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Identidad cultural es un conjunto de valores, orgullos, tradiciones, símbolos, creencias y modos de

comportamiento que funcionan como elementos dentro de un grupo social y que actúan para que
los individuos que lo forman puedan fundamentar su sentimiento de pertenencia que hacen parte
a la diversidad al interior de las mismas en respuesta a los intereses, códigos, normas y rituales
que comparten dichos grupos dentro de la cultura dominante.

Es común atribuir a diferencias culturales lo que se debe principalmente a disparidades sociales.

Pero, al hablar de diversidad cultural, es preciso no camuflar las desigualdades bajo el manto de la
cultura (Bauman, 2003; Stolcke, 1995).

La exclusión social es objeto tanto de culturalizaciones como de naturalizaciones de la


desigualdad.

- Cuando a la desigualdad se suma la ausencia de interdependencia entre los sujetos, se produce la


dependencia de unos frente a otros y la exclusión social.

Con la globalización ha multiplicado el nivel de marginación, que afecta en especial a la población


no nativa o no tenida como tal

Se trata de un sistema de producción de diferencias bajo las que subyace, de una forma u otra, en
superior o inferior grado, el rasgo común de la desigualdad. La propia incidencia del discurso
cultural en la homogeneidad y uniformidad de los individuos busca conseguir la cohesión y la
unidad necesaria para frenar la emergencia de las desigualdades.

Se parte de que las diferencias e identidades específicas culturales, lingüísticas, étnicas o


nacionales son irrelevantes y, por tanto, asimilables por sí mismas y desde ellas mismas. No tiene
interés la asimilación de una persona o un grupo de una cultura distinta (Friedman, 2003; Turner,
1993, 2003).

La sustitución del nacionalismo por la hegemonía del mercado ha reemplazado la idea de un


proceso diacrónico y lineal de asimilación de la diferencia, por la visión del pluralismo sincrónico,
en el que las distintas identidades culturales son valoradas igual y positivamente.

DIFERENCIA Y DESIGUALDAD
La UNESCO (1989) insiste en que es necesario sensibilizar a la población de la importancia de la
cultura tradicional y popular, como elemento de identidad cultural.

Las identidades se construyen a través de un proceso de individualización por los propios actores
para los que son fuentes de sentido y aunque se puedan originar en las instituciones dominantes,
sólo lo son si los actores sociales las interiorizan y sobre esto último construyen su sentido.

IDENTIDAD, DIFERENCIA Y DESIGUALDAD


La edad y el sexo son factores decisivos en la producción y reproducción identitaria, de diferencias
y desigualdades.
Si antaño se dejaron de lado por considerarlos naturales, hoy se creen definitorios sin olvidar que
en el espacio social que delimitan cuentan también las cualidades personales como la potencia
física, los conocimientos o las habilidades.

Hablamos de construcciones culturales de atributos biológicos y sociales que inciden y, a la vez,


son incididas por los procesos identitarios, de diferenciación y desigualdad de los sujetos.

La edad y el sexo, lo mismo que lo hace la clase social, vinculan a los individuos y grupos como
generación y género -o en su caso como clase-, que mantienen unas determinadas relaciones con
los otros -ascendientes y descendientes generacionales, hombres y mujeres- y entre sí y que
incluyen los vínculos sostenidos por cada individuo fuera o dentro del grupo.

Estas relaciones intragrupales son muy importantes porque pueden llegar a fragmentar el propio
carácter identitario de los colectivos, subrayando diferencias y desigualdades que, por ejemplo, en
el caso del género, eran obviadas -mujeres negras, lesbianas-.

Definimos a la cultura como los diferentes modos de vivir, pensar y sentir de los distintos
individuos y grupos sociales y consideramos que ésta constituye la organización de la diversidad.

Las diferencias intraculturales son tan consistentes como las interculturales.

El nuevo racismo ya no defiende tanto la superioridad natural de unos grupos frente a otros en
función de su herencia genética, sino de su cultura o identidad, en virtud de las cuales se legitiman
exclusiones, segregaciones, discriminaciones, desigualdades y las formas de violencia que muchas
veces llevan aparejadas estos comportamientos (Chebel D’Appollonia, 1998).

Se trata del reconocimiento del Otro como un individuo diferente, que no forma parte de la
comunidad propia.

Al reconocer la existencia de un Otro, la propia persona asume su identidad. La otredad no


implica, de todos modos, que el Otro deba ser discriminado o estigmatizado; por el contrario, las
diferencias que se advierten al calificar al prójimo como un Otro constituyen una riqueza social y
pueden ayudar al crecimiento de las personas.

La otredad se construye a través de diversos mecanismos psicológicos y sociales.

Culturalización y naturalización de la desigualdad

Como sostiene Teresa San Román (1996, 1997), la noción de diferencia se sitúa en un plano
distinto a la idea de desigualdad.

Lo igual y lo horizontal no son lo contrario de lo diferente, sino de lo jerarquizado y vertical,


mientras que la diferencia no tiene un significado opuesto a la igualdad, sino a lo idéntico o a la
similitud. Del mismo modo, la similitud no conlleva forzosamente la igualdad, como tampoco las
diferencias se convierten obligadamente en desigualdades.

Edad y sexo
LA OTREDAD
Los individuos y los grupos tienen relaciones parciales y diferenciadas con la cultura, por lo que no
hay que hablar del modo único en que las personas y los grupos viven la cultura.

La identificación local, si se produce, no es necesariamente sólo una identificación cultural.

Además la diversidad intragrupal no se da sólo entre los distintos individuos de un grupo, también
se manifiesta en diferentes momentos de la vida cotidiana y para las mismas personas.

