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3ª Edición Editorial Paidos 1994, Buenos Aires

LA CASTRACION UMBILICAL

Afirmar que el nacimiento constituye, de hecho, la primera castración, en el sentido que


hemos dado a este término, puede causar extrañeza. No obstante, es lo que demostraré
aquí.
No cabe duda de que el nacimiento es ante todo, en apariencia, obra de la naturaleza;
pero su papel simbolígeno para el recién nacido resulta indeleble, y sella con modalidades
emocionales primeras su llegada al mundo en cuanto ser humano, hombre o mujer,
acogido según el sexo que su cuerpo atestigua por vez primera, y según la manera en que
se lo acepta tal como es, frustrante o gratificante para el narcisismo de cada uno de sus
padres.
Lo que separa el cuerpo del niño del cuerpo de su madre, y lo hace viable, es el
seccionamiento del cordón umbilical y su ligadura.
La cesura umbilical origina el esquema corporal en los límites de la envoltura constituida
por la piel, separada de la placenta y de las envolturas contenidas en el útero, y a él deja-
das. La imagen del cuerpo, originada parcialmente en los ritmos, el calor, las sonoridades,
las percepciones fetales, se ve modificada por la variación brusca de estas percepciones;
en particular la pérdida, para las pulsiones pasivas auditivas, del doble latido del corazón
que in utero el niño oía. Esta modificación viene acompañada por la aparición del fuelle
pulmonar y de la activación del peristaltismo del tubo digestivo que, nacido el niño, emite
el meconio acumulado en la vida fetal. La cicatriz umbilical y la pérdida de la placenta
pueden considerarse en función del destino humano anterior, como una prefiguración de
todas las pruebas que más adelante serán denominadas castraciones (añadiéndoles el
adjetivo oral, anal, uretral, genital). Así pues, esta primera separación recibirá el nombre
de castración umbilical. Es concomitante al nacimiento y debe considerársela fundadora,
con las modalidades de alegría o de angustia manifestadas al nacimiento del niño en su
relación con el deseo de los otros. Las modalidades del nacimiento, esta primera
castración mutante, servirán de matriz a las modalidades de las castraciones ulteriores.
El nacimiento viene acompañado, merced a las modificaciones fisiológicas que se operan
en el cuerpo del niño, por un grito sonoro mediante el cual éste se manifiesta, al mismo
tiempo que reacciona con la evacuación del contenido substancial intestinal por el polo
cloacal, mientras que antes era un feto centrado únicamente por la salida umbilical, por la
deglución de líquido amniótico y la micción urinaria en éste.
A la par que su respiración y su propio grito, que el bebé oye, la entrada en juego del
olfato (el olor materno) es inconscientemente el impacto primero, sobre el recién nacido,
de una localización particular de su relación con su madre. La audición prenatal
amortiguada desaparece, para dar paso a la audición intensificada de las voces ya
conocidas: las del padre, la madre y los parientes. (3)
Esta pérdida de percepciones conocidas y este surgir de percepciones nuevas constituyen
lo que se ha dado en llamar el «trauma» del nacimiento, que es una mutación inicial de
nuestra vida y que sella con un estilo de angustia más o menos memorizado, para cada
feto que arriba a la vida aérea, su primera sensación liminar de asfixia, ligada al finiquito
del elemento acuático caliente y al surgimiento en el mundo aéreo del peso. Así pues,
modificaciones cataclísmicas marcan nuestro nacimiento, nuestra primera partición
mutante, por la cual dejamos una parte importante de lo que constituía in utero nuestro
propio organismo, envolturas amnióticas, placenta, cordón umbilical; parte gracias a la
cual hemos podido ser viables para un espacio diferente que, al acogernos, nos
imposibilita para siempre el retorno al espacio precedente, al modo de vivir y de gozar
que en él habíamos conocido.
