasó por su cabeza cuando se sentó delante de
ese hombre de leyes y pensó que él la iba a defender porque entendía por
lo que estaba pasando? Su abogado le había dejado claro desde el principio
que la iba a defender porque para eso le estaba pagando pero no porque
creía que su causa era lo suficientemente merecedora.

 Pero no tienes pruebas de tus acusaciones. – fue lo primero


que le dijo luego de que ella le contó toda la historia con la voz
quebrada y la mirada desenfocada, demasiado humillada con la
situación como para mantener contacto visual.

Ante sus palabras, ella no había podido evitar encogerse en su asiento con
vergüenza, sabiendo que él estaba en lo correcto. La mañana en la que se
despertó adolorida y desorientada en una cama que no era la suya, en una
habitación en mal estado cuyas paredes lucían carcomidas por el descuido y
el tiempo, con un puñado de confusas memorias que pintaban una verdad
aterradora y la seguridad de que había algo fundamentalmente mal con
ella; esa era la mañana en dónde tenía que haber hecho algo. Cualquier
cosa. Llamar a su madre y pedirle un consejo, contarle a su mejor amiga y
enfrentar juntas aquel lío, ir a un doctor y exigir el análisis que confirmaría
las sospechas que la llevaban persiguiendo desde el momento en que abrió
los ojos. Cualquier cosa hubiera sido mejor que quedarse callada,
demasiado disgustada consigo misma ante las abrumadoras memorias
como para reaccionar adecuadamente. Le tomó varios días, recluida en el
interior de su hogar en un vano intento de pretender que sus memorias
eran un producto de su imaginación, hasta que finalmente decidió
confirmar sus temores. Pero para ese momento ya era demasiado tarde, la
mayoría de sus moretones habían desaparecido y los rastros de lo que sea
que le habían echado a su trago para marearla y hacerle perder el
conocimiento ya habían dejado su cuerpo. A causa de su miedo y
vergüenza, había perdido cualquier oportunidad de conseguir pruebas de lo
que ese maldito le había hecho aquella noche.

Y cuando finalmente se animó a ir en busca de un abogado, desesperada


porque alguien le dijera que la podían ayudar a obtener justicia por lo que
pasó, él simplemente se encargó de echarle en cara todos sus errores.

 Además reconoces que ambos estuvieron bebiendo juntos esa


noche…

 Solo tomamos un par de copas. – no pudo evitar discutirle,


incapaz de comprender por qué ese detalle era tan importante –
Bebí un trago con mis amigos y él me invitó un par más… Pero no
lo suficiente como para terminar en el estado que termine. Si
hubiera estado consciente, nunca hubiera permitido que me
tratará de la forma en que me trató.

 Y sin embargo aceptaste voluntariamente los tragos que él te


invitó a pesar de que básicamente no lo conocías. – señaló el
abogado con una ceja alzada, su expresión perfectamente
compuesta a pesar de que ella había estado al borde de las
lágrimas.
Finalmente, el abogado suspiró. Su expresión cambiando hasta adoptar una
mirada determinada que aligeró ligeramente el peso de su alma.

 No va a ser fácil. – le había dicho con toda la seriedad que se


esperaba de un hombre vestido en terno – No hay pruebas sólidas
y toda tu acusación está basada en tus recuerdos pero creo ser
capaz de poner a ese maldito tras las rejas… aunque va a tener un
costo.

En aquel instante, el abogado podría haberle pedido cualquier cosa y ella


probablemente hubiera aceptado. Él ya había dicho las palabras mágicas
cuando le prometió obtener justicia y eso fue suficiente como para
incentivarla a pagarle sus dos primeras comisiones por adelantado,
impaciente porque el abogado se pusiera a trabajar para así poder
conseguir aquello que le había prometido.

Esa promesa la había cegado nuevamente a la realidad durante algunas


semanas, la mantuvo complaciente cuando la llamaban de la oficina del
abogado para pedirle pagos extras para esto o para lo otro. Volvió a recaer
en la antigua ilusión de seguridad que sus lentes de lunas rosas le habían
dado y cayó nuevamente en los viejos errores, volviendo a confiar
ciegamente en la bondad de las personas. Y no fue hasta que sus pesadillas
volvieron a atormentarla durante las noches, forzándola a recordar
memorias que preferiría mantener enterradas, que se detuvo a considerar
el tiempo que había pasado desde su primera reunión con el abogado y la
evidente falta de progreso en su caso.

