Vous êtes sur la page 1sur 7

El pasado –sobre todo aquel que preferimos ignorar– es una de las obsesiones del

argentino Patricio Pron (Rosario, 1975). La relación entre el individuo y la Historia ya ha


sido explorada por el autor en El comienzo de la primavera, a propósito de su estancia en
Alemania y la convivencia con las generaciones posteriores al nazismo, para quienes
“recordar la Historia no es más que una señal de nuestra imposibilidad para comprender
hechos que en primera instancia resultan inconcebibles, que parecen una discontinuidad
en nuestra Historia, pero que en realidad son el producto de ella”. Esta misma relación,
aplicada a la historia de su propio país, es examinada en El espíritu de mis padres sigue
subiendo en la lluvia, novela que aborda la represión llevada a cabo por la dictadura
argentina de finales de los setenta y principios de los ochenta. Pron retoma la historia
argentina en Nosotros caminamos en sueños –versión corregida y ampliada de Una puta
mierda, publicada en 2007– donde nos trasladamos al conflicto armado
protagonizado por Argentina e Inglaterra, la Guerra de las Malvinas. Sin embargo,
a pesar de las alusiones que llevan a ubicar el texto en esta guerra, parte de su
intención es perfilar, no una guerra, sino la guerra, en su sentido más general,
puesto que tal como el narrador lo menciona, “no podía decirse que algo fuera
característico de ella excepto que, a diferencia de todas las guerras que habíamos
visto en la televisión, en esta había nieve, nieve fría y de aspecto sucio que se las
arreglaba para meterse dentro de tu uniforme, no importaba cuánto hicieras para
evitarlo” (p. 9).
La trama sigue a un puñado de soldados con nulas aptitudes –y actitudes– militares,
reclutados a la fuerza para pelear en una guerra de la cual poco o nada conocen. El
narrador presenta los diálogos que sostiene con sus compañeros o que escucha a su
alrededor y que dan cuenta de la incompetencia de los participantes del conflicto, así
como de los abusos perpetrados por las figuras que encarnan el poder. El uso constante
de diálogos le confiere ese aspecto de teatralidad y caricaturización que busca
ridiculizar a todos los implicados en la guerra: desde el soldado raso hasta el Alto
Mando, pasando por los médicos militares, los periodistas y hasta las personas ajenas al
conflicto –destacando el episodio de los turistas japoneses que viajan a las Islas para
fotografiar a los soldados mutilados– nadie se salva de ser criticado, incluso aparece un
soldado de nombre Edward Snowden quien evidentemente “no podía mantener la boca
cerrada” (p. 69). Sin embargo, detrás de la comicidad –no siempre alcanzada–, se
descubre un claro discurso antibélico en el que la guerra no es más que una “empresa
capitalista de exterminio masivo” (p. 62).
Más allá de plasmar las obvias implicaciones y consecuencias detrás de cualquier
guerra –la muerte, la insensibilidad, la crueldad, la manipulación de la información–,
Pron busca censurar la normalidad con que se acepta (preferentemente en aras de un
nacionalismo irracional) y, sobre todo, el sinsentido que envuelve a todo conflicto bélico.
Imposible no calificar como kafkianas algunas de las situaciones que se presentan, por
ejemplo, la bomba suspendida indeterminadamente sobre las cabezas de los soldados
como un recordatorio constante de lo absurdo de la guerra: “al levantar la cabeza todos
nos preguntábamos si era normal que una bomba colgara del cielo sin acabar de caer”
(p. 9). Kafkiana es también la espera prolongada para el fusilamiento del soldado
O’Brien: tras cumplirse el plazo para proceder con la ejecución (una hora), éste se
renueva sin que se nunca se lleve a cabo.
Se presentan más situaciones absurdas (algunas mejores que otras) y esto, que
podría haber sido la fortaleza principal de la novela, acaba por ser su debilidad. La
obsesión por tildar de absurda la guerra una y otra vez es tal que las mismas fórmulas se
repiten hasta el cansancio: situaciones excesivamente ridículas e infantiles como la
amistad que forja Sorgenfrei, uno de los soldados, con un lobo marino o los mil
percances sufridos por el Sargento Clemente S: “El Sargento ordenó al lobo marino que
saliera de allí [la mochila de Sorgenfrei] y el animal lo mordió en la mejilla y orinó en sus
zapatos antes de comenzar a arrastrarse de regreso al continente llevando la mochila
enganchada a su aleta trasera” (p. 11). Hablar disparatada e incongruentemente sin
decir nada –cantinflear, pues–, es otro de las fórmulas que se repiten más de lo
conveniente y no se diga de las conversaciones que se perciben interminables y que
llenan páginas y páginas donde sus interlocutores, más que comunicarse, se
descomunican: “«¿Están hablando de la misma lista?», preguntó un segundo ayudante
que hasta entonces había permanecido en silencio. «Así es –respondió el oficial–, la lista
A22». «No señor –corrigió el primer ayudante poniendo los ojos en blanco- la lista que
tengo aquí es la B11». «Me temo que a esta sección le corresponde la A15», intervino el
segundo ayudante” (p. 35)…
Pron declaró en una entrevista que, si bien en su país se ha repudiado la dictadura, se
suele reivindicar la Guerra de las Malvinas, pasando por alto que fue precisamente esa
dictadura la que la originó. Ambas fueron llevadas a cabo tras un velo de aparente
sensatez que propició que la sospecha y la incertidumbre sean los principales temas de
su generación literaria. El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia y Nosotros
caminamos en sueños vinculan el rechazo que se debe sentir tanto por la dictadura como
por la guerra, pues finalmente ambas no son más que parte de la misma puta mierda.

