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EL DEVENIR DEL VIDEOCLIP EN LA CONTEMPORANEIDAD

Por Álvaro Arbonés3

I. Una (breve) nota teórica

Ante la pretensión de concebir una historia del videoclip, del vídeo musical, uno debe
enfrentarse a una serie de preguntas incómodas que al final podrían resumirse en una sola
que catalizaría el sentido último de las demás: «¿Qué es un videoclip?». Aunque la
respuesta podría parecer evidente —una breve filmación realizada con intención comercial
que acompaña al sencillo de un grupo—, la definición del concepto se nos mostrará
diferente dependiendo del ámbito del que partamos. En el hacer humano no hay verdades
absolutas, pues la verdad depende de la perspectiva y hay muchas clases de perspectivas,
desde la social hasta la religiosa pasando por la de clase, aunque aquí emplearemos una en
particular: la histórica. Se nos impone además como necesario el realizar una historia,
quizás incluso una historia de historias o una historia crítica, del videoclip porque los
cambios que se van produciendo en su devenir son un reflejo fehaciente de lo que ocurre a
su vez en otros ámbitos culturales (la música y el cine en especial pero, como veremos,
también en el videojuego) y en la propia sociedad; conocer la cultura de un tiempo, las
relaciones secretas que establece en su seno, es conditio sine qua non para conocer ese
tiempo en sí mismo. El devenir del videoclip en el presente nos habla del propio devenir de
nuestra sociedad.

Siguiendo esta tesis tomaremos dos rutas bien diferenciadas que, aun cuando se solapan en
el tiempo, haremos como sí de hecho sólo colisionaran de forma evidente en un momento
próximo a nuestro presente. Por un lado tendríamos el videoclip de autor, que aspiraría a
revestir al medio de un aura artística, y por otro el videoclip rizomático, con el cual se
pretendería abrirlo a su plena democratización. Esto no significa en ningún caso que en
estas dos líneas se agoten la totalidad de los ejemplos posibles, ni siquiera que sean dos
etiquetas estancas sin contradicciones o encuentros, pero sí sirven a una función útil para
toda clasificación histórica, presentar una tesis: la tensión polarizadora entre la
democratización de la cultura y el delicado papel del autor, del artista, en este nuevo
contexto. A partir de estas premisas, arrancamos.
II. Videoclips de autor, pretensiones de cine (1988-2009)

Hasta los noventa del pasado siglo, el videoclip era apenas un trámite merced al cual poder
vender el nuevo sencillo de un grupo de moda, o al menos establecer condiciones para ello,
sin más pretensión que la de hacerlo atractivo en términos de mercado. Sin embargo, algo
ocurre en aquel momento que hace desaparecer a los miembros de los grupos como
protagonistas primeros de sus propios vídeos —entendiendo por ello la renuncia a que
necesiten salir necesariamente y/o deban hacerlo tocando—: los videoclips empiezan a
contarnos historias, como si de pequeñas películas se tratasen. Este giro de autor no tendría
un responsable evidente más allá de la atmósfera de una época, donde el amor infinito por
el cine desarrollado en lo más profundo de los videoclubs locales y la sintonización pirata
de la MTV propició la idea del videoclip como un género más del audiovisual aún por
explotar. Con todo, habría al menos tres nombres propios que explican bastante.

