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LA TRANSFORMACIÓN DE LA INTIMIDAD A DEBATE: REPENSANDO LA

APROXIMACIÓN TEÓRICA AL ESTUDIO SOCIOLÓGICO DEL AMOR

Concepción Castrillo Bustamante


mccastrillo@cps.ucm.es

RESUMEN

Desde la década de los 90 el amor ha empezado a formar parte de los repertorios de


análisis de la sociología española e internacional. Se han generado reflexiones en torno
al mismo que han partido de conceptualizaciones diferentes y se han situado en marcos
de análisis y perspectivas teóricas también distintas. La sociología del amor europea se
ha visto fuertemente marcada por la tesis de la destradicionalización de la intimidad,
cuya versión más influyente en el contexto académico español es probablemente la
desarrollada por Giddens (1995) alrededor de la cual ha emergido un interesante debate.
El objetivo de este texto es abordar críticamente las ideas centrales desarrolladas por
Giddens en el terreno de la intimidad y que giran en torno a los conceptos de “amor
confluente” y “relación pura” y esbozar una propuesta alternativa al estudio del amor
contemporáneo. Para ello, en un primer momento se explican las aportaciones de
Giddens en este terreno en relación a su teoría de la estructuración y sus posteriores
análisis de la modernización reflexiva. A continuación se analizan las fortalezas de otras
visiones que matizan la idea de la reflexividad en la experiencia del amor
contemporáneo. A través de ellas se argumenta acerca de la necesidad del estudio de la
coexistencia de significados culturales heterogéneos -a veces incluso contradictorios- a
través de los cuales los agentes enmarcan y dan sentido a su experiencia del amor en las
sociedades post-industriales y de la relación tanto de estos significados como de las
disposiciones prácticas a la acción en el terreno amoroso con la vivencia de las
identidades de género.

Palabras clave: amor confluente, reflexividad, Anthony Giddens, repertorios culturales,


género
INTRODUCCIÓN
Una de las corrientes más relevantes en el estudio sociológico de la experiencia
contemporánea del amor es la que parte de la tesis de la destradicionalización de la
intimidad. En torno a esta idea se han desarrollado diferentes versiones, algunas de las
cuales postulan la desaparición del amor romántico y su sustitución por otras formas
novedosas de relaciones afectivas. Bauman (2005) considera que los lazos amorosos
están sufriendo un proceso de debilitamiento y fragilización como consecuencia de la
liquidez de la modernidad. Giddens (1995a) también relaciona las dinámicas
contemporáneas de cambio en las representaciones y vivencias del amor con los
procesos estructurales de transformación de las sociedades post-industriales. En su
argumento, las relaciones de pareja se ven impregnadas de la reflexividad propia de la
modernidad tardía generando dinámicas negociadas y de apertura emocional hacia el
compañero que sustituyen a las vivencias más pasionales e irreflexivas del amor
romántico.
En el argumento de Beck y Beck-Gernsheim (1998) el amor romántico más que
desaparecer se convierte en el último refugio en que los individuos experimentan lo
sagrado. Sin embargo, los miembros de las parejas contemporáneas tienen que lidiar al
mismo tiempo con la incertidumbre que han generado procesos estructurales como la
flexibilidad de los mercados de trabajo y la incorporación masiva de las mujeres a los
mismos.
La aportación de Giddens es especialmente significativa porque nos permite analizar el
alcance de la reflexividad en la formación de las identidades amorosas. Esto es
particularmente interesante debido a la relevancia que los argumentos sobre la
reflexividad han adquirido en la sociología contemporánea. Tal como explica Matthew
Adams, las argumentaciones de Giddens en este terreno se inscriben en la “tesis de la
reflexividad generalizada” (2006:512). Adams describe esta tesis como una tendencia
en la sociología reciente a interpretar las relaciones entre diferentes dinámicas de
cambio de la modernidad tardía en términos de una creciente reflexividad: nuestra cada
vez mayor exposición a otros gracias a las tecnologías de la comunicación y a los
crecientes flujos de trabajo e ideas hacen que ya nada pueda darse por sentado. Tanto las
dinámicas institucionales como las experiencias personales son objeto de un constante y
consciente escrutinio.
Con este artículo intentamos abordar críticamente las aportaciones de Giddens al campo
de la intimidad y proponer una aproximación teórica alternativa al análisis sociológico
del amor.
En una primer parte se explican algunas ideas de la teoría de la estructuración de
Giddens y el giro de este autor hacia el análisis de la modernización, así como la
aplicación de sus últimas argumentaciones sobre la reflexividad al estudio de la
intimidad.
Posteriormente se analizan algunos problemas teóricos y empíricos de esta
aproximación acudiendo a las perspectivas de otros autores que dan cuenta del
fenómeno del amor en las sociedades modernas de una manera más consistente con lo
que la evidencia empírica ha mostrado en este terreno. A raíz de esta reconsideración se
propone un estudio de la intimidad que tenga en cuenta dos ámbitos subestimados en la
argumentación de Giddens: la persistencia de tradiciones culturales en la experiencia
tanto subjetiva como práctica del amor y las disposiciones de género que median esa
experiencia.

