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Sección de Notas

LA LIBERTAD D E LA INTELIGENCIA Y E L P E N S A M I E N T O
DE ANDRÉ MALRAUX

(A P R O P Ó S I T O D E LA A P A R I C I Ó N D E L VOLUMEN I D E " L A METAMORPHOSE


DES DIEUX")

La actualidad del pensamiento de André Malraux, incluso su validez


crítica, no participa ni se nutre de su significación política. La pri-
mera premisa necesaria a todo ánimo racional que quiera acercarse al
pensamiento de Malraux, es la que le exige adoptar idéntica disposi-
ción de la inteligencia a la que el autor de La métamorphose des dieux
adopta frente a todas las realidades humanas sobre las que ha proyec-
tado su espíritu.
Sólo desde esta actitud de la razón, que sólo acepta los espaciosos
límites de la fe y el dogma, podemos explicarnos que un novelista que
se impuso, en el año 1933, a una sociedad representada por Gide, Clau-
del y Mauriac —que escribió en su Journal, en 1933 : "Vivimos en una
sociedad extraña; es vieja, se aburre, perdona a quien sabe distraer-
la, aunque sea atemorizándola... El talento la desarma. He aquí un
muchacho que desde la adolescencia se ha enfrentado con ella... con un
puñal en la mano. Pero no importa. Tiene talento; tiene más talento
que cualquier otro de su misma edad... En el año de gracia de 1933,
un hermoso libro lo llena todo..."—., con la publicación de la Condición
humana, después de publicar Los conquistadores, El tiempo del des-
precio, Camino real, La espera. Sobre el fondo dramático de la gue-
rra española, y Les noyers d'Altenbowrg, se dispusiera a alzarse sobre
el nivel de los mejores historiadores de nuestra época, y sometiera a
revisión todos los conceptos y criterios de la crítica histórica en Las
voces del silencio, y, últimamente, en La metamo-rfosis de los dioses
—todavía no publicada en su integridad—. No puede llamarnos la aten-
ción que después de 1935, con excepción de Les noyers d'Altenbourg,
Malraux reanude la revision de la civilización y cultura occidentales,
puesto que su primer libro, La tentación de Occidente, es ya una crí-
tica del dualismo Oriente-Occidente, que hoy, desde la situación de
nuestra cultura, cuyo proceso muchas veces parece tener empeño en
desvirtuar sus orígenes estelares, puede parecemos irreductible.
Este me parece el lugar apropiado para señalar la primera caracte-
rística interna de la obra de André Malraux : la tendencia a la renova-

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ción moderna de la épica humana, que no sólo podemos encontrar con
comodidad en sus novelas, sino que también' existe en sus libros de críti-
ca histórica o cultural. "La épica nace del mito —escribe Hermann
Cohen, en Aestetik des reinen Gef-ühls-—. como un pueblo brota del caos
de las invasiones... Para que un poeta moderno pudiese planear algo
épico tendría que surgir antes un mundo nebuloso, del cual, como
de un cosmos brotara lo épico como por encanto."
Es cierto que lo épico necesita más de una concepción de la peri-
pecia humana, para realizarse, que de una gama de circunstancias con-
cretas que influyen en el poeta, siguiendo ideas caras para Américo
Castro. Pero en Malraux encontramos ese "mundo nebuloso" que
en su mente de europeo racionalista cría la admiración y el asom-
bro ante la cultura y formas de vida orientales, por un lado, y de otro
lado, la fraternidad violentamente impulsiva por la situación social
de masas fantásticas de hombres que han perdido la dignidad, en su
miseria. Pero ese "mundo nebuloso", necesario para tina creación
épica, existe también en sus libros no literarios, cuando de la informe
diversidad de estilos, formas y expresiones artísticas del espíritu hu-
mano, sin límites de -tiempo ni de espacio, Malraux cría la nueva vi-
sión de un orden? de un eje ordenador que rige la vida imperecedera
de movimiento continuo del pensamiento humano.
Diríamos que Malraux ha buscado en los estudios culturales la ex-
presión del hallazgo secreto de sí mismo, del contenido de su biogra-
fía: "la historia de su facultad transformadora". ¿Pero en qué con-
siste esta "facultad transformadora" ; qué es lo que se transforma en
Malraux ?
Malraux, diremos, transforma en sus libros su mito íntimo, da for-
ma, cría —diremos con expresión de Nebrija— el contenido de su
personalidad, da forma a todo cuanto de confuso y desordenado desde
su interior le impone la urgencia de crear, Malraux expresa para
crear, no crea para expresar, para expresarse.
Es aquí donde se engasta su singular significación para nuestra
hora, en la literatura y el pensamiento de nuestro tiempo.
La novela le llevó a construir el mito de la condición humana mo-
derna, que no sabe cómo emplear sus posibilidades. La crítica cultu-
ral sirvió a Malraux para urdir la compleja trama de valores con
andadura para nosotros, pero distintos de los que crearon la civili-
zación, que, siguiendo a Malraux, podríamos definir como un pro-
ceso doble: por una parte, de asimilación parcial y condicionada de
los valores del pasado, y, por otra parte, la formación de una concien-
cia suficiente que ha impedido una comprensión plena y fraternal de
otras civilizaciones.

