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Precios que varían con rapidez, mayor pulverización del ingreso y cacería de artículos
esenciales es parte de la realidad que los venezolanos sufren desde hace un año cuando el
país entró en hiperinflación.
Esta situación obedece a que tres de los ingredientes principales para entrar en
hiperinflación el Gobierno los aplicó al pie de la letra: férreos controles,
financiamiento monetario y entorpecimiento de la producción.
Chávez —que estuvo 13 años en el poder— al principio de su gestión planteó acabar con el
modelo rentista, invertir e impulsar la producción, sin embargo, al poco tiempo la
promoción de inversiones y las garantías a los privados se desvanecieron y comenzó la
etapa de mayor participación estatal en las áreas clave. En 2001 aprobó las primeras
leyes que abrieron el camino a la intervención de tierras y la limitación de las actividades
comerciales. Solo el anclaje cambiario logró el control parcial de la inflación, cuando fue
12,3 %.
El periodo entre 2002 y 2003 fue convulso por los paros de actividades, pero allí Chávez
empezó la etapa de desmontaje del aparato productivo, la aplicación de controles y
subsidios y mayor dependencia de los ingresos petroleros. La inflación se disparó.
Cuando asumió su segundo mandato en 2007, arrancó la ola de expropiaciones y ante la
Asamblea Nacional aseveró que había que establecer la propiedad social sobre los medios
estratégicos de producción, y efectivamente así se dieron los pasos para el modelo
productivo socialista, soportado por empresas estatales y comunales.
En 2008 el Gobierno aplicó la reconversión monetaria que le quitó tres ceros a la moneda.
En ese período las autoridades aseguraron que en tres años se tendría un índice de precios
de un dígito, y sucedió lo contrario. Las distorsiones se profundizaron porque creció el
cerco al sector privado y la fabricación desordenada de bolívares para financiar las
necesidades del sector público. Todo ello se registró con un boom de ingresos petroleros, el
barril alcanzó los 100 dólares.
Cuando asumió la presidencia en abril de 2013, la economía venía de los embates de una
campaña electoral en la cual el gasto público subió a 47 % del Producto Interno Bruto
(PIB), pero que no motorizó los sectores clave. Las importaciones alcanzaron más de 69
millardos de dólares, y una parte fueron compras ficticias. El endeudamiento llegó a niveles
elevados para soportar las misiones y el régimen cambiario.
Cuando Maduro se convierte en presidente, el precio del crudo estaba en 90 dólares, y pese
al flujo de ingresos, ya los sectores estratégicos de la economía estaban en declive por las
restricciones cambiarias y las regulaciones.
Para intentar recuperar las actividades, el Gobierno instaló mesas de trabajo con los
empresarios, quienes detallaron los problemas que presentaba la producción. Los ministros
se comprometieron a agilizar la entrega de divisas, flexibilizar el control de precios y
disminuir las trabas burocráticas. Las soluciones no llegaron, y los problemas crecieron,
pues el Jefe de Estado aumentó los controles.
En las reuniones las autoridades prometían corregir las fallas y el para entonces
vicepresidente de Economía, Rafael Ramírez, sugirió un plan que contemplaba devaluar la
moneda y trabajar con un solo tipo de cambio oficial, flexibilizar el control de precios,
reducir el financiamiento monetario y extender los pagos de deuda. El programa no avanzó.
Ese año, el Jefe de Estado tuvo una Habilitante, con la cual reformó leyes para incrementar
las regulaciones y fiscalizaciones al sector privado. El recorte en la entrega de divisas fue
33 % y la economía cayó 3,9 %. La inflación llegó a 68,5 % y la escasez dejó de
divulgarse.
Para 2015 los desequilibrios de la economía se acentuaron. Las advertencias hechas un año
antes por parte de industriales y analistas ocurrieron debido a que la crisis de
abastecimiento fue mayor, esta se reflejó en largas colas frente a los comercios. En medio
de la coyuntura, el Gobierno modificó parcialmente el mercado cambiario sin mayor
resultado, las autorizaciones de dólares bajaron 62 %, la inflación cerró en 180,9 % y la
economía siguió en negativo. Hasta ese año se divulgaron los precios.