La palabras estúpida no empezaba a cubrir cómo se había sentido cuando,


a la mañana siguiente, fue a buscar al abogado y él le explicó con
tranquilidad que esas cosas tomaban tiempo, que podían ser meses hasta
que el juicio comenzara y lo único que ella podía hacer era esperar con
paciencia. Eso y continuar pagándole todos sus honorarios para que él
siguiera moviendo las cosas tan rápido como podía. Las lunas rosas de sus
lentes se rompieron definitivamente luego de eso.

Lamentablemente, no hubo mucho que pudiera hacer. Lo último que quería


era buscar otro abogado y verse forzada a contarle su historia a otro
desconocido en terno que solo la estaba escuchando porque le estaba
pagando por aquella hora de su tiempo. Sin mencionar que otro abogado
significaba echar a la basura la porción de sus ahorros que ya había
gastado con el actual y eso no era algo que alguien en su posición podía
darse el lujo de hacer. Así que se tragó sus objeciones y le cedió aquella
victoria al abogado, prometiéndose que a partir de entonces iba a
comenzar a preguntar antes de aceptar lo que sea que el abogado le dijera.

Y, finalmente, meses después de aquella horrible noche, inició el juicio.


Había esperado sentirse reconfortada con aquello, sabiendo que eso era lo
que necesitaba para poder cerrar aquel capítulo de su vida. Pero en aquella
habitación, rodeada de personas en terno y expresiones serias, lo único que
sentía era el peso de las miradas juzgadoras que la mayoría de ellos le
estaba dirigiendo.

En esa sala de corte, ella no se sentía protegida. Se sentía juzgada y


atacada. Valorada como un caso que tenía que ser completado en lugar de
como una persona demandando por justicia. Ninguna de las personas en
esa sala estaba interesada verdaderamente en ella y su historia, en su
lugar la veían como una tarea que tenía que ser resuelta para que pudieran
seguir adelante con sus vidas.

 La acusación hacia mi cliente no tiene ningún tipo de sustento,


su señoría. – seguía argumentando la abogada de la contraparte,
su tono airado transmitiendo sus sentimientos sobre el tema sin
ningún tipo de problemas. Su postura segura denotando la
confianza que sentía sobre lo que probablemente pensaba que era
un caso fácil de ganar – La demandante admite que ambos
estuvieron tomando la noche del trece de enero y también admite
haber aceptado irse con él cuando le propuso dejar la discoteca…

Conforme continuaba su argumento, sintió como sus oídos le comenzaron a


zumbar y tuvo que apretar los puños bajo la mesa en un intento de
controlar todas las emociones que la estaban embargando al entender
finalmente cuál era la defensa de la otra parte. Ahí estaba una abogada,
alguien que había jurado usar las leyes para defender y proteger,
llamándola básicamente una cualquiera que consiguió aquello que buscaba.
Degradando lo que le pasó como nada más que la exageración de incidente
común, en dónde ella se había arrepentido de sus acciones a causa de un
capricho emocional. Era humillante en formas que ni siquiera era capaz de
explicar y no había nada que pudiera hacer para callarla, para negar
aquellas horribles acusaciones que estaban tan alejadas de la verdad como
el día lo estaba de la noche. No podía hacer nada porque le estaba
prohibido hablar a menos que el juez le preguntara algo directamente y su
abogado le había repetido incasablemente acerca de cómo debía mantener
una imagen serena y educada si quería que todo saliera como querían. Así
que presionó los labios con fuerzas y se tragó todo lo que le hubiera
gustado decir.

Tampoco ayudaba la expresión que estaba dibujada en el rostro del


acusado, sentado tranquilamente al lado de su abogada, asintiendo a todo
lo que decía como si hubiera sido él quién redacto las palabras de aquel
argumento. La verdad era que esa no era la primera vez que se veían
desde aquella noche porque aquel juicio los había forzado a verse mucho
más de lo que hubiera querido, pero eso no quería decir que su presencia
había dejado de afectarla. Su rostro era un recordatorio permanente de
todas las memorias que trabajaba día a día para mantener enterradas en lo
más profundo de su mente. Y todo el progreso que hacía para seguir
adelante se echaba a perder cada vez que lo volvía a ver, haciendo que se
cuestionara su decisión nuevamente acerca de todo aquello.
Trató de imaginar cómo hubieran sido las cosas si nunca se hubiera
presentado en la oficina de su abogado, desesperada porque alguien la
ayudara cuando sentía que el suelo se desvanecía debajo de sus pies y el
mundo la ahogaba con la realidad de su vida. Tal vez no buscar ayuda legal
hubiera sido lo mejor. Tal vez hubiera tenido la posibilidad de asegurarse
que el responsable estuviera encerrado dentro de una cárcel muy lejos de
ella pero al menos no sería forzada a revivir una y otra vez lo que sucedió,
no tendría que escuchar cómo desconocidos en terno discutían acerca de
los aspectos más personales de su vida y la juzgaban por cada una de las
decisiones que había tomado, actuando como si ellos no fueran también
humanos que cometían errores como cualquier otro. Pensando en las
posibilidades, no pudo evitar preguntarse si en aquella otra historia
también tendría pesadillas frecuentes y si aún tendría problemas para mirar
a la gente a los ojos. Se preguntó si en aquel otro mundo también se
sentiría como una extraña dentro de su propio cuerpo, siguiendo una rutina
que ya no se sentía propia pero de la que al mismo tiempo se veía
imposibilitada de escapar y cargando todo el peso de sus miedos a dónde
sea que iba. Se preguntó qué era lo que se necesitaba para volver a
sentirse en control de su vida.