Patricio Pron nació en Rosario en 1975. Del mismo modo que Roberto Bolaño hablaba sobre
la Literatura y el Exilio empleando la anécdota de la deportación de Austria del poeta Mario
Santiago, una frase tan sencilla como esta bien podría ofrecer una suerte de mapa para la
aproximación a su obra literaria. No se pretende aquí ser simplista, ni mucho menos. Sin
embargo, lo cierto es que una época tan tremendamente convulsa y oscura en
Latinoamérica —y, en cierto modo, también en España—, cuya devastación todavía nos
acecha, produjo un grupo amplio de escritores, nacidos entre finales de los 50 y finales de
los 70, con una preocupación sobre la Memoria Histórica como estructura discursiva y
narrativa. En el año 2007, se publicó en Argentina la novela Una puta mierda (Ed. El Cuenco
de Plata) —quien suscribe estas letras se alegra de que Pron tuviese más holgura de decisión
que la que en su momento tuvo el primerizo Roberto Bolaño y su no titulada Tormenta de
mierda—, un acercamiento al conflicto de las Islas Malvinas, o Falkland Islands —
dependiendo de a quién le pregunten—. Durante años, el autor pensó en una posible
corrección, ampliación y, en cierto modo, reestructuración del libro, hasta que en 2014 vio la
luz Nosotros caminamos en sueños. Esta nueva novela no es exactamente Una puta mierda;
el reposado paso del tiempo permitió el cuestionamiento de si acaso era posible ofrecer una
versión depurada. Sobre este aspecto, el propio Pron hizo mención en una conferencia en la
Facultad de Filosofía de la Universidad de Colonia en 2013, recurriendo a las siguientes
palabras, atribuidas a Walter Serner: “un truco que te ha salido mal no debes repetirlo en la
misma ciudad, y uno que te ha salido bien, básicamente tampoco”.
Lo que se manifiesta en Nosotros caminamos en sueños no es exactamente el absurdo de la
guerra; tal afirmación es algo categóricamente comprobado desde el fracaso del Futurismo,
en uno de los siglos más violentos de la historia de la Humanidad. Lo realmente absurdo es
la posibilidad de otorgarle a tales actos una pátina de nacionalismo, y justificar la barbarie en
pos del engrandecimiento de la Nación; algo que, de hecho, ocurrió. El entorno en el que se
desarrolla la novela de Pron huye deliberadamente de todo tratamiento, digamos, realista.
Aquí no se lleva a cabo una crónica periodística o una novela histórica (ni falta que hace). La
contundencia de los acontecimientos posteriores a la propia Guerra de Las Malvinas
evidenció una honda herida en la Conciencia Colectiva. El narrador no juega a la autoficción
que tan bien empleó Javier Cercas en Soldados de salamina, ni a la enumeración monstruosa
del Bolaño de 2666. Su estrategia es, en cambio, más compleja y más sencilla —
permítaseme la licencia poética prestada—: sumerge al lector directamente en un sofocante
ejercicio de supresión de la realidad y la lógica. Mencionábamos más arriba la cuestión del
Absurdo como herramienta o catalizador; y al emplear este concepto, debemos
necesariamente pensar en Samuel Beckett mientras leemos Nosotros caminamos en sueños;
pero también pensamos en El arcoiris de gravedad, del brillante Thomas Pynchon —con la
que comparte la sensibilidad y un muy particular sentido de lo cómico, así como ciertas
dinámicas en el tratamiento de los personajes—, en Vicente Huidobro y, por ende, en
Nicanor Parra —en un espacio muy concreto, diminuto, parece hallarse una referencia a
Altazor (1931)—, así como a la obra de teatro de Fernando Arrabal Pic-nic, cuya descripción
de lo bélico se filtra a través de la infantilidad, que también emplea Pron. Y, ¿cómo no