En lugar de la sangre placentaria que alimentaba pasivamente la vida simbiótica del feto
en el organismo materno, la vida carnal se incorpora, podríamos decir, al aire, nuevo ele-
mento común a todas las criaturas terrestres y cuyo flujo y reflujo responden al fuelle
pulmonar. Con este fuelle aparece la modificación del ritmo pulsátil cardiaco, que ahora
no es pendular sino obediente a un ritmo, como lo era, en la vida fetal, el corazón de
ritmo ondulatorio de la madre. Sí: el niño recién nacido ha perdido, al nacer, la audición
de su propio ritmo cardiaco tal como él lo conocía. Aparece también la sensación de la
masa del cuerpo, sometida a la pesantez, y de las modalidades de manipulación de la que
es objeto por las manos que la recogen; y el plano de la cama o el cuerpo de la madre
sobre el cual el niño reposa. La luz deslumbra su retina, el olor de la madre llena su
cavum, las voces del equipo asistente y los ruidos se dejan oír con claridad, mientras que,
hasta entonces, las sonoridades del mundo sólo eran percibidas a través de aquella pared
de agua y de carne, sobre aquel fondo donde el ritmo pendular rápido del corazón fetal se
cruzaba con el ritmo, dos tiempos y medio más lento, del corazón materno. Según las
horas del día, estos ritmos sincopado s se alternaban con los de la marcha del cuerpo
portador, y con los ruidos de su actividad industriosa, marcados a veces por vibraciones
sonoras que las palabras, sobre todo las de las voces graves, masculinas, transmitían
ahogadas hasta el huevo en que el niño iba desarrollándose. Por la noche este doble
ritmo auditivo reposaba, y a él se sumaban el ronquido del sueño materno y los
borborigmos de los movimientos viscerales digestivos de la madre dormida.
Así pues, bruscamente, brutalmente, el niño descubre percepciones de las que hasta
entonces no tenía noción: luz, olores, sensaciones táctiles, sensaciones de presión y de
peso, y los sonidos fuertes y nítidos que hasta ahora sólo había percibido sordamente. El
elemento auditivo más destacado será, por su repetición, el de su nombre, significante de
su ser en el mundo para sus padres. Significante de su sexo, igualmente, porque esto es lo
primero que oye: « ¡Es un varón!», « ¡Es una niña!», y las palabras que acto seguido
brotaron de los asistentes, y las voces de los familiares que lo reciben, las voces que se
acercan, las voces que se alejan y, perpetuamente oídos, los fonemas de las palabras
«varón» o «niña», acompañados del nombre con el que los padres lo significan desde
ahora. Este nombre, y esta calificación, la calificación de su sexo, son lanzados por voces
animadas por la alegría o por la reticencia, expresando la satisfacción o no del entorno, y
cada día descubrimos hasta qué punto los lactante s conservan, «engramadas» como cintas
magnéticas en algún punto de su córtex, estas primeras significaciones de alegría
narcisizante, ya desde entonces, o de reticencia, cuando no de pesadumbre, y de angustia
para ellos desnarcisizante, ya desde entonces.
Así pues, es el lenguaje el que simboliza la castración del nacimiento que llamamos castración
umbilical; este lenguaje golpeará repetitivamente el oído del bebé como el efecto de su ser
en el impacto emocional de sus padres, al capricho de las sílabas sonoras, de las
modulaciones y afecto que él percibe de manera intuitiva, sin que sepamos exactamente
cómo le es posible percibirlos. Es como si todos estos afectos, acompañados por fonemas,
encarnaran un modo de ser narcisístico primero.