1. Modernización reflexiva, teoría de la estructuración y destradicionalización en


Anthony Giddens
En La constitución de la sociedad: bases para la teoría de la estructuración (1995a)
Anthony Giddens desarrolla una interesante argumentación con vocación integradora
cuyo punto de partida epistemológico es el rechazo tanto al objetivismo como al
subjetivismo y la sustitución de la dicotomía entre acción y estructura, habitual en el
pensamiento sociológico, por el concepto de “dualidad de la estructura”. Esto implica
evitar la reificación de ambos conceptos, así como su consideración como fenómenos
independientes y separados, pues ambos constituirían los componentes integrantes de la
agencia (García Selgas, 1994). La labor de las ciencias sociales no consiste por lo tanto
en estudiar el poder de las estructuras para determinar las acciones sociales ni viceversa,
sino el punto en el que ambas confluyen: las prácticas sociales situadas. El proceso de
producción tanto de agentes como de estructuras se desarrolla a través de la praxis. Las
acciones sociales actualizan de esta manera las instituciones, sin embargo, la práctica
implica conocimiento y recursividad, de forma que el sujeto que nos presenta Giddens
es activo y se mueve entre estructuras que pueden limitarlo, pero también capacitarlo.
La praxis se caracteriza además por su doble dimensión: en el desarrollo de la agencia
intervienen la conciencia reflexiva y la conciencia práctica. Con esta distinción Giddens
pone de relieve que la conducta cotidiana tiene un nivel discursivo, en el que los agentes
saben y pueden explicitar sus actos y los motivos que los impulsan, y un nivel no
discursivo en el que opera la conciencia práctica y que se constituye en torno a acciones
prerreflexivas, lo que no equivale a inconsciente sino más bien a rutinización (1995b).
A partir de los años 90 Anthony Giddens (1995a; 2000) centra sus aportaciones en el
análisis de la modernidad y su teoría toma una dirección diferente. (Alexander, 1996;
Adams, 2006). Uno de los ejes de este cambio de dirección es el desarrollo del concepto
de “modernización reflexiva” en el texto que Giddens publica junto a Beck y Lasch
Moderninzación reflexiva: política tradición y estética en el orden social (2008). En
base a una separación tajante entre sociedades tradicionales y modernas, Giddens
argumenta que en las sociedades del capitalismo tardío, las fuentes tradicionales de
legitimidad se ven sustituidas por una creciente reflexividad institucional que impregna
también la vida personal de los individuos convirtiéndose en el referente de toda acción
social. Esto separa cualitativamente a las sociedades premodernas de las sociedades del
capitalismo post-industrial. En las primeras, la tradición es dominante en la sociedad
hasta el punto de la omnipresencia, lo cual imposibilita la reflexión sobre la misma para
la gran mayoría de los individuos. Son los guardianes, los sabios, quienes se encargan
de su interpretación. Sin embargo, su conocimiento es inaccesible para el resto. La
tradición se conecta con la práctica social gracias al ritual, espacio a través del cual se
establece el saber como un tipo de conocimiento indiscutible y por lo tanto, coactivo
(2008:85)
En cuanto a las sociedades post-tradicionales, Giddens señala varias características que
las separan sustancialmente de las sociedades premodernas y que las convierten en
sociedades fundamentalmente reflexivas. Por una parte, la interpretación del
conocimiento se hace accesible al lego. En principio cualquier persona interesada es
capaz de conseguir conocimiento experto. Y ese conocimiento no es verdad establecida
definitivamente sino constantemente reinterpretada. Pero Giddens va más allá de la
consideración de esa accesibilidad para hablar de un “desplazamiento y reapropiación
del conocimiento experto bajo el impacto de la intrusión de sistemas abstactos”
(2008:79) en la vida cotidiana de las personas.
Es decir en las sociedades post-tradicionales las biografías de los individuos se ven
constantemente mediatizadas por esos saberes expertos. Esta situación coloca a los
individuos en una posición ambivalente en cuanto a la generación de su propia
identidad: ante la pérdida de capacidad de la tradición para proporcionar guía moral a la
conducta y sentido de pertenencia los agentes han de generar su propio “proyecto
reflexivo del yo” (Giddens, 2000) ayudados por los mencionados sistemas abstractos.
Esto supondría en su visión una pérdida en cuanto a la generación de seguridad
ontológica pero al mismo tiempo una importante ganancia en autonomía.

Antes de analizar la aplicación de esta interpretación de la modernidad al campo del


amor y la intimidad por parte de Giddens se hace necesario presentar brevemente
algunas de las consideraciones críticas con sus tesis, acerca tanto de la relación entre
estructuras y prácticas como de la reflexividad y la destradicionalización en las
sociedades tardomodernas.
Una de las críticas más relevantes proviene de la sociología de la cultura. Desde este
ámbito Jeffrey Alexander considera que la aproximación de Giddens a la modernidad es
“meticulosamente anticulturalista” (1996:135) porque no tiene en cuenta la relación de
los individuos modernos con la cultura y las tradiciones a la hora de analizar la acción
social y la propia constitución de estructuras sociales más amplias: parece que en las
sociedades modernas la relevancia de los significados culturales compartidos en ambos
procesos despareciera. Además, según Alexander, la historización del concepto de
reflexividad lleva a Giddens a la contradicción con sus aportaciones previas: la idea de
individuos sobredeterminados por su cultura en las sociedades premodernas e
individuos liberados de las ataduras de la tradición en las sociedades contemporáneas es
incoherente con la propia teorización de Giddens sobre la praxis social y sus
dimensiones reflexiva y prerreflexiva, pues parece que la acción reflexiva es exclusiva
de la modernidad radicalizada y estaría ausente en otros contextos fuera del ámbito
occidental contemporáneo y globalizador, que tiende, según el sociólogo británico, a
exportar sus propios sistemas abstractos.
Raewyn Connell (1987) por su parte, dirige su crítica al núcleo de la teoría de la
estructuración de Giddens. Al contrario que Alexander, Connell entiende que el
problema de esta teoría es el establecimiento de una conexión lógica entre la estructura
y la práctica como “requerimiento del análisis social en general” (1987: 94) la cual
complicaría la investigación situada e histórica de las diferentes formas que esa
conexión puede tomar.
Es decir, mientras Alexander critica a Giddens la historización del concepto de
reflexividad que había sido un componente clave de la agencia en su teoría de la
estructuración, Connell considera necesaria la introducción de la historia en esta teoría
de la estructuración.
Tomando en consideración lo más interesante de ambas críticas podemos adelantar el
problema del análisis de la vida íntima que lleva a cabo Giddens (1995a) y que se
argumentará en los siguientes apartados: Tal y como señala Connell, el estudio de la
relación entre estructuras y prácticas no debe quedarse en el plano formal y teórico sino
que ha de atender a las situaciones históricas específicas en las que esta relación se
despliega. Ello es necesario para entender las transformaciones en las vivencias
amorosas que sin duda han tenido lugar en las últimas décadas. Sin embargo, el
problema del giro en la teoría de Giddens a partir del concepto de modernización
reflexiva es que deja de lado esta relación entre estructuras y prácticas cuando se aplica
a la vivencia contemporánea tanto de la identidad (2000) como de las relaciones de
pareja (1995a). El énfasis en la reflexividad como componente del amor tardomoderno
hace a Giddens olvidar los constreñimientos a las prácticas en este terreno, provengan
éstas de tradiciones culturales, como argumenta Alexander, o de otro tipo de dinámicas
estructurales sobre las que hablaremos más adelante.
Esto es lo que lleva a autores como Adams (2006) a advertir de la necesidad de revisar y
matizar este concepto de reflexividad omnipresente en esta fase del trabajo de Giddens
para evitar caer en un excesivo voluntarismo en la formación de la identidad
contemporánea. Advertencia que debe extenderse, creemos, al estudio del amor y la
intimidad en las sociedades modernas.