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Quizá se puede pensar que al temperamento impetuoso de Mal-
raux más le convenía el impulso creador de. la novela que la verifica-
ción racional de principios históricos y culturales. Gaëtan Picon, en
sus estudios sobre Malraux, insiste en presentarnos a un hombre lleno
de impulso y de pasión, un hombre entregado al gozo de la acción por
la acción misma. Claude Mauriac intenta definir su vocación de héroe
con voluntad de mito. Charles Moëller nos ofrece un Malraux atento
a la miseria humana, a la indignidad de la condición humana degrada-
da por la humillación que impone la miseria y la deshumanización ; quie-
re que veamos en el autor de Los conquistadores a un hagiógrajo ho-
mérico de la revolución. Pero ninguno de estos autores se ha pregun-
tado el porqué del cambio de género literario en la obra de Malraux :
de la novela a la crítica histórica.
Cambio de género literario, no de contenido. No puede decirse, sin
faltar a una profunda objetividad del pensamiento de André Malraux,
que Gidors, Garin, Perken, no tenían nada que ver con las estatuas o
las figuras artísticas evocadas por Malraux, no es menos cierto que
los personajes de sus novelas alcanzan también la intemporalidad por
ser —en su mayor número— personificaciones de fuerzas humanas
primarías; con otras palabras: porque en su mensaje dan fe de posibi-
lidades humanas que son el fundamento de un orden natural pleno de
realidades, maduro para la plenitud.
Pero ¿ es que hay ruptura, solución de continuidad en este cambio
externo de la obra de Malraux ? ¿ Nos encontramos ante una mutación
brusca de su transformación intelectual ? O, por el contrario, ¿ existe
continuidad entre el novelista y el historiador?
Malraux publica, en 1933, La condición humana; en 1935 comien-
za a trabajar sobre el Museo imaginario. No hay pausa ni solución de
continuidad en el tiempo. Para establecer la unidad entre el novelista,
si se quiere el hombre de acción, y el historiador nos bastará con citar
uno de sus comentarios al libro de Gaëtan Picon, Malraux, par lui-
même, dice así: "La dignidad fundamental del pensamiento la encuen-
tro en la acusación de la vída, y todo pensamiento que justifica el uni-
verso se envilece, puesto que es algo distinto a una esperanza."
Sus novelas son una acusación de la vida hasta sus más profundas
raíces, es un planteamiento de la incógnita existencia humana en sus
mismas semillas, y sus obras de crítica histórica están muy lejos de
justificar el universo del espíritu, el conjunto de las creaciones huma-
nas a través de la historia del arte; está muy lejos de intentar siquiera
encuadrar los estilos y las formas, el color y el movimiento del arte, en
los cánones clásicos, irreductibles, de nuestra mentalidad occidental.
Otro argumento a favor de la continuidad de pensamiento y obra en