Viajemos en el tiempo, al 2003, y veamos que ocurre. Palm Pictures, de la mano de Chris
Cunningham, Michael Gondry y Spike Jonze, edita la colección Directors Label, con la
cual dar salida a una serie de DVD’s en los cuales autores de culto pudieran ver reunidas
por vez primera sus obras más relevantes en el mundo del videoclip. Igual que el cine con
Cahiers du Cinéma encontró un especial hincapié en la idea del director como autor, con
Directors Label ocurriría un movimiento semejante con respecto al videoclip: Si la
Nouvelle Vague encontró su mayor eco en una nueva crítica realizada por sus mismos
componentes, la consideración como autores de estos primeros directores de videoclips se
arrogaría a través de su distribución como tales. A este respecto cabría destacar como
ejemplo paradigmático el de Anton Corbijn, el cual, después de décadas haciendo
videoclips, sólo fue reconocido, salto al cine incluido, después de aparecer su obra en
Directors Label; no basta con ser un artista, sino que también hay que parecerlo. ¿Significa
esto que la autoría del videoclip dependía del salto al cine? En absoluto, aunque de hecho
de los cuatro nombrados tres dirigirán cine y sólo Cunningham se resistirá (aunque la
leyenda de que adaptará al cine Neuromante lleva rondando ya cerca de una década),
porque sus videoclips están lejos de ser parte de su obra menor. En la mayoría de casos, con
la excepción de Gondry, más bien sus películas serían lo menos inspirado de su colección.
Ahora bien, ¿qué tienen en común más allá de ser reconocidos como autores los tres
fundadores de Directors Label? El llevar el videoclip hacia un nivel donde la música se
fusiona de modo orgánico con el vídeo: en todos ellos la imagen se condiciona y fusiona al
sonido en una función bipoiética; no es que la música rija cómo debe ser el vídeo, ni mucho
menos es que cada uno vaya por su lado como ocurrió (con excepciones) hasta la llegada
del videoclip de autor, sino que tanto música como vídeo se nutren mutuamente. Si bien el
vídeo sigue y debe seguir lo que dicta la música, su ritmo, su tono, su idea, la música gana
en una narratividad propia de las imágenes en movimiento. La gran revolución de la autoría
en el videoclip es descubrir la película detrás de cada canción.

Retrocedamos en el tiempo y en la teoría para ver los tres casos particulares que más nos
interesan; volvamos al 88 para saber que está haciendo Michel Gondry. Los primeros
videoclips de Gondry serían un éxito en tanto conseguía crear atmósferas muy personales
que no tenían correlato en el mundo del vídeo musical inmediatamente anterior, aunque
pese a todo no sería hasta 1993 cuando encontraría la musa que haría explotar lo mejor de
sí mismo sobre el celuloide: Björk. Su primer trabajo con ella sería el espectacular y
tenebroso Army of Me —en el cual ya encontraríamos lo único que tendrán en común
todos estos autores: la búsqueda de una narratividad audiovisual; el videoclip nos tiene que
contar una historia de la cual la canción sería su guión, el estrato desde y con el cual se
edifica el vídeo—, cuyo radical éxito le llevaría a una serie de colaboraciones posteriores
con las que se impondría como gurú de la época en materia audiovisual. Si además de los
videoclips para Björk contamos otras piezas quizás más convencionales pero no faltas de
interés, como pudieran ser Protection de Massive Attack o Everlong de Foo Fighters,
encontraremos ya todos esos tics que asociamos a su persona, ya sea en el mundo del
videoclip o ya directamente en el cine: tendencia al onirismo, querencia por lo retro y una
pasión descomunal por una estética surrealista contenida en su vena más naïf —elementos
que, a su vez, estarán presentes en mayor o menor grado, y desarrollados al tiempo, en sus
compañeros—.

No hay artista sin musa, como no hay obra de arte sin mensaje. Es por eso que si la musa de
Gondry es extraña dentro de un canon más sentimental y cercano a la visión pop del
presente, la musa que sostendrá como propia Cunningham se parecerá más a todo aquello
que defenderá en su música: la excentricidad rayana en la esquizofrenia. He ahí que sus
primeros videoclips como director, entre los cuales destaca de forma notoria el oscuro
aunque ortodoxo 36 Degrees de Placebo, ya irían conduciéndose en dirección al tenebroso
valle que visitaría de forma sistemática a lo largo de toda su carrera, aproximándose a su
vez a los bosques del espanto para desembocar en las cavernas del horror; de principio a fin
lo definitorio en su carrera sería el abismo devolviéndonos la mirada. En Cunningham ya
no existe la concesión luminosa que alumbra toda obra de Gondry. Es por ello que sus
obras más logradas están al lado de Aphex Twin, esa extraña musa declarada, pues si Come
to Daddy, la lisérgica aventura cyberpunk en la cual niños con la cara de Richard D. James
corretean por las calles del fin de la civilización, le procuró firmar el idílico Frozen de
Madonna, la que se situaría como su opera magna sería el vídeo de Windowlicker, también
para Aphex Twin.