2. Amor y reflexividad en las sociedades contemporáneas


La aplicación de las ideas sobre la modernización reflexiva al estudio del amor y de la
vida íntima se plasma en el texto de Giddens La transformación de la intimidad:
sexualidad amor y erotismo en las sociedades modernas (1995).
En este texto, Giddens argumenta acerca de un cambio sustancial en las relaciones de
pareja que pasa por la sustitución de los viejos ideales románticos por otros más
cercanos a la comunicación y la apertura reflexiva al compañero/a.
Según Giddens el amor romántico está siendo sustituido en la actualidad por un nuevo
modelo amoroso al que denomina “amor confluente”, que se basa en un tipo específico
de relación característico de la nueva modernidad , la “relación pura”. La relación es
“pura” en sus términos porque se justifica exclusivamente en sí misma, no responde a
ningún criterio externo y se forma y desarrolla exclusivamente por la voluntad y
satisfacción de sus componentes.
Con el término de amor confluente Giddens se refiere a un tipo de amor marcado por un
ethos reflexivo en el que la comunicación es un rasgo central para el conocimiento del
otro y para el funcionamiento de la relación. Ya no se trata de encontrar una persona
especial y para siempre -objetivo del ideario romántico del amor- sino de construir una
relación especial en la que además, ambas partes son conscientes de su carácter
contingente. Vemos cómo “el proyecto reflexivo del yo” característico de la formación
de la identidad en las sociedades modernas (Giddens, 2010) encuentra su correlato en el
ámbito del amor en el proyecto reflexivo, negociado y democrático que supone la
relación pura. Este tipo de relación se basa en sí misma y por lo tanto se mantiene sólo
en la medida en que sea capaz de generar satisfacción emocional para los dos miembros
de la pareja por igual, sin otros límites o constreñimientos externos.
Las relaciones puras están además basadas en la sexualidad plástica, una sexualidad
igualitaria y recreativa, que busca activamente el placer de los dos componentes de la
pareja y que se separa de la reproducción.
En el amor romántico tanto el bienestar emocional como el placer sexual parecían
garantizados por la pasión y el enamoramiento, sin embargo el nuevo modelo supone
trabajo activo para lograr ambos. Para generar esta satisfacción mutua tanto emocional
como sexual la reflexividad conjunta es fundamental. Todo se negocia, y todo es
negociable, nada ha de darse por sentado. Y a través de esa reflexividad, los miembros
de la pareja -de una manera similar a lo ocurrido con la formación de la propia
identidad- adquieren un ethos terapéutico gracias a la intrusión de sistemas expertos
como la psicología en la vida cotidiana de los individuos en esta nueva fase de la
modernidad.
Giddens dibuja un panorama amoroso democrático y según varias autoras
excesivamente optimista (Jamieson, 1999; Esteban 2008) en cuanto a su consideración
de las relaciones de género en el seno de la pareja.
Liberados de los tradicionales roles de género, los componentes de las parejas
confluentes (sean éstas homosexuales o heterosexuales) viven relaciones marcadas por
la negociación y la apertura emocional. No hay en la argumentación de Giddens
ninguna consideración sobre las luchas de poder o los conflictos que pueden generarse
entre diferentes masculinidades y feminidades en el seno de una relación amorosa
heterosexual o de cómo las disposiciones de género arraigadas pueden hacer vivir el
proceso de enamoramiento así como el “estar en una relación” de manera diferenciada a
hombres y mujeres. Por el contrario, en su teoría, esta democratización del ámbito
íntimo puede conducir a una similar democratización de las relaciones de género en
otras esferas institucionales.

Teniendo en cuenta lo considerado hasta ahora podemos empezar a esbozar dos


problemas fundamentales de la teoría de Giddens en relación con la intimidad. Por una
parte, su falta de consideración de la influencia de significados culturales arraigados en
las prácticas amorosas y por otra, la uniformidad con la que se tratan la experiencia de
la relación de pareja y su falta de consideración de estructuras como el género o la clase
social en la vivencia de las mismas. El hecho de ignorar las limitaciones de la agencia
en el campo del amor, incluso si estas limitaciones son parciales y operan de manera
desigual en diferentes situaciones sociales hace que Giddens caiga en un excesivo
voluntarismo que contradice su propia teoría de la estructuración. En lo que sigue
vamos a detenernos en cada una de esos problemas señalados con el propósito de
proponer una perspectiva teórica más coherente con lo que la evidencia empírica ha
mostrado en el terreno de la intimidad.

