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I.

EL GOLPE DEL 24 DE MARZO DE 1976


El año 1976 se inició bajo el signo ominoso de la violencia política, la crisis institucional y el descalabro
económico. La economía había permanecido estancada tras los efímeros éxitos iniciales de la
concertación peronista, y las perspectivas no eran para nada mejores. El aumento del precio internacional
del petróleo y la depreciación de los alimentos anunciaban crecientes desequilibrios de la balanza de
pagos. La inflación se aceleraba a pesar de los intentos desesperados y más o menos ortodoxos de
controlarla. Entre marzo de 1975 y marzo de 1976, los precios subieron el 566,3 %, y para el año
siguiente se pronosticaba un aumento de por lo menos el 800 %. El paquete de ajuste de salarios y tarifas
y devaluación del peso que había aplicado el gobierno a principios de 1975, recordado como el
"rodrigazo", tuvo efectos negativos en el bolsillo de los asalariados sin revertir la tendencia general y
motivó una reacción sindical que lograría torcerle el brazo al Ejecutivo, con lo que la situación siguió
deteriorándose. El déficit público acumulado a lo largo del año alcanzó un récord histórico: 12,6 % del
PBI. La reedición de la fórmula ortodoxa que intentó como última carta el ministro Emilio Mondelli, a
comienzos de 1976, fue aún más perjudicial para los salarios y prácticamente inocua para el resto de la
economía. El mes de marzo registró lo que sería, por bastante tiempo, otro récord histórico y lo más
cercano a la hiperinflación: 56 %. Se temía que el país entrara en cualquier momento en cesación de
pagos pues las reservas internacionales estaban ya agotadas.
El diario La Opinión informó, ese mismo mes de marzo, que por esos días se registraba un asesinato
político cada cinco horas, y cada tres estallaba una bomba. En diciembre se habían contabilizado, según el
matutino, 62 muertes originadas en la violencia política. En enero ascendieron a 89 y llegaron a 105
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en febrero, la mayor parte de ellas provocadas por bandas paramilitares que recorrían las calles
blandiendo sus armas ante la vista aterrada de los transeúntes y el silencio cómplice de las autoridades.
Mientras tanto, el gobierno y el peronismo se debatían en graves conflictos internos que les impedían
reaccionar frente al sostenido avance militar. María Estela Martínez de Perón, Isabel, ya había cambiado
varias veces de ministro de Economía y de gabinete sin dar con la fórmula para convencer a los jefes
militares y los grandes empresarios, más que de su vocación, de su destreza para poner en caja el poder de
los sindicatos, desactivar las luchas facciosas que dividían al peronismo y llevar a cabo en sus filas y en el
sindicalismo una exhaustiva limpieza de los "elementos subversivos infiltrados". Su creciente aislamiento
no alcanzaba a ser compensado por la voluntad, tan firme como inconducente, que manifestaban la
Confederación General del Trabajo (CGT) y los sectores "verticalistas" del partido, de sostenerla hasta el
final. Una y otra vez chocaron contra esa voluntad de aferrarse al statu quo, en medio de la tormenta, los
intentos desesperados de peronistas disidentes (los "antiverticalistas"), radicales y otros grupos políticos
de hallar una salida institucional a la crisis.
Con su mensaje navideño de 1975, el comandante en jefe del Ejército, general Jorge Rafael Videla, había
enviado desde Tucumán un ultimatum a las autoridades constitucionales: no bastaba haber ampliado el
teatro de operaciones de la "guerra antisubversiva" a todo el territorio nacional, ni haber colocado a las
fuerzas de segundad bajo control operacional de las Fuerzas Armadas, ni designado a generales en
actividad al frente de la Policía Federal y de la Secretaría de Informaciones del Estado; el gobierno debía
purificarse de "la inmoralidad y la corrupción [...] la especulación política, económica e ideológica" o
sería desplazado. Días antes, el 18 de diciembre, un sector de la aeronáutica, encabezado por el brigadier
Capellini, había intentado sin suerte dar un golpe de mano para hacerse del gobierno. El firme
abroquelamiento de los uniformados detrás de la cadena de mandos que hizo naufragar ese intento fue
revelador, más que del respeto al orden constitucional, del carácter orgánico e institucional del
movimiento que se estaba gestando en las fuerzas.1 Poco después, el editorial del diario La Nación
advertía:
Las fuentes militares hacen destacar reiteradamente que nadie podrá decir en el futuro que las Fuerzas
Armadas no hicieron todo lo posible por impedir la interrupción del régimen institucional. Pero advierten
también que, por el contrario, si continuaran absteniéndose de llenar el vacío de poder que el estado de
cosas parecería
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estar determinando podrían ser acusadas por el juicio de la historia de prescindencia culposa (13 de
febrero de 1976).
A resultas de todo ello, durante ese verano en que el país pareció estar cada minuto un poco más cerca del
fondo del pozo, terminarían de madurar los conflictos y los consensos que harían posible el inicio de un

1
El intento de Capellini, que ni siquiera fue castigado con el pase a retiro, provocó el desplazamiento del
brigadier Fautario del comando de la Fuerza Aérea, y su reemplazo por Ramón Agosti, plenamente
consustanciado con los planes que venían pergeñando el Ejército y la Armada.
proceso animado por una voluntad vorazmente represiva y transformadora. Un proceso que, justificado
para la gran mayoría en la necesidad de escapar a cualquier costo de un infierno dantesco, a la postre
lograría lo que entonces debió ser inimaginable, incluso para mentalidades ya bastante curtidas en esperar
lo peor: llevar al paroxismo los rasgos más intolerables del cuadro de situación en que había
desembocado la experiencia iniciada en 1973, empequeñeciendo lo que muchos habían tenido por el non
plus ultra del "mal argentino". Así, la crisis terminal en que naufragaba el sueño de la Argentina peronista
sería apenas el preludio de una pesadilla sin fondo.
El golpe de 1976 no es simplemente un eslabón más en la cadena de intervenciones militares que se inició
en 1930. La crisis inédita que lo enmarcó dio paso a un régimen mesiánico inédito que pretendió producir
cambios irreversibles en la economía, el sistema institucional, la educación, la cultura y la estructura
social, partidaria y gremial, actuando de cara a una sociedad que, a diferencia de episodios anteriores, se
presentó debilitada y desarticulada, cuando no dócil y cooperativa, frente al fervor castrense. Visto a la
distancia, el golpe inauguró un tiempo que, más que nada por su enorme fuerza destructiva, y a pesar del
fracaso de buena parte de las "tareas programáticas" que el régimen se autoasignó, transformaría de raíz la
sociedad, el Estado y la política en la Argentina. Los militares que encabezaron la dictadura sin duda más
sangrienta de la historia de este país y de toda la región lograrían, de este modo, su objetivo de poner fin a
una época. Aun cuando demostrarían ser absolutamente incapaces de fundar una nueva.
1. El golpe y el consenso inicial
En la madrugada del 24 de marzo de 1976, los edificios de gobierno y el Congreso Nacional fueron
ocupados por las Fuerzas Armadas. Otro tanto sucedió en las estaciones de radio y televisión de Buenos
Aires y las principales ciudades del interior. Durante la noche, las tropas habían rodeado numerosas
plantas industriales y ocupado las sedes de los principales sindicatos. En las horas siguientes, a través de
los medios de difusión masiva, se comunicó al país que una junta de comandantes de las tres armas había
decidido poner fin al agónico ejercicio de las autoridades civiles y asumía el poder político en nombre del
autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, cuyos objetivos serían
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restablecer el orden, reorganizar las instituciones y crear las condiciones para una "auténtica democracia".
¿En qué consistía ese orden y estas condiciones? Los jefes golpistas expresaron bastante claramente de
qué se trataba en un "Acta de objetivos":
[...] vigencia de los valores de la moral cristiana, de la tradición nacional y de la dignidad del ser
argentino; [...] vigencia de la seguridad nacional, erradicando la subversión y las causas que favorecen su
existencia; [.,.] relación armónica entre el Estado, el capital y el trabajo, con fortalecido desenvolvimiento
de las estructuras empresariales y sindicales, ajustadas a sus fines específicos; [...] conformación de un
sistema educativo [... ] que sirva efectivamente a los objetivos de la Nación; [...] ubicación internacional
en el mundo occidental y cristiano {La Nación, 25 de marzo de 1976).
Desde el comienzo, los jefes militares hacían un esfuerzo notable por mostrarse previsores, ordenados,
incluso civilizados, a la vez que inflexibles. Así, se comprometían a velar por el respeto de la ley y la
moralidad, cuidándose hasta de no ofender en demasía los sentimientos de los peronistas,2 pero
descartaban cualquier oposición a lo que entendían eran "metas irrenunciables". En la proclama golpista
se explicaba que su decisión
[...] persigue el propósito de terminar con el desgobierno, la corrupción y el flagelo subversivo, y sólo
está dirigida contra quienes han delinquido o cometido abusos de poder. Es una decisión por la Patria y no
supone, por lo tanto, discriminaciones contra ninguna militancia cívica ni sector social alguno. Rechaza,
por consiguiente, la acción disociadora de todos los extremismos y el efecto corruptor de cualquier
demagogia [...] no se tolerará la corrupción o la venalidad bajo ninguna forma o circunstancia, ni tampoco
cualquier transgresión a la ley u oposición al proceso de reparación que se inicia.
Isabel, sus ministros y otras figuras destacadas del gobierno peronista fueron apresados inmediatamente.
Con el paso de las horas, en un operativo cuidadosamente planificado, las detenciones se multiplicaron.
Centenares de delegados sindicales, militantes peronistas y de izquierda, periodistas e intelectuales

2
Como se verá, no tanto porque hubieran desistido de poner fin también a ese "flagelo", sino porque
entendían que ese objetivo era demasiado parcial y limitado. La buena recepción que encontró esa imagen
de moderación en la prensa y la opinión está documentada en infinidad de notas periodísticas. Para
muestra, basta este editorial del Buenos Aires Herald del 25 de marzo: "toda la nación respondió con
alivio cuando advirtió que manos firmes habían tomado el control del gobierno [...] es imposible no
festejar el estilo de estos reluctantes revolucionarios [...] éste no ha sido otro golpe más, sino una
operación de rescate. Estos no son hombres hambrientos de poder, sino hombres conscientes de su deber,
que asumen con seriedad. Desde sus primeros actos los líderes del nuevo gobierno se han ganado la
confianza del pueblo".
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considerados "sospechosos" fueron sorprendidos por las patrullas militares y "grupos de tareas" en sus
lugares de trabajo o en sus hogares. Muchos pasaron a engrosar las listas de desaparecidos, que se
poblaron a una velocidad aterradora durante esos días. Integraban lo que los golpistas habían identificado
como "enemigos activos". Tuvieron más suerte los que fueron "blanqueados" en cárceles y cuarteles, y
quedaron detenidos "a disposición del Poder Ejecutivo Nacional". En esa condición se contó un número
considerable de dirigentes partidarios, funcionarios públicos y jefes sindicales, de la Confederación
General del Trabajo y las 62 Organizaciones Peronistas, que los golpistas consideraban sólo "enemigos
potenciales".3

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Estos políticos y sindicalistas no representaban, a los ojos de los militares, una amenaza inmediata para el
éxito del golpe. Durante los meses previos, algunos de ellos habían intentado frenarlo, por medio del
reemplazo de Isabel por alguna figura aceptable para las Fuerzas Armadas, o del adelantamiento de las
elecciones presidenciales para fines de 1976. O bien habían buscado la forma de condicionarlo, a través
de algún tipo de acuerdo cívico-militar, al estilo del régimen uruguayo de Bordaberry. Pero esos
esfuerzos, nacidos de sectores minoritarios del peronismo y del radicalismo, no habían fructificado debido
a las divisiones en el campo político y a la escasa receptividad encontrada en las filas militares (la única
alternativa que ellas habían considerado seriamente requería la renuncia de la presidente y la legitimación,
por parte de la asamblea legislativa, de una junta y un presidente militares, algo que evidentemente los
partidos no podían aceptar). Al momento del golpe era ostensible que la porción de la dirigencia política y
sindical que veía con recelo el regreso de los militares al poder carecía de la fuerza de voluntad, las
convicciones y las perspectivas que se hubieran requerido para lanzarse, en lo inmediato, a la resistencia.
Solitarias, en la madrugada del 24 de marzo, la CGT y "las 62" atinaron a anunciar un paro y una
movilización a Plaza de Mayo, y los diarios de la mañana, incluso, publicaron una proclama de apoyo a
Isabel. Pero ni ésta ni aquéllos tuvieron mayor repercusión. La desmovilización y el desánimo de los
actores políticos y sindicales garantizaron la pasividad con que se recibió el golpe, cumpliendo
sobradamente con las expectativas de sus protagonistas.
Estas circunstancias hicieron evidente que, más allá de prevenir potenciales focos de resistencia al golpe
mismo, lo que la cúpula militar buscaba con el encarcelamiento inmediato de un número tan
impresionante de militantes, dirigentes y figuras públicas era mostrar en los hechos los alcances que de
acuerdo con las proclamas tendría el nuevo régimen. A la cárcel se sumaba la intervención de los más
importantes sindicatos y de la CGT, la prohibición de las huelgas, las negociaciones colectivas y la
actividad política estudiantil, la supresión de la Confederación General Económica (CGE, representante
de los empresarios afín al peronismo) y la suspensión de los partidos políticos que no habían sido
directamente prohibidos, acusados de promover actividades subversivas, y de otras asociaciones
gremiales y empresarias. Se trataba de dejar sentado desde un principio y de modo taxativo que las
Fuerzas Armadas no se proponían tan sólo terminar con un gobierno, misión casi irrelevante tratándose de
una administración que yacía moribunda a sus pies desde hacía meses, sino, en sus palabras, poner en
vereda a una sociedad sumida en el caos. Y que, para curarla de sus males, que la convertían en una presa
fácil de la subversión, se impondría una vigilancia escrupulosa y un disciplinamiento definitivo a todos
los sectores políticos y sociales (con especial rigor a quienes, según los golpistas, debían expiar culpas
por el caos y el desgobierno), sin miramientos de ningún tipo y teniendo en vista, como diría poco
después un jerarca militar, "objetivos y no
plazos". El golpe, se anunció, daba paso a un proyecto refundacional que, en sus objetivos y métodos, era
mucho más ambicioso y radical que todos los intentos ordenancistas previos, yendo incluso más allá que
la Revolución Argentina de 1966, cuyo fracaso se achacaba a la moderación o tibieza de su doctrina y su
método para implementarla. Los golpistas de 1976 anunciaban el inicio, más que de un nuevo gobierno,
de un nuevo orden, cuyo primordial objetivo sería operar una vuelta de página en la vida de la nación para

3
La distinción entre "enemigos activos" y "enemigos potenciales", así como la meticulosa planificación
del operativo de asalto al poder fueron establecidas en una orden secreta emitida por el comando del
Ejército en febrero de 1976. En ella se preveían, junto a las tareas de inteligencia, despliegue de tropas y
acción psicológica, la confección de las listas de personas a detener en las primeras horas del operativo.
Varias decenas de dirigentes políticos y sindicales y de altos funcionarios del gobierno derrocado, incluida
la ex presidente, permanecieron en prisión durante años y fueron inhabilitados para desempeñar cargos
públicos, acusados de corrupción y perjuicio a los "superiores intereses de la Nación" por las Actas
Institucionales dadas a conocer tres meses después del golpe. La Junta Militar creó, además, una
Comisión Nacional de Reparación Patrimonial que expropió bienes de ex funcionarios reos o prófugos.
"poner fin a la larga saga de frustraciones" que la había signado en las décadas anteriores y que la había
puesto "al borde de la disolución". Jorge Rafael Videla lo resumió así:
Nunca fue tan grande el desorden en el funcionamiento del Estado, conducido con ineficiencia en un
marco de generalizada corrupción administrativa y de complaciente demagogia. Por primera vez en su
historia, la Nación llegó al borde de la cesación de pagos [...]. El uso indiscriminado de la violencia de
uno y otro signo, sumió a los habitantes de la Nación en una atmósfera de inseguridad y temor agobiante.
Finalmente la falta de capacidad de las instituciones, manifestada en sus fallidos intentos de producir, en
tiempo, las urgentes y profundas soluciones que el País requería, condujo a una total parálisis del Estado,
frente a un vacío de poder incapaz de dinamizarlo (mensaje del 30 de marzo de 1976).
La ruptura del orden constitucional, reiteradamente anunciada por la prensa y por los propios políticos del
gobierno y la oposición, y serenamente planificada y ejecutada por la cúpula militar, contaba en esta
oportunidad, sin lugar a dudas, con un amplio consenso social y con un monolítico respaldo en las
Fuerzas Armadas. De no haber otros elementos a la mano, la contundencia de estos apoyos bastaría para
distinguirla de los alzamientos previos, mucho menos compactos y consensuados en el frente militar, y
más polémicos e irritantes para los civiles, aunque no fueran resistidos.
El consenso social que recibieron inicialmente el golpe y el régimen resultante reflejaba la creencia de
que la coyuntura creada desde mediados de 1974 por un gobierno civil en bancarrota no ofrecía
alternativa alguna al ejercicio militar del poder,4 creencia especialmente marcada en los sectores
empresarios (que
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festejaron el alzamiento con una suba generalizada de la Bolsa de Comercio) y la jerarquía católica (la
que tuvo a bien reunirse con la cúpula golpista en la noche del 23 de marzo para expresarle su simpatía),
ampliamente extendida a esa altura a casi toda la población y acompañada por amplios sectores políticos.
Más todavía, podemos decir que las experiencias vividas en el turbulento trienio del gobierno peronista
condenaron a la sociedad, en el otoño de 1976, a enfrentar su desenlace y sus secuelas en un inédito y
excepcional cuadro de parálisis, frustración y debilidad. Los actores políticos y los grupos sociales que se
habían batido en agónicos enfrentamientos durante ese breve pero intenso intervalo constitucional
quedaron, entonces, a merced de la voluntad de los uniformados. Con mayor o menor disposición a
colaborar con ellos, según los casos, pero con una general incapacidad para articular iniciativas propias o
siquiera imaginar alternativas en cualquier dirección. Ello estaba motivado, principalmente, por la
insoportable tensión que despertaba la prolongación de la situación previa. Y por esa misma razón,
consistía en una actitud muy difundida5 pero al mismo tiempo limitada: un difuso y hondo temor frente a
la generalización de la violencia y la evaporación del orden público, un similar disgusto y desafección

4
Así lo manifestaron los políticos conservadores, pero no sólo ellos. Francisco Manrique sostuvo que "las
Fuerzas Armadas han ejercido la responsabilidad de llenar el vacío de poder generado por un gobierno
corrompido e ineficaz" (La Prensa, 26 de marzo de 1976). Ricardo Balbín afirmó que "oficialmente se
habla de mantener los conceptos del sistema republicano, representativo y federal, de modo que si este es
el camino de todos los argentinos, que muchas veces hemos puesto buena voluntad para alcanzar esta
finalidad, tenemos que comprender que alguna vez tenemos que participar de una auténtica unidad, sin
limitaciones de sectores, para realizar lo que tenemos postergado" (Clarín, 21 de mayo de 1976). Por su
parte, Deolindo Bittel, tras reunirse con el ministro del Interior, declaró que el Partido Justicialista no
trataría de forzar una salida ni apresurar soluciones electorales (Clarín, 26 de agosto de 1976). Los
grandes diarios reflejaban opiniones coincidentes: Clarín hablaba de "un buen punto de partida [que] abre
perspectivas en las que es dable depositar la hasta ahora defraudada confianza de los argentinos" (26 de
marzo de 1976).

