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CARLOS V (1516-1556)
Carlos V y los españoles
En enero de 1516, a la muerte de Fernando de Aragón, le correspondía a su nieto Carlos de Gante ejercer el poder como regente en
nombre de su madre Juana la Loca, que seguía siendo reina legítima de Castilla. En Bruselas, el círculo del príncipe pensaba que Carlos
tendría más posibilidades de ser elegido para encabezar al Sacro Imperio si llevaba el título de rey, por esto, el 14 de marzo de 1516 la
corte de Bruselas le proclamó rey de Castilla y Aragón. Fue un verdadero golpe de estado, y los castellanos así lo entendieron.

En Castilla volvía a haber disturbios. Los nobles se envalentonaron, los vasallos se sublevaron, la autoridad del estado no era respetada.
Las ciudades planearon reunir ilegalmente las Cortes para remediar las carencias del poder ya que Cisneros apenas lograba imponer su
autoridad y apremió al rey para que se presentara lo antes posible.

Por fin, en octubre de 1517, Carlos I se decidió a viajar a la península. Pero pronto las esperanzas de que restableciera le orden quedaron
defraudadas. La muerte de Cisneros le dejó sin consejero prudente y un hombre con autoridad. El joven soberano (17 años) no logró
ganarse la simpatía de sus vasallos. En la corte los flamencos coparon los puestos más importantes, se atribuyeron las sinecuras más
lucrativas, se repartieron los cargos públicos y los beneficios eclesiásticos. Trataron a Castilla como a un país conquistado.

Estando así las cosas murió el emperador Maximiliano, el 12 de enero de 1519. El Sacro Imperio Romano Germánico desató la codicia
no tanto por su territorio, sino por el prestigio y la autoridad moral que proporcionaba a su titular. Maximiliano deseaba que el imperio
siguiera regido por los Habsburgo, y desde hacía varios años había hecho campaña a favor de su nieto Carlos. El título de emperador
era electivo, pero los siete electores no eran desinteresados, y estaban dispuestos a negociar su voto. Carlos logró el apoyo de Jacob
Fugger, el banquero de Augsburgo, la principal potencia financiera de Europa, y con esta garantía Carlos fue elegido por unanimidad el
28 de junio de 1519.

La elección imperial fue mal acogida en Castilla. La ciudad de Toledo hizo campaña contra los gastos extraordinarios de la elección y
contra el imperio. Sólo reconocía al rey de Castilla, y reclamó la reunión de las Cortes para obtener garantías del soberano, cosa que
pasó de febrero de 1520. La preparación de las Cortes dio nuevos bríos al movimiento de oposición en vez de calmarlo. Su expresión
más firme fue un manifiesto escrito en febrero por unos frailes de Salamanca en el cual se concretan tres ideales principales:

1. El rechazo de cualquier impuesto nuevo;


2. El rechazo del Imperio: acusan a Carlos V de sacrificar el bien común del reino a los asuntos dinásticos;
3. Una amenaza. Si el rey persiste en sus pretensiones y no tiene en cuenta la opinión de sus vasallos, las comunidades sacarán
consecuencias y defenderán los intereses del reino.

El término “comunidades” serviría para designar la rebelión de Castilla en los meses sucesivos. Era vago, y peligroso a causa de su
imprecisión. Podría tener tres interpretaciones: 1) designaba, en plural, las colectividades territoriales que velaban por el bien común
(municipios, universidades, grandes cuerpos de estado); 2) resonancia social, recordaba al pueblo llano, un pueblo traicionado por las
minorías dirigentes; y 3) podía referirse a la comunidad nacional, enfrentada a los intereses personales y dinásticos del soberano.