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Malraux es el hecho de que siempre trató en sus novelas de sociedades,
hombres y ambientes ajenos —salvo en La espera— a Occidente y, sin
embargo, el exotismo no es un obstáculo para que no nos sintamos,
desde un punto de vista exclusivamente humano, solidarios con sus
héroes y sus santos ideólogos y sus mártires políticos.
Todavía puede sumarse otro argumento en pro de la continuidad
de la obra de André Malraux: éste. Sus novelas nos ofrecen un solo
aspecto del problema que plantean; jamás encontramos en Malraux
un personaje o una situación "contrapunto". Su exposición es firme,
dirigida a su fin, sin obstáculos ni tropiezos; no hay dialéctica, sino
comprobación pura. Estos caracteres de la obra novelística de André
Malraux son los convenientes para una obra de crítica,
"Considero a los personajes de Malraux como exponentes de una
de las formas más importantes de la angustia en lo que va de siglo : los
jóvenes tienen miedo a los monstruos que descubren en su interior con
la ayuda del psicoanálisis; se tambalean ante la rueda vertiginosa de
las culturas pasadas y presentes que gira cada vez más de prisa; son
incesantemente solicitados por imágenes de violencia y de placer, des-
plegadas sobre todos los muros, desde los cuales "vocean", como de-
cía Apollinaire. La juventud siempre ha sido impaciente; bienhadado
favor, fuerza renovada, que nos arrastra y nos obliga a revelarnos en
el camino ; pero también peligro de desbaratar con un humor revoltoso
el paciente esfuerzo imprescindible para formar un hombre. Nuestro
siglo, cansado de sus luchas interiores, trata de horadar la muralla que
le rodea: una vez abierta la brecha, se siente arrastrado afuera con vio-
lencia inaudita y lanzado al mundo inconmensurable de los astros y de
las culturas. Esta fuerza, que debía haber sido domeñada, está ahora
desencadenada, suelta, sin objetivo, en el museo del hombre y de la
historia", dice Moëller.
"A una literatura individualista y burguesa, ligada al culto de la
diferencia individual y a la civilización del placer —escribe Picon—,
y aryo tema casi único ha sido la sensualidad amorosa, Malraux opone
una literatura de la fraternidad viril; a la psicología de los individuos,
la tragedia de la condición del hombre."
Malraux, antes de crear el mundo de la fraternidad, impulsado a
ella, no por amor a una ideología, sino atraído por la hermosura y gran-
deza de sentirse semejante a otro hombre. Esa hermosa frase de
L'Espoir —-"la. nuit n'était que fraternité"— dice sobre Malraux más
que un alegato acusatorio de su participación en movimientos revolu-
cionarios. Si escribió un conjunto de novelas fué porque necesitaba
crear, al expresarlo, el mundo de los valores humanos. Y cuando lo
hace lo hace sin intención política alguna. Bajo una aparente defensa

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de la revolución, sólo! late el deseo de decir que para él la revolución
ha sido ocasión de encontrar la identidad esencial de los hombres.
Para Malraux, el hombre aislado, el hombre solo, erguido ante su
propia conciencia, tal como lo podemos deducir de la concepción de
sus personajes, no es una inteligencia puesta al servicio de una ideaf,
no es un conjunto de músculos entregados al frenesí de la muerte po-
sible, acechante y medida de la verdadera grandeza humana ; el hombre,,
para Malraux, los personajes de Malraux, expresan una unidad sus-
tancial : algo, todo cuanto la constituye, que es capaz de crear un mun-
do nuevo, en donde todos puedan sentir el orgullo de sentirse hom-
bres.
El hombre es la raíz de todo el pensamiento de Malraux. Para
Malraux, el humanismo no es decir; "Lo que yo he hecho no lo ha
hecho ningún animal", sino decir: "Hemos rechazado lo que en nos-
otros quería el animal, y queremos encontrar al hombre allí donde he-
mos encontrado lo que le destruye."
La novela ha servido a André Malraux para expresar las circuns-
tancias que aplastan la- condición humana en nuestra hora. La crítica,
histórica ha servido a Malraux para seguir las huellas de una cadena
de resurrecciones y muertes del espíritu humano en su lucha por so-
brevivir independiente y libre ante las deformaciones que mitigaron su
fuerza creadora a través de los tiempos. Pero no sólo en un área espa-
cial de la historia, sino en todo el mundo conocido : de Oriente a Po-
niente.
Si Malraux localiza la acción de la mayor parte de sus novelas,
en Oriente, también describe la esperanza humana —no maleada por la
política— en Occidente. Si su simpatía se inclina ante la sonrisa de
Reims, su formación orientalista le enamora de la expresión hieràtica
y hermosa de Renefer. Si Malraux se yergue como un visionario de la
unidad del espíritu humano es, al mismo tiempo, un pensador que
desciende a la realidad de su época para crear, en 1948, en la Salle
Pleyel, un concepto inesperado, el de la "civilización atlántica".
Pero insistamos en que los personajes de Malraux no sólo están
concebidos como una unidad, sino que ellos mismos son un impulso-
hacía una unidad que buscan alcanzar en la acción.
Acaso sea ésta la razón por la que el erotismo en la obra de Mal-
raux juega un papel muy significativo. El hombre busca la unión en
el amor, pero en el instante de amar siente, con mayor agudeza que-
en otro momento, la diferencia que hay entre los dos que se aman.
No es el sexo lo que determina el amor en Malraux; todo lo contrario,,
el sexo marca y subraya la diferencia irreductible entre los seres. El
amor no basta para la unidad ni es unidad en sí mismo, no une, sino