5
Tan difundida que abarcaba a muchos peronistas, como lo expresaron, entre otros, Jorge Paladino (poco
antes secretario general del justicialismo), Jorge Cesarsky, Jorge Antonio ("son bienvenidas si vienen a
restablecer el orden") y Luis Sobrino Aranda (quien había renunciado a su banca de diputado sosteniendo
que "el proceso institucional está agotado"). Según ellos, el golpe les había "sacado una papa caliente de
las manos". "En este caso, las Fuerzas Armadas no han hecho más que aceptar un pedido general, tácito
y/o expreso de la ciudadanía para, con su intervención, encarar una crisis de supervivencia de la Nación
que las instituciones formales y las organizaciones civiles demostraron ser incapaces e impotentes para
resolver. Ni siquiera puede alegarse que derrocaron a un gobierno. El Estado había quedado acéfalo desde
el 1o de julio de 1974", sostuvo Paladino (Troncoso, 1984). Como sostenía el antiverticalista Osella
Muñoz, "el golpe no se hizo contra el peronismo [que ya] no gobernaba desde la muerte de Perón" (La
Nación, 24 de mayo de 1976).
frente a la política democrática, los partidos y las organizaciones sociales, y el resignado acatamiento a la
voluntad militar, mucho más que una adhesión entusiasta a su programa y su supuesta "misión salvadora",
o a la instauración de un régimen autoritario prolongado. Esta disposición sería eficazmente interpretada y
reforzada por la promesa de restablecer el orden y de recuperar el monopolio estatal del uso de la fuerza,
a la que se remitían las frases moderadas y legalistas de Videla contra la "violencia de uno y otro signo", y
la impug-
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nación del régimen peronista por haber "incrementado todos los extremismos". Promesa que alentó a
pensar que el nuevo gobierno pondría fin a los desmanes provocados tanto por la guerrilla como por las
bandas de la ultraderecha peronista. Aunque bien pronto podría advertirse que ésa no era precisamente su
intención, esa ilusión colaboró, tanto como el intrincado diseño institucional adoptado por el Proceso,
para que pudiera vestir por largo tiempo los ropajes de un republicano equilibrio de poderes.
En los días de su ascenso inapelable al poder, los militares encontraron, de todos modos, en este carácter
difuso y "reactivo" del consenso social la confirmación que necesitaban para concluir en la conveniencia
de establecer claras distancias frente a la sociedad, a la que percibían carente de miras o aspiraciones de
largo aliento y globalmente enferma. De esta imputación de "falta de miras" ni siquiera se exceptuaba a
los grupos más entusiastas con los cambios anunciados el 24 de marzo, como los grandes empresarios y
terratenientes. Incluso ellos serían, en consecuencia, considerados aliados no del todo confiables por la
cúpula golpista. De este modo, los uniformados hacían de la carencia una virtud: en verdad eran
reducidos los grupos políticos y los sectores sociales dispuestos a un acompañamiento activo del gobierno
militar, pero menor todavía era la necesidad que tal acompañamiento revestía a los ojos de los mandos,
imbuidos como estaban de una fe mesiánica en sus planes refundacionales y regenerativos.
El estrecho vínculo existente entre el "extrañamiento" planteado por las cúpulas militares frente a la
sociedad y el "consenso reactivo" hacia el golpe que predominaba en ésta frente a la situación de
desgobierno (que aquellas proclamaban venir a terminar) puede comprenderse a la luz del proceso de
gestación común de ambas disposiciones en los años previos. La radical ruptura que suponían respecto de,
por un lado, los consensos y articulaciones que habían acompañado la inauguración de la Revolución
Argentina diez años antes y, por otro lado, los que se expresaron en 1973 en ocasión del desordenado y
entusiasta retorno de la soberanía popular que siguió al fracaso de aquélla, nos habla a las claras de la
novedad de los sentimientos que rodearon la puesta en marcha del nuevo experimento militar. Y esta
doble ruptura revela, además, la enorme potencia del proceso de despolitización que experimentó la
sociedad argentina a mediados de los años setenta. Despolitización que la dictadura iniciada en 1976, en
su intento de operar una "revolución desde arriba", se propuso profundizar por todos los medios a su
alcance, con el doble objeto de utilizarla en su beneficio como garantía del dócil acatamiento de su
accionar y, en el más largo plazo, convertirla en un rasgo permanente del nuevo orden social, ya que éste
debería estar inoculado contra la movilización política de las masas y liberado de las organizaciones
sociales y los partidos que habían demostrado ser peligrosamente permeables a la subversión, por su
populismo irresponsable o por tolerancia oportunista.
25
En 1966, la Revolución Argentina fue recibida por sectores muy diversos como la oportunidad para
inaugurar una nueva Argentina, gracias a que supo suscitar todo tipo de expectativas de cambio
estructural. Si, por un lado, eso era el resultado de los ambiguos ropajes con que gustaban mostrarse tanto
Juan Carlos Onganía como sus aliados civiles, por otro dejaba entrever el complejo cuadro de
movilización y antagonismo político que caracterizaba la vida colectiva de ese entonces. Políticos
nacionalistas y desarrollistas, grandes y pequeños empresarios y productores agroganaderos, sindicalistas
peronistas, incluso clases medias en ascenso y sectores progresistas y de izquierda influidos por las ideas
modernizadoras y tecnocráticas en boga, todos ellos y muchos otros participaron de la danza de
expectativas e intereses que pujaban por definir el programa revolucionario, con mayor o menor aliciente
militar según los casos. Es que, por encima de todas las diferencias, el ascenso de Onganía al poder podía
ser visto como la oportunidad para concretar, como se solía decir en esos años, "el despegue" argentino,
que pondría al país nuevamente en marcha, en una dirección que debía estar en sintonía con los vientos de
cambio que soplaban en el mundo (variando sugestivamente lo que ello significaba según qué voz se
escuchara).
El ejemplo de Brasil actuó, en ese momento, decididamente a favor de un gobierno autoritario y
modernizador. Como en 1943, el temor al gigante vecino incitaba a los militares y a actores relevantes de
la sociedad a imitarlo o, mejor aun, a formular un "modelo argentino" que reuniera las voluntades y
recursos suficientes para superarlo. No fue casual, entonces, que, con la sola excepción de los políticos de
la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP) desplazados del poder y de los universitarios e intelectuales
que fueron inmediatamente afectados por la persecución oficial,6 los partidos y grupos de interés más
diversos compartieran, animados por este espíritu de época, la ilusión de que el régimen de Onganía
podría operar los cambios necesarios para liberar las fuerzas productivas y modernizadoras del país.
Aunque no coincidieran casi en nada los trazos y colores con los que cada uno imaginaba la situación
resultante y el camino para una posterior restauración del gobierno civil, todos estaban dispuestos, en
alguna medida, a hacer votos por su éxito. Esta situación contribuyó a otorgarle a Onganía un fuerte
ascendiente, al menos inicial, en la propia corporación armada y en las fuerzas civiles organizadas. Aun
cuando ya en sus primeros pasos se advirtió que él estaba mucho menos dispuesto de lo imaginado a
contemplar las demandas y los puntos de vista de unos y otros, y mucho más a reclamarles
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sacrificios, su gobierno no abandonaría la esperanza de lograr acuerdos y fortalecer sus apoyos en ambos
terrenos.
El descalabro en que concluyó esa experiencia no podía sino resultar demostrativo, para los militares de
1976, de la necesidad de que las Fuerzas Armadas, como institución, mediaran y regularan todo contacto
del gobierno con la sociedad, y que se redujeran al mínimo las negociaciones con todos los sectores y
grupos, incluidos los más cercanos adherentes. Consecuentemente, el problema de la popularidad (del
golpe y del régimen que surgió de él) se plantearía en esta oportunidad en términos muy distintos de los
de diez años antes. No sólo estaría ausente la disposición a implementar políticas de reparación social,
sino que toda manifestación de apoyo desde la sociedad, buscada o espontánea, sería considerada
secundariamente. En tanto el conjunto de la nación estaba enferma, de ella no provendrían los remedios
necesarios, sino tan sólo intentos de postergar o diluir los sacrificios que el programa refundacional le
reclamaba. Las Fuerzas Armadas debían gobernarla "desde arriba", haciendo oídos sordos a sus reclamos
y opiniones, conduciéndola contra su voluntad por el camino de la regeneración.
Nuevamente, a imagen de la experiencia brasileña en curso desde 1964, aunque en un sentido bastante
diferente del que había inspirado al onganiato, la solución consistía en una gestión prolongada de las
Fuerzas Armadas que fuera capaz de completar sus metas programáticas, crear sus propias bases de legi-
timación social y, recién entonces, dar lugar a una convergencia cívico-militar de la que debía resultar, al
final del camino, un nuevo sistema político. Así, si bien en su aspiración fundacional este proyecto
encontraba una evidente afinidad con la Revolución Argentina (y una correspondiente distancia respecto
de todas las demás intervenciones castrenses), dos datos esenciales lo diferenciaban de ella: la radicalidad
del diagnóstico y de la terapia regenerativa; y la aspiración a conformar un poder autónomo, capaz de
hacer oídos sordos a los múltiples reclamos que habrían de surgir de los intereses particulares afectados
por su aplicación. Los militares de 1976 aspirarían, en consonancia, no a lograr el respaldo de las fuerzas
políticas y sociales existentes, sino a que ellas se desarticulasen y rearticulasen en nuevas organizaciones
más confiables. Para no dar un nuevo "salto al vacío" (como caracterizaban las "salidas" electorales de
1958,1963 y, sobre todo, la de 1973), se asegurarían de crear sucesores a su medida:
Por cierto que la adhesión impone como reciprocidad la participación y, a medida que logremos adhesión
a los hechos, podemos ir dando gradualmente participación. Llegará el día que los objetivos que hoy
decimos son de las Fuerzas Armadas, puedan ser asumidos plenamente por la mayoría de los argentinos a
través de una amplia corriente de opinión: cuando así sea, será el momento de la transferencia. La
participación será plena; las Fuerzas Armadas habrán cumplido con este compromiso histórico, y
volverán a su función específica (declaraciones de Videla, 24 de mayo de 1976).
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El extrañamiento de los militares frente a una sociedad en bancarrota y desesperada por terminar con la
situación de caos, que les confería "carta blanca" para que realizaran una profunda tarea de regeneración,
se delinea en todas sus implicaciones por contraposición al fenomenal proceso de movilización que diera
impulso, en 1973, al último gobierno de Perón. Si la experiencia de 1966 mostraba a los mandos las
dificultades que presentaba para un gobierno autoritario la tentación de "compartir" el poder, los sucesos
que siguieron al regreso del líder peronista al país les proveyeron la prueba inapelable de la absoluta
inviabilidad de una sociedad "excesivamente" politizada y movilizada.
También la instauración del gobierno constitucional en 1973 había sido acompañada por expectativas
muy diversas de parte de distintos sectores sociales y políticos. Y, al mismo tiempo, quizá
paradójicamente, por modos de acción ampliamente compartidos entre ellos. Una de esas expectativas,
nacida al calor de las luchas sociales contra la dictadura de Onganía, era la de que en la Argentina podía

6
Podríamos agregar en esta condición a los partidos y sindicalistas de izquierda, aunque lo cierto es que
muchos de ellos festejaron disimuladamente el golpe de 1966, entendiendo que él liquidaba la ilusión
"pseudodemocrática" y permitiría "transparentar" los conflictos de clase, acelerando la movilización de
masas. Por cierto que, en esa ocasión, no estuvieron del todo errados.
tener lugar una transformación social súbita y profunda (un cambio radical de las relaciones de poder, la
cancelación definitiva del "modelo capitalista y dependiente"). Sin duda, para muchos esta esperanza de
cambio estaba centralmente depositada en el peronismo.7 Pero él era el canal de expresión de los intereses
sociales y políticos más diversos, incluidos también los que se oponían a rajatabla a cambios de ese tipo.
Frente a la intensa movilización social y a la amenazante guerrilla, militares y conservadores arrinconados
podían ver en Juan Domingo Perón la tabla de salvación del orden, el único capaz de frenar una mutación
revolucionaria. La meta de constituir una barrera eficaz contra el comunismo, argumento que tan
fútilmente el propio Perón había invocado ante esos sectores en los años cuarenta, ganaba audiencia en
ellos y en las propias filas del movimiento ahora que la "amenaza comunista" parecía finalmente hacerse
presente.
Al mismo tiempo, el régimen constitucional debió convivir con una cultura política formada a lo largo de
años de violencia y proscripción, cuyo rasgo central era la intolerancia. Muchos de los grupos sociales y
políticos más activos, por encima de sus diferencias en intereses y objetivos, compartían un estilo de
acción incongruente con los requerimientos de dicho régimen; un estilo fundado en vocaciones
totalizantes y en la disposición a emplear cualquier medio para ponerlas en práctica: la tendencia a
percibir toda diversidad como
28
antagónica, y a inscribir toda acción propia y ajena en la lógica amigo-enemigo son rasgos centrales del
clima político-cultural en que se iría gestando el irremediable naufragio de esa experiencia.
La prevalencia de estas orientaciones, el complejo antagonismo que enfrentaba a los distintos proyectos
sociales y políticos expresados en y a través del peronismo, que convertiría al aparato del Estado y a la
propia sociedad en un vasto campo de batalla, más las características que desde siempre habían difi-
cultado la convivencia entre el movimiento peronista y las instituciones democráticas, harían que la
muerte del líder resultara catastrófica. Por cierto que su presencia, como se probó entre 1973 y 1974, no
bastaba para resolver estos problemas. Ni siquiera para contenerlos dentro de cauces institucionales. Es
un hecho inapelable que el Perón de la Hora del Pueblo, de buen diálogo con el líder radical Ricardo
Balbín y de empeñoso aliento a la concertación social e interpartidaria, era la misma persona que
respaldaba a José López Rega y sus secuaces de la Triple A. Pero, con todo, en una situación que hacía
indispensable la presencia de un liderazgo capaz de mediar en la pugna de intereses y de sostener algún
entramado de alianzas sociales y políticas que hiciera mínimamente gobernable de modo (también
mínimamente) democrático la sociedad, la muerte de Perón en julio de 1974 no podía dejar de producir
un vacío de poder que resultaría en la acelerada debacle del gobierno y en el choque, ya incontenible, de
las fuerzas en pugna en su seno y en la sociedad.
Así, los actores colectivos que protagonizaran el proceso abierto en 1973 terminaron fracasando tanto en
los intentos a favor de un cambio social profundo, como en aquellos orientados a establecer un régimen
constitucional estable (la "democracia integrada" a la cual Perón, acompañado más por el radicalismo que
por su propio partido, dedicaría algunos de sus esfuerzos postreros) -no necesariamente incompatibles con
los anteriores, pero en todo caso sostenidos por otros sectores políticos y sociales-.
Por su parte, las clases altas, la gran burguesía financiera, industrial y terrateniente, aunque se habían
encontrado a la defensiva en el escenario de 1973, tuvieron margen de maniobra más que suficiente para
vulnerar todos los intentos de ordenamiento económico -en sí mismos poco viables- que afectaran en
alguna medida sus intereses (por ejemplo, a través de un juego inflacionario cuyas reglas no escritas
conocían mejor que nadie). Y desde mediados de 1975 (a través de la flamante y librecambista Asamblea
Permanente de Entidades Gremiales Empresarias, APEGE),8 ya trabajaban decididamente en la ofensiva
golpista, exacerbando el cuadro de ineficacia y parálisis gubernamental.
29
En el último tramo de este periplo, finalmente, se evaporó en forma casi completa la capacidad de
gobierno y la garantía estatal del orden. Los grupos armados -integrados por los militares, las fuerzas
policiales, las organizaciones guerrilleras, las cúpulas sindicales, empresarios y sectores políticos de ex-
trema derecha- multiplicaron el miedo y el desconcierto. A ello se sumó la deserción de las figuras más

7
En alguna medida, todas las fuerzas políticas se habían sentido en la necesidad de competir por encamar
tales expectativas. En una publicidad televisiva de la campaña presidencial de 1973 de la Unión Cívica
Radical, por ejemplo, un ciudadano buscaba el término "radicalismo" en el diccionario, y se mostraba
satisfecho de la definición que encontraba: "partidario de soluciones extremas".

