“EL VIEJO ORDEN CAMBIA…”
Leo Huberman. Los bienes terrenales del hombre.
Capítulo XIII.
¿Qué opinión se tendría de un gobierno que fijase impuestos a los
pobres y eximiese de estos a los ricos? Se diría que es una
insensatez, pero, luego de reflexionar, tal vez podría decirse que
eso es lo que, hasta cierto punto, está haciendo posible el gobierno
de los Estados Unidos. No obstante, sería posible hallar muchas
personas que discutiesen dicho juicio, y que sostuviesen que, en
realidad, el rico de los Estados Unidos paga una suma mayor de la
que corresponde equitativamente en los impuestas nacionales, sin
embargo, no cabe discutir que, en el siglo XVIII, el gobierno francés
cargaba impuestos a los pobres, en tanto que eximia de éstos a los
ricos.
Y no cabe discutirlo debido a que las mismas clases privilegiadas
reconocían que estaban exentas de casi todos los gravámenes
fiscales de la época. Los clérigos y los nobles consideraban que, si
ellos, al igual que el pueblo común, debiesen pagar impuestos,
sería el fin de la Francia. Cuando el gobierno francés tenía
problemas económicos con los gastos acumulándose cada vez
más acelerada, de tal manera que los ingresos ni siquiera
alcanzaban a disminuir la distancia que les separaba de los
egresos, a ciertos funcionarios se les ocurrió que la única manera
de salir de aprietos era gravar a los privilegiados, así como a
quienes carecían de privilegios. Turgot, ministro de Hacienda en el
año de 1776, intentó poner en práctica algunas de las reformas
requeridas por el sistema fiscal. Sin embargo, los privilegiados no
opinaban lo mismo, y se opusieron a la iniciativa en el Parlamento
de Paris, el cual expresó con claridad su posición en las siguientes
palabras: “La primera regla de la justicia es hacer que cada quien
conserve lo que le pertenece a la persona, gracias a las
prerrogativas de su nacimiento y su posición…De dicha regla de
derecho y equidad se deduce que todo sistema que, bajo una
apariencia humanitaria y benéfica, pretenda establecer la igualdad
de derechos y abolir las distinciones necesarias, muy pronto
acarrearía desórdenes (resultado inevitable de la igualdad) y
ocasionaría el desmoronamiento de la sociedad civil. La monarquía
francesa, por su constitución, está conformada por varios estados
diferentes. El servicio personal del clero consiste en cumplir todas
las funciones relacionadas con la enseñanza y el culto. La nobleza
consagra su sangre a defender al Estado, y ayuda al monarca con
sus consejos. Las clases más bajas de la nación, que no están en
condiciones de prestar al Rey un servicio tan distinguido, cumplen
con sus deberes para con él por medio de sus tributos, su industria
y su trabajo corporal. La abolición de dichas distinciones equivale
a derrocar toda la Constitución francesa”.
El clero y la nobleza eran las clases privilegiadas. Se les llamaba
el Primer Estado y el Segundo Estado, respectivamente. El clero lo
formaban 130 mil personas, y la nobleza unas 140 mil. Aunque eran
las clases privilegiadas, esto no significaba que fuesen ricas y que
no hicieran nada. Había clérigos pobres y nobles pobres. Había
obispos muy ricos y nobles muy ricos. Como había clérigos que
trabajaban firme y nobles en la misma situación y ociosos en una
y otra clase. Y también quienes estaban entre los dos extremos.
El pueblo era la clase sin privilegios. Se llamaba el Tercer Estado.
De los 25 millones de almas que era entonces la población de
Francia, era el 95 por ciento, o más. Y así como había diferencias
de riqueza y de manera de vivir en las clases privilegiadas, las
había igualmente en la de los no. Unos 250 mil de estos, la alta
clase media o burguesía, lo pasaba en comparación con el resto
del Tercer Estado, muy bien. Lo mismo que otro grupo compuesto
de artesanos que residían en las ciudades y poblaciones: eran unos
dos millones y medio. Los demás, unos 22.000.000 eran
campesinos que trabajaban la tierra. Pagaban impuestos a los
Estados, diezmos al clero y derechos a la nobleza.
