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Resumen: Este ensayo examina los argumentos de una corriente de intelectuales conser-
vadores que a lo largo de los años treinta y cuarenta articuló una crítica a la Revolución
Mexicana invocando el espíritu de la hispanidad. Los grandes ejes de su crítica fueron
los siguientes: recuperar los elementos arraigados en la tradición española que habían
definido originalmente a México como nación; impedir la erosión de las jerarquías en
un momento en que las masas estaban siendo demagógicamente invitadas a participar
en la vida política; finalmente, oponer claras barreras a la influencia norteamericana y al
protestantismo. Esta reflexión crítica se acompañó de una propuesta de mestizaje domi-
nada por el elemento criollo, opuesta a aquella que estaba siendo impulsada a través del
indigenismo y la mestizofilia oficiales.
Palabras clave: Intelectuales conservadores; Hispanidad; Revolución Mexicana; Nación;
Siglo xx.
1. El problema
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En una reflexión publicada en 1934 acerca de los obstáculos a la difusión del espíritu
de la hispanidad, Ramiro de Maeztu aludió al caso mexicano en los siguientes términos:
“Méjico, revolucionado desde la caída de Porfirio Díaz, en 1911, se convierte en uno
de los centros de la nueva agitación” (Maeztu 1942: 175). A sus ojos, México ejempli-
ficaba la manera en que un régimen autoritario había puesto en entredicho el ideal de
armonía que había inspirado la fundación de los Estados modernos a partir de la Edad
Media; armonía que se había traducido tanto en un “equilibrio de principios”, como en un
sistema de contrapesos entre “la autoridad y la libertad, el poder espiritual y el temporal,
el campo y las ciudades, los reinos y el Imperio” (182). Este modelo, afirmaba de Maeztu,
había dejado de existir en el momento en que “cada principio (quiso) hacerse absoluto;
cada voluntad soberana”; es decir, cuando se destruyeron las jerarquías y se impuso una
voluntad despótica, “por medio de un Estado omnipotente [investido de] libertad ilimitada
y [de] autoridad arbitraria” (182-183).
Estas ideas fueron recuperadas por una corriente de intelectuales conservadores
que a lo largo de los años treinta y cuarenta dirigieron una crítica hacia la Revolución
Mexicana a través de la revaloración del antiguo vínculo con España.1 Consideraban que
la Revolución había desdibujado los rasgos que habían caracterizado a México como
nación a partir de la conquista y los tres siglos de colonización. Planteaban la necesidad
de encuadrar a las masas que el movimiento armado había puesto en el centro del esce-
nario político, reinstaurando un orden social jerárquico. Invocaron principios de auto-
ridad y tradición para frenar la decadencia y el proceso de descomposición social que la
Revolución había desencadenado. En este contexto, la hispanofilia mexicana articuló una
propuesta de mestizaje opuesta a aquella que estaba siendo formulada a través del indi-
genismo y de la mestizofilia oficiales. Se trata de un mestizaje dominado por el elemento
criollo, al cual asociaron una sensibilidad anclada en el “culto del honor” (García Morente
1938), así como un estereotipo racial que funcionó como signo de la pertenencia a un
estrato social superior.
Mi intención al examinar los argumentos del conservadurismo hispanófilo mexicano
de la primera mitad del siglo xx ha sido profundizar en la comprensión de un complejo
panorama ideológico en el que la Revolución triunfante no impuso una hegemonía incon-
testable. Al mismo tiempo, sería simplista plantear la existencia de una confrontación
maniquea entre la Revolución y sus enemigos. Como lo ha señalado Lorenzo Meyer en el
epílogo de su libro El cactus y el olivo. Las relaciones de México y España en el siglo xx,
los regímenes pos-cardenistas toleraron bien la relación “extraoficial de los enviados de
Franco con los sectores más conservadores del gobierno mexicano, con la vieja colonia
española y con aquellos sectores conservadores mexicanos que se mostraron afines al
franquismo como, por ejemplo, la Iglesia católica o los sinarquistas” (2001: 251). Esto
significa que, a diferencia de lo que los conservadores sustentaron en sus escritos, a partir
de los años cuarenta, no hubo un enfrentamiento real entre el Estado mexicano y una
clase media que invocaba el legado español para hacer una crítica a la Revolución. De
acuerdo con el mismo autor, tampoco hubo diferencias de fondo entre los simpatizantes
del franquismo y la clase política priísta. Es decir, unos y otros suscribieron posiciones
autoritarias a pesar de que el régimen mexicano condenó oficialmente el franquismo,
lo cual permitió “alimentar su pretensión de ser considerado un sistema democrático y
progresista” (251).