3. La coexistencia de significados culturales enfrentados en torno al amor


Una de las críticas a la teoría de Giddens sobre la modernización reflexiva es, como ya
se ha señalado, su falta de consideración de la cultura y de ciertas tradiciones arraigadas
como elementos que continúan enmarcando las prácticas de los individuos en las
sociedades tardo-modernas. (Alexander, 1996). Esta idea está asimismo implícita en el
trabajo de autoras feministas españolas como Mari Luz Esteban (2008), quien considera
que ciertos componentes del imaginario romántico del amor forman parte aún de las
vivencias amorosas y sitúan a las mujeres en una situación subordinada en este ámbito.
Si queremos considerar en profundidad la relevancia de este tipo de críticas y de esta
manera analizar las influencias culturales en la experiencia amorosa de los individuos en
las sociedades contemporáneas es necesario que, en primer lugar, partamos de una breve
reflexión sobre el concepto de cultura que queremos manejar ya que, como veremos a
continuación, se trata de un término cuyas definiciones y usos continúan siendo
plurales.
En su análisis del uso del término cultura por parte de las ciencias sociales
contemporáneas, Sewell (2005) distingue dos aproximaciones en constraste: por una
parte, la cultura ha sido analizada como el conjunto unificado de creencias y prácticas
significantes de sociedades cerradas. Este ha sido el análisis típico de las etnografías
clásicas, entre ellas, del influyente antropólogo Cliford Geertz (1973). Una
aproximación contraria se ha basado en entender la cultura como la dimensión
simbólica de toda acción social. Para Sewell, sin embargo, aceptar esta segunda
aproximación no significa negar la existencia de sistemas de significados, sino entender
que estos no son totalidades cerradas, coherentes, unitarias y que correspondan con
sociedades o naciones concretas. Más bien se trata de asumir, coherentemente con su
teoría de las estructuras duales, (1998) que estos sistemas de significados presuponen
las prácticas y viceversa. Es decir, que las prácticas culturales necesitan de símbolos a
los que apelar para ser inteligibles pero que estos símbolos no tienen existencia más allá
de su activación por parte de las prácticas de los agentes.
Sewell parece querer evitar así la reificación de esos “sistemas de significados”, algo en
lo que parece caer Giddens cuando argumenta sobre el carácter orgánico de las
tradiciones, las cuales, en su visión, se desarrollan y crecen o se debilitan y mueren.
(2008: 83)
Cualquier análisis que se centre en los símbolos como textos o que intente dar
explicaciones de los actos culturales apelando a sistemas de significados que ignoran la
agencia es incapaz de dar cuenta de dos fenómenos que son especialmente relevantes
para la argumentación sobre la aproximación teórica a la experiencia contemporánea del
amor que se pretende desarrollar en este artículo: a) la heterogeneidad de significados
culturales que conviven en un sistema social y que son utilizados por los agentes en
diferentes situaciones o incluso combinados en una misma situación y b) las prácticas
culturales variables mediadas por contextos específicos, es decir, la conexión de la
cultura con otras dimensiones de las estructuras sociales y la influencia que esas
específicas conexiones tienen en las prácticas situadas.
En lo que resta de este apartado nos centramos en el análisis del primero de estos puntos
y su aplicación al estudio del amor contemporáneo.

Dos de los estudios más relevantes que han abordado específicamente y de forma
empírica y en profundidad las representaciones sociales en torno al amor entre los
individuos de las sociedades modernas son los conducidos por Ann Swidler (2001) y
Eva Illouz (2009).
Aunque desde perspectivas teóricas diferentes una conclusión es común a ambas, y es la
que nos interesa debatir en este apartado: los significados culturales en torno al amor en
las sociedades tardomodernas no son unívocos. No se puede hablar de un proceso de
destradicionalización de la intimidad que conduzca a un nuevo imaginario confluente
(Giddens, 1995a) o líquido (Bauman, 2005) sino más bien de la coexistencia de
prácticas y significados que beben de fuentes culturales diversas. Esto no significa que
diferentes individuos presenten concepciones distintas, generando tendencias sociales
diferenciadas. Más bien, y coherentemente con la idea del “actor plural” de Bernard
Lahire, (2004) ambas autoras muestran gracias a extensos estudios cualitativos cómo los
agentes individuales también en el ámbito del amor incorporan diferentes significados a
su manera de entender las relaciones y de ponerlas en práctica. Es decir, las personas
muestran incoherencias y multiplicidad de visiones sobre el amor en sus discursos.
Ann Swidler identifica en los discursos de sus entrevistados la tendencia a combinar dos
tipos de visiones sobre el amor:
Por una parte, lo que Swidler llama “la visión mítica del amor” (2001:111), heredera en
ciertos de sus rasgos del amor romántico, cuyo nacimiento la autora estadounidense
sitúa al igual que Giddens (1995a) en el s.XIX, al relacionarse la cultura burguesa del
individualismo con el fenómeno social que supuso la aparición de la novela. Uno de los
rasgos interesantes de esta visión del amor es su relación con el individuo. Según esta
visión mítica el amor hace que nos descubramos a nosotros mismos y puede además
transformarnos. Es decir, el auténtico yo se alcanza gracias a la experiencia del amor.
Además, este imaginario contiene una idea de amor verdadero, que lo separa del resto, y
ese amor verdadero es perdurable, ya que es capaz de superar obstáculos tanto
personales como sociales. Se trata además de una visión del mismo que implica una
decisión irrevocable: debido a que el otro, el objeto del amor, es único e irremplazable,
amarlo implica una clara opción todo o nada (Swidler, 2001:113)
Por otra parte, Swidler identifica entre sus entrevistados lo que ha denominado la
“visión prosaico-realista” (2001:114) del amor: Este tipo de amor se acerca más a la
visión de Giddens sobre el amor confluente marcado por el ethos terapéutico. Se trata de
un amor en el que ambos componentes de la pareja son conscientes de la ambigüedad y
el carácter incierto y contingente de su relación, que requiere de trabajo para salir
adelante. Los discursos en este caso presentan un ritmo más lento ya que el sentimiento,
más que a través de una intuición súbita, madura con el tiempo. Además, su relación con
el individuo es diferente a la de la anterior visión mítica. El individuo es autónomo y se
conoce a sí mismo. El amor no nos proporciona esa auto-revelación sino que la auto-
reflexión debe ser previa a la vivencia del mismo. De hecho sólo un yo que se conoce a
sí mismo es capaz de establecer relaciones auténticas. El contraste por lo tanto está entre
la fusión con el otro que propicia auto-conocimiento y auto-revelación y el ethos
terapéutico que se centra en el yo y que pone el yo, su conocimiento y la búsqueda de
sus intereses como requisito para mantener una relación auténtica.
Según Swidler, tanto una visión como otra están igualmente codificadas culturalmente,
es decir, son significados culturales disponibles a los que los individuos pueden apelar
en las sociedades post-industriales contemporáneas.