Las sílabas. primeras que nos han significado son para cada uno de nosotros el mensaje
auditivo símbolo de nuestro nacimiento, sinónimo del presente en el doble sentido de
actual y de don que es el vivir efectivo para este niño que, de imaginario que era para los
padres, pasa a ser realidad. Realidad irreversible, femenino o masculino, así es él y así Será,
como se presentó ante todos, ante sus padres y ante los representantes de la sociedad que
lo acogieran. Como varón o niña, con nombre de varón o de niña, es dado por su padre a su
madre, recibido por su padre de su madre, recibiéndolo ambos no sólo el uno del otro sino
de las generaciones anteriores que los trajeron a ellos mismos al mundo y también del
destino que lleva o no, para ellos, el nombre de Dios, pero que, de cualquier manera, ha
signado esta existencia. Es inexorable, el bebé es niña o varón, así son las cosas, un hecho
ajeno al poder de los padres. Con lo cual, en este asunto, también éstos sufren una
castración. La castración de ellos es la inscripción del niño en el Registro civil, que signa su
estatuto de ciudadano, suceda a sus padres lo que suceda. Lo protejan o no puedan
protegerlo, de ahora en adelante él está a su cargo, si pueden asumirlo; pero no les
pertenece enteramente, pues es un sujeto legal de la sociedad sobre el cual sus derechos
son limitados. ¡Y su deber, ilimitado!
Los proyectos fantasmáticos de nombre y de sexo se acaban con la fijación de esta
inscripción en el Registro civil, incluida la pertenencia a quien lo reconoce legal o
adulterino, o a quien se niega a reconocerlo legalmente o, más aún, afectivamente. Ya no
hay fantasmas posibles, una vez cumplido este acto en el Registro; el niño ha ingresado en
una realidad de la cual no podrá desprenderse, salvo obedeciendo a la Ley. La simboliza-
ción, para el recién nacido tanto como para sus padres, de esta castración del feto y con él
de los padres, con el nacimiento y la inscripción en el Registro civil, es su adopción plena y
entera, afectiva y social, o su adopción reticente, significada por la manera en que sus
genitores han decidido inscribirlo. Esta escritura cuya huella es dejada en el Registro civil,
unida a un patronímico, le procura para toda su vida el significante mayor de su ser en el
mundo, aquel que su cuerpo llevará consigo hasta la muerte.
Es realmente sorprendente pero es así: el impacto producido sobre un recién nacido por la
escucha y las percepciones que él tiene del surgimiento de alegría, corazón a corazón, de
sus padres o, por el contrario, de la depresión en la que su nacimiento -porque es de tal
sexo o presenta talo cual aspecto- ha sumido a uno de los padres o a ambos, reaparecen
siempre en los psicoanálisis. Sea la que fuere esta simbolización de la castración umbilical,
ahora tenemos las pruebas formales de que puede procurar al niño una potencia simbólica
más o menos grande, según la manera en que la madre ha vivido, en el plano fisiológico,
su alumbramiento, es decir, la expulsión de la placenta una media hora después de nacer
el niño, y en que la pareja conjunta del padre y la madre ha vivido la promesa, cumplida a
sus ojos por la realidad, en lo concerniente a sus fantasmas de genitud fecunda y viable en
el bebé, niña o varón. Pueden sentirse colmados; pero el bebé puede no concordar con lo
que en sus fantasmas ellos habían esperado.
Así pues, hay dos fuentes de vitalidad simbolígena que promueve la castración umbilical: una se
debe al impacto orgánico del nacimiento en el equilibrio de la salud psicosomática de la madre, y
con ello de la pareja de cónyuges en su relación genital; la otra es el impacto afectivo que la
viabilidad del niño aporta, en más narcisismo o en menos narcisismo, a cada uno de los dos
genitores, quienes, por ello, van a adoptarlo con las características de su emoción del
momento, y a introducirlo en su vida como el portador del sentido que en ese momento él
ha tenido para ellos.