8
El golpe de marzo fue precedido por un lock out en febrero, convocado por la APEGE (a la sazón,
inspirada por José Alfredo Martínez de Hoz, futuro ministro de Economía), que tuvo amplio acatamiento
y que se acompañó con una virulenta proclama golpista.
expresivas del gobierno peronista (a la fuga de López Rega le siguió el "me borré" de Casildo Herreras,
secretario general de la CGT que se refugió en Montevideo) y el desánimo de una clase política que
admitía ya no tener soluciones (como lo expresó Balbín), mientras los sindicatos se encerraban más y más
en extenuantes intentos por proteger sus intereses inmediatos.
Fue en este cuadro de "caos y desgobierno" que se gestó en la sociedad una sensación nueva y
generalizada de descreimiento y desazón. Se trataba de un sentimiento no sólo dirigido hacia los partidos,
las organizaciones y el régimen democrático, sino también, y más íntimamente, hacia la propia capacidad
para gobernarse. En ese sentido, puede decirse que la metáfora efectista del '"país jardín de infantes" tuvo
una encarnación civil anterior al discurso sistemático que formularían los militares con ese mensaje.
Acorralada por la violencia y el desvarío gubernamental, la vida pública se sumió en un marasmo del que
los actores sociales optaron por escapar, a la espera de que pasara el temporal.
Bajo este influjo las experiencias previas de apasionada politización se re-elaboraron como el resultado de
un delirio frenético alimentado por el fruto envenenado de promesas que se habían revelado irrealizables
o, peor todavía, que se realizaban convertidas en aterradoras pesadillas. Se fue gestando, de este modo,
una sensación agobiante que combinaba el terror ante la represión, la atribución de culpas por las
frustraciones y "engaños" padecidos, y también la autoinculpación más o menos indiscriminada de una
sociedad descarriada. Ello permitió enhebrar la creencia de haber cedido a tentaciones peligrosas, que
desembocaron en un perjuicio colectivo insoportable, con la disposición a dejar el asunto en manos de
quienes supieran cómo resolverlo, a como diera lugar, aceptando, en primera instancia al menos, los
sacrificios y castigos que ellos consideraran necesarios y merecidos. Todo esto, acompañado de un no me-
nos generalizado esfuerzo por tomar distancia de quienes, a los ojos de la voluble opinión pública, eran
considerados a esa altura los "verdaderos" responsables de aquellas excitaciones, los políticos en general
y, de un modo particular y mucho más imperdonable, los activistas de izquierda. Aparecía ahora como
algo necesario un castigo ejemplar a todos esos "agitadores animados por ¡deas peligrosas", conjunto de
límites borrosos en que se incluía a militantes juveniles, delegados sindicales e intelectuales radicalizados,
de los que se había alimentado la guerrilla, y que tantas simpatías habían sabido concitar poco tiempo
antes, castigo que permitiría purgar las culpas más difusas de una sociedad que deseaba olvidarse de todo
aquello. Fue así que el fantasma de la "disolución nacional" que recorrió durante esos meses la sociedad
argentina terminó
30
otorgando a los militares la condición que siempre se habían atribuido a sí mismos: la de garantía última
de la unidad y el orden de la nación.
Mientras tanto, esa amenaza, real o aparente, fue más que suficiente para reforzar en los cuarteles las
perspectivas más radicales respecto de los problemas argentinos. En coincidencia con las doctrinas que
animaban a los grupos guerrilleros, el auge de la organización y movilización política de la sociedad
había sido percibido por los militares como la prueba irrefutable de la conformación de un cuadro
prerrevolucionario, que necesariamente desembocaría en el choque directo y en la guerra sin cuartel entre
las fuerzas del orden y las de la revolución. En esa guerra, la batalla decisiva se libraría en el seno de la
sociedad. Ésta, por lo tanto, debía ser desmovilizada, desactivada políticamente y reordenada de pies a
cabeza. Los hechos que siguieron a la muerte de Perón no hicieron más que acelerar la maduración de
esta idea, provocando un no tan íntimo como efectivo y elocuente abroquelamiento de la corporación
militar.9
La tesitura que había primado en los cuarteles desde la desordenada retirada de la Revolución Argentina,
el "profesionalismo prescindente", implicaba, contra lo que podría interpretarse literalmente, tanto una
decisión de no intervenir en las disputas entre partidos y grupos de interés, como la firme vocación de ac-
tuar qua institución como guardián último del orden y del destino de la nación, lo que suponía arrogarse
un rol decisivo y estratégico en las luchas políticas e ideológicas planteadas en el país.10 Ello implicaba,
por lo menos, poner entre paréntesis la subordinación militar a las autoridades constitucionales, y era ple-

9
Entre los uniformados hubo contadísimas excepciones de oficiales que resistieron este proceso de
abroquelamiento y enajenación mesiánica. Debe contabilizarse también un reducido número de ellos que
estaban vinculados con organizaciones de izquierda y guerrilleras, muchos de los cuales integran las listas
de desaparecidos. Discutiremos más extensamente esta cuestión en el próximo capítulo.

10
Esta concepción es prístinamente expuesta en el Proyecto Nacional redactado por el general Ramón
Díaz Bessone en 1977: "en la Argentina, con frecuencia cíclica, el poder político ha sido asumido por las
Fuerzas Armadas en ejercicio del cargo y la responsabilidad que le confiere, por un lado la posesión de
los medios necesarios, pero sobre todo porque por su origen y formación, son la magistratura final para la
custodia y realidad del principio republicano".
namente compatible con la doctrina de la seguridad nacional. Esta posición logró, en el período inmediato
anterior al golpe, dos victorias importantes. En primer lugar, mediante los decretos dictados por Isabel
Perón e ítalo Luder, las Fuerzas Armadas recibieron del gobierno constitucional la autorización para
"aniquilar" la guerrilla, primero en Tucumán, y luego en todo el territorio nacional, lo que significaba un
explícito reconocimiento de su rol decisivo en el "conflicto fundamental" y, por añadidura, en el orden
que resultaría de su resolución. En segundo lugar, la débil corriente del Ejército dispuesta a aceptar el
31
convite a "cogobernar" lanzado por la presidente y pergeñado por José López Rega y la derecha peronista
(corriente que se identificaba como del "profesionalismo integrado" y era encarnada por el general Numa
Laplane, jefe del Ejército desde mayo de 1975, y por Vicente Damasco, coronel en actividad que fuera
designado ministro del Interior en julio de ese año) fue desautorizada por la oficialidad y poco tiempo
después sus cabecillas serian desplazados de sus puestos. Tras lo cual asumió la jefatura del Ejército la
figura profesionalista y prescíndente por excelencia, el general Videla.
Desde entonces, la cúpula militar y los sectores civiles más cercanos a ella esperaron pacientemente su
oportunidad. Tenían la seguridad de que era inevitable que el gobierno cayera en sus manos, y de que
cuanto más se pareciera la realidad al fondo del pozo, mejores condiciones existirían para su entrada for-
mal en escena: la profundidad de la crisis debía borrar el recuerdo de su humillante salida del gobierno en
1973 y garantizarles un crédito ilimitado para el ejercicio del poder.11
El momento de pasar a la acción dependía, fundamentalmente, de la acumulación de frustraciones en los
actores organizados y movilizados de la sociedad, y de su consecuente aceptación de la interrupción del
orden constitucional. Hacia marzo de 1976, tanto aquellas frustraciones como esta aceptación eran,
indudablemente, vastísimas. La desmovilización popular dejó el campo libre a los activistas del golpismo,
que se volcaron masivamente sobre la opinión pública dándole su propia voz para que convocara con
desesperación a los militares. Tal desmovilización estaba alimentada por la sensación de fracaso en el
intento de cambio social, así como por la renuencia a involucrarse en las tácticas de la guerrilla y de la
izquierda combativa, impopulares a esa altura de los acontecimientos, y finalmente, aunque no en menor
medida, por el accionar de un gobierno que se consideraba (no sin razón) continuador legítimo del de
Perón y consumía esa ya exhausta legitimidad en una interminable sucesión de desatinos económicos,
políticos y represivos. Así fue que amplios sectores de
32
la ciudadanía, en especial de la arrinconada y amedrentada clase media, terminaron clamando al cielo, o
dejando que los medios formadores de opinión lo hicieran por ellos, a favor de la reimposición del orden,
orden que, les resultaba evidente, requería el ejercicio contundente de autoridad que sólo podía provenir
de los militares.
Las Fuerzas Armadas se apropiarían por esta vía de las sensaciones y percepciones, en sí mismas
heterogéneas (temor, fracaso, indignación, impotencia, culpa, etcétera), producidas en la sociedad por la
crisis, para difundir su diagnóstico de la situación y su terapia para resolverla. Así, Fuerzas Armadas y
sociedad parecieron coincidir plenamente en el momento del golpe: un matutino de gran difusión sintetizó
ese supuesto "naciente espíritu colectivo" afirmando que "ahora, asume la presidencia un militar
profesional, llevado a intervenir por la intensidad de una crisis que reclama soluciones. Y Videla lo hace
ante un país necesitado sobre todo de unión, orden y eficacia en la gestión de gobierno". De un modo
inequívoco, una vez más, se bajaba el martillo contra la política: las Fuerzas Armadas gobernarían
ordenando; ellas sabrían cómo actuar, allí donde los políticos habían fracasado alimentando al enemigo
con su irresponsabilidad populista. Mientras tanto, cada uno debería dedicarse a lo suyo: las mujeres a ser
buenas amas de casa, esposas y madres; los maestros, a su función apostólica de formar argentinos de
bien y respetuosos del orden; los estudiantes, a estudiar; los jóvenes, a aprender a obedecer y respetar a
sus padres; los obreros, a trabajar con regularidad; los empresarios, a producir. Todo ello magníficamente

11
Es difícil saber en qué medida Alvaro Alsogaray actuó como consejero o como vocero de una
disposición ya firmemente asumida por los militares cuando afirmó, a fines de 1975, que "las Fuerzas
Aunadas deben saber esperar hasta el último momento, hasta el instante mismo en que se juegue la
supervi vencía de la República, antes de intervenir nuevamente en los problemas políticos. Si este instante
llega -y ojalá no llegue nunca- deben hacerlo con la máxima decisión y energía" (Buenos Aires Herald, 9
de diciembre de 1975). La cuidadosa consideración de esta dimensión temporal en la estrategia golpista
es confirmada por los informes de la embajada norteamericana de esos días: "varios generales de línea
dura están a favor de un golpe inmediato. Videla, sin embargo, mantuvo que es mejor esperar uno o dos
meses para permitir que la situación madure y el gobierno caiga de bruces más de lo que está. Prevaleció
la posición de Videla" (telegrama del embajador Robert Hill 08055, 10 de diciembre de 1975, en Clarín,
22 de marzo de 1998, suplemento "Zona").
sintetizado en los enormes carteles instalados algún tiempo antes en Buenos Aires y otras ciudades a la
vista de los automovilistas: "el silencio es salud".
Empero, la ilusión de una "perfecta coincidencia" duraría bastante poco: no debería transcurrir mucho
tiempo para que la sociedad comenzara a percibir que, sobre la base de su renuncia al autogobierno y de
su clamor por el orden, las Fuerzas Armadas y los reducidos pero poderosos grupos civiles asociados a
ellas radicalizaban su diagnóstico y la consecuente terapia hasta extremos difíciles de acompañar,
encuadrándolos en una perspectiva histórica amplísima y en un mesianismo que, tanto en términos
ideológicos como programáticos, era extremadamente ambicioso.
2. El diagnóstico y los planes de la cruzada restauradora
Puede entenderse ahora, más claramente, cómo se correspondían el consenso reactivo y genérico que
emanaba de la sociedad hacia el golpe, con el extrañamiento frente a ella y una autoimagen de la
corporación militar tan exaltada como injustificada, que proveyeron el cemento unificador en torno al
programa antisubversivo y regeneracionista. De acuerdo con dicha imagen, una institución
33
había permanecido incorrupta y sana en el medio de la debacle: las propias Fuerzas Armadas. Sólo ellas
podían, al mismo tiempo, erradicar la enfermedad y sus consecuencias. Según este delirio
institucionalizado, el virus subversivo respondía en esencia a causas externas, era "extraño al ser
nacional" y a sus tradiciones; pero la sociedad no podía -enferma como estaba- defenderse de él por sí
sola. En lugar de comportarse sanamente, o sea, conforme a la "natural armonía" de los distintos
organismos del cuerpo comunitario, se había dejado llevar por las ambiciones sectoriales y mezquinas,
fuente de todo tipo de conflictos. Y estos conflictos habían permitido que la subversión penetrase.
La coyuntura en que se gestó el golpe mostraba ser extremadamente favorable para fortalecer la
convicción de que la gravedad de la situación exigía respuestas definitivas aplicadas por una mano férrea
que concentrara la suma del poder político, convicción compartida por la abrumadora mayoría de los
militares, así como por ciertos grupos civiles. Esa visión era la culminación de la trayectoria ideológica
alimentada desde los años sesenta por la doctrina de la seguridad nacional. El diagnóstico de la guerra
revolucionaria, una guerra no declarada, no convencional, que hace de la educación, la cultura, la familia
y la fábrica, otros tantos campos de batalla entre los valores nacionales y un monstruo de mil cabezas, la
subversión, había devenido en un programa "institucional", en el que convergían todas las facciones
militares y sus tradicionalmente divergentes miradas de la realidad argentina. La inscripción de los
conflictos sociales y políticos que desangraban al país desde hacía décadas en el marco de una guerra
global permitía así que se conciliaran, aunque más no fuera en la trinchera desde la cual las Fuerzas
Armadas se batirían contra la subversión apatrida, el integrismo católico, el desarrollismo nacionalista y
el tradicionalismo liberal. Más precisamente, a través del cristal que proporcionaba la guerra
antisubversiva, esos componentes se fueron redefiniendo y radicalizando, y las tensiones entre ellos se
anestesiaron. Aunque ello no significó que se desactivaran.
Recordemos que el catolicismo fundamentalista y el anticomunismo habían sido, a lo largo de todo el
siglo, los componentes más estables de la cultura militar y de sus alianzas político-sociales. No serían
menos en esta oportunidad: conjugaban perfectamente con el tipo de agresión que, a los ojos de la corpo-
ración, soportaba la sociedad argentina. Esos valores tradicionales eran, además, completamente
funcionales para la fuerte orientación restauradora que apenas se disimulaba bajo los discursos de la
modernización ritualmente reiterados por los golpistas. Rota la armonía concebida en los años sesenta
entre las condiciones de la seguridad y las del desarrollo, la absoluta prioridad que adquiría la guerra
interna permitía dejar en segundo plano el discurso respecto de los efectos ordenadores y disciplinadores
que podían esperarse del progreso material. La cuestión era ahora recuperar el orden en todos los terrenos,
un orden completamente trastocado por "décadas de decadencia, subversión y demagogia". ¿En qué
consistía concretamente ese orden perdido? Esencialmente,
34
en una articulación entre el Estado y la sociedad que diera estabilidad a las relaciones de autoridad, tanto
en la economía como en la política, la educación y la religión. Asumir esta perspectiva implicaba, por lo
tanto, reconocer las causas solidarias del desorden y la inestabilidad que actuaban en todos los terrenos. Y
sobre todo una de ellas, la fundamental: el populismo.12