Sobre esta idea de la codificación de los significados culturales en torno al amor


también ha trabajado la socióloga israelí Eva Illouz (2009).
Lo específico del análisis de Illouz es la conexión que establece entre los imaginarios
amorosos contemporáneos y el capitalismo. El ideal romántico continúa siendo
fundamental según Illouz en las representaciones sociales del amor de las sociedades
tardo-modernas, sin embargo este imaginario sufrió un encuentro con el sistema
capitalista tanto en su fase industrial como post-industrial que ha transformado sus
códigos, acercándolos a la publicidad postmoderna, así como sus prácticas, cada vez
más marcadas por el consumo de masas.
Para analizar empíricamente las estructuras narrativas en las que se enmarca el amor en
la sociedad estadounidense de finales del s.XX, Illouz pone en relación en su análisis
una serie de historias mediáticas con los relatos autobiográficos de los entrevistados. A
través de su estudio, la autora llega a la conclusión de que son precisamente las historias
con un grado más alto de codificación las que despiertan cierta incredulidad entre los
individuos, pero que al mismo tiempo reconocen como más fascinantes. Son esas
historias caracterizadas por un ritmo rápido, por el enamoramiento repentino, la pasión
sobre la razón y sobre cualquier obstáculo cotidiano. Relatos que todos los entrevistados
codifican rápidamente en el estilo “hollywoodiense”, que todos reconocen como
“prefabricadas”, que por lo tanto se puede concluir que responden a ciertas estructuras
narrativas determinadas y ante las cuales los entrevistados muestran una actitud
marcada por el escepticismo. Sin embargo, estos mismos escépticos cuando son
preguntados por sus experiencias más memorables apelan, dentro de su biografía, a las
historias que más analogías presentan con este tipo de relatos dejando entrever un
anhelo que convive con ese distanciamiento irónico hacia las visiones más
estereotipadas del amor.
Por otra parte, junto a este repertorio mítico del amor ante el que los individuos del
estudio de Illouz muestran una actitud ambivalente los mismos sujetos presentan otro
enfrentado. En este caso se trataría de un repertorio que sustituye la idea del amor como
fusión por la de amor como nexo (2008: 258) y cuyo código se basa en metáforas que
según Illouz se acercan a la esfera de la producción capitalista. Se trata en este caso de
un relato sobre el amor con un ritmo más lento, que apela a la vida cotidiana y al
trabajo, la compatibilidad y la comodidad en la relación como rasgos fundamentales del
amor real.
¿Cómo es posible que los individuos alternen discursos tan enfrentados en relación a sus
representaciones del amor?
Los estudios de ambas autoras nos ponen sobre aviso de las contradicciones en las
experiencia tanto subjetiva como práctica de los afectos. Parece ser que el imaginario
amoroso contemporáneo y las prácticas que lo activan presentan un panorama más
complejo del descrito por Giddens.
El argumento desarrollado por Ann Swidler en Talk of love: How culture matters
(2001) permite dar cuenta de esta complejidad.
La autora parte de una estrategia que consiste en dar la vuelta al análisis clásico de
Geertz (1973): En lugar de intentar explicar la coherencia de los sistemas de significado
y a través de ello, las prácticas de los individuos que se ven enmarcados en ellos,
Swidler considera que la sociología de la cultura debe partir de los usos que los agentes
hacen de los recursos culturales de los que disponen. La relación entre los recursos y las
prácticas culturales es abordada por Swidler a través de sus conceptos de “repertorios
culturales” (2001: 24) y “estrategias de acción” (2001: 71). Con el concepto de
repertorios culturales Swidler se refiere a todos los recursos simbólicos, reglas o rituales
que los individuos en un determinado contexto social tenemos disponibles y
organizamos en diferentes repertorios o marcos de sentido. Utilizando esta metáfora, la
autora explica cómo nuestra maestría utilizando estos recursos varía. Mientras algunos
significados están tan incorporados que no necesitan de su paso por la conciencia, otros
requieren de prácticas reflexivas. La autora explica cómo en los discursos de sus
entrevistados los individuos apelan a diferentes “piezas del repertorio” o recursos
culturales (en ocasiones mezclándolos o generando relatos incoherentes) para dar
sentido a su propia experiencia y defender o justificar sus actos, decisiones o situaciones
presentes (Swider, 2001: 30). Por lo tanto la relación entre la cultura y la acción no
responde a una influencia unidireccional de la primera sobre la segunda, ya que nuestra
experiencia también nos ayuda a organizar esos repertorios como marcos de sentido.
Los repertorios culturales nos ayudan por lo tanto a dar sentido a las prácticas, pero
estas acciones no se encuentran determinadas por los repertorios. Alejándose del
esquema clásico parsoniano, Swidler explica cómo la influencia de la cultura en la
acción no se produce a través de la coherencia de las prácticas con un determinado
cuerpo de valores coherentes sino a través de la formación de lo que la autora llama
“estrategias de acción”.
Estas estrategias son disposiciones de los individuos, patrones de conducta, tendencias a
actuar culturalmente formadas a través de la creación de un sentido del yo y de
determinados hábitos y capacidades así como de cosmovisiones particulares gracias a
los recursos culturales disponibles que conforman los repertorios.
En numerosas ocasiones de hecho, explica Swidler, no perseguimos la consecución de
un valor con nuestra conducta sino que adaptamos los fines de nuestros actos a los
medios culturales de los que disponemos, que conocemos mejor y con los que nos
sentimos más “en nuestro terreno”.
La idea de estrategias de acción de Swidler encuentra similitudes con el concepto de
habitus de Bourdieu (2008). Lo que para Swidler son patrones de conducta
culturalmente formados es en Bourdieu historia de las relaciones sociales internalizada
y que orienta las actuaciones social y mentalmente consideradas ajustadas a la posición
de los sujetos en esas relaciones.
Desde aquí consideramos que la idea de repertorios culturales es una buena herramienta
analítica porque permite dar cuenta de la heterogeneidad de significados en torno al
amor así como de los recursos simbólicos de los que disponemos para dar sentido a
nuestras prácticas.
Sin embargo, podría argumentarse que en la formación de lo que Swidler considera que
son los componentes de las estrategias de acción (sentido del yo, hábitos y
cosmovisiones) la posición de los sujetos en otras estructuras como el sistema de género
o la clase social también juega un papel central. Es decir la formación del
“equipamiento cultural” se hace también en el contexto de estructuras económicas y de
género en las que la relación de los individuos con los recursos culturales no es
uniforme.
Por lo tanto, a pesar de sus fortalezas podemos señalar esta limitación en la teoría de
Swidler, la cual nos permite asimismo recapitular la segunda crítica que esbozábamos
hacia el concepto de amor confluente desarrollado por Giddens (1995): la uniformidad
con la que ambos abordan la experiencia del amor contemporáneo y falta de
consideración de los específicos contextos de clase y de género que pueden mediar esta
experiencia. La primera de estas mediaciones ha sido abordada por Eva Illouz, quien
considera que puede hablarse de una “clase social del amor” (2009:325). En lo que resta
de este artículo nos centraremos en la segunda de ellas.