hacerlo de este modo? Si, por una parte, aquel suceso fue retransmitido por una televisión
tendenciosa, como cualquier aparato de todo régimen, ante los ojos de un autor de apenas
seis o siete años, cuya comprensión, sin embargo, tenía muchísimo más de cabal que la de
cualquiera de los oficiales directamente involucrados. La figura del Presidente San Pantaleón
—que recuerda ineludiblemente al ilustre presidente Tomás del Pito de Tres ataudes blancos
(2010), obra del colombiano Antonio Ungar— abriendo las aguas como Moisés, para facilitar
la llegada a pie de los soldados a las islas, territorio que uno de los mandos confunde con las
Maldivas, es apenas una pequeña muestra de lo rabiosamente crítica que es esta obra. Es
antibelicista, por supuesto; contraria al descerebrado Ejército como institución, pero con
la inteligencia suficiente para que sus caricaturizaciones no se queden únicamente en lo
cómico, en lo excéntrico. La estupidez supina de los oficiales al mando compite solamente
con la del propio régimen dictatorial, y la inocencia de los soldados, tan jóvenes, demuestra
casi con ternura el patetismo de un encuentro bélico en el que ni siquiera se sabe quién es el
enemigo. Está aquí presentada la teoría de Hannah Arendt acerca de la denominada
“Banalidad del mal”, que devuelve la sangre a las manos del hombre y lo convierte en un
eficiente operador burocrático, alejado de aquella idea de maldad casi bíblica. El humor
como sustancia del flujo de estas y otras muy interesantes reflexiones discursivas apela a los
citados Beckett y Pynchon, pero también a Buster Keaton, a los hermanos Marx —sobre
todo en aquellas discusiones abigarradas en las que cuatro o cinco personajes se enzarzan
en ineficaces juegos semánticos en loop—, al Kubrick de La chaqueta metálica (1987), a los
Monty Python, y también a aquel cómico, tan conocido en España, llamado Gila, en cuyo
sketch, parapetado tras una trinchera, llama constantemente por teléfono y pregunta
“¿Hola? ¿Es el enemigo? ¿Ustedes van a avanzar mañana? Pero, ¿a qué hora? ¿Vienen
muchos? Quizás no haya balas para tantos”. En cada una de estas expresiones, que
solamente un lector muy distraído podría confundir con la risa fácil o el golpe de efecto
inmediato, se encuentran las verdaderas intenciones de la mano de Pron. La galería de
personajes llega difícilmente a aquella recomendación que daba Borges sobre cómo
construirlos —describir a cada uno con solo dos o tres características— y se acerca más bien
al Saramago de Ensayo sobre la ceguera, inyectando de profundo significado ya al propio
nombre —algo, por otra parte, tan definitorio en la identidad individual—: del mismo modo
que en la citada se nos presentaba a “la chica de las gafas oscuras” o “el segundo ciego”,
aquí los protagonistas se llaman “Sorgenfrei” (“libre de preocupaciones”, en alemán)
“González 1 y González 2” o “el Sargento Clemente S” (nombre cargado de ironía). En las
primeras páginas del relato, una bomba que se acerca peligrosamente, se detiene y queda
colgando sobre las cabezas de los soldados, y el narrador, cuya entidad como aglutinante de
la locura general está construida con un equilibrio muy logrado, se pregunta, muy
confundido, si acaso tal acontecimiento será normal en la guerra, pues nunca antes había
participado. Y este es precisamente el núcleo de Nosotros caminamos en sueños. No afirma
directamente lo ridículo que el conflicto en sí mismo resulta; lo dibuja de una manera
absolutamente irreal, grotesca e hiperbólica para que quien abra las páginas del libro acabe
concluyendo que, tal vez, esta es la aproximación más sensata a un sin horror de semejante
magnitud.