12
El general Juan Manuel Bayón, director de la Escuela Superior de Guerra, expresó muy claramente el
diagnóstico militar sobre el populismo en un texto utilizado para la formación de los oficiales superiores
en los años setenta: "el populismo es radicalmente subversivo: quebranta el orden natural y cristiano de la
Sociedad y del Estado; invierte la escala de todas las jerarquías sociales, encumbrando los escalones más
bajos". E incluyó en su caracterización a la democracia misma: "Es una subversión hacer recaer la
soberanía política, esto es, el señorío sobre todo lo que es propio de una Nación, en la multitud
numéricamente considerada [...]. Como enseña la Iglesia al respecto [...] el poder o soberanía política
A medida que fue tomando cuerpo en los cuarteles el programa antisubversivo, fue imponiéndose un
nuevo consenso interno, que globalmente repudiaba el populismo político y las formas de organización de
la economía que se entendían como su base de sustentación: el proteccionismo industrialista y el
estatismo. Ambos principios, que en períodos previos habían sido considerados con beneplácito en las
filas militares, ahora aparecían asociados a la movilización y politización de las masas, a la proliferación
de conflictos sectoriales y, como consecuencia de todo ello, a la "penetración subversiva". Populismo y
economía industrializadora ya no serían percibidos, por lo tanto, contra los planteamientos de la derecha
peronista y del desarrollismo,13 como las "barreras efectivas contra el comunismo", sino como su "caldo
de cultivo" más fértil.
La magnificación de los valores tradicionales y de la doctrina de la seguridad nacional en el diagnóstico y
la terapia que se fueron gestando prometía despejar las ambigüedades que, en el pasado, habían
caracterizado las preferen-
35
cias militares en el terreno de las políticas económicas. Aunque, adelantemos desde ya, esta reorientación
implicaría fuertes tensiones entre los uniformados, y nunca llegaría a ser unánime ni completa (lo que
generaría un crónico disenso y una permanente falta de consistencia de las políticas adoptadas). Se
difundió de todos modos entre ellos, si no una doctrina, al menos una nueva visión política y económica
genéricamente librecambista y antiestatista, asociada por un estrecho vínculo de sentido con el combate
de la subversión y el disciplinamiento social.
En la formación de dicho consenso, no fue menor la contribución de un sector de opinión empresaria,
también de orientación librecambista, que selló una sólida alianza con Videla a fines de 1975, y que
también había experimentado una profunda transformación en sus diagnósticos y propuestas de política
económica en esos años. Y, por supuesto, influía en todo ello el clima de ideas que por ese entonces
comenzaba a circular con fuerza en los centros de poder mundial, en particular en los foros militares, en
los círculos de derecha y en los organismos financieros internacionales. Populismo, excesos de la
democracia, crisis del capitalismo y subversión aparecían en esos ámbitos como fenómenos íntimamente
relacionados, que debían atacarse de raíz en forma simultánea y convergente. Esta orientación,
finalmente, se ensamblaba bien con la que los grandes empresarios venían incubando desde hacía tiempo,
sobre todo desde las movilizaciones populares del período 1969-1973, respecto de qué hacer con esos
sectores y sus identidades políticas. Tampoco para ellos el problema se resolvía "ordenando"; era preciso
eliminar de una buena vez y para siempre la causa eficiente de la amenaza subversiva: la organización y
la movilización política en clave populista. Aunque, como veremos, de eso no se seguía necesariamente la
eliminación lisa y llana del peronismo, como había imaginado la Revolución Libertadora.
En concreto, para la visión de esos sectores, el problema era que, desde la aparición del peronismo, se
había producido una modificación crecientemente intolerable de las expectativas y las conductas de los
sectores populares, alentada por la tutela de un Estado protector y omnipresente que, en una economía
cerrada, cedía a todas sus demandas, y que había convertido a las organizaciones sindicales en poderosas
herramientas de presión, estimulando rebeldías que terminaron quebrando las pautas culturales y sociales
de subordinación o deferencia a las que habían estado sometidos esos sectores hasta los años cuarenta.
Para clausurar esa Argentina populista, deberían suprimirse las bases sobre las que ella se había edificado
y que le habían permitido sobreponerse a los intentos más o menos abarcativos, pero siempre frustrados,
de disciplinarla. Se trataba, en suma, de corregir treinta años de historia, verdadera pesadilla para
mentalidades oligárquicas, terminando con la Argentina de la "negrada", de los demagogos, de los

viene de Dios: pero no desciende hacia quien no puede ejercerlo; por eso es que el pueblo materialmente
considerado como multitud de individuos, no es titular primero, ni segundo, del poder, por su ineptitud";
concluyendo en la impugnación del pluralismo: "El pluralismo ideológico y la coexistencia pacífica con
el Comunismo marxista, que ha logrado un pleno conformismo en las democracias occidentales de índole
más bien plutocrática (Francia, Italia, etcétera) es la obra de una propaganda abrumadora financiada por el
poder del dinero" (Vázquez, 1985). También el ya citado Proyecto Nacional acusa al populismo de ser la
causa de la decadencia argentina, "en el momento en que una política rectora resultaba indispensable para
absorber la irrupción de las masas en la vida política". Sobre el populismo como "patología democrática"
y "abuso del pueblo" véase Zinn (1976).

13
Aclaremos que la expresión política del desarrollismo, el Movimiento de Integración y Desarrollo
(MID), tras romper con el Frente Justicialista de Liberación (FREJULI) a mediados de 1975, también
adhirió a este diagnóstico antipopulista: "los mecanismos políticos de la parti-docracia tradicional no
ofrecían ninguna alternativa [.,.] conducían a una polarización excluyeme entre el populismo peronista y
el populismo radical", sostenía el partido de Frondizi en un documento posterior al golpe.
sindicatos, de las industrias protegidas e ineficientes (que el capital pampeano consideraba estar
costeando de su propio bolsillo) y del pleno empleo artificial (véase O'Donnell, 1984). Someter al país,
aunque le cru-
36
jieran los huesos, al tratamiento neoconservador, a la lógica ordenadora del mercado, era imprescindible
para terminar con el mal populista. Por eso el componente central de la política económica que
desarrollará la dictadura instalada en 1976 será la destrucción de las premisas básicas que se habían
mantenido inconmovibles desde 1943 en adelante, más allá de los cambios de gobiernos y regímenes: la
utilización del crecimiento industrial como eje dinámico de la economía, la regulación estatal para
proteger ese crecimiento frente al interés de los exportadores agropecuarios.
De este modo, el diagnóstico militar que enfatizaba la necesidad de erradicar la subversión, y el
diagnóstico oligárquico conservador que apuntaba a eliminar el protagonismo del sector industrial en el
campo económico, tenderían a coincidir en medios y fines: la cuna de la subversión, la Argentina
populista, tenía por pilares dos sectores que debían ser drásticamente redefinidos: una clase obrera
"indisciplinada" y un empresariado industrial "ineficiente". Pese a la apariencia de alianzas en anteriores
oportunidades, ésta era en verdad la primera vez que militares y conservadores librecambistas coincidían
enteramente en el diagnóstico y la terapia: debían destruirse las bases del desorden, había que liquidar la
"Argentina maldita", acabando para siempre con la insolencia de las identidades políticas y sociales de los
sectores populares, sus sindicatos, sus servicios sociales, y hasta buena parte de las fábricas en las que esa
"plaga" tenía su fundamental punto de apoyo. Se trataba, en definitiva, de re-fundar el ethos de la
sociedad: restablecer una concepción economicista, individualista y atomista de la ciudadanía y de la vida
social, la primacía de lo jerárquico y competitivo por sobre lo solidario, reemplazar con un Estado "sub-
sidiario" a aquél concebido como garante de derechos sociales, planificador y regulador del capitalismo.
En verdad, disciplinar a la sociedad soliviantada desde el advenimiento del peronismo tenía tanto de
restauración de la "seguridad" y los "valores nacionales", como de venganza histórica. Ella tomaba
cuerpo, no casualmente, en lo que era percibido como una oportunidad única e irrepetible: la coyuntura de
"reflujo" popular signada por la descomposición del gobierno de Isabel Perón, la impotencia de la
democracia de partidos, el desconcierto de las organizaciones populares ante los resultados de sus propias
acciones y la actividad de la guerrilla; en suma, una ocasión que no podía dejarse pasar para extirpar de
raíz las condiciones "estructurales" que, si se mantenían, tarde o temprano iban a dar impulso a una nueva
oleada populista, o a algo aun peor.

Dijimos que, como nunca antes, el golpe nació de una voluntad militar que aspiraba a actuar sobre el
conjunto de la sociedad, en forma autónoma de los intereses organizados, para operar en ella una
transformación radical "desde
37
arriba". Eso no fue contradictorio con la estrecha colaboración establecida, desde la preparación del
golpe, con el sector de opinión empresaria que encabezaba el abogado José Alfredo Martínez de Hoz,
miembro de una de las más tradicionales familias argentinas, a la sazón presidente del muy exclusivo y
ortodoxo Consejo Empresario Argentino y ejecutivo de importantes empresas. Martínez de Hoz era un
representante emblemático del reducido sector de las clases altas argentinas que puede ser etiquetado
como establishment librecambista. Social, política e intelectualmente minoritario, si algo caracteriza a
este sector es la tenacidad con la que sostuvo, contra viento y marea y a lo largo de varias décadas, un
diagnóstico globalmente condenatorio del modelo de desarrollo vigente desde los años treinta, clamando
en el desierto, siempre a la espera de una oportunidad para instrumentar sus ideas, que, con toda lógica,
consideraba que debía provenir de un régimen autoritario. Esto fue así aun cuando, en reiteradas
ocasiones, gobiernos civiles lo pusieron al mando de la gestión económica (al dogmatismo ideológico,
este sector agregaba una dosis nada despreciable de versatilidad y oportunismo políticos); recuérdese la
gestión de Alvaro Alsogaray durante la presidencia de Frondizi, por ejemplo. Como fuera, en uno y otro
caso, se había tratado de ensayos parciales y acotados, fruto de circunstancias demasiado coyunturales y
de un ambiente que no dejaba de ser hostil a la mayoría de sus propuestas y al corazón de su diagnóstico.
38
De hecho, Martínez de Hoz ya había pasado por esa experiencia, primero como secretario de Agricultura
y luego como fugaz ministro de Economía, durante el gobierno semilegal de José María Guido. Y se
puede decir que había extraído sus conclusiones, no solamente en lo que se refiere a que ni siquiera los
militares le dieron vía libre para poner en práctica a fondo sus planes (argumento que habría de esgrimir
reiteradamente para justificar los pobres resultados alcanzados), sino también en lo que toca a las enormes
posibilidades ofrecidas por el ejercicio de la función pública para un fulminante uso oportunista y
predador del Estado (como lo hiciera Federico Pinedo poco tiempo antes en una feroz acción de piratería
devaluatoria -véase Romero, 1994), aunque esto no tuviera nada que ver con sus principios generales.
Ésta y otras experiencias similares de las que tomó parte la derecha librecambista redundaron, más allá de
los beneficios de corto plazo y reversibles que ella pudo otorgar a grupos y sectores afines, en una
acumulación de frustraciones, originadas en su opinión en el hecho de que el curso de la política
económica que los diferentes regímenes en última instancia seguían no se apartaba de los presupuestos
básicos, por ella excecrados, que inspiraban el modelo de desarrollo de la posguerra.
El atractivo de este pensamiento se ensanchó, sin embargo, entre los sectores económicos predominantes,
así como en las clases altas en general y en las filas militares, no solamente en razón de lo que pasó
después (la turbulenta experiencia peronista entre 1973 y 1976), sino también de la forma en que, en esos
años, fue leído el simultáneo éxito económico y fracaso político del ensayo de política económica
modemizadora más consistente que tuvo lugar en el marco de regímenes autoritarios desde 1955: la
gestión de Adalbert Krieger Vasena de 1967 a 1969. En pocas palabras, si el diagnóstico negativo sobre el
presupuesto básico del modelo de posguerra- el crecimiento industrial como núcleo dinámico de una
economía semicerrada- incluía ya una serie de rasgos político-estatales perniciosos a los que se
consideraba en esencia una consecuencia directa e inevitable de aquel presupuesto, la sucesión
vertiginosa y, en cierto sentido, también asombrosa de un éxito en la gestión económica de la
modernización (no apartada sin embargo de los carriles industrializadores con intervencionismo estatal), y
una violenta sublevación popular, no hizo más que otorgarle al diagnóstico neoconservador, frente a las
clases altas y a los grupos influyentes a ellas ligados, una inesperada eficacia persuasiva. 14 De hecho, la
década de los sesenta había sido de significativo crecimiento y de un nada despreciable impulso
industrializador (Gerchunoff y Llach, 1998), lo que permitía dudar del juicio
39
negativo sobre la estrategia desarrollista seguida hasta entonces. Pero el punto, para estos sectores, era
otro: las características de ese crecimiento lo volvían un terreno favorable al populismo y al conflicto
social incontrolable, como lo demostraban las movilizaciones populares y la violencia desatadas entre
1969 y 1973. Los estudios dedicados al análisis de los cambios en el comportamiento y las orientaciones
de los agentes económicos en aquellos tiempos (v.g., Schvar-zer, 1996a) muestran que la élite, por un
lado, se fue desligando de la producción, a la que veía como un mundo política y socialmente peligroso (y
económicamente poco redituable), y, por otro, fue desarrollando orientaciones contradictorias:
librecambistas, pero muy proclives a utilizar el Estado como medio de captar recursos y oportunidades;
modernizadores y favorables a la apertura al mundo y, al mismo tiempo (en sintonía con lo que les ocurría
a los fieles de la seguridad nacional), cada vez más escépticos acerca de que el desarrollo y el progreso
económico por sí mismos fueran a suavizar los conflictos entre clases, lo que los llevaba, entonces, a
refugiarse en los mitos nacionales del tradicionalismo preindustrial.
Martínez de Hoz era también, sin duda, un buen exponente de estas contradicciones. Con un pasado
desarrollista vinculado a su militancia en la democracia cristiana, profundamente pragmático en la visión
de la gestión política y heterodoxo en sus convicciones, no tendría demasiados problemas para dosificar
recetas liberales tradicionales con otras de moda en los círculos académicos y financieros de los Estados
Unidos, utilizar al sector público para fortalecer la acumulación financiera e, incluso, la sustitución
selectiva de importaciones, y combinar estrategias gradualistas con políticas disciplinadoras de shock.
Compaginó de este modo propuestas que resultaban atractivas, al menos inicial-mente, para un frente
militar y un campo empresario muy fragmentados y sumamente lábiles, que compartían sólo ciertas ideas
generales sobre el diagnóstico y el rumbo a adoptar.
Hacia 1976, el establishment librecambista local podía encontrar, además, en una experiencia tan cercana
como la chilena, un conveniente respaldo para su diagnóstico y sus propuestas, aun cuando fuera fácil
reconocer las diferencias entre las circunstancias (y también entre las recetas adoptadas) a cada lado de la
cordillera. En Chile, tras derrocar a Salvador Allende, los militares y la derecha habían coincidido en un
diagnóstico apocalíptico acerca del desarrollo económico registrado durante el segundo tercio del siglo: el
estancamiento crónico, que había desembocado en conflictos sociales insostenibles, se debía al sistema
democrático industrialista hasta entonces imperante (Tironi, 1986). Era imprescindible, como lo
expresaba el ministro S. de Castro, revertir, mediante un radical programa de cambios estructurales, "las
tres décadas anteriores de políticas erradas [...] de las que los resultados del gobierno de la Unidad
Popular (UP) eran una mera culminación". Así, desde 1973, pero mucho más claramente desde el
alejamiento de los políticos democristianos que habían integrado en
40
un principio la alianza golpista, el régimen chileno puso en marcha un esfuerzo sistemático para extender

14
Aludiendo a la aristocracia obrera que en 1969 había sido la mecha encendida del barril de pólvora
cordobés, el ministro Kriger Vasena sostuvo que "lo habían volteado los trabajadores mejor pagos de la
Argentina" (véase Jelin y Torre, 1982).
los principios de mercado en la sociedad.
Con su empeño, los tecnócratas chilenos se habían puesto a la cabeza de la ola neoliberal en formación,
que sacudiría al mundo entero, en especial desde la segunda mitad de la década de los setenta. Y,
ciertamente, el renovado potencial militante que el pensamiento económico de raíz neoclásica comenzaba
a adquirir, arrinconando poco a poco al keynesianismo, proporcionó también, desde el más amplio
escenario internacional, un respaldo de peso a las viejas ideas de la derecha librecambista del Cono Sur.
Esto fue así porque esa potencia militante de las ideas de pensadores como Hayek o Friedman no
derivaba de una mera victoria en sede académica, sino de ofrecer al capitalismo una respuesta efectiva a
la profunda crisis de acumulación registrada en los primeros años de la década en los países desarrollados
(Overbeek, 1993), y del malestar con los resultados ahora insatisfactorios de las fórmulas de gestión polí-
tico-estatal del capitalismo que desde la posguerra hasta la crisis del petróleo habían sido tan exitosas
(Dahrendorf, 1988). En ese sentido, para el pensamiento neoliberal, Chile se ofrecía como un magnífico
campo de experimentación por la radicalidad y la pureza del curso de acción adoptado. Allí, un dictador
imbuido de un programa de reforma de largo aliento, haciendo realidad la metáfora del tirano honrado
utilizada por Friedman,15 podía dejar de lado sin miramientos la nefasta herencia democrático-
industrialista, cancelando el juego político y de intereses sectoriales asociado, y poner en las manos de un
equipo consistente de economistas la responsabilidad de refundar las relaciones sociales a través de la
generalización de las leyes del mercado.
En convergencia con la crisis imperante en la Argentina a mediados de los setenta, no es difícil entender
la forma en que estas ideas y la experiencia chilena se conjugaron para hacer posible que el establishment
librecambista doméstico ensanchara sus bases sociales, aunque más no fuera en las clases altas y los
grupos empresariales. Habiéndose renovado a sí mismo en un movimiento en que la evocación del pasado
liberal argentino se volcaba intensamente, en clave a un tiempo restauradora y modernizadora, hacia el
futuro, este reducido sector alcanzó una prevalencia transitoria, pasajera, que no obstante dejaría marcas
imborrables en la sociedad, la economía, la política y el Estado argentinos.
El programa que Martínez de Hoz formularía para el Proceso diferiría, sin embargo, en aspectos de
relieve del modelo chileno. Y esto no sólo por sus preferencias heterodoxas sino también, y muy
especialmente, por el frágil equilibrio existente en el frente militar, que exigía conjugar la lucha contra la
inflación y la limitación del papel del Estado con la limitación al máximo de los costos sociales de las
reformas y con el sostén público de proyectos de inversión en
41
áreas consideradas estratégicas (como eran la infraestructura física y de comunicaciones, la producción de
bienes intermedios, en especial de combustibles, y el sostenimento de gran parte de la inversión privada
mediante la promoción industrial). Al respecto, es conveniente reiterar que los militares, y una parte de
los empresarios y formadores de opinión de los grupos económicos, no sólo tenían en vista el modelo
chileno sino también la exitosa experiencia desaiTollista de Brasil, que inspiraba a la vez admiración y
temor (véanse, a este respecto, Carta Política, n° 33, julio de 1976, y el texto de Zinn, de agosto de ese
año), pues había sido eficaz para limitar la puja distributiva, y estaba logrando tasas de crecimiento por
entonces bastante mayores que las chilenas.
De este modo, el programa económico finalmente adoptado tendría la característica de un compuesto
mixto de recetas neoliberales, conservadoras y desarrollistas, cuyo punto de convergencia básico sería el
objetivo de redefinir el comportamiento de los actores a través de una fórmula compuesta por el
disciplinamiento de los mercados y por el que podía proporcionar la intervención selectiva del Estado.16