Todos nosotros ordenamos nuestras vidas de modo que nuestros
gastos están determinados por nuestros ingresos. Los
gobiernos, en general, pretenden hacer lo mismo. Pero en el de
Francia en el siglo XVIII procedía de otra manera. Gastaba el dinero
tonta y extravagantemente, sin método y con corrupción. Basta un
ejemplo. El Libro Rojo (Livre Rouge) contenía la lista de todas las
pensiones concedidas por el gobierno. En ella estaba el nombre de
Ducret, un barbero. ¿Por qué este hombre tenía derecho a una
pensión de 1.700 libras anuales? Pues porque había sido
peluquero de la hija del Conde de Artois. El hecho de que esta hija
hubiese muerto a temprana edad, antes de que su pelo necesitase
las atenciones de la peluquería, no importaba. Ducret cobraba su
pensión.
El ejemplo anterior basta para demostrar la mala administración de
las finanzas. Había millares de ejemplos diferentes. En lugar de que
los ingresos regulasen los egresos, eran éstos los que
determinaban aquellos. Tal negligencia y derroche implicaba la
necesidad de conseguir por medio de gravámenes una gran
cantidad de dinero. Dado que las clases privilegiadas no tenían
ninguna parte de la carga (al contrario fijaban impuestos por su
cuenta a quienes carecían de privilegios), y puesto que los
miembros más ricos del Tercer Estado se las ingeniaban,
aferrándose a tortuosos recursos, para eximirse a sí mismo de los
gravámenes directos, todo el peso fiscal recaía sobre los pobres. Y
era un peso enorme. Una caricatura de dicha época habría
mostrado a un campesino cargando sobre su espalda encorvada al
monarca, al clérigo y al noble.
Un célebre francés, De Tocqueville, expuso lo que la carga de los
impuestos representaba en la vida cotidiana del campesino
trabajador: “Imaginemos un campesino francés del siglo XVIII…tan
apasionadamente enamorado del suelo, que gastará todos sus
ahorros para comprarlo… Para realizar esta compra primero debe
pagar un impuesto… Al fin es su dueño, y entierra su corazón con
la semilla que siembra…Pero otra vez esos vecinos le llaman de su
surco y le obligan a trabajar para ellos sin pagarle. Él pretende
defender sus primeras cosechas del juego de aquellos; pero
nuevamente se lo impiden. Cuando cruza el río, le aguardan para
que pague el peaje. Del mismo modo en el mercado tiene que
comprar el derecho para vender su propia producción. Y cuando,
al regreso a su hogar, quiere usar lo que le resta de su trigo para
su propia subsistencia, no pueden tocarlo hasta que lo ha llevado
al molino, para convertirlo en harina, y lo ha cocido en el horno de
los mismos hombres. Parte del ingreso de su pequeña propiedad
es pagado en rentas a éstos. Para cualquier cosa que haga el infeliz
campesino, los molestos vecinos están siempre en su camino. Y
cuando termina con ellos, otros con los hábitos negros de la Iglesia
se presentan para llevarse las utilidades de la cosecha. La
destrucción de una parte de las instituciones de la Edad Media,
hizo cien veces más odiosa la porción que sobrevivió”.
Todo esto parece una descripción del sistema feudal del siglo XI.
¿No hubo cambios, entonces, en las siete centurias que surgieron?