4. Aproximaciones críticas a la idea de amor confluente desde la sociología del


género
Diferentes estudios surgidos tanto en la academia española como internacional han
proporcionado visiones alternativas sobre la experiencia del amor a la propuesta por la
tesis de la destradicionalización argumentando acerca de las ideologías de género
dominantes alrededor de la misma. (Jabat, 2007; Esteban, 2008; Sanpedro, 2009; Habas,
2010; Herrera, 2010). Algunos de ellos han criticado específicamente el excesivo
optimismo de la visión democrática y negociada de la pareja inscrita en las ideas de
amor confluente y de relación pura desarrolladas por Giddens. Entre los mismos
encontramos el trabajo de Lynn Jamieson (1999), quien lleva a cabo un recorrido por
diferentes estudios empíricos sobre experiencias concretas de parejas heterosexuales
para generar una crítica global a la teoría de Giddens en torno a la intimidad. Una de las
discusiones más persuasivas en las que Jamieson enmarca su análisis es la
argumentación acerca de cómo en numerosas ocasiones, más que generar una vida en
pareja de negociación y apertura emocional, los miembros de estas parejas se esfuerzan
por generar un sentido democrático de su vida en común. El mayor trabajo que hacen
tanto hombres como mujeres, sostiene la autora, consiste en presentar las vivencias de
género en sus relaciones como igualitarias y emocionalmente satisfactorias para ambos
más que en crear realmente mecanismos para generar estas dinámicas.
Desde una perspectiva diferente, la antropóloga española Mari Luz Esteban (2008)
también ha desarrollado una visión crítica con el excesivo optimismo de género de la
aproximación de Giddens. Según Esteban, el código amoroso dominante en las
sociedades post-industriales continúa siendo el romántico-pasional, y los significados
sociales en torno al amor inscritos en este imaginario son puestos en práctica de forma
muy diferente por hombres y mujeres. El código romántico del amor habría contribuido
según Esteban a la especialización de las mujeres en el campo de las emociones en
general y del amor en particular, alimentando la centralidad del mismo en sus vidas y
construyendo una visión de las mujeres basada en la esencialización de estas
características. La idea de abandono y de entrega absoluta al ser amado que promueve
esta manera de entender el amor afectaría diferencialmente a través de una desigual
socialización a varones y mujeres. Todo esto, unido a mecanismos psicológicos como
los sentimientos de culpa o el miedo a la soledad estaría, según la antropóloga española,
en la base de la dimensión emocional de la dominación de género.
Siguiendo a Butler (2005) la autora considera que la historia de las relaciones de género
se inscribe en los cuerpos, de forma tal que se crean unas determinadas configuraciones
de seres amorosos, sobre los que existe un potente imaginario colectivo que diferencia
lo natural de lo que no lo es. Sin embargo, si bien se entiende el cuerpo como el lugar
donde las diferencias jerarquizadas se expresan, se considera también que se trata de un
ámbito, el corporal, desde el que se pueden explorar asimismo alternativas, desafiar la
hegemonía y comenzar la transformación.
En un estudio empírico sobre parejas heterosexuales, Duncombe y Marsden (1993)
exponen los matices de esta especialización femenina en las emociones sobre la que
argumenta Esteban. Ambos autores muestran cómo una tendencia en el discurso de las
mujeres entrevistadas consistía en las quejas sobre la falta de expresividad emocional de
sus compañeros. Lo relevante de este estudio para el propósito de este artículo es su
reflexión en torno a la capacidad de apertura emocional mutua entre los miembros de
una pareja. En Giddens esto aparece como una capacidad general y no problematizada
de los individuos en las sociedades tardomodernas. Duncombe y Marsden lo describen
más bien como una disposición específica de cierta feminidad que provoca la
frustración de muchas mujeres ante la falta de reciprocidad que encuentran en este
terreno. En este mismo estudio, los hombres manifestaban la importancia de sus
relaciones íntimas en su vida pero al mismo tiempo consideraban que sus sentimientos
eran suyos y no debían manifestarse. Otras autoras que han puesto de manifiesto la
reticencia a la expresividad emocional masculina argumentan que ésta se trata además
de un rasgo central de la identidad como hombres de ciertas masculinidades. (Manfield
y Collard, 1988)
Duncombe y Mardsen ponen de manifiesto la necesidad de entender la intimidad como
algo que se hace, que es necesario construir. Y en esta construcción muestran cómo el
trabajo emocional (Hochschild, 2003) recae especialmente sobre las mujeres, a las que
encuentran en su investigación empírica esforzándose por manejar las emociones
propias y del compañero.