Cuando las Cortes se reunieron en Santiago, el obispo Mota, que las presidía, trató de convencer a los procuradores apelando a su orgullo
nacional: la misión de salvar a la cristiandad descansaba sobre los hombros de un soberano español. Este discurso no convenció a los
reunidos y las Cortes fueron suspendidas. Al reanudarse en La Coruña, una mayoría de procuradores acabó aceptando las pretensiones
de la corte. El rey embarcó en seguida y su antiguo preceptor, Adriano de Utrecht, quedó encargado de gobernar al país en su ausencia.

En cuanto partió el rey estallaron los disturbios en Zamora, Burgos, Guadalajara, León y Segovia. Toledo volvió a tomar la iniciativa.
Más de un mes antes de la partida del rey, la ciudad adoptó una actitud revolucionaria, expulsó al corregidor y eligió una nueva
corporación local, una comunidad. En junio ésta propuso que las ciudades representadas en las Cortes se reunieran para restablecer el
orden en el reino. Se reunió una junta en Ávila, pero sólo acudieron cuatro ciudades.

Cuando el ejército intenta tomar posesión del parque de artillería de Medina del Campo se producen graves incidentes. Los comuneros
acusan al gobierno y ocupan Tordesillas, la residencia de Juana la Loca. Allí se reunió la asamblea de los rebeldes, que fue requerida
para que devolviera sus prerrogativas a la reina y gobernara en su nombre. Las ciudades que hasta entonces habían vacilado se unieron
al movimiento y enviaron representantes a Tordesillas.

La pequeña nobleza de los caballeros, la aristocracia terrateniente y la alta nobleza comenzaron a inquietarse por los avances de la
revolución. En toda Castilla se propagó un violento movimiento antiseñorial. Carlos V renunció al servicio votado en La Coruña y
asoció a dos nobles a la gobernación –por primera vez desde la coronación de Isabel-, el condestable y el almirante de Castilla. Gracias
al apoyo de la aristocracia, el gobierno recuperó Tordesillas en diciembre de 1520, y el 21 de abril de 1521 aplastó a los comuneros en
Villalar. La rebelión se prolongó en Toledo hasta febrero de 1522.
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La revolución de las Comunidades tenía causas inmediatas: la decepción de los castellanos ante el joven rey, la elección imperial y una
situación económica desfavorable. Pero también tenía orígenes más remotos: el régimen autoritario de los Reyes Católicos había
sembrado muchos recelos entre la aristocracia y las grandes ciudades, que no se resignaron a perder toda su influencia política.

En 1520 la crisis económica afectó a todos los sectores y todas las regiones, pero sobre todo al centro del reino, la zona comprendida
entre Toledo y Valladolid. En ellas se había intentado crear empleo y riqueza desarrollando el textil, pero el artesanado tropezaba con
la competencia extranjera y tenía dificultades para conseguir materia prima, porque las lanas de calidad se reservaban para la exportación.

Así podemos entender el significado del movimiento comunero. Era un fenómeno castellano, limitado a la zona central de Castilla.
Aunque se tratara esencialmente de un fenómeno urbano, tuvo repercusiones en el campo. Este movimiento aspiraba a una verdadera
revolución política que limitara las prerrogativas de la corona. Los comuneros exigieron la participación directa del reino en los
asuntos políticos.

A escala nacional, la nobleza y las Cortes habían quedado al margen de los asuntos políticos. Los comuneros reaccionaron contra esta
situación. Por iniciativa suya se reanudaron los debates políticos en los concejos municipales, donde los regidores tradicionales fueron
sustituidos por representantes elegidos por la población. El rey pensó que para contentar a los nobles que se habían opuesto al
nombramiento del cardenal Adriano bastaría con incorporar a dos de ellos a la regencia. Pero la Junta no se dio por satisfecha. Una vez
más, el rey había actuado sin consultar al reino.

“Los comuneros pretendían situar el reino por encima del rey”. A partir de entonces el reino, y la Junta en su nombre, aspiraban a
asumir la realidad del poder. Los comuneros querían poner al rey bajo tutela.