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separa, puesto que insiste sobre la diferencia real. Esta diferenciación,
que amenaza la unión entre los seres en el amor y por el amor, sólo la
supera " p o r el desafío del destino".
Oigamos a Malraux hablarnos de los últimos momentos de los
dos amantes de la Condición humana:

Aquel amor frecuentemente crispado, que los unía como un hijo en-
fermo; aquel sentimiento común de sus vidas y sus muertes; aquel enten-
dimiento carnal entre ambos, nada de todo aquello existía frente a la
fatalidad que decolora las formas de que están saturados nuestros ojos...
(Cond. Hum.)

N a d a significa el amor si no conduce a la unión ante el destino :

Antes de abrir (Kyo), se detuvo, aplastado por la fraternidad de la


muerte, al descubrir hasta qué punto, frente a esta comunión, era irri-
soria la carne, a pesar de sus arrebatos. Ahora comprendía que consen-
tir en arrastrar a la muerte al ser amado es quizá la forma total del
amor, la que no puede ser superada. (Cond. Hum.)

Cuando May se encuentra ante el cadáver de Kyo nace en ella un


ignorado sentido maternal, ausente en sus amores instantáneos, y dice
palabras, mentalmente, porque su contenido le aterra, " p o r miedo a
•oírlas ella misma" :

"Amor mío", murmuraba, como hubiera podido decir "carne mía",


pues sabía bien que era algo de sí misma, y no algo extraño, lo que le
era arrancado; "vida mía"... Se dio cuenta de que decía estas palabras
a un muerto. Pero hacía ya mucho tiempo que estaba más allá de las
lágrimas. (Cond'. Hum.)

Comenta Moëller: " H a y aquí una fiereza en el dolor, mezclada con


u n a ternura de amante y de madre, que hace de este pasaje uno de los
m á s grandiosos de Malraux." Pero es en el momento en que el amor
se aproxima a la ternura materna cuando lo absurdo de la muerte de
un ser amado se manifiesta en todo su h o r r o r :

Lo contempló mientras pasaba a la habitación vecina... Mientras Kyo


estuviera allí, se le debían todos los pensamientos. Esta muerte esperaba
de ella algo, una respuesta que ella desconocía, pero que no por eso
dejaba de existir. (Cond. Hum.)

Es cierto que May no conoce la respuesta que debe dar a la muerte


d e un ser amado.

Una respuesta más allá de la angustia que arrancaba a sus manos


caricias maternales que ningún hijo había recibido de ella, más allá de
la espantosa llamada que le hacía hablar al muerto con las formas más
tiernas de la vida. Aquella boca que le había dicho ayer : " Creía que

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estabas muerta", y no hablaría más. No era con lo que allí quedaba de
irrisoria vida, un cadáver, sino con la muerte misma con lo que había
que entrar en comunión. May seguía allí, inmóvil, arrancando a su me-
moria tantas agonías contempladas con resignación, toda tensa de pasi-
vidad en la vana acogida que fieramente ofrecía a la nada. (Cond, Hum.)