La crisis se extendió. En 2016 el Presidente Maduro aprobó decretos de emergencia e
instaló el Consejo Productivo Nacional para volver a conformar mesas por “motores” como
en periodos anteriores, y otra vez los privados reiteraron los obstáculos que presentaban e
insistieron en la necesidad de revisar los controles, cancelar las deudas con proveedores,
facilitar las importaciones y revisar las trámites. Los resultados fueron nulos.
Aunque en ese período el Gobierno subió el precio de la gasolina y devaluó, dejando dos
paridades, no hubo más avances. Maduro conformó la Gran Misión Abastecimiento
Soberano (GMAS) y los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (Clap) para la
distribución de bolsas de comida a precios subsidiados, esquema que le permitió
incrementar el control social.
Sí 2016 fue malo, el 2017 fue peor con hiperinflación y sanciones. A lo largo del año,
Maduro siguió usando los poderes especiales para los manejos discrecionales del gasto y
los ingresos, regular la producción e imponer los Clap y el carnet de la Patria —creado en
ese año para “fortalecer las misiones y beneficios sociales”.
Pese a la recuperación de los precios del crudo, la producción petrolera siguió en declive.
La restricción de divisas fue mayor y aquellos que intentaron mantener sus operaciones
tuvieron que recurrir al mercado paralelo, cuya tasa se disparó.
En la segunda mitad del año, y luego de cuatro meses de protestas y la instalación de una
Asamblea Nacional Constituyente, el gobierno de Estados Unidos aplicó sanciones a los
funcionarios y otras a la nación que han impactado en la capacidad de la República y Pdvsa
para levantar recursos.
Con un mayor deterioro arrancó 2018. Las distorsiones siguieron y se acentuaron con la
campaña para la elección presidencial.
El recorte en la asignación de divisas oficiales persistió y las empresas que han operado a
medias sus plantas han continuado recurriendo al mercado paralelo.
Maduro tres meses después de las elecciones aplicó un conjunto de acciones aisladas que
continúan profundizando los problemas. Devaluó la moneda en 96 %, incrementó los
impuestos a personas y empresas, quitó cinco ceros al bolívar y elevó el salario mínimo en
6000 %, lo que golpeó más a empresas y comercios con riesgo de mayores cierres. Sueldo
que hoy compra 9 % de los bienes que se adquirían en agosto, estimó Ecoanalítica.
En este porcentaje inédito de 59 % se juntan, en un solo saco, trabajadores con altos cargos
y obreros: un empleado que baja de la parte alta de la parroquia El Valle y que tiene a su
hijo en el exterior puede comprar un sobre de leche de marca, de la misma forma que lo
hace una familia que tiene cuenta en otro país.
Sucede que ese trabajador le buscó la vuelta a la crisis y satisface sus demandas con el
dinero que recibe del extranjero. Su mayor capacidad de compra se debe a las distorsiones
cambiarias.
León considera que el venezolano no subsiste solo con el salario promedio semanal, que no
da ni para comprar un cartón de huevos.
Dice que si bien 58 % de la población recibe subsidios estatales: Clap, bonos, carnet de la
Patria, igual eso les da una vida restringida.
“Aun con bonos son pobres igual. Son dependientes de las transferencias del Gobierno,
pues el ingreso de su trabajo no les alcanza para cubrir necesidades básicas y su consumo
está determinado por los subsidios. Quizá la política pública más importante en este sentido
es el Clap, beneficio que, en promedio, reciben una vez por mes”.
Por eso el investigador pone el ojo sobre el fenómeno nuevo de la clase determinada por la
tenencia o no de dólares.
“Ese no es un ingreso que los haga ricos ni que les permita un consumo de lujo, pero sí los
ubica muy por encima de la media de ingreso de los dependientes (tres veces más, para ser
exactos) y les da holgura para la cobertura de necesidades básicas y emergencias”, acota.