15
Véase el testimonio del ministro Pinera (1994).

16
En su libro (1991), el ex ministro Martínez de Hoz sostiene que "el problema de la economía argentina
no se reducía a su alta inflación sino que existían problemas culturales y estructurales", y que los tres
aspectos centrales de la reforma eran la redefinición de las funciones del Estado, la liberalización,
modernización y apertura de la economía y la estabilización de la moneda. Para Martínez de Hoz (quien
formula su diagnóstico en un lenguaje no precisamente ortodoxo), "la puja distributiva entre los sectores
económicos y sociales había llegado a distorsionar totalmente los precios relativos". En su entrevista con
los autores explica: "les dije [a los futuros miembros de la Junta Militar] que se necesitaba una reforma
estructural [...] no era arreglar un solo problema, la inflación, sino la reforma estructural [...] ¿estaban
dispuestos a sostenerla? Porque si no, era inútil empezar". Reiterando los aspectos básicos señalados, el
ex ministro especifica que "el Estado debía pasar a ser orientador y con sus fuerzas concentradas en lo
indelegable: orden, seguridad, relaciones exteriores, justicia [...] hay una zona de concurrencia, salud y
educación, donde el Estado puede ser supletorio [...] pero en la producción, no [...] debe ser
exclusivamente privada con orientaciones: dirigir el tráfico [...] con instrumentos como el presupuesto,
impuestos, aranceles, cambio, crédito, se puede dar orientación". Dentro de la liberalización de los
La meta central de este programa sería, en consecuencia, mucho más política que propiamente
económica: inducir un cambio estructural de las relaciones de poder, alterar el balance de las fuerzas
sociales domésticas. No importaba tanto dejar atrás el estancamiento y la inflación crónicas, como crear
las condiciones estructurales y, en lo posible, irreversibles, para que las
42
relaciones entre el capital y el trabajo, y entre el capital financiero y el resto de los agentes económicos,
fueran completamente diferentes de las del pasado. Se trataba del disciplinamiento, vía el mercado e
incentivos selectivos desde el sector público, del mundo de la producción formado en la economía
sustitutiva: empresarios ineficientes que medraban en una economía cerrada que permitía que los
sindicatos presionaran por salarios en condiciones de pleno empleo. Complementariamente, el propósito
era ampliar la gravitación del sector financiero, que tendría que integrarse fuertemente al movimiento de
capitales mundial, de tal suerte que este sector adquiriría, al cabo, una capacidad de veto permanente de
cualquier política que no le inspirara "confianza". 17
El equipo económico y el estahlislvnent empresario directamente asociado, con todo, no alcanzarían una
densidad social, organizativa y coalicional como la que los grupos análogos disfrutaron en Chile y en
Brasil, y estarían siempre bajo la amenaza y las restricciones impuestas desde el frente interno militar, ya
que las Fuerzas Armadas en modo alguno adoptaron homogéneamente el programa planteado. Todo esto
tendría profundas implicaciones en lo que se refiere a la gestión económica y a sus resultados, medidos
tanto en términos de los indicadores que habitualmente se toman en cuenta en la evaluación de estas
políticas, como en términos del proyecto de refundación social "desde arriba" que impulsaban los jefes
militares.
3. "Una solución institucional para una crisis institucional"
En síntesis, la profundidad de la crisis política, económica y social que proporcionó el marco y las
"razones" del golpe, y las enseñanzas que los militares y las élites civiles más cercanas habían extraído de
los sucesivos fracasos en que concluyeran los intentos ordenancistas previos, confirieron al Proceso una
radicalidad en el diagnóstico y una amplitud de miras nunca antes alcanzadas. De allí que la nueva
irrupción militar no reprodujera meramente el patrón de conductas cultivado por las Fuerzas Armadas y
las élites políticas y económicas desde los años treinta. Ella se propuso explícitamente superar la cíclica
alternancia entre "gobiernos políticos débiles", por ser "vulnerables a las tentaciones populistas" (Videla,
22 de diciembre de 1976), que terminaban sumidos en el desorden, e intervenciones de las Fuerzas
Armadas que (tras colaborar activamente en esos fracasos civiles, agreguemos) daban lugar a "gobiernos
fuertes" que intentaban reordenar la vida política en dirección a algún tipo de régimen
43
estable pero al cabo de un tiempo terminaban "restableciendo la legalidad formal preexistente sin haber
logrado la renovación de las instituciones republicanas" {Proyecto Nacional, Díaz Bessone, 1977). Para
romper ese círculo vicioso, los militares de 1976 profundizarían una orientación ya intentada diez años
antes por la Revolución Argentina, pero que no habían logrado llevar a la práctica y sostener en el tiempo.
Seguros de haber comprendido y superado los motivos de ese fracaso como para no volver a correr igual
suerte, se plantearon metas programáticas que consideraban tan prístinas como irrenunciables, junto a un
dispositivo institucional que debía trascender a sus fundadores y evitar todo posible "desvío".
Los golpistas, que como dijimos habían aguardado durante meses el momento en que la gravedad de la
crisis y la aparente o real falta de alternativas otorgaran una legitimidad indiscutible a su intervención,
trabajaron mientras tanto febrilmente en el diseño institucional, las alianzas y las orientaciones políticas
del futuro régimen. A mediados de 1975, a partir de las gestiones realizadas por el general Hugo Miatello
por solicitud de Videla, era ya muy firme el acuerdo entre la cúpula del Ejército y Martínez de Hoz. Éste
presentó, poco después, un esbozo de su plan a los tres comandantes, que lo adoptaron como "programa
económico del gobierno de las Fuerzas Armadas". Los contactos entre militares y grandes empresarios,
para entonces, eran excepcionalmente fluidos. En setiembre de ese año se terminó de diseñar y poner en

mercados, enfatiza la importancia de la libertad de negociación salarial, y, en cuanto a la modernización,


la de las inversiones que eran necesarias para superar el enorme atraso en infraestructura. En su entrevista
con los autores, Juan Alemann también se aparta de una perspectiva que considere los déficit fiscales
como una variable exógena independiente del comportamiento de otras variables macroeconómicas:
"antes del 24 de marzo era una caricatura de la democracia, terrorismo, sindicatos fuertes [...] los militares
tenían una idea de ordenamiento económico y político [...] se necesitaba minar el poder sindical".

17
Canitrot(1980,1982,1984)y Schvarzer(1986,1996b) proporcionan interpretaciones elaboradas de la
gestión económica del Proceso. Nuestro argumento, desarrollado en una perspectiva diferente, se apuntala
en sus trabajos (que, por su parte, no son enteramente coincidentes).
marcha el plan represivo; y en los meses siguientes se redactaron los documentos liminares de lo que sería
el Proceso de Reorganización Nacional (PRN), conteniendo su ordenamiento institucional y la
declaración de objetivos y metas, y se acordaron los nombres de los ministros y principales funcionarios.
Ello le permitiría a la cúpula militar evitar las improvisaciones a la hora de actuar. Tan es así que,
inmediatamente después del golpe, la Junta Militar, integrada por los tres comandantes (Jorge Rafael
Videla por el Ejército, Emilio Eduardo Massera por la Armada y Ramón Agosti por la Fuerza Aérea) pudo
dar a conocer dos "Actas" fijando los propósitos del Proceso, el "Reglamento para el funcionamiento de
la Junta Militar, el Poder Ejecutivo Nacional y la Comisión de Asesoramiento Legislativo (CAL)", que
serían los tres órganos centrales del poder dictatorial, y el "Estatuto para el Proceso de Reorganización
Nacional", completando un complejo esquema de institucionalización. El 29 de marzo, además, la Junta
nombró a los miembros de la CAL (tres por cada arma), y designó a Videla para encabezar el Ejecutivo,
quien puso en marcha su gabinete en cuestión de días. Era ostensible que nada (casi nada) había escapado
a la previsión militar.
El esfuerzo inédito de planificación y organización institucional que hallamos en el origen del Proceso
está en relación, naturalmente, con el carácter estratégico y de larga duración de las metas que el régimen
se proponía alcanzar. La extensión y profundidad de la voluntad de transformación que animaba a quienes
pusieron en marcha el Proceso constituía, a sus ojos, la respuesta adecuada, la única posible, ante lo que
debía considerarse como la última oportunidad para
44
restablecer el orden perdido y evitar la disolución de la nación. De acuerdo con el programa que se dio a
conocer en los días posteriores al golpe, su realización exigiría que los militares ejercieran el gobierno
todo el tiempo que fuera necesario. Llamativamente, y como ya adelantamos, ello no se justificaba con
argumentos estrictamente autoritarios, sino republicanos: el Proceso actuaría invocando siempre la
Constitución de 1853.18 En los documentos y declaraciones inaugurales se estableció que el objetivo final
del régimen, en el que debían converger todas las medidas a adoptar, consistía en la fundación de una
"nueva república" o una "auténtica democracia republicana, representativa y federal", según las variantes
terminológicas (y, como veremos, no sólo terminológicas) utilizadas por sus distintos voceros. Para ello
era necesario, ante todo, liquidar a la "subversión", y luego eliminar las razones de la permeabilidad que
había mostrado la sociedad argentina ante ella, que, como también vimos, podían resumirse en la
demagogia y el sistema económico populista.19 Con los instrumentos de un Estado "ordenado", se atacaría
el "cáncer" que amenazaba a la sociedad argentina en todos los frentes, entendiendo que todos constituían
manifestaciones del mismo problema básico, el trastocamiento de los principios de autoridad y jerarquía.
Se lograría por resultado un cambio de raíz en los comportamientos de la sociedad, la transformación del
sistema político (de los partidos y los grupos de interés) y de la economía, víctima hasta entonces de los
excesos del intervencionismo y del asistencialismo estatal. Y todo ello se haría, simplemente, para
restaurar la "plena vigencia de la Constitución".
45
Digamos desde ya que esas invocaciones constitucionalistas convivían bastante mal con el espíritu de
cruzada reinante en la cúpula militar, nacido de la certeza de hallarse colocados frente a amenazas y

18
Tiempo después, al explicar los planes de convergencia cívico-militar, Videla se ocupó extensamente
de marcar la distancia que existía entre el Proceso y las "tendencias autoritarias": la intolerancia
ideológica, el mesianismo y el elitismo no tenían cabida en él, puesto que se aspiraba a lograr "un
régimen político democrático capaz de gobernar, durante un largo futuro, una sociedad abierta y
pluralista" (Clarín, 30 de enero de 1977). Para graficar el éxito de esta operación discursiva, baste anotar
que recién en 1980, cuando el régimen inicia gestos algo más concretos de apertura, los partidos
suspendidos comenzarán a referirse a él como "la dictadura".

19
Videla sintetizó este programa, a poco de hacerse de la presidencia, con estas palabras: "Si hubiera que
definir el aspecto negativo más importante contra el cual debemos luchar todos, que ha ensombrecido el
panorama argentino en los últimos años, podríamos hacerlo con una sola palabra, según mi punto de
vista: demagogia [...] La demagogia, agitada con fines puramente electorales a través de slogans, rótulos y
frases hechas, no hizo más que enfrentarnos en antinomias estériles y confundirnos profundamente, al
punto tal, que hoy es difícil distinguir dónde está el bien y dónde está el mal. Esa demagogia, además, por
ser complaciente dio origen a la corrupción, concebida ésta en la más amplia acepción de la palabra, que
llegó a generalizarse en todos los estamentos del Estado. Esta corrupción -justamente por ser
generalizada- motivó el trastocamiento de los valores tradicionales; es decir, subversión. Porque
subversión no es ni más ni menos que eso: subversión de los valores esenciales del ser nacional" (Clarín,
25 de mayo de 1976).
desafíos de vida o muerte, y que resultaría esencial para crear cohesión en tomo a sus "metas
irrenunciables" y para sostener a lo largo del tiempo una voluntad, en gran medida ciega ante lo que
debían considerarse "consecuencias colaterales" de sus actos, cuestiones secundarias o, directamente,
irrelevantes. Fortaleciendo ese espíritu, los jefes procesistas esperaban ganar consenso, entre sus
subordinados y en la sociedad, respecto de la inevitabilidad de medidas extremas para asegurar soluciones
definitivas, estructurales, a los problemas del país, fueran cuales fueren los costos que ellas implicasen. Y
para evitar posibles dilaciones motivadas en la negociación o en la reflexión sobre la consistencia de esas
políticas entre sí, o sobre su sustentabilidad en el largo plazo.
El tiempo se encargaría de mostrar a los uniformados, además, que aplicar esta idea era infinitamente más
complicado que concebirla. Ante todo, porque la unanimidad de espíritu que animó el golpe y la puesta en
marcha del Proceso era un manto que cubría, más que aunaba, posiciones encontradas respecto de lo que
se debía hacer y de los objetivos que debían alcanzarse. Y ello incubaría las tensiones que atravesaban a
las Fuerzas Armadas, resultado de muchos años de intervención directa o indirecta en la vida política y de
la consecuente inter-nalización de los múltiples conflictos que habían signado la historia argentina en ese
tiempo. No era de extrañar, por otro lado, que ese espíritu y la fuerte carga de extremismo maniqueo que
lo acompañaba fueran el único norte confiable para una élite militar francamente deficiente en cuanto a
capacidades políticas, carente de liderazgos sólidos, y orientada en arreglo a un mapa ideológico
extremadamente tosco en un mundo cada vez más complejo (mapa trazado bajo el influjo de la doctrina
de la seguridad nacional y el integrismo católico).20
Dicho espíritu se encarnó, desde un primer momento y del modo más radical, en el "plan antisubversivo",
único terreno en el que no existían graves disensos en cuanto a métodos, alcance y objetivos. Alo largo de
1975 se había acumulado una frondosa experiencia de colaboración entre las fuerzas en la represión legal
y, sobre todo, ilegal, sobre la que se cimentaron los planes preparatorios del golpe. El involucramiento de
la Armada en estos menesteres revistió particular
46
importancia, porque permitió disipar viejos resquemores entre esa fuerza y el Ejército. 21 Pero en todos los
demás asuntos, el "programa de gobierno" planteado tenía tanto de radical como de vago y genérico. Y lo
seguiría teniendo a lo largo del tiempo. Sus metas eran, en particular en el terreno institucional y en el
económico, ambiguas o inconsistentes. Y, por lo tanto, la gestión no tardaría en extraviarse en los
laberintos de fuertes debates internos y agudas contradicciones.
La unanimidad y el monolitismo corporativos, pero también la contracara menos admisible de
faccionalismo y desconfianzas que dividían a sus miembros, se reflejaban también en la actitud adoptada
frente a la sociedad. De un lado, el "extrañamiento" planteado ante ella correspondía a la lentamente
madurada decisión de transformarla "desde arriba", dado que se la consideraba íntegramente enferma,
incapaz de generar por sí misma remedios para sus males, e incapaz, incluso, de comprender los
correctivos que la cúpula militar y sus colaboradores más cercanos sabiamente estaban decidiendo
administrarle. De ella podía esperarse, cuanto más, que se sometiera con docilidad al tratamiento
recetado. Pero, distanciándose de la sociedad, se buscaba también desactivar la disidencia interna que
sordamente atravesaba a la corporación, por debajo del manto de unanimidad refundacional. Ya que en
muchos terrenos existían planes e ideas diversos o incompatibles, el aislamiento aparecía como una buena
terapia preventiva para hacer primar las convicciones comunes en tomo a grandes objetivos, por sobre las
aspiraciones particulares y las discusiones de "detalle", que podían ser conflictivas o dilatorias de la

20
Para gradearlo, basta decir que estas ideologías alcanzaron su mayor influencia entre los militares
argentinos al mismo tiempo que florecía en los Estados Unidos una profunda revisión de su política
internacional y, en particular, del tratamiento de la cuestión de los derechos humanos; en Europa los
partidos comunistas y socialistas rompían con el bloque soviético, y en el Tercer Mundo se ensayaban una
variedad de estrategias políticas y económicas que buscaban trascender los alineamientos automáticos y
los modelos polares. Todo ello abona un punto que hay que destacar (y sobre el cual volveremos): la
índole esencialmente doméstica de los principales factores que configuraron el Proceso.