¿Es que Malraux no sabe responder a la interrogante que plan-


tea la muerte, el más allá? Sus libros de crítica de arte no han eludido
la verdad de las artes del pasado, y el mismo Malraux no dice que to-
das responden a una respuesta ante el más allá ; él sabe que las civiliza-
ciones se han formado en la búsqueda de lo sagrado y de lo divino;
él sabe que la civilización occidental, en el Renacimiento, cuando ad-
quiere conciencia de sí misma, del pasado clásico, traiciona el pasado'
medieval introduciendo la inmortalidad de lo humano allí donde exis-
tía la alegría de las esculturas góticas.
Malraux ha sabido dar una respuesta a la interrogante de May.
Es cierto que no la da en sus novelas, sino en Las voces del silencio
y en La metamorfosis de los dioses. Malraux sabe que la concepción
leninista del mundo, de la vida como acción, conduce a cuestiones que
no pueden ser respondidas. Prefiere partir de Spinoza ; prefiere demos-
trar que la grandeza del hombre es llegar a ser hombre en la búsqueda
de su parte más alta. Malraux sabe que de nada sirve el alma si no
existen ni Dios ni Cristo.
Como si en su pensamiento perdurara, incólume y activo, un eco de
aquellas frases de Lessing, impulsándole en su trabajo, en la inquietud
dieciochesca de su inteligencia: "No la verdad que un hombre posee:
o cree poseer, sino el esfuerzo leal que hizo por penetrar en esta ver-
dad, es lo que da valor a un hombre. Porque sus fuerzas le acrecien-
tan no en la posesión de la verdad, sino en la búsqueda de la verdad,
y en esto consiste su perfección creciente" (Eine Duplik, .[ parte).
Y no ignora que Cristo ha informado las formas por las que el
espíritu occidental se ha manifestado buscando la parte más alta del
hombre.
Cuando Malraux cierra su ciclo novelístico comienza a preparar el
Museo imaginario, en 1935. Es decir, abandona la creación literaria
para indagar, inquirir nuestra civilización, en busca de la respuesta que-
May no sabe dar ante la ineludible cuestión del más allá.
¿ Qué significan el Museo imaginario y Las voces del silencio en el
pensamiento de Malraux?
Este último libro es la interrogación más dura que se ha escrito
sobre la validez de los fundamentos de nuestra civilización.
Nuestra civilización ha formado una tradición del espíritu humano.
Pero, en primer lugar, esta tradición está formada por fragmentos de.

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nuestro propio pasado occidental; se formó cerrada a otras civiliza-
ciones anteriores en siglos a la nuestra, bajo el imperio selectivo del
gusto y del afán de los hombres por erigir en valores sus preferencias.
Este defecto de nuestra tradición ha modificado nuestra sensibilidad,
haciéndola menguar, impidiéndole que pueda gustar el contenido de
-otras civilizaciones, de otras formas de manifestarse el espíritu. Y ésta
mengua de nuestra sensibilidad y parcelación de nuestras perspectivas
nos han conducido, en el siglo xix, a adorar el concepto de belleza, que
•es equívoco, puesto que se trata sólo de una belleza para uso occidental.
¿Cuál es la actitud de Malraux frente al arte? Malraux cita un
texto de Aristóteles que le parece convincente como semilla del arte
griego, del arte occidental, y cuya prostitución ha determinado la evo-
lución posterior de las formas artísticas, alejadas cada vez más, des-
pués de cada estilo, del ideal primero.
El texto de Aristóteles es éste; "El fin del arte es dar forma al
sentido oculto de las cosas y no su apariencia ; porque en esta verdad
profunda está la verdadera realidad, que no se manifiesta en los con-
tornos exteriores."
Toda la Metamorfosis de los dioses está dedicada a demostrar
cómo el arte ha ido perdiendo el sentido de lo sagrado y de lo divino.
Me importa insistir sobremanera en esta cita de Aristóteles en el
libro de Malraux, que supone un último paso, hoy por hoy, en su
transformación intelectual. Y me importa insistir porque nos sitúa
a Malraux en una perspectiva inesperada, la de su parentesco con la
tradición más arraigada, olvidada, deformada, de la civilización occi-
dental.
Si Malraux rompe, en cierto modo, con nuestra civilización, es sólo
•en cuanto ensancha los límites de nuestra tradición, englobando en
sus estudios y trabajos de su inteligencia otras culturas, cuya afinidad,
negada hasta hoy, él nos demuestra que existe, siguiendo a Aristóteles,
no bajo formas externas, sino porque las artes de los Ming, de los
Song, el hieratismo maya o egipcio, los frisos del Partenón, la Victoria
de Samotracia, las miniaturas de los libros de horas carolingios, los
•cristos románicos, los mosaicos de Bizancio, los iconos ortodoxos, Goya
o Manet, "Olimpia" o "La Venus del espejo", responden a un mismo
impulso y dan fe de la universalidad idéntica, de la identidad universal
•del espíritu humano, del alma humana, más allá de las fronteras y de
las limitaciones históricas.
Afirmaremos entonces que la originalidad, la grandeza, la ampli-
tud, la magnanimidad del pensamiento lleno de sorpresas y motivos
de asombro de Malraux consiste en ensanchar los horizontes de la civi-
lización occidental, y oponiéndose a aquellas escuelas o críticas histó-