Fantástica sátira sobre la guerra de las Malvinas naturalmente extrapolable a


cualquiera de las guerras, donde abunda el sinsentido, la estupidez y los negocios
de todo tipo. Además, en ella se celebra y se cita buena parte de la tradición de la
literatura bélica, sobre todo de aquella que comprende la guerra como desquicio,
absurdo y disparate (pienso en Hasek, Bulgákov, Voinóvich, Pynchon y hasta en
Groucho Marx, entre otros).

"Verás, no podemos ganar la guerra tan rápidamente; tampoco podemos perderla,


por supuesto, pero lo más importante es no ganarla rápidamente porque su
prolongación fortalece nuestra economía, pone límite al exceso de población y
disminuye el desempleo, además de ofrecer una oportunidad de llevar a la práctica
proyectos innovadores como el de la cooperativa o el de la oficina de Afrentas y
Cuestiones de Honor."

Pero sobre todo me recordó a aquel cuento de J. L. Borges, "El milagro secreto".
Hagamos memoria: en él se narra la historia de un escritor a punto de ser fusilado
que pide a su dios que le conceda el tiempo suficiente para terminar su obra Los
enemigos. Por fortuna, el todopoderoso accede a su petición y lo detiene: la bala
queda suspendida a la espera de que Hladik termine su trabajo. Permítanme citar
aquí la descripción que hace el narrador de la obra en cuestión, concretamente del
tercer acto, y que podría utilizarse (con imperceptibles variaciones) para describir
Nosotros caminamos en sueños:

"Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados


ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt.
Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales
reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el
primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del
primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que
Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio
circular que interminablemente vive y revive Kubin.

Con respecto a la letanía repetida a lo largo de toda la novela ("¡Deja de robar!"),


me serviré de esta imagen:

Como se nos anuncia al principio del relato, después de una formidable descripción,
caótica, hiperrealista, que una bomba queda suspendida, en el aire, sobre las cabezas
de un grupo de soldados y mandos medios que ocupan una trinchera, el lector puede
tener la certeza de que Patricio Pron no elige una forma tradicional de contar sobre una
guerra. Esas cosas no pasan. O sí.
Convengamos que no se trata de una alucinación. Tampoco de una simple pesadilla.
Es. Hay una bomba suspendida en el aire; una bomba que permite que el relator vaya
contándonos de un grupo de hombres inmersos en las leyes de la guerra, que no son
más que un montón de reglas poco claras, fuera de toda lógica y dan pie a escenas
desopilantes y macabras, protagonizadas por seres que se van volviendo entrañables en
su capacidad de sobrevivencia: Sorgenfrei (el que siempre está al descubierto porque
asegura que nadie lo quiere matar), O'Brien (a quien siempre están fusilar por
indisciplina y tiene como misión personal vengar la muerte de su padre), Morin (un
cínico que trata de adaptarse a tanta locura).
Hay muchos otros personajes, incluso aparecen Arturo Ui y Snowden, todos llenos de
barro, asediados por un enemigo que no se sabe si está a retaguardia o en la
vanguardia, y siempre atravesando situaciones absurdas -provocadas por la burocracia
militar y la estupidez más absoluta de los mandos, o simplemente por gestos irónicos
del particular estado de las cosas- que una por una van sumando situaciones que
realmente ocurrieron en Malvinas 1982, una guerra tan cercana como demente, como
en definitiva lo son todas las guerras: soldados que no saben manejar armas y reciben
órdenes delirantes, soldados estaqueados por su propios jefes, mandos medios que
trafican con alimentos y armas, y muy especialmente, una larga lista de pequeñas
historias que Patricio Pron escuchó siendo niño y que fueron condimentadas por su
fantasía infantil a la hora de la reescritura.
Pron cree en la invención, en la sátira y el grotesco para acercarse a las circunstancias
de una guerra como Malvinas. Si bien por momentos su estilo literario se emparienta
con el de Cesar Aira, hay un tono personal que lo aleja de lo meramente lúdico o del
regodeo del lenguaje: especialmente porque el relato nunca se le va de las manos y
siempre está esa bomba suspendida, sobre la trinchera, marcando el pulso del absurdo.
Y eso sacude otra certeza, la de que la novela es en sí misma un testimonio, singular
por supuesto, como el relato buñuelesco de los dos campesinos franceses de Los
carabineros de Jean Luc Godard, cuando cuentan -mediante el absurdo más
disparatado- la guerra que vivieron, resumida en una serie de postales de los territorios
que conquistaron.
En el caso de Nosotros caminamos en sueños, se trata de la guerra que dice haber
vivido Pron. No es por cierto agradable. Pero el tono elegido incluye momentos
descacharrantes que son más que disfrutables.