La voz del juez interrumpió el hilo de sus pensamientos y la trajo de


regresó a la sala del juzgado en dónde se estaba llevando a cabo el juicio.
Como de costumbre, el juez no la estaba mirando a ella o al acusado, sino
a los dos abogados, dirigiéndose a ambos como si fueran ellos los que iban
a sufrir las consecuencias de la decisión que tenía que tomar. A juzgar por
su ceño fruncido y la impaciencia en su voz, el juez estaba deseando que
los abogados se apuraran para así poder dar por terminada aquella sesión.
Probablemente quería ir a descansar antes de tener que continuar con el
siguiente caso en su lista o simplemente se había cansado de escuchar las
mismas variaciones del mismo argumento por parte de cada lado.

Sentado detrás de su mesa, el juez era como el rey de aquella corte, con
todo el poder de acabar con la libertad de un hombre o dejarlo ir para que
continuara haciendo lo mismo que le había hecho a ella a otras personas. A
pesar de no tener corona, su silla representaba el trono de aquel salón y
ninguno de ellos podía discutir el poder que ello conllevaba. Su decisión
podía significarlo todo para uno de ellos y, sin embargo, ahí estaba,
luciendo exasperado e impaciente por poder retirarse. Se le había confiado
el deber de asegurarse que las leyes fueran cumplidas y tenía el poder para
sancionar a los que las rompían, y aun así no la miró a los ojos mientras
contaba como otra persona abusó de ella. En aquel rostro no había nada
más que fría indiferencia.

¿En dónde habían quedado las leyes que todos los abogados en esa sala
juraron seguir y proteger? ¿En qué momento ella había dejado de ser una
persona merecedora de atención y pasó a ser el número de un caso más
que tenía que ser terminado? ¿En dónde estaba la justicia? ¿Es que acaso
existía en aquel sistema corrupto que se negaba a ver a las personas como
los seres con sentimientos que eran? Ella no tenía la respuesta a ninguna
de sus preguntas y tal vez esa era una respuesta en sí misma. Tal vez
había sido demasiado esperar decisiones altruistas y compasivas de un
grupo de personas que usaban las leyes de la forma que mejor les convenía
para así poder alcanzar sus propósitos.

Al final de todo, parecía que incluso cuando no llevaba los lentes de luna de
color rosa aún seguía siendo incapaz de ver al mundo como realmente era.
Porque si había algo que le enseñó aquella experiencia era que todas las
personas veían aquello que querían ver y actuaban movidos por sus
intereses personas. Todos los que estaban en esa sala era una prueba
viviente de eso. El acusado solo estaba ahí porque no quería ir a la cárcel,
los dos abogados estaban hablando en defensa de los intereses de sus
respectivos clientes porque les habían pagado por eso, el juez los
escuchaba porque el Estado le pagaba para eso y ella lo comenzó todo en
un intento de conseguir el final para aquel capítulo de su vida.
Solo que no iba a conseguir ningún tipo de cierre en aquel lugar. No cuando
se sentía como una marioneta, obligada a mantenerse al lado de su
abogado y continuar con aquel juicio a pesar de que lo único que quería era
salir corriendo de aquella sala que estaba absorbiendo las últimas de sus
fuerzas. Pero ya no había nada que ninguno de ellos pudiera hacer. La
historia había sido escrita, los libretos repartidos y el telón había sido
levantado hace mucho tiempo. Lamentablemente para ella, la obra ya
había comenzado y no le quedaba otra opción más que continuar hasta
llegar al final. Tal vez entonces podría respirar tranquila nuevamente y
tratar de empezar el nuevo capítulo de su historia con otro color de tinta.
Un color que reflejara la esperanza de un final diferente.