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ricas que todo lo cifraron en una división estanca de ciclos y formas
de civilizaciones, afirma con la misma decisión que afirmó la fraterni-
dad entre los hombres, la fraternidad entre los estilos en cuanto que
nos hablan de un mundo que triunfa de esta manera sobre el tiempo
que la creación humana enriqueció con sus creaciones.
Este es el mundo que intenta hacernos entender, así como el poder
que anima a ese mundo; poder único e inmutable, tan viejo como la in-
vención del fuego y de la tumba ; poder al que el mundo de la creación
absoluta debe su existencia. Sus libros no son de historia del arte, aun-
que se ve obligado a seguir los vaivenes de la historia, ni tampoco son
un tratado de estética. Son libros en los que toma carne, sangre y vio-
lencia la presencia de una eterna respuesta a la interrogación que el
hombre se hace cuando adivina su parte eterna, desde los tiempos
en que el hombre todavía no pudo preguntarse por su significación.
"Y es hermoso —escribe Malraux en la última página de la Mo-
neda de lo absoluto— que el animal que sabe que ha de morir arranque
a ía ironía de las nebulosas el canto de las constelaciones y que lance al
azar de los siglos, a los que se impondrá con palabras desconocidas.
Desde la noche en la que todavía Rembrandt dibuja todas las sombras
ilustres y la de los dibujantes de las cavernas, siguen con la mirada la
mano temblorosa que prepara una nueva vida más allá o un nuevo
sueño... Y esta mano, cuyo temblor acompañan los milenarios en el
crepúsculo, tiembla por una de las formas secretas, y más altas, por la
fuerza y el honor de ser hombre."
Sueño renovado de la inteligencia creadora del hombre, sueño que
se renueva en cada instante de la historia, en cada segundo fugitivo,
íantas veces efímeros en que el hombre se pregunta por su destino.

Pero también el raudal del tiempo lleva a la muerte, tan sin pérdida ;
que el viejo sueño del destino suspendido reaparecería como si hubiera
sido el secreto de la tierra, agazapado entre estos hombres de cascos en
punta, recubiertos de tela gris, como lo habían estado bajo los yelmos
de Saladino. En aquel olor de criadero de setas mi padre vio, durante
un segundo, el gesto petrificado de los herreros mitológicos bajo una
luz olvidada para siempre —una luz que apenas turbaba el paso de las
efímeras voluntades humanas, efímera como esta guerra y como el ejér-
cito alemán—. El que acababa de hablar de electricidad, uno de los'solda-
dos más pobres, una cabeza de alcohólico hereditario, se puso a revol-
ver, bajo el rayo de sol, una maleta pequeñísima que sacó de su saco,
una ridicula maleta de muñecos, como si su miseria se hubiese expre-
sado también en ella. La oscuridad está de nuevo poblada de voces,
voces de indiferencia y de sueños seculares, voces de oficios —como si
sólo los oficios hubieran vivido bajo los hombres impersonales e interi-
nos—. Los timbres de las voces eran distintos, cambiantes, pero los tonos
permanecían idénticos, antiquísimos, envueltos en el pasado como la som-
bra de esta mina —la misma resignación, la misma falsa autoridad, la
misma ciencia absurda y la misma experiencia, la misma inagotable ale-
gría—. (Noyers.)

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Es éste, a mi parecer, uno de los pasajes de Les noyers d' Altenbourg
que mejor definen la obsesión de Malraux después de su experiencia
de la guerra española, durante su experiencia en la segunda guerra
mundial: el haber encontrado en todos los hombres un eco lejano del
pasado, el haber llegado al convencimiento de que hay algo en el hom-
bre que no cambia con el tiempo ni bajo la influencia, a veces inhuma-
na, de la historia ; algo que sobrevive en él y de él, que queda en cada
huella de su caminar por el sendero del destino, mientras se pregunta,
contemplando, hecha carne de su carne, a la civilización occidental, ¿vale
la pena apasionarse por las cosas? ¿Por qué he dejado de apasionarme
por los valores? En esta pregunta, desde La tentación de Occidente,
Malraux encierra la mayor acusación contra nuestra civilización.
Es el predominio de la pasión, las realidades inmediatas, lo que ha
determinado la historia moderna de Europa; lo que ha decidido que el
hombre olvide el eco que resuena en su más profundo centro, eco ances-
tral y casi mítico que le une a los tiempos y edades pasadas. Ha sido
la pasión la que ha determinado que el hombre sea un instrumento de
cambio, pero no un lugar en donde es capaz una transformación hacia
la plenitud.
¿Cómo rectificar esta desviación? Recuperando la pasión por los
valores. ¿ Por qué valores ? Por aquellos que han quedado impresos en
las formas y estilos creados por el espíritu del hombre. Es necesario rec-
tificar nuestra tradición.
¿La rectifica Malraux?
De una manera insistente, en Malraux, sobre todo en su última
novela, Les noyers d'Altenbourg, se repite el calificativo de gótico.
Son muchas las sensaciones que le merecen este calificativo, y con él
nos hace penetrar en el misterio de la pervivencia de los tiempos pasa-
dos en el nuestro. Y esta pervivencia, la que hace que el narrador de
esa novela se sienta nacer de nuevo, se sienta un nacimiento humano
constante en el tiempo, como si Malraux nos quisiera decir que cada
hombre es una posibilidad de que vuelvan hasta nosotros los tiempos
hundidos en las sombras del pasado :