21
En un principio, la participación de la Armada había sido promovida por el gobierno de Isabel, como
intento de contrapesare! creciente peso del Ejército (la presidente nombró oficiales navales en la
Secretaría de Inteligencia del Estado [SIDE] y en la Casa Militar). Cuando a mediados de 1975 el trato
entre el peronismo y Massera comenzó a perder vigencia (en julio de ese año, el jefe naval fue el más
feroz impulsor de la ofensiva militar contra López Rega, que terminó en su expulsión del gobierno), los
marinos reafirmaron su compromiso en la represión como una forma de ganarse el derecho a participar en
pie de igualdad con sus pares de tierra en el golpe que se estaba gestando y en el régimen que resultaría de
él.
acción.
Para evitar caer en las tentaciones que, sin duda, generarían los cantos de sirena provenientes de los
grupos de interés, los militares debían controlarse celosamente unos a otros en el ejercicio de las
funciones de gobierno. De allí la necesidad de cambiar el esquema de poder utilizado en el pasado por los
regímenes de facto (paradigmáticamente representados por la experiencia de 1966), que suponía
entronizar a un jefe militar al que se le otorgaba una considerable autonomía. Unanimidad y
faccionalismo también se combinaron, de este modo, para dar a luz una novedosa modalidad de
institucionalización y ocupación del aparato estatal. Los militares llegaban al poder en 1976, como nunca
antes, con la firme convicción de que, como institución y no simplemente por las aspiraciones políticas de
algunos de sus miembros, tenían un papel absolutamente
47
central en la resolución de las disyuntivas dramáticas que afrontaba el país. Ello quedaría reflejado en el
"monolitismo institucional" con que los golpistas se hicieron del control del Estado. Sin embargo, al
mismo tiempo que expresaba el masivo respaldo de la corporación al golpe y a las bases programáticas
generales del Proceso, esa modalidad disimulaba mal las tensiones que albergaba en su seno, dejaba en
suspenso la mediación entre el gobierno y la sociedad, y no terminaba de resolver la relación entre los
distintos órganos de poder, en especial, entre el presidente y la Junta de comandantes, cuestiones que sin
duda reclamaban una respuesta más diestra que la que los jefes militares estuvieron en condiciones de
ofrecerle.
Al establecerse, en el Estatuto del Proceso, que la Junta sería el órgano supremo del régimen, titular del
poder constituyente que él se había arrogado, se confirmó que el proceso iniciado comprometía
institucionalmenle a las tres fuerzas. Ellas asumirían de común acuerdo las decisiones fundamentales para
lograr los objetivos propuestos, y lo harían, conforme con la que desde entonces sería doctrina oficial de
la corporación, en el cumplimiento de su rol institucional como guardianes del orden y de la preservación
de la nación, no en función de un proyecto personal o político "sectorial" o "particular".
Esta definición implicó, en primer lugar, limitar al máximo la personalización del poder, estableciéndose,
para ello, que los integrantes de los tres órganos superiores del régimen tendrían mandatos trianuales. En
segundo lugar, supuso "acotar" el poder presidencial. El Estatuto y las demás disposiciones iniciales
establecieron que la Junta, además de designar al presidente (requiriéndose el apoyo de sus tres
integrantes y que el candidato fuera un oficial superior retirado) y a los miembros de la CAL, absorbería
varias funciones que la Constitución otorgaba al Ejecutivo: el comando en jefe de las Fuerzas Armadas
(que incluía su disposición, organización y distribución), la declaración de guerra y del estado de sitio, la
designación de los miembros de la Corte Suprema (que fueron reemplazados en su totalidad) y de otros
altos funcionarios. Si bien el presidente nombraría a los ministros, los gobernadores y los jueces
ordinarios, debía contar con el acuerdo de la Junta (en especial, en los dos primeros casos), y ésta se
reservaba el derecho de velar por la lealtad de los designados hacia los objetivos del Proceso, citarlos para
darles instrucciones y resolver los posibles conflictos que pudieran presentarse entre la CAL y el
Ejecutivo. Lo más significativo de este diseño era que el presidente no podría ser miembro de la Junta, y
que los comandantes serían los encargados de designar a los oficiales superiores de las tres armas y a sus
sucesores (en acuerdo con los altos mandos respectivos). En virtud de estos arreglos, la Junta se reservaba
el mando de tropa, compartía con el presidente las funciones de administración del Poder Ejecutivo, con
derecho a vetar las iniciativas que estimase inaceptables, y se aseguraba un periódico recambio de las
autoridades. La intención de "despersonalizar" el ejercicio del poder que trasuntaban estas disposiciones
sería reafirmada en cada acto de
48
gobierno, incluso por el propio Videla, quien insistiría una y otra vez en que ''las Fuerzas Armadas como
institución [habían] llenado el vacío de poder existente" (30 de marzo de 1976).22 Sin embargo, al mismo
tiempo, esta aspiración y su puesta en práctica fueron motivo de permanentes disputas, tanto entre las
fuerzas, como en el seno del Ejército. Empezando nada menos que por la regla de oro del "cuarto

22
Poco después Videla sostuvo que "el consenso a la gestión, no a los hombres que circuns-tancialmente
y en funciones de servicio la encarnan, será la consecuencia de lo que se haga en las distintas áreas del
Estado" (17 de abril de 1976). El carácter "institucional", ni carismático ni personalista, y por lo tanto
supuestamente "limitado" y "controlado", del ejercicio del poder, fue reivindicado insistentemente por
Massera (se ha puesto "extremo celo en la institucional¡zación del proceso, como contrapartida a
cualquier intento de personalización del poder", La Nación, 7 de septiembre de 1977), Viola ("este
proceso no tiene personalismos ni figuras irreemplazables" La Nación, 17 de abril de 1979) y los analistas
políticos de la época (véanse, entre otros, los artículos de Mariano Grondona y Jorge Vanossi en Carta
Política, n° 31, mayo de 1976, y n° 33, julio del mismo año, respectivamente).
hombre", que garantizaba la separación entre el Ejecutivo y la Junta: el Ejército logró imponerle a las
otras fuerzas, pese a la resistencia de Emilio Massera, la continuidad de Videla en la comandancia en jefe
(pasaría a retiro recién en julio de 1978), aduciendo, para justificar este temprano incumplimiento de los
recaudos de despersonalización del poder, la "situación de excepcionalidad" que suponía la "lucha
antisubversiva" (la "situación de excepción", sin embargo, se volvería a dar durante la presidencia de
Leopoldo Galtieri, entre fines de 1981 y mediados de 1982).
Como resultado de estos mecanismos, además, las diferencias entre las fuerzas, en vez de resolverse, se
trasladarían desde la Junta a todas las áreas de la gestión de gobierno. En mayor medida aun porque otro
rasgo del modelo pro-cesista de ocupación del Estado fue la extensa militarización y distribución tripartita
de los cargos públicos. La presidencia quedó (implícitamente, al menos) reservada para el Ejército, pero
las carteras del primer gabinete (salvo las de Economía y Educación, asignadas a civiles), se distribuyeron
igualitariamente: dos para cada fuerza. Un criterio similar se aplicó en la intervención de los canales de
televisión, las radios, los sindicatos, las obras sociales, las organizaciones empresarias y los directorios de
empresas públicas (donde se intercalaron oficiales en actividad con civiles y militares retirados). En
cuanto a las gobernaciones, la mitad quedó en manos del Ejército y el resto se dividió entre la Armada y
la Aeronáutica.
La decisión de militarizar casi todos los niveles y ámbitos del Estado (a excepción de los municipios, que
en gran parte siguieron administrados por civiles), constituyendo un gobierno directo y efectivo de las
Fuerzas Armadas, y de lotizar entre las fuerzas las áreas de influencia, los cargos y funciones, era
49
algo inédito en la historia de las intervenciones militares argentinas. Y completaba un diseño tendiente a
establecer una separación tajante entre los militares y los actores sociales. Ello se justificaba, como ya
adelantamos, por el temor a volver a caer en los errores y las "dilaciones e indefiniciones" que habrían
sellado la suerte de esos experimentos anteriores. De acuerdo con el imaginario procesista, esos
problemas se habían originado en la interferencia de intereses particulares de grupos organizados de la
sociedad en la toma de decisiones, en una excesiva consideración por parte de las jefaturas militares de
los posibles costos que acarrearían las soluciones radicales, y en las tentaciones coyuntu-ralistas nacidas
de la propia institución militar. Combinadamente, estas tres causas se habían enlazado con los cálculos de
conveniencia realizados en función de proyectos personales por parte de caudillos o facciones militares
que habían aspirado a trascender a esos regímenes, capitalizando sus "salidas" electorales. A resultas de
esta conjunción de factores limitantes (y autolimitantes), siempre de acuerdo con los golpistas de 1976, en
1955, en 1962 e, incluso (pese a sus aspiraciones mucho más amplias) en 1966, sólo se había logrado
modificar el escenario y los medios a través de los cuales se enfrentaban los actores sociales y políticos de
la Argentina nacida de la experiencia peronista, sin poder cambiar sustancialmente su constitución, sus
comportamientos, ni la relación de fuerzas entre ellos. La consecuencia había sido que cada uno de esos
intentos se había cerrado con un agravamiento de los problemas y conflictos que se pretendían resolver, y
con una cada vez más preocupante sombra de desprestigio y divisiones internas amenazando a las propias
instituciones armadas. Por ninguna circunstancia debía permitirse que esas limitaciones y errores se
repitieran y condicionaran el éxito del proyecto refundacional que se había puesto en marcha. La
gravedad del enfermo y la magnitud de la operación quirúrgica a realizar aconsejaban a los mandos que el
nuevo gobierno no debía ser cívico-militar, como en tiempos de Pedro E. Aramburu, ni tutelado, como
había sido el de José María Guido, ni puesto en manos de un profesional con prestigio entre sus
camaradas de amias pero separado y por encima de ellos, cual Onganía; lo ejercerían esta vez las Fuerzas
Armadas en conjunto y por sí mismas. Es por ello que la participación del Ejército, la Armada y la
Aeronáutica debía ser institucional, proporcionada y solidaria, y la autoridad debía seguir la cadena de
mandos. Sólo así, la sociedad y el Estado podrían ser puestos en caja de una vez por todas. Como
explicaba Videla, "las Fuerzas Aunadas, como institución, dieron una respuesta institucional a una crisis
también institucional" {Clarín, 26 de mayo de 1976). El curso de los acontecimientos habría de colorear
estas palabras con una siniestra razón.23

23
También influyó en la preferencia por este esquema de poder compartido y extenso la estrategia de
"lucha contra la subversión" adoptada. Dado su carácter eminentemente clandestino, era inconveniente
que fuera una tarea exclusiva del Ejército, o de algunos sectores del Ejército. Involucrar a las Fuerzas
Armadas en su conjunto en esa estrategia y en la gestión de gobierno garantizaría que ninguna de las
fuerzas ni de sus miembros pudiera levantar su dedo acusador por las décadas siguientes. Con todo, no
debe exagerarse la importancia de esta prevención, ya que en un principio y por bastante tiempo, la
posibilidad de que el método de la represión implicara problemas políticos serios (más aun judiciales) fue
considerada muy secundariamente por los mandos militares. Volveremos sobre esta cuestión en los
capítulos 2 y 4.
50
4. El Proceso se pone en marcha
La ordenada y exhaustiva ocupación del poder, sin resistencias a la vista, permitió a la cúpula procesista
dar inicio a su gestión de gobierno sin mayores obstáculos. La retórica triunfal del presidente y de la
Junta, y los contundentes golpes asestados a la "subversión" dieron el marco para que los ministros y
demás funcionarios abundaran hasta extremos insólitos en la "amplitud de miras" de sus planes de
reforma. En la educación, la salud, las obras públicas y, en particular, en las reglas económicas, se
delineaban nuevos horizontes para un país que, se pronosticaba, iba a cambiar de raíz en muy coito
tiempo y se volvería ajeno para quienes no estuvieran dispuestos a acompañar este cambio. Ya en los
primeros meses de febril actividad, sin embargo, comenzaron a hacerse visibles los problemas que
resultaban de la conjunción entre planes tan amplios como genéricos, propuestas más concretas pero
contradictorias y polémicas, y un esquema institucional que alentaba las tensiones y conflictos en vez de
resolverlos.
Para empezar por esto último, la raíz del problema era que, en virtud de su complejo y bastante confuso
diseño institucional, el Proceso se las ingeniaba para combinar una muy fuerte, podríamos decir que
inédita, concentración de poder (que colocaba al régimen en un plano de omnipotencia casi absoluta
frente a una sociedad civil y política desmovilizada y fracturada) con una muy marcada, y con el tiempo
cada vez más indísimulable, fragmentación interna, que se evidenciaría tempranamente en la impotencia
del Ejecutivo para tomar ciertas decisiones de gobierno y, más todavía, para implementar de un modo
mínimamente consistente las que podía adoptar. Dada la separación entre el presidente y el mando de
tropas, la distribución de los cargos institucionales entre las fuerzas, y la masiva presencia de oficiales en
actividad en la función pública, la opinión de los jefes de unidad y de cuerpo, así como de los oficiales
superiores en general, se tornó decisiva para la toma de decisiones de gobierno, tanto en el nivel nacional
como en las provincias, y en infinidad de asuntos, desde la educación hasta el manejo de la economía. A
ello no sólo contribuyó el diseño institucional por sí mismo, sino también el impulso que confirió a las
tendencias facciosas y deliberativas presentes desde tiempo antes en las Fuerzas Armadas y, en especial,
en el Ejército. Tendencias que Videla, desde un principio y hasta el final, no supo remediar y, en alguna
medida, fomentó.
51
Una vez encumbrado en la Presidencia, Videla comenzó a recurrir con frecuencia al expediente de reunir
a los mandos para "sondear" la disposición a acompañar determinadas iniciativas de gobierno, para
"consultarlos" sobre las designaciones y reemplazos de funcionarios e, incluso, para resolver los ascensos
y pases a retiro. Agreguemos que, en ausencia de autoridades constitucionales y de un fuerte caudillo
militar (al menos en el Ejército), los ascensos tendieron naturalmente a decidirse por cooptación desde los
grados superiores, lo que alentó la proliferación de logias y facciones de todo tipo en los cuarteles. La
consecuencia de todo ello fue que comenzó a invertirse la cadena de mandos, transformada en polea de
transmisión de demandas, opiniones y objeciones de todo tipo a las decisiones adoptadas por las
autoridades del gobierno y los altos mandos.
También gravitó, en este sentido, la disputa, que no tardó en desatarse entre el Ejército y la Armada, en
particular, entre sus respectivos jefes. Videla era apoyado por el grueso de los hombres de tierra (y
circunstancialmente por la Aeronáutica), pero estaba muy lejos de tener el arrastre de un líder político y
militar. Se había caracterizado a lo largo de toda su carrera por adoptar posiciones cercanas a la
neutralidad en los conflictos políticos e internos del Ejército, tratando de no correr riesgos (apoyó el golpe
de 1955, pero sin buscar un papel destacado, y cuando se sumó en 1962 al bando colorado se cuidó de
adoptar una posición activa, que le hubiera redituado en sanciones o la baja). Tras pasar unos meses en
disponibilidad luego del relevo de Anaya, que lo contara como uno de sus colaboradores más estrechos,
por Numa Laplane (mayo de 1975) llegó a la comandancia principalmente porque sus carencias parecían
en ese momento grandes virtudes: sin lazos significativos en el mundo político y sin vocación conocida al
respecto, falto de opiniones o compromisos previos que lo ataran a algún proyecto definido, propenso a la
conciliación y renuente a utilizar la autoridad y la fuerza para dirimir conflictos internos, era la pieza
adecuada para mantener unido un ejército compuesto de facciones que desconfiaban profundamente unas
de otras. Si bien Videla no decepcionaría a sus colegas, y haría todo lo posible por evitar un agravamiento
de las divisiones internas, no podría ir mucho más allá, y la falta de cohesión en el Ejército seguiría
siendo una fuente crónica de conflictos.
Dicho de otra manera, lo que sus compañeros de armas habían valorado en Videla era que representaba al
profesionalismo prescindente con una convicción sin duda excesiva para sus cada vez más amplias
funciones políticas. Por las mismas razones, esa valoración se extendía a las otras dos fuerzas, en
particular al almirante Massera, quien consideró su ascenso el mal menor, en la medida en que no podía
considerárselo un adversario de temer. El sí líder indiscutido de su fuerza 24 no se
52
preocupó en ningún momento por ocultar su aspiración de ocupar todos los espacios de poder que dejaba
libres Videla, en la Junta y en el gobierno, y de convertirse en el primer marino que llegara, por un medio
u otro, al sillón presidencial. En la fase preparatoria del golpe, este contrapunto entre el hiperpoliti-cismo
del almirante y el apoliticismo del general pareció ser funcional al esquema institucional previsto. Pero
esta ilusión no duró mucho. A más de los conflictos que comenzaron a surgir en la Junta, no tardó en
resentirse todo el frente militar. Ello actuó como catalizador de la división en tercios, que la Armada había
impulsado, disparando bloqueos en el gabinete y en la CAL.
En cuanto al gabinete, no tardó en comprobarse que los funcionarios designados por cada fuerza rendirían
cuentas, antes que al jefe del Ejecutivo, a los respectivos comandantes. Así fue en el caso de los marinos.
Un episodio menor reveló con toda crudeza lo que se podría esperar de esta situación. Al asumir sus
funciones, pocos días después del golpe, los colaboradores directos de Videla en la Presidencia recibieron
una lacónica respuesta de parte del capitán de navio Carlos Carpintero, designado al frente de la
Secretaría de Información Pública (SIP), a sus propuestas de coordinar esfuerzos en una campaña de
propaganda oficial: "yo respondo al almirante Massera, no a la Presidencia". Y de hecho fue así, porque la
SIP promovió todo tipo de iniciativas a favor de la imagen del almirante, e ignoró sistemáticamente las
actividades de Videla. Las áreas controladas por el Ejército no estuvieron libres de estos problemas. Un
ejemplo también temprano en este sentido fue el conflicto desatado entre el general Horacio Liendo, al
frente de la cartera de Trabajo, quien actuaba siguiendo las indicaciones de su superior y protector,
Roberto Viola (jefe del Estado Mayor General del Ejército desde agosto de 1975), y Martínez de Hoz,
quien impulsaba reformas laborales radicales con el respaldo del presidente. Luego de arduas discusiones,
la Ley de Contratos de Trabajo aprobada en abril de 1976, si bien introdujo algunos cambios orientados a
facilitar los despidos y cesantías, no avanzó en ninguno de los aspectos estructurales que los funcionarios
de Economía querían modificar para reducir los costos laborales y el peso de los sindicatos (lo que le
permitió al ministro del ramo llevar a la asamblea de la Organización Internacional del Trabajo, realizada
en Ginebra en junio de ese año,
53
una delegación completa de sindicalistas agradecidos). Situaciones similares no tardarían en producirse en
otros ministerios, donde cada arma tenía observadores y funcionarios subalternos que, en ocasiones,
contradecían a los ministros, desafiaban su autoridad y bloqueaban sus iniciativas.
En cuanto a la CAL, aunque estaba formada por tres miembros de cada fuerza, los votos se emitían en
bloque, de modo que quedaba descartada cualquier posibilidad de ruptura de la unidad de cada fuerza.
Todo lo contrario, se alentaba el enfrentamiento entre ellas y el congelamiento de las respectivas
posiciones. Ello desembocaría en permanentes vetos y bloqueos mutuos de las iniciativas que cada una
impulsaba. Si bien el Estatuto del Proceso de Reorganización Nacional había establecido plazos y
mecanismos estrictos para que la CAL se pronunciara respecto de los proyectos que enviaban el
presidente o los ministros, a poco de andar se advertiría que, en particular en el tratamiento de asuntos
declarados de "significativa trascendencia", esas previsiones no se cumplían. Algunos de los proyectos
inicialmente considerados de máxima prioridad (la reglamentación de la actividad de las asociaciones
profesionales, de los partidos políticos, la Ley de Obras Sociales, entre otros) dormirían en sus
comisiones de trabajo durante meses, incluso años. Y en los casos en que se emitieron dictámenes en
disidencia, la Junta se ocuparía de dilatar aún más la adopción de una resolución. De este modo, mientras
se ponía en marcha el gobierno del Proceso y se repetía ritualmente una y otra vez que se trataba de la
"gestión de las Fuerzas Armadas", asentada en el "irrenunciable vínculo fraterno" y la "comunidad de
objetivos" entre las tres fuerzas, se fue haciendo más y más ostensible que, a los mandos militares, les
resultaba muy difícil llegar a acuerdos y sostenerlos, y que el sistema institucional adoptado no
colaboraba en lo más mínimo a resolver esta dificultad.
Junto al problema de la dispersión de la autoridad, surgieron, también muy tempranamente, dificultades