Sí, los hubo. De los veintidós millones de campesinos que había en
Francia en el año 1700, sólo un millón eran siervos en el viejo
sentido del vocablo. Los restantes habían ascendido por escala,
desde la servidumbre hasta la completa libertad. Pero eso no
significa que los antiguos derechos y servicios feudales
hubiesen sido barridos. Algunos lo había sido, pero muchos
quedaron. Y quedaron a pesar de que la causa original de su razón
de ser hacía mucho tiempo que estaba abolida. Los nobles que
había recibido los derechos y servicios feudales a cambio de la
protección que daban ya no formaban el ejército del rey, es decir,
que su función militar había desaparecido. Como tampoco
ayudaban al gobierno, como grupo sino solo individualmente –por
lo cual no tenía funciones administrativas o políticas. Ni cultivaban
la tierra ni se dedicaban a los negocios, por cual no tenía funciones
económicas. Tomaban sin dar nada. A menudo se convirtieron en
ociosos, en parásitos, desperdiciando su tiempo en la corte, lejos

de sus haciendas. No obstante, todavía demandaban y todavía
recibían servicios de los campesinos. Esto era un resto del pasado
del que los campesinos se resentían, como razón. Y como De
Tocqueville señala en la sentencia final de la cita anterior el mismo
hecho de que parte de los derechos tradicionales hubiesen sido
destruidos significaba que los que aun persistían eran más odiados.
¿Cuánto de sus ingresos pagaba exactamente en impuestos al
campesino? La respuesta es sorprendente. Se ha calculado que
entregaba hasta el ochenta por ciento de sus ganancias a los
distintos recaudadores de gravámenes. Y el veinte por ciento
restantes estaba destinado a pagar la alimentación, el albergue y
el vestido para su familia. No debe asombrarnos que los
campesinos se quejasen. Y tampoco debe asombrarnos que, en un
año de las malas cosechas, se encontrasen a punto de morir de
hambre. Como tampoco debe asombrarnos que, por aquel
entonces, muchos de ellos recorriesen vagabundeando por los
caminos, como pordioseros, en busca de algo de comer.
La revolución francesa estalló en 1789. Pero no se infiere de eso
que el campesino estaba peor en el siglo XVIII que en el anterior.
No era así. Quizá estaba mejor. De una manera u otra el campesino
había podido ahorrar bastante de la pequeña porción que le
quedaba después de pagar todos los impuestos, para comprar la
tierra. Durante cien años o más, antes de la Revolución, los
campesinos habían estado comprando tierras. Y por eso cuando
llegó el año 1789, un tercio de Francia estaba en sus manos. Pero
esto les dejó más descontentos que antes. ¿Por qué? Los
campesinos tenían hambre de tierra. Les fue posible satisfacerla un
poco. ¿Qué les cerraba el paso para mejorar más? La abrumadora
carga que les ponía el Estado y las clases privilegiadas. Y
ahora veían más claramente que nunca, que sin esa carga sobre
sus espaldas, podrían estar más erectos, pasar de la posición de
animales a la de hombres. El mismo hecho de que su situación
había mejorado un poco, abrió sus ojos a lo que pudiera ser si…
No es que no se les hubiera ocurrido antes a los campesinos de
Francia (y de otros países de la Europa occidental) que los pagos
y las restricciones feudales pudieran ser eliminados.
Anteriormente, hubo Revueltas de los Campesinos y aunque estas
no habían logrado el propósito de arrojar por la borda las
regulaciones feudales, había mejorado algo la situación del
campesino. Mas para realizar la gran obra enteramente, los
campesinos necesitaban ayuda y dirección. Y la encontraron en la
creciente clase media. Porque fue esta, la burguesía, la que trajo
la Revolución francesa y la que más ganó con ella. La burguesía
realizó la revolución porque tenía que hacerlo. Si no hubiese
conseguido derrocar a sus opresores, habría sido aplastada. Su
posición era la misma que la del polluelo vivo dentro del cascarón
quien al fin ha crecido hasta tal grado que la rompe o muere. Para
la naciente burguesía las relaciones y las restricciones al comercio
y la industria; la concesión por el gobierno de monopolios y
privilegios a grupos pequeños; el continuo bloqueo del progreso por
parte de los gremios obsoletos y retrógrados; la carga de los
impuestos, desigualmente distribuida y en constante aumento; la
existencia de viejas leyes y la aprobación de otras nuevas en las
cuales tenían poco o nada que decir en número cada vez más
creciente de funcionarios del gobierno interviniendo en todo y el
volumen cada vez mayor de la deuda del gobierno, toda aquella
sociedad feudal, decadentemente y corrupta, era el cascarón que
tenía que romper. Decidida a no ser estrangulada y morir
dolorosamente, la clase media burguesa tuvo buen cuidado de que
el cascarón se rompiese.