En esta indiscutible obra maestra del audiovisual, Cunningham define por sí mismo una
serie de elementos claves que hoy ya se nos muestran como comunes dentro de la lógica
autoral de los videoclips (duración dilatada con respecto a la duración de la canción,
narración audiovisual clásica que no tiene por qué tener nada que ver narrativamente
hablando con la canción en sí —aunque en este caso estén íntimamente ligadas— y, como
ya adelantamos antes, una fusión de formas entre la música y el vídeo) produciendo por su
maestría que fuera un éxito inmediato: su burla salvaje hacia los modos del rap americano y
el estilo vanguardista de música y vídeo llevaron al (justo) estrellato a ambos creadores.
Hoy ya es imposible pensar en Cunningham sin pensar en Aphex Twin. Es por ello que
aunque después ha tenido otros trabajos, algunos tan inmensos como el anuncio Mental
Wealth de Sony o el videoclip de Sheena is a Parasite de The Horrors, aun no ha
conseguido superar el que pasa por ser uno de los mayores monumentos al videoclip
contemporáneo; Windowlicker es al videoclip, pero también a la música, lo que El Quijote
fue para la literatura: un recordatorio de que la parodia puede engendrar contenidos mucho
muy superiores a los objetos parodiados. ¿Qué esperar de alguien que llamó la atención de
Stanley Kubrick, el cual quiso que formara parte del equipo de producción de A.I.
Inteligencia Artificial (Artificial Intelligence: AI. 2001), aunque Cunningham acabase
abandonando el rodaje para dedicarse en cuerpo y alma a la creación de videoclips?
El caso de Spike Jonze, aunque fue el primero en ver plasmada su obra en Directors Label,
es quizás el menos singular al no tener algo identificativo a priori: sería lo más cercano a un
alumno aventajado de Gondry y un colega cercano de Cunningham. En él encontramos la
nostalgia retro que ya se veía de forma evidente en Gondry, a la par que un cierto tono
tenebroso que sólo cuajaría de forma plena en Cunningham; ¿qué hay de propio en él
entonces para que se le pueda considerar un autor? Su capacidad para el humor. Antes de la
llegada de los videoclips como forma más cercana al chiste malo en exceso estirado que
como mero acompañamiento de música alguna, Spike Jonze ya estaba explorando esta
posibilidad. Con un sentido más rítmico, además. Weapon of Choice, el tema de Fatboy
Slim donde Christopher Walken baila estiloso por todo un edificio, sería un ejemplo
paradigmático de la obra del americano: una pequeña pieza de dinamismo que estalla como
un objeto de pura diversión que, con todo, tiene un perfecto correlato entre la forma y lo
que ocurre en la música. Viralidad incluso antes de que los vídeos virales fueran la norma
del presente; viralidad como diversión, no como marketing.

¿Qué es entonces el videoclip de autor? Sería esencialmente el videoclip en el cual pesa


más el estilo propio de aquel que firma el vídeo que las pretensiones mercantiles que
pudieran suscitarse a partir de su producción. Ni más ni menos. Pero como hemos visto,
quedarse en esta idea sería fallar a la realidad histórica, dado que cada autor define sus
propias condiciones de autoricidad desde y para sí mismo; por lo cual, valga sobre todo este
apartado como resumen y pauta básica a partir de la cual seguir explorando algo que, en
cualquier caso, precisaría de mucho más espacio del dispuesto aquí para desarrollarlo.

III. Un paso adelante, un paso atrás: Bienvenidos al rizoma (2005-2009)

Aunque el videoclip de autor sigue su rumbo, según nos acercamos a 2005 tenemos que
echar el freno de mano para cambiar de vía y así de perspectiva, pues algo pasó entonces y
el autor dejó de ser relevante. Lo interesante de este cambio es que, aun cuando podría
parecernos completamente difuso por sus características esenciales de apertura, es mucho
más sencillo trazar una línea cronológica clara de esta clase de videoclips. Donde en el
videoclip de autor todo eran evanescentes idas y venidas, en el videoclip rizomático se
percibe una progresión lógica; contra todo pronóstico, la democratización del contenido y,
por extensión, la estandarización del criterio, lo que llamaríamos videoclip rizomático por
su ajenidad a nodos de creación (autores, productoras, etc.) en favor de una conexión no-
prefijada en la autoría de los mismos, no complica sino que facilita ver el orden de los
acontecimientos: la criba es sencilla porque no queda nada que cribar.