Sin embargo, por ahora no podía hacer nada más que guardar silencio y
continuar escuchando como el juicio procedía a su alrededor. Sabía que
ninguno de ellos estaba particularmente interesado en ella ahora que su
momento para hablar había terminado, su turno había acabado y eso
quería decir que era el momento de que los abogados discutieran entre
ellos, usando todo lo que tenían a su disposición para ganar aquel caso y
así demostrar que eran mejor que el otro. En su silla, el juez continuó
observando todo con su expresión completamente pasiva, sus ojos
ocasionalmente viniendo a la vida por unos segundos cada vez que uno de
los abogados mencionaba algo lograba capturar su atención.

Y en su asiento al lado de su abogado, ella se mantenía con la cabeza


gacha y los puños apretados, deseando estar en cualquier lugar menos
aquel. Preguntándose por qué no había podido continuar guardando
silencio. Tal vez entonces todo sería mejor.
EL PRIETO PROCESO

CLAUDIA TERESA DAGA SALAZAR

Un hombre se despierta cuando los rayos del sol aún no lo hacen y la


resaca de la noche aún mantiene su fría y misteriosa brisa. Observa
fijamente las descoloridas cortinas, que cuelgan de su pequeña ventana,
bailar frente a él. «Qué hermoso día será hoy», pronostica aún sobre su
lecho y se pregunta por qué en un día hermoso, como supone, debe ir a
enfrentar un problema —así es como él llama al asunto, juicio o litigio—
que no es más que el proceso que está llevando contra su empleadora y el
cual, siendo más específicos, ya caminó, aunque a lentos pasos, hasta la
Audiencia de Conciliación.

Este hombre que, por fin, se estira y se levanta de un apurado brinco para
poder llegar a tiempo a su trabajo, es Joaquín Prieto; trabajador tardío de
cincuenta y ocho años, buen vecino de la calle Mariscal Castilla, de francos
ojos marrones y de mentón partido, rasgo que ha sido transmitido en su
familia de generación en generación. Se asea, y pasa de su improvisado
pijama a su típico y grisáceo atuendo enterizo de trabajo; sujeta su viejo
casco blanco y acomoda sus llaves y cinco monedas de un sol en un
pequeño bolso que siempre pende en su espalda. Antes de salir, nunca
olvida despedirse de su animado can, producto del cruce de una
purasangre labradora y un perro de la calle.

«Qué pesado horario», gruñe entre dientes y un iracundo bostezo se le


escapa. Luego, parte justo a las dos y media de la madrugada y empieza a
caminar, a pasos largos y ligeros, hasta que su delgado y desgarbado
cuerpo se pierde entre las mañaneras telas de neblina.

Ni bien llega a laborar, su respetable y severo jefe le ordena traer a los


palaneros de las plantaciones vecinas a la Pascona. Joaquín Prieto, chófer
de vocación y profesión, acata tranquilamente la orden y montado en su
camión parte rumbo al norte, por la carretera Panamericana.

En medio del camino, su mente, pendiente tanto de lo que hay frente a la


carretera y lo que le espera en aproximadamente cinco horas, comienza a
recordar con lamentos el día en el que junto a su amigo Teodomiro Ruiz —e
impulsado por otros ansiosos y animados señores— fue ante el Estudio
Jurídico del joven abogado Estrada. Sus colegas del volante habían
escuchado, por los rumores de reuniones de domingo que se celebran entre
amigos y cervezas, que un tal Urquiaga (chófer de la sección vecina a ellos)
había ganado a la empresa un juicio por “Nivelación y Homologación”; por
tanto, había recibido más de catorce mil soles por todo lo que le
correspondía y no se le fue dado. Se corrió, también, entre corifeos que el
abogado que había logrado tal hazaña había sido el mentado joven Estrada
quien, además, estaba representando casos similares que, gracias a su
astucia, estaban saliendo fundados como el pan caliente.