Por esta razón la diversidad se define en términos identitarios y no con criterios de áreas
culturales, que presuponen un uniformismo, según el cual se da en una población de un lugar
determinado una especie de cultura homogénea, que permite hallar características típicas.

Como categorías para definir la desigualdad, las nociones de estratificación y clase social se han
usado habitualmente siguiendo las grandes dicotomías de la modernidad entre “nosotros” y los
“otros”, civilizados y primitivos, tradicionales y modernos, sociedades simples y complejas,
capitalistas y “primitivas”.

Por una parte, estarían las sociedades sin Estado, con una estratificación social elemental fundada
en desigualdades naturales de edad y sexo; y, por otro lado, se encontrarían las sociedades con
Estado, jerarquizadas en clases.

No se tiene en cuenta que, aunque los elementos culturales puedan ser compartidos e incluso
importados, lo distintivo es la forma en que son integrados en estructuras coherentes en las que
adquieren sentido.

Mientras que estas construcciones aluden más generalmente al conjunto de la vida de los sujetos
en el caso del sexo, para la edad se dirigen a una etapa concreta de la existencia cuya duración es
variable (Bernardi, 1985). Así, si no resultan universales las fases en que se divide el ciclo vital, que
pueden empezar antes o después del nacimiento y acabar antes o después de la muerte, tampoco
lo son los rasgos culturales atribuidos a cada periodo vivido por los sujetos cuya extensión
temporal fluctúa igualmente (San Román, 1997).

El discurso del Estado-nación, al que frente a otros la cultura de la modernidad y la historia le han
otorgado y aún le otorgan una capacidad hegemónica para clasificar y categorizar a la humanidad,
para explicar y legitimar a los distintos grupos sociales y a su propia diversidad interna, es un eje
vertebrador de dominaciones de unos y de dependencias para otros (Azcona, 2003).

Pese a la aparente uniformidad con la que se acostumbra a presentar a los sujetos pertenecientes
a una misma cultura, los individuos y grupos se desenvuelven en su vida cotidiana de muy diversas
formas, poseen creencias y se relacionan de manera distinta, y poseen hábitos y hasta expresiones
corporales diferentes.

Un Otro implica la existencia de algo que no es propio y, por lo tanto, no forma parte de la
existencia individual de cada uno. Sin embargo, eso externo que se rige con autonomía respecto a
uno mismo también puede afectar y alterar la individualidad del sujeto en cuestión que considera
la otredad.

Aunque es cierto que la otredad en sí misma no tiene que ir aparejada con nada negativo, es
habitual que, en muchos casos, vaya unida a aspectos tales como la xenofobia, el racismo, la
homofobia o incluso la misoginia, entre otros.

La cuestión entonces es planificar procesos identitarios para los sujetos a base de que recuperen
una cultura tradicional, que no tienen ningún interés en mantener.

La otra cara de esta moneda, encarnada por el posmodernismo, reduce la cultura a un conjunto de
diferencias (Sarup, 1996). Entre ellas, señala casi como exclusivamente culturales las variedades
étnicas (Appadurai, 2001).

Por otra parte, la ideología de la globalización, propia de las clases medias altas y las elites
globalizadas, ha desarrollado nuevos esquemas posmodernos de hegemonía, unidad y oposición
entre segmentos polarizados de la clase media y elementos de la clase trabajadora y grupos
sociales marginados.

Estratificación y clase social. Nuevos movimientos sociales


Tal interacción está diferencialmente definida por la conciencia que los individuos tienen de
pertenecer a un grupo generacional o de género, al que los otros atribuyen unas ciertas prácticas y
representaciones, aunque ambas sean variablemente compartidas y seguidas, individual y
grupalmente por los sujetos aludidos con esas atribuciones.

Los factores identitarios, de diferencia y desigualdad, que introduce la división social del trabajo,
deben entenderse en este marco de interacción que define modelos de poder y dominación para
unos y de dependencia y subordinación para otros.

Estas construcciones culturales categorizan, modelan y legitiman a los individuos de los grupos de
edad y sexo en base a sus prácticas y representaciones, siendo éstas muy variadas intra e
interculturalmente.

La desigualdad, expresada sobre todo a través de las nociones de estratificación y clase social,
alude a las asimetrías en lo relativo a derechos, distribución de poder y riqueza y al acceso a
recursos y compensaciones de toda índole, ya sean materiales o simbólicos.

El concepto de estratificación se contempla habitualmente en las ciencias sociales como algo de


carácter más bien descriptivo, que jerarquiza las distintas posiciones sociales según criterios
simples: renta, ocupación, profesión...

Quizá la mayor aportación de la antropología al pensamiento social actual radica en destacar que
la diversidad cultural se manifiesta tanto interculturalmente como intraculturalmente, que las
diferencias existen con independencia de que nos refiramos a una misma cultura o a culturas
distintas (Augé, 1995, 1996).
Así, hay que señalar que a lo largo de los siglos, los grupos dominantes han utilizado la ideología
racial, su fundamentalismo cultural, para justificar, explicar y preservar sus posiciones de poder y
privilegio social y su posesión de recursos, asegurando que los otros son innatamente,
biológicamente, inferiores de manera inmutable y que sus diferencias son irreductibles.
Es curioso que el argumento del pluralismo se haya utilizado a lo largo de la historia, y sobre todo
durante el siglo XVIII y XIX, como base del dominio de las sociedades coloniales.

Se reduce a la población de la nación a un grupo étnico entre otros muchos y se persigue


reemplazar la identidad nacional por el pluralismo

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