La premisa con la que despertamos un día cualquiera de 2005 en el cual un amigo


cualquiera nos envió «un vídeo divertidísimo» fue bien simple: con Internet en general y
con Youtube en particular se habían democratizado los medios. Esto significó que Ok Go
habían hecho ya el genial A Million Ways, una pequeña joya de orfebrería donde el grupo
salía haciendo una coreografía muy bien trabajada. Y nada más. Cualquier pretensión de
contar una historia, de tener alguna clase de valor de producción o contar algo que fuera
más allá del anecdotario más repetido durante esas fechas —a saber: «Eh, ¡eso podríamos
hacerlo nosotros!»—, se había esfumado con el nulo presupuesto que manejaba un grupo
encumbrado por la viralidad —aquí sí, de pura mercadotecnia— de un vídeo afortunado. Y
después de A Million Ways llegó Here It Goes Again con el cual redoblaron la apuesta en
2006 y se salieron de nuevo con la suya: la viralidad no era sólo un acontecimiento casual,
era un elemento regidor de la nueva experiencia que acontecía en la red. Una experiencia
fácilmente asimilable al marketing, como hoy ya sabemos bien. Solo eso puede explicar
que sobrevivieran hasta el 2010 sin publicar nada. Ese año, This Too Shall Pass volvió a
destrozar todas las expectativas con otra chorrada muy bien montada, aun cuando careciera
de todo valor cinematográfico, que hizo las delicias de todos aquellos que, si bien quizás ya
no recordaban sus vídeos anteriores, sí estuvieron dispuestos a dejarse contagiar con lo viral
de su propuesta. Al menos, una vez más.

Ahora, un pequeño inciso: hasta ahora no hemos hablado de directores, y es por una buena
razón: nadie recuerda quiénes son. A diferencia de un Gondry o un Corbijn, que son
considerados autores y respetados de forma dramática ya no sólo como directores de
videoclip sino como directores de cine, los directores de los aclamados por unanimidad
videoclips de Ok Go nadie los recuerda. ¿Por qué? Porque el principio viral de la red, el
contagio lo más rápido posible de aquello que se considera como relevante o de moda en el
presente, anula el interés por el nodo, por el autor, por la reflexión, poniendo todo el énfasis
en el contenido y su aportación fenoménica inmediata; ya no hay tiempo para pensar ni
analizar aquello que vemos, sólo para consumirlo de forma instantánea (y, por extensión, de
forma acrítica). No hay sitio para el autor porque para entender la lógica de un autor hace
falta una interpretación crítica de su obra, para lo cual no hay tiempo, lo cual propicia que
el contenido sea lo más básico posible buscando que su difusión sea como su consumo:
inmediato y sin pensar.

Una vez terminado el inciso, retrocedamos levemente, desde 2010 a 2008, cuando ocurrió
lo único que podía ocurrir cuando Internet ya tenía la suficiente cantidad de memes como
para sepultar a la humanidad entera bajo su propia auto-referencialidad pajera: alguien tiró
del hilo hasta montar un videoclip de ello. Esos alguien fueron Weezer —lo cual es
particularmente irónico en tanto han trabajado con (casi) todos los grandes autores de
videoclips— en Pork And Beans. Un vídeo que no es más que una acumulación sistemática
de memes, sin orden ni concierto más allá de la risa por saturación y referencialidad, y con
una relación mínima o absolutamente nula con la propia canción. ¿Cuál es el problema?
Que este dar forma artística a un basurero funciona sólo en la medida de su acumulación, y
adolece de lo que Fredric Jameson vendría a llamar la condición posmoderna: no hay aquí
ninguna clase de parodia, una forma erudita de aprovechar referencias anteriores para
construir un discurso propio, sino que es puro pastiche, una acumulación de símbolos sin
valor ni trascendencia cuya iconicidad consiste en su actualidad; frente a la parodia de
Windowlicker, una obra que crea su propio referente a partir de elementos presentes que
cobran sentido a través de su re-apropiación, el pastiche de Pork and Beans, algo sin
sentido ninguno para una generación diferente a la que experimentó los acontecimientos
que recrea. La posmodernidad había llegado a los videoclips.