Joaquín acepta que, si no hubiera sentido cierto entusiasmo por recibir


dinerito adicional, probablemente, no tuviera este problema entre ceja y
ceja que lo perturba en las noches: en primer lugar, por miedo, tal vez
infundado, de ser despedido y, en segundo lugar, porque no es un hombre
que se involucra en situaciones complejas; Joaquín Prieto es de los que
sufre y teme cuando está frente a problemas y ¡todos sabemos cuánto
sufre el hombre cuando los tiene! Pero más, cuando a conciencia se ha
metido en ellos. No hay a quién echarle la culpa, ya no tiene esa salida que
alivia aunque sea un poco al espíritu. Sin embargo, poco había de hacer
ante las arengas que les pregonaba el joven abogado cuando fueron a
visitarlo a su estudio. Estrada les habló acerca de la basta literatura jurídica
que proclama los principios del Derecho Laboral y su fundamento en el
principio protector; el joven abogado también elogió el avance de tal
hermosa contribución del Derecho a los derechos del trabajador, los cuales
debían hacerse valer, lastimosamente, a la fuerza, ya que las grandes
empresas capitalistas solo buscan minimizar gastos a costas de disminuir
los beneficios sociales del trabajador. Pues así, los seis asalariados se
embelesaron ante las palabras, que verídicas solo podían ser, del letrado.
Convenientemente, los argumentos del abogado, para dar de una vez inicio
al proceso, se constataron cuando los trabajadores le confiaron sus íntimas
peripecias laborales y también sus opiniones acerca de sus injustas
gratificaciones y su mínima remuneración, tal vez, olvidando que su
contrato de trabajo está sujeto al régimen agrario. Ese día los señores
desembolsaron un adelanto de acuerdo a lo que traían consigo. Joaquín
solo traía cincuenta soles, de los cuales consideró suficiente dar treinta.

A las ocho, Joaquín Prieto regresa del campo a las instalaciones de la


empresa trayendo consigo a los palaneros, cumpliendo con ello, a
cabalidad, su orden. Luego, observa su tosco reloj plateado y no ve hora
más oportuna para presentar ante su jefe el permiso para salir antes de
hora y así poder asistir a la audiencia que lo trae de los nervios.

El permiso es aceptado y Joaquín sale disparado de su trabajo. En su casa,


se ducha y se viste con su mejor traje. Amante de la puntualidad está
media hora antes de lo programado para encontrarse con su abogado en la
plaza de armas de Ascope, frente al local del Poder Judicial de dicha
provincia.

Sentado en una de las banquetas recuerda lo que le dijo Teodomiro, su


amigo. La audiencia de aquel sexagenario había sido tras antes de ayer y,
por lo que le contó, le fue bien. Pero Joaquín Prieto está nervioso y ansioso,
sus manos siempre le han sudado cuando estaba en estas situaciones: las
nuevas.

—Gusto en verlo, Señor Prieto —saluda una vibrante y jovial voz. Joaquín
alza la mirada y se encuentra con el mocillo bien perfumado y sonriente. Al
observar el fino traje negro del estilizado abogado, de algún modo, se
siente aliviado. No tiene nada que temer, se dice así mismo, está en
buenas manos, el joven parece inteligente y de los que saben lo que hacen
— Ha venido muy temprano, ¿buen día el de hoy no cree?

—¿Cómo está, doctor? —responde Joaquín con ánimo y pudor,


correspondiéndole, al mismo tiempo, el estrechón de manos.

«Todo bien», dice el afable abogado de pícara mirada. A continuación,


decide sentarse al lado de su rígido cliente y le recomienda algunas cosillas
acerca de la audiencia. Antes que nada, Estrada ve oportuno tratar de
hacerle sentir, a su rígido y desconfiado demandante, un poco más relajado
y sereno con palabras sumamente calculadas y optimistas.

—Todo va a ir bien. He estudiado el caso y mis alegatos, confío, son los


mejores. Tres días antes he venido a visitar al juez para tratar y sentar mis
puntos de vista y compartirlos. Y él con buena vista y disposición los ha
oído. Tenga por seguro, señor Prieto, que aunque éste proceso demore,
usted saldrá ganador.

Un poco más calmado, Joaquín entra al local. Sigue los pasos de su


abogado con mucho sigilo y pronto se detienen frente a una puerta amplia
de fina madera, sus ojos viajan analizando todo el lugar y un letrero
pequeño y dorado pegado a la pared logra captar su atención «Primer
Juzgado Especializado de Trabajo Permanente de Ascope», lee en su
mente. Luego de una pausa, su abogado le invita a pasar a una luminosa y
excelsa sala; se encuentra allí con un hombre corpulento y blancón, de
buen porte y de rígido rostro y, a su lado, a una mujer trigueña, de aguda
mirada y pequeña nariz que manipula un montón de hojas.
Simultáneamente entran a la sala dos jóvenes que usan elegantísimos
trajes negros y si no fuera porque se presentan como abogados de la parte
demandada, Joaquín creería que son apenas unos adolescentes.

—Muy buenas tardes, a todas las partes aquí presentes, esta Audiencia de
Conciliación tiene como objetivo generar el diálogo entre los justiciables…
—comienza a perorar aquel hombre corpulento que, sin duda, Joaquín
reconoce como el juez.