La extracción social de los comuneros era de clase media: artesanos, manufactureros, miembros de profesiones liberales, etc. Tenían
sus ideólogos, los frailes mendicantes, que defendían tesis tomadas del tomismo: el rey debe velar por el bien común, y en tanto lo haga
los vasallos está obligados a obedecerle. En caso contrario, pueden protestar. Los comuneros tenían un programa económico. Querían
desarrollar las manufacturas textiles, y limitar las exportaciones de lana. Contra ellos se unieron dos grupos, la aristocracia terrateniente
y la gran burguesía mercantil (propietarios y exportadores). Básicamente fue una revolución moderna fallida por su prematurez.

La rebelión valenciana de las Germanías presenta unos rasgos distintos. Se advierte un malestar social difuso cuyos orígenes se
remontaban por lo menos a los siglos XIII o XIV. Este malestar dio lugar a brotes de mesianismo y disensiones entre el pueblo llano de
Valencia y los ricos y los nobles, que se vieron agravadas cuando la peste asoló el reino (1519). Los nobles se marcharon a sus dominios
del interior y la población de Valencia se encontró abandonada a su suerte. Carlos V envió un virrey para establecer el orden pero fue
expulsado por los valencianos por ser considerado una concesión a la nobleza y una amenaza. Hasta mayo de 1521 el poder real no se
tomó las cosas en serio y los rebeldes eran dueños de la situación. La alianza entre el poder real y los nobles acabó derrotando a estas
tropas mal aguerridas. Valencia capituló el 1 de noviembre de 1521. La guerra civil fue mucho más mortífera que la de Castilla. En 1523
Carlos V nombró a la viuda de Fernando el Católico, Germana de Foix, virreina de Valencia.

El primer Habsburgo, recogiendo el legado de los Reyes Católicos, había querido reservar exclusivamente a la corona la dirección de
los asuntos políticos. No se había planteado compartir esta dirección con los nobles, y menos aún con las Cortes, como proponían los
Comuneros. Carlos V reunió las Cortes más veces que los Reyes Católicos. Las mantuvo informadas de las grandes orientaciones
políticas y, aunque no permitió que éstas fueran debatidas, procuró obtener la aprobación de las Cortes, aunque no siempre lo consiguió.

El soberano que regresó a España en 1522 había madurado. A partir de la muerte de su tutor, Carlos gobernó solo, como habían hecho
los Reyes Católicos, aunque rodeado de un grupo de colaboradores en el que predominaban los españoles. En 1525 se casó con su prima
Isabel, hermana del rey Juan III de Portugal, y este matrimonio agradó a sus vasallos castellanos. En el terreno político este matrimonio
tenía dos ventajas: reforzar los vínculos con Portugal y permitir que el emperador confiara en la regencia de su esposa durante sus
ausencias. Tras la muerte de Isabel (1539), su hijo, el futuro Felipe II asumió este cargo, que le dio la oportunidad de aprender el oficio
de rey.

La política imperial
En 1516 Carlos recibió una herencia cuádruple:

 de su abuela materna, Isabel la Católica, recibió la corona de Castilla y los territorios dependientes de ella: Navarra y las Indias;
 de su abuelo materno, Fernando el Católico, heredó la corona de Aragón y Nápoles;
 de su abuela paterna, María de Borgoña, recibió Flandes y el Franco Condado, así como pretensiones sobre Borgoña;
 y por último, su abuelo paterno, Maximiliano, le legó los territorios de los Habsburgo en Alemania.

A estas posesiones territoriales se sumó en 1519 la dignidad imperial.


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Carlos V confundió a menudo los intereses de su dinastía con los del imperio. El poderío que había acumulado con sus distintas herencias
era en sí mismo una amenaza, en particular para Francia, rodeada por todas partes. Lo que en el siglo XVI se llamaba monarquía
universal, hoy se llamaría imperialismo. Estos temores explican la resistencia que encontró Carlos V en los dos puntos más importantes
de su programa, la cruzada contra los turcos y la unidad ideológica de Europa.

