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Patricio Pron nació en Rosario en 1975. Del mismo modo que Roberto Bolaño hablaba sobre
la Literatura y el Exilio empleando la anécdota de la deportación de Austria del poeta Mario
Santiago, una frase tan sencilla como esta bien podría ofrecer una suerte de mapa para la
aproximación a su obra literaria. No se pretende aquí ser simplista, ni mucho menos. Sin
embargo, lo cierto es que una época tan tremendamente convulsa y oscura en
Latinoamérica —y, en cierto modo, también en España—, cuya devastación todavía nos
acecha, produjo un grupo amplio de escritores, nacidos entre finales de los 50 y finales de
los 70, con una preocupación sobre la Memoria Histórica como estructura discursiva y
narrativa. En el año 2007, se publicó en Argentina la novela Una puta mierda (Ed. El Cuenco
de Plata) —quien suscribe estas letras se alegra de que Pron tuviese más holgura de decisión
que la que en su momento tuvo el primerizo Roberto Bolaño y su no titulada Tormenta de
mierda—, un acercamiento al conflicto de las Islas Malvinas, o Falkland Islands —
dependiendo de a quién le pregunten—. Durante años, el autor pensó en una posible
corrección, ampliación y, en cierto modo, reestructuración del libro, hasta que en 2014 vio la
luz Nosotros caminamos en sueños. Esta nueva novela no es exactamente Una puta mierda;
el reposado paso del tiempo permitió el cuestionamiento de si acaso era posible ofrecer una
versión depurada. Sobre este aspecto, el propio Pron hizo mención en una conferencia en la
Facultad de Filosofía de la Universidad de Colonia en 2013, recurriendo a las siguientes
palabras, atribuidas a Walter Serner: “un truco que te ha salido mal no debes repetirlo en la
misma ciudad, y uno que te ha salido bien, básicamente tampoco”.
Lo que se manifiesta en Nosotros caminamos en sueños no es exactamente el absurdo de la
guerra; tal afirmación es algo categóricamente comprobado desde el fracaso del Futurismo,
en uno de los siglos más violentos de la historia de la Humanidad. Lo realmente absurdo es
la posibilidad de otorgarle a tales actos una pátina de nacionalismo, y justificar la barbarie en
pos del engrandecimiento de la Nación; algo que, de hecho, ocurrió. El entorno en el que se
desarrolla la novela de Pron huye deliberadamente de todo tratamiento, digamos, realista.
Aquí no se lleva a cabo una crónica periodística o una novela histórica (ni falta que hace). La
contundencia de los acontecimientos posteriores a la propia Guerra de Las Malvinas
evidenció una honda herida en la Conciencia Colectiva. El narrador no juega a la autoficción
que tan bien empleó Javier Cercas en Soldados de salamina, ni a la enumeración monstruosa
del Bolaño de 2666. Su estrategia es, en cambio, más compleja y más sencilla —
permítaseme la licencia poética prestada—: sumerge al lector directamente en un sofocante
ejercicio de supresión de la realidad y la lógica. Mencionábamos más arriba la cuestión del
Absurdo como herramienta o catalizador; y al emplear este concepto, debemos
necesariamente pensar en Samuel Beckett mientras leemos Nosotros caminamos en sueños;
pero también pensamos en El arcoiris de gravedad, del brillante Thomas Pynchon —con la
que comparte la sensibilidad y un muy particular sentido de lo cómico, así como ciertas
dinámicas en el tratamiento de los personajes—, en Vicente Huidobro y, por ende, en
Nicanor Parra —en un espacio muy concreto, diminuto, parece hallarse una referencia a
Altazor (1931)—, así como a la obra de teatro de Fernando Arrabal Pic-nic, cuya descripción
de lo bélico se filtra a través de la infantilidad, que también emplea Pron. Y, ¿cómo no
hacerlo de este modo? Si, por una parte, aquel suceso fue retransmitido por una televisión
tendenciosa, como cualquier aparato de todo régimen, ante los ojos de un autor de apenas
seis o siete años, cuya comprensión, sin embargo, tenía muchísimo más de cabal que la de
cualquiera de los oficiales directamente involucrados. La figura del Presidente San Pantaleón
—que recuerda ineludiblemente al ilustre presidente Tomás del Pito de Tres ataudes blancos
(2010), obra del colombiano Antonio Ungar— abriendo las aguas como Moisés, para facilitar
la llegada a pie de los soldados a las islas, territorio que uno de los mandos confunde con las
Maldivas, es apenas una pequeña muestra de lo rabiosamente crítica que es esta obra. Es
antibelicista, por supuesto; contraria al descerebrado Ejército como institución, pero con
la inteligencia suficiente para que sus caricaturizaciones no se queden únicamente en lo
cómico, en lo excéntrico. La estupidez supina de los oficiales al mando compite solamente
con la del propio régimen dictatorial, y la inocencia de los soldados, tan jóvenes, demuestra
casi con ternura el patetismo de un encuentro bélico en el que ni siquiera se sabe quién es el
enemigo. Está aquí presentada la teoría de Hannah Arendt acerca de la denominada
“Banalidad del mal”, que devuelve la sangre a las manos del hombre y lo convierte en un
eficiente operador burocrático, alejado de aquella idea de maldad casi bíblica. El humor
como sustancia del flujo de estas y otras muy interesantes reflexiones discursivas apela a los
citados Beckett y Pynchon, pero también a Buster Keaton, a los hermanos Marx —sobre
todo en aquellas discusiones abigarradas en las que cuatro o cinco personajes se enzarzan
en ineficaces juegos semánticos en loop—, al Kubrick de La chaqueta metálica (1987), a los