No es difícil entender cómo se ha llegado hasta aquí siguiendo el hilo de los


acontecimientos, menos aún el circunscribir cada vídeo viral —y aquí ya entra tanto la
publicidad como el videoclip, porque en este caso nada diferencia una del otro— a esta
cronología, porque lo que comenzó como la simpática manera de un grupo para conseguir
llamar la atención del público pronto se convirtió en el desvelamiento de una realidad de
nuestro presente. Todo está conectado, todo es instantáneo; todo debe ser instantáneo. La
necesidad de tenerlo todo al instante no es más que un reflejo del capitalismo tardío, que
crea constantemente condiciones de deseo que deben quedar necesariamente insatisfechas
para que así sigamos consumiendo de forma compulsiva. Como con los memes, como con
los videoclips rizomáticos. Hacer sitio al videoclip de autor, darle la posición relevante que
tenía en un pasado más remoto, sólo tendría sentido para los grupos y las discográficas si
creyeran que el producto que están vendiendo tiene una serie de valores que van más allá de
lo inmediato, del placer que se sentirá durante dos o tres escuchas antes de olvidarlo en
favor del siguiente hype de la temporada. Se vende un producto, no se ofrece un objeto
artístico, por eso se buscan campañas de marketing que prometan la máxima efectividad
posible; si en los noventa comenzaron a vendernos arte es porque existía la intencionalidad
de fidelizar al cliente mediante algo distintivo y propio, en un tiempo donde solo se quiere
la venta inmediata el anuncio en forma de meme es el rey.

¿Qué hacer cuando los videoclips han dejado de ser una herramienta efectiva de arte y han
vuelto a ser puro producto de marketing? El más difícil y abyecto todavía: hacer trabajar al
fan para el grupo. La tendencia de hacer concursos mediante los cuales los fans pueden
participar en la producción de videoclips para el grupo, invirtiendo un tiempo y un dinero
que no tendrán recompensa más allá del saberse más cercanos al grupo, desvalorizando así
aun más la labor del director de videoclips. Si hubo un tiempo no demasiado remoto en el
cual ser director de videoclips podía acercar al susodicho a la posición de autor, hoy este
parece cada vez más relegado a la posición de un subordinado que debe hacer algo de
forma altruista, sin gratificación alguna, porque se supone que él disfruta haciéndolo aun
cuando alguien saque beneficio de su trabajo: efectivamente, se confirma que a través de la
historia del videoclip podemos otear los problemas del presente.

Pese a ello, existe un pequeño grupo de autores que ejercen en el más estricto segundo
plano, logrando en alguna ocasión abrirse paso en el abarrotado presente, luchando por su
supervivencia a través del trabajo de años. Pero esto ocurre pocas veces. En el presente, lo
único que importa a las discográficas, y lo que es más preocupante, incluso a los grupos, es
que el disco se venda lo máximo posible, para lo cual se usan modelos de mercadotecnia
que sólo tienen sentido en un hoy que se sostiene bajo una lógica de red: hacer trabajar al
fan, directa o indirectamente, haciéndole creer que es parte de algo próximo al arte. El
problema es que el trabajo representa la antítesis total del arte. El videoclip vuelve así al
lugar del que la industria desearía no hubiese salido nunca. Vuelve a ser el hermano rarito
de la publicidad.
IV. Autores vs. Mercado. Informe de situación

Aunque hemos visto dos caminos que se han solapado, sería inexacto formularlo así: los
autores han convivido con la democratización del videoclip, pero cada vez más se han
polarizado las posiciones; los videoclips artísticos son cada vez más de autor y los
videoclips rizomáticos son cada vez más pastiche. Sirva este final como muy breve censo
de un panorama más complejo.