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En los apartados que siguen definiré primero el contexto general en el que se gestó
y fue formulada la crítica conservadora hacia la Revolución. A continuación estable-
ceré una diferenciación entre el conservadurismo católico y la hispanofilia de tendencia
laica en cuyo análisis me concentraré. Pasaré después a examinar dos de los principales
argumentos esgrimidos por esta tendencia: el argumento de que había que recuperar la
tradición original que había definido a México como nación; y el argumento a favor de
1 Véase del Arenal (2009), Granados (2005), Lobjeois (2001: 163-192), Mora Muro (2011: 155-167),
Pérez Monfort (2001: 61-119 y 2007), Urías (2010a y 2010b).
restaurar un orden jerárquico a fin de conjurar el peligro de que las masas tuvieran un
papel activo en la vida política. En la parte final del texto propongo algunas conclusiones.
2. El contexto
social e ideológica que tuvo lugar en México durante las primeras décadas del siglo xx
(Urías 2007).
Las transformaciones que he enumerado generaron inquietud en diversos sectores
de la sociedad mexicana. Además de los movimientos sociales de origen popular como
la Cristiada y el sinarquismo, durante el cardenismo (1934-1940) se multiplicaron los
grupos de clase media conservadora preocupados por la ruptura del orden social y polí-
tico que el Porfiriato había mantenido vigente, y que manifestaron su inconformidad
ante el rumbo que tomaba el país.2 Estos grupos, observa Luis Medina Peña, habían sido
2 Véanse Garciadiego (2006: 30-49), Pérez Monfort (1993: 34), Servín (2006: 37-49 y 2009: 467-511).
producto del “crecimiento económico y (de) la permeabilidad social del Porfiriato” (2006:
156). Sus integrantes se diferenciaban claramente del sector de clase media que creció
bajo el auspicio de la espiral de ascenso social propiciada por el Estado posrevolucionario
a través de la modernización económica, la ampliación del aparato burocrático y la educa-
ción. La clase media conservadora no se sumó al aparato burocrático, o bien, muy pronto
desertó de sus filas. Conformaba una élite política y cultural cuya formación era muchas
veces superior a la de aquellos que habían optado por vincularse a la esfera oficial. Se
manejaba con fluidez en el medio cultural mexicano de la época, y desde este espacio
manifestó su inconformidad ante la tentativa del Estado revolucionario de llamar a las
masas a participar en la vida política.
4. Nación
José Vasconcelos fue uno de los principales partidarios de recuperar los elementos que
habían determinado la conformación de la nación mexicana a partir de la conquista con
la fusión entre lo indígena y lo español. En 1941 publicó en Hispanidad, voz de España
en América, órgano de la propaganda franquista en México, un ensayo que planteaba con
claridad este punto:
Antes de la llegada de los españoles México no existía como nación; una multitud de tribus
separadas por ríos y montañas y por el más profundo abismo de sus trescientos dialectos,
habitaba las regiones que hoy forman el territorio patrio […] Desde que aparecemos en el
panorama de la historia universal, en él figuramos como una accesión a la cultura más vieja y
más sabia, más ilustre de Europa: la cultura latina. Latino es el mestizo desde que se formó la
raza nueva (Vasconcelos 1941: 5).
el remedio está en hacernos españoles, pero españoles modernos, libres; españoles por el
habla, no por la tradición militarista y monárquica; el remedio está en seguir siendo indios,
pero indios con orgullo; indios que no son botín espiritual del primer predicador de remotos
credos (Vasconcelos 1929a: 12).
Los cambios que era necesario realizar en el país, reiteraba Vasconcelos, “no [debían]
ser pretexto para que se continúe la campaña de romper el lazo indo-español, que es la
única amalgama sólida del ya superanarquizado México” (Vasconcelos 1929a: 13). En
otro ensayo, incluido dentro del mismo volumen, el autor afirmaba que la sustitución de
los valores hispánicos por principios protestantes importados de Norteamérica llevaría al
país a la ruina. Y acerca de la clase política, se lamentaba: “estos antiespañoles de ahora,
contaminados de metodismo, son peores que los de antaño” (Vasconcelos 1929b: 35).