Monty Python, y también a aquel cómico, tan conocido en España, llamado Gila, en cuyo
sketch, parapetado tras una trinchera, llama constantemente por teléfono y pregunta
“¿Hola? ¿Es el enemigo? ¿Ustedes van a avanzar mañana? Pero, ¿a qué hora? ¿Vienen
muchos? Quizás no haya balas para tantos”. En cada una de estas expresiones, que
solamente un lector muy distraído podría confundir con la risa fácil o el golpe de efecto
inmediato, se encuentran las verdaderas intenciones de la mano de Pron. La galería de
personajes llega difícilmente a aquella recomendación que daba Borges sobre cómo
construirlos —describir a cada uno con solo dos o tres características— y se acerca más bien
al Saramago de Ensayo sobre la ceguera, inyectando de profundo significado ya al propio
nombre —algo, por otra parte, tan definitorio en la identidad individual—: del mismo modo
que en la citada se nos presentaba a “la chica de las gafas oscuras” o “el segundo ciego”,
aquí los protagonistas se llaman “Sorgenfrei” (“libre de preocupaciones”, en alemán)
“González 1 y González 2” o “el Sargento Clemente S” (nombre cargado de ironía). En las
primeras páginas del relato, una bomba que se acerca peligrosamente, se detiene y queda
colgando sobre las cabezas de los soldados, y el narrador, cuya entidad como aglutinante de
la locura general está construida con un equilibrio muy logrado, se pregunta, muy
confundido, si acaso tal acontecimiento será normal en la guerra, pues nunca antes había
participado. Y este es precisamente el núcleo de Nosotros caminamos en sueños. No afirma
directamente lo ridículo que el conflicto en sí mismo resulta; lo dibuja de una manera
absolutamente irreal, grotesca e hiperbólica para que quien abra las páginas del libro acabe
concluyendo que, tal vez, esta es la aproximación más sensata a un sin horror de semejante
magnitud.
Pero sobre todo me recordó a aquel cuento de J. L. Borges, "El milagro secreto".
Hagamos memoria: en él se narra la historia de un escritor a punto de ser fusilado
que pide a su dios que le conceda el tiempo suficiente para terminar su obra Los
enemigos. Por fortuna, el todopoderoso accede a su petición y lo detiene: la bala
queda suspendida a la espera de que Hladik termine su trabajo. Permítanme citar
aquí la descripción que hace el narrador de la obra en cuestión, concretamente del
tercer acto, y que podría utilizarse (con imperceptibles variaciones) para describir
Nosotros caminamos en sueños:
Como se nos anuncia al principio del relato, después de una formidable descripción,
caótica, hiperrealista, que una bomba queda suspendida, en el aire, sobre las cabezas
de un grupo de soldados y mandos medios que ocupan una trinchera, el lector puede
tener la certeza de que Patricio Pron no elige una forma tradicional de contar sobre una
guerra. Esas cosas no pasan. O sí.
Convengamos que no se trata de una alucinación. Tampoco de una simple pesadilla.
Es. Hay una bomba suspendida en el aire; una bomba que permite que el relator vaya
contándonos de un grupo de hombres inmersos en las leyes de la guerra, que no son
más que un montón de reglas poco claras, fuera de toda lógica y dan pie a escenas
desopilantes y macabras, protagonizadas por seres que se van volviendo entrañables en
su capacidad de sobrevivencia: Sorgenfrei (el que siempre está al descubierto porque
asegura que nadie lo quiere matar), O'Brien (a quien siempre están fusilar por
indisciplina y tiene como misión personal vengar la muerte de su padre), Morin (un
cínico que trata de adaptarse a tanta locura).
Hay muchos otros personajes, incluso aparecen Arturo Ui y Snowden, todos llenos de
barro, asediados por un enemigo que no se sabe si está a retaguardia o en la
vanguardia, y siempre atravesando situaciones absurdas -provocadas por la burocracia
militar y la estupidez más absoluta de los mandos, o simplemente por gestos irónicos
del particular estado de las cosas- que una por una van sumando situaciones que
realmente ocurrieron en Malvinas 1982, una guerra tan cercana como demente, como
en definitiva lo son todas las guerras: soldados que no saben manejar armas y reciben
órdenes delirantes, soldados estaqueados por su propios jefes, mandos medios que
trafican con alimentos y armas, y muy especialmente, una larga lista de pequeñas
historias que Patricio Pron escuchó siendo niño y que fueron condimentadas por su
fantasía infantil a la hora de la reescritura.
Pron cree en la invención, en la sátira y el grotesco para acercarse a las circunstancias
de una guerra como Malvinas. Si bien por momentos su estilo literario se emparienta
con el de Cesar Aira, hay un tono personal que lo aleja de lo meramente lúdico o del
regodeo del lenguaje: especialmente porque el relato nunca se le va de las manos y
siempre está esa bomba suspendida, sobre la trinchera, marcando el pulso del absurdo.
Y eso sacude otra certeza, la de que la novela es en sí misma un testimonio, singular
por supuesto, como el relato buñuelesco de los dos campesinos franceses de Los
carabineros de Jean Luc Godard, cuando cuentan -mediante el absurdo más
disparatado- la guerra que vivieron, resumida en una serie de postales de los territorios
que conquistaron.
En el caso de Nosotros caminamos en sueños, se trata de la guerra que dice haber
vivido Pron. No es por cierto agradable. Pero el tono elegido incluye momentos
descacharrantes que son más que disfrutables.