Este breve repaso por varias aportaciones sobre la vivencia del género en la experiencia
del amor no pretendía en modo alguno ser exhaustivo ni desarrollar una teoría sobre la
relación entre el género y las dinámicas emocionales en las relaciones de pareja
heterosexuales, lo cual requeriría de una cantidad mucho mayor de investigación
empírica y reflexión teórica. Tampoco se ha buscado generar una prueba empírica de la
amplia argumentación de Giddens sobre la transformación de la intimidad. Lo que se ha
pretendido es cuestionar algunas de sus ideas centrales que se han mostrado
problemáticas al ser confrontadas con las investigaciones de otras autoras y que ha
nuestro parecer requieren de una mayor exploración a través de investigación empírica.
Primeramente, la idea de la generalización del yo reflexivo en las sociedades tardo-
modernas y su correlato en la idea del amor confluente, que supone una visión
excesivamente voluntarista del agente. En segundo lugar, la apertura emocional de los
miembros de la relación pura, siempre dispuestos a la negociación y el conocimiento del
otro. Esta visión que niega el conflicto parece un retrato más normativo que real de las
relaciones de pareja contemporáneas. No hay en el análisis de Giddens ningún indicio
de los efectos que las disposiciones arraigadas de género pudieran tener en la
experiencia cotidiana del amor y los afectos. Tal y como Jamieson ha señalado, incluso
si las tendencias tanto subjetivas como prácticas en las relaciones de pareja
contemporáneas estuviesen menos marcadas por pautas de dominación, la activación de
diferentes identidades de género en la experiencia amorosa no quedaría anulada. Es
decir, el género importa y cómo funciona en las experiencias concretas de los afectos
amorosos es una cuestión empírica que no se debería, a nuestro parecer, diluir de
antemano en fórmulas como el “amor confluente” (Giddens, 1995a) o el “amor líquido”
(Bauman, 2001).
Los estudios que se han abordado brevemente en este apartado sugieren cómo la
relación de diferentes feminidades y masculinidades con los repertorios culturales
amorosos sobre los que argumenta Swilder no es necesariamente homogénea. Por otra
parte el concepto de estrategias de acción en el terreno afectivo como disposiciones a
actuar culturalmente formadas también debería ser objeto de una revisión en términos
de género.
En este sentido, algunas aportaciones que han aplicado las herramientas analíticas de
Bourdieu al estudio de las identidades de género (Adkins y Skeggs, 2004) pueden
proporcionar ciertas claves para el estudio de la experiencia contemporánea del amor.
Especialmente fructíferas desde esta perspectiva pueden ser las aportaciones de Lois
McNay (1999). La autora británica parte de la problematización de la idea de
reflexividad argumentando acerca de la necesidad de tener en cuenta los aspectos de
género más arraigados y duraderos que generan disposiciones a la acción, es decir,
aplicando la categoría bourdiana de habitus a la vivencia del género.
Con su análisis McNay no pretende negar la posibilidad de transformación de esas
identidades de género sino matizar el excesivo voluntarismo de la idea de la
reflexividad tardomoderna. En este sentido, se argumenta que la reflexividad no es una
característica general de las sociedades post-industriales sino que su alcance depende de
configuraciones de poder específicas y ha de ser estudiado empíricamente en contextos
y situaciones sociales concretas.
Acudiendo a la idea de sentido práctico (Bourdieu, 2007), McNay explica que “La
adquisición del género no pasa a través de la conciencia, no se memoriza sino que se
actúa en un nivel pre-reflexivo” (1999: 101)
Esto no significa que las identidades de género sean inmutables, y la clave de esta
capacidad de agencia creativa está en la relación entre los conceptos bourdianos de
habitus (2007) y campo (1993). Según McNay, la reflexividad de género es susceptible
de aparecer en los movimientos entre diferentes campos –como los movimientos entre
la esfera doméstica y laboral- o debido a la tensión generada en un campo. Además, el
habitus nunca asegura un ajuste aproblemático con las demandas del campo, ya que
existen múltiples ambigüedades y disonancias en el modo en que mujeres y hombres
ocupan posiciones masculinas y femeninas. Pero las resistencias, advierte de nuevo
McNay, no son automáticas, sino que dependen de relaciones sociales de poder
específicas.
Si aplicamos lo expuesto por McNay a nuestro objeto de estudio podemos concluir que
es necesario tener en cuenta el habitus de género en las disposiciones amorosas de
hombres y mujeres. La reflexividad no es una característica necesaria de la vivencia de
las relaciones de pareja, sin embargo puede surgir cuando los agentes se ven enfrentados
a las tensiones y los conflictos en la experiencia del amor. La asunción de una conexión
automática entre la emergencia de la reflexividad y la construcción de relaciones más
democráticas es sin embargo problemática.
Las disposiciones de género no deben concebirse como inmodificables tampoco en el
terreno amoroso, sin embargo, las resistencias, ambigüedades y transformaciones en las
mismas no son automáticas en la modernidad tardía sino que su surgimiento en
situaciones concretas es una cuestión empírica.