24
Massera era el mas antiguo de los comandantes y el que más vínculos con el mundo político había
tejido durante los años previos, principalmente con ]a derecha peronista. Su designación al frente de la
Armada había sido el resultado de una operación cuidadosamente montada a mediados de 1973, durante
el breve interinato de Raúl Lastiri, que implicó el pase a retiro de una decena de altos oficiales. Desde
entonces el almirante cultivó su relación con Perón, Isabel y López Rega, logrando para su fuerza
ventajas presupuestarias y una consideración política nada habitual tratándose de un gobierno peronista,
en perjuicio del Ejército, y respaldo para eliminar las resistencias internas a su liderazgo (provenientes del
antiperonismo tradicionalmente predominante entre los marinos; véase Uriarte, 1991).
originadas en la imprevisión de ciertos detalles elementales para un ordenado funcionamiento del
esquema institucional. La Junta era depositaría del poder supremo, pero no estaba claro a través de qué
instrumentos y en qué casos debía ejercerlo. Por lo tanto, en sus reuniones semanales comenzaron a
tratarse tanto problemas de absoluta prioridad y máxima importancia, como cuestiones menores que
hacían a conflictos entre las armas o entre individuos de cada una de ellas. Sus decisiones, a su vez, se
canalizaban en una maraña indiferenciada de instrucciones, pautas estatutarias, modificaciones de la
Constitución, reglamentos, estatutos, decretos, leyes, actas, frecuentemente contradictorios entre sí,
difusos o extremadamente ambiguos en sus estipulaciones, que en ocasiones no estaban siquiera
numerados, siendo evidente que las diferentes denominaciones no se correspondían con la materia o rele-
vancia de los asuntos que trataban.
No podemos dejar de insistir, aquí, en otra "limitación estructural" de la marcha del Proceso, la que
involucraba no al cargo sino a la persona del presi-
54
dente. No pasaba inadvertido para ninguno de los protagonistas del momento que el Ejecutivo no podría
superar las dificultades aludidas mientras estuviera a cargo de Videla. Él había logrado ganarse el apoyo
del generalato para regir la vida de los cuarteles y encabezar el golpe. Y lograría, en los meses iniciales
del nuevo régimen, fundar ante la sociedad, en particular entre las clases medias y altas, hartas de la
estética y el desorden peronistas, una muy favorable imagen de caballerosidad, mesura y austeridad. No
cabe duda de que sus insistentes referencias al respeto que debía a la Constitución, a las leyes y a las
reglas establecidas por el propio régimen, acompañadas de no menos insistentes alusiones a la inspiración
sanmartiniana y bíblica de sus decisiones, no correspondían tan sólo a una estrategia publicitaria, dirigida
a mantener en las sombras la ilegalidad en el ejercicio del poder, especialmente sistemática en el terreno
de la represión; sino que también, y principalmente, se ajustaban a la idea que realmente el presidente se
hacía de su función: dar ejemplo de probidad moral y republicana para desbrozar el camino de la
regeneración institucional. En coincidencia con su ministro de Economía y con muchos otros militares,
pero de un modo sin duda más consecuente y sincero que todos ellos, Videla invocaba como su máxima
inspiradora el desprecio por la política y los políticos. Y en ello se cimentaba en buena medida el prestigio
que había ido ganando en los sectores sociales que más abiertamente profesaban un odio de clase hacia
los hombres de partido. No por nada esa suerte de "republicanismo antipolítico" era destacado y cultivado
con esmero por la prensa "seria" que, excitada en sus sentimientos de orgullo hacia "el primer gobierno de
gente decente en décadas", creyó encontrar en el temple presidencial la manifestación de las virtudes de
un San Martín moderno.
Claro que esto no conjugaba demasiado bien con el perfil social y las disposiciones que predominaban en
la oficialidad: hijos de inmigrantes que habían encontrado en la carrera militar una forma alternativa a la
política, o complementaria con ella, para lograr un rápido ascenso social. Pero lo grave no era eso, sino el
hecho de que su actitud no le proveía al presidente ninguno de los recursos y signos del caudillaje, que
hubiera necesitado para conquistar definitivamente el corazón de sus subordinados y seguidores. Más
bien servía como prueba, tanto en el Ejército como en los círculos civiles más cercanos, de su absoluta
ignorancia de las complejidades de la vida política. Algo que, como vimos, le había ayudado a llegar a la
comandancia, y lo ayudaría a mantenerse en ella, siempre que se mostrara relativamente neutral en los
conflictos y disputas. El mismo se ocuparía de extender esta impresión señalando, a quienes le sugerían
que en el futuro podría sacar provecho electoral de su envidiable posición (perspectiva que entusiasmaba
por igual a asesores civiles y a militares en funciones en la Presidencia), su escaso interés en prolongar su
vida política y en reunir para sí apoyos civiles.
55
Más que conforme con esta situación, el presidente alternaba abrumadoras lecturas de su procer preferido
con la obsesiva preocupación por la unidad del Ejército y la disposición a dejar en manos de otros las
funciones de gobierno que él no gustaba de ejercer. Si en el terreno económico podría hacer esto con
facilidad, y sin enfrentar demasiadas resistencias, al menos iniciales (las protestas de los generales
desarrollistas, a esa altura bastante desacreditados y disminuidos, no hicieron en principio mella en la
dupla que formaban Videla y Martínez de Hoz), confiando en la sagacidad y las influencias empresarias
locales e internacionales de su ministro, en lo político en cambio encontraría muchas más dificultades en
delegar en su segundo, Viola, lo que a él repugnaba y a éste atraía tal vez en demasía. No sólo Massera,
sino también una buena paite de los generales entendían que Viola, compañero de promoción y amigo
desde hacia años del presidente, que había formado con éste una pareja muy armónica y funcional en la
jefatura del Ejército desde antes de que se empezara a planificar el golpe de Estado, "ejercía en él una
influencia nefasta". Lo acusaban de apresurarse a tejer lazos con los políticos y los sindicalistas no para
bien del Proceso sino para el suyo personal, y de ser inconsecuente con los objetivos refundacionales y
con la impugnación del populismo. Esta opinión, sin duda, había pesado en el momento en que se decidió
ignorar la regla del cuarto hombre, que habría catapultado a Viola a la comandancia de la fuerza o,
incluso, a la Presidencia.
Dada esta situación, la pobreza franciscana de recursos políticos en manos de Videla no sería fácilmente
subsanable. Peor todavía, se transformaría en una marca de distinción de las virtudes que el régimen
públicamente reivindicaba para sí, y una garantía de sus precarios equilibrios internos. La engañosa
eficacia de esta fórmula se constataría cuando, en razón de la competencia sin tregua planteada por
Massera, y de las desconfianzas y objeciones de todo tipo que le presentaban no pocos generales, una y
otra vez Videla se abstendría de seguir cursos de acción que podrían resultar polémicos, sobre todo,
aunque no únicamente, en el campo de las reformas institucionales y de la búsqueda de acuerdos con los
políticos. Pese a estos cuidados, para colmo, conseguiría muy poco en el terreno de la cohesión del
Ejército y menos aún en la contención de los lances del almirante, que vio en la tibieza del presidente un
motivo más para intensificar su agresiva campaña para ganar apoyos en el frente militar, en particular
entre los generales, y espacios en el aparato del Estado.
* *
Durante los primeros meses, la atención del gobierno y de la Junta estuvo focalizada en dos frentes que se
consideraban decisivos para la consolidación del régimen y la prosecución de sus objetivos estratégicos:
la "guerra antisubversiva" y las reformas económicas. La complementariedad que se estableció entre
ellas, agreguemos, no se basaba sólo en la mutua implicación de los
56
resultados disciplinadores esperados, sino también en el tono radical y fuertemente ideologizado de los
remedios que ambas pretendían administrar, y de sus justificaciones públicas. Mientras que la primera
cayó bajo la responsabilidad directa de los hombres de armas (la analizaremos en detalle en el próximo
capítulo), la segunda, como vimos, había sido delegada a un influyente hombre de negocios y su equipo
de colaboradores, quienes tenían la misión de instrumentar "el programa económico del gobierno de las
Fuerzas Armadas", según la fórmula que no se cansaba de repetir Videla.
Es útil reiterar, al respecto, que cuando en los febriles meses previos al golpe los tres comandantes
escogieron a Martínez de Hoz como su ministro de Economía, no lo hicieron porque compartiesen
plenamente una visión acabada y de largo plazo sobre qué hacer en el campo de la política económica
para alcanzar sus objetivos refundacionales. 25 Martínez de Hoz, que no ignoraba ese hecho, y que
disponía a su vez del aprendizaje de su paso, y del paso de otros colegas, por anteriores gabinetes
autoritarios, era consciente de que su permanencia en el cargo no era de ningún modo segura. Con la
expectativa de hacer menos precaria su situación, dedicó gran parte de las energías de su equipo, durante
el primer año de trabajo, hacia adentro del régimen, procurando generar un convencimiento más pleno
sobre su diagnóstico y sus propuestas entre los jefes militares. El resultado fue de crucial importancia,
pero limitado: básicamente, consistió en la conquista de un núcleo reducido, aunque estratégico,
compuesto por el presidente Videla y su ministro del Interior, Albano Harguindeguy. Más allá de ese
núcleo, tanto en el gobierno como en los cuarteles, el terreno seguía siendo inseguro, cuando no hostil.26
Aunque contaba también con la simpatía ideológica de los altos mandos de la Fuerza Aérea, del
gobernador de la provincia de Buenos Aires, el general retirado Ibérico Saint-Jean y, con menos
entusiasmo doctrinario y menos perseverancia, de algunos otros gobernadores y generales de brigada.
Sin duda, éste era uno de los motivos por los cuales, a diferencia de casi todos los demás asuntos, la
cuestión económica se discutió abiertamente casi desde el inicio del Proceso, tanto dentro del gobierno
como en el mundo empresarial e
57
incluso, aunque en menor medida, en los partidos y los medios masivos de comunicación. Los sectores
militares enfrentados a Videla en este terreno (desde temprano Massera y los generales desarrollistas,
particularmente los ligados a Fabricaciones Militares y a las empresas del Estado) no tardaron en lanzar
críticas al equipo económico, en parte por razones intrínsecamente vinculadas a su política y, en parte, por

25
De acuerdo con Fontana (1987), antes del golpe los militares no habían prestado demasiada atención a
la cuestión económica. Se preocuparon sí por elegir al hombre y la orientación general, pero no habían
alcanzado nada parecido a un consenso programático detallado y preciso. Entre los criterios que
manejaron los militares para elegir al ministro figuraba, elocuentemente, el que debía ser una persona que
careciera de filiación política e incluso de perfil filosófico definido, para evitar resistencias en las fuerzas.

26
No tardarían en entrar en colisión dos componentes esenciales del régimen: el equipo económico, de
extracción social alta e integrado por tecnócratas con conocimiento superior, y una élite militar que
carecía de esos blasones y recursos. La desconfianza entre ambos, natural en razón de esas diferencias, se
intensificaría en la disputa por el control del acceso al presidente y el debate respecto de los costos
inmediatos y eventuales beneficios de las reformas económicas.
la facilidad con que podían utilizar estas críticas como punta de lanza en la persecución de otros fines. 27
Las fuerzas políticas, en particular el desarrollismo y el radicalismo, descubrieron entonces que en este
terreno podían expresar sus críticas sin correr riesgos, y apuntaron a recuperar algún protagonismo
sacando provecho de las diferencias existentes entre los uniformados. 28 En cuanto a los diarios, desde un
comienzo hicieron unánime profesión de fe oficialista pero, en el campo económico, se consideraron
libres para opinar. Salvo La Nación, que buscó representar la ortodoxia procesista, encarnada por Videla y
Martínez de Hoz, el resto no escatimó críticas al equipo económico: La Prensa se mostró alarmada por su
heterodoxia y la inconsistencia de muchas de sus medidas con el ideario librecambista, y Clarín arrojó
tempranos dardos contra lo que entendía era un liberalismo frenético y el abandono de que era víctima la
producción industrial. La cúpula castrense no sólo se mostró por completo tolerante en este campo;
comenzó a ser voxpopuli que muchas de las críticas que aparecían en los medios provenían de
trascendidos que hacían circular altos jefes militares. Todo este coro de disconformidad oficiosa resonaba
en los oídos del equipo económico, de forma tal que sus miembros nunca olvidaran la precariedad de sus
posiciones. Esto debe ser explicado.
Ya hemos dicho que el programa golpista galvanizó a la corporación militar -en verdad profundamente
heterogénea y fraccionada-, en tomo a la "guerra antisubversiva" y a la convicción genérica sobre la
necesidad de reorganizar drásticamente la sociedad argentina. Podría pensarse, por tanto, que las
propuestas del equipo económico se hallaron subordinadas a esos objetivos. Pero esto es solamente parte
de la verdad. Ocurre que los pensamientos que guiaban a los uniformados, la doctrina de la seguridad
nacional, el anticomunismo, el inte-grismo católico, eran, en todo caso, ideologías, pero no cuerpos
programáticos
58
ni paradigmas con propuestas articuladas y consistentes sobre cuestiones ineludibles de gobierno. Por
tanto, a lo que se hallaron subordinadas en realidad las propuestas del equipo económico desde un
principio fue al heterogéneo conjunto de ideas y orientaciones reaccionarias, nacionalistas, conservadoras,
paternalistas, católicas, liberales, etcétera, que portaban los militares al encarar tanto su cruzada contra la
subversión como la refundación de la sociedad. Conjunto de ideas desde el cual analizarían cada punto
del programa económico, así como la política sindical (una de las cuestiones de mayor interés para
Martínez de Hoz). En virtud de ese heterogéneo conjunto de creencias (en el que la palabra autorizada
podía tenerla tanto el Santo Padre como Milton Friedman, Jordán Bruno Genta o Juan Bautista Alberdi),
que separaba profundamente a los militares, éstos no se sentían en absoluto en la obligación de ser
consistentes, a la hora de influir con sus decisiones, omisiones o vetos, en la orientación que el ministro
imprimía a la economía a través de las variables bajo su control.
Se ha dicho que durante el Proceso la política se hizo en el Ministerio de Economía y a través de la
economía: "el plan económico, elaborado como parte de un proyecto político, se transformó en el
programa político" (Canitrot, 1984). Esto es rigurosamente cierto en el sentido de que las políticas
económicas estaban destinadas, más que a la obtención de buenos resultados en arreglo a los indicadores
que habitualmente se consideran para discutir el desempeño económico, a tener efectos reformuladores,
estructurales, sobre la morfología social -la caída de los índices inflacionarios, por ejemplo, sería
estimada no tanto por su impacto intrínseco sobre el ingreso y sobre la capacidad de tomar decisiones de
largo plazo de los agentes económicos, sino como un indicador del disciplinamiento que se procuraba en
trabajadores y empresarios-. No obstante, puede prestarse a un malentendido identificar la política
económica del Proceso con la política económica de Martínez de Hoz a secas ya que, en la práctica, los
militares intervinieron intensamente (ya sea imponiendo, condicionando o vetando) en la formulación de
políticas de reforma y en la gestión de la macroeconomía. El experimento político estatal de refundación
de la sociedad adoleció, así, de las inconsistencias que le imprimieron sus demiurgos, más todavía porque
el ministro no se adaptó a las restricciones fijadas por los uniformados ni a las medidas que ellos
imponían y que, de por sí, introducían inconsistencia en el programa. En vez de acomodarse a esas

27
En entrevista con los autores, Martínez de Hoz relata que el presidente le había pedido que viera
regularmente a los otros comandantes, cosa que hacía al menos una vez por mes. Y que, a principios de
1977, reunido con Massera, este le advierte: "estamos en medio de esta pelea con Viola, se trata de
conseguir apoyos, los sindicatos, etcétera, le quiero decir que yo ya no lo voy a apoyar públicamente a
Ud., arréglese, voy a pasar a decir que los sueldos son bajos, etcétera".