Los abogados comienzan a descargar sus alegatos; primero el joven


Estrada y luego los abogados de la parte demandada. Joaquín observa
como la mujer, que parece la más atenta en toda la sala, ágilmente,
garabatea en la parte posterior y blanca de las hojas en su mano.

Los nervios han regresado a Joaquín bañándolo como si un baldazo de agua


fría le hubiese sido tirado encima, y así se mantuvo durante los casi veinte
minutos de discusión. Más nervioso que concentrado, Joaquín espera que
su abogado termine de hablar ante el juez para que luego le traduzca todo
lo que se está refiriendo allí. Por otro lado, se deleita del buen
desenvolvimiento del abogado Estrada, creyendo así que todas las muecas
que hacía y las impostaciones potentes y convincentes de voz, le ayudarían
a ganar el caso. Pues, Estrada trata de demostrar todos sus dotes de
orador, cosa con la cual no cuentan los otros abogados contrincantes,
plantea su posición y muestra con gallardía por qué el juez debe homologar
a su representado: «Tantos años el pobre trabajador, que sea dicho de
paso es muy responsable, ha recibido una remuneración que tan en
desnivel ha estado con su otro colega del régimen común que desempeña
el mismo trabajo, situación que el Derecho regula muy bien por tanto,
¡Igual trabajo, igual remuneración, señor juez! ¡Pobre de mi cliente que no
ha recibido las justas utilidades calculadas por el sueldo que dolosamente
le ha sido entregado por su empleador! Además que mi cliente tenía y tiene
que mandar pensión a su hija… ¡El principio protector, el de igualdad, no se
olvide de ello, señor juez!»¡Palabras y palabras! Qué bien el juez ha
tomado como charlatanas. Así está por culminar la Audiencia de
Conciliación con la negativa de ambas partes de llegar a un acuerdo
conciliatorio para solucionar el conflicto; finalmente, pasa el juez a precisar
las pretensiones que serán materia de juicio:
—Reintegro de remuneraciones por homologación —lee con estentórea voz
— debiéndose equiparar su remuneración básica mensual con la
remuneración básica mensual que percibe su homólogo José… —prosigue
así el juez con la lectura de las siguientes dos pretensiones y señala
además, la Audiencia de Juzgamiento.

Al salir, corre Joaquín Prieto al lado de su abogado pidiéndole con


delicadeza y timidez que le explique qué pasara luego.

—¿No ha visto usted la audiencia, mi amigo Prieto? ¡Más éxito no pudimos


haber tenido! Los abogados que ha mandado la empresa han sido unos
inexpertos y tan callados ¡No eran nada contra mis argumentos! ¡Vea
usted, que hasta se reían entre dientes porque les parecía chiste la cosa,
cómo si no les importara! Vaya a casa, mi amigo, que de aquí mandaré
otro escrito, otras jurisprudencias nacionales y extranjeras, además de mis
expedientes de casos ya ganados. ¡Vaya amigo, tranquilo, lo estaré
llamando!

Estrada estrecha fervientemente la mano sudosa de Joaquín y éste sonríe


con esfuerzo, no queriendo mostrar su rostro preocupado. Joaquín Prieto,
ya sin más que hacer, regresa a su casa y prosigue su rutina.

Los días pasan y el pequeño celular de Joaquín Prieto no ha recibido la


llamada del abogado Estrada. « ¿Se habrá descompuesto?», pensó los
primeros días sin recibir noticias, pero luego, consumido por su vida diaria,
se olvida que tiene un proceso en marcha. No es hasta después de dos
meses, de no recibir la incierta y esperada llamada, que Joaquín,
Teodomiro y los otros cuatro colegas son citados a la oficina del joven
abogado.

Impaciente y con mucha predisposición Joaquín asiste a la reunión.


La oficina del abogado Estrado se ubica en una tranquila urbanización. Su
despacho se eleva en el segundo piso donde hay una escalera de metal que
guía hasta su entrada.

—Qué bueno, que por lo menos estén aquí los tres —señala el abogado al
solo ver frente a él a Joaquín, Teodomiro y otro señor. Los demás sabían
bien que debían asistir, pero simplemente ya no querían saber más del
asunto. Habían oído desesperanzadores rumores en los locales de copas.
Se decía ahora que la empresa estaba despidiendo a muchos trabajadores
y ellos atribuían que la razón no podía ser más que, la toma de represalias
por las continuas demandas que se estaban entablando contra ella, así que,
inocentemente, pensaron que con su inasistencia y falta de interés ante el
abogado, un proceso se finaliza—. Le contarán así a sus demás colegas las
noticias que a mi pesar son malas… —agrega el abogado con un opaco y
descompuesto semblante, sus ojos agudos y negros contienen cierto
nerviosismo que se esconde en sus pupilas.