Estas dos fuentes de potencia simbolígena, resultantes de la castración umbilical del niño y de
la castración imaginaria de los padres, son bien visibles cuando una u otra de ellas ha sido
agotada en el momento del nacimiento. La muerte o morbidez de la madre marca de
manera indeleble con una culpabilidad inconsciente para vivir a todo niño que, por el
hecho de su nacimiento, pareció ante su padre haber sido responsable de un efecto
patógeno o mortífero sobre su genitora. Asimismo, cuando el sexo y la apariencia del niño
han decepcionado profundamente, a la vez consciente e inconscientemente, a uno u otro
de sus padres, más aún si fue a ambos, para este niño el vivir está ligado
fundamentalmente, con su nombre, a una culpabilidad: lenguaje inculcado al sujeto
relativo al vivir de su deseo en su cuerpo. Esto se nos aparece en los casos de psicosis
precoces que tenemos que atender, donde el deterioro de los medios de comunicación del
deseo es, como observamos, el de un orden simbólico precozmente perturbado.
Contrariamente a lo que se podría pensar, no es el hecho de la muerte o de la hemorragia
postnatal de la madre, por ejemplo, el que, habiendo producido un impacto indeleble so-
bre la organicidad del niño, ha provocado el estado psicótico. Porque el hecho es lo que se
pudo constatar en el plano de la realidad; y lo que el tratamiento psicoanalítico prueba es
que fue el elemento psicógeno el que actuó sobre la prohibición de desarrollarse. El
análisis de este nacimiento, y la revivencia de este trance con palabras justas, dichas tanto
por los padres como por el niño, dentro del análisis, son precisamente lo que lo libera
definitivamente de las redes que lo retenían en la prohibición de vivir por su propia
cuenta.
El precocísimo trastorno de mal desarrollo somatopsíquico en el niño psicótico era
imputado a un nacimiento catastrófico; y a veces se invocaba una encefalitis que habría
pasado desapercibida. No obstante, el hecho de que el análisis pueda librar al niño de la
psicosis prueba que los trastornos no provienen de heridas físicas -de trastornos
funcionales o lesionales físicos precoces que hubiesen informado el cuerpo del recién na-
cido. Las dificultades de desarrollo han sido expresión de emociones precoces y de afectos
compartidos con el entorno que no pudieron ser significados con palabras dichas al niño a
tiempo, así se tratara de palabras invalidantes del derecho a la vida simbólica del niño.
Es, por tanto, desde la castración umbilical que la angustia o la alegría, en la triangulación
padres-hijo por donde circula la vitalidad dinámica del inconsciente, marcan de manera
simbolígena o no el psiquismo de un ser humano, independientemente de su organicidad.
Se trata de una puesta en marcha de la fuente dinámica inconsciente que va a sostener, de
manera rica o empobrecida, el desarrollo del niño. Esta potencia es procurada al sujeto
con generosidad o mezquindad, según el narcisismo pacificado o conflictivo de los padres;
y ella lo sostiene o lo perturba en la superación de las difíciles pruebas que son la mutación
del nacimiento y los primeros días de adaptación a la vida aérea.
Por las aberturas, por los orificios del rostro abiertos a las comunicaciones sutiles,
centradas y convergentes hacia el cavum -ventanas de la nariz, orejas, asociadas a las
percepciones ópticas- son posibles estos encuentros, y simbólicos de su ser en el mundo.
Con esta simbolización fundadora del ser en masculino o en femenino que sigue al
nacimiento y a la nominación del niño, éste ingresa en el período oral. Entonces, aquellos
que han sido heridos en su vida simbólica presentan precoces trastornos relacionados con
estos mismos agujeros que se han abierto a los intercambios substanciales con el mundo
exterior en el momento de nacer, o sea: la entrada del tubo digestivo, ligado en la cabeza
al cavum, y, en la pelvis, la salida del tubo digestivo, donde los excrementos, en sus dos
formas, líquido y sólido, están estrechamente ligados por contigüidad táctil al desarrollo
de las sensaciones genitales.