¿Quiénes conformaban la burguesía? Los escritores, los
médicos, los maestros, los abogados, los jueces, los empleados
oficiales, las clases cultas; también los comerciantes, los
fabricantes, los banqueros, las clases adineradas, y quienes
aspiraban a tener dinero. Su deseo primordial, o más bien su
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necesidad, consistía en desechar las reglas del derecho feudal en
una sociedad que, dada la realidad material que ya existía
entonces, había dejado de ser feudal. Necesitaba desprenderse de
su angosta casaca feudal y reemplazarla por un amplio saco
capitalista. Halló un lugar para expresar sus necesidades en el
campo económico, en los escritos de los Fisiócratas y de Adam
Smith, y en el campo social, y en los de Voltaire, Diderot y los
enciclopedistas. El Laissez faire (Dejadnos hacer) en el comercio
y la industria, encontraba su contraparte en el “Dominio de la razón”
sobre la religión y las ciencias.
Nada hay más irritante y ofensivo que ver a gentes que no tienen
la capacidad de uno para el trabajo, ocupar los puestos porque
disponen de “padrinos”. Algo de esto les ocurría a los burgueses.
Tenían talento, y cultura, y dinero. Pero no tenían la posición
legal en una sociedad a la cual hubiesen llevado todo aquello.
“Barnave se hizo revolucionario el día que su madre fue expulsada
del palco que ocupaba en Grenoble, por un noble de allí. Madame
Roland se queja de que cuando se le pidió que se quedase a comer
en el castillo de Fontenay con su madre, se les sirvió en el
departamento de la servidumbre. ¡Cuántos enemigos le creó al
viejo régimen, el amor propio herido!”
La burguesía no poseía muchas tierras, pero tenía capital. Había
prestado dinero al Estado y quería que le fuese devuelto. Sabía
bastante sobre asuntos del gobierno para que su administración,
estúpida y derrochadora de los fondos públicos, llevara a la
bancarrota. La burguesía aspiraba a que su poder político
corriese parejo con su poder económico. Tenían propiedades, y
querían privilegios. Deseaba estar segura de que su propiedad
estaría libre de las molestas restricciones a que estuvo sujeta en la
decadente sociedad feudal. Y de que sus préstamos al gobierno
serían pagados. Y para tener la certidumbre de estas cosas, tenía
que ganar por sí misma no sólo una voz, sino la voz en el gobierno.
Vino la oportunidad, y la aprovechó.
Su oportunidad vino porque Francia se vio en tal confusión, que no
fue posible salir adelante por los viejos métodos. Así lo admitió el
conde Calonne, miembro de la nobleza. Su posición en la oficina
principal del ministro de Hacienda le permitió ver mejor las cosas
proféticas escritas en la pared: “Francia es un reino compuesto de
Estados separados y países con administraciones mixtas; de
provincias que nada saben una de otra; donde ciertos distritos
están completamente libres de cargas, cuyo peso es llevado por
otros; donde la clase más rica es la que menos impuestos paga;
donde el privilegio ha trastornado todo el equilibrio; donde es
imposible tener ninguna regla constante, o una voluntad
común: Necesariamente es un reino muy imperfecto, muy lleno de
abusos, y en su presente condición, imposible de gobernar”.
Téngase presenta las últimas tres palabras. Un miembro de clase
dirigente admite que es imposible gobernar por más tiempo: sume
a eso las masas descontentas; ahora permita que una clase
inteligente y en auge, ansiosa de adueñarse del poder agite la
mezcla, y el resultado será una revolución. Advino en 1789. Se
llamó la Revolución Francesa.
Una declaración simple breve de los propósitos de los
revolucionarios, fue la dada por cada uno de sus líderes, el abate
Sievés, en un panfleto popular titulado “¿Qué es el Tercer
Estado?”.
“Debemos hacernos a nosotros mismos estas tres preguntas:
“Primera -¿Qué es el Tercer Estado? Toda
“Segunda -¿Qué ha sido hasta ahora en nuestro sistema político?