“Con las remesas es que he podido pagar los estudios. Cuando comencé, en septiembre de
2017, el trimestre me costó 274.000 bolívares. El cuarto que pagué en agosto, dos días
antes de la reconversión, me costó 25 dólares”, dijo José Segura, quien depende de las
transferencias que le envía su padre desde Colombia.
Por los pasos agigantados de la hiperinflación, León pronostica que pronto podremos
igualar el estándar de las remesas en la región americana, que es de 120 dólares, pues ahora
se requieren más divisas para aguantar los embates de la economía local. “Si bien la gente
va a tener más moneda local, de la misma manera requerirá más dólares para sobrevivir”.
Este año los precios han avanzado más rápido que la devaluación. En 2017 un dólar
permitía comprar 3,5 veces más en el país que en el exterior, hoy es 1,4 veces, calcula
Ecoanalítica.
León comenta sobre 13 % de venezolanos que repatrian capitales, que se trata personas que
tienen dinero colocado en otros países, que tienen sus cuentas y viven de ellas aquí, como
en la época de las “vacas gordas”.
El otro grupo, que se acerca al 34 %, son trabajadores que generan dólares, como parte de
compensaciones salariales, por la venta de servicios por Internet o por inversiones en
criptomoneda.
Con esos ingresos tienen cierto privilegio, no tanto como los que tienen cuentas en el
extranjero, pero son los que aún se ven en los supermercados haciendo compras de
productos no regulados, los que una que otra vez van de paseo o pueden pagar un servicio
doméstico.
Para León, este grupo está en similares condiciones que el sector que recibe remesas: no se
hacen ricos, están restringidos con algunas necesidades, pero están más estables en cuanto a
satisfacer el tema de alimentación y el acceso a los productos básicos.
Clases trastocadas
En Venezuela, producto de la situación económica —agravada por la hiperinflación—, las
clases sociales se trastocaron. La teoría de los polos extremos se hizo letra verdadera, pues
los pobres ahora son más pobres y los ricos, más ricos aún.
Gran parte del desajuste se debe a que la clase media y la clase trabajadora se igualaron a
los pobres, precisamente por la desaparición del poder adquisitivo.
Desde el alto gobierno insisten en desmentir esas cifras. Tan es así que, en enero de este
año, durante la presentación anual de su Memoria y Cuenta, el presidente Nicolás Maduro
afirmó que la pobreza en Venezuela se ubicaba en 18,1 %, mientras que la extrema se
situaba en 4,4 % para el cierre de 2017. No precisó que ese porcentaje es pobreza por
necesidades básicas insatisfechas.
La realidad muestra otra cosa, pues aquí las capacidades productivas han caído, las
importaciones han disminuido y parte de las que se han hecho se han financiado con el
mercado paralelo, lo que ha encarecido los bienes y servicios y golpeado la demanda,
principalmente la alimenticia.
Con un salario básico es imposible comprar un par de zapatos de calidad, ropa interior o
arreglar un tubo roto en la casa, cosas que no son un lujo, pero son parte de la cotidianidad
del venezolano común.
“Las remesas van a crecer. Con el número de venezolanos en el exterior estimamos en estos
momentos 2500 millones de dólares, que, en los próximos meses, estarán entre 4500 y 5000
millones. Las remesas son infinitas”.
Considera, además, que saldrán del país cerca de dos millones de personas más en los
próximos tres años y el impacto sobre las transacciones será importante, pues —junto con
las repatriaciones— se convertirán en las principales fuentes de ingreso de los venezolanos.
Ese proceso llevará a que además aumente el número de comercios que ofrezca comida,
artículos de higiene y hasta ropa con precios en dólares.
El dato
Casi 80 % de la emigración reciente desde Venezuela ha salido durante los años 2016
y 2017 según la Encovi-2017, donde se destaca una emigración que asciende a tres o
cuatro millones, cifra que representaría entre 10 % y 12 % de la población.
Al final del camino, la frase de principios de año de Nicolás Maduro en el CNE en ocasión
de la rendición de cuentas: “¿Quién puede vivir con el salario actual? Viven pariendo”.