28
Esta curiosa faceta del escenario político abierto por el golpe, que podía combinar la más violenta
represión y la supresión total del debate político, con acotadas liberalidades, se reveló a pocos días del
lanzamiento del programa económico, cuando los medios dieron difusión a un duro documento de los
economistas radicales que lo caracterizaba como "una verdadera agresión de clase".
condiciones, mediante un manejo mesurado de las variables que quedaban dentro de su campo de acción,
el ministro tendió a utilizar estas variables lo más intensamente posible, explotando a pleno los grados de
libertad a su disposición, sin atender a los efectos de corto plazo ni a los costos públicos, salvo en la
medida en que éstos pudieran hacer peligrar su permanencia en el cargo.
Hubo, además, otra fuente de motivaciones ajenas al campo propiamente económico que explica aspectos
relevantes de la gestión. Cuando Martínez de Hoz fue convocado por la cúpula golpista para formular el
programa económi-
59
co del futuro régimen, planteó que serían necesarios diez años para llevarlo a cabo. Pese a que en ese
momento Videla le garantizó al menos cinco, tal como destaca Jorge Schvarzer en sus trabajos, una vez
ungido ministro, Martínez de Hoz actuó bajo la certeza de que no dispondría de mucho tiempo para lograr
sus objetivos. Era mucho más escéptico que los militares con respecto a su capacidad de generar
respaldos sociales y políticos duraderos y mayoritarios, y plenamente consciente de las disidencias
internas que podían llevar, en cualquier momento, a un cambio de prioridades y a su desplazamiento. El
factor tiempo fue, por lo tanto, una variable crítica para la implementación del plan, que el equipo
económico manejó con un margen de incertidumbre importante, y ante el cual ensayó distintas respuestas.
La fundamental fue dar por descontado el carácter provisorio del poder desmesurado que disfrutaba, y
tomar medidas que -entendía- no solamente iban en la dirección deseada, sino que también edificaban
barreras contra la posibilidad de que, cuando se modificasen las circunstancias políticas, los cambios
pudieran ser revertidos.
En suma, buena paite de los rasgos que la política económica del Proceso fue adquiriendo en el curso de
su implementación pueden explicarse más que en razón de los propósitos del ministro, en virtud de su
interacción con los militares, en términos de las restricciones impuestas y de los medios que aquél empleó
para sortearlas, por un lado, y de su esfuerzo para consolidar su posición en el gabinete, por el otro. Y este
intrincado juego interno explica el hecho, por demás significativo, de que si bien el Proceso, por los
motivos que ya hemos discutido, pudo actuar mucho más libre de las limitaciones moderadoras
habitualmente impuestas por las fuerzas sociales en marcos democráticos, incluso más de lo que había
sido la norma en anteriores gobiernos autoritarios en la Argentina, ello no sirvió para proveerle
previsibilidad ni consistencia en el largo plazo a la gestión económica (y agreguemos, de paso, tampoco
al resto de sus iniciativas). Más aún, a la larga, la ausencia de dichas limitaciones terminaría agravando
enormemente las inconsistencias en que poco a poco y sin ningún freno se internaron los estrategas del
régimen, entregados de lleno a las disputas palaciegas entre facciones y sometidos a agudas
incertidumbres. Esto también influyó para que el diseño y la puesta en marcha de la política económica
estuviera lejos de ser una Blitzkrieg. Se trató, más bien, de un proceso gradual, en el que abundaron los
cambios de rumbo, aun cuando los objetivos de largo plazo de la conducción económica no variaran. Es
posible que antes del 24 de marzo, Martínez de Hoz haya mantenido frente a los mandos una actitud
"demagógica" (prometiendo resultados sin mayores sacrificios populares y evitando entrar en detalles
rispidos, como la apertura de la economía).29 Pero,
60
al mismo tiempo, es difícil creer que el futuro ministro no afirmase enfáticamente, aun dentro de la
vaguedad de su formulación, la propuesta de transitar hacia una economía de eficiencia y competencia
como indispensable condición de posibilidad para poner fin al ambiente favorable al populismo y a la
subversión. Como fuera, sus primeros pasos probablemente no depararon sorpresas mayores, ya que se
mantuvieron dentro de los cánones habituales de los ajustes ortodoxos.
En cuanto a los objetivos estratégicos, 1976 parece haber sido un año de elaboración de la política, en
términos más definidos, en el interior del propio . equipo económico y, al mismo tiempo, fuertemente
condicionado por la "guerra antisubversiva" y el desorden económico y fiscal reinante hasta marzo. Las
primeras restricciones a la acción del equipo se presentarían ya entonces: contra sus expectativas, la Junta
Militar no le había concedido el control de la cartera laboral, y casi inmediatamente esta limitación se
reflejaría en la reforma -demasiado moderada para gusto de Martínez de Hoz- de la ley de Contratos de
Trabajo. El cuadro en que se desenvolvía su acción confirmaba a la conducción económica la presunción
inicial de que su posición no era firme, y que tanto la Junta como el presidente podían decidir su
reemplazo. A su favor, y compensando parcialmente esta precariedad, Martínez de Hoz pudo mostrar casi
inmediatamente los frutos del respaldo internacional de que disfrutaba (obtuvo créditos externos
imprescindibles para alejar el peligro de cesación de pagos, créditos que se le habían negado al anterior
gobierno). Ese respaldo fue adquiriendo paso a paso un valor político mucho mayor, en la medida en que
los militares tomaron nota del riesgo que corrían de caer en una situación de aislamiento internacional. Y

29
Así lo establece un testimonio recogido por Fontana (1987).
esta valorización facilitó la tarea de persuasión que el ministro, y algunos de sus colaboradores, como
Guillermo Walter Klein, encararon durante esa etapa sobre el presidente y otros altos oficiales, con éxito
desigual.
Otro de los rasgos que se fue definiendo y corrigiendo con el tiempo fue la composición y funcionamiento
del propio equipo. Adiferencia del caso de Chile, donde preexistía al golpe un equipo ya formado, con
alto nivel de cohesión y calificación técnica, prácticamente a disposición de los militares, en la Argentina
el establishment librecambista no había creado nada semejante. Martínez de Hoz reclutó en un principio a
colaboradores variopintos30 y, por lo tanto, el equipo comenzó su gestión afectado por algunas disidencias
internas en torno a políticas que luego se volverían fundamentales.
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Durante esta etapa, signada por los rasgos enumerados, las medidas adoptadas incluyeron tanto decisiones
de orden estructural como macroeconómico. En el primero, se dieron los pasos iniciales de la apertura
comercial, modificando, desde abril, los aranceles que protegían la producción industrial interna contra la
competencia extranjera. Aun cuando la expectativa declarada era que esto presionara efectivamente hacia
la baja sobre los precios del conjunto de los bienes industriales, se trató de una apertura muy mesurada, y
contó con la aquiescencia (entre tibia y entusiasta, según el caso) de las organizaciones empresariales que
el régimen no había disuelto. En el orden macroeconómico, el ministro impuso un duro ajuste ortodoxo.
Recordemos que luego de la crisis de 1975, la inflación estaba desatada; a fines de marzo de 1976, la tasa
anual equivalente era superior al 700 %. El equipo económico confió para atenuarla, en lo inmediato, en
el "ancla" salarial, que al tiempo les garantizaría a los empresarios un margen de rentabilidad apreciable.
El "ancla" consistió en congelar los salarios por tres meses y hacerlos descender brutalmente: perdieron el
40 % en términos reales debido a la inflación acumulada entre marzo y mayo.
En realidad, Martínez de Hoz, con una apertura muy tibia de la economía (ineficaz en el corto plazo para
presionar los precios a la baja) y con la drástica represión de los salarios, apostaba su confianza, rayana en
lo ingenuo, a la responsabilidad colectiva de las clases propietarias: el programa de abril de 1976 era
disciplinador, pero administraba la coerción de un modo muy diferente hacia empleados y empleadores;
en lo que se refiere a estos últimos, la premisa era que prestaran su colaboración para reducir la inflación.
Este discurso, para nada insincero, en el que se apela al sentido de responsabilidad de los individuos
pertenecientes a las clases propietarias para que, autolimitándose y reprimiendo sus impulsos de satisfacer
su interés egoísta e inmediato, sean capaces de actuar en función de un proyecto de bien común que los
tiene a ellos como principales beneficiarios, estará constantemente en boca de algunos miembros del
equipo económico y de muchos militares, entre ellos el propio Videla, durante los primeros años:
[...] no estamos dando libertad para imponer cualquier precio. Si el empresariado no entiende su
responsabilidad será él mismo el que esté derrotando el sistema que pregonó tantas veces [sic]. (José
Alfredo Martínez de Hoz ante un nutrido grupo de empresarios industriales, 12 de abril de 1976.)
Fue con las medidas de moderada apertura y represión salarial, y con la apuesta a la buena fe de los
empresarios que se esperó un comportamiento consecuentemente positivo de los precios. De hecho, la
economía, comparada con la situación caótica de marzo de 1976, al cabo de un año había recuperado por
lo menos cierto orden y previsibilidad -cosa que no dejó de ser apreciada por diferentes sectores de la
sociedad-. A través de la draconiana contención
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impuesta a los salarios, se obtuvo un considerable superávit comercial, y el déficit fiscal y la inflación
declinaron en comparación con los elevadísimos niveles del final del gobierno de Isabel. Las restricciones
que experimentó el equipo económico para profundizar este camino, sin embargo, no afectaron solamente
sus expectativas de desarticulación de las capacidades de acción y negociación de los sindicatos; también
impactaron en las variables monetarias y el gasto público: las Fuerzas Armadas impidieron al ministro
adoptar medidas de control monetario (ya que éstas, se presumía, habrían afectado el nivel de empleo), en
tanto que el gasto público quedó bajo la órbita de la conducción militar. 31 Esto no podía sorprender, ya

30
Incorporó a su equipo a varios hombres del club Azcuénaga, círculo de políticos, economistas e
intelectuales de derecha promovido por Jaime Pierraux y por el general Miatello, consultado asiduamente
durante la preparación del golpe, y muy cercano a políticos como Alberto Rodríguez Varela y a
empresarios como Carlos Blaquier. De allí provenían Luis García Martínez, jefe de gabinete de asesores,
Mario Cadenas Madariaga, secretario de Agricultura, y Guillermo Zubarán, secretario de Energía.

31
Algo semejante sucedió en el manejo del personal del sector público: el Proceso dictó y mantuvo en
vigencia durante cuatro años una Ley de Prescindibilidad, que suspendió la estabilidad de los agentes
estatales. Pero, en lo esencial, la implementación de esta ley en términos de despidos no estuvo en manos
de Martínez de Hoz (ella se utilizó principalmente con fines de persecución política y sindical) y en su
gestión no se registró una disminución sensible del número de empleados de la Administración Pública
que era congruente con la diseminación de uniformados en todos los niveles de gobierno y las empresas y
con la negativa a nombrar gente de la confianza de Martínez de Hoz en sus directorios. 32 Desde el vamos,
entonces, la distribución de competencias parecía poco prometedora en atención al diagnóstico que el
ministro enunciara al país, no como suyo sino "de las Fuerzas Armadas", el 2 de abril: "la inflación en la
Argentina es provocada esencialmente por los gastos improductivos del Estado [...] el motor principal de
la inflación lo constituye el déficit fiscal".
Antes de fin de año, la conducción económica percibiría nuevas y elocuentes señales de sus dificultades:
primero en las trastiendas del gobierno (Fontana, 1987), pero luego, públicamente, habría
cuestionamientos a la política salarial. En agosto, los diarios se harían eco de una declaración del consejo
de almirantes expresando "su preocupación por los ingresos de los sectores más bajos de la población".
En ese momento se constató además que, tras la reducción desde los niveles desmesurados de
desequilibrio de marzo de 1976, se producía una nueva expansión del gasto público que le dio una mayor
laxitud a la política monetaria y perjudicó la estrategia antiinflacionaria. En su mensaje del 2 de abril, el
ministro había planteado, respecto a la colocación de títulos, que "aunque no son realmente genuinos,
porque incrementan la deuda pública, será necesario continuar recurriendo a ellos para reducir la brecha
del déficit mientras éste exista". Pero la práctica de colocación en los mercados externos, para financiar
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la inversión pública y subsidiar la inversión privada, tuvo lugar en una medida muy superior a lo que era
razonable inferir de ese discurso.33 Es así que la "victoria" de Martínez de Hoz sobre la inflación fue
apenas efímera. Tras el descenso del segundo trimestre de 1976, cuando ya el salario real había caído por
el congelamiento nominal, y ante el primer reajuste salarial, la tasa volvió a ascender al 7 % mensual
(último trimestre de 1976). En ese momento el equipo económico dio la impresión de improvisar, sin
tener claro qué hacer exactamente; apeló a la heterodoxia de una tregua de precios por cuatro meses, y
dispuso eventualmente mayores reducciones arancelarias para aquellos productos que registraran alzas no
justificadas de sus precios.
En suma, transcurrido un año la inflación se mantenía en un nivel todavía elevado y el gobierno mostraba
carecer de una estrategia global en un área que él mismo había definido como crítica. El 6 de abril de
1977, Alvaro Alsogaray, oficiando de censor ortodoxo de la gestión económica, exhortó a "apoyar a toda
costa al equipo económico, a condición de que éste retorne al plan puesto en ejecución en abril del año
pasado y rectifique graves y peligrosas desviaciones". Agregando: "si no frenamos la inflación volvemos
a caer-diferencias morales aparte- en un desorden tan grave como el que vivimos hasta el 24 de marzo de
1976". Aclaraba luego que por "desviaciones" entendía la emisión monetaria, "ya que el circulante
aumentó [...] un 38 % en el primer año de gobierno militar [...]. El actual presupuesto, suponiendo que se
cumpla, ya lleva implícita una tasa de aumento de precios de 160 % anual para 1977". En realidad más
que una crítica al equipo económico, lo de Alsogaray era un tiro por elevación a la conducción militar
debido a las restricciones que, ningún amigo del régimen ignoraba, se le imponían a Martínez de Hoz para

Nacional, ni tampoco una renovación o calificación de los mismos. El ex ministro recuerda: "el 80 % del
gasto en personal era muy poco flexible, ¿qué se podía hacer?, ¿echar maestros, enfermeros?".

32
Lo intentó con la Empresa Nacional de Telecomunicaciones (Entel), pero según el propio Martínez de
Hoz (1991), que en este punto sin duda falta a la verdad, la guerrilla amenazó al candidato y la
administración de la empresa fue confiada a un militar.

33
En sus entrevistas con los autores, tanto el ex ministro como su secretario de Hacienda Juan Alemann
consideran este expediente el único posible para una indispensable modernización económica. Juan
Alemann es, con todo, bastante más ambivalente en sus impresiones: "a los militares les encanta hacer
obras, son muy inversores; [...] en el '77 les dije: lo que están pidiendo es un 20 % del PBI, cada cosa
individualmente está bien pero hay que reducir [...] Solanet analizaba todos los proyectos de inversión y
fijaba prioridades, con esto me ayudó a contener [...] porque las empresas del Estado fijaban mal las
prioridades; [...] pero aún poniendo en orden, la inversión pública llegó a unos niveles fenomenales [...]
salta de 5 o 7% del PBI al 11% o 12%, es una barbaridad; y la inversión privada, mucha hecha con
promoción industrial, también, el total pasó del 18 al 23 % [...]. Esto ocasionó la famosa deuda extema, se
usó para inversión, no para gastarlo como dicen". De cualquier modo, el propio Martínez de Hoz deja
entrever que la necesidad de la inversión era materia opinable y que se trataba, en esencia, de una
voluntad militar a satisfacer (sin mencionar aquí el gasto propiamente militar), posible de sobrellevar
mientras pudiera cubrirse con deuda: "le dije a Castro Madero que en la Comisión Nacional de Energía
Atómica estaban yendo demasiado rápido, pero él me explicó el motivo estratégico y lo apoyé, pero eso
significaba más gasto público".
encarar
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una gestión más rigurosa en ese terreno. Quizás Alsogaray quería que sus lectores se preguntasen por qué,
siendo así las cosas, el ministro prefería permanecer en el cargo. Su respuesta tardaría aún unos meses en
llegar: en junio de ese año lanzó la reforma financiera, concebida, tal como veremos en detalle en el capí-
tulo 3, como un mecanismo para disciplinar en forma irreversible a los actores económicos.
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