Otra autora cuyas aportaciones pueden ayudarnos a reflexionar sobre masculinidades,


feminidades y su relación con la experiencia amorosa es Raewyn Connell (1987).
Connell entiende el concepto freudiano de catexis como una de las subestructuras que
forman parte de la estructura de las relaciones de género –junto a trabajo y poder-. Si
Freud concebía la catexis como energía psíquica dirigida hacia una imagen o idea,
Connell utiliza el término para referirse al apego emocional hacia otra persona en el
mundo social (1987: 112). La catexis sería por lo tanto la subestructura de género que
organiza la regulación social del deseo. Pero esta regulación no se entiende
exclusivamente en términos restrictivos; la internalización de las prohibiciones en el
ámbito sexual va de la mano de la construcción de masculinidades y feminidades
legítimamente deseables.
En el argumento de Connell existe un orden de género que organiza la estructura de las
relaciones de género a nivel global, societal, mientras que diferentes regímenes de
género operan a nivel local e institucional.
Utilizando las herramientas conceptuales que nos proporciona Connell podemos
entender la pareja como una relación social en la que se construye un determinado
micro-régimen de género. La catexis, como una de las subestructuras que organizan este
micro-régimen, regularía la activación de diferentes masculinidades y feminidades en la
pareja heterosexual. Es decir, sería necesario explorar hasta qué punto las
masculinidades que por una parte se actúan dentro de la pareja y por otra se convierten
en objetos deseables se acercan a lo que Connell llama la “masculinidad hegemónica”:
masculinidad que subordina a las mujeres y a otro tipo de masculinidades, que ostenta el
dominio social y cultural y es marcadamente pública y promovida por los medios de
comunicación de masas (1987:185). En cuanto a las feminidades deseadas y actuadas, si
mantenemos la línea de Connell, habría que investigar si se acercan a la “feminidad
enfatizada”, (1987:183) -la cual es una feminidad cómplice de la masculinidad
hegemónica, una manera de vivir el ser mujer orientada a la satisfacción de los deseos
de los hombres, marcada por la conformidad con la subordinación- o bien se construyen
por oposición a la misma, o incorporan al mismo tiempo rasgos de complicidad y
resistencia hacia ella.
El análisis de hasta qué punto diferentes masculinidades y feminidades más cercanas al
modelo hegemónico o más resistentes al mismo se desean y se actúan en la vivencia de
las relaciones amorosas contemporáneas pueden ayudarnos a clarificar la tesis sobre el
amor como un sitio de reproducción y transformación de las relaciones de género.
Por otra parte, la formación de estas identidades masculinas y femeninas actuadas y
deseadas es uno de los componentes a investigar dentro del análisis de esas
disposiciones arraigadas de género de las que nos habla Lois McNay.
El régimen de género formado en el seno de una pareja, al igual que las disposiciones a
la acción de los agentes en el terreno amoroso, no es inmutable. La reproducción y el
cambio tanto de estos regímenes como de las disposiciones de género que se activan en
los mismos y su relación con la aparición de la reflexividad es una cuestión empírica a
analizar cuyos resultados pueden ayudar a esclarecer las relaciones entre la vivencia del
género y la experiencia del amor en las sociedades contemporáneas.

Conclusiones
El presente trabajo ha pretendido realizar una revisión crítica de la tesis de la
destradicionalización de la intimidad que ha surgido en la sociología reciente y en
particular, de la versión de la misma llevada a cabo por Anthony Giddens.
Se ha argumentado acerca de los problemas que presentan las ideas de “amor puro” y
“relación confluente”, ambas inscritas en el giro que sufre la teoría de Giddens a partir
de sus análisis de la modernización reflexiva. Con este artículo no se han pretendido
negar las posibles dinámicas de cambio en la vivencia de las relaciones afectivas en las
sociedades contemporáneas, sino matizar estas transformaciones y advertir acerca de
ciertas dificultades que el argumento de Giddens presenta al ser confrontado con otros
estudios empíricos en este campo.
Por una parte, se ha argumentado acerca de la relación de los individuos con ciertos
significados compartidos en torno al amor que no son unívocos. Las aportaciones de
Eva Illouz (2009) y Ann Swidler (2001) han puesto de manifiesto que es necesario
matizar la idea de la desaparición del amor romántico y su sustitución por un nuevo
imaginario basado en la negociación y la apertura emocional mutua en el seno de la
pareja. Más bien, en las representaciones sociales de los individuos en las sociedades
post-industriales conviven visiones prosaicas del amor (Swidler, 2001) como trabajo y
construcción diaria con otras más míticas o pasionales que no abandonan las
aspiraciones románticas, incluso si este código romántico tardo-moderno se ve
mediatizado por el capitalismo postindustrial (Illouz, 2009).
El segundo problema de la aproximación de Giddens a la intimidad que hemos
pretendido poner de manifiesto es su excesivo voluntarismo (Adams, 2006). El
argumento de Giddens uniformiza las diferentes experiencias contemporáneas del amor
y los afectos en torno a una idea negociada de la pareja ignorando los contextos sociales
específicos mediados por relaciones de poder en que estas experiencias tienen lugar. De
esta manera, no tiene en cuenta las disposiciones arraigadas de género y clase que
pudieran intervenir en esta experiencia.
Centrándonos en el género, hemos visto cómo varias aportaciones al estudio del amor
han puesto de manifiesto que tanto la relación con los repertorios culturales amorosos
como las vivencias concretas de las relaciones de pareja se ven influidas por la
encarnación y puesta en práctica de ciertas masculinidades y feminidades.
A través de la crítica a ciertas cuestiones problemáticas de la aproximación de Giddens
al estudio del amor no pretendemos rechazar de plano la idea de la reflexividad y las
consecuencias que su puesta en práctica pueda tener en la experiencia de las relaciones
de pareja. Pero para entender el alcance de esa reflexividad es necesario estudiarla en el
ámbito de los contextos sociales concretos y no entendida como una capacidad
generalizada de los individuos en las sociedades de la modernidad tardía. Y la
investigación sobre su alcance y relación con tradiciones culturales concretas,
disposiciones de género arraigadas y regímenes de género construidos en el seno de las
parejas puede ser muy fructífera para el estudio de las relaciones amorosas
contemporáneas.

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