Castilla puso reparos desde el principio. España no estuvo nunca dispuesta a seguir a Carlos V en sus grandes designios. Le proporcionó
los créditos y los hombres necesarios, pero a regañadientes. En el fondo, hasta los más fieles servidores de Carlos –empezando por su
mujer- consideraban, como los comuneros, que España no saldría ganando si unía su suerte a la del imperio.

Con Carlos V se inició lo que se ha dado en llamar la preponderancia española. La expresión es inadecuada. España suministró créditos
y soldados para una política exterior que no era la suya, sino la del emperador.

En 1520 Carlos V trazó las líneas maestras de su política: mantener la unidad de la cristiandad, amenazada desde fuera por el avance de
los turcos y desde dentro por el cisma de Lutero.

Carlos V y Solimán el Magnífico


Después de la toma de Constantinopla (1453) y durante el reinado de Solimán el Magnífico (1521-1566), el imperio otomano se convirtió
en un peligro para Europa. Tras ocupar Belgrado en 1521, Solimán atacó Hungría, venció en Mohacs (1526) e impuso la supremacía
turca en los Balcanes. En 1529 su ejército asedió Viena. En otro frente los turcos se aliaron con los corsarios berberiscos del norte de
África, al mando del famoso Barbarroja, y se hicieron dueños de casi todo el Mediterráneo. En 1521 tomaron Rodas, y en 1529 Argel.

Europa estaba dividida con respecto a los turcos. En la imaginación popular, estimulada por la propaganda religiosa, el turco era el infiel
por excelencia, el enemigo irreductible de los cristianos, el bárbaro que incendiaba, saqueaba y empalaba. Los humanistas dieron una
visión diferente: describieron al imperio otomano como un país donde se tomaba en serio la virtud de la caridad, donde los magistrados
hacían justicia sin demorar los procesos, tolerancia con las minorías religiosas, etc. A partir de ahí, estos intelectuales se dividían:
Algunos (Erasmo, Vives) pensaban que el entendimiento con los turcos era posible, y otros creían que eran un peligro para el mundo
cristiano y que había que expulsarles fuera de las fronteras tradicionales de Europa.

Lo que enfrentaba al mundo cristiano con el turco no era la religión, sino la civilización. Por un lado, una concepción del poder basada
en la idea del bien común, en unas normas jurídicas y morales destinadas a garantizar ciertos derechos a los hombres, en la existencia
de cuerpos intermedios; por otro, un régimen tiránico, en el que el individuo dependía totalmente de la voluntad o el capricho de un solo
hombre que no rendía cuentas a nadie. Para muchos, Carlos V sería el paladín de una causa justa frente a los turcos. Algunas cancillerías
pensaban que el emperador combatía contra los turcos en defensa de sus intereses, como jefe de la casa de Austria antes que como adalid
de la cristiandad.

Para lanzarse a fondo contra Solimán –una vez formada en 1538 la Liga Santa entre el emperador, el papado y Venecia-, Carlos V
necesitaba, por lo menos, la neutralidad de Francia, y no la obtuvo. Luego del fracaso de su desembarco en Argel, se resignó a firmar
una tregua con Barbarroja e incluso con los turcos (1546).

Carlos V y los protestantes


En el momento de la elección imperial, Lutero acababa de publicar su tesis contra la Iglesia de Roma, acusándola de haber traicionado
su misión. La unidad religiosa de Europa peligraba. Desde el principio, Carlos definió su política: no aprobaba a Lutero, pero tampoco
quería reducir el cisma por la fuerza. Esperaba que la solución la diera un concilio universal. Pero para que se reuniera un concilio se
requerían tres condiciones previas: que el papa lo convocara, que los luteranos aceptaran asistir, y que la Europa cristiana estuviera en
paz. Estas tres condiciones nunca se dieron a la vez.