Hay una venerable tradición literaria y cinematográfica antibelicista. La


premisa es que el horror de la guerra es tan atroz, tan brutal, tan carente
de sentido, que hay que sacarlo a la luz a como dé lugar, para que
nunca vuelva a repetirse. Ya se sabe que aquel empeño es vano.

Ahora mismo, en una veintena de lugares, por lo menos, en África, Asia


y Europa Oriental, hay conflictos bélicos que mantienen la producción de
armas en pleno rendimiento. Adentrarse aunque sea mínimamente en
ese torrente de datos es espeluznante, por tantas razones, así que es
mejor retomar el hilo. En esa corriente antibelicista se inscribe Nosotros
caminamos en sueños, novela del argentino Patricio Pron que se dibuja
sobre el paisaje desolado y frío de las islas Malvinas, pero que en
realidad puede referirse a cualquier guerra o a todas las guerras. La
particularidad de esta obra es la manera en que el autor carga las tintas
o pone los énfasis, y ello porque desde la presentación de la contratapa,
el libro se asume como una obra cómica. El humor es, en todo caso,
desaforado, explosivo, mordiente. Un oficial gordo que parece "un
Frankenstein de segunda mano". Un soldado que se inscribió como
voluntario porque, de acuerdo a un test, tenía las características óptimas
para destacar en el ejército: "Violento, agresivo, inútil, torpe, desafecto,
irritable". Negociaciones para que el enemigo mate en los días impares,
para facilitar la recogida y la identificación de los cadáveres.

Nosotros caminamos en sueños es una novela desquiciada, pero cuya


lógica impecable e implacable produce risa, sí, pero de aquella que
brota del desconcierto, del desajuste de las expectativas, de la extrema
seriedad del humor que no reconoce límites. Hay personajes alegóricos
-El Nuevo Periodista, el Soldado Cornudo, el Teniente Perdido- y el
resto reúne apellidos de resonancias francesas, alemanas, polacas,
rusas y españolas, entre otras, para reforzar que el relato rebasa con
mucho la guerra que estalló cuando Pron tenía 6 años y la soñó, o soñó
que la soñaba; y desde ese paseo de sonámbulo entrega una obra
impecable que quizá, como tantas obras anteriores en la misma vena,
poco contribuya al fin de las guerras, pero que se constituye, a la vez, en
una narración que sacude el panorama "como cerillas en una caja medio
vacía" y que logra, con más fuerza que la veta testimonial, dejar al
descubierto que esa mitología de la guerra como manifestación de
heroísmo y bravura no es más que barro ceniciento en una playa
perdida en el fin del mundo.

Lógica del absurdo – dado que la guerra es incongruente, es absurda:


La mayoría de sus procedimientos de Pron trabajan, para impugnarlos, los usos de la
racionalidad.
Un análisis detallado de las matrices lógicas del razonamiento mostraría probablemente cómo
la aplicación exacerbada de algunas de sus leyes acaba destruyendo la validez del
pensamiento, llevándolo a un callejón sin salida o condenándolo a una circularidad sin fin y
que, como tal, no puede producir ninguna experiencia de conocimiento. Los principios de la
lógica silogística son a menudo tensados hasta el absurdo, y acaban cayendo en la tautología,
el círculo vicioso o la paradoja. Si las leyes de la lógica formal permiten plantear la cuestión
de las formas del razonamiento que pueden conducir a un juicio “verdadero”; si se las
entiende como un método a través del cual el pensamiento de las cosas es posible, un molde
en el cual se haría entrar la realidad para hacerla inteligible, la utilización que de ellas hace
Pron parece orientarse más bien hacia la permanente deslegitimación del sistema; y ello para
instalar progresivamente la idea de que la realidad descrita -la guerra- no es pensable. O, si se
prefiere, no es inteligible.

Vous aimerez peut-être aussi