Un silencio incómodo reina entre los señores y las caras de incomodidad


desfiguran sus rostros. Solo el sonido del antiguo reloj de pared resuena
amargamente en el despacho. La ceñuda expresión del abogado solo
preocupa a los trabajadores, ya que nunca antes él había estado así frente
a ellos. Por fin, los señores dejan de mirar a su defensor y se miran las
caras confundidas y temerosas entre ellos. El abogado sabe que estas
situaciones, que son gajes del oficio, nunca son tomadas con la serenidad
que se espera de los clientes, pero nadie en su sano juicio recibirá una
mala noticia con su mejor sonrisa.

—Les propongo desistir del caso —les dice con las manos unidas sobre su
escritorio—. Analizando el expediente, parece que hay un inconveniente
con la demanda.

—¿Cómo así?—Replica alterado Teodomiro, él es como una mecha, solo


dale el fuego y explota— ¿Y ahora qué, abogado? ¿No dijo que ganaríamos?
Acaso, cuándo examinó nuestro caso ¿no nos dijo que era nuestro derecho
de recibir más remuneración el que se ha vulnerado? Entonces, ¿la ley no
nos va a dar la razón? —Reclama impetuosamente el disconforme
asalariado— Explíquese con detalles, pues, que aquí no somos hombres de
letras.

—¡Calma, calma, mi señor! —Exclama Estrada con una ligera y socarrona


sonrisa—. Claro que les explicaré —afirma—. Lo que sucede es que la
persona con la que queríamos homologarlos es de diferente régimen al
suyo, aunque es el mismo trabajo, otras leyes les son aplicables a ellos. Ya
está la ley establecida; así que… mi recomendación es desistir.

—¿Y cuánto gastaremos? —cuestiona impulsivamente el otro señor que


está sentado al lado del callado Joaquín. La confianza en su defensor se ha
esfumado, ahora, hasta dudan de sus capacidades y conocimientos. Los
trabajadores solo tienen en mente salir sin demora de esta agobiante
situación.

—Nada, señor Pérez.

Santa conclusión. Teodomiro y Pérez se levantaron de sus sillas y, luego de


estrechar y agradecer los servicios del abogado, dejaron sus “así seas y
gracias” para finalmente retirarse.

Joaquín Prieto, aún dudoso, decide quedarse y hacerle una pregunta al


abogado:

— ¿Y con esto ya termina todo, doctor?

—Sí, señor. Lo estaré llamando para que se entere cuando, oficialmente, se


ha cerrado el caso.
Joaquín que siente ahora como un gran peso se le va de encima, ofrece su
larga y delgada mano al abogado y éste se la estrecha con fuerza y
seguridad.

Las cosas no podrían ir mejor para Joaquín Prieto. Los días continúan
tranquilos para él: se levanta cada mañana, se asea y va a trabajar; un
procedimiento que se repite… siempre.

Después de quince días, mientras Joaquín degusta, junto a Teodomiro, su


almuerzo en el trabajo, recibe una llamada del abogado Estrada. ¡Trae
buenas noticias! Ambos amigos se sorprenden por esas primeras
animadoras palabras del alegre abogado porque el altavoz basta para que
sea oído perfectamente por ambos.

—Señor, Prieto, en estos meses he visto que usted ha demostrado mejor


interés por su caso; así que, para no defraudarlo a usted ni a sus colegas,
he averiguado aún más y, escudriñando lo que pasa en la actividad
jurisdiccional nacional, me siento en la obligación de contarle una otra
alternativa.

Joaquín con curiosidad escucha atentamente lo que su abogado le explica


con una convincente voz. Teodomiro, por su parte, tilda ya de charlatán a
Estrada y sigue masticando amargamente su almuerzo.

—Un caso similar al de usted se está llevando en Lima y el abogado a


cargo, es un amigo mío muy cercano, pues me ha comentado que casi ya lo
gana. Él ha contado con los “Convenios Colectivos”, es algo que nos puede
ayudar en el caso, voy a revisar los que se han firmado aquí y por allí
podemos sacarle algo a la empresa, señor Prieto.