Para el poeta José Juan Tablada, el desconocimiento del legado hispánico representaba
un retorno a la barbarie precolombina. En 1929, escribía desde su exilio en Nueva York:
“La santa cruzada que predica hoy Huichilobos entre humazos de marihuana y alaridos de
xenofobia es nada menos que la guerra contra… los españoles” (Tablada 1929: 60). Los
regímenes revolucionarios que predicaban el “odio al español” y revalorizaban la cultura
azteca anunciaban, desde su punto de vista, una regresión fatal: “Los roncos teponaxtles
del Odio han vuelto a resonar, acompañados de los güiros aztecas, los “tzicauaxtlis”
hechos de canillas y fémures humanos” (Tablada 1929: 61).
La defensa de las raíces hispánicas de la nacionalidad se desplegó en el marco de
una reflexión sobre el concepto de “raza”, entendida como una realidad a la vez espi-
ritual y biológica. En relación a lo espiritual, los escritores conservadores partieron de
algunos principios básicos resumidos en un artículo publicado en la revista Ábside en
1938: “Lengua y religión son los nexos que identifican e informan a los veinte pueblos
indo-españoles de América. Lengua y religión, en consecuencia, dieron sentimiento y
habla a estos pueblos; y una raza cuando existe, cuando tiene conciencia de su identidad,
es porque habla, es porque siente” (Laine 1938: 21-22). El autor de este artículo utilizaba
el concepto de “conciencia de una identidad” en relación a la pertenencia a una “raza”
existente gracias a la espiritualidad y la cultura.
Además de la religión y de la lengua, la noción de “raza” fue asociada a un proceso
biológico vinculado a un proceso de mestizaje dominado por lo criollo. El elemento indí-
gena, así como la mezcla con razas extranjeras fueron considerados como factores que
no propiciaban el reforzamiento del carácter nacional original. Es en este sentido que el
mismo ensayo publicado en Ábside equiparaba a la “raza indo-española” con un metal,
“duro y rebelde para extrañas influencias; armonioso y blando para las influencias latinas”
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(Laine 1938: 25). En otras palabras, el mestizaje con grupos no-latinos fue percibido
como una amenaza para la reconstitución de la “auténtica” nacionalidad mexicana. Desde
esta perspectiva, en 1940 Miguel Alessio Robles enumeraba los beneficios de atraer a la
migración española:
un país como el nuestro, que tiene necesidad de inmigración y de capital extranjeros, debe
preferir en todo caso al inmigrante español, trabajador y laborioso, que se identifica con nues-
tras costumbres, y forma un hogar mexicano donde se conservan las tradiciones de virtud y de
moral y se proclaman la unidad de nuestra raza tenaz y batalladora (Alessio Robles 1940: 180).
Otro ferviente defensor del legado español, José Elguero, explicaba en sus entregas
periodísticas a Excélsior que el énfasis en la migración española permitiría frenar la
entrada de grupos considerados “indeseables”. En un artículo publicado en marzo de 1937
en dicho periódico, Elguero se manifestaba abiertamente antisemita:
El gobierno español de la Colonia nos libró de los judíos, al extremo de que en este país,
hace veinte años aún, eran aves raras. Y eso, porque España los conocía y tuvo que expul-
sarlos para que no siguiesen oprimiendo económica y políticamente a la población vernácula
(Elguero 1941: 99).
llevar al país a la ruina. Esta reflexión de José Elguero, publicada en el periódico Excélsior
en septiembre de 1938, sintetiza esta percepción:
La masa no puede deliberar ni aquí ni en parte alguna del globo terráqueo. La masa se guía
por los líderes, que la inclinan a un lado o a otro, según la fuerza de aquellos, sus cualidades
oratorias, su habilidad, su energía, etc. La masa, por lo general, cuando obra por sí misma,
adopta actitudes francamente agresivas o desordenadas, y ejecuta tumultuosamente, porque el
pensamiento de sus componentes arde y se consume en las llamas de la pasión, que toma el
sitio de la razón. […] Estas cosas, tan reales, no penetran fácilmente en el cerebro de los revo-
lucionarios, imbuidos en la “mística” de un colectivismo extravagante (Elguero 1941: 347).
un tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstrac-
ciones […] Este hombre-masa es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin
entrañas de pasado y, por lo mismo, dócil a todas las disciplinas llamadas “internacionales”.