A falta del concilio, el emperador promovió conversaciones directas entre católicos y protestantes. Durante toda su vida estuvo
convencido de que el cisma se podía superar mediante concesiones mutuas, sin poner el dogma en cuestión. Durante más de veinte años
todos sus esfuerzos estuvieron dirigidos a limar las diferencias y acercar a los dos bandos que dividían a la cristiandad.

En varias ocasiones ambas partes estuvieron a punto de llegar a un compromiso. Por ejemplo, durante la primera dieta de Augsburgo,
en 1530, Melanchthon, en nombre de los luteranos, puso dos condiciones: el matrimonio de los sacerdotes y la comunión con las dos
especies. Pero cada campo tenía sus intransigentes. Carlos V no se desanimó, y siguió impulsando conversaciones sobre las cuestiones
más controvertidas y presidiéndolas en persona.

Andando el tiempo las posiciones se endurecieron, nadie quiso dar la impresión de que cedía, y para colmo se mezcló la política
(príncipes alemanes que querían apoderarse de los bienes de la Iglesia). Después de la paz de Crépy (1544) Francia se unió al emperador
para reclamar la reunión del concilio, que por fin fue convocado en Trento el 15 de marzo de 1545, pero esta vez quienes no quisieron
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asistir fueron los protestantes. Entonces Carlos V decidió recurrir a la fuerza y declaró la guerra a los príncipes luteranos y les derrotó,
pero no pudo explotar esa victoria. Ínterin de Augsburgo (1548). Los príncipes luteranos volvieron a la carga con el apoyo francés
(1552). En la nueva dieta de Augsburgo (1552) ambas partes renunciaban a armonizar el dogma y el culto, y se reconoció el derecho de
cada estado a imponer a sus naturales la religión del príncipe, garantizando que no se impondría ninguna sanción contra la disidencia
religiosa y que los bienes de la Iglesia seguirían perteneciendo a quienes eran sus propietarios en el momento de la firma.

Carlos V era intransigente en los aspectos esenciales del dogma católico, y si retrocedió en Alemania fue porque allí la relación de
fuerzas no le favorecía, pero en los Países Bajos y España actuó sin vacilación. Cuando, ya retirado en 1558, se enteró del descubrimiento
de unos núcleos luteranos en Valladolid y Sevilla, dio instrucciones a su hija Juana, regente del reino, para que aplastara estas
manifestaciones embrionarias de herejía y que tratara a los luteranos como rebeldes que atentaban contra la seguridad del estado.

Carlos no alcanzó ninguna de las dos metas que se había fijado: rechazar a los turcos y mantener la unidad religiosa de Europa. En
ambos casos creía que su título de emperador le daría la suficiente autoridad moral como para defender los intereses comunes. Si no
logró convencer a los demás soberanos de la pureza de sus intenciones, fue a causa de una ambigüedad fundamental, pues era emperador
y al mismo tiempo jefe de la casa de Austria, quien era amenazada directamente por el avance de los turcos y por el cisma de Lutero.

Carlos V y Francisco I
En 1477 Luis XI se había apoderado de Borgoña. Carlos de Gante aspiraba a rehacer el gran ducado de Occidente. En 1506 adoptó el
título de duque de Borgoña, que ya ostentaba su padre Felipe el Hermoso. Hasta 1530, por lo menos, Carlos no dejó de vindicar la patria
de sus antepasados.

Los objetivos de Carlos V en Italia eran de otro tipo. En la península se distinguían tres conjuntos: un grupo de territorios sometidos
directamente a Carlos (Nápoles, Sicilia y Cerdeña); un grupo que se disputaban el emperador y el rey de Francia (Saboya, Milán y
Génova); y dos potencias autónomas, Venecia y los Estados Pontificios.