Al respecto de los nuevos autores, nos moveríamos especialmente entre tres, aunque como
en el segundo apartado esto constituye un reduccionismo absurdo en tanto cabría hablar de
otros muchos, pero valga esta como una pequeña selección: Hype Williams, Daniel Wolfe
y George Salisbury serían los adalides del videoclip de autor. Williams sería el caso más
extremo, ya que dirigiría el fastuoso videoclip de Runaway, que se alarga durante algo más
de treinta minutos para contarnos la historia de cómo Kanye West salva un ave fénix; más
próximo a una sofisticada forma de cine con remiendos experimentales que al videoclip, el
trabajo de Williams se erige en experiencia catártica que se consagra tanto a la inmediatez
del simbolismo actual como a cierta inmortalidad derivada de ese mismo presente radical:
crea parodias sin humor, mitos contemporáneos de un exceso que no está del todo claro
exista.

Alejados de extremos radicales, los casos de Daniel Wolfe y George Salisbury vendrían de
la mano en tanto podrían incluso considerarse como contrapuestos en lo estético. Wolfe
prima la frialdad y la espectacularidad de una violencia festiva alargada ad infinitum.
Salisbury prima la proximidad de los eventos y la calidez de una enternecedora violenta
reducida a la mínima esencia. Pero ambos nos muestran un rasgo común a nuestro presente:
Tanto Time to Dance, videoclip de Wolfe para una canción de The Shoes que nos narra la
vida de un psycho killer fruto de la copulación imposible entre Jason Vorhees y Patrick
Bateman, como Remote & Dark Years, videoclip de Salisbury para una canción de Maps &
Atlases con dos jóvenes que roban y destruyen un coche por la mera diversión de hacerlo,
se inscribirían en el ámbito de la canónica estetización de la violencia que encontramos
tanto en el cine coetáneo —Drive (íd. Nicolas Winding Refn, 2011), Dredd (íd. Pete Travis,
2012)—, en el videojuego —Hotline Miami— o incluso en otros videoclips —Is Tropical
de The Greeks, dirigido por Megaforce—. El qué significa o puede significar esta obsesión
por poetizar la violencia en el presente será mejor dejarlo para otro posible artículo, incluso
aunque las razones parezcan obvias.

En el otro platillo de la balanza caerían una ingente cantidad de videoclips. Me gustaría


centrarme en la revelación más reciente: Harlem shake. Su estatuto de meme de treinta
segundos en el cual se fragmenta una canción, en vez de servir como acompañamiento de
un tema completo, debería anular todo su hipotético valor como videoclip. Pero,
precisamente por ello, sirve de paradigma de cuál es una de las formas culturales más
insistentes de nuestro presente. Porque Miller Time de Plastic Little es una canción de 2001
que pasó sin pena ni gloria, pero es rescatada hoy de la nada por la voluntad de alguien que
decidió hacer un vídeo chistoso, de estructura fácilmente replicable —los primeros quince
segundos es alguien bailando enmascarado mientras todo lo demás es normal; los últimos
quince segundos muestran a un montón de individuos en escena bailando a base de
espasmos—, sin pensar si quiera en su posible dimensión viral. Nada más. Toda
intencionalidad desaparece. El autor se desdibuja hasta desaparecer. Se genera una
tendencia y el videoclip pasa a ser eso, una simple moda. Ya nadie piensa «Eh, ¡eso
podríamos hacerlo nosotros!», como pasaba con Ok Go. Ahora, la gente lo hace. He ahí el
triunfo del pastiche, de la mímesis, de la repetición de lo mismo sin diferencia; lo que un
día fue un auténtico baile, con un estilo y patrones muy definidos, ahora se ha convertido en
un mal chiste que puede hacer gracia pero que nada ni nadie recordará más tiempo que al
auténtico, aun cuando muy particular, folklore de Harlem.
Es obvio que esta clasificación deja fuera muchos videoclips, algunos tan importantes como
ese Gangnam Style que quedaría en la delicada posición de ser esencialmente inclasificable
entre parodia y pastiche; pero, como mínimo, debería aportarnos un contexto desde el cual
poder discutir y comenzar a desarrollar un cierto mapa del videoclip y, por extensión, de la
cultura contemporánea. Un mapa incompleto, limitado y en constante mutación, pero al
menos un germen para continuar pensando el videoclip como lo que es: uno de los varios
campos de batalla donde se decidirá el futuro próximo del mundo audiovisual.

http://www.miradas.net/2013/04/actualidad/opinion/el-devenir-del-videoclip-en-la-
contemporaneidad.html

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