Más que un hombre es sólo un caparazón de hombre constituido por meros idola fori; carece
de un “dentro”, de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda
revocar. De ahí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa. Tiene sólo
apetitos, cree que sólo tiene derechos y no cree que tiene obligaciones (Ortega y Gasset
2005b: 356).
Estas ideas fueron compartidas por el grupo de intelectuales mexicanos que abogaban
a favor de la reinstauración de un sistema de jerarquías que permitiera retomar las riendas
del país a una élite ilustrada. En 1935, Eduardo Pallares publicó un artículo en El Universal
en el que reflexionaba acerca de la aparición del hombre-masa en el contexto de la politi-
zación de las multitudes:
El hombre-masa, en vías de emancipación social y política, vivió hasta ayer en el reino obscuro
de la inconsciencia, próximo a la animalidad pura, sumergido en los procesos elementales de
la vida vegetativa. En estas condiciones no pudo ser un elemento de orden espiritual en el
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progreso de México, y no debe asombrarnos que las multitudes que figuraron en la historia,
desde la independencia hasta 1914, precisamente por haber vivido en ese estado de incons-
ciencia y de animalidad, fueron utilizadas constantemente como carne de cañón para satisfacer
ambiciones personales, intereses de partido o de clases sociales en sus luchas intestinas. En
todo caso, han sido un lastre de gran peso contra el que se ha luchado en vano, para dar a la
vida de la nación, mejores formas de gobierno, caracteres espirituales más elevados y puri-
ficarla de los venenos producidos por la ignorancia, la maldad y lo que pudiera llamarse el
trogloditismo (Pallares 1935: 3).
5. Jerarquía
Hemos establecido que el indio, para su cultura y felicidad, debe de tener el derecho de
gobernarnos, y proclamamos el voto universal; pero la verdad es que el indio necesita que
lo ilustremos, que hagamos de él un ciudadano y un “hombre”, en una acepción algo más
comprensiva que la meramente antropológica. Creemos que el problema agrario consiste en
que el hacendado no se quiere desprender de la tierra y dar a cada indio un lote que cultive; y
el problema agrario es lo opuesto: que el indio no quiere cultivar la tierra ni sabe conservarla;
hay que crear en él ese sentimiento y darle esa aptitud. He ahí el problema. La propiedad en
manos del indio sería la muerte por el hambre en todo el país. Se afirma que una de las causas
de la presente revolución es que el indio aspira a conquistar los derechos políticos, y la verdad
es que una de las causas de esta revolución es que el indio jamás ha tomado interés en la polí-
tica general, ni posee convicciones, ni hay manera de hacerle que se interese en las elecciones
(Esquivel Obregón 1918: 17-18).
Para Esquivel Obregón había que reconocer la desigualdad natural que separaba a
las masas de la élite, considerando que la clase más numerosa de la sociedad “no solo no
era igual en cultura a la otra, sino que [además estaba] sumida en la más absoluta miseria
económica, intelectual y moral” (102). Esta situación había dado lugar a que los dema-
gogos construyeran “banderas que excitan en el interior a las masas” a fin de manipularlas
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de un sistema de jerarquías que contuviera los efectos de las iniciativas populistas del
Estado posrevolucionario. Utilizando como referencia la obra de Nicolás Berdiáyev –un
autor ruso, católico y marcadamente antibolchevique–, en 1936 José Elguero publicó en
Excélsior una reflexión acerca de la desigualdad natural que existía entre los hombres:
El poder jamás ha pertenecido ni pertenecerá al mayor número. Esto sería contrario a la natu-
raleza misma del poder, que es, por esencia jerárquico. El pueblo no puede gobernarse a sí
mismo; necesita directores. Lo que se llama soberanía popular, no es más que un instante
de la vida del pueblo, el desbordamiento del poder instintivo del pueblo. La estructura de la
sociedad y del Estado, la constitución del orden social, van aparejadas con la manifestación
de la desigualdad y de la jerarquía: la concesión de la soberanía a una parte determinada del
cuerpo social (Elguero 1941: 52).