El segundo conjunto era vital para las comunicaciones entre los territorios dominados por Carlos V. Milán controlaba las comunicaciones
entre Alemania e Italia, y Génova controlaba las comunicaciones entre España y Nápoles. La política exterior de Carlos V y Felipe II
estuvo dirigida a conservar el dominio de estas comunicaciones y, a ser posible, mejorarlas. Francisco I y Enrique II hicieron todo lo
posible por contrariar estos planes.

En 1516 se firmó el tratado de Noyón por el que ambas potencias se comprometieron a mantener relaciones amistosas entre ellas y con
otros estados, sobre todo con la Inglaterra de Enrique VIII→ Era basada en la comunidad de civilización entre naciones cristianas. En
1518 la rebelión de Lutero reveló que la cristiandad era más frágil de lo que se pensaba. En 1519 la sucesión de Maximiliano enfrentó
a los tres aliados de 1516 (Carlos I, Francisco I y Enrique VIII), convertidos en rivales. Francisco I de ser elegido, estaba decidido a
encabezar una cruzada con los recursos de Francia. En realidad su objetivo era impedir la victoria de Carlos, que habría proporcionado
al rey de España un poder excesivo.

Francia, aprovechando las dificultades internas de España (sublevaciones de las Comunidades y la Germanías) invadió Navarra el 10 de
mayo de 1521 e intentó reponer en su trono a la dinastía de los Albret, pero calculó mal el momento y subestimó el patriotismo de los
castellanos. La contraofensiva castellana fue fulminante. Navarra fue reconquistada casi tan deprisa como se había perdido. Los
franceses volvieron al ataque a finales de septiembre, esta vez en el País Vasco, invasión que fue detenida en menos de un mes.

Después de su victoria de Marignano en 1515, Francisco había logrado volver a ocupar Milán y firmar un acuerdo con los suizos. Carlos
V dio la vuelta a la situación en 1521 y en respuesta a la invasión de Navarra envió una expedición a Lombardía, logrando ocupar Milán
en diciembre. Francisco vuelve a atacar en 1524 Italia y tomar Milán, pero el 24 de febrero de 1525 es derrotado y hecho prisionero. A
cambio de su libertad se comprometió a cumplir todo lo que pidiera Carlos V, pero en cuanto se vio libre renegó de los compromisos
adquiridos a la fuerza.

La paz entre España y Francia se firmó en Cambrai en 1529. El rey de Francia reconoció la soberanía de Carlos sobre Artois y Flandes,
y renunció a sus pretensiones sobre Milán, Génova y Nápoles. El emperador renunció a sus reivindicaciones sobre el ducado de Borgoña,
Provenza y Languedoc.

Francisco I se dirigió a los turcos. Urgió a Solimán para que atacara Génova, aliada de Carlos V. Las flotas de Turquía y Francia cortarían
la comunicación entre Génova y Barcelona, vital para el emperador. Este acuerdo escandaliza a Europa.

En 1530 Carlos V había nombrado duque de Milán a Francisco Sforza. Cinco años después, a su muerte, el ducado perteneciente al
imperio volvió a Carlos V. Francisco I se opuso rotundamente. En febrero de 1536 invadió Piamonte y Saboya, también territorio del
Imperio. Otra tregua en Aigües Mortes el 14 de julio de 1538. Francisco rompe la tregua en 1541 al apoyar a los príncipes luteranos,
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pero el agotamiento de ambos países era tal que lo más razonable era llegar a un acuerdo→ La paz de Crépy en 1544. Desbaratada con
la muerte de Francisco.