Nada
“Tercera -¿Que es lo que pide? Ser algo”

Pese a que era cierto que la totalidad de los miembros del Tercer
Estado, los artesanos, los campesinos y la burguesía, trataban de
“Ser algo” fue en esencia el último grupo el que alcanzo lo que se
proponía. La burguesía suministró las directrices, en tanto que los
otros grupos estuvieran a cargo de la lucha. Y fue la misma
burguesía que obtuvo las mismas ganancias. Durante la
Revolución, la burguesía tuvo una sucesión de oportunidades para
enriquecerse y fortalecerse. Especuló con las tierras arrebatadas a
la nobleza y a la Iglesia, y amasó ingentes fortunas gracias a
contratos fraudulentos con el ejército.
Marat, vocero de la clase trabajadora más pobre, describió lo que
pasaba en la Revolución, con estas palabras: “En el momento de
la insurrección el pueblo se abrió paso a través de todos los
obstáculos, por la fuerza del número, pero a pesar del poder que
alcanzó al principio, fue derrotado por conspiradores de la clase
superior, llenos de habilidad y astucia. Los útiles integrantes, más
educados de esa clase alta, primero se opusieron a los déspotas;
mas solo para volverse contra el pueblo después de que,
infiltrándose, consiguieron su confianza y usaron de su poderío,
para situarse en la privilegiada posición de la cual habían sido
expulsados los déspotas. La revolución la hacen y llevan delante
las capas de la sociedad, los obreros, los trabajadores manuales,
los pequeños comerciantes, los campesinos, la plebe, los
infortunados, todos aquellos a quienes los ricos desvergonzados
llaman la canalla y a quienes los romanos también
desvergonzadamente llamaban el proletariado. Pero lo que las
clases altas ocultaron constantemente, el hecho de que la
Revolución devino solamente para beneficio de los terratenientes,
los abogados y los tramposos”.
Esta es una exposición justa de lo que ocurrió. Después de que la
Revolución terminó, fue la burguesía la que ganó el poder
político en Francia. El privilegio del nacimiento fue destruido sin
duda alguna, pero el privilegio del negocio lo remplazó. “Libertad,
Igualdad, Fraternidad”, fue un lema proclamado por todos los
revolucionarios, pero en realidad, fue en provecho de la burguesía.
Esto se hace evidente al estudiar el Código de Napoleón. Dicho
cuerpo legal obviamente se designó para la protección de la
propiedad burguesa, no feudal. El Código cuenta con unos dos mil
artículos de los tan solo siete hacen referencia al trabajo, y cerca
de ochocientos a la propiedad. Prohíbe los gremios y las huelgas,
aunque aprueba las asociaciones patronales. En cualquier querella
ante los tribunales por asunto de jornales el código aclara que debe
creerse a la declaración del patrono, y no a la del obrero. El Código
fue hecho por y para la burguesía; ideado por los propietarios para
la protección de la propiedad.
Cuando se disipó el humo de la batalla, se vio que la burguesía
había ganado el derecho de comprar y vender lo que quisiera,
cómo, cuándo y dónde quisiera. El feudalismo había muerto. Y no
sólo en Francia, sino en todos los países conquistados por el
ejército de Napoleón. El gran corso llevó el mercado libre (y los
principios del código de Napoleón) con él, en sus marchas
victoriosas. ¡No en balde fue recibido tan alegremente por la
burguesía de las naciones vencidas! En todas ellas la servidumbre
fue abolida, los derechos y obligaciones feudales quedaron
eliminados, y el derecho de los campesinos propietarios,
comerciantes y fabricantes a comprar y vender sin regulaciones,
restricciones o represiones, definitivamente establecido.