El planteamiento de este autor era que la evidente desigualdad que separaba a las
masas de las élites confería naturalmente a estas últimas un papel conductor. Y en otro
artículo publicado en noviembre del mismo año, también en Excélsior, precisaba que eran
los intelectuales la verdadera aristocracia de la sociedad: “A pesar de todas las doctrinas
que predican la igualdad, el hombre inteligente estará por encima del que no lo es; el sabio
sobre el ignorante; el estudioso sobre el holgazán, etc. Y esas ‘aristocracias’, que surgen
del contraste, no pueden ‘romperse’” (Elguero 1941: 58)
El reproche que se dirigía a la clase política era que, además de alentar en las masas
un falso igualitarismo, los primeros regímenes posrevolucionarios habían desechado a los
mejores elementos del país. En 1935, un editorial del periódico El Hombre Libre suscribía
que los representantes de la élite intelectual habían sido “segregados del organismo polí-
tico; algunos condenados al exilio o la muerte, otros, a la impotencia de la acción, y
todos, relegados a la categoría de parias” (González Martínez 1935: 3), en tanto que los
miembros del partido oficial mantenían y concentraban los hilos del poder a fin de dotar
de existencia al “monolito incoherente” que era el partido oficial.
[…] se ha erigido el edificio monstruoso de un partido oficial cuyos tejidos orgánicos están
hechos con elementos incapacitados para la acción edificadora y encajados en un todo
compacto y mecánico, que han venido a constituir en la unidad de un monolito feroz, un mues-
trario de mosaicos de “standardismo ideológico” como representativo inconsciente de todas
las doctrinas y tendencias más antinómicas y desconcertantes que se agitan en el cerebro del
mundo. Y este monolito ha querido descifrar en su incoherente gramofonía híbrida el conte-
nido de la “revolución”. Tal es el PNR que aún subsiste como fiel testimonio del estancamiento
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6. Conclusión
Hasta principios de los años sesenta siguieron arrastrándose viejas polémicas acerca
de la adhesión o del rechazo de los valores hispánicos en América. Los intercambios entre
hispanistas e indigenistas mexicanos y españoles dan cuenta, por ejemplo, de las reac-
ciones confrontadas –de entusiasmo y de rechazo– suscitadas por la aparición del libro
del célebre filólogo e historiador español Ramón Menéndez Pidal, El Padre Las Casas.
Su doble personalidad, publicado en Madrid en 1963 (Menéndez Pidal 1963). El plantea-
miento central de Menéndez Pidal era que Bartolomé de las Casas había sido un alienado
mental, aquejado de un delirio de grandeza y de una tendencia a plasmar obsesiones en sus
escritos, entre ellas, la obsesión por denunciar la explotación de los indios bajo el régimen
de la encomienda y la condena de la crueldad española. Esta forma de locura lo había
llevado a convertirse en uno de los responsables de la difusión de la Leyenda Negra, así
como en uno de los principales inspiradores de un indigenismo demagógico que además
de despertar la animadversión en contra de España, había inspirado un patriotismo “irre-
flexivo” en toda América Latina a partir del siglo xvi. El hecho de que en la segunda mitad
del siglo xx las ideas de Bartolomé de las Casas siguieran siendo objeto de polémicas que
atravesaban el Atlántico, permite entender que en México las clases medias conservadoras
reivindicaran una forma de “criollismo” que reivindicaba lo hispánico como fundamento
original de lo nacional.
Concluyo este ensayo subrayando el hecho de que, además de sustentar la
crítica al Estado revolucionario, la corriente de intelectuales conservadores que he
examinado apeló a la tradición española para reafirmar su pertenencia a un estrato
social superior, y que esta referencia funcionó tanto en el registro de lo cultural
como de lo racial. La convicción de que el estereotipo físico occidental asegura
o denota una posición privilegiada en una sociedad predominantemente mestiza
e indígena, está todavía presente en la ideología de una clase alta y media conser-
vadora en la cual subsisten códigos raciales discriminatorios a través de los cuales
sigue descalificándose a determinados grupos étnicos. En efecto, a pesar de que
los valores asociados al espíritu de la hispanidad han desaparecido y de que la idea
de apelar al pasado colonial cayó totalmente en desuso, en algunos círculos de la
sociedad mexicana contemporánea prevalece la convicción de que el tipo racial
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