Si permanecemos en el terreno de la realidad clínica debemos añadir que el efecto del
nacimiento de un niño, con sus características sobre los hermanos mayores, tanto por lo
que implicó en la salud de la madre como por la alegría o la tristeza que el sexo del niño ha
supuesto para el hogar, hacen también que este niño haya aportado trastorno o alegría a
sus hermanos y hermanas mayores, y que, como contrapartida, reciba de éstos una
potencia o un empobrecimiento de su deseo de vivir. Sabemos hasta qué punto la
desilusión provocada por el sexo de un hermanito o hermanita puede implicar
desestructuración de la confianza de un primogénito en sus padres, cuando aún no ha
alcanzado la edad de comprender que éstos no son omnipotentes hasta el punto de poder
dominar la realización de su deseo en cuanto al sexo del hijo que han traído al mundo.4
Sabemos también en qué grado la rivalidad fraterna puede invalidar la potencia simbólica
de un bebé, a causa de las pulsiones de un hermano mayor que se niega a admitir en el
hogar la existencia del menor. En lo tocante al mayor, el drama que vive con ocasión del
nacimiento del menor debe ser considerado en relación con su situación edípica. El sexo
del recién nacido pone en juego lo que le falta a él, falta de la que él hace responsable,
culpable, al recién nacido, la niña o varón. El nacimiento de un bebé en una familia
despierta las castraciones de los hijos mayores.
Separación de la placenta, momento simbolígeno del nacimiento, importante para todos
los seres humanos. Esto, hasta ahora, había pasado desapercibido; pero ahora que la
medicina es capaz de salvar a muchos recién nacidos, observamos cuán importantes son el
momento de la acogida social y sus modalidades, tal como se los vive, para el futuro del
desarrollo somático y emocional.5
Así, los peligros reales que ha corrido un bebé a causa de una infección del cordón, del
ombligo, o de la angustia del partero por una ligadura demasiado corta del cordón y el
temor a una hemorragia en el recién nacido, deja huellas indelebles en el psiquismo del
bebé y propensión a la angustia, aun cuando sólo se tratara de temores anticipados y
ningún suceso haya venido a confirmar en la realidad una inquietud que se prolongó por
varios días. Todo lo que se relaciona con la morbidez psicógena, podríamos decir,
originada en angustias neonatales, se manifiesta en los niños -y a veces en los adultos por
el hecho de que cualquier angustia que experimenten provoca alrededor de la nariz y de
la boca una palidez súbita, al mismo tiempo que un temblor visceral, parece ser,
secundado a menudo por un ,acceso de fiebre emocional, Fiebre emocional porque se
presenta sin ninguna razón en estos pacientes, niños o adultos, y desaparece cuando,
mediante el análisis, se ha podido poner palabras en la angustia umbilical vivida durante
los primeros días, los primeros quince días de vida, antes de que la caída correcta del
cordón tranquilizara al partero y a la familia, y por lo tanto al propio niño.

3. Nótese que recientes estudios han probado que in utero el niño oye los sonidos graves,
es decir, las voces masculinas, y que lo que oye de la madre es el latido del corazón y un
ruido que se parece al de las olas que rompen contra la playa. El niño sólo escucha la voz
materna si ésta posee intensidades graves. Lo más curioso es que esto se invertiría tras el
nacimiento, y que entonces el niño oiría sobre todo las frecuencias elevadas.

4. Véase el caso de Pedro, pág. 196.

5. La importancia de la castración umbilical parece hoy en día mejor comprendida, ya


que los estudios sobre el alumbramiento fisiológico de las madres han llevado a investigar
sobre el parto sin violencia. La vida ulterior del niño prueba que el parto sin violencia lo
pone al abrigo de las angustias existenciales que conocen la mayoría de los demás recién
nacidos. Actualmente en todos los países se llevan a cabo estos estudios. En Francia, el
pionero de la investigación sobre el parto sin violencia y sobre las estadísticas de los
efectos a largo plazo de este estilo de alumbramiento en los niños, fue Frédéric Leboyer.
(Véanse también los estudios publicados en Cahiers du nouveauné, editorial Stock.)

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