Un excelente sumario de esta fase de la Revolución Francesa es
el escrito de 1852 por Karl Marx, en su El 18 Brumario de Louis
Bonaparte: “Desmoulins, Danton, Robespierre, Saint-Just,
Napoleón, los héroes, como también los partidos y las masas de la
gran Revolución Francesa…realizaron la obra de su vida, que no
era otra que librar la burguesía y establecer la moderna sociedad
burguesa... los Jacobinos despedazaron el terreno en que el
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feudalismo tenía sus raíces, cortaron las cabezas de los magnates
feudales que allí vivían. Napoleón estableció en toda Francia las
condiciones que hicieron posible el desarrollo de la libre
competencia; la explotación de la propiedad agraria después de
la partición de las grandes haciendas o latifundios; y que
pudiesen ser empleadas plenamente las fuerzas de la producción
industrial de la nación. Más allá de sus fronteras hizo por doquier
una limpieza de las instituciones feudales”.
Las revoluciones son hechos sangrientos. La francesa impresionó
grandemente a muchas personas por su violencia y su terror.
Resulta interesante que quienes más fuertemente se opusieron a
ésta fueron los ingleses; y resulta especialmente interesante,
porque la pugna de la burguesía para hacerse con el poder político
y económico en Inglaterra, había tenido lugar más de cien años
antes de la Revolución Francesa, y la violencia que implicó ya
había sido olvidada en forma conveniente.
Hubo una diferencia, sin embargo. Mientras los negocios en
Francia dieron al nacimiento (o derecho de nacimiento) un
verdadero “Knock-out” del cual nunca se recuperó, en Inglaterra la
victoria fue también de los negocios, pero por decisión, no por
“Knock-out” empleando términos de boxeo. Parece que en
Inglaterra Negocios y Nobleza se conocían muy bien,
mutuamente, y así se llevaron mejor que en otros países. La
burguesía inglesa se convirtió en aristocracia de la tierra, y a su vez
la aristocracia de la tierra se dedicó a los negocios, sin demasiada
preocupación por “estar por encima de todos”. No obstante, los
años de 1640 a 1688 marcan en la historia inglesa un periodo de
verdadera lucha que sólo terminó cuando se convino en que la
burguesía debía tener su parte en el gobierno.
Ya hemos mencionada a Edmund Burke, el reconocido estadista
británico que tan sensatamente habló a favor de los colonos
americanos, en lo referente a los “impuestos sin representación”.
Cuando Burke escribió varios artículos y folletines atacando a los
revolucionarios franceses, otro escritor inglés le recordó la propia
“gloriosa revolución” de Inglaterra, de la Humanidad, en nombre del
sentido común…Ahora bien, ¿cuál fue la ofensa imperdonable, el
horrendo crimen que nunca podrá expresarse, cometido por el
pueblo de Francia contra este país? ¿Acaso el de haber cambiado
su gobierno por la Revolución de 1789? La única diferencia con
nosotros fue que lo hizo un siglo más tarde. ¿Quizá el haber
decapitado a su soberano? Pues lo hizo siguiendo el ejemplo de la
nación inglesa.
En Inglaterra, en 1689, y en Francia después de 1789, la pugna por
la libertad del mercado tuvo como resultado un triunfo de la clase
media. Bien puede marcarse en el año de 1789 el final de la Edad
Media, pues en dicho año la Revolución Francesa asestó el golpe
mortal al feudalismo. De entre la estructura de la sociedad feudal,
conformada por clérigos, guerreros y trabajadores, surgió un grupo
de clase media. Fue fortaleciéndose con el paso de los años, y
sostuvo una larga y ardía lucha contra el feudalismo, en la cual se
libraron tres batallas definitivas: la primera de ellas fue la Reforma
Protestante; la segunda, la denominada históricamente Gloriosa
Revolución de Inglaterra; y la tercera la Revolución Francesa. Al
finalizar el siglo XVIII, fue finalmente lo suficientemente poderosa
para derrocar el antiguo orden feudal. Y en reemplazo del
feudalismo, la burguesía instauró un sistema social distinto, basado
en el libre cambio de mercancías cuyo objetivo principal es obtener
ganancias a expensas del trabajo ajeno.
A dicho sistema nosotros lo denominamos Capitalismo.
Tomado de:
Huberman, Leo. (1936/2008). Los bienes terrenales del hombre.
Bogotá: Panamericana. Págs 174-186.