El Papa y el Emperador
La cristiandad medieval, en distintas épocas, había intentado una suerte de reparto de responsabilidades: al papa le correspondería la
autoridad espiritual, y al emperador la coordinación política. El emperador debía favorecer la fe, mantener la paz entre los pueblos
cristianos y luchar contra los impíos. Los objetivos declarados por Carlos V (cruzada contra los turcos, convocar un concilio) deberían
contar con la aprobación de los papas, pero no fue así (excepto por Adriano VI). El sucesor de Adriano VI, Clemente VII, no quiso
discutir con Lutero acerca de la reforma de la Iglesia. Su principal desvelo fue mantener en Italia un delicado equilibrio entre las
potencias rivales (España y Francia), cosa que se inclinaría a favor de Carlos si accediese al Concilio. Carlos V replica que si el papa se
negaba a convocar el concilio, los cardenales debían tomar la iniciativa. En círculos cercanos a Carlos V se hablaba abiertamente de
expulsar al papa de Roma. Era la ruptura, a la que pronto siguió la fuera.

El ejército imperial se concentró en el norte de Italia a comienzos del año 1527 y fue avanzando lentamente hacia el sur. Mandado por
un francés, el condestable Carlos de Borbón, que se había pasado al bando del emperador por odio a Francisco I, quien no tenía fondos
para pagarles a los soldados (españoles, italianos, suizos, alemanes), y sólo pudo retenerles prometiéndoles el pillaje de Roma. El 5 de
mayo el ejército llegó a las puertas de la ciudad, y el 6 se lanzó al ataque. Cuando el ejército imperial pudo ser controlado, el 16 de
febrero de 1528, partió de Roma con un enorme botín.

Desde las invasiones bárbaras la capital del mundo cristiano no había sufrido nunca un ultraje parecido. Se alzaron voces apremiando a
Carlos V para que aprovechara la ocasión e impusiera la reforma de la Iglesia.

El emperador trató de reconciliarse con el papa. En junio de 1529 Carlos V llegó a Italia, se entrevistó con Clemente VII en Bolonia y
el 22 de febrero de 1530 el pontífice le ciñó la corona de hierro de los reyes lombardos. El emperador nunca consiguió que los papas
acogieran de forma positiva sus planes de reforma de la iglesia. Hubo que esperar a la paz de Crépy (1544) para que Francia se uniera
al emperador y se convocara al concilio.

Las Indias
Fue durante el reinado de Carlos V que se forjó el imperio español de América, y de América le llegaba periódicamente al emperador
el metal preciosos que le permitía saldar sus deudas más apremiantes.

Cuando Carlos V llegó al poder, las Antillas estaban agotadas, y se estaban buscando nuevas tierras para conquistar y explotar. Esta fue
la finalidad de las expediciones al continente. Hernán Cortés tomó la delantera y desobedeciendo las órdenes del gobernador, zarpó a
primeros del año 1519. En abril de 1519 desembarcó en la costa de México y fundó la ciudad de Vera Cruz. Se adentró en el país y logró
aliarse con la tribu de los Tlaxcala, descontentos con la hegemonía azteca. Al cabo de un mes llegó al centro del imperio azteca, donde
se impuso al emperador Moctezuma, pero tuvo que regresar y los españoles tuvieron que evacuar Tenochtitlán. Cortés volvió a tomar
la ciudad en agosto de 1521 y gobernó de forma duradera. En 1529 Carlos V lo llamó y no le autorizó nunca más a regresar a México.

La abdicación y el retiro
Carlos V no pudo alcanzar ninguno de los objetivos que se había propuesto cuando accedió al imperio: rechazar y mantener la unidad
religiosa del mundo cristiano. El emperador sentía un especial interés por los Países Bajos, donde había nacido, y los separó de los otros
dominios de los Habsburgo para dárselos en herencia a su hijo Felipe.

El 22 de octubre de 1555 Carlos V renunció en Bruselas al título de gran maestre del Toisón de Oro. Tres días después, también en
Bruselas, renunció a su título de duque de Borgoña, soberano de los Países Bajos. Sin ninguna pompa, el 16 de enero de 1556 Carlos V
entregó a su hijo las coronas de Castilla, Aragón, Sicilia y las Indias. La corte fue despedida. Eligió Extremadura, una alejada región
española, para retirarse.

Murió el 21 de septiembre de 1558 a las dos de la madrugada.

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