Reaparezca, con -una sonrisa oscura, el misterio del hombre, y la resu-


rrección de ía tierra ya no será más que decoración vibrante. Ahora sé
lo que significan los antiguos mitos de seres arrancados a los muertos.
Apenas si me acuerdo del terror ; lo que llevo dentro de mí es eí des-
cubrimiento de un secreto sencillo y sagrado. (Noyers.)

Esta pervivencia, esta obsesión por el tiempo pasado hace de Mal-


raux un clásico en el sentido, en el mismo sentido en que llamamos
clásico a Goethe, el último que, todavía contemporáneo de Comte,
seguía fiel a los principios de nuestra tradición clásica.

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La gran lección de Goethe es que hizo posible la unión entre filo-
sofía y poesía, que el positivismo incipiente, la escolástica misma, nega-
ban. Pero gracias a esa actitud, Goethe reafirmó la tradición europea,,
y lo hizo por última vez. Tenía clara conciencia de pertenecer a esta
tradición. Sabía que en la base de esa tradición existían Homero, Pla-
tón, Aristóteles y la Biblia. Goethe es el último eslabón de una cadena
dorada de tradiciones. Y la afirmación goethiana, que permite acer-
carnos con admiración a Malraux, es aquella en la que se defendía la
fraternidad entre todas las formas de la creación espiritual y -la ne-
cesidad de ampliar la nuestra.
Y esta afirmación equivalía a un deseo de que la tradición europea
abriera sus ojos y contemplara en la lejanía del espacio y del tiempo
las otras civilizaciones que habían intentado vincular indisolublemente
el hombre al universo y al acontecer. Esta afirmación exigía una uni-
versal libertad de la inteligencia para aceptar todo cuanto puede lle-
varnos al conocimiento del hombre.
¿Para qué podemos desear el conocimiento del hombre? Kennard
Rand ha demostrado en su libro Los fundadores de la edad media
—San Agustín, San Jerónimo, San Ambrosio— hasta qué punto es
necesario el conocimiento de la grandeza del hombre para reforzar,,
virtualizar una tradición y una cultura. San Agustín lo expresó axio-
máticamente : Noverim me, noverim te.
Y creo que hemos visto como el gran tema de la inteligencia de
Malraux en la condición humana, en cuanto es capaz de creación. Y lo
ha demostrado ampliando el horizonte de nnestra crítica histórica ; lo
ha hecho llamando la atención sobre la existencia de una "civilización
atlántica", cuyo solo enunciado permite entrever quizá una nueva era :
la reaparición de un nuevo mundo y civilización mediterráneas, con
sus consecuencias, una traslación del eje histórico, del dinamismo de
los tiempos, en los que acaso sea posible que todos se reconozcan par-
tícipes de una misma civilización original y matriz, aquella que, silen-
ciosamente, a través de la historia, nos dice las transformaciones de
la expresión de lo eterno en el espíritu del hombre.
¿Universidad? ¿Una nueva edad media?
No. Para que esta perspectiva de André Malraux pudiera constituir
una nueva universalidad medieval del espíritu sería necesario que la.
sonrisa de Malraux fuese alegre.
Pero, en verdad, al cerrar el último libro de Malraux, se viene a
los labios aquel verso del Dante, en el Infierno:
Tristi fummo
nel aer dolce che del sol s'allegro.
JOSÉ VILA SELÏLV.

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