—¿Qué sugiere entonces, doctor? —pregunta Joaquín, sin comprender a


completamente lo que le ha sido dicho.
—Pues señor, reformularé el petitorio de las demandas y nos iremos por el
lado de los Convenios Colectivos que no pueden empeorar la situación del
trabajador y ganaremos, señor. Eso es lo que le quiero decir, pero para ello
ya no desistiremos, pero necesitaré unos trescientos soles…

Pensativo por un momento, Joaquín no supo en donde plantar la mirada.


Sus ojos fueron de aquí y para allá. Un “¡No lo hagas!”, le dice su mente,
pero la convincente y triunfante voz del abogado le anima a decir:
¡Adelante, hasta el final!

—¿Haber, qué dice, señor Prieto? —replica a través del teléfono.

Un hombre tan erudito como Estrada sabe lo que hace, piensa Joaquín, es
educado (según dice su título, en una de las mejores Universidades de
Lima) y es un hombre franco y astuto. Joaquín mira a Teodomiro y este
desinflando sus hombros, y conmovido por lo que dice el abogado y
teniendo en mente la precaria situación económica en la que se encuentra,
se impulsa hacia adelante y trae el teléfono cerca de su boca.

—¿Esta vez ganaremos? —pregunta.

—¡Oh señor, Teodomiro! —Exclama con sorpresa el tinterillo— ¡Sí, por


supuesto!

—Siga, entonces —dicen finalmente los trabajadores.

Ya después un tranquilo mes, Joaquín Prieto recibe noticias de su abogado,


esto le sorprende, ya que en el Perú los procesos demoran y si vas ganado
la otra parte lo hace demorar aún más. Estrada notándose muy contento le
explica a Prieto que debe alistarse nuevamente para la Audiencia de
Juzgamiento, le adelanta, además, que está preparando unos acertados y
bien estructurados alegatos con respecto a su caso y, no es por exagerar,
pero poco le faltaba para jurarle que ganaría el caso. «Nos veremos el
martes a las nueve y media, mi amigo, en el mismo lugar, por favor asista
formal. Y no se preocupe yo me encargaré de todo. Ese día se definirá el
asunto, lo haremos bien», le asegura con potente voz el abogado.

Llega ese esperado día, como siempre, Joaquín está media hora antes,
nervioso y atolondrado; el rostro triunfante de su defensor apenas puede
otorgarle una diminuta tranquilidad. «Hoy es el día, todo o nada»,
piensa, «ojalá no pierda sino me despedirán como a Lucho».

Poco es lo que entiende del reñido debate y confrontación entre los


abogados; aguarda impaciente y escucha. Habla cuando se le ha pedido
que lo haga y calla más por querer que por deber; y aún sigue, su tortura,
quiere irse a casa, pero todavía están exhibiendo los documentos, actuando
las pruebas, haciendo las preguntas al testigo. Por fin, vienen los alegatos,
Estrada repite lo expuesto en la confrontación de posiciones. « ¿Qué?
Postergan la sentencia, ¿por qué?… No se puede hacer nada mi amigo
Prieto, esperemos», comenta el defensor con dolorosa resignación a su
representado. Hay algo en su mirada, algo que también sus palabras están
ocultando, pero sus labios dibujan una sonrisa y aseguran a Joaquín que
todo está bien, que les espera una sentencia fundada. Estrechan, por
última vez sus manos y cada uno sigue por su lado…

El mañana siempre llega y han transcurrido más de seis para nuestro


amigo Prieto. Este día lunes, disfruta de la calurosa tarde sentado en una
pequeña silla azul desde donde observa la calle y a los transeúntes, junto a
su fiel compañero. Es una de sus mayores y sanas distracciones.

Joaquín se levanta y corre velozmente cuando escucha timbrar su celular


desde su sala. Nunca está muy pendiente de ese artefacto, ya que estando
divorciado y siendo poco sociable no tiene quién lo llame constantemente…

—Aló —responde y va a sentarse nuevamente en su silla azul.


—Señor, Prieto —murmura una diminuta voz, Joaquín la reconoce
perfectamente.

—¡Ah! ¿Cómo le va, doctor? —Saluda cordialmente— ¿Llama usted por el


caso, verdad?

—Sí, señor. Y me temo que… ¿le he hablado yo de costos y costas?

—No, doctor —responde con sincera naturalidad el buen Joaquín Prieto


quien mira embelesado el despejado cielo azul. «Hoy es un hermoso
día», piensa para sí mismo y luego agrega—, no me ha hablado de eso.

—Pues verá… —comienza a hablar el abogado preparándose para explicar


una clase de Derecho Procesal Civil que, tal vez, cambie la opinión de
Joaquín Prieto sobre este día.

Fin.

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